De La Tierra A La Luna - Julio Verne
De La Tierra A La Luna - Julio Verne
De La Tierra A La Luna - Julio Verne
de publicación: 1865
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Julio Verne
De la Tierra a la Luna
ePUB v2.1
akilino 05.08.12
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Título original: De la Terre à la Lune Trajet direct en 97 heures
Julio Verne, 1865.
Editor: akilino
ePub base v2.0
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Capítulo I. El Gun-Club
En el transcurso de la guerra de Secesión de los Estados Unidos, en Baltimore,
ciudad del Estado de Maryland, se creó una nueva sociedad de mucha influencia. Es
por todos conocida la energía con que el instinto militar se desenvolvió en aquel
pueblo de armadores, mercaderes y fabricantes. Simples comerciantes y tenderos
abandonaron su despacho y su mostrador para improvisarse capitanes, coroneles y
hasta generales sin haber visto las aulas de West Point, y muy pronto comenzaron a
rivalizar dignamente en el arte de la guerra con sus colegas del antiguo continente,
alcanzando victorias, lo mismo que éstos, a fuerza de prodigar balas, millones y
hombres.
Pero esencialmente en lo que los americanos aventajaron a los europeos, fue en la
ciencia de la balística, y no porque sus armas hubiesen llegado a un grado más alto de
perfección, sino porque se les dieron dimensiones desusadas y con ellas un alcance
desconocido hasta entonces. Respecto a tiros rasantes, directos, parabólicos, oblicuos
y de rebote, nada tenían que envidiarles los ingleses, franceses y prusianos, pero los
cañones de éstos, los obuses y los morteros, no son más que simples pistolas de
bolsillo comparados con las formidables máquinas de artillería norteamericana.
No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y
nacen ingenieros como los italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos. Era,
además, natural que aplicasen a la ciencia de la balística su natural ingenio y su
característica audacia. Así se explican aquellos cañones gigantescos, mucho menos
útiles que las máquinas de coser, pero no menos admirables y mucho más admirados.
Conocidas son en este género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman.
Los Armstrong, los Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer su
inferioridad delante de sus rivales ultramarinos.
Así pues, durante la terrible lucha entre los del Norte y los de Sur, los artilleros
figuraron en primera línea. Los periódicos de la Unión celebraron con entusiasmo sus
inventos, y no hubo ningún hortera, por insignificante que fuese, ni ningún cándido
bobalicón que no se devanase día y noche los sesos realizando cálculos de
trayectorias desatinadas.
Y cuando a un americano se le pone una idea en la cabeza, nunca falta otro
americano que le ayude a realizarla. Con sólo que sean tres, eligen un presidente y
dos secretarios. Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la sociedad funciona.
Siendo cinco se convocan en asamblea general, y la sociedad queda definitivamente
constituida. Así sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se
asoció con el primero que lo fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el núcleo del
Gun-Club.
Un mes después de su formación, ya contaba con 1.833 miembros efectivos y
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30.575 socios correspondientes.
A todo el que quería entrar en la sociedad se le imponía la condición, sine qua
non, de haber ideado o por lo menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de
cañón, un arma de fuego cualquiera. Pero fuerza es decir que los inventores de
revólveres de quince tiros, de carabinas de repetición o de sables-pistolas no eran
muy considerados. En todas las circunstancias los artilleros privaban y merecían la
preferencia.
—La predilección que se les concede —dijo un día uno de los oradores más
distinguidos del Gun-Club— guarda proporción con las dimensiones de su cañón, y
está en razón directa del cuadrado de las distancias alcanzadas por sus proyectiles.
Fundado el Gun-Club, fácil es figurarse lo que produjo en este género el talento
inventivo de los americanos. Las máquinas de guerra tomaron proporciones
colosales, y los proyectiles, traspasando los límites permitidos, fueron a mutilar
horriblemente a más de cuatro inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones
hacían parecer poca cosa a los tímidos instrumentos de la artillería europea.
Júzguese por las siguientes cifras: En otro tiempo, una bala del treinta y seis, a la
distancia de 300 pies, atravesaba treinta y seis caballos cogidos de flanco y setenta y
ocho hombres. La balística se hallaba en pañales. Desde entonces los proyectiles han
avanzado muchísimo. El cañón Rodman, que arrojaba a siete millas de distancia una
bala que pesaba media tonelada, habría fácilmente derribado 150 caballos y 300
hombres. En el Gun-Club se trató de hacer la prueba, pero aunque los caballos se
sometían a ella, los hombres fueron por desgracia menos complacientes.
Pero sin necesidad de pruebas se puede asegurar que aquellos cañones eran muy
mortíferos, y en cada disparo caían combatientes como espigas en un campo que se
está segando. Junto a semejantes proyectiles, ¿qué significaba aquella famosa bala
que en Coutras, en 1587, dejó fuera de combate a veinticinco hombres?
¿Qué significaba aquella otra bala que en Zeradoff, en 1758, mató cuarenta
soldados? ¿Qué era en sustancia aquel cañón austriaco de Kesselsdorf, que en 1742
derribaba en cada disparo a setenta enemigos? ¿Quién hace caso de aquellos tiros
sorprendentes de Jena y de Austerlitz que decidían la suerte de la batalla? Cosas
mayores se vieron durante la guerra federal. En la batalla de Gettysburg un proyectil
cónico disparado por un cañón mató a 173 confederados, y en el paso del Potomac
una bala Rodman envió a 115 sudistas a un mundo evidentemente mejor. Debemos
también hacer mención de un mortero formidable inventado por J. T. Maston,
miembro distinguido y secretario perpetuo del Gun-Club, cuyo resultado fue mucho
más mortífero, pues en el ensayo mató a 137 personas. Verdad es que reventó.
¿Qué hemos de decir que no lo digan, mejor que nosotros, guarismos tan
elocuentes? Preciso es admitir sin repugnancia el cálculo siguiente obtenido por el
estadista Pitcairn: dividiendo el número de víctimas que hicieron las balas de cañón
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por el de los miembros del Gun-Club, resulta que cada uno de éstos había por término
medio costado la vida a 2.375 hombres y una fracción.
Fijándose en semejantes guarismos, es evidente que la única preocupación de
aquella sociedad científica fue la destrucción de la humanidad con un fin filantrópico,
y el perfeccionamiento de las armas de guerra consideradas como instrumentos de
civilización. Aquella sociedad era una reunión de ángeles exterminadores, hombres
de bien a carta cabal.
Añádase que aquellos yanquis, valientes todos a cuál más, no se contentaban con
fórmulas, sino que descendían ellos mismos al terreno de la práctica. Había entre
ellos oficiales de todas las graduaciones, subtenientes y generales, y militares de
todas las edades, algunos recién entrados en la carrera de las armas y otros que habían
encanecido en los campamentos. Muchos, cuyos nombres figuraban en el libro de
honor del Gun-Club, habían quedado en el campo de batalla, y los demás llevaban en
su mayor parte señales evidentes de su indiscutible denuedo. Muletas, piernas de
palo, brazos artificiales, manos postizas, mandíbulas de goma elástica, cráneos de
plata o narices de platino, de todo había en la colección, y el referido Pitcairn calculó
igualmente que en el Gun-Club no había, a lo sumo, más que un brazo por cada
cuatro personas y dos piernas por cada seis.
Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban en semejantes bagatelas, y se
llenaban justamente de orgullo cuando el parte de una batalla dejaba consignado un
número de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles gastados.
Un día, sin embargo, triste y lamentable día, los que sobrevivieron a la guerra
firmaron la paz; cesaron poco a poco los cañonazos; enmudecieron los morteros; los
obuses y los cañones volvieron a los arsenales; las balas se hacinaron en los parques,
se borraron los recuerdos sangrientos. Los algodoneros brotaron esplendorosos en los
campos pródigamente abonados, los vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la
par del dolor, y el Gun-Club quedó sumido en una ociosidad profunda.
Algunos apasionados, trabajadores incansables, se entregaban aún a cálculos de
balística y no pensaban más que en bombas gigantescas y obuses incomparables.
Pero, sin la práctica, ¿de qué sirven las teorías? Los salones estaban desiertos, los
criados dormían en las antesalas, los periódicos permanecían encima de las mesas,
tristes ronquidos partían de los rincones oscuros, y los miembros del Gun-Club, tan
bulliciosos en otro tiempo, se amodorraban mecidos por la idea de una artillería
platónica.
—¡Qué desconsuelo! —dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras sus piernas de
palo se carbonizaban en la chimenea—. ¡Nada hacemos! ¡Nada esperamos! ¡Qué
existencia tan fastidiosa! ¿Qué se hicieron de aquellos tiempos en que nos despertaba
todas las mañanas el alegre estampido de los cañones?
—Aquellos tiempos pasaron para no volver —respondió Bilsby, procurando
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estirar los brazos que le faltaban—. ¡Entonces daba gusto! Se inventaba un obús, y,
apenas estaba fundido, iba el mismo inventor a ensayarlo delante del enemigo, y se
obtenía en el campamento un aplauso de Sherman o un apretón de manos de
MacClellan. Pero actualmente los generales han vuelto a su escritorio, y en lugar de
mortíferas balas de hierro despachan inofensivas balas de algodón. ¡Santa Bárbara
bendita! ¡El porvenir de la artillería se ha perdido en América!
—Sí, Bilsby —exclamó el coronel Blomsberry—, hemos sufrido crueles
decepciones. Un día abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos ejercitamos en el
manejo de las armas, nos trasladamos de Baltimore a los campos de batalla, nos
portamos como héroes, y dos o tres años después perdemos el fruto de tantas fatigas
para condenarnos a una deplorable inercia con las manos metidas en los bolsillos.
Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una prueba semejante de su
ociosidad, y no por falta de bolsillos.
—¡Y ninguna guerra en perspectiva! —dijo entonces el famoso J. T. Maston,
rascándose su cráneo de goma elástica—. ¡Ni una nube en el horizonte, cuando tanto
hay aún que hacer en la ciencia de la artillería! Yo, que os hablo en este momento, he
terminado esta misma mañana un modelo de mortero, con su plano, su corte y su
elevación, destinado a modificar profundamente las leyes de la guerra.
—¿De veras? —replicó Tom Hunter, pensando involuntariamente en el último
ensayo del respetable J. T. Maston.
—De veras —respondió éste—. Pero ¿de qué sirven tantos estudios concluidos y
tantas dificultades vencidas? Nuestros trabajos son inútiles. Los pueblos del nuevo
mundo se han empeñado en vivir en paz, y nuestra belicosa Tribuna pronostica
catástrofes debidas al aumento incesante de las poblaciones.
—Sin embargo, Maston —respondió el coronel Blomsberry—, en Europa siguen
batiéndose para sostener el principio de las nacionalidades.
—¿Y qué?
—¡Y qué! Podríamos intentar algo allí, y si se aceptasen nuestros servicios…
—¿Qué osáis proponer? —exclamó Bilsby—. ¡Cultivar la balística en provecho
de los extranjeros!
—Es preferible a no hacer nada —respondió el coroner.
—Sin duda —dijo J. T. Maston— es preferible, pero ni siquiera nos queda tan
pobre recurso.
—¿Y por qué? —preguntó el coroner.
—Porque en el viejo mundo se profesan sobre los ascensos ideas que contrarían
todas nuestras costumbres americanas. Los europeos no comprenden que pueda llegar
a ser general en jefe quien no ha sido antes subteniente, lo que equivale a decir que
no puede ser buen artillero el que por sí mismo, no ha fundido el cañón, lo que me
parece…
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—¡Absurdo! —replicó Tom Hunter destrozando con su bowieknife los brazos de
la butaca en que estaba sentado—. Y en el extremo a que han llegado las cosas no nos
queda ya más recurso que plantar tabaco y destilar aceite de ballena.
—¡Cómo! —exclamó J. T. Maston con voz atronadora—. ¿No dedicaremos los
últimos años de nuestra existencia al perfeccionamiento de las armas de fuego? ¿No
ha de presentarse una nueva ocasión de ensayar el alcance de nuestros proyectiles?
¿Nunca más el fogonazo de nuestros cañones iluminará la atmósfera? ¿No
sobrevendrá una complicación internacional que nos permita declarar la guerra a
alguna potencia transatlántica? ¿No echarán los franceses a pique ni uno solo de
nuestros vapores, ni ahorcarán los ingleses, con menosprecio del derecho de gentes,
tres o cuatro de nuestros compatriotas?
—¡No, Maston —respondió el coronel Blomsberry—, no tendremos tanta dicha!
¡No se producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta nos hacen; y aunque se
produjesen, no sacaríamos de ellos ningún partido! ¡La susceptibilidad americana va
desapareciendo, y vegetamos en la molicie!
—¡Sí, nos humillamos! —replicó Bilsby.
—¡Se nos humilla! —respondió Tom Hunter.
—¡Y tanto! —replicó J. T. Maston con mayor vehemencia—. ¡Sobran razones
para batirnos, y no nos batimos! Se economizan piernas y brazos en provecho de
gentes que no saben qué hacer de ellos. Sin ir muy lejos, se encuentra un motivo de
guerra. Decid, ¿la América del Norte no perteneció en otro tiempo a los ingleses?
—Sin duda —respondió Tom Hunter, dejando con rabia quemarse en la chimenea
el extremo de su muleta.
—¡Pues bien! —repuso J. T. Maston—. ¿Por qué Inglaterra, a su vez, no ha de
pertenecer a los americanos?
—Sería muy justo —respondió el coronel Blomsberry.
—Id con vuestra proposición al presidente de los Estados Unidos —exclamó J. T.
Maston— y veréis cómo la acoge.
—La acogerá mal —murmuró Bilsby entre los cuatro dientes que había salvado
de la batalla.
—No seré yo —exclamó J. T. Maston— quien le dé el voto en las próximas
elecciones.
—Ni yo —exclamaron de acuerdo todos aquellos belicosos inválidos.
—Entretanto, y para concluir —repuso J. T. Maston—, si no se me proporciona
ocasión de ensayar mi nuevo mortero sobre un verdadero campo de batalla,
presentaré mi dimisión de miembro del Gun-Club, y me sepultaré en las soledades de
Arkansas.
—Donde os seguiremos todos —respondieron los interlocutores del audaz J. T.
Maston.
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Tal era el estado de la situación. La exasperación de los ánimos iba en progresivo
aumento, y el club se hallaba amenazado de una próxima disolución, cuando
sobrevino un acontecimiento inesperado que impidió tan sensible catástrofe.
Al día siguiente de la acalorada conversación de que acabamos de dar cuenta,
todos los miembros de la sociedad recibieron una circular concebida en los siguientes
términos:
Baltimore, 3 de octubre
El presidente del Gun-Club tiene la honra de prevenir a sus colegas que en la
sesión del 5 del corriente les dirigirá una comunicación de la mayor importancia,
por lo que les suplica que, cualesquiera que sean sus ocupaciones, acudan a la cita
que les da por la presente.
Su afectísimo colega,
IMPEY BARBICANE, P. G. C.
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Capítulo II. Comunicación del presidente Barbicane
El 5 de octubre, llegadas las 8 p.m. una multitud se aglomeraba en los salones del
Gun-Club, 21, Union Square. Todos los miembros de la sociedad residentes en
Baltimore habían acudido a la cita de su presidente.
En cuanto a los socios correspondientes, centenares descendían de los trenes en
las estaciones de la ciudad, sin que por mucha que fuese la capacidad del salón de
sesiones, cupiesen todos en ella. Así es que aquel concurso de sabios refluía en las
salas próximas, en los corredores y hasta en los vestíbulos exteriores, donde se
agolpaba un gentío inmenso que deseaba con ansia conocer la importante
comunicación del presidente Barbicane. Los unos empujaban a los otros, y
mutuamente se atropellaban y aplastaban con esa libertad de acción característica de
los pueblos educados en las ideas democráticas.
Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en Baltimore no hubiera
conseguido a fuerza de oro penetrar en el gran salón, exclusivamente reservado a los
miembros residentes o correspondientes, sin que nadie más pudiera ocupar en él
puesto alguno; así es que los notables de la ciudad, los magistrados del consejo y la
gente selecta habían tenido que mezclarse con la turba de sus admiradores para coger
al vuelo las noticias del interior.
La inmensa sala ofrecía a las miradas un curioso espectáculo. Aquel vasto local
estaba maravillosamente adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de
cañones sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros, sostenían la esbelta
armazón de la bóveda, verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recortado.
Panoplias de trabucos, retacos, arcabuces, carabinas y de todas las armas de fuego
antiguas y modernas cubrían las paredes entrelazándose de una manera pintoresca. La
llama del gas brotaba profusamente de un millar de revólveres dispuestos en forma de
lámparas, completando tan espléndido alumbrado arañas de pistolas y candelabros
formados de fusiles artísticamente reunidos. Los modelos de cañones, las muestras de
bronce, los blancos acribillados a balazos, las planchas destruidas por el choque de
las balas del Gun-Club, el surtido de baquetones y escobillones, los rosarios de
bombas, los collares de proyectiles, las guirnaldas de granadas, en una palabra, todos
los útiles del artillero fascinaban por su asombrosa disposición y hacían presumir que
su verdadero destino era más decorativo que mortífero.
En el puesto de preferencia, detrás de una espléndida vidriera, se veía un pedazo
de recámara rota y torcida por el efecto de la pólvora, preciosa reliquia del cañón de
J. T. Maston.
El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocupaba en uno de los extremos del
salón un ancho espacio entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña
laboriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robustas formas de un mortero de
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treinta y dos pulgadas, apuntando en ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos
quicios que permitían al presidente columpiarse como en una mecedora, que tan
cómoda es en verano para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha
de hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de exquisito gusto, hecho de
una bala de cañón admirablemente cincelada, y un timbre que se disparaba
estrepitosamente como un revólver. Durante las discusiones acaloradas, esta
campanilla de nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de aquella legión de
artilleros sobreexcitados.
Delante de la mesa presidencial, los bancos, colocados de modo que formaban
eses como las circunvalaciones de una trinchera, constituían una serie de parapetos
del Gun-Club, y bien puede decirse que aquella noche había gente hasta en las
trincheras. El presidente era bastante conocido para que nadie pudiese ignorar que no
hubiera molestado a sus colegas sin un motivo sumamente grave. Impey Barbicane
era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de un carácter
esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un
temperamento a toda prueba, de una resolución inquebrantable. Poco caballeresco,
aunque aventurero, siempre resuelto a trasladar del campo de la especulación al de la
práctica las más temerarias empresas, era el hombre por excelencia de la Nueva
Inglaterra, el nordista colonizador, el descendiente de aquellas Cabezas Redondas tan
funestas a los Estuardos, y el implacable enemigo de los aristócratas del Sur, de los
antiguos caballeros de la madre patria. Barbicane, en una palabra, era lo que podría
calificarse un yanqui completo.
Había hecho, comerciando con maderas, una fortuna considerable. Nombrado
director de Artillería durante la guerra, se manifestó fecundo en invenciones, audaz
en ideas, y contribuyó poderosamente a los progresos del arma, dando a las
investigaciones experimentales un incomparable desarrollo.
Era un personaje de mediana estatura, que por una rara excepción en el Gun-Club,
tenía ilesos todos los miembros. Sus facciones, acentuadas, parecían trazadas con
carbón y tiralíneas, y si es cierto que para adivinar los instintos de un hombre se le
debe mirar de perfil, Barbicane, mirado así, ofrecía los más seguros indicios de
energía, audacia y sangre fría.
En aquel momento permanecía inmóvil en su sillón, mudo, meditabundo, con una
mirada honda, medio tapada la cara por un enorme sombrero, cilindro de seda negra
que parece hecho a propósito para los cráneos americanos.
A su alrededor, sus colegas conversaban estrepitosamente sin distraerle. Se
interrogaban, recorrían el campo de las suposiciones, examinaban a su presidente, y
procuraban, aunque en vano, despejar la incógnita de su imperturbable fisonomía.
Al dar las ocho en el reloj fulminante del gran salón, Barbicane, como impelido
por un resorte, se levantó de pronto. Reinó un silencio general, y el orador, con
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bastante énfasis, tomó la palabra en los siguientes términos:
—Denodados colegas: mucho tiempo ha transcurrido ya desde que una paz
infecunda condenó a los miembros del Gun-Club a una ociosidad lamentable.
Después de un período de algunos años, tan lleno de incidentes, tuvimos que
abandonar nuestros trabajos y detenernos en la senda del progreso. Lo proclamo sin
miedo y en voz alta: toda guerra que nos obligase a empuñar de nuevo las armas sería
acogida con un entusiasmo frenético.
—¡Sí, la guerra! —exclamó el impetuoso J. T. Maston.
—¡Atención! —gritaron por todos lados.
—Pero la guerra —dijo Barbicane— es imposible en las actuales circunstancias,
y aunque otra cosa desee mi distinguido colega, muchos años pasarán aún antes de
que nuestros cañones vuelvan al campo de batalla. Es, pues, preciso tomar una
resolución y buscar en otro orden de ideas una salida al afán de actividad que nos
devora.
La asamblea redobló su atención, comprendiendo que su presidente iba a abordar
el punto delicado.
—Hace algunos meses, ilustres colegas —prosiguió Barbicane—, que me
pregunté si, sin separarnos de nuestra especialidad, podríamos acometer alguna gran
empresa digna del siglo XIX, y si los progresos de la balística nos permitirán salir
airosos de nuestro empeño. He, pues, buscado, trabajado, calculado, y ha resultado de
mis estudios la convicción de que el éxito coronará nuestros esfuerzos, encaminados
a la realización de un plan que en cualquier otro país sería imposible. Este proyecto,
prolijamente elaborado, va a ser el objeto de mi comunicación. Es un proyecto, digno
de vosotros, digno del pasado del Gun-Club, y que producirá necesariamente mucho
ruido en el mundo.
—¿Mucho ruido? —preguntó un artillero apasionado.
—Mucho ruido en la verdadera acepción de la palabra —respondió Barbicane.
—¡No interrumpáis! —repitieron al unísono muchas voces.
—Os suplico, pues, dignos colegas —repuso el presidente—, que me otorguéis
toda vuestra atención.
Un estremecimiento circuló por la asamblea. Barbicane, sujetando con un
movimiento rápido su sombrero en su cabeza, continuó su discurso con voz tranquila.
—No hay ninguno entre vosotros, beneméritos colegas, que no haya visto la
Luna, o que, por lo menos, no haya oído hablar de ella. No os asombréis si vengo
aquí a hablaros del astro de la noche. Acaso nos esté reservada la gloria de ser los
colonos de este mundo desconocido. Comprendedme, apoyadme con todo vuestro
poder, y os conduciré a su conquista, y su nombre se unirá a los de los treinta y seis
Estados que forman este gran país de la Unión.
—¡Viva la Luna! —exclamó el Gun-Club confundiendo en una sola todas sus
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voces.
—Mucho se ha estudiado la Luna —repuso Barbicane—; su masa, su densidad,
su peso, su volumen, su constitución, sus movimientos, su distancia, el papel que en
el mundo solar representa están perfectamente determinados; se han formado mapas
selenográficos con una perfección igual y tal vez superior a la de las cartas terrestres,
habiendo la fotografía sacado de nuestro satélite pruebas de una belleza
incomparable. En una palabra, se sabe de la Luna todo lo que las ciencias
matemáticas, la astronomía, la geología y la óptica pueden saber; pero hasta ahora no
se ha establecido comunicación directa con ella.
Un vivo movimiento de interés y de sorpresa acogió esta frase del orador.
—Permitidme —prosiguió— recordaros, en pocas palabras, de qué manera ciertas
cabezas calientes, embarcándose para viajes imaginarios, pretendieron haber
penetrado los secretos de nuestro satélite. En el siglo XVII, un tal David Fabricius se
vanaglorió de haber visto con sus propios ojos habitantes en la Luna. En 1649, un
francés llamado Jean Baudoin, publicó el Viaje hecho al mundo de la Luna por
Domingo González, aventurero español. En la misma época, Cyrano de Bergerac
publicó la célebre expedición que tanto éxito obtuvo en Francia. Más adelante, otro
francés —los franceses se ocupan mucho de la Luna— llamado Fontenelle, escribió
la Pluralidad de los mundos, obra maestra en su tiempo, pero la ciencia, avanzando,
destruye hasta las obras maestras. Hacia 1835, un opúsculo traducido del New York
American nos dijo que sir John Herschell, enviado al cabo de Buena Esperanza para
ciertos estudios astronómicos, consiguió, empleando al efecto un telescopio
perfeccionado por una iluminación interior, acercar la Luna a una distancia de
ochenta yardas. Entonces percibió distintamente cavernas en que vivían hipopótamos,
verdes montañas veteadas de oro, carneros con cuernos de marfil, corzos blancos y
habitantes con alas membranosas como las del murciélago. Aquel folleto, obra de un
americano llamado Locke, alcanzó un éxito prodigioso. Pero luego se reconoció que
todo era una superchería de la que fueron los franceses los primeros en reírse.
—¡Reírse de un americano! —exclamó J. T. Maston—. ¡He aquí un casus belli!
—Tranquilizaos, mi digno amigo; los franceses, antes de reírse de nuestro
compatriota, cayeron en el lazo que él les tendió haciéndoles comulgar con ruedas de
molino. Para terminar esta rápida historia, añadiré que un tal Hans Pfaal, de
Rotterdam, ascendiendo en un globo lleno de un gas extraído del ázoe, treinta y siete
veces más ligero que el hidrógeno, alcanzó la Luna después de un viaje aéreo de
diecinueve días. Aquel viaje, lo mismo que las precedentes tentativas, era
simplemente imaginario, y fue obra de un escritor popular de América, de un ingenio
extraño y contemplativo, de Edgard Poe.
—¡Viva Edgard Poe! —exclamó la asamblea, electrizada por las palabras de su
presidente.
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—Nada más digno —repuso Barbicane— de esas tentativas que llamaré
puramente literarias, de todo punto insuficientes para establecer relaciones formales
con el astro de la noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres prácticos
trataron de ponerse en comunicación con él, y así es que, años atrás, un geómetra
alemán propuso enviar una comisión de sabios a los páramos de Siberia. Allí, en
aquellas vastas llanuras, se debían trazar inmensas figuras geométricas, dibujadas por
medio de reflectores luminosos, entre otras el cuadrado de la hipotenusa, llamado
vulgarmente en Francia el puente de los asnos. «Todo ser inteligente —decía el
geómetra— debe comprender el destino científico de esta figura. Los selenitas, si
existen, responderán con una figura semejante, y una vez establecida la
comunicación, fácil será crear un alfabeto que permita conversar con los habitantes
de la Luna». Así hablaba el geómetra alemán, pero no se ejecutó su proyecto, y hasta
ahora no existe ningún lazo directo entre la Tierra y su satélite. Pero está reservado al
genio práctico de los americanos ponerse en relación con el mundo sideral. El medio
de llegar a tan importante resultado es sencillo, fácil, seguro, infalible, y él va a ser el
objeto de mi proposición.
Un gran murmullo, una tempestad de exclamaciones acogió estas palabras. No
hubo entre los asistentes uno solo que no se sintiera dominado, arrastrado, arrebatado
por las palabras del orador.
—¡Atención! ¡Atención! ¡Silencio! —gritaron por todas partes. Calmada la
agitación, Barbicane prosiguió con una voz más grave su interrumpido discurso.
—Ya sabéis —dijo— cuántos progresos ha hecho la balística de algunos años a
esta parte y a qué grado de perfección hubieran llegado las armas de fuego, si la
guerra hubiese continuado. No ignoráis tampoco que, de una manera general, la
fuerza de resistencia de los cañones y el poder expansivo de la pólvora son ilimitados.
Pues bien, partiendo de este principio, me he preguntado a mí mismo si, por medio de
un aparato suficiente, realizado con unas determinadas condiciones de resistencia,
sería posible enviar una bala a la Luna.
A estas palabras, un grito de asombro se escapó de mil pechos anhelantes, y hubo
luego un momento de silencio, parecido a la profunda calma que precede a las
grandes tormentas. Y en efecto, hubo tronada, pero una tronada de aplausos, de
gritos, de clamores que hicieron retemblar el salón de sesiones. El presidente quería
hablar y no podía. No consiguió hacerse oír hasta pasados diez minutos.
—Dejadme concluir —repuso tranquilamente—. He examinado la cuestión bajo
todos sus aspectos, la he abordado resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles
resulta que todo proyectil dotado de una velocidad inicial de doce mil yardas por
segundo, y dirigido hacia la Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues,
distinguidos y atrevidos colegas, el honor de proponeros que intentemos este pequeño
experimento.
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Capítulo III. Efectos de la comunicación de Barbicane
Es imposible describir el efecto producido por las últimas palabras del ilustre
presidente. ¡Qué gritos! ¡Qué vociferaciones! ¡Qué sucesión de vítores, de hurras, de
¡hip, hip! y de todas las onomatopeyas con que el entusiasmo condimenta la lengua
americana! Aquello era un desorden, una barahúnda indescriptible. Las bocas
gritaban, las manos palmoteaban, los pies sacudían el entarimado de los salones.
Todas las armas de aquel museo de artillería, disparadas a la vez, no hubieran agitado
con más violencia las ondas sonoras. No es extraño. Hay artilleros casi tan
retumbantes como sus cañones.
