Circulo Satanico - AJ Quinnell PDF

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Michael

está decidido a no detenerse hasta dar con los que destruyeron a su


madre. Creasy, sin embargo, no se conmueve ante el deseo de venganza de
su hijo adoptivo, hasta que conoce a una chica de trece años adicta a la
heroína por obra del Círculo Azul, un cartel criminal que hace fortunas de las
drogas y la prostitución. Comienza entonces una cacería humana feroz y
despiadada… Círculo satánico es un thriller demoledor que combina con
acierto tensión sostenida y el más crudo realismo.

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A.J. Quinnell

Círculo Satánico
Marcus Creasy - 03

ePub r1.0
Titivillus 20.01.18

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Título original: The blue ring
A.J. Quinnell, 1993
Traducción: Nora Watson
Diseño de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRÓLOGO

Cuando abrió los ojos, Hanne Andersen no supo dónde estaba. Muy pronto tuvo
conciencia de algunas cosas: el intenso dolor en el centro de su cabeza, el sabor seco
y ácido que sentía en la boca, el hecho de que no podía mover los brazos ni las
piernas, el cielo raso sucio y cuarteado encima de ella. Con dolor, movió la cabeza,
primero hacia un lado y después hacia el otro. Se encontraba en una pequeña
habitación cuadrada, sin ventanas, con sólo una pesada puerta metálica gris. Vio que
tenía las muñecas y los tobillos atados a las cuatro esquinas de la cama. Todavía
llevaba puesto el mismo vestido color rojo fuego de la noche anterior. Un terror
helado la paralizó cuando trató de recordar lo ocurrido.
Recordaba que Philippe la había pasado a buscar por el hotel, también el ruidoso
restaurante y la miríada de bebidas, desde vino hasta tragos más fuertes, como
tequila. A partir de allí, sus recuerdos se volvían más imprecisos: un par de bares y un
club nocturno barato en la Rué Saint Sans. Recordaba haberse reído mucho, y que
también él reía mientras contemplaban el espectáculo pornográfico que, al mismo
tiempo, la asqueaba y la excitaba. Después de eso, su mente era un blanco total.
Pasó una hora antes de que oyera el ruido de una llave que giraba en la puerta
metálica. Philippe entró y permaneció de pie junto a la cama, observándola. Vestía el
mismo traje azul marino, la misma camisa blanca y corbata color rojo oscuro que
usaba la noche anterior, pero el traje estaba arrugado y el nudo de la corbata, flojo. Su
rostro apuesto exhibía una barba negra sin afeitar.
La voz de Hanne sonó como un graznido.
—¿Dónde estoy, Philippe? ¿Qué pasó?
Los ojos de él ya no tenían el fulgor de la risa, y la sonrisa ya no le iluminaba la
cara: su expresión era despectiva. Le recorrió todo el cuerpo con la mirada. Luego
extendió la mano y le levantó el vestido rojo. Ella usaba una bombacha diminuta de
encaje blanco. Él la observó y murmuró algo en francés, y aunque ella sólo estudiaba
ese idioma desde hacía dos meses, entendió perfectamente esas palabras.
—Una pena… una verdadera pena… pero órdenes son órdenes. —Su expresión
volvió a ser de mofa—. Aunque creo que esto no dolerá.
Bajó la mano y la deslizó debajo de la cintura de la bombacha, hacia la
entrepierna. Ella trató de cerrar las piernas, pero las tenía atadas, bien abiertas. Gritó.
—Puedes hacer todo el ruido que quieras. Nadie te oirá.

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Cuando él trató de meterle un dedo en la vagina, ella tuvo un espasmo
involuntario y su vejiga cedió. Con una expresión de asco, él apartó la mano, se
enderezó y abandonó la habitación. Volvió cinco minutos después con una pequeña
bandeja de metal. Sobre ella había una jeringa, un trozo de algodón y un frasco que
contenía un líquido incoloro. Apoyó la bandeja junto a su cabeza y tomó asiento junto
a ella. Le levantó la manga del vestido, abrió el frasco y colocó algo del líquido en el
algodón. Le frotó el algodón con fuerza contra la parte interna del brazo y levantó la
jeringa.
—Mira esto —dijo en un susurro ronco—. Esta es tu amiga. Te hará sentir bien…
muy bien. Te quitará el miedo y el dolor de cabeza. Tu amiga te visitará muchas
veces en los próximos días.
Su cuerpo se sacudió cuando la aguja penetró en la vena. Gritó otra vez. En los
labios de él volvió a aparecer la sonrisa de desprecio. Minutos después, fue como si el
cuerpo y la mente de ella comenzaran a arder. El dolor de cabeza y el miedo
desaparecieron. Tuvo la sensación de que la voz de él flotaba cerca del cielo raso.
—Pronto vendrá una mujer y te lavará. Te traerá sopa caliente. Más tarde, volveré
yo… con tu amiga.
La oficina de Jens Jensen también era muy pequeña, no tenía ventanas, y
necesitaba una buena mano de pintura. Como joven detective del Departamento de
Personas Desaparecidas de la policía de Copenhague, no merecía algo más
importante. Bajo, de rostro rubicundo y algo rollizo, Jensen parecía más un banquero
que un policía. Vestía un conservador traje gris, camisa color crema, corbata azul y
zapatos negros de cuero de cocodrilo. Exasperado, suspiró al terminar de leer el
informe que había llegado esa mañana, procedente de la policía de Marsella.
Después, lo inundó una oleada de furia. Cerró la carpeta, se puso de pie, salió de la
oficina y echó a andar por el pasillo.
La oficina del inspector en jefe Lars Pedersen era espaciosa, alfombrada, y tenía
una vista estupenda de los Jardines de Tívoli. Pedersen era delgado, de pelo entrecano
y tenía todo el aspecto de un policía. Levantó la vista cuando Jens Jensen entró
abruptamente en la habitación, y notó la expresión en la cara de su subordinado.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Sin decir una palabra, Jensen colocó la carpeta frente a él y después se alejó a
mirar por la ventana.
Pedersen había tomado poco antes un curso de lectura veloz y sólo tardó cuatro
minutos en captar lo esencial de ese informe detallado.
—¿Y? —preguntó.
Jensen se dio vuelta para enfrentarlo. Con voz ronca dijo:
—Es la cuarta este año. Dos en España, una en la Riviera Francesa, y una en
Roma. Y sólo estamos a mediados de mayo. Los suecos han perdido a tres y los
noruegos, a dos…, todas en países mediterráneos de vacaciones… Y no se ha
encontrado a ninguna. —Su voz estaba llena de furia—. La situación es siempre la

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misma: muchachas escandinavas solteras, de vacaciones o que realizan estudios en
esos países. —Señaló la carpeta—. Hanne Andersen, diecinueve años, muy atractiva,
estudia francés en un instituto privado de Marsella, La Vieron por última vez saliendo
de su hotel a las diez de la noche del 4 de septiembre, y luego subió a un Renault
negro conducido por un hombre joven que parecía francés, sea cual fuere el
significado de eso. Es todo lo que sabemos.
—¿Y todas las otras muchachas eran atractivas o hermosas, incluyendo a las
suecas y las noruegas?
—Así es —respondió Jensen—. Usted ha visto mi informe y las fotografías… y
también ha leído mis recomendaciones.
Pedersen suspiró y apartó la carpeta como para desecharla.
—Sí, sí. Lo que quieres es formar una unidad especial. Tienes la teoría de que se
trata de una banda organizada que se dedica a la trata de blancas.
Jens Jensen tenía treinta y cinco años. De no haber sido por lo poco que
controlaba su mal humor y por su incapacidad para demostrar un respeto ilimitado
hacia sus superiores, podría haber progresado mucho más en la fuerza policial. Se
consolaba con su amor por las cervezas exóticas y la fascinación que sentía por los
transbordadores marítimos. Pero, ahora, su furia estalló.
—¡Teoría! Hace cuatro años que estoy en el Departamento de Personas
Desaparecidas. He hecho conexiones con Estocolmo y Oslo. He viajado a París,
Roma y Madrid con un presupuesto de mierda. —Rodeó el escritorio del Inspector en
Jefe, mientras su furia crecía—. Yo soy el pobre diablo que tengo que decirles a los
padres de esas chicas que eso es todo lo que podemos hacer. —Estrelló el canto de su
mano contra la carpeta—. Esta tarde, el señor y la señora Andersen vendrán a mi
piojosa oficina para sentarse frente a mi piojoso escritorio de cincuenta años, de
antigüedad y escucharme decirles que su hija ha desaparecido, y que a esta altura es
probable que la hayan obligado a convertirse en una drogadicta que vende su cuerpo
para beneficio de algunos proxenetas hijos de puta.
Pedersen volvió a suspirar, y con voz paciente dijo:
—Jens, tú sabes cuál es el problema. Tiene que ver con dinero. Solamente en
Copenhague, tenemos más de cuatrocientas denuncias de personas desaparecidas por
año. Nuestro presupuesto es limitado y cada año se recorta más. Se calcula que la
unidad especial que quieres formar nos costaría más de diez millones de coronas por
año. La comisión de finanzas no lo aprobará. Su costo no se justifica, sobre todo para
sólo una docena de muchachas por año… olvídalo.
Jens Jensen se dio media vuelta y enfiló hacia la puerta, pero dijo por sobre el
hombro:
—Entonces enviaré al señor y a la señora Andersen a la comisión de finanzas. —
Cuando llegó a la puerta se volvió y miró a su jefe—. Tal vez ellos puedan explicarles
todo lo relativo a presupuestos… y a El Círculo Azul.

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Era una tarde cálida de fines de septiembre en la pequeña isla mediterránea de Gozo,
cuando el padre Manuel Zerafa condujo su viejo y destartalado Ford a la casa de la
colina. Era una vieja granja convertida en casa, con una vista soberbia de la isla y, del
otro lado del mar, de la diminuta isla de Comino y de la gran isla de Malta.
Transpiraba un poco cuando tiró de la antigua campanilla de metal alojada en una
enorme pared de piedra. Al cabo de un minuto, la puerta se abrió y apareció un
hombre grandote. Llevaba el pelo entrecano muy corto sobre su cara cuadrada y
curtida; en una mejilla tenía una larga cicatriz, otra en la barbilla, otra en el lado
derecho de la frente. Llevaba puesto sólo pantalón de baño. Su cuerpo era fuerte y
firme y estaba muy bronceado. También en el cuerpo tenía cicatrices: una que iba de
la rodilla derecha hasta casi la ingle, otra del hombro derecho a la cintura. El padre
Zerafa conocía bien a ese hombre; sabía que en la espalda tenía más cicatrices y que
le faltaba el meñique de la mano izquierda. El padre Zerafa conocía la procedencia de
algunas de esas cicatrices. Mentalmente, el padre Zerafa se santiguó y dijo:
—Hola, Creasy. Hace un calor infernal y necesito una cerveza bien helada.
El hombre dio un paso atrás y le dio la bienvenida con un gesto.
Los dos se sentaron debajo de un enrejado de bambú cubierto de parras y
mimosas; frente a ellos estaba la pileta de natación, con su agua azul, fresca y
tentadora. Más allá, la vista panorámica. El padre Zerafa pensó que si tuviera que
quedarse sentado allí cien años, nunca se cansaría de esa vista.
El hombre trajo dos cervezas heladas y después miró al sacerdote con una
pregunta en los ojos. Los dos eran amigos desde hacía tiempo, y aunque el sacerdote
caía cada tanto de visita los días calurosos para beber una cerveza fría, el hombre
sabía que en esta ocasión no se trataba tan sólo de una visita de cortesía.
—Es sobre Michael —comenzó a decir el sacerdote.
—¿Qué pasa con Michael?
El sacerdote bebió un sorbo de cerveza y dijo:
—Es jueves, y sé que hoy está en Malta con George Zammit. ¿A qué hora
regresará?
Creasy consultó su reloj.
—Debería haber abordado el ferry de las siete, así que calculo que estará acá
dentro de media hora. ¿Qué ocurre?

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—Es sobre su madre.
Creasy lo miró con azoramiento.
—¡Su madre!
El sacerdote suspiró y luego dijo con firmeza:
—Sí, su madre. Está en el hospital St. Luke, tiene cáncer y agoniza. Al parecer
sólo le quedan algunos días de vida.
—¿Y entonces?
Con una voz todavía más firme, el sacerdote contestó:
—Ella quiere ver a Michael antes de morir.
—¿Por qué?
El sacerdote se encogió de hombros.
—Recibí un llamado del padre Galea, que atiende a los enfermos y agonizantes
en St. Luke. Ella le preguntó acerca de su hijo. Le preguntó si seguía en el orfanato.
Le dijo que quería ver su rostro antes de morir.
La voz de Creasy fue helada como un glaciar.
—Ella casi ni miró ese rostro cuando nació. Ella lo abandonó… Y usted sabe
cómo lo hizo. Me lo contó.
—Sí, te lo conté.
—Cuéntemelo de nuevo.
El sacerdote suspiró.
—¡Cuéntemelo de nuevo, padre!
El sacerdote lo miró y dijo:
—El timbre de la puerta de calle sonó por la noche en el orfanato de las hermanas
agustinas de Malta. Una de las religiosas abrió la puerta y encontró en el escalón un
canasto cubierto con un paño. En ese momento arrancó un automóvil. La hermana
alcanzó a ver la cara de una mujer y de un hombre en el vehículo… obviamente, el
rostro de la madre biológica de Michael y el de su proxeneta.
Se hizo un silencio prolongado mientras los dos hombres perdían la vista en el
horizonte. Después, el sacerdote dijo en voz baja:
—Debes entenderlo, Creasy. Tengo que decirle a Michael que ella quiere verlo.
Es mi deber.
—Su deber es para con Michael. —Creasy contestó con rudeza—. Usted lo crió
en el orfanato hasta que yo lo adopté. Él no conoció a su madre, pero usted y yo
sabemos que él la odiaba. Su madre era una prostituta, más interesada en ganar dinero
que en el hijo de su sangre. También sabe que Michael ha debido pasar por un
infierno. ¿Por qué empeorar las cosas?
Otro silencio. El vaso del sacerdote estaba vacío. Levantó la vista, miró al hombre
y dijo:
—Ve a buscar otra cerveza fría. Cuando vuelvas te lo diré.
Hablaba en un tono de voz que pocas personas se atreverían a usar con Creasy.
Creasy lo miró un buen rato con sus ojos gris pizarra entrecerrados. Después se

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encogió de hombros, se puso de pie y fue a la cocina.
Frente a otra cerveza, el sacerdote comenzó a hablar. Le recordó a Creasy la vez
que, dos años antes, los dos se sentaron en los escalones de la iglesia para ver un
partido de fútbol entre el orfanato y la aldea de Sannat. Michael tenía entonces
diecisiete años, y era el jugador más talentoso y coordinado del campo de juego. El
padre Zerafa manejaba el orfanato y era el director técnico del equipo de fútbol.
Creasy había observado el partido con atención y preguntado por Michael en forma
detallada. El sacerdote le explicó que la madre de Michael era una prostituta del
distrito maltes de Gzira, donde trabajaban las prostitutas. El padre de Michael era sin
duda uno de sus clientes, casi con toda seguridad un árabe, lo cual explicaba la tez
oscura del muchacho. Ella había abandonado a su hijo en cuanto nació, y lo habían
criado en el orfanato de Gozo. Dos intentos de adopción habían fracasado, y después
Creasy lo vio jugar al fútbol. Al padre Zerafa le había sorprendido muchísimo que él
quisiera adoptarlo porque la esposa y la hija de cuatro años de Creasy habían muerto
apenas unos meses antes, en el ataque terrorista al vuelo 103 de Pan Am sobre
Lockerbie.
Creasy era un exmercenario, casi una leyenda. El sacerdote sabía que la adopción
de Michael había sido un arreglo capcioso para crear un vínculo con un muchacho y
entrenarlo a su propia imagen. Para poder adoptarlo tuvo que firmar un contrato de
matrimonio con una actriz inglesa fracasada, que tiempo después fue asesinada por
terroristas. Creasy y Michael habían partido a ejecutar su propia venganza personal y,
al hacerlo, habían forjado el vínculo más estrecho que puede ligar a dos seres
humanos.
El sacerdote le recordó todo eso a Creasy, y también su propia complicidad para
conseguir la adopción, pese a saber cuál era el verdadero móvil. Observó cómo
Creasy había convertido a Michael en una máquina perfecta de matar; aguardó a que
los dos fueran a Medio Oriente a cumplir su venganza. Los había visto regresar a
Gozo y advirtió el vínculo extraordinario que los unía.
—Michael ya es un hombre —dijo el sacerdote—. Tú lo convertiste en eso. Él
debe decidir. Yo decidí por él durante su infancia, y tú lo hiciste durante su juventud.
Pero esta decisión debe tomarla él.

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—Te conozco —dijo Michael—. Tú eres la mujer que solía sentarse en el muro.
Ella sonrió. Una sonrisa en el rostro de una calavera. Él sabía que ella sólo tenía
treinta y ocho años, pero tenía frente a sí a una vieja: una mujer sin pelo después de
semanas de tratamiento con quimioterapia; una mujer cuyas mejillas amarillas se
habían hundido en una cara de piel tensa sobre los huesos. Pero igual reconocía esa
cara que había visto casi todas las semanas cuando era más pequeño. Era en ese
entonces una cara hermosa, enmarcada por cabello negro largo y brillante. Cuando él
era muy pequeño, era la cara de una mujer joven, casi una chiquilla. A lo largo de los
años, ese rostro había envejecido de manera imperceptible, pero sin perder su
hermosura. Ahora, era el rostro de la muerte.
—Solías sentarte en el muro —repitió él, perplejo—. Todos los domingos.
Cuando íbamos a la iglesia a las once de la mañana, tú siempre estabas sentada sobre
el muro, junto al camino que está frente al orfanato. Cuando salíamos de la iglesia
una hora después, seguías sentada allí. Solíamos mirarte desde adentro del orfanato y
preguntarnos quién serías. Siempre te ibas exactamente a las doce y media, y bajabas
por la colina hacia el puerto.
Ella volvió a sonreír.
—Sí, a tomar el ferry de la una.
—¿Por qué?
—Yo venía a mirar a mi hijo… a verlo crecer.
—¿Por qué nunca me hablaste?
—No podía hacerlo. Te había entregado a los sacerdotes. No podía llevarte
conmigo.
—¿Por qué me entregaste a los sacerdotes?
—No tuve más remedio que hacerlo. Era necesario.
Él movió la silla para acercarse más a la mujer que agonizaba. Su voz adquirió un
tono duro.
—¡Dime por qué no tuviste más remedio!

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Había dos prostitutas, el sacerdote anciano y encorvado, y Michael junto a la tumba.


Los dos sepultureros, vestidos con shorts de jean y camisetas blancas sucias, bajaron
el féretro a la tumba. Las prostitutas se santiguaron, el sacerdote pronunció oraciones
y Michael arrojó un puñado de tierra sobre el cajón. Después, todos se fueron: las
prostitutas, a Gzira; el sacerdote, a su iglesia, y Michael, a Gozo.
—No cuentes conmigo —dijo Creasy.
Estaban sentados debajo de las parras y las mimosas, y comían cordero al curry.
Creasy lo había cocinado dos días antes y ahora se había convertido en una muestra
suculenta y fuerte de esa típica especialidad hindú. Había también una amplia
variedad de guarniciones y, desde luego, popadums, rebanadas muy finas de pan
hindú fritas en grasa caliente. Creasy se enorgullecía de su manera de preparar
comidas al curry, que Michael consumía con entusiasmo.
Michael devoró un popadum y, enseguida, se metió un trozo de banana en la boca
para contrarrestar el sabor picante del condimento.
—Creí que éramos un equipo.
—Tu verdadera madre era una prostituta —dijo Creasy—. Enfréntalo. Ella te
abandonó al día siguiente de darte a luz. Considero que una mujer capaz de hacer
algo así no es un ser humano.
—No tuvo más remedio que hacerlo.
—Eso es lo que dicen todas.
Michael bebió un sorbo de cerveza fría. Creasy no lo asustaba ni le inspiraba un
temor reverente, aunque se tratara del hombre más recio que había conocido jamás.
—Tú me enseñaste lo que era la venganza —dijo—. Y también la justicia.
Creasy suspiró.
—Está bien. De modo que ella te dijo que la obligaron a ejercer la prostitución,
que la obligaron a ser drogadicta y a abandonarte. Eso fue hace veinte años y, aunque
fuera cierto, cosa que dudo, ¿qué puedes hacer tú al respecto? Es bien sabido que las
prostitutas son muy mentirosas.
Michael tenía la cabeza gacha y miraba su plato. En voz baja preguntó:
—¿Blondie también es muy mentirosa?
Creasy volvió a suspirar y sacudió la cabeza.
—No, Blondie dice siempre la verdad. Pero si hablas con Blondie, seguro que ella

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te dirá que abandones esta idea absurda.
Michael terminó lo que quedaba del curry y dijo, como al pasar:
—A propósito, mi padre era árabe. Él fue quien convirtió a mi madre en
drogadicta y la vendió como prostituta.
—¿Ella te lo contó?
—Sí. Eso y mucho más. —Michael levantó la vista y en sus ojos apareció una
expresión de desafío. —Venía a verme todas las semanas… todos los domingos. Se
sentaba sobre el muro que está cerca del orfanato y me miraba ir a la iglesia y volver
de ella—. En su voz se coló la emoción. —Debió de romperle el corazón no poder
hablar conmigo.
—Era una prostituta.
La emoción cedió paso a la furia en la voz de Michael.
—Blondie era una prostituta y todavía tiene un burdel, pero Blondie es una gran
amiga tuya y tú la admiras.
—Blondie es diferente.
Michael se puso de pie, se estiró y comenzó a recoger los platos.
—Es posible —dijo—. Pero mañana iré a Bruselas a hablar con ella. Hace mucho
que está en esa profesión y quizá sepa algo. A lo mejor puede encaminarme en la
dirección adecuada.
—Tal vez te dirá que no seas idiota. Tal vez te dirá que hay prostitutas y
prostitutas… y que una que abandona a su hijo el día después del nacimiento no
merece compasión o siquiera un pensamiento de ese hijo, diecinueve años más tarde.
Michael lo fulminó con la mirada, y eso hizo que Creasy tomara conciencia de
que no le estaba hablando a una criatura, sino a un hombre de diecinueve años, con
una experiencia acumulada mucho mayor que su edad. Creasy también cayó en la
cuenta de que no podía dejar que Michael partiera solo en un descabellado plan de
venganza. También comprendió que él mismo había utilizado a Michael, que en
cierto sentido lo había convertido en instrumento de su propia venganza. Tomó una
decisión.
—Está bien, Michael. Si tú quieres portarte como un idiota y llevar adelante eso
que consideras tu deber… entonces yo iré contigo y te tomaré de la mano.
La reacción de Michael fue tranquila.
—No te necesito —dijo—. Me entrenaste bien. Puedo hacerlo solo.
Creasy bajó la vista y su mirada se enfocó en la áspera superficie de madera de la
mesa. Su rostro estaba sombrío, y ese estado de ánimo se reflejaba también en su voz.
—Michael… en cierta forma, siento una gran culpa. No tuviste infancia. Yo te
saqué del orfanato y te hice soldado. Tenías diecisiete años. Deberías haber podido
vivir como cualquier otro adolescente/pero no tuviste esa oportunidad. Ahora tienes
diecinueve años y pareces de cuarenta… Bueno, eso ya es pasado y no se puede hacer
nada al respecto. Pero ¿me dejarás ayudarte en esa estúpida misión que quieres
emprender? De todas formas será bueno ver de nuevo a Blondie, y a Maxie y a

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Nicole… y supongo que tengo que hacer de chaperón entre tú y Christine.
Michael le sonrió con afecto.
—No sé por qué, pero no te veo en el papel de chaperón. Sí, ven conmigo… pero,
Creasy, quiero que entiendas que las cosas voy a manejarlas yo.
Creasy suspiró y asintió.
Aterrizaron en el aeropuerto de Bruselas a las ocho de la noche. Sólo llevaban
equipaje de mano, y quince minutos después salían de la aduana. Michael
representaba mucho más que sus diecinueve años: un metro ochenta y dos de
estatura, pelo negro azabache bien corto, cara larga y delgada sobre Un cuerpo
también largo y delgado. Usaba jeans negros, camisa abierta color crema y chaqueta
negra de cuero. Junto a él, Creasy avanzaba con su extraña manera de andar,
apoyando primero el borde exterior de los pies. Era un hombre grandote con pelo
entrecano muy corto y rostro color caoba claro lleno de cicatrices. Usaba pantalones
azul oscuro, camisa liviana de algodón, suéter de cachemira negro y saco de tweed.
Cualquiera que observara sólo su ropa habría deducido que era un caballero inglés o
escocés de la campiña, pero una mirada a su rostro habría hecho desaparecer esos
pensamientos. Se trataba de un hombre recio, de muy mal humor.
Cuando se dirigían a la fila de taxis, Creasy frenó en seco con un gruñido.
Michael giró para mirarlo y notó la expresión de dolor en su cara. No era la primera
vez. A lo largo de los últimos meses, ese dolor breve pero intenso le había aparecido
varias veces. Y, en cada ocasión, Creasy le había restado importancia y había
murmurado algo, con respecto a una indigestión.
—¿Estás bien? —preguntó Michael.
—Por supuesto, sigamos.
Subieron a un taxi y Michael le dijo al conductor:
—Al Pappagal, Rue d’Argens.
El chofer giró la cabeza, sorprendido.
—¿Saben qué lugar es ése?
—Sí, un burdel de primera categoría.
El chofer puso primera, el auto arrancó, y el hombre dijo por sobre el hombro:
—Por lo visto, ustedes no pierden el tiempo.
Michael le sonrió a Creasy, y después se puso a mirar por la ventanilla del taxi y a
recordar la última vez que estuvieron en Bruselas, hacía casi dos años, sentados en un
taxi y haciendo el mismo trayecto. En esa época él estaba con Creasy y Leonie. El
recuerdo de Leonie le produjo un estremecimiento en la boca del estómago. Él la
había amado mucho como madre. Recordó cómo lloró cuando la mataron. Recordó
que Creasy le había arrojado un pañuelo en una habitación de la pensione de Guido,
en Nápoles, diciéndole: «Sécate esas lágrimas. Ahora eres un hombre. Es tiempo de
venganza».
Media hora después, Michael tocó el timbre de la puerta de calle de un edificio
modesto en una modesta calle lateral a pocas cuadras del Departamento Central de

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Policía. Oyeron el clic de la mirilla de la puerta y supieron que estaban
examinándolos desde adentro. Algunos segundos más tarde, la puerta se abrió. Era
Raoul: alto, esquelético y con un rostro capaz de asustar a tipos fuertes. Salió,
observó atentamente la calle en ambas direcciones, y luego asintió. Ellos entraron en
un vestíbulo lujoso y alfombrado, apoyaron sus bolsos, y le estrecharon la mano a ese
hombre alto.
—¿Cuánto tiempo piensan quedarse?
—Un par de días —respondió Michael.
Raoul tomó los bolsos.
—Blondie está en el bar. Subiré el equipaje.
Avanzaron por el pasillo, abrieron una puerta y entraron. Era una habitación
opulenta: alfombra gruesa color rojo oscuro, araña de cristal, paredes de terciopelo,
un pequeño bar de caoba, sofás y sillones de cuero. Sentadas en los sillones había
cuatro jóvenes muy hermosas y elegantemente vestidas. Sentada frente al bar había
alguien completamente diferente: una mujer anciana, con un vestido de brocato
dorado que le llegaba a los tobillos. Tenía pelo color ébano, una cara cubierta con
mucho maquillaje y boca fina pintada de rojo escarlata. Usaba diamantes blanco
azulados en las orejas, alrededor del cuello y alrededor de las dos muñecas, y en
todos los dedos de las manos. Su edad era imposible de determinar, pero Michael y
Creasy sabían que tenía alrededor de setenta y cinco años.
El escarlata de su boca se ensanchó al verlos. Se deslizó del taburete como si
fuera una casquivana de dieciocho años y abrió los brazos. Primero abrazó a Creasy y
después a Michael, quien alcanzó a sentir la tiesura de su corsé. Luego apartó un poco
a Michael, lo miró a la cara y le rozó la mejilla, mientras decía con su inglés con
fuerte acento italiano:
—Te has convertido en un hombre hermoso… Antes, eras solamente apuesto.
Creasy rió entre dientes. Michael sonrió y se sintió un poco incómodo al sentir la
mirada interesada de cuatro jóvenes bellísimas.
—El negocio no parece andar muy bien —comentó Creasy.
La sonrisa de Blondie desapareció.
—No es brillante —respondió—. Pero la noche está en pañales. ¿Qué quieren
beber?
Cuando se sentaban en los taburetes del bar, Creasy de nuevo jadeó y llevó la
mano izquierda al centro de su pecho. Blondie y Michael se miraron.
—¿Qué ocurre? —preguntó la anciana.
Creasy sacudía la cabeza como si no le pasara nada. Ella miró a Michael, quien se
encogió de hombros y dijo:
—En las últimas semanas le ha aparecido ese dolor bastante seguido. Él dice que
no es nada, pero lo tiene cada vez con más frecuencia.
La atmósfera cambió enseguida. Blondie se puso muy seria y le habló a Creasy en
francés. Él asintió de mala gana. Michael no entendía el idioma pero vio enojo y

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preocupación en el rostro de Blondie. Abruptamente, ella se dirigió a Michael y le
habló en inglés.
—No es la primera vez que ocurre una cosa así con el tonto de tu padre. Tiene
tanto metal en el cuerpo que podría reciclarse y convertirse en suficientes latas como
para proveer a una fábrica de habas cocidas. Y, a veces, ese metal se desplaza.
De pronto, Blondie se convirtió en madre, amante, mandamás y ciclón, todo al
mismo tiempo. Chasqueó los dedos y Raoul le pasó el teléfono. Disco un número y
habló muy rápido. Creasy trató de protestar, pero ella se lo impidió con una mirada
capaz de agostar un roble. Michael miraba la escena, sorprendido. Blondie cortó la
comunicación, miró a Michael y le dio instrucciones.
—Dentro de algunos minutos llegará aquí una ambulancia. Debes asegurarte de
que Creasy suba a ella junto con un piyama y todo lo que pueda necesitar en el
hospital. Un cirujano de renombre lo espera en un hospital privado… Es un lugar
muy cómodo, con enfermeras hermosas. Ese cirujano le extraerá la metralla que se
está abriendo camino hacia el corazón de ese idiota. —Miró a Creasy—. No entiendo
cómo un hombre de tu inteligencia y conocimiento de heridas puede ser tan estúpido
cuando se trata de su propio cuerpo.
Creasy tosió con irritación y dijo:
—Sabes que detesto los hospitales.
Blondie sonrió.
—Ya te dije… éste es exclusivo, y las enfermeras son muy atractivas. —Miró de
nuevo a Michael y le dijo con voz autoritaria—: Haz que llegue allá, Michael. Y dile
al cirujano que le saque radiografías a Creasy desde la punta de los pies hasta la
coronilla. Si encuentra trozos de metal que hace falta extraerle, éste es el momento de
hacerlo.
Creasy volvió a toser, miró a Blondie y dijo:
—¿Seguro que ese tipo sabe lo que hace?
Ella le sonrió con dulzura.
—Dicen que es uno de los mejores cirujanos de Europa.
—Debe de costar un dineral —murmuró Creasy.
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
—Su esposa murió hace cinco años. Él compensa su dolor trabajando duro. No
piensa reemplazar a su esposa, pero es un hombre viril. Suele venir aquí una vez por
semana. Todas mis chicas lo adoran. —Se encogió de hombros al estilo italiano—. Y
él, a su modo, también las quiere mucho… Se llama Bernard.
Bernard Roche era un buen cirujano. Había servido diez años en el ejército
francés y había realizado su aprendizaje en Argelia durante la guerra de la
independencia. Reconoció a Creasy.
Lo miró a la cara, se enderezó en su silla y dijo:
—Yo le arreglé un brazo roto unas dos semanas antes de que ustedes hicieran
estallar sus barracas y se fueran de Zeralda, cantando la canción de Edith Piaf, Je ne

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regrette rien.
Creasy lo miró con desconfianza y dijo:
—Debió de estar usando pañales.
El cirujano sonrió.
—Acababa de dejarlos. Tenía veintitrés años. Usted era una leyenda. Cuando le
hice el yeso, le juro que me temblaban las manos. En aquella época usted tenía un
amigo… un italiano llamado Guido o algo por el estilo. Él me dijo que si no lo
arreglaba como era debido me enterraría hasta el cuello en el desierto y le enseñaría a
un camello a orinarme en la cara durante los siguientes mil años.
Creasy le sonrió.
—El brazo anduvo muy bien. Pero ahora me está doliendo una vieja herida.
El cirujano se puso de pie.
—Será mejor que salgas de aquí —le dijo a Michael—. Ve a tomar un trago y
vuelve dentro de una hora.
Michael se tomó media botella de vino tinto en un pequeño bar de la vereda de
enfrente al hospital que parecía no más grande que una casa particular. Al volver, la
expresión del cirujano era sombría.
—Faltó poco —dijo—. La leyenda podría haber muerto dentro de
aproximadamente una semana. ¿Por qué será que a los hombres valientes les asustan
tanto los hospitales y los médicos?
Michael se encogió de hombros.
—¿Lo operó?
Bernard sacudió la cabeza.
—No. Lo haré dentro de unas dos horas. Ven y echa un vistazo.
Se acercaron a una pared donde había una serie de radiografías iluminadas desde
atrás. Bernard le señaló la primera, en particular una sombra pequeña y oscura.
—Un fragmento de granada —dijo—, recibido en Dien Bien Phu, Vietnam, a
comienzos de los cincuenta. Durante tres décadas se ha estado abriendo camino por
entre los músculos hacia el corazón. Lo pescamos justo a tiempo. —Señaló la
siguiente radiografía, con otra sombra oscura—. El fragmento de un proyectil…
Aparentemente recibido en el Congo… muy cerca del bazo… También se lo extraeré.
—Señaló otra radiografía, con su correspondiente sombra negra—. Eso es un clavo
de acero que algún médico italiano utilizó para unir un pequeño hueso de su hombro
a la clavícula… Eso fue en Laos. Deberían haberle sacado ese clavo seis meses
después, pero de alguna manera lo olvidaron… Será mejor que yo lo haga ahora…
Quizá tenga que reemplazar el clavo, pero no lo sabré hasta que vea si los dos huesos
se han unido.
Michael había estado escuchando con mucha atención.
—¿No sería mejor dejárselo? —preguntó Michael.
Bernard negó con la cabeza.
—Le provocaría una artritis terrible más adelante. Lo mejor será sacárselo ahora.

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Michael sonrió para sí y luego dijo:
—Estoy de acuerdo. Hágalo todo de una vez. ¿Cuánto tiempo tendrá que
permanecer en el hospital?
Bernard pensó un momento y luego dijo:
—Por lo menos diez días.
Michael asintió con satisfacción.
—Perfecto.
—No hagas nada hasta que yo salga de aquí —dijo Creasy.
Michael se encogió de hombros.
—Está bien, sólo investigaré un poco y haré algunas preguntas. Quiero decir,
estarás fuera de combate durante por lo menos diez días, y no tiene sentido que yo me
quede cruzado de brazos sin hacer nada.
Creasy lo miró con severidad.
—Posterga un tiempo lo que te propones hacer… por lo menos hasta que yo salga
de aquí. Pero trata de averiguar qué le pasa a Blondie.
—¿A Blondie? —preguntó Michael con curiosidad.
Creasy asintió.
—Sí. Algo la preocupa. La conozco desde hace muchos años y sé que es así. No
creo que hable conmigo del asunto. Le gusta ser independiente… Pero algo anda mal.
Mantén los oídos abiertos y trata de enterarte de lo que ocurre.
Blondie le sonrió a Michael a través de la mesa de la cocina.
—De modo que Creasy estará encerrado algunos días en el hospital… Era hora.
—Se inclinó hacia adelante y dijo, con tono de complicidad—: Así que, dime. ¿Por
qué estás aquí?
Michael bebió un sorbo de vino y respondió:
—Vine a pedirte un consejo y, tal vez, ayuda.
—Cuéntame.
Michael lo hizo. Blondie estaba al tanto de lo esencial de la historia e incluso
había sido parte de ella, pero él no omitió detalle y retrocedió al principio mismo: al
momento de ser adoptado por Creasy y por Leonie, la actriz inglesa fallecida, que él
conoció y a la que le tuvo mucho cariño. También le contó sobre la venganza de ellos
contra los terroristas que habían colocado la bomba en el vuelo 103 de Pan Am; sobre
su profundo odio para con la madre biológica desconocida que lo había abandonado
el día después de su nacimiento. Le dijo que el padre Manuel Zerafa le había hablado
de esa madre que estaba muriéndose de cáncer y que quería verle la cara. Le contó su
decisión de verla. Le habló de la mujer destruida y sin pelo que yacía en la cama del
hospital. Le habló de la mujer que, durante su infancia, se sentaba todos los domingos
sobre el muro. Por último, le contó por qué la mujer del muro no había tenido más
remedio que abandonarlo al día siguiente de su nacimiento. Después, le refirió lo que
él planeaba hacer, y una vez más le pidió su consejo y, tal vez, su ayuda.
Ella bajó la cabeza y pensó durante un buen rato, después lo miró y dijo:

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—Esas personas que buscas, las personas que obligaron a tu madre a abandonarte;
las personas que son la escoria de la Tierra, operan desde hace mucho tiempo,
muchas décadas. Son muy poderosas y están bien relacionadas, tanto política como
financieramente, en varios países.
—¿Tú conoces a esas personas, Blondie?
—Sé de ellas. Han tratado de hacer negocios conmigo en el pasado, pero yo no
tengo tratos con esa inmundicia. No necesito hacerlo. Mis chicas trabajan para mí
porque quieren. Yo las cuido. Les cuido su dinero y, cuando llega el momento, me
aseguro de que abandonen el negocio en mejores condiciones que cuando empezaron.
—¿Como Nicole? —preguntó Michael con una sonrisa.
Ella asintió con solemnidad.
—Exactamente como Nicole. La verás, por supuesto… y a Maxie. —Sonrió—. Y
a esa hermana más joven que tiene.
Michael le devolvió la sonrisa.
—Desde luego. Mañana iré a cenar con ellos. ¿Por qué no me acompañas?
Ella sacudió la cabeza con pesar.
—No es un buen momento para que yo me ausente del Pappagal.
—¿Tienes problemas?
—Sólo problemas pequeños, pero tengo que estar aquí.
—¿No puedo hacer nada para ayudarte?
Blondie negó con la cabeza, extendió una mano y le rozó la mejilla.
—Tú ya tienes tus propios problemas. Las personas que buscas son peligrosas.
Matan sin pensarlo y protegen sus intereses con astucia y ferocidad.
—¿Quiénes son, Blondie?
—Vienen y van. Diferentes rostros pero del mismo sector. Operan en el sur de
Europa, en Medio Oriente y en el norte de África. He oído un nombre, pero no estoy
segura de que signifique algo.
—¿Qué nombre?
—He oído decir que se llaman «El Círculo Azul».
—¿Son de la Mafia?
Ella sacudió la cabeza.
—Son peores que la Mafia.
Michael hizo girar el vino en su copa.
—¿Dónde debería empezar a buscar?
Ella reflexionó durante un momento prolongado, después se puso de pie y dijo:
—Espera.
Regresó cinco minutos después, con una tarjeta oficial. La puso en la mesa entre
ellos dos, y dijo:
—Hace alrededor de seis meses, un hombre vino aquí y alquiló a una de mis
chicas. Resultó que no quería hacer el amor sino hablar. Esas cosas pasan, aunque
cada sesión cueste trescientos dólares. Algunos quieren hablar sobre sus fantasías sin

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hacer nada, otros quieren hablar sobre ellos mismos. —Golpeó la tarjeta—. Este
hombre no quería hablar sobre ninguna de esas cosas. Quería hacer preguntas. Sentía
curiosidad por la trata de blancas en la actualidad. A mi muchacha le pareció un
hombre muy agradable y comprensivo. Le dijo que era un escritor que buscaba
material para un libro. Al final de la hora, ella le sugirió que hablara conmigo.
Conversamos en el bar durante un par de horas y nos hicimos bastante amigos.
Durante esa conversación él mencionó a El Círculo Azul. Al final, admitió que no era
escritor. —Volvió a golpear la tarjeta—. Tal vez tú y Creasy deberían empezar por
hablar con este hombre.
Michael tomó la tarjeta y leyó:
—«Jens Jensen, Departamento de Investigación de Delitos (Departamento de
Personas Desaparecidas), Copenhague, Dinamarca».

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4

Michael despertó justo después de medianoche al oír un golpe suave en la puerta. Se


levantó, se acercó a la puerta, giró la llave y la abrió. Raoul se encontraba allí de pie,
con una bandeja en la mano. Sobre la bandeja había una botella de coñac Hennessy
Extra y dos copas.
—Pensé que podíamos tomar un trago —dijo Raoul—. Espero no haberte
despertado.
Michael bostezó, sonrió y dijo:
—Lo hiciste, pero de todos modos bebamos.
Se sentía intrigado porque Raoul era un hombre taciturno, nada propenso a la
conversación, a la jovialidad ya fraternizar con otras personas. Se sentaron frente a la
pequeña mesa y Raoul sirvió dos medidas generosas de coñac. Michael lo estudió.
Era un hombre de poco más de cuarenta años, con un rostro capaz de asustar a los
chicos pequeños, las ancianas y los clientes que se ponían difíciles. Hacía más de diez
años que trabajaba para Blondie y era una combinación de cantinero, factótum,
encargado de manejar a los clientes difíciles, y compañero silencioso. Blondie era la
única persona que le importaba en la vida. Él inició la conversación.
—¿Cómo está Creasy?
—Muy bien —respondió Michael—. Ese cirujano es realmente excelente; le
extrajo a Creasy una buena cantidad de metal del cuerpo. —Michael sonrió al
recordarlo—. También lo llenó de morfina… De modo que en este momento Creasy
se siente muy feliz en la cama del hospital, y lo más probable es que pese medio kilo
menos.
—¿Cuánto tiempo tendrá que quedarse internado? —preguntó Raoul.
Michael se encogió de hombros.
—El médico dice que diez días, pero conociendo a Creasy, creo que él mismo se
dará el alta no bien pueda caminar. Así que calculo que entre cuatro y seis días.
Raoul asintió con solemnidad y comentó:
—Entonces, supongo que el asunto tendrá que esperar un par de semanas o más,
hasta que él esté recuperado por completo.
—¿Qué asunto tendrá que esperar?
—¿No lo sabes?
—¿Qué es lo que no sé?

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Raoul lo miraba, sorprendido.
—¿Ustedes no vinieron aquí porque Blondie los llamó?
Michael sacudió la cabeza.
—No, ella no nos llamó… ¿Qué está pasando?
Raoul se sentía confundido. Se frotó la cara con las palmas de las manos, suspiró
y dijo:
—Blondie tiene problemas. Pensé que tal vez le había escrito a Creasy. De hecho,
se lo sugerí, pero es obvio que no lo hizo.
—No que yo sepa. Cuéntame cuáles son esos problemas.
Raoul pensó un momento.
—Aquí en Bélgica no tenemos a la Mafia, pero sí algo similar —comentó Raoul
—. Los llamamos Les hommes de la nuit, los hombres de la noche. Hay varias
bandas, pero en los últimos tiempos ha predominado una. Lleva el nombre de su
cabecilla, Lamonte. Su negocio son las drogas, la prostitución, el juego ilegal, la
coerción y la protección. Ya sabes que Blondie no está relacionada con ningún grupo
delictivo ni con ningún proxeneta: ella trata bien a sus chicas.
La voz de Michael indicó su interés.
—Continúa.
En el rostro de Raoul apareció una expresión de desaliento.
—Recientemente, la banda de Lamonte ha tenido como blanco los burdeles de
primera línea para tratar de extraerles dinero con la excusa de protección. Hay
muchos burdeles de esa clase en Bruselas. Tienen como clientes a la gran cantidad de
funcionarios públicos que trabajan para la Comunidad Europea, y para hombres de
negocios que necesitan de esos funcionarios, y con frecuencia los invitan a lugares
como el Pappagal. La mayoría de los dueños de los burdeles han cedido y ahora
pagan dinero para protección. Pero no Blondie: ella se niega a hacerlo.
—¿Cuál fue entonces la reacción de ellos?
Raoul se encogió de hombros.
—Son muy astutos. No ponen bombas ni provocan incendios ni nada tan obvio.
Pero todas las noches, los hombres de Lamonte montan guardia en la calle, junto a la
puerta. Amenazan a nuestros clientes con chantaje y violencia y, como los espías de
las carreras de caballos, les entregan las tarjetas de otros burdeles sobre los que ellos
tienen control.
—¿Y el resultado?
Raoul extendió las manos.
—El negocio se ha reducido a más de la mitad. Blondie ni siquiera puede cubrir
los gastos. Les está pagando a las chicas un salario mínimo, de su propio bolsillo.
Durante más de un minuto reinó el silencio en la habitación, mientras Michael
pensaba.
—Blondie tendría que habérselo contado a Creasy —dijo Michael—. Debería
haber seguido tu consejo.

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Raoul asintió.
—Pero no quiere hacerlo. Tiene su orgullo. —En su cara apareció una expresión
de disculpa y el tono de su voz cambió—. Tienes que entender, Michael, que yo
quiera hacer algo. Blondie es como una madre para mí. Pero yo no soy como tú ni
como Creasy. Sí, sé que mi aspecto puede asustar a la gente. —Se tocó el traje debajo
de la axila—. Y, sí, llevo un arma, pero que no tiene balas. Es un trato que tenemos
con la policía. Es sólo para asustar a los clientes ingobernables. —Volvió a encogerse
de hombros—. Yo no soy rival para Lamonte o sus «soldados». De modo que
debemos aguardar a que Creasy salga del hospital… espero que no sea demasiado
tarde.
Michael sacudió la cabeza.
—No tiene sentido esperar. Yo mismo hablaré con Lamonte.
Raoul pareció sorprendido.
—Creo que deberías esperar a Creasy —murmuró.
Una vez más, Michael sacudió la cabeza.
—Lo haré yo mismo… No te preocupes, Raoul. Soy capaz de hacerlo.
Raoul miró el rostro del joven y sus ojos duros como piedras.
—Si quieres, te cubriré las espaldas… conseguiré balas para mi revólver y al
demonio con la policía.
Michael sonrió y sacudió la cabeza.
—Sería un honor para mí que me cubrieras las espaldas, pero tu lugar es aquí,
protegiendo a Blondie. Y, sí, consigue balas para tu arma y manda al demonio a la
policía.
—¿Quién te protegerá a ti?
La sonrisa de Michael se hizo más ancha.
—Maxie MacDonald lo hará. Mañana por la noche cenaré en su restaurante. Él
conoce la ciudad al dedillo y sabrá todo lo relativo a Lamonte.
Raoul sonrió.
—Sí —dijo—. Maxie disfrutará de la acción. Ha estado inactivo demasiado
tiempo. ¿No le diremos nada a Blondie?
—No, no le diremos nada. Pero más adelante, cuando el negocio vuelva a la
normalidad, tal vez lo adivine.
Raoul volvió a sonreír.
—Sí, que lo adivine.

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5

Michael comió moules marinière, seguidos por coq au vin, y bebió media botella del
vino de la casa. Mientras él comía, Maxie hizo varios llamados telefónicos. Cuando
la mayoría de los otros comensales partieron, Maxie llevó a la mesa una vieja botella
de coñac sin etiqueta y dos copas. El fornido exmercenario explicó que Jacques
Lamonte tenía poco más de cuarenta años. Se había abierto camino hasta la cima de
la jerarquía del delito de Bélgica. Era osado e implacable. También era homosexual, y
tenía varios clubes nocturnos que abastecían a la comunidad homosexual de Bruselas.
Vivía en una mansión de un suburbio selecto en las afueras de la ciudad. Su casa
estaba extremadamente bien vigilada y él jamás se movía sin estar acompañado por
sus feroces guardaespaldas, todos muy bien armados. Tímidamente, Maxie le sugirió
a Michael que debía aguardar a que Creasy saliera del hospital y estuviera
perfectamente restablecido.
Michael sacudió la cabeza.
—Maxie, tú sabes cuánto afecto siente Creasy por Blondie. Creo que se pondrá
tan furioso de que alguien como ese proxeneta la esté amenazando que lo matará. Y
eso complicaría mucho las cosas. De modo que le daré a ese tipo un buen susto y
Creasy no tiene por qué enterarse de nada.
Maxie miró a los ojos a ese joven y dijo:
—Mi cuñada te ama, Michael, pero a veces puedes ser muy estúpido. Quieres
hacer esto para Blondie mientras Creasy está en el hospital. No te envalentones.
Michael estaba por retrucarle, pero Maxie levantó una mano.
—Está bien —le dijo sonriendo—. Ningún problema. Lo entiendo. Necesitas
actuar por tu cuenta y salir de debajo de la sombra de Creasy. Estoy seguro de que
eres capaz de hacerlo.
—Soy capaz. ¿Adónde va Lamonte por las noches?
—Casi siempre está en uno de sus clubes, por lo general, en The Black Cat. Está
en la Rué Lafitte. Va allá a levantar jovencitos.
Christine apareció y se sentó junto a ellos. Le sonrió a Michael y le preguntó:
—¿Me llevarás esta noche a pasear?
—Sí, con el permiso de tu hermana. Quiero disfrutar de la noche porque mañana
me convertiré en homosexual.
Había algunos parroquianos que siempre se quedaban hasta tarde. A las once de la

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noche, Nicole vio la impaciencia en los ojos de su hermana y dijo:
—Vete ahora. Y no nos despiertes cuando vuelvas a casa.
—No los despertaré cuando vuelva a casa —respondió Christine tímidamente con
una sonrisa.
Primero fueron a un pequeño bar a la vuelta de la esquina. El lugar estaba en
penumbras y se sentaron en una banqueta. Michael ordenó champagne, y lo bebieron,
de la mano.
—¿Quieres ir a bailar? —preguntó Michael.
Ella le apretó la mano y sacudió la cabeza.
—No.
—¿Quieres volver a tu casa?
—No.
—¿Adonde quieres ir?
—A una cama grande y cálida. Quiero quedarme en esa cama toda la noche y ver
tus ojos cuando despierte por la mañana. Quiero ver placer en ellos porque en el
momento en que se abran te estaré haciendo algo muy hermoso.
La cama grande estaba en un pequeño hotel de lujo a la vuelta de la esquina. Un
hotel dedicado a esos menesteres. Sólo habían hecho el amor una vez antes, casi un
año atrás, pero él recordaba la enorme sensibilidad de Christine.
Muy lentamente fue desvistiéndola mientras ella permanecía de pie junto a la
cama. Primero, el suéter verde pálido de angora, luego la blusa blanca de algodón.
Ella no usaba corpiño. Sus pechos eran pequeños y firmes, y formaban un triángulo
con la suave punta de su mentón. Michael soltó el cinturón de su falda de lana negra,
que cayó a la alfombra. Christine quedó sólo con una bombacha blanca muy pequeña.
Él la alzó y la depositó sobre la cama.
Ella le sonrió y le preguntó en voz baja:
—¿Te acuerdas?
Él asintió mientras se sacaba la ropa; Sí lo recordaba. Recordaba virtualmente
cada palabra que ella le había dicho esa primera noche que hicieron el amor.
Al principio había sido un desastre. Como muchos jovencitos, él había dado por
sentado que a las mujeres les daba placer el acto sexual puramente físico, y que
cuanto más violento fuera y más durara, mejor. Ella lo detuvo al cabo de cinco
minutos, se apartó de él y luego le susurró al oído con bastante humor:
—Tal vez yo no soy como tus otras amigas. ¿Alguna vez tuviste una novia belga?
—No.
—Entonces a lo mejor nosotras somos diferentes. Tal vez somos la aristocracia de
las novias. Somos impetuosas como caballos de carrera. Sin embargo, hay maneras
de tratarnos. Y pasó a decirle en detalle cómo debía hacerlo.
Él recordó. Le hizo el amor muy lentamente, con mucho cuidado y mucha
ternura. Y, después, ella se acurrucó con la cabeza en el hueco del brazo de Michael,
la mano sobre su pecho. Con una voz tan suave como el ronroneo de un gato, le dijo:

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—Te amo por la memoria que tienes. Te amo porque te crees tan valiente y tan
malo y tan recio… Pero sólo eres un chiquillo.
—¿De veras me consideras un chiquillo? —le preguntó, levantando la vista hacia
el dosel de la cama.
Ella se movió hasta quedar con la cabeza apoyada en su hombro y los labios cerca
de su oreja.
—Sí, por supuesto. Tú crees que ya has pasado la juventud. Todo el mundo lo
piensa. Mi madre y Maxie dicen que tienes la mente de un hombre de cuarenta
años… Pero no es cierto.
—¿No?
—No. Tienes diecinueve años, pero para mí eres incluso más joven. No hablo de
tu mente ni de tu cuerpo. Yo sólo siento la esencia de tu persona cuando te tengo en
los brazos… y siento a un chiquillo. —Rodeó a Michael con los dos brazos y lo
acercó. Aguardó una respuesta, pero él permaneció callado. Ella levantó la cabeza y
lo miró a los ojos. Estaban infinitamente tristes.
—Tú debes de ser la única persona que me ve como un chiquillo —murmuró él
—. A veces me parece que tengo como mil años. —Su sonrisa fue una mezcla de
amargura y de humor. La besó y agregó:
—Pero tú eres tan sabia. Soy un chiquillo, pero necesito convertirme en hombre.
Necesito pararme sobre mis propios pies.
Michael vio la preocupación en los ojos de Christine.
—¿Por eso quieres ir tras Lamonte solo?
Lentamente, él asintió.
—Y más que eso. Ya te hablé de El Círculo Azul… Iré tras ellos solo mientras
Creasy se restablece. Al menos, empezaré el viaje y planearé mi curso de acción.
Ella habría querido pedirle que tuviera cuidado y que fuera prudente y paciente,
pero tuvo la sabiduría de besarlo y de quedarse callada. Deslizó una mano por su
cuerpo y descubrió una cicatriz que no había visto antes.
—¿Qué sucedió? —preguntó.
—Alguien me disparó.
—¿Lo mataste?
—No lo recuerdo.
—Eso es lo que dice siempre Maxie con respecto a su pasado —dijo ella con una
sonrisa. Se movió y le besó, primero la cicatriz y después los labios—. ¿En serio
mañana te convertirás en homosexual?
—Sí, pero sólo temporariamente.
Ella lo miró/y su pelo rubio le cayó sobre la cara.
—Después —murmuró Christine—, vuelve a mí. Yo te enderezaré los genes.

