Carolus

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Portadilla

CAROLUS

Carolina Molina
Créditos
1.ª edición: febrero 2017

© Carolina Molina, 2017


© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-622-4

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico,
queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la
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comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
NOTA DE LA AUTORA
PRIMERA PIEZA
Los reyes
Las mujeres
Los hombres
El Palacio del Buen Retiro
El poder de un huevo
La mejor medicina, el tabaco
Por el pueblo, pero sin él
SEGUNDA PIEZA
Oíd, por Castilla
Sitios reales, reales sitios
El primer disgusto
Dos veces aquella noche
Que nadie me lo inquiete ni me lo quite
Que embaldosen el frente y aun los costados
La familia es lo primero
Las Siete Chimeneas
Que enciendan las farolas
TERCERA PIEZA
¡Gracias a Dios!
Que no son jardinitos sino cármenes
«Los franceses no se unen con mi genio»
Todo lo hallado
«Que le pongan el pitipié»
El pan por las nubes
«Con un rey basta»
«Los españoles no quieren ni sufren forasteros»
Aquí es una lástima lo que han hecho
El Príncipe de Asturias y la Serenísima
«Hago en los dos lo que quiero»
Son como niños cuando se les lava
Debajo de la capa todo se tapa
Seguid a la liebre
Yo merecía una estatua
Con el rabo entre las piernas
CUARTA PIEZA Y ÚLTIMA
«Allá os los envío»
«Superior a los romanos»
Carolus III
La sombra de las antiguallas
A la cazuela
«Lo encuentra Flores por la mañana»
Desahogo magnífico y espacioso
Los Amigos del País
Carolo que no Carolus
¡Caramba con la Caramba!
Los dioses enfrentados
El Peñón de la discordia
La Colina de las Ciencias
El retrato con el perro
¿Creíais que iba a ser eterno?
Epílogo
Extracto
Algunos personajes
Nota
Dedicatoria

Para Ana, por las noches de Pecopín y Baldur,


por dejarme aporrear la máquina Olivetti del 68
Cita

Como dijo Ignacio de la Erbada:


«Nada hay en Madrid que pase por lo que es»,
o lo que es lo mismo: «Nada en Madrid es lo
que parece.»
NOTA DE LA AUTORA

NOTA DE LA AUTORA

En cierta ocasión una buena amiga me dijo que lo que


necesitábamos en España, dado que no se hablaba de otra cosa más
que de la crisis, era leer más novelas de humor. Y aunque en ese
momento no lo asumí como una posibilidad para mis futuras
novelas, llegó el momento de comenzar esta y me dije que los
tiempos de Carlos III, desconocidos entre muchos madrileños,
podrían servirnos de buen ejemplo, no en vano sigue siendo el mejor
alcalde de Madrid, con diferencia.
Comparada la magna obra de modernización que emprendió en
mi ciudad natal y en otras ciudades españolas con la que se hace en
estos días, nos preguntamos cómo es posible que en la actualidad
con tanto avance tecnológico y alta preparación de nuestros
gobernantes nos encontremos, en muchos aspectos, más atrasados
que en el siglo XVIII. Tal reflexión, cuando menos, necesita hacerse
con humor.
Así salió esta novela, impregnada de optimismo porque a los
tiempos difíciles hay que plantarles cara, aunque sea literaria.

Madrid, 10 de diciembre de 2014


PRIMERA PIEZA

PRIMERA PIEZA
Los reyes

Los reyes

Desde agosto de 1759, siendo oficial la muerte del rey español


Fernando VI, todo se preparó a la carrera para que su sucesor, su
hermanastro por parte de padre, Carlos, que era entonces rey de las
Dos Sicilias, ocupara el trono de España.
Su madre, la imponente Isabel de Farnesio, cuyo carácter había
levantado y urdido más de un asunto en la corte española, hacía y
deshacía, ordenando que desde los puertos de Cádiz y Cartagena
salieran los navíos que fueran a buscar a su hijo primogénito a las
Italias y desde allí lo trajeran como rey a Madrid, donde habrían de
coronarlo como Carlos III.
La escuadra que fue a buscarlo era cuantiosa y formidable. Don
Juan José Navarro, marqués de la Victoria, la dirigió con sumo gusto
a petición del monarca y no tuvo remilgos al recordarle el protocolo
de palacio, es decir, que nunca habrían de viajar en el mismo navío el
matrimonio real no fuera a ser que hubiera alguna desgracia.
Pero don Carlos de Borbón se negó porque él siempre había
dormido junto a su querida Amalia, que lo era de Sajonia, lo mismo
que viajara o cazara, según la necesidad.
—Victoria —dijo al marqués, el monarca—, Su Divina Majestad ha
querido que fuera a España. Él cuidará de nosotros y se hará su santa
voluntad en el mismo buque o en distintos. ¡Así pues, a las tres y
juntos!
Se cumplió la orden después de asegurar la sucesión en Italia a
través del tercero de los hijos de los reyes, pues el primero padecía
enfermedad grave de ánimo y no podía reinar. Dejaron pues a don
Fernando como soberano y embarcaron en la fragata, que tuvo por
nombre Fénix, hacia Barcelona.
Muy rodeados fueron de diferentes bajeles; a saber, dos navíos,
dos fragatas, seis jabeques de la napolitana, cuatro galeras de Malta
y otros varios haciendo un total de cuarenta que se hicieron a la vela
con rumbo al puerto barcelonés bajo el mando del ya dicho marqués
de la Victoria. Dentro de tanto barco iban sus dignos ocupantes, que
no solo iban reyes, sino también los infantes e infantas, algunos
haciéndolo en el barco llamado Triunfante.
Iban duques y duquesas, embajadores, confesores de la reina y
amigos del rey, futuros ministros, entre ellos el marqués de
Esquilache, camareras de la reina, ayas y mozos, criados y otros
muchos, que guardaron la disciplina marinera oyendo muchas veces
arriar los juanetes, término que a la reina la hacía reír por no
encontrarle el sentido naval ni nada que se le pareciese.
A veces, la reina Amalia, salía a pasear a cubierta, que lo hacía de
proa a popa, sin saber muy bien si era la izquierda o la derecha o al
contrario, porque se mareaba mucho y nada la animaba, salvo, a
veces, pensar en fumar uno de sus muchos puros que guardaba en
una caja de tabacos. Miraba el velamen, tan fuerte y dócil, y el agua
que la salpicaba de entre las olas le parecía un sufrimiento mucho
más grande que el de sus trece partos, porque con ellos no dijo ni
mu pero con el viaje...ay, muy mal se le presentaba.
—¡Pobre mujer! —se lamentaba el rey con voz de padre
bondadoso—. Que no servís para nada...
Y la reina, resignada, con mareo desde que salió de Nápoles, le
contestaba muy triste en su común italiano:
—È vero, non valgo niente.
Así se hicieron los días, que del siete al diecisiete de octubre
fueron, y pudieron pisar tierra catalana, con gran alborozo de todos.
—¿Qué nos deparará esta tierra, querida Amalia? —preguntaba el
rey Carlos algo remiso a ser aceptado en un país que dejó siendo
muy joven—. Tengo un cosquilleo que me recorre el cuerpo por no
saber si este será un buen reinado. Tantos años anhelando volver a
España y a la ciudad que me vio nacer y ahora... reparos tengo, no lo
oculto.
—Experiencia tenéis, mi rey. Si hacéis en España la mitad de lo
que hicisteis en Italia, os auguro un reinado excelente. Mirad cómo
os aclaman.
—Esto ha de recompensarse. Pienso que será bueno perdonarles
las deudas, al menos la de su industria textil que es de lo mejor que
tienen. Que no se diga que no me son gratos sus esfuerzos y el amor
que tienen a la economía.
Así que en saliendo y llegando a tierra, don Carlos, ya el tercero,
dijo:
—¡Por Castilla!
Qué bien supo aclamar el nuevo monarca, no nombrando a las
Españas, por no incomodar a los de estas tierras de antigüedad
soberana.
Los barceloneses, hasta el día 17 en que permanecieron en la
ciudad, otorgaron a los reyes una cabalgata como nunca antes se
conocía, que recorrieron las calles por tres días con diferentes
comitivas. La primera hacía alusión a los números celestiales, la
segunda a los dioses de la tierra y la tercera a los dioses del mar.
Cada carroza tenía efímeros pero maravillosos decorados de cartón
piedra que parecían de oro y otras veces semejaban ser olas marinas,
pero todos ellos tan bellos y espectaculares que a los reyes se les
cayó la baba.
Desde el balcón de sus aposentos observaban cuando pasó la
segunda comitiva aludiendo a la caza. En ella introdujeron una Diana
cazadora con jaula y todo, la cual contenía diversas aves que fueron
liberadas en el momento preciso para que el cielo se mudara de
color blanco y negro, según los colores de los pajarracos.
En la comitiva del mar hasta hubo un Neptuno con tridente y en
todas, por no decir más, se dio un espectáculo solo procedente de
los escenarios de una ópera.
Quedó patente, con el esfuerzo barcelonés, que la simbología
estaba muy acorde a las circunstancias, de forma que los reyes
fueron asimilados como dioses del Olimpo que por aquellas carrozas
transitaban.
Con todo, con la felicidad del momento y el agradecimiento que
manifestó el monarca, fue preciso dejar la ciudad.
Madrid les esperaba.
Las mujeres

Las mujeres

Marina, la marquesa viuda de Valdivielso, tenía una regla fija que


cumplía, a pesar de su temeridad, muy a rajatabla. Por lo menos una
vez al mes despertaba en cama ajena.
Desde que se lo prometiera a su señor marido en el mismísimo
lecho de muerte, lo cumplió sin que se arrepintiera o menoscabara
su audacia, que ya venía siendo conocida en los alrededores de la
ciudad de Burgos.
Era la tal Marina aún joven, de unos veintidós años. De ojos
traviesos y profundos y un cuello flexible muy envidiado entre las de
su clase. Su buen porte la evadió de las obligaciones de su sexo, que
eran, siendo de buena familia, la de instruirse en las artes y la música,
en la vainica doble y las labores hogareñas pues siempre consiguió
holgarse de todo aquello sin que la censuraran ni padres ni esposo,
mientras estuvieron vivos. Porque doña Marina era zalamera hasta
más no poder y con guiños y arrumacos conseguía siempre sus
caprichos.
Ahora, viuda y sola, con una hacienda mermada pero no exigua,
decidió vencer el aburrimiento, que era la enfermedad más común
entre las madamas de su entorno, y nunca faltó a su palabra.
Se desperezó exhalando un dulce suspiro, se atusó la melena que
aquella mañana no ocultaba ninguna de sus muchas pelucas y revisó
el doblez del embozo que le cubrió el pecho desnudo durante parte
de la noche. Eran sábanas bien bordadas, con blondas que
simulaban espumosas. Tenían menudas puntadas con tino muy
certero que seguramente salieron de mano de monja. Calculó
mentalmente el coste de vestir dos camas. Y sí, le pareció posible
tener una de aquellas en su propio cuarto y otra que regalaría a su
mejor amiga y dama personal, Dorita, aunque bien sabía que la
rechazaría por no ser de su gusto tantos florilogios.
Bostezaba mientras esto pensaba, la muy coqueta, convencida de
la garantía de su secreto, que a esas horas sostenía el marqués de
Arlanzón a buen recaudo, en su cuarto de aseo, próximo a la alcoba
y desde donde le oía realizar sus necesidades más vulgares.
Como ya lo conocía presumió que tardaría en salir y así, muy
cachazuda, se puso las enaguas y luego la basquiña, pero
sobrepuesta, pues para abrocharla necesitaría los ágiles dedos de
alguna criada que en aquel momento no tenía.
Se sentó al borde de la cama y curioseó los muebles, las cortinas
y ese bargueñito tan lindo que había sobre la mesilla, diminuto y a
imagen de los grandes que ahora había en cualquier casa de postín.
Abrió sus muchos cajones dentro de los cuales encontró diversas
joyas, sacando algunas pulseras y deteniéndose en los pendientes,
que todos se le antojaban. Verlos y desear ponérselos, era todo uno.
Tomó los de esmeraldas, grandes y llamativos, con forma de flor
primorosa, y se los intentó probar mirándose a un espejo. No gastó
en ello más que dos suspiros por causarle gran tristeza no tenerlos
propios, cuando oyó que en el cristal de la ventana tocaban y no
eran los pájaros ni el aire que era fuerte aquella mañana, sino las
chinitas que tiraba su amiga y dama de compañía, Dora, desde los
bajos de la calle.
Dejó con sobresalto uno de los pendientes donde mejor pudo y
acudió al cristal para mirar qué sucedía, viendo a Dorita agitada
como una hoja de sauce, dándose con el abanico en el mentón,
como fue acordado por ambas si algún peligro se cernía.
Marina, que era algo despistada, no recordaba bien el lenguaje
del abanico, que aunque definido para bien de sus conquistas,
estaba aún poco trillado y exigía mayor memoria. «¿Qué querrá
decirme esta muchacha? —se preguntaba—. ¡Con tanto darse en la
barbilla se hinchará los labios como una mona! ¡Qué niña esta, si es
que no para! Parece que está bailando la contradanza.»
Una y otra vez se dio la damita con el abanico cerrado sobre la
barba y luego lo abrió y como atinándose un mea culpa se lo llevó a
su pecho. Hubo de hacerlo tres veces para que Marina cayera en la
cuenta de que la avisaba de que la señora marquesa de Arlanzón se
aproximaba por la esquina de la calle.
—¡Ay...! —se lamentaba—. ¡Qué contratiempo, señor marqués!
¿No me dijo, vuesa merced, que su señora esposa estaba tomando
las aguas?
—Y muy holgado que me encuentro habiéndole dado licencia
para marcharse —contestó desde el retrete don Sebastián de
Arlanzón.
—Pues parece que las aguas se han secado, porque su marquesa
viene por la calle. ¡Apúrese, vuesa merced, y ayúdeme a abrocharme
la basquiña que si no tendré que huir por la ventana en cueros y sin
peluca y le aseguro que no es por evitar dar pábulo a la malicia de
las madamas sino por librarme del resfriado!
—¡Qué desgracia! —se lamentaba el marqués—. ¡Y yo aún en
camisón! Vístase ligero, vuesa merced, que si nos encuentra en esta
lid mi señora no habrá razones para sus celos. ¡Presto, presto! Salga
por la puerta de atrás.
Marina rechazó de buenos modos el coche que le ofreció el
marqués porque ya le esperaba otro con Dorita dentro. Subió sin
apoyar sus pies calzados pero sin medias en la escalerilla del mismo
y a punto estuvo de caerse. Se sentó acalorada y jadeante.
—¡Jesús! Qué despertar... ¡Eres mi ángel guardián, querida amiga!
¿Qué haría yo sin ti?
—Seguramente alborotar a todo Burgos. Mire, mi señora, ahí va
el coche de la marquesa de Arlanzón cruzando la plaza, enfilando
hacia su casa. Mejor será que nos volvamos a la nuestra. ¡Cochero!
¡Presto!
Dorita, acostumbrada a mandar para su amiga y señora de
Valdivielso, dio con el abanico en el techo del carruaje advirtiendo al
cochero, que espantó a los caballos con el látigo saliendo con
formidable ruido plaza arriba.
—Señora... —comenzó Dorita muy comedida—. Esto ha de
terminar. Hoy es la marquesa y mañana será la duquesa, pero tarde o
temprano se encontrará, vuesa merced, en paños menores en medio
de la plaza de la catedral y no será por descuido sino por llevar el
San Benito que le pondrán por casquivana. ¿Es que no puede, vuesa
merced, quedarse quieta en su casa y ofrecerse al cortejo de
cualquier joven apuesto?
—¿Y que me adulen y persigan como a una cómica barata? —se
defendía Marina, ajustándose las medias—. ¡Vive Dios que antes me
visto la mortaja!
—¡Ah, y ese lenguaje!
—No, Dorita, no. A mi difunto esposo le prometí en el lecho de
muerte que nunca más acataría palabra de varón, y menos aún de
hembra, que ahora sería libre y me holgaría con el único propósito
de ser todo lo dichosa que no fui de casada. Me libré de mi marido,
que bien muerto está, y ahora a vivir...que las tardes en el gabinete
de mi casa son tan tediosas como deben de ser en las jaulas de un
convento.
—Los conventos no tienen jaulas sino celdas.
—¡Ah, marisabidilla! ¡En mala hora te llevé a las monjas a
aprender a leer y a escribir! Te han hecho una ilustrada. Y ahora me
tomas por tonta en todo cuanto digo.
—Pues no se porte como tal, mi señora. Yo estoy aquí para
servirla y cuidarla, pero poco podré hacer si salta de las ventanas de
las alcobas de los caballeros como haría un calavera. Es mujer y se
debe al ejemplo. Las hay caprichosas y despilfarradoras pero
contenidas, pues a fin de cuentas son vicios que ahora se aceptan
por femeninos. Algunas mujeres cuanto más caprichosas y
derrochonas mejor consideradas son, fíjese lo que le digo. La moda
ensalza a esas petimetras pero nunca aceptará a la mujer ligera. Eso
ha estado mal visto siempre, hasta cuando Sansón llevaba el pelo
largo.
—¡Jesús! Qué perorata. Prometo ser precavida en el futuro y
ajustarme a los modos que no a las modas, que de petimetra no me
verás jamás, querida Dorita. Me asquean los hombres engolados que
pululan por las fiestas con más encajes que la anfitriona. Y anda,
acércame la capa que el relente ya se me mete por el cuerpo. ¡Ay, no
veo el momento de desayunarme una jícara de chocolate bien
caliente!
Así las cosas, llegaron a la casa en la que cinco años habitó con su
marido, el anciano señor de Valdivielso y que ahora, por arte del
destino, era suya propia y de nadie más. La compartía con Dora y
unos cuantos sirvientes que se ocupaban de lo normal para una casa
mediana. En esos tiempos decir esto era más que suficiente para
gastar una fortuna, dado que en cualquier casa de bien al menos
había de tres a cuatro criados y un cochero y, consecuentemente, un
coche que poder guiar. Todo ello exigía gastos importantes, amén de
los dedicados a las tertulias que toda dama debía dar de forma
regular a lo largo del año, con sus novedades culinarias y artísticas.
Marina, por fortuna, no era de esas mujeres preocupadas por las
fiestas. Prefería acudir a las ajenas, fundamentalmente para ajustar su
economía, palabra que se había puesto de moda entre las madamas
por considerarse muy moderna sin que supiera ninguna de ellas su
significado.
Llegaron ambas a la casa, como digo, que no estaba muy lejos del
arco de Santa María, y mirando en dirección al río, desayunaron. No
les faltaron los bizcochos y el chocolate bien espeso que tanto
echaba en falta la señora por terminar en ayunas. Se despacharon
bien y luego se dedicaron a repasar la cesta de la compra, a redactar
los billetes que habrían de enviar para la próxima tertulia y otros
tantos para contar novedades a las amigas, que desde hacía meses
no sabían de ellas. Todo eso lo dirigía Dorita, que era como una
secretaria, ama de llaves, aya y hermana, todo en una, y que, a pesar
de su juventud, realizaba primorosamente.
A eso de la tarde tocaron a la aldaba de la puerta y una de las
criadas fue a abrir encontrándose con dos alguaciles y detrás un
señor que parecía petimetre aunque con gorro chambergo, de ala
grande como era común entre los españoles. La criada los hizo pasar
y anunció a su señora.
—Que acaban de llegar dos alguaciles y un señor muy peripuesto.
Que dicen que han de hablar con vuesa merced.
—¡Pues a qué esperas! ¡Que entren!
Y entraron. Y al verlos las dos mujeres se quedaron maravilladas,
pues junto a los dos oficiales de la Justicia llegaba también el
marqués de Arlanzón, lo que era más que extraño, habida cuenta
que solo se veían en la intimidad de la alcoba.
—¿En qué puedo ayudarles, señores? —preguntó muy contenida
Marina.
—Señora, lamentamos esta intromisión pero tenemos la orden de
arrestarla.
—¿A mí? —preguntó al borde del colapso—... ¿Pues de qué se
me acusa?
—El señor marqués de Arlanzón, aquí presente, ha formulado una
denuncia de robo. Acusa a vuesa merced de haberse apropiado de
un pendiente de esmeraldas.
—¡Válgame Dios! —exclamó llorosa la viuda de Valdivielso—...
¿Acusarme a mí de robo? Pero cómo es posible, señor marqués, que
venga a mi casa de esta guisa y urdiendo tamaña infamia.
—Señora... —continuó uno de los alguaciles—, todo eso lo
hablaremos con el juez en el cuartel, que ese es lugar de
explicaciones y no este.
Por mucho que rogaron al marqués no consiguieron clemencia.
Su chambergo ocultaba unas cejas muy juntas y fruncidas que
expresaban un gran enojo. Dora tranquilizó a su señora poniéndole
una capa sobre los hombros y cuando estuvieron a punto de
marchar hacia los juzgados rogó una dispensa.
—Si os parece, señores, saldremos mejor por la puerta trasera, no
vaya a haber algún vecino curioseando y den en hablar cosas de las
que no saben.
Y los alguaciles, viendo a dos mujeres que en nada parecían
peligrosas, dieron su licencia para que salieran con la precaución que
solicitaban, pues en ello no había mal alguno ni molestaba a la
autoridad.
Durante todo el camino, que fue rápido pero muy incómodo, los
alguaciles observaban y el señor marqués optó por el mutismo, lo
que le resultó arduo complicado ante las preguntas que Marina de
Valdivielso iba realizándole, que si se había vuelto loco, que si no
sabía lo que hacía, que cómo era capaz de llamarla ladrona y cosas
semejantes. Y a eso de llegar a la puerta de los cuarteles ocurrió que
el marqués no pudo aguantarse más de todas las demandas y
finalmente dijo:
—¡Pues a qué tantas falsas ofensas, señora mía! Yo mismo la vi
probándose el pendiente de esmeraldas y al rato ya mi esposa, en
llegando por la puerta, no lo encontró dentro de su joyero. ¿Adónde
se marchó, pues, si no fue a sus bolsillos?
—Pero... no puede ser... no puede acusarme por haberme
probado un pendiente. Si no lo encontró más culpa tendrán sus
miopes ojos... mire bien que allí estará pues lo dejé sobre la mesa o
sobre la cama o sobre... no sé bien, pero devuelto está, se lo juro.
—No prometa tan ligeramente, señora de Valdivielso —seguía en
sus trece el señor marqués—, que esto solo se puede resolver en los
tribunales.
Se produjo un silencio que nadie se atrevió a romper por algunos
minutos, pues ya llegaban al fatídico destino y nadie había
conseguido aclarar el malentendido. Al ir a bajar la escalerilla del
coche judicial una última rogativa salió de los labios de la simpar
Dorita.
—Señor marqués, vuesa merced está en una equivocación que le
ha de saber muy mala. Si se aviene a ir a su casa y buscar el
pendiente, estoy segura de que esta sinrazón quedará saldada y mi
ama no tendrá que entrar en la cárcel con los bandidos ni con las
rameras. Mire, por Dios, que no cuesta nada hacer un segundo
intento de buscar el dichoso pendiente y que si se encuentra todos
quedaremos como amigos y con nuestro honor en su sitio.
El ceñudo marqués dudó unos segundos y viendo que los
alguaciles se agitaban los hombros como diciendo que a ellos les
daba muy poco, resolvieron que Marina esperaría en el cuartel
mientras el marqués y Dorita volvían a revisar la alcoba y el joyero de
la señora marquesa.
No encontraron, sin embargo, a la susodicha en la casa familiar
pues a esas horas continuaba el viaje a tomar las aguas, el mismo
que había interrumpido por olvidársele un sombrero muy querido y
del que no se desprendía ni en las procesiones de Semana Santa. Fue
en ese contratiempo cuando Marina fue sorprendida y obligada a
salir por la puerta trasera como ya se ha dejado dicho.
Llegaron, pues, el marqués y la damita a la alcoba, rogando esta
última que una criada permaneciera de testigo, y se pusieron a
buscar. De rodillas se colocó Dorita sin darle vergüenza de enseñar
los tobillos y otras veces se subió al colchón de la cama para ver en
perspectiva todo el suelo, que siendo jaspeado, podría camuflar un
pendiente de piedras verdes fácilmente.
—Ayúdeme, vuesa merced, a separar la mesilla, que bien podría
haberse caído por atrás dado que el joyero se encontraba en esta
zona. Presto, que mi señora está en lugar incómodo y es menester
que esto se aclare lo antes posible. Tire, tire de ese lado que ya veo
algo que reluce...
Junto a la pata de la cama y semienganchado entre los cortinones
del dosel, encontraron el pendiente de esmeraldas.
—¡Por las barbas de Matusalén! —se maravillaba el marqués—.
Pero si está ahí y ni las tres criadas que miraron lo advirtieron. ¡Qué
humillación! Discúlpeme, señora mía, no tengo perdón de Dios...
El marqués de Arlanzón se tiró a los pies de Dorita temiendo que
esta usara de sus influencias para vengarse. Allí estuvo besándolos
en incómoda postura para ambos hasta que las lágrimas le
asomaron a Sebastián de Arlanzón y tuvo que limpiárselas con un
pañuelo que sacó de su manga.
—¡Justa ha sido mi advertencia! Así todos quedamos a bien y con
honra, aunque la honra no es nada si está en boca de los extraños y
eso es lo que pasará si alguno de los de la cárcel se va de la lengua.
¿Qué será entonces de mi señora? —se lamentaba muy dolida Dorita
—. Ciertamente que la soberbia de los hombres siempre la pagan las
mujeres sean o no sus esposas.
—Tiene mucha razón, señora mía. ¿Cómo podría compensar el
mal infligido a doña Marina? Dígamelo y lo haré.
Lo dijo convencido de sus palabras y con la mano en el pecho por
lo que no hubo de dudar de su sinceridad.
—Pues quizá sí haya manera, señor marqués. Habremos de llegar
a algún acuerdo entre vuesa merced, su señora y la mía. Que aquí
todos estamos implicados en el mismo embrollo.
—¿Mi señora?... Pero cómo...
—¿Pues no fue ella la que echó en falta el pendiente? Hablemos
pues con la señora marquesa para dejar claras las cosas.
El marqués de Arlanzón se tiraba de los pelos presintiendo que
aquel lío sería muy liviano comparado con la escena de celos que le
esperaba.
—Eso no puede ser, querida amiga. Mi esposa es una hiena
cuando se trata de oler infidelidades. No se le puede ni mentar a otra
mujer. Si se enterara de que la señora marquesa de Valdivielso me ha
estado visitando me expondría a la ruina, pues no tengo nada
propio, salvo una pequeña mansión cerca del Monasterio de las
Huelgas. Todo lo demás es de mi esposa y de eso vivo.
Dorita, que era mujer dulce pero implacable en algunos asuntos,
argumentó:
—¿Y cree que la situación de mi señora marquesa, siendo viuda y
mujer sola, está mejor que la suya? Ella no tiene esposo que la
mantenga y encima se expone a las ofensas de sus amantes, que
ciegos de miedo son incapaces de ver un pendiente junto a la pata
de una cama. Comprenderá, vuesa merced, que habrá de
recompensarla de alguna manera...
—Pero ¿cómo? Estoy dispuesto a expiar mi culpa, dígame de qué
manera podría compensarla de tanto mal.
Dorita se abanicó para refrescar su frente que ya transpiraba de
tanto sofoco. Cuánto esfuerzo le suponía servir bien a su señora y
qué poco ingeniárselas para convencer a un hombre con los
calzones flojos.
—Bien, señor marqués, escúcheme muy atento, vuesa merced,
que en ello le va la honra y la vida.

Pasó la joven Marina de Valdivielso unos momentos muy penosos


en la cárcel de Burgos. Por respeto a su nombre, que los Valdivielso
por aquellos barrios fueron siempre muy bien vistos, no fue
introducida en celda alguna, pero sí obligada a permanecer muy
cerca de ellas por lo que los insultos de los presos llegaron a sus
oídos y más aún las palabras soeces que emitían sus gargantas,
algunas de ellas muy empapadas de alcohol. En un banco esperó la
marquesita con ojos irritados por la cólera y al ver que llegaba Dorita
se puso muy dichosa entendiendo, al apreciar su cara risueña, que
todo estaba arreglado.
—¿Apareció?
—Sí, señora, como vuesa merced nos dijo, bajo la cama.
Marina saltaba de contenta, pero el marqués de Arlanzón parecía
invitado a un funeral. Su cara era la expresión misma del
arrepentimiento, tanto fue así que a punto estuvo de perdonarle
doña Marina, pues lástima daba un rato.
—Ya hemos acordado el resarcimiento. No tenga vuesa merced
vergüenza de volver a casa, pues su honor está salvado. Por las
molestias el marqués nos resarce con una pequeña villa que tiene
cerca de Las Huelgas.
Marina contuvo el aliento al recibir la noticia. Tan extrañada
estaba ella como el marqués.
—Pero ¿cómo...?
—Nada, nada, que el señor de Arlanzón ha convenido que la
ofensa ha sido tan grande que le cede lo único que tiene, una
pequeña tierra y sin grandes lujos, que le podrá servir de ayuda en
su retiro e incluso de lugar común donde poder citarse.
—¡Señor marqués! —exclamó asombrada la dama—. Nunca
hubiera imaginado que fuera tan generoso. No sé si es mi deber
aceptarlo...
Dorita le propinó un buen codazo a su señora en pleno costado
que la obligó a toser sin que nadie se apercibiera entre tanta
algarabía de baja estofa, no fuera a ser que el marqués se
arrepintiera y sus esfuerzos de persuasión resultaran inútiles. Por
suerte para ellas un pequeño revuelo en los calabozos obligó a los
alguaciles a preguntar al marqués de Arlanzón con presteza si todo
estaba resuelto y este tuvo que responder que sí, quedando zanjado
el asunto para bien de las madamas.
—Bien, señor marqués... —se despidió Marina, tendiéndole la
mano para que se la besara—. Nos vemos, entonces, en mi nueva
casa...
—No, señora... —respondió don Sebastián, inclinando el espinazo
para apoyar sus labios regordetes sobre el dorso de su mano—.
Mejor será aguardar a que saque mis posesiones. Será cosa de dos
semanas.
—Entonces en la casa de siempre por ahora, si vuesa merced
desea aprovechar la ausencia de la toma de aguas de la marquesa...
—La avisaré con un billete que le entregará mi criado.
—Pues todo está dicho, señor.
El marqués no esperó a que las muchachas encontraran un coche
pues bien enfadado que iba. Las damitas se miraron y no tardaron en
reír al tiempo de un abrazo.
—Ahora me tienes que explicar, querida amiga, qué tejemanejes
te traes con el de Arlanzón.
Dorita suspiró al verse fuera de los dominios del susodicho y se
abanicó con ganas para quitarse la tontuna que le aparecía ahora,
tras consumírsele la audacia.
—No dirá, vuesa merced, que la sirvo mal, que a punto estuve de
ir al cuartelillo y compartir su celda. Es que me ha dado tanto coraje
que se la tratara con tan poco miramiento, solo por ser mujer y...
muy ligera, cierto es, pero mujer al cabo, que quise desquitarme. Y
así, en cuanto le menté a su señora esposa se le cayeron las calzas de
puro miedo.
—Pues has hecho bien pero a eso no le llamo yo vengarse,
venganza es lo que me permitiré en unos días, que a este le sacamos
la casa y unas cuantas cosas más, por estas —dijo, haciéndose una
cruz sobre los labios.
—No vaya a estropearlo ahora con un arranque de codicia, que la
cosa bien atada está. Que con que una de las dos se confiese el
próximo domingo ya estaremos en orden y perdonadas.
—¿Confesarme? Anda, anda, loquilla, el domingo espero estar en
los brazos del marqués haciendo efectiva mi idea, que no soy necia y
sabré aprovecharme de tus buenos consejos y artimañas. Pero que a
este papamoscas le enseño yo a tratar a las mujeres, eso lo confirmo.
Dorita no durmió aquella noche temiéndose que su señora
desatara las iras del infierno con tanta revancha, pero como no había
manera de detenerla cuando algo se le emperejilaba, pues decidió
olvidarse del asunto y seguir con sus lecciones en el convento, que la
madre superiora la enseñaba muy bien y sin ajustarse a la regla.

Así, pasado el siguiente domingo sin dar señales y luego el otro,


llegó un día en que un criado del señor Arlanzón llamó a la puerta y
entregó un billete que olía a violetas y en él invitaba a la marquesa
viuda de Valdivielso a ir a su casa.
—¡Dorita! —gritó muy excitada la marquesita mientras se
colocaba la peluca Madame de Pompadour—. Me voy a ver al
marqués. Mientras deberías ir haciendo los baúles que nos vamos de
Burgos.
—¿Irnos? Pero ¿a cuento de qué?
—A cuento de que habremos de salir corriendo antes de que se
descubra el enredo.
Dorita sudaba sangre oyendo a su señora que tan coquetamente
se ajustaba los guantes sin apreciar en absoluto la fortuna que ahora
les sonreía.
—¡Enredo! ¡Ay, señora, que lo va a estropear todo! Que en vez de
tentar a la suerte debería disfrutar de lo que le ha dado la fortuna.
Deje a un lado el absurdo de vengarse y disfrutemos.
La marquesa no escuchaba las sabias palabras, se atusaba la
basquiña, se colocaba el pecho rebosante por el escote y suspiraba.
—Tú haz lo que te digo, chiquilla, que para algunas cosas eres
una bachillera y para otras una mojigata. Mañana te quiero ver a las
doce preparada con los baúles en el coche y no te olvides de
embalar todos mis sombreros, que sin ellos soy incapaz de hacer
nada.
Por la puerta salió Marina convencida de ser la reina de Saba.
Pocas mujeres sabían andar con tanta gracia sobre sus tacones.
A las doce en punto, momento que se confirmó con el tocar de
campanas de la inmensa catedral, ya esperaba Dorita con un coche
bien repleto de baúles en el lugar donde le ordenaron. Se comía las
uñas de lo agitada que estaba y luego se abanicaba con riesgo para
el abanico, que parecía que rompería sus varillas de tanto zumba
zumba.
Marina de Valdivielso apareció a la carrera, enseñando las medias
de encaje sin ningún pudor, pues levantaba las faldas para no
pisárselas. Subió al coche y ordenó al cochero que arreara.
—¡Pero qué pasa! ¿Qué ha hecho? ¡No me tenga en vilo por más
tiempo!
Marina respondió a las súplicas de Dorita, metiendo las manos
enguantadas en su bolso sacando de él...
—¡Los pendientes!
Así era Marina de Valdivielso.
—Pues ¿a qué? ¿No me acusaron de ladrona? Pues ahora ya
tendrá el señor marqués que explicarle a su señora sus idas y
venidas. Y si acaso se le ocurre volver al cuartelillo a denunciarme no
creo que le hagan ni la mitad de caso por ser esta la segunda vez
que molestaría a los alguaciles por el mismo delito.
—¡Pero, señora!
—Ni señora ni nada, el muy petulante pensó que iba a robarle un
solo pendiente teniendo yo dos orejas. ¡Tamaña osadía! Pues ahora
ya los tengo y los pasearé por toda la corte...
—¿Por la corte...? ¡No la entiendo!
—Ay, Dorita, qué corta eres a veces. ¿Pues no sabes adónde
vamos?
—¿A Madrid?
—Pues eso.
Los hombres

Los hombres

A Granada llegó la noticia de la muerte del rey Fernando VI


ocurrida, como ya sabemos, el día de San Lorenzo de 1759. Muy
poco tiempo después la reina gobernadora envió una misiva a este y
otros ayuntamientos conminándoles a la celebración de la
proclamación del nuevo rey, o sea, su hermanastro Carlos, que
vendría de Italia donde era rey de las Sicilias y en España gobernaría
como Carlos III.
Desde los Reyes Católicos no se producían en España
coronaciones. El término perdió su significado glorioso y desde
entonces en vez de coronar se proclamaba, siendo el protocolo
arduo, ya que para ahorrar en ceremonias se le nombraba en su
regio cargo en varias ciudades al mismo tiempo.
Como en muchos otros lugares, en Granada se proclamó sin que
estuviera presente a Carlos III y se hizo como era costumbre: dando
mucho bombo. También se cumplió una máxima granadina que era
la de confiarlo todo a la pachorra, por lo que llegado el momento de
la organización y cumplidos ya los plazos, se observó la falta de
dinero y la ausencia de alférez mayor que tremolara el estandarte.
Buscaron ambas cosas con premura, la primera fue resuelta con el
ingreso por parte de la corona de 30.000 reales, y la segunda, más
complicada, se sometió a la búsqueda de alférez, encontrándose uno
que era conde y se llamaba Luque, pero que se hallaba ausente de la
ciudad. Hubo que procurar que el conde volviera y resultó que
cuando todo se creía dispuesto, el tal Luque no tenía el título de
alférez mayor. Como era indispensable se le conminó a solicitarlo
con la premura lógica del momento. Mientras esto sucedía el
ayuntamiento se quedó varias veces sin el dinero para cubrir los
gastos esenciales de la proclamación. Con tanto contratiempo y
discusiones internas del cabildo, por fin Granada puso fecha para la
proclama del rey Carlos III, que se demoró hasta el día 20 de enero
de 1760.
La comitiva invadió las bellas calles de Granada con multitud de
uniformes, cada uno de vistosos colores. Ministros a caballo,
escribanos y procuradores, alguaciles, regidores que llevaban galón
en el sombrero y botonadura en la casaca, soldados abriendo paso
tocando los timbales y los clarines a los que se unió el alférez mayor
con su estandarte y los Caballeros Veinticuatro, que por ahí estaban.
Todos los granadinos tuvieron ocasión de disfrutar de la fiesta
protocolaria porque en cada punto emblemático de la ciudad se
paró el susodicho conde Luque y tremoló su estandarte.
En la plaza de Bib-Rambla los gritos de los ciudadanos
compitieron con los clarines y a la voz de «Viva el rey» algunos
gitanos dieron palmas, permitidas por las autoridades por ser para
bien de la corona.
Lo mismo ocurrió en la plaza Nueva, que al borde del río Darro y
siendo testigos las ninfas de la fuente que adornaban el pilar
cercano, se repartieron monedas tirándolas al aire para que los
chiquillos, y algunos que lo dejaron de ser años atrás, se esforzaron
por conseguir. Todo ello lo presenciaban los señores oidores desde
los balcones de la Real Chancillería, muy serios y discretos.
Al tiempo, se oyeron varios disparos de fusiles procedentes de la
fortaleza militar de la alcazaba alhambreña a lo que se unió el picar
de la campana de la Torre de la Vela.
Las casas se decoraron con mantones en los enrejados, pendones
y otras zarandajas muy bellas y pesadas, con ricos bordados y flores
que animaban el cotarro. Lo mismo ocurrió en los balcones de la
Casa de los Miradores, archivo municipal de la ciudad, y situada en la
ya citada plaza de Bib-Rambla, que acostumbrada estaba a las
colgaduras y perifollos y que en esta ocasión lucía una efigie del
nuevo rey, con su cara simpática y bonachona.
Los granadinos que presenciaban la escena no solo gritaban el
«Viva el rey», sino que exhalaban suspiros de envidia ante tanta
magnificencia, colores bien bonitos entre ellos el del oro de
botonaduras, broches y guirnaldas, aderezos varios para la caballería,
que con tanto penacho y reflejo de plata simulaban ser corceles
celestiales.
En esto que el alférez mayor se paró delante del retrato del rey,
que como queda dicho estaba en los balcones de la Casa de los
Miradores, y a la de: «¡Silencio! ¡Silencio! ¡Oíd!...» Todos los que le
acompañaban en la labor de la tremolación gritaron: «¡Por Castilla,
Castilla, Castilla y nuestro católico monarca don Carlos III, al que Dios
guarde!»
Entre los ardientes vítores, resultaba difícil encontrar quien no
aclamara tan bello espectáculo para alabarlo y secundarlo. Pero
protestas haberlas hubo, porque ya se sabe que lo que sobran en
España son los aguafiestas y unos cuantos se recogieron en un
rincón de la plaza dando buena cuenta de una bota de vino.
Aquellos pedigüeños no dejaron títere al que insultar y con sus
befas soliviantaban a los paseantes. Uno decía que a qué
necesitaban otro rey si ya tenían a la Farnesia, o sea, a la madre que
lo pariera, que según parecía era más dispuesta que tres reyes. Otros
que a qué habría de venir un rey italiano, por mucho que naciera en
los madriles, que después de tantos años fuera de estos reinos ni el
idioma recordaría. Los que más gemían como plañideras, animados
por los sopores del caldo de bota, porque dado el dineral que
estaban empleando en tanto tremolar se auguraba ya una subida de
impuestos.
Entre tanta bulla quedó encerrado un muchacho que por su
aspecto era imposible que participara en la grosería, pues era buen
mozo y alto y su traje relucía de bien limpio. Recibió un empellón de
los guardias, que aprisa iban a cercenar la gamberrada y si no
hubiera sido por su buen equilibrio habría terminado bebiendo el
agua de algún charco de la plaza.
Se llamaba el joven Lorenzo de Elvira, y era vecino del barrio del
Albayzín, en donde vivía con su tío, un fraile muy amable, conocido
por el simple nombre de fray Diego, y que se ocupó de él desde los
dolorosos momentos de su orfandad. Viendo fray Diego que el mozo
gastaba buenos sentimientos y aplicado era un rato, lo llevó a los
jesuitas y luego a diferentes maestros que le enseñaron primero a
picar la piedra y luego a entenderla y más tarde a modelarla para
ajustarla a un arco y hacer con ella puerta o puente, según se lo
indicaran. Además, tenía el muchacho un don especial para el dibujo,
que en sus retratos salían mismamente las personas estampadas en
el lienzo.
Era Lorenzo de buen corazón, de mirada dulce y voz melosa, muy
acorde con los gustos de galanura que imponía la influencia de la
Ilustración, según se decía en los círculos de la sapiencia, pues un
hombre no solo debía ser hombre sino cabal, laborioso y honesto,
dejándose de las nuevas modas que a todos aborrecían que eran la
del desinterés por lo importante y reír a todas horas en fiestas
contraviniendo la moral.
Si en aquellos tiempos eran bien distinguibles las dos Españas,
una con sentido recto y noble y la otra gobernada por los
petimetres, la de Lorenzo de Elvira era la primera, siempre ajustada a
la razón y las luces de la verdad.
No tenía enemigos y por eso sospechó que el hombre que hacía
rato lo seguía iba a intentar robarlo, lo que no era extraño en
ninguna ciudad española, estuviera en fiestas o no, o quizá
precisamente por lo primero. Disimuló varias veces colocándose el
sombrero para mirar de reojo si seguía ahí el muy ladino y sí, estaba,
incluso más cerca que momentos antes. Así que decidió mezclarse
entre el populacho y dirigirse hacia la plaza Nueva dificultándole los
trabajos que debían de ser el de arrebatarle la bolsa o el reloj, pues
otra cosa de valor no llevaba.
Pero al intentar acercarse hacia el río Darro, cuyas aguas bajaban
limpias aquella mañana, notó que lo agarraban de malas maneras
con ánimo de violentarlo, hasta arrinconarlo junto al puente cercano
a la iglesia de Santa Ana.
—¡Detente, villano! —suplicó Lorenzo de Elvira—. Si es dinero lo
que persigues, ahí tienes una moneda, que es lo único que tengo.
Lorenzo le tiró su bolsa conteniendo la dicha moneda, creyendo
que esto lo detendría, no sin miedo, cierto era, porque el muchacho,
aunque listo y buen mozo, no manejaba las armas. Las únicas que
conocía eran las de su taller y por eso no se defendió ni amenazó
con espada o daga.
El atracador era hombre alto, fornido y zafio. Vestía como
cualquier español, con gorro gacho de amplia ala y una capa de
cuello bien subido que le tapaba media faz. Comprendió Lorenzo
que con la indumentaria no lograría nunca reconocerlo, pues la jeta
bien se la disimulaba el tunante.
—No quiero su dinero sino el de su señor y maestro, Juan de
Flores, que es él quien me lo debe.
Viendo Lorenzo que la causa no llamaba al peligro, se recompuso
el traje, primero la chupa que estiró bien fuerte tirando de sus partes
bajas, luego la casaca y más tarde el calzón al que golpeó con la
mano abierta para sacarse el polvo.
—Déjeme, vuesa merced, que lo entienda... ¿Me ataca en plena
calle para pedirme un dinero que no es mío? ¿No le sería más
provechoso pedírselo al señor Flores?
El bribón se sorbió los mocos y se limpió la mitad de la cara con
la mano derecha.
—No se mofe de mí, señor, que eso no lo consiento. Ya se lo he
pedido al canónigo Juan de Flores por más de tres veces. Incluso con
amenazas de denunciarlo a la Chancillería, pero el muy villano me lo
niega diciendo que no me conoce, pero bien que me conocía
cuando me encargaba recrear sus piedras antiguas que debían pasar
por romanas.
—¿Cómo dice? —se enojó el de Elvira.
—Pues eso mismo. Que su señor Juan de Flores, ese que parece
un santo caído del cielo, más de una vez me pidió falsificar unas
piezas, que yo soy cantero, como lo es vuesa merced, pero claro, sin
beneficio ni apego por nadie y que por mantener a mi familia, que
ahora son cuatro bocas y otra que viene de camino, soy capaz de
hacer la Alhambra pieza a pieza si así me lo piden. Hable al
canónigo, tenga vuesa merced misericordia y dígale que me pague
lo que me debe, no más.
Lorenzo se apiadó de aquel hombretón que parecía comerse el
mundo, pero que ahora volvía a sorberse los mocos de pura
vergüenza de pedir lo que era suyo.
—No se preocupe, señor...
—No le digo mi nombre, que me produce sofoco solo el que lo
sepan. Dígale al padre Flores que soy el de la piedra de granito, que
él sabrá reconocerme.
—Pero... ¿cómo podrá buscarle si acuerda retornarle sus dineros?
El hombre se tapó la cara, que el rubor ya le llegaba a las orejas, y
en saliendo hacia la Carrera del Darro, gritó:
—Que lo haga como me localizó la primera vez.
Entre tanto jolgorio, mujeres y hombres que iban y venían por la
orilla del río, algunos con litera y lacayos, Lorenzo dejó de ver el
corpachón del hombre unos metros más allá, pues aprovechó la
oscuridad de una de las muchas calles estrechas que a la izquierda se
abrían, quizás introduciéndose bajo algún cobertizo, que los había, y
muchos, por aquella zona.

Quedó el muchacho desorientado, muy concienzudo, pensándose


si era mejor acudir a la justicia, a su señor Juan de Flores o a su tío
fray Diego, que seguro le daría sabias lecciones. Como Lorenzo era
de esos hombres, poco comunes en su tiempo, de gran lealtad y
virtud, decidió acudir a casa de su maestro, el susodicho canónigo
Juan de Flores, para prevenirle.
La casa del canónigo se situaba muy cerca de la plaza Nueva
donde se encontraba Lorenzo de Elvira, arriba de la calle Cárcel Alta,
frente a la puerta de la antigua cárcel que ocupaba parte de las
traseras de la Real Chancillería. Atravesó Lorenzo, con gran dificultad,
la plaza embovedada por cuyos bajos fluía el antiguo Darro, hasta
llegar a las mismas puertas de las casas de los Flores, ya que eran
dos en una y en ellas vivía su maestro con madre y hermanos.
Le hicieron pasar al momento de picar en la alta puerta y
dirigiéndole lo subieron al gabinete del canónigo que lo recibió
como siempre había hecho, con sumo cariño.
Juan de Flores y Oddouz era uno de los hombres más famosos de
la entonces floreciente ciudad de Granada. Gracias a la prebenda que
le ofrecía la catedral de la ciudad consiguió dedicarse a la búsqueda
de antiguallas, que eran las muchas ruinas que en la Granada había,
sobre todo las romanas.
A aquel canónigo le encandilaba todo lo que olía a antiguo, y
prueba de ello era la gran colección particular que tenía en su
gabinete, infinidad de vitrinas bien catalogadas con minucias
artísticas, piedrecitas, metales o despojos varios que iba comprando
a los campesinos que las encontraban en los fondos de sus tierras
mientras araban. Otras, simplemente, eran de herencia de familia,
que nadie sabía desde cuándo las tendrían dentro de arcas o
arcones, pero que a simple vista parecían de gran antigüedad y
Flores dispuesto estaba a dar por ellas buenos dineros.
Con su experiencia en catalogarlas y datarlas se arriesgó a pedir
dispensa al rey Fernando VI a través de su ministro Ensenada, para
excavar en el Albayzín con el propósito de encontrar antiguallas. Y
concediéndosele la licencia adquirió una finca en la zona alta de la
colina perteneciente a la parroquia de San Nicolás de Bari y comenzó
sus excavaciones un 24 de enero de 1754. Para ello tuvo necesidad
de contratar a operarios, fieles de vista y personal capacitado para
excavar y acarrear, eso en sus comienzos porque una vez
encontradas las primeras piezas romanas todo fue como la seda,
consiguiendo un pelotón de obreros más grande y experto que los
que sacaron a la luz las ruinas de Pompeya.
Muy pronto, Juan de Flores se hizo famoso porque demostró a la
opinión pública que la zona del Albayzín era la ocupada en tiempos
ha por los antiguos romanos, es decir, enclave central de la llamada
Granada romana o Iliberri, que todos creían imposible hallar.
Se descubrieron cipos, estelas y cosas tan maravillosas que el rey,
por entonces Fernando VI como se ha dicho, estuvo muy contento
con su vasallo y claro está que a Flores se le subió el pavo, con tanta
notoriedad.
Por eso, al poco de hallarse dichas piezas comenzó el canónigo a
relacionarse con otros como él, canónigos de la abadía del
Sacromonte y de la catedral de Málaga, que le convencieron para
contratar a otros hombres con el fin de hacer, de las excavaciones,
algo portentoso. De entre ellos sobresalía con creces Lorenzo de
Elvira, por ser un alumno aventajado, diestro en la piedra, que
parecía tan blanda como el queso cuando se ponía a esculpirla.
Flores se convirtió en su mecenas pagándole los estudios.
Siendo esta su relación con el canónigo, razonable era que le
pidieran cuentas en la calle por los males que realizaba su maestro,
considerándolo su hijo predilecto y confidente.
Pero no lo era, ni hijo ni cómplice, porque Flores siempre fue muy
reservado y todo lo que hacía se lo callaba muy calladito, de manera
que nadie sabía lo que hacía de puertas afuera.
—Pasad, pasad, querido Lorenzo. ¿A qué debo tal visita? ¿No
preferís estar danzando a favor del nuevo rey?
Flores, sentado frente a su despacho, rellenaba pliegos de papel y
al ver a Lorenzo los escondió tan rápido que el muchacho intuyó
haberlo pillado en momento embarazoso.
—Disculpad la intromisión en día tan señalado, padre, pero tengo
algo que contaros y no podía esperar.
—A fe mía que debe ser importante. Sentaos y decidme.
Lo miró el canónigo con ojos de zorro y esto turbó aún más a
Lorenzo, que daba vueltas a su chambergo entre sus manos sin
preocuparle que al volverlo a poner en su cabeza luciera como el de
un espantapájaros.
—Señor, no hace más de unos minutos que un hombre me asaltó
en la calle. No, no se sobresalte vuesa merced, que no me hizo nada,
salvo dejarme un come come en el cuerpo que no sé si seré capaz de
conciliar el sueño de aquí en adelante. Me dijo el muy tunante que
vos le debíais dinero y que a mí acudía por no querérselo vos
devolver.
Flores levantó las cejas sin despegar sus labios bien apretados.
Era evidencia que sabía a qué se refería su protegido.
—¿Y os ha dicho cómo se llama?
—No quiso por más que insistí. Pero es al que vos le encargasteis
la piedra de granito.
El semblante mesurado al que siempre acostumbraba Flores se
mudó presto al término de aquellas palabras. Carraspeó y se levantó
de su escritorio.
—No habéis de preocuparos, señor de Elvira, por las cosas que no
son de vuestro entender. Mandaré un aviso al señor de la piedra, que
esto ha sido un malentendido, sobre todo por haber entre ello
mucha codicia y mala sangre. —Y diciendo esto, el canónigo se
aproximó a él con signos de despedirse pero de hacerlo con afecto,
pues le palmeó la espalda con cordialidad—. Decidme, amigo mío,
¿en qué os ocupáis ahora?
—En nada, señor. Estoy sin trabajo y esperando encontrar alguno
propio de mi capacidad.
—Bueno, bueno, ya sabéis que conmigo siempre tendréis alguna
cosa que llevar a cabo. Volved en unos días y os escribiré una carta
de presentación. No puedo asegurar que el nuevo rey me dé la
misma gracia que su hermanastro, que Dios tenga en su gloria. Pero
aún tengo contactos en la corte.
—Oh, no, señor Flores... os lo agradezco pero no merezco tanta
merced.
—El sobrino de mi estimado amigo fray Diego nunca pasará
hambre mientras tenga la gracia real. Os lo aseguro. Ahora id con
Dios.
Lorenzo salió del gabinete apretando mucho más su chambergo,
que ya no era gorro ni nada, y aunque intentó ponérselo no lo
consiguió. En la puerta de la casa de los Flores esperó un buen rato,
miró muy amoscado para la derecha y luego para la izquierda y en
esas tuvo la mala suerte de encontrar de nuevo al hombre de la
piedra de granito, oculto al otro lado de la calle, que seguramente lo
había seguido y esperaba que Lorenzo acudiera a Flores a llevarle el
aviso.
Ninguno se dijo nada, ni con palabras ni por gestos, pero ocurrió
que tras el hombretón, semiescondido en los bajos de una taberna,
se encontraba otro, más grande y osado y cuyo rostro no ocultaba ni
capas ni gorros gachos. Vestía como un marino o de esos que venían
de las tierras americanas. En su cinturón brillaba un cuchillo, basto
pero imponente, y aunque no lo sacó no hizo falta porque con su
dedo pulgar se tocó el gaznate, recorriéndolo con línea imaginaria
por encima de su nuez. Lorenzo entendió muy claramente la
amenaza, que si no respondía a sus requerimientos el hombretón le
azuzaba al filibustero que por su presencia y modales parecía un
matón muy adecuado para tales menesteres.
Miedo tuvo, no hay que negarlo. Y lo primero que pensó fue en ir
a casa de su tío, fray Diego, para pedirle consejo.

Llegó sin aliento y pidiendo un vaso de vino. En Granada, como


en otros lugares de España, se luchaba a diario con la muerte.
Muchos eran los bravucones que poblaban las calles, los
ladronzuelos o pillos, los borrachos y asesinos, vamos, como en
cualquier ciudad que se precie. Pero en ello no había razón de
preocuparse porque el peligro iba y venía a la par que la fortuna.
Con todo, el asunto que tocaba a Lorenzo era bien distinto, pues el
peligro solo lo buscaba a él.
—Tío, vengo que no me llega la camisa al cuerpo. Me acaban de
amenazar de muerte y aún no sé a qué es debido.
Fray Diego se recogió las faldas y se sentó frente a su sobrino.
—Pero ¿cómo? ¡Bendito sea Dios! Dime qué ha pasado.
Y se lo contó, sin detenerse más que en lo esencial para no ser
tedioso.
Terminada la exposición, ambos suspiraron.
—Algo se viene diciendo, sobrino, respecto a lo de las
falsificaciones. Como sabes, mi amistad con Juan de Flores es
grande, lo aprecio y respeto como se merece. Pero no comparto sus
inquietudes. La ambición lo ha desvelado desde su juventud. No hay
persona en esta Granada de hoy que tenga más interés por
demostrar notoriedad. A él se le han acercado otros con muchos
menos escrúpulos y está siendo mal aconsejado. Me temo que
pronto intervendrá la justicia y si él cae, caerán otros que lo
complacieron.
—¿Qué es lo que insinuáis, tío? ¿Creéis que corro peligro?
—No sabría decirlo, querido Lorenzo. Flores tiene amigos, poder
y notoriedad por ahora, pero el que mucho sube baja pronto, y si ha
de caer no será solo, me temo. Cierto es que su trabajo, en el que le
ayudaste, ha sido meritorio. Descubrir la Granada romana no es
moco de pavo y al nuevo rey Carlos le gustan las antiguallas y ruinas
tanto o más que a él, no en vano ha sido el inspirador en Herculano
y Pompeya. Pero ¿será de su agrado los tejemanejes de Flores?
¡Quién lo sabe! El nuevo rey no es ni por asomo parecido al que se
fue. Fernando VI y su ministro Ensenada le dieron su bendición, pero
Carlos III... a ese no le engañarán.
—Se ofreció a darme una carta de recomendación para la corte.
—Sin duda. Es generoso a pesar de todo, pero no cuentes con
que su favor se perpetúe en Madrid, pues el marqués de la
Ensenada, que le apoyó en sus excavaciones otorgándole licencias,
ha caído en desgracia y durante algún tiempo se le vio por Granada
cumpliendo pena de destierro. Quién sabe si Carlos III contará con él
en su gobierno, porque por ahí dicen que trae ministros italianos y
que en ellos confía.
—¿Qué he de hacer, pues? —preguntaba el joven muy desabrido.
—Eres solo, hijo mío, con nadie cuentas. Así que ve a donde te
llame la fortuna.
—Pero... ¿Adónde?
Fray Diego entrelazó los dedos, como siempre hacía para la
oración, y dijo:
—Madrid es una ciudad muy tosca para el nuevo rey
acostumbrado a las gracias italianas. Se imponen cambios en la
ciudad: puentes, puertas, palacios... ¿No habrás de tener tú, sobrino
mío, un lugar entre todo eso?
—¿Irme a la corte? No soy pendenciero, ni siquiera valeroso.
Honesto sí, pero de eso no se vive.
—No será tan mala ciudad Madrid, hombre de Dios. Pero si he de
enviarte a ganarte la vida que sea con ayuda. Conozco a un hombre
que te será muy servicial y útil. Le dicen Gil López y se crio en la gran
ciudad. No hay nada de Madrid que no conozca. Le escribiré una
carta.
—¿Y querrá acompañarme?
—Me debe unos favores.
—Pues así sea, si Dios lo quiere, iré a Madrid.

Era faldero, bravucón y osado, pero siempre reía con gran gracia
y sabiendo en todo momento la palabra mejor que utilizar. Así que
las mujeres se embobaban de tal manera que era difícil contravenirle
en el amor.
Y no era solo por la labia, justa y elocuente, sino por sus hechuras
varoniles que se formaron entre tantos raros menesteres, que
aunque joven conocía prácticamente de todo: a batirse y a cabalgar
como el mejor jinete, parlotear en inglés y francés si la situación lo
exigía, y si llegaba el caso también era diestro en poner pucheros.
No le eran desconocidos los remedios caseros más extraños, ni los
métodos científicos más modernos para cualquier enfermedad. Y se
desenvolvía con gracia entre granujas y nobles; de la misma manera
a cada uno trataba como se merecía, dándoles lo que esperaban. Era
en definitiva un hombre bien apañado y con belleza de nacimiento.
Si acaso tenía una debilidad: la de perseguir a las mujeres. Pese a ello
también se desenvolvía sin preocuparle si llevaban refajo o tontillo,
tanto le daba, pues a fin de cuentas lo que le interesaba estaba
siempre debajo.
Como cada tarde, buscaba el calor de Pepa la Serenilla, dulce
mujer del barrio de la Antequeruela. Viuda reciente, echaba en falta
unos brazos robustos y en Gil López los encontró muy prietos y
deleitosos, como son menester en cualquier amante.
Era ya costumbre verlos juntos o presentirlos tras las puertas de la
casa, pues allí pasaban, como digo, las tardes y toda la noche,
acurrucados los dos en un colchón de buena lana amparándose en la
tranquilidad del hogar. Hacía ya algunas horas que terminaran sus
revolcones amorosos apagándose los suspiros y jadeos para bien de
los vecinos cuando a la puerta fueron a dar bien fuerte.
—¿Quién osa llamar a una casa decente a tan altas horas de la
madrugada? —vociferó Gil medio embutiéndose en los calzones—. A
fe mía que será importante porque si no he de rebanar a alguien las
orejas.
Abrió la puerta y vio a un chicuelo muy harapiento con una nota
en la mano. A buen seguro que no sabía lo que decía pues cara no
tenía de saber leerla.
—Me han dao esto pal señor Gil López —parloteó el niño—. ¿Es
vuesa merced?
—Lo soy, dame.
El mocoso retuvo bien agarrada la nota hasta que recibió unas
monedas a cambio. Luego se levantó el mugriento sombrero, que ya
le quedaba pequeño, y salió corriendo.
Gil leyó la nota muy atento, medio vestido y deshaciéndose de los
brazos de la viuda que quería de nuevo arrumacos y vuelta a
empezar.
—Quita, mujer, que me requiere mi antiguo amo, fray Diego. Dice
que vaya corriendo a su casa que he de irme a Madrid.
—¿A Madrid? —preguntó alarmada la Serenilla—. ¿Por cuánto
tiempo?
—¡Quién sabe! Cuando un antiguo amo te reclama puede ser
para muchos meses. No me esperes, al menos, hasta el verano.
—¡No quiera Dios!
Viendo la pena que se reflejaba en la mujer que lo abrazaba
deleitándose en besarle cada mejilla como si fueran suyas y no
quisiera que de nadie más, la tomó del mentón y dijo:
—No son buenos tiempos para negarle el favor a nadie. Y muy
buenos para ir a Madrid ahora que tenemos rey nuevo. Lo mismo te
hago llamar para establecernos allí, cerca de ese palacio que están
construyendo para la familia real.
—¡Anda, zalamero! Sé bien que ya no te veré más —lloriqueaba
la mujer.
—Eso no lo sabemos ni tú ni yo. Lo que nos depare el destino es
cosa de los Cielos y de Dios y no podemos mutarlo ninguno de
nosotros. Que sea enhorabuena la llegada de esta carta, no lo
lamentes, que por algo será.
Gil le dio el último beso, limpiándole con caricias sus muchas
lágrimas.
Luego fue a buscar su caballo y muy contento gritó para sus
adentros:
—¡A Madrid!
De un latigazo certero espantó a su caballo y se marchó.
El Palacio del Buen Retiro

El Palacio del Buen Retiro

Todo lo acontecido en Granada se produjo a comienzos del año


1760, por lo que es menester volvernos a un mes antes, a la tarde del
9 de diciembre de 1759, fecha en la que el rey Carlos III y su esposa,
la reina María Amalia, entraban en Madrid con su amplio séquito.
Tras largos meses de viaje y superadas enfermedades, como la
que les sobrevino a los infantes en Zaragoza, los reyes llegaban de
buen grado, deseosos de ver su nuevo hogar, uno estable y propio,
que pudiera acogerlos durante el invierno que ya se cernía.
Incendiado el real alcázar años antes, en la Nochebuena de 1734,
se comenzó a levantar otro, que más que alcázar se requería palacio
real, en su mismo sitio y que ya llevaba años siendo el desvelo de los
más prestigiosos arquitectos españoles.
Como palacio real no había, como digo, en donde poder acoger a
los monarcas, se les cedió lo más parecido, el Real Sitio del Buen
Retiro, que era amplio y muy acorde con las modas aunque
construido en 1630 y, por lo tanto, fuera de la magnificencia del
neoclasicismo.
El palacio contaba con una superficie que se dice pronto, de cerca
de diecisiete millones de pies cuadrados que ocupaban diversas
dependencias, entre ellas aposentos reales, salones dedicados a
fiestas y actos oficiales, otros secundarios para diferentes usos,
patios, caballerizas, jardines, canales, un inmenso estanque donde se
harían juegos de barcos y salas de recreo destinadas a sala de burlas,
de paseo o juego de pelota.
Cercano a las amplias dependencias se encontraba uno de los
paseos más queridos por los madrileños, el paseo del Prado de San
Jerónimo con su Monasterio de San Jerónimo del Real, que le daba
nombre.
Al llegar los reyes al espacioso patio de entrada, que era
cuadrado y exento de ornamentos centrales, ya les aguardaba en
una litera la reina madre, Isabel de Farnesio, que muchos años hacía
que no veía a su hijo Carlos, tantos como este reinó en Italia, y que
allí esperaba a pesar del aguacero que se cernía sobre Madrid.
Pararon la carroza que les trasladaba, salió el rey y se arrodilló
sumiso ante la anciana madre que a pesar de tener buenos los
ánimos y el carácter altivo tuvo que sacar de su manga un pañuelo
para secarse las lágrimas.
—¡Carletto! —se maravilló llamándolo como siempre hacía, con
su cariñoso italiano—. ¡Amado hijo mío! Pero si tienes arrugas y
pareces viejo. ¡Cuántos años nos hemos perdido!
—Madre... —dijo el rey, besándole las manos—. Dichoso soy de
veros con estos ojos, tengan arrugas o no, pues las cartas que os
envié en todo este largo tiempo eran poca cosa comparada con la
satisfacción de vuestra cercanía. ¡Cuánto eché de menos vuestros
sabios consejos!... Pero vayamos dentro no os vayáis a resfriar, que
sigue lloviendo y cada vez lo hace más recio.
—Espera, espera, Carletto. Déjame ver a tu esposa y a los
pequeños...
María Amalia, que sabía muy bien cómo comportarse, se inclinó
frente a la reina madre y esta le tendió la mano, no con ternura,
como hiciera con su hijo, sino más bien soberbia y dando ya cuenta
de lo que le esperaba en la nueva corte.
—Hija... celebro veros. ¿Cómo fue el viaje? ¿Os mareasteis
también?
La reina, contenida pero con sonrisa parca, besó la mano regia y
contestó:
—No hay nada mejor que las confidencias entre madre e hijo
para que todo se sepa. Sí, soy dada al mareo pero no al de una
carroza sino al de los mares. Este último viaje ha sido grato y bien
me encuentro, gracias, a pesar de la incesante lluvia.
Tras los saludos familiares, que fueron amigables y espontáneos,
llegaron los protocolarios y el rey tuvo que hincar la pierna en el
suelo y las damas hacer sus reverencias siendo estas ya bajo techado,
pues todo estaba húmedo.
También fue momento indicado para los regalos, que la reina
madre ya tenía preparados y eran muchos y bellísimos. Al rey Carlos
le entregó una espada adornada de diamantes, que ella misma ciñó.
A la nuera le entregaron cosas más femeninas, tal que un tocador de
porcelana con espejo, un reloj y un abanico, todo ello puesto en
varias cajas y muy aparente.
Luego se realizó el besamanos de los niños y a la indicación de la
anciana todos fueron hacia otras estancias interiores, menos públicas
pero algo más desordenadas en escaleras y recovecos que a la reina
Amalia le parecieron frías y propensas a los catarros. Claro que esto
no lo dijo delante de la reina madre, no fuera que se lo tomara a mal
porque bien sabían que el Palacio del Buen Retiro era del gusto de la
Farnesio y si eso había nadie podría contradecirla.
Fue agradable, claro está, sentirse en el propio hogar. Por mucho
que este fuera grande y destartalado, tenía vistas maravillosas a
jardines muy acorde a los de Versalles aunque más escuálidos.
Hablaron los reyes durante toda la jornada y ya por la noche,
cada uno en su cámara real, pudo la nueva reina explayarse con sus
pareceres sin miedo a ser oídos por criados o, peor aún, por la
Farnesio.
—Querida mía, muy callada estáis.
—Sí, mi señor, por no querer contraveniros. Que sé que estáis
pletórico de volver a vuestra ciudad de nacimiento y ver a la madre
que lo hizo posible. Sé de la complicidad que os une, así que no diré
esta boca es mía.
—Pero ¿cómo no? Vuestra opinión es valiosa. ¿Acaso no os he
oído en tantos años de matrimonio a pesar de los cambios de ánimo,
que han sido muchos?
Esto lo decía el rey manteniendo la mano de la reina, con gesto
cortés.
—Cierto, cierto, que lo habéis hecho. Pero ahora, ¿no habrán de
pesar más las palabras de una madre que la de una esposa?
Carlos suspiró. Con esos problemas no había contado, que
aunque reinas mujeres eran y si no conseguían ponerse en su lugar,
habría guerra de familia.
—Bueno, bueno, no vayamos ahora a desmerecer la felicidad del
día. ¿Qué os ha parecido Madrid, querida?
La reina retiró la mano, que la necesitaba para rascarse bajo la
peluca.
—Ciertamente Madrid es peculiar. Sé muy bien que no habría de
ser como Nápoles, ni como otra parte de Italia, pero... ¡ay!, es tan
sucia... ¿Cómo es posible que lloviera tanta inmundicia a nuestro
paso? ¿No hay normativa que esto impida? ¡Y el barro! No quiero
pensar cómo será Madrid mañana con la lluvia: un lodazal. Ni una
calle empedrada, todo salvaje y con un olor que parece el del
infierno. Trabajo vais a tener en ciernes, mi rey.
—Por eso mañana mismo pienso llamar a los ministros. Ya he
citado a Esquilache y a Sabatini, que me van a ser de mucha ayuda
en estos cambios que se necesitan. Luego llamaré a los españoles...
En esto que llegaron dos criadas, avisadas momentos antes por el
tilín de unas campanillas, y ayudaron a la reina a desvestirse.
—Voy a pasear, querida. En diez minutos vuelvo a desvestirme yo.
Ambos se dieron un beso, casto pero sincero. El rey paseó y la
reina quedó esperándole en el aposento puesto que, como era
costumbre (aunque rara entre la realeza), siempre dormían juntos.

Meses hacía que la marquesa viuda de Valdivielso, doña Marina, y


su dama acompañante, Dorita, se encontraban en Madrid. No fue
fácil encontrar casa, que habían tenido que pedir ayuda a los amigos
para que la renta no les dejara en la ruina. Se sentían dichosas de
estar libres de ataduras morales y, claro está, mucho más lo
estuvieron al encontrar una casita pequeña pero de salón amplio y
luz agradable en la calle del Barquillo.
Resuelto este quebradero de cabeza se arriesgó Marina a
emprender las relaciones propias de una dama y escribió las
pertinentes cartas a los conocidos de postín entre los que se
encontraban los señores de Uceda, bien situados y mejor
relacionados, de entre las familias de la capital.
A Laureana de Uceda, que era la señora, hacía por lo menos cinco
años que no la visitaba, y por eso se hizo más agradable el
encuentro, porque había mucho que contar.
Llegaron Marina y Dorita en un carruaje alquilado, ya que no
había para más, a la casa de doña Laureana, que se encontraba cerca
del Prado de San Jerónimo, y muy pronto comenzaron las risas y los
abanicazos contra el pecho.
—Qué grato verte de nuevo, chiquilla... —exclamaba muy
contenta la de Uceda—. Últimamente poco hay que interrumpa la
monotonía de los paseos por San Jerónimo y las Delicias. Con la
muerte del rey Fernando se han paralizado las fiestas de la corte, ni ir
al teatro está bien visto.
—Pero ahora las cosas han de cambiar —dijo esperanzada la
alegre Marina—. He venido a Madrid buscando nuevas
oportunidades, que fuera ya todo he hecho. No quiero decirte,
amiga mía, lo aburrido que es Burgos en invierno.
—Tengo algo de recelo, cierto es, por la nueva monarquía. Sabes
bien que tengo relaciones muy estrechas con doña Isabel de
Farnesio y ella no es de lengua prieta. A dos cafés ya se le ha soltado,
y como gusta de enredar me confidencia algunas cosillas. De poca
monta, claro, porque ella es diplomática de corazón, quiero decir,
que antes se alimenta de la política que de un guisado. Y como
madre que es y amante de su primogénito, bien me ha contado
cosas que me hacen temer que don Carlos será buen rey pero
aburrido ciudadano.
Dorita, con su prudencia habitual no había hablado, pero al ver
que su señora no respondía, inquirió ella:
—¿Cómo es eso, madama? ¿El rey Carlos no es buen anfitrión?
—A fe mía que lo será, pero no como petimetre y, claro, las
fiestas no son igual si no te ríes un poco de las fantasmadas de los
cortesanos. Sé, porque me lo han dicho, que solo quiere cazar y no le
gusta ni la ópera.
—¡Maldición! —exclamó Marina, que recibió muy pronto la
desaprobación de su aya con disimulado puntapié—. Eso es terrible.
¿Qué voy a hacer yo en Madrid si no encuentro quien me divierta?
—No has de preocuparte, querida... —continuó la de Uceda—:
que esta ciudad es una jauría de muchas bestias, algunas vienen ya
domadas por las modas y a esas son las que hay que aplicarse.
Vamos a ver... ¿Cuántos vestidos tienes?
Marina quedó pensativa como contando para sus adentros y
luego dijo:
—Pues... unos siete.
—¿No estás segura? —se extrañó doña Laureana.
—Es que son tres... —continuó Dorita—. Pero que con ciertos
toques de lazos y botones pasan por ser siete. U ocho, si me aplico
en decorarlos.
La señora de la casa cacareó al disimular la risa. ¡Qué chicas estas,
pues sí que tenían guasa!
—Pues no, hija, no, en Madrid nada de eso se permite.
Mayormente porque las madamas tienen espías en cada fiesta
ocupados en apuntar cada novedad con el fin de superarlas en la
fiesta siguiente. Si tu vestido tiene cuatro lazos, en la reunión
próxima te ganarán con cinco y así hasta que no se pueda más y se
parezcan a la pepona de una barraca. Quizá tiñendo la ropa, pero...
Nada, nada —razonó, abriendo su abanico de encaje—. No puede
ser, hasta el tacto del vestido es motivo de curiosidad entre los
espías de las petimetras. Habrás de invertir en ropa.
—¡Ay, Dorita, que nos arruinamos! Debemos buscarnos las
vueltas para conseguir dineros.
Dorita suspiró muy incómoda.
—Pues no piense, señora, que estoy dispuesta a pasar por lo
mismo que en Burgos. Doña Laureana es sabia, pero debería
también aconsejarla bien con sus métodos de conquista. Que me
parece que en Madrid no son los mismos.
—Cierto. Aquí no se asaltan las camas. Más bien lo contrario.
Cuantos menos cortejos tengas y más recato uses, mejor
considerada.
—¿Quieres, amiga mía, que me ponga a hacer calceta? —
preguntaba muy osada la marquesa de Valdivielso.
—No, mujer, no. Solo habrás de jugar un poco con las modas de
Madrid y todo irá rodado.
Sirvieron el chocolate y al olor del brebaje caliente se le activó a
Marina la sensiblería.
—Es que yo creía que después de viuda podría hacer cuanto
quisiera. El futuro de la mujer está en casarse con un anciano, que
dure poco y que le deje todo cuanto tiene. Porque así podrá ser libre
de llevar una vida lo más dichosa posible. Tengo dinero, claro está,
no soy pobre pero como Madrid me exija tanto voy a tener que
volverme a Burgos con la limosnera vacía.
—No le haga caso, vuesa merced —intervino Dorita—. Que mi
ama ha sido siempre muy teatrera. Es una cabeza loca y en eso
siempre he de ir conteniéndola. Tiene muchas virtudes, pero es
malcontentadiza, y cuando lo ve todo negro durante unas semanas
no hay manera de que entre el color por ningún lado.
Laureana de Uceda tomó el chocolate, se limpió los labios con
una servilleta bordada, primero una comisura y luego la otra, y miró
a su amiga.
—Pero a ti, primor, ¿qué es lo que realmente te gustaría tener en
la vida?
Marina volvió a quedarse pensativa, muy pensativa, casi mística, y
al rato dijo:
—Pues lo que yo quiero de verdad es un Carlos III. Sí, como lo
digo. Un rey que me lo dé todo.
Las damas que allí había tuvieron tiento suficiente para no reír
porque vieron que lo decía muy de veras. No lo tomaron por chanza
y sin replicar bebieron de sus tazas de chocolate. Desde ese
momento la conversación decayó mucho... tanto, que no tuvieron ni
ganas de salir al jardín.