Barbicane permanecía tranquilo en medio de aquellos clamores entusiastas. Sin
duda quería dirigir aún algunas palabras a sus colegas, pues sus gestos reclamaron
silencio y su timbre fulminante se extenuó a fuerza de detonaciones. Ni siquiera se
oyó. Luego le arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó de las manos de
sus fieles camaradas a los brazos de una muchedumbre no menos enardecida.
No hay nada que asombre a un americano. Se ha repetido con frecuencia que la
palabra imposible no es francesa: los que tal han dicho han tomado un diccionario por
otro. En América todo es fácil, todo es sencillo, y en cuanto a dificultades mecánicas,
todas mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su realización, no
podía haber un verdadero yanqui que se permitiese entrever la apariencia de una
dificultad. Cosa dicha, cosa hecha.
El paseo triunfal del presidente se prolongó hasta muy entrada la noche. Fue una
verdadera marcha a la luz de innumerables antorchas. Irlandeses, alemanes,
franceses, escoceses, todos los individuos heterogéneos de que se compone la
población de Maryland gritaban en su lengua materna, y los vítores, los hurras y los
bravos se mezclaban en un confuso a inenarrable estrépito.
Precisamente la Luna, como si hubiese comprendido que era de ella de quien se
trataba, brillaba entonces con serena magnificencia, eclipsando con su intensa
irradiación las luces circundantes. Todos los yanquis dirigían sus miradas a su
centelleante disco. Algunos la saludaron con la mano, otros la llamaban con los
dictados más halagüeños; éstos la medían con la mirada, aquéllos la amenazaban con
el puño, y en las cuatro horas que median entre las ocho y las doce de la noche, un
óptico de Jones Fall labró su fortuna vendiendo anteojos. El astro de la noche era
mirado con tanta avidez como una hermosa dama de alto copete. Los americanos
hablaban de él como si fuesen sus propietarios. Hubiérase dicho que la casta Diana
pertenecía ya a aquellos audaces conquistadores y formaba parte del territorio de la
Unión. Y sin embargo, no se trataba más que de enviarle un proyectil, manera
bastante brutal de entrar en relaciones, aunque sea con un satélite pero muy en boga
en las naciones civilizadas.
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Acababan de dar las doce, y el entusiasmo no se apagaba. Seguía siendo igual en
todas las clases de la población; el magistrado, el sabio, el hombre de negocios, el
mercader, el mozo de cuerda, las personas inteligentes y las gentes incultas se sentían
heridas en la fibra más delicada. Tratábase de una empresa nacional. La ciudad alta,
la ciudad baja, los muelles bañados por las aguas del Patapsco, los buques anclados
no podían contener la multitud, ebria de alegría, y también de gin y de whisky. Todos
hablaban, peroraban, discutían, aprobaban, aplaudían, lo mismo los ricos arrellanados
muellemente en el sofá de los bar-rooms delante de su jarra de sherry cobbler, que el
waterman que se emborrachaba con el quebrantapechos en las tenebrosas tabernas del
Fells-Point.
Sin embargo, a eso de las dos la conmoción se calmó. El presidente Barbicane
pudo volver a su casa estropeado, quebrantado, molido. Un hércules no hubiera
resistido un entusiasmo semejante. La multitud abandonó poco a poco plazas y calles.
Los cuatro trenes de Ohio, de Susquehanna, de Filadelfia y de Washington, que
convergen en Baltimore, arrojaron al público heterogéneo a los cuatro puntos
cardinales de los Estados Unidos, y la ciudad adquirió una tranquilidad relativa.
Se equivocaría el que creyese que durante aquella memorable noche quedó la
agitación circunscrita dentro de Baltimore. Las grandes ciudades de la Union, Nueva
York, Boston, Albany, Washington, Richmond, Crescent City, Charleston, Mobile,
desde Texas a Massachusetts, desde Michigan a Florida, participaron todas del
delirio. Los treinta mil socios correspondientes del Gun-Club conocían la carta de su
presidente y aguardaban con igual impaciencia la famosa comunicación del 5 de
octubre. Aquella misma noche, las palabras del orador, a medida que salían de sus
labios, corrían por los hilos telegráficos que atraviesan en todos sentidos los Estados
de la Unión, a una velocidad de 248.447 millas por segundo. Podemos, pues, decir
con una exactitud absoluta, que los Estados Unidos de América; diez veces mayores
que Francia, lanzaron en el mismo instante un solo hurra, y que veinticinco millones
de corazones, henchidos de orgullo, palpitaron con un solo latido.
Al día siguiente, mil quinientos periódicos diarios, semanales, bimensuales o
mensuales, se apoderaron de la cuestión, y la examinaron bajo sus diferentes aspectos
físicos, meteorológicos, económicos y morales, y hasta bajo el punto de vista de la
preponderancia política y de su influencia civilizadora. Algunos se preguntaron si la
Luna era un mundo extinguido, y si no experimentaría ya ninguna transformación.
¿Se parecía a la Tierra durante los tiempos en que no había aún atmósfera? ¿Qué
espectáculo presentaría al hacerse visible la faz que desconoce el esferoide terrestre?
Aunque no se tratara más que de enviar una bala al astro de la noche, todos veían
en este hecho el punto de partida de una serie de experimentos; todos esperaban que
América penetraría los últimos secretos de aquel disco misterioso, y algunos
hablaban ya de las sensibles perturbaciones que acarrearía su conquista al equilibrio
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europeo.
Discutido el proyecto, no hubo un solo periódico que pusiese su realización en
duda. Las colecciones, los folletos, las gacetas, los boletines publicados por las
sociedades científicas, literarias o religiosas hicieron resaltar sus ventajas, y la
Sociedad de Historia Natural de Boston, la Sociedad Americana de Ciencias y Artes
de Albany, la Sociedad de Geografía y Estadística de Nueva York, la Sociedad
Filosófica Americana de Filadelfia, el Instituto Sunthosontana de Washington,
enviaron mil cartas de felicitación al Gun-Club, con ofrecimientos de apoyo y dinero.
Nunca proposición alguna había obtenido tan numerosas adhesiones. No hubo
ninguna inquietud, ninguna vacilación, ninguna duda. En cuanto a las chanzonetas, a
las caricaturas, a las canciones burlescas que hubieran acogido en Europa, y
particularmente en Francia, la idea de enviar un proyectil a la Luna, hubieran
desacreditado al que los hubiese permitido, y todos los life preservers del mundo
hubieran sido impotentes para librarse de la indignación general. Hay cosas de las
que nadie suele reírse en el Nuevo Mundo.
Impey Barbicane fue desde aquel día uno de los más grandes ciudadanos de los
Estados Unidos, algo como si dijéramos el Washington de la ciencia, y un rasgo de
los muchos que pudiéramos citar, bastará para demostrar a qué extremo llegó la
idolatría que a todo un pueblo merecía un hombre.
Algunos días después de la famosa sesión del Gun-Club, el director de una
compañía inglesa de cómicos anunció en el teatro de Baltimore la representación de
«Mucho ruido y pocas nueces», comedia de Shakespeare. Pero la población de la
ciudad, viendo en este título una alusión malévola a los proyectos del presidente
Barbicane, invadió el teatro, hizo pedazos los asientos y obligó a variar su cartel al
desgraciado director, el cual, hombre sagaz, inclinándose ante la voluntad pública,
reemplazó la malhadada comedia por la titulada «Como gustéis», del mismo autor,
que durante muchas semanas le valió un lleno completo.
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Capítulo IV. Respuesta del observatorio de Cambridge
Prontamente, Barbicane no perdió tiempo en medio de las ovaciones de que era
objeto. Lo primero que hizo fue reunir a sus colegas en el salón de conferencias del
Gun-Club, donde después de una concienzuda discusión, se convino en consultar a
los astrónomos sobre la parte astronómica de la empresa. Conocida la respuesta, se
debían discutir los medios mecánicos, no descuidando ni el detalle más insignificante
para asegurar el buen éxito de tan gran experimento. Se redactó, pues, y se dirigió al
observatorio de Cambridge, en Massachusetts, una nota muy precisa que contenía
preguntas especiales. La ciudad de Cambridge, donde se fundó la primera
Universidad de los Estados Unidos, es justamente célebre por su observatorio
astronómico. Allí se encuentran reunidos sabios del mayor mérito, y allí funciona el
poderoso anteojo que permitió a Bond resolver las nebulosas de Andrómeda, y a
Clarke descubrir el satélite de Sirio. Aquel célebre establecimiento tenía, por
consiguiente, adquiridos muchos títulos honrosos que justificaban la consulta del
Gun-Club.
Dos días después, la respuesta, tan impacientemente esperada, llegó a manos del
presidente Barbicane. Estaba concebida en los siguientes términos:
Cambridge, 7 de octubre
Al recibir vuestra carta del 6 del corriente, dirigida al observatorio de
Cambridge en nombre de los miembros del Gun-Club de Baltimore, nuestra junta
directiva se ha reunido en el acto y ha resuelto responder lo que sigue:
Las preguntas que se le dirigen son:
1ª ¿Es posible enviar un proyectil a la Luna?
2ª ¿Cuál es la distancia exacta que separa a la Tierra de su satélite?
3ª ¿Cuál será la duración del viaje del proyectil, dándole una velocidad inicial
suficiente y, por consiguiente, en qué momento preciso deberá dispararse para que
encuentre a la Luna en un punto determinado?
4ª ¿En qué momento preciso se presentará la Luna en la posición más favorable
para que el proyectil la alcance?
5ª ¿A qué punto del cielo se deberá apuntar el cañón destinado a lanzar el
proyectil?
6ª ¿Qué sitio ocupará la Luna en el cielo en el momento de disparar el proyectil?
Respuesta a la primera pregunta: ¿Es posible enviar un proyectil a la Luna?
Sí, es posible enviar un proyectil a la Luna, si se llega a dar a este proyectil una
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velocidad inicial de doce mil yardas por segundo. El cálculo demuestra que esta
velocidad es suficiente. A medida que se aleja de la Tierra, la acción del peso
disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias, es decir, que para una
distancia tres veces mayor esta acción será nueve veces menor. En consecuencia, el
peso de la bala disminuirá rápidamente, y se anulará del todo en el momento de
quedar equilibrada la atracción de la Luna con la de la Tierra, es decir, a los 47/58
del trayecto. En aquel momento el proyectil no tendrá peso alguno, y, si salva aquel
punto, caerá sobre la Luna por el sólo efecto de la atracción lunar. La posibilidad
teórica del experimento queda, pues, absolutamente demostrada, dependiendo
únicamente su éxito de la potencia de la máquina empleada.
Respuesta a la segunda pregunta: ¿Cuál es la distancia exacta que separa a la
Tierra de su satélite?
La Luna no describe alrededor de la Tierra una circunferencia, sino una elipse,
de la cual nuestro globo ocupa uno de los focos, y por consiguiente la Luna se
encuentra a veces más cerca y a veces más lejos de la Tierra, o, hablando en
términos técnicos, a veces en su apogeo y a veces en su perigeo. La diferencia en el
espacio entre su mayor y menor distancia es bastante considerable para que se la
deba tener en cuenta. La Luna en su apogeo se halla a 247.552 millas (99.640 leguas
de 4 kilómetros), y en su perigeo, a 218.895 millas (88.010 leguas), lo que da una
diferencia de 28.657 millas (11.630 leguas), que son más de una novena parte del
trayecto que el proyectil ha de recorrer. La distancia perigea de la Luna es, pues, la
que debe servir de base a los cálculos.
Respuesta a la tercera pregunta: ¿Cuál será la duración del viaje del proyectil,
dándole una velocidad inicial suficiente y, por consiguiente, en qué momento preciso
deberá dispararse para que encuentre a la Luna en un punto determinado?
Si la bala conservase indefinidamente la velocidad inicial de doce mil yardas por
segundo que le hubiesen dado al partir, no tardaría más que unas nueve horas en
llegar a su destino; pero como esta velocidad inicial va continuamente disminuyendo,
resulta, por un cálculo riguroso, que el proyectil tardará trescientos mil segundos, o
sea ochenta y tres horas y veinte minutos en alcanzar el punto en que se hallan
equilibradas las atracciones terrestre y lunar, y desde dicho punto caerá sobre la
Luna en cincuenta mil segundos, o sea trece horas, cincuenta y tres minutos y veinte
segundos. Convendrá, pues, dispararlo noventa y siete horas, trece minutos y veinte
segundos antes de la llegada de la Luna al punto a que se haya dirigido el disparo.
Respuesta a la cuarta pregunta: ¿En qué momento preciso se presentará la Luna
en la posición más favorable para que el proyectil la alcance?
Después de lo que se ha dicho, es evidente que debe escogerse la época en que se
halle la Luna en su perigeo, y al mismo tiempo el momento en que pase por el cénit,
lo que disminuirá el trayecto en una distancia igual al radio terrestre o sea 3.919
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millas, de suerte que el trayecto definitivo será de 214.966 millas (86.410 leguas).
Pero si bien la Luna pasa todos los meses por su perigeo, no siempre en aquel
momento se encuentra en su cénit. No se presenta en estas dos condiciones sino a
muy largos intervalos. Será, pues, preciso aguardar la coincidencia del paso al
perigeo y al cénit. Por una feliz circunstancia, el 4 de diciembre del año próximo la
Luna ofrecerá estas dos condiciones: a las doce de la noche se hallará en su perigeo,
es decir, a la menor distancia de la Tierra, y, al mismo tiempo, pasará por el cénit.
Respuesta a la quinta pregunta: ¿A qué punto del cielo se deberá apuntar el
cañón destinado a lanzar el proyectil?
Admitidas las precedentes observaciones, el cañón deberá apuntarse al cénit del
lugar en que se haga el experimento, de suerte que el tiro sea perpendicular al plano
del horizonte, y así el proyectil se librará más pronto de los efectos de la atracción
terrestre. Pero para que la Luna suba al cénit de un sitio, preciso es que la latitud de
este sitio no sea más alta que la declinación del astro, o, en otros términos, que el
sitio no se halle comprendido entre 0° y 28° de latitud Norte o Sur. En cualquier otro
punto, el tiro tendría que ser necesariamente oblicuo, lo que contraría el buen
resultado del experimento.
Respuesta a la sexta pregunta: ¿Qué sitio ocupará la Luna en el cielo en el
momento de disparar el proyectil? «En el acto de lanzar la bala al espacio, la Luna,
que avanza diariamente 13° 10' y 35», deberá encontrarse alejada del punto cenital
cuatro veces esta distancia, o sea 52° 42' y 20", espacio que corresponde al camino
que ella hará mientras dure el avance del proyectil. Pero como es preciso tener
también en cuenta el desvío que hará sufrir a la bala el movimiento de rotación de la
Tierra, y como la bala no llegará a la Luna sino después de haber sufrido una
desviación igual a dieciséis radios terrestres, los cuales, contados con la órbita de la
Luna, son unos 11°, éstos se deben añadir a los que expresan el retraso de la Luna,
ya mencionado, o sean 64°. Así pues, en el momento del tiro, el rayo visual dirigido a
la Luna formará con la vertical del sitio del experimento un ángulo de 64°.
Tales son las respuestas que da el observatorio de Cambridge a las preguntas de
los miembros del Gun-Club.
En resumen:
1º El cañón deberá colocarse en un país situado entre 0° y 28° de latitud Norte o
Sur.
2º Deberá apuntarse al cénit del sitio del experimento.
3º El proyectil deberá estar dotado de una velocidad inicial de 12.000 yardas por
segundo.
4º Deberá dispararse el primero de diciembre del año próximo a las once horas
menos tres minutos y veinte segundos.
5º Encontrará a la Luna cuatro días después de su partida, el 4 de diciembre, a
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las doce de la noche en punto, en el momento de pasar por el cénit.
Los miembros del Gun-Club deben, por tanto, emprender sin pérdida de tiempo
los trabajos que requiere su empresa y hallarse prontos a obrar en el momento
determinado, pues, si dejan pasar el 4 de diciembre, no hallarán la Luna en las
mismas condiciones de perigeo y de cénit hasta que hayan transcurrido dieciocho
años y once días.
La junta directiva del observatorio de Cambridge se pone enteramente a
disposición del Gun-Club para las cuestiones de astronomía teórica, y agrega por la
presente sus felicitaciones a las de la América entera.
Por la junta:
J. M. BELFAST
Director del observatorio de Cambridge
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Capitulo V. La novela de la Luna
Si alguien mirara con una vista infinitamente penetrante y colocado en este centro
desconocido a cuyo alrededor gravita el mundo, habría visto en la época caótica del
Universo miríadas de átomos que poblaban el espacio. Pero poco a poco, pasando
siglos y siglos, se produjo una variación, manifestándose una ley de atracción, a la
cual se subordinaron los átomos hasta entonces errantes. Aquellos átomos se
combinaron químicamente según sus afinidades, se hicieron moléculas y formaron
esas acumulaciones nebulosas de que están habitadas las profundidades del espacio.
Animó luego aquellas acumulaciones un movimiento de rotación alrededor de su
punto central. Aquel centro formado de moléculas vagas, empezó a girar alrededor de
sí mismo, condensándose progresivamente. Además, siguiendo leyes de mecánica
inmutables, a medida que por la condensación disminuía su volumen, su movimiento
de rotación se aceleró, de lo que resultó una estrella principal, centro de las
acumulaciones nebulosas.
Mirando atentamente, el observador hubiera visto entonces las demás moléculas
de la acumulación conducirse como la estrella central, condensarse de la misma
manera por un movimiento de rotación bajo forma de innumerables estrellas. La
nebulosa estaba formada. Los astrónomos cuentan actualmente cerca de 5.000
nebulosas. Hay una entre ellas que los hombres han llamado la Vía Láctea, la cual
contiene dieciocho millones de estrellas, siendo cada estrella el centro de un mundo
solar.
Si el observador hubiese entonces examinado especialmente entre aquellos
dieciocho millones de astros, uno de los más modestos y menos brillantes, una
estrella de cuarto orden, la que llamamos orgullosamente el Sol, todos los fenómenos
a que se debe la formación del Universo se hubieran realizado sucesivamente a su
vista.
Hubiera visto al Sol, en estado gaseoso aún y compuesto de moléculas movibles,
girando alrededor de su eje para consumar su trabajo de concentración. Este
movimiento, sometido a las leyes de la mecánica, se hubiese acelerado con la
disminución de volumen, llegando un momento en que la fuerza centrífuga
prevaleciese sobre la centrípeta, que tiende a impeler las moléculas hacia el centro.
Entonces, a la vista del observador se habría presentado otro fenómeno. Las
moléculas situadas en el plano del ecuador, escapándose como la piedra de una honda
que se rompe súbitamente, habrían ido a formar alrededor del Sol varios anillos
concéntricos semejantes a los de Saturno. Aquellos anillos de materia cósmica,
dotados a su vez de un movimiento de rotación alrededor de la masa central, se
habrían roto y descompuesto en nebulosidades secundarias, es decir, en planetas.
Si el observador hubiese entonces concentrado en estos planetas toda su atención,
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les habría visto conducirse exactamente como el Sol y dar nacimiento a uno o más
anillos cósmicos, origen de esos astros de orden inferior que se llaman satélites.
Así pues, subiendo del átomo a la molécula, de la molécula a la acumulación, de
la acumulación a la nebulosa, de la nebulosa a la estrella principal, de la estrella
principal al Sol, del Sol al planeta y del planeta al satélite, tenemos toda la serie de las
transformaciones experimentadas por los cuerpos celestes desde los primeros días del
mundo.
El Sol parece perdido en las inmensidades del mundo estelar, y, sin embargo,
según las teorías que actualmente privan en la ciencia, se había subordinado a la
nebulosa de la Vía Láctea. Centro de un mundo, aunque tan pequeño parece en medio
de las regiones etéreas, es, sin embargo, enorme, pues su volumen es un millón
cuatrocientas mil veces mayor que el de la Tierra. A su alrededor gravitan ocho
planetas, salidos de sus mismas entrañas en los primeros tiempos de la Creación.
Estos planetas, enumerándolos por el orden de su proximidad, son: Mercurio, Venus,
Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Además, entre Marte y Júpiter
circulan regularmente otros cuerpos menos considerables, restos errantes tal vez de
un astro hecho pedazos, de los cuales el telescopio ha reconocido ya ochenta y dos.
De estos servidores que el Sol mantiene en su órbita elíptica por la gran ley de la
gravitación, algunos poseen también sus satélites. Urano tiene ocho; Saturno otros
tantos; Júpiter, cuatro; Neptuno, tres; la Tierra, uno. Este último, uno de los menos
importantes del mundo solar, se llama Luna, y es el que el genio audaz de los
americanos pretendía conquistar.
El astro de la noche, por su proximidad relativa y el espectáculo rápidamente
renovado de sus diversas fases, compartió con el Sol, desde los primeros días de la
humanidad, la atención de los habitantes de la Tierra. Pero el Sol ofende los ojos al
mirarlo, y los torrentes de luz que despide obligan a cerrarlos a los que los
contemplan.
La plácida Febe, más humana, se deja ver complaciente con su modesta gracia;
agrada a la vista, es poco ambiciosa y, sin embargo, se permite alguna vez eclipsar a
su hermano, el radiante Apolo, sin ser nunca eclipsada por él. Los mahometanos,
comprendiendo el reconocimiento que debían a esta fiel amiga de la Tierra, han
regulado sus meses en base a su revolución[1].
Los primeros pueblos tributaron un culto muy preferente a esta casta deidad. Los
egipcios la llamaban Isis; los fenicios, Astarté; los griegos la adoraron bajo el nombre
de Febe, hija de Latona y de Júpiter, y explicaban sus eclipses por las visitas
misteriosas de Diana al bello Endimión. Según la leyenda mitológica, el león de
Nemea recorrió los campos de la Luna antes de su aparición en la Tierra, y el poeta
Agesianax, citado por Plutarco, celebró en sus versos aquella amable boca, aquella
nariz encantadora, aquellos dulces ojos, formados por las partes luminosas de la
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adorable Selene.
Pero si bien los antiguos comprendieron a las mil maravillas el carácter, el
temperamento, en una palabra, las cualidades morales de la Luna bajo el punto de
vista mitológico, los más sabios que había entre ellos permanecieron muy ignorantes
en selenografía.
Sin embargo, algunos astrónomos de épocas remotas descubrieron ciertas
particularidades confirmadas actualmente por la ciencia. Si bien los acadios
pretendieron haber habitado la Tierra en una época en que la Luna no existía aún, si
bien Simplicio la creyó inmóvil y colgada de la bóveda de cristal, si bien Tasio la
consideró como un fragmento desprendido del disco solar; si bien Clearco, el
discípulo de Aristóteles, hizo de ella un bruñido espejo en que se reflejaban las
imágenes del océano; si bien otros, en fin, no vieron en ella más que una acumulación
de vapores exhalados por la Tierra o un globo medio fuego, medio hielo, que giraba
alrededor de sí mismo, algunos sabios, por medio de observaciones sagaces, a falta de
instrumentos de óptica, sospecharon la mayor parte de las leyes que rigen al astro de
la noche.
Tales de Mileto, seiscientos años antes de Jesucristo, emitió la opinión de que la
Luna estaba iluminada por el Sol. Aristarco de Samos dio la verdadera explicación de
sus fases. Cleómedes enseñó que brillaba con una luz refleja. El caldeo Beroso
descubrió que la duración de su movimiento de rotación era igual a la de su
movimiento de traslación, y así explicó cómo la Luna presenta siempre la misma faz.
Por último, Hiparco, dos siglos antes de la era cristiana, reconoció algunas
desigualdades en los movimientos aparentes del satélite de la Tierra.
Estas distintas observaciones se confirmaron después, y de ellas sacaron partido
nuevos astrónomos. Tolomeo, en el siglo II, y el árabe Abul Wefa, en el siglo X,
completaron las observaciones de Hiparco sobre las desigualdades que sufre la Luna
siguiendo la línea tortuosa de su órbita, bajo la acción del Sol. Después, Copérnico,
en el siglo XV, y Tycho Brahe, en el siglo XVI, expusieron completamente el sistema
solar, y el papel que desempeña la Luna entre los cuerpos celestes.
Ya en aquella época, sus movimientos estaban casi determinados; pero de su
constitución física se sabía muy poca cosa. Entonces fue cuando Galileo explicó los
fenómenos de luz producidos en ciertas fases por la existencia de montañas, a las que
dio una altura media de 4.500 toesas.
Después Hevelius, un astrónomo de Dantzig, rebajó a 2.600 toesas las mayores
alturas, pero su compañero, Riccioli, las elevó a 7.000.
A fines del siglo XVIII, Herschel, armado de un poderoso telescopio, redujo
mucho las precedentes medidas. Dio 2.900 toesas a las montañas más elevadas, y
redujo por término medio las diferentes alturas a 400 toesas solamente. Pero Herschel
se equivocaba también, y se necesitaron las observaciones de Schoeter, Louville,
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Halley, Nasmith, Bianchini, Pastorf, Lohrman, Gruithuisen y, sobre todo, los
minuciosos estudios de Beer y de Moedler, para resolver la cuestión de una manera
definitiva. Gracias a los mencionados sabios, la elevación de las montañas de la Luna
se conoce en la actualidad perfectamente. Beer y Moedler han medido 1.905 alturas,
de las cuales seis pasan de 2.600 toesas y veintidós pasan de 2.400. La más alta cima
sobresale de la superficie del disco lunar 3.801 toesas.
Al mismo tiempo, se completaba el reconocimiento del disco de la Luna, el cual
aparecía acribillado de cráteres, confirmándose en todas las observaciones su
naturaleza esencialmente volcánica. De la falta de refracción en los rayos de los
planetas que ella oculta, se deduce que le falta casi absolutamente atmósfera. Esta
carencia de aire supone falta de agua y, por consiguiente, los selenitas, para vivir en
semejantes condiciones, deben tener una organización especial y diferenciarse
singularmente de los habitantes de la Tierra.
Por último, gracias a nuevos métodos, instrumentos más perfeccionados
registraron ávidamente la Luna, no dejando inexplorado ningún punto en su
hemisferio, no obstante medir su diámetro 2.150 millas[2] y ser su superficie igual a
una 13ª parte de la del globo[3], y su Volumen una 49ª parte de la esfera terrestre; pero
ninguno de estos secretos podía serlo eternamente para los sabios astrónomos, que
llevaron más lejos aún sus prodigiosas observaciones.
Ellos notaron que, durante el plenilunio, el disco aparecía en ciertas partes,
marcado de líneas negras. Estudiando estas líneas con mayor precisión, llegaron a
darse cuenta exacta de su naturaleza. Aquellas líneas eran surcos largos y estrechos,
abiertos entre bordes paralelos que terminaban generalmente en las márgenes de los
cráteres. Tenían una longitud comprendida entre diez y cien millas, y una anchura de
800 toesas. Los astrónomos las llamaron ranura, pero darles este nombre es todo lo
que supieron hacer. En cuanto a averiguar si eran lechos secos de antiguos ríos, no
pudieron resolverlo de una manera concluyente. Los americanos esperaban poder, un
día a otro, determinar este hecho geológico. Se reservaban igualmente la gloria de
reconocer aquella serie de parapetos paralelos, descubiertos en la superficie de la
Luna por Gruithuisen, sabio profesor de Múnich, que las consideró como un sistema
de fortificaciones levantadas por los ingenieros selenitas.
Estos dos puntos, aún oscuros, y otros sin duda, no podían aclararse
definitivamente, sino por medio de una comunicación directa con la Luna.
En cuanto a la intensidad de su luz, nada había que aprender, pues ya se sabía que
es 300.000 veces más débil que la del Sol, y que su calor no ejerce sobre los
termómetros ninguna acción apreciable.
Respecto del fenómeno conocido con el nombre de luz cenicienta, se explica
naturalmente por el efecto de los rayos del Sol rechazados de la Tierra a la Luna, los
cuales completan, al parecer, el disco lunar, cuando éste se presenta en cuarto
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creciente o menguante.
Tal era el estado de los conocimientos adquiridos sobre el satélite de la Tierra, que
el Gun-Club se propuso completar bajo todos los puntos de vista, tanto cosmográficos
y geológicos como políticos y morales.
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Capítulo VI. Lo que no es posible dudar y lo que no es
permitido creer en Estados Unidos
La proposición de Barbicane había tenido por resultado inmediato el poner sobre
el tapete todos los hechos astronómicos relativos al astro de la noche. Todos los
ciudadanos de la Unión se dieron a estudiarlo asiduamente. Hubiérase dicho que la
Luna aparecía por primera vez en el horizonte y que nadie hasta entonces la había
entrevisto en el cielo. Se puso de moda, era el alma de todas las conversaciones, sin
menoscabo de su modestia, y tomó sin envanecerse un puesto de preferencia entre los
astros. Los periódicos reprodujeron las anécdotas añejas en que el Sol de los lobos
figuraba como protagonista; recordaron las influencias que le atribuía la ignorancia
de las primeras edades; la cantaron en todos los tonos, y poco le faltó para que citasen
de ella algunas frases ingeniosas. América entera se sintió acometida de selenomanía.
Las revistas científicas trataron más especialmente las cuestiones que se referían a
la empresa del Gun-Club, y publicaron, comentándola y aprobándola sin reserva, la
carta del observatorio de Cambridge.