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6

The Black Cat era un lugar oscuro y peligroso, una mezcla de focos de luz discretos,
cromo y cuero negro. Los dos matones que estaban en la puerta eran homosexuales y
malvados. Michael pagó la entrada de cincuenta francos y entró en el bar. Usaba
jeans gastados, cinturón con tachas metálicas, camisa de seda color verde oliva y un
aro de oro en la oreja izquierda.
Ordenó una crème de menthe frappée y observó el recinto. Había allí alrededor de
sesenta hombres, que iban de los diecisiete a los cincuenta años, pero ni una mujer a
la vista. El cantinero tenía pelo teñido color púrpura que le llegaba a los hombros.
Lamonte se encontraba sentado con dos hombres a una mesa ubicada en un
rincón. Michael lo reconoció gracias a la descripción de Maxie. Tendría alrededor de
cuarenta y cinco años, estaba bronceado, era apuesto y usaba un sobrio traje de calle.
Michael lo miró a los ojos y luego apartó la vista y se puso a hablar del tiempo con el
cantinero/Cuando ordeno su tercera crème de menthe frappée y quiso pagarla, el
cantinero le entregó la copa y apartó su dinero. Con un guiño, le dijo:
—Invita el jefe. —Señaló en dirección a la mesa de Lamonte.
Cinco minutos después, Lamonte se instaló en un taburete junto a Michael.
—No te he visto aquí antes —le dijo con una sonrisa deslumbrante.
—Entonces debe de ser Navidad —respondió Michael.
Salieron una hora más tarde. Lamonte tenía un Mercedes 600 con teléfono, bar y
televisor en miniatura. Él y Michael se sentaron en la parte de atrás. Uno de los
guardaespaldas conducía y el otro permanecía sentado en silencio junto a él. Lamonte
abrió la pequeña heladera del bar, sacó una botella de Veuve Cliquot, la descorchó y
sirvió dos copas. Ambos brindaron. Con la mano libre, Lamonte buscó el pene de
Michael.
—Se toma su tiempo —dijo éste con una sonrisa—. Pero cuando se para, sigue
bien parado.
Lamonte sonrió, se inclinó y le dio un beso de lengua. Michael desempeñó su
papel.
En la casa aguardaban otros dos guardaespaldas: uno junto al portón principal y
uno detrás de la puerta del frente, quienes los dejaron entrar. Avanzaron por las
escaleras hacia el dormitorio, cada uno llevando su copa de champagne, y Lamonte
con la botella medio vacía.

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En el opulento dormitorio, con su enorme cama con dosel de seda, las primeras
palabras que pronunció Michael fueron:
—Primero, el dinero.
Lamonte extrajo su billetera y contó quinientos francos. Michael puso el dinero
en el bolsillo trasero del jean. Enseguida, Lamonte se desvistió y se acercó, dispuesto
a usar lo que había comprado. Extendió la mano para acercar la cara de Michael.
Michael lo besó, endureció los dedos de su mano derecha y la estrelló en un punto
preciso justo debajo de las costillas de Lamonte. Cuando éste se desplomaba sobre la
gruesa alfombra, la rodilla derecha de Michael se estrelló en su cara, le rompió la
nariz y le aflojó cuatro dientes delanteros.
Lamonte despertó cinco minutos después. Estaba acostado en la enorme cama,
desnudo y con un dolor espantoso. Tenía los pulgares atados. Miró a Michael a los
ojos: ojos negros y helados. Extrañamente, esos ojos parecían desinteresados, como si
miraran un objeto aburrido. Cuando habló, su voz sonó indiferente, como la de un
joven que le habla a su tío. Era una voz sin amenazas pero, dadas las circunstancias,
aterradora.
—¿Profesa alguna religión?
Lamonte se encontró sin voz. Su rostro era el de alguien muerto de miedo; su
cuerpo estaba congelado por el temor.
—Si la respuesta es sí —continuó la voz—, éste es el momento de rezarle a su
Dios. Éste es el momento para arrepentirse. Éste es el momento para hacer un
examen de su vida.
Lamonte hizo una inspiración profunda para gritar pidiendo ayuda. El sonido no
se produjo. La mano derecha de Michael volvió a estrellarse en su boca. Esta vez le
aflojó tres dientes más. Cuando Lamonte emergió de esa oleada de dolor, se encontró
mirando de nuevo esos ojos negros y helados, y oyendo esa voz indiferente.
—Lamonte, no piense siquiera en sus guardaespaldas. Usted estaría muerto antes
de que ellos transpusieran esa puerta. Usted se cree un hombre muy valiente y recio,
pero no es así para nada. Yo lo traje aquí con la misma facilidad con que hubiera
levantado a un bebé de un cochecito. Lo dejaré vivir, pero con un nombre en su
memoria. El nombre de una mujer llamada Blondie. Usted la amenazó. Seguro que
yo lo asusto, pero también esté seguro de que es usted muy afortunado. Blondie tiene
otro amigo que sin duda lo mandaría al infierno en un canasto de hielo que jamás se
derretiría. Yo seré un poco más generoso. Cuando salga del hospital, irá a la Rué
d’Argens y se disculpará con Blondie. De lo contrario volveré y no me mostraré tan
generoso. —Extendió el brazo izquierdo y colocó la mano sobre la boca del belga. El
canto de su mano derecha cayó sobre el antebrazo izquierdo de Lamonte y le quebró
el hueso.

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Diez días después, sonaron las suaves campanadas del timbre del Pappagal. Raoul
salió de detrás de la barra, avanzó por el pasillo y espió por la mirilla. Reconoció al
hombre de pie afuera. Notó que el saco le colgaba sobre el hombro, vio que tenía la
mano derecha enyesada. Raoul abrió la puerta.
—Deseo hablar con Madame Blondie —dijo el hombre con voz serena pero un
tanto estrangulada.
—Aguarde aquí.
Lloviznaba apenas. El hombre esperó afuera, mientras lentamente la lluvia lo
mojaba.
Raoul volvió a la barra y le dijo a Blondie:
—Lamonte está afuera. Quiere hablar contigo.
El rostro de Blondie se endureció de furia.
—No tengo nada que decirle. No ahora. ¡Ni nunca!
—Tú no necesitas decirle nada —dijo Raoul sonriendo—. Creo que él quiere
decirte algo.

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Jens Jensen era un buen policía: tenía los instintos adecuados. Tenía una nariz que
olía todo. Sabía cuándo estaban siguiéndolo: sentía un cosquilleo en la nuca, un
hormigueo en la piel. Llevó su bolsa con el almuerzo al parque y se sentó en un
banco, al sol. Cuando le daba el primer mordisco a su sandwich de salami, un hombre
joven, de tez y pelo oscuro, se sentó junto a él.
—¿Qué desea? —preguntó Jens.
—Quiero hablar con usted sobre El Círculo Azul.

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9

Jens Jensen dio una serie de excusas cuando condujo a Michael por la puerta de su
departamento en el barrio Vesterbro de Copenhague.
—Es un poco chico —se disculpó—. La policía danesa no nos da una paga
precisamente excesiva.
Era un departamento pequeño, pero muy cálido y acogedor. Un verdadero hogar.
Michael le estrechó la mano a Birgitte, la esposa de Jens, una mujer delgada y
atractiva de cerca de treinta años. También le dio la mano con solemnidad a Lisa, la
hija de ambos de seis años.
Aunque el departamento era pequeño, la cena fue muy abundante. Comenzaron
con salmón ahumado sobre tostadas. Sobre el salmón había un huevo escalfado,
espárragos y berro. Después vino el plato principal: jamón glaseado con verduras y
papas al horno. De postre, Birgitte había preparado una deliciosa mousse de chocolate
y avellanas. Michael casi no había comido desde que salió de Bruselas, así que
literalmente devoró la comida, en gran parte en silencio, mientras escuchaba una
conversación familiar típica: Jens se quejaba de su jefe; Birgitte, que era maestra de
escuela, se quejaba de sus alumnos, y Lisa se quejaba de sus maestras. Pero era una
conversación llena de buen humor y Michael decidió que eran una familia agradable
y feliz.
Después de comer. Lisa se fue a acostar y Birgitte levantó la mesa y fue a la
cocina. Michael y Jens volvieron a hablar sobre «El Círculo Azul». Jens estaba
bastante seguro de que operaba principalmente en tres centros: Marsella, Milán y
Nápoles. Había oído decir que en el Círculo existía una fuerte influencia árabe y, por
lo tanto, pensaba que quizá Marsella era el centro principal.
—Allí empezaré, entonces —dijo Michael—. Partiré mañana. ¿Tiene algún
contacto allá?
Jens asintió.
—Sí, uno muy bueno. E& mi contraparte allá, un hombre llamado Serge
Corelli… es mitad árabe.
Michael sonrió apenas.
—Yo también —dijo.
Jens enarcó una ceja y, movido por ese impulso, Michael le habló de su historia, y
se explayó en todo lo referente a haber estado en el orfanato desde su nacimiento. A

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esa altura, ya Birgitte había vuelto de la cocina y se había sentado junto a ellos. Tanto
ella como Jens escucharon fascinados el relato de la vida de Michael. Michael se
sentía extrañamente distendido y cómodo con estas dos personas. Les conté cómo lo
había adoptado Creasy y, muy brevemente, lo que él y Creasy habían hecho en
venganza. Por último, les dijo que se había enterado de la historia de su madre
biológica apenas antes de que ella muriera.
Cuando él terminó de hablar se hizo un silencio prolongado, entonces Birgitte
extendió la mano sobre la mesa y tomó la de Michael, al tiempo que le decía con
ternura:
—Entiendo cómo debes sentirte.
Jens asintió.
—Y también por qué los buscas. Pero ha pasado mucho tiempo y es posible que
no sean las mismas personas.
—No importa —dijo Michael con frialdad—. Provienen de la misma cueva.
Practican la misma inmundicia.
Birgitte fue a la cocina a preparar café y Jens le dijo a Michael, con mucha
delicadeza:
—Son personas crueles y muy peligrosas, Michael, y absolutamente despiadadas.
—Hizo un gesto con la mano como para disculparse, y prosiguió—. Tú eres un joven
con experiencia limitada. ¿Ese tal Creasy del que nos hablaste no te ayudará?
—Por supuesto que sí. Pero en este momento Creasy está en un hospital, cosido
en tres partes, y necesitará por lo menos una semana para restablecerse. Mientras
tanto, yo me colocaré en posición y él podrá seguirme después.
—Eso espero —dijo Jens—. Después de todo, eres muy joven y contra una banda
como esa las perspectivas no son demasiado buenas.
Michael permaneció callado un momento, y su mirada seguía siendo fría.
—¿Tuvo usted entrenamiento en la policía: armas pequeñas, combate cuerpo a
cuerpo, y esas cosas?
—Desde luego, y confieso que era muy bueno en ese aspecto, y todavía lo soy. —
Se tocó el abdomen un poco prominente y sonrió—. Aunque mi estado físico no es lo
que debería ser.
Birgitte salía de la cocina con una bandeja cuando oyó las palabras de Michael.
Se frenó en seco y estuvo a punto de volcar el café cuando Michael dijo:
—Jens. A usted le preocupa mi capacidad. Si yo quisiera, podría matarlo en tres
segundos. Y si alrededor de esta mesa hubiera tres de ustedes, todos bien entrenados,
yo podría matarlos a todos en diez segundos.
—¿Portas un arma? —le preguntó Jens en voz baja.
—No.
—¿Un cuchillo?
—No.
—¿No estás armado?

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Sin hablar, Michael levantó las dos manos.
Se hizo un silencio, y luego Jens preguntó:
—¿Has matado antes?
—No lo recuerdo —respondió Michael, luego sonrió y la tensión se disipó en la
habitación.
Birgitte se adelantó y colocó la bandeja sobre la mesa. Sirvió el café y se llevó su
taza a la cocina, mientras decía por encima del hombro:
—Los dejaré solos. Tengo que corregir algunos exámenes. —Y cerró la puerta
tras de sí.
—Ojalá pudiera ir contigo —dijo Jens—. Estoy harto de estar sentado en una
oficina leyendo informes y sin poder hacer nada al respecto. Miro una cantidad
interminable de fotografías… a veces esas caras vuelven a mí durante la noche. Con
demasiada frecuencia tengo que hablarles a los padres de una muchacha
desaparecida: ésa es la parte peor de mi trabajo. Ellos me preguntan qué pueden
hacer, y yo no tengo respuesta. Es incluso peor que decirles que su hija está muerta.
Al menos entonces ellos saben algo y pueden resignarse. Ojalá pudiera acompañarte.
—¿Por qué no lo hace? —preguntó Michael.
La sonrisa de Jens no tenía nada de divertido.
—Qué buena broma —dijo—. Pero no me parece nada graciosa. Nuestro
presupuesto es ridículamente bajo. No tenemos dinero.
—Yo tengo dinero de sobra —dijo Michael—. ¿Le darían a usted licencia para
que se ausentara uno o dos meses?
Jens se echó hacia atrás en su asiento, y en su rostro apareció primero la sorpresa
y después un aire pensativo. Al cabo de un momento, dijo:
—Tal vez sí. Las probabilidades son remotas… pero tal vez sí.
—No se pierde nada con preguntar —dijo Michael y después hizo un gesto hacia
la cocina—. Pero ¿qué me dice de Birgitte?
Jens sonrió y sacudió la cabeza.
—Eso no es problema. Ella piensa lo mismo que yo. Tiene que soportar mis
frustraciones. Además —dijo y señaló uno de los dormitorios—, dentro de diez u
once años nuestra hija querrá ir a pasar sus vacaciones al Mediterráneo. Los dos
tenemos pesadillas en las que alguien del departamento golpea la puerta y nos
informa que nuestra hija ha desaparecido. Eso igual podría suceder, pero yo dormiría
mejor sabiendo que he hecho algo al respecto. Michael bebió un sorbo de café y dijo:
—Usted nos sería muy útil, con sus contactos y conocimientos. —Sonrió—. Y yo
trataría de mantenerlo lejos del peligro.
Jens se echó a reír.
—Te doblo en edad y todavía me considero un hombre joven. ¿Y tú tratarás de
mantenerme lejos del peligro? Si me dan licencia, lo primero que tengo que decidir es
si llevar un arma o una bolsa llena de pañales.
También Michael se echó a reír.

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—Jens, hablo en serio. Usted tiene una esposa y una hija. Su papel sería hacer las
presentaciones y darme a mí el beneficio de su experiencia. Cuando llegue el
momento de hacer el trabajo sucio, Creasy y yo nos ocuparemos.
—Ya veremos —dijo Jens—. De todas formas, todo esto es hipotético. Veré a mi
jefe mañana a primera hora y lo más probable es que me saque a patadas de su
oficina.
—¿Permitiría que le hiciera eso? Creí que era un tipo recio.
Jens volvió a sonreír.
—Lo soy. Pero el hijo de puta es el que firma los cheques de mi sueldo.

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10

Blondie comenzó a pasearse por la habitación acogedora. Tiró de las cortinas para
ponerlas en su lugar, enderezó una reproducción de Manet que había en la pared,
arregló por tercera vez las rosas que había comprado y, en líneas generales, se
comportó como una gallina clueca. Creasy, muy divertido, la observó con afecto.
—¿Me dirás en qué anda Michael? —preguntó.
Ella se volvió de pronto muy seria, pensó un momento y después dijo:
—Michael me pidió que no te dijera lo que planeaba. Él quiere hacer lo que se
propone, por su cuenta, sin tener a su padre alrededor.
Creasy gruñó, irritado.
—Dime de qué se trata.
Blondie se sentó a los pies de la cama, oprimió el tobillo izquierdo de Creasy y
dijo:
—Michael se pondrá furioso conmigo, pero te lo diré.
Primero le contó lo de Lamonte y sus disculpas.
Creasy asintió con aire pensativo.
—Tal vez haya sido mejor así —dijo—. Lo más probable es que yo hubiera
matado a ese hijo de puta. Mi paciencia parece disminuir con los años. ¿En qué ha
andado Michael desde entonces?
—Eso es lo que me preocupa —respondió Blondie—. Verás, es posible que el
éxito fácil que tuvo con Lamonte se le haya subido a la cabeza. Es tan fácil olvidar
que sólo tiene diecinueve años. La realidad de su infancia y las experiencias vividas
contigo lo hacen parecer mucho más grande. Se ha vuelto demasiado confiado en sus
propias fuerzas. Y quiere probarte a ti que puede valerse por sí mismo.
—¿Dónde está?
—Partió ayer —respondió ella—. No dijo adonde iba. Aseguró que llamaría por
teléfono dentro de un par de días para avisarte cómo iban las cosas.
Creasy suspiró.
—Sí, por supuesto. Él cree que estaré clavado aquí una semana o diez días. —
Señaló un armario metálico que estaba en un rincón—. Mi ropa y mis zapatos están
allí. Tráeme todo.
Blondie empezó a protestar, pero al mirarlo a los ojos no continuó.
—Ellos sólo quieren mantenerme aquí para poder quitarme los puntos dentro de

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algunos días. Tu cirujano Bernard hizo un buen trabajo, pero yo mismo puedo
quitarme los puntos. ¿Adónde crees que fue Michael?
—A Copenhague —dijo ella por sobre el hombro al ir en busca de su ropa.

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11

Lars Pedersen era, dentro de sus limitaciones, un buen policía. Pero una de sus
limitaciones era la falta de imaginación. Siempre procedía ateniéndose a las reglas.
En la fuerza policial se lo consideraba un hombre competente, bien informado y
trabajador, que sólo se sentía feliz cuando podía actuar con todos los hechos frente a
él.
Observó con atención al hombre sentado del otro lado del escritorio. Un hombre
grandote con pelo entrecano muy corto, ojos con párpados pesados, rostro muy
bronceado y una cicatriz en una mejilla, otra en la frente y una tercera en el mentón.
Lentamente, Pedersen sacudió la cabeza.
—Lo lamento mucho, señor Creasy. No estoy autorizado a darle ninguna
información referente a mis hombres. Para hacerlo, tendría que recibir un pedido
oficial de Interpol, y dudo mucho de que usted pueda obtenerlo.
La voz de su visitante tenía un leve acento norteamericano.
—Tengo razones para creer que mi hijo está con un agente suyo. ¿No cree que ése
es motivo suficiente?
Una vez más, Pedersen negó con la cabeza.
—Le di a Jens Jensen dos meses de licencia a partir de ayer. Si quiere que le sea
franco, no sé dónde está. Para ser todavía más sincero, sólo le concedí esa licencia
porque últimamente ha estado sometido a una gran presión mental. No me resultó
sencillo. Tuve que hablar primero con el Comisionado. Pero Jensen es uno de mis
mejores hombres y necesitaba un descanso.
—¿Es casado?
—Sí.
—¿Puede darme su dirección particular y número de teléfono?
De nuevo, Pedersen sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero eso va en contra de los reglamentos.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del norteamericano.
—Si su Comisionado le dice que coopere ampliamente conmigo, ¿lo hará usted?
—preguntó Creasy.
—Naturalmente —respondió el danés con frialdad—. Pero creo que eso es
altamente improbable.
El norteamericano se puso de pie, consultó su reloj y dijo:

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—Volveré dentro de media hora.
En Washington, el senador James S. Grainger despertó cuando sonó la campanilla
del teléfono que tenía junto a la cama. Miró su reloj, maldijo en voz baja, levantó el
tubo y dijo, con un ladrido:
—Grainger.
Un momento después, se incorporaba y escuchaba con mucha atención. El
hombre que le hablaba desde el otro lado del Atlántico gastaba pocas palabras, y lo
mismo hizo él al responderle. Simplemente escribió varios nombres y números de
teléfono en un anotador.
—Está bien, Creasy, ningún problema. Me pondré enseguida en contacto con
Bennett en el FBI. Él llamará a esa persona y resolverá esto. ¿Necesitas alguna cosa
más?… De acuerdo. Dale un abrazo a Michael de mi parte y avísame cuando todo
haya terminado.
Grainger colgó el tubo, se incorporó más en la cama y se colocó un par de
almohadones adicionales detrás de la espalda. El llamado lo había estimulado: un
contacto con un amigo distante, un extraño que había llegado a su vida brindándole la
satisfacción de la venganza, un hombre que respetaba profundamente. Desde luego,
la conversación había sido tan abrupta como monosilábica, pero el contacto y la voz
lograron desvanecer la soledad. Recordó los días pasados con Creasy. El hombre que
una noche, bien tarde, había encontrado bebiendo en el bar de su living; el hombre
que le dijo que juntos podrían vengarse de los asesinos de sus seres queridos. El
hombre que había cumplido con esa tarea. Grainger sabía todo lo referente a Michael
y su papel en esa misión de venganza. Decidió hacer enseguida lo que Creasy le
había pedido. Tomó el teléfono, buscó en su índice telefónico personal y disco el
número del director del FBI.
Cuando condujeron de nuevo a Creasy a la oficina de Lars Pedersen, lo recibieron
con deferencia y hasta le ofrecieron una taza de café. Cuarenta minutos después,
bebía otra taza de café en el departamento de Birgitte Jensen.
—Marsella —le dijo ella—. Se fueron ayer por la mañana en avión vía París.
—¿Sabe dónde paran?
Ella sacudió la Cabeza y pareció preocupada.
—No. Jens me dijo que me llamaría por teléfono dentro de cuatro o cinco días.
Calculaba estar ausente alrededor de un mes. —Hizo una pausa y dijo, con cautela—:
Michael nos habló de usted, señor Creasy, y sé por qué ellos fueron allá. ¿Existe
mucho peligro?
Creasy se encogió de hombros y dijo, evasivamente:
—No lo creo, pero me gustaría estar allá con ellos. ¿Sabe si su marido tiene
contactos en Marsella?
—Sí. Seguramente tiene un contacto en el Departamento de Personas
Desaparecidas de allá.
—¿Conoce el nombre de esa persona?

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—No, pero debe de estar en un archivo del departamento de policía de aquí.
—¿Le importa comunicarme por teléfono con Lars Pedersen?
Ella sonrió ante la idea de llamar al jefe de su marido. Un minuto después, Creasy
hablaba con Lars Pedersen, y dos minutos más tarde tenía la información que
deseaba. Miró a Birgitte y le dijo:
—El contacto de su marido es un inspector llamado Serge Corelli.
—¿Piensa llamarlo por teléfono? —preguntó ella.
Creasy sacudió la cabeza.
—No. Creo que será mejor hablar con él cuando llegue allá. Calculo estar en
Marsella mañana por la mañana. No bien llegue la llamaré y le daré el nombre y el
número de teléfono de mi hotel. Cuando Jens llame, pídale que Michael se ponga
enseguida en contacto conmigo y que no haga nada hasta que hablemos. Si Jens la
llama esta noche, pídale la dirección y el número telefónico de donde se encuentran.
Se acercó a la puerta.
—Me alegro de que vaya allá —dijo Birgitte—. Eso me hace sentir mejor.
Él giró y, por primera vez, sonrió.
—No se preocupe. Su marido estará muy bien.
Cerró la puerta tras de sí y permaneció de pie en el pequeño umbral. Se dirigió al
ascensor, pero de pronto se detuvo y se apoyó contra la pared. Sintió un dolor terrible.
Sólo hacía tres días de las operaciones. Le habían extraído el metal, pero el dolor
seguía. Respiró hondo y decidió que su mente prevalecería sobre su cuerpo. Siempre
había sido así, aun en los momentos más sangrientos. Pensó de nuevo en la mujer con
la que acababa de estar. Las últimas palabras que él le dijo fueron sólo para
consolarla, pero en el fondo creía que su marido tal vez no estuviera tan bien. Creasy
conocía Marsella al dedillo. Se había alistado allí en la Legión Extranjera Francesa
muchos años antes, y la única cosa que tenía ahora a su favor era que poseía buenos
contactos en la ciudad. Al oprimir el botón para llamar el ascensor, un pensamiento
golpeó su mente: Michael necesitaría armas. Los dos habían ido a Marsella vía París,
y Michael sabía dónde conseguir armas en París.
Dio media vuelta y llamó a la puerta del departamento. Cuando Birgitte la abrió,
él le dijo:
—Lamento molestarla, pero ¿podría hacer un breve llamado a París?
Ella asintió.
—Por supuesto.
Ella entendía muy bien el francés, pero lo que pescó de la conversación le resultó
desconcertante. Al conseguir la comunicación, lo único que Creasy dijo fue:
—¿Reconoces mi voz?… Bien. ¿Has visto a mi hijo recientemente? ¿Le diste o
vendiste algo?
Si Birgitte hubiera podido escuchar el otro lado de la conversación, habría oído
una voz masculina que decía:
—Sí, dos pequeñas y silenciosas. ¿Hice mal?

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—No. ¿Mi hijo te dejó alguna dirección para que le mandaras las cosas?
—No. Me había llamado antes. Me encontré con él y otro tipo en el aeropuerto.
Supongo que después tomaron otro vuelo.
—Gracias. ¿Cómo está tu padre?
—Poniéndose más viejo y más cascarrabias.
—Dale mis respetos, —dijo Creasy con una sonrisa. Luego colgó y miró a
Birgitte—. En cuanto me ponga en contacto con su marido, le diré que la llame. No
se preocupe.

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A Hanne Andersen sólo le llevó seis días convertirse en una adicta total a la heroína.
No volvió a ver a Philippe. Después de esa primera vez, un hombre diferente le
llevaba la bandeja con su amiga. Era alto, rubio, de poco más de cuarenta años y muy
apuesto. Durante esos seis días también fue encantador, y le hablaba con suavidad
para darle confianza. Le dijo que se llamaba Cario. En la primera visita la liberó de
las sogas y ella pudo moverse por esa habitación sin ventanas. También le llevó un
nuevo traje deportivo, algunas zapatillas de lona y tres bombachas blancas. Hablaba
inglés con acento italiano. La única otra persona que ella vio fue la vieja que le
llevaba la comida y la acompañaba al cuarto de baño que estaba en el pasillo. Sólo le
permitían ir al baño después de que la inyectaban para que estuviera completamente
tranquila.
Después del sexto día no hubo más inyecciones. Le habían permitido conservar su
reloj: era un Georg Jensen de plata, regalo de sus padres en ocasión de cumplir ella
dieciocho años, y su posesión más preciada. Al llegar el sexto día sabía que Cario le
llevaría la heroína cada seis horas, justo en el momento en que empezaba a
necesitarla y a sentir dolores. Al principio los dolores eran mínimos, pero a medida
que pasaban los días se hacían más agudos.
El sexto día, todo el tiempo miraba el reloj con ansiedad. Pasaron las seis horas.
Cuando transcurrieron nueve horas, ella estaba tirada en la cama, temblando. Pegó un
salto cuando oyó girar una llave en la cerradura de la puerta. Era la vieja con una
bandeja. Sobre ella había un bol con sopa y otro con espaguetis.
—¿Dónde está Cario? —preguntó Hanne con voz trémula.
La vieja atravesó la habitación en silencio, colocó la bandeja en la mesa de luz y
volvió a dirigirse a la puerta.
—¿Dónde está Cario? —repitió Hanne, y después hizo la pregunta en francés y
en tono más alto.
Sin una palabra, la vieja transpuso la puerta de metal y la cerró tras ella. Hanne
oyó que la llave giraba en la cerradura y que se corría el cerrojo. Se sentó junto a la
cama y buscó la cuchara. Le temblaba la mano y casi no podía llevarse la sopa a la
boca sin volcarla. Le pareció un líquido insulso, así que dejó la cuchara en el bol.
Durante varios minutos permaneció sentada en la cama, temblando, la vista fija en la
pared, y luego se recostó, se tapó la cabeza con la manta y se dispuso a padecer esa

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noche.
Él apareció a las siete de la mañana del séptimo día. En la mano tenía la pequeña
bandeja de metal con la jeringa. Ella estaba sentada en un rincón del cuarto, las
rodillas contra el pecho, rodeadas por los brazos, los ojos entrecerrados. Él le sonrió.
Ella se puso trabajosamente de pie.
—¿Dónde has estado? —preguntó con voz quejumbrosa. Pero no lo miraba a él;
sus ojos estaban enfocados en la bandeja que tenía en las manos. Él sonrió y le
extendió la bandeja como si le estuviera dando un regalo a una criatura.
—Aquí tienes a tu amiga.
Ella atravesó el cuarto y se levantó la manga. Él colocó la bandeja en la mesa de
luz. Ella se acercó con ansiedad, pero él levantó una mano.
—Espera. Primero quiero que hagas algo.
—¿Qué?
Él le sonrió seductoramente.
—Quiero que me beses.
Al principio, pareció sorprendida.
—¿Qué?
Él volvió a sonreír y extendió las manos.
—Quiero que me beses. ¿Es tan complicado? ¿Soy tan feo?
Ella dio un paso atrás; su rostro ahora mostraba alarma. Sacudió la cabeza como
para despejarse después de un golpe.
—No —farfulló—. No.
Él se encogió de hombros, tomó la bandeja y se dirigió a la puerta.
—No —dijo ella en voz alta—. ¡No te vayas! Por favor, dámela.
Él giró la cabeza, con la mano en el picaporte, y dijo:
—Te la daré si me das un beso.
De nuevo ella sacudió la cabeza como si se sintiera confundida.
—No… Pero la necesito… la necesito mucho… me siento muy mal.
Abruptamente, él giró el picaporte de la puerta y salió, diciendo por sobre el
hombro:
—Regresaré en una hora. Piénsalo.
Una hora después, ella lo besó. Él la sostuvo bien cerca con las manos detrás de
su cabeza, y le metió la lengua en la boca. Ella no sintió nada. Su mente estaba
concentrada en la bandeja que estaba en la mesa de luz. La bandeja con la jeringa.
Después, ella se recostó en la cama mientras él salía. Sintió que una calidez le
llenaba el cuerpo, que los nudos de su estómago se soltaban, que la tensión de sus
brazos y piernas desaparecía. Él volvió ocho horas más tarde, con la bandeja. Durante
las últimas dos horas, ella había mirado el reloj de plata cada dos o tres minutos. Esas
dos horas le parecieron dos años de su joven vida. Esa vez, para que le diera la
inyección ella tuvo que besarlo y permitir que él le acariciara los pechos y el trasero
por sobre el traje deportivo. La tercera vez tuvo que dejarlo acariciar todo su cuerpo

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debajo del traje deportivo. La cuarta vez, él se apareció cubierto sólo con una bata y
le dijo que para recibir la inyección debía dejar que él le hiciera el amor. Ella se negó
y él se fue con la bandeja, mientras ella golpeaba sin cesar la puerta de metal y lo
insultaba a gritos en su danés natal. Él volvió dos horas más tarde y ella le permitió
hacerle el amor. Acostada desnuda de espaldas, no sintió nada. Su mirada no se
apartó en ningún momento de la bandeja ubicada a un metro de su cabeza.
Todo continuó así. Una semana después, Hanne realizaba actos de degradación
que jamás supo siquiera que existieran. Algunos días más tarde, Cario apareció
acompañado por otro hombre: un individuo alto, delgado, de tez oscura y bigote
negro. Abusaron de su cuerpo en forma separada y conjunta. A veces era doloroso. Al
cabo de dos horas, el hombre de tez oscura se vistió y se fue. Cario le dio la inyección
y después permaneció acostado desnudo en la cama, fumando un cigarrillo,
observándola y viendo cómo el dolor y la humillación desaparecían con los efectos de
la droga:
—Mañana te mudas a otra ciudad —le dijo él, como al pasar.
—¿Adónde? —preguntó ella, con cierta torpeza.
—Eso no importa —respondió él—. Es otro país. —Le sonrió—. Un país muy
lindo.
Ella logró digerir esa idea y, después, preguntó con ansiedad:
—¿Irás conmigo?
Él sacudió la cabeza.
—No, yo ya he terminado mi trabajo.
Hanne se puso ansiosa. Señaló la jeringa.
—¿Qué pasará con eso?
Él volvió a sonreír.
—No te preocupes por eso. Alguien estará allí para dártela.
Ella trató de pensar a través de la bruma que invadía su mente.
—¿Tendré que hacer esas cosas, antes de que me la den?
—Sí —dijo él con tono indiferente—. Pero a medida que pase el tiempo, ya no te
importará.
Ella giró la cabeza y supo que se había convertido en una esclava.

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13

El Sol se ponía sobre el puerto de pescadores. Jens Jensen, sentado en el pequeño


balcón del departamento, disfrutaba de la vista de los barcos que entraban y salían del
puerto. Le encantaba el mar y el movimiento que en él se producía, y su ambición era
tener una casa o un departamento en una de las pequeñas ciudades al norte o al sur de
Copenhague, frente a un puerto.
Pensó en las últimas cuarenta y ocho horas, desde que Michael había entrado en
su vida, y lo maravillaron la serenidad y la confianza del joven. Jens era policía desde
que había empezado a trabajar, y había visto mucho en su vida. Había trabajado en el
Departamento de Investigación de Delitos, en la División Narcóticos y en la de
Moralidad. Doblaba en edad a Michael pero, sin embargo, desde el momento en que
abordaron el avión en el aeropuerto Kastrup de Copenhague, le había cedido a
Michael el papel de líder de esa operación. La primera sorpresa la recibió en el
aeropuerto de París, Charles de Gaulle, donde debían esperar dos horas para la
conexión con Marsella. Michael le dijo que no permanecerían en el salón de
pasajeros en tránsito, sino que pasarían por Inmigraciones. Fueron al café, se sentaron
en un rincón y ordenaron capuchinos.
Al cabo de cinco minutos, un hombre delgado, de pelo oscuro y poco más de
cuarenta años se deslizó en una silla junto a Michael. No intercambiaron saludos. El
hombre le pasó a Michael un maletín muy pequeño y le preguntó:
—¿Cómo está tu padre?
—Muy bien —respondió Michael—. ¿Y el tuyo?
—Poniéndose viejo y cascarrabias.
—Dale mis respetos —dijo Michael con una sonrisa.
El hombre asintió y dijo en voz baja:
—Nueve cero nueve. —Luego se marchó.
—¿Quién era? —preguntó Jens.
—Se llama Sacacorchos Segundó —respondió Michael muy serio, y luego sonrió
al ver la expresión de asombro de Jens—. A su padre lo llamaban Sacacorchos. El
que acaba de ver tomó a su cargo el negocio de la familia cuando su padre se retiró,
hace algunos años.
—¿Qué negocio?
Michael pensó un momento y luego respondió en voz baja:

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—Tiene su base de operaciones en Bruselas, que solía ser el centro para el
reclutamiento de mercenarios. Su padre conoce al mío desde hace muchos años.
Sacacorchos recibió su apodo porque era capaz de meterse en cualquier lugar del
mundo y luego salir. Podía obtener casi cualquier cosa, desde armamentos hasta
información. Le pasó sus conocimientos y habilidades a su hijo que, naturalmente, se
convirtió en Sacacorchos Segundo. Fue precisamente Sacacorchos Segundo el que
nos consiguió los refugios y los equipos para la operación que realizamos en Siria
hace un par de años.
Jens sentía curiosidad. Dio unos golpecitos en el maletín que estaba sobre la
mesa.
—¿Qué hay adentro?
—Las llaves de un departamento en el viejo muelle de pesca de Marsella —
respondió Michael—. Y un mapa detallado de las calles de la ciudad.
—¿Eso es todo?
Michael sacudió la cabeza.
—No. Tiene que haber además una pistola para disparar dardos tranquilizadores,
dos navajas de resorte, dos pistolas con silenciadores y suficientes municiones.
Jens apartó la vista del maletín y miró con severidad al muchacho.
—¿Estás loco? ¿Cómo piensas pasar todo eso por los controles de seguridad? ¿No
sabes que revisan todo?
Michael asintió, después señaló el bolso que estaba del otro lado de su silla.
—El maletín irá dentro de mi bolso, que pasaré por los controles de seguridad.
Como de costumbre, lo revisarán con rayos X. Esos rayos mostrarán el contorno del
maletín y de su contenido. Ese contorno no tendrá nada que ver con ninguna de las
cosas que le he mencionado. Las navajas parecerán dos marcadores, que es el aspecto
que tendrían si usted las tuviera en la mano. Las armas y municiones parecerán
videocasetes, que son los estuches donde están metidas: casetes muy especiales
revestidos de plomo. Por sobre el revestimiento de plomo tienen grabado el contorno
de un casete auténtico. Aunque se les ocurriera revisar el bolso y el maletín, sólo un
inspector muy astuto podría encontrar su contenido real. Es un riesgo aceptable.
También habrá en el maletín varias carpetas inofensivas de negocios.
Jens quedó impresionado pero igual se sentía nervioso.
—¿Tú arreglaste todo esto por una línea abierta desde tu habitación del hotel en
Copenhague?
Michael asintió.
—Por supuesto; Llamé por teléfono a un viejo amigo sin mencionar nombres.
Tuvimos una breve conversación que contenía varias palabras en clave. No sé de qué
marca son las pistolas, pero sí que serán las mejores: de nueve milímetros e
imposibles de rastrear. Habrá notado que Sacacorchos Segundo usaba guantes; no
habrá huellas dactilares en el maletín ni en su contenido.
La confianza total de Michael tranquilizó al danés, como también la forma en que

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se desarrollaron los acontecimientos cuando llegaron al aeropuerto Marignane de
Marsella. Recogieron su equipaje, pasaron por la aduana y tomaron otro café en el
aeropuerto. Michael sacó el maletín del bolso, marcó nueve cero nueve en la
combinación y lo abrió. Jens se inclinó hacia adelante. El contenido era exactamente
el descrito por Michael: tres videocasetes, dos marcadores gruesos, un mapa de las
calles de Marsella y dos llaves en un aro, más media docena de carpetas.
Michael sacó el mapa de calles y lo abrió. Señaló un círculo trazado con tinta,
cerca del viejo muelle de pesca.
—Ésa es nuestra base. Vamos.
Tomaron un taxi al centro moderno de la ciudad, después caminaron ochocientos
metros con las valijas, tomaron otro taxi que los dejó a otros ochocientos metros del
departamento. El resto del trayecto lo hicieron a pie, pero deteniéndose varias veces
para mirar vidrieras, como un par de turistas.
Una vez más, como policía experimentado, Jens quedó impresionado con la
técnica empleada por Michael, sobre todo cuando finalmente llegaron al
departamento. Estaba en el piso superior de un edificio de tres plantas, viejo pero en
buen estado. En la puerta, Michael sacó de un bolsillo lateral del bolso dos pares de
guantes finitos de algodón color azul oscuro y le dio un par a Jens.
—Cuando estemos adentro, usaremos todo el tiempo estos guantes —dijo
Michael.
El departamento tenía dos dormitorios, living, cuarto de baño y una cocina
pequeña. Los muebles eran pocos pero adecuados. Jens abrió las cortinas, vio el
balcón y el muelle de pesca abajo, y enseguida se sintió en su casa. Era la clase de
lugar que, con suerte, buscaría en Dinamarca algunos años después. Michael se
dirigió directamente al teléfono, lo desarmó y lo revisó. Satisfecho, volvió a armarlo
y empezó a recorrer el departamento y a revisar los interruptores y enchufes de luz.
—Veo que eres muy cauteloso —comentó Jens.
—Me lo han inculcado durante muchos meses —respondió Michael—. No espero
encontrar nada, pero nunca se puede estar del todo seguro. ¿Qué le gusta desayunar?
—¿Desayunar?
—Sí. A la vuelta de la esquina hay un pequeño supermercado; yo iré a comprar lo
necesario para aprovisionarnos para algunos días, mientras usted descansa.
Jens sonrió y se tocó la panza que comenzaba a insinuarse.
—Iré contigo y compraré todas las cosas que engordan y que Birgitte no me deja
comer en casa.
Michael señaló el teléfono.
—De acuerdo, pero primero llame a su contacto y concierte una cita para mañana
temprano. ¿Le parece que nos dejará ver sus registros?
—Sí, creo que sí. Me he encontrado con él varias veces, en distintos seminarios, y
nos llevamos bien.
—¿Cuánto le dirá?

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—Nada —respondió Jens—. Él entenderá. Le explicaré que trabajo en un caso
particular para ganarme un poco de dinero mientras estoy de licencia, y que me
financia la familia de una persona desaparecida. Prometeré darle detalles más
adelante, pero cuando eso suceda ya nosotros estaremos lejos de aquí.
Michael asintió con aprobación.
Para el desayuno, Jens comió salmón ahumado, tostadas, medio Camembert,
jamón ahumado, salame y una lata grande de ensalada de frutas. Michael tomó una
taza de té y comió una tostada.
A las nueve de la mañana los dos estaban en la oficina del inspector Corelli.
Corelli era un hombre alto, canoso, con nariz ganchuda; usaba un elegante traje gris,
camisa celeste y corbata rojo oscuro. Se mostró muy cordial. Jens le presentó a
Michael como su nuevo asistente y le explicó brevemente que para satisfacer a una
familia adinerada, realizaban una investigación in situ. Corelli asintió con aire
comprensivo; era un hecho bastante frecuente. Les consiguió una oficina vacía, llamó
a un asistente y le dijo que les suministrara todos los registros que necesitaban, y café
cuando se lo pidieran.
Jens había llevado consigo su juguete más nuevo: una pequeña computadora
portátil Sanyo. Durante las horas que siguieron, revisaron una pila de registros juntos
y Jens transcribió todo el material pertinente en la computadora. Le agradecieron a
Corelli su ayuda, y Jens prometió llamarlo pocos días después para invitarlo a
almorzar o a cenar. Jens explicó con una sonrisa que lo que le pagaban le permitía
hacer esa invitación. Después, encontraron un buen restaurante a un par de cuadras de
allí, que tenía mesas suficientemente espaciadas como para permitir una conversación
privada. Michael quiso ordenar bouillabaisse, pero Jens, que ya había estado en esa
ciudad antes, le aconsejó que reservara ese plato famoso para un restaurante
igualmente famoso en los suburbios de Marsella. En cambio, los dos pidieron bifes y
analizaron la información recibida esa mañana.
Durante la conversación, Jens descubrió algo más sobre ese jovencito. No sólo
era inteligente y sumamente competente, tanto en estrategia como en táctica, sino que
era absolutamente despiadado. Su plan era simple. Sabían, por los registros de
Corelli, que el cabecilla del grupo que en Marsella se ocupaba de la trata de blancas y
de drogas era un tal Yves Boutin. Operaba en el barrio de prostitutas ubicado entre la
Opera y el Vieux Port. Tenía conexiones con la Mafia italiana, el submundo español
y, según se decía, con bandas delictivas de África del Norte. Había sido arrestado
varias veces pero nunca condenado. Sus contactos políticos en la ciudad, en el
departamento de policía, y en París eran muy poderosos.
Los bares y burdeles que se creía eran propiedad de Boutin o controlados por él
figuraban ya en la computadora de Jens, lo mismo que la dirección de su villa sobre
la costa y su departamento lujoso en la ciudad. Boutin estaba casado y tenía dos hijos:
un varón de catorce años y una niña de once. Tenía dos hermanos menores, los dos en
el negocio. Georges, el mayor, se ocupaba del sector drogas, y Claude, del sector

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prostitución. Yves era la cabeza nominal de una empresa de construcción
aparentemente legítima, que de alguna manera conseguía muchos contratos
municipales. Jens explicó que Marsella era una de las ciudades más corruptas de
Francia, si no de Europa. En el departamento de policía habían visto muchas
fotografías de Boutin, tanto las tomadas por la policía como las que le habían sacado
sin que se diera cuenta. Era un hombre regordete que frisaba los sesenta,
completamente pelado, pero con bigotes marrón oscuro. También habían visto
fotografías similares de sus hermanos, de sus lugartenientes y de una serie de
integrantes menos importantes de la banda. En los archivos había sólo un punto
particularmente interesante: Boutin sentía una debilidad especial por su joven amante,
una despampanante rubia llamada Denise Defors. Durante cinco años la había
mantenido en un departamento de la ciudad y había pasado casi todas las noches de la
semana con ella. Denise trabajaba como gerente nominal de su club nocturno
principal, The Pink Panther, que tenía alrededor de cuarenta acompañantes y
especialistas en strip tease de primera clase y un burdel de lujo en el primer piso.
Jens y Micha el analizaron a esos personajes durante el almuerzo y, después,
cuando Jens atacó con el tenedor una enorme porción de pavtlova, una torta liviana
de merengue, crema y frutas, descubrió hasta dónde llegaba la crueldad de Michael.
—Voy a apoderarme de uno de los hijos o de la amante.
Jens levantó la vista de la torta y dijo, pese a tener la boca llena:
—¿Qué?
—Es obvio —respondió Michael—. Necesitamos tener una conversación muy
seria con Monsieur Boutin. En los últimos meses y años hubo muchas muertes entre
pandillas, y seguro que Boutin cuenta con una guardia muy fuerte. No me será
posible acercarme tranquilamente a él y pedirle que conversemos de negocios. Pero si
tengo en mi poder a alguien muy querido para él, seguro que hablará. La cuestión es:
¿será mejor uno de los hijos o la amante?
—¿Te refieres a secuestrarlos?
—Desde luego.
—¡Pero eso es un delito!
Michael sonrió.
—¿En serio? Np me había dado cuenta.
Jens dejó caer la cuchara, miró al jovencito y dijo:
—Mira, Michael, soy policía, por el amor de Dios. No puedo andar secuestrando
gente por ahí, aunque sean los hijos o la amante de un gánster.
—Usted no lo hará —respondió Michael—. Se quedará en el departamento,
sentado en el balcón, bebiendo un buen vino y disfrutando de la vista.
Hubo un largo silencio. La conversación había perturbado al danés, quien hasta
apartó el plato de la apetitosa torta sin terminar.
—¿Tiene una idea mejor?
—No. Peco pensé que podríamos recorrer la ciudad y familiarizarnos con la

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operación.
Michael asintió.
—Lo haremos, por supuesto. De hecho, empezaremos esta noche. Primero iremos
a The Pink Panther. Mientras tanto, nos ayudaría mucho saber a qué colegio van los
hijos de Boutin y cualquier otra información que consigamos. Tal vez su amigo
Corelli lo sepa. Además, esta noche averiguaremos a qué hora se va del club la
amante y cómo llega a su casa. Jens, debe hacerse así. Si me apodero de uno de sus
hermanos o de uno de los lugartenientes más importantes, quizá no sea tan eficaz.
Boutin es un hombre despiadado.
—No es el único —murmuró Jens.
Michael ni siquiera oyó esas palabras. Su mente estaba en aquel pequeño hospital
de Bruselas. Se sentía confundido. Tenía la sensación de ser un pichón inexperto que
había caído del nido y que descendía vertiginosamente pese a aletear con todas sus
fuerzas. Sí, seguro que era valiente. E implacable. Entrenado a la perfección. Miró al
danés, quien le devolvió la mirada con expresión de respeto. «Mañana, mañana
llamaré por teléfono a Blondie y le pasaré toda la información para que ella se la dé a
Creasy», pensó Michael. «Cuando salga del hospital vendrá aquí y me dejará hacer lo
que tengo que hacer, pero se mantendrá en la sombra, por si acaso… Mañana».
El inspector Corelli recibió el llamado justo después de las tres.
—Aguarde un minuto —dijo después de escuchar a Jens. Apretó las teclas de su
computadora, miró el monitor y agregó—: Los dos van a un colegio privado llamado
École St. Jean. Es un internado en Suiza, en las afueras de Ginebra. Naturalmente,
muy exclusivo y costoso. ¿Necesita algo más?
—No, muchas gracias —respondió Jens—. Lo llamaré dentro de algunos días. —
Colgó el tubo y miró a Michael. Estaban de vuelta en el departamento—. Los chicos
están en un internado exclusivo en Suiza. Probablemente vuelvan a su casa los fines
de semana. Puedo verificarlo si es necesario.
Michael sacudió la cabeza.
—No, hoy es martes y no podemos esperar tanto. Tiene que ser la amante. La
observaremos esta noche… ¿le parecería mejor que yo fuera solo?
—No —fue la respuesta enfática de Jens—. Lo he estado pensando. Iré contigo.
Esta noche no ocurrirá nada. —Señaló la mesa del comedor—. ¿Llevaremos armas?
—Estaban una junto a la otra: dos Berreta negras calibre nueve milímetros.
—No —respondió Michael—. El club tendrá matones y porteros, y en esa clase
de reductos con frecuencia registran a los clientes.
—No lo hacen en Copenhague.
Michael sonrió.
—Esto no es Copenhague.
En su oficina, el inspector Corelli también había colgado el tubo. Durante varios
minutos permaneció sentado, mirando pensativo el teléfono. Después lo tomó, marcó
el número y mantuvo una conversación de tres minutos, al final de la cual dio una

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descripción detallada, al estilo policial, de Jens y Michael.

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Las oficinas eran típicas de una empresa pequeña, y altamente exitosa. Una secretaria
de mediana edad, muy atractiva, se encontraba sentada en la oficina externa y
trabajaba frente a una computadora. Enfrente de ella había una mesa baja y tres
cómodos sillones de cuero. En las paredes colgaban pinturas al óleo originales que
representaban paisajes marinos. Hacía seis años que Creasy no pisaba esa oficina de
Marsella. Al transponer la puerta, la secretaria levantó la vista y luego volvió a
concentrarse en la pantalla. Después, pegó un salto en su asiento, con el rostro
demudado.
—Creí que estaba muerto —tartamudeó.
—Sí. De alguna manera he vuelto a la vida. —Creasy señaló la puerta que daba a
una oficina interna—. ¿Está él?
Ella había recobrado la compostura.
—Sí. Pero está ocupado. —Tomó el teléfono—. Le avisaré que está aquí.
Él sacudió la cabeza.
—No. Esperaré. ¿Sería posible tomar un café?
Ella se puso de pie y se acercó a una cafetera que había en un rincón. Cuando
Creasy probó el café, la miró y dijo con tono de aprobación:
—Vaya memoria la suya. Hace como seis años que no vengo y usted recordó que
lo tomo sin leche ni azúcar.
Ella sonrió ante el cumplido, mientras pensaba que ése era un hombre que nadie
olvidaría. Se preguntó cuál sería la reacción de su jefe cuando lo viera.
Sucedió unos diez minutos más tarde. Un hombre de tez muy oscura salió de la
oficina seguido por Leclerc, que le decía:
—Recibirá mi fax el jueves, pero, créame, los precios serán definitivos y la carta
de crédito es esencial.
En ese momento los ojos de Leclerc se posaron en Creasy. Interrumpió su paso un
momento, pero su rostro no reveló nada. Leclerc siempre había sido muy buen
jugador de póquer.
El negro fue conducido a la puerta y Creasy se puso de pie. Leclerc se dio media
vuelta y los dos hombres se estudiaron en silencio. Leclerc tenía más o menos la edad
de Creasy; era un hombre alto, rubicundo, un poco excedido de peso. Con su traje
azul oscuro con rayas muy finas, parecía un banquero. En realidad, era un

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exmercenario que un día descubrió que era más lucrativo vender armas que usarlas. Y
mucho más seguro. Se había convertido en uno de los más exitosos traficantes de
armas de Europa. Seis años antes, cuando Creasy se proponía derrotar a toda la Mafia
en Italia, recurrió a Leclerc para conseguir armas. No eran amigos; jamás lo serían,
pero se respetaban mutuamente.
Leclerc señaló la puerta abierta de su oficina y Creasy entró, llevando consigo la
taza de café. La oficina era lujosa, pero las paredes estaban adornadas con enormes
fotografías de armas que iban desde tanques y vehículos blindados a ametralladoras.
Leclerc se instaló detrás del amplio escritorio de caoba y Creasy tomó asiento frente a
él.
—He oído rumores —dijo el francés—. Rumores de que estaba vivo, de que no
había muerto en aquel hospital de Nápoles. Rumores de que su muerte había sido
arreglada. No creí en esos rumores, pero hace un par de años volví a oírlos. Se decía
que usted había sido visto en los Estados Unidos y en Medio Oriente. Hubo otro
rumor acerca de que Maxie MacDonald y Frank Miller habían hecho un trabajo para
usted. —Sonrió levemente—. Viejos amigos suyos. Entonces empecé a creer en los
rumores.
—Sí, aquélla fue una muerte simulada. En aquel momento me pareció una buena
idea. La mitad de la Mafia italiana me buscaba.
La sonrisa de Leclerc se hizo más ancha.
—No me sorprende. Usted liquidó a la familia principal. Por lo visto, el arsenal
que le suministré fue muy eficaz.
—Lo fue —admitió Creasy—. Y sigo estándole agradecido.
Leclerc inclinó la cabeza en reconocimiento.
—¿Qué puedo hacer por usted ahora?
Creasy señaló la ventana.
—Usted conoce esta ciudad mejor que nadie. Necesito información sobre ciertos
miembros del hampa; Según cuál sea esa información, tal vez necesite armas livianas.
El problema es que, en ese caso, las necesitaría hoy mismo.
—Si las necesita, las tendrá hoy. ¿Qué información quiere?
—Sé que aquí la situación delictiva está bastante compartimentada. El hombre u
hombres que busco son los cabecillas del sector de prostitución y drogas. Si en esta
ciudad hay trata de blancas, ellos seguramente estarán involucrados o conocerán la
situación al dedillo. Necesito saber la ubicación de esa persona o personas, y con qué
fuerzas cuentan.
La respuesta de Leclerc fue inmediata.
—Su hombre es Yves Boutin. Él controla la prostitución en la ciudad y en gran
parte de la Riviera Francesa. Es uno de los cabecillas del negocio de la droga, pero
cuando se trata de prostitución es el único cabecilla. —Pasó a describir a Boutin, su
familia, sus hermanos, sus amantes, sus principales lugartenientes, sus casas y sus
clubes. Por último, afirmó:

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—Tiene importantes conexiones políticas y con la policía.
Creasy se inclinó hacia adelante y preguntó:
—¿Cómo son sus propias conexiones y conocimientos con respecto a la policía?
Leclerc sonrió y abrió la mano, en un gesto elocuente.
—En este tipo de negocios, tienen que ser perfectas. La fuerza policial de esta
ciudad es corrupta en su totalidad. Siempre lo ha sido y siempre lo será.
Creasy se inclinó todavía más hacia adelante.
—¿Conoce al inspector Serge Corelli?
—Sí. Muy bien.
—¿Es corrupto?
Leclerc lanzó una carcajada.
—¡Eso es poco decir! Es el más corrupto de todos. Es un hombre muy rico, y su
riqueza crece día a día. Gracias, en parte, a las generosas contribuciones de Yves
Boutin… Prácticamente son socios. —Notó la expresión sombría que apareció en el
rostro de Creasy—. ¿Qué ocurre?
Creasy estaba sumido en sus pensamientos. Cuando habló, no fue para responder
a esa pregunta.
—Si yo o alguna otra persona hubiera ido a Ver a Serge Corelli y le hubiera hecho
preguntas detalladas sobre Boutin, ¿Corelli se lo informaría a Boutin?
Leclerc sonrió.
—¡Inmediatamente! —exclamó Leclerc.
—¿Aunque la persona que le hiciera las preguntas fuera un oficial de otra fuerza
policial europea?
Leclerc volvió a sonreír.
—En ese caso, se lo informaría a Boutin incluso más rápidamente.
Hubo otro silencio, después del cual Creasy dijo:
—Creo que necesitaré esas armas.
—¿Qué es exactamente lo que quiere?
De pronto, la voz de Creasy se volvió enérgica e impersonal.
—¿Tiene una Colt 1911?
Leclerc asintió.
—Por supuesto.
—Necesito tres cargadores adicionales.
Leclerc asintió.
—También necesito una ametralladora liviana, pequeña y fácil de ocultar. Podría
ser una Ingram 10 con culata plegable.
—La tengo —dijo Leclerc—, pero también tengo algo mejor. Muy nuevo. Tal vez
usted todavía no lo ha visto. —Se puso de pie y se acercó a una de las paredes de la
oficina. Estaba revestida en madera de roble. Oprimió una mano contra un panel, y
éste se deslizó hacia la derecha. Apareció una inmensa caja fuerte. Hizo girar el dial
de la cerradura de combinación, abrió la pesada puerta y sacó varios estuches. Creasy

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también se puso de pie y observó a Leclerc abrirlos. Uno contenía una Colt 1911.
Creasy la levantó, sintió la familiar empuñadura y luego la puso en su lugar.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó después de mirar el contenido de otro
estuche.
—Es algo totalmente nuevo —respondió Leclerc con satisfacción—. Es una
ametralladora en miniatura hecha por Fabrique Nationale. Se llama FN P90. Es muy
especial. El cuerpo y el cargador son de plástico y desmontables de los otros
componentes metálicos. —Enseguida la desarmó. Sólo le llevó segundos. Después la
volvió a ensamblar y se la entregó a Creasy, diciendo—: Sólo tiene el largo del
antebrazo, pero es capaz de destrozar una armadura a ciento cincuenta metros. Es
superior a cualquier rifle nato o a cualquier ametralladora compacta.
Creasy quedó impresionado. El arma resultaba muy fácil de ocultar si se utilizaba
una correa para colgarla del hombro; debajo de un saco o un sobretodo.
Fue como si Leclerc le leyera el pensamiento.
—Puedo conseguirle una correa y un silenciador, que es un poco abultado pero
cabe debajo del otro brazo› también con una correa.
Creasy asintió.
—También necesito un silenciador para la Colt. —Ningún problema. ¿Qué más
necesita?
—Cuatro granadas de fragmentación, cuatro fosforescentes, y correas para
llevarlas colgadas. También un par de anteojos contra las fosforescentes, y además
tres pares de esposas.
—Ningún problema —repitió Leclerc e hizo una anotación en su libreta—.
También puedo arreglar todo lo necesario para una sesión de práctica con la
ametralladora, en mi depósito. Como es tan liviana patea bastante.
Creasy sacudió la cabeza.
—No tengo tiempo Esta tarde tengo que hacer un reconocimiento visual, y salir
esta noche. Hay una cosa más que usted puede tener o no. ¿Recuerda que la última
vez me proveyó de los componentes para fabricar una bomba muy pequeña pero muy
potente, en la que se utiliza explosivo plástico y que tiene un diminuto detonador y un
control remoto pequeño? Si mal no recuerdo, servía hasta un par de cientos de
metros.
—Lo recuerdo —contestó Leclerc—. Y recuerdo haber leído en el periódico que
la empleó en Italia. No fue una manera muy agradable de enviar a un hombre al
infierno.
Creasy se encogió de hombros.
—No era un hombre agradable. ¿Puede conseguírmela?
Leclerc tomó uno de los tres teléfonos que tenía sobre el escritorio, marcó un
número, escuchó un momento y después habló muy rápido en francés, volvió a
escuchar y luego le preguntó a Creasy:
—¿La quiere ensamblada o en componentes?