Ni siquiera las lindas madrileñas de años atrás, le procuraron al


portentoso Gil López una habitación en Madrid, ciudad ahora de
prodigios y atestada a causa de la proclamación real que habría de
ser en julio. Acudían a ella los oportunistas convencidos de comerse
la parte del pastel más sabrosa. Pero nada. Ni con la rubia tabernera
de la plaza de la Cebada ni con el fiel amigo de la infancia, que tenía
un gabinete alquilado a deshoras para cualquier contrabandista en
los alrededores del portillo de Santa Bárbara.
Pasaron algunos meses de acá para allá, llevándose el avío de
posada en posada hasta dar con una medio decente, donde los
catres no tenían manta y tuvieron que comprar unas de mala lana a
las que no tardaron en acudir los piojos y otros bichos menos
incómodos.
Era un lugar de espanto pero ofrecía la seguridad de verse lejos
de los ladrones, al menos lejos de sus propios bolsillos, pues en las
habitaciones contiguas dormitaban algunos de ellos y ya se sabe que
quien roba no lo hace en sitio propio.
Con todo, Lorenzo de Elvira se congratuló de no tener que dar
más vueltas nocturnas, llamando a las aldabas (si es que las tenían)
de la mitad de las fondas de Madrid. Sobre el jergón se sentó
intimidado por todo lo que le rodeaba, que era, para más señas, una
mesa derrengada con tres patas, un alzapié de madera y una jofaina
desconchada pero útil para lavarse los ojos por las mañanas.
—No se lamente de su mala suerte... —le animó Gil—. Cierto que
es un sitio infecto, que ni almohadas tiene. Y cierto también que
oiremos más a los vecinos que nuestros propios pensamientos. Pero
está cerca de la Puerta del Sol y de la plaza Mayor. Al nuevo palacio
real llegaremos pronto andando por la calle Mayor y si le parece
mucho a vuesa merced, que aquí las distancias no son como las de
Graná, callejearemos un poco. Y ya verá qué vistas hay desde la
puerta de la Vega, que todo se ve, el río lo que más, que no será el
que tienen en París pero tampoco le envidia nada al Darro. Todo está
bien, mi señor. No se amosque, que nos queda mucho por hacer y lo
primero es llevar esa carta que tiene vuesa merced entre la camisa.
Con tan poco dinero que tenemos no podemos esperar más.
Gil decía bien. No era momento de lloros. Antes de salir de
Granada un lacayo de Juan de Flores le había enviado a Lorenzo dos
cartas de recomendación. Una para el arquitecto José de Hermosilla
y otra para don Manuel Ximénez, que era quien tenía el deber de
dibujar los patrimonios árabes que en Andalucía había según las
órdenes reales. De entre los dos, prefirió Lorenzo visitar a Hermosilla
que ya tenía nombre y era bien considerado.
Con la carta recién sacada de la camisa, que olía mal, todo hay
que decirlo, acariciándola como si fuera un gorrión y con cuidado
esmero, se durmió. Lo hizo entrecortadamente porque los piojos se
movían mucho y le picaban sus partes más tiernas. Pero a la mañana
siguiente pidió una bañera, «que qué era eso», le dijeron y se
conformó con un barril dentro del cual le frotó Gil la espalda y los
sobacos hasta quedar como un niño de pecho, quiero decir, suave y
perfumado.
Acudieron ambos en busca del tal Hermosilla hacia el nuevo
palacio que construían desde la fecha del incendio del anterior. Tan
magna obra había puesto en tela de juicio a muchos expertos,
enfrentando a otros tantos y enojando a los dos reyes que pasaron a
la historia mientras el palacio se construía.
Las obras iban lentas y eso se veía incluso desde fuera, en la
explanada inmensa que proyectaban a las puertas del edificio.
Las alas ya terminadas daban capacidad a dependencias activas y
en alguna de ellas se instalaban pintores y arquitectos. Las más
atractivas eran para Lorenzo las que darían origen a la academia más
respetada de España, la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando, que auspiciada por el antiguo rey tomaba forma bajo los
comienzos del reinado carolino.
A esta parte se dirigió el de Elvira imaginando que allí encontraría
a Hermosilla, pero no lo encontró. Trasteó como pudo las negativas
de los guardias, que si allí no era, que si no sabían dónde estaba... y
finalmente le hicieron pasar al gabinete del señor Manuel Ximénez
para quien también llevaba carta.
—Señor... —Lorenzo hizo una sentida reverencia con el billete en
la mano—, celebro encontrarle. Aquí le traigo una carta de
presentación desde mi tierra natal.
Al empelucado dibujante le fue muy fácil leer la misiva, pero no lo
quiso porque prefirió oír su contenido de labios de Lorenzo. Tenía
cierta prisa y por eso no le hizo ni sentar.
—¿Es vuesa merced... andaluz?
—Lo soy, señor. De Granada. De allí es mi mentor el canónigo
Juan de Flores que ha tenido el privilegio de conocerlo, según tengo
entendido, y me ofrece como ayudante dado que se comenta que
vuesa merced se encargará de dibujar las grandezas de la Alhambra.
Soy bueno con el pincel y muy preciso.
Lorenzo, muy elocuente, se refería al nuevo gusto por las
catalogaciones. El rey Carlos III, ya experto en temas de patrimonio
en la esplendorosa Nápoles, deseaba que se mantuvieran los
catálogos de las piezas de arte de cada parte de España, siendo
necesarias dibujarlas al no tener otro medio de saber de ellas.
Andalucía, tierra de amplio acervo, con tanto puente, iglesia y
catedral, de moros y cristianos y aún algún judío, exigía un buen
catálogo y listas, inventariando todo cuanto era de orgullo del nuevo
rey.
Ximénez lo miró con extrañeza pero contentadizo.
—Dice mal, vuesa merced. Por motivos que no vienen al caso no
podré dibujar esas maravillas andaluzas a las que se refiere. Pero
otros lo harán por mí y ya están moviendo pieza a través del señor
Sánchez Sarabia que viajará a tierras sureñas para dibujar todo lo
que vea. Quieren llamar al catálogo «Las Antigüedades Árabes de
España» y de él se encargará el nombrado señor Sarabia,
enviándonos sus dibujos para poderlas reunir y numerar.
Con esta respuesta Lorenzo creyó ver muy mermadas sus
posibilidades de trabajar en la Real Academia.
—Dígame, señor de Elvira... ¿Cuál es su experiencia?
Lorenzo tomó aire para no quedarse mudo en el camino.
—Mi oficio es el de cantero, pero he recibido clases de dibujo
para el cual estoy bien dotado y sé dirigir las obras de cualquier
construcción, si no es muy opulenta. También aprendí a catalogar las
piezas que mi señor, Juan de Flores, encontraba en el Albayzín.
—Ajá, ya veo.
—Trabajé en la Alhambra, en las pocas restauraciones que tuvo. Y
me la conozco tan bien como la antigua alcazaba en donde
excavamos para sacar las piezas romanas que ahora son gloria de
Granada.
Los labios fruncidos de Manuel Ximénez mostraban su agrado
con un gesto pensativo.
—¿Conoce unas pinturas, que según dicen, se encuentran en la
sala llamada de los Reyes en el palacio de la Alhambra?
—Sí, señor. Muy bonitas, por cierto.
La respuesta positiva de Lorenzo llevó a Ximénez a rebuscar entre
sus muchos papeles hasta dar con uno en blanco para rellenar con
una pluma de ganso.
Escribió entrecortadamente, que parecía que tenía que pensar lo
que ponía hasta que firmó, secó y selló con lacre el documento y se
lo entregó a Lorenzo.
—¡Tenga! Es su carta de presentación para comenzar a trabajar en
la Academia catalogando los dibujos que envíe el señor Sánchez
Sarabia desde su tierra. Si lo hace bien, no tardará mucho en formar
parte del nuevo mundo de las artes que nos llega. Déselo al maestro
que le indique mi ayudante.
Lorenzo ya no tenía espinazo de tanta reverencia. Le sobrevino un
sudor frío a causa de verse realizando un trabajo que no se merecía y
acudieron a él los remordimientos, pero no fue tan majadero de
decirlo porque le hacían falta los dineros, que ya no quedaban
muchos en su bolsa.
Con esas, se fue al maestro que le indicó, don Aredio de
Alcántara, que nombre raro tenía, vive Dios, porque para Lorenzo,
como buen granadino, cualquier nombre diferente a Antonio, o
como mucho Manuel, era designio de un capricho.
Don Aredio, de tierras norteñas, caló muy pronto al andaluz o eso
creyó, tildándolo de vago y de juerguista, nada más verlo. Porque el
palentino creía a rajatabla en esa máxima de los tipos españoles y
creía firmemente, sin haber tratado con ninguno, que todos los
nacidos más allá de Despeñaperros eran más de bota y de sarao.
Frunció el ceño don Aredio y le dio licencia para volver al día
siguiente, que ya iban a terminar la jornada, y por rogativa del
aprendiz le dio un adelanto de los sueldos.
Corrió Lorenzo a buscar a Gil López, sin desmedida ni tiento al
verse de nuevo con la bolsa llena. Que parecía que la suerte
asomaba.
—¡Por vida mía! ¡Que ya tenemos dineros para alquilar una casa!
Salgamos de ese cuchitril fangoso y búscame una morada, Gil, pero
de las buenas, nada de posada sino casa acorde a mi nombradía y
sin que sea muy cara, que los reales no se estiran.
—¿Y una muchacha para que guise?... No sé, vuesa merced, pero
aunque yo pueda, no queda bien que otro hombre le haga la cena.
—Cierto. Y una mujer. Que sea fea.
—¡Pardiez! ¿Por qué?
—No quiero contratiempos ni encontrarte liado con ella cuando
vuelva a casa, que ya me han advertido de tus tretas.
El rubor le subió a Gil a las orejas y eso que era hombretón y
valiente, pero es que su señor tenía más razón que un santo.
—¡Sea! Y mujer fea. Me costará... porque yo a esas no conozco.
—Pues presto que ya vas tarde.
Gil tuvo suerte o quizás es que buscó bien, porque esa noche ya
tenía casa para entregar a su dueño, soleada y humilde, con mantas
y hasta con balcones que daban a la calle de Atocha.
Mujer fea no hubo.
El poder de un huevo

El poder de un huevo

Carlos III era un hombre concienzudo, tan reflexivo en las cosas


que se pasaba la mayor parte del día pensando y el resto haciendo.
Por eso gustaba de cazar, que según decía era el momento en que
ponía en orden su raciocinio, lejos del mundanal ruido y de sus
consejeros que a veces lo aturullaban.
Gustaba de tener todo en su sitio, ordenado y dispuesto para ser
empleado. Todo ello explicaba que una de sus palabras preferidas
fuera «economía», pues economizando el tiempo se conseguía,
sobre todo, tiempo para reflexionar.
Unos lo creían el rey más laborioso del mundo, por verlo siempre
cavilando, y otros decían de él que era un holgazán por estar
constantemente de caza, pero lo cierto es que don Carlos trabajaba
incluso cuando holgaba, aprovechando el tiempo lo más que podía y
sus resultados empezaban ya a notarse en toda la corte.
Otra palabra muy de su gusto era «la medida». Todo debía estar
en su justo punto, ni mucho ni poco, ni más ni menos. El tiempo
ordenaba mucho más que un rey.
Se levantaba el monarca a las seis menos cuarto avisado por su
ayuda de cámara, fuera el día lluvioso, cálido o gélido, fiel siempre a
sus costumbres de no alterar las horas.
Acompañado de su médico, de su boticario y cirujano, se lavaba
sus partes visibles y se dejaba vestir por sus sirvientes, siempre con
buen ánimo y con algún chascarrillo, si era necesario. Sus trajes eran
invariablemente del mismo color o muy parecido para facilitar la
elección, si acaso, y si la situación lo exigía, introducía el sastre algún
botón de preciosas piedras, pero no más. Siempre iba con gorro,
mas no dentro de palacio, con peluca sí. Y así ataviado se
desayunaba dos jícaras de chocolate, que era gran vicio el que tenía.
Lleno el estómago pasaba a oír misa, y al terminar las confesiones
ya eran quizá las siete, momento para visitar a sus hijos y esposa,
ahora más relajada y vestida para ser vista por todos.
El encuentro le animaba a empezar la tarea regia, que era siempre
de ocho a once y muy concentrado se dedicaba a España desde su
gabinete, bien hablando con los ministros o con los consejeros o con
ambos. Y si estos se desmandaban en el habla o demoraban las
contestaciones, no lo permitía, porque había que seguir el orden de
las cosas, aunque fueran importantes, porque más relevante era el
tiempo que marcaba el reloj.
Después prefería hablar con el Príncipe de Asturias, su hijo, que
aunque no muy avispado necesitaba apoyo moral para,
seguidamente, pasar a recibirlo él por su confesor, fray Joaquín Eleta.
Tanta actividad le daba mucha hambre, pues aunque flaco desde
la niñez tenía robusta el alma y tanta reflexión le consumía la esencia
de los alimentos desde por la mañana.
Así que llegaba el mediodía y se producía el espectáculo. Cierto
era que no le gustaba tanta payasada, pero a los súbditos hay que
tenerlos contentos y como se divertían... ¿qué le costaba a él seguir
la moda?
Le ponían un huevo, lo primero, pasado bien por agua. Un lacayo
le entregaba una cucharilla reluciente y con ella clic clac, clic clac,
daba golpecitos muy certeros a lo largo de la cáscara hasta
conseguir introducir la cucharilla en sus tiernas carnes haciéndolo
más famoso que el que fuera de Colón.
Desde el primer día en que lo realizara, los lacayos, criados,
consejeros y allegadizos que tenían obligación de estar presentes le
aplaudieron con sumo gusto la extravagancia, tomando como
costumbre tamaña estupidez cada día del año. El pobre monarca, al
que no le gustaba nada tanta pérdida de tiempo, se conformaba al
menos con servir de distracción a sus muchos hijos y consentía,
como padre benévolo y hacedor.
—Qué poder tiene un solo huevo... —reflexionaba—. ¿Veis,
querida Amalia? ¡Con qué poco se conforman! ¿Pues no me
agradecerán más adelante que les limpie las calles y les levante
monumentos a la sapiencia ilustrada? Contento estoy.
—Bien pueden agradecerlo —sentenció la reina—. Pues mucho
tenéis que hacer por estos pobres ciudadanos de Madrid, que ni por
tener tienen aire que respirar. Se me van a gastar los pañuelos de
tanto taparme la nariz.
—Querida... no será para tanto. En peores nos hemos visto.
Aunque cierto es que aquí hay muchas miasmas que parecen
repartirse por igual en cualquier parte. Con tanto lodazal y oscuridad
no hay forma de salir a pasear al aire libre. Habrá que hacer nuevas
calles y si no se puede, traer un aire embotellado desde nuestra
querida Nápoles.
La reina, que no reía muy a menudo en esos días, sonrió y tendió
su mano para ser tomada por el rey que ya recibía su segundo plato
al gusto.
—Tened fe, reina mía —decía Carlos, besándole la mano—. Yo
veo a mis ciudadanos como niños que no saben lo que es mejor para
ellos. Seré padre benevolente, pero en mi casa habré de ser muy
disciplinado porque de esa disciplina dependerá mi equilibrio y mi
mesura. En mi casa solo habrá una mesa, una cocina y una religión. Y
todos a una podremos reunirnos como allegadizos muy contentos y
hacer luego por España, todos a una también.
Amalia miraba con arrobamiento a su esposo por ser tan cabal y
astuto. Suspirando le pilló la augusta madre, su suegra, que la tenía
por necia y poco agraciada en todo cuanto concernía a la vida.
Terminó la comida el monarca y se dispuso al besamanos. «Qué
hastío», pensaba, pero hay que consentir porque como bien dijo a la
reina era el padre y como tal debía de dar ejemplo.
Si hubiera sido verano habría permitido que le cambiaran para la
siesta, pero no, que no lo era porque se acercaban las Navidades, así
que decidió ir a cazar pues mucho había que discurrir en esos días
para luego hablarlo con sus ministros.
No fue fácil alternar el tiro con el tino. Con cada bichajo que
volaba ¡boom!: un descerrajamiento administrativo, diplomático o
político se le ocurría al hábil monarca. Por cada pieza recuperada
volvía don Carlos con un planteamiento ilustrado que aplicar o que
cambiar y eso le producía gran placer. Esperaba, por eso, a que
anocheciera. No había prisa para volver a su gabinete ahora que el
ingenio estaba vivo y cuando ya el campo era boca de lobo, accedía
al regreso.
En llegando al Real Sitio, volvía a reunirse con sus ministros, uno a
uno, para ver en la práctica lo que había meditado y decidido.
Todo ello le daba gran apetito y así que sobre las nueve volvía a
la cena con su familia. ¡Vuelta a empezar con los aplausos!
Tras acabar la frugal dispensa llegaba el rezo para pedir perdón
por su soberbia, si es que un padre puede tenerla al amar tanto a sus
hijos y a la capilla iba como corderillo, ya cediendo a la galbana.
Por la noche caía en la cama como un bendito.

Dorita, que ya había encontrado un conventito con monjas


recatadas y muy sabias donde poder pasar las tardes liberada de su
señora, fue avisada aprisa, que era urgente que se llegara a la casa
de la señora de Uceda pues así se lo pedían.
Arribó a la graciosa casa fatigada esperando encontrarse a Marina
de Valdivielso con un síncope o algo parecido cuando casi le da uno
a ella al encontrarse a las dos madamas de tal guisa.
Solo de oírlas gritar y saltar se le reproducía a la casta Dorita un
mareo incontenible. Que si eso era el paraíso, que si no era para
tanto, que sí, que sí...
Y en esas estaban las dos mujeres frente al armario abierto de
Laureana, admirando su gran conjunto de vestidos, batas y demás
perifollos.
—¡Bendito sea Dios! ¿Y por esto me hacen llamar, vuesas
mercedes, tan apriesa?
Las mujeres reían, se tiraban sobre los sillones y luego se ponían
sobrepuestos los trapajos elegantes.
—Tienes que darnos tu parecer, querida, no podemos confiar en
juicio mejor que el tuyo. Hemos sido invitadas nada menos que por
la reina madre, la señora Farnesio, a tomar el chocolate en sus
aposentos.
Dorita se sentó, atacada por el mareo, y tuvo que sacar el
abanico.
—¿Van a ir vuesas mercedes al Palacio del Buen Retiro?
—¡Y tú también, niña mía! Así que abanícate más... no vayas a
sufrir un telele ahora que necesitamos de tu comedimiento.
No hubo manera. El soponcio apareció.
—¡Las sales!
Recuperaron a Dorita que ya se veía siendo el centro de atención
de la Farnesio, con las iras que decían que sufría, y le tembló todo el
cuerpo. La abanicaron y luego de tomar media jícara de chocolate le
salió el color a las mejillas.
—Yo no, que no, que no. Vayan, vuesas mercedes, que yo no sé ni
colocarme los tacones.
Marina y Laureana se miraron con complicidad rara y desmedida.
A la par le contestaron que allí estaban ellas para explicarle todas las
razones de las modas, que para qué servían cada una de las muchas
cosas que salían de los armarios de las petimetras.
—Verás, niña mía... —decía Laureana—. Sabemos que no eres
presumida, que ni por llevar llevas pendientes. Que a ti te pusieron la
basquiña y la mantilla con doce años y así te has quedado. Pero no
hay nada como la prudencia y el decoro que asoman a tus mejillas
para ir mejor vestida a cualquier palacio. Eres Doña compostura y
Recato y de eso queremos que nos enseñes, mas no te necesitamos
en el vestir, que en eso te aconsejaremos nosotras.
—¡Pero yo no conozco ni la mitad de las cosas que hay en ese
armario!
—¡Pues abre bien los ojos y observa!
La señora de Uceda llamó a una criada y ordenó que le
desabotonaran la bata que llevaba, que era de cola larga y de color
muy brillante. Vamos, que casi parecía un deshabillé o salto de cama
por lo ligera, pero no, es que entre la gente elegante se empezaban
a llevar las telas suaves como la muselina. Quedándose en camisa
ordenó a la criada que le pusiera la cotilla, que era un armazón con
ballenas y con aldetas en la cintura, que ajustaba el pecho como un
guante. Bajo ella iba el otro armazón, el del tontillo, que una vez
puesto bajo las faldas hacía las caderas anchas.
—Siempre me he preguntado qué se sentirá al ponerse un
tontillo como ese. ¿No es pesado, madama? ¿Cómo atraviesa las
puertas?
Las preguntas de Dorita indicaban que iba recuperándose del
susto y que poco a poco cedía ante la coquetería.
—Pues de lado se pasan, hija mía. —Reía Laureana—. Así, así,
como si fuéramos egipcias. Y al sentarnos fíjate, ni los zapatos se
ven, que esa es su misión, pues ya sabes lo que disfrutan algunos
canallas espiándonos los pies.
—¡Jesús! —se sorprendía Dorita—. ¿También en las fiestas de la
corte te miran los pies los sinvergüenzas?
—¡Mucho más! Les interesan más que los escotes.
El abanico de Dorita no dejaba de moverse. Qué bochorno que le
entraba solo de oírlo.
—¿Y ahí es donde me quieren llevar vuesas mercedes? ¿A mí, que
me he criado con las monjas?
—No temas, Dorita —terciaba Marina de Valdivielso—. Estarás
junto a mí en todo momento y nadie podrá cortejarte más que lo
necesario. ¿Has visto, niña, qué vestido à la française de color gris? Si
parece hecho de perlas. ¿O acaso las tiene?
Laureana reía al ver tan entusiasmada a su amiga, que acariciaba
el vestido de inspiración francesa, de pecho en «V» y de gran
decoración.
—Pónmelo —ordenaba a la criada—. Vamos, que la señora quiere
ver cómo me queda.
Puesto era una maravilla, parecía mismamente un retrato de Van
Loo, como el que le hiciera el pintor francés a la Farnesio.
—Pues no os imagináis qué briales tengo para combinar con esta
bata, que más que faldas parecen cortinas. Una amiga mía, más
elegante que yo, tiene una à la turque que es una preciosidad.
—¡Válgame el cielo! —exclamaba Dorita, pensando que eso de
«la turca» era alguna ordinariez—. ¿Y es que las madamas no llevan
mantillas, ni enaguas, ni basquiñas?
Marina suspiraba de impotencia pues parecía que la niña, y mira
que era ilustrada en otras cosas, en esto del vestir era peor que una
abadesa.
—Verás, Dora, querida —le explicaba la de Valdivielso—, la
basquiña es prenda corriente, útil y que todas las españolas tenemos
en el ropero la usemos o no, pero cuando vamos a una fiesta nadie
quiere llevar una basquiña de paño sino brial de seda. Algunas batas
y vestidos, sean estos a la francesa o la turca o si te pones a la
polonesa, pueden llegar a costar más de 40.000 reales. Sí, date aire,
hija, que se han llevado las sales...ahora prima el elegir bien y luego
ya nos dirás qué conversación es propia de una alta dama como la
Farnesio, que es más inteligente que las tres juntas.
¡Cómo se abanicaba Dorita!, sin descanso.
—¿Y yo...? —preguntaba con temor—. ¿Qué habré de ponerme?
—Pues uno más sencillo, tipo a la inglesa... que tiene el pecho
más descubierto pero menos tontillo y te será más fácil pasar las
puertas.
Viendo Marina que Dorita ya no escuchaba le dio un codazo a la
de Uceda para que terminara la lección.
—Los zapatos mejor para otro día. ¿No te parece, querida? Que
Dorita vuelve a marearse. ¡Ay, qué chiquilla!
Laurena se reía mirándose al espejo.
—Pues cuando le hablemos de las pelucas y esos excesos que
ahora les ponen, tantas flores, plumas y cachivaches, habrá que
llamar al médico.
Dorita cerró el abanico. Ya no tenía ni color en el semblante.
—¡Presto! ¡Las sales!

Cuando atravesó el umbral de su nueva casa y tras de sí la criada


que habría de gustar a su señor, se dijo a sí mismo Gil: «Esta no
cuadra», mas la incertidumbre le animaba a intentarlo, siendo él
hombre de gusto por el juego y por tanto de creer en la providencia.
Eran horas muy de mañana para tales menesteres, más bien solo
para el almuerzo y poco más. Y en esas estaba Lorenzo, habiendo
terminado la leche con pan y ahora se disponía a vestirse.
—¿Quién traes? —preguntó.
Gil se acercó disimulado al oído de su amo y contestó:
—A la fea.
Lorenzo tosió varias veces. Del sobresalto se le había atravesado
una corteza de hogaza en la garganta que le incomodaba y no iba ni
para arriba ni para abajo. Bebió un vaso de agua que vertió desde
una jarra algo tosca y miró a la muchacha.
No dijo nada la susodicha. Se plantó frente a él con ese gorro
hasta las orejas, que parecía de dormir, dejando muy abiertos los
ojos para que su nuevo señor pudiera decidir si le agradaba.
Dudó Lorenzo, se rascó la nuca. Se acercó a Gil y le preguntó muy
discreto:
—¿A ti te parece... muy fea?
Gil sacudió los hombros.
—Señor, yo... fea, fea..., pues sí debe de serlo atendiendo a sus
verrugas, que se las he visto cuando se descubrió el pechamen con la
mantilla. Mire vuesa merced qué tobillos, como los de un elefante, y
el pelo de estopa... yo, honradamente, más fea no la encontré.
—Sea, que se quede.
—Cierto es que su sonrisa es agradable y su mirada vivaracha. Y si
no te fijas en las verrugas está bien dotada de pechos y de caderas.
Además...
—¡Alto ahí! ¡Te contravienes!
—Ay, señor, es que es muy difícil hallarle algo malo a una mujer.
Yo soy de contentar y, claro, por más que me esmero en poner
pegas...
El mozo arrugaba su chambergo entre las manos concentrándose
en la decisión, pero no lo conseguía. Finalmente, Lorenzo determinó
preguntar a la muchacha.
—¿Cómo te llamas?
—Loles, la Machorra.
—¡Vive Dios!
Señor y criado chocaron entre sí buscando mejor lugar donde
sentarse.
—¿A qué ese apodo? —preguntó Lorenzo.
—Por los mamporrazos. A cada zagal que se acerca: ¡zas!
Tragó saliva observando a la muchacha que no hablaba en broma
ni mucho menos y por lo abultado de los brazos se comprendía la
veracidad de sus palabras. Se miraron los hombres y finalmente el
señor de la casa resolvió:
—Que se quede.
En ese mismo instante comenzó la muchacha el trajín de limpiar y
cocinar. Como una maquinaria de reloj, sin detenerse y con perfecto
equilibrio, mondando patatas y sacudiendo los colchones era más
diligente que un brigadier en la batalla. A veces se soplaba el
flequillo que caía como la crin de un caballo sobre su nariz y otra se
lo retiraba con el brazote musculado sin perder el ritmo en barrer
con el escobón.
—¡Zape! —exclamó fascinado Gil López—. Señor, me parece que
la elección ha sido buena. Estaremos más limpios que una patena.
Hoy podrá ir, vuesa merced, al trabajo sin temor a que lo confundan
con un trotamundos, pues nuestra Loles le sacudirá todo el polvo de
su casaca.
—Buena falta me hace. Me parece que el señor Aredio de
Alcántara, mi capataz, no me ha mirado bien. Es impresión que tengo
desde el primer momento. Me tiene por un palurdo.
—Demuéstrele, señor, que no lo es. Con el adelanto del sueldo
podemos ir a un sastre y que le haga algunos trajes de los de moda,
con medias de seda y una camisa con guirindolas.
Lorenzo dudaba.
—No sé, no me hallo. Soy hombre corriente.
—Pues o se halla vuesa merced o le encuentra su capataz. Vuesa
merced decide. Pero ahora es mejor que se apure y se arregle del
todo pues ya llega tarde al despacho.
Viendo la hora que era, Lorenzo se apresuró en apretarse la
coleta y dejó a Gil que le anudara el lazo en la garganta. La Machorra
con sonrisa tierna de ver a su señor tan compuesto y galán, le
sacudió la casaca y ayudó a introducirla cuadrándole la espalda
como si fuera un uniforme de faena.
«¡Qué elegancia!», se dijo para sí la muchacha. Y qué pantorrillas
tan lindas tenía su nuevo señor, que no necesitaban de tacones para
enseñarlas bien torneadas.
—Bien aseado va, amo —confirmó la criada—. Espere, vuesa
merced, que le traigo el tricornio y le abro la puerta.
Se puso el gorro bien calado y, tomando la carpeta de dibujos y
sus recientes notas en pulcros bocetos, salió.
Tan aprisa lo hizo que no notó que llovía o al menos que
lloviznaba con ese calabobos tan madrileño, pero al momento se
oyó una voz: «¡Agua vaaaa!»
El agua fue, cayendo desde los altos balcones de alguna de las
casas de la calle de Atocha la más pertinaz y dudosa llovizna sobre
su sombrero. Allí quedó Lorenzo de Elvira, tiznado de líquidos
inciertos, fragantes y algo turbios que resbalaron desde su tricornio
hasta las hebillas de sus zapatos.
—¡Pardiez! ¡Acertaron de pleno! ¡Vuelva a casa, vuesa merced, no
vayan a tirar el resto! Venga, venga, no se aturulle, quítese el
sombrero, el pañuelo y la casaca... ¡Por la Virgen de la Almudena!
¡Qué estropicio!
Loles se santiguaba como si hubiera visto al demonio y cierto era
que Lorenzo pensaba ya en él y en toda su legión de ayudantes para
enviárselos a su vecina.
—Pero ¿no se respeta la ley de higiene en esta villa? ¿No saben
que no pueden tirar restos hasta la noche?
Lorenzo se exasperó muy de veras y ganas le dieron de desafiar a
alguien a duelo.
—Es que en esta ciudad no hay respeto, señor. Aquí la ley es la de
no hacer nunca caso —explicaba más experto Gil López—. Lo mejor
es que siempre vaya en coche y si no puede pagárselo todos los días
saldré yo primero para recibir el baño antes que vuesa merced, que
necesita ir muy limpio a su trabajo.
El granadino gemía por su mala fortuna. El primer día y ya llegaba
tarde y sucio. Tentaciones le daban de quedarse en casa y no salir.
—No se apure, vuesa merced —animaba la criada—. Que ahora
mismo le traigo otra chupa y gorro nuevo. Con un poco de perfume
se arregla todo. ¡Por fortuna la carpeta no se mojó!
Lo asearon entre los dos criados con ligereza y nuevamente salió
Lorenzo a la calle, probando suerte. Hasta miedo le daba sacar la
pierna desde el umbral de su casa. Pero Gil, más resuelto, paró una
litera y le hizo entrar en ella sin que pudieran atizarle con otra
bacinilla.
Llegó agitado por los movimientos de los dos lacayos, a los que
pagó generosamente, y entró en las dependencias del Palacio Nuevo
en donde ya esperaba el señor de Alcántara con ceño fruncido.
—¡Alabado sea Dios! Por fin tenemos el gusto de contar con su
compañía —exclamó muy sarcástico, colocándose un lunar de
terciopelo en la mejilla—. ¿No le dijeron a vuesa merced que en este
trabajo es imprescindible la puntualidad?
—Disculpe, señor, mi tardanza, que no ha sido voluntaria. Una
incidencia muy poco amable me ha obligado a cambiar de rumbo
antes de llegar.
Mientras esto contestaba el de Alcántara olisqueaba, que parecía
que tenía la nariz de un sabueso.
—¿Qué olor es ese?
Lorenzo se turbó.
Sacó don Aredio una vejiga donde guardaba uno de sus mejores
perfumes y vertió varias gotas en su pañuelo. Se lo llevó muy
disimuladamente a la cara.
—Ah, alguien ha debido pisar alguna caquita de perro... ¡qué
contrariedad! Avisad a los criados que frieguen bien el suelo. Y vuesa
merced, recuerde ponerse los guantes cuando consulte las láminas
de dibujo. La pulcritud lo primero.
Lorenzo hizo una reverencia muy agradecido y salió hacia atrás
convencido de que si lo hacía como había entrado, su hedor se
expandiría por todo el Palacio Real.
Durante todo el día estuvo contando las horas para llegar a casa y
asearse como era digno de un caballero.
La mejor medicina, el tabaco

La mejor medicina, el tabaco

Se enteró la reina Amalia que muy pronto le entregarían seis


corachas de tabaco habano reservadas para celebrar la proclamación
de Madrid. Era la mejor noticia que recibiera desde hacía mucho
tiempo y eso la animó porque la vida en el Real Sitio era aburrida y
en esas fechas navideñas muy complicada.
Su esposo, el rey, ya se había dado cuenta de sus cambios de
humor, que ya no era tan vivaracha y complaciente como años atrás.
La llegada a España menoscabó su salud y aunque no lo manifestaba
de palabra su benigno carácter era ahora muy agrio y con altibajos.
Castigaba a sus criadas si derramaban el café y gritaba sin venir a
cuento, vaivenes que sabía torear con prudencia don Carlos,
procurando que no fueran a más y dejándola a solas para que se le
pasaran los berrinches.
Porque María Amalia se había visto forzada a cambiar por los
disgustos. Trece partos tuvo en diecisiete años. Se casó siendo una
niña, con trece años, y parece ser que desarrollada porque el
matrimonio se consumó. Hubo buen entendimiento con don Carlos,
joven tímido y bondadoso, y de ese afecto surgieron los hijos, uno
detrás de otro, aunque no todos vivieron hasta edad adulta. Cuatro
mujeres parió una detrás de otra y los nervios de no tener un
heredero le cambió el carácter. Pero fue llegar el primer varón, Felipe
Antonio, y fue peor aún porque pronto demostró imbecilidad y,
claro, imposible que llegara a la regencia.
Más tarde nació Carlos, que con el tiempo sucedería al monarca
en las Españas. Juzgar ahora mismo si también era imbécil no sería
tarea fácil, al menos no lo aparentó hasta que subió al trono. Y lo
mismo ocurrió con Antonio Pascual, que extravagante y limitado era
en exceso. Mas Fernando, que quedó en Sicilia, y Gabriel, que era el
predilecto del rey, demostraron viveza de juicio, lo que se dio por
bien hecho.
Por eso María Amalia tenía la salud resentida, que sin dientes se
quedó de tanto esfuerzo procreativo. Y eso lo sabía comprender don
Carlos, a pesar de que era repulsiva con creces o tal vez por eso
mismo, dado que él tampoco era agraciado, que alguien dijo una vez
que formaban la pareja más fea del mundo.
La tarde que ahora se sucedía era más bien fastidiosa, con aires
racheados e inoportuna para cazar, así que el rey aceptó quedarse en
el palacio a petición expresa de la esposa que le reclamaba desde
hacía muchas tardes para fumar juntos, algo que hacían con
frecuencia en Nápoles y en las Españas no podían.
Por fin consintió el monarca en que les trajeran la caja de tabacos
y los criados prepararon los habanos para que los reyes fumaran,
cosa que hicieron a la par y envueltos en una nube de humo.
Al momento la reina empezó a toser arrebatada.
—Os noto algo indispuesta —manifestó don Carlos—. ¿Os sigue
doliendo el costado?
La reina dijo que no, que la caída del caballo hacía ya muchos
meses que se había curado.
—No, son estos vientos internos del palacio los que me dañan.
No hay más que corrientes en este lugar. Si toso es porque me
acatarro y me parece que el tabaco me ayuda a sanarme con más
rapidez.
—Mirad bien que a veces el tabaco produce tos.
—No, querido. No encuentro mejor remedio para reponerme, no
vivo esperando los cuatro cajones de tabaco que nos tienen que
traer desde las Américas.
Carlos, que era de carrillos muy flacos, retenía el humo dentro de
ellos y luego lo expulsaba causando en la reina gran regocijo. Fue así
que se atrevió a sincerarse con otras cosas domésticas.
—¿Sabéis, esposo mío, que mandé traer un belén napolitano a
España y que ya viene en camino? La Navidad no sería la misma sin
esas figuras que tanto gustan a los niños. Al pequeño Carlos le
apasionan y he pedido uno para regalárselo.
Carlos, el padre, asentía benevolente, todo le parecía bien cuando
Amalia le hablaba.
—Por ahora es lo único que me da cierto alivio y me gratifica esta
estancia aburrida de palacio. Salgo a oír misa, vuelvo, paseo y no me
centro, pero el belén me recuerda la vida en Nápoles y me
reconforta. Tanto es así que se me ha ocurrido que podríamos
enseñarlo a los allegadizos, que lo visiten y vean lo agradable que
era nuestra vida en Italia.
—¿Un belén expuesto a los visitantes? —se preguntaba Carlos
algo confuso.
—¿No decís siempre que vuestros súbditos son como hijos? Pues
si el belén lo compartís con los infantes, ¿por qué no con amigos y
ministros?
Carlos dudaba en responder, discurría la mejor respuesta para no
provocar en su amada esposa uno de sus muchos sobresaltos.
—Vuestra madre tiene mañana una merienda con invitadas, lo sé
porque aquí las criadas hablan más de la cuenta. Pues si ella, con
todos sus años, disfruta de las veladas festivas, ¿por qué no puedo
gozar yo de mi belén?
Se presentía que la nuera ponía a prueba a su amante esposo
comparando sus caprichos con los de la suegra. Incómoda situación
tenía Carlos si no respondía lo que era oportuno. Finalmente con
afirmación de cabeza contestó:
—Cierto. Si es de vuestro agrado...
—Lo es. Y para que vuestra madre, la gran Isabel de Farnesio, vea
que soy magnánima en cuanto digo y hago invitaré a sus amigas a
ver el napolitano en cuanto los artesanos lo terminen. Me place todo
lo que hemos decidido esta tarde, querido esposo. ¿Os place a vos?
Carlos apagó el habano contra el cenicero.
—Me place también, querida. Ahora tengo que irme, que en dos
minutos recibo a Esquilache y veo que sus proyectos van para largo.
La reina dejó que le besara la mano como siempre hacía, con
cariño y sumisión, es decir, como era de esposo.

A la casa de Marina de Valdivielso llegó una recua de papanatas,


todos ellos muy estilosos y oliendo a perfume de París. Era el grupo
de peinadores y expertos peluqueros que doña Laureana de Uceda
enviaba para que les hicieran los moños y decoraran las pelucas a
sus bellas propietarias con motivo de la invitación real.
Marina, como era menester, no cabía en sí de dicha. En cuanto
recibió al maestro peluquero subido sobre altos tacones y ataviado
con seda bermellón, supo que se trataba de alguien muy respetado
entre las madamas. Pero a Dorita no le agradaban sus lunares ni su
caja de rapé que sacaba repetidamente para estornudar a cada
minuto dejando las miasmas por cualquier lado.
Costó que la muchacha se sentara frente a un espejo y dejara que
manoseara su melena que era linda y sedosa, pero que el señor
Pepino Elorrieta, el peluquero, estaba ávido de transformar.
—Perfect! Perfect! —exclamaba en su vulgar francés—. ¡Qué
hermosura de cabello! Lástima tener que ocultarlo bajo la peluca.
—¡Jamás! —se rebelaba Dorita—. ¿Para eso lo cepillo cada
noche? ¿Para taparlo?
—Oh, qué traviesa es la madama. —Se reía Pepino, ocultándose
la boca con un pañuelo de encaje—. Entonces me permitirá, la
señora, que se lo empolve para que parezca blanco.
—Quite allá. ¡Vaya majadería! ¿Quiere que parezca anciana?
El peluquero reía las ocurrencias de la muchacha pensando que
las decía por chanza.
—Bien, bien... no hay problema. ¡Que traigan los postizos!
Recursos tenía el señor Pepino, duda no había. O, como era
manifiesto, tantos postizos como recursos. Sus ayudantes trajeron
dos baúles, no muy grandes cierto era, pero de contenido
importante que al abrirse como una sandía, es decir, por la misma
mitad, descubrieron un interior de pelos muy variados, de colores y
texturas diferentes.
—Este postizo es de la crin del mejor caballo. No, no se
incomode, vuesa merced, que es de yegua, no de macho. Je, je...
cierto es que la textura no es idéntica a la del cabello natural pero...
—¡Jesús! ¡Señora Marina, que se vaya este majadero! ¿Pues no
me quiere poner un penacho de jamelgo en medio de la cabeza?
Dorita se levantaba de la silla dando golpes con el extremo de su
abanico sobre las manos de los peluqueros que se acercaban a ella.
Entre tres figurines la cogieron en volandas y la sentaron
nuevamente presenciando todo ello Marina, desternillándose de risa,
tomándose el asunto como chirigota y no viendo en ello ningún mal.
Consiguieron anudarle a los cabellos un postizo que parecía una
tarta ensortijada de cintas que terminaban en lazos y entre ellos
encarcelaron a un petirrojo que por fortuna era de fieltro y no de
carne y hueso.
Instruyeron a la madamita para que no echara la testuz hacia
atrás o no hiciera movimiento extremo a derecha o izquierda, porque
desestabilizada la peluca, la dama seguiría detrás cayendo de boca o
de nuca, lo que era peor.
Dorita se santiguaba pero no veía manera de deshacerse ahora
de las manos regordetas de don Pepino, diestro en retener a las
mujeres bajo los efectos de sus estilismos.
Mirándose finalmente en el espejo, la honesta Dora, algo tristona,
se conformó con no verse teñida, ni ocluida, por pelucas, sí añadida y
contravenida por la verdad, pero para bien de la belleza. También
por pura cortesía hacia la reina que, aunque con avanzada ceguera,
medía todo con la vara de los regios lechuguinos.
Aceptó muy contrariada la muchacha y don Pepino pasó a
trabajar sobre la cabeza de Marina, que esta sí se dejó manosear y
decorar como un balcón en fiestas.
Así, llegó el gran encuentro, con ilusión y gran desasosiego
porque ninguna de las tres madamas, ni Dorita, ni Marina, ni
Laureana que iba a remolque de la marquesa de Villapanda, querían
quedar mal con la madre del rey, sabiendo que el futuro se
presentaba incierto y podrían necesitar de los favores cortesanos.
Entraron en el Palacio del Buen Retiro vestidas de diferentes
colores, una detrás de otra, como soldados alineados para pasar
revista. Muy ufanas y con el corazón rebotado que parecía salírsele
por los escotes.
Llegaron a la sala donde ya les esperaba la reina madre, sentada,
abullonada entre sus vestidos y con la cara salpicada de sus muchas
marcas de viruela que no hubo manera de disimulárselas ni cuando
era moza y recién llegada a España.
Una a una fueron cumpliendo la reverencia y sentándose
alrededor de ella como gallina real que era, obligando a sus
polluelos a postrarse con caras embelesadas y contenidas.
—Señora marquesa de Villapanda —comenzó la regia señora—,
celebro volveros a ver y que esta vez acudáis con tres amigas que ya
me parecen las mías y que por cierto son muy gallardas.
Las tres humillaron sus cabezas en señal de agradecerlo pero, ¡ay!,
Dorita a punto estuvo de perder la armonía y el petirrojo.
—Majestad, es un honor para todas nosotras acompañaros en
esta real casa. Aquí os presento a doña Laureana de Uceda, muy
amiga y distinguida en Madrid. A la marquesa viuda de Valdivielso y
a su singular azafata doña Dora.
La anciana abrió sus hundidos ojos, círculos vagos pero
inteligentes, y los puso sobre Dorita que ya se turbaba.
—¡Encantadora, ciertamente!... Venid, venid, que quiero veros de
cerca. Una piel impecable. ¿Estáis ya prometida?
Dorita se abochornaba de hablar de intimidades y mucho más
frente a una reina.
—No, señora.
—Pero ¿cómo? —se sorprendía la anciana—. ¡Tan bella y soltera!
¿No os meteréis a monja?
Dorita se incomodaba pero con disimulo.
—Me crie en orfanato y luego en convento donde tomé clases de
diversas disciplinas, pero mi destino no es el de clausura sino el de
casarme y ser feliz.
La Farnesio animó a que siguiera hablando la chiquilla, que
parecía resabia y muy suelta.
—Eso me pareció. Y además es instruida. ¿Os gusta leer?
—¡Lo que más!
—Pues entonces os cedo mi biblioteca, algunos volúmenes
escritos están en italiano, son antiguos y me los traje de mi tierra,
pero vuestros son. Y si queréis ampliar esa sapiencia adquirida
también os procuraré maestros que en palacio los hay holgados y sin
saber qué hacer.
Dorita se azoró tanto que se le cayó el abanico a los pies. Al
levantar la cabeza tras recogerlo sintió un picor muy raro sobre la
cabeza que hubo de disimular con gran esfuerzo para no tener que
meter los dedos entre el postizo, pues parecía que el petirrojo le
picaba más de la cuenta.
—Sois muy generosa, majestad. Y os lo agradezco infinitamente.
La reina miró con sus ojos astutos pero sin fijar la vista.
—Veréis, queridas madamas, entre las mujeres debemos
asistirnos. Este mundo que nos toca es de varones mas las hembras
lo mejoran y aunque siempre recibimos los despojos bien sabemos
hacer con ellos cosas de gran mérito. Cuando llegué de Italia a estas
tierras tan diferentes, mi marido, el rey, el gran Felipe V, tenía de
hombre la mitad y de rey no llegaba ni a tres cuartos. Le
preocupaban más las faldas que los decretos y fue cuando
comprendí que mi potestad comenzaría calentándole la cama. Le di
siete hijos y el primero de ellos hoy ocupa el trono de España.
Gracias a mí.
Las mujeres asintieron dándole la razón, pues a ver quién se
arriesgaba a replicar.
—Sí, señoras mías. Mi Carletto es ahora rey. Y bien que lo hará si
le dejan tiempo. Él no tendrá quien le injurie como hicieron conmigo
que por ser mujer y pensar más que su marido fui tachada de
lagarta, de mezquina y de arrogante. Una arpía decían que era, solo
porque sabía cómo resolver las cosas, maniobrar entre los políticos
memos y sacar provecho de todo ello. No hay derecho, señoras.
Las mujeres no se atrevían a darle la razón por miedo a que se
sintiera desdeñada, así que aguantaban el talante con la taza de café
en la mano, sin moverse siquiera.
—Pero os estoy hablando de tiempos pasados que ya no
volverán. Ahora me tienen por estéril, por bulto inoportuno a pesar
de que hasta hace unos meses tuve que llevar las riendas del
gobierno. Pero los hombres son olvidadizos, solo recuerdan lo que
les conviene y yo no convengo, señoras mías. Así con todo, este
palacio me trae buenos recuerdos. No es cálido ni hogareño, que de
eso se queja mi nuera, la reina María Amalia, pero en él tengo yo los
fantasmas del pasado. Mas no se me confundan vuesas mercedes,
tomen la merienda, que estas pastas son exquisitas y ya pocas
satisfacciones puedo darme salvo el de comerlas.
Las mujeres se abalanzaron sobre la bandeja de dulces que
acompañaban a las elegantes tazas, ya dispuestas en la mesa central,
muy decorada y linda.
En esto que la puerta se abrió y al gabinete entró la reina María
Amalia, con dos azafatas.
Las mujeres hincaron las rodillas y humillaron la cerviz, con peluca
o sin ella, permaneciendo la reina madre apoltronada y con cojines
de plumón colocados tras la espalda.
—Disculpad la interrupción, señoras. Supe que estabais reunidas
y vengo a invitaros de aquí a unos días a presenciar la exposición de
mi belén napolitano, que será exhibido en estas dependencias para
la celebración de la Navidad. Será un placer para el rey y para mí
teneros de invitadas también en esa ocasión.
Todas se humillaron, dando por aceptado el ofrecimiento. Las dos
reinas se cruzaron miradas muy frías con una inclinación
imperceptible de cabeza, y luego salió doña Amalia seguida de sus
damas, sin dar tiempo a que ninguna pudiera siquiera oler el aroma
del café.
—Y a mí me tachaban de entrometida —protestaba la reina
madre, incomodada por la escena—. Eran otros tiempos, sin duda,
pero ahora las reinas se dedican a poner belenes y a fumar.
Lo dijo con reconcome de suegra mas no de reina, que la edad le
permitía tomarse ciertas licencias y decir cosas incómodas.
Y como deseosa estaba de continuar con la velada volvió a
retomar la curiosidad por conocer a las señoras, fijándose en Marina
cuyos reflejos verdes bajo las orejas le interesaron a la reina madre.
—Sorprendentes pendientes lleváis, señora. ¿Son esmeraldas?
—Sí lo son, majestad. Un recuerdo de mi ciudad natal, Burgos.
Las dos se permitieron intercambiar sus pareceres en eso de joyas
y piedras preciosas, pues ambas eran expertas. Se procuró muy
mucho la de Valdivielso de ocultar las circunstancias que hicieron
posible la adquisición de tales pendientes.

En la misma puerta de la sastrería quedaron amo y criado para


hacer efectivo eso de ampliar el vestuario, por necesidad y
conveniencia de la nueva vida que ahora gozaban. Cierto era que
Lorenzo de Elvira no era hombre coqueto y por eso no acudía a la
cita con entusiasmo, por eso y porque le había sucedido una cosa
que no sabía muy bien cómo entender.
Llevaba muy poco trabajando con el señor Aredio de Alcántara, al
que ya queda dicho no caía demasiado bien, y aquella misma
mañana le habían ordenado ir al Palacio del Buen Retiro para hablar
con el monarca. Cosa rara era, porque no tenía recomendación ni
nadie que le beneficiara una vez que entregara la carta, que no leyó
por cierto, de su antiguo maestro Juan de Flores. Así pues, en la
corte no era conocido ni valorado, ya que ignorado estaba y aquello
de que le eligieran para hablar con el propio rey le producía
vacilación.
—Muy alicaído le encuentro a vuesa merced y no puede hacerse
uno un traje con esa cara, pues cualquier tejido que le pongan cerca
parecerá de tela de saco. Anímese, pardiez, que hoy es un gran día,
pues tenemos los reales suficientes para entrar en una sastrería sin
dejar nada a deber.
Las palabras de Gil eran honestas y las secundó su amo con
lacónica sonrisa, pero nada, a poco de expresarse volvió a cavilar
sobre su suerte en el palacio.
—La próxima semana he de ir al Palacio del Buen Retiro. El rey ha
tomado interés por el catálogo de las Antigüedades Árabes de
España que como sabes ayudo a compilar y desea hacer seguimiento
particular. Don Carlos es un ferviente admirador de las antiguallas y
el señor Aradio ha decidido enviarme a mí. Siendo yo inexperto, me
reconcome pensar que don Aradio me incluya entre los elegidos a
enseñársela por pura gana de chanza, sabiendo que en algún
momento tenderé a fallarle y caer en el ridículo.
—Pues entonces no hay más que procurar no hacerlo, señor.
Entre, vuesa merced, y cómprese la mejor casaca, que el corbatín sea
elegante y el sombrero tricornio, para que el rey no tenga que
compararle con algún aguador de los que hay en el Albayzín. Buenas
medias, buenas hebillas, un poco de rapé y de perfume y ya está el
lote completo.
—Rapé no que los estornudos no me parecen elegantes. Ya
veremos qué nos propone el sastre y decidimos.
Entraron muy resueltos, convencidos del peso de sus bolsas de
dinero. Pronto la altivez perdió la compostura al saberse el precio de
los varios trajes que proyectaban porque la vara de tela estaba por
las nubes, y, claro está, no era cosa de elegir la de peor género.
Con todo, cuando salieron de la sastrería ya tenían encargados
tres trajes, uno para el fiel Gil López, dos capas y cuatro camisolas
con chorreras muy vistosas.
—¿Y cuándo dice, vuesa merced, que tiene que acudir a palacio?
—El viernes próximo.
Por el pueblo, pero sin él

Por el pueblo, pero sin él

Los preparativos para la entrada oficial como rey en Madrid


continuaban su curso. Eran muchos, entre ellos la construcción de
arcos efímeros que iban destinados a las plazas y calles más
destacadas de la capital. Por eso el rey desasosegaba, porque a él le
gustaba todo muy dispuesto y en su orden y veía que los madrileños
armonizaban mal.
Ahora en primavera la caza apetecía, pero también las veladas
con doña Amalia, que tenía una tos más ronca y constante y a veces
ya no resultaba tan amable como lo fue. Todo lo achacaba el rey a lo
mucho que quedaba por hacer antes del 13 de julio que era cuando
se había dispuesto el gran día de entrada en Madrid.
A las diez de aquel día esperaba impaciente la llegada de su
ministro, Leopoldo de Gregorio, más conocido como Esquilache, y a
su arquitecto mayor, Francesco Sabatini. Ambos llegados desde Italia
como él, y que compartían su ideal de belleza e higiene.
Fue a abrir la puerta del despacho y miró su reloj, observando
que eran exactamente las nueve y cincuenta y cinco minutos, por eso
esperó a que se cumplieran las diez, que cuando se cita a alguien la
puntualidad era cláusula de excelencia.
Abrió pues la puerta cuando los relojes cercanos, que muchos
tenía por ser hombre diligente, daban la hora en punto y en el
interior del gabinete encontró a los dos italianos, ya conversando
sobre lo que pretendían tratar con el monarca.
La cosa era que Madrid era una ciudad sucísima. Y antes que
pensar en cambiar la corte a otro lugar era obligado esforzarse por
cambiar a Madrid, haciéndola urbe ilustrada.
Se sentó don Carlos frente a sus hombres de confianza y
comenzaron a hablarlo, relajados pero muy convencidos de hallar la
manera de resolver el inconveniente.
—Bien, comencemos —dispuso el rey—. Decidme, señor
Esquilache. ¿Qué se está haciendo por el saneamiento de las calles
de esta ciudad?
Esquilache, que tenía una nariz casi tan grande como la de Carlos
III, empezó a hablar imaginando que a ella llegaban las emanaciones
y tufos de Madrid.
—Pues veréis, su majestad, esta ciudad es un completo desastre.
Sus calles son tan estrechas que una vez que cae un residuo
putrefacto ahí se queda sin posibilidad de que salga por parte
alguna. En las puertas de las casas hay basureros que se limpian mal
y poco y que los ciudadanos tienen la costumbre de rebosar. Desde
el día a la noche hay en la calle un olor nauseabundo y enrarecido.
—Eso ya lo he comprobado, Leopoldo. También tengo olfato.
Pero ¿qué se hace para remediarlo?
El ministro titubeó.
—Poca cosa. Por las noches llegan unos carros, sin ruedas, con
palas muy grandes, que arrastran toda la basura callejera, incluidos
los lodos que se forman por la lluvia y los líquidos arrojados desde
las bacinillas (con perdón). Todo ello se arrastra, como digo, hasta los
sumideros madrileños que están en Atocha, la Cuesta de San Vicente
y en la calle de Alcalá.
—Bien, habrá que buscar otros nuevos puntos —reflexionó el
monarca.
—No solo eso, majestad. También es necesario contar con un
nuevo empedrado de las calles que evite la formación de barros.
—Las calles que he visto están empedradas...
—Sí, mi rey, lo están con piedras de punta hacia arriba, que
destrozan los pies de las caballerías y de los madrileños. No es
forma.
El rey se admiraba.
—¡Curioso! ¿Y con qué fin se pusieron hacia arriba esos chinos
callejeros?
—Por economía.
—¡Santa palabra! Pero inadecuada. Sí, Sabatini, aquí es donde
entráis vos, me parece.
Sabatini asintió comprendiendo que se le exigía un nuevo
proyecto.
—Tal y como yo lo veo, señores, tenemos que buscar la manera
de canalizar las basuras y de reforzar las calzadas. Deseo que se me
presenten varios proyectos para tal fin.
Los italianos asintieron, pero a Esquilache se le ponía la cara algo
turbia.
—¿Dudáis, Leopoldo?
—No, majestad. Es que pienso en la manera de no ofender a los
madrileños porque piensan que las miasmas y tufos de la ciudad les
protegen de los resfriados.
—¡Sorprendente!
—Sí, señor. No es este un pueblo que acepte con refinamiento los
cambios.
Carlos III sonrió, pues le pareció ironía.
—¿Y a qué pueblo le gusta que le cambien? Todo esto lo
hacemos por ellos, fijaos, señor Esquilache, por ellos mismamente.
Pero tener en cuenta sus supersticiones sería como contar con su
opinión. Un rey ilustrado que se precie ha de hacer las cosas por su
pueblo, pero sin su pueblo. No sé si me explico.
—Perfectamente, mi señor.
—Pues ya tenéis faena, señores, limpiar las calles y empedrarlas.
¡Jesús! ¡Si ya son las diez y cincuenta y cinco! Voy a la conversación
con el Príncipe de Asturias, que ayer dejamos una en interesante
momento.
El rey se levantó, cruzó sus brazos hacia su espalda, como cuando
andaba por el bosque, y salió del gabinete, dejando a Sabatini y a
Esquilache inclinando sus espaldas italianas.

Como cada viernes, Dorita acudía a la biblioteca del Palacio del


Buen Retiro beneficiada por los favores de la reina madre, que le
había cogido cariño por su bondadosa mirada, ya desde el mismo
momento en que tomaran el primer café juntas.
Desde aquel día, Dora, que ya era llamada así entre sus amistades
cortesanas, entraba en palacio como si fuera de la servidumbre o,
mejor dicho, de la camarilla real, pues los guardias y lacayos ya la
conocían y le dejaban acceso directo a la biblioteca, mas sin
impedirle el paso a las habitaciones de la reina madre que siempre
quería despedirse de ella tras una charla.
Nadie sabía por qué había caído en gracia a la Farnesio, porque
ella era de armas tomar, muy altiva e inestable, mientras que Dora
era conocida por su compostura y prudencia.
Pero el caso es que así fue y la niña, ya convertida en tierna mujer,
atravesaba cada viernes la amplia explanada del palacio para
adentrarse en los dominios reales, con apetencia de leer algún
manual de arquitectura y hacia el de Vitruvio iba, si es que lo
encontraba entre tanta estantería.
Se sentó, como siempre, en el mismo sillón junto a la ventana de
más luz de la biblioteca y encontrado ya el volumen de gran peso se
puso a ojearlo con ánimo de aprender alguna cosa no hallada antes
en otros textos.
A la hora, permaneciendo en la misma postura, oyó que abrían la
puerta y un lacayo invitaba a pasar a un caballero.
Era el desconocido un hombre de algo más de su edad, o sea,
joven, con traje celeste y un tricornio que muy pronto desprendió de
su cabeza, dejando al descubierto un pelo bien moreno peinado con
coleta.
Se inclinó como exigía la etiqueta y Dora correspondió con
cortesía, inclinando también su bella carita, algo sorprendida.
—Disculpe, madam.
Se sentó después en otro sillón, cerca de la puerta, y sobre sus
rodillas puso una carpeta de medidas amplias en cuyo interior intuyó
Dora que guardaba dibujos o estampas similares.
Callaron ambos sin saber si la compañía sería para mucho hasta
que Dorita se atrevió a preguntar, no fuera que no pudiera seguir
leyendo sola, como tanto gustaba.
—¿Viene, vuesa merced, a consultar alguna obra?
El joven, que parecía que se había tragado una escoba de lo tieso
que se sentaba, denegó.
—No, señora. Espero que me reciba el rey. Es hombre de horario
inconmovible y mientras llega mi tiempo me han hecho esperar aquí.
Dorita se dio por contestada, pero observadora era, y mirando a
ese joven tan gallardo le entraban ganas de saber de él. Lo
examinaba a distancia, disimulada y de reojo, pero con buen tino en
sus observaciones, porque le encontró con un perfil muy agradable,
qué digo, bellísimo, elegante y airoso a pesar de estar como
agarrotado.
A Dorita le picaba la curiosidad y, como aquel joven le agradaba
más que Vitruvio, preguntó:
—¿Es vuesa merced ministro del rey?
—¡No, claro que no! Vengo a enseñarle unas láminas de dibujo.
Es un proyecto que desea llevar personalmente.
—Ah, ¿es, vuesa merced, pintor?
El joven dudó.
—Puede decirse, aunque soy otras cosas y trato de
perfeccionarlas con mucho esfuerzo.
Dorita se embobaba mirándolo y a duras penas entendía sus
palabras.
—Sí, como es lógico. Se nos exige mucho en esta nueva sociedad
que nos llega, ¿no es cierto? Yo misma deseo aprender cada vez más.
El joven volvió por primera vez la cara y posó sus ojos negros
sobre los de Dorita. Qué escalofrío le recorrió a la moza por el
estómago.
—¿Es vuesa merced de Madrid?
A la madamita se le trabó la lengua.
—No, no... de Burgos. ¿Y el señor?
—De Granada.
Llegados a este punto, que parecía que forzaba a seguir
preguntando, se quedaron en silencio eligiendo la siguiente
cuestión, pero tardaron mucho en decidirse y la puerta de la
biblioteca se abrió exigiendo que el joven acudiera a la cita con el
rey. Este se levantó de su sillón algo desbaratado, con riesgo de tirar
todas las láminas de dibujo, y finalmente salió de allí tocándose un
sombrero imaginario, pues no lo llevaba puesto, como gesto de
respeto hacia la mujer.
Allí quedó Dorita, sola con Vitruvio, y qué aburrido se le hizo
después todo cuanto leía.

Loles, la Machorra, había sido diligente en sus tareas y ya no le


quedaba más que esperar a que llegara su amo para ponerle la
mesa. Siempre comía este con Gil López, por eso de no sentirse solo,
quien aparecía al olor de la cazuela mucho antes que su señor,
teniéndolo que esperar con rugido de estómago.
La criada permitía la conversación en la espera, más relajada de
los quehaceres domésticos, y grato era, porque esa mañana ya se
sentía el calor de la primavera.
—¡Alabado sea Dios! Pues qué calorina se siente cerca de la
lumbre.
La joven se abanicaba con la mano y luego con el mandil que le
sobrepasaba la basquiña.
—No te importe refrescarte, mujer —atinaba a decir muy pícaro
Gil López—. Que entiendo que cerca de la cocina los calores serán
mayores. Deshazte de alguna enagua, si te place, que a mí no me ha
de molestar.
La muchacha miraba de reojo al tunante.
—Seguro que no. Cien veces sudaría las aguas del Manzanares
que darte el gusto de verme en cueros. ¿Quieres probar mi brazo,
bribón?
Gil se reía pero por si llegaba el caso se cambiaba de silla en
donde sentarse, mucho más lejos de la Loles y de su brazo.
—No te amosques, mujer, que ahora lo que tengo es hambre y
don Lorenzo se retrasa, así que me encuentro débil y por lo tanto
voy desarmado ante las mujeres.
—Eso está bien. Que aquí las cosas fueron claras cuando llegué a
la casa. Nada de encontronazos, de baboseos ni de restregones.
—Ni uno.
—Pues ahora a esperar.
—Pues eso.
Callaron ambos con la sonrisa en los labios, pues sabían que era
chanza y aunque respetados los acuerdos volverían a jugar más
adelante a violentarlos.
—A ver cómo viene el señor hoy. Que además de tarde
últimamente llega siempre desconsolado y muy distraído. Casi como
alelado.
—¿Tú también te diste cuenta? —preguntaba Gil muy caviloso—.
Y no sé a qué se debe pues aunque me tiene fe, no se sincera.
—Será la carga de ser ahora un hombre de bien y con fortuna.
Gil se rascaba la cabeza, muy confuso.
—Para mí que es otra cosa.
En esto que llegó Lorenzo de Elvira agitado porque creía llegar
tarde y detestaba que lo esperasen para comer, aunque su
acompañante fuera Gil y le mantuviera. Dejó sobre la mesa el
sombrero y se sentó, sin ni siquiera desabotonarse la chupa que
siempre le venía muy justa y le incomodaba en la intimidad.
—Señor, ¿pongo la comida? —preguntó Loles.
—Ponla.
—¿La prefiere, vuesa merced, caliente o templada?
—Tanto da.
—¿Y de beber... vino?
—Me es lo mismo.
Loles y Gil se miraron, no había duda de que se barruntaba algo,
pues tanta desgana no se comprendía.
—Señor —intentó indagar el criado—. ¿Se siente bien? ¿Es acaso
el trabajo lo que le preocupa?
Lorenzo miraba pero parecía que no fijaba la vista.
—No, no... el trabajo va bien, por el momento.
—¿Pues qué es aquello que le desasosiega? Si no es el trabajo, ni
el dinero... yo no sé qué más hay en un hombre que le desvele.
—Es que...
Parecía que Lorenzo se rendía a la evidencia, pero no quería
hablar delante de la criada. Le hizo un gesto a Gil para que la enviara
a la calle con cualquier excusa y dándole unos reales le ordenó que
fuera a por cerveza, lo que le extrañó, pues de eso no gastaban. Pero
la Loles lo hizo porque obediente era un rato aunque ruda y algo
repelente.
En cuanto se marchó, Gil se aposentó frente a Lorenzo con el
corazón palpitante.
—Soy todo oídos.
—Pues creo que...
—¿Qué?
—Que he conocido a una muchacha.
—¡Acabáramos, vive Dios!
—¿Pues qué? ¿Te extraña? —le preguntaba Lorenzo, tomándose
la interjección por creerle poco avispado en asuntos de faldas—. ¿No
soy yo tan hombre como tú?
Lorenzo humilló la cabeza porque ningún hombre debe poner en
duda las artes amatorias de su prójimo.
—Discúlpeme, señor. No era mi intención decir lo contrario. Pero
como le veo muy centrado en el trabajo y solo hace de ir de aquí
para allá con sus carpetas de dibujo no reparé en que tiempo
también encontraba para cortejar.
Lorenzo se levantó de la mesa para exhalar algún suspiro, lo que
confirmaba que encelado estaba y mucho. Y Gil no paraba de
disimular el rugido de su estómago, que también era mala suerte
que se hubiera enamorado ahora su señor en el mismo momento en
que el guisado ya estaba sobre los platos.
—Señor, quizá sea mejor comer ahora y luego verá las cosas de
otro modo, porque el estómago lo dicta todo, incluso el ánimo.
—Ni un bocado podría comerme ahora. No paro de darle vueltas
a mi mala suerte.
—Pero... ¿por qué dice eso? ¿Es que la joven no le corresponde?
El olorcillo de la carne, que parecía tierna, puso a prueba varias
veces a Gil López, que con sudores de esfuerzo acercaba el plato con
disimulo.
—No lo sé, Gil. Imposible saberlo. Solo crucé con ella dos
palabras y fue en la biblioteca de palacio. No he vuelto a verla desde
el viernes ni sé dónde para.
—Pero si es cortesana búsquela junto al séquito del rey.
Lorenzo miró a Gil con desagrado, este criado suyo no era tan
sagaz como le habían dicho.
—No es cortesana, estaba allí por visita y con licencia para
consultar los libros.
—¡Magnífico! Entonces no ha de hacer más que volver y buscarla
cada viernes por si ella vuelve.
Lorenzo dio media vuelta y se sentó en la mesa. Tomó un
currusco de pan, ay, que ya parecía que tenía gazuza.
Pero no, que tiró el pan.
—Ese es el problema y el que me tiene ofuscado desde hace días,
pues me han dicho que el rey ya no desea seguir viendo las láminas,
que ahora es momento de centrarse en su proclamación. Así que no
volveré más por el palacio y, claro está, excusa no se me ocurre para
ir por allí sin que se me haya invitado.
Ahora fue Gil López el que suspiró.
—¡Zape! Pues sí que es complicado el asunto.
—Solo sé que es de Burgos y nada más.
—Pues con eso poco tenemos porque burgalesas habrá a porrillo
en la capital.
—Anda... —le rogó Lorenzo a Gil, mas no como señor sino como
amigo—. ¿Podrías indagar por entre las criadas de las madamas...?
Alguna sabrá algo, me imagino.
—Sí, señor, en cuanto termine de comer.
Lorenzo suplicaba con la mirada. Y claro, le dio fatiga.
—¿Quiere, vuesa merced, que indague ahora mismo?
—Pues...
Gil tomó fuerzas, que era bribón pero obediente.
—Allá voy, señor. Lo que ordene.
Al atravesar el umbral se dio de boca con Loles que regresaba
con dos cuartillos de cerveza. Por fortuna había comprado también
dos hogazas y pudo arañar un pellizco antes de salir a las calles de
Madrid a preguntar por un fantasma o lo que era más improbable de
hallar, una madamita guapa y lista entre las muchas que había de
aquí hasta el Manzanares.
SEGUNDA PIEZA

SEGUNDA PIEZA
Oíd, por Castilla

Oíd, por Castilla

Siete meses después de la aclamación de Madrid, los reyes


hicieron su entrada pública en la capital. Se programó para el 13 de
julio y en aquel atardecer de 1760 salió la familia real, don Carlos y
doña Amalia con el heredero, el infante, que reinaría en el futuro y si
Dios quería con el nombre de Carlos IV.
Si en la llegada de diciembre Madrid les recibió con lluvia, en este
soleado día de verano la ciudad sufría el bochorno propio de las
fechas.
Como era lógico se activó el protocolo, no solo para determinar
los lugares por donde pasaría la regia comitiva, sino para disponerlo
todo en relación al séquito y público curioso. Y como era costumbre,
ya arraigada, se hicieron desde meses atrás adornos expresos para la
celebración, tales eran arcos triunfales que por sus materiales de
fábrica, todos ellos de gran fragilidad, se llamaron efímeros.
No durarían estos mucho tiempo, solo lo necesario para dar
pompa a la aclamación y días venideros como muestra artística a los
transeúntes. Efímeros eran ciertamente, por lo que los pintores se
animaron a dejar el recuerdo con sus pinceles, y hubo muchos que
tras los años ofrecer pudieron lo que allí sucedió, como fue el caso
de Lorenzo Quirós, bellas estampas con el gusto propio de las
modas del momento.
En Madrid se engalanaron los balcones, las fachadas públicas y
privadas, se limpió en lo que pudo el barrizal y como era verano y no
llovía tuvieron suerte sus majestades de no caer en tierras
movedizas. También se iluminaron, al ser ya casi anochecido, con
teas y candiles, lámparas y todo lo corriente para que no quedase
nadie por ver a Carlos, el tercero, y a su dulce esposa y así evitar la
inseguridad ciudadana, algo que preocupaba en extremo al
monarca.
De toda la decoración arquitectónica propia de la gala se ocupó
el señor arquitecto Ventura Rodríguez, que siendo ya favorecido por
el antiguo rey, lo era ahora con Carlos III sin que aún se le relegara,
como fue el caso, por influencias italianas. Con todo, los arcos que se
diseñaron para tal evento fueron muchos y vistosos, el que más el
arco de Alcalá en donde se encontraba la puerta de acceso principal
de la villa y a la que la reina, ya en la entrada de diciembre, le había
tomado ojeriza.
Salieron, pues, los monarcas del Palacio del Buen Retiro y
recorrieron las zonas más hermosas de la ciudad aclamados por el
público y escuchando el consabido «oíd, oíd, oíd» y «Castilla, Castilla,
Castilla» por tres veces, como es común y obligado en estas
celebraciones.
A los encargados de la dirección de Ornatos se les orientó sobre
la elección de temas para diseñar los arcos efímeros, esto es, que
debían referenciar a la mitología o a la fábula engrandeciendo las
vivencias propias del nuevo rey. También habrían de aludir a los
hechos heroicos del monarca los adornos y trofeos que aparecieran
en las inscripciones de cada arco y siguiendo la moda de entonces,
se animó a usar el referente romano por el que se cimentaron todas
las nacionales europeas.
Así comenzaron el recorrido, que como digo, salió de la puerta
Verde del Real Sitio del Buen Retiro y aquí ya atravesaron un arco
con dos columnas de orden compuesto y cuyo relieve tenía un
recuerdo para Castilla y dos leones.
Desde la carroza todo se recibía con sonrisas y levantar de manos
para saludar, suplicando al cielo que corriera el aire y pudiera la reina
cambiar las mejillas a otras más ardorosas, pues aun con bochorno
parecían de cera pura.
En llegando al arco de la calle de Alcalá, que era el más
anchuroso y magnífico de la calle, observó la reina la puerta que les
dio acceso a su llegada, que llamaban de Alcalá.
—Impensable que una ciudad de corte no tenga mejor puerta
con la que recibir a un rey. A poco, si nos descuidamos, la echamos
abajo del movimiento de nuestras carrozas. No me gusta nada esta
puerta, querido, y voto por hacer una nueva, más grande y digna de
vuestro reinado.
Esto dijo la simpar María Amalia, con gesto adusto pero sin
altivez, que solo quería lo mejor para su querido esposo y como
todo lo iba a cambiar qué más daba cambiar la antigua puerta de
Alcalá por otra.
—Lo tendré en cuenta, querida. Bien hacéis en recordármelo.
No pudieron hablar más porque les esperaba el corregidor de la
Villa para entregarles las llaves de la ciudad, acto previo a acercarse
al Santuario de la Virgen de la Almudena donde se celebró un
tedeum.
Acabada la ceremonia y retomando el recorrido por la ciudad se
dirigieron a la Puerta del Sol, donde una fuente adornaba la plaza
con un edificio circular de ocho columnas jónicas y rematada de
otras tantas estatuas de ninfas. Estas coronaban la fuente en ocasión
de la entrada del rey con festones de laureles.
Muy cerca de esta singular y céntrica plaza se encontraba la
puerta de Guadalajara, entrando ya hacia la calle de Platería que era
como quien dice continuación de la calle Mayor y que iba a dar a la
plaza de la Villa. El adorno de esta puerta se componía de dos arcos
con medallones con hechos notables del rey. Uno, el casamiento con
María Amalia, otro, la coronación en Palermo, otro, la entrada
solemne en Florencia con una inscripción que ponía: «Carolus
magnus, etruriae dux.»
En la calle de Platería, que se adornó a cargo de los plateros
madrileños, corría sobre pedestales un orden de pilastras y en medio
de cada una el escudo de las armas reales aludiendo a los tributos
perdonados y era, por tanto, singular que se ubicara en semejante
sitio por estar el cabildo de Madrid muy acercado.
Y por eso se llegaron a la plaza de la Villa donde se encontraba
una fuente con columnas y rematada con una figura de matrona
coronada que era la Villa de Madrid, corte de su majestad y
metrópoli de la augusta monarquía.
Siguiendo la calle otro arco se levantaba, el de Santa María, frente
al Consejo y a la iglesia del mismo nombre del cual lo tomó el arco,
que tenía dos grandes asuntos referentes a la religión y a la justicia.
En llegando a la plaza Mayor, con iluminación destacada, los
reyes se miraron, pues ciertamente que estaba muy bien decorada y
daba gusto saludar a los que allí había, siendo ya casi cerrada la
noche pero que con las iluminarias podían verse todos hasta las
caras.
Los balcones estaban muy bien engalanados y la fachada del Real
Palacio de la Panadería ya preparada para desde él presenciar el
espectáculo que en la plaza Mayor habría, que era de toros y que
creyeron no solo muy madrileño sino muy acorde con el espíritu
romano y clásico que inspiraba todo el recorrido.
Allí también esperaban piezas de teatro y por tanto estrados que
había ya dispuestos y el encendido de fuegos artificiales, pero que
aún era pronto para prenderlos.
Continuaron por la plaza de las Provincias, luego la de Carretas y
Carrera de San Jerónimo con sus arcos correspondientes, y ya de
noche entraban en la plazuela de la Pelota de donde salieron, sita en
el propio palacio, para subir a los balcones y ver desde allí los fuegos
de artificios.
Ya en esos momentos la reina mostró cansancio, demasiado, con
tos intermitente, pero solicitó que le trajeran los puros porque allí no
podría ser vista y le placían.
Las celebraciones por la proclamación del rey continuaron, al
menos, unos días. A la jornada siguiente en el coliseo del palacio
hubo representaciones varias por parte de cómicos españoles y por
la noche se repitieron los fuegos de artificios que los monarcas
vieron desde la plazuela de la Pelota.
Pero la fiesta más esperada por parte de los humildes madrileños
fue la de los toros, que como ya queda dicho tuvo lugar en la plaza
Mayor, pues Madrid, por aquellas fechas, no contaba aún con propio
coso donde realizarla. Más tarde vendría la construcción de uno
grande junto a la Puerta de Alcalá, pero eso es otra historia.
A la corrida se allegaron algunas damas, entre ellas la Uceda que
arrastró a Marina de Valdivielso y a una malcontenta Dora que no
hacía más que excusarse para no asistir a la fiesta, pues la creía
tremenda y sin sentido.
Pero como Marina la obligó... pues fue. Se sentó en el balcón de
la casa que habían alquilado y allí presenciaron el recorrer de los
doce toros que salieron y a los cuatro diestros que los persiguieron
con vara larga.
—¡Jesús! —decía Dorita abanicándose, no solo por el calor sino
por las impresiones de ver tanta sangre—. Si por lo menos los
diestros no se vistieran de colores tan brillantes no se vería tanto
color rojo por todas partes. Qué sinrazón la de presenciar
ejecuciones sin que haya habido antes un delito.
Marina reía, no comprendía el sentido de las palabras de su
amiga que a veces resultaba demasiado santurrona.
—Querida, no estás preparada para vivir en la corte. Aquí se ha
de saber disfrutar tanto de la sangre como de la sublimidad de la
ópera. Cualquier cosa que excite al ser humano demuestra vida y es
de agradecer. No hay nada mejor que sentirse vivo para ser feliz, ¿no
estás de acuerdo?
A las palabras de la Uceda, Marina consentía.
—Cierto, Laureana. ¿Qué significaría la vida si no podemos
disfrutarla? Yo muero por hacer y sentir cosas nuevas. Y eso me
recuerda que desde que llegué a Madrid no he conseguido que me
cortejen ni una sola vez.
Marina no prestaba atención a la corrida a pesar de que en uno
de los momentos el público protestaba y lanzaba ayes de sorpresa
ante el astillado de algunos rejones contra el animal.
—Hay que dar tiempo al tiempo, amiga mía. Este verano ha sido
muy atípico con las fiestas reales, muchos de nosotros,
acostumbrados a seguir a la realeza y sus costumbres, no hemos
podido ni descansar. Nadie es capaz de competir con esta
magnificencia y es por eso que las fiestas ciudadanas se han
pospuesto hasta el otoño.
—¿Y habré de esperar a noviembre para el chichisbeo? —
preguntaba muy compungida Marina.
Dora dejó de abanicarse porque le llamó la atención esa palabra
tan curiosa.
—¿Qué significa?
La Uceda intervino.
—El chichisbeo es el arte del cortejo. Si un hombre se te acerca,
aproxima sus labios a tu oído y te requiebra, se produce el
chichisbeo.
—O sea que te seduce.
—El chichisbeo es algo así como un juego al que ha de prestarse
hombre y mujer, sin mayores consecuencias, preliminando lo que
luego llegará. El amor bien cuidado necesita superar etapas y la
primera es esta.
Marina, que había desviado su atención hacia uno de los balcones
alquilados de la plaza Mayor, observó a un grupo de caballeros
apoyados sobre los enrejados y con tricornios bien elegantes.
Algunos ya las habían descubierto y cuchicheaban entre ellos. El más
apuesto inclinó la cabeza para hacerse notar con un saludo muy
cortés.
—Ay, que me brindan un saludo —se maravilló la de Valdivielso,
creyéndose la única mujer de su grupo.
—Es el señor Beltrán de Heredia, muy conocido entre mis círculos,
sin duda me saludaba a mí —protestó la de Uceda, inclinando
también su cabeza para corresponder al gesto.
El caballero hizo nueva reverencia por lo que se entendió que
saludaba a la otra dama, aunque parecía fijar su atención en quien
no hacía caso del galanteo.
—¡Caramba! —exclamaba Laureana—. Que parece que a quien
observa es a Dorita. Sorprendida me tiene a mí esta chiquilla.
—A mí más —se defendía compungida Marina—. Ya ves, querida
amiga, que a los hombres les gustan las inocentes para poderlas
corromper y por eso yo soy inapreciable para el sexo masculino. En
Burgos, lo puedo jurar, los hombres me perseguían.
—No lo dudo, querida. Pero en Madrid hay mucha competencia.
Habrás de sacar las armas mujeriles. Puede que ahora estén
desusadas, pero funcionarán igualmente.
Dorita se abanicaba muy nerviosa. Efectivamente había
comprobado que el caballero Beltrán de Heredia la miraba mucho.
—¿Y ese señor no viene a mirar los toros? Pues qué incomodidad
que la consideren a una un espectáculo recibiendo más atenciones
que un torero.
—¡Ay, qué mujer! Si es que no puedo con ella —se reía la de
Uceda—. ¡Niña! —dijo, avisando a su criada—. ¡Tráeme los gemelos!
La moza salió corriendo y volvió con unos prismáticos muy útiles
en los teatros. Los tomó la madama y observó toda la plaza de arriba
abajo.
—Esto es indispensable para ciertos momentos. En el teatro
percibes hasta los lunares mal colocados. Ved cómo nos guiña el ojo
el señor Beltrán de Heredia.
Las dos madamas gritaron sin que fuera por el mismo motivo.
Dorita hizo ademán de marcharse.
—Yo no puedo con esta intrepidez. ¿Qué va a ser lo siguiente?
—Pues creo que venir a nuestro balcón porque intención le veo
de salir del suyo.
Dorita hizo por escaparse, pero Marina la agarró con mucha
fuerza.
—Ni se te ocurra dejarme sola, te lo prohíbo. Es ahora cuando
parece que la cosa se anima y no quiero perdérmela por tus
remilgos. Siéntate ahí y no digas nada que si no te gusta me lo
quedo yo.
Dorita sudaba pues calor hacía y se confirmó la temperatura con
la peluca de la madama del balcón próximo al de ellas, adornada con
frutas y en esos momentos rodeada de moscas.
—¡Qué ordinariez! Ya no les bastan a algunas ni los piojos. Será
preciso marcharnos antes de que nos ataquen sus mosquitos.
Huyamos, señoras.
Mientras salían, recogiendo sus faldas, sus tontillos y abanicos y
algún gorro que se quitaron para más comodidad, dieron tiempo, sin
querer, a que don Beltrán de Heredia entrara en la casa alquilada y
se presentara con genuflexión muy embarazosa.
—Señoras, a sus pies. Me presento como vuestro humilde
bracero.
La de Uceda y la de Valdivielso se sonrieron muy pícaras, y Dora,
como era menester, recelaba.
—¿Que quiere ser qué? —preguntó a su ama muy por lo bajo no
fuera a oírle el caballero.
—Que nos ofrece su brazo para bajar por las escaleras de la casa.
Por eso se ofrece como bracero, niña, que no estás en lo que estás.
Dora asintió, comprendiendo al instante, pues en la casa alquilada
las escaleras eran estrechas y con los tontillos no se verían los pies.
Bajó el señor Beltrán de Heredia ofreciendo su brazo de una en
una, primero a la de Uceda por contar con mayor edad, luego a la de
Valdivielso, que se arrimó mucho para no caer o deseando hacerlo
sobre él, pero con todo no lo consiguió. Y finalmente a Dorita.
Esperó la muchacha temblona, con cara distraída y ojos muy
abiertos. Cuando se vio sola con aquel caballero en el balcón, pues
era la última, le palpitó el pecho a todo correr.
—Señorita, aquí tiene mi brazo.
—Muy amable, caballero.
Beltrán de Heredia se acercó lo suficiente para evaluar el tontillo y
no chocarse con ella, pero muy pronto se dio cuenta de que no lo
llevaba, pues Dorita era de basquiña o de llevar enaguas hasta
aburrir. Mientras se preparaba para salir de la casa y bajar las
escaleras no cejó don Beltrán de insinuarse.
—Lleva vuesa merced un perfume delicioso. ¿Es de rosas o de
violetas?
—Señor mío —contestaba Dorita muy atenta a que no le rozara
sus partes sensibles—, si no es capaz de diferenciar entre ambos
olores quizá no sea tan exquisito mi perfume.
—Lo pregunto porque deseo conocer sus gustos florales y
enviarle un ramo a su casa, con todos mis respetos. Aunque cierto
será que no habrá ramo de flores que la supere en belleza.
Decía esto mientras bajaban, muy cerquita de su oído, así que
Dorita se paró en el segundo piso y miró al caballero.
—¿Me está vuesa merced chichis... chichis... chichisbeando?
Es que la palabra se las traía.
—¿Perdón?
—Le pregunto si es el señor de chichisbeo o simplemente desea
saber mis gustos sobre flores, porque lo segundo lo consiento y lo
primero no.
Beltrán de Heredia parecía contrariado. Qué mujer tan extraña, sin
parecer mojigata se portaba muy raramente, como de otro mundo.
—Señora mía, yo soy su servidor. Desde que la vi en el balcón no
he podido pensar en otra cosa que conocerla. Si con mi
comportamiento la he ofendido mañana mismo me meto a monje.
Lo decía con tal pesadumbre teatral que a Dorita le supo muy
excesiva.
—No le imagino a vuesa merced con sandalias —razonaba la
muchacha, observando sus altos zapatos con hebilla—. Pero pudiera
ser, cosas más raras se han visto.
El caballero tomó el comentario como aprobación, pues era
hombre de tender a imaginar siempre lo positivo. Al llegar al portal
de la casa retuvo su mano y la besó con absorbencia.
—Espero que tenga el interés de visitarnos... —exclamaba al aire
Marina para que el hombre pudiera oírla.
—Muy pronto, señora mía, muy pronto.
Don Beltrán se despidió y las dejó entrando en un coche que ya
esperaba en las calles aledañas a la plaza, coche pequeño, pues las
vías eran estrechas por esa zona.
—¡Por Dios bendito! —exclamaba Dora—. A nuestra vecina le han
tocado las moscas y a mí los moscones. Qué manos, no paraban de
buscarme.
Las otras mujeres se miraban contrariadas, pues imaginaban que
de haber manoseo serían ellas las primeras en enterarse.
—Querida, así no encontrarás un hombre que quiera hacerte su
esposa.
—¿Y cree, vuesa merced, que eso me preocupa? —exclamaba
Dorita muy ufana—. Si no puedo casarme me meto en el convento y
santas pascuas.
Las mujeres se resignaban, pues cuando Dorita hablaba lo hacía
con diligencia y mucho convencimiento.
—Ay, ojalá que pronto se cruce en tu camino un hombre
arrogante que te dé vueltas al seso. Ya me hablarás entonces.
La niña se abanicaba pues creía que de eso no habría, ignorando
que en Madrid alguien indagaba por saber dónde vivía y cuál era su
lindo nombre.