A nadie, ni aun al más lego de los yanquis, le estaba permitido ignorar uno solo
de los hechos relativos a su satélite, ni respecto del particular se hubiera tampoco
tolerado que las personas de menos cacumen hubiesen admitido supersticiosos
errores. La ciencia llegaba a todas partes bajo todas las formas imaginables;
penetraba por los oídos, por los ojos, por todos los sentidos; en una palabra, era
imposible ser un asno… en astronomía.
Hasta entonces la generalidad ignoraba cómo se había podido calcular la distancia
que separa la Luna de la Tierra. Los sabios se aprovecharon de las circunstancias para
enseñar hasta a los más negados que la distancia se obtenía midiendo el paralaje de la
Luna.
Y si la palabra paralaje les dejaba a oscuras, decían que paralaje es el ángulo
formado por dos líneas rectas que parten a la Luna desde cada una de las
extremidades del radio terrestre. Y si alguien dudaba de la perfección de este método,
se le probaba inmediatamente que esta distancia media no sólo era de 234.347 millas
(94.330 leguas), sino que los astrónomos no se equivocaban ni en 70 millas (30
leguas).
A los que no estaban familiarizados con los movimientos de la Luna, los
periódicos les demostraban diariamente que la Luna posee dos movimientos distintos,
el primero llamado de rotación alrededor de su eje, y el segundo llamado de
traslación alrededor de la Tierra, verificándose los dos en igual período de tiempo, o
sea en veintisiete días y un tercio[4].
El movimiento de rotación es el que crea el día y la noche en la superficie de la
Luna, pero no hay más que un día, más que una noche por cada mes lunar, durando
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cada uno trescientas cincuenta y cuatro horas y un tercio. Afortunadamente para ella,
el hemisferio que mira al globo terrestre está alumbrado por éste con una intensidad
igual a la luz de catorce Lunas. En cuanto al otro hemisferio, siempre invisible, tiene,
como es natural, trescientas cincuenta y cuatro horas de una noche absoluta, algo
atemperada por la pálida claridad que cae de las estrellas. Este fenómeno se debe
únicamente a que los movimientos de rotación y traslación se verifican en un período
de tiempo rigurosamente igual, fenómeno común, según Cassini y Hers, a los satélites
de Júpiter y muy probablemente a todos los otros.
Algún individuo muy aplicado, pero algo duro de mollera, no comprendía
fácilmente que si la Luna presentaba invariablemente la misma faz a la Tierra durante
su traslación, fuese esto debido a que en el mismo período de tiempo describía una
vuelta alrededor de sí misma. A esto se le decía:
—Vete al comedor, da una vuelta alrededor de la mesa mirando siempre su
centro, y cuando hayas concluido el paseo circular, habrás dado una vuelta alrededor
de ti mismo, pues que la vista habrá recorrido sucesivamente todos los puntos del
comedor. Pues bien, el comedor es el Cielo, la mesa es la Tierra y tú eres la Luna. Y
los más reacios quedaban encantados de la comparación.
Tenemos, pues, que la Luna presenta incesantemente el mismo hemisferio a la
Tierra, si bien, para ser más exactos, debemos añadir que, a consecuencia de cierto
balance y bamboleo del Norte al Sur y del Oeste al Este llamado libración, se deja ver
un poco más de la mitad de su disco, o sea cincuenta y siete centésimas partes de él
aproximadamente.
Luego que los ignorantes —por lo que atañe al movimiento de rotación de la
Luna— supieron tanto como el director del observatorio de Cambridge, se ocuparon
de su movimiento de traslación alrededor de la Tierra, y veinte revistas científicas les
instruyeron inmediatamente. Entonces supieron que el firmamento, con su infinidad
de estrellas, puede considerarse como un vasto cuadrante por el que la Luna se pasea
indicando la hora verdadera a todos los habitantes de la Tierra. Supieron también que
en este movimiento el astro de la noche presenta sus diferentes fases; que la Luna es
llena cuando se halla en oposición con el Sol, es decir, cuando los tres astros se hallan
sobre la misma línea, estando la Tierra en medio; que la Luna es nueva cuando se
halla en conjunción con el Sol, es decir, cuando se halla entre la Tierra y él, y, por fin,
que la Luna se halla en su primero o su último cuarto cuando forma con el Sol y la
Tierra un ángulo recto del cual ocupa el vértice.
Algunos yanquis perspicaces deducían entonces la consecuencia de que los
eclipses no pueden reproducirse sino en las épocas de conjunción o de oposición, y
raciocinaban perfectamente. En conjunción, la Luna puede eclipsar al Sol, al paso que
en oposición es la Tierra quien puede eclipsar a la Luna, y si estos eclipses no
sobrevienen dos veces al mes, se debe a que el plano en que se mueve la Luna está
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inclinado sobre la eclíptica, o en otros términos, sobre el plano en que se mueve la
Tierra.
Respecto a la altura que el astro de la noche puede alcanzar en el horizonte, la
carta del observatorio de Cambridge ya había dicho cuanto podía desearse. Todos
sabían que la altura varía según la latitud del lugar desde el cual se observa. Pero las
únicas zonas del globo en que la Luna pasa por el cénit, es decir, en que se coloca
diariamente encima de la cabeza de los que la contemplan, se hallan necesariamente
comprendido entre el paralelo 28 y el ecuador.
De aquí la importancia suma de la recomendación de hacer el experimento desde
un punto cualquiera de esta parte del globo, a fin de que el proyectil pudiera avanzar
perpendicularmente y sustraerse más pronto a la acción de la gravedad. Esta
condición era esencial para el buen resultado de la empresa, y no dejaba de preocupar
vivamente a la opinión pública.
En cuanto a la línea que sigue la Luna en su traslación alrededor de la Tierra, el
observatorio de Cambridge se había expresado tan claramente que los más ignorantes
comprendieron que es una línea curva entrante, una elipse y no un círculo en que la
Tierra ocupa uno de los focos. Estas órbitas elípticas son comunes a todos los
planetas y a todos los satélites, y la mecánica racional prueba rigurosamente que no
puede ser otra cosa. Para todos fue evidente que la Luna se halla lo más lejos posible
de la Tierra estando en su apogeo y lo más cerca en su perigeo.
He aquí, pues, lo que todo americano sabía de grado o por fuerza, y lo que nadie
podía ignorar decentemente. Pero si muy fácil fue vulgarizar rápidamente estos
principios, no lo fue tanto desarraigar muchos errores y ciertos miedos ilusorios.
Algunas almas pacatas sostenían que la Luna era un antiguo cometa que,
recorriendo su órbita alrededor del Sol, pasó junto a la Tierra y se detuvo en su
círculo de atracción. Así pretendían explicar los astrónomos de salón el aspecto
ceniciento de la Luna, desgracia irreparable de que acusaban al astro radiante. Verdad
es que cuando se les hacía notar que los cometas tienen atmósfera y que la Luna
carece de ella o poco menos, se encogían de hombros sin saber qué responder.
Otros, pertenecientes al gremio de los temerosos, manifestaban respecto de la
Luna cierto pánico. Habían oído decir que, según las observaciones hechas en tiempo
de los califas, el movimiento de rotación de la Luna se aceleraba en cierta proporción,
de lo que dedujeron, lógicamente sin duda, que a una aceleración de movimiento
debía corresponder una disminución de distancia entre los dos astros, y que
prolongándose hasta lo infinito este doble efecto, la Luna, al fin y al cabo, había de
chocar con la Tierra. Debieron, sin embargo, tranquilizarse y dejar de temer por la
suerte de las generaciones futuras cuando se les demostró que, según los cálculos del
ilustre matemático francés Laplace, esta aceleración de movimiento estaba contenida
dentro de límites muy estrechos, y que no tardaría en suceder a ella una disminución
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proporcional. El equilibrio del mundo solar no podía, por consiguiente, alterarse en
los siglos venideros.
Quedaba en último término la clase supersticiosa de los ignorantes, que no se
contentan con ignorar, sino que saben lo que no es, y respecto de la Luna sabían
demasiado; algunos de ellos consideraban su disco como un bruñido espejo por cuyo
medio se podían ver desde distintos puntos de la Tierra y comunicarse sus
pensamientos. Otros pretendían que de las mil Lunas nuevas observadas, novecientas
cincuenta habían acarreado notables perturbaciones, tales como cataclismos,
revoluciones, terremotos, diluvios, pestes, etc., es decir, que creían en la influencia
misteriosa del astro de la noche sobre los destinos humanos. La miraban como el
verdadero contrapeso de la existencia: creían que cada selenita correspondía a un
habitante de la Tierra, al cual estaba unido por un lazo simpático; decían, con el
doctor Mead, que el sistema vital le está enteramente sometido, y sostenían con una
convicción profunda que los varones nacen principalmente durante la Luna llena y las
hembras en el cuarto menguante, etcétera. Pero tuvieron, al fin, que renunciar a tan
groseros errores y reconocer la verdad, y si bien la Luna, despojada de su supuesta
influencia, perdió en el concepto de ciertos cortesanos toda su categoría, si algunos le
volvieron la espalda, se declaró partidario suyo la inmensa mayoría. En cuanto a los
yanquis, no abrigaban más ambición que la de tomar posesión de aquel nuevo
continente de los aires para enarbolar en la más erguida cresta de sus montañas el
poderoso pabellón, salpicado de estrellas de los Estados Unidos de América.
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Capítulo VII. El himno al proyectil
En su insigne misiva del 7 de octubre, el observatorio de Cambridge había tratado
la cuestión bajo el punto de vista astronómico, pero era preciso resolverla
mecánicamente. En este concepto las dificultades prácticas hubieran parecido
insuperables a cualquier otro país que no hubiese sido América. En los Estados
Unidos pareció cosa de juego.
El presidente Barbicane había nombrado, sin pérdida de tiempo, en el seno del
Gun-Club, una comisión ejecutiva. Esta comisión debía en tres sesiones dilucidar las
tres grandes cuestiones del cañón, del proyectil y de las pólvoras. Se componía de
cuatro miembros muy conocedores de estas materias. Barbicane, con voto
preponderante en caso de empate, el general Morgan, el mayor Elphiston y el
inevitable J. T. Maston, a quien se confiaron las funciones de secretario.
El 8 de octubre, la comisión se reunió en casa del presidente Barbicane: 3,
Republican Street. Como importaba mucho que el estómago no turbase con sus gritos
una discusión tan grave, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaron a una mesa
cubierta de bocadillos y de enormes teteras. Enseguida J. T. Maston fijó su pluma en
su brazo postizo, y empezó la sesión. Barbicane tomó la palabra.
—Mis queridos colegas —dijo—, estamos abocados a dar solución a uno de los
más importantes problemas de la balística, la ciencia por excelencia, que trata del
movimiento de los proyectiles, es decir, de los cuerpos lanzados al espacio por una
fuerza de impulsión cualquiera y abandonados luego a sí mismos.
—¡Oh! ¡La balística! ¡La balística! —exclamó J. T. Maston con voz conmovida.
—Tal vez hubiera parecido más lógico —repuso Barbicane— dedicar esta
primera sesión a la discusión del cañón…
—En efecto —respondió el general Morgan.
—Sin embargo —repuso Barbicane—, después de maduras reflexiones, me ha
parecido que la cuestión del proyectil debía preceder a la del cañón, y que las
dimensiones de éste debían subordinarse a las de aquél.
—Pido la palabra —lijo J. T. Maston.
Se le concedió la palabra con la prontitud y espontaneidad a que le hacía acreedor
su magnífico pasado.
—Mis dignos amigos —dijo con acento inspirado—, nuestro presidente tiene
razón en dar a la cuestión del proyectil preferencia sobre todas las otras. La bala que
vamos a enviar a la Luna es nuestro mensajero, nuestro embajador, y os suplico que
me permitáis considerarlo bajo un punto de vista puramente moral.
Esta manera nueva de examinar un proyectil excitó singularmente la curiosidad
de los miembros de la comisión, por lo que escucharon con la más viva atención las
palabras de J. T. Maston.
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—Mis queridos colegas —repuso éste—, seré breve. Dejaré a un lado la bala
física, la bala que mata, para no ocuparme más que de la bala matemática, la bala
moral. La bala es para mí la más brillante manifestación del poder humano; éste se
resume enteramente en ella: creándola es como el hombre se ha acercado más al
Creador.
—¡Muy bien! —dijo el mayor Elphiston.
—En efecto —exclamó el orador—, si Dios ha hecho las estrellas y los planetas,
el hombre ha hecho la bala, este criterio de las velocidades terrestres, esta reducción
de los astros errantes en el espacio, que en definitiva tampoco son más que
proyectiles. ¡A Dios corresponde la velocidad de la electricidad, la velocidad de la
luz, la velocidad de las estrellas, la velocidad de los cometas, la velocidad de los
planetas, la velocidad de los satélites, la velocidad del sonido, la velocidad del viento!
¡Pero a nosotros la velocidad de la bala, cien veces superior a la de los trenes y a la de
los caballos más rápidos!
J. T. Maston estaba en éxtasis: su voz tomaba acentos líricos cantando este himno
sagrado a la bala.
—¿Queréis cifras? —repuso—. ¡Os las presentaré elocuentes! Fijaos
sencillamente en la modesta bala de veinticuatro: si bien corre con una velocidad
ochocientas mil veces menor que la de la electricidad, seiscientas cuarenta mil veces
menor que la de la luz, y setenta y seis veces menor que la de la Tierra en su
movimiento de traslación alrededor del Sol, sin embargo, al salir del canon, excede
en rapidez al sonido, avanza 200 toesas por segundo, 2.000 toesas en diez segundos,
14 millas por minuto (6 leguas), 840 millas por hora (360 leguas) y 20.100 millas por
día (8.640 leguas), es decir, la velocidad de los puntos del ecuador en el movimiento
de rotación del globo, que es de 7.336.500 millas por año (3.155.760 leguas).
Tardaría, pues, once días en trasladarse a la Luna, doce años en llegar al Sol,
trescientos sesenta años en alcanzar a Neptuno, en los límites del mundo solar. ¡He
aquí lo que haría esta modesta bala, obra de nuestras manos! ¿Qué será, pues, cuando
haciendo esta velocidad veinte veces mayor la lancemos a una rapidez de 7 millas por
segundo? ¡Bala soberbia! ¡Espléndido proyectil! ¡Me complazco en pensar que serás
allá arriba recibida con los honores debidos a un embajador terrestre!
Entusiastas hurras acogieron esta retumbante peroración, y J. T. Maston, muy
conmovido, se sentó entre las felicitaciones de sus colegas.
—Y ahora —dijo Barbicane— que hemos pagado un tributo a la poesía, vámonos
directamente al grano.
—Vamos al grano —respondieron los miembros del comité, echándose cada uno
al coleto media docena de bocadillos.
—Ya sabéis cuál es el problema que hay que resolver —repuso el presidente—.
Se trata de dar a un proyectil una velocidad de 12.000 yardas por segundo. Tengo
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motivos para creer que lo conseguiremos. Pero ahora examinemos las velocidades
obtenidas hasta la fecha. Acerca del particular, el general Morgan podrá instruirnos.
—Tanto más —respondió el general— cuanto que, durante la guerra, era
miembro de la comisión de experimentos. Os diré, pues, que los cañones de a 100 de
Dahlgreen, que alcanzaban 2.500 toesas, daban a su proyectil una velocidad inicial de
500 yardas por segundo.
—Bien. ¿Y el columbiad Rodynan? —preguntó el presidente.
—El columbiad Rodman, ensayado en el fuerte Hamilton, lanzaba una bala de
media tonelada de peso a una distancia de 6 millas, a una velocidad de 800 yardas por
segundo, resultado que no han obtenido nunca en Inglaterra, Armstrong y Pallisier.
—¡Oh! ¡Los ingleses! —murmuró J. T. Maston, volviendo hacia el horizonte del
Este su formidable mano postiza.
—¿Así pues —repuso Barbicane—, 800 yardas son el máximo de la velocidad
alcanzada hasta ahora en balística?
—Sí —respondió Morgan.
—Diré, sin embargo —replicó J. T. Maston—, que si mi mortero no hubiese
reventado…
—Sí, pero reventó —respondió Barbicane con un ademán benévolo—. Tomemos,
pues, por punto de partida la velocidad de 800 yardas. La necesitamos veinte veces
mayor. Dejando para otra sesión la discusión de los medios destinados a producir esta
velocidad, llamo vuestra atención, mis queridos colegas, sobre las dimensiones que
conviene dar a la bala. Bien comprendéis que no se trata ahora de proyectiles que
pesen media tonelada.
—¿Por qué no? —preguntó el mayor.
—Porque —respondió al momento J. T. Maston— se necesita una bala que sea
bastante grande para llamar la atención de los habitantes de la Luna, en el supuesto de
que la Luna tenga habitantes.
—Sí —respondió Barbicane—, y también por otra razón aún más importante.
—¿Qué queréis decir, Barbicane? —preguntó el mayor.
—Quiero decir que no basta enviar un proyectil para no volverse a ocupar de él;
es menester que le sigamos durante su viaje hasta el momento de llegar a su destino.
—¡Cómo! —dijeron el general y el mayor, algo sorprendidos de la proposición.
—Es natural —repuso Barbicane con la seguridad de un hombre que sabe lo que
se dice—, de otra suerte nuestro experimento no produciría el menor resultado.
—Pero entonces —replicó el mayor— ¿vais a dar al proyectil dimensiones
enormes?
—No, escuchadme. Ya sabéis que los instrumentos de óptica han adquirido una
perfección suma. Con ciertos telescopios se han llegado a obtener aumentos de seis
mil veces el tamaño natural, y a acercar la Luna a unas dieciséis leguas. A esta
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distancia, los objetos cuyo volumen es de 60 pies, son perfectamente visibles. Si no
se ha llevado más lejos el poder de penetración de los telescopios, ha sido porque este
poder no se ejerce sino en menoscabo de la claridad; la Luna, que no es más que un
espejo reflector, no envía una luz bastante intensa para que se pueda llevar el
aumento más allá de ese límite.
—¿Qué pensáis, pues, hacer? —preguntó el general—. ¿Daréis a vuestro
proyectil un diámetro de sesenta pies?
—¡No!
—¿Os comprometéis, pues, a volver la Luna más luminosa?
—Precisamente.
—¡Me gusta la ocurrencia! —exclamó J. T. Maston.
—Es una cosa muy sencilla —respondió Barbicane—. Si se llega a disminuir la
densidad de la atmósfera que atraviesa la luz de la Luna, ¿no es evidente que se habrá
vuelto esta luz más intensa?
—Evidentemente.
—Pues bien, para obtener este resultado, me bastará colocar mi telescopio en
alguna montaña elevada, y es lo que haremos.
—Convenido, convenido —respondió el mayor—. ¡Tenéis una manera de
simplificar las cosas…! ¿Y qué aumento esperáis obtener así?
—Un aumento de cuarenta y ocho mil veces, que nos pondrá la Luna a una
distancia que será no más que de cinco millas, y los objetos para ser visibles no
necesitarán tener más que un diámetro de nueve pies.
—¡Perfectamente! —exclamó J. T. Maston—. ¿Nuestro proyectil va a tener nueve
pies de diámetro?
—Ni más ni menos.
—Permitidme deciros, sin embargo —repuso el mayor Elphiston—, que, aun así,
será un peso tal…
—¡Oh, mayor! —respondió Barbicane—. Antes de discutir su peso, permitidme
deciros que nuestros padres hacían, en este género, maravillas. Lejos de mí la idea de
que la balística no ha progresado, pero bueno es saber que ya en la Edad Media se
obtenían resultados sorprendentes, y aun me atreveré a decir más sorprendentes que
los nuestros.
—Eso contádselo a mi abuela —replicó Morgan.
—Justificad vuestras palabras —exclamó al momento J. T. Maston.
—Nada más fácil —replicó Barbicane—, puedo citar ejemplos en apoyo de mi
aserción. En el sitio que puso a Constantinopla Mohamed II, en 1543, se lanzaron
balas de piedra que pesaban 1.900 libras, que serían de un regular tamaño.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el mayor—. Muchas libras son 1.900.
—En Malta, en tiempos de los caballeros, cierto cañón del fuerte de San Telmo
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arrojaba proyectiles que pesaban 2.500 libras.
—¡Imposible!
—Por último, según un historiador francés, bajo el reinado de Luis XI, había un
mortero que arrojaba una bomba de 500 libras de peso solamente; pero esta bomba,
partiendo de la Bastilla, que era un punto en que los locos encerraban a los cuerdos,
iba a caer en Charenton, que es un punto donde los cuerdos encierran a los locos.
—¡Imposible!
—¡Muy bien! —dijo J. T. Maston.
—¿Qué hemos visto nosotros después, en resumidas cuentas? ¡Los cañones
Armstrong, que disparan balas de 500 libras, y los columbiads Rodman, que disparan
balas de media tonelada! Parece, pues, que si los proyectiles han ganado en alcance,
en peso más han perdido que han ganado. Haciendo los debidos esfuerzos,
llegaremos con los progresos de la ciencia a decuplicar el peso de las balas de
Mohamed II y de los caballeros de Malta.
—Es evidente —respondió el mayor—. Pero ¿de qué metal pensáis echar mano
para el proyectil?
—Del hierro fundido, pura y simplemente —dijo el general Morgan.
—¡Hierro fundido! —exclamó J. T. Maston con profundo desdén—. El hierro es
un metal muy ordinario para fabricar una bala destinada a hacer una visita a la Luna.
—No exageremos, mi distinguido amigo —respondió Morgan—. El hierro
fundido bastará.
—Entonces —repuso el mayor Elphiston—, puesto que el peso de la bala es
proporcionado a su volumen, una bala de hierro fundido, que mide nueve pies de
diámetro, pesará horriblemente.
—Horriblemente, si es maciza; pero no si es hueca dijo Barbicane.
—¡Hueca! ¿Será, pues, una granada?
—¡En la que pondremos mensajes! —replicó J. T. Maston—. ¡Y muestras de
nuestras producciones terrestres!
—¡Sí, una granada —respondió Barbicane—; no puede ser otra cosa! Una bala
maciza de 108 pulgadas, pesaría más de 200.000 libras, y este peso es evidentemente
excesivo. Sin embargo, como es menester que el proyectil tenga cierta consistencia,
propongo que se le consienta un peso de 20.000 libras.
—¿Cuál será, pues, el grueso de sus paredes? —preguntó el mayor.
—Si seguimos la proporción reglamentaria —respondió Morgan—, un diámetro
de 108 pulgadas exigirá paredes que no bajen de 2 pies.
—Sería demasiado —contestó Barbicane—. Notad bien que no se trata de una
bala destinada a taladrar planchas de hierro; basta, pues, que sus paredes sean
bastante fuertes para contrarrestar la presión de los gases de la pólvora. He aquí, pues,
el problema: ¿qué grueso debe tener una granada de hierro fundido para no pesar más
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que 20.000 libras? Nuestro hábil calculador, el intrépido Maston, va a decirlo ahora
mismo.
—Nada más fácil —replicó el distinguido secretario de la comisión. Y sin decir
más, trazó fórmulas algebraicas en el papel, apareciendo bajo su pluma X y más X
elevadas hasta la segunda potencia. Hasta pareció que extraía, sin tocarla, cierta raíz
cúbica y dijo:
—Las paredes no llegarán a tener el grueso de dos pulgadas.
—¿Será suficiente? —preguntó el mayor con un ademán dubitativo.
—No, evidentemente, no —respondió el presidente Barbicane.
—¿Qué se hace, pues? —repuso Elphiston bastante perplejo.
—Emplear otro metal.
—¿Cobre?——dijo Morgan.
—No; es aún demasiado pesado, y os propongo otro mejor.
—¿Cuál? —dijo el mayor.
—El aluminio —respondió Barbicane.
—¿Aluminio? —exclamaron los tres colegas del presidente.
—Sin duda, amigos míos. Ya sabéis que un ilustre químico francés, Henry Sainte-
Claire Deville, llegó en 1854 a obtener el aluminio en masa compacta. Este precioso
metal time la blancura de la plata, la inalterabilidad del oro, la tenacidad del hierro, la
fusibilidad del cobre y la ligereza del vidrio. Se trabaja fácilmente, abunda en la
naturaleza, pues la alúmina forma la base de la mayor parte de las rocas; es tres veces
más ligero que el hierro, y parece haber sido creado expresamente para
suministrarnos la materia de que se ha de componer nuestro proyectil.
—¡Bien por el aluminio! —exclamó el secretario de la comisión, siempre muy
estrepitoso en sus momentos de entusiasmo.
—Pero, mi estimado presidente —dijo el mayor—, ¿no es acaso el aluminio
excesivamente caro?
—Lo era —respondió Barbicane—; en los primeros tiempos de su
descubrimiento, una libra de aluminio costaba de 260 a 280 dólares (cerca de 1.500
francos); después bajó a 20 dólares (150 francos), y actualmente vale 9 dólares (48
francos).
—Aun así —replicó el mayor, que no daba fácilmente su brazo a torcer—, es un
precio enorme.
—Sin duda, mi querido mayor, pero no inasequible a nuestros medios.
—¿Cuánto pesará, pues? —preguntó Morgan.
—He aquí el resultado de mis cálculos —respondió Barbicane—. Una bala de
108 pulgadas de diámetro y de 12 pulgadas de espesor pesaría, siendo de hierro
colado, 67.440 libras; construida en aluminio, su peso queda reducido a 19.250 libras.
—¡Perfectamente! —exclamó Maston—. No nos separamos del programa.
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—Sí, perfectamente —replicó el mayor—. Pero ¿no veis que a 9 dólares la libra
el proyectil costará…?
—Ciento setenta y tres mil doscientos cincuenta dólares, exactamente; pero no
temáis, amigos, no faltará dinero para nuestra empresa, respondo de ello.
—Una lluvia de oro caerá en nuestras cajas —replicó J. T. Maston.
—Pues bien, ¿qué os parece el aluminio? —preguntó el presidente.
—Adoptado —respondieron los tres miembros de la comisión.
—En cuanto a la forma de la bala —repuso Barbicane—, importa poco, pues una
vez traspasada la atmósfera, el proyectil se hallará en el vacío. Propongo, por tanto,
que la bala sea redonda, para que gire como mejor le parezca y se conduzca del modo
que le dé la gana.
Así terminó la primera sesión de la comisión. La cuestión del proyectil estaba
definitivamente resuelta, y J. T. Maston no cabía de alegría en su pellejo, pensando
que se iba a enviar una bala de aluminio a los selenitas, lo que les daría una alta idea
de los habitantes de la Tierra.
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Capítulo VIII. La historia del cañón
Las resoluciones tomadas en la primera sesión produjeron en el exterior un gran
efecto. La idea de una bala de 20.000 libras atravesando el espacio alarmaba un poco
a los meticulosos. ¿Qué cañón, se preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante
mole una velocidad inicial suficiente? Durante la segunda sesión de la comisión debía
responderse satisfactoriamente a esta pregunta.
Al día siguiente por la noche, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaban
delante de nuevas montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero océano de té.
La discusión empezó de inmediato, sin ningún preámbulo.
—Mis queridos colegas —dijo Barbicane—, vamos a ocuparnos de la máquina
que se ha de construir, de su tamaño, forma, composición y peso. Es probable que
lleguemos a darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que sean las
dificultades, nuestro genio industrial las allanará fácilmente. Tened, pues, la bondad
de escucharme, y no os desagrade hacerme las objeciones que os parezcan
convenientes. No las temo.
Un murmullo aprobador acogió esta declaración.
—No olvidemos —continuó Barbicane— el punto a que ayer nos condujo nuestra
discusión. El problema se presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de
12.000 yardas por segundo a una granada de 108 pulgadas de diámetro y de 20.000
libras de peso.
—He aquí el problema, en efecto —respondió el mayor Elphiston.
—Prosigo —repuso Barbicane—. Cuando un proyectil se lanza al espacio, ¿qué
sucede? Se halla solicitado por tres fuerzas independientes: la resistencia del medio,
la atracción de la Tierra y la fuerza de impulsión de que está animado. Examinemos
estas tres fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia del aire, será poco
importante. La atmósfera terrestre no tiene más que 40 millas de altura, que con una
velocidad de 12.000 yardas el proyectil podrá atravesar en cinco segundos, lo que nos
permite considerar la resistencia del medio como insignificante. Pasemos a la
atracción de la Tierra, es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso
disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias. He aquí lo que la física
nos enseña: cuando un cuerpo abandonado a sí mismo cae a la superficie de la Tierra,
su caída es de 15 pies en el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese
transportado a 257.542 millas o, en otros términos, a la distancia a que se encuentra la
Luna, su caída quedaría reducida a cerca de media línea, en el primer segundo, lo que
es casi la inmovilidad. Trátase, pues, de vencer progresivamente esta acción del peso.
¿Cómo la venceremos? Mediante la fuerza de impulsión.
—He aquí la dificultad —respondió el mayor.
—En efecto —repuso el presidente—, pero la allanaremos, porque la fuerza de
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impulsión que necesitamos resulta de la longitud de la máquina y de la cantidad de
pólvora empleada, hallándose ésta limitada por la resistencia de aquélla. Ocupémonos
ahora, pues, de las dimensiones que hay que dar al cañón. Téngase en cuenta que
podemos procurarle condiciones de una resistencia infinita, si es lícito hablar así,
pues no se tiene que maniobrar con él.
—Es evidente —respondió el general.