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—En componentes —respondió Creasy—. Yo mismo la armaré.
Leclerc habló en el teléfono con tono persuasivo, luego colgó y dijo:
—Los componentes estarán listos aquí para usted a las seis de la tarde, junto con
el resto del material. ¿Qué más necesita?
Creasy pensó un momento.
—Necesito un refugio y un auto muy veloz, con la cédula verde y toda la
documentación en regla para cruzar las fronteras de Europa. Debe tener el tanque
lleno de combustible, y además combustible en bidones dentro del baúl. Es posible
que el auto no sea devuelto, así que incluya su costo en la cuenta. Tanto en el refugio
como en el auto debe haber provisiones para tres días para tres personas. Usted sabe
cómo hacerlo.
Leclerc hizo unas anotaciones en su libreta.
—Ningún problema. Su refugio será un departamento en la misma manzana
donde tengo mi penthouse. Soy el propietario de toda la manzana, pero nadie lo sabe.
El representante de BMW es un buen amigo mío. Él me conseguirá un auto de
segunda mano y yo me aseguraré de que antes de esta tarde esté revisado a fondo y
esté listo.
Leclerc se echó hacia atrás y miró fijamente a Creasy. Después, dijo en voz baja:
—Le repetiré lo que le dije la última vez que estuvo aquí. Nunca hemos sido
amigos. Aparte de Guido, en Nápoles, dudo mucho de que usted haya tenido alguna
vez un amigo verdadero y cercano. Usted no es esa clase de hombre. Pero, como le
dije aquella vez, estoy en deuda con usted. Me salvó la vida en Katanga. Eso solo
sería suficiente, pero también le debo lo de Rodesia. Usted me ayudó a hacer una
venta muy lucrativa. —Abrió los brazos y agregó—: Ahora, usted está en mi ciudad y
al parecer piensa ir tras Boutin, que tiene muchos «soldados». ¿Necesita apoyo?
Conozco algunas buenas personas en quienes se puede confiar.
—Se lo agradezco. Pero no, gracias… usted ya me conoce.
Leclerc asintió lentamente. Los dos se pusieron de pie y el francés dijo:
—Todo estará aquí a las seis de la tarde, incluyendo la información sobre Corelli.
Después, podemos verificar lo del refugio y el auto. Si llegara a necesitar algo más,
llámeme. Tiene el número de teléfono de mi casa.
—Gracias, lo haré. Ahora, ¿qué le debo por lo que acabo de pedirle?
La expresión de Leclerc fue de desagrado.
—Por favor, Creasy… no me ofenda.
Se estrecharon la mano y Creasy se fue. Leclerc se acercó a la ventana y
permaneció allí mirando hacia la calle, cuatro pisos más abajo. Vio salir al
norteamericano, lo observó cruzar la calle y alejarse con rapidez. Había suficientes
taxis cerca, pero Creasy no era la clase de hombre que, después de una reunión así, se
metería en el primer taxi que pasara por la puerta. Primero se aseguraría de que nadie
lo estuviera siguiendo.
Leclerc se dio media vuelta, se dirigió a la puerta de su oficina y la abrió.

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—¿Cuántas acciones tengo de la empresa de construcción de Boutin? —le
preguntó a su secretaria.
Ella oprimió algunas teclas de la computadora, miró el monitor y respondió:
—Diecisiete mil. La semana pasada subieron cuatro puntos y tienen muy buenas
perspectivas. Es seguro que el mes próximo obtendrán los contratos para ese nuevo
puente y paso a desnivel. Es un proyecto muy importante.
—Venda esas acciones hoy, antes del cierre de la Boba —le ordenó él,
sucintamente.

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Ella estaba de pie, apoyada contra el escritorio, y miraba a través del espejo
unidireccional. Tenía la clase de belleza capaz de detener el tráfico en cualquier
capital del mundo: piernas largas, pechos altos y cintura pequeña, trasero parado y
cuerpo esbelto. Su pelo rubio ceniza le llegaba a los hombros, y contrastaba con el
vestido largo de satén color azul oscuro.
Miraba por el espejo unidireccional que ocupaba todo el ancho de la barra, y
desde su posición podía inspeccionar la totalidad de la planta baja del club. Había un
pequeño escenario hacia su derecha y, junto a él, un poco más alto, una tarima con
una banda de cuatro integrantes. Había banquetas tapizadas con terciopelo a lo largo
de las paredes, rodeando una pista de baile de madera lustrada. Los clientes eran, en
su mayoría, hombres de negocios de mediana edad. Las muchachas eran casi todas
uniformemente hermosas y usaban vestidos largos. Las camareras, en cambio, usaban
blusas de seda color crema abiertas hasta la cintura, y faldas cortas negras de lycra
sobre medias de red oscuras, y botas negras de charol hasta las rodillas.
Giró la cabeza para ver a dos hombres que eran recibidos en la puerta. Uno era
rubio, de tez clara y levemente rollizo. Calculé que tendría cerca de cuarenta años. El
otro era mucho más joven, con pelo renegrido y tez oscura; tenía rasgos afilados y
ella decidió que era muy apuesto. Los dos se sentaron en la barra, casi frente a ella, y
por un momento no pudo verlos porque se interpuso la cantinera que les tomó el
pedido. La mujer llevó la mano atrás y accionó uno de una fila de interruptores.
Inmediatamente oyó las voces de los hombres. Hablaban en inglés. El rubio ordenó
un whisky con soda, y especificó que fuera Chivas Regal; el más joven ordenó un
Campari con jugo natural de naranjas. Mientras mezclaba las bebidas, la cantinera
conversó con ellos, tal como le habían enseñado, y en primer lugar les preguntó de
dónde eran. El rubio dijo que era de Estocolmo, y el apuesto dijo que era de Chipre.
La cantinera les informó entonces que el espectáculo comenzaría a la medianoche y
que le avisaran si querían una mesa. El joven dijo que permanecerían en la barra.
La cantinera se alejó para atender a otro cliente, y la mujer detrás del espejo
volvió a observarlos bien antes de tomar el teléfono. Disco un número y enseguida le
contestaron.
—Yves, están aquí… Sí, encajan exactamente con la descripción. —Escuchó un
momento, miró su reloj y dijo—: Está bien, cerca de la mitad del espectáculo. —

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Colgó, se apartó del escritorio y se dirigió a la puerta.
Las cabezas de Michael y de Jens giraron al unísono hacia la izquierda cuando
ella apareció por una puerta escondida. Se les acercó sonriendo, perfectamente
consciente del efecto que tenía sobre ellos, el mismo efecto que tenía sobre todos los
hombres que no eran seniles ni homosexuales.
Le tendió la mano al rubio, y dijo:
—Bienvenido a The Pink Panther. Soy Denise, la gerente le oprimió la mano y él,
algo turbado, hizo otro tanto. Ella retiró la mano, estrechó la del hombre más joven y
también se la oprimió. Él se limitó a mirarla a la cara, no desinteresado, pero tampoco
trastornado por la emoción. No apretó la mano de ella, no pareció turbado y no miró
sus pechos altos. Ella decidió que era sumamente apuesto. Conversó con ellos varios
minutos, les hizo las preguntas habituales y luego les explicó que si deseaban
compañía, podían tenerla enseguida. Les insinuó que esa compañía podía volverse
mucho más íntima en otros sectores más privados del piso superior del club.
—Tenemos aquí un excelente espectáculo a medianoche —dijo—. Pero a la una
tenemos… ¿cómo decirlo? Un espectáculo más erótico. De hecho, un espectáculo
muy erótico, arriba. Por lo general está reservado a los clientes que han contratado a
una acompañante, pero puesto que es la primera visita de ustedes a nuestro local,
serán mis invitados personales.
Jens empezó a decir algo, pero Michael lo interrumpió.
—Muy amable de su parte. Será un honor para nosotros.
Ella sonrió y le dedicó una sonrisa que era más una promesa.
—Vendré a buscarlos poco antes de la una.
Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta escondida Los dos hombres
observaron su andar cadencioso, y luego Jens murmuró:
—¿En serio quieres ver un espectáculo de sexo? En Copenhague, trabajé tres años
en el Departamento de Narcóticos y Prostitución, y te aseguro que esos espectáculos
no son muy eróticos.
También en voz baja, Michael le contestó:
—Es necesario. Tengo que ver todo lo que pueda de este edificio para poder
trazar un plan para el secuestro.
El danés asintió.
—No me sorprende que prefieras llevártela a ella en lugar de uno de los hijos.

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En ciertos aspectos, Serge Corelli no tenía los mismos instintos naturales de Jens
Jensen: no se dio cuenta de que lo seguían. Abandonó su oficina tarde, poco después
de las siete, y luego salió del garaje del subsuelo en su Renault 19 rojo. Nunca iba a
la oficina con su Mercedes 600.
No advirtió el Citroën alquilado que avanzaba por el tráfico detrás de él. Se
dirigió al Bar O’Berry de la Rué de l’Eveche y dejó el auto afuera, en un lugar donde
estaba permitido estacionar. Ni se molestó en echarle llave: todos los delincuentes de
Marsella sabían a quién pertenecía ese vehículo. Un minuto después bebía el primero
de sus habituales vodkas con agua tónica y conversaba con la cantinera de pechos
generosos con quien había tenido una breve aventura algunos años antes. Bebió hasta
las nueve de la noche; sólo entonces llamó a su esposa y le avisó que tenía una cena
de negocios. Recorrió después en auto cuatro cuadras hasta la Rué de Lorette,
estacionó en el callejón que había junto al restaurante Chez Étienne y, una vez más,
dejó el auto sin llave. Comió pausadamente una cena consistente en sopa de verduras,
bife con trufas y pomme soufflée, seguidos de crepés suzeites flambées, todo
acompañado con una botella de Château Margaux. Luego bebió café con un coñac
añejo. Era un restaurante caro, pero cuando se alejó de la mesa antes de medianoche
no le presentaron ninguna cuenta. El propietario se limitó a estrecharle la mano con
aire deferente.
El callejón estaba oscuro y, aunque tenía una buena resistencia al alcohol, el
inspector Serge Corelli estaba un poco tambaleante. Abrió la puerta del Renault y se
dejó caer en la butaca. Cerró la puerta y colocó la llave en el contacto. En ese
momento sintió algo frío en la nuca y oyó una voz serena que le hablaba en un
francés fluido y sin acento.
—Esto es una Colt 1911, 45 milímetros; con cartuchos de punta blanda. Si no
hace exactamente lo que le digo, ese cartucho le atravesará el cerebro.
Corelli se tensó, sintió que la adrenalina fluía por su cuerpo y trató de no entrar en
pánico.
—¿Quién es usted? —farfulló—. ¿Sabe quién soy yo, pedazo de imbécil?
—Usted es el inspector Serge Corelli y si no se calla perderá la mayor parte de la
cabeza —dijo la voz desde atrás—. Ahora ponga en marcha el auto y diríjase a la
zona del viejo mercado del puerto. Conduzca con cuidado y a velocidad normal. De

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veras, no me importa si vive o si muere, así que si intenta algo, será lo último que
haga en su vida.
Corelli manejó con prudencia, mientras trataba con desesperación de pensar quién
podía ser el hombre que estaba detrás de él. Tenía una pistola en la guantera, pero
estaba cerrada, y la llave estaba en el mismo aro que la llave de contacto. La única
posibilidad se le presentaría cuando llegaran a destino. Cuando girara la llave de
contacto para sacarla, el hombre tendría que bajarse del auto, y entonces él tendría
uno o dos segundos para abrir la guantera.
Se acercaron al sector del viejo mercado del puerto y el hombre le dio algunas
indicaciones breves. Por último, llegaron a una calle mal iluminada detrás de una
hilera de fábricas de prendas de vestir. Estaba flanqueada por una serie de garajes en
ruinas, algunos de los cuales ostentaban carteles de «Se Alquila». Eran cerca de las
doce y media y la calle estaba desierta. La voz le dijo que se acercara al cordón de la
vereda y frenara/Después, le ordenó que pusiera la palanca de velocidades en punto
muerto y que accionara el freno de mano. Cuando así lo hizo, sintió que la presión
sobre su nuca disminuía. Se tensó, listo para hacer su intento. Pero un segundo
después en su cerebro destelló una luz blanca, y luego sobrevino la oscuridad total,
cuando la culata de la pistola se estrelló contra su cabeza.
Cuando el policía volvió en sí, estaba tirado en un rincón, los brazos detrás de la
espalda, las manos sujetas por esposas. Trabajosamente logró incorporarse hasta
quedar sentado contra la pared; enfocó la vista. El garaje estaba iluminado por un
único foco de luz sin pantalla que colgaba del techo. Vio una vieja mesa de madera
con una silla a cada lado› y un hombre corpulento vestido de negro que lo miraba. El
hombre se inclinó hacia adelante y tomó la pesada pistola negra. Tenía puesto un
silenciador. Aparentemente sin apuntar, el hombre apretó el gatillo. La bala se
incrustó en la pared quince centímetros por encima de la cabeza de Corelli, que
recibió una lluvia de trozos de yeso. Con un gemido, se apartó de allí caminando con
las rodillas. Otro proyectil se incrustó en la pared, justo frente a él. Corelli quedó
paralizado de terror. La voz del hombre fue serena. Señaló una silla.
—Póngase de pie y siéntese allí.
Durante varios segundos, Corelli no se movió. Se agazapó, con la vista fija en el
suelo de cemento manchado de aceite.
—Hágalo de una vez y nada dé preguntas. No abra la boca hasta que yo se lo
diga.
Corelli logró ponerse de pie. La cabeza le dolía espantosamente. Con cautela,
avanzó por la habitación y se sentó en el borde de la silla. Sus ojos volvieron a
enfocarse en el hombre del otro lado de la mesa Notó el pelo entrecano bien corto, las
cicatrices en la cara y los ojos helados color gris pizarra. Miró la mesa. Sobre ella
había varios objetos que él no reconoció: dos discos redondos y huecos de metal con
bordes chanfleados, un trozo de lo que parecía un material plástico, un pequeño tubo
metálico conectado a dos cables, y una pequeña caja de metal con dos botones en la

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parte superior.
—¿Sabe lo que es eso? —preguntó el hombre.
—No —murmuró Corelli.
—Son los componentes de una bomba pequeña pero muy potente. —El hombre
se inclinó hacia adelante y señaló el disco metálico más grande. Tenía
aproximadamente quince centímetros de diámetro—. Esa es la cubierta posterior. El
hombre señaló el disco más pequeño, de alrededor de diez centímetros de diámetro.
—Ésa es la cubierta frontal—. Señaló el montón de color gris. —Eso es explosivo
plástico—. El dedo volvió a moverse a la pequeña caja metálica. —Ése es el control
remoto—. La voz adquirió un tono coloquial. —Esa bomba no es suficientemente
grande como para hacer estallar una casa, pero cuando esté armada y conectada a la
base de su espina dorsal, y cuando explote, decididamente lo volará en pedazos.
Corelli, hipnotizado, no podía apartar la vista de esos objetos.
—Usted y yo pasaremos algunas horas juntos —continuó diciendo el hombre—.
Contestará a algunas preguntas mías y, de acuerdo con las respuestas, haremos un
pequeño viaje. Usted tendrá conectada la bomba a la base de la espina dorsal. Yo
tendré el detonador en el bolsillo y un dedo apoyado en el botón. Sólo le queda rogar
al cielo que yo no tropiece con algo, y que nadie tropiece conmigo…
El francés levantó la cabeza y volvió a mirar los ojos fríos del hombre. Su
pregunta sonó como un graznido.
—¿Quién es usted?
—Para usted, soy la vida o la muerte. La decisión será suya.
—¿Qué quiere?
El hombre se inclinó hacia adelante y comenzó a armar la bomba. El policía lo
observaba con pavorosa fascinación, mientras oía las palabras de Creasy.
—Usted tuvo la visita de un policía danés llamado Jens Jensen, probablemente
esta mañana. Él debió de hacerle algunas preguntas sobre ciertos delincuentes de la
ciudad, y hasta quizá le pidió ver los archivos.
El hombre levantó la vista de su trabajo y, una vez más, Corelli preguntó:
—¿Quién es usted?
El hombre apoyó los componentes en la mesa, se puso de pie, pegó la vuelta,
tomó al francés por el pelo, lo levantó en vilo y le pegó tres golpes en el cuerpo, cada
uno dirigido a un nervio diferente. Cada nervio envió una señal dolorosísima al
cerebro ya agonizante de Corelli. El hombre volvió a dejarlo caer sobre la silla, rodeó
la mesa, se sentó y prosiguió con su trabajo de ensamble de la bomba.
—Si usted no responde a mis preguntas, le haré eso de nuevo, tantas veces como
sea necesario —dijo el hombre en voz baja—. Sólo que con más fuerza. Si no
contesta, le volaré los dedos de las manos uno por uno con la pistola. Y, después, los
de los pies.
Corelli se había derrumbado sobre la mesa, con todo su cuerpo aullando de dolor.
Lentamente levantó la cabeza, miró al hombre a los ojos y tuvo la certeza de que

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hablaba en serio.
—Sí, esta mañana vino con otro hombre… uno mucho más joven —respondió en
voz casi inaudible—. Dijo que era su asistente, pero yo no le creí. Era demasiado
joven y no era danés.
Creasy había terminado de colocar el explosivo plástico en el hueco del disco más
grande. Desatornilló el pequeño tubo de metal y verificó la batería de cadmio, y
después conectó los dos cables y con mucho cuidado metió el detonador en el
explosivo plástico.
—¿Les mostró archivos? —preguntó, sin levantar la vista.
—Sí.
—¿Cuáles en particular?
—Los de prostitución y drogas.
—¿De qué banda en particular?
Corelli empezó a sentir náuseas. Tragó fuerte varias veces y luego sacudió la
cabeza.
—No lo sé, yo no estaba allí. No lo sé. Les proporcioné una oficina.
Creasy atornillaba la cubierta frontal de la bomba. Levantó la vista y preguntó:
—¿Quién es el gánster más importante en prostitución y drogas?
Se hizo un silencio después del cual Corelli respondió:
—Un tipo medio árabe llamado Jahmed… Raoul Jahmed.
Con cuidado, Creasy colocó la bomba sobre la mesa, se puso de pie, pegó la
vuelta, aferró al francés por el pelo y comenzó a asestarle golpes contra el cuerpo.
Pasaron dos minutos antes de que Corelli pudiera sentarse derecho de nuevo. Su
rostro era la imagen misma del dolor, y comenzó a suplicar.
—¿Por qué?… ¿Por qué me pegó?… Estoy contestando sus preguntas.
—Me mintió —respondió cortante Creasy—: Trata de proteger a su amigo Yves
Boutin. Él es, lejos, el gánster más importante de la ciudad. Le paga a usted mucho
dinero. Si vuelve a mentirme, lo lamentará. Grábese bien en la cabeza que yo sé la
respuesta a casi todas las preguntas, y sé cuándo miente. ¿Cuándo fue la última vez
que habló con Yves Boutin?
Corelli volvió a fijar la vista sobre la mesa, sin saber quién era su torturador o
cuánto sabía. Pero sí tenía conciencia del dolor de su cuerpo y de que había alcanzado
el límite.
—Esta tarde —respondió—, a eso de las tres por teléfono.
—¿Qué le dijo?
Otro silencio. Después, Corelli levantó la cabeza.
—Le informé que un policía danés del Departamento de Personas Desaparecidas
hacía preguntas sobre él. Quería averiguar dónde estudiaban sus hijos.
—¿Y dónde estudian?
—En un colegio privado. Un internado en Suiza.
—¿Están allá ahora?

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—Sí.
—¿Boutin tiene una relación estrecha con su esposa?
Corelli comenzó a mostrarse cooperativo.
—No. Pero sí con su amante, Denise Defors. La mantiene en un departamento de
la ciudad. Ella ocupa et cargo de gerente de su club nocturno, The Pink Panther.
Se hizo un silencio mientras Creasy pensaba y trataba de ponerse en la mente de
Michael. No le resultaba difícil porque en parte él había creado esa mente. La
estrategia de Michael seguramente habría sido secuestrar a alguien próximo a Boutin.
Si los hijos estaban lejos en un internado, entonces la persona más obvia era su
amante. Michael sin duda había ido al club para hacer un reconocimiento. Consultó
su reloj. Era poco después de la una de la mañana.
—¿Le dio usted a Boutin una descripción de Jensen y del muchacho? —preguntó
Creasy.
—Si muy detallada.
De nuevo Creasy permaneció en silencio mientras pensaba. Después, señaló un
lugar.
—Arrodíllese allí —le ordenó.
Una expresión de miedo apareció en el rostro de Corelli.
—¿Porqué?
Creasy se paró, se inclinó por sobre la mesa y dijo:
—Haga lo que le digo o volveré a golpearlo.
Lentamente, Corelli se puso de pie, se dirigió al lugar en el centro del garaje
señalado por Creasy y cayó de rodillas. Creasy tomó la bomba y el rollo de cinta
adhesiva. Montó al francés desde atrás, le levantó la parte posterior del saco y, con el
codo, lo obligó a inclinar la cabeza hacia abajo hasta que casi tocó el suelo. Arrancó
un trozo de cinta de más o menos un metro veinte y lo puso, con la parte adhesiva
hacia arriba, al lado del francés. Colocó la bomba con forma de plato en el centro de
la cinta, con la cubierta frontal hacia arriba. Con mucho cuidado puso la bomba en la
base de la espina dorsal de Corelli y la aseguró con la cinta. El gemido de Corelli
nacía desde lo profundo de su garganta. Creasy no le prestó atención. Levantó el rollo
de cinta adhesiva y con ella rodeó varias veces el cuerpo del policía, a fin de sujetar
bien firme la bomba. Después, tomó a Corelli por la parte de atrás del cuello de la
camisa, lo obligó a pararse y le arregló el saco. Luego caminó alrededor del francés.
—Nadie se dará cuenta de que usted es una bomba ambulante. Vuelva a sentarse
con cuidado en el borde de la silla.
Corelli obedeció: caminó como si estuviera desplazándose sobre hielo muy fino,
y se sentó con mucha lentitud. Creasy se acercó a un bolso de cuero que había en un
rincón, lo abrió y sacó un teléfono celular. Lo colocó sobre la mesa frente a Corelli y
después llevó la otra silla junto al francés. Se sentó y tomó el detonador que teñía
frente a él. Colocó su dedo índice muy cerca del botón rojo y dijo:
—Eso es lo que oprimiré si decido que usted no quiere cooperar conmigo —le

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dijo.
Corelli miró enseguida el botón con el dedo que jugueteaba sobre él. Advirtió las
marcas de quemaduras en el dorso de la mano y adivinó qué las había causado. En
una época, su torturador había sido el torturado.
—Cooperaré —dijo con voz ronca—. Pero, por favor, tenga cuidado con esa cosa.
Miró a Creasy y prestó atención a sus palabras.
—Sólo me descuido con estas cosas cuando me enojo. No hay peligro mientras
esté sentado aquí. No es una bomba de fragmentación. Si oprimo ese botón, la
cubierta exterior golpeará contra esa pared. —Señaló la pared que estaba frente a
Corelli—. Y la interior golpeará esa pared, junto con su sangre y sus tripas. Lo más
probable es que usted tarde bastantes minutos muy dolorosos en morir. —Tomó el
teléfono y agregó—: Ahora, llamará a su buen amigo, Yves Boutin, y le preguntará
qué fue de Jens Jensen y su amigo. Si él los tiene secuestrados, le preguntará dónde
están porque quiere interrogarlos usted mismo antes de que él los liquide. Yo estaré
escuchando la conversación y, si me parece que no es suficientemente sincero o
convincente, apretaré el botón.
El teléfono celular tenía parlante, y no era preciso usar las manos para accionarlo.
Creasy lo colocó entre los dos y preguntó:
—¿Cuál es el número?
—6854321… Es el número de su teléfono celular› que siempre lleva consigo…
incluso cuando se mete en la cama.
Creasy marcó el número y oprimió la tecla de comunicación. Después se sentó,
un dedo sobre la tecla de corte, y uno de la otra mano sobre el botón rojo del
detonador. Corelli respiró hondo.
Algunos segundos después, la voz fría y áspera de Boutin brotó del parlante.
—Boutin.
Corelli miró el parlante.
—Serge —dijo con una voz que no delataba su tensión—. ¿Se presentaron esos
dos hombres?
Por el parlante se oyó una risotada.
—Por supuesto. En este momento están en The Pink Panther. Han visto el
espectáculo liviano y Denise los ha convencido de subir al primer piso para ver el
más fuerte. Nos los llevaremos dentro de algunos minutos.
—¿Adónde? —preguntó Corelli.
—Al lugar de siempre.
—No hagan nada hasta que yo llegue —dijo Corelli—. Primero quiero
interrogarlos.
La voz de Boutin reveló un atisbo de sorpresa.
—¿Seguro? Aunque tengan los ojos vendados pueden reconocer tu voz.
—No importa —dijo Corelli—. Cuando todo haya terminado pueden irse al
mismísimo infierno.

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Inmediatamente después de la palabra «infierno», el dedo de Creasy oprimió, la
tecla de corte.
—¿Cuál es «el lugar de siempre»? —preguntó.
—Es una vieja casona, a unos cinco kilómetros afuera de la ciudad, sobre la costa.
Tiene un pequeño muelle particular, y allí mantiene Boutin un par de lanchas rápidas.
—Dígame más.
—Está rodeada de un muro alto de piedra.
—¿Hay guardias?
—Siempre.
—¿Cuántos?
—Nunca menos de cuatro, a veces más.
—¿Están armados?
—Sí… con pistolas.
—¿Qué ocurre en el interior de esa casa?
El policía suspiró y trató de parecer pesaroso.
—Allí tiene drogas y las procesa.
—¿Qué más?
Otro suspiro, y el policía contestó:
—A veces, chicas.
—¿Qué clase de chicas?
El policía quedó callado, la vista fija en la mesa, pero cuando Creasy comenzó a
moverse, levantó la cabeza de golpe y dijo, muy apurado:
—Chicas perdidas.
—Explíquese.
El policía obedeció. Explicó cómo las chicas, en su mayoría del norte de Europa,
eran secuestradas y después convertidas a la fuerza en adictas a la heroína, y vendidas
a la prostitución en otras partes del Mediterráneo, Medio Oriente y África del Norte.
Creasy habló en voz muy baja, pero sus palabras se clavaron en la mente del
policía.
—¿Quiere decir que las «procesa», igual que «procesa» las drogas?
Una pausa. Luego Corelli asintió, la vista fija de nuevo en la mesa.
—Vaya si es usted un ser humano maravilloso —dijo Creasy—. Es el Jefe del
Departamento de Personas Desaparecidas, ha jurado proteger a las personas
inocentes, y conspira para hacer precisamente lo contrario. No sé si existen un cielo y
un infierno, pero estoy completamente seguro de que existe un lugar para las
personas como usted.

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17

Jens estaba equivocado: el espectáculo sí era erótico. Denise los condujo a una
habitación muy lujosa al final de un largo corredor. En el medio había una plataforma
redonda con alfombra blanca, a la que se llegaba por dos escalones. Sobre la
plataforma había una solitaria silla blanca de caña. Sobre la silla, un par de zapatos
negros de taco alto. Colgado sobre el respaldo había un vestido rojo fuego de seda y,
sobre él, un par de medias negras transparentes, un portaligas y un par de bombachas
de seda color marfil. Junto a la silla había una pequeña mesa blanca de caña. Sobre
ella, una caja de cuero blanco abierta, y junto a ella, un espejo del tamaño de un plato,
con pie.
Rodeando la plataforma había una docena de canapés en cuero negro repujado,
como los que por lo general se encuentran en los exclusivos clubes londinenses para
caballeros. La mitad de ellos se encontraban ocupados por hombres de negocios de
mediana edad. Michael advirtió que dos de ellos eran árabes; los otros eran europeos
y uno, oriental, probablemente japonés. Todos tenían acompañantes al lado de ellos.
Frente a cada canapé había una mesa baja con un balde para hielo que contenía
champagne añejo. Uno de los árabes ya tenía la mano debajo del traje de su
compañera y jugueteaba con sus pechos, mientras la mujer le lamía la oreja.
Denise los guió a un canapé y les susurró, con una sonrisa:
—Desde aquí tendrán la mejor vista del espectáculo.
A Jens le sorprendió la elección de la música que brotaba de los parlantes
cuadrafónicos: Las cuatro estaciones, de Vivaldi, una de sus obras favoritas. Con un
poco de culpa se dio cuenta de que con frecuencia la ponía mientras hacía el amor
con Birgitte. Sobre todo, el movimiento llamado «Verano».
Denise se sentó entre ellos. Los dos sentían la calidez de sus muslos y el almizcle
de su perfume. Mientras ella se inclinaba hacia adelante y servía tres copas de
champagne, una puerta se abrió a su izquierda y por ella apareció una mujer.
Era alta, de casi un metro ochenta y poco más de treinta años. Era una trigueña de
pelo ondeado, que le caía sobre los hombros. Era esbelta, casi delgada. No llevaba
maquillaje. Sus piernas y su cuello eran tan largos como para parecer casi
desproporcionados, pero no del todo. Pese a su estatura, se acercó a la plataforma
como una bailarina clásica. Estaba completamente desnuda.
Antes reinaba un murmullo de conversación en la habitación, pero se desvaneció

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por completo cuando la mujer se acercó a la plataforma y subió a ella. Hizo una
pirueta lenta, y sus ojos verdes se fueron demorando un poco en cada uno de los
hombres. Cada uno estaba convencido de que se había detenido más en él. El árabe
había dejado de acariciar los pechos de su compañera.
—Me estoy preparando para un hombre —dijo la mujer con voz de contralto.
Se dio media vuelta, se acercó a la pequeña mesa y miró el interior de la caja
blanca de cuero. El único sonido en la habitación era la música de Vivaldi, que
iniciaba el movimiento «Verano». Jens, un poco turbado, se movió contra el muslo de
Denise. Su erección crecía. Miró a Michael, cuyos ojos estaban fijos con embeleso en
la mujer desnuda. Jens notó que Denise tenía la mano derecha apoyada en el muslo
izquierdo de Michael. Volvió a mirar hacia la plataforma. La mujer desnuda había
sacado varias cosas de la caja de cuero. Eran cosméticos. Durante los siguientes
quince minutos se aplicó maquillaje, mientras se inclinaba hacia adelante para
estudiarse en el espejo, con las piernas bien abiertas.
Jens y Michael disfrutaban, en verdad, del punto de vista más estratégico. Jens
había sido fiel a Birgitte desde su matrimonio, pero igual tuvo que reconocer que a
tres metros de él estaba el trasero más perfecto que había visto en su vida. Por último,
satisfecha con su maquillaje, la mujer se dirigió a la silla, tomó el portaligas y se lo
sujetó en la cintura. Se sentó y lentamente fue poniéndose las medias negras
transparentes, primero en un pierna, luego en la otra, hasta los muslos, y se las sujetó
al portaligas. Lo hizo con naturalidad y sin demasiado erotismo evidente. Después se
puso de pie, tomó la bombacha, se metió en ella y se la subió hasta la cintura. Se
calzó los zapatos y luego levantó el vestido, que se colocó hasta tapar apenas sus
pechos pequeños. Brillaba, desde el blanco alabastro de sus hombros, hasta el negro
azabache de sus zapatos.
Por primera vez, volvió a levantar la cabeza, observó a los hombres y dijo, con
voz triste y suave:
—He perdido mi tiempo. —Sonrió apenas, levanté las manos, se las puso frente a
la cara y dijo—: No, no he perdido el tiempo… me he puesto hermosa para mi
misma. —Su sonrisa tímida se ensanchó—. Si ningún hombre me posee, yo misma lo
haré. —Describió una lenta pirueta, mientras miraba a cada hombre y preguntaba—:
¿Nunca han visto masturbarse a una mujer? Todas lo hacemos de manera diferente.
Yo lo hago con los pulgares.
Lentamente bajó la mano y se levantó la parte delantera del vestido, con lo cual
dejó a la vista la bombacha. Después, se puso de rodillas sobre la alfombra y se
acostó sobre el estómago. El público observaba en total silencio cuando ella puso los
brazos debajo del cuerpo y deslizó las manos entre los muslos. Sólo los codos
quedaban a la vista, y temblaban. Lentamente, la plataforma comenzó a rotar. El
trasero de la mujer empezó a rotar más o menos a la misma velocidad. El mentón de
la mujer estaba sobre la alfombra, el cuello y la espalda arqueadas a medida que cada
uno de los hombres del público aparecían en su visión. Ella los miró directamente a

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los ojos, con una suave sonrisa en los labios. Cada hombre imaginaba esos pulgares
con uñas color escarlata deslizándose contra su clítoris. A esa altura, habían olvidado
a sus compañeras y estaban inclinados hacia adelante, mirando con avidez a la mujer.
La mujer habló de nuevo. Su sedante voz de contralto se había vuelto ronca.
—Qué bueno… esto es maravilloso… pero nunca tan maravilloso como tener a
un hombre dentro de mí. —Después habló lentamente con voz todavía más ronca,
durante una rotación de la plataforma—. ¿No hay aquí ningún hombre capaz de
poseerme?
—Siguió repitiendo la frase, acentuando la palabra «poseerme», mientras miraba
directamente a los ojos de cada hombre. Su trasero comenzó a rotar aún más rápido y
era obvio que lo que sentía era genuino. De pronto, el árabe que había estado
jugueteando con los pechos de su acompañante se puso de pie y se abrió el cierre del
pantalón. Saltó a la plataforma, sacó su pene erecto, le levantó a la mujer la parte de
atrás del vestido, se arrodilló entre sus piernas, se las abrió más, apartó la bombacha
y, con un gruñido, la penetró. Ella no sacó las manos sino que siguió frotándose, pero
giró la cabeza y dijo:
—Ahora es perfecto.
Denise se echó hacia adelante entre Jens y Michael, quienes observaban con
atención lo que sucedía en la plataforma. Cada tanto, ella se mojaba los labios con la
lengua. Su mano derecha se había corrido a la entrepierna de Michael, donde
masajeaba ese bulto duro. Con la mano izquierda hizo un gesto hacia la acompañante
abandonada por el árabe, y ella inmediatamente se puso de pie y subió a la tarima, y
se colocó frente a la mujer. Era tan seductora como astuto es un zorro. Sus
movimientos eran gráciles y tan naturales para ella como el sexo descarnado que
disfrutaba. Se arrodilló, se levantó la pollera y mostró sus muslos esbeltos cubiertos
con medias blancas transparentes. No usaba nada más abajo. Con la mano derecha se
masturbó, a apenas centímetros de la mirada vidriosa de la trigueña. En ese momento,
Denise apartó la mano de la entrepierna de Michael, la puso detrás de las cabezas de
los dos hombres, los acercó a ella y dijo con voz ronca:
—Esto es muy liviano. Algo mucho más interesante está a punto de comenzar en
una habitación del piso superior. Síganme.
La siguieron como corderos. Mientras abandonaban la habitación, oyeron los
gemidos de la trigueña al llegar al orgasmo.
Denise abrió otra puerta acolchada a mitad de camino del corredor del piso
superior y los hizo pasar. La habitación estaba en penumbras, pero ellos alcanzaron a
ver a tres hombres de pie en fila frente a ellos, cada uno de los cuales tenía una
pistola con silenciador. Oyeron que la puerta se cerraba detrás de ellos y la voz, de
pronto dura, de Denise.
—Tendremos ahora un espectáculo diferente… y ustedes serán las estrellas.

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—Haré un trato —dijo lisa y llanamente Corelli.


Creasy levantó la vista del bolso de lona que estaba en un rincón del garaje.
Corelli seguía sentado frente a la mesa, inclinado hacia adelante, las manos esposadas
en la espalda.
—Haré un trato —repitió Corelli.
Creasy levantó el bolso de lona, lo llevó a la mesa y abrió el cierre.
—¿Qué trato? —preguntó.
—Le garantizaré que sus amigos saldrán en libertad ilesos. Mi garantía personal.
Creasy sacaba varios objetos del bolso y los colocaba sobre la mesa.
—Su garantía personal no vale nada —dijo con tono casual.
La voz del francés adquirió un tono insistente.
—Tengo poder. Si le digo a Boutin que los suelte, él lo hará… Me necesita.
La risa de Creasy fue breve y melancólica.
—Él lo necesita tanto como un segundo pie izquierdo… Por lo que he oído, le
paga a la mitad de la policía de Marsella; Si usted lo llama y le dice que suelte a esos
hombres, ellos se esfumarán para siempre y él negará haber oído siquiera que
existían. Y supongo que en cuestión de días usted también será un cadáver. Usted no
es más que un policía deshonesto, Corelli. Boutin está en un nivel mucho más alto.
Usted es su cachorro y nada más.
Creasy se había preparado mientras hablaba. Se quitó el saco negro, se colocó el
cinto negro y se calzó los dos arneses que quedaron sujetos a sus hombros. Corelli
observaba con fascinación cómo sujetaba las ocho granadas al cinto. Después, Creasy
desarmó la ametralladora, volvió a ensamblarla, le insertó el cargador y la sujetó al
arnés que llevaba debajo del hombro izquierdo. Le cabía cómodamente debajo del
brazo. Tres veces en rápida sucesión practicó sacarla y apuntar. El movimiento era
tan veloz que casi no se veía. Después se sujetó la Colt debajo del brazo derecho y
practicó sacarla. Satisfecho, deslizó los cargadores adicionales, y la metralleta en los
bolsillos del cinto, cerca de la cintura. Dio un paso atrás y el policía vio con espanto
que Creasy sacaba la ametralladora, cambiaba el cargador y volvía a guardar el arma
en unos tres segundos.
Como todas las fuerzas del orden modernas, la fuerza policial de Marsella tenía
su propio grupo especial regional de tareas, entrenado para reaccionar ante asaltos o

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cualquier otra actividad delictiva o terrorista. Corelli había observado este
entrenamiento. Eran excelentes. Pero comprendió que ninguno de ellos podía
compararse siquiera con el hombre que tenía adelante.
Por último, Creasy extrajo un saco tres cuartos de jean negro y se lo puso. Era
suelto y le llegaba a los muslos; incluso desabrochado permitía ocultar las armas.
Extendió el brazo y tomó el pequeño control remoto negro. Corelli se tensó en su
asiento. Luego Creasy se lo metió en el bolsillo derecho.
—Póngase de pie —le ordenó Creasy.
Nerviosamente, el francés obedeció. Creasy se puso detrás de él, le abrió las
esposas y las colocó en el bolsillo izquierdo de su saco. Los otros dos pares los tenía
ya en el mismo bolsillo.
—Vamos —dijo. Vayamos a encontrarnos con ese socio tan dulce que tiene.

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19

Jens Jensen jamás había recibido una paliza semejante en toda su vida. Estaba
aterrado, mental y físicamente. Lo peor de todo era lo absurdo e impensado del
asunto. Estaba tirado en el suelo, hecho un ovillo, mientras los dos hombres lo
pateaban. Eso continuó durante varios minutos. Los hombres no estaban frenéticos
sino que tomaban turnos y colocaban sus golpes donde querían. Jens alcanzaba a oír
los gruñidos de Michael, en el otro extremo del cuarto, al recibir el mismo
tratamiento de otros dos hombres.
Habían llegado allí en la parte posterior de una furgoneta, con pistolas
apuntándoles a la cabeza, y luego los hicieron transponer la puerta posterior de una
casa muy grande, pasar por la cocina y bajar al sótano. Se les ordenó que se echaran
boca abajo en el piso, con los brazos delante de ellos, y que no levantaran la vista.
Algunos minutos después oyeron pisadas. Desde su posición, Jens vio que dos pares
de zapatos se acercaban y se detenían. Un par era de cuero marrón de cocodrilo y
estaba muy bien lustrado; el otro era negro y de tacos altos: los zapatos de Denise
Defors. Jens supuso que el hombre era Yves Boutin. El hombre les habló en inglés
con fuerte acento francés.
—Dentro de exactamente diez minutos les haré unas preguntas. Mientras tanto,
mis hombres les darán un leve ejemplo de lo que les pasará si no las contestan, o si
mienten.
Boutin y la mujer se alejaron y otros zapatos comenzaron a golpear contra su
cuerpo. Oyó que Michael gritaba:
—¡Acurrúcate! ¡No te resistas!
En forma irracional, en medio de tanto dolor, un pensamiento cruzó por la mente
de Jens. Recordó que muchos años atrás, en la escuela, el profesor de física intentaba
explicarles la teoría de la relatividad de Einstein: «Si ustedes se sientan en un horno
caliente durante dos segundos, les parecerán dos minutos, pero si besan a una
muchacha hermosa durante dos minutos, les parecerán dos segundos».
Diez minutos de paliza le parecieron diez horas. Después los golpes cesaron, y él
siguió tirado en el piso hecho un ovillo, gimiendo de dolor. Los dos hombres que
estaban sobre él discutían sobre si Marsella le ganaría a Mónaco en el partido de
fútbol del día siguiente. Entonces uno de ellos dijo:
—Enderécense. Permanezcan acostados boca abajo, con los brazos extendidos.

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Los dos.
Lentamente Jens comenzó a estirarse, con un dolor espantoso en todo el cuerpo.
Lo hacía demasiado despacio. El hombre se acercó y le clavó un pie en los riñones.
Jens aulló de dolor y rodó hasta quedar boca abajo. Los zapatos de cuero de cocodrilo
se acercaron y quedaron a centímetros de sus brazos extendidos. Un poco más allá,
alcanzó a ver a la mujer de la cintura para abajo, de pie, muy cerca.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la voz.
En un instante, el terror se convirtió en furia.
—Soy policía —espetó Jens—. Pagarán por esto.
Uno de los zapatos de cuero de cocodrilo salió de Su campo visual y arremetió
contra su mano derecha. El danés volvió a aullar y después oyó que Michael le
gritaba:
—¡Contesta sus preguntas! ¡Todas! ¡Y di la verdad!
Jens oyó enseguida un sonido seco y un gruñido de Michael cuando un pie se
clavó en su cuerpo. La voz le dijo a Michael:
—Si vuelves a abrir la boca sin que te lo ordenen, te meteré una bala en la pierna.
Se hizo un silencio. Después, la voz volvió a preguntarle a Jens:
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo Jens Jensen —contestó a través de oleadas de dolor.
—¿Qué haces aquí?
—Me trajeron a punta de pistola.
—Si te haces el vivo, sufrirás más —dijo la voz—. ¿Qué haces en Marsella?
—Vine a hablar con un colega.
—¿Sobre qué?
—Sobre personas desaparecidas.
Oyó que la mujer se echaba a reír.
—¡Cállate la boca! —Le ordeno Boutin. Luego se dirigió a Jens, y le preguntó—:
¿Entonces, por qué hacías preguntas sobre mí? ¿Y por qué fuiste a mi club?
—Porque se sabe que usted trafica con drogas y con mujeres. Y las dos cosas van
de la mano.
En ese momento, Creasy observaba la casa desde una elevación en el camino, a
trescientos metros de distancia. Estaba sentado en el asiento del acompañante del
Renault de Corelli. Corelli se encontraba detrás del volante.
—Debe de haber uno o dos guardias en el portón principal y un tercero en alguna
parte del terreno. Los guardias del portón principal nos dejarán pasar. Me esperan —
explicó Corelli.
—Pero a mí no —dijo Creasy.
—Lo presentaré como un colega —dijo el francés—. No habrá ningún problema
en el portón. No es la primera vez que traigo a colegas míos.
—¿Para qué?
—Por placer —respondió Corelli en voz baja después de una larga pausa.

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Junto a él, Creasy dijo con un gruñido:
—¡En qué inmundicia viven todos ustedes! ¿Qué ocurrirá cuando entremos en la
casa?
—Habrá uno o dos guardias adentro, junto a la puerta principal. Lo palparán de
armas.
—Y las encontrarán —dijo Creasy—. De la mejor manera. ¿Tendrán pistolas en
la mano o debajo del saco?
—Debajo del saco.
—Vamos.
Todo salió tal como lo predijera el policía. Se abrieron los pesados portones y un
hombre se acercó. Iluminó el interior del auto con una linterna, primero el rostro de
Corelli y luego el de Creasy.
—Es un colega —explicó Corelli.
El guardia asintió y los hizo pasar. Ellos avanzaron por un sendero de grava y
estacionaron junto a un Mercedes deportivo color rojo.
—¿Es de Boutin?
—No, de su amante.
Bajaron del auto, subieron los escalones y Corelli apretó el timbre. Algunos
segundos después la puerta se abrió y ellos entraron.
Había dos hombres: uno alto y tan flaco que casi parecía un esqueleto; el otro,
bajo y morrudo. Los dos usaban trajes bastante sueltos. Saludaron respetuosamente a
Corelli con un movimiento de la cabeza, pero miraron con recelo a Creasy.
—Es un colega —explico Corelli—. El jefe me espera.
—Está en el sótano. —Dijo el petiso, y después señaló a Creasy—. ¿Piensa
llevarlo con usted?
—Sí.
—Entonces tendré que palparlo de armas.
—Adelante —dijo Creasy con amabilidad y se desabrochó el saco.
El guardia se acercó y levantó las manos para revisarlo de arriba abajo. Era como
quince centímetros más bajo que Creasy. Ni el guardia ni Corelli vieron venir el
gancho. El golpe fue apenas un movimiento fugaz; un fuerte crujido cuando la
mandíbula del guardia se quebró, y el hombre fue levantado en el aire por la potencia
del golpe. El guardia alto era rápido pero no lo suficiente. Su mano derecha había
desaparecido debajo del saco antes de que su compañero inconsciente diera contra el
piso. Pero cuando logró sacar la pistola supo que era demasiado tarde. Vio que la Colt
con silenciador lo apuntaba. Una fracción de segundo más tarde sintió el impacto del
primer proyectil en su corazón. Fue arrojado hacia atrás contra la pared. El segundo
proyectil impacto contra su frente, dos centímetros sobre la nariz, y le desparramó los
sesos sobre la pared. Por desgracia; tuvo tiempo de sacarle el seguro a su pistola. El
arma golpeó contra el piso dé lajas y disparó una bala que casi dio contra los pies de
Corelli. La pistola no tenía silenciador y el disparo reverberó por el cuarto.

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Inmediatamente, Creasy giró y disparó dos tiros en el corazón del guardia
inconsciente y un tercero en su cabeza. Después, en cuestión de segundos;
desatornilló el silenciador y cambió el cargador. Corelli quedó paralizado de miedo al
ver que Creasy guardaba la pistola y extraía la ametralladora.
—¡Muévase! —dijo el norteamericano—. Lo seguiré al sótano, y nada de
jugarretas. Recuerde que tengo el pulgar sobre el control remoto.
En el sótano oyeron el disparo. Boutin levantó la cabeza, asombrado, y miró la
puerta abierta y el largo tramo de peldaños de piedra que conducían a la cocina.
—Sube —le dijo a uno de los guardias, y a otro le ordenó—: Cubre la escalera.
El primer guardia subió de a tres escalones por vez, con la pistola lista. El
segundó guardia tomó posición junto a la puerta abierta, con el arma levantada.
Michael levantó el mentón y observó la habitación. Boutin había aferrado a
Denise por el brazo y la había llevado a un rincón para apartarla de la línea de fuego.
Empuñaba una pistola. Ella parecía asustada. Un guardia se encontraba de pie sobre
Jens, apuntándole a la cabeza. Michael dio por sentado que el otro guardia hacía lo
mismo sobre él. Decidió esperar antes de moverse. Desde arriba oyó una ráfaga de
disparos de ametralladora que duró dos segundos, y un grito. Supo que Creasy estaba
en el edificio. Pensó con rapidez. Si era Creasy y tenía una ametralladora, tendría
también otras armas. Decididamente no bajaría sin protección, y tampoco disparando,
por si él o Jens recibían una bala perdida. Seguramente primero neutralizaría a todos
los que estaban en la habitación. Michael se tensó.
Arriba, en la cocina, Creasy pasó por sobre el cuerpo del guardia al que acababa
de matar. Corelli estaba inmovilizado, con una mano esposada a un caño de acero
junto al horno grande. Estaba de pie y observaba, con el rostro pálido. Creasy se
dirigió a la parte superior de la escalera, extrajo las gafas protectoras y se las puso.
Volvió a guardar la ametralladora y desprendió una granada fosforescente. Se asomó
por la puerta abierta y, en una fracción de segundo, echó una mirada hacia abajo.
Entonces le sacó el seguro a la granada, accionó el detonador, contó mentalmente y
con gran fuerza la arrojó por la escalera. Cayó en el suelo entre Jens y Michael,
rebotó contra la pared del fondo y explotó con una luz blanca enceguecedora.
Instintivamente, todos los que estaban en el cuarto se cubrieron los ojos.
—¡Jens, no te muevas! —gritó Michael. Después, volvió a gritar, pero esta vez
hacia la parte superior de la escalera—: ¡Tres están armados! ¡Uno desarmado!
Boutin gritaba algo que Michael no pudo entender. Después, Michael oyó un
golpe seco y dos ráfagas cortas de ametralladora. Luego un único disparo. La mujer
aullaba de terror. Michael supo que el golpe había sido Creasy, que caía hacia el
cuarto. Las dos ráfagas debían de haber matado a los dos guardias. Después sin duda
Creasy habría preparado la ametralladora para disparos individuales y habría
inmovilizado a Boutin.
Lentamente, el resplandor del otro lado de los párpados cerrados de Michael
disminuyó y él abrió los ojos. La situación era tal cual la había previsto. Creasy

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estaba acurrucado junto a la puerta, en el interior de la habitación. Michael notó,
debajo de su abrigo abierto, el cinto del que colgaban las granadas y los cargadores
adicionales. Vio el movimiento fugaz de la mano de Creasy cuando cambió el
cargador de la ametralladora. El guardia que estaba junto a la puerta yacía boca abajo.
Michael giró la cabeza. El guardia que antes estaba de pie junto a él se encontraba
tendido en un rincón. Boutin estaba de rodillas, un brazo sobre los ojos, y el otro
sosteniendo el hombro. Su arma estaba en el piso, a cierta distancia. La mujer estaba
apoyada contra la pared, con las dos manos sobre los ojos.
Se oyó la voz de Creasy.
—¡Jensen! ¡Quédese quieto! ¡Michael! ¡Muévete! Toma el arma de Boutin.
Michael se puso de pie de un salto, corrió y levantó el arma de Boutin. Para
entonces, la luz volvía a la normalidad en la habitación. Creasy se incorporó, se sacó
las gafas y las dejó caer en uno de sus bolsillos.
—Michael, los guardias están muertos —dijo Creasy. Señaló a Boutin y a su
amante—. Cubre a ellos dos desde el otro lado de la puerta. Hay otros guardias en el
terreno. Seguro que vienen para acá. —Y desapareció por la escalera.
Ahora Boutin tenía los ojos abiertos. Miró a Michael y después a sus dos
guardaespaldas muertos. Su amante se encontraba en cuclillas, y temblaba por el
shock. Boutin apartó la mano del hombro y miró la sangre que tenía en la palma.
Comenzó a decir algo, pero la voz de Michael lo interrumpió.
—Cállese o le meto una bala en la boca.
Desde arriba se oyeron otras dos ráfagas de ametralladora y, luego, silencio.
—¿Quién demonios es ése? —preguntó Jens desde el suelo, con azoramiento.
Michael le sonrió.
—Es mi padre.
—Por Dios —murmuró el danés—. ¿Ahora puedo levantarme?
—No. Él dijo que no debías moverte. No tardará.
Pasó un minuto, y luego la voz de Creasy sonó por la escalera.
—¿Michael?
—Sí. Aquí todo bien.
—Estupendo. ¿Jensen sabe cómo usar un arma?
Jens fue el que contestó, con voz de dolor:
—¡Sí! Jensen sabe cómo usar un arma y está harto de estar aquí tirado sin hacer
nada.
Jensen oyó una risa y luego Creasy gritó:
—Tome una de las pistolas de los guardias y suba aquí.
El danés se puso de pie, se acercó al guardia que estaba cerca de la puerta y lo
hizo rodar sobre la espalda, con el pie. La pistola se encontraba debajo de él, y tenía
el cañón cubierto de sangre. Rápidamente, Jens la levantó por el cañón, la limpió en
el saco del guardia, verificó que tuviera el seguro sacado y que el cargador estuviera
lleno, y después subió corriendo la escalera.

