Carolus
Carolus
Carolus
CAROLUS
Carolina Molina
Créditos
1.ª edición: febrero 2017
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
NOTA DE LA AUTORA
PRIMERA PIEZA
Los reyes
Las mujeres
Los hombres
El Palacio del Buen Retiro
El poder de un huevo
La mejor medicina, el tabaco
Por el pueblo, pero sin él
SEGUNDA PIEZA
Oíd, por Castilla
Sitios reales, reales sitios
El primer disgusto
Dos veces aquella noche
Que nadie me lo inquiete ni me lo quite
Que embaldosen el frente y aun los costados
La familia es lo primero
Las Siete Chimeneas
Que enciendan las farolas
TERCERA PIEZA
¡Gracias a Dios!
Que no son jardinitos sino cármenes
«Los franceses no se unen con mi genio»
Todo lo hallado
«Que le pongan el pitipié»
El pan por las nubes
«Con un rey basta»
«Los españoles no quieren ni sufren forasteros»
Aquí es una lástima lo que han hecho
El Príncipe de Asturias y la Serenísima
«Hago en los dos lo que quiero»
Son como niños cuando se les lava
Debajo de la capa todo se tapa
Seguid a la liebre
Yo merecía una estatua
Con el rabo entre las piernas
CUARTA PIEZA Y ÚLTIMA
«Allá os los envío»
«Superior a los romanos»
Carolus III
La sombra de las antiguallas
A la cazuela
«Lo encuentra Flores por la mañana»
Desahogo magnífico y espacioso
Los Amigos del País
Carolo que no Carolus
¡Caramba con la Caramba!
Los dioses enfrentados
El Peñón de la discordia
La Colina de las Ciencias
El retrato con el perro
¿Creíais que iba a ser eterno?
Epílogo
Extracto
Algunos personajes
Nota
Dedicatoria
NOTA DE LA AUTORA
PRIMERA PIEZA
Los reyes
Los reyes
Las mujeres
Los hombres
Era faldero, bravucón y osado, pero siempre reía con gran gracia
y sabiendo en todo momento la palabra mejor que utilizar. Así que
las mujeres se embobaban de tal manera que era difícil contravenirle
en el amor.
Y no era solo por la labia, justa y elocuente, sino por sus hechuras
varoniles que se formaron entre tantos raros menesteres, que
aunque joven conocía prácticamente de todo: a batirse y a cabalgar
como el mejor jinete, parlotear en inglés y francés si la situación lo
exigía, y si llegaba el caso también era diestro en poner pucheros.
No le eran desconocidos los remedios caseros más extraños, ni los
métodos científicos más modernos para cualquier enfermedad. Y se
desenvolvía con gracia entre granujas y nobles; de la misma manera
a cada uno trataba como se merecía, dándoles lo que esperaban. Era
en definitiva un hombre bien apañado y con belleza de nacimiento.
Si acaso tenía una debilidad: la de perseguir a las mujeres. Pese a ello
también se desenvolvía sin preocuparle si llevaban refajo o tontillo,
tanto le daba, pues a fin de cuentas lo que le interesaba estaba
siempre debajo.
Como cada tarde, buscaba el calor de Pepa la Serenilla, dulce
mujer del barrio de la Antequeruela. Viuda reciente, echaba en falta
unos brazos robustos y en Gil López los encontró muy prietos y
deleitosos, como son menester en cualquier amante.
Era ya costumbre verlos juntos o presentirlos tras las puertas de la
casa, pues allí pasaban, como digo, las tardes y toda la noche,
acurrucados los dos en un colchón de buena lana amparándose en la
tranquilidad del hogar. Hacía ya algunas horas que terminaran sus
revolcones amorosos apagándose los suspiros y jadeos para bien de
los vecinos cuando a la puerta fueron a dar bien fuerte.
—¿Quién osa llamar a una casa decente a tan altas horas de la
madrugada? —vociferó Gil medio embutiéndose en los calzones—. A
fe mía que será importante porque si no he de rebanar a alguien las
orejas.
Abrió la puerta y vio a un chicuelo muy harapiento con una nota
en la mano. A buen seguro que no sabía lo que decía pues cara no
tenía de saber leerla.
—Me han dao esto pal señor Gil López —parloteó el niño—. ¿Es
vuesa merced?
—Lo soy, dame.
El mocoso retuvo bien agarrada la nota hasta que recibió unas
monedas a cambio. Luego se levantó el mugriento sombrero, que ya
le quedaba pequeño, y salió corriendo.
Gil leyó la nota muy atento, medio vestido y deshaciéndose de los
brazos de la viuda que quería de nuevo arrumacos y vuelta a
empezar.
—Quita, mujer, que me requiere mi antiguo amo, fray Diego. Dice
que vaya corriendo a su casa que he de irme a Madrid.
—¿A Madrid? —preguntó alarmada la Serenilla—. ¿Por cuánto
tiempo?
—¡Quién sabe! Cuando un antiguo amo te reclama puede ser
para muchos meses. No me esperes, al menos, hasta el verano.
—¡No quiera Dios!
Viendo la pena que se reflejaba en la mujer que lo abrazaba
deleitándose en besarle cada mejilla como si fueran suyas y no
quisiera que de nadie más, la tomó del mentón y dijo:
—No son buenos tiempos para negarle el favor a nadie. Y muy
buenos para ir a Madrid ahora que tenemos rey nuevo. Lo mismo te
hago llamar para establecernos allí, cerca de ese palacio que están
construyendo para la familia real.
—¡Anda, zalamero! Sé bien que ya no te veré más —lloriqueaba
la mujer.
—Eso no lo sabemos ni tú ni yo. Lo que nos depare el destino es
cosa de los Cielos y de Dios y no podemos mutarlo ninguno de
nosotros. Que sea enhorabuena la llegada de esta carta, no lo
lamentes, que por algo será.
Gil le dio el último beso, limpiándole con caricias sus muchas
lágrimas.
Luego fue a buscar su caballo y muy contento gritó para sus
adentros:
—¡A Madrid!
De un latigazo certero espantó a su caballo y se marchó.
