El Amor Con La Camisa Arremangada - Richard Exley
El Amor Con La Camisa Arremangada - Richard Exley
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El cristianismo en acción
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in 2017 with funding from
Kahle/Austín Foundation
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CON
Richard Exley
ISBN 0-8297-0335-7
Categoría: Inspiradores
AJack Ingram,
un cristiano “en accióny
por derecho propio
y un verdadero amigo
que celebra mis pequeños éxitos
como si fueran suyos.
Indice
Reconocimientos ... 5
Introducción ... 7
1. Amor con la camisa arremangada 15
2. El toque compasivo. 37
3. El fracaso no es el fin . 57
4. Cuando se quebrantan los votos 79
5. El toque de ternura . 101
ó. Atravesando el valle . 119
7. Una paz insólita. 141
8. La gloria de la vida.• • ló3
9. No hay mayor amor . 189
Reconocimientos
L a preparación de un libro, de cualquier libro, por más insig¬
nificante que sea el volumen, depende del esfuerzo de un
equipo. El que lo escribe es el creador principal, pero nunca
trabaja solo. En mi caso, me siento deudor, en alguna medida, a
casi todas las personas que conozco. En particular, a cuatro
congregaciones: la Asamblea de Dios en Holly, Colorado; la
Primera Asamblea de Dios en Florence, Colorado; la Iglesia del
Consolador en Craig, Colorado; y la Capilla Cristiana en Tulsa,
Oklahoma. Guardo un permanente agradecimiento por la opor¬
tunidad que me dieron de aprender en la fuente misma el
“cristianismo en acción”. Expreso también mi gratitud por la
paciencia que demostraron frente a mis torpes intentos por
llegar a ser un hombre de Dios y un ministro del evangelio.
Reconozco, en forma muy particular, al señor Keith Provance,
gerente general de Harrison House Publishers. No sólo encontré
en él un editor con visión sino también a un amigo muy especial.
Escribir es, en esencia, una tarea solitaria, un quehacer en
soledad. Es propio que sea asi. Sin embargo, dichoso es el
escritor que tiene un amigo con quien compartir su obra. Keith
es un amigo de ésos, y sus sugerencias y aliento me resultaron
de incalculable valor. Hace alrededor de veinte años, cuando
llegar a ser escritor era para mi apenas un sueño secreto, leí
Journal of a Novel (Diario de una novela) por John Steinbeck.
Cuando Steinbeck redactaba East of Edén (AI este del Edén),
comenzaba cada día de trabajo escribiendo una carta a Pascal
6 Amor con ¡a camisa arremangada
Covici, su amigo y editor. Esas cartas sirvieron para entusias¬
marlo” con la tarea que tenía entre manos, y llegaron a ser una
especie de comentario sobre la novela. En cierto modo, yo
abrigaba la esperanza de llegar a tener algún día una relación
como esa. Ahora la tengo.
Por supuesto, cualquier reconocimiento sería incompleto sin
una expresión de amor y gratitud hacia Brenda, mi esposa desde
hace veintidós años. Ha significado un apoyo continuo, animán¬
dome de distintas maneras, y es coautora conmigo de la más
importante de nuestras obras: la vida.
In troducció n
1 Joyce Coloney, "Confessions of a Happy Housewife", Reader’s Dlgest, abril 1982, p. 96,
10 Amor con la camisa arremangada
orientación que por más de un cuarto de siglo ha dado a
muchísimos niños. Muchos ya han crecido y se casaron con sus
propios recursos, pero nunca dejan de recordarla para Navidad.
Algunos provenían de hogares deshechos o, en el mejor de los
casos, de familias adictas al trabajo, en las que ambos padres
estaban demasiado ocupados como para mostrarles el amor que
necesitaban. En consecuencia, mi madre, con su amor super¬
abundante, llegó a ser el centro de entusiasmo en sus vidas. Esto
también es cristianismo en acción.
Gracias al ejemplo que me dejaron mis padres, ingresé al
ministerio con la comprensión de lo que significa el cristianismo
práctico y con un compromiso con esa clase de cristianismo.
Menos mal que fuera así, porque mi primera iglesia fue una
pequeña congregación en la ciudad de Holly al sudeste del
Colorado, que tenía menos de mil habitantes.
En su mayoría estaba integrada por personas prácticas, gran¬
jeros y estancieros que habían sobrevivido a la sequía y al polvo,
a los tomados y al granizo, a la ventisca y a los tiempos duros, y
que no se impresionaban por escuchar palabras importantes o
conceptos teológicos. Su cristianismo era de un nivel más prác¬
tico, y casi de inmediato me di cuenta de que mi eficacia no
residía tanto en los sermones que predicaba, sino en la forma en
que yo vivía y en cómo amaba. Si yo no hubiera sido un cristiano
en acción, mi congregación no habría prestado atención a nada
de lo que tenía que decirles.
Parte de mi trabajo era limpiar el templo, cuidar el terreno,
pasar la pala a las veredas en el invierno para quitar la nieve y,
en general, mantener el lugar. No hay que olvidar que también
esperaban que predicara tres veces por semana, que enseñara
en una clase de escuela dominical, que dirigiera el canto, visitara
a los enfermos y enterrara a los muertos.
Pronto estaba manejando un camión de granos en la época de
la cosecha y ayudando a recoger el ganado en el otoño. En medio
de eso, pasé varias tardes con una maravillosa anciana llamada
Pearl, que estaba muriendo de un cáncer de estómago. Me
sentaba con ella a la mesa en la cocina de la casa de campo y
tomaba café mientras me contaba cómo ella y su esposo se habían
Introducción 11
1 Frcd Craddock, “When the Roll Is Cailed Down Here”, Preaching Today, Cinta No. 50, 1987
Introducción 13
1 San Agustín, citado en Dawnings: Flnding God’s Light in the Darkness, editado por Phyllis
Hobe (New York: Guideposts Associates, Inc., 1981), p. 96.
22 Amor con la camisa arremangada
ni siquiera los vidrios de color o los campanarios. Simplemente
es el amor con la camisa arremangada, que se preocupa lo
suficiente como para involucrarse, aceptando la posibilidad de
resultar herido o de ser decepcionado, sabiendo, sin embargo,
que correr el riesgo es mejor que andar con precaución y quizás
no llegar a conocer ya sea el dolor o el gozo de amar en verdad.
Según Frederick Buechner, un prominente ministro presbiteria¬
no y autor, ‘ la compasión es la capacidad a veces fatal de sentir lo
que significa vivir dentro de la piel de otro. Es el conocimiento de
que realmente nunca puede haber paz y gozo para mí hasta que
no haya paz y gozo finalmente también para ti”.
Tomando conciencia de esta sobria realidad, mi equipo y yo
comenzamos por la radio un programa de noventa minutos, en
vivo, con llamadas de consulta, a la que denominamos “Desde
el corazón”. Se centraba más en la gente que en los temas.
Enfocamos cuestiones como la aflicción y la pérdida, el enveje¬
cimiento, el divorcio y la necesidad de pertenecer y asuntos
similares. Pronto nos vimos saturados por muchas llamadas de
personas que sufren. Era evidente que no podíamos atender todas
sus necesidades por teléfono, por lo que instalamos un centro de
consejería y organizamos grupos de apoyo de diferentes tipos.
Nuestro centro estaba compuesto por cristianos en acción,
“cristianos con la camisa arremangada”, gente que en su mayoría
había descubierto, como Buechner, que no podían disfrutar
realmente de la vida a menos que otros también la disfrutaran.
Por supuesto, este compromiso generó enormes presiones en
los consejeros porque, con una actitud como ésta, es virtualmen¬
te imposible pasar por alto un solo clamor de ayuda.
Uno de nuestros consejeros me escribió una carta en la que
compartió una experiencia típica:
Anoche fui interrumpido. Acababa de regresar de un
largo viaje... cansado, deseando descansar, y sonó el
teléfono. Era Héctor. ¿Iría a tomar un café con él? Yo
sabía que debía ir, y fui; y ahora estoy contento de
1 Frederick Buechner, citado en Disciplines for the Intier Life por Bob Benson y Michael
Benson (Waco: Word Books Publisher, 1985), p. 312,
Amor con la camisa arremangada 23
haber ido. En una cabina alejada, estaba sentado un
hombre solitario, arruinado por la culpa y el temor,
sintiéndose poca cosa, golpeado y lastimado por su
pasado. Y allí estaba yo, intentando compartir tan sólo
un poco de todo lo que se me había ministrado a mí.
Poco a poco, este hombre comenzó a ver la esperanza,
a alcanzar una visión más clara del verdadero carácter
de Dios, a sentir que pertenecía a esto que nosotros
llamamos humanidad.
Por un momento comprendí un poco más acerca del
reino de Dios. Por un momento entendí un poco más
el ministerio de Cristo. Por un momento sentí la Iglesia
tal y como lo que se supone que debe ser... Por un
momento ¡yo fui la Iglesia!
Y el amor se parece a esto. Esto es “cristianismo en acción”,
el evangelio calzando zapatos de trabajo, la compasión con su
camisa arremangada, preocupándose lo suficiente como para
resultar involucrada; teniendo manos para ayudar a otros.
Por desgracia, es mucho más fácil y más aceptable limitar
nuestro servicio cristiano a las cosas “espirituales”. Es lo que nos
gusta: estudios bíblicos, coro, grupos de comunión con “gente
como nosotros”. Cosas lindas, cosas seguras, que nos hacen
sentir como si estuviéramos sirviendo pero sin correr el riesgo
de ensuciarnos las manos.
Esta es una trampa sutil, y que resulta difícil de percibir. Una
trampa en la que tendemos a confundir estar ocupados por estar
comprometidos, y tener actividad religiosa por un verdadero
activismo espiritual.
Ruth Harris Calkin expone mi propia propensión hacia el
ministerio del púlpito cuando hace esta confesión:
1 Ruth Harris Calkin, TellMe Again, Lord, I Forget (Elgin: David C. Cook Publishing Co., 1974),
Amor con la camisa arremangada 25
uno, incluyendo la distribución de ropa y comida, como asi
también de oración > consejería. El problema no es tanto con
los ministerios sino más bien con nuestra percepción de ellos y
con nuestra necesidad innata de ser reconocidos. Con frecuen¬
cia nuestro deseo por el ministerio público se relaciona más con
nuestra necesidad de ser vistos que con una genuina preocupa¬
ción por las necesidades de otros.
¿Suena esto desagradable? Espero que no, porque no es esa
mi intención. No obstante, creo que mis conclusiones son
acertadas.
Permítame darle un ejemplo. Hace alrededor de tres años,
llegué a conocer a una de nuestras oyentes del programa “Desde
el corazón”. Llamó, no una, sino varias veces, buscando apoyo
emocional. Su marido había sufrido una embolia que lo había
dejado paralizado; a raíz de ello, necesitaba un cuidado de apoyo
las veinticuatro horas del día. La pareja no tenía familia a una
distancia razonable, ni podían afrontar el gasto de internar al
marido en una clínica. Como resultado, la esposa era la única
que podía brindarle atención y de ese modo resultaba una virtual
prisionera en su propio hogar.
Además del apoyo emocional que buscaba, necesitaba en
realidad alguien que la relevara por unas pocas horas cada
semana, de modo que pudiera salir de la casa. Lamento decir que
cuando le sugerí esto a una cantidad de personas que se suponía
buscaban una iglesia con ministerios en las cuales estar involu¬
cradas, se pusieron pálidas y musitaron algo acerca de que no
era ésa la clase de ministerio que tenían en mente.
Esto es trágico, porque cuando descuidamos el sufrimiento
humano, descuidamos a Jesucristo mismo:
1 Truman Capote, Musicfor Chame/eons (New York: Random House, 1980), pp. 260, 261.
28 Amor con la camisa arremangada
—¿Qué? —le pregunté—. ¿Qué está pensando?
—Bueno —dijo—, pensé que usted podría estar al tanto de una
situación especial, tal vez de oyentes del programa “Desde el
corazón”, de alguna familia que no tendría con qué celebrar la
Navidad a menos que alguien la ayudara. Lo que nos gustaría
hacer es comprar algunos comestibles y algunos regalos para los
niños. Y, si es oportuno, quisiéramos llevárselos, no para apare¬
cer como grandes filántropos, sino para hacerlo de un modo
personal. No solamente queremos entregar comestibles y cosas;
deseamos, además, dar algo de nosotros mismos.
Yo conocía la familia indicada; se trataba de una situación
desesperante. Algunas semanas antes, la madre nos había llama¬
do durante una de nuestras transmisiones y había compartido su
penosa historia.
Estaba divorciada tratando, ella sola y sin trabajo, de educar a
sus dos hijos. Para colmo de males, su hijo menor tenía leucemia.
Además de las dificultades económicas obvias y del trauma de la
enfermedad de su hijo, estaba embarazada. El padre era un
hombre casado, un líder de la iglesia. Ella nunca tuvo intención
de estar involucrada con él. El hecho es que sucedió. Mientras
él le proveía de cuidado pastoral, durante un momento crítico
de la enfermedad de su hijo, se formó entre ellos un vínculo
emocional. En un momento de debilidad, ese vínculo resultó en
un encuentro sexual que no fue premeditado, en absoluto.
Reconociendo que sus acciones eran pecaminosas, y poten¬
cialmente destructivas, terminaron de inmediato su relación,
pero el daño ya estaba hecho. Tan pronto como se dio cuenta
de que estaba embarazada, decidió abandonar la iglesia para no
correr el riesgo de dañar la familia del padre, o de afectar su
posición en la iglesia. Ahora estaba sola, sin familia ni amigos, y
sin un sistema de apoyo de ninguna clase.
Me conecté con la mujer por teléfono y después de que me
dio su aprobación hice los arreglos necesarios. Eso fue lo último
que oí acerca de su situación hasta pocos días después de
Navidad, en que aquella pareja generosa pasó por la oficina para
darme un informe. Me dijeron que habían tenido una de las
experiencias más significativas en sus vidas, y así lo creo. Cada acto
Amor con la camisa arremangada 29
1 Dov Peretz Elkins, Glad to Be Me (Englewood Cliffs: Prentice-Hall, Inc., 1976), pp. 28, 29.
Amor con la camisa arremangada 33
1 Madeleine L’Engle, Walklng on Water (Whcaton: Ilarold Shaw Publishers, 1980), pp. 70, 71.
34 Amor con la camisa arremangada
No tengo tiempo para los desamparados,
ni los desocupados,
ni siquiera para la gente sin rostro de la calle
que se amontona en las esquinas
para refugiarse del frío.
1 Gordon C. Hunter, When the WalJs Come Tumblin’Down (Waco: Word Books Publisher
1970), p. 26.
2 Katherine Anne Porter, Ship of Fools (Boston: Little, Brown & Co., 1962).
36 Amor con ¡a camisa arremangada
una enfermera y le dijo: ‘Todo lo que le pido que haga,
es que la ame hasta que ella se ponga bien”. La enfer¬
mera aceptó el desafío. Se sentó en otra mecedora a!
lado de la mujer, y se mecía sin decir nada. El tercer
día la paciente habló, y dentro de una semana había
salido de su concha y estaba en vías de recuperación.1
Ahora bien, esto es “cristianismo en acción” al máximo. Com¬
partir el silencio y la tristeza de otros, llevar juntamente con ellos
sus cargas, amándolos en medio de su desamparo. ¡El amor
produce una vida nueva! Obra otro milagro, restaura al alma
desesperada, y la lleva a la realidad de la vida.
1 Hunter, p. 22.
Capítulo 2
El toque compasivo
El toque compasivo 39
El toque compasivo
1 Fred Smith, You and Your NetWork (Waco: Word Books Publisher, 1984).
42 Amor con la camisa arremangada
puede ser él. Un modelo, en cambio, es una persona que muestra
quien puede ser usted.
Bernabé, famoso en el Nuevo Testamento, fue esa clase de
hombre. Hechos 11:24 dice: . .era varón bueno, y lleno del
Espíritu Santo y de fe. . Tal vez él sea el ejemplo más
sobresaliente de la genuina bondad en todo el Nuevo Testa¬
mento, un ejemplo de las cosas extraordinarias que Dios
- puede hacer con la persona más común.
De acuerdo con la historia de la iglesia primitiva, era un
levita de Chipre y su nombre verdadero era José. Los apóstoles
le cambiaron el nombre y le pusieron Bernabé, que significa
“hijo de estímulo”,1 2 tai vez porque era una fuente permanente
de fortaleza y afirmación. Eso sucedió poco después de la
fundación de la iglesia en jerusalén, y después de eso nadie lo
llamó de otra manera, porque donde él iba llevaba ánimo y
esperanza.
Me hace pensar en Winston Churchill, en medio de la batalla
de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial, en que todos
estaban al borde de la desesperación. Mañana tras mañana, a
pesar de cada nuevo ataque aéreo nazi, el señor Churchill solía
ponerse el saco y el sombrero negro, y cruzar resueltamente
a grandes trancos por encima de los escombros, recordándole
a su pueblo: “Acabamos de comenzar a luchar.” Noche tras
noche, las ondas radiales llevaban su mensaje de esperanza a
la bombardeada población británica.
Cuando miro ios peligros que ya han sido supera¬
dos, las olas como montañas a través de las cuales ha
surcado el barco, cuando recuerdo todas las cosas
en que nos ha ido bien —les decía—, me animo a
sentir que no debemos tener miedo de que nos venza
la tempestad. Dejémosla rugir, dejémosla bramar,
todo nos saldrá bien.
1 John L. Gwaltney, “Miz Mabel’s Legacy” (Reader’s Digest, Jan. 1982), pp. 118, 116.
El toque compasivo 47
hacer contigo mismo porque no puedes ver, pero
debes aprender a contentarte a ti mismo.
Ella me dio algunas tapas rígidas de sus viejas revis¬
tas, algunos alfileres y una almohada, y yo me confor¬
mé punzando figuras en Braille sobre el duro papel.
Cuando le expliqué mis figuras, me dijo:
—Bueno. Ahora, pues, no me estés pidiendo de mi
tiempo sólo para ver si lo puedes conseguir.1
Cuenta lo siguiente sobre otra ocasión:
Cuando yo desobedecía una orden importante, que
había escuchado y comprendido claramente, la llegada
de un castigo corporal era tan predecible como la salida
del sol. En una ocasión, la consecuencia inevitable de mi
desobediencia desenfrenada, motivó que llorara la amiga
de mi madre, doña Nelly, cuyo principal deleite era
malcriarme. Las silenciosas lágrimas de doña Nelly, que
mostraban una compasión fuera de lugar, decían en
forma más elocuente que las palabras: ‘Mabel, ¿cómo
puedes hacerle eso a un pobre niño ciego?’
Mi madre le dijo: ‘Nelly, este niño no tiene ningún
problema con sus oídos.’2
Aunque la señora se manejaba con mucha mayor facilidad con
la palabra hablada, dirigió un escrito lleno de dignidad, solicitan¬
do ayuda a la Primera Dama de la Nación, la señora Eleanor
Roosevelt, y recibió una respuesta rápida por la que se puso a
disposición de su hijo una serie de servicios educativos para los
ciegos. Además de sus serios esfuerzos para asegurarse de que
la ceguera no ¡o limitara, y que él dispondría de todas las
oportunidades que le podían brindar el adiestramiento y la
educación, también buscó y probó todos ios tratamientos que
prometían aun la más leve posibilidad de curación.
Como suele suceder, sus decididos esfuerzos moldearon el
carácter de su hijo y aguzaron su mente en una forma natural.
1 Ibíd.,p. 119.
2 Ibíd.,p. 118.
48 Amor con la camisa arremangada
Pasaron muchos años antes de que él tomara conciencia de la
medida y la generosidad de la inversión de tiempo y energía que
su madre hizo en él.
Cuando colocaban sobre mis hombros la capa de
terciopelo del honorífico doctorado en letras en mi
universidad —cuenta él—, recordé la profunda deuda
que tenía con mi madre, quien había muerto hacía
veintiocho años, justo cuando estaba por graduarme
en la universidad. Su diligencia, imaginación e insisten¬
cia en que lograra la excelencia, me hicieron pensar
que me sería posible llegar a tener la carrera de erudito
a pesar de mi ceguera.1
“Miz Mabel”, como se la conocía cariñosamente, fue una
“Bernabé” por derecho propio, una madre de estímulo.
Además de ser una fuente constante de estímulo, Bernabé era
también un hombre generoso. Para él, las necesidades del mun¬
do eran las suyas, y sus recursos, los recursos del mundo. Hechos
4:36,37 y 35 dice: “José, a quien los apóstoles pusieron por
sobrenombre Bernabé. .. levita, natural de Chipre, como tenía
una heredad, la vendió y trajo el precio y lo puso a los pies de
los apóstoles... y se repartía a cada uno según su necesidad.”
Hace un tiempo, escuché al misionero Larry Smith describir
la desesperante situación de pobreza de Bangladesh, el país más
pobre y densamente poblado del mundo. Mientras él predicaba,
sentía que el Señor me hablaba ál comzón y me di cuenta, tal vez
por primera vez, de la verdadera causa de la pobreza y del hambre
en el mundo. El problema no es la escasez de recursos; hay muchas
tierras, materias primas, riqueza y comida para todos. El problema
es la distribución desproporcionada de los recursos disponibles. Un
pequeño porcentaje de la población mundial controla y consume
un exceso de bienes materiales y espirituales.
Hace alrededor de tres años, estuvimos participando en una
campaña para conseguir fondos para construir nuevas instalacio¬
nes. A esta campaña la llamábamos Operación Fe, porque no
1 Ibíd.,p. 116.
El toque compasivo 49
estábamos enfocando el tema dinero en forma exclusiva. Más
bien, queríamos compartir la visión de la iglesia y alentar a
nuestra congregación a que creyera junto con nosotros. Por
supuesto, a todos los que captaban la visión, los animábamos a
ofrendar para que el proyecto se convirtiera en realidad. Para la
mayoría de nosotros eso significaba dar dinero, tiempo y talen¬
tos. Para Ben y Rochelle significó algo más, mucho más.
La hermana de Ben necesitaba un trasplante de riñón y él era
un donante aceptable. Visto desde una distancia prudencial
podría parecer que eso no era demasiado importante, pero
cuando uno lo aprecia más de cerca, el asunto es muy diferente.
En primer lugar existe el riesgo habitual de una cirugía mayor,
luego las consecuencias de tener de por vida un solo riñón en
lugar de dos, y el mayor riesgo si se produce una enfermedad o
lesión. ¿Qué pasaría si le sucediera algo al riñón que queda?
De pronto ésta dejó de ser una pregunta teórica para conver¬
tirse en un asunto de vida o muerte. Ben tenía que tener en
cuenta a su esposa y a sus futuros hijos. ¿Cómo les afectaría a
ellos, a la larga, esa decisión? Además, debían considerar los
detalles difíciles de la situación, tales como el tiempo que Ben
estaría sin trabajar sin disfrute de sueldo, el viaje a Mineápolis,
la pérdida de las vacaciones, y el dolor mismo de la cirugía.
Por último, Ben sintió que Dios le pedía que le confiara a él su
vida, su riñón. Luego de mucha oración, llegó a la conclusión de
que no tenía derecho a vivir con dos riñones mientras que su
hermana, que no tenía ninguno, se estaba enfrentando con la
muerte, a menos que le hicieran un trasplante. Podría haber dicho
que lo hiciera otra persona, otro miembro de la familia. Podría
haber animado a su hermana a buscar el riñón de un muerto. Pero
no lo hizo. El amor no se lo permitió: su amor a ella, y su amor a
Dios. Y así Ben y Rochelle decidieron que él debía donar su riñón,
lo que era dar parte de su vida por su hermana.
No pudo ser una decisión tomada a la ligera. No era algo de lo
que se podía volver atrás. Era una decisión a la que tuvieron que
llegar basándose en la elección de “la peor alternativa para ese
caso”, lo que podría suceder si Ben tuviera un accidente o
contrajera una enfermedad seria. Aun así, habiendo considerado
50 Amor con la camisa arremangada.
todo eso, y teniendo en cuenta las peores consecuencias posi¬
bles, Ben y Rochelle siguieron adelante con la operación, porque
creyeron que eso era lo que Dios quería que hicieran y, además,
lo que ellos querían hacer.
La mayoría de nosotros no tendremos que tomar una decisión
semejante. Nuestras decisiones tendrán menos dramatismo, pe¬
ro no por ello serán menos significativas. Tendremos que decidir
con qué nos quedaremos y qué compartiremos con el mundo,
cuál es un estilo de vida razonable a la luz de los necesitados de
nuestras propias iglesias, de nuestro propio país, por no men¬
cionar la condición desesperada del pueblo de Bangladesh.