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Encontró a Creasy en la cocina, con Serge Corelli.
—¿Qué demonios…? —preguntó Jens, muy sorprendido.
—¡Después! —espetó Creasy—. No tenemos mucho tiempo. Los guardias de
afuera están muertos y dudo mucho de que haya más en el piso superior. Estarían
aquí ya, o podrían estar escondidos. Verifiquémoslo. Yo iré primero. Usted cúbrame
la espalda, a una distancia de aproximadamente cinco metros.
No había guardias arriba, sólo una mujer vieja, muerta de susto; agazapada en el
fondo del pasillo. Había también dos muchachas drogadas en cuartos separados, tipo
celda. Jens reconoció enseguida a la primera.
—Hanne Andersen —dijo—. Hace pocos días estudié su expediente.
Ella estaba sentada en la cama y lo miraba con ojos vidriosos. Él le dijo unas
palabras en danés, la llamó por su nombre, y por un instante los ojos de la muchacha
se iluminaron, y ella asintió.
—Más tarde —dijo Creasy—. Revisemos los otros cuartos.
En el siguiente encontraron a la otra muchacha. Estaba sentada en un rincón, con
los brazos alrededor de las piernas recogidas. Tenía moretones en los brazos y en la
cara. Era de tez oscura, muy joven y hermosa, y estaba muy asustada. Retrocedió más
hacia el rincón, y farfulló en inglés:
—No… No… Por favor… No más.
Jens se acercó y le habló con ternura, pero ella se encogió aún más, y en sus ojos
brillaron el miedo y la desesperación.
—Salgamos enseguida de aquí —dijo Creasy—. Primero las llevaremos al auto y
usted se quedará con ellas mientras yo busco a Michael. Yo me ocuparé de la vieja.
—¿Va a matarla? —preguntó Jens sorprendido.
Creasy sacudió la cabeza.
—No, pero lo merecería, por participar de esta inmundicia.
Avanzó deprisa por el pasillo hacia la mujer, que lo miraba acercarse y comenzó a
hablar muy rápido en francés. Él no le contestó, sino que la aferró por el pelo y le
estrelló un puño en la mandíbula. La mujer se desplomó y Creasy se dio media vuelta
y se fue.
En el sótano, Denise Defors había recuperado la compostura. Trató dé suplicarle a
Michael, diciéndole que ella no tenía nada que ver con el negocio. Él le dijo que se
callara la boca. Después, con el instinto de un animal acorralado, ella trató de escapar.
Durante toda su vida estuvo acostumbrada a que cualquier cosa que deseara de un
hombre la conseguía siempre. No podía concebir que algún hombre le disparara a
sabiendas. Se apartó de la pared y corrió hacia la puerta.
Michael le disparó a la espalda. Mientras ella se desplomaba contra la jamba de la
puerta, volvió a dispararle a la nuca, y enseguida apuntó a Boutin, quien adelantó su
mano sana como para protegerse de un disparo.
—No… Por favor, no —balbuceó. La cara le chorreaba por la transpiración.
—Sólo cállese —le dijo Michael con dureza—. Hay pocas probabilidades de qué

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viva.
Un minuto después, Creasy bajó por la escalera, miró a la mujer muerta y luego a
Michael.
—Trató de huir —explicó Michael.
Creasy asintió, sacó un trozo de papel del bolsillo, se lo dio a Michael y dijo:
—Jens está afuera, en el Renault. —Señaló a Boutin y agregó—: Junto con dos de
las víctimas de este hijo de puta. Llévate el auto y espérame afuera del portón
principal. La ventana de la cocina da a ese sector del camino. Si llegas a oír sirenas de
patrulleros policiales, haz un disparo hacia esa ventana. Haz lo mismo si algún auto
pasa por el portón. Hay un teléfono celular sobre el asiento del conductor. Después
aléjate con el vehículo y llama al húmero que está en ese trozo de papel. El hombre
que conteste te dará indicaciones de cómo llegar a un refugio. Espérame allí. En caso
contrario, terminaré aquí dentro de cinco minutos y me reuniré con ustedes en el auto.
Michael asintió y salió por la puerta. Creasy miró inexpresivamente a Boutin.
—Subiremos a la cocina para tener una conversación breve pero útil —dijo
Creasy. Señaló su arma—. Muévase.
Con un gruñido de dolor, el francés se movió.
Afuera, Michael encontró a Jens en el asiento trasero del Renault, con las dos
chicas. Una de ellas estaba acurrucada contra la ventanilla, al parecer inconsciente.
La otra sostenía una mano de Jens, mientras él le hablaba muy despacio en lo que
Michael supuso era danés. Michael se instaló detrás del volante sin decir una palabra,
giró la llave de contacto y llevó el auto por el sendero de acceso hacia el portón
abierto. Dobló a la derecha y estacionó a cincuenta metros; sacó la pistola y fijó la
vista en la ventana de la cocina, a unos ciento cincuenta metros de allí.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Jens.
—Esperamos —dijo Michael, y le explicó las instrucciones de Creasy—. ¿Cómo
están esas dos chicas? —preguntó.
—Muy mal —respondió el danés con furia—. Tuvieron mucha suerte: a una de
ellas la iban a embarcar esta noche al exterior. La otra todavía no estaba del todo
preparada. ¡Hijos de puta!
—Nosotros también tuvimos suerte —dijo Michael en voz baja—. Primero
fuimos muy estúpidos; después, muy afortunados.
—Me pregunto qué haría Corelli allí. Y esposado…
—Pronto lo sabremos —dijo Michael.
Seis minutos después, Creasy se deslizó en el asiento del acompañante.
—No se ve ningún movimiento —dijo Michael—. ¿Les perdonaste la vida?
—Esposé a Boutin con Corelli —respondió Creasy—, espalda contra espalda.
Alguien los encontrará.
Desde el asiento de atrás, Jensen dijo con amargura:
—Soy policía, pero hombres como esos no merecen vivir. Tal como están las
cosas, lo más probable es que se salgan con la suya.

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Creasy giró la cabeza para mirarlo y después le mostró la pequeña caja negra que
tenía en la mano, y muy despacio le dijo:
—No esta vez.
El danés vio cómo el pulgar de Creasy oprimía el botón rojo, y oyó una fuerte
explosión proveniente de la casa.
—Bueno, sólo encontrarán pedacitos de ellos —dijo Creasy—. Acaban de irse a
ese infierno especial reservado para esa clase de gente.

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20

Era un departamento de tres dormitorios, cómodo y bien amueblado. Jens y Michael


estaban sentados a la mesa del comedor, y bebían café. Creasy salió de uno de los
dormitorios y cerró la puerta sin hacer ruido. Su rostro denotaba poca emoción pero
los dos hombres más jóvenes percibían la furia y la aversión que emanaba de todo su
cuerpo.
Él los miró un momento y luego dijo:
—He matado a muchas personas en mi vida, y a veces lo he lamentado. Pero no
lamento haber liquidado a esos hijos de puta que dejamos allá. Sólo los seres
humanos les hacen eso a sus pares. Las especies más inferiores de la vida animal
jamás lo comprenderían.
Ellos no dijeron nada: sólo lo miraron. Creasy se acercó al teléfono que estaba en
el aparador, lo tomó y marcó un número. Aunque eran las cinco de la mañana, recibió
una respuesta inmediata. Habló muy rápido en francés. Michael no entendía el
idioma, pero Jens captó bastante. Creasy decía que todo había salido bien. Después
ordenó lo que evidentemente eran drogas medicinales. Jens reconoció sólo una: la
metadona.
—Amigo mío, necesitaré a uno de sus hombres durante alrededor de una semana
—dijo Creasy—. Debe ser un hombre compasivo y al mismo tiempo recio… Sí, dije
compasivo. Lo llamaré más tarde por la mañana. Trate de enviarme las drogas lo
antes posible, con su hombre. Dígale que use las palabras en clave «Tres Rojo». La
respuesta será: «Cuatro Verde»… Gracias de nuevo. —Colgó el tubo y se acercó a la
mesa. Michael le sirvió café.
—Era Leclerc —explicó Creasy—. ¿Recuerdas que te hablé de él?
Michael asintió.
—Sí, el traficante de armas. Supongo que por intermedio de él conseguiste todo
este arsenal.
—Tenemos que llevar a esas dos chicas a una clínica lo antes posible —
interrumpió Jens.
Creasy sacudió la cabeza.
—Señor Jensen…
—Después de lo que pasó esta noche, ¿no podrías tutearme y llamarme Jens? —
interrumpió nuevamente Jens.

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Creasy asintió con aire solemne y prosiguió:
—Jens, eres policía, y es obvio que siempre debes tratar de pensar y actuar como
tal. Pero esta situación es diferente. En circunstancias normales tomarías el teléfono y
llamarías al departamento central de policía de Marsella, o incluso a la central de
París. Pero ¿qué podrías decirles? Que acabas de participar de una batalla en gran
escala, que incluía pistolas, granadas, ametralladoras y una bomba que mató al
delincuente número uno de la región, junto con el jefe corrupto del Departamento de
Personas Desaparecidas de Marsella. ¿Cómo liarías para explicarles eso? ¿Cómo
explicarías mi presencia y la de Michael? Recuerda que acabo de matar a siete
hombres y que Michael mató a una mujer. Todos quedaríamos clavados en esta
ciudad durante meses, incluyéndote a ti. Michael y yo seríamos arrestados y
encerrados en una cárcel que, no me cabe la menor duda, está dirigida por otros
funcionarios corruptos. Y eso decididamente no está en mis planes.
—Podría llamar a mi jefe de Copenhague y él llamaría al jefe principal de París
—dijo Jens después de pensar un momento.
—Igual ellos querrían respuestas —dijo Michael—, y nosotros seguiríamos sin
poder dárselas.
Jens volvió a reflexionar y lentamente asintió.
—¿Qué hacemos, entonces? ¿Qué me dicen de esas chicas? Necesitan
tratamiento, y pronto.
—Lo tendrán —respondió Creasy—. He tenido experiencia en casos así. En
primer lugar, examinemos la situación. Yo pude hablar con las dos. Hablan bien
inglés. La situación de Hanne es infinitamente mejor que la de la otra muchacha… su
nombre es Juliet. Ella no quiso darme su apellido. Hanne tiene a un policía danés
sentado junto a la puerta de su dormitorio. Se tranquilizó mucho cuando tú le
mostraste tu tarjeta de identificación. Proviene de una familia adinerada y muy
afectuosa. Tenemos que enviarla de nuevo a Copenhague. —Creasy miró a Jens—.
No puedes sencillamente llevarla en avión, no en el estado en que se encuentra.
Supongo que la policía de Marsella retiene su pasaporte y su ropa.
Jens asintió.
—En ese caso —prosiguió Creasy—, tendremos que conseguirle un pasaporte
falso.
—¿Cómo lo consigo?
—Tú, no. Lo conseguiré yo.
—¿Y cómo hago para llevarla de vuelta a Copenhague?
—La llevas en auto —respondió Creasy—, junto con otro hombre. El auto está en
el garaje del subsuelo, con el tanque lleno y con bidones adicionales de combustible
en el baúl. Harás el trayecto de un tirón, sin paradas ni escalas. El pasaporte de ella le
dará la identidad de tu hermana: ella se escapó con un individuo de mala reputación
mientras estaba de vacaciones. Él la trataba mal y tú viniste a llevártela a casa. Es una
historia bastante común y corriente. Más tarde, entraremos en detalles.

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Michael se inclinó hacia adelante.
—¿Y qué me dices de la otra… de Juliet? —preguntó Michael.
Creasy sacudió la cabeza.
—Su situación es muy muy diferente —respondió con voz dura—. Es
norteamericana. Su padre era recluta de una unidad norteamericana en la base aérea
Wiesbaden de Alemania. Lo mataron hace tres años, durante los ejercicios, cuando
Juliet tenía diez años: Su madre trabajaba como secretaria en la base aérea y siguió
allí. Hace alrededor de un año volvió a casarse. Parece que el padrastro de Juliet es un
reverendo hijo de puta. Pocas semanas después abusaba de ella, mental y físicamente.
Su madre no hizo mucho para detenerlo. Suspiró y luego agregó: —Hace alrededor
de un mes, ella robó algo de dinero de la casa y huyó. Tenía una idea bastante
romántica sobre París y consiguió llegar allí, donde enseguida fue avistada por uno de
los esbirros de Boutin, quien sin duda le demostró gran simpatía y comprensión.
Bueno, terminó en esa villa, con el cuerpo lleno de heroína… Supongo que pensaban
destinarla a Medio Oriente dentro de pocos días.
—¡Qué animales! ¡Qué malditos animales! —farfulló Michael.
Jens sacudía la cabeza.
—No… como dijo Creasy, los animales no les hacen eso a sus pares. —Miró a
Creasy—. ¿Qué hacemos entonces con ella?
Como hablando para sí, Creasy respondió:
—No podemos enviarla a su casa. Tampoco entregarla a las autoridades de este
lugar ni de cualquier otro. La internarían en un centro de desintoxicación y, luego, en
un centro social, o quizá la mandarían de nuevo junto a su madre. Cualquiera de las
dos opciones sería un desastre.
—¿Qué hacemos, entonces? —insistió Jens.
Creasy miraba a Michael, quien tenía la vista fija en la superficie de la mesa y en
su taza vacía. Lentamente se puso de pie, se acercó a la mesada de la cocina, volvió a
llenar su taza y, por encima del hombro, dijo:
—No tenemos elección.
—Estoy de acuerdo —dijo Creasy.
El danés, perplejo, miró primero a Michael y después a Creasy.
—¿Estás de acuerdo con qué? —preguntó.
Michael volvió a la mesa, se sentó y dio la respuesta.
—Nos quedamos con ella —dijo.
—¿Qué? —preguntó Jens.
—Sí, nos quedamos con ella —dijo Creasy—. La llevamos a Gozo. Allí ella
tendrá que entrar en abstinencia para librarse de la heroína, y después necesitará
mucho apoyo para ordenar sus ideas. Gozo es el mejor lugar para eso.
El rostro de Jens mostró incredulidad.
—¡Ustedes dos están locos! —exclamó Jens con firmeza—. Hablan como si se
tratara de un cachorrito abandonado o de un gatito que recogieron en la calle.

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Creasy asintió.
—Eso es ella, más o menos. Pero en lugar de pulgas, tiene una adicción a las
drogas. En lugar de un tratamiento antipulgas, tendrá que entrar en abstinencia.
El danés sacudió la cabeza exasperado, y después se puso de pie, llevó la taza a la
mesada, se sirvió café, volvió, se sentó y empezó a hablar con voz firme de policía.
Explicó que, básicamente, estaban secuestrando de nuevo a esa chiquilla de trece
años. Señaló que ellos no tenían derecho a hacer una cosa así. Les dijo que existían
procedimientos muy estrictos en todos los países civilizados para manejar una
situación de esa naturaleza. Su voz se hizo más fuerte, y su mano derecha golpeaba
suavemente la superficie de la mesa para darles énfasis a sus palabras. Nadie tenía
derecho a decidir el futuro de otro ser humano. En cada país civilizado había leyes y
estructuras sociales para manejar esos casos. La chiquilla no estaba en condiciones de
juzgar por sí misma. Debería ser llevada inmediatamente a un profesional idóneo y
recibir tratamiento de apoyo. Y recalcó la palabra «profesional» con un golpe fuerte
sobre la mesa. Después, los miró a los dos con severidad.
Creasy miraba su taza vacía.
—Bueno, lo cierto es que estoy aquí sentado, junto a dos personas muy poco
civilizadas y muy descorteses —dijo Creasy.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jens.
Creasy señaló su taza.
—En los últimos cinco minutos, ustedes dos han ido a servirse más café y nadie
me ofreció a mí.
Michael sonrió, se puso de pie, tomó la taza de Creasy y se acercó a la mesada.
Creasy miró al danés.
—Tú me hablas de civilización. Si, los franceses se jactan de ser civilizados. —
Señaló la puerta cerrada que daba al dormitorio—. ¿Llamas a eso civilización?
¿Llamas a eso estructura social? He visto más civilización y estructura social en una
aldea formada por chozas de barro en el corazón de África. He visto más civilización
y estructura social en los barrios pobres de Río de Janeiro o de Calcuta. —Se inclinó
hacia adelante, y su voz se hizo más intensa—. Lo que tú dices es que llevemos a ese
gatito abandonado a un veterinario. ¿Sabes lo que los veterinarios hacen con los
gatitos abandonados? Por lo general intentan sin demasiado entusiasmo encontrarles
un hogar… eso les correspondería a tus asistentes sociales profesionales. Si eso no
funciona, lo matan. —Volvió a indicar la puerta cerrada del dormitorio, esta vez con
furia—. Michael y yo matamos para recoger a ese gatito perdido. Tú también
arriesgaste la vida. —Se inclinó todavía más hacia el policía—. Te juro que ese gatito
no irá al veterinario.
Jens miró esos ojos color gris pizarra.
—Estás asumiendo un gran compromiso —dijo, encogiéndose de hombros.
Michael volvió a la mesa, puso la taza de café frente a Creasy y se sentó. Para él,
ese punto de la conversación estaba concluido.

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—¿Cuál es nuestro próximo paso? —le preguntó a Creasy.
Creasy seguía mirando al danés. Jens vio la pregunta en sus ojos. Suspiró, golpeó
la mesa una vez más y tomó una decisión.
—Está bien —dijo de mala gana—. ¿Cuál es el próximo paso?
Creasy bebió un trago de café y una vez más indicó la puerta del dormitorio.
—Jens, ve y quédate un rato con la muchacha danesa. Yo tengo que hablar con
Michael, quien después irá a sentarse junto a Juliet. Ustedes dos tratarán de
tranquilizarlas. Seguro que a esta altura sentirán una fuerte necesidad de la droga. —
Consultó su reloj—. La metadona llegará aquí en un par de horas.
—Tu amigo necesitará una receta médica para conseguirla —dijo Jens.
Creasy asintió.
—Mi amigo conseguirá lo que necesita en este país civilizado.
El danés lo pensó un momento, asintió, se puso de pie, entró en uno de los
dormitorios y cerró la puerta.
Creasy miró a su hijo con curiosidad.
—Dime, Michael, ¿cómo llegaste a estar tirado en el piso de ese sótano,
recibiendo patadas en las costillas?
… Michael se puso de pie y comenzó a pasearse por la habitación. Creasy se
mantuvo en silencio porque se dio cuenta de que algo se estaba plasmando en la
mente de Michael y de que muy pronto saldría a relucir. Brotó con vergüenza, pero
con un desafío subyacente.
—Fui muy estúpido —dijo Michael—. No tengo tu experiencia. Y tú tuviste que
sacarnos a Jens y a mí. —Dejó de caminar, giró y miró a Creasy—. Algún día yo te
sacaré de la misma manera. La misma escena, la misma situación.
Creasy se emocionó, pero no pudo expresarlo. Se limitó a encogerse de hombros.
—Cuéntame exactamente qué sucedió —dijo Creasy.
Michael relató sus planes para apoderarse de la amante de Boutin y conseguir
información. Le contó a Creasy cómo habían entrado en el club nocturno para hacer
un reconocimiento visual y cómo los hicieron caer en una trampa.
Cuando terminó de caminar, levantó la vista y dijo:
—Muy bien. Primero, debería haberme dado cuenta de que tal vez Corelli era
corrupto. Segundo, debería haber realizado el reconocimiento yo solo.
Creasy asintió.
—¿Qué esperabas averiguar?
—Creo que El Círculo Azul realmente existe… —respondió Michael,
encogiéndose de hombros—. Jens también lo cree, y también Blondie. En mi opinión,
Boutin no es uno de sus principales cabecillas. Yo quería averiguar cuál era la
estructura del Círculo y quién era el peldaño siguiente en la escalera… y cometí un
par de errores.
—Tu estrategia fue buena —dijo Creasy—, pero demasiado apresurada. No
deberías haber ido con Jens al departamento de policía, y él no debería haberte

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acompañado al club. De ese modo, podrían haber verificado las cosas sin despertar
sospechas. Después, deberías haber llevado a la cama a una de las acompañantes,
haber hecho el amor con ella y haberle preguntado detalles sobre la gerente. A esas
mujeres siempre les gustan los chismes. Después, deberías haber planeado el
secuestro. —Otra breve sonrisa le cruzó por la cara—. De modo que aprendiste dos
cosas: a no confiar en un policía ya no dejarte llevar nunca por tus hormonas.
—¿A ti nunca te pasó?
—Sólo una vez. Era más joven que tú. Perdí mi billetera y un poco de orgullo. A
ti te faltó poco más de media hora para terminar bajo tierra comido por los gusanos.
Michael asimiló esas palabras y luego preguntó:
—¿Cómo nos encontraste?
Creasy le explicó cómo les había seguido el rastro, primero gracias a Blondie,
después por intermedio de Birgitte, y finalmente le relató cómo supo de Corelli por
boca de Leclerc. Después, la cosa había sido sencilla.
—Lo siento —dijo Michael.
Creasy bebió otro sorbo de café. Cuando habló, su voz adquirió un tono diferente.
—No. No te culpes; échame la culpa a mí. Yo tengo que darme cuenta de que ya
eres un hombre, y de que los años no significan nada. Yo debería haberte respaldado
en este asunto. Debería haber estado junto a ti, no detrás de ti. Ahora, puedes estar
seguro de que estoy contigo.
Michael sonrió.
—¡Estabas en el hospital, por el amor de Dios! ¿Qué otra cosa podías hacer?
Creasy se encogió de hombros.
—Podría haberte apoyado desde el principio para que no te vieras obligado a
tratar de demostrarme que eras capaz… No permitas que yo vuelva a portarme así
contigo. —Se puso de pie, se acercó a la ventana y observó la calle, cinco pisos más
abajo. Caía una lluvia tenue. Los faros de un auto pasaron frente al edificio. Creasy
giró, miró a Michael y volvió a sorprenderlo. Habló de sus sentimientos: algo tan
poco usual como la nieve en el desierto. Señaló la puerta que daba al dormitorio.
—Michael, me pasó algo allá adentro. Maté a esas personas en la casa para poder
sacarte. Pero cuando vi a esas chicas y hablé con ellas, sobre todo con la más
pequeña, sentí la necesidad de volver allá y asegurarme de que nadie quedara vivo.
También sentí la imperiosa necesidad de matar a la vieja. No es frecuente que sienta
necesidad de matar. Yo no soy de ésos. Fui mercenario porque era lo único que sabía
hacer, pero jamás trabajé para personas en las que no creía. Jamás maté si no era
preciso hacerlo. —Se volvió y observó la calle de nuevo. Un auto policial pasó a toda
velocidad, con las luces del techo encendidas y la sirena sonando. Por sobre el
hombro, agregó con amargura—: Miré a esas muchachas, sobre todo a Juliet. Vi el
miedo en sus ojos, y algo peor todavía: vi desesperación. —Se dio media vuelta y
continuó diciendo—: Dime exactamente lo que tu madre te dijo aquel día en el
hospital.

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Michael también se puso de pie y se acercó a la ventana, y los dos se quedaron
allí, mirando la calle mojada.
—Como yo, ella era huérfana —dijo Michael—. Se escapó del orfanato cuando
tenía dieciséis años. No era como el de Gozo: allí la golpeaban con frecuencia.
Conoció a un joven árabe. Él era rico y la trató bien, y la ayudó a esconderse de la
policía. Le hizo probar las drogas y la convirtió en adicta. Después, comenzó a
venderla a otros hombres. Cuando ella se negaba, él le quitaba las drogas. Ella creyó
que él la amaba, y decidió que si quedaba embarazada, él no la obligaría a vender su
cuerpo a otros hombres. Lo mantuvo en secreto bastante tiempo. Cuando él lo supo,
la golpeó y la llevó a un especialista en abortos. Pero esa persona le dijo que era
demasiado tarde. Cuando yo nací, él la obligó a entregarme al orfanato al día
siguiente.
—¿Cómo hizo para obligarla? —preguntó Creasy.
—De una manera muy simple —respondió Michael—. Le dijo que a menos que
me entregara a un orfanato, él me estrangularía. Yo nací sin la asistencia de ningún
médico; una prostituta ayudó a mi madre en el parto. Nadie sabía que yo estaba con
vida. A ella no le quedó más remedio. Me dejó en la puerta del convento de los
Agustinos.
—Deberías haberme contado eso en Gozo —dijo Creasy.
Michael sonrió y contestó:
—En aquella época, no creo que estuvieras muy receptivo.
—Es verdad —murmuró Creasy—. Pero ahora quiero saberlo todo. Quiero ser
parte de eso, así como tú fuiste parte de lo que ocurrió en Lockerbie.
Michael giró y sonrió.
—¿De modo que lo haremos juntos?
Creasy asintió.
—Sí, lo haremos juntos.
—¿Con qué clase de hombres nos enfrentamos? —preguntó Michael—. Aparte
del hecho de que son malvados.
Creasy reflexionó durante casi un minuto, mientras bebía lentamente su café, y
después comenzó a hablar, como si pensara en voz alta.
—Yo no tengo ninguna religión. Tampoco tú. La mayoría de las religiones poseen
una distinción bien clara entre el bien y el mal. Pero, de acuerdo con mi experiencia,
el mal tiene muchas formas diferentes. Tal vez la peor es el sadismo. Casi todos los
seres humanos lo tienen en su interior, en una u otra medida, tal como casi todos
tienen también cierta medida de masoquismo. No es fácil entender el sadismo, pero
he visto muchos ejemplos y una cosa es segura: el terreno propicio para el sadismo es
el poder. Cuanto más poder tiene un sádico, tanto más malvado se vuelve. De hecho,
sadismo es sinónimo de poder. Es una enfermedad sin cura, una enfermedad que
anida en el cerebro. No existe ningún antídoto. Ésa es la razón por la que los sádicos
se sienten atraídos por las personas poderosas y las situaciones dictatoriales. —Puso

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su taza vacía sobre la mesa, miró a Michael y continuó diciendo—: Los sádicos se
sentían atraídos hacia los SS en la última, guerra, tal como se sentían atraídos por
Genghis Khan hace siglos. En cualquier ejército en guerra, los sádicos enseguida se
ponen en evidencia/Se trate de un mercenario en el África, del guardaespaldas de un
magnate narcotraficante en América del Sur, o de un soldado norteamericano en
Vietnam. El sadismo va más allá de razas, culturas, credos y sexos. Alcanza su punto
culminante cuando el sádico encuentra un sujeto masoquista dispuesto. La madre de
Juliet, por ejemplo, no hizo nada mientras el padrastro golpeaba a su hija. Ya puedes
imaginar la huella mental que eso debió dejar en la criatura.
—¿Y Boutin? —preguntó Michael.
Creasy asintió.
—Sí. Él sadismo estaba en el centro de la personalidad de Boutin. Habló antes de
morir. Habló, y Suplicó por su vida. Cuando un hombre suplica por su vida, dice la
verdad. Me dijo que había «procesado» entre seis y ocho chicas por mes durante el
verano y que se las había vendido a El Círculo Azul por cien mil francos cada una.
Eso equivale a unos dieciocho mil dólares. Parece mucho, pero en realidad no es nada
comparado con lo que Boutin ganaba con sus otros negocios. Para él, era una
actividad secundaria para satisfacer su sadismo… algo que lo divertía, podría decirse.
Era la oportunidad para ejercer un poder total sobre una persona inocente. A medida
que vayamos metiéndonos en El Círculo Azul, encontraremos individuos parecidos a
él, o quizá peores. —Miró su reloj.
—Entra ahora en el cuarto de la pequeña, Michael. Yo tengo que hablar por
teléfono con Leclerc para que me consiga papeles para la muchacha y la chiquilla.
También debo hablar a Gozo para comunicarme con Joe Tal Bahar.
Michael levantó la vista, sorprendido.
—¿Joe?
—Sí. Acaba de comprar un nuevo Sunseeker de cincuenta pies. Su velocidad de
crucero es de treinta nudos, y puede estar aquí en un par de días. Él los llevará a ti y a
Juliet a Gozo, probablemente usando un barco de pesca por la noche para la última
escala. Después, tú tendrás que poner a la chiquilla en la bodega para el vino que hay
detrás de la casa, y encerrarla allí hasta que se libere de la droga. Eso llevará
alrededor, de diez días, y la pobrecita pasará por un verdadero infierno… y también
tú. Tal vez será incluso peor para ti. No tendrás ninguna ayuda. Nadie debe saber
siquiera que ella está en la casa. Saca todo de la bodega; sólo pon allí un colchón,
conecta una manguera y coloca también uno de esos barriles grandes y redondos que
usamos para fabricar vino. Llénalo con agua. Y lleva una pila de frazadas, una docena
o más. Cuando hayas hecho todo eso, dale a ella una última inyección de metadona.
El infierno se desatará alrededor de doce horas después. Yo te daré la secuencia de lo
que le irá ocurriendo. Después de esa última inyección, baja al pueblo y dile a
Theresa que no la necesitarás hasta que le avises… infórmale que tú mismo limpiarás
la casa. También, aprovisiónate bien de comida para dos semanas.

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—¿Y si ella se enferma realmente? —preguntó Michael—. ¿Qué hago? ¿Llamo a
un médico?
Creasy negó con la cabeza.
—¿Y si se muere?
Creasy miró a su hijo y dijo:
—Si se muere, entiérrala en el fondo del jardín, entre los granados. Y entiérrala
bien hondo. Por lo menos a dos metros y medio. Mientras tanto, coloca un cartel en la
puerta del jardín, que diga que nadie debe molestarte hasta e{siguiente aviso. —
Pensó un momento y agregó—: Lleva una extensión del teléfono a la bodega, pero
cuando no estés allí llévatela contigo… y asegúrate de que la puerta esté siempre
cerrada con llave. —Con el mentón indicó la puerta del dormitorio—. Ve ahora. Dile
a Juliet que el medicamento viene en camino.
Cuando la puerta se cerraba detrás de Michael, Creasy tomó el teléfono.

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La chicharra del portero eléctrico sonó a las seis y diez de la mañana. Creasy había
estado dormitando en su silla. Miró su reloj y enseguida se acercó y levantó el tubo.
—¿Sí?
—Tres Rojo —le contestó una voz en francés.
—Cuatro Verde —replicó Creasy y apretó el botón para abrir la puerta de calle.
Se acercó a la mesa, tomó la Colt 1911 con silenciador, verificó el cargador, se acercó
a la puerta del departamento y esperó.
Dos minutos después alguien llamó suavemente a la puerta. Creasy la abrió, y se
puso detrás de ella, empuñando el arma a la altura de la cintura.
—Adelante —dijo.
Entró un hombre con un maletín negro y un bolso de viaje de cuero. Puso las dos
cosas en el suelo, observó un momento a Creasy y luego asintió y le tendió la mano.
—Me llamo Marc.
Creasy pasó la Colt a la mano izquierda y la apuntó hacia abajo. Ambos se
estrecharon las manos. Después Creasy le indicó la mesa.
—¿Un café? —preguntó Creasy.
El francés asintió. Era bajo, rollizo, y usaba anteojos de cristales muy gruesos y
sin armazón. Parecía un maestro de escuela o un cajero de banco. Vestía un sobrio
traje gris con corbata azul. Notó que Creasy lo escrutaba, y sonrió apenas.
—Ya lo sé —dijo—. No parezco un tipo recio, pero ésa ha sido una de mis
mayores ventajas en la vida. Nadie me toma en serio… así que siempre puedo ser el
primero en dar el golpe.
Creasy le devolvió la sonrisa y fue a la cocina a servirle el café. El francés colocó
el maletín sobre la mesa y lo abrió. Con los dos jarros de café, Creasy se sentó junto á
él.
—¿Porta armas? —le preguntó.
El francés asintió y se palmeó la axila izquierda.
—Tiene que dejar el arma aquí —dijo Creasy—. Y también la pistolera.
Durante algunos segundos, el francés lo miró a los ojos; después se puso de pie y
se quitó el saco. El arma era una Beretta 9 milímetros, colocada en una pistolera
Henny que le colgaba del hombro. El francés se la quitó y la puso sobre la mesa.
Creasy sacó la Beretta. Revisó la recámara y el seguro, y después sacó el cargador y

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se lo puso en el bolsillo. El francés lo observó en silencio.
—Hace quince años que trabajo para René Leclerc —dijo—. Él me confía su
vida. Sé todo lo referente al hombre llamado Creasy. Cuando Leclerc me mandó aquí,
me dio una única instrucción: que lo tratara a usted como lo trato a él.
Creasy lo observó un momento, luego tomó la Beretta, sacó el cargador del
bolsillo, lo metió en la culata de la pistola y la colocó frente al francés.
—Muy bien, Marc. Puede tenerla mientras esté aquí. Pero déjela en este lugar
cuando se vaya con mi amigo.
—¿En qué consiste el trabajo? —preguntó el francés.
—No es nada difícil. Quiero que acompañe a mi amigo danés a Copenhague con
una muchacha. Será un trayecto en auto de unas cuarenta y ocho horas. Los dos se
turnarán al volante. La muchacha es adicta a la heroína y habrá que sedarla durante
todo el camino. Mi amigo es un policía danés.
Los ojos del francés se abrieron de par en par.
—No se preocupe —dijo Creasy—. Es un buen policía. Cuando los haya dejado
en Copenhague, traiga el auto de vuelta aquí. Se le pagará muy bien.
El francés sacudió la cabeza.
—Usted no tiene qué pagarme nada. Yo trabajo para Leclerc. Él es quien me
paga.
Creasy asintió, se puso de pie y miró el contenido del maletín abierto. Extendió la
mano y revisó los medicamentos que tenía adentro. Encontró las jeringas descartables
con metadona. Puso dos sobre la mesa.
—¿Sabe cómo administrar esto? —preguntó.
Marc asintió.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Hágalo.
—Por la radio del auto, cuando venía hacia aquí, oí en el noticiero el informe de
una guerra de pandillas en la villa de Boutin, sobre la costa… con muchos muertos.
¿Usted tuvo algo que ver con eso?
Creasy se limitó a encogerse de hombros, pero ese gesto fue una respuesta.
—¿Boutin está muerto? —preguntó el francés.
Creasy asintió en forma casi imperceptible. El francés se puso de pie y le tendió
la mano. Creasy se la estrechó.
—¿La muchacha estaba en esa casa? —preguntó el francés.
—Sí. Y otra en el dormitorio de al lado. Una chiquilla de trece años.
Creasy advirtió furia y odio en los ojos del francés.
—¿Seguro que Boutin está muerto?
Una vez más, Creasy asintió levemente.
—Boutin quedó convertido en picadillo.
—Ahora somos amigos —dijo el francés simplemente.
Creasy envolvió las dos jeringas en una servilleta blanca, junto con un poco de

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algodón y un pequeño frasco de desinfectante quirúrgico. Ambos se acercaron al
primer dormitorio. Creasy llamó a la puerta. Cuando Jens la abrió, Creasy le presentó
a Marc. Hanne estaba sentada en la cama. Temblaba un poco, y su rostro estaba casi
tan blanco como el papel. Jens le habló suavemente en danés mientras señalaba a
Marc. El francés le sonrió. Esa sonrisa lo transformó: ahora tenía el aspecto del tío
favorito de todo el mundo.
—¿Hablas francés? —le preguntó a la muchacha.
Ella lo miró.
—Un poco —dijo con voz temblorosa.
—¿Inglés?
—Sí, lo hablo bien.
—Estupendo. Entonces hablaremos en inglés. El mío no es tan bueno, pero
durante los siguientes dos o tres días me ayudarás a mejorarlo. Seremos amigos. —
Volvió a sonreír y ella le respondió con una sonrisa tímida.
Movido por un impulso, Creasy le entregó al francés la servilleta blanca.
—Hágalo usted. Y repítalo cada ocho horas hasta que ella esté a salvo en
Copenhague. —Le hizo una seña a Jens y los dos abandonaron la habitación y
cerraron la puerta.
—¿Quién es él? —preguntó Jens.
—Un amigo de un contacto muy estrecho mío. No parece un tipo recio, pero
estoy seguro de que lo es, y de que se puede confiar por completo en él. Él conducirá
el auto a Copenhague, junto contigo. Los papeles de la muchacha estarán listos esta
noche, y ustedes partirán no bien los tengamos aquí. —Señaló el teléfono—. Será
mejor que llames ahora a Birgitte, antes de que salga para la escuela. Que sea una
conversación breve, Sólo dile que está bien y que estarás de regreso en casa dentro de
setenta y dos horas. Pídele que no se lo diga a nadie. No hagas más llamados hasta
que hayas cruzado la frontera con Dinamarca. Después, llama a tu jefe. Haz los
arreglos necesarios para ir directamente a la clínica. Sólo entonces, te sugiero que
llames a sus padres.
Jens asintió.
—¿Qué harán tú, Michael y la pequeña?
Creasy miró su reloj.
—Dentro de una hora llamaré a Gozo —dijo—. En un par de días, un amigo
vendrá con una embarcación rápida, recogerá a Michael y a la chiquilla y los llevará a
casa.
—¿A casa?
—Sí. A mi casa de Gozo.
—¿Y tú?
Creasy se encogió de hombros.
—Yo iré a Milán a mantener una conversación con un hombre que compra
muchachas. —Volvió a indicar el teléfono. Jens se acercó y disco el número. Al cabo

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de un momento, dijo algunas palabras en danés y colgó. Creasy notó con satisfacción
que no se había identificado ni había mencionado el nombre de ella.
—¿Ninguna pregunta? —dijo Creasy.
Jens sacudió la cabeza y sonrió.
—Birgitte es la esposa de un policía.
Marc salió de la habitación de Hanne, y cerró la puerta muy despacio.
—Está tranquila. Dormirá algunos minutos. —Luego se dirigió a Jens—: Le
sugiero que se quede con ella hasta entonces… ella confía en usted. —Sonrió—.
Aunque no entiendo por qué alguien habría de confiar en un policía.
Jens gruñó algo con respecto a no ser francés y pasó junto a él, camino al
dormitorio. Marc todavía tenía la servilleta blanca en la mano. Creasy llamó a la
puerta del otro dormitorio y Michael la abrió. Creasy hizo las presentaciones del caso
y todos miraron a la pequeña acostada en la cama. Los ojos oscuros parecían dominar
su rostro; ojos llenos de desesperación. El francés la miró y una serie de
imprecaciones casi inaudibles brotaron de sus labios.
—Michael, preséntasela a Marc. Él te mostrará, cómo y dónde inyectar la
metadona —dijo Creasy en voz baja.
Media hora después, los cuatro hombres se encontraban sentados alrededor de la
mesa de la cocina. Eran las siete de la tarde. Un extraño vínculo se había formado
entre ellos. Era como si todos integraran un equipo deportivo a punto d§ entrar en
acción. Marc había llevado una serie de mapas de ruta detallados qué cubrían el área
entre Marsella y Copenhague. Junto con Jens, trazó la ruta que tomarían y calculó
que, si no se detenían y no había demasiado tráfico, podían llegar a Copenhague en
menos de cuarenta horas. Creasy hizo el llamado telefónico a Gozo. Fue también muy
breve. Joe Tal Bahar había abandonado Gozo a los dieciocho años para probar suerte
en Nueva York. Volvió diez años después con una fortuna que superaba sus sueños
más Optimistas. Después de gastar una fracción de ese dinero en comprar cuanto
juguete podía desear un hombre; ahora estaba aburrido. El pequeño «paseo» que
Creasy le había esbozado en términos eufemísticos despertó su imaginación. Sin duda
podía estar en la costa de Marsella con su Sunseeker en un par de días y además sus
«invitados» llegarían a Gozo de manera muy discreta. Creasy dijo que volvería a
llamarlo para indicarle un lugar para desembarcar. Marc hizo un par de llamados
telefónicos breves y después sacó del maletín una cámara Polaroid.
—Necesito fotografías de las chicas para sus documentos —dijo.
Jens y Michael empezaron a ponerse de pie, pero el francés levantó Una mano.
—Quédense aquí. Ellas están tranquilas.
Entró en el primer dormitorio y dejó la puerta abierta. Oyeron su voz suave y la
respuesta serena de Juliet.
Jens miró a Creasy.
—¿Quién es el hombre de Milán con el que quieres conversar? —preguntó el
danés.

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—Sólo tengo un nombre —respondió Creasy—. Me lo dio Boutin cuando me
suplicaba por su vida. Es sólo un apellido… un apellido italiano. Donati.
—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó Michael—. ¿Sólo un apellido?
—Había otro —dijo Creasy—, pero no pude entenderlo bien. Debes comprender
que Boutin estaba muy traumatizado. Hablaba, incluso balbuceaba, sabiendo que
estaba a punto de morir. Al parecer, ese tal Donati tiene un emisario que, en cierto
sentido, es un disyuntor entre Boutin y Donati. Boutin pensaba que era mitad francés,
mitad italiano, porque hablaba los dos idiomas con fluidez. Ese disyuntor no tenía
nombré, pero se llamaba a sí mismo El Enlace…
—¿Tienes una descripción de él? —preguntó Michael.
—Sí, pero con sólo un detalle fuera de lo común. Es totalmente calvo, tiene cerca
de cuarenta años, está en buen estado físico y es un hombre de pocas palabras. Sin
embargo, Boutin me dijo que cada vez que venía a Marsella disfrutaba utilizando a
las chicas. Tiene también otro hábito: sólo bebe Campari con hielo, y en cantidades
copiosas.
—No es mucho para seguir adelante —comentó Michael—. Supongo que
debemos concentrarnos en Donati. Al menos es un nombre. ¿Pertenece a la Mafia?
—No —respondió Creasy—. Según Boutin, él pertenece a El Círculo Azul. Es el
único contacto que Boutin tenía con la organización. Cada vez que tenía una chica
preparada, llamaba a un número de teléfono y le decían adonde mandarla y de qué
manera.
—Mi departamento tiene contactos con la policía italiana y con los carabinieri —
dijo Jens pensativamente—. Tal vez así podamos conseguir una pista.
Hubo un silencio total.
—¿Una pista como en el caso de Corelli? —preguntó Michael.
Jens tomó bien el comentario irónico, pero cuando habló su voz sonó defensiva.
—Bueno, puedo verificarlo con nuestros registros de Copenhague. —De pronto
se le ocurrió algo—. Cuando lleguemos allá, todavía me quedarán siete semanas de
licencia. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Estar de brazos cruzados? —Les lanzó a
los dos una mirada beligerante. Creasy sonrió, pero en sus ojos apareció una
expresión pensativa.
—Tal vez puedas ayudarnos —dijo—. Quizá te podría usar como «hombre de
punta».
—¿Qué demonios es eso? —preguntó el danés.
Creasy miró a Michael.
—Un «hombre de punta» sale al frente y distrae al enemigo —explicó—. En este
caso, no será peligroso. No harás más que husmear en tu condición de policía, sin
representar ninguna amenaza real para ellos, que te verán como un policía chapucero
y no se pondrán nerviosos.
Michael se echó a reír y el danés se enojó.
—¿Qué quiere decir «chapucero»? —preguntó.

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Creasy sonrió para alejar toda sospecha de ofensa.
—Una suerte de inspector Clouseau —explicó—. Mientras ellos se ríen de ti, yo
me meteré por la puerta trasera.
Jeans digirió eso.
—¡Yo no he sido chapucero en mi vida! Pero, si es necesario, aprenderé. —Dijo
estas últimas palabras con toda seriedad. Era obvio que le importaba mucho seguir
perteneciendo al grupo.
—Tal vez te necesitemos, Jens —dijo Creasy—. Lo sabré dentro de una semana.
Espero que dentro de unas tres semanas Michael esté libre para viajar de nuevo. Ésta
no será una operación rápida. Tengo que activar contactos antiguos en Italia.
—¿Como quiénes, por ejemplo? —preguntó Michael.
—En primer lugar, tu tío Guido, en Nápoles. Ya no toma parte activa en estas
actividades, pero sigue teniendo contactos increíbles, y siempre da buenos consejos.
El rostro de Jens reflejó su curiosidad. Creasy le explicó que Guido Arellio era su
mejor amigo. Habían servido juntos en la Legión y, después, durante muchos años
como mercenarios en todos los rincones del mundo. Esa sociedad había concluido
cuando estaban en Malta, muchos años antes, y Guido se enamoró de Julia, la hija
mayor de Laura Schembri. Se casaron y fueron a vivir a Nápoles, donde abrieron una
pequeña pensione. Algunos años después, Julia murió en un accidente
automovilístico. Luego Creasy se casó con Nadia, la hermana de Julia, y ella y su
pequeña hija murieron en la catástrofe del vuelo 103 de Pan Am, sobre Lockerbie.
—También me pondré en contacto con el coronel Mario Satta.
Ahora, incluso el rostro de Michael expresó curiosidad.
—Es otro viejo amigo mío —explicó Creasy—. Y uno fuera de lo común.
Durante muchos años fue jefe de inteligencia de los carabinieri, que luchaban contra
la Mafia italiana. Hace algunos años, libré una guerra contra una familia de la Mafia
que se extendía desde Milán a Sicilia. Por entonces no conocía a Satta, pero él sabía
de mí y de lo que yo estaba haciendo. Me dio carta blanca, aunque yo estaba
asesinando italianos en su país. Sí, claro, eran mafiosos, pero según la ley él debería
haber tratado de arrestarme. En cambio, apartó a todos sus hombres hasta la batalla
final en Palermo, cuando yo maté al capo principal y a la mayor parte de sus
lugartenientes. Yo también quedé seriamente herido y estuve a punto de morir. El
hermano mayor de Satta, jefe de cirujanos del hospital Cardarelli de Nápoles, me
salvó. También firmó mi certificado de defunción para que lo que quedaba de esa
familia de la Mafia no perdiera tiempo en tratar de encontrarme. —Sonrió levemente
ante ese recuerdo—. Me dijeron que fue un funeral muy hermoso.
—De modo que fue por eso qué recibiste tu apodo en Gozo —dijo Michael. Miró
a Jens y le comentó—: En Gozo, todos tienen apodos.
—¿Cuál es? —preguntó Jens.
—El Mejjet —respondió Michael—. Significa «el muerto». También lo llaman
Uomo, que en italiano quiere decir «hombre».

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Jens quedó intrigado.
—¿Y cuál es tu apodo? —le preguntó a Michael.
Michael pareció sentirse incómodo.
Creasy se echó a reír y proporcionó la respuesta.
—Lo llaman Spicat. Significa «terminado». Recibió ese sobrenombre cuando lo
llevaron a casa después de la primera vez que fue a una confitería bailable. Y el
nombre pegó. —Miró a Jens y le dijo, muy serio—: Ahora tenemos que buscar un
apodo para ti. También nos servirá como palabra clave. Si alguien te llama por ese
nombre, sabrás que viene de mi parte o de la de Michael. —Miró a Michael y
preguntó—: ¿Cómo lo llamaremos?
Michael pensó un momento y luego sonrió.
—Lo llamaremos «Pavlova». Jens tiene predilección por los postres exóticos —
explicó Michael—, como puedes apreciar por el tamaño de su cintura.
—Perfecto —dijo Creasy y asintió—. De ahora en adelante eres «Pavlova».
Marc salió del segundo dormitorio con la cámara y varias copias. Las puso sobre
la mesa y señaló una de ellas. Era Juliet. —Esa chiquilla es todo un personaje.
Insistió en que yo le prestara mi peine antes de permitir que le tomara una foto— dijo
Marc.
Las levantó y las puso en el maletín, junto con la cámara. Después, se puso el
arnés de la pistolera y metió adentro la Beretta. Tomó el maletín.
—Estaré de vuelta dentro de un par de horas, con todos los documentos.
Se dio media vuelta para irse, pero la voz de Jens lo detuvo.
—Un momento, Marc. ¿Tienes un apodó?
—Bueno, no estoy seguro de que lo sea —murmuró el francés.
—¿Cuáles? —preguntó Creasy en francés.
Se hizo un silencio. Luego, el francés se tocó los anteojos gruesos y redondos y
dijo:
—Si deben saberlo, me llaman «El Búho».
Los otros tres hombres sonrieron.
—Ése será su santo y seña —dijo Creasy—. Si alguna vez recibimos un llamado
telefónico de El Búho, sabremos de quién se trata. Nunca use su verdadero nombre.
El francés hizo una mueca y salió, mientras entre dientes mascullaba algo que
incluía la palabra «locos».

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Grete y Flemming Andersen vivían en una exclusiva zona del suburbio Hellerup de
Copenhague, en una mansión antigua y espaciosa, con un jardín amplio rodeado de
árboles. La casa era demasiado grande para una pareja con una sola hija, pero cuando
la compraron abrigaban la esperanza de tener varios hijos. Estaban acostados cuando
sonó el teléfono a las doce menos diez de la noche. Soñoliento, Flemming tomó la
extensión que estaba junto a la cama. Escuchó durante medio minuto y de pronto se
incorporó.
—¿Qué pasa? —le preguntó su esposa, preocupada.
Él levantó una mano para pedirle silencio.
—Sí… sí, desde luego. —Miró el reloj que tenía en la mesa de noche—.
Estaremos allí en media hora. —Colgó el tubo y se levantó de un salto, diciendo:
¡Vamos, Grete! Rápido. Es Hanne… ¡La han encontrado!
Jens aguardó en la entrada de la clínica. Había llegado dos horas antes. El Búho lo
esperaba en el BMW. El viaje había sido rápido y sin contratiempos. Vio los faros del
Mercedes plateado entrar en el estacionamiento y mentalmente repasó lo que les
explicaría a los Andersen. De acuerdo con los archivos, y por la reunión que había
tenido con ellos en su oficina varias semanas antes, supuso que eran personas fuertes.
Flemming Andersen había amasado su fortuna en el campo de la construcción, en
gran medida en el nada hospitalario terreno de Groenlandia. Era un hombre que había
triunfado en la vida por esfuerzo propio y estaba habituado a la adversidad. Grete, su
esposa, había sido su novia desde que los dos eran jóvenes y lo había apoyado
durante los primeros años difíciles. Aunque en su oficina ella había perdido la
compostura y llorado, Jens estaba convencido de que era una mujer lo
suficientemente fuerte como para afrontar ahora la realidad.
Los dos subieron deprisa la escalinata de la entrada, con una mirada ansiosa pero
al mismo tiempo llena de esperanza. Él les abrió la puerta, los hizo pasar y los
condujo a una pequeña sala de espera. Cuando tomaban asiento, Grete empezó a
hacer preguntas.
—¿Por qué está internada en esta clínica?
Su marido le puso una mano en el brazo.
—Espera, querida. El señor Jensen nos explicará.
Jens lo hizo. Les explicó todo en forma detallada. Mantuvo un tono de voz

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comprensivo pero firme. Les habló del calvario que había tenido que atravesar
Hanne. Les habló de las dificultades que deberían afrontar en las semanas o tal vez
meses que seguirían. Terminó diciendo que ella estaba en muy buenas manos en esa
clínica, y que estaba seguro de que estaría en manos igualmente buenas cuando le
dieran el alta. Subrayó que la muchacha había sido una víctima totalmente
involuntaria y que no se la podía culpar de ninguna manera.
En ese momento, el padre levantó la vista.
—La única culpa la tienen los hombres que abusaron de ella. ¿Han sido
arrestados? —preguntó el señor Andersen.
Jens sacudió la cabeza.
—No… y nunca lo serán. Tal vez no sirva demasiado de consuelo, pero puedo
decirles que tuvieron una muerte violenta, y murieron sabiendo por qué. Hanne no es
su única víctima. Es muy afortunada: en primer lugar, por estar con vida, y en
segundo, por tener padres como ustedes.
Grete había estado llorando. Ahora levantó la cara y se secó las lágrimas.
—¿Usted los mató? —preguntó.
De nuevo, Jens sacudió la cabeza.
—No. Pero estaba allí. No puedo contarles la historia porque pondría en peligro la
vida de los hombres que rescataron a su hija y la enviaron de vuelta a casa. No habrá
ninguna publicidad sobre esto. No saldrá nada en los periódicos.
Los Andersen permanecieron un momento en silencio.
—Los hombres que rescataron a Hanne y mataron a esos animales… ¿puedo
recompensarlos? —preguntó Flemming—. Como sabe, no soy un hombre pobre.
Jens lo miró y asintió solemnemente.
—Sí, por cierto que puede recompensarlos. Cuando ella esté bien de nuevo…
cuando sonría, tómele algunas fotografías. Envíemelas a la oficina. Yo se las
entregaré. Ésa es la recompensa que más desean.
Se puso de pie, fue a la puerta, la abrió y llamó por señas a alguien. Un hombre de
mediana edad y traje de calle entró.
Jens lo presentó como el doctor Lars Berg, jefe de la clínica y el más famoso
experto en rehabilitación de drogadictos de Dinamarca.
—El doctor Berg les informará del caso y les explicará los procedimientos a
seguir. Yo me mantendré en contacto con la clínica.
Se dio media vuelta para irse pero, cuando estaba junto a la puerta, la voz de la
madre lo detuvo. Ella se le acercó y lo rodeó con los brazos. Lloraba y, al mismo
tiempo, trataba de agradecerle. Él besó su mejilla húmeda, le devolvió el abrazo y se
apartó. Era una de esas raras ocasiones en que sentía una satisfacción completa.
El Búho durmió en el sofá. Jens durmió en la cama de dos plazas del dormitorio.
Birgitte permaneció despierta junto a él. Le pasó la mano sobre su cuerpo desnudo.
Sobre los moretones negros y azules. Diez minutos antes les había abierto la puerta.
Ellos, no habían querido comer ni beber nada. Sólo dormir. Había cosas que ella no

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entendía. Cuando el otro hombre estaba acostado en el sofá, Jens entró en el
dormitorio mientras decía en voz alta:
—Buenas noches, Búho.
El hombre había abierto un párpado y había respondido:
—Buenas noches; Pavlova.
Birgitte suspiró y besó un moretón color púrpura que Jens tenía en la nalga
izquierda. Estaba segura de que se enteraría de todo a la mañana siguiente.