El Palacio del Buen Retiro
El poder de un huevo
SEGUNDA PIEZA
Oíd, por Castilla
El primer disgusto
Al poco de que todo volviera a su ser, que era que don Carlos se
ajustara a sus disciplinas cortesanas con puntualidad de reloj, vino a
llamarle la atención las insinuaciones de su madre, la reina ahora por
pleno derecho, pues mujer no había que le hiciera competencia.
Carlos, es decir, Carletto, siempre la había respetado. De niño
acatando sus órdenes y de adulto sus consejos, pero siempre con
extrema humildad y sin que hubiera entre ellos ningún secreto. Hasta
recordaba haberle explicado muy ligeramente su noche de bodas
con la que fue su esposa, «que lo hicieron dos veces», le aseguró, lo
que resultaba pintoresco entre madre e hijo.
Por eso la Farnesio, y además porque nunca había tenido pelos en
la lengua, procuró la conversación con el rey, y como sabía que con
chocolate estaría más receptivo ordenó dos jícaras bien calientes,
que ya era pasada la Navidad pero aún helaba.
Sentose Carlos III junto a su madre y esta convino:
—Querido Carletto, me tienes muy preocupada. Un rey no puede
estar siempre de luto. Se te ve muy pálido y algunos creen
encontrarte enfermo.
Don Carlos denegaba.
—No es el rey el que debe preocuparos sino el hombre. Siempre
llevaré este luto en mi corazón, pues se me ha ido la mejor
compañera que pueda hallarse.
«¡Por la Virgen, qué tendría esa mujer que yo nunca supe ver —
pensaba la reina madre—, si parecía siempre un poco boba, y fea era
de hartarse. Me queda, al menos, el consuelo de habérsela buscado
bien para que maridara.»
—Pero, hijo mío, esto es ley de vida. Sus trece partos no se la
llevaron y podría haberse ido con el número catorce, pero no fue así.
La tuviste contigo mucho tiempo y es eso de lo que tienes que
congratularte. No obstante, debes pensar en nuevas nupcias pues te
obliga España.
Carlos, el tercero, ponía mueca grotesca.
—Imposible, imposible. No me caso. Eso os lo puedo jurar.
—¡Pero si eso hubiera hecho tu padre no me habría conocido por
ser yo su segunda esposa! ¿No te das cuenta?
La reina madre daba golpes de rabia con su bastón y la jícara de
chocolate peligraba en desbordarse.
—En esto no podré daros gusto, madre. No habrá más mujeres
en mi vida, salvo mis hermanas e hijas y vos la primera, claro está.
Pero en la cama ninguna.
Doña Isabel contenía un sofocón ya que no acostumbraba a ver
que alguien la contradijera. Pero rey era y tenía sus prebendas,
aunque fuera su hijo y debiera obedecerla.
Resolvió ceder en la insistencia y conseguir sus fines con medios
más femeninos, o sea, sutiles y meticones que ya se sabe que cuanto
más se insiste mejores resultados se obtienen. Pocos son inflexibles a
la testarudez si esta está bien llevada.
La reina madre llamó a sus cortesanas, les ordenó presencia y con
su vista ya menguada, las quiso ver de espaldas y por el frente, a
derechas e izquierdas, y sobre todo se interesó por sus atributos, que
serían los que habrían de tentar al rey. Con ello no pretendía buscar
esposa, pues debería ser de buena familia y regia, sino como
decimos, tentarle, tentarle lo suficiente para recordar a don Carlos
que a veces hay que prestar más atención al hombre que al monarca.
«Qué diferente es este hijo mío de su padre, que me perseguía
por los pasillos de palacio y encamados estábamos todo el día. No
me extraña que las malas lenguas dijeran que yo reinaba desde la
cama, pero es que don Felipe, aunque con el seso vuelto y sin saber
distinguir la noche del día, deseaba a su mujer cerca y al descuido
entre sus brazos reales.»
Eligió algunas de sus camareras y les indicó que le sirvieran el
chocolate a menudo, para forzar los encuentros. Que emplearan
gestos familiares y a ser posible sin cofia, con melena suelta y buen
escote.
A la semana don Carlos rogó que no le sirvieran más jícaras que
ya saciado estaba y con esas doña Isabel tuvo que conmutarle la
pena de inducido seductor por el de galán de fiesta.
Escribió cartas a sus conocidas, sobre todo a las que sabía
intrigantes y, como era lógico, le llegó a doña Laureana de Uceda
una muy esclarecedora, ya que la Farnesio no se andaba con
chiquitas, invitándola a una fiesta en palacio aprovechando la
proximidad de la primavera.
Todo ello se recibió bien, salvo por el hecho de que el coste corría
a cargo del bolsillo del ciudadano y, claro, cuando hay que estirar los
reales mejor es la suciedad, que esa es gratis. También se apremió a
los inquilinos, fueran dueños o no de las viviendas, a pagar el diez
por ciento de los costes, lo que incrementó los alquileres y por tanto
indignó a los españoles, que parecía que siempre los reyes y
ministros modernizaban todo a costa del pobre para luego darse
ellos el pote.
Así las cosas y aunque el pan también encarecía, los madrileños
se prestaron, obligados sí, pero con el contento de mutar el raro aire
de la corte en lindo y respirable.
La labor de los basureros, ya atardecido, que era lo que se llamó
la «marea» de barros e inmundicias, pasó a la historia. No volvió a
verse a sus penitentes funcionarios iluminando con teas el arrastre
de los nauseabundos carros. Muy pronto ni los viejos los recordarían,
quizá como un mal sueño propio del purgatorio o a tenor de las
iluminarias y las caras tétricas de los barrenderos, que parecían del
propio infierno.
La familia es lo primero
TERCERA PIEZA
¡Gracias a Dios!
¡Gracias a Dios!
Siguió la vida muy tediosa para don Carlos que con su viudez no
quería más que ocupar su tiempo en asuntos que le desviaran de sus
malos recuerdos. Eran estos, desde siempre, su punto flaco. Primero
la falta de doña Amalia, a quien tanto quería, y luego el espanto que
de siempre manifestara a perder el juicio pues en su sangre venía ya
de antiguo, con su padre Felipe y luego con su hermanastro
Fernando, una vena incontrolable de enajenación.
Por eso no podía sentarse y dejarse llevar por la debilidad.