A veces nos sentimos tentados a desechar la necesidad del
mundo y nuestra responsabilidad, razonando que lo que poda¬
mos dar será demasiado poco como para que haga mella a la
pobreza del mundo. Norman Cousins, escribiendo en Human
Options (Opciones Humanas), considera este preciso tema:
Es verdad que detrás de cada ser humano que clama
por ayuda, puede haber un millón o más que también
necesitan atención. Pero ésta es la más pobre de todas
las razones para que usted no ayude a las personas a
las que oye clamar. Entonces, ¿dónde debe uno co¬
menzar y dónde detenerse? ¿Cómo elegir? ¿Cómo de¬
terminar cuál, del millón de clamores que lo rodean,
merece más que el resto? No se preocupe con tales
especulaciones. Nunca lo sabrá; nunca necesitará sa¬
berlo. Acérquese y tiéndale la mano al que está más
cerca. Si usted nunca fuera capaz de ayudar o salvar a
ningún otro, por lo menos habría salvado a ese.1
Creo que ésa es la definición de la bondad que da el Nuevo
Testamento: hacer lo que usted pueda por aquellos con los que
se encuentra, por aquellos que pasan por su vida.
Romanos 12:13 dice: “compartiendo para las necesidades de
los santos; practicando la hospitalidad”. Y no sólo con el pueblo
de Dios, sino con todo hombre, con los extraños, . .porque
1 Norman Cousins, Human Options, citado en Disciplines for the Inner Life, por Bob Bcnson y
Michael W. Bcnson (Waco: Word Books Publisher, 1985), p. 310.
El toque compasivo 51
por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Hebreos
13*2); y, “si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere
sed, dale de beber. . . No seas vencido de lo malo, sino vence
con el bien el mal” (Romanos 12:20,21).
Por lo tanto, no cometamos el error de confundir bondad con
debilidad; hay una enorme diferencia. Bernabé fue un hombre
bueno, pero no un hombre débil. Fue un hombre generoso, pero
no alguien fácil de convencer. Cuando la ocasión lo requería,
mostraba una definida firmeza. Analice, por ejemplo, la discu¬
sión que tuvo con Pablo acerca de Juan Marcos.
Después de algunos días, Pablo dijo a Bernabé:
Volvamos a visitar a los hermanos en todas las ciudades
en que hemos anunciado la palabra del Señor, para ver
cómo están. Y Bernabé quería que llevasen consigo a
Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos; pero a
Pablo no le parecía bien llevar consigo al que se había
apartado de ellos desde Panfüia, y no había ido con
ellos a la obra. Y hubo tal desacuerdo entre ellos, que
se separaron el uno del otro; Bernabé, tomando a
Marcos, navegó a Chipre, y Pablo, escogiendo a Silas,
salió encomendado por los hermanos a la gracia del
Señor, y pasó por Siria y Cilicia, confirmando a las
iglesias (Hechos 15:36-41).
En algunas ocasiones, ser un buen hombre significa declararse
a favor de lo que es correcto, aun arriesgando una amistad. Sin
embargo, note que Bernabé no se estaba declarando en favor de
sí mismo ni de sus propios intereses personales. Estaba arries¬
gando su amistad con Pablo en beneficio de Juan Marcos, de la
misma forma en que unos años antes había empleado su influen¬
cia con los apóstoles en favor de Pablo. En realidad, sus acciones
no deben sorprendernos, pues caracterizan justamente al Ber¬
nabé que conocemos y amamos.
Sólo Dios sabe cuántas personas fueron salvas para e! Reino
por medio de la intervención de hombres buenos como Berna¬
bé, hombres dispuestos a experimentar un aparente fracaso, por
el deseo de dar a otro hombre una segunda oportunidad de
probarse a sí mismo. Si un hombre tiene algo de firmeza de
52 Amor con la camisa arremangada
carácter, si tiene alguna potencialidad para la bondad, no puede
menos que estar a la altura, de tales circunstancias.
Consideremos, por ejemplo, a Juan Marcos. A pesar de su
temprano abandono del ministerio, no lo recordamos como un
fracasado, sino como un hombre que retomó. De esta forma, ha
sido una inspiración y un aliento para todo hombre que alguna
vez haya buscado una segunda oportunidad. Llegó a ser un
amigo intimo del apóstol Pedro, y el autor del evangelio que lleva
su nombre. En verdad, aun Pablo reconoció su valor y escribió
en una de sus últimas epístolas: “Toma a Marcos y tráele contigo,
porque me es útil para el ministerio” (2 Timoteo 4:11).
Podemos referirnos también a la historia de María, como la
relata la autora de obras de gran éxito, Ann Kiemel en su libro
It’s Incredihle (¡Increíble!):
1 Ann Kiemel, It’sIncredible (Wheaton: Tyndale House Publishers, Inc., 1977), pp. 80-84.
Versión española: ¡Increíble!, trad. por Xavier Vila (Terrassa: Libros CLÍE, 1980), pp. 66-70.
Capítulo 3
Elfracaso no es elfin
El fracaso no es el fin 59
Amén.
Capítulo 3
Elfracaso no es elfin
1 Charles Hembree, Pocket of Pebbles (Grand Rapids: Baker Book House, 1969), p. 36.
64 Amor con la camisa arremangada
para poesía, y probablemente lo condecoraron con
más títulos honoríficos que a cualquier otro hombre
de letras.1
Durante años, Alexander Graham Bell fue un fracasado, y sufrió,
uno tras otro, humillantes reveses. Durante gran parte de su vida
hubo quienes se rieron de él y lo ridiculizaron cuando cruzaba
Nueva Inglaterra tratando de reunir capital de riesgo para la pro¬
ducción de su invento. Hoy nadie se ríe de Bell. Pero él tuvo que
experimentar la amargura del fracaso antes de poder triunfar.
Cuando Walt Disney recorrió Hollywood con su insignificante
idea de la película de dibujos animados “El buque de vapor
Willie”, estaba en quiebra y, de acuerdo con todas las normas
corrientes, era un fracasado.
El primer esfuerzo de Johnny Carson en su propio programa
de televisión fue un terrible fracaso, y durante varios años fue
un hombre olvidado, pero no se dio por vencido. En la actualidad
es el modelo por el cual se juzga a todas las personalidades de la
televisión.
Todo esto está bien y es bueno —en verdad nos anima—, pero
también provoca algunas preguntas: ¿Por qué el fracaso destroza
a algunas personas y a otras no? ¿Hay algunos principios que nos
ayudan a superar el fracaso? ¿Y cómo puedo transformar mis
errores y mis derrotas en éxitos?
Estas no son preguntas meramente teóricas, sino asuntos de
vida o muerte para todos los que hemos tenido que luchar con
deficiencias evidentes. En los últimos veinte años me he visto
en varias ocasiones atrapado en el fracaso y al borde mismo de
desesperar y abandonar. Sin embargo, en cada una de esas
oportunidades, descubrí que Dios es fiel, y encontré en su gracia
los recursos que me capacitaron para vencer. Dios no me liberó
de una manera sobrenatural, sino que me dio Sos indicios y el
entendimiento que me capacitaron para pasar a través de mis
fracasos, y que al mismo tiempo me prepararon para afrontar las
dificultades futuras.
1 Ibíd., p. 53-
El fracaso no es el fin 65
Las Escrituras me han sido de tremenda ayuda. En ellas
aprendí que Dios puede redimir nuestros errores; es decir,
usarlos para que contribuyan a perfeccionar nuestra semejan¬
za a Cristo. Esto no significa que Dios desee que cometamos
errores, sino más bien que hará buen uso de ellos si se lo
permitimos. Romanos 8:28 dice: . .a los que aman a Dios,
todas las cosas les ayudan a bien.. .” jY esto incluye nuestros
errores, y aun nuestros fracasos!
Numerosos ejemplos bíblicos me convencieron de que el
fracaso no es el fin; al menos, no tiene por qué serlo. En
ningún otro caso se demuestra esta verdad con tanta claridad
como en la experiencia de Moisés. A los cuarenta años, en un
arranque temperamental (podría argumentarse que se trataba
de una justa indignación), Moisés mató a un capataz egipcio
y enterró su cuerpo en la arena. Cuando las autoridades se
enteraron de esto, Moisés huyó al otro lado del desierto y allí
pasó los siguientes cuarenta años como fugitivo, pastoreando
las ovejas.
Piense en esto: de ser un príncipe en el palacio del Faraón,
pasó a ser un fugitivo al otro lado del desierto. Y eso no
describe ni siquiera la mitad de la situación, sino que apenas
llega a insinuar las repercusiones espirituales y sicológicas que
tuvo. Para comprenderlas, debemos comparar el relato de
Esteban en Hechos 7, con lo que el mismo Moisés escribió en
el libro de Exodo. Esteban describe a Moisés como . .pode¬
roso en sus palabras y obras” (Hechos 7:22). Sin embargo,
Moisés escribe: “.. .nunca he sido hombre de fácil palabra...
soy tardo en el habla y torpe de lengua” (Exodo 4:10). En la
Biblia al Día dice: . .soy tartamudo.”
A simple vista esto puede parecer una contradicción, pero
en un análisis más profundo, revela simplemente el efecto
devastador que ejerció sobre Moisés el fracaso que había
sufrido. Antes de aquel día fatal, Moisés tenía confianza en sí
mismo, y era un orador dotado que hablaba con seguridad. Ya
había aceptado el llamado de Dios para liberar a su pueblo.
Hechos 7:25 dice: “Pero él pensaba que sus hermanos com¬
prendían que Dios les daría libertad por mano suya; mas ellos
66 Amor con la camisa arremangada
no lo habían entendido así.” Luego de matar al egipcio,
se llenó de desconfianza en sí mismo. Si realmente
había sido llamado por Dios, ¿por qué fracasó? ¿Por qué su
propio pueblo lo rechazó? ¿Sería acaso su llamado el producto
de su imaginación?
Luego siguen la pérdida de estado y de prestigio social junto
con las consabidas consecuencias sicológicas. Pasó del pala¬
cio del Faraón a la tienda de un pastor de ovejas; del esplendor
urbano de Egipto al desierto desolado de Madián. No es de
extrañar que Moisés tartamudeara. Su dignidad estaba destro¬
zada. El sentimiento de culpa lo hizo venir abajo y lo dejó con
la lengua atada. El remordimiento lo dejó mudo. Por cuarenta
años file un hombre olvidado, un fracasado. Luego Dios le
habló desde una zarza ardiente.
Si puede, imagínese un hombre de ochenta años, un oscuro
pastor de ovejas, curtido por la intemperie, descalzo y parado
frente a una zarza ardiente en medio del desierto, escondiendo
su rostro entre las manos como un modesto sirviente. Ese es
Moisés. Está descalzo porque la voz de en medio de la zarza le
dijo que estaba pisando tierra santa y que lo correcto era estar
con los pies descalzos. La idea de esconder el rostro fue suya,
y file una buena idea, porque ¿qué hombre entre nosotros se
atreve a mirar de frente al Todopoderoso?
En momentos así, cuando usted está a solas con Dios y nadie
más, cada acto egoísta, cada desobediencia, cada fracaso,
aparece con una claridad que avergüenza. Y aun así Dios no
castigó a Moisés, no le regañó. En lugar de eso, renovó su
llamado: “.. .y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto
a mi pueblo, los hijos de Israel” (Exodo 3:10).
“Entonces Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que
vaya. . .?” (v. 11). Esto implicaba decir: “¿No recuerdas quién
soy? Soy un hombre buscado, un asesino. Hace cuarenta años
lo intenté y fracasé. Ellos no me creyeron, ¿por qué me van a
creer ahora? Me siento fracasado, Dios, has elegido al hombre
incorrecto. Soy incompetente para esto.”
Su razonamiento era correcto, pero no su enfoque. El llama¬
do de Dios no tiene la finalidad de confirmarnos que tenemos
Elfracaso no es el ñn 67
los dones y las capacidades, sino la de darnos la promesa de su
suficiencia. Su llamado es un acto soberano de su gracia y fidelidad.
Estas son buenas noticias, especialmente para los que estamos
luchando con el fracaso. Moisés venció su fracaso pasado, o tal
vez sería mejor decir que Dios redimió ese fracaso. No sólo le
dio una segunda oportunidad, sino que esta vez Moisés tuvo
éxito. Desafío al poder militar de Egipto y ganó. Enfrentó al
Faraón y negoció la liberación de dos millones de esclavos, y los
guió a la libertad. A continuación les dio un sistema de gobierno,
una teocracia. Oiganizó su religión, diseñó y construyó su lugar
de adoración, y les hablo de parte de Dios. Durante cuarenta
años, fue su padre espiritual, su sacerdote, su profeta, su general
y su primer ministro. Además, escribió los primeros cinco libros
de la Biblia, incluyendo los Diez Mandamientos que constituyen
hasta el día de hoy la base del orden moral en nuestra sociedad.
Si usted ha fracasado, no se desespere, ni siquiera en el caso
de que su vida haya sido un verdadero desastre. Pablo dice: .
.irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos
11:29). Es decir, no hay nada que pueda hacer, no hay desobe¬
diencia premeditada, ni error craso, que pueda motivar que Dios
revoque su llamado para la vida de usted.
O, como dice el predicador escocés James S. Stewart:
¡No hay nada en el cielo ni en la tierra tan tenaz,
resuelto, obstinado y persistente, como la gracia (de
Dios) que quiere salvar!... Como usted comprenderá,
esto significa que para la persona que cree en Dios no
existe tal cosa como un desastre irreparable, ni una
discordia que no contribuya a la armonía final, ni
espinas que no puedan ser tejidas en una corona, ni
un desvío del designio origina! que no pueda ser
convertido por los dedos expertos de Dios en un
diseño totalmente nuevo.1
¡Esto quiere decir que no existe ni siquiera un solo fracaso que
Dios no pueda redimir!
1 James S. Stewart, The Wind ofthe Spirit (Nash v ilíe: Abingdon Press, 1968), pp. 143, 145.
68 Amor con la camisa arremangada
Esta verdad se me presentó de lina manera muy clara hace
alrededor de cinco años, cuando me vi envuelto en una
dolorosa confusión que yo mismo había creado. Había invi¬
tado a un amigo a unirse al equipo pastoral de mi iglesia y,
al cabo de unas pocas semanas, me di cuenta que había
cometido un grave error. Ambos tratamos con empeño de
lograr que la situación anduviera bien pero, a pesar de
nuestros mejores esfuerzos, las cosas continuaron deterio¬
rándose. Transcurridos diez meses, llegué a la conclusión
de que debía hacer algo. Aunque de mala gana, decidí
pedirle que renunciara. Tal vez esta haya sido la decisión
más difícil de mi vida.
Llegó la mañana funesta y yo lo invité a mi oficina. Con
un sentido de desesperación le informé sobre mi decisión.
Traté de hacerlo lo menos doloroso posible, pero una cosa
tan dolorosa no se puede hacer sin dolor. El consejo de la
iglesia había acordado darle una generosa indemnización,
incluyendo el sueldo de cuatro meses y una ofrenda de
amor de la congregación, así como también hacer una
recepción en su honor. Sin embargo, todo lo que é! perci¬
bió fue mi rechazo y durante los primeros veinte minutos
dio rienda suelta a su herida y frustración.
Lo escuché sin decir nada, sin hacer ningún intento para
defenderme o justificar mi decisión. Ya le había detallado
mi razón y no podía hacer nada más. No importaba lo que
yo pudiera decir, de todos modos él lo tomaría a mal y me
lo reprocharía.
Para comprender claramente mi fracaso y mi dolor, usted
debe recordar que este hombre era un amigo íntimo. No
era tan simple como despedir a un miembro del equipo; le
estaba pidiendo la renuncia a un amigo querido. Se parecía
más a un divorcio que a otra cosa. Habíamos sido amigos
por diez años, y yo sabía que esto podía concluir con
nuestra amistad. Yo no quería que terminara, sólo recono¬
cía ese hecho doloroso. Después que él se fue, me senté en
mi escritorio por un tiempo largo y lloré en silencio.
Los días siguientes fueron muy similares a los que experi-
El fracaso no es el fin 69
menta ía familia apesadumbrada cuando muere un ser queri¬
do. Las tareas se hacían en forma rutinaria, se cumplía con las
obligaciones, se completaba las tareas, pero todo lo que se hacía
eran actos rutinarios, como de un sonámbulo. Y el dolor nunca
desapareció.
Me culpé a mí mismo, no por su renuncia, sino por mi error
de haberlo contratado inicialmente. Pensaba y volvía a pensar:
si tan sólo hubiera escuchado las reservas silenciosas del consejo
oficial de la iglesia; si tan sólo hubiera seguido el consejo de mi
mentor espiritual; si tan sólo hubiera oído las inquietudes de
Breada. Pero no; yo quise hacerlo a mi manera. Y fíjese en que
resultó. No sólo perdí un amigo, sino que también lo avergoncé,
ofendí su espíritu, y le causé no poca pena a mi congregación,
esto sin llegar a hablar de la profunda e indecible angustia que
tuve dentro mí, terrible, mucho más real de lo que pueda
imaginarse.
la congregación se sintió tan herida y confundida como los
niños cuando sus padres les anuncian de pronto que se van a
divorciar. Ellos nos amaban a los dos, y sin embargo se vieron
forzados a elegir entre nosotros. Nosotros no queríamos que lo
hicieran, pero esa era simplemente la naturaleza de la situación.
Ellos observaban nuestra formal cortesía en público y no podían
evitar de compararla con la cómoda camaradería que habíamos
exhibido inicialmente. Nuestro dolor y quebrantamiento llega¬
ron a ser de la congregación, y una sombra oscura se asentó
sobre nuestro compañerismo.
Su renuncia no se hizo efectiva sino a la tercera semana, y él
siguió viniendo a la oficina casi a diario, aunque en realidad no
había motivo para que lo hiciera. Después del primer día no
hubo más explosiones, sino sólo una cortesía fingida. Nos hablá¬
bamos, cuidando de no infligir algún nuevo dolor, y nuestra
cautela fue más dolorosa que cualquier cosa que hubiéramos
dicho. Teníamos charlas cortas, tratando de aparentar que todo
estaba como debía estar, pero había un tono monótono en
nuestras voces, un trágico recuerdo de la situación terrible que
había sucedido, algo por lo que nuestra amistad podría perderse
para siempre.
70 Amor con la camisa arremangada
Aquellas tres semanas fueron las más largas de mi vida. Parecía
que nunca iban a terminar, pero finalmente terminó la recepción
en su honor y él se fue de la oficina. Todavía quedaba mi
aflicción, cerniéndose sobre mí como la niebla que cubre la
tierra. La depresión me hizo letárgico, alimentó mi desconfianza
en mí y me persiguió con preguntas dolorosas. Tal vez este era
el “Principio de Pedro” puesto en práctica, tal vez yo era una
demostración viva de que la gente tiende a levantarse al nivel de
su incompetencia. Tal vez yo no era capaz de pastorear una
iglesia con un equipo múltiple.
Sus críticas volvían sobre mí con extremo; yo era inseguro,
era falso, estaba celoso, no era capaz de tener una relación
sincera. Tal vez él tenía razón. Quizás todo sucedió por mi culpa.
Si tan sólo pudiera volver atrás y hacer todo de nuevo. .. Si tan
solo...
Mis pensamientos dolorosos dieron impulso dentro de mí a
algo más profundo, y vino a mi mente un recuerdo vago, una
especie de pensamiento a medio formar, algo que quizás le
escuché decir a alguien. Traté de enfocarlo por medio de la
concentración, pero me esquivó, se ubicó justo fuera de mi
alcance, en el borde mismo de mi mente.
Y otra vez el remordimiento: si tan solo... ¡Eso sí que era!
Recordé haber oído decir a un reconocido sicólogo que las
tres palabras más tristes del vocabulario humano son “si tan
sólo”. Continuó explicando que muchas personas se sienten
atrapadas en sus fracasos y pasan toda una vida diciendo: “si tan
sólo”. Si tan sólo hubiera intentado con más firmeza. Si tan sólo
hubiera sido un mejor padre. Si tan sólo no hubiera sido infiel.
Si tan sólo.. .
Para evitar esta clase de esclavitud autoimpuesta, él sugería
que lo sustituyéramos por las palabras “la próxima vez”: la
próxima vez haré un mejor juicio; la próxima vez seré un mejor
padre, un mejor marido. La próxima vez lo intentaré con más
firmeza.
La expresión “si tan sólo” enfoca los fracasos pasados y nos
sentencia a una vida de remordimientos. En cambio, la expre-
El fracaso no es el fin 71
sión la próxima vez” lleva nuestra atención hacia el futuro y nos
inspira a intentarlo de nuevo.
Con una resolución firme, decidí poner mi atención en el
futuro. Determiné, entonces y allí, que no iba a vivir el resto de
mi vida aprisionado por ese fracaso. Aprendería de él, segura¬
mente, y haría lo mejor para no volver a cometer los mismos
errores, pero no ganaría nada si continuaba regañándome a mí
mismo. El remordimiento era un lujo que no podía soportar más.
Vino a mi mente otra historia, la del señor Watson, presidente
de I.B.M. Una vez, se dice, le dio un consejo valiosísimo a un
escritor que pasaba penurias:
Usted comete un error común cuando piensa que el fracaso
es el enemigo del éxito. De ningún modo es así. El fracaso es un
maestro, tal vez antipático, pero el mejor. ¿Dice usted que tiene
el escritorio lleno de manuscritos rechazados? jExcelente! Cada
uno de esos manuscritos fue rechazado por alguna razón. ¿Ya
los examinó minuciosamente para descubrir esa razón? Yo me
manejo de esa manera en mi trabajo, cuando me encuentro con
una idea que resulta contraproducente o cuando fracasa un
programa de ventas. Usted tiene que procurar que el fracaso se
convierta en un servidor suyo.
Usted puede desalentarse por el fracaso, o puede
aprender de él. Por lo tanto, continúe cometiendo
errores. Cometa todos los que pueda. Porque, recuer¬
de, así es como va a encontrar el éxito. Del otro lado
del fracaso.1 2
¿Cómo lo había dicho? “El fracaso es un maestro, tal vez
antipático, pero el mejor.” No es un enemigo, sino un maestro.
“Usted puede desalentarse por el fracaso, o puede aprender de
él.”3
¡Qué idea! Yo tenía la oportunidad de aprender por medio de
mi trágica experiencia. No era inevitable que me destrozara. Este
1 Arthur Gordon, A Touch ofWonder (Oíd Tappan: Fleming H. Revell Company, 1974), p. 73.
2 Ibíd.
3 Ibíd.
72 Amor con ¡a camisa arremangada
dolor, horrible e inexorable como era, podía convertirse en un
aliado. Sí, era un maestro antipático, pero su misma dureza me
sensibilizó para aprender las lecciones que de otra forma nunca
hubiera aprendido.
Abracé mi dolor con ternura, lo invité a quedarse, hice las
paces con él. Por eso no se fue, ni siquiera después de un largo
tiempo, pero, a! menos, ya no resultaba inútil. Ahora cumplía un
propósito, y eso hizo que llegara a ser más soportable. Decidí
que no desperdiciaría el valor de ese fracaso. Me había costado
caro, y estaba resuelto a aprender de él lo más que pudiera.
Examiné el episodio con cuidado. Lo repasé paso por paso,
comenzando con la idea inicial y elaborándolo hasta su trágico
final. Hice un listado de mis errores, luego los clasifiqué para
descubrir dónde estaban los puntos en que había fallado mi
lógica, dónde las motivaciones incorrectas, o las conclusiones
inexactas, y aun los fracasos en las relaciones. Los encontré.
Estaban allí donde nunca lo hubiera pensado. Esto también fue
doloroso, porque me estaba viendo a mí mismo como nunca
antes me había visto, pero me fortalecí con el conocimiento de
que Dios estaba redimiendo mis fracasos. El usaría cada lección
dolo rosa para hacerme un pastor más eficiente, una persona más
compasiva.
Todavía quedaba algo por resolver y era yo quien tenía que
decidir la acción a tomar. Mi congregación continuaba en un
estado de preocupación; quedaban preguntas sin responder,
ponían en duda mi credibilidad. Después de mucha oración,
decidí confesar mis fracasos, reconocer mis errores, y buscar el
perdón de aquellos a quienes había agraviado. La iglesia sabía
que algo andaba mal, que en algún punto yo había cometido
algunos errores. Lo que ellos no sabían es si me había dado
cuenta de mis errores y en eso, más que ninguna otra cosa,
estaba fundada su incertidumbre. Desde aquel momento, llegué
a comprender que la gente está dispuesto a perdonamos casi
cualquier error, con tal de que lo reconozcamos y lo confese¬
mos. Lo que ellos no pueden perdonar es nuestra falta de
disposición para admitir nuestros fracasos.
