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"Los Buscavidas: Nómadas Del Capitalismo": Trabajo de Investigación

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Trabajo de investigación:

“Los buscavidas: nómadas del capitalismo”


Oriol García Rovira

DOCTORADO EN TEORÍA DE LA LITERATURA


Y LITERATURA COMPARADA
DEPARTAMENTO DE FILOLOGÍA ESPAÑOLA
DIRIGIDA POR MERI TORRAS
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA
BELLATERRA 2010

1
2
Para todos los trabajadores

3
4
Capítulo I Los buscavidas: nómadas del capitalismo.......................................................4
I.1. Introducción al término ‘buscavidas’......................................................................6
I.2.Los buscavidas en sus novelas ..............................................................................11
I.3. Aproximación histórica a la noción de régimen salarial.......................................25
Capítulo II Originalidad del buscavidas en el marco de la picaresca y la Bildungsroman
.........................................................................................................................................33
II.1.El buscavidas y las literaturas del ‘yo’ ................................................................33
II.2 Elementos picarescos en la figura del buscavidas ...............................................39
II.3. Comparación crítica de la Bildungsroman con la figura del buscavidas ............62
Capítulo III Inadaptación del buscavidas al sistema laboral capitalista..........................82
III.1.Un ‘espíritu’ no capitalista .................................................................................82
III.1.A. ‘Irracionalidad’ y ‘ascesis’ del sistema capitalista ........................................87
III.1.B. La profesión del nómada ..............................................................................100
III.2.Conflictos materiales del buscavidas con el régimen salarial capitalista..........131
III.2.A. Conflictos del buscavidas con el principio de separación de las tareas........135
III.2.B. Conflictos con la disciplina salarial..............................................................155
IV. Conclusiones.......................................................................................................190
Capítulo V Bibliografía.................................................................................................206

5
Capítulo I Los buscavidas: nómadas del capitalismo

I.1. Introducción al término ‘buscavidas’

Esta investigación se propone describir los rasgos esenciales de un tipo de personajes


que hemos denominado, a efectos de generalización teórica, como “buscavidas”,
peregrinos antihéroes del sistema laboral contemporáneo, deficientemente integrados a
los valores del capitalismo e irreductibles a sus principios disciplinarios, que podemos
hallar en la novelística del s. XX. He escogido a título de ejemplo cuatro novelas
emblemáticas: Viaje al fin de la noche (1932), de Louis-Ferdinand Celine (1894-1961);
La Conjura de los Necios (1980), de John Kennedy Toole (1937-1969); Factotum
(1975), de Charles Bukowski (1920-1994) y Los Hermanos Tanner (1907), de Robert
Walser (1878-1956). Asimismo, en el tercer capítulo de esta investigación, tendremos
en cuenta la novela El Desaparecido (1927), de Franz Kafka (1883-1924), como un
contrapunto iluminador que contribuye a analizar el tejido problemático de las
dinámicas laborales en el pasado siglo. Karl Rossman, “el desaparecido”, no pertenece
a la categoría de los buscavidas, porque a diferencia de estos, aspira a progresar en su
carrera, pero sufre los golpes bajos de un sistema que tiene reservado a su condición
de emigrante la misma suerte ingrata.

A pesar de su disparidad estilística y temática, los protagonistas de estas novelas se


ajustan, a mi parecer, a esta denominación de los personajes “buscavidas”, en tanto que
presentan una misma estructura de triple encrucijada que le arroja a una vida de
continuo vagabundeaje y trabajos cambiantes. Me refiero al triple conflicto
irremediable entre sus necesidades, su búsqueda de una identidad más plena y un
sistema laboral de rasgos alienantes, al que periódicamente deben doblegarse para
sobrevivir. Dicha pugna les hace poseedores de un curriculum tan vivaz como
mediocre e inconexo, sospechoso para la burocracia de un capitalismo avanzado, que
valora, mediante el sistema de incentivos salariales, la adhesión incondicional del
empleado a un solo proyecto de carrera y su sistema de ascenso; a una sola “beruf”,
como acuñara en su estudio del protestantismo Max Weber, al sugerir que el ejercicio
constante de una sola “profesión” —el trabajo— pudo actuar como un principio de
socialización religioso-económico en el capitalismo incipiente.

6
Antes de seguir adelante, me gustaría justificar muy brevemente por qué se ha optado
por el vocablo “buscavidas” para describir a este tipo de personajes. Me parecía
pertinente acuñar un término para denominarle, porque a pesar de su relación de
parentesco con géneros novelescos como la Bildungsroman o la picaresca, que
analizaremos en el segundo capítulo de la investigación, las novelas con “buscavidas”
se desmarcan de ambas tradiciones y proporcionan un enfoque nuevo sobre el conflicto
entre el yo el mundo, polarización lukaksiana cuya tensa dialéctica convierte a la
novela en una de las principales forma guía de la conciencia moderna. En el caso del
buscavidas, como digo, este conflicto entre el yo y el mundo toma la forma de una
resistencia enconada del protagonista contra el mundo del trabajo, una lucha para
preservar su identidad de sus efectos corrosivos y alienantes.

La DRAE recoge en su acepción más peyorativa del vocablo que el buscavidas es


aquella “persona demasiado curiosa en averiguar las vidas ajenas” y en la más positiva,
que se trata de aquella “persona diligente en buscarse por cualquier modo lícito el
modo de vivir”1. La primera acepción, con todo y tacharle de entrometido, parece
indicar en la personalidad del “buscavidas” un residuo de empatía o curiosidad hacia
sus semejantes, una pulsación de solidaridad esquiva que conviene mucho a la
descripción de su carácter. Porque en efecto, a pesar de su yo hipertrofiado y su
aprensiva soledad, que a menudo experimenta las relaciones humanas y laborales
como una emboscada moral, el “buscavidas” no existiría sin la presencia de los
superiores que le acosan y los empleados con quienes comparte periódicamente su
desgracia, sin esas otras vidas con las que mantiene una relación indagadora, de
compromiso intermitente y desafección crónica, de turbio espejo en los que ve
reflejado aquello en lo que no desea transformarse, existencias deshechas entre las
cuales trata de buscar y encontrar su propia vida. La segunda acepción hace hincapié en
su condición de “animal laborans” que hace de este personaje, en mi opinión, una de la
las principales plataformas de investigación literaria en torno al mundo del trabajo en
el S.XX. Por tanto, si hemos de establecer una tradición literaria para este tipo de
personaje, cuyas andanzas hacen pensar en un género a caballo entre la Bildungsroman
y la picaresca, será teniendo en mente aquellos ejemplos que recojan en sus páginas el
mundo del trabajo. En su ensayo, The Way of the World,The Bildungsroman in

1
. Real Academia Española. Diccionario de la lengua- Vigésima segunda edición [en
línea]. Madrid: Espasa Calpe, 2000. Recuperado el 14 de febrero de 2006, de
http://buscon.rae.es/draeI/

7
European Culture, Franco Moretti observa que Wilhem Meister abandona el mundo
del trabajo para perseguir su ideal de formación y enuncia esta sentencia demasiado
rotunda en mi opinión, pero que hace pensar, por contraste, en la específica
originalidad del personaje del buscavidas respecto al personaje de las novelas de
formación tradicionales: “Let us begin by observing that the representation of the
economic domains and of its symbolic universe has had in the great narratives of the
last two centuries has had no importance whatsoever”2. En ese sentido, el buscavidas
constituye una excepción deliberada y rotunda, porque sus inquietudes se circunscriben
a la esfera económica y sus factores alienantes sobre la identidad en una sociedad de
asalariados.

En nuestra sociedad actual, dominada por un capitalismo de complejo alcance mundial,


me parece interesante hacer un estudio sobre este tipo de personajes, porque hurgan de
manera tan cómica como hiriente en la brecha de la que todos nacemos en nuestra
transición hacia la vida adulta, la socialización más irrevocable de todas, la entrega a un
trabajo estable. André Gorz señala en Metamorfosis del trabajo: “Debido a que el
trabajo socialmente remunerado y determinado es el factor, con mucho, más importante
de socialización, la sociedad industrial se entiende como una sociedad de trabajadores,
y como tal, se distingue de todas las que la han precedido” 3. En este contexto, la
identidad contestataria de los buscavidas, trabajadores que no encuentran en su salario
incentivo suficiente para prosperar en dicho sistema, se convierten en pieza que atasca
el engranaje capitalista con su dilema identitario, su gandulería nihilista y su aspiración
a no ser nada en la vida, salvo ellos mismos. Resulta un síntoma de malestar de la
cultura laboral tan desalentador como interesante, cuyos rasgos principales me he
propuesto estudiar en esta investigación.

La estructura del trabajo contempla varios aspectos relacionados con este tipo de
personajes. En primer lugar, mediante esta introducción, me he propuesto introducir el
término al lector y familiarizarnos, mediante un resumen de las novelas, con los rasgos
distintivos del buscavidas, esto es, la encrucijada en que se desarrolla su identidad, que

2
Moretti, Franco. The way of the World. The Bildungsroman in European culture.London: Verso, 1987,
p.25.

3
Gorz, André. La Metamorfosis del trabajo: búsqueda del sentido: crítica de la razón económica.
Madrid: Sistema, DL 1995, p.26.

8
carece de ambiciones sociales, a pesar de que tales ambiciones le brindarían una
seguridad con la que afrontar sus necesidades acuciantes y le permitirían ponerse a
resguardo de los trabajos más alienantes. Asimismo, veremos como el buscavidas, a
pesar de su egolatría distintiva, fraguada en un nihilismo que le hace desconfiar de
todos los valores sociales, no es ajeno a la solidaridad con los pobres de la tierra que
corren una suerte semejante a la suya, sumidos en trabajos de escala o nula calificación
social. Por último, citaremos el estilo de vida nómada mediante el que intenta
protegerse de este sistema laboral alienante (salvo aparentemente, en el caso de La
Conjura de los necios, que en línea con su imaginario carnavalesco, realiza una
inversión paródica de dicho requisito). En el tercer apartado de esta introducción, a fin
de establecer un puente con los siguientes capítulos, haremos un breve resumen
histórico del momento en que cambia la noción de “trabajo”, con la llegada de la
revolución industrial y la sistematización capitalista de un “régimen salarial”
enteramente nuevo. Eso nos permitirá enmarcar en su debido contexto, en el segundo
capítulo de la tesina, una semejanza del buscavidas con las tradiciones literarias en que
se inserta, la picaresca y la Bildungsroman, para describir la especificidad de su
posicionamiento cultural e ideológico, así como para profundizar en los principales
rasgos de su personalidad. En el tercer capítulo, abordaremos por extenso la manera
en que el buscavidas subraya, mediante su personalidad irreductible a los principios
disciplinarios del capitalismo, un fenómeno de desencaje evidente con el sistema
laboral contemporáneo. Lo haremos a través de dos ángulos de aproximación, espiritual
y material, esto es, respectivamente, mediante un cotejo de su caracterización distintiva
con el ‘espíritu capitalista’ descrito por Max Weber y mediante la ilustración de sus
conflictos específicos con los mecanismos del régimen salarial y la organización
industrial.

Debo añadir que mi intención ha sido ilustrar en todos y cada uno de los buscavidas,
con rigor y riqueza, un perfil laboral que incumplen sistemáticamente, y que es
requerido a todos sus asalariados por el sistema capitalista. A tal fin, he procurado ser
tan cuidadoso como demorado en el dibujo teórico de ese perfil, que me ha llevado a
contraer una deuda muy grata con varios autores, en las respectivas disciplinas desde
las que he abordado mi análisis de los buscavidas. En primer lugar, con Jean Paul de
Gaudemar y Benjamin Coriat, sociólogos de base foucaultiana, que llevan el enfoque
disciplinario del filósofo francés al ámbito de la organización industrial capitalista. Sus

9
estudios me han permitido ilustrar, a ras de tierra, los mismos conflictos materiales que
sufrimos los asalariados con el sistema laboral, de los que el buscavidas se hace eco en
sus andanzas y traspiés. En segundo lugar, con Max Weber, que ocupa enteramente mi
análisis en el capítulo reservado al ‘espíritu’ no capitalista del buscavidas, porque que
sus aportes teóricos permitían entender, desde una perspectiva tan insólita como
penetrante, la indignación del buscavidas frente al sistema laboral capitalista. En tercer
lugar, con Miguel Salmerón, que en el capítulo reservado a la Bildungsroman, me
permitió hacerme una idea completa y cabal, desde el punto de vista teórico y literario,
de todos los esfuerzos de la novela de formación alemana por crear un marco de
disidencia crítica que se aviene con el espíritu que rige a los buscavidas. Asimismo, su
cabal compendio crítico me permitió argumentar, con rigor y sistema, por qué las
novelas con buscavidas no son novelas de formación a la usanza del s.XIX y merecen
ser estudiadas desde un marco teórico propio. Por último, en el capítulo de la picaresca,
requiere especial mención José Antonio Maravall, sin cuya genial y compleja obra, La
literatura picaresca desde la historia social, no habría podido desentrañar con
precisión el sustrato disidente que une al pícaro con el buscavidas. Espero que los
amantes de la picaresca, gracias a este análisis, puedan disfrutar en el buscavidas de un
primo lejano del género, con el que sin embargo presenta diferencias sustanciales y
enriquecedoras: porque la vida sigue y la literatura, su gran perseguidora, no gusta de
quedarse rezagada.

10
I.2.Los buscavidas en sus novelas

Describamos la idiosincrasia de estos personajes y las tramas de sus respectivas


novelas, de acuerdo con la imagen genérica que nos hemos formado de los
“buscavidas”. Como he indicado más arriba, su disparidad estilística no puede ser más
absoluta, desde el realismo sucio de Chinaski (Factotum) y Bardamu (Viaje al fin de la
noche) , pasando por la prosa pensativa y mística de Simon (Los hermanos Tanner) ,
hasta el vodevil alegórico en que se narran las aventuras del carnavalesco Ignatius
Reilly (La conjura de los necios). Esa disparidad le hace tanto más interesante, en tanto
que condensa, en su caracterización distintiva, la modalidad de una cosmovisión que
subyace a modalidades de novela muy distintas. Al referirnos al buscavidas, por tanto,
no podemos hablar de un personaje tipo, limitado por su propia funcionalidad narrativa,
a la manera en que lo sería, desde un punto de vista técnico, el gracioso en la comedia
clásica del siglo de oro, cuya carácter artesanal a la hora de confeccionar una trama
determina fundamentalmente su personalidad. El conflicto principal del buscavidas, su
disidencia con una cultura laboral estable, condiciona una trama rica en peripecias, pero
no la fosiliza en convenciones inescapables y tiene una relación más profunda con el
tema desplegado por la obra: la imposibilidad del individuo de formarse en un sistema
laboral alienante que impide el desarrollo de una identidad más plena. Observaremos a
continuación, mediante un breve resumen de las tramas y la psicología de los
personajes, la variedad de experimentos literarios en la que esta categoría de personajes
puede tener cabida.

Los hermanos Tanner (1907) es la primera novela del autor suizo Robert Walser. La
trama sigue a Simon, álter ego de su autor, el hermano Tanner “del que menos
esperanzas de futuro pueden albergarse” 4, a quien “no le interesa en absoluto progresar
en la vida” 5, en sus erráticas andanzas por Suiza durante las cuatro estaciones de un
año, mientras va alternando su mero disfrute de la vida, desgranado en una filantrópica
variedad de reflexiones sobre el maravilloso universo natural y humano que le rodea,
con unas ocupaciones que le sirven para trazar una ética inquietante del mundo del
trabajo. Fiel a este planteamiento de vida, veremos a Simón, alternando una serie de
trabajos que configura una trama alegre y deshilvanada: aprendiz de librero, mozo de

4
Walser, Robert. Los hermanos Tanner. Madrid: Ediciones Siruela, 2000, p.27.

5
Ibid., p.84.

11
almacén en una fábrica, criado y copista. En distintos pasajes de la novela, conocemos
asimismo a sus hermanos: Klaus el pintor, con el que convive durante los primeros
capítulos y a quien considera su alma gemela, con la salvedad de que él ni siquiera se
propone triunfar en el arte; su hermana Klara, entristecida por haber dedicado su vida
entera a una sola carrera de maestra, con la que pasa unos meses en el campo; Kaspar,
un erudito fatigado por haber seguido siempre una carrera demasiado estricta y
responsable, que le ha alejado de las fuentes de la vida; su hermano Emil Tanner, que
sólo conocemos por referencias, y que perdió la razón tras sufrir un proceso de
marginación social y laboral cuyos pasos podría estar siguiendo Simón
inadvertidamente. Estos y otros personajes configuran el mundo de Simon, que a pesar
de su fuerte individualismo y su amor a la naturaleza, su rara habilidad para mezclar
impertinencia y panteísmo, sabe solidarizarse con el destino de los suyos: “¿Qué enseña
el conocimiento cada vez mayor del ser humano? ¡La cosa más sencilla del mundo, a
tratar a todos con amabilidad! ¿No somos acaso todos hermanos los que vivimos en
este planeta perdido y solitario?”6

Pero aunque Simon no renuncia a formarse entre los hombres, y se propone con
frecuencia madurar en la sociedad mediante un desempeño escrupuloso de sus labores,
la continuidad de tales propósitos se ve truncada al constatar el desfase entre semejante
estilo de vida y las exigencias de su propio temperamento. Así, su carácter se mueve
en extremos paradójicos, como cuando al empezar su trabajo en una oficina, se siente
dignificado al ser contemplado por aquellos que vuelven a casa después de una jornada
laboral, “sintiendo la tarde como un regalo, pues de verdad lo esperan quienes entregan
su día al trabajo” 7 para deplorar poco después que “aquí un joven no encuentra sino
desaliento, nada más” 8.

La personalidad de Simon, común a todos los protagonistas de su autor, es la de un


caballo de Troya, que con fingida mansedumbre e irónico espíritu de sumisión se
interna en el sistema laboral y lo socava desde dentro. En el fondo, como él mismo
reconoce, se indigna con “la palabra “trabajo fijo” y los compromisos que ella supone”
porque su único deseo es “seguir siendo un humano” 9. Pero a tal punto su ironía tiene

6
Ibid., p.254.
7
Ibid., p.224.
8
Ibid., p.226.
9
Ibid., p.208.

12
un doble filo contestatario y sumiso, a tal punto canta las virtudes de la sumisión y
celebra el morboso placer de la insumisión, que ya no solo sus patrones, sino el lector
mismo queda desorientado ante las contradicciones existenciales de Simon frente al
trabajo, en el que observa una posibilidad de formación y deformación simultaneas y
con el que mantiene gozosa relación sadomasoquista. Así, podemos encontrar un buen
ejemplo de este humor enrarecido, a caballo entre el placer formativo y el terror
alienado, al observar de una señora que intenta educarlo para convertirse en su perfecto
criado: “Para enfadarse es una auténtica maestra, y yo, por mi parte, también soy un
maestro en provocarla. (…) Me gusta ese escarnio porque me hace temblar, y me
encanta ser invadido por la rabia y la vergüenza: te impulsa hacia metas más altas,
incitándote a la acción”10. Para Simón, la búsqueda de una identidad más plena, la
expresión más entera de si mismo, puede plasmarse a veces en el arte, pero se cifra
antes que nada en esa exuberancia delicada con que medita los paisajes de la
naturaleza y el alma de los hombres como en un largo paseo. Y en efecto, cuando
Simón no está trabajando, e incluso, con el rabillo del ojo, cuando trabaja, su principal
ocupación es la del paseante observador, profundo y sin propósito, que celebra la
belleza de la naturaleza y se solidariza amorosamente con los sufrimientos de otros
pobres desde una hiperestesia rayana en el misticismo. Sirva de ejemplo la observación
que hace de un pobre anciano orante en el comedor social al que acude a comer:

“Aquel viejo quizá tuviera tras de si una larga e inútil caminata por todas las calles de
la ciudad. (…)La simple idea de que el anciano anduviese buscando un trabajo, como cabía
suponer, de que aún tuviera, a su edad, ánimos para trabajar, esa simple idea tenía un trasfondo
penoso y aterrador. (…) Quizá por eso rezara, para mitigar la terrible gravedad de su situación
con una melodía suave, tranquilizadora” 11.

Esta compasión es doblemente valiosa si tenemos en cuenta que el desclasamiento de


simón es voluntario, ya que su extracción social, originariamente acomodada, le habría
permitido escoger otro destino social más elevado, que rechaza sin reparos por su
desinterés total en seguir una carrera. Para el nómada Simón, la vida no puede ser una
carrera, sino más bien un paseo demorado y detallista, una peregrinación sentimental y
filosófica. Al mismo tiempo, esta identidad tan desatada de condicionantes económicos
se concreta en ocasiones en una relación de amor fugitivo con el arte, como en la

10
Ibid., p.170.
11
Ibid., p.60.

13
pintura de su hermano Klaus, en la que aprecia “una oración solitaria a la bondad”12 que
dignifica a todos los seres humanos. Sin embargo, dicha “oración” se contradice con su
deseo de no aspirar a nada, razón por la cual rasga a veces las tirillas de papel en que va
escribiendo retazos de un diario personal, porque una vez escrito “ya no tenía ningún
valor para él” y prefería “seguir entregándose a la tarea de ser un hombre olvidado” 13.
Esta triple encrucijada que configura la esencia del buscavidas, de la que ya hemos
mencionado dos ejes, el trabajo y la aspiración a una identidad más plena (realizable
mediante el arte filosófico del paseo o el arte ruborizado de la escritura), se
complementa con un tercer vértice. Me refiero al de sus necesidades, ya que por mucho
que el mismo Simon confiese que “nada en el mundo es mío, pero tampoco deseo
nada”14 y alardee de ser “una persona bastante resistente, capaz de soportar todo género
de adversidades”15, lo cierto es que se ve forzado a trabajar, y hacia el final del libro,
ante la inminencia cruda del invierno y sin paradero fijo, comienza a sentir brotes de ira
que brotan “desde las profundidades de la falta de dinero” 16 y “de un estómago que nos
ladra de puro vacío”17. Tal vez cabría recordar, a modo de conclusión profética sobre
esta cercanía del invierno, que Walser murió en un paseo por la nieve, el día de
navidad, en los alrededores del manicomio donde vivió ingresado voluntariamente las
últimas décadas de su vida.

En Viaje al fin de la Noche (1932), Louis-Ferdinand Celine, que encabeza el


patriarcado de todos los realistas viscerales, narra las andanzas igualmente erráticas de
Ferdinand Bardamu, inspiradas en su propia biografía. Su protagonista, Ferdinand
Bardamu, enrolado en un momento de estupidez en el ejército francés, y asqueado en
las trincheras de la Primera Guerra Mundial, decide desertar haciéndose pasar por loco,
no sin describir toda suerte de personajes pintorescos y de pintar el absurdo y la
brutalidad de la guerra. Tras la guerra y un noviazgo con una estadounidense, Lola, va
a parar en un barco en que los demás pasajeros le quieren linchar, rumbo a una colonia
francesa en África; su descripción del sistema colonial francés es hilarante y

12
Ibid., p.44.
13
Ibid., p.103.
14
Ibid., p.267.
15
Ibid., p.195.
16
Ibid., p.236.
17
Ibid., p.223.

14
sumamente crítica: viene a decir más o menos que las colonias francesas son el paraíso
de los pederastas y que todo se funda en la explotación del negro. Unas fiebres acaban
con esa aventura y llega en un estado cercano a la esclavitud a Estados Unidos. Escapa
a Nueva York, donde vive por un tiempo y se reencuentra con Lola, a quien extorsiona.
Vuelve a viajar, a Detroit; donde hace amistad con una prostituta norteamericana y
trabaja para una fábrica de Ford, pero vuelve a París y ejerce la medicina a pesar del
asco que le da su clientela. Siguiendo uno de sus súbitos impulsos de fuga, cierra la
consulta y acaba entrando de actor en un espectáculo de variedades, para acabar
trabajando de asistente en un manicomio, cuyo director y gerente pasa al mismo tiempo
una crisis de nomadismo neurasténico que le hacen abandonar el país en busca de
aventuras y dejando a Bardamu a cargo de un sanatorio que sigue funcionando por
inercia, descabezado, a la deriva, como su propia visión hastiada de la vida. El tono de
la novela es radicalmente distinto a la novela de Walser, ya que contempla el mundo,
ya no desde esa irónica filantropía que distingue a Walser, sino desde un lirismo
misantrópico, sangrante y despiadado.

Bardamu es un buscavidas, porque sus necesidades le llevan de trabajo en trabajo, de


mal en peor, a cual más degradante para el alma, de los que se protege inútilmente
cambiando de continente hasta en tres ocasiones, en un estado de fuga perpetua, como
si intuyera que ese estado cambiante preserva en él un resquicio de cordura en el que su
identidad puede refugiarse. Ese resquicio de identidad no corrompida es lo único que
acaba importando Bardamu. Se hace evidente cuando Molly, una prostituta de Detroit
cuya bondad despierta en el los únicos momentos de ternura incondicional de toda la
novela, le plantea sentar cabeza y ambicionar una vida laboral más estable:

“Intentaba con amabilidad retenerme junto a ella, Molly, disuadirme…”Mira,


Ferdinand, ¡la vida es aquí igual que en Europa! No vamos a ser infelices juntos – Y tenía razón
en un sentido -. Invertiremos los ahorros…compraremos un comercio…Seremos como todo el
mundo…”Lo decía para calmar mis escrúpulos. Proyectos. Yo le daba la razón. Me daba
vergüenza incluso que hiciera tantos esfuerzos por conservarme. Yo la amaba, desde luego, pero
aún amaba más mi vicio, aquel deseo de huir de todas partes.18”

La alternativa, claro, es inaceptable para un buscavidas, seguir trabajando en la fábrica


de Ford en un estado de explotación erosiva por un salario misérrimo (pero tentador
para un emigrante o un paria social) que exige como contrapartida una fidelidad
absoluta a su trabajo y la ambición de una carrera industrial que le enajenaría
totalmente. Ante la posibilidad del amor, Bardamu duda por un momento ante su
18
Celine, Louis-Ferdinand. Viaje al fin de la noche. Barcelona: Edhasa, 2001, p.267

15
instinto de fuga perpetua e incluso flirtea en su imaginación con seguir una carrera
estable en la Ford, pero una corazonada visceral le impide seguir adelante: “Llegué
justo hasta la puerta de la fábrica, pero me quedé paralizado en aquel lugar liminar, y la
perspectiva de todas aquellas máquinas que me esperaban girando eliminó en mi sin
remedio aquellas veleidades laborales.19”
Entre esa posibilidad y la de seguir siendo él mismo, desdichado pero él mismo,
reflexiona sobre su despedida al amor de Molly en la estación de trenes con estas
palabras: “Me daba pena, pena de verdad, por una vez, todo el mundo, ella, todos los
hombres. Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de toda la vida, nada más que
eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.20”

El tema del trabajo se desgrana en muchos pasajes de la novela desde la condición de


paria absoluto, en una solidaridad visceral y amedrentada con los pobres que no pueden
escapar a su destino: “Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados,
siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo
empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón ”21. Así, tanto su
condición de asalariado en comercios tras la guerra, su observación de los negros
explotados impunemente en África, su propio estado de esclavo en galeras hacia
América, su condición de emigrante explotado en Nueva York y Detroit y su profesión
de médico en los arrabales más pobres de parís, le convierten en un testigo de
excepción del paisaje laboral contemporáneo más sombrío.

Finalmente, lo único que quiere Bardamu es trazar pactos de no agresión entre sus
necesidades y ese resquicio de identidad que guarda para si, pactos volátiles, como se
demuestra durante toda la novela y se insinúa poderosamente en el final, cuando muere
el ultimo amigo que trabajaba junto a él manicomio y escucha las barcazas que
marchan río abajo por el sena fugándose, tal vez como él mismo, hacia ninguna parte.
Esas situaciones de nulidad social en las que Bardamu sobrevive durante toda la
novela le sirven como escudo doble, contra el hambre y contra un ascenso que podría
embrutecerlo más aún, como cuando reconoce de su último trabajo en el manicomio:

“No era malo que Baryton me considerara en conjunto con algo de desprecio. Un patrón se siente
siempre un poco tranquilizado por la ignominia de su personal. El esclavo debe ser, a toda costa, un
poco despreciable e incluso mucho (…) Por lo demás, yo había renunciado, desde hacía mucho, a
19
Ibid., p.268.
20
Ibid., p.274.
21
Ibid., p.48.

16
cualquier clase de amor propio. Ese sentimiento me había parecido siempre superior a mi condición,
mil veces demasiado dispendioso para mis recursos. Me sentía muy bien por haberlo sacrificado de
una vez por todas. Ahora me bastaba con mantenerme en un equilibrio soportable, alimentario y
físico. El resto, la verdad, ya no me importaba en absoluto”22.

De manera puntual y discreta, pero constante a lo largo la novela, el buscavidas


Bardamu refiere los “cuentos” y “lecturas”, el amor a la palabra que le acompaña en
este peregrinaje laboral a lo largo de tres continentes. Aunque sólo confiese su carácter
letra herido esporádicamente, es evidente que Bardamu, inspirado en la psicología de
su propio autor, es un hombre cuya identidad sobrevive, como la de Simon Tanner,
mediante esas dos vías: la de la fuga continua y la del arte de la escritura, última vía de
redención espiritual en un mundo que consideran corrompido en alto grado. Es por ello
que una oralidad de poeta desgarrado inunda la novela de Celine, como si después de
tanta decadencia, la palabra del poeta, afilada con una vulgaridad inédita en la literatura
hasta la fecha, sucia y precisa como el cuchillo de un carnicero, fuera el único consuelo
espiritual posible. En ese desamparo, sobrevive la identidad del buscavidas Bardamu,
mudando continuamente de destino y refugiándose en la expresión desgarrada y oscura
de sus propios miedos:

“De tanto verte expulsado así, a la noche, has de acabar por fuerza en alguna parte, me
decía yo. Era el consuelo. “Ánimo, Ferdinand – me repetía a mi mismo, para alentarme- a fuerza
de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto
miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe encontrarse al fin de la noche” 23.

La conjura de los necios (1980), de John Kennedy Toole, fue redactada a mediados de
los años 60, dos décadas antes de su publicación póstuma. Ignatius J.Reilly es un ser
inadaptado y anacrónico que sueña con que la forma de vida medieval, y su moral,
vuelva a reinar en el mundo. Tras pasar diez años estudiando literatura medieval en la
universidad de Nueva Orleans, consumiendo desvergonzadamente la pensión de
viudedad de su madre, la única ambición de Ignatius es pasar el resto de su vida en su
habitación, eructando pantagruélicamente y aprendiendo a tocar el laúd, exiliado del
mundo y redactando su gran obra maestra, cientos de cuadernos Gran Jefe
desperdigados por la habitación entre pañuelos manchados de secreciones seminales, en
los que plasma su incomprendida visión del mundo. Como sugería más arriba, Ignatius
realiza una inversión paródica de la vida nómada que caracteriza al buscavidas,

22
Ibid., p.286.
23
Ibid., p.256.

17
optando por la fuga mucho menos refrescante que supone su encierro monacal y su
rechazo de las ambiciones mundanas. A tal efecto, Ignatius refiere monomaníacamente
a varios personajes uno de los principales traumas formativos de su juventud, su
excursión con un autobús Greyhound a una entrevista de trabajo en un pueblo de las
inmediaciones, que se zanjó en el más absoluto desastre.

Desde entonces, alega dicha experiencia, en su estilo chantajista, para evitarse mayores
desplazamientos y la vana persecución de una carrera. Su única actividad en el mundo
exterior es la asistencia compulsiva al cinematógrafo del barrio para despreciar con
insultos los engendros fílmicos de su siglo, que carecen de “geometría y teología24” así
como de buen gusto y decencia. Por desgracia para él y los habitantes de la ciudad, su
madre y él estampan su coche contra una fachada rococó de la vieja ciudad colonial, y a
fin de pagar los desperfectos, Ignatius se ve obligado a ganar algún dinero. Como el
mismo dice, la diosa Fortuna, contra su voluntad, lo catapulta al mundo capitalista,
viéndose obligado a someterse a la nueva forma de esclavitud que para él es el trabajo.
Él se resigna, comparándose a Boecio (que se resignó a su ejecución) y sale a buscarlo,
no sin antes emprender la redacción de su periplo laboral en uno de sus cuadernos, que
titula Diario de un chico trabajador, o adiós a la holganza. Por tanto, a su primer
trabajo como profesor adjunto en la universidad (de la que fue expulsado tras
atrincherarse en su despacho y arrojar los exámenes por la ventana sobre una
manifestación de alumnos) suma el de oficinista en una fábrica de ropa y el de
vendedor de salchichas callejero. La novela narra el desclasamiento progresivo de
Ignatius, cuya personalidad, proclive al desastre, acaba generando más problemas de
los que pretendía solucionar con su ingreso en el mercado laboral. Finalmente,
acorralado entre una posible demanda multimillonaria de la fábrica de ropa y la
decisión materna de ingresarlo en un psiquiátrico, Ignatius se fuga a Nueva York in
extremis, con la ayuda de Myrna Minkoff, compañera de universidad, activista política
y enloquecida alma gemela, que aparece en las últimas páginas de la novela tras haber
mantenido con él una agresiva correspondencia sobre su falta de implicación social.
Podemos apreciar como, después de todo, Ignatius es un nómada forzoso, incapaz de
permanecer en un puesto de trabajo o en una ciudad sin que el trabajo, la justicia y el
manicomio le persigan. Por desgracia, la segunda parte nómada que se insinúa en este
24
Kennedy Toole, John. La conjura de los necios. Barcelona: Anagrama, 2006, p.15

18
final de novela, que nos habría deparado más aventuras del buscavidas Ignatius en la
bulliciosa ciudad de Nueva York, no fue posible debido a la muerte del autor.

Ignatius cumple la triple encrucijada en que se debate la existencia del buscavidas,


entre sus necesidades, un trabajo alienante y el desarrollo hipertrofiado de una
identidad incapaz de plegarse a los condicionamientos de un proceso de socialización
laboral. Aunque ha intentado obviar las humildes fuentes financieras que sustentan su
estilo de vida, se ve obligado a reconocer, tras la cuantiosa multa que supone el
accidente, la angustia derivada de tales necesidades:

“¡No hipotecarás esta casa! Toda la sensación de seguridad que he procurado crear se
derrumbaría. (…)Nunca imaginé que subsistiéramos de modo tan precario. Sin embargo, es una
suerte que no me lo hayas dicho nunca. Si hubiera sabido lo cerca que estábamos de la penuria
total, mi sistema nervioso hubiera estallado hace ya mucho” 25.

Pese a ello, estas acuciantes necesidades no son motivo suficiente para “socializar” a
Ignatius en ningún trabajo fijo, pues su conducta ególatra acaba desbaratando cualquier
tipo de lealtad corporativa; por ejemplo, su trabajo en Levy pants, la fábrica de ropa,
concluye con Ignatius organizando una manifestación de los negros que trabajan en su
propia fábrica (que denomina con solemne medievalismo, Cruzada de la Dignidad
mora) contra sus propios oficinistas. Tales iniciativas de solidaridad, presentes como
contrapunto en la caracterización individualista del buscavidas, con más extrañas aún
en un personaje tan ególatra como Ignatius. Lo cierto es que responden a un poderoso
afán de exhibicionismo social, con que Ignatius pretende acallar los reproches de
Myrna Minkoff, que le echa en cara haber “cerrado tu inteligencia al amor y a la
sociedad” y su negativa a “comprometerse con los problemas cruciales de estos
tiempos”26. Así, todos los proyectos más bizarramente megalómanos de Ignatius, como
la mencionada Cruzada de la dignidad mora, o su afán por liderar un ejército de
pederastas para establecer la paz mundial, responden, paradójicamente, a una
ostentación de solidaridad que se gana la simpatía del lector. Naturalmente, aunque
Ignatius privilegie su yo por encima de todas las cosas, consagrando su megalómana
psique a desarrollar proyectos que rediman al mundo de su locura (con más locura),
éstos desembocan en el más absoluto fracaso. Ignatius es uno de los personajes más
contradictorios del s.XX, porque se integra en una novela de estructura clásica y temas
decididamente realistas, como la socialización laboral que afecta no sólo a Ignatius,
25
Ibid., p.59.
26
Ibid., p.85.

19
sino al resto de los personajes de la novela, pero procede de una literatura de
resonancias alegóricas que parece actualizar la figura del loco-filósofo de Erasmo de
Rotterdam y el gigante rabelaisiano. Cabe recordar que su autor, que sospechosamente
había trabajado como profesor adjunto, en las oficinas de una fábrica de ropa y como
repartidor callejero, debió sentirse igualmente inadaptado, cuando al no lograr la
publicación de su novela y ver frente a si el panorama desolador de tener que ir a
trabajar, se suicidó con sólo 31 años.

Factotum (1975), de Charles Bukowski, cuenta la vida de su álter ego Henry Chinaski
en 1944, un factótum27 que tras ser rechazado en el reclutamiento de la 2ªGM, pasa por
toda serie de trabajos ínfimos mientras se consagra al alcoholismo y la escritura. Con
sólo 23 años, Chinaski ya es un perdedor, un poeta y un borracho impenitente, que ha
renunciado de manera radical a prosperar en la vida y cuya única meta es publicar sus
cuentos en una editorial que rechaza sistemáticamente todos sus escritos con una
cordial nota de agradecimiento. Entremezcladas con la descripción, cómica y
aterradora, que hace Chinaski de sus trabajos más ingratos, conocemos el amor que
vive a ratos perdidos junto a dos mujeres a las que ama, Jan y Laura, sus almas
gemelas alcoholizadas, que le sirven, como la escritura y la bebida, para fugarse a un
mundo donde su identidad puede reconciliarse consigo misma y la realidad se vuelve
menos inhumana. La particularidad de este determinado buscavidas es que, al ser el
álter ego oficial de Bukowski, podemos verle como protagonista de cinco de sus
novelas, que explican diferentes etapas de su vida, a las que me referiré puntualmente
en algún momento de la tesina.28

Chinaski es el buscavidas por excelencia, que abandona hasta 30 trabajos de pésima


calificación social, porque sus ambiciones, como dice suave e irónicamente uno de sus
compañeros de infortunio, “sufren el hándicap de la pereza” 29. No le parece en absoluto
que los asalariados enloquecidos con los que se va encontrado sean un ejemplo a
seguir, sino pobres almas a la deriva que han perdido toda integridad como seres
humanos tras trabajar 19 años seguidos, por poner un ejemplo, en una línea de montaje
que fabrica galletas para perros. A pesar de que contemple con desconfianza y miedo a

27
Fac Totum . (Del lat. fac, imper. de facĕre, hacer, y totum, todo). 2. m. coloq. Persona que desempeña
en una casa o dependencia todos los menesteres.
28
Son particularmente interesantes Cartero(1971) y La senda del perdedor(1982), muy vinculadas al
mundo alienante del trabajo.

29
Bukowski, Charles. Factotum. Barcelona: Anagrama, 2007, p.97

20
todos los seres humanos, Chinaski es solidario con el destino de las pobres gentes con
las que comparte su aciago destino laboral, Chinaski se sabe el poeta de esa masa
anónima, como cuando reconoce megalómanamente: “Yo construiría un imperio con
los cuerpos fracturados y las vidas de los hombres sin esperanza, mujeres y niños…Les
impulsaría a todos ellos a lo largo del camino. ¡Les enseñaría!” 30

A fin de mantenerse libre y gozar de esa libertad nómada que le lleva a vivir en cuatro
ciudades distintas durante un año, Chinaski mantiene a raya sus necesidades,
cuidándose mucho de que estas no le arrastren a un estilo de vida que le dejaría
totalmente alienado. Dándole un trago a la petaca de whisky en pleno recado laboral,
pregunta con impertinencia a unos negros que trabajan en una hilandería industrial de
Nueva York, con los rostros pegados a sus máquinas cosedoras: “Brad, me está
deprimiendo de la ostia veros trabajar a todos. ¿No os gustaría, tíos y tías, que os
cantara una canción? Vuestro trabajo es realmente horrible. ¿Por qué lo hacéis? 31”,
como si se negara a entender que la necesidad les ha empujado a ello. Pese a ello, no es
una impertinencia ingenua, sino indignada contra el destino alienante del trabajo,
porque Chinaski ha aprendido muy bien esta lección: “El alma de un hombre estaba
radicada en su estómago. Un hombre podía escribir mucho mejor después de haberse
zampado un buen solomillo de ternera y bebido medio litro de whisky de lo que jamás
podría hacerlo después de haber comido una barrita de caramelo de a níquel.32”

Toda su precaria existencia laboral es una lucha por alimentar de la manera más frugal
tales necesidades, que le dejen tiempo libre para la escritura. Con todo, Chinaski se
burla del sistema de necesidades artificiales en que nos sume el afán de progresar en la
vida, si eso le permite, pese a convertirse en un paria social y en un asalariado
irreductible, ser con todo un poco más libre. En ese sentido, observa de un compañero
de trabajo donde hace de mozo de almacén:

“En las listas de recibos nunca había el menor error, probablemente porque el tío que
había en el otro extremo estaba demasiado preocupado por su trabajo como para ser descuidado.
Normalmente esos tíos suelen estar en la séptima de las treinta y seis letras del coche nuevo, sus
mujeres van a clase de cerámica los lunes por la noche, los intereses de la hipoteca se los están
comiendo vivos y cada uno de sus cinco hijos se bebe un litro de leche diaria” 33.

30
Ibid., p.54.
31
Ibid., p.121
32
Ibid., p.54.
33
Ibid., p.122

21
Vale la pena recordar que Chinaski –por no decir Bukowski – se mantendrá fiel a ese
temperamento indisciplinado y errático hasta el fin de sus días, pero pagará muy cara la
factura que supone tal osadía. Ya en Factotum, el personaje, que sólo cuenta 23 años,
se plantea muy seriamente si no valdría la pena suicidarse. Esa angustiosa decisión,
contemplada como solución una y otra vez, vuelve a surgir tres décadas más tarde, en
una de esas noches que carga el diablo, cuando el buscavidas Chinaski, con cincuenta
años recién cumplidos, decide abandonar un trabajo en el que había permaneció
inusitadamente 13 años, que le brindaba seguridad material pero le estaba conduciendo
inexorablemente a la demencia: “I even had the butcher knife against my throat one
night in the kitchen and then I thougth, easy, old boy, your Little girl may want you to
take her to the zoo.”34 Un par de noches después, tras una borrachera absolutamente
salvaje, el buscavidas se redime de sus meditaciones suicidas con un último acto de
expresión individualista que le abrirá las puertas a una nueva vida: “In the morning it
was morning and I was still alife. Maybe I’ll write a novel, I thought. And then I did”35.

El Desaparecido (1927), novela inacabada y póstuma de Franz Kafka, describe el


vagabundeaje laboral en el exilio de Karl Rossman, un emigrante europeo de 17 años
que se ve obligado a exiliarse en Nueva York por la vergüenza de haber seducido a una
sirvienta. En el barco que le conduce a Nueva York, Karl traba amistad con un
fogonero que está a punto de perder su trabajo, al que apoya frente a la tripulación. En
un giro inesperado, Karl conoce durante este juicio a un tío suyo adinerado, que decide
tomarle bajo su protección, en lo que parece ser, a mi entender, un guiño irónico de
Kafka a la novelística británica, en la que una herencia familiar redentora, o un lazo de
parentesco muy oportuno, libran de modo inverosímil y folletinesco al protagonista de
la más absoluta pobreza, como puede verse en el David Copperfield de Dickens, que
según el propio Kafka, inspira esta novela. Sin embargo, su suerte no es la misma,
porque su tío acaba cortando con el todo vínculo al considerarse traicionado por una
excursión de Kafka a las afueras de Nueva York(que había sido consentida previamente
por el tío). Tras este segundo “exilio”, Karl se ve arrojado a las manos de dos pícaros,
Robinson y Delamarche, que le prometen trabajo a cambio de su ayuda, pero acaban
desvalijándole de la manera más ruin. Karl acaba siendo contratado como ascensorista
en un hotel, pero aunque desempeña sus labores de manera óptima, con la esperanza de
ir ascendiendo poco a poco, acaba cayendo en desgracia cuando Delamarche aparece
34
Bukowski, Charles. Post Office. London: Virgin Books, 2009, p.157

35
Ibid., p.160

22
borracho en su habitación y le cita como amigo. Expulsado pues de este trabajo, y
acosado por la policía, que considera sospechosa la manera en que ha sido expulsado
del mismo, Karl se ve obligado a alojarse como siervo, en un estado de secuestro y
esclavitud, en el balcón del piso de Brunelda, una dama rica que ha tomado como
sirvientes a Robinson y Delamarche. Tras varios intentos de fuga, y una elipsis rotunda,
atribuible sólo al carácter inacabado de la novela, Karl se ve de nuevo en libertad y
contempla el anuncio de una oferta de trabajo en el Gran Teatro de Oklahoma, donde
“todo el mundo es bienvenido”, como lee Karl con un atisbo de esperanza, pensando
que “todo lo que había hecho hasta ahora quedaría olvidado y nadie se lo
reprocharía”36. Karl asiste a la oferta de trabajo y se encuentra con una oficina de
reclutamiento laboral llevada al paroxismo más absurdo, en el que existen cientos de
casetas, a cual más especializada, para contratar a todo el mundo en función de su
curriculum previo. Karl, que no tiene pasaporte ni papeles, se inscribe como “Negro”
(apodo que había recibido en sus últimos empleos) e intenta pasar por ingeniero, pero
acaba siendo llevado a la caseta ínfima de “ex-estudiantes europeos de instituto
secundario”. Una vez allí, es contratado y poco después se pone en marcha junto al
resto de los contratados hacia Oklahoma, en un tren que atraviesa montañas gigantescas
y hace pensar en un destino ominoso para Karl Rossman.

Naturalmente, esta novela se ciñe en su polaridad de fuerzas desiguales al mismo


conflicto que se reproduce en El Castillo y El Proceso, la pugna entre el individuo que
reclama sus derechos frente a una sociedad que pretende aniquilarle y marginarle. Karl
comparte muchas afinidades con los buscavidas pero no es uno de ellos, en gran
medida por lo específicamente kafkiano de su caracterización, esto es, la tendencia
irrenunciable de los personajes kafkianos a penetrar, mediante el escaso margen de
maniobra reservado al individuo, en un sistema de leyes oscuras y herméticas que
rechaza sus tentativas de justicia con un silencio autoritario. Del mismo modo que el
agrimensor K no logra acceder al castillo, ni Josef K desentraña el porqué de su
misterioso juicio, Karl Rossman no pierde la esperanza de prosperar en un sistema que
tiene reservado a los emigrantes una suerte marginal. Por tanto, si bien su reiterativa
falta de integración social comparte el hado de los buscavidas, este conflicto netamente
kafkiano nos impide contarlo entre sus filas. Sin embargo, por sus sujeción al imperio
36
Kafka, Franz. El desaparecido. Barcelona: Debolsillo, 2004, p.259.

23
de la necesidad, su lucha por preservar su identidad, su nomadismo forzoso y su
descripción despiadada de los factores más alienantes del trabajo sobre el individuo,
esta novela nos servirá a un tiempo para profundizar en el sistema laboral
contemporáneo, cuya descripción será abordada en el tercer capítulo, así como
establecer paralelismos que ayudarán a definir la especificidad del buscavidas.

24
I.3. Aproximación histórica a la noción de régimen salarial

Es importante conocer el sistema laboral en que se integra – muy a su pesar - el


buscavidas, para valorar la especificidad de su conflicto con la sociedad.
Examinaremos esta cuestión, de manera exhaustiva, en el tercer capítulo, al ocuparnos
de la descripción del régimen salarial que actúa como un principio disciplinario sobre la
identidad del asalariado en el capitalismo. Sin embargo, en el ámbito de esta breve
introducción, nos interesa sobre todo establecer el momento en que emerge dicho
sistema, que nace en la época de Bildungsroman, a finales del s.XVIII, alcanza al
buscavidas, en pleno s.XX y se extiende hasta nuestros días. Concentrarnos en ese
momento nos permitirá trazar una oposición clara con el sistema en que se integra su
precedente literario, el pícaro, del que ha evolucionado históricamente. Como digo,
sólo así podremos describir en el segundo capítulo las semejanzas entre la figura del
pícaro con la del buscavidas, interpretando en su debido contexto histórico las tensiones
de estos personajes, derivadas de un sistema laboral en evolución continua, que ha
condicionado de manera diversa, tanto a los individuos trabajadores en sus respectivas
sociedades, como a los personajes en sus respectivas literaturas. Así pues, en las
siguientes páginas, comentaremos brevemente el nacimiento del concepto moderno de
“trabajo” dentro del régimen salarial capitalista, que nace con la revolución industrial, a
lo largo del S.XVIII.

La idea contemporánea del trabajo no aparecería hasta el S.XVIII, con el advenimiento


del capitalismo fabril. La estructura productiva del capitalismo se sustenta en una
economía cuya principal propiedad radica, como dice Max Weber, en el hecho de
estar racionalizada “sobre la base de un estricto cálculo contable, el ordenarse
planificada y austeramente al logro del éxito económico aspirado, en oposición al estilo
de vida del campesino que vive al día y a la privilegiada rutina del viejo artesano
gremial”37.Weber sitúa ese momento de transición, entre el capitalismo industrial y los
modos de producción más tradicionales, como un momento clave a la hora de entender
las modificaciones que ha sufrido el moderno concepto de “trabajo”. Conviene
subrayar que la transición entre estos dos sistemas de producción, y los respectivos

37
Weber, Max. La ética protestante y el espíritu capitalista. Madrid: Alianza, 2009, p.83

25
modos de vida a que están vinculados, no se produjo de la noche a la mañana, sino en
el curso de un largo desarrollo de la economía dineraria que acompañará el nacimiento
de un nuevo concepto de “trabajo” desde el SXV hasta nuestros días. Abordaremos en
profundidad esa etapa histórica previa al capitalismo en el segundo capítulo, al
ocuparnos de las afinidades del buscavidas con el pícaro.

Antes que nada, conviene formular el conflicto esencial del buscavidas, en tanto
trabajador plenamente sometido a este proceso de racionalización económica que
distingue al capitalismo, mediante una ecuación sencilla pero determinante, que
podemos plantear en términos marxistas: el buscavidas sufre unas necesidades que
intenta cubrir mediante un salario, un salario que a su vez traduce la cuantificación de
su valor económico como fuerza de trabajo. Las convenciones legales que sirven para
determinar la cuantía y la importancia del “salario” dentro del régimen de producción
capitalista, así como el poder adquisitivo y su relación de dependencia con las
necesidades de los consumidores y la productividad general de una sociedad,
constituyen una piedra de toque trascendental a la hora de reflexionar en la evolución
del capitalismo, tanto si pensamos en el salario paupérrimo mediante el cual se
explotaba al miserable obrero del s.XIX, como si reflexionamos acerca del salario y el
sistema de compensaciones sociales que concede nuestro moderno estado de bienestar.
Ambas etapas, a pesar de sus diferencias antagónicas, forman parte de un mismo
proceso histórico, que condujo a la progresiva implantación de un “régimen salarial”
enteramente nuevo, inherente al capitalismo y condicionado por una mayor
competitividad entre las empresas, que exigían, no ya una fidelidad del empleado a su
patrón, sino la continuidad, calculabilidad y constancia de una fuerza de trabajo
ininterrumpida.

Evidentemente, hasta la total implantación de este régimen salarial, tuvieron que


erosionarse hasta su desaparición los modos tradicionales de producción que refiere
Weber, incompatibles por definición con algunos de sus principales rasgos. Para que
nos hagamos una idea de dicha incompatibilidad, arraigada en una menor
competitividad de los mercados tradicionales, sobre los artesanos, por ejemplo, dice
André Gorz: “Únicamente los jornaleros y los peones eran pagados por su trabajo; los
artesanos se hacían pagar su “obra” según un baremo fijado por esos sindicatos
profesionales que eran las corporaciones y las guildas. Estos proscribían severamente

26
toda innovación y toda forma de competencia” 38.Asimismo, Barry Jones propone esta
ilustrativa descripción del campesinado en las economías no competitivas previas a la
revolución industrial:

“en las economías de subsistencia, los campesinos no consideran la agricultura como


una “industria”, es su modo de vida. Producen principalmente para cubrir sus propias
necesidades, ahorrando un pequeño excedente para precaverse de los imprevistos y no para ser
vendido. No se preocupan del rendimiento económico, ni de la tasa de beneficio, ni de la
exportación, no cuentan su tiempo ni compiten con sus vecinos(…)Las nociones de salario, de
duración de trabajo o de vacaciones no cuentan para nada”39.

Por tanto, los trabajadores que cita Weber, el “campesino que vive al día” y el “viejo
artesano gremial”, mantenían una relación económica con su empresa sustancialmente
distinta a las que mantiene la moderna empresa capitalista con el moderno trabajador
asalariado. Esos modos de producción no estaban dominados por la racionalización
económica exhaustiva que distingue a los modos de producción capitalistas. El patrón
tradicional no planificaba su productividad “al logro de un éxito económico esperado”,
no cuantificaba los tiempos de producción en un sistema de equivalencias salariales tan
estrictamente contabilizado como el que desarrollará el capitalismo industrial, a fin de
mantenerse en un estado de perpetuo ascenso económico, que le permita mantener un
proyecto competitivo en un sistema de libre competencia entre empresas. Entre otros
factores, esa menor racionalidad económica de la sociedad tradicional se debe a que
los ciclos naturales, en el caso del campesino, y las convenciones gremiales, en el caso
del artesano, determinaban una pauta de productividad consensuada socialmente, que
hacía concurrir a intereses económicos enfrentados con una relativa estabilidad de los
mercados. Pero con el advenimiento de la revolución industrial, la productividad crece
de una manera inédita en la historia, así como la masa demográfica que puede consumir
los excedentes de dicha productividad, de manera que la relativa estabilidad de los
mercados que había distinguido a la primera modernidad quedó profundamente
alterada.

A partir de entonces, para mantenerse competitivamente en el mercado, la empresa


capitalista habría de regular toda su actividad en términos matemáticos. Max Weber
hace una interesante descripción de este nuevo “espíritu del capitalismo” a través de un
38
Gorz, André. La Metamorfosis del trabajo: búsqueda del sentido: crítica de la razón económica.
Madrid: Sistema, DL 1995, p.29.

39
Jones, Barry. Sleepers awake. Technology and the future of work, Oxford, Oxford University Press,
1983, p.83. Citado en: Gorz, ob.cit., p.147

27
hipotético primer patrón capitalista, que inspirado en estos principios en la
competitividad, contribuye a desarrollar el moderno sistema industrial y su calculada
reinversión de las ganancias: “iría un buen día al campo, y seleccionaría allí
cuidadosamente los tejedores que le hacían falta y los sometería progresivamente a su
dependencia y control, los educaría, en una palabra, de campesinos a obreros” 40. Tras
aplicar una serie de iniciativas que romperían con las pautas de productividad
tradicional, como la relación directa con sus abastecedores al por mayor, la búsqueda
de nuevos clientes y la “adaptación” del producto a sus necesidades, este hipotético
empresario:

“comenzaría a poner en práctica el principio: ‘precio barato, gran producción’. Y


entonces se repetiría una vez más el resultado fatal de todo proceso de racionalización: quien no
asciende, desciende. Desapareció así el idilio, al que sustituyó la áspera lucha entre los
concurrentes; se constituyeron patrimonios considerables que no se convirtieron en plácida
fuente de renta, sino que fueron de nuevo invertidos en el negocio” 41.

Es en esta nueva dinámica de racionalización económica exhaustiva donde se haría


crucial la cuantificación de la fuerza de trabajo en un salario, posiblemente la tarea
más difícil que el capitalismo industrial ha tenido que llevar a cabo. André Gorz
recuerda que en el libro I de El capital, Marx se refiere con profusión a:

“una vasta literatura que describe las resistencias, largo tiempo insalvables, con las que
se tropezaron los primeros capitalistas industriales. Para su empresa era indispensable que el
coste de trabajo llegara a ser calculable y previsible con precisión, porque solamente con esta
condición podían ser calculados el volumen y los precios de las mercancías producidas y el
beneficio previsible”42.

Es evidente que sin esa contabilidad previsora, sin ese proceso de racionalización
económica, la inversión seguía siendo demasiado aleatoria para que los empresarios se
aventuraran en ella. Precisamente por ello, ese delicado equilibrio entre beneficios y
reinversiones exigía calcular, entre otros factores, la relación entre el rendimiento
laboral y su valor económico. Era necesario, por utilizar las palabras de Gorz, “poder
medir el trabajo en si mismo, como una cosa independiente, separada de la
individualidad, las necesidades y las motivaciones del trabajador” 43.

40
Weber, Max. La ética protestante y el espíritu capitalista. Madrid: Alianza, 2009.p.76.
41
Ibid., p.76
42
Gorz, André. La Metamorfosis del trabajo: búsqueda del sentido: crítica de la razón económica.
Madrid: Sistema, DL 1995, p.35.

43
Ibid., p.35

28
Esta división entre trabajo y trabajador es clave a la hora de entender el cambio operado
en la noción de trabajo, ya que la actividad productiva, en efecto, fue separada
progresivamente de su sentido, de sus motivaciones y de su objeto para convertirse en
el simple medio para ganarse un salario. Para ello, no sólo se hicieron más metódicas,
menos artesanales y mejor adaptadas a sus fines de máxima productividad, unas
actividades productivas preexistentes, sino que, como venimos diciendo, tuvieron que
separarse esta noción de “trabajo” de las necesidades tradicionales de los trabajadores.
Es sintomático de las dificultades que debió implicar dicho proceso el énfasis que pone
Weber en la “educación” del campesino al obrero . Esta “educación”, como diría
Weber, no fue una tarea tan obvia como puede parecernos hoy en día, y de hecho, la
reticencia de los obreros a cubrir día tras días una jornada de trabajo entera,
estableciendo así un continuum de fuerza de trabajo regular, previsible y calculable,
fue la causa principal de la quiebra de las primeras fábricas. Como dice Gorz:

“Para los obreros de finales del s.XVIII, el trabajo era una habilidad intuitiva,
integrada en un ritmo de vida ancestral y nadie habría tenido la idea de intensificar y prolongar
su esfuerzo con el fin de ganar más. El obrero no se preguntó cuanto podría ganar al día
rindiendo el máximo posible de su trabajo sino cuanto tendría que trabajar para seguir ganando
los dos marcos y medio que ha venido ganando hasta ahora y que le bastan para cubrir sus
necesidades tradicionales”44.
La preocupación del empresariado por “educar” a las nuevas masas de trabajadores
industriales sustenta la evolución del régimen salarial, desde el primer capitalismo
hasta nuestra moderna sociedad de consumidores en la era del bienestar. Los principios
disciplinarios de dicho régimen, que desglosaremos y analizaremos en el tercer capítulo
de esta investigación, en su relación conflictiva con la figura del buscavidas, que
también documentaremos profusamente, se fueron sofisticando históricamente, desde
los principios utilitaristas que recomendaba Jeremy Bentham para el buen
funcionamiento de las casas de trabajo, pasando los elevados salarios de cinco dólares
en las fábricas de Ford, hasta el sistema de compensaciones sociales que garantiza al
asalariado el keynesianismo.

Aquí nos interesa sólo mostrar que el principal obstáculo al que se enfrentó el
desarrollo del llamado régimen salarial en sus orígenes fueron las necesidades
relativamente limitadas del trabajador preindustrial. La manipulación y subversión de
dichas necesidades, hasta el punto de que el obrero las viera indisolublemente ligadas a
su salario fue un proceso gradual y difícil. Podemos apreciar la trascendencia de este
proceso al examinar la figura del buscavidas, que presenta ese mismo escollo al sistema
44
Ibid., p.36

29
capitalista: su capacidad para vivir por debajo de las necesidades consensuadas como
básicas por la sociedad, de desterrar dichas necesidades hasta un umbral ínfimo que
bordea la pobreza, convierte al buscavidas en un asalariado inasible, pues privilegia el
libre desarrollo de su identidad y se niega a ser “educado” en los principios del
régimen salarial. En los orígenes del sistema laboral capitalista, este fracaso
intermitente del régimen salarial, con todo, no se debía a los casos aislados y
anárquicos que encarna en el s.XX el buscavidas, sino a un desfase cultural de largo
alcance entre los mercados vinculados al estilo de vida de los trabajadores
tradicionales y el moderno sistema de fábricas. Para que el capitalismo fabril
prosperase, la producción debía estar regida por cierta “impersonalidad” de las
relaciones comerciales, destinada al intercambio en un mercado libre en el que los
productores sin ningún vínculo entre ellos se encontrasen frente a compradores con los
que tampoco tienen ningún vínculo. Como dice André Gorz, esa condición no se
cumplía en los mercados antiguos cuando:

“las corporaciones, las guildas, y los sindicatos de productores, podían entenderse


sobre el precio de cada tipo de producto, y especialmente, sobre los procedimientos y las
técnicas de producción que, como se sabe, estuvieron minuciosamente reglamentados hasta el
s.XVIII. El acuerdo sobre los precios y las técnicas no constituye solamente una autolimitación
contractual de la competencia, implica también una autolimitación de las posibilidades de
ganancia, y por ello, una autolimitación de las necesidades. La racionalidad económica se ve así
obstaculizada de raíz por la naturaleza limitada de las necesidades y sobre sus límites” 45.