—Hasta ahora —dijo Barbicane—, los cañones más largos, nuestros enormes
columbiads, no han pasado de veinticinco pies de longitud; mucha sorpresa causarán,
pues, a la gente las dimensiones que tendremos que adoptar.
—Sin duda —exclamó J. T. Maston—. Yo propongo un cañón cuya longitud no
baje de media milla.
—¡Media milla! —exclamaron el mayor y el general.
—Sí, media milla, y me quedo corto.
—Vamos, Maston —respondió Morgan—. Exageráis.
—No —replicó el fogoso secretario—, no sé en verdad por qué me tacháis de
exagerado.
—¡Porque vais demasiado lejos!
—Sabed, señor —respondió J. T. Maston, con solemne gravedad—, sabed que un
artillero es como una bala, que no puede ir demasiado lejos.
La discusión tomaba un carácter personal, pero el presidente intervino.
—Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita evidentemente un cañón de
gran calibre, puesto que la longitud de la pieza aumentará la presión de los gases
acumulados debajo del proyectil, pero es inútil pasar de ciertos límites.
—Perfectamente —dijo el mayor.
—¿Qué reglas hay para semejantes casos? Ordinariamente la longitud de un
cañón es la de 20 a 25 veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240 veces más
que ésta.
—No basta —exclamó J. T. Maston impetuosamente.
—Convengo en ello, mi digno amigo. En efecto, siguiendo la proporción
indicada, para el proyectil que tuviese 9 pies de ancho y pesase 20.000 libras, el
cañón no tendría más que una longitud de 225 pies y un peso de 200.000 libras.
—Lo que es ridículo —añadió J. T. Maston—; tanto valdría echar mano de una
pistola.
—Yo también opino lo mismo —respondió Barbicane—, por lo que propongo
cuadruplicar esta longitud y construir un cañón de novecientos pies.
El general y el mayor hicieron algunas objeciones; pero sostenida resueltamente
la proposición por el secretario del Gun-Club, se adoptó definitivamente.
—Ahora sepamos —dijo Elphiston— qué grueso debemos dar a sus paredes.
—Seis pies —respondió Barbicane.
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—Supongo que no intentaréis colocar en una cureña semejante mole —preguntó
el mayor.
—¡Lo que, sin embargo, sería soberbio!
—Pero impracticable —respondió Barbicane—. Creo que se debe fundir el cañón
en el punto mismo en que se ha de disparar, ponerle abrazaderas de hierro forjado y
rodearlo de una obra de mampostería, de modo que participe de toda la resistencia del
terreno circundante. Fundida la pieza, se pulirá el ánima para impedir el viento de la
bala, y de este modo no habrá pérdida de gas, y toda la fuerza expansiva de la pólvora
se invertirá en la impulsión.
—¡Bravo! —exclamó J. T. Maston—. Ya tenemos nuestro cañón.
—¡Todavía no! —respondió Barbicane, calmando con la mano a su impaciente
amigo.
—¿Por qué?
—Porque hasta ahora no hemos discutido aún su forma. ¿Será un cañón, un obús
o un mortero?
—Un cañón —respondió Morgan.
—Un lanzaobuses —replicó el mayor.
—Un mortero —exclamó J. T. Maston.
Iba a empeñarse una nueva discusión que prometía ser bastante acalorada, y cada
cual preconizaba su arma favorita, cuando intervino el presidente.
—Amigos míos —dijo—, voy a poneros a todos de acuerdo. Nuestro columbiad
participará a la vez de las tres bocas de fuego. Será un cañón, porque la recámara y el
ánima tendrán igual diámetro. Será un lanzaobuses, porque disparará una granada.
Será un mortero, porque se apuntará formando con el horizonte un ángulo de noventa
grados, y, además le será imposible retroceder, estará fijo en tierra, y así comunicará
al proyectil toda la fuerza de impulsión acumulada en sus entrañas.
—Adoptado, adoptado —respondieron los miembros de la comisión.
—Permitidme una sencilla reflexión —dijo Elphiston—. ¿Este cañón-
lanzaobuses-mortero será rayado?
—No —respondió Barbicane—, no; necesitamos una velocidad inicial enorme, y
ya sabéis que la bala sale con menos rapidez de los cañones rayados que de los lisos.
Justamente.
—¡En fin, ya es nuestro! —repitió J. T. Maston.
—Aún falta algo —replicó el presidente.
—¿Qué falta?
—Aún no sabemos de qué metal se ha de componer.
—Decidámoslo sin demora.
—Iba a proponéroslo.
Los cuatro miembros de la Comisión se zamparon una docena de emparedados
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por barba, seguidos de una buena taza de té, y reanudaron la discusión.
—Dignísimos colegas —dijo Barbicane——, nuestro cañón debe tener mucha
tenacidad y dureza, ser infusible al calor, ser inoxidable e indisoluble a la acción
corrosiva de los ácidos.
—Acerca del particular, no cabe la menor duda —respondió el mayor—. Y como
será preciso emplear una cantidad considerable de metal, la elección no puede ser
dudosa.
—Entonces —dijo Morgan—, propongo para la fabricación del columbiad la
mejor aleación que se conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y seis de
latón.
—Amigos míos —respondió el presidente—, convengo en que la composición
que se acaba de proponer ha dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se
maneja difícilmente. Creo, pues, que se debe adoptar una materia que es excelente y
al mismo tiempo barata, cual es el hierro fundido. ¿No sois de mi opinión, mayor?
—Estamos de acuerdo —respondió Elphiston.
—En efecto —respondió Barbicane—, el hierro fundido cuesta diez veces menos
que el bronce; es fácil de fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su
adopción economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante la guerra, en el
sitio de Atlanta, hubo piezas de hierro que de veinte en veinte minutos dispararon
más de mil tiros sin experimentar deterioro alguno.
—Pero el hierro fundido es quebradizo —respondió Morgan.
—Sí, pero también muy resistente. Además, no reventará, respondo de ello.
—Un cañón puede reventar y ser bueno —replicó sentenciosamente J. T. Maston,
abogando pro domu sua como si se sintiese aludido.
—Es evidente —respondió Barbicans—. Me permito, pues, suplicar a nuestro
digno secretario que calcule el peso de un cañón de hierro fundido de 900 pies de
longitud y de un diámetro interior o calibre de 9 pies, con un grueso de 6 pies en sus
paredes.
—Al momento —respondió J. T. Maston.
Y como lo había hecho en la sesión anterior, hizo sus cálculos con una
maravillosa facilidad, y dijo al cabo de un minuto:
—El cañón pesará 68.040 toneladas.
—¿Y a dos céntimos la libra, costará…?
—Dos millones quinientos diez mil setecientos un dólares.
J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con inquietud a Barbicane.
—Señores —dijo éste—, repito lo que dije ayer: estad tranquilos, los millones no
nos faltarán.
Dadas estas seguridades por el presidente, la comisión se separó, quedando
citados todos sus individuos para el día siguiente, en que celebrarían la tercera sesión.
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Capitulo IX. La cuestión de las pólvoras
Aún había que tratar la cuestión de las pólvoras.
Esta última decisión era esperada con ansiedad por el público. Dadas la magnitud
del proyectil y la longitud del cañón, ¿cuál sería la cantidad de pólvora necesaria para
producir la impulsión? Este agente terrible, cuyos efectos, sin embargo, ha dominado
el hombre, iba a ser llamado para desempeñar su papel en proporciones insólitas.
En general, se cree, y se repite sin cesar, que la pólvora fue inventada en el siglo
XIV por el fraile Schwartz, cuyo descubrimiento le costó la vida. Pero en la
actualidad está casi probado que esta historia se debe colocar entre las leyendas de la
Edad Media.
La pólvora no ha sido inventada por nadie; resulta directamente del fuego griego,
compuesto como ella de azufre y salitre, si bien estas mezclas, que en el fuego griego
no eran más que mezclas de dilatación, en la pólvora, tal como se conoce
actualmente, al inflamarse producen un estrépito.
Pero si bien los eruditos conocen perfectamente la falsa historia de la pólvora,
pocos son los que saben darse cuenta de su poder mecánico, sin cuyo conocimiento
no es posible comprender la importancia del asunto sometido a la comisión.
Un litro de pólvora pesa aproximadamente 2 libras (900 gramos), y produce, al
inflamarse, 400 libras de gases, que haciéndose libres, y bajo la acción de una
temperatura elevada a 2.400°, ocupan el espacio de 4.000 litros. El volumen de la
pólvora es, pues, a los volúmenes de los gases producidos por su combustión o
deflagración lo que 1 es a 4.000. Júzguese cuál debe ser el ímpetu de estos gases
cuando se hallan comprimidos en un espacio reducido cuatro mil veces para
contenerlos.
He aquí lo que sabían perfectamente los miembros de la comisión cuando se
citaron para la tercera sesión. Barbicane concedió la palabra al mayor. Elphiston
había sido durante la guerra director de las fábricas de pólvora.
—Mis buenos camaradas —dijo el distinguido químico—, vamos a enumerar
unos guarismos irrecusables que nos servirán de base. La bala de veinticuatro de que
hablaba ayer el respetable J. T. Maston en términos tan poéticos, sale de la boca de
fuego empujada por dieciséis libras de pólvora.
—¿Estáis seguro de la cifra? —preguntó el presidente.
—Absolutamente seguro —respondió el mayor—. El cañón Armstrong no se
carga más que con setenta y cinco libras de pólvora para arrojar un proyectil de
ochocientas libras, y el columbiad Rodman, no gasta más que ciento setenta libras de
pólvora para enviar a seis millas de distancia su bala de media tonelada. Éstos son
hechos acerca de los cuales no cabe la menor duda, pues los he comprobado yo
mismo en las actas de la Junta de artillería.
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—Perfectamente —respondió el general.
—De estos guarismos —repuso el mayor— se deduce que la cantidad de pólvora
no aumenta con el peso de la bala. En efecto, si bien se necesitan dieciséis libras de
pólvora para una bala de veinticuatro, o, en otros términos, si bien en los cañones
ordinarios se emplea una cantidad de pólvora cuyo peso es dos terceras partes el del
proyectil, esta proporción no es constante. Calculad y veréis que para una bala de
media tonelada, en lugar de trescientas treinta y tres libras de pólvora, se reduce esta
cantidad a ciento sesenta libras solamente.
—¿Y qué pretendéis deducir de eso? —preguntó el presidente.
—Si lleváis vuestra teoría al último extremo, mi querido mayor —dijo J. T.
Maston—, resultará que cuando una bala tenga un peso suficiente, no se necesitará
pólvora alguna.
—Mi amigo Maston se chancea hasta en las ocasiones más solemnes —replicó el
mayor—; pero tranquilizaos. No tardaré en proponerle cantidades de pólvora que
dejarán satisfecho su amor propio de artillero. Pero tenía interés en dejar consignado
que durante la guerra, la experiencia demostró que para cargar piezas de mayor
calibre, el peso de la pólvora podía reducirse perfectamente a una décima parte del
que tiene la bala.
—No hay nada más exacto —dijo Morgan—. Pero antes de determinar la
cantidad de pólvora necesaria para dar el impulso, opino que convendría ponernos de
acuerdo sobre su naturaleza.
—Emplearemos la pólvora de grano grueso —respondió el mayor—, porque su
deflagración es más rápida que la de la pólvora fina.
—Sin duda —replicó Morgan—. Pero se desmenuza más fácilmente y altera el
ánima de las piezas.
—Lo que sería un inconveniente para un cañón destinado a un largo servicio pero
no para nuestro columbiad. No corremos riesgo alguno de explosión, y necesitamos
que la pólvora se inflame instantáneamente para que su efecto mecánico sea
completo.
—Podríamos —dijo J. T. Maston— abrir varios agujeros para aplicar el fuego a
un mismo tiempo a distintos puntos.
—Sin duda —respondió Elphiston—. Pero complicaríamos la operación. Me
atengo, pues, a mi pólvora de grano grueso que allana todas las dificultades.
—Sea —respondió el general.
—Para cargar su columbiad —añadió el mayor— Rodman empleaba una pólvora
de granos gruesos como castañas, hecha con carbón de sauce, tostado sencillamente
en calderas de hierro fundido. Era una pólvora dura y brillante, que no manchaba la
mano; contenía una gran proporción de hidrógeno y de oxígeno, se inflamaba
instantáneamente y, aunque muy desmenuzable, no deterioraba sensiblemente las
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bocas de fuego.
—Me parece, pues —respondió J. T. Maston—, que no debemos vacilar y que la
elección está hecha.
—A no ser que prefiráis la pólvora de oro —replicó el mayor riendo, lo que le
valió un ademán amenazador con que le contestó la mano postiza de su susceptible
amigo.
Hasta entonces, Barbicane se había abstenido de tomar parte en la discusión.
Dejaba hablar y escuchaba. Evidentemente meditaba algo. Se contentó con preguntar
sencillamente:
—¿Y ahora, amigos, qué cantidad de pólvora proponéis?
Los tres miembros del Gun-Club se miraron mutuamente por un instante.
—Doscientas mil libras —dijo, por fin, Morgan.
—Quinientas mil —replicó el mayor.
—Ochocientas mil —exclamó J. T. Maston.
Esta vez, Elphiston no se atrevió a calificar a su colega de exagerado. En efecto,
se trataba de enviar a la Luna un proyectil de veinte mil libras, dándole una fuerza
inicial de doce mil yardas por segundo. Siguió a la triple proposición hecha por los
tres colegas un momento de silencio.
El presidente Barbicane lo rompió.
—Mis bravos camaradas —dijo con voz tranquila—, yo parto del principio de
que la resistencia de nuestro cañón, construido en las condiciones requeridas, es
ilimitada. Voy, pues, a sorprender al distinguido J. T. Maston diciéndole que ha sido
tímido en sus cálculos, y propongo doblar sus ochocientas mil libras de pólvora.
—¿Un millón seiscientas mil libras? —exclamó J. T. Maston saltando de su
asiento.
—Como lo digo.
—Pero entonces fuerza será recurrir a mi cañón de media milla de longitud.
—Es evidente —dijo el mayor.
—Un millón seiscientas mil libras de pólvora —repuso el secretario de la
comisión— ocuparán aproximadamente un espacio de 22.000 pies cúbicos[5], y como
vuestro cañón no tiene más que una capacidad de 54.000 pies cúbicos[6], quedará
cargado de pólvora hasta la mitad y el ánima no será bastante larga para que la
detención de los gases dé al proyectil un impulso suficiente.
La objeción no tenía réplica. J. T. Maston estaba en lo justo. Todos miraron a
Barbicane.
—Sin embargo —continuó el presidente—, se necesita la cantidad de pólvora que
he dicho. Pensadlo bien, un millón seiscientas mil libras de pólvora producirán seis
mil millones de litros de gas. ¡Seis mil millones! ¿Lo entendéis?
—Pero, entonces, ¿cómo hacerlo? —preguntó el general.
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—Muy sencillamente. Es preciso reducir esta enorme cantidad de pólvora
conservándola con este poder mecánico.
—¡Bueno! Pero ¿cómo?
—Voy a decíroslo —respondió tranquilamente Barbicane.
Sus interlocutores le miraban ávidamente.
—Nada, en efecto, es más fácil —dijo— que reducir esta masa de pólvora a un
volumen cuatro veces menos considerable. Todos conocéis esa curiosa materia que
constituyen los tejidos elementales de los vegetales, llamada celulosa.
—Os comprendo, querido Barbicane —dijo el mayor.
—Esta materia —prosiguió el presidente— se saca perfectamente pura de varios
cuerpos, especialmente del algodón, y no es más que la pelusa de los granos del
algodonero. El algodón, combinado con el ácido nítrico en frío, se transforma en una
sustancia eminentemente explosiva. En 1832, Braconnot, químico francés, descubrió
esta sustancia, a la cual dio el nombre de xiloidina. En 1838, Pelouze, otro francés,
estudió sus diversas propiedades, y, por último, en 1846, Shonbein, profesor de
química en Basilea, la propuso como pólvora de guerra. Esta pólvora es el algodón
azótico o nítrico…
—O piróxilo —respondió Elphiston.
—O fulmicotón —replicó Morgan.
—¿No hay un solo nombre americano que pueda ponerse al pie de este
descubrimiento? —exclamó J. T. Maston a impulsos de su amor propio nacional.
—Ni uno, desgraciadamente —respondió el mayor.
—Sin embargo —repuso el presidente—, debo decir, para halagar el patriotismo
de Maston, que los trabajos de un conciudadano nuestro se refieren al estudio de la
celulosa, pues el colidón, uno de los principales agentes de la fotografía, no es más
que piróxilo disuelto en el éter con adición de alcohol, y ha sido descubierto por
Maynard, que estudiaba entonces medicina en Boston.
—¡Pues hurra por Maynard y por el fulmicotón! —exclamó el entusiasta
secretario del Gun-Club.
—Volvamos al piróxilo —repuso Barbicane—. Conocéis sus propiedades, por las
cuales va a ser para nosotros tan precioso. Se prepara con la mayor facilidad,
sumergiendo algodón en ácido nítrico humeante, por espacio de quince minutos,
lavándolo después en mucha agua y dejándolo secar.
—Nada, en efecto, más sencillo —dijo Morgan.
—Además, el piróxilo es inalterable a la humedad, cualidad preciosa para
nosotros, que necesitaremos muchos días para cargar el cañón; se inflama a los 170°
en lugar de 240°, y su deflagración es tan súbita que se inflama sobre la pólvora
ordinaria sin que tenga tiempo de inflamarse ésta.
—Perfectamente —respondió el mayor.
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—Sólo que cuesta más cara.
—¿Qué importa? —dijo J. T. Maston.
—Por último, comunica a los proyectiles una velocidad cuatro veces mayor que la
que les da la pólvora ordinaria. Y si se mezclan con el piróxilo ocho décimas de su
peso de nitrato de potasa, su fuerza expansiva aumenta considerablemente.
—¿Será necesaria esa mezcla? —preguntó el mayor.
—Me parece que no —respondió Barbicane—. Así pues, en lugar de mil
seiscientas libras de pólvora, nos bastarán quinientas libras de fulmicotón, y como no
hay peligro en comprimir quinientas libras de algodón en un espacio de 26 pies
cúbicos, esta materia no ocupará en el columbiad más que una altura de 30 toesas.
Así recorrerá la bala más de 700 pies de ánima bajo el esfuerzo de seis mil millones
de litros de gas antes de emprender su marcha hacia el astro de la noche.
Al oír estas palabras, J. T. Maston no pudo reprimir su entusiasmo, y con la
velocidad de un proyectil se arrojó a los brazos de su amigo, al cual hubiera
derribado, si Barbicane no hubiese sido un hombre hecho a prueba de bomba.
Este incidente fue el punto final de la tercera sesión de la comisión. Barbicane y
sus audaces colegas, para quienes no había nada imposible, acababan de resolver la
cuestión tan compleja del proyectil, del cañón y de la pólvora. Formado su plan, ya
no faltaba más que ejecutarlo.
—Poca cosa, una bagatela —decía J. T. Maston.
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Capitulo X. Un enemigo para veinticinco millones de
amigos
Los más insignificantes pormenores de la empresa del Gun-Club excitaban el
interés del público americano, que seguía uno tras otro todos los pasos de la
comisión. Los menores preparativos de tan colosal experimento, las cuestiones de
cifras que provocaba, las dificultades mecánicas que había que resolver, en una
palabra, la ejecución del gran proyecto le absorbía completamente.
Más de un año había de mediar entre el principio y la conclusión de los trabajos,
pero este transcurso de tiempo no podía ser estéril en emociones. La elección del sitio
para la construcción del molde, la fundición del columbiad, su muy peligrosa carga,
eran más que suficientes para excitar la curiosidad pública. El proyectil, apenas
disparado, desaparecería en algunas décimas de segundo, sin ser accesible a mirada
alguna; pero lo que llegaría a ser después, su manera de conducirse en el espacio y el
momento de llegar a la Luna, no podían verlo con sus propios ojos más que unos
cuantos privilegiados. Así pues, los preparativos del experimento, los pormenores
precisos de la ejecución, constituían entonces el verdadero interés, el interés general,
el interés público.
Sin embargo, hubo un incidente que sobreexcitó de pronto el atractivo puramente
científico.
Ya se sabe que el proyecto de Barbicane había agolpado en torno de éste
numerosas legiones de admiradores y amigos. Pero aquella mayoría, por grande, por
extraordinaria que fuese, no era la unanimidad. Un hombre, un solo hombre en todos
los Estados de la Unión, protestó contra la tentativa del Gun-Club y la atacó con
violencia en todas las ocasiones que le parecieron oportunas. Es tal la naturaleza
humana, que Barbicane fue más sensible a esta oposición de uno solo que a los
aplausos de todos los demás.
Y eso, pese a que conocía el motivo de semejante antipatía, y que conocía la
procedencia de aquella enemistad aislada, enemistad personal y antigua, fundada en
una rivalidad de amor propio.
El presidente del Gun-Club no había visto ni una vez en la vida a aquel enemigo
perseverante, lo que fue una dicha, porque el encuentro de aquellos dos hombres
hubiera tenido funestas consecuencias. Aquel rival de Barbicane era un sabio como
él, de carácter altivo, audaz, seguro de sí mismo, violento, un yanqui de pura sangre.
Se llamaba capitán Nicholl y residía en Filadelfia.
Nadie ignora la curiosa lucha que se empeñó durante la guerra federal entre el
proyectil y la coraza de los buques blindados, estando aquél destinado a atravesar a
ésta y estando ésta resuelta a no dejarse atravesar. De esta lucha nació una
transformación de la marina en los Estados de los dos continentes. La bala y la
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plancha lucharon con un encarnizamiento sin igual, la una creciendo y la otra
engrosando en una proporción constante. Los buques, armados de formidables piezas,
marchaban al combate al abrigo de su invulnerable concha. El Merrimac, el Monitor,
el Ram Tennessee, el Weckausen[7] lanzaban proyectiles enormes, después de haberse
acorazado para librarse de los proyectiles contrarios. Causaban a otros el daño que no
querían que los otros les causasen, siendo éste el principio inmoral en que suele
descansar todo el arte de la guerra.
Y si Barbicane fue el gran fundidor de proyectiles, Nicholl fue un gran forjador
de planchas. El uno fundía noche y día en Baltimore, y el otro forjaba día y noche en
Filadelfia. Los dos seguían una corriente de ideas esencialmente opuestas.
Apenas Barbicane inventaba una nueva bala, Nicholl inventaba una nueva
plancha. El presidente del Gun-Club pasaba su vida pensando en la manera de abrir
agujeros, y el capitán pasaba la suya pensando en la manera de impedirle que los
abriera. He aquí el origen de una rivalidad continua que se convirtió en odio personal.
Nicholl se aparecía a Barbicane en sus sueños bajo la forma de una coraza
impenetrable contra la cual se estrellaba, y Barbicane se aparecía en sus sueños a
Nicholl como un proyectil que le atravesaba de parte a parte.
Los dos sabios, si bien seguían dos líneas divergentes, se hubieran al fin
encontrado a pesar de todos los axiomas de geometría, pero se hubieran encontrado
en el terreno del duelo. Afortunadamente, aquellos dos ciudadanos, tan útiles a su
país, se hallaban separados uno de otro por una distancia de 50 a 60 millas, y sus
amigos hacinaron en el camino tantos obstáculos que no llegaron a encontrarse
nunca.
No se podía decir de una manera positiva cuál de los dos inventores había
triunfado del otro. Los resultados obtenidos volvían difícil una apreciación justa.
Parecía, sin embargo, que al fin la coraza había de ceder a la bala. Con todo, había
dudas entre las personas competentes. En los últimos experimentos, los proyectiles
cilindrocónicos de Barbicane se clavaron como alfileres en las planchas de Nicholl,
por cuyo motivo éste se creyó victorioso, y atesoró para su rival una dosis inmensa de
desprecio. Pero más adelante, cuando Barbicane sustituyó las balas cónicas con
simples granadas de seiscientas libras, el presidente del Gun-Club tomó su desquite.
En efecto, aquellos proyectiles, aunque animados de una velocidad regular,
rompieron, taladraron, hicieron saltar en pedazos las planchas del mejor metal.
A este punto habían llegado las cosas, y parecía que la bala había quedado
victoriosa, cuando terminó la guerra, y terminó precisamente el mismo día en que
Nicholl concluía una nueva coraza de hierro forjado, que era en su género una obra
maestra, capaz de burlarse de todos los proyectiles del mundo. El capitán la hizo
trasladar al polígono de Washington, desafiando a que la destruyeran los proyectiles
del presidente del Gun-Club, el cual, hecha la paz, se negó a la prueba.
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Entonces Nicholl, furioso, ofreció exponer su plancha al choque de las balas más
inverosímiles, llenas o huecas, redondas o cónicas. Ni por ésas; el presidente no
quería comprometer su última victoria. Nicholl, exasperado por la incalificable
obstinación de su adversario, quiso tentar a Barbicane dejándole todas las ventajas.
Barbicane siguió terco en su negativa. ¿A cien yardas? Ni a setenta y cinco.
—A cincuenta —exclamó el capitán insertando su desafío en todos los periódicos
—, colocaré mi plancha a veinticinco yardas del cañón, y yo me colocaré detrás de
ella.
Barbicane hizo contestar que aun cuando el capitán Nicholl se colocase delante,
no dispararía un solo tiro.
Nicholl, al oír esta contestación, no pudo contenerse y se deshizo en insultos; dijo
que la cobardía era indivisible, que el que se niega a tirar un cañonazo está muy cerca
de tener miedo al cañón; que, en suma, los artilleros que se baten a 6 millas de
distancia han reemplazado prudentemente el valor individual por las fórmulas
matemáticas, y que hay por lo menos tanto valor en aguardar tranquilamente una bala
detrás de una plancha como en enviarla según todas las reglas del arte.
Siguió Barbicane haciéndose el sordo. O tal vez no tuvo noticia de la
provocación, absorbido enteramente como estaba entonces por los cálculos de su gran
empresa.
Cuando dirigió al Gun-Club su famosa comunicación, el capitán Nicholl se salió
de sus casillas; mezclábase con su cólera una suprema envidia y un sentimiento
absoluto de impotencia. ¿Cómo inventar algo superior a aquel columbiad de 900
pies? ¿Qué coraza podía idearse para resistir un proyectil de veinte mil libras?
Nicholl quedó abatido, aterrado, anonadado por aquel cañón, pero luego se reanimó y
resolvió aplastar la proposición bajo el peso de sus argumentos.
Atacó con violencia los trabajos del Gun-Club, publicando al efecto numerosas
cartas que los periódicos reprodujeron. Quiso demoler científicamente la obra de
Barbicane. Empeñado el combate, se valió de razones de todo género con harta
frecuencia especiosas y rebuscadas.
Empezó a combatir a Barbicane por sus cifras. Se esforzó en probar por A+B la
falsedad de sus fórmulas, y le acusó de ignorar los principios rudimentarios de la
balística. Echó cálculos para demostrar, amén de otros errores, que era absolutamente
imposible dar a un cuerpo cualquiera una velocidad de doce mil yardas por segundo;
con el álgebra en la mano sostuvo que aun en el supuesto de que se consiguiera esta
velocidad, jamás un proyectil tan pesado traspasaría los límites de la atmósfera
terrestre. Ni siquiera iría más allá de 8 leguas. Más aún, suponiendo adquirida la
velocidad suficiente, la granada no resistiría la presión de los gases desarrollados por
la combustión de un millón seiscientas mil libras de pólvora, y aunque la resistiera,
no soportaría una temperatura semejante, se fundiría al salir del columbiad, y
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convertida en lluvia de hierro derretido, caería sobre el cráneo de los imprudentes
espectadores.
Barbicane, sin hacer caso de estos ataques, continuó su obra. Entonces Nicholl
miró la cuestión bajo otros aspectos. Dejando a un lado su inutilidad absoluta,
consideró el experimento como muy peligroso para los ciudadanos que autorizasen
con su presencia tan reprobado espectáculo y para las poblaciones próximas a aquel
cañón vituperable. Hizo notar también que el proyectil, si no alcanzaba, como no lo
alcanzaría, el objetivo a que se le destinaba, caería y la caída de una mole semejante,
multiplicada por el cuadrado de su velocidad, comprometería singularmente algún
punto del globo. Sin atacar los derechos de los ciudadanos, había llegado el caso en
que la intervención del gobierno era de absoluta necesidad, pues no era justo
comprometer la seguridad de todos por el capricho de uno solo. Véase a qué
exageraciones se dejaba arrastrar el capitán Nicholl.
Nadie participaba de su opinión, ni tuvo en cuenta sus funestos pronósticos. Se le
dejó gritar y desgañitarse cuanto le diera la gana. Así quedó constituido el capitán en
defensor de una causa perdida de antemano; se le oía, pero no se le escuchaba, y no
privó al presidente del Gun-Club, ni de uno solo de sus admiradores. Barbicane no se
tomó siquiera la molestia de contestar a los argumentos de su implacable rival.
Acorralado en sus últimas trincheras, Nicholl, ya que no podía pagar con su
persona, resolvió pagar con su dinero.
En el Enquirer, de Richmond, propuso públicamente una serie de apuestas en la
forma siguiente:
Apostó:
1.° A que no se reunirían los fondos necesarios para llevar a cabo la empresa del
Gun-Club: 1.000 dólares.
2.° A que la fundición de un cañón de 900 pies resultaría impracticable y no
tendría éxito: 2.000 dólares.