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No había luna. El mar estaba negro. Pero Joe Tal Bahar mantuvo el Sunseeker a una
velocidad estable de veintiocho nudos sobre el oleaje bajo. Estaba sentado junto a
Michael en el puente superior del barco y señaló la pantalla del radar.
—Nos encontramos a treinta millas al sur de la costa oeste de Sicilia, y estamos
entrando en uno de los puertos más importantes del mundo. Aquí atracan los barcos
de carga y los buques cisterna que se dirigen al este de Italia, a Grecia y a Medio
Oriente vía el Canal de Suez.
Michael se inclinó hacia adelante y observó la pantalla, Había docenas de
indicaciones visuales.
—¿Cómo demonios haces para descubrir cuál es el barco de pesca de Frenchu?
—preguntó Michael.
Joe se echó a reír. Se estaba divirtiendo mucho. Consultó su reloj.
—Dentro de aproximadamente quince minutos, Frenchu izará un radiofaro
especial en su mástil. Este radar ha sido adaptado para reconocerlo.
Michael lo miró.
—Supongo que no es la primera vez que ustedes dos se ocupan de esta clase de
asuntos.
Joe asintió con un gruñido.
—Es verdad. Pero es la primera vez que manejamos gente y no mercadería. ¿De
qué se trata, en realidad?
—Joe, tendrás que preguntarle a Creasy la próxima vez que lo veas… —contestó
Michael sin vacilar—. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Seguro —dijo Joe con tono animado—. Es sólo que me parece una chiquilla
muy agradable, y por lo poco que la vi tengo la impresión de que han abusado mucho
de ella.
Siguieron el trayecto en silencio. Lejos del puerto, Michael alcanzaba a ver las
luces de un supercisterna que flotaba en el agua como una ciudad en miniatura. Miró
hacia la derecha y vio otras luces. Joe lo observaba.
—Ésa es una flota de barcos pesqueros que proceden de Porto Palo, en la costa
sudeste de Sicilia —dijo Joe—. Pescan langostinos. Por lo general, yo me detengo y
les cambio una botella de Scotch Etiqueta Negra por una caja de langostinos… Pero
no esta noche… Mira, Michael, si llegas a necesitar ayuda con esa chiquilla, avísame.

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No sé qué hay detrás de todo esto, pero supongo que es drogadicta. Tuve experiencia
con esa clase de cosas en Nueva York. Es un verdadero infierno salir de ese estado.
—Te avisaré —dijo Michael—. En la medida de lo posible, Creasy quiere que yo
maneje las cosas. Lo más importante es que nadie sepa que está en Gozo. Al menos,
hasta que Creasy vuelva con algunos documentos adecuados.
—Ningún problema —dijo Joe. Señaló el puente inferior—. Wenzu sabe cómo
mantener la boca cerrada, y lo mismo Frenchu y sus hijos.
Avanzaron por el mar a toda velocidad y en silencio durante otros diez minutos.
Joe no miraba hacia adelante ni hacia izquierda o derecha, sino a la pantalla
empotrada en el tablero de instrumentos. De pronto gruñó, se inclinó hacia adelante y
señaló. Entre la infinidad de indicadores visuales, uno nuevo acababa de aparecer,
más luminoso que los otros. Joe rió entre dientes.
—Ahí está Frenchu. A juzgar por ese indicador, visual, cualquiera diría que se
trata de un barco supercisterna en lugar de un barco de pesca de dieciocho metros de
eslora. —Observó durante un par de minutos el movimiento de ese indicador visual y
asintió—. Sí, no cabe duda, es él. Se está moviendo hacia el sur suroeste a alrededor
de diez nudos. —Oprimió algunas teclas de la computadora ubicada junto al radar,
examinó la pantalla y dijo:
—Nos encontraremos dentro de dieciséis minutos.
Michael miró su reloj.
—¿Puedes calcular a qué hora llegará el barco de Frenchu de regreso a Gozo? —
preguntó.
Joe oprimió otras teclas.
—Suponiendo que navegue a doce nudos, lo que seguro hará, estarán allá a eso de
las cinco de la mañana. Una hora antes del amanecer.
—Entonces bajaré a ver cómo está la chiquilla.
Encontró a Wenzu sentado afuera de la puerta de la cabina de popa. Michael
asintió, abrió la puerta y entró. Juliet estaba sentada sobre la cama, apoyada en varios
almohadones. Tenía puesto un jeans y una camiseta negra de mangas largas. Lo miró
con expresión ansiosa.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella sacudió la cabeza.
—Me siento muy mal. Necesito más de esa cosa.
—Es un poco temprano, pero mejor ahora que en el otro barco. Le quitó la llave a
un cajón y sacó una pequeña caja mientras ella se arremangaba la manga derecha de
la camiseta.

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24

Era viernes por la noche. El coronel Mario Satta siempre cenaba solo los viernes por
la noche. Se sentó a su mesa favorita en su restaurante favorito de Milán. Era un
hombre de pocos hábitos, pero ése era uno de ellos. Durante la comida reflexionaría
sobre los acontecimientos de la semana precedente y trazaría planes para la siguiente.
No tenía el aspecto de un coronel de los carabinieri; parecía más un exitoso corredor
de Fórmula Uno o un dramaturgo de vanguardia o el dueño de un canal de televisión.
Su ropa era el sueño de un sastre de primera categoría. El traje gris oscuro cruzado
que usaba tenía finísimas rayas negras; había sido confeccionado por Huntsman, de
Savile Row. Su camisa de seda color marfil procedía, como todas las demás, de un
camisero de Como. Su corbata de seda color rojo oscuro era de Armani. Sus zapatos
de cabritilla habían sido hechos a medida por un zapatero de Roma. Su rostro llamaba
la atención, en especial la de las mujeres. No era convencionalmente apuesto, pero
sus ojos oscuros y su nariz levemente aguileña le conferían un aire de autoridad y de
misterio. Procedía de una familia adinerada y algo aristocrática, dominada por la
madre. Ella no podía entender por qué, a pesar de su riqueza y sus conexiones, el hijo
menor había elegido ser lo que ella consideraba un mero policía, aunque él
constantemente le señalara que estaba en los carabinieri y que era el coronel más
joven de ese cuerpo. Pero ella lloriqueaba y comentaba que, por más hermoso que
fuera su uniforme, igual seguía siendo un policía. Su hijo mayor había estudiado
medicina y se había convertido en uno de los cirujanos más eminentes de Italia. Pero
ni siquiera eso satisfacía a su madre, quien se refería a él como un carnicero educado.
Habría preferido que sus hijos se dedicaran al comercio, a la industria o a la política.
También habría preferido que se casaran con aceptables muchachas de sociedad
pertenecientes a las familias adecuadas. En cambio, su hijo mayor se había casado
con una enfermera de Bolonia, nada menos, y Mario parecía tener aventuras
interminables con jóvenes actrices núbiles. Sus hijos la preocupaban, pero ella los
amaba a ambos, y ese amor era correspondido.
El coronel Mario Satta se había forjado la reputación de estudioso y conocedor de
todo lo relativo a la Mafia italiana. A lo largo de los años, y con la ayuda de su
empeñado asistente Bellu, había logrado tener registros muy completos de cada una
de las familias importantes. Al principio, eso le resultó gratificante; luego, frustrante,
y después, angustioso. Sus registros fueron utilizados por los magistrado actuantes en

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Palermo y en otros lugares. Satta vio cómo, uno por uno, esos magistrados y sus
guardaespaldas eran baleados, o atacados con explosivos a medida que iban cerrando
el círculo sobre las presas que él había identificado. Eran hombres valientes y
bondadosos, y él no había podido brindarles más ayuda que la información que les
había suministrado. La política y la corrupción, o una combinación de ambas,
siempre habían protegido a los asesinos. Por último, frustrado, Satta había solicitado
que lo transfirieran y, algunos meses antes, había sido asignado al departamento que
investigaba la corrupción política en el sector industrial del norte de Italia. Llevó a
Bellu con él y, aunque sólo habían trabajado en esta misión pocos meses, ya muchos
políticos estaban asustados.
Las tres pasiones que tenía el coronel Mario Satta en su vida eran la buena
comida, las mujeres hermosas y el backgammon. Más o menos en ese orden. Para él,
una velada perfecta consistía en cenar en un restaurante excelente e íntimo, o en su
departamento, con la comida preparada por él mismo, con una mujer hermosa y,
después, jugar varías partidas de backgammon —que, desde luego, él debía ganar—,
seguidas de una sesión satisfactoria en la cama. Pero esa noche cenó solo, sintiendo el
anticipado placer de una cita con una mujer hermosa el domingo por la noche. No era
una actriz, sino una animadora de televisión, con cabello color rojo veneciano.
Él había ordenado un menú adecuado a sus preferencias: antipasto especial,
seguido por cappon magro. De postre, su favorito, gelato di tuttifrutti. Siempre
cuidaba su figura, pero los viernes por la noche se daba los gustos. Acababa de
terminar el cappon magro, regado con lo que quedaba del Barolo. Era un plato un
poco pesado, pero que representaba un agradable contraste con el postre que iban a
servirle. Levantó la vista cuando la puerta del restaurante se abrió, y lentamente
depositó su copa en la mesa. Vio que el hombre paseaba la mirada por el salón, y la
enfocaba en él, para luego abrirse camino hacia su mesa. Tenía una manera curiosa de
caminar: leve, pero como si apoyara primero el borde exterior de los pies.
Lentamente, el Coronel se puso de pie y rodeó la mesa. Algunos de los otros
comensales dejaron de comer para observar. Vieron que el Coronel abrazaba
afectuosamente al hombre y lo besaba en ambas mejillas. Nadie, ni siquiera el maître
o los camareros, había visto jamás al coronel Mario Satta hacer eso. Los hombres se
sentaron y sé miraron por encima de la mesa. El maître se puso a revolotear a algunos
metros detrás del recién llegado.
—¿Has comido?
Creasy sacudió la cabeza.
—Comí un sandwich en el avión, hace un par de horas.
Satta le hizo una seña al maître, quien se acercó. Sin preguntar nada, el Coronel
ordenó para Creasy spaghetti alle vongole, seguido de ossobuco. Le dijo al maître
que todavía no le sirviera el postre y que llevara una porción doble cuando Creasy
terminara el ossobuco. También ordenó otra botella de Barolo.
Creasy sonrió cuando el maître se alejó deprisa.

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—Tú no olvidas nada, Mario.
El italiano sonrió.
—Ése fue el menú que ordenaste en el Hospital Cardarelli la noche anterior a tu
funeral.
—¿Cómo está tu hermano? —preguntó Creasy después de asentir.
—Bien, pero siempre trabaja demasiado.
—Es su vocación.
—Es verdad —replicó Satta—. Yo también tengo vocación, pero no trabajo
catorce horas por día. ¿Qué te trae a Milán? Aparte, por supuesto, de mi fascinante
compañía y de la posibilidad de perder una suma cuantiosa de dinero al backgammon.
El camarero apareció con el Barolo, lo descorchó y le sirvió un poco a Creasy
para que lo probara. Creasy lo hizo y asintió.
—Vine a tirarte un nombre —dijo Creasy cuando el camarero se alejó—. Lo
único que tengo es un nombre y una posible conexión con un círculo de trata de
blancas.
—Tíramelo —dijo Satta.
—Dona ti.
—Ése es el apellido. ¿Y el nombre?
—No lo tengo.
—¿Vive en Milán?
—Tiene base en Milán.
El camarero trajo los espaguetis de Creasy, quien los comió en silencio, mientras
cada tanto miraba al Coronel. Sabía que la memoria de Sarta era legendaria y que, en
ese momento, buscaba en todos los compartimientos de su mente.
—Conozco a tres Donati que viven en Milán —dijo Sarta finalmente—. Uno es
un sacerdote, otro es un director de La Scala, y el tercero hornea el mejor pan dé la
ciudad. Dudo de que alguno de ellos tenga conexiones con tratantes de blancas. —Se
encogió de hombros y luego sonrió—. Pero ¿quién puede saberlo? El mes pasado, el
sacerdote se compró un auto nuevo… un BMW… no muy grande, como
comprenderás, pero nuevo.
Creasy sonrió con la boca llena de espaguetis y tragó.
—¿Alguna vez has oído hablar de «El Círculo Azul»? —preguntó a Satta.
Una vez más, la mente de Satta comenzó a funcionar como una computadora.
Creasy ya había terminado tos espaguetis cuando recibió una respuesta. Bebió media
copa de vino y oyó que Satta decía:
—Me suena levemente familiar, pero todavía no logro localizar ese nombre.
Supongo que ese tal Donati está conectado con «El Círculo Azul», que tiene que ver
con la trata de blancas, ¿no?
—Sí. Es una organización establecida hace mucho tiempo; probablemente opera
en la mayoría de los países del Mediterráneo y extiende sus tentáculos en África del
Norte y en Medio Oriente. Yo sólo tengo el apellido Donati, y nada más. Entre Donati

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y el hombre que me dio su nombre existía un disyuntor. Muy profesional. Sospecho
que Donati es sólo el siguiente peldaño de la escalera, y que habrá eslabones entre un
peldaño y otro hasta la cima de esa escalera.
—¿Y tú qué tienes que ver con todo esto?
—Bueno, me llevará tiempo explicártelo —contestó Creasy con un suspiro—.
Tengo que retrotraerme a la última vez que te vi… hace alrededor de seis años.
Le llevó más de una hora. Creasy hablaba y Satta escuchaba; cada tanto lo
interrumpía para aclarar algún punto. Creasy terminó su relato en el momento en que
los dos terminaban el gelato di tuttifrutti.
Satta se limpió la boca con una servilleta, bebió lo que le quedaba de vino, y
sonrió.
—¿Es éste el Creasy que yo conocía? Ahora te encuentro con un hijo grande y,
posiblemente, una hija… A propósito, jamás te escribí para mandarte mis
condolencias por la muerte de Nadia y de Julia.
—Recibí tu mensaje por intermedio de Guido —dijo Creasy. Se hizo un silencio
al recordar aquel mensaje. Decía simplemente: «El sol se pone y, tiempo después,
vuelve a salir». Creasy miró a su amigo por encima de la mesa y agregó—: Buenas
palabras de un buen hombre.
Satta se encogió de hombros y cambió de tema.
—De todas formas, puedo decirte que «El Círculo Azul» no está conectado con la
Mafia. Si lo estuviera, yo lo sabría. Por lo tanto, debe de ser una organización muy
secreta porque, suponiendo que sea lucrativa, la Mafia querría seguramente una
buena tajada o todo. Debe de ser muy poderosa y, supongo, despiadada. Tengo un
colega que se ocupa de esos asuntos. Es absolutamente confiable. Hablaré con él por
la mañana. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Milán…, y dónde?
Apareció el camarero para despejar la mesa. Satta ordenó dos espressos y dos
Armagnac dobles.
—Me quedaré todo lo que sea necesario para obtener una pista de Donati —dijo
Creasy—. Me registré en un hotel pequeño cerca de la estación. —Sonrió con ironía
—. Se llama Excelsior y es un poco menos cómodo de lo que su nombre indica…,
pero es discreto.
—Yo te ofrecería mi dormitorio de huéspedes —dijo Satta—, pero te conozco. Sé
que prefieres entrar y salir como un fantasma.
Mientras bebían el café y el Armagnac hablaron de los viejos tiempos, y sobre
todo de Guido Arellio. Desde aquella época, cuando Creasy luchaba contra la Mafia,
Satta y Guido se habían hecho buenos amigos. Satta visitaba a menudo la pensione de
Guido en Nápoles. En primer lugar, por la compañía; segundo, por la comida, y
tercero, en un vano intento de recuperar sus pérdidas por las muchas partidas de
backgammon que Guido le había ganado a lo largo de los años.
Fueron los últimos en abandonar el restaurante. Afuera, en la calle, volvieron a
abrazarse y cada uno tomó su camino.

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25

Era el segundo día. Michael estaba muy asustado.


Había seguido al pie de la letra las instrucciones de Creasy. Llegaron a Mgarr
I’Xinni una hora antes del amanecer. El Land Rover de Frenchu los aguardaba y uno
de sus hijos condujo a Michael y a la muchacha a la casa de la Colina. Ella estaba
sedada y dormida, y Michael la envolvió en una manta y la llevó en brazos.
La puso en su propia cama y luego, durante las siguientes dos horas, trabajó
febrilmente para sacar de la bodega todo el vino y las cosas que había allí adentro.
Almacenó todo en el dormitorio de huéspedes; después buscó el colchón y una pila
de frazadas. Hizo rodar un barril vacío hasta ponerlo en la bodega, conectó la
manguera a una canilla del jardín, y lo llenó de agua. Verificó la única luz colocada
bien alto sóbrela puerta y volvió a su dormitorio. Juliet estaba despierta. Michael se
sentó junto a ella sobre la cama, le tomó la mano y le habló con dulzura. Durante la
hora precedente había decidido decirle la verdad.
Ella lo escuchó con rostro inexpresivo.
—¿Te quedarás conmigo? —preguntó Juliet.
—Sí.
—¿Todo el tiempo?
—Sí. Salvo algunos minutos cada tanto, cuando tenga que ir a la casa a buscar
comida.
Ella asintió y le apretó la mano. Él le inyectó la dosis final de metadona y después
la llevó a la bodega. Ella usaba sólo un par de jeans y Una camiseta. Ni zapatos ni
medias. Paseó la vista por la bodega con un poco de aprensión, y él le explicó que ese
cuarto se había usado para fabricar y almacenar vino, y que era mejor que se quedara
allí, por si alguien llegaba a pasar por el lugar. La chiquilla se acostó en el colchón y
él le dijo que volvería en una hora.
En realidad, sólo le llevé media hora bajar al pueblo. Para ese momento, ya el Sol
estaba alto. Theresa se sorprendió, pero se alegró de verlo. Y, después, se desconcertó
por completo cuando Michael le dijo que no debía ir a limpiar la casa hasta que él le
avisara y que no debía mencionarle eso a nadie. Después fue al pequeño almacén y
llenó varias cajas con provisiones, en su mayor parte alimentos en lata, fruta, pasta y
bebidas sin alcohol. Había decidido no beber alcohol durante todo ese tiempo. De
vuelta en la casa, guardó las provisiones y armó un cable de extensión para llevar el

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teléfono a la bodega. Cuando abrió la pesada puerta, encontró a Juliet dormida sobre
el colchón. Salió de nuevo y buscó una silla plegable de lona para él.
El infierno se desató unas doce horas después. Michael reconoció lo que estaba
sucediendo gracias a la descripción detallada de Creasy. Una sensación de inquietud
comenzó a abatirse sobre la muchacha. Se sentó cruzada de piernas sobre el colchón,
la espalda apoyada en la pared de piedra. Comenzó a bostezar con frecuencia y,
después, a temblar. Se le humedecieron los ojos y luego una descarga acuosa
comenzó a brotar de sus ojos y de su nariz. Michael le dijo que volvería en un
momento, salió y cerró la puerta con llave. Fue a la cocina a buscar varias cajas de
pañuelos de papel. De vuelta en la bodega, abrió una y se la dio a ella, pero nada
parecía detener el flujo de líquido que le salía por los ojos y por la nariz. Tenía la
camiseta y los jeans empapados de sudor. Durante varias horas, Michael permaneció
sentado junto a ella en el colchón mientras le sostenía la mano temblorosa. Juliet
empezó a gemir. Era un gemido que parecía el de un animal dolorido. Después, en
forma casi abrupta, se durmió en un sueño profundo. Michael sabía que eso era lo que
los adictos llamaban «sueño ven». Duraría varias horas, después de lo cual ella se
sumiría más hondo en el infierno. Con el cerebro embotado, él salió y cerró la puerta
con llave.
Ya había oscurecido, y Michael echó a andar, pasó junto a la piscina y observó las
luces de los pueblos de Gozo y de Comino y, a lo lejos, las de Malta. Todo su cuerpo
estaba impregnado de odio hacia los hombres y mujeres que le habían hecho eso a
Juliet. Pensó en Creasy, que a esa altura estaría en Milán tratando de darles caza.
Elevó una suerte de plegaria personal para que su padre los encontrara. Un par de
horas más tarde, volvió a la bodega. Ella seguía dormida, de modo que él volvió junto
a la piscina, se quitó la ropa y nadó cincuenta largos muy rápido.
Dos horas después, Juliet despertó. Habían pasado alrededor de veinticuatro horas
desde la última dosis de metadona, y la pequeña se encontraba inmersa en lo más
profundo de su infierno. Michael se sentó en la silla de lona y observó su tortura.
Juliet empezó a bostezar con tanta violencia que él tuvo miedo de que se dislocara la
mandíbula. Una mucosidad acuosa le salía de la nariz y mares de lágrimas le brotaban
de los ojos. Tenía las pupilas muy dilatadas; el vello fino y oscuro, parado, y piel de
gallina en todo el cuerpo. Por la descripción de Creasy, Michael supo que estaba
sufriendo las consecuencias de la abstinencia.
Después, el sufrimiento se hizo más intenso. Los intestinos de la muchacha
comenzaron a actuar con violencia. Se manchó los jeans, y el hedor se esparció por la
bodega. Febrilmente, Juliet se los sacó, después hizo lo mismo con su bombacha
manchada y por último con su camiseta empapada, hasta quedar desnuda. Era como
si Michael no estuviera en la bodega, pero enseguida él vio que los ojos de la
muchacha se enfocaban en él con mirada suplicante, y oyó su voz entrecortada que le
rogaba que le diera una inyección. Michael se puso de pie, se acercó al barril de agua,
tomó un cucharón de madera y la salpicó con agua. Repitió el proceso varias veces,

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pero no había forma de mantenerla limpia. Juliet empezó a vomitar; estaba allí
tendida, mientras el vómito brotaba de su boca, y los excrementos, de sus intestinos.
Michael notó que había sangre en el vómito y su angustia se convirtió en
desesperación. Advirtió también que el estómago de la chiquilla ondulaba, como si
tuviera una maraña de serpientes debajo de la piel. Recordó las palabras de Creasy y
supo que eso era causado por contracciones extremas de los intestinos. El hecho de
conocer su origen no alivió a Michael. Sabía que a partir de ese momento, la chiquilla
no podría descansar ni dormir hasta que hubiera salido adelante o se hubiera muerto.
En forma irracional, pensó que la tumba que tendría qué cavar no sería muy larga ni
muy ancha.
Durante la hora que siguió, Michael le echó agua del barril varias veces más. Ella
estaba mojada, el colchón estaba mojado y el piso de la bodega estaba mojado.
Michael miró en todas direcciones, mientras el cucharón le colgaba de la mano.
Había perdido el sentido del tiempo, y si no hubiera llevado puesto un reloj, no habría
tenido idea de si había permanecido allí horas, días o semanas. Le dolía todo el
cuerpo y tenía la mente embotada por la impresión y por el dolor que eso le causaba.
Sabía que la chiquilla había estado alrededor de treinta y seis horas sin la droga.
Sabía que pasarían cuatro o cinco días más antes de que saliera adelante o muriera.
Entonces Juliet empezó a hablarle con voz ronca y en un suspiro. Una voz
suplicante, que le imploraba que le diera una inyección. ÉL se acercó a la silla de
lona, se sentó y trató de evitar su mirada. Era imposible. Sus ojos terminaban siempre
en esa figura pequeña, blanca, temblorosa que estaba sobre un colchón inmundo.
Juliet le ofreció todo lo que tenía, que era sólo su cuerpo desnudo. Se tomó los
pechos con las manos y se los ofreció. Abrió las piernas, se acarició la entrepierna y
trató de seducirlo. Michael intentó fijar la vista en la marca que estaba sobre la roca,
encima de Juliet. Entonces, ella empezó a maldecirlo y a gritarle palabras muy soeces
para una chiquilla de trece años. Por último, sus piernas comenzaron a sacudirse y
luego a patear con violencia. Eso siguió y siguió, mientras ella golpeaba con fuerza el
colchón. Michael se preguntó cómo un ser humano era capaz de producir semejante
acción violenta de manera sostenida. Comenzó a preguntarse si un hombre fuerte
podría sobrevivir a eso y, con más razón, si podría hacerlo una criatura débil y
destruida.
Michael estaba muy asustado. En ese momento sonó la campanilla del teléfono.
Ella no prestó atención al ruido y siguió lanzando golpes mientras las piernas se le
sacudían convulsivamente. Michael levantó el tubo. Oyó el clic y el zumbido propios
de una llamada de ultramar y, después, la voz de Creasy.
—¿Eres tú?
—Sí.
—¿Cuál es la situación?
Michael respiró hondo y respondió lo más serenamente que pudo.
—Estoy en la bodega… creo que está muñéndose.

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—Descríbeme lo que ocurre.
Michael volvió a respirar hondo.
—Tiene convulsiones. Patea como loca. No hace más que suplicarme que le dé
una inyección.
La voz de Creasy era controlada.
—¿Ha estado moviendo los intestinos y vomitando?
—Sí.
—¿Has visto las serpientes en su vientre?
—Sí.
—¿Durmió un sueño prolongado?
—Sí, se despertó hace algunas horas… Creasy, es apenas una criatura… su
cuerpo no podrá soportar mucho más. Se hizo un breve silencio. —¿Cuándo le diste
la última inyección?— preguntó Creasy.
Michael consultó su reloj.
—Hace treinta y ocho horas y media.
Se hizo otro silencio.
—Si soporta las próximas veinticuatro horas, tal vez lo logre. ¿Has dormido algo?
—le preguntó Creasy.
—No.
—Entonces escúchame con atención. Ella está pasando por lo que los adictos
llaman «patear el hábito». No importa lo que suceda… no importa lo mal que te
sientas… no le des otra inyección. No importa qué dice o hace ella. —La voz se puso
dura—. Y, Michael, no importa lo que ella diga o haga, no pienses siquiera en llamar
a un médico ni a ninguna otra persona. Un médico le daría una inyección y la enviaría
a un centro de desintoxicación. Para algunos adictos, eso tal vez sea lo mejor, pero
estoy convencido de que en el caso de Juliet, su única oportunidad es permanecer los
próximos días contigo en la bodega. Ahora escúchame: quiero que la encierres con
llave y vayas a dormir por lo menos cuatro horas. Pon el despertador. Si llegas a
quedarte dormido, en la bodega podría ocurrir cualquier cosa.
—¡Es que no puedo dejarla! —respondió Michael con brusquedad.
—¡Tienes que hacerlo! Sal de ese lugar durante cuatro horas y llévate cualquier
cosa que ella podría utilizar para lastimarse.
Michael miró a la chiquilla y después hacia la puerta. Empezó a sentir el
agotamiento. Sintió los ojos como llenos de arena. Le dolía todo el cuerpo. Juliet
tiraba en ese momento de la pila de frazadas, las sacudía y se cubría con ellas.
Michael se lo transmitió a Creasy.
—Es la siguiente fase —le dijo Creasy—. Sentirá una ola de escalofríos. Eso
persistirá por muchas horas. No podrá dormir. Los calambres en el estómago la
mantendrán despierta. Tal vez la maten, pero no hay nada que tú puedas hacer. Si
sobrevive, te necesitará más tarde. ¡Ve y duerme un poco!
Michael se decidió.

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—Lo haré. ¿Cuál es tu situación?
—Tengo una pista hacia el nombre que me dieron en Marsella. La estoy
siguiendo. Te llamaré de nuevo dentro de dos o tres días… bebes ser fuerte, Michael.
Y el teléfono quedó mudo.

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26

Creasy arrojó un doble cuatro. Satta puso los ojos en blanco y murmuró, algo sobre la
suerte y el demonio. Creasy tomó sus últimas dos fichas del tablero, miró los dados, y
después hizo un cálculo rápido.
—Sumarían cuatrocientas veinte mil liras.
Satta maldijo entre dientes, se puso de pie, estiró las piernas y se dirigió al bar.
Estaban en su elegante departamento. Era sábado por la tarde, y los dos vestían
pantalones y camisas abiertas informales. Durante dos horas habían aguardado una
llamada telefónica, y pasaron el tiempo jugando al backgammon. Creasy también se
acercó al bar, que tenía una barra lo suficientemente alta como para apoyar los codos.
Miró su reloj.
Satta le sirvió vodka con soda en un vaso alto y helado.
—Llamará pronto —dijo el Coronel—. Es un hombre confiable, y si alguien
puede obtener información de ese tal Donati, es él.
Creasy sonrió.
—No estoy impaciente, Mario. Al contrario, no me importa quedarme aquí todo
el día jugando al backgammon.
EL italiano hizo una mueca.
—No sé quién siente más placer perverso en ganar, si tú o Guido… A propósito,
¿quién suele ganar cuando juegan ustedes dos?
—Andamos parejos —respondió Creasy—, pero nunca jugamos por dinero.
—¿Por qué no?
—Sólo lo hacemos para practicar para poder luego llenar nuestras billeteras con
el dinero de coroneles muy bien pagos de los carabinieri.
Satta estaba a punto de retrucarle, cuando sonó el teléfono que estaba junto a él.
Escuchó durante alrededor de dos minutos. —Gracias— dijo, colgó el tubo y miró a
Creasy—. Tal vez… sólo tal vez. Hay en esta ciudad un hombre llamado Jean Lucca
Donati. Es un hombre de negocios respetado, y tiene sesenta y un años. Es oriundo de
Nápoles pero vive y trabaja en Milán desde hace treinta años. No tiene prontuario
delictivo. De hecho, es muy respetado en las comunidades de negocios y de
banqueros. Durante los últimos quince años ha tenido bastante éxito. Es dueño de una
compañía que hace negocios en el Medio y en el Lejano Oriente, tanto importando
como exportando materiales textiles e indumentaria de alta calidad. Viaja mucho. Es

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viudo y tiene tres hijos grandes que trabajan en su empresa. Tiene un penthouse aquí
en Milán, y también una villa sobre el Lago de Como.
Creasy lo había estado escuchando con atención. Bebió un sorbo de su vaso.
—¿Y? —preguntó.
Satta se encogió de hombros.
—Mi colega sospecha de él.
—¿Por qué?
Satta sonrió.
—Paga sus impuestos.
—¿Y eso lo convierte en delincuente?
—Esto es Italia —dijo Satta, muy serio—. Con frecuencia, la única manera que
tenemos de arrestar a un delincuente es por evasión de impuestos. Los
norteamericanos consiguieron arrestar finalmente a Al Capone por ese motivo.
Durante los últimos años me he especializado en la corrupción que existe en la
relación entre la industria y nuestros amados políticos. En esos años, no he conocido
a ningún hombre de negocios o industrial que honestamente pague sus impuestos.
¿Por qué, entonces, Jean Lucca Donati parece un ángel en lo que se refiere a este
asunto? Hay tantas formas de evadir ese pago. Existe, entonces, la posibilidad de que
él se preocupe de mantener una imagen de persona «limpia» en un negocio
relativamente pequeño para cubrir las ganancias de un negocio mucho más grande y
quizás ilegal.
Creasy no estaba impresionado.
—De modo que lo único que tenemos son sospechas.
Habían estado hablando en italiano. Creasy había aprendido el idioma durante los
años que pasó con Guido, tanto en la Legión como más tarde como mercenarios. Él, a
su vez, le había enseñado inglés a Guido. El resultado era que Guido hablaba inglés
con un leve acento norteamericano, y Creasy hablaba italiano con un decidido acento
napolitano. Lo hablaba tan bien que un italiano podría sólo adivinar que no había
nacido en Italia porque no utilizaba las manos para dar énfasis a sus palabras. Por
contraste, Satta era tan elocuente con sus manos que si se las ataran detrás de la
espalda, podría quedar completamente mudo.
—Llámalo más intuición que sospechas —dijo—. Recuerda, además, que no
hemos podido localizar a ningún otro Donati que pudiera estar envuelto en la trata de
blancas… al menos no en la escala internacional que sugieres.
Tomó el teléfono y, segundos después, hablaba con Bellu, su asistente. Creasy lo
escuchó darle instrucciones precisas, que incluían una investigación profunda en las
finanzas de Donati, sus movimientos recientes y sus socios de negocios en el
extranjero.
Satta colgó, y miró a Creasy.
—Si no hay ninguna novedad en las próximas cuarenta y ocho horas, intervendré
sus teléfonos y le pondré una vigilancia las veinticuatro horas del día.

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—¿Por qué? —preguntó Creasy.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué haces esto? Tienes millones de otras cosas que hacer. Esto es sólo
algo secundario. Estás ocupado desde el amanecer al anochecer. ¿Por qué?
Sarta no tenía una respuesta inmediata. Tuvo que pensarlo, pero de pronto sus
pensamientos cristalizaron en la elocuencia.
—Creasy. Qué reverendo estúpido eres. ¿No sabes que tienes amigos? ¿No
entiendes que no vives aislado de los demás? ¿No sabes que Guido moriría por ti?
¿Que hay otras personas diseminadas por el mundo que harían lo mismo? Tienes
aserrín en la cabeza. Miras a los demás bajo la misma luz con que te miras a ti
mismo.
El italiano se agitó y se enojó. Vio que los vasos estaban vacíos y sirvió otra
vuelta de bebidas. Era un hombre que rara vez mostraba sus sentimientos, pero esa
noche los dejó fluir.
—Hace seis o siete años que te conozco, y sé las lealtades que creas. Pero tú
mismo no las entiendes. El Círculo Azul del que hablas puede o no existir. Si existe,
tú lo destruirás. Pero, como viejo amigo, debo decirte que ya no eres un muchachito.
Toda tu vida has actuado en forma independiente sin necesitar a nadie. Pero ahora
necesitas a aquellos que tú has creado… Por supuesto que siempre estoy en contacto
con Guido. Es como un hermano para mí, y hasta mi hermano lo considera un
hermano. Cada tanto, después de una noche larga, buena comida y buen vino, me
habla de ti. Nada de secretos, sólo recuerdos de los días de la Legión, de los días en
África, de los días en el Lejano Oriente y de los días en Vietnam. Tú apareciste en mi
Vida decidido a destruir a la familia de la Mafia que había abusado de una criatura
que tú amabas. Yo debería haberte arrestado, pero te dejé en libertad. Tú lograste que
esos hijos de puta de la Mafia retrocedieran diez años. No sé nada de El Círculo Azul
del que tú hablas, pero lo averiguaré. Puedes convocar a muchas personas a tu causa.
No lo hagas solo. Echa mano de tu historia. Esas personas que buscas son más
peligrosas de lo que imaginas. Creo que, por lo que me dices, han existido durante
muchos años, y no sabemos nada de ellas, de modo que deben de estar bien
organizadas y ser muy astutas. —Ahora su voz estaba llena de emoción. Bebió otro
trago, asintió con firmeza y dijo—: Es como si retrocediéramos seis años. Te veo
como una bomba a punto de explotar. No tengo duda de que en las semanas que
vendrán me presionarán para que te encuentre y te arreste. Evitaré esa presión.
—Ahora mi vida gira en torno de descubrir la corrupción. ¿Y cuál es el resultado?
Yo los atrapo y ellos tiran de los hilos de la política y se liberan. Creasy, piensa en
mí… Últimamente la vida ha sido muy aburrida. Creo que el Donati que hemos
identificado es tu primer enlace importante. Está bien…, será intuición, pero ve tras
él. Ya conoces a mi asistente… no, debo corregirme, mi socio…, Bellu…, lo conoces
bien. Él tiene la clase de inteligencia que puede ayudarte. Necesita vacaciones. Te
sugiero que permitas que te ayude. Yo te protegeré de la sanción legal. Pero te incito

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a que convoques a las personas que conoces y en quienes crees para que te ayuden a
derrotar a esos animales. No existe en este país, ni en ningún otro país de Europa, un
cuerpo legalmente constituido que pueda intentarlo.
Se hizo un largo silencio. Después, en el rostro de Creasy apareció una leve
sonrisa.
—Cuando esto haya terminado, ¿los carabinieri me darán una pensión?
Satta también sonrió, una sonrisa de emoción.
—Esta noche te hablo de una manera en que no volverás a oírme hablar. El mal
que buscas jamás será juzgado en una corte de justicia. El único castigo será la
muerte. En eso tendrás mi protección… Mientras tanto, Creasy, debes tener cuidado
cuando estés en esta o en cualquier otra ciudad de Italia. No olvides que tu cara es
bien conocida y, por supuesto, a cualquier familia de la Mafia le encantaría ponerte
las manos encima. ¿No lo crees?
Creasy se encogió de hombros.
—Por eso me alojo en un hotel de mala muerte y ando solo.
El italiano asintió y luego señaló el teléfono.
—Haz los arreglos necesarios.
Creasy lo miró.
—¿Este teléfono es seguro?
—Absolutamente.
Creasy discó un número. Era el de Blondie, en Bruselas. Habló con eufemismos,
pero ella entendió cada una de sus palabras.
—Una base —dijo él.
—La tienes.
Él le habló de las personas con las que podía ser franca y abierta.
—Michael, desde luego, y con el tiempo quizás una chiquilla llamada Juliet. Un
policía de Copenhague que conociste una vez. Un francés de Marsella que se
identificará como El Búho. Su jefe es otro francés que conociste en Argelia. Era
legionario. Ahora vive en Marsella.
La oyó reír en voz baja.
—Sí, lo conozco… no es del todo feo —dijo ella.
—Sí, por supuesto —le contestó él—. Tú conocías a todos los legionarios buenos
mozos de África del Norte.
Ella volvió a reír.
—Un hombre bueno, y que te respeta —dijo Blondie—. ¿Quién más?
—Maxie, desde luego. Ponte en contacto también con el australiano y con el
francés que me ayudaron en el último trabajo en los Estados Unidos y diles que estén
preparados… Los sueldos habituales… más la satisfacción del trabajo. Estaré contigo
dentro de un par de días. —Colgó el tubo y miró a Satta, que sonreía de oreja a oreja.
—De modo que la guerra comienza —dijo Satta con satisfacción.
—Comenzará en cuanto me des una pista definida —respondió Creasy. Tomó el

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teléfono y disco otro número. El teléfono sonó y, movido por un impulso repentino,
Creasy cortó.
En el rostro de Satta apareció una expresión de sorpresa.
—¿Qué ocurre?
—¿Existe alguna posibilidad de que el teléfono de Guido esté intervenido? —
preguntó Creasy pensativamente.
Satta sonrió y sacudió la cabeza.
—Yo paro en la pensione bastante seguido, y hago que ese teléfono y el lugar
sean revisados en forma regular. Su teléfono no está intervenido.
Creasy marcó el número y segundos después hablaba con Pietro, el hijo adoptivo
de Guido, que hacía casi todo el trabajo en la pensione. Había sido despachado a
Gozo durante aquellas semanas traumáticas en que Creasy destruía a la familia
Cantarella de la Mafia muchos años antes. La conversación fue breve pero afectuosa.
—¿Cómo estás, pedazo de atorrante?
—Reconozco tu voz, tarado. ¿Qué necesitas?
—¿Anda por ahí cerca el hombre?
—No, está con su madre… a ella le duele la cabeza.
Creasy rió por lo bajo.
—Escúchame con atención y pásale esta información. Tal vez haya llamados
telefónicos de las siguientes personas: Michael, Satta, Bellu, Sacacorchos Segundo,
Blondie, una chiquilla llamada Juliet, Pavlova, El Búho, Laura, Maxie, Nicole,
Miller, Callard, y yo mismo… sólo ésas. Díselo al hombre, grábatelo tú mismo, y
toma mensajes. No escuches a nadie más.
Hubo una pausa mientras Pietro tomaba nota.
—¿Te veremos por aquí? —preguntó el muchacho.
—Dentro de algunos días. —Creasy cortó la comunicación, miró a Satta y agregó
—: Dos o tres llamados telefónicos más y estaré listo.
Satta asintió y volvió a llenar los vasos. Creasy disco el número de Leclerc en
Marsella. Conversaron sobre temas intrascendentes y sobre personas, como un primo
en Milán y una vieja tía en Nápoles. Creasy pronunció una serie de apodos que
resultarían incomprensibles para cualquiera que estuviera escuchando. Eran, por
cierto, incomprensibles para Satta, que escuchaba con interés. Pero sabía quién era
Leclerc, y supuso que Creasy le estaba ordenando armas para ser entregadas en Milán
y en Nápoles.
—He oído decir que El Búho hizo un buen trabajo —dijo por último Creasy en el
tubo—. ¿Podría usarlo también en esto?
—Después de escuchar un momento, asintió con satisfacción, y agregó: —Muy
bien—. Luego colgó. Después llamó a Michael en Gozo, percibió la angustia en su
voz y le dio consejos. Cuando cortó la comunicación, Satta advirtió dolor en su
rostro.
—¿Qué ocurre?

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Creasy le explicó todo lo relativo a Juliet. Satta era uno de los pocos hombres que
entendían a Creasy, sabía de la gruesa coraza que lo rodeaba, y conocía ese diminuto
centro en el que se concentraba toda su emoción.
Satta le puso una mano en el hombro.
—Arremetiste contra molinos de viento —le dijo en voz muy baja—. Mataste al
dragón. Si ese mal existe, lo destruirás. Después, ¿adónde irás? ¿De vuelta a tu isla?
Creasy apuró el contenido del vaso, y asintió.
—De vuelta a mi isla… y a mi hijo… —Hizo una pausa, pensó, y su voz se
volvió sombría—. Y dentro de las próximas cuarenta y ocho horas sabré si también
volveré a una hija. —Levanto la cabeza, y estiró su cuerpo cansado—. Mario, ¿me
imaginas, después de todo lo que ocurrió, con un hijo y una hija? Yo tenía una esposa
y una hija, y la vida pareció terminar para mí, y ahora tal vez tendré un hijo y una
hija. —Después de un silencio, Creasy agregó, con mucha ternura—: Mario… sé que
tienes una religión. Cuando esta noche tengas un momento libre… por favor,
encuentra tiempo para rezar por mi ruja.

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27

Dios creó el mundo en seis días. Al séptimo, descansó. Pero un milenio más tarde, se
tomó tiempo de su descanso para sacar adelante a una de sus creaciones.
Temprano, por la mañana, Juliet empezó a tener violentos orgasmos. Con la mano
en la entrepierna, su cuerpo de niña se arqueaba de un espasmo al siguiente. Michael
estaba sentado en su silla de lona, observando, pero no pudo quedarse allí. Sabía que
era la última fase. También sabía que el joven corazón de la chiquilla estaba muy
debilitado por los excesos que la droga le había impuesto. Sabía que esa fase duraría
una hora o más, y que era posible que ella lo atacara físicamente, ya fuera, por el
exacerbado deseo sexual, o por el odio exacerbado. Tomó la silla, el cucharón y el
teléfono, abandonó la bodega y cerró la puerta con llave. Puso el despertador y
durmió una hora al borde de la piscina y luego, con mucho miedo, volvió a la bodega.
Juliet podría estar muerta o dormida.
Al principio pensó que estaba muerta. Yacía absolutamente estática; tenía el
cuerpo mojado sobre el colchón mojado. Michael se adelantó lentamente. Le habían
enseñado a verificar si una persona estaba muerta. Ella estaba acurrucada en posición
fetal. Michael le tocó el hombro. Estaba frió. Le apartó la cabeza del pecho y le
apoyó el dorso de la mano debajo del mentón, contra la carótida. El ritmo cardíaco
era lento y tan débil que casi no lo percibía…, pero estaba allí. Se incorporó y
observó el cuerpo exhausto y sucio de la chiquilla. Miraba la cosa más hermosa que
había visto en su vida o que vería jamás.
En vano pronunció su nombre, sabiendo que ella no podría oírlo. La levantó en
brazos y la sacó de la bodega. Se detuvo junto a la puerta principal de la casa, y
después la llevó al dormitorio de Creasy, la depositó en el vasto lecho y fue al cuarto
de baño. Llenó la bañera de pino, estilo japonés, con agua tibia; alzó a Juliet, la llevó
al baño, la puso en la bañera y con mucho cuidado la lavó entera. Después, la
envolvió en una toalla y la acostó de espaldas en la cama. Cada tanto ella murmuraba
algo, pero no se movió. Michael volvió al baño y se dio una ducha de agua hirviendo,
como para borrar los recuerdos de siete días de infierno. De vuelta en el dormitorio,
verificó la respiración de Juliet: era suave pero regular.
Fue a la cocina y se puso a cocinar. Primero, tomó dos pollos grandes, los trozó,
los doró apenas en la sartén con aceite de oliva, colocó los trozos en una cacerola
grande y los cubrió con agua. Después picó cebollas, zanahorias, tomates, habas,

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hinojo, perejil y albahaca, y los colocó en la cacerola. Bajó el fuego, tapó la cacerola
y volvió al dormitorio. Se acostó junto a ella y la tuvo abrazada durante toda la
noche. El cuerpo de la chiquilla seguía agitado, y se movía y daba vuelta, pero
siempre volvía a sus brazos. Si hubiera estado despierta, habría sentido en sus
mejillas y hombros la humedad de las lágrimas de Michael. Pero durmió el sueño de
un ángel, y él, el sueño de un mártir.
Por la mañana, revolvió el caldo y se lo llevó en una taza. Le sostuvo la cabeza y
se lo fue dando en la boca. Ella volvió a quedarse dormida, y al cabo de algunas horas
despertó y bebió más caldo. Michael notó que Juliet se miraba el cuerpo desnudo con
un poco de vergüenza, y en un cajón encontró uno de los coloridos sarongs que
Creasy usaba para dormir. La envolvió en él, la besó en la mejilla y le dijo que
durmiera.
Los documentos llegaron dos días después. Provenían de Marsella, del traficante
de armas Leclerc, y venían en un sobre grande, entregado por un correo privado.
Michael firmó el recibo, entró en la cocina, se preparó café bien fuerte y abrió el
sobre. Adentro, encontró papeles de adopción de una chiquilla de trece años llamada
Juliet Creasy. Había sido adoptada dos años antes por un tal Marcus Creasy y su
esposa Leonie. Los documentos indicaban que era de nacionalidad belga, y huérfana.
Nombraba un orfanato en Brujas. Parecían documentos absolutamente auténticos, al
igual que el pasaporte maltes y la fotografía de la pequeña.
Michael sonrió y llevó los papeles al dormitorio. Ella estaba apenas despierta,
pero sonrió al examinar los papeles y el pasaporte. Levantó un brazo, lo pasó
alrededor del cuello de Michael, lo atrajo hacia sí y lo besó en la mejilla.
—Tienes una hermana —dijo.
—Y tú tienes un hermano —respondió él.

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28

Massimo Bellu era la antítesis de su jefe, el coronel Satta, en todos los aspectos
excepto dos: la calidad de su cerebro, y la dedicación con que lo usaba. Fuera de eso,
los dos hombres no podrían haber sido más diferentes. Satta era apuesto, elegante,
sardónico, cínico y un gourmet aristocrático. Bellu, en cambio, era bajo, rechoncho y
calvo. Vestía como lo haría el empleado de una compañía comercial de mala muerte,
y sus preferencias culinarias principales iban desde una hamburguesa con una porción
adicional de cebollas a spaghetti alia carbonara. Además, detestaba jugar al
backgammon, y un par de años antes se había puesto firme y se había rehusado a
jugar con su desconcertado jefe durante las muchas noches que pasaban juntos
mientras esperaban un llamado telefónico o que ocurriera algo.
Hacía ocho años que trabajaba con Satta. Durante el primer año, pasó mucho
tiempo tratando de encontrar una razón viable para solicitar que lo transfirieran a otro
departamento. Pero al cabo de ese año comenzó a apreciar y a comprender la sutileza
de la mente de Satta, Al mismo tiempo, la hermana menor de Bellu, una muchacha
muy capaz, había presentado una solicitud para ingresar en la Universidad de
Catanzaro para estudiar medicina. Había muy pocos cupos y resultaba muy difícil
ingresar sin tener una recomendación. La rechazaron, pero una semana después ella
recibió una carta en la cual se revertía esa decisión. Pasaron muchas semanas antes de
que ella se enterara de que un tal profesor Satta, jefe de cirujanos del Hospital
Cardarelli de Nápoles, había intervenido en favor suyo.
Bellu enfrentó al coronel Satta, quien simplemente se encogió de hombros y le
dijo: «Tú trabajas conmigo. Por supuesto que yo tenía que hacer algo al respecto».
Todas las ideas de que lo transfirieran desaparecieron de la cabeza de Bellu. No
por lo que Satta había hecho, sino por las palabras que pronunció: «Tú trabajas
conmigo, no para mí».
Con el correr de los años habían aprendido a trabajar muy bien juntos y cada vez
con mayor comodidad, y lentamente fueron conformando una auténtica sociedad.
Ahora Bellu se encontraba sentado en su oficina, tarde por la noche, frente a lo
que era su orgullo y su alegría, una nueva computadora Apple Mackintosh. Tenía una
afinidad especial con las computadoras; no había nada que el experto en computación
del departamento pudiera enseñarle. En sólo algunas semanas logró transferir una
enorme cantidad de información al disco rígido de la Apple. Esa noche en particular,

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estaba sentado mirando el monitor en busca de algo que le diera una pista sobre la
forma en que funcionaba la mente de Jean Lucca Donati.
Cuando apareció, al principio él no lo vio, pero dos minutos después, se hizo una
conexión en su cerebro. Apretó unas teclas, retrocedió, estudió el monitor durante
algunos minutos, volvió a apretar más teclas y entró en otro archivo, el archivo de un
hombre llamado Anwar Hussein, un árabe. En realidad, un árabe nubio con
antecedentes en Egipto. Asimismo comerciante, con excelentes contactos en Medio
Oriente. También él tenía una reputación impecable, y vivía desde hacía veinte años
en una lujosa villa en las afueras de Nápoles. También pagaba sus impuestos. La
única posible mancha en su reputación había ocurrido unos dos años antes. La aduana
de Arabia Saudita había descubierto una pequeña cantidad de pornografía infantil y
satanismo en un embarque de indumentarias de moda, enviadas a Riad por una de las
compañías italianas de Hussein. Se había atribuido el delito a un subalterno, al que
Hussein se apresuró a despedir.
La leve conexión que existía entre Jean Lucca Donati y Anwar Hussein era que
los dos eran miembros de un grupo cultural, el Círculo Árabe Italiano, y cuatro años
antes los dos integraban la comisión directiva. El único motivo por el que Bellu tenía
un archivo sobre el Círculo Árabe Italiano era porque hacia fines de la década del 60
y comienzos de la del 70, se creía que podía ser una pantalla para uno o más servicios
árabes de inteligencia. Sospechas similares habían sido dirigidas contra el British
Counsel, la Alliance Française y el Goethe Institute. En el caso del Círculo Árabe
Italiano, tales sospechas demostraron no tener fundamento.
Bellu revisó sus archivos de atrás para adelante, y luego descubrió un común
denominador: Jean Lucca Donati era cónsul honorario de Egipto en Milán, y Anwar
Hussein ocupaba idéntico cargo honorario en Nápoles. Esto les daba a ambos acceso
a la valija diplomática. Bellu apagó la computadora y consultó su reloj. Era cerca de
medianoche, pero igual llamó por teléfono a Satta y le informó lo que acababa de
descubrir. Satta le dijo que ordenara una vigilancia total sobre los dos hombres y sus
familias. Después, Satta llamó a Creasy a su hotel. Lo pescó justo cuando salía para
tomar un vuelo nocturno a Bruselas. Le pasó la información. Creasy comentó que le
parecía bastante inconsistente. Satta rió en voz baja.
—Dos hombres que pagan una suma considerable en concepto de impuestos y
que disfrutan de la confianza del gobierno egipcio… No me parece un dato nada
inconsistente —dijo el Coronel.