Transcurridos ya cinco años, al considerar la experiencia
Elfracaso no es elfin 73
vivida, advierto que, aparte del hecho real de que fue una
experiencia muy dolorosa, me proporcionó un aprendizaje de
mucho valor. Aquel fracaso no fue provocado por Dios, ni él
deseó que se produjera, sino que sucedió por mi culpa, y asumo
plenamente mi responsabilidad, pero puedo decir que, en ver¬
dad, Dios lo utilizó.
Podría ser que usted esté razonando de esta forma: Todo lo
que usted dice está bien, es correcto, pero los fracasos que yo
he tenido son más serios. Hasta acá ni siquiera se ha referido a
ellos. Todo lo que ha venido diciendo tiene que ver con fracasos
en los negocios o negocios que se malograron. Fueron doloro¬
sos, por cierto, pero no pecaminosos, claramente no fueron
pecaminosos. En cambio, mis fracasos son de índole espiritual.
Le fallé a mi familia y a Dios. ¿Hay alguna esperanza para mí?
Hace algunos años un hombre vino a mi oficina en busca de
consejo. Se sentía tan avergonzado que prefería verme a mí en
lugar de ver a su propio pastor. Había cometido actos tan
despreciables que no podía vivir consigo mismo. Apenas termi¬
né de cerrar la puerta de la oficina ya estaba postrado de rodillas
llorando. Durante varios minutos lloró delante del Señor. Des¬
pués de eso pudo componerse y sólo entonces me compartió
su oscuro secreto.
Era un buen hombre, un cristiano, y nunca había pensado
involucrarse con el pecado, pero lo hizo. Comenzó en forma
inocente tomando por la mañana un café en una tienda de
conveniencia. Luego comenzó a curiosear revistas pornográfi¬
cas en el mostrador mientras tomaba su café. Entonces compró
una revista y después otra.
A partir de ese punto la historia tiene una secuencia demasiado
común. De las revistas pasó a los videos prohibidos y luego
buscó los servicios de una prostituta. Por supuesto, esta progre¬
sión degenerativa no tuvo lugar de la noche a la mañana. Fue
sucediendo durante varios meses y a cada paso que daba se decía
a sí mismo que no iría más allá, pero parecía que le resultaba
imposible detenerse.
Pronto estaba viviendo en el infierno que él mismo había
creado. Sin dudas, había en todo eso algunos momentos de
74 Amor con la camisa arremangada
placer sensual, pero eran seguidos por horas de vergüenza, días
y semanas de un remordimiento indecible. No obstante, aun en
los momentos de mayor vergüenza, era atraído en forma irresis¬
tible hacia lo que él odiaba. Sus oraciones desesperadas parecían
impotentes contra los demonios que lo invadían. Entonces, vivía
en secreto y con temor. ¿Qué pasaría si alguien lo viera? ¿Qué
sucedería si lo encontrara su esposa o alguien de la iglesia? Su
matrimonio se resintió, como también su vida eclesiástica. El
deseaba salir de eso, quería detenerse, pero había algo que lo
empujaba a seguir.
Entonces, sucedió lo peor que había temido. Contrajo una
enfermedad venérea y contagió a su esposa. Afortunadamente
no era el SIDA, pero igual significaba que se lo tenía que decir a
su esposa para que recibiera tratamiento. ¿Cuál sería el desenla¬
ce? ¿Lo perdonaría? ¿Volvería a confiar en él? ¡Qué necios y
alocados le parecían entonces sus pecados!
Después de escucharlo, lo ayudé a identificar sus fracasos y
los pasos que necesitaba dar para rectificarlos. Le había fallado
a Dios, había pecado contra él, y ahora necesitaba el perdón y
la restauración. Le había fallado a su esposa, le había sido infiel,
había roto los votos matrimoniales, y en consecuencia tenía que
reconocer sus pecados contra su esposa y pedirle perdón. Y
había pecado contra sí mismo, traicionado sus propios valores
y deshonrado todo lo que alguna vez consideró que era sagrado
y valioso.
No es fácil superar un fracaso de esa naturaleza, de esa mag¬
nitud. Pasó meses luchando con la culpa y la depresión. No se
podía perdonar a sí mismo, por tanto, ¿cómo iba a creer que
Dios lo perdonaría? Quería creer, pero no se atrevía. El perdón
parecía ser un bien demasiado preciado para ser posible. Sin
embargo, tampoco podía vivir en ese estado de condenación
que lo arrastraba a la desesperación y le hacía ver que era un
inútil, que nunca sería diferente. De ese modo estaba pisando
un terreno fecundo para la tentación. Si nunca volvería a expe¬
rimentar el gozo de su salvación, entonces ¿por qué no sumer¬
girse del todo en los placeres del pecado?
Luchamos juntos contra esos monstruos, utilizando la oración
El fracaso no es el fin 75
y la Palabra de Dios. Primero registramos lo que las Escrituras
enseñan acerca del perdón. Que la voluntad de Dios es siempre
perdonar, que Dios es fiel, que no nos abandonará. El memorizó
1 Juan 1:9: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.”
Luego consideramos el tema de la condenación y le ayudé a
diferenciar entre la convicción que produce el Espíritu Santo y
la condenación que presenta el enemigo. 2 Corintios 7:10 dice:
“Porque la tristeza que es según Dios [convicción] produce
arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse;
pero la tristeza del mundo [condenación] produce muerte.”
La convicción que produce el Espíritu Santo nos hace doloro¬
samente conscientes de nuestra pecaminosidad y de nuestros
fracasos, pero aun así, nos motiva a confesar nuestros pecados
y a comenzar de nuevo. Nos sorprendemos a nosotros mismos
diciendo: “Sé que fracasé, pero la próxima vez actuaré mejor.”
Por su parte, el sentido de condenación nos induce a que nos
demos por vencidos. Nos dice que nunca seremos diferentes,
que Dios está cansado de nuestros repetidos fracasos y se va a
desentender de nosotros. Nos impulsa a escondernos, a apartar¬
nos de Dios.
El Espíritu Santo es muy específico cada vez que nos convence
de pecado. Lo señala con el dedo, lo identifica, para que poda¬
mos reconocerlo, llevárselo a Dios y librarnos de él. La conde¬
nación con que acusa el enemigo tiene, en cambio, un sentido
vago, general; nos crea sentimientos de culpa, de indignidad,
pero sin que sepamos en realidad por qué. No identifica un
pecado en particular, y así nos impide que lo identifiquemos y
seamos librados de él. De hecho, la única ocasión en que la
condenación es específica es cuando nos condena por pecados
que ya hemos confesado.
Recuerde esto: si se siente culpable por un pecado que ya ha
confesado, ese sentimiento no proviene de Dios, y entonces,
debe rechazarlo. Cuando Dios perdona nuestros pecados, ha
terminado con ellos; nunca los trae de nuevo a la memoria:
Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de noso¬
tros nuestras rebeliones” (Salmos 103:12)
76 Amor con la camisa arremangada
Volviendo a nuestro caso, el hombre y yo tuvimos que consi¬
derar a fondo el proceso de su tentación. Había ciertas cosas que
él no podría hacer, determinados lugares a donde no podría ir,
no porque fueran en sí pecaminosos, sino a causa de su inclina¬
ción al pecado. Por ejemplo, no podría concurrir a las pequeñas
tiendas de conveniencia por la sencilla razón de que para él
entrañaban un riesgo demasiado grande. Tampoco podría ir a
un lugar donde alquilan videos. ¿Parece exagerado? Tal vez, pero
estábamos considerando asuntos que eran de vida o muerte: “Si
tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues
mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo
tu cuerpo sea echado al infierno” (Mateo 5:29).
Además, tuvimos que considerar su matrimonio. Su esposa
estaba destrozada. Ella no se había casado con un hombre como
éste. Aquel hombre era bueno y piadoso, incapaz de hacer las
cosas que éste había hecho. Eran cosas de las que no se podía ni
hablar, hechos perversos, más allá de lo que ella podía compren¬
der. Y no sólo las había hecho y confesado con detalles sórdidos,
sino que además ella tenía ahora en su propio cuerpo la eviden¬
cia de ese mal proceder. Había confiado en él, nunca pensó ni
en cuestionar sus llegadas tardías. Le creyó cuando le dijo que
sus preocupaciones se debían a presiones relacionadas con el
trabajo. Pero ahora su confianza se había desvanecido, estaba
deshecha bajo la horrible realidad de su infidelidad.
A pesar de todo, ella estaba dispuesta a contribuir a la recom¬
posición de su matrimonio. Quería perdonarlo tan intensamente
como él lo deseaba, pero, ¿tendría la capacidad de hacerlo?
¿Podría desentenderse de sus heridas y enojos sin destrozarlo a
él, a ambos? ¿Podría aprender a confiar otra vez en él, a respe¬
tarlo como un hombre piadoso, como el líder espiritual de su
hogar? Estas y muchas preguntas más la atormentaban cada
momento del día.
Trabajamos juntos para desentrañar estas incógnitas. Los tres
nos abrimos camino a través de ellas, penosamente; las consi¬
deramos una por una, y poco a poco sus vidas comenzaron a
converger de nuevo. Fue un proceso lento y difícil. Se produ-
El fracaso no es él fin 77
1 Ibíd.
2 Ralph Waldo Emerson, citado en Daumings: Flndlng God’s Light in the Darkness, ed. por
Phyllis Hobe (New York: Cuide posts Associates, Iiic. 1981), p. 154.
Capítulo 4
Cuando se quebrantan
los votos
Cuando se quebrantan los votos 81
Cuando se quebrantan
los votos
1 Tcd Gest, “Divorce: How the Gamc Is Played Now”, U.S. News and World Report, 21
noviembre 1983, citado en Uves on theMend por Florence Littauer (Waco: Word Books
Publishcr, i 985), p. 79.
Cuando se quebrantan los votos 85
la separación o divorcio de sus padres.1 Si a esto se agregan los
padres de las parejas de los divorciados, sus hermanos y herma¬
nas, más sus amigos íntimos, se agregan varios millones más de
vidas que quedan afectadas por el trauma del divorcio.
Se puede comparar el efecto del divorcio con el de una piedra
arrojada al centro de un lago tranquilo. El salpicón más grande
se produce en el lugar del impacto, pero las ondas se expanden
en un círculo cada vez mayor. Cuando un matrimonio se disuel-
ve, nadie sufre tanto como el marido y la esposa; sin embargo,
el dolor del divorcio no termina en ellos. Si hay hijos involucra¬
dos, con frecuencia sienten que de alguna forma son ios culpa¬
bles. Ocurre también que ellos mismos se sienten divorciados,
que su padre o su madre no los aman más.
Se agrega a eso el dolor que experimentan los padres de las
personas que se divorcian. Es un dolor que con frecuencia se
complica con el sentimiento de culpa: ¿En qué estuve actuando
mal? Con seguridad este divorcio no hubiera ocurrido si yo
hubiese sido un mejor padre o madre.
Súmele a esto el aumento de los gastos que por lo general
recae sobre ellos, más la inevitable tensión emocional, y tendrá
un vistazo del divorcio desde la perspectiva de los padres. Con
frecuencia, ellos también se convierten en una “plataforma de
descarga” para el bagaje emocional de sus hijos divorciados.
Créame, ellos también sufren, económica y emocionalmente.
¿Y qué de los amigos de la pareja divorciada? Si son amigos
íntimos, si los querían profundamente, entonces también se
sentirán heridos. Aun en el caso de que sean capaces de seguir
siendo amigos de ambas partes, ellos quedan divorciados de la
pareja. Han perdido algo precioso: una relación significativa.
Las opciones son que una parte o la otra, o quizás ambas, traten
de usarlos como una caja de resonancia de sus propios senti¬
mientos, haciendo que la neutralidad sea virtualmente imposi-
ble. Los divorciados pueden intentar aun envenenar a sus
amigos en contra de su ex cónyuge. Como resultado, después
1 E. Galantly y B. Harris, Marriage and Family Life (Boston: Houghton Mifílin, 1982), p. 5.
86 Amor con la camisa arremangada
de un divorcio, realmente son muy pocos los amigos que sobre¬
viven.
Para la persona divorciada, el dolor puede parecer intermina¬
ble. La mayoría de los consejeros están de acuerdo en que a un
hombre le lleva por lo menos dos años recuperarse de un
divorcio, y en general tres años a las mujeres. Hay pocas cosas
en la vida que son más devastadoras para el sentido de amor
propio de una persona. Siente como que ha fracasado en la
relación más importante de su vida, y que literalmente está
sufriendo un desgarro interior. Si es cristiano, tiene que enfren¬
tarse, además, con la pregunta de cómo afecta esto su relación
con Dios.
Y ya que nos hemos referido a Dios, pensemos también que
muchas personas divorciadas guardan rencor contra Dios, aun¬
que no lo reconozcan. ¿Por qué Dios no escuchó mis oraciones?
¿Por qué no salvó mi matrimonio? De ese modo llegan a sentirse
también culpables por esos sentimientos “inaceptables”.
De acuerdo con el sicólogo doctor Gary Collins:
El divorcio viene acompañado por una escalada casi
interminable de emociones, que incluyen la ansiedad,
la culpa, el temor, la tristeza, la depresión (a veces
acompañada por pensamientos suicidas), el enojo, la
amargura y la frustración. Con frecuencia, junto con
la angustia, surge un sentimiento de euforia y alivio,
pero a veces esto produce más culpa. La mayoría de
las parejas experimentan períodos de indecisión, con¬
fusión o vacilación y a veces una actitud de alerta
máxima, como si la persona estuviera esperando ex¬
pectante que algo más se estropee. Es evidente que el
cuerpo no puede mantener un estado de constante
tensión y vigilancia, por lo que con frecuencia se
desencadena una enfermedad sicosomática.1
Es imposible ministrar con eficacia a los divorciados sin com¬
prender algo del trauma que experimentan. Sin embargo, con
1 Gary R. Collins, Ph.D., Christian Counseling (Waco: Word Books Publishers, 1980), p. 192.
Cuando se quebrantan los votos 87
demasiada frecuencia, el acercamiento de la Iglesia ha sido más
bien teológico que reSacional. La mayoría de las discusiones
acerca del divorcio desde una perspectiva cristiana se enfocan
en preguntas como: ¿Es correcto el divorcio? O, ¿puede una
persona divorciada volver a casarse sin vivir en adulterio? Si es
así, ¿con quién y bajo qué circunstancias?
Otras discusiones se concentran en los “por qué”. ¿Por qué se
divorcian tantas parejas? ¿Por qué la Iglesia no hace algo respec¬
to del divorcio?
Estos son asuntos importantes —a decir verdad, críticos— y
hay que tenerlos en cuenta. Pero si esto es todo lo que vamos a
hacer, seremos deficientes en el ministerio de sanar y restaurar
a aquellos que sufren las consecuencias del divorcio.
Muchos creyentes tienen dificultad para afrontar sinceramen¬
te el tema del ministerio a los divorciados. Tal vez existe una
cantidad de razones para que sea así, pero las dos más obvias
son: 1) parece existir el temor de que la aceptación de la persona
divorciada pueda ser confundida con la aprobación del divorcio,
y que si hacemos algo para aliviar el dolor del divorcio, de alguna
forma podríamos animar a otros a buscar también la finalización
de sus matrimonios; y 2) la difundida ignorancia de la Iglesia con
relación a la tragedia del divorcio. Si una persona nunca se
divorció, le resulta difícil entender la sensación de pérdida y de
fracaso personal, el temor y la confusión, y, por supuesto, el
inevitable sentimiento de culpa. Como consecuencia, con fre¬
cuencia la persona divorciada tiene que caminar sola por su valle
de sombra de muerte. O, puede buscar la compañía de otras
personas divorciadas, en su mayoría no creyentes que, a pesar
de su incredulidad, a menudo resultan más “cristianos” que los
cristianos que asumen actitudes menos compasivas.
Es imposible comprender la magnitud de la tragedia del divor¬
cio sin comprender algo del milagro del matrimonio. No es un
milagro en el sentido de que ocurre en forma sobrenatural sin
nuestro esfuerzo o inversión. Más bien el matrimonio es un
milagro en el sentido de que a pesar de nuestra inmadurez y
egoísmo, a pesar de nuestra independencia y diferencia de
personalidades, llegamos a ser uno en verdad, al menos por un
88 Amor con la camisa arremangada
tiempo. Y habiendo experimentado esa bendecida unidad, aun¬
que sea por un tiempo fugaz, nunca podremos estar satisfechos
con algo inferior.
A esa bendita unidad también podemos llamarla compañeris¬
mo o intimidad. Para el que lo observa desde afuera, esa intimi¬
dad, esa unidad bendita, puede aparecer como opcional, agra¬
dable, pero no indispensable. Sin embargo, no es así. Una vez
que la hemos experimentado, no podemos vivir sin ella. Pode¬
mos existir, así como podemos existir sin amor, pero sin ella no
podemos vivir en el sentido total.
Walter Wangerin, hijo, dice en su libro As For Me And My
Home (Yo y mi casa):
Las particulares y amorosas relaciones son más que
meramente “buenas”; ellas son una cualidad esencial
de la vida. Afirman el ser del individuo. Le aseguran
que él es. Tanto lo apoyan físicamente como lo definen
espiritualmente. Le dan un lugar especial en el mundo
y reconocen el buen propósito de su presencia en ese
lugar. Es más que consuelo que recibimos de otras
personas: es identidad, entonces yo sé quién soy. Es
ser uno mismo, y la convicción del valor personal.
Esto es especialmente cierto en cuanto al matrimonio. Como
lo dijo Wangerin: “Le dan un lugar especia! en el mundo, y
confirman el buen propósito de su presencia en ese lugar.”1 2
Wangerin hace más adelante una descripción simple de cómo
funciona esto en su propio matrimonio:
Hay ocasiones en que Thanne y yo estamos acosta¬
dos en la cama por la noche, casi dormidos. Casi
flotamos aparte uno de otro; el sueño es una actividad
tan privada, y la oscuridad parece encerramos dentro
de nosotros mismos. Pero entonces Thanne susurra
despertándome: “¡Waily, Wally!” De repente el hecho
de que ella ha dicho mi nombre — de que ella sabe mi
2 Ibíd.
Cuando se quebrantan los votos 89
nombre y lo puede pronunciar, que lo susurra confian¬
do que la voy a oír—me hace conocerme a mí mismo.
Sua voz, su palabra, su presencia me sorprende con el
conocimiento de la individualidad. Me doy cuenta con
claridad en la oscuridad hormigueante, que soy. Ade¬
más no estoy perdido. No estoy en otro lugar o solita¬
rio resbalándome hacia la irrealidad, ni tampoco muer¬
to. No, estoy aquí mismo, en la cama al lado de ella
en este lugar especial, envuelto en su somnoliento
amor. Es un sentimiento maravilloso, un indecible
regalo de Dios.1
Realmente es eso. ¡El matrimonio es un inefable don de Dios!
Entramos al matrimonio con expectativas brillantes, y hacemos
bien. Los padres derraman las agridulces lágrimas de una dolo-
rosa felicidad. Los amigos se ríen, nos abrazan por el cuello y
nos felicitan. Es un momento especial, santo y feliz. Hemos
hecho votos de fidelidad “hasta que la muerte nos separe”. Nos
pertenecemos el uno al otro como nunca antes le hemos perte¬
necido a nadie. Nos relacionamos el uno con el otro de una
forma en que ningún otro se podría relacionar con ninguno de
nosotros, ni nosotros con ellos. Ella es mi única esposa. Yo soy
su único marido.
En el resto de nuestras interrelaciones, somos uno entre
muchos. Un hijo entre varios hijos de nuestra familia, un amigo
entre muchos amigos, un estudiante entre otros estudiantes,
uno de los jugadores del equipo, uno entre los empleados en el
trabajo, uno entre muchos. . . ¡En el caso del matrimonio no es
así! Por primera vez, yo soy el único para ella y ella es la única
para mí. ¡En verdad este es un don indecible!
Esto no quiere decir que vivimos como los protagonistas de
un cuento de hadas, “felices para siempre”. En realidad, el
matrimonio es a la vez un don y una disciplina. Dios nos da el
uno al otro y las herramientas para cultivar nuestra bendita
1 Florence Littauer, Uves on the Mend fWaco: Word Books Pubüsher, 1985), p. 85
92 Amor con la camisa arremangada
Ella dice:
Un fracaso múltiple llevó a mi esposo-pastor lejos de
nuestro hogar. Lo que siguió a aquellas primeras horas
de zozobra, fueron días, semanas y meses convertidos
en años de angustia, temor, oscuridad, y un montón
de interrogantes. Aquellos meses fueron como una
montaña rusa: en un minuto había esperanzas de re¬
conciliación y sanidad, que se desplomaban de pronto
para caer de nuevo en los abismos de la desesperación.
Durante muchos, muchos meses, sucedió esto, que
culminó con un divorcio que yo no quería, en la
primavera de 1982.
.. .parecía que cada punto, cada factor de seguridad,
cada cosa que en mi vida me había traído felicidad, había
quedado reducido a la nada. Sentí como si alguien me
hubiera arrancado el corazón, lo hubiera pisoteado,
destrozado, machacado con un martillo y lo hubiera
colocado otra vez dentro de este cuerpo. Todavía late,
pero late como si estuviera un poco torcido.
No es de extrañarse que muchas personas que se han divor¬
ciado han llegado a la conclusión de que habrían podido sobre¬
llevar mejor la separación si su cónyuge hubiera muerto. De esa
forma hubieran evitado al menos el tener que sufrir el rechazo
y la pérdida de su dignidad. En tal caso, igual existiría la soledad,
la pérdida, pero se mantendrían intactos los recuerdos de los
años que vivieron juntos. Pero tal como es la situación del
divorcio, no les queda otra cosa que el dolor y un montón de
preguntas: ¿Era todo fingido? ¿En realidad me amó alguna vez?
¿Qué había de cierto en el sentir de su corazón cuando parecía¬
mos ser tan felices? ¿Aun entonces estaría ocultando dudas
secretas o deseos inexpresables?
En verdad, el divorcio es muy parecido a la muerte, pero tiene
dos notables diferencias. Cuando muere un cónyuge, él o ella
está muerto y se ha ido. Cuando una pareja se divorcia, la
1 Ibíd, p. 86.
Cuando se quebrantan los votos 93
relación ha muerto, el amor ha muerto, el matrimonio ha muer¬
to, pero el cónyuge sigue bien vivo. Con frecuencia la persona
divorciada tiene que tratar con su ex cónyuge durante varios
años más, por causa de los hijos. En segundo lugar, si una
persona pierde a su cónyuge por causa de la muerte, él o ella
tiene apoyo comprensivo y emocional durante el tiempo del
duelo o, al menos, al principio. La gente siente que el cónyuge
vivo ha sufrido una desgracia inevitable. Pero en cambio, con
frecuencia se trata a las personas divorciadas como si estuvieran
sufriendo algo que merecen. En el mejor de los casos, se les
abandona a encontrar su propio camino; tal vez no se les
condena, pero sí se les ignora.
Esto debe cambiar. La Iglesia no puede darse el lujo de seguir
ignorando las necesidades de los divorciados. En la Capilla
Cristiana hemos desarrollado un grupo de crecimiento para las
personas que sufren. Aunque no se limita a las personas divor¬
ciadas, muchos de los participantes están allí a causa de las
heridas emocionales y sicológicas que recibieron como resulta¬
do de un matrimonio que fracasó. Algunos están agobiados por
la culpa, otros enojados; casi todos sufren de una deficiencia de
amor propio. Se reúnen durante doce semanas, los jueves por la
noche, trabajando intensamente durante dos horas. Las dinámi¬
cas espirituales e interpersonales son poderosas y poco a poco
estas personas heridas encuentran sanidad. Estoy seguro de que
esto no es suficiente para satisfacer todas las necesidades de los
divorciados, pero es un comienzo. Y a partir de esta experiencia
muchos de ellos llegan a ser ayudantes informales de otras
personas que tienen sus mismos problemas.
Están singularmente calificados para ministrar a los divorcia¬
dos porque han sufrido esa condición y la comprenden. Sin
embargo, no podemos dejar que ellos lleven a cabo este minis¬
terio en forma total, pues la tarea es demasiado grande. La Iglesia
entera debe apoyar a los divorciados y a sus familias; debe
encontrar formas eficaces de facilitar su sanidad y su reingreso
a la corriente principal de la vida. Para ministrar con eficacia,
tendremos que familiarizarnos con el trauma que ellos experi¬
mentan y aprender cómo ayudarlos a encontrar soluciones.