Así pues, la misma naturaleza del mercado tradicional hacía que fuese muy difícil
“educar” al asalariado en las duras exigencias del sistema de fábrica; no se podía apelar
a su sentido del lucro, no podía buscarse su rendimiento máximo por un sistema de
destajo46, cuando a éste le era posible cubrir sus necesidades trabajando con arreglo a
un ritmo natural. De ahí la extrema dificultad que experimentaron los primeros
industriales para obtener un trabajo continuo y a pleno tiempo. Esta “impersonalidad”

45
Ibid., p.147
46
Para apreciar las dificultades de esta educación en el sistema de destajo, valga este interesante pasaje de
Max Weber en La ética protestante: “Un obrero, por ejemplo, gana un marco diario por cada faena
segada, y para ganar al día dos marcos y medio ha de segar dos fanegas y media; si el precio del destajo
se aumenta en veinticinco céntimos diarios, el mismo hombre no tratará de segar, como podía esperarse,
tres fanegas, por ejemplo, para ganar al día tres marcos con setenta y cinco céntimos, sino que sólo
seguirá segando las mismas fanegas que antes, para seguir ganando los dos marcos y medio con los que,
según la frase bíblica, “tiene bastante”. Prefirió trabajar menos a cambio de ganar menos también; no se
preguntó cuanto podría ganar al día rindiendo el máximo posible de trabajo, sino cuanto tendría que
trabajar para seguir ganando los dos marcos y medio que ha venido ganando hasta ahora y que le bastan
para cubrir sus necesidades tradicionales. “Weber, Max. ob.cit, .p.69

30
es rastreable también en esta interesante reflexión de W.A. Lewis sobre los problemas
con que se ha de enfrentar una sociedad que empieza a desarrollar su economía
monetaria y las dificultades que entraña “educar” a las masas de trabajadores en esa
nueva cultura laboral:

“A las personas les lleva mucho tiempo ajustarse a la economía monetaria.


(…)Necesitan nuevas pautas morales, cuya creación puede tomar mucho tiempo; porque han
dejado de vivir en una comunidad en la que las obligaciones están basadas en el trueque y se
han trasladado a otra en la que las obligaciones se fundan en el contrato, y generalmente, en
relaciones mercantiles con personas con las que no están vinculadas por lazos de parentesco.” 47

Habría de desarrollarse progresivamente el sistema salarial, como veremos en el tercer


capítulo de esta investigación, para que las necesidades tradicionales permitieran que el
capitalismo dispusiera de un flujo constante, calculable, ininterrumpido de fuerza de
trabajo bien “educada”. Muy resumidamente, podemos indicar que la sociedad tuvo que
trasformar radicalmente sus estructuras mercantiles previas, para que el antiguo
trabajador que podía cubrir sus necesidades, siquiera mínimamente, dentro de un
sistema más ligado a los ciclos naturales y las convenciones gremiales, se viera
progresivamente falto de intermediarios e interlocutores en ese antiguo sistema,
viéndose obligado a emigrar a las ciudades industriales. A partir de ahí, el régimen
salarial evolucionó en varios aspectos. Desde el punto de vista tecnológico, la
organización científica del trabajo industrial se distinguió por el esfuerzo constante por
separar el trabajo de la persona del trabajador. Ese esfuerzo tomó primero la forma de
una mecanización no del trabajo, sino del propio trabajador: es decir, la forma de
presión para el ritmo o las cadencias impuestas, que llegaría a su expresión más
absoluta con la imposición de la cadena de montaje fordista a comienzos del s.XX. Por
otra parte, desde el punto de vista contractual, se pusieron en juego varias medidas que
garantizasen una fuerza de trabajo ininterrumpida, vinculando cada vez más
estrechamente la cuantía del salario con la duración de la jornada laboral, fijada
innegociablemente por la empresa, que constituye la esencia del nuevo régimen
salarial. En última instancia, el sistema capitalista, ya en nuestro opulento estado del
bienestar, subvertirá completamente el orden de las necesidades tradicionales; la
incesante generación de necesidades artificiales harán del mismo trabajador de clase
media un consumidor que mantenga el mercado en movimiento, aún a costa de estar
triplemente alienado, ya no sólo en su trabajo, sino también en sus consumos y en sus
47
Lewis, Arthur. Teoría del desarrollo económico. Mexico D.F.: Fondo de cultura económica, 1964.
p.157. Citado en: Maravall, ob.cit., p.114

31
necesidades. Como veremos, el buscavidas se opone a estos tres principios,
tecnológico, contractual y consumista, porque no está dispuesto a soportar la alienación
física que conlleva el primero, la amputación a su tiempo de vida que implica el
segundo y el fervor consumista del tercero.

32
Capítulo II Originalidad del buscavidas en el marco de la picaresca y la
Bildungsroman

II.1.El buscavidas y las literaturas del ‘yo’

En el presente capítulo, conviene examinar aquellas tradiciones literarias en las que el


buscavidas se cimenta para elaborar su propio discurso. Es evidente que las novelas con
buscavidas, las novelas picarescas y las novelas de formación comparten un mismo
sustrato fenomenológico: el interés por el yo como objeto de exploración literaria. Las
tres tipologías son novelas construidas en torno al problema de la identidad individual
en una comunidad, en las que el héroe novelesco, como diría Lukaks de la novela en
general, se caracteriza por el “extrañamiento del mundo” 48. A partir de los s.XVI y
XVII, en un proceso que se manifestará francamente en los siglos XVIII y XIX, se
empiezan a dar los primeros pasos hacia la experiencia “moderna” del “yo”, que se
desarrolla en muy diversas esferas, hasta dar lugar a una modalidad literaria nueva, la
del relato en primera persona. Como ejemplifica José Antonio Maravall, en todas las
áreas del conocimiento, “náutica, cosmografía, medicina, metalurgia, etc.”, el
testimonio del yo se convierte en la más fidedigna instancia del saber:

“unos dicen que es habitable la zona tórrida, porque ellos la han cruzado varias veces;
otros sostienen las virtudes medicinales que ellos, subiendo o bajando barrancos, han
descubierto. (…) El testimonio de esa propia experiencia prima sobre cualquier otro. Y si lo que
interesa es conocer, para entretenimiento o reflexión, conductas que son espejos de individuos,
nada mejor que atender a lo que un individuo cuenta de si mismo, esto es, a la autobiografía.
Fragmentos de tono autobiográfico se podrán hallar, los había habido desde los altos siglos
medievales, cuando daba la coincidencia de que se narraba una referencia vivida. Pero en la
novela picaresca no bastaba con esto: en ella se responde a la ostentación del yo, porque el yo es
el nivel máximo de la experiencia en cuya seguridad se puede confiar” 49.

El estudio de Francisco Rico, La novela picaresca y el punto de vista, pone de relieve


la importancia de este género como primer acercamiento a una narración selectiva del
yo, un yo tan insignificante socialmente como el Lazarillo o el Guzmán, que no duda
en ordenar los hechos objetivos de la historia en la perspectiva de su propia memoria

48
Lukács, Georg. El alma y las formas. Barcelona: Grijalbo, 1970 p.234

49
Maravall, José Antonio. La literatura picaresca desde la historia social. Madrid: Taurus Ediciones,
1986. p.297-298

33
individual: “El recurso a la primera persona narrativa y la presentación de toda la
realidad en función de un punto de vista le hicieron posible consumar una
extraordinaria hazaña…: pensar desde dentro”50. Así, Lázaro nos contará su historia
“para que se tenga entera noticia de mi persona”51 y es frecuente encontrar en la novela
picaresca auténticas odas laudatorias a este descubrimiento literario,“el ídolo, el
emperador y el monarca de todos los ídolos, el yo” 52, como dice Juan Martí en la 2ª
parte apócrifa del Guzmán.

Sería imposible entender de este profundo desarrollo fenomenológico que en el s.XX se


atribuyó a la primacía del yo como plataforma de exploración literaria, con obras como
las de Joyce y Proust, sin este primer logro de la modernidad que consistió en el manejo
de la primera persona popularizado por la ficción picaresca. Me gustaría añadir, aunque
Ignatius exprese con cómica rotundidad que “mi yo carece de elementos proustianos”53,
que el “yo” del buscavidas representa un caso relevante de esa narración del “yo” que
cobra máximo auge en la literatura del s.XX; un yo que multiplica de manera
exponencial sus mecanismos de expresión y defensa al rebelarse contra las directrices
del sistema laboral capitalista.

Ya en el s.XVIII y XIX, la noción de individuo está plenamente asentada como centro


de experiencias en que pueden cristalizar, a modo de experimentación literaria, las
inquietudes de toda una comunidad, que se traducen en la elevación del “yo” a objeto
de exploración literaria por excelencia. Así pues, el tema de la novela del s.XIX se
podría definir como la “conciliación de la problemática vivencial del individuo con la
realidad social concreta”54, como diría Lukaks de Wilhem Meister, la Bildungsroman
por excelencia, género en que esta polarización entre el yo y la comunidad se ve
dramáticamente subrayada. Como dice Miguel Salmerón respecto a este conflicto
esencial del género, la Bildungsroman abre para el yo “un lugar para la realización del
individuo y la búsqueda, ya sea en el amor o en el arte, de un ámbito para configurar la
50
Rico, Francisco. La novela picaresca y el punto de vista. Barcelona: Seix Barral, 1970. p.139

51
Blecua, Alberto. La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades. Madrid: Castalia,
1972.p.89

52
Edición de Ángel Valbuena, p.654, en La novela picaresca española, Barcelona, 1967. Citado en:
Maravall, ob.cit, p.319
53
Kennedy Toole, John. La conjura de los necios. Barcelona: Anagrama, 2006, p.56
54
Lukács, Georg., ob.cit, p.135.

34
totalidad de la que se le ha privado al hombre.” 55 Además, la Bildungsroman, respecto a
la picaresca, representa un paso adelante en el protagonismo del yo como máxima
instancia narrativa de la modernidad, porque es un género “veladamente
autobiográfico”56, en que el autor aprovecha el molde formativo de un individuo
concreto para proyectar su propio proceso de maduración en el mundo. En ese sentido,
las novelas con buscavidas participan ya plenamente, con total indiscreción, de esta
premisa tácita en la Bildungsroman, ya que al menos tres de los “buscavidas”
estudiados en este trabajo, Bardamu, Simon y Chinaski, representan ya no sólo un álter
ego, sino una explícita puesta en escena literaria del estilo vagabundo y anárquico que
marcó la vida de sus autores.

Una vez resaltado ese mismo interés por el yo, cabe resaltar las afinidades más
profundas del buscavidas con la picaresca y la Bildungsroman, respecto a otros
géneros que también evidencian un mismo interés por el yo; como la novela
sentimental o la novela epistolar (Pamela o la virtud recompensada, por citar un
ejemplo que conjuga ambas tradiciones en un mismo relato en primera persona); o la
novela de instrucción o Tendenzroman (como el Emilio de Rousseau). En mi opinión,
la especificidad del enfoque que preside las novelas de formación y las novelas
picarescas frente a éstas, estriba sobretodo en la disidencia individualista de sus
protagonistas, que crea un espacio de libertad y subversión dentro del seno de la
comunidad para aspirar a sus propias metas formativas (Bildungsroman) o arribistas-
ilícitas (picaresca). Es decir, no se proponen como manuales de conducta que podría
seguir toda una comunidad: cabe recordar que el Emilio sirvió de inspiración al nuevo
modelo educativo nacional tras la Revolución francesa, mientras que Samuel
Richardson empezó la escritura de Pamela, concibiéndolo como un libro de conducta y
etiqueta, que sólo en segunda instancia se fue dramatizando en forma de una
correspondencia novelada. En mi opinión, pues, la especificidad de la picaresca y la
novela de formación consiste en que se leen como modelos de libertad que incitan al
individuo coaccionado por las leyes sociales a resguardar para si, en su propio interés
particular, formativo o social, un espacio de independencia donde sus metas devengan
realizables. Esta moral egocéntrica, este paréntesis de libertad pensado
estratégicamente para que el “yo” pueda deliberar sobre su propio posicionamiento en
55
Salmerón, Miguel. La novela de formación y peripecia. Madrid: Literatura y debate crítico, 2002.p.103

56
Ibid.,p.9

35
una comunidad en la que está intentado coagular como individuo, al margen de los
roles preasignados que la sociedad les tuviese reservados, me parece lo realmente
específico en el tratamiento del “yo” que preside este tipo de novelas, y la enlaza
asimismo con la libertad individualista del buscavidas. Ninguno de los tres se atiene a
las conveniencias sociales del “integrado”, aunque en el caso de la Bildungsroman y la
picaresca sí se acaba firmando una suerte de pacto de madurez con el mundo, tras su
etapa de formación más o menos disidente, como veremos más adelante.

En el caso de la picaresca, habría que buscar esta disidencia en la coyuntura social de


los s.XVI y XVII, que tenía preasignado, tanto para el pobre como para el rico, un
papel muy marcado por las barreras de la sociedad estamental. Sin embargo, ya en
aquella sociedad se producían fenómenos inéditos en la edad media de movilidad
social, debido a cambios profundos en la estructura económica de la sociedad. La
interpretación del historiador de la pobreza Bronislaw Geremek, respecto a la manera
en que estos fenómenos podían darse, ya no sólo en la figura del comerciante
enriquecido que disputaba a la nobleza su posición de preeminencia social ,sino
también en las clases inferiores, es bastante ilustrativa:

“la ruptura del equilibrio entre la oferta y la demanda de mano de obra, a favor de ésta
última, la facilidad de empleos en lugares diferentes, la posibilidad ilimitada de buscar mejores
condiciones de trabajo y de vida, todo ello atenta contra la base de la sociedad feudal. Pero la
relajación social, la libertad de desplazamiento, la posibilidad de un lucro fácil, llevaban consigo
un proceso de corrupción y trastornaban la seguridad colectiva. 57”

Según la tesis de Antonio Maravall, que comparto en ese trabajo, el pícaro nace de esa
transición del siervo “estático” de la edad media al asalariado más “dinámico” del
renacimiento. La inseguridad histórica que refiere Geremek es la que nutre la figura
del pícaro, un personaje de baja extracción social que estaba destinado a ser, en el
mejor de los casos, criado o jornalero, pero que debido a esa potencial movilidad
social, no puede ver en ese destino más que una frustración de sus ambiciones, que
intentará materializar por vías ilícitas, o directamente criminales, pero infinitamente
más seductoras que las que pudiera brindarle el trabajo manual de los meros ganapanes,
despreciado ostentosamente por las clases acomodadas de su época. Seremos más
exhaustivos a la hora de describir esta “ambición” del pícaro en el siguiente capítulo,

57
Geremek, Bronislaw. Les marginaux parisiens au XIV et XV siècles, p.32. Citado en: Maravall, ob.cit
p.302.

36
pero aquí nos interesa simplemente apuntar la disidencia distintiva del pícaro, ya que,
en palabras de Maravall. “estos fenómenos de desequilibrio y de inseguridad en los
niveles de status son condiciones previas a la picaresca” 58, en los que se retrata la
trayectoria vital de un yo que quier ganar un espacio de autonomía social, aunque para
ello tenga que vulnerar y sortear sus leyes. A.A. Parker formula la disidencia
específica del pícaro de manera magistral en su tesis sobre El Buscón, resumiendo la
esencia del género como:

“un análisis de las relaciones entre personalidad y ambiente que, a través de la presión
ejercida por las circunstancias externas, llega hasta el corazón mismo del conflicto entre
individuo y sociedad y airea los motivos más profundamente arraigados que hacen al
delincuente elegir su estilo de vida con preferencia a otro cualquiera” 59.

En ese sentido, el buscavidas comparte con el pícaro su condición de marginado, sin


que ésta le lleve sin embargo a la ambición de una vida mejor, y por tanto, a través de
vías ilícitas, a la delincuencia. Al contrario, el buscavidas se conformará con su
condición de asalariado de ínfimo rango porque su rechazo al sistema consiste, no tanto
en vivir a salto de mata por obra de su ingenio, dañando al prójimo en su propia
conveniencia, como sucede en el caso del pícaro, como por una suerte de renuncia
temperamental e ideológica a progresar socialmente, ya que no le importa, como
confiesa Simon Tanner, “echar decorosamente la vida por la borda”60. Analizaremos
estas “ambiciones” distintas en el siguiente capítulo.

Respecto a la Bildungsroman, Gustavo Salmerón señala este mismo proceso de


disidencia al indicar que “el protagonista de estas novelas se siente ajeno a los ritos
externos y a la superstición del vulgo y deplora la teología natural de los burócratas que
intentan domesticar el pensamiento a los intereses dominantes y doblegan al disidente”
61
. Hegel, que no utiliza el término de Bildungsroman, pero tiene en mente en todo
momento el Wilhem Meister de Goethe, otorga al género la condición de un
instrumento de socialización, para lo cual, precisamente, esta disidencia, esta lucha yo-

58
Maravall, ob.cit, p.302
59
Parker, A.A. Los pícaros en la literatura. La novela picaresca en España y Europa, 1599-1753.
Madrid: Gredos, 1971. p.110
60
Walser, ob.cit, p.72.
61
Salmerón, ob.cit, p.10

37
mundo, constituye parte del proceso emancipatorio del protagonista, una suerte de
necesaria adolescencia sin la que no podría darse un desarrollo íntegro de su
personalidad62. En este caso, la diferencia fundamental de la Bildungsroman con el
buscavidas estriba, como veremos en las páginas siguientes, en que la disidencia del
primero responde a un proceso de maduración, que acaba zanjándose con un pacto más
o menos frustrante con el mundo, mientras que la del segundo es una disidencia
irrevocable y crónica. En el capítulo sobre las relaciones entre el buscavidas y la
Bildungsroman, retomaré esta disidencia libertaria que me parece clave en la
caracterización del buscavidas, y que podemos comprender mejor si la situamos en la
perspectiva de las tradiciones literarias que han explorado este mismo conflicto,
ofreciendo al mismo soluciones distintas.

62
Hegel, Georg Wilhen Friedrich. Äesthethik(1842). Francfort: Europäische Verlagsantalt, 1965. p.498.
Citado en: Salmerón, ob.cit, p.46

38
II.2 Elementos picarescos en la figura del buscavidas

En las siguientes páginas, me propongo exponer las principales semejanzas y


desemejanzas que el buscavidas guarda con la literatura picaresca. Para ello, como he
expuesto en la introducción a la noción del régimen salarial, me parece imprescindible
tener en cuenta las diferentes coyunturas históricas en que emergen este tipo de
personajes, pues de lo contrario podríamos caer en comparaciones insustanciales. A tal
fin, el hilo conductor de esta doble semblanza del buscavidas y el pícaro será la
descripción de ciertos factores históricos de la primera modernidad, entre el S.XV y el
S.XVIII, que precedieron y en cierto modo acondicionaron la aparición del moderno
régimen salarial.

La aparición del régimen salarial capitalista contó con dos factores determinantes: en
primer lugar, desde el S.XV, Europa experimenta un gran desarrollo de la economía
dineraria, que genera a su vez una serie de cambios culturales en torno a los conceptos
de riqueza y pobreza; en segundo lugar, la ingente masa demográfica que vivía en la
pobreza hasta la revolución industrial contribuyó a alimentar el volumen de materia
prima de mano de obra no cualificada, con que se forjaría el “ejército industrial de
reserva”63, tal como lo define Marx, que abastecería de trabajadores mecanizados al
moderno sistema de fábricas. Para valorar la trascendencia que tendría el desarrollo de
la economía dineraria en el capitalismo, vale la pena recordar estas palabras de Marx
sobre la abstracción del poder social que sobreviene en la historia económica con el
dinero, y que enlazan con la “impersonalidad” de la nueva cultura monetaria que hemos
descrito en la introducción al régimen salarial:

“El dinero es propiedad impersonal. Con él llevo conmigo, en el bolsillo, el poder


social universal y el vínculo social universal. El dinero pone el poder social, en cuanto cosa, en
las manos de una persona privada, que en cuanto tal ejerce ese poder. El vínculo social, el
proceso mismo del metabolismo, se presenta en él como algo totalmente externo, carente de
toda relación individual con su poseedor, y en consecuencia hace que el poder que ejerce esa
persona aparezca como algo enteramente fortuito, exterior a ella” 64.
63
Marx, Karl. El capital: Libro primero. El proceso de producción del capital, Volumen 3 [en
línea]. México DF: s.XXI, 2005. Recuperado el 3 de marzo de 2010, de <http://books.google.es/books?
id=-n7J6cp_MAAC&q>

64
Marx, Karl. Elementos fundamentales para la critica de la ECONOMIA política 3 [en
línea]. México DF: s.XXI, 2001. Recuperado el 3 de marzo de 2010, de < http://books.google.es/books?
id=ZxH3hpxfoNkC&dq>

39
Durante el renacimiento, con el desarrollo de la economía dineraria, el afán de lucro,
este afán del individuo por ganar cada vez más dinero, y a su vez, alcanzar mayor
importancia social y económica, se desplegará en muchas esferas. Como sostiene el
sociólogo G.E.Lenski, respecto a esta novedad fundamental, “en las sociedades
premercantiles la riqueza tiende a seguir al poder: hasta la sociedad del mercado, el
poder no había tendido a seguir a la riqueza”65. Es innegable que la importancia del
dinero fue ganando peso en la Edad Media, pero durante el renacimiento, con el
crecimiento de población de las ciudades, con el incremento de las relaciones
comerciales y la proliferación de viajes de mercaderes y compradores de un lugar a
otro, el dinero empezó a hacerse insustituible para usos cotidianos o por lo menos
normales, en compra o venta de géneros que no podían pagarse en especie. Asimismo,
como señala Karl Marx66, existe una conexión creciente entre dinero y monarquía
absoluta, sistema político imperante en la época, en lo que respecta a la gestión de la
burocracia, los ejércitos, la guerra, los erarios, la diplomacia y otros múltiples
elementos de su funcionamiento institucional. Desde el punto de vista de los tratados,
Maravall sostiene que en cierta manera, todo lo relacionado con el dinero, paso
gradualmente a ser noticia en la literatura sobre materias económicas del s.XVI y XVII,
en la que se prestará “una atención cada vez más pormenorizada al tema del dinero, de
los cambios, de los prestamos, del interés, tal como se ve en Cristóbal de Villalón,
Saravia de la Calle, Luis de Alcalá, Bartolomé de Solorzano” 67. Pero quizá no hay
testimonio más ilustrativo de esta creciente cultura dineraria que la definición que
Covarrubias da de “rico” en el Tesoro de la lengua española o castellana. En ella,
podemos advertir una analogía rotunda, teñida de cierto cinismo religioso, sobre como
el dinero se había convertido en la principal fuente de poder social, en oposición al
poder que se derivaba del antiguo sistema de rangos nobiliarios: “así como decimos que
Dios es todas las cosas, así el dinero presume ser todas las cosas y dar a los hombres
dignidades, honras, comidas, mercedes y señorías, con todo el resto que con el dinero
se adquiere” para terminar con un aforismo común en la literatura de la época “pecunia
obediunt omnia” 68.

65
Lenski, G. Power and privilege. New York : McGraw-Hill, 1966. Citado en: Maravall, ob.cit, p.97.
66
Maravall, ob.cit, p.110
67
Maravall, ob.cit, p.113

40
Al mismo tiempo, esta mayor circulación monetaria abriría una etapa económica nueva
en las relaciones entre pobres y ricos, porque como dice Maravall: “entre amos y
criados, entre dueños de taller o de tierras y trabajadores u oficiales, el pago en dinero
‘despersonaliza’, reduce la asfixiante dependencia cuasifamiliar del subordinado y
delimita las prestaciones a las que, en su caso, viene obligado”69. Este fenómeno, como
veremos, era un estímulo para la proliferación de pícaros reales y para la extensión de
la literatura picaresca, hasta el punto de que Maravall argumenta que “ sin la
generalizada introducción del dinero no hubiera habido picaresca”70. Por una parte, “el
uso del dinero aviva la listeza de la que necesita el pícaro pobre y su capacidad
manipuladora”71, pero sobretodo, esta conexión es trascendente a la hora de entender
que la cultura dineraria afectaba a todas las relaciones sociales, es decir, no sólo al
“rico” de Covarrubias, sino también al “pobre” del renacimiento, dotado de una mayor
movilidad que el “pobre” de la edad media: “al recibir su paga en dinero el pobre-
trabajador adquiere un margen mucho mayor de libertad de movimiento” 72 , lo cual
hará posible contar con el aspecto viajero y nómada de su biografía, “imprescindible
para la elaboración de la figura del pícaro, de la cual carece el pobre medieval” 73. Ésta
biografía nómada es, a mi parecer, por encima de las diferentes coyunturas históricas
que las motivaron, un punto de contacto que une al pícaro y al buscavidas en una
misma familia de disidencia y vagabundeaje, y que fue posible, parcialmente, gracias a
este desarrollo de la economía dineraria. Así, el salario del buscavidas, aunque se
presente, teñida por una sociedad de visión influida por el marxismo, como fuente de
alienación individual, será también fuente de una cierta liberación, ya que le permitirá
alternar trabajos en un vagabundeaje que en las antiguas relaciones de dependencia
laboral, como veremos, habría sido impensable.

68
De Covarrubias, Sebastián. Tesoro de la lengua española o castellana. Madrid: Editorial Castalia,
1995. p.866
69
Maravall, ob.cit, 109
70
Ibid., p.109
71
Ibid., p.109
72
Ibid., p.110
73
Ibid., p.110

41
En ese sentido, el nomadismo de los pícaros, criminalizados y estigmatizados ya por las
leyes de su época como “hombres baldíos”74, “rufianes y vagamundos sin seña ni
oficio”75, responde a la vindicación de su libertad como individuo en una sociedad que
no le permite “prosperar”, una sociedad en la que el pícaro, disconforme con su destino
de pobre, no acepta su puesto social, cambia permanentemente de lugar y de estrategia
para enriquecerse, rechaza un alienante acomodamiento en la pobreza. En cierto modo,
las aspiraciones del pícaro son una inversión grotesca de las virtudes de las clases más
acomodadas: su afición a la “holganza” es un mimetismo evidente por el desprecio con
que las clases altas despreciaban los trabajos mecánicos; del mismo modo, su
nomadismo es un reflejo paródico de ese afán viajero que marca la llegada del
renacimiento entre los cráneos más privilegiados. Así, Guzmán va “caminando por
desiertos, de venta en venta, de mesón en mesón” 76, es decir, totalmente a la deriva,
pero eso sí, “sin reconocimiento de superior humano ni divino”77, porque se empeña en
buscar a través de su estilo nómada una posibilidad en que su yo pueda ascender en la
vida, romper sus vínculos de siervo pobre, cobrar más relevancia social en una época
que empieza a valorar en los viajes una máxima experiencia formativa. Pero
evidentemente, el cuaderno de bitácora de los viajes del pícaro es muy diferente al del
sabio humanista, porque su destino de pobre, que escapa de una situación alienante para
caer en otra, y de semidelincuencia, que le obligan a poner pies en polvorosa de
continuo, le ejercitan en un nomadismo que ha de ser forzosamente más humillante
que formativo.

De hecho, la definición que Covarrubias da de la voz “pícaro” parece recoger este


destino paradójico y desalentador, que resume sus muchas fugas en una sola esclavitud
laboral. Explica Covarrubias que la palabra pudo venir de “pica” porque en la guerra,
las hincaban en el suelo y ataban a ellos a los “pícaros” para venderlos por esclavos,
porque “aunque no lo son en particular de nadie, por no servir a ninguno en particular,
sirven a todos en la república, tienen que aceptar a todos los que les quieren alquilar,

74
Colmeiro, Manuel. Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla. Madrid: Rivadeneyra, 1883-84,
p.20,21,180,294. Citado en: Maravall, ob.cit, 247
75
Ibid.p.16. Citado en: Maravall, ob.cit, 249
76
Alemán, Mateo. Guzmán de Alfarache. Ed. De Francisco Rico. Barcelona: Planeta, 1967. p.256. Citado
en: Maravall, ob.cit, 253
77
Alemán, Mateo. Guzmán de Alfarache. Ed. De Francisco Rico. Barcelona: Planeta, 1967. p.486. Citado
en: Maravall, ob.cit, 338

42
ocupándolos en cosas viles”78. Es comprensible que el pícaro, alienado en ese destino
de “esclavo”, desmoralizado con su condición de hombre vil 79, intentase aspirar a cierto
simulacro de libertad optando por un estilo de vida nómada, pero en última instancia,
como sugiere Covarrubias, eso les sume en una situación de mayor fragilidad social,
porque al no tener un solo amo se entregan de continuo a todos los amos que quieran
utilizarlos en aras de su supervivencia. Cuando la Pícara Justina, para justificar, con
megalómana coquetería, el abigarrado relato de sus andanzas, confiesa que “esta
estatua de libertad he fabricado” 80, hay que entender por tanto su “libertad” como una
falsa tentativa a escapar a su destino de pobre. Lo que consigue el pícaro, a lo sumo,
con su vagabundeaje, es sentirse menos estancado en una pobreza irremediable al
disponer en su afición al viaje de cierta válvula de escape a su amargura, porque como
dice otro pícaro, El Guitón Honofre, citando un proverbio de la época, “Piedra
movediza no la cubre moho”81.

Este viaje a la deriva constituye, como digo, un enlace con la figura del buscavidas, que
también opta por un estilo de vida nómada para no quedar definitivamente alienado en
una sociedad que tiene tendencia a acorralarlo en trabajos de ínfima calificación social,
con el enojo consiguiente de la sociedad, que no ve con buenos ojos a esa casta de
vagabundos indomables. En Momus o del príncipe, León B. Alberti hace una
descripción de esa desconfianza y desprecio con que los estamentos bien asentados
contemplan a estos pobres a la fuga, que parece unir en una misma familia de seres
inquietantes para el sistema laboral al pícaro y al buscavidas, al describir al vagabundo
como aquel que puede “dedicarse a la ocupación que quiere, en un momento dado
como los otros, los cuales no abandonan el propio oficio sin mengua de reputación,
considerándolo una lamentable ligereza”82. De modo similar, Simon Tanner es
regañado periódicamente por su hermano por no seguir una carrera estable y entregarse
78
Covarrubias, ob.cit, p.821
79
Sintomáticamente, la palabra “Vileza”, que en nuestra época indica una tacha moral, describía
originariamente el estatus de aquellos ganapanes que se veían obligados a realizar trabajos mecánicos,
que la sociedad acomodada consideraba sumamente deshonrosos.
80
Lopez de Úbeda, Francisco. La Pícara Justina. Ed. De A.Valbuena en La Novela Picaresca española.
Madrid: Aguilar, 1968, p.885 Citado en : Maravall, ob.cit. p.327
81
González, Gregorio. El Guitón Honofre. Edición de H.G.Carrasco. Chapel Hill, Estudios de
Hispanófila, 1973, p.76 y 177. Citado en: Maravall, ob.cit., p.259
82
Alberti, Leon B. Momus o del príncipe. Edición de G.Martini. Bolonia: Zanicheli, 1942, p.73. Citado
en: Maravall, ob.cit, p.249

43
al nomadismo: “Ahora que sabes como funciona el mundo, ¿por qué sigues mostrando
tan poca perseverancia y te sigues embarcando en aventuras siempre nuevas? ¿No te
angustia tu forma de actuar? Debo sospechar en ti mucha energía para soportar ese
continuo cambio de ocupación, que a nada conduce en esta vida” 83. Por otra parte,
como bien indica el hermano de Simon y confirma éste poco después, existe una
angustia latente en esta libertad del nómada, la angustia del que huye, pero no sabe
hacia donde, la del que consume gran parte de sus energías espirituales en ese ejercicio
desorientado de libertad. Simon, que recién ha comprado unos zapatones para
protegerse de un invierno que adivina peligroso, que le inspira cierto miedo, reflexiona
sobre su nomadismo en términos más estoicos que libertarios: “Siempre y cuando no
inclinara la cerviz, algo tendría que manifestársele espontáneamente, algo a lo que él
pudiera aferrarse. Empezar otra vez desde el principio, y aunque fueran cincuenta
veces, ¡qué importaba ahora!”84 En este inquietante pasaje de El desaparecido, Kafka
describe la fuga del emigrante Karl Rosmann, que escapa a la carrera del policía que le
persigue, en término que parecen describir, metafóricamente, ese cansancio angustioso
que puede subyacer a cualquier libertad no blindada por el bienestar material: “el
policía tenía siempre su objetivo ante los ojos, sin tener que pensar, para Karl, en
cambio, correr era en realidad algo secundario, ya que tenía que pensar, elegir entre
distintas posibilidades y decidirse una y otra vez” 85. Asimismo, Ferdinand describe esa
libertad angustiosa del nómada en Viaje al fin de la noche. Bardamu vive atenazado por
el miedo a una sociedad diseñada por y para ricos, que intenta convertir a los pobres en
carne de cañón para la guerra y los trabajos más alienantes. El miedo a esos procesos de
socialización forzosos es la única brújula que guía los pasos de Ferdinand, que viaja por
el mundo en su afán inútil por no ser atrapado por ninguna de las emboscadas de la
sociedad, una fuga destinada al hastío y a la angustia del exilio:

“La trivialidad de la nueva farsa que has de interpretar te agobia y, en resumidas


cuentas, necesitas aún más cobardía que valor para volver a empezar. Eso es el exilio, el
extranjero, esa inexorable observación de la existencia, tal como es de verdad, durante esas
largas horas lúcidas, excepcionales, en la trama del tiempo humano, en que las costumbres del
país precedente te abandonan, sin que las otras, las nuevas, te hayan embrutecido aún lo
suficiente”86.

83
Walser, ob.cit., p.14
84
Ibid., p.251
85
Kafka, ob.cit, p.196

44
Chinaski, ya en la primera página de Factotum, cambia de ciudad, como hará tantas
veces, en un afán por preservar su libertad, pero a sabiendas de que ese estilo de vida
libertario oculta una esclavitud encubierta e inminente. En la sola descripción de su
maleta, ya se encuentra toda la desolación libertaria que ha de padecer el que escoge
dicha condición de nómada:

“Tenía una maleta de cartón que se estaba cayendo a pedazos. En otros tiempos había
sido negra, pero la cubierta negra se había pelado y el cartón amarillo había quedado al
descubierto. Había tratado de arreglarlo cubriendo el cartón con betún negro. Mientras caminaba
bajo la lluvia, el betún de la maleta se iba corriendo y sin darme cuenta me iba pintando rayas
negras en ambas perneras del pantalón al cambiarme la maleta de una mano a otra. Bueno, era
una ciudad nueva. Tal vez pudiera tener suerte”87.

Por su parte, como decíamos arriba, Ignatius, por lo menos hasta la última página de La
conjura de los necios, en que se fuga a Nueva York, es el menos nómada de todos los
buscavidas. Pero lo es precisamente porque intuye el barrancal desprotegido al que
empuja irremediablemente semejante estilo de vida libertario: “El solo hecho de salir
de Nueva Orleans me altera considerablemente. Tras los límites de la ciudad empieza el
corazón de las tinieblas, la auténtica selva” 88.

Por otra parte, cabe mencionar que la actitud hacia el dinero en el pícaro y el
buscavidas es muy distinta. En una sociedad en la que el trabajo mecánico es
repudiable, en la que el régimen de servicio no permite mejorar de identidad, Guzmán
reconoce forzosamente, frente a la sociedad que le ofrece un humilde destino de
ganapán, que “el dinero no se ganó a cavar”89, porque su aspiración a ganar más dinero
y cobrar mayor relevancia social no puede contentarse con la condición de mero
ganapán asalariado. Guzmán reconoce que su obsesión por el dinero es de máxima
transcendencia para llevar una vida más digna, porque “el dinero calienta la sangre y la
vivifica, y así, el que no lo tiene, es un cuerpo muerto que camina entre los vivos” 90.
Asimismo, podemos ver al buscón de Quevedo obsesionado al inicio de cada capítulo
86
Celine, ob.cit., p.249
87
Bukowski(2007), ob.cit., p.5
88
Kennedy Toole, ob.cit., p.25
89
Alemán, Mateo. Guzmán de Alfarache. Ed. De Francisco Rico. Barcelona: Planeta, 1967. p.321. Citado
en: Maravall, ob.cit, 172

45
por saber con qué dinero puede contar para sus nuevas aventuras, porque “como el
dinero ha dado en mandarlo todo y no hay quien le pierda el respeto” 91, el pícaro Pablos
ha de agenciarse las mayores cantidades de él que pueda. No es extraño por tanto que el
pícaro sea frecuentemente un ostentador de dinero, cuando lo tiene, como parte de una
estrategia arribista para ingresar en las filas de la sociedad más acomodada. Como dice
Maravall:

“La ostentación es, en la mayor parte de los casos, una necesidad social a la que
recurren cuantos en una situación social dada no pueden dejar de mantener que los demás crean
en su poder económico y consiguientemente social. La practicaba el pícaro porque era, en cada
escalón, un apoyo imprescindible, dados los supuestos de la opinión de su entorno, para seguir
subiendo”92.

Podemos percibir este mismo afán de ostentación dineraria en algunos buscavidas, que
si bien no tienen el mismo afán arribista de los pícaros, si reconocen la importancia del
dinero en relación con la dignidad personal, en una sociedad dominada por la cultura
dineraria y su poder simbólico. En Viaje al fin de la noche, Bardamu nos relata una
excursión al río junto con un amigo pobre y ciego, Robinson, y su novia, los tres pobres
de solemnidad. Por un azar, acaban siendo invitados a comer en el barco de un rico y
sus amigos:

“Me pareció oportuno revelarles, para justificar mi invitación, pese a todo, en un


arranque impulsivo, que acababan de invitar en mi persona a uno de los médicos más
distinguidos de la región parisina. (…) En cuanto supieron mi rango, se declararon encantados,
halagados y, sin más tardar, todos y cada uno se pusieron a iniciarme en las desdichas
particulares de su cuerpo. (…) Cuando no estás acostumbrado a los primores de la mesa y del
bienestar, te embriagan fácilmente. La verdad pierde el culo para abandonarte. (…) Sales de las
humillaciones cotidianas intentado, como Robinson, ponerte en consonancia con los ricos,
mediante las mentiras, monedas del pobre. A todos nos da vergüenza nuestra carne mal
presentada, nuestra osamenta deficitaria. No podía decidirme a mostrarles mi verdad: era
indigna de ellos como mi trasero. Tenía que causar, a toda costa, buena impresión” 93.

Chinaski también ve en esta ostentación un falso amago de libertad o integración, como


puede apreciarse en su afición al dinero fácil e inconstante que le suministran en
tiempos de buena racha las carreras de caballos. En toda la obra de Bukowski, el
hipódromo actúa como un símbolo existencial y económico con el que se identifica

90
Alemán, Mateo. Guzmán de Alfarache. Ed. De Francisco Rico. Barcelona: Planeta, 1967. p.592 y 355,
respectivamente. Citado en: Maravall, ob.cit, 122
91
De Quevedo, Francisco. El buscón. Ed. de: Jauralde Pou, Pablo. Madrid: Castalia, 1990.p.222
92
Maravall, op.cit., p.542
93
Celine, ob.cit., p.460

46
plenamente, el único lugar donde las ganancias económicas se deliberan a golpe de
instinto y con la adrenalina a flor de piel, sin los imperativos laborales que obligan a
ahorrar y llevar una vida económica humilde pero estable. En cuanto tiene una buena
racha en el hipódromo, Chinaski quiere ostentarlo y hacérselo saber a su jefe y sus
compañeros de trabajo: “Me compré un buen par de zapatos, un cinturón nuevo y dos
costosas camisas. El dueño del almacén dejó de parecerme tan poderoso. Manny y yo
comenzamos a tomarnos más tiempo con nuestros almuerzos y a volver fumando
habanos de primera”94.

Por otra parte, Ignatius, en La conjura de los necios, mantiene con el dinero una
relación paradójica de desprecio intelectual y goloso autoconsumo, porque desprecia
las virtudes de esta “selva del mercantilismo moderno” 95 pero al mismo tiempo es una
sanguijuela del dinero de su madre, que le mantiene desde hace años y costea todos sus
caprichos, como el laúd y la trompeta. Al mismo tiempo, como todo su periplo laboral
se debe a una acuciante necesidad de dinero, Ignatius regatea cada dólar de sus salarios
con un fervor insólito, que pone su desprecio del mundano dinero en entredicho. En
este pasaje le podemos ver mintiendo al futuro patrón que ha de contratarle, en un acto
de ostentación dineraria que le pone en relación con otros buscavidas, para que le suban
veinte céntimos el sueldo:

“Lamento desilusionarle, caballero, pero me temo que no es el salario adecuado. Un


magnate del petróleo está pasándome por la cara miles de dólares con el propósito de tentarme
para que acepte ser su secretario personal. De momento, estoy intentando decidir si puedo o no
aceptar la visión del mundo materialista de ese sujeto. Sospecho que al final acabaré diciéndole
que sí”96.

Esta relación conflictiva con el dinero también se da en Simon Tanner, que disfruta más
ostentando su humildad que sus ganancias, como si estas representaran un peligro para
la identidad. Como le confiesa a la mujer burguesa que pretende contratarlo:

“No respeto el dinero, mi estimada señora. Más bien podría ocurrírseme la idea de
considerar valioso el dinero de otras personas. Parece que tiene usted la intención de tomarme a
su servicio. Pues bien, en este caso respetaría rigurosamente sus intereses, por supuesto, ya que
no tendría otros intereses que los suyos, que serían también míos. ¡Mis propios intereses!” 97.

94
Bukowski(2007), ob.cit., p.97
95
Kennedy Toole, ob.cit, p.93
96
Ibid., p.76
97
Walser, ob.cit., p.153

47
Pero a pesar de la ironía despectiva con que trata el tema del dinero, su carencia le
obsesiona secretamente y al final de la novela, cuando se cerciora de que el invierno se
avecina y él sigue siendo un pobre sin hogar, nos confiesa: “Bueno, estoy pensando con
cierta insolencia, de arriba abajo, o no, más bien con un poco de rabia, desde las
profundidades de la falta de dinero. El hecho es que estoy crítico y al mismo tiempo
melancólico porque no tengo dinero”98. Es decir, por traducir las palabras de Simon,
hay que ser un trabajador, un pícaro o un mendigo. En esas alternativas, en este
ejercicio de libertad imantado por el dinero, se enclava tanto la vida del pícaro como
del buscavidas.

Por otra parte, nos interesa aquí destacar que con el desarrollo de esta cultura dineraria,
la “despersonalización” que refiere Maravall, o la “impersonalidad” que señala Marx
en la cita al comienzo del capítulo, apuntan ya al carácter progresivamente abstracto
que adquirirá la noción de trabajo con el capitalismo fabril, menos basado en las
competencias individuales de un artesano que en la cuantificación económica de un
volumen ininterrumpido de fuerza de trabajo. Esta “impersonalidad” tendrá efectos, a
un tiempo, liberadores y alienantes sobre la condición del nuevo trabajador.
Liberadores, porque tal como indica Maravall, la “dependencia cuasifamiliar” de los
antiguos vínculos entre amo y criado, no cuantificados en un salario, generaban
situaciones de dependencia “asfixiantes”, que el salario contribuye a flexibilizar y
relativizar. En este sentido, es muy interesante observar como en varias novelas con
buscavidas, se enlazan pasajes que reflejan las disímiles existencias del asalariado y el
criado. Por ejemplo, Chinaski llega a formar parte de un séquito bastante picaresco de
criados, prostitutas y gorrones, que viven a merced de los caprichos su amo Wilbur, un
millonario decadente para el que Chinaski reescribe, entre borrachera y borrachera, un
panfleto de ópera y junto al que llega a lamentarse “de lo miserable que se ha vuelto mi
vida” 99. Por su parte, Simon Tanner llega a trabajar de criado de una dama burguesa
que le encomienda el cuidado de su hijo retrasado y parapléjico, encerrado durante
semanas en el piso para mantenerse en un estado de continua disponibilidad, condición
extremadamente servil sobre la que Walser realiza una reflexión contractual muy
pertinente:

98
Ibid., p.236
99
Bukowski(2007), ob.cit., p.67

48
“Cuando se recrimina a un subalterno, se le hace sufrir, y ello siempre con la intención
secreta de herirlo de verdad, haciéndole sentir el rango superior en que uno mismo se ha situado.
A un criado, en cambio, sólo se le reprende con el deseo de instruirlo y de formarlo como uno
quiere que sea. Pues un criado nos pertenece, mientras que con un subordinado la relación
humana termina cuando la jornada laboral llega a su fin”100.

Es interesante como convergen en esta disyuntiva la vida del buscavidas y el pícaro;


éste último también experimenta, en una época en la que se deteriora progresivamente
la figura del criado que había imperado en la sociedad tradicional, una cierta libertad en
su condición de criado gracias a la asignación de un salario. Como dice Maravall: “Esa
forma, pues, de pago calculado, que entraña una medida cuantitativa de obligaciones y
derechos, fue eliminando todo aspecto personal y dejando al descubierto el contenido
puramente económico de la relación amo-criado”101. En esta nueva tesitura, algunos
pícaros no dudarán en ganar su salario, aún por medios ilícitos, cuando el amo se
niegue a pagarle puntualmente. Así, en La Lozana Andaluza, nos encontramos con un
criado que hurta unos guantes a su señor ’por mi salario’” 102. Al mismo tiempo, la
figura del criado irá perdiendo todo el catálogo de virtudes que se supone debían
acompañar a sus amos, reduciéndose a una relación impersonal y económica que no
deja de suscitar entre ellos cierta desconfianza y desprecio mutuos. Maravall argumenta
que la emergencia de este nuevo sistema de distribución salarial entre amos y siervos
provoca una polarización más agria aún entre ricos y pobres, “iniciando una tajante
separación entre la posición de los amos y la de sus dependientes, provocando en estos
actividades de desapego y en aquellos de desprecio, engendradoras de hostilidad o
cuando menos de agrio apartamiento” 103.

Así pues, por una parte, el salario contribuye a “despersonalizar” las relaciones
económicas, y ello tiene efectos parcialmente liberadores sobre la condición del criado.
Pero por otra parte, esa “despersonalización” se desarrollará con la economía dineraria
hasta generar situaciones nuevas de dominación que el mismo Marx exponía como
parte de su teoría de alienación en el sistema capitalista, a través de conceptos como

100
Walser, ob.cit., p.157
101
Maravall, ob.cit., p.204
102
Delicado, Francisco. La lozana andaluza. Ed. de B.Damiani. Madrid: Editorial Castalia, 1969, p.48.
Citado en: Maravall, ob.cit, p.204
103
Maravall, ob.cit., p.248

49
plusvalía104. Según Marx, las mercancías creadas por el trabajo tienen valor de uso
(valor del objeto) y valor de cambio (salario), pero el valor de uso que éstas tienen
siempre es superior al valor de cambio que tiene la fuerza productiva que las ha creado
(el salario). Aunque añadamos a este último valor otras cantidades como las que
puedan corresponder a la amortización de las máquinas usadas en la producción, o los
costes financieros que el empresario gasta para llevar adelante su negocio, siempre
habrá una diferencia. A esta diferencia se le llama plusvalía y es el beneficio del
capitalista. Por tanto, esta “despersonalización” que sobreviene en la cultura económica
con la asignación de un salario, contribuye a elaborar un nuevo régimen salarial, porque
la actividad productiva del obrero estará sujeta a un salario de subsistencia, mientras
que el beneficio capitalista no servirá para cubrir más adecuadamente las necesidades
del obrero, sino para retroalimentar las necesidades de la empresa, que ha de reinvertir
continuamente sus ganancias y aspirar a cotas cada vez más altas de beneficio. Como
venimos diciendo, cabe recordar que sin la intensidad con que fue desarrollándose la
economía monetaria y el uso del dinero durante el renacimiento, no habría sido posible
este proceso de abstracción que conducirá, finalmente, a que el “trabajo” se convierta
en “fuerza de trabajo” y el salario en fuente de conceptos como “plusvalía”.

Si el “trabajo” atravesó profundos cambios conceptuales durante esta época previa a


la economía capitalista, también es importante fijarse, como decía más arriba, en el
segundo factor histórico de máxima importancia para nuestro tema. Me refiero a esa
ingente masa demográfica que vivía en la más absoluta pobreza, “una población
residual”105, como la ha calificado el historiador económico y crítico social Richard A.
Tawney, que no sería absorbida hasta el advenimiento de la era industrial. Esta
población vivía, o bien como ganapanes en el último escalafón de un sistema laboral
en el que no había cabida para toda la población potencialmente activa realizase
trabajos de más calificación social; o bien en la mendiguez, que durante la edad media
y la modernidad fue admitida como una institución tan inherente a la sociedad como
podían serlo el clero, la nobleza o la clase del artesanado, y que había sido gestionada a

104
Marx, Karl. El capital. Libro 3. Tomo 1 [en
línea]. Ediciones Akal, 2000. Recuperado el 15 de marzo de 2010, de < http://books.google.es/books?
id=GZ0JB31hi6gC&pg=PA61>

105
Tawney, Richard H.. La religión en el orto del capitalismo. Madrid: Editorial Derecho de Revista
privada, 1936. Citado en: Maravall, ob.cit., p.192

50
través de las más diversas políticas de beneficencia; o bien en la picaresca o la
delincuencia, conductas socialmente desviadas a las que se veían abocados muchos de
estos pobres en aras de la supervivencia o un estilo de vida que considerasen menos
resignado. Como dice Maravall:

“el problema de los excedentes de población desocupada, sin recursos, entregada a la


mendicidad y vagabundeo y dominada por vicios (que podemos considerar incluso
psicológicamente compensatorios de sus privaciones) es un fenómeno conocido en todas partes,
ya que el proceso de una primera industrialización que los absorba en buena parte no empezará
hasta bien avanzada la época que nos ocupa. Erasmo, Lutero, Moro, Vives claman ya contra
mendigos, desocupados, vagos y viciosos”106.

La pobreza y su alarmante proliferación era pues reconocida como un problema social


y político de primer orden. Me demoro en hacer hincapié en esta noción de pobreza
previa al capitalismo, porque encuentro afinidades literarias muy profundas entre el
caldo de cultivo eminentemente pobre y marginal en el que nacen la figura del pícaro y
la figura del buscavidas. Generalmente, se ha convenido que lo propio de la picaresca
es el retrato de esos bajos fondos, ricos en maleantes, pícaros, prostitutas y otros
desposeídos, en que los despojos de la sociedad luchan por su supervivencia a través
de medios ilícitos. Pero si llevamos esta consideración a un plano menos basado en el
costumbrismo pintoresco, que en la antropología social, nos daremos cuenta de que el
buscavidas y el pícaro, en coyunturas históricas distintas, emergen de una misma línea
fronteriza, la que separa el sistema laboral más calificado socialmente de esa ingente “
masa de pobres, insectos humanos, desgraciadamente superabundantes” 107, como
calificó Carlos V, según el historiador F.Braudel, a la enorme masa de desposeídos de
los siglos XVI y XVII, que vivían sumidos en la pobreza y arrojados a la esfera más
baja de la existencia social.

Por una parte, el buscavidas ya estará inmerso en una situación donde la era industrial
ya habrá absorbido gran parte de esa “población residual”, que creaba situaciones de
mendiguez paneuropea alarmantes. Su disidencia particular, que se niega a prosperar
en dicho sistema, es distinta a la del pícaro, que ni siquiera tiene posibilidades reales de
prosperar en una sociedad que tenía reservados a los pobres un margen de maniobra

106
Maravall, ob.cit., p.181
107
Braudel, Fernand. La Méditerranée et le monde méditerranéen au temps de Philippe II, Paris:
Flammarion, 1969. p.94 (los nombres, tan despreciativos, aplicados a los pobres, pertenecerían a una
frase atribuida a Carlos V). Citado en: Maravall, ob.cit., p.148

51
casi inexistente de movilidad social. Ignatius, que en su paranoia salvaje parece creer
que la mejor defensa contra las ambiciones sociales es un buen ataque, llega incluso a
coquetear con la posibilidad de un atentado en un autobús:

“Yo, personalmente, protestaría con todas mis fuerzas si alguien intentase auparme a la
clase media. Si un blanco de clase media fuera lo bastante suicida para sentarse a mi lado,
imagino que le golpearía sonoramente en la cabeza y en los hombros con una manaza, arrojando
con suma destreza uno de mis cócteles molotov a un autobús en marcha atiborrado de blancos
de clase media con la otra” 108.

Y Simon Tanner, por su parte, reconoce frecuentemente y con alegría su absoluta falta
de ambición social: “No me apetece en absoluto progresar en la vida, sólo quiero vivir
con un poco de decencia, nada más”109. La desdicha y motivación principal del pícaro,
en cambio, procede de la frustración inaugural y recurrente que supone su ambición, en
colisión con la imposibilidad real de materializarla en la realidad social de su tiempo.
Para ilustrar esta ambición de “medro” y “prosperidad”, palabras habituales en la
literatura picaresca, basta con recordar que la obra fundacional del género, el Lazarillo
de Tormes, se estructura alrededor de una falacia, el relato que un pícaro hace de su
honorable ambición al ascenso social, cuando en realidad, como descubrimos al final
de la novela, lo único que ha conseguido es amancebar a su mujer con el cura del
pueblo a cambio de satisfacer sus necesidades más básicas. En la misma línea
desencantada, un personaje ligado al mundo picaresco, el escudero Marcos de Obregón
expresa en este pasaje la frustración que debía sentir el pícaro por culpa de sus
ambiciones: “¿qué mayor pobreza que andar bebiendo los vientos, echando trazas,
acortando la vida y apresurando la muerte, viviendo sin gusto con aquella insaciable
hambre y perpetua sed de buscar hacienda y honra?”110 Pero al fin y al cabo, podemos
entender la ambición desmesurada del pícaro, en oposición a la pobreza a la que está
destinado, cuando Cervantes nos recuerda con su ironía melancólica que “ha de tener
mucho de Dios quien se aviniere a contentar con ser pobre”111.

Sin embargo, a pesar de sus ambiciones diametralmente opuestas, tanto la del


buscavidas como la del pícaro son disidencias solidarias con los otros pobres con

108
Kennedy Toole, ob.cit., p.124
109
Walser, ob.cit., p.84
110
Espinel, Vicente. Vida del escudero Marcos de Obregón. Edición de M.S.Carraco Urgoiti. Madrid:
Castalia, 1980, p.146. Citado en: Maravall, ob.cit., 359
111
De Cervantes Saavedra, Miguel. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ed. de Rodríguez
Marín. Madrid: 1948. p.153. Citado en: Maravall, ob.cit., p.67

52
quienes comparte su desgracia, muy consciente de que en la polarización entre ricos y
pobres que estructura la sociedad, su presencia es un doble alegato poético, a favor del
individuo y los pobres alienados que no pueden desarrollar su identidad en una
sociedad de rasgos opresivos. No podemos olvidar la trascendencia de este hecho a la
hora de valorar el sustrato picaresco que existe en la figura del buscavidas, que en
cierta manera les hermana en una misma literatura de testimonio inconformista. La
presencia del pícaro y el buscavidas delata, cada cual a su manera, una corrosión de la
identidad colectiva que muestra en sus fenómenos de desencaje con la moral imperante
una fisura que empieza a explorarse literariamente en la modernidad. En efecto,
debemos a la literatura picaresca la invención de un recurso retórico que en cierta
manera asienta los primeros cimientos de la literatura moderna, esto es, la del pobre
relatando su propia vida en primera persona, como recuerda Maravall: “en virtud de tal
recurso retórico, era el pobre el que parecía hablar de si, el que daba la imagen de su
figura social, no el predicador, ni el fraile pedigüeño, ni el teólogo o moralista” 112. El
buscavidas, que narra asimismo la vida de un individuo pobre, a veces en primera
persona explícita, como en Viaje al fin de la Noche o Factotum, a veces mediante una
velada identificación con el protagonista que asume el papel de un sesgado narrador
omnisciente, como sucede en Los hermanos Tanner o La Conjura de los Necios, es el
principal heredero contemporáneo de este recurso narrativo decisivo en la concepción
de la literatura moderna. En su correspondencia, el mismo Mateo de Guzmán llega a
expresar el interés que le mueve a utilizar ese recurso narrativo a favor de los pobres,
confesando cual era la principal intención de su novela al denunciar a los pobres
“fingidos”: “encargo y suplico por el cuidado de los que se pueden llamar y son sin
duda corporalmente pobres para que, compadecidos de ellos, fuesen de veras
remediados”113.

Aquí nos interesa destacar, a fin de trazar otra comparación con la figura del
buscavidas, que la literatura picaresca da la primera expresión moderna, crítica y
progresista de esta polarización brutal entre una sociedad de ricos y pobres. Cuando en
un refrán de la época leemos “el rico come cuando quiere y el pobre cuando puede” 114
estamos asistiendo, en cierto modo, al reconocimiento de esa masa de pobres que vivía

112
Maravall, ob.cit., p.156
113
Cros, Edmond. Protée et les gueux. Paris: Didier, 1967, p.438. Citado en: Maravall, ob.cit, p.49
114
Gella Iturriaga, José. Las monedas en el refranero. Madrid: 1982, p.99. Citado en: Maravall, ob.cit.,
p.82

53
al acecho de cualquier miga de pan en un continuo estado de nervio famélico con esa
otra sociedad opulenta y minoritaria que siempre tenía la mesa puesta. El pícaro no
duda en despreciar su estado de pobre porque, como dice el Bachiller Trapaza, “no hay
cosa más desdichada que la necesidad”115 y porque está harto de ser solo rico, como
ironiza Maravall “de paciente necesidad”116. Pero aunque aspire a hacerse rico, no deja
de percibir que los ricos viven a su vez muy a sus anchas en el pecado de la codicia,
indiferentes a esa ingente masa de pobres y su destino aciago. En palabras de Guzmán:
“He visto siempre por todo lo que he peregrinado que estos ricachos poderosos,
muchos dellos son ballenas que, abriendo la boca de la codicia, lo quieren tragar todo”
117
. Un legista de la corte de Felipe III, Cristóbal Suárez de Figueroa, expresa esta
polarización social entre ricos y pobres, así como la indiferencia general del rico al
respecto con estas palabras tan acres: “Es lástima que chupen como inútiles zánganos la
miel de las colmenas, el sudor de los pobres, que gocen a traición tantas rentas, tantos
haberes”118. Esta polarización social entre ricos y pobres, que encuentra una expresión
de protesta en la literatura picaresca, es también importante a la hora de valorar la
figura del buscavidas, que se sabe portavoz literario de los más desposeídos.

En La Conjura de los necios, un personaje secundario, Jones, da voz asimismo al


conflicto que subyace a toda la novela, la polarización entre una sociedad de ricos que
manipulan a los pobres en su propio beneficio. Jones se lamenta con frecuencia de su
salario misérrimo, mientras que su jefa en el bar Noche de Alegría, que ha amenazado
con denunciarle a la policía por vagabundo si deja el trabajo, reflexiona su vasallaje en
términos de esclavitud encubierta: “Un tipo de color al que detendrían por vagancia si
no trabajaba. Tendría un mozo cautivo que trabajaría para ella por casi nada” 119.
Bardamu, en Viaje al fin de la noche, es muy consciente de su condición de paria a la
deriva. Cuando desembarca en América desde unas galeras llenas de esclavos, que
prefieren su suerte a la del emigrante explotado, estos reconvienen a Ferdinand contra

115
Castillo Solorzano, Alonso de. Aventuras del Bachiller Trapaza. Ed. De A.Valbuena en La Novela
Picaresca española. Madrid: Aguilar, 1968, p.1477 Citado en : Maravall, ob.cit. p.70
116
Maravall, ob.cit., p.69
117
Alemán, Mateo. Guzmán de Alfarache. Ed. De Francisco Rico. Barcelona: Planeta, 1967. p.153.
Citado en: Maravall, ob.cit, 100
118
Suárez de Figueroa, Cristobal. El pasagero, ed. de Rodríguez Marín. Madrid: Renacimiento, 1913,
p.188-189. Citado en: Maravall, ob.cit., 101
119
Kennedy Toole, ob.cit p.43

54
su impulsivo flirteo con la idea del sueño americano. Tal idea había entrado en su
mente con la misma gratuidad ilusa, que luego deplora durante cientos de páginas, con
qué había entrado en la guerra. Pero los esclavos se encargan de recordarle quiénes son
en verdad los americanos: “¡O millonarios o muertos de hambre! ¡No hay término
medio! ¡Seguro que no los vas a ver tú, a los millonarios, en el estado en qué llegas!
Pero con los muertos de hambre, ¡te vas a enterar tú de lo que vale un peine!” 120 Pocas
páginas después, desembarcado y desvanecido ya del todo cualquier espejismo del
american dream, vemos a Ferdinand caminando hacia la ciudad de Nueva York
acompañado por los suyos:

“En la calle que había elegido, la más estrecha de todas, la verdad, no más ancha que
un arroyo de nuestros pagos, y bien mugrienta en el fondo, bien húmeda, llena de tinieblas,
caminaban ya tantos otros, pequeños y grandes, que me llevaron consigo como una sombra.
Subían como yo a la ciudad, hacia el currelo seguramente, con la nariz gacha, eran los pobres de
todas partes”121.

En Los hermanos Tanner son muy frecuentes esas miradas de solidaridad para con los
pobres, que a su vez están enfrentados rotundamente a un mundo de ricos indiferentes y
ciegos al destino de los primeros, una sociedad dicotómica que marca muy
profundamente el tono sumamente crítico de la novela:

“¡Qué horrible es por parte de los opulentos querer ignorar a los pobres! Es mejor
torturarlos, obligarlos a servir, hacerles sentir yugo y látigo, así surge al menos una relación, una
rabia, unas palpitaciones, y eso también es una manera de relacionarse. Pero mantenerse ocultos
en grandes mansiones, tras unas rejas doradas, y tener miedo a sentir el aliento de los hombres
llenos de calor humano, no poder darse más lujos por temor a que los oprimidos se den cuenta,
oprimir, y sin embargo, no tener el valor de mostrar que se es un opresor, (…), tener dinero,
solamente dinero y ninguna magnificencia, esa es la imagen actual de las ciudades, una imagen
horrible a mi entender, que necesita ser mejorada”122.

Por supuesto, no hace falta recordar que Factotum es el retrato deliberado y cruel de un
mundo donde los pobres tienen su sumidero laboral, un mundo sumamente polarizado
entre ricos y pobres que ya parece estar recogido, con suspense antropofágico, en la
misteriosa cita de André Gide que encabeza la novela: “El novelista no necesita ver al

120
Céline, ob.cit., p.219
121
Ibid., p.224
122
Walser, ob.cit., p.124

55
león comiendo comiendo hierba. Él sabe que un mismo dios creó al lobo y al cordero, y
luego sonrío, viendo que “su trabajo estaba bien hecho’”123.

