Guardini, R. - Una Ética para Nuestro Tiempo
Guardini, R. - Una Ética para Nuestro Tiempo
Guardini, R. - Una Ética para Nuestro Tiempo
Romano Guardini
4. PACIENCIA
7. FIDELIDAD
10. ÁNIMO
13. CORTESÍA
16. CONCENTRACIÓN
18
Romano Guardini
Universidad da Navarra
Servicio de Bibliotecas
Título original:
Tugenden.
Sittlichen Lebens
ISBN 950-724-319-4
© 1994 by LUMEN
Cierto es que cabe tener diversas opiniones sobre el modo como el gran
maestro del filosofar pone al Estado por guardián del orden moral. Hemos
recibido una amarga lección sobre lo que ocurre cuando la autoridad se hace
cargo de lo que es asunto de la libertad. Pero su filosofía ha puesto en claro
para siempre una cosa: tras la confusión de la sofística ha mostrado que
existen valores incondicionados, que pueden ser conocidos y, por tanto, que
hay una verdad; que esos valores se reúnen en la elevación de lo que se
llama "el bien”, y que ese bien puede realizarse en la vida del hombre,
según las posibilidades dadas en cada caso. Su filosofía ha mostrado que
el bien se identifica con lo divino, pero que, por otra parte, su realización
lleva al hombre a su propia humanidad, al dar lugar a la virtud, la cual
representa vida perfecta, libertad y belleza. Todo ello tiene validez para
siempre, incluso para el día de hoy.
De esas cosas vamos a hablar aquí. Las siguientes reflexiones han surgido
de la palabra hablada, y el modo como ésta fue recibida mostró que
nuestro tiempo, a pesar de todo su escepticismo, anhela una interpretación
de su vida diaria hecha a partir de lo eterno.
Por lo que se refiere al “Epílogo”, el lector, una vez que lo lea, hará bien en
volver a reflexionar a su luz sobre las páginas que lo preceden.
Hace cuarenta años escribió el filósofo Max Scheier un artículo que lleva
por título “Para la rehabilitación de la virtud”. Es un poco extraño, pero
comprensible si se piensa que entonces se reanimaba la ética, que bajo el
dominio de Kant se había resecado en una doctrina del deber, y se
empezaba a comprender otra vez el bien como algo vivo, que afecta a todo
el hombre. En esa situación, Scheier aludió a la transformación que han
experimentado en el curso de la historia la palabra y el concepto “virtud”,
hasta tomar el penoso carácter que todavía revisten.
Así, para los griegos, la virtud, arete, era el modo de ser del hombre de
índole noble y de buena educación; para los latinos, virtus significa la
firmeza con que el hombre noble se situaba en el Estado y en la vida; la
Edad Media germánica entendió por tugent la índole del hombre
caballeresco. Poco a poco, sin embargo, esa virtud se volvió provechosa y
“decente”, hasta adquirir ese peculiar acento que sintetiza interiormente
algo en el hombre crecido de modo natural.
Entonces, ¿qué quiere decir? Quiere decir que, en cada ocasión, las
motivaciones, las fuerzas, el actuar y el ser del hombre quedan reunidos por
un valor moral determinante, por —diríamos— una dominante ética,
formando un conjunto característico.
Pero la virtud del orden, para ser viviente, debe tocar también a las otras
virtudes. Para que una vida esté ordenada del modo justo, ese orden no debe
convertirse en un yugo que pesa y obliga, sino que debe ayudar al
crecimiento; por eso, forma parte de ella la conciencia de lo que estorba a la
vida y lo que la hace posible. Así, pues, una personalidad está rectamente
ordenada si tiene energía y puede superarse, pero también si es capaz de
quebrantar una regla cuando es necesario para que no resulte algo estrecho;
y así sucesivamente.
Una auténtica virtud representa una mirada a través de toda la existencia del
hombre. En ella, como se ha dicho, un valor moral se convierte en
dominante que unifica la abundancia vital de la personalidad.
Ahora bien, hay dos modos de realización de la virtud del orden. Puede ser
innata, entonces surge con facilidad y obviedad de la naturaleza de la
persona en cuestión. Todos conocemos personas así, cuya mesa está
arreglada sin esfuerzo y en cuyas manos las cosas encuentran un sitio como
por sí mismas. El deber de quien tiene tal carácter consiste entonces
en cuidar sus disposiciones y desplegarlas, para que lleguen a ser algo
obvio, que aclare y hermosee la existencia; pero también en protegerlas de
una degeneración, pues pueden dar lugar a estrechez y dureza. Entonces
surge el pedante, en torno al cual la vida se reseca.
Pero hay también quienes tienen otro carácter, sin que el orden les sea
propio por naturaleza. Se inclinan a seguir el impulso del momento, con lo
cual la acción pierde su sentido consecuente, a interrumpir lo iniciado,
porque se hace aburrido; a dejar estar las cosas, porque se les caen de las
manos como si quisieran escaparse. Incluso el orden como tal se les hace
una carga. El cuarto arreglado les parece inhabitable; prever el día y
establecer un horario les parece pedantería; dar cuentas sobre entradas y
salidas les parece coerción gravosa. El hecho de que haya una regla incluso
los excita, provocándoles ganas de quebrantarla, porque para ellos libertad
significa la posibilidad de hacer siempre lo que se les antoje. Las personas
de tal carácter llegan al orden sólo al comprender que es un elemento
indispensable de la vida, propia y común. Deben disciplinarse, ponerse en
movimiento de nuevo tras cada fracaso, luchar por el orden. Así, esta virtud
adquiere en ellos un carácter de algo consciente y penoso, para luego
conquistar una cierta obviedad, quedando siempre en peligro, ciertamente.
Así habría mucho que seguir diciendo; por ejemplo, en conexión con el
sentido del valor humano y la posición social, el sentido del orden se
convierte en conducta correcta en la vida social; junto con el sentido de las
situaciones, se convierte en sentido de lo oportuno, en tacto; y así
sucesivamente.
Verdad es que también esa visión del orden puede volverse rígida, de modo
que mire el “orden” sólo como orden natural, y éste a su vez sólo como
necesidad mecánica. Entonces desaparecen las formas originales y la
fecundidad viva; se pierde por completo todo lo que se llama abundancia
anímica, libertad y creatividad, y la vida se queda cuajada en muda
necesidad.
Pero una persona así también puede sufrir con eso, del mismo modo que, en
general, toda virtud auténtica es un esbozo previo de alegría espiritual, tanto
como de dolor espiritual. Al carente de orden, la confusión de las cosas
humanas, mientras no lo afecte a él mismo, lo deja indiferente, suponiendo
que no lo perciba y disfrute como el elemento de su vida. Por el contrario,
quien sabe lo que es orden, siente el riesgo, más aún, la inquietud del
desorden. Ésta se expresa en el viejo concepto del caos, de la disolución de
la existencia; que toma forma, o mejor dicho, deformidad, en monstruos, en
dragones, en el “lobo del universo”, en la serpiente Midgard. A eso se
refiere el modo de ser de los auténticos héroes, que no buscan aventuras, ni
fama, sino que saben que tienen la misión de dominar el caos: Gilgamesh,
Hércules, Sigfrido. Vencen lo que hace el mundo monstruoso, inhabitable;
dan a la vida libertad y una situación de mesura. Para quien quiere orden,
todo desorden en el interior del hombre, en las relaciones humanas, en
el Estado y en el trabajo es algo intranquilizador, atormentador.
Todo llegará ante su verdad y se hará patente. Todo entrará bajo su justicia
y recibirá el destino definitivo.
Ya vemos que lo que hemos llamado la virtud del orden, y que al principio
parecía algo tan cotidiano, entra cada vez más hondo, se hace cada vez más
amplio y acaba por elevarse al mismo Dios; desciende de Él al hombre, y
esta conexión es a lo que alude la palabra “virtud”.
Pero esto también nos ayudará al desarrollo práctico de nuestra propia vida.
Pues hay una afinidad electiva de los diversos caracteres con las
respectivas virtudes. En efecto, éstas no son ningún esquema general que se
le imponga al hombre, sino la propia humanidad viviente, en cuanto es
llamada por el bien y se realiza en él. Pero el bien es riqueza viva, irradiada
de Dios; en su origen, infinitamente llena, y a la vez, totalmente sencilla,
pero diversificándose y desplegándose en la existencia humana.
2
VERACIDAD
En todo caso la veracidad significa que se diga la verdad, y no sólo una vez,
sino una y otra vez, de tal modo que se produzca así una actitud
permanente. Ésta aporta algo claro y firme al hombre entero, a su ser y su
actuación.
Y la verdad no sólo dice, sino que también actúa; pues también se puede
mentir con acciones, actitudes y gestos, si parecen expresar algo que no es.
Hay personas veraces por naturaleza. Son demasiado limpias para poder
mentir, demasiado de acuerdo consigo mismas; pero a veces también se
debe deck: demasiado orgullosas. Esto, en principio, es espléndido; pero
una persona así fácilmente está en peligro de decir cosas en momentos en
que no vienen a cuento, de herir a otros o de perjudicarlos. Una verdad
dicha en mal momento o de mala manera puede también confundir a una
persona de tal modo que le cueste trabajo enderezarse otra vez. Esta
veracidad no sería viva, sino unilateral, perjudicial, incluso destructora.
Cierto es que hay momentos en que no se debe mirar' a derecha ni a
izquierda, sino lanzarse hacia adelante con la pura verdad. Pero, por lo
regular, importa permanecer en el contexto de la vida; y en éste, aparte de la
exigencia de verdad, también cuenta la atención a las demás personas. Así,
el expresar la verdad, para que adquiera su pleno valor humano, también
está determinado por el tacto y la bondad.
La verdad no se dice en el espacio vacío, sino hacia otro; por eso el que
habla debe sentir también lo que causa con eso. San Pablo dijo unas
palabras cuya fuerza de sentido no admite traducción: aquellos a quienes se
dirige la carta, esto es, los cristianos de Éfeso, deben aletheúein en agápe.
Ahí la palabra principal es alétheia, verdad, convertida en verbo: “decir
verdad”, pero “en amor” (Ef 4, 15). Para que la verdad se haga viviente,
debe añadirse el amor.
Así, ya hay dos elementos que. han de añadirse a la voluntad de verdad para
que se produzca plena verdad: preocupación respecto a quien oye y
valor cuando decirla es difícil.
Así cabría decir mucho más. Llevaría otra vez a damos cuenta de que la
potencia viva de la verdad requiere al hombre entero. Un amigo observó
una vez en diálogo: “La veracidad es la más sutil de todas las virtudes. Pero
hay gentes que la manejan como una estaca.”
Pero el misterio llega más allá: No consiste sólo en que toda relación pasa
del ocultamiento del uno al del otro, sino en que cada cual trata también
consigo mismo. Ahí, por decirlo así, el hombre se separa en dos seres y se
enfrenta con su propio ser. Me considero, me examino y me juzgo: decido
sobre mí. Luego esa dualidad vuelve a reunirse en la unidad del “yo”,
llevando entonces consigo el resultado de ese enfrentamiento. En el
transcurso de la vida interior, esto ocurre continuamente; es su forma de
realizarse.
Pero ¿no es obvio esto? ¿No está cada cual también realmente en sí mismo
por el hecho de ser “sí mismo”, precisamente igual que cada animal es
él mismo, la golondrina es golondrina y el zorro es zorro?
Entremos ya a considerar lo siguiente: si digo que dos por dos son cuatro, sé
que son totalmente cuatro y sólo cuatro, y siempre cuatro. Sé que es
correcto, y nunca llegará un momento en que ya no lo sea; a no ser, claro
está, que se vuelvan a dar condiciones inequívocas de una matemática más
alta. ¿Qué cimenta esto tan firme, que no puede ser de otro modo sino como
es? ¿Qué hace, yendo más allá de estas relaciones más simples de sentido,
que todo auténtico conocimiento, en el momento de su iluminación, nos dé
la certidumbre: “así es”? Naturalmente, puedo equivocarme si no observo
con bastante cuidado, si no pienso con bastante exactitud. Esto puede
ocurrir y ocurre también todos los días. Pero si he conocido realmente,
entonces sé: así es. ¿Qué es lo que produce esa extraña firmeza, no apoyada
en nada palpable? Sólo puede ser algo que venga de Dios. Algo que
no procede del mismo hombre se presenta aquí en la acción y la experiencia
humana. Un poder, y no de la violencia que existe y obliga, sino del sentido
que llama y da testimonio de sí; un poder de sentido que crea en el hombre
esa firmeza que llamamos “convicción”.
Sobre esa experiencia básica ha fundado Platón toda su filosofía. A ese
poder lo llamó “luz”: la más alta, mejor dicho, la auténtica, que procede del
auténtico Sol. Ese Sol es Dios, al que —ya dijimos— él llama con el
nombre de agathón, el “bien”. A su vez, san Agustín, apoyándose en san
Juan, introdujo esa idea en el pensamiento cristiano, y en él se ha hecho
fecunda para siempre.