94 Amor con la camisa arremangada
Jim Smoke, que fue Pastor de Solteros en Garden Grove
Community Church en California, conduce seminarios en todos
los Estados Unidos sobre cómo solucionar los problemas que
plantea el divorcio. Usando como referencia los múltiples con¬
tactos que ha tenido con cientos de casos, Smoke ha identificado
tres etapas superpuestas por las que atraviesan los divorciados.
La primer etapa es el choque: Esto no me puede estar pasando
a mi. Es una pesadilla. En cualquier momento despertaré y todo
estará bien. Es una broma morbosa. Por favor... que alguien se
ría.
Durante esta etapa, las personas reaccionan de diferentes
formas. Algunos se aíslan, se encierran en sí mismos y caen en
la depresión. Otros no pueden soportar estar solos. Hablan en
forma incesante, descargan de golpe todos los detalles sobre
cualquiera que los escuche. Hacen frente a la situación mante¬
niéndose siempre ocupados, y por consiguiente se activan de
manera frenética. Mientras que no se detengan, conseguirán
frenar la realidad a un paso de distancia.
Una mujer, cuyo marido se divorció de ella luego de treinta y
dos años de matrimonio, escribe:
No sé cómo sobreviví aquellos primeros días y se¬
manas después de que Ted me dejó. Me quería morir;
sin embargo, me esforcé en mantener los movimientos
de la vida, perseverando en mi rutina habitual y ense¬
ñando en la escuela dos veces por semana. Por la
noche me parecía escuchar el ruido del auto de Ted
en la entrada de la casa, y luego, con una sensación de
náuseas en la boca del estómago, me daba cuenta de
que no vendría. Mantenía encendido el televisor sólo
para oír otra voz humana. Sola, en la casa vacía, lloraba
hasta llegar a un estado de entumecimiento y agota¬
miento/
1 Citado en Christían Counseling por Gaiy R. Collins, Ph D. (Waco: Word Books PubÜsher,
1980), pp. 191, 192.
2 Anónimo, “ My Husband Left Me For A Younger Woman" {Good Housekeeping, octubre
1983), p- 28.
Cuando se quebrantan los votos 95
Durante esta etapa, la gente, a menudo en forma obstinada y
desesperada, se aferra a la esperanza de que su matrimonio
todavía pueda salvarse. Aun, en casos extremos, se resisten a
abandonar la esperanza una vez que el divorcio ha llegado a ser
irreversible, y aun, después de que su “ex” se ha vuelto a casar.
Es como si todos ellos conocieran de un caso en que una pareja
se volvió a juntar después de que parecía que se habían desva¬
necido todas las esperanzas.
Aunque advirtamos que sus vidas están en suspenso mientras
se aferren a esa noción, no nos toca a nosotros arrancarles esa
esperanza. El darse cuenta de la realidad de su situación debe
provenir desde dentro de ellos mismos, y hasta que eso no
ocurra, debemos continuar encontrándonos con ellos donde
estén, sosteniéndolos con nuestro amor y con nuestra presen¬
cia. Por desgracia, no puede haber progresos hasta que ellos,
con toda sinceridad, no reconozcan la realidad de su situación
y tomen los pasos necesarios para resolverla.
Esto nos conduce a la segunda etapa: la etapa del reajuste.
Durante este período, la gente comienza a tomar contacto con
sus sentimientos. La mayoría experimenta un montón de emo¬
ciones que fluctúan desde el rechazo hasta el enojo, de la culpa
a la compasión de sí mismo, de la amargura a un sentimiento de
fracaso. Evite la tentación de minimizar esos sentimientos. Aun¬
que sus esfuerzos puedan proveer un consuelo temporal, retar¬
dan el proceso de sanidad. La persona divorciada tiene que hacer
muchas cosas antes de terminar con sus sentimientos negativos,
y cuanto más pronto comience, tanto mejor.
Si la persona aconsejada siente que ha fracasado, no le diga
que no es así. En realidad, ha fracasado, y en la relación más
importante de su vida. Esto es válido aun en el caso de que la
persona no deseaba el divorcio e hizo todo lo que estuvo a su
alcance por evitarlo. La única forma en que puede liberarse de
esa sensación de fracaso que la debilita es aceptando el perdón
de Dios. Mientras se sienta sólo como una víctima y no como
una parte responsable, ni buscará el perdón de Dios ni lo
recibirá; y así continuará viviendo bajo una carga de culpa
reprimida.
96 Amor con la camisa arremangada
Por supuesto, y aun sin entrar a considerar lo que haya hecho,
el divorcio no ha sido sólo por su culpa. Nuestro ministerio es
ayudar a esa persona a distinguir con claridad la culpa, aceptan¬
do la parte que Se pertenece y rechazando la que no. Donde sea
que haya fallado, necesita el perdón. Y donde su cónyuge le ha
fallado a esa persona, es el cónyuge el que necesita ser perdona¬
do. Ambas cosas requieren de la intervención divina, y tenga la
seguridad de que Dios es fiel y hará su parte. Recuerde, el perdón
no cambia el pasado, pero destraba el futuro.
Esta etapa de reajustes es por cierto un período doloroso. Es
un tiempo en que la persona divorciada procesa sus sentimien¬
tos. Habrá momentos de aflicción en que recordará los detalles
positivos, los buenos y felices tiempos de su matrimonio, lo que
fue y lo que podía haber sido. Esos momentos agridulces son
críticos para el proceso de curación, por tanto tenga paciencia
cuando los desahoguen con usted.
También habrá períodos de angustia sobre aspectos negativos
en los que la persona se sentirá perdida en un mundo de
compasión de sí misma. Esto también es parte del proceso de
sanidad y en algún punto terminará. En su momento comenzará
a hacer los ajustes necesarios para vivir la vida como lo que ahora
es, un soltero.
Recuerde, las emociones fuertes son una parte inevitable en
todos los divorcios, y pueden ser resueltas sólo si la persona
divorciada se abre camino a través de ellas. Durante ese tiempo,
la presencia de un pastor comprensivo o de un amigo cristiano
puede ser de valor incalculable. Hace las veces de uno que oye
pero que no enjuicia, sino que actúa como alguien que facilita
las cosas en lo espiritual. Hace que la persona divorciada man¬
tenga una actitud de rendir cuentas, le ayuda a tratar con las
heridas y el enojo, que de otra forma podría ocultar, porque el
consejero sabe que el enojo y la amargura deben ser reconocidos
y confesados antes de tener una actitud perdonadera hacia el
cónyuge ofensor.
La verdadera confesión bíblica tiene lugar por lo menos en dos
niveles: el de los hechos y el de los sentimientos; en lo que se
refiere a la información y en lo que tiene que ver con las
Cuando se quebrantan los votos 97
emociones. Antes de que la persona divorciada pueda perdonar
a su cónyuge por su fracaso y por sus fallas, ella misma debe
confesarle su enojo a Dios. Es decir, debe recordar en la presen¬
cia de Dios cada uno de los episodios hirientes. Debe describir
con el mayor detalle y precisión todo lo que sucedió y confesar
con sinceridad sus sentimientos; en realidad, debe evocar todos
sus sentimientos de nuevo y expresárselos por completo al
Señor.
Si esta persona se detiene aquí, sólo habrá reciclado sus
emociones negativas, pero si puede pasar de la confesión al
perdón, entonces habrá puesto en movimiento la acción sana¬
dora.
Aunque haya confeccionado una lista específica de los episo¬
dios hirientes y del dolor que le causaron, ahora debe perdonar
en forma expresa cada acto. No basta con un perdón general. El
divorciado no ha pecado en términos generales sino en cosas
específicas y ahora tiene que perdonar de la misma manera, acto
por acto. Para perdonar a alguien es necesario librarse del dolor
y el rencor que guarda contra él. Este es un acto de la voluntad
y puede o no estar acompañado por las emociones correspon¬
dientes.
Cuando la persona divorciada ha resuelto en forma adecuada
la cuestión de sus sentimientos, entra en la tercer etapa: la etapa
del crecimiento.
Aquí las personas enfrentan con sinceridad la reali¬
dad de su nueva situación en la vida; apartan tiempo
para la meditación, la lectura, la oración y la reflexión
personal; se involucran con otras personas; se resisten
en forma expresa a culpar a otros o a sí mismas; luchan
contra la compasión de sí mismas, y buscan ¡a guía de
Dios para hacer planes realistas para el futuro.1
En síntesis, se dedican a la tarea de comenzar de nuevo, a la
reconstrucción de sus vidas. Esto nos lleva a la pregunta: ¿Hay
vida después del divorcio?
1 Collins, p. 192.
98 Amor con ¡a camisa arremangada
Sí, pero con seguridad será diferente. Puede ser que el divor¬
ciado no se vuelva a casar. Pero eso no significa que no pueda
ser feliz y sentirse satisfecho. Una señora cuyo esposo se divor¬
ció de ella después de treinta y dos años de estar casados dice:
He descubierto un mundo de posibilidades, de cosas
que eran imposibles cuando estaba con Ted, porque
él no las aprobaba o no se compaginaban con su
horario de trabajo. Por ejemplo, volví a dedicarme a la
enseñanza a tiempo completo y encontré un nuevo
estímulo y orgullo en mi tarea al verme involucrada en
un grupo de alumnos que me pertenecía.
Lo más importante de todo es que comencé a ver que,
aun cuando estaba sola, todavía podía encontrar motivos
de placer en la vida. Muchas veces había disfrutado en
la vida de actividades tan simples como caminar, trabajar
en el jardín, coser y otras, y no hay ninguna razón para
que no pueda volver a disfrutarlas ahora... La felicidad
es algo que cada uno debe encontrar en sí mismo, y eso
es lo que estoy aprendiendo a hacer.1
Otro ejemplo es el de Shelby. Cuando tenía treinta y cinco
años su esposo se divorció de ella, luego de trece años de
casados. Simplemente se fue con otra mujer y la dejó sin un
centavo al cuidado de sus dos hijos. Desesperada, buscó y
encontró un trabajo, luego fue a una iglesia en donde un conse¬
jero cristiano la ayudó a superar sus tendencias suicidas. Con la
ayuda de Dios crió a sus hijos. Su hija obtuvo un título de finanzas
para negocios en la Universidad Estatal de San Diego, y su hijo
es un especialista en oratoria en la Universidad de Point Loma,
Shelby reanudó sus estudios y obtuvo la licenciatura en admi¬
nistración de empresas y un título de maestría en comportamien¬
to humano. Lo más importante de todo es que entregó su vida
a Dios y él está usando sus experiencias dolorosas como una
fuente de sanidad y esperanza para otros que están atravesando
por problemas similares.
1 Littaucr, p. 102.
100 Amor con la camisa arremangada
recordó que tema alguien con quien seguir el camino.
Y pudo continuar.1
Ahora bien, de esto estamos hablando, de estar allí cuando la
persona divorciada comienza a cruzar al otro lado de aquella
tabla podrida, sintiéndose terriblemente sola. Cuando piensa
que nunca lo logrará, que se perderá para siempre con su dolor
en medio de la oscuridad, y entonces, sentirá que la tabla tiembla
porque caminamos con ella, y encontrará las fuerzas para conti¬
nuar su camino.
1 Maxie D. Dunnam, de Other Volees, Olher Rooms por Truman Capote, The Communicator’s
Commeniary, Volunte & Galatíatts, Ephesians, Phllippians, Colossians, Philemon (Waco:
Word Books Publisher, 1982), p. 122.
Capítulo 5
El toque de ternura
■
C i>; r - ^
El toque de ternura 103
El toque de ternura
H ace más de veinte años comencé el ministerio en la iglesia
local, y fue por medio de un bautismo de fuego. Tal vez sería
más correcto decir un bautismo de enfermedad y muerte. En las
primeras cuatro semanas de mi pastorado, tuve que predicar en
tres funerales y dedicar una gran cantidad de tiempo en el
hospital, visitando y aconsejando a enfermos y a sus familiares.
Nunca me había capacitado para esto, ni en mi adiestramiento
ni en mis experiencias previas. En el hospital me hicieron sentir
como un intruso. En la mayoría de los casos, los médicos
toleraron mi presencia, o al menos así me pareció. El hospital
era su baluarte, un lugar donde la ciencia y la medicina reinaban
en forma soberana. Parecía que la fe y la oración eran de poco
o ningún valor.
Me sentí intimidado. ¿Qué oportunidad tendría allí de hacer
algún bien? ¿Qué valor tendrían las Escrituras y la oración en
comparación con las milagrosas drogas del arsenal de la medici¬
na moderna? A pesar de eso, visité fielmente a los enfermos y
me senté con sus familiares mientras ellos estaban en la cirugía
y durante esas horas críticas en que las cosas pueden tomar
cualquier rumbo. Hice todo lo que me enseñaron: les expliqué
las Escrituras y oré con ellos, y además una cantidad de cosas
que nunca me habían mencionado como, por ejemplo, estar allí
y escuchar en silencio, en buena medida, porque no tenía
mucho que decir. En general me sentía bastante inútil.
Luego empezó a suceder lo extraordinario. Comencé a recibir
106 Amor con la camisa arremangada
notas de agradecimiento de personas que había visitado en el
hospital Decían: “Significó mucho que usted estuviera aquí
cuando me estaban operando”, o, “No puedo decirle cuánta
fuerza recobré gracias a su visita”. Yo no lo podía creer. No había
hecho nada. Sin embargo, esto me dio más seguridad para las
próximas visitas al hospital.
Cerca de dos años más tarde empecé a comprender. Nueve
días después del nacimiento de nuestra hija Leah, volví de prisa
con Brenda al hospital para una operación de urgencia. Ella sufría
una hemorragia, y en el momento en que llegamos se desmayó
debido a la excesiva pérdida de sangre, la observaba mientras
la llevaban en una silla de ruedas a la sala de operaciones, y luego,
después que firmé los formularios de conformidad con la opera»
clon, quedé solo con mis pensamientos y temores. Se agolpaban
en mi mente una cantidad de posibilidades aterradoras mientras
caminaba con nerviosismo de un lado a otro. El único consuelo
que tuve fue cuando vino a verme mi madre. No dijo nada, al
menos, nada que yo pueda recordar, pero me sentí mejor con
sólo saber que ella estaba allí. De alguna manera fui fortalecido
y animado por su presencia.
Cuando de pronto aparece una emergencia médica o alguna
otra crisis que amenaza la vida, las pequeñas atenciones, tales
como una palabra de ánimo, el toque de una mano sobre el
hombro, o simplemente la presencia de otra persona, adquieren
de inmediato una profundidad de significado que hasta entonces
no imaginábamos. Aun el más valiente de nosotros, el más
confiado en sí mismo, experimenta un fortalecimiento interior
a través de un contacto humano de este tipo. Las circunstancias
pueden seguir siendo sombrías, pero de alguna manera no
parecen tan oscuras y deprimentes.
Si usted nunca estuvo gravemente enfermo, o cerca de alguien
que lo estaba, le puede resultar difícil imaginar la profunda
ansiedad que se experimenta en esa situación. Primero aparece
el dolor, constante e implacable, tan persistente como la ley de
la gravedad, empañando todo lo demás, hasta que el mundo
queda limitado a la habitación del enfermo. Luego viene la
debilidad, la incapacidad de controlar el propio cuerpo, de
El toque de ternura 107
hacerlo funcionar bajo órdenes. Ahora el cuerpo se convierte en
un enemigo, minando la moral, y aun la fe.
A nivel sicológico, la persona enferma experimenta una pér¬
dida de control. Su ambiente familiar ya no existe. Ahora vive en
un medio ambiente donde tiene poco o ningún control sobre
su vida. Antes de enfermarse, establecía su propio horario, entre
límites razonables, por supuesto. Decidía cuándo se iba a levan¬
tar y cuándo se iba a acostar; qué iba a comer, cómo iba a
preparar la comida, y cuándo iba a comerla.
De pronto, todo esto cambia. Ha sido internado en una insti¬
tución donde recibe el más excelente cuidado médico posible,
pero ha perdido el control de su propia vida. Le dicen cuándo
dormir, cuándo despertarse, cuándo bañarse y en algunas oca¬
siones aun se espera que haga las necesidades cuando se lo
ordenan. Es objeto de toda clase de procedimientos humillantes,
despojado de todo pudor, picado y pinchado, hecho sujeto de
experimentos, todo en nombre de la medicina. Puede suceder
que todo eso produzca la curación, pero, al menos al principio,
resulta muy desmoralizador.
Luego sigue el temor. El temor a lo desconocido: ¿Qué me va
a suceder? ¿Sanaré? ¿Después de esto podré seguir manteniendo
a mi familia, cuidando a mis hijos?
También están las preocupaciones por la subsistencia: ¿Cubri¬
rá mi seguro la cuenta del hospital? ¿Me quedará suficiente
licencia por enfermedad? ¿Seguiré teniendo trabajo cuando me¬
jore?
A todo esto se agregan las dudas que surgen a raíz de la
posibilidad, que siempre existe, de que puede no haber recupe¬
ración: ¿Voy a morir? Si es así, ¿qué sucederá con mi familia?
¿Quién cuidará de los hijos?
En momentos de enfermedad grave, los que somos cristianos
atentos y compasivos, tenemos por lo menos dos partes que
requieren nuestro amor y sostén: el paciente y la familia del
paciente. El ministerio que se exige de nosotros es complejo,
pero no es complicado. Es complejo en el sentido de que las
necesidades son complejas, multidimensionales: físicas, espiri¬
tuales y emocionales.
108 Amor con la camisa arremangada
Tal vez estas necesidades se encuentran mejor detalladas en
un pequeño folleto titulado “Mom is Very Sick — Here’s How to
Help”, (Mamá está muy enferma; sepa cómo colaborar) por
Wendy Bergren, que surgió de su propia batalla contra el cáncer.
Poco después de ser madre por tercera vez, su
médico descubrió que tenia un enorme tumor malig¬
no. En el último esfuerzo posible por impedir la muer¬
te inminente, se sometió a una mastectomía y una
histerectomia inmediatas y a tratamientos intensivos
de rayos X. Un agresivo procedimiento de quimiotera¬
pia le produjo todo tipo de efectos secundarios imagi¬
nables y la confinó a la cama por dos semanas al mes
por aproximadamente un año y medio.
Durante aquellos días agonizantes, los amigos y
miembros de la iglesia hicieron lo mejor que pudieron
para ayudar a los Bergrens. “Pero la mayoría de mis
amigos —dice Wendy—, no sabían cómo manejarse, o
cómo atender a alguien que estaba gravemente enfer¬
mo de cáncer.”
En uno de sus momentos más oscuros, anotó algu¬
nas ideas para compartir con sus amigas:
1) Visítenme con frecuencia, pero llamen antes de
venir. No se queden afuera pensando que necesito
descansar. La compañía es con frecuencia más impor¬
tante que el descanso. He descubierto que la soledad
es el impedimento más grande para dormir.
2) Pregúntenme a quién desearía ver e invítenlo a
venir. A veces estoy demasiado cansada como para
hablar, pero es lindo escuchar a alguien.
3) Saquen fotos de mis hijos a medida que pasan los
meses para que no sienta que estoy perdiendo total¬
mente esta parte de sus vidas.
4) Ofrézcanle a la familia hacer dos diligencias pe¬
queñas por semana.
5) Permítanme sentirme triste y prepararme para lo
peor.
El toque de ternura 109
6) Cuéntenme un chiste. Aunque no sea gracioso,
¡me voy a reír igual!
7) Tóquenme. El aislamiento que produce el estar
inmóvil hace que el toque de amor sea más dulce.
8) Pronuncien la palabra cáncer delante de mí para
que me pueda sentir normal.
9) Díganme qué bien se me ve a pesar de haber
sufrido tantas cosas (alguien le dijo que debía ser la
mujer calva más linda de toda la ciudad, y ¡a ella le
encantó!)
10) Ofrézcanse a cuidar un rato a los chicos, aunque
mi marido y yo estemos en casa. Esto nos da la libertad
de tener una vida adulta privada en un lugar en que mi
enfermedad me lo permite.
11) Animen a sus esposos a que vengan a visitar a
mi marido por las noches. Mi enfermedad lo ha priva¬
do de muchas de sus distracciones. ¡Qué feliz me
siento cuando lo escucho reírse con un amigo en su
taller o alegrándose con el partido de fútbol de la
semana, mientras hace crujir las palomitas de maíz
blanco junto con un compañero!
12) Oren por mí y díganme que están orando.
13) Hablen conmigo acerca del futuro. Los planes
para el futuro, cumpleaños, graduaciones, etc., au¬
mentan mi fe. (Parafraseado.)1
Janet Britton, autora de 7b Live Each Moment (Para vivir cada
momento), también tenía un tumor maligno y se sometió a una
mastectomía seguida de tratamientos de radiación y quimiotera¬
pia que duraron más de un año. Durante todo ese tiempo, su
familia de la fe le ministró a ella y a su familia, no sólo física sino
también emocional y espiritualmente. Cuando todo terminó,
ella dijo: “Ninguna persona, ni siquiera diez personas, podrían
haber satisfecho todas nuestras necesidades.2
1 Wendy Bergren, “Mom Is Very Sick - Here’s How to Help” (Arcadia: Focus on the Family,
1982).
2 Janet Britton, Well, Janet Told Me... (Moody Magazine, enero 1985), p. 83.
110 Amor con ¡a camisa arremangada
Ella escribe:
Desde el día en que me admitieron en el hospital,
mi congregación se aunó en la tarea de cuidar de las
necesidades físicas de nuestra familia. Se ocupaban de
nuestros niños mientras mi marido me visitaba, enva¬
saban habichuelas verdes y tomates, o cocinaban
pasteles y galletas. Los amigos traían flores, tarjetas
y notas.
En el hospital lavaban y rizaban mi cabello, me
arreglaban las manos y hacían guardias para que yo
pudiera descansar. Una mujer me prestó una maña¬
nita de color rosa vivo para ayudarme a sentirme
linda, y otra me compró té de hierbas medicinales y
galletitas para ayudarme a luchar contra las náuseas.
Cuando me sentía exhausta, me leían la Biblia y
escribían mi correspondencia comercial y personal.
Después que me dieron de alta, Genny, una enfer¬
mera de nuestra congregación, me visitaba diaria¬
mente para cambiarme las vendas. El grupo de mu¬
jeres organizó cenas para la semana de mi
recuperación. Cuando comencé los tratamientos de
radiación y quimioterapia, docenas de amigos de la
iglesia me llevaron en sus autos hasta el hospital, que
quedaba a ochenta millas.
Durante meses, después de haber cesado la provi¬
sión de comidas formalmente organizadas, siguieron
enviando comida y alimentos cocidos en abundan¬
cia. Para la Navidad, en que las masitas finas son de
rigor en el hogar de la familia Britton, muchas de las
familias de la iglesia aportaron dos docenas de masi¬
tas hechas por ellas mismas para las fiestas y ador¬
naron una enorme bandeja de manjares.
Cuando llegó el tiempo de la limpieza anual, pe¬
queños duendes pasaron por mi casa limpiándola
cuando yo me sometí a un tratamiento. El papel que
había comprado para empapelar la cocina apareció
milagrosamente colocado sobre las paredes.
El toque de ternura 111
La iglesia también satisfizo nuestras necesidades
emocionales. Los amigos animaron a mi esposo para
que hablara abiertamente acerca de sus temores de
arreglárselas con una enfermedad a largo plazo y una
muerte posible. Teniendo también sensibilidad para
con los temores de los niños, los llevaban a lugares
de diversión infantil o a los partidos de béisbol.
Para levantar mi ánimo, la gente llegaba por sorpre¬
sa y me llevaba a almorzar. Con frecuencia el correo
traía tarjetas de recordación y notas de aprecio. Mis
amigos planearon un cumpleaños sorpresa y me rega¬
laron vales para la cena, para arreglar el jardín, lavar
las ventanas, etc.