Durante días y luego semanas estuvo Gil López preguntando,


emborrachando a los venteros para sonsacarles nombres y
direcciones de mujeres pero, claro está, fue un fracaso por no
frecuentar la dama en cuestión los inframundos. Buscaba en lugar
equivocado porque quien busca una aguja no ha de hacerlo en el
pajar.
Rendido a la evidencia decidió volver al origen de donde partió la
bella damisela que había encandilado a su amo y con recio ánimo
acudió al Palacio del Buen Retiro en donde le dieron el alto nada más
verlo. Eran días extraños y de mucha precaución, pues los reyes
salían a la calle a hacer público su deseo de trabajar por todos los
españoles y como era del común, no todos estarían de acuerdo. Pero
los soldados al verlo solo y con traje nuevo le dejaron expresarse, al
menos.
Nadie conocía a la damisela, aunque uno de los guardias añadió
que podría ser la amiga de la señora de Uceda, que iba mucho a ver
a la reina madre. Y otro, recordando, aseguró que debía de tratarse
de la marquesa de Valdivielso, que guapa era un rato.
«Vaya, una marquesa —decía para sí el criado—. Qué suerte
hemos tenido. Persiguiendo a la de Uceda, que es muy conocida y sé
dónde para, encontraré a la marquesa y me acercaré a ella pasando
por celestino, que de esa disciplina me lo sé todo.»
Le faltó tiempo al muchacho para localizar la casa de los señores
de Uceda, que era conocida por las fiestas que en ella daban, y se
colocó frente a la puerta, en la otra acera, medio oculto y con ánimo
perseverante esperanzado en ver entrar a la dueña y acaso
intercederla.
Pero el día pasó y pasó el otro y nadie entró ni salió y pensó,
entonces, que quizá por las fiestas de proclamación se encontraban
ausentes.
En eso, que ya al atardecer del segundo día apareció un carruaje
con inquilinos dentro, al menos tres señoras, y una bajó quedando
las otras, hasta que la abrieron y entró en la mansión. No pudo ver a
las del interior por ser de noche, maldita sea. Que Madrid estaba
siempre a oscuras, sin candiles ni teas ni nada que se le pareciera.
Con todo, no cejó. Y aunque vio cómo arrancaba el coche y
desaparecía, como era imposible seguirle a pie, convino volver al día
siguiente e interrogar a los criados, mejor aún a las criadas, que se le
daba mejor.
Esto le propició la manera de conocer más noticias. En ese sábado
posterior a la proclamación, los reyes oirían misa del Espíritu Santo
en la iglesia de los Jerónimos, y con ellos, posiblemente los de
Uceda.
Así que al allegarse de nuevo a la casa de los dichos señores
encontró un coche esperando en la puerta con su lacayo y todo, lo
que coincidía con sus pesquisas. Muy cuidadoso se acercó a él y le
espetó:
—Buenos días tenga, señor. Vengo a entregar una carta a la
señora marquesa de Valdivielso, me dijeron que visita a la señora de
Uceda en su casa y aquí vengo a entregarle la misiva.
El cochero observó a Gil López y luego volviendo la vista a un
punto fijo respondió:
—Hoy mi señora se verá con ella en la puerta de la iglesia de los
Jerónimos.
—Gracias, muy agradecido.
Gil se marchó primero paseando y cuando no fue visto a todo
correr, para intentar el encontronazo con la marquesa, que ya le
empezaba a picar la curiosidad por verle el semblante.

La iglesia de los Jerónimos, pegada a su monasterio, no era


excesiva ni grandilocuente, pero muy bella en su exterior que parecía
llegar al cielo con su verticalidad. Había sido y seguiría siendo un
lugar emblemático para juras, funerales o bodas y, por lo tanto,
enseña de realeza para los madrileños que fueron aquel sábado muy
contentos a ver si conseguían ver bajar de las carrozas a un rey o si
se podía a la reina.
Los guardias procuraron no dejar pasar más que a los allegadizos
o por lo menos los que ostentaban porte, fijándose en sus vestidos o
criados, pues tales cosas distinguían a la alta clase. Por eso la de
Uceda y la marquesa de Valdivielso llegaron pronto y las dejaron
entrar en la iglesia, sentándose en uno de los bancos. Y ninguna de
las dos echó de menos a Dora, que prefirió rezar el ángelus con sus
monjitas.
Allí, entre tanto tumulto llegó Gil López. Cierto era que no parecía
un lacayo o criado porque vestía bien, a veces mejor que su señor, y
además tenía armas suficientes para convencer. Circunstancias que le
ayudaron a que le dejaran entrar en el templo sin demasiadas
argucias.
Eso sí, entre tanto allegadizo y presuntuoso le costó encontrar la
cabeza de la Uceda, que era la que conocía, y como todos los
sombreros y pelucas eran a la par igual de ridículos la cosa empeoró.
Con todo, tenía retentiva y al poco de ir de allá para acá, eso sí,
molestando a las madamas, dio con Laureana sentada junto a una
mujer con la que cuchicheaba y dio en entender que era la de
Valdivielso.
Sigiloso se acercó, se puso tras de ella y en cuanto el coro se
silenció encontró Gil López la manera de acercarse al oído de Marina,
muy por detrás y sin ser visto, para decirle:
—Señora mía, ¿es, vuesa merced, la marquesa de Valdivielso?
Marina tuvo el reflejo de volverse, pero Gil se lo impidió. La cosa
era conseguir que la madama creyera que tenía tras de sí al amo y
no al criado, pues mil veces más convencen las propias palabras de
amor que no las de otros.
—No, no se vuelva, vuesa merced, que no deseo incomodarle la
misa. Solo vengo a deciros que desde nuestro encuentro en el
palacio no he podido desviar mi cabeza de otro propósito que no
fuera el recordaros.
«¡Jesús! —se sorprendió Marina—. ¡Un pretendiente! Ya me
extrañaba a mí que nadie me reparara habiendo tanto hombre
ocioso en el Palacio del Buen Retiro. La voz aunque en susurro es
agradable.»
La de Valdivielso, aun con experiencia en lides semejantes, se
aceleró y bien por el calor que en el interior del templo había,
siendo, como se ha dicho, verano o porque su instinto de mujer se lo
recomendó, retiró de sus pechos el velo que le caía sobre la cara y
dejó muy al fresco sus partes femeninas. No fueron ignoradas por Gil
López, que ojos siempre tenía para esas partes del cuerpo. Tragó
saliva y se dijo:
«Vaya con la damisela. Y eso que mi señor insistía en que era
recatada y dulce. Pues en misa bien muda el talante. Y bien bonita
que es, vive Dios.»
—Señora —continuaba Gil, superando sus distracciones—, esa
conversación que tuvimos y no terminamos desearía yo acabarla.
¿Cómo y cuándo os parece que podríamos decirnos todo aquello
que el tiempo no nos dejó?
«¡Hala! —se decía Marina para sí—, que este va directo. ¡Se acabó
la sequía! Será cosa de invitarle a mi casa porque si no se aviene a lo
que me plazca le envío a mis criados y que lo echen. Sí, mejor en
territorio conocido. Ahora bien... ¿Y Dorita? Esa muchacha me lo
impedirá. Quedaré con él el jueves que es cuando va a ver a sus
monjitas.»
—¿Os parece bien el jueves? En mi casa, naturalmente, de la calle
del Barquillo, la de los balcones azules, bien enrejados y lindos.
—¿El jueves? ¿A qué hora?
—¿Atardecido?
—¡Inmejorable!
—Entrad por atrás, que es más prudente.
Gil López no hizo reverencia, como era común en estos casos,
pues no era lugar ni momento y además no se la vería, así que con
disimulo como gato sinuoso, salió de la iglesia y se confundió con la
multitud que esperaba ver salir a los monarcas, agitando sombreros
y pañuelos.
Cuando iba de camino hacia su casa, pensando en los pechos
saludables de la de Valdivielso, se le ocurrió una cosa.
«Mucha experiencia tengo con mujeres y ¡vive Dios! que esa no
es gazmoña ni prudente. No sé dónde vio mi señor el recato a la
marquesa, pero seguro que en esto hay secreteo y no quiero que
don Lorenzo sufra por amores. Mejor será que se entere por sí
mismo de los aires que se da la susodicha. Le diré que el encuentro
es el miércoles y no el jueves, así la halle en circunstancia no grata,
quizá con otro amante, y él mismo se dé cuenta de su talante. Sí, el
miércoles le diré.»
Así que el enredo estaba servido. Y a partir de entonces fue un no
parar.
Sitios reales, reales sitios

Sitios reales, reales sitios

Pasadas ya las fiestas de la proclamación real la corte se avino a


una relajada y holgada vida, que a Carlos III, dicho sea de paso, le era
de desagrado por no verla ordenada y de disciplina rigurosa.
Como había hecho dentro de su propio palacio, el rey ordenó un
meticuloso itinerario de viajes para completar las estancias invernales
o estivales dentro y fuera de Madrid.
Así, de diciembre al 6 de enero se pasaría la estancia en la corte
como era lógico en tiempo de Navidad, que las ceremonias
religiosas en esos momentos eran también parte de sus quehaceres
y, además, a la reina le gustaría volver a enseñar su belén, esta vez
de más figuras.
El 7 de enero saldrían para el palacio de El Pardo, hasta el
domingo de Ramos, y después hasta junio en Aranjuez.
En Madrid se pasaría el verano, concretamente julio, que al
monarca no le asustaban los calores de la villa. De agosto a octubre,
de nuevo a La Granja de San Ildefonso, y finalmente noviembre, que
se disfrutaría en El Escorial.
Visto así, Madrid sería, de los muchos sitios reales a los que iba el
monarca, el menos visitado, pero ya era sabido la querencia de don
Carlos por lo campestre, que como él decía, «la lluvia no rompía los
huesos».
Pero aunque aún no era tiempo de marchar de la corte, al rey no
se le pasaba por alto la salud de doña Amalia, que era quebrada y se
había resentido de tanto protocolo ceremonial. Con frecuencia tosía
y, aunque disimulando, se la había visto arrojar feos esputos en
algún pañuelo.
Los médicos la sangraban, a veces le aplicaban las sanguijuelas,
pero ni los bichejos conseguían enderezar su salud. Todo era, decían,
a consecuencia de la caída de un caballo que arrastraba años atrás y
le aconsejaban reposo y hacer por el contento, bien con vainica y
bordados que se habían puesto de moda o con sus tabacos, que era
de la única manera que se la veía feliz.
Apenas acompañaba al rey en sus cacerías, cosa que antes hacía
con gusto, pero al rey le escocía verla tan distante y baja de ánimos.
Así que, aunque no fuera tiempo de ir al palacio de La Granja,
adelantaron el viaje, que la reina se lo merecía porque era su
compañera, la mejor que tuvo, y la quería de verdad.
El 26 de julio salieron para Segovia.

El miércoles fijado se allegó Lorenzo de Elvira a esa casa de la


calle del Barquillo con balcones azules, que le refirió su criado. Para
no causar barullo llamó a la puerta de servicio. Tanto tocó, tras
pensar que nadie había, que salió una damisela, abriendo la puerta
sin prudencia como hubiera sido adecuado en una ciudad tan
peligrosa.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó la madama—. Pero si vuesa
merced...
Lorenzo hizo una reverencia, pues ante él estaba Dora y se
regocijó de haber sido reconocido.
—Señora... a sus pies.
—Pero ¿cómo me ha encontrado?
—Mi criado, que es buen sabueso.
Dora sonreía, no podía creerse tanta casualidad. Y aunque cierto
era que no lo había recordado más que dos o tres veces desde el
encuentro en la biblioteca de palacio ahora le parecía, mismamente,
un regalo de Dios tenerlo en los umbrales de su puerta. Fue un
segundo fugaz pero le bastó para recordarlo, con ese aire de
hombre honesto y elegante, ancho de hombros, que la casaca le
tiraba de la sisa de tanta fortaleza. En verdad que era gallardo y sus
ojos de andaluz eran como de ébano, negros y profundos.
Se ruborizó Dorita de pura satisfacción y sin ser propio en ella no
supo qué decir ni cómo actuar.
—Señora... creo que lo primero es presentarme. Soy Lorenzo de
Elvira, pintor y cantero, digamos que artista, que es como se nos
conoce entre el vulgo sin que nadie sepa si es por pincel o cincel. —
Y esto último lo dijo con su acento granadino sin que pronunciara
muy en exceso las ces ni las eses.
A Dorita le pareció muy gracioso porque en Burgos el acento es
duro y muy rígido.
—Pues yo soy Dora... Adoración.
—Señora marquesa...
Lorenzo hizo una reverencia muy elegante pero que a Dorita
divirtió.
—Oh, no, señor. No soy marquesa. La marquesa es mi señora,
que es viuda del marqués de Valdivielso. Yo soy su ama y su amiga,
según le convenga.
Lorenzo quedó muy contrariado, lógico tras las cosas que le
contó de ella su criado, por eso titubeó. Cuando Dorita preguntó si la
confusión le contrariaba, Lorenzo tuvo sabias palabras.
—No me desilusiona, señora mía. Más bien al contrario, porque
yo soy de clase humilde, huérfano y educado entre monjes. No
sabría muy bien cómo comportarme con una marquesa, aunque
fuera tan bella como vuesa merced.
Dorita se quedó sin palabras, pues la coincidencia era oportuna.
—Yo también soy huérfana y educada entre las monjas. Pero no
por eso soy inocente, ni necia, y sé lo mucho de bueno que tengo
con mi señora. Por eso le agradezco la deferencia de no salir
corriendo porque eso indica que me busca por lo que soy, que soy
yo misma.
Invitó a entrar a Lorenzo y ambos se rieron del enredo, pues
aunque no era la primera vez que eso sucedía, al ir siempre juntas a
veces las confundían, en esta ocasión sirvió de acercamiento
pertinente.
Hablaron ambos de sus vidas antes de parar en Madrid, Lorenzo
de la suya en Granada entre eruditos y sabios, y Dora de la suya en
Burgos, aconsejando siempre a su señora que era algo atolondrada y
poco cuidadosa en sus relaciones. No quiso entrar más en detalle
por parecerle poco discreta, viviendo en ambiente tan libertino, así
llegó a pensar para sí:
«Mejor será que no le diga nada a mi señora, que la Valdivielso es
algo suelta de lengua y no vaya a ir contando que me veo con un
mozo. Además, no se le pasaría por alto su belleza, que en cuestión
de amor mi ama no tiene coto y sería capaz de competir conmigo
por sus cariños. Sea mejor así, que me vea con él los miércoles y así
nada sabrá al respecto porque los días como hoy se los pasa, casi
siempre, en casa de la de Uceda. Yo los emplearé en pasear con
Lorenzo, que nadie ha de echarlo en cara si es a vista de todos y por
El Prado.»
Aquellos miércoles fueron una delicia, en verano o en invierno, y
cuando acudir no podían a la cita, ambos se encontraban vacíos y
anhelantes.

—¡Gil López! ¡Ven aquí, so tunante! ¡Tarambana! —gritó Lorenzo


nada más volver de su cita con la madama—. ¿Y tú te crees
indagador? Pues más que sabueso eres podenco, que no has
acertado en una sola.
—No le entiendo, mi señor. ¿Acaso no era la casa de la calle del
Barquillo a la que tenía que acudir?
«¡Zape! —se decía el criado—, a la madama la han pillado en
momento crítico con algún granuja y ahora recibo yo los azotes.»
—Sí, allí era, pero mi dama no es la marquesa sino su azafata o su
secretaria, que no sé muy bien lo que es. Y menos mal que me abrió
ella misma la puerta porque si no meto la pata hasta el corbatín.
Se sentó Lorenzo en la mesa con ganas de beber, cosa rara era
pero se entendía, pues había hablado mucho y los excesos del amor,
aunque castos, siempre daban sed.
—Entonces, señor... ¿ha visto a su amada?
Lorenzo bajaba los ojos muy modesto.
—La he visto y he hablado largo y tendido. Nos hemos citado los
miércoles y esto ha de quedar en secreto porque no quiere que su
ama se entere. Parece que es quisquillosa y no queremos, por ahora,
hacerlo público.
Gil afirmaba.
«¡Vaya!, menos mal que la coqueta era la señora y no la criada.
Acertó el señor. Y ahora estará mañana la marquesa esperando muy
ansiosa que un hombre llame a su puerta. ¡Qué lástima!»

Por más que Lorenzo le explicaba y se sinceraba con sus


experiencias, Gil no paraba de darle al asunto, que la marquesa
sufriría un desengaño, pobre mujer, y le daba tanta pena que una
locura se le pasó por la cabeza.
«Lo mejor es que me vista con las ropas de don Lorenzo, que a
nadie habré de molestar, pues casi no las usa. Ni la espada la ha
sacado de su funda desde que se la compró. Y total, por una noche
no he de incomodar a nadie y menos a la marquesa, que ya me
esmeraré en dejarla contenta. Eso sí, secreto ha de ser.»
Al día siguiente, aprovechó que el de Elvira salía a resolver
asuntos a palacio y abrió el arcón, se atusó muy mucho con perfume
y todo y se puso la espada al cinto, que aunque el nombre de
Lorenzo de Elvira tenía grabado en la hoja nadie repararía en ello.
Con su tricornio bien puesto y recogida la melena en una coleta
parecería que era alguien muy principal.
Entró por la puerta de atrás a la casa de los balcones azules,
como le dijera Marina, muy sigiloso.
El primer disgusto

El primer disgusto

Las lluvias de aquel otoño no cesaban y con su humedad se


filtraron en el cuerpo desmejorado de la reina que no paraba de
toser y de tener fiebres.
No fueron buenos los aires de La Granja y por eso los médicos, ya
impotentes y recomendando rezos cuando la medicina era estéril,
indicaron al rey que era mejor trasladarla a Madrid pues el fin se
acercaba.
Corrió la familia real muy compungida sin creerse lo que estaba
sucediendo y volvieron a la corte, haciendo escala en El Escorial y en
la Zarzuela. En dos jornadas llegaron al Palacio del Buen Retiro
donde se encamó a doña Amalia y días después pidió el viático, pues
desahuciada estaba.
Así las cosas le trajeron, por si de algo servían, las reliquias e
imágenes del cuerpo de san Isidro, el Niño de la Virgen del Sagrario
de Toledo y el cuerpo de san Diego, traído directamente de Alcalá de
Henares.
Carlos, el tercero, se fue a su cámara, atribulado, que no quería
que lo vieran llorar porque no era de hombres. Pero su dolor era más
grande que el que tuvo en toda su vida, en guerras o en muertes de
familiares cercanos.
Cuando a la puerta llamaron para darle la triste noticia de que la
reina había muerto y eso que se rezó y se rezó, don Carlos dijo:
—¡Ay, Amalia! Es el primer disgusto que me dais en veintidós
años.
El entierro se produjo el día de San Miguel, el 29 de septiembre,
con oficio de fúnebre por parte del obispo de Cartagena, rodeados
de los monteros de Espinosa, de los grandes de España y los
mayordomos del rey.
Hacia El Escorial se la llevaron pasando el féretro tan triste día a
través de la calle de Alcalá y El Prado, por esas calles que tanto
censuró la reina en vida por ser sucias y estrechas y que no vería
enmendar.
Una contrariedad funesta que no esperaba don Carlos y que en
modo alguno se había previsto en su estricto horario cortesano.
España se había quedado huérfana de madre y ahora tenía él que
ejercer ambos papeles.
Al regresar se permitió unos días de caza, pero volvió muy pronto
a sus quehaceres, que los hijos no pueden ni deben quedarse
desamparados.

Esperó la visita del caballero durante toda la tarde y con pulso


más acelerado según se acercaba la noche. Tener a un desconocido
por cita amorosa le suponía recuperar las artes amatorias que dejó
en buena altura en Burgos y que en Madrid no conseguía, bien
porque para mantenerlas habría de demostrar antes su maña en el
particular o porque había de darse a conocer en fiestas, que por el
momento, no podía sufragarse.
Pero paciencia tenía mucha y ya preveía la recompensa.
Se vistió con bata elegante y se peinó con bucles muy modestos,
es decir, fáciles de deshacer si era preciso, porque en cosas del amor
era mejor lo sencillo. Tampoco se puso enaguas que con la bata
bastaría, pues era pesada y no se apreciaría la falta de telas. Se
empolvó la cara, se puso un lunar en la barbilla y se fue al salón a
esperar, cosa que le repelía mucho por ser mujer impaciente.
Pero tuvo suerte y al poco dieron en la aldaba y un criado fue a
abrir. Entró un galán de altura importante, porte muy principesco y
gran desenvoltura.
Se deshizo del tricornio y con él realizó una reverencia gracias a la
cual pudo apreciar el brillo de su pelo, bien peinado, que era
abundante y seguro que suave como el del visón.
Vestía bien, discreto pero con traje nuevo, y sus zapatos tampoco
desentonaban. Por Dios que era buen mozo y tenía hechuras
varoniles. Ya solo faltaba verle la cara y todo estaría al completo.
—Señora marquesa, soy vuestro más humilde servidor.
Marina se congratulaba, que además era guapo de facciones, con
sonrisa muy pícara y mandíbula marcada.
—Señor... no tengo el gusto de saber vuestro nombre.
Gil titubeó.
—Dejemos al destino nuestras credenciales y hagamos de este
encuentro algo nuestro y sin ataduras.
—¿Me proponéis una cita a ciegas? ¿Cómo sé que es cierto que
me conocéis y no tratáis de engañarme?
El caballero miraba con desenvoltura, pero sin arrogancia.
—Aquí me tenéis, haced de mí vuestro esclavo. Vengo indefenso.
Marina retaba.
—Vais con espada. Indefenso, no.
Gil López sonrió por la elocuencia. Se quitó la espada del cinto y
se la entregó a la dama por la empuñadura.
—Vuestra es por esta noche. Como yo.
«Qué chulería, qué digo, qué insolencia. Pero ¡cuánto me agrada y
cómo me agitan sus maneras! Si es que ya no sé ni cómo me llamo.
Embelesada estoy.»
—Quitaos la casaca y traed esa espada, que en esta casa solo hay
armas para la seducción. —La tomó con cuidado y al dejarla vio el
reflejo de su pomo labrado y el nombre enfilado de su dueño, sobre
la piel de su funda.
«¡Lorenzo de Elvira! Y creyó que no lo adivinaría el bribón. Haré
como que no me apercibí y continuaré con el misterio. Juguemos
con sus normas, que será más distraído el juego.»
Se sentó Gil en el mismo sillón que ocupaba Marina, cerca, muy
cerca, dejando ya el galanteo en manos del azar.
Bebieron vino, quizás en exceso, se miraban y hablaban dando
señales inequívocas que todo lo hacían para forzar el acercamiento y
llegar a tocarse y luego a besarse, bien tímidamente o por impulso.
A la medianoche Marina invitó a Gil a su alcoba. Lo que hicieron
dentro es solo asunto de ellos, pero nos lo imaginamos.
Lástima que a la mañana siguiente, tras velada tan reveladora,
Marina recibiera la noticia funesta de la muerte de la reina. Al poco
sería noticia ingrata para todos los españoles.

En los días que se reservaron al luto algunos españoles vistieron


de negro y eso que era por su reina y no por familiar cercano, pero
claro, todos alardeaban de tener relación directa o haberla tenido y
por eso se acogían al duelo.
Marina lo hizo también, que quedaba muy notorio pero la mueca
de sus labios la delataba, porque cualquier avispado podía ver que
estaba feliz, vamos, que no cabía en la camisa de tanta alegría.
Dora sospechaba pero por más que indagaba no conseguía que
su dueña dijera esta boca es mía, que para algunas cosas era
indiscreta, pero para lo suyo siempre había sido muy propia.
Se quedaba embobada mirándose las uñas o los lazos de su
vestido y si no fuera porque era adulta parecería una mocita en
época de encelar.
Además, que la muy cuca salía y entraba de la casa sin anunciarlo
y para colmo le preguntaba a Dora con mucha recurrencia si iría con
las monjitas el jueves cuando sabía que era así por costumbre, solo
para asegurarse de no errar.
Así pasaron algunas semanas sin que la joven azafata, secretaria o
lo que fuera, pudiera estar al tanto de sus intrigas ya que ella estaba
así o peor con pensamiento siempre en los encuentros con Lorenzo
de Elvira, que ya venían siendo formales.
O sea, que en esa casa se entraba y se salía más que en las
comedias de Lope.
Dos veces aquella noche

Dos veces aquella noche

Al poco de que todo volviera a su ser, que era que don Carlos se
ajustara a sus disciplinas cortesanas con puntualidad de reloj, vino a
llamarle la atención las insinuaciones de su madre, la reina ahora por
pleno derecho, pues mujer no había que le hiciera competencia.
Carlos, es decir, Carletto, siempre la había respetado. De niño
acatando sus órdenes y de adulto sus consejos, pero siempre con
extrema humildad y sin que hubiera entre ellos ningún secreto. Hasta
recordaba haberle explicado muy ligeramente su noche de bodas
con la que fue su esposa, «que lo hicieron dos veces», le aseguró, lo
que resultaba pintoresco entre madre e hijo.
Por eso la Farnesio, y además porque nunca había tenido pelos en
la lengua, procuró la conversación con el rey, y como sabía que con
chocolate estaría más receptivo ordenó dos jícaras bien calientes,
que ya era pasada la Navidad pero aún helaba.
Sentose Carlos III junto a su madre y esta convino:
—Querido Carletto, me tienes muy preocupada. Un rey no puede
estar siempre de luto. Se te ve muy pálido y algunos creen
encontrarte enfermo.
Don Carlos denegaba.
—No es el rey el que debe preocuparos sino el hombre. Siempre
llevaré este luto en mi corazón, pues se me ha ido la mejor
compañera que pueda hallarse.
«¡Por la Virgen, qué tendría esa mujer que yo nunca supe ver —
pensaba la reina madre—, si parecía siempre un poco boba, y fea era
de hartarse. Me queda, al menos, el consuelo de habérsela buscado
bien para que maridara.»
—Pero, hijo mío, esto es ley de vida. Sus trece partos no se la
llevaron y podría haberse ido con el número catorce, pero no fue así.
La tuviste contigo mucho tiempo y es eso de lo que tienes que
congratularte. No obstante, debes pensar en nuevas nupcias pues te
obliga España.
Carlos, el tercero, ponía mueca grotesca.
—Imposible, imposible. No me caso. Eso os lo puedo jurar.
—¡Pero si eso hubiera hecho tu padre no me habría conocido por
ser yo su segunda esposa! ¿No te das cuenta?
La reina madre daba golpes de rabia con su bastón y la jícara de
chocolate peligraba en desbordarse.
—En esto no podré daros gusto, madre. No habrá más mujeres
en mi vida, salvo mis hermanas e hijas y vos la primera, claro está.
Pero en la cama ninguna.
Doña Isabel contenía un sofocón ya que no acostumbraba a ver
que alguien la contradijera. Pero rey era y tenía sus prebendas,
aunque fuera su hijo y debiera obedecerla.
Resolvió ceder en la insistencia y conseguir sus fines con medios
más femeninos, o sea, sutiles y meticones que ya se sabe que cuanto
más se insiste mejores resultados se obtienen. Pocos son inflexibles a
la testarudez si esta está bien llevada.
La reina madre llamó a sus cortesanas, les ordenó presencia y con
su vista ya menguada, las quiso ver de espaldas y por el frente, a
derechas e izquierdas, y sobre todo se interesó por sus atributos, que
serían los que habrían de tentar al rey. Con ello no pretendía buscar
esposa, pues debería ser de buena familia y regia, sino como
decimos, tentarle, tentarle lo suficiente para recordar a don Carlos
que a veces hay que prestar más atención al hombre que al monarca.
«Qué diferente es este hijo mío de su padre, que me perseguía
por los pasillos de palacio y encamados estábamos todo el día. No
me extraña que las malas lenguas dijeran que yo reinaba desde la
cama, pero es que don Felipe, aunque con el seso vuelto y sin saber
distinguir la noche del día, deseaba a su mujer cerca y al descuido
entre sus brazos reales.»
Eligió algunas de sus camareras y les indicó que le sirvieran el
chocolate a menudo, para forzar los encuentros. Que emplearan
gestos familiares y a ser posible sin cofia, con melena suelta y buen
escote.
A la semana don Carlos rogó que no le sirvieran más jícaras que
ya saciado estaba y con esas doña Isabel tuvo que conmutarle la
pena de inducido seductor por el de galán de fiesta.
Escribió cartas a sus conocidas, sobre todo a las que sabía
intrigantes y, como era lógico, le llegó a doña Laureana de Uceda
una muy esclarecedora, ya que la Farnesio no se andaba con
chiquitas, invitándola a una fiesta en palacio aprovechando la
proximidad de la primavera.

La llegada de una carta con membrete de palacio a casa vecinal


resultaba siempre un espectáculo, sobre todo entre los sirvientes y,
claro está, entre las señoras. No era la primera que recibía la Uceda,
pero esta, por ser inesperada, produjo una gran conmoción y fue
preciso acudir a las sales.
Después del pasmo llegó el momento de elaborar una lista de
necesidades, de la más urgente a la más desdeñable para acudir
como pincel a la fiesta de la Farnesio. Lo primero de todo
confeccionar un traje acorde con la situación y lo último los lunares,
elegir dónde colocarlos, que tampoco era cosa para dejar a la
ventura.
La Uceda hizo llamar al modisto, uno conocido y con influencias
en París que le enseñó figurines muy de moda. Al encuentro invitó a
Marina de Valdivielso y con ella acudió la fiel Dora que consultaba el
reloj con frecuencia colgado de su lindo cuello para cerciorarse de
que no se le pasaría la hora del paseo con Lorenzo, su ya leal
acompañante.
—Esto es lo más fastuoso que me ha ocurrido nunca —se
sinceraba la marquesa—. Quién me hubiera dicho a mí cuando vivía
en Burgos que ahora frecuentaría al rey.
—Debes de estar muy satisfecha —corroboraba la Uceda—. Eres
una mujer prometedora, no en vano jamás te habría tomado por mi
protegida. Tienes buen porte y tus modales no son gazmoños. Por
eso nada más sincerarse la reina madre pensé en la oportunidad que
se te brinda. Te pondremos un buen escote, una cintura apretada y
un maquillaje primoroso. Ya puedes ir practicando con los puros que
nada es suficiente para llamar la atención del rey. Si le sirvió con su
esposa, ¿no ha de servirle con una mujer joven y bella?
Dora no paraba de mirar a las mujeres que, entre risas,
alardeaban del peligroso flirteo.
—No puedo creer lo que oyen mis oídos, señoras. ¿Saben vuesas
mercedes lo peligroso que puede ser acercarse al rey en esas lides?
¿Han contado, señoras, con que el rey acceda y las haga su favorita?
Marina no le veía inconveniente al asunto. Aplaudía y todo.
—La corte es un lugar muy arriesgado —continuaba—. Lo mismo
que subes, bajas. Y casi siempre se hace a contratiempo y con más
fuerza. Las cortesanas están expuestas con frecuencia a la vergüenza
y el desaire de todos. Y nunca tienen amigos en quien confiar.
La de Uceda y la de Valdivielso se miraban sin entender. ¡Pues
anda que no ponía remilgos la madamita!
—Poca cosa es todo eso si puedes disfrutar de lo que hay dentro
de un palacio —aseguraba Marina.
—¿Ni siquiera, señora, el ser sobada por un viejo, como lo es el
propio rey?
Marina suspiraba por cansancio de oír siempre la misma
cantinela.
—También me dejé tocar por mi marido, que era más viejo que
Matusalén. Este al menos tiene botones de oro y diamantes y alguno
me tocará a mí, digo yo.
—¡Inconcebible!
Dora se agitaba y miraba su reloj para asegurarse la hora. Viendo
que las damas seguían discutiendo sobre el color de sus lazos y la
consistencia de sus corsés, decidió dar por terminados sus
argumentos y se despidió.
«Cómo se nota —decía para sí— que la madama no tiene amante
que la complazca. Si amara como de verdad se ama, no se plantearía
todos estos desatinos.»
Y pensaba esto porque desconocía que la visitaban todos los
jueves y su acompañante era guapo y joven, de ahí la alegría que
tenía su cuerpo y el garbo que le daba desde hacía semanas. Pero
claro, en cuestión de queridos Marina no razonaba, que eso ya le
venía de largo, desde que era doncella.
Cuando se marchó dejando solas a las dos mujeres que ya
manifestaban hartazgo de la censura de Dorita se despacharon bien
a gusto diciendo esto y aquello sobre ella, aprovechando su
ausencia. No lo hubieran dicho jamás en su presencia, claro está,
porque estos comentarios siempre corren a la par que la perfidia, así
que se explayaron reforzándose una a la otra.
—Querida amiga, créeme que a veces tu azafata pasa por ser un
estorbo. Me extraña muy mucho que la hayas soportado en tantos
años. Créeme, me desconcierta.
Marina, que era insidiosa pero ingenua, la defendía.
—Gracias a ella he salido de muchos enredos, tengo que
confesarlo. Para mí que es todo falta de experiencia. La educación
religiosa le pesa mucho y, claro, al no tener hombre que le enseñe el
amor se encuentra muy perdida.
—Creo que deberíamos ser nosotras las que le enseñemos el
correcto camino de una madama moderna —alentaba la de Uceda,
convencida de sus palabras—. Empujarla a hacerse mujer y dejarse
de beaterías. Por mi experiencia todas las mujeres que prueban las
artes amatorias lo agradecen. Lo que le hace falta a Dorita es un
buen galán.
—Eso digo yo, pero es tan exigente...
—Marina, que me refiero a un petimetre osado que la seduzca y
que lo haga de manera sutil para que no se lleve el desengaño de no
poderse casar, cosa de esperar por muchacha educada en un
convento.
—¡Ah, pero eso es... eso es... —la de Valdivielso no atinaba. No
sabía muy bien si aplaudir o enfurecerse—. Date cuenta, Laureana,
que hablamos de la castidad de una mujer.
La de Uceda suspiraba viendo que la señora parecía a veces más
puritana que la doncella.
—Pero vamos a ver... ¿no deseas que Dorita cese de ser tan
escrupulosa?
—Sí, ciertamente.
—Entonces que peligre su virginidad es lo de menos. A fin de
cuentas en algún momento habrá de perderla. Tengo en mente ya
varios cortesanos que dan el perfil de seductor apropiado. Sin ir más
lejos el señor Beltrán de Heredia me parece que ya mostró interés
por la niña meses atrás.
—Ay, no sé...
La duda que mostraba Marina no fue óbice para que Laureana
continuara con su estrategia.
—Sí, insistiré en que sea invitado a la fiesta y después se lo
dejaremos en sus manos. Fijo que la chiquilla en menos de un mes
ya estará sometida y quizás hasta le volvamos el contento y
tengamos que pedirle prudencia en la próxima fiesta de otoño.

Pasear por El Prado y las Delicias era el pasatiempo más estimado


por los madrileños, al menos en esos tiempos, porque luego con el
pasar de los años y el florecimiento de la ciudad hubo quien prefirió
usar los coches abiertos o las literas o alquilar unas sillas para
sentarse en los quioscos donde se vendía agua de nieve.
Las Delicias perdieron importancia ante las nuevas vías, las aceras
y las calzadas pavimentadas. No lo fue El Prado que por su cercanía
al Palacio del Buen Retiro y su amplia arboleda con lago y todo
ofrecía el frescor deseado en verano y la verdosidad de los árboles
perennes en invierno.
A su cita acudió puntual Lorenzo de Elvira, habiéndose empleado
bien a fondo en conseguir cumplir las metas de cualquier ciudadano
que eran, por de pronto, atravesar la calle de Atocha con avalancha
de rebaño porcino, muy habitual a cualquier hora del día, y emplear
el regateo del «¡Agua va!» del que ya era todo un experto.
Por ello se sentía a gusto consigo mismo, comprendiendo que
nada hay que la experiencia no supere, salvo en cuestiones de amor,
que en ese particular poca experiencia tenía. Así las cosas, Lorenzo
parecía sonreír y holgarse de ser un hombre con gran suerte, en lo
cual influía tener por correspondida la querencia por Dorita.
La susodicha llegó a la hora precisa, salvo por dos minutos, y al
poco de saludarse con mano extendida y guante, el caballerete
ofreció su brazo y a él se agarró la madama.
—La veo un poco alterada. ¿No será por mí?
—En absoluto. Es que vengo muy airada de una reunión con mi
señora, bueno, con ella y con su sombra, que viene a ser la señora de
Uceda. Según ella se ha convertido en su protectora y a mí me
parece que más que protegerla la está echando a los leones.
Dora explicó muy despacio los pormenores de la intriga y
Lorenzo se quedó de piedra.
—¿Y qué es lo que realmente desea conseguir la señora de
Valdivielso? Y aún peor, ¿y su amiga la de Uceda?
—Quién sabe, quizá favores. Pero no sé exactamente de qué
naturaleza. Y sabiendo cómo se las gastan en la corte lo mismo en
vez de encontrar una bolsa de dinero, que es lo que bien quisieran,
quizás encuentren el destierro o la horca.
Lorenzo palpaba la manita nerviosa de Dora muy agarrada a su
brazo.
—Bueno, bueno... no adelantemos. Lo que me preocupa es cómo
puede afectarla todo esto. ¿Por qué sigue con esa mujer tan
casquivana?
—¿Acaso tengo otra cosa salvo el convento?
Lorenzo la miraba diciéndolo todo.
—Puede que en unos meses su destino cambie y deba
abandonarla. Si tuviera casa propia, ¿la dejaría?
Dorita, que no era boba y ya se lo esperaba desde hacía tiempo,
comprendió que no tardaría en pedirla en matrimonio.
—Sabe muy bien, querido Lorenzo, que mi destino es el de ser
mujer casada y madre y no ir corriendo tras los desvaríos de mi
señora, que a eso no me acostumbraré nunca aunque los excuse o
no quiera verlos.
—Pues entonces no luche contra ella, déjela estar y manténgase
discreta.
Ella afirmaba pensando que en el destino solo podría intervenir su
deseo de mantenerse firme ante la impudicia, pero, claro, desconocía
que el diablo trabajaba en contra y que en la fiesta la esperaría muy
interesado el caballero Beltrán de Heredia.
Que nadie me lo inquiete ni me lo quite

Que nadie me lo inquiete ni me lo quite

Llegó el gran día, todas bien atusadas y con vestidos nuevos


acudieron al palacio y al entrar ya se miraban unas a otras, la Uceda,
la de Valdivielso y otras madamas amigas del mismo hacer y pensar,
arrastradas por grupos de ricoshombres con sus respectivas esposas
o amantes encubiertas que iban con una idea fija en la cabeza. Esta
era la de acercarse al rey y si se podía conseguir su simpatía, pues
buen momento era ese para conseguirse afectos reales.
A la mayoría de los esposos no les importaba porque el afecto
real por una esposa trasciende al marido y, además, era moda ya
aceptada que una cosa son los lazos maritales y otra muy distinta el
juego de la seducción, solo propiedad de la mujer y que no ofendía
si se llevaba con talento.
Todos así, asumiendo sus personajes en el vil teatro social, iban
contentos, del brazo y sonriendo, procurando que sus pelucas y sus
tacones guardaran el necesario equilibrio.
En la salita en la que recibía la reina madre se sentaron nuestras
tres amigas; Dorita más discreta, con pelo natural y sin volúmenes,
con pañuelo de gasa cubriendo el incipiente pecho y una falda
bordada pero no abullonada ni nada que se le pareciese.
Comparada con las dos madamas a las que acompañaba, pasaba
por ser una niña, pues ni tacones llevaba, y su estatura era corta,
pero aquello les gustó a la de Uceda y, en especial, a Marina, que así
no les hacía sombra.
En llegando un momento de relajada conversación, ya habiendo
probado los pasteles y otras delicias, las mujeres soltaban la lengua y
se aproximaban a lo corriente, buscando asuntos novedosos
habiendo ya gastado todos los relacionados con las modas de París y
otras trivialidades.
Una de las madamas contó una aventura sufrida al pasear con su
calesa por El Prado, una monstruosidad que encendió los ánimos de
las señoras.
—¡Una atrocidad y en el mismo Madrid! ¡Dónde vamos a llegar!
—comenzaba la señora viuda de Meléndez de la Cueva y Sánchez
Gordillo—. Fíjense, vuesas mercedes, que íbamos mi hija y yo, que
aún es doncella y no ha sido presentada en sociedad, disfrutando de
un paseo en mi calesa, recién adquirida por cierto, cuando unos
granujas aparecen y sin mediar palabra comienzan a golpetazos
unos contra los otros llegando incluso a pararnos el carruaje. Uno de
los granujas chocó contra las ruedas y no se llevó media mano de
puro milagro, pues casi se la enredó entre las varillas. Mi hija lanzó
un grito de espanto y vio cómo uno de esos tunantes elevaba un
cuchillo para clavárselo al otro. ¡Eso en el paseo de El Prado! Desde
entonces no paseo en calesa sino en coche cerrado.
Todas las mujeres se espantaron soltando ayes muy conmovidos.
—¡Esos son los majos! —aclaraba la Uceda—. ¿No han visto,
vuesas mercedes, cómo proliferan por todas partes y osan, incluso,
venir a pasear a las mejores zonas de Madrid? Me temo que los
cambios de esta ciudad no van a ser para bien porque se abrirán vías
y se pondrán aceras y... claro, ¿cómo vamos a impedir que esos
tunantes vengan a disfrutar de ellas?
Dora observaba y los ayes los evitaba por no dar la sensación de
estar de acuerdo.
—Madrid es una ciudad peligrosa —continuaba la mujer del
apellido largo—. ¿No han visto cómo van vestidos, además de
harapientos con esos gorros y capas que no hay manera de saber si
son hombres, mujeres o demonios? Sé que nuestro rey desea acabar
con el desamparo que tenemos los ciudadanos de bien pero, claro,
aquí en España todo lo que se cambia molesta.
—¡Ay! —suspiró finalmente Dora sin poder evitarlo. Pero nadie la
oyó o si lo hicieron pensaron que era por darle gusto a la que
hablaba.
—Pues ¿saben la última moda? —preguntó una mocita de
cabellos muy enredados y un lunar en la mejilla—. Ahora lo más
moderno es copiar los modales de la gente de los arrabales, hablar
vulgarmente y sin remilgos. Incluso hay por ahí un juego entre las
madamas que se llama «hacer el taco».
—¿Cómo? —preguntaban al unísono las mujeres.
—Que sí, que sí, gana la que diga el taco más feo.
—¡Ay, Jesús! —exclamaba Dora—. ¿De verdad creen vuesas
mercedes que esto es manera de pasar el rato?
Las señoras se miraron, hubo un silencio de titubeo, de sonrisas
malévolas y luego saltaron todas al tiempo:
—¡Sí, sí, vamos a jugar!
Y hasta aplaudieron.
Comenzó la enterada madamita del lunar en la mejilla que ya
llevaba experiencia de haber oído a otras esparcirse y así, después de
pensárselo dos veces, exclamó:
—¡Caramba!
Ja, ja, las mujeres reían.
—¡Más osado, señoras! —alentaba la de Uceda—. Ahora voy yo:
¡Diantre!
—¡Córcholis!
—¡Pardiez!
—¡Pincha-uvas!
—¡Tafanario!
Ja, ja... seguían riendo las mujeres.
—¡Guapa!
«¿Cómo? —se preguntaban cercenando sus risas—. ¿Cómo ha de
ser “guapa” un insulto?» Pero resulta que se había puesto de moda
que los tacos o agravios significaran lo contrario de lo que se decía.
—No le encuentro la gracia a insultar a alguien llamándole
«guapa» —aclaraba Marina—. Así no habrá manera de saber si a una
la ultrajan o la requiebran.
—Cosas de los majos...
—Es que con el populacho ya se sabe...
—¡Señoras, que llega el rey!
El juego de los tacos que ya empezaba a decaer se abandonó por
sorpresa al presentir que los lacayos se erguían para dar paso a don
Carlos. Iba el monarca sin muchas ganas, paseando de sala en sala
como bien le había prometido a su señora madre por pura cortesía,
pero deseando que llegara el momento de salir al estanque y
disfrutar de los fuegos si es que los había o de las escenas navales, si
es que se representaban, porque en todo ello tenía total
desconocimiento por importarle poco.
—Marina, pellízcate las mejillas y sube la pechera, que viene el
rey. Intercede antes de que las otras arpías se lancen a su caza y no
te olvides de ofrecerle un puro.
Marina y las demás señoras se levantaron de sus asientos para
hacer una reverencia, inclinando sus rodillas fofas, y al hacerlo supo
muy bien la de Valdivielso acercarse con disimulo ante el rey,
cortándole el paso dejando en perspectiva su generoso escote. El
monarca inclinó la cabeza, pero parecía que en vez de mirar sus
pechos pensaba en su perro de aguas que estaba ya viejo y apenas
mordía la presa.
Pero Marina no cejaba, más cazadora era ella, usó una estrategia
muy rentable en asuntos de seducción que fue hacerse la mema,
tropezando y consiguiendo que uno de sus zapatos, voluptuosa
prenda para cualquier galán, saliera volando a un metro más allá.
—¡Oh, señora! Dejadme que os ayude —exclamó el monarca.
«Ya está, ya está», pensaba la de Uceda, pero el monarca llamó a
un criado y ordenó que le encajara el zapato, lo que fue complicado
porque era estrecho.
—¡Más maña, más maña! —decía Carlos III al sirviente.
Por ventura que fue muy incómoda la situación para Marina que
tuvo que agarrarse a la peluca del lacayo y casi caer de la postura, el
pie en alto y la pierna retorcida. Qué desastre de estrategia.
Cuando el monarca ya se alejaba, no tuvo otra ocurrencia la
marquesa que encender a toda prisa un cigarro para llamar la
atención del rey, pero este ya estaba resolviendo mentalmente la
manera de cambiar a su perro de aguas por otro más joven y que
estuviera dispuesto a hundir sus fauces en las perdices.
—¡Qué mareo! —exclamaba Marina tras engullir los humos del
cigarro—. ¡Señoras que me voy!
Cuando Dorita, indignada, abandonaba la sala ya le metían las
sales a Marina por los hocicos.

Tardó muy poco la de Uceda en ver que se le escapaba la


madamita y, dejando a Marina con vértigos muy incómodos, pero en
manos de las otras mujeres, salió corriendo a buscar a Beltrán de
Heredia que estaba insinuándose a unas señoritas muy peripuestas.
Apenas lo tomó por el brazo ya sabía el galán que se le necesitaba
para una misión y era esta de gran envergadura pero apetitosa por
tener que seducir a la bella Dorita, ese ángel que requebrara sin éxito
en la plaza Mayor pero que consiguió inquietar su virilidad
malcontentada.
Así llegó la serpiente, que se llamaba Uceda, y le dijo:
—Ahí la tienes, bien sola e indefensa. No la entres con violencia
que se rebelará. Esta es más bien de intelecto y por lo tanto te
costará más.
Beltrán de Heredia sonrió. Qué osada tarea se le imponía. Y le
entraba un regusto dulce por el estómago que solo le aparecía
cuando olía las pastas garrapiñadas que tanto le deleitaban el
paladar.
Siguió el seductor a Dorita algún tiempo, por detrás y sin que ella
lo advirtiera, y unos minutos más tarde se hizo el encontradizo para
no resultar improcedente. Dorita se asustó.
—¡Ah, señor Beltrán de Heredia! Desconocía que estuviera en la
fiesta.
—He sido invitado por la reina madre, pues gozo de su simpatía.
El hombretón hizo una reverencia muy retorcida, vamos, que casi
se le engancha la cintura.
—¿Y se está divirtiendo, vuesa merced?
El galán se colocaba ahora los volantes de la camisa que
sobresalían por las mangas, hacía como que no le importaba lo más
mínimo mantener conversación con la damisela. Era, por descontado,
un ejemplo de pericia.
—No demasiado, tengo que confesarlo. Porque aunque vuesa
merced me haya visto disfrutando de los toros no soy muy amigo de
los grandes encuentros, en donde me siento solo y sin recompensa.
Prefiero los paseos y si puedo una buena lectura.
Dora quedó muy sorprendida. Se abanicaba y levantaba una ceja
aún sin saber si decía verdades.
—¿Y qué es lo que lee, señor? Quizá podamos hablar de los
buenos libros.
—Oh, no lo creo —decía de nuevo como hastiado del tumulto—.
No leo novelas, que serán las que a vuesa merced le gusten por ser
mujer y no entrar en asuntos más complicados. Me gusta más la
arquitectura, la ciencia y si se puede los libros prohibidos.
A Dora le molestó muy mucho su ostentación misógina.
—Señor, esos precisamente son los que leo yo. Las novelas las
dejo para quien quiera distraerse, que yo prefiero instruirme y
aprovechar los libros. —Y dicho esto, recordando sus últimas
palabras se sintió tentada—. Y dice, vuesa merced, que lee libros
prohibidos...
Beltrán se acercó muy insinuante a su oído para confesar:
—Por mi condición puedo conseguir algunos incluso pendientes
de ser delatados al Santo Oficio. Y a veces consigo copias, que se
llaman piratas por obtenerse de formas no legales.
—Pero eso... no está bien si el autor no lo autoriza.
Dora, muy severa, le recriminaba la audacia.
—Señora, no hacemos mal quienes queremos saber cuáles son
los motivos por los que se censura una obra. No perjudicamos al
autor sino al Santo Oficio, que es un censor muy ingrato porque no
beneficia a la Ilustración. Esto que quede entre nosotros, pero yo
defendería la modernidad, la ciencia y la educación por encima de
inquisiciones y aunque me dislocaran los miembros. Un hombre
tiene que tener dignidad lectora.
La muchacha dejó de abanicarse, no porque tuviera frío o porque
se le fuera el calor, sino porque se quedó embobada ante las
palabras de Beltrán de Heredia, que iba camino de conseguir mucho
en tan poco trayecto.
—Señor, me asombra vuesa merced. Lo tenía por persona
insustancial.
Beltrán de Heredia sonrió, encantadoramente, desde luego, y a
Dora se le empezó a subir el rubor.
—Venga vuesa merced a mi casa a leer la novela del Padre Isla, la
titulada Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas;
es una crítica voraz que no ha pasado desapercibida para el Santo
Oficio. Llevan años estudiando si es o no adecuada para los ojos de
los españoles y mientras lo deciden he conseguido una copia para
mí. Le aseguro que disfrutará de ella y de sus agudas críticas a la
sociedad que nos rodea.
Dora dudaba. «¿Ir a su casa? ¿Será prudente? Pues cómo ha de
serlo —se decía a sí misma—, si sabes que este hombre es un
seductor nato y además estás comprometida con Lorenzo.» Pero al
rato, su conciencia se aflojaba y pensaba: «¿Pues no has ido a la
biblioteca de palacio y nadie ha pensado en contra tuya? Este
hombre tendrá lacayos, no estaré sola con él. Además le rogaré que
me deje el ejemplar para leerlo en casa. Sí, eso será lo mejor.»
—Señor, preferiría leerlo en la intimidad de mi casa, si no es
inconveniente.
Beltrán de Heredia suspiró.
—No puedo complacerla en ese particular. La copia es muy
valiosa y aún motivo de denuncia si la encuentran. Imagínese que
alguien la detiene por la calle o que tiene un accidente con su coche
y el libro se pierde o queda a la vista de todos. No, no, mi querida
damita. Deberá venir a mi biblioteca. Si sufre por su honor estoy
dispuesto a abandonar mi casa mientras vuesa merced esté dentro
de ella.
—¿Haría eso por mí? —preguntaba embelesada la muchacha.
—Aunque haga frío o calor y tenga que pasarlo a la intemperie.
¡Por vuesa merced y por la Ilustración!
Dijo esto besándole la mano sin darle tiempo a decidir.
—La llamaré cuando el ejemplar esté en condiciones de leerse,
que me lo dieron sin paginar y debo ordenarlo adecuadamente.
Quedo mientras tanto a sus pies...
Beltrán de Heredia se marchó muy sigiloso y hacia atrás, parecía
un bailarín consumado. Con el rabillo del ojo vio a la damisela con
gesto algo tontaina y supuso que sus requiebros estaban haciendo
efecto.
Detrás de unos cortinones se hallaba escondida la Uceda
presenciando la escena sin ser vista. En cuanto vio a Beltrán silenció
una carcajada.
—Qué tunante, ya la tienes en el bote.
—Aún no, pero caerá. Ahora tengo que conseguir urgentemente
un ejemplar de Fray Gerundio de Campazas...
—¿Un qué?
—Es cosa necesaria, sin él no habrá conquista.
Se marchó muy orgulloso y hasta preocupado porque la misión
se complicaba y tenía que actuar con diligencia.

Quedose intranquila doña Dorita tras el encuentro con Beltrán de


Heredia. «Qué sorpresas da la vida —se decía—, y cuán injustos
somos todos juzgando a nuestro prójimo sin argumentos. ¿Quién
hubiera pensado que don Beltrán es un hombre sesudo?»
Pensando iba en esas cuestiones cuando una comparsa de
actores, algunos subidos en zancos y otros arrojando serpentinas y
pétalos de rosa, inundaron la sala haciendo que los invitados se
tomaran de la cintura como serpiente humana. Consiguió la
madamita zafarse de las manos de un desconocido que ya se las
ponía sobre las caderas y salió corriendo hasta refugiarse en una sala
contigua, abriendo la puerta y atravesándola con gran susto, hasta
que viendo lo que había dentro de la alcoba el susto fue mayor:
—¡Majestad! Disculpad la intromisión, es que...
Carlos III, sentado en cómodo sillón y puesta una mano sobre
otra, se resignaba de haber sido sorprendido entre sus soledades.
Era cuestión de tiempo.
—Entrad, entrad, señora, no os quedéis ahí en la puerta, que hay
corriente. ¿Vos también huis de algo, no es cierto? ¿No os gustan las
fiestas?
Dora, tras el sofocón, estiró sus faldas con disimulo y se acercó al
monarca.
—Pues no, señor, no me gustan lo más mínimo.
—Ambos concordamos, entonces. Sentaos, señora mía, veremos
si coincidimos en otros criterios. ¿Fumáis vos? —decía, sacando un
puro bien largo que tenía escondido.
—No, majestad. No es de mi agrado. Además, hay quien asegura
que no es bueno para la salud.
Don Carlos expelió un espeso humo gris muy satisfecho.
—Puede ser. ¿Sería uno como este el que se llevó a mi Amalia?
Solo Dios lo sabe. Pero mientras fumo me acuerdo de los ratos que
pasé con ella, tal que así, como vos estáis ahí sentada. Ahora todo es
bien distinto. Dios sabe que no he deseado ni deseo nada de nadie,
pero que quiero guardar lo que por su infinita bondad me ha dado y
que nadie me lo inquiete ni me lo quite. Por lo menos conservar lo
poco que he traído y tengo, que es mi amor por España.
Dora se enternecía.
—Sois un gran rey y demostrarlo será fácil.
—Pero quiero hacerlo solo o casi, y siempre hay quien desea
intervenir en lo que no debe.
—¿Os referís, vuestra majestad, al hecho de contraer nuevas
nupcias?
El rey se sorprendió de la intuición de Dorita.
—Decidme, joven... ¿estáis enamorada?
—Sí... —se ruborizó.
—Entonces comprenderéis. Una cosa es el amor y otra reinar. Lo
primero se hace en concordia y lo segundo solo, por muchos
ministros que tenga uno a las espaldas. Ahora lo que prima no es el
casorio sino renovar este Madrid tan provinciano. Ya me lo decía la
reina, que este villorrio no da para una corte, pero desde el cielo le
enseñaré las evidencias de su error. ¿Sabéis cazar?
Dora negaba.
—Lástima, me sois muy agradable.
El monarca se levantó con ánimo de marcharse y Dora tuvo que
inclinarse por respeto.
—No es necesario, seguid, seguid sentada... voy a ver si llegan los
fuegos artificiales...

Cuando Marina volvió en sí y Dora contó que había hablado con


el rey, se encolerizó. «Pues, ¿para eso me pongo yo mil perifollos y
me arriesgo a morir fumándome un habano?... ¡Sí que has tenido
tiento, chiquilla, para no perder un segundo y ganarte el favor real!...
¿En qué situación me deja eso a mí?»
La de Valdivielso estaba que no cabía en sí. Y todo ello lo gritaba
sujetándose la cabeza que aún estaba como un bote en plena
tormenta, o sea, como sube y baja.
—¿Está mareada? —preguntaba muy paciente la azafata.
—Llevo mareada desde hace días y ese cigarro me ha terminado
de arreglar.
—Serán los nervios de la fiesta.
—Serán.
Pero no eran.
Que embaldosen el frente y aun los costados

Que embaldosen el frente y aun los costados

Al rey le urgía seguir con sus labores, que Madrid necesitaba ya


algunas leyes que la encauzaran, así que, dejando claros sus deseos
de permanecer viudo, lo ordenó todo para ir a La Granja en donde
armonizaría mejor con sus ministros todo cuanto era estimable
realizar.
Aunque ya hablado estaba cómo aderezar Madrid para
convertirla en ciudad europea, con empedrado y canales adecuados
para evacuar las inmundicias, tuvo su última discusión con el
marqués de Esquilache y el arquitecto Francesco Sabatini y el día 9
de mayo de 1761 presentaron al rey, y este lo firmó el 14, la orden
presurosa para hacer de las calles de Madrid sanas y cómodas.
Con estas se ordenó lo siguiente: «Que todos los dueños de
casas, no solo los que hagan una nueva sino los que vivan de
antiguo en ellas, incluso también los inquilinos como usadores de la
misma, deberán empedrar o embaldosar el contorno de sus casas,
con un perímetro de tres pies de ancho. Esto se hará con baldosas de
piedra berroqueña, de tres pies en cuadro, con muesca en cada
costado y un agujero en el centro para que sirva a la palanca que
hubiera de levantarla, si fuera preciso.»
Si algún vecino estuviera moroso en realizar dicha obra el
ayuntamiento correría a hacerlo de oficio pero con la siguiente multa
o embargo de bienes. No sería lo mismo para el resto de la calle, que
al ser de uso general, se empedraría a cargo de las haciendas
públicas.
Y en cuanto a la limpieza de la vía y de las casas se obligaba a una
reforma de lo más exigente, por un lado diferenciar las salidas de
aguas menores y mayores. Para las primeras con desahogo de un
canalón de hoja de lata o de plomo sobre los tejados, instalando
también arcaduces vidriados en las cocinas que podrían estar
empotrados en la fachada con término en la vía pública, en pozos o
en arroyos de la calle. Todo para que las aguas sucias desembocaran
en sitios alejados del propio hogar y evitar el «¡Agua va!» que tanto
daño había hecho a los madrileños.
Para las aguas mayores se ordenó otro tipo de conducto, esta vez
de caño de barro vidriado con ventilación a través del tejado y
construcción de minas interiores o pozos para recoger dichas
impudicias y limpiarlas después.

Todo ello se recibió bien, salvo por el hecho de que el coste corría
a cargo del bolsillo del ciudadano y, claro, cuando hay que estirar los
reales mejor es la suciedad, que esa es gratis. También se apremió a
los inquilinos, fueran dueños o no de las viviendas, a pagar el diez
por ciento de los costes, lo que incrementó los alquileres y por tanto
indignó a los españoles, que parecía que siempre los reyes y
ministros modernizaban todo a costa del pobre para luego darse
ellos el pote.
Así las cosas y aunque el pan también encarecía, los madrileños
se prestaron, obligados sí, pero con el contento de mutar el raro aire
de la corte en lindo y respirable.
La labor de los basureros, ya atardecido, que era lo que se llamó
la «marea» de barros e inmundicias, pasó a la historia. No volvió a
verse a sus penitentes funcionarios iluminando con teas el arrastre
de los nauseabundos carros. Muy pronto ni los viejos los recordarían,
quizá como un mal sueño propio del purgatorio o a tenor de las
iluminarias y las caras tétricas de los barrenderos, que parecían del
propio infierno.

A Marina de Valdivielso no le supo bien la noticia porque aunque


se daba postín su hacienda se mermaba de tanto lujo innecesario, de
trajes y sandeces para llevar a las fiestas y, claro, como su casa era
grande de extensión el perímetro para embaldosar también lo era.
Todo a su costa sería y quizá por eso llevaba ya muchos días y
semanas de mal humor, vive Dios, más bien de un humor de perros.
Todos, aún hoy, tienen alcordaderas porque fueron muy sonados los
alaridos que pegaba por cosas bien baladíes como era el dejarse la
olla destapada pues inundaba de hedores toda la casa o el
entreplegar mal una ventana, porque se helaba de frío. Eso en esos
tiempos, que era primavera y muy recia en Madrid.
Ni Dora ni Laureana sabían cómo contentarla, la una ocupándose
de todo para que no la tachara de holgazana y la otra proponiéndole
fiestas por saber que le gustaban pero, claro, con ellas gastaba
dinero y eso la enfadaba más.
En total, que todos se resignaron a verla así, encontrándole un
mejoramiento muy extraño los viernes, que parecía que estaba como
descansada o satisfecha y no sabían por qué.
Pero de eso tenía gran culpa Gil López que seguía acudiendo
cada jueves a calentarle la cama. Seguían ambos con el juego de las
identidades y eso excitaba a la madama, siempre a la moda de las
memeces.
Gil, sin embargo, disfrutaba, cómo no, de tener a una mujer bella
siempre dispuesta y con cara de ensimismada por todo lo que hacía,
sus caricias y palabras que a veces eran malsonantes pero que a ella
la embobaban.
—¿Y no podríamos vernos más? ¿Los lunes quizás, o los martes?
—preguntaba la enamorada con sus brazos alrededor de las carnes
prietas de Gil López.
Mas Gil respondía:
—No, mi señora, que lo poco agrada y lo mucho cansa.
—¿Os cansaríais de mí? —preguntaba con ñoñez muy peculiar—.
No, no me lo digáis, que lo que pasa es que no sentís lo que yo
siento por vos.
Gil la miraba con ternura, casi como nunca había hecho, pero
luego algo le corría por el espinazo y decía:
—Es necesario que seamos libres para disfrutar de nuestro amor.
Si lo atamos con cortapisas nos enfrentará y seremos infelices por
volvernos como el resto del mundo, aburridos y vulgares.
Parecía que la madama se conformaba, pero luego volvía al
ataque:
—Mi querido Lorenzo...
—¿A qué viene llamarme así? ¿No hemos quedado en que no
habremos de usar nuestros nombres? —Y parecía enojado el
amante, aunque más que enojado digamos que era envidioso por no
ser el verdadero Lorenzo, su señor.
—Está bien, querubín mío, mi caballero andante... No sé qué me
pasa pero solo quiero el tacto de vuestra piel, vuestro olor y cercanía.
Seréis como queráis, señor desconocido, pero no me faltéis el jueves
próximo u os buscaré por todo Madrid o en el propio infierno.
Gil ya salía de la cama y se vestía, con rapidez, pues era diestro en
hacerlo si lo perseguían maridos.
—No os preocupéis, soy hombre de mantener pactos y este es el
mejor que he firmado en toda mi vida.
Besó sus manos, qué calientes que estaban, ¿tendría calentura?,
no le dio tiempo a pensarlo porque ya salía, esta vez por una
ventana, que era noche cerrada y no merecía la pena alterar el sueño
de los criados para que le abrieran la puerta.

Llegó a la casa, ya de madrugada, encontrándose de boca con su


señor, el de Elvira, que en el salón estaba con sus cosas de artista. Se
había sentado junto a la mesa en donde comían y sobre ella tenía
desparramadas pinturas y cosas miles y al aliento de una vela y un
espejo para mirarse en él y pintar seguidamente su reflejo sobre un
pedazo de metal.
—¿Ya llegas? ¡Dichosos los ojos! —se quejó Lorenzo—. Cada vez
sospecho con más razón que tienes otro señor al que servir cada
jueves.
—O señora... —exclamó muy ufano el hombre que llevaba dentro.
Lorenzo levantó la vista buscando la cara de Gil y corroborar con
su expresión la verdad de sus palabras.
—¿Qué es aquello? ¿Amor? No puedo creerlo.
—Ríase, vuesa merced, pero humano soy y lo mismo que tengo
vellos en las piernas y me duelen las tripas cuando no como, siento
también algo de querencia por una hembra.
—¡Qué dislate! No me creo nada. ¿Y quién es ella?
—No puedo decirlo, es un secreto.
Lorenzo reía.
—¿Un fantasma es?
—Fantasma no, pero mujer principal sí. Pero no tema, señor, que
se me pasará pronto, como todo lo que me viene a la cabeza.
A esto no dijo nada Lorenzo porque le pareció que volvía a la
sensatez.
—¿Y qué es lo que hace, vuesa merced, tan entretenido?
—Un retrato para regalar a Dora. Últimamente me amosco con
una idea, que es la de que me envíen de nuevo a Granada para
seguir con el catálogo de las piezas árabes, y no quiero que Dorita se
olvide de cómo soy.
—Eso se arregla llevándosela consigo.
Lorenzo sonreía pero con terneza contenida.
—Hasta que no pueda mantenerla de mi oficio, y aún es pronto,
no la pediré en casamiento. Las cosas se hacen bien o no se hacen.
—Cierto, por eso yo casi nunca las hago.
El retrato quedó muy bien, por si desean saberlo.
La familia es lo primero

La familia es lo primero

Las prebendas de ser monarca no siempre compensaban. Desde


años atrás los pactos de familia se hicieron indispensables para
salvaguardar a los Borbones y esto, como en cualquier casa de
vecinos, causaba más problemas que bondades. Todos estos pactos
fueron firmados de buena fe, entre franceses y españoles, el primero
por su padre Felipe V y el entonces rey francés Luis XV, alargándose
el acuerdo hasta los días de don Carlos con el objetivo de reprender
a los ingleses, nuestros enemigos naturales.
Todo eran lindezas, que si un país era atacado el otro iría a
auxiliarlo, que todo se hará pensando en el país aliado como si fuera
uno propio, sí, pero en cada acuerdo existían unos intereses que se
cobraban a muy alto precio.
Y es que Carlos III quería la paz sobre todas las cosas, que bien
que la necesitaba ahora en su país para darle tregua a adecentarlo.
Además, que no era rey que gustara de la batalla porque él era feliz
con menudencias, como buen ilustrado, encontrando el placer en las
cosas mundanas.
A todo ello se le sumaban los problemas que le daba su propia
familia, con su hijo delfín que salía muy caprichoso y sus hermanos
menores, niños al fin y sin una madre. Y, además, no dejaba de
acordarse de su hijo, ya rey de Nápoles, a quien no veía y al otro,
memo, sí, pero al que quería también por ser carne de su carne.
Luego estaban las chocheces de su madre, la Farnesio, que aun ciega
lo veía todo. En fin, que tarea tenía para rato.

A la librería de Gabriel Ramírez de la calle de Atocha se dirigió


Beltrán de Heredia a conseguir un libro del malogrado Padre Isla ya
que en dicha librería se vendió La historia de Gerundio de Campazas
hasta que la Inquisición impidiera su distribución y la reimpresión e
impresión de la primera y segunda parte. Hacía ya tiempo de
aquello, concretamente tres años, y era improbable que tuvieran
algún ejemplar ahorrado a la Inquisición o quizá guardado para
hacer venta mayor con provecho, pero el de Heredia era hombre que
no entendía la negativa. Por eso fue y allí mismo el señor Ramírez le
dijo que no, que allí no podían venderlo pero que bajo cuerda quizás
arreglara la manera de tener una copia.
Dio por el trato una suma alta, «por un libro es inconcebible —se
decía el seductor—, claro que si mi negocio se resuelve como deseo,
bien está dada la plata».
Así las cosas, consiguió el señor de Heredia un ejemplar que le
supo a conquista y batalla ganada sin saber que por aquellas fechas
la Inquisición había levantado el veto y dejaba leerla a quien lo
solicitara sin que venta hubiera de la novela.
Una vez en su casa escribió una nota a doña Dora para que fuera
a leerla cuando le apeteciera y, claro, le apeteció enseguida,
mismamente que ya lo esperaba con fervor porque le habían
hablado muy bien de esa historia con la que una, le aseguraron, se
reiría a mandíbula batiente.
Corrió Dorita a la casa de Beltrán de Heredia y este la agasajó
desde el momento de su llegada, pero sin intención de encandilarla
porque las cosas se hacían así, despacico, cuando se perseguía
someterla entre sus brazos en poco tiempo.
—Aquí la dejo en mi biblioteca, que es la suya, tranquila y sola. Yo
me voy a esperar a la calle, a pasear, a reflexionar sobre la vida, a
cien cosas con tal de que a vuesa merced no le estorbemos la
lectura.
Hizo una reverencia y se marchó. Y vaya si causó efecto porque
aunque la damita estuvo los primeros capítulos inquieta pensando
que en cualquier momento la interrumpiría el osado caballero con
alguna excusa para atacarla, luego cedió a la confianza y finalmente
se sintió como en su casa.
La primera vez que esto sucedió, volvió Heredia muy acalorado.
—¡Jesús! Qué calor hace en estos días... ha sido preciso parar
varias veces a tomar agua de nieve para quitarme la calorina... Como
es natural en estas fechas nunca salgo a la calle antes de las nueve
pero siendo que le prometí intimidad, lo asumo con mucho gusto.
¡Qué bien sabía arrastrar a las mujeres nublándoles el juicio con
tanto teatro! Por ventura que don Beltrán no había estado en la calle,
sino en casa de una de sus muchas amigas al frescor de una parra y
de unos abanicos que agitaban bellas criadas. Pero, claro, esto no lo
podía decir, porque el hechizo se hubiera fastidiado todo de golpe.
Al segundo encuentro, que fue en día de tormentas habituales en
Madrid antes de llegar el verano, esperó el caballerete a pillar una
para entrarse en su casa con el traje embadurnado y húmedo, pero
resultó que la tormenta no se avenía y tuvo que decirle a un criado,
nada más atravesar su zaguán, que le echara por encima un cubo de
agua para hacer el efecto.
Recursos no le faltaban.
—¡Oh! Qué lástima, cómo se ha puesto. Empapado hasta las cejas
y yo leyendo ni me he enterado de que llovía —se lamentaba la
dulce Dorita—. ¡Cómo le agradezco que haga todo esto por mí! Pero
no puedo aprovecharme de tal manera, quédese el señor en su casa.
No veo mal que mientras yo esté en su biblioteca, vuesa merced
disfrute de su hogar, total, cada uno estaremos en una estancia.
El de Heredia lo agradecía con reverencias y pensaba: «Ya nos
vamos acercando, dentro de poco en la misma habitación y bajo el
dosel de la cama.»
Llegó Lorenzo de Elvira con su presente envuelto en una sarga,
bien protegido, para entregárselo a Dorita con la que había
quedado, como era costumbre. Tardaba la muchacha pero llegó, al
fin, dentro de un coche muy raro que no era de alquiler y con escudo
de familia en las portezuelas. Al salir de él pudo ver el nombre de
Heredia por todas partes.
—¿Cómo venís en coche?
La muchacha se ruborizaba pues no tenía excusa posible.
—Es que... como llovía, me lo han prestado, que estaba una visita
en casa de doña Marina y viendo que me mojaría pues que...
«Muchas explicaciones —se dijo Lorenzo—, esta chiquilla no sabe
mentir.»
—No pasa nada, mujer. Solo que me sorprende pues nunca
gastáis más de lo necesario en alquileres ni tampoco en
aprovecharos de los ofrecimientos aunque sean de amigos. Vayamos
a pasear si el cielo nos lo permite y si no busquemos un techo
porque he de daros una cosa que no quiero que se moje.
Dorita, pasado el pasmo de la mentira, se avino a todo lo que le
pedía el de Elvira y en llegando a El Prado, cerca de la Puerta de
Alcalá que tan poco gustara a la reina Amalia, le hizo pararse y le
entregó el paquete envuelto en sarga.
Se llevó un pequeño susto la muchacha porque creyó que la
pedía en matrimonio, pero luego se alegró porque ella no tenía la
cabeza en esos días más que en la historia del Campazas que leía en
la casa de Beltrán de Heredia.
Pero al destapar los trapos y ver el retrato de Lorenzo, bien
pintado, que parecía él mismo enano y metido en ese camafeo, le
dio un brinco el corazón.
—Oh, qué detalle. Cuánto me gusta. Lo llevaré siempre cerca del
corazón —dijo, eso sí, algo ñoña y casi inexpresiva pero con
agradecimiento.
Lorenzo le tomó una mano.
—Es que no quiero que te olvides de mí...
¡Ay!, que la llamaba de tú, con confianza, olvidándose del
protocolo.
—Cómo he de olvidarme, si nos vemos todos los miércoles...
—Por si acaso me envían lejos de Madrid que todo pudiera ser
aunque no quisiera.
Dorita suspiró, quiero decir, más que suspirar se sorbió los mocos,
que unas lágrimas ingratas le venían a los ojos por puro
remordimiento dado que no sabía muy bien, en aquel momento, si
le quería o si no le quería, porque el Campazas le gustaba mucho y
para ser sincera... que el de Heredia era un apuesto galán.
Las Siete Chimeneas

Las Siete Chimeneas

Cerca de la calle del Barquillo donde vivían Marina y Dora se


encontraba una famosa casa que llamaban de Las Siete Chimeneas y
que tenía leyenda con fantasma y todo. Era amplia y de tipo
palaciego, por eso a ella fue a vivir Leopoldo de Gregorio, o sea, el
marqués de Esquilache, y consecuentemente su esposa doña
Pastora.
A veces, doña Marina veía pasar el carruaje de don Leopoldo por
enfrente de su casa y otras coincidía con su esposa en alguna tienda,
de telas sobre todo, pues era mujer caprichosa y como ella
acaparadora de fruslerías.
Por eso, con motivo de unas reformas de la casa y quererla
inaugurar se procedió a una fiesta y doña Pastora invitó a Marina
que aceptó de buen grado, aunque molesta por tener que estar a la
altura y en consecuencia gastar dinero.
Su mal humor no cesaba y encima los vestidos no le cabían, que
había engordado sin saber cómo.
—Aprieta bien el corsé —le ordenaba a Dora—. Este me entra por
activa o por pasiva, que es el mejor que tengo y no están las cosas
para derrochar. ¿Sabes que no nos queda casi nada? ¿Que como
sigamos así nos veremos en la ruina?
—Señora, ya os lo dije hace muchos meses. Pero vuesa merced,
erre que erre.
—No me regañes, que no estoy para sermones —decía
saltándosele las lágrimas. Ay, qué mujer, tan pronto lloraba como
gritaba—. Y ahora, encima, voy y engordo.
Se sentó la marquesa sobre una descalzadora de sopetón y el
corsé explotó por una costura. Causa fue de llanto más aún, aunque
Dorita le prometió coserlo pero no hubo manera.
—No sé qué le pasa, señora mía. Está desorientada y llevando
una vida de holganza que no puede ser. Déjeme que intente
venderos la casa de Burgos, la que ganó al marqués de Arlanzón y
así tendremos margen con los dineros hasta la Navidad.
Marina parecía que entendía pues miraba a Dora con firmeza,
pero cuando creyó que iba a darle su consentimiento, exclamó:
—¡Ah, eso me recuerda que tengo que llevar a limpiar los
pendientes que le robé! Gracias, amiga mía, seguro que causaré
sensación con ellos puestos en la fiesta de doña Pastora.
Y con corsé desmembrado y todo salió corriendo a su joyero a
buscar los pendientes y las otras alhajicas que iba a ponerse.
Porque doña Marina no entendía de dineros, se le iban por un
agujero en la mano. En eso y en encamarse con varones era de lo
más imprudente aunque con severa disciplina en asociarse con quien
la pudiera gobernar su vida, como era el caso de la diestra Dorita,
siempre dispuesta al consejo y el orden.
Con todo, llevaba meses sin hacer ningún caso de la cordura de
su azafata, dejándose llevar por el desenfreno y el corazón, cosa que
no habría de reprochársele siendo viuda desde hacía años y joven.
Lógico que quisiera darle alegría al cuerpo.
Así las cosas, la alegría era demasiada y todo lo volvía del revés.
Y se dio el caso que encontró en doña Pastora, esposa del
marqués de Esquilache, la horma de su zapato, por ser esta mujer
insaciable en todo y, además, lista, que no se conocía en la corte
fémina más codiciosa exceptuando la reina madre.
Con ella mantuvo Marina una jugosa conversación en el
transcurso de la fiesta y llegaron a comprenderse muy bien. Pastora
vio en Marina a mujer maleable y Marina en Pastora un ejemplo a
seguir, con listura propia de varón pero con herramientas mejores,
que eran las de la coquetería. Y eso era decir palabras mayores para
la de Valdivielso porque siempre había querido ser así.

Dora no vio bien las confidencias a las que llegaron Pastora y


Marina dado que era mujer de ministro y con lengua suelta, así que
le increpó, ciega aún de conocimiento, porque lo peor tenía que
venir.
—¡Es una insensata! Contarle tantas cosas de nosotras a esa
señora que es la fisgona más grande de todo palacio.
—¿Fisgona? ¿Doña Pastora? ¡Mujer más excelente no la habrá! —
se defendía Marina.
—Para sacarle herencias y prebendas a su familia, desde luego.
Marina comenzaba a hacer muecas con la nariz, lo que avisaba de
un posible berrinche.
—Pues se ha ofrecido a ayudarnos...
—¿Ayudarnos en qué?
A los ojos ya le asomaban las lágrimas.
—A comprarnos la casa de Burgos.
Dora se abanicaba para concentrar su furia y evitar rebotarla en la
cabeza de su señora.
—¡Ay, que vuesa merced ya se la ha entregado a la marquesa de
Esquilache! ¡Y sin consultar!
Tal que una criatura parecía la arrepentida Marina llorando. Daba
dentera oírla con tantos ayes y perdones.
—¿Por cuánto se la compra?
Marina, apenas pudiendo articular palabra, dijo que tantos y Dora
estuvo a punto de desmayarse porque costaba tres veces más.
Salieron de su boca calificativos jamás atribuidos a una dama, que si
una era una usurera y la otra una necia, que qué había sido de la
ladrona de Burgos, la que era capaz de poner tieso a un marqués
solo por venganza particular y conseguir unos pendientes, que a qué
estaba ella allí si no le hacía caso alguno, que...
En fin, por no marear, eludiremos los detalles porque lo hecho
«hecho» estaba y nada podía deshacerse, que doña Marina había
firmado papeles y todo y la hacienda ya era de los Esquilache.
No se hablaron las mujeres en todo el día y en el día siguiente, y
como Marina de Valdivielso no tenía con quién desahogarse esperó
al jueves para desvelárselo todo a su señor, ese al que llamaba
cariñosamente «el anónimo» que este seguro, dado que no conocía
a la criadita, lo daría todo por bueno.