Pero volvamos a la época del pícaro. El problema de la pobreza procuraba gestionarse


a través de muchas políticas de asistencia social, como demuestra el gran número de
hospicios, asilos, casas de misericordia, albergues, refugios que se construyeron en
Europa desde el s.XV al s.XVIII, que daba cuenta de “la imposibilidad durante algún
tiempo de resolver el problema en Europa y de proceder organizadamente a la
recuperación del trabajo”124. Pero por otra parte, que nos interesa subrayar, para enlazar
con el nacimiento del régimen salarial a finales del s.XVIII, ya existía un interés de las
autoridades por absorber esta población residual en el entorno de la población activa:
“Tomás Moro y Luis Vives llegan a abrigar la esperanza de eliminar la pobreza,
tratando de transformar al pobre en trabajador, en atención a sus intereses y a los de su
comunidad”125. No pretendo ser exhaustivo a la hora de trazar un panorama económico
de esta primera sociedad moderna, pero sí hacer hincapié en esta inquietud general de
las autoridades, la sociedad y los intelectuales, por “integrar” a los pobres en la medida
de lo posible a un sistema laboral que pueda darles cabida. Esa inquietud, que no será
medianamente subsanada hasta la era industrial, contribuirá a redefinir el concepto de
“pobreza”, en los que el pobre pasará a estar “absorbido” y “educado” por el sistema,
como proletario explotado de las fábricas decimonónicas. Se trata por tanto de una
inquietud que nace en los primeros siglos de la modernidad y halla continuidad en el
desarrollo del régimen salarial en el capitalismo y la educación de las nuevas masas de
pobres asalariados.

A título de somero ejemplo y para ilustrar el campo de acción intelectual y política en


que podían librarse dichas inquietudes “integradoras”, desde el inicio de la época
moderna hasta la eclosión de la revolución industrial, podemos citar el debate entre los
moralistas que observaban en el pobre una desviación anómica, una amenaza social a
la que cabe enfrentarse con un enérgico régimen de represión, frente a aquellos otros
que se preocupan de ensanchar las posibilidades de beneficencia y aún más, de integrar
al pobre en un sistema laboral del que se veían expulsados implacablemente. Fijémonos
por ejemplo en dos documentos que ilustran esta doble actitud hacia el pobre. Para
ilustrar la primera actitud despectiva, fijémonos en la obra Monumento triunfal de la

123
Bukowski(2007), ob.cit., p.5
124
Maravall, ob.cit., p.181
125
Maravall, ob.cit., p.45

56
piedad católica126, que Pedro José Ordóñez publica en 1673, en la que se recoge tanto
la bondadosa visión medieval del pobre , en la que se defiende el valor religioso de la
pobreza, “cuando es hija del espíritu y sigue el ejemplo de Jesucristo”, con la visión
más descarnada que se tiene del pobre moderno, que ha caído en la pobreza por
motivos puramente económicos y sociales, una pobreza que es “madre del vituperio,
infamia general , disposición para todo daño, enemiga de mortales y piélago donde se
anega la paciencia(…) y aunque sutiliza el ingenio, destruye las potencias (del alma, se
entiende) y mengua los sentidos.” Poco después, Maravall insiste en esa visión que
hace hincapié en una lacra laboral que observaremos tanto en la figura del pícaro como
en la del buscavidas, esto es, el de su desmesurada afición a la holganza y el tiempo
libre: “Su incapacidad u ociosidad, voluntaria o involuntaria, que en cualquier caso se
le reprocha, hace de él un ser inútil; como mendigo, representa una infracción de la ley
del trabajo: “se sospecha de él porque se le ve sólo, errante, desorientado”127.

Esta afición a una vida de holganza y vagabundeaje me parece también central a la hora
de enlazar la figura del buscavidas con la figura del pícaro, que pertenecen a esa
categoría de pobres que podían constituir, mediante su estilo de vida nómada y
reticente al trabajo estable, una amenaza para las clases acomodadas. Para comprender
la gravedad de esta interpretación de la pobreza, hemos de recordar la doble moral con
que la sociedad acomodada del renacimiento ensalzaba o vituperaba este concepto de
holganza. Esta afición a la holganza no era una lacra moral en el carácter del pobre
apicarado, sino más bien una triste aspiración mimética a fingirse superiores
socialmente, porque vivir en la ociosidad era uno de los primeros signos de alta calidad
de vida. Para explicar el origen histórico de esta realidad cultural, que explica
episodios tan conocidos de la picaresca como el del Lazarillo de Tormes cuidando de
su propio amo, un hidalgo que se niega a trabajar, Maravall recuerda que “cuando los
caballeros abandonaron el monopolio de las armas, se sustituyó la ocupación guerrera
como título legitimador de sus superioridad por la abstención de todo trabajo lucrativo-
que nunca practicaron -. La ociosidad pasó a ser la característica de la nobleza” 128. Es
natural que en ese contexto, los jóvenes más atrevidos y pretenciosos de la clase baja se

126
Jiménez Salas, María. “Doctrinas de los tratadistas españoles de la Edad Moderna, sobre la asistencia
social”. Revista Internacional de Sociología, VI, octubre-diciembre 1948, num.24, p.177. Citado en:
Maravall, ob.cit., p.60
127
Ibid,. p.60
128
Maravall, ob.cit., p.544

57
negasen a trabajar y ostentasen su ocio. De hecho, la literatura picaresca, posiblemente
la más crítica y reformista de su tiempo, convierte esta afición a la holganza en uno de
sus principales temas. Un tema que sirve para reflexionar, a modo de espejo deformante
que distorsiona en el pícaro los valores que supuestamente dignificaban al caballero
ocioso, sobre esa ociosidad que se consideraba nociva en todas las clases, un
auténtico problema social que afectaba a la economía general del país. Hay muchos
testimonios de que enlazan esta ociosidad con la creciente sospecha de criminalidad y
vicio que van ligados al concepto de pobre jornalero susceptible de apicararse. El
escudero Marcos de Obregón, figura susceptible de apicararse que finalmente rechaza
esa condición, incita en última instancia al castigo social que ha de caer sobre todos
esos marginados y viciosos: “esos hombres vagabundos y ociosos, que se quieren
sustentar y alimentar de sangre ajena, merecen que toda la república sea su fiscal y su
verdugo.129” Incluso Quevedo reconoce en su prólogo a El Buscón que la picaresca era
rica en “sutilezas, engaños, invenciones y modos, nacidos del ocio”130.

Como decía más arriba, esta “holganza” es otro concepto fundamental, salvando las
diferentes coyunturas históricas que las motivaron, para enlazar la figura del pícaro con
la del buscavidas, cuya afición a la holganza es uno de sus principales rasgos, así como
uno de los principales temores que inspira a la sociedad capitalista. Ignatius Reilly, por
ejemplo, ha hecho de su vida entera una obra maestra de la gandulería, y no pretende
ingresar en el mercado laboral por miedo a quedar alienado en el disfrute de sus
pasatiempos, como sus clases de laúd y su asistencia compulsiva y palomitera al cine
del barrio. Pero es muy interesante comprobar que la sociedad contempla esa actitud
ociosa sospechosamente, llegando a considerarla susceptible de una disponibilidad
hacia el crimen. Puede advertirse claramente cuando el patrullero Mancuso, un policía
que aparece frecuentemente en la trama, es el primero en toda la novela en interpelar a
la madre de Ignatius, por considerar a éste sospechoso de ociosidad:

“‘¿Tiene usted trabajo?’ – preguntó el policía a la señora Reilly. ‘Ignatius tiene que
ayudarme en casa” dijo la señora Reilly. (…) ‘Limpio un poco el polvo’ explicó Ignatius al
policía -.Además, estoy escribiendo una extensa denuncia contra nuestro siglo. Cuando mi
cerebro se agota de sus tareas literarias, suelo hacer salsa de queso”131.

129
Espinel, Vicente. Vida del escudero Marcos de Obregón. Edición de M.S.Carraco Urgoiti. Madrid:
Castalia, 1980, p.143. Citado en: Maravall, ob.cit., 546
130
De Quevedo, Francisco. El buscón. Ed. de: Jauralde Pou, Pablo. Madrid: Castalia, 1990.p.70
131
Kennedy Toole, ob.cit, p.20

58
En Factótum también es frecuente que Chinaski y las amistades que frecuenta, con toda
justicia, sean considerados sospechoso de ociosidad, ya que como confiesa un
compañero suyo aficionado a las apuestas, “mis ambiciones sufren el hándicap de la
pereza”132. Esto se hace administrativamente obvio cuando reflexiona sobre los
curriculum que ha de escribir para evitar en la medida de lo posible que sus patrones se
cercioren de lo nómada, gandul, alcohólico y consiguientemente “criminal” que es en
realidad, a través de la investigación de su ficha policial:

“Alargué el tiempo de permanencia en mis trabajos anteriores, convirtiendo los días en


meses y los meses en años. La mayoría de las compañías no se preocupaban de investigar. Con
las empresas que se ocupaban de comprobar los informes de sus empleados, yo tenía poco
futuro. Rápidamente se descubría que tenía un record de antecedentes policiales” 133.

Asimismo, Simon Tanner no duda en presentarse a los ojos de sus patrones como un
ocioso vocacional, actitud temeraria y divertida si tenemos en cuenta el acoso
eminentemente burgués y disimuladamente policial con que sus futuros patrones le
interrogan acerca de su curriculum:

“Ella dijo: ‘Dígame cómo se llama y qué ha hecho hasta ahora en la vida.’ - ‘Me llamo
Simón y hasta ahora no he hecho nada.’ - ¿Cómo es posible? Simón dijo: “Mis padres me
dejaron un pequeño patrimonio que acabo de consumir hasta el último céntimo. Juzgaba
innecesario trabajar. Y estudiar tampoco me apetecía. Sentía que un día era demasiado hermoso
como para tener la insolencia de profanarlo trabajando. Ya sabe usted cuanto se pierde por culpa
del trabajo cotidiano. Me sentía incapaz de consagrarme a una ciencia a cambio de renunciar al
espectáculo del sol y de la luna al caer la tarde”134.

Por último, podemos observar como Bardamu, en Viaje al fin de la noche, disfruta de
uno de sus momentos de ociosidad más inquietantes de toda su biografía, cuando se
dedica a vagar por las calles de Nueva York sin otro propósito que contemplar mujeres
y codiciar su belleza. En uno de estos vagabundeajes ociosos, nota como llama la
atención de la policía, que como venimos diciendo, parece observar sintomáticamente
en el no-trabajador a un posible criminal:

132
Bukowski(2007), ob.cit., p.97
133
Ibid(2007)., p.148
134
Walser, ob.cit., p.152

59
“A nadie parecía extrañar que yo me quedara allí, solo, parado durante horas, en aquel
banco, mirando pasar a todo el mundo. No obstante, en determinado momento, el policeman del
centro de la calzada, colocado ahí como un tintero, empezó a sospechar que yo tenía proyectos
chungos. Dondequiera que estés, en cuanto llamas la atención de las autoridades, lo mejor es
desaparecer y a toda velocidad. Nada de explicaciones. ¡Al agujero!, me dije”135.

Por último, me gustaría retomar el hilo conductor de esta exposición sobre la ociosidad,
entre los que interpretan como un vicio susceptible de sospecha y acremente condenado
por los conservadores, frente a aquellos otros, más progresistas, que se ocupan de
explicarla como parte de un fenómeno de alienación económica más amplia, que
proponen medidas para integrar al pobre en un sistema laboral del que se había visto
expulsados implacablemente. Maravall toma nota de una interesante reflexión del
historiador Henry Kamen ha escrito que afectaba a todo el continente europeo: “los
inicios de la época moderna tuvieron una economía de desempleo endémico; una
economía, por consiguiente, en la que la gran masa de la población trabajadora tenía
dificultades para sobrevivir únicamente con sus salarios”136. Este “desempleo
endémico” era la razón coyuntural real por la cual brotaba necesariamente cierta
tendencia a la picaresca en gentes que, como describe Minchinton, “se ganaban una
precaria existencia al margen de la sociedad y amenazaban periódicamente la paz
dentro de ella”137. En el caso español, Maravall recoge también el testimonio de algunos
economistas reformistas que ya tenían en su punto de mira la necesidad de integrar a
los pobres al sistema laboral, alegando que sus “vicios” no eran fruto de su “ocios” sino
de aquellas otras causas “que han cegado las fuentes de ocupación para el trabajador:
‘no tenemos en qué trabajar’ y ‘no habiendo en qué trabajar’, surge el ‘ocio forzoso’ (es
decir, el llamado ocio es un ‘paro forzoso’)” 138. No es de extrañar pues que surgiera la
posibilidad la picaresca, que podían hacer preferible una vida de continuo
vagabundeaje picaresco a una situación de paro endémico y jornales esporádicos.

Es curioso como en algunos países, como Inglaterra, hubo un interés en absorber


tempranamente a esta “población residual” a través de instituciones como las
workhouses, documentadas desde comienzos del s.XVII, que no eran meras

135
Céline, ob.cit., p.228
136
Maravall, ob.cit., p.184
137
Minchinton. W. Historia económica de Europa (3): siglos XVI y XVII. Ed. dirigida por C.Cipolla.
Barcelona: Ariel, 1977, p.122. Citado en: Maravall, ob.cit, p.184
138
Maravall, ob.cit. p.184

60
instituciones de beneficencia, sino lugares donde la gente pobre que no tenía con que
subsistir podía ir a vivir a cambio de un trabajo pésimamente remunerado. Como
veremos, la integración forzosa de los pobres que propugnaban estas workhouses, sobre
las que Jeremy Bentham escribió manuales de organización industrial que afectarán
profundamente a la evolución del régimen salarial, será determinante a la hora de
concebir un nuevo concepto de “trabajo” en el capitalismo. En el tercer capítulo,
estudiaremos detenidamente el nacimiento de ese régimen salarial, que en parte nació,
en sus experimentos más descarnadamente teóricos, dentro del ámbito de las
workhouses, a los que el sociólogo de base foucaultiana Jean Paul de Gaudemar no
duda en calificar como un centro moralizador de las clases pobres, destinadas a “la
producción de individuos socializables, de individuos normalizados, de pobres que
resulten aceptables para una sociedad civil pensada por y para los ricos”139.

139
Gaudemar, Jean Paul de. El Orden y la producción: nacimiento y formas de la disciplina de fábrica.
Madrid: Trotta, 1991.p.71

61
II.3. Comparación crítica de la Bildungsroman con la figura del buscavidas

Es difícil establecer una definición sensu estricto del concepto “Bildungsroman”, ya


que como reconoce tempranamente el mismo autor del término, Karl Morgenstern, se
trata de “la más ejemplar, la más extendida y particular forma de la novela y la esencia
de esta”140. En el marco de este trabajo, que no aspira a hacer un estudio de géneros
sino de un personaje, resulta interesante, con todo, trazar una breve serie de
semejanzas y desemejanzas con algunos exponentes clásicos de este género de novelas.
Voy a centrarme en dos diferencias principales. La primera es que el buscavidas se
desmarca del personaje burgués tradicional, o de aspiraciones burguesas tradicionales,
más o menos disidente pero integrado, que protagoniza habitualmente las novelas de
formación. La segunda es que precisamente por no ser un personaje burgués, no
podemos hablar propiamente de formación propiamente dicha, ya que el buscavidas ni
puede ni quiere “deformarse” en ese sistema de valores alienante.

En primer lugar, cabe indicar la filiación no burguesa del “buscavidas”, que si encaja
en la tradición de las “novelas de formación”, lo es en esa subtradición minoritaria de
protagonistas que experimenta en sus propias carnes los valores más alienantes del
sistema laboral capitalista. Es decir, encaja con aquellos protagonistas que padecen un
destino menos burgués, porque están alienados laboralmente y reciben un trato de
inferioridad jerárquica en algunos estadios de su aprendizaje. Sería el caso, por
ejemplo, de Oliver Twist, que forma parte de las huestes de huérfanos que la sociedad
isabelina ingresaba en casas de trabajo y explotaba laboralmente, entre los cuales
estuvo el mismo Charles Dickens. O personajes como Anton Reiser, por su relación
estrecha e inescapable con el mundo del trabajo en un taller de sombrerería, vive una
explotación laboral que amenaza corroer su identidad. Con todo, este tipo de
personajes no son los más típicos en la novela de formación tradicional.

En muchas novelas de formación, precisamente por esa relativa holgura


socioeconómica que distingue a sus protagonistas, el conflicto entre la formación de un

140
Morgenstern, Karl. “Über den Geist und Zusammenhang einer Reihephilosophisher Romane” orig. en
K.M (ed.) Dörpätische Beyträge für Freunde der Philosophie, Literatur und Kunst, 3.1., 1816, pp. 180-
195, Selbmann (Ed.) (1988), pp.45-54. Citado en: Salmerón, Miguel. La novela de formación y
peripecia. Madrid: A. Machado Libros, 2002, p.46

62
mundo interior rico y las presiones de la existencia burguesa, se plantea desde la
libertad de elección y cierto margen de maniobra en el establecimiento final de un
pacto, que permite al protagonista resguardarse en mayor o menor grado de las
inclemencias de la sociedad a las que se ve expuesto el buscavidas. La narración de ese
mundo y el nihilismo extremadamente individualista con que lo describe es lo que hace
del buscavidas un tipo de personaje tan específico. En las novelas de formación, la
preocupación del protagonista por su propia formación, para lo cual ha de saber crear
un espacio de creatividad que se resista a las presiones sociales, se erige como el
principal motor dramático de la obra: es la inquietud inaugural y el pacto final lo que
marcan la estructura de la obra, una estructura burguesa y finalmente integrada, cuyos
principales estadios no se inspiran en el mundo del trabajo, sino que se alejan de él
hacia la esfera sentimental o artística en la medida de sus posibilidades.

La extensión de esta investigación no me permite ser exhaustivo, pero en líneas


generales, podemos observar que el conflicto principal de las novelas de formación
europeas es el de un joven que se debate en sus años de formación entre “the ideal of
self-determination and the equally imperious demands of socialization” 141, como dice
Franco Moretti. Por tanto, el protagonista de las novelas de formación clásicas del
S.XIX vive de manera conflictiva su proceso de maduración entre las clases, más o
menos laboriosas, más o menos acomodadas, de la burguesía. Aún procediendo de una
extracción más humilde, como Julien Sorel, David Copperfield, Eugene de Rastignac o
Jane Eyre, al protagonista de estas novelas le es dado iniciar su formación en una
sociedad de pretensiones burguesas con la que medir sus fuerzas y ambicionar una
carrera, mientras que el buscavidas, por su negativa a trazar una carrera estable y
participar de ese sistema de valores, desfila siempre por arrabales más sombríos del
paisaje laboral contemporáneo, en los que hablar de “formación” resulta demasiado
ingenuo. Más bien cabría hablar de una “novela de deformación” o “novela de
resistencia”, porque la especificidad del buscavidas estriba en su “resistencia” a dejarse
“deformar” y “educar” por ese sistema de valores que se ve obligado a experimentar en
sus propias carnes de manera inescapable. Así lo matizo, porque si bien el buscavidas
comparte rasgos con estas novelas, no podemos olvidar que la formación de un Henry

141
Moretti, Franco. The way of the World. The Bildungsroman in European culture.London: Verso,
1987, p.15.

63
Chinaski o un Simon Tanner, - explotados en trabajo de escasa calificación social que
suponen un “aliciente negativo” para su formación- transcurre por senderos menos
holgados por los que pueda transcurrir la disidencia artística de Wilhem Meister o la
ambición desmesurada de Julien Sorel en su paso por los estamentos más acomodados
de la sociedad francesa. No así el Anton Reiser, que sí padece en sus propias carnes la
dureza erosiva del trabajo, y convierte el duelo entre ese sistema alienante y la fantasía
que le permitiría hacerse una representación cabal de si misma en el tema de la obra.
Pero en mi opinión, la singularidad de esta obra radica precisamente en adelantarse a su
tiempo, retratando una época más antigua, la de los talleres pietistas impregnados de
esa ética pietista que Max Weber atribuía al nacimiento del primer capitalismo. Anton
Reiser retrata con pionera agresividad los efectos de la explotación laboral sobre una
identidad alienada, que parecen más habituales en la literatura del s.XX que nutre la
figura del buscavidas.

En las siguientes páginas, a fin de acotar esta tradición difícilmente abarcable en el


ámbito de una breve investigación, vamos a centrarnos en la Bildungsroman, la novela
de formación alemana, porque tiene más afinidad con la figura del buscavidas. El
conflicto entre el yo y el mundo que preside la Bildungsroman alemana resulta idóneo
para analizar los parecidos con la figura del buscavidas, porque su dilema íntimo se
debate en polos similares: la vocación artística y su rechazo a los valores de la sociedad
burguesa. El proceso de formación típico, tal como lo hemos descrito más arriba, a
caballo entre la auto-determinación y los procesos de socialización, sirve para describir
no sólo Anton Reiser (1785-1790), de Karl Philipp Moritz, y Los años de aprendizaje
de Wilhem Meister (1796) de Goethe, sino casi todos los ejemplos decimonónicos de la
tradición de la Bildungsroman alemana, que establece un diálogo más o menos
explícito con el Meister, al considerarla la obra central del género y tomarla como
referencia más o menos explícita en los respectivos ideales de formación intelectual
que dibujan. Me refiero a obras como Heinrich Von Ofterdingen (1802), de Novalis, La
Edad del Pavo de Jean Paul (1804/05), Heinrich Drendorf (1857), de Adalbert Stifter o
Enrique el Verde (1855-1880) de Gottfried Keller. Analicemos la manera en que los
conflictos de sus personajes protagonistas no se dibujan con la angustia inescapable con
que la sociedad laboral atosiga a los buscavidas.

Comencemos por Anton Reiser de Karl Philipp Moritz. Es especialmente interesante si


tenemos en cuenta que se trata de la primera Bildungsroman, anterior incluso al

64
Wilhem Meister, pero que por razones que analizaremos a continuación, no tuvo la
misma influencia que ésta última en el desarrollo del género. Moritz proyecta en esta
novela una fuerte experiencia autobiográfica, que parece el correlato novelesco y
angustioso de la ética del protestantismo de Max Weber. Valga como ejemplo de esta
comparación este pasaje. Reproduce a la perfección al trabajador ideal, que busca
fraguar, según Weber, el protestantismo ascético, cuyo perfil laboral pro-capitalista
estudiaremos, en oposición al buscavidas, en el capítulo siguiente: “Cuando se hallaba
rendido por el trabajo, con las fuerzas agotadas y abatido por su situación, le gustaba
muchísimo dejar vagar la mente a través de fantasías religiosas sobre ‘sacrificio,
entrega total’, etc.; le conmovía muy en especial la expresión ‘altar del sacrificio’” 142.
La novela trata de la descripción de una vocación literaria que tuvo realización, tardía y
no exenta de suerte, en la figura de su autor Karl Philipp Moritz, pero que en la novela
se rinde a la evidencia de que los hombres de baja extracción social tienen menos
posibilidades de formarse que los hombres acomodados. La novela, por describir muy
sumariamente la trama principal de su primer volumen, narra el proceso de
socialización esquizoide que Anton Reiser sufrió trabajando como aprendiz en un taller
de sombrerería, a cargo de un artesano pietista obsesionado con la ética del trabajo.
Éste le condujo, por vía de la explotación laboral y la religiosidad exacerbada,
morbosa e impositiva de su patrón, a una represión brutal de su propia fantasía, de su
propia capacidad para hacerse una representación cabal de si mismo, que le permitiera
desarrollar su propia identidad. Pero ésta es sólo su primera frustración. Más adelante, a
medida que Anton crece, sigue sufriendo represiones y reveses por culpa de su pobreza
y esa opresión primera que ha sentido en la infancia, trabajando en el taller del
sombrerero pietista. Podemos decir que ese humilde trabajo, en una edad muy tierna e
impresionable, las sucesivas frustraciones que le acarrea su condición de pobre, así
como el carácter retraído que van imprimiéndole, acabó provocándole los síntomas de
una suerte de enajenamiento de si mismo, que más adelante frustrarán su vocación
como autor teatral. Porque como la vida no le ha permitido desarrollar su identidad
libremente, sólo buscará en el arte “representarse” a si mismo, buscando “tener para si
lo que el arte exige que se le sacrifique”143.

Moritz era un autor al que Goethe consideraba un precursor de su propio Wilhem


Meister, o más bien su reverso oscuro. En ese sentido, es célebre el testimonio que
142
Moritz, Karl Philipp. Anton Reiser. Madrid: Editorial Pretextos, 1998, p.84.

143
Moritz, Karl Philipp. Anton Reiser. Madrid: Editorial Pretextos, 1998, p.409.

65
Goethe ha dejado de Moritz en su Viaje por Italia, que parece servirnos
tangencialmente para definir la especificidad del buscavidas respecto al protagonista
más acomodado de las novelas de formación: “Es como un hermano mío menor, de mi
misma índole, pero pisoteado y maltratado por ese destino que a mí me ha colmado de
favores”144. Es curioso como ante ese doble apertura del género de la Bildungsroman
que constituyen Anton Reiser y Wilhem Meister, la tradición alemana de la
Bildungsroman establecería un diálogo más fecundo, si bien no siempre amistoso, con
el Wilhem Meister. Esto es así, posiblemente, porque Anton Reiser es una novela que
se sitúa fuera de la corriente central de las futuras Bildungsroman, la de entender las
inquietudes del ciudadano burgués del s.XIX, en su afán por preservar su formación
de una sociedad capitalista con la que puede, de manera más o menos acomodada,
establecer una posición de disidencia crítica. Anton Reiser, que ofrece un friso de la
situación de las clases modestas del norte de Alemania en el s.XVIII, no dispone en
cambio de esa “libertad” para “formarse” y toda la novela puede leerse como la
reivindicación de una estructura social que no oprima a los individuos. Asimismo,
Moritz parece adelantarse en más de un siglo a la psiquiatría freudiana al posicionar por
primera vez la infancia y primera juventud como centro neurálgico de toda
personalidad, cuando anuncia en el prólogo del libro que “quien tenga experiencia de la
vida, y sepa que lo que en un principio parece pequeño e insignificante, con el paso del
tiempo muchas veces puede adquirir gran relevancia, no desaprobará la aparente
trivialidad de algunos hechos que aquí se narran” 145. Tal vez por esa fuerza visionaria,
fue relegada pronto a una posición de rara avis y no estableció un diálogo tan evidente
con la literatura de las décadas posteriores, si bien a día de hoy, me parece una novela
mucho más moderna que el Wilhem Meister y con la que la figura del buscavidas tiene
grandes afinidades.

Sigamos pues con Los años de aprendizaje de Wilhem Meister, ejemplo por
antonomasia de la Bildungsroman. Antes que nada, hay que destacar que Wilhem
decide – y tiene la libertad de decidir - no consagrar su vida a las altas esferas del

144
Carta de Göethe a Charlotte von Stein del 14 de diciembre de 1786. Citado en la introducción de:
Wolfgang von Goethe, Johann. Los años de aprendizaje de Wilhem Meister. Edición de Miguel
Salmerón. Madrid: Catedra, 2000, p.28.

145
Moritz, Karl Philipp. Anton Reiser. Madrid: Editorial Pretextos, 1998, p.21.

66
comercio en las primeras páginas de la novela, para formarse el resto de la novela en el
apasionante mundo del teatro. Como observa inteligentemente Moretti, “the most
classical Bildungsroman, in other words, conspicuously places the process of
formation-socialization outside the world of work.146” Wilhem considera que no existe
un lugar en el trabajo mercantil para la realización del individuo, y por tanto lo busca
en otros ámbitos, como el amor y el arte, que si permiten aspirar a una relación de
pleno sentido entre su yo y el mundo: “¿Qué me importa fabricar hierro muy puro si mi
corazón está lleno de escorias? y ¿de qué me sirve administrar bien una finca si no me
encuentro bien conmigo mismo? En una palabra: el objetivo único de todos mis
proyectos ha sido, desde mi niñez, formarme tal y como yo soy" 147” El trabajo
mercantil, tal como se ha venido desarrollando en los albores de la revolución industrial
capitalista, exigía ya una “división del trabajo”, una especialización de las tareas, no
sólo en el obrero sino también en la clase dominante burguesa, progresivamente
especializada en amasar dinero. Tal especialización, según entiende Wilhem, no puede
sino “alienar” a un hombre del pleno desarrollo de su identidad. Así se expresan en el
Wilhem Meister las limitaciones de este hombre económico moderno, representado por
la burguesía en oposición a la nobleza: “…al noble le basta con mostrar su persona, el
burgués ni ofrece nada con su persona ni debe hacerlo. (…)…debe trabajar y rendir,
debe formarse en una profesión para hacerse necesario y se presupone que en su ser no
hay armonía ni puede haberla, pues para hacerse útil ha de desatender todas las demás”
148
. Esta “armonía”, en cambio, como señala Moretti, sí es posible en el “trabajo” que
escoge Wilhem Meister para formarse en el mundo, una educación, como vamos
descubriendo a lo largo de la novela, misteriosamente diseñada por una cámara secreta
de educadores – la Sociedad de la torre, de inspiración claramente masónica – que tiene
un concepto del trabajo muy distinto al que puede ofrecer la sociedad capitalista, un
trabajo que aspira más al “ser” que al “tener”: “In this second sense, work is
fundamental in Meister: as noncapitalistic work, as reproduction of a ‘closed circle’. It
is an unequalled instrument of social cohesion, producing not commodities but
‘harmonious objects’, ‘connections’”149. La “armonía” que acompaña al concepto de
trabajo en el Wilhem Meister, por tanto, se debe al hecho de que no está circunscrito a

146
Moretti, Franco. The way of the World. The Bildungsroman in European culture.London: Verso, 1987,
p.25.
147
Wolfgang von Goethe, Johann, ob.cit, p.366.
148
Ibid., p.368
149
Moretti, ob.cit., p.29

67
la esfera económica, indiferente a las motivaciones y necesidades individuales del
trabajador. Moretti, para ilustrar que este concepto de trabajo es indistinguible de lo que
cultura alemana de la época definía como arte, cita este pasaje de Humboldt que postula
un trabajador ideal, un trabajo que no se degrada en un sistema mecanizado, un
trabajador artístico, que reproduce un mismo “círculo cerrado” entre las motivaciones
del yo y las exigencias de la sociedad al que se hace referencia en el Wilhem Meister:

“There coexists with this internal purpose, some impulse proceeding more immediately
from his inner being; and often, even, this last is the sole spring of his activity, the former only
being implied in it, necessarily or incidentally. (…) In view of this consideration, it seems as if
all peasants and craftsmen might be elevated into artists; that is, into men who love their labour
for its own sake. (…) And so humanity would be ennobled by the very things which now,
though beautiful in themselves, so often go to degrade it”150.

Ese tipo de trabajo, que Wilhem encuentra primero en el mundo del teatro y el cultivo
de sus relaciones amorosas, para más adelante, una vez formado de manera integral,
templar su yo con la entrega a los trabajos más comunitarios, es el que escapa al trabajo
capitalista, que tiende a crear individuos especializados e inarmónicos, porque “it
serves not man, but rather(say Schiller and the Abbe in Meister) the ‘god of profit’151.

Si bien al final de la novela, Wilhem se autosomete a un proceso de contrición,


orientándose a realidades comunes de interés social y olvidándose del egocentrismo
narcisista de su actuar hasta entonces. Llega incluso a autoflagelarse con frases como
ésta: “Sé que he conseguido una dicha que no merezco y que no cambiaría por nada del
mundo”152. Los años de aprendizaje del “individuo” burgués, constreñido por límites
como la familia, el estado y la sociedad burguesa, conforman el espoletazo de salida de
la Bildungsroman por excelencia. Su proceso de crecimiento pasa por establecer una
conciencia crítica respecto a la sociedad burguesa, pero en última instancia, tal como
sucede en el Wilhem Meister, como formula Hegel en palabras de Miguel Salmerón, “el
proceso culmina con la asimilación del sujeto a las relaciones existentes y su entrada en

150
Von Humboldt, Wilhem. The Sphere and ruties of Government, trans. J. Coulthard, London 1854,
pp.27-28. Citado en: Moretti, ob.cit., p.30
151
Moretti, ob.cit, p.31
152
Wolfgang von Goethe, Johann. ob.cit, p.692

68
la cadena del mundo”153. Hegel llega incluso a meter el dedo en la llaga de ese proceso
de maduración alegando que Wilhem “se hace filisteo al igual que los otros”154.

Este proceso de maduración e integración no existe en las trama del buscavidas, porque
su germen narrativo no es una historia de formación espiritual en el seno de la
comunidad burguesa, sino de resistencia a una deformación laboral que implica todo un
sistema de valores al que su identidad fuertemente desarrollada se niega de manera
absoluta e innegociable. La especificidad del buscavidas radica en esa extraña paradoja:
por una parte, desprecia el sistema de valores de la sociedad capitalista, encarnada de
manera virulenta en sus dinámicas laborales, pero por otra parte, no puede darle la
espalda como Wilhem Meister en aras de su propia formación, sino que se ve obligado
a experimentarlo plenamente. Ignatius observa de manera paranoide que “duda que
haya alguien dispuesto a contratarle”, cuando su madre le obliga a trabajar para pagar
los costes del accidente : “Los patronos perciben que yo rechazo de sus valores – dio
una vuelta en la cama y continuó – Me tienen miedo. Sospecho que se dan cuenta de
que me veo obligado a actuar en un siglo que aborrezco” 155. Pero más adelante matiza
este desprecio con una estrategia sibilina, en que podemos encontrar el principal
atractivo de los personajes buscavidas, su condición de caballo de Troya, de asalariado
nihilista en una empresa cuyos valores desprecia: “Quizá se me ocurran algunas ideas
valiosas que puedan beneficiar a mi patrón. Puede que la experiencia de a mi
pensamiento una nueva dimensión. Y , con ello, a mi obra. El introducirme
activamente en el sistema que critico será en si mismo una interesante ironía”156. En
resumen, el buscavidas se asienta en el corazón de la explotación laboral capitalista,
sufre sus efectos y los critica desde dentro, mientras que a Wilhem, el protagonista de
la Bildungsroman por excelencia, le es dado alejarse de ese mundo alienante y
criticarlo desde fuera mientras se forma en las esferas nada alienantes del amor y el
arte.

153
Hegel, Georg Wilhem Friedrich. Ästhetik (1842) con introducción de Georg Lukacs, Francfort,
Europäische Verlagsantalt, 1965. p.567. Citado en: Salmerón, ob.cit., p.48
154
Hegel, Georg Wilhem Friedrich. Ästhetik (1842) con introducción de Georg Lukacs, Francfort,
Europäische Verlagsantalt, 1965. p.568. Citado en: Salmerón, ob.cit., p.48
155
Kennedy Toole, ob.cit., p.59
156
Kennedy Toole, ob.cit., p.61

69
Sigamos examinando la tradición alemana de la Bildungsroman para entender más a
fondo hasta qué punto el buscavidas se embarca en otro tipo de aventura espiritual que
no nos permite entenderlos dentro de una novela de formación tradicional. Heinrich
Von Ofterdingen(1802), de Novalis, narra la formación de un poeta romántico que no
conoce la crudeza del mundo ni quiere participar activamente en su sistema laboral.
Como dice Heinrich de unos mercaderes, con militante platonismo, su alma no sabía
“ceder ante el atractivo de una callada contemplación de las cosas”157. En su opinión, el
Meister de Goethe, al abjurar de a sus facetas más creativas y regresar al seno de
burguesía, se había quedado en “una peregrinación en busca de un título nobiliario” 158.
Mediante su Heinrich, Novalis buscaba ultimar un ideal de formación soñadora que no
pactase ningún límite entre su yo y el mundo. En opinión de Heinrich, había “dos
caminos para llegar a la historia de la ciencia humana: uno, penoso, interminable y
lleno de rodeos; y el otro que casi es un salto, el camino de la contemplación
interior”159. Aunque en mi opinión, este posicionamiento romántico es más burgués
aún que el de Goethe, porque dicha concepción liberada del espíritu sólo puede nacer
de la utopía o de la abundancia material, y está definitivamente alejado del nihilismo
jornalero del buscavidas. Su negativa a participar en la realidad resta vigor social a su
crítica, fuera de la clásica polarización romántica entre la vulgar realidad y el vasto
sueño, en que un espíritu romántico puede abandonarse al disfrute de si mismo y cerrar
los ojos a la evidencia de la necesidad. Nada que ver con el buscavidas, que si bien es
crítico con el sistema, lo es sin embargo contra las cuerdas de un sociedad que no le
permite hacer esa misma valoración antiburguesa y gozar de la independencia de su
espíritu, ya que se ve obligado a trabajar y encajar los golpes más bajos del sistema.
Por eso, la crítica de un buscavidas como Chinaski, por ejemplo, no puede respirar ese
olor de santidad y platonismo que anhela el Heinrich de Novalis, sino que destila el
nihilismo de los bajos fondos, fruto del cansancio de un sistema alienante, y unas
necesidades acuciantes, que conoce con demasiada intimidad. En una mañana
especialmente desalentada, Chinaski lega a confesar:

157
Novalis, Heinrich von Ofterdingen(1804), Himnos a la noche. Enrique de Ofterdingen, traducción y
edición de Eustaquio Barjau, Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 170. Citado en: Salmerón, ob.cit., p.122
158
Bahr, Ehrard. (ed.), Materialen zu Johan Wolfgang von Goethe Wilhem Meister Lehrjahre, Stuttgart,
Reclam, 1982. Citado en: Salmerón, ob.cit, p.128
159
Novalis, ob.cit., p.84. Citado en: Salmerón, ob.cit., p.126

70
“No conseguí levantarme para leer las ofertas de trabajo. La idea de sentarme enfrente
de un hombre sentado detrás de un escritorio y contarle que deseaba un trabajo, que estaba
capacitado para hacer ese trabajo, era demasiado para mi. Francamente, estaba horrorizado de la
vida, de todo lo que un hombre tenía que hacer sólo para comer, dormir y poder vestirse. Así
que me quedaba en la cama y bebía”160.

La trama de Novalis parece avenirse con la postura de Dilthey, un teórico que ligó con
especial énfasis, en su interpretación de la Bildungsroman, el destino del individuo con
el de la comunidad burguesa. Nada más alejado que las tesis de Dilthey y la trama de
Novalis que la crudeza del conflicto laboral que el buscavidas mantiene con una
sociedad laboral alienante. Dilthey llegó al punto de considerar que en este género de
novelas, como señala Miguel Salmerón, la formación del protagonista respondía a “la
realización nacional de un ideal de formación en el estado prusiano” 161. Por esa misma
razón, si las corrientes filosóficas más importantes de la intelectualidad alemana del
momento eran el idealismo trascendental y el idealismo objetivo, Dilthey consideraba,
en tanto en cuanto reflejo de la primera, que el género de la Bildungsroman debía estar
marcado por esa fuerte impronta filosófica. Es por ello que este tipo de novelas, aún
representando la controversia yo-mundo, no reflejaban “el mundo completo con todas
sus deformaciones, ni la lucha de las bajas pasiones por la vida; lo áspero de la vida
quedaba apartado”162.

Es curioso hasta qué punto parece olvidarse Dilthey con esta declaración tan
contundente de que la novela de Karl Philipp Moritz había sido la primera
Bildungsroman, en la que “lo áspero de la vida” empapa de amargura todas
meditaciones de Anton Reiser. Resulta un síntoma evidente de que tanto la definición
teórica como la praxis literaria del Bildungsroman, como decíamos más arriba, se
estructuraron más bien en torno al modelo brindado por Wilhem Meister, mientras que
Anton Reiser, mediante su pionero retrato de una explotación laboral sobre una
identidad alienada, parece avenirse mejor con la literatura del s.XX que nutre la figura
del buscavidas. Así, Dilthey no parece tener muy en cuenta el desconsuelo de un
Anton adolescente cuando ha de cargar a las espaldas una pesada banasta llena de
sombreros, siguiendo a su arrogante dueño, cosa que “le abatió por completo los

160
Bukowski(2007), ob.cit, p.57
161
Salmerón, ob.cit., p.50
162
Dilthey, Wilhem. Leben Schleiermachers, Berlín: Walter de Gruyter, 1870, p.XI. Citado en: Salmerón,
ob.cit.,50.

71
ánimos, haciéndole la carga mil veces más pesada. Creyó hundirse bajo tierra, de fatiga
y de vergüenza, antes de haber llegado con su carga al lugar de destino” 163. En todo
caso, según la interpretación de Dilthey, la naturaleza de la Bildungsroman se
constituiría desde un espíritu netamente filosófico. Es decir, de manera diametralmente
opuesta a lo que sucede con la experiencia del buscavidas, que conoce la aspereza de la
vida en sus propias carnes y no tiene una perspectiva tan solipsista, burguesa y
enriquecedora sobre su vida interior, sino una personalidad que se desarrolla en
oposición batalladora al mundo exterior, desarmando mediante un estilo de vida
vagabundo y anárquico las emboscadas laborales de la sociedad que pretende alienarle.
En la primera entrevista de trabajo que relata, con la descarada y parlanchina
sinceridad que le caracteriza, Simon Tanner hace una apología moral de semejante
estrategia de vida, de un nomadismo superviviente al sacrificio alienante que implican
ciertos trabajos, al asegurarle al librero que ha de contratarle:

“De todos los puestos donde he estado – prosiguió el joven – me he marchado pronto
porque no me apetecía derrochar mis energías juveniles en la estrechez y el letargo de las
copisterías, aunque en opinión de todos se tratara de las más prestigiosas, como son las oficinas
bancarias, por ejemplo. Jamás me han expulsado de ningún lugar hasta la fecha; siempre me he
marchado por el mero placer de dejar puestos y oficios, que si bien prometían carrera y sabe
Dios qué otras cosas, me habría matado de haberme quedado en ellos”164.

Esta misma línea de formación diltheyana llega al paroxismo solipsista con El Verano
tardío(1857), de Stifter, en que se nos presenta un claro caso de formación
completamente alejada de la realidad. El autor señala en un ensayo recogido en sus
obras completas: “La libertad consiste en que todos puedan llevar a cabo sus
potencialidades de perfección humana con seguridad y sin temor a ser perturbados” 165.
Bajo el albur de esta definición, Heinrich, hijo de un hombre de negocios que quiere
ahorrar a su hijo las ocupaciones que impiden bramar al “dios que está dentro del
hombre”166, es educado por preceptores privados en una serie de materias y valores
orientadas hacia lo eterno, lo permanente y lo esencial. Es una novela totalmente

163
Moritz, Karl Philipp. Anton Reiser. Madrid: Editorial Pretextos, 1998, p.111.
164
Walser, ob.cit., p.13.
165
Stifter, Adalbert. “Wer sind die Feinde der Freiheit?” en Der Wiener Bote, nº 86, 26 de mayo de 1849,
en Sämtliche Werke., ed.cit., tomo 16, 3ª secc., p.97. Citado en: Salmerón, ob.cit., p.144
166
Carta de Stifter en 1854. Publicada en: Krökel, Fritz. “Nachwort zu Adalbert Stifter, Nachsommer”,
Munich, DTV, 1977, p.742. Citado en: Salmerón, ob.cit,.p.140

72
exenta de problemas, en los que no hay soluciones ni pactos con la realidad, porque no
hay conflictos, y en la que el solipsismo brilla, en palabras de Salmerón, como “la
forma estética que recibe el bastante más prosaico sueño del burgués de convertir a su
propio hijo en rentista”167. Nada más alejado, insisto, de la relación tremendamente
conflictiva, que el buscavidas mantiene con el sistema laboral contemporáneo,
agudizada por su amor a la libertad y su sujeción inescapable a las necesidades. En ese
sentido, la figura del buscavidas enraiza más con la tradición minoritaria de la
Bildungsroman que encabeza el Anton Reiser, en que un personaje con vocación
artística acusa las desventajas de la pobreza.

Podemos encontrar un ejemplo interesante de esta tradición en Enrique el Verde, de


Gottfried Keller, más ligado al mundo del trabajo, pero que sin embargo se distingue de
la figura del buscavidas porque la historia de su vocación artística está escrita en clave
de arrepentimiento, tachando su juventud entera, preñada de inquietudes artísticas y
marcada por el desinterés por las necesidades económicas de la familia, de un acto de
diletantismo. Tras la muerte de su padre cuando sólo cuenta cinco años, Heinrich es
educado por su madre. En la escuela, intenta superar su discriminación por la pobreza
haciendo uso de sus facultades imaginativas, pero acaba siendo expulsado por esa
misma razón. Este desplante idealista a las imperiosas leyes de una vida práctica se
repite peligrosamente en la historia de formación de Heinrich, que prefiere seguir su
carrera artística de pintor, aún cuando no tiene un verdadero talento para ello, y
explorar su educación sentimental, aún cuando su madre está en trances de fallecer,
antes que preocuparse sinceramente por los aspectos importantes de la vida práctica.
Pero mientras se forma en Munich, el fracaso de sus exposiciones y la penuria
económica que pasa aceleran su convencimiento de que su vocación ha sido un engaño.
Un momento de especial humillación se produce cuando se ve obligado para subsistir a
pintar mástiles de banderas para un cortejo real. Finalmente, cuando su madre muere y
él no llega a tiempo para verla, se produce su conversión, y Heinrich abandona toda
pretensión artística para ser funcionario y alcanzar una cierta comodidad burguesa. La
historia de Heinrich, que sí conoce de primera mano un trabajo alienante, ostenta sin
embargo una diferencia fundamental con la personalidad que el buscavidas: su historia
está escrita en clave de escarmiento, la muerte de su madre actúa como un poderoso
chantaje emocional y el sentimiento de culpa acaba de trastornar definitivamente la

167
Salmerón, ob.cit., p.144.

73
poca sinceridad que residía, como bien comprende el lector desde las primeras páginas,
en su vocación artística.

El buscavidas, como veremos más adelante, no aspira a ningún pacto de madurez con la
sociedad y su disidencia es más radical, porque no se refugia en la coartada de la
vocación artística, sino en su mero rechazo a las espurias posibilidades de realización
individual en una sociedad que considera alienante (incluida esa sinecura funcionarial
en la que Heinrich acaba claudicando como un mal necesario). En ese sentido, uno de
los principales rasgos del buscavidas es su falta absoluta de ambición social. Es por ello
que, a diferencia de Heinrich Lee, es un personaje que no escarmienta, un personaje
que se alegra, como dice Simon Tanner, de “echar decorosamente la vida por la borda”,
y es capaz de resistir los trabajos más duros sin el remordimiento capcioso que padece
Heinrich Lee, que esperaba un desenlace más elevado a su coqueteo con el arte. Así,
veremos a Bardamu trabajando en una fábrica de Ford, a Ignatius de vendedor de
salchichas callejero, a Simon de criado de un niño parapléjico y retrasado, a Chinaski
carcajeándose enloquecidamente en una cadena de montaje, sin que la dureza de estas
experiencias, y otras peores, provoque ese acto de contrición y madurez que les haga
renegar de sus aspiraciones a una identidad más plena de las que ofrece la sociedad
burguesa. Simon expresa este coraje con cajas destempladas al decirle a uno de sus
patrones:

“En sus oficinas, de las que tanto bombo se hace, en las que tantos quisieran trabajar,
no se habla nunca de cómo evoluciona un hombre joven. Me importa un rábano gozar de la
ventaja que supone un sueldo mensual fijo. Sería una forma de decaer, de embrutecerme, de
acobardarme, de anquilosarme (…) No puedo encontrar atractivo en eso de marginarme
totalmente del mundo sólo por no hacerse fama de persona descontenta y difícil de emplear.
¡Qué grande es en ese sentido la tentación del miedo, y qué pequeño el señuelo de liberarse de
ese miedo lamentable”168.

Aunque en ese sentido la falta de ambición del buscavidas parezca un tanto bravucona,
es una bravuconada que se hace respetar, en tanto en cuanto resulta realmente peligrosa
para su propio bienestar. En La senda del perdedor, Chinaski también confiesa esta
falta absoluta de ambición, asumiendo de entrada todas las consecuencias que ello
pueda acarrearle sin sentir ningún asomo de temor o remordimiento:

168
Walser, ob.cit., p.38

74
“Pensar en ser un abogado, concejal, ingeniero, cualquier cosa por el estilo, me parecía
imposible. O casarme, tener hijos, enjaularme en la estructura familiar. Ir a algún sitio para
trabajar todos los días y después volver.(…)¿Acaso los hombres nacían para soportar todas esas
cosas y luego morir? Prefería ser un lavaplatos, volver a mi habitación y emborracharme hasta
dormirme”169.

Al no admitir que un proceso de formación o socialización pueda adjudicarle un rol no


alienante en la comunidad, el buscavidas no ambiciona reconciliarse con los valores
del espíritu capitalista burgués, y por tanto, está condenado a vagar por los arrabales de
la sociedad, de tal manera, que en la imaginación del lector, su final parece avanzar
hacia una zona de máxima intemperie, un final que coquetea con la mendiguez, la
explotación, la locura y la muerte.

Para redondear esta serie de referencias a la Bildungsroman alemana, concluiremos con


una nueva obra, que reproduce este polémico diálogo entre el poeta burgués y el
trabajador burgués, polarización clásica en la Bildungsroman decimonónica alemana.
De manera más explícita aún, con La Edad del Pavo de Jean Paul, se propina un fuerte
varapalo a la existencia puramente estética de los Heinrich de Novalis y Stifter. En La
Edad del Pavo, Van der Kabel, un rico burgués, lega su fortuna a Gottwalt Peter
Harnish, hijo predilecto del alcalde de Elterlein, un joven sumido en la pobreza material
pero lleno de riqueza espiritual y bondad. Sólo tiene un fallo: es poeta. Pensando en su
bien, Van der Kabel le impone a Gottwalt nueve condiciones que, en teoría, le curarán
de la poesía y le convertirán en un respetable, capaz y laborioso burgués. Walt,
agradeciendo el desahogo económico que le supone esta situación, cumplirá las
condiciones con ayuda de su hermano Vult, hijo no predilecto de la familia, flautista y
volatinero, que a causa de su desacuerdo radical con la familia se había marchado a
vagar en libertad por el país, viéndose obligado a divertir y agradar a los poderosos
para ganar su sustento. Cuando regresa, se muestra como un verdadero hombre de
acción, no acariciado por el destino, que por consiguiente ha perdido su confianza en
los hombres y se ve incapaz actuar socialmente entre ellos. Al final de la novela, el
protagonista Walt, objeto del proceso de formación, se convertirá en un respetable
burgués gracias a los talentos de su hermano, aún a costa de perder todo interés como
poeta, mientras que su antagonista Vult abandonará su tierra natal para siempre.

Es interesante pensar que en cierto modo, Vult, como personaje activo que protagoniza
un suicidio libertario hacia la inexistencia social, prefigura más el tipo del buscavidas

169
Bukowski, Charles. La senda del perdedor. Barcelona: Anagrama, 2008, p.192

75
que el mismo protagonista de la novela. El protagonista, en cambio, no deja de estar
inserto en la tradición típica de este tipo de protagonistas, en sus dos opciones
fundamentales: o bien el poeta corrige su vocación libertaria y se entrega a la sociedad
burguesa (Wilhem Meister, Gottwalt, Enrique el Verde) o bien el poeta puede
permitirse el lujo de obviar la sociedad burguesa y su imperiosa ley de necesidades
como por arte de ensueño (Heinrich Lee, Heinrich Drehndorf). Pero Vult, el hermano
de Gottwalt, que mantiene su arte a costa de desaparecer, prefigura el lugar intermedio
donde echará raíces la figura del buscavidas: un poeta a ras de suelo, que no culmina un
proceso de maduración ni llega a firmar ningún pacto definitivo con la sociedad
burguesa. Mientras su ansia de plenitud y su temor a la necesidad sigan polarizando su
identidad sin encontrar una solución intermedia, el buscavidas seguirá siendo una
criatura paradójica, marginada en su vida exterior pero libre en su vida interior y
expuesta a las inclemencias de la vida.

Partiendo de las novelas referidas, me parece evidente que el posicionamiento nihilista


del buscavidas se desmarca del espíritu tradicional burgués de la Bildungsroman, cuya
“formación” o “socialización” actúa como un principio poético que acota de manera
determinante la estructura de la obra, con su disidencia inicial y su pacto de
integración final. El buscavidas no atraviesa dicho estado de formación, porque las
experiencias laborales que atraviesa suponen más bien un intento de “deformación” al
cual se resiste con todas sus fuerzas. Pero además, si entendemos aquí el término
“espíritu burgués”, no tanto en el sentido histórico-económico de clase explotadora que
le atribuye el marxismo, sino en un sentido antropológico más amplio, como la
designación más adecuada de cierta meta de intereses y aspiraciones, alcanzables
mediante la movilidad social, que unía en una misma dirección a todos los miembros
de una comunidad, insisto en que el buscavidas no cuenta con ese espíritu burgués, con
esa ambición por ascender y labrarse una carrera, mientras que el protagonista de las
novelas de formación no pretende quedar definitivamente desclasado y suele abjurar
de su proceso de formación si este pone en peligro su pertenencia del espíritu burgués.
Ignatius, que es muy consecuente en su vagancia misantrópica, prefiere ser un paria
absoluto antes que aspirar a cualquier privilegio de una sociedad que desprecia.
Cuando Jones, un camarero negro explotado por un salario misérrimo en un bar,
heredero simbólico de los afroamericanos esclavizados en las plantaciones, le expresa
su humilde deseo de encontrar un buen empleo remunerado, Ignatius le lanza una

76
severa reprimenda: “En otras palabras, lo que usted quiere es convertirse en un perfecto
burgués. Les han lavado el cerebro a todos ustedes. Supongo que les gustaría
convertirse en un hombre de éxito, en un triunfador, o algo igual de ruin”170. Ignatius,
nadando en una contracorriente absoluta a las aspiraciones del espíritu burgués, llega
incluso a expresar su admiración por “el terror que son capaces de inspirar algunos
negros en los corazones de algunos miembros del proletariado blanco y sólo desearía
(ésta es una confesión muy personal) poseer la misma capacidad de aterrar” 171. La
terrible comicidad del buscavidas estriba en que su “yo” es profundamente intelectual y
artístico, pero se ve acorralado en un mundo donde el ser humano es alienado en la
condición de mero recurso económico y pierde todo interés en hacer un uso efectivo de
su ciudadanía burguesa, de sus aspiraciones al ascenso social. Simon Tanner sabe que
la alienación que sufre en sus ínfimos empleos no es sino una alienación “refleja” que
se reproduce de modo análogo en las clases más acomodadas, porque la alienación
fundamental reside en el fondo, en nuestra inescapable necesidad del trabajo como vía
de expresión o supervivencia individuales: “Creían necesario cortejar y adular al
administrador y a su secretario para obtener el anhelado empleo. Era más o menos
como cuando una traílla de perros adiestrados salta en pos de una salchicha atada a un
hilo que sube y baja todo el tiempo, y cada uno se imagina que el otro no tiene derecho
a intentar atraparla, aunque no puede aducir motivos a favor de su tesis. Así se gruñían
unos a otros por el privilegio arrebatado al vuelo, exactamente como en el gran mundo
del comercio, la cultura, el arte y la diplomacia, donde las cosas no ocurren de modo
muy distinto, aunque sí con un grado más de astucia, presunción y refinamiento.172”

Por tanto, estoy de acuerdo con Miguel Salmerón cuando dice: “El héroe prototípico de
la novela de formación es burgués, pasivo, ocioso y observador. Su situación
económica es lo suficientemente desahogada como para despreocuparse de su sustento,
pero no es tan opulenta como para convertirlo en alguien socialmente relevante” 173.
Pero el buscavidas, precisamente porque nos retrata las penurias del sistema, no
representa la voz del burgués disidente, más o menos integrado, sino la del empleado
forzoso de la sociedad laboral moderna, que mantiene una relación de fugitivo nihilista
con todo su sistema de valores. Es por ello que no asiste a su propia formación en los

170
Kennedy Toole, ob.cit., p.279.
171
Ibid.,p.124
172
Walser, ob.cit., p.228.
173
Salmerón, ob.cit., p.165

77
más diversos trabajos, como diría Salmerón, como un espectador “burgués, pasivo,
ocioso y observador”, sino que se da la fuga de los trabajos cuando su explotación es
demasiado lamentable, o reacciona con impulsos de autodestrucción social cuando
percibe que su identidad está en peligro de disolverse en el espíritu burgués y ascender
socialmente, que sería la disolución más baja de todas. Vive su periplo laboral en un
estado de resistencia activa, con un yo excepcionalmente desarrollado, que no atraviesa
experiencias “formativas” sino que desecha experiencias “deformativas”. El conflicto
del buscavidas no se plantea en términos de disyuntiva moral y económica, que se
puede solucionar mediante un proceso de maduración y un pacto final con la sociedad,
sino en términos de primacía o disolución absolutas de su identidad.

Por tanto, en mi opinión, la única subtradición de novelas de formación en que


podríamos clasificar al buscavidas, sin cometer un acto de violencia interpretativa, es
aquella vinculada específicamente al mundo del trabajo, como Oliver Twist, Anton
Reiser o algunos pasajes vinculados específicamente al lado más crudo y alienante del
mundo del trabajo, como el mencionado pasaje de los banderines pintados en Enrique
el Verde. Pero aún respecto a estos ejemplos, las novelas con buscavidas recogen como
sugería más arriba, otro tipo de estructura, que tiene que ver con el hecho de que la
“formación” no actúe en ellas como el motor que condiciona la trama de la novela.

Las novelas de formación narran, mediante el seguimiento biográfico del personaje,


desde su infancia o juventud hasta su madurez, la formación de un carácter en el seno
de una comunidad, su proceso de socialización y moldeamiento. En el caso del
buscavidas, no se trata tanto de narrar la biografía que subyace a la formación
progresiva de un carácter en una comunidad, sino la de observar un carácter imposible
de moldear, formado ya en un agresivo desencanto contra el mundo, marcado por una
aversión irreconciliable a los imperativos laborales de la sociedad. Pese a su relativa
juventud, el carácter del buscavidas ya está suficientemente formado como para
prefigurar su destino, el de la colisión perpetua con los imperativos de esa sociedad con
la que no puede aspirar a ningún pacto de madurez. La novela de formación tradicional,
como el Wilhem Meister, narra las peripecias biográficas del personaje y su ingreso
final, más o menos frustrante, más o menos alentador, en la sociedad.

Por el contrario, si examinemos el punto de partida de algunos buscavidas, nos damos


cuenta de que ya está irremediablemente formado en una suerte de adolescencia
crónica. El hilo conductor de la obra no puede ser la formación de su carácter en una

78
comunidad, sino las contraindicaciones de éste con los preceptos de la sociedad
burguesa. Toda la comicidad del personaje se deriva precisamente de la colisión de ese
carácter contra un mundo que le exige una estabilidad que él no está dispuesto a
brindarle. Henry Chinaski es un borracho nihilista, que sólo aguanta un trabajo por
necesidad y contempla cualquier proceso de socialización laboral como una amenaza a
combatir con todas fuerzas de su espíritu esquivo y su hígado maltrecho. En la senda
del perdedor declara: “Deseaba algún lugar en qué esconderme, algún sitio donde no
tuviera que hacer nada. El pensamiento de llegar a ser alguien no sólo no me atraía sino
que me enfermaba”174. De modo igualmente categórico, pero llevado al paroxismo por
la alegoría, procede Ignatius Reilly al denunciar el siglo que le ha tocado vivir como
corrupto y lamentar “ el destino malévolo al que me enfrento: la perversión de tener
que ir a trabajar”175.

Desde el punto de vista teórico, Blanckenburg fue el primero en señalar que la


Bildungroman no hacía sino narrar “todas las circunstancias por las que el protagonista
ha llegado a ser lo que es”176. Jacobs, otro teórico que se ha ocupado extensamente del
género, indica, en palabras de Salmerón, que la trama de la Bildungsroman “transcurre
a modo de curva vital de un solo sentido con la tendencia final hacia la armonía y el
equilibrio” en el que “una historia de desilusión se convierte en una historia de
formación”177. En la trayectoria del buscavidas, no podemos percibir esta “curva vital
de un solo sentido” ni este seguimiento formativo de sus “circunstancias” porque sus
andanzas se enhebran más bien en una espiral repetitiva, en un eterno retorno del
trabajo al paro, del que apenas aciertan a sacar otra lección de vida que una amenaza
postergada: el sistema puede esperar a que se cansen, al final se verán acorralados en
un trabajo, entre su amor a la libertad y el temor a sus necesidades. En ese sentido,
también el Anton Reiser se desmarca paradójicamente de la tradición de la
Bildungsroman que contribuyó a forjar, acercándose más a la estructura existencial de
las novelas con buscavidas, porque como indica Gustavo Salmerón acerca de su
estructura, “es monótona de resultas de analizar hasta la náusea la represión y la

174
Bukowski(2008), ob.cit.,p.132.
175
Kennedy Toole, ob.cit., p.40.
176
Blanckenburg, Friedrich von. Versüch über den Roman, Ed. de Eberhard. Lämmert, p.68. Citado en:
Salmerón, ob.cit., p.45
177
Salmerón, ob.cit. p.56.

79
martilleante y reiterativa repercusión de la misma en el individuo” 178. Pero ese reinicio
en el fracaso, que crea una rara sensación de monotonía viajera, de estancamiento
existencial para preservar lo humano que brilla en su interior, es al mismo tiempo el
principal coraje de la figura del buscavidas. Aunque lo intente, no logra narrarse hacia
el futuro en una suma de experiencias que alimentan el progreso de su espíritu. Más
bien es cíclicamente martilleado por un sistema en que sus aspiraciones no tienen
cabida, devuelto experiencia tras experiencia a una tabula rasa en que su espíritu se ve
obligado a comenzar de cero, aún so pena de desaparecer del todo. Como le dice su
hermana a Simon el día de su despedida: “¿No tienes de verdad más cosas que las que
caben en esta maletita? Eres realmente pobre. Una maleta es toda tu casa en este
mundo. Hay en esto algo extraordinario, pero también lamentable”179.