Muchas eran las cosas que quedaban por hacer y cierto que iban
haciéndose, pero no eran tiempos de holganza. Si siempre había sido
hombre de gran sosera, de no amar las fiestas y la música, ahora no
quería más que guardar el orden en su día, es decir, despachos y
más despachos y estos alternados con la caza.
Las fiestas, ni las que insinuaba la reina madre, se ofrecieron. No
hubo más remedio que permitir las ciudadanas, porque «sus hijos»
debían divertirse. Pero en palacio la vida se volvió rutinaria, vamos,
que la dirigía un reloj.
De los tiempos de su padre, con el gran Farinelli haciendo
gorgoritos, ya nada quedaba. Hasta se decía que don Carlos pensaba
prohibir la fiesta de los toros, que todo podía ser.
No pudo rechazar acudir a las manifestaciones religiosas, que
estas eran obligadas, y las acometía como una orden divina ya que él
también era divino y todo quedaba en familia. Pero no le gustaban ni
podría decirse que don Carlos era piadoso en extremo. Por eso
soportaba las capillas públicas con seriedad, agradecía el sermón y
hasta ponía los ojos en blanco haciendo ver que la música celestial
del Stradivarius animada entre las nubes de incienso le inducía al
misticismo.
También demostraba entereza en el lavatorio de pies del Jueves
Santo, por muy sucios que los tuvieran los doce pobres. Y al finalizar
cada cosa, al llegar a palacio, se quitaba la casaca de botones de
diamantes que se había puesto para el disfrute y la cambiaba por
otra antigua, casi deslucida pero que era la que le gustaba.
Entonces se sentaba y decía: «¡Gracias a Dios!» Porque ya había
llegado el momento de estar a solas y tomarse su jícara de chocolate
de tres en tres sorbos, como a él le gustaba, que si el criado se la
quitaba antes se molestaba.
—Alto, alto, que me falta un sorbo —decía.
De todas aquellas fiestas religiosas la que más le agradaba se
encontraba ya próxima. Era la Navidad la que le recordaba a su
Amalia, con su belén napolitano extendido por el gran salón y al que
él dedicaba algunas horas a realizar sus casitas, a colocar los
pastores y a perfeccionar los remates, disfrutando de la colocación
exacta de cada figura año tras año, con su esmerada memoria para
tales asuntos.
No había nada más placentero que lo rutinario, que el orden y la
claridad. Todo era mucho más bello sabiendo que era inmutable.
Todo lo hallado
En la Sala de los Reyes, que era amplia y con luz proveniente del
cercano Patio de los Leones, instalaron su despacho de campaña, es
decir, una mesa con bártulos de pintor, trapos para limpiar y sacar
brillo, cubos con agua y restos de pintura, reglas, pliegos de papeles,
bastidores y libros, de donde poder tomar notas de piezas parecidas
a las que allí llevaban para esbozar.
Sánchez Sarabia iba de un lado para otro controlando los
fragmentos de historia que allí había y un grupo de ayudantes
comenzaba a hacer trazos sobre los papeles o catalogaba de
acuerdo a los manuales. Algunos aprendices, incluso, recibían
lecciones muy adecuadas. No faltaba por allí un guardés de la
Alhambra que ayudaba en lo que podía, limpiando el suelo de hojas
secas o barriendo en los rincones, amén de llevarles el almuerzo
cuando era la hora.
Muy interesado estaba Lorenzo de Elvira en un jarrón con
gacelillas, grandes y de colores azules pero muy vivos, cuando la
sombra de una persona, que no era nadie de los anteriormente
dichos, le estorbó la luz. Tuvo por ello que levantarse de la silla en
donde sentado estaba tomando sus muchas notas.
Vio, por lo tanto, bajo las arcadas moras de aquel palacio, una
silueta que no podía detallarse pues a contraluz estaba. Lo que era
seguro es que parecía de mujer y para más señas de monja. Ningún
convento había cerca, salvo los de frailes, lo que hizo más chocante
el encuentro pero con todo entendió que la profesa se encontraba
perdida o buscaba a alguien y se acercó a preguntar:
—¿Puedo ayudaros, hermana?
Y tanto que pudo. No hizo falta que la dama contestara salvo
para explicar la causa de ir así vestida, porque Lorenzo reconoció de
inmediato a Dora y no solo le dolió verla después de un año largo
intentando olvidarla, sino que ahora se presentaba en Granada y
vestida de monja.
—¿Vos? ¿Habéis tomado los votos?
Dora reía, de felicidad, pero también de nervios por tener un
nudo en la garganta.
—Vengo de novicia pero no he tomado votos, aunque bien pensé
en hacerlo por vuestra causa. Y ahora doy gracias a Dios de no
haberlo hecho.
De Elvira tartamudeaba, tanto como su corazón que no paraba de
moverse.
—Pero... pero... ¿a qué debo esta visita? Explicaos, os lo ruego.
Ambos se apartaron para no ser oídos por los artistas y a la orilla
de la Fuente de los Leones fueron, pues estaba cerca y la muchacha
se sentó sobre unos tablones que cubrían el suelo, en otros tiempos
de mármol y ahora semioculto entre zarzajos.
Cuando Dora pudo retomar la conversación, dijo:
—Pues vengo porque hace apenas cuatro días que comprendí el
entuerto en que os involucramos sin saberlo. Fui inflexible con vos
sobre un punto en el que erais inocente. Y os ruego que me
perdonéis.
A Lorenzo le faltaba el aire. Todavía tenía los pliegos
garabateados en la mano sin saber que los tenía. Se sentó a su lado
pues le temblaban las piernas.
—No os abruméis por mí —continuaba rogando Dorita—. Ahora
entiendo lo que pasó aunque aún no sé muy bien de dónde partió el
enredo. Se ha tratado de un error y bien grande porque yo creí que
ibais los jueves a ver a mi señora, a seducirla o a enamorarla, que no
lo sé muy bien, mientras que los miércoles me veíais a mí. Todo
surgió porque la marquesa vio que su amante llevaba vuestra espada
con vuestro nombre grabado en la hoja y todo dio a confusión. Así
que cuando supo que estaba preñada y que su hijo era de aquel
hombre ambas pensamos que se trataba de vos y no de...
—¡De Gil López! —exclamó Lorenzo, atando cabos—. ¡El muy
bellaco! Por eso huyó sin dar explicaciones...