3.° A que sería imposible cargar el columbiad, y a que la pólvora se inflamaría
por la sola presión del proyectil: 3.000 dólares.
4.° A que el columbiad reventaría al primer disparo: 4.000 dólares.
5.° A que la bala no alcanzaría a más de 6 millas y caería a los pocos segundos de
haberla disparado: 5.000 dólares.
Corno se ve, era importante la suma que, en su obstinación invencible, arriesgaba
el capitán. Tratábase nada menos que de 15.000 dólares.
A pesar de la importancia de la apuesta, recibió el 19 de mayo un pliego lacrado.
Era lacónico:
Baltimore, 18 de octubre
Aceptadas.
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BARBICANE
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Capitulo XI. Florida y Tejas
Faltaba resolver el lugar más propicio para el experimento. El observatorio de
Cambridge había recomendado con interés que el disparo se dirigiese
perpendicularmente al plano del horizonte, es decir, hacia el cénit, y la Luna no sube
al cénit sino en los lugares situados entre 1° y 28° de latitud, o, lo que es lo mismo, la
declinación de la Luna no es más que de 28°. Tratábase, pues, de determinar
exactamente el punto del globo en que se había de fundir el inmenso columbiad.
El 20 de octubre, hallándose reunido el Gun-Club en sesión general, Barbicane se
presentó con un magnífico mapa de los Estados Unidos de Z. Belltropp. Pero sin
darle tiempo de desplegarlo, J. T. Maston pidió la palabra con su habitual
vehemencia, y se expresó en los siguientes términos:
—Dignísimos colegas, la cuestión que vamos a debatir tiene una importancia
verdaderamente nacional, y va a depararnos la ocasión de ejercer un gran acto de
patriotismo.
Los miembros del Gun-Club se miraron unos a otros sin comprender dónde iría a
parar el orador.
—Ninguno de vosotros —prosiguió éste— ha pensado ni pensará nunca en
transigir con la gloria de su país, y si hay algún derecho que la Unión pueda
reivindicar es el fundir en su propio seno el formidable cañón del Gun-Club. Así
pues, en las circunstancias actuales…
—Insigne Maston… —dijo el presidente.
—Permitidme exponer mi pensamiento —repuso el orador—. En las
circunstancias actuales, tenemos que buscar un sitio bastante cerca del ecuador, para
que el experimento se haga en buenas condiciones…
—Si me dejáis hablar… —dijo Barbicane.
—Pido que no se opongan obstáculos a la libre discusión de las ideas —repuso el
displicente J. T. Maston—, y sostengo que el territorio desde el cual se lance nuestro
glorioso proyectil, debe ser parte integrante de la Unión.
—¡Sin duda! —respondieron algunos miembros.
—¡Pues bien! Puesto que nuestras fronteras no son bastante extensas, puesto que
al Sur nos opone el océano una barrera insuperable, puesto que tenemos necesidad de
ir a buscar más allá de los Estados Unidos este paralelo 28 que nos es tan preciso, se
nos presenta un casus belli legítimo y pido que se declare la guerra a México.
—¡No! ¡No! —exclamaron muchas voces al unísono.
—¿Conque no? —replicó J. T. Maston—. No, es un monosílabo que me resulta
totalmente incomprensible en este recinto.
—¡Pero, escuchad…!
—¡No puedo escuchar nada! —exclamó el fogoso orador—. Tarde o temprano la
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guerra se hará, y pido que estalle hoy mismo.
—¡Maston! —dijo Barbicane haciendo sonar el timbre con estrépito—. ¡Os
suplico que no sigáis hablando!
Maston quiso replicar, pero algunos de sus colegas pudieron contenerle.
—Convengo —dijo Barbicane— en que el experimento no se puede ni se debe
intentar sino en territorio de la Unión, pero si mi impaciente amigo me hubiese
dejado hablar, si hubiese recorrido con la vista este mapa, sabría que es perfectamente
inútil declarar la guerra a nuestros vecinos, en atención a que ciertas fronteras de los
Estados Unidos se extienden más allá del paralelo 28. Mirad el mapa y veréis que
tenemos a nuestra disposición, sin salir de nuestro país, toda la parte meridional de
Tejas y de Florida.
El incidente no tuvo consecuencias, si bien a J. T. Maston le costó no poco
dejarse convencer. Se decidió fundir el columbiad en el suelo de Tejas o en el de
Florida.
Pero esta decisión debía crear una rivalidad sin antecedentes entre las ciudades de
estos dos Estados.
En la costa americana, el paralelo 28 atraviesa la península de Florida y la divide
en dos partes casi iguales. Después, cruzando el golfo de México, se apoya en los
extremos del arco formado por las costas de Alabama, Mississippi y Luisiana.
Entonces, abordando Tejas, de la que corta un ángulo, se prolonga por México, salva
Sonora, pasa por encima de la antigua California y se pierde en los mares del
Pacífico. Situadas debajo de este paralelo, no había más que las porciones de Tejas y
Florida que se hallasen en las condiciones de latitud recomendadas por el
observatorio de Cambridge.
En su parte meridional, Florida, erizada de fuertes levantados contra los indios
nómadas, no tiene ciudades de importancia. Tampa es la única población que por su
situación merece tenerse en cuenta.
En Tejas las ciudades son más numerosas a importantes. Corpus Christi, en el
distrito de Nueces, y todas las poblaciones situadas en el río Bravo: Laredo, Realitos,
San Ignacio, Webb, Roma, Río Grande City, Pharr, Edimburgo, Hidalgo, Santa Rita,
Panda, Brownsville, La Feria y San Manuel formaron contra las pretensiones de
Florida una liga imponente.
Los diputados tejanos y floridenses, apenas conocieron la decisión, se trasladaron
a Baltimore por el camino más corto, y desde entonces el presidente Barbicane y los
miembros más influyentes del Gun-Club se vieron día y noche asediados por
formidables reclamaciones.
Con menos afán se disputaron siete ciudades de Grecia la gloria de haber sido la
cuna de Homero que el Estado de Tejas y el de Florida la de ver fundir un cañón en
su regazo.
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Aquellos feroces hermanos recorrían armados las calles de Baltimore. Era
inminente un conflicto de incalculables consecuencias.
Afortunadamente, la prudencia y el buen tacto del presidente Barbicane
conjuraron el peligro. Las demostraciones personales hallaron un derivativo en los
periódicos de varios Estados. En tanto que el New York Herald y la Tribune se
declaraban partidarios de Tejas, el Times y el American Review se constituían en
órganos de los diputados floridenses. Los miembros del Gun-Club estaban perplejos.
Tejas hacía orgulloso alarde de sus veintiséis condados, que parecía poner en
batería; pero Florida contestaba que, siendo ella un país seis veces más pequeño, tenía
doce condados que son relativamente a la extensión del territorio más que los
veintiséis de Tejas.
Tejas sacaba a relucir sus 300.000 habitantes, pero Florida, menos extensa, se
consideraba más poblada con sus 56.000. Acusaba a Tejas de tener una variedad de
fiebres palúdicas que costaba la vida todos los años a algunos miles de habitantes. Y,
desde luego, tenía razón. Tejas, a su vez, replicaba que Florida, respecto a fiebres,
nada tenía que envidiar a nadie, y que no era prudente que acusase de insalubres a
otros países un Estado que tenía la honra de poseer entre sus enfermedades endémicas
el vómito negro. Y Tejas tenía razón también.
Además, añadían los tejanos en el New York Herald, algunas consideraciones que
merece un Estado que produce el mejor algodón de América y la mejor madera de
construcción para buques, encerrando también en sus entrañas soberbio carbón de
piedra y minas de hierro que dan un 50 por ciento de mineral puro.
A esto el American Review contestaba que el suelo de Florida, sin ser tan rico,
ofrecía mejores condiciones para fundir y vaciar el columbiad, porque estaba
compuesto de arena y arcilla.
—Pero —replicaban los tejanos— antes de fundir algo, sea lo que sea, en un país,
es preciso llegar al país, y las comunicaciones con Florida son difíciles, mientras que
la costa de Tejas ofrece la bahía de Galveston, que tiene catorce leguas de extensión y
podría contener holgadamente a todas las escuadras del mundo.
—¡Bueno! —repetían los periódicos defensores de Florida—. ¡Gran cosa tenéis
en vuestra bahía de Galveston, situada encima del paralelo 29! ¿No tenemos acaso
nosotros la bahía del Espíritu Santo, abierta precisamente a 28° de latitud, y por la
cual los buques llegan directamente a Tampa?
—¡Magnífica bahía! —respondía sarcásticamente Tejas—. ¡Una bahía medio
cegada!
—¡Vosotros sois los que estáis cegados por la pasión! —exclamaba Florida—.
¡Cualquiera, al oíros, diría que yo soy un país de salvajes!
—La verdad es que los semínolas recorren vuestras praderas.
—¿Y vuestros apaches y comanches son gente civilizada?
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Después de algunos días de dimes y diretes, Florida llamó a su adversario a otro
terreno, y una mañana salió el Times con la pata de gallo de que siendo la empresa
esencialmente americana, no podía llevarse a cabo sino en un terreno esencialmente
americano.
A estas palabras, Tejas se salió de sus casillas.
—¡Americanos! —exclama—. ¿No lo somos tanto como vosotros? ¿Tejas y
Florida no se incorporaron las dos a la Unión en 1845?
—Sin duda —respondió el Times—. ¡Después de haber sido españoles o ingleses
por espacio de doscientos años, os vendieron a los Estados Unidos por cinco millones
de dólares!
—¡Qué importa! ——replicaron los floridenses—. ¿Debemos por ello
avergonzarnos? En 1903, ¿no fue comprada la Luisiana a Napoleón por dieciséis
millones de dólares?
—¡Qué vergüenza! —exclamaron entonces los diputados de Tejas—. ¡Un
miserable pedazo de tierra como Florida ponerse en parangón con Tejas, que, en lugar
de venderse, se hizo ella misma independiente, expulsó a los mexicanos el 2 de
marzo de 1836 y se declaró república federal después de la victoria alcanzada por
Samuel Houston en las márgenes del San Jacinto sobre las tropas de Santana! ¡Un
país, en fin, que se anexionó voluntariamente a los Estados Unidos de América!
—¡Sí, por miedo a los mexicanos! —respondió Florida.
¡Miedo! Desde el momento que se pronunció esta palabra, demasiado fuerte, en
realidad, la posición se hizo intolerable. Era de temer un degüello de los dos partidos
en las calles de Baltimore. Fue preciso vigilar a los diputados con centinelas.
El presidente Barbicane se hallaba metido en un atolladero. Llegaban
continuamente a sus manos notas, documentos y cartas preñadas de amenazas. ¿Qué
partido había de tomar? Bajo el punto de vista de la posición, facilidad de las
comunicaciones y rapidez de los transportes, los derechos de los dos Estados eran
perfectamente iguales. En cuanto a las personalidades políticas, nada tenían que ver
en el asunto.
La vacilación y la perplejidad se habían prolongado ya mucho y ofrecían visos de
perpetuarse, por lo que Barbicane trató de salir resueltamente al paso ocurriéndosele
una solución que era indudablemente la más discreta.
—Todo bien considerado —dijo—, es evidente que las dificultades suscitadas por
la rivalidad de Tejas y Florida se producirán entre las ciudades del Estado favorecido.
La rivalidad descenderá del género a la especie, del Estado a la ciudad, y no
habremos adelantado nada. Pero Tejas tiene once ciudades que gozan de las
condiciones requeridas, y las once, disputándose el honor de la empresa, nos crearán
nuevos conflictos, al paso que Florida no tiene más ciudades que Tampa. Optemos,
pues, por Florida.
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Esta disposición, apenas fue conocida, puso a los diputados de Tejas de un humor
de perros. Se apoderó de ellos un furor indescriptible, y dirigieron insultos
desmedidos a los distintos miembros del Gun-Club. Los magistrados de Baltimore no
podían tomar más que un partido, y lo tomaron. Mandaron preparar un tren especial,
metieron en él de grado o fuerza a los tejanos, y les hicieron abandonar la ciudad con
una rapidez de treinta millas por hora.
Pero, por precipitado que fuese su obligado viaje, tuvieron tiempo de echar un
último sarcasmo amenazador a sus adversarios.
Aludiendo a la poca extensión de Florida, península en miniatura encerrada entre
dos mares, se consolaron con la idea de que no resistiría al sacudimiento del disparo y
saltaría al primer cañonazo.
—¡Que salte! —respondieron los floridenses, con un laconismo digno de los
tiempos antiguos.
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Capitulo XII. Urbi et orbi
Resueltas las dificultades astronómicas, mecánicas y topográficas, se presentaba
la cuestión económica. Tratábase nada menos que de procurarse una enorme cantidad
para la ejecución del proyecto. Ningún particular, ningún Estado hubiera podido
disponer de los millones necesarios.
Por más que la empresa fuese americana, el presidente Barbicane tomó el partido
de darle un carácter de universalidad para poder pedir su cooperación a todas las
naciones. Era a la vez un derecho y un deber de toda la Tierra intervenir en los
negocios de su satélite. Abriose con este fin una suscripción que se extendió desde
Baltimore al mundo entero. Urbi et orbi.
La suscripción debía tener un éxito superior a todas las esperanzas. Tratábase, sin
embargo, de un donativo, y no de un préstamo. La operación, en el sentido literal de
la palabra, era puramente desinteresada, sin la más remota probabilidad de beneficio.
Pero el efecto de la comunicación de Barbicane no se había limitado a las fronteras de
los Estados Unidos, sino que había salvado el Atlántico y el Pacífico, invadiendo a la
vez Asia y Europa, África y Oceanía. Los observadores de la Unión se pusieron
inmediatamente en contacto con los de los países extranjeros. Algunos, los de París,
San Petersburgo, El Cabo, Berlín, Altona, Estocolmo, Varsovia, Hamburgo,
Budapest, Bolonia, Malta, Lisboa, Benarés, Madrás y Pekín cumplimentaron al Gun-
Club; los demás se encerraron en una prudente expectativa.
En cuanto al observatorio de Greenwich, con el beneplácito de los otros veintidós
establecimientos astronómicos de la Gran Bretaña, no se anduvo en chiquitas ni
paños calientes, sino que negó terminantemente la posibilidad del éxito, y se colocó
sin vacilar en las filas del capitán Nicholl, cuyas teorías prohijó sin la menor reserva.
Así es que, en tanto que otras ciudades científicas prometían enviar delegados a
Tampa, los astrónomos de Greenwich acordaron, en una sesión especial, no darse por
enterados de la proposición de Barbicane. ¡A tanto llega la envidia inglesa! Pero el
efecto fue excelente en el mundo científico en general, desde el cual se propagó a
todas las clases de la sociedad, que acogieron el proyecto con el mayor entusiasmo.
Este hecho era de una importancia inmensa tratándose de una suscripción para reunir
un capital considerable.
El 8 de octubre, el presidente Barbicane redactó un manifiesto capaz de
entusiasmar a las piedras, en el cual hacía un llamamiento a todos los hombres de
buena voluntad que pueblan la Tierra. Aquel documento, traducido a todos los
idiomas, tuvo un éxito portentoso.
Se abrió suscripción en las principales ciudades de la Unión para centralizar
fondos en el banco de Baltimore, 9 Baltimore Street, y luego se establecieron también
centros de suscripción en los diferentes países de los dos continentes:
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En Viena, S. M. Rothschild.
En San Petersburgo, Stieglitz y Compañía.
En París, el Crédito Mobiliario.
En Estocolmo, Tottie y Arfuredson.
En Londres, N. M. Rothschild e hijos.
En Turín, Ardouin y Compañía.
En Berlín, Mendelsohn.
En Ginebra, Lombard Odier y Compañía.
En Constantinopla, el banco Otomano.
En Bruselas, S. Lambert.
En Madrid, Daniel Weisweiller.
En Ámsterdam, el Crédito Neerlandés.
En Roma, Torlonia y Compañía.
En Lisboa, Lecesno.
En Copenhague, el banco Privado.
En Buenos Aires, el banco Maun.
En Río de Janeiro, la misma casa.
En Montevideo, la misma casa.
En Valparaíso, Tomás La Chambre y Compañía.
En México, Martin Durán y Compañía.
En Lima, Tomás La Chambre y Compañía.
Tres días después del manifiesto del presidente Barbicane se había recaudado en
las varias ciudades de la Unión cuatro millones de dólares, con los cuales el Gun-
Club pudo empezar los trabajos.
Algunos días después se supo en América, por partes telegráficos, que en el
extranjero se cubrían las suscripciones con una rapidez asombrosa. Algunos países se
distinguían por su generosidad, pero otros no soltaban el dinero tan fácilmente.
Cuestión de temperamento. Rusia, para cubrir su contingente, aprontó la enorme
suma de 368.733 rublos.
Francia empezó riéndose de la pretensión de los americanos. Sirvió la Luna de
pretexto a mil chanzonetas y retruécanos trasnochados y a dos docenas de sainetes en
que el mal gusto y la ignorancia andaban a la greña. Pero así como en otro tiempo, los
franceses soltaron la mosca después de cantar, la soltaron esta vez después de reír, y
se suscribieron por una cantidad de 253.930 francos. A este precio, tenían derecho a
divertirse un poco.
Austria, atendido el mal estado de su Hacienda, se mostró bastante generosa. Su
parte en la contribución pública se elevó a la suma de 216.000 florines, que fueron
bien recibidos.
Suecia y Noruega enviaron 52.000 rixdales, que, en relación al país, son una
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cantidad considerable, pero hubiera sido mayor aún si se hubiese abierto suscripción
en Cristianía al mismo tiempo que en Estocolmo. Por no sabemos qué razón, a los
noruegos no les gusta enviar su dinero a Suecia.
Prusia demostró la consideración que le mereció la empresa enviando 250.000
táleros. Todos sus observatorios se suscribieron por una cantidad importante, y fueron
los que más procuraron alentar al presidente Barbicane.
Turquía se condujo generosamente, pues siendo la Luna quien regula el curso de
sus años y su ayuno del Ramadán, se hallaba personalmente interesada en el asunto.
No podía enviar menos de 1.372.640 piastras, y las dio con una espontaneidad que
revelaba, sin embargo, cierto interés del gobierno otomano.
Bélgica se distinguió entre todos los Estados de segundo orden con un donativo
de 513.000 francos, que vienen a corresponder a doce céntimos por habitante.
Holanda y sus colonias se interesaron en la cuestión por 110.000 florines,
pidiendo sólo una rebaja del 5 por ciento por pagarlos al contado.
Dinamarca, cuyo territorio es muy limitado, dio, sin embargo, 9.000 ducados
finos, lo que prueba la afición de los daneses a las expediciones científicas.
La confederación germánica contribuyó con 34.285 florines. Pedirle más hubiera
sido gollería, y aunque se lo hubieran pedido, ella no lo hubiera dado.
Italia, aunque muy endeudada, encontró 200.000 liras en los bolsillos de sus hijos,
pero dejándolos limpios como una patena. Si hubiese tenido Venecia hubiera dado
más; pero no la tenía.
Los Estados de la Iglesia no creyeron prudente enviar menos de 7.040 escudos
romanos, y Portugal llegó a desprenderse por la ciencia hasta de 30.000 cruzados. En
cuanto a México, no pudo dar más que 86.000 pesos fuertes, pues los imperios que se
están fundando andan algo apurados.
Doscientos cincuenta y siete francos fueron el modesto tributo de Suiza para la
obra americana… Digamos francamente que Suiza no acertaba a ver el lado práctico
de la operación; no le parecía que el acto de enviar una bala a la Luna fuese de tal
naturaleza que estableciese relaciones diplomáticas con el astro de la noche, y se le
antojó que era poco prudente aventurar sus capitales en una empresa tan aleatoria. Si
se piensa bien, Suiza tenía, tal vez, razón.
Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa
que tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que la ciencia en aquel país no
está muy considerada. Se halla aún aquel país algo atrasado. Y, además, ciertos
españoles, y no de los menos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del
proyectil, comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la
turbase en sus funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo
terráqueo. Por lo que pudiera tronar, lo mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos
cuantos realejos.
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Quedaba Inglaterra. Conocida es la desdeñosa antipatía con que acogió la
proposición de Barbicane. Los ingleses no tienen más que una sola alma para los
veinticinco millones de habitantes que encierra la Gran Bretaña. Dieron a entender
que la empresa del Gun-Club era contraria al «principio de no intervención», y no
soltaron ni un cuarto.
A esta noticia, el Gun-Club se contentó con encogerse de hombros y siguió su
negocio. En cuanto a la América del Sur: Perú, Chile, Brasil, las provincias de la
Plata, Colombia, remitieron a los Estados Unidos 300.000 pesos. El Gun-Club se
encontró con un capital considerable, cuyo resumen es el siguiente:
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Capitulo XIII. Stone's Hill
Hecha ya la elección por los miembros del Gun-Club, en detrimento de Tejas, los
americanos de la Unión que todos saben leer, se impusieron la obligación de estudiar
la geografía de Florida. Nunca jamás habían vendido los libreros tantos ejemplares de
Bartram's travel in Florida, de Roman's natural history of East and West Florida, de
William's territory of Florida, de Cleland on the culture of the Sugar, Cane in East
Florida. Fue necesario imprimir nuevas ediciones. Aquello era un delirio.
Barbicane tenía que hacer algo más que leer; quería ver con sus propios ojos y
marcar el sitio del columbiad. Sin pérdida de un instante puso a disposición del
observatorio de Cambridge los fondos necesarios para la construcción de un
telescopio, y entró en tratos con la casa Breadwill y Compañía, de Albany, para la
fabricación del proyectil de aluminio. Enseguida partió de Baltimore, acompañado de
J. T. Maston, del mayor Elphiston y del director de la fábrica de Goldspring.
Al día siguiente, los cuatro compañeros de viaje llegaron a Nueva Orleans, donde
se embarcaron inmediatamente en el Tampico, buque de la marina federal que el
gobierno ponía a su disposición, y, calentadas las calderas, las orillas de la Luisiana
desaparecieron pronto de su vista.
La travesía no fue larga. Dos días después de partir el Tampico, que había
recorrido 480 millas, distinguiose la costa floridense. Al acercarse a ésta, Barbicane
se halló en presencia de una tierra baja, llana, de aspecto bastante árido. Después de
haber costeado una cadena de ensenadas materialmente cubiertas de ostras y
cangrejos, el Tampico entró en la bahía del Espíritu Santo.
Dicha bahía se divide en dos radas prolongadas: la rada de Tampa y la rada de
Hillisboro, por cuya boca penetró el buque. Poco tiempo después, el fuerte Broke
descubrió sus baterías rasantes por encima de las olas, y apareció la ciudad de Tampa,
negligentemente echada en el fondo de un puertecillo natural formado por la
desembocadura del río Hillisboro.
Allí fondeó el Tampico el 22 de octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro
pasajeros desembarcaron inmediatamente. Barbicane sintió palpitar con violencia su
corazón al pisar la tierra floridense; parecía tantearla con el pie, como hace un
arquitecto con una casa cuya solidez desea conocer; J. T. Maston escarbaba el suelo
con su mano postiza.
—Señores —dijo Barbicane—, no tenemos tiempo que perder; mañana mismo
montaremos a caballo para empezar a recorrer el país.
Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que le salían al encuentro los
3.000 habitantes de la ciudad de Tampa. Bien merecía este honor el presidente del
Gun-Club, que les había dado la preferencia. Fue acogido con formidables
aclamaciones; pero él se sustrajo a la ovación, se encerró en una habitación del hotel
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Franklin y no quiso recibir a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter con el
oficio de hombre célebre.
Al día siguiente, 23 de octubre, algunos caballos de raza española, de poca alzada,
pero de mucho vigor y brío, relinchaban debajo de sus ventanas. Pero no eran cuatro,
sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes. Barbicane, acompañado de sus tres
camaradas, bajó y se asombró de pronto, viéndose en medio de aquella cabalgata.
Notó que cada jinete llevaba una carabina en la bandolera y un par de pistolas en el
cinto. Un joven floridense le explicó inmediatamente la razón que había para aquel
aparato de fuerzas.
—Señor —dijo—, hay semínolas.
—¿Qué son semínolas?
—Salvajes que recorren las praderas, y nos ha parecido prudente escoltaros.
—¡Bah! —dijo desdeñosamente J. T. Maston montando a caballo.
—Siempre es bueno —respondió el floridense— tomar precauciones.
—Señores —repuso Barbicane—, os agradezco vuestra atención; partamos.
La cabalgata se puso en movimiento y desapareció en una nube de polvo. Eran las
cinco de la mañana; el sol resplandecía ya, y el termómetro señalaba 84°[8], pero
frescas brisas del mar moderaban la excesiva temperatura.
Barbicane, al salir de Tampa, bajó hacia el Sur y siguió la costa, ganando el creek
de Alifia. Aquel arroyo desagua en la bahía de Hillisboro, doce millas al sur de
Tampa. Barbicane y su escolta costearon la orilla derecha, remontando hacia el Este.
Las olas de la bahía desaparecieron luego detrás de un accidente del terreno, y
únicamente se ofreció a su vista la campiña.
La Florida se divide en dos partes: una, al Norte, más populosa, menos
abandonada, tiene por capital a Tallahassee, y posee uno de los principales arsenales
marítimos de los Estados Unidos, que es Pensacola; la otra, colocada entre los
Estados Unidos y el golfo de México, que la estrechan con sus aguas, no es más que
una angosta península roída por la corriente del Gulf Stream, punta de tierra perdida
en medio de un pequeño archipiélago, doblándola incesantemente los numerosos
buques del canal de Bahama. Aquella punta es el centinela avanzado del golfo de las
grandes tempestades. Tiene aquel Estado una superficie de 38.033.267 acres, entre
los cuales había que escoger uno situado más allá del paralelo 28 que conviniese a la
empresa, por lo que Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente la configuración
del terreno y su distribución particular.
La Florida, descubierta por Juan Ponce de León el Domingo de Ramos de 1512,
debió a esta circunstancia el nombre que llevaba en un principio de Pascua Florida.
No la hacía en verdad muy digna de él sus costas áridas y abrasadas. Pero a algunas
millas de la playa, la naturaleza del terreno se fue modificando poco a poco, y el país
se mostró acreedor a su denominación primitiva. Entrecortaba el terreno una red de
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arroyos, ríos, manantiales, estanques y lagos, que le daba un aspecto parecido al que
tienen Holanda y Guayana; pero el campo se elevó sensiblemente y no tardó en
ostentar sus llanuras cultivadas, en que se daban admirablemente todas las
producciones vegetales del Norte y del Mediodía. El sol de los trópicos y las aguas
conservadas por la arcilla del terreno, pagan todos los gastos de cultivo de su inmensa
vega. Praderas de ananás, de ñame, de tabaco, de arroz, de algodón y de caña de
azúcar, que se extienden a cuanto alcanza la vista, ofrecen sus riquezas con la
prodigalidad más espontánea.
Mucho satisfacía a Barbicane la elevación progresiva del terreno, y cuando J. T.
Maston le interrogó acerca del particular, le respondió:
—Amigo mío, tenemos el mayor interés en fundir nuestro columbiad en un
terreno alto.
—¿Para estar más cerca de la Luna? —preguntó con sorna el secretario del Gun-
Club.
—No —respondió Barbicane sonriéndose—. ¿Qué importan algunas toesas más o
menos? Pero en terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos será más fácil, no
tendremos que luchar con las aguas, lo que nos permitirá prescindir del largo y
penoso sistema de tuberías, cosa digna de consideración cuando se trata de abrir un
pozo de 900 pies de profundidad.
—Tenéis razón —dijo el ingeniero Murchison—. Debemos, en cuanto podamos,
evitar los cursos de agua durante la perforación; pero si encontramos manantiales, no
hay que amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los desviaremos.
No se trata de un pozo artesiano, estrecho y oscuro, en el que la terraja, el cubo, la
sonda, en una palabra, todos los instrumentos del perforador, trabajan a ciegas. No.
Nosotros trabajaremos al aire libre, a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y
con el auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso.
—Sin embargo —respondió Barbicane—, si por la elevación o naturaleza del
terreno podemos evitar una lucha con las aguas subterráneas, el trabajo será más
rápido y saldrá más perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno
situado a algunos centenares de toesas sobre el nivel del mar.
—Tenéis razón, señor Barbicane; y, si no me engaño, no tardaremos en encontrar
el sitio que nos conviene.
—¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo —dijo el presidente.
—¡Y yo el último! —exclamó J. T. Maston.
—Todo se andará, señores —respondió el ingeniero—, y, creedme, la compañía
de Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna por causa de retraso.
—¡Por Santa Bárbara que tenéis razón! —replicó J. T. Maston—. Cien dólares
por día hasta que la Luna se vuelva a presentar en las mismas condiciones, es decir,
durante dieciocho años y once días, constituirían una suma de 650.000 dólares.
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¿Sabíais eso?
—Ni tenemos necesidad de saberlo —respondió el ingeniero.
A cosa de las diez de la mañana, la comitiva había avanzado unas doce millas. A
los campos fértiles sucedió entonces la región de los bosques. Allí se presentaban las
esencias más variadas con una profusión tropical. Aquellos bosques casi
impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos,
albaricoques, bananos y cepas de viña, cuyos frutos y flores rivalizaban en colores y
perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles magníficos, cantaban y volaban
numerosísimas aves de brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy
particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un estuche de guardar joyas
para ser digno de su magnífico y variado plumaje. J. T. Maston y el mayor, no podían
hallarse en presencia de aquella naturaleza opulenta, sin admirar su espléndida
belleza.