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29

El domingo, Michael llevó a Juliet a almorzar a casa de los Schembri. Era una suerte
de ritual. Cuando él y Creasy estaban en Gozo, juntos o separados, siempre iban a
almorzar a lo de Schembri domingo por medio. Las otras semanas, los Schembri iban
a la casa de ellos a comer asado.
Antes de abandonar la casa de la colina, Michael llevó a Juliet al dormitorio de
Creasy.
—En esta habitación hay una caja fuerte. Está bien oculta. Puesto que ahora eres
miembro de la familia, debes saber cómo abrirla.
Llevaba una carpeta que contenía los papeles y el pasaporte que acababan de
llegar. Se acercó a la cabecera de la amplia cama de dos plazas y señaló el extremo
superior derecho de una de las losas de piedra caliza que formaban esa gruesa pared.
—Debes contar cuatro losas desde el piso, y luego apretar con fuerza aquí. —
Apoyó la palma de la mano contra la losa, que lentamente se abrió. Detrás había una
puerta de metal de alrededor, de un metro de altura y medio metro de ancho. En el
metal había una manija y, al lado, un dial para la cerradura de combinación—.
¿Tienes buena memoria? —preguntó Michael. Ella asintió con aire solemne. Michael
advirtió que Juliet estaba impresionada, como lo estaría cualquier chiquilla, por la
confianza que le demostraban—. 83… 02… 91.
Ella repitió los números dos veces y luego asintió. Él estiró el brazo, giró el dial y
abrió la pesada puerta. Adentro había varios estantes. Michael señaló el estante
superior, que contenía paquetes envueltos en gamuza.
—Armas —dijo Michael—. Armas de puño y dos pequeñas ametralladoras, con
silenciadores y cartuchos. Más adelante te enseñaré cómo usarlas. —Señaló el estante
del medio, que contenía varias carpetas gruesas—. Son registros de personas.
Algunas son enemigas, y otras, amigas. —Señaló la bandeja inferior. Había otras
carpetas, pero eran más finitas—. Esos son documentos personales. —Sacó una de las
carpetas, la abrió y puso adentro el pasaporte de Juliet y los papeles de adopción.
Debajo del estante inferior había un cajón delgado. Michael lo sacó y señaló. Ella se
inclinó hacia adelante y vio los fajos de billetes—. Aquí hay dólares norteamericanos,
francos suizos, libras esterlinas, marcos alemanes y riyals de Arabia Saudita. —
Levantó una pequeña bolsa de lona y la sacudió. Juliet oyó el repiqueteo de monedas
—. Libras esterlinas de oro y krugerrands. Muy útiles como moneda corriente en

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Medio Oriente. —Volvió a poner la bolsa en el cajón y lo cerró. Luego, al cerrar la
puerta de la caja fuerte y hacer girar el dial, dijo—: En total, hay en ese cajón más del
equivalente a quinientos mil dólares estadounidenses. En un momento de crisis, y si
Creasy y yo no estamos cerca, usa lo que necesites. —En sus ojos apareció una
mirada burlona—. Pero te prevengo que la semana próxima no quiero verte conducir
un Mercedes deportivo flamante.
Ella sonrió, y Michael pensó que cuando Juliet se restableciera por completo y
creciera se convertiría en una mujer muy hermosa. El calvario por el que debió pasar
la había hecho perder peso y demacrarse. Se le notaba la estructura ósea de la cara y
sus piernas eran poco más que un par de palitos. Michael calculó que en el proceso de
desintoxicación había perdido por lo menos doce kilos, aproximadamente una cuarta
parte de su peso. Pero desde entonces comía bien, y dentro de una semana su cuerpo
y su cara comenzarían a rellenarse. Juliet había comenzado además a hacer ejercicio:
nadaba varios largos de pileta por la mañana y por la tarde.
Mientras pasaban con el auto por Rabat hacia Nadur, él le habló en detalle de Paul
y Laura Schembri y de su hijo Joey y María, su esposa desde hacía dos años, quienes
también asistirían al almuerzo. Le explicó la prolongada relación entre la familia
Schembri y Creasy y él mismo. Lo resumió con estas palabras:
—Los consideramos nuestra familia, y a ellos les pasa lo mismo con nosotros. —
Giró la cabeza para mirarla, y agregó—: Así que, en cierto sentido, ahora son también
tu familia, y tú, la de ellos. Puedes confiar totalmente en ellos, y responder a la
confianza que te brinden.
Juliet permaneció callada mientras avanzaban por el serpenteante camino de tierra
hacia la casa de la granja. Sentada en el jeep, miraba hacia Comino y Malta.
—Espero que yo les caiga bien —dijo en voz baja.
Él volvió a mirarla y advirtió que estaba nerviosa. Sacó una mano del volante y le
apretó el hombro.
—No te preocupes. Trata de ser tú misma. Ofrécete a ayudar a Laura y a María a
lavar los platos. —No te permitirán hacerlo, pero igual, ofrécete.
Les cayó bien. Michael no les había dicho quién era. Cuando los llamó por
teléfono simplemente dijo que pensaba llevar a una amiga. Cuando el jeep se detuvo
en el patio, todos salieron a saludarlos. Él la presentó simplemente como «Juliet… mi
nueva hermana», y después se echó a reír al ver la expresión de sus caras. Les dio a
Laura y a María un gran abrazo y un beso en ambas mejillas.
—Se lo explicaré durante el almuerzo —dijo Michael.
Como de costumbre, el almuerzo fue pantagruélico. Tortellini para empezar,
seguidos por un guiso de cordero y una variedad de verduras de sus campos. Los
demás permanecieron en silencio durante la comida mientras Michael relataba la
historia de Juliet.
—Deberías habernos llamado en cuanto volviste —dijo Laura al final con tono
indignado—. Nosotros te habríamos ayudado… nos habríamos turnado para estar con

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ella. Sabes que puedes confiar en todos nosotros.
Antes de que Michael tuviera tiempo de abrir la boca para defenderse, Juliet se
inclinó hacia Laura.
—Fue mejor que Michael lo hiciera solo —le dijo Juliet muy seria—. Él sabía
qué esperar y estaba preparado para eso… además, cuando todo empezó yo ya lo
conocía, confiaba en él y no sentía vergüenza. No pueden imaginar la vergüenza que
habría sentido si hubiera habido desconocidos allí y me hubieran visto en semejante
estado. —Su voz se entrecortó y bajó la mirada hada su plato—. Sé que en varias
ocasiones estuve a punto de morir… si alguien que no fuera Michael hubiera estado
allí, creo que habría muerto. —Levantó la vista y miró a Laura a los ojos—. De eso
estoy segura.
Lentamente, Laura asintió para demostrar que la entendía.
—Tal vez tengas razón. No podemos imaginar lo que tuviste que pasar, pero si
alguna vez vuelve a ocurrir algo semejante y no están Michael ni Creasy, debes
acudir a nosotros.
Juliet sonrió y asintió.
—Lo haré. —Indicó la cacerola humeante de guiso—. Sobre todo con comida tan
rica como esta.
Como respuesta, Laura le sirvió más guiso, pese a las protestas de la chiquilla.
—¿Cómo explicarás su existencia? —le preguntó Paul a Michael.
Michael se encogió de hombros.
—Tendrá que seguir siendo un misterio para muchas personas. Tenemos papeles
de adopción con fecha de hace dos años, en Bélgica. También tenemos un pasaporte
maltes.
—Falsificaciones, supongo —dijo Joey.
De nuevo, Michael se encogió de hombros.
—Nadie, salvo un experto, lo descubriría.
Entonces María, que trabajaba como empleada en la fuerza policial de Malta,
dijo:
—Nos ha llevado mucho tiempo, pero en los últimos meses, todos los registros de
Inmigraciones, pasaportes y cédulas de identidad han sido computarizados. Si ella
llega a pasar por Inmigraciones al entrar o salir del país, su número de pasaporte no
aparecerá en la computadora y eso provocará preguntas.
Michael sonrió.
—Estoy seguro de que Creasy, antes de abandonar Marsella, le habrá mandado
una carta a George Zammit.
Juliet parecía desconcertada.
—George es mi sobrino —explicó Paul—. Es policía y también tiene
Inmigraciones entre los departamentos a su cargo. Creasy le ha hecho algunos favores
en el pasado. —Miró a su nuera y preguntó—: ¿Tú tienes acceso al software de
Inmigraciones?

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—Sí. Lo primero que haré al llegar por la mañana será verificar si una tal Juliet
Creasy tiene pasaporte maltes.
Juliet todavía no entendía nada.
—¿Cómo puede hacer eso? Quiero decir, ¡parece cosa de la Mafia!
Todos se echaron a reír.
—Aquí no existe la Mafia —dijo Joey.
—Es verdad —dijo Laura muy seria, y Juliet notó el brillo pícaro de su mirada—.
En realidad, vienen aquí cada tanto… pero sólo para aprender.
Cuando María empezó a levantar los platos de la mesa, enseguida Juliet se puso
de pie para ayudar.
Con severidad, Laura le dijo que se sentara.
—Aquí, los invitados no ayudan —dijo.
Juliet no se sentó.
—Yo no soy una invitada… soy de la familia —dijo la chiquilla con igual
severidad.
Sin duda, a todos les cayó muy bien.

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30

—Quieres ir, ¿verdad? —preguntó Nicole con una sonrisa irónica. Maxie la miró y se
encogió de hombros.
—Es natural, Nicole. Cuando uno tiene buenos amigos, y cuando uno ha estado
haciendo eso durante la mayor parte de la vida, es natural. —Le puso una mano en el
hombro—. Pero no te preocupes. Te hice esa promesa hace dos años y pienso
respetarla. Ya sabes lo feliz que soy. Por supuesto, cada tanto me siento inquieto, pero
no lo suficiente como para perderme lo que tengo aquí contigo.
Era después de medianoche y se encontraban de pie detrás de la barra del
restaurante. Maxie lustraba las copas. Nicole tenía los codos apoyados en la barra.
Frente a ella tenía una copa de Armagnac. La levantó, bebió un sorbo y volvió a
mirar a los últimos tres parroquianos. Estaban sentados frente a una mesa del rincón
más alejado: tres hombres que hablaban en voz baja. Desde luego, conocía a Creasy,
y a él le debía su actual felicidad. También conocía a Frank Miller, el exmercenario
australiano que había trabajado con Creasy en África y en Asia. Parecía la antítesis de
un mercenario: tenía más de cuarenta años, era completamente calvo, con un cuerpo
grandote y una cabeza muy pequeña; su rostro era levemente angelical. Había
conocido a Maxie y a Miller al mismo tiempo, en el último trabajo de Maxie, cuando
los dos habían triunfado en forma espectacular al proteger a un importante senador
norteamericano de una pandilla de la Mafia que se proponía secuestrarlo. Creasy los
había contratado para ese trabajo. También conoció brevemente al otro hombre en ese
mismo trabajo. Se llamaba René Callard y era un exmercenario y legionario que
también había trabajado muchos años con Creasy. Él tenía más el aspecto de un
mercenario: alto y delgado, con un rostro bronceado y lleno de arrugas y de
cicatrices. Pero tenía una sonrisa fácil que borraba la amenaza de su cara. Giró la
cabeza para mirar de nuevo a Maxie. Él observaba a los tres hombres con los ojos
entrecerrados. Sintió que ella lo miraba y enseguida tomó otra copa y se puso a
lustrarla.
Ella le sonrió, y lo despeinó.
—¿Eras tan recio como ellos? —le preguntó.
Él sonrió tímidamente.
—Supongo que sí. Bueno, al menos tanto como Frank y René. Pero no me
compararía con Creasy.

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—¿Dirías que alguien está a la altura de él? —preguntó ella con curiosidad.
Maxie pensó un momento.
—Sí, Guido Arellio, su mejor amigo —contestó Maxie—. Nos has oído hablar de
él. También él le prometió a su esposa, el día que se casaron, que jamás volvería a
pelear o a matar de nuevo.
Ella asintió pensativamente.
—Sí, me lo contaste… pero hay una diferencia. Ella murió hace alrededor de siete
años, ¿no es así?
—Sí.
—En ese caso —dijo Nicole—, en las mismas circunstancias, ella no podría
permitir que él rompiera esa promesa. Pero yo puedo dejar que tú rompas la tuya. —
Él empezó a decir algo, pero ella le tocó el brazo y le dijo en voz muy baja—: Mira,
Maxie, yo era una prostituta cuando te conocí. Tú lo sabías y no te importó. Aquellos
primeros días me diste más amor del que yo había recibido en toda mi vida. Fue el
amor que limpió todo el pecado que había en mí. Cuando fui a tu lecho, me sentí una
virgen. Tú recibiste a mi hermana en tu casa y la trataste como si fuera la tuya. Te
amo ahora igual o más que en aquellos días en Florida. —Ella sonrió ante ese
recuerdo, y luego su cara se puso seria cuando agregó—: Me considero una mujer
inteligente. Quiero conservar ese amor, y si eso significa correr el riesgo de no verte
más en este mundo, correré ese riesgo. —Indicó la mesa y dijo con firmeza—: Ahora
ve y siéntate con tus amigos. Mueres de curiosidad. —Sonrió—. Y yo también.
Dentro de algunos minutos les llevaré café y coñacs.
Los tres hombres levantaron la vista cuando Maxie acercó una silla y se sentó.
—Nicole me mandó. Me liberó de mi promesa, así que estoy listo para lo que me
necesiten.
Creasy giró la cabeza y miró a Nicole, que seguía detrás de la barra. Vio su
movimiento de cabeza casi imperceptible. Enseguida, ella fue a la cocina.
Les llevó café y coñac en una bandeja que puso sobre la mesa.
—¿Por qué no te quedas con nosotros, Nicole, y te enteras de qué trata este
asunto? —le preguntó Creasy después de agradecerle.
Ella miró a Frank y a René: los dos asintieron. Fue a la barra a buscar su
Armagnac, y Creasy le acercó una silla. Media hora después, ella le dijo a Maxie:
—No sólo te libero de tu promesa. Si no los ayudas a encontrar y a matar a esos
hijos de puta, no podré dormir. Tuve suerte. Yo sólo trabajé para Blondie, y ya sabes
lo bien que me trató a mí y a todas sus chicas. Pero he visto el resultado de lo que
hacen esos degenerados. No merecen vivir.
Maxie se encogió de hombros y miró a Creasy.
—Supongo que ahora no me queda otra opción.
—Será como en los viejos tiempos —dijo René con una sonrisa—. Me he pasado
los últimos seis meses haciendo de niñera de un industrial sueco… es algo tan
interesante como ver cómo se seca la pintura. Si alguna vez lo secuestran, el que lo

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haga seguro que lo enviará de vuelta a su casa un par de días más tarde. ¡Demonios!
¡Si hasta le pagarán a su familia para que vaya a buscarlo!
Todos se echaron a reír.
—Gracias —le dijo Creasy a Nicole—. Todos nos sentimos mejor por tener a
Maxie con nosotros. Siempre formamos un buen equipo.
—¿Quién más lo integra? —preguntó ella.
—Blondie, por supuesto —respondió Creasy—. Ella manejará las
comunicaciones desde aquí. Guido hará lo mismo en Nápoles, pero yo no quiero que
esté directamente involucrado en esta operación. —Pensó un momento y agregó—:
Además, está un policía danés llamado Jens Jensen. Él está en esto desde el principio
y le importa mucho mantener el compromiso…
—¿Es bueno en lo suyo? —preguntó Maxie.
Creasy se encogió de hombros.
—Es inteligente y tiene experiencia; es recio y conoce bien la calle… pero no
juega en nuestro equipo.
—¿Cuántos: juegan en tu equipo… en todo el mundo, me refiero? —preguntó
Nicole con una leve sonrisa.
—En nuestro lado de la cerca, tal vez menos de cincuenta —respondió el
norteamericano—. Del otro lado, varios cienos.
Los otros asintieron.
—¿Ese danés no será una carga? —le preguntó René a Creasy—. ¿Uno de
nosotros tendrá que cuidarle las espaldas?
Creasy terminó su café y sacudió la cabeza.
—No. Un francés le cuida las espaldas. Era el guardaespaldas de Leclerc en
Marsella. Todos ustedes han oído hablar de Leclerc.
—Entonces es bueno —comentó Maxie—. Leclerc no contrata a inservibles.
¿Cómo piensas usar al danés?
—Como tangente —respondió Creasy—. Después de todo, es un policía que
trabaja en el Departamento de Personas Desaparecidas de Dinamarca; él puede abrir
puertas. También está muy motivado y le queda por lo menos un mes de licencia sin
goce de sueldo. Si fuera necesario, puedo pedirle que la extienda.
—¿Y Michael? —preguntó Maxie.
Creasy pensó un momento.
—Ya les conté de Juliet, la chiquilla. Hablé con Michael por teléfono hace
algunas horas. Ella se está restableciendo bien, tanto física como mentalmente.
Nicole lo miraba con curiosidad. Sólo ella notó que su voz se había ablandado al
hablar de la pequeña.
—Dentro de aproximadamente una semana ella podrá ir a quedarse con unos
amigos y Michael se reunirá con nosotros —siguió diciendo Creasy—. Para ésa
época deberíamos saber ya si Satta y su ayudante Bellu tienen más información sobre
Jean Lucca Donati. —Miró su reloj—. Tomaré el vuelo de las tres de la mañana a

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Milán. Tengo una reunión con Satta a las diez. —Señaló a Frank y a René—. Me
gustaría que ustedes dos establecieran su base en la pensione de Guido, a partir de
pasado mañana. Leclerc le enviará armamentos a Guido: armas de puño, granadas y
ametralladoras. También hará un envío similar a Milán. —Señaló a Maxie—. Te
llamaré mañana por la noche. Según la información que reciba de Sarta, te necesitaré
en Milán o en Nápoles.
—¿Y qué me dices del danés? —preguntó Maxie.
—Vuela a Milán mañana, y El Búho irá desde Marsella. Se encontrarán allá
conmigo, en mi hotel. —Echó atrás su silla y se puso de pie. Todos hicieron lo
mismo, y Nicole vio cómo hacían el ritual que nunca cesaba de intrigarla cuando
hombres como ellos se saludaban o se despedían. Uno por uñó fueron poniendo la
mano izquierda en el cuello del otro y besándose en la mejilla derecha, muy cerca de
la boca.

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31

Nadaron veinticinco largos de pileta. Michael mantuvo el ritmo un poco más lento
para mantenerse a la par de Juliet. Cuando pararon, ella jadeaba.
—Puedo nadar otros diez largos —logró decir Juliet.
Él salió de la piscina, buscó su toalla y le sonrió.
—Nada otros cinco, pero no más.
Se secó con la toalla mientras observaba la silueta delgada de Juliet deslizarse por
el agua. Usaba un traje de baño de una pieza de color rojo vivo que habían comprado
el día anterior, durante un paseo de compras en Rabat. Era una hora después del
amanecer. Habían tomado la rutina de levantarse temprano y acostarse temprano.
Después del desayuno, subían al jeep y él le mostraba otras partes de la isla. Después,
almorzaban en el Oleander, de Xaghra. A ella le gustaban las especialidades locales y
también le gustaba Mario, el propietario, quien la trataba más como una adulta que
como una chiquilla. Después del almuerzo nadaban de nuevo, pero esta vez en el mar,
desde las rocas en Qala Point. Tomaban sol durante una o dos horas. Ella siempre
llevaba consigo un anotador, y él le enseñaba el idioma maltes. Sólo habían pasado
pocos días, pero Michael sabía que en cuestión de semanas Juliet podría comunicarse
en ese idioma.
—Si mi pasaporte dice que soy maltesa —le dijo ella—, entonces hablaré ese
idioma.
—Tu pasaporte dice que eres maltesa —le contestó Michael—. Pero nunca
olvides que eres gozitana.
—¿Existe alguna diferencia?
—Ya lo creo que sí. Los malteses piensan que los gozitanos son los campesinos
de las islas, pero nosotros tenemos un dicho: Sólo hace falta un gozitano para meterse
en el bolsillo a tres malteses.
Ella se echó a reír.
—Entonces, ¡decididamente soy gozitana!
Ella terminó su último largo y se dejó caer, jadeando, en el borde de la piscina.
Michael extendió el brazo y la levantó.
—¿Qué quieres para el desayuno?
El pecho de la pequeña subía y bajaba por los jadeos, pero sus ojos se iluminaron
al pensar en comida.

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—Huevos revueltos, tocino, salchichas, champiñones y tomates a la parrilla…
¡ah! Y montañas de tostadas… y jugo de naranja.
Michael se dirigió a la cocina sacudiendo la cabeza y oyó que ella le gritaba:
—¡Yo prepararé la cena!
Juliet entró en la cocina diez minutos después. Usaba shorts de jean y una
camiseta blanca con la leyenda «La cueva de los contrabandistas», otro restaurante
que le gustaba mucho, sobre todo por las pizzas. Estaba peinada con el pelo tirante
hacia atrás, con cola de caballo, y su rostro comenzaba a broncearse. Frunció la nariz
ante la perspectiva de ese desayuno maravilloso.
Michael volvió a concentrarse en la preparación de los huevos revueltos y le dijo,
por encima del hombro:
—Dentro de alrededor de una semana, quiero que vayas a quedarte con Laura y
Paul.
—¿Porqué?
—Porque yo tengo que irme.
—¿Adónde vas?
—Todavía no lo sé. A alguna parte de Italia. Tengo que reunirme con Creasy.
Ella se sentó a la mesa.
—¿Cuánto tiempo estarás ausente?
—No lo sé. Podrían ser días, semanas o incluso más tiempo.
Giró la cabeza para mirarla y esperaba ver disgusto en su rostro. No lo había. Ella
sencillamente asentía con gesto de comprensión.
Juliet levantó la vista.
—¿No puedo quedarme aquí?
Él le sirvió la comida en el plato, lo acercó a la mesa, y lo colocó frente a ella.
—Si te quedas aquí sola, Creasy y yo nos preocuparemos. Y ya tenemos
suficientes preocupaciones.
De nuevo ella asintió y, antes de empezar a comer, dijo:
—El día que me mude a la casa de Laura y Paul, los haré prometerme que sólo
me hablarán en maltes. Cuando vuelvas, seré una gozitana. —Levantó la vista y dijo,
muy seria—: Y tendré a tres malteses en cada bolsillo.
Él sonrió y fue a buscar su propio desayuno.

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32

Creasy dormitó durante el vuelo. No le gustaba volar, no por miedo, sino porque
pensaba que esa clase de viajes no tenían ningún interés. Lo metían a uno en un tubo
y después lo dejaban en un lugar diferente, una cultura diferente y, con frecuencia, un
clima diferente. Era como ser despachado por correo en un paquete. Prefería mil
veces los trenes y los barcos, y siempre los utilizaba cuando tenía tiempo. Debido a la
habitual huelga de brazos caídos de los controladores de tráfico aéreo en Italia,
habían decolado de Bruselas una hora tarde, y eso también lo irritaba.
No estaba de buen humor cuando aterrizaron en Milán, pero como sólo llevaba un
bolso de mano, no tuvo que perder tiempo en la aduana.
Enseguida encontró un taxi y, al subir, le dijo al chofer:
—Al Hotel Excelsior… cerca de la estación del ferrocarril.
El conductor maldijo entre dientes. Cualquiera que se alojara en esa cueva
pulgosa cerca de la estación no le dejaría propina. Los taxistas italianos pueden ser
muy locuaces, pero éste permaneció en silencio, al menos durante la primera parte del
trayecto. Al cabo de veinte minutos, Creasy se echó hacia atrás en el asiento, cerró
los ojos y volvió a dormitar. La ciudad de Milán no era lo suficientemente bella como
para mantenerlo despierto. Si no hubiera estado dormido, habría notado el repentino
interés en los ojos del conductor del taxi cuando miró a Creasy por el espejo
retrovisor. Cinco minutos después, la voz del taxista despertó a Creasy.
—¿Piensa quedarse mucho tiempo en Milán?
Creasy abrió los ojos y sacudió la cabeza para despejarse.
—Sólo un par de días.
—¿Por negocios o por placer? • —Sólo para encontrarme con un viejo amigo—.
El tono de su voz fue seco, para indicar que no tenía interés en conversar, pero el
taxista era persistente.
—¿Es usted napolitano?
—No, pero pasé algunos años en Nápoles.
El taxista asintió.
—Me di cuenta por su acento. No es una ciudad que a mí me guste demasiado. Ni
un chofer de taxi ni nadie está seguro en esas calles.
Creasy, evasivamente, contestó con un gruñido. El taxista pareció entender la
indirecta, y siguieron el trayecto en silencio.

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El chofer recibió una propina: un billete de mil liras. Lo miró, y miró luego la
espalda del hombre que se dirigía a la entrada de ese hotel de mala muerte. Puso
primera, dio vuelta en la esquina y tomó su teléfono celular. Casi todos los taxistas de
Milán y de muchas otras ciudades de Italia son informantes. Es un trabajo adicional, a
veces para la policía, otras para los traficantes de drogas o para algún proxeneta o,
cada tanto, para un capo local de la Mafia. Ese taxista tenía conexiones con Gino
Abrata, uno de los dos capos de Milán; Dos minutos después, Abrata estaba en la
línea, aunque eran sólo las siete de la mañana. Cinco minutos más tarde, Gino Abrata
hablaba por teléfono con Paolo Grazzini, el único capo de Roma.
—Sí, está seguro. Lo jura… Sí, ya sé que se supone que está muerto. ¡Por
supuesto que sé que se dijo que estaba muerto! Vi su maldito funeral por televisión…
No, él chofer del taxi no lo conocía personalmente, pero había visto esa cara por
televisión y, después, en los periódicos, hace seis años. Es una cara difícil de olvidar.
Además, el taxista dice que el tipo habla italiano con fluidez y con acento
napolitano…; eso también encaja. El chofer es confiable… Haré que un par de mis
hombres vayan allá antes de media hora… Está bien… De acuerdo, enviaré a media
docena de mis mejores hombres. Sí, seguro, ¿cómo podría olvidarlo? Sí, te llamaré en
cuanto yo lo vea con mis propios ojos.

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33

Michael leía Cien años de soledad. Al principio le resultó pesado, pero Creasy le
había insistido en que lo leyera, diciéndole que era una de las obras más importantes
del siglo. Estaba en Qala Point, sentado a la sombra de una roca. Cada tanto miraba a
Juliet, acostada boca abajo al sol. Ella estudiaba maltes de un libro de texto, y a veces
le pedía a Michael una aclaración.
Al cabo de una hora, los dos se zambulleron al mar para refrescarse y luego se
sentaron a la sombra. Michael sacó de la heladera portátil una lata de cerveza para él
y un refresco para ella.
Permanecieron sentados en silencio durante un rato.
—Quiero hablar sobre lo que me ocurrió —dijo Juliet. Miraba hacia la isla de
Comino, por sobre el mar calmo y azul. Él la miró fijo.
—Acerca de lo que me pasó en Marsella —continuó diciendo la chiquilla en voz
muy baja. Ahora estoy restablecida físicamente. La buena comida, el sol y el mar me
han hecho sentir mejor… Estoy subiendo de peso y día a día me siento más fuerte—.
Lo miró y agregó, casi desafiante: —Pero no puedo dormir bien por las noches, y a
veces tengo pesadillas y transpiro mucho… Creo que el problema está en mi mente y
por eso quiero hablarlo contigo.
Creasy había analizado esa posibilidad con Michael, así que él contestó:
—Juliet, hay personas con más experiencia en esta clase de cosas. Médicos y
asistentes sociales especialmente entrenados. Lo que te está ocurriendo a ti es una
reacción retardada. Es bastante normal. A veces, las personas que han pasado por una
experiencia tan terrible necesitan semanas, meses o incluso años para poder superarla.
Depende del carácter y de los antecedentes de esa persona. El horror para ti empezó
cuando tu padrastro comenzó a abusar de ti. Deberías hablar con un experto y
retroceder a esa época. Hay en Malta una especialista muy buena, que hizo sus
estudios en Inglaterra.
La muchacha sacudió la cabeza con vehemencia.
—Yo no necesito una psiquiatra, Michael. Sólo necesito hablar con alguien en
quien confío. Tienen que ser tú o Creasy, y tal vez los dos estén ausentes mucho
tiempo, de modo que tienes que ser tú. ¿Podemos hacerlo ahora y después olvidarnos
de todo el asunto?
Él bebió un poco de cerveza.

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—Adelante.
Juliet habló durante media hora. Lloró dos veces y en cada una de estas ocasiones
él le rodeó los hombros con el brazo y esperó hasta que hubiera controlado sus
lágrimas. Al final, Michael quedó pensativo e intrigado.
—¿De modo que tu padrastro en realidad nunca te violó?
—No… nunca me penetró. Sólo me acariciaba y me obligó a acariciarlo a él…
creo que tal vez fue peor de esa manera. Además, me golpeaba. Le gustaba hacerlo.
—Quizás eso era lo único que tu madre le permitía hacer.
Ella sacudió la cabeza.
—Ella le habría permitido hacer cualquier cosa. Sabes, por eso me escapé. Él no
hacía más que decirme que lo haría cuando yo cumpliera catorce años… —Miró a
Michael, los ojos llenos de lágrimas—. Me dijo que sería un regalo especial de
cumpleaños…
Michael permaneció callado. Su mente estaba lejos, en Alemania, y pensaba que
cuando todo eso terminara viajaría allá y le daría a cierto individuo su último regalo
de cumpleaños. Un regalo de maldición eterna. Se obligó a volver al presente.
—¿Y lo mismo ocurrió con esos hijos de puta de Marsella?
La voz de Juliet era casi inaudible.
—Sí, me obligaron a usar las manos… y la boca. Me trajeron una mujer para que
me enseñara a usar la boca… Era una mujer muy hermosa, con pelo largo y rubio, y
ellos solían observar cuando ella me hacía cosas a mí… a veces eran tres o cuatro…
después, me hacían usar la boca.
Juliet empezó a llorar de nuevo y Michael la abrazó. Era un día cálido, pero su
cuerpo y su mente estaban helados. Pensó en la hermosa mujer rubia.
—Juliet, sé que lo que te diré no te ayudará, pero yo maté a la mujer que te hizo
eso.
Ella levantó la vista y se apartó de él.
—¿La mataste… tú mismo? ¿Cuándo…, cómo?
Michael le contó en detalle lo ocurrido en el sótano de la villa de Marsella. Le
relató cómo Denise Defors, muerta de pánico, había corrido hacia la escalera y cómo
él le había disparado, primero a la espalda y luego a la cabeza.
Advirtió la feroz fascinación en los ojos de la chiquilla.
—¿Y el hombre que estaba con ella, el individuo buen mozo? ¿El que siempre
usaba zapatos de cuero de víbora o de lagarto o de algo por el estilo? —preguntó
Juliet.
Michael asintió.
—Creasy lo mató. Lo ató a un policía corrupto que tenía una bomba sujeta al
trasero. Después hizo detonar la bomba y los voló a los dos en mil pedazos. —De
nuevo, vio satisfacción en los ojos de Juliet—: ¿Eso te ayuda?
—Sí —respondió ella—. Tú la mataste a ella y Creasy lo mató a él… Es como si
yo ahora pudiera relajarme por completo.

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Juliet vio la sorpresa en los ojos de Michael.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Él abrió las manos.
—Bueno… puedo entender que el animal de tu padrastro esperara algunos meses,
pero no entiendo cómo prefirieron esperar esos hijos de puta de Marsella. Por cierto
que no esperaron con la pobre muchacha danesa. —De pronto, un pensamiento se le
cruzó por la mente. —Juliet… ¿eras… eres… eres virgen?
—Sí —dijo ella con tono solemne—. Hasta hicieron que la vieja lo verificara…
parecía saber de estas cosas… me metió un dedo y dijo: «Oui… c'est là…!». Yo
hablo francés bastante bien porque fui a un colegio internacional.
—Entonces es eso. Lo más probable es que te mantuvieran virgen para venderte
al mejor postor. Las vírgenes hermosas de alrededor de catorce o quince años
obtienen un precio descomunal en Medio Oriente o en el Lejano Oriente.
Ella sacudió la cabeza.
—Creo que fue por otra cosa.
—¿Como qué?
—No estoy segura —respondió ella—. Pero fue algo que ellos dijeron. La mujer
estaba allí y también el hombre de los zapatos de lagarto. Había otro hombre. Desde
luego, hablaban francés pero no sabían que yo entendía ese idioma. Zapatos de
Lagarto era muy cortés con el otro hombre… debió de ser alguien importante. Él me
quería a mí, pero Zapatos de Lagarto dijo que no, que yo era virgen. El hombre se
excitó mucho e insistió, pero Zapatos de Lagarto siguió rehusándose. Entonces el
hombre dijo: «Por supuesto, pueden conseguir una fortuna por una muchacha virgen
como esa». La mujer se echó a reír, la que tú mataste, y dijo: «Conseguimos más que
una fortuna por una virgen. Conseguimos una fortuna mayor por su virginidad… su
juventud… y su vida… todo junto». Zapatos de Lagarto le dijo que se callara.
Michael seguía intrigado.
—Virginidad, juventud y vida… —Se encogió de hombros y se puso de pie—.
Vamos. Esta noche prepararé un asado a la parrilla.
Hicieron el trayecto de vuelta en silencio hasta pasar por Rabat.
—Michael, creo que esta noche dormiré —dijo Juliet.
Él la miró y sonrió.
—Sí, dormirás. Después de una comida abundante y tres copas de vino tinto,
dormirás como un bebé.
Una vez en la casa, Michael llevaba la heladera portátil a la cocina cuando sonó la
campanilla del teléfono. Juliet se había ido a su dormitorio para darse una ducha y
cambiarse. Michael deslizó la heladera debajo de la pileta y contestó. Era Guido,
desde Nápoles. Le dijo a Michael que Creasy había desaparecido esa mañana. Había
arreglado encontrarse con el coronel Satta a las diez de la mañana, pero no había
aparecido ni llamado por teléfono. Satta había confirmado con el aeropuerto y
averiguado que Creasy había llegado en un vuelo de Alitalia desde Bruselas a las

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siete de la mañana. Satta entonces verificó en el hotel y allí le dijeron que Creasy se
registró a eso de las ocho de la mañana, pero salió media hora después. No había
vuelto. Su bolso estaba en la habitación. Mientras tanto, Jens Jensen, el danés, había
llegado y estaba en el hotel, junto con un francés al que Guido sólo conocía como El
Búho. Michael respondió que tal vez Creasy había establecido contacto con El
Círculo Azul, y que debía seguir esta pista, y que no había tenido tiempo de avisarle a
Satta. Pero Guido descartó esa posibilidad.
—Tú conoces bien a Creasy, Michael, pero yo lo conozco mejor todavía. Le
habría avisado a alguien.
—¿Crees que lo han secuestrado?
—Creo que existe un noventa por ciento de probabilidades de que sea así.
—¿El Círculo Azul?
—Tal vez sí. Tal vez no… Él tiene muchísimos enemigos en Italia. Satta ha
puesto a su gente en este asunto, y yo salgo para Milán dentro de una hora. Recibí
noticias de que Maxie tomará un vuelo hacia allá, con Miller y Callará. Yo traté de
comunicarme contigo antes, pero no te encontré, así que te reservé pasaje para un
vuelo de Alitalia de esta noche a las ocho. El pasaje estará en el aeropuerto, en el
mostrador de Alitalia.
Michael consultó su reloj.
—Allí estaré —dijo.
Media hora más tarde, Michael llevaba a Juliet a casa de los Schembri. Le había
complacido la reacción de la chiquilla a las noticias y al hecho de que él tuviera que
partir enseguida. Primero, ella quiso ir con él. Dijo que quizá podría ayudar en algo,
pero enseguida advirtió la expresión en la cara de Michael. De modo que hizo la
valija y le rogó que la mantuviera informada.
Laura la recibió con calidez y señaló la antigua habitación del primer piso que
solía ser de Creasy. Le dijo que desempacara. Juliet le dio un abrazo de despedida a
Michael y, obedientemente, tomó su valija y entró en la casa.
Laura permaneció un momento con Michael junto al jeep. Él notó la
preocupación en sus ojos, y simplemente dijo:
—Tenemos un buen equipo reunido en Milán, un excelente equipo.
No hacía falta decir nada más. Mientras lo abrazaba, Laura le susurró:
—Buena suerte. —Se dio media vuelta y se marchó.

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34

—Yo le hice un favor —dijo Creasy.


Desde el otro lado de la mesa, Gino Abrata soltó una risotada de burla.
—¡Un favor! —Miró a los dos guardaespaldas parados detrás de Creasy. Los dos
tenían ametralladoras, amartilladas y que apuntaban a la espalda del norteamericano,
aunque tanto sus brazos como sus piernas estaban fuertemente atados a la pesada
silla. Uno de ellos rió despectivamente, pero el otro en ningún momento apartó la
vista de la nuca del hombre que estaba frente a él. Era un guardaespaldas cuidadoso y
cauteloso y había oído toda clase de historias de ese hombre conocido como Creasy.
Miró por un instante el rostro de su jefe. Era una cara gorda sobre un cuello también
gordo, sobre un traje elegante. Gino Abrata era famoso por su buen gusto en la
comida y en la ropa, y por su maldad.
Volvió a soltar una risotada de desprecio.
—¿Qué favor me hizo usted alguna vez?
Creasy se encogió de hombros con dolor: tenía el lado derecho de la cara muy
hinchado, y sangre seca en la frente por una herida cortante.
—Hace seis años, yo lo convertí en el capo más importante de Milán.
—¡Qué!
—Seguro. Ponga en funcionamiento su mente… si es que tiene una.
Abrata levantó un dedo y uno de los guardaespaldas dio dos pasos adelante y con
fuerza cuidadosamente calculada, golpeó la espalda de Creasy, un poco debajo de la
nuca, con la culata de su ametralladora. Creasy no emitió ningún sonido y sus ojos en
ningún momento se apartaron del rostro de Abrata.
—Sí, tengo una mente —dijo el italiano—. Y en este momento la estoy usando
para pensar en la manera más dolorosa de matarlo. ¿De qué favor habla?
Creasy movió apenas un hombro, pero en su cara no apareció ninguna expresión
de dolor.
—Hace seis años, usted era algo así como un pequeño capo en esta ciudad, a las
órdenes de Fossella. Yo maté a Fossella, ¿no lo recuerda?
Al oírlo, Abrata sonrió, y la sonrisa afeó más su cara.
—Sí, claro, lo recuerdo. Usted le metió una bomba en el culo y lo desparramó por
todo el cielo raso.
Creasy asintió.

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—También maté a sus principales lugartenientes, lo cual le dio a usted rienda
libre para convertirse en el capo principal aquí.
Abrata rió despectivamente y se inclinó hacia adelante.
—Yo igual me habría convertido en el capo principal.
Creasy sacudió la cabeza.
—Lo dudo. Fossella era más inteligente que usted y convocaba a personas más
capaces.
—Si era tan inteligente —dijo Abrata—, ¿cómo permitió entonces que un hombre
que trabajaba solo lo apresara y le metiera una bomba en el trasero? Eso no me habría
sucedido nunca a mí.
Vio la leve sonrisa en los labios del norteamericano, y después lo oyó hablar en
voz baja.
—Yo no tenía nada contra usted; sólo contra Fossella y sus jefes de Roma y
Palermo. Si hubiera tenido algo contra usted, le aseguro que no estaría aquí sentado
ahora. —Indicó hacia atrás con la cabeza, luego se inclinó hacia adelante y agregó—:
Pero le juro, Abrata, que si uno de sus gorilas vuelve a golpearme, tendré algo contra
usted.
En la habitación reinó el silencio y parecía hacer más frío. Durante un rato muy
largo, Abrata miró los ojos de párpados pesados del norteamericano, y después miró a
sus guardaespaldas. Cuando habló, en su voz había desprecio.
—Vaya si tiene desfachatez… eso lo sabíamos. Está allí sentado y atado como un
pavo, con ametralladoras a la espalda, y todavía amenaza. Está amenazando a un
hombre que no está tratando de decidir cuándo matarlo sino cómo matarlo.
De nuevo, una leve sonrisa se dibujó en los labios del norteamericano.
—Déjeme que le describa la situación. Usted me identificó hace dos horas. Sin
duda, lo primero que hizo fue llamar a Paolo Grazzini a Roma. Estoy seguro de que
eso es lo primero que hace cuando debe tomar una gran decisión. Si usted actuara
solo en una cosa como esta, Grazzini vendría y le daría palmadas en el traste. No…
Estoy seguro de que Grazzini le dijo que me mantuviera con vida y en buen estado
físico para poder responder sus preguntas cuando él llegue, esta noche o mañana por
la mañana. —Creasy miró al italiano a los ojos y vio que había acertado.
Abrata intentó una fanfarroneada.
—Nadie le da órdenes a Gino Abrata… nadie.
—Sí, claro.
Abrata se puso de pie, rodeó la mesa y tomó la ametralladora de uno de los
guardaespaldas. Colocó el cañón contra la oreja izquierda de Creasy.
—Nadie le da órdenes a Gino Abrata —volvió a decir.
Creasy suspiró.
—Entonces apriete el gatillo, imbécil.
Pasaron algunos segundos.
—En la Cosa Nostra todos cooperamos —dijo Abrata—. Es cierto que Paolo

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Grazzini ahora ocupa un cargo más importante. Por supuesto que yo cooperaré con él
y él conmigo. Sí, es verdad, le informé del pez que yo había capturado. Él tiene un
interés especial en usted… Conti era su cuñado, y usted lo asesinó brutalmente… Por
eso es razonable que yo le permita hablar con usted antes de darme el gusto de
matarlo.
Creasy volvió la cabeza y apartó el cañón de la ametralladora de su oreja. Miró a
Abrata.
—Por supuesto que es razonable. Es también razonable que le pida a uno de sus
gorilas que me traiga un vaso de agua fría o, mejor aún, una copa de vino tinto.
Espero con impaciencia poder hablar con Grazzini… Después de todo, él me debe el
mismo favor que usted. Hace seis años, Conti solía tratarlo como un pinche de
oficina, aunque estuviera casado con su hermana.
De nuevo, se hizo un largo silencio. Después, Abrata le hizo una seña a uno de los
guardaespaldas, que abandonó la habitación.
Creasy estiró los hombros.
—Además, tengo que ir al baño.
Abrata se sentó de nuevo.
—Entonces, mójese los pantalones. No saldrá de esa silla hasta que Grazzini
llegue aquí… y cuando salga de ella, le juro que no le preocupará tener que ir al baño.

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Una lluvia temprana de otoño fustigó la oscuridad del aeropuerto de Milán cuando
Michael pasaba por la aduana. Alcanzaba a oírla golpear en el techo alto. Armonizaba
a la perfección con su estado de ánimo.
Se tranquilizó un poco al ver a Guido entre el gentío que esperaba a los viajeros.
Se abrazaron y Guido lo condujo a la playa de estacionamiento. Cuando se acercaban
al Lancia negro, las puertas de atrás se abrieron y los dos subieron al auto. Maxie
MacDonald estaba al volante. Frank Miller iba sentado junto a él. Salieron y se
mezclaron con el tráfico.
—A pesar de la lluvia y de lo que sucede, me alegro de verte, Michael —dijo
Maxie por sobre el hombro. Hizo un gesto Con la mano derecha—. Este es Frank
Miller. Ya has oído hablar de él. —Frank giró la cabeza y, en esa luz leve, Michael
vio su rostro de querubín.
—Es un gusto conocerte finalmente —dijo Miller.
—Lo mismo digo. —Michael miró a Guido y le dijo—: Bueno, ponme al tanto de
la situación.
Guido estaba acurrucado en un rincón del auto. Habló en forma rápida y concisa.
—Es casi seguro que la Mafia tiene a Creasy… Creemos que el que lo tiene en su
poder es Gino Abrata, el capo principal de esta ciudad. Debieron de haberlo
reconocido y, por supuesto, la Mafia jamás olvida una vendetta.
—¿Qué tenemos? —preguntó concisamente Michael.
Guido se lo dijo.
—Creasy tiene fuertes conexiones en esta ciudad, sobre todo con un tal coronel
Satta de los carabinieri… Habrás oído hablar de él. Creasy salió de su hotel
aproximadamente media hora después de llegar de Bruselas. A dos cuadras de allí
hubo una conmoción. Seis hombres estuvieron involucrados: dos en una enorme
limusina negra y cuatro en la acera. Hicieron un único disparo al aire y metieron a
Creasy en la limusina. Los testigos no se mostraron muy dispuestos a cooperar, pero
es casi seguro que era Creasy. Eso fue esta mañana, y desde entonces tenemos más
información, que se actualiza cada hora. Es mejor que aguardemos a llegar a nuestra
base, donde Satta nos dará las novedades.
—¿A quiénes tenemos aquí? —preguntó Michael.
Guido señaló las butacas delanteras.

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—Bueno, tenemos a Maxie y a Frank; también tenemos a René Callard, al danés
Jens Jensen, a un francés llamado El Búho, a Satta, desde luego, a su asistente Bellu,
y a uno de los agentes secretos de Satta, conocido sólo como El Fantasma.
—De modo que en nuestro equipo tenemos tres policías italianos… Desconfío de
los policías —murmuró Michael.
Guido sacudió la cabeza.
—Puedes confiar en esos tres hombres y en el resto de los de nuestro equipo. Pero
no confíes en nadie más.
Era una casa pequeña en un suburbio de Milán. Una mujer vieja abrió la puerta,
los observó con atención y los hizo pasar. La sala estaba llena de gente. Michael
conocía a Jens y a El Búho. Guido le presentó a Callard, Bellu, El Fantasma y Satta.
—Ya conoces al resto —dijo Guido.
Eran las once y media de la noche.
Michael los abrazó a todos. Había una mesa rodeada de sillas. El hombre llamado
El Fantasma se encontraba sentado frente a una pequeña pero compleja consola de
radio, y hablaba por un micrófono. Cuando Michael se sentó, los otros no le prestaron
atención: estaban concentrados en la conversación que mantenían. El que hablaba era
Bellu.
—Sin la menor duda, es Abrata… todos sus «soldados» han desaparecido de las
calles. Sabemos que tiene dos escondrijos en las afueras de la ciudad. Creasy debe de
estar en uno de ellos. Pensamos que en el que está al norte, ubicado sobre un terreno
alto y que resulta fácil de defender.
—¿Cuándo sabremos cuál? —preguntó René Callard.
—Antes de una hora —respondió Bellu—. Pero debemos ser cuidadosos. —Miró
a Michael—. Por desgracia, y al igual que todas las demás instituciones de Italia, los
carabinieri están infiltrados por la Mafia. Debemos operar sólo con los pocos en
quienes confiamos… y son muy pocos.
Satta hizo una mueca, asintió y confirmó las palabras de Bellu.
—Nos alcanzan los dedos de una mano.
—El armamento ya llegó de Marsella —dijo Maxie—. Estamos bien equipados.
Una vez que conozcamos la ubicación, podemos abrirnos paso a los tifos.
Satta sacudió la cabeza.
—Y cuando terminen de abrirse paso a los tiros, Creasy tendrá una bala en la
cabeza. Pensémoslo bien y con mucho cuidado —dijo el Coronel, y señaló a Guido
—. Nuestro amigo aquí estuvo antes en la Mafia y sabe bien cómo operan. —Se
golpeó el pecho y después señaló a Bellu—. Juntos hemos pasado cinco años
luchando contra la Mafia. Conocemos su estructura, y sabemos cómo piensan. Diles,
Bellu.
El italiano de cara redonda les ofreció un bosquejo de la situación…
—Creasy, en una oportunidad, libró una guerra de un solo hombre contra la
familia más importante de la Mafia… eso fue hace alrededor de seis años. La hizo

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retroceder diez años. La situación actual es que Gino Abrata es el principal de los dos
capos de Milán. Su jefe nominal en la jerarquía de la Mafia es Paolo Grazzini, de
Roma. Sabemos que Grazzini mantuvo una reunión esta tarde en Roma con un capo
de Detroit que estaba de visita. Sabemos que cenaron en el Ristorante Adessio, y que
justo después de la medianoche Grazzini partió en su limusina, seguido por otro
vehículo lleno de guardaespaldas, y tomó la autopista a Milán. Detesta viajar por
avión o por tren. Llegará aproximadamente a las cinco y media de la mañana. Hasta
ese momento, sabemos que a Creasy lo mantendrán con vida. Tanto Abrata como
Grazzini deben de estar muy sorprendidos porque a lo largo de los últimos seis años
estaban convencidos de que Creasy se encontraba en una tumba de Nápoles.
Sospecharán que de nuevo se propone librar una guerra contra la Mafia. Lo,
torturarán para descubrir de qué manera y por qué. —Miró a todos los demás. —
Sabemos que Creasy no les dirá nada. Sabemos que resistirá durante muchas horas…
Calculo que durante por lo menos veinticuatro… Después de eso, lo matarán de
manera muy dolorosa y expondrán públicamente su cuerpo, como un ejemplo de
venganza y como amenaza para que nadie se meta con la Mafia—. Miró su reloj. —
Nos quedan alrededor de treinta horas.
Maxie se puso de pie y comenzó a pasearse alrededor de la mesa. Estaba agitado.
—Treinta horas es tiempo suficiente. Una vez que sepamos con seguridad dónde
está, montaremos un operativo. Los distraeremos, mientras Frank, René y yo damos
el golpe.
Satta sacudió la cabeza.
—La respuesta más obvia sería que los carabinieri rodearan ese lugar y entraran
con nuestra unidad antiterrorista. Pero esto tiene dos inconvenientes: en primer lugar,
con la corrupción que existe en nuestra unidad, ellos lo sabrían una hora antes. En
segundo lugar, necesitaríamos la aprobación de un magistrado para montar una
operación de esa naturaleza, y eso llevaría muchas horas. Primero habría que
encontrar un magistrado o un juez honesto, y la mayoría de esos han sido asesinados.
—Se encogió de hombros—. Ésa es nuestra situación.
Entonces René Callard se puso de pie y habló con su fuerte acento inglés.
—No necesitamos a nadie además de nosotros. Hemos hecho esto antes. Creasy
es nuestro hombre. Indíquenos el lugar y nosotros lo sacaremos.
Michael había estado mirando la mesa frente a él. Ahora levantó la cabeza, y miró
a Satta.
—Necesito más información —dijo—. ¿Abrata tiene familia?
Satta miró a Bellu, quien proporcionó la información.
—Los padres de Abrata están muertos. Él no tiene hijos. Su hermano y su
hermana viven en Nueva York. Su esposa está separada de él y vive en Bolonia con
un capo de poca importancia. —Le sonrió a Michael—. Por allí no hay nada que
hacer.
—¿Y Grazzini? —preguntó Michael.

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Bellu se encogió de hombros.
—Tiene esposa e innumerables amantes. Pero con la única persona que mantiene
un estrecho vínculo emocional es con su madre.
—¿Dónde está su madre? —preguntó Michael.
Por primera vez, en los labios dé Satta apareció una leve sonrisa. Pescó la
intención de Michael.
—La madre de Grazzini se llama Graziella —contestó Satta—. Vive en una
pequeña ciudad a treinta kilómetros al norte de Roma, llamada Bracciano Lago. Es de
edad avanzada y muy religiosa. Va todos los días a la iglesia para rezar por el alma de
su hijo… yo diría que sus ruegos han resultado inútiles.
Michael miró a El Fantasma.
—Será una noche muy larga —comentó Michael—. ¿Podemos conseguir algo
para beber y, quizás, algo de pasta?
El Fantasma se puso de pie, se acercó a la puerta y gritó hacia abajo:
—¡Tráenos comida y bebida, vieja inútil! ¿No sabes que los ejércitos marchan
con el estómago?
De manera insólita, ese grupo de hombres recios y experimentados se
descubrieron delegando su autoridad al más joven de todos. Michael señaló primero a
Guido.
—Quiero que vuelvas enseguida a Nápoles. No tienes parte en lo que vendrá,
salvo para actuar de comunicador entre todos nosotros. —Señaló a Maxie—. No
intentaremos abrirnos paso a tiros hacia el escondrijo de ellos. —Señaló a Bellu—.
Antes del amanecer de mañana, tengo que estar en Bracciano Lago. Frank, René y El
Búho vendrán conmigo. Secuestraremos a la madre de Grazzini y la canjearemos por
Creasy. —Señaló a Satta—. Coronel, antes del amanecer de mañana necesito una silla
de ruedas y una sotana de sacerdote que le quede bien al danés —continuó diciendo y
señaló a Jens Jensen. Luego señaló a El Fantasma—. Puesto que tú conoces el
terreno, conducirás a Maxie al lugar más cercano posible al escondrijo y aguardarás
instrucciones, en caso de que fracasemos en Bracciano Lago. Si eso sucediera,
ustedes no entrarán. Irá Maxie. —Se puso de pie y comenzó a pasearse por la
habitación, sumido en sus pensamientos. Señaló de nuevo a Satta—. Necesitamos
comunicación directa, no sólo entre nosotros sino también con El Fantasma y Maxie.
¿Puede arreglarse eso para dentro de las próximas dos horas?
Satta asintió. Tenía una sonrisa en la cara. Estaba sentado en una habitación,
rodeado por algunos de los seres humanos más peligrosos que había conocido en su
peligrosa vida, y observaba a un hombre joven, casi un muchacho, que los dominaba.
—¿Qué más necesitas? —preguntó.
—Aparte de a El Fantasma, que supongo honrado, necesito que mantenga a los
carabinieri fuera de esto, por razones que sin duda comprende. Necesito dos
vehículos sin marcas aquí en Milán para El Fantasma y Maxie, y otros dos más en
Roma para mí y el equipo de apoyo. Necesito un refugio en Roma. Supongo que

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podemos usar este lugar como base, aquí en Milán. También necesito alquilar un
avión para hacer que mi equipo esté en Roma dentro de tres horas. Deberá ser un
avión alquilado que no tenga ninguna relación con los carabinieri. ¿Es posible?
Satta asintió, y en ese momento la puerta se abrió y entró la mujer mayor con una
bandeja con botellas de vino, copas, una enorme cacerola con pasta, y platos. Miró a
El Fantasma. Ojos viejos en una cara vieja, pero una sonrisa llena de afecto.
—Si alguna otra vez me llegas a llamar vieja inútil, te llevaré a la cama y te
demostraré que estás equivocado.
El Fantasma, un hombre apuesto de poco más de treinta años, la miró, asintió y se
santiguó.
Mientras comían y bebían, Michael perfeccionó su plan.

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Un único reflector de un rincón lejano lo iluminaba. Los dos guardaespaldas estaban


atrás, en la oscuridad. Los cambiaban cada dos horas. Les dijeron que, aunque Creasy
estuviera atado e inmovilizado, no aflojaran la vigilancia. También les dijeron que él
era «la muerte en una noche fría». Tenía el mentón hundido en el pecho. Practicaba lo
que había aprendido muchos años antes: estaba semidormido, aunque su cerebro
estaba despierto. Hacía mucho que había cesado de reprocharse por su negligencia.
Por supuesto, debería haber sido más cuidadoso. Por supuesto, no debería haber
usado el mismo hotel dos veces. Por supuesto, debería haber estado alerta a un auto
estacionado junto al cordón de la vereda. Por supuesto, debería haber visto y
reconocido a los hombres ocultos. Pero eso era historia antigua. Recordó con ironía
sus advertencias a Michael en Marsella. Su error había sido tan grave como el de
Michael. Pensó en su hijo. Sabía que a esa altura estaría en Italia, buscándolo. Sabía
que Michael habría formado un equipo que sería el sueño de cualquier jefe. Se
preguntó cómo manejaría Michael a ese equipo.
Sus pensamientos volvieron a centrarse en Grazzini. Sabía todo lo relativo a ese
hombre. Era más del estilo de la Mafia del norte, y no como los animales de Calabria
y Sicilia, quienes hacía mucho habían renunciado a todo vestigio de honor en su
búsqueda de narcodólares. Grazzini era relativamente joven. Era, por cierto, un
hombre despiadado, pero mantenía separados los negocios de la familia. ¿Michael
entendería eso? En caso contrario, ¿Guido o Satta se lo explicarían?
Mientras seguía allí sentado y dolorido, lo consoló la idea de que Michael tomaría
el control de la situación, de que ese grupo de hombres recios y experimentados
seguirían a Michael y verían en él algo de sí mismo.
Pensó entonces en la niña-mujer que estaba en Gozo, y una pena lo atravesó.
Ahora tenía un hermano, pero, por sobre todo, necesitaba un padre. Sus pensamientos
se centraron de nuevo en Grazzini. Sabía que Grazzini operaba con drogas,
protección, corrupción, y en actividades aparentemente legítimas relacionadas con la
construcción y el comercio. No con mujeres. Sabía que Grazzini lo detestaba, y que
su muerte a manos de Grazzini sería un enorme triunfo para el capo de Roma. Sabía
cómo enfrentarse con Grazzini.

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Michael se sentía muy exigido. Era una exigencia mental. Sabía que por la fuerza de
su personalidad y por su asociación filial con Creasy había logrado dominar a un
grupo de hombres recios con vasta experiencia. También sabía que esos hombres
estaban al tanto de su hazaña más importante: haber dirigido con precisión la bala de
un rifle de francotirador al hombro de un terrorista desde una distancia de quinientos
metros. Una hazaña todavía más significativa por el hecho de que Creasy estaba junto
a él con un rifle idéntico y había preferido delegar en Michael esa tarea. Sabía que, a
los ojos de hombres como Maxie, Miller, Callard, Satta, e incluso Guido, él había
pasado el examen. Y, sin embargo, todavía no había cumplido veinte años, y la carga
mental de esa responsabilidad era pesada. La equilibró con el odio que sentía hacia
los hombres que tenían prisionero a su padre.
El jet Lear tocó la pista y carreteó. Llovía apenas, pero el pronóstico anunciaba un
día fresco y con sol. Eran las cuatro de la mañana. El pequeño aeropuerto estaba a
veinticinco kilómetros al este de la ciudad y tenía a su cargo la mayoría de los vuelos
internos alquilados más pequeños. A Michael le habían asegurado que habría allí un
mínimo de burocracia. El pequeño jet siguió las luces destellantes de un vehículo
guía, que finalmente se detuvo junto a un hangar profusamente iluminado. Una
limusina se acercó al avión. Michael descendió y un minuto después habían bajado su
equipaje personal y las valijas que contenían las armas.
Una hora después estaban en un refugio ubicado en los suburbios al norte de
Roma. La puerta fue abierta por una mujer de edad que no demostró ninguna sorpresa
ante la llegada de cinco desconocidos a esa hora de la mañana.
Habían entregado allí la sotana de sacerdote, junto con la silla de ruedas y un
mapa detallado de Bracciano Lago. Había también mapas de carretera que mostraban
los caminos alternativos desde Bracciano al refugio. Todos se sentaron alrededor de
la mesa de la cocina. La anciana preparó café y Michael repasó una vez más los
detalles del plan.
—Es eficaz y sencillo, pero hay una cosa que me molesta —dijo Miller cuando
Michael terminó. Hizo un gesto hacia el danés—. Estás poniendo a Jens en la línea
del frente. Y él no tiene tanta experiencia en estas cosas. ¿Por qué no yo, René o
incluso El Búho?
Michael sacudió la cabeza y sonrió.