Todo eso producirá resistencia, crisis: para eso somos hombres. Pero en
nuestra vida ha de seguir en pie que la verdad es la base de todo: de la
relación del hombre con el hombre, del hombre consigo mismo, del
individuo con la generalidad y, sobre todo, con Dios; mejor dicho, de Dios
con nosotros.
3 ACEPTACIÓN
Esto quizá suena un poco teórico, pero no sólo es exacto, sino que merece
especial atención de todo el que se esfuerza honradamente, pues no es en
absoluto obvio que aceptemos cuanto es con la docilidad de nuestro
corazón.
Ahora bien, se podría objetar diciendo: esas cosas son artificiales. Lo que
es, es, se “acepte” o no; aun prescindiendo de que tal disposición de ánimo
es muy cómoda y ha de llevar a la pasividad. Por eso hemos de aclarar en
seguida que no se trata aquí de ningún débil dejarse llevar, sino de ver la
verdad y situarse en ella, naturalmente, decididos a emprender el trabajo en
ella y, si hace falta, la lucha por ella.
Ante todo, se trata de mí mismo. Pues no soy hombre en general, sino este
hombre determinado; tengo este carácter y no otro; este temperamento entre
los diversos que hay; estas fuerzas y debilidades, estas posibilidades y
límites. Eso he de aceptar, situándome sobre ello como la base primera de
mi vida.
Con eso se dice que no sólo he de aceptar las fuerzas que tengo, sino
también las debilidades; no sólo las posibilidades, sino también los límites.
Pues nuestra extraña naturaleza humana es de tal modo que lo que nos
sustenta también nos pesa, lo que nos asegura también nos pone en riesgo.
En la imagen de esa naturaleza se incluye lo positivo, pero también
lo nagativo, y no cabe elegir.
El hombre a quien se le ha dado una razón que trabaja con exactitud, una
mirada práctica, una mano decidida, por lo general carece de la creatividad
de fantasía y de la belleza de sueños que corresponden al temperamento
artístico. En cambio, éste está sometido a horas oscuras de vacío y
desánimo, y la dificultad de justificarse ante el mundo real y sus
apreciaciones. Quien tiene una fuerte sensibilidad y percibe la felicidad de
la existencia debe también soportar sus dolores. Ninguno puede querer
quedarse con lo uno dejando lo otro, sino que, si quiere vivir con auténtica
fidelidad a la vida, debe asentir a la totalidad de la imagen de su propia
naturaleza. Quien tiene un ánimo frío y puede sacudirse fácilmente lo
desagradable, no conoce nada de las grandes sublimaciones de la existencia.
A su vez, esto no significa que haya que llamar bueno a lo que no lo es. Lo
malo es malo, lo perverso es perverso y lo feo también ha de ser llamado
feo. Pero cualquier esfuerzo por desarrollar lo uno y superar lo otro
descansa ante todo en la suposición previa de que se empiece por reconocer
lo que es. ¡Cuántos fantasean dando vueltas y se mienten, pasando de largo
ante lo que, a pesar de todo, es! ¡Cuántos se irritan cuando se les llama la
atención sobre un defecto y se asombran cuando algo sale mal! El comienzo
de todo esfuerzo lo constituye el reconocer lo que es, aun con sus defectos.
Sólo actúo en serio si asumo sinceramente sobre mí la carga de mis
defectos, y sólo entonces puede empezar la labor de su superación.
Además, lo que le puede pasar a cualquiera —por ejemplo, el rayo que cae
sobre una casa en la tempestad— resulta algo diverso, según que el hombre
a quien pertenece esa casa quede también abrumado por la desgracia,
perdiendo el tino, o que tenga disciplina propia y sea capaz de resistir. Así
se puede decir en cierto sentido que cada individuo recibe con sus
disposiciones un esbozo previo de su destino; no una necesidad fija, que
estaría en contradicción con el hecho de la libertad, siempre colaboradora
en formar la vida, en los grandes como en los pequeños, sino una
orientación, un carácter básico, a menudo una probabilidad de un
determinado acontecimiento. También aquí se trata de que el individuo
acepte su destino, para luego trabajar con mayor decisión en su rectificación
y conformación. La vida del hombre actual está dominada por una idea que
contrapesa el miedo metido en sus nervios: la idea de poderse asegurar
contra los crecientes peligros. Efectivamente, en este aspecto se puede
hacer mucho. Para citar una sola cosa, se puede calcular cuáles son las
expectativas de vida en un trabajo determinado, y cuáles son las de
accidente en otro, tanto más exactamente cuanto que se dispone de
máquinas que realizan el trabajo de cálculo de los diversos casos, antes no
resuelto. Pero contra la vida misma no cabe asegurarse, sino que hay que
aceptarla con todo aquello que hay en ella de grandeza y de pequeñez, de
posibilidades de perdición y de felicidad. Aceptar el destino significa en el
fondo aceptarse a sí mismo y tomar partido por uno mismo. La idea ha
hallado su forma pagano-escéptica en el concepto del amor fati, el amor al
propio destino, nacido de la oposición; y su forma creyente, en el
asentimiento al camino que nos propone la propia naturaleza en la
confianza de que todo descansa en la divina asignación.
Más aún, incluso el dolor mismo puede aliviarse así. Si una persona tiene
que habérselas con un dolor —corporal o anímico— y es capaz de evitar la
rebelión y entregarse a él, entonces el sometido se transforma y
experimenta una honda libertad, la libertad en el sufrimiento.
Hay una cuestión que, aunque sea tonta, debe plantearse, porque nos ayuda
a seguir adelante en el trato con el inmenso Dios: ¿sabe Él lo que nos
exige; Él, que no tiene destino, porque no hay ningún poder que fuera capaz
de imponerle nada? Sus disposiciones, ¿no llegan siempre, por decirlo así,
“de arriba abajo”, olímpicamente, cayendo de la sosegada frialdad de aquel
a quien nada puede tocar?
PACIENCIA
Por eso vamos a entrar con nuestras ideas inmediatamente a la cima, junto
al Señor de todas las virtudes. En efecto, el gran paciente es Dios, porque es
el Todopoderoso y nos ama.
¿Nos hemos dado cuenta alguna vez con claridad, de los misterioso que es
el que Dios haya creado el mundo en absoluto? Quien no cree no sabe nada
de este misterio, pues lo ve como “naturaleza”, es decir, como lo que
sencillamente está ahí. Pero por lo regular tampoco el creyente toma
conciencia de ello, porque entiende de modo naturalista la creatividad
de Dios como la causa primera en la serie de las causas que actúan en la
naturaleza. En Él hay fe, pero ésta no ha determinado aún la índole de su
pensamiento y su sensibilidad, que sigue siendo tal como es común en su
época. Pero en cuanto la fe entra en el núcleo de la personalidad se le
vuelve misterioso el ser de lo finito, y surge la pregunta: ¿por qué lo ha
creado Dios?
Pero ¿qué hace el hombre con la obra de Dios? Quien haya enriquecido sus
experiencias mirando con alguna exactitud la historia y sin dejarse
cegar por ninguna superstición del progreso, alguna vez debe percibir con
espanto cuánto trastorno hay en el mundo, cuánto error y tontería, cuánta
avidez, violencia y mentira, cuánto crimen. Y todo ello a pesar de ciencia,
técnica, bienestar; mezclado con ello, al mismo tiempo, lo uno en lo otro y a
través de lo otro. También en lo religioso, en el pensamiento de lo divino,
en el trato con ello, en la lucha por ello. El hombre moderno se inclina a
tomar simplemente todo lo que sucede. Alinea lo uno tras lo otro, deriva
lo uno de lo otro, lo declara todo necesario y llama “historia” al conjunto.
Pero quien ha aprendido a distinguir, a llamar verdadero a lo verdadero y
falso a lo falso, a lo justo, justo, e injusto a lo injusto, ya no puede seguir
haciéndolo así, y ha de asustarse de cómo trata el hombre con el mundo.
Y esto siempre, una y otra vez, pues en esta existencia de tiempo y finitud
constantemente vuelve a presentarse la tensión entre lo que es el hombre y
lo que querría ser; lo que ya ha realizado y lo que todavía le queda por
lograr. La paciencia es lo que sobrelleva la tensión.
Sobre todo, la paciencia con lo que se nos da y nos toca en suerte, con el
“destino”. La circunstancia en que vivimos nos está impuesta: nacemos
dentro de ella. Los acontecimientos de la historia marchan sin que podamos
cambiar en ellos nada esencial, y cada cual ha de notar sus efectos. Día tras
día nos sale, al encuentro, en forma personal, lo que
acontece históricamente. Podemos defendernos, podemos arreglar muchas
cosas conforme a nuestra voluntad; en el fondo hemos de aceptar lo que
viene y nos es dado. Comprenderlo y conducimos conforme a ello es
paciencia. Quien no quiere está en perpetuo conflicto con su propia
existencia.
También debemos tener paciencia con las personas con quienes estamos
vinculados. Sean los padres, o cónyuges, o hijos, o amigos, o compañeros
de trabajo o lo que sea: la vida responsable, mayor de edad, empieza
aceptando al hombre como es.
Puede ser muy difícil estar vinculado con una persona a quien poco a poco
se conoce de memoria: de quien se sabe cómo habla, como piensa, cómo se
sitúa ante todo. Se querría eliminar a esa persona y tomar otra. Aquí la
fidelidad es ante todo paciencia: con lo que esa persona es, con cómo es y
se comporta y cómo lo hace. Donde no se aplica, todo se rompe y falla la
posibilidad que había en esa relación.
Pero también hemos de tener paciencia con nosotros mismos. Sabemos —
por ejemplo, en forma de un deseo más o menos claro— cómo querríamos
ser. Nos gustaría perder tal cualidad, adquirir aquélla, y tropezamos con
que, pese a todo, somos precisamente como somos. Es duro deber seguir
siendo quien se es; es humillante tener que sentir siempre los
mismos defectos, mezquindades, debilidades.
Una otra vez y hemos de dirigimos a Él: “¡Señor, ten paciencia conmigo, y
concédemela, para que las posibilidades que se me han otorgado crezcan y
den fruto en el corto intervalo de mi vida en estos pocos años!”
JUSTICIA
Esta palabra tiene un sonido elevado, pero también trágico. Una hermosa
pasión se ha inflamado en ella, la más noble generosidad se ha ejercido por
ella, pero ¡cuántas injusticias nos hace recordar también, cuántas
destrucciones y dolores! Toda la historia de la humanidad podría contarse
bajo el título “La lucha por la justicia”.
En el Sermón de la Montaña, en las Bienaventuranzas, hay unas palabras de
Jesús que expresan la grandeza, pero también toda la tragedia, que aquí
se contiene. Dicen: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque
quedarán saciados” (Mt 5, 6). Quien pronuncia esas palabras no es ningún
idealista lejano al mundo, sino aquel de quien dice el Evangelio que “sabía
qué hay en el hombre” (Jn 2, 25). Aquí, en imagen, ha enlazado la justicia
con esa tendencia en que se juega el ser o no ser de la vida corporal: el
hambre y la sed. Tan elemental es en el corazón del hombre —del hombre
justo, aquel a quien Jesús llama “feliz”— el anhelo de justicia como
el hambre y la sed en su vida corporal. Qué terrible, entonces, su carencia si
no encuentra satisfacción. Pero, así dice su promesa, “quedarán saciados”.
Ahora bien, Jesús con la palabra “justicia” alude a algo que sólo recibe su
pleno sentido con la Revelación: el ser justos ante Dios, la gracia del perdón
y santificación.1 Pero para hacer ver mejor lo que es enlaza la idea de la
salvación en la gracia de Dios con la justicia como valor básico de toda la
vida moral y la del hambre y la sed que buscan saciedad corporal. Así
produce la impresión de algo elemental que afecta al hombre entero.
De ahí que tenga dignidad y honor. Para ello reclama posibilidad y orden,
debe reclamarlo, con la inexorabilidad de la autoconservación espiritual,
para sí y para los demás, para el hombre en general. Es-to es, por lo pronto,
el anhelo de justicia.
Justicia, pues, es ese orden en que puede existir el hombre como persona;
en que puede formar su juicio sobre sí mismo y sobre el mundo, tener una
convicción que nadie le pueda atacar; ser señor de su decisión y actual-
conforme a su propio criterio. Justicia es esa ordenación de la existencia en
que el hombre puede obtener participación en el mundo y realizar una obra;
entrar, con los demás hombres, en la relación de la amistad, de la
comunidad de trabajo, del amor y de la fecundidad, tal como lo requiera el
juicio de su conciencia. Y por cierto, subrayándolo una vez más, no sólo el
uno o el otro, no sólo el poderoso y afortunado y dotado, sino todo hombre,
por ser hombre.