Pero el presidente Barbicane, poco sensible a tales maravillas, tenía prisa en
seguir adelante. Aquel país tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser
hidróscopo sentía el agua bajo sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales de una
aridez incontestable.
Se siguió avanzando y hubo que vadear varios ríos, no sin algún peligró, porque
estaban infestados de caimanes de 15 a 18 pies de largo. J. T. Maston les amenazó
con su temible mano postiza, pero sólo consiguió meter miedo a los pelícanos,
yaguazas y faelones, salvajes habitantes de aquellas costas, mientras los grandes
flamencos de color rosa le miraban como embobados.
Aquellos huéspedes de las regiones húmedas desaparecieron a su vez, y árboles
menos corpulentos se desparramaron par bosques menos espesos. Algunos grupos
aislados se destacaron en media de llanuras infinitas cruzadas par numerosas manadas
de gansos azorados.
—¡Por fin llegamos! —exclamó Barbicane, levantándose sobre los estribos—.
¡He aquí la región de los pinos!
—Y la de los salvajes —respondió el mayor.
En efecto, algunos semínolas aparecían a lo lejos, agitándose, revolviéndose,
corriendo de un lado a otro, montados en rápidos caballos, blandiendo largas lanzas o
descargando fusiles de sordo estampido. Limitáronse a estas demostraciones hostiles,
sin inquietar a Barbicane y a sus compañeros.
Éstos ocupaban entonces el centro de una llanura pedregosa, vasto espacio
descubierto de una extensión de algunos acres que sumergía el sol en abrasadores
rayos. Estaba formada la llanura por una especie de dilatado entumecimiento del
terreno, que ofrecía, al parecer, a los miembros del Gun-Club todas las condiciones
que requería la colocación de su columbiad.
—¡Alto! —dijo Barbicane deteniéndose—. ¿Cómo se llama éste sitio?
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—Stone's Hill[9] —respondió uno de los floridenses.
Barbicane, sin decir una palabra, se apeó, sacó sus instrumentos y empezó a
determinar la posición del sitio con la mayor precisión. La escolta, agolpada en torno
suyo, le examinaba en silencio. El sol pasaba en aquel momento por el meridiano.
Barbicane, después de algunas observaciones, apuntó rápidamente su resultado y
dijo:
—Este sitio está situado a 300 toesas sobre el nivel del mar, a los 27° 7' de
longitud Oeste; me parece que, por su naturaleza árida y pedregosa, presenta todas las
condiciones que el experimento requiere; en esta llanura, pues, levantaremos nuestros
almacenes, nuestros talleres, nuestros hornos, las chozas de los trabajadores y desde
aquí, desde aquí mismo —repitió, golpeando con el pie en el suelo—, desde aquí,
desde la cúspide de Stone's Hill, nuestro proyectil volará a los espacios del mundo
solar.
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Capitulo XIV. Pala y zapapico
Aquella misma tarde, Barbicane y sus compañeros regresaron a Tampa, y el
ingeniero Murchison embarcó de nuevo en el Tampico para Nueva Orleans. Tenía
que contratar un ejército de trabajadores y recoger la mayor parte del material. Los
miembros del Gun-Club se quedaron en Tampa a fin de organizar los primeros
trabajos con la ayuda de la gente del país.
Ocho días después de su partida, el Tampico regresaba a la bahía del Espíritu
Santo con una flotilla de buques de vapor. Murchison había reunido quinientos
trabajadores. En los malos tiempos de la esclavitud le hubiera sido imposible. Pero
desde que América, la tierra de la libertad, no abrigaba en su seno más que hombres
libres, éstos acudían dondequiera que les llamaba un trabajo generosamente
retribuido. Y el Gun-Club no carecía de dinero, y ofrecía a sus trabajadores un buen
salario con gratificaciones considerables y proporcionadas. El operario reclutado para
la Florida podía contar, concluidos los trabajos, con un capital depositado a su
nombre en el banco de Baltimore. Murchison tuvo, pues, donde escoger, y pudo
manifestarse severo respecto de la inteligencia y habilidad de sus trabajadores. Es de
creer que formó su laboriosa legión con la flor y nata de los maquinistas, fogoneros,
fundidores, mineros, albañiles y artesanos de todo género, negros o blancos, sin
distinción de colores. Muchos partieron con su familia. Aquello era una verdadera
emigración.
El 31 de octubre, a las diez de la mañana, la legión desembarcó en los muelles de
Tampa, y fácilmente se comprende el movimiento y actividad que reinarían en
aquella pequeña ciudad cuya población se duplicaba en un día. En efecto, Tampa
debía ganar mucho con aquella iniciativa del Gun-Club, no precisamente por el
número de trabajadores que se dirigieron inmediatamente a Stone's Hill, sino por la
afluencia de curiosos que convergieron poco a poco de todos los puntos del globo
hacia la península.
Se invirtieron los primeros días en descargar los utensilios que transportaba la
flotilla, las máquinas, los víveres, a igualmente un gran número de casas de palastro
compuestas de piezas desmontadas y numeradas. Al mismo tiempo, Barbicane
trazaba un railway de 15 millas para poner en comunicación Stone's Hill con Tampa.
Nadie ignora en qué condiciones se hace un ferrocarril americano. Caprichoso en
sus curvas, atrevido en sus pendientes, despreciando terraplenes, desmontes y obras
de ingeniería, escalando colinas, precipitándose por los valles; el rail road corre a
ciegas y sin cuidarse de la línea recta, no es muy costoso, ni ofrece grandes
dificultades de construcción, pero descarrila con suma facilidad. El camino de Tampa
a Stone's Hill no fue más que una bagatela, y su construcción no requirió mucho
tiempo ni tampoco mucho dinero.
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Por lo demás, Barbicane era el alma de aquella muchedumbre que acudió a su
llamamiento. Él la alentaba, la animaba y le comunicaba su energía y su entusiasmo;
su persona se hallaba en todas partes, como si hubiese estado dotado del don de
ubicuidad, seguido siempre de J. T. Maston, su mosca zumbadora. Con él no había
obstáculo ni dificultades, ni contratiempos: era minero, albañil y maquinista tanto
como artillero, teniendo respuestas para todas las preguntas y soluciones para todos
los problemas. Estaba en correspondencia constante con el Gun-Club y con la fábrica
de Goldspring, y día y noche, con las calderas encendidas, con el vapor en presión, el
Tampico aguardaba sus órdenes en la rada de Hillisboro.
El primer día de noviembre Barbicane salió de Tampa con un destacamento de
trabajadores, y al día siguiente se había levantado alrededor de Stone's Hill una
ciudad de casas metálicas que se cercó de empalizadas, la cual, por su movimiento,
por su actividad, poco o nada tenía que envidiar a las mayores ciudades de la Unión.
Se reglamentó cuidadosamente el régimen de vida y empezaron las obras. Sondeos
escrupulosamente practicados permitieron reconocer la naturaleza del terreno, y
empezó la excavación el 4 de noviembre. Aquel día, Barbicane reunió a los jefes de
los talleres y les dijo:
—Todos conocéis, amigos míos, el objeto por el cual os he reunido en esta parte
salvaje de Florida. Trátase de fundir un cañón de nueve pies de diámetro interior, seis
pies de grueso en sus paredes y diecinueve y medio de revestimiento de piedra. Es,
pues, preciso abrir una zanja que tenga de ancho sesenta pies y una profundidad de
novecientos. Esta obra considerable debe concluirse en ocho meses, y, por
consiguiente, tenéis que sacar, en doscientos cincuenta y cinco días, 2.543.200 pies
cúbicos de tierra, es decir, diez mil pies cúbicos al día. Esto, que no ofrecería ninguna
dificultad a mil operarios que trabajasen con holgura, será más penoso en un espacio
relativamente limitado. Sin embargo, puesto que es un trabajo que se ha de hacer, se
hará, para lo cual cuento tanto con vuestro ánimo como con vuestra destreza.
A las ocho de la mañana se dio el primer azadonazo en el terreno floridense, y
desde entonces, el poderoso instrumento no tuvo en manos de los mineros un solo
momento de ocio. Las tandas de operarios se relevaban cada seis horas.
Por colosal que fuese la operación, no rebasaba el límite de las fuerzas humanas.
¡Cuántos trabajos más difíciles, en los que había sido necesario combatir
directamente contra los elementos, se habían llevado felizmente a cabo! Sin hablar
más que de obras análogas, basta citar el Pozo del Tío José, construido cerca de El
Cairo por el sultán Saladino, en una época en que las máquinas no habían completado
aún la fuerza del hombre. Dicho pozo baja al nivel del Nilo, a una profundidad de
300 pies. ¡Y aquel otro pozo abierto en Coblenza, por el margrave Juan de Baden, a la
profundidad de 600 pies! Pues bien, ¿de qué se trataba en última instancia? De
triplicar esta profundidad y duplicar su anchura, lo que haría la perforación más fácil.
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Así es que no había ni un peón, ni un oficial, ni un maestro, que dudase del éxito de
la operación.
Una decisión importante, tomada por el ingeniero Murchison, de acuerdo con el
presidente Barbicane, había de acelerar más y más la marcha de los trabajos. Por un
artículo del contrato, el columbiad debía estar reforzado con zunchos o abrazaderas
de hierro forjado.
Estos zunchos eran un lujo de precauciones inútil, de las que el cañón podía
prescindir sin ningún riesgo. Se suprimió, pues, dicha cláusula, con lo que se
economizaba mucho tiempo, porque se pudo entonces emplear el nuevo sistema de
perforación adoptado actualmente en la construcción de los pozos, en que la
perforación y la obra de mampostería se hacen al mismo tiempo. Gracias a este
sencillo procedimiento, no hay necesidad de apuntalar la tierra, pues la pared misma
la contiene con un poder inquebrantable y desciende por su propio peso.
No debía empezar esta maniobra hasta alcanzar el azadón la parte sólida del
terreno.
El 4 de noviembre, cincuenta trabajadores abrieron en el centro mismo del recinto
cercado, es decir, en la parte superior de Stone's Hill, un agujero circular de 60 pies
de ancho.
El pico encontró primero una especie de terreno negro, de seis pies de
profundidad, de cuya resistencia triunfó fácilmente. Sucedieron a este terreno dos
pies de una arena fina, que se sacó y guardó cuidadosamente porque debía servir para
la construcción del molde interior.
Apareció después de la arena una arcilla blanca bastante compacta, parecida a la
marga de Inglaterra, que tenía un grosor de cuatro pies.
Enseguida, el hierro de los picos echó chispas bajo la capa dura de la tierra, que
era una especie de roca formada de conchas petrificadas, muy seca y muy sólida, y
con la cual tuvieron en lo sucesivo que luchar siempre los instrumentos. En aquel
punto, el agujero tenía una profundidad de seis pies y medio, y empezaron los
trabajos de albañilería.
Construyose en el fondo de la excavación un torno de encina, una especie de
disco muy asegurado con pernos y de una solidez a toda prueba. Tenía en su centro
un agujero de un diámetro igual al que debía tener el columbiad exteriormente. Sobre
aquel aparato se sentaron las primeras hiladas de piedras, unidas con inflexible
tenacidad por un cemento de hormigón hidráulico. Los albañiles, después de haber
trabajado de la circunferencia al centro, se hallaron dentro de un pozo que tenía 25
pies de ancho.
Terminada esta obra, los mineros volvieron a coger el pico y el azadón para atacar
la roca debajo del mismo disco, procurando sostenerlo con puntales de mucha
solidez; estos puntales se quitaban sucesivamente a medida que se iba ahondando el
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agujero. Así, el disco iba bajando poco a poco, y con él la pared circular de
mampostería, en cuya parte superior trabajaban incesantemente los albañiles, dejando
aspilleras o respiradores para que durante la fundición encontrase salida el gas.
Este género de trabajo exige en los obreros mucha habilidad y cuidado. Alguno
de ellos, cavando bajo el disco, fue peligrosamente herido por los pedazos de piedra
que saltaban y hasta hubo alguna muerte; pero estos percances del oficio no
menguaban ni un solo minuto el ardor de los trabajadores. Éstos trabajaban durante el
día, a la luz de un sol que algunos meses después daba a aquellas calcinadas llanuras
un calor de 99°[10]. Trabajaban durante la noche; envueltos en los resplandores de la
luz eléctrica.
El ruido de los picos rompiendo las rocas, el estampido de los barrenos, el
chirrido de las máquinas, los torbellinos de humo agitándose en el aire, trazaban
alrededor de Stone's Hill un círculo de terror que no se atrevían a romper las manadas
de bisontes ni los grupos de semínolas.
Los trabajos avanzaban regularmente. Grúas movidas por la fuerza del vapor
activaban la traslación de los materiales, encontrándose pocos obstáculos
inesperados, pues todas las dificultades estaban previstas y había habilidad para
allanarlas.
El pozo, en un mes, había alcanzado la profundidad proyectada para este tiempo,
o sea 112 pies. En diciembre, esta profundidad se duplicó, y se triplicó en enero. En
febrero, los trabajadores tuvieron que combatir una capa de agua que apareció de
improviso, viéndose obligados a recurrir a poderosas bombas y aparatos de aire
comprimido para agotarla y tapar los orificios como se tapa una vía de agua a bordo
de un buque. Se dominaron aquellas corrientes, pero a consecuencia de la poca
consistencia del terreno, el disco cedió algo, y hubo un derrumbamiento parcial. El
accidente no podía dejar de ser terrible, y costó la vida a algunos trabajadores. Tres
semanas se invirtieron en reparar la avería y en restablecer el disco, devolviéndole su
solidez; pero gracias a la habilidad del ingeniero y a la potencia de las máquinas
empleadas, la obra, por un instante comprometida, recobró su aplomo, y la
perforación siguió adelante.
Ningún nuevo incidente paralizó en lo sucesivo la marcha de la operación, y el 10
de junio, veinte días antes de expirar el plazo fijado por Barbicane, el pozo,
enteramente revestido de su muro de piedra, había alcanzado la profundidad de 900
pies. En el fondo, la mampostería descansaba sobre un cubo macizo que medía 30
pies de grueso, al paso que en su parte superior se hallaba al nivel del suelo.
El presidente Barbicane y los miembros del Gun-Club felicitaron con efusión al
ingeniero Murchison, cuyo trabajo ciclópeo se había llevado a cabo con una rapidez
asombrosa.
Durante los ocho meses que se invirtieron en dicho trabajo, Barbicane no se
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separó un instante de Stone's Hill, y al mismo tiempo vigilaba de cerca las
operaciones de la excavación y no olvidaba un solo instante el bienestar y la salud de
los trabajadores, siendo bastante afortunado para evitar las epidemias que suelen
engendrarse en las grandes aglomeraciones de hombres, y que tantos desastres causan
en las regiones del globo expuestas a todas las influencias tropicales.
Verdad es que algunos trabajadores pagaron con la vida las imprudencias
inherentes a trabajos tan peligrosos. Pero estas deplorables catástrofes son
inevitables, y los americanos no hacen de ellas ningún caso. Se cuidan más de la
humanidad en general que del individuo en particular. Sin embargo, Barbicane
profesaba excepcionalmente los principios contrarios, y los aplicaba en todas las
ocasiones. Así es que, gracias a su solicitud, a su inteligencia, a su útil intervención
en los casos difíciles, a su prodigiosa y filantrópica sagacidad, el término medio de
las catástrofes no excedió al de los países de ultramar famosos por su lujo de
precauciones, entre otros Francia, donde se cuenta con un accidente por cada 200.000
francos de trabajo.
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Capitulo XV. La fiesta de la fundición
Durante los ocho meses que se invirtieron en la operación de la zanja, se llevaron
simultáneamente adelante con suma rapidez los trabajos preparatorios de la
fundición. Una persona extraña que, sin estar en antecedentes, hubiese llegado de
improviso a Stone's Hill, hubiera quedado atónito ante el espectáculo que se ofrecía a
sus miradas.
A 600 yardas de la zanja se levantaban 1.200 hornos de reverbero, de 600 pies de
ancho cada uno, circularmente situados alrededor de la zanja misma, que era su punto
central, separados uno de otro por un intervalo de media toesa. Los 1.200 hornos
formaban una línea que no bajaba de dos millas. Estaban todos calcados sobre el
mismo modelo, con una alta chimenea cuadrangular, y producían un singular efecto.
Soberbia parecía a J. T. Maston aquella disposición arquitectónica, que le recordaba
los monumentos de Washington. Para él no había nada más bello, ni aún en Grecia,
donde, según él mismo confesaba, no había estado nunca.
Sabido es que en su tercera sesión la comisión resolvió valerse para el columbiad
del hierro fundido, especialmente del hierro fundido gris, que es, en efecto, un metal
tenaz y dúctil, de fácil pulimento, propio para efectuar todas las operaciones de
moldeo, y tratado con el carbón de piedra, es de una calidad superior para las piezas
de gran resistencia, tales como cañones, cilindros de máquinas de vapor y prensas
hidráulicas.
Pero el hierro fundido, si no ha sido sometido más que a una sola fusión, es
raramente lo suficiente homogéneo, por lo que se le acendra y depura por medio de
una segunda fusión, que le desembaraza de sus últimos depósitos terrosos.
Por lo mismo, el mineral de hierro, antes de ser embarcado para Tampa, era
sometido a los altos hornos de Goldspring y puesto en contacto con carbón y silicio y
elevado a una alta temperatura, siendo transformado en carburo, y después de esta
primera operación, se dirigía el metal a Stone's Hill. Pero se trataba de 136.000.000
de libras de hierro fundido, que son una cantidad enorme para transportar por los
railways. El precio del transporte hubiera duplicado el de la materia. Pareció
preferible fletar buques de Nueva York y cargarlos de fundición en barras, aunque
para esto se necesitaron sesenta y ocho buques de 1.000 toneladas, una verdadera
escuadra, que el 3 de mayo salió del canal de Nueva York, entró en el océano, siguió
a lo largo de las costas americanas, penetró en el canal de Bahama, dobló la punta de
Florida y, el 10 del mismo mes, remontando la bahía del Espíritu Santo, pasó a
fondear sin avería alguna en el puerto de Tampa. Allí el cargamento fue trasladado a
los vagones del ferrocarril de Stone's Hill, y a mediados de enero, la enorme cantidad
de metal había llegado a su destino.
Bien se comprende que mil doscientos hornos no eran un exceso para derretir a
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un mismo tiempo 68.000 toneladas de hierro. Cada horno podía contener cerca de
114.000 libras de metal, y todos, construidos y dispuestos según el modelo de los que
sirvieron para fundir el cañón Rodman, afectaban la forma de un trapecio y eran muy
rebajados. El aparato para caldear y la chimenea, se hallaba en los dos extremos del
horno, el cual se calentaba por igual en toda su extensión. Los hornillos, hechos de
tierra refractaria, constaban de una reja donde se colocaba el carbón de piedra, y un
crisol o laboratorio donde se ponían las barras que habían de fundirse. El suelo de
este crisol inclinado en ángulo de 25 grados permitía al metal derretido verterse hacia
los depósitos de recepción, de los cuales partían doce arroyos divergentes que
desaguaban en el pozo central.
Un día, después de terminadas las obras de albañilería, Barbicane mandó proceder
a la construcción del molde interior. La cuestión era levantar en el centro del pozo,
siguiendo su eje, un cilindro de 900 pies de altura y 9 pies de diámetro, que llenase
exactamente el espacio reservado al ánima del columbiad. Este cilindro debía
componerse de una mezcla de tierra arcillosa y arena, a la que añadían heno y paja. El
intervalo que quedase entre el molde y la obra de fábrica, debía llenarlo el metal
derretido para formar las paredes del cañón, de un grosor de 6 pies. Para mantener
equilibrado el cilindro, fue preciso reforzarlo con armadura de hierro y sujetarlo a
trechos por medio de puntales transversales que iban desde él a las paredes del pozo.
Estas traviesas, después de la fundición, quedaban formando cuerpo común con el
cañón mismo, sin que éste sufriese por la interposición menoscabo alguno.
Habiendo terminado esta operación el 8 de julio, podía procederse
inmediatamente a la fundición, y se fijó ésta para el día siguiente.
—Será una gran fiesta el acto de la fundición —dijo J. T. Maston a su amigo
Barbicane.
—Sin duda —respondió Barbicane—, pero no será fiesta pública.
—¡Cómo! ¿No abriréis las puertas del recinto a todo el que se presente?
—No haré semejante disparate, Maston; la fundición del columbiad es una
operación delicada que puede también ser peligrosa, y prefiero que se ejecute a puerta
cerrada. Al dispararse el proyectil, toleraremos todo el bullicio que se quiera, pero no
antes.
En efecto, la operación podía dar origen a peligros imprevistos, y, además, una
gran afluencia de espectadores estorbaría tal vez para conjurar una catástrofe.
Convenía mucho conservar la libertad de movimiento. Así es que a nadie se permitió
entrar en el recinto, a excepción de una delegación de individuos del Gun-Club, que
se había trasladado a Tampa. Figuraban entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el
coronel Blomsberry, el mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la
fundición del columbiad era una cuestión personal. J. T. Maston se convirtió
espontáneamente en su cicerone; no omitió ningún pormenor; les condujo a todas
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partes, a los almacenes, a los talleres, a las máquinas, y les obligó a visitar uno tras
otro, no obstante ser perfectamente iguales, los mil doscientos hornos. Al efectuar la
visita mil doscientas, estaban algo cansados.
La fundición debía ejecutarse a las doce en punto del día. El día anterior se había
invertido principalmente en cargar cada uno de los hornos con ciento catorce mil
libras de barras de metal, colocadas de manera que dejasen algunos huecos para que
el aire inflamado pudiese circular entre ellas libremente. Desde la madrugada,
empezaron las mil doscientas chimeneas a vomitar en la atmósfera sus torrentes de
llamas, y agitaban la tierra sordas trepidaciones.
Había que quemar tantas libras de carbón de piedra cuantas eran las libras de
metal que había que fundir. Había, pues, 68.000 libras de carbón que proyectaban
delante del disco del sol un denso cortinaje de humo negro.
No tardó el calor en hacerse insoportable en aquel círculo de hornos cuyos
ronquidos parecían retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos
ventiladores que en su continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos
candentes.
El buen éxito de la operación de la fundición, dependía en gran parte de la rapidez
con que se la condujese. A una señal dada, que consistía en un cañonazo, todos los
hornos a la vez debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse enteramente.
Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajadores aguardaron el momento
fijado con mucha impaciencia y también con cierta zozobra. No había nadie en el
recinto, y cada maestro fundidor ocupaba su puesto cerca de los agujeros por donde
debía salir el metal licuado. Barbicane y sus colegas contemplaban la operación desde
una eminencia cercana, teniendo delante un cañón, pronto a ser disparado a una señal
del ingeniero.
Algunos minutos antes de dar las doce, empezó el metal a formar gotas que se
iban dilatando, se fueron llenando poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se
hubo derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar la
separación de las sustancias heterogéneas.
Dieron las doce, sonó de pronto un cañonazo, perdiéndose en el aire, como un
relámpago, su resplandor momentáneo. Mil doscientas aberturas se destaparon a la
vez, y mil doscientas serpientes de fuego se arrastraron hacia el pozo central,
desarrollando sus anillos candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una
profundidad de 900 pies con espantoso estrépito. Aquel espectáculo era conmovedor
y magnífico. La tierra temblaba, y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo los
torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la humedad del molde y la
arrojaban por los espiráculos o respiraderos del muro de piedra bajo la forma de
impenetrables vapores. Aquellas nubes ficticias, subiendo hacia el cénit a una altura
de 500 toesas, desenvolvían sus densas espirales.
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Un salvaje errante, más allá de los límites del horizonte, hubiera podido creer en
la formación de un nuevo cráter en las entrañas de Florida, y sin embargo, aquello no
era una erupción, ni una tromba, ni una tempestad, ni una lucha de elementos, ni
ninguno de los fenómenos terribles que es capaz de producir la naturaleza. ¡No! El
hombre había creado aquellos vapores rojizos, aquellas llamas gigantescas dignas de
un volcán, aquellas trepidaciones estrepitosamente análogas a los sacudimientos de
un terremoto, aquellos mugidos rivales de los huracanes y las borrascas, y era su
mano quien precipitaba en un abismo abierto por ella todo un Niágara del humeante
metal derretido.
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Capitulo XVI. El columbiad
¿La operación había tenido buen éxito? Acerca del particular no se podía juzgar
más que por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía a creer que la fundición se había
verificado debidamente, puesto que el molde había absorbido todo el metal licuado en
los hornos. Pero nada en mucho tiempo se podría asegurar de una manera positiva. La
prueba directa había de ser necesariamente muy tardía.
En efecto, cuando el mayor Rodman fundió su cañón de ciento sesenta mil libras,
el hierro tardó en enfriarse más de quince días. ¿Cuánto tiempo, pues, el monstruoso
columbiad, coronado de torbellinos de vapor y defendido por su calor intenso, iba a
ocultarse a las investigaciones de sus admiradores? Difícil era calcularlo.
Durante este tiempo la impaciencia de los miembros del Gun-Club pasó por una
dura prueba. Pero fuerza es esperar, y más de una vez la curiosidad y el entusiasmo
expusieron a J. T. Maston a asarse vivo. Quince días después de verificada la
fundición, subía aún al cielo un inmenso penacho de humo, y el suelo abrasaba los
pies en un radio de doscientos pasos alrededor de la cima de Stone's Hill.
Pasaron días y días, semanas y semanas. No había medio de enfriar el inmenso
cilindro, al cual era imposible acercarse. Preciso era aguardar, y los miembros del
Gun-Club tascaban su freno.
—Nos hallamos ya a 1º de agosto —dijo una mañana J. T. Maston—. ¡Faltan
apenas cuatro meses para llegar al 1 de diciembre, y aún tenemos que sacar el molde
interior, formar el ánima de la pieza y cargar el columbiad! ¿Tendremos tiempo? ¡Ni
siquiera podemos acercarnos al cañón! ¿No se enfriará nunca? ¡Sería un chasco
horrible!
En vano se trataba de calmar la impaciencia del secretario; Barbicane no
despegaba los labios, pero su silencio ocultaba una sorda irritación. Verse
absolutamente detenido por un obstáculo del cual sólo podía triunfar el tiempo,
enemigo temible en aquellas circunstancias, y hallarse a discreción suya, era duro
para un hombre de guerra.
Sin embargo, observaciones diarias permitieron comprobar modificaciones en el
estado del terreno. Hacia el 15 de agosto, la intensidad y densidad de los vapores
había disminuido notablemente. Algunos días después, la tierra no exhalaba más que
un ligero vaho, último soplo del monstruo encerrado en su ataúd de piedra. Poco a
poco se apaciguaron las convulsiones del terreno, y se circunscribió el círculo
calórico; los espectadores más impacientes se acercaron, ganaron un día 2 toesas y al
otro 4; y el 22 de agosto, Barbicane, sus colegas y el ingeniero pudieron llegar a la
masa de hierro colado que asomaba al nivel de la cima de Stone's Hill, sitio sin duda
muy higiénico, en que no estaba aún permitido tener frío en los pies.
—¡Loado sea Dios! —exclamó el presidente del Gun-Club con un inmenso
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suspiro de satisfacción.
Se volvió a trabajar aquel mismo día. Procediose inmediatamente a la extracción
del molde interior para dejar libre el ánima de la pieza; funcionaron sin descanso el
pico, el azadón y la terraja; la tierra arcillosa y la arena habían adquirido con el calor
una dureza suma, pero con el auxilio de las máquinas, se venció la resistencia de
aquella mezcla que ardía aún al contacto de las paredes de hierro fundido; se sacaron
rápidamente en carros de vapor los materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se
trabajó con tanta actividad, fue tan apremiante la intervención de Barbicane y tenían
tanta fuerza sus argumentos, a los que dio la forma de dólares, que el 3 de septiembre
había desaparecido hasta el último vestigio del molde.
Inmediatamente después, empezó la operación de alisar el ánima, a cuyo efecto se
establecieron con la mayor prontitud las máquinas convenientes, y se pusieron en
juego poderosos alisadores cuyo corte eliminó rápidamente las desigualdades de la
fundición. Al cabo de algunas semanas, la superficie interior del inmenso tubo era
perfectamente cilíndrica, y el ánima de la pieza había adquirido un pulimento
perfecto.
Por último, el 22 de septiembre, no habiendo aún transcurrido un año desde la
comunicación de Barbicane, la enorme máquina, calibrada rigurosamente y
absolutamente vertical, según comprobaron los más delicados instrumentos, estaba en
disposición de funcionar. No había que esperar más que a la Luna, pero todos tenían
una completa confianza en que tan honrada señora no faltaría a la cita. La conocían
por sus antecedentes, y por ellos la juzgaban.
La alegría de J. T. Maston traspasó todos los límites, y poco le faltó para ser
víctima de una espantosa caída por el afán con que abismaba sus miradas en el tubo
de 900 pies. Sin el brazo derecho de Blomsberry, que el digno coronel había
felizmente conservado, el secretario del Gun-Club, como un segundo Eróstrato,
hubiera encontrado la muerte en las profundidades del columbiad.