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—Por alguna razón, Jens tiene el aspecto de un sacerdote… de un sacerdote bien
alimentado —dijo Michael—. Sabemos con seguridad que habrá un guardaespaldas y
tal vez más. Tenemos una descripción de ese guardaespaldas, y sabemos que por lo
general permanece en el exterior de la iglesia mientras la anciana está adentro. Frank,
tú tendrás que estar junto a él cuando ella salga. René estará aguardando en uno de
los autos para recogerte después de que yo lleve a cabo el secuestro. Sería mejor que
no lo mataras, pero hazlo si es necesario.
—Supongo que es casi seguro que Frank tendrá que matarlo —interrumpió René
—. Después de todo, se supone que el tipo protege a la madre de Grazzini. Si permite
que la secuestren, igual es hombre muerto.
—Es posible —dijo Michael—. Pero él ha sido su guardaespaldas durante mucho
tiempo… un par de años. En realidad, a ella no se la considera un blanco, así que el
tipo no estará demasiado alerta. Tal vez Frank pueda voltearlo con un golpe fuerte.
—Tocaré de oído —dijo Miller.
Michael miró a El Búho.
—Tú manejarás el otro auto, y estarás listo para recogerme a mí, a Jens y a la
anciana. —Hizo un gesto que los abarcó a todos—. Sólo llevaremos armas de puño
que son fáciles de esconder si llegara a haber vallas de la policía en el camino a
Bracciano.
Por primera vez, El Búho habló.
—¿Y si hay vallas cuando volvemos?
—Nos abrimos paso a tiros —respondió Michael—. Si tuviéramos más tiempo y
más gente, podríamos planear esto de manera más elaborada y tener un refugio más
cerca. —Se encogió de hombros y miró su reloj—. Pero no tenemos más tiempo.
Debemos confiar en el factor sorpresa y después en la velocidad. El tráfico, tanto allá
como en el camino de vuelta será bastante pesado. La policía preferirá no colocar
vallas. —Extendió el brazo, abrió el bolso que tenía a sus pies, sacó los transmisores
y se los entregó a los demás. Ellos los probaron y Michael oprimió los botones para
conectarse con Maxie. La voz de Maxie salió levemente distorsionada pero
suficientemente audible.
—Nos pondremos en acción dentro de aproximadamente una hora. Debes estar en
posición a las nueve —dijo Michael en voz baja al micrófono.
—De acuerdo —dijo la voz de Maxie—. Buena suerte.

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38

Grazzini hablaba con Abrata, pero sus palabras estaban dirigidas a Creasy.
—Dieciocho horas. Fue el plazo más largo que he conocido jamás. Era un francés
que pescamos hace alrededor de tres años, cuando logró el robo de obras de arte en
Roma… en mi territorio, el muy hijo de puta. Decidí convertirlo en un ejemplo. Hice
que dos de mis mejores hombres trabajaran sobre él. La clase de hombres que harían
que el Papa renunciara a su fe en media hora. Dieciocho horas… Nos sorprendió a mi
y a mis hombres. —Giró para mirar a Creasy, que seguía atado—. Usted no será tan
estúpido, ¿no? Ya sabe cuál será el resultado final.
Creasy bostezó, y se echó un poco hacia adelante.
—Grazzini, no tengo nada contra usted. No estoy en Italia para luchar contra
usted o su gente. Yo me ocupaba de mis asuntos cuando este payaso hizo que me
aprehendieran en la calle. A menos que él me deje inmediatamente en libertad, morirá
lamentándolo… y puesto que usted es su jefe, te sucederá lo mismo.
Grazzini sonrió.
—No está en situación de hacer amenazas. Usted mató a mi cuñado y a uno de
mis primos —dijo con furia.
—¿Quién era su primo?
—Su nombre era Vico Di Marco. Era el guardaespaldas de mi cuñado. Era un
«soldado». Usted lo liquidó junto con mi cuñado y otros dos «soldados» en ese
Cadillac, en Roma.
Creasy asintió.
—Entonces murió cumpliendo su deber, tratando de proteger a su jefe. No fue
nada personal. Yo fui sólo el «instrumento».
Grazzini soltó una risotada de furia.
—A nosotros no nos gustan los «instrumentos». Jamás olvidamos a quienes libran
batalla contra nosotros. Me vengaré. Pero, primero, usted hablará.
—¿De qué quiere hablar? —preguntó Creasy, mientras se acomodaba en la silla.
—Quiero saber por qué está en Italia. Cuál es su propósito, con quién está, dónde
está su base, tanto en Italia como fuera de Italia.
Los italianos se sorprendieron mucho cuando Creasy contestó:
—Eso no sería problema. Salvo lo de mi base fuera de este país.
Grazzini y Abrata se miraron.

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—Pero, Grazzini, sólo hablaré con usted. Los otros tendrán que irse —agregó
Creasy.
—Olvídelo —dijo Abrata de inmediato.
Creasy siguió mirando a Grazzini. Se hizo un largo silencio y luego Grazzini dijo:
—Gino, dame algunos segundos con él… te lo agradecería. Habló como si le
estuviera pidiendo un favor a un igual, pero la orden estaba implícita en sus palabras.
Al principio, Abrata se puso furioso, pero después se tranquilizó.
—Supongo que te das cuenta de que es un truco. Este tipo es muy hábil. No lo
olvidemos. No olvidemos tampoco las vidas que perdimos a manos de este hijo de
puta.
Grazzini asintió.
—Tienes razón, por supuesto, y créeme, Gino, jamás lo olvidaré. Pero algunos
minutos, antes de que él muera, podrían resultar útiles.
Se hizo otro silencio. Luego Abrata se levantó lentamente y les hizo una seña a
los dos guardaespaldas, que estaban detrás de Creasy. Se fueron con las
ametralladoras.
—¿Estás armado? —preguntó Abrata.
—No —respondió Grazzini—. Rara vez porto armas en la actualidad.
Abrata metió la mano debajo del saco y extrajo una pistola. Le quitó el seguro y
la colocó sobre la mesa, frente a Grazzini.
—Está atado… pero ten cuidado.
Grazzini sonrió.
—Amigo mío, si he vivido tanto es porque soy muy cuidadoso. Me propongo
morir en la cama y a una edad avanzada… Te llamaré cuando haya terminado.
Abrata le dirigió a Creasy una mirada que prometía venganza: Después, abandonó
la habitación.

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39

—No tengo dudas. Esta chiquilla realmente sabe cómo manejar a los hombres. No
quiero imaginarme cómo será cuando sea una mujer.
Laura miraba los campos por la ventana de la cocina. Su nuera María estaba de
pie junto a ella. Paul roturaba un campo con el tractor y un arado de discos. Juliet lo
seguía como un cachorrito. El ruido del tractor hacía que la conversación entre ellos
resultara difícil, pero Laura alcanzaba a oír apenas la voz alta de él. Le explicaba a
Juliet lo que estaba haciendo y por qué. Llegó al último rincón del campo, apagó la
máquina, se sentó en una pared baja y sacó un termo de su bolso de lona. La
muchacha se sentó junto a él y ambos compartieron un vaso de vino fresco.
—Tienes razón —afirmó Maria—. Sólo han pasado un día y una noche, pero ella
ya puede manejar a Paul y a Joey con el meñique. Me pregunto si podrá hacer lo
mismo con Creasy.
Laura lo pensó y después asintió.
—Sí, seguro que lo hará. Creasy verá en ella a su hija muerta… pero no podrá
manejar a Michael de ninguna manera… Michael será el hermano mayor severo, y se
enojará mucho con Creasy por ser blando con ella… Será un buen triángulo familiar.
—Eso, si Creasy vuelve —dijo Maria—. Si es cierto que la Mafia lo tiene, se
vengarán.
—Ha vivido mucho tiempo —dijo Laura—. Ha pasado tiempos difíciles… en su
mayor parte, solo. Ahora tiene a Michael, que en este momento lo está buscando.
Michael lo traerá de vuelta… y también eso será bueno.
En ese momento, Juliet le estaba haciendo preguntas a Paul.
—¿Cuánto hace que tienen esta granja?
Paul la miró y sonrió.
—Mi familia ha trabajado esta tierra por generaciones.
Señaló un campo con tomates casi maduros.
—Por supuesto que es muy agotador. Yo trabajo de doce a catorce horas por día,
y cuando venda esos tomates en el mercado la semana que viene, recibiré unas quince
liras por ellos. Si sumo el costo del fertilizante y de los plaguicidas que usé, además
de mi trabajo a razón de una libra por hora, el resultado es que pierdo dinero.
—¿Entonces, por qué lo haces?
—Supongo que lo llevo en la sangre —explicó él—. Está en la sangre de todos

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los gozitanos. Cuando apriete en la mano esas quince liras, las sentiré como un
regalo… Y hay otra cosa. Todas las verduras y frutas que comemos en la mesa son de
nuestros campos. Todos los pollos y huevos, conejos y patos, son criados en esta
granja. Resulta difícil explicar la satisfacción que eso produce. Si mañana se cerraran
todas las tiendas, mi familia no pasaría hambre. —Levantó la jarra de virio, tomó un
sorbo y se la ofreció a ella—. Y tampoco pasaría sed… Tenemos un manantial que
nos da el agua, y tenemos viñedos para el vino.
Ella bebió un sorbo y le sonrió.
—Es un vino muy bueno. Creo que sé cómo te sientes.
Él asintió.
—Es posible que sí… Aunque eres una criatura, has pasado por situaciones muy
difíciles. En toda nuestra historia, a lo largo de miles de años, nosotros también
hemos pasado momentos difíciles. Siempre nos invadían, nos vendían como esclavos
y los intrusos nos usaban. Recuerdo la última guerra… todos los negocios estaban
cerrados. Yo era apenas un niño. —Señaló sus campos—. Pero trabajé en la granja
con mi padre y mi tío, y nuestra familia no pasó hambre. La comida que nos sobraba
la mandábamos a Malta, donde el pueblo estaba hambriento.
—¿De modo que eres un hombre feliz?
Él tomó la jarra de vino y bebió un poco más mientras pensaba una respuesta.
—En algunos sentidos, soy feliz. Tengo una esposa maravillosa y fuerte, un hijo
del que me siento orgulloso, una nuera que quiero mucho y que me dará nietos.
Tengo a Creasy, que para mí y para Laura es una mezcla de hijo, hermano y padre.
También tengo a Michael, que ahora es otro hijo. —Le puso a Juliet su mano curtida
sobre la cabeza, la palmeó despacito y agregó—: Y ahora, parece que tengo otra hija.
Eso es bueno, pero para ti es difícil porque tienes que reemplazar a las dos hijas que
perdí… y eran hijas maravillosas.
Juliet miraba hacia arriba, en dirección a la casa. Vio a Laura y a María sentadas
en el patio.
—Sé todo lo referente a Nadia y Julia… —dijo Juliet muy despacio—. Michael
me lo contó. Yo jamás podré reemplazarlas. Jamás podré borrar ese dolor… —Volvió
la cabeza y lo miró—. Pero puedo amarlos a ti y a Laura, y a Joey y a Maria. Eso es
lo único que puedo prometer.
Paul se puso de pie y se sacudió la tierra de la espalda. Se acercó al tractor.
—Aremos otra parcela. Después tengo que ir a lo de un amigo que tiene
problemas con su prensa para vino.
—¿Puedo ir contigo?
—¿Por qué no?

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40

El auto se detuvo frente a la iglesia a las nueve menos dos minutos. Michael lo
observó desde su silla de ruedas a cien metros de distancia, del otro lado de la plaza.
Tenía un libro sobre las rodillas cubiertas con una manta. Jens estaba de pie detrás de
él, vestido con la sotana negra de sacerdote. Los dos usaban audífonos.
Era un Lancia negro, un poco viejo pero muy bien mantenido. El conductor bajó
y abrió la portezuela de atrás. Una mujer de edad avanzada salió. El chofer trató de
ayudarla pero ella lo apartó. Con la ayuda de un bastón blanco, ascendió los peldaños
de la escalinata hacia la entrada. Un sacerdote anciano la esperaba. La tomó del brazo
y la acompañó a transponer la puerta. El chofer volvió a subir al auto, lo llevó al otro
lado de la plaza y estacionó junto a un pequeño café. Un minuto después bebía un
cappuccino y comía un brioche.
Michael observó la plaza, después levantó el libro y le habló en voz baja.
—Sólo uno. El de siempre. ¿Lo ven?
Del audífono brotó la voz de Miller.
—Lo vemos.
—Alrededor de treinta minutos —dijo Michael—. Mi sacerdote me llevará a dar
un paseo. —Levantó la vista hacia Jens y asintió. El danés reverentemente empujó la
silla de ruedas, y atravesó con ella la plaza empedrada en dirección al café.

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41

Creasy tiró las tres palabras sobre la mesa y observó la cara del italiano para ver cuál
era su reacción.
—El Círculo Azul.
Al principio no hubo reacción. Los ojos oscuros de Grazzini lo miraron,
sorprendido. Lentamente, repitió las palabras en forma de pregunta.
—¿El Círculo Azul?
Creasy no dijo nada, sólo lo miró… Grazzini repitió las palabras.
—¿El Círculo Azul? —En forma casi imperceptible, asintió—. He oído hablar de
eso… rumores vagos… a lo largo de muchos años… Dudo de que exista.
—El Círculo Azul existe —dijo Creasy con voz cortante y directa—. Es mi razón
para estar en Italia.
Enseguida, el diálogo se había convertido en una partida de póquer. Cada uno de
los dos jugadores trataba de imaginar qué cartas tenía el otro. Creasy permaneció en
silencio.
Finalmente, Grazzini habló.
—Si existe, no tienen nada que ver con la Coso Nostra.
Creasy tenía las manos y los pies dormidos. Trató de mover los dedos de la mano
pero no sintió nada. Estiró los hombros.
—Ya lo sé. Si yo creyera que tienen algo que ver con la Cosa Nostra, no estaría
atado aquí. Estaría en Roma, hablando con usted… y usted sería el que estaría bien
atado.
Grazzini se encogió de hombros.
—¿Qué sabe de El Círculo Azul?
—Se lo diré —respondió Creasy—. Pero primero le diré lo que sé de Paolo
Grazzini.
El italiano sonrió sardónicamente y movió la mano como para invitarlo a hablar.
Creasy se echó hacia adelante todo lo que pudo.
—Paolo Grazzini era sólo un «soldado» en Roma hasta que se casó con la
hermana de Conti, el capo máximo de Roma y del norte de Italia —dijo Creasy con
tono indiferente—. Ese matrimonio lo hizo escalar posiciones, y así se convirtió en
un lugarteniente importante, aunque Conti nunca lo trató con el respeto que él creía
merecer.

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Grazzini se encogió de hombros, sin que la sonrisa sardónica abandonara sus
labios.
—Hace alrededor de seis años —continuó diciendo Creasy—. Gino Fossella, el
capo máximo de Milán, nominalmente bajo el control de Conti, secuestró a una
chiquilla que yo quería mucho y, al hacerlo, me hirió a mí hasta casi quitarme la vida.
Más adelante, la chiquilla murió. Yo maté a Fossella y a sus lugartenientes. Estaba
furioso. Suficientemente furioso como para llegar bien arriba. Así que liquidé
también a Conti y a todos sus lugartenientes, salvo a usted.
—Ya sé todo eso —dijo Grazzini, con impaciencia.
—Lo sabe, pero hay cosas que no comprende. Se las estoy explicando. Seguí
adelante y maté a Cantarella en Palermo y a todos sus principales lugartenientes.
Después de eso, fingí mi muerte.
Grazzini asintió.
—Con la ayuda de su buen amigo, el coronel Satta.
—Eso no tiene importancia. Con la muerte de Cantarella, mi venganza estaba
cumplida. Personalmente, no tengo nada contra usted ni con la Cosa Nostra en
general.
El italiano volvió a sonreír con frialdad.
—Hacen falta dos para frenar una vendetta. Usted se metió con nosotros. Pagará
por ello. Esta vez, su muerte no será un invento… Créame.
Creasy le dirigió una amplia sonrisa.
—Usted no está hablando con un ignorante en esta materia. En los últimos seis
años las cosas han cambiado. Usted alcanzó la cima en Roma y en el norte, pero
jamás podrá controlar Nápoles, Calabria ni Sicilia. Ahora, en Italia, hay dos Cosa
Nostra: una al sur de Roma, y otra al norte. En el norte, ustedes están tratando de
volverse civilizados, de convertirse en respetables, aunque sólo sea en parte. Con el
tiempo, tal vez lo logren… Pero no con gente como Abrata. Él representa la última
generación.
Grazzini fingía indiferencia, pero Creasy notó el interés en sus ojos.
—Paolo Grazzini es de una raza diferente. Es cierto que trafica con drogas, o que
permite que sus esbirros lo hagan, y después saca su tajada. Usted opera con la
coerción y la protección, pero, sobre todo, con corrupción en connivencia con los
políticos y con los grandes empresarios. —Su voz se hizo más baja y reflexiva—.
Pero no opera con mujeres; no se ocupa de la prostitución. Cuando usted ordena
asesinatos es sólo entre ustedes… a diferencia de esos animales del sur y de Sicilia.
Usted no libra guerras con los civiles. No mata mujeres ni las usa.
Se hizo un silencio. Luego, Grazzini pronunció una sola palabra:
—¿Y?
Creasy se encogió de hombros.
—Así que dígame usted lo que sabe de El Círculo Azul, que es una mancha para
el honor de la Cosa Nostra.

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Hubo otro silencio, y Creasy aguardó, sabiendo que la reacción del italiano sería
crucial. La reacción se produjo.
—¿Por qué es una mancha?
Creasy supo que había cruzado el primer puente.
—Es una mancha para la Cosa Nostra, y para usted personalmente porque usted
permite que esa inmundicia opere en su territorio.
El italiano se enojó, y Creasy supo que había cruzado el segundo puente.
—¿Qué demonios quiere decir? —espetó Grazzini—. Son sólo rumores, sólo un
nombre en la oscuridad. Siempre corren rumores. Dudo de que esa organización
exista.
—Sí existe —dijo Creasy enfáticamente—. En su territorio y en otros. Pienso
encontrarlos y sacarlos de circulación.
—¿Por qué?
—Porque los detesto.
—¿Por qué?
—He visto el trabajo de ellos.
—¿Cuál es el trabajo de ellos?
—Compran y venden mujeres jóvenes. Abusan de ellas más allá de lo que usted
puede imaginar. Ultrajan sus cuerpos y sus mentes.
Grazzini asentía.
—Sí, entiendo… Pero ¿ése es su problema?
—Hay una razón por la que lo he convertido en mi problema.
—¿Cuál es esa razón?
Creasy enunció cada palabra muy despacio.
—Porque cuando abusan de esas jóvenes… incluso de criaturas… obtienen placer
de ello. El placer es más importante que la ganancia.
Durante varios segundos, Grazzini fijó la vista en la superficie de la mesa. Luego,
abruptamente, se puso de pie, se alejó y comenzó a moverse por la habitación. Había
un cuadro en la pared. Una naturaleza muerta de un bol con frutas. Permaneció de pie
mirándolo. Y Creasy supo que había cruzado el siguiente puente.

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42

Ella golpeó muy fuerte a Michael en la cara con et bastón blanco, mientras le gritaba:
«Vaffanculo!». Él se alejó de ella, estuvo a punto de dejar caer la pistola, y después
avanzó de nuevo hacia la mujer mientras ella volvía a revolear el bastón. Él se lo
sacó, la atrajo hacia sí y le pasó un brazo por la cintura. Ella le mordió el hombro y se
le salieron los dientes postizos. Michael se dio media vuelta y bajó corriendo los
escalones con ella a cuestas. Vio que el viejo Mercedes se acercaba, con El Búho al
volante. La silla de ruedas saltaba por el empedrado. Jens corría hacia el auto, la
sotana notando al viento. A mitad de camino de la plaza, Michael vio al
guardaespaldas en el suelo, con Miller de pie sobre él. Vio al australiano golpear al
guardaespaldas una vez con la culata, y luego correr hacia la esquina, Jens había
abierto la puerta de atrás del Mercedes. Michael metió a la mujer y se zambulló
detrás de ella. El danés saltó al asiento delantero y El Búho apretó a fondo el
acelerador. Hubo gritos y alaridos por encima del chillido de los neumáticos y, poco
después, habían desaparecido. El operativo no había llevado más de veinte segundos.

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43

—Pero tenemos una vendetta pendiente. —Grazzini seguía mirando el cuadro—.


Usted mató a miembros de mi familia.
La voz de Creasy fue dura.
—Maté a su cuñado, a quien creo que usted odiaba. Maté a su primo, que era un
«soldado» y que murió en una batalla. No maté a su hermana… ella volvió a casarse
hace cuatro años y dio a luz a una hija de quien usted es el padrino. Conti trataba a su
hermana como a una mierda… y usted lo sabe.
Grazzini se dio media vuelta, regresó a su asiento y se sentó. Por primera vez, en
su rostro aparecieron vestigios de emoción.
—Existe una vendetta —dijo, lisa y llanamente—. Sólo su muerte puede darle
fin…
Creasy miró al italiano fijo a los ojos durante algunos segundos y luego habló.
—Permítame hablarle de una vergüenza terrible. Una mancha para cualquier
sociedad. Hace alrededor de ocho años, en una aldea de las montañas de Calabria, se
puso fin a una vendetta. Esa vendetta había durado treinta años, durante los cuales
más de veinte hombres de dos familias habían sido asesinados. Esa vendetta duró
tanto que nadie recordaba por qué se había iniciado. Al final, sólo quedaba vivo un
varón de una de las familias. Para el maravilloso código de esas vendettas, un
muchacho se convierte en hombre cuando cumple dieciséis años, y en ese momento
lo eligen para matar o ser matado. Ese muchacho tenía quince años cuando su madre
y sus hermanas le informaron que el día que cumpliera dieciséis años debía tomar el
arma de su padre y vengar la muerte de su padre, de sus hermanos, de sus tíos y de
sus primos. Decidió que no quería tomar parte de ninguna vendetta. Su madre y sus
hermanas se avergonzaron de esa actitud. El sacerdote del lugar supo de esa historia e
informó a la prensa. La historia se conoció en toda Italia y en el mundo.
Grazzini asentía, su rostro ahora sombrío.
—Muchas familias de Italia ofrecieron tomar a su cargo al muchacho —continuó
diciendo Creasy—. Por supuesto, la policía ofreció protección. El muchacho rehusó
todas las ofertas. La noche anterior a su decimosexto cumpleaños, su madre y sus
hermanas abandonaron la casa, después de escupirlo. Dejaron las puertas abiertas. Un
minuto después de la medianoche, entraron hombres de otra familia con sus armas, y
lo balearon en la silla donde estaba sentado, frente a la mesa. Su madre y sus

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hermanas se rehusaron a asistir al funeral… ¿Eso fue venganza? ¿Es lo que busca
usted conmigo?
Grazzini miró la pistola que estaba frente a él. La levantó y luego volvió a
colocarla en el mismo lugar.
—Usted conoce nuestro sistema —dijo en voz baja—. Yo debo mantener mi
autoridad.
Creasy se echó a reír.
—Si usted tiene que demostrar qué fuerte es metiéndole una bala en la cabeza a
un hombre atado, ya ha perdido esa autoridad.
Grazzini estaba callado, y de pronto la puerta se abrió de par en par y Abrata lo
llamó con urgencia. Grazzini salió del cuarto. Un minuto después regresó, la cara
distorsionada por la furia. Tomó el arma y apuntó a la cabeza de Creasy. Estaba
jadeando y las palabras le brotaron como gruñidos.
—Vendetta! ¡Y usted habla de vendetta! ¡Usted secuestró a mi madre! ¡A mi
madre, hijo de puta!
—¡Hace veinticuatro horas que estoy atado a esta silla! —le espetó Creasy.
—¡Su gente, entonces! —Extendió el brazo y apoyó el cañón del arma entre los
ojos de Creasy.
Creasy respiró hondo.
—Si fue mi gente y usted aprieta ese gatillo, entonces su madre morirá —dijo
muy despacio.
Grazzini respiraba agitado.
—Mata a ese hijo de puta —le dijo Abrata desde atrás.
—No es su madre —dijo Creasy en voz alta, y luego, en voz más baja, le
preguntó a Grazzini—: ¿Cuándo y dónde?
Grazzini apartó el arma unos centímetros.
—Afuera de la iglesia de su ciudad natal. Hace quince minutos.
Creasy cerró los ojos para pensar mejor, luego indicó la silla con la cabeza.
—Siéntese y espere. Si fueron los míos, llamarán aquí por teléfono dentro de los
siguientes quince o veinte minutos. Haga que traigan un teléfono a esta mesa.
La habitación se llenó de una atmósfera de tensión, como si hubiera una presencia
invisible. Abrata volvió a hablar.
—Tratarán de canjearla por él.
—Nunca —espetó Grazzini—. Este hombre no saldrá con vida de esta habitación.
^-Es posible —afirmó Creasy—. Pero quince o veinte minutos no harán ninguna
diferencia. Yo no libro batallas contra mujeres inocentes. Ni siquiera contra la madre
de un capo.
Se hizo otro silencio. Grazzini giró y dio una orden.
—Traigan aquí una extensión del teléfono. Y el aparato debe tener un parlante.
El llamado se produjo dieciocho minutos después. Grazzini contestó y escuchó.
Ahora se había calmado, pero seguía con el arma en la mano, apuntando a la cabeza

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de Creasy. Por último, el italiano tapó el micrófono.
—Dice que es su hijo y que tiene a mi madre… No sabía que usted tenía un hijo.
—Hasta hace un momento, yo no sabía que usted tenía una madre… Permítame
hablar con él.
Detrás de Grazzini, Abrata puso los ojos en blanco.
—El hijo de puta está loco.
—¿Por qué no se calla? —le dijo Creasy—. Ella no es su madre.
Grazzini mantuvo una lucha con las dos partes de su cerebro, después le acercó el
tubo a la oreja a Creasy y apretó un botón de la consola.
—¿Michael? —preguntó Creasy.
La voz de su hijo llenó la habitación.
—Sí. ¿Estás bien?
—Sí. ¿Tienes a la madre de Grazzini?
—Sí.
—Déjala ir enseguida.
La consola permaneció en silencio durante por lo menos veinte segundos. Por
último, se oyó la voz intrigada de Michael.
—¿Lo dijiste porque te están apuntando con un arma? Si es así, dile que yo tengo
el arma apuntándole a la cabeza de la mujer.
—Michael. Es importante que hagas exactamente lo que te digo. Suéltala
enseguida y haz que la lleven en auto a la casa de Grazzini en Roma. No quiero que
le hagan ningún daño. Dile que llame por teléfono a Grazzini, a este número, en
cuanto llegue a su casa. Supongo que tienes algunos amigos contigo. Todos deben ir a
reunirse con el hombre que considero mi hermano y esperar allí mi llamado.
Por el parlante se oyó el clic en el otro extremo de la línea. Muy lentamente,
Grazzini colgó el tubo.
—Es un truco. ¿Por qué habría él de hacer eso? —dijo Abrata en medio de ese
silencio.
Creasy miraba a Grazzini. Habló con él en voz baja.
—Un hombre como ese no lo entendería jamás. Ya se lo dije… yo no libro guerra
contra mujeres.

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44

El coronel Satta entró en la habitación. No parecía un cuarto típico de un hospital


típico, sino más bien la suite de un hotel de lujo. Sólo la cama ortopédica y el pie para
el suero delataban el verdadero propósito del lugar. Lo mismo podía decirse de la
enfermera muy atractiva, aunque su uniforme podría haber sido diseñado por
Valentino.
Le estaba tomando la presión arterial a Creasy. Miró el dial, y asintió con
satisfacción.
—Ahora, lo único que necesita es dormir un buen rato. —Miró a Satta con
severidad—. Esto significa que su visitante debe irse dentro de quince minutos.
Creasy extendió su mano vendada, y le rozó la muñeca.
—¿Cómo se llama?
—Gianna —respondió ella.
Él le sonrió; una sonrisa muy cansada.
—Gianna, es posible que yo deba conversar un buen rato con el coronel Satta.
¿Podría traernos por favor una botella de buen Barolo y dos copas?
—Que sean tres —dijo Satta—. Bellu estará aquí dentro de diez minutos.
La enfermera, enojada, suspiró.
—Bueno, tendrán que explicárselo al doctor Sylvestri. Él opina que es posible
que el paciente sufra una reacción de shock retardada.
Satta le sonrió a Creasy, quien le devolvió la sonrisa. El Coronel miró a la
enfermera.
—El único shock se producirá si usted no trae ese vino en los próximos cinco
minutos.
Ella sacudió la cabeza y salió de la habitación. Satta acercó una silla a la cama.
—Hablé con Guido. No entré en detalles. Le dije que estabas bien y que viajarías
mañana a Nápoles. Mientras tanto, él tuvo noticias de Michael, quien obedeció tus
órdenes hasta cierto punto.
—¿Hasta cierto punto? —preguntó Creasy, con un mal presentimiento.
—Sí. Y creo que tiene razón. Va camino a Nápoles con todos los integrantes del
equipo, excepto Maxie.
—¿Dónde está Maxie?
—Maxie no se encuentra a un millón de kilómetros de aquí. No me preguntes

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dónde está porque no lo sé, pero supongo que en alguna parte cerca de este pequeño
hospital… Michael piensa como tú.
Creasy asintió con aire pensativo.
—Es estúpido e innecesario… Pero el hecho de saber que Maxie está cerca
cuidándome las espaldas me hace sentir muy bien.
Satta sonrió.
—Como te dije: Michael piensa como tú.
Creasy bajó la vista y miró su mano derecha vendada.
—El doctor Sylvestri dio en la tecla. El problema no era el dedo. Me tuvieron
atado tan fuerte durante todas esas horas que casi tuve gangrena. En pocas horas más
habría perdido todos los dedos de los pies y de las manos. —Se encogió de hombros
y sonrió apenas—. Yo no me había dado cuenta porque uno pierde toda sensibilidad.
Al principio se siente dolor, pero después el dolor desaparece y uno no sabe qué
partes del cuerpo se le están muriendo.
Se oyó un golpe suave en la puerta y entró Bellu con un maletín. Acercó una silla
al otro lado de la cama, apoyó el maletín en el suelo, se inclinó y besó a Creasy en las
dos mejillas. Creasy le pasó el brazo sano alrededor del cuello, lo atrajo hacia sí y lo
abrazó. Habían pasado seis años desde la última vez que se vieron. Bellu se sentó,
levantó su maletín, se lo puso sobre las rodillas y lo abrió. Sacó una carpeta delgada y
miró a Creasy.
—Cuéntame —le ordenó Creasy.
Bellu abrió la carpeta y leyó en voz alta el informe policial.
—«A las diez y treinta y dos de la mañana, la Signara Grazzini salió de la iglesia
de Bracciano Lago. Al pie de la escalinata la aguardaba un joven en una silla de
ruedas, bajo el cuidado de un sacerdote. Los testigos relataron que el sacerdote era de
altura mediana, pelo rubio y levemente rollizo. El guardaespaldas de la Signora
Grazzini, un tal Filippo Cossa, se dirigía al automóvil. En ese momento, el joven de
la silla de ruedas apartó la manta que tenía sobre las rodillas y se incorporó de un
salto, con una pistola en la mano. Cossa inmediatamente echó a correr por la plaza
hacia la dama, pero fue interceptado por otro hombre que también empuñaba una
pistola. Usaba suéter oscuro, pantalones oscuros y boina negra. Cossa no tuvo tiempo
de extraer su arma antes de que lo derribaran. La Signora Grazzini golpeó al joven
con subasten, pero él la aferró de la cintura y la llevó a un Mercedes que acababa de
detenerse. La arrojó en el asiento posterior y subió detrás de ella. El sacerdote se
metió en el asiento delantero, y el auto arrancó y desapareció a toda velocidad. Unos
diez segundos después, otro automóvil se detuvo en la plaza, junto a Cossa. El
agresor de Cossa saltó al asiento del acompañante y también ese vehículo partió a
toda velocidad. Se estima que la policía tardó veinticinco minutos en poner vallas en
todos los caminos de salida de Bracciano. Se cree que se trató de un secuestro
realizado por profesionales».
Bellu cerró la carpeta y miró primero a Satta y luego a Creasy.

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—¡Ya lo creo que sí! —dijo el norteamericano.
Satta se encogió de hombros.
—De tal padre, tal hijo… pero lo respaldaba un equipo formidable. Con esos
hombres, el presidente de la nación no podría haber estado más protegido. —Miró a
Creasy—. Tomando en cuenta los tiempos, Michael debe de haber usado el teléfono
celular para llamar a Grazzini. Sabemos que una hora más tarde depositó a la Signora
Grazzini en la casa de su hijo, en Roma… Ahora cuéntanos, Creasy. ¿Por qué hizo
eso, y qué ocurrió después?
Creasy miró su mano vendada.
—Por supuesto que Grazzini quería matarme enseguida, y ese inservible de
Abrata lo azuzaba para que lo hiciera. Tienen que entender que Grazzini tenía por
delante un problema bien difícil. Por un lado, entre él y yo se había establecido cierta
camaradería. Pero cuando Michael secuestró a su madre, fue preciso que él
demostrara su crueldad y su machismo. Así que quedó descolocado cuando yo le
ordené a Michael que pusiera en libertad a su madre y la llevara a su casa.
Bellu estaba subyugado.
—¿Le diste esas instrucciones mientras seguías atado a esa silla?
Creasy asintió.
—Sí… fue un riesgo muy bien calculado.
—¿Y en agradecimiento a que ordenaras la libertad de su madre sin ninguna
condición te cortó el dedo de la mano? —preguntó Satta lleno de curiosidad.
Creasy retrocedió mentalmente a ese momento vivido en aquella habitación. Fue
como si retrocediera un vídeo y lo viera nuevamente.
Grazzini estaba totalmente confundido. Si era un truco, él no lo entendía.
—Espere el llamado de su madre —dijo Creasy—. Si es el personaje que yo creo
que es, no le mentirá por más que mi hijo la apunte con un arma a la cabeza… Le
sugiero que espere a solas.
Grazzini caminó un momento por la habitación y después le dio la orden a
Abrata.
—¡Déjanos solos!
De mala gana, Abrata salió de la habitación.
—No confíes en él —dijo por sobre el hombro—. Yo estaré cerca. —Y cerró la
puerta tras de sí.
Esperaron en completo silencio. Grazzini caminaba por la habitación. Cada tanto
se detenía y miraba el cuadro de la pared como si contuviera el significado de la vida.
Creasy lo observaba y de a ratos miraba su brazo derecho atado. El llamado se
produjo veinte minutos después. El parlante seguía conectado al teléfono, de modo
que Creasy pudo seguir la conversación. La madre de Grazzini estaba muy enojada.
—¿Qué demonios está sucediendo?
—¿Dónde estás?
—En tu departamento.

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—¿Estás sola?
—Maria está conmigo.
—¿Estás bien?
La respuesta brotó del parlante en tono truculento.
—¿Bien?… ¡Voy a misa. Rezo por los pecados de mis hijos… Pongo cinco mil
liras en la alcancía, y cuando salgo, un chiquilín me apresa, me arroja en un
automóvil, me tapa con una manta y me lleva!
—¿Qué pasó después?
—Después habla por teléfono en un idioma que no entiendo. Después me lleva a
casa, me besa en ambas mejillas y me entrega a Maria… Paolo, ¿qué demonios estás
haciendo? Te previne, el día que te metiste con ese animal de Conti, que terminarías
en poder del demonio… ¿Cómo es posible que mi hijo termine así…? Todas mis
oraciones… Todas las velas que he encendido en todas las iglesias… ¿Sabes que ese
jovencito estaba acompañado por un sacerdote?… ¿Qué tienes que ver ahora con
sacerdotes que secuestran a ancianas?
Creasy no pudo evitar sonreír.
Grazzini le hizo una mueca y apretó un botón para apagar el parlante.
—Mamá… pon a Maria al teléfono —dijo en el tubo. El capo le dijo algunas
palabras y luego colgó. Miró a Creasy un largo rato y luego le preguntó—: ¿Porqué?
Creasy se encogió de hombros.
—Ya le dije… no libro batallas contra las mujeres.
Grazzini sacudió la cabeza, desconcertado.
—No lo entiendo. Ahora usted está por completo a mi merced. —De pronto cayó
en la cuenta—. Usted sabía que si mantenía secuestrada a mi madre, yo jamás lo
dejaría ir. También sabía que si yo lo mataba, su hijo habría matado a mi madre. Era
un empate.
Creasy asintió. Todavía tenía una débil sonrisa en los labios, y cada tanto miraba
su mano derecha.
—Así es. Pero ahora no hay ningún empate… Ahora usted tiene un problema.
—¿Cuál?
—Bueno… siendo el hombre que es, en cierto modo, un hombre de honor, tiene
que dejarme ir… Pero si lo hace, perderá su autoridad ante esos idiotas que lo tienen
por jefe. —Con la cabeza señaló la puerta y a Abrata, del otro lado—. Esos idiotas
que le dan poder… Usted no puede darse el lujo de perder esa autoridad, que es su
poder, porque si lo hace, una de estas noches ese idiota le volará los sesos.
Grazzini lo miró fijo, sin admitir nada.
Creasy le dijo qué tenía que hacer.
—Vaya a la puerta y dígale al idiota de Abrata que traiga de la cocina un cuchillo
bien afilado. Debe tener el filo aserrado.
Grazzini abrió los ojos, azorado.
—Hágalo —le ordenó Creasy.

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Pasaron algunos segundos. Luego Grazzini se puso de pie y fue a la puerta.
Volvió tres minutos más tarde, con un cuchillo en la mano. Cerró la puerta y se
acercó a Creasy.
—¿Está bien afilado? —preguntó Creasy.
Grazzini deslizó el pulgar sobre el filo y asintió.
—Mire el meñique de mi mano izquierda —dijo Creasy en voz baja.
Grazzini se inclinó y miró. Toda la mano estaba blanca. Y sólo tenía la mitad del
meñique.
—El resto me lo volaron de un tiro —dijo Creasy—. Hace mucho tiempo. Es
sorprendente lo poco que un hombre usa su meñique… salvo, a veces, para hurgarse
la nariz. —Miró al capo y agregó—: Córteme el meñique de la mano derecha en la
segunda articulación.
El capo lo miró sin entender.
—Es una buena solución —dijo Creasy con tono casual—. Usted me lo corta sin
anestesia. Y yo daré un alarido muy realista. ¿Tiene un pañuelo limpio?
La expresión de Grazzini era de aturdimiento.
—¿Tiene un pañuelo limpio? —repitió Creasy.
El capo asintió y sacó un pañuelo de seda color crema del bolsillo superior
izquierdo del saco. Creasy asintió.
—Cuando me lo haya cortado, envuélvame el muñón con el pañuelo. En ese
momento, yo me desmayaré. —Volvió a sonreír—. Será muy eficaz. Usted sale con el
dedo, se lo muestra a Abrata y le pide que lo haga embalsamar y colocar en una urna
de cristal, y que luego se lo envié a su casa de Roma como un regalo para su madre…
Él entenderá esa clase de cosas. Después, le ordena que me manden de vuelta a mi
hotel.
Grazzini miró el cuchillo y después el meñique.
Satta y Bellu permanecieron en silencio, mirando la mano derecha de Creasy
vendada.
—Casi no me dolió —dijo Creasy—. De todos modos, tenía la mano
completamente anestesiada… Pero Grazzini no tenía nada de cirujano. —Le sonrió a
Satta—. Tu hermano podría darle lecciones… Yo grité con mucha eficacia, y luego
perdí el conocimiento. —Extendió el brazo, y con su mano sana tomó de la mesa de
luz el pañuelo de seda ensangrentado—. Perdí un dedo que me servía a medias, y
gané un precioso pañuelo de seda.

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45

El Iniciado fue llamado hacia adelante. Debajo de la capucha negra, su rostro era
oscuro y delgado. Tenía un mentón prominente debajo de una boca recta y estrecha.
Sus ojos también eran oscuros, y estaban hundidos en las órbitas. Esos ojos
mostraban ansiedad. El hombre vaciló y miró a un lado y al otro.
Volvieron a pronunciar su nombre. Por un momento, él miró el altar negro. En el
centro había una cruz negra invertida de aproximadamente dos metros de altura.
Detrás, una gruesa vela negra en una candelera de ébano. Seis velas negras más
pequeñas estaban dispuestas a cada lado de la cruz invertida; en total, había trece.
Frente a la cruz había un cuchillo largo de hoja de plata y empuñadura negra de
cuerno. A la izquierda del altar había un macho cabrío erguido, embalsamado, con los
labios tirados hacia atrás para mostrar dientes muy blancos en una mueca horrible. A
la derecha del altar había un gallo joven blanco, con las patas atadas con un cordón
negro de seda; al lado, una calavera humana, blanca.
La gran sacerdotisa avanzó desde el lado izquierdo para quedar parada frente a la
cruz invertida. Vestía una túnica rojo oscuro con una capucha negra.
Volvió a pronunciar su nombre, y el Iniciado avanzó sobre unas piernas que ya no
obedecían órdenes de su cerebro. Ascendió los tres escalones y permaneció de pie, un
escalón debajo de ella. Miró el rostro empolvado de blanco de la mujer. Su lápiz de
labios era negro, como lo eran los cuernos de un macho cabrío, pintados sobre su
frente, por encima de sus ojos cubiertos con una máscara de maquillaje. Ella estiró un
brazo y colocó la palma de la mano sobre la cabeza del hombre. Entonó las palabras.
—¿Renuncias a Dios?
—Renuncio a Dios en todas sus formas —contestó él, sin pensarlo.
Ella levantó la vista y miró a la congregación reunida, todos con túnicas negras.
Más allá había una mesa larga con comida y vino. La congregación, compuesta por
trece personas, recitó al unísono.
—Él renuncia a Dios.
La gran sacerdotisa apartó la mano, giró hacia el altar y tomó el cuchillo con hoja
de plata. Con la espalda hacia el Iniciado y la congregación, lo levantó por encima de
su cabeza.
—Él renuncia a Dios —repitió la congregación en un murmullo.
La gran sacerdotisa se acercó al gallo, lo tomó por el pescuezo y, con un golpe

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preciso del cuchillo, le cortó la cabeza. Después cortó los cordones negros, dejó el
cuchillo, tomó ese cuerpo que se sacudía y lo invirtió sobre la calavera, desde la que
comenzó a caer la sangre. Al cabo de un minuto se volvió y arrojó el cuerpo a la
congregación. Hubo gritos de entusiasmo mientras se arrastraban en cuatro patas para
tratar de agarrarlo.
La gran sacerdotisa tomó la cabeza del gallo y la dejó caer en la cavidad de la
calavera junto con la sangre. Después, bajó la mano izquierda y se levantó el borde de
la túnica. Con la mano derecha tomó la calavera, la sostuvo entre sus piernas abiertas
y orinó dentro de ella.
El Iniciado permaneció inmóvil como un bloque de granito, mirando sólo la cruz
invertida.
La gran sacerdotisa soltó su túnica, sostuvo reverentemente la calavera con las
dos manos y se acercó al Iniciado. Le extendió la calavera. Muy lentamente, él
extendió las manos, la tomó, se la llevó a la boca y bebió.
—Él renuncia a Dios —volvió a susurrar la congregación.
El Iniciado se echó hacia atrás la capucha. Apareció una cara joven, de no más de
treinta años. Tenía pelo negro y largo con raya al medio. La gran sacerdotisa tomó la
calavera de sus manos y volcó sobre la cabeza del Iniciado el resto del contenido.
Después volvió a colocar la calavera sobre el altar y, en un único movimiento, se
quitó la túnica. Estaba desnuda. Su cuerpo era blanco y regordete. Inmediatamente, el
Iniciado y el resto de la congregación también se desvistieron. La congregación
estaba formada por siete mujeres y seis hombres. Sus edades iban de poco más de
veinte años a cerca de sesenta.
Todos se acercaron a la mesa del banquete y durante la siguiente media hora
comieron manjares y bebieron vino fino. La orgía se inició y se prolongó hasta el
amanecer.
Con la salida del Sol, dos hombres emergieron de la villa remota y permanecieron
de pie observando el valle en dirección a la pequeña aldea ubicada a cinco kilómetros
de allí. Alcanzaban a ver la torre de la iglesia y a oír sus campanadas que llamaban a
los fíeles.
Los hombres tenían algo más de cincuenta años. Vestían trajes sobrios y bien
cortados. Uno de los hombres era bajo, delgado y enjuto. El otro era alto y
musculoso. Su cara era negra como el ébano y era completamente calvo.
El más bajo miró al otro hombre.
—Salió bien.
El negro asintió.
—Muy bien… Ha llevado un año adoctrinarlo. Nunca olvidará esa noche.
—Estoy de acuerdo —dijo el primer hombre—. Pero, igual, dentro de un mes
debe asistir a una misa completa con un sacrificio verdadero.
El otro hombre se encogió de hombros.
—Eso no será fácil. Teníamos una buena candidata en vista, pero la perdimos en

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el fiasco de Marsella.
—Sí —afirmó el primer hombre con pesar—. La perdimos junto con nuestro
depósito de veinte mil dólares. Debemos conseguir un reemplazo.
—Por el momento, las únicas disponibles son de Asia o África —dijo el segundo
hombre.
El primer hombre sacudió la cabeza.
—¡No! Debe ser de piel blanca y más joven que púber —comentó en voz baja
pero enfáticamente—. Debemos pagar tanto como sea necesario. Tal vez podamos
persuadir a Gamel de llevar adelante el proyecto de Albania. Después de todo, él ya
tiene el lugar, y la fachada es adecuada.
El hombre grandote levantó su cabeza negra, miró hacia el sudeste y lentamente
asintió.
—Sí. Iré a Túnez y hablaré con él. Será mucho más sencillo encontrar una así en
Albania, mientras ese país está en pleno caos. Además, tengo que informarle en
forma detallada los inquietantes acontecimientos que han ocurrido en los últimos
días. Han pasado muchos años desde que a alguien se le ocurrió investigarnos.
—¿Crees que es algo serio? —preguntó el hombre pequeño—. ¿Crees que existe
alguna conexión con lo ocurrido en Marsella?
El hombre alto sacudió la cabeza.
—Creo que no tiene nada que ver con Marsella. Lo más probable es que aquello
haya sido una guerra de bandas. Pero no me hace nada feliz haberme enterado de dos
investigaciones de fuentes tan diferentes… No importa… Ya hemos tomado medidas.
—Señaló la villa que estaba detrás de ellos—. Nuestro Iniciado heredó una gran
fortuna el año pasado. Se desprenderá de ella con el tiempo, pero sólo si sigue
cayendo cada vez más hondo. El Macho Cabrío debe tener su sacrificio.

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46

Laura llevó a Juliet de compras a la aldea de Nadur. Primero fueron a la panadería y


compraron cuatro hogazas redondas bien crocantes, recién salidas del horno a leña.
Juliet preguntó cómo se decía «pan» en maltes, y lo repitió varias veces hasta que
Laura quedó satisfecha. Después fueron a la carnicería y Laura tuvo que enseñarle
cómo se decían los diferentes cortes. En el local estaban las habituales ancianas
vestidas de negro, tanto para comprar carne como para intercambiar los chismes
matinales. Laura tuvo que explicar que Juliet acababa de llegar y había sido adoptada
por Uomo como hermana de Michael. Las ancianas asintieron con aprobación.
Algunas de ellas tenían hasta quince hijos propios y decididamente aprobaban las
familias numerosas, aunque se tratara de hijos adoptados. Después Laura y Juliet
fueron al almacén, y continuaron con las lecciones de maltes.
Camino de vuelta al automóvil, pasaron por una boutique recién inaugurada y se
detuvieron para admirar los vestidos exhibidos en la vidriera. Movida por un impulso,
Laura tomó la mano de Juliet y la condujo al interior del local.
—El sábado se cumple el segundo aniversario de bodas de Joey y Maria.
Ofrecerán una gran fiesta y tú no puedes ir con esos jeans —dijo Laura.
Le compró un vestido rojo vivo, que a Juliet le pareció un poco demasiado
llamativo, pero no hizo objeciones debido al entusiasmo evidente de Laura. La dueña
de la boutique opinó que el vestido le quedaba un poco grande y se ofreció a
achicarlo, pero Laura, práctica como siempre, señaló que Juliet aumentaba
rápidamente de peso y muy pronto el vestido le quedaría perfecto. En cambio, le
compró un cinturón negro ancho para mantenerlo ajustado al cuerpo. Después,
naturalmente, Juliet debía tener zapatos que hicieran juego con el vestido, así que
fueron a la zapatería.
Michael le había dado a su hermana ciento cincuenta libras maltesas antes de irse,
pero Laura no dejó que Juliet pagara nada.
—Siempre insistes en lavar los platos y en ayudarme con la limpieza —le dijo—.
Así que éste es mi regalo para ti.
De vuelta en la casa, Juliet la ayudó a preparar el almuerzo, que era siempre la
comida más importante del día. Primero, una sopa de verduras bien espesa, que Laura
explicó que se llamaba Sopa de Viuda porque, con tanta abundancia de verduras en
Gozo, era a la vez barata y satisfactoria. Después, preparó lechón con verduras a la

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cacerola. Era tan abundante que alcanzaba para diez personas, pero Laura explicó que
se mantenía bien y que además nunca se sabía cuántas personas podían aparecer para
comer. Ese plato se llamaba kawlata y era uno de los preferidos de Paul. Paul volvió
del campo exactamente a las doce, después de haber trabajado seis horas seguidas.
Juliet lo observó comer un enorme bol de sopa, seguido por un bol igualmente grande
de kawlata. Además engulló una hogaza de pan y bebió una botella de su propio vino.
El teléfono sonó cuando estaban levantando la mesa. Era Creasy. Intercambió
algunas palabras con Laura, quien después llamó a Juliet para que hablara con él.
Creasy le habló durante un rato prolongado. Primero le aseguró que tanto él como
Michael estaban bien. Juliet le preguntó dónde estaban, pero él sólo respondió que
«en alguna parte de Italia» y que estarían ausentes tal vez unas semanas más, pero
que trataría de hacer una visita rápida a Gozo. Le informó que, a partir de la semana
siguiente, ella tendría que ir al colegio.
—No quiero ir al colegio.
—Tienes que hacerlo —respondió él con severidad.
—Todavía no hablo bien el idioma —dijo ella con tono irritado—. Me llevará por
lo menos otro mes o más, así que estaría perdiendo el tiempo en el colegio.
Juliet oyó su risa suave.
—Eso no es problema. En Kercem hay un colegio de monjas. Enseñan en inglés.
Yo ya le hablé a Laura del asunto y ella lo arreglará todo.
Juliet miró a Laura con fastidio, pero ella le respondió con una sonrisa muy dulce.
—Conocerás a chicas de tu edad y te harás de amigos —dijo Creasy por el
teléfono.
—Yo ya tengo amigos.
—¿Como quiénes?
—Bueno… como Laura y Paul, y Joey y Maria… y el viejo pescador Loretto que
le trae pescados a Paul y se toma todo su vino.
—Irás al colegio —dijo Creasy con firmeza—. No quiero tener una hija
ignorante, y Michael no quiere tener una hermana ignorante. Cuando vuelva, te
compraré una bicicleta.
—¡Una bicicleta! —respondió ella entusiasmada.
—No la sobornes —gritó Laura desde el otro extremó de la habitación.
—Está bien, Creasy —respondió Juliet mansamente—. Iré al colegio. Pero tiene
que ser una bicicleta roja para que haga juego con mi vestido nuevo. —Le explicó lo
de la fiesta y charló con él otro par de minutos. Más tarde, mientras ayudaba a Laura
a limpiar la cocina, le dijo, con nostalgia—: Nunca tuve una bicicleta… no sé andar.
—Yo te enseñaré —le prometió Laura con una sonrisa. Después agregó, muy
seria—: No creas que podrás manejarme como lo haces con Creasy y Paul. Lo que
una chiquilla como tú necesita es una mujer fuerte cerca para que no pierda la cabeza.
—Estoy segura de que tienes razón —respondió Juliet, pero en realidad pensaba
en el vestido rojo, el cinturón negro y los zapatos haciendo juego.