Por eso, el buscavidas experimenta su yo de una manera especialmente agresiva, sin ese
final tendente a la “armonía” al que aludiera Jacobs, mediante el cual se culmina la
maduración de yo en el mundo en las novelas de formación tradicionales. Es decir,
debe claudicar e integrarse, lo cual exige que dichas novelas estén marcadas en el fondo
por cierta “debilidad y pasividad del héroe que exige una postura narrativa irónica” 180.
Esta debilidad brilla por su ausencia en el buscavidas, que si bien no acostumbra a tener
mucho dinero, tiene un ego absolutamente hipertrofiado por su lucha con el sistema.
En este toma y daca con el sistema, el buscavidas se las ingenia sin embargo para
sobrevivir, e incluso, para tener una conciencia más plena de su identidad, ya que al no
dejarse sojuzgar por él, sale reforzado en su identidad de los conflictos, si bien cada vez
más magullado, en un equilibrio más inestable.

Tal vez no sea peregrino recordar, Como indica Gustavo Salmerón, que la
Bildungsroman es “un género veladamente autobiográfico”. Creo que se puede deducir
de algunos ejemplos citados, como Wilhem Meister o Anton Reiser, la transparencia
biográfica del propio autor, proyectado en su personaje, al escribir su pacto de
madurez con el mundo. Si aplicamos esa misma lógica a los autores de las novelas con
buscavidas, nos damos cuenta de que su desenlace no tiene las proporciones áureas de
un pacto con la comunidad. Bukowski conoció un éxito tardío a partir de los 50 años,
178
Salmerón, ob.cit.,p.105
179
Walser, ob.cit., p.147.
180
Jacobs (1972), Wilhem Meister und seine Brüder, Münich, Fink, 1972, pp.100-101, p.25. Citado en:
Salmerón, ob.cit., p.56.

80
pero el mismo Chinaski se extraña de su victoria pírrica, desolado ante el espejo,
después de todo: “Entré en el baño y contemplé mi cara. Horrible. Me quité algunas
canas de la barba y algo de pelo de alrededor de las orejas. Hola, muerte. Pero he
vivido casi seis décadas. Te he dado tantas ocasiones de atraparme que hace ya tiempo
que debería estar en tus manos”181. Por su parte, Kennedy Toole acabó suicidándose a
los 30 años tras fracasar en la publicación de su conjura, en un turbio gesto de reproche
a esa sociedad en la que su yo no estaba destinado a encajar, recogido en la cita de
Jonathan Swift que abre su novela: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio,
puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él” 182. El
desencanto visceral de Celine acaba desembocando en la caricatura grotesca que
representa su apología del nazismo y Robert Walser vivió los últimos 20 años de su
vida en un manicomio.

Tal vez por ello, son personajes que tienden a desembocar en novelas con finales
sumamente abiertos, porque las magulladuras de su lucha se hacen más evidentes que
en las novelas de formación tradicionales, al no haber reservado ningún destino
burgués a su disidencia, ninguna moraleja de hijo pródigo. Así, al final de las
respectivas novelas en que aparecen, Ignatius Reilly escapa de los enfermeros que
pretenden ingresarle en un manicomio, Bardamu parece querer mudarse, una vez más,
de la sinecura que había encontrado en un sanatorio mental de la burguesía, Simon
Tanner encuentra consuelo provisional en los brazos de una mujer que le resguarda de
la peligrosa cercanía del invierno, Chinaski sigue emborrachándose y ocupando todos
los trabajos por espacio de un mes y Karl Rossman (que no es un buscavidas, pero en
este caso, comparte su incertidumbre final) vaga hacia la aventura abismalmente abierta
que le depara su currículo no cualificado en el gran teatro de Oklahoma,; esto es,
ninguno de ellos firma un pacto con el mundo, ninguno de ellos vive su fobia contra el
sistema como una ínfula de juventud, como una edad del pavo (título de la novela de
formación de Jean Paul) , sino como un temor a que su identidad se vea
irreversiblemente alienada, un temor, una resistencia, un estoicismo de final utópico e
incierto, que se convierte en el desenlace abierto y angustioso de la obra.

181
Bukowski, Charles. Mujeres. Barcelona: Anagrama, 2009.

182
Kennedy Toole, ob.cit., p.7

81
Capítulo III Inadaptación del buscavidas al sistema laboral capitalista

III.1.Un ‘espíritu’ no capitalista

En los siguientes capítulos, nos proponemos estudiar el modelo en que el capitalismo


“educa” a sus asalariados, a contraluz de de la figura ‘maleducada’ del buscavidas.
Pero antes de examinar los conflictos ‘materiales’ de nuestros personajes con el
denominado régimen salarial, resultará muy revelador trazar una radiografía ‘espiritual’
de su carácter, de cara a comprender los motivos psicológicos que impiden su
integración moral en el sistema laboral capitalista. A tal fin, el itinerario de este
capítulo se ceñirá al ensayo clásico de Max Weber, “La ética protestante y el ‘espíritu’
del capitalismo”, en el que se ofrece una interpretación, desde un punto de vista
antropológico y social, de los efectos que determinadas corrientes de la dogmática
calvinista pudieron ejercer sobre la mentalidad capitalista incipiente, incluso antes,
como el mismo Weber insiste en señalar, de que se revolucionaran tecnológicamente
los modos de producción tradicionales. El sociólogo alemán fue muy preciso a la hora
de señalar un aspecto de su ensayo con el que el espíritu de nuestra investigación
comulga plenamente. Sus reflexiones no pretendían erigirse en una explicación
unilateral del capitalismo, ya que consideraba banal reducir la inextricable riqueza de
factores históricos que debieron influir en el nacimiento del capitalismo a un solo
enfoque, ya fuera éste cultural, moral o tecnológico:

“no es nuestra intención sustituir una interpretación de la historia y de la cultura


unilateralmente ‘materialista’ por otra espiritualista, igualmente ‘unilateral’. Ambas
interpretaciones son igualmente posibles, pero con ambas se sirve igualmente poco a la verdad
histórica, si pretenden ser la conclusión a la que llegue la investigación y no un trabajo previo
para la misma”183.

De modo análogo, a través de los dos capítulos en que se estructura este capítulo, se
realizará una doble aproximación, ‘espiritual’ y ‘material’, a los conflictos que el
buscavidas experimenta con el sistema laboral capitalista. El ensayo de Weber, al
margen de su carácter más o menos concluyente, más o menos polémico, sobre la
historia del capitalismo, sigue funcionando, en el plano puramente sociológico, como
un interesante modelo descriptivo que recoge algunos de los rasgos más distintivos del

183
Weber, ob.cit., p.235

82
sistema laboral contemporáneo, con los que el buscavidas, como resultará interesante
observar, colisiona abruptamente.

Antes de seguir adelante, me parece interesante recordar, como se puede deducir de las
novelas estudiadas, que el buscavidas, a pesar de haber sido descrito desde cierta
‘épica’ de la resistencia, es un personaje eminentemente ‘cómico’, en cuyas actitudes
parece resonar el eco de una angustiosa carcajada que se resiste al proceso educativo
capitalista. A tal efecto, me gustaría traer a colación la teoría del filósofo francés
Henry Bergson, que entendía la comicidad como derivada de la rigidez de un individuo
que reincide en sus propios vicios y a la risa, por el contrario, como una educadora
social implacable184. Estoy de acuerdo con Bergson en que la “risa” cumple cierta
función educativa, que puede explicar la comicidad del rígido avaro de Moliere, las
palizas que recibe la obsoleta moral caballeresca del Quijote e incluso el medievalismo
impenitente de Ignatius Reilly. Pero me temo que en primera instancia, en el caso de
las novelas estudiadas, no nos reímos del buscavidas, con cuya afición a la libertad
simpatizamos de manera flexible y cordial, sino de la sociedad capitalista, cuya rigidez
de planteamientos educativos, que reduce el trabajo a un proceso de estricto cálculo
contable, convierte al ser humano en una caricatura de si mismo.

Nos hallamos pues, en el caso del buscavidas, ante una ‘educación’ o ‘socialización’
fallidas en los principios de cierta ‘ética’ capitalista, a la que el buscavidas se resiste en
aras de una identidad que considera inalienable. Algunas ramas de la sociología han
querido ver en los procesos de socialización, subrayando de forma demasiado unilateral
su trascendencia, que el individuo nace exclusivamente de su fuerza moldeadora 185. El
buscavidas, sobre cuya disidencia social ya hemos reflexionado al emparentarlo con
otras literaturas del yo como la picaresca y la Bildungsroman, parece forjar su
identidad, no tanto en el molde de un proceso socializador, sino precisamente en
oposición al mismo, so pena de verse sometido a unas normas sociales que no comparte
y, por consiguiente, alienado en un estilo de vida que su temperamento rechaza
anárquicamente. Este rechazo marca con frecuencia al buscavidas con el estigma del

184
Bergson, Henry. La risa: ensayo sobre la significación de lo cómico. Madrid: Alianza Editorial, 2008.
185
Gorz hace este análisis en Metamorfosis del trabajo, citando, a tal efecto, un texto de Habermas: “La
sociología sobrepasa así sus derechos, cuando comentando a Mead, Habermas escribe: “Es pues
manifiesto que también la individualidad es un fenómeno generado socialmente, el cual es resultado del
proceso mismo de socialización…Mead concibe la identidad personal, lo mismo que Durkheim, como
una estructura que nace de expectativas de comportamientos socialmente generalizadas”. Gorz, ob.cit.,
225

83
‘asocial’, que privilegia su yo por encima de la sociedad con la que estaba destinado a
convivir. Hannah Arendt señala que “Marx llama con frecuencia a esta naturaleza
social del hombre su Gattungswesen, su ser miembro de la especie, y la famosa
‘autoalienación’ marxista es lo primero de todo alienación del hombre de ser un
Gattungswesen”186. Pero este egoísmo es hasta cierto punto disculpable, en el caso del
buscavidas, si tenemos en cuenta que los procesos de socialización a los que se somete
al asalariado en la sociedad capitalista no tienen en consideración la ‘felicidad’ del
individuo, como señala Max Weber, sino única y exclusivamente la irracionalidad
utilitarista de un sistema en el que se vive para trabajar, no se trabaja para vivir.

En efecto, lo que llama la atención de Weber en primer lugar es el motor irracional,


desde el punto de vista de la felicidad individual, que desencadena todo el engranaje
capitalista, un engranaje que se asienta en una entrega incondicional, estable y absoluta
al trabajo, así como en “una actitud que aspira sistemática y profesionalmente al lucro
por el lucro mismo, tal como lo expresó Benjamin Franklin en algunos de sus escritos
de mediados del s.XVIII”187. Weber observa con sagacidad que los primeros
documentos que recogen muestras de lo que él llama “ética capitalista”, como los
escritos del mismo Franklin u otras preceptivas morales de inspiración calvinista, o
bien preceden a la eclosión tecnológica industrial o bien germinan en espacios, como la
Pensilvania de mediados del XVIII, en que el desarrollo tecnológico se hallaba en un
estado tan germinal que no bastaba a explicar, desde un punto de vista puramente
material, el nacimiento de esa mentalidad capitalista enteramente nueva. Así pues,
Weber enfoca su interés en rastrear el origen puramente cultural de dicha mentalidad y
lo documenta a través de la influencia que la cultura religiosa de la reforma –
especialmente, el calvinismo, y los credos que acusan su influencia, como el
puritanismo, el metodismo o el pietismo – pudo ejercer en la psicología del individuo
que pertenecía a las sociedades inmediatamente preindustriales. Weber era consciente
de que su estudio podría parecer, en la época de su redacción, difícil de asumir desde el
punto de vista puramente documental, ya que el capitalismo había sufrido un proceso
de secularización irreversible. La mentalidad capitalista, si bien se había visto
propulsada en sus orígenes por el ascetismo religioso, “hoy se ha salido de ese
caparazón, quien sabe si definitivamente. El capitalismo victorioso, desde que tiene una

186
Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós, 2003, p.
187
Weber, Prólogo de Joaquín Abellán, ob.cit., p.17

84
base mecánica, ya no necesita de ese apoyo” 188. Podríamos considerar que esa ‘base
mecánica’ cristalizará en los principios del régimen salarial que estudiaremos en el
próximo capítulo, cuyo desarrollo, dominado por un utilitarismo económico
hipertecnificado, ejercerá una influencia inescapable sobre la naturaleza misma del
trabajo asalariado en las sociedades industriales. Pero en el ámbito de este capítulo, que
estudia el capitalismo como ‘carácter’ y ‘espíritu’, nos interesa comparar el carácter del
buscavidas con los preceptos morales que subyacen al sistema capitalista, para
demostrar hasta qué punto, aún desasido de los condicionantes materiales en que se
arraiga, la personalidad de nuestros personajes entra en contradicción, cómicamente
‘pecaminosa’, con el trabajador ascético ideal. Así pues, seguiremos a Weber en su
profunda indagación de la moral ascética, a fin de “averiguar los impulsos
psicológicos que marcaban la orientación de aquel modo de vida” 189 y entender la
“afinidad electiva entre ciertas formas de fe religiosa y la ética profesional” 190, que el
buscavidas violenta sistemáticamente con su estilo de vida libertario y hedonista, aún a
costa de asumir con ello cierto suicidio social, porque como advierte ominosamente el
sociólogo alemán: “El fabricante que actúe permanentemente contra estas normas es
eliminado indefectiblemente desde el punto de vista económico, al igual que el obrero
que no pueda o no quiera adaptarse a ellas se ve puesto en la calle como desempleado”
191
.

Dado que estamos estudiando el carácter del buscavidas, lo mejor será que a modo de
índice sumario, enunciemos las características de su personalidad en oposición al
‘espíritu capitalista’, tal como analiza Max Weber, para luego ilustrarlas detenidamente
en los siguientes capítulos. Nos centraremos en dos puntos, que analizaremos en los dos
siguientes capítulos: la irracionalidad del sistema capitalista y su culto al concepto de
profesión. Asimismo, tendremos en cuenta, en ambos, algunas prescripciones religiosas
que inducen al individuo a un control riguroso de sus sentimientos, a fin de alejarle de
una vida ociosa y viciosa. En primer lugar, pues, destacaremos que el buscavidas no
comprende la irracionalidad de la economía capitalista. El sistema capitalista es
irracional, según Weber, desde el punto de vista de la felicidad individual. Lo es porque

188
Weber, ob.cit., p.234
189
Ibid., p.111
190
Ibid., p.107
191
Ibid., p.63

85
privilegia el utilitarismo económico, espoleado por un irrazonable afán de lucro, sobre
la ‘felicidad’ del individuo, criterio que, a su entender, debería primar sobre cualquier
consideración socioeconómica del sistema. El buscavidas también denuncia dicha
irracionalidad, y se aleja consecuentemente del sistema capitalista, aunque ello
signifique sobrevivir financieramente de manera muy humilde. Su relación con el
dinero se aleja, asimismo, hacia los extremos del justo medio recomendado en las
preceptivas morales de inspiración acética, ya que está incapacitado para ahorrar sus
ganancias o las gestiona derrochadoramente si llega a disponer de ellas. En segundo
lugar, nos centraremos en la relación del buscavidas con el trabajo, que es observado
bajo el signo de una alienación forzosa y que, por tanto, rechaza cualquier culto al
concepto del deber profesional. A tal fin, analizaremos el concepto protestante de
“profesión” o “beruf”, que lleva aparejado, en la interpretación de Weber, un poderoso
componente educativo y socializador en la cultura del trabajo, en la que el buscavidas
no encuentra más que una erosión evidente de la propia identidad. En consecuencia,
al considerar el tiempo de vida más enriquecedor que el tiempo de trabajo, el
buscavidas considera alienantes e incluso, carcelarios, conceptos como la jornada
laboral de ocho horas y alberga, por extensión, un gran sentido de la holganza, es decir,
del tiempo libre en que el hombre paladea sus momentos más felices y ociosos.

86
III.1.A. ‘Irracionalidad’ y ‘ascesis’ del sistema capitalista

El ensayo de Weber parte una idea nuclear que en la literatura de su tiempo resultaba
tan paradójica como atractiva. Existía constancia empírica, a través de estudios
estadísticos de un discípulo de Weber, de que en países con población protestante y
católica, los protestantes tenían una mayor vinculación con la economía industrial
moderna y habían amasado mayores patrimonios. Varios estudios habían observado ya
esa afinidad económica entre el protestantismo y el capitalismo, suponiendo que dicha
fe religiosa, en abierta oposición al distanciamiento del mundo que propugnaba la
mentalidad católica, forjó un espíritu más materialista y mundano que estimuló su
mayor disponibilidad a las actividades económicas del mundo moderno. El análisis de
Weber invierte ese enfoque completamente, al argumentar, mediante su concienzudo
análisis de las preceptivas morales y religiosas, que la mayor implicación económica
del protestantismo en el mundo industrial moderno era fruto precisamente de un control
religioso más disciplinado sobre la vida del hombre. A tal efecto, Weber encabeza su
análisis con varios fragmentos de Benjamin Franklin, epónimo americano de la moral
calvinista, cuyas máximas morales ensalzan las virtudes de la actividad económica
desde el punto de vista del utilitarismo:

“Piensa que el dinero es de naturaleza fértil y con capacidad de reproducción. El dinero


puede generar dinero y el nuevo dinero puede generar más dinero y así sucesivamente.
(…)Quien mata una cerda destruye toda su descendencia hasta el número mil. Quien mata una
moneda de cinco chelines mata todo aquello que podría haber producido con ellos, columnas
enteras de libras esterlinas”192.

En mi opinión, la lectura aislada de este fragmento produce un efecto vertiginoso, el de


los espejos enfrentados que producen una multiplicación infinita y licenciosa del objeto
reflejado. Sin embargo, Franklin procura cimentar ese ‘vértigo’ en una serie de
máximas morales que lo alejan del multiplicador ‘afán de lucro’, que tradicionalmente
había sido sancionado como poco honrado por la cultura de épocas pretéritas, pues
veían en estas acumulaciones de hacienda una fuente ilícita de usura. Por el contrario,
las máximas de Franklin invitan al individuo, ni mucho menos a disfrutar
hedonistamente de tales riquezas, sino primero, a considerarlas “fértiles” criaturas de
dios, que han de multiplicarse como todas las criaturas porque dios así lo ordena. Por
192
Advice to a young tradesman(1748), Works, ed. Sparks, Vol.II, p.87. Citado en: Weber, ob.cit., p.59.

87
tanto, del mismo modo que la moral ascética considera el sexo, única y exclusivamente
en términos de reproducción, el empresario ha de considerar sus riquezas, no hacia el
fin de su disfrute, sino como medio intachablemente ascético y religioso para la
perpetuación y multiplicación de sus finanzas:

“Junto a la diligencia y la moderación, nada contribuye tanto a que un joven progrese


en la vida como la puntualidad y la justicia en todos sus negocios. (…) Guárdate de de
considerar como propiedad tuya todo lo que poseas y de vivir según ello. En este error caen
muchas personas que tienen crédito.(…)Si te esfuerzas en poner atención a los detalles, esto
tiene el buen efecto siguiente: descubrirás como gastos muy pequeños aumentan hasta
convertirse en grandes sumas y observarás lo que se podría haber ahorrado y lo que se puede
ahorrar en el futuro”193.

No olvidemos que Franklin fue un gran moralista de las finanzas, que en su


autobiografía llega a listar las trece virtudes que le habían acompañado en sus
múltiples empresas: templanza, silencio, orden, determinación, frugalidad, diligencia,
sinceridad, justicia, moderación, limpieza, tranquilidad, castidad y humildad; dos de las
cuales, diligencia y moderación, cita expresamente en el fragmento anterior como
irremisiblemente unidas a un éxito que no es sólo moral, sino eminentemente
económico. Porque como muy bien observa Weber, dichas máximas, que pretenden
erigirse en cimiento moral del afán de lucro indispensable al capitalismo, regresan de
continuo al pedaleo en el vacío del puro utilitarismo económico: “la honradez es útil
porque proporciona crédito; también lo proporcionan la puntualidad, la diligencia y la
moderación y sólo por ello son virtudes.194”

Esta alianza paradójica entre las virtudes del ascetismo y una prosperidad boyante en
los negocios hace surgir, no sólo en la mente del lector, sino sobretodo en la del
trabajador que se avenga a seguir estos preceptos, una pregunta tan ingenua como
ineludible, que apunta al corazón irracional de la ética capitalista: ¿es razonable ganar
tanto dinero, principalmente para reinvertirlo, en vez de emplearlo, prioritariamente, en
el disfrute de la vida y la cobertura de nuestras necesidades materiales? Es en este
punto donde el sociólogo alemán enuncia de manera rotunda la irracionalidad de un
sistema, que en última instancia, no halla un sólido anclaje en las necesidades del

193
Ibid., p.87. Citado en: Ibid., p.59
194
Weber, ob.cit., p.60

88
individuo, sino en el puro utilitarismo que exige para su mantenimiento una
acumulación económica incesante:

“el ‘súmmum bonum’ de esta ética, ganar dinero y cada vez más dinero, evitando
austeramente todo disfrute despreocupado, un ganar dinero despojado por completo de cualquier
aspecto eudemonista o hedonista, pensado como un puro fin en si mismo, de modo que se
presenta, en cualquier caso, como algo totalmente trascendente y realmente irracional respecto a
la “utilidad” o la “felicidad” del individuo concreto. El hombre queda referido a ese ganar
dinero como al objetivo de su vida, no es la ganancia la que queda referida al hombre como un
medio para la satisfacción de sus necesidades materiales. Esta inversión de lo que llamaríamos
la situación “natural”, inversión realmente sin sentido para el sentir natural, es con toda claridad,
absolutamente, un leitmotiv del capitalismo, de la misma manera que les resulta extrañas a todos
los hombres no alcanzados por el hálito del capitalismo.” 195

En resumidas cuentas, del mismo modo que esta ética se convierte en un incentivo para
la empresa capitalista y su necesario ciclo de ganancias y reinversiones, tiene su
contrapartida paradójica en el hecho de ponerle trabas ascéticas, pues las ganancias no
deben servir al consumo individual, sino a la propia empresa, cuya riqueza creciente
redundará, hipotéticamente, en beneficio general de la sociedad. Weber documenta,
por tanto, en las preceptivas morales puritanas, los principales rasgos que asumirá la
predicación de este ascetismo en la vida misma del trabajador:

“Lo dicho hasta ahora podríamos resumirlo diciendo que el ascetismo protestante
intramundano actúa con toda su energía contra el disfrute despreocupado de la riqueza; este
ascetismo coarta el consumo, especialmente el consumo de lujo. Por el contrario, descarga, con
efecto, la adquisición de bienes de los lastres de la ética tradicional; le rompe las cadenas al afán
de lucro, no sólo haciéndolo legal, sino expresamente querido por Dios. (…) Y si ponemos
juntas la limitación del consumo y la liberación del afán de lucro, el resultado objetivo es lógico:
la formación de capital mediante el imperativo ascético de ahorrar”196.

Como veremos, el buscavidas no es precisamente un asceta ahorrador, ya que gasta su


dinero en función de sus necesidades inmediatas y descarta la posibilidad de amasar un
patrimonio como un futuro demasiado abstracto, que no se aviene con su personalidad
impulsiva. Por tanto, despilfarra su dinero con naturalidad, cuando llega a tenerlo, sin
atención alguna a esta imperativo que incita a los hombres a ir formando, con el sudor
de su frente, un patrimonio que respalde moralmente su entrega infatigable al trabajo.
Naturalmente, este estilo de vida le conduce a una pobreza, que podríamos calificar, no
sólo coyuntural, dada su pertenencia a una clase social no privilegiada, sino hasta cierto

195
Ibid., p.62
196
Ibid., p.222

89
punto de voluntaria, ya que no le importa en absoluto prosperar económicamente. Esta
entrega “voluntaria” a la pobreza también es vilipendiada por los imperativos de la
moral ascética, pues entiende que la riqueza

“como ejercicio del deber profesional no sólo es lícita desde el punto de vista moral,
sino que es una obligación. Esto parecía expresarlo directamente la parábola del criado infiel,
que fue reprobado porque no había aprovechado el talento que le había confiado. Querer ser
pobre sería lo mismo que querer estar enfermo, como se ha dicho muchas veces”197.

Ilustremos pues, en las distintas novelas con buscavidas, esta concepción de la riqueza
en la mentalidad del protestantismo ascético, como motor “irracional” del sistema
capitalista y como imperativo ascético que afecta a la vida de los trabajadores. En
primer lugar, la irracionalidad de la vida económica moderna, que experimenta la
existencia en términos única y exclusivamente dinerarios, es percibida por algunos
buscavidas con gran crudeza y clarividencia. Simon Tanner, mientras trabaja de
oficinista raso en una agencia bancaria, describe así al director que maneja los hilos de
su sucursal:

“En su cabeza parecía tener entreverados los hilos y raíces de aquella gigantesca
empresa. Así como el pintor piensa en colores, el músico en sonidos, el escultor en piedra, el
panadero en harina, el poeta en palabras y el campesino en lotes de terreno, así también ese
hombre parecía pensar en dinero. Una buena idea suya, pensada en el momento adecuado, le
aportaba medio millón a la empresa en media hora. ¡Y quién sabe: quizá más, quizá menos,
quizá nada¡”198

Podemos percibir que la ironía de esta descripción laudatoria va orientada a la escasa


materialidad del objeto de su pensamiento, el dinero, en oposición a otras materias
primas con lo que otros seres humanos meditan amorosamente su arte y su trabajo,
poniendo de relieve esa “nada” final de la descripción walseriana, con la que el dinero
se erige en motor un tanto vano e insustancial del capitalismo.

La descripción, poco después, indaga en esa irracionalidad que detecta Weber en la


economía capitalista, es decir, en el hecho de que la acumulación dineraria actúa como
motor de un sistema laboral alienante, que no contribuye a la realización existencial de
sus integrantes. Tal irracionalidad, o infelicidad, queda subrayada cuando Walser
197
Ibid., p.208
198
Walser, ob.cit., p.33

90
describe al director como superior de una plantilla de empleados, cuyas motivaciones
se contagian de la inescrutabilidad y amargura existenciales de su jefe:

“El silencioso jefe y avinagrado caballero seguía pensando en su despacho de director.


Para los problemas de sus empleados no tenía más que una sonrisa opaca, que esbozaba a
medias.(…)Simón trataba muchas veces de ponerse, mentalmente, en la situación del director.
Pero en general, la imagen se le desvanecía, y cuando se ponía pensar en ella, las ideas lo
abandonaban por completo: Hay en todo esto algo sublime y orgulloso, pero también
incomprensible y casi inhumano. ¿Por qué entrará toda esta gente, amanuenses y contables, e
incluso muchachas de tierna edad, por la misma puerta y en el mismo edificio para garabatear
papeles, probar plumas, calcular y gesticular, para matarse trabajando y sonarse la nariz, sacar
punta a los lápices y pasearse con papeles en las manos? ¿Lo harán acaso por gusto? ¿Lo harán
por necesidad? ¿Lo harán con la conciencia de estar haciendo algo sensato y lucrativo?(…) Tal
vez todo esto deba ser así, acaso todo tenga una finalidad. Sólo que no llego a ver el entramado
porque veo demasiado la apariencia exterior”199.

Dejemos a un lado su interrogatorio a las necesidades de los empleados. Al estar


vinculadas dichas necesidades a un salario en la economía capitalista, esta
interrogación retórica ha de ser tomada más como una boutade impertinente de Simon,
que como una crítica a la pasividad existencial de los empleados. Lo interesante de la
descripción es que en el corazón mismo de toda esa actividad económica, de esa
laboriosa fábrica de dinero que es la agencia bancaria, Walser detecta un vacío de
“finalidad” que no acierta a llenar con ninguna explicación racional, en el sentido
weberiano, es decir, racional desde el punto de vista de la felicidad individual. De ahí
que en todo momento, el director sea idealizado por su lejanía irracional e inescrutable,
silenciosa y avinagrada, de demiurgo económico, y la rutina de los empleados como
una serie de hábitos que parecen conducirse, no de acuerdo con un sentido interno que
dignifique sus tareas, sino obedeciendo mecánicamente una inercia laboral apuntalada
por necesidades externas. El tema de fondo que hace tambalear de puro misterio la
descripción de Walser es la falta de un argumento racional que justifique la obediencia
de los individuos a un sistema regido por el utilitarismo económico, es decir, un
sistema que no mantiene con sus integrantes una relación de realización existencial sino
de coacción económica. Hanna Arendt ha sabido ver, respecto a esta filosofía laboral,
la paradoja que implica pensar todo un sistema social en términos puramente
utilitaristas:

199
Ibid., p.33

91
“La perplejidad del utilitarismo radica en que éste se encuentra atrapado en una
interminable cadena de medios y fines sin llegar a algún principio que pueda justificar la
categoría de medios y fines. Sólo en un mundo antropocéntrico, donde el usuario pasa a ser el
fin último que acaba con dicha cadena, puede la utilidad adquirir la dignidad de la significación”
200
.

Salta a la vista que para el buscavidas Simón la “dignidad de la significación” en un


sistema laboral semejante brilla por su ausencia.

Contra los imperativos ascéticos que incitan a buscar la riqueza y ahorrar todo lo
posible para ir formando patrimonio, Simon reacciona con perplejidad, pues entiende
que una existencia basada meramente en la acumulación de bienes perjudica el disfrute
maravillado de la vida, que debería ser nuestra único deber sagrado como seres
humanos. Por tal motivo, comunica su despido a uno de sus patrones, alegando que si
ha de trabajar en tales condiciones, prefiere “vender totalmente mi libertad, para no
volver a poseerla nunca más. No me gusta, estimado señor, poseer algo a medias;
prefiero contarme entre los que nada tienen, así mi alma aún será mía” 201. Así, Simon
acoge voluntariamente su condición de pobre e incluso lleva esa condición hasta el
paroxismo, ya que no sólo no desecha el dinero ni los bienes, sino que fantasea con la
condición del mendigo campestre, a ratos perdidos, como un destino que podría llegar
a ser idílico sino fuera por el desprecio social que conlleva en el ecosistema dominante,
la ciudad moderna. Así, mientras Simón vive con su hermana en un estado de total
dependencia ajena, reflexiona sobre la mendiguez en el campo, entendiendo el campo
como un espacio simbólico más reglado por los impulsos vivos de la naturaleza que por
los fríos resortes de la economía:

“Yo mismo no poseo más que una monedita de plata, y tiene que alcanzarme para lavar
la ropa. También mi hermana, que conmigo no tiene secretos a excepción de los realmente
inefables, me confiesa que se le ha acabado el dinero. Pues estamos la mar de tranquilos. Nos
regalan sabrosos panecillos, huevos frescos y tartas perfumadas a discreción. En el campo aún
se sabe dar de manera que el que reciba se sienta honrado. En la ciudad, hay que tener más
cuidado al dar, porque ha comenzado a ser algo ultrajante para el que recibe. (…) ¡Qué
debilidad tan funesta esa de tener miedo a los pobres y consumir uno mismo su propia riqueza
en vez de conferirle ese esplendor que magnifica a una reina cuando le tiende la mano a una
menesterosa”202.

200
Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós, 2003, p.
201
Walser, ob.cit., p.18
202
Ibid., p.123

92
Vale la pena recordar ese curioso pecado que comenta Weber, a la luz de las exigencias
económicas del mundo moderno, “el de querer ser pobre”, que carga especialmente
contra el gremio de los mendigos, en el que Simon militaría gustosamente:
“Finalmente, la mendicidad de una persona con capacidad para trabajar no sólo es
pecado como pereza, sino también porque va contra el amor al prójimo, según la
palabra del apóstol”203.

Por su parte, el buscavidas Chinaski tiene una relación conflictiva con este afán
acumulativo de dinero. Por una parte, le gusta acumularlo, por otra parte, odia hacerlo
por la vía de una profesión estable, ya que su verdadera relación con el dinero es la del
jugador que apuesta por las ganancias fáciles en las carreras de caballos. Eso le aleja,
naturalmente, de esa relación ascética, laboriosa y acumulativa que Benjamin Franklin
denotaba como verdaderamente moral en un joven hombre de negocios. Chinaski es,
además, un amante del lujo, ese mismo lujo denostado por las preceptivas ascéticas,
que por descontado no podría permitirse si se contentara con ser un humilde ganapán.
El juego en las carreras, con sus connotaciones pecaminosas, abiertamente enfrentadas
al espíritu ascético, es ejercido por Chinaski, ya no con la sensación de estar
cumpliendo con su deber, sino con auténtica afición por la vida lujosa y, por
consiguiente, un desprecio razonable por las profesiones estables y mal remuneradas.
En Post Office, precisamente, pide una excedencia de su puesto para dedicarse
profesionalmente a las carreras de caballos durante 90 días, previa reflexión
crematística sobre las bondades de semejante estilo de vida:

“I pulled in $3.000 in a month and a half while going only to the track two or three
times a week. I began to dream.(…) I saw leisurely steak diners, preceded and followed by good
chilled drinks in colored glasses. The big tip. The cigar. And women as you wanted them. It’s
easy to fall into this kind of thinking when men handed you large bills at the cashiers Windows.
When in one six furlong race, say in a minute and 9 seconds, you make a month’s pay” 204.

Su actitud está en las antípodas, claro está, de la ascética serenidad gestora que
recomienda el protestantismo ascético a los trabajadores. Pero Chinaski no puede
resignarse a su destino de pobre en el sistema laboral capitalista, porque detecta en él
un poderoso componente irracional, ya que, como denuncia Weber, en tal sistema se
vive para trabajar, no se trabaja para vivir. Por una parte, el dinero ganado por el
203
Weber, ob.cit., p.209.
204
Bukowski (2009), ob.cit., 109

93
trabajador es ridículo e insignificante en comparación con el dinero (el que
verdaderamente cuenta, como podemos advertir en los pasajes de Franklin) que le hace
ganar a su empresa un negociante emprendedor. Por otra parte, al trabajador raso ni
siquiera le queda tiempo o presencia de ánimo suficientes para disfrutar del poco dinero
que gana. Sobre todo ello, reflexiona Chinaski amargamente en este pasaje:

“¿Cómo coño podía un hombre disfrutar si su sueño era interrumpido a las 6:30 de la
mañana por el estrépito de un despertador, tenía que saltar fuera de la cama, vestirse, desayunar
sin ganas, cagar, mear, cepillarse los dientes y el pelo y pelear con el tráfico hasta llegar a un
lugar donde esencialmente ganaba dinero para algún otro y aún así se le exigía mostrarse
agradecido por tener la oportunidad de hacerlo?”205.

En las pocas ocasiones en que Chinaski pretende ser un trabajador responsable, ahorrar
dinero, fingirse un self-made man, su personalidad no tarda en traicionarle. Es el caso
de esta fantasía capitalista, de buen ahorrador y solicitador de créditos, de acumulador
de dinero perfectamente integrado en el sistema capitalista, en la que Chinaski degenera
rápidamente hacia la imagen misma del pecado. Como veremos, de hombre ahorrador
se convierte rápidamente un monstruo pantagruélico que no guarda ninguna semejanza
con el autodominio ascético de la ética calvinista que Weber detecta en el origen de la
mentalidad capitalista, sino que se erige más bien en su más perfecta parodia:

“¿Eran ellos mucho más inteligentes que yo? La única diferencia era el dinero, y su
deseo de acumularlo. ¡Yo también tenía tal deseo! ¡Ahorraba mis perras chicas! Pero tenía una
idea. Pediría un crédito. Yo contrataría y despediría a la gente. Tendría un escritorio de caoba
lleno de botellas de whisky. Tendría una mujer con pechos de la talla 40 y un culo que haría que
el chico de los periódicos de la esquina se corriese en los pantalones cuando la viera
contonearse. Yo la engañaría con otras y ella lo sabría y no diría nada para poder seguir
viviendo en mi casa gozando de mi fortuna. Despediría a hombres sólo por advertir una leve
sombra de disgusto en sus caras. Despediría a mujeres que no esperaban que yo las fuera a
despedir. Eso era todo lo que un hombre necesitaba: esperanza. Era la falta de esperanza lo que
hundía a un hombre”206.

Este plan maléfico tiene la particularidad de estar introducido en un capítulo lacónico


con un punto de giro fundamental, que cambia plenamente el sentido de sus
declaraciones. Pocas líneas después se solidariza con los más parias de la tierra y
profetiza que se convertirá en su escritor; apenas dos párrafos más tarde, recibe una

205
Ibid., p.116
206
Ibid., p.53

94
carta de la revista que acepta por primera vez uno de sus relatos. La esperanza del
buscavidas Chinaski, evidentemente, esa esperanza mínima en la que se sustenta la vida
de cualquier hombre, no pasa por acumular dinero y convertirse en un tirano capitalista
de tebeo, sino por convertirse en escritor. Cosa que conseguirá, previa
experimentación de una pobreza en la que se cuecen todos sus fantasmas literarios,
durante más de 25 años.

Por su parte, en La conjura de los necios, Ignatius cree despreciar el lujo, pero se
permite continuamente lujos a costa del dinero de su madre, a quien le propone hacer
economías en el hogar antes que renunciar a sus libros, su gramófono, su laúd, su
trompeta, sus sesiones diarias de cine y otros tantos placeres, destinados a sus propio
goce, que considera motivo suficiente para dilapidar los escasos ahorros de su madre.
En esta misma línea, respecto a la irracionalidad de un sistema económico, que
privilegia el beneficio económico sobre un disfrute despreocupado de la vida, no me
resisto a citar muy brevemente una desvergonzada declaración de Ignatius Reilly.
Recién ha descubierto una foto pornográfica, en la que, por azares de fortuna, sale una
mujer posando junto a su libro preferido, la consolación de filosofía de Boecio, a la que
desearía conocer para rescatar de su ignominia. Por tanto, tiene una urgente e imperiosa
necesidad de dinero para pagarse la entrada del local donde actuará esa misma noche.
Después de haber corrido, supuestamente, mil atribuladas aventuras en busca de
dinero, Ignatius confiesa de pronto que “por fin tenía una razón para ganar dinero:
Scarlett O’hara” y se convierte repentinamente, por primera y última vez en su vida, en
el trabajador más aplicado de la empresa:

“ Gritando, suplicando, metió el carro entre aquella multitud de hombres y logró vender
todas las salchichas, vertiendo cortés y efusivo salsa de tomate y mostaza en los bocadillos, con
toda la energía de un bombero. (…) Su patrón, el señor Clyde, recibió sorprendido un alegre
saludo y diez dólares del vendedor Reilly, e Ignatius, con el bolsillo lleno de billetes del golfillo
y del magnate de las salchichas, cogió el tranvía con ánimo alegre”207.

Exageradamente, Ignatius sólo ve “racional” el hecho de ganar dinero si está ligado a


sus necesidades más inmediatas. Es incapaz de trazar en su imaginación, ni
remotamente, esa teleología del dinero que engendra más dinero, el chelín que
engendra cientos de miles esterlinas, a la que hace referencia Benjamin Franklin. En su
conducción del carro de las salchichas, su trato con el dinero es totalmente
207
Kennedy Toole, ob.cit., p.281

95
irresponsable desde el punto de vista del ahorro y la reinversión que recomienda
Franklin al buen gestor empresarial. Se supone que Ignatius ha aceptado ese trabajo
para ganar dinero y ayudar a su madre, pero lejos de ahorrarlo, lo despilfarra de
continuo en su instinto de gigantón dominado por la gula. Por ello, se niega a vender
las salchichas, ya que prefiere comérselas él. Para colmo, cuando es interrogado por su
patrón respecto al paradero de las salchichas, le dice que si tan preocupado está por
ellas, puede descontarlas de su salario. Porque para Ignatius, ver a Scarlett O’hara es
un motivo ‘racional’, desde el punto de vista de su inmediata felicidad individual, por
el que sí vale la pena ganar dinero. No podemos olvidar que Ignatius vive mental y
estratégicamente instalado por su autor en una arcadia medieval, para comprender su
incapacidad absoluta a la hora de comportarse según los parámetros del moderno
‘espíritu capitalista’.

En Viaje al fin de la noche, este ciclo “irracional” del capitalismo moderno, que tiene
como motor fundamental la acumulación dineraria y relega las necesidades del
individuo a un segundo término, se pone dramáticamente de relieve en la visita que
Bardamu realiza por el barrio de Manhattan. A tal fin, utiliza una terminología religiosa
que parece avenirse perfectamente con la sacralización del dinero, por encima de la
misma felicidad del individuo, que Weber detecta en los credos derivados del
protestantismo ascético. En este pasaje, de principio radiante y final inquietante,
Bardamu expresa la quintaesencia del capitalismo americano, la “dolarización” entera
de una sociedad capciosamente subyugada por su culto al dinero:

“Era el barrio precioso, me explicaron más adelante, el barrio de oro: Manhattan. Sólo
se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en banco, del mundo de hoy. Sin
embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido. Es un barrio lleno de oro,
un auténtico milagro, y hasta se puede oír el milagro, a través de las puertas, con el ruido de
dólares estrujados, el siempre tan ligero, el Dólar, auténtico espíritu santo, más precioso que la
sangre. De todos modos, tuve tiempo de ir a verlos e incluso hablarles, a aquellos empleados
que guardaban la liquidez. Son tristes y están mal pagados”208.

En el corazón de un sistema en el que, como dice Bardamu, “el dólar es más precioso
que la sangre”, no es de extrañar, pues, que los empleados sean tristes y estén mal
pagados, es decir, que no se vean beneficiados por ese aura de santidad moderna que

208
Céline, ob.cit, p.225

96
respira el barrio de Manhattan. La trascendencia del oro, del que los empleados no son
sino siervos, prima sobre la realización existencial del individuo.

Analicemos esta misma polarización entre el beneficio económico y necesidades


individuales, no ya en el corazón del sistema capitalista, sino en el tenso debate interior
que Bardamu mantiene consigo mismo. Eso nos permitirá, de paso, clavar una lanza a
favor de este buscavidas especialmente despiadado. Lo digo porque, a fuerza de ser
tildado de cínico por su propio autor, a veces corre un tupido velo sobre el manantial
del que brota su cinismo, una humanidad profundamente herida, reflejada en su
solidaridad con los pobres de la tierra. En el siguiente pasaje, se ilustra bien como
Bardamu, que trabaja de médico en los arrabales más pobres de París, se indigna contra
los costosos “honorarios” que establecía el estamento médico parisino. Precisamente
en la medicina, que de todas las profesiones liberales, debería ser la menos obsesionada
por el dinero, en el sentido de que su motor es el cuidado de los individuos, los
cuantiosos honorarios que cobra el médico profesional escandalizan a Bardamu. No
sólo le escandalizan, sino que su solidaridad es superior, por una vez, al sentido de su
propia supervivencia, y deja de cobrarlos, porque privilegia las necesidades de sus
pacientes pobres sobre su propio bienestar económico:

“¿’Honorarios’? ¡Bonita palabra! Ya no tienen bastante para jalar ni para ir al cine, ¿y


aún vas a cogerles pasta para hacer unos ‘honorarios’? Sobretodo en el preciso momento en que
la cascan. No es fácil. Lo dejas pasar. Te vuelves bueno. Y te arruinas. (…)Lo que me faltaba,
en el fondo, no era tan cara dura para ejercer la medicina en serio. Cuando me acompañaban
hasta la puerta, después de haber dado a la familia los consejos y entregado la receta, me ponía a
hacer toda clase de comentarios sólo para eludir unos minutos más el instante del pago. No sabía
hacer de puta”209.

Y poco después expresa la vergüenza que, a pesar de todo, le producían esos pocos
pagos, como si entendiera que el beneficio económico no puede nunca primar, como lo
hace por excelencia, según Weber, en el sistema capitalista, sobre las necesidades de
los individuos, máxime cuando esta explotación del pobre por el rico está
institucionalizada, sin amago alguno de pudor o remordimiento, en todos los niveles
de la vida social:

“¡’Honorarios’! Así seguían llamándolos, los colegas. ¡Tan campantes! Como si la


palabra fuese algo bien entendido y que ya no hiciera falta explicar… ¡Qué vergüenza! No podía

209
Ibid., p.305

97
dejar de decirme y no había salida. Todo se explica, lo sé bien. Pero ¡no por ellos deja de ser
para siempre un desgraciado de aúpa el que ha recibido los cinco francos del pobre y del
mindundi! Desde aquella época estoy seguro incluso de ser tan desgraciado como cualquiera. 210”

Por otra parte, Bardamu detesta explícitamente esa cultura del ahorro que el
protestantismo ascético recomienda a los trabajadores, porque intuye en ella una trampa
moral, una estrategia para que las clases menos pudientes ni siquiera puedan gozar
despreocupadamente de la vida. Él mismo se da cuenta de que, a fuerza de no cobrar
sus honorarios y vivir exclusivamente de una dieta de legumbres, “estaba adquiriendo
más bien aspecto de tuberculoso. Fatalmente. Es lo que ocurre cuando hay que
renunciar a casi todos los placeres.211” El imperativo ascético de ahorrar lleva
aparejada, asimismo, la imposibilidad de gozar de esos placeres que, para un personaje
tan carnalmente empírico como Bardamu, constituyen el quid de la existencia. Así
describe, por ejemplo, a todos sus vecinos en el arrabal de Rancy, como vaciados
completamente de vida por esta imposición ascética del ahorro: “Cuando vives en
Rancy, ya ni siquiera te das cuenta de que te has vuelto triste. Ya no te quedan ganas de
hacer gran cosa y se acabó. A fuerza de hacer economía en todo, por todo, se te han
pasado todos los deseos.212” Poco después, concreta este sentimiento general de
ahorrativa y ascética tristeza mediante el caso del matrimonio Henrouille, que se ha
pasado toda la vida ahorrando para poder comprar un pequeño hotelito en el barrio más
pobre de París:

“Acababan de pagar su hotelito. Eso representaba sus cincuenta buenos años de


economías. En cuanto entrabas en su casa y los veías, te preguntabas qué les pasaba, a los dos.
Bueno, pues, lo que les pasaba, a los Henrouille, lo que en ellos parecía natural, era que nunca
habían gastado, durante cincuenta años, un solo céntimo, ninguno de los dos, sin haberlo
lamentado. Con su carne y su espíritu habían adquirido su casa, como el caracol. Pero el caracol
lo hace sin darse cuenta. Los Henrouille, en cambio, no salían de su asombro por haber pasado
por la vida nada más que para tener una casa e, igual que las personas a las que acaban de sacar
de un encierro entre cuatro paredes, les resultaba extraño. Debe de poner una cara muy rara la
gente, cuando la sacan de la mazmorra”213.

Más adelante, cuando ya ha abandonado la profesión de médico, para la cual estuvo


estuvo estudiando algunos años, vuelve a vivir en una pensión barata y convive con las
nuevas generaciones de estudiantes, en las que también detecta, vestido con las galas

210
Ibid., p.306
211
Ibid., p.307
212
Ibid., p.281
213
Ibid., p.287

98
del más dorado futuro, ese imperativo ascético del ahorro que les hará pasa por la vida
sin darse cuenta siquiera:

“La guerra, al pasar por su quinta, no había transformado nada en ellos y, cuando te
metías en sus sueños, por simpatía, te llevaban directamente a sus cuarenta años. Se daban así
veinte años por delante, doscientos cuarenta meses de economías tenaces, para fabricarse una
felicidad. Era un cromo, la imagen que tenían de la felicidad como del éxito, pero bien
graduado, esmerado. Se veían en el último peldaño, rodeados de una familia poco numerosa
pero incomparable y preciosa hasta el delirio. Y, sin embargo, nunca habrían echado, por así
decir, un vistazo a la familia. No valía la pena” 214.

Como buen buscavidas, Bardamu es un hedonista que sabe, como reza la expresión,
que sólo se vive una vez, y que por tanto, debemos evitar a toda costa el aburrimiento
implícito en una vida consagrada enteramente al ahorro. Con este aviso para futuros
navegantes, cerramos este capítulo sobre la relación del buscavidas con la
“irracionalidad” del sistema capitalista y su rosario de recomendaciones ascéticas:

“Vivir por vivir, ¡qué trena! La vida es una clase cuyo celador es el aburrimiento; está
ahí todo el tiempo espiándote; por lo de más, hay que hacer todo lo posible para aparentar estar
ocupado, a toda costa, con algo apasionante; si no, llega y se te jala el cerebro. Un día que sea
sólo una jornada de 24 horas no es tolerable. Ha de ser por fuerza un largo placer casi
insoportable, una jornada; un largo coito, una jornada, por grado o por fuerza” 215.

214
Ibid., p.408
215
Ibid., p.404

99
III.1.B. La profesión del nómada

Pero el principal concepto de este ‘espíritu’, al que se opone el buscavidas mediante su


nomadismo crónico y su trabajo inestable, es el de la ‘profesión’ o ‘beruf’. El concepto,
que nace con Lutero, impregnado de cierto sentido de ‘resignación’, adopta un carácter
marcadamente ‘ascético’ y ‘utilitarista’ en el calvinismo. Para entender, en su debido
contexto histórico, por qué se enfrenta el buscavidas a este concepto “ascético” y
“utilitarista” de profesión, vale la pena seguir a Weber en su indagación sobre algunos
conceptos clave de la dogmática protestante, pues dejaron, a su entender, una gran
impronta en la psicología del trabajador capitalista moderno. Por tanto, en las
siguientes páginas resumiré brevemente la evolución de esta doctrina, para extraer
luego los rasgos que nos interesa subrayar en la psicología del buscavidas, como
contraejemplo del trabajador protestante-ascético ideal. Weber argumenta que la
novedad de la ética capitalista, tal como se manifiesta en Franklin, consiste en que estos
hacedores de dinero “no tienen nada de su riqueza para su persona, excepto ese
sentimiento irracional del cumplimiento de la profesión” 216. Por consiguiente, procede a
argumentar que es precisamente esa entrega absoluta a una profesión estable, a fin de
amasar y reinvertir dinero, la exigencia distintiva del sistema capitalista. Según Weber,
a comienzos del s.XX, la estructura del mercado y la industria, así como los
mecanismos contractuales del régimen salarial, se han desarrollado
extraordinariamente, hasta el punto de actuar como un resorte que coacciona, sin la
intervención de una coartada religiosa, la adaptación al sistema laboral moderno por
parte de empresarios y asalariados, so pena de verse condenados al ostracismo social.
Pero Weber estudia la etapa en que germina este capitalismo más articulado
‘materialmente’, una época que requería la fuerza de un impulso ‘espiritual’ para
promocionar, ante los integrantes de una comunidad, la virtudes morales de semejante
sistema económico, “pues apenas necesita probarse que esta concepción del ganar
dinero como un fin en si mismo que obliga a los hombres, como una “profesión”,
contradice la sensibilidad moral de épocas enteras”217.

Lo que Weber subraya en el enfoque de Franklin es que, para mantener ese modelo de
crecimiento económico que mezcla razonamientos utilitaristas y morales, conviene que

216
Ibid., p.79
217
Ibid., p.80

100
los miembros de la comunidad conciban la idea de profesión desde un punto de vista
espiritual y ascético, que justifique su entrega incondicional al trabajo al margen de sus
propias necesidades como individuos. Es en esa tesitura donde cobra una importancia
fundamental la herencia religiosa de la palabra “beruf” (‘profesión’), vocablo alemán
que aparece en las primeras traducciones de la Biblia de Lutero. El vocablo ‘beruf’
aúna dos acepciones incompatibles en la sensibilidad católica, la de vocación y
profesión, es decir, la vida contemplativa en el seno de la iglesia y la vida activa que
supone la realización de un trabajo mundano, que en última instancia llevará, en los
países de fe protestante, a una perspectiva inédita en la historia del cristianismo
tradicional, esto es , a “valorar el cumplimiento del deber en las profesiones profanas
como el contenido más elevado que puede tener una actuación realmente moral” 218. Sin
embargo, el concepto de la “profesión” en Lutero, que constituía la máxima expresión
de ‘amor al prójimo’, por encima del ‘amor egoísta’ que denunciaban en la vida
monacal católica, permanecía anclado en una visión tradicional de la economía. En
primer lugar, porque no prestaba importancia al tipo de profesión que debía realizarse,
ya que todas eran gratas a dios; y en segundo lugar, porque consideraba reprobable el
afán de lucro material más allá de las propias necesidades individuales.

Pero lo que en Lutero era una reflexión incipiente sobre la importancia de la


“profesión”, en el Calvinismo se convierte en una parte fundamental de su sistema
ético, imbuido por la doctrina de la predestinación. Tal doctrina establece, como es
sabido, que la salvación de los individuos está deliberada por Dios desde el inicio de la
eternidad, sin que pueda ser perdida, en castigo a sus malas obras en el mundo, por
aquellos que han sido salvados, ni alcanzada, merced a sus buenas obras en el mundo,
por aquellos a quien les ha sido vedada. Weber sostiene que el principal efecto de esta
doctrina, con su “patética inhumanidad”, con su “alejamiento del mundo”, sobre la
generaciones que acusaron su influencia, debió consistir en “el sentimiento de una
extraña soledad interior del individuo”, condenado a vagar solo por su camino
espiritual, sin una certeza objetiva de su propia salvación, sin que ningún predicador,
iglesia o sacramento mundanos pudiera servirle de asidero cierto y reconocible a la vida
eterna. Y, sin embargo, aunque no tuvieran la certeza de la salvación 219, aunque todas
las obras del creyente en el mundo, a titulo individual, ocuparan una posición

218
Ibid., p.89
219
Sobre la certitudo salutis, o certeza de la salvación, regresaremos en breve.

101
infinitamente humillada por la omnicomprensiva voluntad de dios, la existencia
religiosa debía consistir en la interiorización individual y solitaria de ese plan divino
que reproduce las leyes naturales del orden social y natural. Es decir, la vida religiosa
pasaba por interiorizar la magnificencia de un plan divino - necesariamente racional y
eterno, dada su procedencia celestial - que los hombres, en nuestra bajeza de criaturas
sensibles naufragadas en el mundo, no podemos alcanzar a escrutar pero si a acatar
sumisamente. Naturalmente, semejante doctrina influyó de manera poderosa en la
visión que la sociedad se hizo de la naturaleza de las ‘obras’, contempladas dentro de
un rechazo al mundo sensible, que condicionó

“la posición absolutamente negativa del puritanismo respecto a todos los elementos de
carácter sensible-sentimental en la cultura y en la religiosidad subjetiva – porque son inútiles
para la salvación y fomentan las ilusiones sentimentales y las supersticiones que divinizan a las
criaturas y, consiguientemente, respecto al rechazo fundamental de la cultura de los sentidos” 220.

En este momento, nos interesa destacar sólo la influencia evidente que este “rechazo a
los sentidos” implicó en la consideración de la ‘obra’ mundana principal, la
“profesión”. El trabajo mundano, que en Lutero era considerado todavía como la
muestra más elevada de amor al prójimo, ya no puede tener en éste su principal
orientación, si entendemos al prójimo como parte de un mundo sensible que cabe
rechazar y del que cabe desconfiar sistemáticamente. Al contrario, el trabajo
profesional, que por ley natural de dios está “al servicio de la vida mundana de la
colectividad”, no se ejecuta al servicio de las necesidades de las criaturas, sino al
servicio de la mayor gloria de dios. El trabajo profesional, por tanto, queda liberado de
connotaciones individuales y es considerados virtuoso por el principio abstracto de la
“utilidad” social. Esa visión conduce a un desempeño “impersonal” del trabajo, tanto
más virtuoso cuanto menos ceñido a motivaciones individuales, porque como el amor
al prójimo “sólo puede ser un servicio a la gloria de Dios, no de la criatura, se
manifiesta en primer lugar en el cumplimiento de las tareas profesionales puestas por la
lex naturae, adoptando así un peculiar carácter impersonal-objetivo, el carácter de un
servicio a la ordenación racional del mundo social que nos rodea”221. Principio éste, el
de la “impersonalidad”222 del trabajo, materializada en un impersonal cumplimiento del

220
Ibid., p.120
221
Ibid., p.126.
222

102
deber, que ya detectábamos, desde un punto de vista formal, como conviene recordar,
en varios pasajes de esta investigación al abordar la descripción de la modernidad. Me
refiero, por ejemplo, a la progresiva “impersonalidad” que supone el desarrollo de la
economía dineraria, pues ésta permite, en última instancia, cuantificar la ‘fuerza de
trabajo’ de manera abstracta e impersonal en un ‘salario’. En este caso, la
“impersonalidad” relacionada con el cumplimiento del deber, contribuirá a desligar al
trabajador de sus motivaciones tradicionales y, por añadidura, el afán de lucro será
liberado de su tacha pecaminosa. Porque el hecho de “ganar dinero” ya no estará
vinculado a las necesidades de un individuo, sino a realzar la potencia de las leyes
naturales que reflejan la voluntad de Dios, mediante la entrega de los hombres a un
utilitarismo económico, que contribuye a multiplicar, como sugería Franklin, la
fertilidad de sus criaturas, esos humildes chelines que casta y ascéticamente
gestionados pueden convertirse en una hermosa prole de libras esterlinas.

En resumidas cuentas, el creyente calvinista acata la ley natural del trabajo y cumple
religiosamente sus deberes, como reflejo de la voluntad de Dios, con la mayor
impersonalidad posible, a fin de servir directamente a dios y no sus criaturas. Ésta
entrega al trabajo es ya de por si bastante ‘irracional’, no desde el punto de vista de
Dios, que sus razones tendrá para exigirla (aunque nosotros, simples mortales, no
podamos esclarecerlas), sino desde el punto de vista de la felicidad individual, cuya
falta de vinculación con los engranajes de la economía capitalista es señalada por
Weber, al comienzo de su análisis, como principal signo de la irracionalidad inherente a
este sistema. Pero dicha irracionalidad queda dramáticamente subrayada al asociar la
doctrina de la predestinación con la certitudo salutis, esto es, con la certeza psicológica
que el creyente ha de labrarse sobre su propia salvación, a través de su propia
perseverancia en la fe. Evidentemente, como sugiere Weber con otras palabras, Calvino
no tenía ningún problema con el calvinismo, porque él estaba convencido de su propia
santidad como instrumento para las revelaciones de Dios y, por tanto, no dudaba de su
propia salvación. Pero para el hombre ordinario la ‘certitudo salutis’, durante el tiempo
en que la doctrina de la predestinación mantuvo un gran influjo social, se convirtió en
un auténtico problema vivencial, pues no había modo de asegurarse a uno mismo la
certeza de la vida eterna. Porque como señala Weber en este pasaje, “si las buenas
obras son absolutamente inapropiadas como medio para la consecución de la salvación
(…) son sin embargo asimismo imprescindibles como señal de elección”223.
223
Ibid., p.135

103
Ahora me interesa sólo subrayar los efectos que tiene la ¡certitudo salutis’ en la
percepción moral sobre el concepto de profesión, de máxima importancia para
redondear esta breve semblanza moral sobre el trabajo en la cultura calvinista al que el
buscavidas, como veremos, parece oponerse de raíz. Weber no deja dudas respecto de
la importancia que la certitudo salutis reviste para el concepto de profesión en la fe
calvinista y los diversos credos del protestantismo ascético que acusan su influencia:

“Por una parte, se convierte en un deber tenerse por elegido y rechazar cualquier duda
como una tentación del demonio, porque una certeza deficiente de la propia salvación es
consecuencia de una fe insuficiente, y por tanto, de un efecto insuficiente de la gracia. (…) Por
otra parte, se recomienda encarecidamente, como el mejor medio para conseguir esa certeza, un
trabajo profesional infatigable; éste y sólo éste disipa cualquier duda religiosa y da la seguridad
del estado de gracia”224.

Es sencillo observar que en esta recomendación, se ensalzan ya, para limar cualquier
posible duda espiritual, las virtudes acéticas del trabajo, y por tanto, no es raro
encontrar en las obras morales de inspiración calvinista, como las preceptivas del
puritanismo inglés, “una predicación, repetida y a veces apasionada, a favor del trabajo
duro y continuado, corporal o intelectual”225. En ese sentido, tanto la pérdida de tiempo
como la afición a la holganza, serán interpretadas moralmente como un atentado contra
las virtudes ascéticas del trabajo que acreditan la certitudo salutis y, por consiguiente,
execrables síntomas de un alejamiento de dios:

“el tiempo es infinitamente valioso, porque cada hora perdida se le sustrae al trabajo
para la gloria de Dios. Por ese motivo, tampoco tiene valor y en ciertos casos es expresamente
reprobable la contemplación inactiva, al menos cuando se realiza a costa del trabajo profesional,
pues le agrada menos a Dios que cumplir activamente su voluntad en la profesión. (…) Las
pocas ganas de trabajar son síntoma de que se carece del estado de gracia”226.

Por último, para el tema que nos ocupa, la colisión de un concepto ascético del trabajo
con la personalidad anárquica del buscavidas, falta por describir el principal rasgo que
adopta el trabajo en la moral calvinista: la estabilidad en la profesión y la persecución
de una carrera. Ya en Lutero, se recomendaba encarecidamente perseverar en la propia

224
Ibid., p.131
225
Ibid., p.199
226
Ibid., p.198-202

104
profesión, sin caer en la tentación de tantear otras profesiones. La ‘resignación’ del
creyente a la profesión mundana que dios le hubiese asignado por su pertenencia a un
determinado estamento y círculo familiar, era un signo moral de obediencia a la justicia
de las leyes naturales que reflejan la voluntad divina.227 El puritanismo, derivado del
calvinismo, hereda formalmente este imperativo de estabilidad en la propia profesión,
pero lo dota de otros contenidos, que no ponen el acento en la resignación sino,
nuevamente, en las virtudes ascéticas del trabajo:

“Baxter pone al frente de sus explicaciones el siguiente motivo:’fuera de una profesión


fija, los trabajos que un hombre realice son ocasionales e inestables y pasa más tiempo en la
pereza que en el trabajo’, y cuando cierra sus explicaciones en los términos siguientes: y él (el
trabajador profesional) realizará su trabajo en orden, mientras que el otro está en un continuo
desconcierto y su negocio no conoce tiempo ni lugar (…) por lo cual una profesión estable
(‘certain calling, en otros pasajes dice ‘stated calling’) es lo mejor. El trabajo inestable, al que se
ve obligado el jornalero habitual, es una situación transitoria inevitable muchas veces, pero
nunca deseable. A la vida del hombre sin ‘profesión’ le falta precisamente el carácter
sistemático y metódico que exige el ascetismo intramundano” 228.