Gil López comenzaba a sentirse a gusto con esa mujer


malcontenta por todo y siempre a la gresca con quien se citaba,
tenía una chispa de ingenio y mucha gracia en el encizañar. Todo ello
le divertía por tenerla como amiga y no enfrentada, además de no
prestarle mucho caso, pues prefería mirarle los hombros desnudos y
disfrutar del roce de su cuello mientras ella hablaba.
—No puedes imaginarte qué sofoco pasé ayer. A esa niña se le
está subiendo el pavo y piensa que tiene el derecho de faltarme,
zahiriéndome como mismamente mi madre haría, de tenerla. Pero
como no la tengo y me soy libre, no debo soportar sus inquisiciones,
que para eso soy viuda y sola y no tengo que dar cuenta de mis
actos, aunque no sean muy cuerdos. ¿No te parece, amor mío?
—Cierto, amor.
Y Gil la besaba con arrumacos y garatusas.
—Es que esa chiquilla lo que necesita es que le alegren el cuerpo,
que está avinagrada de tanta monja que la aconseja. Esta va para
generala pero conmigo no, que ya hemos urdido un plan para que le
desempolven las vergüenzas...
—Pero qué dices, amada, guapa mía. ¿A quién te refieres con
tanto rencor?
—¿A quién va a ser? A Dorita, mi azafata...
Al oír el nombre de la susodicha, Gil retomó la consciencia, que
hablaban de la amada de su señor, no le fueran a hacer mal.
—¿Y qué es eso que maquinas contra la pobre doncella?
—Pues eso, que deje de serlo, que la conquisten y la abandonen,
vamos, como a todas nos han hecho. Que hay que bajarle los humos,
que los tiene muy subidos.
Gil se mordía la lengua. ¿Qué iba a hacer esa insensata?
—Cuéntame todo, mi vida, que me gustan los enredos y hasta
puedo ayudar a perpetrarlos. Vamos, no te ahorres nada.
Marina, viendo que tenía un cómplice muy atento, se tapó sus
partes honestas, bueno, si es que las tenía, y sentándose en la cama
se sinceró:
—Pues que el señor Beltrán de Heredia, que es consumado
invasor de mujeres, seductor y calavera de los mejores, ha aceptado
el reto de enamorar a la niña. Y como esta es ilustrada y solo tiene
querencia por los libros le ha comprado uno que se llamaba Historia
del Zote o del memo o del no sé qué de Campazas para que lo lea, y
mientras lo hace el otro irá taladrando su honestidad hasta
conseguirla.
—¿Y luego?
—Pues nada, que vea que todos erramos, que la vida es muy dura
para las damas, sean menesterosas o hidalgonas.
En los ojos de Marina brillaba la imprudencia de la ira, del
resentimiento y, ay, qué miedo le entró a Gil.
—¿Y cómo está haciendo el de Heredia para galantearla?
—Se ven en su casa y creo que pronto caerá el mirlo blanco. —
Reía la alimaña con vestido o mejor dicho desnuda, pues iba sin él.
Por no ponerla sobre aviso tuvo un último encuentro López con la
de Valdivielso, quizás algo más precipitado pero candoroso y que
dejó a la marquesa sin ánimos de seguir malmetiendo.
Salió el varón por la ventana, algo antes que otras veces,y fue
derecho a su casa con intención de contárselo todo a su amo, pero
en llegando a la misma puerta se lo pensó dos veces, que Lorenzo
era un pipiolo en eso de las armas y que ya veía un duelo con final
muy desgraciado. Así que se dijo: «¿No han de servirte a ti las
experiencias con otros amos, que algunos fueron maestros de
esgrima? ¡Pues ve y arregla el tinglado!»
Y fue y lo arregló. O casi.
Que enciendan las farolas

Que enciendan las farolas

Después de la ordenanza de empedrados y cloacas se veía venir


que lo que más apremiaba a la ciudad era el protegerla de todos
aquellos que bajo la excusa de la oscuridad perpetraban sus asuntos,
nunca buenos, por cierto.
Las calles estrechas, ahora menos transitadas por puercos o por
recaderos o mulas de pezuña dura que ya no se tullían por pisar mal
el canto hacia arriba, seguían siendo tenebrosas, qué digo, como
boca de lobo, en según qué partes.
Obsesionado Carlos III y sus ministros por dar luz a la vida de los
españoles, tanto en lo moral como en lo real, convinieron otra orden
que obligaba a los vecinos a colgar un farol en la puerta de sus
casas, desde el anochecer hasta las doce de la noche, que no era
mucho pero algo era, y que se mantuviera dicha iluminaria desde el
primero de octubre hasta marzo de cada año.
Con ello se evitaron riñas, osadas peleas e intentos de hurto, y
eso que no todos los madrileños se avinieron a poner el farolico
porque costaba dinero y tiempo mantener la mecha.
En las grandes casonas el farol no hacía falta porque se tenía
servicio que vigilaba y daba el alto o tenían cercado amplio que
negaba el paso. Ninguna de estas cosas era impedimento para los
audaces, como lo era Gil López, que hubiera servido igual de bien
para saltabanco por no darle miedo las alturas y además guardar los
equilibrios sin caerse, siempre llegando al destino que quería,
estuviera muy alto o a ras de calle.
Pero esa mañana no subió por la fachada de la casa del Heredia,
dejándolo para otro momento.
Beltrán de Heredia era muy conocido y su casa más. Así que Gil se
aproximó a sus ventanas, sintió gente dentro, que debían de ser los
criados, y esperó mientras maquinaba un escarmiento.
A la hora salió el petimetre para meterse en su simón que le
aguardaba en la acera y apenas entró el hidalgote el coche salió
corriendo calle abajo con movimiento violento, vamos, que parecía
que iba sentado en las aspas de un molino. Tanto trajín le impedía
protestar.
—¡Cochero, cochero! ¡Por caridad, más despacio!
El cochero reía porque en su bolsillo llevaba unos buenos reales
que le diera Gil para finalizar el trato.
—¡Cochero!
Nada, que no hacía caso. En esto que don Beltrán notó que le
cogían por la peluca inmovilizándolo y algo le ponían en el cuello...
¿Una daga? ¿Una espada?
A él le pareció cualquiera de esas cosas pero que no, que era un
mondadientes que hacía el mismo efecto.
—¿Ladrones? —se preguntaba el de Heredia—. ¿Qué queréis?
—Babieca haría mejores preguntas, vive Dios, que si somos
ladrones, ¿no iremos a robar?
—¡Pues tomadlo todo! —gritaba el cursi, intentando sacarse los
anillos.
—¡Alto ahí, tonto de capirote! Que no soy ladrón sino guardián
de honestidades. Y a buen seguro que si no dejáis en paz a la dulce
Dora de aquí en adelante, os aseguro que os despeñaré por la
Cuesta de la Vega.
Beltrán de Heredia, visto que no eran asaltadores entendió que el
peligro era menor y se le subió la hombría.
—¿Qué clase de guardián de hembras sois, majadero, si no
resolvéis el asunto con las espadas?
—Un guardián que le va muy poco su propia honra, que podría
estamparos un guante en el mentón, si es lo que queréis, pero para
qué, mi tiempo es más importante que vuestras tontunas de honor.
Se me da bien matar majaderos a estas horas del día, así que, vos
mismo, o prometéis dejar a doña Dora en paz y sin embustes u os
rebano la nuez.
Parecía que el petimetre rebullía. Y fue listo porque sacó una
daga al descuido y desprendiéndose de las garras de Gil López
consiguió abrir la portezuela del simón y saltar a la calzada, que ya
por esos lugares eran las proximidades de la Cuesta de la Vega que
antes citara Gil y que se encontraba en las traseras del nuevo Palacio
Real.
Era lugar boscoso y, por lo tanto, propicio a los encuentros
indecorosos o los desafíos. Beltrán de Heredia parecía conocerse la
zona, pues corría por ella como zorro perseguido pero buscando su
madriguera. Mientras lo hacía pudo sacar la espada que llevaba,
como buen caballero y que era más de adorno que de otra cosa,
pero a ella recurría si era menester.
«Maldita sea —se lamentaba Gil—, que me ha salido respondón.
Mejor será herirle en la hombría que en la carne, si puedo le
atravieso los calzones o le dejo sin ellos, que duele más el
desprecio.»
Pero don Beltrán corría que parecía no cansarse nunca y claro,
listo era, porque con su huida lo que deseaba era arrastrar a Gil a un
lugar seguro y conocido por él. Así llegaron a una hondonada
solitaria y al ver llegar a Gil extenuado por el esfuerzo se dijo a sí
mismo que el duelo sería fácil y corto.
—¿Quién es ahora el bravucón? —decía irónico, enseñando la
espada—. Adelante, probad conmigo la fuerza de vuestras palabras.
—Pues aquí están mis razones —protestaba el otro, haciéndose el
hombretón levantando a la misma altura la hoja de su estoque.
Muy pronto chocaron entre sí, evadiéndose certeramente igual
que certeramente se encontraron y tuvieron que recurrir a las manos
para tomar distancia.
—¿Quién sois que tanto interés tenéis en la doncella? —
preguntaba Beltrán.
—¿Y vos quién sois en tener tanto interés en deshonrarla? —
preguntaba el otro.
—¿Quién dice que lo haré? ¡Solo leemos! De lo que venga
después ella es la responsable. ¿Creéis que vivimos en una comedia
de Calderón?
—¡Sois un rufián de lo peor que he visto!
—¡Y vos un anticuado!
—¡Maldito!
—¡Oh, qué pereza me dais!
Beltrán se las tenía todas consigo, no sudaba lo más mínimo a
pesar de que Gil transpiraba hasta por el flequillo. Pero el criado no
había olvidado aún las experiencias que recibió con sus maestros de
esgrima y encaraba al petimetre que no cambiaba el gesto, que era
recurso de buen espadachín. Y mira que funcionaba, porque Gil
López lo veía tan sereno y frenado que le entraban mil males solo de
pensar en la insensatez de haberse arriesgado por tan poco. Pero él
era así y cuando se cegaba o veía algo abusivo allí que iba.
Las espadas continuaban riñendo, se oía un chirriar que con el
eco se expandía por la hondonada y más allá espantando a los
pájaros, y al poco ese chirriar se mutaba en silbido porque las
espadas se movían sin tocar nada ni nadie y no se sabía, visto lo
visto, si era mejor porque al menos carne no dañaban.
Así las cosas, ambos sudaban ya, Beltrán más agotado y con
desgarrones en sus vestiduras que aquello le dolía más que estar
malherido, pero en eso que uno de sus zapatos de tacón tocó piedra
y se volteó perturbando su equilibrio. Cayó hacia atrás como un saco
de berzas y si no fuera porque rebotó y consiguió erguirse le habrían
atravesado de parte a parte.
Se lo tomó a mal el petimetre y persiguió con más osadía a Gil. A
esas alturas del baile ya nadie respetaba las normas y si era preciso
tirarse piedras, pues se tiraban. Pero ocurrió que López ya estaba
más que harto de verlo moverse como una lagartija y empleando su
observancia, que Beltrán siempre daba a la derecha después de
hacer un bucle con la espada, pues eso, que lo cogió de pleno y sin
querer le agujereó la casaca y sin querer la chupa y por consiguiente
el corazón.
Cayó el presumido con sangre corriéndole por las chorreras de la
camisa y Gil, jadeante, desorientado, se dio cuenta de que tampoco
estaba ileso, que le manaba la suya por un brazo y sajada tenía la
levita.
No perdió tiempo en mirar si Beltrán era muerto porque lo
estaba. Bajó por la Cuesta de la Vega hacia el río y allí a buscar
dónde recapacitar, porque esto le trastocaba los planes.

Aredio de Alcántara, que era el superior de Lorenzo en la


academia para la cual trabajaba, le emplazó para decirle, muy a
regañadientes, que su esfuerzo estaba siendo muy bien valorado por
otros superiores a él. Y que teniendo en cuenta que era granadino y
que conocía los monumentos árabes que en su ciudad natal existían
no era de más volver a Granada a llevar el trabajo de catalogación
más de cerca.
De hecho el pintor Diego Sánchez Sarabia, que ya estaba
plasmando las bellezas morunas, se estaba encontrando con más
trabajo del pensado. Los doctos señores dibujantes y arquitectos,
que eran muy mirados, también sacaban los tilines al trabajo de
Sarabia e incluso les parecía que no eran los calcos que debían ser,
es decir, que la exactitud no se acercaba a lo que el dogma exigía,
por tanto valoraban no solo llevar ayudantes en catalogación sino a
otros artistas más rigurosos.
De todos ellos se dio el nombre de José de Hermosilla, que era un
portento y muy bien considerado, junto a Juan de Villanueva y
Ventura Rodríguez era de lo mejor. Pese a ello los acercamientos a la
corte, tras las influencias italianas de Juan Bautista Sachetti y después
del gran Sabatini, no habían sido sin tropiezo.
Que Lorenzo pudiera trabajar a sus órdenes, es decir, a las de
Hermosilla, al que podría sustituir a Sánchez Sarabia en Granada, le
proporcionaba regocijo por ver ampliados horizontes en su carrera
profesional y no había que desdeñar la subida de sueldos que le
permitiría mantener una familia si llegara el caso.
Las palabras de Gil López alentándole a llevarse a Dora a su
ciudad le rondaban como un sonajero en la cabeza, cosa buena sería
pedirle cuanto antes en matrimonio. Pero se dijo: «Vamos a esperar a
que me ordenen volver a Granada, que tiempo habrá para el
casorio.»
Así las cosas resultó que Aredio de Alcántara le llamó a su
gabinete por segunda vez aquel día y le impuso la obligación de
ayudar a Sánchez Sarabia desde la misma Granada, o sea, que se
marchara cuanto antes con sus cuartillas, pliegos, álbumes y
demases y que diera buena cuenta de todo lo que hicieran porque el
rey Carlos III era muy mirado en temas de antiguallas.
No se le ocurrió otra cosa más que enviarle una nota a Dorita
para que acudiera a su encuentro, en el punto donde siempre
paseaban cada miércoles pero más hacia la residencia de los Reales y
concretamente en las inmediaciones de la que llamaba el pueblo
madrileño La China, que era el apodo de la Real Fábrica del Buen
Retiro.
Allí esperó con un anillo guardado en una cajita, que se lo habían
puesto hasta decorado con lazos violetas, que él sabía que era su
color preferido. Lo sacaba del bolso interior de su casaca, lo miraba y
lo volvía a guardar, siempre con la duda de quedar o no como un
zoquete, dependiendo de cómo dijera e hiciera en eso de pedirle en
matrimonio.
Aguardó demasiado y le entraban los sudores, pero ya perdida la
paciencia apareció un simón de alquiler y se paró donde se convino.
Dentro presintió el contorno de una mujer tapándose
disimuladamente la cara.
«¿Por qué no quieren que la vean? —se preguntaba Lorenzo—, es
tan casta mi pequeña, tan dulce e inocente que se turba de verse en
lugar tan apartado con un hombre. Qué delicia de damita me voy a
llevar. Pero espera, que ya sale y quiere decirme algo.»
—Señor...
Lorenzo se acercó al coche, la puertezuela estaba abierta.
—Niña mía, cuánto he sufrido esperándote, he de decirte una
cosa, proponerte que... oh, qué difícil es decirte esto, amada mía,
toma...
Sin mediar palabra le alargó la cajita con lazos violetas y Dora
descubriose la cara que tenía llorosa, lo que ya puso a sobre aviso a
Lorenzo, que a esas alturas estaba muy aletargado y creía que había
hecho mal.
La madama, aún con lágrimas corriéndole por las mejillas y no
por felicidad precisamente, dio un manotazo a la caja y no escupió
por creerse mujer educada.
—¡Sois un bellaco! ¿Qué digo? ¿Venirme con estas a mí? ¿Pensáis
que tengo perturbadas mis facultades o peor aún, que soy una
idiota?
—Pero...
Más rojas no podía tener Lorenzo las mejillas. Qué rubor y qué
desconcierto.
—¿Os he ofendido? Pero ¿en qué?
—¡Por la Virgen que no os hago detener porque no quiero volver
a veros! Salid de mi vida y si os veo cerca de mi casa llamo a los
alguaciles. ¡Monstruo, más que monstruo!
Cerró la portezuela y el cochero arreó al caballo con látigo para
que corriera pronto.
Me ahorro decir en qué estado se quedó Lorenzo.
Cierto es que lo contado anteriormente debe explicarse. Qué le
inspiró a Dorita tamaños insultos hacia el hombre de su vida son
cosas que hay que clarificar por necesidad, porque una mujer letrada
y tan fina no usa de ese lenguaje ni se siente tan herida.
Momentos antes de interpretar la dicha escena recibieron una
carta en casa de la marquesa de Valdivielso. Nada hasta ese
momento había hecho sospechar a Dora de que su vida cambiaría
como habría de cambiar la de su señora. No era miércoles ni jueves,
por Dios que era martes, así que ninguna esperaba verse con nadie,
que se sepa.
Entregaron esa carta a la madama que estaba repanchingada en
su silla moscovita, hecha de madera y cuero, mientras comía
chocolatinas compradas en la tienda de la calle Relatores cuando al
poco de abrirla y leerla se le cambió el semblante, qué digo, se le
mudó hasta parecer un muerto de tres días.
—¡Las sales! —gritaron las criadas al ver venir el tormento de uno
de sus múltiples berrinches, pero resulta que la marquesa tiró los
chocolates al suelo, los pisoteó y luego cayó relocha todo lo larga
que era.
La recogieron como pudieron y llevaron a la cama donde quedó a
solas con Dora que le ponía paños húmedos en la frente. Y fue allí
donde ambas pudieron intercambiar palabras y vaya que fueron
muchas y terribles.
—Señora, tranquilícese, ¿qué malo le sucede?
—No puedes imaginar qué desgracia. Lo peor que me ha pasado
en la vida. Y no sé cómo solucionarlo, que esto es el peor embrollo
en el que me he metido y de él no me podrás sacar.
—Dígame, vuesa merced, que no será para tanto.
—¿Para tanto? Para tanto no sé si será pero para febrero que
viene.
—No la entiendo. ¿Que viene el qué?
La marquesa se sentó como poseída por el demonio, parecía que
quería rezar, cosa muy rara era aquella pues nunca se le vieron
intenciones, pero luego sollozando dijo:
—Que estoy preñada y en febrero asomará la criatura.
—¡Válgame Dios!
Ambas quedaron mudas después de esa confesión, pero tras el
susto volvieron las cavilaciones y estas, claro está, fueron de Dora.
—¿Y esa noticia le ha llegado de la dicha carta? —preguntaba
más que extrañada la niña.
Marina denegaba y lloraba al tiempo, así que por no poder hablar
le entregó el billete que había sido causa de su desgracia.
«Señora mía —decía la carta—, con gran pesar y en contra del
dictado de mi corazón debo partir para no volver nunca más por
estos lugares. He sido víctima de mi honor y por él no podré veros
jamás pues debo huir sin remedio. Sabed que os recordaré siempre y
no dejaré de amaros. Vuestro caballero desconocido.»
Dora se quedó sin habla, qué carta tan triste pero tan arrogante,
que leyéndola varias veces en vez de enfadarte te enamoraba con
tanto pesar que transmitía.
—¿Y es él el padre de la criatura?
—¡Quién ha de ser, mujer! No soy tan inconsciente. Lo creí tan
certero viéndolo cada jueves que pensé que conseguiría matrimonio
por fin con un hombre joven y guapo, que ya era hora de encontrar
a alguien que no me doblara en edad. Pero ya ves... ahora mujer
preñada y sola.
Qué lamentos emitía la marquesa, no era para menos.
—Lo peor es que, por lo que veo, no conoce su identidad y así
será imposible buscarlo.
Marina seguía llorando, pero tuvo fuerzas para explicarse.
—Él nunca me dijo quién era, pero yo sí lo sé, que lo vi grabado
en su espada. Se llama Lorenzo de Elvira.
Ay, ay...
—¿Cómo? —Dora no preguntaba, gritaba. Acaso echaba vaho
por la boca como los caballos desbocados. ¡Que vaya impresión le
dio!
«No puede ser, que nos ha engañado a las dos. A una la
requiebra y con la otra se encama. Así se explicaba tanta cara
inocente y bondadosa. No hay hombre del que poder fiarse, que no,
que no...»
Como es claro, Dora le explicó a su señora los encuentros de El
Prado los miércoles de cada semana y ambas lloraron, mucho,
demasiado, y abrazadas se reconfortaron de ser igual de necias en
eso del amor.
Así que al recibir Dora, pocas horas después, una carta de puño y
letra de Lorenzo de Elvira citándola cerca de La China, se armó de
valor y fue a decirle siete cosas, ocultando el encuentro a su señora.
Quizá no fueron siete pero fueron las que quería decirle, que se
quedó corta con tanto insulto pues se lo merecía. Todo olía a engaño
y a evadirse de su responsabilidad de padre.

La primera imagen que percibieron sus ojos enrojecidos por el


desengaño fue turbadora. Loles, la Machorra, vendaba el brazo de Gil
López, que sentado estaba a la mesa, algo descolorido y con
crenchas en el pelo que simulaban de estropajo. Parecía que había
sufrido el ataque de un ejército.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó un Lorenzo sin mucho interés
por las desgracias ajenas.
—Un mal desencuentro.
—¿Estás herido?
—Un poco, lo peor es otra cosa.
Loles se separó de los hombres porque sabía que hablarían de
sus asuntos, se llevó las sargas húmedas y el cuenco del lavatorio.
Qué pena le daba a la Loles el estado en que estaba Gil López,
que no la había ni intentado pellizcar y eso que estuvo bien cerca y
con los escotes abiertos mientras le forraba el brazo con las vendas.
Ay, que algo pasaba.
—Señor, siéntese, que hemos de hablar.
—Sentado estoy, pero no me des malas noticias que ya traigo yo
las mías y no pueden ser peores.
Gil no acertaba a comprender, temeroso de que se supiera ya la
monstruosidad de lo ocurrido.
—Debo irme, mi señor. Muy lejos.
Lorenzo levantó los ojos huidizos y los plasmó en ese Gil que no
parecía Gil.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—No puedo decirlo porque lo comprometería. Pero en buen lío
me he metido.
—¿Y adónde vas?
López dudaba, se secaba la frente y soplaba su flequillo flácido
como un espárrago mustio.
—Probaré a enrolarme en algún ejército que me acepte. Necesito
tiempo y espacio. El rey Carlos está en estos momentos con
querencia de guerra contra Prusia, quizá debería ir por allí a matar
protestantes o lo que sean.
—No seas necio.
—Señor, no comprende... tengo que huir.
Así lo entendió Lorenzo mucho mejor. Se trataba de un lance de
honor y se apremiaba la prudencia.
—Entonces, te deseo suerte.
Gil se levantó del asiento, iba a marcharse cuando viendo a su
amo tan ajado no pudo evitar preguntar.
—¿Y vuesa merced? ¿Por qué me parece que se está muriendo?
Lorenzo soltó algunas lágrimas, que aunque hombre, corazón
tenía.
—Me ordenan irme a Granada a continuar con los catálogos y
como me aconsejaste fui a Dora a pedirla en matrimonio. Antes de
poder decir esta boca es mía me insultó, me injurió y me amenazó
con llamar a los guardias. No puedo comprenderlo. ¿Qué he hecho
yo para recibir tan malos modos?
Gil se sentó de nuevo dándose un poco de tiempo para resolver
el entuerto.
«Esta damita ha visto que el de Heredia era mejor partido y ahora
rechaza a mi señor por no ser tan gallardo ni tan osado. Qué crueles
son las mujeres, pardiez. No se la merece ni mereció que me jugara
la vida por su honor. Así se las apañe», pensaba Gil.
—Señor, esa mujer no lo merece. Ella misma se ha descubierto
reprochándole su amor que ha sido sincero. Márchese cuanto antes
a Granada y que ella se las componga sola.
Lorenzo confiaba porque Gil siempre le había dado buenos
consejos. Le tendió la mano para estrechársela y así quedaron, más
como amigos que como amo y criado.
Gil López se fue a matar prusianos, o eso dijo.
Lorenzo de Elvira volvió a Granada.
Dora y Marina quedaron en Madrid ocupadas todo el tiempo en
preservar su secreto, pues peliagudo era, vive Dios, que era mucho
ocultar una tripa de ese tamaño.
TERCERA PIEZA

TERCERA PIEZA
¡Gracias a Dios!

¡Gracias a Dios!

Siguió la vida muy tediosa para don Carlos que con su viudez no
quería más que ocupar su tiempo en asuntos que le desviaran de sus
malos recuerdos. Eran estos, desde siempre, su punto flaco. Primero
la falta de doña Amalia, a quien tanto quería, y luego el espanto que
de siempre manifestara a perder el juicio pues en su sangre venía ya
de antiguo, con su padre Felipe y luego con su hermanastro
Fernando, una vena incontrolable de enajenación.
Por eso no podía sentarse y dejarse llevar por la debilidad.
Muchas eran las cosas que quedaban por hacer y cierto que iban
haciéndose, pero no eran tiempos de holganza. Si siempre había sido
hombre de gran sosera, de no amar las fiestas y la música, ahora no
quería más que guardar el orden en su día, es decir, despachos y
más despachos y estos alternados con la caza.
Las fiestas, ni las que insinuaba la reina madre, se ofrecieron. No
hubo más remedio que permitir las ciudadanas, porque «sus hijos»
debían divertirse. Pero en palacio la vida se volvió rutinaria, vamos,
que la dirigía un reloj.
De los tiempos de su padre, con el gran Farinelli haciendo
gorgoritos, ya nada quedaba. Hasta se decía que don Carlos pensaba
prohibir la fiesta de los toros, que todo podía ser.
No pudo rechazar acudir a las manifestaciones religiosas, que
estas eran obligadas, y las acometía como una orden divina ya que él
también era divino y todo quedaba en familia. Pero no le gustaban ni
podría decirse que don Carlos era piadoso en extremo. Por eso
soportaba las capillas públicas con seriedad, agradecía el sermón y
hasta ponía los ojos en blanco haciendo ver que la música celestial
del Stradivarius animada entre las nubes de incienso le inducía al
misticismo.
También demostraba entereza en el lavatorio de pies del Jueves
Santo, por muy sucios que los tuvieran los doce pobres. Y al finalizar
cada cosa, al llegar a palacio, se quitaba la casaca de botones de
diamantes que se había puesto para el disfrute y la cambiaba por
otra antigua, casi deslucida pero que era la que le gustaba.
Entonces se sentaba y decía: «¡Gracias a Dios!» Porque ya había
llegado el momento de estar a solas y tomarse su jícara de chocolate
de tres en tres sorbos, como a él le gustaba, que si el criado se la
quitaba antes se molestaba.
—Alto, alto, que me falta un sorbo —decía.
De todas aquellas fiestas religiosas la que más le agradaba se
encontraba ya próxima. Era la Navidad la que le recordaba a su
Amalia, con su belén napolitano extendido por el gran salón y al que
él dedicaba algunas horas a realizar sus casitas, a colocar los
pastores y a perfeccionar los remates, disfrutando de la colocación
exacta de cada figura año tras año, con su esmerada memoria para
tales asuntos.
No había nada más placentero que lo rutinario, que el orden y la
claridad. Todo era mucho más bello sabiendo que era inmutable.

Resuelto el tema del dinero a causa de la venta de la casita de


Burgos, Marina continuó asistiendo sin temores a las fiestas y a las
veladas con doña Pastora. La cercanía de ambas viviendas facilitaba
los encuentros y a la de Valdivielso le daban la vida esas charlas o
mejor dicho, esos corrillos difamatorios en contra del vestido de una
o de otra o llegado el caso de la honestidad de aquella.
Como era mujer práctica, la marquesa de Valdivielso prefería
centrar sus miras en las críticas ajenas antes que pensar en lo que
llevaba puesto, quiero decir, un embarazo que ya era difícil disimular
y que ella explicaba, luciendo brazos, pechos y tripa de lo más
rollizos, como causante de la vida holgada y felicísima que llevaba en
Madrid.
Doña Pastora Paternó, que así se llamaba la esposa de Esquilache,
era diestra en intrigas, negocios y secreteos, así que no le faltaba
conversación interesante, pero, claro, lo mismo que hablaba de otras
con Marina, a las otras hablaba de la marquesa, que si tenía un
vientre muy abultado y era raro porque comía como un pajarillo.
Además, que le habían crecido los pechos como odres y tenía una
cara redonda como la de la luna llena que eso solo les pasa a las
mujeres gestantes, lo que era extraño pues no se le conocía ni un
cortejo siquiera.
Dora se daba cuenta. Con su duelo personal, que no era solo que
el hombre al que quería la había humillado sino que de Beltrán de
Heredia, el que la cortejaba, tenía el paradero desconocido. Pero, así
las cosas, seguía aconsejando a su ama y llevando las riendas de su
casa.
—Señora —le decía—, es momento ya de recluirse pues o lo hace
ahora o será el hazmerreír de toda la corte luciéndose con esa
barriga.
Marina no dejaba de comer los chocolates de la calle Relatores,
que tanto le gustaban. Se relamía y todo con la punta de los dedos
pringados del cacao.
—¿Y cuántos meses debo estar encerrada?
—Los que diga la criatura, que puede ser hasta febrero o antes si
llega con prisas.
Marina protestaba.
—¿Y adónde voy? ¿Qué he de hacer mientras este fruto de la
infamia me crece dentro? ¿Aburrirme? ¡No es justo!
—Señora, menos justo es lo que nos ha sucedido a ambas con
ese ingrato de Lorenzo de Elvira —aseguraba la doncella, habiendo
confesado su secreto—, pero los hombres son así y las mujeres
también, que vuesa merced tuvo parte de culpa en tanto embrollo.
No es la primera en poner como excusa un viaje para ir a parir a
tierra diferente ni será la última. Porque en esta sociedad que
permite hijos bastardos a los hombres y los ensalza y a las mujeres
catapulta como rameras si eso hace, hay que ir siempre por delante
de las insidias y rumores.
Vaya charla que le estaba dando la azafata. Qué dolor de cabeza
le producía.
—¿Y adónde iremos a parir? —preguntaba la marquesa como si
fuera cosa de ambas.
—Al convento, que es lo más seguro.
A Marina se le cayó la chocolatina de la boca y le manchó todo el
vestido.
—¿Al convento? ¿Tengo cara de profesa? Prefiero la cárcel o los
insultos de mis amigos.
—No sabe, señora, lo que se dice. Vuesa merced está ahora a
salvo de las insidias y cree que la sociedad será indulgente. Doña
Pastora ya va insinuando su gordura y si al principio era mofa ahora
es ultraje. Hablado ya está con mis monjitas, que no es la primera
dama que entra en el convento para reflexionar o parir. Luego
decidirá, vuesa merced, qué hacer con la criatura, pero confío en que
sea cabal y se adapte a las picardías de esta sociedad. Si es niña
puede quedarse en el convento y tomar votos. Si es niño quizá
podamos dejarle con los frailes y apadrinarlo hasta que sea mayor y
pueda adoptar su apellido y marquesado.
Pues sí que lo tenía todo pensado la damita y, aunque pereza le
daba a la señora, habría de aceptar porque otra cosa no se le ocurría
a ella.
—Pero no vestiré hábitos.
—Ya veremos.
—Que no, que no... que tengo antojo de medias rosas.
Dora sacudía los hombros viendo que era imposible razonar.
—Pues nada, mañana habrá que preparar el viaje. A sus amigas, si
es que las sigue teniendo, dígales, vuesa merced, que se va a tomar
las aguas.
—¿Adónde?
—Al balneario de Archena, que se ha puesto de moda.
—¡Pero si estoy radiante! —se lamentaba la madama.
Dora desesperaba.
—Pues me parece que le va a dar la gota de tanto comer
chocolates.
Marina titubeaba y su barbilla, con gran movimiento, anunciaba el
llanto. Pero Dora era inflexible, al minuto ya había ordenado hacer
los baúles, cubrir los muebles y espejos con sábanas y cerrar todo
con doble llave.

La vuelta de Lorenzo de Elvira a Granada supuso un reencuentro


con su tío, el fraile Diego, con las piedras y antiguallas que dejó atrás
pero con las que le unía un lazo sentimental profundo, habida
cuenta de que nació en el Albayzín y por sus ruinas correteó de niño.
Esos recuerdos, unidos a la frustración de verse rechazado por la
mujer que amaba, sumieron a Lorenzo en un estado de melancolía;
tanto era, que andaba por las calles como alma en pena, muy triste y
con la cabeza desgreñada.
Lo primero que hizo fue visitar a su tío y este le puso en orden las
ideas, además de contarle las novedades de la ciudad que iba
tomando forma desde la llegada de los ilustrados carolinos porque
aquello no era Madrid pero, aunque tarde, también llegaban las
luces.
Se sentaron alrededor de la mesa de madera, sin barnizar y muy
tosca, pero que le servía bien para poner encima sus viandas y allí,
con una jarra de barro, bebieron vino de la vega.
—Ay, sobrino, no te veo muy contento de estar en tu tierra.
¿Tanto te ha cambiado Madrid?
—Madrid cambia a cualquiera pero no es ese el motivo, sino el no
comprender a las mujeres.
—Nuestro sino, no hay otro. Ni ellas nos entienden tampoco —
decía el fraile cruzando sus rollizas manos sobre el vientre.
—Pero quitando eso, que talmente podría haberte sucedido en
Granada, ¿qué se cuenta la capital?
—Mucho movimiento, todo cambia. Todo se exige con prisas.
Carlos III quiere hechos y soluciones inmediatas. Cuando llegué las
calles de Madrid eran estercoleros, los cerdos del convento de San
Antón Abad cruzaban las avenidas, los perros escarbaban las basuras
depositadas en los contenedores y te llovían orines de los balcones.
Ahora las calles están empedradas y los coches de caballos no se
espantan de dañarse las bestias con las puntas de las piedras.
Disfrutamos de andar por la ciudad sin que nos echen los contenidos
de los bacines. Y por las noches los maleantes se lo piensan dos
veces antes de atacar porque nos han obligado a poner luces con
candiles en las puertas de las casas y aunque los bellacos llevan el
chambergo calado hasta las orejas por lo menos les ves el resto y no
te topas con ellos.
—Ese es uno de nuestros males. No, no lo digo por los pícaros,
que los hay en toda España. Sino por la oscuridad. En Granada, con
tanta calle estrecha, por la noche das tumbos como los ciegos. Si no
fuera por el reflejo de las velas que les ponen a los santos en los
altarcillos, nos chocaríamos unos contra los otros. La suciedad... la
misma. En las iglesias donde hay cementerio se huelen las miasmas
que desprenden los cuerpos enterrados. No ha mucho que un cura
me confesó que los perros se meten entre las tumbas y huyen con lo
que pueden. En Granada todo llega tarde, las luces que han llegado
a Madrid aún tienen que pasar Despeñaperros.
Lorenzo asentía sumido en un silencio preventivo porque no
quería unirse al pesimismo de su tío. Sus recuerdos vagaban por su
mente, no solo los de Madrid sino los que dejó en Granada.
—¿Qué ha sido del maestro Flores? —preguntó Lorenzo,
acordándose del canónigo racionero que le enseñó todo cuanto
sabía de su oficio.
El fraile agitó los hombros.
—Caminando entre dos fuegos. Hay quien lo considera una gloria
de España por haber encontrado nuestro pasado romano y otros lo
vituperan porque no se lo creen. Pero es que la cosa no queda solo
ahí, que escépticos ha habido siempre. El problema es que creen que
todo lo hallado es falso y que Juan de Flores se ocupó de hacer
teatro.
A Lorenzo se le representaron allí mismo los dos hombres que le
amenazaron en plena calle y a causa de aquello tuvo que salir de
Granada.
—Pensaba que todo eso estaba más que olvidado.
—Pues no lo está. Yo diría que ahora es mucho peor porque la
insidia casi siempre engorda.
Aquella velada acabó ahí, sin más reflexiones, las otras se las llevó
Lorenzo a su nueva casa, un palacete pequeño que alquiló en plena
plaza de Bib-Rambla dado que ahora trabajaba para una institución
promovida por el rey y era persona pudiente.
Que no son jardinitos sino cármenes

Que no son jardinitos sino cármenes

Granada, la ciudad más mora de España, no podía pasar


desapercibida ante los ojos curiosos de los ilustrados porque además
de lugar pintoresco representaba las viejas querencias reales, cuya
semilla dejaron bien plantada todos los monarcas que por allí
pasaron, esto es, los cristianos, desde los primeros católicos, Isabel y
Fernando, hasta los Borbones.
Para Carlos III, que había alentado el descubrimiento de ciudades
milenarias como Pompeya y Herculano cuando era rey en Nápoles, la
ciudad de Granada con todo su legado aún virgen y dispuesto a ser
revelado, despertaba su interés. Porque don Carlos era hombre de
ciencia, que era como decir de las grandes artes, respetador del
patrimonio de cada cual. Bien podría haberse traído todo lo que
descubrieron bajo su reinado en las Sicilias, pero no lo quiso así,
porque las ruinas de Pompeya y las demás eran de los italianos.
Las antigüedades árabes de España fueron el fruto de la
mentalidad ilustrada porque a aquellos hombres de ciencia les
apasionaba el control y bien que lo conseguían, promocionando
listados, censos y catalogaciones, fiscalizando e inspeccionando y en
el mejor de los casos, observando.
Gracias a estos catálogos se conocieron las riquezas españolas,
ese patrimonio que era de todos pero del que solo unos pocos
disfrutaban, no era el caso de los monumentos, que en su mayoría se
habían dejado de la mano de Dios y abocaban a la ruina.
Tal era la Alhambra, palacio y fortaleza grande, bello lugar a pesar
de parecer quebrado y era, precisamente, esa fragilidad la que
intrigaba a todo viajero, científico o artista que por allí pasaba.
Imposible contar a cada persona que se preguntó alguna vez cómo
era posible que la Alhambra se mantuviera erguida y sin
rompimiento, pues era palacio muy denostado por las autoridades.
Pero así era, que misterio divino debía tener porque sus piedras
resistían los incendios, los terremotos y hasta los saqueos.
No era la misión de los arquitectos, pintores y artistas que allí
llegaron junto a Lorenzo de Elvira la de restaurar la Alhambra. Eran
ojeadores, observadores solo. Que otros habrían de venir y
determinar si había que sanar las heridas de sus paredes.
Y lo mismo que el palacio estaba casi en ruinas, de estas había
muchas por toda Granada, que era costumbre arruinar un edificio sin
darle cuidado en sus agonías para luego usar sus muchas piedras en
otras cosas, como hacer puentes o similares, que allí todo se
aprovechaba, vamos, menos las bellezas granadinas que llegaban de
antaño, porque la mayoría eran moras o judías, lo que es peor, y eso
no interesaba.
Muchos palacios se tapiaron, no eran grandes como los de
Madrid, sino pequeños y recoletos, más bien como casonas y
algunos estaban en alquiler, como al que fue a vivir Lorenzo en esos
días.
Pero no solo había casonas, o casas que llamaban moras y que
eran moriscas, bellísimas y con un patio central que quitaba los
calores del verano, sino casas con un jardinito interno, que llamaban
cármenes. Porque Granada era una ciudad de gran querencia por los
árboles; allá donde posabas la vista había un ciprés o una palmera y
resultaba, ciertamente, muy agradable.
Sin embargo, de entre todos los edificios los que más abundaban
eran los religiosos porque ciudad conventual era y en mucho. Solo
en el contorno ciudadano reunía la mitad de los cenobios de la
provincia, por eso con frecuencia se oían tocar tantas campanas y ver
caminar a tanto monje, cura, fraile o novicia, eso sin contar a los altos
dignatarios de la fe, ya por tradición.
Al llegar los ilustrados a Granada se toparon con la Iglesia, nunca
mejor dicho, luego con sus ideales muy inculcados en la sociedad,
vamos, que altarcillos había por todas partes. Y si, además, pensaban
que podían inspirar a los nuevos artistas las influencias del
neoclasicismo, con tanta sencillez y líneas rectas, se equivocaron
porque a los granadinos les gustaba lo excesivo.
Así que empezaron las reformas, como ocurrió en Madrid. La
economía, que era importante, se intentó reforzar animando a esos
propietarios sin interés en sus tierras, religiosos y no religiosos, que
denominaron «manos muertas». Porque tierra había y muy fructífera
pero muy poco aprovechada.
También importó a los nuevos gobernantes la seguridad
ciudadana, cosa que ya era primordial en la capital. No solo se
consideró el tema de las ropas, que ya empezaba a incomodar a los
italianos que llegaron con el rey, tan relistos y elegantes, sino que en
Granada además había muchas casas, como ya dijimos,
tambaleantes, desocupadas y desatendidas, con fachadas preciosas y
que serían el orgullo de otros tiempos, pero ahora peligraban por
caerse encima de los viandantes.
Porque entre las fachadas de las casas había para elegir, con
altarcillos, guardapolvos o con ajimeces, que eran cubículos
abalconados que sobresalían, igualico que en las tierras árabes. Y en
otras casas había otros enrejados muy bellos pero a punto de
desprenderse. Hasta se conocían cobertizos, o sea, balcones que
unían dos casas, talmente como decir una calle y sobre ella un
balcón, resultando muy curioso y poco visto en otras partes.
Era pues para alarmarse, que en las fachadas había tanto saledizo
que peligraba el derrumbe y que fue preciso alertar a los
propietarios con una orden, la del 13 de octubre de 1749 que
llamaron Ordenanza de Intendentes Corregidores, a la que nadie
hizo caso, como era menester.
En la cuestión de las luces, no las que aportaron los ilustrados,
sino las de la calle, seguía la costumbre de toda la vida. Una tea, un
candil y la buena voluntad de los vecinos porque en las calles de
Granada, en su mayoría, siendo tan estrechas, no corría ni el aire, así
que la luz menos. Pero como el dinero no se ponía ni por los ediles
ni por los ministros, la ciudad quedó a oscuras como cuando por ella
circulaban a caballo los mahometanos.
Vamos, que Granada no era Madrid, como ya sabemos. Y por otro
lado, qué bien que no lo era.

Muy desalentada se la veía a Marina conviviendo con las monjas,


paseando por el claustro en el que solo se oía el trino de los
pajarillos. Nada comparado con la viveza de las calles de Madrid que
siempre entraban al jolgorio o a los gritos del «¡Agua va!» que
empezaba a echarse de menos.
La marquesa quería salir, aun con barriga, y eso que le pesaba
como un saco de dos arrobas, moviéndose a cada minuto para acá y
para allá, que por Dios que el niño iba a ser danzante poco menos. A
veces no podía ni calzarse los zapatos y eso que se los dejaron entre
sus enseres porque allí solo se gastaban sandalias, lo mismo que el
hábito al que ya se había acostumbrado Dorita porque esa chica
tenía algo de místico con lo que disfrutaba. Pero ella no, claro que
no, que al entrar en el convento dijo que estaba necesitada, cierto,
de mano generosa pero no le compensaba verse arrebatada de todo
lo que era antes, que si hizo mal ya lo pagaría después pero no
encintada que ya era suficiente zozobra.
Así las cosas, las monjitas, muy cariñosas, aceptaron dejarla vestir
de mujer pero sin grandes notoriedades. No pudo pintarse ni
peinarse con peluca. Tampoco llevar escotes y si los llevaba necesaria
sería una toquilla para ocultar las carnes, lo que no le pareció mal
porque, pardiez, que hacía frío en el convento con tantas salas vacías
y rendijas por todas partes.
Pasada la Navidad, la más triste de sus vidas por mucho que las
profesas y las novicias cantaran en latín y hornearan roscones que
bien ricos estaban, empezó Marina a sentirse incómoda y a ver que
sus pies eran el doble de grandes, vamos, que le estallaron los
escarpines con lo monos que eran.
Y desde entonces no hubo manera de moverla porque el vientre
se le partía en dos hasta que llegó la tarde en que sin saber cómo se
hizo las aguas encima y bajo la vergüenza de verse privada de sus
intimidades gritó como una orate, de rabia o de temor de romperse
de una vez.
Llegaron Dorita y la madre del convento, luego la hermana
enfermera que curaba desde un orzuelo a un mal de muelas, siempre
con su crucifijo y unos emplastos que ella misma hacía con hierbas
del huerto, y no hizo más que enseñarle los dientes, quiero decir,
que le sonrió y Marina se lo tomó a mal porque no se imaginaba que
una monja pudiera saber por dónde salían los niños.
—¡Que no, que no, que me traigan una partera! —gritaba la
marquesa—. Dorita, por el amor de Dios, ve a por una comadrona
que me quite esto cuanto antes, pero no una cualquiera, la mejor, ya
que aquí no pueden entrar cirujanos ni quiero yo que me mire
donde no debe ver hombre alguno.
—Resista, señora, que ya sé a quién avisar. Puede que nos
arrepintamos luego, pero ahora lo que interesa es que sea experta y
saque el niño con sus manos y pies y a vuesa merced la deje
contenta y sin desangrarse.
—¡Pues qué ánimos me das, desgraciada! Cómo se nota que a ti
no te duele. Ve corriendo y haz como dices.
Dorita salió del convento, vestida como novicia aunque no le
importó. Total eran ropas cómodas y calientes, que salvo las
sandalias, todo pesaba mucho y resguardaba del aire.
Se allegó al Real Colegio de los Desamparados sito en la calle de
Atocha y que recogía niños y niñas mayores de ocho años y mujeres
impedidas o que iban a parir, como hacía su señora, pero que estas
eran indigentes o sin recursos. En dicho lugar había parteras muy
ilustres y otras que sin serlo tanto tenían la fama que se merecían las
primeras. No se conoció hasta más tarde cuál de ellas era la que
atendió las súplicas de Dora, que era mujer toledana, de experiencia,
sí, muy dispuesta, y que ya había escrito hasta manuales para la
ciencia del parto. Se llamaba la susodicha Luisa Rosado. Y para mí
que además de ilustre era bien diestra.
En cuanto le habló de lo que ocurría, quizá porque Marina era
mujer galante o porque los dolores, decía Dora, venían muy rápidos
y agudos, la partera corrió con su ayudante portadora del maletín en
donde metía sus muchos varios utensilios para sacar al niño, oír si
estaba vivo o similar.
Llegaron las tres mujeres al convento. La hermana portera dudaba
en abrir, pero le dieron la orden de entrarlas hasta la celda de la
parturienta que tenía el vientre a estallar y debajo de las faldas ya
abría lo suficiente para saber que el nacimiento sería de inmediato.
—¡Viene con fuerzas! —exclamó doña Luisa—. Apriete bien,
vuesa merced, que ahora es cuando hay que gritar de veras.
Y al acercarse una monja para ponerle el crucifijo sobre el vientre,
la retiró la partera diciendo: «Quite allá, que ahora no es momento
de pensar en Dios sino en la criatura, no vaya a caerse el crucifijo
sobre su cabeza y le marque para toda la vida. Los rezos luego.»
Las monjas se pasmaron de tanta diligencia en voz de una mujer,
dado que ni la madre superiora ordenaba con tanto salero. La
matrona, que no quería espectadoras, solo para ayudar en las
necesidades propias del momento como traer toallas y agua
hirviendo, echó a las demás curiosas, algunas ya desmayándose de
ver la sangre correr por entre las piernas de la madama.
—Es la mejor partera que haya en Madrid —sentenció la
ayudanta a los oídos de Dora—. No se preocupen, vuesas mercedes.
Solo que siempre hay quien no responde y se desangra o no expulsa
las secundinas.
—¿Las qué? —preguntaba Dorita nada ilustrada en
alumbramientos.
—Sí, mi señora, las secundinas, eso que sigue al niño y que es
membranoso y repugnante. La placenta la llaman otros. Pero no
tenga cuidado, que doña Luisa tiene remedios novedosos para
sacarla, nada de meter las manos por donde vuesa merced sabe, que
eso ha muerto a más mujeres que curarlas.
—¡Jesús! —se asustaba Dorita.
—No tenga cuidado. Si no le responde haremos una bizma con
productos de su invención. No se asuste, por Dios, señora mía, que el
emplasto está aceptado por el Tribunal Real de Protomedicatos, que
es quien autoriza la sanación para evadirla de tintes heréticos.
Dora sudaba y veía a Marina, ahora roja como un tomate,
apretando los carrillos para tomar impulso y empujar. Tanto empujó
que la criatura salió disparada y la tuvieron que recoger con tiento,
eso que estaba escurridiza, entre varias monjas.
—¡Alabado sea Dios! —exclamaron las hermanas al unísono.
—Sí, sí, feligresas, alabado, pero limpien al rapaz y tápenlo que es
febrero. ¡Ahora apriete, señora, que no salen las secundinas!
Marina ya no tenía fuerza para apretar, ni soplar podía a una
mosca que se posara en la nariz.
—Señora, mire que si no expulsa la placenta es riesgo de muerte.
Las secundinas se mueven por dentro del cuerpo y hasta el cerebro
llegan. Algunos doctores meten la mano y las arrancan, no quisiera
hacerlo porque yo soy más de dar masajes en el vientre y esperar a
que estas salgan solas, sin violencias.
—¡Mejor, mejor! —decía Marina, viéndose ya atravesada—.
Confío en vuesa merced, que me han dicho que es buena partera y a
vos me entrego.
Doña Luisa se puso a restregarle la barriga con cuidado, cierto es,
pero con armonía hasta conseguir que la marquesa tuviera de nuevo
un espasmo y expulsara unas carnecillas biliosas y repugnantes que
recogieron las monjas para enterrar.
Se tapó a la nueva madre, que tan pronto sudaba como tiritaba, y
Dora le secó la frente con sarga caliente.
—Señora... ¿quiere, vuesa merced, ver a la criatura?
Marina resoplaba.
—Ay, no sé. Estoy exhausta. Encárgate, querida, encárgate. Que
quiero dormir un rato.
La marquesa volvió la cara y cerró los ojos, lo que no vio mal la
partera si controlaban su flujo y las pulsaciones, porque a veces con
el sueño se desangraban. Pero cierto era que el esfuerzo había sido
arduo y más para ella que nunca puso empeño para nada.
A Dora le entregaron el revoltijo de mantas dentro del cual
pataleaba la criatura. Lo destapó para verle la cara. Qué ojillos tenía,
bien apretados, que parecía una patata. Y sus manitas tiernas que a
todo se agarraban.
—Ha sido niño —recalcó una novicia—. Un querubín es, señora.
Contenta ha de estar la marquesa.
La baba tuvo que recogerse la madamita teniendo al niño entre
sus brazos, sus ojitos ¿no serían los de Lorenzo? Y sus manitas
¿serían tan fuertes como las suyas? Ay, que le parecía que era toda
su cara. Y qué dolor le daba a ella en el corazón.
«Los franceses no se unen con mi genio»

«Los franceses no se unen con mi genio»

La guerra en Europa con los dos bandos dirigidos por ingleses y


franceses llegó a su fin firmándose un tratado, el de París, en donde
hubo reorganización de colonias, no todas europeas, pues también
hubo americanas por tener estos países contendientes posesiones en
diferentes partes del orbe.
Como España apoyaba a Francia, por eso de afianzarse con la
familia, aceptó la derrota y entregó los países que le eran exigidos.
En el tratado, que firmó el marqués de Grimaldi en su defecto, se
cedía a Inglaterra la Florida y los terrenos del este y sureste del
Misisipi, aunque recibía la Louisiana por parte de Francia y la
devolución de La Habana y de Manila, ocupadas durante la guerra.
En consecuencia, se jugó al despiste con los países ajenos, ahora
para ti ahora para mí, sin que nadie estuviera satisfecho
completamente con los resultados. Pero así son las guerras y don
Carlos no era, si somos completamente sinceros, el hombre mejor
preparado para las campañas militares exteriores, pues en ellas
siempre encontró la verdad a medias, quizá también por su eterna
alianza con los franceses, de los que no confiaba pero debía tolerar
por afinidad.
—Los franceses no se unen con mi genio ni con mi manera de
pensar —decía el monarca.
Pero, claro, tampoco comprendía a los ingleses que seguían
portándose con España igualico que en tiempos de Enrique VIII,
creyéndose los dueños del mundo y despreciando nuestra religión.
Vamos, que don Carlos no sabía muy bien hacia dónde mirar, si a
la izquierda o a la derecha, que todos los reyes cercanos eran por
igual tan tozudos como soberbios. Así, imposible gobernar.

Un día detrás de otro se sucedía sin que las hermanas ni Dorita


tuvieran tiempo más que para acudir cuando el niño lloraba, se
ensuciaba o suplicaba arrumacos. Un mocoso de aquellos bríos
alteraba la vida pausada de cualquier convento y era por eso que las
monjas dudaban, pues por un lado deseaban deshacerse de la
responsabilidad que habían contraído con doña Marina y por otra
retrasaban el día en que tuvieran que irse, al haberse encariñado con
el pequeño.
Desde aquel gélido febrero de 1762 muchas cosas sucedieron. Lo
primero buscar un ama de cría para amamantar al nacido porque la
marquesa se opuso a ser vaca lechera, y a la plaza de Santa Cruz, en
donde se recogían las nodrizas, fue Dora en busca de una pasiega.
Decía el vulgo que eran las mejores porque entre vacas se habían
criado y que algo de aquello se les pegó. No supo elegir entre todas
las que había, que eran muchas por cierto, sino que preguntó y una
aceptó el trato por dinero y situación, ya que ella también
amamantaba a su nuevo hijo y desde su casa habría de ir al
convento.
El primer alimento le sentó al niño inmejorablemente, pues calló
al poco de probarlo y dejó a las mujeres de su entorno descansar los
oídos. Pero en esto que la nodriza preguntó por la gracia del niño y
no supieron darle explicación porque hasta ese momento nadie
pensó en su nombre ni en cómo bautizarlo.
La monjita más joven propuso llamarle Valentín por haber nacido
el 14 de febrero, y como no hubo impedimento se quedó el angelico
con ese nombre y con apellido Valdivielso con la pretensión de
adoptarlo como hijo de otra ya que era del todo imposible, según
moralidad del momento, aceptarlo como hijo propio siendo viuda y
menos aún con nombre del marqués pues muerto estaba cinco años
atrás.
Se convino la mentira. Que a nadie hacía mal porque muchas
mujeres recurrían a tales pifias con tal de no verse calumniadas o
señaladas por la calle. Más aun siendo de familia rica que cualquier
mujer de pudientes si quería adoptaba o apadrinaba a cualquier niño
o joven, si lo estimaba oportuno.
Pese a todo, Marina veía mal a Valentín, que le recordaba lo que
le había arrebatado, no solo a su amante que se fue por propio pie
sino la notoriedad entre sus amigos, ahora precisamente que iba
conociendo a la realeza y a otros petimetres.
Dejó pues los cuidados del niño a Dorita, que ya era como otra
novicia más, siempre rezando y vigilante de la criatura y con ella
disfrutaba, la muy necia, a pesar de que le recordaba a Lorenzo de
Elvira a cada minuto.
No tuvo remordimiento la marquesa y se volvió a casa. Dora
parecía complacida sacando un instinto de madre que quizá nunca
pudiera emplear en un nacido de sus propias carnes y es que la
criatura no podía estar en mejores manos.
Así que Marina aguantó como pudo, de su casa al convento y del
convento a su casa, a horas intempestivas volvía para irle cogiendo el
tranquillo a su vida de mujer como hacía antes. Mas sus amistades la
miraban por encima del hombro, quién sabe por qué. O quizá
porque sabían que se había a lojado en un convento y no,
precisamente, para tomar las aguas.
En cualquier caso la de Valdivielso se iba ausentando, cada vez
tardaba más en visitar al querubín hasta que no se la encontró ni viva
ni muerta y por eso pasó el tiempo y llegó la Navidad y al cumplirse
un año de Valentín, haciendo ya cucamonas con sus manitas e
incipiente dominio del balbuceo, llegó una carta de Laureana a casa
de la marquesa invitándola a tomar café.
Qué alegría le entró por el cuerpo a Marina, que ya se veía de
nuevo en medio de las fiestas de la realeza. Con todo, la de Uceda
era precavida, qué digo, insidiosa, y todo el rato que la tuvo delante
no hacía más que encizañar.
—Qué bien se te ve, ya me dirás qué he de hacer para tomar las
aguas de esa manera, que tienes la cara bien estirada y las carnes
más prietas.
Notaba, doña Marina, que ya no la trataba con confianza y
poniendo distancia, sino como si lo hiciera a una de sus criadas, y
eso la molestó.
—Es fácil, ya te lo diré —recalcaba ella—. No hay nada mejor que
separarse del mundo y descansar.
—Sí, con gran recato. ¿No es cierto? Dicen por ahí que vas mucho
al convento de esas monjitas a las que tanto quiere tu azafata.
¿Cómo se llamaba...? Ah, sí, Dorita...
—Son monjas muy apañadas para cualquier menester. No cuesta
nada ni hace mal ir a oírlas cantar sus aleluyas.
—Ya... —asentía la Uceda con mohín.
—¿Y qué ha sido de Madrid y la corte en estos meses? Cuéntame
lo que ha sucedido que muero por saberlo todo.
Pero nada, la de Uceda no decía ni mu, salvo lo que siguió.
—Pues haber... no ha habido nada reseñable. Ningún escándalo.
Salvo que encontraron el cuerpo sin vida de Beltrán de Heredia en la
Cuesta de la Vega.
Marina se sobresaltó. Quién iba a esperarse tal noticia.
—Pero... ¿Cómo fue? ¿Un accidente?
—Se apunta a un duelo mal acabado. Con sus embrollos y
amoríos era así como todos pensábamos que terminaría. A cada cual
lo suyo.
Con el miedo en el cuerpo se marchó Marina pensando en ese
infeliz, pero dolida por verse desdeñada por la que creía su amiga.
¡Qué barbaridad! ¡Cómo era la gente! Ayer como uña y carne y hoy
arrogante como un general. A cada cual lo suyo, había dicho y eso se
temía la marquesita, que a ella le habían dado lo que se merecía.
Como cada día, entró en el convento a preguntar por Valentín,
pero esta vez con una congoja que no le cabía en el cuerpo. Se la vio
Dorita nada más entrar en la celda donde Valentín intentaba dar los
primeros pasos y todo lo toqueteaba, estuviera lejos o cerca.
—No para un segundo. Tiene una actividad que agota solo de
verlo.
—¿Es... normal? —preguntaba Marina, temiéndose que esas
oscilaciones se debieran a algún mal de espíritu.
—Completamente, señora mía. Su hijo es sano como un roble.
Los niños curiosean y así aprenden.
Dora tomaba al rapaz y lo apretujaba contra ella procurándose
rozar esas mejillas sonrosadas que parecían de terciopelo.
—Es que está para comérselo. ¿No ve, vuesa merced, qué guapo
se está poniendo?
Marina pensaba para sí: «No sé cómo es capaz de dar por buena
a esa criatura sabiendo de dónde vino. Qué mujer tan extraña es esta
Dora, ni rencor tiene por las cosas. A esta le cuento yo lo de Heredia,
que curiosidad tengo de ver lo que hace.»
—Pues vengo de la casa de doña Laureana.
—¡Ah, por fin se hizo notar!
—Te manda recuerdos.
—¡Qué detalle tan inesperado! —exclamó Dorita prestando más
atención a los ajos de Valentín, quiero decir, a los que intentaba
pronunciar.
—Me ha contado los chismes de palacio y uno muy gordo que
quizá te inquiete.
—¿Cuál?
Marina contuvo una sonrisa. ¿Estaría mal mantenerla si hablaba
de un calavera?
—Pues que Beltrán de Heredia fue hallado muerto en la Cuesta
de la Vega.
Dorita dejó a Valentín en el suelo que ya se agarraba a sus faldas
para dar los primeros pasos y tambaleante fue a dar con su costurero
y allí se entretuvo enredando los hilos de las madejas.
—Pero... ¿Cuándo sucedió?
—Hace ya meses, antes de venirnos al convento.
—Así se entiende que no escribiera ni me pidiera volver por su
casa. ¡Jesús! Y yo creyendo que se había cansado de mí y no quería
verme.
Marina disfrutaba con los gestos de Dora que eran de profundo
pesar. La muchacha se sentaba y luego se izaba como impulsada por
un malestar interno, vamos, de remordimiento.
—No te apures tanto, mujer —decía la madama—. Que era un
sinvergüenza y te hacía la corte por indicación de la Uceda.
Dora miró a su señora con rencor, lo que resultaba muy
desacorde vistiendo hábitos, pero es que Marina era una
entrometida y tenía mala sangre cuando se lo proponía. Así se lo
pagaba después de cuidarle el hijo.
—Señora, pues si vuesa merced me disculpa voy a rezar por su
alma, que aunque un calavera y fatuo también era persona.
Marina quedó muy consternada, sin saber qué hacer, que los
mezquinos cuando son replicados con bondades no saben a qué
atenerse. Pero el destino obró y además tuvo propina.
Ocurrió que Valentín, tan travieso como era menester por sus
cortos años, se pinchó con una aguja del costurero. Los llantos
alertaron a las dos mujeres, en especial a Dora que se acercó para
consolarlo. Marina no. No se acercó para eso, sino para ver que
dentro del costurero brillaba una cosa, pardiez, que era como de
plata y con un retrato.
Lo cogió la muy ladina pretendiendo enfadar aún más a Dora, ya
que no parecía molesta por la noticia de Heredia, miró el camafeo
que había descubierto con cara varonil y espetó:
—¡Con que mucho hábito y muchos rezos y resulta que tienes un
cortejo escondido, tunanta!
Dora intentó quitárselo de las manos pero no pudo, bien porque
Valentín se lo impedía, bien porque Marina correteaba por la celda
como endemoniada.
—Qué cortejo ni cortejo. ¿Acaso no conocéis de quién es ese
retrato?
Marina lo miraba pero nada, que no sabía.
—¿Tanto le habéis olvidado?
—¿A quién?... si puede saberse.
—A Lorenzo de Elvira, que el retrato se lo pintó él mismo
mirándose al espejo y luego me lo regaló.
Marina se quedó sin palabras. Por más que miraba a aquel galán
no veía el parecido.
—No puede ser, mi Lorenzo era más moreno, con nariz aguileña y
pómulos muy acusados. Este no es, ni por asomo.
A Dora casi le da un soponcio.
—Pero, señora... ¿Está cuerda? ¿No es este el hombre que
ocupaba su cama y padre de su hijo?
—¡Ni por pienso!
—Entonces...
—Mi caballero no es, de eso puedo estar segura. Parece que le
estoy viendo, con su coleta enredada, su capa y su espada al cinto.
Los ojos de Dora se desorbitaban.
—Pero si Lorenzo no gastaba espada...
—Claro que sí, por el nombre incrustado en su hoja supe que se
llamaba así, porque él no quiso decírmelo.
¡Ah, qué desazón le entraba a la muchacha!
—¿Y viendo un nombre en la espada dio por bueno que era
Lorenzo de Elvira? ¡Por Dios que se la robaron o que la tomaron
prestada!
Las dos mujeres se quedaron mudas porque llegadas a ese punto
se trataba algo muy delicado, que Lorenzo de Elvira solo había uno y
no tenía el don de la ubicuidad, lo que impedía haber amado a
ambas al mismo tiempo. Pensando en esto dieron por explicarse que
el único Lorenzo era el de Dora y el otro...
—¡Por Dios bendito que tengo que ir a Granada a buscar a
Lorenzo! —exclamó la madamita, sabiendo que por su trabajo
estaba allí realizando catalogaciones.
Marina no se desmayó porque estaba en trance.
—Pero entonces... ¿con quién me acostaba yo?
La pregunta quedó en el aire porque Dorita no tuvo tiempo de
explicaciones, metió en un baulillo sus pocas pertenencias, incluido
el retrato de Lorenzo que arrebató de las manos crispadas de Marina
y se fue corriendo hacia el claustro para hallar la salida.
Todo lo hallado

Todo lo hallado

Cuando don Carlos y doña María Amalia llegaron a España a ser


coronados, dejaban en Nápoles a su muy querido hijo Fernando que
allí reinaría como Fernando IV de Nápoles y primero de Silicia, con
tan solo ocho años. Era el tercer hijo varón del matrimonio, tras el
infante incapaz y el que se trajeron a España, Carlos. Mucho les costó
dejarlo porque era un niño, pero tuvieron a bien encargarle su tutela
a Bernardo Tanucci, abogado muy sagaz, que ejerció influencia
discutible en la educación de ambos monarcas, sobre todo en la de
Carlos III. También fue respetado por la reina Amalia y esto ha de
entenderse, según se manifiesta en toda su correspondencia, que fue
mucha y suculenta en su contenido.
Cincuenta años de lealtad tuvieron don Carlos y Tanucci, ahí es
nada, influencia larga y portentosa que tuvo el abogado sobre el
monarca, pues Carlos era dócil y el consejero astuto.
A él se sinceraban los monarcas, María Amalia en vida, con esas
cosas de madre, preguntándole a Tanucci por su hijo dejado en
Nápoles, y don Carlos quería saber, además, las novedades de esos
reinos, si todo lo que había hecho él había servido de algo o se fue al
garete nada más salir.
Tanucci le decía cosas tales como que los descubrimientos de
Pompeya seguían y que descubriose un bellísimo cuadro de mosaico
policromado porque a don Carlos siempre le interesó la arqueología,
es decir, la de entonces, pues disciplina así era novedosa, que él
sabía que lo primero era proteger las bellezas de sus reinos. Bien
podría habérselo traído todo al venir a España pero dijo que no, que
eso era italiano mas luego no se lo agradecieron, que ahora nadie
sabe que fue un español quien descubrió Pompeya y Herculano.
En esas cartas, vive Dios, que había mucha franqueza, tanta era
que hasta llegaba a peligrosa porque de leerlas sus enemigos
habrían podido usarlas para desprestigio. Porque Tanucci ya iba por
entonces mermando la opinión que tenía don Carlos de los
religiosos, en especial de los jesuitas, que en nada le gustaban. Y,
claro, día sí, día también, don Bernardo decía algún oprobio contra
ellos, lo que a don Carlos se le quedaba grabado en la cabeza como
si fuera de forja.
—Cuéntame qué tiempo hace en Nápoles, querido Bernardo, y
háblame de todo lo hallado en Pompeya. Sé que a mi hijo esto de las
excavaciones no le interrumpe el sueño, procurándole más gozo
otros divertimentos. Todavía recuerdo el camafeo que encontré en la
excavación de Pompeya y que llevé en mi dedo, engarzado en anillo,
durante siete años. Allí lo dejé, con todo lo demás, entre ellos mis
gratos recuerdos de Italia.
Dicen que el anillo terminó en un museo y aún se expone en
alguna vitrina.

En la Sala de los Reyes, que era amplia y con luz proveniente del
cercano Patio de los Leones, instalaron su despacho de campaña, es
decir, una mesa con bártulos de pintor, trapos para limpiar y sacar
brillo, cubos con agua y restos de pintura, reglas, pliegos de papeles,
bastidores y libros, de donde poder tomar notas de piezas parecidas
a las que allí llevaban para esbozar.
Sánchez Sarabia iba de un lado para otro controlando los
fragmentos de historia que allí había y un grupo de ayudantes
comenzaba a hacer trazos sobre los papeles o catalogaba de
acuerdo a los manuales. Algunos aprendices, incluso, recibían
lecciones muy adecuadas. No faltaba por allí un guardés de la
Alhambra que ayudaba en lo que podía, limpiando el suelo de hojas
secas o barriendo en los rincones, amén de llevarles el almuerzo
cuando era la hora.
Muy interesado estaba Lorenzo de Elvira en un jarrón con
gacelillas, grandes y de colores azules pero muy vivos, cuando la
sombra de una persona, que no era nadie de los anteriormente
dichos, le estorbó la luz. Tuvo por ello que levantarse de la silla en
donde sentado estaba tomando sus muchas notas.
Vio, por lo tanto, bajo las arcadas moras de aquel palacio, una
silueta que no podía detallarse pues a contraluz estaba. Lo que era
seguro es que parecía de mujer y para más señas de monja. Ningún
convento había cerca, salvo los de frailes, lo que hizo más chocante
el encuentro pero con todo entendió que la profesa se encontraba
perdida o buscaba a alguien y se acercó a preguntar:
—¿Puedo ayudaros, hermana?
Y tanto que pudo. No hizo falta que la dama contestara salvo
para explicar la causa de ir así vestida, porque Lorenzo reconoció de
inmediato a Dora y no solo le dolió verla después de un año largo
intentando olvidarla, sino que ahora se presentaba en Granada y
vestida de monja.
—¿Vos? ¿Habéis tomado los votos?
Dora reía, de felicidad, pero también de nervios por tener un
nudo en la garganta.
—Vengo de novicia pero no he tomado votos, aunque bien pensé
en hacerlo por vuestra causa. Y ahora doy gracias a Dios de no
haberlo hecho.
De Elvira tartamudeaba, tanto como su corazón que no paraba de
moverse.
—Pero... pero... ¿a qué debo esta visita? Explicaos, os lo ruego.
Ambos se apartaron para no ser oídos por los artistas y a la orilla
de la Fuente de los Leones fueron, pues estaba cerca y la muchacha
se sentó sobre unos tablones que cubrían el suelo, en otros tiempos
de mármol y ahora semioculto entre zarzajos.
Cuando Dora pudo retomar la conversación, dijo:
—Pues vengo porque hace apenas cuatro días que comprendí el
entuerto en que os involucramos sin saberlo. Fui inflexible con vos
sobre un punto en el que erais inocente. Y os ruego que me
perdonéis.
A Lorenzo le faltaba el aire. Todavía tenía los pliegos
garabateados en la mano sin saber que los tenía. Se sentó a su lado
pues le temblaban las piernas.
—No os abruméis por mí —continuaba rogando Dorita—. Ahora
entiendo lo que pasó aunque aún no sé muy bien de dónde partió el
enredo. Se ha tratado de un error y bien grande porque yo creí que
ibais los jueves a ver a mi señora, a seducirla o a enamorarla, que no
lo sé muy bien, mientras que los miércoles me veíais a mí. Todo
surgió porque la marquesa vio que su amante llevaba vuestra espada
con vuestro nombre grabado en la hoja y todo dio a confusión. Así
que cuando supo que estaba preñada y que su hijo era de aquel
hombre ambas pensamos que se trataba de vos y no de...
—¡De Gil López! —exclamó Lorenzo, atando cabos—. ¡El muy
bellaco! Por eso huyó sin dar explicaciones...
Dora y Lorenzo se miraron. No tenían ganas de seguir
explicándose ni de volver a recordar los males que sufrieron a causa
de aquellos tiempos. La damita sacó de entre sus ropas, es decir, de
entre sus hábitos, el camafeo con el retrato pintado, que desde que
supo de su inocencia se lo colgó del cuello para de él no separarse.
—¿Todavía lo tenéis?
—No quise desprenderme de vuestro regalo ni aun cuando
pensaba que erais un canalla.
Se sonreían, parecían dos extraños y claro, con el hábito puesto a
Dora no le entraban ganas de acercarse y a Lorenzo de tomarla entre
sus brazos.
—¿Así que la marquesa ha tenido un hijo de Gil López?
«Ay, Jesús, qué sinsentido —se decía Dorita—, merecido se lo
tiene la de Valdivielso por ir sin prudencia en las lides del amor.
Cuando sepa quién es el padre, esto es, un criado, se hará de
cruces.»
—Verás, Dora... —comenzó el muchacho tras un corto y reflexivo
silencio y volviéndola a llamar sin protocolos—. Desde que ambos
nos alejamos han pasado muchas cosas. Quizá sea mejor hablar en
otro lugar y momento. ¿Tienes dónde dormir? ¿Y ese traje?... ¡Alguno
más habrás traído!
—Pues no, que salí muy rápido del convento. Ahora me
arrepiento de haber dejado a Valentín sin un solo beso. Estará
llorando por mi ausencia.
Claro estaba que Lorenzo no sabía quién era Valentín y al decir
eso del beso se sintió celoso, mas Dora se lo explicó muy rápido
porque a partir de entonces habrían de esmerarse por rehuir los
malentendidos.
Por la tarde se citaron en los alrededores de la calle Zacatín, cerca
de la riberilla del Darro, con el propósito de buscar una tienda
abierta de telas en donde poder encargar vestidos nuevos. Lo de
buscar lugar para dormir fue más complicado.

En las zonas aledañas a la plaza de Bib-Rambla, que era como si


dijéramos la plaza mayor de Granada, se concentraban los gremios
de sederos y por consiguiente las tiendas abiertas al público en
donde se confeccionaban trajes, vestidos o en su caso se vendían
telas para ser entregadas a costureras. Era esta zona muy antigua y
pintoresca. Cerca atravesaba el río Darro hacia los arenales en donde
se unía con el río Genil, que vaya suerte que tenían los granadinos al
tener dos ríos aunque fueran flacos y algo revoltosos al desaguar la
nieve.
La catedral, que contenía los sepulcros de los Reyes Católicos y su
hija Juana y ese esposo que pasó a la historia por hermoso, también
estaba cerca, porque Granada no era Madrid y las distancias eran
todas muy escasas. Y aunque Dora venía de ciudad de monumento
gótico, que a su catedral nadie la ganaba, había que reconocer que
esa imponente portada de piedra, cuyos responsables fueron a la par
Diego de Siloé y Alonso Cano, no podía asemejarse a nada que
tuviera la capital del reino, ni siquiera el nuevo Palacio Real, que sería
muy robusto pero le faltaba la belleza de lo añejo.
Caminaron ambos por esas calles parecidas a una morería, con
arcos y columnas en los que se presentían los colores de su origen,
todo muy luminoso y oriental, lo que le sorprendía a Dora que solo
conocía la ciudad de Burgos y la de Madrid.
—Qué diferente es todo esto a lo que he conocido. Es como estar
en un país del África —decía la muchacha.
—No ha de asustarte la diferencia. Cristianos somos, ricos y
pobres, como en todas partes, sin que ninguno llegue a entenderse y
ni haga por mutarse a lo contrario. La calle es peligrosa, tanto como
en Madrid, con sus pillos y rateros. Pero también hay alegría, con
grandes fiestas y mucho devoto, porque en cada iglesia encontrarás
a gente rezando y ¡fíjate que hay iglesias!
Decía esto Lorenzo para demostrarle que era una ciudad como
las demás por mucho que viera cupulillas orientales y celosías que
guardaban la intimidad de los hogares.
En una de las tiendas de la Alcaicería, el antiguo mercado de la
seda, encontraron telas muy vistosas para los vestidos. Fue preciso
explicar al sedero que no era monja, mintieron que solo novicia y
que no acataría los votos. Por eso se hacía trajes femeninos y los
pagaba un hombre con el que no había maridado, todavía. Con todo,
la explicación convenció a medias, porque el sedero bien que se reía
por lo bajinis cuando dejaron la tienda.
Lorenzo llevó a Dora a su casa, la alquilada y que era palacio,
aunque chiquito, pero por estar en plena plaza de Bib-Rambla, uno
de los mejores situados. No se atrevía a decirle que subiera y que
pasara allí cuantas noches eran precisas hasta contraer matrimonio.
Se quedó, el muchacho, mudo y cuando decía algo tartamudeaba
porque no quería parecerle osado ahora que había demostrado su
honestidad.
—No quiero comprometerte. Para mí sería un placer...quiero
decir, un honor... el entregarte mi hogar para que puedas
acomodarte en él durante el tiempo que estés en Granada. Has de
saber que tengo ama de llaves y criados y que no estoy solo.
Además, me acomodaré en la planta baja para no estorbarte ni
coincidir contigo.
Como Dora se ruborizaba no continuó.
—Perdóname si te he incomodado.
Pero la damita, que era imprevisible para algunas cosas, dijo:
—¡Por Dios que estabas tardando en pedírmelo! Es que la casa de
pupilos en donde me alojo tiene chinches y no puedo dormir con
tanto picor. Seré discreta y no saldré ni al balcón mientras esté en tu
casa.
Rieron ambos por comprender que llegaban a un acuerdo con
tanta facilidad. Se ordenó a un criado a que fuera a por los baúles de
Dora a la casa de pupilos y le contaron todo al ama de llaves, doña
Josefa, que en cuanto vio a la niña exclamó:
—¿Y ese traje? Venga a mi dormitorio, vuesa merced, que aunque
vieja aún tengo carnes prietas y no nos llevamos mucha diferencia de
cuerpo. Sírvase en coger cualquier prenda para vestirse como Dios
manda, quiero decir, como manda Dios que vistan las mujeres. Por lo
menos hasta que tenga sus propios vestidos.
Aunque los trajes de doña Josefa eran muy negros y de tela de
paño, no le importó. Eso sí, no se puso las escofietas que el ama de
llaves usaba para el pelo. Lo dejó libre y volvió a ser mujer
asomándole las vergüenzas a las mejillas cada vez que Lorenzo la
miraba, que ya estaba bien de hacerse la mártir. Ahora ya no era
novicia sino novia, y de eso fue poco, pues se acercaba el día del
casorio.
«Que le pongan el pitipié»

«Que le pongan el pitipié»

Diego Sánchez Sarabia era persona curtida en historia antigua


pero flaqueaba en arquitectura y, si nos ponemos, en cordura
artística. Cierto era que dibujaba bien y que de eso se aprovechó
Lorenzo mientras lo ayudaba, pero muy pronto empezó a ver que
conocía a Juan de Flores, su antiguo maestro, y algo le recorrió el
cuerpo de arriba abajo, como desasosiego, porque no hacían más
que llegarle comentarios de los avances de las excavaciones en el
Albayzín.
Como se dijo ya, Juan de Flores, sin ser malo del todo, tenía vicios
enojosos tales como darse mucha notoriedad en todo lo que hacía y
si acaso aún peor, el de dejarse convencer por granujas.
A esas alturas de tiempo el canónigo y amante de las antiguallas
ya había contactado con Sánchez Sarabia para hacerle ver la
magnificencia de los descubrimientos del Albayzín, porque era del
todo necesario que Carlos III los tomara por la nueva Pompeya o
quizá la Pompeya española, que por nombres no sería.
El pintor conoció todo lo que salió a la luz y se asombró de tanta
novedad. Y como se interesaba especialmente en las inscripciones
epigráficas, primero solicitó de Luis Francisco de Viana, abad del
Sacromonte y compañero de armas en la lucha que mantenía Flores,
que le asesorara sobre los detalles que había en el palacio de la
Alhambra, así, a la altura de los ojos y más alto. Porque en las
paredes del palacio nazarí aparecían infinidad de escrituras, todas
moras, vamos, morísimas, y que él no entendía.
Le pasó Viana sus estudios sobre el tema e hicieron amistad.
También habría de pasarle toda su información sobre los hallazgos
romanos del Albayzín que eran de lo más chocante y en donde
también aparecían inscripciones, esta vez más raras que las moras,
con un lenguaje hasta ahora nunca visto y que solo conseguía
traducir, curiosamente, Juan de Flores.
Sarabia, después de pensárselo muy mucho, comprendió que
aquellos descubrimientos, siendo tan variados y diferentes a todas
las órdenes arquitectónicas conocidas, debían de ser de épocas muy
antiguas. Lo que era como decir que provenían de los fenicios, a los
que tenía apego, por lo que parece. Todo lo explicaba así el pintor,
vamos, que la fundación de Granada era toda de «la época fabulosa
de los fenices».
Ahora estaba todo claro. La torre de la iglesia de San José, la de
San Cristóbal y algunas más, que antes fueron mezquitas, ahora se
trasladaban a un tiempo incalculable que tenía fábrica fenicia todo lo
más.
Pero también por ser hombre religioso no olvidaba que Granada
tuvo fábrica romana de la época en que Cristo era perseguido. Que
bien mirado la ciudad era talmente una pequeña Roma, con sus siete
colinas, bueno, siete no habría pero tres sí, que eran suficientes para
determinar el parecido.
Y es que era cierto que se escribieron libros sobre el particular de
mano de historiadores no muy garantes, que localizaron el templo
de Nata Diosa Patricia en el corazón de la Granada romana y que,
quizá por eso, se decía, llamaron a la ciudad Gar-natta porque ya lo
dijeron antes los humanistas Bermúdez de Pedraza o Diego Hurtado
de Mendoza relacionando el topónimo con Natívola, cuyo
diminutivo era Natta. Todo muy confuso, sí señor, pero en esa
confusión se conseguía marear a los eruditos, lo que era bueno, pues
siempre se ha dicho que lo mejor es que de uno hablen, aunque sea
mal.
A todo ello se unía que Juan de Flores y sus amigos historiadores,
canónigos del Sacromonte como Luis Francisco de Viana y otros
más, que recordaban a toda costa y con mucho interés que siglos
atrás se encontraron en la ciudad reliquias de santos y unos libros
hechos de plomo de los cuales no vamos a contar más nada debido
a que aún ofrecen dudas sobre su veracidad. Eso sin olvidar que el
primer concilio cristiano se celebró en el Albayzín, esto sí,
demostrado y rubricado.
En cualquier caso todo apuntaba a que se quería convertir a
Granada en una ciudad de fundación milenaria pero de origen
cristiano y por ello la Iglesia tenía tanto tesón en sacar a la luz ciertos
documentos, ocultando otros.
Así no podía ser. Nadie se enteraba. Pero a Sarabia le debieron
convencer porque escribió algunos informes a favor de Juan de
Flores.
Con el tiempo y dado que los arquitectos de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando no eran tontos, se olieron que en esto
había embuste o, por lo menos, mucha invención.
A Sánchez Sarabia le recomendaron que no hiciera más mención
a los asuntos de Juan de Flores. Y eso fue un aviso de que tuviera
más prudencia.
Pero sus dibujos llegaron a Carlos III y se los enseñaron. El
monarca, muy gustoso, se sentó y un criado fue pasando las hojas
bien pintadas con manos enguantadas porque no querían ensuciar
lo que había llevado tanto tiempo elaborándose.
El rey, mientras observaba, decía cosas tales como:
—Bellísimo.
»Primoroso.
»Singular, muy singular.
Y no paraba de embobarse viendo que los dibujos de Sarabia
reflejaban una sociedad antigua, muy descuidada por los modernos
reyes, pero que fue esplendor de otros como él, ejemplo de avance
científico y artístico, aunque rezaran a Mahoma.
—Estos dibujos... ¿no tienen pitipié?
Se quedaron los presentes muy sorprendidos porque ninguno
había caído en la cuenta de tomar las escalas de las ilustraciones.
Como don Carlos se fascinaba por todo lo medible y contable, lógico
era pensar que también le buscara la escala de medidas que como
en los mapas o en los planos ayudan a comprender mejor las
diferencias.
—No, majestad, no los tienen.
Carlos III puso un mohín de disgusto.
—Pues que se los pongan, que les pongan el pitipié.
A Sarabia no le gustó mucho la palabreja, sobre todo porque con
ello debería rehacer su trabajo y además que con la advertencia de
abstenerse de nombrar los descubrimientos de Flores, que tanto le
agradaban, entendía las recomendaciones como un tirón de orejas.
Peor fue cuando se enteró de que sería sustituido por uno de los
tres mejores arquitectos del momento y que muy pronto llegaría a
Granada, José de Hermosilla.