El cañón estaba, pues, concluido, y no cabía duda alguna acerca de su ejecución
perfecta. Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no obstante sus antipatías,
pagó al presidente Barbicane la segunda apuesta, y Barbicane en sus libros, en la
columna de ingresos, apuntó una suma de 2.000 dólares. Motivos hay para creer que
la cólera del capitán llegó al último extremo, causándole una verdadera enfermedad.
Sin embargo, quedaban aún tres apuestas, una de 3.000 dólares, otra de 4.000 y otra
de 5.000, y con sólo ganar dos de ellas, no se hubiera librado mal del negocio. Pero el
dinero no entraba para nada en sus cálculos, y el éxito obtenido por su rival en la
fundición de su cañón, a cuyo proyectil no hubiera resistido una plancha de 10 toesas,
le daba un golpe terrible. El 23 de septiembre se permitió al público entrar libremente
en el recinto de Stone's Hill, y ya se comprende lo que sería la afluencia de visitantes.
Innumerables curiosos, procedentes de todos los puntos de los Estados Unidos, se
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dirigían a Florida. Durante aquel año la ciudad de Tampa, consagrada enteramente a
los trabajos del Gun-Club, se había desarrollado de una manera prodigiosa, y contaba
entonces con una población de 60.000 almas. Después de envolver en una red de
calles el fuerte Broke, se fue prolongando por la lengua de tierra que separa las dos
radas de la bahía del Espíritu Santo. Nuevos cuarteles, nuevas plazas, un bosque
entero de casas nuevas había brotado en aquellos eriales antes desiertos, al calor del
sol americano. Habíanse fundado compañías para erigir iglesias, escuelas y
habitaciones particulares, y en menos de un año se decuplicó la extensión de la
ciudad.
Sabido es que los yanquis han nacido comerciantes. Adondequiera que les lance
la suerte, desde la zona glacial a la zona tórrida, es menester que se ponga en
ejecución su instinto de los negocios. He aquí por qué simples curiosos que se habían
trasladado a Florida sin más objeto que seguir las operaciones del Gun-Club, se
entregaron, no bien se hubieron establecido en Tampa, a operaciones mercantiles. Los
buques fletados para el transporte del material y de los trabajadores, habían dado al
puerto una actividad sin ejemplo. Otros buques de todas clases, cargados de víveres,
provisiones y mercancías, surcaron luego la bahía y las dos radas; grandes contadores
de armadores y corredores se establecieron en la ciudad, y la Shipping Gazette
anunció diariamente en sus columnas la llegada de nuevas embarcaciones al puerto
de Tampa.
Mientras se multiplicaban los caminos alrededor de la ciudad, ésta, teniendo en
consideración el prodigioso desarrollo de su población y su comercio, fue unida por
un ferrocarril a los Estados meridionales de la Unión. Por medio de un railway,
Mobile se enlazó con Pensacola, el gran arsenal marítimo del Sur, desde donde el
ferrocarril se dirigió a la ciudad de Tallahassee, donde había ya un pequeño trozo de
vía férrea y ponía en comunicación con Saint Marks, en la costa. Aquel railway se
prolongó hasta Tampa, vivificando a su paso y despertando las comarcas muertas de
Florida central. Gracias a las maravillas de la industria, debidas a la idea que cruzó
por la mente de un hombre, Tampa pudo darse la importancia de una gran ciudad. Le
habían dado el sobrenombre de Moon City, y Tallahassee, la capital de las dos
Floridas, sufrió un eclipse total, visible desde todos los puntos del globo.
Ahora comprende cualquiera el fundamento de la gran rivalidad entre Tejas y
Florida, y la exasperación de los tejanos cuando se vieron desahuciados en sus
pretensiones por la elección del Gun-Club. Con su sagacidad previsora había
adivinado cuánto debía ganar un país con el experimento de Barbicane y los
beneficios que produciría un cañonazo semejante. Tejas perdía por la elección de
Barbicane un vasto centro de comercio, un ferrocarril y un aumento considerable de
población. Todas estas ventajas las obtenía la miserable península floridense, echada
como una estacada en las olas del golfo y las del océano Atlántico. Así es que
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Barbicane participaba, con el general Santana, de todas las antipatías de Tejas.
Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a su pasión industrial, la
nueva población de Tampa no olvidó las interesantes operaciones del Gun-Club. Todo
lo contrario. Seguía con ansia todos los pormenores de la empresa, y la entusiasmaba
cualquier azadonazo. Hubo constantemente entre la ciudad y Stone's Hill un continuo
ir y venir, una procesión, una romería.
Fácil era prever que, al llegar el día del experimento, la concurrencia ascendería a
millares de personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban acumulando en la
circunscrita península. Europa emigraba a América.
Pero es preciso confesar que hasta entonces la curiosidad de los numerosos
viajeros no se hallaba enteramente satisfecha. Muchos contaban con el espectáculo de
la fundición, de la cual no alcanzaron más que el humo. Poca cosa era para aquellas
gentes ávidas, pero Barbicane, como es sabido, no quiso admitir a nadie durante
aquella operación. Hubo descontento, refunfuños, murmullos; hubo reconvenciones
al presidente, de quien se dijo que adolecía de absolutismo, y su conducta fue
declarada poco americana. Hubo casi una asonada alrededor de la cerca de Stone's
Hill. Pero ni por ésas; Barbicane era inquebrantable en sus resoluciones.
Pero cuando el columbiad quedó enteramente concluido, fue preciso abrir las
puertas, pues hubiera sido poco prudente contrariar el sentimiento público
manteniéndolas cerradas. Barbicane permitió entrar en el recinto a todos los que
llegaban, si bien, empujado por su talento práctico, resolvió especular en grande con
la curiosidad general. La curiosidad es siempre, para el que sabe explotarla, una
fábrica de moneda.
Gran cosa era contemplar el inmenso columbiad, pero la gloria de bajar a sus
profundidades parecía a los americanos el non plus ultra de la felicidad posible en
este mundo. No hubo un curioso que no quisiese darse a toda costa el placer de visitar
interiormente aquel abismo de metal. Atados y suspendidos de una cabria que
funcionaba a impulsos del vapor, se permitió a los espectadores satisfacer su
curiosidad excitada. Aquello fue un delirio. Mujeres, niños, ancianos, todos se
impusieron el deber de penetrar en el fondo del ánima del colosal cañón preñado de
misterios. Se fijó el precio de 5 dólares por persona, y a pesar de su elevado costo, en
los dos meses inmediatos que precedieron al experimento, la afluencia de viajeros
permitió al Gun-Club obtener cerca de 500.000 dólares.
Inútil es decir que los primeros que visitaron el columbiad fueron los miembros
del Gun-Club, a cuya ilustre asamblea estaba justamente reservada esta preferencia.
Esta solemnidad se celebró el 25 de septiembre. En un cajón de honor, bajaron el
presidente Barbicane, J. T. Maston, el mayor Elphiston, el general Morgan, el coronel
Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros miembros distinguidos de la célebre
sociedad, en número de unos diez. Mucho calor hacía aún en el fondo de aquel largo
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tubo de metal, se sentía dentro alguna sofocación. ¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto!
Se colocó una mesa de diez cubiertos en la recámara de piedra que sostenía el
columbiad, alumbrado a giorno por un chorro de luz eléctrica. Exquisitos y
numerosos manjares que parecían bajados del cielo, se colocaron sucesivamente
delante de los convidados, y botellas de los mejores vinos se apuraron profusamente
durante aquel espléndido banquete a 900 pies bajo tierra.
El festín fue muy animado y también muy bullicioso. Se entrecruzaron numerosos
brindis: se brindó por el globo terrestre; se brindó por su satélite; se brindó por el
Gun-Club; se brindó por la Unión, por la Luna, por Febe, por Diana, por Selene, por
el astro de la noche, por la pacífica mensajera del firmamento. Los hurras, llevados
por las ondas sonoras del inmenso tubo acústico, llegaban a su extremo como un
trueno, y la multitud, colocada alrededor de Stone's Hill, se unía con el corazón y con
los gritos a los diez convidados hundidos en el fondo del gigantesco columbiad. J. T.
Maston no era ya dueño de sí mismo. Difícil sería determinar si gritaba más que
gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo cierto es que no cabía de gozo en su
pellejo, que no hubiera dado su lugar por el imperio del mundo, aun cuando el cañón
cargado, cebado y haciendo fuego en aquel instante, hubiera debido enviarle hecho
pedazos a los espacios planetarios.
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Capitulo XVII. Un parte telegráfico
Pudiérase decir que estaban terminados los grandes trabajos emprendidos por el
Gun-Club, y, sin embargo, tenían aún que transcurrir dos meses antes de enviar el
proyectil a la Luna. Dos meses que debían parecer largos como años a la impaciencia
universal. Hasta entonces los periódicos habían dado diariamente cuenta de los más
insignificantes pormenores de la operación, y sus columnas eran devoradas con
avidez; pero era de temer que en lo sucesivo disminuyese mucho el dividendo de
interés distribuido entre todas las gentes, y no había quien no temiese que iba a dejar
pronto de percibir la parte de emociones que diariamente le correspondía. No fue así.
El más inesperado, el más extraordinario, más increíble y más inverosímil incidente
volvió a fanatizar los ánimos anhelantes y a causar en el mundo una sorpresa y una
sobreexcitación hasta entonces desconocidas.
Un día, el 30 de septiembre, a las tres y cuarenta y siete minutos de la tarde llegó
a Tampa, con destino al presidente Barbicane, un telegrama transmitido por el cable
sumergido entre Valentia (Irlanda), Terranova y la costa americana.
El presidente Barbicane rasgó el sobre, leyó el parte, y, no obstante su fuerza de
voluntad para hacerse dueño de sí mismo, sus labios palidecieron y su vista se turbó a
la lectura de las veinte palabras del telegrama.
He aquí el texto del mismo, que se conserva aún en los archivos del Gun-Club:
Francia, París
30 septiembre, 4 h. mañana
Barbicane. Tampa, Florida
Estados Unidos
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Capitulo XVIII. El pasajero de Atlanta
Si tan estupenda noticia, en vez de volar por los hilos telegráficos, hubiera llegado
sencillamente por correo, cerrada y bajo un sobre, si los empleados de Francia,
Irlanda, Terranova y Estados Unidos de América no hubiesen debido conocer
necesariamente la confidencia telegráfica, Barbicane no habría vacilado un solo
instante. Hubiese callado por medida de prudencia, y para no desprestigiar su obra.
Aquel telegrama, sobre todo procediendo de un francés, podía ser una burla. ¿Qué
apariencia de verdad tenía la audacia de un hombre capaz de concebir la idea de un
viaje semejante? Y si en realidad había un hombre resuelto a llevar a cabo tan
singular propósito, ¿no era un loco a quien se debía encerrar en una casa de orates, y
no en una bala de cañón?
Pero el parte era conocido, porque los aparatos de transmisión son por su
naturaleza poco discretos, y la proposición de Michel Ardan circulaba ya por los
diversos Estados de la Unión. No tenía, pues, Barbicane ninguna razón para guardar
silencio acerca de ella, y por tanto reunió a los individuos del Gun-Club, que se
hallaban en Tampa, y, sin dejarles entrever su pensamiento, sin discutir el mayor o
menor crédito que le merecía el telegrama, leyó con sangre fría su lacónico texto.
—¡Imposible!
—¡Es inverosímil!
—¡Pura broma!
—¡Se están burlando de nosotros!
—¡Ridículo!
—¡Absurdo!
Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las frases que sirven para
expresar la duda, la incredulidad, la barbaridad y la locura, con acompañamiento de
los aspavientos y gestos que se usan en semejantes circunstancias. Cada cual, según
su carácter, se sonreía, o reía, o se encogía de hombros, o soltaba la carcajada. J. T.
Maston fue el único que tomó la cosa en serio.
—¡Es una soberbia idea! —exclamó.
—Sí —le respondió el mayor—, pero si alguna vez es permitido tener ideas
semejantes, es con la condición de no pensar siquiera en ponerlas en práctica.
—¿Y por qué no? —replicó con cierto desenfado el secretario del Gun-Club,
aprestándose para el combate que sus colegas rehuyeron.
Sin embargo, el nombre de Michel Ardan corría de boca en boca en la ciudad de
Tampa. Extranjeros a indígenas se miraban, se interrogaban y se burlaban, no del
europeo, que era en su concepto un mito, un ente imaginario, un ser quimérico, sino
de J. T. Maston, que había podido creer en la existencia de aquel personaje fabuloso.
Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a la Luna, la empresa pareció a todos
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natural y practicable, y no vieron en ella más que una simple cuestión de balística.
Pero que un ser racional quisiera tomar asiento en el proyectil a intentar aquel viaje
inverosímil, era una proposición tan sin pies ni cabeza que no podía dejar de parecer
una chanza, una farsa, un engaño.
Las chanzonetas duraron sin interrupción hasta la noche, y se puede asegurar que
toda la Unión prorrumpió en una sola carcajada, lo que es poco común en un país
donde las empresas imposibles encuentran fácilmente panegiristas, adeptos y
partidarios.
Con todo, la proposición de Michel Ardan, como todas las ideas nuevas, no
dejaba de preocupar a más de cuatro, por lo mismo que se apartaba de la corriente de
las emociones acostumbradas. «He aquí —decían— una cosa que no se le había
ocurrido a nadie». Aquel incidente fue luego una obsesión por su misma extrañeza.
Daba en qué pensar. ¡Cuántas cosas negadas la víspera han sido una realidad al día
siguiente! ¿Por qué un viaje a la Luna no se ha de realizar un día a otro? Pero siempre
tendremos que el primero que a él quiera arriesgarse debe ser un loco de atar, y
decididamente, pues que su proyecto no puede tomarse en serio, hubiera hecho bien
en callarse en lugar de poner en fermentación a una población entera con sus ridículas
salidas de tono.
Pero ¿existía realmente aquel personaje? He aquí la primera cuestión. El nombre
de Michel Ardan no era desconocido en América. Era el nombre de un europeo
muchas veces citado por sus atrevidas empresas. Además, aquel telegrama que había
atravesado las profundidades del Atlántico, la designación del buque en que el
francés decía haber tomado pasaje, la fecha fija de su llegada próxima, eran
circunstancias que daban a la proposición ciertos visos de verosimilitud. La empresa
requería, sin duda, un valor inaudito. Pronto los individuos aislados se agruparon: los
grupos se condensaron bajo la acción de la curiosidad como en virtud de la atracción
molecular se condensan los átomos, y al cabo se formó una multitud compacta que se
dirigió al domicilio del presidente Barbicane.
Éste, desde la llegada del telegrama, no había manifestado acerca de él opinión
alguna, había dejado a J. T. Maston descubrir la suya sin aprobar ni desaprobar: se
mantenía al pairo, y se proponía aguardar los acontecimientos.
Pero echaba las cuentas sin la huésped; pues no contaba con la impaciencia
pública, y vio con muy poca satisfacción a los habitantes de Tampa reunirse bajo sus
ventanas. Los murmullos, los gritos y las vociferaciones le obligaron a presentarse.
Tenía todos los deberes, y por consiguiente, todas las obligaciones de la celebridad.
Se presentó, y la multitud guardó silencio. Un ciudadano tomó la palabra, y
dirigió a Barbicane la siguiente pregunta:
—¿El personaje designado en el parte bajo el nombre de Michel Ardan se dirige
hacia América? ¿Sí o no?
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—Señores —respondió Barbicane—, no sé más que lo que saben ustedes.
—Pues es preciso saberlo —gritaron algunos con impaciencia.
—El tiempo nos lo dirá —respondió con sequedad el presidente.
—No reconocemos ningún derecho para mantener en un estado de ansiedad
penosa a un pueblo entero —replicó el orador—. ¿Habéis modificado los planos del
proyectil de conformidad con lo que dice el telegrama?
—Todavía no, señores; pero tenéis razón; es preciso saber a qué atenernos, y el
telégrafo, que ha causado toda esta conmoción, completará nuestros informes.
—¡Al telégrafo! ¡Al telégrafo! —exclamó la muchedumbre.
Barbicane bajó, y, seguido del inmenso gentío, se dirigió a las oficinas de la
administración.
Pocos minutos después se envió al síndico de los corredores marítimos de
Liverpool un parte en el que se le hacían las siguientes preguntas:
«¿Qué buque es el Atlanta? ¿Cuándo salió de Europa? ¿Llevaba a bordo a un
francés llamado Michel Ardan?».
Dos horas después Barbicane recibía informes de una precisión tal que no
permitían abrigar ninguna duda.
«El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a la mar el 2 de octubre con rumbo a
Tampa, llevando a bordo a un francés que, con el nombre de Michel Ardan, consta en
la lista de los pasajeros».
Al ver esta confirmación del telegrama, los ojos del presidente brillaron con una
llama de satisfacción, se cerraron fuertemente sus puños y con violencia se le oyó
murmurar:
—¡Pues, es cierto! ¡Es, pues, posible! ¡Este francés existe! ¡Y estará aquí dentro
de quince días! Pero es un loco, y nunca consentiré…
Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a la casa Breadwill y Compañía para
que suspendiese hasta nueva orden la fundición del proyectil.
Expresar ahora la conmoción que se apoderó de toda América, el efecto que
produjo la comunicación de Barbicane, lo que dijeron los periódicos de la Unión, el
asombro que les causó la noticia y el entusiasmo con que la acogieron y con que
cantaron la llegada de aquel héroe del antiguo continente; describir la agitación febril
de cada individuo, que veía transcurrir lentamente las horas; dar una idea, aunque
imperfecta, de aquella obsesión fatigosa de todos los cerebros subordinados a un solo
pensamiento; narrar el cese completo de toda actividad humana; la paralización de la
industria y la suspensión del comercio para presenciar la llegada del Atlanta;
descubrir la animación de la bahía del Espíritu Santo, incesantemente surcada por
vapores, paquebotes, yates de placer, fly-boats de todas las dimensiones, enumerar
los millares de curiosos que cuadruplicaron en quince días la población de Tampa y
tuvieron que acampar bajo tiendas como un ejército en campaña, sería una pretensión
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temeraria superior a todas las fuerzas de los hombres.
El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los vigías del canal de Bahama
distinguieron una densa humareda en el horizonte.
Dos horas después, un vapor de alto bordo era por ellos reconocido, y el nombre
de Atlanta fue transmitido a Tampa. A las cuatro, el buque inglés entraba en la bahía
del Espíritu Santo. A las cinco, cruzaba a todo vapor la rada de Hillisboro. A las seis
fondeaba en el puerto de Tampa.
El áncora no había aún mordido el fondo de la arena, cuando quinientas
embarcaciones rodeaban al Atlanta, y el vapor era tomado por asalto. El primero que
pisó su cubierta fue Barbicane, el cual dijo con una voz cuya emoción quería en vano
reprimir:
—¿Michel Ardan?
—¡Presente! —respondió determinado individuo encaramado a la toldilla.
Barbicane, con los brazos cruzados, con la mirada interrogante, con los labios
apretados, miró fijamente al pasajero del Atlanta.
Era éste un hombre de cuarenta y dos años, alto, pero algo cargado de espaldas,
como esas cariátides que sostienen balcones en sus hombros. Su cabeza enérgica,
verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en cuando una cabellera roja que
parecía realmente una guedeja. Una cara corta, ancha en las sienes, adornada con
unos bigotes erizados como los del gato y mechones de pelos amarillentos que
salpicaban sus mejillas, ojos redondos de los que partía una mirada miope y como
extraviada, completaban aquella fisonomía eminentemente felina. Pero la nariz era de
un dibujo atrevido, la boca perfecta, la frente alta, inteligente, y surcada como un
campo que no ha estado nunca inculto. Un cuerpo bien desarrollado, descansando
sobre unas largas piernas, unos brazos musculosos, qué eran poderosas y bien
apoyadas palancas, y un continente resuelto, hacían de aquel europeo un hombre
sólidamente constituido, que más parecía forjado que fundido, valiéndonos de una de
las expresiones del arte metalúrgico.
Los discípulos de Lavater o de Gratiolet hubieran encontrado sin dificultad en el
cráneo y en la fisonomía de aquel personaje los signos indiscutibles de la
contabilidad, es decir, el valor en el peligro y de la tendencia a sobrepujar los
obstáculos; los de la benevolencia y los de apego a lo maravilloso, instinto que induce
a ciertos temperamentos a apasionarse por las cosas sobrehumanas; pero, en cambio,
las protuberancias de la adquisibilidad, de la necesidad de poseer y adquirir, faltaban
absolutamente.
Para completar el retrato físico del pasajero del Atlanta, es oportuno decir que sus
vestidos eran holgados, que no oponía el menor obstáculo al juego de sus
articulaciones, siendo su pantalón y su gabán tan sumamente anchos que él mismo se
llamaba la muerte con capa. Llevaba la corbata en desaliño, y su cuello de camisa
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muy escotado dejaba ver un cuello robusto como el de un toro. Sus manos febriles
arrancaban de dos mangas de camisa que estaban siempre desabrochadas. Bien se
conocía que aquel hombre no sentía nunca el frío, ni en la crudeza del invierno, ni en
medio de los peligros. Iba y venía por la cubierta del vapor, en medio de la multitud
que apenas le dejaba espacio para moverse, sin poder estar quieto un momento. Pero
él derivaba sobre sus anclas, como decían los marineros, y gesticulaba y tuteaba a
todo el mundo, y se mordía las uñas con una avidez convulsiva.
Era uno de esos tipos originales que el Creador inventa por capricho pasajero,
rompiendo el molde enseguida.
En efecto, la personalidad moral de Michel Ardan ofrecía un campo muy dilatado
a la investigación de los observadores analíticos. Aquel hombre asombroso vivía en
una perpetua disposición a la hipérbole y no había traspasado aún la edad de los
superlativos. En la retina de sus ojos se juntaban los objetos con dimensiones
desmedidas, de lo que resultaba una asociación de ideas gigantescas.
Todo lo veía abultadísimo y en grande, a excepción de las dificultades y los
hombres, que los veía siempre pequeños. Estaba dotado de una naturaleza poderosa,
exorbitante, superabundante; era artista por instinto, muy ingenioso, muy decidor,
pero aunque no hacía nunca un fuego graneado de chistes, el chiste que se permitía
era siempre una descarga cerrada. En las discusiones se cuidaba muy poco de la
lógica; rebelde al silogismo, no lo hubiera nunca inventado, y todas sus salidas eran
suyas y solamente suyas. Atropellando por todo y para todo, apuntaba en medio del
pecho argumentos ad hominem certeros y seguros, y le gustaba defender con el pico y
con las zarpas las causas desesperadas.
Tenía, entre otras manías, la de proclamarse, como Shakespeare, un ignorante
sublime y hacía alarde de despreciar a los sabios. «Los sabios —decía— no hacen
más que llevar el tanteo mientras nosotros jugamos». Era un bohemio del mundo de
las maravillas, que se aventuraba mucho sin ser por eso aventurero, una cabeza
destornillada, un Faetón que se empeña en guiar el carro del Sol, un Ícaro con alas de
reserva. Por lo demás, pagaba con su persona, y pagaba bien; se arrojaba, sin cerrar
los ojos, a las más peligrosas empresas; quemaba sus naves con más decisión que
Agatocles; siempre dispuesto a romperse el alma o desnucarse, caía invariablemente
de pies, como esos monigotes de médula de saúco con plomo en la base que sirven de
diversión a los niños.
En una palabra, su divisa era: A pesar de todo, y el amor a lo imposible,
constituían su pasión dominante.
Pero aquel hombre emprendedor tenía como ningún otro los defectos de sus
cualidades. Se dice que quien nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y lo
arriesgaba siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las Danaides.
Perfectamente desinteresado, hacía tan buenas obras como calaveradas; caritativo,
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caballeresco y generoso, no hubiera firmado la sentencia de muerte de su más cruel
enemigo, y era muy capaz de venderse como esclavo para rescatar a un negro.
En Francia, en la Europa entera, todo el mundo conocía a un personaje tan
brillante y que tanto ruido metía. ¿No hablaban acaso de él incesantemente las cien
trompas de la fama, puestas todas a su servicio? ¿No vivía en una casa de vidrio,
tomando el universo entero por confidente de sus más íntimos secretos? Eso no
obstante, no le faltaba una buena colección de enemigos entre los individuos a
quienes había rozado, herido o atropellado más o menos al abrirse paso con los codos
entre la muchedumbre. Pero generalmente se le quería bien, y hasta se le mimaba
como a un niño. Era, según la expresión popular, «un hombre a quien era preciso
tomar o dejar», y se le tomaba. Todos se interesaban por él en sus atrevidas empresas
y le seguían con la mirada inquieta. ¡Era audaz con tanta imprudencia! Cuando algún
amigo quería detenerle prediciéndole una próxima catástrofe, le respondía,
sonriéndose amablemente: «El bosque no es quemado sino por sus propios árboles».
Y no sabía, al dar esta respuesta, que citaba el más bello de todos los proverbios
árabes.
Tal era aquel pasajero del Atlanta, siempre agitado, siempre hirviendo al calor de
un fuego interior, siempre conmovido, y no por lo que pretendía hacer en América, en
lo cual ni siquiera pensaba, sino por efecto de su organización calenturienta. Era
seguramente un contraste, el más singular, el que ofrecían el francés Michel Ardan y
el yanqui Barbicane, no obstante ser los dos, cada cual a su manera, emprendedores,
atrevidos y audaces.
La contemplación a que se abandonaba el presidente del Gun-Club en presencia
de aquel rival que acababa de relegarle a un segundo término, fue muy pronto
interrumpida por los hurras y vítores de la muchedumbre. Tan frenéticos fueron los
gritos, y el entusiasmo tomó formas tan personales, que Michel Ardan, después de
haber apretado millares de manos, en las que estuvo expuesto a dejar sus dedos, tuvo
que buscar refugio en el fondo de su camarote. Barbicane le siguió sin haber
pronunciado una palabra.
—¿Sois vos Barbicane? —le preguntó Michel Ardan, cuando estuvieron solos los
dos, con un tono como si hubiese hablado a un amigo de veinte años.
—Sí —respondió el presidente del Gun-Club.
—Pues bien, os saludo, Barbicane. ¿Cómo estáis? ¿Muy bien? ¡Me alegro! ¡Me
alegro!
—Así pues —dijo Barbicane entrando en materia, sin preámbulos—. ¿Estáis
decidido a partir?
—Absolutamente decidido.
—¿Nada os detendrá?
—Nada. ¿Habéis modificado el proyectil como os indicaba en mi telegrama?
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—Aguardaba vuestra llegada. Pero —preguntó Barbicane con insistencia— ¿lo
habéis pensado detenidamente?
—¡Reflexionado! ¿Tengo acaso tiempo que perder? Se me presenta la ocasión de
ir a dar una vuelta por la Luna, y la aprovecho; he aquí todo. No creo que la cosa
merezca tantas reflexiones.
Barbicane devoraba con la vista a aquel hombre que hablaba de su proyecto de
viaje con una ligereza y un desdén tan completo y sin la más mínima inquietud ni
zozobra.
—Pero, al menos —le dijo—, tendréis un plan, tendréis medios de ejecución.
—Excelentes, amigo Barbicane. Pero permitidme haceros una observación; me
gusta contar mi historia de una sola vez a todo el mundo, y luego no cuidarme más de
ella. Así se evitan repeticiones, y, por consiguiente, salvo mejor parecer, convocad a
vuestros amigos, a vuestros colegas, a la ciudad entera, a toda Florida, a todos los
americanos, si queréis, y mañana estaré dispuesto a exponer mis medios y a
responder a todas las objeciones, cualesquiera que sean. Tranquilizaos, los aguardaré
a pie firme. ¿Os parece bien?
—Muy bien —respondió Barbicane.
Y salió del camarote para participar a la multitud la proposición de Michel Ardan.
Sus palabras fueron acogidas con palabras y gritos de alegría, porque la proposición
allanaba todas las dificultades. Al día siguiente, todos podrían contemplar a su gusto
al héroe europeo. Sin embargo, algunos de los más obstinados espectadores no
quisieron dejar la cubierta del Atlanta, y pasaron la noche a bordo. J. T. Maston, entre
otros, había clavado su mano postiza en un ángulo de la toldilla, y se hubiera
necesitado un cabrestante para arrancarlo de su sitio.
—¡Es un héroe! ¡Un héroe! —exclamaba en todos los tonos—. ¡Y comparados
con él, con ese europeo, nosotros no somos más que unos muñecos!
En cuanto al presidente, después de suplicar a los espectadores que se retiraran,
entró en el camarote del pasajero y no se separó de él hasta que la campana del vapor
señaló la hora del relevo de la guardia de medianoche.
Pero entonces los dos rivales en popularidad se apretaron muy amistosamente la
mano, y ya Michel Ardan tuteaba al presidente Barbicane.
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Capitulo XIX. Un mitin
Al día siguiente, el astro diurno se levantó mucho más tarde de lo que deseaba la
impaciencia pública. Un sol destinado a alumbrar semejante fiesta no debía ser tan
perezoso. Barbicane, temiendo por Michel Ardan las preguntas indiscretas, hubiera
querido reducir el auditorio a un pequeño número de adeptos, a sus colegas, por
ejemplo. Pero más fácil le hubiera sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues,
que renunciar a sus proyectos de protección y dejar correr a su nuevo amigo los
peligros de una conferencia pública.
