Pollastri Laura - Microrrelato y Subjetividad
Pollastri Laura - Microrrelato y Subjetividad
Pollastri Laura - Microrrelato y Subjetividad
Microrrelato y subjetividad
Laura Pollastri
Universidad Nacional del Comahue
Hay un texto de Jorge Luis Borges que está en los umbrales de la consolidación del microrrelato. Me refiero a “Los
dos reyes y los dos laberintos” (Borges, 1974: 607), de El Aleph (1949). Incluido a continuación de “Abenjacán
el Bojarí, muerto en su laberinto”, nos remite a él en una nota que aparece al pie del mismo: “Ésta es la historia
que el rector divulgó desde el púlpito. Véase la página 601”. Editado fuera del relato que le precede, y que sin
embargo lo incluye, entra en complejas relaciones con él. ¿Quién dice este texto? En la página 601 de la las Obras
Completas de EMECÉ, se lee: “Nuestro rector, el señor Allaby, hombre de curiosa lectura, exhumó la historia de
un rey a quien la Divinidad castigó por haber erigido un laberinto y la divulgó desde el púlpito”.
Mucha es la sorpresa al visitar la antología de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares Cuentos breves y
extraordinarios (Losada, 1995, [1957]), cuando me encuentro la “Historia de los dos reyes y de los dos laberintos”
a cuyo pie se lee R.F. Burton, The land of Midian Revisited (1879). ¿Quién cuenta el cuento en uno y otro
volumen? ¿Quién toma la palabra? ¿De quién es el relato? Puesto que, entre el rol social y el rol textual del autor,
se interpone otra figura que expropia y reutiliza el discurso ajeno en función de imprimirle al texto un universo
de significaciones diverso al que le ha dado el sujeto de origen. Esa figura, que no es del todo ficticia y no es del
todo real, es el relator, el que relata el cuento. En la antología de Borges y Bioy, la “Historia de los dos reyes y los
dos laberintos” de Burton es un ejemplo más de “Lo esencial de lo narrativo” (Borges, 1995: 7), como se lee en el
prólogo del libro; es una breve historia tomada de un volumen de un aventurero quien, y tenemos esa sospecha al
leerla, la ha tomado de otra parte. En El Aleph , y esta vez titulada “Los dos reyes y los dos laberintos”, la historia
traza el tercer laberinto, el de la escritura. ¿Es apócrifa la adjudicación en El Aleph, lo es en la antología? ¿A quién
pertenece la historia que Allaby cuenta y que Borges reproduce?
En “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto” se señala: “Los hechos eran ciertos, o podían serlo, pero
contados como tú los contaste eran, de un modo manifiesto, mentiras.” (Borges, 1974: 604) No son los hechos,
verdaderos o falsos, sino quién los cuenta y dónde, lo que organiza un relato —y lo que definiría la pertenencia
de ese relato—, mientras la verdad habita fuera del discurso, o más allá de él: la certeza y la verdad quedan
desplazadas fuera de la historia y habitan únicamente en tanto adjudicaciones de la subjetividad de quien la relata
y de quien la escucha. De este modo, las mismas palabras y los mismos hechos adquieren diversos sentidos según
dónde y cómo se los diga. Dicho de otro modo: ¿quién otorga el sentido al relato: Borges, Allaby, Burton? ¿A qué
subjetividad ficcional o real pertenece el relato? ¿O es que con las mismas palabras se están construyendo diversos
Al evitar la narratividad o reducirla al mínimo, la enunciación lírica privilegia el plano del “discurso” en
oposición al plano de la “historia” (privilegiado por la narrativa) y, en consecuencia, acentúa la sensación
de que estamos frente a un acto de habla, y no frente a personajes y acciones. La lírica estrecha la distancia
entre enunciación y enunciado. (Mignolo, 132-133)
Podrán entender que estas afirmaciones no satisfagan en absoluto mi percepción de las distancias entre microrrelato
y poesía, por ejemplo, ya que considero que son perfectamente aplicables tanto a uno como a otra, lo que quiere
decir que no es en el plano de las figuras de “poeta” y “narrador” que podemos establecer las especificidades de
una y otra modulación literaria, sino en otro ámbito mucho más complejo aún que es en el de las subjetividades.
Para decirlo de otro modo, mis preguntas apuntas a ¿cuál es el sujeto de origen en el microrrelato? ¿Es una figura
como la del narrador, tan ficcional como la narración misma? ¿Es una subjetividad como la del sujeto lírico?