Una carta llegó dirigida a doña Marina de Valdivielso y en cuanto


la tuvo entre sus manos supo que la enviaba Dorita, su querida
Dorita, que con la ausencia la quería aún más pues la echaba de
menos. Mayormente porque era ella la que le hacía todo y ahora su
casa era un desastre, sin orden ni concierto.
La abrió la marquesa con ansiedad y esto fue lo que leyó:

Querida doña Marina:


Le escribo desde el palacio que llaman de López Daza y que
está en la plaza de Bib-Rambla o como si dijéramos la plaza
mayor de esta ciudad. En ella estoy porque fue alquilada por
Lorenzo de Elvira y espero y confío en que sea nuestro hogar
cuando nos casemos, aunque él no me lo ha pedido y creo que
tardará en hacerlo, pues es hombre precavido y recto. Esta ciudad
es diferente, sobrecoge, parece de otra época. Hay iglesias y eso
me place, pero también algo que fluye en el aire, así como
reminiscencias de leyendas moras que embrujan. No le digo más
y q j g
lo que se siente cuando se mira ese palacio de la Alhambra o se
oye rasgar una guitarra. Le corren a una por el cuerpo todos sus
pasados moros, los tenga o no los tenga. Pero no crea, vuesa
merced, que me he vuelto loca diciendo esto, que es de broma,
porque aquí se mira mucho eso de proceder de sangre limpia.
La felicidad que me proporciona estar junto a Lorenzo es la
tristeza que me separa de vuesa merced y de Valentín, que ardo
en deseos de volver a tomarlo entre mis brazos. No ahorre
palabras, señora, en decirme en otra carta cómo está y cuánto
crece, que le echo mucho de menos.
Por ahora no puedo decirle más.
Quedo a esperas de su amable carta contándome las nuevas
de Madrid, que serán muchas pues ciudad de cambios es en estos
días.
Su afectísima amiga,

DORA

Ay, qué regomeyo que le entraba de verse sola y además con la


suerte mermada porque hasta Dorita tenía más fortuna que ella, lo
que le producía gran envidia. Y es que iba a casarse con un hombre
joven y guapo, por lo que decían, que ella nunca lo vio. Aunque sin
muchos posibles, pero con puesto reconocido entre la nueva España
de las luces. Que qué había hecho esa Dora para merecérselo siendo
expósita y sin un duro, se preguntaba.
Pues eso, que la envidia le reconcomía las entrañas.

El tiempo pasaba y Dora se hacía más a esa ciudad misteriosa con


calles laberínticas, dos ríos sinuosos y unas cuestas y bajadas que
fortificaban las piernas. Como no podía quedarse quieta y sabiendo
que estaría sola la mayor parte del día se buscó cosas en qué ocupar
su tiempo, amén de hacerse el ajuar, que mujer prevenida era.
Porque Lorenzo no decía esta boca es mía en cuestión de lo del
casorio mirándola con tibieza, ni con frío ni con calor, aunque con
gestos que a ella le significaban que la quería. Por eso estaba
contenta, porque la declaración de matrimonio se aletargaba pero
llegaría en cualquier momento.
Supo a través del ama de llaves, doña Josefa, que era muy
piadosa, que en Granada, allá por 1753, levantaron el Real Hospicio
inspirados por los nuevos aires ilustrados, queriendo con ello aunar a
todas las instituciones dedicadas a la beneficencia. De ellas, la única
religiosa que absorbió el Real Hospicio fue el beaterio de Santa
María Egipciaca, de mucha raigambre en la ciudad, por acoger en
otros tiempos también a las mujeres descarriadas. El resto de las
iglesias y de las cofradías continuaron con sus labores sanitarias y de
amparo social, pero la del Real Hospicio, ahora ya en marcha,
significaba un empuje importante en la ayuda a los pobres.
Una de las obligaciones que tenía era la de retirar a los mendigos
de la calle, pero estos eran muy pícaros, que aunque pobres, la
mayoría piernas tenían y salían corriendo a guarecerse en cualquier
esquina o bajo las ruinas de alguna casa, que de eso había mucho en
Granada, con tal de que no les pillara la guardia y les ingresaran en la
real institución.
Tomó Dora interés por el Real Hospicio y quiso saber más. Le
dijeron que su sede era la del Hospital Real, edificio levantado por
los Reyes Católicos en 1504, ahí es nada, para curar y hospedar a
pobres y peregrinos. Se encontraba en una extensa explanada,
llamada del Triunfo por tener un monumento dedicado al triunfo de
la Virgen, siendo Granada la primera ciudad en España que juró y
admitió la Inmaculada Concepción de María, el día 2 de septiembre
de 1618. Allí quedó el monumento, también para rogar por la
descendencia del rey Felipe IV, que no llegaba.
Era esta zona, en la antigüedad, de cementerio árabe y de
grandes murallas en donde aún se preservaba, mal que bien, la
puerta llamada de Elvira.
Cuando llegó Dora al Hospital Real y vio tamaña mole de gran
influencia renacentista se admiró de su factura, que era bonita
aunque recargada y su nave central inmensa, con nervios y adornos
en el techo propios de la época. Fue atendida muy bien y
comprendieron que quería ofrecerse para ayudar, lo que era de
agradecer al haber muchos enfermos, algunos de ellos sin juicio y
por lo tanto con más necesidad.
Cuando Lorenzo llegó a casa y le contó su acercamiento a la
institución de pobres no puso buena cara, más bien la arrugó viendo
en ello un peligro para su salud.
—Pero, Lorenzo... ¿qué mal hay en que ayude a los necesitados?
Ya conoces mi compromiso religioso y social con las víctimas del
hambre y de otras calamidades.
Se la veía a la damita muy atribulada por no verse comprendida.
Que no pensaba que hubiera mal en ayudar a otros.
—No es eso, querida mía. Sino que me alarma el verte contagiada
o agredida por algún orate. ¿Acaso no tienes suficiente ocupación
con preparar esta casa para cuando sea tuya?
Dorita cambió el rostro, se tornó afligido por contento.
—¿Mía?
—¿Pues qué? ¿No pensarás que iba a dejarte vivir aquí sin pedirte
algo a cambio?
Ay, que a Dora se le borraba la sonrisa.
—¿Y qué me piensas pedir? —preguntó asustada.
Lorenzo sonrió muy cortés y tomando su mano se la besó.
—Pues en matrimonio. Si no es una petición mal recibida...
Dorita se abrazó a él aunque sin querer hacerlo, ya que sabía que
el roce lleva a otros roces y esos habrían de esperar a que el cura los
bendijera. Pero es que se estaba tan bien entre los brazos de Lorenzo
que nada malo encontraba en ello y menos si estaba en casa, a
resguardo de la vista de los demás, salvo la de doña Josefa, que era
mujer contentadiza y nada fisgona.
Después del arrebato se confirmó una fecha, no segura, porque
habrían de hablarlo con el párroco que los casara, lo que era
complicado, más que nada por elegir quién podría serlo ya que en
Granada, como se dijo, lo que sobraban eran iglesias.
A Lorenzo se le ocurrió que por medio de su tío fray Diego
podrían encontrar a uno que los desposara en lugar importante o si
no, al menos, emblemático. Cavilaron el tema y Lorenzo manifestó
querencia por hacerlo en el Albayzín, pues que era nacido allí y
criado, por lo cual tenían iglesias para dar y tomar.
La primera, la iglesia del Salvador, que fue mezquita mayor de la
colina, luego la de San Nicolás que tenía la vista más hermosa de la
Alhambra toda para ella y, ciertamente, era tentador.
Sin embargo, por ser ambos de espíritu recatado y sin querer dar
notorio al asunto, convinieron que si encontraban párroco lo harían
en la ermita dedicada a san Cecilio, esto es, a la llamada Hisn Román
por derivar de vocablo árabe aunque otros decían que era de un tal
Fernán Román que tenía unos huertos en esta zona, puerta antigua
de la muralla. En cualquier caso, la ermitilla, que era de factoría
cristiana, había aprovechado el hueco de la supuesta puerta para dar
nombradía al santo san Cecilio, cuya historia es difícil de contar aquí,
pues larga es y con mucha invención. Pero con todo, aun siendo un
santo con dudas de su existencia se convirtió en el patrón de la
ciudad, y por ser la ermita recoleta, pequeñica y muy apañada, a
Lorenzo le había gustado de siempre. No puso objeción Dorita y esta
fue la elegida.
El pan por las nubes

El pan por las nubes

El gobierno de Carlos III, algo beligerante en los territorios de


fuera de España con sus guerras contra prusianos e ingleses, se
mostraba cauto en el interior y con deseos de paz mantenida. Pero
algo no cuajaba entre los madrileños, que aunque la paz era buena,
más lo era tener el estómago lleno.
Por eso se decían unos a otros, bien que se les obligara a limpiar
sus casas y a ponerles pozos negros, también que les ordenaran
poner candiles en las entradas, que se cuidaran de echar orines y que
emplearan sus dineros en empedrar la parte de sus fachadas
encareciendo en todo los alquileres y propiedades, que aquí todos
apoquinaban. Pero lo de la subida del pan era cosa bien distinta
porque sin pan no se comía y cuando duele el buche no hay razones.
El pueblo, ese que comía tocino con pan y se alimentaba de vino,
no tenía nada que llevarse a la boca. Y mira que era extraño en
época de la Ilustración, pero a todo no podía acudir don Carlos,
prefiriendo primero lavarles y adecentarles, que la olla ya se llenaría
más tarde de manjares.
Pero que no. Que de manjares nada porque las cosechas tuvieron
años muy malos y nada producían y los campesinos se
impacientaban y los de la capital más.
Si al llegar Carlos III al reino la pieza de dos libras de pan costaba
veinticinco maravedís, en los tiempos actuales se acercaba a los
cuarenta y ocho. Subidas similares tuvieron el aceite y el tocino, es
decir, el alimento de los españoles, que no más veían la ruina y el
hambre al contarse los reales de los bolsillos.
Así las cosas, los madrileños esperaban. No todos, porque ya
habían aparecido pasquines en sitios muy diversos alentando a la
revolución. En ellos se decía con mucho salero que Carlos III por ser
español y madrileño era muy querido pero que sus ministros no,
porque la mayoría eran italianos y barrían para ellos.
Este rechazo a lo extranjero, que ya venía muy de atrás, se hizo
fuerte en este siglo tan influido por las modas, que si ahora todo lo
bueno era de París o que ahora lo mejor era de Londres. Cierto era
que las ideas de Sabatini habían embellecido y saneado la corte y
contra él no había mucho recelo, pero sí que lo había, ciertamente,
contra el marqués de Esquilache que hasta el nombre tenía raro y
sonaba a «esquilmar».
Se hizo muy popular este ministro, acaparador de carteras
gubernativas, influyente en las ideas del rey y muy laborioso en todo
lo que se refería a mover dinero. Tanto lo era que en su casa entraba
tan libremente como lo fabricaba para la corona o eso era lo que se
decía.
Había quien afirmaba en pasquines y sin ellos que don Leopoldo,
o sea, el Esquilache, reinaba más que el rey y si por reinar había que
buscar a alguien que reinaba mucho en Madrid mejor hablar de su
esposa, doña Pastora, siempre al acecho de favores para ella y sus
hijos.
Buena amiga se había agenciado Marina.

La segunda carta que recibió Marina de Valdivielso desde


Granada emponzoñó su estado de ánimo, ahora que iba menguando
su envidia al haber sido invitada a la próxima fiesta de los Esquilache
en su palacio de la calle de las Infantas. La cogió de improviso
porque en ese momento no pensaba más que en lo que habría de
ponerse, dudosa de las modas imperantes ya que había estado fuera
de los círculos sociales a causa del nacimiento de Valentín, más de un
año. ¡Que se decía pronto!
Se sentó sobre la cama en donde estaban expuestos todos los
trajes (de hechuras diferentes, unos apretados y otros abullonados),
con sus tontillos de diversos materiales y medidas. También los
zapatos y esas medias finísimas de colores vivos que tanto le
alegraban el ánimo. Ay, qué contratiempo. Con las prisas que llevaba
y ahora tenía que pararlo todo para leer la carta.
Abrió los papeles que despedían algo de aroma rico, como de
jazmín y leyó:

Querida Marina:
Escribo esta para comunicarle una nueva que me hace muy
feliz. Ayer nos casamos Lorenzo y yo en una ceremonia sencilla y
muy privada, como es propio de nuestro carácter. Fue en una
ermitilla que dedican a san Cecilio y luego lo celebramos
caminando hacia la Alhambra donde él trabaja ahora y dejé mi
ramo entre los leones moros de una fuente como símbolo de
agradecimiento a esta tierra que me ha dado al que es ya mi
marido. Guardaré siempre en mi memoria esos felinos de mármol,
sobre todo el que guardó las flores, que por lo que me dijeron
tiene nombre, aunque lo he olvidado. Yo los conté y di por bueno
que sería el número cuatro. Porque ha de saber, vuesa merced,
que son hasta doce y cada uno a cual más bonito. ¡Cuántos
amores ocultos se han debido guardar esas piedras legendarias!
Le cuento todo esto para que sepa que soy feliz. No envié
invitación de boda porque todo fue precipitado y bien sé lo que
le gusta a vuesa merced prepararlo todo con detalle.
¿Cómo está mi Valentín?
Ruego que me conteste mandándome nuevas de él y de su
persona, que ardo en deseos de saber cómo les va ya que vuesa
merced no se acordó de responderme a mi primera carta. Y, claro,
ando sin saber lo que sucede con sus vidas.
Sin otro particular, su amiga,
DORA

Marina sudaba al leer esa carta indigna que a ella le supo a


reproche o a venganza.
—¡Poca vergüenza! —se decía para sí tomando el abanico y
aireándose—. Dándoselas de feliz, de mujer de su casa y honesta,
que ahora tiene un apellido... «de Elvira», nada menos, me lo
restriega bien restregado la muy ingrata. ¡Ay, qué sofoco!
Se abanicaba, sí, se abanicaba y con esos movimientos recordaba
el lenguaje del abanico que utilizaban ambas para salir de sus
extravagantes encuentros con sus amantes.
—Qué bajo he caído. Viuda y con un hijo sin padre. Sin cintura y
sin amigos.
Porque a la de Uceda no se la encontraba ni poniéndole
cascabeles. Qué desgracia. Desamparada por su amiga y azapata.
¿Cómo? ¿Por quién? ¡Por su criada! Que eso era a fin de cuentas.
Marina se echó a llorar sobre los vestidos. Y sus lágrimas mojaron
las sedas dejando motas irreparables.
—¡Hala! Encima esto. ¡Ojalá que te echen una maldición las
gitanas del Sacromonte, malagradecida!
Estuvo gimiendo una hora más y después, al tocar las campanas
de la iglesia de San José que estaba muy cerca, se acordó de la hora
y se dijo: «¡La fiesta!»
Volviéndose muy viva y procurando ponerse ella misma los
tontillos se le olvidó el lunar en la mejilla, pero el descuido no tuvo
importancia y nadie se lo reprochó.

Que se sepa, las fiestas del Corpus en Granada se venían


celebrando ya desde el siglo XIII, pero sería con la llegada de los
Reyes Católicos y su interés por hacer a la ciudad la más católica del
orbe, cuando se convirtieron en medio de expresión, esto es, de
decir que Granada era cristianísima y que en ella no quedaba ya
rasgo de morería, amén de que los reyes Isabel y Fernando
demostraban, finalmente, su poder político y religioso.
p p y g
Recuerdan por ahí que la Católica dijo: «La fiesta ha de ser tal y
tan grande la alegría y contentamiento, que parezcáis locos.»
Y tomaron buena cuenta de ello porque desde entonces el
Corpus se esperaba por toda clase de personas, los muy devotos por
preservar su dogma y los impíos por echarse a la calle y disfrutar de
la francachela.
Las calles de Granada se volvían una sola de tanta gente que iba y
venía, se saludaban incluso al cruzarse los que no se conocían,
inclinando los sombreros o sacudiendo los abanicos. Todos parecían
bien contentos, gozosos del esparcimiento pues siempre era bueno
tener motivo de fiesta hubiera comida o no que llevarse a la boca. Y
no era tontería porque en los puestos callejeros o en las tabernas
siempre se afanaba algo, aunque fuera lo sobrante.
Todo ello lo veía con observancia novedosa Dorita, asomada al
balcón de su palacete y que daba a la plaza de Bib-Rambla, uno de
los espacios mejor adornados de la ciudad cuando llegaba la fiesta.
Porque si había en estos días esparcimiento de lo pagano, lo piadoso
lo superaba, y como los parroquianos no sabían ni leer ni escribir,
necesario era hacerles conocer las maravillas de las Escrituras y de la
vida de los santos. Si en otros tiempos se esculpían figuras, capiteles
o canecillos en las iglesias para que los beatos fueran a rezar y de
paso a conocer con las imágenes lo que le pasó a Daniel con un
león, en estos tiempos de festividad en los que nos hallamos se
usaban de los monumentos efímeros, esto es, de papel o de cartón a
lo sumo, que eran endebles, sí, pero bellísimos y con un arte que a
todos gustaban.
Estos monumentos de materiales fugaces, debiluchos y enemigos
de la lluvia se usaban para las festividades fueran religiosas o no.
Para la llegada del rey Carlos y su proclamación ya ha quedado dicho
los arcos que se levantaron en todas las ciudades españolas y todos
fueron del agrado del monarca.
Resultaban más económicos por ser de materiales corrientes pero
muy maleables, que ellos a todo se prestaban pues lo mismo
ilustraban una boda que una procesión.
Vamos, que era como coger el catecismo y ponerlo sobre los
monumentos que los feligreses pasaban y miraban, algunos se
santiguaban sabiendo que en ellos estaba representado el
mismísimo Jesucristo. Otros, los que menos, valoraban el aspecto
artístico, siendo encomendados dichos monumentos a maestros de
la ciudad, dándoles la oportunidad de estrenarse o de demostrar que
eran buenos pintores o arquitectos.
Toda Granada se tomaba por un ejemplo de cristiandad. Y como
el calor apremiaba, raro si era lo contrario, se ponían toldillos en
todas las calles por donde pasaba la Custodia que a todos los
efectos era como ponerle un palio. También se tenían en cuenta los
pies de los feligreses para que no se escocieran y así se cubría el
suelo con pétalos de flores y de ramas aromáticas, la que más
agradaba era la juncia por ser de la vega cercana y oler muy bien. O
sea, alfombradas se quedaban las calles.
A todo esto se sumaban los altarcillos que en cada rincón
aparecían, con sus velicas y todo, siempre encendidas. También las
telas que colgaban de los balcones, suntuosas a más no poder, que
ya se había dicho por parte de las autoridades desde años antes que
no se hiciera notorio el sacar brocados, ni oro ni plata ni sedas, pero
que nada. Todo era poco para celebrar una fiesta tan señalada como
el Corpus.
También ocurría que los monumentos y sus altares se costeaban
por diferentes gremios ciudadanos y cada año, dependiendo de su
dinero y gusto, se tenían fábricas muy refinadas o espantosos
armatostes.
—Todavía recuerdo, señora, el año que representaron el
mismísimo paraíso. Plantaron árboles de papel o de cartón, que no
sé muy bien de qué eran pero parecían que crecían y llegaban más
altos que los tejados de las casas. Trajeron animales y pusieron
artilugios de agua simulando fuentes. En cada pared del monumento
se veían imágenes de las Sagradas Escrituras y todo era tan real que
solo faltaba la serpiente y la manzana.
Estas palabras eran de doña Josefa, que había salido al balcón a
presenciar las idas y venidas de los granadinos, atravesando la plaza
de Bib-Rambla, aprovechando que su señora también lo hacía.
Era el ama de edad adecuada, sin demasiadas arrugas, solo las de
la experiencia. Estas se tapaban algo por los volantes de la escofieta
que le ocultaba el pelo y parte de la frente pero dejaba visibles los
ojos, azules y muy luminosos. Inspiraba sosiego, que bien que le
hacía falta a Dora viéndose fuera de sus amistades y recién casada,
con nueva vida que afrontar y responsabilidades que antes no
conociera. Por eso valoraba muy favorablemente tener a su lado una
mujer que pudiera pasar por madre, sin serlo, pues no la tuvo.
—Es bella esta plaza —exclamaba Dorita—. Muy animada y con
recios edificios.
—Cierto, señora. ¿Ve vuesa merced ese abalconado que hay a la
derecha? Lo llaman la Casa de los Miradores. La diseñó un artista
muy fecundo y que según creo es de su tierra, de Burgos, llamado
Diego de Siloé. Lo sé porque en Granada se le tiene mucho aprecio
y, además, he tenido la fortuna de ser ama de varios artistas y de
ellos siempre se aprende. A él le debemos nuestra bella catedral y el
Monasterio de los Jerónimos, que es otra belleza.
Dora asentía, qué recuerdos le traía hablar de ese arquitecto y
escultor, también conocido en su Burgos natal.
—¡Ah, qué casualidad! Bien que he leído de él y de sus trabajos,
algunos en la propia catedral de Burgos y en pueblos cercanos.
Cuando era jovencita viví en un pueblo llamado Santa María del
Campo y a su iglesia fui a rezar muchas veces, bella torre tiene
gracias a Diego de Siloé.
—Pues, ¿ve vuesa merced los dos arcos que a cada lado de la
Casa de los Miradores se abren? —continuaba el ama con ganas de
enseñarle la ciudad—. El de la derecha es el arco de las Cucharas. Si
quiere llegar a los mercados que tras esta plaza se encuentran ha de
atravesarlo, hay carnicerías y tiendas de buen género.
—¿Y el otro arco?
—El arco que ve, vuesa merced, ahora semitapado por el gran
monumento del Corpus es una puerta árabe. No se engañe señora
porque parezca mezquina desde aquí, ya que al atravesarla, como es
en recodo, llegará a una cara muy bonita y bien grande, casi de alta
como las casas. Esta puerta se ha llamado de muchas maneras, del
Arenal, de Bibarrambla...pero aquí, en Graná, la llaman puerta de las
Orejas.
Dora disimuló la risa por no lastimar los sentimientos del ama,
que siendo granadina no vería con buenos ojos el desaire.
—¿Y ese nombre? ¿Pues orejas tiene?
—Las tuvo, señora. Pero cuando era árabe, pues los moros tienen
por costumbre castigar a los ladrones con el ojo por ojo. Y mano que
atenta contra la ley la cercenan, lo mismo que los que oyen mal o
más de la cuenta. Así pienso yo que lo que colgaba de esa puerta
eran más orejas que otras cosas porque si no la llamarían puerta de
los pies o de los brazos, pero no es así.
—¡Jesús! Qué espanto.
—Lo es, pero nosotras no comprendemos lo que hubo hace
tantos siglos, aunque en las calles quede lo hecho en sus propios
nombres. Yo, sinceramente, prefiero llamarla de Bib-Rambla.
—¿Y a la izquierda de la plaza?
—Ya conoció, vuesa merced, la Alcaicería, que ahora es cristiana
pero en otros tiempos tuvo también tiendecillas como las del África.
Estamos en sitio privilegiado, señora mía, desde aquí oímos las
campanas de la catedral, que si no fuera porque no tenemos terraza
veríamos su alta torre tal que así de cerca. Aquí será, vuesa merced,
feliz y tendrá muchos hijos, que esas cosas se saben solo con ver a la
señora y al señor Lorenzo.
Dora se ruborizó y cambió la vista para seguir las idas y venidas
de los viandantes, como un teatrillo representándose a sus pies.
En esto que vio a un hombre que se aproximaba a la fachada de
la casa e inclinaba su cabeza.
—Doña Josefa... ¿es costumbre en Granada que un hombre
salude a una mujer asomada al balcón?
El ama fue discreta.
—No, salvo que se hayan presentado antes. ¿Se refiere vuesa
merced a ese caballero con aire extranjero?
Dora asintió y, por no quedar como ignorante o por lo menos por
descortés, inclinó su cabeza aunque muy cautelosa.
Era el hombre que ahora se inclinaba un caballero alto y de buen
porte. Vestía a la manera del Nuevo Mundo, ricamente pero discreto.
La barba y una casaca de cuello le ocultaban parte del rostro
dejando a la vista, sin embargo, las piernas bien torneadas, sin
necesidad de tacones.
Una vez que saludó dio media vuelta y se marchó apoyándose en
un bastón. Se marchó el elegante dejando a Dora dueña de un
misterio.
«Con un rey basta»

«Con un rey basta»

En la Nochebuena de 1734, como ya es sabido entre los


historiadores, tuvo lugar el pavoroso incendio del entonces alcázar
de Madrid. No hubo víctimas reales porque el rey Felipe y su familia
se encontraban entonces en el Real Sitio de El Pardo. Fortuna fue esa
porque de haber permanecido en la capital y habiéndose propagado
el incendio habrían tenido que salir por las ventanas, arrojados no
más, igual que salvaron las pinturas y otros objetos valiosos.
Las llamas arrasaron con todo, esto es, que se fundieron hasta las
soperas de plata, porque cuando acabó el incidente nada se vio más
que cenizas.
Muy pronto Felipe V dio la orden de levantar un nuevo palacio, al
estilo europeo y quizás afrancesado, como a él le gustaba, habida
cuenta de los Versalles que se habían hecho en La Granja y en
Aranjuez. Y la encomienda se ofreció a Filippo Juvara que tuvo la
mala suerte de morirse pronto asumiendo su labor Juan Bautista
Sachetti. El cometido, por ser mayúsculo, agotó también al segundo
italiano y a la llegada de Carlos III se delegó en Sabatini, sí, sí,
Sabatini, la ejecución de las obras.
Y digo así, afirmando, que pasó a manos de este arquitecto
impecable y único en su entorno porque parece mentira que pudiera
levantar tantos edificios, puertas o arreglar una ciudad
alcantarillándola, si venía el caso. Vamos, que tanto le daba un roto
que un descosido, como dirían las madres. Y con acierto sería la
observación. Porque Sabatini colaboró tanto o más que don Carlos
en la modernización de Madrid.
Se encontró el arquitecto con un palacio ya avanzado, no del
gusto completo de Carlos III, porque a este el que realmente le
gustaba era el que levantó en Caserta cuando era rey de las Sicilias.
Qué fatalidad que el palacio que fuera de su gusto no lo viera
terminar, pues se vino a España y el de aquí, que terminado casi
estaba, no le gustaba.
Lo primerito que le llamó la atención es que no era tan grande
como debiera porque tenía unos ciento cincuenta metros de lado y
comparado con el de Caserta era una monería. Pero, claro, en el
cerro donde se levantó, que era el del antiguo Alcázar, tampoco
había terreno donde poder extenderse debido al barranco que
descendía hacia el río Manzanares.
Y como el palacio era residencia real habría de contener no solo a
la familia regia sino a toda su corte: nobles y damas con sus propios
criados, empleados varios que alimentaban, limpiaban y se cuidaban
de los demás menesteres. También era necesaria un ala palaciega de
verano y ala de invierno, todo lo cual llevó al segundo arquitecto
Sachetti a diseñar un palacio en vertical con seis pisos, contados
desde el nivel de la plazuela y ocho pisos por el lado norte.
Qué despropósito, dijeron algunos. Pero no había más. También
criticaron que el palacio se entendiera como un edificio cuadrado
con un gran patio central para entrada de carrozas y levantó sus
muros tan gruesos que parecían más murallas que paredes.
Diferente al de Caserta, cierto era, pero todo eso podría
sacrificarse, no sin embargo lo que vieron los ojos de don Carlos al
llegar a sus puertas y mirar hacia arriba, que aunque iba de visita
para ver las obras no pudo evitar los comentarios.
—¿Qué es eso que hay arriba de la fachada? —preguntó el
monarca.
—Estatuas, majestad. De otros reyes.
Y es que allí todo tenía su aquel, que era como decir su
simbología, sus columnas, sus escaleras de interior, cosas que
representaban y alababan la grandeza del rey que viviera dentro y de
toda la familia Borbón. Para ello, el benedictino fray Martín
Sarmiento había dado la idea de recrear con estatuas a todos los
reyes godos hasta el actual, que irían destinadas a la balaustrada
superior del edificio. También había reyes aludiendo a regiones muy
queridas, como Castilla, Navarra, Galicia, México o Perú. Sin olvidar
que era moda en aquellos tiempos comparar a don Carlos con los
reyes de la Roma clásica y también se atendió a simbolizarlos,
quedando pues una fachada con estatuas por todas partes, sobre
todo en el tejado.
El rey reflexionó unos instantes con sus manos agarradas tras sus
partes traseras, como a él le gustaba pasear por el campo cuando no
cazaba. De tanto levantar la cabeza para ver a las estatuas se
lastimaba la nuca.
—Que las quiten. Que en palacio con un rey basta.
No hubo manera de convencer al monarca de que estaría mejor
acompañado con tanto rey en los tejados y correspondió a Sabatini
aflojar el barroquismo de sus detalles para convertir el palacio en
una morada más moderna y más sencilla como imperaba en los
nuevos estilos arquitectónicos.
El italiano quiso, además, complacer a don Carlos proponiendo
una ampliación del palacio con cuatro nuevos patios que le darían
amplitud y un acercamiento a lo que era el palacio de Caserta. Pero
que no, que este palacio tenía mal de ojo y sea como fuera no pudo
llevarse a cabo el dicho proyecto.
El palacio quedó como estaba y Carlos III fue a vivir en él, pero
eso sería más tarde, el 1 de diciembre de 1764 para más señas.

Los encuentros con la familia Esquilache se convirtieron en


asiduos dada la cercanía de las casas y por eso Marina dejó de tener
remordimientos de no escribir a Dora porque nunca había sido mujer
de pluma y tintero y además, claro, tiempo no tenía para sentarse y
hacerlo, teniendo en cuenta que iba de fiesta en fiesta y eso agotaba
a cualquiera.
Doña Pastora la tomó como su protegida, quizá sacó de ella un
instinto maternal que decía debía tener a razón de todos los hijos
que se le atribuían y nacían de su vientre sin saber quién era el
padre, malas lenguas que iban por ahí emponzoñando la honra de
una mujer guapa y todavía joven y que sabía manejarse muy bien en
la corte. O eso, o es que Marina la miraba muy bien ya que la
ayudaba a introducirse en la sociedad más regia.
Pero no había que confiar. Doña Pastora estaba siempre en boca
de cualquiera, fuera el corrillo compuesto por ministros o por
trajineros de vino. Nadie la quería, quizá por ser mujer e inteligente o
porque, eso sí, nadie lo negaba, tenía dotes para las intrigas.
Sus fiestas eran conocidas en todo Madrid en donde se sacaban
las viandas igualicas que las que tenía el rey en palacio, qué digo,
mucho mejores, porque Carlos III era soso hasta en el comer, que
eso ya lo dijimos.
Muchas noches salía Marina de su casa con vestido de fiesta, es
decir, a lo francés, y con capa que lo tapara porque nadie se
arriesgaba en esos días a salir cubierta de sedas dando notoriedad.
Alquilaba algún simón, pero de los de lujo para tal efecto,
asegurándose de no hallar piojos en sus asientos, no fuera que al
cruzar los pocos metros que de su casa la separaban del palacio en
donde vivían los Esquilache se contagiara de miserias.
Detrás del coche, los lacayos portaban hachas de fuego, que no
eran herramienta violenta sino de estopa hilada impregnada en pez y
cuya mecha iluminaba cada paso de la marquesa. Así protegida y
con escolta, bajaba la madama y se introducía en la casa del ministro
conociéndola ya los criados.
En las fiestas de doña Pastora se daba lo mejor y más moderno.
Porque gracias a que don Leopoldo acaparaba carteras ministeriales
a él le llegaban todas las noticias, así como conocimiento de dónde
encontrar lo exquisito de lo cual se aprovechaba su esposa con gran
contento.
De todas esas confidencias las que más le gustaban eran las que
le propiciaban negocios. Tacaña era, no había que negarlo, pero con
gran visión de futuro. A su marido le tentaban también sus
trapicheos siendo este más cauteloso, pues detestaba decepcionar al
rey y en definitiva podía considerársele ministro austero y muy cabal.
Esto es, que el único defecto que se le pudo sacar pasado el tiempo
no fue otro que el de no saber juzgar a las personas, que los
españoles no somos italianos ni de lejos.
Llegada la cena se reunieron alrededor de la mesa, de la gran
mesa, pues era grande de veras, un simpar de petimetres o
currutacos como dirían los castizos madrileños, bien separados entre
sí para no robarse los espacios, porque si un currutaco se sentaba al
lado del otro, aun siendo hombre y no llevar tontillos, necesitaba
lugar donde poner sus abultadas pelucas o sus frondosas mangas.
Así era corriente ver que los petimetres subían sus manos llamando
la atención de los criados que llegaban corriendo a introducirles
capuchones en las muñecas para proteger sus grandes mangas de
volantes, no fuera que se las mancharan con la salsa de los capones.
Antes de servir los vinos de uva de malvasía que eran los que más
gustaban a la Esquilache, avisaba la madama que la comida era
original, esto es, que de allí saldrían los invitados hablando de una
novedad que sería éxito en toda España.
Se le ocurrió a la marquesa ofrecer una comida con productos del
vulgo, nada de criadillas ni de langostas, pero que elaborados con la
gracia de sus cocineros se convertirían en exquisiteces.
Todos aplaudieron muy contentos hasta que sacaron las bandejas
de ensalada roja, es decir, de tomates, lo que extrañó porque en esos
tiempos era costumbre tomarlos muy triturados, en salsa, pero
nunca en trozos. A esto le siguieron dos bandejas más con patatas
asadas y entonces las miradas se cruzaron.
«¿Cree, esta señora, que somos cerdos? —se preguntaban
algunos—. Porque si comida de cerdos nos da es que así nos
considera.»
Pero ante la fealdad de esos tubérculos de figurillas diversas, que
no se sabía si eran caras deformes o excrementos de alguna bestia,
hubo quien arriesgó y abriendo la «castaña de Indias» y oler el
apetitoso aroma y su cremoso tacto se lanzó a probarla con una
seductora salsa agridulce.
Todos quedaron muy sorprendidos de los sencillos manjares, que
estaban bien ricos, que quién se lo iba a imaginar de esos productos
que trajera Colón y que a nadie interesaban, si acaso a los pobres
que nada tenían para comer y le robaban su condumio a los
animales.
Terminada la velada entre risas inspiradas por la excitación de lo
novedoso, les invitaron a pasar a una salita que era la del café. Por
ser el día de extravagancias no se ofreció chocolate, se alentó a usar
la semilla del cafeto que era beneficiosa por varios motivos, ayudaba
a digerir los alimentos e impedía dormir en demasía procurando que
el cuerpo se mantuviera joven y no ensanchara de la falta de
ejercicio.
Doña Pastora lo tomó con terroncillos de Holanda, que le placía
darse un capricho, e invitó a Marina a probarlo.
—Luego, señoras mías, pasaremos a beber zumos de nieve;
termina el verano, sí, pero este Madrid en donde no corre el aire
guarda los calores y nos vendrá bien atemperarnos. Un capricho
infantil que no hace daño a nadie ¿no les parece?...pues niños somos
todos nosotros.
Niños, decía la marquesa de Esquilache. Ay, niños...
«Por Dios que hace más de dos semanas que no voy a ver a
Valentín —pensaba la marquesita de Valdivielso—. Bueno, lo haré la
semana que viene... cuando tenga tiempo.»

—Doña Josefa... ¿no llegó ninguna carta para mí?


—No, señora. Ninguna. ¿Espera noticias?
Dora se lamentaba asomada al balcón y se preguntaba qué había
hecho para que Marina de Valdivielso no le enviara algunas letras
contándole nuevas de su pequeño Valentín, a quien añoraba.
—Debería salir más, señora mía. Si lo desea dejo las labores por
un rato y vamos a dar un paseo. Que iniciándose el otoño Granada
es muy bella.
La madamita suspiraba, estaba aburrida por demás, tenía el
cuerpo en cien sitios y en ninguno.
—Ande, no se lo piense vuesa merced, que en Madrid no hay
castillos y yo le voy a enseñar uno, bueno, o lo que queda de él
mientras lo están convirtiendo en cuartel para soldados. Y luego le
enseño, señora mía, las explanadas más bonicas de toda España. ¿Se
ríe? ¿Cree que lo mejor es el paseo del Prado? Pues ya me lo dirá
después de pasear por el Salón y por la Bomba... ¿Se ríe de nuevo?
¡Es que aquí tenemos un salón bien grande para todos los
granadinos y no es precisamente el de nuestras casas! Alquilemos un
coche y vayamos viéndolo todo destapadas, que hoy no llueve.
Esta mujer era muy lianta y con tanto ánimo que a Dora le hacía
mudar la zozobra en un tris.
—¡Pues venga!
Salieron ambas mujeres convencidas de pasarse una buena tarde
de acá para allá con el propósito de dejar aparcados los mandados,
es decir, las obligaciones, y darse un respiro porque falta bien les
hacía a ambas al ser mujeres hacendosas.
El coche descubierto las llevó por las plazas más extensas de la
ciudad habida cuenta de que por las calles estrechas, que muchas
había, era imposible transitar con un simón. Así las cosas pasaron
cerca del antiguo castillo de Bibataubín, que nombrara doña Josefa y
al que iba a jugar de niña.
—Fíjese, vuesa merced, que estas ruinas que ahora arreglan para
cuartel antes eran imponentes. Dicen que los Reyes Católicos
viéndolo tan recio quisieron restaurarlo y parece que lo hicieron,
pero luego los demás reyes lo dejaron morir sin darle ocupación.
Recuerdo que allá por 1718, cuando yo era muy chica, todo este
espacio estaba arruinado y su foso lleno de basuras pero claro, como
profundo era y sin señalizar, a él se caían los borrachos y algún que
otro atolondrado. Fue el caso que jugando aquí de niña con mi
primo que era más mozo que yo cayó en el foso y de él no salió.
¡Qué desgracia, señora! Lo llevo clavado en la memoria. Pero
realmente lo que más influyó en los regentes fue que en el foso
también caían los coches de la nobleza, sobre todo por la noche, con
tan poca luz. Y eso, señora mía, fue lo que impulsó a que, con el
tiempo, el rey Felipe V tomara cartas en el asunto. Taparon el foso
con cascajo del propio castillo porque como estaba en ruinas había
piedras para dar y tomar. Y luego, con el tiempo, no hace mucho se
supo que lo destinaban a cuartel. De él ahora queda muy poco, salvo
esta torre que ya no es torre ni nada. No quedan ni las murallas que
a él estaban pegadas y la puerta que se llamaba igual, de Bibataubín,
ahí está, que es una sombra de lo que fue en tiempos de la morería,
porque ahora es un agujero con piedras encima y no diría yo que se
nos cayeran sobre las cabezas si pasamos por debajo. Así que vamos
a ver los paseos del río Genil que en ellos hay extensión y fuentes
que lo adornan.
A la orden de la criada el cochero aceleró el paso y fue camino
del río, el otro, que estaba a las afueras. Allí les esperaban las
alamedas con sus árboles bien altos que a esas alturas de año
echaban la hoja por ser otoño y pavimentaban la avenida de ocre y
amarillo.
—Esto es mucho más bonico en primavera... —acertó a decir
doña Josefa—. Pero pronto llegará y podrá pasear, vuesa merced,
con don Lorenzo o quizá no dentro de mucho de la mano de algún
rapacillo.
Dora se ruborizó dado que todos sabemos cómo se fabrica el
dicho rapacillo y porque eso, en la imaginación ajena, le retraía. Pero
con todo, después de sacarse los pudores, se rio y ambas siguieron
hablando hasta que un viento del norte les arrebató las capas que
llevaban puestas y tuvieron miedo de perder las escofietas que
ambas llevaban cubriendo los cabellos. Al tiempo se oyó un trueno
bien grande y luego relumbró un relámpago en mitad del inmenso
cielo granadino llevándose en círculos muy originales las hojas
caídas de los álamos que eran como corazoncillos plateados.
—¡Volvamos! —rogó Dorita—. Que empieza la tormenta.
—Sí, señora, que las sorpresivas son las peores.
El cochero intentó dar un giro pero el caballo se puso terco y al
oírse la segunda tronada se espantó y salió desbocado como un
galgo pero sin saber dónde tenía la meta. Las mujeres gritaron y se
agarraron entre sí, sin saber si terminarían remojadas en el Genil o
arrastradas hasta el puente Romano que no era romano ni nada.
Mucho miedo pasaron las féminas hasta que fueron distraídas
por un jinete que salió de donde nadie supo montado en un alazano
muy garboso y que no se espantaba de los retumbos.
El caballero con agilidad, pues se le veía diestro, consiguió retraer
las bridas del caballo que dirigía el coche y con su fuerza, bien
demostrada, paró con un «sooo» bien largo y rotundo al caballo
desbocado. Es decir, que el desconocido salió expresamente a
salvaguardar a las madamas como si aquello fuera novelilla de
aventuras de las que se leían sobre los estrados y que nadie
imaginaba que llegaran a ser verdad. Pero aquí lo fue y Dorita se
quedó con la boca abierta, mucho más cuando pudo ver, tras el gran
susto, que el caballero que les había ayudado era el que la saludara
mientras estaba asomada al balcón el día del Corpus, o sea, el
extranjero.
—¡Ave María Purísima! —se santiguó la beata que llevaba dentro
—. Pero si es ese hombre...
El americano, o aquel que lo parecía, se tocó el sombrero algo
mojado por la incipiente lluvia con gestos elegantes para dar a
entender que le había placido ayudarlas y dando media vuelta, claro,
con cabriola, porque si no el efecto no era el mismo, se marchó.
Quedaron las mujeres con baba en toda la boca, que si no lo
veían no lo creían. Pero el cochero alertó que los nubarrones se
cernían y dirigieron el simón hacia la plaza de Bib-Rambla a
resguardarse.
«Los españoles no quieren ni sufren forasteros»

«Los españoles no quieren ni sufren forasteros»

Hacía tiempo que don Carlos no comía con su madre, la reina


Isabel de Farnesio, y como esta se encontraba algo más espabilada
que en los días pasados, procuró darle conversación entendiendo
que poco le quedaba ya, por su ancianidad acusada.
Pero la reina madre, encegada y todo por las cataratas, tenía el
genio muy vivo y la cabeza entera, lo que obligó a don Carlos a dar
por aceptados algunos consejos que le diera la vieja dama, sin que
por ello fueran ignorados porque doña Isabel razonaba como el que
más.
Bebía el monarca hasta el ras del escudo real que todos los vasos
tenían porque a él le gustaba hacerlo en dos veces, el primer sorbo
hasta dicha parte y el segundo de un trago, esto es, con la misma
regularidad que hiciera todas las cosas de su vida. Pero no dejaba de
oír a la anciana que parloteaba en italiano y otras veces en español
amén de algún suspiro en francés.
—Mira, Carletto, has de cuidarte de lo que está pasando en estos
días. Me dicen que el pueblo está inquieto, que cuelgan pasquines
alentando contra los extranjeros. Y somos muchos así, habida cuenta
de que tus ministerios tienen mayoría de italianos que son los que
están ordenando medidas, justas desde luego, pero que cambian la
vida de estos miserables y a ella se han acostumbrado, por lo tanto
aunque les des vino y oro también les sabrá mal. Por otro lado
tampoco les falta razón, que dicen que tienes un ministro, no digo
cuál porque tú y yo nos entendemos, al que odian como al demonio.
Quizá demonio sea, ahora que lo pienso. Es laborioso, sí, y tú le
tienes aprecio, pero... ¡Caramba! Es que parece más rey que tú.
Considéralo, Carletto.
El rey se limpiaba la comisura de sus labios con servilleta bordada,
primero el lado derecho y luego el izquierdo. Luego pensaba, que
inmutable parecía.
—¿Es Esquilache?
La reina, ciega y todo, movía los ojos con mohínes.
—¿No ha apoyado siempre mis intenciones de ilustrar al pueblo?
¿No ha sido, madre, la persona que más ayudó a Sabatini en los
cambios de la ciudad? ¿No ha establecido órdenes para la vagancia y
la seguridad del pueblo? ¿Acaso les ha pedido impuestos a los
españoles para hacer esto y más? ¿Y no ha cuidado de los enfermos
y de los huérfanos intentando evitar la mendicidad?
La reina seguía con los mohínes.
—Sí, hijo sí, mi rey. Esquilache ha hecho cosas muy buenas, pero
el que parte y reparte se queda con lo mejor. Y yo ahora te pregunto:
¿No tiene la familia Esquilache un palacio con todas las comodidades
de un rey? ¿Su esposa, la Paternó, no ofrece las mejores fiestas? ¿Y
sus hijos... no tienen los mejores puestos en el ejército y en la
administración? Esquilache acapara, abusa y eso lo lamentarás.
El rey pensaba.
—Vamos, que hasta dicen que te encamas con doña Pastora.
A don Carlos le dio la risa.
—Bella mujer es, sin duda, pero el pueblo ya me conoce... ¿acaso
me conocéis, vos, madre mía? Tened paciencia. Yo confío en
Esquilache, me sirvió bien en Italia. Aquí habrá de hacer lo mismo.
Respeto la fidelidad y la recompenso.
—¿Y si se equivoca? Mucho riesgo es dejarlo todo a un solo
hombre.
El monarca suspiraba.
—Habremos de actuar entonces, pero mientras tanto no
alarmemos. Las cosas van bien. El enemigo no es Esquilache, es la
pobreza y el malentendimiento. Lo es el atraso de los pueblos y en
esto estamos, en cambiarlo todo.
—Dios te oiga, querido. Pero mientras confío en ti, no te
molestará que mis confidentes vigilen bien a esos arlequineros que
danzan a tu alrededor.
Fue en esos tiempos en los que Carlos III recibiera el aviso de su
amigo Bernardo Tanucci con el que se carteaba. «Los españoles no
quieren ni sufren héroes ni forasteros», le decía. Gran aviso el suyo.

La vida de Lorenzo y Dora no era diferente a la de los recién


casados aunque ya no lo fueran, pues meses habían transcurrido y
no había señales de que la providencia les dispensara con un retoño,
un heredero o heredera que hiciera sus días más felices.
La madamita se impacientaba y su estado de ánimo estaba en
punta porque desde aquel incidente en que fue rescatada por un
desconocido a orillas del Genil, vamos, por el extranjero, le estaban
pasando cosas muy extrañas, que le parecía que la vigilaban, que
alguien, quizás él u otro, la seguía a donde iba, fuera al convento o al
mercado.
No quiso compartir sus cuitas con Lorenzo por no preocuparle
aunque mal hizo cuando recapacitó. Y como todo se sabe, que antes
se coge a un mentiroso que a un paticojo, resultó que en saliendo
por la puerta, un día de principios de 1764 ambos se sobresaltaron,
sí, que los dos se dieron cuenta de que respingaron al tiempo pero
ninguno quería dar su brazo a torcer y decir lo que le pasaba.
—Vamos por esta calle, querida mía. Que allí coloca el puesto la
pavera y quieras que no siempre hay excrementos de las aves.
Y esto lo decía Lorenzo porque vio una sombra sospechosa entre
los tenderetes de flores que había en la misma plaza y tuvo miedo,
aunque sin confesarlo.
—Pues yo prefiero ir por otra calle, que esa es muy estrecha y
huele mal... —se excusaba Dora sin saber a qué calle acudirían ni cuál
proponía ella solo por darse la vuelta y evitar acercarse al hombre
que le parecía el extranjero, el que aquel día la salvara del accidente
pero que se encontraba desde entonces en todas las esquinas.
—¿Nos volvemos a casa?
—Volvamos.
Entraron en el gabinete, muy apresurados, con los guantes aún
puestos y se quitaron las capas. Nada decían, se miraban y el uno
pensaba: «A esta le pasa algo», y la otra: «Qué raro que está», pero
ninguno desembuchaba sus zozobras y así se sentaron, mudos, en el
sofá.
Finalmente, Dora, cargada la conciencia de estar haciendo mal al
ocultar a su esposo un no sé qué que no se lo explicaba, dijo:
—Ay, marido mío, tengo que confesarte una cosa y quiero antes
pedirte perdón no sea que con ello te cause mal.
—¿Pues qué? ¿Qué has hecho?
—Yo nada, tenlo en cuenta. Que casta soy, bien lo sabes. Pero es
que desde el día del Corpus pasado me vengo encontrando con un
hombre que me saluda, se procura de mí y hasta creo que me
persigue.
Lorenzo se puso del color de la grana, quizá de ira, quizá de celos,
pero luego se explicó todo.
—¿Es ese hombre alto, barbado y con aspecto de extranjero?
—¡Por Dios que sí lo es!
Ay, que eso le ponía a Dora más nerviosa pensando que él se
había dado cuenta y podía creerse que llevaba cortejándola desde
hacía casi un año.
—¿Acaso lo conoces?
—No.
—Entonces...
Pues eso, que no sabía quién era, pero que a él también lo
vigilaba o lo perseguía según como se mirase, porque cuando bajaba
de la Alhambra, por la Cuesta de Gomérez, siempre estaba al acecho
y nunca se acercaba.
Vive Dios, que eso era para preocuparse y, sin embargo, Dora
parecía haberse llevado un chasco, pero sin manifestar miedo ni
tener al extranjero por bandido.
—Creo que es un hombre que viene a reclamarme algo de
cuando trabajé con el canónigo Juan de Flores. Por uno como él,
aunque menos refinado, tuve que salir de Granada. Pensé que la
causa ya estaría olvidada pero parece que no.
—Pero... ¿qué quiere ese hombre?
—Quizá dinero reclamado por otros.
Dora se amoscaba.
—Que no, que es muy fino y elegante. Lleva bastón y todo. ¿A
qué iba un extranjero a ofrecerse para amenazar a alguien si va
vestido como un señor?
Eso era cierto. Le desmontaba las suposiciones a Lorenzo que se
ofendía más.
—Doy por hecho que no es un cortejo tuyo porque me persigue
a mí también —aclaró el de Elvira.
Y Dora, agraviada, contestó:
—Y yo que no viene a ofenderme, pues me salvó de un accidente.
Caballero es.
—Entonces...
Pues eso, que nadie sabía, pero si las intenciones eran gratas, ¿a
qué ocultarse siempre y perseguirlos como asaltador?
A las dudas que planteaba el comportamiento de ese extraño,
loco o espía, que vete a saber lo que era el señor americano, se
añadió el requerimiento de Sánchez Sarabia obligando a Lorenzo a ir
a su despacho, que algo tenía que decirle.
El pintor lo recibió con amabilidad, lo que era común en él, por
tanto no había presunción de mal presagio.
—Señor de Elvira, gratos han sido vuestros esfuerzos en la labor
de catalogación, me habéis sido de gran ayuda y de tal modo lo he
manifestado a su majestad. Así pues, viendo que mi labor en estos
asuntos parece ya acabada, pues sustituido soy por el señor José de
Hermosilla, os dejo libre de volver a Madrid.
Lorenzo se quedó un tanto sorprendido, siendo él de Granada no
sabía si tomárselo a bien. Como dudaba continuó Sarabia:
—Podéis hablar de nuevo con la Academia de San Fernando o si
lo preferís os doy carta de presentación para algún arquitecto, como
vos queráis.
Pues no sabía lo que quería, la verdad.
Sánchez Sarabia le aconsejó intentarlo en la corte porque en
Granada ya se sabía que nada cambiaba para mejor sino para lo
contrario, y aunque ciudad de grandes artes era, los artistas se
morían de hambre. Por eso era mejor volver a Madrid.
—¿Qué os parece trabajar con Francesco Sabatini? No será
porque es hombre ocioso, necesitará de expertos como vos que
además sois versado en varias materias. Tened esta carta. A él podéis
presentaros.
Dicho y hecho. La tomó Lorenzo titubeante y salió del despacho.
Mucho pesar le sobrevino, no solo por tener que contar a Dora
que dejarían esa ciudad que ya empezaba a querer ella tanto como
él quería desde su natalicio, pero que además se iba con la sensación
de dejar a medio terminar su trabajo en la Alhambra. Pero así era.
Nadie era imprescindible y menos un artista.
Así que cuando se lo dijo a Dora esta optó por no decir nada
aunque todo lo decía con los ojos, muy movidos y pestañeantes. Es
que se le pasaba por la cabeza algo que ya le reconcomía las
entrañas desde hacía muchos meses.
—Pues, ¿sabes qué? Que me alegro. No por dejar Granada sino
por volver con Valentín. Antes de la Navidad una de las monjitas del
convento donde se encuentra el hijo de la marquesa me escribió y
me confió que el niño no veía a su madre. Que ya va para dos años y
es tan movido que ya no saben qué hacer con él. O su madre se
ocupa o se lo entregan a los frailes, que mejor estar con hombres
que no con tanta monja que lo malcriará.
Lorenzo asentía.
—Pero ¿y doña Marina? ¿No se hace cargo?
Dora echó algunas lágrimas imprudentes.
—Pues no. Yo sé muy bien cómo las gasta doña Marina, pero ese
niño es tan suyo como mío. ¡Vamos! Si solo me faltó criarlo a mis
pechos. Me alegra volver a Madrid y lo primero que haré es ir al
convento para llevarme a Valentín.
Eso dijo.
Aquí es una lástima lo que han hecho

Aquí es una lástima lo que han hecho

Cuando llegó Carlos III a las Españas, con gran experiencia como
defensor del arte, no en vano fue el impulsor de los hallazgos de
Pompeya y Herculano, se presentía que lo haría junto a los italianos
que con él realizaron tamañas obras en Sicilia, palacios o arcos
triunfales, monumentos varios, que al rey gustaron. A tenor de todo
lo que había que arreglar en el nuevo país, pues patas arriba estaba,
se presentían nuevos trabajos, que era como decir un futuro lleno de
oportunidades para los arquitectos y pintores.
El barroco italiano y el churrigueresco español quedaron atrás
para dar paso a otros aires, más elegantes y sencillos, quizás hasta
sosainas pero que representaron los nuevos tiempos y el espíritu de
la Ilustración.
Debió don Carlos mirar en la profundidad de los ojos del joven
Sabatini y comprender que prometía, pues capacitado estaba para
hacer esto y aquello, sin miedo a ocupar el favor que años atrás tuvo
Luigi Vanvitelli y que cayó en desgracia, sin que se conozca hasta la
fecha, la razón.
A Francesco Sabatini lo llamó el rey español al poco de llevar en
su nueva tierra ni unos meses, se le nombró ingeniero ordinario con
el propósito de ser empleado a la voluntad del monarca, tanto para
los palacios de Aranjuez como de la corte de Madrid.
Y desde entonces la carrera de este arquitecto italiano fue
fulgurante. El 27 de julio de 1760 le ofrecieron, a costa del puesto de
Sachetti que era el que hasta el momento se encargaba, la dirección
de las obras del Palacio Real, nada menos. Porque al rey, como ya se
ha dicho, le parecía muy poco lo que allí se hacía teniendo en mente
la grandeza del palacio de Caserta. Vamos, que dijo de corazón:
«Aquí es una lástima lo que se ha hecho», que era como decir que en
España son todos unos manazas que no dan a una ni queriendo.
Huelga decir que la decisión levantaría ampollas entre los artistas del
momento, mas a Carlos III solo le importaba que el palacio quedara
lo mejor posible.
A Sabatini se le hizo académico de honor y de mérito en la Real
Academia de San Fernando, no había más aplausos, vive Dios,
justificados, sí, pero ya un poco cansinos.
Pero no quedó en eso la cosa porque don Carlos le ofreció sanear
las calles y va Sabatini y lo hace bien. Y luego le ofrece iluminarlas y
va Sabatini y lo hace mejor. Que no había manera de cogerlo en un
renuncio.
Para colmo, el arquitecto no era solo buen artista y matemático
sino que le gustaba lo de la milicia. Comenzó como teniente coronel,
pasando por coronel de los Reales Ejércitos, brigadier ingeniero
director, mariscal de campo, caballero de la Orden de Santiago,
teniente general, comandante e inspector general de ingenieros y
consejero nato del Superior de la Guerra y otras lindezas más que
consiguió antes de su muerte que aún quedaba muy lejos.
En estas circunstancias nadie se oponía a trabajar a las órdenes de
Sabatini porque ello representaba solo cosas buenas, fama lo
primero y comida después. Un sueldo de por vida si le caías bien
porque era cierto que si no se torcía el favor del rey tendrían sus
ayudantes trabajo hasta el siglo venidero. O sea que era como si les
hubiera tocado la lotería, esa que se le había ocurrido al marqués de
Esquilache, que todo eran parabienes aunque no te tocara nunca.

Aquel día no tenía nada que hacer y para sí se dijo: «¿Y si vas a
visitar a Valentín? Quizás hable ya y todo» y eso hizo, ponerse una
capa sobre los hombros y pedir un simón, pero sin grandes
ostentosidades, que las monjitas parecía que la miraban por encima
del hombro como si fuera alegre de cascos.
Y ciertamente no lo era, que se preocupaba de Valentín, sí, mucho
mucho. Desde casa o a veces en medio de una fiesta, que ella tenía
alcordaderas suficientes para saber que tenía un hijo estuviera donde
estuviese.
Así que nadie podría tacharla de mala madre, quizá de
pachorrona. De eso sí, porque se tomaba las cosas con mucha
parsimonia, sin prisa, que ahora había comprendido que la juventud
era para dos días.
Llegó al convento y entró observada por las monjas, las novicias
sin pestañear porque la creían ingrata, pero ella no dijo ni hizo nada,
solo pasar por delante y ya está. En esto que salieron unos niños por
el claustro allí donde les dejaban corretear y vio a su Valentín.
—¡Valentín, hijo mío! —se abalanzó sobre el mocoso que iba
vestido con hábito, grima daba, cierto era, porque ver a un niño con
sotana era de lo más extraño. Y el niño que no, que no quería
arrumacos. Ni con socaliñas.
—Señora, señora... —dijo una de las monjas—. Que ese niño no
es el suyo, que se confunde, que Valentín está ahí sentado. ¿No lo ve,
vuesa merced?
Qué contratiempo y qué mal efecto había causado entre las
religiosas al no reconocer a su hijo, pero es que todos eran iguales
con esos trajecicos largos.
—Pues que me lo traigan que quiero verlo de cerca.
Y se lo trajeron.
Lo miró la marquesita como a distancia, creyendo que podría
pegarle algún piojo porque esos paños oscuros de los hábitos tenían
aspecto de viejos y por descontado de sucios. Pero, claro, eso no
podía ser porque las monjitas eran muy aseadas. Otra cosa era lo de
los mocos.
—¿Y por qué parece que está sucio? ¿Qué le cuelga de las
narices?
—Está algo resfriado y los niños ya se sabe. Si vuesa merced
pudiera llevárselo a su casa, quizá con el calor de la chimenea y con
buenas viandas...
—Ay, no. Imposible del todo.
Marina dio media vuelta y acuciada por las palabras de la monja,
que era en verdad mala y si no a qué ese comentario, decidió
marcharse.
Verdad que su visita no duró ni tres minutos pero ya vio que el
muchacho estaba bien, algo delgado, pero que ya andaba y no
parecía ni jorobado ni con deformaciones.
Cuando llegó a su casa le apremiaron los remordimientos.
¿Y si...? Pero no, ella no era de esas mujeres... Además, seguía sin
maridar y se entendería como ofensa. Dicho lo cual aquella noche
durmió sin trabas y a pierna tendida.

Diferente fue al siguiente día que nada más abrir los ojos le vino a
las mientes la imagen de Valentín todo sucio y enfermillo y el
corazón se le encogió. Porque Marina no era tan desprendida como
parecía a los demás, solo que su carácter era de un párvulo irritante,
vamos, que con sus años y experiencias no había conseguido
madurar. Se creía la reina de Saba, que todos debían estar a su
disposición y a nada le veía complicaciones si era para divertirse.
No pudo ni desayunar el chocolate con lo que le gustaba, se le
atragantaba en la garganta acordándose de lo mal que debía de
estar su hijo en el convento mientras ella tenía calor y comida. Ay,
qué difícil era todo.
Así que sin terminar la jícara se vistió y volvió de nuevo a ver a las
monjitas. Decidido estaba, ya que se ocuparía de él dando dinero o
pagando a alguien para que lo acomodara en su hogar, en fin, que
intentaría ser buena madre aunque estuviera en la distancia.
Llegó muy altanera andando en el empeño de parecer mejor a los
ojos de las profesas y en estas dijo:
—Vengo a llevarme a Valentín que quiero cuidarlo por mi cuenta.
La monja superiora se quedó como de piedra. No solo porque no
se esperaba la esplendidez de Marina sino porque, aun queriendo,
no podría entregarle a Valentín por lo siguiente:
—Señora marquesa, imposible que esto haga. A Valentín se lo
llevó esta misma mañana doña Adoración de Elvira.
—¿Cómo?
Marina no hallaba el aire. Se sentó en un poyete de piedra que en
el claustro había y se abanicó.
—Pero... pero... no puede ser. Dora está en Granada.
La monjita se lo negaba.
—Doña Dora ha vuelto de Andalucía a establecerse en Madrid y
lo primero que ha hecho es venir a ver a Valentín. Como vuesa
merced no se ocupaba... —y esto lo dijo con reconcome—, pues ha
visto bueno el llevárselo porque sabía que a vuesa merced no le
incomodaría. Creo que he hecho bien, ¿no le parece a vuesa merced?
El niño estará bien cuidado y vuesa merced podrá seguir con su vida.
Ay, qué mala era esa mujer. Mira que echarle en cara todo lo que
había hecho por Valentín que era... haberlo parido.
—¿Y dónde se aloja doña Dora... para ir a visitarla?
—No me lo ha dicho, pues acababa de llegar de Granada junto a
su marido y tiempo no les dio a buscar casa. Que pronto nos
escribirá para decirnos dónde para con Valentín.
Marina se despidió y en saliendo por la puerta las monjas
cuchicheaban.
El Príncipe de Asturias y la Serenísima

El Príncipe de Asturias y la Serenísima

Tras la entrada fastuosa en Madrid, ya casi olvidada, de don


Carlos III se volvieron a levantar arcos efímeros para conmemorar la
boda de su hijo, el infante don Carlos con la princesa serenísima
María Luisa de Parma.
Esto fue en diciembre de este año de 1765, pero antes fue
necesaria la boda por poderes que se realizó meses atrás,
concretamente el 29 de junio, de todo imprescindible para que luego
los cónyuges se conocieran en persona pero ya con más
tranquilidad.
Como pilló septiembre y el rey estaba en La Granja, el encuentro
tuvo lugar en San Ildefonso y el monarca, muy caballeroso, se allegó
a la zona de Guadarrama con la pompa propia de la circunstancia.
Isabel de Farnesio se sintió dichosa de tener a otra italiana en la
familia aunque con pizca de sangre borbona.
Era muy joven, mucho más que el príncipe que contaba con la
edad de catorce años, aunque formada en todo como mujer y con
sonrisa agradable. Sus movimientos encandilaban, sabía prodigarse
recogiéndose los vestidos o saludando. Vamos, que comparada con
su ya esposo, Carlos, cuya educación era casi de monaguillo,
simulaba ser mujer de mundo o, cuando menos, de corte europea.
Pero esa belleza propia de juventud no tardaría en desmejorarse,
principalmente con sus muchos embarazos, que llegó hasta
veinticuatro, vive Dios, no todos terminados porque entre don
Carlitos y ella consiguieron solo catorce hijos.
A pesar de mutarse en mujer desagradable y de carácter
desabrido siempre presumió de brazos torneados, lo que le llevó a
poner en moda los vestidos de manga corta y sin que lucieran con
guantes, a fin de enseñar lo único que era digno de ver.
Su carácter compaginó muy bien con el hijo del monarca, porque
este era más bien timorato, suave de genio, muy infantil y con poco
tino para todo. Compartía con su padre el gusto por las cacerías mas
no con la finalidad que el rey les daba, que don Carlitos no
reflexionaba en ningún momento, toda vez que le debía resultar muy
pesaroso y para eso ya estaba su esposa, que se le daba algo mejor.
Sus aficiones eran de un gusto cuestionable. A veces tocaba el
violín o se encerraba en sus habitaciones a poner en hora todos sus
muchos relojes, los que coleccionaba. También se dedicaba a la
miniatura, organizando en mesas pequeñas batallas o pueblos que
parecían belenes. Todo ello sin que molestara a nadie, claro está, y
como estas aficiones no le saciaban lo suficiente le entraba gran
ansiedad, que compensaba con meriendas a las que se entregaba
con la voracidad de un león.
De las celebraciones en Madrid se ocupó, cómo no, Francesco
Sabatini a cuyas órdenes trabajaba Lorenzo de Elvira. Pero no tuvo
trato con ninguno de los dos príncipes, mas para qué. No se perdía
nada.

Cerca de la calle del Barquillo en donde vivía Marina de


Valdivielso desde su llegada a Madrid y muy próxima también a la
famosa Casa de las Siete Chimeneas de la calle de las Infantas
residencia de los Esquilache, alquilaron una casa los de Elvira,
concretamente en la calle del Caballero de Gracia. Desde ahí se
llegarían muy pronto a la plazuela de la Paja y a la calle de Alcalá que
iba tomando forma y en cuyas inmediaciones se proyectaban fuentes
diversas y algo se decía ya de una puerta sustitutoria de la que tanto
odiaba la fallecida reina María Amalia.
El lugar les gustó a los de Elvira y en concreto a Dora que veía
con buenos ojos la cercanía a la casa de la de Valdivielso porque en
el fondo no estaba enfadada con ella, solo quería hacerle recapacitar
de sus errores varios y por eso la animaría a visitar a su hijo aunque
estuviera en casa ajena.
Desde el día en que se llevara a Valentín del convento, el mismo
en que Marina decidiera ocuparse de él aunque no lo consiguiera,
ninguna de las dos había tenido noticias de la otra. Mismamente
porque Marina no sabía dónde localizar a Dora y Dora tenía por
objetivo forzarla a reflexionar con su silencio, vamos, que quería que
sufriera en sus mismas carnes el abandono epistolar que tuvo ella
durante toda su estancia en Granada, que no recibió ni un solo aviso
ni billete, nada de nada, ni cómo estaba Valentín ni cómo estaba ella.
Pero pasó el tiempo y, claro, se enterneció pensando en que
como madre que era, aunque poco cabal, debía tener entrañas
naturales que quisieran a su Valentín y entonces decidió escribirle
una carta y decirle dónde vivía.
Como se encontraban cerca no perdió el tiempo y según leyó el
aviso, ordenó la marquesa que le trajeran el sombrero y la capa, así
como los guantes, que era tiempo de invernazo y podía caerle
aguacero.
En llegando a la calle del Caballero de Gracia la de Valdivielso se
puso algo nerviosa. No sabía qué se encontraría, si a la azafata
turbada que la dejó para ir a buscar a Lorenzo más allá de
Despeñaperros o si sería ya una mujer entera, de carácter y quizá
maleada por otras personas, por lo cual había que ir precavida no
fuera a darle un tirón de orejas.
Por eso se puso muy digna, con el mentón hacia arriba, como
mirando a todo con desdén, haciendo ver que era marquesa y amiga
de marqueses, es decir, que si la señora de la casa no la trataba de
excelencia montaría en cólera o en algo peor.
Pero fue enfrentarse con Dorita, que salió de uno de los
gabinetes, con su pelo recogido con bucles muy distinguidos, su talle
apretado con basquiña y recordar cuando eran amigas, jóvenes y
felices y entonces se le arrugó el ánimo y corrió hacia ella para
abrazarla.
El achuchón fue grande. Con lloros y jipíos porque ambas se
encontraban con el reconcome de haber hecho mal a la otra. Pero no
hay enemistad que dure si hay amor de por medio y allí lo había,
vive Dios.
Se sentaron ambas con las lágrimas aún en las mejillas y con las
manos entrelazadas se confesaron.
—Dorita, querida, cuánto te he echado de menos. Si pareces otra
mujer ahora que te veo, más mujer quiero decir, enseñando escote y
todo. Me tendrás que contar todo lo que ha sucedido desde que te
fuiste porque yo, perdóname, pero poco he de decir salvo que voy
de fiesta en fiesta como una abeja a pillar miel pero nada, solo
consigo gastarme los dineros. Aunque eso sí, doña Pastora Paternó
me ha asegurado favores con miembros de la corte y quién sabe, lo
mismo hasta encuentro un marido viejo pero rico, que como sabes
es lo mío.
Dora la miraba con terneza, como una madre mira a sus retoños
torcidos.
—Pues yo poco también he de contar. Solo que soy muy feliz con
Lorenzo y que ocupándome de Valentín completa es esa felicidad,
tanto, que mi cuerpo se ha esparcido de la dicha. El temor de no ser
fértil ha desaparecido y así, como quien no quiere la cosa, ya me
falta un mes de mis sangres femeninas y creo que estoy encintada.
Qué alegría más grande le entró a Marina y también qué pena de
saberse ausente de esas dichas mujeriles que no eran para ella pero
que en el fondo ansiaba, como cualquiera.
En esto que entró Lorenzo y de su mano Valentín, saltando como
una lagartija, porque el niño era travieso a más no poder pero
también muy graciosete y todo se le perdonaba.
Cuando los vio la marquesa se quedó sin palabras. Primero
porque Valentín era mozo guapo y, claro, recordándole con el hábito
aquel parecía otro niño. Vaya con el mocoso, que resultaba que iba a
ser un querubín. Y luego estaba lo de Lorenzo de Elvira que era
también apuesto, vamos, un andaluz de pura cepa con sus ojuelos
negros y garbosos. Se le pusieron los vellos de los brazos estirados
del asombro y le entró un no sé qué al recordar que podía haber
sido su amante y no lo fue, aunque el otro tampoco era malcarado,
precisamente.
—Señor de Elvira, es un placer conoceros por fin. Todo han sido
parabienes por lo que veo. Incluso mi Valentín está ahora en las
mejores manos.
—Señora, sabed que su hijo será como el nuestro. Pero sois libre
de llevároslo cuando queráis. Mientras tanto confiad, que será
nuestro pupilo y si Dios quiere se criará con lo que venga, sea niña o
niño y con él crecerá como hermano.
Ay, que se le saltaban las lágrimas a la marquesa.
—Eso me hace feliz. Aunque hubiera sido todo tan distinto de
haber podido retener al padre, al menos echarle en cara su
abandono y mi soledad. —Marina sacaba un pañuelo y se sonaba,
no sabemos si por hacer teatro—. Qué desgracia haber sido
engañada y sin saber quién lo hizo.
Dora y Lorenzo se miraron porque el misterio de quién era el
padre ya estaba desvelado pero Marina no lo sabía.
—Anda, querido, llévate a Valentín que tengo que decirle una
cosa muy seria a doña Marina.
Lorenzo obedeció porque sabía que habría riesgo de soponcio y
según salía ya iba diciendo a una criada que trajera las sales.
Así fue, teniendo comedimiento y mucha suavidad, Dora le dijo a
Marina que sabían quién era el padre de Valentín, o sea, cómo se
llamaba su amante, ese que tanto le alegraba las noches.
—¿Pues quién? —preguntaba Marina—. Así como lo dices no
será un reo de galeras...
—No, señora, no lo es. Es el criado de Lorenzo, don Gil López,
que aprovechó el acercamiento a nuestra casa, saber nuestras
costumbres y gustos para hacer el enredo.
Marina abrió mucho los ojos que parecía que iba a quedarse
como una estatua, sin habla. Pero por el momento no hicieron falta
las sales ni las tilas.
—¿Un criado? Pero ¿cómo puede ser? Si tenía el cuerpo como un
caballero, mismamente, como un guardia de Corps...
Dora sacudía los hombros.
—Hombre valeroso era, no se entiende lo que hizo ni por qué
salió corriendo sin explicaciones, pero eso no lo sabremos nunca.
La marquesa suspiró. ¡Deshonrada por un criado! ¿Cómo podía
haber caído tan bajo?
—Bien, querida Dorita, te ruego que no lo divulgues porque me
harías más daño del que ya me han hecho. No soy buena, bien lo sé,
pero trataré de remediar mis locuras en lo que pueda pensando en
Valentín y en vuestro futuro.
Se dieron besos de conformidad. Dora se santiguaba porque veía
la indiferencia de Marina como un milagro, pero esta al llegar a casa
se empachó de chocolates y luego se vistió para una fiesta.

Pasaban los meses y Dora y Marina quedaban para pasear por las
Delicias o por El Prado sin que entre ellas hubiera pizca de
resentimiento. Valentín tomaba de la mano un rato a una y luego a
otra y aun sabiendo que era hijo de la marquesa siempre tendía a
refugiarse en quien era su madre ahora, claro está, Dorita.
También acudían juntas a los mercados y siendo próxima la feria
de San Mateo caminaban por las calles que la circundaba, así es, la
calle de Toledo o la plazuela de la Cebada, buscando gangas o
avituallándose de vidriados o espartos que eran los más comunes,
amén de caer también algún juguete para Valentín.
Hablaban mucho, de menudencias, como que la de Esquilache se
había puesto un diente de marfil y que le daban alergias los polvos
de arroz que se echaba en la cara, pero por lo demás solo había
compromiso de reformarse y hasta se llegó a ofrecer la madama a
cuidarla en sus últimos meses de gestación tal y como Dora hizo con
ella en la misma circunstancia.
—Dime, querida... ¿Echas de menos Granada? Porque yo a veces
añoro Burgos.
Dora suspiraba al pensar en esos rincones tan perturbadores que
tenía la ciudad de la Alhambra, todos ellos lindos y que se metían en
la sangre más rápido que las sanguijuelas.
—Sí, señora. Yo también la añoro, que es ciudad muy peculiar y
nada de ella se puede encontrar en otros sitios. Pero a Lorenzo le
mandaron volver y así se hizo. Además, estaba lo otro que...
Quedó muda al pensar que estaba siendo poco prudente porque
aunque Marina se mostraba leal no era cosa de ir contando las cosas
al viento.
—¿Qué otro? A mí puedes confesármelo. ¿Qué ocurre que tanto
te preocupa?
Dudaba, no era para menos, pero finalmente...
—Pues que un hombre nos acechaba. Nos vigilaba día y noche y
Lorenzo cree que era para pedirle cuentas de una cosa pasada. Fue
muy desagradable porque aquel hombre me observaba con tibieza,
a veces me saludaba como si me conociera e incluso una vez me
salvó de un gran peligro cuando se desbocó nuestro caballo. Raro
era, sin duda alguna.
Marina y su imaginación se apresuraron a intervenir.
—Pero ¿cómo? ¿Te salvó de un accidente? ¿Y piensas que quería
hacerte mal? ¿A qué salvarte si quería verte muerta o en estado
similar? Esto parece hecho de novela. Solo falta que además fuera
apuesto.
Marina se abanicaba, con sonrisa nerviosa y los ojos vueltos hacia
algo que debía pasarle muy ligero por la cabeza.
—Cierto es que era apuesto. Nunca le vi la cara pero su porte lo
era. Alto y bien formado. Con barba populosa y vestidos finos de los
de las Américas. Todo ello bien conjuntado con gorro y bastón, que
allí en Granada desde luego no era cosa vista.
Pardiez, qué descripción. Marina se mordía los labios, alborotada.
—Hija mía, un caballero así no puede ser verdugo sino celador de
tu bienestar. Apostaría cualquier cosa a que deseaba cortejarte y no
acertaba a decírtelo. Cortejos hay en todas partes, aquí y en Granada.
—Pero es que también vigilaba a Lorenzo y eso sí que no es
natural. Así que vimos lo mejor allegarnos a Madrid pues además de
ese impedimento estaba todo lo demás, que era mucho. Ahora
hemos de olvidar a ese americano y habiendo puesto tierra de por
medio él también nos olvidará a nosotros.
Marina sonreía pero socarrona.
—Qué cosas te pasan, querida. Y eso que llevas una vida más
tediosa que la de un cabañil del monte. Pero con todo no sé cómo te
las arreglas que siempre te sales con alguna extravagancia.
Dora se ofendía porque nunca favoreció las aventuras ni las
situaciones incómodas dado que era mujer de maneras amables y
muy correctas.
—Es fácil hablar cuando es otro el que baila. Ya me gustaría ver a
vuesa merced, querida mía, en mis mismas circunstancias. Las sales,
por lo menos, pediría.
Marina se reía porque era grato, qué digo, gratísimo, confirmar
que seguía siendo ella, sin trocamientos, tan sencilla y turbada como
la conoció siendo moza.
«Hago en los dos lo que quiero»

«Hago en los dos lo que quiero»

El 29 de junio de 1765 tuvo lugar, como ya se ha dicho, la boda


por poderes del infante don Carlos, y con esa alegría de tener unas
próximas fiestas, que se celebrarían en diciembre con motivo del
enlace real, los madrileños reían pero no lo hacían todos, porque
muchos no tenían nada para comer con tantos impuestos y subida
del precio del pan, que si ayer estaba a tres hoy estaba a seis y
mañana no habría manera de comprarlo.
Los enemigos del rey y muy por encima los de los ministros que
imponían las medidas más impopulares, encizañaban todo cuanto
podían. Algunos grupos de ciudadanos se congregaban en fondas o
en tabernas y sin demasiado secretismo decían lo que les venía al
cuerpo, que si los italianos habían traído la hambruna y que a ellos
qué les daba que las calles no tuvieran ahora barro si no podían
alimentar a sus hijos.
Pero esto eran los ramplones, el pueblo llano llano; lo que se
comprendía, porque es duro de veras ver morir a tus hijos sin
alimento que llevarles a la boca. Solo que a las tabernas, donde el
desahogo era consentido y hasta provechoso, las frecuentaban
espías que lo eran del ministro Esquilache con intención de evitar
revueltas y otros incidentes nada gratos que ya se preveían.
No era extraño, en consecuencia, ver entrar a un golilla, de esos
que olían a funcionario y cobraban del bolsillo de algún ministro. Ni
tampoco a afrancesados, que se les diferenciaba a la legua, ni a otros
que podrían pasar por ingleses, cuya misión era convencer a los de
abajo para que presionaran a los de arriba y hacer una revuelta tan
gorda que no hubiera otra que sacar a la Guardia Valona a la calle,
todo ello para desprestigiar el nombre del rey.
Y, claro, no solo se encizañaba con la palabra, que a todos se nos
ha ido la lengua después de tres tragos, también se infamaba en los
papeles y aunque estos no los leyeran los que mucho ofendían por
no saberlos leer, se conseguía que los ministros y el propio rey sí lo
hicieran. Además, siempre había quien sabiendo de letras las leía a
voz en cuello para que la chusma cualquiera las entendiera.
—¡Señores! —gritó un sietehombres subiéndose al tablero de una
de las mesas—. Esto que os voy a leer lo acabo de arrancar de una
de las esquinas de esta calle. Y vive Dios que tiene guasa. Atended.