El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante sus colosales dimensiones, fue
considerado insuficiente para el acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las
proporciones de un verdadero mitin.
El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera de la ciudad. Pocas horas
bastaron para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que
tenían de sobra velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios
necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un inmenso techo de lona
se extendió muy pronto sobre la calcinada pradera y la defendió de los ardores del
día. Trescientas mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante
algunas horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del francés. Una
tercera parte de aquellos espectadores podía ver y oír, otra tercera parte veía mal y no
oía nada, y la otra restante ni oía ni veía, lo que, sin embargo, no impidió que fuese la
más pródiga en aplausos.
A las tres apareció Michel Ardan, acompañado de los principales miembros del
Gun-Club. Daba el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T.
Maston, más radiante que el sol del mediodía y casi tan rutilante como él.
Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba sus miradas por un océano de
sombreros negros. No parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba allí
como en su casa, jovial, familiar, amable. Respondió con un gracioso saludo a los
hurras con que le acogieron; reclamó silencio con un ademán; tomó la palabra en
inglés, y se expresó muy correctamente en los siguientes términos:
—Señores —dijo—, a pesar del calor que hace aquí dentro, voy a abusar de
vuestro tiempo para daros algunas explicaciones acerca de proyectos que parece que
os interesan. Yo no soy un orador, ni un sabio, ni creía tener que hablar en público;
pero mi amigo Barbicane me ha dicho que os gustaría oírme, y cedo a sus súplicas.
Oídme, pues, con vuestros seiscientos mil oídos, y perdonad las muchas faltas del
autor.
Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó mucho a los concurrentes, y lo
demostraron con un inmenso murmullo de satisfacción.
—Señores —dijo—, podéis aprobar o desaprobar, según mejor os parezca, y
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empiezo. En primer lugar no olvidéis que el que os habla es un ignorante, pero de una
ignorancia tal, que hasta ignora las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna
metido en un proyectil, le ha parecido la cosa más sencilla, más fácil y más natural
del mundo. Tarde o temprano había de emprenderse este viaje, y en cuanto al género
de locomoción adoptado, no hago más que seguir sencillamente la ley del progreso.
El hombre empezó por andar a gatas, luego utilizó los pies, enseguida viajó en carro,
después en coche, más adelante en barco, posteriormente en diligencia, y, por último,
en ferrocarril. Pues bien, el proyectil es el medio de locomoción del porvenir, y todo
bien considerado, los planetas no son otra cosa, no son más que balas de cañón
disparadas por la mano del Creador. Pero volvamos a nuestro vehículo. Algunos de
vosotros, señores, creéis que la velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así
opinan están en un error. Todos los astros le exceden en rapidez, y la Tierra misma, en
su movimiento de traslación alrededor del Sol, nos arrastra a una velocidad tres veces
mayor. Pondré algunos ejemplos, y sólo os pido que me permitáis contar por leguas,
porque las medidas americanas me son poco familiares, y podría incurrir en algún
error en mis cálculos.
La demanda pareció muy justa y no tropezó con ninguna dificultad. El orador
prosiguió:
—Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de diferentes planetas. Confieso,
aunque parezca falta de modestia, que, no obstante mi ignorancia, conozco muy bien
este insignificante pormenor astronómico; pero antes de dos minutos sabréis todos
acerca del particular tanto como yo. Sabed, pues, que Neptuno recorre 5.000 leguas
por hora; Urano, 7.000; Saturno, 8.858; Júpiter, 11.575; Marte, 22.011; la Tierra,
27.500; Venus, 32.190; Mercurio, 52.250; ciertos cometas 1.400.000 leguas en su
perigeo. En cuanto a nosotros, verdaderos haraganes, que tenemos siempre poca
prisa, nuestra velocidad no pasa de 9.900 leguas, y disminuirá incesantemente. Y
ahora pregunto si no es evidente que todas esas velocidades serán algún día
sobrepasadas por otras, de las cuales serán probablemente la luz y la electricidad los
agentes mecánicos.
Nadie puso en duda esta afirmación de Michel Ardan.
—Amados oyentes míos —prosiguió—, si nos dejásemos convencer por ciertos
talentos limitados (no quiero calificarlos de otra manera), la humanidad estaría
encerrada en un círculo de Pompilio del que no podría salir, y quedaría condenado a
vegetar en este globo sin poder lanzarse nunca a los espacios planetarios. No será así.
Se va a ir a la Luna, se irá a los planetas, se irá a las estrellas, como se va actualmente
de Liverpool a Nueva York, fácilmente, rápidamente, seguramente, y el océano
atmosférico se atravesará como se atraviesan los océanos de la Tierra. La distancia no
es más que una palabra relativa, y acabará forzosamente por reducirse a cero.
La asamblea, aunque muy predispuesta en favor del francés, quedó como atónita
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ante tan atrevida teoría.
Michel Ardan lo comprendió.
—No os he convencido, insignes oyentes —añadió sonriéndose afablemente—.
Vamos, pues, a razonar. ¿Sabéis cuánto tiempo necesitaría un tren directo para llegar
a la Luna? No más que 300 días. Un trayecto de ochenta mil cuatrocientas leguas.
¡Vaya una gran cosa! No llega al que se tendría que recorrer para dar nueve veces la
vuelta alrededor de la Tierra y no hay marinero ni viajero un poco diligente que no
haya andado más durante su vida. Haceos cargo de que yo no gastaré en la travesía
más que noventa y siete horas. ¡Pero vosotros os figuráis que la Luna está muy lejos
de la Tierra, y que antes de emprender un viaje para ir a ella se necesita meditarlo
mucho! ¿Qué diríais, pues, si se tratase de ir a Neptuno, que gravita del Sol a mil
ciento cuarenta y siete millones de leguas? He aquí un viaje que, aunque no costase
más que a cinco céntimos por kilómetro, podrían emprender muy pocos. El mismo
barón de Rothschild, con sus inmensos tesoros, no tendría para pagar el pasaje, y
tendría que quedarse en casa por faltarle ciento cuarenta y siete millones.
Esta lógica sui generis gustó mucho a la asamblea, tanto más cuanto que Michel
Ardan, muy enterado del asunto, lo trataba con un entusiasmo soberbio. No pudiendo
dudar de la avidez con que se recogían sus palabras, prosiguió con admirable aplomo:
—Y ahora os diré, mis buenos amigos, que la distancia que separa a Neptuno del
Sol es muy poca cosa comparada con la de las estrellas. Para evaluar la distancia de
estos astros, es menester valerse de esa enumeración fascinadora en que la cantidad
más pequeña consta de nueve guarismos, y tomar por unidad el millón de millones.
Perdonadme si me detengo tanto en este asunto, que es para mí de un interés
capitalísimo. Oíd y juzgad: la estrella Alfa, que pertenece a la constelación del
Centauro, se halla a ocho mil millares de millones de leguas, a cincuenta mil millares
de millones se halla Vega, a cincuenta mil millares de millones, Sirio, a cincuenta y
dos mil millares de millones, Arturo, a ciento diecisiete millares de millones la
Estrella Polar, a ciento setenta millares de millones Cabra, y las demás estrellas a
billones y a centenares de billones de leguas. ¡Y hay quien se ocupa de la distancia
que separa a los planetas del Sol! ¡Y hay quien sostiene que esta distancia es
tremenda! ¡Error! ¡Mentira! ¡Aberración de los sentidos! ¿Sabéis lo que yo opino
acerca del mundo, que empieza en el Sol y concluye en Neptuno? ¿Queréis mi teoría?
Es muy sencilla. Para mí el mundo solar es un cuerpo sólido, homogéneo; los
planetas que lo componen se acercan, se tocan, se adhieren, y el espacio que queda
entre ellos no es más que el espacio que separa las moléculas del metal más
compacto, plata o hierro, oro o platino. Estoy, pues, en mi derecho afirmando y
repitiendo con una convicción de que participaréis todos: la distancia es una palabra
hueca, la distancia, como hecho concreto, como realidad, no existe.
—¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra! —exclamó unánimemente la asamblea,
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electrizada por el gesto y el acento del orador y por el atrevimiento de sus
concepciones.
—¡No! —exclamó J. T. Maston, con más energía que los otros—. ¡La distancia
no existe! ¡La distancia no existe!
Y arrastrado por la violencia de sus movimientos y por el empuje de su cuerpo,
que casi no pudo dominar, estuvo en un tris de caer al suelo desde el estrado. Pero
consiguió restablecer su equilibrio, y evitó una caída, que le hubiera brutalmente
probado que la distancia no es una palabra vacía de sentido. Luego, el entusiasta
orador prosiguió:
—Amigos míos —dijo—, me parece que la cuestión queda resuelta. Si no he
logrado convenceros a todos, se debe a que he sido tímido en mis demostraciones,
débil en mis argumentos: y echad la culpa a la insuficiencia de mis estudios teóricos.
Como quiera que sea, os lo repito, la distancia de la Tierra a su satélite es, en
realidad, poco importante y no merece preocupar a un pensador grave y concienzudo.
No creo, pues, avanzar demasiado diciendo que se establecerán próximamente trenes
de proyectiles, en los que se hará con toda comodidad el viaje de la Tierra a la Luna.
No habrá que temer choques, sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos
rápidamente al término, sin fatiga, en línea recta; y antes de veinte años la mitad de la
Tierra habrá visitado la Luna.
—¡Hurra por Michel Ardan! —exclamaron todos los concurrentes, hasta los
menos convencidos.
—¡Hurra por Barbicane! —respondió modestamente el orador.
Este sencillo acto de reconocimiento hacia el promotor de la empresa fue acogido
con unánimes y calurosos aplausos.
—Ahora, amigos míos —añadió Michel Ardan—, si tenéis que dirigirme alguna
pregunta, pondréis evidentemente en un apuro a un pobre hombre como yo, pero, no
obstante, procuraré responderos.
Motivos tenía el presidente del Gun-Club para estar satisfecho del giro que
tomaba la discusión. Versaba sobre teorías especulativas, en las que Michel Ardan, en
alas de su viva imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir que la
cuestión descendiera del terreno de la especulación al de la práctica, del cual no era
fácil salir bien librado. Barbicane se apresuró a tomar la palabra, y preguntó a su
nuevo amigo si era de la opinión de que la Luna o los planetas estuviesen habitados.
—Gran problema me planteas, mi amigo presidente —replicó el orador sonriendo
—; sin embargo, hombres de muy poderosa inteligencia, Plutarco, Swedenborg,
Bernardino de Saint Pierre y otros muchos, se han pronunciado por la afirmativa.
Considerando la cuestión bajo el punto de vista de la filosofía natural, me inclino a
opinar como ellos, porque en el mundo no existe nada inútil, y contestando, amigo
Barbicane, a una cuestión con otra, afirmo que si los mundos son habitables, están
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habitados, o lo han estado o lo estarán.
—¡Muy bien! —exclamaron los espectadores de las primeras filas, que imponían
su opinión a los de las últimas.
—Es imposible responder con más lógica y acierto —dijo el presidente del Gun-
Club—. La cuestión queda reducida a los siguientes términos: ¿Los mundos son
habitables? Yo creo que lo son.
—Y yo estoy seguro de ello —respondió Michel Ardan.
—Sin embargo —replicó uno de los concurrentes—, hay argumentos contra la
habitabilidad de los mundos. En la mayor parte de ellos sería absolutamente
indispensable que los principios de la vida se modificasen, pues, sin hablar más que
de los planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase se abrasaría y
se helaría en otros, según su mayor o menor distancia del Sol.
—Siento —respondió Michel Ardan— no conocer personalmente a mi
distinguido antagonista para poder contestarle. Su objeción no carece de fuerza, pero
creo que se la puede combatir victoriosamente, como se pueden combatir todas las
teorías fundadas en la habitabilidad de los mundos. Si yo fuese físico, diría que, si
bien es verdad que hay menos calórico en movimiento en los planetas próximos al
Sol, y más calórico en movimiento en los que de él están lejos, este simple fenómeno
basta para equilibrar el calor y volver la temperatura de dichos mundos soportable a
seres que están organizados como nosotros. Si fuese naturalista, le diría, de acuerdo
con muchos ilustres sabios, que la naturaleza nos suministra en la Tierra ejemplos de
animales que viven en distintas condiciones de habitabilidad; unos peces respiran en
un medio que es mortal para los demás animales; que algunos habitantes de los mares
se mantienen debajo de capas de una gran profundidad, soportando, sin ser
aplastados, presiones de cincuenta o sesenta atmósferas; le diría que algunos insectos
acuáticos, insensibles a la temperatura, se encuentran a la vez en los manantiales de
agua hirviendo y en las heladas llanuras del océano polar; le diría, por último, que es
preciso reconocer en la naturaleza una diversidad de medios de acción, que no deja de
ser real aun siendo incomprensible, a lo menos para nosotros. Si yo fuese químico le
diría que los aerolitos, cuerpos evidentemente formados fuera del mundo terrestre,
han revelado al análisis indiscutibles vestigios de carbono, el cual no debe su origen
más que a seres organizados, y, según los experimentos de Reichenbach, ha tenido
necesariamente que ser animalizado. En fin, si fuese teólogo, le diría que, según San
Pablo, la Redención divina no se aplica exclusivamente a la Tierra, sino que
comprende a todos los mundos celestes. Pero yo no soy teólogo, ni químico, ni
naturalista, ni físico, y como ignoro completamente las grandes leyes que rigen el
universo, me limito a responder: No sé si los mundos están habitados; y como no lo
sé, voy a verlos.
¿Aventuró el adversario de las teorías de Michel Ardan algún otro argumento? Es
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imposible decirlo, porque los gritos frenéticos de la muchedumbre hubieran impedido
manifestarse a todas las opiniones. Cuando se hubo restablecido el silencio hasta en
los grupos más lejanos, el orador victorioso se contentó con añadir las siguientes
consideraciones:
—Ya veis, valerosos yanquis, que yo no he hecho más que desflorar una cuestión
de tanta trascendencia. No he venido aquí a dar lecciones, ni a sostener una tesis
sobre tan vasto objeto. Omito otros varios argumentos en pro de la habitabilidad de
los mundos. Permitidme, no obstante, insistir en un solo punto. A los que sostienen
que los planetas no están habitados, es preciso responderles: Es posible que tengáis
razón, si se demuestra que la Tierra es el mejor de los mundos posibles, lo que no está
demostrado, diga Voltaire lo que quiera. Ella no tiene más que un satélite, al paso que
Júpiter, Urano, Saturno y Neptuno tienen varios que les están subordinados, lo que
constituye una ventaja que no es despreciable. Pero lo que principalmente hace
nuestro globo poco cómodo, es la inclinación de su eje sobre su órbita, de lo que
procede la desigualdad de los días, y las noches y la molesta diversidad de estaciones.
En nuestro desventurado esferoide hace siempre demasiado calor o demasiado frío:
en él nos helamos en invierno y nos abrasamos en verano, es el planeta de los
reumatismos, de los resfriados y de las fluxiones, al paso que en la superficie de
Júpiter, por ejemplo, cuyo eje está muy poco inclinado, los habitantes podrían gozar
de temperaturas invariables, pues si bien hay allí la zona de las primaveras, la de los
veranos, la de los otoños y la de los inviernos, cada uno podría escoger el clima que
más le conviniese y ponerse durante toda su vida al abrigo de las variaciones de la
temperatura. No tendréis ningún inconveniente en convenir conmigo en esta
superioridad de Júpiter sobre nuestro planeta, sin hablar de sus años, de los cuales
cada uno vale por doce de los nuestros. Es, además, evidente para mí que, bajo estos
auspicios y en condiciones de existencia tan maravillosas, los habitantes de aquel
mundo afortunado son seres superiores, que en él los sabios son más sabios, los
artistas más artistas, los malos menos malos y los buenos mucho mejores. ¡Ay! ¿Qué
le falta a nuestro esferoide para alcanzar esta perfección? Muy poca cosa, un eje de
rotación menos inclinado sobre el plano de su órbita.
—¿Nada más? —exclamó una voz imperiosa—. Pues unamos nuestros esfuerzos,
inventemos máquinas y enderecemos el eje de la Tierra.
Una salva de aplausos sucedió a esta proposición, cuyo autor era y no podía ser
más que J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario hubiese sido arrastrado a
tan atrevida proposición por sus instintos de ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos
le aplaudieron de buena fe, y si hubieran tenido el punto de apoyo reclamado por
Arquímedes, los americanos hubieran construido una palanca capaz de levantar el
mundo y enderezar su eje. ¡El punto de apoyo! He aquí lo único que faltaba a
aquellos temerarios mecánicos.
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Con todo, una idea tan eminentemente práctica alcanzó un éxito extraordinario.
Se suspendió la discusión por espacio de un cuarto de hora, y durante mucho,
muchísimo tiempo, se habló en los Estados Unidos de América de la proposición tan
enérgicamente formulada por el secretario perpetuo del Gun-Club.
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Capitulo XX. Ataque y respuesta
Todos supusieron que de esta manera concluía la discusión. Eran las mejores
palabras que se podían utilizar para dar por terminado el entredicho. Pero, cuando
todo se fue aquietando, se oyeron estas palabras pronunciadas con voz fuerte y
sonora:
—Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el debido tributo, ¿querrá entrar en
materia y, sin teorizar tanto, discutir la parte práctica de su expedición?
Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que de este modo hablaba. Era
un hombre flaco, enjuto de carnes, de semblante enérgico, con una enorme perilla a la
americana que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando
hábilmente la agitación que de cuando en cuando se había producido en la asamblea,
consiguió poco a poco colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los ojos
brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al héroe del mitin. Después de
haber formulado su pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares de miradas que
convergían en él ni de los murmullos de desaprobación que provocaron sus palabras.
Haciéndose aguardar la respuesta, sentó de nuevo la cuestión con el mismo acento
claro y preciso, y luego añadió:
—Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de la Tierra.
—Tenéis razón, caballero —respondió Michel—. La discusión se ha extraviado.
Volvamos a la Luna.
—Caballero —repuso el desconocido—, estáis empeñado en que se halla
habitado nuestro satélite. De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos
viven sin respirar, porque, por vuestro interés os lo digo, no hay en la superficie de la
Luna la menor molécula de aire.
Al oír esta afirmación, levantó Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que
con aquel hombre se iba a empeñar una lucha sobre lo más capital de la cuestión.
—¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y quién lo dice? —preguntó, mirándolo
fijamente.
—Los sabios.
—¿De veras?
—De veras.
—Caballero —replicó Michel—, lo digo seriamente: profeso la mayor estimación
a los sabios que saben, pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.
—¿Conocéis a alguno que pertenezca a esta última categoría?
—Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que sostiene que
matemáticamente el pájaro no puede volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez
no está organizado para vivir en el agua.
—No se trata de esos sabios, y los nombres que yo podría citar en apoyo de mi
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proposición no serían rehusados por vos, caballero.
—Entonces pondríais en grave apuro a un pobre ignorante como yo, que, por otra
parte, no desea más que instruirse.
—¿Por qué, pues, os ocupáis de cuestiones científicas si no las habéis estudiado?
—preguntó el desconocido bastante brutalmente.
—¿Por qué? —respondió Ardan—. Por la misma razón que es siempre intrépido
el que no sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente es mi
debilidad la que forma mi fuerza.
—Vuestra debilidad va hasta la locura —exclamó el desconocido, con un tono
bastante agrio.
—¡Tanto mejor —respondió el francés—, si mi locura me lleva a la Luna!
Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel intruso que acababa tan
audazmente de colocarse como un obstáculo delante de la empresa. Nadie lo conocía,
y el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las consecuencias de una
discusión tan francamente empleada, miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La
asamblea estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado
llamar la atención sobre los peligros o imposibilidades de la expedición.
—Las razones que prueban la falta de toda atmósfera alrededor de la Luna son
numerosas y concluyentes —respondió el adversario de Michel Ardan—. Me atrevo a
decir a priori que, en el caso de haber existido alguna vez esta atmósfera, la Tierra la
habría arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.
—Oponed cuantos hechos queráis —respondió Michel Ardan con perfecta
galantería.
—Ya sabéis —dijo el desconocido— que cuando los rayos luminosos atraviesan
un medio tal como el aire, se desvían de la línea recta, o, lo que es lo mismo,
experimentan una refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna oculta,
al pasar rasando el borde del disco lunar, no experimentan desviación alguna, ni dan
el menor indicio de refracción. Es, pues, evidente que no se halla la Luna envuelta en
una atmósfera.
Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si
previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación
revelaba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica.
—He aquí —respondió Michel Ardan— vuestro mejor, por no decir vuestro
único, argumento valedero, con el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado
a contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro argumento no tiene un valor
absoluto, porque supone que el diámetro angular de la Luna está perfectamente
determinado, lo que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro argumento,
decidme si admitís la existencia de volcanes en la superficie de la Luna.
—De volcanes apagados, sí; de volcanes encendidos, no.
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—Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los límites de la lógica, que los tales
volcanes estuvieron en actividad durante algún tiempo.
—Es cierto, pero como podían suministrar ellos mismos el oxígeno necesario
para la combustión, el hecho de su erupción no prueba en manera alguna la presencia
de una atmósfera lunar.
—Adelante —respondió Michel Ardan—, y dejemos a un lado esta clase de
argumentos para llegar a observaciones directas. Pero os prevengo que voy a citar
nombres propios.
—Citadlos.
—En 1815, los astrónomos Louville y Halley, observando el eclipse del 3 de
mayo, notaron en la Luna ciertos fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente
repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desencadenan en la atmósfera que
envuelve a veces la Luna.
—En 1815 —replicó el desconocido—, los astrónomos Louville y Halley
tomaron por fenómenos lunares fenómenos puramente terrestres, tales como bólidos,
aerolitos a otros, que se producían en nuestra atmósfera. He aquí lo que respondieron
los sabios al anuncio del citado fenómeno, y lo mismo respondo yo, ni más ni menos.
—Quiero suponer que tenéis razón —respondió Ardan, sin que la contestación de
su adversario le hiciese la menor mella—. ¿No observó Herschel, en 1787, un gran
número de puntos luminosos en la superficie de la Luna?
—Es verdad, pero sin explicarse su origen. Él mismo no dedujo de su aparición la
necesidad de una atmósfera lunar.
—Bien respondido —dijo Michel Ardan, cumplimentando a su antagonista—;
veo que estáis muy fuerte en selenografía.
—Muy fuerte, caballero, y añadiré que los señores Beer y Moedler, que son los
más hábiles observadores, los que mejor han estudiado el astro de la noche, están de
acuerdo sobre la falta absoluta de aire en su superficie.
Se produjo cierta sensación en el auditorio, al cual empezaban a convencer los
argumentos del personaje desconocido.
—Adelante —respondió Michel Ardan con la mayor calma—, y llegamos ahora a
un hecho importante. El señor Laussedat, hábil astrónomo francés, observando el
eclipse del 18 de junio de 1860, comprobó que los extremos del creciente solar
estaban redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más que por
una desviación de los rayos del Sol al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya
otra explicación posible.
—¿Pero el hecho es cierto? —preguntó con viveza el desconocido.
—Absolutamente cierto.
Un movimiento inverso al que había experimentado la asamblea poco antes se
tradujo en rumores de aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario guardó
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silencio. Ardan repitió la frase, y, sin envanecerse por la ventaja que acababa de
obtener, dijo sencillamente:
—Ya veis, pues, mi querido caballero, que no conviene pronunciarse de una
manera absoluta contra la existencia de una atmósfera en la superficie de la Luna.
Esta atmósfera es probablemente muy poco densa, bastante sutil, pero la ciencia en la
actualidad admite generalmente su existencia.
—No en las montañas, por más que lo sintáis —respondió el desconocido, que no
quería dar su brazo a torcer.
—Pero sí en el fondo de los valles, y no elevándose más allá de algunos
centenares de pies.
—Aunque así fuese, haríais bien en tomar vuestras precauciones, porque el tal
aire estará terriblemente enrarecido.
—¡Oh! Caballero, siempre habrá el suficiente para un hombre solo, y además, una
vez allí, procuraré economizarlo todo lo que pueda y no respirar sino en las grandes
ocasiones.
Una estrepitosa carcajada retumbó en los oídos del misterioso interlocutor, el cual
paseó sus miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.
—Ahora bien —repuso Michel Ardan con cierta indiferencia—, puesto que
estamos de acuerdo sobre la existencia de una atmósfera lunar, tenemos también que
admitir la presencia de cierta cantidad de agua. Ésta es una consecuencia que me
alegro de poder sacar por la cuenta que me tiene. Permitidme, además, mi amable
contradictor, someter una observación a vuestro ilustrado criterio. Nosotros no
conocemos más que una cara de la Luna, y aunque haya poco aire en el lado que nos
mira, es posible que haya mucho en el opuesto.
—¿Por qué razón?
—Porque la Luna, bajo la acción de la atracción terrestre, ha tomado la forma de
un huevo, que vemos por su extremo más pequeño. De aquí ha deducido Hansteen,
cuyos cálculos son siempre de trascendencia, que el centro de gravedad de la Luna
está situado en el otro hemisferio, y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua
han debido de ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde los primeros
días de su creación.
—¡Paradojas! —exclamó el desconocido.
—¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de la mecánica; y que me parecen
difíciles de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la
vida, tal como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la Luna. Deseo
que se vote esta proposición.
La proposición obtuvo los aplausos unánimes de trescientos mil oyentes.
El adversario de Michel Ardan quería replicar, pero no pudo hacerse oír. Caía
sobre él una granizada de gritos y amenazas.
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—¡Basta! ¡Basta! —decían unos.
—¡Fuera el intruso! —repetían otros.
—¡Fuera! ¡Fuera! —exclamaba la irritada muchedumbre. Pero él, firme, agarrado
al estrado, dejaba pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado
proporciones formidables, si Michel Ardan no la hubiese apaciguado con un ademán.
Era de un carácter demasiado caballeroso para abandonar a su contradictor en el
apuro en que le veía.
—¿Deseáis añadir algunas palabras? —le preguntó con la mayor cortesía.
—¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil! —respondió el desconocido, con arrebato—. Pero, no, me
basta una sola. Para perseverar en vuestro proyecto, es preciso que seáis…
—¿Imprudente? ¿Cómo podéis tratarme así, sabiendo que he pedido una bala
cilíndrico-cónica a mi amigo Barbicane, para no dar por el camino vueltas y revueltas
como una ardilla?
—¡Desgraciado! ¡Al salir del cañón, la repercusión os hará pedazos!
—Mi querido colega, acabáis de poner el dedo en la llaga, en la verdadera y única
dificultad por ahora; pero la buena opinión que tengo formada del genio industrial de
los americanos me permite creer que llegará a resolverse…
—¿Y el calor desarrollado por la velocidad del proyectil al atravesar las capas del
aire?
—¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y cruzará con tanta rapidez la atmósfera!
—¿Y víveres? ¿Y agua?
—He calculado que podría llevar víveres y agua para un año —respondió Ardan
—, y la travesía durará cuatro días.
—¿Y aire para respirar durante el viaje?
—Lo haré artificialmente por procedimientos químicos bien conocidos.
—Pero ¿y vuestra caída en la Luna, suponiendo que lleguéis a ella?
—Será seis veces menos rápida que una caída en la Tierra, porque el peso es seis
veces menor en la superficie de la Luna.
—¡Pero aun así, será suficiente para romperos como un pedazo de vidrio!
—¿Y quién me impedirá retardar mi caída por medio de cohetes
convenientemente dispuestos y disparados en ocasión oportuna?
—Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto todas las dificultades, que se
hayan allanado todos los obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las
probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a la Luna, ¿cómo volveréis?
—¡No volveré!
A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea quedó muda. Pero su
silencio fue más elocuente que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se
aprovechó de él para protestar por última vez.
—Os mataréis infaliblemente —exclamó—, y vuestra muerte, que no será más
El proyectil disparado por el columbiad de Stone's Hill ha sido percibido por los
señores Belfast y J. T. Maston, el 12 de diciembre, a las 8 horas 47 minutos de la
noche, habiendo entrado la Luna en su último cuarto.
El proyectil no ha llegado a su término. Ha pasado, sin embargo, bastante cerca
de él para ser retenido por la atracción lunar.
Allí, su movimiento rectilíneo se ha convertido en un movimiento circular de una
rapidez vertiginosa, y ha sido arrastrado siguiendo una órbita elíptica alrededor de
la Luna, de la cual ha pasado a ser un verdadero satélite.
Los elementos de este nuevo astro no han podido aún determinarse. No se conoce
su velocidad de traslación ni su velocidad de rotación. Puede calcularse en 2.833
millas, aproximadamente, la distancia que lo separa de la superficie de la Luna.
En la actualidad se pueden establecer dos hipótesis, y según cuál sea la que
corresponde al hecho, modificar de distinta manera el estado de cosas.
O la atracción de la Luna prevalecerá sobre todas las fuerzas, y arrastrará el
proyectil, en cuyo caso los viajeros llegarán al término de su viaje.
O, conservándose el proyectil en una órbita inmutable, gravitará alrededor del
disco lunar hasta la consumación de los siglos.
He aquí lo que las observaciones nos dirán un día u otro, pero, por ahora, el
único resultado de la tentativa del Gun-Club ha sido dotar a nuestro sistema solar de
un astro nuevo.
J. BELFAST
FIN