El orden que lo garantiza así es justicia. Pero ¿la hay? La historia, ¿no es en
realidad su tragedia? ¿No es la cadena de hechos por los cuales el egoísmo,
la violencia y la mentira han puesto en riesgo y han destrozado una y otra
vez ese orden? En todo caso, un orden así sería justicia, y llamamos justo al
hombre que lo quiere y se esfuerza por su realización.
Eso sería justicia, no sólo de la acción, sino del destino. Pero ¿la hay? ¿No
es ella el tema de las fábulas? ¿Y no es ésa la razón por la que nunca
nos cansamos de esos relatos, mientras que la realidad va de modo tan
diferente? Entonces sería justo, en tal sentido profundo, el hombre que
anhelara tal situación de las cosas y que hiciera por ella todo lo que pudiera;
pero, ciertamente, sería también un Don Quijote, el soñador, que persigue lo
imposible y que se pone en ridículo...
Sí, quizá entra todavía más hondo, y entonces parece esbozarse algo que
deberíamos llamar la justicia del ser. Es tan inverosímil que uno casi tiene
vergüenza de hablar de ella. Presentimos lo que quiere decir cuando
atendemos a la queja del corazón humano porque no la haya: ¿por qué no
soy sano y fuerte, sino que he nacido enfermo? ¿Por qué tengo estas
cualidades y no aquéllas? ¿Por qué no se me ha concedido la posibilidad
que envidio a mi amigo? Y así sucesivamente...
Por la del orden cotidiano: entonces haría lo suyo para que las leyes de su
país dieran a cada cual su derecho; que las caigas se repartieran como
correspondiera a las posibilidades reales; que se socorriera del modo
adecuado las situaciones de necesidad, etc. Grandes cosas, pero dejémoslas
estar en paz por ahora, pues a menudo las grandes cosas parecen servir para
desviar al hombre de esos puntos donde todo se toma en serio. Así, ¿quién
toma realmente en serio la justicia del orden? La respuesta resultaría
menos grandiosa, pero más concreta. Tomaría forma de preguntas que
entrarían en la propia vida.
Por ejemplo, si gastas ahora cien pesos para ti y luego tienes que hacerlo
para otro, ¿tiene el mismo peso esa suma para tu sentir? ¿O dices, piensas
o sientes en el primer caso: “sólo” cien pesos, y en cambio en el segundo:
“cien, nada menos”? ¿Por qué el peso diferente? Sería justicia que la suma
pesara ambas veces lo mismo, esto es, que la necesidad del otro te
importara tanto como la tuya propia. Y aunque fuera diferente para el sentir
involuntario, sin embargo, que fuera igual para la disposición de ánimo y la
acción.
Sin embargo, por la existencia él tiene derecho a ser como es, de modo que
también hemos de concedérselo. Y no sólo teóricamente, sino en nuestra
disposición de ánimo y en nuestros pensamientos, en el trato y la actividad
de cada día. Y eso, ante todo, en nuestro círculo más próximo: la familia,
las amistades, el trabajo. Sería justicia comprender al otro partiendo de él
mismo y conduciéndose con él en consecuencia. En vez de eso acentuamos
la injusticia de la existencia aumentando y envenenando las diferencias con
nuestros juicios y acciones.
Miremos el presente. Supongamos que a los que hoy viven y luchan les
importa realmente implantar justicia: un orden adecuado de la vida común,
es decir, buena alimentación para todos, situaciones adecuadas de trabajo
para todos, posibilidades de educación sin privilegios, etc. Entonces ya se
habría ganado mucho. Pero ¡qué penetrado está todo en verdad por el afán
de poder y de tener razón! ¡Cuánta injusticia se entremete, cuánta mentira;
incluso cuánto delito! ¡Cómo se aplastan a millones de hombres
para establecer la presunta forma correcta de economía, de ordenación
social de gobierno; es decir la justicia! Y aun suponiendo que con todo ello,
efectivamente, se dé un paso adelante, ¿se suprime con eso lo terrible por lo
cual se ha producido, se reduce a nada? ¿O sigue estando en el contexto de
la vida y envenenando lo alcanzado?
RESPETO
Quien quiera meditar sobre algún fenómeno de la existencia humana hará
bien en considerar también la palabra con que lo denomina el lenguaje, pues
en el lenguaje habla algo más que el espíritu del individuo. Así vamos a
hacerlo con la virtud que ahora ha de considerarse, esto es, el respeto (en
alemán, Ehr-furcht).
Quizá se puede decir que toda auténtica cultura empieza cuando el hombre
retrocede, no se precipita, no arrebata consigo, sino que crea distancia,
para que se establezca un espacio libre en que puedan hacerse evidentes la
persona con su dignidad, la obra con su belleza y la naturaleza con su poder
simbólico.
El respeto puede tomar también una forma que llamaríamos cotidiana. Toda
auténtica virtud, en efecto, se extiende a través de muchos niveles y grados,
porque es una posición del hombre vivo. Por eso el respeto puede y debe
aparecer también en lo cotidiano, y entonces se llama atención, cuidado.
Atención es lo que requiere la esfera privada del otro; es decir, ese dominio
que está consigo mismo o que vive con los que están vinculados a él,
familia o amigos, algo que hoy se olvida cada vez más. Pues en todas partes
actúa una tendencia a la publicidad, un afán de ver precisamente lo que
retrae, una avidez de sensacionalismo que encuentra una fea diversión en
desvelar, poner al descubierto, avergonzar, junto con la técnica que lo hace
posible; el dinero, que actúa tras el periodismo, las revistas, el cine, la
televisión. ¡Qué atmósfera de falta de respeto a lo personal se produce así!
Por ejemplo, ¡qué grosería fotografiar a un niño mientras reza o a una mujer
que llora porque su marido ha sufrido una desgracia! El afán de destapar
lo que hasta ahora estaba rodeado de respeto ha llegado incluso a procurarse
su pequeña aureola: afirma tener la valentía de ser libre publicidad, y habla
de “tabúes” que debieran ser destruidos. No se considera todo lo que
realmente se destruye con esto de protección vital y delicadeza de
sentimientos, suponiendo que esa destrucción no sea deseada y disfrutada.
Pero también ¡qué gusto —y éste es el otro lado del asunto— en obtener
publicidad! Pues si el lector medio de la revista ilustrada no tuviera el
deseo, secreto o manifiesto, de estar él mismo en imagen, entonces se
formaría una presión de la opinión pública que haría imposible toda esa
feria. Tampoco ha de olvidarse hasta qué punto esa desaparición de la
esfera privada prepara al hombre para la dictadura. Quien ya no tiene
ningún dominio reservado está dispuesto para la intervención del poder.
Así cabría aludir a mucho más. Atención es la garantía de que las relaciones
de hombre a hombre conservarán su dignidad. Cuando se deshace alguna
amistad, aquellos de que se trata podrían preguntarse si no han faltado
contra la atención. Cuando un matrimonio se vuelve áspero, y los cónyuges
ya no se sienten cobijados el uno en el otro, entonces hay muchos motivos
para suponer que se han tratado mutuamente como un trozo del arreglo de
la casa, o peor, pues los muebles cuestan dinero...
Hemos visto que el respeto surge en el espíritu bien formado ante la gran
personalidad y la obra elevada; que se puede medir la situación cultural de
una persona por cómo la siente y con qué libre gozo responde a ella. Pero es
notable, y es un honor para el hombre, que también pueda aplicarse al
pequeño, al inerme, al que no es capaz de abrirse paso por sí mismo.
El hombre vulgar percibe una situación inerme — la del niño, del inexperto,
del débil— como incitación a explotarla; el hombre decente se siente
llamado a atender precisamente a lo inerme. Pero ¿por qué? Sería
comprensible si se dijera que resulta obvio para todo buen sentimiento
querer ayudar a un niño, a una persona débil. Disposición a la
ayuda, ciertamente, pero ¿por qué respeto?
El hombre bien criado tiene respeto ante la gran personalidad, ante la gran
obra, pero también ante la persona inerme, ante el inexperto, el débil, el que
sufre, el oprimido. Es un signo de creciente barbarie que se pregone tanto la
desgracia, convirtiéndola en sensacionalismo en semanarios y revistas.
Quien es decente dice: es dolor humano, necesidad humana; ¡fuera las
manos! ¡Guárdate, no sea que se venguen embotando tu sentimiento, y
también, que no caigan sobre ti mismo!
Y ahora vayamos un paso más allá; en efecto, una y otra vez hemos tratado
de seguir las virtudes que considerábamos hasta entrar en Dios, porque
“lo” bueno, en definitiva, es “el” bueno —“nadie es bueno sino Dios”,
como responde Jesús al muchacho (Le 10,18)—, y todo lo bueno que hay
en el hombre es elemento de su condición de imagen y semejanza de Dios.
Entonces, ¿cómo es: el mismo Dios practica el respeto?
Ciertamente, no hemos de decir tonterías, pero creo que a esta respuesta hay
que contestar que sí. Y precisamente el “respeto” se muestra en que Dios
haya creado al hombre como ser libre. No es raro encontrar una especie de
humildad que, para honrar a Dios, rebaja al hombre. Eso no es cristiano: en
el fondo, es la contrapartida de la “idolización” del hombre, y las actitudes
de contrapar tida propenden a convertirse las unas en las otras. Dios quiere
al hombre como su imagen, esto es, con conocimiento y responsabilidad.
Ahí se expresa una voluntad divina de respeto, pues también habría podido
crear al hombre de tal manera que estuviera sujeto al bien. Eso no habría
significado nada bajo, incluso tai vez —si pensamos en el terrible
desbordamiento de injusticia y crimen que atraviesa el mundo— hubiera
sido algo grandioso y feliz. Desde el comienzo habría podido irradiar tan
poderosamente su verdad en el espíritu del hombre, le habría podido situar
tan elementalmente la supremacía del bien en la conciencia, que al hombre
no le hubiera sido posible siquiera errar y pecar. Entonces el mundo habría
llegado a ser una obra de arte de belleza y de armonía, pero habría
faltado lo prodigioso de la criatura libre y también la disposición de ánimo
de Dios ante esa libertad, que sólo sabemos expresar diciendo: Hace honor
al hombre. De ahí surge el sagrado mundo del Reino de Dios, que se
construye por su gracia, partiendo de la libertad del hombre.
Y además, otra verdad básica de la Revelación recibe aquí una nueva luz: el
acontecimiento que concluye toda historia y la decide para la eternidad: el
Juicio. Cuando se habla de él, suele ser como un mensaje de terror. En
realidad, el Juicio es un testimonio de honor para los hombres, pues pone a
éstos bajo la medida de la responsabilidad. Sólo un ser con libre
responsabilidad puede ser juzgado.
Sin embargo, Él quiere que haya finitud, libre finitud: ¿no se manifiesta
aquí un misterio de divino respeto? Que el poder absoluto del acto divino de
ser no destroce al ente finito; que la ardiente majestad del yo divino —
mejor dicho, el “nosotros”, véase Jn 14, 23— no queme lo finito; al
contrario, lo quiere, en constante llamada lo crea y lo mantiene en su
realidad...
FIDELIDAD
Ante todo, vamos a aclarar que hay dos clases de situaciones a las que se
aplica. La una es una disposición psicológica. En ella, los procesos
anímicos transcurren despacio, pero tienen profundo calado. Los
sentimientos son fuertes. No se inflaman de prisa y violentamente para
luego volver a extinguirse pronto, sino que permanecen y forman
determinaciones duraderas. Las decisiones requieren tiempo para formarse,
pero prosiguen como orientación interior e influyen de modo seguro en la
acción. Cuando una persona de tal carácter concede su inclinación a
otra persona, o se decide por una causa, se establece un firme vínculo que
perdura a través de muchas transformaciones. Tales cualidades son
hermosas, aunque naturalmente, tienen también sus lados de sombra:
el peligro de la terquedad, de la estrechez y de la injusticia. Pero, como se
ha dicho, son cuestión de disposiciones naturales, que no se puede dar uno a
sí mismo ni tampoco se pueden exigir éticamente de ninguna persona.
Otras naturalezas están formadas de otro modo, pero también están
obligadas a la fidelidad. Ésta puede no estar sustentada por una determinada
estructura anímica que quepa presuponer en todos. Es la persona humana,
su comprensión de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto, del honor
y lo deshonroso, la libertad de su decisión y la firmeza con que
¿Cuál es el sentido de esta virtud? Se puede describir como una fuerza que
supera el tiempo, es decir, la transformación y la pérdida, pero no como la
dureza de la piedra, en firmeza fija, sino creciendo y creando de modo vivo.
Tratemos de ponemos su imagen ante los ojos.