Pero este ascetismo derivado de una profesión estable contiene a su vez un matiz
económico, que definitivamente separa a los credos de inspiración calvinista del
protestantismo luterano en cuanto a su consideración de la ‘profesión estable’: el hecho
de que se pueda cambiar de profesión, e incluso ejercer varias profesiones distintas, si
ese ‘cambio’ o esa ‘variedad’ profesionales, no son fruto de la ligereza y la veleidad del
trabajador. Al contrario, el cambio y la variedad profesionales son moralmente
encomiables si orbitan hacia una utilidad social mayor, es decir, si obedecen a cualquier
oportunidad que pueda surgirle al trabajador de ser más grato a dios mediante un
incremento de sus beneficios económicos:

“Por ello la pregunta de si alguien puede tener varios callings se responde en términos
absolutamente afirmativos, si es bueno para el bien común o para el propio bien y si no es
perjudicial para nadie, y si no lleva a ser infiel (‘unfaithful’) en alguna de las profesiones.
Tampoco se considera reprobable el cambio de profesión como tal, si no se hace a la ligera, y si
se hace para tomar otra profesión más grata a Dios, es decir, una profesión más útil, atendiendo
al principio general. La utilidad de una profesión y su carácter grato a Dios se determinan, en
primer lugar, por criterios morales y luego por la importancia que tengan los bienes que con ella

227
Ibid., p.204
228
Ibid., 205

105
han de producirse para la ‘colectividad’, pero, como tercer criterio y más importante desde el
punto de vista práctico, el ‘beneficio’ económico privado”229.

Así pues, los credos de inspiración calvinista recomiendan este espíritu ascético que
ha de acompañarnos en el ejercicio de una profesión estable, siempre y cuando dicha
estabilidad no atente contra el fin hacia el que estaba orientada este espíritu ascético en
primera instancia, esto es, a reproducir mediante el impersonal cumplimiento de
nuestros deberes, a la mayor gloria de Dios, los bienes económicos que redundan en
beneficio general de una sociedad de trabajadores:

“Si Dios os muestra un camino en el que podéis ganar legalmente más que por otro
camino sin daño para vuestra alma ni para la de otros y lo rechazáis y seguís el camino que
reporta menos ganancias, os estáis oponiendo a uno de los fines de vuestra profesión(calling), os
estáis negando a ser administradores(Stewart) de Dios y a aceptar sus dones, para poder
utilizarlos cuando él lo exija”230.

Como veremos a continuación, este concepto de profesión, en que se alían dos


conceptos aparentemente opuestos como el espíritu ascético y el culto al dinero, es
despreciado por la personalidad hedonista del buscavidas, en su doble rechazo a la
represión emocional-sensible que predica el ascetismo y a la gestión ascética de sus
ahorros y ganancias.

A fin de estructurar los siguientes ejemplos, en que se ilustren las distintas actitudes de
los buscavidas respecto a este modelo psicológico de trabajador ascético ideal, vamos a
extraer, como hemos dicho más arriba, cuatro rasgos de esta exposición que nos sirvan
de armazón estructural. En primer lugar, la impersonalidad con que se ejecutan estos
trabajos, a la mayor gloria de dios, sin tener en cuenta las condiciones objetivas del
trabajo o el placer personal que un trabajador puede tener en ellos. Impersonalidad que
puede ser sumamente alienante, no para el empresario que se ufane ante dios – y su caja
registradora - de ella, sino para las filas de trabajadores rasos (ese ‘ejército de la reserva
industrial’) entre los que milita el buscavidas. En segundo lugar, las pocas ganas de
trabajar y el don natural para la “pérdida de tiempo’ que ostenta el buscavidas, en una
actitud hedonista y nada ascética que privilegia el tiempo enriquecedor de vida sobre el

229
Ibid., p.206-207
230
Ibid., p.208

106
tiempo alienante de trabajo, por más que pesen sobre su alma la pérdida de la gracia
celestial (y como expresión más terrenal de ésta, el despido de sus patrones). En tercer
lugar, su falta evidente de perseverancia en el trabajo, que ya hemos documentado
profusamente como uno de sus rasgos distintivos, y que no le provee con un curriculum
grato a la empresa capitalista. Y por último, su indiferencia al divino principio de la
utilidad social, dada la predilección liberal de esta por expresarse, única y
exclusivamente, no a través de la realización existencial de los trabajadores sino a
través de la bonanza económica de sus empresas.

De estos cuatro rasgos, cabe destacar una paradoja ‘educativa’, que hasta ahora hemos
podido leer entre líneas, pero que habíamos indicado al comienzo de este capítulo como
uno de sus propósitos fundamentales. Me refiero al hecho histórico de que la ética del
protestantismo ascético, tal como la investiga Weber en los orígenes psicológicos del
capitalismo, responde a un objetivo fundamental: la intención de socializar al
trabajador en un sistema que, paradójicamente, prioriza el beneficio económico de la
comunidad sobre la felicidad individual de sus integrantes, dando por sentado una
falacia cuanto menos dudosa: si la acumulación de dinero es grata a dios, ha de
redundar, siquiera tácitamente, en beneficio espiritual de las almas de los trabajadores
que aspiran a la salvación ultraterrena. Esta paradoja ‘educativa’ y ‘socializadora’ del
protestantismo ascético se hace flagrante cuando nos damos cuenta de que se bifurca en
una sospechosa decantación: la educación del patrón y la educación del obrero. ¿No
remaban ambos en el mismo barco, a la mayor gloria de dios, en un mismo proyecto de
utilidad social? Al parecer no exactamente, a juzgar por lo que dice Weber en este
pasaje:

“Toda la literatura ascética de todas las confesiones se empapó de esta idea de que
también el trabajo fiel con salarios bajos para aquellos a quienes la vida no ha concedido otras
oportunidades es algo muy grato a Dios. En este punto, el ascetismo protestante no introdujo
ninguna novedad, pero profundizó en este punto de vista al máximo y le dio a esa norma el
impulso psicológico para ser efectiva, mediante la concepción de este trabajo como una
profesión, como único medio para llegar a estar seguro del estado de gracia, y, por otra parte,
legalizó la explotación de esta disposición para el trabajo al interpretar el enriquecimiento del
empresario como una “profesión”. Es evidente con qué fuerza debió fomentar la ‘productividad’
del trabajo, en el sentido capitalista de la palabra, esta búsqueda del reino de Dios a través
exclusivamente del cumplimiento del deber de trabajar como una profesión y a través del severo
ascetismo, que la disciplina eclesiástica imponía, como algo natural, a las clases desposeídas. La
consideración del trabajo como ‘profesión’ es para el obrero moderno tan característica como la
concepción correspondiente del ‘lucro’ para el empresario.231’
231
Ibid., p.231

107
Así pues, la doctrina del protestantismo ascético parecer ser consciente de que para
justificar la sumisión religiosa de los obreros, no se puede hacer hincapié en la gestión
de su hacienda, ya que poca hacienda iban a amasar, reinvertir y gestionar con unos
salarios misérrimos, sino en la genuflexión moral de toda su personalidad al dios de la
utilidad social, que llega al paroxismo ascético con esta santificación de los bajos
salarios. Weber señala que, evidentemente, una vez perdido ese impulso religioso
originario que acompañó al nacimiento del capitalismo, la alienación del obrero queda
desnuda, infundada y arraigada en unos resortes mecánicos que ya no reclamarán una
interpretación espiritual sino la mera supervivencia material del asalariado, una nueva
etapa , dominada por una alienación consentida socialmente en todas las relaciones
laborales, en la que “la idea del deber profesional ronda en nuestra vida como el
fantasma de una fe religiosa del pasado. En este contexto, podemos entender que el
buscavidas, como peón especialmente hastiado de ese sistema laboral, esté dispuesto a
dinamitar con su ironía de asalariado gandul y nihilista cualquier entusiasmo con que
pretendan espolearle a trabajar más de la cuenta. Porque como dice Hannah Arendt
respecto a la cadena de montaje fordista, en un alarde de escepticismo que el
buscavidas de buen seguro compartiría: “Es absurdo preguntarse si la máquina es para
el hombre o el hombre para la máquina. La automatización debe tener al menos la
ventaja de demostrar lo absurdo de todos los humanismos de la labor”232.

Así, pues, comenzaremos por Simón, ilustrando los rasgos de esa personalidad poco
“profesional”, en el sentido del protestantismo ascético, con que nos hemos propuesto
ilustrar la mala educación de los buscavidas en el ‘espíritu capitalista’ weberiano. Antes
que nada, conviene señalar en Los hermanos Tanner, como rasgo distintivo respecto a
otras novelas con buscavidas, su evidente parentesco conceptual con esta noción de
“beruf”, una noción disciplinaria que mantiene encauzadas, ascéticamente, las escasas
aspiraciones a la felicidad que pueda albergar en su vida un modesto asalariado. Me
refiero al hecho de que tanto Weber como Walser, coterráneos y contemporáneos de
países protestantes a comienzos de siglo233, parecen emparentarse desde diferentes vías,
232
Arendt, Hannah. La condición humana. Barcelona: Paidós, 2003, p.
233
Walser, nacido en Suiza, escribe sus tres principales novelas en Berlín durante la primera década del
siglo XX. Los Hermanos Tanner data de 1907 y fue escrita cinco años después de la publicación de los
primeros ensayos de La ética capitalista(1904-05) de Max Weber. Aunque no llegaran a conocer sus
respectivas obras, resulta evidente, por la terminología y los temas en que indagan, que están

108
el ensayo y la novela, en una misma indagación sobre el concepto de “beruf”. Para
alejar cualquier posible duda al respecto, vale la pena glosar este pasaje de Los
hermanos Tanner234, en que Walser, a través de Hedwig, maestra rural y hermana de
Simón, reflexiona en profundidad, durante un largo capítulo, sobre la amargura en que
le ha sumido ese proceso de socialización laboral que conlleva la fidelidad y
perseverancia cuasi religiosas a una “profesión” que domine unilateralmente nuestra
vida:

“Tal vez elegí mal mi vocación cuando creí necesario estudiar alguna profesión. (…)
¡Qué extraño me parece ahora ser maestra! ¿Por qué no habré sido modista o cualquier otra
cosa? No consigo imaginar qué sentimientos me impulsaron a elegir una profesión como ésta.
¿Qué había en ella de maravilloso y de prometedor que me atrajo entonces? ¿Pensaba acaso
convertirme en una benefactora? ¿Creía necesario llegar a serlo, sentir la obligación vocacional
de llegar a serlo? Crees en tantas cosas cuando eres inexperta, hasta que la experiencia te hace
creer otras. ¡Qué extraño! Es un signo de dureza para con una misma concebir la vida tan
seriamente como yo la he concebido. Tengo que decírtelo, Simón: la he concebido con una
seriedad y una sacralidad excesivas.(…) Me veo derrumbándome bajo una tarea que, destinada
en principio a solazarme cada día, no me es sino una carga que siento excesiva e injusta.” 235.

Podemos observar que Hedwig ha acusado una gran presión social, que se reviste, sin
embargo, con las pieles de la vocación individual, hecho que la sume en una confusión
considerable, como si en cierto modo, hubiera sido ‘poseída’, en las decisiones
capitales de su vida, por un espíritu con el que su experiencia de la misma no le permite
comulgar. Ese espíritu, que puede enarbolar la bandera de la utilidad social como fin
feliz de las obras del individuo, es interrogado por Hedwig bajo el signo del autoengaño
cuando se pregunta: “¿Pensaba acaso convertirme en una benefactora?”, como si ese
fin social resultara insuficiente y sumamente irracional a la luz de la insatisfacción
existencial en que le han sumido.

emparentados en un mismo árbol genealógico respecto al concepto religioso de “beruf”, como noción que
mezcla, a partir de las primeras traducciones luteranas de la biblia, los conceptos de “vocación” y
“profesión”.

234
En el original alemán, por supuesto, el término utilizado para “profesión” es “beruf”, como no podía
ser de otra manera, teniendo en cuenta la religiosidad del pasaje, que combina retóricamente los
conceptos de “profesión” y “vocación”. Vid en: Walser, Robert. Geschwister Tanner. Hamburg: Verlag
Helmut Kossodo, 1967. p.164

235
Walser, ob.cit., p.135

109
El mismo Simon reflexiona sobre esta utilidad de sus múltiples profesiones mundanas
en términos que, sin embargo, le alejan del mero utilitarismo económico y le acercan al
humanismo social. Como podemos deducir a través de pasajes en que desprecia
explícitamente el dinero, su sentido de la utilidad va precisamente orientado contra la
prescripción religiosa-económica de generar beneficios para ser más grato a Dios y se
orienta a las necesidades de sus semejantes y a su propia realización existencial. Tras
haber sido levemente reprochado por el encargado de una oficina de empleo por
“cambiar de trabajo con una celeridad inquietante”, Simon replica indignado: “¿Es tan
terrible que un hombre de mi edad practique oficios distintos, que intente ser útil a la
gente más diversa? (…) Pueden necesitarme y esa certeza basta para satisfacer mi
orgullo. Quiero ser útil”236. Pero eso sí, cuando el mismo encargado le pregunta por
qué abandonó su último oficio, Simon hace prevalecer esa variedad profesional como
motivo de su realización existencial, ya que la “entrega absoluta” a una profesión le
parece violentamente ascética, una entrega que atenta contra la naturaleza misma de
una vida, en cuya variedad, por así decirlo, se encuentra el gusto: “No tengo tiempo
para quedarme en una sola y única profesión, y jamás se me ocurriría, como a muchos
otros, echarme a descansar en un oficio como en una cama de muelles . No, jamás lo
conseguiría, ni aunque llegase a tener mil años. Preferiría ser soldado” 237. Además,
como corresponde a todo buen buscavidas, en oposición al espíritu ascético con que ha
de desempeñar sus labores, sin pérdida de tiempo y sin asomo alguno de pereza, Simon,
como hemos podido ver más arriba, es un enamorado de los vagabundeajes campestres
y urbanos, a la luz del sol y de luna, que siente que “un día es algo demasiado hermoso
como para tener la insolencia de profanarlo trabajando”. El verbo sacro que utiliza,
“profanar”, es sintomático de que el dios de Simón no es precisamente el dios ascético
y utilitarista de los protestantes, sino un dios que tiembla, panteísta, en la invisible
nervadura que une su alma con la naturaleza. Aunque Simon no es un gandul irredento,
sino más bien un consecuente hijo de la naturaleza, a quien le cuesta trabajar más allá
de las necesidades razonables que pueda exigirle su felicidad:

“Cuando veo trabajar a la gente me avergüenzo sin querer de no tener en estos


momentos ninguna ocupación, pero creo que no puedo hacer nada más que sentir, precisamente,
esa vergüenza. Tengo la sensación de que los días me los regala algún dios bonachón que se
236
Ibid.p.19-20
237
Ibid., p.20

110
complace en tirarle algo a un haragán. Querer trabajar coger el primer trabajo que se me
presente es lo máximo que me exigiría a mi mismo, pues veo que así estoy de maravilla. ”238.

Pero volvamos al pasaje en qué habla Hedwig, la hermana de Simon, que ilustra a la
perfección la santa perseverancia con que estaba auroleada en la cultura protestante la
noción de ‘beruf’. El pasaje refleja muy bien la lucha interna del individuo que pugna
por hallar su propia identidad, en medio de una coacción socializadora que nos empuja,
sutilmente, a optar por una vía, la de la perseverancia profesional, que puede atentar
finalmente contra nuestras aspiraciones a una identidad más plena. A fin de reflejar esta
poderosa lucha del individuo con esas expectativas sociales que descansan en los
procesos de socialización, todo el capítulo en que se integra este pasaje está
estructurado en torno a la confesión de Hedwig, articulada en cuatro monólogos
sucesivos y contradictorios. Primeramente, desgrana sus amarguras y fantasea con la
posibilidad de cambiar de profesión. A la mañana siguiente, procede a rechazarlos, con
una indulgencia ligeramente autodespectiva, alegando haberse dejado llevar por sus
sentimientos menos razonables. Poco después, recae en ellos: mientras medita su
transformación en una mujer más madura, que acepte humildemente su destino, sus
miedos la traicionan, sus palabras se tiñen de terror. Su discurso constata con crueldad,
al visualizar sus fantasías madurez, una imagen de todo aquello en lo que ella no
deseaba transformarse siendo joven, cuando aún tenía fuerzas y criterio, frente a un
alud invisible de presiones sociales, para perseguir su propio ideal de felicidad
individual. Por último, desprecia amorosamente a Simón, le insta a marcharse de su
casa, le despide con la sensación de estar viviendo con el detonante de sus propios
miedos, que amenaza con materializar esta crisis en un gesto irracional que eche su
vida entera por la borda. El capítulo es de una maestría misteriosa, porque refleja una
crisis que Hedwig, como individuo enfrentado a un proceso de socialización forzoso,
verbaliza rabiosamente a solas, imantada por el misticismo silencioso de su hermano,
sumido en la precariedad pero en paz con su espíritu.

En ese sentido, Hedwig se hace eco de las mismas inquietudes de su hermano, a lo


largo y ancho de la novela, contra ese concepto de ascética perseverancia en la propia
profesión que petrifica la naturalidad con que el ser humano debería poder abrirse a la

238
Ibid., p.126

111
vida. Hedwig le confiesa a su hermano, a sabiendas de que él, como desharrapado
social y militante antiprofesional, es el único que podría llegar a entenderla:

“¿Puede vivirse una vida entera con una sola idea? Ay de nosotros, si esa idea y ese
sacrificio nos parecen un buen día indiferentes, si nos volvemos incapaces de seguir pensando
en esa idea, llamada a sustituirlo todo para nosotros, con el apasionamiento que pueda justificar
aquel trueque en nuestra alma! ¡Ay, si advertimos que hemos hecho un trueque¡ Pues entonces
empezamos a meditar, a establecer diferencias, a valorar, a comparar con tristeza y con rabia, y
nos sentimos infelices al constatar lo inconstantes e infieles que ahora somos, y nos alegramos
cada vez que se acaba un día para poder llorar en silencio”239.

A mi entender, el parentesco de este pasaje con el concepto de “beruf” predicado por el


protestantismo ascético es evidente, hasta el punto de manejar una terminología
similar. Como dijimos más arriba, no olvidemos que Weber recoge, a partir de las
preceptivas puritanas de Baxter, que la alternancia profesional no es pecaminosa si no
“lleva a ser infiel (‘unfaithful’) en alguna de las profesiones”; infidelidad ésta que
Hedwig, en su crisis individual, parece contemplar bajo el signo de un pecado social
que la llena de angustia. Hedwig insiste en este punto y ofrece la única solución que
puede brindarle, que a su vez coincide, sintomáticamente, con los preceptos morales
que prescribe el protestantismo ascético para ahuyentar la duda religiosa. Me refiero a
la ‘impersonalidad’ absoluta con que han de realizarse la profesión mundana para ser
más grato a Dios, una impersonalidad que no debe expresarse en términos de
realización existencial sino meramente como el ‘cumplimiento de un deber’: “Pues
basta con un simple soplo de infidelidad para que no queramos saber nada más de esa
idea que regía nuestra vida y que reposa solamente en la entrega incondicional y
absoluta; y nos decimos cumplo con mi deber y me niego a pensar en otra cosa¡ 240” Un
deber, sin embargo, que sólo puede acatarse, por más que lo interioricemos para ser
más gratos a dios, de modo totalmente impersonal y ascético, sin rastro de felicidad
personal, como Hedwig sugiere resignadamente a renglón seguido:

“A la larga soy incapaz de cumplir con un deber que no me resulte halagüeño, y ahora
ando buscando un trabajo que se avenga mejor con mi orgullo y debilidad. ¿Lo encontraré? La

239
Ibid., p.137

240
Ibid., p.137

112
verdad es que no lo sé, pero si sé, y estoy segura, que debo seguir buscando hasta que logre
convencerme de que la felicidad y el deber existen y son la misma cosa”241.

Por último, llega a formular este deseo de una vida más sincera y más plena, cuyos
llamamientos finalmente no se atreverá a seguir, mediante una expresión que contiene,
en su mismo retruécano léxico, la misma aventura agridulce en la que el personaje del
buscavidas vive embarcado: “No puedo vivir y despreciar mi vida. Tengo que
buscarme otra vida, una nueva aunque mi vida entera deba consistir en la simple
búsqueda de esa vida. ¿Qué es ser respetado en comparación con ser feliz y haber
satisfecho el orgullo de nuestro corazón? Hasta ser infeliz es mejor que ser respetado”
242
.

La falta de ambiciones de Simon, que ya hemos ilustrado suficientemente, es tan


radical e indiferente a los honores sociales, que le lleva a atacar por sistema y en su raíz
el concepto mismo de profesión. Pero no por ello deja de ser consciente de que el
proceso de socialización implícito en el concepto disciplinario-religioso de “beruf”, tal
como lo hemos comentado más arriba, se bifurca, en la práctica, en una doble
decantación para ricos y pobres, que genera a su vez buenos y malos empleos y
contribuye a perpetuar un sistema poco igualitario que debería hacer absurdo, como
denuncia Arendt tras la imposición de las cadenas de montaje fordistas, cualquier
“humanismo de la labor”. Valga como ejemplo esta breve descripción de sus
compañeros de trabajo en la oficina bancaria:

“Había unos cuantos corresponsales jóvenes y elegantes que sabían hablar y escribir de
cuatro a siete idiomas y se distinguían de la masa de los contables por su aspecto refinado,
extranjero. Habían viajado en barco, conocían los teatros de París y Nueva York, habían estado
en las casas de té de Yokohama y sabían como hay que divertirse en El Cairo. Eran los
encargados de la correspondencia y esperaban un aumento de sueldo, mientras hablaban en tono
burlón de su patria, que les parecía minúscula y miserable. La masa contable estaba integrada
en su mayoría por personas mayores que se aferraban a sus puestecitos como si fueran vigas o
palos. Tenían todos la nariz larga de tanto contar y la ropa deformada, raída, brillante por el uso
y llena de pliegues y arrugas”243.

El buscavidas, por su extracción pobre y su reticencia al ascenso social, tiene muy en


cuenta que si el concepto de trabajo estable puede resultar de por si muy alienante, el
241
Ibid., p.138
242
Ibid., p.138
243
Ibid., p.32

113
trabajo de ínfima calificación social que él se ve obligado a ejercer puede serlo más
aún. Eso es lo que parece anunciar Ignatius Reilly a su madre, cuando ésta le obliga a
trabajar para pagar los costes de su accidente: “Bueno, bueno, encontraré un empleo,
aunque no tiene por qué ser lo que tú llamarías un buen empleo” 244. Y, en efecto,
Ignatius está en lo cierto, porque trabajará primero de archivista en una oficina
decadente y más adelante, como vendedor de salchichas ambulante, un trabajo del que
su madre había echado pestes proféticamente en las primeras páginas de la novela: “No
sería capaz de comer nada que saliera de esos carros asquerosos. Además, todos los
vendedores que andan con esos carros son una pandilla de golfos y borrachos”245
Ignatius entrará pues en el sistema laboral capitalista, en el que, de acuerdo con las
teorías de Weber, la noción de “beruf” actúo como un mecanismo de socialización
incipiente a partir del s.XVI. Pero eso sí, entrará en dicho sistema como un elefante
ultracatólico en una cacharrería calvinista, despreciando enfáticamente toda novedad
cultural posterior a su adorada edad media.

Del mismo modo que en Walser, se muestran ciertas afinidades con los análisis que
Weber hace del protestantismo ascético, Kennedy Toole, que con toda seguridad le
había leído, pues menciona en varias ocasiones la facultad de sociología, refleja en
Ignatius las monstruosas contradicciones de un anacronismo vivo, de un monje católico
que se masturba frente a una pantalla de cine, de un teólogo tomista aficionado a la Fast
food y las bebidas gaseosas. Respecto a su posicionamiento frente a la noción
protestante de “beruf”, no cabe duda de que Kennedy Toole conocía los análisis de
Weber, o cuanto menos, compartía irónicamente su enfoque socioeconómico de la
historia, cuando hace una parodia perfecta de los razonamientos del sociólogo alemán.
Me refiero al pasaje del ‘Diario del chico Trabajador’ en el que Ignatius, con su propia
lógica enloquecida, reproduce aquellos pasajes en que Weber reflexiona sobre la
progresiva adaptación de las “necesidades tradicionales” a los engranajes del sistema
capitalista, con el consecuente cambio en la noción de trabajo:

“Al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia
y el Mal gusto.(…) La humanidad, que tan alto había llegado, cayó muy bajo. Lo que antes se
había consagrado al alma, se consagraba ahora al comercio. Mercaderes y charlatanes se
hicieron con el control de Europa, llamando a su insidioso evangelio “La ilustración”. (…) El
campesino humilde y piadoso, Pedro Labrador, se fue a la ciudad a vender a sus hijos a los
señores de Nuevo Sistema para empresas que podemos calificar, en el mejor de los casos, de

244
Kennedy Toole, ob.cit., p.61
245
Ibid., p.36

114
dudosas. La gran cadena del sur se había roto como si fuera una serie de clips unidos por algún
pobre imbécil; el nuevo destino de Pedro Labrador sería muerte, destrucción, anarquía,
progreso, ambición y autosuperación. Iba a ser un destino malévolo: ahora se enfrentaba a la
perversión de tener que ir a trabajar”246.

Ignatius se ve a si mismo como un cruzado católico en una sociedad dominada por una
élite de WASP con la que no desea tener ningún trato y de la que vive exiliado en
providencial retiro. Por encima de todo, desprecia su sentido del trabajo, ya que él es
partidario de ese enfoque del “amor egoísta” del monje a dios que Lutero denunciaba
explícitamente, que materializa con su encierro en vida en la casa de su madre. De
hecho, le echan de su primer trabajo por esta confrontación paródicamente religiosa
entre catolicismo y protestantismo, ya que mientras trabaja de profesor adjunto en la
universidad, “un pobre blanco de Missisipi le dijo al decano que yo era un
propagandista del Papa, cosa evidentemente falsa. Yo no apoyo al Papa actual. No se
ajusta en absoluto a mi idea de un Papa firme y autoritario” 247. Ese acto de delación
desemboca en una manifestación de sus alumnos en el campus universitario, mientras
Ignatius arroja sus exámenes desde las ventanas de su despacho, justificándose ante su
madre con estas palabras: “No habría podido leer las barbaridades y disparates que
salían de las mentes oscuras de aquellos estudiantes. Me pasará igual dondequiera que
trabaje. 248”

Es evidente que cuando el protestantismo ascético recomienda al trabajador


desempeñar su profesión lo más “impersonalmente” posible, sin aspirar a la realización
existencial, ciñéndose al imperativo categórico del deber, no tiene en consideración que
un ego tan hipertrofiado como Ignatius ha de encontrar repulsiva esa modestia ejemplar
del trabajador que cumple resignadamente sus tareas. Podemos apreciar este horror
ególatra a vaciarse de “personalidad” en el trabajo mediante un escrupuloso
cumplimiento del deber, cuando su madre le lee una oferta de trabajo y reacciona
indignado ante la psicología anodina que el mercado laboral parece exigir de él: “
’Hombre limpio, muy trabajador, de fiar, callado’.¡Santo Dios! ¿Pero qué clase de
monstruo quieren? Creo que jamás podría trabajar en una institución con semejante
visión del mundo”249. Más adelante, cuando ya esté trabajando en la oficina de Levy
Pants, Ignatius se niega a adoptar este carácter burocratizado del oficinista y anuncia a

246
Ibid., p.40
247
Ibid., p.60
249
248
Ibid., p.68
p.60

115
su patrón una serie de innovaciones que cambiarán su concepto de la empresa. Ignatius
adopta un rol contraproducente de ejecutivo con iniciativa que no se aviene con su
empleo sumamente mecánico, aunque sus iniciativas consistan en destruir todo el
sistema de archivos que le encargan para acelerar el trabajo iniciado por las ratas que
campan a sus anchas por la oficina.

En general, a lo largo y ancho de la novela, no sólo Ignatius, sino todos los personajes,
cumplen con su “deber” a regañadientes, a sabiendas de que su profesión, tal como
ellos la experimentan, no puede depararles ninguna felicidad personal, sino más bien
todo lo contrario. Como decía Weber, si bien la idea del deber ronda en la mente de
estos personajes como un “fantasma religioso del pasado”, lo que salta a la vista,
explícitamente, es la coacción deliberada y rotunda que ejerce toda la infraestructura
social y laboral sobre el trabajador a fin de dominarlo. El patrullero Mancuso, por
ejemplo, considera su “deber” detener a sospechosos comunistas, pero este deber moral
pronto degenera hacia una marginación departamental y una erosión individual
tremenda, cuando su jefe le obliga a trabajar de incógnito, embutiéndose los disfraces
más peregrinos. Una situación a la que no pude negarse, ya le toque patrullar de pirata,
princesa o hawaiano, so pena de verse expulsado del cuerpo de policía. Asimismo, el
negro Jones se deja explotar en un bar de mala muerte por un salario irrisorio, para
evitar ser detenido por gandul. Pero cuando su patrona, con ínfulas de déspota, le pide
que cumpla sumisamente su deber, Jones le responde que “por veinte dólares a la
semana no puede creer que esté dirigiendo una plantación”250. El mismo Gus Levy,
director de Levy Pants, abomina de su empresa y se ve obligado a pisar la oficina de
tarde en tarde, sólo para que su mujer, una consumista amargada, le deje en paz, pues
amenaza siempre con delatarle a sus hijas universitarias por gandul. La cultura
laboral, que tradicionalmente se ha visto bajo el signo de cierto “deber” impersonal que
el trabajador puede interiorizar en beneficio de su propia alma, se despoja de ese
prestigio suavemente socializador en La conjura de los necios, para contemplarse
despiadadamente, sin ningún miramiento, bajo el signo del chantaje colectivo. En
efecto, todos los trabajadores son coaccionados agresivamente a trabajar, ya sea por
sus patrones, las autoridades o por sus seres queridos. Un ejemplo especialmente
amargo es el de la Señorita Trixie, una demente senil de 80 años que sigue trabajando
en la oficina de Levy pants porque no le conceden la jubilación: la esposa del señor

250
Ibid., p.77

116
Levy, en su empeño delirante y consumista por no envejecer, ordena expresamente
alargar su vida laboral para rejuvenecer su espíritu, para que puede seguir sintiéndose
“activa y útil”251.

Asimismo, recordemos que la “utilidad social” es interpretada por el protestantismo


ascético como una ley natural que refleja la voluntad de Dios y se manifiesta, no a
través de la felicidad individual de los integrantes de una sociedad, sino a través de
todas aquellas acciones que fomenten el utilitarismo económico y la prosperidad
material de las empresas. En el catolicismo tradicional que domina la mente de
Ignatius, tal idea habría tenido visos pecaminosos, ya que la acumulación dineraria
habría sido sospechosa de usura. Pero Ignatius, una vez embarcado en Levy Pants, está
dispuesto a reconciliarse con algunos vicios del espíritu capitalista para demostrarle al
señor Levy su espíritu emprendedor. Su primera medida, a tal efecto, es la paródica
confección de un símbolo iconográfico que presida la entrada a la oficina y sacralice, a
la manera en que lo había hecho indirectamente la doctrina de Calvino, su divino afán
de lucro: “La cruz estaba ya terminada en sus dos tercios. Faltaba sólo la inscripción en
pan de oro, DIOS Y COMERCIO, que Ignatius había decidido colocar en la parte
inferior de la cruz”252. Asimismo, para implicarse más en un proyecto que no se aviene
mucho con su propia formación de católico medievalista, decide tomar como asesora,
de nuevo paródicamente, a la senil señorita Trixie, a la que rebautiza como LA DAMA
DEL COMERCIO: “me propongo sonsacar dentro de poco a la señorita Trixie;
sospecho que esta medusa del capitalismo tiene muchas ideas valiosas y puede
proporcionarme más de una observación básica”253.

Pero la buena fe corporativa de Ignatius, evidentemente, acaba generando decisiones


polémicas que atentan contra el utilitarismo económico más rudimentario. Por ejemplo,
es incapaz de adaptar el producto a las necesidades particulares de cada cliente, como
dice Weber respecto al inédito modus operandi que debió caracterizar a los primeros
empresarios capitalistas, en oposición al viejo sistema de gremios. Ignatius, ante la
carta de reclamación de su mayor cliente, el Sr. Abelman, disconforme con la talla

251
Ibid., p.81 Nota: No es una coincidencia que los adjetivos sean precisamente estos, de inspiración tan
protestante, dada la glorificación de la “utilidad” y la oposición entre vida activa/vida contemplativa que
el debate de la reforma religiosa luterana contribuyó a vivificar.
252
Ibid., p.115
253
Ibid., p.81

117
defectuosa de los pantalones en su último pedido, se indigna con ira gremial y
autoritaria contra su reclamación y responde:

“Sr. I. Abelman: caballero mongoloide: Hemos recibido por correo sus absurdos
comentarios sobre nuestros pantalones.(…)Los pantalones que les enviamos son un medio de
poner a prueba su capacidad para cumplir con los requisitos básicos del distribuidor de un
producto de tanta calidad como el nuestro. (Nuestros leales y diligentes distribuidores pueden
vender cualquier pantalón que lleve la etiqueta Levy, por muy abominable que sea de hechura y
diseño. Al parecer, ustedes son gente sin fe.) Si vuelve usted a molestarnos, señor, sentirá
morder el látigo en sus hombros repugnantes. Coléricamente suyo. Gus Levy, Presidente” 254.

Y como no deja de ser perfeccionista, Ignatius falsifica la firma del presidente y envía
la carta, que tendrá consecuencias económicas adversas para el destino de la empresa,
pues el señor Abelman les demandará por valor de medio millón de dólares y supondrá
para Levy Pant’s la amenaza de ruina. Nada más lejos, por tanto, que Ignatius y el
utilitarismo económico de la empresa capitalista.

Por último, es evidente el incomparable don de Ignatius para perder el tiempo en su


jornada laboral, y en general, sus pocas ganas de trabajar. Tras varias jornadas en Levy
Pants, escribe en su DIARIO DE UN JOVEN TRABAJADOR, O ADIOS A LA
HOLGANZA:

“He dado en llegar a la oficina una hora más tarde de lo que allí se me espera. En
consecuencia, me encuentro muchísimo más reposado y fresco cuando llego, y evito esa primera
hora lúgubre de la jornada laboral en que los sentidos y el cuerpo aún entorpecidos por el sueño
convierten cualquier tarea en una penitencia, Considero que, al llegar más tarde, mejora
notablemente la calidad del trabajo que realizo”255.

Como ya hemos dicho, sus planes e iniciativas se materializarán en la destrucción del


sistema de archivos que debería custodiar, porque le resulta fastidioso ese límite a su
ejercicio de una holganza absoluta, que los credos del protestantismo ascético
deplorarían como una lacra moral y religiosa. Sus otros planes, lejos de aportar
beneficios a la empresa o mejorar sus dinámicas y procedimientos, es decir, lejos de
fomentar la vida activa tan grata a los credos protestantes, consisten en la decoración
medieval de la oficina para crear un clima de meditación adecuado a su vida
contemplativa. El señor González, interpretando erróneamente la gran pasión

254
Ibid., p.93
255
Ibid., p.103

118
corporativa de su empleado, cree haber encontrado en Ignatius, a quien paga un salario
modesto, a un hombre de productividad envidiable, merced a su sincera preocupación
por el cumplimiento de sus deberes profesionales:

“Era como cuatro trabajadores en uno. En las manos diligentes del señor Reilly, los
papeles a archivar parecían desaparecer.(…) Las cortinas de arpillera púrpura que colgaban de
la ventana, junto al escritorio del señor Reilly, creaban en la oficina un área meditativa. Allí el
sol derramaba una claridad color clarete sobre la estatua de yeso, de casi un metro, de San
Antonio, que se alzaba cerca de la papelera. Era tan diligente, se interesaba tanto por la
empresa…” 256.

Chinaski, en Factotum, se dibuja asimismo como anti-ideal de trabajador ensalzado en


las preceptivas morales del protestantismo ascético. A través de sus descripciones del
moderno sistema de fábricas, podemos ver como la labor del obrero no hace sino vaciar
de personalidad a los trabajadores, no en beneficio espiritual de sus almas, sino para
que el sistema pueda contar con ellas igual que se cuenta con una máquina. En una de
sus descripciones fascinadas de una hilandería industrial, Chinaski contempla
horrorizado esta impersonalidad, reemplazable y maquinizada, de las empleadas:

“Filas y filas de viejas señoras judías inclinadas sobre sus máquinas de coser,
trabajando con pilas de tejidos; la costurera número uno en la máquina 1, inclinada sobre ella,
manteniendo su sitio; la empleada número dos en la máquina 2, lista para reemplazar a la otra si
fuese necesario. Nunca levantaban la vista ni daban la menor muestra de reparar en mí cuando
entraba”257.

Estas descripciones de la fábrica, como sistema que mecaniza la personalidad de los


empleados, reduciéndolas a un repertorio de gestos que están condenados a repetir
durante cuarenta años de vida laboral, es tan frecuente como dolorosa en las
narraciones de Bukowski. En Post Office, Chinaski describe con una crudeza
inhumana su propia decadencia física tras pasar varios años realizando un tipo de
trabajo similar:

“11 years shot through the head. I had seen the job eat men up. They seemed to melt.
(…)They either melted or they got fat, huge, especially around the ass and the belly. It was the
stool and the same motion and the same talk. And there I was, dizzy spells and pains in the
arms. Neck, Chest, everywhere. I slept all day resting up for the job. On the weekends I had to

256
Ibid., p.111
257
Bukowski(2007), ob cit., p.120

119
drink in order to forget it. I had come in weighing 185 punds. Now I weighed 223 punds. All
you moved was your right arm258.”

Chinaski describe frecuentemente a los trabajadores como seres vaciados de


humanidad, reducidos a pura fuerza de trabajo, convertidos en piezas de un engranaje
tecnológico que subyuga enteramente su voluntad y consume su vida.

A la luz de esta deshumanización, el espíritu ascéticamente impersonal predicado por


algunas confesiones protestantes, ese espíritu que ha redundar, teóricamente, en
beneficio espiritual de las almas de los trabajadores, muestra en esta
despersonalización del trabajo industrial su verdadera y oscura motivación
macroeconómica. Para reflexionar sobre este efecto disciplinario del ascetismo, Weber
reflexiona en este pasaje sobre las ventajas que reportaban las jóvenes pietistas,
fraguadas en este imperativo impersonal de la “beruf”, al nuevo sistema capitalista de
fábrica, en oposición a las trabajadoras más apegadas al artesanado tradicional:

“Una queja casi general de los empresarios que emplean a mujeres jóvenes, al menos
jóvenes alemanas, es que no son capaces ni están dispuestas abandonar los tipos de trabajos más
tradicionales. (…)Otra cosa distinta suele suceder con muchachas educadas en una religión
determinada, concretamente con muchachas provenientes del pietismo. (…)Las oportunidades
más favorables para una educación económica se dan en este grupo. La capacidad de
concentración y la capacidad, absolutamente fundamental, de sentirse obligadas con el trabajo
suelen ir unidas en ellas a un sentido económico estricto, que cuenta realmente con la ganancia y
con una cantidad de ésta y con una moderación y un sobrio autocontrol, que aumenta
extraordinariamente la capacidad de rendimiento”259.

Por tanto, la noción de profesión, del deber profesional, como un grato sacrificio a dios
que debería alimentar la vida espiritual del empleado, convierte a éste, en realidad, en
un ente más manipulable por los poderes fácticos de la economía, que permite al
sistema capitalista multiplicar exponencialmente su rendimiento y su productividad.
Según Weber, con la progresiva disolución de los motivos religiosos que espolearon la
forja de una mentalidad capitalista, el sometimiento a la profesión quedó despojado de
toda justificación religiosa y pasó a tener resortes puramente materiales. Eso al menos
hará que los hombres sean conscientes, como denuncia repetidamente Bukowski, del
asesinato gradual que supone los trabajos más alienantes en el sistema de fábricas, sin

258
Bukowski(2009), ob.cit., p.144
259
Weber, ob.cit., p.70-71

120
que confundan su sacrificio de creyentes de su condición de esclavos. A lo sumo, desde
el punto de vista del trabajador, la glorificada “impersonalidad” del protestantismo
ascético no será ya sino una desencantada técnica psicológica del trabajador, una
ascesis preventiva, un vaciaje de personalidad provisional, una anestesia momentánea
del corazón, que le permite sobrevivir a la jornada de trabajo en una línea de montaje
sin perder la razón. Chinaski lo expresa en estos términos, por ejemplo, mientras realiza
un trabajo, no industrial, pero sí alienante, que consiste en limpiar un rail de latón
durante ocho horas alrededor del edificio bajo la supervisión periódica de un vigilante:
“Yo había tenido trabajos bobos y estúpidos, pero éste me parecía el más bobo y
estúpido de todos. Lo que hay que hacer, decidí, es no pensar. ¿Pero cómo podías dejar
de pensar?”260 Por la misma razón, las pocas ganas de trabajar y la pérdida de tiempo,
vicios condenados por el ascetismo como un alejamiento de Dios, son practicados por
Chinaski con fruición, siempre que la naturaleza del trabajo se lo permite. Por ejemplo,
mientras está trabajando en el Times, no como periodista, por supuesto, sino como
limpiador nocturno, Chinaski interpreta su jornada laboral de ocho horas del siguiente
modo:

“Acabé con los servicios de señoras y con los de hombres, vacié las papeleras y quité el
polvo de unos cuantos escritorios. Luego volví al retrete de señoras. Tenían allí sofás y sillas y
un despertador. Me quedaban cuatro horas de trabajo. Puse la alarma para que sonara treinta
minutos antes de la hora de salida. Me tumbé en uno de los sofás y me puse a dormir”261.

Para resistir la alienación de los empleos que realiza, Chinaski no tiene ningún reparo
en violar continuamente la integridad de la jornada laboral.

Con todo, sigue rondando en la mente de algunos empleados, como dice Weber, la idea
del deber “como un fantasma religioso del pasado.” Eso hará que Chinaski sea,
finalmente, no sólo un vago, sino un militante contra la misma noción de profesión
como deber moral. Su padre, que le maltrataba continuamente en su adolescencia, es
un ejemplo especialmente riguroso de esta mentalidad ascética que, como denunciaba
Weber, no trabaja para vivir, sino vive para trabajar:

260
Bukowski(2007), ob.cit., p.137
261
Ibid., p.141-142

121
“La murga del trabajo empezaba nada más cruzar la puerta, continuaba en la mesa de la
cena y acababa en la cama cuando daba el grito de ‘¡Luces fuera!’ a las 8 de la tarde, de modo
que él pudiera descansar y recobrar fuerzas para el trabajo que le esperaba al día siguiente. No
había otro tema en su vida a excepción del trabajo”262.

Este espíritu profesional del padre llega a teñirse de una mendacidad surrealista,
cuando en La senda del perdedor, estando en paro, sale de casa de madrugada
aparentando tener trabajo y se pasa el día entero dando vueltas por Los Ángeles para
convencer a los vecinos de que es un hombre perfectamente integrado. Del mismo
modo que el hidalgo del lazarillo se esfuerza, hasta extremos enfermizos, por aparentar
holganza, el padre de Chinaski se obsesiona, de manera igualmente esquizoide, por
aparentar que es un recto cumplidor de su deber, porque la cultura ascética de la
profesión ha identificado hasta tal punto la idea del trabajo con los beneficios de la
integración, que carecer de un trabajo estable te convierte en un ser estigmatizado
socialmente. Por tanto, en abierta oposición a los terrores laborales paternos, Chinaski
se convertirá en un descreído del sistema laboral contemporáneo y los imperativos del
deber profesional.

Un sistema, por otra parte, que sigue premiando la “perseverancia” de los empleados en
una sola profesión, pero ya no por sus ventajas para la salvación ultraterrena de su
alma, sino de manera más verificable empíricamente, mediante un ascenso gradual en
la jerarquía de la empresa a sus empleados más leales. En ese sentido, con la
desaparición de las coartadas religiosas, “in majorem gloriam dei”, que alientan la
sumisión del pobre y el enriquecimiento del rico, sólo queda una motivación real para
ser perseverante en el capitalismo: el ascenso, del que Chinaski se hace eco en varias
ocasiones. En cierto modo, el ascenso contribuye a perpetuar cierto ideal ascético de
perseverancia en el trabajo, a través de mejoras salariales progresivas con que puede
premiarse a los empleados que mantienen una relación larga, estable y fiel con la
empresa. El ascenso actúa, en cierto modo, “educativamente”, a la manera en que
Weber detecta en los impulsos religiosos del protestantismo ascético una fuerza
moldeadora que invita a los empleados a perseverar en una sola profesión. Este pacto
moral-económico, que traduce el sacrificio del empleado en términos económicos,
conviene tanto al empleado como a la empresa. A ésta última, porque al fin y al cabo,
en cualquier organización financiera, conviene no sólo fidelizar al cliente sino fidelizar

262
Ibid., p.7

122
también el empleado, con el que vale la pena poder contar de manera previsible, para
elaborar una plantilla estable que armonice, sin contratiempos, con las previsiones
económicas regulares de la empresa. Y conviene al empleado porque dichos
incrementos salariales pueden mejorar su nivel de vida, aunque le obligue a aceptar
ciegamente una falacia inherente al capitalismo, que su identidad se promocione
asimismo con esos ascensos, haciendo que su biografía laboral alimente su biografía
existencial. Sucede más bien que el ascenso vincula inescapablemente al trabajador al
ejercicio estable de una sola profesión, al disfrute de una sola vida, pero le alivia, en
contrapartida, de la espiral creciente de necesidades que conlleva la vida adulta. En
todo caso, Chinaski detecta muy claramente este suave factor socializador desde la
primera oferta de trabajo que lee: “Se necesita joven ambicioso con visión de futuro.
No es necesaria experiencia. Empiece en la oficina de repartos y vaya ascendiendo
puestos.263” Este tipo de reclamos son una forma de socialización tan evidente, una
manera tan explícita de exigir la lealtad del empleado, que Chinaski se dedica durante
toda la novela a juguetear con las expectativas de los procedimientos de selección de
personal, ya sea en la persona de sus entrevistadores o en el género textual del
curriculum, armado de un discreto sentido del humor. Valga de ejemplo este diálogo de
Chinaski con un entrevistador: “-¿Cómo sabremos que se va a quedar con nosotros el
tiempo suficiente? – Es posible que no me quede. – ¿Por qué? –Su anuncio decía que
había futuro para un hombre ambicioso. Si no es verdad que aquí hay futuro, entonces
me iré”264. Aunque Chinaski tiene muy claros, y lo recuerda a menudo en su
convivencia con compañeros y superiores, los efectos que puede tener esta
perseverancia laboral sobre la integridad síquica del asalariado: “Janeway Smithson
llevaba en la compañía veinticinco años y era lo suficientemente imbécil como para
enorgullecerse de ello. (…) Aparte, como cualquier otro hombre con veinticinco años
de servicio en una misma compañía, Smithson era un demente total” 265.

Por otra parte, la utilidad social que pueda derivarse de sus trabajos, utilidad que
prescribe el protestantismo ascético como máximo bien (en tanto reflejo de las leyes
naturales de dios) al que deben estar dirigidos nuestros esfuerzos mundanos, es para
Chinaski un argumento tan absurdo como falso, que en su nihilismo descarnado de

263
Ibid., p.8
264
Ibid., p.9
265
Ibid., p.153

123
todos los valores sociales, no se molesta siquiera en considerar. Uno de las expresiones
más divertidas que encuentra en las novelas del buscavidas Chinaski esta suprema
“utilidad social” es la sublimación laboral-económica de la guerra, que constituye el
telón de fondo de toda la novela. Mediante la guerra, que es en si misma, no lo
olvidemos, una prospera industria a la que no falta su gabinete de publicistas, se
pretende espolear a los trabajadores nacionales a sacrificarse por su patria, sin atender
tanto a sus propias necesidades como al granito de arena que pueden aportar a Estados
Unidos en un correcto desempeño de sus tareas. Mientras está trabajando de
ambulanciero de la Cruz Roja para recoger donaciones de sangre, esta sublimación se
plantea explícitamente con una boutade muy graciosa que castiga una incidencia suya
al volante como si fuera un craso error militar:

“Cuando finalmente llegamos a la iglesia donde los donantes de sangre nos estaban
esperando, llevábamos un retraso de dos horas y quince minutos. El jardincillo de la iglesia
estaba repleto de donantes, doctores y curas furiosos. Perdí aquel trabajo allí y entonces, una
lástima. Al otro lado del Atlántico, Hitler aprovechaba cualquier mínimo retraso” 266.

En otros pasajes esta sublimación es más sutil, pero igualmente capciosa. Un patrón en
una empresa de limpieza le perdona por segunda vez un error y le pregunta, al final de
la jornada, si ese andar esparrancado que parece importunar a Chinaski se debe a
alguna herida de guerra. En ese momento, Chinaski se da cuenta de que si le han
perdonado sus errores, ha sido por la compasión al veterano de guerra, que un buen
patriota está obligado a ostentar para reinsertar a la economía del país a los soldados
que lucharon por ella. A lo que Chinaski responde que no, que se ha quemado con
aceite friendo un pollo, una mentira piadosa, porque en realidad se ha abrasado los
muslos con una loción para masacrar ladillas, cortesía de una amante que se las
contagia. Pero su patrón insiste, como dándole confianzas para que se explaye sobre sus
heridas, y Chinaski contesta de nuevo, que no fue culpa de la guerra, que fue culpa del
pollo. Chinaski podría dejarle creer que estuvo en la guerra, pero no lo hace, porque el
argumento implícito en esa mentira le repugna, como le repugna en general el hecho de
que haya una épica oficial de la guerra y no una épica del marginado, en guerra con un
sistema laboral alienante, esa épica que sus propias ficciones representan, y que los
voceros de la utilidad social soberanamente ignoran. Por último, vale la pena citar este
266
Ibid., p.151

124
pasaje de Post Office en el que se manifiesta explícitamente, en la voz de uno de los
instructores de Chinaski, esta sublimación espuria de la guerra – en este caso, fría -
como fin social y económico al que deben estar orientados los esfuerzos de los
trabajadores:“I want you to understand that we’ve got to hold down the Budget! I want
you to understand that EACH LETTER YOU STICK; EACH SECOND, EACH
MINUTE, EACH HOUR, EACH DAY, EACH WEEK- EACH EXTRA LETTER
YOU STICK BEYOND DUTY HELPS DEFEAT THE RUSSIANS!” 267. Es sencillo
reconocer en este procedimiento el señuelo de un utilitarismo socioeconómico que se
utiliza para incentivar la moral trabajadora de los asalariados, sin garantizarles a
cambio su propia realización existencial. Es el mismo afán que podemos detectar en la
postulación de lo “útil socialmente” como paradigma, veladamente económico y
expresión de la voluntad divina, que se deriva de las doctrinas del protestantismo
ascético en la interpretación de Max Weber. Ambas retóricas se asientan en dos
argumentos de autoridad inexpugnables, dios y la guerra, y echan mano de unos
principios de utilidad social que no dejan de ser un señuelo para estimular
artificialmente la productividad económica de los empleados.

Respecto a lo que opina Bardamu, en Viaje al fin de la noche, sobre este divino
principio de la utilidad social, vale la pena recordar que su conciencia de pobre, en una
sociedad de privilegios manejados por y para ricos, no admite ningún tipo de coacción
educativa del tipo utilitarista. Tras su reclutamiento bélico, Bardamu se promete a si
mismo no caer nunca más en las mentiras de la patria, no tener valor más elevado que
su propia supervivencia material, ya que considera que cualquier sumisión a un valor
más abstracto forma parte de una educación obscena, orquestada por los ricos, en las
virtudes de la pobreza: “Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados,
siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo
empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón” 268.De ese miedo a
ser “utilizado”, en su propio perjuicio físico, por los valores más elevados de la
sociedad, brota la despiadada sinceridad de Bardamu y su nomadismo convulso, ya que
considera que el único “deber” del pobre en este mundo no consiste en su obediencia
sacrificada a los ideales de la utilidad social, sino en su rechazo categórico:

267
Bukowski(2009), ob.cit., p.56
268
Céline, ob.cit., p.48

125
“Rejuvenecen, en verdad, más que nada, los pobres, y al acercarse a su fin, con tal de
que hayan intentado perder por el camino toda la mentira y el miedo y el innoble deseo de
obedecer que les han infundido al nacer, son, en una palabra, menos repulsivos que al comienzo.
¡El resto de lo que existe en la tierra no es para ellos! No les incumbe. Su misión, la única, es la
de vaciarse de su obediencia, vomitarla. ¡Si lo consiguen del todo antes de cascarla, entonces
pueden jactarse de que su vida no ha sido inútil!”269.

Evidentemente, esa “utilidad social”, que está orientada, como prescribe el


protestantismo ascético, a la utilidad económica, encuentra en Bardamu a un espectador
desencantado, y como tal, la desenmascara sistemáticamente a lo largo de toda la
novela. Cuando desembarca en África y entra en contacto con la compañía de Togo,
para ocupar alguna ínfima sinecura de la jerarquía colonial, se da cuenta de que la
“utilidad económica” – esa que podría justificar moralmente, a la luz del protestantismo
ascético, la expansión de un imperio financiero - no tiene ninguna motivación religiosa
ni moral. Todo lo contrario, se basa únicamente en la explotación del negro, con cuya
270
piel, como bromean algunos contables de la compañía, “se han de hacer petacas” .
En las colonias, observa Bardamu, la explotación de negro, en aras de la codicia
interminable del comerciante, es el motor económico por excelencia, un negro “igual
que los pobres de nuestro hemisferio, en una palabra, pero con más hijos aún y menos
ropa sucia y vino tinto” 271. El director de la compañía de Togo llega a vanagloriarse de
haber alterado las necesidades tradicionales del negro, de haber desmoronado en pocos
años su mercado tradicional, basado en la caza y en la pesca, para hacerlo girar en torno
a un régimen de producción masiva y especializada, del que son consumidores y
tributarios al mismo tiempo:

“¿Ve usted esos negros que me rodean?, ¿no? Bueno, pues cuando yo llegué al
pequeño Togo, pronto hará treinta años, ¡aún vivían sólo de la caza, la pesca y las matanzas
entre tribus, los muy cochinos!... (…) ¡Imagínese el banquete!... ¡Hoy ya no hay más victorias!
¡Estamos aquí nosotros! ¡Ni tribus! ¡Ni alboroto! ¡Ni faroladas! ¡Tan sólo mano de obra y
cacahuetes! ¡A currelar! ¡Se acabó la caza! ¡Y los fusiles! ¡Cacahuetes y caucho! ¡Para pagar el
impuesto! ¡El impuesto para que nos traigan más caucho y cacahuetes! ¡Así es la vida,
Bardamu!”272.

269
Ibid., p.431
270
Ibid., p.160
271
Ibid., p.169
272
Ibid., p.167

126
En cierta manera, esa disolución de las necesidades tradicionales del negro,
desintegradas abruptamente con el sistema colonial, recuerdan, como sugiere Weber, a
la gradual y forzosa adaptación que tuvo lugar en el estilo de vida del trabajador
tradicional con el advenimiento del sistema capitalista. Pero donde el sistema
capitalista fue, poco a poco, en el transcurso de un siglo, minando las bases gremiales
y comerciales que permitían cierta autosuficiencia de los mercados tradicionales, en los
países colonizados, que no son sino las minas y calderas de ese sistema, la adaptación
del negro se impone por la vía rápida de la violencia. En menos de treinta años, una
población de costumbres milenarias y necesidades autosuficientes, es reducida a la
mísera cultura del jornal, forzada a la producción masiva de cacahuetes y caucho,
explotada mediante un impuesto que les ata financieramente a ese sistema como mano
de obra barata.

Por ello, cuando a Bardamu le venden el ideal de la utilidad económica, de los intereses
comerciales que han de prevalecer sobre los intereses personales, detecta la hipocresía
dominadora que tan bien conoce en el discurso de los ricos e intenta ponerse a cubierto.
No sin motivo, ya que la compañía necesita para sus tareas más ingratas, como él
mismo dice, de “un gran número de negros y pobres blancos de mi estilo” 273. Son
blancos que la compañía utiliza como contacto con las factorías, subhombres exiliados
a los pantanos, decenas de los cuales mueren cada año. Tal es el destino cruel que
espera a Bardamu cuando acabe su estancia en la ciudad, y, en consecuencia, no
podemos pedirle que sublime la utilidad social y económica de la empresa, por encima
de su propio bienestar. En este pasaje, por ejemplo, el director se queja de un empleado
suyo en la selva, al que Bardamu tendrá que sustituir en breve, con una terrible
inhumanidad que privilegia los beneficios de la empresa sobre la integridad física de
sus empleados:

“Aquel a quien va usted a sustituir en esa factoría es un perfecto cabrón, sépalo…En


confianza…Se lo digo… ¡No hay manera de que nos envíe las cuentas, ese sinvergüenza! ¡No
hay manera! ¡De nada sirve que le mande avisos y más avisos!…No le dura mucho la honradez
al hombre, cuando está solo¡…!Que está enfermo, nos escribe…! !No lo dudo! ¡Enfermo!
¡También yo estoy enfermo! ¿Qué quiere decir eso? ¡Todos estamos enfermos! ¡También usted
estará enfermo y dentro de muy poco, además¡ ¡Eso no es una razón¡ ¡Nos la trae floja que esté
enfermo¡ ¡La compañía ante todo¡ ¡Cuando llegue usted allí, haga el inventario lo primero¡” 274.

273
Ibid., p.166
274
Ibid., p.155

127
La enfermedad del individuo no es una “razón”, porque la única racionalidad que
cuenta, la económica, radica en la prosperidad material de la compañía. Recordemos
la denuncia de Weber contra irracionalidad de un sistema que solo tiene en cuenta la
acumulación de dinero, no las necesidades de sus integrantes.

Con todo, Bardamu es una voz crítica y aislada, con la independencia de criterio
suficiente para rechazar el sistema de valores alienantes que el sistema capitalista
impone a sus asalariados. Pero es una excepción, insisto, a la cultura del deber
profesional que, según Weber, el protestantismo ascético contribuyó a difundir, un
deber que ha de ser ejecutado con la mayor impersonalidad posible, soslayando todo
interés individual, teniendo en mente, ante todo, los beneficios económicos como fin
más noble de nuestras acciones. La educación moral del pobre es, en ese sentido, tan
poderosa como paradójica, tan intensa como contradictoria. Bardamu no se cansa de
observarla en el resto de sus compañeros, otros blancos pobres con los que llega a
África, que valoran el utilitarismo económico al que están orientadas sus actividades en
estos términos:

“De vez en cuando me aventuraba hasta los muelles de embarque para ver trabajar a
mis anémicos colegas que la compañía de Pordurière se procuraba en Francia por patronatos
enteros. Parecían ser presa de una prisa belicosa, al no cesar de descargar y recargar cargueros,
unos tras otros. ‘¡Cuesta tanto la estancia de un carguero en el puerto!’, repetían, sinceramente
preocupados, como si se tratara de su dinero”275.

Pero evidentemente, para tener esa utilidad económica en mente, hay que vaciar de
personalidad el desempeño de las tareas, como prescriben no sin inteligencia las
preceptivas morales inspiradas en el protestantismo ascético. El trabajador ha de
ahuyentar cualquier desaliento personal que pueda afectar a su productividad en el
trabajo, ceder su personalidad entera a la voluntad del patrón y su afán de mejorar las
finazas de la empresa. Así lo expresa Bardamu cuando describe la miserable vida de los
cargueros al servicio de una empresa que los explota y, pese a ello, su fe ciega,
abandonadamente feliz, en la cultura del deber profesional:

“Chinchaban a los descargadores negros con frenesí. Celosos cumplidores de su deber


eran, sin lugar a dudas, e igual de cobardes y aviesos. Empleados modélicos, en una palabra,
bien elegidos, de una inconsciencia y un entusiasmo asombrosos. (…) Habían acudido al África

275
Ibid., p.158-159

128
tropical, aquellos pobres abortos, a ofrecerles su carne, a los patronos, su sangre, sus vidas, su
juventud, mártires por veintidós francos al día (menos las deducciones), contentos, pese a todo
contentos, hasta el último glóbulo rojo acechado por el diezmillonésimo mosquito” 276.

Por supuesto, Bardamu no tiene tantas ganas de trabajar y se queja compulsivamente de


todos los trabajos a que le obliga la necesidad, unas pocas ganas, que como prescribe el
protestantismo ascético, indican cierto alejamiento de dios. ¿Pero cómo va a tener
ganas de trabajar si en la guerra de soldado, casi le matan; si en África, casi muere de
malaria por beneficiar a su compañía; si en Estados Unidos, la fábrica de Ford le
convierte en una máquina al borde del delirio? Si las ganas de trabajar consisten en el
empeño pseudo-místico de desaparecer como persona y rendirse a la voluntad de dios,
entonces la fábrica de Ford es el reino del cielo, la culminación de ese sistema
“impersonal” que reduce la personalidad entera del empleado a un éxtasis mecanizado:
“Te volvías máquina tú mismo a la fuerza, con toda la carne aún temblequeante, entre
aquel ruido furioso, tremendo, que se te metía dentro y te envolvía la cabeza y más
abajo, te agitaba las tripas y volvía a subir hasta los ojos con un ritmo precipitado,
infinito, incansable”277. En abierta oposición a la supuesta bondad de ese estilo de vida,
regido por un utilitarismo social y económico que inculca ideas de obediencia en los
pobres, Bardamu cambiará varias veces de profesión y continente para saciar sus
necesidades, por una parte, y paro evitar, por otra, las consecuencias más alienantes de
tal proceso educativo, que propone coartar la libertad del individuo para convertirlo en
un recurso económico estable. Ese es el origen de su nomadismo, en contraste directo
con las preceptivas morales, inspiradas en el protestantismo ascético, que recomiendan
la mayor perseverancia posible en el trabajo si ésta redunda en beneficio económico de
la comunidad. Bardamu, que sólo quiere saciar sus necesidades, pero no está dispuesto
a hacerlo a cambio de sacrificar su libertad, tiene un conflicto espiritual consigo mismo,
pues sabe que no siempre podrá seguir viviendo a salto de mata:

“Lo peor es que te preguntas de donde vas a sacar bastantes fuerzas la mañana
siguiente para seguir haciendo lo que has hecho la víspera y desde hace ya tanto tiempo, de
dónde vas a sacar fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos mil proyectos que nunca salen
bien, esos intentos por salir de la necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello
para acabar convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver
a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día siguiente, cada vez más
precario, más sórdido” 278.