Hace tiempo, he afirmado a propósito de “El dinosaurio”: “la inminencia semafórica del ‘todavía’ detrás
del cual asoma el sujeto de la enunciación indicando que hay algo fuera de lugar, pero ¿Qué? A la fuerza centrípeta
del enunciado se le opone otra de igual magnitud y valor pero con sentido contrario: la fuerza centrífuga de la
enunciación” (Pollastri, 1989: 66), y hoy me pregunto: ¿Quién es el sujeto de la enunciación tras ese “todavía”?
Puesto que en el microrrelato, mientras se escamotea sistemáticamente la figura del narrador, como en una galería
con trajes vacíos, se tiene mayor conciencia de la fantasmática presencia del sujeto. El lector, ante la compactación
del discurso, reinventa el escenario de la enunciación mientras se multiplican los indicios que marcan una puesta
en escena de la palabra, o, si se prefiere, de la voluntad de relatar—por decirlo de algún modo— por encima del
significado de las palabras. Esto quiere decir que el relato no radica en las palabras, ni en el significado de las
palabras, sino en las huellas que imprime un sujeto más allá de las palabras, en el campo gestual por el que un
sujeto de origen borra las huellas de su presencia, pero arma un complejo de sentido más allá de las palabras y
que radica en el acto mismo de la enunciación.2 Si la materia prima de la ficción es la vida humana, que la ficción
intenta reproducir, la del microrrelato son las palabras en las que no se trata de reproducir lo real u organizar un
mundo como si fuera real, sino de organizar un dispositivo según el cual emerja un relato más allá del enunciado
mismo de las palabras y esto nos vuelca sobre el escenario de la enunciación.
Lo real aparece relacionado con el texto, no tanto como referente, sino como soporte de las palabras en
tanto ámbito donde se produce la enunciación. Las relaciones entre el texto y este ámbito son las que entran en
juego al incorporar el microrrelato, y la subjetividad que lo habita en tanto productora del mismo, no es la de
una ficción como la figura del narrador, tampoco real en el sentido lógico y ontológico que lo es un sujeto lírico,
sino una entidad que establece un vínculo laxo tanto con la esfera de la ficción como con la esfera de lo real. Este
efecto de indecisión que opera en el momento de la lectura es uno de los núcleos más eficaces en la producción
de sentido de los microrrelatos.
Esto se puede constatar en los diversos niveles semánticos del texto y del metatexto. Tomo por ejemplo una
cita de David Lagmanovich a propósito de La sueñera de Ana María Shua. Al momento de señalar la vinculación
entre los sueños y el volumen de Shua, Lagmanovich apunta:
Considerados éstos [los textos de La sueñera] como actos de habla, cada uno de ellos podría venir precedido
por una introducción que dijera, aproximadamente: ‘Te invito a conocer un sueño en el que...’ ” Pero ¿a
qué se refiere un escritor, o escritora, cuando habla de sueños, sino a la literatura, que es realidad soñada?
La temática inmediata de la obra deriva de la anécdota kafkiana y de la transcripción de los sueños
propios, sean éstos “reales” o ”literarios”; pero su significado general no es otro que el de poner ante
nuestros ojos, en 250 cuadros consecutivos, la mediación de la autora sobre el fenómeno inagotable de la
literatura (Lagmanovich, 1999: 105, mi subrayado)
Se trata de que tenemos ante nuestros ojos un sujeto de origen que lógica y ontológicamente se ubica entre lo real
y la ficción, y experimentamos la forma del microrrelato en función de su inclusión en el campo de experiencia
de ese sujeto de enunciación.
Tomo otro ejemplo, el microrrelato de Ana María Shua, “La más absoluta certeza”:
Pocas certezas es posible atesorar en este mundo. Por ejemplo, Marco Denevi duda con ingenio de la
existencia de los chinos. Y sin embargo yo sé que en este momento usted, una persona a la que no puedo
ver, a la que no conozco ni imagino, una persona cuya realidad (fuera de este pequeño acto que nos
compete) me es completamente indiferente, cuya existencia habré olvidado apenas termine de escribir
estas líneas, usted, ahora, con al más absoluta certeza, está leyendo. (Shua, 2000: 147)
¿Dónde reside la eficacia mayor de este texto? En la percepción de lo que ocurre como inscripto en una zona
indecisa entre la realidad y la ficción, en que el hic et nunc de los actores “de este pequeño acto que nos compete”
está en una zona entre el momento de la enunciación y el de la lectura. La experiencia con el tiempo, la relación
entre mi subjetividad como lector y la de la autora entran en un vínculo similar al que se produce cuando leemos
poesía. No percibimos ese “yo” como personaje ficticio, sino como un sujeto instalado en las fisuras entre la
realidad y la ficción. Porque la percepción se realiza en el plano del discurso, tenemos la sensación de que estamos
ante un acto de habla y no ante un mundo ficcional creado.