Dora y Lorenzo se miraron. No tenían ganas de seguir
explicándose ni de volver a recordar los males que sufrieron a causa
de aquellos tiempos. La damita sacó de entre sus ropas, es decir, de
entre sus hábitos, el camafeo con el retrato pintado, que desde que
supo de su inocencia se lo colgó del cuello para de él no separarse.
—¿Todavía lo tenéis?
—No quise desprenderme de vuestro regalo ni aun cuando
pensaba que erais un canalla.
Se sonreían, parecían dos extraños y claro, con el hábito puesto a
Dora no le entraban ganas de acercarse y a Lorenzo de tomarla entre
sus brazos.
—¿Así que la marquesa ha tenido un hijo de Gil López?
«Ay, Jesús, qué sinsentido —se decía Dorita—, merecido se lo
tiene la de Valdivielso por ir sin prudencia en las lides del amor.
Cuando sepa quién es el padre, esto es, un criado, se hará de
cruces.»
—Verás, Dora... —comenzó el muchacho tras un corto y reflexivo
silencio y volviéndola a llamar sin protocolos—. Desde que ambos
nos alejamos han pasado muchas cosas. Quizá sea mejor hablar en
otro lugar y momento. ¿Tienes dónde dormir? ¿Y ese traje?... ¡Alguno
más habrás traído!
—Pues no, que salí muy rápido del convento. Ahora me
arrepiento de haber dejado a Valentín sin un solo beso. Estará
llorando por mi ausencia.
Claro estaba que Lorenzo no sabía quién era Valentín y al decir
eso del beso se sintió celoso, mas Dora se lo explicó muy rápido
porque a partir de entonces habrían de esmerarse por rehuir los
malentendidos.
Por la tarde se citaron en los alrededores de la calle Zacatín, cerca
de la riberilla del Darro, con el propósito de buscar una tienda
abierta de telas en donde poder encargar vestidos nuevos. Lo de
buscar lugar para dormir fue más complicado.
DORA
Querida Marina:
Escribo esta para comunicarle una nueva que me hace muy
feliz. Ayer nos casamos Lorenzo y yo en una ceremonia sencilla y
muy privada, como es propio de nuestro carácter. Fue en una
ermitilla que dedican a san Cecilio y luego lo celebramos
caminando hacia la Alhambra donde él trabaja ahora y dejé mi
ramo entre los leones moros de una fuente como símbolo de
agradecimiento a esta tierra que me ha dado al que es ya mi
marido. Guardaré siempre en mi memoria esos felinos de mármol,
sobre todo el que guardó las flores, que por lo que me dijeron
tiene nombre, aunque lo he olvidado. Yo los conté y di por bueno
que sería el número cuatro. Porque ha de saber, vuesa merced,
que son hasta doce y cada uno a cual más bonito. ¡Cuántos
amores ocultos se han debido guardar esas piedras legendarias!
Le cuento todo esto para que sepa que soy feliz. No envié
invitación de boda porque todo fue precipitado y bien sé lo que
le gusta a vuesa merced prepararlo todo con detalle.
¿Cómo está mi Valentín?
Ruego que me conteste mandándome nuevas de él y de su
persona, que ardo en deseos de saber cómo les va ya que vuesa
merced no se acordó de responderme a mi primera carta. Y, claro,
ando sin saber lo que sucede con sus vidas.
Sin otro particular, su amiga,
DORA
Cuando llegó Carlos III a las Españas, con gran experiencia como
defensor del arte, no en vano fue el impulsor de los hallazgos de
Pompeya y Herculano, se presentía que lo haría junto a los italianos
que con él realizaron tamañas obras en Sicilia, palacios o arcos
triunfales, monumentos varios, que al rey gustaron. A tenor de todo
lo que había que arreglar en el nuevo país, pues patas arriba estaba,
se presentían nuevos trabajos, que era como decir un futuro lleno de
oportunidades para los arquitectos y pintores.
El barroco italiano y el churrigueresco español quedaron atrás
para dar paso a otros aires, más elegantes y sencillos, quizás hasta
sosainas pero que representaron los nuevos tiempos y el espíritu de
la Ilustración.
Debió don Carlos mirar en la profundidad de los ojos del joven
Sabatini y comprender que prometía, pues capacitado estaba para
hacer esto y aquello, sin miedo a ocupar el favor que años atrás tuvo
Luigi Vanvitelli y que cayó en desgracia, sin que se conozca hasta la
fecha, la razón.
A Francesco Sabatini lo llamó el rey español al poco de llevar en
su nueva tierra ni unos meses, se le nombró ingeniero ordinario con
el propósito de ser empleado a la voluntad del monarca, tanto para
los palacios de Aranjuez como de la corte de Madrid.
Y desde entonces la carrera de este arquitecto italiano fue
fulgurante. El 27 de julio de 1760 le ofrecieron, a costa del puesto de
Sachetti que era el que hasta el momento se encargaba, la dirección
de las obras del Palacio Real, nada menos. Porque al rey, como ya se
ha dicho, le parecía muy poco lo que allí se hacía teniendo en mente
la grandeza del palacio de Caserta. Vamos, que dijo de corazón:
«Aquí es una lástima lo que se ha hecho», que era como decir que en
España son todos unos manazas que no dan a una ni queriendo.
Huelga decir que la decisión levantaría ampollas entre los artistas del
momento, mas a Carlos III solo le importaba que el palacio quedara
lo mejor posible.
A Sabatini se le hizo académico de honor y de mérito en la Real
Academia de San Fernando, no había más aplausos, vive Dios,
justificados, sí, pero ya un poco cansinos.
Pero no quedó en eso la cosa porque don Carlos le ofreció sanear
las calles y va Sabatini y lo hace bien. Y luego le ofrece iluminarlas y
va Sabatini y lo hace mejor. Que no había manera de cogerlo en un
renuncio.
Para colmo, el arquitecto no era solo buen artista y matemático
sino que le gustaba lo de la milicia. Comenzó como teniente coronel,
pasando por coronel de los Reales Ejércitos, brigadier ingeniero
director, mariscal de campo, caballero de la Orden de Santiago,
teniente general, comandante e inspector general de ingenieros y
consejero nato del Superior de la Guerra y otras lindezas más que
consiguió antes de su muerte que aún quedaba muy lejos.
En estas circunstancias nadie se oponía a trabajar a las órdenes de
Sabatini porque ello representaba solo cosas buenas, fama lo
primero y comida después. Un sueldo de por vida si le caías bien
porque era cierto que si no se torcía el favor del rey tendrían sus
ayudantes trabajo hasta el siglo venidero. O sea que era como si les
hubiera tocado la lotería, esa que se le había ocurrido al marqués de
Esquilache, que todo eran parabienes aunque no te tocara nunca.
Aquel día no tenía nada que hacer y para sí se dijo: «¿Y si vas a
visitar a Valentín? Quizás hable ya y todo» y eso hizo, ponerse una
capa sobre los hombros y pedir un simón, pero sin grandes
ostentosidades, que las monjitas parecía que la miraban por encima
del hombro como si fuera alegre de cascos.
Y ciertamente no lo era, que se preocupaba de Valentín, sí, mucho
mucho. Desde casa o a veces en medio de una fiesta, que ella tenía
alcordaderas suficientes para saber que tenía un hijo estuviera donde
estuviese.
Así que nadie podría tacharla de mala madre, quizá de
pachorrona. De eso sí, porque se tomaba las cosas con mucha
parsimonia, sin prisa, que ahora había comprendido que la juventud
era para dos días.
Llegó al convento y entró observada por las monjas, las novicias
sin pestañear porque la creían ingrata, pero ella no dijo ni hizo nada,
solo pasar por delante y ya está. En esto que salieron unos niños por
el claustro allí donde les dejaban corretear y vio a su Valentín.
—¡Valentín, hijo mío! —se abalanzó sobre el mocoso que iba
vestido con hábito, grima daba, cierto era, porque ver a un niño con
sotana era de lo más extraño. Y el niño que no, que no quería
arrumacos. Ni con socaliñas.
—Señora, señora... —dijo una de las monjas—. Que ese niño no
es el suyo, que se confunde, que Valentín está ahí sentado. ¿No lo ve,
vuesa merced?
Qué contratiempo y qué mal efecto había causado entre las
religiosas al no reconocer a su hijo, pero es que todos eran iguales
con esos trajecicos largos.
—Pues que me lo traigan que quiero verlo de cerca.
Y se lo trajeron.
Lo miró la marquesita como a distancia, creyendo que podría
pegarle algún piojo porque esos paños oscuros de los hábitos tenían
aspecto de viejos y por descontado de sucios. Pero, claro, eso no
podía ser porque las monjitas eran muy aseadas. Otra cosa era lo de
los mocos.
—¿Y por qué parece que está sucio? ¿Qué le cuelga de las
narices?
—Está algo resfriado y los niños ya se sabe. Si vuesa merced
pudiera llevárselo a su casa, quizá con el calor de la chimenea y con
buenas viandas...
—Ay, no. Imposible del todo.
Marina dio media vuelta y acuciada por las palabras de la monja,
que era en verdad mala y si no a qué ese comentario, decidió
marcharse.
Verdad que su visita no duró ni tres minutos pero ya vio que el
muchacho estaba bien, algo delgado, pero que ya andaba y no
parecía ni jorobado ni con deformaciones.
Cuando llegó a su casa le apremiaron los remordimientos.
¿Y si...? Pero no, ella no era de esas mujeres... Además, seguía sin
maridar y se entendería como ofensa. Dicho lo cual aquella noche
durmió sin trabas y a pierna tendida.
Diferente fue al siguiente día que nada más abrir los ojos le vino a
las mientes la imagen de Valentín todo sucio y enfermillo y el
corazón se le encogió. Porque Marina no era tan desprendida como
parecía a los demás, solo que su carácter era de un párvulo irritante,
vamos, que con sus años y experiencias no había conseguido
madurar. Se creía la reina de Saba, que todos debían estar a su
disposición y a nada le veía complicaciones si era para divertirse.
No pudo ni desayunar el chocolate con lo que le gustaba, se le
atragantaba en la garganta acordándose de lo mal que debía de
estar su hijo en el convento mientras ella tenía calor y comida. Ay,
qué difícil era todo.
Así que sin terminar la jícara se vistió y volvió de nuevo a ver a las
monjitas. Decidido estaba, ya que se ocuparía de él dando dinero o
pagando a alguien para que lo acomodara en su hogar, en fin, que
intentaría ser buena madre aunque estuviera en la distancia.
Llegó muy altanera andando en el empeño de parecer mejor a los
ojos de las profesas y en estas dijo:
—Vengo a llevarme a Valentín que quiero cuidarlo por mi cuenta.
La monja superiora se quedó como de piedra. No solo porque no
se esperaba la esplendidez de Marina sino porque, aun queriendo,
no podría entregarle a Valentín por lo siguiente:
—Señora marquesa, imposible que esto haga. A Valentín se lo
llevó esta misma mañana doña Adoración de Elvira.
—¿Cómo?
Marina no hallaba el aire. Se sentó en un poyete de piedra que en
el claustro había y se abanicó.
—Pero... pero... no puede ser. Dora está en Granada.
La monjita se lo negaba.
—Doña Dora ha vuelto de Andalucía a establecerse en Madrid y
lo primero que ha hecho es venir a ver a Valentín. Como vuesa
merced no se ocupaba... —y esto lo dijo con reconcome—, pues ha
visto bueno el llevárselo porque sabía que a vuesa merced no le
incomodaría. Creo que he hecho bien, ¿no le parece a vuesa merced?
El niño estará bien cuidado y vuesa merced podrá seguir con su vida.
Ay, qué mala era esa mujer. Mira que echarle en cara todo lo que
había hecho por Valentín que era... haberlo parido.
—¿Y dónde se aloja doña Dora... para ir a visitarla?
—No me lo ha dicho, pues acababa de llegar de Granada junto a
su marido y tiempo no les dio a buscar casa. Que pronto nos
escribirá para decirnos dónde para con Valentín.
Marina se despidió y en saliendo por la puerta las monjas
cuchicheaban.
El Príncipe de Asturias y la Serenísima
Pasaban los meses y Dora y Marina quedaban para pasear por las
Delicias o por El Prado sin que entre ellas hubiera pizca de
resentimiento. Valentín tomaba de la mano un rato a una y luego a
otra y aun sabiendo que era hijo de la marquesa siempre tendía a
refugiarse en quien era su madre ahora, claro está, Dorita.