276
Ibid., p.159
277
Ibid., p.262
278
Ibid., p.234

129
Podemos observaremos como el buscavidas, en abierta oposición al riguroso
autocontrol sentimental que promueve la educación ascética, es un tipo de personaje
que se niega a dominar sus impulsos naturales y mantiene con el mundo una relación
hedonista que afecta profundamente al cumplimiento de sus deberes. Al negarse a
dominar sus impulsos naturales, sometiéndolos a la estricta autorregulación que Weber
detecta en la mentalidad calvinista, el buscavidas incumple los tres aspectos que hemos
querido subrayar en este capítulo: su falta de respeto por la ‘irracionalidad’ del sistema
capitalista; su negación a encajar con los imperativos de la moral ascética (entre los que
nos ha parecido pertinente destacar el imperativo del ahorro); y su colisión frontal con
el cumplimiento del deber profesional, tal como lo hemos estudiado a través de las
diversas nociones disciplinarias que lleva aparejadas el término “beruf”. Doy por
zanjado este breve estudio sobre el ‘carácter’ del buscavidas, en oposición al ‘carácter’
del capitalismo, para analizar en el siguiente capítulo los resortes materiales del
régimen salarial con los que entra directamente en conflicto.

130
III.2.Conflictos materiales del buscavidas con el régimen salarial capitalista

En el presente capítulo, me propongo mostrar, a través del insubordinado espíritu del


buscavidas, los principales problemas con que topa la implantación del régimen salarial
capitalista, desde la revolución industrial hasta el modelo keynesiano, en cuyo doble
cauce estatal-empresarial, progresivamente deteriorado, siguen debatiéndose las
principales reivindicaciones de las clases trabajadoras a día de hoy. Respecto al modelo
keynesiano, el sociólogo laboral Luis Enrique Alonso, en su interesante estudio, La
crisis de la ciudadanía laboral, acierta a señalar una de las paradojas más significativas
de nuestra época. A tal fin, reflexiona sobre la cacareada crisis de la izquierda para
proponer nuevos horizontes y utopías de movilización social, que planten cara a la tesis
en que el capitalismo se presenta como única vía posible de organización social, que se
postula, por ejemplo, de manera tan sibilina como ingenua y radical, en el fin de la
historia de Fukuyama. Alonso señala que, en efecto, por primera vez en la historia
reciente de la modernidad, la sociedad civil parece tener como ideal de combate, no una
utopía de futuro, como el comunismo, caída en desgracia por la degradación de sus
referentes reales, sino una utopía de pasado, esto es, la defensa del modelo keynesiano,
en progresivo estado de deterioro, un modelo en que el estado actúa como un regulador
del mercado y un garante de los derechos de los trabajadores. Salta a la vista que en el
mundo actual, dominado por un capitalismo de alcance global, en que los costos se
externalizan estratégicamente para maximizar beneficios, el papel del estado ha ido
perdiendo, a pasos agigantados, su poder como moderador juicioso entre los intereses
de los trabajadores y los intereses de la economía. Con razón, en el sentir ciudadano, el
estado viene reduciéndose cada vez más a ejercer un papel de franquicia del
capitalismo, que adapta las condiciones de su mercado laboral y financiero a la
situación de la economía internacional para no quedar descolgada de su red de
beneficios, al tiempo que intenta avalar los derechos, de cara a la ciudadanía electoral,
que sustentan un tejido social de inspiración keynesiana.

En el ámbito de este trabajo, nos detendremos en los años 60, época de redacción de la
Conjura de los necios, ya que los buscavidas viven básicamente en la primera mitad del
s.XX, en que se aplican principios tan aparentemente antagónicos como la cadena de
montaje fordista y el estado del bienestar. Tal acotación nos permitirá resaltar la
progresiva imposición del régimen salarial capitalista y su contrapartida de resistencias

131
sociales, que crean, en un estado de pugna inevitable, este tejido social en que se
mueven los personajes estudiados y en cuya desintegración vivimos nosotros a día de
hoy. No me propongo, sin embargo, hacer un detallado estudio histórico de la
evolución del régimen salarial, porque tal objetivo excedería con creces la extensión de
este trabajo de investigación y su voluntad de ceñirse a la indagación en la personalidad
del buscavidas. Pero sí que me centraré en el comentario de varios principios
disciplinarios del capitalismo sobre la identidad del trabajador industrial, que en su
relación y sofisticación históricas crecientes, a lo largo del s.XIX y hasta mediados del
S.XX, constituyen un enfoque histórico común desde diversos aportes a la ciencia
económica moderna, hermanados por la necesidad de racionalizar el trabajo humano y
convertirlo en objeto de cálculo contable. A tal fin, nos centraremos sobretodo en el
análisis de las relaciones de producción industrial capitalistas, ya que su importancia
para el desarrollo jurídico del régimen salarial, y en general, para el modo en que se
“gestionan” modernamente los recursos humanos en las empresas, supondrá un ángulo
muy esclarecedor. Me servirán de guía, entre otros estudios, los interesantes trabajos de
Jean Paul de Gaudemar y Benjamin Coriat, que llevan el enfoque disciplinario de
Foucault al ámbito fabril, contractual y salarial, cosa que nos permitirá subrayar la
insumisión del buscavidas y aquellas otras ocasiones en que, pobre de él, ha de inclinar
la cerviz.

Establezcamos, pues, a modo de resumen, una definición del trabajo en el sistema


laboral capitalista, acorde con la introducción al régimen salarial que hicimos en el
primer capítulo y los rasgos del espíritu capitalista que apuntamos en el capítulo
anterior. Por lo que llevamos visto, en el moderno sistema capitalista, el trabajo se
considera antes que nada una mercancía, cuyo intercambio sirve al individuo asalariado
para “ganarse la vida” y a la empresa para proveerse de “fuerza de trabajo”. De ahí que
se hable, metafóricamente, de un mercado laboral, del mismo modo que existe un
mercado de bienes. Esto significa, en la práctica, que el trabajo es una actividad
remunerada, desplegada y organizada con vista al intercambio mercantil, que se
gestionará de acuerdo a un criterio fundamental: la maximización de beneficios
económicos. La empresa, por tanto, considerará el trabajo, necesariamente, como
objeto de un cálculo contable estricto, a fin de integrarlo como una “mercancía” más,
muy a tener en cuenta en sus partidas de gastos e ingresos, dentro de un sistema de
libre competencia entre empresas que le obliga a racionalizar económicamente toda su

132
estrategia empresarial a fin de resultar más competitiva. Dentro de este afán calculador,
la empresa capitalista topará muy pronto con el principal escollo que presentará la
“fuerza de trabajo” a ser ‘racionalizada’ y por ende ‘maximizada’ económicamente: el
hecho de no ser una energía ciega, dócil e indistinta, sino la suma colectiva humana de
muchos esfuerzos humanos, que tienden a poner en su punto de mira, no en los
beneficios de la empresa, sino en la satisfacción de sus necesidades y su felicidad
personal. Por decirlo de manera directa y sencilla, la empresa capitalista topará pues
con el “factor humano”, cuya gestión y organización, de manera que se ‘optimice’ lo
más posible su productividad y devenga un objeto matemático de cálculo objetivo,
constituirá el quid de todas las propuestas de organización industrial y modelos de
régimen salarial desde finales del S.XVIII hasta nuestros días. De hecho, este afán
calculador es la señal distintiva de toda una época que empieza a expresarse,
sistemáticamente, a través del cálculo como nuevo lenguaje administrativo que afectará
a todos los órdenes sociales e incluso, a algunas disciplinas de las humanidades, que
hasta la fecha se habían articulado, a lo sumo, mediante el lenguaje de la lógica. Tal
rareza sucederá como la filosofía utilitarista de Jeremy Bentham, empeñado, sin asomo
alguno de ironía, con feliz positivismo, en establecer un “cálculo de la felicidad”, en
base a algunos criterios cuantificables numéricamente sobre la influencia de nuestras
acciones individuales en el bienestar o malestar colectivo de la comunidad.

Pero ocupémonos antes del cálculo que nos interesa, más crudamente empírico, el de la
fuerza de trabajo cuantificable en un salario como parte de una estrategia racional para
maximizar y preveer matemáticamente la tasa de beneficios económicos de una
empresa. A fin de simplificar lo más posible esta exposición, podemos resumir en dos
los pilares que subyacen a la edificación del régimen salarial. En primer lugar, la
separación de tareas, postulada ya por Adam Smith en La riqueza de las Naciones,
concepto base cuya influencia se hace extensiva a muchos aspectos de la organización
laboral moderna y constituye la mejor autoridad patronal posible, porque permite
controlar el esfuerzo laboral individual y optimizar su productividad. En segundo lugar,
el salario mismo, que supone el máximo incentivo económico para el trabajador en el
sistema capitalista y cuyas diversas formas de organización se relacionan
inextricablemente, en busca de una mayor eficacia productiva, con el primer principio.
Los dos principios tienen en mente una misma materia prima a gestionar, de difícil
manejo desde un punto de vista puramente matemático-mecánico, la materia humana

133
que constituye el trabajo de los empleados, fundamental cimiento para todo el sistema
productivo. Con razón Taylor, mediante su revolucionario estudio sobre la
organización industrial, señalaba con absoluta certidumbre cual era el motor económico
del sistema capitalista, a pesar del inédito flujo de capitales que parecía reducir a
números su balanza financiera: “La fuente de la riqueza no la constituye el dinero, sino
279
el trabajo.” Y a continuación, más explícitamente: “La riqueza proviene de dos
fuentes: en primer lugar, del suelo y de lo que se encuentra en el suelo, y, después, del
trabajo del hombre.”

Por tanto, examinemos históricamente los orígenes de este conflicto entre el factor
humano y la organización industrial, entre el capital y el trabajo, a través del primer
principio enunciado: la separación de las tareas. Tal como señalamos repetidamente en
la introducción y el capítulo anterior, en los albores del capitalismo, uno de los
principales escollos con los que se encontró la implantación del moderno sistema de
fábrica fue la reticencia de los empleados a trabajar más allá de sus necesidades
tradicionales. Tradicionalmente y por la cuenta que le trae, la burguesía que domina los
recursos industriales y económicos ha tachado de “holganza” o “pereza” esta reticencia
de las fuerzas laborales a dejarse explotar con los criterios matemáticos que implica el
duro engranaje de la fábrica. La solución que dieron los primeros ‘fabricantes’ ingleses
a este problema fue drástica, pero nos llevará, mediante un breve rodeo, al corazón de
este principio de la separación de las tareas que postuló Adam Smith (con filantrópica
intención, todo hay que decirlo) en La riqueza de las naciones.

279
Taylor, Frederick W. Scientific Management. Wesport: Greenwood Press Publishers, 1972. Citado en:
Coriat, Benjamin. El Taller y el cronómetro: ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en
masa. Madrid: Siglo XXI, 1982, p.34

134
III.2.A. Conflictos del buscavidas con el principio de separación de las tareas

Examinemos el caso de Richard Arkwright (1732-1792) para evaluar el fondo de esta


presunta “holganza” e “indolencia” del trabajador, que denunciaban los primeros
fabricantes capitalistas modernos. Arkwright fundó la primera fábrica hidráulica de
algodón y fue uno de los primeros catalizadores de la revolución industrial. Había
reunido un pequeño capital comprando y vendiendo cabello de mujer para fabricar
pelucas, cuando robó la patente, a su socio e inventor Higgs, de la máquina de hilar
continua y múltiple. Una vez en propiedad de la patente, fundó la primera fábrica de
algodón hidráulica, pero no le resultó fácil encontrar personal que la hiciese funcionar.
En parte, porque los obreros de la localidad no podían seguir la «velocidad regular» del
procedimiento, porque el trabajo a jornal seguía siendo mal mirado y, en fin, porque
una larga tradición de artesanado tradicional no veía con buenos ojos el sistema física y
mentalmente alienante de la fábrica. De hecho, no fueron pocos los capitalistas que
vieron destruidas por el fuego sus fábricas recién levantadas, únicamente por esta
resistencia de los trabajadores tradicionales a dejarse succionar, abrupta e
inexorablemente, por la fuerte competitividad que suponía su productividad incesante.
Evidentemente, los capitalistas del s.XVIII se negaban a considerar la bonhomía de
estos argumentos, y argumentaban, al contraataque, que los pobres son ociosos por
naturaleza y alcohólicos por coyuntura, razón por la cual, en beneficio moral de la
comunidad y de si mismos, debían ser sometidos a la severa disciplina de la fábrica. El
industrial J.Smith, en 1747, argumentaba en esta línea de pensamiento: “Es un hecho
bien conocido que el obrero que puede subvenir sus necesidades trabajando tres días de
cada siete estará ocioso y borracho el resto de la semana” 280. Como he dicho en el
capítulo sobre la picaresca, esta idea hallaba resonancias positivas entre los círculos
pudientes de la época, ya que en Inglaterra, por ejemplo, a mediados del s.XVIII,
existía una población de 1 millón y medio de pobres para una población de 12 millones
de habitantes. Cualquier idea que permitiera sacar de la extrema pobreza a esa
población, al tiempo que aumentase la productividad de las empresas, y por extensión,
hipotéticamente, la prosperidad general del país, iba a ser acogida con buenos ojos, a
pesar del rechazo que sintieron los mismos legisladores respecto a la dureza de métodos
280
J.Smith, “Memories of wool” citado por Stephen Mrglin en André Gorz(ed.) Critique de la division du
travail, Paris, Le seuil, 1973, p.71. Citado en: Gorz, ob.cit, p.36

135
empleados en las primeras fábricas. Con todo, hay que resaltar la evidente falacia
burguesa de este razonamiento, que supone que una resistencia razonable a perder el
estatus cualificado del artesano podía ser resumida bajo el sambenito de la “ociosidad”
y la afición por las “borracheras”, estilo de vida vinculado, más bien, a esas clases
totalmente desposeídas, no cualificadas, mendicantes o picarescas, que formaban
increíbles reservas poblacionales de masas desocupadas. Pero Arkwright, alegando que
no podía tener en esos pobres a un trabajador adecuado, se vio obligado, en su opinión,
a recurrir a niños, porque al no estar acostumbrados todavía a la vida independiente del
campo o de los oficios, se adaptaban mejor a la disciplina de la fábrica. Esa iniciativa
fue recibida elogiosamente, como si se tratara de un gesto filantrópico. ¿Acaso el
trabajo de los niños no redundaría en alivio de la situación de los pobres que no rendían
provecho? Lo que me interesa resalta de la argumentación un tanto hipócrita que
conduce a esta explotación infantil (que se convertirá en un mal endémico de la primera
revolución industrial europea) es que los primeros fabricantes capitalistas, al topar con
el factor humano, tienden a suprimirlo en la medida de sus posibilidades, contratando,
por ejemplo, a niños en que dicho factor se vea reducido a un grado altamente
manipulable.

¿Pero cuál era, pues, la gran desventaja que el artesanado tradicional veía en el sistema
de fábrica para que existiera esa aversión social tan poderosa a pasar a integrarse en esa
metodología de trabajo? En gran medida, tal aversión es atribuible al principio de la
separación de las tareas, que desposeía al artesanado del control técnico y cualitativo
sobre las diversas fases de su propio trabajo, para delegarlo en el ritmo impuesto por la
maquinaria industrial y las dinámicas, minuciosamente desglosadas en operaciones
simples, del trabajo en equipo. El nuevo procedimiento permitía trascender, en el
plano de la productividad, los límites impuestos por el mismo artesanado al ritmo y
calidad de su producción, lo cual, a pesar de los efectos alienantes que pudiera tener
sobre las masas trabajadoras, ejercía sobre sus mismos detractores una suerte de
fascinación horrorizada. Es conocido el ejemplo que Adam Smith comenta en La
riqueza de las naciones, tras su visita a una fábrica de alfileres, en la que pudo
comprobar el enorme aumento de productividad que resultaba de la división minuciosa
y de la especialización del trabajo281. El argumento de la máxima productividad, que
281
Vid en: Smith, Adam. Wealth of Nations[en línea]. New York: Cosimo, 2007, p.10. Recuperado el 10
de mayo de 2010, de <http://books.google.es/books?id=A5moyserOFIC&printsec>

136
liberaba al mercado internacional de las trabas impuestas por los sindicatos locales y la
legislación estatal, era suficientemente poderoso como para vencer muchas reticencias
morales, incluso en catedráticos de filosofía moral como Smith. Ahora bien,
tradicionalmente se ha reivindicado a Smith, desde los apologistas del liberalismo sin
trabas, como un defensor sin trabas de la capacidad de autorregulación de los mercados
para converger, pese a la naturaleza egoísta de los intereses concurrentes, en un mayor
bienestar social derivado de una mayor productividad. Nada más lejos de la realidad.
No se olvide que el gran benefactor del sistema postulado por Smith, merced a una
mayor riqueza que redundaría en beneficio de todos los integrantes de la sociedad, era
el consumidor, no el productor. Pero toda su doctrina fue citada desde época bastante
temprana por los productores fabriles, que se aferraron a la parte de su doctrina, en pro
de la productividad, que conducía lógicamente a un laissez faire de los mercados.
Desgraciadamente, como todos los actos del gobierno -incluso leyes como la que
obligaba al enjalbegado de las fábricas o la que impedía que los niños fuesen atados a
las máquinas- podían ser interpretados como estorbos a la libre actividad del mercado,
La riqueza de las naciones fue ampliamente citada para oponerse a la primera
legislación humanitaria. Pero no olvidemos que Smith, a pesar de su admiración por la
productividad por el sistema de fábrica, previene, por ejemplo, contra los efectos
embrutecedores de la producción en masa, que arrebata a los hombres sus facultades
creadoras naturales, así como profetiza una decadencia en las fuertes virtudes del
trabajador, «a menos que el gobierno tome algunas medidas para impedirlo». De igual
manera se manifiesta partidario de la instrucción pública para elevar a los ciudadanos
por encima del nivel de simples dientes de engranaje de una inmensa máquina.

Pero en menos de 15 años, compartiendo este mismo ideal de bienestar futuro, sumado
al deseo de moralizar a las clases más pobres y ociosas, el filósofo Jeremy Bentham
contribuye a ahondar en el principio de separación de las tareas. La obra de este
filósofo utilitarista, Outline of a work to be called, ‘Pauper Management
improved’(1797), puede ser considerada, en cierto modo, un poderoso punto de
inflexión teórico en la bibliografía económica que acompañó al nacimiento de la
revolución industrial. En ella, se encuentran resumidos casi todos los principios,
llevados a un punto de ordenación mental escrupulosa, que luego se sofisticarán con los
manuales de organización industrial más adecuados a las circunstancias reales de un
mercado, como los de Taylor o Ford. Y digo ‘reales’, porque la metodología de trabajo

137
esquematizada en Bentham tenía como materia prima, no un mercado laboral al uso,
sino el mercado extremadamente manipulable de capital humano que desbordaba las
workhouses del estado. Las workhouses eran instituciones en las que recalaba, en busca
de asilo y alimento, esa superabundante masa empobrecida que formaba un elevado
porcentaje de la población en las sociedades preindustriales, cuya importancia para
nuestro tema hemos analizado en el capítulo reservado a la picaresca. Lejos de
contentarse con un papel de beneficencia pasiva, las workhouses se convirtieron, con el
advenimiento de la revolución industrial, en modelos de explotación laboral
encomiables que pretendían socializar a los pobres mediante su integración laboral en
la sociedad. Evidentemente, como era una clase completamente desposeída de
privilegios, sin ningún asidero en el artesanado tradicional, desligada de cualquier
sindicato, renta u oficio que validara sus derechos individuales, su existencia era al
mismo tiempo fuente de la mayor explotación y materia ideal para las
experimentaciones teóricas de organización industrial más articuladas.

Bentham, que había leído a Smith, formula explícitamente un ‘principio de separación


de las tareas’ (separate work or performance distingushing principie), cuyo objetivo es
individualizar al máximo los resultados de los trabajadores, a fin de estipular un
sistema retributivo de recompensas que actúe como un incentivo económico sobre la
moral de los diversos trabajadores. Algunas reglas de su aplicación son las siguientes:

“ 1) Evitar la acumulación de trabajos cuando se pueden separar las tareas ; 2) Si la


acumulación es inevitable, reducirla todo lo posible, pues cuanto menos repartida esté una tarea
entre un grupo de obreros, más fácil será determinar la proporción de trabajo de cada uno de
ellos, y, si se concede una recompensa a los trabajadores, la parte correspondiente a cada uno
será tanto mayor cuanto menos numeroso sea el equipo; 3) si la recompensa es divisible, para
estimular a un holgazán, asociarla con un individuo de buena voluntad; (…) 6) en los trabajos
destinados a la venta, habría que llevar la cuenta del valor del trabajo de cada equipo y, si fuera
posible, también de cada individuo, a fin de dar una recompensa proporcional si hubiere lugar a
ello” 282.

Como dice Gaudemar respecto a la implacable sistematización de principios de


organización laboral que lleva a cabo Bentham, “el dispositivo es impresionante en su
deseo de interiorizar la voluntad de resultados productivos” 283. Pero lo que más nos
llama la atención y, pese a ser un rasgo específico de las workhouses, acaba empapando

282
Vid en: Bentham, Jeremy. Outline of a work to be called. “Pauper Management improved”, Londres,
1797. p.126. Citado en: Gaudemar, ob.cit., p.68
283
Gaudemar, ob.cit., p.68

138
toda la bibliografía industrial posterior, es esa voluntad “educadora” que implica su
sistema de distribución de “recompensas”, porque muestra el gran interés de los
diversos incentivos salariales propuestos por el sistema laboral moderno para
garantizar, si no la pasión corporativa ni la responsabilidad artesanal por el objeto
producido, sí al menos la implicación del trabajador, a través de su ganancia individual,
en el gesto simple que le haya sido encomendado dentro de ese sistema de tareas
separadas. Pero Bentham lleva aún más lejos el principio de tareas separadas al
asociarlo con otros dos principios. En primer lugar, el principio del pleno empleo (all-
employing principie) consistente en utilizar siempre, según sus respectivas capacidades,
todos los brazos disponibles: “la incapacidad real no es más que relativa, es decir, que
sólo está relacionada con un determinado tipo de trabajo y con una determinada
situación; siempre se puede emplear hasta la menor porción de aptitud” 284. Y en
consonancia con éste, el principio de la división del trabajo, que sistematiza un poco
más esta proposición: “cuanto más simple es un acto, más hay que adaptarse a las
facultades de las diferentes clases de trabajadores del establecimiento. Hay, de este
modo, economía de tiempo, aumento de la capacidad relativa, aumento de la cantidad
de los trabajos menos habituales”285.

Todos estos principios, derivados del principio de separación de las tareas que
mecaniza las operaciones de los empleados, se sofisticarán a lo largo del s.XIX,
estructurándose en torno a un mismo común denominador, esto es, desposeer lo más
posible al obrero del control sobre su oficio para delegarlo en unas dinámicas
minuciosamente desglosadas que les conviertan en simples peones de un proceso de
fabricación en serie. A comienzos del s.XX, Taylor, mediante su revolucionario estudio
“La dirección de los talleres” declara su voluntad de maximizar este control mediante
un estudio científico y sistemático del tiempo, esto es, de los tiempos requeridos, y
escrupulosamente cronometrados, para realizar cada una de las operaciones simples de
este proceso en cadena, ya que “el elemento más importante, tanto para el patrón como
para los obreros, es decir, la velocidad a la que se realiza el trabajo, está sujeta a
variaciones, en lugar de ser dirigida y controlada inteligentemente” 286. A tal fin,
cronometrará escrupulosamente, mediante obreros señalados por su especial diligencia,
cada fase del proceso de fabricación, y diseñará una jerarquía dentro del taller, dividida

284
Bentham, ob.cit, p.12. Citado en: Gaudemar, ob.cit.,p.69
285
Ibid., p.115. Citado en: Citado en: Gaudemar, ob.cit.,p.69
286
Taylor, Frederick W. La dirección de los talleres. Barcelona, 1925. Citado en: Gaudemar, ob.cit., p.84

139
en una élite técnica que concibe el proceso de producción y una masa no cualificada
que ejecuta su cumplimiento, eliminando lo más posible el control individual, el
‘factor humano’, sobre los tiempos de producción. Tal jerarquía será la encargada, por
tanto, ya no sólo de controlar el cumplimiento de trabajo, que al estar en manos del
colectivo obrero y sus diversos individuos, podía ser ejecutado a ritmos disímiles, sino
de asegurar la velocidad previamente cronometrada de cada uno de los gestos que
debían ser ejecutados. Como dice Benjamin Coriat:

“el control obrero de los modos operatorios es sustituido por lo que se podría llamar un
‘conjunto de gestos’ de producción concebidos y preparados por la dirección de la empresa y
cuyo respeto es vigilado por ellas. (…) Este conjunto de gestos, al principio locales y empíricos
– por depender de las medidas de los “crono-analizadores- llegará progresivamente, con la
puesta a punto de las tablas de tiempos y movimientos elementales, a la categoría de un código
general y formal del ejercicio del trabajo industrial”287.

Pero a continuación, Coriat menciona las implicaciones sociales de este modo de


organización, potenciadas por un hecho histórico fundamental que facilitó la
imposición del taylorismo: “Con la puesta en práctica de este código, se asegura la
integración progresiva de los trabajadores no especializados en los puestos de los
‘profesionales’ de oficio, lo que provoca, con la transformación en las condiciones del
ejercicio de trabajo, un cambio en la composición de la clase obrera requerida” 288.
Porque, en efecto, desde comienzos del s.XIX, los Estados Unidos ven como se
produce, en oleadas sucesivas, el mayor movimiento de inmigración de la historia
moderna, producido, como un efecto dominó , por la industrialización europea y el
éxodo rural masivo, amén de una serie de mutaciones políticas y económica derivadas
de ellos. Esta masa, que constituirá un magnífico “ejército de reserva industrial” para
el capital americano, en manos de una élite WASP, estará constituida principalmente,
como dice con crudeza Coriat, por

“una gigantesca masa de pobres diablos, recién expropiados de sus campos, sin
especialización ni conocimiento del trabajo industrial y privados de asociaciones de defensa
colectiva de su fuerza. (…) De esta forma, Taylor hace posible la entrada masiva de trabajadores
no especializados en la producción. Con ello, el sindicalismo es derrotado en dos frentes. La
entrada del ‘unskilled’ en el taller no es sólo la entrada de un trabajador ‘objetivamente’ menos
caro, sino también la entrada de un trabajador no organizado, privado de capacidad para
defender el valor de su fuerza de trabajo”289.

287
Coriat, ob.cit., p.36
288
Ibid., p.36
289
Ibid., ob.cit., p.30

140
Con Taylor, pues, el principio de separación de las tareas se sofisticará
extraordinariamente, quedando debidamente cronometrado, jerarquizado y, sobretodo,
abastecido de una masa de obreros no cualificados que incrementará el control patronal
sobre la producción.

Por último, con Richard Ford, este principio de separación de las tareas llegará a su
cúspide con la cadena de montaje, que facilitará a su vez la transformación de la
‘producción en cadena’ en ‘producción en masa’, lo cual llevará, en última instancia, a
un aumento de la productividad inédito en la historia, que sólo podrá ser absorbida
mediante la implantación de un nuevo orden que impera en nuestra sociedad actual del
bienestar: el consumismo. Ya que mediante el consumismo, las mismas masas
trabajadoras ya no serán meros peones del sistema, sino clase productora y
consumidora, piedra de toque de un mercado, convenientemente sobre-estimulado
mediante la publicidad, que sería incapaz de sostenerse sin la creación de una clase
media con poder adquisitivo suficiente para garantizar una demanda sostenible de esos
excedentes de productividad. Mediante la voz “consumismo”, cargada de
connotaciones negativas, nos referimos pues a lo que el sociólogo Michel Aglietta
acuña, con más objetividad y bastante fortuna en la sociología posterior, como “nuevas
normas de consumo obrero”290. Volveremos sobre esta cuestión al examinar el
principio del régimen salarial directamente vinculado a la distribución de los salarios.
Centrémonos aquí, por el momento, en la manera en que el principio de separación de
las tareas se expresa a través de la línea de montaje fordista. Su principio es enunciado
en forma general en los Estados Unidos a partir de 1918, y, a partir de entonces, se
extenderá meteóricamente por todo el mundo. Durante la 1ª guerra mundial, en el
Boletín de fábricas Renault, ya se distribuye una circular centrada en ese principio
central de la nueva fábrica fordista que constituye el ‘transportador de cinta’: “El
principio es fijar la pieza principal al transportador y hacerla pasar delante de cada
hombre, que fija en él otra pieza, de suerte que el órgano se encuentra completamente
montado al final del transportador”291. El detalle técnico fundamental que se deriva de

290
Vid en: Aglietta, Michel. A theory of capitalist regulation: the US experience[en línea].London:
Verso, 2000, p.152 Recuperado el 15 de mayo de: <http://books.google.es/books?
id=Krx8K0YIIfAC&dq>
291
Bulletin des usines Renault, archivos Renault, agosto de 1918, num.2, p.2. Citado en: Coriat, ob.cit,
p.39

141
la cadena de montaje enlaza con la motivación fundamental que hemos querido resaltar
en la progresiva sofisticación del principio de separación de las tareas, esto es, el
interés del patrón por desvincular el control del obrero sobre el proceso productivo, ya
que, como dice Benjamin Coriat, “la cadencia de trabajo está regulada mecánicamente,
de manera totalmente exterior al obrero, por la velocidad dada al transportador que
‘pasa’ delante de cada obrero”292. Esta ‘velocidad’ de la máquina, antítesis y remedio
ideal para el patrón de la ‘indolencia’ obrera, redundará en una eliminación de los
tiempos muertos del taller, convertidos en tiempo de trabajo productivo, y por
extensión, en “una brutal prolongación de la duración efectiva de la jornada de trabajo”
293
.

La cadena montaje es heredera, pues, del sistema de Taylor, pero donde este hacía
prevalecer, para la aplicación científica del principio de separación de las tareas, una
élite cualificada sobre una masa de obreros no cualificada que supervisase el
cumplimiento de las velocidades, el sistema de Ford delegará en la misma máquina, en
la cinta transportadora, esta parcelación de la velocidad empleada en cada gesto. Eso
implica, en la práctica, tres aspectos fundamentales de la fábrica fordista. En primer
lugar, permite economizar empleo, ya que sobrarán supervisores y obreros encargados
del transporte de las piezas; en segundo lugar, la autoridad que vigila el cumplimiento
de la fabricación en cadena queda desligada del factor humano, y se delega en la
cadencia misma de la cinta transportadora; por último, como dice Coriat, el sistema de
producción en su conjunto se articulará mediante un “recurso sistemático al
maquinismo”294. Por tanto, de cara a la puesta en escena de estas consecuencias
mediante las experiencias de los buscavidas que relataré a continuación, cabe resaltar
una evidencia. Con la línea de montaje, se llevará hasta sus últimas consecuencias, no
sólo el principio de separación de las tareas postulado en Adam Smith, sino también las
consecuencias alienantes que acarrea dicho principio en la existencia misma del
trabajador. Recordemos que ya Adam Smith en La riqueza de las naciones reconocía en
La Riqueza de las naciones que este principio volvía “ignorantes” a los hombres y
embrutecía sus hábitos295. Pero con un espíritu conciliador que los universitarios
modernos, progresivamente proletarizados en una sociedad progresivamente opulenta,

292
Coriat, ob.cit., p.41
293
Ibid., p.44
294
Ibid., p.47

142
no dudamos en agradecerle, profetiza que para compensar esta animalización de los
individuos y, por extensión, un inexorable empobrecimiento del tejido social, el estado
deberá asegurar a todos los trabajadores una mínima educación que palie los efectos del
principio de separación de las tareas. Por tanto, Smith, a dios rogando y con el mazo
dando, da por buenos las consecuencias alienantes de esa nueva sociedad industrial,
ligeramente parcheadas por la educación, en aras de una mayor productividad que
aumente la prosperidad del país. Con la maquinización absoluta de la fábrica que
supone la aplicación de la cadena fordista, no sólo queda el obrero maniatado a un solo
gesto, durante una jornada que multiplica exponencialmente su ritmo de trabajo, sino
que el entorno mismo de la fábrica se convierte en fuente, como diríamos suavemente
hoy en día, de un stress insoportable. Veamos esta descripción del escritor francés
Georges Navel, que narra en Travaux su experiencia como obrero: “Todo el espacio,
del suelo a la techumbre de la nave, estaba roto, cortado, surcado por el movimiento de
las máquinas. (…) En el fondo de la nave, unas prensas locales cortaban travesaños,
capós y aletas, con un ruido parecido al de explosiones”296. Debido a este idílico
entorno de trabajo, el mismo Ford subirá, como veremos al hablar de los salarios, los
jornales de los trabajadores más leales, ya que necesita proveerse de una mano de obra
lo más estable posible. Como él mismo reconoce, calculadoramente, en su biografía:
“Quizá sería posible calcular con exactitud (…) la energía que una jornada de trabajo
quita aun hombre. Pero no es posible en absoluto determinar exactamente lo que
costará restituirle esa energía que nunca recuperará”297.

Veamos pues como se ilustra este principio de la separación de las tareas, que rige el
funcionamiento de las fábricas contemporáneas y tiene implicaciones sociales diversas,
en las diversas novelas con buscavidas. Cuando en Viaje al fin de la noche, Bardamu
llega a Detroit y se persona en la fábrica de Ford en busca de trabajo, tiene la osadía de
comentarle al seleccionador de personal que ha cursado algunos estudios de medicina,
con la esperanza de que puedan encomendarle algún trabajo de rango más elevado. La
respuesta del seleccionador ilustra con crueldad la principal virtud de la cadena de
montaje, esto es, su capacidad para erigirse, autoritariamente, en expresión directa de
la voluntad de un patrón que ya no necesita individuos para realizar el trabajo, sino
295
Vid en: Smith, Adam. Wealth of Nations[en línea]. New York: Cosimo, 2007, p.489. Recuperado el
10 de mayo de 2010, de <http://books.google.es/books?id=A5moyserOFIC&printsec>
296
Navel, Georges. Travaux, París: Alvin Michel, 1964. Citado en: Coriat, ob.cit., p.42
297
Ford, Henry. Ma vie, mon ouvre. Paris: Payot, 1925.Citado en: Coriat, ob.cit. p.61

143
meros gestos mecanizados: “¡No te van a servir de nada aquí los estudios! No has
venido aquí a pensar, sino para hacer los gestos que te ordenen ejecutar…En nuestra
fábrica no necesitamos a imaginativos. Lo que necesitamos son chimpancés…Y otro
consejo. ¡No vuelvas a hablarnos de tu inteligencia! ¡Ya pensaremos por ti, amigo!” 298
Poco después, Bardamu ya está sumido en las estresantes entrañas de la fábrica de
Ford, que como decíamos más arriba, son sumamente alienantes para el obrero, porque
agotan sus energías físicas de un modo inéditamente intensivo hasta la fecha en los
anales de la industria y suponen un auténtico reto a sus facultades mentales:

“Era como un cataclismo aquella infinita caja de aceros, y nosotros girábamos dentro
con las máquinas y con la tierra. ¡Todos juntos¡ Y los mil rodillos y pilones que nunca caían a
un tiempo, con ruidos que se atropellaban unos contra otros y algunos tan violentos, que
desencadenaba a su alrededor como silencios que te aliviaban un poco.(…)Cedías ante el ruido
como ante la guerra. Te abandonabas ante las máquinas con las tres ideas que te quedaban
vacilando en lo alto, detrás de la frente. Se acabó. Miraras donde mirases, ahora todo lo que la
mano tocaba era duro. Y todo lo que aún conseguías recordar un poco estaba rígido también
como el hierro y ya no tenía el sabor del pensamiento. Habías envejecido más que la hostia de
una vez”299.

A Ford le gustaba mucho repetir una frase, con industrioso sarcasmo, que se incrusta en
el corazón disciplinario del principio separador de las tareas que subyace a su cadena
de montaje: “Andar no es una actividad remuneradora” 300. Con ello, alababa la
invención de la cinta transportadora, que permitía sentar al hombre frente a su puesto
de trabajo y dejarle allí, produciendo riqueza para su país durante una jornada
extenuante e increíblemente monótona: “Ningún obrero tiene nunca que transportar ni
levantar nada, siendo esas operaciones objeto de un servicio distinto, el servicio de
transportes”301. El servicio de transportes consistía en vagonetas, conducidas
manualmente por algunos empleados, que llevaban los materiales a los diversos
empleados en sus puestos de trabajo. Bardamu las define en términos de esclavitud
moderna: “La vagoneta llena de chatarra apenas podía pasar entre las máquinas. ¡Que
se apartaran todos! Que saltasen para que pudiese arrancar de nuevo, aquella histérica.
Y, ¡hale!, iba a agitarse más adelante, la muy loca, traqueteando entre poleas y

298
Céline, ob.cit., p.262
299
Ibid., p.262
300
Citado en: Coriat, ob.cit., p.44
301
Ford, ob.cit, p.84. Citado en: Coriat, ob.cit., p.43

144
volantes, a llevar a los hombres sus raciones de grilletes” 302. El principio de separación
de las tareas, pues, tal como había observado con humanista sagacidad Adam Smith,
podía resultar alienante para un trabajador condenado a repetir hasta la saciedad el
mismo gesto. A Bardamu no le queda ninguna duda de que realizar ese trabajo hasta el
fin de sus días equivaldría a una suerte de muerte en vida, al lamentar “la sencillísima
maniobra que yo debía realizar en adelante y para siempre. Mis minutos, mis horas, el
resto de mi tiempo, como los demás, se consumirían en pasar clavijas pequeñas al ciego
de al lado, que las calibraba, ése, desde hacía años, las clavijas, las mismas”303.

Asimismo, en el retrato que hace Bardamu de la cola de espera ante el Departamento de


selección de Ford, se hace hincapié en esa superabundante masa de inmigrantes que
protagonizó una entrada masiva de obreros no cualificados en el sistema productivo y
constituía, en su extremo desarraigo y su incultura artesanal, la materia prima ideal
para las élites patronales, susceptible de ser manipulada con facilidad:

“Uno de los que aguardaban me dijo que llevaba dos días allí y aún en el mismo sitio.
Había venido desde Yugoslavia, aquel borrego, a pedir trabajo. Otro pelagatos me dirigió la
palabra, venía a currelar, según decía, sólo por gusto, un maníaco, un fantasma. En aquella
multitud casi nadie hablaba inglés. Se espiaban entre si como animales desconfiados, apaleados
con frecuencia. De su masa subía el olor de entrepiernas orinadas, como en el hospital. Cuando
te hablaban, esquivabas la boca, porque el interior de los pobres huele ya a muerte” 304.

Evidentemente, esta masa de trabajadores se convirtió en una ventaja para de los


patronos, pues debido a la gigantesca oferta de obreros no cualificados, el sindicato era
incapaz de defender los derechos de los trabajadores sindicados. Como advierte un ruso
a Bardamu en la cola, los derechos de contratación y expulsión del empleado pasan a
depender enteramente de su sumisión incondicional a los modos productivos impuestos
por la patronal: “No hay que ponerse chulito en esta casa, porque en un dos por tres, te
pondrán en la calle y te sustituirá una máquina de las que tienen siempre listas y, si
quieres volver, ¡te dirán que nanay!” 305 Así pues, el obrero exiliado que integra en una
vasta mayoría la plantilla de Ford, se medirá únicamente por su obediencia a la

302
Célines, ob.cit., p.263
303
Ibid., p.263
304
Ibid., p.260
305
Ibid., p.261

145
máquina, no por sus facultades ni sus estudios ni su inteligencia, sino por la ductilidad
mecanizable de su pobreza.

En general, el retrato que hace Bardamu de los emigrantes a Estados Unidos merece ser
enmarcado como un auténtico alegato contra la explotación laboral y económica.
Recién desembarcado en un pueblo cercano a Nueva York, del que las autoridades
locales no le permiten salir, Bardamu se da cuenta de que el pueblo es, literalmente, el
menos productivo de América, un espacio de cuarentena, un moridero en potencia, que
permite sólo entrar por cuentagotas a los trabajadores que demuestren su buen estado
de salud tras unas semanas de estancia. Para salir de allí, Bardamu, que ha aprendido a
contar pulgas en galeras, se propone mostrar a las autoridades locales su utilidad como
higienista riguroso y experto censador de pulgas. De tal manera, se integra en el
espíritu americano, eminentemente racional y económico, convirtiendo el lamentable
espectáculo de la emigración masiva en un depurado ejercicio de higiene colectiva:
“¡Yo creo en el censo de las pulgas! Es un factor de civilización, porque el censo es la
base de un material de estadística de los más preciosos… Un país progresista debe
conocer el número de sus pulgas, clasificadas por sexos, grupos de edad, años y
estaciones…”306 En otras palabras, la economía debe poder contar con los hombres
como números, con ese espléndido “ejército de reserva industrial” al que hiciera
alusión Marx. Es por ello que los hombres son descritos, paródicamente, como pulgas,
ya que el emigrante queda despojado de la más elemental humanidad para ser
considerado pura fuerza de trabajo, un trabajo estadístico que Nueva York, con distante
interés empresarial, sigue desde el otro lado de la bahía:

“Pulgas de Polonia, de Yugoslavia, de España…Ladillas de Crimea…Sarnas de Perú…


Todo lo que viaja, furtivo y picador, me pasaba por las uñas.(…) Las sumas se hacían en Nueva
York, en un servicio especial dotado de máquinas eléctricas cuentapulgas. Todos los días, el
pequeño remolcador de la Cuarentena atravesaba la ensenada de un extremo a otro para llevar
allí nuestras sumas por hacer o por verificar”307.

No es de extrañar, pues, que cuando llegue a las fábricas, esta multitud de inmigrantes
muertos de hambre acepte cualquier condición laboral. Bardamu, por último, se
sorprende en vano, al ver la cantidad de inmigrantes desarrapados que se reúnen con él

306
Ibid., p.221
307
Ibid., p.222

146
en Detroit, asombrado de que en las fábricas de Ford “cogían a cualquiera”. En
efecto, conviene enlazar esta declaración con un principio, derivado del principio de
separación de las tareas, que Jeremy Bentham acuñaba, en cita previa, como el all-
employing-principle: “la incapacidad real no es más que relativa, es decir, que sólo está
relacionada con un determinado tipo de trabajo y con una determinada situación;
siempre se puede emplear hasta la menor porción de aptitud.” El mismo Bardamu, al
demostrar ser un inepto en la línea de montaje, al tercer o cuarto error, es transferido a
la vagoneta que lleva las piezas, en que demuestra ser un poco más aplicado, dado su
carácter andariego. Del mismo modo, el sistema industrial moderno dispone de una
fuerza de trabajo individualizada en facultades diversas, que desechará en su mayor
parte, reduciendo la capacidad potencial del empleado a un solo gesto, pero que
también sabrá adaptar, asimismo, a las diversas necesidades de esa compleja
maquinaria que es la empresa.

En cierto modo, este “all-employing-principle”, que algunos han traducido


confusamente como principio de pleno empleo, no tiene que ver con el “pleno empleo”,
tal como lo conocemos en nuestra moderna sociedad del bienestar, sino
metafóricamente. El pleno empleo, en su definición moderna, hace referencia a la
situación en la cual todos los ciudadanos en edad laboral productiva, y que desean
hacerlo, tienen trabajo. En otras palabras, es aquella situación en la que la demanda de
trabajo es igual a la oferta, al nivel dado de los salarios reales. En nuestros modernos
estados, la persecución, siempre utópica, del pleno empleo, forma parte del programa
electoral de todos los partidos políticos, si bien cierta tasa de desempleo, aunque sólo
sea de los que están cambiando de trabajo, siempre es necesaria como indicador de
cierta movilidad social. De hecho, pese a la fábula directriz del pleno empleo, es el
desempleo, que aflora siempre en épocas de crisis, la realidad más coyuntural y
reiterada del sistema capitalista, como parte esencial en la estructura de sus ciclos
económicos. La angustia del paro es una circunstancia en la que el ciudadano queda
provisional o crónicamente desposeído de ciertos credenciales políticas y económicas
ante la sociedad. Es el desempleo el que hace emerger, como un reverso esperanzador,
a su fantasma hermano, el “pleno empleo”, como fin idílico a garantizar por cualquier
estado que aspire a extender a todos sus trabajadores carta de ciudadanía. Sin embargo,
el “pleno empleo” y el “all-employing-principle” muestran, a mi entender, una oscura
afinidad simbólica, una misma capacidad reclutadora: la de una organización, ya sea,

147
respectivamente, país o empresa, que promete a sus individuos la integración
económico-social, a cambio de poder emplear, incondicionalmente, y en aras de un
mayor beneficio económico, la fuerza de trabajo de la que son portadores.

Porque evidentemente, el hecho de que se postule el pleno empleo como fin alcanzable
por la política de un estado, suscita al mismo tiempo dos preguntas: ¿Realmente hay
trabajo para todos? ¿En qué condiciones? Esas son las preguntas que, desde una
exégesis basada en la sociología laboral, parece suscitar una de las parábolas más
famosas de Kafka, el Gran Teatro de Oklahoma, cuando Karl Rossman llega a sus
oficinas de selección de personal, atraído por el siguiente cartel: “¡Sólo hoy os llama,
sólo una vez¡ ¡Quién pierda la oportunidad ahora, la habrá perdido para siempre!
¡Quién piense en su futuro es de los nuestros! ¡Todo el mundo es bienvenido!(…)
Somos el teatro que puede emplear a todos, a cada uno en su puesto¡”308 El pasaje es
con toda seguridad el que más signos de exclamación contiene en toda la obra de
Kafka, por lo común inquietante y sobria. Kafka reproduce el estilo publicitario de
nuestro siglo, el de los grandes, fastuosos y mentirosos reclamos publicitarios, que no
dudan en manejar las herramientas de persuasión más sospechosamente enfáticas para
convencer al desocupado de que tiene un lugar en el mundo, sin especificar, ahí reside
lo inquietante del pasaje, qué empleo podría ser ese al que todo el mundo “es
bienvenido”. Evidentemente, los que acuden a la llamada de un cartel tan sospechoso,
que “tenía sobretodo un gran defecto y era que no decía nada de la remuneración” 309, es
porque son marginados que no tienen nada a lo que aferrarse, son inmigrantes como
Karl, por ejemplo, que sienten como un reclamo liberador el hecho de que el sistema
les brinde la oportunidad de integrarse a pesar de su procedencia, pasado o extracción:

“Todo lo que había hecho hasta ahora quedaría olvidado, nadie se lo reprocharía.
¡Podía presentarse para un trabajo que no era vergonzoso y que, por el contrario, se podía
anunciar públicamente! Y, de forma igualmente pública, prometían aceptarlo también a él. Karl
no pedía nada más; quería encontrar de una vez el comienzo de una carrera decente y quizá era
eso lo que se le ofrecía”310.

Evidentemente, esta observación de Karl cuando ya han sido contratados no deja lugar
a dudas sobre el desarraigo radical de los que se han presentado al gigantesca campaña
308
Kafka, ob.cit., p.258
309
Ibid., p.258
310
Ibid., p.259

148
de Oklahoma, incentivados por urgentes necesidades económicas: “Nadie llevaba
equipaje; el único equipaje era el cochecito del niño, que ahora, guiado por el padre a la
cabeza del grupo, daba saltos arriba y abajo como descontrolado.¡Cuánta gente
desposeída y sospechosa se había reunido allí, y, sin embargo, qué bien había sido
recibida y atendida!”311 Todo el pasaje respira una atmósfera de sofisma sacrificial y
burocratizada, aunque nunca lleguemos a saber para que han sido contratados, como no
podía ser de otra manera en Kafka. Tal vez sirva de orientación saber que en un libro
leído por Kafka en aquellas fechas, Amerika heute und morgen, se reflexiona sobre las
vastas oleadas de trabajadores solicitados por el sistema laboral americano (que
alimentaría la igualmente vasta marea de emigrantes europeos, considerados capital
humano indispensable para el despegue de una economía emergente) 312. Como vemos,
en la parábola de Kafka se reúnen, sin aparente contradicción, estos dos principios: el
pleno empleo y el all-employing-principle. El primero, porque se postula utópicamente,
a la manera en que el mismo estado americano garantiza trabajo sin fin a todos los que
decidan embarcarse en el sueño americano. El segundo, porque la empresa del teatro de
Oklahoma, se arroga la certeza de saber como emplear hasta la menor “porción de
aptitud” de cada uno de los empleados, por más que escape a los esquemas habituales.

Es aquí donde el “all-employing-principle” muestra su enlace terrible con el “principio


de separación de las tareas”; al tiempo que desvela la trampa implícita en el reclamo
ultra-publicitado del pleno empleo. Como vemos, en la fábula de Kafka, todo ello esta
magistralmente unido expresado mediante un solo símbolo. Cuando Karl llega al
proceso de selección, intenta hacer creer a los burócratas, primero, que él es ingeniero,
para ver si puede encajar mejor en el sistema laboral americano, que parece haberle
reservado a su condición de inmigrante una suerte ingrata. Pero al ser interrogado más
exhaustivamente, acaba confesando que no acabó sus estudios, que ni siquiera eran
universitarios y que además los cursó en Europa. Resulta inquietante que le vayan
pasando de una caseta a otra de reclutamiento hasta acabar en la que le pertenece por
derecho propio, la de ex-estudiantes europeos de enseñanza secundaria, que Kafka
describe, ominosamente, como “situada en el extremo más alejado del hipódromo, no
311
Ibid., p.277
312
Jordi Llovet,en su edición de El Desaparecido, cita este pasaje del libro: “En las esquinas hay fijados
enormes carteles con anuncios, que suenan como disparos de cañones, pero también como señales de
emergencia. “50.000 campesinos, de inmediato hacia el oeste” “30.0000 cosechadores se precisan en
Manitoba”, “La más inaudita cosecha desde que Canadá construyó Weizen”. Una saludable ostentación
que demuestra que el país necesitaba a mucha gente. (Amerika heute und morgen, locus cit., p.113).

149
sólo más pequeña, sino incluso más baja que todas las demás” 313. Tal perfil responde,
qué duda cabe, al del exiliado que alimentaba las filas de obreros no cualificados, esos
que el capitalismo americano, a partir de las innovaciones de Taylor y Ford, necesitaba
devorar en cantidades ingentes, baratas y desprotegidas para su buen funcionamiento.
Es curioso, pues, que el principio de separación de las tareas se lleve, con la misma
lógica enloquecidamente desglosada de la cadena de montaje, al de la separación de las
tareas que deberían brindar, evidentemente, una serie de méritos académicos. Al
prometer tal identificación, utópicamente burocratizada, entre una tarea digna que se
amolde como un guante a nuestro grado de formación específico, Kafka parece estar
burlándose del principio de separación de las tareas en su conjunto. El gran despliegue
del Gran Teatro de Oklahoma camufla, sibilinamente, una estrategia de captación de
mano de obra barata. Esos trabajadores que alimentarán las cadenas de montaje del
sistema capitalista moderno, en que el principio de separación de las tareas queda
expresado mediante el gesto mínimo y absurdo que un operario, agotando a marchas
forzadas sus fuerzas físicas y mentales, deberá realizar hasta el fin de sus días. Es lo
que parecen sugerir sus contratadores, cuando tras un largo interrogatorio, en que le
preguntan si podría ser actor o realizar trabajos técnicos, Karl acaba temiéndose con
toda justicia lo peor: “¿Es usted suficientemente fuerte para realizar trabajos pesados?
preguntó el señor. “Oh, sí” dijo Karl. Entonces el señor hizo que Karl se aproximara y
le tentó el brazo. “Es un muchacho fuerte” dijo, llevando a Karl por el brazo ante su
jefe. El jefe asintió sonriendo”314. Cuando finalmente se llevan a Karl y otros tantos
desarraigados a Oklahoma, en un tren que serpentea entre torrentes de montaña, cuyo
“aliento de frialdad hacía que los rostros se estremecieran” 315, el lector siente que las
condiciones del contrato que ha firmado Karl, dando por buena la utópica promesa del
Gran Teatro de Oklahoma, no le auguran un futuro alentador.

Por su parte, Chinaski, hasta en tres ocasiones a lo largo de Factotum, es un testigo de


excepción de este delirio mecanizado al que está condenado el obrero en un trabajo de
fábricas, donde el ritmo es impuesto por la maquinaria moderna. Baste la relación de su
experiencia en una de las fábricas: “Sonó un silbato y la máquina se puso en acción.
Las galletas para perros empezaron a moverse. Se le daba forma a la masa y entonces
se reunían las galletas en pesadas bandejas metálicas con bordes de hierro. Agarré una
313
Ibid., p.267
314
Ibid., p.272
315
Ibid., p.278

150
bandeja y la puse en un horno que había detrás de mí. Me di la vuelta. Allí estaba la
siguiente bandeja. No había manera de que decreciese el ritmo” 316. Ese es el simple
gesto que Chinaski está condenado a repetir en ese trabajo. No es una cadena de
montaje a la manera de Ford, pero obedece, sin duda, al mismo concepto de
continuidad mecánica, movimiento perpetuo y separación de las tareas, de modo que la
voluntad del empleado no pueda interferir en absoluto en el ritmo de fabricación. Como
dice Chinaski, ese procedimiento, por mucho que aumente la productividad de las
galletas, conduce inevitablemente a la alienación y locura totales de los empleados:

“Las bandejas eran pesadas. Cargar una de ellas podía agotar a un hombre. Si piensas
en lo que es hacerlo durante ocho horas, cargando cientos de bandejas, nunca podrías hacerlo.
Galletas verdes, galletas rojas, galletas amarillas, galletas marrones, galletas púrpuras, galletas
azules, galleas vitaminadas, galletas vegetales…En tales trabajos, la gente acaba agotada.
Experimenta una resistencia más allá de la fatiga. Dice cosas disparatadas, brillantes. Perdida la
cabeza, yo bromeé y charlé y conté chistes y canté. Me moría de risa” 317.

Chinaski, como hijo de inmigrantes humildes que no ha querido prosperar en la vida,


está destinado a ejercer ese tipo de trabajos alienantes que constituyen, amargamente, el
centro productor de nuestra moderna sociedad de producción de masas.

Por último, vale la pena examinar el enfoque de Ignatius Reilly, en La conjura de los
necios, del sistema laboral que impera en la oficina y la fábrica de Levy Pants, fabrica
de pantalones. Como oficinista comprometido contra la injusticia social, Ignatius se
siente sublevado por “la algarabía y el estruendo, los chirridos y los silbidos de la
fábrica” de la empresa en que trabaja. Con la intención de articular una protesta por los
derechos civiles, decide descender a la infernal fábrica, desde su sosegada oficina, para
conocer a los obreros y hacerse cruces del entorno mecanizado en que trabajan: “Es una
escena que combina lo peor de La cabaña del tío Tom y de Metrópolis, de Fritz Lang.
Es la esclavitud de los negros mecanizada; ejemplifica el progreso que ha hecho pasar
al negro de recoger algodón a cortarlo y coserlo” 318. Todos los trabajadores,
evidentemente, son negros mal remunerados, que en su papel de herederos de
inmigrantes, forman parte de esas vastas oleadas de mano de obra barata que
permitieron el despegue de la emergente economía americana, abasteciendo de obreros
no cualificados a las nuevas fábricas basadas en el principio de separación de las tareas.
Pero lo más interesante del relato de Ignatius es que, en la fábrica de Levy Pant’s, la

316
Bukowski(2007), ob.cit., p.37
317
Ibid., p.38
318
Kennedy Toole, ob.cit., p.120

151
autoridad, es decir, el Sr.Levy, brilla por su ausencia. El actual propietario, Gus Levy,
heredó la empresa de su padre, un self-made-man a la antigua usanza, un magnate
autoritario que había comenzado vendiendo pantalones en un carro y despreciaba
cualquier iniciativa empresarial del pequeño Gus. En consecuencia, el hijo se había
alejado de la empresa y la conducía lentamente hacia la ruina, cosa que Ignatius no deja
de percibir: “Hoy nuestra oficina se vio honrada al fin con la presencia de nuestro amo
y señor, G.Levy. A decir verdad, me pareció un tanto indiferente y despreocupado. (…)
Su estancia fue breve y poco profesional; mas, ¿quiénes somos nosotros para poner en
entredicho los motivos de esos gigantes del comercio?”319

Esta ausencia del Sr. Levy convierte a Levy Pant’s en un buen ejemplo de lo que
pasaría con la productividad de una empresa si el patrón no aplicara escrupulosamente
los nuevos modos de organización industrial. Como decíamos más arriba, Bentham,
Taylor y Ford tienen en mente dos objetivos fundamentales al sofisticar
progresivamente el principio de separación de las tareas: en primer lugar, multiplicar la
productividad; en segundo lugar, arrebatar al obrero el control sobre su oficio, doblegar
su afición a la holganza y eliminar su capacidad para establecer tiempos muertos que
no redunden en beneficio de esa mayor productividad. Su terror a la “indolencia
obrera”, comprensible si tenemos en cuenta que un salario de subsistencia es el único
incentivo que espolea al obrero a trabajar, es sorteada mediante métodos tan alienantes
como la cadena de montaje. Tales métodos parecen justificados, desde el punto de vista
patronal, si tenemos en cuenta el exagerado clima de holganza que reina en la fábrica
de Levy Pant’s, abandonada a la agonía improductiva por un patrón que prefiere vivir
de las rentas:

“Tengo entendido que la fábrica no funciona actualmente a pleno rendimiento, y


observé que sólo funcionaba uno de aquellos artilugios quemando carbón, y lo que parecía una
de las mesas de cortar. Además, sólo vi terminar unos pantalones mientras estuve allí, aunque
los trabajadores se movían sin cesar con piezas de tela de todo tipo. Una mujer estaba
planchando, según comprobé, ropa de niño ; y otra parecía hacer notables progresos con los
fragmentos de satén color fucsia que estaba uniendo en una de las grandes máquinas de coser.
Tuve la impresión de que confeccionaba un vestido de noche de mucho colorido, y bastante
lascivo, además. (…) Esta mujer era sin duda trabajadora muy diestra, y pensé que era
doblemente lamentable que no consagrase su talento a la creación de unos pantalones…para
Levy Pant’s. Evidentemente, había un problema de moral en la fábrica” 320.

319
Ibid., p.103
320
Ibid., p.122

152
La maquinaria que debería mecanizar al empleado, mediante la aplicación de los
principios de la cadena de montaje, es utilizado por el empleado en su provecho. Por
otra parte, la jerarquía técnica que recomienda Taylor en La dirección de los talleres,
para vigilar las velocidades de producción, se expresa mediante la figura huidiza de un
tal señor Palermo. Este encargado, que debería distinguirse por su diligencia técnica, se
pasa toda la jornada “a sólo unos pasos de la botella, como pueden testificar las muchas
confusiones que se han producido, cayéndose entre las mesas de cortar y las máquinas
de coser” o bien “trasegando algún almuerzo líquido en una de las muchas tabernas de
los alrededores de nuestra empresa”321. Es decir, Levy Pant’s es el modelo a evitar por
cualquier fábrica moderna que se precie de seguir los preceptos de organización
industrial postulados por Taylor y Ford.

Por otra parte, es interesante ver como Ignatius aplica los principios del utilitarismo
económico moderno en su oficina. El estudio sistemático y científico del tiempo
promovido por Taylor fue duramente criticado por algunas voces humanitarias, ya que,
si bien eliminaban tiempos muertos y actividades superfluas en el proceso de
fabricación, también alienaba al trabajador y exprimía de manera implacable todas sus
fuerzas. Por toda respuesta, Taylor alegaba frente a sus detractores que todo dispositivo
que permitiera economizar trabajo acabará imponiéndose322. Ignatius también es
partidario de ahorrar tiempo, eliminar gestos inoperantes y economizar empleo. Lo
expresa de dos maneras. En primer lugar, destruyendo todos los documentos cuyo
archivado le encomiendan, porque, en la lógica de Ignatius, no hay mejor manera de
economizar empleo que destruir la fuente misma del empleo, aunque nuestro
buscavidas se guarda las espaldas y prefiere no revelarla: “De momento, debo mantener
en secreto la innovación que he introducido en relación con el sistema de archivado,
pues es revolucionaria, y he de comprobar los resultados antes de revelarla. En teoría,
la innovación es magnífica”323. Por otra parte, permite economizar un empleo, en
concreto, el de la mecanógrafa Gloria, “una putilla descarada y sin seso”324, que no cae
en gracia a Ignatius, razón por la cual se las apaña, mediante una mentira maquiavélica
al Sr. González, para que la despidan. Retrospectivamente, Ignatius no duda en

321
Ibid., p.122.
322
Coriat, ob.cit., p.35
323
Kennedy Toole, ob.cit., p.103
324
Ibid., p.81

153
expresarse con oficinesco triunfalismo tayloriano para expresar el éxito de sus
primeras jornadas laborales en Levy Pant’s:

“Poco a poco, se han eliminado todas las actividades no esenciales. De momento, estoy
decorando diligentemente nuestra bulliciosa colmena de abejas burocráticas (tres). La analogía
de las tres abejas me trae a la memoria tres A que describen muy adecuadamente mis
actividades como trabajador administrativo: alejamiento, ahorro, armonía. Alejamiento de los
empleados superfluos, con la armonía y el ahorro consiguientes” 325.

Una vez eliminadas, como subraya Ignatius y hubiera aprobado Taylor, todas las
“actividades no esenciales” y “empleados superfluos”, el principio de separación de las
tareas, aunque sea en el ámbito de la oficina, funciona más armónicamente, sin
necesidad de una supervisión autoritaria explícita. De hecho, Ignatius no duda en
alabar la libertad que Levy Pant’s concede a sus empleados a la hora de realizar sus
tareas sin la interferencia engorrosa que supone la voluntad de un patrón: “Si hubiera
más empresas como Levy Pant’s, estoy seguro de que las fuerzas laborales de Norte
América se ajustarían mejor a sus tareas. Allí no se importuna en absoluto al trabajador
que es claramente digno de confianza”326.