Yo, el gran Leopoldo I,


marqués de Esquilache augusto,
rijo la España a mi gusto
y mando en Carlos Tercero.
Hago en los dos lo que quiero,
nada consulto ni informo;
al que es bueno lo reformo
y a los pueblos aniquilo,
y el buen Carlos, mi pupilo,
dice a todo: «Me conformo.»

Los borrachos de la taberna aullaban y aplaudían, chocaban sus


jarras de barro brindando a falta de vino francés. ¿Quién había
escrito tal cosa?, se preguntaban, razón tenía en insinuar la influencia
de Esquilache y su privilegio todopoderoso porque parecía que
Carlos III dejaba hacer y el otro organizaba, que entraba como Pedro
por su casa hasta en el propio Palacio Real.
—Le cuento los días a ese marqués italiano... —decía un paisano
tocado con un chambergo hasta más abajo de las orejas—. Sé de
quienes le tienen mucha ojeriza y quieren cargárselo antes de que
siga esto a más. Ya le tienen vigilado el día completo y puede que le
saquen la daga por la calle.
Aquel hombre, pensativo pero de ingrato olor a cerveza, bebía y
hablaba, casi al tiempo. Lo hacía sin destinatario, que a él bien le
servía cualquiera que pudiera oírlo. Pero lo hacía por lo bajinis para
asegurarse los espectadores cercanos y así consiguió captar la
atención de un desconocido que allí mismo estaba sentado,
observando.
—¿Cómo sabe todo eso? —preguntó este.
—En los barrios todo se sabe. También que cuando esto detone y
estalle como un odre aplastado salpicará a muchos, no solo al
Esquilache sino a sus amigos petimetres.
—Pero el rey está entre ellos...
—No, señor, contra el rey no hay nada. El pueblo quiere al rey
porque es madrileño y bueno. Es contra esos italianos que han
venido a quitarnos el pan y obligarnos a vivir como viven ellos.
Decía esto muy enfadado y con ojos abultados por el alcohol, lo
que no le impidió mirar al ciudadano que le estaba hablando de
arriba abajo.
—Y vuesa merced... no es de aquí. ¿Qué busca en esta taberna
vestido como un ministro?
El caballero sonrió y agachó la cabeza con humildad.
—No soy de aquí, cierto es. Pero no por ello dejo de compartir
vuestras desdichas.
El borracho abrió los ojos, vamos, con intención de fisgonearlo
muy certeramente.
—¿No será italiano? —preguntó con gravedad y llevándose la
mano al cuchillo que tenía escondido en el cinto.
El desconocido alzó su diestra para contenerlo.
—Soy extranjero pero no de Italia. Vengo del Perú. No guarde
cuidado. Pero quiero estar al tanto de lo que pueda suceder porque
voy a vivir en Madrid durante unos meses y, claro, si hay motín iré a
luchar como el que más.
El otro renqueaba amonado con el efecto de la cebada, pero
finalmente decidió por confesarse.
—Disculpe, vuesa merced, pero es que aquí hay que andarse con
mucho ojo. Por todas partes hay espías y los que van vestidos así de
limpios como su señoría tanto pueden ser traidores al rey como
encizañadores de motines contra Esquilache. ¿No ve, usía, cómo viste
ese tipejo que se ha alzado sobre la mesa y nos lee el libelo? Fíjese
en sus medias. Tiene chambergo, sí, y capa como el que más en esta
villa, pero sus medias son de seda y esa hebilla en el zapato lo
delata. Ese es un hidalgote que odia a Esquilache y sus ordenanzas
de hacer trabajar por igual a ricos que a pobres, porque hay que
reprocharle muchas cosas al italiano pero que propusiera al rey que
todos trabajaran por igual, sean nobles o labriegos, eso es de
alabanza. ¿O no?
—Cierto. Todos somos iguales, aquí o en la Conchinchina.
—Pues por eso hay que tener siete ojos. Tengo un amigo
cabecilla al que no le tiembla la mano. Y a por Esquilache va pero
también a por sus amigos, como antes dije. Aquí habrá escabechina.
Que tanto da el marqués del Esquilache, los de la Uceda, Valdivielso
o Pliego, que este además es coronel de la Guardia Valona.
El extranjero miraba y aunque observaba el temblor de las manos
de aquel tipo creía en sus palabras.
—¿Tanto marqués hay en Madrid?
—Y muchos más pero esos que he dicho viven cerca del palacio
de los Esquilache y cuando la revuelta estalle es igual de sencillo
saquear dos casas que una. Ya lo verá, usía.
Al momento el tabernero alentó a la prudencia, porque el local
lleno de voces muy dispares llamaba al atropello. Y contra el hombre
que estaba leyendo el libelo y alentando a los demás se enfrentó
este:
—¡Abajo ahora mismo! No quiero líos en mi taberna. Este es un
local decente y nada tiene que ver con la política de uno o de otros.
¡Tenga comedimiento y vaya, usía, a otra parte!
El hombretón bajó del tablero pero bastante disconforme y se
enfrentó al tabernero, sabiéndose arropado por los borrachines.
—¿Es que acaso es esta taberna La Academia del Buen Gusto? —
preguntaba con retintín haciendo alusión a la tertulia que formaran
años atrás unos intelectuales para hablar solo de toros y literatura
con prohibición de hacerlo de política.
—No sea vuesa merced socarrón que esto no es para tomarlo a
chufla. Si quiere leer libelos hágalo su excelencia en la calle, que allí
le oirán mejor.
No siguió la discusión porque alguien entró en la taberna
avisando de que llegaban los guardias. Había habido denuncia y ya
era cosa de salir corriendo y no de discutir lo inevitable.
El caballero del Perú se levantó a prisa y sin despedirse, total, su
interlocutor ya estaba dormitando sobre la mesa, así pues salió de la
taberna apoyándose en su bastón.

El 25 de septiembre de 1765 se publicó la Real Orden por la que


se exigía sesenta y cuatro reales y veinte maravedís a cada vecino
que tuviera un farol en sus casas, que eran todos, ya que era cosa
obligada por el gobierno. No se exceptuaron las iglesias ni el propio
Palacio Real, porque iba a razón del mantenimiento de los dichosos
candiles que alumbraban la vía pública.
Se creó un cuerpo de operarios que estarían al tanto de su
conservación, pero con todo, muy ofuscados los madrileños por otra
merma en sus economías, en cuanto podían los rompían haciendo
ver que estaban hasta el moño, aunque con sus rabietas solo
conseguían aumentar los impuestos para arreglarlos.
En diciembre, con la llegada del frío en Madrid, tuvo lugar el
casorio del heredero al trono y las calles estaban muy vigiladas por
temerse los señores ministros un altercado.
En esas fechas Dora y Lorenzo ya habían sido padres, de una niña
para más señas. Muy rolliza ya a sus seis meses de edad, la verdad.
Le pusieron por nombre Isabel y junto a Valentín completaron
una familia apacible a la que se unía la señora Josefa que se trajeron
de Granada para servirles en la casa y ayudar con los infantes.
También recibían visita de Marina de Valdivielso cuando esta no tenía
otra ocupación mejor y poco a poco la vida seguía, afectándoles
tanto las ingratas voces del pueblo como las de los ministros por
estar Lorenzo entre dos aguas.
Trabajaba ahora, el susodicho, como ayudante de diferentes
obras. Aunque la economía seguía siendo mala para los ciudadanos,
las reformas de Madrid no cesaban y se preparaban grandes
novedades que afectaban tanto a las vías públicas como a los
monumentos, además de proyectarse diferentes edificios o
modificarse, si ya estaban creados, para recogimiento de los pobres
y enfermos, tales como el Hospital General de Atocha. También le
simpatizaba al monarca acercar al Prado el Real Jardín Botánico, que
por esas fechas se encontraba cerca del río Manzanares, y también
se declaró a favor de un Real Observatorio que podría edificarse en
el cerro de San Blas, es decir, cerca también del anterior.
Todo quedaba pues centralizado en ese eje de calles donde
también se hablaba de modificar una de las puertas más populares
de la ciudad, que era la de Alcalá y con cada proyecto Lorenzo se
veía picoteando de aquí y de allá, siendo favorecido tanto por José
de Hermosilla como por Francesco Sabatini.
Doña Josefa, Dora y Marina frecuentaban los mercados y las
tiendas asegurándose los mejores precios porque aunque pagado
por el rey, en definitiva, Lorenzo no tenía la capacidad de otros
artistas y por lo tanto sus sueldos eran limitados. Siendo ahora
cuatro de familia, con sus criados y un nivel de vida acorde a su
clase, se requería hacer muchas cuentas. Menos mal que Dora ya
tenía experiencia en momentos achuchados, porque con la
marquesa los hubo y mucho por tener un agujero en cada mano.
Así, si un espejo se enturbiaba, en vez de ir y comprar uno, se
buscaba donde los azogaran, que lo hacían muy bien en los
almacenes de la calle de Alcalá. Y si un reloj no hacía tictac se
mandaba a arreglar a la calle del Carmen por no ir y gastarse los
cuartos en uno nuevo. También encontraron tiendas cerca de la calle
Olivo donde se componían los paraguas y abanicos y si una de las
sillas perdía su enea o sus cómodos muelles había que acudir a la
calle Concepción Jerónima.
Doña Josefa era mujer muy apañada y propuso hacerles los
vestiditos a los niños, porque siendo mozos todo era mucho más
fácil, se necesitaba menos telas y complementos. En los almacenes
de la Puerta del Sol compró las cintas y los botones, sin emplear en
ello mucho dinero. Pero también se acudía, si era necesario, a otros
más gravosos, que compensaba la compra aun siendo algo más cara
por hacerlo en el despacho de paños y sedas de la Fábrica Real de
Talavera cerca de los portales de la antigua puerta de Guadalajara.
La granadina no paraba de hacer números y nada sisaba, si había
que irse a los mataderos que había próximos a la cerca de Felipe IV
en dirección a Toledo, en las inmediaciones de los baratillos que eran
conocidos por El Rastro y en donde se trapicheaba de todo, pues se
iba.
No era fácil y mucho trabajo le daba a la pobre mujer el ahorrar
unos reales, pero tal y como transcurría la vida, con asaltos y
protestas, les parecía que vivían en la gloria.
Así iban contentas las tres mujeres a los mercados o a las tiendas,
fueran covachuelas en los bajos de algún gran edificio o locales
donde las trataran de señoras principales ofreciéndoles un té
mientras decidían el sombrero que llevarse, esto claro, cuando la
madama necesitaba uno para sus fiestas.
Y mientras las mujeres acudían a las labores propias de su sexo,
que maldita la gracia les hacía pero habían de hacerlo, Lorenzo,
siendo hombre y libre de obligaciones caseras, acudía a las
reuniones de la Fonda de San Sebastián, en la plazuela del Ángel y
tras la popular iglesia, que se había puesto de moda en poco tiempo.
Las primeras tertulias fueron gratas y Lorenzo iba complacido,
pero a ellas acudían caballeros muy variados, todos de alto nivel,
claro, pero con diferentes ideas y procedencia. Todo ello no le
incomodó hasta cierto día y desde entonces no le llegaba la camisa
al cuerpo.
Son como niños cuando se les lava

Son como niños cuando se les lava

Leopoldo de Esquilache solicitó audiencia con el rey muy


preocupado. Llevaba una racha mala mala, vamos, malísima, porque
sus confidentes le alertaban de una futura revuelta. Y no era cosa de
tomarlo a risa porque por un lado estaban los del pueblo, que en
Madrid eran muy brutos, por cualquier cosa te sacaban los palos o
las navajas del cinto pero también malquistaban los nobles y los que
llevaban sotana, esto es, que en el Madrid de entonces el que no se
quejaba era porque no quería.
Entró muy arrebolado el ministro, se descubrió y se sentó como
solía hacerlo, pero el monarca bien lo conocía y supo que esta vez
no era despacho corriente.
—¿Qué os pasa, Leopoldo? ¿No me traéis gratas noticias?
—No, majestad. Malas son, por cierto. Se está preparando una
buena y hay que tomar medidas rápidas.
—Decidme, pues.
—Llegan a mí noticias de reuniones clandestinas en fondas y
tabernas, no solo de los típicos gañanes sino de hombres altos, quizá
de golillas disfrazados que alientan a la revuelta. No somos queridos
a pesar de todo lo que hacemos por ellos. El pueblo clama por las
malas cosechas sin tener nosotros nada que ver en ello, también
protestan los nobles por obligarles a trabajar porque en España el
hidalgo cervantino está muy arraigado y pretende tener prebenda de
por vida. Tampoco están a nuestro favor los de la Iglesia, sintiéndose
amenazados con la separación de poderes. Me dicen que hay
jesuitas muy ofendidos y que traman algo.
El rey asentía, muy atento, eso sí.
—Verás, Leopoldo —comenzaba el rey atendiéndolo de tú—, este
pueblo español y más aún el madrileño es como un niño al que se le
da de comer y se le lava la cara. Llora porque siente el agua
ignorando que es por su bien. El pueblo pronto se dará cuenta, con
su mayoría de edad, del beneficio de los cambios. Habrá que tener
paciencia.
—Pero, señor, estamos al borde de la catástrofe. No puedo ya ni
confiar en mis allegados. Tengo miedo de la intriga de otros
ministros. A fin de cuentas para los políticos españoles yo soy un
extraño. A varios de ellos se les retiró de sus puestos para ponerme a
mí.
—¿Lo dices por el marqués de Ensenada?
Esquilache tragaba saliva para no pisar en falso.
—A estas alturas no sé bien qué pensar ya. Pero lo cierto es que
hay que tomar medidas drásticas. Es imposible saber quién es quién
en este Madrid de capas y sombreros. Debajo de las telas pueden
llevar espadas, dagas o machetes y sacarlos en cualquier momento.
Es necesario que se atengan a ropas que no oculten el rostro ni el
cuerpo.
—¿Y qué propones?
—Una real orden que obligue a vestir como nosotros, con
sombrero tricornio y capa corta.
—No sé si será bien llegada en estos momentos.
Esquilache sudaba.
—Pues ha de serlo, majestad. A fin de cuentas también va en ello
la higiene, que parece que este pueblo madrileño tiene querencia
por vestir como en el medievo.
El rey sonreía, entrelazando los dedos de las manos, como
siempre hacía.
—De acuerdo estoy, pero que sea solo para Madrid. Vayamos
poco a poco y con pies firmes. Se obligará primero a los golillas, los
funcionarios y ministros, algunos ya visten así y otros con el cambio
darán ejemplo.
—Muy prudente, majestad. Prepararé la orden si os place.
Carlos III asintió. Esquilache hizo su reverencia y salió del
gabinete, saciado y robusto, muy orgulloso. También con renovadas
ganas de trabajo viéndole lo que le quedaba por hacer, que era
mucho, porque una orden de esas características no se elaboraba de
un día para otro.
Unos meses después todos los funcionarios iban ya ataviados con
capa corta o redingot y tocados con peluca, propio pelo o sombrero
de tres picos. Mismamente como italianos.

De todas las fondas que había por entonces en Madrid, algunas


pequeñas y otras muy concurridas, empezó a tomar nombre la de
San Sebastián cerca de la iglesia así llamada, a la que se tenía gran
devoción por los feligreses y en cuyas traseras se encontraba su
cementerio junto a la plazuela del Ángel, un sitio muy transitado por
estar muy cerca los corrales de La Cruz y del Príncipe.
Así las cosas, la tertulia de la Fonda de San Sebastián se conocía
entre muchos intelectuales habida cuenta de haberse impulsado por
el escritor Nicolás Fernández de Moratín, consiguiendo que a ella
acudieran los escritores José Cadalso, Tomás de Iriarte y otros
celebérrimos del momento. Nicolás era ya padre por aquellos días de
Leandro, que luego se hiciera famoso con sus dramaturgias.
A esta tertulia se allegaban muchos para hablar de toros y de
algunos amores que ellos tenían, porque en definitiva los toros y el
amor eran cosa poética y tan madrileña que podían considerarse
como castiza.
A Lorenzo de Elvira le gustaba oír hablar a esos señores tan
lindos, esmerados en el arte de la palabra y que elevaban los
momentos trágicos en sublimes, aislando de todo aquello la
situación nacional, dado que se prohibía hablar de política aunque a
muchos se les notaba su espíritu afrancesado o italianizante, por su
vestir o pensar.
Allí conoció en persona a José Cadalso que por esas fechas ya
escribía lo que luego serían sus Cartas marruecas.
—Estas tertulias me traen una brizna de luz a estos días tan tristes
—se confesaba Lorenzo a José Cadalso—. Siendo hombre asiduo a
los favorecidos por la corte, sin que con ellos me tenga nada más
que el oficio que desarrollo, detecto mucho miedo y confusión en el
ambiente. Todo ello desaparece cuando se habla de toros o de amor.
El escritor le miraba con prudencia.
—Yo he sido hombre de mundo y reconozco en su acento que
vuesa merced proviene del sur. Yo nací en Cádiz y ¿vos?
—En Granada.
—Ah, cierto. Ahora lo veo. Muchos forasteros hay por estos
lugares. No ha muchos días que he reconocido a otro que suele
sentarse en esa esquina.
Cadalso señalaba a una mesa, semioculta entre los percheros que
guardaban los sombreros de los tertulianos. Hacia allá miró Lorenzo
llevándose un chasco bien grande.
—Hablé el otro día con él y parecía muy interesado en todo lo
que se fraguaba, dice que viene del Perú y que allí también son
aficionados a los toros y a los poemas.
—¿Que viene del Perú? —preguntó ofendido Lorenzo al
reconocer al caballero que le indicaba Cadalso—. ¡De donde viene es
de la propia Granada y persiguiéndome!
El de Elvira se encolerizó al saberse de nuevo espiado y es que no
era para menos porque hasta Madrid le había seguido el granuja de
la barba y el bastón, que si no amenazaba con armas bien lo hacía
con su presencia, ahora más intimidatoria después de haber
transcurrido tantos meses sin que supieran de él ni lo recordaran.
—Se llama Hilman. O eso me dijo... ¿Lo conoce?
Lorenzo contenía el aliento. El extranjero lo observaba y supo que
le había reconocido porque no le quitaba de encima la mirada,
siempre espiando desde una prudente distancia. Por eso cuando el
granadino dijo: «Sea, vamos a acabar con esto de una vez. A ver si es
capaz de darme explicaciones» y percibiendo que hacia él se
acercaba no precisamente con ánimos pausados, decidió darse a la
fuga con gran velocidad, en saliendo por la puerta como caballo
desbocado.
Lorenzo no se amilanó y en saliendo también a la plazuela del
Ángel miró hacia un lado y otro y lo vio correr en dirección izquierda,
que más allá estaba la calle de Carretas que hacia abajo
desembocaba en la Puerta del Sol. Hasta allí lo siguió corriendo con
gran agilidad, pero el extranjero corría más aún y no había manera
de acercarse ni a su sombra.
Como era lunes se dieron de lleno con la «chocolatera de
Sabatini» que era como el pueblo llamaba a los carros que inventara
el arquitecto para la limpieza de las calles y que siguiendo la calle
Mayor se acercaba a la puerta de la Vega y a la zona de palacio,
Encarnación, plazuela de los Caños del Peral y vuelta a subir por la
calle del Arenal hasta llegar a la Puerta del Sol. Tuvieron que
escatimarla para no darse con ella, siendo de noche y algunas farolas
ya reventadas por los humos de los majos madrileños.
Así y todo, Lorenzo pudo llegar casi a la altura del fugitivo y
cuando estaba a punto de cogerle por un brazo este saltó como un
mico hacia los barrancos que había tras la muralla trasera del Palacio
Real, allá por la puerta de la Vega y entre los árboles, que en ese
lugar eran frondosos, se escapó sin que Lorenzo pudiera volverlo a
ver ni de lejos.
El de Elvira recuperó el aliento y al llegar a casa se lo calló porque
no quería darle motivos a Dora para el disgusto.
Debajo de la capa todo se tapa

Debajo de la capa todo se tapa

El 10 de marzo de 1766 se publicó el famoso edicto. En cada


rincón de Madrid, preferentemente en calles transitadas, se clavó un
cartel anunciando las medidas, que eran, entre otras, llevar desde el
momento capa corta y sombrero de tres picos o por el contrario la
ley actuaría.
Esta decisión, que parecía propia y exclusiva de Esquilache, fue
reflexionada entre muchos, tales como el Consejo de Castilla, fiscales
y asesores reales y las opiniones fueron contrapuestas ya que nadie
ponía en entredicho la seriedad de los tiempos, que era necesaria la
seguridad ciudadana pero también se presentía, si el edicto se
cumplía, protestas de revoltosos.
Al poco de clavarse dichos anuncios en las casas y farolas,
llegaban los majos y los arrancaban poniendo en su lugar coplillas
que injuriaban a los italianos, chistes muy madrileños que a veces
eran fruto de lo popular y otras notábase que había autoría de
letrados.
Así no podía ser. Ni tampoco aguantar que rompieran los faroles
que colocaran en las calles porque eso era dañar sin sentido o peor
aún a costa de los beneficios del pueblo.
La Semana Santa estaba a la vista y los del gobierno se
preguntaban si el pueblo madrileño sería capaz de actuar siendo
fiesta religiosa.
Esquilache exhortó a los alguaciles para que eludieran las
procesiones y se centraran en el compromiso de hacer cumplir la ley,
que si alguien vestía con capa larga o chambergo lo pararan aunque
fuera extranjero o estuviera de paso.
O sea, decían los de la nobleza, que ahora todos somos iguales,
vamos, que salvo por la palabra, nadie podrá diferenciar a un hidalgo
de un menesteroso porque ambos irán con la misma capa y el
mismo sombrero. ¿Dónde se vio semejante barbaridad?, se
preguntaban. Porque, ¿a qué hacer desaparecer la diferencia entre
los españoles en el vestir? Así no habría manera de saber quién era el
señor o el lacayo. Con lo español que era darse pote.
Pero Esquilache erre que erre y a los alguaciles no les quedaba
otra que cumplir. Hicieron patrullas y en ellas incluyeron a un sastre,
por lo que pudiera pasar. Imaginen para qué.
Así, todo transcurría y a la procesión del Domingo de Ramos, en
la parroquia de la Santa Cruz se allegaron Dora y Lorenzo,
acompañados por Marina de Valdivielso que se había vuelto algo
más piadosa y consentía ir a los actos religiosos si eran en la calle e
inspiraban jarana.
Pronto vieron acercarse a grupos de manolas y chisperos, que
eran como les apodaban a los de las calles populosas del Avapiés,
pero no había que recelar porque portaban palmas y no azadones.
La procesión salió pero en el momento en que los parroquianos se
acercaban a seguirla comenzaron los manolos a distribuir papeles,
que tenían letras irrisorias y algunos eran los propios edictos de las
capas pero recortados con formas muy variadas o repintadas con
burlas. Algunos los cogían, otros se indignaban y los tiraban al suelo,
formando con ellos bolas que rebotaban y daban a otros,
enfadándose también aunque por ese motivo.
Allí empezó la trifulca y Dora alertó a que se orillaran porque se
veía que entre las manolas, los chisperos, los petimetres y las beatas
no habría acuerdo.
La guardia apareció.
Algunos corrían por miedo a los subversivos y otros por temer
recibir palos que no se merecían. Unos a otros se azuzaban
aconsejando la huida y se entrechocaban sin poder evitarlo pues
muchos había en poco espacio.
Dora, Marina y Lorenzo consiguieron resguardarse en unos
portales y cuando pasó la gran masa humana que se dispersaba,
decidieron marchar hacia la calle de Carretas.
Iban muy apurados dejando atrás al grupo de personas que se
confundían con los devotos cristianos, que ya no sabían si seguir a la
imagen que sobre andas sacaban, o volver a sus casas.
Desde la calle de Atocha vieron los tres que los alguaciles pedían
refuerzos para combatir una revuelta que se producía más allá,
quizás en la plazuela de Antón Martín. Lo vieron muy peligroso y
decidieron volver a sus hogares, llevando primero a Marina al suyo
que estaba cerca de la morada de Esquilache, como ya sabemos,
sintiéndose así más segura dado que contra un ministro no se
meterían pues es de imaginar que guardias habría protegiéndole.

En la plazuela de Antón Martín, cierto era, había lío, qué digo lío,
revuelta de las grandes. Según parecía un grupo de ciudadanos
desoyendo los dictados ministeriales caminaba por la calle con capa
larga y sombrero de ala, vamos, como antes se vestía. Algo de
desafío había en esos andares, no había duda.
Unos alguaciles les dieron el alto.
—¿Adónde van, vuesas mercedes? ¿Acaso no saben del nuevo
edicto de capas y sombreros?
—Lo sabemos —aclaró uno de ellos con chulería—. Pero yo
siempre he ido así y ningún italiano me va a decir cómo debe ser mi
capa, si larga o corta.
—¡Señores! —gritó uno de los alguaciles muy enfadado—. Acaten
las leyes o tendrán multa.
—No serán, sus excelencias —contestaba con retintín—, capaces
de multarnos, que por mucho que se empeñen en ponernos
uniformes algunos madrileños lucharemos antes de ir de peleles.
Los guardias no se amilanaban y llamaron al sastre que les
acompañaba, que estaba obligado por ley pero no por ello iba
gozoso el pobre hombre, que le temblaban las choquezuelas del
miedo.
—¡Señor sastre! ¡Traiga las tijeras!
Viendo los bravucones que los alguaciles se afianzaban sacaron
de debajo de sus largas capas otras lindas y largas espadas.
—¡Antes se cortarán, usías, sus barbas que nuestras capas!
Y así comenzó la revuelta, que luego llevó a dar voces por las
calles insultando a los Esquilache, llamándole de todo menos bella a
la señora Pastora y exigiendo el exilio para el ministro que tanto les
había decepcionado.
Según caminaban ampliando su círculo, los amotinados, algunos
aún con palmas y ramos de olivo por haber participado en alguna de
las procesiones, se contagiaban como enfermedad y vociferaban sin
saber muy bien contra qué pero a un tiempo, consiguiendo que
Madrid fuera, en todo su contorno, una ciudad tomada.
Como las maniobras se avisaban antes de cumplirlas, que así era
más divertido, iban los madrileños diciendo:
—¡Vayamos a la casa de los Esquilache! ¡Saquémoslo de allí y
enviémoslo a su tierra!
Y otro contestó:
—¡A saquear! Tomemos lo que nos robó.
Salieron todos a una hacia la calle de Carretas en dirección a la
Puerta del Sol para tomar allí la de Alcalá y llegar a la Casa de las
Siete Chimeneas que era donde vivían los Esquilache.
Iban cantando, muy fanfarrones: «Seguid, seguid a la liebre, hasta
que no pueda más.»
Los ecos de los disparos, de los gritos y golpes inciertos,
reverberaban en las calles estrechas y se expandían en ese Madrid
silencioso de Semana Santa. Pronto llegó el criado al que enviaron
como avanzadilla con el propósito de discernir, espiando lo que
sucedía en las calles, si los de Elvira peligraban. Llegó, el susodicho,
jadeante después de haber corrido por la Puerta del Sol, la calle de
Carretas, la plaza Mayor y aledaños, para asegurarse de si había
partidas de revoltosos y... cierto que las había. De hecho según
caminaban se iban convenciendo unos a otros y se les añadían más
como bola de nieve que aumenta.
—Señores, dicen que van hacia la casa de Esquilache. Estarán
pronto cerca de aquí.
Dora y Lorenzo se miraban. Ordenaron dar de beber al criado,
que desfallecía, pues el esfuerzo había sido grande y era mes de
primavera.
En esto, que mientras valoraban si quedarse en casa, razonando
que ellos nada habrían de temer, o ir al convento de las monjitas a
las que Dora tanto quería, llegó doña Josefa con una carta que
habían depositado en la puerta sin que nadie supiera quién la puso.
—Pueden ser noticias importantes —caviló el ama—. Por eso me
atrevo a entregarla en estos momentos tan gravosos.
Lorenzo la recogió de las manos temblonas de doña Josefa, la
desdobló y vio que más que una carta era una nota, con pocas
palabras:
«Se prepara una sublevación contra Esquilache y sus amigos.
Acudan en rescate de la señora marquesa de Valdivielso.»
Eso ponía. Lo cual era ciertamente misterioso porque venía sin
firmar. ¿Quién se hallaba en vilo por proteger a la marquesa
queriendo al mismo tiempo mantener el anonimato?
Los amotinados ya se acercaban, se les oía canturrear lo de
«seguid, seguid a la liebre».
—Ay, Lorenzo, que no sé qué hacer.
El de Elvira vacilaba.
—Marina está sola en casa y vive enfrente de los Esquilache.
Sabiéndola en peligro, ¿justo es que no vayamos a rescatarla, como
dice esta nota?
Dora consentía, con lágrimas en los ojos, pero nunca fue egoísta y
siempre miró por el bien ajeno.
—Corre, ve a su casa. Y si Dios te lo permite, tráela para esta.
A la Casa de las Siete Chimeneas, que era como popularmente se
conocía al palacio donde residían los Esquilache, llegó un grupo de
ciudadanos, ninguno con capa corta, huelga decirlo, pero con
machetes, azadas, espadas o dagas y otros con los consabidos ramos
de olivo. Algunos iban con intención de hacer daño y otros por
acompañar, sin saber muy bien qué se encontrarían o qué harían al
llegar a la puerta de la casa de los marqueses.
Así que cuando esto sucedió y un criado se opuso a abrir la
puerta y luego, una vez abierta, a dejarlos entrar, uno de los
amotinados se enrabietó y sacando una espada la utilizó para que el
hombre, allí apostado, cediera. Pero no fue amenaza que lo dejó
muerto.
Viendo la sangre los que estaban indecisos supieron que la
revuelta era más que cierta, que no iban de bromas, que allí o se
llevaban por delante a los Esquilache o lo acontecido hasta ahora era
cosa de mocosos pero que no, que de mocosos nada porque ellos
eran hombres bien hechos y querían recuperar su vida, la de antes,
pero vestidos como era corriente, con su capa y chambergo y
pudiendo comer a lo barato, con un pan que no equivaliera a los
diamantes.
Subieron por las escaleras y se introdujeron en los gabinetes del
palacio, arrancaron los tapices, rompieron las lámparas y desgarraron
las sábanas que aún estaban vistiendo las camas con dosel.
Algunos se llenaban los bolsillos de lo que allí encontraban, que
bienvenidos eran los pendientes o las cajitas de rapé, porque
vendidos aseguraban la comida de varios meses.
Uno llegó al despacho del marqués y lo vio colgado en la pared,
quiero decir, pintado. Y aunque grande, descolgaron el marco y
entre varios se lo llevaron, no por hacer colección sino con intención
de quemarlo en alguna plaza y hacer público el rechazo al italiano.
No encontraron a la marquesa, que muy relista salió a refugiarse
al convento de Niñas de Leganés. Del marqués tampoco había señas
porque estaba con el rey en el Palacio Real, poniéndole en
antecedentes de los desastres.
—¡Entrad en la bodega y tomad los vinos, que vuestros son! —
decía el cabecilla—. Y si os parece poco, iremos a saquear a otros
petimetres para ver si en sus vestidores hay tricornios y redingots
que nos puedan prestar sus señorías para vestirnos...
Ja, ja, ja... reían con la boca abierta, la mayoría sin dientes.
—Ahí cerca está la otra marquesa, la tonta de los sombreros, esa
que vino de Burgos. ¡A por ella!
Salieron de la casa todos a fila de a uno, como ejército
uniformado de basquiñas de paño y camisas ajironadas, pero muy
arrogantes, porque se sabían poderosos.
Seguid a la liebre

Seguid a la liebre

Las calles se atoraron de tanta gente que las atravesaba y cómo


gritaban algunos, que parecía que no era motín sino sarao.
En la plaza Mayor, por ser zona importante de la capital, se
estableció como cuartel de los amotinados. Hasta allí se arrastró el
cuadro que saquearan de la casa de Esquilache y lo quemaron como
si fuera enseña o bandera, firmando con ello una guerra en la que
había solo dos bandos: el pueblo y el ministro italiano.
La cosa no pudo quedarse ahí porque a la turba le estorbaba
todo el que iba vestido de redingot o llevaba sombrero de tres picos
por creerlos contrarios a su divisa revoltosa. Así que cuando un señor
o señora, petimetres o no, pasaban así vestidos se armaba una
buena pues contra ellos cargaban. Y, claro, la guardia acudió y a
aquellos que eran visiblemente de la Valona, como guardias que eran
de los Países Bajos, se les abucheaba considerándolos extranjeros.
Alguno de ellos terminó atravesado por los azadones que el pueblo
madrileño tenía, sin contar con armas de otra naturaleza.
Cerca de la plaza Mayor también se movían los ánimos y ocurrió
que entre tanta amenaza y desafío alzó su voz un fraile gilito, de esos
que van descalzos, llamando no solo a la calma sino a la concordia.
Desde el mismo balcón de la puerta de Guadalajara, ya casi ni
puerta ni nada, les gritó a la multitud:
—¿Adónde vais, hijos míos, con ese enfado tan grande?
A lo que alguno contestó:
—Camino del Palacio Real a decirle al rey que esto es una
engañifa. Que queremos comer y vestir como se nos dé la gana.
El fraile, viendo que nada conseguía preguntando, se ofreció a
mediar.
—No vayáis así que guerra hay seguro. Dejadme a mí que lleve
vuestras demandas y ya veréis que es mucho más fácil que dejen
entrar en el palacio a un servidor de Dios que a un grupo de
amotinados.
Los revoltosos se miraron y pareció que hubo acuerdo, amén de
que ellos tampoco sabían dialogar y si decían algo sería para
estropearlo todo. Mejor un fraile que tenía experiencia en pedir.
Así que allí mismo le dijeron de palabra al franciscano todo lo que
se apelaba, que era, entre otras cosas, que Esquilache se marchara de
España, con él la Guardia Valona, que se derogara el edicto de las
capas y que se rebajara el precio del pan, que así no había manera
de vivir. Y todo esto se rubricó con una exigencia más, que el mismo
rey acudiera a ratificarlo con su palabra a la plaza Mayor o por lo
menos lo hiciera visible en algún lugar, pero en persona.
El fraile llevó los ruegos a palacio y esto fue lo que sucedió.

Al rey le retiraron su jícara caliente de chocolate como cada


mañana y también como cada mañana se limpió las comisuras de
sus labios en el mismo orden. Acudió a su encuentro con el Príncipe
de Asturias y conversó con los infantes, todo ello como siempre, sin
variación.
El conde de Losada lo acompañaba y departieron de esto y de
aquello, que era menester pasarse por el salón del trono donde se
terminaba la pintura de los techos y saludó al maestro Tiépolo, que
era quien se encargaba.
Luego, sin recesos, pasaron a ver el cuadro que el pintor Mengs
realizaba de la familia real y al llegar de nuevo a su gabinete le
sorprendió al monarca la agitación de uno de sus criados y el nuncio
Pallavicini que venía a enterarle de lo que pasaba en las calles de
Madrid.
—Señor, esto es la guerra. ¡Madrid se ha vuelto loco! Arden las
calles, asaltan las casas de los nobles y un grupo de rebeldes se
aproxima a palacio.
Carlos III se sentó en su silla. Vaya, con las prisas lo había hecho
sobre el faldón de la casaca. Volvió a levantarse y abrirse los faldones
para no pillárselos. Los ministros y ayudantes allí presentes no sabían
si sentarse o quedarse de pie siguiendo el protocolo de no estar más
altos que su rey.
El criado anunció que el marqués de Esquilache esperaba ser
recibido.
Y Carlos III le dijo que entrara con un gesto de la mano.
—¿Qué es eso, Leopoldo?
El italiano entraba demudado, sin color apenas, no le llegaba la
camisa al cuello. Se inclinó con su mejor intención pero tuvo mareo y
se sentó.
—Majestad, el pueblo está en armas. Han saqueado mi casa y por
fortuna doña Pastora no estaba dentro. Pero un criado ha sido
muerto. Y dicen que hay muchos más, incluso entre la Guardia
Valona.
Don Carlos, inmutable, apoyaba su rostro sobre una de sus
manos.
—Algo se ha hecho mal.
—Señor, el edicto los ha enfurecido. Pero no podemos permitir
que nos amedrenten. Si vos me permitís...
El criado volvió a dar el aviso de que un fraile quería hablar con el
rey, pues venía en representación de los rebeldes.
—Estas no son maneras —se impacientaba Esquilache—.Y con la
Iglesia de por medio...
El rey suspiró pero no era de tedio. ¿Le palpitaba un párpado?
—Que entre.
El fraile gilito, que se presentó como el padre Cuenca, entró muy
comedido y con un papel entre sus manos. No hubo intercambio de
opiniones, ni preguntas, solo un toma y trae que fue necesario por
su brevedad.
En el papel, mal escrito por las prisas, encontraron los ministros y
consejeros allí presentes las condiciones a seguir. Se leyeron una a
una y a todas asentía el rey no por aceptarlas de momento sino por
entenderlas, y luego de decirlas todas, se levantó del asiento, cruzó
las manos a su espalda y solicitó reunión de sus consejeros.
El fraile esperó.

Pero Madrid era amplio y sus barrios más. En cada uno se


sucedían empresas varias, lances de todo tipo, algunos violentos y
otros festivos, sin saberse muy bien si celebraban la Semana Santa o
se conminaba a las armas.
Con el libertinaje se calentaron los ánimos creyéndose los
concurrentes que tenían dispensa para hacer barbarie, lo que llevó,
como ya dijimos, a la revancha, asolando y saqueando las casas
ajenas.
Se filtró la noticia entre los criados de la marquesa de Valdivielso
y salieron como gacelas a la calle, es decir, que allí dejaron a la
madama a su suerte, solo con el cochero que era de edad de más de
setenta años y, claro, no podía correr.
Sintiéndose sola la burgalesa gritó por la ventana pero solo
consiguió llamar la atención de los insurrectos, que caminaron con
más prisa hacia la casa, pues ahora sabían con certeza dónde era.
Entró de nuevo dejando el balcón abierto, total, qué más daba el
frío si en minutos estaría muerta, se dijo la petimetra, pero no la
tomarían a la fuerza ni la desdeñarían porque aunque insulsa para
algunas cosas para otras se crecía.
Ya oía ruidos cerca del balcón y por las escaleras. Su corazón se
aceleraba y maldita la gracia que le hacía porque se presentía un
desmayo y de nada serviría quedarse inconsciente y sin defensa.
Zigzagueó buscando en el salón algún arma que utilizar contra los
asaltantes y encontró el tirador de la chimenea, que era de hierro
fundido.
Vio una sombra que aparecía por el balcón y retrocedió, pero
maldición, el tontillo se le quedó atascado entre dos muebles.
—¡Fuera de mi casa! —le gritó al intruso—. Si os acercáis me
defenderé...
Qué mala suerte que el revoltoso entrara por la fuerza y en esa
coyuntura de violencia porque bien mirado era apuesto y no parecía
tan miserable como los chisperos que reventaban los candiles de la
calle. Vamos, que observado así de cerca era de gran atractivo, tanto
que a Marina se le resbalaba el tirador de la chimenea entre los
dedos por aturdírsele la sesera.
El hombre ya estaba dentro. Bien vestido y con barba. No era
traje español el que llevaba pero tampoco redingot ni sombrero. Era
como si llegara de alguna de esas islas de las Américas.
¡Ay!, que todo coincidía.
—Pero ¿sois vos? —preguntó Marina justo antes de caer redonda.
Y en verdad que había acertado porque era él, sin duda.
Yo merecía una estatua

Yo merecía una estatua

Carlos III rogó a los consejeros que se expresaran. Con libertad y


sin mesura, diciendo todo cuanto les viniera a la cabeza. El jefe de la
Guardia Real propuso redistribuir las tropas por las calles y si hacía
falta pasar a cuchillo a todo el que se revolviera. El coronel de la
Guardia Valona lo apoyó. Comprensible, pues ya había muertos entre
sus soldados.
El comandante general de artillería propuso colocar cañones para
acabar con prontitud tamaña subversión.
El rey Carlos escuchaba, sudando sí, pero sin demostrarlo. Solo se
secaba la frente cuando no lo miraban. Volviendo la atención hacia el
marqués de Casa-Sarriá, le preguntó su parecer:
—¿Qué opináis vos, marqués?
Entonces el susodicho se levantó de su silla, se arrodilló frente al
rey y en posición suplicante expuso:
—Soy del parecer que al pueblo se le dé gusto en todo lo que
demanda, mayormente cuando todo lo que pide es justo y suplica a
un padre piadoso y ecuánime como es vuestra majestad.
Así supo ganarse la reflexión del rey que a partir de ese momento
también desoyó a quien insultaba a Esquilache acusándolo de ser el
culpable de situación tan desmedida.
Silencio, incómodo, sí, pero necesario, aunque a Leopoldo
Esquilache le sonara el vientre de tanto miedo que le corría por el
cuerpo, no miedo a lo que hiciera el populacho sino el rey, porque si
consentía desviaba de sí su confianza. Esto es, que lo abandonaba a
su suerte y lo exiliaba.
Después de recapacitar brevemente, el monarca se levantó de su
silla. Se acercó a uno de los balcones y dijo:
—Consentiré. Vayamos al balcón de la Armería y que esto se
acabe de una vez.
Esquilache empalidecía.
«Pero ¿qué he hecho? —se preguntaba—, si deberían ponerme
una estatua y en vez de esto... ¡Seguro que me expulsan al
extranjero!»
Los consejeros, según pasaban a su lado, lo esquivaban. Para
nadie era grato el italiano.
Al rey lo siguieron el padre Eleta, su confesor, el duque de Losada
o sumiller de Corps, o sea, su persona de confianza, y claro está, su
cronista, el conde de Fernán Núñez que todo esto habría de contar
en su futura biografía sobre el monarca.
Llegó don Carlos, muy estirado, como estatua de las que luego
viéramos en parques, abrió el balcón y se asomó acallando a la
chusma que en el patio del palacio había esperado y que quedó muy
sumisa en cuanto lo vieron.
Uno de los revoltosos, llamado Bernardo, se acercó bajo el balcón
y fue leyendo sus ruegos a los que el rey asintió uno por uno. Y al
llegar a la exigencia de que Esquilache se marchara, el rey pareció
titubear pero luego asintió también a pesar de dolerle mucho la
medida porque hiciera bien o mal en tomar decisiones sobre el
pueblo español era ministro grato e inteligente, es decir, de los
pocos que había en España. Pero también consentía en la poca mano
izquierda que había tenido con esos ciudadanos que ahora le
aclamaban tras prometer todo lo dicho.
El pueblo, representado por esas pocas personas, algunas
malolientes pero tan dignas como los que estaban en sus casas, gritó
de júbilo cuando vio que el rey cedía solo por dar justas sus
exigencias.
Que se sepa, no hubo rey en España que hiciera tal.
Lorenzo de Elvira llegó a la casa de la marquesa de Valdivielso
cuando la turba había ya pasado y se dirigía hacia el Palacio Real,
habiéndose corrido la voz de que Esquilache era expulsado y que la
batalla ciudadana se ganaba. Todavía se oían las voces de «¡Viva el
rey!» aquí y allá, ecos inquietantes pero que apaciguaban los miedos
al percatarse lejos.
Se encontró el de Elvira al anciano cochero rebujado entre unas
cortinas arrancadas mismamente de sus anillas y lo ayudó a
levantarse, advirtiéndole de que el peligro ya había pasado.
—La señora se halla sola —confesó con cierta vergüenza—. Los
demás la abandonaron y yo me caí entre las cortinas y así estuve
durante todo el tiempo. Perdóneme, vuesa merced, e interceda por
mí a la señora, si aún sigue viva, que no hubo mal en mí sino tener
muchos años.
Sudaba el pobre hombre, con la peluca semicaída y la cara
tiznada de polvo. No había razón para dudar de su buen hacer,
tampoco dudó el anciano de la confianza que le ofrecía el granadino,
que rápidamente se dirigió al salón donde solía pasar su tiempo la
marquesa.
Los pasillos por donde accedió se encontraban en lamentable
estado, sucios y desordenados, con los cuadros cosidos a sablazos y
las velas de los candelabros aplastadas contra el suelo. Se olía
incluso a chamuscado, lo que le preocupó mucho más.
En llegando al salón se asomó con temeridad pues desconocía lo
que habría de encontrarse, siendo absolutamente nada, silencio puro
y sorprendente. Apenas dedicó dos minutos a comprobar que nadie
se hallaba tirado en el suelo u oculto, como sucedió con el cochero.
Y en esas, aconteció que oyó un chasquido y luego un mover de
goznes como de puerta y resultó que de una pared se abrió una
escusada, de esas que los nobles disimulaban con papel pintado o
trampantojos para tener de salida secreta.
De ella salió un hombre, con barba, sí, bien arreglado y sin sufrir
daños y sobre sus brazos la madama, a la que llevaba inconsciente
para depositar en algún sillón.
A Lorenzo le dio un vuelco el corazón porque allí mismo había
dado con su pesquisidor, aquel que iba detrás de él desde Granada y
lo acuciaba con intimidación.
«Qué bellaco, vive Dios, servirse de la marquesa para hacernos
daño. Pero que me aspen si entiendo lo que está pasando.»
Ante la duda tomó un candelabro de los que estaban tirados en
el suelo, que era pesado, por cierto, y con él se acercó silencioso a
las espaldas del americano que estaba en esos instantes ocupándose
en tapar con cierto mimo a la de Valdivielso, ahora ya tumbada sobre
el sillón. Pillándolo así, a contrapelo, le plantó contra su cabeza la
mitad del candelero descalabrándolo.
Como un fardo cayó el hombre contra el suelo pero de boca, que
era peor.
Quedose Lorenzo mirando a los dos inconscientes, primero a la
madama, que parecía linda y sin sobresalto hasta con una sonrisa en
los labios, y luego a ese malandrín con pelo revuelto y algo húmedo
por la sangre que borbotaba.
«¿A quién atender primero?», se preguntó. La curiosidad le
impulsó a acercarse al hombre, que si la mujer sonreía sería de
holgura y no de trastorno de salud. Se arrodilló pues ante el
extranjero, tiró de las mangas de su casaca para darle la vuelta y
consiguió hacerlo, aunque con esfuerzo, porque el hombre era
corpulento y en esos momentos no colaboraba.
Le retiró el pelo embrollado sobre la frente habiendo perdido la
coleta que llevaba siempre y lo miró bien de cerca para aprenderse
sus rasgos dado que siempre lo había hecho de lejos y en situación
complicada.
—¡Maldición! —se dijo—. ¡Pero si es él!
Otro que le había reconocido.

Esperó mirando el reloj durante horas pero no recibió noticia de


Lorenzo, ni de la marquesa, ni siquiera de los criados que fueron a
ver qué se acontecía en la plaza Mayor. Estaba Dora con un runrún
que no la dejaba vivir, y viendo que la sublevación ya se controlaba,
nada se oía y volvía la paz a los hogares, se dijo: «Lo mejor es ir a ver
a casa de la de Valdivielso, no sea que esté dañada y no sepa
Lorenzo cómo sanarla, que hombre es y por lo tanto patoso.»
Se puso la capa por los hombros y ordenó a su lacayo que
preparara el coche. Era solo para unos metros pero siendo de noche
y con secuela de guerrillas, mejor así.
Valentín e Isabel estaban a buen recaudo con doña Josefa, por
eso no le dio pereza salir, iba doña Dorita recordando los líos en los
que le metía su antigua señora y de cuántos supo salir sin tener
ayuda, ella sola, con gran templanza. Esa misma que pretendía
emplear ahora en la casa de la marquesa a la que ya estaba llegando.
Bajó deprisa, encontró al cochero lloriqueando con cargo de
conciencia grande y le palmeó la espalda para consolarlo. Pero no
paró allí mucho porque tenía un gusano en el estómago, que algo le
decía que llegaba en mala hora a esa casa.
Vio los pasillos revueltos, los desperfectos, la anarquía del
decorado y al llegar al salón, muy temerosa, asomó la cabeza y allí
los halló. Marina sentada, Lorenzo sentado y un hombre tirado en el
suelo con la crisma herida.
—¡Bendito sea Dios! —dijo sin saber muy bien a quién atender
primero, porque el del suelo parecía descabezado pero los otros de
puro pasmados parecían más muertos que vivos—. Pero ¿qué es
eso?
El marido y la amiga no miraban más que al infinito, sin fijar la
vista. Dora se quitó la capa, se acercó al moribundo y exclamó:
—¡El extranjero!
Mas Lorenzo y Marina se miraron y recalcaron:
—No, Dora, no, es Gil López.
Dora se sentó también en el sillón, así como ellos, que parecían
trillizos.
—¿Cómo Gil...?
—Sí, mi criado —aclaró Lorenzo.
—Y mi amante —aclaró después la madama.
—¡Y el padre de Valentín!
Esto último se lo dijo Dora para aclararse a sí misma. ¡Qué
barbaridad! Y ahora estaba en el suelo e inconsciente sin explicarse
en qué circunstancia llegó a la rotura de cráneo o por lo menos lo
que causó el enorme tolondro tan grande como un huevo.
—¡Habrá que saber si está vivo! —exclamó, saliendo de su
asombro la damita—. ¡Ayudadme!
Se arrodilló junto a él, le puso las manos en el cuello para ver si
palpitaba la sangre y sí, vivo estaba aunque por poco. Hombre era
de gran sesera para resistir el candelabrazo, y esto lo rubricó
Lorenzo, que lo conocía bien.
Lo llevaron entre los tres a una cama, la más cercana era la del
cuarto de la marquesa, donde consumieron tantas noches amorosas,
felices, convencidos de que serían eternas. Cuando lo hubieron
tumbado, Marina sacó fuerzas de flaqueza y le desabrochó la casaca,
luego la camisa, los pantalones y ay, que se acordaba de cuando
eran amantes y le entraban ganas de llorar.
Entre gimoteos le limpió la cara con el borde de la sábana que
quedó roja como la cereza del contacto con la sangre. Entreabrió el
galán los ojos y todos suspiraron de contentos, pero los volvió a
cerrar y así pasó toda la noche, en un duermevela, pero con el pecho
respirando tranquilo, visto lo cual no se acudió al médico sino que se
confió en el destino.
Con el rabo entre las piernas

Con el rabo entre las piernas

La familia Esquilache salió hacia la frontera, aceptado ya el hecho


de su fracaso, llorosa la marquesa y compungido el marqués,
sabiéndose despreciados por todos y menos mal que cegaron el
escudo familiar en la portezuela del coche en donde viajaban, pues
corrían el peligro de ser atropellados por los manolos o majos de las
zonas pobres.
Antes de salir de la Casa de las Siete Chimeneas, quedando el
palacio como un respingadero de monas, todo desordenado y
sufriendo el desaire de los desalmados, la marquesa italiana escribió
una carta que entregó a uno de los criados, que como es natural se
quedaba en Madrid al ser español.
El rey Carlos III se mostró condescendiente con Esquilache, lo
despidió con cariño y le pidió que no lo tomara a lo personal, porque
si hacía aquello era por necesidad extrema, pues bien que el pueblo
lo pedía de malos modos pero que él era el monarca de los
españoles todos y habría que acatarlo por no sufrir guerrillas.
Después de sincerarse, dejarse reverenciar por su saliente
ministro, tomarse un chocolate y alguna cosilla más, el monarca
ordenó que engancharan los caballos. Porque no era solo cosa de
quedarse en el palacio a esperar el cariño del pueblo, que le había
faltado y aunque perdonándolo le dolió de veras, sino que sus
consejeros insistieron en que se marchara, que dejara espacio y
reflexión.
Tomó por tanto don Carlos la idea de ausentarse, total él era muy
viajero, siendo además próximo el tiempo de irse a Aranjuez. No le
supo a derrota ni a humillación el salir por la puerta de atrás, esto es,
cruzando las zonas subterráneas del palacio y con poca luz siendo de
noche, pero no quería despertar a nadie y menos al pueblo que
ahora bailaba. Lo peor fue despertar a la reina madre, tal y como
estaba de senil, montarla en la silla de paseo y llevársela a todo trote
hasta el coche de caballos.
Que a nadie se le ocurriera pensar que salía con el rabo entre las
piernas, con perdón.

Los tres sentados estaban. Ya se ha dicho.


Cada uno pensaba para sí.
«Qué mala suerte y qué poco tino tuve al dar el golpe, que el
tolondro se le está abotargando cada vez más, vamos, que hasta da
grima mirarlo. No es que me alegre de que se muera, bien lo sabe
Dios, pero me escaman sus acciones que no han debido de ser
buenas. Y quizá si el destino hace y se lo lleva nos libremos de más
calamidades.»
Esto pensaba Lorenzo.
«¡Ay, qué desgracia la mía! Tantos años sin saber de él y ahora
que lo recupero viene el granadino y me lo descalabra. Enhoramala
vino a socorrerme causándome más mal que bien. Pero, claro, aquí
tengo en mi mano una carta escrita de puño y letra de la marquesa
de Esquilache, que un criado la ha traído, animándome a irme con
ellos a Italia, y cierto es que me tienta porque estoy arruinada y no
tengo dinero para nada y siendo apadrinada por los Esquilache otra
cosa será. Pero resulta que ahora llega el hombre de mi vida por
segunda vez, salvándome de los amotinados, que eso solo lo hacen
en los teatros pero no en la vida real, lo que le da más retorcimiento
y me toca la sensiblería. Vaya, que me ha deslumbrado,
enamorándome como una perdida. ¡Ay, que no sé qué hacer! Claro
que si se muriera, el lance se arreglaría para bien de todos.»
Y esto era cosa de la marquesa, como es evidente.
Mas Dora razonaba lo que sigue:
«Yo no salgo ni entro en que este hombre es un poco enredón y
todo lo ha complicado. Derecho tiene a volver si le place. Lo peor es
que quiera quitarme a mi Valentín porque padre es suyo y puede.
Que la marquesa me lo ceda es cosa fácil porque ella nunca le tuvo
afinidad, pero para un hombre es su heredero y, claro, que es realzar
su apellido y virilidad. Por tanto es un laberinto que este hombre
sane.»
Cortos minutos se pasaron los tres hablándose para los adentros
hasta que Dora se levantó del sillón que ocupaban y exclamó:
—¡Basta ya de miserias! ¿A qué esperamos para llamar al médico?
¡Que este hombre se nos muere!
Dicho y hecho, se avisó al galeno, uno que conocía el anciano
cochero de la marquesa, y llegó volando con la suerte de haber
atendido a un contusionado de la refriega en la casa colindante.
El médico le cosió la herida a Gil López con gran esmero y
dejando bonito zurcido.

Estuvo el enfermo encamado durante varios días y acompañado


también, dado que no se valía por sí mismo, y los tres que allí había,
compungidos de verlo en el sabido estado, se ofrecían para velarlo
por remordimiento o por querer saber qué hacía allí y dónde había
estado en los últimos años.
Llegado el turno de Dorita, entreabrió el yacente los ojos y
viéndola neblinosa por sus fiebres creyó que era Marina. Se
incorporó el insensato mientras alargaba sus brazos para hacerla
suya consiguiendo desasirse Dora con gran esfuerzo. Suerte que
estaba con fiebres porque de haber estado sano se habría ganado
un considerable cate.
—Alto ahí, amigo López. Que os exculpo por estar enfermo pero
guardaos las manos que a la próxima me defenderé sin miramientos
de la calentura.
—Disculpad, señora mía —se lamentaba Gil—. Entre delirios
pensé que erais doña Marina. Tengo tantas ganas de tenerla entre
mis brazos que os confundí.
Dora tomaba precauciones porque no se creía mucho eso del
amante pródigo.
—Ahora la echáis de menos pero no os importó abandonarla sin
dar explicaciones. Eso no es de caballeros... pero ¿qué digo? Si vos
no lo sois, solo sois un mentiroso...
Tiraba con bolas de cañón la madamita, digo, que no le importó
lo más mínimo pedirle explicaciones a pesar de su estado porque si
tenía fuerzas para tocamientos también las tendría para aclararlo
todo.
—No me juzguéis tan rápido, señora. Cierto es que fui criado
pero ahora ya no. Y si queréis oír lo que ha llevado a hacerlo posible
solo tenéis que dejarme tiempo para que me exprese pues tengo las
ideas algo confusas doliéndome el tolondro una barbaridad.
La mujer tuvo paciencia, no le quedaba otra.
—Veréis, doña Dorita, todo comenzó cuando mi señor, entonces
Lorenzo de Elvira, me envió a concertar una entrevista con vos. Os
localicé y me atreví a acercarme haciéndome pasar por mi señor, que
tímido es hasta los tuétanos, pero me equivoqué y resultó que con
quien hablé fue con vuestra señora, la marquesa de Valdivielso. Ahí
ya empezó el embrollo. Pero resultó que el azar dio en juntaros a vos
con Lorenzo y entonces me dije que, estando la marquesa libre y
predispuesta, podría hacerme pasar por don Lorenzo una o dos
noches, si acaso. Me vestí con sus ropas y tomé su espada que
apenas usaba y allí que me fui. Una noche siguió a la otra y, claro, yo
mal no quería para nadie. Tanto era así que cuando me enteré de
que el señor Beltrán de Heredia os perseguía, que era cosa amañada
entre la marquesa de Uceda y la de Valdivielso, pues me convertí en
vuestro paladín. Sé que no tenía derecho pero soy de los que
piensan que hay que honrar a las damas y no menospreciarlas, así
que me fui a darle un escarmiento a don Beltrán con la mala fortuna
de que me salió rana, quiero decir, más batallador de lo que yo
esperaba, luchamos y lo maté.
—¡Ay, Jesús! —exclamó Dora—. ¡Así se entiende la muerte tan
extraña!
Gil López continuó, por Dios que le costaba mucho hablar pero
no era momento de enflaquecer.
—Comprendiendo que estaba en desventaja, pues criado era y
Beltrán de Heredia un señor reputado, decidí marcharme. Escribí a
Lorenzo y a Marina y me enrolé en el ejército. Muchos prusianos
maté y otros tantos ingleses, a veces en el campo de batalla y otros
porque así me lo ordenaban, pues fui de todo, espía cuando me
pagaban, hasta que encontré a un americano llamado Hilman y que
me recogió como ayudante de cámara, eso es, para vestirlo y tenerle
como un pincel. Le caí bien desde el primer momento, quizá porque
era algo manflorito, pero nunca encontré a mejor persona ni corazón
más honrado. Cuando murió me cedió toda su herencia, pues era
solo en el mundo y gracias a él tengo ahora una vida plena y con
gran futuro. Al dar con ella, con la de Valdivielso, quiero decir, en
estos días y sabiendo que su proximidad a los de Esquilache la
exponía, decidí espiar por mi cuenta en tabernas de Madrid hasta
que supe del día del levantamiento, que era cuestión de esperar.
Llegué a esta casa, la tomé en mis brazos y nos escondimos en una
habitación oculta que ni ella sabía que tenía y yo descubrí en mis
noches de amante. Cuando salíamos, ya salvados, me encontró don
Lorenzo y me hizo el tolondro, que por Dios que casi me lleva al otro
mundo.
Dora suspiró. Qué mal se estaban poniendo las cosas para ella,
con esa perspectiva, fijo que le quitaban a Valentín.
—Entiendo, ahora que sois persona con nuevo nombre pensáis
que estáis a la altura de la marquesa. Pues sabed que está arruinada
y que no podrá manteneros.
Gil López se aturdía.
—No, señora, no, eso ya lo sé. Y bien poco me importa. Mi
hacienda me permite ahora cubrir sus necesidades. A tres marqueses
sería capaz de sostener. El señor Hilman tenía negocios muy
saludables, entre ellos minas de diamantes y tierras de cultivo de
tabaco.
La madamita se embobó. ¡Quién lo hubiera dicho! «Resulta que
ahora el criado es el señor y habrá que hacerle reverencia.» Lo que
eran las cosas.
Visto lo visto era mejor ser sincera y contarle que...
—Ya veo que lo sabéis todo, menos una cosa. Pero antes habréis
de explicarme por qué nos seguíais con tanto misterio. Que ha sido
enojoso y en algún momento de gran turbación.
—Disculpad, señora. No sabía muy bien cómo acercarme a vos
habida cuenta de cómo me marché. Por eso opté por acercarme con
prudencia y haciéndome el protector que no supe ser en otros
momentos más dichosos. No hubo mal en ello, creedme.
—Entiendo... es comprensible mas aunque debiera estar muy
enojada con tal comportamiento soy de buen corazón y me gusta ir
con la verdad aunque me haga daño. Y esta me lo hará, no tengáis
vos la menor duda. Habéis de saber que cuando marchasteis la
marquesa estaba encinta y a los meses, como es de natural, tuvo un
niño que se llama Valentín.
Gil López abrió los ojos de la sorpresa pero ciegos aún los tenía.
—¿Valentín es mi hijo? ¡Ah, caramba! Por eso no me salían las
cuentas cuando os veía pasear con vuestros hijos. Es noticia grata
que me ha de arrancar de la guadaña de la muerte. ¡Benditos seáis,
señores, por cuidar de él!
Dora se levantó, le caían las lágrimas y no quería reconocerlo.
—Ahora solo queda que la marquesa os acepte y entonces
podréis empezar vida conjunta con Valentín. Vuestro es y así debe
ser.
Gil López se acurrucó entre los almohadones, mucho esfuerzo fue
la sinceridad. Dio un gran suspiro y se durmió.
Aprovechó el silencio Dorita para ir a buscar a Marina que dormía
desde que Gil yaciera enfermo en habitación contigua. Se allegó
secándose la cara, con hipos y muy dañada en el ánimo, tal vez por
eso no vio que la habitación desordenada estaba, con algunos
baúles abiertos y los armarios vacíos, vamos, que parecía desvalijada
aunque sin sentido.
—¿Marina? —preguntó.
No halló respuesta y eso que miró hasta detrás de las cortinas,
solo una nota sobre su tocador que decía lo siguiente:

Amigos míos:
Sé que Gil se recupera. No está en mi ánimo ser de nuevo un
estorbo en esta España que se vuelve a la cecina y la basquiña.
Arruinada estoy y no puedo mantener a Gil como amante. Doña
Pastora me ofrece una nueva vida en Italia y allí que me voy.
Cuidad de Valentín y procurad que nunca sepa que su padre fue
un criado.

Ahí quedaba eso. Y vuelta a empezar con los embrollos.


CUARTA PIEZA Y ÚLTIMA

CUARTA PIEZA Y ÚLTIMA


«Allá os los envío»

«Allá os los envío»

Esta historia ha dado un gran salto, necesario para explicar los


tiempos convulsos y revoltosos del reinado de don Carlos y por eso
nos hallamos ya en 1774, a las puertas de cambios inminentes en las
calles de Madrid y de otra cosa que sucederá que luego
describiremos siendo de gran importancia para el futuro que se
aviene.
Han pasado ocho años, sí, pero malasangre sería dejarlo así y sin
explicar, esto es, que si pasaron cosas en los círculos del rey más
sucedieron entre los de la marquesa de Valdivielso, doña Dora y
Lorenzo de Elvira, quienes ahora tenían como amigo muy cercano a
Gil López a quien se le conocía por el señor Lope Hilman.
Por tanto daremos salto atrás como volatinero de feria, para
poder explicar lo que sucedió tras los famosos motines contra el
ministro Esquilache y entender lo que vendría después hasta el año
que nos ocupa, que como queda dicho, es de 1774.
Recordemos que el rey, amohinado, se marchó de palacio. La
huida fue interpretada sesgadamente, según para quién, porque los
madrileños lo tuvieron a mal temiendo que se escapara para dejar
paso a la Guardia Valona y que esta pudiera volver a entrar a sus
anchas en las calles de la villa, deslavazando a los agitadores a fuerza
de cañonazos.
Pero no, luego la cosa fue más sencilla. Porque los insurrectos
continuaron a poquitines, sin demasiada gresca y también por otras
partes del reino, por Zaragoza, Guipúzcoa y otros lugares. Y sí, se les
consiguió reprimir pero con algo más de tiento porque los que se
quedaron en lugar de Esquilache eran españoles y, claro, ellos
conocían muy bien el genio que se gastaban.
Los dos ministerios que dejó el marqués, a saber, el de Hacienda
y el de la Guerra, se los dio el rey a Miguel de Muzquiz y a Juan
Gregorio Muniain, ambos del norte y muy bravos, con la salvedad de
que bravos y todo no eran de la confianza entera del monarca. Él
prefería al conde de Aranda, que ocuparía la presidencia del Consejo
de Castilla, órgano fuerte del que dependían muchas de las
decisiones de Carlos III, pero también le unía simpatías con
Floridablanca y el señor Campomanes, el fiscal del citado consejo.
Sería este último al que le encomendaron la ingrata investigación de
los acontecimientos, quién fue o fueron los inductores de tales actos
de amotinamiento y a quién habría de echarle la culpa.
Mientras, el conde de Aranda tenía otra misión complicada, que
era la de desdecir todo lo que había dicho el rey pero sin que nadie
lo notara, esto es, que si dijo que revocaba el edicto de las capas o
se expulsara a la Guardia Valona, que no, que todo se haría como lo
impuso Esquilache solo que con mano izquierda, viéndose pronto los
resultados.
Aranda tuvo atinada labor, retornó a la Guardia Valona, impuso
aunque con blandura, el vestimento de la capa corta y el consabido
tricornio, haciéndolo tan bien y con tanta mesura que hasta recibió
los parabienes del divino Voltaire.
Pero el rey seguía en Aranjuez y no se decidía a volver. Algo había
de orgullo y de miedo a enfrentarse a su pueblo, mas este decía a los
cuatro vientos que quería a Carlos III, eso sí, si el pan estaba más
barato, mejor.
Retornado el monarca recibió al señor Campomanes y este le
expuso todo lo relativo a sus pesquisas. Que detrás de los motines
había mucha gente, de alta clase y sin ella, que eran los menos
dañinos. Pero también estaban los religiosos, no todos, para más
señas los jesuitas, que tenían un poder sin igual entre los de la Iglesia
porque desde antiguo había querencia al mando y no cejaban en
meter la nariz en cosas de Estado.
La situación era engorrosa y el rey se sentía desolado por la
muerte de su madre, la reina Isabel de Farnesio, ya anciana pero con
genio vivo que le hubiera ayudado en coyuntura tan peligrosa.
Con todo a Carlos III ya le advirtieron sobre los jesuitas, que era
cosa de atrás. Y ojeriza les tenía, habida cuenta de que era ilustrado y
la separación de poderes no la cuestionaba nadie ante el rey. Por eso
le bastó muy poco para decidir la expulsión de los jesuitas de su
reino, habiéndole indispuesto contra ellos Campomanes diciendo
que fueron los urdidores del motín.
Y es que desde la llegada de Carlos III a España ya los jesuitas
hacían lo posible por incordiar poniendo a la corona en vergüenza.
Por eso y por otras cosas, el rey dijo:
—Pues a Roma se los mando, allá se los envío y que todos
quedemos a gusto y como debe ser.
Dicho y hecho. El primero de abril de 1767 ya tenían los jesuitas
cercenadas sus principales casas y al día siguiente se publicó la Real
Pragmática decretando «el extrañamiento de los jesuitas de los
dominios españoles».
No era cosa original puesto que en Francia se hizo en 1764 y en
Portugal antes incluso, en 1759. Pero, claro, España tenía más peso
por ser un país de credo desde que se echaba la vista atrás y no
cuadraba que se repudiara a quien impartía el dogma.
Pasados los meses, Carlos III advirtió a los que a Dios se
dedicaban que no se atrevieran a turbar los ánimos ni el orden
público conjuntándose con los asuntos del gobierno porque el
Estado era el Estado y la Iglesia la Iglesia, que unidos habrían de
estar pero no revueltos. Cosa difícil fue hacérselo entender porque
aquí de todos es sabido que uno se topa con la Iglesia en cada
esquina.
Encontrada la carta en la que Marina de Valdivielso confesaba que
se marchaba a Nápoles con los Esquilache, cundió el pánico.
«Ay —se decía Gil López—, con todo lo que me ha costado
conseguir el reencuentro, con peligro incluso de mi vida, y ahora la
marquesa se me va. Por Dios que con tolondro y todo me incorporo
y voy a buscarla por las calles de Madrid hasta Cartagena que es de
donde saldrá en barco, seguramente.»
Pero apenas se incorporó Gil López se sintió indispuesto, con un
vaivén que no le dejaba reposar las plantas de los pies. Todo le daba
vueltas y hasta le entraban ganas de regurgitar lo poco que había
almorzado.
Lorenzo se propuso ir a buscarla con intención de entrarla en
razón o por lo menos de mostrarle los peligros a los que se exponía
viajando hasta Cartagena, que llevaba sombrero y peluca como una
madama de París y los tontillos más anchos que se vieran en toda la
corte. Todo lo más, conseguiría llamar la atención de los truhanes y
quizás hasta terminara sus días en una zanja cenagosa.
A lo dicho, Dora le quitó las ganas porque ya se sabía que Marina
era caprichosa y muy terca, tanto, que si se le había emperejilado irse
con los Esquilache nadie podía ponerle estorbo. Mirado bien hasta
era cosa buena, porque con ella se acababan los enredos y el peligro
de que les reclamara a Valentín, que aunque era raro, podría suceder.
Todos en esto parecieron de acuerdo, hasta Lope se resignaba,
pero fue por poco tiempo porque a las cinco o seis horas del
extrañamiento de la marquesa tocaron a la aldaba y sucedió algo
inexplicable.
Entró doña Josefa, que a la casa de la calle del Barquillo fuera a
auxiliar en lo que podía, y lo hizo con asombro, los ojos
descompuestos de lo que había visto. Que no se entendía, vamos.
—Señores, que a la puerta está la señora doña Marina de
Valdivielso, pero no como es menester en una dama, sino vestida
como gitana. Por la Virgen que ni las del Sacromonte huelen tan mal.
Se quedaron mirándose Lorenzo y Dora, no Lope Hilman o Gil
López, como se quiera, porque se encontraba un tantico
amodorrado. Por eso no se enteró de la vuelta de doña Marina que
ya esperaba en el zaguán de la entrada y no parecía tener mucha
intención de subir.
No se entendía la ocurrencia porque esa casa era suya y si lo
deseaba podía subir y bajar cuantas veces le placiera, pero que no,
que algo había de misterio en todo eso y Dora bajó a ver.
Encontró a la marquesa, esto es, a la gitana, con una facha
repulsiva. Cierto que olía a todo menos a colonia y que sus ropas,
muy ajadas, eran de saco o lo parecían.
Tan pronto vio a Dora tuvo la intención de abrazarla, de verse
aceptada y no tirada a la calle con puntapié en el trasero, mas Dora
echó hacia atrás un paso ya que el olor la privaba y, además, estaba
lo de los piojos que alguno saltaba.
—¡Señora! ¿Qué es esto? ¿Vuesa merced como una pedigüeña?
Marina soltó el llanto contenido, lo guardaba desde el suceso que
ahora iba a contar.
—¡Dora querida! ¡Qué desgracia y qué sinsentido! ¡He sido
agraviada en plena calle, puesta en cueros entre balandrones! Así
como te lo cuento, bueno, con los pololos me dejaron pero ante la
vista de todos que reían y aplaudían de vejarme. Que era una
italiana, me decían, una indeseable. Y yo les decía que era tan
española como ellos o más, que nací junto a la catedral de Burgos,
pero sin compasión me dejaron desvestida en medio de la calle
demandándome que si Esquilache cortaba capas ellos me quitaban a
mí el tontillo, las pelucas y todo lo que oliera a extranjero. Se llevaron
también mis baúles, el equipaje entero con sus joyas que ya se
ponían las desdentadas de sus amantes y entre risas se fueron. Una
pobre mujer se apiadó de mí y me ofreció su ropa, que la dejé
también en cueros vivos y enrollada en una manta por no tener otra
cosa, con la promesa de que al llegar a mi casa le enviaría dinero
para que comiera durante un mes y le devolvería los vestidos. Pero
ya ves, Dorita, ¡no tengo ni dinero para pagarle el favor! ¡Nada, ni un
real! ¡Soy más pobre que esa desdichada!
Volvió a llorar la marquesa y dio hasta lástima debido a que no lo
hacía por teatrera sino por afligida, sabiéndose verdad todo lo que
contaba y que luego pudo corroborarse.
A Dora se le abrieron las carnes de compasión, ¡ay, esta chiquilla
qué suave era!, tanto que le dio igual que le saltaran los piojos, se
acercó a Marina y la abrazó.
—No ha de temerse nada, señora marquesa. Que el señor
Hilman...
—¿Quién?
—Don Gil... quiere hacerla su esposa y mantenerla.
Marina lloraba más aún.
—¿Ahora voy a ser mujer de un criado?¡Vaya consuelo!
Nada, que no había manera de entrarla en razón.
—Que no, señora mía, que don Gil es rico, teniendo minas de
diamantes y tierras de tabaco.
Marina respiró hondo exhalando suspiro tan inesperado que
parecía que agonizaba. A los estertores siguió un resucitar con risas
muy extravagantes, pero es que de puros nervios no atinaba a hacer
algo cuerdo.
—¿Que es rico? Pero ¿cómo...? Si salió con una mano delante y
otra detrás.
Dora le explicó que no era momento de narrar todas las hazañas
que consumó Gil López porque eran largas y ella no sabría contarlas
con tanta gracia como él. Por eso le dijo que mejor que él se las
transmitiera cuando despertara siendo ahora más urgente prepararle
el baño y aviar los harapos en un hatillo para que se los acercaran a
la pobre que se los dio.
«Ay —decía Marina saliendo del asombro—. Que vuelvo a ser
mujer honesta, casada y con hacienda.»
De pensárselo dos veces le entró un vahído muy inoportuno y
según la llevaban a la bañera cayó redonda y se golpeó la cabeza.
Es cosa de risa pero en la boda, Gil López y Marina de Valdivielso
fueron muy guapos, mas con un remendón en la frente tras los
descalabros.
«Superior a los romanos»

«Superior a los romanos»

En el Madrid de don Carlos hubo momentos para la paz y otros


para la guerra. Si acaso también  los hubo para los arquitectos, que
eran como sus soldados pero de la ciudad, y defendían sus intereses
como un buen edil.
No en vano, ya por esas épocas, el monarca iba apañándose la
credencial del mejor alcalde de Madrid, distintivo que hasta la fecha
no se ha conseguido superar por ningún gobernante.
La cuadrilla de soldados arquitectos se integró con preferencia de
españoles por José de Hermosilla, Diego de Villanueva y Ventura
Rodríguez. A la par que Sabatini, el trío mamaba directamente o de
rebote de la ingeniería romana, porque los clásicos eran para los
arquitectos del momento como un reflejo divino. Algunos, como
Hermosilla, salieron de España para instruirse tratando hasta al
propio Fernando Fuga que era el arquitecto del papa.
Ventura Rodríguez también aprendió de los extranjeros pues
discípulo del maestro Juvara fue, lo mismo que del conocido
Marchand y de todos ellos asimiló las verdades de la arquitectura sin
necesidad de viajar.
Algo más rebelde en sus conceptos, Villanueva no solo tomó a
Italia como guía, también a la Francia del momento y entre los tres
arquitectos consiguieron algo así como una «escuela de palacio» que
intentaba acercar a España a las nuevas modas.
Con el clasicismo historicista de José de Hermosilla, la inspiración
barroca de Ventura Rodríguez y la innovación teórica de Villanueva,
Carlos III lo tenía todo en España, qué digo, hasta por tener tenía a
Sabatini que era lo más de lo más y sabía tocar los tilines de la mejor
arquitectura, aunque fueran complicados porque a él no se le
resistían los edificios torcidos o las estructuras gibosas ya que todo
lo enderezaba con ingenio aunque con serenidad y pureza de
formas.
Tras la expulsión de los jesuitas quedaron muchos edificios vacíos
y muchas cosas por hacer que se demoraron a causa de atender
primero el barullo de los motines. El conde de Aranda, muy
oportuno, solicitó ser recibido por el rey y de esto fue de lo que
hablaron:
—Majestad —decía el presidente del Consejo de Castilla y
hombre de confianza—. Después de la tormenta llega la calma. El
pueblo os adora y quizá sea momento de tener con él un detalle
volviéndole su ciudad la más bella del mundo.
Carlos III se atusaba la barbilla. Lo suyo era querencia demostrada
por levantar edificios, embellecerlos y hacerles útiles. La propuesta
de Aranda era, pues, muy sabrosa y ya le inquietaba hasta el
estómago. Se imaginaba que mudaría a la ciudad de Madrid, con sus
plazas sosas y su reciente empedrado, en una urbe moderna y muy
por encima, ilustrada.
—Decid, pues, querido Aranda. ¿Qué me proponéis?
—Un salón para que paseen sus súbditos y puedan veros entre
ellos y recuerden a su rey que lo ha hecho posible.
—¡Un salón del Prado! —exclamaba don Carlos, adivinando por
dónde iban las intenciones—. Muy acertado. Es hora de retomar la
zona de más allá de la puerta de Atocha porque si esta puerta es
poco notable con su ladrillo vulgar, habremos de levantar otra que
sea la grandeza de Madrid. Mi querida María Amalia me lo decía, que
la Puerta de Alcalá es una birria, que no es propia de la ciudad de un
gran rey. Quise demolerla y darle otra pero, como sabéis, se me fue
antes y aunque difunta me parece que me lo recuerda todos los días.
¡Tenemos mucho que hacer! Ampliar las calles de Alcalá, la de
Atocha y los Jerónimos, hacer crecer los árboles y adornarlos de
fuentes.
El conde de Aranda lo tenía ya muy pensado.
—Veréis, majestad. Yo había pensado ofrecer el encargo de lo
arquitectónico al señor Ventura Rodríguez. A don José de Hermosilla,
de cuya valía ya sabéis, ofrecerle el diseño de las vías, con el Prado el
primero y de cuyo proyecto ya nos hizo mención años atrás.
—¿Y a Sabatini? ¿No le dejáis nada?
El conde suspiró porque al italiano no se le podía tocar, esto es,
ignorarlo, como se hiciera con Esquilache. Cien veces había
demostrado su mérito y a no ser por el tema de las luminarias
callejeras, que se las rompieron en el motín de puro rencor, todo lo
hecho hasta ahora fue celebrado y elogiado.
—Al señor Sabatini le ofreceremos las obras de alcantarilla, que
desde la calle de Alcalá hasta la puerta de Atocha es tramo muy
embrollado y digno de su ingenio.
El rey, contentadizo, aplaudía.
—¡Magnífico! Tenedme al tanto, señor conde. También deseo ver
los proyectos y bocetos de la futura Puerta de Alcalá. Que debe ser
un arco triunfal superior a los romanos.
—Así será, mi señor.
Se dio prioridad al levantamiento de la nueva Puerta de Alcalá y
nuevamente los tres arquitectos —Ventura Rodríguez, José de
Hermosilla y Francesco Sabatini— se pusieron manos a la obra, a
competir, dado que los tres eran eminentes pero se pisaban las ideas
y ya empezaba a ser enojoso que corrieran a ver cuál de ellos era el
mejor. Esta propuesta con bocetos y proyectos ya elaborados llegó
el día 16 de mayo de 1769 y dio mucho que cavilar al rey.