También acudían juntas a los mercados y siendo próxima la feria
de San Mateo caminaban por las calles que la circundaba, así es, la
calle de Toledo o la plazuela de la Cebada, buscando gangas o
avituallándose de vidriados o espartos que eran los más comunes,
amén de caer también algún juguete para Valentín.
Hablaban mucho, de menudencias, como que la de Esquilache se
había puesto un diente de marfil y que le daban alergias los polvos
de arroz que se echaba en la cara, pero por lo demás solo había
compromiso de reformarse y hasta se llegó a ofrecer la madama a
cuidarla en sus últimos meses de gestación tal y como Dora hizo con
ella en la misma circunstancia.
—Dime, querida... ¿Echas de menos Granada? Porque yo a veces
añoro Burgos.
Dora suspiraba al pensar en esos rincones tan perturbadores que
tenía la ciudad de la Alhambra, todos ellos lindos y que se metían en
la sangre más rápido que las sanguijuelas.
—Sí, señora. Yo también la añoro, que es ciudad muy peculiar y
nada de ella se puede encontrar en otros sitios. Pero a Lorenzo le
mandaron volver y así se hizo. Además, estaba lo otro que...
Quedó muda al pensar que estaba siendo poco prudente porque
aunque Marina se mostraba leal no era cosa de ir contando las cosas
al viento.
—¿Qué otro? A mí puedes confesármelo. ¿Qué ocurre que tanto
te preocupa?
Dudaba, no era para menos, pero finalmente...
—Pues que un hombre nos acechaba. Nos vigilaba día y noche y
Lorenzo cree que era para pedirle cuentas de una cosa pasada. Fue
muy desagradable porque aquel hombre me observaba con tibieza,
a veces me saludaba como si me conociera e incluso una vez me
salvó de un gran peligro cuando se desbocó nuestro caballo. Raro
era, sin duda alguna.
Marina y su imaginación se apresuraron a intervenir.
—Pero ¿cómo? ¿Te salvó de un accidente? ¿Y piensas que quería
hacerte mal? ¿A qué salvarte si quería verte muerta o en estado
similar? Esto parece hecho de novela. Solo falta que además fuera
apuesto.
Marina se abanicaba, con sonrisa nerviosa y los ojos vueltos hacia
algo que debía pasarle muy ligero por la cabeza.
—Cierto es que era apuesto. Nunca le vi la cara pero su porte lo
era. Alto y bien formado. Con barba populosa y vestidos finos de los
de las Américas. Todo ello bien conjuntado con gorro y bastón, que
allí en Granada desde luego no era cosa vista.
Pardiez, qué descripción. Marina se mordía los labios, alborotada.
—Hija mía, un caballero así no puede ser verdugo sino celador de
tu bienestar. Apostaría cualquier cosa a que deseaba cortejarte y no
acertaba a decírtelo. Cortejos hay en todas partes, aquí y en Granada.
—Pero es que también vigilaba a Lorenzo y eso sí que no es
natural. Así que vimos lo mejor allegarnos a Madrid pues además de
ese impedimento estaba todo lo demás, que era mucho. Ahora
hemos de olvidar a ese americano y habiendo puesto tierra de por
medio él también nos olvidará a nosotros.
Marina sonreía pero socarrona.
—Qué cosas te pasan, querida. Y eso que llevas una vida más
tediosa que la de un cabañil del monte. Pero con todo no sé cómo te
las arreglas que siempre te sales con alguna extravagancia.
Dora se ofendía porque nunca favoreció las aventuras ni las
situaciones incómodas dado que era mujer de maneras amables y
muy correctas.
—Es fácil hablar cuando es otro el que baila. Ya me gustaría ver a
vuesa merced, querida mía, en mis mismas circunstancias. Las sales,
por lo menos, pediría.
Marina se reía porque era grato, qué digo, gratísimo, confirmar
que seguía siendo ella, sin trocamientos, tan sencilla y turbada como
la conoció siendo moza.
«Hago en los dos lo que quiero»
En la plazuela de Antón Martín, cierto era, había lío, qué digo lío,
revuelta de las grandes. Según parecía un grupo de ciudadanos
desoyendo los dictados ministeriales caminaba por la calle con capa
larga y sombrero de ala, vamos, como antes se vestía. Algo de
desafío había en esos andares, no había duda.
Unos alguaciles les dieron el alto.
—¿Adónde van, vuesas mercedes? ¿Acaso no saben del nuevo
edicto de capas y sombreros?
—Lo sabemos —aclaró uno de ellos con chulería—. Pero yo
siempre he ido así y ningún italiano me va a decir cómo debe ser mi
capa, si larga o corta.
—¡Señores! —gritó uno de los alguaciles muy enfadado—. Acaten
las leyes o tendrán multa.
—No serán, sus excelencias —contestaba con retintín—, capaces
de multarnos, que por mucho que se empeñen en ponernos
uniformes algunos madrileños lucharemos antes de ir de peleles.
Los guardias no se amilanaban y llamaron al sastre que les
acompañaba, que estaba obligado por ley pero no por ello iba
gozoso el pobre hombre, que le temblaban las choquezuelas del
miedo.
—¡Señor sastre! ¡Traiga las tijeras!
Viendo los bravucones que los alguaciles se afianzaban sacaron
de debajo de sus largas capas otras lindas y largas espadas.
—¡Antes se cortarán, usías, sus barbas que nuestras capas!
Y así comenzó la revuelta, que luego llevó a dar voces por las
calles insultando a los Esquilache, llamándole de todo menos bella a
la señora Pastora y exigiendo el exilio para el ministro que tanto les
había decepcionado.
Según caminaban ampliando su círculo, los amotinados, algunos
aún con palmas y ramos de olivo por haber participado en alguna de
las procesiones, se contagiaban como enfermedad y vociferaban sin
saber muy bien contra qué pero a un tiempo, consiguiendo que
Madrid fuera, en todo su contorno, una ciudad tomada.
Como las maniobras se avisaban antes de cumplirlas, que así era
más divertido, iban los madrileños diciendo:
—¡Vayamos a la casa de los Esquilache! ¡Saquémoslo de allí y
enviémoslo a su tierra!