Se han conocido dos personas, han sentido amor y deciden casarse. Lo que
sustenta al principio esa alianza es la exigencia de una vitalidad por la
otra; son sentimientos de simpatía, experiencias comunes, coincidencias en
la relación con la naturaleza y el hombre, preferencias e inclinaciones
semejantes, y así sucesivamente.
ba al otro una y otra vez de nuevo y de nuevo se amolde a él. Todo esto
puede ser difícil, y en ocasiones muy difícil; el sentimiento desengañado
puede rebelarse contra ello. Pero en la medida en que se ejerza esa
fidelidad, crece en profundidad y crea lo que constituye realmente el
matrimonio.
En una persona así se puede confiar. Se siente que en él hay un punto que
está más allá del temor y la debilidad, desde el cual se renueva
constantemente su posición.
Romano Guardini —
Ya hemos hablado antes del mito indio según el cual el dios Shiva, en el
rebose de la alegría de crear, produjo el mundo, pero luego se hartó de él, lo
hizo pedazos y creó otro nuevo, y tras de éste, otro nuevo, y así
sucesivamente. Así resultaría ser el dios que no mantuviera su fidelidad a su
obra. Con su exigencia, no pasaría por la finitud del mundo, sino que al
cabo de algún tiempo le resultaría demasiado poco y lo arrojaría. ¡Sería
terrible estar en manos de semejante dios! Pero no es así el que se nos ha
revelado, sino que mantiene firme su obra. Mantiene el mundo en el ser. Lo
conserva en todo momento por su fidelidad.
La Sagrada Escritura nos habla de cómo Dios, para traer redención, llama a
un pueblo; cómo establece con éste una alianza que descansa totalmente en
su eterna fidelidad, y cómo de ella surge la historia del Antiguo Testamento.
Y cómo, en definitiva, la fidelidad de Dios hace algo incomprensible: tomar
sobre sí mismo la responsabilidad por la culpa del hombre, entrar en la
historia mediante la encarnación y recibir de ella un destino.
FALTA DE INTENCIONES
Quizá el título sorprenda al lector, pues ¿quién se inclina hoy a ver una
virtud, es decir, una imagen de valor moral, en la falta de intenciones?
Una persona que deja las intenciones donde les corresponde adquiere poder
sobre los demás; cierto es que un poder de índole peculiar. Nos acercamos
a esa idea de la antigua sabiduría de que se habló al comienzo. Cuanto más
trata uno de alcanzar, más firmemente se concentra el otro y se defiende.
Pero cuanto más evidentemente tiene la sensación de que no se le quiere
empujar a nada, sino sólo estar y vivir con El, de que no se quiere alcanzar
nada de El, sino sólo servir a la cosa de que se trata, más prontamente
abandona la defensa y se abre a lo que influye desde la personalidad.
Quien así piensa, no deja que su acción sea influida por otras miras que
queden al margen de la cosa. En ese sentido no tiene intenciones, sirve, en
el buen sentido de la palabra. Hace el trabajo que es importante en cada
ocasión y en el momento. Está entregado a él interiormente, y lo hace tal
como quiere ser hecho. Vive en él y con él, sin segundas intenciones ni
miradas laterales. Es una actitud que parece desaparecer por completo. Las
personas que hagan sus cosas en pura entrega, porque son valiosas,
porque son bellas, parecen ser raías. Cada vez con más frecuencia, la acción
se desvía a una intención de provecho y éxito que corre al margen de la
cosa. Sin embargo, esa falta de intenciones es ahí la única actitud a partir de
la cual surge la auténtica obra, la pura acción, porque en ella llega a ser
libre lo creativo. Sólo de ella surge algo grande, liberador, y sólo un hombre
que así trabaja se enriquece interiormente.
Pero ¿qué pasa con la dirección del mundo, con lo que se llama
“providencia”? ¿No tiene en ella Dios intenciones constantemente? ¿No
guía al hombre, a cada hombre y todos sus destinos, al objetivo por
él pretendido? ¿No está ordenada la vida de ese hombre de tal modo como
efectivamente está porque la vida de aquel otro está conectada con él de ese
modo determinado? ¿No están todas las vidas humanas dispuestas en orden
recíproco y, por tanto, toda la existencia dispuesta por la sabiduría
planificadora de Dios? Una vez más, no debemos confundir las
significaciones. Lo que quiere ahí la suprema sabiduría no son
“intenciones” que transcurran al margen de lo auténtico, sino el sentido
mismo de lo querido, su verdad, el cumplimiento de su esencia.
ASCETISMO
Hubo un tiempo en que se hablaba no sólo con aversión, sino con irritación,
sobre todo lo que se llama “ascetismo”, como si se tratara de algo no
sólo torcido, sino innatural y perjudicial. Había la opinión de que el
“ascetismo” procedía del temor y enemistad a la vida, o incluso de un
sentimiento innaturalmente deformado. En él se manifestaría el odio
que tiene el cristianismo al mundo, la envenenada disposición de ánimo del
sacerdote que rebaja la naturaleza viva para reforzar su existencia propia, y
cosas semejantes.
Todo esto —subrayándolo una vez más del modo más expreso— lleva a que
la tendencia en el hombre significa algo diferente que en el animal, y que
no tiene sentido que el hombre busque en ella, es decir, en la mera
naturaleza, la imagen de medida para su vida. “Ascetismo”, en cambio,
significa que el hombre se decida a existir como hombre.
De ahí surge para él una necesidad que no existe para el animal, a saber:
mantener sus tendencias en ordenación libremente querida y superar la
propensión a la desmesura o a la mala realización.
Para que dure una amistad debe haber una vigilancia sobre ella; algo que la
resguarde. Cada cual debe dar lugar al otro para que sea precisamente
el que es; cada cual debe hacerse consciente de sus propias faltas y ver las
del otro con ojos de amistad. Quererlo, y también lograrlo contra la
suspicacia, la pereza, la estrechez de la propia naturaleza, es también
ascetismo.
¿Por qué tantos matrimonios se vuelven mudos y vacíos? Porque en cada
uno de los dos domina la idea básica de que se trata de la felicidad, o sea,
que cada uno de los dos se puede satisfacer en consumir simplemente su
propia vida.
Alguien emprende una empresa, empieza un trabajo, algo que sea propio de
su profesión. Supongamos el mejor caso, esto es, que esté en su auténtica
vocación, que pueda hacer aquello para lo que está dotado, y que lo haga a
gusto. Ante todo, tiene gozo por la cosa y pone en juego todas sus fuerzas.
En esta vida, que sólo dura unos pocos años tan veloces, el hombre que
quiera extraer lo preciso que pueda contener, ha de saber que se trata sólo
de que renuncie a lo menor para poder tener lo mayor.
No sólo el sentir vulgar habla así, ha habido enteras filosofías que lo han
dicho así. Pero ¿no es revelador que hoy tengamos la contradicción, esto es,
la filosofía del desengaño y del asco? El sentido del acto vital no consiste
en disfrutar su propia sensitividad y su fuerza, sino en realizar aquello que
se le ha impuesto al hombre. Éste vive real y plenamente si conoce la
responsabilidad que tiene, si cumple la obra que le aguarda, si satisface a la
persona que se le ha confiado. Pero el reconocer y elegir lo justo, el
prescindir de lo falso —este pasar continuo por encima de los propios
deseos para ir al deber—, es el ascetismo.
ÁNIMO
Ante todo hemos de pensar en esa distinción que ya nos ha sido útil varias
veces, esto es, entre disposición y actitud moral.
Puede ocurrir también que el ánimo proceda de una clara salud del modo de
ser: una gozosa fuerza vital que percibe las dificultades y peligros como
algo que da tensión; una confianza en la existencia que siente con seguridad
que las cosas irán bien. Esto es muy hermoso —si significa, por ejemplo, lo
que se llama “buena raza”—. Claro que también tiene sus peligros, y quien
tiene tales dotes naturales ha de cuidar de seguir siendo prudente y
agradecido. Finalmente, hay una disposición para el ánimo valiente que
pertenece al dominio de lo noble y lo extraordinario. Para quien tiene tal
índole, valentía y honor son lo mismo. Percibe la exigencia de la vida y
se siente obligado a respetarse a sí mismo, a hacerle frente. Quizá no es
especialmente fuerte en lo corporal; quizá es muy capaz de sufrir y por eso
se siente herido por los obstáculos exteriores e interiores. A pesar de eso
resiste firme, avanza tranquilamente, hace frente al acontecer sin miedo. Es
decir, tiene nobleza natural; por supuesto, también predestinación para un
destino difícil.
Todo eso es disposición. Uno la tiene o no la tiene, y puede ser para bien
como para mal. Si cae en manos de un prudente educador, quien así está
dotado reconoce él mismo sus posibilidades y entonces las transforma en
una vida útil, buena, incluso noble. Pero aquí vamos a hablar de lo que —si
no se oponen a ello circunstancias especialmente desfavorables— es posible
en todos y, por tanto, puede ser también exigido moralmente: lo que es
deber, para el cual hay que educarse.
La conexión de que se hablaba significa aún algo más. Es como una imagen
que está ante uno y que se puede mirar, pero también como una melodía que
se realiza en el tiempo; una figura que se percibe en el acontecer. Ésta
remite al mismo núcleo que aquélla, pues lo que le acontece a un hombre no
es algo arbitrario, sino que corresponde a lo que es. Estructura de destino y
estructura de naturaleza tienen una estrecha correlación.
Así, para ser justo con la realidad, debe aceptar su carácter limitado, su
determinación por la estructura de su carácter; pero, por su libertad en la
referencia al mundo, es capaz de avanzar siguiendo su línea hacia la
totalidad.
En una gran parte, ciertamente, no es . más que charlatanería, y los que así
dicen y escriben tampoco lo toman en serio. Pero, por lo demás, nuestra
época está realmente amenazada, por fuera y por dentro; hay una transición
en que se deshacen cosas incontables, a menudo sin que se sepa qué ha de
venir de nuevo. Por eso es doblemente necesario que recibamos confiados
nuestra existencia de la mano de Dios y la vivamos animosos.
En esa forma interior del ser y la vida individual se apoya también una
ejercítación del ánimo, que a veces, cuando el hombre es de carácter
poderoso y vital, no se hace especialmente presente a la conciencia, pero
que muchas veces se percibe también como duro deber, a saber: la
confianza para ir viviendo hacia el propio porvenir, para actuar, para
construir, para entrar en vinculaciones. Pues el futuro, a pesar de toda
previsión, es lo desconocido en el individuo. Vivir, por su parte, significa
avanzar por eso desconocido, y puede extenderse ante el hombre como
un caos en el que hay que atreverse a entrar.
Aquí cada cual ha de jugarse el todo por el todo a que lo que se le presenta
no es ningún caos ni nada completamente ajeno. Antes bien, su propia
índole natural, el poder ordenador que hay en su propio interior abrirá un
camino, de tal modo que en definitiva llega a ser su propio futuro, pese a
todo, aquello a cuyo encuentro él va.
Creerlo y vivir con referencia a ello puede ser muy difícil para una persona
de carácter vacilante, quizá miedoso. Pero aquí el ánimo de vivir va unido a
la confianza en la guía de Dios.
Hacer frente a la vida tal como viene: ante todo porque se supera mejor el
peligro cuando se le hace frente que cuando se deja uno asustar por él; se
domina más fácilmente el dolor cuando se lo sobrelleva libremente que
cuando uno se contrae espasmódi-camente en él.
Hay todavía otra valentía de la que también hay que decir una palabra: la de
atreverse a la voluntad de Dios.
Pero Él no se arriesgó a esta vida para llevar a cabo algo que fuera
terrenalmente grandioso, resplandeciente heroísmo, poderosas obras
civilizadoras, sino que fue “rendición”: ocurrió por nosotros. Ocurrió para
que conquistemos la valentía de ser “cristianos” en el mundo en que Él fue
“Cristo”.
11
BONDAD
Por ejemplo, un hombre puede ser dominante respecto a los demás. Aunque
diga que quiere lo mejor para ellos, de lo que trata en realidad es de
dominarlos. Quien es así no tiene buena intención respecto a la vida, pues la
ahoga con el afán de dominio. De ahí proceden muchas tragedias de
familia; de que uno quiera someter a los demás sea hombre o mujer, hija o
hijo. El verdadero bien deja espacio abierto a quien vive, movimiento libre;
mejor dicho, se lo da, se lo produce, pues sólo ahí prospera.
Pero en la bondad también hay fuerza. Cuanto más pura es, más fuerza, y la
bondad perfecta es inagotable. La vida está llena de dolor; si uno tiene
buena intención respecto a la vida, cuando viene el dolor y es sentido, ello,
pese a todo lo fortalece. La vida quiere ser comprendida, pero esto fatiga.
Requiere ayuda; pero sólo puede ayudar realmente quien comprende, y
quien comprende precisamente este dolor: quien encuentra las palabras que
aquí son ne-cesarías y ve lo que debe ocurrir para suavizarlo. ¡Ay de la
bondad si es débil, por más que tenga buena intención! Le puede ocurrir
que se deshaga sólo en compartir sentimientos o, por el contrario, que
se vuelva violenta para defenderse.
Y algo más forma parte de la bondad, algo de que sólo se habla raras veces:
el humor. Ayuda a sobrellevar con más facilidad: más aún, sin él no marcha
nada en absoluto. Quien mira a los hombres solamente en serio, sólo en
forma moral o pedagógica, a la larga no lo aguanta. Debe tener ojos para lo
peculiar de la existencia. Pues todo lo humano lleva consigo algo de
cómico: cuanto más grandiosamente uno se entrega más fuerte se hace esto.
Pero el humor significa que se tome la naturaleza humana en serio y
que uno se esfuerce por ello, pero de repente se ve qué peculiar es y uno se
ríe, aunque sea sólo por dentro. La risa amistosa por la rareza de todo lo
humano: eso es el humor. Ayuda a ser bondadoso, pues tras la risa, la
seriedad vuelve a ser más fácil de aplicar.
Otra cosa final ha de decirse sobre la bondad; a saber: que es silenciosa. La
verdadera bondad no habla mucho: no se adelanta; no hace ruido con
organizaciones y estadísticas; no fotografía y no analiza. Cuanto más
profunda es, más silenciosa se vuelve. Es el pan cotidiano de que se nutre la
vida.
Y ahora hemos de buscar la bondad allí donde está el origen de toda virtud:
en Dios.
El Señor es bondadoso para todos los seres, misericordioso para todo lo que
ha creado.
Pero alguno preguntará: ¿tiene el mundo aspecto de que Dios sea bueno
para él? La existencia humana, ¿se presenta como obra de la bondad
divina? Quien sea sincero empezará por contestar: ¡cierto que no! Pues
constantemente se eleva la pregunta del hombre a Dios ¿por qué todo esto,
si tú eres bueno? La pregunta es comprensible cuando surge de un corazón
apurado, pero en sí es tonta, pues ¿de dónde viene todo lo terrible que
amarga al hombre su existencia?
Él mismo se lo ha causado.
Cuando se eleva el reproche de cómo puede ser bueno Dios, más aún, de
cómo puede haber en absoluto un Dios, si todo es como es, quien así lo
hace por lo regular pregunta con alguna idea sobre de dónde viene todo lo
malo. Sin embargo, así fue; Dios puso al hombre el mundo en la mano, para
que, de acuerdo con el Creador, edificara esa existencia que nos muestra el
Génesis bajo la imagen del Paraíso. Pero ¡el hombre no quiso! No quiso
construir el Reino de Dios, sino su propio reino. De ahí viene todo lo
enredado, lo inauténtico, lo destructor que hay en la actividad del hombre.
¿Cómo puede ahora levantarse y decir: “si existieras, Dios, no habrías
creado semejante mundo”? Y el trastorno atraviesa cada vez más la
existencia por medio del hombre: por medio del mismo que eleva la queja.
Pues así es: cada cual de nosotros hace la vida un poco peor. Toda mala
palabra que decimos envenena el aire. Toda mentira, toda violencia penetra
en la existencia y produce más honda confusión. Los hombres mismos
somos quienes hemos convertido la vida en lo que es, de modo que no es
honrado que luego nos levantemos a decir que Dios no puede ser bueno, si
todo va así. Sólo podemos decir: “Señor, dame paciencia para sobrellevar lo
que hemos producido, para hacer también lo mío, de modo que
haya mejoría donde estoy.” Ésa es la única respuesta honrada.
Pero se podría objetar aún algo más, preguntando cómo puede ser bueno
Dios si en el reino de esos'seres que no pueden ser malos, o sea, los
animales, hay tan innumerables dolores. Muchos hombres melancólicos no
han sabido superar esta cuestión. ¿Cómo puede estar la bondad de Dios
sobre el mundo, si la creación inocente padece constantemente cosas
tan terribles? Seré sincero: no conozco respuesta. Pero me ha ayudado una
idea que quizá también pueda ayudar a otros, esto es, la consideración de
qué significa “bondad” cuando es Dios de quien se dice. Tenemos derecho
—y también obligación— de formar conceptos, a partir del reflejo de la
esencia de Dios en las cosas y en nuestra propia vida, con los
cuales intentamos captar cómo es Él. Así podemos decir: Dios es justo,
Dios tiene paciencia, Dios es bondadoso, y así sucesivamente todas las
importantes expresiones con que referimos lo grande y lo hermoso de la
Creación —purificado de imperfección— a aquel que la creó. Pero si
consideramos con más exactitud: ¿Qué indica, por ejemplo, la expresión de
que Dios es justo? Lo que significa la palabra “justo” cuando se refiere a
una persona lo sabemos, pues somos seres finitos, y, por tanto, captables
con conceptos finitos; pero ¿y si lo referimos a Dios, que está más allá de
toda medida y concepto? A nuestro pensar y decir sobre Dios le pasa eso:
todo lo que existe de modo finito recibe de Él su estructura esencial. Por eso
nosotros tomamos una de las cualidades de ese ser, la captamos en la
palabra, la presentamos a Dios y decimos: así es Él, sólo que de modo
completamente perfecto, como modelo de esta imitación finita. Pero ahí,
conscientemente, la palabra queda absorbida por el abismo de Dios, y no
podemos hacer otra cosa que entender su “sobregrandeza”. Igual ocurre
aquí. Por ejemplo, si digo de una madre que es bondadosa, que la familia
entera recibe vida de su bondad, entonces sé lo que quieren decir esas
palabras, y no se puede atribuir nada mejor a una persona. Pero ¿y si
digo: Dios es bueno? Para empezar, sé lo que quiero decir, pero luego el
misterio se apodera de la palabra y me la arrebata. Sin embargo, permanece
una orientación de sentido, como un camino resplandeciente trazado por un
meteoro cuando desaparece en la inconmensurabilidad del espacio cósmico.
Queda un silencio que percibe esa orientación: un respeto que se estremece
ante el misterio: y todo se vuelve, adoración.
12
COMPRENSIÓN
¿Qué se requiere, pues, para que la convivencia sea no sólo posible, sino
fecunda? Muchas cosas podrían responder a esa pregunta: una de ellas es
la comprensión. Pero no es cosa pequeña.
Para ver mejor de qué se trata, vamos a mirar a otros seres que también
viven en comunidad: los animales. ¿Se comprenden mutuamente? Están
unidos por las más diversas relaciones: dependen unos de otros de las más
múltiples maneras. Pensemos, por ejemplo, en los pájaros, que en una época
dada se apaiean, alimentan a sus pequeños y los protegen; los ayudan a
hacerse independientes: ¿se comprenden mutuamente? Se podría pensar que
así es, pues cada cual se comporta tal como es bueno para el otro o para las
crías. Se ayudan unos a otros a vivir: de modo que se piensa que deberían
también entenderse mutuamente. Pero no cabe hablar de eso. Un sencillo
hecho lo muestra: en cuanto los pequeños se hacen grandes se vuelven
extraños. Es decir, aquí no hay comprensión, sino que los dos seres de la
pareja, y a su vez la pareja y las crías que surgen de su vida, forman un
círculo de vida, un conjunto para cuya conservación actúan instintos que,
por lo demás, sólo actúan a favor del individuo, y que se extinguen tras
el cumplimiento de los objetivos biológicos. Más aún, precisamente porque
no se “comprenden”, porque en su relación no hay duda ni examen, todo
ocurre de modo tan adecuado al objetivo y tan seguro.
Ese mismo exterior, sin embargo, puede también ocultar lo interior. Cuando
uno está intranquilo, pero no lo quiere mostrar, entonces “se domina”; hace
cesar el juego de los medios de expresión, “pone cara
Así, pues, cosas de muchos estratos. Comprensión se llama ahí ver, oír,
percibir cómo, detrás de un sentimiento que se muestra, detrás de una
disposición de ánimo que se expresa, hay otra cosa oculta, y quizá otra más
detrás de ésta.
¿Qué más implica la comprensión? Preguntémoslo por una vez desde otro
lado: ¿por qué hay tan poca? ¿Por qué tantos hombres se tratan
constantemente sin comprenderse? Pues así ocurre, evidentemente, ya que,
si no se portarían de otro modo y sería más iespirable el aire que los rodea.
Eso tiene diversos motivos. Tomemos uno: que a las personas se empieza
por clasificarlas en las que se soportan y las que no se soportan. Con eso,
ordenadas por el egoísmo, las personas quedan en dos grandes cajas,
marcadas por adelantado. Esto ocurre tan involuntariamente que se ha
construido toda una sociología sobre la relación “amigo-enemigo”.
A partir de ahí se consigue también algo más: esto es, enjuiciar mejor a los
demás, lo cual es necesario para poder llevar bien la vida. Con eso no se
alude a aquello contra lo cual nos previene Jesús al decir: “No juzguéis.”
Quien así juzga pretende tener derecho a declarar. Éste puede seguir como
es, aquél debe cambiarse: el uno tiene derecho a ser, el otro debe
desaparecer, y así sucesivamente. A quien eso haga, dice Jesús: “No
juzguéis, para no ser juzgados” (Mt 7, 1). Más bien se alude a la estimación
del otro que ayuda a apreciar lo que tiene de valioso, a ver sus defectos
como son: ambas cosas, para llegar a él en la relación adecuada, en
confianza, así como en precaución. La mayor paite de los juicios recíprocos
de los hombres, en el fondo, no significan otra cosa que: éste me resulta
agradable; ése, desagradable; a éste lo puedo usar, a ese otro no puedo
usarlo. El auténtico juicio sería: ése es apropiado para la tarea de que se
trata; aquél echaría a perder la cosa, y así sucesivamente.
Pero todo eso sólo es posible una vez que he empezado por comprender al
otro en su esencia.
Toda auténtica virtud alcanza desde la Tierra al Cielo; mejor dicho, desde el
Cielo a la Tierra. ¿“Comprende” Dios? Verdaderamente, sí que lo hace, y
¡cómo sobrepasa esta comprensión a toda medida humana!
Dios conoce a todo ser desde lo más íntimo de él. Y no porque mire muy
profundamente y examine muy exactamente, sino porque El lo ha inventado
y realizado. Y consideremos justamente el crear. No quiere decir: hacer,
insertar en objetivos, sino, con omnipotencia sin fatiga, llamar al ser y dar
libertad. La creación de Dios es tan magistral y generosamente libre que no
sólo ha llevado al hombre al ser auténtico, sino que lo ha puesto en
auténtica libertad.
Una vieja cuestión querría saber cómo el hombre puede ser libre si Dios es
todopoderoso: si su poder infinito no ha de sobrepasar tanto a la pequeña
libertad del hombre como la corriente del río a la hoja que va a la deriva en
ella. Querido amigo, dice la respuesta: ¡qué mezquino es tu concepto de la
omnipotencia de Dios! Su fuerza está identificada con su generosidad y su
respeto; es precisamente lo que te hace libre. En la mirada y la mano de
Dios es donde te haces dueño de ti mismo. Y si dices que eso es
una paradoja...; no, lo prodigioso es cómo, existiendo el infinito, pueda
haber “también” ser finito. Es una presunción que pretendas, con tu
pequeña razón, poderlo pensar.
Desde aquí podemos ahora volver la vista atrás. Hemos de aprender del
gozo que tiene Dios en cada hombre; de la generosidad con que Él lo pone
en su libertad: de su pura comprensión, que no sigue al ser de las cosas, sino
que lo fundamenta, pues Él nos ha dado ser su imagen y semejanza.
CORTESÍA
Ahora se podría preguntar: ¿cómo san Pablo, que tenía cosas tan
importantes que decir, se pudo preocupar de semejante cosa? Sin embargo,
él sabía que todo va unido en la existencia, lo extraordinario y lo cotidiano,
el ardor del espíritu y las formas de trato que nacen del respeto a otras
personas. Por ejemplo, él, el que proclamó el misterio del “cuerpo
místico de Cristo”, también escribió a la comunidad de Fili-pos que Evodia
y Síntique debían dejar sus peleas. Y eran dos mujeres que estaban en
actividad en el mismo servicio de la comunidad, pero que, por lo visto, no
se llevaban bien, como también hoy es forzoso que pase.
Ahora bien, alguno podría pensar que esto debería ocurrir por sí solo. Así
sería también... si el hombre fuera como un animal. Todos se han parado
alguna vez ante un hormiguero a ver cómo trabajaba su vida pululante.