Casados la marquesa y el nuevo rico, a saber, Marina de


Valdivielso y Lope Hilman, hicieron vida de honestidad aunque no de
castidad, porque se les veía con frecuencia como tortolillos en sitios
diversos y sin medida alguna. Los temores de Dorita respecto a
Valentín desaparecieron porque ninguno, ni padre ni madre, dijeron
que se lo llevarían, muy al contrario, vieron con buenos ojos que la
educación del muchacho se confiara al matrimonio de los de Elvira.
Así, todo quedó bien aceptado y en orden.
Por eso Valentín creció como hermano de Isabel aunque a veces
se les olvidara. De mocitos comían y dormían juntos con la prudencia
de separarles cuando a cada cual les florecieran sus atributos,
porque aunque hermanos parecían, él era hijo de la marquesa y ella
de doña Dorita.
Los dos matrimonios se consumaban muy contrarios en sus
costumbres. Más diferentes no se habrían de encontrar. Los Hilman
frecuentaban las fiestas no como las de antes, más selectas y
discretas, iban al teatro y se hacían los encontradizos en los
mentideros solo por comadrear. Derrochaban sin tino, habiéndose
visto en momentos muy críticos querían compensarlos con el
desdén.
Muy distantes se mantenían los de Elvira, de misa en domingo,
paseo por los prados y saludo cortés. Sus hijos bien repeinados y
respetuosos, temerosos de las órdenes que se les daba y educados
en la tolerancia y la generosidad. También se practicaba la economía
porque en esa casa, aun siendo Lorenzo ayudante de artistas y
arquitectos, con sueldo nada mezquino, eran de la opinión de gastar
solo lo necesario viviendo en una mantenida sobriedad que a veces,
solo a veces, se sobrepasaba con algún dispendio.

Lorenzo de Elvira se esforzaba por aquellos días en hacer


diligentemente todo lo que le ordenaba el capataz, que también se
esforzaba, a su manera, en cumplir las indicaciones de José de
Hermosilla.
El arquitecto, desde años atrás, superaba sus rencillas con
Sabatini, no porque entre ellos estuvieran a la gresca sino porque el
rey siempre había mostrado inclinación por el italiano, y el español,
por más que se esmeraba, no llegaba nunca a contentarlo. Así pasó
con la traza del Hospital General de Atocha que dándole primero el
cargo de su diseño a don José de Hermosilla, tras una fuerte
discusión con el monarca, se lo quitaron para dárselo a Sabatini.
Otras veces más sucedió y le hicieron el feo, aun siendo uno de los
mejores arquitectos españoles, pero contra el rey no había batalla, se
había de consentir aunque en ello quedara rencor o cuando menos
herida abierta.
El proyecto de la Puerta de Alcalá exigía ofrecimiento de ideas.
Hermosilla contó con Lorenzo de Elvira en ello y lo agradeció porque
era hombre resolutivo y que le había servido bien desde el trabajo
de catalogación de las antigüedades árabes en donde coincidieron
muy de refilón.
Lorenzo había trabajado también con Sabatini al regreso a
Madrid y así iba, de diseño en diseño, de obra en obra, ayudando a
uno y a otro cuando le pagaban lo suficiente sin que por ello tuviera
inclinación por alguno de los arquitectos, pues todos eran excelentes
y de gran valía. Así pasó a trabajar bajo las órdenes de Hermosilla y
cuando el conde de Aranda dio consentimiento a la obra, los tres
arquitectos, Hermosilla, Ventura Rodríguez y Sabatini se pusieron a la
faena.
El día 16 de mayo de 1769 ya estaban los proyectos del trío de
artistas preparados y entregados a Aranda para que este los
transmitiera al monarca. Cada uno había ofrecido varios, acorde a
sus ingenios.
Ventura Rodríguez ofreció cinco proyectos, con uso de columnas
de fuste clásico desnudo y ajustándose al orden dórico-toscano.
Todos ellos se acercaban al arco de triunfo romano aunque sirviendo
para su uso en la ciudad moderna, pues Madrid no era imperio como
el de César.
Francesco Sabatini ofreció tres propuestas muy diferentes entre
sí. Eran los tres con arcos de medio punto, a veces iguales en línea y
en otros más altos o más bajos, turnándose para dar a la imagen
equilibrio pero siempre con su famoso clasicismo y sencillez.
Hermosilla, sin embargo, prefirió orientar su propuesta no
centrándose exclusivamente en el monumento sino
comprendiéndolo como un todo dentro del paseo del Prado que
también se arreglaba ya para ser la zona más bonita de Madrid.
Unos cuantos dibujos, en definitiva, que fueron entregados a
Carlos III el día 16 de mayo y dos días después, el 18, ya había
elegido. ¿Acaso la premura se debía a su buena diligencia o por el
contrario redundó en ello las afinidades con uno de los arquitectos?
Cierto es que no se sabrá.
El caso es que don Carlos decidió a favor de Sabatini, como todos
esperaban.
Carolus III

Carolus III

El conde de Aranda corrió apresurado al gabinete de don Carlos


pues así se lo ordenaron, se presumía una decisión real y en esos
tiempos de cambios inquietaba. Se encontró al entrar a un rey muy
vivaracho, animado en pasar los planos y alzados del monumento de
la nueva Puerta de Alcalá.
—Pasad, pasad, conde. Tengo que transmitiros mi decisión. Todos
me gustan, cierto es, pero Sabatini... Sabatini es la gloria de España.
Su tercera propuesta es magnífica. ¡Satisfecho estoy! Felicitad en mi
nombre a Rodríguez y a Hermosilla, todos han sido acertados pero
solo uno ha de ganar el honor.
El conde cabeceaba aceptando las decisiones reales. A don Carlos
se le veía tan fogoso en sus maneras que el estadista prefirió no
atropellarlo con alguna pregunta.
—¡Carolus III! —exclamaba el rey, imaginándose puesto su
nombre en placa de mármol—. Ardo en deseos de ver la puerta ya
concluida. ¿Para cuándo pensáis que podrá ser?
Aranda dudaba.
—Quizá para 1777...
—¿Ocho años? ¡Por Dios que es mucho tiempo!
—Primero habremos de demoler la ya levantada puerta, cimentar,
derruir casas colindantes, en fin... mucho hay que hacer. Pero estoy
seguro de que el señor Sabatini sabrá cumplir con su cometido
como siempre ha hecho.
La pasión del monarca cedió. Qué desilusión. ¡Tanto tiempo!
—Bien decís, todo ha de tomarse con prudencia. Tenedme al
tanto, os lo ruego. Y de los otros cambios también.
El conde realizó su reverencia, ya le costaba con el reúma pero al
rey había que venerarlo con dolor o sin él.
Salió con los dibujos de los proyectos bajo el brazo. Comenzaba
el cambio de Madrid.

—Hoy me han adjudicado a las obras de la nueva Puerta de


Alcalá —manifestó Lorenzo a la hora del almuerzo—. Pena me da
dejar al señor Hermosilla pero así es la vida. No descarto, sin
embargo, pedirle en algún momento que tome como aprendiz a
Valentín. Es buen pintor y muy dócil.
Dora, entre sorbo y sorbo de la sopa, escuchaba. Pero le ardía, no
la lengua, sino el genio.
—¿Valentín? Pero si aún es un niño. Tiene ocho años.
—En dos más será un mocito. Y podrá seguir las clases de algún
maestro en casa. Otros lo han hecho ya.
—Ay, Lorenzo. No sé. Estás en el empeño de verlo mayor de lo
que es. Quizá porque no es hijo tuyo, porque con Isabel te muestras
más holgado.
—Mujer es y no varón.
Dora apretaba los labios, por prudencia lo primero.
—Moza, sí, y más joven, pero con un carácter insufrible. Ya ha
mordido a algún criado y doña Josefa no puede hacerse con ella. En
cuanto la contrarías le entra calentura. Deberíamos llevarla con las
monjas.
Lorenzo denegaba.
—Con las monjas no.
Sí, ya sabíamos que Lorenzo no era de monjas, pero, claro, la niña
crecía como una libertina y esto daría que hablar.
—Quizá si no fuera tantas tardes a pasear con doña Marina, la
niña no tomaría de sus costumbres las modas de regañar por todo.
Que la tiene licenciosa y ha aprendido sus modales de petimetra.
A Dora se le encendieron los colores porque en ello había algo de
reproche en su educación y consentimiento. Reprimiéndose los hipos
reconoció:
—Bien dices, esposo. Doña Marina no se llevó a Valentín pero se
quedó con Isabel, que a estas alturas parece más hija suya, siempre
cuidándose de ponerle vestidos y lunares en la mejilla. Por Dios que
es casualidad que Valentín haya salido más caviloso e Isabel libertina,
igualico que si fueran nuestros hijos cruzados. Hasta a veces tiendo a
verle el parecido a Valentín contigo y a Isabel con Marina sin que
comprenda cómo sucedió.
—Porque la herencia no es solo el color de la piel, también se
heredan las formas. Y Valentín ha estado siempre a nuestro lado e
Isabel a la diestra de la marquesa.
—Pues habrá que corregirlo.
—Eso —sentenció Lorenzo—. Corregirlo habrá.
Qué almuerzo tan enojoso fue aquel. A Dora no se le terminó ni
la digestión de tanto darle vueltas al asunto.

La Puerta de Alcalá que ahora se hallaba en Madrid era pequeña,


de ladrillo mezquino y poco vistosa. Carecía de gusto ornamental y
los años los cumplía malamente si bien tuvo el don de sobrevivir a
unos cuantos reyes y aunque parecía endeble llegó a tiempos de
nuestro rey don Carlos con cierta dignidad. Nada de esto impidió
que le tomara ojeriza y antes que él su fallecida esposa, la reina
María Amalia, por lo que el monumento tenía los años contados.
Madrid era ciudad de muchas puertas, si miramos atrás algunas
musulmanas. De buena construcción las que adornaban murallas que
fueron, a saber por lo menos dos, la árabe y cristiana que hubo
durante siglos en la villa. Algunas se levantaron como meras
entradas o salidas, otras por inspección y defensa y las que más para
pagar aduanas o portazgos.
De entre todas las puertas y portillos que hubo, la de más fama
fue la de Alcalá por estar situada en la vía de donde procedía su
nombre llegando a ella desde Aragón y Cataluña. También porque se
construyó no como mero instrumento de paso sino por dar entrada
a una reina, Margarita de Austria, que ya casada por poderes con el
rey Felipe III venía a conocerlo a Madrid. Así pudo pasar por la
susodicha puerta el 24 de octubre de 1599 haciéndole recibimiento
de la corona y las llaves de la ciudad, con grave protocolo y fiestas
populares. Todo ello hasta llegar al alcázar, en esos días intacto, y
cuyo recorrido sería desde entonces ejemplo a seguir por todos los
reyes y reinas que entraban a la ciudad, es decir, por la Puerta de
Alcalá y a través del Prado Viejo.
Para esta ocasión, como sucediera con la entrada de don Carlos,
también hubo arcos y puertas efímeras, que eran más fáciles luego
de desmontar o trasladar si no gustaban. Y de ellas se hizo cargo
don Patricio Cajés que también diseñó la famosa y primera Puerta de
Alcalá, con un cuerpo tripartito, el del centro más alto y los de los
lados menudos, usando una piedra vulgar que luego revocó y simuló
de mármol, con gran ingenio.
La cara exterior, por ser más vista, tuvo sus adornos, pero la
interior, según dijo el arquitecto, fue llana y no más. Los señores Juan
de Porres y Alonso López Maldonado se empeñaron en dar a las
esculturas que en ella había apariencia también marmoleña y con tan
engañosa hazaña se corroboró lo que era de venir, que al paso del
tiempo, lluvias y vientos, el revoco quebró y salió la piedra llana y
sosa, por lo que hubo que recomponer con tiento.
En 1614 ya se suprimieron los ornatos, que pesaban lo suyo.
¡Fuera esculturas! La puerta quedó desnuda. Hasta que volvieron a
atravesarla, esta vez doña Isabel de Borbón, un año después.
Tanto ajetreo llevó a la puerta a la agonía y en 1636 ya pensaron
en darle nueva fábrica, más lustrosa pero menos ornada,
levantándola con un solo vano para su mejor control.
Las figurillas historiadas de la primera puerta pasaron a ser en la
segunda de santos muy diversos, Nuestra Señora de las Mercedes
presidía la puerta y san Pedro Nolasco y la beata María de Jesús la
acompañaban.
Pero Madrid y sus edificios cambiaban y siendo la ubicación de la
puerta una de las mejores zonas de paso sucedió que hubo un
momento en que la construcción se encajó entre el Palacio del Buen
Retiro y las zonas de pósitos que a su otro lado se encontraban.
Al señor Teodoro Ardemans se le encomendó ampliar la calle y
entre sus proyectos estaba el de cambiar de lugar a la puerta y aún
más, volverla a transformar retornándola a los tres vanos, como era
la primera, dándole mayor auge y belleza.
Hacia 1692, la puerta volvía a tener su anchura y solemnidad,
pero, claro, nada comparable a un arco romano, el último que se
levantara en el mundo tras la caída del Imperio romano. Así era
como lo concebía Francesco Sabatini. Y don Carlos III, como era de
esperar con tanta magnificencia, se alelaba solo de pensarlo.
La sombra de las antiguallas

La sombra de las antiguallas

Se inició la construcción de la Puerta de Alcalá tal y como dispuso


el señor Sabatini.
Con dos caras, esto es, la de fuera diferente a la de dentro como
era costumbre en las puertas de entrada y sin que en ello hubiera
leyenda ni misterio, como luego se dijo.
Con todo, las obras iban lentas y muchas veces se quejó el
arquitecto a los ediles. Mas nada consiguió sino largas, que es lo que
les gusta a los españoles si se dedican a la gerencia, sea esta de
licencias, papeles o monumentos.
Lorenzo continuaba en su labor de apoyo al señor Sabatini. Todos
con él estaban contentos y hasta el sueldo le habían subido, noticia
que recibieron en casa con agrado pues buena es la pera dulce.
También porque el matrimonio llevaba unos meses algo amohinado
por ver de formas muy distintas la educación de sus hijos. Sobre
todo la que afectaba a Isabel que, como ya se dijo, tenía influencia
clara de la marquesa y Dora la defendía porque le podía la querencia
de tantos años sirviéndola.
Era realidad, se disculpara o no, que la niña caminaba sobre un
acantilado siendo este de desfachatez y peligrosidad al ir siempre de
fiestas, aunque fueran inocentes y se jugara a la gallina ciega. Que
otras veces iban a espectáculos, que hasta les dijeron que la metió
un día entre bambalinas, allá donde los cómicos se visten y
descansan entre los actos.
Todo era demencial y fuera de la moralidad, pero Dora, cada vez
que hablaba con la marquesa, perdía las razones y no conseguía
enmendarle la plana.
—Señora... sea prudente, por lo que más quiera. Que Isabel es
una niña, madura para su edad, sí, pero niña aún. Que no le han
salido ni los atributos femeninos y ya se la lleva, vuesa merced, a las
reuniones de mujeres medradas y licenciosas.
La marquesa de Valdivielso se indignaba o al menos lo parecía.
—¿Licenciosas? Amigas son y como yo mujeres que saben
disfrutar de la vida. ¿Crees acaso que voy a entregarla a algún
cortejo? ¡Pero si ha pasado de moda! Ahora no existe de eso.
Dora se turbaba, calores le salían por todas partes, hasta por las
orejas.
—Pero, señora, que es una niña. Si sigue así no sabrá diferenciar
lo bueno de lo malo, dando por moral las cosas que cualquier mujer
juiciosa censuraría. Llévela a pasear por El Prado y a tomar agua de
nieve, que eso nunca ha hecho mal a nadie.
Marina mostraba de nuevo sus altos humos.
—¡Pero es que una marquesa no puede estar todo el rato de
paseo! Tiene que atender a sus amistades y divertirse con personas
de su condición. No veo qué mal hay en el teatro y en otros
encuentros. Por lo menos ya no la llevo a los toros.
—¡Porque don Carlos III los ha prohibido!
Marina se mordía los labios careciendo de razones.
—¡Ah! —exclamaba muy enojada—. Es que como rey vale un
imperio pero como hombre... no lo hay más tedioso. ¡Mira que
prohibir los toros! Hasta de las mascaradas nos priva ya el monarca...
claro, como él solo se divierte cazando.
Dora suspiraba y hasta parecía que cruzaba las manos para
rogarle.
—Doña Marina, amiga, señora mía... deje a Isabel ser niña. No la
corrompa que a ella no podré enmendarla como intenté hacer con
vuesa merced y veo que me la embarazan antes de los doce.
A la marquesa le dolió mucho que no se la considerara mujer
virtuosa, pero tras el disgusto y recapacitando vio que Dora tenía
razón porque ella jamás había sido decente ni le venía en gana serlo.
Soltó alguna lágrima, por eso de que es mejor causar lástima que
furia y le prometió a Dora que no volvería a llevar a Isabel al teatro.
Cosa que cumplió.
Claro que también estaba Lope Hilman y ese no solo iba al teatro,
sino que confraternizaba con las actrices. Razón por la que más de
una tarde terminó Isabel comadreando con las cómicas, pintándose
como ellas las mejillas y probándose los vestidos. Hasta se aprendió
sus tonadillas que cantaba a todas horas, bueno, menos en su casa
por evitar que su madre sufriera calentura solo de oírlas.

En llegando junio de 1774 las cosas parecían calmarse en el hogar


de los de Elvira habida cuenta de que se disfrutaba de varias tardes
sin discusiones y sin visitas de los Hilman. Quieras que no, eso influía.
Almorzaban muy a gusto, contándose las novedades del
momento, que en el mercado era imposible comprar una libra de
carne sin que llevara gusanos y que la vida se había puesto tan mala
que escalofríos le salían a doña Josefa cuando la enviaban a comprar.
Por eso era bienvenido el aumento de sueldo de Lorenzo, que ya los
niños eran unos mocitos y sobre todo Valentín que comía como tres
hombres.
—Padre... —comenzó tras los postres la pequeña Isabel—.
¿Cuándo nos vas a llevar al teatro?
Dora y Lorenzo cruzaron miradas muy cautelosas.
—¿Al teatro, hija mía? Pero si allí poca cosa se ve salvo
despropósitos.
Isabel, muy dada a enojarse por menor cosa, arrugó el entrecejo.
—No sé cómo puedes decir tal, padre mío. Hasta el señor
Campomanes lo defiende alentando al pueblo a divertirse.
Dora soltó un ay incontenido y, claro, a la niña volvió a enojar.
—Que madre no lo entienda, siendo como es hacedora de todo
cuanto se exige sobre un púlpito, se ve venir. Pero tú, ¡un ilustrado y
artista!
—¡Válgame Dios! —exclamó Dora sofocada—. ¡Pero si hablas
como si tuvieras treinta años y no llegas ni a los diez! ¿Quién te ha
enseñado tamañas barbaridades? La marquesa no, porque ella no
sabe ni quién es Campomanes...
Isabel rehuía la mirada, que en esas sí que la habían pillado y con
las manos en la masa.
—Pues... pues...
—¿El señor Hilman? —preguntó Lorenzo dispuesto a
reprochárselo si así era.
La damita denegaba. Cerraba la boca bien fuerte para no poder
confesarlo. Pero en esto que Valentín, observador en todo de la
hermana, dijo:
—No es ninguno de ellos pero yo sé quién la malquista o por lo
menos a quién oye esas necedades y las repite como un loro del
Paraguay.
La niña lo miró con rencor profundo, que ni las patadas por
debajo de la mesa habían impedido que fuera discreto, y al
comprender que la batalla estaba ya perdida optó por el llanto, esta
vez como una niña y no como una mujer, que era lo que parecía.
Sus gritos conmocionaron a los comensales que tuvieron que
llamar a doña Josefa para que se la llevara a su cuarto, además de
con penitencia de no poder salir de él, pero en esto que llamaron a
la aldaba de la puerta y el ama de llaves entró sobrecogida, no por el
drama familiar que se cernía sino por el que iba a cernirse.
—Señores... —atendió a decir—, llaman a la puerta dos alguaciles
que esperan en el zaguán de entrada. Y quiera Dios que no vengan
con malas noticias porque solo de verlos se me ponen los vellos de
punta.
Lorenzo, tan extrañado y cauteloso como la granadina, que allí y
en Madrid y en cualquier lado son de mal agüero los hombres
vestidos de negro, hizo pasar a los funcionarios, que al momento
preguntaron:
—¿Es vuesa merced el artista conocido por Lorenzo de Elvira?
Y claro, Lorenzo dijo que sí.
—Pues nos ha de acompañar en este instante.
—¡Pero cómo! —exclamó Dora al punto del llanto—. ¿A dónde?
¿A la cárcel de Madrid?
El alguacil de la izquierda negó muy contenido.
—No, señora. Vendrá con nosotros a la cárcel de Granada, que allí
se le reclama.
Dora y Lorenzo se abrazaron, no querían ni separarse por temor a
que esos hombres tan repulsivos se aprovecharan y tiraran de él para
llevárselo sin darles tiempo a la despedida.
Los niños, allí presentes, se abrazaron también pues Isabel, al oír
la puerta, volvió llorando desde su alcoba, recluida en ella por el
incidente del teatro.
—Señores, díganme al menos de qué se me acusa. Que siendo
inocente no puedo imaginar para qué se me requiere en Granada.
Los alguaciles se sacudieron los hombros porque tanto les daba
decirlo, no era cosa de acusarlo ni de detenerlo con orden legal
porque a ellos solo les habían dicho que fueran a buscarlo.
—No venimos a detenerle, señor de Elvira. Al menos aún no está
dictada la orden. Pero habrá de acompañarnos a dar explicaciones a
la Cárcel Real de Granada porque la semana pasada fue detenido su
antiguo maestro Juan de Flores acusado de falsario y en este juicio
vos mismo tendréis mucho que decir.
«¡Esas tenemos!», se dijo Lorenzo, Juan de Flores, que había sido
su mentor, era ahora una insana influencia para su carrera.
Finalmente, se había cumplido el presagio de su tío fray Diego y su
caída en desgracia le había arrastrado.
—Entonces... ¿No voy arrestado?
Los alguaciles negaron.
—No, de momento.
Dora se lanzó a besarlo con premura porque esos hombres no
eran de los que esperaban, todo lo contrario, ya le indicaban la
puerta por donde debía salir. Así que no le quedó más que soltarse
de su esposa e ir a besar a sus hijos para luego marcharse muy
derecho aunque con las piernas temblonas.
Tras el atontamiento de lo acontecido, Dora se sentó en un sillón
e imitando a Isabel se tapó la cara para llorar, mas las lágrimas no le
salían de la rabia de ver a otros culpables empujar a los justos hacia
el cadalso. Aprovechó ese momento de lucidez para decir a Valentín
que se acercara.
—Hijo, ve a avisar a tu padre...
—¿A quién?
Ay, es que a veces se hacía mucho lío con sus paternidades.
—Al señor Hilman.
—Ah, a ese...
—Ve y dile que estamos en peligro, quizás él conozca a alguien
en Granada que pueda ayudarnos.
Valentín fue a salir por la puerta pero Dora lo retuvo.
—Espera, espera, que no vi la hora que es. Ya es anochecido y hay
peligro.
—Madre, que ya soy un hombre y si no lo era ayer lo soy ahora
pues he tomado el relevo del hombre de la casa.
«¡Vaya! —se dijo Dorita—, pues sí que ha madurado. Cierto será
que es ya un hombre.»
Viéndole sus gestos alentosos le dio apuro hasta acariciarle las
mejillas.
—Pues vete, cariño mío. Aquí te espero.
Cuando salió, Isabel aún lloriqueando, preguntaba:
—¿Es que padre es un ladrón para que se lo lleven los alguaciles?
Dora, temblequeando del disgusto, no tenía ni fuerzas para
contestarle.
—¡Ay, niña, qué espontánea eres! Igualica que tu madre...
—¿Que quién?
Y es que a veces hasta se le olvidaba que Isabel no era hija de la
marquesa por mucho que se pareciera a ella. Que la había parido ella
misma y con dolores, aunque en ese momento solo tenía
alcordaderas para Lorenzo y para nadie más.
A la cazuela

A la cazuela

Tras el motín de Esquilache y los dimes y diretes que se


mantuvieron entre pueblo y gobernantes, era de todo necesario
hacerles ver a los españoles que Carlos III, como ilustrado, ponía a
sus súbditos encima de la balanza siendo de todos conocido el dicho
de que se reinaba para el pueblo, aunque sin el pueblo.
Y nada había mejor que interesarles por el buen ocio, hacer que la
gente humilde, como hicieran en Roma con el pan y el circo,
encontrara en los espectáculos al aire libre y en el teatro la
compensación a sus grandes miserias.
Aranda y Campomanes, ahora favoritos del rey, lidiaron la batalla
del teatro. Y no crean, que no era lucha liviana, porque en el otro
bando se encontraba la Iglesia, que aunque debilitada por sus
excesos de antaño y mermada por los ilustrados, seguía
influenciando desde el púlpito y trastocando los sesos.
Si los gobernantes alentaban al espectáculo allí estaban los curas
para hacerles ver a los parroquianos que en aquello había
indecencia, que los teatros eran centros de corrupción y de ellos se
salía para ir de cabeza a los infiernos. Tampoco se quedaban sin su
correspondiente tacha los que escribían las obras, que todos los
dramaturgos eran irreverentes o poco más. Y qué decir de las
cómicas, todas ellas unas fulanas, y los cómicos, unos calaveras.
Vamos, que allí no se salvaba ni el apuntador y nunca mejor dicho.
Gracias a este desprestigio muchas ciudades o pueblos se
quedaron sin sus teatros, censurándolos los miembros poderosos de
la Iglesia en contra a veces del gobierno carolino. Y sobre esto no
había discusión porque Aranda y Campomanes tenían interés
incuestionable en alentar el teatro, convenciéndole al monarca de
que así debería ser. Lo curioso del asunto es que a Carlos III nunca le
habían gustado los dramas ni comedias y si fue a alguna
representación tuvo que ser a regañadientes porque como le ocurría
con la ópera no conseguía sacarle el punto artístico, le mareaban los
diálogos y todo le llevaba a añorar la cacería.
Los curas decían: «¿Acaso no es mejor acudir a la iglesia cuya
música celestial y sermones evangélicos son puros y gratuitos? O,
¿preferís gastaros el jornal, que tanto sudor os ha costado,
entregándoselo a faranduleros? No comprometáis vuestra alma que
será lo único que os quede cuando los gobernantes os dejen de la
mano y agonicéis de hambre.»
Por el contrario, los gobernantes contestaban: «Nadie ha de osar
contravenir las decisiones reales, mucho menos los que se dedican a
asuntos que no son de la tierra. El gobierno ilustrado no permitirá
intromisiones ni las permitió con los jesuitas que tanto poder
atesoraban. Quienes ignoren al rey se avendrán a las consecuencias.»
Pero nada de nada. Los teatros se cerraban por influencia de la
Iglesia y otros hasta por el propio gobierno, siendo la trifulca, en
definitiva, no de carácter cultural o mucho menos religioso, sino
puramente político, de ahí que para contentar a todos se decretaron
normas para mejorar los comportamientos en los teatros, no se fuera
a desembocar en otro motín, pero esta vez de cómicos o de
espectadores.
Así, años antes, se establecieron horarios en los corrales para allí
representar. Diciendo que en verano desde las cuatro y media se
representaba para terminar antes del anochecer, procurándose que
las familias volvieran a sus casas sin perjuicio, pues las calles no
estaban todas iluminadas y evitarían el tope con malandrines.
También se prohibieron embozados en las puertas de los corrales
de comedias, o que se fumara para evitar los incendios, así como la
entrada en la cazuela por parte de ciudadanos varones, porque han
de saber que la cazuela no era cosa culinaria sino el sitio destinado a
las espectadoras femeninas.
Con tantas normas, ¿qué peligro habría en los teatros? Eso debía
pensar Campomanes, pero no contaba con la bullanga que se
producía en las representaciones debido a envidias que entre los
empresarios teatrales había, procurándose entre ellos ponerse la
zancadilla a cada momento, reventando las actuaciones con el
esfuerzo de sus seguidores.
Tal rivalidad ocasionó enfrentamientos entre los partidarios de
cada teatro, siempre a la gresca, pero que consiguieron elevar a los
actores y sobre todo a unas cuantas actrices a la categoría de diosas
en aquel ilustrado Madrid.

Valentín no consiguió encontrar a su padre ni vivo ni muerto.


Cierto era que no puso mucho interés porque aquel fulano poco le
gustaba, más bien nada de nada, debido a su desarraigo ya
demostrado desde más allá de su nacimiento. Él sabía que llegó al
mundo sin que Gil López lo supiera y eso se lo perdonaba, pero que
luego, sabiéndolo, no se desvelara ni una sola noche por su
educación... eso sí que le hería las entrañas. Para Valentín su padre
era Lorenzo de Elvira, el que siempre lo asistió, y para él era talmente
como si lo hubiera engendrado en el cuerpo de doña Dorita.
Mas el muchacho volvió tarde a casa después de darse vueltas
por todo Madrid y al llegar le dijo a la de Elvira:
—Señora madre... —pues así la llamaba, que no madre ni mamá,
sino señora por serlo y madre por parecerlo—, que no he
conseguido encontrar al señor Hilman por parte alguna y como
supongo que está en lugar a donde no dejan entrar a jóvenes de mi
edad, pues que he decidido regresarme.
Dorita comprendió al instante, que tan zozobrada no estaba por
el suceso de los alguaciles. Le acarició la pelambrera humedecida por
el sudor y dijo:
—¿Y acaso conoces tú dónde está ese lugar indecente al que
acude el señor Hilman?
El mozo dudaba, pero como sabía que Dora no se lo reprocharía,
dijo:
—Va una noche sí y otra no al Corral de la Cruz, quiero decir, el
corral de comedias...
—¿Al teatro?
—A ese. Pero no a ver espectáculos sino a visitar a las cómicas
que allí dramatizan.
—Entiendo.
Vaya chasco que se había llevado la damita, al único hombre al
que podía acudir y no lo encontraba. Le entraron ganas de
enrabietarse, pero luego, controlando la respiración sin necesidad de
sales ni gazmoñadas, se puso en pie y se dijo que a ella no le podía
la pena ni mucho menos las indecencias, habiéndolas combatido de
joven y con buena mano cuando era la azafata de la marquesa.
Así que pidió un coche y de cabeza fue al Teatro de la Cruz a
buscar a don Gil López o al señor Hilman, que con ambos nombres
probaría, no fuera que allí le conocieran por su identidad original.
El Teatro de la Cruz era uno de los más afamados de la villa. Se
encontraba en la intersección de la calle del mismo nombre con la
plazuela del Ángel. Conocía bien la zona, que frecuentó a veces a
causa de situarse cerca la famosa Fonda de San Sebastián a la que
acudía años atrás su señor marido.
El Corral o Teatro de la Cruz no era tan grande como era de
esperar en una ciudad de las hechuras de Madrid, nada de él era
nuevo, ni su fachada, algo mezquina pero con abundantes ventanas,
también con columnillas que hacían recordar los coliseos más
corrientes.
Llegó Dora por las traseras, entendiendo que ya estaba cerrado al
público aunque algunos se congregaban aún en despedida en sus
puertas, y llamó con precaución, tapándose la cara con un pañuelo
para no ser reconocida.
Nadie contestó ni abrió y hubo de golpear por más de tres veces
las puertas de madera de la escusada, creyendo ya tras los intentos
que se había equivocado de portillo y estaría censurado.
Al rato de insistir sonó un cerrojazo y salió el portero que siempre
hay en los teatros, con frecuencia cojitranco y en este caso, además,
virolo del ojo izquierdo.
—Perdone, vuesa merced, pero es que busco a un señor que
frecuenta a las actrices. Es alto y lleva barba cerrada. Le dicen Hilman,
que es extranjero y no tiene más nombre. Traigo un recado urgente y
es necesario que lo vea si está dentro del coliseo.
El portero titubeó, creyendo que la señora podría ser la esposa
del susodicho y venir al teatro con intención de vengarse de alguna
de las actrices, pero luego se dijo que allá cuidados, que las cómicas
saben defenderse o en su caso buscar quien las defienda.
Dejó entrar a Dorita y esta, con la oscuridad de haberse apagado
ya las lámparas de aceite, trastabilló entre cajas de madera y sillas, a
más de baúles de contenido dudoso aunque se imaginó eran
dedicados a los vestidos que las cómicas y cómicos se ponían.
Le indicó el portero que se allegara a los camerinos donde las
bufonas tenían sus atavíos y en llamando a la puerta, que cerrada
estaba, oyó que alguien se aproximaba y la entreabría pero con
precaución de poner el pie detrás para que no se entrara.
—Disculpe, señora... —comenzó la damita muy contrariada—. Sé
que no son horas y que la importuno, pero busco al señor Hilman,
que es muy importante saber dónde para.
La cómica miró a Dora desde arriba, pues alta era y más que la
damita, pero haciéndolo a conciencia y blasonándose, que disfrutaba
amedrentando a las madamas, más cuando eran tímidas y corteses.
Se puso en jarras a lo manola y sonrió.
—¿Y viene, vuesa merced, a buscar a ese señor a mis aposentos?
Yo soy mujer casada y decente.
Dora tragó saliva, que le parecía que había errado sin merecerlo.
Le entraron sudores muy poco femeninos, pero qué iba a hacer sino
pedir perdón.
—Mis disculpas, señora. Me puede la necesidad. Ya me voy.
Al darse la vuelta y creyendo la actriz que quedaría sola, cedió en
el pisar tras la puerta y esta se abrió dejando ver el contenido del
camerino, con sus espejos y velas, biombos y vestidos, algunos
amontonados o colgados de los maderos del techo. A Dora le
impulsó la curiosidad y sus ojos barrieron el escenario, que en ese
momento era el de las intimidades de la actriz y no el de representar
dramas, yendo a dar con una capa y un sombrero igualicos que los
que usaba Gil López.
«¡Zape!» —se dijo Dora—, que resulta que no erré sino que la
figuranta me quiere dar gato por liebre. Pues esto no ha de quedar
así.»
Se volvió la burgalesa con los dientes bien apretados,
conteniéndose la ira de haber sido ofendida y encarándose con la
bufona, espetó:
—No me negará, señora, decirle al señor Hilman, si lo ve, que se
le requiere, porque su mejor amigo y antes señor de su casa, Lorenzo
de Elvira, ha sido apresado y llevado a la cárcel de Granada. Y esto se
lo recalca, si hace el favor, que se lo solicita la señora Dora de Elvira,
que es la mujer y bien casada de su amigo.
En diciendo esto, con muchas ínfulas, cabeceó y emprendió la
marcha.
No tardó ni dos pasos en sentirse agarrada por un brazo y es que
era el señor Hilman que en camisa salía del camerino a buscarla pues
había oído desde un biombo, donde se encontraba oculto, que
Lorenzo de Elvira estaba preso.
—Señora... por vida mía... que no cejaré hasta sacarlo de la cárcel.
—Gracias, don Lope o don Gil... que no esperaba menos de vos.
Se miraron ambos, con cierta vergüenza. Dora de verlo allí, sin
chupa puesta, y él de haberse humillado tras de un biombo.
—Doña Dora... guárdese de contarle este suceso a la marquesa.
Ella no sabe de mis aficiones teatrales y hasta creo que no le
conciernen, pues está muy ocupada con aficiones de otra índole.
La de Elvira disimulaba.
—Ya, cada uno con sus aficiones...
Hilman se puso la chupa y la casaca, se cubrió con el sombrero y
sin querer se dejó la capa en el camerino.
«Lo encuentra Flores por la mañana»

«Lo encuentra Flores por la mañana»

En la noche del 12 al 13 de junio de 1774 cuentan, los que


presenciaron el hecho, que arrestaron a Juan de Flores en su propio
domicilio. Allí se presentaron un juez y varios ministros de Justicia
haciéndole ver que de su hogar no podría salir, habiéndose aceptado
la denuncia de un hombre del cual luego hablaremos acusándolo de
fraude y falsificación en muchos varios sucesos, no solo los de los
hallazgos romanos sino también en documentos en papel.
El presidente de la Chancillería de Granada ordenó que se
recluyera a don Juan de Flores en monasterio o convento, dada su
calidad de religioso, y que dejara su casa porque iban a clausurarla
con seis candados, cerrojos y llaves, de tal suerte que nadie pudiera
en ella entrar salvo los ministros de Justicia, si así se les ordenaba.
Le llevaron al Convento de Religiosos Mercedarios Calzados
donde Flores ingresó en una celda, que era un cuchitril sin
ventilación ni luz y allí estuvo con vigilancia, pues lo creían con poder
para escapar, según se ve, a pesar de que llegara al convento en
coche, ya que las piernas no le sostenían. Y es que el canónigo
contrajo días antes unas fiebres muy raras que luego desembocaron
en tabardillo grave que casi le lleva al otro mundo.
Desde ese momento, don Juan de Flores no se recuperó
pasándole las enfermedades de una en una y a veces varias al
tiempo y sin que ninguna tuviera relación con las otras: ceguera,
flatulencia, fiebres leves y fuertes, reúma e incontinencia...vamos, que
era el enfermo que cualquier galeno en prácticas hubiera querido
tener para tomarlo como ejemplo.
Fueron tantos los males que le afligieron que los médicos
recomendaron volverlo a su casa para permanecer allí recluido sin
libertad y con vigilancia, pensando que la muerte le sobrevendría en
cualquier momento, cosa que no ocurrió porque hasta 1777, fecha
en la que terminó el proceso, el canónigo fue sobrellevando sus
achaques sin reclamar la extremaunción.
Como él, otros fueron demandados por la justicia. Tal fue el caso
de Juan de Echeverría, el famoso autor de Paseos por Granada y sus
contornos y Cristóbal de Medina Conde, que habiendo trabajado
supuestamente en el mismo libro también le tomó gusto a eso de
falsificar partidas de nacimiento o documentos públicos para notorio
de su familia, amén de su impostura en relación al Voto de Santiago
que entroncaba con el compromiso del afamado Matamoros de
cobrar impuestos para pagar a la Iglesia y, claro, es que cuando hubo
quien consideró el compromiso obsoleto se necesitó de argucias
para defenderlo. Como la Iglesia nunca iba a ceder en eso de la
gratuidad se comprende que continuaran las falsificaciones,
consiguiendo con ello el cobro de tributos aunque no eran ya
necesarios.
Otros participaron en las falacias romanas y también creando
cédulas o documentos, con la suerte de que muchos eran viejos y
murieron antes de ser apresados.
Así las cosas, Juan de Flores, siendo el primero en iniciar las
excavaciones de la alcazaba y luego involucrarse en lo del Voto de
Santiago y mil bellaquerías más, fue considerado como el inductor y
responsable, recogiendo los frutos de sus embustes, que fueron
amargos y bien amargos.
Para tomar constancia de lo sucedido se abrieron diligencias y se
llamaron a testigos. No se ahorró en dinero porque en ello iba la
honra de la España ilustrada, que a don Juan de Flores se le
concedieron dispensas firmadas por el propio Carlos III y parecía que
se mofaba de él.
Como a Lorenzo, llamaron, arrestaron o avisaron a decenas de
personas. Unos por ser de ayuda en las descripciones de los hábitos
de conducta, otros por trabajar con Flores ayudándole en redactar
los documentos o, en el caso de Lorenzo de Elvira, al estar presente
en los primeros hallazgos en piedra.
Y es que no todo lo que salió del Albayzín y su antigua alcazaba,
bajo cuyas piedras moras había otras romanas, era cierto.
Algunos cipos romanos y columnas, inscripciones y esculturas
que en esos momentos ya ocupaban la atención de los historiadores
y pudieran ser piezas de museo (cuando los hubiera) se temía que
correspondieran a cosa amañada, mármoles nuevos a los que se les
cinceló letras modernas para parecer antiguallas.
Esa era la misión de la justicia, determinar si Lorenzo de Elvira iba
en calidad de testigo o de inculpado, tras determinar lo que era
piedra antigua o embuste.

Al llegar a Granada, Lorenzo fue llevado a la cárcel en las traseras


de la Chancillería. Le interrogaron y viendo sus credenciales,
ayudante de Francesco Sabatini y habiéndolo sido también de José
de Hermosilla, todos muy reconocidos en la corte madrileña, se
consintió que durmiera y habitara en casa propia con la condición de
estar localizado por si la justicia necesitaba de él.
Lorenzo llegó a casa de su tío, el fraile, y con él convivió durante
aquellos meses de inquietud carteándose con Dora cuando le era
posible.
Así, medio amohinado estuvo hasta que fueron a buscarlo dos
alguaciles bien hechos y derechos, que lo escoltaron hasta la plaza
Nueva donde se encontraba la Chancillería. Allí conoció a Manuel
Doz que era en esos momentos presidente de la misma, alcalde del
crimen y oídor, cargo que le había conferido el propio Carlos III para
proceder judicial y extrajudicialmente en este caso de falsedad tan
lamentable.
El juez comisionado por el citado presidente fue el señor Manuel
Antonio Martínez, alcalde del crimen y de hijosdalgo, siendo fiscal
don José Antonio de Burgos. También se encontraban, en la sala a la
que entró Lorenzo, varios escribanos de cámara.
Todos los que estaban presentes tenían algo en común, que era la
minuciosidad de su labor, pues pocas veces se encontró en tiempos
pasados detallismo tan exagerado y tesón tan grande por acabar
hallando la verdad.
Quizá por eso la causa fue larga, siendo preciso el embargo de
bienes, la incautación e inspección de lugares situados en diferentes
partes de Granada y fuera de ella.
El juicio comenzó tal día como hoy y con diferentes acusados y
testigos. Como el primero que conoció Lorenzo, un tocayo suyo solo
de nombre, pero que no de hazañas.
—Señor Lorenzo Marín, póngase en pie.
Le llamaron al tal Marín con voz gruesa y tuvo que obedecer. Era
el susodicho el acusador y denunciante de Juan de Flores, y resultaba
que ahora se arrepentía porque habiendo levantado la liebre
consiguió poner sobre aviso todo el tinglado pero también
reconocer su culpa, que era la de cómplice del falsario. En resumida
plática, entre fiscal y procesado se comprendió que el juicio sería
más largo de lo esperado porque, como era del común, los que
dijeron digo ahora decían diego, solo para desorientar a la justicia.
En la sala también interrogaron a varios canteros que como
Lorenzo habían trabajado bajo las órdenes de Flores y les
preguntaron que si habían tallado piedras nuevas haciéndolas
antiguas. A lo que uno respondió que sí, que creía que era para que
el canónigo la tuviera de adorno en su vivienda. Otro aseguró que se
esmeró en cincelar en la misma un alfabeto que tuvo a bien
proporcionarle el señor Flores y que, según se ratificó por hombre
ejemplar y erudito que también se encontraba en la sala, se hizo
pasar por alfabeto antiguo y desconocido por los historiadores. Con
ello pretendía, según se parece, hacer infalible su propia opinión en
eso de los descubrimientos de la alcazaba del Albayzín, consiguiendo
que nadie contraviniera a Juan de Flores por creerle el único capaz
de traducirlo. Porque su afán era hacer creer a todos que se había
descubierto una segunda Pompeya cuando, en realidad, solo se
encontró una mezquina parte del pasado romano de Granada. O sea,
que encontrados cipos y un suelo que parecía de basílica y
comprendidos de poca importancia, el canónigo los abultó metiendo
en las excavaciones piedras modernas o de otros lugares con el fin
de armar bulla y que le tomaran por celebérrimo.
—Señor Lorenzo de Elvira, póngase en pie, vuesa merced.
Al de Elvira le temblaban las piernas toda vez que no estaba
acostumbrado a lucir en una sala de Chancillería, y todo eso le hacía
recordar que la Inquisición aún daba coletazos, asegurando algunos
que torturando y otros descomponiendo familias por segregarlas.
Tragó saliva y miró al fiscal que hacía las preguntas.
—Señor de Elvira, ¿es vuesa merced granadino?
—Lo soy.
—¿Trabajó, vuesa merced, con el acusado el canónigo Juan de
Flores?
—Sí, señoría. Fue mi mentor y me enseñó lo suficiente para
encontrar trabajo en Madrid, como cantero y dibujante. Gracias a
ello ayudé a catalogar sus dibujos al señor Diego Sánchez Sarabia
que también está en esta sala para declarar.
El fiscal y el presidente cruzaron miradas, quizá para confirmar
que era cierto.
—¿Le ordenó, en algún momento, Juan de Flores que tallara o
manipulara alguna piedra?
—No, señor. Jamás. Ni tuve la ocasión de ver hacer tal cosa. Mi
trabajo consistía en catalogar lo que salía de las excavaciones y hacer
listado de todo ello, siempre bajo la supervisión del señor Flores.
Nunca vi nada extraño ni que me llevara a error porque de haber
sido así lo habría manifestado.
—¿Cómo es posible, señor de Elvira, que siendo vuesa merced el
catalogador no discerniera piedra romana de piedra nueva?
A Lorenzo le sudaban las manos y bien que las ocultaba
retorciéndolas con disimulo porque todos conocían de inocentes
que salían de los juicios al cadalso, sin que nadie hiciera por
ayudarles. Y él se veía ya desamparado y a punto de hincar la pata en
alguna tontería por decir lo que era cierto o no recordaba.
—Señor, yo era muy joven e inexperto. Por lo tanto, si el señor
Juan de Flores fue causante de algún mal o mentira, no me debió
tener en cuenta por serle inútil y poco fiador de sus labores.
El fiscal suspiró, experto como era en tomar declaraciones,
encontró en Lorenzo mucha indecisión pero también inocencia y de
las grandes. No le preguntó más pero le obligó a presenciar todo lo
que después se dijo.
—El señor Juan de Flores y el señor Medina Conde me
compraban huesos de cordero —aseguraba un matarife de la plaza
Larga—. Me decían que los hirviera antes para mudarles la color y
que parecieran viejos. Y esto me consta, que querían hacerlos pasar
por huesos de santos para sus reliquias, que luego se dijo que
aparecieron por el Sacromonte, como aquellas que decían de san
Cecilio.
—El señor canónigo del Monte Sacro, Luis Francisco de Viana —
manifestó un almirecero de la calle del Agua—, me pagó por
entregarle piezas de metal bien aplastadas, vamos, que parecían
mismamente círculos o monedas grandes. Luego me relataron que
las mudaron como esos que llaman Libros Plúmbeos o de plomo. Y
me reí de aquello creyéndolo una travesura de curas, pero que no,
que según veo la cosa fue mucho más allá y más seria.
—Unos y otros aquí presentes, señor fiscal, me obligaron a
escribir con letra de amanuense, como los antiguos de los
monasterios, en papeles muy hervidos con vinagre. Y como tengo
voto de silencio no lo conté, mas ahora me arrepiento porque yo
también soy religioso y creo que todo esto se hizo por encontrar la
fama, no por darle verdad a nada.
Esto lo dijo un hombre muy delgado y con arrepentimiento que al
terminar miró a Lorenzo y luego a los allí sentados, todos con grave
semblante, la mayoría con miedo a la condena que por lo que se
decía iba a ser ejemplar.
Al de Elvira le palpitaron las sienes, así como ganas le daban de
estallarle la cabeza, que no podía creerse que él estuviera
involucrado en locura tan extravagante donde se había falsificado de
todo, sin dejar nada sin falacia.
«¡Ay! —se decía Lorenzo—, que me van a arrastrar al cadalso sin
merecerlo. Bien por inocente o por memo, que me parece que se
aprovecharon de mi cortedad.»
Luego se enteró, pues así se dijo en el juicio, que en las
excavaciones el señor de Viana, el canónigo del Sacromonte, fue más
instigador que Flores y lo condujo como a pelele. Que era el que
metía las piedras en las excavaciones sin que Flores lo supiera. Unos
a otros se inculpaban y nadie reconocía su error.
Las malas lenguas ya se hicieron coplas de los sucesos y hasta les
sacaron refranes a los viles episodios, haciendo mención al entrar y
sacar de las piezas en los lugares del Albayzín, tal que diciendo:
«Lo que de noche sueña Viana, lo descubre Flores por la
mañana.»
Desahogo magnífico y espacioso

Desahogo magnífico y espacioso

Si la vida de los de Elvira se había detenido en momento de tanta


enjundia, en Madrid el tiempo se movía más rápido que una noria de
agua.
Los arquitectos de palacio no cejaban en seguir con el empeño
de embellecer la ciudad cortesana y así lo iban haciendo, de tal guisa
que Dora cada vez que veía una cosa nueva se lamentaba de no
haberla ayudado a crear su señor esposo que tan lejos de Madrid
quedaba, ausente de todas las novedades artísticas.
De esos cambios se hizo eco el señor Antonio Ponz en su libro
Viaje a España, que fue secretario de la Real Academia de San
Fernando, contándonos lo bonito que era ahora el Salón del Prado y
las zonas más aledañas. Porque desde el convento de Atocha hasta
la puerta del mismo nombre así como hasta la puerta de Recoletos
con la amplitud que se les dio a las calles que avenidas eran ya y sus
correspondientes pavimentos, parecían mismamente una calle de
París. Ya no se encontraban zanjas ni arroyos contraviniendo las
andaduras de los ciudadanos. Incluso la plantación de árboles altos y
que dispersaban los rayos del sol eran un elemento más de apoyo a
ese desahogo tan magnífico y espacioso.
Solo se esperaba, decía el tal Ponz, el levantamiento de fuentes
que son el ornato de todo este tipo de salones. Lo que no tardaría en
llegar según la velocidad con que trabajaban obreros y arquitectos.
El gran arco romano que diseñó Sabatini ya se construía en el
camino de Alcalá y al pasar los carruajes muy cerca o paseando los
madrileños lo veían erguirse como monumento de los de antes, que
eran los que quedaban para siempre.
Dora se entristecía. Le caían las lágrimas sin poder evitarlo.
Porque su señor marido se había esforzado por estar en esa obra,
contribuir al futuro de Madrid y ahora resultaba que estaba siendo
acusado de memeces, que no eran ciertas ni mucho menos, en su
ciudad de nacimiento.
Claro, al ver las lágrimas correr por las mejillas de Dorita, se
enfadaba la marquesa pues había insistido mucho en salir aquella
tarde al paseo para que se le quitara esa cara de luto que llevaba
encima desde que Lorenzo se ausentara.
—Hemos dicho que esta tarde hay que disfrutar y no recordar las
desgracias. Fuera lágrimas, querida, que me vas a hacer llorar a mí.
La marquesa, como tiempo atrás hacía, se abanicaba. Sus carnes
eran ahora muy distintas, opulentas, casi extravagantes, pero todas
ellas se mostraban hermosas y bien que las enseñaba la de
Valdivielso. Sin embargo, Dorita se menguaba pues hasta el comer le
desapareció con el marido. Es que se le hacía un nudo en el gaznate
y no podía ni tragar un pellizco de pan.
—¿Te acuerdas, chiquilla, cómo disfrutábamos cuando éramos
jóvenes?... Cuánto echo de menos esos tiempos, saltando por los
balcones... bueno, tú no, que siempre has sido muy tuya con eso de
la moral, pero a mí me daba la vida.
—Señora, si lo que desea es animarme no va por buen camino,
que a mí el recordar mis errores me deprime.
—¡Ah, qué lastimera eres! No hay quien te levante el carácter. Has
de saber que las mujeres no solo somos esposas, también nos deben
contar como individuas y eso incluye el evadirnos si el cuerpo nos lo
pide. ¿No hacen ellos tal? Fíjate si no cómo se ríen esos hidalguillos
mirando a las actrices que pasan en sus simones. Ahora no hay mejor
cosa que ser farandulera para que la admiren a una.
Dora suspiraba.
—Es que es de baldón, querida Dorita, que ya a una no la miren
por tener años cumplidos y que, sin embargo, se alelen con las
cómicas de los corrales. Qué vergüenza —y decía esto abanicándose
con la fuerza de siete brazos—. Vamos, que si me entero yo que a mi
Gil le interesa alguna de esas figurantas le capo sus partes viriles.
—¡Señora!
—Ni señora ni nada. Que aquí todos tenemos que fiarnos o si no
el casamiento no tiene caso... Pero mira, amiga, qué galán tan
apuesto va en ese cabriolé. ¡Madre del Amor Hermoso!
«Son tal para cual —se decía la de Elvira con ojos muy tristones—.
Si ella es coqueta, él es un faldero. Apuesto a que Gil en Granada, en
vez de socorrer a Lorenzo, ha ido de cabeza a los burdeles. Mala
espina me da. Que todavía me quedo viuda sin serlo por no volver a
ver a Lorenzo, y mientras, la madama, que iba a darme ánimos, se
escapa a la ópera con algún filibustero.»
Qué pena le entraba a Dora, sola, sin saber a dónde acudir. Y es
que encima tenía que seguir custodiando las honestidades de la
marquesa y también de la niña Isabel que iba dejando de serlo,
contando solo con la ayuda de Valentín, que cierto era que la
estimaba pero que podía torcerse en cualquier momento sin ejemplo
de varón que seguir.
—¡Dorita! Tengo un capricho... vamos a ver si nos dejan entrar en
el Jardín Botánico ahora que lo tenemos tan cerca, que dicen que es
bonito de veras. ¿Crees que nos dejarán siendo mujeres solas?
No pudo ser, que el Jardín Botánico se estaba trasladando desde
Migas Calientes, a media legua de Madrid, y todavía tenían plantas y
semillas por colocar. Menudo chasco.

A la casa de fray Diego llegaron dos alguaciles, que no se sabe


por qué siempre van en pareja pero así se comprobó. Preguntaron
por don Lorenzo de Elvira y este salió algo asustado pensando que
esta era la definitiva, que se lo llevaban esposado o con grilletes a las
galeras.
Mas no fue así. Que venían con buenas nuevas, tales como que
un señor llamado Lope Hilman había colaborado con la justicia
granadina aportando informes sobre su inocencia traídos desde
Madrid, algunos firmados y corroborados por los señores Hermosilla
y Sabatini y aún otro con licencia del rey Carlos III, diciendo en ellos
que Lorenzo de Elvira además de buen español comenzó los trabajos
con los diferentes artistas en fechas anteriores a las falsificaciones de
don Juan de Flores. Por tanto a partir de ese momento le
consideraban testigo y no inculpado, por lo que podía andar por las
calles de Granada sin temor a ser detenido, aunque pudiera ser que
lo requirieran para alguna diligencia, si así lo creía oportuno el
presidente de la Chancillería.
Quedó Lorenzo contrariado a la par que contentadizo, bueno,
más que eso, admirado de su suerte porque todo ello se habría
descubierto tarde o temprano pero con mucha tardanza y en ese
tiempo él habría de estar separado de su familia y en Granada. Por
eso consideró de buena fortuna que Lope Hilman o Gil López, como
se quiera, hubiera intercedido por él. Y se dijo, además, que si se lo
encontraba le daría, cuando menos, un abrazo de hombre en
agradecimiento quedando en deuda con él para lo que pudiera
necesitar.
—Señores —les contestó Lorenzo humillado, que poco le faltó
hacer reverencia—. Todo cuanto haya dicho el señor Hilman es cierto
pues confío en su palabra, que siempre me ha sido fiel. Cuando
llegue a Madrid se lo agradeceré como corresponde.
Los alguaciles se cruzaron miradas.
—No es necesario, señor de Elvira, pues el señor Hilman está en
Granada, que de esta manera nos trajo todos los pliegos y dispensas.
Mas si se apura podrá verlo muy pronto porque nos hemos cruzado
con él camino a esta casa.
Lorenzo se asombró doblemente y razonó para sí que un hombre
de esa estirpe difícil era hallarlo y mucho más tenerlo como amigo,
así que dio gracias a Dios y esperó a que Gil llegara, tardando muy
poco en aparecer.
Los alguaciles marcharon y Lorenzo se fundió en un abrazo con
su amigo y antiguo lacayo.
—Te agradezco muy de veras la ayuda que me prestas. Mas
hubiera preferido que quedaras en Madrid a cuidar de las mujeres,
que ahora esperan solas y con Valentín que es aún un niño.
Hilman le contradijo.
—No, Lorenzo, no. Que aquí estoy porque doña Dora me lo
exigió. Mujer de agallas es y fue a buscarme a donde nadie se
hubiera atrevido. Pero si dispuesto estoy a defenderlas a ellas,
también a quien me dio su confianza en otros tiempos.
No había más que decir, salvo proponer el celebrarlo. Como
Lorenzo ya podía ausentarse de la casa aceptó la invitación de
Hilman de comer en las botillerías cercanas al coliseo por la zona del
Campillo.
¡Qué antojo le había dado a ese hombre con los teatros!

La primera experiencia con la gente del espectáculo la tuvo


Lorenzo precisamente en Granada y eso sin saber que en el futuro
habría de acercarse por necesidad a ese mundo de farándula tan mal
considerado a la par que admirado por los ciudadanos.
Tenía la ciudad un coliseo cuadrado, de dos pares de corredores,
con sus columnas y gradas. El primer piso se dedicaba a los
aposentos y el segundo a los espacios para hombres y mujeres.
En los espectáculos siempre había diferencia de sexo, cosa que
aliviaba las tensiones, dedicando la famosa cazuela a las mujeres que
siempre quedaba centrada con respecto al escenario y en una altura
adecuada para disfrutar del espectáculo. Bajo ella las gradas
empedradas para el resto de espectadores y tras el escenario el
vestuario o camerino de los actores y actrices, también separados.
Esto mostraba el interés que tenía el gobierno de evitar los
altercados manteniéndolo todo en una moral respetuosa, incluso
hasta para la Iglesia. Se dictaron varias órdenes para tener en cuenta
el orden y decencia dentro y fuera del teatro. Todas ellas destinadas
a que los varones no pudieran atentar contra el honor femenino, que
las puertas de las cazuelas estaban bien cerradas y vigiladas, así
como los camerinos, lo que no impedía que algún amante se colara,
como era del común.
Los corregidores de la localidad y el autor de la obra contribuían
al buen hacer, a veces quedándose las llaves de las compuertas, de
portillos o aberturas que daban a zonas independientes, pues había
que dar cuenta de ello a la autoridad y al censor que siempre estaba
por ahí mirando con sus ojuelos contaminados.
La reglamentación no solo imponía normas de espacios sino
alentaba al modismo de los vestidos, que debía evitarse enseñar los
pies pues era cosa pecaminosa y excitaba las virilidades. Por eso los
tontillos debían ser bien largos y si no las basquiñas, cosa que
causaba accidentes si se las pisaban las actrices. Quizá por eso se
evitaba el moverse mucho por el escenario no fuera a haber una
caída o rompimiento de huesos.
También se censuraban con previsión los diálogos de la obra,
tamizándolos de acuerdo al decoro. Todo estaba hilado y bien
hilado, incluso hasta los sueldos del autor y de los actores, que
aunque escasos, estipulados eran como si de funcionarios se tratara.
A fin de cuentas eso eran.
Lorenzo y Gil llegaron a media tarde sin ánimo de entrar en el
teatro, pero resultó que el clima no estaba bueno, que amenazaba
lluvia y como ansiosos estaban de evasión, entraron, hallando el
teatro con el toldo echado para luchar contra la inclemencia. Porque
en Granada la lluvia se resistía mal que bien, no los terremotos que
eran de tal vigor que todo por delante se llevaban.
Al poco de estar sentados salieron unos graciosos, que era como
se les llamaba a los cómicos que forzaban la risa, y con bailes
estridentes y algo abufonados consiguieron arrancar de sus caras
algo más que un sentimiento de alegría.
Los Amigos del País

Los Amigos del País

Las luces de los ilustrados se expandían con prestancia. No solo


era cosa de levantar monumentos y de sentirse elogiados por el
pueblo, sino que Carlos III y sus ministros ponían su empeño en
ilustrar de veras, educar y orientarlo todo hacia una visión más
europea y avanzada.
Se pusieron de moda las tertulias, que no eran solo de bailes y
jolgorio, como queda ya dicho, sino que las había de música, de
literatura y de ciencia en donde se reunían lo más selecto del
panorama y con los comentarios y discusiones todo se aprendía.
Esto fue el fruto de algo muy relevante, que con el tiempo vino a
ser como el germen de la cultura ilustrada, pues reuniéndose en el
norte de las Españas unos caballeros de Azcoitia, impulsados por el
conde de Peñaflorida, dieron en verse para hablar de matemáticas y
otras disciplinas. La cosa no era nueva, pues en las ciudades de
Dublín y Berna, por poner solo dos ejemplos, ya funcionaba la
iniciativa, cosa imposible de comparar teniendo en cuenta que
nosotros siempre fuimos españoles y las reuniones siempre se hacían
para levantar un gobierno.
Pero en este caso los de Azcoitia se crecieron y Peñaflorida
redactó en 1763 el «Plan de una Sociedad económica o academia de
Agricultura, Ciencias, Artes útiles y Comercio» que muy pronto se
abriría a todos los vascos, dando ejemplo de entendimiento y
querencia por las asociaciones de buen gusto.
En 1764 se creó la Sociedad Bascongada que en sus estatutos se
bautizó como «Amigos del País». Sus componentes eran personas
influyentes, con industrias y, por consiguiente, rentas altas. Todo lo
más, gente con posibles, que deseaban dar un avance cultural y
económico a su país pues de ellos dependían la construcción naval o
la agricultura, que estaba por esos días como malquistada o por lo
menos sumida en la pasividad.
Se dieron cuenta los ilustrados de todos los lugares que con la
unión se conseguía más, pero uniéndose por los negocios y también
por la cultura, creando asociaciones para enseñar a la gente lo que
no sabía, todo ello muy laico y sin curas, esto es, a la manera
ilustrada, enfocándose como un hecho patriótico de esfuerzo por
España.
Mas Campomanes, que estaba a la zaga de todo, se dio cuenta
de los beneficios de los vascongados y se apropió de la idea, que
bella era y muy útil, palabra muy querida por los nuevos
gobernantes. Siendo así que en 1774 envió una carta a todas las
ciudades y capitales españolas animándolas a seguir el ejemplo, de
modo y manera que empezaron a proliferar Sociedades Económicas
de Amigos del País en casi todas partes.
Una de las más representativas fue la Matritense, ejemplo a seguir
tras el impulso de Campomanes, apoyando algo innovador en su
momento que fue la atención a las mujeres, no solo desde su trabajo
como niñas, que era frecuente, sino para instrucción de las féminas.
Causó enemistades, lógico era, porque algunos pensaban que era
tiempo perdido enseñar a leer a las mujeres, pues raciocinio tenían
muy poco y si lo tenían lo usaban en las tontadas del vestir.
Mas hubo quien le sacó pecho, con perdón de la expresión, tal
era el caso de la duquesa de Alba, la condesa de Benavente o la
condesa de Montijo, sin olvidar a la aragonesa Josefa Amar y Borbón,
mujer muy avanzada y que hubiera causado inquietud entre nuestras
amigas Marina y Dora, de haberla conocido.
Vamos, que la sociedad bullía, eran tiempos de cultura y parecía
que la cosa iba a más gracias a don Carlos III.
Pasaban las semanas sin saber de Lorenzo. Dora se temía que el
proceso de Juan de Flores lo hubiera engullido como inocente que
era para todo en la vida, sin poder defenderse de las bellaquerías de
las que, sin duda, le acusaban.
Sin cartas que pudieran aliviar su pena, la damita se imaginaba a
Lorenzo sobre un torno de esos que tiene la Inquisición para
atormentar, dejándole los miembros más estirados que morcillas en
matanza. Era pensarlo y le entraban temblores, que las tilas se las
tomaba en jícaras, como el chocolate.
Pero ocurrió que una tarde que todos estaban reunidos en casa
de los de Elvira llamaron a la aldaba de la puerta, doña Josefa fue a
abrir y aparecieron Lorenzo y Gil, tan gallardos como se fueron,
quizás aún más.
Se precipitó Dora hacia él con los brazos abiertos y casi se cayó al
enredarse con las faldas que de sueltas que le habían quedado al
adelgazarse, se las pisaba. La encontró Lorenzo más ajada pero tan
guapa como siempre y eso que habían pasado unos meses, aunque
con razón que todo hubiera cambiado pues parecían años.
Hilman entró también y la marquesa, algo más contenida, se
levantó para darle la mano como dama en la corte, mas luego se
arrepintió y lo estrechó también con más brío por tener el triple de
fuerzas que Dorita.
Los niños allí presentes se miraban sin saber si era obligado el
abrazo. Sería Dora la que les animara.
—Vamos, podéis besar a vuestros padres.
Pero se quedaron quietos porque no sabían muy bien qué padre
les correspondía, dudaban, sí, que padre es el que te engendra y te
cuida pero de eso, al tiempo, no había.
Finalmente, Valentín tiró hacia Lorenzo e Isabel terminó en los
brazos de Gil López. ¡Qué paradoja tan linda!
Reencontrados todos y bien dispuestos se sentaron. Hubo tiempo
para las descripciones, las confesiones y los halagos. Ese día fue de
mil amores, precediendo a otros muchos que serían aciagos y malos
de veras.
Finalmente el juicio por las falsificaciones del Albayzín, amén de
las ocurridas a favor del Voto de Santiago y otros documentos,
finalizó con sentencia firmada e inculpatoria para todos los reos el 6
de marzo de 1777 con ordenamiento de destrucción de todo lo
hallado, falso o verdadero, porque los eruditos no se ponían de
acuerdo en qué era romano y qué no lo era.
Total, como dijera Medina Conde, la historia siempre se ha viciado
para bien de la política o de la religión. Y aunque la pena quedó
reducida, considerando que algunos eran antiguos prebendados y
de edad avanzada, era ahora cuando iban a sobrevenirles las
mayores calamidades, pues no era solo cosa de cumplir una
condena, sino que la propia sociedad se la daba con humillaciones y
desprecios.
Así ocurrió que un día, en plena plaza Nueva de Granada, se
reunieron para hacer cumplir la sentencia, siendo esta de lo más
amarga pues quemaron libros y documentos, aplastaron piedras y
fundieron metales. En un santiamén se destruyó todo, dejando un
hueco en el pasado de Granada tan grande que ya no ha podido
ocuparse, ni con otras mentiras.
Todo esto le supo a bien a Lorenzo en parte, porque significaba
que el final de la pesadilla había llegado. No lo fue tanto al saber que
contra la historia y arqueología se había atentado por hombres
inexpertos pues en eso no preguntaron a los grandes de Madrid, que
hubieran ayudado si fuera menester.
Tampoco le regocijó la sentencia que llevó a Juan de Flores al
confinamiento espiritual y social, porque hiciera lo que hiciese, que
era mucho, se hallaba achacoso de mil males, además de con añada
mal llevada, que no cumplía ya los cincuenta. Muy ingrata era ahora
la sociedad que tanto le aduló reconociéndolo como un gran
coleccionista y amante de nuestro pasado.
Quizá por eso, por temor a que pudiera repetirse un caso tan
singular o que Lorenzo se viera de nuevo involucrado en las
indecencias de otros, la familia de Elvira y aún la de los Hilman
fueron una piña en años sucesivos. Todo transcurrió como la seda,
incluso la marquesa templó sus muchos vicios y así llegó el día en
que, finalmente, se inauguró la famosa Puerta de Alcalá.
Carolo que no Carolus

Carolo que no Carolus

Ya supimos del interés de Carlos III por hacer cambiar la antigua


puerta de entrada a Madrid y por la que, según la tradición, debían
atravesar todos los reyes o gente de alcurnia al llegar a la villa. El
comentario de la reina Amalia sobre la sosería del monumento le
llegó a don Carlos al alma y desde entonces se apremió a mutar
dicho esperpento por otro más nuevo y acorde a las modas.
Las obras de la nueva Puerta de Alcalá se comenzaron a
principios de 1770. Muchas diligencias habrían de llevarse a cabo,
como la de elegir los contratados que la realizarían, por lo que se
pusieron anuncios en todas las demás puertas de Madrid, tales como
la puerta Principal de los Consejos, la puerta de Segovia, los portales
de Guadalajara, la Puerta del Sol y en otros lugares de mucho paso,
plazuela de la Villa, plaza Mayor, plaza de la Provincia y plaza del
Ángel, Coliseo de la Cruz y Coliseo del Príncipe. Es decir, los lugares
más concurridos de Madrid.
Se sentaron las bases que Sabatini exigió como que la
procedencia de los materiales fuera de ladrillo fino para el macizado
que debía ser de la Rivera y de calidad superior. Piedra blanca de
Colmenar de Oreja y del sitio que llaman Nava Redonda y no de la
de Mingo Rubio, que al arquitecto no le gustaba.
Comenzaron, pues, las obras con dos millones de reales que tuvo
que anticipar el ayuntamiento hipotecando el arbitrio de tabernas
porque los que debían darlo se retrasaron.
Las obras no fueron ligeras, teniendo en cuenta que en el verano
de 1777 don Francesco tuvo que avivar a los ejecutantes, ya que el
rey se impacientaba de ver las cosas a ritmo bajo.
Lorenzo, como otros tantos, contribuyó a levantar tamaño
monumento que fue considerado el primer arco triunfal de la era
moderna porque tras la caída del Imperio romano nada se construyó
similar a los que había en sus foros, dando cuenta en nuestras
Españas que Carlos III era ejemplo de poder, igualico que lo fuera
César.
Valentín, que por esas fechas ya cumplía los dieciséis, era un
barbiponiente muy gallardo, de anchas espaldas y manos muy
certeras. Gran dibujante y buen aprendiz de artistas, por lo que se le
requería en muchos lugares para copiar planos y bocetos.
Algunas veces, por las prisas, se equivocaba, como aquella vez
que en vez de poner Carolo puso Carolus y le llamaron al orden, que
el latín estaba para respetarlo aunque nosotros, el mezquino
populacho, no nos enteremos.
Con todo se le reconoció muchas veces la valía y ya se presentía
que fuera tomado a las órdenes de alguno de los arquitectos de
palacio. Lorenzo siempre procuraba orientarlo hacia el mejor camino
y gracias a su diligencia y respuesta era considerado el mejor de los
hijos en el hogar de los de Elvira.
No ocurría lo mismo con Isabel, que se torcía. No era cosa de la
marquesa, que tras el rapapolvo que le soltara Dora años atrás sobre
su mala influencia, se había reprimido contando con ella solo para
fiestas inocentes. Pero, claro, la niña había salido audaz y salvo con
un buen matrimonio la tendrían que llevar siempre con cascabeles.
A la puerta acudieron los madrileños para agasajarla. A la de
Alcalá, digo. Eran tiempos de novedades, todas ellas de calle, y como
a los españoles eso siempre nos tentó, allí iban a aplaudir y a
celebrarlo luego con agua de nieve o chocolate humeante,
dependiendo de la temperatura.
La puerta se veía imponente. Nada igual se conocía en la ciudad
de Madrid. Ni la puerta de Recoletos, ni la de Atocha podían
comparársele en altura y anchura, que toda ella era robusta pero a la
par elegante.
Porque bien mirado no era puerta, sino arco triunfal, por eso el
paseante forzaba la mirada al elevarla hacia los puntos altos, sin
dejar de embobarse por su belleza. Era como si Carlos III se hubiera
encarnado en monumento de piedra.
La puerta, que tenía cerca de setenta pies de alto, constaba de
cinco huecos, tres arcos de medio punto en el centro y dos de
estructura recta o adintelada más pequeños. Por estos pasarían los
peatones, porque los centrales eran para los coches o comitivas.
Las caras del monumento, que eran dos, como es de suponer, la
del este y la del oeste, no eran, ni mucho menos, iguales. Lo cual era
de entender habida cuenta de que la exterior, por recibir a los
forasteros, debía ser más ornamentada y rica. Y es ahí donde
pusieron los artistas columnas lisas con capiteles jónicos pero con
toques modernos.
No le faltó a la puerta sus tarjetones, sus caras en piedra y sus
molduras, que era lo normal en aquel tiempo, aunque lo que más
resaltó fue la inscripción con letras de bronce: «REGE CAROLO III ANNO
MDCCLXXVIII», que era como decir que el monumento era del rey
Carlos III construido en 1778.
Lo que más apreciaron las señoras fue el adorno de angelotes o
cuando menos querubines, que subidos sobre lo alto se
posicionaban en gestos diversos, uno mirándose en un espejo, otro
apoyado en un carcaj, otro tocando la lira y el último con escudo,
lanza y casco. Decían los entendidos que significaban las virtudes del
propio rey don Carlos, a saber la Prudencia, la Justicia, la Templanza y
la Fortaleza.
La parte interior del monumento gustó menos, porque, en
definitiva, era más sosa sin atavíos artísticos, que ni columnas llevaba
por haber sido sustituidas por pilastras. Pero tampoco era fea, que
no había que exagerar. Y en lo alto volvían a aparecer figuras solo
que en vez de angelillos eran de hombretones, guerreros con cascos,
escudos y trofeos.
Todo se admiró por los paseantes. Que ya era hora que en Madrid
se tuviera una gran puerta, o un arco o ambas cosas al tiempo.
Ganas daban de salir de la ciudad varias veces para tener que entrar
por ella.
Los que más orgullosos se sentían eran Lorenzo de Elvira y
Valentín ahora llamado, en honor a su padre, Valentín Hilman, que
era nombre extraño pero pegadizo. Ambos se abrazaron frente a la
Puerta de Alcalá, obra conjunta de muchos artistas y hombres de pro
que como ellos deseaban hacer cambiar lo venidero. Y así fue,
porque desde entonces cada vez que la admiraban al pasearse por El
Prado, sabían que algo de ellos quedó entre la piedra.

El tiempo transcurría sin que quedaran ociosos ambos, que corría


como una liebre, días y meses sin que pasara nada más que lo
habitual, más trabajo y muchos quebraderos de seso para Dorita.
Pero ocurrió que a la casa de los de Elvira llegó una carta enviada
por un criado con librea, de mucho postín, vive Dios, que tenía la
orden de esperar respuesta pues traía invitación.
Abrió Dora la carta muy intrigada y encontró que la escribía doña
Laureana de Uceda quien hacía muchos años que no se le pasaba
por las mientes, creyéndola fuera de España tras los Esquilache o
poco más.
Se sentó la señora en un sofá y leyó la carta:

Los marqueses de Uceda les invitan a su velada musical que se


celebrará el sábado próximo en su nuevo palacio. Rogamos
confirmación de asistencia.

«¡La Virgen! —pensó Dorita—, la Uceda vuelve a nuestras vidas,


con lo incómoda que era. Y, claro, ahora sería impropio hacerle el feo
de no ir porque un desplante como ese no nos lo perdonaría.»
Apenas razonó la situación un minuto cuando llamaron de nuevo
a la aldaba de la puerta, con insistencia desmedida. Creyendo que
era el criado que esperaba contestación se acercó a los pasillos que
próximos estaban y se dio de cara con la marquesa de Valdivielso
que entraba sofocada y abanicándose.
—No vas a creerte lo que me ha pasado —decía la madama—.
Acabo de recibir una invitación a una velada musical en el palacio
de...
—La de Uceda.
Marina se quedó privada, tanta era la sorpresa de oír en los labios
de Dorita aquel nombre.
—Pues ¿cómo? ¿Tú ya lo sabías?
No tuvo más que levantar la carta para confirmar a la marquesa
que también ella estaba invitada.
¡Vaya chasco que se llevó la de Valdivielso! Además de la inquina
que le tenía, por haberla abandonado cuando las cosas del motín se
pusieron feas y mucho antes sospechándola preñada de Valentín,
resultaba que la de Uceda consentía en encontrarlas en la misma
fiesta sin hacerles diferencias. Y, claro, aunque Dorita era su ojito
derecho, que sin ella no sabría vivir, no era cosa de compararlas
porque ella, mal que bien, era marquesa y la otra no. Que todavía
había clases aunque los ilustrados no se enteraran.
—Bueno... ¿Y qué excusa ponemos para no ir sin que sea mal
recibida?
La insinuación de Dora sacó a la de Valdivielso de sus casillas.
—¡Cómo que excusa! A esa velada vamos, ambas dos y con
nuestras familias. Que vea la mala pécora que ahora somos felices y
tenemos posibles.
—Pero, entonces...
—¡Ay, hija! Es que no te enteras de nada. En la vida hay que ir
presumiendo hasta de lo que no tienes. Si la de Uceda es capaz de
dar fiestas o veladas o lo que se lleve ahora, nosotras somos capaces
de aceptar y de ir.
—Sí, sí, tiene razón, sin rencores.
—¿Qué sin rencores? Aborreciéndola voy pero con sonrisa en los
labios. ¡Y con mi mejor vestido!
A Dora no le cuadraban las cuentas.
—Pero...
—¡Viva, hija, viva! Que parece que te ha dado un pasmo. Lo
primero, decir al lacayo que aceptamos y luego corriendo a llamar a
la modista.
Así se hizo, no porque Dora reaccionara, que era muy corta de
sesera para según qué cosas, sino porque doña Josefa lo oyó y así se
lo hizo saber al criado que esperaba.
Quedaron pues aceptadas ambas invitaciones y esto ponía patas
arriba las dos casas, la de los Elvira y la de los Hilman, que nada
como aquello se había vivido en todo el tiempo de los matrimonios.
Aquí se requería mucha diplomacia y si se podía una pizca de
venganza elegante.

Durante la tarde siguiente a la entrega de la invitación se


plantearon preguntas diversas, tales como: ¿era adecuado asistir a
una velada musical con jóvenes de edades de hasta diecisiete años
que eran los que tenía Valentín y catorce, que eran los de Isabel?
¿Qué atuendos o complementos se exigían? ¿Habría cena o comida?
Y... ¿eso de la velada musical... en qué consistía?
Cierto que las dos mujeres, por muy adelantadas o expertas que
fueran en ciertos menesteres, no estaban al tanto de las modas ni
sus cambios sufridos, que eran muchos y curiosos. El motín trastocó
muchas costumbres, algunas para bien, otras simplemente se
mudaban al llegar de fuera, sobre todo por las francesas, que en
esos tiempos se hacían fuertes en casi todo.
—Quién sabe, mejor vestirse con sencillez, que la música no exige
de etiqueta ni de perifollos, mas lo de ir con nuestros hijos me
parece bien porque a fin de cuentas velada cultural es y a ellas han
de acostumbrarse.
La que así hablaba era Dora, que aunque siempre andaba en el
empeño de proteger a los adolescentes que bajo su custodia se
educaban, aquello de musical le parecía buena cosa. Mas la sesera
de la de Valdivielso estaba en otro lado, imaginando cómo iría la de
Uceda vestida y ataviada, que quería ser mejor que ella en todo y
sobresalir.
—Ya no somos dos jovencitas pero luciremos como si lo
fuéramos. Por lo pronto habrá que desempolvar algunos vestidos sin
que se note que son de años atrás. La costurera los disimulará. Tengo
uno de muselina que...
Dora intervino con prudencia.
—¿Muselina dice? Ya sabe que no es tela de gusto de los
ilustrados, que viene de Inglaterra y además se rasga con mirarla.
Podemos hacernos, a toda prisa, un jubón para disimular el vestido,
que si hace frío nos abrigará y si hace calor...
—Pues a sudar y abanicarnos, que no podemos enseñar lo que
hay bajo la chaquetilla por parecer catetas de la Sierra de la
Demanda. Y eso no, que burgalesas somos pero ha ya tiempo que
nos consideran de la corte y aunque retiradas de los festejos somos
más elegantes que la de Uceda... vamos, que no hay ni que
recordarlo.
Qué dolor de cabeza le venía a Dora solo de pensar en el
momento en que se encontraran ambas marquesas, tiento habría de
tener, como antaño, cuando era su azafata y conseguía zafarse,
gracias a su ingenio y diplomacia de multitud de entuertos.
A todo ello se enfrentó en esos días, que fueron muy confusos,
habida cuenta de todo lo que había que atar bien atado, entre otras
cosas la osadía de Isabel que amenazaba con solazarse y quizás
hasta competir con la de Valdivielso.
¡Caramba con la Caramba!

¡Caramba con la Caramba!