El regalo emocional más grande, sin embargo, fue
el contacto físico y emocional. Mis amigas se senta¬
ban a mi lado mientras yo descansaba exhausta en
nuestro sofá. Tocaban mis hombros, me tomaban de
la mano, me besaban en las mejillas, me abrazaban;
sus contactos me abrigaban. Compartían conmigo,
como siempre lo habían hecho, sus problemas ma¬
trimoniales, sus problemas de trabajo, y sus dificul¬
tades personales. Sus constantes confidencias me
recordaban que aunque yo estaba físicamente dete¬
riorada, no estaba dañada ni mental ni emocional¬
mente.1
Las enfermedades de cualquier tipo, y en especial las enfer¬
medades críticas, producen estrés. Una congregación com¬
pasiva y adiestrada puede aliviar el cansancio físico y alige¬
rar la carga emocional, como lo hicieron en el caso de Janet,
pero nadie los puede suprimir del todo. Ningún miembro de
la familia está inmune, y las estadísticas indican que muchos
matrimonios fracasan por el efecto de las presiones produci¬
das. Además de las dificultades obvias para mantener alguna
semejanza con un verdadero hogar y un estilo de vida norma-
1 Ibíd.,pp. 82,83.
112 Amor con la camisa arremangada
les, se agregan también grandes presiones sicológicas, frente a
las cuales los hombres y las mujeres reaccionan en formas
claramente distintas, creando una tensión adicional y aun malos
entendidos.
El sentimiento dominante es con frecuencia una sensación
de impotencia, en especial cuando e! paciente en estado
critico es un niño. Su hijo está sufriendo, quizás está enfren¬
tando la muerte, y parecería que usted no puede hacer mucho
por él. La mayoría de los hombres responden a este sentimien¬
to de impotencia en dos formas generales: enojo o escape,
dependiendo de sus temperamentos.
Un hombre dogmático, que está acostumbrado a asumir
situaciones y lograr que las cosas se hagan, se verá tentado a
enojarse por su incapacidad para rectificar la situación. Que¬
rrá descargar sus sentimientos sobre los médicos y otros
profesionales de la salud, acusándolos de incompetencia o
algo peor; o, tratará de dirigir su enojo hacia los miembros de
su propia familia, especialmente su esposa. En realidad, su ira
va dirigida hacia la enfermedad que amenaza a su precioso
hijo, o hacia Dios que ha “permitido” que esto suceda, o aun
a su propia impotencia. ¿Pero cómo se puede dirigir el enojo
contra algo o alguien que es imposible alcanzar? De allí que
su enojo resulte descaminado y el resultado emocional sea
explosivo.
Otros simplemente “escapan”. Se enfrascan en sus trabajos,
o en atender los quehaceres domésticos y a los otros hijos.
Con frecuencia niegan la seriedad de la situación, negándose
a enfrentar las posibilidades de la muerte inminente de su hijo.
En efecto, esto los separa de su esposa y de sus hijos. Es
inevitable que en casos así sobrevengan la soledad y el
resentimiento.
Las madres, por su parte, tienen la tendencia a dedicarse
totalmente a la enfermedad de sus hijos a expensas de su
esposo y del resto de los hijos. Para ellas, fuera de la pequeña
habitación del hospital, el mundo ni siquiera existe, ni tampo¬
co las preocupaciones, excepto, sin duda, las relacionadas
con el bienestar del hijo que sufre. Cuando otras preocupado-
El toque de ternura 113
nes las presionan, razonan: los demás tienen que entender. Esto
es una emergencia, ninguna otra cosa importa en este momento.
Los celos y las tensiones que resultan de esto sólo añaden más
trauma a la familia.
Y por último están los conflictos inevitables relacionados con
la intimidad matrimonial. En momentos de enfermedad y muer¬
te, los hombres y las mujeres reaccionan a las relaciones sexua¬
les de maneras marcadamente distintas. Las mujeres tienden a
perder todo interés, mientras que los hombres no es raro que
exhiban, si bien no un deseo aumentado, al menos un interés
progresivo.
Al ministrar a parejas en las crisis de enfermedad familiar,
con frecuencia he oído a las esposas quejarse de sus maridos:
El es repugnante; ¿cómo puede estar pensando en el sexo en
un momento como éste?” El, por otro lado, cree que su esposa
tiene una fijación malsana con relación a la crisis que viven.
Repetidamente he podido ayudar a las parejas a comprender
que cada uno está enfrentando la crisis en la forma más natural
para ellos. El esposo desea tener intimidad sexual con su
esposa como una forma de tapar el dolor de la realidad pre¬
sente, por lo menos por unos breves momentos. Esta es su
forma de afirmar su fe en la vida y en el amor aun frente a la
muerte misma. Desea tal intimidad, no porque sea un animal
insensible, como ella supone, sino porque esta es la única
forma en que puede manejarse con el dolor y con la pérdida
inminente.
Su esposa tampoco tiene una fijación anormal con el hijo
enfermo, como la acusa su marido. No ama menos a su marido,
no se ha olvidado del resto de sus hijos ni de las necesidades
de la familia. Es simplemente que en ese momento su hijo
está sufriendo, tal vez a punto de morir, y todos sus instin¬
tos maternales la llaman a correr en su defensa. El hecho
de que no pueda hacer otra cosa más que estar vigilando al
lado de la cama, de ninguna manera disminuye su sentido de
responsabilidad. Ella no explica sus sentimientos, ni siquiera
se imagina que debería hacerlo. ¿Acaso él no tiene que sentir
lo mismo? ¿Este hijo no es también suyo?
114 Amor con la camisa arremangada
Una vez que la pareja ha recibido ayuda para comprender
la legitimidad de los sentimientos del otro, y la validez de sus
respuestas individuales, entonces puede pasar de los resenti¬
mientos pasados a la aceptación, y aun tal vez a la compren¬
sión. Esa comprensión los capacita para enfrentar unidos al
enemigo común (la enfermedad), mano a mano, en lugar de
atacarse el uno al otro en forma equivocada. Este sostén mutuo
es absolutamente esencial si quieren compartir con éxito la
crisis.
Además de la explicación, quizás aun más que la explica¬
ción, necesitan de nuestra presencia y apoyo emocional cuan¬
do enfrentan una enfermedad crítica.
Se dan cuenta intuitivamente de que nosotros estamos limi¬
tados en lo que podemos hacer. No podemos hacer milagros,
aunque podemos y debemos orar por un milagro en el mo¬
mento apropiado. Ni siquiera podemos responder a los “por¬
qués” que no tienen respuesta: ¿Por qué me está sucediendo
esto a mí? ¿Por qué Dios no sana a nuestro bebé? ¿Por qué. . .
porqué... por qué? Lo que podemos y debemos hacer es estar
allí para ministrar con nuestra presencia.
Un tiempo atrás, una pareja joven de nuestra congregación
supo que la esposa tenía un tumor maligno. Por supuesto,
fueron noticias desconcertantes, aunque el pronóstico del
médico fue tan positivo como podía ser en un caso relaciona¬
do con tumores malignos. La mañana en que estaba programa¬
da la operación, Brenda y yo fuimos al hospital, y llegamos
justo cuando la mujer y su esposo estaban descendiendo del
auto. Fue por eso que pudimos estar con ellos mientras era
admitida en el hospital y la preparaban para la cirugía.
Fue un momento de tensión, jerry, su esposo, estaba en
silencio, atento a su joven esposa, sin atreverse a perder ni un
soio momento de este precioso tiempo juntos. Ella se sentía con
valor. Estaba contenta de que la espera llegaba a su fin y estaba
ansiosa de que el problema vivido quedara atrás.
Brenda y yo escuchábamos las conversaciones triviales que
hacían acerca de sus niños y de cómo esa misma mañana el auto
había salido del garaje e ido cuesta abajo hasta topar con el buzón
El toque de ternura 115
<|ue estaba colocado sobre un poste al borde de la calle; en ese
mismo momento estaba sobre el buzón, esperando que llegara
el camión de auxilio.
Después de un rato la habitación se tranquilizó; cada uno de
nosotros estaba en silencio, absorto en sus propios pensamien¬
tos. Luego compartí algunos versículos de la Biblia y oramos. Eso
fue todo, nada más. Poco después, los ayudantes del hospital
vinieron a buscarla y la llevaron a la sala de operaciones.
Justamente ayer recibimos una carta de agradecimiento escri¬
ta por ella. A Brenda le escribió: “Gracias por amarme, cuidarme,
llorar, hacer. . . Significó muchísimo poder verte antes de mí
operación. Richard tiene razón cuando dice que sólo por estar
presentes impartimos una bendición. Tu presencia, oraciones e
interés hicieron que ese tiempo difícil fuera soportable”.
Y a mí me escribió: “Jerry y yo nos sentimos tocados y amados
cuando tú y Brenda vinieron al hospital el día de mi operación.
Creo que fue algo lindo que Dios los enviara tan a tiempo como
para escoltarnos desde el lugar de estacionamiento. Por tener¬
los allí, sentí como si hubiéramos recurrido a las fuerzas de
ustedes. . . Indirectamente, nosotros también hemos disfrutado
del ministerio de ustedes, de la forma en que en la Capilla
Cristiana enseñan a amar y ministrar. Ninguna comunidad de
personas nos podría haber amado más.”
Hace algunos años, cuando yo apenas era un predicador muy
joven, podría haber quedado perplejo por esa tarjeta, pregun¬
tándome cómo ella habla tenido la posibilidad de obtener fuer¬
zas de nuestra presencia, o consuelo por el simple hecho de que
estábamos allí. Pero ya no más. Todavía no comprendo cómo
funciona, pero sé que sucede. Aun cuando pareciera que no
estamos haciendo mucho, cuando parece que lo mejor que
podemos producir son lágrimas silenciosas, un rápido abrazo,
y una oración compartida, Dios hace que eso sea suficiente.
Sue Monk Kidd escribe:
Poco después de medianoche me levanté insomne
del diminuto catre en la habitación de mi marido en
el hospital. El yacía terriblemente enfermo. Detrás
de la ventana no brillaba la luna. Ni siquiera había un
116 Amor con la camisa arremangada
farol en la calle que traspasara la oscuridad que se
agolpaba contra el vidrio de la ventana. Parecía que la
noche conspiraba junto con la oscuridad de mi alma.. .
con la angustia punzante que sentía por la precaria
condición de mi esposo.
Mientras mis temores se oscurecían, me puse los
zapatos y huí hacia el pasillo del hospital donde una
débil luz artificial adornaba de sombras la pared. Las
lágrimas temblaban en mi rostro... un sollozo com¬
primía mi garganta. A pocos pasos de allí vi el ascensor
de las visitas con la puerta abierta. Me zambullí aden¬
tro y toqué varios botones. Mientras me llevaba arriba,
mis sollozos se desataron, resonando en forma anóni¬
ma a lo largo de la silenciosa marcha del ascensor. No
sé cuántas veces subí y bajé mientras descargaba mi
desesperación. Pero era medianoche, ¿y quién lo no¬
taría?
De repente oí el suave sonido del timbre del ascensor.
Se detuvo. Las puertas se abrieron. Entró un caballero
anciano con blancos cabellos ralos y ojos que obser¬
vaban las lágrimas que fluían sobre mi rostro. Apretó
un botón y luego hurgó en su bolsillo. Mientras fuimos
hacia arriba, me dio un pañuelo cuidadosamente do¬
blado. Me enjugué los ojos, fijando la vista en su firme
y amable mirada. Y su compasión tocó mi corazón,
como ios primeros rayos del sol de la mañana disipan
la noche. Dios estaba extrañamente presente en el
pequeño ascensor, como si é! estuviera allí en e! rostro
del anciano.
Las puertas se abrieron. Le agradecí al extraño y le
devolví su pañuelo, humedecido y manchado por mi
angustia. Después él inclinó la cabeza con una sonrisa
amable y se escabulló.
Cuando regresé a la habitación de mi esposo, me sentía
segura... Dios no nos falla en nuestra aflicción. Su com¬
pasión está por todas partes. Y la tierna promesa de la
El toque de ternura 117
Biblia es verdadera: Dios enjugará toda lágrima de sus
ojos.
“Y lo hará. . . de una u otra manera”.1
Ahora bien, éste es e! toque de ternura, y esto es el “cristianis
mo en acción” en su máxima expresión
1 Sue Monk Kidd, citada en Dawnlngs: Finding God’s Llght in the Darkness, ed. por Phyllis
Hobe (New York: Guideposts Associates, Inc., 1981), p. 88.
.
'
Capítulo 6
Atravesando el valle
Atravesando el valle 121
1 John Claypool, Tracks of a Fellow Struggler (Waco: Word Publishers, Inc., 1974), p. 21.
124 Amor con la camisa arremangada
podría haber alguna esperanza, pero..probablemente tenga
algunas dificultades para apreciar en su amplitud el trauma que
experimentó Claypool y el que sufren otras personas en circuns¬
tancias similares. Ver morir a alguien a quien se ama es una
experiencia solitaria, conocida en profundidad sólo por aquellos
que han estado en esa situación, y es poco usual que quieran
hablar de esto. Sin embargo, es importante que tratemos de
comprenderlo. ¿De qué otra forma podremos ejercer el ministe-
rio de consolación?
Dorante los dieciocho meses y diez días que siguieron, John
y su familia vivieron junto con la muerte. Fueron meses de
esperanza angustiosa y de terrible dolor. Fue un correr vertigi¬
noso sobre los picos y valles de una montaña rusa. Los períodos
de remisión, en los cuales la esperanza era tan vigorizante como
el primer día de la primavera, a la vez que la muerte no era otra
cosa que una sombra distante, eran seguidos por una recidiva
mayor, durante la cual la esperanza se hacía añicos en las rocas
de la realidad, y retomaba la muerte, como un monstruo burlón.
Estaba allí a cada rato, aún en los días más radiantes; y finalmente
ganó, al menos, ésa fue la apariencia.
Habían transcurrido sólo dos semanas desde la Na¬
vidad, y un sábado por la noche, en que se veía caer la
nieve en forma suave afuera de la ventana, Laura Lúe
murió en la cama de su propia habitación.1
En momentos como estos la Iglesia demuestra una unidad de
propósito para llevar a cabo toda la actividad que es posible
hacer en favor del que sufre. Pronto la mesa del comedor cruje
por el peso de la asombrosa variedad de comidas que han traído
los amigos. En realidad, nadie tiene apetito en esa situación, pero
es algo de lo que se puede hacer, de lo que se puede dar. Es
nuestra forma silenciosa de decir que la vida continúa: “Come
algo, te sentirás mejor; tal vez no de repente, pero sí poco a
poco, y verás que el sol volverá a brillar y que podrás reír una
vez más.”
1 Ibíd., p. 65.
Atravesando del valle 125
Nadie dice algo parecido, al menos no lo dice en voz alta. Tal
vez ni siquiera lo piense en forma consciente. Es algo más
profundo, es casi intuitivo. Simplemente sabemos que la vida
continúa, que la muerte se desvanecerá una vez más. Por eso
seguimos viviendo, casi podríamos decir, como por rutina, hasta
que volvemos a encontrar nuestro camino.
Por desgracia, la muerte no se desvanece tan rápido para los
más afectados por ella. Mucho después de que han concluido
los últimos actos y detalles que nos retienen cerca, mucho
después de que los últimos parientes de otras ciudades se
despidieron e hicieron el largo viaje de regreso a sus hogares;
mucho después de que los amigos más queridos superaron su
aflicción y regresaron a la vida normal, los deudos más cercanos
todavía continúan con su dolor. El efecto residual de la muerte
permanece como lo hace un obstinado dolor de muelas.
Y en ese momento, más que nunca, necesitarán el ministerio
de consolación. No recibirán ya comidas, ni atenciones, ni
tarjetas de condolencia, pero en cambio buscarán un lugar
seguro donde puedan lamentarse sin ser ni censurados, ni en¬
tendidos mal. Ellos necesitarán, además, de una persona confia¬
ble, alguien que les permita ser reales, que Ies deje llorar o
enfurecerse, según sea su necesidad. Alguien que no trate de
explicarles lo inexplicable, ni que trate de solucionar todo con
una oración. Lo que ellos necesitarán en esos momentos es
alguien que sepa escucharlos.
En el caso de una enfermedad incurable, el verdadero minis¬
terio de consolación comienza mucho antes de que llegue la
muerte. Comienza con el diagnóstico del médico, tan pronto
como el paciente y su familia saben que de acuerdo con la
ciencia médica no hay ninguna esperanza. Los estudios llevados
a cabo por la doctora Elizabeth Kubler-Ross, más conocida por
sus investigaciones sobre la muerte y el proceso de morir,
indican que la mayoría de los pacientes que enfrentan la muerte
experimentan cinco etapas emocionales.
La primera etapa es la de la negación: “No puede ser. Se deben
haber equivocado. Alguien cometió un error en el laboratorio.”
126 Amor con la camisa gjtemangada.
Durante la etapa de la negación, muchos pacientes van de
médico en médico buscando un diagnostico favorable.
La segunda etapa es la del enojo: “¿Por qtié, Dios, por qué?
¿Por qué yo? ¿Por qué no algún otro? No es posible. ¿Por que
tuve que ser castigado en la flor de la vida, mientras que tantos
impíos disfrutan de perfecta salud?”
La tercer etapa es la del regateo: “Dios, si tu me ayudas, viviré
para ti el resto de mi vida. Daré a la iglesia el 20% de mis ingresos.
Si me permites vivir hasta que mi hijo se gradúe en la escuela
secundaria, o que mi hija se case, o hasta el nacimiento de mi
primer nieto, entonces moriré satisfecho.”
La cuarta etapa es la de la depresión. Nada de lo anterior surtió
efecto. Ni la negación, ni el enojo, ni el regateo. La enfermedad
es real, el dolor es real, el fantasma de la muerte se agranda.
Durante esta etapa, los pacientes se convierten con frecuencia
en poco comunicativos. Vuelven el rostro hacia la pared y
desean morir, desean acabar de una vez con la vida. Con frecuen¬
cia se resisten a todo tratamiento médico y, en breve, lo aban¬
donan.
La quinta etapa es la resignación. Resignarse, pero no darse
por vencido. Darse por vencido es perder toda esperanza, decir
“lo que será, será”. La resignación, por otro lado, reconoce la
realidad de la situación sin perder las esperanzas. El paciente se
da cuenta de que la muerte es inevitable a menos que haya un
descubrimiento médico o una intervención divina, pero no se
abandona. No malgasta el precioso tiempo que le queda en
enojarse o negar. Durante esta etapa comienza a prepararse para
el fina!, poniendo en orden sus asuntos y haciendo sus despedi¬
das.
Es en este tiempo, antes de la muerte, que la familia del
paciente es a la vez proveedora de cuidados y necesitada de
atención. Ellos suministran cuidados en el sentido de que son la
primera línea de apoyo espiritual y emocional de! paciente. Sin
embargo, en otro sentido, en virtud de su relación íntima con la
persona moribunda, ellos mismos necesitan apoyo. Tienen por
hacer una tarea que resulta casi imposible. No sólo se espera que
estén presentes emocional y físicamente para atender al enfer-
Atravesando del valle 127
mo incurable, que es miembro de su familia, sino que deben
mantener también su vida familiar diaria. Con bastante frecuen-
cia la carga es mas pesada de lo que pueden soportar, al menos
más de lo que pueden soportar solos.
De allí la importancia que tiene el ministerio de consolación,
pero en muchos casos no nos resulta fácil brindar en forma
adecuada la consolación necesaria. La mayoría de nosotros no
transito antes este camino. No sabemos lo que la persona mori¬
bunda o su familia realmente siente, o quiere, o espera de
nosotros. Como consecuencia, tendemos a evitar al moribundo
y a los que sufren. Aun cuando nos disciplinemos para “cumplir
con nuestro deber (esto es, aun si no los evitamos físicamente),
con frecuencia aislamos emocionalmente al moribundo, evitan¬
do cualquier referencia a su enfermedad o posible muerte.
H. Norman Wright identifica este proceso como el síndrome
del abandono. Clasifica cuatro etapas: 1) un breve monólogo
formal; 2) la reacción impersonal; 3) ignorancia o rechazo de las
señales que la persona intenta dar, y 4) abandono literal.1
Durante la primera de estas etapas, las personas (aun los
médicos y enfermeras), entran y salen comunicándose sólo en
un nivel superficial. Por lo general hacen algunas preguntas
retóricas, y luego se van sin dejar que la persona exprese sus
sentimientos íntimos. Como cristianos, en momentos como
ésos, solemos recurrir a la oración, en especial cuando el senti¬
miento que se expresa se torna muy doloroso para nosotros.
Una señora, víctima de cáncer, me dijo que su pastor entraba
y salía de su habitación, y hablaba todo el tiempo; apenas si le
daba la posibilidad de decir una palabra. Le preguntaba cómo le
estaba yendo, pero no en una forma en que la animara a respon¬
der con sinceridad. Transcurrido un momento, oraba, y luego
se iba.
Bien, por fin ya no podía más con sus visitas y, pensando en
eso, tomó la decisión de que la próxima vez el pastor tendría
que escucharla a ella. Cuando llegó, ella estaba preparada. El
1 Claypool, p. 77.
Atravesando del valle 131
de sed; cuando sientan la oscuridad y la soledad que se cierne
por dentro y por fuera; cuando oigan el clamor angustiado de
mi alma, ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”,
¿me consolarán entonces?
Juan estuvo allí hasta el penoso final, como también María, la
madre de Jesús, María Magdalena y otros más. También estuvo
Pedro, pero en el extremo más alejado de la multitud, lo más
lejos posible. ¿Bebieron del vaso como con tanta seguridad
dijeron que beberían? En realidad, no. Quizás lo probaron, se
atragantaron con sus dolorosas heces, sintieron náuseas por lo
amargo que era, pero no lo pudieron beber.
¿Verdad que es interesante, que las mujeres sobrepasaron
varias veces en número a los hombres? No creo que fuera porque
las mujeres son por naturaleza más valientes, sino más bien
porque el consuelo brota de ellas en forma más espontánea. Las
mujeres entendieron que Jesús cobraría fuerzas por verlas a
ellas, que su presencia sería un consuelo para él. Además,
querían estar allí; no podían imaginarse dejarlo morir solo.
Por otra parte, el ministerio de consolación es particularmen¬
te difícil para los hombres, para los que estamos acostumbrados
a lograr terminar las cosas. Nos resulta difícil no hacer nada, sino
simplemente esperar, observando, impotentes, mientras la
muerte se lleva su presa. Queremos hacer algo, cualquier cosa.
Debemos ejercer nuestra autoridad, recuperar el control de
nuestro mundo. Pero ¿qué podemos hacer en estos casos apa¬
rentemente tan imposibles? ¿Quizás orar? ¿O fingir que aquel a
quien amamos no está sufriendo ni muriendo?
Nuestra necesidad de hacer algo, cualquier cosa, es casi inso¬
portable. Actuar nos proporciona el sentimiento de tener de
nuevo el control. Por supuesto, no lo tenemos, pero parecería
que sí, y eso hace que nos sintamos mejor. Sin embargo, cuando
permitimos que nuestra disconformidad tome la iniciativa, por
lo general hacemos mal las cosas.
Por ejemplo, cuando Jesús trató de transmitirles a los discípu¬
los su inminente sufrimiento y muerte en Jerusalén, en manos
de los principales sacerdotes, “Pedro, tomándolo aparte, comen-
132 Amor con ¡a camisa arremangada
zó a reconvenirle, diciendo: Señor, ten compasión, de ti, en
ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22).
Qué similitud con la etapa tercera del síndrome del abandono,
descrita por H. Norman Wright, en que la familia y los amigos
ignoran o rechazan las señales que intenta dar la persona que
está muriendo. Por ejemplo, con frecuencia los pacientes dicen
cosas como: “No me queda mucho más que esperar”, o tal vez
algo aun más directo: “Creo que voy a morir pronto”. Es de
lamentar que muchas personas responden cambiando de tema
o con alguna tontería como: “No hables así. Vas a vivir por años.
A lo mejor, es probable que me sobrevivas a mí”. Mientras que
por un lado hay la intención consciente de dar ánimo, por el otro
es algo que rara vez, o nunca, funciona. En lugar de eso, esta
respuesta no hace sino aislar al paciente, que queda solo para
enfrentar la muerte.
El motivo subyacente, por lo general inconsciente, es escapar
de nuestro propio dolor producido por una discusión sincera
con el paciente acerca de sus verdaderos sentimientos. Todavía
no estamos preparados para reconocer con sinceridad ni su
muerte inminente ni nuestra pérdida personal.
Es habitual que esta situación nos lleva a la cuarta etapa, que
literalmente es el abandono. Hay casos de personas que tienen
una enfermedad que no es fatal, en que la enfermera se ve
obligada a colgar en su habitación un cartel restringiendo las
visitas. En cambio, cuando el diagnóstico es “incurable”, la gente
comienza a alejarse en forma voluntaria. También se ha obser¬
vado que algunos seres queridos inicialmente tienen un contac¬
to estrecho con e! enfermo incurable, tal como besarlo en los
labios. Luego comienzan a besarlo solamente en la frente, des¬
pués en la mano, y por último hacen sólo el ademán de enviarles
un beso con la mano antes de dejar la habitación. Lo trágico es
que el paciente recibe ese mensaje.
Acompáñeme hasta el Getsemaní; es la noche de la traición de
nuestro Señor. Las Escrituras lo relatan de esta maneta: “.. .¡Jesús]
comenzó a entristecerse y a angustiarse” (Marcos 14:33). Escú-
cheI° cuando ,e habla a Pedro, a Santiago y a Juan: “Mi alma está
muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad” (v. 34). Esto
Atravesando del valle 133
quiere decir: No me dejen solo con esto. Quédense conmigo en
estas horribles horas. Los necesito como nunca antes los he
necesitado.
—¿Podéis beber del vaso que yo bebo? —se los había pregun¬
tado algunos días atrás.
—Podemos —le aseguraron ellos, ¿pero podían?
Esta es la hora de la verdad, y ellos no lo podían beber. El vaso
es demasiado amargo, el dolor demasiado real. Ni siquiera po¬
dían mirarlo. Lo abandonan... no literalmente, eso vendrá des¬
pués. Aliora, simplemente, se evaden en el dulce olvido del
sueño. Por tres veces Jesús intenta despertarlos, recurre tres
veces a ellos para que lo sostengan, pero se apartan del vaso de
sus sufrimientos.
Marcos dice: “. . .y no sabían qué responderle” (Marcos
14:40). Qué parecidos a nosotros eran; o, mejor dicho, cuánto
nos parecemos a ellos. Quedamos sin palabras frente a tal
tristeza, con la lengua atada y torpe, sin darnos cuenta de que
todo lo que él quiere es nuestra presencia. No quiere palabras,
ni explicaciones teológicas, sino tan solo nuestra presencia.
Así es, en última instancia, para todo el que mira la muerte a
los ojos, ya sea que se trate del paciente incurable que está
muriendo en forma lenta, o del afligido ser amado. Cuando lo
reducimos al denominador común más bajo, lo que ellos quieren
de nosotros, lo que esperan, no es ni más ni menos que nuestra
presencia.
Hace algunos años, cuando pastoreaba la iglesia del Consola¬
dor en Craig, Colorado, respondí a un desesperado llamado a mi
puerta y me encontré cara a cara con un hombre desconsolado.
En medio de sollozos me dijo que su hijo de diecisiete años había
muerto atropellado por un tractor. Ese padre, destrozado como
estaba, no me buscaba para que lo ayudara a él, sino a su esposa
que estaba afuera en el auto, histérica.
Cuando llegué al auto, ella se movía de un lado a otro, llorando
desde lo más profundo de su ser, con grandes sollozos entrecor¬
tados. Cuando me senté en el asiento a su lado, la escuché orar,
pidiéndole al Señor que resucitara a su hijo de los muertos.
¿Qué hice? Nada. Es decir, casi nada. Sin decir palabra, puse
134 Amor con la camisa arremangada
mi brazo alrededor de sus hombros y tomé en mis manos uno
de sus puños estrechamente cerrados. Durante varios minutos
más ella continuó con su violento sollozo y su oración desespe¬
rada. Por fin comenzó a agotarse y, poco a poco, se fue tranqui¬
lizando. ¿Qué dije entonces? Muy poco. ¿Qué se puede decir en
momentos como esos? Simplemente la sostuve y lloré en silen¬
cio, permitiendo que el Espíritu Santo le ministrara el consuelo
por medio del don de mi presencia.
El ministerio de consolación es realmente muy simple; no es
fácil, pero sí es simple. Lo más importante es la presencia; estar
allí, no abandonar. Por lo general somos bastante buenos para
estar allí en el momento de la crisis, pero cuando los días se
transforman en semanas, tenemos la tendencia de quedar tan
ocupados con el trajín de la vida que tenemos cada vez menos
tiempo para el afligido.
Recuerde, el duelo es un proceso lento, que con frecuencia
necesita dos años o más para completar su obra sanadora, y no
se puede apurar. Algunos momentos específicos serán más
difíciles que otros, las vacaciones, los aniversarios, cumpleaños
y, por supuesto, el aniversario de la muerte. Nunca debemos
darles una importancia especial para recordarle a la gente afligi¬
da su pérdida, ni para recalcar el significado de algún día deter¬
minado. Pero debemos ser conscientes de ellos y hacer un
esfuerzo especial para estar disponibles en esos momentos
difíciles.
Aparte de que nuestra ausencia se produzca antes del tiempo
conveniente, con frecuencia fracasamos en nuestros esfuerzos
por consolar. No es el caso de la persona a quien se le traba la
lengua al llegar para tomar la mano del afligido, y no encuentra
ninguna palabra para decir, porque su identificación con la
pérdida es muy grande. Esa alma sensible, sin darse cuenta,
provee más consuelo que una docena de consoladores que citan
mucho la Biblia.
No me entienda mal. No estoy teniendo en poco el valor de
las Escritoras eternas. Sólo quiero señalar que hay un tiempo
para hablar y un tiempo para callar. Hay un tiempo para citar las
Escrituras, un tiempo en que los grandes pasajes consolarán y
Atravesando del valle 135
sostendrán como ninguna otra cosa podrá hacerlo, pero ese
momento rara vez tiene lugar durante las primeras etapas del
duelo. Ese es un momento para estar simplemente allí, un
tiempo para poner el brazo sobre los hombros, para dar una
mano de apoyo.
Con frecuencia tratamos de solucionar las cosas, de decir algo
que haga que el dolor desaparezca. Por lo general, cuando
hacemos esto, sólo empeoramos la situación.
Por ejemplo, unos pocos días después de predicar en el
funeral de ese joven de diecisiete años, fui a visitar a sus padres
y los encontré, en especial a la madre, luchando con sus senti¬
mientos de culpa. Esto no es nada raro en los días inmediatos a
la muerte de un ser querido. Estoy seguro de que todos nosotros
podemos pensar en cosas que hubiéramos querido hacer de una
manera diferente, cosas que hubiéramos deseado decir o no
decir. Pero esto era distinto, y lo sentí casi de inmediato.
Una amiga bienintencionada, pero insensible y sin tino, había
reprendido a la madre por llorar.
—Tu hijo era cristiano, ¿verdad? —razonó ella—. Entonces, está
en el cielo con el Señor, así que seca tus lágrimas y regocíjate.
¿Cómo cree que se sintió con ese consejo la madre en duelo?
Culpable y confundida, puedo asegurárselo. Sin duda, sintió que
si creía de verdad, entonces quizás no hubiera llorado; sin
embargo, a ella le dolía tanto, su pérdida era tan grande, su
herida estaba tan en carne viva, que no podía detenerse. Y si
esto la lastimaba así, ¿querría decir que no era una verdadera
cristiana?
Por supuesto que no. Su duelo tenía muy poco que ver con la
calidad de su fe, pero tenía mucho que ver con el amor que sentía
por su hijo. Pero al mismo tiempo, quizás sí tenía algo que ver
con su fe. ¿No es cierto que se requiere mucha fe para confiar
en Dios en medio del enojo y del dolor, contándole a él lo que
se siente realmente en el interior, lo que hay detrás de la
apariencia valiente que presenta el rostro delante de los amigos
cristianos, y, además, lo que hay debajo de la calma exterior que
se exhibe frente al mundo?
Es probable que usted se pregunte, ¿cómo deberíamos res-
136 Amor con la camisa arremangada
pender a alguien que está expresando bastante dolor y enojo?
Dejemos que Jesús sea nuestro modelo.
Después de la muerte de Lázaro, Jesús fue a ministrar a su
familia, en especial a Marta y a María. Cuando Marta oyó que él
venía, corrió para encontrarse con él y de inmediato comenzó
a volcarle su corazón. “Señor —le dijo Marta—, si hubieses estado
aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11:21).
Su primera reacción fue de enojo. Acusa a Jesús de haberle
fallado, de no sentir afecto, de ignorarlos en la hora de mayor
necesidad. ¿Qué hace Jesús? ¿Qué le responde? Recibe el enojo
sin reprenderla. Comprende cómo le deben parecer las cosas
desde su limitada perspectiva, cómo amaba a su hermano y cuán
profundamente lastimada estaba.
Sin embargo, Marta no se detiene allí. Aun en medio de su
enojo, su fe se expresa: “Yo sé que resucitará en la resurrección,
en el día postrero. .. yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo
de Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:24,27).
En ese paso inmediato del enojo a la fe, Jesús encuentra la
oportunidad de enseñarle a partir de la confesión que acaba de
hacer. Le dice: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en
mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en
mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” 0uan 11:25). Marta
clama, “Sí, Señor” (v. 27).
María responde en forma diferente. Ella también está lastimada
y enojada, tal vez más lastimada y enojada debido a su tempera¬
mento.
María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, se postró a
sus pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría
muerto mi hermano.
Jesús entonces, al verla llorando,... se estremeció en espíritu
Y se conmovió... [y] Jesús lloró11 (Juan 11:32,33,35).
Note que Jesús también responde a la necesidad que tiene
María. De su confesión se evidencia casi nada de fe, salvo la fe
de decirle a Jesús cómo se siente en realidad. De alguna forma,
aun en su duelo y disconformidad, cree que él la comprenderá,
y realmente es así. Jesús no le enseña a María ninguna verdad
teológica, ni le revela nada sobre la vida de resurrección, ni le
Atravesando del valle 137
da una enseñanza sobre la relación de él con el Padre. ¿Por qué?
No porque esas enseñanzas hayan perdido valor, sino porque
María no está preparada para recibirlas. No hay en el corazón de
María otra cosa que tristeza y lágrimas, y Jesús le responde a
partir del punto en que ella se encuentra. Jesús llora con ella.
¿Qué estoy tratando de decir? Simplemente esto: cuando
ministramos a los que sufren debemos hacerlo a partir del punto
en que ellos se encuentran. Si están expresando una fe sincera,
refléjeles esa fe. Si están enfurecidos, derramando su enojo y
dolor, acepte eso sin reproches. No los censure. Y no trate de
explicar por qué les ha sucedido esa terrible tragedia. Escuche
con amor. Llore con ellos. Recuerde, no está mal que diga que
no sabe. La vida está llena de misterio, y la fe no significa que
tengamos todas las respuestas, sino más bien que confiamos en
Dios en forma incondicional, aún cuando no parezca haber
respuestas.
Algunos de los conceptos teológicos peor enunciados que he
escuchado estuvieron relacionados con la intención equivocada
de querer explicar el porqué de una enfermedad o muerte
inexplicables. Por ejemplo, he oído decir: "Dios debe de tener
sus razones”, como si hubiera algo de mágico en el sufrimiento
y en la muerte, algo que sólo Dios comprende.
Admito que hay personas que han tomado sus sufrimientos y
tragedias en testimonios. Pero con mayor frecuencia, sucede lo
contrario. Hay personas que se han trastornado por exceso de
tensión, matrimonios que se han disuelto después de la muerte
de un hijo, y sobrevivientes a tragedias que se han vuelto cínicos
y amargados.
No entiendo por qué el sufrimiento y la muerte golpea a uno
sí y a otro no, pero rechazo, sin temor a equivocarme, la
hipótesis de que Dios es el causante o de que esa tragedia
responde a su voluntad. Puede ser que él permita estas cosas
terribles; por cierto él está listo para ayudarnos a enfrentar
nuestras tragedias y para caminar con nosotros a través del valle
de sombra de muerte.
En su libro When Bad Things Happen to GoodPeople (Cuan-
138 Amor con la camisa arremangada
do a la gente buena le suceden cosas malas) Harold Kushner
habla sobre esto. Escribe así:
Una vez me llamaron para ayudar a una familia en
medio de una tragedia casi insoportable. Esta pareja de
mediana edad tenia una hija, una brillante estudiante
del primer año de la universidad. Una mañana, recibie¬
ron un llamado de la enfermería de la universidad:
“Tenemos malas noticias. Su hija tuvo un colapso en
camino a la clase. Se le rompió un vaso sanguíneo en
el cerebro y murió antes que pudiéramos hacer algo.
Lo lamentamos tremendamente. . Yo fui averíos ese
mismo día. Esperaba verlos enojados, angustiados, o
sufriendo de trauma sicológico, pero no me anticipé
a sus primeras palabras: “Rabí, ¿sabe que no ayunamos
en la fiesta de yom kipur?5’1
De alguna manera demostraban sentirse culpables
por esa tragedia. ¿Quién les enseñó a creer en un Dios
que abatiría a una dotada joven, como castigo por una
infracción ritual de un tercero?
Jesús también rechazó este tipo de razonamiento simplista de
causa a efecto cuando le preguntaron acerca de los galileos a
quienes había asesinado Pilato.
Respondiendo jesús, les dijo: ¿Pensáis que estos
galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pe¬
cadores que todos los galileos? Os digo: No. . . O
aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en
Siíoé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que
todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo:
No... (Lucas 13:2-5).
Jesús no explicó ninguna de las dos tragedias, pero puso en
claro de manera enfática el hecho de que ni las víctimas ni sus
familiares eran culpables por lo que les había sucedido.
Tengo la inclinación a ser bastante duro conmigo mismo
AviMBrafcT 1981)^8 Kushner’ When Bad TJiings Happen to Good People (New York:
2 Ibíd.
Atravesando del valle 139
cuando no puedo explicar en forma adecuada el sufrimiento o
la muerte, pero quizás a la luz del ejemplo de Jesús debería estar
satisfecho con explicar lo que no es. O mejor aun, quizás
deberíamos limitarnos a ministrar el consuelo a la persona
afligida.
Hace algunos meses me telefoneó un hombre que había
visitado nuestra iglesia un par de veces. Era obvio que se sentía
herido. Los médicos le habían informado que su padre tenía
cáncer en todo el cuerpo y pronosticaron que viviría sólo unos
pocos meses. Lo escuché en silencio mientras él abría su cora¬
zón, repitiendo algunas de las cosas que dijo. No hice ningún
intento por explicarle el misterio de por qué le estaba sucedien¬
do eso a su padre. Tampoco intenté animarlo con falsas declara¬
ciones. Después de casi veinticinco minutos, se fue tranquilizan¬
do; compartí con él un pasaje de las Escrituras, y oramos.
Mientras se preparaba para terminar nuestra conversación, me
repetía una y otra vez cuánto le había ayudado, y me agradecía
por animarlo. En realidad, no hice otra cosa que escucharlo con
un interés genuino. No le dije más que media docena de frases
y, sin embargo, se sintió consolado.
Aprendí una vez más que la clave del ministerio hacia la
persona afligida es la bondad y la compasión, simplemente, el
estar allí. O, como dice Joe Bayley:
No trate de demostrarle nada a un sobreviviente. Todo lo que
necesita, en lugar de razonamientos lógicos, es un brazo alrede¬
dor de su hombro, un fuerte apretón de manos, un beso.
Capítulo 7
Una paz insólita
Una paz insólita 143
Uí a p r 2 insi Mil
1 Annie Johnson Flint, “He Giveth More Grace", música por Hubert Mitchell (Lillenas Publishing
Co., 1941, 1969).
148 Amor con la camisa arremangada
preocupaciones. Después de respondernos lo mejor que pudo,
se despidió y nos dejó solos otra vez.
En realidad, no estábamos solos, ¡Dios estaba con nosotros!
Después de eso, quedamos aliviados, pero no en la medida que
yo hubiera deseado. Pero el verdadero alivio era el que había
llegado antes: era la paz de Dios que sobrepasa todo entendi¬
miento.
Por ese entonces sacaron a Leah de la sala de emergencia en
una camilla y Brenda quedó sin aliento. Tenía puesto solamente
un pañal y sus manos y pies estaban atados a los travesaños de
la camilla con cordones de ropa, y un tubito con medicamento
penetraba en una vena de su cabeza. La seguimos mientras la
llevaban a la enfermería. Simplemente, estuvimos allí, al lado de
su pequeña cama, por un largo rato, viéndola dormir, aliviados
de alguna forma por el apacible movimiento de su respiración.
La tormenta no había terminado, pero había pasado la crisis, al
menos por el momento, y me vi a mí mismo examinando la paz
que se apoderaba de mí.
Vino a mi mente una historia. Algo que había leído en algún
lugar, o tal vez un mensaje que había escuchado. Se refería a un
grupo de artistas a quienes se les pidió que pintaran cuadros que
representaran la paz. La mayoría de ellos hicieron dibujos sobre
la clase de cosas que serían de esperar: una tranquila pradera al
momento de la puesta del sol, una madre con su hijo, un
santuario vacío bañado por la luz refractada de un vidrio de
color.
Llabía, sin embargo, un cuadro diferente a todos, totalmente
distinto. Era una escena violenta. El cielo estaba negro, rasgado
por flamígeros relámpagos. Se veía un árbol solitario, aferrado
en forma obstinada a un peñasco, torcido por el viento violento,
mientras que ¡as furiosas olas se estrellaban contra las rocas que
sobresalían en la base donde el peñasco se unía al mar.
Alguien preguntó: “¿Cómo puede esta violenta tormenta re¬
presentar la paz?”
El artista estaba allí cerca y alcanzó a oír la pregunta. Uniéndo¬
se al grupo de los espectadores, los animó a reexaminar el
Una paz insólita 149
cuadro, para que notaran no sólo lo obvio sino también los
detalles.
De pronto alguien exclamó: “¡Lo veo! ¡Lo veo!” y señalándolo,
dijo: “Miren, allí en la hendidura de la roca: hay un pájaro que
está cantando.”
Cuando oí esa historia por primera vez, me pareció una buena
ilustración. Ahora se había convertido en una profunda verdad,
una verdad que yo mismo había experimentado. Yo era ese
pequeño pájaro, refugiado en la hendidura de una roca. Alrede¬
dor de mí rugía una tormenta. La enfermedad y la muerte
amenazaban a mi única hija, y sin embargo, tenía paz. La tormen¬
ta amainaba un poco y me consolé con eso. Sin embargo, la
verdadera fuente de mi confianza radicaba en que sentía la
presencia de Dios y en que disfrutaba de la paz que ella me traía.
Esa paz no es sólo para mí. Los anales del cristianismo están
llenos de experiencias similares. Considere, por ejemplo, la
historia de Elaine St. Johns. Eíla experimentó la paz sobrenatural
de Dios después de un serio accidente automovilístico. Y escri¬
bió lo que sigue:
1 Elaine St. Johns, citado en Dawnlngs: Flnding God’s Light in the Darktiess, ed. por Phyllis
Hobe (New York: Guideposts Associates, Inc., 1981), pp. 34, 37,
2 Ibíd.,p. 37.
152 Amor con la camisa arremangada
dejándolo atormentado y solo. Tal vez se estafa preguntando.
¿Qué puedo hacer para encontrar la paz de Dios?
Primero, cambie su enfoque. Cuando se esta en medio de una
situación difícil, es fácil preocuparse por las adversidades, es
decir, estar centrado en los problemas, en lugar de tener a Dios
como el centro. La persona que está centrada en su problema
parece estar mirando a Dios a través del lado incorrecto del
telescopio. Dios parece pequeño y distante; como resultado, su
vida está dominada por problemas en apariencia insuperables y
la persona se encamina hacia la desesperación.
La persona centrada en Dios, en cambio, pone su mira en la
suficiencia de Dios, en su amor y su presencia, y concluye como
el apóstol Pablo: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra noso¬
tros?” (Rom. 8:31). No niega la realidad de sus problemas, sino
que los pone en su perspectiva correcta.
Permítame darle un ejemplo de cómo supero mis temores, o
por lo menos cómo me las arreglé con ellos. Yo lo llamo “el peor
escenario posible”. Es así cómo funciona:
Regresemos a la tarde en que Leah sufrió de pronto convulsio¬
nes que amenazaban su vida. Una vez que acepté la seriedad de
la situación, comencé a analizarla con mi mente. Consideré
todas las posibilidades y las proyecté una por una hasta el final
más amargo, incluyendo la posibilidad de su muerte. En cada
escalón, me preguntaba si la gracia de Dios sería suficiente para
enfrentar esa posibilidad. La respuesta clave, por supuesto, tenía
que ver con la muerte. Si Leah moría, ¿sería suficiente la gracia
de Dios?
Caminando por el pasillo de aquel hospital, luché con esta
pregunta. Mi temor no era por Leah. Si ella moría, estaría con el
Señor, libre de todo sufrimiento y dolor, sin conocer la tristeza
y el desengaño que forman una gran parte de la vida. No, mi
preocupación se centraba en Brenda y en mí.
La muerte, como lo señala en forma tan acertada el autor Joe
Bayley, es una herida para el viviente, y yo quería saber si podría
sobrevivir. Vinieron a mi mente otros padres que habían perdido
a sus hií°s, a algunos los conocía en forma personal y de otros
sólo había leído. Recordé su dolor, pero también recordé su
Una paz insólita 153
esperanza, y cobré ánimo. Por último, concluí que la gracia de
Dios era más grande que la muerte, y me encontré citando
Romanos 8:35,37-39:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribula¬
ción, o angustia, o persecución, o hambre, o desnu¬
dez, o peligro, o espada?... Antes, en todas estas cosas
somos más que vencedores por medio de aquel que
nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte,
ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni
lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo,
ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor
de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.
Como ya le he dicho, la paz de Dios nos envolvió a Brenda y
a mí aun antes de que supiéramos que Leah estaba fuera de
peligro. Una parte de eso fue algo tan simple como una manifes¬
tación de la gracia soberana de Dios. Pero a otro nivel era el
resultado de nuestro enfoque mental, de nuestra confianza en
su suficiencia. Sabíamos que Dios era capaz de curar a nuestra
pequeña hija y también sabíamos que si ella no se curaba, él era
capaz de reconstruir nuestros corazones traspasados de dolor y
llenar nuestra vida destrozada con un gozo y un propósito
renovados. Al recordarnos aquellas verdades en forma continua,
encontramos su paz en medio de una crisis que amenazaba la
vida.
Estoy convencido de que la mayoría de las personas pueden
superar casi cualquier penuria si están seguras de tres cosas.
Primero, que a Dios le importa lo que les sucede. Luego deben
estar seguras de que Dios está con ellas, de que él no las
abandonará, ni las dejará solas con su dolor. Y, por último, tienen
que tener la seguridad de que él redimirá su situación; esto es,
que hará que de alguna manera contribuya a su final semejanza
a Cristo.
Como criaturas racionales, el pensamiento de que un acciden¬
te trágico o una enfermedad podrían ser inútiles y sin sentido,
nos resulta del todo insoportable. Pero en cambio podremos
soportarlo si llegamos a estar convencidos de que al final Dios
154 Amor con la camisa arremangada
obtendrá un bien de algo que para todo el mundo parece una
tragedia sin sentido.
¿Recuerda el momento en que Jesús y sus discípulos fueron
sorprendidos por una tormenta en el mar? Marcos lo relata de
este modo:
Pero se levantó una gran tempestad de viento, y
echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se
anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un
cabeza!; y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no
tienes cuidado que perecemos? (Marcos 4:37,33)
Como nos sucede a muchos de nosotros cuando somos sor¬
prendidos en. una crisis persona!, ellos se preguntaban si a Jesús
le preocuparía lo que les estaba sucediendo. Entonces clamaron:
“.. .¿no tienes cuidado que perecemos?”
Me viene al recuerdo una pareja joven de nuestra iglesia que
estuvo dos años en el campo misionero. Estando allí, les nació
su segundo hijo, pero muerto. Fue un golpe desolador. Estaban
a miles de kilómetros de sus familias y amigos, arriesgando sus
vidas por causa de! reino, haciendo exactamente aquello a lo
que Dios los había llamado. .. ¿por qué, entonces, murió su
bebé? Me pregunto cuántas veces habrán clamado: “Señor, ¿no
tienes cuidado?”
Viene a mi mente el caso de una madre afligida. La mayor parte
de su vida había estado llena de penurias. Se casó con un soldado
que la llevó a los Estados Unidos siguiendo e! recorrido de su
servicio. Poco después del nacimiento de su primer hijo, la
abandonó por otra mujer. Sola, en un país extranjero, con un
bebé para, cuidar, se habrá preguntado: “Señor, ¿no tienes cui¬
dado?”
Pronto descubrió que su hijo tenía una epilepsia grave, que
requería medicamento y cuidado constantes, además de una
educación especial. “Señor, ¿no tienes cuidado?”