Y otro contestó:
—¡A saquear! Tomemos lo que nos robó.
Salieron todos a una hacia la calle de Carretas en dirección a la
Puerta del Sol para tomar allí la de Alcalá y llegar a la Casa de las
Siete Chimeneas que era donde vivían los Esquilache.
Iban cantando, muy fanfarrones: «Seguid, seguid a la liebre, hasta
que no pueda más.»
Los ecos de los disparos, de los gritos y golpes inciertos,
reverberaban en las calles estrechas y se expandían en ese Madrid
silencioso de Semana Santa. Pronto llegó el criado al que enviaron
como avanzadilla con el propósito de discernir, espiando lo que
sucedía en las calles, si los de Elvira peligraban. Llegó, el susodicho,
jadeante después de haber corrido por la Puerta del Sol, la calle de
Carretas, la plaza Mayor y aledaños, para asegurarse de si había
partidas de revoltosos y... cierto que las había. De hecho según
caminaban se iban convenciendo unos a otros y se les añadían más
como bola de nieve que aumenta.
—Señores, dicen que van hacia la casa de Esquilache. Estarán
pronto cerca de aquí.
Dora y Lorenzo se miraban. Ordenaron dar de beber al criado,
que desfallecía, pues el esfuerzo había sido grande y era mes de
primavera.
En esto, que mientras valoraban si quedarse en casa, razonando
que ellos nada habrían de temer, o ir al convento de las monjitas a
las que Dora tanto quería, llegó doña Josefa con una carta que
habían depositado en la puerta sin que nadie supiera quién la puso.
—Pueden ser noticias importantes —caviló el ama—. Por eso me
atrevo a entregarla en estos momentos tan gravosos.
Lorenzo la recogió de las manos temblonas de doña Josefa, la
desdobló y vio que más que una carta era una nota, con pocas
palabras:
«Se prepara una sublevación contra Esquilache y sus amigos.
Acudan en rescate de la señora marquesa de Valdivielso.»
Eso ponía. Lo cual era ciertamente misterioso porque venía sin
firmar. ¿Quién se hallaba en vilo por proteger a la marquesa
queriendo al mismo tiempo mantener el anonimato?
Los amotinados ya se acercaban, se les oía canturrear lo de
«seguid, seguid a la liebre».
—Ay, Lorenzo, que no sé qué hacer.
El de Elvira vacilaba.
—Marina está sola en casa y vive enfrente de los Esquilache.
Sabiéndola en peligro, ¿justo es que no vayamos a rescatarla, como
dice esta nota?
Dora consentía, con lágrimas en los ojos, pero nunca fue egoísta y
siempre miró por el bien ajeno.
—Corre, ve a su casa. Y si Dios te lo permite, tráela para esta.
A la Casa de las Siete Chimeneas, que era como popularmente se
conocía al palacio donde residían los Esquilache, llegó un grupo de
ciudadanos, ninguno con capa corta, huelga decirlo, pero con
machetes, azadas, espadas o dagas y otros con los consabidos ramos
de olivo. Algunos iban con intención de hacer daño y otros por
acompañar, sin saber muy bien qué se encontrarían o qué harían al
llegar a la puerta de la casa de los marqueses.
Así que cuando esto sucedió y un criado se opuso a abrir la
puerta y luego, una vez abierta, a dejarlos entrar, uno de los
amotinados se enrabietó y sacando una espada la utilizó para que el
hombre, allí apostado, cediera. Pero no fue amenaza que lo dejó
muerto.
Viendo la sangre los que estaban indecisos supieron que la
revuelta era más que cierta, que no iban de bromas, que allí o se
llevaban por delante a los Esquilache o lo acontecido hasta ahora era
cosa de mocosos pero que no, que de mocosos nada porque ellos
eran hombres bien hechos y querían recuperar su vida, la de antes,
pero vestidos como era corriente, con su capa y chambergo y
pudiendo comer a lo barato, con un pan que no equivaliera a los
diamantes.
Subieron por las escaleras y se introdujeron en los gabinetes del
palacio, arrancaron los tapices, rompieron las lámparas y desgarraron
las sábanas que aún estaban vistiendo las camas con dosel.
Algunos se llenaban los bolsillos de lo que allí encontraban, que
bienvenidos eran los pendientes o las cajitas de rapé, porque
vendidos aseguraban la comida de varios meses.
Uno llegó al despacho del marqués y lo vio colgado en la pared,
quiero decir, pintado. Y aunque grande, descolgaron el marco y
entre varios se lo llevaron, no por hacer colección sino con intención
de quemarlo en alguna plaza y hacer público el rechazo al italiano.
No encontraron a la marquesa, que muy relista salió a refugiarse
al convento de Niñas de Leganés. Del marqués tampoco había señas
porque estaba con el rey en el Palacio Real, poniéndole en
antecedentes de los desastres.
—¡Entrad en la bodega y tomad los vinos, que vuestros son! —
decía el cabecilla—. Y si os parece poco, iremos a saquear a otros
petimetres para ver si en sus vestidores hay tricornios y redingots
que nos puedan prestar sus señorías para vestirnos...
Ja, ja, ja... reían con la boca abierta, la mayoría sin dientes.
—Ahí cerca está la otra marquesa, la tonta de los sombreros, esa
que vino de Burgos. ¡A por ella!
Salieron de la casa todos a fila de a uno, como ejército
uniformado de basquiñas de paño y camisas ajironadas, pero muy
arrogantes, porque se sabían poderosos.
Seguid a la liebre
Seguid a la liebre
Amigos míos:
Sé que Gil se recupera. No está en mi ánimo ser de nuevo un
estorbo en esta España que se vuelve a la cecina y la basquiña.
Arruinada estoy y no puedo mantener a Gil como amante. Doña
Pastora me ofrece una nueva vida en Italia y allí que me voy.
Cuidad de Valentín y procurad que nunca sepa que su padre fue
un criado.
Carolus III
A la cazuela
Así que Valentín tocó a la puerta del gabinete de Isabel. Era cierto
que con mano temblona, no como la que tenía cuando pintaba los
bocetos que le encargaban, pues en esos la tenía bien firme. Claro
que a lo que acudía cosa diferente era por atender al corazón, de lo
cual andaba muy verde al ser joven discreto y no frecuentar los
burdeles.
Mas la puerta se abrió y encontró a Isabel sentada en un sofá.
Tenía la mocita ojos de haber llorado, lo que enterneció al muchacho
y desbarató sus intenciones de declararse.
—¡Ay, Valentín! Ven y consuélame, que nuestros padres no
atienden a mis súplicas. Son implacables. No habrá manera de
convencerles salvo que lo hagas tú.
La joven se echó a los brazos de Valentín aliviándose con eso la
frustración de no conseguir sus propósitos, exigiendo estos de
astucia y diplomacia, o sea, virtudes que Isabel no dominaba.
—Tiento, hermosa mía. Hay que ir con tiento —decía Valentín,
intentando ganársela—. Mas si ellos te desoyen es porque te
quieren, qué digo, te adoran, y por eso no desean nada malo para ti.
Has de reconocer que el teatro no es el mejor medio para una joven
de tu reputación, pues teniéndolo todo ¿por qué elegir un futuro
lleno de privaciones y miserias? Céntrate en los beneficios de tu vida
actual y ve a las fiestas para conocer a un buen hombre, aún mejor,
mira a los que tienes a tu alrededor y cásate.
—¿Casarme? —preguntaba Isabel, habiéndose tomado el consejo
como un insulto—. ¿Y con quién? ¡Si los hombres que encuentro en
las fiestas son necios, los que ya conozco son insufribles! Una
muchacha no puede ir sola por ahí porque se le abalanzan los
currutacos o los petimetres que son aún peor. Y no quiero ni pensar
en los majos de redecilla que se creen los dueños de los barrios... No,
ninguno conozco que merezca la pena.
—¡Mujer! —la alentaba Valentín, intentando que lo incluyera
entre los posibles maridos—. Piensa en tu entorno cercano, en tu
familia, en esos hombres a los que ves a menudo...
La niña torcía el morro con gesto delicioso, eso sí, ayudándose
con ese mohín al necesario recuerdo. Pero nada, que no había
alcordaderas.
—¡Bueno, sí! —exclamó por fin Isabel—. Sí que existe un
muchacho apuesto y valeroso que nunca me ha fallado.
«¡Por fin! —se dijo el de Hilman—. Costó pero ya es mía.» Se
aproximó hacia ella para abrazarla y a medio camino, Isabel
confesaba:
—Se trata de un polaco del Corral de la Cruz que siempre me
defiende y que me aplaude si alguna vez me hacen recitar alguna
poesía. Se cuida de mí como si fuera un hermano.
«Qué ironía —reflexionó Valentín—. Que sin tener ese polaco
intención de hermano, se lo alabe considerándolo bueno para
pretenderla. Y yo que siempre lo he sido, tan hermano como el que
más, resulta que no me encuentra suficiente para amarme.»
Ciertamente en cosas del amor siempre había discordia.
—¡Isabel, yo te amo! —exclamó el muchacho con ímpetu y a
contratiempo—. Tómame como si fuera un polaco aunque sea
madrileño. ¡Seré esposo y hermano!
Hincó la rodilla en el suelo justo al lado de su asiento, tomándole
una mano, como hacían los enamorados del escenario que tanto
añoraba Isabel, y ella no se opuso porque se quedó como boba,
como pelele de feria, sin voluntad. Tanta fue la sorpresa que no se le
ocurrió ni cerrar la boca y así, con ella abierta, observó a Valentín
declarándose.
Pasaron minutos incómodos, sobre todo para la rodilla de
Valentín, que con el impulso la había colocado a soslayo y le dolía.
Con todo aguantó como un hombre.
—¡Que no me caso, ea! ¡Que no me caso!
Fueron tales los gritos de Isabel y lo inoportuno de su levantar
arrollando a Valentín en la huida, que todos en la casa se enteraron
de que algo pasaba, sobre todo Dora y Lorenzo, que disimulados
tras unas cortinas esperaban el desenlace.
Mientras Lorenzo levantaba a Valentín del suelo a donde había
ido a parar pisoteado por las malas ínfulas de su enamorada, Dorita
salió corriendo a buscar a la niña que saltaba y brincaba como un
caballo desbocado.
—¡Queréis acortarme el albedrío solamente por ser mujer, que es
una desgracia haber nacido con pechos! Yo quiero hacer lo que me
place, nada más. Y resulta que es malo tener gozo de vivir y de hacer
lo que a una le gusta. ¿A quién ofendo tornándome actriz? ¿Y
mismamente quedándome sin marido? —gritaba por el pasillo la
madamita.
Viéndola así hasta la propia Dora habría de reconocer que dotes
tenía para la comedia.
—No tienes entendederas suficientes, hija. Que te han
trastornado en los corrales.
—Vosotros sí que queréis corrales de los otros, de los que tienen
ovejas —decía la niña—. Queréis ponerme cercas para que no salga
de vuestro mundo. ¡Y por Dios que es pequeño y rancio! Yo no
aguanto que me digan lo que tengo que hacer, que aquí todos
vemos las luces del entendimiento pero no sabemos diferenciarlas
de las que desprenden las fogatas de los cadalsos. Que os parecéis a
esa señora que quiere ponernos a todas uniformes, con faldas del
mismo color, para que no tengamos tentación de usar corsés o
tontillos como los franceses.
Y esto lo decía por esa ley que intentaron promulgar para
garantizar la protección del traje español, el de basquiña y no el que
venía de las Francias y de las Inglaterras. Uniforme nacional lo iban a
llamar.
—¿Es eso cordura, madre?
A Dora le salían hipos que no podía contener porque veía a su
hija demenciada y de seguir así ingresando en una casa de locos.
—¡Isabel! ¿Te avienes o no te avienes a casarte?
—No me avengo.
—Pues al convento, que te harán mudar el despropósito.
Isabel se tiraba de los pelos.
—¡No os atreveréis!
¡Vive Dios, que se atrevieron!
El Peñón de la discordia
El Peñón de la discordia
Epílogo
(Extracto del Elogio al Rey Carlos III. Leído en la Real Sociedad Económica de Madrid el
día 8 de noviembre de 1788. Gaspar Melchor de Jovellanos.)
Algunos personajes