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47

El danés con frecuencia había asistido a reuniones y seminarios sobre estrategia


realizados por la fuerza policial de Copenhague. Era su costumbre no hablar en esas
reuniones, a menos que algún agente hiciera algún comentario estúpido relacionado
con su propia experiencia. Pero Jens Jensen jamás había participado de la clase de
reunión que ahora se estaba llevando a cabo.
En primer lugar, nunca había estado en una reunión en la que la comida fuera tan
espectacular. Todos estaban sentados alrededor de una enorme mesa ovalada, en la
terraza de la Pensione Splendide. Abajo brillaban las luces de Nápoles y, más allá, la
inmensa bahía. La comida fue servida por un viejo rudo que debería haberse jubilado
muchos años antes. Jens paseó la vista por los participantes de la reunión y, una vez
más, tuvo la sensación esquizofrénica de que, por una parte, él estaba totalmente
fuera de lugar en ese grupo, y por la otra, de que de alguna manera formaba parte de
él. Estaba sentado frente a la parte central de la mesa. Enfrente estaba Creasy. A un
lado de Creasy estaba Michael, y al otro, Maxie. En una cabecera se sentaba Guido y
en la otra el coronel Satta. Los otros eran Massimo Bellu, El Fantasma, Frank Miller,
René Callard, Pietro y, a la izquierda de Jens, El Búho. Con la excepción de él
mismo, de Satta y de Bellu, dudaba de que un grupo de hombres tan recios se
hubieran reunido jamás. Sabía que incluso el joven Pietro, que era el hijo adoptivo de
Guido, había dejado de ser el muchacho que dormía en las calles a los trece años para
convertirse en el joven fuerte que era ahora a los veintidós.
La cena estaba deliciosa. Por supuesto, la comida empezó con antipasti, seguidos
por pasta della frutta di mare. El plato principal era cernia al forno, preparado con
vino blanco y aceite de oliva. Como contorni de la cernía, había patate lesse y piselli
al finocchio. De postre, el viejo sirvió Charlotte di fragole.
Jens miró nuevamente de reojo la mano derecha de Creasy y el vendaje que le
cubría el muñón del meñique. Una vez más se le puso la piel de gallina al pensar en la
forma en que había perdido ese dedo, y de nuevo quedó atontado al pensar en la
razón que tuvo para hacerlo. Trató de ponerse en su lugar: hacer frente a un capo de
la Mafia mientras se está atado a una silla e indefenso. No sólo enfrentarse con él,
sino convertirlo a su causa.
La conversación había sido a la vez alegre y seria. Alegre, cuando él mismo había
narrado el secuestro de la anciana madre de Grazzini, de cómo ella había golpeado a

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Michael en la cara con su bastón. Michael hizo una mueca lastimosa y se frotó el
pómulo magullado. Entonces contó que la anciana le había enseñado todo un
vocabulario nuevo de imprecaciones, y que cuando la pusieron en libertad y ella
corrió a los brazos seguros de María, la mucama de Grazzini, la mujer había
transpuesto la puerta, no maldiciendo a sus secuestradores, sino suplicándole a Dios
que le diera un poco de materia gris a su hijo.
La conversación se volvió seria cuando Michael dijo lisa y llanamente que Creasy
ya no podía seguir moviéndose libremente por Italia, Había otras familias de la Mafia
que le tenían jurada la muerte, y la próxima vez tal vez no tendría tanta suerte. Jens
esperaba que Creasy reaccionara, pero en cambio tomó la crítica implícita en silencio,
limitándose a asentir.
—En el futuro tendré más cuidado.
Jens recordaba la estupidez de Michael y de él en Marsella: cómo los habían
apresado con tanta facilidad, y el subsiguiente rescate espectacular de Creasy. Sintió
que ahora las cosas estaban parejas entre Creasy y Michael. Después sintió otra cosa:
Creasy dominaba ese grupo de hombres. No por lo que decía, sino por su presencia,
que irradiaba un aura especial. Todos los que rodeaban la mesa tenían una
inteligencia superior al promedio; algunos, como el coronel Satta, tenían una
inteligencia sobresaliente. Miller, Callard, Guido, Michael y El Búho eran, fuera de
toda duda, hombres duros y con experiencia. Pero ninguno tenía el aura de Creasy. El
danés sospechó que, con el tiempo, Michael lo adquiriría, tal vez cuando Creasy se
volviera viejo y Michael entrara en la plenitud de la vida. Pero para eso faltaban
todavía bastantes años.
Giró la cabeza hacia la izquierda para mirar a El Búho. El viejo acababa de servir
el postre y El Búho atacaba la Charlotte di fragole con entusiasmo. No era raro que El
Búho estuviera sentado junto a él. De alguna manera, desde ese largo viaje en auto a
Copenhague, siempre pareció estar cerca de él. Una sombra omnipresente. Jens había
descubierto que El Búho era un hombre extraño. Durante las conversaciones de
ambos reconoció haber matado a varias personas. Reconoció haber sido casi toda su
vida un delincuente; hasta que empezó a trabajar como guardaespaldas para Leclerc,
el traficante de armas. No tenía familia y, además de la pistola y de la navaja, siempre
llevaba encima un reproductor pequeño para discos compactos, con auriculares
acolchados. Jens se había sorprendido al enterarse de que la pasión de la vida de El
Búho era la música clásica y, en especial, la música de cámara de Schubert, las óperas
de Mozart y las sinfonías de Beethoven. Durante el largo trayecto a Copenhague, casi
en ningún momento se sacó los auriculares.
La discusión seria trataba del curso principal a seguir. Creasy informó a los
presentes que Grazzini había oído rumores de El Círculo Azul, y que en ese momento
trataba de averiguar si esos rumores tenían fundamento. En el futuro, Grazzini sería
conocido por el nombre en clave «Papa».
—Yo se lo sugerí… y a él le gustó —comentó Creasy con una sonrisa.

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Bellu informó que las sospechas recaían en dos personas: un italiano de Milán
llamado Jean Lucca Donati, y un egipcio nubio llamado Anwar Hussein, que vivía en
las afueras de Nápoles. Había un vínculo tenue entre ellos, que él estaba
investigando. Mientras tanto, sus nombres habían sido transmitidos a Papa, quien
también usaba su propia red para verificarlos.
Creasy pasó después a decir que era necesario que en adelante él grupo se
distanciara de los carabinieri. No se excusó, sino que simplemente le dijo al coronel
Satta:
—Es mejor de esa manera. Tú no quieres estar implicado o parecer implicado en
lo que, después de todo, es una operación ilegal en tu territorio. Del mismo modo,
debemos tener cuidado de no estar asociados con las autoridades. Sin embargo,
cualquier información que Massimo pueda desenterrar y pasarnos vía Guido será muy
apreciada.
Tanto Satta como Bellu asintieron. El Fantasma parecía un poco decepcionado.
Era obvio que estaba disfrutando de todo ese asunto.
Jens tuvo que examinar con cuidado su propia posición. Era policía y estaba
involucrado en una situación ilegal en suelo extranjero. Ya había participado en un
secuestro violento, y ahora formaba parte de un grupo que planeaba activamente
provocar una gran confusión y asesinatos. Lo pensó algunos minutos, y tomó su
decisión en el momento en que el viejo servía el café. Miró a Creasy por encima de la
mesa.
—Tengo que volver a Dinamarca.
Los que estaban alrededor de la mesa permanecieron en silencio mientras Creasy
asentía.
—Lo entendemos, Jens. Ahora que la Mafia está involucrada, esto no es para ti.
Apreciamos mucho tu ayuda y te deseamos lo mejor. Si en cualquier momento
podemos retribuírtela, ya sabes dónde encontrarnos. —Miró a Michael—. Por favor,
asegúrate de que Jens no haya quedado con ningún déficit financiera.
—Un momento —interrumpió Jens antes de que Michael pudiera responder—.
Dije que necesitaba volver a Dinamarca. Pasado mañana es el cumpleaños de mi hija.
Volveré al día siguiente. —Fulminó a Creasy y a todos los demás con la mirada. —
No pienso permitir que nadie me eche. Estuve en esto desde el principio y seguiré
estando hasta el final. Bueno, sí, de acuerdo, tal vez no soy tan duro como algunos de
ustedes, ni tan despiadado… pero quizá puedo contribuir con algo que ustedes
necesitan—. Señaló a Satta y luego a Bellu. —Ustedes han puesto distancia con los
únicos policías que hay aquí. Entiendo el motivo. Pero ahora entiendan ustedes
esto… Habrá lucha y habrá trabajo propiamente detectivesco. Yo estoy entrenado
para eso. Ustedes necesitan un cuartel general operativo que los una a todos; la mano
izquierda necesita saber lo que está haciendo la derecha. Debería haber un
planeamiento y una organización adecuados. No sirve de nada entrar en batalla
atacando sin ton ni son: Michael hizo eso en Marsella y Creasy lo hizo en Milán—.

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Ahora se dirigía a toda la mesa. —Está bien, sé que Creasy es un líder brillante y con
experiencia, y que cuando empiece la verdadera batalla él no necesitará mi ayuda ni
la de nadie… Pero, antes que eso, será necesario un poco de trabajo de
investigación…— Finalizó su perorata en forma de desafío. —Yo soy detective… y
tengo un móvil… encontrar a esas personas es mi trabajo.
Creasy permaneció callado. Tanto Satta como Bellu asintieron. El Búho tenía una
leve sonrisa en la cara. Satta rompió el silencio.
—Jens tiene razón. Gracias al entrenamiento y a la intuición, los buenos
detectives tienen una mente especial. Ven cosas que otros, incluso personas más
inteligentes, no ven. Cada tanto ven el bosque y no solamente los árboles.
Recibiremos información de Massimo y, posiblemente, de nuestro nuevo amigo Papa.
Esa información debe ser correlacionada y procesada, y luego comunicada de una
manera concisa. Creo que Jens es un buen detective y nos será muy útil. —Esa
afirmación, junto con el sonido del timbre de la puerta de calle, puso fin a la reunión.
Pietro inmediatamente entró en la pensione. El viejo sirvió más café. Pietro estaba
de vuelta dos minutos más tarde. Llevaba un sobre azul, que entregó a Creasy.
—Dos hombres en un Lancia negro —dijo Pietro—. Uno de ellos me dio esto y
dijo que era para Uomo.
Creasy abrió el sobre y extrajo de él una única hoja de papel. Leyó lo que
contenía y levantó la vista.
—Es de Papa. —Volvió a mirar el papel y leyó—: «Los rumores tienen
fundamento. Pero no es solamente la trata de blancas, sino mucho más. Llega incluso
a Medio Oriente y a África del Norte, y quizás a Túnez. Me llevará algunos días
conseguir más información. Me mantendré en contacto». Papa.
Dobló el papel y se lo metió en un bolsillo; después miró pensativamente al
danés.
—Está bien, Jens. Ve al cumpleaños de tu hija y dale un beso de nuestra parte.
Después, vuelve aquí. —Miró a Michael—. Quiero que vayas a Bruselas y arregles
encontrarte allí con Sacacorchos Segundo. Necesitamos establecer nuestros propios
refugios en Milán y en Roma y, posiblemente, en Túnez. Deben estar equipados
como de costumbre. Como el que tuvimos en Siria en nuestro último trabajo. —Miró
a Maxie—. Mientras tanto, Maxie, más vale que vayas con Michael y veas a tu
familia. —Miró a Miller y a Callard—. Tómense tres o cuatro días libres y después
pónganse en contacto con Jens aquí. —Miró a El Búho—. ¿Quieres volver a Marsella
por unos días? ¿Tienes familia allá?
El Búho sacudió la cabeza y miró al danés.
—No. Si a Jens no le importa, iré con él a Copenhague. Me gusta esa ciudad.
Jens asintió.
Creasy llamó al camarero y le dijo algunas palabras al oído. El viejo asintió y se
alejó. Volvió algunos minutos más tarde con una mujer igualmente vieja. Era gorda,
vestía de negro, y su pelo canoso estaba peinado en un rodete. Creasy se puso de pie

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cuando ella se acercó y la abrazó. Después, la presentó a los otros como Ornella, la
cocinera. Con la excepción de Guido y Pietro, todos inmediatamente se pusieron de
pie y la aplaudieron. Ella resplandeció de orgullo y se fue deprisa.
—¿Qué harás tú? —le preguntó Michael a Creasy.
Creasy se encogió de hombros.
—Pasaré unos días en Gozo.

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48

Jens Jensen y El Búho viajaron al norte hacia Copenhague en el mismo BMW.


—Casi se ha convertido en un auto del equipo —les explicó Creasy esa mañana
—. Leclerc no lo quiere de vuelta, así que es de ustedes. Más adelante les enviarán
los papeles.
A Jens le gustaba manejar distancias largas escuchando música pop por las
distintas estaciones FM mientras atravesaban Italia sin detenerse. El Búho iba sentado
en el asiento del acompañante, con su reproductor de discos compactos sobre las
rodillas y los auriculares en las orejas. No era un hombre grande y se las había
ingeniado para acurrucarse en ese asiento cómodo. Cada tanto se sacaba un auricular
para oír lo que Jens estaba escuchando. Entonces lanzaba un gruñido de desprecio y
se volvía a poner los auriculares. Al margen de eso, la conversación era escasa. Jens
se dirigía a un pequeño hotel justo en la frontera con Suiza. Pasarían la noche allí,
comerían una buena cena y seguirían viaje a Copenhague a primera hora de la
mañana. El Búho había insistido en que por el camino pararan en una casa de regalos
suiza para poder comprarle a Lisa un reloj de cucú para su cumpleaños. Fue entonces
cuando Jens se dio cuenta de que El Búho se iba a convertir en un amigo de la
familia.
Esa misma mañana, Miller y Callard tomaron temprano un alíscafo a Capri.
Planeaban alojarse en un hotel modesto, actuar como un par de turistas y levantarse
un par de muchachas.
—Tú escóndete y déjame hacer el trabajo a mí —le dijo Callard muy serio—. Si
ven tu cara horrible, se echarán a correr. Miller sonrió. Pese a su fealdad, jamás había
tenido problemas con el sexo opuesto. Los dos hombres eran viejos amigos y
compañeros de guerra, y tenían la ilusión de disfrutar de buena comida, del sol de
otoño y, quizá, de cierta distensión física. En el alíscafo, hablaron brevemente de la
operación y del resto del equipo. Decidieron que estaba bien equilibrado. Como
mercenarios, habían peleado en diferentes países con los buenos y los malos. Un
eslabón flojo en un equipo podía equivaler a un desastre. Pero no encontraban
ninguna debilidad en el presente equipo. A Maxie, desde luego, lo conocían desde
hacía años. No conocían de antes a Michael, pero sabían que había sido entrenado por
Creasy y que, a pesar de su edad, ya había estado bajo fuego y había salido airoso.
Les gustaba El Búho porque poseía esa tranquila confianza en sí mismo que es fruto

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de la experiencia y del profesionalismo. Habían notado lo apegado que estaba con el
danés. Eso no era raro en ese medio; los hombres sometidos a penurias y peligros
extremos a menudo formaban pares. El ejemplo más obvio que conocían eran Creasy
y Guido, que estaban juntos desde los primeros días de la Legión Extranjera, y habían
luchado lado a lado en las guerras mercenarias del África. Era una pena que Guido se
hubiera retirado. Sabían que era el exponente más letal con una ametralladora en la
mano, en cualquier ejército y en cualquier país. Pero entendían la promesa que le
había hecho a su esposa muerta. Ninguno de los dos se había casado, pero compartían
un respeto anticuado hacia las mujeres y el matrimonio. También les gustaba el
danés, y estaban de acuerdo con que formara parte del equipo.
Michael y Maxie volaron a Bruselas vía Roma. En el aeropuerto de Roma,
Michael llamó por teléfono a Sacacorchos Segundo, y arregló reunirse con él en
Bruselas a la tarde siguiente. En el vuelo a Roma, Michael explicó su motivación
personal para destruir a El Círculo Azul. Maxie no conocía la historia completa de la
vida anterior de Michael. Escuchó en silencio y se sintió muy cerca de ese joven que
estaba emocionalmente comprometido con su cuñada.
Creasy tomó el ferry a Malta. Le gustaba viajar por mar, y aunque el ferry no era
demasiado cómodo, el capitán era un conocido de Guido, y le habían preparado una
cabina agradable en el puente superior. Pero durante toda la noche permaneció parado
en la popa, observando la estela de espuma y preguntándose qué encontraría al llegar
a Gozo.
Encontró a Juliet Llegó a la casa de la colina alrededor del mediodía. Ella estaba
en la cocina preparando el almuerzo. Creasy aspiró el aroma a guiso de conejo
preparado con vino y ajo. Ella lo besó en la mejilla y lo despachó para que se
duchara.
Quince minutos después, Creasy estaba sentado al lado de la piscina, bebiendo
una cerveza fría. Había entrado en la cocina para tratar de ayudar, pero ella lo echó.
Le dijo que Laura la había dejado allí temprano en la mañana para que pudiera
prepararle el almuerzo, y que no se metiera. Sólo le llevó a Creasy algunos segundos
darse cuenta de que la criatura destrozada que él había encontrado, en ese cuarto en
Marsella en muy poco tiempo había recuperado el equilibrio mental para adaptarse a
una nueva vida. Durante el almuerzo reinó el silencio. Juliet sirvió la comida con
aplomo. Creasy reconoció la receta/Había comido el guiso de conejo de Laura
muchas veces; ése era casi idéntico. Durante la comida, ella no apartó los ojos del
paquete envuelto para regalo que estaba sobre la mesa, junto al codo de Creasy.
También, cada tanto, miraba el vendaje de su mano. Aparte de preguntarle por
Michael, no hubo otras preguntas.
Después del guiso de conejo, Juliet sirvió rodajas finas de melón con helado y,
finalmente, cafés espresso dobles hechos con café napolitano que Creasy había
llevado. Por último, él empujó el paquete a través de la mesa y, como toda, criatura,
Juliet lo abrió con entusiasmo. Adentro había dos sarongs de seda de colores vivos.

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—Yo siempre duermo con eso —dijo él—. Y también Michael. Es un hábito que
tomé de Oriente.
Ella tocó la fina seda y le sonrió con picardía.
—Yo también los uso para dormir. Encontré un cajón lleno en tu dormitorio.
Él enarcó una ceja.
—De modo que has andado husmeando por ahí.
—Por supuesto —reconoció ella—. He revisado todo. Hasta encontré tu caja
fuerte y manipulé la cerradura de combinación.
Él le sonrió.
—Eres una mentirosita. Michael te la enseñó.
De pronto, ella le señaló la mano.
—¿Qué te pasó?
Él levantó la mano, la miró y lentamente se sacó el vendaje. Ella miró el muñón
del meñique.
—¿Qué te pasó? —repitió Juliet.
Muy despacio, él fue contándole la historia, toda la historia.
Esa noche, él cocinó uno de sus famosos asados, con porciones de carne, pollo,
salchichas y los famosos pescados lampuki. También cocinó las salchichas como le
enseñaron en África: con el piri-piri picante de Mozambique, la espesa salsa de habas
de Rodesia, y la salsa verde de chili del Congo. Usaba uno de sus sarongs sujetos a la
cintura. Ella salió de su cuarto con uno de los sarongs nuevos puesto, atado por
encima de sus pechos pequeños.
Hablaron como adultos y él le explicó todo lo que pudo sobre su vida. Ella se
sentía una adulta. Teñía muchas preguntas y, después de un comienzo vacilante, se las
hizo en forma abierta y directa. Él se las respondió a todas, aunque algunas le
produjeran dolor. Sobre todo cuando habló de su esposa y de su hijita muertas, y de la
chiquilla muerta llamada Pinta.
—¿Por eso me trajiste aquí? —preguntó Juliet—. ¿Porque querías reemplazar a
Pinta y a tu hija?
Él lo pensó con cuidado y después sacudió la cabeza.
—Te traje aquí porque no tenías adonde ir. Por lo menos, yo lo entendí así. Si te
hubiera mandado a una institución o incluso de vuelta a la casa de tu madre, habría
sido una sentencia de muerte para ti. —Su voz se volvió más baja y más serena, y por
primera vez Juliet adivinó lo que había debajo de la coraza con que él había cubierto
sus sentimientos.
—No puedo decirte a cuántos chicos he visto muertos o agonizantes. En la guerra
siempre es así. Fue también así en África, en Asia, en Vietnam, en Camboya, en Laos
y en el resto. Es algo que se puede ver ahora en Somalia, en el Sudán, en
Mozambique y en todos lados donde hay un puñado de supuestos patriotas y
nacionalistas, políticos y hombres de Estado, que se convencen a sí mismos de que
están haciendo lo mejor para su pueblo. La gente común y corriente lo ve ahora

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porque penetra en sus hogares a través de las pantallas de televisión. Pero siempre ha
sido así… chicos muertos por bombas, disparos, napalm… y famélicos.
Había oscurecido. De pronto Creasy se puso de pie y fue a encender las luces de
la piscina. Cuando volvió, Juliet notó que el desahogo anterior lo había perturbado.
Su cara no exhibía ningún cambio, pero ella igual lo percibió. Y tuvo el tino de no
decir nada. Los dos permanecieron sentados mucho tiempo en silencio, contemplando
las luces de las aldeas de más abajo. Por último, Juliet se puso de pie y despejó la
mesa.
Después del viaje y de los traumas del día anterior, Creasy se sentía cansado.
Besó a Juliet en la mejilla, le prometió llevarla a pescar la mañana siguiente, y se fue
a acostar.
Ella se quedó otra hora más junto a la pileta. Quedaba un poco de vino en la
botella. Llenó su copa y lentamente fue bebiendo pequeños sorbos. Sabía que había
visto un atisbo del verdadero carácter de Creasy. A ella le hubiera gustado poder
decirle algo, pero era demasiado joven como para encontrar las palabras adecuadas.
Trató de recordar a su padre muerto. Alcanzaba a ver sus facciones y su sonrisa, pero
la mayor parte de sus sentimientos habían sido cauterizados por la brutalidad que
había debido soportar. Sus instintos le dijeron que debía tratar de acercarse más a
Creasy. No sabía cómo. Fue a acostarse.
Eran casi las dos de la madrugada cuando Creasy oyó golpes suaves en la puerta
de su dormitorio. Despertó enseguida. Oyó que una voz pronunciaba su nombre, y
luego la puerta se abrió. Creasy encendió la luz. Juliet usaba el mismo sarong. Él vio
lágrimas en sus mejillas y enseguida se incorporó.
—¿Qué ocurre?
—Lo siento… ya casi estoy bien. En general duermo bien… pero a veces tengo
pesadillas.
Él palmeó la cama y ella se acercó y se sentó. Creasy la rodeó con un brazo, la
acercó a él y con la otra mano le acarició el pelo.
—¿Puedo quedarme contigo? —preguntó ella—. Sólo por un rato.
—Por supuesto.
Él le puso una almohada y ella se acostó.
Creasy despertó al amanecer con la sensación de algo cálido contra su espalda.
Juliet estaba acurrucada contra su cuerpo, con los brazos alrededor de su pecho.
Estaba dormida. Suavemente, él le apartó las manos y le colocó un par de almohadas
más debajo de la cabeza. Después se levantó para preparar el desayuno.

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49

El miedo es siempre algo relativo. Una araña puede producir terror en algunas
personas, mientras que otras las convierten en una mascota. El miedo puede ser
aplacado por la ignorancia o por la experiencia.
El miedo es una de las armas más poderosas de la humanidad. Y nadie lo sabía
mejor que Paolo Grazzini. Él mismo lo había sentido con frecuencia en su juventud.
Conocía sus efectos y había presenciado sus efectos en los demás. Estaba sentado y
miraba a un hombre mayor del otro lado del escritorio. No había esperado ver miedo
en esos ojos. Torquinio Trento estaba en la Cosa Nostra desde que era un muchacho.
Su padre y tres tíos habían muerto en prisión en la década del 30 como castigo
implacable de Mussolini. Habían operado en el mundo casi civilizado de Calabria. A
los diecisiete años, Trento tuvo que emigrar al norte para vivir con un primo lejano de
Nápoles y, naturalmente, lo iniciaron en la vida de su padre y sus antepasados. Nunca
llegó muy alto. A su primer capo lo liquidaron en la rivalidad entre bandas que estalló
después de la guerra. Entonces se mudó más al norte, a Milán, siempre
ingeniándoselas para escapar al genocidio interno de la Cosa Nostra. Era un
sobreviviente que nunca ascendió demasiados peldaños en la escalera, pero siempre
se mantuvo al margen de los problemas. La vida le había enseñado mucho y era, por
lo general, inmune a los golpes de la vida y la muerte.
Durante los últimos días, Grazzini había hablado con muchos de los miembros
viejos de su «familia» y con los de otras. Lo convirtió en una suerte de ejercicio en
relaciones públicas. Los invitaba a su oficina y conversaba con ellos sobre sus
familias, si es que la tenían, y sobre sus problemas, tanto financieros como
personales. Había disfrutado de ese ejercicio que lo hacía sentir más el presidente de
una corporación pública que un capo criminal.
Hasta el momento había visto a alrededor de quince de los más antiguos y, hacia
el final de cada entrevista, les preguntaba qué sabían de una organización llamada El
Círculo Azul. En cada caso había recibido una mirada desconcertada y un
encogimiento de hombros. Empezaba a dudar de la existencia de El Círculo Azul,
hasta que le pronunció ese nombre a Torquinio Trento. La cabeza del viejo se había
sacudido, y por un instante Grazzini percibió un miedo profundo en sus ojos.
—El Círculo Azul —repitió Grazzini.
Los ojos del hombre se pusieron vidriosos y el miedo volvió a aparecer. Trento

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miró nerviosamente a izquierda y derecha de la opulenta oficina, como si esperara ver
salir a algún fantasma de las paredes con revestimiento de madera. Grazzini aguardó
pacientemente.
—¿Qué quiere usted de mí, don Grazzini? —preguntó finalmente con voz trémula
—. Soy un viejo que sólo se sienta al sol y espera la muerte.
Grazzini le sonrió.
—Torquinio Trento, antes de retirarse, usted trabajó para mi cuñado, que en paz
descanse, y antes de eso, para su padre. ¿No fueron buenos con usted?
Trento asintió.
—Por supuesto. Eran mi familia… yo era como su hijo.
—Sigue siendo de la familia —dijo Grazzini—. Aunque ellos hayan muerto.
—¿Qué quiere de mí?
—Quiero que me diga qué sabe de El Círculo Azul.
De nuevo el hombre paseó la vista con ansiedad por la habitación. Se movió
incómodo en la cómoda silla. Una vez más, Grazzini aguardó pacientemente hasta
que el viejo comenzó a hablar con un susurro ronco.
—Esa gente es diferente. No tienen nada que ver con nosotros.
—Ya lo sé. ¿Quiénes son?
El viejo habló tan bajo que parecía que se estuviera hablando a sí mismo.
—Comparados con ellos, nosotros somos santos. Hasta los malos de nosotros son
santos. La maldad de esa gente no tiene medida. Incluso pensar en ellos es peligroso.
Grazzini se inclinó hacia adelante, fascinado.
—¿Porqué?
El hombre sacudió la cabeza como si saliera de un sueño. Sus ojos se enfocaron
en Grazzini y su voz se hizo más firme.
—Don Grazzini, le pido que ni siquiera pregunte sobre esa gente. Es posible que
el padre de su cuñado haya muerto porque una vez preguntó.
—Murió de cáncer —dijo Grazzini sorprendido.
Trento asintió con lentitud, sacó un pañuelo del bolsillo superior de su saco y se
secó la frente y las mejillas. Guardó el pañuelo y bajó la vista.
—Eso es lo que dicen —susurró el viejo—. Pero yo sé que tuvo contacto con esa
gente. Su cáncer apareció de pronto. Y era un hombre joven, de sólo cuarenta y tres
años. Y, un mes después de estar sano y fuerte como un buey, era un esqueleto
muerto.
—¿Qué dice?
El viejo se encogió de hombros.
—Digo que tuvo contacto con esa gente.
—¿Me está diciendo que ellos le produjeron el cáncer? —preguntó Grazzini con
severidad.
—Le digo sólo que ellos tienen poderes… poderes que pueden usar como armas,
como nosotros ni siquiera imaginamos.

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Grazzini recordó que estaba hablando con un hombre que había crecido en las
montañas de Calabria y que estaba imbuido de los recelos y las supersticiones de esa
región del sur.
—Aparte de esos poderes, ¿qué otra cosa hacen?
—Trafican con carne.
—¿Carne?
El viejo asintió.
—Es lo que he oído. Es lo único que sé.
Grazzini intuyó que no podría sonsacarle más información al viejo. Cortésmente,
le agradeció y lo despidió. Durante quince minutos permaneció sentado, en silencio.
Después llamó por teléfono a la madre de su cuñado quien, si recordaba bien, debía
de tener cerca de noventa años.
Massimo Bellu miró el monitor de su computadora. Durante la última hora había
estado rastreando el linaje de Jean Lucca Donati y había hecho un interesante
descubrimiento, aunque dudaba de que tuviera algo que ver con lo que buscaba. Pero
cuando un cerebro como el de Massimo Bellu comenzaba a relacionar ideas, con una
computadora compleja con un acceso casi ilimitado a la información, su trabajo se
convertía en algo parecido a un puro ejercicio mental. Había descubierto que el padre
de Jean Lucca Donati había sido un oficial importante del Partido Fascista Italiano.
De hecho, había escalado tan alto como para convertirse en ayudante personal del
mismo Mussolini. Fue muerto por partisanos en los últimos días de la guerra. Bellu
decidió llevar adelante un trabajo similar con los antepasados de Anwar Hussein. Y,
de nuevo, tropezó con un hecho interesante. El padre del egipcio nubio había sido un
oficial importante en la corte del rey Faruk, en El Cairo. Había sido exiliado con él y
había muerto en 1952, en el sur de Francia, en circunstancias misteriosas.
Siguiendo las órdenes de Satta, Bellu ya le había puesto a los dos hombres un
equipo de vigilancia. Aunque los equipos estaban integrados por individuos con
mucha experiencia, los dos hombres se habían hecho humo dos días antes y sólo
volvieron a aparecer esa misma mañana, en sus respectivas oficinas de Milán y
Nápoles.

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50

Tenía la cara tan arrugada como una manzana vieja, y un cerebro tan afilado como
una hojita de afeitar nueva.
Grazzini no veía a la madre de su difunto cuñado desde el funeral. Eso lo hacía
sentirse culpable, y empezó la conversación excusándose por el mucho trabajo que
tenía. Ella lo miró con ironía a través de los cristales gruesos de sus anteojos, pero
estaba un poco apaciguada por el enorme ramo de rosas rojas y blancas que él había
llevado. Las ancianas, sobre todo si son italianas, jamás pierden su vanidad.
Grazzini tocó el tema con mucha prudencia. Conversaron primero del tiempo, de
la corrupción de los políticos, del costo de vida cada vez más, alto y del deterioro de
los valores morales. Un poco después, ella le preguntó el motivo de su visita. Él
estaba sentado, muy incómodo, en un sillón demasiado bajo y mullido, con las
rodillas prácticamente pegadas al mentón. La habitación tenía demasiados muebles,
en el estilo que prefieren los que huyen de las tendencias modernas. Muebles oscuros
y pesados, con cortinados oscuros y gruesos, y la penumbra sólo mitigada por la luz
de la enorme araña que colgaba del centro del cielo raso.
—Signora Conti —dijo él, formalmente—, he venido a pedirle un consejo.
La mucama había colocado las rosas en un florero chino muy grande, que puso
sobre la mesa que estaba junto a la dueña de casa. Ella, se inclinó hacia las flores,
sostuvo una de las rosas con su mano huesuda y aspiró el aroma.
—Usted me sorprende —dijo, mirando primero la rosa y después a Grazzini—.
¿Por qué un gran capo habría de venir a pedirle consejo a una vieja? Sospecho que en
realidad viene más en busca de información que de consejos.
Grazzini tosió, incómodo al oír esa verdad, y después arremetió.
—Esta mañana estuve hablando con uno de los de antes.
—¿Con quién?
—Torquinio Trento.
Los ojos de ella lo observaron a través de los gruesos anteojos. Asintió.
—Sí, lo recuerdo… un jovencito muy agradable.
Grazzini sonrió.
—Sí, sin duda. La recuerda a usted bien. Me pidió que le transmitiera sus
respetos.
—¿Y qué pasa con Torquinio Trento?

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Grazzini se aventuró más todavía.
—Parece creer que la muerte de su marido puede haber estado relacionada con
una organización conocida como El Círculo Azul.
Ella se quedó mirándolo un buen rato.
—Mi marido murió de cáncer.
—Ya lo sé, Signora. Pero lo que me despierta curiosidad es por qué la mención de
El Círculo Azul hizo aparecer miedo en los ojos de ese hombre.
Debajo del chal negro de croché, los hombros delgados de la anciana se
encogieron.
—Torquinio Trento es de Calabria… del culo de Calabria. —Esas palabras
escandalizaron a Grazzini. Ella lo advirtió y sonrió—. Sí, los llamamos los
temerosos… pero ellos sólo temen lo que no entienden. Le temen a lo desconocido.
—¿Qué es lo desconocido?
Su risa fue chillona y sin alegría.
—Tienen miedo de la negrura de la noche. Tienen miedo del misterio que los
curas no pueden explicar. Tienen miedo de la maldición del demonio… aunque yo
jamás conocí a alguien del sur de Calabria que no fuera el mismísimo demonio.
Grazzini suspiró y trató de llevar la conversación de vuelta al presente.
—¿Usted no sabe nada de El Círculo Azul?
Ella dio unos golpecitos sobre la mesa que tenía al lado y enseguida la puerta se
abrió. Entró la mucama, una mujer casi tan vieja como ella. La señora le hizo una
seña con la mano, y la mucama atravesó la habitación hasta un viejo aparador y sirvió
dos copas de un líquido ambarino de una botella sin etiqueta. Le dio una a Grazzini y
colocó la otra al lado de su patrona. La anciana comenzaba a disfrutar de la visita.
Grazzini olisqueó la copa.
—Es un coñac muy añejo —dijo ella—. Un viejo capo agonizante me dejó una
docena de cajones. —Sonrió—. No sabía que la bala que le causaba la muerte había
sido disparada por mi marido.
Grazzini levantó la copa.
—Brindo a la memoria de su marido… un gran hombre. —Bebió un sorbo,
paladeó ese sabor sedoso, y luego trató de volver a dirigir la conversación a lo que le
interesaba.
—¿Sabe usted algo de El Círculo Azul, Signora?
—Muy poco —respondió ella—. Los primeros rumores se iniciaron a comienzos
de la década del 30, cuando los fascistas subieron al poder.
—¿Qué rumores, Signora?
—Rumores de que existía una conexión con los fascistas. Fue cuando Mussolini
trató de aplastar a la Cosa Nostra. Mi padre estuvo en prisión dos veces… por nada,
como comprenderá.
—Sí, lo sabía. ¿Qué tiene eso que ver con El Círculo Azul?
—Mi padre me contó que ellos les proporcionaban drogas y mujeres a los

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fascistas… a los fascistas más encumbrados… incluso a Mussolini en persona. A ese
viejo sinvergüenza le gustaban las mujeres. Tiene que comprender, Signor, que
cuando los fascistas le declararon la guerra a la Cosa Nostra, no tenían a nadie que los
proveyera de drogas ni de mujeres.
Grazzini se inclinó hacia adelante.
—¿Cómo lo sabe?
—Mi padre me lo dijo. Cuando salió de la cárcel la segunda vez, sólo vivió
algunos meses. Murió envenenado.
—¿Está segura? Oí decir que había muerto de un ataque cardíaco.
—Murió envenenado —repitió ella con firmeza—. Murió lentamente por el
veneno que le administraron en prisión… veneno que, según me dijeron, había sido
suministrado por El Círculo Azul.
Grazzini se echó hacia atrás en su incómodo sillón, y miró a la mujer por entre las
rodillas.
—¿Su marido lo sabía? —preguntó.
Ella asintió.
—Cometí la equivocación de decírselo. Al principio pensó que era sólo la
sospecha de una mujer. Pero después comenzó a hacer averiguaciones sobre El
Círculo Azul.
Se hizo un largo silencio.
—Y murió de cáncer —dijo Grazzini.
—Sí —dijo ella—. Seis meses después.
—¿Cree que ellos tuvieron algo que ver? El viejo con quien hablé así lo cree.
Ella volvió a encogerse de hombros.
—Creo en el veneno. No sé nada sobre el cáncer.
Grazzini se incorporó en su asiento. Empezaban a dolerle las rodillas. Miró su
reloj.
—¿Cómo podría yo averiguar más sobre El Círculo Azul, si es que todavía
existe?
—Debería preguntarle a un sacerdote.
Grazzini estuvo a punto de volcar el coñac que le quedaba en la copa.
—¡¿A un sacerdote?!
Ella volvió a sonreír: una sonrisa leve y maligna.
—Sí, a un sacerdote. Pero a uno especial. ¿No tiene buenos contactos con el
Vaticano? Solían existir durante la época de mi padre, mi marido y mi hijo.
Ahora Grazzini sonrió, también sin alegría.
—Sí, por supuesto. Mantenemos buenos contactos… sobre todo en el aspecto
financiero. Es muy necesario.
Ella asintió como aprobación.
—Entonces aproveche esos buenos contactos para concertar una entrevista con un
sacerdote que le dedique su tiempo al satanismo.

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—¿Qué puede saber un sacerdote de satanismo?
Ella se echó a reír.
—Todo. ¿No cree que lo más importante en cualquier conflicto es conocer bien al
enemigo?

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51

—¿Me enseñarás lo que le enseñaste a Michael?


Creasy giró la cabeza para mirarla. Había estado temiendo esa pregunta, y sabía
que vendría. Caminaban por los acantilados de Ta Cene. Era cerca del mediodía y
soplaba una brisa cálida proveniente del África.
—Es una situación diferente —dijo Creasy.
—¿Por qué?
—En primer lugar, tú eres una muchacha.
—¿Y en segundo lugar?
Creasy suspiró.
—Mira, Juliet, yo adopté a Michael con una finalidad concreta. Y tú lo sabes.
—Sí —dijo ella—. Lo sé. Y cuando lo adoptaste jamás pensaste que llegarías a
amarlo como a un hijo ni que él te amaría como a un padre.
—Es verdad —reconoció él—. Pero así se dieron las cosas.
Caminaron varios pasos y luego las palabras de ella fueron como un disparo entre
los ojos.
—Y a mí me adoptaste por la culpa que sentías por todos esos chicos muertos y
agonizantes por los que no hiciste nada.
Él se frenó, giró y la miró. Su voz sonó muy enojada.
—No podía hacer nada por ellos.
Juliet se había detenido algunos pasos más adelante.
—Ya lo sé, pero eso no significa que no te sintieras culpable. Creasy, anoche me
dijiste que siempre debía ser sincera contigo y que tú lo serías siempre conmigo.
También me dijiste que fuera igual con Michael. Estoy tratando de ser sincera. Esta
mañana desperté sabiendo que tengo un padre y un hermano, pero sin saber cómo ser
una hija ni una hermana.
—No entiendo.
Extendió una mano como queriendo abarcar la isla.
—Tengo un hogar… una casa hermosa… me siento segura. Sí, el lunes iré al
colegio y estudiaré mucho y aprenderé el idioma y seré obediente. Creceré hasta ser
una mujer de la que tú y Michael puedan sentirse orgullosos. Pero he estado pensando
toda la mañana… dentro de algunos días te irás, te reunirás con Michael y saldrás a la
caza de esos hombres malvados. Sé que tengo que quedarme aquí con Laura y Paul.

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Los quiero mucho, pero no será fácil permanecer aquí mientras tú estás lejos,
haciendo lo que piensas hacer.
—¡Tienes sólo trece años, maldito sea!
Ella sonrió, se volvió y siguió caminando. Creasy se dio cuenta de que se apuraba
para mantenerse a la par.
—No lo hagas más difícil para nosotros, Juliet.
—No lo haré —respondió ella—. Sólo quiero que me prometas que cuando tú y
Michael vuelvan, tú me entrenarás para que en el futuro yo sepa defenderme. —
Volvió a detenerse, giró y comentó, muy seria—: Es importante para mí, Creasy. No
quiero volver a sentirme indefensa. —Él había seguido caminando, y ella lo siguió y
agregó con voz fuerte—: ¿No me entiendes? ¡Es importante para mí!
Él la tomó de la mano y siguieron caminando juntos. Creasy estaba sumido en sus
pensamientos y Juliet tuvo el tino de permanecer en silencio. Un rato después, él
volvió la cabeza y la miró.
—Sí, te entiendo. Te entrenaremos para que puedas defenderte. Pero no pienso
convertirte en otra Modesty Blaise.
—¿Quién es ella?
—Un personaje de ficción. Una muchacha muy joven y hermosa que va por el
mundo con su fiel compinche, haciendo justicia y destruyendo a todos los malvados.
—¿No es eso lo que haces tú?
Él se echó a reír con fuerza.
—No, yo sólo cobro venganza. No me gusta la gente que me hiere a mí o a los
míos.
—Entonces, ¿por qué El Círculo Azul?
—Porque tú eres una de los míos. No tiene nada que ver con la culpa.

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52

Esta vez, Creasy tomó precauciones. Al pasar por la aduana en el Aeropuerto


Leonardo Da Vinci de Roma, usaba bigotes negros para armonizar con su pelo corto
recién teñido de negro. También usaba anteojos con vidrios sin aumento y armazón
grueso. Después de poner su pequeño bolso de mano en un armario con llave, se
dirigió a la fila de taxis, con un maletín de cuero negro. Vestía traje oscuro, camisa
color crema y corbata rojo oscuro. Parecía uno de los muchos hombres de negocios
que viajan a una ciudad grande para quedarse sólo hasta el día siguiente. Al chofer
del taxi le dijo que lo llevara a Porta Cavalleggeri, en Ciudad del Vaticano.
Roma no era una ciudad que le gustara, ni siquiera a comienzos del otoño. Allí, la
actividad siempre parecía ser frenética, y sus habitantes, poco cordiales. La noche
anterior había recibido un llamado telefónico de Guido. Quería saber si podría ir al
día siguiente a almorzar con Papa en el restaurante L’Eau Vive, de Roma. Guido
llamaría a Papa una hora después. El vuelo a Roma de la mañana siguiente estaba
completo, pero. Creasy llamó a George Zammit, quien hizo uso de todas sus
influencias para conseguir un pasaje. Se lo había confirmado a Guido, quien además
le dijo que debía utilizar el nombre de Henry Gould y preguntar por el señor Galli.
Creasy había oído hablar del restaurante L’Eau Vive. Al parecer, estaba manejado
por una orden religiosa y atendía principalmente a muchos clérigos y sus amigos del
Vaticano. Se preguntó qué estaría haciendo allí un hombre como Grazzini.
Durante el trayecto de cuarenta y cinco minutos, repasó mentalmente la situación.
Había pasado tres días en Gozo, con Juliet, y había establecido una buena relación
con ella, lo que lo alegraba. No le llevó mucho tiempo darse cuenta de lo inteligente
que ella era, inteligencia que Juliet usaba para tratar de manejarlo. Se preguntó si
haría lo mismo con Michael.
Guido también le dijo que Jens había llamado por teléfono, y que él y El Búho
saldrían de Copenhague a la mañana siguiente y estarían de vuelta en Roma en
cuarenta y ocho horas. Michael también había llegado a Bruselas y había comenzado
a disponer todo con Sacacorchos Segundo. Él y Maxie esperaban el llamado de
Creasy antes de tomar un vuelo de vuelta. A Creasy no le extrañaba. Sin duda
Michael quería estar cerca de Christine la mayor cantidad de tiempo posible. Guido
también tenía el número de teléfono del hotel de Capri donde paraban Frank y René.
Ellos estarían de regreso en Roma pocas horas después de que él llamara.

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El taxi se detuvo en Porta Cavalleggeri. Creasy le pagó al conductor el valor del
viaje más una propina razonable, esperó hasta que el auto se perdió de vista, y echó a
andar hacia la izquierda. Quince minutos después se metió en un angosto callejón y
encontró el pequeño letrero del restaurante. Entró y enseguida quedó sorprendido: no
era como se lo había imaginado. Parecía un sencillo café con manteles a cuadros. La
mayoría de los turistas daban la impresión de ser personas de pocos recursos. En un
rincón había una imagen de la Virgen María. Pero las camareras eran distintas: todas
eran altas, usaban túnicas largas de batik; todas eran hermosas, y todas eran negras.
Paseó la vista en busca de Grazzini pero no lo vio.
Una mujer pequeña, de mediana edad, vestida de blanco, se le acercó.
—Soy la hermana María —dijo—. ¿Puedo ayudarlo?
—Soy Henry Gould. El señor Galli me espera.
—Ah, sí. Por favor, sígame.
La siguió hasta el fondo del restaurante, donde ella corrió un pesado cortinado
verde. Detrás, había una gran puerta de caoba. Ella llamó a la puerta, la abrió e hizo
pasar a Creasy.
Esa habitación era muy diferente. Estaba lujosamente amueblada. En el centro
había una mesa redonda con un mantel blanco de damasco y servilletas haciendo
juego, cubiertos antiguos de plata, y un hermoso candelabro de oro y plata. En el
cielo raso, había una araña de cristal que parecía muy valiosa. Tres sillas de respaldo
alto estaban dispuestas alrededor de la mesa. En una de ellas se encontraba sentado
Paolo Grazzini; en la otra, un sacerdote de poco más de treinta años. Usaba anteojos
con cristales gruesos, y observó a Creasy con un aire de profunda concentración,
como si estuviera contemplando una pintura excepcional que acababa de ser
redescubierta. La puerta se cerró detrás de Creasy cuando los dos Hombres se
pusieron de pie. Grazzini hizo las presentaciones.
—Henry Gould… el padre De Sanctis.
Todos tomaron asiento. Creasy colocó su maletín al lado de él, sobre la gruesa
alfombra, y al mismo tiempo presionó un pequeño botón de la manija. El grabador
que había adentro registraría la conversación.
Grazzini señaló una pequeña mesa auxiliar que tenía varias fuentes tapadas.
—Ordené un sencillo bufé para que podamos hablar sin que nadie nos moleste.
Junto a las fuentes había varios botellones, copas y una botella de vino tinto.
Grazzini se puso de pie y se acercó a la mesa.
—¿Qué les gustaría como aperitivo? Recomiendo el whisky: es un Macallan de
cuarenta años de añejamiento.
Tanto el sacerdote como Creasy asintieron. Grazzini sirvió los vasos, los acercó a
la mesa y se sentó.
—Convendría que usted me explicara un poco —dijo Creasy.
Grazzini parecía complacido consigo mismo. Señaló al sacerdote con un
movimiento de la mano.

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—Le hablé al padre De Sanctis de nuestro pequeño problema con respecto a El
Círculo Azul. —Sonrió al ver que Creasy lo miraba con dureza—. Le daré los
antecedentes del padre De Sanctis. Como sabrá, el Vaticano mantiene una formidable
unidad de inteligencia… algunos dicen que es la envidia de la CIA y del Mossad.
El sacerdote se encogió de hombros.
—Desde luego, desde el fin de la Guerra Fría y la liberación religiosa del otro
lado de la vieja Cortina de Hierro, ya no es una unidad tan esencial para el Vaticano
—siguió diciendo Grazzini—. Sin embargo, en esa unidad existe un departamento
especial que se centra en el satanismo y la magia negra.
Creasy vio el movimiento de cabeza casi imperceptible que Grazzini le envió
desde el otro lado de la mesa. Actuó en consecuencia.
—Eso es muy interesante. Sé que el satanismo, en sus distintas formas, todavía
existe en casos aislados, pero no creo que al Vaticano deba preocuparle demasiado.
Por primera vez, el sacerdote sonrió. Su expresión cambió. La severidad
desapareció y su aspecto fue casi adolescente.
—Se sorprenderá mucho, señor Gould. Por cierto, mi departamento es mucho
más reducido de lo que solfa ser en la Edad Media, e incluso hasta el siglo pasado,
pero todavía debemos mantenernos muy activos, no sólo en América del Sur, el
Caribe y África, sino también aquí, en la tan civilizada Europa. —Señaló la mesa del
bufé—. ¿Qué les parece si comemos mientras se lo explico?

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53

—Todavía me resulta difícil de creer —dijo Creasy—, que Grazzini pudiera convocar
así como así a un especialista del Vaticano.
La risa de Guido fue irónica.
—No te extrañes. Los vínculos entre la Mafia y el Vaticano se remontan a muchos
años atrás. Sobre todo en el aspecto financiero. No hace tantos años que el Banco del
Vaticano lavó cientos de millones de dólares del dinero de la Mafia procedente de la
droga.
—Eso ya lo sé —dijo Creasy—, pero desde entonces pensé que se habían
distanciado.
Guido sacudió la cabeza.
—No se han distanciado ni se distanciarán. El poder siempre busca al poder.
Eran las once de la noche. Creasy había tomado un vuelo de Roma a última hora
de la tarde. Estaban sentados en la terraza y acababan de terminar una cena liviana.
Los otros comensales habituales se habían retirado.
—Ese sacerdote, De Sanctis, es jesuita —dijo Creasy.
Guido volvió a sonreír y asintió.
—Los inteligentes siempre lo son.
—Y era joven… no tendría más de treinta y cinco años. Demasiado joven como
para saber tanto.
—Cuéntame —dijo Guido sin ocultar su curiosidad—. ¿Qué es lo que sabe?
Creasy guardó silencio mientras rememoraba la conversación con el jesuita y
después sonrió.
—Antes de decirme nada, pidió ver el contenido de mi maletín. Fue muy
incómodo para mí porque llevaba allí un grabador. Nada más, únicamente el maldito
grabador.
Guido hizo una mueca.
—¿Qué pasó?
Creasy sacudió la cabeza al recordarlo.
—Primero lo admiró. Desde luego, era muy sofisticado, sólo medía unos siete
centímetros por cinco, pero registra conversaciones a veinte metros de distancia.
Entonces el muy maldito, me hizo un cuento larguísimo sobre lo corta de fondos que
estaba su unidad, y lo útil que le resultaría a él un aparato así para su trabajo… Como

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es natural, le doné el maldito grabador.
—Nunca subestimes a la Iglesia —dijo Cuido sonriendo.
—¡Jamás volveré a hacerlo! —contestó Creasy con vehemencia.
Pasó entonces a relatar lo que había averiguado por el sacerdote. Al principio,
había tenido que escuchar un largo discurso sobre el satanismo y sus antecedentes;
desde luego, se remontaba a mucho, antes del cristianismo y florecía en las
comunidades tribales de todo el mundo. El sacerdote le había explicado algo de la
psicología subyacente al satanismo y a sus usos. Creasy aclaró entonces que, aparte
de sus otras capacitaciones, el padre De Sanctis tenía una licenciatura en psicología.
Creasy también había tenido que oír varias teorías relativas a la combinación del bien
y el mal que existía en toda la humanidad, y la constante lucha entre ambos. Al llegar
a ese punto, el sacerdote pronunció un discurso sobre el exorcismo y sobre cómo la
Iglesia tenía todavía exorcistas especiales que se encontraban muy atareados. Él
mismo había pasado tres años haciendo ese trabajo. Sólo durante el café y el coñac el
sacerdote habló sobre satanismo y magia negra en la época moderna. Ante la
sugerencia de Creasy, se había limitado a Europa y a sus vinculaciones con las
regiones periféricas. Existían varias sectas que se extendían desde Escandinavia hasta
el Mediterráneo; algunas estaban relacionadas, otras operaban en forma
independiente. Tenían sus raíces en las épocas medievales y seguían utilizando
algunos de los mismos ritos y rituales. Con tono de disculpa, De Sanctis explicó que
algunas de esas sectas estaban lideradas por sacerdotes y otros clérigos renegados,
algunos de los cuales se cubrían practicando también la verdadera fe. Describió una
típica misa negra, en la que los asistentes disfrutaban de banquetes, elevaban
oraciones blasfemas, sacrificaban animales, bebían sustancias malsanas, iniciaban a
nuevos miembros y, por último, realizaban orgías sexuales que incluían perversiones
increíbles. Los animales siempre desempeñaban un papel muy importante, a veces en
la forma de tocados que usaban los participantes, y otras veces como objetos de culto.
Con mucha frecuencia, esas sectas tomaban el nombre de alguna especie animal. Los
sacerdotes y sumos sacerdotes o las grandes sacerdotisas tenían un enorme poder
psicológico sobre los miembros de la secta, que sólo ascendían en la escala jerárquica
si contaban con sus bendiciones. Con frecuencia el dinero estaba también involucrado
porque muchos de esos miembros provenían de familias muy ricas. Lo que era más
importante todavía, a fin de lograr adelantar dentro de la secta, cada miembro debía
cometer actos aún más bestiales y obscenos para asegurarse de que su alma estuviera
condenada para siempre.
En ese momento, Guido se santiguó.
—He oído hablar de esas cosas —murmuró—. Pero ¿qué relación tienen con El
Círculo Azul?
—La relación es muy obvia y directa —dijo Creasy.
El sacerdote le había explicado que algunos individuos crueles y carismáticos,
con mucha frecuencia sacerdotes carismáticos que habían traicionado su verdadera

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vocación, ingresaban en algunas sectas y las manipulaban, o incluso las creaban para
satisfacer sus egos o, simplemente, con propósitos materiales. El sacerdote señaló las
similitudes con otros cultos modernos, en particular de la costa oeste de los Estados
Unidos. Cultos con líderes carismáticos, incluso hipnóticos, que simulaban una
religión espuria. Por ejemplo los de la secta Moon, y una variedad de gurús
orientales. Con una sonrisa triste, el sacerdote había dicho que en realidad no existen
límites para la credulidad humana.
—Sabe cosas de El Círculo Azul —dijo Creasy—. Es posible que no me haya
dicho todo lo que sabe. Esa organización existe desde hace como ochenta años. Tiene
y ha tenido conexiones con un ramal bastardo del cristianismo copto y tiene raíces
especiales en Egipto.
El sacerdote dijo que, hasta donde figuraba en sus archivos, El Círculo Azul
también había tenido conexiones tempranas con un grupo francés llamado Las Hijas
del Macho Cabrío. Supuestamente, las autoridades francesas destruyeron esa
organización en 1934, pero no hubo arrestos porque sus miembros incluían a figuras
importantes de las altas esferas. Había existido coerción, tanto política como
religiosa. En Italia, El Círculo Azul había disfrutado de protección en la década de
1930 por parte de ciertas luminarias fascistas.
La unidad vaticana de inteligencia creía que El Círculo Azul había muerto
durante la guerra, pero hacia fines de la década del 50 hubo rumores de que seguía
existiendo, aunque en una forma diferente. Esos rumores señalaban la sospecha de
que tenía que ver con la extorsión, el chantaje y una forma extrema de prostitución
forzada. Esos rumores adquirieron fundamento durante la investigación de la
denominada Logia Masónica P2. En algunos documentos secuestrados y durante el
interrogatorio a algunos de sus miembros, hubo referencias indirectas a dicha
organización. A esa altura del relato, Guido estaba completamente fascinado.
—En ese caso, ¿por qué las autoridades italianas no hicieron nada al respecto? —
preguntó.
Creasy sonrió sin ganas.
—Eso es exactamente lo que pienso preguntarle a nuestro amigo Satta.

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54

No hizo falta que Creasy hiciera la pregunta. Esa madrugada, recibió un llamado
telefónico de Satta. Dijo que tomaría el vuelo de las ocho de la mañana a Nápoles y
que era importante que Creasy lo esperara en el aeropuerto.
Tomaron cappuccino y comieron brioches en la cafetería. En los ojos del Coronel
había una furia latente.
—Estoy barajando la idea de una jubilación temprana —dijo con amargura.
—¿Qué ocurrió?
Satta paseó primero la vista por ese salón casi desierto, se inclinó hacia adelante y
comenzó a hablar.
—Ayer, justo antes de salir de casa, me llamaron para citarme en la oficina de un
general muy mayor e importante de los carabinieri. Deberían haberlo retirado hace
años, pero el hombre tiene fuertes y variadas conexiones políticas. Quería saber por
qué mi asistente, Bellu, había puesto una vigilancia de veinticuatro horas sobre dos
hombres, es decir, Jean Lucca Donati y Anwar Hussein. Fue una sorpresa porque yo
no esperaba que alguien en un cargo tan alto lo supiera. Así son los carabinieri.
—¿Y cuál fue tu reacción?
El italiano abrió las manos con elocuencia.
—Primero, traté de controlar mi furia. Después, le dije a ese viejo inútil que yo
estaba siguiendo una pista que tenía que ver con la corrupción política. Él me
interrogó al respecto, pero obviamente yo no pude darle ninguna respuesta. Se enojó
mucho y me impartió dos órdenes: primero, yo debía retirar la vigilancia a esos dos
individuos; segundo, debía entregarle a él un informe escrito sobre los motivos que
me llevaron a realizar esa investigación.
—¿Te parece que podrás hacer lo segundo?
Satta sonrió con pesar.
—Ya lo creo. Será un informe muy breve que sólo mencionará una sospecha con
respecto a un par de buenos amigos del General. