Guardini, R. - Una Ética para Nuestro Tiempo

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Romano Guardini

Una ética para nuestro tiempo

Romano Guardini
4. PACIENCIA
7. FIDELIDAD
10. ÁNIMO
13. CORTESÍA
16. CONCENTRACIÓN
18
Romano Guardini

Una ética para nuestro tiempo


Reflexiones sobre formas de vida cristiana

Editorial LUMEN Viamonte 1674 (1055) tr 49-7446 / 814-4310 / 375-0452


/ FAX (54-1) 375-0453 Buenos Aires • República Argentina

Universidad da Navarra

Servicio de Bibliotecas

Título original:

Tugenden.

Meditationen Über Gestalten

Sittlichen Lebens

© Werkbund-Verlag, Wurzburgo 1963

ISBN 950-724-319-4

© 1994 by LUMEN

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Todos los derechos reservados

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINA


INDICE

En la obra de Platón sobre el Estado, en aquel pasaje donde Sócrates


expone cómo en el bien la verdad suprema se identifica con lo divino,
Glaucón, su joven oyente, responde prorrumpiendo extáticamente: "¡Ahí
hablas de la más alta belleza!” (509b).

Cierto es que cabe tener diversas opiniones sobre el modo como el gran
maestro del filosofar pone al Estado por guardián del orden moral. Hemos
recibido una amarga lección sobre lo que ocurre cuando la autoridad se hace
cargo de lo que es asunto de la libertad. Pero su filosofía ha puesto en claro
para siempre una cosa: tras la confusión de la sofística ha mostrado que
existen valores incondicionados, que pueden ser conocidos y, por tanto, que
hay una verdad; que esos valores se reúnen en la elevación de lo que se
llama "el bien”, y que ese bien puede realizarse en la vida del hombre,
según las posibilidades dadas en cada caso. Su filosofía ha mostrado que
el bien se identifica con lo divino, pero que, por otra parte, su realización
lleva al hombre a su propia humanidad, al dar lugar a la virtud, la cual
representa vida perfecta, libertad y belleza. Todo ello tiene validez para
siempre, incluso para el día de hoy.

De esas cosas vamos a hablar aquí. Las siguientes reflexiones han surgido
de la palabra hablada, y el modo como ésta fue recibida mostró que
nuestro tiempo, a pesar de todo su escepticismo, anhela una interpretación
de su vida diaria hecha a partir de lo eterno.

Esta interpretación va a desarrollarse de un modo nada sistemático: el


capítulo primero trata de los puntos de vista determinantes. No pretende ser
completo, sino que entra en la realidad diaria, tal como precisamente se ha
vivido y busca en ella los puntos de arranque de la autorrealización moral.
En todo momento apela a la propia experiencia del lector y, partiendo de
ella, trata de abrirse paso hacia una unidad de la conciencia ética.

La doctrina moral se ha vuelto excesivamente doctrina de lo prohibido;


estas consideraciones quieren hacer justicia a la elevación viva, a la
grandeza y la belleza del bien. Con demasiada frecuencia se ve la norma
ética como algo que se impone desde fuera a un hombre en rebelión; aquí el
bien ha de entenderse como aquello cuya realización es lo que de veras hace
al hombre ser hombre. El joven Glaucón, ante las palabras de su maestro, se
sintió poseído de un éxtasis de veneración: este libro lograría su intención si
el lector percibiera que el conocimiento del bien es motivo de alegría.

En el año 1930 se reunieron las Cartas sobre la educación de sí mismo


publicadas en época precedente, y se editaron como libro. Se dirigían a los
jóvenes, y en muchas cosas tenían como supuesto previo la atmósfera del
Movimiento de Juventudes. Las reflexiones aquí presentes se dirigen a
personas mayores y tienen como supuesto previo esos años amargos que
hemos vivido desde entonces. Un abismo histórico separa ambos ensayos
de doctrina vital; pero, con todo, se pertenecen mutuamente, igual que la
juventud y la madurez de una misma persona.

Por lo que se refiere al “Epílogo”, el lector, una vez que lo lea, hará bien en
volver a reflexionar a su luz sobre las páginas que lo preceden.

SOBRE LA ESENCIA DE LA VIRTUD

En estas consideraciones ha de hablarse de algo que nos afecta a todos, a


cada cual a su manera: esto es, de la virtud. Probablemente esta palabra
empieza por sonamos como algo extraño e incluso antipático: fácilmente
suena a anticuada y a “moralizadora”.

Hace cuarenta años escribió el filósofo Max Scheier un artículo que lleva
por título “Para la rehabilitación de la virtud”. Es un poco extraño, pero
comprensible si se piensa que entonces se reanimaba la ética, que bajo el
dominio de Kant se había resecado en una doctrina del deber, y se
empezaba a comprender otra vez el bien como algo vivo, que afecta a todo
el hombre. En esa situación, Scheier aludió a la transformación que han
experimentado en el curso de la historia la palabra y el concepto “virtud”,
hasta tomar el penoso carácter que todavía revisten.

Así, para los griegos, la virtud, arete, era el modo de ser del hombre de
índole noble y de buena educación; para los latinos, virtus significa la
firmeza con que el hombre noble se situaba en el Estado y en la vida; la
Edad Media germánica entendió por tugent la índole del hombre
caballeresco. Poco a poco, sin embargo, esa virtud se volvió provechosa y
“decente”, hasta adquirir ese peculiar acento que sintetiza interiormente
algo en el hombre crecido de modo natural.

Si nuestro lenguaje tuviera otra palabra, la usaríamos. Pero no tiene más


que ésta, de modo que, desde el principio, hemos de ponemos de acuerdo en
que significa algo vivo y hermoso.

Entonces, ¿qué quiere decir? Quiere decir que, en cada ocasión, las
motivaciones, las fuerzas, el actuar y el ser del hombre quedan reunidos por
un valor moral determinante, por —diríamos— una dominante ética,
formando un conjunto característico.

Elijamos como ejemplo una virtud sencilla: el orden. Significa que el


hombre sabe dónde está el sitio de una cosa y cuándo es el momento de una
acción; qué medida hay que aplicar en cada caso y en qué relación están
entre sí las diversas cosas de la vida. Significa el sentido de regulación y
repetición, y de lo que debe hacerse para que perduren una situación o un
arreglo. Si el orden llega a ser virtud, entonces quien lo ejerce no lo
realizará meramente en una decisión aislada —así, si ha de trabajar, aunque
en vez de eso le gustaría hacer otra cosa, se concentra y hace lo que ahora
es el momento de hacer—, sino como actitud de la vida entera, como una
disposición de ánimo que adquiere vigencia en todo; que no sólo determina
su acción personal, sino también su ambiente, de modo que todo su mundo
circundante adquiere algo claro y digno de confianza.

Pero la virtud del orden, para ser viviente, debe tocar también a las otras
virtudes. Para que una vida esté ordenada del modo justo, ese orden no debe
convertirse en un yugo que pesa y obliga, sino que debe ayudar al
crecimiento; por eso, forma parte de ella la conciencia de lo que estorba a la
vida y lo que la hace posible. Así, pues, una personalidad está rectamente
ordenada si tiene energía y puede superarse, pero también si es capaz de
quebrantar una regla cuando es necesario para que no resulte algo estrecho;
y así sucesivamente.

Una auténtica virtud representa una mirada a través de toda la existencia del
hombre. En ella, como se ha dicho, un valor moral se convierte en
dominante que unifica la abundancia vital de la personalidad.

Ahora bien, hay dos modos de realización de la virtud del orden. Puede ser
innata, entonces surge con facilidad y obviedad de la naturaleza de la
persona en cuestión. Todos conocemos personas así, cuya mesa está
arreglada sin esfuerzo y en cuyas manos las cosas encuentran un sitio como
por sí mismas. El deber de quien tiene tal carácter consiste entonces
en cuidar sus disposiciones y desplegarlas, para que lleguen a ser algo
obvio, que aclare y hermosee la existencia; pero también en protegerlas de
una degeneración, pues pueden dar lugar a estrechez y dureza. Entonces
surge el pedante, en torno al cual la vida se reseca.

Pero hay también quienes tienen otro carácter, sin que el orden les sea
propio por naturaleza. Se inclinan a seguir el impulso del momento, con lo
cual la acción pierde su sentido consecuente, a interrumpir lo iniciado,
porque se hace aburrido; a dejar estar las cosas, porque se les caen de las
manos como si quisieran escaparse. Incluso el orden como tal se les hace
una carga. El cuarto arreglado les parece inhabitable; prever el día y
establecer un horario les parece pedantería; dar cuentas sobre entradas y
salidas les parece coerción gravosa. El hecho de que haya una regla incluso
los excita, provocándoles ganas de quebrantarla, porque para ellos libertad
significa la posibilidad de hacer siempre lo que se les antoje. Las personas
de tal carácter llegan al orden sólo al comprender que es un elemento
indispensable de la vida, propia y común. Deben disciplinarse, ponerse en
movimiento de nuevo tras cada fracaso, luchar por el orden. Así, esta virtud
adquiere en ellos un carácter de algo consciente y penoso, para luego
conquistar una cierta obviedad, quedando siempre en peligro, ciertamente.

Ambas formas de virtud son buenas, ambas necesarias. Es un gran error


pensar que sólo es auténtica aquella virtud que surge con naturalidad del
propio ser, así como es falso decir que sólo es moral lo que se logra con
esfuerzo. Ambas cosas son virtud: humanidad con forma moral, sólo que
realizada por diversos caminos.

También se debe decir que el orden auténtico asume un carácter diverso


según la índole del dominio a que se dirige. Las cosas inanimadas en un
depósito se ordenan de modo diverso que, digamos, los animales vivos en el
establo, o las personas en un trabajo; los soldados en su servicio, de otro
modo que los niños en la escuela.

Así habría mucho que seguir diciendo; por ejemplo, en conexión con el
sentido del valor humano y la posición social, el sentido del orden se
convierte en conducta correcta en la vida social; junto con el sentido de las
situaciones, se convierte en sentido de lo oportuno, en tacto; y así
sucesivamente.

La virtud es también un modo de relación con el mundo. ¿Cómo ve el


mundo uno en quien actúa el sentido del orden? Nota que todo en él está
ordenado “conforme a medida, número y peso”, según dice la Escritura.
Sabe que nada ocurre de modo casual; todo está con sentido y en conexión.
Goza viendo esa ordenación; pensemos, por ejemplo, en la imagen
del mundo en los pitagóricos, que equiparaban las leyes del mundo con las
de la armonía, y decían que cuanto acontece es gobernado por el son de la
lira de Apolo. Quien tiene ese carácter, ve también el orden en la historia:
ve que en ella tienen vigencia profundas reglas, todo tiene su causa, y nada
queda sin consecuencias, como se expresa en el concepto griego de themis,
según el cual toda acción de los hombres está sujeta a justicia y razón. Así,
esa virtud significa a la vez una relación con toda la existencia, y da la
posibilidad de descubrir en ella lados que no se hacen evidentes al que vive
en desorden.

Verdad es que también esa visión del orden puede volverse rígida, de modo
que mire el “orden” sólo como orden natural, y éste a su vez sólo como
necesidad mecánica. Entonces desaparecen las formas originales y la
fecundidad viva; se pierde por completo todo lo que se llama abundancia
anímica, libertad y creatividad, y la vida se queda cuajada en muda
necesidad.

Pero una persona así también puede sufrir con eso, del mismo modo que, en
general, toda virtud auténtica es un esbozo previo de alegría espiritual, tanto
como de dolor espiritual. Al carente de orden, la confusión de las cosas
humanas, mientras no lo afecte a él mismo, lo deja indiferente, suponiendo
que no lo perciba y disfrute como el elemento de su vida. Por el contrario,
quien sabe lo que es orden, siente el riesgo, más aún, la inquietud del
desorden. Ésta se expresa en el viejo concepto del caos, de la disolución de
la existencia; que toma forma, o mejor dicho, deformidad, en monstruos, en
dragones, en el “lobo del universo”, en la serpiente Midgard. A eso se
refiere el modo de ser de los auténticos héroes, que no buscan aventuras, ni
fama, sino que saben que tienen la misión de dominar el caos: Gilgamesh,
Hércules, Sigfrido. Vencen lo que hace el mundo monstruoso, inhabitable;
dan a la vida libertad y una situación de mesura. Para quien quiere orden,
todo desorden en el interior del hombre, en las relaciones humanas, en
el Estado y en el trabajo es algo intranquilizador, atormentador.

La virtud también puede enfermar; ya lo hemos sugerido. El orden puede


dar lugar a un encadenamiento que perjudique al hombre. He conocido a
un hombre altamente dotado que decía: “Una vez que me he decidido a
algo, no sería capaz de cambiar ya mi propia decisión, aunque lo deseara.”
Aquí el orden ha degenerado en coerción. O pensemos en los tormentos de
conciencia con que el hombre escrupuloso se siente obligado a hacer algo, y
a volverlo a hacer, una vez más y otra, forzado por un impulso que nunca lo
deja libre. O en el educador que lo oprime todo en reglas firmes, para poder
seguir dominando a sus alumnos, porque no es capaz de crear una
ordenación elástica que sirva para la vida. O incluso en las situaciones
plenamente patológicas en que uno sabe: ahora es el momento, ahora tiene
que hacerse “eso”; si no, ocurrirá algo terrible; pero no se sabe qué “eso” de
que ahora es el momento: una coerción de orden, que ya no tiene contenido.

En toda virtud se esconde también la posibilidad de una mengua de libertad.


Así, el hombre ha de seguir conservando el dominio sobre su virtud para
alcanzar la libertad de la imagen y semejanza de Dios.

La virtud alcanza a toda la existencia, como un acorde que la reúne en


unidad y, asimismo, se eleva hasta Dios, o mejor dicho, desciende de Él.

Eso ya lo supo Platón, cuando atribuyó a Dios el nombre de agathón, “lo


bueno”. De la bondad eterna de Dios desciende la iluminación moral al
espíritu de los hombres sensibles, y da a los diversos caracteres, en cada
caso, su especial disposición para el bien. En la fe cristiana llega a su
plenitud ese reconocimiento; pensemos en la misteriosa imagen del
Apocalipsis según la cual la síntesis del orden, la Ciudad santa, desciende
de Dios a los hombres (21, 10 y ss.). Sobre eso habría que decir más de lo
que aquí cabe. Sólo podemos señalar algo básico.
Hay ante todo una verdad, mejor dicho, una realidad en que descansa todo
orden de la existencia. Es el hecho de que sólo Dios es “Dios”, no un
fundamento anónimo del universo, no mera idea, no misterio de la
existencia, sino el auténtico y vivo por sí mismo, Señor y Creador, mientras
que el hombre es el creado, obligado a la obediencia al Señor supremo.

Ése es el orden básico de toda relación terrenal y toda acción terrenal.


Contra él se rebeló ya el primer hombre, al dejarse convencer de que iba a
“ser como Dios”, y contra él continúa hasta hoy la rebelión de grandes y
pequeños, geniales y charlatanes. Pero si se daña ese orden, por mucho
poder que se obtenga, por mucho bienestar que se asegure, por mucha
cultura que se edifique, todo sigue estando en el caos.

Otro modo de estar cimentada la virtud en Dios es la ley inexorable de que


toda injusticia exige expiación. Al hombre le gusta convertir su propio
carácter olvidadizo en carácter de la historia, y, cuando ha cometido
injusticia, supone que los resultados quedan inalterados, y que los efectos
pretendidos siguen ahí, mientras que lo injusto ha pasado ya y se ha
convertido en nada. Se ha formado una idea del Estado según la cual a éste
le está permitida toda injusticia en obsequio al poder, al bienestar, al
progreso. Una vez que ha alcanzado su objetivo, esa injusticia se sumerge
en la nada.

En realidad, sigue estando ahí: en la materia y la conexión de la historia, en


la contextura vital de quienes la cometieron y quienes la padecieron; en
el influjo que ha ejercido sobre los demás, en la acuñación de los ánimos,
del lenguaje, de las actitudes que conforman una época. Y se expiará alguna
vez; debe expiarse, ineludiblemente. De eso se ocupa Dios.

El tercer modo es la revelación sobre el Juicio. La historia no es un proceso


natural que tenga su sentido en sí misma, sino que debe dar cuentas. No a
la opinión pública, ni aun a la ciencia; como también es falso decir que el
mismo transcurso de la historia ya es el Juicio, pues ¡cuántas cosas quedan
escondidas, cuántas cosas olvidadas, cuántas responsabilidades se echan
donde nadie llega! No, el Juicio lo aplicará Dios.

Todo llegará ante su verdad y se hará patente. Todo entrará bajo su justicia
y recibirá el destino definitivo.
Ya vemos que lo que hemos llamado la virtud del orden, y que al principio
parecía algo tan cotidiano, entra cada vez más hondo, se hace cada vez más
amplio y acaba por elevarse al mismo Dios; desciende de Él al hombre, y
esta conexión es a lo que alude la palabra “virtud”.

A continuación vamos a perfilar una serie de formas semejantes de estar el


hombre en el bien. Sin sistema, más bien imagen tras imagen, tal como se
han ofrecido a partir de la diversidad de la vida. Esto nos ayudará a
entender mejor al hombre, a ver más claro cómo vive, cómo se le plantea la
vida como un deber, cómo cumple o echa a perder su sentido.

Pero esto también nos ayudará al desarrollo práctico de nuestra propia vida.
Pues hay una afinidad electiva de los diversos caracteres con las
respectivas virtudes. En efecto, éstas no son ningún esquema general que se
le imponga al hombre, sino la propia humanidad viviente, en cuanto es
llamada por el bien y se realiza en él. Pero el bien es riqueza viva, irradiada
de Dios; en su origen, infinitamente llena, y a la vez, totalmente sencilla,
pero diversificándose y desplegándose en la existencia humana.

Toda virtud es una apertura de la simplicidad infinitamente rica hacia una


posibilidad del hombre. Lo cual significa a su vez que las diversas
individualidades, en cada caso, conforme a esta posibilidad suya, tienen en
cada ocasión mayor o menor parentesco o extrañeza con las diversas
virtudes. Así, el dotado para lo social, que entra involuntariamente en
relación con otro, dispone sin más de la virtud de la comprensión, que por
naturaleza le es extraña a quien actúa con conciencia de su objetivo; quien
está dotado para la creación tiene una originalidad que capta de modo vivo
las situaciones dadas, mientras que quien es de índole más racional se atiene
a reglas fijas...

Es importante ver esto para la comprensión de la vida moral de las diversas


individualidades. Pero también es importante para la cotidianidad
práctica. Pues la labor moral hará bien en partir de aquello en que uno se
siente en su casa, para avanzar a partir de ahí y dominar también lo extraño.

2
VERACIDAD

Una virtud que en nuestra época ha sufrido muchos perjuicios es la


veracidad, entendiendo la palabra de tal modo que implique el amor a la
verdad y la voluntad de que se reconozca y acepte la verdad. Significa, ante
todo, que quien habla diga lo que es, tal como él lo ve y lo entiende. Es
decir, que cuanto lleva en sí lo ponga también en palabras. Eso, en ciertas
circunstancias, puede ser difícil, puede causar enojo, daño y peligro; pero la
conciencia nos recuerda que la verdad obliga, que es algo
incondicionado, que tiene supremacía. De ella no caber pensar que puedes
decirla, si te es agradable, o si te lo recomienda alguna finalidad, sino que,
si hablas, has de decir la verdad, no abreviarla, no cambiarla. Debes
decirla en absoluto, sencillamente, a no ser que la situación te recomiende
callar o que puedas eludir una pregunta de modo decente.

Prescindiendo de esto, también nuestra existencia entera reposa en la


verdad; ya hablaremos más de eso. Las relaciones de las personas entre sí,
las formas de la sociedad, la ordenación del Estado, todo lo que se llama
moralidad, y asimismo la obra humana en sus incontables formas, todo ello
descansa en que la verdad conserve validez.

Veracidad, pues, significa que el hombre tenga el sentimiento involuntario


de que la verdad ha de decirse, sin más. Naturalmente, subrayándolo una
vez más, en el supuesto previo de que el otro tenga derecho a ser
informado. Si no, entonces es cosa de la experiencia vital y de la prudencia
encontrar la forma adecuada de no decir.

También ha de observarse que para la verdad de la vida diaria no es


indiferente que se posea seguridad interior frente a las diversas situaciones
vitales; y asimismo, que se disponga del lenguaje y se sepa formular
rápidamente. Es cosa de la educación moral, de la que habría de ocuparse la
enseñanza. Muchas mentiras proceden de la timidez y el apuro, así como de
un defectuoso dominio del lenguaje. Cuestiones de índole peculiar resultan
de situaciones tales como las que conocemos en nuestro presente y nuestro
pasado: cuando un poder violento somete la vida a la coerción y no
consiente ninguna convicción propia. Aquí el hombre está en constante
necesidad de defenderse. Los que ejercen violencia no tienen derecho a
exigir la verdad y saben también que no la pueden esperar. Por la violencia,
el lenguaje pierde su sentido, se convierte en un medio de defensa
propia para el violentado, a no ser que la situación se disponga de manera
que exija el testimonio en que quien habla arriesga su bien y su vida. El
medirlo es cuestión de la conciencia, y el que vive en segura libertad ha de
examinarse bien antes de juzgar si tiene derecho a ello.

En todo caso la veracidad significa que se diga la verdad, y no sólo una vez,
sino una y otra vez, de tal modo que se produzca así una actitud
permanente. Ésta aporta algo claro y firme al hombre entero, a su ser y su
actuación.

Y la verdad no sólo dice, sino que también actúa; pues también se puede
mentir con acciones, actitudes y gestos, si parecen expresar algo que no es.

Pero la veracidad es aún más. Ya se ha hablado de que no hay ninguna


virtud separada. Seguramente nos ha llamado la atención que la naturaleza
no conozca ningún sonido “puro”, sino que más bien todos tengan siempre
armónicos superiores e inferiores, es decir, que siempre haya acordes; que
tampoco se presente el color puro, sino mezclado con otros colores. Así
tampoco puede existir la “pura” veracidad: sería i-..- r-dura y ella misma se
pondría en sinrazón. Lo que existe es la veracidad viva, en la que influyen
los demás elementos del bien.

Hay personas veraces por naturaleza. Son demasiado limpias para poder
mentir, demasiado de acuerdo consigo mismas; pero a veces también se
debe deck: demasiado orgullosas. Esto, en principio, es espléndido; pero
una persona así fácilmente está en peligro de decir cosas en momentos en
que no vienen a cuento, de herir a otros o de perjudicarlos. Una verdad
dicha en mal momento o de mala manera puede también confundir a una
persona de tal modo que le cueste trabajo enderezarse otra vez. Esta
veracidad no sería viva, sino unilateral, perjudicial, incluso destructora.
Cierto es que hay momentos en que no se debe mirar' a derecha ni a
izquierda, sino lanzarse hacia adelante con la pura verdad. Pero, por lo
regular, importa permanecer en el contexto de la vida; y en éste, aparte de la
exigencia de verdad, también cuenta la atención a las demás personas. Así,
el expresar la verdad, para que adquiera su pleno valor humano, también
está determinado por el tacto y la bondad.
La verdad no se dice en el espacio vacío, sino hacia otro; por eso el que
habla debe sentir también lo que causa con eso. San Pablo dijo unas
palabras cuya fuerza de sentido no admite traducción: aquellos a quienes se
dirige la carta, esto es, los cristianos de Éfeso, deben aletheúein en agápe.
Ahí la palabra principal es alétheia, verdad, convertida en verbo: “decir
verdad”, pero “en amor” (Ef 4, 15). Para que la verdad se haga viviente,
debe añadirse el amor.

Recíprocamente, también hay personas en quienes está muy desarrollada la


sensibilidad para las demás personas. Notan inmediatamente qué les pasa,
perciben su modo de ser y su situación; adivinan sus necesidades, temores,
apuros y por eso están en peligro de ceder a ese mundo vital. Entonces no
sólo tienen atención, sino que se acomodan; debilitan la verdad o la
subrayan excesivamente; hacen ver una igualdad de opinión donde en
realidad no la hay. Es más, el influjo puede ya determinar por
adelantado los propios pensamientos, de tal modo que no sólo se pierda la
independencia exterior de decir y actuar, sino incluso la anterior, la del
juicio.

También aquí está en peligro la vitalidad de la verdad, pues de ella forma


parte la libertad del espíritu para ver lo que es; la decisión de la
responsabilidad, que mantiene en pie su juicio aun respecto a sus simpatías
y su disposición a la ayuda; la fuerza de la persona que sabe que su propia
dignidad se mantiene o cae junto con la fidelidad a la verdad.

Así, ya hay dos elementos que. han de añadirse a la voluntad de verdad para
que se produzca plena verdad: preocupación respecto a quien oye y
valor cuando decirla es difícil.

Pero a ello ha de añadirse algo más: por ejemplo, la experiencia de la vida y


la comprensión de sus caminos. Quien ve la vida con demasiada
simplicidad cree expresar la verdad mientras que, por el contrario, la daña.
Por ejemplo, dice de otro: “¡Ése es un perezoso!” En realidad, ese hombre
tal vez no esté seguro de sí mismo: es de conciencia miedosa, y no se atreve
a actuar. El juicio parece acertado, pero quien lo pronunció carecía de
conocimiento de la vida, pues, si no, habría comprendido en el otro las
señales de su cohibimiento. O bien el juicio es que el otro es un atrevido,
mientras que, por el contrario, es tímido y trata de superar sus obstáculos
interiores...

Así cabría decir mucho más. Llevaría otra vez a damos cuenta de que la
potencia viva de la verdad requiere al hombre entero. Un amigo observó
una vez en diálogo: “La veracidad es la más sutil de todas las virtudes. Pero
hay gentes que la manejan como una estaca.”

En la lealtad a la verdad se apoyan todas las relaciones de los hombres entre


sí, la vida entera de la comunidad.

El hombre es un ser misterioso. Si se pone alguien delante de mí, veo su


exterior, oigo su voz, puedo apretar su mano, pero lo que en él vive, me está
oculto. Cuanto más esencial es, más profundo queda. Se produce así el
hecho intranquilizador de que el trato de los hombres entre sí —lo cual
significa a su vez la mayor parte de la vida— es una relación que va de un
ocultamiento a otro. ¿Qué es lo que forma el puente? La expresión en rostro
y gestos, la actitud, la actividad, pero sobre todo la palabra. Por la
palabra trata el hombre con el hombre. Cuanto más digna de confianza es la
palabra, más seguro y fecundo es el trato.

También las relaciones humanas son de profundidad e importancia muy


diversas. La gradación lleva por encima del mero arreglárselas unos con
otros y del simple provecho, hasta la vida del corazón, las cosas del espíritu,
las cuestiones de la responsabilidad, las relaciones de persona a persona. El
camino ahonda cada vez más en lo peculiar, en lo propio de la persona, en
el dominio de la libertad, donde fallan los cálculos. Así, la verdad de la
palabra se hace cada vez más importante. Eso vale para todo tipo de
relación, y sobre todo para aquella en la que descansa la auténtica vida:
amistad, comunidad de trabajo, amor, matrimonio, familia. Los modos de
comunidad que hayan de durar, crecer y hacerse fecundos deben penetrarse
mutuamente cada vez con más pureza, uno creciendo en el otro; si no,
decaen. Toda mentira destruye la comunidad.

Pero el misterio llega más allá: No consiste sólo en que toda relación pasa
del ocultamiento del uno al del otro, sino en que cada cual trata también
consigo mismo. Ahí, por decirlo así, el hombre se separa en dos seres y se
enfrenta con su propio ser. Me considero, me examino y me juzgo: decido
sobre mí. Luego esa dualidad vuelve a reunirse en la unidad del “yo”,
llevando entonces consigo el resultado de ese enfrentamiento. En el
transcurso de la vida interior, esto ocurre continuamente; es su forma de
realizarse.

Pero ¿y si no soy veraz ante mí mismo? ¿Y si me engaño a mí mismo? ¿Y


si me finjo algo? Y ¿no es eso lo que hacemos continuamente, una y otra
vez? El hombre que “siempre tiene razón”, ¿no deja de tenerla en realidad
del modo más peligroso? El hombre para quien siempre tienen la culpa los
demás, ¿no pasa de largo constantemente ante su propia culpa? Quien
siempre lleva a cabo su voluntad, ¿no vive en fatal engaño sobre su propia
tontería, su presunción, su estrechez de corazón, su violencia, y sobre
los perjuicios que produce? Así, pues, si quiero tratar rectamente conmigo
mismo —y, partiendo de mí, con los demás—, entonces no he de desviar la
mira-

da de mi realidad, no he de fingirme nada, sino que debo ser veraz para mí


mismo. Pero es muy difícil, ¡y qué lamentable aspecto tiene esto en
nosotros, si nos examinamos honradamente!

La verdad da al hombre firmeza y solidez. Falta le hacen, pues la vida no es


sólo amiga, sino también enemiga. Por todas partes se entrechocan los
intereses. Siempre hay suspicacias, envidias, celos, odios. Ya la diversidad
de caracteres y modos de ver produce complicaciones. Más aún, incluso el
simple hecho de que para mí exista “el otro”, para el cual a su vez soy “el
otro”, es raíz de conflictos.

¿Cómo me las arreglo? Defendiéndome, ciertamente; la vida, en muchos


aspectos, es lucha, y en esa lucha la mentira y el engaño a veces querrían
parecer útiles. Pero lo que en conjunto da firmeza y solidez es la verdad, la
honradez, la lealtad. Estas cosas producen lo que permanece: atención y
confianza. Esto vale también respecto a ese gran poder que configura la
vida entera y que se llama “el Estado”. En efecto, no es casual que cuando
el Estado, cuyos fundamentos habrían de ser la justicia y la libertad,
se convierte en poder violento, crezca también la mentira en la misma
medida. Más aún, que se desvalorice la verdad, que cese de ser norma, y en
su lugar se ponga el éxito. ¿Por qué? Porque mediante la verdad el espíritu
del hombre se confirma una y otra vez en su justicia esencial, y la persona
cobra conciencia de su dignidad y libertad. Cuando la persona dice “así es”,
y esa expresión tiene importancia pública, porque la verdad es estimada,
entonces también hay aquí una protección contra la voluntad de poderío que
actúa en todo Estado. Si éste consigue desvalorizar la verdad, entonces el
individuo queda entregado.

La expresión más horrible de la violencia es que se le destroce al hombre su


conciencia de verdad, de modo que ya no esté en condiciones de decir:
“Esto es cierto, eso no.” Quienes lo hacen —en la práctica política, en la
vida jurídica y donde sea— deberían darse bien cuenta de lo que hacen:
quitar al hombre su condición de hombre. Darse cuenta de eso
los anonadaría. La verdad es también aquello por lo que el hombre hace pie
en sí mismo y llega a tener carácter. El carácter se apoya en que el hombre
haya llegado a tener en su ser esa firmeza que se expresa en las frases: lo
que es, es. Lo que es justo, debe tener lugar. Lo que se me ha confiado, lo
defiendo.

En la medida en que así ocurre, el hombre puede hacer pie en sí mismo.

Pero ¿no es obvio esto? ¿No está cada cual también realmente en sí mismo
por el hecho de ser “sí mismo”, precisamente igual que cada animal es
él mismo, la golondrina es golondrina y el zorro es zorro?

Aquí no hemos de pensar con vaguedad, pues en estas cosas mucho


depende de la exactitud. ¿Por qué el animal da esa fuerte impresión de
acuerdo consigo mismo? Porque es “naturaleza”, ser vital sin
espíritu personal. Lo “espiritual” que hay en él —orden, ser lleno de sentido
y conducta— es espíritu del Creador, no suyo propio. En el hombre, en
cambio, es espíritu propio, persona pensante y libre. Así, está a todo un
mundo por encima del animal; pero, también por eso, le falta su acuerdo
natural consigo mismo. Está en riesgo por parte de su propio espíritu,
que constantemente puede salirse de su propio ser y disponer de sí, pero por
ello mismo también puede ponerse en cuestión a sí mismo, colocarse en
falsa situación. Si a todo eso se añade lo que la fe nos dice sobre la primera
culpa y todo lo que la siguió, entonces vemos que el hombre, de raíz, es un
ser puesto en riesgo, y que constantemente ha de enfrentarse con
la posibilidad del mal en su propio interior. Visto desde ahí, él no es
sencillamente él mismo, su auténtico yo, sino que está en camino de serlo,
en busca de ello, y que, si lo hace bien, llega a serlo.

Muy importante es preguntar entonces por dónde se forma la auténtica


condición de “yo”, más allá de todas las tensiones y trastornos, en la más
honda interioridad de la existencia. Entonces la respuesta válida —antes
que todas la demás respuestas que se puedan dar— es que ocurre por deseo
de verdad. En todo verdadero pensamiento y palabra y hacer se consolida,
de modo imperceptible pero efectivo, el centro interior, el verdadero yo.
¡Qué peligroso es ahí el engaño del hombre sobre su auténtico ser, tal como
se ejerce continuamente de palabra, por escrito y con imágenes! Tanto, que
muchas veces nos llena de espanto: el hombre no es eso de que hablan
como de tal la ciencia, la literatura, la política, el periodismo, el cine. Eso es
una ilusión, o una afirmación para un objetivo determinado, o un medio de
lucha, o simplemente, frivolidad.

Nuestras consideraciones han avanzado mucho. En la primera de estas


meditaciones nos hemos dicho que cada virtud es el hombre entero: eso se
ha vuelto a confirmar. Más todavía, llega aún más allá de él, hasta Dios.

Entremos ya a considerar lo siguiente: si digo que dos por dos son cuatro, sé
que son totalmente cuatro y sólo cuatro, y siempre cuatro. Sé que es
correcto, y nunca llegará un momento en que ya no lo sea; a no ser, claro
está, que se vuelvan a dar condiciones inequívocas de una matemática más
alta. ¿Qué cimenta esto tan firme, que no puede ser de otro modo sino como
es? ¿Qué hace, yendo más allá de estas relaciones más simples de sentido,
que todo auténtico conocimiento, en el momento de su iluminación, nos dé
la certidumbre: “así es”? Naturalmente, puedo equivocarme si no observo
con bastante cuidado, si no pienso con bastante exactitud. Esto puede
ocurrir y ocurre también todos los días. Pero si he conocido realmente,
entonces sé: así es. ¿Qué es lo que produce esa extraña firmeza, no apoyada
en nada palpable? Sólo puede ser algo que venga de Dios. Algo que
no procede del mismo hombre se presenta aquí en la acción y la experiencia
humana. Un poder, y no de la violencia que existe y obliga, sino del sentido
que llama y da testimonio de sí; un poder de sentido que crea en el hombre
esa firmeza que llamamos “convicción”.
Sobre esa experiencia básica ha fundado Platón toda su filosofía. A ese
poder lo llamó “luz”: la más alta, mejor dicho, la auténtica, que procede del
auténtico Sol. Ese Sol es Dios, al que —ya dijimos— él llama con el
nombre de agathón, el “bien”. A su vez, san Agustín, apoyándose en san
Juan, introdujo esa idea en el pensamiento cristiano, y en él se ha hecho
fecunda para siempre.

¿Qué es verdad, de modo definitivo y auténtico?

Es el modo como Dios es “Dios” y se conoce: como es conocedor y se tiene


a sí mismo en su conocimiento. La verdad es la firmeza indestructible e
inatacable con que Dios descansa en sí mismo conociendo. La verdad llega
de Dios al mundo y le da base; penetra lo que es y le da ser; irradia en el
espíritu humano y le da esa claridad que se llama conocimiento.
En definitiva, resulta: quien está por la verdad está por Dios. Quien miente
se rebela contra Dios y traiciona la raíz de sentido de la existencia.

En el mundo la verdad es débil. Basta una peque-ñez para taparla. El


hombre más tonto puede atacarla. Pero alguna vez llegará una hora en que
se cambien las cosas. Entonces Dios hará que la verdad adquiera tanto
poder como verdad, y eso será el juicio.

“Juicio” significa que cese la posibilidad de mentir, porque la verdad


penetra poco a poco en todo espíritu, porque atraviesa con su luz toda
palabra, porque reina en el espacio. Entonces quedarán desveladas
patentemente las mentiras como lo que son, por más que fueran útiles, por
más que fueran hábiles y gustosas; desveladas como apariencia, como nada.

Dejemos que penetre en nuestra mente este pensamiento; mejor dicho, en


nuestro corazón. Quizás entonces nos moverá el sentir lo que es verdad, lo
que hay en ella de irreversible, su tranquila luz, su elevación. Entonces nos
ligaremos a ella con lo más íntimo y fiel que haya en nosotros, asumiremos
responsabilidad por ella y nos preocuparemos por ella.

Todo eso producirá resistencia, crisis: para eso somos hombres. Pero en
nuestra vida ha de seguir en pie que la verdad es la base de todo: de la
relación del hombre con el hombre, del hombre consigo mismo, del
individuo con la generalidad y, sobre todo, con Dios; mejor dicho, de Dios
con nosotros.

3 ACEPTACIÓN

Si alguien preguntara: “Querría adelantar en la vida moral, ¿por dónde he


de empezar?”, entonces se le podría contestar: “Por donde quieras.” Puedes
empezar por un defecto de que te has dado cuenta en tu vida profesional.
Puedes hacerlo por las exigencias de la comunidad, de la familia, de la
amistad, dondequiera que hayas notado un fallo. O has percibido dónde te
apremia una pasión y tratas de acabar con ella. En el fondo se trata sólo de
que tengas intención honrada y te dediques a ello decididamente, por
cualquier sitio; entonces lo uno influirá en lo otro. Pues la vida del hombre
es una totalidad: si se aplica a un punto con decisión, despierta toda su
conciencia y refuerza también su fuerza moral en otros, del mismo modo
que un defecto en un punto de la vida influye en todo.
Pero si quien así preguntara insistiera: “¿Qué es lo que constituye el
supuesto previo de todo esfuerzo moral para que sea eficaz, cambie lo
torcido, refuerce lo debilitado y compense lo unilateral?”; entonces creo que
se le debería responder: es la aceptación de lo que es, la aceptación de la
realidad, de ti mismo, de las personas que te rodean, del tiempo en que
vives.

Esto quizá suena un poco teórico, pero no sólo es exacto, sino que merece
especial atención de todo el que se esfuerza honradamente, pues no es en
absoluto obvio que aceptemos cuanto es con la docilidad de nuestro
corazón.

Ahora bien, se podría objetar diciendo: esas cosas son artificiales. Lo que
es, es, se “acepte” o no; aun prescindiendo de que tal disposición de ánimo
es muy cómoda y ha de llevar a la pasividad. Por eso hemos de aclarar en
seguida que no se trata aquí de ningún débil dejarse llevar, sino de ver la
verdad y situarse en ella, naturalmente, decididos a emprender el trabajo en
ella y, si hace falta, la lucha por ella.

Esto, ante todo, es también realmente humano. Un animal está de acuerdo


consigo mismo sin más. Digámoslo mejor: para él no existe la cuestión en
absoluto. Es como es, encajado en su mundo circundante y agotándose en
él. De ahí la impresión de “naturalidad” que nos produce, la impresión de
que es por completo tal como debe ser según su esencia y las condiciones
circundantes.

Con el hombre ocurre de otro modo. No se agota en lo que es y en lo que


hay a su alrededor. Puede tomar distancia respecto a sí mismo y reflexionar
sobre sí; puede juzgarse a sí mismo; puede ir con sus deseos más allá de lo
que es, llegando a lo que querría o debería ser; incluso puede elevarse
fantaseando hasta lo imposible. Así se produce una tensión entre ser y
deseo, que puede convertirse en principio de crecimiento en cuanto que
quien se esfuerza pone en su imaginación una imagen de sí mismo que
luego trata de alcanzar con lo que realmente es. Pero también de esa tensión
puede surgir una perniciosa división, una huida ante la propia realidad, una
existencia en fantasía, que vive pasando de largo ante las posibilidades
dadas y ante los peligros que amenazan. A eso se aludía cuando se dijo que
todo esfuerzo moral eficaz empieza con que quien se empeña en serlo
acepte la realidad tal como es.

Intentemos comprender lo que significa esta aceptación tomando conciencia


más exacta de qué es lo que aceptamos.

Ante todo, se trata de mí mismo. Pues no soy hombre en general, sino este
hombre determinado; tengo este carácter y no otro; este temperamento entre
los diversos que hay; estas fuerzas y debilidades, estas posibilidades y
límites. Eso he de aceptar, situándome sobre ello como la base primera de
mi vida.

Esto, lo repetimos, no es en absoluto obvio. Pues hay —y esto arroja una


cruda luz sobre la finitud de nuestra existencia— un hastío de nuestro
propio ser, una protesta contra uno mismo. Una vez más hemos de recordar
que el hombre no está cerrado en sí, como el animal, sino que se puede
superar. Puede tener ideas sobre cómo le gustaría ser y ¡cuántos viven más
en una imagen deseada que en la conciencia de su realidad! También
conocemos esa curiosa acción por la que el hombre trata de escabullirse de
lo que es: el disfraz, la máscara, el juego. ¿No se expresa ahí, en vano, pero
insistiendo una vez y otra, el anhelo de ser otro del que se es realmente? Así
surge, vigoroso y difícil de cumplir, el mandato de querer también ser
realmente el que se es, convencidos de que tras ese mandato no hay una
sorda necesidad natural ni un perverso azar, sino una indicación
que procede de la sabiduría eterna.

Con eso se dice que no sólo he de aceptar las fuerzas que tengo, sino
también las debilidades; no sólo las posibilidades, sino también los límites.
Pues nuestra extraña naturaleza humana es de tal modo que lo que nos
sustenta también nos pesa, lo que nos asegura también nos pone en riesgo.
En la imagen de esa naturaleza se incluye lo positivo, pero también
lo nagativo, y no cabe elegir.

Hemos conseguido mucha sabiduría cuando hemos aprendido que el


hombre no puede elegir entre los fundamentos de la existencia, sino que
debe aceptar su conjunto. Eso no significa que hay que darlo todo por
bueno y dejarlo estar todo como está; por supuesto que no. Puedo y debo
trabajar en mi estructura vital, dándole forma, mejorándola; pero, ante todo,
he de decir “sí” a lo que es, pues si no todo se vuelve inauténtico.

El hombre a quien se le ha dado una razón que trabaja con exactitud, una
mirada práctica, una mano decidida, por lo general carece de la creatividad
de fantasía y de la belleza de sueños que corresponden al temperamento
artístico. En cambio, éste está sometido a horas oscuras de vacío y
desánimo, y la dificultad de justificarse ante el mundo real y sus
apreciaciones. Quien tiene una fuerte sensibilidad y percibe la felicidad de
la existencia debe también soportar sus dolores. Ninguno puede querer
quedarse con lo uno dejando lo otro, sino que, si quiere vivir con auténtica
fidelidad a la vida, debe asentir a la totalidad de la imagen de su propia
naturaleza. Quien tiene un ánimo frío y puede sacudirse fácilmente lo
desagradable, no conoce nada de las grandes sublimaciones de la existencia.

A su vez, esto no significa que haya que llamar bueno a lo que no lo es. Lo
malo es malo, lo perverso es perverso y lo feo también ha de ser llamado
feo. Pero cualquier esfuerzo por desarrollar lo uno y superar lo otro
descansa ante todo en la suposición previa de que se empiece por reconocer
lo que es. ¡Cuántos fantasean dando vueltas y se mienten, pasando de largo
ante lo que, a pesar de todo, es! ¡Cuántos se irritan cuando se les llama la
atención sobre un defecto y se asombran cuando algo sale mal! El comienzo
de todo esfuerzo lo constituye el reconocer lo que es, aun con sus defectos.
Sólo actúo en serio si asumo sinceramente sobre mí la carga de mis
defectos, y sólo entonces puede empezar la labor de su superación.

También se debe aceptar la situación vital, tal como se le presenta a uno.


Cierto es que se puede cambiar mucho en ella, mejorar mucho y adaptarla
más a los propios deseos; tanto más cuanto más decidido es ese deseo y más
firme la mano que trata de realizarlo; pero, en el fondo, sigue en marcha el
arranque dado en los primeros años, y determina lo posterior. Los
psicólogos dicen que ya a los tres o cuatro años han tenido lugar las
determinaciones básicas en el niño. Éstas entran a formar parte de la vida
posterior, así como los influjos que han ejercido las personas circundantes,
el grupo social, la ciudad y el ambiente geográfico.

También la época histórica en que vivo ha entrado en mí y sigue entrando:


sus acontecimientos, sus situaciones, sus posibilidades y límites. Todo
esto tengo que empezar por aceptarlo antes de poder cambiar algo de ello.
Tal necesidad esencial se hace evidente en las actitudes que no aceptan la
propia época, sino que tratan de escaparse de ella: al pasado, como los
románticos, que encuentran soso el presente, y sólo ven como hermoso lo
pasado; o al porvenir, como el utopista, que se dispara hacia
adelante, viviendo sólo en el mañana. También aquí la aceptación de lo real
es lo que fundamente lá sinceridad de la existencia.

Un paso más allá lleva a la aceptación del destino. “Destino” no es azar;


tiene una unidad consecuente que está determinada no sólo exteriormente,
por la conexión de los acontecimientos, sino también interiormente, por la
naturaleza de la persona en cuestión.

En la vida de quien tiene unas disposiciones normales no ocurren ni los


triunfos ni las catástrofes que experimenta el genial. A quien tiene dotes
económicas y de organización no lo abruman las perplejidades que tan
fácilmente abruman al de dotes artísticas, así como tampoco percibe éste en
el triunfo y la derrota lo que experimenta quien es hábil para conseguir y
usar el poder. Así, la naturaleza de un hombre viene a ser como un cedazo,
que deja pasar ciertas experiencias y retiene otras.

Además, lo que le puede pasar a cualquiera —por ejemplo, el rayo que cae
sobre una casa en la tempestad— resulta algo diverso, según que el hombre
a quien pertenece esa casa quede también abrumado por la desgracia,
perdiendo el tino, o que tenga disciplina propia y sea capaz de resistir. Así
se puede decir en cierto sentido que cada individuo recibe con sus
disposiciones un esbozo previo de su destino; no una necesidad fija, que
estaría en contradicción con el hecho de la libertad, siempre colaboradora
en formar la vida, en los grandes como en los pequeños, sino una
orientación, un carácter básico, a menudo una probabilidad de un
determinado acontecimiento. También aquí se trata de que el individuo
acepte su destino, para luego trabajar con mayor decisión en su rectificación
y conformación. La vida del hombre actual está dominada por una idea que
contrapesa el miedo metido en sus nervios: la idea de poderse asegurar
contra los crecientes peligros. Efectivamente, en este aspecto se puede
hacer mucho. Para citar una sola cosa, se puede calcular cuáles son las
expectativas de vida en un trabajo determinado, y cuáles son las de
accidente en otro, tanto más exactamente cuanto que se dispone de
máquinas que realizan el trabajo de cálculo de los diversos casos, antes no
resuelto. Pero contra la vida misma no cabe asegurarse, sino que hay que
aceptarla con todo aquello que hay en ella de grandeza y de pequeñez, de
posibilidades de perdición y de felicidad. Aceptar el destino significa en el
fondo aceptarse a sí mismo y tomar partido por uno mismo. La idea ha
hallado su forma pagano-escéptica en el concepto del amor fati, el amor al
propio destino, nacido de la oposición; y su forma creyente, en el
asentimiento al camino que nos propone la propia naturaleza en la
confianza de que todo descansa en la divina asignación.

Sacando consecuencias, el pensamiento lleva aún más allá: a no rehuir


simplemente el dolor y la desgracia, ni tampoco limitarse, cuando no
pueden evitarse, a hacerles frente con valentía, sino a aceptar su amargura.
Se tiene que haber aprendido en la escuela de Cristo a ser capaz de ello,
pues nuestra naturaleza se comporta de otro modo. Se levanta en protesta
contra el dolor y, en principio, no hay nada que objetar a ello, tanto menos
cuanto que también hay un asentimiento al dolor que nace de la debilidad;
más aún, una enfermiza búsqueda de él. Pero el mero rechazo echa a perder
el sentido que tiene el dolor en la vida. Justamente comprendido y
sobrellevado, profundiza esa vida, la purifica y lleva al hombre al acuerdo
consigo mismo, porque él se pone de acuerdo con la voluntad divina, que
está detrás de todo acontecer.

Más aún, incluso el dolor mismo puede aliviarse así. Si una persona tiene
que habérselas con un dolor —corporal o anímico— y es capaz de evitar la
rebelión y entregarse a él, entonces el sometido se transforma y
experimenta una honda libertad, la libertad en el sufrimiento.

En fin, la aceptación de sí mismo significa que yo esté de acuerdo con


existir en general.

Esta afirmación suena extraña mientras a uno le va bien. Entonces uno va


viviendo en su propio ser y hacer, sin pensarlo más. Pero llegan otras horas
de desdicha, de fracaso, de hastío; entonces se abre una grieta entre mí y yo
mismo. En efecto, yo no me he puesto ante la posibilidad de mi propia
existencia y he decidido que quiero ser, sino que se me ha puesto en el ser;
he surgido de la vida de mis padres, de la vida de mis antepasados, de las
situaciones del tiempo. El suceso del nacimiento me ha dicho: ahora eres.
Así que ¡ve viviendo! En algunos momentos uno puede penetrarse de
cuánta gracia es poder ser, respirar, sentir, crear. Pero también puede ir de
otro modo, y la palabra básica de nuestra propia existencia no suena a
“concesión”, sino a “imposición”. Si ceden las fuerzas, las cosas se vuelven
grises, los deberes oprimen; en tiempos de prolongada enfermedad o de
privación, en instantes de desánimo y de melancolía, puede elevarse la
protesta: “A mí no me han preguntado. No he querido ser. ¿Por qué
tengo que ser?” Entonces, tener que ser, se siente como una exigencia y se
ve que aceptar la existencia es una acción que se debe realizar en lo más
hondo de la vida. Pues también puede rehusarse. De un modo fatigado y
sordo, llevando adelante la vida sólo con el encogimiento de hombros de la
resignación, pero también con una acción desesperada, pues el número de
los que rechazan la vida es aterradoramente elevado y parece crecer:
aquellos a quienes el don de la existencia se les vuelve una carga y no
tienen deseo de tomarla sobre sí; o quizá también es sencillamente que no
pueden, porque ninguna fe ni ningún amor les enseña a entender el difícil
enigma.

En todo esto no salimos adelante con motivaciones meramente humanas. En


realidad, ya debiéramos haberlo dicho así al comienzo de nuestras
consideraciones. Pues cuando considerábamos que no podemos hacemos
nosotros mismos nuestra existencia, sino que la recibimos, la pregunta
inmediata habría debido ser: ¿De quién? Y la respuesta habría sido: De los
padres, de la situación histórica, de los antepasados; pero, en definitiva, y a
través de todos los miembros intermedios, de Dios. Así, la aceptación —la
auténtica— no puede realizarse si no nos damos cuenta claramente de
dónde hemos de aceptar que llegue lo nuestro: ¿de la mudez del transcurso
de la naturaleza, de la falta de sentido del azar, de la perversidad de un
demonio o de la pura sabiduría y amor de Dios?

Y una y otra vez hemos de tomar conciencia de que la revelación de Cristo,


que sustenta todo lo demás, consiste en cuál es la disposición de ánimo
de Dios respecto a nosotros.

La auténtica aceptación sólo es posible sobre una instancia en la que se


pueda confiar, y que es el Dios vivo. Cuanto más de cerca entra en nuestra
vida lo que hemos de aceptar en ella; cuanto más exactamente esa
aceptación representa una superación de nuestro yo —un “conceder”
interior, como dijeron los maestros espirituales de la Edad Media: un
“entrarse” en lo que es—, tanto más necesito conocer de qué índole es la
intención omnipotente que se dirige hacia mí.

Hay una cuestión que, aunque sea tonta, debe plantearse, porque nos ayuda
a seguir adelante en el trato con el inmenso Dios: ¿sabe Él lo que nos
exige; Él, que no tiene destino, porque no hay ningún poder que fuera capaz
de imponerle nada? Sus disposiciones, ¿no llegan siempre, por decirlo así,
“de arriba abajo”, olímpicamente, cayendo de la sosegada frialdad de aquel
a quien nada puede tocar?

Aquí la Revelación nos habla de un misterio que es tan consolador como


incomprensible: que Dios ha prescindido de esa intangibilidad en Cristo.
Por la encamación entró Él en el espacio, que, para quien vive en Él, forma
una única cadena de destino en la historia, sin protección ni excepción:
vulnerable por palabra y acción, entretejido como nosotros en la sofocante
trabazón de los efectos procedentes de los confusos corazones de los
hombres. Pero fue de otro modo, pues esos efectos resultan más duros
cuanto mayor sea el espíritu, cuanto más profundo sea el corazón, cuanto
más animada sea la vida de quien los siente. Tener destino significa también
padecer; cuanto más capaz de padecer es uno, más grande se hace en su
existencia el elemento del destino. ¡Qué perspectivas de pensamiento se
abren ahí! ¡Qué culminación experimenta el concepto! El Hijo de
Dios entra en la historia para expiar nuestra culpa y llevarnos a la nueva
posibilidad. Lo hace así dispuesto a aceptar todo lo que le pudiera ocurrir,
sin reserva, sin elusión, sin resistencia ni astucia. Los hombres, aunque en
realidad no tengan poder sobre aquel a quien “se ha dado todo poder en el
cielo y en la tierra”, le procuran un amargo destino, pero que es la
forma que tiene en Él la voluntad del Padre. Esa voluntad la quiere Él
mismo: cumplirla es su “aliento” (Jn 4,32). Así, la opresión del destino se
transforma en libertad. La suprema libertad y el más duro deber se
identifican; véanse sus misteriosas palabras en el camino a Emaús: “¿No era
necesario que el Cristo padeciera eso para entrar en su gloria?” (Le 24, 26).
Pero Dios no es el “ser absoluto” de la mera filosofía, sino aquel que es de
tal modo que expresa en esa acción su ser más entrañable, es decir, su
amor. Su soberanía es esa suprema libertad que es capaz de realizarla, y la
quiere realizar.

Sólo desde ese punto de vista cabe entender y dominar la existencia. No


partiendo de alguna filosofía de la personalidad y de su relación con el
mundo, sino de la fe en lo que ha hecho Dios y en unión con Él. La imagen
de esto es la cruz, como dijo Él: “Si alguno quiere venir tras de mí, que se
niegue a sí mismo, que se cargue su cruz y me siga” (Mt 16,24). Cada cual
“lo suyo”, lo que le ha tocado “en suerte”. Entonces el Maestro obrará en él
el misterio de la santa libertad.
4

PACIENCIA

La primera de nuestras reflexiones se esforzó por apartar del concepto de


virtud todo lo moralístico que se le ha adherido en el transcurso del tiempo
y por entenderlo como algo vivo, grave y hermoso. Entonces podría
extrañar que el título de la presente consideración plantee la pretensión de
que la paciencia sea algo así. ¿No es algo gris, sin apariencia? ¿No es una
mezquindad con que la vida oprimida trata de justificar su pobreza?

Por eso vamos a entrar con nuestras ideas inmediatamente a la cima, junto
al Señor de todas las virtudes. En efecto, el gran paciente es Dios, porque es
el Todopoderoso y nos ama.

¿Nos hemos dado cuenta alguna vez con claridad, de los misterioso que es
el que Dios haya creado el mundo en absoluto? Quien no cree no sabe nada
de este misterio, pues lo ve como “naturaleza”, es decir, como lo que
sencillamente está ahí. Pero por lo regular tampoco el creyente toma
conciencia de ello, porque entiende de modo naturalista la creatividad
de Dios como la causa primera en la serie de las causas que actúan en la
naturaleza. En Él hay fe, pero ésta no ha determinado aún la índole de su
pensamiento y su sensibilidad, que sigue siendo tal como es común en su
época. Pero en cuanto la fe entra en el núcleo de la personalidad se le
vuelve misterioso el ser de lo finito, y surge la pregunta: ¿por qué lo ha
creado Dios?

Si supiéramos responder a esa pregunta, responder de veras, habríamos


comprendido mucho. Pero eso no es posible en la Tierra, pues presupondría
poder pensar desde Dios, y eso sólo se concede en la eternidad.

Aquí, en la Tierra, la pregunta siempre sigue abierta: ¿por qué, a pesar de


que Él lo es todo, lo puede todo y es Señor feliz de toda riqueza, por qué
creó el “mundo”, mundo que, aunque sea enorme e inconmensurable para
nuestro espíritu, no deja de ser siempre y absolutamente finito? ¡No tenía
necesidad del mundo! ¿De qué le sirve? ¿Qué hace con él? Quizá, en tales
consideraciones, presentimos algo así como las raíces de la paciencia
divina.

Pues Dios no sólo creó el mundo, sino que lo mantiene y sostiene. No se


harta de él. Hay un mito que puede abrimos los ojos, pues para eso sirven
los mitos. En ellos hay mucha verdad, aunque se haya vuelto ambigua, de
tal modo que quien los percibe siempre está en peligro de menospreciarlos
o de sucumbir a ellos. Así, un mito indio cuenta de Shiva, el formador del
universo, que creó el mundo en una tormenta de entusiasmo, pero luego se
hartó de él, lo pisoteó despedazándolo y produjo uno nuevo. Con éste pasó
lo mismo, y la producción y la destrucción prosiguen interminablemente.
¡Qué elocuente resulta la imagen de numen de la impaciencia! Nos
hace darnos cuenta de qué diferente es la relación del verdadero Dios con el
mundo.

Dios lo crea: porque es insondable. El mundo, a pesar de su abundancia de


fuerzas y formas, que ningún espíritu humano puede agotar, es finito,
medido y limitado. Así, pues, no basta para “Dios”, no puede bastar- a su
exigencia eterna. A pesar de todo Dios no se harta de él. Ésa es la primera
paciencia: que Dios no rechace al mundo, sino que lo conserve en el ser,
que lo mantenga en honor, que, si así puede decirse, le guarde fidelidad para
siempre.

En este mundo hay un ser que tiene conciencia, interioridad, espíritu y


corazón: el hombre. A él ha confiado Dios su mundo, para que así no sólo
exista, sino que sea vivido. El hombre ha de proseguir la obra de Dios al
comprender, sentir, amar. Ha de administrar el primer mundo y configurarlo
en verdad y justicia, para que se convierta en el segundo, que será el
auténtico: el mundo que pretende Dios.

Pero ¿qué hace el hombre con la obra de Dios? Quien haya enriquecido sus
experiencias mirando con alguna exactitud la historia y sin dejarse
cegar por ninguna superstición del progreso, alguna vez debe percibir con
espanto cuánto trastorno hay en el mundo, cuánto error y tontería, cuánta
avidez, violencia y mentira, cuánto crimen. Y todo ello a pesar de ciencia,
técnica, bienestar; mezclado con ello, al mismo tiempo, lo uno en lo otro y a
través de lo otro. También en lo religioso, en el pensamiento de lo divino,
en el trato con ello, en la lucha por ello. El hombre moderno se inclina a
tomar simplemente todo lo que sucede. Alinea lo uno tras lo otro, deriva
lo uno de lo otro, lo declara todo necesario y llama “historia” al conjunto.
Pero quien ha aprendido a distinguir, a llamar verdadero a lo verdadero y
falso a lo falso, a lo justo, justo, e injusto a lo injusto, ya no puede seguir
haciéndolo así, y ha de asustarse de cómo trata el hombre con el mundo.

Sin embargo, Dios no rechaza la creación tan múltiplemente corrompida ni


crea otra nueva en su lugar. ¡Qué terrible amenaza se entrevé en el relato del
diluvio si se presta oído atento! Hay un arranque de posibilidad de
aniquilación del mundo en las palabras: “Le pesó al Señor Dios haber
creado al hombre en la tierra...” (Gn 6, 6). Pero, si así puede decirse, en
Dios el “sí” es más fuerte que el “no”, y sigue llevando adelante el mundo,
sobrellevándolo a través de tiempo y eternidad.

Esa actitud de Dios respecto al mundo es la primera paciencia, la paciencia


absoluta; sólo posible porque Él es el Omnipotente; porque Él, que no
siente ninguna debilidad, es el verdadero Señor, al que nadie amenaza; el
Eterno, para quien no hay miedo ni prisa. Recordemos la parábola de Jesús
sobre el campo y su siembra. El dueño del campo ha sembrado buen trigo,
pero en medio ha brotado la cizaña. Entonces llegan los trabajadores y
preguntan: “¿No hemos de arrancarla?” Pero él contesta: “No, no sea que al
arrancarla arranquéis también el trigo. Dejad crecer las dos cosas juntas
hasta la cosecha”; en el momento de la cosecha se separará lo uno de lo
otro (Mt 13, 24 y ss.).

Ésa es la paciencia de aquel que podría ejercer violencia, pero es indulgente


porque es verdaderamente Señor, excelso y bondadoso. Pero el hombre es
imagen y semejanza de Dios, y así ha de serlo también aquí. En sus manos
está puesto el mundo, el mundo de las cosas, de las personas y de su
propia vida. Debe hacer de él lo que espera Dios, incluso ahora, cuando la
cizaña lo ha invadido todo. La paciencia es la condición necesaria para que
pueda crecer el trigo.

¿Puede ser impaciente el animal? Evidentemente, no; ni impaciente ni


paciente. Está adaptado en el contexto de la naturaleza, vive como debe
vivir y muere cuando ha pasado su tiempo. La impaciencia sólo es posible
para un ser que tenga la capacidad de elevarse por encima de lo real
inmediato y querer lo que todavía no es: para el hombre. Así, sólo a él
le cabe la decisión, si es capaz, de dejar su tiempo al devenir.

Y esto siempre, una y otra vez, pues en esta existencia de tiempo y finitud
constantemente vuelve a presentarse la tensión entre lo que es el hombre y
lo que querría ser; lo que ya ha realizado y lo que todavía le queda por
lograr. La paciencia es lo que sobrelleva la tensión.

Sobre todo, la paciencia con lo que se nos da y nos toca en suerte, con el
“destino”. La circunstancia en que vivimos nos está impuesta: nacemos
dentro de ella. Los acontecimientos de la historia marchan sin que podamos
cambiar en ellos nada esencial, y cada cual ha de notar sus efectos. Día tras
día nos sale, al encuentro, en forma personal, lo que
acontece históricamente. Podemos defendernos, podemos arreglar muchas
cosas conforme a nuestra voluntad; en el fondo hemos de aceptar lo que
viene y nos es dado. Comprenderlo y conducimos conforme a ello es
paciencia. Quien no quiere está en perpetuo conflicto con su propia
existencia.

Pensemos en aquella figura que se rebela contra toda ley, el Fausto de


Goethe. Después de haber rechazado “la esperanza y la fe”, exclama: “¡Y
maldita sobre todo la paciencia!” Es el hombre eternamente sin llegar a
adulto, que nunca ve ni toma la realidad como es. Siempre la sobrevuela en
su fantasía. Siempre está en protesta contra el destino, mientras que la
madurez del hombre empieza al aceptar lo que es. Sólo de ahí le llega la
fuerza para cambiarlo y darle forma.

También debemos tener paciencia con las personas con quienes estamos
vinculados. Sean los padres, o cónyuges, o hijos, o amigos, o compañeros
de trabajo o lo que sea: la vida responsable, mayor de edad, empieza
aceptando al hombre como es.

Puede ser muy difícil estar vinculado con una persona a quien poco a poco
se conoce de memoria: de quien se sabe cómo habla, como piensa, cómo se
sitúa ante todo. Se querría eliminar a esa persona y tomar otra. Aquí la
fidelidad es ante todo paciencia: con lo que esa persona es, con cómo es y
se comporta y cómo lo hace. Donde no se aplica, todo se rompe y falla la
posibilidad que había en esa relación.
Pero también hemos de tener paciencia con nosotros mismos. Sabemos —
por ejemplo, en forma de un deseo más o menos claro— cómo querríamos
ser. Nos gustaría perder tal cualidad, adquirir aquélla, y tropezamos con
que, pese a todo, somos precisamente como somos. Es duro deber seguir
siendo quien se es; es humillante tener que sentir siempre los
mismos defectos, mezquindades, debilidades.

El hastío de sí mismo, ¡cuántas veces ha invadido precisamente a los


mayores espíritus! Aquí otra vez hay que poner en juego la paciencia,
aceptarse a sí mismo y sobrellevarse. No dar por bueno en la propia imagen
lo que no es bueno; no contentarse consigo mismo, eso sería el modo del
filisteo. Debe permanecer despierta una cierta insatisfacción ante
la defectuosidad e insuficiencia de uno mismo: si no, se perdería esa
autocrítica que constituye el supuesto previo de toda maduración moral.
Pero no apartándose de uno mismo con fantaseos, sino que toda sana crítica
debe ponerse en juego desde lo dado y continuar actuando desde allí, y
sabiendo que será cosa lenta, muy lenta. Pero esa misma lentitud
constituye la garantía de que la transformación no se realiza en la fantasía,
sino en la realidad.

¿Cómo ocurre la transformación moral?

Por ejemplo, uno ha reconocido: Me falta dominio propio. Debo


dominarme mejor, hablar con más sosiego, actuar con más prudencia. Eso
está reconocido y afirmado, pero al principio sólo está en la imaginación,
pensado, planeado. Sin embargo, debe entrar en la realidad, y ésta es tenaz.
También puede uno adelantar en sueños en una virtud, y ¡cuántos sueños de
deseo consisten en virtudes fantaseadas! Pero los sueños vuelan, y todo
vuelve a estar como antes. No; ha empeorado, pues en el fantasear se
consume energía moral, aun prescindiendo del embuste que hay en él.
¡Cuántas veces, bajo la impresión de una hora sublime o de una decisión
flamante, se piensa: ahora ya estoy! Pero en la siguiente ocasión se nota
cómo nuestra propia realidad, que parecía haber recibido la acuñación de lo
nuevo, de lo reconocido como justo, vuelve rápidamente a lo viejo, y todo
está como estaba.

Un auténtico progreso moral tendría lugar aquí suponiendo que se hicieran


más despiertos los actos de la comprensión y la adecuación, la conciencia
de lo que puede causar nuestra propia vehemencia: que nos dejáramos
arrastrar con menos facilidad por el empujón del sentir, permaneciendo más
libres; que, por decirlo así, consiguiéramos un punto de apoyo por encima
del acontecer interior. No serían fantasías, sino auténticos avances de la
vida interior, cambios en la relación mutua de los diversos actos,
configuración de su carácter. Pero semejantes cosas sólo se producen
despacio, muy despacio.

Así, el tener esa paciencia que siempre empieza de nuevo es el supuesto


previo para que ocurra realmente algo. En la Imitación de Cristo están las
palabras: semper incipe!, una de esas claras y concisas formulaciones que le
salen bien a la lengua latina: “¡Empieza siempre!” En principio, una
paradoja, pues en sí el comienzo está precisamente en el comienzo, y
después se va más adelante. Pero eso sólo es verdad en lo mecánico. En lo
vivo, el empezar es un elemento que constantemente ha de hacerse
operante. Nada va adelante si no “empieza” a la vez.

Quien quiera adelantar, pues, debe empezar siempre de nuevo. Siempre


debe sumergirse en el origen interior de lo vivo y elevarse desde él en nueva
libertad, en “iniciativa”, en “potencia iniciadora”, para hacer real lo antes
pensado: la prudencia, la mesura,

la superación de sí mismo y todo lo que haya de llegar a ser.

Paciencia consigo mismo —naturalmente, no dejadez ni blandura, sino


sentido realista— es el fundamento de todo esfuerzo.

El Fausto de Goethe, antes ídolo de la burguesía, es siempre impaciente: un


fantasioso que nunca despertará. Se vende a la magia: ahí se expresa que no
sabe que precisamente la aceptación de la realidad, el soportarla y sostener
lo que es, constituye el fundamento de todo devenir y lograr; En vez de eso
hace discursos, y en torno a él todo se desmorona, y al fin tiene lugar esa
“redención” suya, en la que no cree nadie que haya entendido lo que
significa esta palabra.

Al meditar sobre el concepto de virtud nos hemos dado cuenta de que no


hay ninguna virtud que sea — si nos permitimos esta deficiente expresión—
químicamente pura. Igual que en la naturaleza no hay un tono puro, ni un
color puro, sino siempre solamente mezclas, acorde, tampoco hay ninguna
actitud que sólo sea paciencia, sino que se tienen que añadir otros muchos
elementos.

„ Por ejemplo, no es posible ninguna paciencia sin comprensión: sin saber


el modo como va la vida. Paciencia es sabiduría, comprensión de lo que
significa: tengo esto, y nada más; soy así, y no de otro modo; la persona con
que estoy vinculado es así y no como todos los demás. Cierto que me
gustaría que fuera de otro modo, que también se podrá cambiar mucho con
tenaz esfuerzo; pero, en principio, las cosas están como están, y tengo que
aceptarlo. Sabiduría es comprensión del modo como tiene lugar la
realización; de cómo un pensamiento se hace real en la sustancia de la
existencia partiendo de la imaginación; de qué lento es el proceso y en
cuántos sentidos puesto en riesgo; de qué fácilmente se engaña uno a sí
mismo y se va de la mano.

La paciencia comporta fuerza, mucha fuerza. La suprema paciencia


descansa en la omnipotencia. Dios, por ser el Todopoderoso, puede tener
paciencia con el mundo. Sólo el hombre fuerte puede aplicar una paciencia
viva, recibir en sí, una y otra vez, lo que es; empezar de nuevo, una y otra
vez. La paciencia sin fuerza es mera pasividad, superficial
tolencia, habituamiento a ser cosa.

Y el amor forma parte de la auténtica paciencia, amor a la vida. Pues lo


vivo crece despacio, tiene sus horas, va por muchos caminos y rodeos. Por
eso requiere confianza, y sólo el amor confía. Quien no ama la vida no tiene
paciencia con ella. Entonces vienen las vehemencias y las rebeldías, y hay
heridas y roturas.

Así cabría decir mucho más.

La paciencia viva es la persona entera, que está en tensión entre lo que


querría tener y lo que tiene; lo que habría de hacer y lo que es capaz de
hacer; lo que desea ser y lo que realmente es. El soportar esa tensión, el
concentrarse siempre de nuevo en la posibilidad de cada hora, eso es
paciencia. Así, se puede decir que la paciencia es la persona en devenir que
se entiende adecuadamente. También sólo de la mano de la pacienica
prospera la persona que nos está confiada. Un padre, una madre que no
tienen paciencia en ese sentido nunca harán más que daño a sus hijos. El
educador que no toma con paciencia a los que se le confían los asustará y
les quitará la sinceridad. Dondequiera que se nos pone vida en las manos,
el trabajo en ella sólo puede prosperar si lo hacemos con esa fuerza
profunda y silenciosa. Tiene semejanza con la manera como crece la vida
misma. De niños, quizá, disponíamos de un jardincillo, o siquiera de un
tiesto en la ventana, y sembramos semillas; ¿no fue difícil acostumbrarse al
modo como tenía lugar el crecimiento en la tierra? ¿No
escarbábamos entonces para ver cómo adelantaba, y el germen se echó a
perder? ¿No iba demasiado despacio para nosotros, hasta que surgió lo que
al principio estaba tan invisible? Y cuando se formaron las yemas, ¿no
las apretábamos para que brotaran? Pero en vez de eso se pusieron oscuras
y se marchitaron. La paciencia es la fuerza bajo cuya custodia puede
desplegarse la vida que nos está encomendada.

Constantemente hemos de volver a referimos a la paciencia del poderoso


bajo cuya custodia hemos de crecer, el Dios vivo. ¡Ay si fuera Shiva, el
impaciente y necio! ¡Ay si no tuviera esa larga y sabia voluntad que
conserva y deja madurar el mundo, que no necesita, pero al que ama!

Una otra vez y hemos de dirigimos a Él: “¡Señor, ten paciencia conmigo, y
concédemela, para que las posibilidades que se me han otorgado crezcan y
den fruto en el corto intervalo de mi vida en estos pocos años!”

JUSTICIA

Ahora vamos a hablar de la justicia.

Esta palabra tiene un sonido elevado, pero también trágico. Una hermosa
pasión se ha inflamado en ella, la más noble generosidad se ha ejercido por
ella, pero ¡cuántas injusticias nos hace recordar también, cuántas
destrucciones y dolores! Toda la historia de la humanidad podría contarse
bajo el título “La lucha por la justicia”.
En el Sermón de la Montaña, en las Bienaventuranzas, hay unas palabras de
Jesús que expresan la grandeza, pero también toda la tragedia, que aquí
se contiene. Dicen: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque
quedarán saciados” (Mt 5, 6). Quien pronuncia esas palabras no es ningún
idealista lejano al mundo, sino aquel de quien dice el Evangelio que “sabía
qué hay en el hombre” (Jn 2, 25). Aquí, en imagen, ha enlazado la justicia
con esa tendencia en que se juega el ser o no ser de la vida corporal: el
hambre y la sed. Tan elemental es en el corazón del hombre —del hombre
justo, aquel a quien Jesús llama “feliz”— el anhelo de justicia como
el hambre y la sed en su vida corporal. Qué terrible, entonces, su carencia si
no encuentra satisfacción. Pero, así dice su promesa, “quedarán saciados”.

Ahora bien, Jesús con la palabra “justicia” alude a algo que sólo recibe su
pleno sentido con la Revelación: el ser justos ante Dios, la gracia del perdón
y santificación.1 Pero para hacer ver mejor lo que es enlaza la idea de la
salvación en la gracia de Dios con la justicia como valor básico de toda la
vida moral y la del hambre y la sed que buscan saciedad corporal. Así
produce la impresión de algo elemental que afecta al hombre entero.

Sobre eso tan esencial y primigenio vamos a seguir meditando.

De la justicia sólo se puede hablar en el hombre: en el mundo del animal ni


existe. Donde parece mostrarse algo de esa índole —por ejemplo, en los
caballos nobles o los perros bien acostumbrados— es un reflejo de la
naturaleza del hombre en el animal que vive con él. Por su propia
naturaleza el animal no sabe nada de justicia, pues le falta lo que está en su
núcleo, la persona, Pero ¿qué es “persona”?

Es el modo como el hombre es hombre. Lo inanimado de la naturaleza


existe como cosa, como algo que existe sin sentir, que está determinado por
leyes naturales en cuanto a forma, propiedades y energías. Lo vivo existe
como individuo, como un ser que vive, que, partiendo de un centro interior,
se construye, se afirma, se despliega, se propaga y muere; pero también está
sujeto por necesidades interiores y exteriores. Por el contrario, el hombre
existe como persona, esto es, no sólo está ahí, sino que tiene conciencia de
sí, realiza una obra propia con comprensión y en libertad, está con otros
hombres en relación no meramente física o biológica, sino en la relación
del diálogo y de la comunidad por el espíritu. El hecho de ser persona da a
su existencia esa impresionante gravedad de sentido que se expresa en las
palabras “conciencia” y “responsabilidad”. El hombre no sólo es, sino que
su ser le está confiado, y se le tomará cuenta de lo que haga con él. No sólo
está en actividad, sino que obra, y ha de responsabilizarse por ese obrar.

De ahí que tenga dignidad y honor. Para ello reclama posibilidad y orden,
debe reclamarlo, con la inexorabilidad de la autoconservación espiritual,
para sí y para los demás, para el hombre en general. Es-to es, por lo pronto,
el anhelo de justicia.

Justicia, pues, es ese orden en que puede existir el hombre como persona;
en que puede formar su juicio sobre sí mismo y sobre el mundo, tener una
convicción que nadie le pueda atacar; ser señor de su decisión y actual-
conforme a su propio criterio. Justicia es esa ordenación de la existencia en
que el hombre puede obtener participación en el mundo y realizar una obra;
entrar, con los demás hombres, en la relación de la amistad, de la
comunidad de trabajo, del amor y de la fecundidad, tal como lo requiera el
juicio de su conciencia. Y por cierto, subrayándolo una vez más, no sólo el
uno o el otro, no sólo el poderoso y afortunado y dotado, sino todo hombre,
por ser hombre.

El orden que lo garantiza así es justicia. Pero ¿la hay? La historia, ¿no es en
realidad su tragedia? ¿No es la cadena de hechos por los cuales el egoísmo,
la violencia y la mentira han puesto en riesgo y han destrozado una y otra
vez ese orden? En todo caso, un orden así sería justicia, y llamamos justo al
hombre que lo quiere y se esfuerza por su realización.

Más profundamente entraría la justicia si también determinara el destino. Es


decir, si el hombre que es bueno por ello mismo fuera también feliz; si al
bien intencionado le saliera bien su labor; si el puro de corazón fuera
siempre bello; si al bueno se le llenara la vida de grandeza y de riqueza; así
como, recíprocamente, si la mala intención hiciera feo a su poseedor, la
injusticia acarreara también desgracia y toda culpa se vengara de quien la
cometiera, y sólo de él, nunca de un inocente.

Eso sería justicia, no sólo de la acción, sino del destino. Pero ¿la hay? ¿No
es ella el tema de las fábulas? ¿Y no es ésa la razón por la que nunca
nos cansamos de esos relatos, mientras que la realidad va de modo tan
diferente? Entonces sería justo, en tal sentido profundo, el hombre que
anhelara tal situación de las cosas y que hiciera por ella todo lo que pudiera;
pero, ciertamente, sería también un Don Quijote, el soñador, que persigue lo
imposible y que se pone en ridículo...

Sí, quizá entra todavía más hondo, y entonces parece esbozarse algo que
deberíamos llamar la justicia del ser. Es tan inverosímil que uno casi tiene
vergüenza de hablar de ella. Presentimos lo que quiere decir cuando
atendemos a la queja del corazón humano porque no la haya: ¿por qué no
soy sano y fuerte, sino que he nacido enfermo? ¿Por qué tengo estas
cualidades y no aquéllas? ¿Por qué no se me ha concedido la posibilidad
que envidio a mi amigo? Y así sucesivamente...

En todas las lenguas humanas aparecen preguntas que ninguna sabiduría


puede responder: son aquellas en que entra la palabra “por qué” y la palabra
“yo”: ¿Por qué soy yo así? ¿Por qué no soy así? Sería justicia del ser el
hecho de que todo hombre, desde su primer sentir, pudiera estar de acuerdo
con ser como es y el que es. Pero con eso tocamos el misterio básico de la
existencia finita. La respuesta a esas preguntas la da sólo Dios mismo; una
respuesta que no sólo resuelve la cuestión en teoría, sino que la asume en
encuentro vivo.

Pero permanezcamos en la realidad diaria. ¿Cómo se vería todo si el


hombre se esforzase por la justicia?

Por la del orden cotidiano: entonces haría lo suyo para que las leyes de su
país dieran a cada cual su derecho; que las caigas se repartieran como
correspondiera a las posibilidades reales; que se socorriera del modo
adecuado las situaciones de necesidad, etc. Grandes cosas, pero dejémoslas
estar en paz por ahora, pues a menudo las grandes cosas parecen servir para
desviar al hombre de esos puntos donde todo se toma en serio. Así, ¿quién
toma realmente en serio la justicia del orden? La respuesta resultaría
menos grandiosa, pero más concreta. Tomaría forma de preguntas que
entrarían en la propia vida.

Por ejemplo, si gastas ahora cien pesos para ti y luego tienes que hacerlo
para otro, ¿tiene el mismo peso esa suma para tu sentir? ¿O dices, piensas
o sientes en el primer caso: “sólo” cien pesos, y en cambio en el segundo:
“cien, nada menos”? ¿Por qué el peso diferente? Sería justicia que la suma
pesara ambas veces lo mismo, esto es, que la necesidad del otro te
importara tanto como la tuya propia. Y aunque fuera diferente para el sentir
involuntario, sin embargo, que fuera igual para la disposición de ánimo y la
acción.

¿Y cómo es en tu casa, en tu familia? ¿Das en ella el mismo valor a las


diversas personas? ¿Sientes tanto una mala palabra sobre el uno como sobre
el otro? ¿O bien ocurre que tienes simpatía al uno y te subleva una injusticia
contra él, pero en el caso del otro encuentras que la cosa no es tan grave?
¿No debería, por lo menos, ser igual en ambos casos la conducta práctica?

Aquí, no en la distribución de las cargas tributarias, empieza la verdadera


justicia del orden: en casa, en el trato con los amigos, en la oficina,
dondequiera que te reúnes con alguien; empieza en que digas, des y hagas a
cada cual aquello que pretende, conforme a tu posibilidad.

Y en cuanto a la justicia del destino, en que la vida del hombre hubiera de


configurarse tal como lo merece su disposición de ánimo, ¿qué aspecto
tendría en lo cotidiano esa justicia, en la medida en que se pueda hablar en
absoluto de ella? ¿Qué podría hacer quien tuviera “hambre y sed” de ella?
En el ser mismo no podría cambiar mucho, pues ahí operan potencias más
altas; pero, por ejemplo, podría esforzarse por enjuiciar a los demás no
según su aspecto exterior, sino conforme a su disposición de ánimo. Pero
¿cómo ocurre aquí, en la realidad diaria? A los que viven alrededor de
nosotros, ¿les damos ese comienzo de justicia de destino tratando de ver
claramente cuál es su disposición de ánimo? En casa, con los nuestros, o en
el trabajo, con nuestros compañeros; en resumen, entre las personas que
están más cerca de nosotros, ¿consideramos con qué intención ha dicho
alguien la palabra que nos ofende; por qué se ha excitado tanto en tal o cual
caso o por qué motivo ha trabajado tan mal?

Así entraríamos en lo auténtico de la realidad diaria.

No tratando de producir una cultura universal de la justicia en que


coincidieran lo externo y lo interno, sino dando un poco de esa justicia a las
personas con quienes tenemos que habérnoslas.
En el más hondo estrato de la justicia se establece, según vimos, la cuestión
de las distinciones de la existencia: ¿Por qué ése es de tal índole y el otro
así? ¿Por qué ése está enfermo y el otro sano? ¿Por qué éste viene de una
familia en orden y aquél de otra destrozada? Y así sucesivamente, a través
de todas las desigualdades que se presentan por todas partes. No captamos
sus raíces; consideremos más bien lo que sería posible en lo cotidiano.

Por ejemplo, la cuestión elemental es saber si concedemos al otro el


derecho a ser como es. Si lo consideramos, bien pronto vemos que no lo
hacemos así habitualmente, sino que más bien le reprochamos su manera de
ser con aversión, hostilidad, partidismo.

Sin embargo, por la existencia él tiene derecho a ser como es, de modo que
también hemos de concedérselo. Y no sólo teóricamente, sino en nuestra
disposición de ánimo y en nuestros pensamientos, en el trato y la actividad
de cada día. Y eso, ante todo, en nuestro círculo más próximo: la familia,
las amistades, el trabajo. Sería justicia comprender al otro partiendo de él
mismo y conduciéndose con él en consecuencia. En vez de eso acentuamos
la injusticia de la existencia aumentando y envenenando las diferencias con
nuestros juicios y acciones.

Pero si ya es así en el pequeño círculo en que podemos influir, ¿cómo ha de


llegar a ser de otro modo en el gran mundo? Todos debieran decirse: la
historia de los pueblos va tal como van las cosas en mi casa. El Estado es tal
como ordeno yo mi pequeño dominio de influjo. Toda crítica debería
empezar por nosotros, en casa, y por cierto con la intención de mejorar las
cosas. Entonces veríamos pronto cuántas cosas van aquí torcidas porque no
permitimos al otro que sea el que es, y no le dejamos para ello el sitio que
necesita.

Pero entonces ¿nunca llegan a estar las cosas en orden? Si dejamos a un


lado los sueños de deseos, debemos responder: en el transcurso de la
historia, evidentemente, no. Entonces, ¿qué logran conseguir todos los
intentos de producir justicia en la Tierra si no miramos las ideologías y
programas de partido, sino la realidad, y precisamente la realidad entera?

Miremos el presente. Supongamos que a los que hoy viven y luchan les
importa realmente implantar justicia: un orden adecuado de la vida común,
es decir, buena alimentación para todos, situaciones adecuadas de trabajo
para todos, posibilidades de educación sin privilegios, etc. Entonces ya se
habría ganado mucho. Pero ¡qué penetrado está todo en verdad por el afán
de poder y de tener razón! ¡Cuánta injusticia se entremete, cuánta mentira;
incluso cuánto delito! ¡Cómo se aplastan a millones de hombres
para establecer la presunta forma correcta de economía, de ordenación
social de gobierno; es decir la justicia! Y aun suponiendo que con todo ello,
efectivamente, se dé un paso adelante, ¿se suprime con eso lo terrible por lo
cual se ha producido, se reduce a nada? ¿O sigue estando en el contexto de
la vida y envenenando lo alcanzado?

Se es digno de llamarse hombre en la medida en que, donde se está, se


trabaja por la justicia; pero en conjunto, evidentemente, nunca se alcanzará
cómo habría de ser, como situación de la existencia y actitud de la
humanidad. Y aquí no debe confundirnos la idea, hoy hecha dogma, del
“progreso” —es decir, de una evolución del hombre por encima de sí
mismo hasta niveles cada vez más altos—. La experiencia personal y la
historia hablan de otro modo. En el fondo del hombre opera una confusión
que vuelve a ponerse en vigencia en cada uno que nace.

Sólo partiendo de Dios se establecerá justicia real y plena, por el Juicio.


Habríamos de tener muy en cuenta la revelación de que este Juicio
alcanzará a todo lo humano. Lo primero que cada cual ha de pensar sobre el
Juicio es: ¡Será Juicio sobre mí! Pero también sobre todas las formas y
magnitudes de lo humano, sobre las cuales tan fácilmente tenemos
la sensación de que son potencias soberanas, no sometidas a ningún
examen. El juicio forma parte interna de todo ser y hacer. Es Juicio de Dios
sobre toda realidad finita. Sin Él todo queda colgado con medio sentido en
el vacío. Sólo Dios lo determina: Él, el que todo lo penetra, sin temer nada,
sin ligar por nada, justo en eterna verdad. Quien no cree en Él no verá
nunca saciada esa hambre y sed.

RESPETO
Quien quiera meditar sobre algún fenómeno de la existencia humana hará
bien en considerar también la palabra con que lo denomina el lenguaje, pues
en el lenguaje habla algo más que el espíritu del individuo. Así vamos a
hacerlo con la virtud que ahora ha de considerarse, esto es, el respeto (en
alemán, Ehr-furcht).

¡Extraña palabra esta yuxtaposición de Furcht, “temor” y Ehre, “honor”!


Temor, que muestra honor; honor traspasado de temor, ¿qué temor podría
ser ése? Evidentemente, no como cuando uno es abrumado por algo que
produce daño o causa dolor. Tal temor da lugar a que uno se defienda o
busque seguridad. El temor del que aquí se va a hablar no lucha, tampoco
huye, pero se le prohíbe entrar demasiado, guarda distancia, no toca lo
respetable ni con el hálito de su propio ser. Quizá hablamos mejor de ese
temor que de “vergüenza”.

La palabra señala el camino a la comprensión. El origen del sentimiento de


respeto es de naturaleza religiosa. Es la sensación de lo sagrado
inabordable, que rodeaba en la antigua experiencia de la vida a todo lo
elevado, poderoso, soberano. Ahí se reunían diversas cosas: presentimiento
de la grandeza sagrada y anhelo de participar de ella; junto con la
preocupación de ser indignos de ello y provocar una cólera misteriosa...

En la medida en que avanzó la evolución cultural y se desarrollaron la


comprensión racional y el dominio técnico del mundo, el elemento religioso
retrocedió. La conciencia de la importancia y valor del mundo adquirió el
predominio y provocó una actitud respetuosa en la que, sin embargo,
todavía resonaba el antiguo temor: precisamente, la sensación de respeto en
cuestión, que el hombre de buena índole muestra todavía hoy hacia lo
grande.

En el respeto, el hombre renuncia a lo que de otro modo le gustaría, esto es,


a tomar posesión y usar para su propio provecho. En vez de eso, se echa
atrás, toma distancia. Así surge un espacio espiritual en que se eleva lo que
merece respeto, y puede subsistir libremente y resplandecer.

Cuanto más elevado de rango está algo, más fuertemente la sensación de


valor que produce se enlaza con esa toma de distancia.
Pero la experiencia del valor da lugar a que se quiera tener parte en él. Así,
aquí entra otra condición que nos dice a los hombres de hoy, por qué
el respeto se echa atrás en vez de avanzar; por qué retira las manos en vez
de aferrar; Lo que impone respeto son sobre todo cualidades de la persona:
su dignidad, su libertad, su nobleza. Pero también las de la obra humana en
que se manifiestan elevación y ternura. Y, finalmente, formas de la
naturaleza en que se expresa algo sublime o misterioso.

Quizá se puede decir que toda auténtica cultura empieza cuando el hombre
retrocede, no se precipita, no arrebata consigo, sino que crea distancia,
para que se establezca un espacio libre en que puedan hacerse evidentes la
persona con su dignidad, la obra con su belleza y la naturaleza con su poder
simbólico.

El respeto puede tomar también una forma que llamaríamos cotidiana. Toda
auténtica virtud, en efecto, se extiende a través de muchos niveles y grados,
porque es una posición del hombre vivo. Por eso el respeto puede y debe
aparecer también en lo cotidiano, y entonces se llama atención, cuidado.

Atención es lo más elemental que ha de percibirse para que los hombres se


traten entre sí como hombres. No hace falta aquí tratar de valores especiales
—dotes, logros, elevación moral, o lo que sea—, sino sencillamente del
hecho de que el otro es hombre y tiene libertad y responsabilidad.

Entonces, atención significaría, por ejemplo, que se lo tome al otro en serio,


en su convicción. Puedo luchar contra ella, pues si soy de la opinión que
lo que dice es falso, tengo derecho y en ciertas circunstancias obligación, de
hacer valer contra él la verdad que reconozco. Pero con atención, con la
conciencia de que no tengo que habérmelas con una proposición abstracta
que está en algún libro, sino con una persona que, sobre la base de su
conciencia de verdad, se ha decidido por esa opinión. Si veo que yerra,
puedo luchar con él, no puedo hacer violencia a su opinión ni intentar
dominarlo con astucia.

Atención es lo que requiere la esfera privada del otro; es decir, ese dominio
que está consigo mismo o que vive con los que están vinculados a él,
familia o amigos, algo que hoy se olvida cada vez más. Pues en todas partes
actúa una tendencia a la publicidad, un afán de ver precisamente lo que
retrae, una avidez de sensacionalismo que encuentra una fea diversión en
desvelar, poner al descubierto, avergonzar, junto con la técnica que lo hace
posible; el dinero, que actúa tras el periodismo, las revistas, el cine, la
televisión. ¡Qué atmósfera de falta de respeto a lo personal se produce así!

Por ejemplo, ¡qué grosería fotografiar a un niño mientras reza o a una mujer
que llora porque su marido ha sufrido una desgracia! El afán de destapar
lo que hasta ahora estaba rodeado de respeto ha llegado incluso a procurarse
su pequeña aureola: afirma tener la valentía de ser libre publicidad, y habla
de “tabúes” que debieran ser destruidos. No se considera todo lo que
realmente se destruye con esto de protección vital y delicadeza de
sentimientos, suponiendo que esa destrucción no sea deseada y disfrutada.

Pero también ¡qué gusto —y éste es el otro lado del asunto— en obtener
publicidad! Pues si el lector medio de la revista ilustrada no tuviera el
deseo, secreto o manifiesto, de estar él mismo en imagen, entonces se
formaría una presión de la opinión pública que haría imposible toda esa
feria. Tampoco ha de olvidarse hasta qué punto esa desaparición de la
esfera privada prepara al hombre para la dictadura. Quien ya no tiene
ningún dominio reservado está dispuesto para la intervención del poder.

Así cabría aludir a mucho más. Atención es la garantía de que las relaciones
de hombre a hombre conservarán su dignidad. Cuando se deshace alguna
amistad, aquellos de que se trata podrían preguntarse si no han faltado
contra la atención. Cuando un matrimonio se vuelve áspero, y los cónyuges
ya no se sienten cobijados el uno en el otro, entonces hay muchos motivos
para suponer que se han tratado mutuamente como un trozo del arreglo de
la casa, o peor, pues los muebles cuestan dinero...

Aquí radica también la significación de lo que se llama cortesía. Con ella no


se alude a nada exterior. La auténtica cortesía es expresión de atención a
la persona humana. Hace que esos muchos que se encuentran
constantemente en el estrecho espacio de la vida puedan hacerlo sin herirse
mutuamente; más aún, que lo hagan de tal modo que eso llegue a ser algo
plenamente digno del hombre. Aún habremos de meditar con más precisión
sobre ello.
La atención es necesaria dondequiera que se trate de algo humano, persona
como obra; el respeto, por el contrario, se despierta ante lo grande, la gran
personalidad y la gran creación.

¿Qué es lo “grande”? No algo cuantioso, es decir, nada de lo que indica la


frase: la cifra cien es más grande que la cifra diez. Significa la fuerza de la
exigencia del hombre para sí mismo y el estar dispuesto a ponerse en juego
por lo importante; amplitud de campo de visión y osadía de la decisión;
profundidad de la relación con el mundo, originalidad y fuerza
de producción.

A quien tiene que habérselas con la grandeza no le resulta fácil. Puede


desanimar, incluso imposibilitar, pues en la grandeza de otro siento yo que
soy pequeño. ¿Qué puedo hacer? Goethe dijo que hay una sola defensa
contra las grandes superioridades: es el amor. ¿Es verdad esto? Pues
parecería más acertado decir: la defensa contra las grandes
superioridades está en la veracidad y el respeto, que dicen: él es grande, yo
no. Pero está bien que haya grandeza, aunque no sea en mí, sino en el otro.
Entonces se establece un espacio libre y desaparece la envidia.

Frente a la grandeza del otro, si no se la deja valer honradamente, surge un


rencor que trata de hacerla pequeña: el resentimiento. Se empieza a criticar,
se buscan defectos para poder decir que el alabado no está tan allá; se
afirma que ha sido cuestión de suerte, y así sucesivamente. Si se consigue,
todo se ha vuelto mezquino, y se tiene al envidiado por debajo. Pero quien
reconoce al gran hombre con libertad, porque la grandeza es hermosa,
aunque pertenezca a otro, ve ocurrir algo prodigioso: en el mismo instante,
el que respeta se pone al lado de aquél, pues ha comprendido y reconocido
su grandeza.

Análogo respeto imponen la gran obra y la gran acción. Es importante


encontrarlas, aunque ante ellas a uno se le empequeñezcan sus propios
logros. Una vez pregunté a un amigo qué era realmente la educación.
Respondió: educación es capacidad de juicio. Pues para poder juzgar se han
de tener medidas, llevarlas vivas en el sentir; medidas para lo grande y
lo pequeño, lo auténtico y lo inauténtico, lo excelso y lo bajo.
Encontrar la gran realización, dondequiera que esté —en la investigación
científica, en la producción literaria, en el arte plástico, en la acción política
—, y no acorazarse frente a ella con el rencor ofendido del que querría y no
puede, sino abrirse y reconocer: es bueno que alguien haya podido, eso es lo
que da medidas y hace capaz de juzgar.

Hemos visto que el respeto surge en el espíritu bien formado ante la gran
personalidad y la obra elevada; que se puede medir la situación cultural de
una persona por cómo la siente y con qué libre gozo responde a ella. Pero es
notable, y es un honor para el hombre, que también pueda aplicarse al
pequeño, al inerme, al que no es capaz de abrirse paso por sí mismo.

El hombre vulgar percibe una situación inerme — la del niño, del inexperto,
del débil— como incitación a explotarla; el hombre decente se siente
llamado a atender precisamente a lo inerme. Pero ¿por qué? Sería
comprensible si se dijera que resulta obvio para todo buen sentimiento
querer ayudar a un niño, a una persona débil. Disposición a la
ayuda, ciertamente, pero ¿por qué respeto?

Quizá es que el hombre decente, cuando se encuentra ante el desvalimiento,


se siente tocado y penetrado por la proximidad del destino.

Esto se prolonga en lo religioso —recordemos el modo como Jesús habla de


los niños y del “ay” que pronuncia contra quien haga daño a sus almas—,
algo que hoy está totalmente olvidado (Mt 18, 6 y ss.). ¿Cuántos son los que
hoy se siguen preocupando en serio por tal daño? ¿Cuántos toman
conciencia en absoluto de las impresiones destructoras que los que todavía
no saben defenderse pueden recibir de la prensa, radio, cine, televisión?
Entonces dice Jesús: Tened cuidado, porque “sus ángeles en el cielo
ven siempre la cara de mi Padre celestial”. Tras el desvalimiento del niño
está la vigilancia del ángel, que ve la santidad de Dios. Y lo que vale para el
niño, vale para todo indefenso.

Son cosas profundas; considerémoslas de cerca...

El hombre bien criado tiene respeto ante la gran personalidad, ante la gran
obra, pero también ante la persona inerme, ante el inexperto, el débil, el que
sufre, el oprimido. Es un signo de creciente barbarie que se pregone tanto la
desgracia, convirtiéndola en sensacionalismo en semanarios y revistas.
Quien es decente dice: es dolor humano, necesidad humana; ¡fuera las
manos! ¡Guárdate, no sea que se venguen embotando tu sentimiento, y
también, que no caigan sobre ti mismo!

Pero finalmente todo respeto desemboca en el respeto a lo sagrado. Lo


percibimos cuando entramos en las iglesias. En efecto, por eso se
construyen tan altas y con formas tan elocuentes, para que el espacio nos
mueva ya al entrar. Si no ocurre así, entonces, viéndolo en su naturaleza, no
hay en absoluto ninguna “iglesia”, sino sólo un espacio de reunión. Por
eso entramos en la iglesia con paso quedo y hablamos en ella con voz
contenida. ¡Cómo revela también la barbarie de nuestro tiempo el que los
viajeros se comporten en una iglesia como si estuvieran en un museo o en
un local deportivo! Pero hay algo peor: lo sagrado provoca rebelión en el
hombre, lo incita a la burla, a la irreverencia, a la violencia. Medio mundo
está lleno de eso; esos sentimientos y disposiciones de ánimo se han hecho
poder político. Y no diga nadie que le son extraños, en realidad acechan en
todos, desde la rebelión original. Así que haremos bien en mantener
despierto el respeto ante lo sagrado.

El acto básico de este respeto es la adoración de Dios. En ella se expresa del


modo más completo la verdad del hombre, especialmente cuando
también el cuerpo la realiza, inclinándose. Debe darnos que pensar el que
esto ocurra tan poco en Ja vida religiosa. Por lo regular, en ella sólo hay
ruego, o agradecimiento; rara vez ya la alabanza: la adoración no aparece
casi nunca. Y, sin embargo, es esencial. “Adoro a Dios” significa: tengo
presente que Él existe y estoy ante Él; que Él es quien existe por esencia, el
creador, y yo su criatura; que Él es santo, y yo en cambio no; y me amoldo a
la sagrada presencia con espíritu y corazón. Adoración es verdad realizada.

Y ahora vayamos un paso más allá; en efecto, una y otra vez hemos tratado
de seguir las virtudes que considerábamos hasta entrar en Dios, porque
“lo” bueno, en definitiva, es “el” bueno —“nadie es bueno sino Dios”,
como responde Jesús al muchacho (Le 10,18)—, y todo lo bueno que hay
en el hombre es elemento de su condición de imagen y semejanza de Dios.
Entonces, ¿cómo es: el mismo Dios practica el respeto?
Ciertamente, no hemos de decir tonterías, pero creo que a esta respuesta hay
que contestar que sí. Y precisamente el “respeto” se muestra en que Dios
haya creado al hombre como ser libre. No es raro encontrar una especie de
humildad que, para honrar a Dios, rebaja al hombre. Eso no es cristiano: en
el fondo, es la contrapartida de la “idolización” del hombre, y las actitudes
de contrapar tida propenden a convertirse las unas en las otras. Dios quiere
al hombre como su imagen, esto es, con conocimiento y responsabilidad.
Ahí se expresa una voluntad divina de respeto, pues también habría podido
crear al hombre de tal manera que estuviera sujeto al bien. Eso no habría
significado nada bajo, incluso tai vez —si pensamos en el terrible
desbordamiento de injusticia y crimen que atraviesa el mundo— hubiera
sido algo grandioso y feliz. Desde el comienzo habría podido irradiar tan
poderosamente su verdad en el espíritu del hombre, le habría podido situar
tan elementalmente la supremacía del bien en la conciencia, que al hombre
no le hubiera sido posible siquiera errar y pecar. Entonces el mundo habría
llegado a ser una obra de arte de belleza y de armonía, pero habría
faltado lo prodigioso de la criatura libre y también la disposición de ánimo
de Dios ante esa libertad, que sólo sabemos expresar diciendo: Hace honor
al hombre. De ahí surge el sagrado mundo del Reino de Dios, que se
construye por su gracia, partiendo de la libertad del hombre.

Y además, otra verdad básica de la Revelación recibe aquí una nueva luz: el
acontecimiento que concluye toda historia y la decide para la eternidad: el
Juicio. Cuando se habla de él, suele ser como un mensaje de terror. En
realidad, el Juicio es un testimonio de honor para los hombres, pues pone a
éstos bajo la medida de la responsabilidad. Sólo un ser con libre
responsabilidad puede ser juzgado.

Aquí reina un misterio que no cabe sondear. La voluntad de Dios es la base


de todo ser y hacer, y, sin embargo el hombre es libre. Lo es realmente
tanto, que incluso puede decir que no a la voluntad de Dios. Pero esa
libertad no existe al lado de la voluntad de Dios, ni menos como un poder
contrario que se eleva contra ella, sino que por él mismo es por quien existe
y actúa esa libertad: por su respeto.

El respeto de Dios ante la libertad, y al mismo tiempo la decisión con que


Él quiere el bien y sólo el bien, quizá sea sobre el que más se ha meditado,
este misterio; sin embargo, todavía no lo ha penetrado nadie.

¿Es posible entrar en profundidades aún mayores?

Dios es el que existe sin más, el fundamento en sí mismo, el que se basta a


sí mismo. ¿Cómo puede en absoluto haber “al lado” de Él, “ante Él”, algo
finito, e incluso libertad finita? ¿No debería elevarse como único existente
en el triunfo de lo absoluto? Pero la Revelación nos dice que Dios, uno y
trino, tiene en sí mismo infinita comunidad, fecundidad que supera a todo
concepto. Que es Padre, e Hijo y Espíritu Santo: hablante e interpelado, y
entendedor-entendido en infinito amor. Misterio, ciertamente impenetrable
a nuestro espíritu, pero manifestándonos igualmente que Él no necesita
nada de lo finito, ni para obtener conciencia, ni para tener amor, como ha
querido decir la soberbia del panteísmo.

Sin embargo, Él quiere que haya finitud, libre finitud: ¿no se manifiesta
aquí un misterio de divino respeto? Que el poder absoluto del acto divino de
ser no destroce al ente finito; que la ardiente majestad del yo divino —
mejor dicho, el “nosotros”, véase Jn 14, 23— no queme lo finito; al
contrario, lo quiere, en constante llamada lo crea y lo mantiene en su
realidad...

Realmente, “en él vivimos y nos movemos”, como dijo san Pablo en el


Areópago de Atenas (Hch 17, 28). Su respeto creador es el “espacio” en
que existimos. En nuestros días, cuando inunda el mundo esa temible
mezcla de altanería y tontería que se llama ateísmo, es bueno pensar en esa
verdad.
1

Sobre esto trata el epílogo a estas reflexiones, al final del libro.


7

FIDELIDAD

A continuación vamos a tratar de la fidelidad, y el objeto de nuestra


consideración implica que tomemos conciencia del matiz que hoy tiene la
palabra. En efecto, nos da vergüenza usarla. Como tantas otras
designaciones de virtudes, ésta ya no nos suena del todo auténtica, nos
suena demasiado grandiosa, demasiado patética y, frente a la complicada
realidad de nuestra vida, demasiado sencilla.

Muchas cosas han contribuido a que se llegara hasta ahí: hinchazón


literaria, retórica oficial, insinceridad de políticos y periodistas. También el
hecho de que, a través de años terribles, se exigiera una in-condicionalidad
en la adhesión, una disposición a todo sacrificio que no puede requerir
ninguna cosa de este mundo y que, al mismo tiempo, las mismas personas
que lo exigían ejercieran la traición de un modo estremecedor.

A pesar de eso, sigue siendo cierto que nuestra vida descansa en la


fidelidad. Así que haremos bien en meditar qué significa esta desgastada
palabra.

Ante todo, vamos a aclarar que hay dos clases de situaciones a las que se
aplica. La una es una disposición psicológica. En ella, los procesos
anímicos transcurren despacio, pero tienen profundo calado. Los
sentimientos son fuertes. No se inflaman de prisa y violentamente para
luego volver a extinguirse pronto, sino que permanecen y forman
determinaciones duraderas. Las decisiones requieren tiempo para formarse,
pero prosiguen como orientación interior e influyen de modo seguro en la
acción. Cuando una persona de tal carácter concede su inclinación a
otra persona, o se decide por una causa, se establece un firme vínculo que
perdura a través de muchas transformaciones. Tales cualidades son
hermosas, aunque naturalmente, tienen también sus lados de sombra:
el peligro de la terquedad, de la estrechez y de la injusticia. Pero, como se
ha dicho, son cuestión de disposiciones naturales, que no se puede dar uno a
sí mismo ni tampoco se pueden exigir éticamente de ninguna persona.
Otras naturalezas están formadas de otro modo, pero también están
obligadas a la fidelidad. Ésta puede no estar sustentada por una determinada
estructura anímica que quepa presuponer en todos. Es la persona humana,
su comprensión de lo verdadero y lo falso, de lo justo y lo injusto, del honor
y lo deshonroso, la libertad de su decisión y la firmeza con que

mantiene su decisión, en obsequio a la otra persona y a su confianza, a la


causa elegida o, mejor dicho, la firmeza con que la vuelve a poner en pie
siempre que amenaza caer.

¿Cuál es el sentido de esta virtud? Se puede describir como una fuerza que
supera el tiempo, es decir, la transformación y la pérdida, pero no como la
dureza de la piedra, en firmeza fija, sino creciendo y creando de modo vivo.
Tratemos de ponemos su imagen ante los ojos.

Se han conocido dos personas, han sentido amor y deciden casarse. Lo que
sustenta al principio esa alianza es la exigencia de una vitalidad por la
otra; son sentimientos de simpatía, experiencias comunes, coincidencias en
la relación con la naturaleza y el hombre, preferencias e inclinaciones
semejantes, y así sucesivamente.

Esos sentimientos al principio parecen garantizar la duración para toda la


vida. Pero ceden fácilmente, surgen diferencias, tales como siempre se
encuentran entre diversas personas, y entonces es el momento de la
verdadera fidelidad, esto es, que cada uno de los dos tenga conciencia: el
otro confía en mí. Se entrega a mí. Hemos entrado en una alianza que
determina nuestra vida. Lo que la sustenta ha de ser lo mejor que hay en
nosotros, el núcleo de nuestra humanidad, la persona y su capacidad de
merecer confianza. Y entonces empiezan las superaciones: ponerse a favor
del otro y conservarse para él, pero no para poseer y dominar, sino para
conservar la vida que descansa en la alianza y llevarla a fecundo
despliegue. Saberse responsable por el otro; no prescribirse cómo ha de ser,
sino darle libertad para que sea quien es por sí mismo; ayudarlo a llegar a
ser quien ha de ser por su misión esencial; aceptarlo una y otra vez
y ponerse a su favor.

También ha de considerarse esto: cuando se encuentran dos personas, cada


una llega con un determinado carácter. Pero “vivir” significa que la persona
crece y cambia. Muchas cualidades aparecen cuando se es niño, muchas al
madurar, muchas sólo en años tardíos. Entonces puede ocurrir que una
persona diga a otra un día, asustada: ¡Ya no te conozco! ¡Así que no eras
como cuando te quise! Puede ocurrir que uno se sienta abandonado en la
estacada, incluso engañado, como si la otra persona se hubiera deformado,
mientras que en realidad sólo fue una evolución viva lo que le ha sacado a
la luz las nuevas facetas. También aquí es el momento de la fidelidad, de
que supere y dure más allá del cambio’ Y no con fijeza y coerción, sino de
tal manera que el uno reci-

ba al otro una y otra vez de nuevo y de nuevo se amolde a él. Todo esto
puede ser difícil, y en ocasiones muy difícil; el sentimiento desengañado
puede rebelarse contra ello. Pero en la medida en que se ejerza esa
fidelidad, crece en profundidad y crea lo que constituye realmente el
matrimonio.

Sigamos considerando: fidelidad significa permanecer firme en una


responsabilidad, a pesar de daños y peligros.

Por ejemplo, uno ha asumido ciertas obligaciones. Le ha parecido bien la


cosa, la ha reconocido como correcta y el otro se confía a ello. Pero
entonces se cambian las circunstancias y hay amenaza de pérdidas. La
fidelidad significa que uno mantenga su palabra y tome sobre sí las pérdidas
que él, en caso contrario exigiría también al otro... O uno está poseído de
una idea, ha reconocido como necesaria una acción y se ha puesto a ello.
Como difícilmente puede dejar de ocurrir, surgen dificultades: la fidelidad
significa que resista y siga luchando... Puede tratarse también de riesgos del
trabajo: un médico siente que el trabajo consume sus fuerzas y quizá
amenaza su vida. Un funcionario tiene un servicio especialmente duro
porque los demás lo toman con ligereza. La fidelidad dice: no lo dejes.

¿Y qué es propiamente lo que se llama “convic-

Universidad de Navarra ’vaniirin rio Rihlinlrar'ne

ción”? Por lo pronto, comprensión: se ha visto que esto es así y así, y


entonces se establece firmemente; además, no necesita tampoco en sí de
mayor apoyo; por ejemplo, coincide con las opiniones de la época, o
produce provecho, o lo que sea. Pero dondequiera que hay seres humanos
en juego, los meros motivos de comprensión no bastan, sino que la toma de
posición debe estar sustentada por una obligación consigo mismo. La fuerza
con que ésta mantenga lo afirmado, incluso a través de tiempos y
situaciones en que los “motivos” palidecen o parecen inseguros,
es fidelidad.

La fidelidad supera transformaciones, daños y peligros. No por una fuerza


de obstinación correspondiente a un carácter. Esto puede ser así, y feliz
quien la posee. Pero la fidelidad es algo más que esto, algo diferente, a
saber: la firmeza resultante de que el hombre haya tomado algo en su
responsabilidad y lo sustente. Supera las mutabilidades, daños y amenazas
de la vida, partiendo de la fuerza de la conciencia.

En una persona así se puede confiar. Se siente que en él hay un punto que
está más allá del temor y la debilidad, desde el cual se renueva
constantemente su posición.

Pero no habríamos de olvidar otra fidelidad: la fidelidad a Dios.

¿Cómo es cuando una persona, en decisión responsable, se decide por la fe?


En principio, colabora todo lo que ha recibido en sí de los padres, de la
atmósfera de la casa, de los maestros, de la vida de la Iglesia y de tantas
otras cosas. También ha tenido él mismo experiencias religiosas. Por
ejemplo, en momentos de oración cordial ha percibido algo que era sagrado
y amistoso, y que servía de apoyo. O en determinadas ocasiones ha
experimentado lo que se llama providencia. Las respuestas de la religión
cristiana a las cuestiones de la existencia lo han convencido; ha notado que
si siguiera sus indicaciones se haría mejor, más firme, más rico
interiormente, y cosas semejantes. Sobre ello se ha decidido y ha dado
a Dios su fe. Esta primera actitud creyente es bella, generosa y llena la
conciencia de un hondo sentido. Pero con el tiempo también pueden
cambiarse estos sentimientos o desaparecer del todo.

Por ejemplo, desaparece la sensación de la proximidad de Dios, y en torno


al creyente surge un vacío religioso. O tiene que percibir todo lo humano
que va pegado al mundo religioso. O intervienen acontecimientos que no
puede poner de acuerdo con la idea de la providencia. O las opiniones de la
época se ale-

Romano Guardini —

■ jan de ia fe, de manera que ésta parece algo superado. Entonces la fe


pierde las ayudas que tenía en el sentimiento, en personas del ambiente, en
las coyunturas del acontecer, y palidecen las enseñanzas de la Revelación,
que al principio resplandecían tan prodigiosamente. Entonces se puede
imponer la pregunta de si no se habrá equivocado uno. Si no habrá
sucumbido a algún idealismo. En tales momentos, uno puede parecer un
tonto con su fe, entonces es el momento de la fidelidad. Dice: permanezco
firme. Cuando creí, lo que allí operaba no fue una mera propensión del
sentimiento, o la fuerza de atracción de una hermosa idea, sino una acción
del núcleo de la persona y de su sinceridad. La palabra “fe”, en alemán,
Glauben, se relaciona con geloben, “comprometido”: Dios se confía a ese
compromiso, a esos esponsales; así que yo me pongo de su parte.

De ese modo la fe adquiere una nueva significación: es esa acción en que el


hombre atraviesa el tiempo del alejamiento y el silencio de Dios. Cuando El
deja percibir su cercanía, y su palabra se hace viviente, no es difícil estar
seguro de su realidad: es una dicha. Pero cuando se esconde, y no se
percibe nada, y la palabra santa no habla, entonces se vuelve difícil. Pero
ahí es el momento de la auténtica fe.

Fidelidad es lo que supera el tiempo fugitivo. Tie-

ne en sí algo de eternidad; pero ya que se habla de eternidad, ¿cómo es un


Dios mismo? ¿Tiene sentido para Él la palabra? Esta pregunta nos lleva a
cosas profundas; hemos de tomarla cuidadosamente en el corazón.

Cuando Dios creó el mundo lo creó con verdadera grandiosidad —los


conocimientos científicos de las últimas décadas nos han hecho dar cuenta
de ello de modo abrumador—. Grande en lo grande y, si así se puede decir,
también grande en lo pequeño. El pensamiento se pierde en lo que ahí se ha
abierto. El mundo es mayor que nuestro pensamiento, frente a Dios es
pequeño, pues Él es absoluto. La palabra “es” no se puede aplicar al mundo
en la misma significación que a Él. No se puede decir: Dios y el mundo
“son”. Él es, sencillamente, dueño de sí, suficiente para sí; el mundo es
mediante Él, ante Él, hacia Él... Pero cuando Él lo creó, no lo hizo por
juego, sino con divina seriedad. En el mundo puso su honor. Se puede decir
realmente: le concedió su fidelidad, al decir que era “bueno”. Seis veces se
lee así en el primer relato de la Creación, y al final, por séptima vez: “Dios
vio todo lo que había creado, y vio que era muy bueno” (Gn 1). Con eso se
vinculó con el mundo.

Ya hemos hablado antes del mito indio según el cual el dios Shiva, en el
rebose de la alegría de crear, produjo el mundo, pero luego se hartó de él, lo
hizo pedazos y creó otro nuevo, y tras de éste, otro nuevo, y así
sucesivamente. Así resultaría ser el dios que no mantuviera su fidelidad a su
obra. Con su exigencia, no pasaría por la finitud del mundo, sino que al
cabo de algún tiempo le resultaría demasiado poco y lo arrojaría. ¡Sería
terrible estar en manos de semejante dios! Pero no es así el que se nos ha
revelado, sino que mantiene firme su obra. Mantiene el mundo en el ser. Lo
conserva en todo momento por su fidelidad.

Eso fue, si así se puede decir, la “puesta a prueba” de la fidelidad de Dios al


mundo, que reside en la misma finitud jamás superable de lo creado. Pero
a ésa se añadió otra, que nunca debía haber tenido lugar. No procedía de la
naturaleza de las cosas, sino de la historia, de la libertad del hombre, de un
abuso de esa libertad, de su sublevación, y vuelve a surgir siempre, una y
otra vez, de la rebelión del hombre. Entonces la fidelidad de Dios llega a ser
un concepto básico de la Revelación.

La Sagrada Escritura nos habla de cómo Dios, para traer redención, llama a
un pueblo; cómo establece con éste una alianza que descansa totalmente en
su eterna fidelidad, y cómo de ella surge la historia del Antiguo Testamento.
Y cómo, en definitiva, la fidelidad de Dios hace algo incomprensible: tomar
sobre sí mismo la responsabilidad por la culpa del hombre, entrar en la
historia mediante la encarnación y recibir de ella un destino.

La vida de Jesús es una única fidelidad. Expresión de ello es el modo como


permanece en la estrecha y hostil Palestina, porque se sabe enviado como
parte de la Alianza del Sinaí, aunque la amplitud del mundo pagano lo
recibiría con buena disposición. Permaneció allí hasta la muerte, ¡y qué
muerte!
De Dios viene la fidelidad al mundo. Podemos ser fieles sólo porque Él es
fiel y porque nos ha dispuesto, como imágenes y semejanzas suyas, para la
fidelidad.

FALTA DE INTENCIONES

Quizá el título sorprenda al lector, pues ¿quién se inclina hoy a ver una
virtud, es decir, una imagen de valor moral, en la falta de intenciones?

Hay un dicho de la sabiduría de la antigua China que dice que cuanto


menos intenciones tenga alguien, más poderoso es: el mayor poder sería la
plena libertad de intenciones. Pero esta idea nos es extraña. La imagen del
hombre que, desde la mitad del siglo pasado, ha llegado a ser canónica para
nosotros, tiene otra índole. Es la imagen del hombre activo, que va decidido
hacia el mundo y consigue en él sus objetivos. Este hombre está lleno de
intenciones y cree ser perfecto cuando todo lo que hace se somete a los
objetivos que se propone. Que consigue mucho no lo discutirían ni los
maestros de aquella vieja sabiduría. Pero probablemente dirían que la
mayor paite de los que son así se quedan en el dominio de lo superficial y
que pasan de largo ante aquello de que se trata realmente. Verdad es que el
Asia de nuestro tiempo empieza a pensar de otro modo.

¿Cómo vive, pues, el hombre en quien domina la actitud de intención?

En el trato, no se dirige a las demás personas con sencilla disponibilidad,


sino que siempre quiere algo: hacer impresión, ser envidiado, obtener
ventajas, salir adelante. Alaba para ser alabado. Cumple un servicio para
poder reclamar otro semejante. Con eso no ve en el otro realmente al
hombre, sino la riqueza o la posición social, pero siempre la rivalidad en
la existencia.

Ante él uno se siente avisado. Hay que ser cauto.

Se presiente su voluntad y se echa uno atrás. No llega a establecerse la libre


comunicación en que se realiza lo auténtico de las realizaciones
humanas. Naturalmente, la vida, con sus muchas necesidades, tiene sus
derechos. Un gran número de las relaciones humanas están construidas
sobre dependencias y finalidades, así que no sólo es correcto, sino
simplemente necesario que tratemos de conseguir en ellas lo que
necesitamos y que nos demos cuenta también de ello. Pero hay otras, y no
pocas, que descansan sobre el encuentro abierto entre persona y persona.
Si aquí la finalidad y la intención determinan la actitud, entonces todo se
cierra y se falsifica.

Dondequiera que se hayan de realizar las relaciones esenciales del yo y el tú


deben echarse atrás las intenciones. El uno debe ver al otro, estar
sencillamente con él y vivir con él. Debe entrar en la situación tal como lo
requiere su sentido: en una conversación, en una colaboración, una
diversión, en afrontar un destino, un peligro, una tristeza...

Sólo a partir de eso se hace posible lo grandioso humano: la auténtica


amistad, el auténtico amor, la clara camaradería en el trabajo, la limpia
ayuda en la necesidad. Pero cuando las intenciones adquieren
el predominio, todo se echa a perder.

Una persona que deja las intenciones donde les corresponde adquiere poder
sobre los demás; cierto es que un poder de índole peculiar. Nos acercamos
a esa idea de la antigua sabiduría de que se habló al comienzo. Cuanto más
trata uno de alcanzar, más firmemente se concentra el otro y se defiende.
Pero cuanto más evidentemente tiene la sensación de que no se le quiere
empujar a nada, sino sólo estar y vivir con El, de que no se quiere alcanzar
nada de El, sino sólo servir a la cosa de que se trata, más prontamente
abandona la defensa y se abre a lo que influye desde la personalidad.

La misma fuerza de la personalidad se hace más recia cuanto menos


intenciones actúan. Es algo completamente diverso de toda esa energía
exterior a pesar de toda “dinámica”, con que una persona somete a otra a su
voluntad. Viene de la autenticidad de la vida misma, de la verdad del
pensamiento, de la limpieza de la voluntad de obrar, de la pureza de la
disposición de ánimo.

Algo análogo ocurre con la relación del hombre con su obra.


Cuando un hombre trabaja dominado por intenciones, falta en su trabajo
precisamente eso que le da pleno valor: el puro servicio a la cosa. La
cuestión primera y dominante para él consiste en cómo sale adelante y hace
carrera. No sabe mucho de la libertad del trabajo y de la alegría de crear.

Si es estudiante, trabaja sólo con vistas a la profesión. Muchas veces ni


siquiera con vistas a lo que merece propiamente el nombre de profesión (en
alemán, Beruf, “vocación, llamada”), esto es, que el hombre sienta a qué es
llamado, cuál es su tarea en el conjunto de la sociedad humana, sino con
vistas a lo que abre más posibilidades de dinero y prestigio. En realidad,
sólo trabaja con vistas al examen: aprende lo que se exige para él, lo que
requiere precisamente el profesor en cuestión. No hay que exagerar
nada, también estas cosas tienen su derecho; pero si son lo único
determinante, entonces lo auténtico se echa a perder. Tal estudiante con
intenciones nunca siente lo que significa estar en el ámbito que sirve a la
ciencia; nunca siente su libertad y su alegría. Nunca lo mueve la gran
experiencia del conocimiento: las intenciones se le cierran. Lo que se ha
dicho del estudiante vale también de todas las demás formas de preparación
a la vida posterior.

Naturalmente, repitiéndolo otra vez, todo eso tiene su derecho. El hombre


ha de saber lo que quiere, pues si no se deshace su acción. Debe tener su
meta y ordenar su vida hacia ella, pero la meta debe estar sobre todo en la
cosa a que se dedica. También atenderá al beneficio y a la mejora; en efecto,
su trabajo ha de darle los medios que necesitan él y su familia, bienestar y
dignidad. Pero lo auténtico y esencial debe ser siempre lo que requiere la
obra misma: que se haga por completo y con limpieza.

Quien así piensa, no deja que su acción sea influida por otras miras que
queden al margen de la cosa. En ese sentido no tiene intenciones, sirve, en
el buen sentido de la palabra. Hace el trabajo que es importante en cada
ocasión y en el momento. Está entregado a él interiormente, y lo hace tal
como quiere ser hecho. Vive en él y con él, sin segundas intenciones ni
miradas laterales. Es una actitud que parece desaparecer por completo. Las
personas que hagan sus cosas en pura entrega, porque son valiosas,
porque son bellas, parecen ser raías. Cada vez con más frecuencia, la acción
se desvía a una intención de provecho y éxito que corre al margen de la
cosa. Sin embargo, esa falta de intenciones es ahí la única actitud a partir de
la cual surge la auténtica obra, la pura acción, porque en ella llega a ser
libre lo creativo. Sólo de ella surge algo grande, liberador, y sólo un hombre
que así trabaja se enriquece interiormente.

Desde lo dicho se abre también el camino a la última autenticidad del


hombre, esto es, el altruismo. Una de las más hondas paradojas de la vida es
que el hombre, cuanto más plenamente llega a ser él mismo, menos piensa
en sí mismo. Digámoslo más exactamente: en nosotros vive un falso y un
auténtico yo. Falso es el que constantemente subraya el “yo”, “a mf ’, “para
mf’, el que todo lo refiere al propio valor y provecho, y quiere disfrutar,
implantar y dominar. Ese yo cubre el auténtico, la verdad de la persona. En
la medida en que desaparece aquél, queda libre el segundo. En la medida en
que el hombre se aparta de sí con el altruismo, crece hacia dentro del
verdadero yo. Éste no mira a sí mismo, pero está ahí. También se percibe,
pero en la conciencia de una libertad, de una apertura, de una
indestructibilidad, que vienen de dentro.

El camino por el cual el hombre prescinde del falso yo y entra en el


verdadero es lo que los maestros de la vida interior llaman el
desprendimiento. Santo es aquel en quien el primer yo está totalmente
superado y ha quedado libre el segundo. Entonces el hombre está
sencillamente ahí, sin acentuarse. Es poderoso sin esforzarse. Ya no tiene
codicia ni miedo. Irradia en torno a él, las cosas entran en su verdad y su
orden.

Digámoslo con referencia a lo esencial: el hombre se ha abierto para Dios.


Si así cabe expresarse: es permeable a Dios. Es “puerta”, por la cual
irrumpe en el mundo el poder de Dios, y puede establecer verdad, orden y
paz. Hay un hecho en que esto sale a luz prodigiosamente. Cuando san
Francisco pasó su largo apartamiento en el monte Alvemia y hubo recibido
los estigmas de la pasión de Cristo en sus manos y pies y costado,
volviendo luego con los suyos, vino la gente a besar los signos de sus
manos. San Francisco, radicalmente humilde, había rechazado antes,
asustado, muestras semejantes de veneración.

Pero ahora se las consintió a quienes lo honraban, pues ya no tenía la


sensación de que se refirieran a él, al “hijo de Bernardone de Asís”, sino al
amor de Cristo en él. El yo externo estaba extinguido, pero resplandecía el
auténtico Francisco: el que ya no estaba ante su propia mirada, sino
completamente abierto para Dios.

Toda auténtica virtud —así lo hemos visto repetidamente— no sólo


atraviesa el ser humano entero, sino que sube y alcanza a Dios. Mejor
dicho: desciende de Dios, pues su “lugar” auténtico y original es la vida de
Dios. Entonces, ¿cómo es esto en la falta de intenciones? ¿No tiene Dios
intenciones, Él, por cuya voluntad existe todo y por cuya sabiduría está
ordenado todo?

Debemos cuidar de que no se entrecrucen las significaciones. “Tener


intenciones”, en el sentido como se usa aquí la palabra, significa otra cosa
que actuar. Todo actuar tiene un objetivo que ha de ser alcanzado, pues si
no, sería el caos; en este sentido, Dios mira al objetivo que ha establecido
Él y dirige ahí su actuación. Pero es algo diferente cuando quien actúa no se
dirige simplemente a la otra persona ni al asunto, sino que se refiere a sí
mismo, quiere cobrar valor, y busca ventajas. ¿Cómo había de tener Dios
semejante cosa ante los ojos? En efecto, Él es el Señor, Señor del mundo;
Señor del Ser divino y de la vida misma, ¿de quién habría de necesitar
todavía? Él lo tiene todo, mejor dicho, lo es todo.

Pero cuando Él crea el mundo no es como cuando un hombre produce una


cosa para hacer algo grande con eso, o para servir a sus propias
necesidades, sino que lo crea —atrevámonos a la palabra, que
ahora adquiere su más alto sentido— por puro y divino gozo en la cosa.
Crea las cosas para que existan, llenas de verdad, auténticas y hermosas. La
obra de Dios en el mundo no podemos representárnosla suficientemente
libre y gozosa.

Pero ¿qué pasa con la dirección del mundo, con lo que se llama
“providencia”? ¿No tiene en ella Dios intenciones constantemente? ¿No
guía al hombre, a cada hombre y todos sus destinos, al objetivo por
él pretendido? ¿No está ordenada la vida de ese hombre de tal modo como
efectivamente está porque la vida de aquel otro está conectada con él de ese
modo determinado? ¿No están todas las vidas humanas dispuestas en orden
recíproco y, por tanto, toda la existencia dispuesta por la sabiduría
planificadora de Dios? Una vez más, no debemos confundir las
significaciones. Lo que quiere ahí la suprema sabiduría no son
“intenciones” que transcurran al margen de lo auténtico, sino el sentido
mismo de lo querido, su verdad, el cumplimiento de su esencia.

Este querer es el poder que vincula cada cosa a otra, y relaciona un


acontecer con otro, y pone a ese hombre en comunidad con aquel otro, y a
cada cual con todos en general. Eso no es “intención”, sino “sabiduría”, la
soberana sabiduría del Maestro perfecto, que crea la existencia humana
como un tejido en que cada hilo sostiene a todos los demás, igual que es
sostenido por ellos. Ahora no vemos todavía el dibujo. Vemos el tapiz sólo
por el reverso; en cortos trechos podemos seguir líneas aisladas, pero luego
nos vuelven a desaparecer. Un día, sin embargo, se le dará la vuelta, al fin
del tiempo, en el juicio; entonces aparecerán resplandecientes las grandes
figuras. Y la pregunta que en el transcurso del tiempo nunca se contestó del
todo, y a veces de ningún modo, la pregunta del “porqué” —¿por qué este
dolor?, ¿por qué esta privación?, ¿por qué ése puede y yo no?—, todas las
preguntas de la necesidad de la vida, recibirán su respuesta por la sabiduría
de Dios, que hace que las cosas no sean un montón de objetos y los
acontecimientos no sean una mezcla de azares, sino que haya “mundo”.

ASCETISMO

Hubo un tiempo en que se hablaba no sólo con aversión, sino con irritación,
sobre todo lo que se llama “ascetismo”, como si se tratara de algo no
sólo torcido, sino innatural y perjudicial. Había la opinión de que el
“ascetismo” procedía del temor y enemistad a la vida, o incluso de un
sentimiento innaturalmente deformado. En él se manifestaría el odio
que tiene el cristianismo al mundo, la envenenada disposición de ánimo del
sacerdote que rebaja la naturaleza viva para reforzar su existencia propia, y
cosas semejantes.

Eso fue en la época de la prosperidad burguesa: desde entonces esto ha


cambiado mucho. Quien ha querido ver, ha visto lo que pasaba con el “culto
a la vida”. Sin embargo, la palabra sigue despertando sentimientos
contrarios, así que vale la pena preguntar qué significa realmente.
Mucho de la oposición al ascetismo procedía sencillamente del deseo de
tener carta blanca para los antojos de las tendencias. Pero aquí actuaba
también un falso concepto de la vida; dicho con más exactitud, del modo
como crece y se hace fecunda.

¿Qué pasa con la vida de la naturaleza? Pues se tiende a comparar al


hombre con ella, al querer dejar lugar para algo que contradice al espíritu de
Cristo. ¿Cómo transcurre la “vida”? ¿Cómo crece y se desarrolla un animal
sano? Siguiendo sus tendencias. Entonces todo va bien, pues exactos
instintos velan para que no entre por caminos falsos. Cuando el animal está
harto, no come más. Cuando está descansado, no se tumba sin necesidad.
Cuando apremia el instinto de reproducción, lo satisface; pasado su tiempo,
calla el instinto. El modo, el tipo, si así se quiere decir, conforme al cual se
realiza la vida de la naturaleza es la sencilla realización hacia fuera: lo que
está dentro, sale viviendo.

¿Cómo es en el hombre? En él actúa algo que no se encuentra en el animal,


tan evidentemente real y eficaz que hay que ser ciego para no verlo: el
espíritu. Éste lleva a una nueva situación todo lo que se llama “naturaleza”.

En efecto, en el ámbito del espíritu, la tendencia tiene otra significación que


en la mera naturaleza. Se mueve de otro modo, actúa de otro modo, así que
es insensato querer comprender la vida del hombre par tiendo de la del
animal. Verdad es que hoy se supera esta insensatez, queriendo comprender
al hombre a partir de la máquina; pero dejemos esto en paz. En todo caso,
no tiene sentido querer poner como imagen canónica del cumplimiento vital
del hombre la del animal.

¿Qué hace, pues, el espíritu en la tendencia humana, en los impulsos hacia


la alimentación, a la satisfacción sexual, a la actividad, al descanso, al
reposo, a la comodidad? Por lo pronto, algo sorprendente: los aumenta.
Ningún animal sigue la tendencia a la alimentación de la misma manera que
el hombre, que convierte el placer en objetivo por sí mismo y con ello se
daña a sí mismo. En ningún animal alcanza la tendencia sexual una
desmesura y una arbitrariedad como en el hombre, que se deja arrastrar por
ella a la destrucción de la vida y el honor. Ningún animal tiene tal gusto por
matar como el hombre, cuyo belicismo no tiene ninguna auténtica
correspondencia en el reino animal.
Todo lo que se llama tendencia trabaja en el hombre de otro modo que en el
animal. El espíritu sitúa los impulsos vitales en una peculiar libertad. Se
hacen más fuertes, más hondos, consiguen mayores posibilidades de
exigencia y respuesta, pero al mismo tiempo pierden la protección de las
ordenaciones orgánicas en que, en el animal, están vinculados y asegurados:
quedan sin regla y su sentido resulta en peligro. El concepto de “agotar la
vida”,, de “gozarla” (Ausleben) es un concepto ciego. Es lo que hace
el animal, es lo que tiene que hacer; el hombre, no. El espíritu da a la
tendencia un nuevo sentido. Se sitúa dentro de la tendencia y produce en él
hondura, carácter, belleza. Lo pone en relación con el mundo de los valores,
como también con lo que lo sustenta, la persona; elevándolo así al dominio
de la libertad. En el animal, las tendencias son “naturaleza”; el espíritu las
convierte en lo que llamamos “cultura”, entendiendo la palabra como
expresión de responsabilidad y superación.

En el animal, la tendencia construye el mundo circundante correspondiente


a su especie, pero con ello mismo lo ajusta a sus condiciones y Emites. En
el hombre lleva a un libre encuentro con la amplitud la riqueza del mundo,
pero con eso mismo queda también en riesgo. Se hace posible todo lo que
se llama exageración, excesivo refinamiento, antinaturalidad, posible y
atrayente.

El espíritu produce una elevación por encima de la tendencia. No la


destruye, no se convierte —como dice esa tonta expresión— en
“contradictor de la vida”. Eso lo hace sólo el espíritu echado a perder, que
traiciona a su propia esencia. Más bien adquiere la posibilidad de ordenar la
tendencia, de darle forma y llevarla así a un sentido más alto: a su
perfección, también y precisamente como tendencia; claro que bajo el
peligro de deformación y desnaturalización.

Todo esto —subrayándolo una vez más del modo más expreso— lleva a que
la tendencia en el hombre significa algo diferente que en el animal, y que
no tiene sentido que el hombre busque en ella, es decir, en la mera
naturaleza, la imagen de medida para su vida. “Ascetismo”, en cambio,
significa que el hombre se decida a existir como hombre.

De ahí surge para él una necesidad que no existe para el animal, a saber:
mantener sus tendencias en ordenación libremente querida y superar la
propensión a la desmesura o a la mala realización.

No como si las tendencias fueran malas en sí. Forman parte de la esencia


del hombre y actúan en todos los dominios y formas de su vida. Forman su
provisión de energía. Debilitarlas sería tanto como debilitar la vida, pero la
vida es buena. Una honda corriente en la historia de la religión y de la
moral parte de la idea de que la tendencia como tal, la vida sexual, la
corporalidad, e incluso la materia en absoluto, son malas; incluso que son el
mal, sin más, mientras que el espíritu como tal es el bien, absolutamente. Es
el dualismo, en que seguramente actúan motivaciones nobles, pero en
conjunto forma un peligroso error, y también se transforma, una y otra vez,
en un abandono de sí mismo a la tendencia. La motivación del auténtico
ascetismo no reside en tal . combate contra la vida de las tendencias, sino en
la necesidad de ponerlas en el orden adecuado. Éste está determinado
por los más diversos puntos de vista: las exigencias de la salud, la atención
a los demás hombres, las obligaciones respecto a la profesión y el trabajo.
Cada día se presentan nuevas exigencias de mantenerse en orden a sí
mismo, y eso es ascetismo. Esa palabra — del griego áskesis— significa
ejercicio, entrenamiento, ejercicio en la correcta orientación de la vida.

También ha de considerarse el hecho de que hay una ordenación de rango


entre los valores. Para dar una indicación: los hay cotidianos, como los que
pertenecen a la vida física; por encima están, por ejemplo, los valores de la
realización del trabajo; aún más arriba los de la relación personal y la obra
espiritual; finalmente, los que se realizan directamente en relación con
Dios. Realizamos estos valores con las fuerzas de nuestro ser vivo; pero
éstas son limitadas, y debemos damos cuenta claramente a qué tareas hemos
de aplicarlas. Debemos elegir y cumplir la elección; eso cuesta sacrificio y
esfuerzo, y eso precisamente es el ascetismo.

Pero, prescindiendo de eso, todos los que conocen la dejadez de la


naturaleza humana saben cuán necesario es imponerse superaciones
también voluntarias, no requeridas por objetivos inmediatos. Son necesarias
para que luego la voluntad, cuando un deber inmediato plantee sus
exigencias, pueda cumplirlas más fácilmente. Son necesarias como camino
a la libertad, que consiste, efectivamente, en ser señor de sí mismo, de sus
propias mociones y conveniencias.
Las tendencias físicas, tal como surgen de la organización anímico-coiporal
del hombre, entran en la conciencia de modo tan elemental que es fácil
olvidar las tendencias espirituales. En realidad, éstas, vistas desde el
conjunto de la vida humana, son aún más decisivas. La estructura de lo que
llamamos personalidad, su afirmación propia en el mundo, su acción y
creación, están sustentadas por las tendencias espirituales. Así, existe el
impulso de adquirir influencia, prestigio y poder en todas sus formas.
Hay tendencia a la sociedad y la comunidad, a la libertad y la educación.
Hay tendencia al saber y a la actividad artística, y así sucesivamente. Como
se ha dicho, todas las tendencias tienen su importancia como impulsos que
sustentan la afirmación propia del hombre y su despliegue propio; pero
también tienen la tendencia a la desmesura, a poner la vida propia fuera
de relación con la de los demás hombres, actuando así de modo
intranquilizador o destructivo.

Así se hace también necesaria una constante disciplina, cuyos puntos de


vista están determinados por la doctrina moral y la sabiduría vital, y esa
disciplina se llama ascetismo.

Pero dejemos las generalidades; miremos lo real. Pensemos, por ejemplo,


en una amistad. Se han conocido dos personas y se han agradado. Han
descubierto comunidades de opinión y de gusto, la simpatía se ha
desarrollado y cada uno confía en el otro. Piensan que su vínculo es seguro
y viven sin más preocupación. Pero, como es obvio, existen entre ellos
diferencias que poco a poco van cobrando vigencia. Surgen malentendidos,
enojos, tensiones. Pero ninguno de ellos busca la base donde residen
realmente, esto es, en la propia seguridad de sí mismos y en la propia
dejadez, y al cabo de poco tiempo empiezan a ponerse nerviosos
mutuamente. Desaparece la tranquila confianza y poco a poco se deshace
todo.

Para que dure una amistad debe haber una vigilancia sobre ella; algo que la
resguarde. Cada cual debe dar lugar al otro para que sea precisamente
el que es; cada cual debe hacerse consciente de sus propias faltas y ver las
del otro con ojos de amistad. Quererlo, y también lograrlo contra la
suspicacia, la pereza, la estrechez de la propia naturaleza, es también
ascetismo.
¿Por qué tantos matrimonios se vuelven mudos y vacíos? Porque en cada
uno de los dos domina la idea básica de que se trata de la felicidad, o sea,
que cada uno de los dos se puede satisfacer en consumir simplemente su
propia vida.

En realidad, el auténtico matrimonio es estar unidos en la existencia; es


ayuda y fidelidad. Matrimonio significa “que el uno lleve las cargas del
otro”, como dice san Pablo (Ga 6, 2). Así que sobre él debe velar una
responsabilidad nacida del espíritu. Una y otra vez debe el uno aceptar al
otro como el que es; debe renunciar a lo que no puede ser. Debe prescindir
de las embusteras imágenes de cine que destruyen la realidad del
matrimonio y saber que tras del encuentro mutuo del primer amor es
cuando empieza la tarea de veras. Que el auténtico matrimonio, pues, sólo
puede existir por autodisciplina y superación. Entonces se hace auténtico,
capaz de producir vida y entregar vida al mundo.

Alguien emprende una empresa, empieza un trabajo, algo que sea propio de
su profesión. Supongamos el mejor caso, esto es, que esté en su auténtica
vocación, que pueda hacer aquello para lo que está dotado, y que lo haga a
gusto. Ante todo, tiene gozo por la cosa y pone en juego todas sus fuerzas.

Quizá ya sería necesario que alguien le dijera que ha de mantener la medida


de lo posible sin exagerar nada. En efecto, al cabo de poco tiempo se hunde
la tensión, y tanto más rápidamente cuanto más violenta fue la puesta en
marcha, pero las tareas continúan. ¿Qué será de ellas, si sólo “el gozo de
vivir”, el gusto del trabajo, la alegría del éxito es lo que sostiene? Entonces
empieza por haber indiferencia, pronto repugnancia y finalmente todo se
deshace.

Ninguna obra prospera si no hay por encima de ella una responsabilidad a


partir de la cual el hombre hace su trabajo con fidelidad y autosuperación.

La vida del hombre transcurre en muchos estratos. Está lo superficial, lo


más profundo, lo totalmente esencial; y cada cual tiene sus exigencias, sus
valores y satisfacciones. Evidentemente, no se puede tener todo a la vez.
Hay que elegir: ceder lo uno para que pueda existir lo otro.
Volvamos a mirar a lo cotidiano. Quien va mucho al cine pierde el buen
gusto por ese gran espectáculo: ya no lo comprende. Entonces debe
preguntarse qué quiere y elegir, dejar a un lado la excitación superficial de
la película para tener capacidad de percibir lo más valioso, o para recobrarla
quizá, o quedarse con aquélla y convencerse a sí mismo de que es el arte
apropiado para la época; que necesita relajamiento; que, por la tarde,
después de la fatiga del día, no se puede hacer ya el esfuerzo que requiere el
teatro, y así sucesivamente... Quien lee mucho papel que no sirve para nada
pierde el sentido para la buena lectura. Entonces debe decidir claramente
qué es más importante para él... Quien constantemente está con gente y
habla y discute, pierde la capacidad de estar consigo mismo y, con ello,
todo lo que sólo ahí se manifiesta. Una vez más se trata de esto o aquello. Y
costará alguna superación dominar la inquietud que nos arrastra hacia
fuera...

En esta vida, que sólo dura unos pocos años tan veloces, el hombre que
quiera extraer lo preciso que pueda contener, ha de saber que se trata sólo
de que renuncie a lo menor para poder tener lo mayor.

Los proclamadores del mensaje de la vida dicen que no se ha de mutilar


esta vida, que hay que dejar surgir todas sus posibilidades y disfrutarlas. Si
se pregunta luego qué es el auténtico contenido de esta vida, su sentido y su
medida, entonces responden: ella misma, la “vida”, recia, palpable y rica.
Pero ¿es verdad eso? ¿La vida es sentido y medida para sí misma?

No sólo el sentir vulgar habla así, ha habido enteras filosofías que lo han
dicho así. Pero ¿no es revelador que hoy tengamos la contradicción, esto es,
la filosofía del desengaño y del asco? El sentido del acto vital no consiste
en disfrutar su propia sensitividad y su fuerza, sino en realizar aquello que
se le ha impuesto al hombre. Éste vive real y plenamente si conoce la
responsabilidad que tiene, si cumple la obra que le aguarda, si satisface a la
persona que se le ha confiado. Pero el reconocer y elegir lo justo, el
prescindir de lo falso —este pasar continuo por encima de los propios
deseos para ir al deber—, es el ascetismo.

Si miramos entonces de lleno a lo que decide por completo sobre el sentido


de nuestra existencia, esto es, a la relación con el que nos ha creado, bajo
cuyos ojos vivimos y ante el cual hemos de presentamos tras de estos pocos
años terrenales, entonces vemos fácilmente que eso no se puede conseguir
en absoluto sin disciplina y autosuperación.

El hombre no es llevado a Dios con la violencia. Si no se educa a sí mismo


para ello; si no se toma tiempo para la oración, por la mañana y por la
noche;

si no convierte la fiesta del día del Señor en una ocasión importante; si no


tiene a mano ningún libro que le muestre algo de “la anchura, la longitud y
la altura y la profundidad” de las cosas de Dios (Ef 3, 18), entonces la vida
se le escapa constantemente a uno fluyendo por encima de las quedas
amonestaciones que llegan desde dentro. Quien es así, cuando ha de estar
ante Dios, se aburre y todo le parece vacío. Los discursos, la prensa y la
radio le enseñan que para el hombre moderno ya no existen los valores y las
referencias de lo religioso, y no se siente justificado si no se sitúa en el
progreso universal... Para sentirse en casa ante Dios, de modo que uno trate
con Él a gusto y con sensación de presencia plena, hace falta también el
“ejercicio” —como en todo asunto serio—. Debe hacerse de modo
voluntario y con auto-superación, una y otra vez, y entonces, como
gracia, se recibe el regalo de la sagrada cercanía.

Así, hemos de aprender a considerar el ascetismo como elemento de toda


vida bien vivida. Haremos bien en ejercitarnos en ello, tal como, en
obsequio a la mesura, se ponen límites a un impulso; tal como se deja lo
menos importante, aunque sea atractivo, para hacer lo más importante; tal
como uno se domina a sí mismo para adquirir libertad espiritual...

Por ejemplo —si al lector le parece pedantería la precisión—, antes de dar


un paseo por la ciudad cabría proponerse no dejarse atrapar por los
anuncios y la gente, sino concentrar el ánimo en un buen pensamiento o en
tranquila libertad...; o cabría apagar la radio para que hubiera silencio en la
habitación...; o quedarse una tarde en casa, en vez de salir...; o decir alguna
vez que no en el comer y beber y fumar..., y cosas parecidas. En cuanto a
uno se le ha llamado la atención sobre ello, constantemente se
encuentran ocasiones de ejercicios que le hacen a uno libre; resistir un
dolor, en vez de eliminarlo en seguida con medicinas; aceptar interiormente
una renuncia que sea buena por alguna razón; tratar con
tranquila amistosidad a una persona antipática...
Esto, y cosas análogas, no son nada grandioso. No se trata de severos
ayunos, ni de vigilias nocturnas, ni de duros trabajos de expiación, sino de
ejercita- , ción en la vida justa: de la verdad, que nuestra vida lleva de modo
diferente que la del animal. Es la vida real del hombre, en que las
tendencias interiores se encuentran situadas por el espíritu en una libertad
sublime, pero también peligrosa. El espíritu les da todo , su dinamismo;
también él debe ejercer el poder ordenador mediante el cual la vida no es
destruida, sino llevada a su plenitud.
10

ÁNIMO

Esta consideración ha de tratar del ánimo... o de la valentía. Las dos


palabras aluden a algo relacionado, pero con pequeñas distinciones.
“Valentía” significa más el modo de comportarse en la situación concreta;
“ánimo”, la disposición de espíritu en general: el modo como uno se
enfrenta con la vida en conjunto. Las denominaciones han de usarse tal
como mejor venga en cada ocasión.

Ante todo hemos de pensar en esa distinción que ya nos ha sido útil varias
veces, esto es, entre disposición y actitud moral.

Existe el ánimo valiente como temperamento natural. Por ejemplo, una


persona de tal disposición no tiene sentimientos muy blandos, y cosas que a
otros los intranquilizarían ni siquiera le llegan a la conciencia. Su fantasía
no es muy viva, y los peligros posibles no se le presentan claramente ante la
vista. Así, atraviesa intacto situaciones peligrosas o las resuelve fácilmente.
Una excelente situación para la vida práctica, pero quien tiene tales
protecciones ha de guardarse bien de no volverse frívolo o brutal.

Puede ocurrir también que el ánimo proceda de una clara salud del modo de
ser: una gozosa fuerza vital que percibe las dificultades y peligros como
algo que da tensión; una confianza en la existencia que siente con seguridad
que las cosas irán bien. Esto es muy hermoso —si significa, por ejemplo, lo
que se llama “buena raza”—. Claro que también tiene sus peligros, y quien
tiene tales dotes naturales ha de cuidar de seguir siendo prudente y
agradecido. Finalmente, hay una disposición para el ánimo valiente que
pertenece al dominio de lo noble y lo extraordinario. Para quien tiene tal
índole, valentía y honor son lo mismo. Percibe la exigencia de la vida y
se siente obligado a respetarse a sí mismo, a hacerle frente. Quizá no es
especialmente fuerte en lo corporal; quizá es muy capaz de sufrir y por eso
se siente herido por los obstáculos exteriores e interiores. A pesar de eso
resiste firme, avanza tranquilamente, hace frente al acontecer sin miedo. Es
decir, tiene nobleza natural; por supuesto, también predestinación para un
destino difícil.

Todo eso es disposición. Uno la tiene o no la tiene, y puede ser para bien
como para mal. Si cae en manos de un prudente educador, quien así está
dotado reconoce él mismo sus posibilidades y entonces las transforma en
una vida útil, buena, incluso noble. Pero aquí vamos a hablar de lo que —si
no se oponen a ello circunstancias especialmente desfavorables— es posible
en todos y, por tanto, puede ser también exigido moralmente: lo que es
deber, para el cual hay que educarse.

¿Qué aspecto tendría tal virtud? ¿Cómo se desarrollaría?

Vamos en seguida al centro desde el cual se determina todo lo restante y


que, naturalmente, es también lo más difícil de realizar. Ahí el ánimo y la
valentía significan aceptar la propia existencia: ya hemos hablado de eso en
consideraciones anteriores. Esta existencia es un tejido de bien y de mal, de
cosas gozosas y dolorosas, de cosas que ayudan y sustentan, así como de
otras que estorban y cargan. El ánimo, sin embargo, significa que no se
busque ahí lo que agrada o puede vivirse fácilmente, sino que se acepte el
conjunto tal como es, en la confianza de que en ello reside la indicación
divina.

Todo hombre lleva en sí ese misterioso algo que se puede llamar la


estructura esencial. Significa que las propiedades no están yuxtapuestas
unas junto a otras, sino que forman una totalidad; algo en mutua
dependencia, decidido; que sustenta, pero también exige. Ahí cada elemento
apoya a los demás, así como cada cual lleva consigo su peligro y carga con
él a los demás. Esa estructura esencial la lleva consigo el hombre en la vida:
determina lo que él es y lo que puede, lo favorable y lo desfavorable —lo
determina a “él” precisamente—. Ahí el ánimo significa que el hombre
acepte esa figura básica de su existencia tal como es: que no seleccione
parte de ella ni deje nada.

Por ejemplo, no se puede ser un hombre de corazón sensible y percibir


gozo, pero no dolor, pues lo uno condiciona lo otro. Poder sentir es algo
hermoso; eso otorga grandeza a las cosas, la belleza del mundo, la
profundidad del trato, las tensiones de la lucha, la felicidad de la obra. Pero
el mismo sentir hace que el hombre sea invadido por cosas malas, por el
dolor de las carencias, por el apuro de los conflictos humanos, por la
infructuosidad del trabajo. No se puede tener lo uno sin lo otro. Así que
aquí la primera valentía significa aceptarse a sí mismo como se es: con la
fuerza de sentimientos del propio corazón, aceptar lo doloroso que lleva
aparejado, igual que lo sabroso que otorga. Eso no significa que haya de
llamarse todo bueno y hermoso, cierto que no. Pero por lo pronto hay que
aceptar; y luego, a partir de ahí, ver lo que se puede cambiar, elevar,
suavizar, mejorar.

La conexión de que se hablaba significa aún algo más. Es como una imagen
que está ante uno y que se puede mirar, pero también como una melodía que
se realiza en el tiempo; una figura que se percibe en el acontecer. Ésta
remite al mismo núcleo que aquélla, pues lo que le acontece a un hombre no
es algo arbitrario, sino que corresponde a lo que es. Estructura de destino y
estructura de naturaleza tienen una estrecha correlación.

Quien no tiene ninguna disposición técnico-económica no percibirá lo que


percibe quien la posee al fundar una empresa, viviendo el triunfo del éxito
y el apuro del fracaso. Todo eso le está concedido al segundo, negado al
primero. En cambio, quizá éste tiene una afinidad original para el arte y
percibe en él realidades que el otro nunca toca. Un tercero es científico,
supongamos que historiador. Vive en las diversas épocas, entiende la
grandeza de sus obras, siente el dolor de sus decadencias, todo lo cual
está cerrado a los dos anteriores. A las diferencias de disposición se añaden
luego las del sexo, la situación de salud, las relaciones sociales y así
sucesivamente, todo lo cual produce condiciones previas para jue en esa
vida en cuestión ocurran determinadas cosas que a otros les faltan.

Así, la existencia de cada hombre lleva en sí una conexión, una figura de


ser y acontecer, y él ha de aceptarla como es. No ha de querer lo hermoso y
no lo malo, sino decir en principio “sí” al conjunto. Luego, por supuesto,
hacer lo que pueda para darle forma tal como lo considere justo.

Pero para responder a la cuestión, que, en efecto, es nuestra cuestión


humana, hemos de penetrar aún más hondo.
Se puede intentar expresar de diversas maneras la esencia del hombre.
Partiendo de la conexión de la cual hablamos, podemos hacerlo diciendo: el
hombre tiene relación con el conjunto del mundo. El animal está encajado
en su mundo circundante, y por más que ese mundo circundante pueda
ampliarse en el transcurso de la evolución de los seres individuales y las
especies, siempre es por esencia parcial. Sólo el hombre está referido al
mundo entero; más aún, adherido al mundo.

Ahora bien, también está determinado de modo individual, limitado por


todo lo que significa índole del pueblo y del país, dotes, sexo, situación
cultural, posición social, profesión y demás; es decir, por esa estructura
esencial de que se hablaba. Pero esto contiene, en la puesta en juego
esencial, la referencia al mundo como totalidad, lo que se ha llamado lo
“microcósmico” en el hombre. Esta imbricación de índole especial y
referencia universal constituye la peculiaridad del hombre: el hombre está
caracterizado y referido a todo a la vez.

A esa tensión en la imagen esencial del hombre va unida otra: la tensión


que hay entre necesidad y libertad. El hombre vive en las leyes del
universo; pero lleva en sí las profundidades, a partir de las cuales siempre
puede producir un nuevo comienzo.

Así, para ser justo con la realidad, debe aceptar su carácter limitado, su
determinación por la estructura de su carácter; pero, por su libertad en la
referencia al mundo, es capaz de avanzar siguiendo su línea hacia la
totalidad.

Todo esto lo ha deparado Dios. Él me ha dado a mí mismo. De su mano he


de aceptar mi existencia, vivirla y persistir. Éste es el ánimo básico, y muy
necesario es hoy, cuando se habla tanto de la nada, de destrucción, de
miedo, de náusea y de cosas oscuras de toda índole.

En una gran parte, ciertamente, no es . más que charlatanería, y los que así
dicen y escriben tampoco lo toman en serio. Pero, por lo demás, nuestra
época está realmente amenazada, por fuera y por dentro; hay una transición
en que se deshacen cosas incontables, a menudo sin que se sepa qué ha de
venir de nuevo. Por eso es doblemente necesario que recibamos confiados
nuestra existencia de la mano de Dios y la vivamos animosos.
En esa forma interior del ser y la vida individual se apoya también una
ejercítación del ánimo, que a veces, cuando el hombre es de carácter
poderoso y vital, no se hace especialmente presente a la conciencia, pero
que muchas veces se percibe también como duro deber, a saber: la
confianza para ir viviendo hacia el propio porvenir, para actuar, para
construir, para entrar en vinculaciones. Pues el futuro, a pesar de toda
previsión, es lo desconocido en el individuo. Vivir, por su parte, significa
avanzar por eso desconocido, y puede extenderse ante el hombre como
un caos en el que hay que atreverse a entrar.

Aquí cada cual ha de jugarse el todo por el todo a que lo que se le presenta
no es ningún caos ni nada completamente ajeno. Antes bien, su propia
índole natural, el poder ordenador que hay en su propio interior abrirá un
camino, de tal modo que en definitiva llega a ser su propio futuro, pese a
todo, aquello a cuyo encuentro él va.

Esto, en efecto, forma también el fundamento natural para el mensaje de


Cristo sobre la providencia en que se sitúa todo hombre. Es decir, que el
futuro, aun con todo su desconocimiento, no es algo extraño ni hostil al
hombre, sino que se lo ha preparado Dios; que la existencia, en toda su
imprevisibilidad, no es ningún caos, sino que está ordenada para él por
la mano de Dios.

Creerlo y vivir con referencia a ello puede ser muy difícil para una persona
de carácter vacilante, quizá miedoso. Pero aquí el ánimo de vivir va unido a
la confianza en la guía de Dios.

Y aún ha de considerarse algo más, que se hace especialmente apremiante


en tiempos en que acaban eras históricas y empiezan otras nuevas, esto es,
la relación con el futuro en gran escala, con la marcha de la historia. Pues la
vida del individuo no corre en la historia como en un cauce neutral, sino
que forma paite de ella. Algunas veces ese individuo está tan estrechamente
vinculado con lo pasado que lo futuro le resulta totalmente extraño.
Entonces tenemos la vida del hombre que no se fía del porvenir y huye
retrocediendo al pasado; para quien lo pasado está tan lleno de sentido, y
sus formas son tan bellas, que todo lo nuevo le repugna.
También aquí hace falta ánimo: el ánimo que se atreve con el futuro, en la
confianza de que en él se desarrolla la guía de Dios. Este ánimo acepta lo
venidero, lo ve como su propia tarea y se adapta a ello. Esto puede ser muy
difícil, realizable sólo por una auténtica obediencia a la indicación de aquel
que conduce la historia.

Valentía significa aguantar en el peligro. ¿Qué constituye la raíz de aquello


que se llama peligro? Es el mal que actúa en todos los corazones y hace
que en cada momento pueda dirigirse algo hostil contra nosotros. Es la
vulnerabilidad de nuestro ser, que puede ser herido por todo. Es la
transitoriedad, que nuestra vida vaya hacia la muerte. Esto es así, y no se
puede cambiar. Pero valentía significa ver esta situación de la existencia y
hacerle frente.

Hacer frente a la vida tal como viene: ante todo porque se supera mejor el
peligro cuando se le hace frente que cuando se deja uno asustar por él; se
domina más fácilmente el dolor cuando se lo sobrelleva libremente que
cuando uno se contrae espasmódi-camente en él.

Pero lo difícil pertenece también a nuestra vida. Nos ha sido deparado. Si le


hacemos frente se vuelve ganancia. En toda situación hay una posibilidad
de crecer, de llegar a ser más hombre: ese hombre que se ha de ser. Al ceder
echamos a perder esa posibilidad.

El ánimo que acepta la vida y se enfrenta con ella valientemente en cada


ocasión, está convencido de que en nuestro propio interior hay algo que no
puede ser destruido, sino que más bien saca sustento de todo; que con todo
se hace más fuerte, más rico, más hondo, si se vive como debe ser, porque
procede del poder creador de Dios.

Propiamente ese “algo” en mí es el propio poder de Dios. Si en una hora


feliz penetro en mi interior con calma, concentrado, cada vez más hondo,
hasta donde, por decirlo así, limito por dentro con la nada: ahí está el poder
de Dios y me sustenta en el ser. El hecho de que Él me sostiene es
indestructible, aun cuando atraviese peligros, incluso la muerte. De ahí, en
efecto, procede hoy tanto hablar de miedo y hundimiento y nada; de ahí los
monstruos en arte y literatura; de ahí también el abuso del poder político
en todas partes, porque ya no está viva la conciencia de ser sostenidos
interiormente, la confianza de tener la sagrada mano en lo hondo, en el
borde de la nada.

Hay todavía otra valentía de la que también hay que decir una palabra: la de
atreverse a la voluntad de Dios.

A cada cual, de alguna manera, le llega la llamada de Dios y decide su vida.


Puede significar cosas muy diversas. Por ejemplo, se trata de qué
profesión ha de emprender. Mucho depende de que uno elija el trabajo vital
que le dice su interioridad: eso es lo tuyo, a eso estás llamado; o que elija
otro que promete más dinero, más fácil éxito, mayor prestigio.

Puede tratarse de una persona, de una amistad, de un amor. También se trata


de si uno se deja atraer por algo que es sugestivo, lisonjero para el
sentimiento propio, pero ante lo cual la voz íntima avisa que ahí se va a
perder lo mejor: o si uno elige algo que quizá es más áspero, más exigente,
pero que edifica vida y enseña responsabilidad.

También hay decisiones menores. En efecto, en el fondo toda amonestación


de la conciencia es llamada de Dios. Pues lo bueno no es sin más lo útil, o
lo vitalizador, o el progreso de la cultura, sino la santidad de Dios, que
impulsa al hombre a recibirla en su vida y que se encarna en lo requerido
moralmente en cada caso. Cada ocasión es una llamada así; pues se nos
dirige a nosotros y dice: haz esto..., ¡no hagas eso! Una y otra vez nos
ponemos ante eso, para arriesgamos a la verdad o para mentir, para
arriesgarnos a la rectitud o para buscar provecho, a la pureza o para
ensuciarnos, a la nobleza o para resbalar a lo vulgar. En cada caso llama
Dios.

El ánimo y la valentía representan aquí poner la mano en la suya y seguirlo,


en lo pequeño y en lo grande, El camino puede llevar muy lejos.
Conocemos a esas personas que avanzan tanto que se escapan a nuestra
comprensión, los santos. Los oímos hablar, leer sus escritos, pero ellos han
desaparecido con lo suyo propio, se han ido con Dios. Ese es el máximo
riesgo.

Si hay un arrepentimiento temible al fin de la vida es éste: he oído la


llamada, pero no la he seguido...
En nuestras meditaciones siempre hemos vinculado a Dios la virtud que
considerábamos, intentando conocerla mejor desde Él. ¿Cómo es esto: en
Dios, cabe hablar de ánimo y valentía? Cabe, con tal que prescindamos de
todo aquello que es solamente humano: lo que, referido a Él, atacaría a su
santa soberanía.

¿Dónde, pues, ha sido “animoso” Dios en este sentido supremo? Lo fue al


crear al hombre. Cuando Dios —la palabra puesta entre todas las comillas
que requieren las expresiones que lo sitúan en el tiempo— “se decidió” a
crear seres que tienen libertad y a darles así su mundo en la mano. Pero eso,
a su vez, significa —dicho también entre comillas— que Él les pusiera en
las manos “su honor”. Pues Él creó el mundo en sabiduría y amor: lo llamó
“bueno” y “muy bueno” —véase el capítulo primero del Génesis—, y lo es
para siempre. Esos seres, sin embargo, los hombres, podían ser fieles o
también rebelarse contra Él. Y, sin embargo, Él arriesgó su obra en
el peligro de la libertad, de los hombres.

Pero cuando el peligro se hizo realidad y los hombres le negaron la


obediencia tuvo lugar el segundo “arriesgarse” de Dios, tan
inconmensurablemente grande, que siempre vuelve a hacer falta la
entera fuerza de la fe confiada para no enloquecer con eso: Él mismo
intervino en la responsabilidad por la culpa del hombre, se hizo hombre y
asumió un destino en nuestra enredada historia.

¿Hemos meditado alguna vez sobre la valentía de Cristo, verdaderamente


divina? ¿Nos hemos dado cuenta de qué valor ardía en el corazón de
Jesús cuando él, que venía de la cercanía —“del seno”, dice san Juan— del
Padre, entró en el mundo tal como es, en toda su mentira, su voluntad
asesina, la mezquina estrechez de nuestra existencia; y eso no protegido por
la altivez del fiósofo, no asegurado por la táctica del político, no dispuesto a
replicar a la astucia con la astucia, al golpe con otro golpe, sino en
la situación inerme del perfectamente puro?

Pero pongamos la vista en cómo nos portamos en los peligros de este


mundo, con qué energía sabemos defendernos y con cuántos medios. Jesús
nunca se protegió, sino que aceptó todo lo que le venía de la voluntad de
poderío y la falta de escrúpulos de los hombres. Nosotros los hombres no
vivimos el mundo como es, sino que elegimos de él lo que nos conviene: Él
aceptó lo que le echaba encima la marcha de las cosas, pues ésa era la
voluntad del Padre. Nosotros sabemos adaptamos, eludir, buscar
ventajas. Él fue de tal índole, habló y actuó de tal modo, que lo peor que
hay en el hombre se sintió provocado a salir: de modo que, como se dice en
el Evangelio de san Lucas, “se descubrieran los pensamientos en muchos
corazones”. Él vivió y atravesó en verdad la situación del mundo. En la
hora de Getsemaní presentimos lo que eso significó. Si se entra en eso con
el pensamiento, quizá uno se estremece ante lo que significa: la valentía de
Dios en Cristo...

Pero Él no se arriesgó a esta vida para llevar a cabo algo que fuera
terrenalmente grandioso, resplandeciente heroísmo, poderosas obras
civilizadoras, sino que fue “rendición”: ocurrió por nosotros. Ocurrió para
que conquistemos la valentía de ser “cristianos” en el mundo en que Él fue
“Cristo”.

En la medida en que prescindimos de las ilusiones y vemos cuántas cosas


que se llamaban moral cristiana, cultura cristiana, eran en realidad asunto de
una determinada situación histórica; en la medida en que percibimos cómo
el mundo hace todo lo que dice san Juan en el prólogo de su Evangelio
sobre su comportamiento frente al Hijo de Dios hecho hombre, nos damos
cuenta de que el intento de ser cristiano en Él, y de determinar a partir de
Cristo el sentido de la existencia, es aparentemente desesperado.
Entonces se hace evidente lo que significa en definitiva “ánimo” o
“valentía”: la actitud que aquí dice “a pesar de todo”, y, a pesar de todo,
emprende la lucha que le hace parecer insensato. Entonces no se puede
olvidar que Él ha luchado antes que nosotros, haciendo así posible la
superación.

11

BONDAD

En este capítulo vamos a considerar una virtud que fácilmente se queda


corta, porque es retraída, poco llamativa, tranquila: esto es, la bondad.
¡Cuántas veces se habla del amor! A eso invita, pues es grande y
resplandeciente. Pero habría que hablar de él en menos ocasiones: sería
mejor para él; y en cambio hablar más a menudo de lo que tanta falta hace
en nuestra dura época, esto es, de la bondad. La palabra fácilmente desvía a
considerar con cierto menosprecio lo que significa, a entender “bondad”
como mansedumbre, lo cual es cierto que no representa nada especialmente
valioso. Esta es pasividad, que deja acontecer, o pereza, que no quiere
conflictos, o también tontería, a la que se puede persuadir de todo
lo posible. La bondad, por el contrario, es algo fuerte y profundo, pero por
eso mismo no es fácil de determinar.

Intentémoslo: un hombre bondadoso es uno que tiene buena intención


respecto a la vida, de raíz. Pero ¿se puede tener mala intención también
respecto a la vida? Se puede realmente, sobre todo cuando la cuestión no se
orienta tanto a acciones visibles como a una disposición de ánimo que está
detrás, y quizá no llega especialmente a la conciencia.

Por ejemplo, un hombre puede ser dominante respecto a los demás. Aunque
diga que quiere lo mejor para ellos, de lo que trata en realidad es de
dominarlos. Quien es así no tiene buena intención respecto a la vida, pues la
ahoga con el afán de dominio. De ahí proceden muchas tragedias de
familia; de que uno quiera someter a los demás sea hombre o mujer, hija o
hijo. El verdadero bien deja espacio abierto a quien vive, movimiento libre;
mejor dicho, se lo da, se lo produce, pues sólo ahí prospera.

O produce en el interior del hombre un rencor a la vida. Él piensa que ha


sufrido una injusticia, que sus expectaciones se han visto defraudadas, que
sus pretensiones no han obtenido satisfacción. Quizá es así realmente, y
debería tratar de obtener lo mejor de lo que aún es posible; pero no es capaz
de pasar por encima del sentimiento de agravio, y se venga. “Todos son
así”, dice, porque uno ha sido así; “no hay justicia”, porque considera que
no la ha encontrado para sí... La bondad renuncia porque es generosa y
concede libremente a los demás; porque tiene confianza y deja que la vida
vuelva a empezar otra vez constantemente.

Muchas faltas de bondad proceden de la envidia. Algunos son pobres y ven


a los demás con riqueza. En algún aspecto todos observan que otros tienen
lo que a ellos les falta. Si no se contentan con eso se agrian, envidian a los
demás lo que tienen y luego se envenenan, haciéndose enemistad contra la
vida. La bondad puede prescindir de sí, puede conceder a otros lo que le
falta, quizá incluso disfrutar de ello en otro... Así cabría decir aún más.

La bondad significa que uno tenga buena intención respecto a la vida.


Dondequiera que se trata con algo vivo, su primer movimiento no es
desconfiar y criticar, sino tener respeto, dejar valer, ayudar a crecer. ¡Cuánta
falta hace esta disposición de ánimo en la vida, en la vida humana, que es
tan frágil!

Pero en la bondad también hay fuerza. Cuanto más pura es, más fuerza, y la
bondad perfecta es inagotable. La vida está llena de dolor; si uno tiene
buena intención respecto a la vida, cuando viene el dolor y es sentido, ello,
pese a todo lo fortalece. La vida quiere ser comprendida, pero esto fatiga.
Requiere ayuda; pero sólo puede ayudar realmente quien comprende, y
quien comprende precisamente este dolor: quien encuentra las palabras que
aquí son ne-cesarías y ve lo que debe ocurrir para suavizarlo. ¡Ay de la
bondad si es débil, por más que tenga buena intención! Le puede ocurrir
que se deshaga sólo en compartir sentimientos o, por el contrario, que
se vuelva violenta para defenderse.

La auténtica bondad implica paciencia. El dolor vuelve una y otra vez,


queriendo ser comprendido: una y otra vez las faltas del prójimo se hacen
perceptibles, y éste se vuelve insoportable precisamente porque se lo
conoce de memoria. Una y otra vez la bondad debe ofrecerse y aplicarse.

Y algo más forma parte de la bondad, algo de que sólo se habla raras veces:
el humor. Ayuda a sobrellevar con más facilidad: más aún, sin él no marcha
nada en absoluto. Quien mira a los hombres solamente en serio, sólo en
forma moral o pedagógica, a la larga no lo aguanta. Debe tener ojos para lo
peculiar de la existencia. Pues todo lo humano lleva consigo algo de
cómico: cuanto más grandiosamente uno se entrega más fuerte se hace esto.
Pero el humor significa que se tome la naturaleza humana en serio y
que uno se esfuerce por ello, pero de repente se ve qué peculiar es y uno se
ríe, aunque sea sólo por dentro. La risa amistosa por la rareza de todo lo
humano: eso es el humor. Ayuda a ser bondadoso, pues tras la risa, la
seriedad vuelve a ser más fácil de aplicar.
Otra cosa final ha de decirse sobre la bondad; a saber: que es silenciosa. La
verdadera bondad no habla mucho: no se adelanta; no hace ruido con
organizaciones y estadísticas; no fotografía y no analiza. Cuanto más
profunda es, más silenciosa se vuelve. Es el pan cotidiano de que se nutre la
vida.

Donde desaparece, por mucha ciencia que haya, y política, y bienestar, en el


fondo todo sigue frío.

Y ahora hemos de buscar la bondad allí donde está el origen de toda virtud:
en Dios.

Él es la bondad por esencia. En los Salmos, el libro de oración del Antiguo


Testamento, se encuentran hermosas cosas sobre ella. Cosas dignas de
crédito, pues el hombre del Antiguo Testamento no era blando de corazón:
no lo habría podido ser con la dura vida que tenía que llevar. Israel era un
pueblo pequeño y vivía en una tierra avara: la mitad era tierra pedregosa.
Siempre estaba amenazado, pues en torno acechaban civilizaciones
gigantescas, ricas, repletas de la soberbia y la altanería de lo mitológico, y
hostiles a la pura fe en Dios de la Revelación. Si alguien de ese pueblo
habla de la bondad de Dios es una experiencia auténtica. Así, por ejemplo,
se dice en el Salmo 144:

Suave y bondadoso es el Señor lento para la ira, rico en gracia.

El Señor es bondadoso para todos los seres, misericordioso para todo lo que
ha creado.

Si se pudiera ver la bondad de Dios, ese abismo de buena intención, uno


tendría alegría para toda la vida. El hecho de que haya “mundo” en absoluto
ya es un constante efecto de la bondad de Dios. No lo habría, si Él no
quisiera. No lo necesitaba Él para sí mismo; ¿por qué habría de necesitar
del mundo el Dios infinito, si el mundo desaparece ante Él? Cuando Él lo
crea y lo mantiene en el ser es porque Él es bueno para el mundo.

Pero alguno preguntará: ¿tiene el mundo aspecto de que Dios sea bueno
para él? La existencia humana, ¿se presenta como obra de la bondad
divina? Quien sea sincero empezará por contestar: ¡cierto que no! Pues
constantemente se eleva la pregunta del hombre a Dios ¿por qué todo esto,
si tú eres bueno? La pregunta es comprensible cuando surge de un corazón
apurado, pero en sí es tonta, pues ¿de dónde viene todo lo terrible que
amarga al hombre su existencia?

Él mismo se lo ha causado.

Cuando se eleva el reproche de cómo puede ser bueno Dios, más aún, de
cómo puede haber en absoluto un Dios, si todo es como es, quien así lo
hace por lo regular pregunta con alguna idea sobre de dónde viene todo lo
malo. Sin embargo, así fue; Dios puso al hombre el mundo en la mano, para
que, de acuerdo con el Creador, edificara esa existencia que nos muestra el
Génesis bajo la imagen del Paraíso. Pero ¡el hombre no quiso! No quiso
construir el Reino de Dios, sino su propio reino. De ahí viene todo lo
enredado, lo inauténtico, lo destructor que hay en la actividad del hombre.
¿Cómo puede ahora levantarse y decir: “si existieras, Dios, no habrías
creado semejante mundo”? Y el trastorno atraviesa cada vez más la
existencia por medio del hombre: por medio del mismo que eleva la queja.

Pues así es: cada cual de nosotros hace la vida un poco peor. Toda mala
palabra que decimos envenena el aire. Toda mentira, toda violencia penetra
en la existencia y produce más honda confusión. Los hombres mismos
somos quienes hemos convertido la vida en lo que es, de modo que no es
honrado que luego nos levantemos a decir que Dios no puede ser bueno, si
todo va así. Sólo podemos decir: “Señor, dame paciencia para sobrellevar lo
que hemos producido, para hacer también lo mío, de modo que
haya mejoría donde estoy.” Ésa es la única respuesta honrada.

Pero se podría objetar aún algo más, preguntando cómo puede ser bueno
Dios si en el reino de esos'seres que no pueden ser malos, o sea, los
animales, hay tan innumerables dolores. Muchos hombres melancólicos no
han sabido superar esta cuestión. ¿Cómo puede estar la bondad de Dios
sobre el mundo, si la creación inocente padece constantemente cosas
tan terribles? Seré sincero: no conozco respuesta. Pero me ha ayudado una
idea que quizá también pueda ayudar a otros, esto es, la consideración de
qué significa “bondad” cuando es Dios de quien se dice. Tenemos derecho
—y también obligación— de formar conceptos, a partir del reflejo de la
esencia de Dios en las cosas y en nuestra propia vida, con los
cuales intentamos captar cómo es Él. Así podemos decir: Dios es justo,
Dios tiene paciencia, Dios es bondadoso, y así sucesivamente todas las
importantes expresiones con que referimos lo grande y lo hermoso de la
Creación —purificado de imperfección— a aquel que la creó. Pero si
consideramos con más exactitud: ¿Qué indica, por ejemplo, la expresión de
que Dios es justo? Lo que significa la palabra “justo” cuando se refiere a
una persona lo sabemos, pues somos seres finitos, y, por tanto, captables
con conceptos finitos; pero ¿y si lo referimos a Dios, que está más allá de
toda medida y concepto? A nuestro pensar y decir sobre Dios le pasa eso:
todo lo que existe de modo finito recibe de Él su estructura esencial. Por eso
nosotros tomamos una de las cualidades de ese ser, la captamos en la
palabra, la presentamos a Dios y decimos: así es Él, sólo que de modo
completamente perfecto, como modelo de esta imitación finita. Pero ahí,
conscientemente, la palabra queda absorbida por el abismo de Dios, y no
podemos hacer otra cosa que entender su “sobregrandeza”. Igual ocurre
aquí. Por ejemplo, si digo de una madre que es bondadosa, que la familia
entera recibe vida de su bondad, entonces sé lo que quieren decir esas
palabras, y no se puede atribuir nada mejor a una persona. Pero ¿y si
digo: Dios es bueno? Para empezar, sé lo que quiero decir, pero luego el
misterio se apodera de la palabra y me la arrebata. Sin embargo, permanece
una orientación de sentido, como un camino resplandeciente trazado por un
meteoro cuando desaparece en la inconmensurabilidad del espacio cósmico.
Queda un silencio que percibe esa orientación: un respeto que se estremece
ante el misterio: y todo se vuelve, adoración.

Y eso, a su vez, para nuestra pregunta, significa: Dios también es bueno


donde no comprendemos su bondad.

12

COMPRENSIÓN

La sociedad humana no es un aparato cuyas partes componentes estén


ajustadas mutuamente de modo que formen un conjunto que corra en
unidad, sino que está formada por seres individuales, cada uno de los cuales
tiene su índole especial, a pesar de toda la semejanza de pueblo y época:
cada cual tiene su camino de evolución, sus objetivos y destinos. Bien
es verdad que los individuos están unidos entre sí por múltiples relaciones:
por nacimiento, educación, amistad, dependencias del trabajo, y así
sucesivamente. Pero cada hombre tiene su propio centro, que refiere hacia
sí sus experiencias y actividades, emergiendo de ese modo de las
conexiones universales. En cada cual actúan también fuerzas hostiles a la
vida ajena, que hacen difícil la convivencia, y aun la destruyen.

¿Qué se requiere, pues, para que la convivencia sea no sólo posible, sino
fecunda? Muchas cosas podrían responder a esa pregunta: una de ellas es
la comprensión. Pero no es cosa pequeña.

Pues ¿qué significa eso? ¿Cuándo soy comprensivo? Cuando observo lo


que pretende aquel otro con quien tengo que habérmelas. Cuando
comprendo por qué actúa así, por qué lleva su vida de ese modo, por qué ha
llegado a ser tal como se me presenta...

Para ver mejor de qué se trata, vamos a mirar a otros seres que también
viven en comunidad: los animales. ¿Se comprenden mutuamente? Están
unidos por las más diversas relaciones: dependen unos de otros de las más
múltiples maneras. Pensemos, por ejemplo, en los pájaros, que en una época
dada se apaiean, alimentan a sus pequeños y los protegen; los ayudan a
hacerse independientes: ¿se comprenden mutuamente? Se podría pensar que
así es, pues cada cual se comporta tal como es bueno para el otro o para las
crías. Se ayudan unos a otros a vivir: de modo que se piensa que deberían
también entenderse mutuamente. Pero no cabe hablar de eso. Un sencillo
hecho lo muestra: en cuanto los pequeños se hacen grandes se vuelven
extraños. Es decir, aquí no hay comprensión, sino que los dos seres de la
pareja, y a su vez la pareja y las crías que surgen de su vida, forman un
círculo de vida, un conjunto para cuya conservación actúan instintos que,
por lo demás, sólo actúan a favor del individuo, y que se extinguen tras
el cumplimiento de los objetivos biológicos. Más aún, precisamente porque
no se “comprenden”, porque en su relación no hay duda ni examen, todo
ocurre de modo tan adecuado al objetivo y tan seguro.

O pensemos en los animales que viven en permanente unión y a cuya


conducta tanto se suelen aplicar conceptos sociológicos, tales como las
hormigas o las abejas. Tal unión consta de incontables individuos, cada uno
de los cuales ejerce una función en el conjunto. Pasan unos junto a otros sin
molestarse: más aún, se ayudan mutuamente, se defienden recíprocamente,
construyen, en admirable acuerdo, una estructura vital muy complicada: ¿se
comprenden mutuamente? A su unión se la llama un “Estado”: ¿lo
es verdaderamente? Eso presupondría que en él, al menos en situaciones
determinadas, tuviera lugar una consciente autoordenación de los
individuos y, por tanto, una comprensión mutua. Pero no es ése el caso, y
toda la imagen de un “Estado” es falsa en el fondo. Si se quisiera expresar
correctamente esta relación vital se haría mejor en pensar en la relación
vital que existe entre las células de un organismo. Un hormiguero es como
un solo ser vivo, cuyos animales-células no están regidos por un acuerdo
comprensivo, sino —en lo poco que dice la palabra realmente— por un plan
de conjunto que actúa por instinto.

Entonces, ¿cuándo podemos hablar de una comprensión? Cuando la


relación vital en cuestión está formada por seres en cada uno de los cuales
vive una interioridad que se vela en un exterior, pero que también se
expresa a la vez en él y, por tanto, puede ser leída ahí por otro ser análogo.

Por la calle, se me acerca uno, me mira, se quita el sombrero: veo en todo


que su atención se dirige a mí, que se “refiere” a mí... En la expresión de su
rostro leo que el hombre con quien ahora tengo que hacer tiene buen ánimo
hacia mí, o experimenta aversión o se siente perplejo... Uno me explica su
conducta en una determinada ocasión, que me sorprendió. Oigo las
palabras: su sentido se me hace claro; ahora sé lo que antes no podía saber...
Todo eso, y otros procesos incontables, tal como se realizan constantemente
en la vida, significan que el hombre lleva en sí un mundo interior, actos,
situaciones, disposiciones de ánimo, que al principio están escondidos, pero
que salen a la palabra, se expresan y pueden así hacerse patentes.
Comprensión significa entonces saber leer y escuchar lo que se pretende en
el interior, partiendo de lo observado exteriormente.

Ese mismo exterior, sin embargo, puede también ocultar lo interior. Cuando
uno está intranquilo, pero no lo quiere mostrar, entonces “se domina”; hace
cesar el juego de los medios de expresión, “pone cara

tranquila”. Los procesos, situaciones y actos interiores quedan entonces


“detrás” de lo visible, o “debajo”, o “dentro de” ello, según se exprese la
situación, conforme al punto de vista determinado de la consideración.
Entonces, ¿qué significaría comprensión? Se podría hablar de ella si la otra
persona fuera tan perspicaz que, en la expresión de los ojos, o en pequeños
movimientos no dominados, o en detalles de la actitud del cuerpo pudiera
ver lo que pasa detrás, y además el hecho de que se esconde... La
comprensión podría ir más allá: notar que el otro no sólo oculta sus
sentimientos, sino que muestra algo que no experimenta. Que quiere
engañar, que finge amistosi-dad, que muestra interés y es indiferente. Eso se
llamaría comprender, mirar a través de todo ese conjunto de actitudes; notar
lo que actúa en verdad, y además, la falta de sinceridad.

Así, pues, cosas de muchos estratos. Comprensión se llama ahí ver, oír,
percibir cómo, detrás de un sentimiento que se muestra, detrás de una
disposición de ánimo que se expresa, hay otra cosa oculta, y quizá otra más
detrás de ésta.

Pero la auténtica comprensión va todavía más allá. Por ejemplo, si alguien


se pone brusco en un momento determinado, la comprensión significa
ver cómo ese sentimiento encaja en el conjunto de su ser. Un determinado
modo de conducta indica en aquél algo diferente que en el otro. Cuando una
persona tímida se pone brusca porque quiere ocultar su interioridad, es algo
completamente diferente que cuando un desvergonzado se pone violento
para imponer su voluntad. Quien comprende realmente ve también
la conexión en que encuentran su pleno sentido ademanes, actitud o palabra.

Y no sólo la conexión momentánea de la disposición, del temperamento,


sino también la del tiempo. ¿Por qué ése es tan asustadizo? Porque antes le
hicieron daño... ¿Por qué es desconfiado? Porque lo han engañado muchas
veces... ¿De dónde viene la mirada de sus ojos, tan peculiarmente despojada
y a la vez expectante? Ha encontrado en su vida poca comprensión, y tiene
anhelo de ella... Por eso la comprensión significa reconocer cómo la hora
actual procede de su historia.

Todo esto no es fácil: y aquí no se trata de cosas sencillas. ¿Cómo habría


que hacer, cuando hay que habérselas con caracteres poco habituales,
situaciones enfermizas, destinos peculiares, ante los cuales la potencia de la
vista, del oído, de la sensibilidad tiene que hacerse creativa para captar y
penetrar esa rareza?
Entonces, ¿qué se requiere para que aprenda yo realmente a comprender?

Muchas cosas, y hemos de establecer en el comienzo mismo que hay unas


dotes especiales para ello: una agudeza de la mirada, una finura de la
sensibilidad una capacidad de sincronizar, que superan la extrañeza entre las
personas. Importantes capacidades que hacen que se produzca comunidad
entre los muchos individuos. Pueden alcanzar grados elevados y hacer de
quien las posee un artista, un conductor de hombres, un sabio; claro que
también un explotador de los débiles y un perverso despreciador de los
hombres.

A eso se añade la experiencia. Esta, sin embargo, no significa sólo que me


haya ocurrido antes una cosa y luego otra vez, y quizá a menudo, sino
también que yo sea capaz de aprender de ahí: que obtenga de las diversas
impresiones una mirada más clara, una sensibilidad más fina, un
acomodamiento más rápido. “Experiencia” es también que a la vista de la
conducta ajena surja el recuerdo de lo antes observado, que se parezca a lo
experimentado ahora y, por así decirlo, dé su clave.

¿Qué más implica la comprensión? Preguntémoslo por una vez desde otro
lado: ¿por qué hay tan poca? ¿Por qué tantos hombres se tratan
constantemente sin comprenderse? Pues así ocurre, evidentemente, ya que,
si no se portarían de otro modo y sería más iespirable el aire que los rodea.

Eso tiene diversos motivos. Tomemos uno: que a las personas se empieza
por clasificarlas en las que se soportan y las que no se soportan. Con eso,
ordenadas por el egoísmo, las personas quedan en dos grandes cajas,
marcadas por adelantado. Esto ocurre tan involuntariamente que se ha
construido toda una sociología sobre la relación “amigo-enemigo”.

Lo auténticamente humano es la compresnión, que sólo comienza cuando


salgo de la relación “simpatía-antipatía” e intento dejar valer al otro
tal como es; cuando no lo inserto enseguida en mis inclinaciones y
aversiones, en mis objetivos y temores, sino que digo: tienes derecho a ser;
sé como eres. Tú eres tan tú mismo como yo soy yo mismo. Entonces la
mirada queda libre, y puede ponerse en juego la comprensión.
¿Cómo ocurre, por ejemplo, en una amistad? Sólo puede prosperar cuando
el uno no enjuicia al otro por aquello para lo que lo puede usar, sino que le
permite sencillamente ser el que es. Es decir, cuando ya no tiene validez la
relación “amigo-enemigo” en el sentido en que antes se aludió, sino que se
enfrentan mutuamente persona y persona en respeto y libertad. O en un
matrimonio: si el uno exige del otro que sea como él quiere que sea,
entonces, aunque estén casados desde hace treinta años, todavía no se
entienden —quizá aún peor, se malentienden, con una terquedad que a otra
persona le parece incomprensible, y cada uno de ellos reprocha al otro lo
que hace él mismo...

El comienzo de toda comprensión reside en que uno conceda al otro lo que


es: que no lo considere con los ojos del egoísmo; que, por interés propio,
le prescribe cómo ha de ser, sino con los ojos de la libertad, que empieza
por decir: sé el que eres; y luego: ahora querría saber cómo eres y por qué.

Con tal actitud empieza toda comprensión. Presupone que se dé al otro su


derecho a sí mismo: que no se lo considere como un trozo del propio
mundo circundante, que se usa, sino como un ser que tiene un centro
original, su ordenación vital, sus deseos y derechos propios. Sólo entonces
se puede preguntar con perspectivas de éxito: ¿Por qué hace esto?
¿Qué experiencias ha tenido? ¿Qué historia queda atrás de su conducta?
¿Cómo se condicionan mutuamente sus diversas manifestaciones vitales?
La brusquedad que muestra, ¿es realmente violencia o sólo una especie de
vergüenza que esconde lo que está dentro? Y así sucesivamente con las
preguntas que luego encuentran auténtica respuesta, la respuesta de la
comprensión.

Todo esto es tan imprescindible que se puede arriesgar la paradoja de que


también uno empieza a conocerse bien a sí mismo cuando se considera
desprendido del propio yo. Por ejemplo, ¿no adquiriría una nueva visión
sobre su propia actuación un médico si de repente se preguntara: cómo me
ven mis pacientes? Es decir, no: ¿cómo, querría que me vieran?; sino:
¿cómo me ven realmente y desde ellos mismos? Y no los admiradores, sino
los desinteresados, los pobres, los que sufren mucho. Entonces adquiriría de
repente una mirada muy realista sobre sí mismo, que le aprovecharía mucho
también como médico... O un maestro se preguntaría alguna vez: ¿cómo me
ven mis alumnos? Y esos alumnos no son en absoluto las criaturas tontas e
inertes que él percibe a menudo, sino que a veces tienen ojos muy agudos
y buen juicio. Muy concretamente deberían preguntarse: ¿cómo me ven, en
cuanto entro? ¿Cuando paso lista? ¿Cuando uno ha hecho mal su trabajo?
¿En cuanto se promueve desorden? Quizá comprendería de repente la
oposición que se forma contra él... En el matrimonio puede preguntarse el
marido: ¿cómo me ve mi mujer? ¿En tal ocasión, y en ésa, y en tal otra? Y
recíprocamente también: ¿cómo me ve mi marido? No: ¿cómo querría que
me viera?; sino: ¿cómo me ve realmente? ¿Cómo percibe mi actitud,
mi voz, mis pretensiones? Entonces cada uno de los dos puede comprender
de repente si su amor es auténtico; cuándo se desliza la falta de sinceridad y
se produce brutalidad...

No es fácil hacerlo así. Hay que intentarlo muchas veces; ejercitar


precisamente este verse desde otro. Si se logra verse así, sin que el yo se
meta en la mirada y enderece la imagen, lo que ahí se hace visible puede ser
muy desagradable, pero ayuda a la verdad.

A partir de ahí se consigue también algo más: esto es, enjuiciar mejor a los
demás, lo cual es necesario para poder llevar bien la vida. Con eso no se
alude a aquello contra lo cual nos previene Jesús al decir: “No juzguéis.”
Quien así juzga pretende tener derecho a declarar. Éste puede seguir como
es, aquél debe cambiarse: el uno tiene derecho a ser, el otro debe
desaparecer, y así sucesivamente. A quien eso haga, dice Jesús: “No
juzguéis, para no ser juzgados” (Mt 7, 1). Más bien se alude a la estimación
del otro que ayuda a apreciar lo que tiene de valioso, a ver sus defectos
como son: ambas cosas, para llegar a él en la relación adecuada, en
confianza, así como en precaución. La mayor paite de los juicios recíprocos
de los hombres, en el fondo, no significan otra cosa que: éste me resulta
agradable; ése, desagradable; a éste lo puedo usar, a ese otro no puedo
usarlo. El auténtico juicio sería: ése es apropiado para la tarea de que se
trata; aquél echaría a perder la cosa, y así sucesivamente.

Pero todo eso sólo es posible una vez que he empezado por comprender al
otro en su esencia.

Toda auténtica virtud alcanza desde la Tierra al Cielo; mejor dicho, desde el
Cielo a la Tierra. ¿“Comprende” Dios? Verdaderamente, sí que lo hace, y
¡cómo sobrepasa esta comprensión a toda medida humana!

Dios conoce a todo ser desde lo más íntimo de él. Y no porque mire muy
profundamente y examine muy exactamente, sino porque El lo ha inventado
y realizado. Y consideremos justamente el crear. No quiere decir: hacer,
insertar en objetivos, sino, con omnipotencia sin fatiga, llamar al ser y dar
libertad. La creación de Dios es tan magistral y generosamente libre que no
sólo ha llevado al hombre al ser auténtico, sino que lo ha puesto en
auténtica libertad.

Una vieja cuestión querría saber cómo el hombre puede ser libre si Dios es
todopoderoso: si su poder infinito no ha de sobrepasar tanto a la pequeña
libertad del hombre como la corriente del río a la hoja que va a la deriva en
ella. Querido amigo, dice la respuesta: ¡qué mezquino es tu concepto de la
omnipotencia de Dios! Su fuerza está identificada con su generosidad y su
respeto; es precisamente lo que te hace libre. En la mirada y la mano de
Dios es donde te haces dueño de ti mismo. Y si dices que eso es
una paradoja...; no, lo prodigioso es cómo, existiendo el infinito, pueda
haber “también” ser finito. Es una presunción que pretendas, con tu
pequeña razón, poderlo pensar.

Desde aquí podemos ahora volver la vista atrás. Hemos de aprender del
gozo que tiene Dios en cada hombre; de la generosidad con que Él lo pone
en su libertad: de su pura comprensión, que no sigue al ser de las cosas, sino
que lo fundamenta, pues Él nos ha dado ser su imagen y semejanza.

¿Cuál sería el más puro cumplimiento de lo que significa amistad? Que un


amigo tuviera sobre el otro este sentir: en su mirada soy completamente
el que soy. Su mirada no me estrecha: me hace lo que soy, no como
reproche, sino que en ella es donde em-piezo a ser por completo yo mismo.

Sería matrimonio perfecto aquel en que la mujer pudiera tener el sentir de


que en la mirada de su marido es donde alcanza su pleno ser; y,
recíprocamente, que el marido se encontrase a sí mismo auténticamente en
el saber de su mujer. Sí, cuando cada uno de ellos pudiera verse en la
mirada del otro tal como el que ha de llegar a ser. No porque ahí la vanidad
se organice fantásticamente una compañía que nunca podría existir, sino
porque el amor ve las posibilidades que todavía duermen en el otro.
13

CORTESÍA

En el capítulo 12 de su Epístola a los Romanos, san Pablo escribe sobre la


comunidad de los redimidos entre sí, y dice grandes cosas sobre ella. Habla
de las misteriosas fuerzas que penetraban a las comunidades de la primera
época, los carismas, y dice palabras como éstas: “Sed ardientes en el
espíritu”, una frase que hará darse cuenta al lector de a qué grandeza está
llamado y qué mezquinamente está situado en la realidad. Pero en medio de
esas elevadas palabras hay un sencillo: “Adelantaos unos a otros en
respeto.” No sólo: honraos unos a otros. Sino: adelantaos unos a otros en
respeto. Quizá podríamos traducir la frase en tono algo más cotidiano de
este modo: sed corteses unos con otros.

Ahora se podría preguntar: ¿cómo san Pablo, que tenía cosas tan
importantes que decir, se pudo preocupar de semejante cosa? Sin embargo,
él sabía que todo va unido en la existencia, lo extraordinario y lo cotidiano,
el ardor del espíritu y las formas de trato que nacen del respeto a otras
personas. Por ejemplo, él, el que proclamó el misterio del “cuerpo
místico de Cristo”, también escribió a la comunidad de Fili-pos que Evodia
y Síntique debían dejar sus peleas. Y eran dos mujeres que estaban en
actividad en el mismo servicio de la comunidad, pero que, por lo visto, no
se llevaban bien, como también hoy es forzoso que pase.

De tales cosas se encuentran otras muchas en las cartas del Apóstol. Si él


encontraba tiempo en medio de los grandes temas para hablar también de
cosas cotidianas, nosotros también hemos de tomárnoslo.

En este libro se ha hablado de altas virtudes: la justicia, la veracidad, el


altruismo y otras semejantes, pero también la cortesía es una virtud digna de
ser considerada. Quizá se permitirá un recuerdo personal. Cuando yo iba a
la escuela —¡hace ya mucho tiempo!— una señora, a quien yo estimaba
mucho, me dijo una vez: “No olvides que existe el gran amor al prójimo,
pero también el pequeño. Para el grande llega el momento cuando se trata
de ayudar a una necesidad apremiante o de mantener una fidelidad en
el peligro. Para el pequeño siempre es el momento, pues corresponde a lo
cotidiano. Es la cortesía.” Nunca he olvidado esas palabras.

¿Qué es, pues, la cortesía?

La palabra, originalmente, como es fácil ver, aludía a la conducta apropiada


en las cortes de los príncipes, es decir, en elevado ambiente. Esta especial
significación se perdió luego, asumiendo una más general: la de la conducta
apropiada, en general, según resulta de una buena educación, y así ha de
entenderse aquí.

La gente vive reunida en poco sitio, en el dominio de la casa, de la oficina,


de la fábrica, en los locales oficiales, en la apretura de las calles y su tráfico,
en la estrechez de la tierra invadida. Así, sus esferas de vida se tocan
constantemente. Sus intenciones se entrecruzan igual que los caminos por
donde andan. De ese modo se produce constantemente peligro de
fricciones, de inflamaciones y toda persona razonable desea saber hacerle
frente. Busca formas en que se exprese el cuidado por una adecuada
convivencia de t- los muchos, en que se suavice la violencia de los
sentimientos y propósitos encontrados: cada cual sale al encuentro del otro
y es igualmente recibido por su parte. Esto es la cortesía: una cosa
cotidiana, pero ¡qué importante en conjunto!

Ahora bien, alguno podría pensar que esto debería ocurrir por sí solo. Así
sería también... si el hombre fuera como un animal. Todos se han parado
alguna vez ante un hormiguero a ver cómo trabajaba su vida pululante.
Cada uno de los diminutos seres encontraba su camino sin molestar a los
demás. Todos hacían lo suyo sin ser estorbados. A veces una carga se hacía
demasiado pesada: entonces intervenía otra hormiga para ayudar. Y si el
observador cedía quizá a la tentación infantil y se metía a trastornarlo
todo, entonces al principio había gran agitación, pero cada cual se entregaba
a la labor y pronto volvía todo a estar en equilibrio. Por eso se podría pensar
que si los animales son capaces de ello, mucho más debía estar el hombre
en condiciones de hacerlo. Pero es al revés: precisamente porque es hombre
no puede actuar tan sencillamente.

Pues los animales viven por el instinto, que es una expresión de necesidad
orgánica, mientras que en el hombre actúa el espíritu. Y “espíritu” significa
conocer la verdad, pero también poder errar. El animal no yerra y sucumbe.
El hombre pude hacerlo, y por eso tiene el deber de aprender. El hombre
puede equivocarse. Cuando un animal se equivoca ha surgido un obstáculo
en su camino, por fuera o por dentro; el hombre, por el contrario, puede
actuar torcidamente, porque su juicio puede ser falso o porque la pasión
lo lleve por el camino torcido. Así, pues, ha de tener cuidado en su
convivencia con los demás y vigiliar para que no se convierta en una lucha
de todos contra todos.

Lo hace mediante la ética y la educación moral, la ley, el derecho: eso son


las grandes cosas. Pero lo hace también mediante las formas del trato diario,
es decir, la cortesía: y hemos de decir en seguida que estas cosas pequeñas
representan más de lo que se piensa. Una buena porción de vida moral se
realiza en ellas: así como el desconcierto moral se expresa en seguida en el
hundimiento de las formas de trato.

¿En qué consiste el comportamiento cortés?

Quien quiera responder a la pregunta y mire a la realidad encuentra ante


todo una gran diversidad de formas. Unas que son comprensibles sin más,
pero también otras extrañas, peculiares. Muchas son naturales y apropiadas
a su objeto: otras, artificiales, incluso tontas. ¿Cabe determinar formas
básicas sobre las cuales se edifique su multiplicidad? Quizá es posible.

Ante todo está la voluntad de establecer distancia. La civilización no


empieza con apretarse y agolparse, sino con retirar las manos y echarse
atrás. La cortesía crea espacio libre en tomo a los demás: los defiende de la
cercanía apremiante, les da su propio aire.

Reconoce en el otro el bien y le hace sentir que se lo estima. Calla las


ventajas propias, las echa atrás,

para que no desanimen.

La cortesía se esfuerza por mantener a distancia lo desagradable, o al menos


por superarlo, por evitar perplejidades, por quitar veneno a las situaciones
difíciles, por suprimir fatigas. El más joven se ve llevado por ella a honrar
al de más edad; el hombre, a la mujer; el más fuerte, al más débil.
Puros motivos, que mesuran las excitaciones de la arrogancia y la violencia
y facilitan la vida al otro.

Al hombre que quiere tratar con otro de una manera buena, estos motivos le
dan ocasión para un conducta que se anticipa a las posibilidades de tensión,
de choque, de molestia u ofensa mutua, para que no se produzca nada
desagradable. Pues en el hombre residen todas las posibilidades de ello.

El naturalismo dice que en el hombre sigue escondido el animal que se ha


desarrollado. Y aunque está atado por amargas experiencias y por renovado
esfuerzo, sin embargo, siempre está dispuesto a soltarse. Pero esto se ve de
un modo demasiado inocuo: la verdad es peor. Es de trágica gravedad. En el
hombre vive el antepasado que antaño se escapó de la obediencia a Dios; en
el hombre viven todos los antecesores que lo han vuelto a hacer, una y otra
vez, desde tiempos inmemorales. En él no sólo existe lo salvaje, sino
también lo perverso. A éste debe hacer frente la grave lucha, a menudo tan
dura, de la autoeducación moral; pero la cortesía es su forma ligera. Rodea
su gravedad, la ayuda, incluso algunas veces puede sustituirla del todo. No
rara vez, con lo que se llama “buenos modales”, se evitan peligros éticos
y quedan resueltos sin gran empeño enredos que podrían llevar a lo peor.

La cortesía es una importante ayuda en la existencia. No es ninguna de las


“grandes ayudas”, por ejemplo, que en un grave peligro uno se sitúe a
favor de otro o lo saque de una necesidad apremiante; pero sí es una de las
“pequeñas”, que alivian las dificultades siempre sensibles de la vida:
observación del humor de las personas cercanas, sensibilidad para su fatiga,
equilibrio de una situación penosa, puesto en cuestión por tantas y a
menudo tan diversas amenazas: eso es cortesía.

Aquí entra también ese “posibilitamiento” de la vida de que habla san Pablo
al decir: “Adelantaos unos a otros en respeto.” Pero ¿por qué esa gran
palabra “respeto”? Porque en el hombre hay eso que se llama “dignidad”.
Una cosa no tiene dignidad: sólo quiere ser tratada conforme al asunto; a no
ser que se aluda a esa propiedad profunda y aun misteriosa que tiene en
cuanto forma portadora de una esencia, y que tanto impresiona en la cosa
noble. Dignidad en sentido propio sólo la tiene la persona. La cosa se puede
comprar y vender; se puede regalar y recibir, aprovechar y destruir. Todo
esto está en orden mientras que tiene lugar “conforme a la cosa”. En el
hombre no ocurre igual. La cultura empieza con que el hombre lo sienta así
(de ello hemos hablado ya), y significa una gran amenaza, levantada por
todas partes, el hecho de que cada vez se desplace más al hombre al papel
de cosa. Pero el hombre es persona, y eso significa que cada hombre existe
una sola vez. Ningún hombre es sustituible. Su actuación puede serlo, su
trabajo, sus propiedades: él mismo, no. Cada hombre existe sólo una vez: él
con referencia a Dios, y Dios con referencia a él.

Esta irrepetibilidad exige un comportamiento especial, que es “rendirle


honor”. Ello se muestra en el trato diario, conforme a cada situación, por las
formas de la cortesía, y el lector puede considerar lo dicho anteriormente
sobre sus actos básicos en relación a cómo se realiza en su modo de “rendir
honor”.

Finalmente, ha de aludirse aún a algo: que la cortesía es bella y embellece la


vida. Es “forma”: actitud, además, acción, que no sólo cumplen un objetivo,
sino que expresan un sentido que sea valioso en sí mismo, el de la dignidad
humana. En su cima surge de ellos un juego que manifiesta la vida
elevada; pensemos, por ejemplo, en el ceremonial de los actos de Estado o
en el ritual de las fiestas litúrgicas. Cierto que también sufre el peligro que
amenaza a todas las figuras de sentido, a saber: volverse
artificiales, innaturales y, por tanto, falsas.

Pero la realidad es también que hoy se deshace la cortesía en todas partes.


Esto no quiere ser ninguna “crítica de la cultura”, sino que quiere llamar la
atención sobre algo que afecta a todo.

Nuestra vida, a causa de lo científico-técnico, queda determinada


completamente por el carácter de “objetividad”. Con esta palabra se quiere
decir, por un lado, q\ie la atención esté concentrada en lo que exige la cosa
—el trabajo en cuestión, el objetivo a alcanzar—; pero, por lo mismo,
también se indica la inclinación a eliminar lo superfluo en forma y proceso,
y a lanzarse sin más hacia aquello de que se trata.

Esto es necesario dondequiera que se pierde tiempo y se desperdicia


material y fuerza de trabajo; y también produce un estilo claro y limpio de
acción y conformación, que, en circunstancias afortunadas, puede llegar a
tomar aspecto de una escueta belleza.
Pero también es fácil que ello dé lugar a una atmósfera en que la
objetividad se vuelve grosería. Aquí, todo lo que hemos reconocido como
objeto a “rendir honor” —la persona del hombre, su dignidad, su corazón y
sentimiento, todas las cosas profundas y tiernas que representan “vida”— se
ve como “inesencial”, si es que no se inserta por su parte como “cosa” en
una cuenta. Y esa comprensión y participación en la vida ajena, en sus
condiciones y disposiciones, en la situación de cada caso en su peculiaridad
—todo lo cual forma parte de la cortesía— se convierte entonces en
“superfluo”. Pero el efecto es malo: empobrece y vuelve áspera la
existencia.

Entre lo dicho debe destacarse aún de modo especial algo que influye
directamente en el modo de trato de los hombres entre sí. La cortesía
requiere tiempo. Para ejercerla hay que demorarse, esperar, dar rodeos: hay
que tener consideración y, por tanto, saber dejar atrás lo propio. Pero todo
eso significa consumo de tiempo; en nuestra época de plazos estrictamente
calculados, de dispositivos que funcionan con exactitud, de altos costos de
producción y de violenta concurrencia, resulta algo inútil, irracional,
falso, incluso injusto.

Naturalmente, ahí muere la cortesía. Eso en ocasiones puede ser una


ganancia: se eliminan prolijidades, desaparece lo meramente exterior, es
decir, lo innatural e insincero, que fácilmente se había unido a la vieja
cortesía. Pero también desaparece esta misma, y en su lugar, si todo va bien,
aparece una medida corrección. Cierto que ésta puede dar lugar a
algo agradable: una sinceridad que no quiere nada inauténtico, un acuerdo,
mirando por ambas partes a las exigencias del trabajo, y una amistosidad
que no necesita muchas palabras para convencer a los demás. Pero además
requiere una autenticidad de naturaleza y un cultivo de la educación que no
es fácil de encontrar ni de realizar. Y lo que se llama “vida” sufre
dificultades. Pues esta vida no se realiza conforme a los puntos de vista del
ahorro de material y de fuerza: eso son cánones técnicos. La vida da rodeos.
Desperdicia, mejor dicho, consume tiempo. A la vida le gusta esperar,
quiere andar en prolijidades. Una vida a la que se le quiten las
“prolijidades”, los desperdicios, se convierte en un desarrollo de funciones
mecánicas.
Por eso hemos de ser cautos, no sea que la coerción del tiempo nos destruya
la vida. Una persona que pierde la cortesía por pura objetividad, se
empobrece. También hemos de ser sinceros y no disimular cuánta pereza,
indiferencia y violencia se ocultan a menudo tras la decantada
“objetividad”, y convierten a su vez la celebrada sinceridad en una mentira
mucho más desagradable que la cortesía censurada por “artificial”.

Pero la idea sigue adelante y puede ser quizá útil para conseguir una nueva
comprensión.

¿Cómo ha surgido relamente la antigua cortesía, aquella que todavía


aprendieron los más viejos de nosotros? Se ha desarrollado en mucho
tiempo; y precisamente en las personas de elevada condición, y, en
definitiva, en el rey. Así lo muestra la historia de la cultura y, más
exactamente, la historia de las religiones. También ya nos llama la atención
lo que señala la palabra misma. La “cortesía” era originalmente algo que
pertenecía a la “Corte”, el comportamiento requerido por la atención a la
presencia del rey. Pues, para la antigua manera de pensar, éste estaba
cercano a lo divino, él mismo era algo divino. Por eso requería un respeto
especial hacia él mismo, como una Revelación de lo alto: pero también
hacia la irradiación que lanzaba sobre toda la vida terrenal. Esto se
continuaba hacia abajo: en numerosas gradaciones, por decirlo así,
descendía la elevación, exigiendo en cada caso un comportamiento
adecuado. Siempre que una persona trataba a otra con cortesía, se
manifestaba algo así como un reflejo del rey influyendo en la situación en
cuestión.

Esto ahora ha pasado. Ya no hay rey: donde lo hay es sólo “todavía”.


Nuestra vida ya no está estructurada en la forma de la jerarquía de arriba
abajo y de abajo arriba, sino unos junto a otros, democráticamente, y cada
vez es más así. Esta equiparación que se percibe y se requiere en todas
partes hace que desaparezca la forma de cortesía anterior. Pero el mero estar
unos junto a otros es caos, y pronto, en lugar de la ordenación hacia arriba,
aparece la dictadura, con la violencia en vez de la elevación. Pero, en
realidad, eso no es una ordenación, sino violencia; esto es, caos cubierto,
que una y otra vez vuelve a irrumpir en la rebelión, mientras que en el
mismo estar unos junto a otros no surja un respeto, y con él nueva cortesía.
Pero ¿cómo?

Yo creo que eso es posible sólo si se parte de la dignidad del hombre al que
se ha de honrar, porque hay poderes que quieren deshonrarlo, hacerle
violencia: recordemos sólo las diversas formas de totalitarismo. Pero ello ha
de hacerse en relación a aquel que ha creado al hombre como imagen suya
y exige que esa imagen suya siga recibiendo honor. Aquí hay una relación
hacia arriba que también ha de darse en toda equiparación, más aún, que es
lo que empieza a hacerla posible.

Otro punto de partida para la consecución de una nueva cortesía es la


vulnerabilidad del hombre, que exige que el uno se sepa responsable de los
demás. Cuanto dicen sobre el hombre la psicología, la sociología y la
biología, muestra la necesidad de esta actitud. No sólo eso: también nos
muestran el peligro siempre creciente en que está el hombre, por la
racionalización y la tecnificación de su existencia. Esto — de que tanto se
enorgullece él— significa una creciente artificialización y, por tanto, una
amenaza de la vida: para no hablar del poder que el hombre adquiere sobre
la naturaleza y la vida humana, y del que nadie sabe cómo ha de usarla, no
siendo él prudente, ni consolidado, sino más bien impulsado por todas
clases de pasión.

Uno espera que de ahí habría de surgir en el hombre actual la conciencia de


una comunidad en el peligro que puede llegar a producir una mutua
responsabilidad y precaución, esto es, una cortesía.

También hay una cortesía en referencia a Dios.

Por ejemplo, podríamos considerar que, por respeto a Dios, no se puede ir a


la iglesia vestido de cualquier manera. Que hay una actitud decorosa para la
oración, exterior e interiormente. Que todo pensamiento y palabra que de
algún modo se refieran a Dios han de tener lugar del modo apropiado.
Aquí puede aleccionarnos la Liturgia: cómo impone totalmente el “rendir
honor”; cómo todo decir, oír, hacer; cómo todo acto, al rendir honor, está
como velado, para que permanezca siempre despierta la conciencia del
misterio que se realiza en ella.
Pero luego esta idea, si sigue consecuentemente adelante, llega a una altura
que es a la vez misterio último: ¿hemos pensado en alguna ocasión en
cómo conserva Dios a sus criaturas en el honor; cómo todo su
comportamiento respecto al hombre descansa en el hecho insondable de que
lo ha creado libre?

Él, el que todo lo puede, quiere que el hombre sea persona libre, que esté en
su propio punto de apoyo, que disponga de sí mismo, que actúe por
iniciativa interior. Dios no toca esa libertad, No obliga, no asusta, no
seduce; ni siquiera cuando el hombre se vuelve contra él, y, por ello mismo,
contra sí propio. Nos da reparo decir que Dios es cortés: la palabra debe ser
elevada a la cima de su significación antes de poder ser aplicada a Él. El
hecho de que Él haya creado la libertad y la conserve en todo momento
es el respeto soberano, más allá de toda gratitud, que muestra a su criatura.

Pero aquellos que han entrado y crecido en el trato con Él nos dicen además
que Él aplica ahí una ternura que es más estremecedora que la propia
omnipotencia; más aún, que sólo es el otro lado de ese poder perfecto.

Las imágenes revelan mucho: a menudo más que los conceptos, con tal de
que se las lea correctamente. Entonces, qué significativo es que, en el
Nuevo Testamento, la exhortación de Cristo para que el hombre se abra a su
mensaje se exprese en la imagen: “¡Mira, estoy a la puerta y llamo!” (Ap 3,
20). Quien así habla es aquel a quien se “ha dado todo poder en el Cielo y
en la Tierra” (Mt 28,18), y que, con “vara de hierro”, podría destruir todo
obstáculo “como se rompe un recipiente de barro” inútil (Ap 2, 27 y ss.).

14

GRATITUD

Si es acertada la idea expresada al comienzo de nuestras consideraciones,


de que en cada “virtud” — en cada caso, bajo un determinado valor como
dominante— se expresa el hombre entero, entonces también la historia debe
ejercer ahí un influjo: tanto la historia de la vida del individuo cuanto la
evolución de un pueblo o de un país. No son en todas las épocas las mismas
virtudes las que determinan la actitud moral.
Cabría decir que son como constelaciones que aparecen en ciertas épocas y
dominan el firmamento r de los valores, para luego volver a retroceder poco
a poco dejando lugar a otras. No por eso cesan de ser formas válidas de
valor, y siguen siempre ejerciendo influjo, pues las épocas no están en el
primer plano de la conciencia moral. Por supuesto, con la transformación
del flujo de los tiempos en el alma, más tarde pueden aparecer otra vez.

Hoy ha de hablarse de una virtud así, que, si no me equivoco, está en


retroceso: la gratitud.

¿Cuáles son las escalas de lo justo y lo adecuado que determinan nuestra


vida actual? ¿Existe en ellas lo que puede hacer posible un agradecimiento,
esto es, el libre dar y recibir como carácter determinante de la vida social?
Creo que no.

Naturalmente, también se da y se recibe siempre que una persona quiere dar


una alegría a otra o proporcionarle una ayuda personal; pero todo esto se
ha replegado a lo privado, e incluso ahí se echa de ver una especie de
organización del dar, que va unida a nuestra vida económica y nuestras
tendencias de consumo, destruyendo la espontaneidad. Pensemos sólo en la
desatada manera de regalar en Navidades. No, lo que determina el sentir
general no es el rogar y el dar, sino la proclamación de derechos y su
satisfacción organizada, vigilada por la autoridad. Y lo que esto lleva
consigo no es gratitud, sino correspondencia, para que la cosa quede en
orden. Claro que aquí hay algo muy bueno: esto es, que las cosas marchen
conforme a un orden meditado con arreglo al objetivo y no se introduzca lo
personal donde no le toca realmente. También contribuye a ello la creciente
conciencia democrática de la dignidad personal de todos los hombres: el
sentir que lo que es cuestión de orden justo no ha de ser encomendado al
tener que rogar y a la graciosa concesión, sino que las necesidades sociales
deberían ser superadas en esfuerzo común. Pero aquí amenaza el peligro de
que desaparezca lo vivo, lo que indican las palabras “rogar”, “agradecer”,
“dar” y “recibir”.

Peor que eso; como medida de las relaciones humanas, amenaza


implantarse la imagen del aparato, de la organización. El conjunto social y
su vida aparecen como una conexión de funciones en que no se trata de
ruego y agradecimiento —más aún, quizá ni siquiera de auténticos derechos
y deberes—, sino de un funcionamiento ajustado al objetivo. En la medida
en que cobra eficacia esta idea, ya no queda sitio, naturalmente, para la
gratitud.

Intentemos mirar de frente esta virtud que desaparece lentamente.


Preguntemos qué ha de haber para que sea posible la gratitud.

Ante todo: sólo cabe estar agradecido a una persona. El agradecimiento,


como el ruego, sólo son posibles entre un yo y un tú. A una ley, a una
autoridad, a un seguro, no se les puede dar las gracias. Puedo hacerlo por
cortesía, cuando me entregan la aportación del caso, para que todo conserve
el carácter de la buena educación moral; pero no cabe hablar de
un auténtico agradecimiento, pues éste es la expresión de un encuentro
personal en la necesidad de la existencia.

Por el contrario, si dos personas, una de las cuales está en situación de tener
o poder, mientras que la otra no tiene o no puede, se encuentran cara a
cara: la una ruega, y la otra está dispuesta, ésta da, y la otra agradece, y
ambas quedan unidas en lo humano. Aquí es posible el agradecimiento, y se
muestra como forma básica de la comunidad.

Además: el agradecimiento sólo es posible en el ámbito de la libertad. De


que el sol salga por la mañana —expresado científicamente, de que la
Tierra se ponga en tal posición respecto a él que se haga visible mi porción
de Tierra— no me siento agradecido. Verdad es que, en una mañana clara,
pueden surgir impresiones muy vivas de gratitud porque ocurra una cosa tan
poderosamente bella. Pero son respuestas de la criatura humana a aquel que
lo ha creado todo, o son residuos de una época en que se veneraba el Sol
mismo como a un dios. Por lo demás, sin embargo, se conocen las fórmulas
astronómicas, y, si tengo la necesaria comprensión, sé por qué tiene
que producirse su “salida”. Eso no lo agradezco, como tampoco estoy
agradecido a una máquina porque se mueva adecuadamente. También aquí
pueden producirse efusiones de sentimiento. Cuando el coche resiste en
situación difícil, puedo considerarlo como un compañero que es fiel. En
realidad, aquí no hay agradecimiento. Si la máquina está bien construida y
se la maneja como es debido, debe funcionar como corresponde.
Pero tampoco estoy agradecido cuando hay un derecho que me concede una
pretensión. Si he comprado una mercancía y me la dan, no agradezco, sino
que acredito: “recibí esto o lo otro”... Si he establecido un acuerdo en base
al cual el otro debe hacer algo, no le estoy agradecido después, sino que
digo: “está en orden”; y todo lo que se añada es cortesía.

Verdadero agradecimiento hay sólo en el ámbito de la voluntariedad.


Cuanto más se transforma el ideal del acontecer humano en el de un buen
funcionamiento general (esa autoridad regula el tráfico; aquélla, las
relaciones de trabajo; en tal momento debe ocurrir esto según las
determinaciones legales; en otro, esto otro), menos sitio queda para esa
libre apertura del corazón que dice: te lo agradezco. En su lugar se pone la
constatación de que ha ocurrido aquello que se exigía.

Una tercera condición para que sea posible el agradecimiento es ésta: quien
concede la donación ha de hacerlo con respeto para quien la recibe, pues si
no, hiere su sentimiento de honor. No puede hacerlo con indiferencia;
tampoco puede asumir el papel de quien hace una concesión, ni tampoco ha
de querer ejercer un poder con su donación. Es un peligro para todos los
que están en un cargo de ayuda: que quieran percibir su posición de poder,
pues el necesitado como tal es más débil que quien ayuda; y si éste
agradece la ayuda, reconoce así su debilidad.

Todo ello dificulta el agradecimiento. Si quien ayuda hace sentir su


superioridad, muere el agradecimiento: en su lugar surgen la humillación y
el rencor. ¡Cuántos que reciben querrían tirar el donativo a la cara de quien
se lo da!

Así, pues, tres condiciones importantes: agradecimiento, lo hay sólo del yo


al tú. En cuanto desaparece la conciencia de la persona, avanza el aparato y
muere el agradecimiento. Agradecimiento, lo hay sólo en el ámbito de la
libertad. En cuanto se forma una obligación o rige una exigencia, pierde
sentido... Y agradecimiento lo hay sólo con honor. Si no se percibe ningún
respeto mutuo, el agradecimiento sucumbe en ofensa. Quien ayuda, hará
bien en tenerlo en cuenta. Sólo merece el nombre de ayuda la que hace
posible el agradecimiento.
El auténtico rogar y dar, el auténtico recibir y agradecer, es bello. Es
humano en el más hondo sentido. Está sustentado por la conciencia de que
en la

necesidad hay que apoyarse unos a otros: sólo que aquí, hoy, por
casualidad, éste tiene y el otro no tiene; éste puede y el otro no. Mañana
podrá ser al revés.

Pero la necesidad humana no es la única ocasión que puede dar lugar al


agradecimiento: éste puede surgir en cualquier momento en que la
disposición amistosa observa una ocasión de dar gozo, de crear belleza, de
iluminar la vida. Entonces dice quien recibe esa alegría: ¡esto lo has hecho
tú; te lo agradezco! Eso es bello; y si realmente ocurre que la configuración
de nuestra vida deja cada vez menos sitio al agradecimiento, entonces
hemos de buscar el sitio donde todavía lo haya, y producirlo donde
podamos, con esa fuerza que nunca podrá extinguirse, porque es la fuerza
central del corazón: el amor.

Aquí hemos de damos cuenta de algo que causa efecto de paradoja a la luz
de lo que acabamos de decir, y quizá lo sea realmente: ¡cuántas paradojas
contiene la vida que no cabe reducir a ninguna fórmula! Hay momentos en
que ante otra persona se tiene la sensación de deberle dar las gracias porque
exista: no porque haya hecho esto o lo otro, sino porque existe. En realidad,
es una insensatez, pues no se ha hecho a sí misma, y, sin embargo, esa
sensación se da. Quizá, inconscientemente, se dirige a Dios, pues Él es
quien ha querido que existiera esa persona. Pero quizá hay también algo
más. Pues “existir” es un verbo, y alude a una acción. De manera que quizá
esa sensación se refiere a una “realización” que no cabe explicar mejor en
forma conceptual.

Una nueva y misteriosa significación tiene ese agradecimiento por existir


cuando se dirige a Dios. ¿No se dice en el “Gloria” de la Misa: “Te
damos gracias por tu gran gloria”? Los historiadores nos enseñan que ese
“dar gracias” —gradas agere— forma parte del lenguaje del gran
ceremonial y es expresión de honor: “Te veneramos en tu gran poder
soberano.” Puede ser, pero significa algo más que una mera expresión de
honor... También es justo recordar aquí que sería imposible que Dios no
existiera, para que tuviéramos motivo de darle las gracias por existir.
En efecto, en el monte Horeb, cuando Moisés le preguntó su nombre, dijo
que su nombre era Ser, Existir (Ex 3, 14). Lo que en todo ser finito es algo
añadido, el hecho de que no sea sólo pensado, sino real, en Él es esencia, y
tendría pleno sentido dirigirle la palabra diciendo: “¡Tú, Existente!” Todo
eso es verdad, y, sin embargo... En la inefabilidad de la gloria esencial
de Dios parece también haber algo que se podría llamar la libertad de la
existencia real: algo así como si Él nos regalara el hecho de que existe:
como si su misma existencia fuera una gracia que nos concede; como si su
ser fuera una “realización” que quedara más allá de todo concepto, y por la
cual el hombre le expresara un agradecimiento que habría de arrebatarle en
éxtasis si lo viviera realmente. Y ojalá el lector no sienta tropiezo ni
escándalo ante estas ideas que en verdad no quieren hacer otra cosa que
aludir más allá de lo aferrable conceptualmente.

El dar y el agradecer, que elevan al hombre por encima del funcionamiento


de la máquina y del sistema de impulsos del animal, son en verdad el eco
de algo divino. Pues que exista en absoluto el mundo y abarque tan
inagotable plenitud no se entiende en modo alguno por sí mismo, sino que
es porque se ha querido; es acción y obra.

En el pensamiento actual se encuentra un concepto que, por un lado, es


imprescindible, y por el otro, es una perdición: el concepto de naturaleza,
entendiendo esta palabra en el sentido de la Edad Moderna. Significa, ante
todo, el conjunto de lo experimentable directamente; la totalidad ordenada
por leyes válidas en todo punto, tal como la investiga la ciencia. Pero luego
se exagera, se enfrenta con la fe del pasado, y significa el mundo como lo
obvio, en que se vive y se investiga y se trabaja, pero sobre cuyo ci-

miento no se piensa nada. “Naturaleza” es entonces lo que es, y es como es,


y no puede ser de otro modo. Con tal modo de ser mueren las cosas más
nobles, pues viven de que no son obvias, porque provienen de la libertad. El
mundo no es “naturaleza”, sino “obra”, obra de Dios. Existe porque Dios lo
ha pensado y porque, por un misterio de la libertad del amor, quiere que
exista.

Es el constante don de Dios para nosotros. También el que yo exista es


constante don para mí. El hecho de que existo, y de que soy el que hoy, de
que puedo respirar y sentir y trabajar: todo eso no es en modo alguno obvio,
sino digno de admiración adora-tiva. El saberlo forma parte de la
conciencia fundamental del hombre. Recibirse constantemente de la mano
de Dios y darle gracias por ello forma parte de la actitud del hombre; del
hombre real, que está en su auténtica esencia. Podría ser muy bien que yo
no existiera: podría ser también que no existiera el mundo. En lo esencial,
no faltaría nada, “meramente yo”, “meramente el mundo”, pues Dios
“basta”.

Quizá el acto básico de toda piedad es, en general, el saber y estar de


acuerdo con existir, y confesar: “Tú, Dios, existes: Y eres suficiente. Pero
has querido que exista yo, y recibe por eso mi agradecimiento.”

Ésta es una oración que siempre vuelve a poner al hombre en su sitio justo.
Probémoslo; por ejemplo, por la mañana, con la frescura de sentimos
descansados: cuando saliendo, por decirlo así, del apartamiento del sueño,
uno se recibe de nuevo a sí mismo: “Señor, ¡qué bien que hayas querido que
yo existiera! ¡Gracias porque puedo existir!” Entonces se deshacen las
falsas obviedades: se disipan los mecanismos del concepto de naturaleza y
las arrogancias del orgullo cultural. Todo se hace vivo, entre Dios y yo,
y las cosas se hacen auténticas. Después, en el transcurso del día, volverán a
quedar cubiertas por el remolino de la voluntad y el acontecer; pero hoy
han estado ahí, y mañana volverán a estar, y pondrán otra vez en orden la
existencia.

Pero la idea puede llegar aún un poco más allá. Pues ¿cómo es esto en el
mismo Dios? ¿Dios agradece? Por lo pronto, contestamos: ¿qué puede
significar eso? ¡Pero si todo le pertenece! Sin embargo, si queremos saber
cuál es la disposición de ánimo de Dios, entonces no debemos sentamos a
reflexionar cómo ha de ser el “Ser Absoluto”, sino qué debemos preguntarle
a Él mismo, y, en efecto, hay un “lugar” en que se hace patente su corazón:
es Cristo.

¿Agradeció Cristo? Cuando se sentó en Samaría junto al pozo y pidió a la


mujer “dame de beber”, y ella le trajo agua y le alcanzó el recipiente, Él,
ciertamente se lo agradeció. O cuando los hermanos de la casa de Betania,
Lázaro, María y Marta, se afanaban por Él, también se lo agradeció, con
gracia y poder. Y cuando en el banquete de Simón llegó la despreciada
mujer de Magdala, y vertió el bálsamo precioso sobre sus pies, y se los secó
con su pelo, en la plenitud de la humildad arrepentida, mientras que
el fariseo, convencido de su justicia, y el fingidor Judas se volvían contra
ella, Él dijo algo sobre ella que nunca pasará (Le 7, 40 y ss.). ¡Qué
misteriosamente se unen en sus palabras la comprensión del
arrepentimiento de ella y el perdón de sus pecados, con el aroma del
bálsamo y la belleza de los ademanes!...

En Jesús hubo agradecimiento, en desvalimiento y en poder a la vez. Pues


necesitaba de todas las cosas, porque se había hecho uno de nosotros, que,
aun con toda nuestra presunción, necesitamos los dones de la existencia
desde el primer aliento hasta el último. Pero Él respondía mirando a los ojos
y tocando el corazón de todo el que era bueno para Él. ¿Quién puede medir
lo que desde ahí volvía a Dios mismo? ¿Quién sabe —si así hemos de
hablar— lo que siente Dios cuando no sólo cumplimos ante Él
“deberes”, sino que damos amor? Nuestra pequeñez ¿intenta ser generosa
ante Él? Entonces hay en Dios algo a lo que de lejos podríamos aludir con
la palabra agradeci-

miento, pero muy brevemente; luego se hunde en el misterio. Sin embargo,


un día Él nos mostrará cómo lo ha recibido, y eso será parte de la
bienaventuranza.

15

ALTRUISMO

Ya el nombre de la virtud sobre la que vamos a meditar es notable: si nos


fijamos en él, nos quedamos pensativos. ¿Qué puede significar: altruismo
y, asimismo, su contrario: egoísmo?1

¿Cómo se puede buscar o desear lo que ya se es, el propio ego? ¿Cómo


cabe quererse desprender de lo que lo sustenta todo, lo que se es y se hace,
y aun desprenderse de este intento? Miremos con más exactitud lo que es
este curioso ego, el yo de que se habla de maneras tan extrañas.

r
El “yo” de un hombre puede significar, por un lado, ante todo, el trozo de
realidad que es él: él, hombre, a diferencia de un árbol o de un animal; él,
ese

alemán, “altruismo” es Selbstlosigkeit, o sea, surge como la negación de


Selbstsucht, “egoísmo”, literalmente “afán (o búsqueda) de sí mismo”. En
realidad, Selbstlosigkeit sería “desprendimiento de sí mismo” (N. del T.).

hombre, a diferencia de otro y de todos los demás hombres. Esto sería


cierto, pero se quedaría en lo exterior, por así decirlo, en lo estadístico.

Así, pues, se debe entrar más hondo. Allí, “yo” significa lo peculiar, lo
característico, que es uno: sus cualidades, disposiciones, posibilidades, pero
también sus límites, sus defectos, sus vicios; todo ello como unidad,
concentrado en torno a un centro: él mismo precisamente. Es decir, lo que,
por ejemplo, llamamos “personalidad”. Ésta es más rica y más decidida
cuanto más plenamente desarrolladas están las cualidades, cuanto más
visiblemente se perfilan, cuanto más firmemente se entrelazan, cuanto
más operante es el conjunto. Desde este punto de vista hablamos de una
personalidad grande, o mediana, fuerte o débil, auténtica o inauténtica, y así
sucesivamente.

En un sentido aún más profundo, “yo” significa el notable hecho de que ese
ser que está ahí, llamado hombre, no solamente está ahí, sino que se posee a
sí mismo. ¿Cómo hace eso de tenerse a sí mismo? Ante todo, sabiendo de
sí. Ningún animal, aunque sea el más elevado, sabe de sí. El hombre sabe
que existe. Conoce sus posibilidades y defectos: en todo caso, alguno de
ellos, porque la experiencia cotidiana se lo hace presente a la conciencia.
Puede conocerse cada vez mejor, si se esfuerza en ello. Pues puede
considerarse y comprenderse. Puede examinarse y enjuiciar: ¿por qué he
hecho esto así en vez de hacerlo en otra forma? ¿Estuvo bien o mal? Al
hacerlo, se capta a sí mismo y se posee en su espíritu. A veces, en horas de
trabajo conseguido o de vida creciente, siente con felicidad: se me ha
concedido esto, puedo ser esto...
Con eso se da algo ulterior, o al menos su posibilidad: “ser-yo” significa
que el hombre puede disponer de sí mismo. Lo observamos cuando
consideramos en alguna cosa: ¿Qué he de hacer? ¿Esto o lo otro? Y
decididamente, en definitiva: ¡hago esto! En este “hago esto” dispone el
hombre de sí mismo, se determina a sí mismo. No es empujado
solamente desde fuera, como una piedra por una fuerza mayor que su peso,
sino que está en actividad desde dentro. Pero tampoco desde dentro se ve
obligado, como un animal por sus instintos, sino que se determina a
sí mismo a partir de un punto que queda más hondo que todo lo que forma
parte de su ser inmediato: órganos, tendencias, disposiciones, etc. También
se puede decir: que queda más alto que todo eso, el punto de vista de la
libertad. Porque es capaz de ello, tiene poder sobre su acción. También
puede trabajar en sí: limi-tar determinadas cualidades, reforzar otras,
cambiar así la relación mutua de los diversos elementos de su ser; en
resumen: hacer todo lo que llamamos educación de sí mismo,
autoeducación.

Incontables veces se ha afirmado y se afirma que no existe tal libertad. En


el momento en que se escuchan las objeciones, hacen mucha impresión.
Pero en cuanto vuelve uno a sí mismo, sabe: se equivocan. Hay libertad,
pese a todo. Yo soy libre. No siempre: a menudo, no del todo; pero sí
radicalmente y conforme a las posibilidades, y, no raramente, de veras.

Cierto es que en mi decisión influyen los más diversos elementos: herencia,


carácter, ambiente, situación en cada caso, tendencias, condiciones
corporales o anímicas, y tantas otras cosas. Pero todo ello no hace más que
crear el campo en que decide la libertad. Ella, sin embargo, decide
realmente. Y aun cuando la situación hubiera de estorbar la realización de
lo decidido, sin embargo existe como posibilidad básica y como canon, y da
a todo el acontecer su carácter especial —a menudo muy amargo.

Verdad es que todo lo que pasa tiene su motivo, aun la libre decisión.
Siempre cabe preguntar: ¿por qué lo haces así? Y la respuesta será: por este
o el otro motivo. Es decir, afirma la objeción: no se puede hablar de
libertad. Pero aquí se confunde el “motivo” con la “causa”. Es motivo de la
decisión esta o la otra intención en cada caso: la causa es ella misma. Es
potencia de arranque, “iniciativa”.
Pero prescindiendo de tales consideraciones, la libertad se muestra en un
reflejo: en la conciencia, en darse cuenta de la responsabilidad por lo hecho.
Es un fenómeno curioso, incluso misterioso, el que un sentimiento interior
no diga sólo: eso fue perjudicial; o eso fue peligroso; sino: eso fue injusto,
no debiste hacerlo, y, sin embargo, lo has hecho. Forma parte de ti. Tienes
que responder de ello, ante la ordenación del bien y el mal. No otro, sino tú.
Aquí, en la responsabilidad, se revela el yo en su imborrable rigor.

Naturalmente, habría mucho que decir sobre esa cuestión, en plan lógico,
psicológico, sociológico y demás; las consideraciones sobre la libertad son
infinitas. Aquí sólo se trataba de hacer evidente lo que se quiere decir con
esa palabra para que se eche de ver adonde apunta en definitiva el tratar de
egoísmo y altruismo; esto es, al modo como un hombre es él mismo y cómo
se posee a sí mismo; qué actitud toma ahí y qué intención lo determina.

Uno tiene que hacer un trabajo requerido por su profesión. Puede hacerlo de
tal manera que sea con vistas a sí mismo, a la impresión que hace en los
demás, a los beneficios que con eso obtiene, y así sucesivamente. Entonces
en el trabajo se ha buscado a sí mismo. Por lo que toca al trabajo,
probablemente está mal hecho, o al menos peor de lo que habría podido
estar. Por otra parte, a lo que era su mira, su propio “yo”, no le ha
beneficiado el resultado, pues el mirar hacia uno mismo atrofia y el cuidarse
de la impresión que se hace produce falsedad. Ser altruista a la tarea y no
pensar en el propio yo, haciendo el trabajo correcta y limpiamente, como
quiere ser hecho. Entonces, ante todo, sale bien el trabajo, pues quien lo
hace está “en la cosa” en vez de estar en su vanidoso yo. Pero además de
eso —y a ello nos referimos especialmente aquí— con tal actitud surge un
ámbito peculiarmente más libre, más espiritual, en donde él empieza
auténticamente a ser “él mismo”.

Con eso tocamos algo extraño que debe dar ocasión a todo el que piense en
serio para meditar profundamente: es decir, a la paradoja de la persona. En
cuanto se considera a sí misma, queda repleto, por decirlo así, el ámbito
espiritual en que ha de realizarse el trozo de vida en cuestión, y resulta un
estorbo para la propia realización. Pero si se olvida y se vuelve puramente a
la cosa, se abre ese ámbito y entonces es cuando empieza a ser ella misma.
Un gran número de los actos vitales diarios consiste en ponemos en relación
con una persona: son relaciones “yo-tú”. Pero pueden realizarse de modos
radicalmente diversos. Encuentros en amistad y sociedad, colaboración
profesional, prestaciones de ayuda en la necesidad: en todo ello cabe
comportarse de tal modo que se represente un papel, y así lo hacemos
a menudo: cuidándonos de la impresión que hacemos, de si el otro nos
estima justamente; de si cuando damos, también recibimos, y así
sucesivamente. Pero ¿qué ocurre ahí? La relación viviente “yo-tú” se
atrofia; lo que había de ser un claro mirarse de frente sigue dos
orientaciones diversas que se estorban entre sí: se rompe, se atraviesa. El
otro lo entrevé, sin embargo. Advierte: éste no es auténtico conmigo:
¡siempre está pensando en él! Esto lo hace a su vez inseguro. No llega al tú
directo y confiado, sino que desconfía. En cambio, aquel que se aparta de sí
mismo abiertamente en la amistad, sin intenciones al rendir honor, derecho
en la ayuda, precisamente ahí, pero desde dentro, hace elevarse, libre y de
acuerdo consigo mismo, su auténtico yo llamando al otro.

Así se cumple la misteriosa dialéctica de la persona: cuando más se busca el


hombre, más se escapa a sí mismo. Cuanto más importancia se da, más
mezquino resulta. La persona vanidosa, calculadora, que sólo goza en sí
misma, cree que crece en un modo de ser “yo” cada vez más pleno y fuerte:
en realidad, se agota en lo más íntimo, porque a su alrededor nunca surge
ese espacio libre que sólo produce el altruismo. Al apartarse del propio yo
hacia el tú, hacia la obra, hacia el deber, despierta y crece el auténtico yo.
Tanto más es uno él mismo cuanto más libremente se aleja de sí hacia la
persona con quien tiene que tratar: hacia la cosa que lo requiere.
Naturalmente, debe cuidar también de lo propio. Debe examinar si
ha actuado correctamente, si ha sido prudente ante el otro, si ha logrado los
objetivos de su profesión: debe hacer las muchas correcciones que impone
la vida, porque, si no, se producen destemplanza, hastío, fracaso, daño. La
auténtica actitud del hombre, sin embargo, es la de marchar desde él mismo
a los demás, a su tarea.

La misma ordenación se da en lo religioso. También ante Dios hay


altruismo y egoísmo. Jesús dijo: “No como quiero yo, sino como quieras
tú” (Mt 26, 39). ¡Qué tajantemente separan estas palabras la voluntad que se
busca a sí misma y la que busca al Padre! En la medida en que la busca el
hombre, se aparta de sí mismo hacia el tú divino, pero no de tal modo que
allí se extravíe, sino que en él se encuentra en su autenticidad. Así prometen
unas palabras que también dijo el Señor; “El que encuentre su vida,
la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10, 39). Esto,
en primer término, está dicho sobre la pérdida de la vida en el martirio. Pero
la palabra griega “vida” en el Antiguo Testamento, psyjé, significa también
“alma” y su vida eterna. Siempre que un hombre “encuentra” y retiene su
alma respecto a Dios, es una pérdida; en cambio, cuando se la dá, un
hallazgo. Él la da en toda obediencia a la santa voluntad, y en el mismo
instante Dios se la devuelve y se ha hecho más ella misma de lo que era
antes.

¡Misterioso intercambio entre el hombre y Dios! Cuanto más tiempo lo hace


así el hombre, más avanza la vida, más llega el hombre, en esa constante
donación de sí mismo y recuperación de manos de Dios, a ser el que ha de
ser: y también cabe decir, el que es realmente.

Los místicos hablan del “nacimiento de Dios en el hombre” —una


expresión misteriosa sobre cuyo sentido último no hemos de hablar aquí—,
pero hay una cosa que entendemos sin más: Dios quiere entrar en el
hombre, quiere hallar espacio en él y alcanzar figura humana, aquí, en este
hombre, que, según la especie, es uno entre innumerables, y según la
persona, es un individuo, precisamente él.

En todas las cosas hay una semejanza de Dios. Todo lo expresa según el
modo como es su naturaleza; y esta expresión de Dios es su esencia
fundada por la Creación. Pero de modo especial se quiere expresar Dios en
el hombre: en cada individuo, según su índole especial. Eso es el núcleo
más íntimo de lo que llamamos “personalidad”; un reflejo —si se permite
trazar tan gran comparación— de la encamación del Hijo eterno. La
auténtica encamación esencial ocurrió en Cristo; pero, en una gracia que la
refleja, Dios quiere entrar en cada hombre y expresarse en él, y en cada cual
tal como sólo es posible en él. Cada creyente debe llegar a ser una
expresión de Dios. Y en el bautismo se pone la base para eso; en el “nuevo
nacimiento, por el agua y por el Espíritu Santo”, como proclama el diálogo
nocturno del Señor con Nicodemo (Jn 3,5). Todo avance del
hombre creyente en el cumplimiento de la voluntad de Dios, a su vez, es un
paso hacia allá.

El santo es un testimonio de cómo puede resultar su cumplimiento total. En


él “aparece” Dios. Pero como el hombre es imagen de Dios, y Dios, pues,
es modelo del hombre, en esa aparición también resplandece lo auténtico
del hombre; en cada ocasión, de este hombre determinado: llega a ser por
completo él mismo. ¿Cómo llegó a ser por completo él mismo Francisco de
Asís? ¡No queriéndose más a sí mismo en nada! Si hubiera seguido siendo
el hijo de Bemardone y hubiera continuado desempeñando en Asís y en
Umbria el gran papel que podía haber tenido por la voluntad de su padre,
así como por sus dotes y sus haberes, entonces, ciertamente, habría llegado
a ser un hombre brillante y amable, pero lo auténtico habría quedado
velado. En cambio, al dar el gran paso (“sólo Dios y nada más”), floreció en
él la belleza de Dios, y llegó a ser el que había de ser, esa persona que ha
expresado como casi nadie más la generosidad del amor divino.

Cada santo refleja a su manera especial la encarnación de Dios en Cristo. Al


no quererse él más a sí mismo, Dios encuentra espacio en él y le hace ser
el que propiamente había de ser: tal como la encamación esencial de Dios
en Cristo hizo patente lo que es el hombre en general, “el hijo de hombre”.
Claro que el camino hacia allá representa una entrega de sí mismo, un
sacrificio tras otro. El “hundimiento doloroso” lo llaman los maestros
espirituales.

Toda virtud tiene su modelo en Dios. Todas las virtudes son maneras de
reflejar la excelencia de Dios en el hombre, en cada caso en situaciones
especiales. Esto no ocurre de modo diverso en el altruismo, por extraña que
pueda sonar en principio la afirmación.

Ante todo y sobre todo, Dios es infinito él mismo.

Cuando, en el monte Horeb, Moisés le preguntó su nombre, para que su


mensaje recibiera testimonio de validez entre el pulular pagano de dioses,
Él respondió: “Yo soy el Yo-Soy.” Con eso expresó su eterna mismidad; y
toda meditación en serio sobre Dios debe dejarse aleccionar por estas
palabras si no quiere extraviarse. Estas palabras dicen que no hay
ningún “nombre” que pudiera nombrar a Dios a partir de lo finito, esto es,
insertándolo entre lo conocido en la Tierra. Su nombre es “Él”. Dicho de
otro modo: que esto sea así es el nombre de Dios.

Pero en la Epístola a los Filipenses se dice del Hijo de Dios, esto es, de
Dios mismo: “(no hagáis nada) por egoísmo o vano afán de gloria, sino que
cada cual, con humildad, estime a los demás como más altos que él mismo.
Que no se cuide nadie de lo suyo, sino cada cual de lo que es del otro.
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús: el
cual, siendo de condición divina, no se aferró ávidamente a su igualdad con
Dios, sino que se anonadó, tomando figura de siervo y haciéndose igual a
los hombres. Y al estar en figura de hombre, se humilló haciéndose
obediente hasta la muerte —y muerte de cruz—. Por eso Dios lo ha elevado
sobre todo, dándole el nombre-sobre-todo-nombre, para que ante el nombre
de Jesús se doblen todas las rodillas en los cielos, en la tierra y bajo tierra, y
toda lengua proclame; Jesucristo es el Señor, para honor de Dios Padre” (2,
3-11).

Se dice ahí algo inaudito: que el Hijo de Dios no conservó su mismidad


eterna como algo apropiado injustamente, sujetándolo con miedo y
violencia, sino que se “anonadó”, entregó su mismidad, Él, el Se-ñor en
absoluto, para hacerse “siervo”, hombre sujeto, y con la más amarga
gravedad, hasta la muerte que habían de padecer los transgresores de la ley,
en la cruz. Pero así recibió el nuevo “nombre”, el nombre de “Cristo”, el
Ungido victoriosamente, y de Kyrios, el Señor-Dios, que está entronizado
sobre todo lo creado; y ese acontecimiento es eterno honor para el Padre.

Inefable misterio que Dios haga cosa semejante: que lo pueda hacer y
seguir siendo Dios. Que haya revelación de que Dios es así; que para Él sea
gloria hacerlo así. No hay un Dios que sea de otro modo, con otra
disposición de ánimo, con otra voluntad. Ése sería, siguiendo la expresión
de Pascal, un “Dios de los filósofos”, una representación de Dios mediante
la cual el hombre trataría de justificar el estar prisionero de sí mismo.

Dios es el soberano altruista, y todo auténtico altruismo del hombre refleja


en vislumbre lejano su misterio.
.. .. . .....• - . a.. .

.............•......

:’V« •
16

CONCENTRACIÓN

Una palabra familiar para el lenguaje ético-religioso del pasado, pero que
en época reciente sólo rara vez se pronuncia, es “concentración”, la
situación del hombre concentrado en sí mismo. Pero hoy día vuelve a
ponérsenos más cerca lo que esto significa, y precisamente son los
psicólogos y educadores los que empiezan a ver su significación. Así,
las ideas de esta meditación encuentran ya muchos puntos de partida.

Para entender mejor lo que eso significa, queremos tomar conciencia de


cómo está construida nuestra existencia. Pues se orienta hacia dos polos,
afines a aquellos de que se habla en el capítulo siguiente sobre el silencio.
El primero es la interioridad del hombre, su centro. No sería fácil decir qué
es ese “centro”, pero todo el que pronuncie esa palabra desde sí mismo sabe
lo que quiere decir con ella: el punto de relación hacia dentro: lo que hace
que sus fuerzas, sus cualidades y sus disposiciones de ánimo y acciones no
formen una yuxtaposición, sino una unidad.

Ese es un polo, el otro es la conexión de las cosas de fuera, los procesos,


situaciones, relaciones; las otras personas, tal como viven y lo que hacen, la
historia; en una palabra: el mundo, en la medida en que en el individuo
encuentre relación con ella la fuerza de comprensión y la capacidad de
experiencia.

Entre estos dos polos, el centro en mí y el mundo en torno de mí, actúa mi


vida. Constantemente salgo hacia las cosas, observo, capto, tomo posesión,
formo, ordeno. Luego vuelvo a mi interior, y allí me pregunto: ¿esto qué es?
¿Por qué es así la cosa? ¿A qué otro le parece semejante, y cómo se
diferencia? ¿En qué consiste su esencia? En que en el conocimiento es
donde adquiere plenitud lo que he experimentado fuera.

Si quiero hacer algo, no me pongo a trabajar en ello por las buenas, sino que
considero: ¿qué es aquí lo apropiado al objetivo? ¿Qué requiere la
situación? Me decido, y así es como adquiero “fuera” orientación y
ordenación para mi actividad.

Una vez que he actuado, vuelvo a reflexionar y examino: ¿Estuvo todo en


orden? ¿He sido justo con la persona en cuestión? ¿He cumplido con mi
deber?

Todo esto se ha dicho simplificando. El “fuera” y el “atrás”, y otra vez


“fuera” no sólo se realiza una vez, sino incontables veces; es un juego de
actos que ocurre constantemente, y a partir de los cuales se forma la vida
cotidiana.

Así, ambos dominios se relacionan mutuamente. Lo que ocurre fuera es


orientado y enjuiciado desde dentro; lo interior está llamado, despertado y
nutrido desde fuera. Si preguntamos qué persona ha de verse en este aspecto
como bien dispuesta, la respuesta es: aquel en cuya vida estos dos polos
producen efectos en relación correcta; que no se pierde fuera ni se enreda
dentro; sino en cuya vida, más bien, ambos dominios se determinan y
completan mutuamente en equilibrio.

En nuestra realidad media, sin embargo, ocurre de otro modo. Ahí, las cosas
de la vida exterior tienen un predominio violento. La plenitud de sus
formas; el carácter apremiante de sus cualidades; los deberes que nos
plantean: su valor, que despierta apetencia; su peligrosidad, que infunde
temor; todo es tan fuerte que adquiere predominio y tira de nuestra vida
hacia fuera. Así surge el hombre “vuelto hacia fuera”, cuyo interior es débil
y se debilita cada vez más.

Ahora bien, mirándolo en conjunto, ya hace tiempo era éste el caso; los
preocupados por la más honda formación del hombre siempre nos han
amonestado sobre ello. Pero hoy la situación se hace especialmente
peligrosa, porque las incitaciones que alcanzan al hombre se han vuelto tan
fuertes y múltiples y cada vez lo son más. Siempre está el hombre dentro de
un engranaje, y no sólo dentro de ordenaciones que lo envuelven, sino en un
completo caos que se le pierde de vista. También ese “carácter público” de
la existencia se ha reforzado de modo angustioso: cada vez se informa más
de prisa y más completamente sobre lo que ocurre, de modo tan directo, que
uno se siente tentado a decir que el informe pertenece al suceso: que éste
transcurre por adelantado ante las lentes y los micrófonos de los
informadores. Lo público interviene cada vez más despiadadamente en la
vida personal, de tal modo que el dominio privado desaparece a ojos vistas.
Los límites de la vida personal se vuelven como de cristal, y las personas se
mueven detrás como peces en el acuario, que se pueden observar en todo lo
que hacen y por todas partes.

Ya es un símbolo que la casa moderna renuncie por completo a la pared; el


hombre, al vivir dentro, vive directamente fuera, y piensa que así se hace
libre. En realidad, echa a perder el mundo interior. Y como si eso no fuera
bastante, el mundo interior se mete dentro de modo aún más expreso. En
efecto, conocemos estas viviendas en que nunca hay silencio porque
siempre atruena la radio, o el televisor mete el sensacionalismo del
acontecer del mundo, en las horas en que el hombre debería estar consigo
mismo.

Aquí surge el hombre que ya no tiene centro vivo.

Constantemente lo atraviesa el acontecer vital, inundándolo. Se siente


estrecho cuando está en su habitación: siempre tiene que salir. No se resigna
a estar solo: siempre debe haber gente con él. Pasar la tarde en silencio, con
un libro, le parecería un desperdicio, porque siempre debe “emprender
algo”. La exigencia de considerar cara a cara su propia vida, a solas consigo
—conocimientos, acciones, responsabilidades, disposiciones de ánimo—, lo
dejaría cohibido: no sabría cómo tendría que hacerlo, pues al cabo de poco
tiempo se escaparía a sí mismo, si es que no ocurre algo peor: que no se
quiera ver siquiera a sí mismo.

La vida de una persona así se disuelve en reacciones hacia fuera. No está en


ningún sitio, sino que es dispersado por mil influjos. No se posee a sí
mismo, sino que “sale adelante”, no se sabe adonde. No tiene convicciones
propias, sino opiniones que se le han metido del periódico o de la radio. No
actúa por espontaneidad interior, sino tal como resulta de los impulsos que
le tocan desde fuera.

Esto tiene una importancia peculiar en la vida religiosa. ¿Qué forma el


núcleo de toda piedad? La conciencia de la realidad de Dios, el hecho de
que Él “es”, existe aquí, vivo, y actúa, rige y gobierna.
Esto se desarrolla cada vez más y se convierte en conciencia de que en
realidad sólo Dios es original y eficaz por sí mismo, mientras que todo lo
finito es sólo “por Él” y “ante Él”: de que sólo Él actúa y rige de modo
soberano, creador, mientras que nosotr os sólo podemos actuar en Él. La
piedad significa llevar la vida ante sus ojos.

Pero yendo más allá: ser piadoso significa estar en diálogo con Dios. Es
decir, ante todo, dirigirle la palabra a Él. Pero ¿adonde se habla en realidad,
al hablar a Dios? Por lo general, hacia dentro de una niebla, o simplemente
sólo hacia delante, sin la conciencia de un “tú”. Si hablo con alguien, busco
con mis ojos los suyos, entro en contacto con su expresión, de tal modo que
sé que mi palabra va a ese rostro que está ahí; y a través de Él, a lo que en
Él se expresa; el espíritu que piensa: el corazón que tiene una actitud; la
persona que ahí existe. Por su rostro capto la intencionalidad que en él se
expresa: Él. Dirigirse a Dios se dice en los Salmos como: “buscar el
rostro de Dios”, hablar hacia la cara de Dios. Pero ¿cuándo ocurre esto?

Ser piadoso significa: “buscar el rostro de Dios”, vivir hacia su cara. Así
está puesto en el sentido de la creación, como lo dijo san Agustín: “Para ti,
oh Dios, nos creaste” {Confesiones, I, 1, 1). Pero eso sólo lo puedo cuando
estoy conmigo en casa, con poder sobre mí mismo: al quedar abierto el
espacio interior, se hace visible el enfrentamiento, o al menos, visible el
hecho de que yo lo pretendo. En lo de fuera, donde más me suelo hallar: en
el engranaje que me invade, Dios, por decirlo así, queda borrado. Las
muchas imágenes de las cosas, los muchos rostros de las personas hacen
que el rostro de Dios —esa cosa misteriosa que conoce todo el que trata con
Dios— no pueda hacerse visible ni pueda ser pretendido.

Hasta aquí, sin embargo, es sólo en principio una atención, una orientación
del hombre: todavía no es ningún diálogo. Éste requiere también la otra
voz, la voz de Dios. Sí —y con esto, ahora es cuando ponemos las ideas en
orden—, eso es lo primero. Pues podemos dirigir la palabra a Dios sólo
cuando Él se deja interpelar: podemos pronunciar la palabra hacia Él sólo
cuando Él la deja libre en nosotros.

Pero ¿cómo habla Dios en nosotros? Y ¿cómo nos da a entender su palabra,


para responder con la nuestra? A su hablar y a nuestro oír y responder lo
llamamos “conciencia”. Con la conciencia moral, en efecto, tiene una
prodigiosa afinidad. Constantemente nos toca la llamada que nos dirige “lo
bueno”, lo justo, lo que es digno de ser, y ha de ser. Eso, lo bueno, lo abarca
todo, y a la vez es muy sencillo. Constantemente apremia: “Hazme...
realízame... llévame a cabo en el mundo, para que se haga reino de lo
bueno...” A eso responde una voz en nuestro centro, la conciencia —
¡supongamos que responda así!—: “Sí, quiero, pero ¿cómo he de hacerlo?”
Y a esto, por decirlo así, sucede un silencio, pues el bien es tan infinito de
contenido como sencillo de forma, de tal modo que no puede “hacerse”
simplemente.

Pero luego se forma “la situación”: quizá ya se ha formado y aguarda. Tal


ocurre: constantemente fluye en torno de mí el acontecer de la
temporalidad. Pero una y otra vez, cosas, relaciones y procesos se amoldan
dentro de una imagen: este cuarto, esta persona, este diálogo, esta
necesidad: y yo ante ello. En la imagen se distingue lo bueno como aquello
que se requiere ahora y aquí. Se dirige a mí, me mira, me llama: “¡Haz esto,
ahora, aquí!” Y la “conciencia” es la capacidad de percibir la llamada, de
comprender y de decidir: “¡Sí, quiero!”

Este conjunto se puede captar de modo puramente moral. Entonces, eso


significa el darse cuenta de que se está siempre bajo la obligación moral y
el reconocer el sentido concreto de esta obligación a partir de la situación,
en cada caso. A su vez, el núcleo de todo ese contexto lo forma la relación
religiosa. Pues “lo bueno” es en definitiva Dios, su santidad; y la exigencia
de realizar el bien en el mundo es su voz. Pero Él exige de nú que realice en
el mundo el reino de lo bueno, su reino, allí donde estoy, de hora en hora,
desde la situación que surge constantemente por Él, por su providencia en
tomo a mí.

El sentir esa constante exhortación del bien; la capacidad de comprender la


hora como la evidencia de su mandato y el supuesto previo concedido para
su realización: el tomarla, por su lado, en la docilidad de la auténtica
obediencia, por otro lado en la confianza de la propia indicación y decisión:
todo eso sólo es posible desde una actitud interior que significa atención,
disposición, es decir, un ponerse ante Dios, realizado de algún modo o de
otro, y eso es la “concentración”. Sólo una persona concentrada entiende la
“hora”: si tiene un sentido grandioso —el mayor fue aquel de que habla el
Nuevo Testamento con las palabras: “Se ha cumplido el tiempo” (Le 1, 15)
—, o un sentido más modesto, por ejemplo, el hecho de que se tome bien
una decisión de la que depende mucho; hasta llegar a lo más cotidiano,
que implica que todas las horas de la vida tienen su significación para el
reino de Dios... Todo eso solamente es posible por una actitud interior que
se llama precisamente concentración.

Desde aquí, la idea continúa: toda la existencia del hombre se realiza en la


relación “yo-tú” entre Dios y él.

Las cosas están creadas por mandato de Dios: “Mandó, y existieron”, dice
el salmo sobre las estrellas, y existen por ese mandato que las tiene en el
ser y en la realidad. En el hombre es diferente. El relato de la creación
expresa la peculiaridad del modo como fue creado con la prodigiosa imagen
de que Dios se inclina sobre la tierra formada en figura de cuerpo y le
insufla el elemento vitalizador. Con eso se dice que el hombre no está en
situación de creado en cuanto especie, sino en cuanto individuo: que Dios
lo pretende como individuo. Dios le crea en la relación yo-tú con referencia
hacia él mismo. Así, la vida del hombre se cumple en un diálogo constante.
Dios le habla mediante todo lo que le sucede, así como por toda moción de
su propia vida. La actitud creyente se puede expresar precisamente en
aprender a llevar este diálogo; en que haga entrar en este diálogo todo
lo que le llega y lo que hace; que lo comprenda desde Dios y lo realice
hacia Dios.

Pero ¿cómo ha de ser posible eso, si el hombre vive en constante


dispersión; siempre atraído hacia fuera, llevado de acá para allá por las
impresiones que se agolpan contra él? En efecto, esa existencia en diálogo
sólo la puede realizar si el centro que hay en él está vivo: si está atento,
escuchando, y escuchando de un modo que se transforma en acción, esto
es, “en obediencia”. Realmente, el hombre cumple el modo básico de su
existencia sólo en la medida en que se concentra.

Lo que se ha dicho aquí sobre la relación “yo-tú” con Dios vale de modo
apropiado también respecto a las demás personas.

Desde hace algún tiempo se acentúa que nuestra vida reposa sobre una
constante realización de la relación “yo-tú” con otra persona.
Se reconoce que el gran peligro de nuestro tiempo de masas y máquinas
consiste en que el hombre se convierta en cosa. Nos damos cuenta así de
que el acto de conocer a una persona se realiza de otro modo que cuando se
trata de una cosa. Con la cosa, digo: “eso”; con la persona: “tú”. Aquí es
donde se manifiesta el verdadero sentido de lo que es “persona”: el ser
situado en su libertad, así como de la relación “yo-tú” surge el justo
comportamiento hacia otra persona: el respeto, la fidelidad, el amor.

Pero eso sólo es posible por la concentración. El hombre disperso trata con
las personas como con cosas. Las cuenta: las ordena bajo palabra-clave;
las usa para sus finalidades y las consume. Sólo cuando se forma esa
peculiar vigilia interior que produce atenta intencionalidad y que llamamos
concentración, se hace posible tratar al hombre como hombre. Pero el
peligro de no hacerlo así y, por tanto, la necesidad de ver en esto un deber,
crece en la medida en que aumenta la cifra de las personas, y, en conexión
con eso, nuestra vida queda determinada por máquinas que, efectivamente,
toman como cosa a aquello con que tratan.

Pero debemos ir aún más allá. Incluso la obra humana —digamos más
cautamente: la obra elevada— sólo puede comprenderse partiendo de una
concentración. ¿Cómo se ha de captar una obra de arte en su esencia
peculiar si no es formando ante ella una especie de reflejo de la relación
“yo-tú”? El modo como un verdadero entendedor se compenetra con
una obra de arte en la unidad de la experiencia artística, ¿en qué se
diferencia del modo como la valora un negociante por su precio de
mercado? Evidentemente, en una atención, un respeto, que sólo son
posibles por la concentración.

Cierto que eso cuesta trabajo. Basta sólo observar de qué modo se comporta
la gente en una exposición o en una sala de concierto. La mayor parte no
entra siquiera en la auténtica relación, sino que “cosifica” la obra: se nota
en la rapidez con que pasan a la actitud del crítico, comparan y valoran, es
decir, toman la obra de arte como objeto.

También aquí, en efecto, hubiera sido precisa una concentración, y en el


rostro de quien contempla o escucha se ve si tiene deseo y es capaz de ello.
Más aún, se debería dar un paso más y decir que también la naturaleza
solamente es contemplada con arreglo a su ser por aquel que se pone ante
ella partiendo de una interioridad de algún modo concentrada. Pues ¿en qué
se diferencia la mirada de un hombre que observa en un árbol el misterio de
la vida silenciosa y ligada a su lugar, que une la hondura de la tierra, la
anchura del espacio y la elevación del cielo, respecto a la mirada del
leñador que mira si se lo puede derribar, o del tratante en madera, que
calcula su valor de venta?

En el fondo, igual podría decirse de toda forma natural. Y el mayor peligro


de nuestra época, con su turismo masivo y sus organizaciones de
descanso convertido en negocio, consiste, efectivamente, en que cada vez
hace más rara esa actitud.

Subrayemos una vez más la idea que hemos tenido en cuenta al comienzo
de estas consideraciones: la virtud de la concentración significa que a una
persona, por carácter, educación y experiencia, se le haga evidente cómo se
desarrolla la vida entre el interior de la personalidad y el exterior del
mundo, el profundo centro y el ancho conjunto, que haya superado en algún
modo la dispersión y superficializa-ción de que se hablaba, aprendiendo a
hacer libre y efectivo su centro.

Esta tarea ha llevado en todas las épocas a ciertos hombres a edificar una
forma propia de vida muy estricta: la del ermitaño y la del monje. Ambas
ideas aluden a lo mismo: al hombre que quiere encontrar lo auténtico; de tal
modo decidido, que sólo quiere eso: así se aparta de todo lo demás y se
vuelve por completo al “reino interior”, bien sea como ermitaño, lo que
significa que también exteriormente reside solo. O como monje, que,
aunque vive en comunidad con otros, está en una comunidad cuya
ordenación se basa en garantizar toda la soledad posible. Retira su atención,
sus inclinaciones y sus fuerzas de la amplitud del dominio del mundo, y las
concentra en el interior.

Dirige su atención cada vez más constantemente hacia Dios, conforme más
vive en el interior, y se acostumbra a estar ante su rostro, a escuchar su
palabra.
Nosotros no podemos, pues vivimos en el mundo y tenemos nuestras tareas;
estamos en vínculos de índole diversa, y nos sabemos obligados a ellos.
Pero también debemos estar en casa propia en nuestro interior, o si no,
somos “hombres dispersos”.

Eso no se hace sin esfuerzo, sin ejercicio serio y terco: no se hace sin
ascetismo. Esta palabra —ya se habló de ello— originalmente no indica
más que “ejercicio”. Pero ejercicio significa que despertemos una fuerza
que duerme; que hagamos desplegarse un órgano que está poco
desarrollado; que prescindamos de una mala costumbre, cultivando la
adecuada, y así sucesivamente.

Por ejemplo, no salgo, aunque me apetece, sino que me quedo en casa y


trato “de entrar en mí mismo” con un trabajo tranquilo, o un libro, o una
meditación sincera. Y eso sin artificiosidades ni juegos, sino sencillamente
y en serio. Pero si en casa no hay silencio, o no tengo cuarto propio,
entonces voy a una iglesia, me siento y allí estoy solo conmigo... O no
permito que el televisor, esa caja de espectáculos, me destruya el silencio
con su griterío y agitación, sino que lo apago. O resisto la inclinación de
ponerlo y entregarme a él horas y horas, y en cambio leo algo razonable. Y
lo mismo con las revistas ilustradas, ese montón de sensacionalismo,
indiscreción y desvergüenza: rehúso que me tomen en su posesión, aunque
sea un cuarto de hora... Si voy por la calle, irrumpe en mí todo el sistema de
excitación de la época actual, el tráfico, el ruido, la gente, los anuncios, los
escaparates con sus instalaciones. Por todas partes eso me llama, me atrae,
me aparta de mí mismo. ¡Qué importante ejercicio resistir a ello, no dejarse
arrebatar, quedarse tranquilo y consigo mismo! Y así sucesivamente.

Siempre quiere el hombre —especialmente el de hoy— ir a los demás,


hablar, oír, comunicarse. Siempre quiere ver algo, que pase algo. Lo quiere
hasta el afán, y, cuando no lo tiene, eso lo pone intranquilo y lo echa fuera.
Quien ha conocido qué precioso bien es concentrarse, debe superarlo;
digámoslo más modestamente: debe tratar cada vez más de superarlo. Es
realmente una manía, y es difícil superar las manías, porque la tendencia se
ha metido en los nervios. Se tarda mucho hasta que ceden, pero pueden
reducirse a mesura.
Sin embargo, a la vez debe tener lugar también lo positivo: el asentarse en
el mundo interior, el venir hacia sí mismo, la independencia desde dentro...
El lector puede tomar lo dicho no como una prédica moral, sino de modo
realista, como dicho por experiencia: como indicación a un camino hacia
una vida que vale la pena. Pues la dispersión, el estar constantemente fuera,
lo deja a uno vacío. Cuando se intenta imaginar a dónde llevará este
aturdido modo de vida, se piensa que el final será un aburrimiento
irremisible, interrumpido por explosiones de impaciencia desesperada...
Así, pues, hay que oponerse a ello, en obsequio a la vida, para que conserve
sentido. Eso sólo puede ocurrir si examino: ¿cómo he sido hoy? ¿He
conservado la posesión de mí mismo? ¿O solamente me he dejado azuzar?
Mi vida, ¿es quizá de tal modo que ni siquiera puedo estar conmigo mismo?
Y ello en serio; no con la insincera resignación que cede porque en el fondo
no quiere que sea de otro modo.

Después, y sobre todo: buscar el rostro de Dios. Realizar lo que es la verdad


básica de mi existencia: Dios es eternamente existente, el único que vive
por sí. Está aquí. Es “el que existe”. Pero yo soy mediante Él; estoy aquí
ante Él: soy yo mismo sólo porque Él me quiere...

Este “Él y yo; yo ante Él; yo mediante Él”, este atender a su palabra, este
buscar y decir “tú, Dios”, es lo que da vida y firmeza interior.

Tal interioridad es el contrapeso a la masa de las cosas, la multitud de los


hombres, y el empuje del acontecer interior: contra la publicidad, la moda y
los anuncios... Es también —hemos de subrayarlo tías la experiencia del
medio siglo pasado— el único contrapeso real contra la violencia del
Estado, del moderno. Estado racionalizado y tecnificado, que siempre está
en peligro de convertirse en Estado de masas, y, como tal, en totalitario, y
que debe privar del yo y de la interioridad al hombre para poderlo dominar.

La Revelación nos dice que el hombre es imagen y semejanza de Dios: así


que Dios es el modelo del hombre, y partiendo de la esencia de éste se nos
abre un camino hacia El, según el modo como está dispuesta esa marcha de
ideas. Podríamos decir muy bien que Dios está concentrado de modo
perfecto, que está totalmente identificado consigo mismo, que se vive
plenamente, se percibe y se conoce del todo.
En la historia de la metafísica occidental hay un intento de acercarse a la
esencia del espíritu que dice: un ser está tanto más alto en rango cuanto
más puro y a la vez más sencillo es. El espíritu es sencillo de modo
decisivo, pues no puede dividirse, pero se distribuye por sus diversos actos
y su yuxtaposi-

Concentración ción en la sucesión temporal; por sus relaciones con el


cuerpo a que anima y con las cosas a que se dirige-

El espíritu soberano, Dios, es totalmente sencillo. Contiene en sí la plenitud


de la vida en la pura sencillez del ser. Está totalmente concentrado,
unido consigo mismo y, por tanto, dueño de sí y feliz.
17

SILENCIO

La vida del hombre se realiza entre callar y hablar: el silencio y la palabra,


polos que tienen afinidad con los considerados en el capítulo sobre la
concentración.

Aunque se dice que la palabra es “espiritual” eso no es cierto: es humana.


En ella alcanza su supremo refinamiento esa unidad de materia y espíritu
que se llama “hombre”. En el sonido que forma el aliento, por vibraciones
de la garganta y el pecho, expresa quien habla lo que piensa, lo siente. Pero
está oculto. Luego le da una estructura formada de sonido y rumor, y con
eso se abre al oyente. Éste entiende lo que piensa el que habla, puede
responder, y se desarrolla el diálogo. Esto es prodigioso, es un gran
misterio. Quien lo entendiera habría entendido al hombre.

Y no dejemos destruir esto por superficialidades naturalistas que quieren


derivar la palabra del sonido expresivo del animal. Este sonido podrá
expresar muy directamente espanto, o dolor, o excitación, o lo que sea: con
todo eso, todavía no es palabra. La palabra sólo surge cuando la forma
sonora participa de un sentido que antes se ha pensado, una verdad. Pero
sólo el hombre es capaz de eso, pues sólo en él hay espíritu personal.
Cuando un animal que vive con el hombre parece hacer lo mismo es un
engaño. Lo que nos hace oír no es ninguna comunicación, sino
una “expresión”, a menudo muy complicada. Sólo el hombre es capaz de
poner en las vibraciones del sonido una verdad de la vida, de la ciencia, de
la piedad.

La palabra es una de las formas básicas de vida humana; la otra es el


silencio, y es un misterio igualmente grande. Silencio no significa sólo que
no se diga ninguna palabra ni se exteriorice ningún sonido. Esto por sí solo
todavía no constituye silencio: también el animal está en condiciones de
ello, y, aún mejor la piedra, silencio es más bien lo que ocurre cuando el
hombre después de hablar, vuelve otra vez hacia sí y queda callado. O
cuando quien podría hablar permanece callado. Sólo puede guardar
silencio quien puede hablar. Que quien “saldría fuera” hablando
permanezca en la reserva interior, eso es lo que empieza a significar
silencio: silencio consciente, sensible, viviente, vibrante en sí mismo.

Lo uno va unido a lo otro. Sólo puede hablar con pleno sentido quien
también puede callar; si no, desbarra. Callar adecuadamente sólo puede
hacerlo quien también es capaz de hablar: de otro modo es mudo. En ambos
misterios vive el hombre: su unidad expresa su ser. Ahora bien, ser dueño
del silencio es una virtud. Sobre ella queremos meditar;

Quien no sabe callar, hace con su vida lo mismo que quien sólo quisiera
respirar para fuera y no para dentro. No tenemos más que imaginarlo y ya
nos da angustia. Quien nunca calla echa a perder su humanidad.

Hablando —ya lo dijimos— sale a lo abierto lo interior del hombre. Lo que


pienso, siento y me propongo, en principio solamente lo sé yo: en cuanto
lo pongo en palabra se hace patente, está en el espacio entre yo que lo digo
y el que lo oye. Así doy parte al oyente en lo que poseo interiormente.
Muchos conflictos se resuelven al sacarlos la palabra a lo abierto. Pero hay
experiencias a las que no les corresponde eso. Quien ha hecho algo
generoso, o tierno, sabe exactamente: si lo pronunciara, se echaría a
perder. Por eso lo cobija en silencio y lo tiene allí consigo mismo. Y si en
una hora oscura ha de preguntarse si la vida vale la pena, entonces se lo
dice a sí mismo y justifica su existencia.

Mediante el hablar tenemos comunidad. Cuando dos personas cambian


impresiones sobre una cosa, la palabra va y viene entre ellos: pregunta y
respuesta, afirmación y requerimiento, avanzando a la
claridad, descendiendo a la profundidad, hasta que llega el momento en que
saben: ¡así es! Entonces tienen comunidad en la verdad: un modo admirable
de estar juntos.

Pero hay también horas en que no se desea ninguna comunidad: la verdad


contemplada interiormente no necesita de otra persona. Por ejemplo, entra
uno en una iglesia, uno de esos edificios en que se puede hacer evidente la
presencia de Dios, y se sienta. Nota cómo se elevan los pilares a su
alrededor, cómo el espacio lo rodea, percibe las imágenes sagradas, y en él
se hace silencio. Con qué se compenetra no es cosa que pueda pertenecer a
la palabra. Si intentara decirlo, lo peijudicaría.

Hablando entra el hombre en la historia. Hay ahí una situación en que debe
decidirse algo, y el hombre se pregunta: ¿ha de ocurrir esto, o lo otro? Al
decidirse y decir: esto es lo que pretendo, empieza a haber historia. Pues la
palabra tiene peso: el hombre ha de ponerse tras ella. Es poder: el engranaje
de causas y efectos se pone en marcha, y él mismo es captado.

Pero si no quiere entrar en la historia, calla, y así se repliega a lo reservado.

Así cabría decir mucho más. Las cosas más importantes de la vida humana
se desarrollan entre estos dos polos de la vida. Por lo general, no hay dos
polos, sino sólo uno: de modo que absolutamente no hay ningún “polo”,
pues cada cual necesita su contrapuesto para estar vivo; por lo general, el
hablar es lo que predomina sin más, porque el hombre no puede callar, e
incluso no quiere, pues al callar como es debido entra en sí mismo, y el
estar consigo le resulta insoportable. Entonces nota todo lo que hay en él de
atrofiado, de perplejo, de echado a perder, y se escapa corriendo de sí
mismo a la palabra.

Sólo en el silencio tiene lugar auténtico conocimiento. Con eso no se alude


a la adquisición de saber. También ésta es buena e imprescindible. Por
ejemplo, determina: ese hombre está enfermo y tiene dolores; entonces se
puede curar de tal modo, puede usar medios o llamar al médico, y la cosa
está en orden. El deseo de conocer, por el contrario, pregunta: ¿qué es el
dolor? ¿Qué ocurre por él en la existencia, si se acepta y se vive
interiormente, o si se rechaza? ¿Y cómo ocurre en esta persona? ¿Qué
producen los dolores en su vida? Son preguntas que no
encuentran respuesta en tanto se habla. Quizá una respuesta exterior, pero
ciertamente que no una respuesta interior, comprensiva, que capte lo
esencial. Pues al que habla se le escapa precisamente aquello de que se
trata: el enfrentamiento interior; la mirada hacia la existencia que está ante
él, la penetración del modo como se realiza esta determinada vida
irrepetible. Para ello debo concentrarme, debo hacer silencio, poniendo ante
mí interiormente aquello de que se trata, penetrando y percibiéndome a mí
mismo. Entonces, si la hora es afortunada, lo veo claro: en el hombre
que sufre ocurre esto y lo otro. Lo primero es conocimiento, surgimiento de
la verdad. Quien no puede callar no lo percibe nunca.

Y lo que vale del conocimiento vale también del trato. El trato con personas
consiste en buena paite en que el uno dé al otro algo de sí: una actitud
amistosa, una ayuda, un estar con él, hasta los modos de plena comunidad.
Pero ¿puede dar algo de sí, cuando ni siquiera se tiene a sí mismo? Quien
siempre habla no se tiene realmente, pues continuamente se desvía de sí, y
lo que da al otro, cuando debería ofrecerse él mismo, son meras palabras.

Finalmente, sólo en el silencio llego ante Dios. Esto es tan verdadero que ha
llegado a ser una forma de vida: construir la existencia entera sobre el
silencio. Hay órdenes que lo hacen: propósito valiente que, cuando se
plantea de modo adecuado, lleva muy adentro del silencioso reino de Dios,
aunque también se hace peligroso si faltan la generosidad y la sabiduría.
Pero dejemos esto en paz y atengámonos a lo nuestro cotidiano.

El comienzo de toda vida religiosa está formado por el percatarse: ¡Dios


existe! No es meramente sentimiento o idea pensada, sino realidad. Más
real que yo: la auténtica realidad, fundada en sí misma, eterna; y toda vida
religiosa en serio lleva a la experiencia: Dios existe; yo, en cambio, sólo
existo ante Él y mediante Él. Pero Dios no existe meramente, sino que es
“alguien”, Él mismo. En estas consideraciones ya se ha hablado del modo
como lo expresa la Escritura. Habla de un rostro: “Muéstrame, Señor,
tu rostro, y estaremos salvados”, dice el salmo.

¿Nos es familiar esta experiencia? ¿Sabemos del rostro de Dios? ¿Sabemos


lo que significa el que diga la Escritura: “Dios, vuélvete hacia mí... Me
mira... Piensa en mí”? Sólo entonces podremos decir, con sentido y poder:
“Tú, Dios...”

¿Hemos considerado ya alguna vez qué prodigioso es que yo pueda decir en


absoluto “tú” a Dios, e incluso que Él sea el auténtico tú para mí? Y ello
tan esencialmente que se pudo decir a uno que rezaba: “Dios y tu alma y
nada más en el mundo”. Y cuando éste preguntó: “Señor, ¿y los demás?”, la
respuesta fue: “Para todos vale así: Dios y él, y nada más.”

A esa interioridad —Dios y yo— no se llega cuando se habla, sino cuando


se calla. Cuando uno se concentra se abre el espacio interior y se puede
manifestar la sagrada presencia.

Este silenciamiento hay que aprenderlo: ninguna virtud se le viene a uno


volando. Hay disposiciones para ello: hay hombres vueltos hacia su interior,
a diferencia de quien está predominantemente dirigido hacia fuera. Pero
esta disposición no lo hace todo. Por más que haga al hombre meditativo,
atento a los procesos en el propio ánimo, serio, quizá incluso melancólico,
sin embargo, todo esto es algo vacilante, expuesto a los humores y
experiencias de cada hora, y en todo momento puede quedar obstaculizado
y enredado desde fuera.
Por eso debemos esforzamos, guardamos contra la incesante charlatanería e
invasión que llena el mundo; guardamos como se guarda para poder respirar
quien tiene el pecho sofocado. Si no, algo se atrofia en nosotros. Pero el
mido exterior forma sólo la mitad, y quizá ni siquiera eso, de lo más difícil
de superar. El resto es interior: el engranaje de las ideas, el errar de las
apetencias, la intranquilidad y miedo del ánimo, el peso de la dificultad, el
muro del aturdimiento; todos los aspectos que pueda tomar lo que llena el
mundo interior, como llenan los cantos rodados el pozo cegado.

Hemos de tomarlo en serio. En una vida rectamente llevada también entra el


ejercicio de aprender a callar. Empieza con que realmente se refrene la boca
siempre que lo requiera la confianza de otro, la obligación profesional, el
tacto, el respeto a la vida ajena. Luego eso lleva también a callar a veces,
aun cuando se podría hablar, y especialmente cuando se haría mucho efecto:
precisamente el no hablar entonces es un buen ejercicio para adquirir
dominio sobre el prurito de hablar, el hecho de que uno se esfuerce en
absoluto por dominar el afán de charlar, el existir en palabreo. ¡Cuántas
cosas superfluas decimos al cabo de un día; cuántas tonterías! Debemos
aprender que el callar es bello, que no es ningún vacío, sino vida auténtica y
plena.

Pero luego, y por encima de lo dicho, hay que aprender el silencio interior:
el aguardar tranquilo ante una cuestión grave, un deber importante, el
pensamiento sobre una persona que nos interesa. Con eso haremos una gran
experiencia: que el mundo interno del hombre es amplio, que así se ahonda
cada vez más. San Agustín nos ha dicho sobre eso cosas profundas en sus
Confesiones (por ejemplo, 10, 8 y ss.).

Pero con lo dicho todavía hemos permanecido en lo natural, en lo que se


llama vida anímica. Sin embargo, a quien se confía al misterio de la gracia y
la resurrección se le concede más. La predicación del Apóstol está
traspasada del mensaje de que en el hombre creyente despierta una nueva
vida sagrada. Despierta en él Cristo, el Señor resucitado y glorificado.

Surge ahí una interioridad, una hondura que queda más allá de lo
meramente natural; e igualmente más allá de la natural hondura de ánimo
hacia dentro; como el “dominio” donde se entroniza Dios y donde le busca
el “Gloria a Dios en las alturas”, por encima de todos los pensamientos y
sentimientos de sublimidad natural. Esa interioridad nos la ha concedido
el bautismo, y ahora el ejercicio cristiano debe elevarla y sacarla del mundo
natural del sentir y el pensar. Queremos esforzamos por el silencio para
aprender a ser hombres. El símbolo que nos amonesta ya está en nuestro
mundo: la máquina parlante. Interesante como resultado de la ciencia y
como logro de la técnica, descubre también, sin embargo —en unión con las
máquinas de pensar y otras análogas—, el secreto deseo de quiíar su
dignidad al hombre. Pero éste, en cuanto aprende realmente a callar y a
hablar, se vuelve inimitable, pues entonces se manifiesta en él la imagen y
semejanza de Dios.

Lo que logra la máquina, en efecto, no es hablar: del mismo modo que lo


que ocurre en otros aparatos no es ningún pensar. En el aparato las formas
mecánicas de realización del hablar y el pensar están desprendidas y puestas
a disposición del ingeniero en su servicio. Se elevan a velocidades de que
no es capaz el auténtico pensar, y así se crean nuevas posibilidades técnicas.
Son logros asombrosos de la ciencia y la técnica, pero ¡qué tentación
entender la vida real del hombre a partir de la máquina, olvidando con ello
su autenticidad! Nos puede ayudar a comprenderlo así el hecho de que la
máquina, aunque puede “hablar”, no puede callar: sólo puede quedarse
ahí como muerta. Ante ese espectro de silencio sentimos de repente que
también su “hablar” es sólo un espectro. Callar realmente, vivir en el
silencio, sólo puede hacerlo el hombre.

Partiendo de la vida humana, puesto que es imagen de Dios, intentemos otra


vez obtener una visión de la imagen originaria. ¿Cómo es: los actos de
hablar y callar tienen también un sentido para él? ¿Hay algo en él de que
puedan ser semejanza?

Realmente es así, como se expresa en dos manifestaciones que nos presenta


la Revelación.

La primera consiste en la proclamación que resuena a través de todo el


mensaje sagrado: que sólo Dios es Dios y no hay divinidad además de Él.
Él sólo es el Señor, el libre, que no depende de nada: el infinito, el
totalmente vivo, que todo lo tiene y lo es.
Ante esa supergrandeza, que rebasa toda capacidad de pensar y sentir,
fracasan todas las imágenes que tienen en sí algo emocionado y puro. Cierto
es que los Salmos hablan de teofanías que se abren a quien mira rezando en
la tempestad, en los rayos y truenos de la tormenta, y cierto es que hacen
presentir a los hombres la significación, superadora de todo poder creado,
de lo que se llama “omnipotencia”. Pero, de una vez para siempre, Dios
mismo ha manifestado lo decisivo cuando llamó al monte sagrado Ho-reb al
violento Elias, el tempestuoso entre los profetas, tras las sobrehumanas
tensiones de su lucha contra Acab y Jezabel, para manifestar a aquel
celoso quién era él. Entonces mandó: “¡Sal fuera y sube a la montaña, ante
el Señor! Y entonces pasó el Señor. Hubo un gran huracán, y tras el huracán
un terremoto, y tras el terremoto un fuego, pero el Señor no estaba en el
fuego: y tras el fuego el ruido de una brisa ligera”; y allí estaba Dios (1 R
19, 11-12). No en las imágenes de poderes destructores, sino en la de
una brisa ligera se revela Él a su profeta.

Así podríamos seguir reflexionando: la imagen de la vida de Dios resulta


ser la infinita calma de un silencio que todo lo contiene.

Pero el Nuevo Testamento habla todavía de una segunda imagen, y


precisamente en el comienzo del Evangelio de san Juan. Allí se dice: “En el
principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y Dios era la
Palabra.” Al final del prólogo se vuelve a tomar la idea, que experimenta
una misteriosa profun-dización: “A Dios nadie lo ha visto. El Hijo único
de Dios, que está en el seno del Padre, es quien lo ha manifestado” (1, 18).

Una vez más resplandece algo del misterio de Dios. Se nos dice que en la
unicidad de Dios, que no admite comparación, existe una comunidad; que
no admite comparación, existe una comunidad; en su pura sencillez, un
enfrentamiento; en su elevación, un dar y un tomar. La imagen de esto es el
decir la palabra saliendo del silencio; imagen que luego se determina más
en la del nacimiento del Hijo desde el Padre. “Palabra” es “Hijo”, “hablar”
es “nacimiento”. Incomprensibles ambas cosas.

La primera imagen, la del silencio y la sencillez sin ruido, y la segunda, la


del nacimiento hablante y la comunidad en el amor abarcan el misterio de la
vida de Dios y su sagrado señorío. Pero ¡qué misterio hay también en el
hombre, en que, por voluntad de Dios, se refleja su gloria prístina! Y ¡qué
deber conservarlo en pureza invulnerada!
18

LA JUSTICIA ANTE DIOS

Un epílogo a estas reflexiones

Una de las primeras consideraciones de este libro ya ha llevado el título


“justicia”. Con él se aludía a esa virtud que pretende tratar según requiere
su esencia a las demás personas, a los acontecimientos de la vida y a las
cosas del mundo.

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, sin embargo, se hace


visible otro concepto, el de la justicia ante Dios, o “justificación”. ¿Cuándo
es justo el hombre ante Dios? ¿Cuándo ocurre que su culpa queda
perdonada ante el Juez divino, y Dios lo recibe en su comunidad eterna?

Ambos conceptos se relacionan entre sí. La justicia ética descansa en la


verdad del ser natural, y eso lo ha hecho Dios. Esta justicia es por completo
buena y le parece bien a Dios —al mismo Dios que en el Nuevo Testamento
dice al creyente que esa justicia no es suficiente—. Así vuelven a
distinguirse ambas justicias: a veces tan fuertemente que nuestro
sentir inmediato de la vida se rebela —pensemos en la parábola de los
trabajadores en la viña (Mt 20, 1 y ss.).

Aquí, en el final de nuestras reflexiones, queremos intentar aclarar lo que


entiende, pues, la revelación por justicia ante Dios, por ser justo ante sus
ojos, dando con ello un sentido definitivo a todo lo dicho antes.

Nos inclinamos a considerar la ética del Antiguo Testamento como


“natural” y a decir que la “sobrenaturalidad”, la asunción de la actividad
humana en la actividad de Dios, sólo se hace visible desde el Nuevo
Testamento. Pero no es así. Lo que se llama “justicia” en el Antiguo
Testamento no lo entendería, por ejemplo, Platón, pues, según su núcleo, no
descansa en el ser de las cosas ni en la seriedad de la conciencia decidida al
bien, sino en una acción de Dios, esto es, el establecimiento de la Alianza
en el Sinaí. Así, no forma parte de ninguna ética que pudiera separarse de
ese suceso y comprenderse por sí misma: todos los enjuiciamientos
“meramente éticos” sobre el Antiguo Testamento no hacen más
que extraviar.

Más bien es así: Dios conduce con hombres una historia que ha de edificar
su Reino en la Tierra. Un solemne acto, el establecimiento de la Alianza, en
el monte Sinaí, fundamenta la existencia del pueblo que sustenta ese reino;
“justicia” significa ahí el cumplimiento de lo que requiere el
establecimiento de la Alianza. Ante todo, y de modo fundamental, quiere
decir el propio comportamiento de Dios, que ha garantizado la Alianza, se
ha comprometido en ella y la cumple. Luego, posibilitado por ese
comportamiento divino, el del hombre que se sabe vinculado a cumplir la
exigencia del divino compañero de Alianza.

Sin embargo, lo que ése contiene de validez universal, como todo auténtico
comportamiento ético, reside en la soberanía total de Dios, que si bien
ha empezado la realización de su Reino con ese pueblo y en ese país, luego
—como las profecías no se cansan de anunciarlo— ha de extender por
todos los pueblos, por toda la Tierra y aun por la Creación en absoluto.

Así, la justicia del Antiguo Testamento significa un modo de conducir la


vida, requerido y también posibilitado por la gracia de la Alianza con Dios.
Se encuentra en la orientación de la historia por Dios, que edifica el
“Reino”, y la disposición del hombre a insertarse en él. Su requerimiento
queda referido y desarrollado por la “Ley” con vistas a la multiplici-

dad de los deberes de la vida, y ahí se encuentra con la justicia directamente


ética que proviene de la esencia de las cosas, dando a ésta una nueva
determinación.

Cumplir semejante requerimiento divino significó una heroica obediencia


creyente del pueblo. Éste renunció en lo decisivo a la comprensión natural
de su propio juicio político-social y económico, y confió en que Dios había
dado con su Alianza la garantía de que tanto el pueblo como sus individuos
persistirían y prosperarían también en la realidad del mundo; lo cual a su
vez, significa: confió en un permanente “milagro”.
Así, el hombre del Antiguo Testamento sintió siempre la tentación de
desconfiar del milagro de la Alianza y querer vivir “como todos los
pueblos”. La tragedia del pueblo del Antiguo Testamento también consistió
en que sucumbió una y otra vez a la tentación. El Primer libro de Samuel
cuenta cómo ocurrió por primera vez: “Cuando Samuel se hizo viejo puso a
sus hijos como jueces sobre Israel... Pero sus hijos no siguieron su ejemplo:
fueron atraídos por el lucro, aceptaron regalos y torcieron la justicia. Todos
los ancianos de Israel se reunieron y fueron a ver a Samuel en Ramá. Le
dijeron —Mira, te has hecho vie-

II

jo y tus hijos no siguen por tu camino. Danos un rey que reine sobre
nosotros, como es costumbre en todos los pueblos.” Samuel queda
estremecido ante la caída: “El Señor le dijo: —...No te han rechazado a ti,
sino que me han rechazado a mí: no he de ser ya rey sobre ellos” (1,8, 1-7).

En el transcurso de la historia el concepto de justicia propio de la Antigua


Alianza pierde su puro sentido y se convierte en esa actitud híbrida contra
la cual se vuelve Jesús.

En el Sermón de la Montaña cimenta su mensaje en la contraposición:


“Habéis oído que se dijo... Pero yo os digo” (Mt 5, 21. 27. 31. 33. 38). ¿En
qué consiste esa novedad tan resaltada?

Ante todo, manifiesta que la exigencia de Jesús avanza en todo desde lo


exterior a lo interior, desde la rectitud de la actividad a la pureza de la
disposición de ánimo: todo el Sermón de la Montaña lo muestra así. ¿Se
puede decir, sin embargo, que la exigencia se desprende de lo
históricamente irrepetible, es decir, de la persona, de la acción y del destino
de Jesús y de la acción de Dios en él, y que se ensancha a lo humano en
general, de tal modo que la relación ética se desarrolle en adelante, por un
lado, entre una “ley moral” universal, por Él proclamada, y, por el otro lado
una conciencia autónoma, aunque
purificada; y “justicia” significaría la pureza e incon-dicionalidad con que
se cumpliera la exigencia?

Se comprende por sí mismo que una actitud vital de tal elevación, y a la vez
de tal cercanía a la realidad, como la proclamada por Jesús, también
debe contener un conjunto de normas y valores universales, teoréticamente
comprensibles. Pero todo está ligado a una realidad. Ahora bien, cualquier
ética, si no quiere quedarse limitada a lo puramente formal, está ligada a la
realidad, y ésta, a su vez, radica en la realidad de la existencia en general.
Aquí, por el contrario, se trata de algo que sólo aparece en la Revelación y
sólo queda dado por ella, esto es, Dios y su Reino.

Pero Dios, no como “el ser absoluto”, o como “el fundamento del
universo”, o de cualquier otro modo filosófico como se lo entienda, sino
como “el viviente” que está en sí escondido y sólo se manifiesta mediante la
Revelación. Dicho con más exactitud: como el Dios que actúa y conduce la
historia. Y esto, a su vez, tampoco en el sentido universal, en el cual
Él, como creador y conservador de toda existencia, conduce también las
acciones de los hombres, sino guiando una historia especial, apoyada en
todo momento en el establecimiento de una Alianza: la encarnación del
Hijo de Dios, que ha expiado la culpa de los hombres y, “en su sangre”, les
ha hecho ser el nuevo pueblo de Dios (Le 22, 20). De ese establecimiento
de Alianza surge una nueva historia, llevada por Dios y orientada a realizar
el nuevo Reino de Dios.

Este “Reino” no significa ninguna ordenación de valores, captable también


en forma racional y universal, sino el mundo de gracia y de amor del
Dios vivo y la transformación que experimenta así todo lo humano; más
aún, todo lo creado. Ya el primer mensaje de Jesús manifiesta la proximidad
de este Reino. En la “plenitud del tiempo”, en que madura la historia para
su decisión, habrá de realizarse (Me 1,14), y a cada momento se le vuelven
a hacer presente al hombre nuevas exhortaciones y comparaciones. La recta
acción es la fe en la maduración de ese Reino, y el amor que le sirve
mediante las acciones de cada día.

Tampoco el mensaje de Jesús sobre la providencia significa nada semejante,


por ejemplo, a la ordenación helenística del universo, sino la orientación
de la historia por parte de Dios, ordenada hacia la realización del Reino
divino, pero al mismo tiempo la conducción del destino individual humano,
de tal modo que lo uno tiene lugar en lo otro y mediante lo otro. “Buscad
antes que nada el Reino y su justicia, y todo eso (lo necesario para la vida)
se os dará por añadidura” (Mt 6, 33).

La justicia de Dios significa, pues, que Él cumple las promesas por Él dadas
a los hombres: la justicia del hombre significa que se sitúe en la Alianza,
que “busque ante todo” el Reino de Dios, que lo anteponga a todo lo demás
y confíe en la sagrada orientación (Mt 6, 33 y ss.). La “oración al Señor”,
por su parte, expresa la disposición de ánimo que ahí ha de tener vigencia.

Cierto es que la exigencia de justicia queda vinculada con la de la imitación


de Cristo, que incluye en sí “el tomar la cruz”. Pero esto no entendido
como actitud ética en general — por ejemplo, de índole estoica o ascética
—, sino como relación personal del creyente con su Redentor, Cristo (Mt
16, 24). Con eso el mandato rechaza otra vez toda forma abstracta y se
manifiesta como el requerimiento de amor de Dios hecho en cada ocasión a
ese hombre determinado.

Si seguimos observando el acto de Dios que ha de decidir la historia y dar a


toda la existencia su determinación válida para la eternidad, vemos que se
establece el amor de Dios como canon para el enjuicia-

miento del hombre. A su vez, este amor tampoco es el valor ético en


general, tal como se desprende del carácter de la personalidad humana, sino
el amor a Cristo, que se expresa y se desarrolla en todo acto de “amor al
prójimo”. “Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis
de beber, fui forastero y me recibisteis, estaba desnudo y me
vestísteis, estaba enfermo y me vinisteis a ver, estaba en la cárcel y me
visitasteis... En cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos más pequeños, a
mí me lo hicisteis” (Mt 25, 35-40). Él es, pues, quien entra en cada caso en
el encuentro del creyente con su semejante y produce el misterio de la
“projimidad”.

Ese suceso, en fin, en que ha de llegar a plenitud absolutamente todo —


creación, redención, y santificación—, esto es, la aparición del “hombre
nuevo y el mundo nuevo”, se expresa en la manifestación de Cristo y en la
eterna plenitud de su Reino: “Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra, pues
el primer cielo y la primera tierra han pasado, y tampoco hay mar. Y vi la
ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajada del cielo, desde Dios, dispuesta
como una novia que se ha adornado para su marido. Y oí una poderosa voz
desde el trono, que decía: ved el pabellón de Dios entre los hombres:
habitará con ellos, y ellos serán su pue-

blo, y Él, Dios, estará con ellos” (Ap 21, 1-3).

Las últimas consecuencias de esta idea las ha sacado san Pablo. Cuando él
vive, el sentido propio de la Antigua Alianza va quedando muy debilitado.
Cada vez más, se concibe como una especie de acción jurídica en que dos
contratantes aceptan obligaciones mutuas y asumen derechos.

Bien es verdad que se mantiene en pie la diferencia insuperable que hay


entre la soberanía de Dios y la humanidad del hombre. Pero el carácter de la
realización “humana”, esto es, el cumplimiento de la Ley, se acentúa de tal
modo que llega al resultado de hacer creer que mediante esa acción
cumplidora, en cuanto tal, se hace justo el hombre ante Dios, y adquiere
justo título a lo prometido por Dios. Surgen la doctrina y la práctica
farisaicas, animadas por una gran seriedad, una constante disposición al
esfuerzo y al sacrificio, pero retrocede lo decisivo, esto es, el comprender
que todo lo que viene de Dios es gracia.

Saulo de Tarso, discípulo de los fariseos, es un hombre lleno de un hondo


sentimiento de los propios pecados y de un anhelo abrasador de justicia,
pero también de un poderoso impulso hacia la santificación por las fuerzas
propias. Sus cartas, sobre todo la Epístola a los Romanos, muestran cómo se
envenenaba su voluntad en tal naturaleza, llegando a la desesperación. La
expresión directa de su falta de salida está en su persecución contra la
comunidad primitiva, que relatan los Hechos de los Apóstoles (7, 58 y ss.).

El suceso en el camino de Damasco, que también cuentan los Hechos (9, 1


y ss.), trae la solución. Y de tal modo, por cierto, que Pablo reconoce: no
cabe hablar de una justificación por las acciones propias, sino que, tanto
justicia como salvación, son gracia. Toda la ordenación del Antiguo
Testamento, prosigue deduciendo, tuvo la misión de hacer presente a
la conciencia el carácter y la magnitud del pecado, así como la
imposibilidad de una justificación por las fuerzas humanas. El hombre —
tanto el individuo cuanto el género humano entero— no es capaz
de ninguna acción que pudiera agradar a Dios. Por lo suyo propio, el
hombre sólo hace el mal1 (Rm 3 y ss.).

Sólo uno es justo, Cristo, el Redentor. Aunque personalmente sin pecado,


ha entrado en la responsabilidad de la culpa humana y la ha expiado. Esa
expiación y la justicia que de ella resulta la regala a sus hermanos humanos
por un acto de gracia soberana. Ellos la harán propia en la fe y en el
bautismo: el sacramento en que la vieja vida, decaída, se entrega a la
muerte, y nace algo nuevo: el hombre que ya no se asienta en su propia
justicia, sino en la justicia de Cristo.

Claro que con eso también tiene obligación y capacidad de hacer todo lo
que puedan conseguir la buena voluntad personal y el anhelo de la
consecución de la voluntad de Dios. El misterio de que Él se ponga de
nuestr a parte para la redención y justificación encuentra su expresión
última en la frase de la Epístola a los Gálatas: “Vivo yo, pero ya no vivo
yo (como yo natural), sino que quien vive en mí es Cristo” (2, 20).

Lo que proclama Pablo implica absolutamente misterio. La justificación en


el sentido cristiano es justificación de Cristo, que se regala al hombre
creyente en su renacimiento a nueva vida. Cómo puede ser eso; cómo,
preguntándolo objetivamente, el carácter moral, la justicia de “una” persona
pueda apropiársela “otra” recibe respuesta con pleno sentido sólo si se
entiende toda la relación como fruto de la soberana acción divina; una
acción en que llega a su cima ese poder creativo, que al principio se hizo
paten-

te en la concepción y realización del mundo.

Quizá también, en la conciencia cristiana, ha perdido mucho de su carácter


auténtico la idea neotesta-mentaria de justicia. A eso han contribuido
diversas circunstancias. Ante todo, la exigencia de la vida cristiana de tener
normas para la conducta moral que sean universales y también
comprensibles para un ambiente no cristiano. Tales normas se hallaron
al presentar la enseñanza bíblica mediante conceptos que pertenecían a la
conciencia ética de todos. Pero eso ha llevado a que se debilitara cada vez
más el auténtico carácter de lo que se llama “justicia” en sentido paulino...
A ello se añadió la necesidad de la teología de obtener medios conceptuales
para la construcción de una doctrina moral coherente. Esos medios los halló
en la filosofía, lo cual llevó también a equiparar a la idea común la idea que
tenía Pablo sobre lo que es justicia... Finalmente, a su vez, todo el proceso
de la revelación cristiana, junto con la existencia creyente en ella apoyada,
fue incorporado a la historia de la cultura, y se entendió el cristianismo
como una época de esa historia; como la puesta en efecto de una
disposición de ánimo individualista, o altruista, o social, o como quiera que
se la llame.

En estos procesos, que se determinan mutuamente, se cumplió lo que se


llama la “secularización” del cristianismo: un hecho cuyo efecto destructor
llega apremiantemente a la conciencia en nuestra actualidad. Así se perfila
cada vez más nítidamente el deber de distinguir los elementos de la
revelación respecto a las ideas filosóficas y culturales por las que se
han hecho evidentes; pero al mismo tiempo, el señalar que la auténtica idea
de la revelación está en condiciones de producir efectos para la existencia
humana de que no son capaces las desteñidas ideas de la conciencia ética
general.

Si consideramos estos pensamientos que la Revelación nos pone delante,


mirándolos con la seriedad de la existencia personal, ¿no tiene que rebelarse
entonces nuestra más profunda conciencia de nosotros mismos?

Ésta dice —y es verdad lo que dice: de ello depende el honor de nuestra


condición humana— que somos persona. Para todos nosotros es así: mi
conciencia más profunda testimonia: soy persona. ¿Es posible que yo sea
redimido por la acción de “otro” —esto es, descargado de mi culpa— y
justificado, o sea, que se me halle “justo” ante el juicio absoluto; que
el eterno Hijo de Dios me dé parte en su justicia, o sea, en su carácter ético,
propio de su persona?

Pues la culpa no es sólo algo que cuelgue a mi alrededor: no es sólo alguna


cualidad que también pudiera ser de otro modo, sino que está vinculada a
mi yo en esa forma estricta que se llama “responsabilidad”. De ésta no
puedo querer declararme exento, por mucho que me oprima, sino que debo
asumir la responsabilidad por ella. Y si mi limitada energía moral no es
capaz de competir con la magnitud de esta culpa, entonces he de
permanecer en situación de culpable. Pues la culpa —esto constituye su
profundidad— no sólo contiene mi perdición, sino también mi dignidad
echada a perder, porque sólo puede ser “culpa” lo que se ha hecho en
libertad esto es, en la dignidad de la persona. Así surge la cuestión:
¿es posible que esa culpa se me quite del modo de que habla el mensaje de
la redención o sea, mediante “otro”, mediante Jesucristo?

Asimismo, el “ser justo” es un valor ético propio de la persona, libremente


querido. Este valor no sólo es algo que se me imponga de modo exterior,
jurídico, sino que está determinado a su vez por ese empeño sincero que
proviene de la responsabilidad. Tampoco puedo querer declararme exento
de ésta. Por ejemplo, no puedo decir que un valor ético, por más que cuente
con mi simpatía, se me pueda atribuir si no lo he realizado en la
responsabilidad de la libertad. Si no ha ocurrido así, entonces tengo que
situarme ante mí mismo, precisamente con la sinceridad del juicio moral de
que no tengo ese valor.

Todo ello da lugar a la pregunta: ¿Es posible que se me quite la culpa del
modo que dice el mensaje de la redención, esto es, “mediante otro”? ¿Y
precisamente de tal modo que el valor vigente ante el juicio absoluto me sea
dado por “ese otro”? ¿Hay una comunidad que supere la diferencia entre yo
y no-yo, de tal modo que se dé ese modo de ocupar nuestro lugar?

Aquí acecha un peligro al que ya han sucumbido muchos espíritus —y nada


menguados—: o sea, que se equipare “persona” a “persona absoluta”.
Ahora bien, el carácter básico de mi experiencia humana de mi yo consiste
precisamente en que a la vez que como persona me siento como finito, más
aún, como creado, lo cual significa que me percibo remitido hasta el fondo
a un “poder ajeno”. Aquí la idea parece ir a par ar a una contradicción.

De esta dificultad nos sacan dos consideraciones realmente decisivas. La


primera afirma que Dios no es “yo”, sino un inconfundible “Él” en
elevación absoluta; pero que, al mismo tiempo, ante mí no es “otro”, ni
tampoco “el gran otro”, sino precisamente Dios, el Creador, que está por
encima de toda categoría determinadora de lo finito en cuanto tal. La
segunda reflexión afirma que el acto creativo de Dios no ha de ser
concebido con una sola forma, indiferentemente de a dónde se dirige, sino
que, como acto, contiene toda la riqueza que es propia de su obrar como
Dios. Dios crea la pura cosa al mandar: “¡Que exista!” —por ejemplo:
“¡Exista la luz! Y hubo luz” (Gn 1)—. Al hombre, en cambio, Dios lo crea
al “soplar su aliento” en la forma hecha de la materia de la tieira (Gn 2, 7),
esto es, dirigiéndose personalmente a él, al llamarlo: “¡Tú, existe!”

Aquí queda fundado el misterio de la personalidad finita, y todo depende de


que el hombre se entienda desde ese punto de vista.

La personalidad del hombre no es absoluta como la divina, sino finita. Su


libertad no es dueña de sí misma, sino otorgada. La culpa que el hombre
comete, la comete por libertad otorgada; así como al realizar el valor no lo
realiza por libertad originariamente absoluta, sino por libertad otorgada. De
ese modo la identidad entre su decisión propia y su persona no es absoluta,
sino finita, o sea, otorgada.

Entonces, cuando el amor de Dios hacia el hombre perdido se ahonda en el


hecho de que el Creador entra en el amor por su criatura; de que el Hijo
eterno, enviado por el Padre, se hace hombre, y asume sobre sí la
responsabilidad de sus hermanos humanos, no por eso les quita la dignidad
de su libertad. No les cuelga la expiación sobre sus hombros, como un
ropaje, ni inscribe sobre ella la justificación, como una declaración judicial,
sino que asume su puesto, por ellos, de un modo absolutamente único.
El Redentor otorga al hombre tanto su expiación como su justificación; sin
embargo, es la suya, no la del hombre, creada por él mismo. En eso llega a
la realización plena ese amor, que ha dado al hombre su existencia, por un
lado como realmente propia, pero también como finita y otorgada, del
mismo modo que también le ha dado su libertad y su responsabilidad
personal como realmente propias, pero otorgadas.

Si digo: “yo”, no lo digo de modo autónomo, sino sustentado por ese “tú”
que me dice Dios. Lo digo como mi yo real, pero desde Dios; es decir, en la
palabra básica de mi existencia, que dice: “yo mediante él”, o mejor dicho,
y con piedad: “yo mediante ti”. De ese modo también tengo auténtica
expiación, pero mediante la expiación de Cristo; justificado, pero mediante
su justicia. (Estas ideas no son deducciones a partir de una dialéctica de la
persona en filosofía natural, sino un intento de meditar supuestos previos y
consecuencias que presenta la Revelación.)
Lo dicho lleva a otra pregunta: si la justicia, o justificación, que se me da
como cristiano y que es la única que vale ante el Juez eterno, resulta ser la
justicia de Cristo, ¿no extinguirá eso entonces todo lo que se llama
conciencia, responsabilidad, esfuerzo ético? ¿No ha de dar lugar eso a una
actitud que tiene tanto de pereza como de desaliento?

La respuesta se desprende de la misma sucesión de ideas que se ha


desarrollado: al hombre se le ha dado su existencia para que la asuma con
responsabilidad y haga con ella lo que es justo: realmente dada, pero
“confiada”; del mismo modo que el mundo le está dado, pero en la forma
del “estar confiado”, para que “lo cultive y lo conserve” (Gn 2, 15).
Así también la justicia y justificación de Cristo no le están puestas al
hombre en la mano como “posesión” suya, sino como algo “confiado”,
como el último y más precioso don del amor de Dios en manos de
su libertad, para que lo “administre” (Mt 25, 14 y ss.).

La Revelación, con su doctrina de que el hombre ha recibido expiación en


Cristo y ha quedado justificado en Él, quiere decir también algo activo. La
justicia otorgada por Cristo no es mera “atribución jurídica”, sino misión y
fuerza, y se realiza, en el creyente que la entiende bien, como incitación a
cumplir en todas las formas la voluntad de Dios y a trabajar por

su Reino (cf. Gn y Mí, loe. cit.).

Así comprendemos que el Apóstol que proclamó antes que nada este
misterio, san Pablo, hubiera de decir de sí mismo: “Por la gracia de Dios
soy lo que soy; y su gracia, que Él me ha dado, no ha quedado sin efecto,
sino que he realizado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios
que estaba conmigo” (1 Co 15, 10). Todo el misterio de la gracia y de su
relación con la libertad se expresa aquí, y todo lo que cupiera decir sobre
ella no haría más que repetir siempre lo mismo: en cuanto el creyente
comprende rectamente la revelación de que existe en la justicia de Cristo se
despierta en él el más decidido empeño de sinceridad y se da lugar a toda
fecundidad moral.

Cierto que también con eso se realiza lo que se llama “humildad” en la


doctrina vital cristiana. Está contenida en las citadas palabras del Apóstol:
“No yo, sino la gracia de Dios que estaba conmigo.” Y, sin embargo, antes
había dicho: “Yo he realizado más que todos ellos.” Aquí se prolonga esa
fórmula básica de la existencia cristiana que expresa san Pablo en la
Epístola a los Gálatas, al decir: “Vivo yo, pero no soy yo quien vive, sino
Cristo en mf ’ (2,20).

Así, toda acción cristiana recibe ese doble carácter: el empeño, la


disposición, el esfuerzo por que la justicia de Cristo dé fruto; pero,
inmediatamente,

también lo que expresan las palabras de Jesús: “Cuando hagáis lo que se os


ha mandado, decid: somos criados sin mérito” (Le 17, 10). Estos dos
“elementos” sustentan, el uno en el otro, la acción cristiana. También
cimentan esa última incomprensibilidad que es propia de toda acción
cristiana: que es totalmente propia, y sin embargo es otorgada: que
le pertenece, y sin embargo es propiedad de Cristo.

Todo eso habría que incorporar en reflexión a lo que se ha dicho en las


reflexiones precedentes. Para no poner en peligro la sencillez de las
imágenes de los valores se prescindió de incorporar este elemento en la
descripción de las “virtudes”: el hacerlo así ha de quedar confiado a quien
siga estas reflexiones. Las “virtudes” de que se hablaba se convierten
en maneras de hacerse fecunda la justificación de Cristo. Esta les confiere
una nueva plenitud y un nuevo carácter; lo que se indica con la abusada
palabra “sagrado”.

Quizá preguntará el lector: ¿Cómo ha de entenderse todo esto? Entender, de


modo total, sólo se pueden entender cosas humanas; y si no se es
racionalista se sabe que ni siquiera en ellas se logra del todo. Pues el
hombre no es meramente “hombre”, sino

Universidad de Navarn

Servicio de Bibliotecas que lo es como creado y llamado; como aquel


a quien la confianza de Dios le ha puesto el mundo en la mano. Así es Él
ese ser finito “hombre”, pero “junto” con el ser creado, el ser llamado, el ser
asumido en confianza por Dios, y ¿quién se atrevería a decir que la
entiende? Si se trata plenamente de que Dios mismo entra en la existencia
del hombre creyente; de que se hace hombre y, aun dejando intacta la
personalidad del creyente, sin embargo, conforme a las palabras paulinas, es
quien vive en él, ¿cómo habría de poder “entenderse” eso?

Pero no se nos ha dado sólo la razón natural, sino también la razón


creyente, iluminada por la luz de la revelación. Ésa entiende... en la medida
en que lo hacen posible la gracia y la “pureza del corazón” (Mt 5, 8).

Se terminó de imprimir en el mes de abril de 1994 en el Establecimiento


Gráfico LIBRIS S.R.L.

MENDOZA 1523 (1824) • LANÚS OESTE BUENOS AIRES •


REPÚBLICA ARGENTINA

“Las siguientes reflexiones han surgido de la palabra hablada, y el modo


como ésta fue recibida mostró que nuestro tiempo, a pesar de todo su
escepticismo, anhela una interpretación de su vida diaria hecha a partir de lo
eterno.

La doctrina moral se ha vuelto excesivamente doctrina de lo prohibido;


estas consideraciones quieren hacer justicia a la elevación viva, a
la grandeza y la belleza del bien. Con demasiada frecuencia se ve la norma
ética como algo que se impone desde fuera a un hombre en rebelión; aquí el
bien ha de entenderse como aquello cuya realización es lo que de veras hace
al hombre ser hombre.”

ISBN 950-724-319-4

9 789507 243196
1

Claro que esta marcha de ideas ha de tomarse como lo que es: un


determinado lado, llevado hasta el extremo, de todo el despliegue del
asunto. Que el Antiguo Testamento también tiene un carácter plenamente
positivo: que en él es posible un fecundo esfuerzo del hombre en el trabajo
de su santificación lo muestran la Epístola de Santiago y todo el grupo de
los “mansos en la tierra”, a que pertenecen figuras tales como la Madre del
Señor, Isabel, Zacarías y otros.

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