Por último, cabe decir que Simon Tanner, por ser un europeo en 1907, no nos es de
gran ayuda para ilustrar estos modernos cambios en la organización industrial que
supusieron las ideas de Ford y Taylor pocos años después. Con todo, si podremos
emplear sus lecciones en el próximo capítulo, cuando hablemos de algunas reticencias
del empleado a la progresiva implantación del régimen salarial. Sin embargo, no cuesta
nada imaginarse que habría imaginado Simon Tanner de ese sarcasmo de Ford, a quien
le gustaba repetir aquello de “Andar no es una actividad remunerativa”. Podemos tener
la seguridad de que Simon Tanner no habría aguantado ni una hora trabajando en una
moderna línea de montaje, a juzgar por las palabras con que se despide de uno de sus
empleos, con cuyo deplorable estatismo se sentía muy a disgusto: “¿Qué tiene de malo
dar caminatas, aunque llueva o esté nevando, si se poseen un par de piernas sanas y se
dejan en casa las preocupaciones? Usted, en la estrechez de su rincón, no se imagina lo
delicioso que es correr por los caminos del campo”327. Veamos, a continuación, como
nuestros andariegos buscavidas se enfrentan a los usos disciplinarios con que se ha ido
perfilando la disciplina salarial en el régimen capitalista.

325
Ibid., p.120
326
Ibid., p.81
327
Walser, ob.cit., p.20

154
III.2.B. Conflictos con la disciplina salarial

En este capítulo, que no pretender ser exhaustivo frente a la bibliografía especializada


en el salario, estudiaremos de manera general, mediante una breve exposición histórica,
el modo en que los buscavidas experimentan el régimen salarial capitalista, como
peones especialmente desencantados del sistema laboral moderno, así como con las
implicaciones que tiene para su sustento material y su bienestar existencial. La figura
de los cuatro buscavidas que conforman nuestro corpus textual viven en la primera
mitad del s.XX, durante la transición del sistema de fábricas decimonónico hacia una
sociedad de trabajadores, protegidos en sus derechos fundamentales por el estado del
bienestar, que espolea el consumo de las masas como energía motriz de crecimiento
económico. Me centraré, principalmente, en dos aspectos de dicha transición. En
primer lugar, trazaré una somera evolución de los modos de distribución salarial en el
sistema capitalista, con especial atención a los salarios más bajos, que giran en torno al
nivel de subsistencia y encuentran su moderna expresión jurídica en la instauración del
salario mínimo. La remuneración salarial es uno de los aspectos de las condiciones de
trabajo que más directamente influyen en la vida diaria de los trabajadores. El
empresariado así lo entiende y trata de establecer el salario con algunas condiciones
“identitarias”, que garantice la fiabilidad de la “fuerza de trabajo” empleada. Tales
condiciones implican una voluntad consciente de moldear el estilo de vida de los
trabajadores que mejor convenga a las necesidades del capital. Su influencia puede
rastrearse en conceptos tan inherentes a la vida del trabajador como la duración de la
jornada laboral, que la empresa tiene interés en fijar unilateralmente para asegurar el
pleno rendimiento de su estructura productiva; el grado de especialización del obrero,
que influye sobre las percepciones salariales de los distintos trabajadores; e incluso el
miedo del trabajador al paro, que el capitalismo, en sus dinámicas de expansión y
regresión cíclicas, utiliza como elemento de coacción económica para imponer sus
propias condiciones contractuales. En segundo lugar, haremos una aproximación al
modo en que el buscavidas rechaza la vigorosa política de consumo que espolean
nuestros modernos estados del bienestar.

La literatura especializada sobre los sistemas de distribución salarial 328 cobró gran
importancia durante la segunda mitad del siglo XVII y primera mitad del XVIII, como
328
Vid en: Dobb, Maurice. Teorías del valor y de la distribución desde Adam Smith. Mexico D.F.: Siglo
XXI editores, 1991.

155
consecuencia de la intensificación del capitalismo comercial y las crisis de los gremios
tradicionales. La nueva coyuntura suscitaba este interés, al evidenciar la relación de los
salarios con el valor de las mercancías, su influencia sobre la reproducción de las
fuerzas laborales y los beneficios de una empresa en el competitivo mercado capitalista.
Los economistas de este período y los de la tradición clásica que les siguió se centraron
en el análisis del salario del trabajador más común - del varón adulto sin habilidades ni
cualificaciones específicas- a quien consideraban que representaba a la mayoría de los
asalariados, entre los cuales podemos contar, como hemos sostenido a lo largo de este
trabajo, a nuestros buscavidas. Este salario se relacionaba, basándose en la simple
observación de las condiciones en las que vivían la mayor parte de los trabajadores de
la época, con un nivel de consumo de subsistencia. Para explicar este hecho, los
principales economistas clásicos de inspiración liberal, como Smith, Ricardo y
Malthus, postularon teorías que aunaban “científicamente” las leyes de oferta y
demanda (tanto de mercancías, como de mano de obra) con el enriquecimiento del país
y las oscilaciones demográficas de una población. No pretendo ser exhaustivo a este
respecto, pero podemos citar como ejemplo ilustrativo de esta suerte de
interpretaciones demográfico-mercantiles la teoría de Ricardo, acuñada como la “la ley
de hierro de los salarios”. En su formulación más sinóptica, podríamos resumir el
argumento de Ricardo como sigue: cualquier incremento en los salarios sobre este nivel
de subsistencia llevará a un incremento de la población, y entonces el aumento de la
competencia por obtener un empleo hará que los salarios se reduzcan de nuevo a ese
mínimo. De igual manera, se deduce, los salarios no podrían caer por debajo de ese
nivel de subsistencia, porque las masas laborales no encontrarían las condiciones
ideales para reproducirse y abastecer de mano de obra los futuros mercados laborales.
A nosotros nos interesa sólo subrayar que estas teorías se distinguen por su carácter
sistémico, ya que ofrecen un marco “científico” según el cual una serie de variables
económicas, que convergen en el susodicho salario de subsistencia, tienden a mantener
en situación de equilibrio el estado más o menos saneado de un sistema económico. Sin
embargo, ya el mismo Adam Smith indicaba, en su utópico horizonte salarial, que
postulaba el progresivo incremento de los salarios por encima del nivel de subsistencia
a medida que creciese la riqueza general del país, algunas variables no tan científicas.
Me refiero a la conocida paradoja que se ha convertido en la divisa clásica del
liberalismo ortodoxo, según la cual el egoísmo de los intereses concurrentes en la

156
economía tendería, por una ley presuntamente científica los mercados329, a una suerte
de solidaridad financiera de la que todos los integrantes de la sociedad saldrán
beneficiados. El hecho de que Smith hubiera escrito, con todo, sobre «la rapacidad ruin,
el espíritu monopolista de los mercaderes y de los fabricantes», y que hubiera dicho
también que «ni unos ni otros son, ni deben ser, los que gobiernen al género humano»,
se dio por ignorado enteramente, para propiciar la gran tesis que Smith había sacado de
sus investigaciones: dejad solo al mercado, cuyas leyes bastaban por si solas para
corregir el “egoísmo” de los capitalistas.

Será Marx, principalmente, quien heredando las principales ideas de Smith y Ricardo,
pondrá en tela de juicio esta “invisibilidad” benévola de los mercados mediante su
indagación en la muy “visible” explotación económica del capitalista, propietario de
los medios de producción, sobre el obrero, propietario sólo de su tiempo y su fuerza de
trabajo, a través de herramientas de extorsión como la plusvalía. Muy resumidamente,
podríamos enunciar la teoría salarial de Marx de la siguiente forma. El capitalista que
contrata a un empleado no compra su trabajo sino su fuerza de trabajo. Como la jornada
laboral se extiende más allá del tiempo de trabajo necesario para reproducir el valor de
la fuerza de trabajo, tenemos un tiempo de plustrabajo, en el cual se genera un
plusvalor apropiado por el capitalista. Cabe recordar que en el capitalismo fabril
imperante de la época de Marx, la jornada laboral se extendía, en efecto, más allá de
cualquier límite razonable, desde las 12 hasta las 16 horas, porque la mejor manera de
amortizar la maquinaria, y maximizar los beneficios que suponía su puesta en marcha y
funcionamiento, era mantenerla en situación de movimiento perpetuo. Benjamin Coriat
recoge en su interesante estudio esta escalofriante declaración del Barón Dupon a la
cámara de París en 1847:

“Resulta pues, sumamente ventajoso, hacer que los mecanismos funcionen


infatigablemente, reduciendo al mínimo posible los intervalos de reposo: la perfección en la
materia sería trabajar siempre (…) Se ha introducido en el mismo taller a los dos sexos y a las
tres edades explotados en rivalidades, de frente y, si podemos hablar en esos términos,
arrastrados sin distinción por el motor mecánico hacia el trabajo prolongado, hacia el trabajo de
día y de noche, para acercarse cada vez más al movimiento perpetuo” 330.

329
Si bien cabe recordar que tal “ley” tiene su expresión más conocida, no en una ecuación científica, sino
en una metáfora: la “mano invisible” del mercado popularizada en La Riqueza de las naciones.
330
Informe a la cámara de Paris, 1847. Citado en: Coriat, ob.cit., p.38

157
Lo que nos interesa realmente señalar es que Marx, aún dando una explicación
“sistémica” del modo en que sucede esta extorsión, no pone el acento en las razones del
sistema, presuntamente equilibrado mediante la mano invisible de los mercados que
popularizara Smith, sino en las razones del individuo trabajador para no acatar una
explicación asépticamente científica de su explotación y organizarse sindicalmente para
proteger sus derechos laborales. En este nuevo contexto, que recogerá una protesta
indignada contra la presunta “naturalidad” de los salarios de subsistencia y las jornadas
laborales extenuantes, es donde podemos situar la voz crítica del buscavidas,
actualizada en una época en que el trabajador habrá cosechado más derechos sociales.
Sin ser un sindicalista, dado su nomadismo individualista, salta a la vista, en la manera
horrorizadamente cómica con que percibe sus trabajos, que el buscavidas se solidariza
con los explotados. Por tanto, al experimentar en sus propias carnes los efectos
alienantes del sistema laboral capitalista, no pondrá el acento en las razones
“sistémicas”, “auto-reguladas” y tendentes a la solidaridad de la economía de mercado,
como sugería optimistamente Adam Smith. Lo hará, evidentemente, en la inclemente
“explotación” del factor humano que subyace a su funcionamiento, a través de la
explotación de un tiempo de trabajo, única propiedad del empleado, que le depara un
salario de subsistencia a cambio de generar inmensos beneficios para el empleador.
Este tipo de protesta, contra la extorsión temporal y económica, es la que expresa
Chinaski sobre uno de sus contratos, recién finiquitado por un patrón que le acusa de
gandul. Chinaski responde, marxistamente, que le ha estado vendiendo su tiempo
prácticamente gratis: “Es todo lo que tengo que dar, es todo lo que un hombre tiene.
Por un cochino dólar cada cuarto de hora.(…) dándole mi tiempo para que usted pueda
vivir en su mansión en lo alto de una colina y tener los lujos que desee. Si hay alguien
que haya perdido en este trato, en este puto arreglo…ese he sido yo, ¿entiende?”331

Este sistema económico supuestamente ideal, que tiende a auto-regularse y que se


conduce en buena lógica hacia un equilibrio perfecto mediante la competencia de los
empresarios, se sofisticará, como veremos a continuación, mediante las aportaciones
“científicas” de Ford y Taylor. Pero como bien señala Marx, y confirmar los buscavidas
mediante su testimonio, habrá costes humanos muy difíciles de silenciar en este nuevo
orden racionalizado y científico de producción. En estos “costes” parece estar pensando

331
Bukowski(2007), ob.cit., p.101

158
Kafka cuando describe, metafóricamente, la circulación sumamente ordenada que
abastece de alimento a la ciudad capitalista por excelencia:

“Más tarde comenzaron las columnas de camiones que llevaban alimentos a Nueva
York y que, en cinco hileras que ocupaban toda la carretera, circulaban tan ininterrumpidamente
que nadie hubiera podido cruzarla. De vez en cuando la avenida se ensanchaba convirtiéndose
en una plaza, en cuyo centro un policía iba de un lado a otro por una especie de torre elevada
para vigilarlo todo y poder dirigir con un bastoncito la circulación de la avenida principal y de
las calles laterales que desembocaban en ella, circulación que quedaba sin regular hasta la
siguiente plaza y el siguiente policía, aunque los silenciosos y atentos camioneros y chóferes
mantenían un orden suficiente. Lo que más sorprendía a Karl era el silencio general. Si no
hubiera sido por los gritos de los confiados animales que llevaban al matadero quizá no se
hubiera oído otra cosa que el sonido de las pezuñas y el chirrido de los frenos”332.

He escogido este fragmento de Kafka, al mismo tiempo, por la inquietante figura del
policía que se alza por encima de la circulación para encauzarla en su debido ritmo. Se
trata, a mi parecer, de una gélida figura de autoridad que refleja, en su contraste con los
chillidos de los animales, el conflicto principal que afrontará el capitalismo en su
camino hacia una total implantación: el de una autoridad cada vez más panóptica,
inescapable e interiorizada en el proceso mismo de producción, que vele por los
intereses del capital y reduzca al mínimo la posibilidad del obrero de consensuar con
los propietarios de los medios de producción las condiciones económicas que rigen su
existencia.

Veamos brevemente como sucede este desplazamiento de “autoridad” al proceso


mismo de producción. En la época de Marx, como decíamos más arriba, el
asociacionismo obrero lucha contra las jornadas laborales extenuantes y por
incrementos salariales que aumenten su nivel de vida por encima del nivel de
subsistencia. Esto nos recuerda una sentencia que enunciaría en otro contexto y con
otra intención Benjamin Franklin, “el tiempo es dinero”. Esa ecuación, desde el punto
de vista no sólo espiritual, sino también fabril, subyace a todos los principios de
acumulación del capital. Marx sabrá formularla como una explotación cuando localice
en la jornada laboral, esto es, en el tiempo del trabajo del obrero, la obtención de su
plusvalía, esto es, del beneficio del capitalista. Por eso resulta extraño que las reformas
de Ford y Taylor, sospechosa y paradójicamente, aumentarán el nivel de los salarios,
332
Kafka, ob.cit., p.102

159
manteniéndolos en un estado cercano al de la subsistencia, pero desahogando al obrero
de la condición miserable que vio nacer, con toda justicia, las teorías de Marx en el
s.XIX. Asimismo, en plena expansión del modelo fordista, se firmará en 1919, la
primera regulación que se hizo referente a la duración de la jornada de trabajo333. A
primera vista, parecería que se debe a una batalla perdida del capital, en el plano del
tiempo y el dinero, a un paso adelante de las legislaciones humanitarias por garantizar
los derechos de los trabajadores. Pero como señala Kafka, tal afán civilizatorio
conducen a ese silencio ininterrumpido, silencioso y ordenado de la circulación
económica moderna, en el que pueden percibe, si aguzamos el oído, los chillidos del
matadero.

En los primeros decenios de la Revolución industrial, la autoridad que regía el modelo


de fábrica arraigaba en la inescapable necesidad del obrero, que exiliado de un estilo
de vida más tradicional, debía aceptar jornadas brutales y salarios ínfimos para no
morir de hambre. Sin embargo, con la progresiva capacidad de asociación del
movimiento obrero, que con el sindicalismo amenaza las condiciones de trabajo
impuestas por el capital, el dominio patronal habría de alcanzar una sofisticación
mayor. Porque en efecto, tales innovaciones responden a un principio disciplinario más
complejo, que cambió el foco de autoridad sobre el tiempo de trabajo del obrero
(expropiado, según Marx, mediante la plusvalía) al control sobre los tiempos de
producción. Este control de los tiempos, que hemos examinado al hablar del principio
de separación de las tareas en Taylor y Ford, a través de los estudios de Coriat y
Gaudemar, permitirá hacer las jornadas más intensivas y breves, así como aumentar
levemente los salarios sobre el nivel de subsistencia. Pero, al mismo tiempo, erosionará
profundamente la capacidad sindical para establecer condiciones en la negociación de
sus intereses económicos y pondrá en disposición del capital el perfil de trabajador más
adecuado para el buen funcionamiento de su sistema productivo.

Taylor realiza este desplazamiento de la “autoridad”, como vimos más arriba, mediante
un estudio del cronometraje de los tiempos y el diseño de una jerarquía técnica que
vigile su disciplinado cumplimiento. Aunque la Bethleem Steel, empresa en que se
aplicaron sus principios, recibió muchas protestas sindicales por la manera en que el

333
Fue en la Conferencia General de la Organización Internacional del Trabajo convocada en Washington
por el Gobierno de los Estados Unidos de América el 29 de octubre de 1919. En esta Conferencia se
estableció el convenio por el que se limitan las horas de trabajo en las industrias a ocho horas diarias y
cuarenta y ocho semanales.

160
trabajador quedaba alienado completamente del proceso de producción, como replica
significativamente Gaudemar,

“los obreros se apresurarán a reclamar un contrato en la Bethleem Steel, a pesar de las


normas, o más bien a causa de ellas, pues son esas normas las que permitirán una distribución de
salarios elevados.(…) La fuerza de las ideas de Taylor reside en ese concepto y en las
correlativas propuestas de organización destinadas a producir la interiorización de una disciplina
generalizada, a sustituir a ‘los obreros que no trabajan sino bajo ‘vigilancia’ por otros que
adoptan una mentalidad muy diferente respecto a sus patronos y su trabajo, renunciando
voluntariamente a toda holgazanería”334.

En este sentido, el taylorismo actúa como una estrategia patronal invencible contra la
ofensiva obrera, y modela el perfil de trabajador ideal en dos direcciones que me limito
a mencionar de manera muy sencilla. Por una parte, fomenta la creación de una élite,
encargada del Management, que actuará como un incentivo salarial en los esfuerzos
del trabajador y le provee de una proyección de futuro y ascenso dentro de la misma
empresa. Como recuerda Gaudemar, esta estrategia es fundamental porque “la
introducción de nuevas normas de productividad no implica una mayor eficacia
productiva salvo si la empresa es capaz de crear al mismo tiempo las formas de mando
y disciplina, y por tanto, las formas de jerarquización capaces de conseguir su
aplicación”335.

En Post Office, de Bukowski, existen múltiples y misantrópicas retratos de estos


supervisores del scientific management tayloriano. Podemos ver que Chinaski siente
verdadera antipatía por estos ‘capataces del tiempo’ que previa esquematización de los
tiempos requeridos para una operación de entrega postal, actúan como verdaderos
sádicos para hacerlo cumplir:

“The subs routed their magazines on corners, went without lunch and died in the
streets. We’d start a half hour short but still were expected to get the mail up and out and be
back on time. And once or twice a week, already beaten, fagged and fucked we had to make the
night pickups, and the schedule on the board was impossible- the truck wouldn’t go that fast.

334
Gaudemar, ob.cit., p.86
335
Ibid., p.85

161
(…) The subs themselves made Jonstone possible by obeying his impossible orders. I couldn’t
see how a man of such obvious cruelty could be allowed to have his position”336.

Pero es que Jonstone, el capataz, mantiene su cargo, ante la perplejidad de Chinaski,


precisamente porque forma parte de esa jerarquía técnica que ha mostrado su especial
diligencia en hacer cumplir los tiempos previamente cronometrados de producción, una
diligencia para la cual hay que mostrarse especialmente “sádico” en el cumplimiento de
las ‘velocidades’. Años más tarde, Chinaski está pasando su período de instrucción en
un nuevo trabajo de la oficina postal, más mecánico que el anterior: consiste en mover
el brazo derecho durante diez horas, sentado sobre un taburete, para depositar las
cartas en su correspondiente distrito postal, en los cronos cuyo estricto cumplimiento
vigilan estos capataces. Chinaski contempla su calculadora inhumanidad con cierto
pavor pero acierta a intuir sus motivaciones personales, es decir, que todos ellos han
ascendido y han renunciado a cualquier holgazanería para no morir apisonados por ese
mismo sistema que espolean a cumplir:

“ ‘Each tray of this type of mail must be stick in 23 minutes. That’s the production
Schedule’.(…) No talking allowed. Two ten minute breaks in 8 hours. They wrote down the
time when you leave and when you came back. If you stayed 12 or 13 minutes, you heard about
them. (…). All the supervisors had this look on their faces- they looked at you as if you were a
hunk of human shit. Yet they had come in through the same door. They had once been clerks o
Carriers”337.

El hecho de que se puedan promocionar mínimamente dentro de esta jerarquía


convierte a los supervisores en seres implacablemente matemáticos que no permiten
ninguna perdida de tiempo. En aras de su interés particular, vigilan el cumplimiento de
los cronos impuestos por la dirección a su departamento, con más efectividad y
minuciosidad que una supervisión patronal que tuviera que abarcar el proceso general
en su conjunto.

Evidentemente, el buscavidas, al carecer de ambiciones sociales, al solidarizarse con


los que más sufren y despreciar el sistema laboral en su raíz, no es el candidato moral
idóneo para convertirse en supervisor del sistema tayloriano. Gaudemar nos recuerda,

336
Bukowski(2009), ob.cit., p.3.
337
Ibid., p.52

162
en ese sentido, que la decisión de formar parte del Management implica una
deshumanización obvia durante la jornada laboral que el trabajador, reparos morales al
margen, sabe entender como un ejercicio autoritario de disciplina patronal: “Cualquiera
que se declare ‘solamente un técnico’ o bien es víctima de ese error, o bien participa de
ese nuevo modo de legitimación de las figuras jerárquicas manifestando así,
indirectamente, su elección de un papel en el control de la organización de la
disciplina”338. Chinaski incluso parece considerarla la más agridulce y natural de las
traiciones, cuando encuentra al mejor amigo de su primera etapa en la oficina postal,
convertido en supervisor por razones pecuniarias obvias, invitándole a una jornada de
pesca en equipo para celebrar el retiro del antiguo supervisor que les explotaba a
ambos: “No, shit, I just don’t even want to look at him.” “But you are invited” Tom
Moto was grinning from asshole to eyebrow. Then I looked at his shirt: a supervisor’s
badge. “Oh no, Tom” “Hank, I’ve got 4 kids. They need me for bread and butter.” “All
right, Tom” I said. Then I walked off”339. Estos supervisores, pequeños jerarcas del
tiempo que velan por el cumplimiento horario de la voluntad del patrón, integran la
jerarquía productiva en el sistema de Taylor. Pero la obsesión por el control del tiempo
afecta a un orden de mayor alcance coyuntural, el de la duración de la jornada laboral,
que desarrollaremos al hablar del estado keynesiano. En la obra de Kafka, rica en
jerarquías burocráticas que producen vértigo en el lector, también podemos encontrar
reflexiones sobre esta obsesión del poder patronal, delegado en cargos menores, en
implacables relojeros, cuya misión es hacer cumplir la observancia de los tiempos y los
horarios de trabajo:

“Allí se encontraba la empresa número 25. Ante la puerta estaba el gerente bizco, con
el reloj en la mano. “¿Eres siempre tan poco puntual?” preguntó. “Ha habido varios
contratiempos” dijo Karl. “Siempre los hay” dijo el gerente. “Pero en esta casa no valen.¡Toma
nota!” Karl apenas escuchaba ya esa clase de sermones; todo el mundo aprovechaba su poder e
insultaba al inferior. Al final sonaba sólo como el tic-tac regular de un reloj” 340.

338
Gaudemar, ob.cit., p.87
339
Bukowski(2009), ob.cit., p.153
340
Kafka, ob.cit., p.257.

163
Por otra parte, aprovechando el inmenso flujo inmigratorio a los Estados Unidos,
fomenta la creación de una masa proletaria no cualificada, que queda desposeída de su
competencia técnica sobre el proceso de producción y merma de manera radical su
capacidad reivindicativa. El principio disciplinario que evidencia, sobre la existencia
misma del trabajador, un salario más elevado, queda pues realizado mediante esta hábil
treta por el taylorismo en el sistema laboral moderno. A partir de entonces, cuando el
capital entienda que puede economizar empleos innecesarios y optimizar el
rendimiento de sus empleados, adaptará sus recursos a tal fin, haciendo las jornadas
laborales, tal vez no más extensas, pero si mucho más intensas, como lamenta Chinaski
en este pasaje: “El problema en aquellos días de la guerra era el horario intensivo. Los
que llevaban el control siempre preferían explotar continuamente a unos pocos en vez
de contratar a más gente para que todo el mundo trabajase menos” 341. Mediante la
aplicación del sistema tayloriano, subrayado mediante la aplicación de la cadena de
montaje fordista, la optimización del tiempo de producción es el único criterio a tener
en cuenta por la empresa, ya que permite economizar empleo y contratar obreros
menos cualificados que abaraten el coste total de la mano de obra. ¿Qué puede hacer,
Chinaski, por ejemplo sino cumplir a rajatabla todas las condiciones que le imponga la
empresa, a sabiendas de que seguiría siendo igualmente prescindible, cuando observa
ajustes presupuestarios como éste?: “En menos de tres días Jennings había despedido a
un tío que trabajaba en la oficina principal y reemplazado a tres tíos de la línea de
ensamblado por tres jovencitas mexicanas deseosas de trabajar por la mitad del dinero”
342
. Evidentemente, en situaciones como éstas, aún respetando teóricamente la ley de
contratos posterior al New Deal, surgen situaciones de explotación encubierta, como la
del trabajo “intensivo” de Chinaski, que resulta hacerse “extensivo” por añadidura
pocas semanas después, con la misma excusa inverosímil de la guerra:

“Las horas extraordinarias se hicieron automáticas. Yo bebía cada vez más y más en
mis horas libres. La jornada de ocho horas había desaparecido para siempre. Cuando entrabas
allí por la mañana podías estar seguro de que ibas a tener un mínimo de once horas de trabajo.
Esto incluía también los sábados, que en teoría eran también media jornada, pero que se habían
transformado también en jornada completa. La guerra seguía su curso, pero las señoras
compraban trajes como endemoniadas. …”343

341
Bukowski(2007),ob.cit., p.47-48
342
Ibid., p.129
343
Ibid., p.52

164
Por su parte, Ford hereda esta recomendación de aumentar los salarios como manera
más directa de disciplinar la personalidad obrera individual, eliminando sus
reivindicaciones como colectivo sindicado y permitiendo al sector automovilístico un
aprovisionamiento continuo de fuerza de trabajo. En Detroit, debido a la cantidad de
mano de obra que necesitaba dicha industria, Ford pone en práctica este nuevo salario –
el jornal de 5 dólares, un sueldo que doblaba el sueldo más alto pagado hasta entonces-
a fin de atajar posibles sabotajes sindicales, limitar el ausentismo y proveerse de un
flujo ininterrumpido de fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, su cadena de montaje
facilita una falta de especialización sin precedentes en el proceso de producción, la
entrada masiva de obrero no cualificados en el sistema laboral (en su mayoría
inmigrantes) y una multiplicación de la productividad inédita en la historia. Tales
principios generales implicarán, en la práctica salarial, dos principios disciplinarios
sobre la existencia misma del trabajador. Por una parte, un principio explícito, en dos
fases. Debido a la dureza del trabajo en la cadena de montaje, en primera instancia Ford
parece contratar a todo el mundo, sin excepción, a medida que van quedando libres
vacantes en la cadena. Como recuerda Coriat, en el plano contractual, la industria
automovilística es percibida como una auténtica industria de combate “hire and fire” 344.
La especial dureza de la jornada en la cadena de montaje, intensiva pero optimizada
hasta el delirio mecánico, consume fuerza de trabajo tan rápidamente como la desecha.
La asignación del “Five dollars day” responde, por tanto, a una necesidad acuciante de
asegurarse mano de obra inmediata y abundante, pese a la duras condiciones que
imperan en la fábrica. Pero en segunda instancia, cabe señalar que Ford no le otorga el
“Five dollars day” a cualquier empleado: funda un Departamento de Sociología, que
hace un seguimiento exhaustivo de la vida del obrero y le impone severas condiciones
morales345. A cambio, le garantiza el codiciado jornal de 5 dólares tras un período de
prueba de seis meses, que puede serle retirado en cualquier momento, si no supiera
usarlo de manera discreta y prudente. Como decíamos más arriba, mediante tales
estrategias de disciplina salarial, el capital se permite disciplinar con principios morales
el estilo de vida que más le convenga para garantizar la fiabilidad de su fuerza de
trabajo.

344
Coriat, ob.cit., p.56
345
Ibid., p.57

165
Poder contar con una “fuerza de trabajo”, moralmente disciplinada y sin contratiempos,
supone una fuente de ingresos mucho más constante y fiable que el valor añadido que
implica semejante incremento salarial sobre los costes de producción. En este pasaje de
Viaje al fin de la noche, se reflejan bien las dos fases de este principio disciplinario, el
hecho de que Ford contrate masivamente, en una dinámica convulsa de “hire and fire”,
a muchos empleados de esa mano de obra superabundante, pero al mismo tiempo los
descarte con rapidez cuando no son suficientemente dóciles:

“No era yo el único que esperaba. Uno de los que aguardaba me dijo que llevaba dos
días allí y aún en el mismo sitio. (…) Había venido desde Yugoslavia, aquel borrego, a pedir
trabajo. (…) En aquella multitud casi nadie hablaba inglés.(…) Llovía sobre nuestro gentío. Las
filas se comprimían bajo los canalones. Se comprime con facilidad la gente que busca currelo.
Lo que le gustaba de Ford, fue y me explicó el viejo ruso, dado a las confidencias, era que
contrataban a cualquiera y cualquier cosa. ‘Sólo que ándate con ojo – añadió, para que supiera a
que atenerme- no hay que ponerse chulito en esta casa, porque, si te pones chulito, en un dos por
tres te pondrán en la calle y te substituirá, en un dos por tres también, una máquina de las que
tienen siempre listas, y si quieres volver, te dirán que nanay’” 346.

Celine se queda corto cuando dice que basta con ponerse “chulito” para que te
despidan, porque de hecho, el Departamento de sociología se extralimitaba en tales
funciones, como indica Gaudemar al señalar que su misión esencial era “controlar,
desplazándose a los hogares obreros y a los lugares que frecuentan, cuál es su
comportamiento general y, en particular, de qué manera se lo gastan”347.

El “objeto en qué se gastan su salario” nos conduce directamente al segundo principio


disciplinario iniciado con el “Five dollars day” de Ford. Dicho principio está implícito
en el funcionamiento mismo del sistema, porque al incrementar el poder adquisitivo de
la clase obrera, preconiza ya los principios del estado keynesiano. En los años 20, se
apunta ya hacia una mutación fundamental en la relación que la nueva economía de
bienestar establecerá entre el consumo de las clases más desposeídas, basado en un
tradicional nivel de subsistencia, con un salario ligeramente más “elevado” que le
permita consumir los excedentes de esa moderna producción de masas. Es por ello que
a Ford le interesa fraguar una plantilla de obreros, mediante el filtro impuesto por las

346
Céline, ob.cit., p.259-260
347
Gaudemar, ob.cit., p.57

166
investigaciones de su ‘departamento de sociología’, que invierta su salario en los
mismos productos que la tecnología de la cadena de montaje está contribuyendo a
sobreproducir masivamente, es decir, que sus propios trabajadores se conviertan en sus
consumidores. Ford conocía bien esta intención colateral de su incremento salarial
cuando lo formula en sus memorias de esta forma tan rudimentaria: “Nuestro propio
éxito depende en parte de los salarios que paguemos. Si repartimos mucho dinero, ese
dinero se gasta…; de ahí que…esta prosperidad se traduce en un aumento de la
demanda (de nuestros automóviles)”348.Tal abuso de control por parte del
‘Departamento de sociología’ afecta al empleado, ya no sólo en la mecanización
alienante de su tiempo de trabajo, sino también en el consumo que debe condicionar su
tiempo de vida. Es lo que parece parodiar Celine, como buen buscavidas, cuando al
cabo de un tiempo en la Ford, vencido por el desánimo industrial, confiesa el paradero
su paga:

“Aún así, volvía a sentir deseos de ver de nuevo a personas de fuera. No las del taller,
por supuesto, que no eran sino ecos y olores de máquinas como yo, carnes en vibración hasta el
infinito, mis compañeros. Un cuerpo auténtico era lo que yo quería tocar, un cuerpo rosa de
auténtica vida silenciosa y suave. (…) Fue el primer lugar de América donde me recibieron sin
brutalidad, con amabilidad incluso, por mis cinco dólares. Y había las chavalas bellas, llenitas,
tersas de salud y fuerza graciosa.(…) En él acababa toda mi paga. Necesitaba, al llegar la noche,
las promiscuidades eróticas de aquellas criaturas tan espléndidas y acogedoras para recuperar el
alma”349.

Evidentemente, Bardamu no tarda en acusar los efectos de la embrutecedora rutina de


la fábrica de Ford, en contraste con la vida “silenciosa y suave” del burdel. En
consecuencia, decide no volver durante un tiempo, cosa que la Ford no permitirá,
porque precisamente su alto salario sirve para eliminar el alto grado de ausentismo que
caracterizaba a las fuerzas laborales de la época. Así se lo expresa el mismo ruso que
le había dicho que no se pusiera ‘chulito’:

“Me coloqué ante la ran cristalera del generador eléctrico, gigante multiforme que
brama al absorber y repeler…(…)Una mañana que estaba así, contemplando boquiabierto, pasó
por casualidad el ruso del taxi. “Chico- me dijo-, ¡ya te puedes despedir!...Hace tres semanas
que no vienes…Ya te han substituido por una máquina…Y eso que te había avisado”350.

348
Ford, ob.cit., p.142. Citado en: Coriat, ob.cit., p.92
349
Celines, ob.cit, p.264

167
Pero en fin, a pesar del interés de Ford porque sus obreros consuman sus salarios
debidamente, como recuerda Coriat, “el salario alto (cuando es llevado a la práctica,
lo que sigue siendo excepcional) no conseguirá absorber por si mismo las mercancías
producidas en lo sucesivo a unas escalas y series prolongadas” 351. Tal imposibilidad
llevará, entre otros factores, al crack del 29. Pero Ford y los empresarios, previendo un
desfase brutal en la oferta-demanda, ya comenzó a desarrollar múltiples dispositivos
para incentivar el consumo, dispositivos que continuarán practicándose en el estado del
bienestar; el consumo forzoso, por ejemplo, mediante el cual se obligará al empleado a
consumir parte de su salario en “vales de compra”, canjeables en una serie de
establecimientos; o el desarrollo extraordinario durante esa época del crédito al
consumo. Bukowski nos da su particular visión de estos tickets, cuando una empresa de
reconstrucción de vías ferroviarias, que transporta a los obreros de estación en estación,
se los ofrece como parte de su jornal. Su intención no es coger el trabajo, por otra parte,
sino viajar gratis de Louisiana a su ciudad natal, Los Ángeles:

“Nos repartieron de nuevo tickets para hotel y comida. Di mis tickets de hotel al primer
vagabundo que se cruzó en mi camino. (…) Seguí adelante y encontré el café. Servían cerveza,
así que cambié mis tickets por cerveza. Toda la pandilla del ferrocarril estaba allí. Cuando me
bebía los tickets, me quedaba dinero suficiente para coger un tranvía hasta la casa de mis
padres”352.

Por otra parte, Chinaski también se burla del estilo de vida, alienado por estos
dispositivos que fomentan el consumo, que distingue a los obreros que empeñan su
vida entera en el coche y la hipoteca: “Normalmente esos tíos suelen estar en la séptima
de las treinta y seis letras del coche nuevo, sus mujeres van a clase de cerámica los
lunes por la noche, los intereses de la hipoteca se los están comiendo vivos y cada uno
de sus cinco hijos se bebe un litro de leche diaria” 353. Así pues, los buscavidas, como
personajes especialmente desarraigados y frugales respecto a los bienes considerados
como “básicos” por un integrante estándar de la clase media, gana cierta libertad frente
350
Ibid., p.269
351
Coriat, ob.cit., p.92
352
Bukowski, ob.cit, p.17
353
Ibid., p.122

168
a ellos. Pero al mismo tiempo, cabe recordar que el ‘Departamento de sociología’ de
Ford, debido a su influencia en la organización laboral de nuestro siglo, marcará un
antes y un después en la política de contratación de empresa. Coriat señala que esa
época “marca el principio de la cooperación entre expertos de formación universitaria
(sociólogos, psicólogos, psicotécnicos, etc) y hombres de negocios” 354. Es decir, marca
el comienzo de una gestión disciplinaria de los recursos humanos, que afectará
profundamente a los buscavidas, como trabajadores especialmente irresponsables, en su
acceso a los empleos mejor remunerados de las grandes compañías:

“Alargué el tiempo de permanencia en mis trabajos anteriores, convirtiendo los días en


meses y los meses en años. La mayoría de las compañías no se preocupaban de investigar.(…)
Otros trabajos, sin embargo, me resultaban imposibles de conseguir. La compañía del gas del
sur de California ponía anuncios en los periódicos que prometían altos sueldos, jubilación
temprana, etc. No sé cuantas veces me acerqué hasta allí y rellené sus impresos de solicitud
amarillos,(…) Nunca llegué ni por un pelo a ser contratado, y cada vez que veía a un empleado
de la compañía me ponía a examinarlo con mucho ahínco, tratando de descubrir qué tenía él que
no tuviera yo”355.

Con todo, al eclosionar la crisis del 29, todos los fantasmas del capitalismo evocados
por Marx, según el cual sus ciclos económicos conducían inexorablemente hacia su
propia ruina, parecieron hacerse realidad. Ni los débiles y puntuales incrementos
salariales defendidos por Ford, ni las políticas de crédito a consumo, fueron cimiento
sólido para evitar el crack del 29, originado, entre otros factores, en una industria cuya
superproducción (oferta) no pudo ser absorbida por un mercado de consumidores
suficientemente fuerte, continuo y sólido (demanda). Aquí nos interesa señalar sólo que
el concepto de crisis afecta profundamente a la vida del trabajador, ya que el desempleo
forzoso le deja, literalmente, sin medios de subsistencia. La posibilidad de quedarse sin
trabajo le hace aceptar cualquier condición que la empresa quiera imponer en sus
contratos, ya que un ciclo económico regresivo le convierte, por regla general, en un
recurso económico sumamente prescindible. Por eso, cuando Karl Rossman ha sido
esclavizado contra su voluntad como criado de Brunelda, se lamenta de que “cualquier
otro puesto le parecería suficientemente bueno, e incluso prefería la miseria del

354
Coriat, , ob.cit., p.45
355
Bukowski(2007), ob.cit., p.148-149

169
desempleo”356. A lo que su compañero de cautiverio replica con cautela: “¿Quién te
conoce? ¿A quién conoces? Nosotros, dos hombres que hemos vivido y que tenemos
mucha experiencia, hemos vagado por ahí durante semanas sin encontrar trabajo. No es
fácil, incluso es desesperadamente difícil”357. Es decir, le recomienda que acepte un
trabajo absolutamente alienante, única y exclusivamente para no caer en el desempleo,
lo cual convierte a éste, como decíamos, en herramienta estructural básica, en amenaza
latente, que el sistema utiliza para garantizar la docilidad de los empleados.

Teniendo en mente esta dificultad, el capítulo del gran teatro de Oklahoma, que sucede
pocas páginas después, es por tanto doblemente inquietante, ya que promete una oferta
infinita, indefinida e inflacionaria de trabajo a todos aquellos que lo demanden. Todo el
capítulo, de principio a fin, está teñido por la sospecha de que pueden estar siendo
engañados: “Era posible que todas las palabras pomposas del cartel fueran mentira,
podía ser que el gran teatro de Oklahoma fuera sólo un pequeño círculo ambulante;
pero quería contratar gente y eso bastaba. Karl no leyó el cartel por segunda vez, pero
buscó de nuevo la frase: ‘Todo el mundo es bienvenido’ ” 358. El capítulo hace mucho
hincapié en la grandiosidad inflacionaria de una campaña de contratación a la que sin
embargo se presentan muy pocos empleados. Sobre unos pedestales que preceden a las
casetas de contratación (dispuestas, a su vez, dentro del hipódromo), decenas de
trompetistas mediocres, disfrazadas de ángeles, procuran atraer la atención de los
desarrapados que se han acercado hasta Clayton en busca de trabajo. Karl habla con
uno de los ángeles, que resulta ser una chica a quien conocía: “‘Me asombra que no
haya más gente que acuda’. ‘Sí’ dijo Fanny ‘es curioso.’ (…) ‘¿Tiene el teatro de
Oklahoma tantos ingresos como para mantener tantos grupos de reclutamiento?’ ‘¿Qué
nos importa?’ dijo Fanny”359. El capítulo, en cierto modo, parece transmitir la imagen
de un paraíso, el del pleno empleo, que disimula algún secreto terrible, ya sea su
captación de mano de obra barata o, proféticamente, el desempleo endémico al que
llevará el crack del 29 tras una expansión económica de proporciones masivas y
absolutamente inflacionarias. El hecho de que el ‘mercado laboral’, representado por
las oficinas de contratación, se construya en el interior de un hipódromo, parece avalar
356
Kafka, ob.cit., p.216
357
Ibid., p.218
358
Ibid. p.258
359
Ibid., p.263

170
esta desalentadora interpretación. La fábula de Kafka, desde tal punto de vista, nos
dice: Si el mercado laboral se articula en un entorno no reglado por ley, se multiplica en
un espacio donde la especulación de las apuestas mueve los hilos, la sociedad entera,
convencida de su propia bonanza económica, desemboca en un gran espejismo
financiero. Hasta que se desarrolle el estado del bienestar, del que hablaremos a
continuación, no existió un marco jurídico estable que defendiera, a partir de la misma
ley, los derechos del trabajador frente a estos ciclos de expansión y regresión
económicas caracterizados por una fuerte especulación financiera, esto es, por un
mercado abandonado a sus propias reglas, tal como defendiera Adam Smith. Incluso
con la aplicación de este nuevo marco, que sigue siendo un marco capitalista, mitigado
en su arbitrariedad por un aparato estatal que sirve de colchón a los trabajadores que
caen en el desempleo, el capital seguirá utilizando el paro como un mecanismo de
ahorro indiferente a la existencia particular del trabajador. Así describe Bukowski uno
de sus despidos: “Estamos entrando en un período de descenso de ventas. Lamento
decirles que vamos a despedirles a todos hasta que las cosas vuelvan a marchar bien.
Ahora, si quieren ponerse en fila, anotaré sus nombres, números de teléfono y
direcciones. Cuando vuelvan a ir bien las cosas, serán los primeros en saberlo” 360. Por
tanto, la vida económica en el capitalismo, antes y después de Keynes, está regida por
el utilitarismo de un empresariado que ve en el paro, en primer plano, no una desgracia
personal para el trabajador, sino un mecanismo inseparable de sus ciclos económicos.
Evidentemente, como decíamos más arriba, eso pone al sistema en disposición de
utilizar el paro como elemento clave en sus negociaciones con el trabajador, que vive el
paro, no desde los altares incontestables de la contabilidad, sino de forma mucho más
angustiosa. Así la expresa Céline:

“La lenta angustia del despido sin explicaciones (con un simple certificado) siempre
acechando a los que llegan tarde, cuando el patrón quiera reducir sus gastos generales.
Recuerdos de la ‘crisis’ a flor de piel, de la última vez en el desempleo, de todos los periódicos
con anuncios que se hubo de leer, cinco reales, cinco reales…de las esperas para buscar currelo.
Esos recuerdos bastan para estrangular a un hombre”361.

360
Bukowski(2007), ob.cit., p.178
361
Céline, ob.cit., p.279.

171
La mano de Smith brilló, no tanto por su invisibilidad como por su ceguera, durante el
desastre financiero más estrepitoso en la historia de la economía de mercado. En ese
contexto, fue Keynes, como asesor económico de Roosevelt y promotor del conocido
New Deal, el que reformuló un capitalismo, que librado a las leyes del mercado, había
naufragado, y en el que a partir de ahora, el estado ejercería un fuerte control y un
papel de mediador privilegiado. En primer lugar, Keynes estimulará “una política
vigorosa de consumo (que combata las tendencias al ahorro) y de inversión pública
(sobretodo en obras públicas) por partes de las colectividades locales. 362” En segundo
lugar, el eje central de su política consiste en la fijación de este triple objetivo que
señala Coriat:

“un marco jurídico- legal consistente en un conjunto de reglas sobre la misma relación
de explotación (duración del trabajo, horas extraordinarias, trabajo de los niños, salario);(…)
instauración del salario indirecto (asignaciones familiares, enfermedad, jubilación)(…) con el
fin de asegurar sobre una base duradera la existencia de mano de de obra barata que necesita la
gran industria; por último, estructuración enteramente nueva de la asistencia a los parados y
accidentados, (…) como un medio de incorporación y control de las fuerzas de trabajo
coincidente en mantenerlas “en reserva” para la producción capitalista y el salariado” 363.

Por tanto, en lo que respecta al aspecto jurídico, se reconocerá la legitimidad del


movimiento obrero para presentar sus protestas colectivas y al mismo tiempo, eso
redundará en un aumento de los contratos debidamente negociados y consensuados. Por
otra parte, en el aspecto económico que marca el fondo de estos nuevos contratos, se
introducirá una novedad básica, hacer que la elevación del nivel del salario dependa del
incremento de la productividad, lo cual a su vez mantiene el poder adquisitivo de la
población e incita al consumo.

Por último, cabe remarcar que estas medidas que potencian el consumo son asumidas
por toda la infraestructura empresarial mediante el desarrollo de un lenguaje, el
publicitario, que ejercerá un poderoso efecto en la sociedad. Comúnmente ha venido a
denominarse este efecto, en su hipertrofia actual, como consumismo. En tal contexto,
podemos entender en buena lógica que la sociedad del bienestar y el consumismo son
la expresión contradictoria pero inseparable de nuestra moderna sociedad de

362
Coriat, ob.cit., p97
363
Ibid., p.99

172
trabajadores. A tal respecto, André Gorz cita estas significativas declaraciones de
J.Walter Thompson364, presidente de una de las más grandes agencias publicitarias a
comienzos de los años 50: “Yo considero la publicidad como una fuerza de educación y
de activación capaz de provocar los cambios de la demanda que nos son necesarios. Al
mostrar a mucha gente un nivel de vida más elevado, la publicidad hace aumentar el
consumo al nivel que nuestra producción y nuestros recursos lo justifican”. En dicho
fragmento, el mismo Thompson añade, utilizando un lenguaje tan mesiánico como
yugular, que la publicidad está llamada a “cambiar la faz del mundo y renovarlo
totalmente”, así como a “crear en el espíritu de la gente unas necesidades de las que no
ha tenido ni la sombra de una idea”. Evidentemente, esta inclinación al consumo no es
exclusiva de esta nueva modalidad de capitalismo. Algunos sociólogos, como Thorstein
Veblen, ya en 1899, situaba el “consumo ostensible” y la “emulación pecuniaria”
como motores orientadores de la acción social en el capitalismo finisecular del XIX 365.
La particularidad de esta nueva y política vigorosa de consumo es que se extiende a
todas las clases, a fin de retroalimentar nuestro ciclo económico, basado en la
producción de masas, acelerando explícitamente y artificialmente el consumo
ininterrumpido a través de prácticas industriales como “obsolescencia planificada” o la
sobrestimulación de deseos que conlleva el lenguaje publicitario 366. Al mismo tiempo,
conviene recordar que este consumo generalizado no es una prueba de esa especie de
opulencia universal en la que Smith llegó a pensar esperanzadamente, si la riqueza
aumentaba de manera sostenida en los países industrializados; por decirlo de otro
modo, no supone una disolución de la estructura de clases, sino una forma de consagrar
el consumo en los diversos modos de acumulación de cada clase. Luis Enrique Alonso
hace un perfecto resumen de las tesis de Baudrillard sobre el consumo como
implacable estructurador de clases:

“Las clases dominantes se presentan como el deseo ideal de consumo, pero debido a la
innovación, diversificación y renovación permanente de las formas-objeto, este modelo se hace
constantemente inalcanzable para el resto de la sociedad; en el primer caso, consumir es la

364
Citado en: Gorz, ob.cit., p.160
365
Vid. En: Veblen, Thorstein. The theory of the leisure class. Oxford: Oxford University Press: 2008.
366
La práctica de la “obsolescencia planificada” empieza en los años 20 con la sobreproducción derivada
del sistema fordista y es acuñada como término por primera vez en un panfleto político de Bernard
London, de clara inspiración keynesiana: Ending the Depression Through Planned Obsolescence. Como
se echa de ver, en la misma fundación del estado keyenesiano, como respuesta de emergencia al crack
del 29, se entiende que la estimulación artificial del consumo, ya sea mediante una menor durabilidad del
objeto o el lenguaje publicitario, será necesario para relanzar la economía.

173
afirmación, lógica, coherente, completa y positiva de la desigualdad, para todos los demás
colectivos consumir es la aspiración, continuada e ilusoria de ganar puestos en una carrera que
nunca tendrá fin”367.

Luis Enrique Alonso zanja su resumen con agridulce poesía, al intuir que el ciclo de
producción y consumo que perpetúa estas aspiraciones insaciables se basa en una
“industrialización de la carencia”.

En resumidas cuentas, el consumo como parte del ciclo económico es característico de


fases anteriores del capitalismo, pero con el keynesianismo se sistematiza mediante un
nuevo engranaje jurídico. Ya en 1907, Walser reconoce la implicaciones del consumo
en el capitalismo, a la hora de definir una nueva estructura de clases. En este pasaje, se
echa de ver que la pobreza, en las modernas ciudades dominadas por la economía de
mercado, ya no es un estado objetivo de subsistencia, sino un estado subjetivo de
mayor o menor poder adquisitivo. Por decirlo en palabras de Alonso, una “carencia
industrializada” que contribuye a dinamizar la economía desde las aspiraciones, más o
menos insatisfechas, de todas las clases asalariadas: “En el campo hasta el más pobre
tiene menos preocupaciones que quien, siendo mucho menos pobre, vive en la ciudad;
(…) En la ciudad todos luchan por enriquecerse, de ahí que tantos se sientan tan
terriblemente pobres; en el campo, en cambio, el pobre no se ve herido por esa
confrontación permanente con la riqueza”368. Ya en los años 20, en Nueva York, el
lenguaje publicitario y la incitación al consumo están a la orden del día, como parte
indispensable al funcionamiento económico de la gran capital financiera del mundo.
En Viaje al fin de la noche, Bardamu describe esta sociedad coaccionada en sus
consumos por la publicidad con auténtico pavor:

“aquella monotonía llena de adoquines, ladrillos y bovedillas y comercio y más


comercio, chancro del mundo, que prorrumpía en anuncios prometedores y pustulentos. Cien
mil mentiras meningíticas. (…) ¿Sería tal vez que a los habituados, no les provocaban el mismo
efecto que a mí aquellos amontonamientos de materia y alvéolos comerciales? ¿Aquellas
organizaciones de largueros hasta el infinito? Para ellos tal vez fuese la seguridad todo aquel

367
Alonso, Luis enrique. Trabajo y posmodernidad: el empleo débil. Madrid: Editorial fundamentos,
2001, p.41

368
Walser, ob.cit., p.123

174
diluvio en suspenso, mientras que para mí no era sino un sistema abominable de coacciones,…”
369

En ese ambiente de riquezas al alcance de la mano, los pobres sufren con especial
dureza la mordedura clasista de la “carencia”, que les impulsa a consumir para no sentir
esa hiriente comparación con los ricos que el lenguaje publicitario exacerba
continuamente: “Tal vez entonces pierdas al mismo tiempo la agotadora costumbre de
pensar en los triunfadores, en las fortunas felices, ya que puedes tocar con los dedos
todo eso. La vida de la gente sin medios no es sino un largo rechazo en un largo delirio
y sólo se conoce de verdad, sólo se supera de verdad, lo que se posee” 370. El engranaje
de un sistema basado en la incitación al consumo y la “industrialización de la carencia”
queda reproducido metafóricamente por Celine en su descripción de un comedero para
pobres, exhaustivamente racionalizado, a la manera de una fábrica de Ford, a fin de
optimizar su rendimiento económico:

“Como ya solo me quedaban tres dólares en el bolsillo, fui a verlos agitarse en la palma
de mi mano, a la luz de los anuncios de Times Square, placita asombrosa donde la publicidad
salpica por encima de la multitud ocupada en elegir un cine. Me busqué un restaurante muy
económico y acabé en uno de esos refectorios públicos racionalizados donde el servicio se
reduce al mínimo y el rito alimentario está simplificado en la medida exacta de la necesidad
natural.(…) Pero si nos inundaban así, a los clientes, con tal profusión de luz, si nos arrancaban
por un momento a la noche natural de nuestra condición, era porque formaba parte de un plan.
Alguna idea del propietario. Yo desconfiaba. Causa un efecto muy raro, después de tantos días
de sombra, verse bañado de una vez en torrentes de iluminación.(…) Desde el otro lado del
escaparate éramos observados por la gente de la fila que acabábamos de abandonar en la calle.
Esperaban a que hubiésemos acabado, nosotros, de jalar, para venir a instalarse, a su vez.
Precisamente para ese fin y para mantenerlos con apetito era para lo que nosotros nos
encontrábamos tan bien iluminados y resaltados, a título de publicidad gratuita. Las fresas de mi
pastel estaban acaparadas por tantos reflejos centelleantes, que no podía decidirme a
comérmelas. No hay modo de escapar al comercio americano”371.

En Factotum, asentado ya el estado del bienestar y mediando la 2ª G.M, se reflejan los


mecanismos de una economía que incita al consumo para mantener su estado de
sobreproductividad constante. En su nuevo empleo de mozo de almacén, Chinaski ha
de dividir zapatas de frenos en distintas cajas:

369
Céline, ob.cit, p.238-240
370
Ibid., p.241
371
Ibid., p.240-242

175
“Henley me enseñó cómo. ‘Tenemos tres tipos de cajas, cada una impresa de diferente
manera. Unas son para nuestras “Zapatas de freno superduraderas”, las otras son para nuestras
“Superzapatas de freno” y las otras son para nuestras “Zapatas de freno Standard”. Las zapatas
están aquí al lado apiladas.’ ‘Pero a mí me parecen todas iguales. ¿Cómo las voy a distinguir?’
‘No hace falta. Todas son el mismo modelo. Sólo tienes que dividirlas en tercios” 372.

Nuestras modernas sociedades de consumo están fundadas en una sobreproductividad


que mantiene una relación de estimulación constante con el consumidor. Este nuevo
estado hace que el individuo trabajador, como señala André Gorz, ya no esté sólo
alienado del objeto producido, como indicaba Marx, sino también alienado en el objeto
consumido, porque la publicidad crea en su mente necesidades artificiales que penden
sobre su vida como un horizonte de bienestar económico al que debería aspirar
constantemente para sentirse integrado socialmente. En esa alienación consumista de
productos siempre nuevos parece estar pensando, misteriosamente, Chinaski, cuando se
echa una siesta resacosa en el almacén de bicicletas:

“Me arrastraba allí, bajo las nutridas hileras de bicicletas inmaculadamente ordenadas.
Me tumbaba allí de espaldas, y suspendidas sobre mí, alineadas con precisión, colgaban filas de
relucientes radios de plata, llantas, cubiertas de caucho negro, brillante pintura nueva, pedales.
Todo en perfecto orden. Era inmenso, correcto, ordenado…500 o 600 bicicletas en formación
encima mío, cubriéndome, por todas partes. De algún modo aquello estaba lleno de significado.
Sólo tenía que mirarlas para saber que únicamente tenía cuarenta y cinco minutos de reposo bajo
aquella selva cíclica. También sabía por otra parte de mi conciencia que si alguna vez me dejaba
llevar y caía en el torbellino mecánico de aquellas bicicletas nuevas y relucientes, estaba listo,
acabado para siempre, y nunca podría salvarme”373.

Cabe recordar, en este punto, que durante 30 años, los indicadores macroeconómicos
mostraron tasas de crecimiento sin precedentes del producto, de la productividad y del
consumo, lo cual llevó a considerar esa época (1930-1960) como una edad de oro del
fordismo con base keynesiana. Pero desde el final de los años 60 empieza a atascarse
esa dinámica emergente, para volver a entrar en una crisis abierta en el curso de los
años 70. Precisamente, durante la década de los 60, está ambientada esa pantagruélica
denuncia contra el consumismo (paradójicamente incrustado en el corazón del estado
del bienestar) que es La Conjura de los necios. La primera página de la novela, una

372
Bukowski(2007), ob.cit, p.149
373
Bukowski, ob.cit. p.76

176
descripción de Ignatius Reilly en un centro comercial, es toda una declaración de
intenciones al respecto:

“Los altaneros ojos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban
bajo el reloj junto a los grandes almacenes D.H.Holmes, estudiando a la multitud en busca de
signos de mal gusto en el vestir. Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos
y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La
posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y geometría de una persona.
Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto” 374.

Ignatius, que tiene alma de profeta bíblico, parece culpar a su sociedad al modo de
Ezequiel, como una vanidad de vanidades. Pero detrás de dicha vanidad, cuya
descripción no es un mero chascarrillo religioso, existe la voluntad, por parte del autor,
de poner el dedo en la llaga de un sistema económico que enajena a los individuos de
su necesidades reales mediante una sobreestimulación del consumo. Ignatius es
especialmente implacable con la manera en que esta política afecta a la vida del
trabajador más raso. Tras su visita a la fábrica de Levy Pant’s, lamenta el destino de la
comunidad negra, su ‘esclavitud mecanizada’, hasta el punto de que haría bien en
volver a los algodonales donde comenzó su vasallaje laboral. Ahora bien, introduce un
matiz en la nueva condición del trabajador que moderniza esencialmente su alienación
en la moderna sociedad de consumo:

“Si estuviesen aún en la etapa recolectora de su evolución, al menos estarían en un


entorno campestre saludable cantando y comiendo sandías. (…) Quizá me equivoque. Supongo
que hoy la gente coge el algodón con una mano mientras que con la otra sostiene un transistor
pegado a la oreja para que vomite boletines sobre coches usados y suavizantes para el pelo y
peinados Corona Real y Vino Gallo en sus tímpanos, con un cigarrillo mentolado con filtro
colgando de sus labios y amenazando con incendiar todo el algodonal” 375.

Ignatius detesta el lenguaje publicitario, pero al mismo tiempo no puede vivir sin él,
porque alimenta su odio contra un siglo que aborrece. En casa de su madre, todas las
tardes ve American Bandstand, un popularísimo programa de televisión para

374
Kennedy Toole, ob.cit., p.15
375
Ibid., p.120-121

177
adolescentes patrocinado por clearasil, en que los jóvenes bailaban al ritmo de la
música popular moderna. Ignatius no puede sino lamentar las tácticas de publicidad y
consumo que subyacen al mensaje de este programa de televisión, porque
evidentemente, por primera vez en la historia, la adolescencia se convierte en un
segmento del mercado explotable comercialmente y estimulable publicitariamente:

“ ‘A los niños de ese programa habría que gasearlos a todos.(…) Lo irónico de este
programa es que teóricamente pretende ser un ejemplo para la juventud de nuestra nación. ¡Me
gustaría muchísimo saber lo que dirían los Padres Fundadores si pudieran ver como corrompen
a esos niños en pro de la causa del Clearasil! Sin embargo, siempre he sospechado que la
democracia llevaría a esto’”376.

Veamos como tres principios derivados de la sociedad de consumo, la planned


obsolescence, el standard package y el styling377, son caricaturizados en algunos pasajes
de la novela. Por un lado, si evaluamos el ‘equipamiento tipo’ en la vida de Ignatius, y
su tremendo carácter obsoleto, que se resiste a actualizarse bajo los imperativos del
mercado, nos damos cuenta, ya no de su pobreza, que es evidente, sino de su nivel de
vida nulo en una sociedad basada en el consumo. Cuando el patrullero Mancuso visita
la casa de Ignatius, se queda fascinado al comparar esa cocina con la suya propia,
adaptada a los modernos imperativos del consumo:

“Pese a que el patrullero Mancuso no le interesaban los interiores de las casas, advirtió
de todos modos, como lo habría advertido cualquiera, la presencia de la antigua cocina de gas
con el horno alto y la nevera con el motor cilíndrico encima. Pensando en las sartenes eléctricas,
las secadoras de gas, las batidoras y mezcladoras mecánicas, las fuentes de baffles, y los
asadores motorizados que parecían estar siempre girando, rallando, batiendo, enfriando,
zumbando e hirviendo en la argéntea cocina de su esposa Rita, el patrullero Mancuso se
preguntó que haría la señora Reilly en aquella cocina casi vacía. En cuanto anunciaban en la tele
un aparato nuevo, la señora Mancuso lo compraba, por muy arcanos que fueran sus usos”378.

376
Ibid., p.51
377
Ya se ha examinado más arriba el sentido de la obsolescencia planificada. El standard package
(equipamiento tipo) es un concepto creado por el sociólogo americano David Riesman en 1964, para
expresar el paquete de productos – coche, casa, enseres varios – al que debía aspirar un americano de
clase media para considerarse integrado socio-económicamente. El styling es una rama del diseño,
opuesta al funcionalismo, que hace más atractivo el diseño de un producto para los consumidores con el
fin de venderlo. El styling surgió en los años 20, de la mano de conocidos diseñadores como raymond
Loewy, y se instaló después de la caída de la bolsa de valores en 1929 como práctica habitual, con el
objetivo de incrementar las ventas.
378
Ibid., p.48-49

178
Lejos de acomodarse a los parámetros del Standard Package, los bienes de Ignatius
parecen haberse estancado en un nivel de crecimiento cero. El padre de Ignatius, cabe
recordar, fue un buen obrero y cabeza de familia, hasta que el progreso de esta
sociedad de consumo acabó literalmente con su vida. En un momento dado, se nos
informa de que el padre trabajo en un taller de carros toda la vida, hasta que llegó el
automóvil (principal artículo de consumo desde el punto de vista simbólico), y en una
reparación, se pilló el brazo entero con la correa del ventilador. Desde entonces, viven
de la pensión de viudedad, que Ignatius se ha gastado casi enteramente en su
licenciatura de 10 años, hipertrofia académica de la que Adam Smith, en su afán por
educar a las masas laborales, habría estado muy orgulloso. Pero evidentemente, esa
educación no le sirve a Ignatius para mitigar su condición de proletario, sino para
esquivarla con obcecación y aislarse monacalmente del mundo.