Cada uno de los diminutos seres encontraba su camino sin molestar a los
demás. Todos hacían lo suyo sin ser estorbados. A veces una carga se hacía
demasiado pesada: entonces intervenía otra hormiga para ayudar. Y si el
observador cedía quizá a la tentación infantil y se metía a trastornarlo
todo, entonces al principio había gran agitación, pero cada cual se entregaba
a la labor y pronto volvía todo a estar en equilibrio. Por eso se podría pensar
que si los animales son capaces de ello, mucho más debía estar el hombre
en condiciones de hacerlo. Pero es al revés: precisamente porque es hombre
no puede actuar tan sencillamente.
Pues los animales viven por el instinto, que es una expresión de necesidad
orgánica, mientras que en el hombre actúa el espíritu. Y “espíritu” significa
conocer la verdad, pero también poder errar. El animal no yerra y sucumbe.
El hombre pude hacerlo, y por eso tiene el deber de aprender. El hombre
puede equivocarse. Cuando un animal se equivoca ha surgido un obstáculo
en su camino, por fuera o por dentro; el hombre, por el contrario, puede
actuar torcidamente, porque su juicio puede ser falso o porque la pasión
lo lleve por el camino torcido. Así, pues, ha de tener cuidado en su
convivencia con los demás y vigiliar para que no se convierta en una lucha
de todos contra todos.
Al hombre que quiere tratar con otro de una manera buena, estos motivos le
dan ocasión para un conducta que se anticipa a las posibilidades de tensión,
de choque, de molestia u ofensa mutua, para que no se produzca nada
desagradable. Pues en el hombre residen todas las posibilidades de ello.
Aquí entra también ese “posibilitamiento” de la vida de que habla san Pablo
al decir: “Adelantaos unos a otros en respeto.” Pero ¿por qué esa gran
palabra “respeto”? Porque en el hombre hay eso que se llama “dignidad”.
Una cosa no tiene dignidad: sólo quiere ser tratada conforme al asunto; a no
ser que se aluda a esa propiedad profunda y aun misteriosa que tiene en
cuanto forma portadora de una esencia, y que tanto impresiona en la cosa
noble. Dignidad en sentido propio sólo la tiene la persona. La cosa se puede
comprar y vender; se puede regalar y recibir, aprovechar y destruir. Todo
esto está en orden mientras que tiene lugar “conforme a la cosa”. En el
hombre no ocurre igual. La cultura empieza con que el hombre lo sienta así
(de ello hemos hablado ya), y significa una gran amenaza, levantada por
todas partes, el hecho de que cada vez se desplace más al hombre al papel
de cosa. Pero el hombre es persona, y eso significa que cada hombre existe
una sola vez. Ningún hombre es sustituible. Su actuación puede serlo, su
trabajo, sus propiedades: él mismo, no. Cada hombre existe sólo una vez: él
con referencia a Dios, y Dios con referencia a él.
Entre lo dicho debe destacarse aún de modo especial algo que influye
directamente en el modo de trato de los hombres entre sí. La cortesía
requiere tiempo. Para ejercerla hay que demorarse, esperar, dar rodeos: hay
que tener consideración y, por tanto, saber dejar atrás lo propio. Pero todo
eso significa consumo de tiempo; en nuestra época de plazos estrictamente
calculados, de dispositivos que funcionan con exactitud, de altos costos de
producción y de violenta concurrencia, resulta algo inútil, irracional,
falso, incluso injusto.
Pero la idea sigue adelante y puede ser quizá útil para conseguir una nueva
comprensión.
Yo creo que eso es posible sólo si se parte de la dignidad del hombre al que
se ha de honrar, porque hay poderes que quieren deshonrarlo, hacerle
violencia: recordemos sólo las diversas formas de totalitarismo. Pero ello ha
de hacerse en relación a aquel que ha creado al hombre como imagen suya
y exige que esa imagen suya siga recibiendo honor. Aquí hay una relación
hacia arriba que también ha de darse en toda equiparación, más aún, que es
lo que empieza a hacerla posible.
Él, el que todo lo puede, quiere que el hombre sea persona libre, que esté en
su propio punto de apoyo, que disponga de sí mismo, que actúe por
iniciativa interior. Dios no toca esa libertad, No obliga, no asusta, no
seduce; ni siquiera cuando el hombre se vuelve contra él, y, por ello mismo,
contra sí propio. Nos da reparo decir que Dios es cortés: la palabra debe ser
elevada a la cima de su significación antes de poder ser aplicada a Él. El
hecho de que Él haya creado la libertad y la conserve en todo momento
es el respeto soberano, más allá de toda gratitud, que muestra a su criatura.
Pero aquellos que han entrado y crecido en el trato con Él nos dicen además
que Él aplica ahí una ternura que es más estremecedora que la propia
omnipotencia; más aún, que sólo es el otro lado de ese poder perfecto.
Las imágenes revelan mucho: a menudo más que los conceptos, con tal de
que se las lea correctamente. Entonces, qué significativo es que, en el
Nuevo Testamento, la exhortación de Cristo para que el hombre se abra a su
mensaje se exprese en la imagen: “¡Mira, estoy a la puerta y llamo!” (Ap 3,
20). Quien así habla es aquel a quien se “ha dado todo poder en el Cielo y
en la Tierra” (Mt 28,18), y que, con “vara de hierro”, podría destruir todo
obstáculo “como se rompe un recipiente de barro” inútil (Ap 2, 27 y ss.).
14
GRATITUD
Por el contrario, si dos personas, una de las cuales está en situación de tener
o poder, mientras que la otra no tiene o no puede, se encuentran cara a
cara: la una ruega, y la otra está dispuesta, ésta da, y la otra agradece, y
ambas quedan unidas en lo humano. Aquí es posible el agradecimiento, y se
muestra como forma básica de la comunidad.
Una tercera condición para que sea posible el agradecimiento es ésta: quien
concede la donación ha de hacerlo con respeto para quien la recibe, pues si
no, hiere su sentimiento de honor. No puede hacerlo con indiferencia;
tampoco puede asumir el papel de quien hace una concesión, ni tampoco ha
de querer ejercer un poder con su donación. Es un peligro para todos los
que están en un cargo de ayuda: que quieran percibir su posición de poder,
pues el necesitado como tal es más débil que quien ayuda; y si éste
agradece la ayuda, reconoce así su debilidad.
necesidad hay que apoyarse unos a otros: sólo que aquí, hoy, por
casualidad, éste tiene y el otro no tiene; éste puede y el otro no. Mañana
podrá ser al revés.
Aquí hemos de damos cuenta de algo que causa efecto de paradoja a la luz
de lo que acabamos de decir, y quizá lo sea realmente: ¡cuántas paradojas
contiene la vida que no cabe reducir a ninguna fórmula! Hay momentos en
que ante otra persona se tiene la sensación de deberle dar las gracias porque
exista: no porque haya hecho esto o lo otro, sino porque existe. En realidad,
es una insensatez, pues no se ha hecho a sí misma, y, sin embargo, esa
sensación se da. Quizá, inconscientemente, se dirige a Dios, pues Él es
quien ha querido que existiera esa persona. Pero quizá hay también algo
más. Pues “existir” es un verbo, y alude a una acción. De manera que quizá
esa sensación se refiere a una “realización” que no cabe explicar mejor en
forma conceptual.
Ésta es una oración que siempre vuelve a poner al hombre en su sitio justo.
Probémoslo; por ejemplo, por la mañana, con la frescura de sentimos
descansados: cuando saliendo, por decirlo así, del apartamiento del sueño,
uno se recibe de nuevo a sí mismo: “Señor, ¡qué bien que hayas querido que
yo existiera! ¡Gracias porque puedo existir!” Entonces se deshacen las
falsas obviedades: se disipan los mecanismos del concepto de naturaleza y
las arrogancias del orgullo cultural. Todo se hace vivo, entre Dios y yo,
y las cosas se hacen auténticas. Después, en el transcurso del día, volverán a
quedar cubiertas por el remolino de la voluntad y el acontecer; pero hoy
han estado ahí, y mañana volverán a estar, y pondrán otra vez en orden la
existencia.
Pero la idea puede llegar aún un poco más allá. Pues ¿cómo es esto en el
mismo Dios? ¿Dios agradece? Por lo pronto, contestamos: ¿qué puede
significar eso? ¡Pero si todo le pertenece! Sin embargo, si queremos saber
cuál es la disposición de ánimo de Dios, entonces no debemos sentamos a
reflexionar cómo ha de ser el “Ser Absoluto”, sino qué debemos preguntarle
a Él mismo, y, en efecto, hay un “lugar” en que se hace patente su corazón:
es Cristo.
15
ALTRUISMO
r
El “yo” de un hombre puede significar, por un lado, ante todo, el trozo de
realidad que es él: él, hombre, a diferencia de un árbol o de un animal; él,
ese
Así, pues, se debe entrar más hondo. Allí, “yo” significa lo peculiar, lo
característico, que es uno: sus cualidades, disposiciones, posibilidades, pero
también sus límites, sus defectos, sus vicios; todo ello como unidad,
concentrado en torno a un centro: él mismo precisamente. Es decir, lo que,
por ejemplo, llamamos “personalidad”. Ésta es más rica y más decidida
cuanto más plenamente desarrolladas están las cualidades, cuanto más
visiblemente se perfilan, cuanto más firmemente se entrelazan, cuanto
más operante es el conjunto. Desde este punto de vista hablamos de una
personalidad grande, o mediana, fuerte o débil, auténtica o inauténtica, y así
sucesivamente.
En un sentido aún más profundo, “yo” significa el notable hecho de que ese
ser que está ahí, llamado hombre, no solamente está ahí, sino que se posee a
sí mismo. ¿Cómo hace eso de tenerse a sí mismo? Ante todo, sabiendo de
sí. Ningún animal, aunque sea el más elevado, sabe de sí. El hombre sabe
que existe. Conoce sus posibilidades y defectos: en todo caso, alguno de
ellos, porque la experiencia cotidiana se lo hace presente a la conciencia.
Puede conocerse cada vez mejor, si se esfuerza en ello. Pues puede
considerarse y comprenderse. Puede examinarse y enjuiciar: ¿por qué he
hecho esto así en vez de hacerlo en otra forma? ¿Estuvo bien o mal? Al
hacerlo, se capta a sí mismo y se posee en su espíritu. A veces, en horas de
trabajo conseguido o de vida creciente, siente con felicidad: se me ha
concedido esto, puedo ser esto...
Con eso se da algo ulterior, o al menos su posibilidad: “ser-yo” significa
que el hombre puede disponer de sí mismo. Lo observamos cuando
consideramos en alguna cosa: ¿Qué he de hacer? ¿Esto o lo otro? Y
decididamente, en definitiva: ¡hago esto! En este “hago esto” dispone el
hombre de sí mismo, se determina a sí mismo. No es empujado
solamente desde fuera, como una piedra por una fuerza mayor que su peso,
sino que está en actividad desde dentro. Pero tampoco desde dentro se ve
obligado, como un animal por sus instintos, sino que se determina a
sí mismo a partir de un punto que queda más hondo que todo lo que forma
parte de su ser inmediato: órganos, tendencias, disposiciones, etc. También
se puede decir: que queda más alto que todo eso, el punto de vista de la
libertad. Porque es capaz de ello, tiene poder sobre su acción. También
puede trabajar en sí: limi-tar determinadas cualidades, reforzar otras,
cambiar así la relación mutua de los diversos elementos de su ser; en
resumen: hacer todo lo que llamamos educación de sí mismo,
autoeducación.
Verdad es que todo lo que pasa tiene su motivo, aun la libre decisión.
Siempre cabe preguntar: ¿por qué lo haces así? Y la respuesta será: por este
o el otro motivo. Es decir, afirma la objeción: no se puede hablar de
libertad. Pero aquí se confunde el “motivo” con la “causa”. Es motivo de la
decisión esta o la otra intención en cada caso: la causa es ella misma. Es
potencia de arranque, “iniciativa”.
Pero prescindiendo de tales consideraciones, la libertad se muestra en un
reflejo: en la conciencia, en darse cuenta de la responsabilidad por lo hecho.
Es un fenómeno curioso, incluso misterioso, el que un sentimiento interior
no diga sólo: eso fue perjudicial; o eso fue peligroso; sino: eso fue injusto,
no debiste hacerlo, y, sin embargo, lo has hecho. Forma parte de ti. Tienes
que responder de ello, ante la ordenación del bien y el mal. No otro, sino tú.
Aquí, en la responsabilidad, se revela el yo en su imborrable rigor.
Naturalmente, habría mucho que decir sobre esa cuestión, en plan lógico,
psicológico, sociológico y demás; las consideraciones sobre la libertad son
infinitas. Aquí sólo se trataba de hacer evidente lo que se quiere decir con
esa palabra para que se eche de ver adonde apunta en definitiva el tratar de
egoísmo y altruismo; esto es, al modo como un hombre es él mismo y cómo
se posee a sí mismo; qué actitud toma ahí y qué intención lo determina.
Uno tiene que hacer un trabajo requerido por su profesión. Puede hacerlo de
tal manera que sea con vistas a sí mismo, a la impresión que hace en los
demás, a los beneficios que con eso obtiene, y así sucesivamente. Entonces
en el trabajo se ha buscado a sí mismo. Por lo que toca al trabajo,
probablemente está mal hecho, o al menos peor de lo que habría podido
estar. Por otra parte, a lo que era su mira, su propio “yo”, no le ha
beneficiado el resultado, pues el mirar hacia uno mismo atrofia y el cuidarse
de la impresión que se hace produce falsedad. Ser altruista a la tarea y no
pensar en el propio yo, haciendo el trabajo correcta y limpiamente, como
quiere ser hecho. Entonces, ante todo, sale bien el trabajo, pues quien lo
hace está “en la cosa” en vez de estar en su vanidoso yo. Pero además de
eso —y a ello nos referimos especialmente aquí— con tal actitud surge un
ámbito peculiarmente más libre, más espiritual, en donde él empieza
auténticamente a ser “él mismo”.
Con eso tocamos algo extraño que debe dar ocasión a todo el que piense en
serio para meditar profundamente: es decir, a la paradoja de la persona. En
cuanto se considera a sí misma, queda repleto, por decirlo así, el ámbito
espiritual en que ha de realizarse el trozo de vida en cuestión, y resulta un
estorbo para la propia realización. Pero si se olvida y se vuelve puramente a
la cosa, se abre ese ámbito y entonces es cuando empieza a ser ella misma.
Un gran número de los actos vitales diarios consiste en ponemos en relación
con una persona: son relaciones “yo-tú”. Pero pueden realizarse de modos
radicalmente diversos. Encuentros en amistad y sociedad, colaboración
profesional, prestaciones de ayuda en la necesidad: en todo ello cabe
comportarse de tal modo que se represente un papel, y así lo hacemos
a menudo: cuidándonos de la impresión que hacemos, de si el otro nos
estima justamente; de si cuando damos, también recibimos, y así
sucesivamente. Pero ¿qué ocurre ahí? La relación viviente “yo-tú” se
atrofia; lo que había de ser un claro mirarse de frente sigue dos
orientaciones diversas que se estorban entre sí: se rompe, se atraviesa. El
otro lo entrevé, sin embargo. Advierte: éste no es auténtico conmigo:
¡siempre está pensando en él! Esto lo hace a su vez inseguro. No llega al tú
directo y confiado, sino que desconfía. En cambio, aquel que se aparta de sí
mismo abiertamente en la amistad, sin intenciones al rendir honor, derecho
en la ayuda, precisamente ahí, pero desde dentro, hace elevarse, libre y de
acuerdo consigo mismo, su auténtico yo llamando al otro.
En todas las cosas hay una semejanza de Dios. Todo lo expresa según el
modo como es su naturaleza; y esta expresión de Dios es su esencia
fundada por la Creación. Pero de modo especial se quiere expresar Dios en
el hombre: en cada individuo, según su índole especial. Eso es el núcleo
más íntimo de lo que llamamos “personalidad”; un reflejo —si se permite
trazar tan gran comparación— de la encamación del Hijo eterno. La
auténtica encamación esencial ocurrió en Cristo; pero, en una gracia que la
refleja, Dios quiere entrar en cada hombre y expresarse en él, y en cada cual
tal como sólo es posible en él. Cada creyente debe llegar a ser una
expresión de Dios. Y en el bautismo se pone la base para eso; en el “nuevo
nacimiento, por el agua y por el Espíritu Santo”, como proclama el diálogo
nocturno del Señor con Nicodemo (Jn 3,5). Todo avance del
hombre creyente en el cumplimiento de la voluntad de Dios, a su vez, es un
paso hacia allá.
Toda virtud tiene su modelo en Dios. Todas las virtudes son maneras de
reflejar la excelencia de Dios en el hombre, en cada caso en situaciones
especiales. Esto no ocurre de modo diverso en el altruismo, por extraña que
pueda sonar en principio la afirmación.
Pero en la Epístola a los Filipenses se dice del Hijo de Dios, esto es, de
Dios mismo: “(no hagáis nada) por egoísmo o vano afán de gloria, sino que
cada cual, con humildad, estime a los demás como más altos que él mismo.
Que no se cuide nadie de lo suyo, sino cada cual de lo que es del otro.
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús: el
cual, siendo de condición divina, no se aferró ávidamente a su igualdad con
Dios, sino que se anonadó, tomando figura de siervo y haciéndose igual a
los hombres. Y al estar en figura de hombre, se humilló haciéndose
obediente hasta la muerte —y muerte de cruz—. Por eso Dios lo ha elevado
sobre todo, dándole el nombre-sobre-todo-nombre, para que ante el nombre
de Jesús se doblen todas las rodillas en los cielos, en la tierra y bajo tierra, y
toda lengua proclame; Jesucristo es el Señor, para honor de Dios Padre” (2,
3-11).
Inefable misterio que Dios haga cosa semejante: que lo pueda hacer y
seguir siendo Dios. Que haya revelación de que Dios es así; que para Él sea
gloria hacerlo así. No hay un Dios que sea de otro modo, con otra
disposición de ánimo, con otra voluntad. Ése sería, siguiendo la expresión
de Pascal, un “Dios de los filósofos”, una representación de Dios mediante
la cual el hombre trataría de justificar el estar prisionero de sí mismo.
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16
CONCENTRACIÓN
Una palabra familiar para el lenguaje ético-religioso del pasado, pero que
en época reciente sólo rara vez se pronuncia, es “concentración”, la
situación del hombre concentrado en sí mismo. Pero hoy día vuelve a
ponérsenos más cerca lo que esto significa, y precisamente son los
psicólogos y educadores los que empiezan a ver su significación. Así,
las ideas de esta meditación encuentran ya muchos puntos de partida.
Si quiero hacer algo, no me pongo a trabajar en ello por las buenas, sino que
considero: ¿qué es aquí lo apropiado al objetivo? ¿Qué requiere la
situación? Me decido, y así es como adquiero “fuera” orientación y
ordenación para mi actividad.
En nuestra realidad media, sin embargo, ocurre de otro modo. Ahí, las cosas
de la vida exterior tienen un predominio violento. La plenitud de sus
formas; el carácter apremiante de sus cualidades; los deberes que nos
plantean: su valor, que despierta apetencia; su peligrosidad, que infunde
temor; todo es tan fuerte que adquiere predominio y tira de nuestra vida
hacia fuera. Así surge el hombre “vuelto hacia fuera”, cuyo interior es débil
y se debilita cada vez más.
Ahora bien, mirándolo en conjunto, ya hace tiempo era éste el caso; los
preocupados por la más honda formación del hombre siempre nos han
amonestado sobre ello. Pero hoy la situación se hace especialmente
peligrosa, porque las incitaciones que alcanzan al hombre se han vuelto tan
fuertes y múltiples y cada vez lo son más. Siempre está el hombre dentro de
un engranaje, y no sólo dentro de ordenaciones que lo envuelven, sino en un
completo caos que se le pierde de vista. También ese “carácter público” de
la existencia se ha reforzado de modo angustioso: cada vez se informa más
de prisa y más completamente sobre lo que ocurre, de modo tan directo, que
uno se siente tentado a decir que el informe pertenece al suceso: que éste
transcurre por adelantado ante las lentes y los micrófonos de los
informadores. Lo público interviene cada vez más despiadadamente en la
vida personal, de tal modo que el dominio privado desaparece a ojos vistas.
Los límites de la vida personal se vuelven como de cristal, y las personas se
mueven detrás como peces en el acuario, que se pueden observar en todo lo
que hacen y por todas partes.
Pero yendo más allá: ser piadoso significa estar en diálogo con Dios. Es
decir, ante todo, dirigirle la palabra a Él. Pero ¿adonde se habla en realidad,
al hablar a Dios? Por lo general, hacia dentro de una niebla, o simplemente
sólo hacia delante, sin la conciencia de un “tú”. Si hablo con alguien, busco
con mis ojos los suyos, entro en contacto con su expresión, de tal modo que
sé que mi palabra va a ese rostro que está ahí; y a través de Él, a lo que en
Él se expresa; el espíritu que piensa: el corazón que tiene una actitud; la
persona que ahí existe. Por su rostro capto la intencionalidad que en él se
expresa: Él. Dirigirse a Dios se dice en los Salmos como: “buscar el
rostro de Dios”, hablar hacia la cara de Dios. Pero ¿cuándo ocurre esto?
Ser piadoso significa: “buscar el rostro de Dios”, vivir hacia su cara. Así
está puesto en el sentido de la creación, como lo dijo san Agustín: “Para ti,
oh Dios, nos creaste” {Confesiones, I, 1, 1). Pero eso sólo lo puedo cuando
estoy conmigo en casa, con poder sobre mí mismo: al quedar abierto el
espacio interior, se hace visible el enfrentamiento, o al menos, visible el
hecho de que yo lo pretendo. En lo de fuera, donde más me suelo hallar: en
el engranaje que me invade, Dios, por decirlo así, queda borrado. Las
muchas imágenes de las cosas, los muchos rostros de las personas hacen
que el rostro de Dios —esa cosa misteriosa que conoce todo el que trata con
Dios— no pueda hacerse visible ni pueda ser pretendido.
Hasta aquí, sin embargo, es sólo en principio una atención, una orientación
del hombre: todavía no es ningún diálogo. Éste requiere también la otra
voz, la voz de Dios. Sí —y con esto, ahora es cuando ponemos las ideas en
orden—, eso es lo primero. Pues podemos dirigir la palabra a Dios sólo
cuando Él se deja interpelar: podemos pronunciar la palabra hacia Él sólo
cuando Él la deja libre en nosotros.
Las cosas están creadas por mandato de Dios: “Mandó, y existieron”, dice
el salmo sobre las estrellas, y existen por ese mandato que las tiene en el
ser y en la realidad. En el hombre es diferente. El relato de la creación
expresa la peculiaridad del modo como fue creado con la prodigiosa imagen
de que Dios se inclina sobre la tierra formada en figura de cuerpo y le
insufla el elemento vitalizador. Con eso se dice que el hombre no está en
situación de creado en cuanto especie, sino en cuanto individuo: que Dios
lo pretende como individuo. Dios le crea en la relación yo-tú con referencia
hacia él mismo. Así, la vida del hombre se cumple en un diálogo constante.
Dios le habla mediante todo lo que le sucede, así como por toda moción de
su propia vida. La actitud creyente se puede expresar precisamente en
aprender a llevar este diálogo; en que haga entrar en este diálogo todo
lo que le llega y lo que hace; que lo comprenda desde Dios y lo realice
hacia Dios.
Lo que se ha dicho aquí sobre la relación “yo-tú” con Dios vale de modo
apropiado también respecto a las demás personas.
Desde hace algún tiempo se acentúa que nuestra vida reposa sobre una
constante realización de la relación “yo-tú” con otra persona.
Se reconoce que el gran peligro de nuestro tiempo de masas y máquinas
consiste en que el hombre se convierta en cosa. Nos damos cuenta así de
que el acto de conocer a una persona se realiza de otro modo que cuando se
trata de una cosa. Con la cosa, digo: “eso”; con la persona: “tú”. Aquí es
donde se manifiesta el verdadero sentido de lo que es “persona”: el ser
situado en su libertad, así como de la relación “yo-tú” surge el justo
comportamiento hacia otra persona: el respeto, la fidelidad, el amor.
Pero eso sólo es posible por la concentración. El hombre disperso trata con
las personas como con cosas. Las cuenta: las ordena bajo palabra-clave;
las usa para sus finalidades y las consume. Sólo cuando se forma esa
peculiar vigilia interior que produce atenta intencionalidad y que llamamos
concentración, se hace posible tratar al hombre como hombre. Pero el
peligro de no hacerlo así y, por tanto, la necesidad de ver en esto un deber,
crece en la medida en que aumenta la cifra de las personas, y, en conexión
con eso, nuestra vida queda determinada por máquinas que, efectivamente,
toman como cosa a aquello con que tratan.
Pero debemos ir aún más allá. Incluso la obra humana —digamos más
cautamente: la obra elevada— sólo puede comprenderse partiendo de una
concentración. ¿Cómo se ha de captar una obra de arte en su esencia
peculiar si no es formando ante ella una especie de reflejo de la relación
“yo-tú”? El modo como un verdadero entendedor se compenetra con
una obra de arte en la unidad de la experiencia artística, ¿en qué se
diferencia del modo como la valora un negociante por su precio de
mercado? Evidentemente, en una atención, un respeto, que sólo son
posibles por la concentración.