El Madrid de Carlos III, que se orientaba hacia la ciencia, dejaba


espacio libre para los escritores. No fue este siglo esplendoroso, sin
embargo, para la literatura, y eso que había mucho que contar, pero
alguno de los plumillas más destacados pasaron por Madrid y
muchos de ellos se contentaron con medir sus luces en los
escenarios, de ahí que los teatros y, preferentemente, sus actrices
fueran personas admiradas en la nueva sociedad.
De todos los escritores que luego se recordarían es necesario
salvar a uno para incorporarlo a esta historia, que como madrileño
que fue hizo, además, mucho por el carácter del pueblo llano, esto
es, que si lo pensamos hasta daremos en convertirlo en el padre de
los modos y costumbres que lo siguieron, pues a través de sus
dramas describía a las gentes de entonces, petimetres o majos, lo
mismo le daba.
Esta obsesión por describir la moda y de paso criticarla, dio a Don
Ramón de la Cruz el reconocimiento de la mayoría, sobre todo
actores y público, aunque como era lógico se favoreció la envidia de
sus contemporáneos de pluma y tintero.
Nació Don Ramón en Madrid y bautizado en la parroquia de San
Sebastián, diciendo algunos que con el nombre de «Don» por el que
se le conocía, sin ser este apodo señorial ni nada que se pareciera.
Aquella argucia debió de dar resultado porque a Don Ramón muy
pronto se le llenó el juicio de necesidad creativa, que a los trece
escribía versos y a los quince un Diálogo Cómico por el que
mostraron interés en una imprenta de Granada.
Mas el tiempo pasó y sucumbió a otras modas, a sainetes y
zarzuelas, algunas de ellas con pseudónimo o compartidas en
autoría, como a veces se hacía, pero nunca cobrando por ellas
porque ya se sabe que el oficio de escribir ha sido siempre muy
ingrato y para nada reconocido.
En 1759, como de algo tenía que comer, comenzó a trabajar de
oficial tercero en la Contaduría de Penas de Cámara y Gastos de
Justicia, con un sueldo anual de 5.000 reales, lo que no era mucho
pero no poco.
Luego se casó y tuvo una hija, mas nada de esto le impidió seguir
creando porque eso sería ponerle vallas al cielo, dado que el escritor
ha nacido para emborronar papeles.
De tal guisa consiguió introducirse en los círculos teatrales y
escribió unos cuarenta sainetes y entremeses varios, haciéndose
incluso la adaptación de una obra de Molière.
Y es que en poco tiempo se hizo el rey del teatro breve, que sí,
que era de tono moralista, pero reflejaba bien reflejado todo lo que
sucedía en la calle, tal era el caso de las que se titularon El petimetre
o La Plaza Mayor por Navidad y El Prado por la noche, amén de La
botillería y La Pradera de San Isidro. Que era presenciar esas obras y
parecía que mismamente estabas en la dicha pradera o en la dicha
plaza. Vamos, una maravilla.
Pero como el público y los actores le querían por hacerles revivir
sus propias costumbres, que era la imagen viva desde un espejo,
empezaron las insidias de los demás escritores, los eruditos, que
querían cambiar el mundo en vez de reflejarlo como hacía Don
Ramón de la Cruz. Así se creó el desafío entre las tablas del teatro
que enfrentaron a Nicolás Fernández de Moratín con el propio Don
Ramón, porque entre escritores las cosas no se dicen a la cara sino
con las letras de sus obras, que hacen más daño si cabe.
Su fama le llevó a relacionarse con gente muy diversa, como los
duques de Alba, siendo doña Cayetana, la famosa duquesa, una de
sus incondicionales. Tampoco le faltó la amistad de Faustina Téllez
Girón, condesa-duquesa viuda de Benavente (y hermana del duque
de Osuna) que le amparó a la muerte del duque de Alba. Todos ellos
serían reflejo, no solo de sus obras, sino de las del gran Goya, que
también confraternizó con este escritor tan peculiar que daría pie al
orgullo del pueblo madrileño, el castizo de redecilla, de madroñitos y
licores.

Llegado el día de la velada musical se pusieron todos de acuerdo,


ambas familias juntas, esto es, la de Valdivielso y la de Dorita, para ir
al palacio de los de Uceda, que era en verdad suntuoso y solo ver su
fachada antes de salir de los coches ya inspiraba una envidia que no
le cabía en el cuerpo a doña Marina. Aun apretando los dientes de la
malquerencia, supo salir del simón descubierto, blasonándose de
veras, que parecía una reina recién llegada a su corte.
Les recibieron dos criados vestidos de librea, guantes tan blancos
que parecían teñidos con nieve. Todo ello, aunque agradable para los
invitados, se le suponía a la burgalesa pequeños ataques a su
identidad porque si una virtud tenía la madama era la de la memoria
y, claro, no se le quitaba de las mientes que aquella mujer, por muy
marquesa que fuera, se portó de lo peor con ella cuando se quedó
encinta de Valentín, que solo hacía que vejarla, y luego cuando el
motín de Esquilache puso espacio entre ellas sin que mediaran
razones o disculpas.
Por eso crecía en su corazón gran malevolencia y solo deseaba
verla en la pura estrechez, si acaso con enfermedad jorobosa, de las
que no matan pero desazonan.
Así llegaron a los soportales de la gran mansión y la de Uceda
salió a recibirles y su esposo detrás, con bastón y ayuda de cámara
porque no se tenía solo. Caso que le bastó a Marina para sentirse
satisfecha porque ella llegaba del brazo de un hombretón arrogante
y de piernas fuertes, sin desprestigiar sus otras partes vitales que
eran de gran ardor y no podían discutirse.
Mas cuando esto alardeaba la madama dio en reparar en la
vestimenta de la de Uceda y se quedó sin habla mirando a Dorita de
soslayo, aunque esta ya le hacía muecas de que parara con tanto
mover de ojos que parecía deslumbrada y a poco se darían cuenta.
No era para menos. La de Uceda vestía de «guapa», esto es,
como los de los barrios de Avapiés o Maravillas. Con traje de la calle,
cierto era, muy decorado, pero de maja, como empezaban algunos a
llamarlo.
Tenía el talle bien ceñido, que la marquesa aunque mayor que
Marina conservaba la cintura, mas no la piel del semblante que era
como de pasa arrugada o eso le pareció a la invitada, razonándolo
todo bajo el sopetón de la sorpresa.
Era la falda de la marquesa muy abultada pero sin tontillo,
dejando las piernas holgadas, presintiéndolas con media fina y clara
y asomando el pie, qué vergüenza, con bonito zapato de tacón. El
talle con jubón o chaquetilla, que en eso sí coincidían las recién
aparecidas, en tanto el adorno del pelo era lo desconcertante,
porque se lo tapaba con una redecilla, como la de las castañeras de
la calle, qué despropósito, adornada sí, con madroñitos que parecían
los que se recogían para hacer el licor.
—Adelante, adelante. Sed bienvenidos. ¡Cuánto tiempo ha
pasado, amigas mías!
Y esto lo decía la de Uceda acercándose a cada una pero dejando
en el aire un beso, uno que parecía forzoso pero todo lo más
elegante y que no supuso riesgo de entroncar. Se tomaron de las
manos, enguantadas todas, se miraron de arriba abajo haciendo que
se admiraban de las bellezas ajenas y luego entraron.
No hubo tiempo para otras admiraciones, como esposos e hijos,
dado que detrás de los simones iban otros con invitados y para
evitar el atasco fueron entrando sin dilación.
El palacio era por demás. No faltaba detalle. Los cuadros se
amontonaban y los criados se cruzaban con bandejas y copas de
cristal tallado sin que ninguna fuera a parar a sitio indeseado, lo que
demostraba que estaban acostumbrados a las fiestas y reuniones.
Se allegaron al salón, amplio, donde se encontraban ya otros
invitados y comenzó a tocar un pianoforte que aporreaba un sujeto
con casaca y camisola con chorreras, dejando visibles sus pantorrillas
bajo el calzón, muy redondeadas, y con medias de adorno de
madroños.
Por lo que se veía era pieza esta general en todo el palacio pues
también lo llevaba el músico en una redecilla que recogía su pelo,
con más madroños aún. Que aquel palacio tenía más frutos que un
madroñal era algo bien visible, lo que no se sabía, por el momento,
era para qué y con qué sentido la marquesa de Uceda así los
presentaba, quizá para notorio de su audacia como anfitriona o todo
lo más por llamar la atención.
Tamaños detalles le servían a la de Valdivielso para disimular el
desaire de haberlos dejado solos en medio de gente desconocida,
pero es que en las veladas se hacía así, que primero te agasajaban y
luego te abandonaban a la buena de Dios dejándote en aprieto
incómodo, pues allí solo hablaban los acompañados.
Pero claro estaba que Marina no se encontraba sola porque con
ella estaba Dorita. Sus maridos se separaron a buscar ponches y
bebidas varoniles y los niños acudieron al sonido del instrumento
musical donde ya se sentaban los asistentes más jóvenes, incluso en
el suelo y sin que mediara incomodidad por parte del ejecutor de la
pieza.
—¡Qué barbaridad! —exclamaba Marina—. Si parece que vienen
del Rastro con tanto madroño y redecilla. La Uceda nunca fue mujer
distinguida, bien recomendada sí, pero un poco cateta y burda en las
maneras. Nos sirvió al venir de Burgos pero luego nos hemos hecho
a nosotras mismas con mejor resultado. Ahora somos el centro de
atención, las más bellas de la fiesta.
Dora, muy zozobrada, no perdía detalle de lo que acontecía pero
con disimulo; a veces, poniéndose el abanico sobre la nariz y
ocultando con ello sus ojos espiadores.
—No me parece que lo seamos, señora... bellas las hay más y más
jóvenes, pero cierto que no hemos encontrado desdén y eso solo
puede decir que no desentonamos. Nuestros jubones al menos no
hacen el ridículo.
Marina afirmaba.
—Sí, creo que ya nos miran para admirarnos. Algunos hasta me
hacen señas, como ese caballero.
No podía ser, por muchos años que cumpliera seguiría siendo la
misma Marina que saltaba por los balcones.
—No, señora, no —contestaba Dora—. Que las señas son para
esa mujer que está al lado de la ventana y parece que viene osada
porque no solo la saluda el susodicho sino también ese de allá y ese
de acullá.
La marquesa sacó su abanico para disimular mientras conseguía
volverse para ver al detalle a la referida, dando con que uno de los
hombres que la saludaban era precisamente su esposo, Lope Hilman.
—¡Cáscaras!
—¡Señora, esa lengua!
—Déjame, remilgada. ¿Es que no te has dado cuenta de que esa
mujer conoce a Gil? Y me consta que no es de nuestro círculo de
amigos. Aquí hay un embrollo que no me gusta nada.
Esperaron ambas muy intranquilas a que Gil López se acercara y
empezó el interrogatorio.
—¿Quién es esa mujer a la que has saludado?... Si puede saberse.
—Sí, querida y señora mía, puede saberse —contestaba Gil que
sabía lidiarla con gran juicio—. Es María Antonia Fernández a la que
llaman la Caramba por ser actriz conocida de corrales y que canta
una canción con tal estribillo.
Marina se quedó pasmada, pues no se le pasaba por la
imaginación ver a una comedianta en una fiesta de orden.
—¿Ahora invitan a las actrices a las veladas? —preguntaba Marina
sin comprender—. Esto es una sinrazón. La anfitriona viste como
recién llegada de las Vistillas y sus invitados son cómicos de la legua.
¡No entiendo nada!
Gil reía porque Marina a veces era algo más cómica que ellos.
—Las modas, diosa mía. Doña Caramba es una mujer afamada,
tan distinguida en estos momentos que hasta las mujeres le copian
el peinado. No hay nada más deseado entre las madamas que
ponerse el moño a la Caramba.
La marquesa abrió tanto la boca de la sorpresa que parecía que
bostezaba, pero no, que al tiempo se holgaba de estar cerca de ella
para mirarle el moño y copiárselo.
—¡Pues qué fortuna hemos tenido de coincidir con ella! ¿No es
cierto? Preséntanos, entonces, esposo mío, que si es mujer celebrada
bien estará contarla como amiga...
Dora hacía mohínes de enfado, que presentía porfía en el
encuentro si la Caramba era amiga estrecha de don Gil, que era lo
que suponía, por frecuentar a las actrices de los corrales. Sería
momento incómodo si daba la marquesa en confirmar que ambos se
veían o que, por qué no, que eran amantes.
Pero con todo ambos se acercaron y Dora quedó sola aunque por
poco tiempo porque Lorenzo llegaba ya con dos tazas de ponche.
—Tienes el semblante pálido, bebe un poco de este licor.
—¡Es que no me llega el aire al cuerpo! Y no creo que lo consiga
con ningún brebaje. Ahora pienso que hemos errado al venir a esta
velada. Fijo que salimos de ella con algo quebrado. Primero está
Laureana de Uceda con la que doña Marina quiere venganza segura
y ahora resulta que ha sido invitada una actriz, la Caramba, que si no
tiene estrecheces con Gil López es de puro milagro. ¿No has visto
cómo se miran?
Lorenzo disimulaba, pues hablar de mujeres con la suya le parecía
comprometido y trataba de quitarle importancia.
—¿Don Gil con una actriz? Vamos, Dora...
Ella se hizo fuerte, que no dejaba que la ningunearan.
—¿Crees que me chupo el dedo, esposo mío? Porque esté en mi
casa y bien cuidada de maledicencias no es el caso que me tenga
por gazmoña, que sé de la vida y conozco las amistades del señor
Hilman. Vamos, que lo pillé con las manos en la masa en el mismo
Teatro de la Cruz.
Lorenzo carraspeó, pues el licor se le trabó en la garganta de la
sorpresa.
—Entiendo, pues. No es el caso de la Caramba. Seguro. Porque de
lo ocurrido en ese teatro hace ya tiempo, según creo, y desde
entonces Gil ha debido de enmendarse.
A Dorita le subían los calores a las mejillas gracias al ponche y al
beneficio de sincerarse de tantos despropósitos que le rondaban por
la cabeza.
—Está bien, nosotros a lo nuestro, que es vigilar a Isabelita.
¿Dónde está, por cierto?
Hacia la izquierda y hacia la derecha echaron las miradas y no
encontraron a la niña, ni sentada ni de pie. ¡Ay, qué desconsuelo le
entró a la madre! Iba la cosa de mal en peor.
—No te preocupes, aparecerá.
—Que no, que no... que esta se nos ha ido con algún majo de
esos de redecilla. ¡Por Dios qué velada musical más atragantada! En
cuanto la hallemos nos vamos.
Recorrieron el salón por tres veces y el resultado fue infructuoso.
A punto estaba Dorita de gritar cuando de bruces se dio con una
pareja, sentada en un sofá francés, con la buena suerte de que cayó
sobre ellos y ninguno se descalabró.
Mas la sorpresa fue peor porque al hacerlo se encontró sobre las
rodillas de sus hijos, que habían estado sentados allí desde el
principio y ninguno, ni el padre ni la madre, los había reconocido.
Y esto era porque Isabel y Valentín eran ya más que mozos, con
cuerpos de adulto en su totalidad. Una con escote y buenos
atributos y el otro con espaldas más anchas que quien le engendró.
Por eso pasaron de largo sin advertirlos porque ellos buscaban a dos
niños.
—¡Madre del Amor Hermoso! Pero si parecéis dos personas
medradas, hombre y mujer talmente, así vestidos y ataviados.
Valentín e Isabel se rieron porque aunque adultos, o casi, estaban
algo achispados de las bebidas.
—Madre, es que ya no soy una niña y Valentín es ya un varón
apuesto y grande. A eso te tienes que acostumbrar.
Mas no se acostumbraba ni se acostumbró en la vida. Que es el
común de las que engendran y de las otras, de las que sin engendrar
se dan por madres.
Levantada de las rodillas de ambos fue a hablar con Lorenzo de lo
divertido del encuentro. Le latía el corazón como un reloj, con un
tictac de puro desasosiego.
—Algo tendremos que hacer con estos mocitos, esposo mío.
Míralos cómo están, como si fueran dos enamorados. Así cogidos de
las manos y sin que nadie se asombre. La gente va a confundirse.
—Es que nosotros seguimos en el empeño de creerlos unos niños
y no los son. Y no solo eso, que les creemos hermanos y tampoco lo
son.
—¡Como si lo fueran!
—Pero no, Dorita. Ellos son los primeros en negarlo. ¿No has visto
cómo se comporta Valentín con Isabel? ¿Cómo se amartela cuando
está con ella? Que siempre está pendiente y no la priva de nada.
—¡Pierde cuidado, Lorenzo! Es lo que incumbe al hermano
mayor...
El de Elvira desesperaba, que no la entraba en razón.
—Sea, no quieres verlo. Dicho está por mi parte. Lo que pase en
adelante es solo cosa del destino.
Quedó la conversación interrumpida por la incorporación de
Marina que llegaba del brazo de su esposo y claro está que no
pudieron dar más argumentos ni uno ni otro. Sería, sin duda, lo
mejor, porque las palabras iban tomando tono agrio y enfrentado y
no era cosa de litigar donde todos les mirasen.
—Vengo encantada —exclamaba la marquesa—. ¡Caramba con la
Caramba! Qué mujer tan agradable. Y además es granadina, como
vos, Lorenzo y como tú, esposo mío, que eres lo más grande que he
encontrado en mi vida después de la catedral de Burgos...
Y esto lo decía acercándose a él y mostrando su arrebato.
—¡Pues resulta que actúa en el Corral de la Cruz en estos días! Así
que ya me veo en la cazuela disfrutando de sus tonadillas. No quiero
quedarme relegada de lo que es bien aceptado en la sociedad. Me
parecen mejores personas las actrices que las anfitrionas de veladas
musicales... eso por descontado.
Eso lo decía con retintín y con muchas muecas, haciendo ver que
la dueña del palacio, la de Uceda, no estaba a la altura de la chinela
de la Caramba, que la prefería con holgura y la confirmaba como
mujer moderna e ilustrada.
—Pues tendréis ocasión de decirle todo eso a doña Laureana,
amiga... porque hacia aquí viene.
Las palabras de Lorenzo avisaron muy presto a la de Valdivielso,
lo suficiente como para que esta mudara su postura y la convirtiera
en otra más galana. Lo hizo tan ágilmente que nadie se percató de
ello y mucho menos la de Uceda.
—Señores... confío en que disfrutéis de la velada tanto como lo
estoy haciendo yo misma. Es muy grato para mí teneros de vuelta,
amigas mías, y espero que sea el principio de otros encuentros.
La marquesa parecía sincera, sin dobleces, pero claro, todos
sabían que era experta en dar gato por liebre.
—¡Qué bella fiesta! —exclamaba Marina, prodigando los halagos
—. Siempre has tenido mucho tino en prepararlas. Y sigues igual,
querida amiga, tan bella como antaño. Todavía conservas el talle fino
y si te cuidaras más el rostro, serías una verdadera jovencita.
La de Uceda se puso en guardia pues a la otra, a la de Valdivielso,
se la veía venir. Todos se cruzaron miradas, iba a haber refriega.
—Es algo que ya me he propuesto, querida. Y ahora que veo que
es lo que haces, quizá te imite. Que talle no tendrás pero la cara ¡es
un lustre! Es lo que tiene engordar.
Y la de Valdivielso respondía.
—Sí, es que en mi casa comemos como en la corte, de capón
para arriba...
—Pero eso no luce los vestidos...
—¿Que no? Con un buen corsé todo se arregla.
—¿Ahora que no es moda llevarlos?
Dora le daba a la burgalesa con el abanico tras la espalda, allí
donde el corsé no tiene nada que hacer. Pero como iba la madama
tan emperifollada, reconstruida con dobles capas de tela, no le
llegaban al cuerpo los golpecitos.
Quedó la de Valdivielso sin saber qué decir habiendo demostrado
su ignorancia en eso de las modas porque aún creía que se llevaban
los vestidos con corsé y parecía que no, que era lo contrario, y eso se
sabía solo de mirar a la de Uceda, que aunque vestida de maja iba
más suelta que cuando era joven.
—No discutamos, mujer —terció la anfitriona pero sin ánimo de
ceder—. Que la intención de invitaros no es otra que la de
presentaros a un nuevo amigo mío, burgalés como vosotras, y ahí
llega ya...
Marina y Dorita se volvieron buscando con la mirada a quien
compartía la tierra del Cid, así como ellas, que aún la añoraban por
mucho que vivieran en la capital.
—Os presento al señor marqués Sebastián de Arlanzón.
«¡Zape! —exclamó para sí Marina—. El marqués al que le robé los
pendientes. ¡Qué pécora es la Uceda, que sabiéndome en ridículo me
lo ha traído del mismo Burgos!»
Y Dorita pensaba: «¡Válgame Dios! ¡Qué encuentro tan
inoportuno! Esto confirma que el destino se vuelve a veces contra
uno mismo. ¿Qué hacer ahora?»
Mas la experiencia, que es la madre de la ciencia, acudió a la
marquesa de Valdivielso, que no era la primera vez que un vahído la
sacaba de un aprieto.
—¡El ponche! ¡Qué mareo! Disculpa, Laureana, que tengo que
tomar el aire, indispuesta estoy. En otro momento conoceremos a tu
amigo burgalés. ¡Un abanico!
—¿Te traigo las sales?
—No, querida, no, con un poco de aire es suficiente...
Dorita la oxigenaba, bien cercano el abanico a la cara para
ocultarla, aunque bien mirado con tanto engorde dudaba si el
marqués de Arlanzón la hubiera reconocido. Con todo, quedaba el
riesgo de que la identificara a ella que también tuvo su
entroncamiento en eso de los litigios judiciales, aunque el riesgo se
asumió.
Cuando se apartaron a una esquina de la sala buscando la
ventilación, se dijeron a una:
—¡Presto! Marchemos antes de sufrir más quebrantos...
Los dioses enfrentados

Los dioses enfrentados

Al rey le llevaron a su gabinete, suspendida entre dos lacayos de


lo más fornidos, una maqueta de todas las fuentes que adornarían el
Salón del Prado, desde Atocha hasta la puerta de Recoletos.
Con ella llegó el maestro mayor de fuentes, señor Ventura
Rodríguez, cargo que ostentaba desde 1764, porque era el que
mejor podría explicarle al rey los muchos cambios sufridos y los que
sufriría también el propio salón. Sería como poner la guinda a ese
pastel ilustrado que era todo el eje más bello y transitado de Madrid.
Tenía la tal maqueta todo muy diminuto sin reparar en datos
mezquinos, pues lo importante ya se veía, que el Prado de San
Jerónimo hasta llegar a la Puerta de Alcalá iba a quedar como un
circo romano, que era como deseaba Rodríguez, por lo que hubo
que introducir variaciones en lo ya trabajado por su antecesor, José
de Hermosilla.
Como tanto le gustaba al arquitecto la alusión a los clásicos
romanos, habló al rey de tres fuentes, dos de ellas enfrentadas en un
lado y otro de lo que sería ese circo, y que harían alusión a los dioses
Cibeles y Neptuno. Aparte se trabajaba ya en otra fuente que se
llamaría de Apolo o de las Cuatro estaciones, por tener las cuatro
representadas con el dios como figura central. Era esta una fuente
monumental y bien alta, a pesar de lo cual se pensó en alzarla aún
más elevándola del suelo, que no había nada mejor que hacer
aparentar a Apolo como el dios único y total, más cuando la cara del
mismo era la del propio rey don Carlos, cosa que le hizo mucha
gracia.
—Mirad, majestad —le enseñaba muy serio Ventura Rodríguez al
rey—. Esta fuente con leones es la Cibeles, que representa la Tierra
subida a su carro triunfal. Me inspiré en la Iconología de Cesare Ripa
—a lo que el rey, conociéndolo, asentía dando su muestra de agrado
—, de manera que situándola en la plaza que da a la Puerta de Alcalá
pueda mirarse a esta otra, la del dios Neptuno.
Quería el arquitecto que entre ambas se hallara la de Apolo, los
tres dioses enfrentados, y en el centro el gran pórtico en exedra pero
el destino dispuso, y esto último no llegó a realizarse.
—Esta, la del dios Neptuno, simbolizará el agua. ¡Divino
elemento! Para ello también nos inspiramos en Cesare Ripa, como en
la anterior.
El rey seguía cabeceando, casi por instinto hasta que soltó una
carcajada.
—¡Ingenioso! Sí, la tierra y el agua enfrentados. La diosa Cibeles
contra el dios Neptuno. ¡Bravo!
Don Carlos no se privó de aplaudir. Raro era que se expresara tan
afable con un arquitecto que no fuera Sabatini y por eso tomó
Rodríguez sus gestos y palabras como mayor elogio.
La Fuente de la Cibeles se terminó en esos días, en 1782, mientras
que la de Neptuno y la de Apolo, iniciadas casi al tiempo, tuvieron
una vida más larga decidiendo en ellas diferentes artistas.
Rodríguez le enseñaba cada minúscula fuentecilla, los paseos
pavimentados y algunos árboles hechos con algodón. Muy bien
hecho todo, como un belencillo de los que le gustaban a su querida
María Amalia, Dios la tuviera en su gloria. Y quizá por eso, por
acordarse de ella, el semblante se le puso mohíno al monarca.
Ventura Rodríguez se dio cuenta y cesó en hablar porque parecía
indispuesto. Quizá de ánimo o de cuerpo, pero, en definitiva,
destemplado.
—Majestad, ¿os encontráis bien?
Don Carlos, que no estaba acostumbrado a demostrar debilidad,
afirmó, pero no estaba bueno, que le temblaban las manos. El
arquitecto decidió resumir sus explicaciones y así las redujo a dos
palabras todo lo más, lo que agradeció Carlos III.
Al quedarse solo pidió que le trajeran un chocolate caliente. Y
como nadie lo veía hasta aceptó que le taparan las piernas con una
manta.

Tras la velada musical en el palacio de los de Uceda se impuso


involuntariamente una prudencia inquietante.
Marina pensaba para sí que estaba en peligro, teniendo al
marqués de Arlanzón tan cerca, aunque quizá no la hiciera
responsable de la desaparición de aquellos pendientes verdes,
porque de luces no andaba sobrado, pero... ¿y si había vuelto para
escarmentarla?
Ay, qué contratiempo, ahora que todo le iba tan bien con su Gil,
que siempre la tenía como una reina dándole todos los caprichos.
Fue este reconcome lo que la llevó a recluirse en su casa y si acaso
salir al teatro, que era lugar poco frecuentado por los marqueses. Y si
allí era intimidada, pensó, en medio de mucha gente, podría pedir
ayuda si la necesitara.
Además, se daba la circunstancia que tras conocer a la bella
cómica la Caramba le había entrado la curiosidad por frecuentar los
corrales haciendo viva la máxima que ella siempre esgrimió, que no
era otra que acercarse a los famosos y pudientes de cada momento
para sacar de ellos todo lo que pudiera. Y claro está, quien era
afamada en aquellos tiempos era la Caramba, que hasta le copiaban
los peinados.
También cayó en su embrujo la propia Isabel, solo de haberla
oído decir algunas palabras, con ese acento que a veces tenía
también su padre, del sur, de Granada para más señas, que no todos
los acentos andaluces son los mismos. Era graciosa y con donaire de
bailarina, hasta era bien reconocida como cantante. Lo tenía todo,
incluso audacia, lo que más admiraba y envidiaba la marquesa.
Por eso Marina llevó a Isabel varias veces a verla al Teatro de la
Cruz donde representó hasta 1783 e incluso los primeros meses de
entrar en el Príncipe, un año más tarde, ya que los actores por esas
épocas cambiaban de teatro a las órdenes de las compañías teatrales
y aun del propio gobierno.
No era de extrañar que la niña saliera con esta retahíla una tarde:
—Madre, padre... yo quiero ser comedianta.
Lorenzo y Dora se miraron, sin comprender, talmente como si
Isabel hubiera dicho algo en chino mandarín.
—Que sí, que sí... que ya no es como antes, que la señora
Caramba me lo dice siempre. No hay más que verla cómo ha
medrado desde que llegó de Motril y ahora es más importante que
María Luisa de Parma que solo luce cuando sale con el hijo del rey y
es fea como una mona.
—¡Niña! Pero ¿qué manera es esa de hablar de la futura reina?
¿No sabes que cuando fallezca don Carlos, Dios quiera que sea para
dentro de mucho, le tocará a ella reinar? Solo oírte decir eso en
medio de la calle y te llevan a los calabozos. ¡Jesús! Qué desesada
nos ha salido esta niña. ¿La oyes, tú, Lorenzo?
El del Elvira todavía estaba razonando las palabras de su hija,
quería ser prudente y no alentar con las críticas las fantasías de
Isabel.
—Hija... ¿tú sabes que la vida de una actriz es efímera y privada
de muchas cosas? Tú te fijas en la Caramba que es una actriz
triunfadora, pero ¿y las demás? A poco que se te olvide el diálogo te
gratifican con una berza tirada desde lo alto de la cazuela.
Isabel dudaba.
—Pero yo tengo dotes de actriz, me lo ha dicho ella. Que pocas
muchachas tienen tanto desparpajo y movimiento de pies, que
tengo lindezas suficientes para ganarme la fama de los chorizos y
polacos de cada teatro.
—¿Chorizos? —preguntó asustada Dorita, considerando el
término amenazante, creyéndose que su hija estaba en manos de
ladrones o poco más.
—¡Ay, madre! Que cada teatro tiene sus aficionados, que van a
ellos a aplaudir y a agraviar a las funciones de los otros corrales con
el fin de ganarse al público. Los chorizos son los partidarios del
Teatro Príncipe, lanzan vivas para animar y convencen de que sus
actrices son las mejores. A veces se van al Corral de la Cruz y se
enfrentan a los polacos, que son como se llaman los suyos.
—¿Se enfrentan? —seguía preguntando Dora más asustada aún
—. ¿Hay riñas? ¡Pues entonces ni hablar! Te prohíbo que vuelvas por
allí. Deja a esos truhanes de pelo en pecho pegarse por cosas tan
nimias, que una mujer no debe estar donde se sacan dagas. ¡Por
Dios, Lorenzo, di algo!
Isabel, con ojos vidriados, a punto estaba de echar sus conocidos
pucheros y no hizo falta que le indicaran que se marchara a su
cuarto dado que conocía bien a su padre y este mostraba el gesto
adusto. Claro estaba que habría reflexión y de las grandes.
La niña salió corriendo hacia sus aposentos recogiéndose las
faldas para no tropezarse y ya se la oía llorar cuando emprendió el
inicio del pasillo. Quedose Lorenzo entonces con la responsabilidad
de convencer a Dora, no de que la dejara ser cómica, que era un
dislate, sino de hacerle ver lo siguiente:
—Querida, sabes muy bien que no soy hombre de imprudencias.
Más bien por ser juicioso me he visto en tamaños enredos que no
quiero volver a repetir. Veo en Isabel el desvarío propio de su edad y
sexo...
—¿Cómo de su sexo? —terció muy ofendida la damita—. Ni que
yo acostumbrara a los desatinos...
—No, mujer, que no es eso, mas coincidirás conmigo que hoy en
día las mozas son más irresponsables, habida cuenta también de
tener nuestra hija ejemplos muy malos a los que poder imitar.
Porque doña Marina es persona grata y siempre lo será, pero nunca
procura lo mejor para Isabel sino para sí misma. Así que solo veo dos
soluciones.
Dora se quedó privada por la impaciencia, que quería saber el
desenlace de la decisión paterna.
—Pues o se casa o se va al convento.
—¡Pues vaya novedad! —exclamó Dora tras el sobresalto—. Es
esa cosa corriente en cualquier hembra. Lo segundo es más fácil,
pero lo primero, ¿a quién encontrar, siendo varón, con el juicio que a
ella le falta?
Lorenzo suspiró, en eso ya había pensado.
—Pues en ¿quién va a ser? ¡En Valentín!
Aquello sí que le cayó como una jícara de agua fría por el escote.
¿A Valentín? ¿Su Valentín? Que nada, que no podía verlo como yerno
sino como hijo.
—Tienes que comprender que Valentín está enamorado. Ha sido
así desde que tiene uso de razón. Y si no quieres verlo es porque no
le miras lo suficiente, que porque es cabal y exento de frivolidades
nunca le prestas atención. Sin embargo, yo le conozco porque he
compartido con él lo grato y lo ingrato de mi profesión. Todos le
tienen por un buen hombre, honrado y recto. ¿Qué más necesitamos
para nuestra hija?
No pidió las sales porque siempre le parecieron de mal gusto,
que eso era cosa de madamas bobas como la marquesa. Pero no le
faltaron las ganas de llorar, quizá porque se sintió ridícula al no
apercibirse de algo tan evidente.
—Cierto estás, marido. Y yo erré, lo admito. Así que ahora solo
queda que la niña acceda a casarse con Valentín, que eso es otra
historia, pues la conozco.
En eso no erró Dorita. Que Isabel era de armas tomar y muy
enojosa si la contrariaban.

Así que Valentín tocó a la puerta del gabinete de Isabel. Era cierto
que con mano temblona, no como la que tenía cuando pintaba los
bocetos que le encargaban, pues en esos la tenía bien firme. Claro
que a lo que acudía cosa diferente era por atender al corazón, de lo
cual andaba muy verde al ser joven discreto y no frecuentar los
burdeles.
Mas la puerta se abrió y encontró a Isabel sentada en un sofá.
Tenía la mocita ojos de haber llorado, lo que enterneció al muchacho
y desbarató sus intenciones de declararse.
—¡Ay, Valentín! Ven y consuélame, que nuestros padres no
atienden a mis súplicas. Son implacables. No habrá manera de
convencerles salvo que lo hagas tú.
La joven se echó a los brazos de Valentín aliviándose con eso la
frustración de no conseguir sus propósitos, exigiendo estos de
astucia y diplomacia, o sea, virtudes que Isabel no dominaba.
—Tiento, hermosa mía. Hay que ir con tiento —decía Valentín,
intentando ganársela—. Mas si ellos te desoyen es porque te
quieren, qué digo, te adoran, y por eso no desean nada malo para ti.
Has de reconocer que el teatro no es el mejor medio para una joven
de tu reputación, pues teniéndolo todo ¿por qué elegir un futuro
lleno de privaciones y miserias? Céntrate en los beneficios de tu vida
actual y ve a las fiestas para conocer a un buen hombre, aún mejor,
mira a los que tienes a tu alrededor y cásate.
—¿Casarme? —preguntaba Isabel, habiéndose tomado el consejo
como un insulto—. ¿Y con quién? ¡Si los hombres que encuentro en
las fiestas son necios, los que ya conozco son insufribles! Una
muchacha no puede ir sola por ahí porque se le abalanzan los
currutacos o los petimetres que son aún peor. Y no quiero ni pensar
en los majos de redecilla que se creen los dueños de los barrios... No,
ninguno conozco que merezca la pena.
—¡Mujer! —la alentaba Valentín, intentando que lo incluyera
entre los posibles maridos—. Piensa en tu entorno cercano, en tu
familia, en esos hombres a los que ves a menudo...
La niña torcía el morro con gesto delicioso, eso sí, ayudándose
con ese mohín al necesario recuerdo. Pero nada, que no había
alcordaderas.
—¡Bueno, sí! —exclamó por fin Isabel—. Sí que existe un
muchacho apuesto y valeroso que nunca me ha fallado.
«¡Por fin! —se dijo el de Hilman—. Costó pero ya es mía.» Se
aproximó hacia ella para abrazarla y a medio camino, Isabel
confesaba:
—Se trata de un polaco del Corral de la Cruz que siempre me
defiende y que me aplaude si alguna vez me hacen recitar alguna
poesía. Se cuida de mí como si fuera un hermano.
«Qué ironía —reflexionó Valentín—. Que sin tener ese polaco
intención de hermano, se lo alabe considerándolo bueno para
pretenderla. Y yo que siempre lo he sido, tan hermano como el que
más, resulta que no me encuentra suficiente para amarme.»
Ciertamente en cosas del amor siempre había discordia.
—¡Isabel, yo te amo! —exclamó el muchacho con ímpetu y a
contratiempo—. Tómame como si fuera un polaco aunque sea
madrileño. ¡Seré esposo y hermano!
Hincó la rodilla en el suelo justo al lado de su asiento, tomándole
una mano, como hacían los enamorados del escenario que tanto
añoraba Isabel, y ella no se opuso porque se quedó como boba,
como pelele de feria, sin voluntad. Tanta fue la sorpresa que no se le
ocurrió ni cerrar la boca y así, con ella abierta, observó a Valentín
declarándose.
Pasaron minutos incómodos, sobre todo para la rodilla de
Valentín, que con el impulso la había colocado a soslayo y le dolía.
Con todo aguantó como un hombre.
—¡Que no me caso, ea! ¡Que no me caso!
Fueron tales los gritos de Isabel y lo inoportuno de su levantar
arrollando a Valentín en la huida, que todos en la casa se enteraron
de que algo pasaba, sobre todo Dora y Lorenzo, que disimulados
tras unas cortinas esperaban el desenlace.
Mientras Lorenzo levantaba a Valentín del suelo a donde había
ido a parar pisoteado por las malas ínfulas de su enamorada, Dorita
salió corriendo a buscar a la niña que saltaba y brincaba como un
caballo desbocado.
—¡Queréis acortarme el albedrío solamente por ser mujer, que es
una desgracia haber nacido con pechos! Yo quiero hacer lo que me
place, nada más. Y resulta que es malo tener gozo de vivir y de hacer
lo que a una le gusta. ¿A quién ofendo tornándome actriz? ¿Y
mismamente quedándome sin marido? —gritaba por el pasillo la
madamita.
Viéndola así hasta la propia Dora habría de reconocer que dotes
tenía para la comedia.
—No tienes entendederas suficientes, hija. Que te han
trastornado en los corrales.
—Vosotros sí que queréis corrales de los otros, de los que tienen
ovejas —decía la niña—. Queréis ponerme cercas para que no salga
de vuestro mundo. ¡Y por Dios que es pequeño y rancio! Yo no
aguanto que me digan lo que tengo que hacer, que aquí todos
vemos las luces del entendimiento pero no sabemos diferenciarlas
de las que desprenden las fogatas de los cadalsos. Que os parecéis a
esa señora que quiere ponernos a todas uniformes, con faldas del
mismo color, para que no tengamos tentación de usar corsés o
tontillos como los franceses. 
Y esto lo decía por esa ley que intentaron promulgar para
garantizar la protección del traje español, el de basquiña y no el que
venía de las Francias y de las Inglaterras. Uniforme nacional lo iban a
llamar.
—¿Es eso cordura, madre?
A Dora le salían hipos que no podía contener porque veía a su
hija demenciada y de seguir así ingresando en una casa de locos.
—¡Isabel! ¿Te avienes o no te avienes a casarte?
—No me avengo.
—Pues al convento, que te harán mudar el despropósito.
Isabel se tiraba de los pelos.
—¡No os atreveréis!
¡Vive Dios, que se atrevieron!
El Peñón de la discordia

El Peñón de la discordia

Desde 1775 venía sufriendo Carlos III una pesadilla recurrente. No


era esta producida por menudencias de sus responsabilidades ni
tampoco por los quebraderos de cabeza que le daba a menudo su
hijo Carlos, que era algo atolondrado y le preocupaba verlo tomando
las riendas de las Españas cuando él no estuviera.
La jaqueca se la producía algo que venía de fuera, a más
explicaciones de América, porque desde esa fecha y hasta la que
ahora vivía don Carlos se estaba desarrollando una guerra muy
penosa, con intromisiones de otros países y en la que iba a salir mal
parada la propia España.
El monarca tenía experiencia militar y nunca le tembló la mano en
el campo de batalla siendo rey en Nápoles. Pero ahora la cosa no
estaba tan cierta ni tan animosa, porque se sentía viejo y sus
hombres de Estado se peleaban entre sí o se tenían ojerizas. Además,
los franceses intrigaban y los ingleses ofendían y, claro, así no podía
hacerse una guerra en condiciones, es decir, de caballeros.
Desde el comienzo de la famosa Declaración de Independencia
Americana la diplomacia española no paraba de trabajar.
—Con prudencia —ordenaba Carlos III—. Que si beneficiamos a
los americanos del norte perjudicaremos nuestros dominios del sur,
no sea que tomen por costumbre emanciparse de España viendo
que otros lo hacen de Inglaterra. Pero cierto que hay que ayudar en
lo que se pueda, pues legítima es su ofensiva.
Con el pastel americano, tan apetitoso, se relamieron muchos. Los
ingleses por defender lo que hasta ahora consideraban suyo y los
franceses por enemistad histórica contra ellos, pues allá donde se
podía dañar a un inglés se encontraba un hijo de Versalles.
Don Carlos III pretendía algo novedoso, ser el pacificador de
ambos y en silencio manejaba los hilos de la diplomacia, pues su
reino tenía ahora una estabilidad ganada tras muchos años de
esfuerzos y no era el momento de invertir lo ahorrado en bolas de
cañón.
Inglaterra propuso una triple alianza viendo que con Francia y
España la guerra se terminaría en un tris, pero resultó que salieron a
colación muchos trapos sucios, entre ellos lo del Peñón de Gibraltar,
que años atrás lo perdiera Felipe V, el padre de don Carlos, con el
Tratado de Utrecht.
¡Qué jaqueca le producía solo mentar el susodicho Peñón! Que
era una espinita metida en el cuerpo y no se la conseguía sacar.
Porque mira que eran tercos los ingleses.
Ahí le salió a don Carlos el Quijote que llevaba dentro porque
cierto es que cada español tiene uno y otro más de reserva. Y a la
voz de guerra contra los ingleses comenzó a arañar sus haciendas
para enviar a los americanos ayuda monetaria y otras veces en
especie, porque mientras ayudaba a la independencia perjudicaría
también a su enemigo.
Por la ruta de las Bermudas, a salvo de barcos de la Gran Bretaña,
envió don Carlos: 216 cañones de bronce, 12.826 bombas, 51.134
balas de cañón, 300.000 kilos de pólvora y 30.000 fusiles. Y como los
americanos se acostumbraron al dispendio español siguieron
exigiendo, llegando a recibir armas y municiones en grandes
proporciones en 1777.
Esto le granjeó a don Carlos variadas críticas, que no estábamos
para ayudar a los demás cuando había tantos pobres dentro, pero lo
peor vino al recapacitar, porque el monarca, en su altruismo, se había
rezagado dejando a Francia la capacidad de negociar y de sacar
tajada de los muchos negocios que afloraron en la contienda. Y
luego estaba el baile de tierras, que pasaban de manos de uno a otro
país sin que España viera nada claro para ella.
En total, que la guerra terminó y tras haber sido España el primer
país que ofreció sus cañones y dineros, nada se le tuvo en cuenta,
relegándose a un olvido injusto que dolió en demasía al viejo
corazón de Carlos III.
Era la primera guerra que perdía o por lo menos la que más le
dolió, pues no se trató de vencimientos sino de un ninguneo que era
peor que el descalabro de sus ejércitos.

De cabeza enviaron al convento a Isabel acompañada de doña


Josefa. El aya se puso bien contenta por ser dicho convento de
Granada, uno de buena reputación donde procuraría por su honra,
haciendo lo que fuera menester, que tal y como iba la niña de terca
había que echarle muchos ojos encima.
Las monjitas que acogieron a Dora en la estancia en la capital
andaluza se ofrecieron a darles la vuelta a las rarezas de Isabel, que
con ellas bien guardadas, tendría tiempo de reflexionar sobre el
futuro y con sus cánticos y sobriedad muy pronto habría de
reconocer la suerte que tenía siendo dama en casa acomodada y con
elección de esposo a su medida.
El convento, recoleto y bien situado, quedaba a las faldas del
Albayzín y desde su pequeño huerto se oía el rumor de las aguas
mansas que bajaban por el río Darro. No faltaba el canto de los
mirlos al amanecer y el olor de los panes que horneaban en su
propia cocina. Todo idílico, que parecía de estampa de carmelita,
pero que a Isabel le reconcomía las entrañas porque todo lo tomaba
a mal y bufaba solo al presentir la sombra de una de las monjas.
Así estuvo varios meses, que ya acababa el año de 1783. Y por
entonces fue cuando se le notó variación en genio, que fue algo más
manso y dócil, volviendo a las monjitas satisfechas de sus beneficios.
En las cartas que doña Josefa enviaba a sus padres había más
optimismo, que «Isabel se apresta a salir de paseo por las alamedas y
a subir a la Alhambra sin que medie en ello intención de escaparse y
acepta de buen grado todo lo que se le dice. Si sigue así creo que
volverá curada a Madrid y con ánimos de casorio», decía.
Mas aunque las palabras eran alentadoras no describían toda la
verdad. Desconocía doña Josefa que Isabel había descubierto un
pasadizo que iba desde el huerto a la Carrera del Darro y por allí
salía la muchacha noche sí y noche también, a buscar la compañía de
los comediantes.
Se ponía debajo del hábito una basquiña bien prieta y con ella
huía sin ser vista. Hasta el apodo le pusieron por saltar a escena y
cantar tonadillas a modo de la Caramba, que por su acento la
reconocieron de la capital y la llamaban la Madrileña.

Así se pasó cerca de un año, engañando a las monjitas y a la


inocente de doña Josefa, que si no llega a ser porque la delató una
gitana de camino a oír misa en San Nicolás no se hubieran ni
enterado. Porque la tal gitana aseguraba que con ella había bailado
un zorongo, y además bien ejecutado, a las puertas de las tabernas
del Sacromonte. Y fue más aclaratoria, porque se acordaba de hasta
su acompañante, un guapo brigadier con grandes bigotes.
¡Qué porfía tuvo doña Josefa con la gitana y qué chasco se llevó
la preceptora cuando cayó en que era verdad! ¡Quién podía creerse
que Isabel había aprendido la querencia de la marquesa por
escaparse! Y vive Dios que fue buena alumna porque nadie se enteró
hasta pasado casi un año, cuando ya era famosa en las tablas del
teatro que hasta la reclamaban los dueños de las compañías sin
saber que por el día era monja... o casi.
Desde el convento escribieron a Dora animándola a sacarla de la
celda, que viendo que no había sido posible mudarle el
entendimiento que allá se las apañara, pues a fin de cuentas era su
madre. Porque no se podía consentir que una muchacha vistiendo
hábitos, aunque fueran solo para igualarse a las demás durante el
tiempo de reflexión, se los quitara y saliera del convento con escote
y todo. Que no, que era una inmoralidad y se sentían ofendidas.
Tuvieron los de Elvira que recogerla, muy avergonzados y más
aún, donar al convento unos cofrecillos de monedas, que los dieron
gustosos para reformar el comedor y colocar vigas en los techos.
Todo por compensar las extravagancias de Isabel que con sus
necedades deshonró al convento convirtiéndolo en el hazmerreír de
su orden, tomándolo como curiosidad que contaron desde entonces
los ciegos indigentes.
Pero no fue mala cosa para Isabel, dado que volvió a Madrid. Y
teniéndola ya por imposible, Dora y Lorenzo la sentaron en un sillón
y le dijeron:
—Sea. Consentimos. Podrás actuar en los corrales pero con
supervisión y nunca estarás sola con ningún hombre.
La argucia era arriesgada ya que los amorosos progenitores
pensaron que dando licencia perdería Isabel el interés por el teatro.
Todo hay que experimentarlo cuando se es padre y se está muy
desesperado.
La Colina de las Ciencias

La Colina de las Ciencias

El Salón del Prado iba tomando forma pues en él se habían


empleado a fondo los artistas de Carlos III. Pero al monarca, una vez
embellecida la ciudad, se le quedaba algo en el tintero, que era,
como buen ilustrado, atender a la demanda de la comunidad
científica, lo que visto con detenimiento, le procuraba más placer.
Entre las fuentes de la Alcachofa y de Neptuno se le ocurrió a don
Carlos años atrás establecer el Real Jardín Botánico y así lo dejó bien
sentado con Real Orden de 25 de julio de 1774.
Nuevamente fue allí Sabatini, como buen soldado a órdenes de
un general, y lo acometió en dos áreas, una para el jardín y otra para
huerto y viveros, para lo cual tuvo que allanar el terreno que era
inclinado y mucho.
Allí fueron llegando las plantas del antiguo botánico y de otras
partes de España y del mundo para solaz de los científicos,
concluyendo su traslado en 1781.
Pero una vez así construido, el rey don Carlos quería más:
—Me place tener una Academia de las Ciencias —le indicó el rey
al conde de Floridablanca—. Que todo el magnífico Salón del Prado
sea dedicado a finalidad ilustrada, con Botánico Real, Observatorio y
una Academia donde se hallen los hombres de letras y ciencias bien
hermanados y dispuestos a darlo todo por la cultura. Rara palabra
esta, ¿verdad, estimado Floridablanca? Pero ya es hora de que la
hagamos valer porque ya se intentó con mis antecesores pero no
cuajó. Sea ahora buen momento para hacerlo, habiendo ya
terminado la obra de embellecer Madrid.
Floridablanca tenía no poca tarea porque, como bien dijo don
Carlos, ya estuvieron a bien realizarla antes los hombres de Felipe V,
su padre. Que en aquel momento todo se comenzaba o se
imaginaba pero no tuvieron tino para realizarlo, bien por
inexperiencia o dejadez.
Así que en esos años de 1785 se le encargó a Juan de Villanueva
la construcción de un edificio presentando este dos proyectos al rey.
El elegido se convirtió en un lugar extenso de tres cuerpos unidos
por dos galerías. Y en su interior habría espacio para todo, para la
investigación, la docencia y la exhibición de obras. En él podrían
reunirse los miembros de la Academia y también se daría cabida a
exposiciones de objetos científicos y naturales propios del Gabinete
de Historia Natural.1
Todo fue más lento de lo esperado y un quebradero de cabeza
para el propio conde de Floridablanca que debido a ello fue retirado
del proyecto y de la política tiempo después.
—Lo mismo ha de hacerse con el Observatorio —sentenció el rey
que había sido bien inspirado por el científico Jorge Juan—. También
quiero verlo con brevedad. Querencia tengo a una Colina de las
Ciencias y no deseo morirme sin pasear por ella.
—Así será, majestad —sentenció con ciertas reservas el conde de
Floridablanca.
Aquella tarde se fue a cazar don Carlos como cuando era joven,
satisfecho de sus decisiones, pero sus piernas no le aguantaban y
volvió antes a palacio. Llevaba días así, con pesadumbre de hombros
y de pies. Y los dolores le inflamaban las articulaciones.
—Ay, Pepino, Pepino —le confesaba al cuidador de sus lebreles—.
Qué malo es hacerse viejo y saber que no tienes tiempo para seguir
haciendo cosas. Mala hora es esta que me doy cuenta de que he de
frenar o dejar lo que llevo hecho a medias.
Esa noche durmió trastabillado, que parecía que dormía a
trompicones con una idea fija, que era la de acabársele el tiempo.
El acuerdo al que llegaron con Isabel suponía un esfuerzo por
parte de Dora, talmente como si ahora tuviera una criatura de pecho
y no la pudiera dejar a solas por temor a que se descalabrase.
Con Isabel iba a todos los lados, pegada a sus faldas, que ya era
conocida por la madre de la tonadillera, aunque Isabel no era aún
actriz, solo que acudía a hablar dos veces por jornada a los dueños
de las compañías para convencerles de que quería interpretar y,
claro, al verla con la madre, nadie la contrataba ya que querían
probar primero de lo que tendrían después. No hay que dar más
explicaciones.
Con todo, las buenas relaciones que mantuvo con actrices le
consiguieron primero entrar como ayudante de las que lo tienen
todo, tal era el caso de la Caramba, a la que peinaba, colocaba y
empolvaba las pelucas en su camerino, planchaba los trajes que
hubiera de ponerse y le preparaba ponche con huevo para que lo
tomara y aclarara la voz.
Pero Dorita no cejaba en proteger su honra y a la salida del teatro
la esperaba, así como la llevaba con un coche todos los días a las
horas que eran corrientes y si se retrasaba allí que permanecía
dentro del mismo, aburrida o leyendo.
Dentro del teatro era otra cosa. Isabel tenía libertad, comadreaba
con los polacos o con los chorizos, según estuviera en el Corral de la
Cruz o del Príncipe, dependiendo de las temporadas, y con ellos
hacía amistad. A veces, incluso, más que eso, porque había un polaco
de hombros anchos que la perseguía por los pasillos y a ella le hervía
la sangre, pero no precisamente de antipatía o recelo.
Luego en casa, en el seno de la familia y con Valentín sentado en
la mesa sin que hubiera asimilado tras varios años su desdén,
cambiaba los modales y parecía una moza de juicio, lo que engañó
durante largo tiempo a los padres que la acogían.
Tanto fue así que pasados los meses salió la muchacha del corral
muy alegre pues nueva traía. Se allegó al coche dentro del cual la
esperaba Dorita y dijo:
—¡Madre! Que me han dado un papel en un sainete del señor
Ramón de la Cruz y no es de graciosa, que entro un momento a
escena, doy varios giros y vuelvo a salir. No es mucha cosa pero esto
es así si ha de comenzarse desde el principio.
Dora, que iba a regañarla por hacerla esperar, viéndola tan
contenta y satisfecha, la abrazó como una madre que disfruta de los
triunfos de sus hijos, lo que pilló por sorpresa a Isabel. Quizá por eso
tuvo el valor de rogarle lo siguiente:
—Madre, me sería de ayuda que entraras conmigo los días de
representación y te cuidaras de tenerlo todo en orden. Que toda
actriz necesita de ayudante y así como yo ayudé a la Caramba, tú
puedes ayudarme a mí.
¡Qué alegría le entró por el cuerpo! Pues finalmente había
entendimiento y no rechazo, que era lo que ella, en definitiva,
deseaba.
Llegó el día del primer ensayo y con su hija memorizó los pasos,
que no los textos que aún no los había, pero era un primor verlas
juntas a ambas, las dos con un abanico que movían al mismo tiempo
y sin equivocarse.
Pasados los meses, Isabel subió a escena. El acontecimiento
reunió en el teatro a la familia Hilman, aunque sin Valentín, que
enconado aún por el menosprecio que le hiciera, se negó a
aplaudirle los disparates.
Lorenzo de Elvira también estuvo allí, muy serio y circunspecto
pero sin olvidar que era su niña, la más guapa del teatro,
exceptuando, claro está, a la Caramba, que era como una diosa.
Llegó el momento de la actuación e Isabel salió al escenario. Los
aplausos sorprendieron a Dora, pues si estrenaba aquel día, ¿cómo
era posible que la conocieran? Le decían vivas y otras cosas menos
elegantes y algunos señores le regalaban flores que caían a los pies
de la madamita, muy graciosa en los movimientos. Con el abanico se
daba en el pecho y otras veces se daba aire y luego con él cerrado se
golpeaba la sien y así con repetición, gestos que a Dora le parecían
conocidos y hasta era capaz de memorizar.
Frente al escenario se encontraba Marina de Valdivielso y Dora la
miraba para expresarle su contento de haber conseguido a una niña
actriz pero comedida y virtuosa. Y al poco de esperar a que la mirara
la marquesa, observó que esta movía también el abanico.
«¡Cáspita!», se dijo. Y no era para menos porque ambas, Isabel
desde el escenario y Marina desde la cazuela, mantenían una
conversación en clave con el abanico que reproducida era lo
siguiente:
—Al acabar la representación nos encontraremos en el vestuario
—decía el abanico de Isabel.
—¿Irá Juan? —preguntaba la marquesa, disimulando una sonrisa.
—Irá —contestaba la actriz—. Y traerá otro polaco para que
seamos cuatro.
La marquesa se abanicaba muy fuerte, seguramente por los
calores que le subían. Y todo eso lo expresaba teniendo muy cerca a
Gil López, al que por cierto, se le caía la baba con las majas de
redecilla que jaleaban la música desde la cazuela.
Le costó a Dora retomar la respiración, que aquello era algo muy
fuerte, que no solo estaba siendo engañada, sino que doña Marina
había enseñado el lenguaje del abanico a su hija para burlarla aún
más. Y encima con el idioma que ella misma había ingeniado para
salvar a la marquesa de sus propios amantes.
No tenía palabras.
El retrato con el perro

El retrato con el perro

José Moñino, el conde de Floridablanca, con quien mantenía


estrecha relación el monarca en los últimos tiempos por serle
persona grata y fiel ejecutora de su espíritu ilustrado, se fue a sentar
al lado de don Carlos, pues así se lo pidió el rey.
Resultaba que frente a él tenía un cuadro de más de dos metros y
otros tantos de ancho, aunque un poco más, con su retrato vestido
de cazador. El regente se apoyaba en su escopeta con una mano y
en la otra apretaba unos guantes bien blancos, vamos, que parecía
que estaba duplicado, primero sentado viéndose y luego de pie
contemplándose sentado. Pardiez, que estaba bien dibujado, con
pincel muy detallista, que hasta le sacó el pintor las arrugas de las
comisuras de los labios que le salían al sonreír.
—¡Este Goya es magnífico! —exclamó Carlos III—. De lo mejor
que he visto en los cuadros de la familia. Parece hecho por Velázquez
todo lo más. Felicitadle en mi nombre y recompensadle como se
convino y mucho más.
Floridablanca asentía en las dos cosas, en lo del acertado
parecido y en lo de recompensarlo. Que Francisco de Goya había
trabajado bien, sin sacarle los caretos que sacaba en otras figuras
vulgares pues todas le parecían igual y con expresión de monigotes.
Don Carlos lucía un sereno semblante en aquel cuadro. A fin de
cuentas estaba cazando, como a él le gustaba, y tras de sí algún
paisaje que mismamente podía ser El Escorial o El Pardo, la sierra
madrileña en consecuencia, que era la que frecuentaba para pegar
tiros.
A sus pies, muy dócil y fiel, como le gustaba al rey que le fueran
todos los de su camarilla, estaba un perruco, dormido el pobre
después de la faena de la cacería, con un collar que ocultaba la
inscripción de Rey Nuestro Señor.
No le faltaban tampoco al monarca pintado las bandas de la
Orden de Carlos III, de San Jenaro y del Santo Espíritu, también la del
Toisón de Oro, que era como decir que ahí estaba el mejor hombre
de España.
—Moñino... ahora que me veo, me encuentro viejo, demasiado
viejo. ¿Será este mi último retrato? No pude posar para Francisco de
Goya, aunque bien se apañó el pintor sin tenerme como modelo,
pero... ¿crees que podrá hacerme otro en persona? ¿Tiempo habrá?
—Majestad —respondía Floridablanca—, tiempo hay para todo
en esta vida, si uno se organiza.
—Pero la muerte se organiza sola y esa no entiende de relojes ni
de disciplina.
Estaba pesimista el monarca, no había más que mirarlo.
—Moñino —volvía a pensar en alto el rey—, cuando yo no esté,
¿quién mirará este cuadro? ¿Lo hará mi hijo? Yo ya lo tengo dicho y
sin ocultación: mi hijo es tonto. No, no pongáis esa cara, que lo sé
bien. Pero si este cuadro le recuerda en algún momento mis
consejos, que hay que ser recto y fiel a uno mismo... bienvenido sea,
aunque parezca viejo y más feo de lo que soy. ¿Haré bien, Moñino,
dejando España en manos de Carlos?
Floridablanca no sabía qué contestar. En esos casos, mejor que
decidiera el silencio.

Se le antojaba a Dora haber sido el centro de una mofa, quizá de


un plan maquiavélico que consistía en reírse de la madre o
aprovecharse de ella para conseguir encuentros poco lícitos.
Si durante meses estuvo fuera, en el coche, permitiendo a Isabel
aligerarse los cascos entre los polacos y los demás teatreros, ahora
que estaba dentro era aún peor, porque mientras se ocupaba de
tenerle los vestidos, los zapatos y las pelucas no podía estar en otro
lado y por consiguiente dejaba su hacienda libre e ingobernable para
que Isabel la usara a bien convenir con sus amantes.
Fue tanto el daño recibido que se propuso dos cosas: una, a
saber, callarse lo visto sin decirle nada a Lorenzo que sería mucho
más severo con ella, y dos, prometerse a sí misma que en nada más
la coartaría, dejándola libre para medrar, que ella renunciaba como
madre y cuidadora pues ya estaba harta y más que harta.
«Si acaso no lo hice bien y no supe educarla como mía, ¿es justo
ahora que quiera atarla de pies y manos haciéndonos daño las dos?
A fe mía que no soy carcelera y que me duele que me insulten como
lo han hecho. A partir de ahora que ellas, Isabel y Marina, se las
compongan.»
Así lo pensó y así lo hizo porque Dorita cuando disponía lo hacía
con juicio y determinación. Le dolió, sí, como una china en el zapato,
pero consiguió desviar su atención hacia el otro de sus hijos, que lo
era en conciencia aunque no lo hubiera parido.
Valentín, también desdeñado, se sumó a ignorar a Isabel y
aunque las relaciones fueron raras en esa casa, vive Dios, que sus
habitantes se cruzaban sin hablarse, resultó lo mejor para todos
creyéndose cada uno con el derecho de disfrutar de lo suyo
acatando el gozar de los otros.
Por algún tiempo, Dora solo tuvo ojos para Valentín. Paseaba con
él y le asesoraba en sus decisiones personales, de tal guisa que
comenzó a maquinar argucias para conseguirle esposa y fueron
tantas y tan bien expuestas que finalmente el mozo posó su atención
en la hija de uno de los ayudantes de Sabatini y se casó con ella. Fue
matrimonio avenido, tanto, que se arregló la casa ampliándola, pues
era chica para dos matrimonios y los antojos de Isabel.
Como el esposo y suegro eran del gremio de los artistas, que
conocían a arquitectos por doquier, se ofrecieron los mejores para
subirle los techos o habilitar lo inútil de la mansión tornándola
palacete de los mejores y muy cómodo, pues quedó amplio.
Allí vivieron durante meses la recién pareja, Valentín y María, que
así se llamaba la esposa, agradable y comedida, vamos, que parecía
azonzarse por casi todo, lo que exaltaba a Dora la vanidad por
sentirse útil de nuevo pudiendo enseñarle de cualquier cosa.
Y como era de esperar, María quedó encinta y tuvo una bellísima
criatura a la que pusieron Lorenzo y que para no confundir con el
abuelo se quedó en atribuirle el diminutivo de Lorencillo, por el
momento y hasta que no fuera carilampiño.
Todo ello se avenía, al tiempo que Isabel entraba y salía de la
casa, siempre respetando los modales en el hogar, expandiéndose,
sin embargo, al llegar a los corrales. Con la suerte para ella que la
famosa Caramba perdió el juicio o lo encontró, quién sabe, porque
se metió a monja causando sorpresa en todo Madrid, que no se
hablaba de otra cosa.
A Isabel le produjo desmedida alegría, ya que heredó sus muchos
vestidos y también vio la forma de sustituirla, quizá no con tanta
gracia pero intentándolo.
«Qué casualidad más esperada. Mientras yo me escapé del
convento para ser actriz resulta que la Caramba se va a uno dejando
de ser cómica. La vida, que tiene estas sorpresas, que nadie las
entiende», decía a los polacos, en especial a uno, que la perseguía
por los interiores del Corral del Príncipe cuando no pateaba.
¿Creíais que iba a ser eterno?

¿Creíais que iba a ser eterno?

El año de 1788 fue aciago desde el principio. Si don Carlos se


encontraba ya cansado de tanto esfuerzo realizado por sus Españas
transcurrió el verano y llegó un otoño cruel y desproporcionado que
le hirió el alma.
Comenzó la amargura con el traslado al sitio de El Escorial el 8 de
octubre, como era del común de todos los años vividos por Carlos III
en la corte madrileña. En tal lugar buscaba el reposo y la evasión de
sus necesarias cacerías que lo aislaban de los problemas y en ellas
encontraba siempre fórmulas magistrales para afrontar las
adversidades políticas.
Pero ocurrió que al terminar el mes llegó la noticia del nacimiento
de su nieto, hijo de su querido hijo Gabriel, casado con Mariana
Victoria de Portugal hacía tres años solamente y fruto del
matrimonio tenían ya dos hijos más, todos seguidos de a un año de
distancia, poniendo a prueba la salud de la infanta. El pequeño
Borbón fue bautizado con los nombres de Carlos José Antonio, lo
que le agradó al rey por llevar también su propio nombre. Y en
principio fue motivo de alegría dado que, como decíamos, Gabriel
era infante muy querido, quizá su favorito, porque coincidía con él
en el amor de las artes y era tierno de carácter.
Lo mismo le pasaba con la infanta Mariana, que era afable y con
la que tenía afinidad. Así pues, la noticia del nuevo descendiente era
placentera.
Mas la felicidad no duró porque teniendo aún las secuelas del
sobreparto la real parida, le atacaron unas cruentas viruelas. El
esposo, amantísimo, estuvo con ella sin dejarla ni un solo momento,
tal era el amor que le tenía.
El destino fue implacable y no aceptó de buen grado el solícito
consuelo que le proporcionó en el lecho, que ya era mortuorio. La
infanta murió el 2 de noviembre, sin haber cumplido los veinte años.
Siete días después se llevaría las viruelas al recién nacido y algunos
menos le sobreviviría el infante don Gabriel, también contagiado.
La triple noticia de la muerte de sus allegados puso a Carlos III en
tesitura tormentosa, mudó el carácter, se sintió extenuado y con
muestras de recibir la añada que ya tenía sobre los hombros toda de
golpe.
—¡Gabriel ha muerto! —decía—. ¡Yo le seguiré pronto!
No consiguieron entre sus familiares y ministros que se retornara
a Madrid, pues era hombre de cumplir sus rituales y hasta que
terminó su jornada escurialense no solicitó volver a la corte.
El 6 de diciembre, cariacontecido, manifestó tos y calentura. Dos
días antes le habían dado una nueva mala noticia, que su confesor,
Joaquín Eleta, quien le había aconsejado desde su llegada a Madrid,
había encontrado también la muerte. ¿Cómo era posible que todos
le abandonaran al mismo tiempo sin hallar consuelo en nada salvo
en ir a buscarlos y quedarse con ellos?
Esto pensaba el monarca, que veía ya su fin. Pensaba, sí, con gran
angustia, porque según manifestaba a Moñino, el conde de
Floridablanca, siempre a su lado desde que mostró la calentura, no
se iba convencido de dejar en buenas manos el gobierno en su hijo
Carlos, que reinaría con el nombre de Carlos IV, porque lo veía algo
distraído y con poco carácter.
—No sé qué pasará en adelante, querido Moñino —le decía con
esfuerzo al conde.
—No os preocupéis, majestad, que saldréis de esta y todo
quedará en un susto.
—¿Creíais que habría de ser yo eterno? Es justo que paguemos
todos el debido tributo. Mas es hora ya de hacer testamento.
Con lágrimas en los ojos, Floridablanca estuvo presente mientras
se estipulaba todo en papel con deseo del enfermo. Y esto fue lo
que se determinó, más o menos traducido:

Que sea sepultado al lado de su querida esposa, María Amalia,


a la que siempre fue fiel. Que su heredero será su hijo don Carlos,
que reinará como Carlos IV, encargándole muy particularmente
que gobierne bajo la protección de la religión católica, el cuidado
paternal de sus queridos vasallos y especialmente de los pobres.
Que cuide también de sus hermanos, el infante don Antonio y la
infanta María Josefa, sin olvidar al rey de las Dos Sicilias y demás
familia.

Ordenaba, igualmente, que por su alma y la de su amada esposa,


así como la de sus padres, que se realicen en toda España veinte mil
misas, dándose limosnas a los pobres.
Lo que se recoge en el testamento, además de esto, es de poca
importancia y, claro está, no habremos de insistirlo.
Floridablanca y todos los que allí estaban resistían el llanto por
ver que se iba persona tan notable. Al moribundo se acercó el nuevo
confesor, pues Eleta ya estaba en el otro mundo, y le dijo al rey:
—Señor, pida vuestra majestad a Dios por sus pecados.
Carlos III entreabrió los ojos que en otros tiempos fueron
vivarachos y parecía que iba a decir alguna de sus muchas chanzas
pero no, no tuvo fuerzas, mas esto fue lo que expresó:
—Sí, padre, eso estoy haciendo. Espero que el Señor me haya
perdonado, no por mis méritos, sino por los de Nuestro Señor
Jesucristo.

Llegó el año de 1788 también para los demás mortales y


Lorencillo se ganaba ya día sí y día no las reprimendas de las criadas,
más las persecuciones en las que siempre era el vencedor de su
abuela, que velaba por él mejor que su madre. Y al decir abuela claro
es que hablamos de Dorita, porque la verdadera, doña Marina, se
pasaba la mayor de las veces en los corrales, frivolizando y sin que se
preocupara por saber si la sangre de su sangre tenía ya los dientes
crecidos.
Por eso no era de extrañar que cuando la marquesa llegaba de
visita a la casa de los de Elvira los criados avisaran a Isabel en vez de
a María, que era su nuera como sería lo propio, porque todos sabían
de sobra que no le interesaba esa parte sino comadrear con la
comedianta, sentándose ambas en un reservado y dale que dale,
contarse las novedades de la vida teatral de Madrid.
Tanto era así que Dora, disimulando que iba a darle la merienda o
el almuerzo, si se terciaba, al pequeño Lorenzo, intentaba poner la
oreja si pasaba por delante de ellas y solo oía necedades, que uno de
los chorizos las galanteaba o que uno de los polacos las
importunaba.
«En mala hora conocí a esa mujer que todo lo emponzoña —
pensaba Dorita, todavía con el reconcome en el cuerpo de haberse
visto arrebatada de su hija de esas malas maneras—. Llegará el día
en que la misma Isabel se dé cuenta de sus miserias y con ellas
vendrá a llorarme a mí, teniendo que consolarla aunque no me
apetezca.»
Y algo de eso había, sí señor, porque notaba en los últimos
tiempos que ambas susurraban mucho más, se hablaban al oído,
como teniendo secretismos graves que a ella le dolían.
Por eso y porque tenía ya la intriga en el cuerpo no dejaba de
observarlas, también porque veía muchos movimientos en la
habitación de Isabel, con los vestidos que le regalara la Caramba
cuando se metió a monja por no necesitarlos. Los sacaba y los metía
en los baúles, lo que era sospechoso por demás.
Así que llegando una tarde en la que Isabel se ausentó, pues
representación tenía, se adentró Dora en sus aposentos, a espiar,
porque ella quería resolver el acertijo que se traía entre manos.
Halló que le faltaban zapatos, también enaguas y cosas propias
de mujer. Que sus afeites no se encontraban en sus lugares y que no
tenía ni una de sus alhajicas en los joyeros.
«¡Ay —se dijo—, que esta niña mía se ha fugado con algún
polaco, con ese Juan alto y de espaldas tan anchas, que se le volvía
el seso del revés cada vez que lo veía.»
Dudó si decírselo a Lorenzo, por no alertarle, pero rebuscando en
su bargueño dentro del cual había un cajoncito sin llave echada que
pudo abrir, encontró una carta con letra muy mala, por cierto, pero
que decía:
«A Sevilla me voy... ¿Vendrás?», y, claro, Dorita contó dos y dos y
le salieron cuatro. Por lo que gritó muy fuerte alarmando a los
hombres de la casa, que eran Valentín y Lorenzo, para que la
ayudaran a ir a buscar a Isabel o por lo menos entrarla en razón, lo
que ya en sí era tarea comprometida. Pero cualquier cosa intentaría
para no dejar a su hija fugarse con un bergante que le hiciera un hijo
sin matrimoniar.
—Vamos, vamos —decía la madre—. ¡Que se nos fuga!

Sin resuello llegaron al Corral del Príncipe, Dora la primera y tras


de ella Valentín y Lorenzo, que en esas se unieron para rescatar por
última vez a la hermana y la hija de su imprudencia, pensando cada
uno, según corrían, que no permitirían una tontada más porque si de
aquella salía indemne la madamita, se la llevaban a rastras a algún
convento o a una casa de reposo, todo lo más a un viaje por Europa,
con tal de que no volviera a causar más quebrantos en esa familia
tan honrada.
Cuando Dorita atravesó el vestíbulo del teatro, los corrillos de
actrices, graciosos y tonadilleras parecían que se reían, incluso que
cuchicheaban, habiéndola reconocido y ella iba pensando, con ese
escarmiento que le producían las habladurías, que iba a encontrarse
con el camerino de su hija vacío, quizá con alguna nota que les
explicara qué habían hecho mal al educarla y recibir con ello tamaño
desprecio.
El corazón le explotaba en el pecho, que se le salía por el escote,
cuando abrió la puerta. Vio, lo primero, un baúl que, cerrado, estaba
dispuesto para ser usado en viaje y esto la tranquilizó reflexionando
que si estaba el baúl aún estaría allí la dueña y por lo tanto no había
escapado todavía.
—¡Isabel! —gritó la madre.
Y tras de sí la halló. Sentada estaba y llorando como una
magdalena. ¿Serían los remordimientos los que le hacían
descomponerse? ¿El dolor de verse alejada de sus padres?... Eso
quería pensar Dorita, saber que al menos un leve sentimiento de
cariño le cruzaba las carnes cuando pensaba en ella.
La comedianta, al ver a su madre, tuvo dudas. En su mano tenía
un papel, que, pardiez, debía de ser la nota del tunante polaco con el
que iba a escaparse, quizá para decirle el punto de encuentro.
Saltó la muchacha al cuello de Dora para abrazarla y esta se
deshizo en amores porque después de tantos años sentía por fin un
cariño inesperado y que le supo a gloria.
—¡Hija! Sé que vas a irte con ese truhán... mas te ruego que lo
pienses dos veces. Porque eso me mataría y también a tu padre que
te quiere con locura...
Isabel lloraba, con hipos y a veces con convulsiones que
indicaban que además de compungida estaba enrabietada.
—No me voy, madre, no me voy...
«¡Bendito sea Dios! —se decía Dora—, la cordura ha llegado. Tres
misas ordenaré en San José y limosnas en todas las iglesias.»
—¡Qué alegría, querida niña! ¡Por fin has entrado en razón!
—No, madre, no, ha sido la marquesa.
—¿La marquesa te ha convencido para que no te fueras con ese
polaco?
Mira que era extraño, se dijo, pero a fin de cuentas la esperanza
de haberla convertido en mujer de bien nunca la perdió, ni cuando
volaba por los balcones.
—Que no, madre, que no te enteras, no te huelgues tan pronto.
Que es que la muy villana se ha fugado con mi amante, con el
polaco. Y aquí me lo dice. ¡Vaya chasco que me he llevado con ella,
vaya chasco!
«¡Atiza!», exclamó Valentín al entrar en esos momentos en el
camerino. ¡Su madre fugada con un polaco!
—Ay, mi niña, mi niña... en este Madrid que todo se ha mutado
solo hay una cosa imposible de cambiar y es la querencia de la de
Valdivielso de fugarse con los amantes.
Pues eso, una atrocidad.

Siendo ya de madrugada, habiéndose hablado todo lo que cada


uno llevaba en sus adentros, decidieron volver a casa.
—Hilman no sabe nada —aseguró Lorenzo—. Creo que me
corresponde decírselo y consolarle en este trance.
Valentín consintió y Dora e Isabel también, aunque no estaban
para contravenir a nadie. Así que a la vuelta, por tener las casas
aproximadas, Lorenzo se bajó del coche y acudió a la de los Hilman.
Llamó a la aldaba y como no era momento de visita los criados se
asustaron y el dueño de la casa bajó en bata y despeinado.
—¿Qué pasa, Lorenzo? ¿En mi casa a estas horas? ¡Algo ocurre!
El de Elvira no sabía cómo explicarse.
—Sí, grave es. ¿Sabes algo de Marina?
Don Gil sacudió los hombros pues cuando llegó la creyó en sus
habitaciones.
—¿Qué ha ocurrido?
Lorenzo de Elvira lo explicó todo con delicadeza. Tanta como le
fue posible en caso tan peliagudo.
Eran las doce y cuarenta minutos de la madrugada del 14 de
diciembre de 1788. En el mismo momento expiraba don Carlos III sin
que pudiera cumplir los setenta y tres años de edad.
Epílogo

Epílogo

El 17 de diciembre algunos madrileños que quisieron despedirse


fueron a ver trasladar el féretro hacia El Escorial, donde, como ya
indicó don Carlos en su testamento, deseaba reposar junto a su
esposa.
Entre los pacientes y compungidos ciudadanos se encontraban
Lorenzo de Elvira y Dorita, que tenía en brazos a su nieto, Lorencillo.
Valentín y María los acompañaban también con gran pesar. Y tras de
ellos Isabel acudió del brazo de Lope Hilman, que parecía
extrañamente repuesto de los sucesos acontecidos en el seno de su
hogar.
A Dora le saltaban las lágrimas pues era sensible a la parafernalia
mortuoria, sus rituales tristísimos, que le recordaban que ellos irían
detrás tarde o temprano. Por eso no dejaba de hacerle cucamonas a
su nieto, pensando que con ello despabilaba sus miedos y los
posibles que se inculcarían al niño.
Estaba inquieta, miraba para un lado y para otro, controlaba que
toda su familia estuviera cercana y sin hacerse maldades, que
demasiadas habían tenido ya. También le inquietaba que Isabel
sufriera de desamores o que Hilman, tras los muchos años de
casorio, echara de menos a la marquesa. Pero lo miraba y encontraba
en él gran entereza.
«Vaya que sí, que lo ha superado bien. Solo hay que mirarlo, así
dejándose coger del brazo de Isabel, como si fuera su galán... que
mismamente parecen una pareja recién maridada.»
Y al segundo, después de haberse oído por dentro esas palabras
que le cruzaban el seso, se respondía a sí misma:
«Pero ¿qué dices, loca? No pienses mal, que suficiente ha tenido
ya esta familia y más extravagancias no las soportaríamos, por eso es
ahora el tiempo de centrarnos en Lorencillo, que es un primor.»
—¿Has visto, niño mío, qué féretro tan grande y precioso? Dentro
va mi rey, al que conocí una vez en una fiesta. Y por la Virgen que
fue gran hombre con el que encontré afinidad. Ese otro, tan enterizo,
algo mofletudo, será tu rey, Carlos IV, el que velará por ti...
El niño, enredoso, no dejaba de moverse.
—Ah, que no estás mirando bien, pequeño Lorencico, que ese no
es. Que el tuyo es ese otro. Ese será tu Carolus.
Extracto

«Sí, españoles, ved aquí el mayor de todos los beneficios que


derramó sobre vosotros Carlos III. Sembró en la nación las semillas
de luz que han de ilustraros, y os desembarazó los senderos de la
sabiduría. Las inspiraciones del vigilante ministro que, encargado de
la pública instrucción, sabe promover con tan noble y constante afán
las artes y las ciencias, y a quien nada distinguirá tanto en la
posteridad como esta gloria, lograron al fin restablecer el imperio de
la verdad. En ninguna época ha sido tan libre su circulación, en
ninguna tan firmes sus defensores, en ninguna tan bien sostenidos
sus derechos.
»Su luz se recoge de todos los ángulos de la tierra, se reúne, se
extiende, y muy presto bañará todo nuestro horizonte. Sí, mi espíritu
arrebatado por los inmensos espacios de futuro ve allí cumplido este
agradable vaticinio.
»Allí descubre el simulacro de la verdad sentado sobre el trono de
Carlos III; la sabiduría y el patriotismo la acompañan, innumerables
generaciones la reverencian y se le postran en derredor, los pueblos
beatificados por su influencia le dan un culto puro y sencillo, y, en
recompensa del olvido con que la injuriaron los siglos que han
pasado, le ofrecen los himnos del contento y los dones de la
abundancia que recibieron de su mano.»

(Extracto del Elogio al Rey Carlos III. Leído en la Real Sociedad Económica de Madrid el
día 8 de noviembre de 1788. Gaspar Melchor de Jovellanos.)
Algunos personajes

Algunos personajes reales que aparecen en la


novela (por orden alfabético)

Alférez mayor Luque


Antonio de Burgos
Carlos de Borbón que reinó como Carlos III
Conde Aranda (Pedro Pablo Abarca de Bolea)
Cristóbal de Medina Conde
Diego Sánchez Sarabia
Francesco Sabatini
Isabel de Farnesio
José de Hermosilla
José Moñino (conde de Floridablanca)
Juan de Echeverría
Juan de Flores y Oddouz
Leopoldo de Gregorio (marqués de Esquilache)
Lorenzo Marín
Luis Francisco de Viana
Luisa Rosado
Manuel Antonio Martínez
Manuel Doz
Manuel Ximénez
María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III
María Antonia Vallejo (la Caramba)
Pastora Paternó
Pedro Rodríguez de Campomanes
Ventura Rodríguez
Nota

1. El Gabinete de Historia Natural es el antecedente del Museo del Prado.

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