Es por ello que el coche de Ignatius, un Plymouth del 46, tiene ya cerca de 20 años de
antigüedad. En 1930, cuando el mundo entero estaba sufriendo la depresión, la
industria del automóvil se vio particularmente afectada. En aquellos días no se podían
vender de ninguna manera coches caros. Como los Plymouth eran relativamente
baratos, la marca se vio menos afectada. Por tanto, que una familia de obreros, como la
de Ignatius, tenga un Plymouth del 46 a mediados de la década de los 60, significa dos
cosas. En primer lugar, que el pobre padre de Ignatius se gastó todo su salario en su
adquisición de un coche para pobres, porque la industria, desde la etapa de Ford hasta
el estado del bienestar, empieza a potenciar el consumo de un ‘standard package’ en las
clases menos pudientes, a fin de apuntalar el mercado interior que absorba la
producción de la industria moderna. En segundo lugar, que hace ya tiempo, según los
dictados del ‘styling’ y la‘obsolescencia planificada’, que deberían haber cambiado de
coche, si quieren garantizar su fiabilidad y seguir los dictados de la moda. Pero igual
que tantas otras cosas en la vida de Ignatius, su ‘standard package’ es un auténtico
anacronismo. En otro pasaje, el mismo Ignatius denuncia, ante un homosexual
encadenado a la pared por unos amigos suyos, el styling implícito en dichas cadenas y,
metafóricamente, las cadenas morales que conlleva nuestra participación en las
modernas sociedades de consumo:

179
“Si yo fuera un constructor de casas lujosas, instalaría por lo menos un equipo de
cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de
todos los chalets duplex de Cabo Cod. Cuando los residentes se cansasen de de la televisión y
del ping pong o de lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse a todos un rato. Las
esposas dirían: ‘Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu
marido, últimamente?’ Los niños volverían corriendo del colegio a casa, a sus madres, que
estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación,
cosa que la televisión les veta”379.

Ignatius se considera a si mismo un tipo rematadamente cuerdo, asediado por una


sociedad a la que ha enloquecido el consumo. Por eso, cuando su madre le propone
ingresar en el manicomio local para ‘descansar’ y ‘escribir cosas en tus cuadernitos’, la
respuesta de Ignatius es un furibundo alegato contra la sociedad de consumo:

“’Intentarían convertirme en un subnormal enamorado de la televisión y de los coches


nuevos y de los alimentos congelados. ¿No comprendes? (…) Por eso los meten allí. Porque
atemorizan a los otros. Los manicomios de este país están llenos de almas cándidas que
sencillamente no pueden soportar la larolina, el celofán, el plástico, la televisión y las
circunscripciones”380.

Por otra parte, la moderna sociedad de consumo tiene la contrapartida de un mayor


desarrollo de compensaciones sociales, que mejorarán el marco legal que regula los
contratos del trabajador con la empresa. Con todo, de La conjura de los necios,
reflexión sobre esta sociedad polarizada entre la explotación del consumidor y su
reivindicación de los derechos civiles, se deriva, como dice el refrán, que hecha la ley,
hecha la trampa. Posiblemente, una de las imágenes más poderosas de la novela, que
expresa la dualidad de semejante status quo, es la que une en una misma pareja
inverosímil a la octogenaria señorita Trixie, administrativa de Levy Pant’s, con la
frustrada esposa de Gus Levy, consumista de cuarenta y tantos que siempre acusa a su
marido de “haberla enjaulado con centenares de objetos materiales que no satisfacen su
auténtico yo”381. La monstruosa Sra. Levy es una caricatura del consumidor ególatra e
insatisfecho, obsesionada con su cuerpo, que cultiva mediante una tabla de ejercicios
para mantenerse siempre joven, y con su alma, que cultiva mediante cursos de
379
Ibid., p.294
380
Ibid., p.288
381
Ibid., p.149

180
psiquiatría por correspondencia. En dichos cursos, utiliza siempre a la señorita Trixie
como conejillo de indias, prolongando indefinidamente su fecha de jubilación legal
para que se sienta más joven, moderna y activa. En resumidas cuentas, Kennedy Toole,
metafóricamente, hace que los principios económicos del consumismo atropellen
salvajemente el derecho a una jubilación temprana, que el estado del bienestar,
teóricamente, debería garantizar a los trabajadores.

Esta prolongación terrible de la vida laboral parece recordar relaciones laborales más
antiguas, no regladas por un contrato que concrete la fecha máxima de jubilación y deje
al trabajador en una situación de máxima intemperie jurídica. Así la expresa Robinson
en El desaparecido cuando explica cual es su destino laboral como criado de Brunelda
y Delamarche: “trabajaré mientras pueda y, cuando no pueda más, me echaré en el
suelo y me moriré, y sólo entonces, demasiado tarde, comprenderán que estaba enfermo
y, a pesar de ello, seguí trabajando hasta matarme de trabajo a su servicio” 382. Por
suerte, con la imposición del estado del bienestar, como decíamos más arriba, se
establece un marco jurídico que, en mayor o menor medida, mejora las condiciones
legales del ciudadano- trabajador o, coyunturalmente, en el paro- de los modernos
estados industrializados. Hasta entonces, la sociedad acomodada sólo había
considerado estabilizar la condición del “pobre”, mediante prácticas de beneficencia, y
mejorar la precariedad del trabajador, mediante fondos previstos por los sindicatos o
seguros parciales avalados por el estado en caso de accidente, invalidez, enfermedad y
muerte En Los hermanos Tanner, ambientada en los primeros años del siglo XX,
podemos ver reflejadas algunas de estas prácticas, como la simple caridad burguesa. El
comedor social en que Simon come está regentado por una Asociación por la templanza
y el bienestar del pueblo, en el que comen todo tipo de parados y prostitutas, gente, en
suma, sin un hueco en el mercado laboral. Simon ensalza irónicamente la tiranía tácita
en cualquier acto de solidaridad no organizada, que se contente con mitigar los efectos
de la pobreza en vez de atacarla en su raíz, como hará el futuro estado del bienestar:

“Era como si las amables y buenas señoras entrasen en un salón lleno de niñitos pobres
para verlos disfrutar con un banquete. “‘¿No es el pueblo un gran niñito pobre que debe estar
bajo tutela y vigilado?’, exclamaba una voz en su interior, “¿y no es mejor que sea vigilado por

382
Kafka, ob.cit., p.214

181
esas señoras – damas distinguidas y de buen corazón, después de todo- que por tiranos en el
sentido antiguo, aunque sin duda más heroico, del término?”383.

Asimismo, Simon describe una empresa contratada por el ayuntamiento, que paga
jornales misérrimos a los parados para impedir que mueran de hambre. Son
instituciones de la comunidad, subvencionadas por el ayuntamiento, que usan fuerza
de trabajo residual a cambio de un salario de supervivencia:

“Era la copistería para desocupados, el sitio donde recalaban todos aquellos que, por
alguna circunstancia, habían llegado a esa situación en la que resulta absolutamente impensable
encontrar un puesto de trabajo en algún establecimiento.(…)La oficina no permitía que nadie
progresara, de lo contrario habría errado todos sus objetivos y su razón de ser; porque lo cierto
es que existía solamente para asegurar a los parados una existencia miserable” 384.

Otra medida del estado, constitutiva de este débil entramado de seguridad social, que
precedió a su plena expresión política a través del estado del bienestar, la podemos ver
en Viaje al fin de la noche, con los pobres disputándose desesperadamente una pensión
del estado:

“A mis clientes no les interesaba que yo hiciera milagros; contaban, al contrario, con su
tuberculosis para que los pasaran del estado de miseria absoluta en que se asfixiaban desde
siempre al de miseria relativa que confieren las minúsculas pensiones del estado.(…) No se sabe
lo que es volver y esperar algo hasta que no se ha observado lo que pueden llegar a esperar y
volver los pobres que esperan una pensión. (…) Los ricos se emborrachan de otro modo y no
pueden llegar a comprender esos frenesíes por la seguridad”385.

Como vemos, durante esta etapa, nos encontramos mayoritariamente, con una
asistencia benéfica o social que da respuesta a necesidades de primer orden. Se
pretende en definitiva mantener a las masas de pobres en un nivel mínimo de
subsistencia que permita, eventualmente, su utilización como mano de obra. El cambio

383
Walser, ob.cit., p.55-56
384
Ibid., p.225.
385
Céline, ob.cit., p.382

182
de la caridad a la solidaridad, de la beneficencia a los servicios sociales será
fundamental en la evolución histórica de la atención a los ciudadanos, integrándose,
como una suerte de retribución indirecta, a los principios mismos del régimen salarial
en el estado del bienestar. La primera manifestación reconocida de la Seguridad Social
se produce en la Alemania de Bismarck con el inicio de los seguros sociales en 1881.
El tránsito de una seguridad social para los trabajadores, a una seguridad social para
todos los ciudadanos se configura con la consolidación del Estado de Bienestar. Los
derechos de seguridad social, es decir, las pensiones, la sanidad, el desempleo, junto a
los servicios sociales, como el derecho a la educación, definirán la política de bienestar
social como sello de identidad de las democracias europeas más avanzadas.

La vida entera de Chinaski en Factotum es un largo regateo con las autoridades y los
patronos para obtener cheques de liquidación y seguros del paro. A pesar de lo
alienante de todos sus trabajos, lo cierto es que utiliza el colchón que le concede la
sociedad del bienestar en su provecho, para tomarse merecidas vacaciones por cuenta
del estado. Esta descripción de su vida como parásito más o menos consciente de la
seguridad social hubiera sido imposible medio siglo antes:

“Pasadas dos semanas tenía ya el seguro del paro y nos relajábamos y follábamos y nos
recorríamos los bares y todas las semanas bajaba al Departamento de Desempleo del Estado de
California y guardaba cola y recibía mi hermoso taloncito. Sólo tenía que responder a tres
preguntas: ‘¿Está usted capacitado para trabajar?’ –¿Desea trabajar? - ¿Aceptaría un empleo? -
¡Sí! ¡Sí! ¡Sí¡ - contestaba siempre. (…) Siempre me sorprendía cuando alguno de los solicitantes
respondía “No” a cualquiera de las tres preguntas. Sus cheques eran inmediatamente anulados y
se les concedía a otro despacho donde consejeros especialmente entrenados les ayudaban a
encauzar sus pasos por el camino correcto”386.

Las agencias de empleo ya no sirven sólo para buscar empleos disponibles, sino que
guía la existencia del trabajador en sus períodos de desempleo forzoso. Es decir, la
asistencia social se hace extensiva a todos los ciudadanos: no sólo al trabajador cubierto
por el seguro de su empresa, o al pobre amparado por instituciones de beneficencia,
sino al ciudadano en todas sus fases, ora como trabajador ora como desempleado que
desea reintegrarse al mercado de trabajo. De ahí que Chinaski, como buscavidas
amante de la holganza, siempre amenace a sus patronos para sacar el mayor
386
Bukowski(2007), ob.cit., p.102.

183
rendimiento posible al estado del bienestar: “Mantz, quiero mi seguro del paro. No
quiero tener ningún problema con eso. Ustedes siempre están intentando arrebatarle a
un obrero sus derechos. Así que no me ponga ningún problema o volveré aquí y se las
tendrá que ver conmigo”387.

Otro gran aficionado a las ventajas de la seguridad social es Ignatius Reilly, que no
pondría ningún reparo en ser un vagabundo mantenido por la beneficencia del estado:
“-‘ ¿Le gustaría a usté se vagabundo y está parao la mitá del tiempo?’ – ‘Sería
maravilloso. Yo mismo fui vagabundo en tiempos mejores, en tiempos más felices. Ay,
si estuviera yo en su pellejo. Sólo saldría de mi habitación una vez al mes a buscar al
correo el cheque de la seguridad social. Piense un poco en la suerte que tiene” 388. Por
otra parte, Ignatius parodia un privilegio cuya sistematización empieza durante el
estado del bienestar, el hecho de que las empresas, en EEUU, deban extender un seguro
medico a los asalariados. 3 demócratas americanos, Roosevelt en los años 30, Lyndon
B.Johnson en los años 60 y Barack Obama en la actualidad, han intentado modificar
esta política que relega la salud pública, en la actualidad, a menos del 2 por ciento del
presupuesto federal. Al menos, con la llegada del estado del bienestar, se principió en
Estados Unidos este proceso y empezó a percibirse, en el mismo marco jurídico
planteado por el estado, como un derecho de los trabajadores. Ignatius añora la
modernidad que implica la cobertura de tal seguro médico al amenazar a su empleador
en Salchichas Paraíso:

“Mis nervios están al borde del colapso total. Supongo que examinó usted mis uñas
hace un momento, se fijaría en el temblor de mis manos. No me gustaría nada tener que
demandar a Vendedores Paraíso, Incorporated, para que me abonase las facturas del psiquiatra.
Quizás ignore usted que no estoy amparado por ningún seguro médico. Es evidente que
Vendedores Paraíso es demasiado paleolítico para ofrecer tales beneficios a sus asalariados” 389.

Y al mismo tempo, como de costumbre, pone continuamente el dedo en las carencias


de unas compensaciones sociales que siguen manteniendo al trabajador en un estado
sumamente precario; como cuando el Sr. González le asegura a Ignatius, siempre
prendado de sus dolores, que “los días que no venga usted por enfermedad, etc, se
deducirán de su salario semanal”.

388
387
Kennedy Toole, ob.cit., p.281
Ibid., p.102
389
Ibid, p.201

184
Llegados a este punto, conviene resaltar que este capitalismo reformulado en las
directrices del estado del bienestar sigue teniendo muchas carencias, de las que nuestros
buscavidas, como hemos venido ilustrando, se percatan dolorosamente. A tal efecto,
resulta interesante citar este artículo de Trotski, valorando negativamente las
retribuciones del bienestar que aportó el New Deal:

“Es así, por ejemplo, que hizo entrar en vigencia un sistema de jubilación a la vejez y
de seguro de desempleo bajo control del gobierno, pero a una tasa ridículamente baja. El
empleador tiene la posibilidad de hacer caer el peso sobre los consumidores, es decir, sobre los
trabajadores, y los sindicatos no tienen ninguna participación en la administración del sistema.
Formalmente, el "derecho" de los obreros a organizarse está reconocido, y el gobierno cultiva la
amistad de los dirigentes sindicales. En la actualidad, los movimientos huelguísticos son
quebrados, de manera sutil por mediadores codificados del gobierno, o de manera brutal, por
gangsters privados, la policía o la milicia, sin ninguna protesta efectiva por parte de esta
administración ‘liberal’”390.

Trotsky hace hincapié en “tasa ridículamente baja” de las pensiones de jubilación, la


que mantiene a Ignatius y su madre en un frugal alejamiento del mundo, prácticamente
rayano en la pobreza. Al mismo tiempo, subraya la nueva condición del “trabajador”
como “consumidor”, lo cual provoca un efecto disuasorio en sus reivindicaciones
sindicales y pone ante sus ojos como único horizonte real de bienestar la adquisición de
bienes.

Por otra parte, la jornada se estipula, por ley, en torno a las ocho horas diarias y las
cuarenta horas semanales, lo cual supone un avance significativo respecto a las
interminables jornadas que sacrificaron generaciones enteras de obreros en las fábricas
decimonónicas. En principio, con la fijación de la jornada de 8 horas, no se podrían
permitir situaciones como ésta que describe Kafka entre los ascensoristas explotados
del hotel de El desaparecido: “Era un trabajo monótono y, por la jornada de 12 horas
que alternaba día y noche, tan fatigoso que, según Giacomo, no era posible soportarlo si
no se podía dormir de pie unos minutos” 391. Pero lo cierto es que Bukowski nos informa
de muchos trabajos en los que tal legislación se ignora soberanamente: “cuando

390
Trotski, L. “Naturaleza y dinamica del capitalismo y la economia de transicion" [en línea] Ed.
CEIP:1999 Recuperado el 10 de junio de <http://www.fundacionfedericoengels.com/index.php?
option=com_content&view=article&id=64:-eeuu-roosevelt-y-el-movimiento-obrero-en-la-gran-
depresion-&catid=17:internacional&Itemid=34>

391
Kafka, ob.cit., p.132

185
entrabas allí por la mañana podías estar seguro de que ibas a tener un mínimo de once
horas de trabajo”392. Y reconoce asimismo las limitaciones de un estado de bienestar
que, como sugiere Trotski, sólo mitigan superficialmente la pobreza del trabajador,
pero están lejos de garantizarle una seguridad real en los tiempos de regresión:

“Me levantaba todas las mañana y recorría todas las agencias públicas de empleo,
empezando por el mercado de trabajo en granjas. Me levantaba a duras penas a las 4:30 de la
madrugada, con resaca, y estaba normalmente de vuelta antes del mediodía. Caminaba de una
agencia a otra, en un peregrinaje sin fin. A veces conseguía algún trabajo ocasional por un día
descargando camiones, pero esto era sólo después de recurrir a una agencia privada que se
llevaba un tercio de tus ganancias. En consecuencia, había muy poco dinero y nos íbamos
retrasando más y más en el pago del alquiler”393.

Bukowski describe estas agencias, además, como un lugar que hiede a pobreza y
desesperación, infestadas de vagabundos, manejado por empleados que se muestran
agresivos y tienen miedo a ser agredidos por los solicitantes de empleo. Es decir, que el
sistema de empleo dista mucho de funcionar como el engranaje de reinserción laboral
que se supone que es, porque no puede evitar, con frecuencia, situaciones de paro
prolongado y, debido a la cobertura de derechos que promete, no puede competir con
contratistas a jornal. La competencia de las agencias privadas, especializadas en el
trabajo a destajo sin ningún tipo de cobertura social, interesa al capitalista, porque le
permiten contratar, sin condicionantes jurídicos, pura y dura fuerza de trabajo.
Presentan, por tanto, una competencia feroz y provoca unas bolsas considerables de
empleo sin cobertura social de ninguna clase, inevitablemente sumergido. Chinaski
escucha a un negro vagabundo, que espera junto a él en una de estas agencias, decirle:

“El tío que lleva todo esto es un tío con cojones. Le echaron del trabajo en granjas, se
cabreó, vino aquí y comenzó todo esto. Se ha especializado en el trabajo a destajo. Si alguien,
por ejemplo, quiere tener un camión descargado rápido y barato, llama aquí.(…) El tío que lleva
esto se lleva el 50%. Nosotros no nos quejamos. Cogemos lo que él nos consiga” 394.

392
Bukowski(2007), ob.cit. p.52
393
Ibid., p.90
394
Ibid., p.188

186
Esta última frase, “no nos quejamos”, parece darle la razón a Trotski en sus ominosas
predicciones sobre el estado del bienestar, que por una parte garantiza unos mínimos
derechos sociales (cuando no hace caer en la economía sumergida a ciertos sectores de
la población) y por otra erosiona mucho la capacidad de organización del movimiento
sindical. Como decíamos arriba, una vez se hace la ley, se hace la trampa y surgen
nuevas condiciones de explotación laboral encubierta. En La conjura de los necios, en
consonancia con el movimiento por los derechos civiles y raciales de los años 60, se
presenta a los negros como una raza discriminada, contratada como mano de obra
especialmente barata en las fábricas, o condenada a trabajar, masivamente, en
condiciones de invisibilidad jurídica para el sector servicios. Es el caso de Jones, el
negro de la conjura, que se queja de que su empleadora “no me ha contratado
exactamente, me ha comprado en una subasta”395.

Por otra parte, aunque se reconozca formalmente el derecho del trabajador a protestar,
como sugiere Trotski, las protestas están manipuladas y mitigadas por la misma
administración liberal, ya la que la empresa, el estado y los dirigentes sindicales
mantienen una cordial “amistad”. Así lo confirma Ignatius a los trabajadores negros de
Levy Pant’s en una mentira nada piadosa, cuando comienza a organizar su
manifestación, reconociendo falsamente que cuenta con el beneplácito formal de la
empresa: “Hay mucha gente que está dispuesta a hacé la manifestación con él. Nos dijo
que había conseguido permiso del mismo señó Levy para hacé una manifestación, nos
dijo que el señó Levy quiere que nos manifestemos y nos libremos del señor gonzala.
Quien sabe. Quizá nos suban el sueldo”396. Cuando en realidad, las intenciones de
Ignatius no están nada domesticadas, ya que su “Cruzada de la dignidad mora” tiene
por misión, cuanto menos, “conseguiros un cañó y flechas, tirar encima de este sitio
una bomba atómica”397. Como decíamos más arriba, no le falta razón la manifestación
de Ignatius, ya que el salario, aunque se incremente, teóricamente, con el IPC, sigue
siendo en esencia un salario de subsistencia que no supone un incentivo muy poderoso
para el trabajador. Además, existen amplios sectores de la población que no están
cubiertos por ese plan de seguridad, existen huecos, como decimos, en los que
sobrevive gran parte de la ciudadanía laboral en un estado de marginación más o menos

395
Kennedy Toole, ob.cit., p.44
396
Ibid., p.134
397
Ibid., p.133

187
encubierta. Por ejemplo, cuando Ignatius se queja de su escaso salario inicial en Levy
Pant’s, pronto se da cuenta de que no sólo le pagan poco, sino que debe considerarse un
privilegiado. La señorita Trixie, además de no recibir su jubilación, cobra menos que la
plantilla contratada tras la renovación jurídica y contractual que supone el estado del
bienestar, porque las novedades legales que supusieron el New Deal, deduzco a través
del testimonio sibilino y corporativo del Sr. González, no afecta a su contrato:

“La señorita Trixie sólo gana cuarenta dólares a la semana, y no me negará usted que
tiene cierta antigüedad en la empresa. (…) Tiene usted suerte de empezar con el salario que le
he dicho. Todo esto forma parte del plan Levy Pants de inyectar sangre fresca en la empresa. La
señorita Trixie, por desgracia, fue contratada antes de que se iniciara este plan. En fin, el plan no
tenía efectos retroactivos, y por tanto, no la afecta a ella”398.

Pero la situación de los negros, como decíamos más arriba al hablar de Jones, es peor
aún. Ignatius se declara abiertamente escandalizado ante el salario de los obreros
negros, que subrepticiamente son utilizados por este ‘capitalismo del bienestar’ como
mano de obra barata:

“Al hablar con algunos de los obreros negros, descubrí que cobraban menos aún que la
señorita Trixie. (…) Cuando pregunté por sus salarios, descubrí que la paga semanal media es
de menos de 30 dólares. Mi considerada opinión es que un individuo se merece más que eso por
el simple hecho de estar en una fábrica cinco días por semana. (…) Si yo hubiera sido uno de los
obreros (y habría sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, como dije antes)
habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un salario decente”399.

Todos estos ejemplos, que nos brinda la descreída actitud del buscavidas respecto a los
claroscuros del estado del bienestar, nos invitan a hacer una lectura progresista de dicho
sistema, porque sólo el sentido crítico de los trabajadores permitirá blindarlo
jurídicamente e impedir que el capitalismo no se contente con “practicar la
beneficencia”. El estado del bienestar, si bien supone un nuevo paso adelante en los
derechos del trabajador, abre vías nuevas de explotación encubierta que no deberían

398
Ibid., p.76
399
Ibid., p.123-125

188
domesticar, sino más bien mantener en guardia, el sentido crítico del trabajador en el
capitalismo contemporáneo.

189
IV. Conclusiones

El propósito de esta investigación ha sido describir la caracterización de unos


personajes literarios, los ‘buscavidas’, que desde la diversas perspectivas literarias
esgrimidas por sus autores, constituyen una plataforma ideal para proyectar una crítica
del sistema laboral en el capitalismo. El hecho de que tales personajes no hayan
convergido, en la bibliografía académica previa, en una misma categoría que los
sistematizase de manera conjunta, es lo que me ha llevado a documentar con la mayor
exhaustividad y coherencia posibles los rasgos comunes de su disidencia: un sentido
crítico particularmente desarraigado que les enlaza, pese a su marcado individualismo,
en un mismo espíritu anti-capitalista. Asimismo, indagar en la figura del buscavidas
me ha parecido un propósito de especial interés para comprender la sociedad en la que
a día de hoy vivimos, morimos, votamos y trabajamos. Una sociedad que podemos
denominar eminentemente como una sociedad de trabajadores, en la que la ciudadanía,
la integración social y una mayor o menor realización existencial están
irremisiblemente ligadas al hecho del trabajo.

A tal fin, planteamos en la introducción una descripción de los conflictos distintivos de


los buscavidas y expusimos, igualmente, un resumen de las tramas estudiadas que
pusiera de relieve su especificidad crítica. Asentar unos cimientos para la
caracterización común de los “buscavidas” ha permitido afrontar el resto de la
investigación desde la certeza de que la extraordinaria originalidad literaria de estos
personajes, a pesar de su condición nómada, esteparia e insubordinada, podía
emparentarse, a medida que la investigación aportaba nuevos ángulos de aproximación
a su personalidad, en un mismo y enriquecedor aire de familia. En la introducción,
propuse algunos rasgos que conforman el núcleo de su identidad, a saber: su carácter
nómada, que rehúye el ascenso social y procura no estancarse en una profesión estable
para que su identidad se vea libre de las coacciones disciplinarias inherentes al régimen
laboral; su calidad de testigo de excepción en los engranajes más alienantes del sistema
laboral contemporáneo, cuyo agobiante relato motiva su permanente huida y convierte
a los buscavidas en personajes idóneos para comprender la problemática laboral
derivada del capitalismo, puesto que enfoca, explícitamente, los mundos del trabajo

190
contemporáneo como tema literario de primera magnitud; su pobreza y la consecuente
urgencia de sus necesidades, que desprecian y temen a partes iguales, pues suponen un
malestar constante, que duplican, en cierto modo, la valentía implícita en su
nomadismo (ya que éste, paradójicamente, les impide ganar una estabilidad que les
permita salvaguardarse de los trabajos más alienantes); y por último, su solidaridad con
los otros trabajadores que corren su misma suerte, ya que a pesar de su carácter
individualista y anárquico, el buscavidas milita en el bando de los más desposeídos,
sabedor de que en el mundo, como decía Cervantes, sólo hay dos linajes, el tener y el
no tener400.

Paralelamente, en la introducción, elaboramos una breve introducción histórica al


régimen salarial enteramente nuevo que empezó a desarrollarse en los albores del
capitalismo. El propósito de dicho capítulo era dibujar unas coordenadas históricas que
permitieran entender, en su debido contexto, la especificidad de la crítica que el
buscavidas representa, como trabajador arraigado en una sociedad muy concreta, la
sociedad capitalista posterior a la eclosión de la revolución industrial. Dibujar ese telón
de fondo me ha permitido, en el capítulo dedicado a comparar los buscavidas con el
género picaresco, concretar comparaciones sustanciales y detalladas entre dos
literaturas, cuyo carácter inconformista debía ser justificado y ambientado en las
distintas coyunturas sociales que las hicieron surgir. A tal fin, partimos de una
descripción básica de la novedad conflictiva que supone el ‘salario’ en las relaciones de
producción capitalistas.

Durante el capítulo introductorio, por tanto, me concentré en mostrar como la principal


dificultad que afrontó el capitalismo, hasta la total implantación del régimen salarial,
fue modificar las relaciones económicas “tradicionales” que habían regido la economía
mercantil hasta entonces para implantar, progresivamente, unas necesidades que
quedarían vinculadas, inexorablemente, a la consecución de un salario. El hecho de que
la empresa capitalista, frente a la estabilidad multisecular de un mercado que Weber
personifica en las figuras “del viejo artesano gremial” y “el campesino que vive al
día”, tuviera que “competir” por su primacía económica con otras empresas, condujo,
lenta pero inexorablemente, a una racionalización económica exhaustiva de todos los
elementos que intervienen en su ascendente tasa de beneficios. Entre todos ellos

400
De Cervantes Saavedra, Miguel. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ed. de Rodríguez
Marín. Madrid: 1948. p.122. Citado en: Maravall, ob.cit., p.144

191
destaca, por su interés para el tema que nos ocupa, la necesidad que tenía el capitalista
de racionalizar el trabajo de manera que pudiera contar con él como un costo más de la
producción. Como dice André Gorz: “Para su empresa era indispensable que el coste de
trabajo llegara a ser calculable y previsible con precisión, porque solamente con esta
condición podían ser calculados el volumen y los precios de las mercancías producidas
y el beneficio previsible”401. Más adelante, el mismo Gorz añade el germen de
alienación que supone esa redefinición del trabajo como elemento meramente
económico, ya que el régimen salarial capitalista desarrollará métodos que le permitan
“medir el trabajo en si mismo, como una cosa independiente, separada de la
individualidad, las necesidades y las motivaciones del trabajador” 402.

En la introducción, me limité a señalar que tal percepción capitalista del trabajo,


diametralmente opuesta a la que pudiera tener un trabajador tradicional, que ve en su
trabajo no sólo un medio de ganar un salario sino toda una cultura de vida, chocó con
una reticencia masiva de los obreros a integrarse en las dinámicas fabriles. El
capitalismo, para superar este escollo, tuvo que desarrollarse en dos sentidos. En primer
lugar, sofisticando los principios de organización industrial y distribución salarial, así
como fomentando una ética del trabajo enteramente nueva, cuyos mecanismos
disciplinarios, de orden material y espiritual, ejercieron una influencia “educadora”
sobre los nuevos trabajadores, impelidos y condicionados a acatar, lenta pero
inexorablemente, ese nuevo modo de producción económica. Tales mecanismos han
sido explicados, a su vez, en el capítulo final, dividido entre una exposición del espíritu
capitalista de Max Weber y una explicación histórica de los resortes salariales y
técnicos que condicionan la vida del trabajador en los modos de producción industriales
del capitalismo. En segundo lugar, generando una mutación histórica en los mercados
tradicionales, que fuera restando interlocutores económicos a los medios rural y
artesanal, provocando un éxodo masivo de fuerza de trabajo al moderno sistema de
fábricas. A partir de entonces, el trabajador, que había podido financiarse de manera
parcial con su recurso a medios más tradicionales, verá como su salario se convierte en
su única fuente de ingresos, y por tanto, en el único elemento vinculado directamente a
la cobertura de sus necesidades. En ese ámbito, la figura del buscavidas, tal como la
planteamos en la introducción, constituye un enfoque muy interesante para abordar la

401
Gorz, André. La Metamorfosis del trabajo: búsqueda del sentido: crítica de la razón económica.
Madrid: Sistema, DL 1995, p.35.
402
Ibid., p.35

192
problemática laboral capitalista, porque es un ejemplo perfecto de obrero mal
“educado” en los principios disciplinarios del capitalismo. Al privilegiar el libre
desarrollo de su identidad sobre la cobertura de sus necesidades, en otras palabras, su
sinceridad sobre su seguridad, el buscavidas se convierte en un anti-ejemplo modélico
del trabajador capitalista debidamente ‘disciplinado’.

En el segundo capítulo de la investigación, se ha abordado por extenso la relación que


los buscavidas guardan con sus antecedentes literarios, concretamente con las dos
tradiciones que la alimentan subterráneamente y de las que al mismo tiempo se
desmarca, los géneros de la picaresca y la Bildungsroman. Dibujar el árbol genealógico
del buscavidas ha servido para entender la poderosa tradición de literatura
inconformista en que se integra la originalidad, el origen y la potencia de su
posicionamiento crítico. Con ese propósito, indagué en el principal elemento de enlace
entre estas literaturas, su interés por el yo como objeto de exploración literaria,
denominándolas, genéricamente, como ‘literaturas del yo’. A tal fin, argumenté que la
picaresca, como sostienen muchos estudiosos, da paso a la modernidad literaria, al
concederle voz narrativa al “yo” de un personaje tan desposeído como el pícaro. Como
sostiene Francisco Rico: “El recurso a la primera persona narrativa y la presentación de
toda la realidad en función de un punto de vista le hicieron posible consumar una
extraordinaria hazaña…: pensar desde dentro”403. Por tanto, el género picaresco
consagra el yo como instancia narrativa de primer orden en la modernidad, porque
independientemente de su escasa relevancia social, o precisamente a causa de ella (cabe
subrayar políticamente), el “yo” del pícaro está especialmente despojado de prebendas
y honores, el “yo” del pícaro nos habla crudamente desde lo único que tiene, su
egoísmo. Por su parte, la Bildungsroman ahonda en el descubrimiento esencial de la
picaresca, desarrollar el extraordinario potencial de esa instancia narrativa en la
exploración de las fisuras que el individuo mantiene con la sociedad en la que se
forma. Como dice Lukaks del Wilhem Meister de Goethe, la Bildungsroman contribuye
a explorar de esta manera la “conciliación de la problemática vivencial del individuo
con la realidad social concreta” 404. Además, como indica Gustavo Salmerón, la
Bildungsroman es ya un género “veladamente autobiográfico” 405, que enlaza con la

403
Rico, Francisco. La novela picaresca y el punto de vista. Barcelona: Seix Barral, 1970. p.139
404
Lukács, Georg., ob.cit, p.145.
405
Salmerón, ob.cit., p.9.

193
figura de los buscavidas, ya que al menos tres de ellos, Simon Tanner, Ferdinand
Bardamu y Henry Chinaski son un alter-ego más o menos indiscreto de sus autores.

Una vez asentado ese interés por el “yo” como objeto de exploración literaria en los
tres géneros, picaresca, Bildungsroman y novelas con buscavidas, he argumentado que
son también literaturas marcadas con el sello de la disidencia. Eso las distingue de otras
literaturas modernas que desarrollan ese mismo interés por el “yo”, como la novela
sentimental o novela epistolar y la novela de instrucción o Tendenzroman. Era
conveniente señalar, para entender la particularidad del buscavidas, que su recurso al
“yo” no se utilizaba como modelo de conducta, sino todo lo contrario, como modelos
de libertad que incitan al individuo coaccionado por las leyes sociales a resguardar para
si un espacio de independencia donde sus metas devengan realizables. Para entender la
especial disidencia del pícaro, he sostenido, siguiendo las tesis de José Antonio
Maravall e historiadores sociales como Geremek, que su disidencia viene motivada por
su afán de ascender socialmente, debido a que no acepta acatar las barreras
estamentales que impiden su prosperidad. En ese sentido, si bien comparten su
disidencia respecto a los valores sociales imperantes, el buscavidas y el pícaro difieren
radicalmente en su horizonte vital, ya que el pícaro ambiciona una integración
económica y social (mediante vías ilegítimas) que el buscavidas rechaza (mediante vías
honradas). Por su parte, el protagonista de la Bildungsroman también ejerce su
disidencia de otra manera, aunque tal como la expresa Gustavo Salmerón, formalmente
se parezca mucho a la del buscavidas: “el protagonista de estas novelas se siente ajeno
a los ritos externos y a la superstición del vulgo y deplora la teología natural de los
burócratas que intentan domesticar el pensamiento a los intereses dominantes y
doblegan al disidente”. Pero he sostenido que la diferencia fundamental entre ambos
estriba en que la disidencia del primero responde a un proceso de maduración en la
comunidad burguesa, que acaba zanjándose con un pacto más o menos frustrante con el
mundo, mientras que la del segundo es una disidencia existencial, irrevocablemente
antiburguesa y crónica.

En el capítulo reservado a la picaresca, he investigado los parecidos y las diferencias


que enlazan al buscavidas con el pícaro, pero subrayando siempre, para no caer en
actualizaciones capciosas, la coyuntura histórica que explica la presencia de algunos
rasgos literarios similares en la época de la picaresca. He hecho hincapié en dos
aspectos históricos que preceden y en cierto modo acondicionan la aparición del

194
régimen salarial capitalista. En primer lugar, un gran desarrollo de la economía
dineraria en Europa desde el s.XV, que genera a su vez una serie de cambios culturales
en torno a los conceptos de riqueza y pobreza; en segundo lugar, he comentado la
importancia de la ingente masa demográfica que vivía en la pobreza hasta la revolución
industrial, entre las que figura el pícaro, una población que será absorbida
sustancialmente por el moderno sistema industrial capitalista.

El primer factor es fundamental para el desarrollo de la literatura picaresca es el dinero,


hasta el punto de que Maravall argumenta que “sin la generalizada introducción del
dinero no hubiera habido picaresca”406. Entre todas las implicaciones sociales que
conlleva, yo he querido destacar la del nomadismo del pobre asalariado, para explicar
en qué sentido profundo enlaza con el nomadismo del buscavidas. El “pobre” del
renacimiento, debido al desarrollo de la economía dineraria, está dotado de una mayor
movilidad que el “pobre” de la edad media, porque como sostiene Maravall “al recibir
su paga en dinero el pobre-trabajador adquiere un margen mucho mayor de libertad de
movimiento”. En ese sentido, el nomadismo de los pícaros responde a la vindicación
de su libertad como individuo en una sociedad que no le permite “prosperar”, una
sociedad en la que el pícaro, como disconforme y desviado, no acepta un puesto social
dado. Por tanto, aunque el pícaro defienda su nomadismo como un ejercicio de
orgullosa libertad, lo cierto es que, coyunturalmente, viene motivada por una ansiedad
y una frustración de pobre, la ansiedad del ascenso social, de encontrar vía de acceso a
las capas acomodadas, y la frustración de no poder conseguirlo. He querido hacer
hincapié en ese tono frustrante que subyace a la libertad del pícaro, para sostener su
parecido con la libertad del buscavidas, que también opta por un estilo de vida nómada
para no quedar definitivamente alienado en una sociedad que tiene tendencia a
acorralarlo en trabajos de ínfima calificación social. Pero al mismo tiempo, tampoco
puede disfrutar plenamente de su nomadismo como una celebración de la libertad,
porque tiene un fondo de angustia evidente, que he ilustrado mediante ejemplos de los
diversos buscavidas. Asimismo, he comparado la distinta relación con el dinero del
pícaro (que ama su ostentación, que excita su codicia) con el buscavidas (que lo
desprecia filosóficamente, pero es consciente de su inmenso poder, simbólico y físico,
lo cual le lleva a mantener con él una relación contradictoria de desdén y necesidad).
Por último, he reflexionado sobre la independencia que supone el desarrollo de la

406
Maravall, ob.cit, p.109.

195
economía dineraria para el criado picaresco, ya que el hecho de recibir su paga en
dinero, y no mediante el mero sustento, indica un germen de relación contractual que
moderniza positivamente su grado de dependencia respecto al amo. Para ver hasta qué
punto eso es cierto, he mostrado ejemplos de novelas con buscavidas en que se
reflexiona sobre este grado de dependencia abusiva que implica la condición del criado.
En resumidas cuentas, la reflexión sobre el desarrollo de la economía dineraria me ha
servido para profundizar en dos aspectos principales en la figura del buscavidas, que no
habrían sido posible sin las motivaciones históricas que facilitaron una mayor libertad
de movimiento a su antecedente literario, el pícaro: la relación con el dinero y el
nomadismo consecuente que conlleva, respecto a la condición del criado, a quien la
falta de una relación dineraria con su empleador le mantiene necesariamente en un
estado de vasallaje que merma fundamentalmente su libertad.

Por otra parte, me he demorado en analizar ese inmenso sector de la población que vive
en la pobreza antes de la revolución industrial, por las afinidades entre el caldo de
cultivo eminentemente pobre y marginal en el que nacen la figura del pícaro y la figura
del buscavidas. El buscavidas ya estará inmerso en una situación donde la era industrial
habrá eliminado esas situaciones de mendiguez paneuropea alarmantes. He sostenido
que su disidencia particular, que se niega a prosperar en dicho sistema, es distinta a la
del pícaro, que ni siquiera tiene posibilidades reales de prosperar en una sociedad que
tenía reservados a los pobres un margen de maniobra casi inexistente de movilidad
social. Las motivaciones del pícaro proceden de la frustración en que desembocan sus
ambiciones, debido a la imposibilidad de materializarlas en la realidad de su tiempo.
Sin embargo, ambos personajes son muy conscientes de que en la polarización entre
ricos y pobres que estructura la sociedad, su presencia es un doble alegato
inconformista, a favor del individuo y los pobres alienados que no pueden desarrollar
su identidad en una sociedad de rasgos opresivos. A tal fin, he sostenido que la
literatura con buscavidas hereda esta intención expresa de la picaresca, la de plantear
una crítica contundente a una polarización brutal entre una sociedad de ricos y pobres.
Asimismo, he reflexionado sobre una lacra laboral que observaremos tanto en la figura
del pícaro como en la del buscavidas, esto es, la de su desmesurada afición a la
holganza y el tiempo libre, que inspira, respectivamente, cierto pavor a la sociedad
acomodada de la época y a los patronos capitalistas. Evidentemente, porque la
holganza atenta contra la condición misma del trabajador que ha de generar beneficios

196
por cuenta ajena y es demonizada por la ética capitalista, como hemos visto en el
capítulo que analizaba las tesis de Max Weber. Es muy interesante comprobar que,
tanto en el buscavidas como en el pícaro, la sociedad contempla esa actitud ociosa
sospechosamente, llegando a considerarla susceptible de una disponibilidad hacia el
crimen. La vagancia, en ambos casos, es un estigma de origen económico, que sin
embargo se despliega con todos los oropeles de la crítica moralista. He querido
terminar esta indagación en la figura del pícaro, para caracterizar más profundamente la
figura de los buscavidas, invocando la institución inglesa de las workhouses, que
pronto comenzaron a diseñar, entre esta masa de pobres y desposeídos, nuevos modos
de organización económico-moral que influirán mucho en el desarrollo del régimen
salarial capitalista.

Por otra parte, he sostenido que el buscavidas se desmarca del personaje burgués
tradicional, o de aspiraciones burguesas tradicionales, más o menos disidente pero
integrado, que protagoniza las Bildungsroman. Si el buscavidas encaja en la tradición
de las “novelas de formación”, lo es en esa subtradición minoritaria de protagonistas
que experimenta personalmente el sistema laboral más alienante, como puede ser el
Anton Reiser. En las novelas de formación, la preocupación del protagonista por su
propia formación es el principal motor dramático de la obra: es la inquietud inaugural y
el pacto final con la sociedad lo que marcan la estructura de la obra, una estructura
burguesa y finalmente integrada, cuyos principales estadios no se inspiran en el mundo
del trabajo. Dicho pacto, a mi entender, brilla por su ausencia en el buscavidas, porque
el valor de su relato no procede de una formación, sino de su resistencia a dejarse
“deformar” y “educar” por ese sistema laboral con el que se encuentra en pugna
continua. Si bien el buscavidas comparte rasgos con estas novelas, no podemos olvidar
que la formación de un Henry Chinaski, por poner un ejemplo claro, transcurre por
senderos menos holgados por los que pueda transcurrir la disidencia artística de
Wilhem Meister.

Para acotar la investigación, me he centrado en el análisis con la novela de formación


alemana, porque el dilema íntimo de su protagonista se debate en polos similares a los
del buscavidas: la vocación artística y su rechazo a los valores de la sociedad burguesa.
El proceso de formación típico, marcado por esa inquietud original y pacto final que he
señalado arriba, opuesto a la insubordinación crónica del buscavidas, está muy
subrayado en estas novelas. A fin de demostrar sistemáticamente en los mismos textos

197
esta distancia entre el buscavidas y la Bildungsroman, he reseñado y analizado
brevemente las tramas de Anton Reiser (1785-1790), de Karl Philipp Moritz, Los años
de aprendizaje de Wilhem Meister (1796) de Goethe, Heinrich Von Ofterdingen
(1802), de Novalis, La Edad del Pavo(1804/05) de Jean Paul, Heinrich Drendorf
(1857), de Stifter o Enrique el Verde(1855-1880) de Keller (1819-1890). Con tal
propósito, he demostrado, con los diversos matices que me aportaban los distintos
temas abordados en las novelas, que el proceso de maduración e integración
característico de la Bilungsroman no existe en las trama del buscavidas, porque su
germen narrativo no es una historia de formación espiritual en el seno de la comunidad
burguesa, sino de resistencia a una deformación laboral que implica todo un sistema de
valores alienante. Por tanto, he sostenido que el conflicto del buscavidas no se plantea
en términos de disyuntiva moral y económica, que se puede solucionar mediante un
proceso de maduración y un pacto final con la sociedad, sino en términos de primacía
o disolución absolutas de su identidad. Al mismo tiempo, he tenido en cuenta las
aportaciones teóricas de Dilthey, Jacobs, Blackenburg, Morgenstern, Hegel, Lukaks y
Salmerón, en su descripción de los rasgos fundamentales básicos de la estructura y
caracterización de estos personajes, a la hora de trazar un retrato del buscavidas que se
desmarca claramente de los personajes de la novela de formación tradicional
decimonónica. El buscavidas, precisamente porque nos retrata las penurias del
sistema, no representa la voz del burgués disidente, más o menos integrado, sino la del
peón forzoso de la sociedad laboral moderna, que mantiene una relación de fugitivo
nihilista con todo su sistema de valores.

En el tercer capítulo, he analizado, a contraluz de de la figura ‘maleducada’ del


buscavidas, el modelo en que el capitalismo “educa” a sus asalariados. Desde el punto
de vista espiritual, este modelo educativo toma forma en una serie de principios
disciplinarios de base religiosa, que hemos utilizado como hilo conductor mediante el
ensayo clásico de Max Weber, “La ética protestante y el ‘espíritu’ del capitalismo”. En
tal ensayo se ofrece una interpretación de los efectos que determinadas corrientes de la
dogmática calvinista pudieron ejercer sobre la mentalidad capitalista incipiente. Por
otra parte, desde el punto de vista material, el modelo educativo capitalista cristalizará
en los principios del régimen salarial, cuyo desarrollo, dominado por una
racionalización económica exhaustiva, y potenciada por el principio de separación de
las tareas y diversas fases en la historia de la retribución salarial, ejercerá una gran

198
influencia sobre el trabajo asalariado en las sociedades industriales. Sostengo que el
buscavidas es un personaje reticente a ser ‘socializado’ o ‘educado’ por los principios
disciplinarios de la ‘ética’ capitalista y el régimen salarial, a los que se resiste en aras
de una identidad que considera inalienable.

En el primer apartado, dedicado a Weber y el buscavidas, hemos abordado dos puntos:


la irracionalidad del sistema capitalista y su culto al concepto de profesión, amén de
tener en cuenta algunas prescripciones religiosas que inducen al individuo a un control
riguroso de sus sentimientos. El buscavidas no comprende la irracionalidad de la
economía capitalista, tal como la define Weber, desde el punto de vista de la felicidad
individual. Al privilegiar el utilitarismo económico, espoleado por un irrazonable afán
de lucro, sobre la ‘felicidad’ del individuo, el capitalismo desemboca en un sistema
laboral alienante con motivaciones no dictadas por el bienestar humano, sino por la
mera acumulación dineraria. Sostengo que los buscavidas también denuncian dicha
irracionalidad y se alejan consecuentemente del sistema capitalista, aunque ello
equivalga a renunciar a cualquier ambición social, tal como he querido demostrar en los
ejemplos citados. Asimismo, mediante el análisis de los textos de Benjamin Franklin,
Weber argumenta que la ética de inspiración calvinista se convierte en un incentivo
moral para la acumulación capitalista, pero al mismo tiempo le impone severas trabas
ascéticas, pues las ganancias no sirven al consumo individual, sino a la propia
empresa, cuya riqueza creciente redunda, supuestamente, en beneficio general de la
sociedad. A través de las preceptivas morales puritanas, hemos analizado los
principales rasgos disciplinarios que asumirá la predicación de este ascetismo en la vida
misma del trabajador y la manera en que el buscavidas los rechaza. Así pues, su
relación con el dinero disiente punto por punto de las preceptivas morales de
inspiración ascética, ya que no ahorra sus ganancias o las gestiona con desmesura,
como he demostrado mediante varios ejemplos.

Por otra parte, he analizado la relación del buscavidas con el trabajo y su rechazo a
cualquier culto al concepto del deber profesional, que a su entender, no hace sino
erosionar y vaciar la identidad. A tal fin, he indagado en el concepto protestante de
“profesión” o “beruf”. Según Weber, para mantener el modelo capitalista de Franklin,
conviene que los miembros de la comunidad conciban la idea de profesión desde un
punto de vista espiritual y ascético, a fin de que se rindan incondicionalmente al trabajo
al margen de sus propias necesidades como individuos. En ese contexto, la palabra

199
“beruf” (que aúna las acepciones de ‘profesión’ y ‘vocación’), aparece en las primeras
traducciones de la Biblia de Lutero y se convierte en una herramienta educativa muy
socorrida, que en última instancia llevará a “valorar el cumplimiento del deber en las
profesiones profanas como el contenido más elevado que puede tener una actuación
realmente moral”. Con el calvinismo, según Weber, la noción de beruf se convierte en
una parte fundamental de un sistema ético que, imbuido por la doctrina de la
predestinación, librará al trabajo de connotaciones individuales y será considerado
virtuoso por el principio abstracto de la “utilidad” social. Esa visión conduce a un
desempeño del trabajo como “deber impersonal”. Por otra parte, el creyente calvinista,
que regula todos los actos morales de su vida a raíz de conceptos teológicos como la
‘certitudo salutis’, deplora tanto la pérdida de tiempo como la afición a la holganza, que
serán interpretadas moralmente como un atentado contra las virtudes ascéticas del
trabajo que acreditan la salvación y, por consiguiente, execrables síntomas de un
alejamiento de dios. Por último, he analizado el concepto de perseverancia profesional
inherente a la ética protestante, que el buscavidas, como buen nómada, ignora
sistemáticamente. En Lutero, la ‘resignación’ a la profesión mundana que dios (familia
y estamento) le hubiese asignado al creyente, era un signo moral de obediencia a las
leyes naturales y divinas. Las doctrinas de inspiración calvinista no ponen el acento en
la resignación sino, nuevamente, en las virtudes ascéticas del trabajo, y añaden
capitalistamente, que la variedad profesional es moralmente encomiable si se encamina
hacia una mayor utilidad socio-económica.

A partir de la comparación con los principios que rigen esta doctrina, resumida en
cuatro pilares, he procurado demostrar hasta qué punto el buscavidas viola los
preceptos impuestos al trabajador ascético ideal. En primer lugar, la alienación
implícita en la noción del “deber profesional”, sobretodo si tenemos en cuenta que la
inmensa mayoría de trabajos desempeñados por los pobres, entre los que se cuenta el
buscavidas, no aceptan ningún tipo de justificación moral basada en los intereses del
individuo, sino única y exclusivamente en su sumisión. En segundo lugar, la pereza y
la “pérdida de tiempo’ que ostenta el buscavidas, por más que pesen sobre su alma la
pérdida de la gracia celestial. En tercer lugar, su falta de perseverancia en el trabajo, y
por último, su indiferencia al principio de la utilidad social del utilitarismo económico
del capitalismo. Una vez expuesta toda la doctrina del protestantismo ascético, he
hecho hincapié en la paradoja ‘educativa’ que implica, ya que a mi entender, como

200
sostiene el mismo Weber en algunos pasajes, este modelo se bifurca en una educación
del patrón (valorando su iniciativa y su contención moral encomiable, como imagen de
autoridad divina) y la educación del obrero (valorando su sumisión y su contención
moral irremediable, como dócil criatura de Dios). En ese contexto, sostengo que la
figura del buscavidas constituye un enfoque apasionante para desarbolar la hipocresía
implícita en dicho planteamiento, a través de su desobediencia y nomadismo
ejemplares, que he tratado de ilustrar mediante los ejemplos más pertinentes.

En el tercer capítulo, he tratado de explicar sociológicamente el entorno histórico real


en que se mueven algunos buscavidas, a fin de comprender, in situ, la crítica
ideológica que evidencia su perplejidad horrorizada ante un sistema laboral alienante.
A tal fin, me he centrado en el comentario histórico de dos principios disciplinarios del
capitalismo industrial, hermanados por la necesidad de racionalizar el trabajo humano
y convertirlo en objeto de cálculo contable. Como los trabajadores se niegan a ser
‘alienados’ de su trabajo y por ende a ser ‘maximizados’ económicamente, la empresa
capitalista tendrá que gestionar el “factor humano”, cuya optimización productiva
constituirá el quid de todas las propuestas de organización industrial y modelos de
régimen salarial desde finales del S.XVIII hasta nuestros días. A tal fin, me he centrado
en el comentario de dos principios; el principio de separación de tareas, cuya influencia
se hace extensiva a muchos aspectos de la organización laboral moderna; y la
distribución salarial, principal incentivo para el trabajador en el sistema capitalista, ya
que es su única fuente de ingresos para subvenir necesidades.

El principio de la separación de las tareas ha servido, históricamente, no sólo para


aumentar la productividad, como certificó Adam Smith, sino también para desposeer al
artesanado del control técnico sobre las diversas fases del proceso de producción,
delegándolo en el ritmo impuesto por la maquinaria industrial y el trabajo en equipo.
Esta intención aumenta su carácter “educativo”, en la filosofía de Jeremy Bentham, al
sofisticar un sistema de retribuciones salariales que garantice, si no la responsabilidad
artesanal por el objeto producido, sí al menos la implicación del trabajador, a través de
su ganancia individual, en el gesto simple que le haya sido encomendado dentro de ese
sistema de tareas separadas. Con Taylor, este sistema quedará debidamente
cronometrado, jerarquizado y ,sobretodo, abastecido de una masa de obreros no
cualificados que incrementará el control patronal sobre la producción. Por último, con
Richard Ford, este principio de separación de las tareas llegará a su cúspide con la

201
cadena de montaje, que facilitará a su vez la transformación de la ‘producción en
cadena’ en ‘producción en masa’. A través de las experiencias de los diversos
buscavidas, he reflejado la profunda alienación en la vida del trabajador que supone la
aplicación de todos estos principios, derivados del principio de separación de las tareas,
y en general, la precariedad que supone para el estatuto del trabajador moderno.

En el último capítulo he trazado una breve exposición histórica del régimen salarial
capitalista, con especial atención a los trabajos más numerosos y humildes, retribuidos
con salarios de subsistencia. Sostengo que su pago está condicionado, por parte del
empresario, al cumplimiento de algunas condiciones “identitarias” que garantice la
fiabilidad de la “fuerza de trabajo” empleada. Condiciones que el buscavidas, como
personaje especialmente insumiso, nos ayuda a comprender mediante su testimonio, ya
que implican una voluntad disciplinaria de moldear el estilo de vida de los trabajadores
que mejor convenga a las necesidades del capital. He rastreado la evolución de este
régimen salarial-moral desde los albores de la sociedad industrial, con la asignación de
salarios de subsistencia, hasta la vigorosa política de consumo que espolean nuestros
modernos estados del bienestar. En todo momento, me ha interesado mostrar con
claridad y amplitud estos conceptos para ver hasta qué punto la figura del buscavidas
constituye una manera apasionante y precisa de realizar una aproximación literaria
crítica al sistema laboral capitalista.

El capítulo empieza sentando las bases “científicas” que los principales economistas
clásicos de inspiración liberal, como Smith, Ricardo y Malthus, establecieron para
explicar el hecho de los salarios de subsistencia como parte indispensable del sistema
económico; para contrastarlo con las bases ofrecidas por Marx, que hacen hincapié en
las reivindicaciones salariales del proletariado y ofrecen un análisis del dominio
patronal basado en la explotación del tiempo de trabajo. A continuación, procedo a
explicar como, con Taylor y Ford, cambió el foco de la autoridad patronal sobre el
tiempo de trabajo del obrero (expropiado, según Marx, mediante la plusvalía) al control
sobre los tiempos de producción. Este control de los tiempos permitirá hacer las
jornadas más intensivas y breves, así como aumentar levemente los salarios sobre el
nivel de subsistencia, pero, al mismo tiempo, erosionará profundamente la capacidad
del trabajador para establecer condiciones en la negociación de sus intereses
económicos y físicos. He destacado que Taylor fomenta la creación de una élite,
encargada del Management y el cumplimiento de los tiempos, que actuará como un

202
incentivo salarial en los esfuerzos del trabajador y le provee de una proyección de
futuro y ascenso dentro de la misma empresa. He analizado la percepción moral sobre
estos “supervisores” principalmente, a través de los pasajes en que Bukowski habla de
su función en la empresa y su significación social. Asimismo, he subrayado como el
sistema de Taylor aprovecha el inmenso flujo inmigratorio a los Estados Unidos,
fomenta la creación de una masa proletaria no cualificada, que queda desposeída de su
competencia técnica sobre el proceso de producción y merma de manera radical su
capacidad reivindicativa. Por otra parte, he analizado la manera en que el jornal de 5
dólares de Ford, un sueldo que doblaba el sueldo más alto pagado hasta entonces-
ahonda en los principios de Taylor y depende de un Departamento de Sociología, que
impone a la identidad del obrero severas condiciones a cambio de su salario. Para
ilustrar la trascendencia del modelo de Ford, me he fijado especialmente en el trabajo
de Bardamu, protagonista de Viaje al fin de la noche, en la fábrica de Ford en Detroit.
Por último, he analizado como el empresariado de la época de Ford, previendo un
desfase brutal en la oferta-demanda, inició una política de estimulación del consumo
que se sistematizará con el estado del bienestar, tras el crack del 29. Al filo del crack,
he sostenido también la importancia del desempleo como elemento negociador – como
amenaza latente – en el sistema de contratación capitalista, que funciona en ciclos de
expansión y regresión cíclicas, ilustrándolo mediante las experiencias y temores de los
propios buscavidas.

Por último, he descrito la implantación del estado de bienestar a partir de 1929, cuyo
principal asesor ideológico fue Keynes, como reformulador de un capitalismo en que el
estado empezará a ejercer un fuerte papel regulador en el mercado. He hecho hincapié
en la doble innovación que supone el estado del bienestar; en primer lugar, como
política que estimula vigorosamente el consumo, mediante tácticas como la publicidad,
el Standard Package, el styling y la obsolescencia planificadas; en segundo lugar, como
política de asistencia social mucho más articulada que la práctica de la beneficencia,
que se integrará, como una suerte de retribución indirecta, a los principios mismos del
régimen salarial en el estado del bienestar. A través de las experiencias de los
buscavidas, he ilustrado como la transición al estado del bienestar afecta positivamente
a los trabajadores en su condición de ciudadanos – cubriendo necesidades básicas
mediante su regulación y gestión públicas – y negativamente en su condición de
consumidores – ya que la desigualdad de clases se reinventa a través del mayor o

203
menor poder adquisitivo, convirtiendo la capacidad de consumir en un discreto pero
implacable vertebrador de capas sociales. Por último, he analizado brevemente como
este capitalismo reformulado en las directrices del estado del bienestar sigue teniendo
muchas carencias. Si bien supone un nuevo paso adelante en los derechos del
trabajador, abre vías nuevas de explotación encubierta, como he demostrado a partir de
las experiencias desesperadas que reflejan algunos personajes de La conjura de los
necios y las obras de Bukowski.

En el curso de esta investigación, he profundizado en la caracterización de estos


personajes, a los que he denominado genéricamente como buscavidas, para demostrar
hasta qué punto resulta enriquecedor a varios efectos. En primer lugar, para crear un
marco teórico que enriquezca y relacione a unos personajes que merecían ser
estudiados de manera conjunta, como insospechados representantes de un mismo
espíritu crítico al sistema laboral capitalista. El hecho de que su voz crítica no sea tan
unísona y clamorosa, como las protestas sindicales del movimiento obrero, no hace de
ellos una protesta menos real, sino más discreta, porque se escapa escurridizamente
entre los intersticios del sistema. Porque es la crítica de unos espíritus libres y
solitarios, que no suelen reunirse bajo un mismo enfoque de análisis – violencia
disciplinaria, violencia académica, que espero que me disculpen- del mismo modo que
los ermitaños no gustan de asistir a las reuniones sociales. En segundo lugar, esa
investigación ha querido demostrar como, con la figura del buscavidas, la literatura
actualiza dos géneros de tanta raigambre como la picaresca y la Bildungsroman, dando
lugar a algo nuevo, que sólo podría haber visto la luz en el pasado siglo. Y por último,
he querido realizar una lectura sociológica de la literatura que nos permita entender con
vigor y poesía la manera en que la evolución del capitalismo ha afectado a la
existencia misma del trabajador en la sociedad contemporánea. Sostengo que más allá
de su mera descripción económica, el empleo representan algo muy diferente para
trabajadores y empleadores, una negociación de índole moral que ha centrado el
enfoque de esta investigación. Para los empleadores, aparte de ser un elemento del
costo, es un “factor humano” sin cuya adecuada gestión y motivación, canalizados a
través de varios principios disciplinarios de orden psicológico y técnico, la creación de
riqueza sería simplemente imposible. Esta evidencia ha llevado al empresariado, a lo
largo de la historia, a sofisticar los sistemas de gestión del “factor humano”, a fin de
reforzar la productividad, lealtad y fiabilidad del empleado. En cambio, el empleo

204
representa para los trabajadores el nivel de vida que pueden tener, un incentivo para
adquirir calificaciones y, por último, una posible fuente de satisfacción o alienación
frente al trabajo realizado. Es decir, el trabajo es un elemento clave en la definición de
su identidad individual y social. Los buscavidas, mediante su rotunda negativa a
considerar el trabajo como única fuente de identidad, constituyen una alternativa
existencial a la cultura del trabajo tan valiente como peligrosa, porque su actitud
garantiza, en definitiva, su paso al ostracismo social. Pero al no dejarse coaccionar
económicamente, la identidad nómada del buscavidas, en los tiempos de precariedad y
miedo al desempleo que vivimos, nos permite recordar, con todo, que la dignidad
debería ser el fondo inalienable de nuestra condición humana: “Me alegra irme de su
lado sin carta de presentación, pues una expedida por usted sólo me recordaría mi
propio miedo y mi cobardía, un estado de indolencia y de privación de energías, días
enteros desperdiciados inútilmente, tardes agitadas por furiosas tentativas de liberación,
noches transidas de una nostalgia muy hermosa, aunque sin objetivo. Le agradezco su
intención de despedirme en tono amistoso: me demuestra que he estado frente a un
hombre que quizá haya entendido algo de lo que he dicho.407”

407
Walser, ob.cit., p.39

205
Capítulo V Bibliografía

V. I. Referencias de novelas citadas en su fuente original

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211
212

También podría gustarte