Me detengo ahora en este microrrelato de Mario Goloboff:
Es indudable que este relato construye su eficacia a partir del campo de experiencia compartido entre el lector y el
relator. Se refiere al conjunto de impresiones que genera en el lector la presencia del nombre propio. El sujeto de
la enunciación ha vuelto la realidad del objeto en realidad subjetiva atravesada por la dimensión de la experiencia
vivida. Esto no se debe a que el personaje tiene el espesor histórico de una persona real, que cualquier argentino
reconoce, sino a la transferencia de una impresión o complejo de sentido suscitado en el campo de la experiencia
de un sujeto de origen, que me resisto a llamar narrador, o sujeto lírico, sino relator. El manejo verbal encuentra
entonces otra dimensión: el imperfecto no marca el pasado de Jorge Rafael Videla (en un sentido netamente
fáctico, sabemos que Videla vive aún, lo que no justificaría esta narración en pretérito imperfecto), ni el pasado
de un personaje llamado homónimamente como el real, sino que marca otra cosa: se vincula con el hic et nunc
del relator que está refiriendo una realidad subjetiva provocada por un objeto y que relata, del mismo modo como
relatamos un sueño, las imágenes suscitadas por ese objeto. El empleo del imperfecto no refiere al pasado del
actor sino—como hacen los niños cuando juegan: “Dale que yo era un ladrón y que vos venías y me decías”—3,
a una instancia en la que el sujeto se encuentra atravesado por la dimensión de lo irreal, pero esa irrealidad tiene
para el sujeto de origen el espesor de lo real. Tenemos la percepción de que lo que se narra sucede en el campo de
experiencia del sujeto que produce el discurso y no que es objeto de la ficción.
Otras veces, las palabras atraen como imanes los diversos momentos de enunciación perdiendo el carácter
de formulación individual y adquiriendo un carácter colectivo al teñirse de las actuaciones en que fueron emitidas.4
Tomo por ejemplo “Golpe” de Pía Barros:
Las palabras adquieren entonces una condición poemática, y el sujeto de origen se manifiesta como atravesado
(barrado, dirá Lacan) por el discurso, herido por él. El lector trata entonces de desentrañar el complejo de sentido
en una experiencia que se le transfiere y que lo abarca en el hic et nunc de las palabras:
Urnas colmadas
En el cuarto oscuro, desalentados, nos convidamos con caramelos. Sabemos que las urnas están
colmadas de votos o de cenizas. Es imposible introducir un solo sobre más en esas cajas cuadradas
llenas de restos calcinados que asoman por todas las hendiduras de la madera. Es desaconsejable seguir
incinerando. Al despertar, el cuarto seguirá estando oscuro y, de todos modos, a nadie le interesan nuestros
cadáveres. (Ana María Shua, 1992: 111)
La forma del microrrelato no está en las palabras, ni en el enunciado de las palabras, sino en la operación por la
cual esas palabras se presentifican bajo los ojos del lector quien recupera el acto locutivo por el cual esas palabras
son pronunciadas por un relator con la intención de contar un relato. Pero ese sujeto de origen se manifiesta en la
conciencia de que no es propietario de las palabras que pronuncia, sino que es atravesado por ellas, mientras el
Otro lo habita.
Georg Simmel en La metrópolis y la vida mental (1971) señala que “En lugar de reaccionar emocionalmente,
el tipo metropolitano reacciona primordialmente de manera racional, creando así una predominancia mental
mediante la intensificación de la conciencia, que a su vez es causada por ésta” (Citado por Jedlowski, 2005:
150). Simmel acuña entonces una descripción para las formas de esta individualidad que es la del “blasé” —
embotado—, en la que se manifiesta una distancia emocional ante la experiencia. Frente a esta situación que es
producto del medio metropolitano y que, a la vez, protege a la individualidad del tipo metropolitano, propongo
el término “blessé”, para la individualidad que se construye desde el microrrelato, un individuo herido cuyas
cicatrices se muestran en la piel del discurso. Las palabras pierden entonces el velo que las embotan, aunque su
desnudez no es sinónimo de transparencia, y adquieren un complejo de sentido que sólo puede ser recuperado
cuando la experiencia del objeto del enunciado se ha volcado en la enunciación. Mientras el lector advierte que el
acontecimiento sucede en el territorio de la palabra, sólo puede captar de manera provisoria que existe un sentido
más allá de ella y que éste es adjudicable a un sujeto de origen precarizado, empobrecido, descentrado.