Cierto que eso cuesta trabajo. Basta sólo observar de qué modo se comporta
la gente en una exposición o en una sala de concierto. La mayor parte no
entra siquiera en la auténtica relación, sino que “cosifica” la obra: se nota
en la rapidez con que pasan a la actitud del crítico, comparan y valoran, es
decir, toman la obra de arte como objeto.
Subrayemos una vez más la idea que hemos tenido en cuenta al comienzo
de estas consideraciones: la virtud de la concentración significa que a una
persona, por carácter, educación y experiencia, se le haga evidente cómo se
desarrolla la vida entre el interior de la personalidad y el exterior del
mundo, el profundo centro y el ancho conjunto, que haya superado en algún
modo la dispersión y superficializa-ción de que se hablaba, aprendiendo a
hacer libre y efectivo su centro.
Esta tarea ha llevado en todas las épocas a ciertos hombres a edificar una
forma propia de vida muy estricta: la del ermitaño y la del monje. Ambas
ideas aluden a lo mismo: al hombre que quiere encontrar lo auténtico; de tal
modo decidido, que sólo quiere eso: así se aparta de todo lo demás y se
vuelve por completo al “reino interior”, bien sea como ermitaño, lo que
significa que también exteriormente reside solo. O como monje, que,
aunque vive en comunidad con otros, está en una comunidad cuya
ordenación se basa en garantizar toda la soledad posible. Retira su atención,
sus inclinaciones y sus fuerzas de la amplitud del dominio del mundo, y las
concentra en el interior.
Dirige su atención cada vez más constantemente hacia Dios, conforme más
vive en el interior, y se acostumbra a estar ante su rostro, a escuchar su
palabra.
Nosotros no podemos, pues vivimos en el mundo y tenemos nuestras tareas;
estamos en vínculos de índole diversa, y nos sabemos obligados a ellos.
Pero también debemos estar en casa propia en nuestro interior, o si no,
somos “hombres dispersos”.
Eso no se hace sin esfuerzo, sin ejercicio serio y terco: no se hace sin
ascetismo. Esta palabra —ya se habló de ello— originalmente no indica
más que “ejercicio”. Pero ejercicio significa que despertemos una fuerza
que duerme; que hagamos desplegarse un órgano que está poco
desarrollado; que prescindamos de una mala costumbre, cultivando la
adecuada, y así sucesivamente.
Este “Él y yo; yo ante Él; yo mediante Él”, este atender a su palabra, este
buscar y decir “tú, Dios”, es lo que da vida y firmeza interior.
SILENCIO
Lo uno va unido a lo otro. Sólo puede hablar con pleno sentido quien
también puede callar; si no, desbarra. Callar adecuadamente sólo puede
hacerlo quien también es capaz de hablar: de otro modo es mudo. En ambos
misterios vive el hombre: su unidad expresa su ser. Ahora bien, ser dueño
del silencio es una virtud. Sobre ella queremos meditar;
Quien no sabe callar, hace con su vida lo mismo que quien sólo quisiera
respirar para fuera y no para dentro. No tenemos más que imaginarlo y ya
nos da angustia. Quien nunca calla echa a perder su humanidad.
Hablando entra el hombre en la historia. Hay ahí una situación en que debe
decidirse algo, y el hombre se pregunta: ¿ha de ocurrir esto, o lo otro? Al
decidirse y decir: esto es lo que pretendo, empieza a haber historia. Pues la
palabra tiene peso: el hombre ha de ponerse tras ella. Es poder: el engranaje
de causas y efectos se pone en marcha, y él mismo es captado.
Así cabría decir mucho más. Las cosas más importantes de la vida humana
se desarrollan entre estos dos polos de la vida. Por lo general, no hay dos
polos, sino sólo uno: de modo que absolutamente no hay ningún “polo”,
pues cada cual necesita su contrapuesto para estar vivo; por lo general, el
hablar es lo que predomina sin más, porque el hombre no puede callar, e
incluso no quiere, pues al callar como es debido entra en sí mismo, y el
estar consigo le resulta insoportable. Entonces nota todo lo que hay en él de
atrofiado, de perplejo, de echado a perder, y se escapa corriendo de sí
mismo a la palabra.
Y lo que vale del conocimiento vale también del trato. El trato con personas
consiste en buena paite en que el uno dé al otro algo de sí: una actitud
amistosa, una ayuda, un estar con él, hasta los modos de plena comunidad.
Pero ¿puede dar algo de sí, cuando ni siquiera se tiene a sí mismo? Quien
siempre habla no se tiene realmente, pues continuamente se desvía de sí, y
lo que da al otro, cuando debería ofrecerse él mismo, son meras palabras.
Finalmente, sólo en el silencio llego ante Dios. Esto es tan verdadero que ha
llegado a ser una forma de vida: construir la existencia entera sobre el
silencio. Hay órdenes que lo hacen: propósito valiente que, cuando se
plantea de modo adecuado, lleva muy adentro del silencioso reino de Dios,
aunque también se hace peligroso si faltan la generosidad y la sabiduría.
Pero dejemos esto en paz y atengámonos a lo nuestro cotidiano.
Pero luego, y por encima de lo dicho, hay que aprender el silencio interior:
el aguardar tranquilo ante una cuestión grave, un deber importante, el
pensamiento sobre una persona que nos interesa. Con eso haremos una gran
experiencia: que el mundo interno del hombre es amplio, que así se ahonda
cada vez más. San Agustín nos ha dicho sobre eso cosas profundas en sus
Confesiones (por ejemplo, 10, 8 y ss.).
Surge ahí una interioridad, una hondura que queda más allá de lo
meramente natural; e igualmente más allá de la natural hondura de ánimo
hacia dentro; como el “dominio” donde se entroniza Dios y donde le busca
el “Gloria a Dios en las alturas”, por encima de todos los pensamientos y
sentimientos de sublimidad natural. Esa interioridad nos la ha concedido
el bautismo, y ahora el ejercicio cristiano debe elevarla y sacarla del mundo
natural del sentir y el pensar. Queremos esforzamos por el silencio para
aprender a ser hombres. El símbolo que nos amonesta ya está en nuestro
mundo: la máquina parlante. Interesante como resultado de la ciencia y
como logro de la técnica, descubre también, sin embargo —en unión con las
máquinas de pensar y otras análogas—, el secreto deseo de quiíar su
dignidad al hombre. Pero éste, en cuanto aprende realmente a callar y a
hablar, se vuelve inimitable, pues entonces se manifiesta en él la imagen y
semejanza de Dios.
Una vez más resplandece algo del misterio de Dios. Se nos dice que en la
unicidad de Dios, que no admite comparación, existe una comunidad; que
no admite comparación, existe una comunidad; en su pura sencillez, un
enfrentamiento; en su elevación, un dar y un tomar. La imagen de esto es el
decir la palabra saliendo del silencio; imagen que luego se determina más
en la del nacimiento del Hijo desde el Padre. “Palabra” es “Hijo”, “hablar”
es “nacimiento”. Incomprensibles ambas cosas.
Más bien es así: Dios conduce con hombres una historia que ha de edificar
su Reino en la Tierra. Un solemne acto, el establecimiento de la Alianza, en
el monte Sinaí, fundamenta la existencia del pueblo que sustenta ese reino;
“justicia” significa ahí el cumplimiento de lo que requiere el
establecimiento de la Alianza. Ante todo, y de modo fundamental, quiere
decir el propio comportamiento de Dios, que ha garantizado la Alianza, se
ha comprometido en ella y la cumple. Luego, posibilitado por ese
comportamiento divino, el del hombre que se sabe vinculado a cumplir la
exigencia del divino compañero de Alianza.
Sin embargo, lo que ése contiene de validez universal, como todo auténtico
comportamiento ético, reside en la soberanía total de Dios, que si bien
ha empezado la realización de su Reino con ese pueblo y en ese país, luego
—como las profecías no se cansan de anunciarlo— ha de extender por
todos los pueblos, por toda la Tierra y aun por la Creación en absoluto.
II
jo y tus hijos no siguen por tu camino. Danos un rey que reine sobre
nosotros, como es costumbre en todos los pueblos.” Samuel queda
estremecido ante la caída: “El Señor le dijo: —...No te han rechazado a ti,
sino que me han rechazado a mí: no he de ser ya rey sobre ellos” (1,8, 1-7).
Se comprende por sí mismo que una actitud vital de tal elevación, y a la vez
de tal cercanía a la realidad, como la proclamada por Jesús, también
debe contener un conjunto de normas y valores universales, teoréticamente
comprensibles. Pero todo está ligado a una realidad. Ahora bien, cualquier
ética, si no quiere quedarse limitada a lo puramente formal, está ligada a la
realidad, y ésta, a su vez, radica en la realidad de la existencia en general.
Aquí, por el contrario, se trata de algo que sólo aparece en la Revelación y
sólo queda dado por ella, esto es, Dios y su Reino.
Pero Dios, no como “el ser absoluto”, o como “el fundamento del
universo”, o de cualquier otro modo filosófico como se lo entienda, sino
como “el viviente” que está en sí escondido y sólo se manifiesta mediante la
Revelación. Dicho con más exactitud: como el Dios que actúa y conduce la
historia. Y esto, a su vez, tampoco en el sentido universal, en el cual
Él, como creador y conservador de toda existencia, conduce también las
acciones de los hombres, sino guiando una historia especial, apoyada en
todo momento en el establecimiento de una Alianza: la encarnación del
Hijo de Dios, que ha expiado la culpa de los hombres y, “en su sangre”, les
ha hecho ser el nuevo pueblo de Dios (Le 22, 20). De ese establecimiento
de Alianza surge una nueva historia, llevada por Dios y orientada a realizar
el nuevo Reino de Dios.
La justicia de Dios significa, pues, que Él cumple las promesas por Él dadas
a los hombres: la justicia del hombre significa que se sitúe en la Alianza,
que “busque ante todo” el Reino de Dios, que lo anteponga a todo lo demás
y confíe en la sagrada orientación (Mt 6, 33 y ss.). La “oración al Señor”,
por su parte, expresa la disposición de ánimo que ahí ha de tener vigencia.
Las últimas consecuencias de esta idea las ha sacado san Pablo. Cuando él
vive, el sentido propio de la Antigua Alianza va quedando muy debilitado.
Cada vez más, se concibe como una especie de acción jurídica en que dos
contratantes aceptan obligaciones mutuas y asumen derechos.
Claro que con eso también tiene obligación y capacidad de hacer todo lo
que puedan conseguir la buena voluntad personal y el anhelo de la
consecución de la voluntad de Dios. El misterio de que Él se ponga de
nuestr a parte para la redención y justificación encuentra su expresión
última en la frase de la Epístola a los Gálatas: “Vivo yo, pero ya no vivo
yo (como yo natural), sino que quien vive en mí es Cristo” (2, 20).
Todo ello da lugar a la pregunta: ¿Es posible que se me quite la culpa del
modo que dice el mensaje de la redención, esto es, “mediante otro”? ¿Y
precisamente de tal modo que el valor vigente ante el juicio absoluto me sea
dado por “ese otro”? ¿Hay una comunidad que supere la diferencia entre yo
y no-yo, de tal modo que se dé ese modo de ocupar nuestro lugar?
Si digo: “yo”, no lo digo de modo autónomo, sino sustentado por ese “tú”
que me dice Dios. Lo digo como mi yo real, pero desde Dios; es decir, en la
palabra básica de mi existencia, que dice: “yo mediante él”, o mejor dicho,
y con piedad: “yo mediante ti”. De ese modo también tengo auténtica
expiación, pero mediante la expiación de Cristo; justificado, pero mediante
su justicia. (Estas ideas no son deducciones a partir de una dialéctica de la
persona en filosofía natural, sino un intento de meditar supuestos previos y
consecuencias que presenta la Revelación.)
Lo dicho lleva a otra pregunta: si la justicia, o justificación, que se me da
como cristiano y que es la única que vale ante el Juez eterno, resulta ser la
justicia de Cristo, ¿no extinguirá eso entonces todo lo que se llama
conciencia, responsabilidad, esfuerzo ético? ¿No ha de dar lugar eso a una
actitud que tiene tanto de pereza como de desaliento?
Así comprendemos que el Apóstol que proclamó antes que nada este
misterio, san Pablo, hubiera de decir de sí mismo: “Por la gracia de Dios
soy lo que soy; y su gracia, que Él me ha dado, no ha quedado sin efecto,
sino que he realizado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios
que estaba conmigo” (1 Co 15, 10). Todo el misterio de la gracia y de su
relación con la libertad se expresa aquí, y todo lo que cupiera decir sobre
ella no haría más que repetir siempre lo mismo: en cuanto el creyente
comprende rectamente la revelación de que existe en la justicia de Cristo se
despierta en él el más decidido empeño de sinceridad y se da lugar a toda
fecundidad moral.
Universidad de Navarn
ISBN 950-724-319-4
9 789507 243196
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