P°f último, siendo ya un joven de dieciséis años, el hijo se
inscribió en la escuela pública y parecía que, por fin, estaba
entrando en una vida normal. Pero al poco tiempo se ahogó al
sufrir un accidente imprevisto. Había quedado solo en una
piscina siguiendo una clase de natación y, aparentemente, sufrió
Una paz insólita 155
un ataque. Otra vez la madre habrá clamado: “Señor, ¿no tienes
cuidado?”
Acepto que estos son casos extremos, pero no son tan aisla¬
dos como yo creía un tiempo atrás. Después de más de veinte
años en el pastorado, me doy cuenta cada vez más de que hay
muchas personas que viven con su dolor, muchos que sufren en
silencio y ocultan su aflicción en público detrás de una sonrisa.
Una y otra vez me han suplicado una respuesta. Su pregunta es:
“¿No tiene cuidado Dios?”, o, “¿por qué Dios no hace algo?”
En realidad lo que buscan no son respuestas, sino afirmacio¬
nes. En forma intuitiva saben que los “porqués” están más allá
de nosotros.
Algunas veces, simplificando bastante, explico que habitamos
en un planeta que está en rebeldía, que somos parte de una raza
que vive fuera de la voluntad de Dios, y que una de las conse¬
cuencias de esa rebeldía es la enfermedad y la muerte. No es que
Dios la envía, ni que la desea. Es sólo una consecuencia natural
del estado caído de la humanidad. Como los cristianos somos
parte de esta raza, también nos toca sufrir a veces las consecuen¬
cias de ese estado caído, a pesar de que en lo personal estemos
comprometidos en hacer la voluntad de Dios y en adelantar la
venida de su reino.
Jesús derrotó la enfermedad y la muerte mediante su propia
muerte y resurrección, pero aún no la ha destruido. Eso sucederá
en su segunda venida: “Porque preciso es que él reine hasta que
haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer
enemigo que será destruido es la muerte” (1 Corintios 15:25,26).
Podemos seguir preguntando por qué, podemos altercar con
Dios por la aparente injusticia de la vida, por la falta de equidad
de todo esto, pero a fin de cuentas resulta un ejercicio inútil.
Por favor, no interprete mal mis palabras. No estoy diciendo
que no debemos enojarnos nunca, ni expresarle a Dios nuestro
enojo, ni demandar una explicación. Muy por el contrario, creo
que una expresión así no sólo es saludable sino también necesa¬
ria. Es parte del proceso de la aflicción; a fin de lograr que pase
nuestro enojo, con frecuencia necesitamos confesarlo sincera¬
mente a Dios.
156 Amor con la camisa arremangada
Y debemos llegar a! punto en que el Cl porqué en realidad
no pierda importancia, ya que en esta vida sólo . . .vemos por
espejo, oscuramente. . . [sólo] cono[cemos] en parte. . .
(1 Corintios 13:12). Si se lo permitimos, Dios nos dará algo mejor
que respuestas o explicaciones. ¡Nos dará una confianza incon¬
dicional!
Después de todo, la verdadera pregunta no es “¿porqué?” sino
“¿lo sabe Dios, tiene cuidado?” Y como respuesta, todo lo que
puedo hacer es señalar la cruz. ¡Allí está él, el Hijo de Dios,
sangrando y muriendo porque tiene cuidado de nosotros! La
próxima vez que usted esté en medio de una crisis y tentado a
clamar: “Señor, ¿no tienes cuidado?”, míre a la cruz. Lo dice todo;
¡es la única respuesta que necesitamos!
Una vez que sabemos que Dios tiene cuidado, necesitamos la
seguridad de que está con nosotros.
Creo en verdad que podemos vencer cualquier adversario,
soportar cualquier penuria, si sólo entendemos que no estamos
solos. Elaine St. John encontró paz en el tiempo de tribulación
porque aquella tranquila y pequeña voz le aseguró: “. . .he aquí
yo estoy con vosotros todos los días” (Mateo 28:20). Cientos de
años atrás, el Salmista había tenido una experiencia similar, y
escribió: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré
mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me
infundirán aliento” (Salmo 23:4).
La clave es la presencia de Dios: “.. .no temeré mal alguno,
porque tú estarás conmigo...”
Cuando era un niño de apenas siete u ocho años, me desperté
en mitad de la noche y pensé que veía un hombre que estaba
inspeccionando mi clóset. El temor me dejó inmóvil, me parali¬
zó, y me quedé quieto tratando de no respirar. Por treinta
segundos, un minuto, tal vez más, no pude hacer nada. Por
último, pude dar un horripilante grito, y mi padre irrumpió al
momento en mi habitación. Por supuesto, el intruso se desvane-
ció, y papá logró calmar mis temores y hacerme dormir otra vez.
Después ae un rato volví a despertarme, y el intruso estaba allí
de nuevo. Esta vez estaba parado directamente sobre mí. Traté
de gritar, pero no pude emitir ningún sonido debido a que mi
Una paz insólita 157
garganta se paralizó por el temor. Me quedé allí, más aterroriza¬
do que nunca. Con una arremetida repentina, me incorporé en
la cama y grité tan fuerte que podía haber despertado a un
muerto. Una vez más papá vino corriendo para rescatarme. Otra
vez desapareció el intruso.
Ahora que soy adulto estoy convencido de que aquel intruso
era tan sólo un invento de mi imaginación demasiado activa,
pero usted no me hubiera podido convencer de eso en aquel
entonces. En realidad, después de la segunda experiencia, no
quería que me consolaran. Las exhortaciones de mi padre caye¬
ron en oídos sordos. Por último, en un recurso desesperado,
papá mandó a mi hermano menor a dormir con mamá y se
acurrucó en la cama a mi lado. Cuando lo hizo, el temor desapa¬
reció.
Esta es todavía la respuesta a los temores de la vida, sean
grandes o pequeños. Tiempo atrás solíamos cantar: “Todas las
promesas del Señor Jesús son apoyo poderoso de mi fe.” Hoy es
tan cierto como lo era antes, y no hay nada más precioso que la
promesa de la presencia de Dios.
Hay ocasiones en que la presencia de nuestro Padre es tan real
que no necesitamos otra cosa, ni gente especial, ni lugares
especiales. Pero aquellas experiencias son la excepción y, por
lo general, Dios manifiesta su presencia por medio de su pueblo.
Tal vez Alexander Irvine lo expresó mejor en su novela, My
Lady of the Chimney Comer (Mi señora del rincón de la chime¬
nea). En este libro, Irvine hace que la señora vaya a consolar a
una vecina cuyo hijo ha muerto:
En forma tan suave como cae una hoja otoñal, ella
tendió su mano sobre la cabeza de Elisa: “Ah, mujer,
Dios no es un libro escrito para ser llevado de un lado
a otro por un hombre vestido en ropas finas, ni una
cruz que cuelga de la cadena del reloj de un sacerdote.
Toda vez que la encuentra dispuesta, Dios toma una
mano y hace con ella lo que desea. A veces toma la
mano de un pastor y la coloca sobre la cabeza de un
niño para bendecirlo, otra vez, la mano de un médico
que alivia el dolor, o la mano de una madre que guía a
158 Amor con la camisa arremangada
su hijo, y otras, la mano de una pobre vieja como yo
para llevar consuelo a su vecina. Son todas manos
tocadas por su Espíritu, y su Espíritu está en cualquier
lugar buscando manos que se dejen utilizar.”
Por último, debemos estar seguros de que Dios no permitirá
que nuestro sufrimiento sea inútil
De alguna forma estamos convencidos de que podemos so¬
portar cualquier cosa con tal que sepamos que servirá para algo.
Esta es una de las razones por las que los deudos cristianos con
frecuencia piden al pastor que predique un “mensaje evangelís-
tico” en e! funeral De ese modo, la pérdida que sufren es más
soportable, porque sienten que por medio de ella se puede
adelantar el reino de Dios. Es lamentable que esta “necesidad”
lleve algunas veces al que está de duelo a exagerar las explica¬
ciones y aun a hacer gestos extravagantes. No debería hacerlo,
pero a menudo lo hace.
En Romanos 8:28, el Apóstol Pablo escribe: “Y sabemos que
a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es,
a los que conforme a su propósito son llamados.” En realidad,
esto es todo lo que necesitamos saber. No cómo es que cada
cosa en particular obra para bien, sino que en verdad ¡sucede
así! Ni siquiera necesitamos especular sobre las formas, sino
consolarnos en la realidad de que Dios está redimiendo esa
situación o experiencia, ¡haciéndola obrar para nuestro bien
eterno!
Hace muchos años, escuché una historia que hizo que esta
verdad cobrara vida para mí. Una historia que es a la vez verda¬
dera y trágica, referida a un pastor cuyo hijo se había suicidado.
Diez días después del hecho, el pastor subió al púlpito y anunció
su texto. Bajo la compulsión producida por esa circunstancia,
leyó Romanos 8:28. Su lucha interior se hizo visible cuando dijo:
No puedo lograr que el suicidio de mi hijo encaje en
este pasaje. Me resulta imposible ver cómo puede
derivar de esto algo que pueda llamarse bueno, pero
1 Arthur Gordon, A Touch of Wonder (Oid Tappan: Fleming H. Revell Company, 1984), p. 89.
Una paz insólita 161
Pero permítame que se lo explique. No perdonamos a Dios
porque haya hecho algo equivocado, porque él no se equivoca.
Más bien, lo perdonamos en el sentido de que antes lo habíamos
culpado, haciéndolo el responsable, y nuestros sentimientos
nos habían alienado de él. Cuando lo “perdonamos”, hacemos
que esos sentimientos se desvanezcan, lo mismo que todo el
dolor y el enojo, toda la amargura y la desconfianza. Significa
que dejamos de trabajar en contra de sus propósitos en nuestra
vida. En lugar de eso, nos rendimos a él, trabajamos con él. Y,
como resultado, experimentamos su paz sobrenatural.
Con frecuencia nos enojamos con Dios porque las cosas no
resultaron como esperábamos. Como consecuencia, no sólo nos
vemos batallando contra las vicisitudes de la vida, sino contra la
vida misma; tenemos propósitos opuestos a los de Dios.
No sé de qué forma nos hemos hecho a la idea equivocada de
que porque somos cristianos tenemos el derecho de tener una
vida libre de problemas y dolores. Nada podría estar más alejado
de la verdad. Jesús les dijo a sus discípulos: “En el mundo
tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan
16:33).
Una vez que comprendemos esta verdad y aclaramos nuestras
expectativas, entonces la resignación y la paz que ésta produce
se presentarán con toda naturalidad. O como Annie Johnson
Flint lo expresó:
1 Annie Johnson Flint, “What God Hath Promised”, citado en Dawntngs: Finding God’s Light
in the Darkness, ed. por Phyllis Hobe (Waco: Word Books Publisher, 1981), p 40
Capítulo 8
La gloria de la vida
■
-
La gloria de la vida 165
La gloria de la vida
L
os descubrimientos arqueológicos recientes sacaron a la luz
cartas escritas por mártires de los primeros tres siglos de
nuestra era cristiana. Poco antes de morir, un santo escribió lo
siguiente:
En una cueva oscura encontré la alegría; en un lugar
de amargura y muerte hallé el descanso. Aprendí a reír
por lo mismo que otros lloran. En lo que otros temen,
obtuve fortaleza. ¡Quién habría pensado que en una
situación miserable hubiera podido disfrutar de tanta
satisfacción; que en un rincón solitario habría gozado
la más gloriosa compañía, y en las más duras cadenas
el más perfecto reposo. Es Jesús quien me concedió
todo eso. Está conmigo, me fortalece y me llena de su
gozo. Quita de mí la amargura y me llena con su
fortaleza y consolación.1
No puedo evitar el deseo de poner en contraste a aquel
cristiano primitivo, y el testimonio que ha dejado, con la mayoría
de los cristianos contemporáneos. El fue una víctima de la
persecución religiosa, un prisionero que enfrentó la muerte por
causa de su fe. Los cristianos de hoy, por lo menos en los Estados
Unidos, disfrutamos de libertad religiosa. La única persecución
que tal vez sufrimos es una burla superficial.
1 Charles Hembree, Pocket of Pebbles (Grand Rapids: Baker Book House, 1969), p. 33.
168 Amor con ¡a camisa arremangada
La morada de este hombre era una celda húmeda, una cueva
oscura”, para utilizar sus palabras, mientras que la mayoría de
nosotros vive en cómodas casas. Sus compañeros eran, en su
mayoría, un grupo variado de criminales endurecidos, incorre¬
gibles y amargados, debido a la suerte que les tocó en la vida.
Nosotros, por nuestra parte, vivimos y trabajamos con los de
nuestra misma condición. Tenemos una infraestructura espiri¬
tual y social, y un sistema de apoyo que nos provee compañeris¬
mo y ánimo.
El encontró gozo en medio de su miserable situación. A
nosotros, que estamos rodeados de comodidades, con frecuen¬
cia el gozo nos esquiva.
Por favor, no me juzgue mal; no estoy sugiriendo que él “sentía
un gran placer” por causa de sus penurias. Ni tampoco que
nosotros carecemos de satisfacción porque estamos llenos de
comodidades materiales. La cosa no es tan simple. En realidad
parece haber poca o ninguna relación entre las circunstancias
de una persona y el verdadero gozo.
E! destacado predicador Harold Bosley contó una
historia traída de los días de la Gran Depresión de la
década de 1930. Un grupo de oradores, incluyendo a
Clarence Barrow, el distinguido abogado y declarado
ateo, disertaba en una reunión de personas del Sur de
Chicago, en su mayoría negros. Las condiciones eco¬
nómicas no podían ser peores: el dinero y las oportu¬
nidades de trabajo escaseaban y Darrow utilizó ese
hecho para llamar la atención a la difícil situación de
la gente negra. Hizo una reseña de las angustias que
sufrían y concluyo preguntándoles: “¿Y a pesar de eso
ustedes pueden cantar? ¡No hay quienes canten tan
bien como ustedes! ¿Qué es lo que da razón de ser a
su canción? De un salto una mujer de la congregación
gritó: “¡Jesucristo es la razón de nuestra canción!” Y
su respuesta fue seguida por muchos que dijeron
“amén” y “sí” y “así es”.
Al contrario de lo que era habitual con él, Darrow
se quedó sin habla. No pudo elaborar ninguna respues-
La gloria de la vida 169
ta, pues había sido enfrentado cara a cara con aquello
que no se puede racionalizar, y acerca de lo cual
apenas se encuentran palabras humanas para hablar:
la incontestable evidencia de gente que puede cantar
en medio de las lágrimas y por encima de sus temores,
porque caminan con aquel que los fortalece para hacer
todas las cosas.1
No hay duda de que esta clase de gozo tiene que ver, en parte,
con estar en una relación correcta con Jesucristo, pero a la vez
significa algo más que haber “nacido de nuevo”. Si eso fuera
suficiente, entonces todos los cristianos viviríamos en un cons¬
tante estado de euforia. Por desgracia no es eso lo que suele
suceder.
Esta alegría es una experiencia que tenemos que aprender.
Por lo menos, fue así en el caso del apóstol Pablo, quien
escribió: . .en todo y por todo estoy enseñado, así para estar
saciado como para tener hambre, así para tener abundancia
como para padecer necesidad” (Filipenses 4:12).
1 Víctor Frankl, Man ’$ Search for Meaning (New Yorfc: Pocket Books, 1963), p 122,
174 Amor con la camisa arremangada
tándoles a esos hombres qué era lo que la vida esperaba de ellos.
Entonces uno eligió vivir por su hijo, y el otro para completar
su tarea, una serie de libros científicos. Frankl notó, por lo tanto
que el amor humano y el trabajo creativo pueden darle un
significado a la vida.1
Si el comprometerse con algo que no era el propio yo pudo
dar significado a la vida, una razón para seguir viviendo, en
circunstancias tan adversas como las de los campos de concen¬
tración, entonces, con seguridad, es evidente que también será
así con nosotros. O, como lo expresó un escritor anónimo:
Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó
su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que os
he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y
decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el
2 ÍS ed pof
La gloria de la vida 175
Maestro he lavado vuestros pies, vosotros también
debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque
ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho,
vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo:
El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es
mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, biena¬
venturados seréis si las hiciereis.”
Juan 13:4-5,12-17
Este es un principio que aprendí a comienzos de mi ministe¬
rio, cuando todavía estaba en mi primer pastorado. Se trataba de
una congregación difícil, pequeña y flagelada por los celos
despreciables. Después de servir a la iglesia por un año las cosas
llegaron al punto de ebullición.
Con desesperación clamé al Señor y, en el transcurso de dos
o tres semanas, llegué a convencerme de que él me guiaba a
recurrir a la anticuada práctica de lavar los pies. Esta posibilidad
tenía poco sentido para mí, pero la situación era desesperante
y mis impulsos internos para llevarla a cabo se fortalecían día a
día, por lo cual decidí hacerlo.
El domingo siguiente, por la mañana, anuncié que el culto por
la noche sería solo para hombres”. De inmediato hubo algunas
murmuraciones inquietantes y cuando llegué a la casa pastoral,
que estaba al lado de la iglesia, sonó el teléfono. Era el hermano
Hoover, un anciano de ochenta y cuatro años, antiguo miembro
de la iglesia. Me informó que su esposa había asistido con él a ¡a
iglesia por más de sesenta años y que, si a ella no se le permitía
asistir al culto, entonces él tampoco asistiría.
Colgó el teléfono sin siquiera darme la oportunidad de respon¬
derle. Yo estaba angustiado. Los Hoover eran unas de las pocas
familias en la iglesia que no me presentaban oposición y, ahora,
¡yo los había ofendido!
Era demasiado tarde para cambiar de opinión; por lo tanto, a
pesar de mis temores, continué con el culto como lo había
planeado. Aquella noche asistieron nueve hombres, que se
sentaron en sillas plegables de metal, mirándose el uno al otro.
Estaban en silencio, echando una mirada ocasional hacia la mesa
176 Amor con ¡a camisa arremangada
de la comunión frente a la cual yo me encontraba. Por fin
comencé la reunión diciéndoles que se quitaran los zapatos y
calcetines. Se miraron unos a otros como diciendo: Este joven¬
zuelo (por entonces apenas tenía veintiún años) se ha vuelto
loco.” Sin embargo, hicieron, lo que les pedí y en cuestión de
minutos teníamos dos filas de hombres descalzos mirándose
unos a otros.
Mientras se quitaban los zapatos y calcetines, yo me quité el
saco, y me arremangué la camisa. Después, tomando una palan¬
gana con agua y una toalla, me di vuelta y los miré.
—Algunos de ustedes sienten que he tenido predilectos, que
no he ministrado a sus familias como debía. Tal vez tengan
alguna justificación para sentirse así. Pero quiero que sepan que
en cualquier circunstancia en que los ofendí, lo hice con igno¬
rancia, por falta de experiencia, nunca con malicia. Como una
demostración de mi deseo sincero de servirles en cualquier
forma, grande o pequeña, voy a lavarles los pies.
Otra vez hubo un murmullo inquietante, pero no le hice caso,
y me arrodillé frente al hombre que estaba más cerca. Antes de
lavarle los pies, me disculpé por cualquier agravio que le hubiera
hecho y le pedí perdón. Luego lavé sus pies como una demos¬
tración de mi deseo de servirle a él y a su familia en el nombre
de Jesucristo. Repetí ese acto ocho veces, hasta que me disculpé
específicamente con cada uno de los hombres que estaban
presentes y les lavé los pies a cada uno.
Durante ese simple ritual, sucedió algo casi milagroso en sus
corazones y en el mío. Por el hecho de haber tomado una toalla
y una palangana con agua, por haberme arrodillado, por lavar
sus pies y disculparme, aquellos hombres habían quedado de¬
sarmados. Había desactivado la bomba de tiempo de su enojo,
cuando me hice vulnerable a mí mismo, cuando me puse en sus
manos, necesitado de su misericordia, apelé a todo el amor y la
bondad de sus corazones. El dictador espiritual que hacía deman¬
das^ daña instrucciones había desaparecido, y en su lugar
había a un servidor que no los amenazaba.
^ aclueEa experiencia también me cambió a mí en forma
radical, desde adentro hacía afuera. Hasta ese culto, siempre
La gloria de la vida 177
había pensado que los ministros, en especial los evangelistas,
eran “celebridades santificadas”. Eramos las estrellas, los acto¬
res, y la iglesia existía para beneficio nuestro.
No estoy seguro de qué fuente tomé esa idea errónea (esto
fíie antes de la época de los teleevangelistas, de modo que no
puedo culparlos por mi mal concepto sobre su estado de cele¬
bridad). Sin embargo, yo tenía esa idea falsa en mi mente. Con
ese tipo de actitud, no podía evitar percibir cada desaire, por
insignificante que fuera. Como resultado me sentía desdichado
todo el tiempo. Sentía que no me apreciaban, que mis necesida¬
des no eran satisfechas.
¿Cuál fue la respuesta de Dios hacia mi actitud de que otros
me sirvieran a mí? Una palangana de agua y una toalla. “.. .si yo,
el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también
debéis lavaros los pies los unos a los otros... si sabéis estas cosas
bienaventurados seréis si las hiciereis.”
Por supuesto, él no estaba hablando sólo del acto de lavar
los pies. Hablaba de una actitud, de un estilo de vida, de un
deseo de darse uno mismo en un servicio de amor hacia otros,
en todas las formas, aun en la forma más común, en especial
si se puede hacer sin llamar la atención. “.. .y tu Padre que ve
en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:18).
Podría agregar que la primera forma en que él nos recompen¬
sa, es ¡con una renovación, un contentamiento, un gozo
interior!
Ann Kiemel Anderson escribe esto:
algo. . .que me ayudó cuando tenía depresión, fue
poder extenderme más allá de mi sufrimiento y lle¬
gar al de otra persona, recuerdo un día en que me
sentía tan deprimida que apenas podía darme vuelta
en la cama, no me quedaban fuerzas para nada, de
alguna manera, lo único que deseaba era permane¬
cer bajo las mantas y morir así.
con un impulso apremiante, me levanté de la ca¬
ma. juntando todas las fuerzas que me quedaban, me
puse la ropa y salí, me detuve en un mercado y
compré dos bolsas llenas para un anciano y solitario
178 Amor con ¡a camisa arremangada
viudo. 1c canté, converse con el, y le deje los
alimentos en la mesa de la cocina, después me
acordé de otras dos personas, uno era un muchacho
adolescente que estaba socialmente incapacitado,
llevé conmigo dos bebidas refrescantes y me senté
con él en los escalones del frente y dejé que me
contara sus problemas.
cuando regresé a casa ya era de noche, no había
cambiado nada en mi vida, seguía teniendo los mis¬
mos problemas, pero era yo quien había cambiado;
me sentía aliviada en mi corazón. la terrible opresión
de la oscuridad había desaparecido, veía un rayo de
esperanza que estaba surcando el cielo, surgió en mí
una fuerza nueva.
así de egoísta y paralizante puede llegar a ser la
depresión, si usted entrega su vida a otros, una y otra
vez, las situaciones negras y oscuras se tornarán
luminosas, pero si se niega, en forma obstinada, a
ayudar a resolver las necesidades de otros, quedara
encerrado en un túnel de desconfianza en sí mismo
y codicia.1
El antídoto que encontró Ann para la depresión fue servir a
los demás. AI poner la atención en las necesidades de otros,
se olvidó de las propias. Pruébelo y estoy seguro de que
quedará gratamente sorprendido. Busque el gozo y nunca lo
encontrará. Déselo a otros, y el gozo lo encontrará a usted. ¡Es
una ley que siempre se cumple!
El tercer secreto que Pablo aprendió sobre el contentamien¬
to, en cualesquiera y en todas las circunstancias, fue apreciar
e! valor de la amistad. No podemos leer las epístolas de Pablo
sin sentir, a la vez, su profundo compromiso con sus amigos
y colaboradores, y e! de ellos con él. Con frecuencia lo acom¬
pañaron en sus viajes en medio de dificultades y peligros, y
hasta arriesgaron sus propias vidas, cosa que él nunca olvidó.
1 :.';íCo^ínC5<5S°nyJanKiemdReam’
Books, 1986), p. 99. stmS8Un8f°rWholeness(Nashvitle: Oliver-Nelson
La gloria de ¡a vida 179
Para demostrarlo, podemos considerar la carta que escribió a
sus amigos en la iglesia de Corinto:
1 Richard Exley, The Painted Parable (New York: Vantage Press, 1978), p. 89.
La gloria de la vida 183
y copastor, Doyle Masters, que enfermó de cáncer en noviembre
de 1978. Después de que el médico Se dijo que e! cáncer era
inoperable, Masters escribió una carta abierta a su congregación
en la que poma su atención en lo que le quedaba, y no en lo que
le había sido quitado. El resultado fue que tanto su carta como
su vida llegaron a ser una canción de gozo. La cita que sigue se
ha tomado de sus escritos:
Las opciones médicas son mínimas y en el mejor de
los casos no incluyen ni una renovación de mis fuerzas
ni una vida larga. La otra opción es entregarle esto a
Dios con fe en su voluntad sanadora y final. Dios nos
ha guiado a hacer esto después de mucha oración y
rendición espiritual. No sabemos lo que traerá el futu¬
ro, pero sabemos que Dios lo preside...
Los últimos días vividos han pasado como un torbe¬
llino, dejando a su paso algunas certidumbres básicas
que conforman mi lista de agradecimientos. Desde la
oscura noche del alma ha surgido la luz del sol del amor
de Dios. Estoy agradecido a Dios porque él es real y
personal, a Jesucristo, porque está presente con su
poder, y al Espíritu Santo, porque está a nuestro lado en
la lucha.
Mi gratitud rebosa gracias a una fe que se afirma
frente a los obstáculos que parecen imposibles de
superar, y por la práctica persona! de la oración que
hace aplicables las promesas de Dios a cualquier situa¬
ción que se presente.
Este año, mi lista de agradecimientos está confeccio¬
nada no por las cosas que tengo, sino teniendo en
cuenta quien me tiene a mí: un Dios que es poderoso
para hacer todas las cosas mucho más abundantemen¬
te de lo que pido o entiendo.1
Esto no es alguna revelación nueva, y sin embargo nunca ceso
de asombrarme ante el poder transformador que tiene. En reali-
1 Dunnam, p. 321.
184 Amor con la camisa arremangada
dad, en una oportunidad reciente, pude apreciar, lleno de asom
bro, de qué forma esta verdad obra su milagro silencioso.
Me llamaron a ministrar a una familia de nuestra iglesia cuyo
hijo de treinta y dos años había muerto en un accidente automo¬
vilístico. Cuando llegué, su madre estaba tan afligida que parecía
fuera de sí. Durante casi una hora, o quizás más, no hice otra
cosa que escucharla con amor, mientras que ella descargaba en
forma alternada, primero su angustia, y luego su enojo.
Por fin, me pareció oportuno decir algo; en efecto, ella de¬
mandaba una respuesta, algún tipo de explicación que le diera
algún sentido a esa tragedia que de lo contrario parecía inútil.
Sabemos que no existe una respuesta de ese tipo, pero pude
ayudarla a librarse de toda su aflicción recordándole lo que tema
(treinta y dos años de recuerdos felices), en lugar de recordar lo
que había perdido (un hijo amado).
Con la mayor dulzura, la animé a recordar el caudal de emo¬
ciones que había experimentado cuando el médico le dijo que
había dado a luz a un niño sano.
—Recuerde —le exhorté—, la ternura que experimentó cuando
lo acunaba, la paz que disfrutó cuando él dormía, la emoción
que le produjeron sus primeros pasos. Recuerde también su
primer día en la escuela, su graduación, y su casamiento.
No sin esfuerzo, comenzó a tener reminiscencias, y a recordar
el amor y las risas que habían compartido, con lo cual el horrible
dolor de su angustia cedió paso, en alguna medida al disfrute de
ese pasado. Su angustia subsistía, debido a la magnitud de su
pérdida, pero había sido templada con los recuerdos de los
buenos tiempos que había compartido con su hijo. Y esto es lo
importante, porque de lo contrario el dolor y la pérdida de¬
mandan nuestra atención de ta! forma, que hacen que nues¬
tros pensamientos se concentren sólo en la tragedia, y que de
ese modo se profundice la sensación de abandono y temor.
Por un acto de nuestra voluntad, podemos centrar nuestros
pensamientos en cosas más elevadas. Cuando lo hacemos,
estamos en condiciones de hacer las paces con nuestro dolor.
^No estoy hablando de negación sino de perspectiva. Nuestra
pérdida es real, como lo es nuestra aflicción, pero también
La gloria de ¡a vida 185
existen los buenos recuerdos, el fulgor del día, y Dios mismo.
Cada vez me doy mayor cuenta de que si podemos retroceder y
volver a experimentar algo del gozo del pasado, podremos
descubrir otra dimensión de la paz, y aun del contentamiento,
a pesar de que las circunstancias presentes sean abrumadoras.
Esto nos lleva al “secreto” fina! del contentamiento: la
capacidad para celebrar lo común.
“Una de las cosas más trágicas que conozco acerca de la
naturaleza humana —dijo Dale Carnegie— es que todos nosotros
tendemos a eludir la vida. Soñamos con alcanzar algún mágico
jardín de rosas en el lejano horizonte, en lugar de disfrutar de
las rosas que hoy mismo están floreciendo fuera de nuestras
ventanas.”1
Como consecuencia de nuestra “hipermetropía”, perdemos
la vida. Pasa al lado de nosotros pero nosotros estamos espe¬
rando que suceda algo extraordinario o inusual.
O intentamos, a un costo muy elevado, que la felicidad
“ocurra”, y terminamos como Will Durant, que perdió la
felicidad; al menos por un tiempo. El escribió lo que sigue:
Por muchos años perdí la felicidad. La busqué en
el conocimiento, y encontré desilusión. La busqué
escribiendo, y encontré la fatiga de la carne. La
busqué viajando, y mis pies se cansaron en el cami¬
no. La busqué en las riquezas, y encontré discordia
y aflicción.
Y entonces, un día, en una pequeña estación allá
en un boscoso peñasco cerca del mar, vi a una mujer
esperando en un pequeño auto, con un niño dormi¬
do en sus brazos. Un hombre descendió del tren,
caminó rápidamente hacia ella, la abrazó y besó al
niño dulcemente, con cuidado, por temor a desper¬
tarlo. Fueron juntos a un modesto hogar entre los
campos; y me pareció que ellos tenían la felicidad.
Hoy he descuidado mis escritos. La voz de una
1 Dale Carnegie, citado en Datvnlngs: Finding God’s Light in the Darkness, ed. por Phyllis
Hobe (New York; Guideposts Associates, Inc., 1981), p. 196.
186 Amor con la camisa arremangada
pequeña niña que me decía: “Ven y juega conmi¬
go”, me sacó de mis papeles y mis libros» ¿No era
el propósito final de mi faena el poder estar libre
para juguetear con ella y pasar horas de calma con
quien me la había dado? Y entonces caminamos y
corrimos y reimos juntos, y caímos en el pasto
crecido, y nos escondimos entre los árboles; y fui
joven otra vez.
Ahora es de noche; mientras escribo, escucho
la respiración de la niña mientras duerme en su
confortable cama, Y yo sé que encontré lo que
buscaba. Percibí que si realizo de la mejor manera
posible las tareas para las que me ha preparado la
vida, encontraré la satisfacción, y un tranquilo
sendero de felicidad por muchos años.1
O, como escribió james M. Barde en “Little Privileges”
(Pequeños privilegios):
La felicidad es el arte de encontrar el gozo y
la satisfacción en los pequeños privilegios de la
vida:
una hora silenciosa bajo el sol en lugar de un viaje
lejano:
una breve escapada a los bosques cercanos en vez
de largos viajes;
una hora con un amigo a cambio de una extensa
visita a los parientes,
unas pocas páginas de un libro en lugar de horas
de tiempo de lectura,
una vislumbre del atardecer, una solitaria y hermo¬
sa flor, una sonrisa casual,
una palabra amable, un pequeño regalo entregado
en forma anónima,
una pequeña atención aquí y allá mientras los días
corren.
1 “ DTn<n&S: Fhut",& God's L,&h< lhe Darkness, ed. por Phyllis Hobe
(New \ork. Guideposts Associates, Inc., 1981), pp. 204,205.
La gloria de la vida 187
Los que ileevan la luz del sol a la vida de los demás
no pueden evitar que les alumbre a ellos mismos.1
En verdad . .gran ganancia es la piedad acompañada de
contentamiento (1 Timoteo 6:6) ... ¡la gloria de la vida!
1 James M. Barrie, citado en Daumings: Finding God’s Light in the Darkness, ed. por Phyllis
Hobe (New York: Guideposts Associates, Inc., 1981), p. 196.
Capítulo 9
No hay mayor amor
'
'
No hay mayor amor 191
Señor,
el amor es un tema bastante común,
oímos hablar de él todo el tiempo...
amor verdadero,
amor tenaz,
amor libre,
el amor de una madre,
aun el amor incondicional.
Sin embargo, el amor real,
la clase de amor que es como el tuyo,
el tipo de amor del que habla la Biblia,
ciertamente es una clase de amor que rara vez se encuentra.
Es más que el atractivo claro de luna y que la música,
más que un sentimiento romántico,
más que un deseo sexual
o una exaltación de las emociones.
¡Tu amor, es diferente, único y real!
Sin embargo, estoy seguro de que no se produce sin costo,
ni siquiera para ti.
Al considerar nuestra pequeñez,
nuestra pecaminosidad,
nuestro egoísmo,
y nuestra dureza de corazón,
aun tu amor, al menos en ocasiones, debe requerir esfuerzo.
Es una elección, ¿no es cierto?
No un sentimiento,
sino una disciplina, ¡un acto de la voluntad!
Elegiste amarnos,
ver nuestras posibilidades,
creer en nosotros,
aun cuando no podemos creer en nosotros mismos
Quiero amar así,
pero no puedo,
192 Amor con la camisa arremangada
al menos no puedo sin tu ayuda.
Sólo tengo la capacidad de amar bien
cuando el amor me hace sentir bien a mí,
y eso ni siquiera merece llamarse amor.
Pero el otro amor, el incondicional,
ese amor real, está fuera de mi alcance.
Sin embargo, si tú puedes seguir amándome,
sólo un tiempo más,
quizás yo también pueda llegar a ser uno que ame con santidad.
Amén.
Capítulo 9
1 Wilham Barclay, The Beatitudes and The Lord’s Prayerfor Everyman (New York and
Evanston: Harper & Row Publishers, 1968), pp. 69, 70.
2 Kathy C. Miller, Out of Control (Waco: Word Books Publisher), p. 114.
No hay mayor amor 197
cifra se elevaría a seis mil). El diez por ciento de las
visitas de niños a las salas de emergencia se deben a
los malos tratos que han recibido. Un estudio estima
que se maltrata a quince de cada cien niños por lo
menos cinco veces al año. Es un hecho que hay más
niños menores de cinco años que mueren por daños
causados por sus padres que por la combinación de
tuberculosis, tos convulsa, polio, diabetes, fiebre reu¬
mática y apendicitis.1 2
Y el maltrato infantil llega a parecer minúsculo si se compara
con los casos de aborto. Cada día se pierden, sólo en los Estados
Unidos, alrededor de cuatro mil vidas humanas por causa de
abortos. Los números continúan multiplicándose, y ya en ciuda¬
des como Nueva York y Washington, D.C., más bebés mueren
por aborto que nacen vivos/
En enero de 1984, en su discurso a la Convención de Comu¬
nicado res Religiosos de Radio y Televisión, el presidente Reagan
dijo: “Quince millones de niños nunca reirán, nunca cantarán,
nunca conocerán el gozo del amor humano..Desde ese
entonces, se estima que se ha abortado a otros seis millones de
bebés, elevando el funesto total a la enorme suma de veintiún
millones.
Estas cifras desafían nuestra imaginación, por tanto, intentaré
dar una adecuada perspectiva de la magnitud de esta atrocidad.
En la Guerra de la Revolución, los Estados Unidos sufrieron
25.324 bajas. En la guerra civil, se registraron 498.332 muertes.
En la primera guerra mundial, murieron 116.516 soldados esta¬
dounidenses; en la segunda guerra mundial, 545.108; en la
guerra coreana, 54.246, y en el conflicto de Vietnam, 56.555.
Esto da un total de 1.296.001 de muertos de los Estados Unidos
por causa de la guerra, lo que representa uno de cada veinte de
los que murieron por aborto.3
1 Miriam Neff, “As Near as Your Own Church Door”, (Moody, mayo 1984), p. 20.
2 John Powell, S J., Abortion: ihe Silent Holocaust (Alien: Argus Communications, 1981), p. 5.
3 Ibíd.
198 Amor con la camisa arremangada
Es cierto que la crueldad de la humanidad no está reservada
sólo para los jóvenes o para el no nacido. El destacado erudito
William Barclay escribe:
En e! mundo romano la vida era despiadada, en
especial para los esclavos y los hijos. El esclavo, como
dijo Aristóteles (Etica a Nicómano 8.11.6) no difería
de una herramienta viviente, ¿y qué consideración
puede recibir una herramienta? Un amo podía matar a
su esclavo, y así sucedía, como cuando Vedius Pollio
arrojó a su esclavo a las salvajes lampreas en la piscina
de peces de su patio, porque había tropezado y roto
un tazón (Plinio, Historia natural 9.23).1
Sir Henry Holland, el famoso médico misionero de
Quetta, Paquistán, cuya investigación en problemas
oculares es mundialmente reconocida, cuenta cómo a
veces le traían un paciente con un problema visual tan
avanzado que sus ojos no tenían posibilidad de recibir
ayuda de la cirugía. Cuando tenía que darle al paciente
noticias como éstas, los que estaban junto al mismo se
reían estrepitosamente, y le decían que se fuera y
dejara de molestar al médico. La compasión era desco¬
nocida para esa gente.2
Y para que el lector no se sienta tentado a pensar que tal
crueldad es del dominio particular del mundo pagano o del
tiempo pasado, quiero recordar el efecto devastador que tiene
la enfermedad incurable sobre el matrimonio y la familia en
nuestra propia y moderna civilización occidental. Algunos
investigadores informan que el 7096 de las separaciones se
producen cuando uno de los cónyuges contrae una enferme¬
dad incurable; simplemente las tensiones llegan a ser insopor¬
tables.
Philip Yancey, autor de Where is God Wlien ItHurtsFQDónde
está Dios cuando sufrimos?), cuenta de un amigo de treinta y
1 Barclay, p. 68.
2 íbíd., p. 67.
No hay mayor amor 199
siete años que descubrió que tensa uno de los tipos de cáncer
más raros y severos. En la historia médica, sólo se registraron
veintisiete casos de personas que fueron tratadas de esta misma
clase de cáncer. Los otros veintiséis pacientes habían muerto.
A petición de su amigo, Philip comenzó a acompañarlo a un
grupo de terapia que se reunía en un hospital cercano. El grupo
estaba formado por personas que se estaban muriendo, la mayo¬
ría de los cuales tenía entre treinta y cuarenta años.
Yancey escribe:
La persona que más me afectó era la de más edad en
la habitación, una mujer guapa, de cabellos grises, con
el rostro ancho y huesudo de una inmigrante europea
oriental. Expresó su soledad en palabras simples en¬
vueltas en un definido acento. Le preguntamos si tenía
familia. Su único hijo trabajaba en las fuerzas aéreas de
Alemania y trataba de conseguir una licencia especial
para ir a verla. ¿Y su esposo? Se le anudó la garganta y
luego pudo decir:
-Vino a verme una sola vez. Yo estaba en el hospital.
Me trajo mi bata de baño y unas cosas más. El médico
estaba en el pasillo y le informó acerca de mi leucemia.
Su voz comenzó a quebrarse, y antes de continuar
se restregó los ojos.
—Regresó a casa aquella noche, empacó todas sus
cosas, y se fue. Nunca más lo volví a ver.
—¿Cuánto tiempo estuvieron casados? —le pregunté.
Varias personas del grupo quedaron sin aliento
cuando respondió:
—Treinta y siete años.3
Yancey concluye con una dolorosa observación: "En este
grupo de treinta personas, ningún matrimonio quedó intacto
por más de dos años, incluso el de mi amigo Jim.”1 2
¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Parece ser que
La persona que cree que Dios la ama, tal como es, con todas
sus frustraciones, está creyendo lo increíble. Tal amor está fuera
de nosotros, es demasiado bueno para ser cierto. Una y otra vez
lo contemplamos a través de la vida de hombres como Sterling.
A veces lo vemos reflejado por medio del amor de otros. En otras
ocasiones, es sólo un sentimiento, un saber tan profundo que
no se puede expresar en palabras. Y con el conocimiento viene
la seguridad, una confianza que nos capacita para arriesgarnos
a amar y a vivir en formas que nunca antes nos hubiéramos
atrevido.
Cuando comprendo mejor el amor de Dios es cuando he
fracasado, cuando no he logrado ¡a medida de su gran designio.
Por favor, no me interprete mal. No quiero exaltar el fracaso, ni
206 Amor con la camisa arremangada
enorgullecerme de é!. La realidad es que cuanto más vivo por
Cristo, cada fracaso resulta ser más penoso.
A veces es algo tan corriente como una relación que se rompe,
con todas las incomprensiones y angustias que eso produce.
Otras veces es tan simple como la dolorosa comprensión de que
todavía no soy la persona que espero ser, y la casi abrumadora
convicción de pecaminosidad que trae ese hecho. En la noche
oscura de mi alma he clamado: '"Oh Señor, ¿alguna vez seré
diferente? ¿Hay alguna esperanza para un hombre como yo?”
En momentos así, la mayoría de nosotros tendemos a deses»
perar, a abandonar. Luego sentimos una vez más su amor. El no
nos ha abandonado, no ha renunciado a nosotros. Y una vez más
vamos a él y encontramos que se brinda a nosotros.
Hace algunos años tuve una experiencia como ésa. Era una
mezcla de vergüenza y amor, culpa y gracia. En un intento por
desenredar y darles algún sentido a mis sentimientos, escribí en
mi diario:
El pecado ha hecho que me sienta como un extraño,
desconocido y desconociendo,
rechazado e indeseado.
La alienación y el alejamiento
han dejado de ser sólo palabras,
para convertirse en una dolorosa realidad que me deja
devastado y atormentado.
No deseo orar,
no quiero entrar en ¡a presencia de Dios,
no quiero enfrentarme con él.
Estoy muy avergonzado,
¿cómo pude ser tan pecaminoso?
Tengo miedo,
¿Dios se habrá cansado de mis repetidos fracasos,
de mi constante confesión?
Sin embargo vengo, porque no puedo soportar solo
el dolor y la carga de mi pecado.
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
No tienes que responder.
No hay mayor amor 207
Sé que mi pecado me ha alejado de ti,
ha roto nuestra relación,
levantó una pared
larga y alta.
No tengo excusas,
ninguna lógica para justificarme.
No puedo alegar ignorancia
ni circunstancias atenuantes.
El castigo que yo mismo me he infligido
es más de lo que puedo soportar.
Mi aversión a mí mismo es un pan amargo
que no puede saciar el terrible hambre de mi alma.
Golpeo la pared
en desesperada penitencia,
hasta que mis puños están golpeados y sangrando,
sin que la pared se mueva.
Trato de trepar la pared
usando la frágil escalera
de las buenas obras y de la justicia propia,
pero mis mejores esfuerzos son insuficientes.
¿Puedes verme, Señor?
Estoy aquí, sentado en la sombra cada vez más oscura
de esta pared imponente,
con los puños sangrientos yaciendo inútiles en mi regazo.
Mientras tanto las astillas de la escalera rota,
esparcidas a mi alredor,
son un testimonio mudo
de mis inútiles esfuerzos por lograr la reconciliación
Los trapos sucios del fracaso pecaminoso
no me pueden proteger
de la noche fría de la desesperación.
Lloro en mi temor y culpa,
mis labios magullados dan nacimiento
a entrecortados sollozos de confesión,
y la pared comienza a temblar.
Se mueve una piedra
se afloja,
208 Amor con la camisa arremangada
y se derrumba con un ruido terrible,
después otra y otra,
hasta que en la pared abierta queda contorneada una cruz.
A través de ella brilla una luz,
que me avergüenza,
mientras envuelvo en los harapos de mi vergonzoso pasado
mi alma desnuda.
Por la luz veo una mano con las cicatrices de los clavos,
que se extiende hacía mí,
y me invita a venir.
El temor y la culpa se burlan de mí,
y yo me aparto casi sin quererlo.
Las sombras me rodean,
y mi alma se estremece.
La mano me alcanza en la oscuridad.
Quiero asirme de ella,
pero para hacerlo debo soltar
los harapos que ocultan mi alma desnuda.
El conflicto es casi extenuante.
La mano promete
luz, calor y compañía,
pero mis harapos me son familiares.
¿Qué sucederá si los arrojo
y alcanzo la mano,
sólo para que él me rechace con repugnancia?
La oscuridad se toma más profunda,
me cobija como un ataúd,
el frío atraviesa mis harapos,
y me enfría con el toque de la muerte.
Despojándome de mis vestimentas viles,
alcanzo la mano, la tomo,
y él me atrae hacia la luz.
Temblando, camino a través del
agujero en forma de cruz en la pared
Y sale la luz del sol de su amor.
Por sólo un momento, quedo avergonzado
e intento cubrir mi desnudez
No hay mayor amor 209
pero descubro que estoy vestido
con las vestimentas ondeantes de su perdón.
Hay un sonido horrible,
como el rugir de un terremoto.
Miro detrás de mí a tiempo para ver,
que ¡la pared se derrumba!
Casi no puedo creer lo que veo.
Aquella pared inexpugnable,
que absorbió mis más feroces ataques, sin siquiera cascarse,
destrozada por una mano con las cicatrices de ios clavos
y un agujero con forma de cruz.
Mis ojos miran con fascinación hipnótica
por varios segundos más,
luego su mano está sobre mi hombro
y arriba, adelante, escucho el sonido
de la música y la danza.
Alguien está gritando:
“Se ha hallado el hijo del Padre,
y él ofrece una fiesta para celebrarlo.”
Yo me vuelvo hacia mi Guía, mi Salvador, y le pregunto.
“¿Estoy invitado?”
El me responde:
“La fiesta es en tu honor.
¡Tú eres su hijo!”
1 Herbert Tarr, citado en Creative Brooditig por Robert Raines (New York: The Macmillan
Company, 1966), p. 102.
212 Amor con la camisa arremangada
Está también Mark Buntain, un hombre común y corriente de
edad mediana, médico misionero que construyó y dirige el
“Calcutta Christian Mission Hospital” (Hospital Cristiano Misio¬
nero de Calcuta), en la India. Todos los dias, a través de su
desinteresado amor, miles reciben comida, ropa y refugio, como
también tratamiento médico y testimonio cristiano.
Y podemos citar también a la "Abuela Howeir, quien a los
noventa y un años mantenía correspondencia con diecisiete
presos a la vez. Cuando se enfermó, y parecía a punto de morir,
un preso suplicó, con su caligrafía infantil: "Por favor, oren por
la abuela Howell porque está enferma y podría morir. Nunca
nadie me amó como ella. Siempre espero sus cartas, pues
significan mucho para mí”1 (cursivas añadidas).
Todos los fines de semana, en el barrio Bushwick de Brooklyn,
amantes santos, dirigidos por Bill Wilson, un visionario que anda
en blue jeans y zapatos de deportivos arriesgan sus vidas para
ayudar a los jovencitos de los barrios bajos a encontrar esperan¬
za. Veinte autobuses escolares pintados de amarillo, movilizan a
casi cuatro mil muchachos, en su mayoría negros e hispanos, a
la escuela dominical que se realiza en una cervecería "convert¬
ida”. Allí participan en un culto animado y entusiasta, con
música, cantos, palmas, juegos, premios y dramatizadones. Eso
es entretenimiento de la clase más pura, pero es mucho más
todavía. Allí reciben un mensaje evangelístico acerca de! amor
de Dios, y tienen la oportunidad de recibir a Jesucristo como su
Salvador personal. Cientos de ellos lo están haciendo, y como
resultado, están saliendo de las drogas, de la delincuenciay de la
desesperación que son casi inevitables para muchos de los
residentes de un barrio superpoblado.
Se tfata de UÍ1 ministerio peligroso. Bill Wilson sufrió su
segundo ataque^ al corazón a los treinta y un años, y ha sido
golpeado y apuñalado en más de una ocasión. Otros colabora¬
dores han sido asaltados, y una obrera de poco más de veinte
años fue violada brutalmente por tres hombres en un tejado.
1 Powell, p. 8.
'
elamorconlacamisOOvida
elamorconlacamisOOvida
elamorconlacamisOOvida
j^esús llevó una vida sencilla entre personas sencillas.
Vivió donde vivían
pescadores, recaudadores de impuestos,
pastores, vendedores ambulantes...
y los amó a todos, y a cada uno.
Amó a los desechados de la sociedad
leprosos, lunáticos, samaritanos
y personas sorprendidas en adulterio♦