De este modo, ese sujeto moderno que acarrea tres heridas: la copernicana convicción de habitar el margen
del Universo, la darwiniana certeza de ser sólo una especie más, la freudiana inseguridad de estar habitado por el
Otro, organiza relatos que nacen y se leen en las fisuras, en las grietas del discurso, donde acecha no el silencio,
sino el otro.
Ana María Shua introduce el volumen Botánica del caos con un texto titulado “Introducción al caos” y
adjudicado a Hermes Linneus. Allí se lee:
La poesía usa la palabra para cruzar el cerco: se clava en la corteza de las palabras abriendo heridas que
permiten entrever el Caos como un magma rojizo.
En estas grietas, en este magma, hunden sus raíces estas brevísimas narraciones, estos ejemplares raros.
Pero su tallo, sus hojas, crecen en este mundo, que es también el Otro. (Shua, 2000: 7)
La eficacia del microrrelato reside, entonces, en poner bajo sospecha tanto la realidad como la ficción, en
impedir que se cierre el cerco, en descubrir la frontera porosa entre el yo y el otro. Y si bien en el microrrelato
sabemos que hay alguien que relata algo, buscamos infructuosamente la identidad del que relata, ya que yo es él.
En ese mínimo, condensado y epifánico momento en que el lector se contacta con el texto, también él es acosado
por la duda ya que no sabe, como yo, cuál de los dos escribe esta página.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
(Footnotes)
1
Las cuestiones de la figura de editor y de los efectos de lectura las abordo en un artículo de próxima aparición: “Desordenar
la biblioteca: microrrelato y ciclo cuentístico” en Pablo Brescia y Evelia Romano, eds.: El ojo en el caleidoscopio: las
colecciones de textos integrados en la literatura latinoamericana. México: Dirección de Literatura de la Universidad
Autónoma Nacional de México, 2006.
2
Es muy interesante, para constatar esta circunstancia, lo que Dolores M. Koch comenta en su artículo “Japón y el
microrrelato hispanoamericano” acerca de su experiencia con los lectores japoneses de microrrelatos hispanoamericanos.
Allí indica que el relato más difícil de comprender fue para ellos el de Juan José Arreola “Cuento de horror” —“La mujer
que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones”— y señala: “La presencia de la amada como
fantasma les resultaba tan real que pensaban que ésta debía haber muerto, y que volvía en espíritu a visitar al amado.
¿Y cómo puede una persona convertirse en un lugar?” (Dolores M. Koch: “Japón y el microrrelato hispanoamericano” en
Quimera. Revista de Literatura, Barcelona, núm. 211-212, febrero 2002, 73). Es indudable que el modelo de mundo y de
literatura japoneses generan un marco interpretativo muy diverso al del lector occidental, que les impide discernir quién y
cómo es el sujeto de origen de este discurso.
3
Respecto de este uso del imperfecto, remito al magnífico análisis de David Lagmanovich de “Contigüidad de los parques,
continuidad de la escritura” en Códigos y rupturas. Textos hispanoamericanos. Roma: Bulzoni, 1998, 97-132. En este
trabajo, a propósito de un pasaje de “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar, Lagmanovich afirma: “porque tales
formas verbales imperfectivas, cuando están enmarcadas por el perfecto o terminativo, denotan el territorio de la acción
ficticia o no verificable” (Lagmanovich, 1998:128, su subrayado). Sin embargo, en nuestro ejemplo no aparece el marco
en el cuerpo del discurso (como sucede con frecuencia en el microrrelato) y su ausencia subraya la zona indecisa entre la
realidad y la ficción.
4
Ángel Rama, al trabajar en Transculturación narrativa en América Latina (México: Siglo XXI, 1985) la fuerza asociativa de
las palabras en Los ríos profundos de José María Arguedas, a partir de las relaciones entre la palabra y la cosa, explica: “No
se trata ya de enlaces de significantes deliberados, ni del poder de la palabra para reconstruir la cosa en el imaginario [...]
sino de que ella arrastra el contorno heterogéneo donde fue emitida, puede imantar los elementos que le fueron contiguos
espacialmente, o los que, aunque distante en el tiempo y en el espacio, le fueron asociados. Funciona como un punto focal,
un aleph, que absorbe un variado abanico de datos e imágenes. Al ser suscitada nuevamente, los irradia sobre el distinto
conjunto verbal en que reaparece, impregnando los demás términos con el tesoro que había acumulado.” (Rama, 1985:
245-246) Esto lo aplica Rama a las operaciones transculturadoras creadas en LRP con las relaciones entre el quechua y
el español. Sin embargo, me parecen plenamente aplicables a las operaciones que se realizan en el microrrelato, en tanto
éste funciona como una dicción: el microrrelato impica también una dicción.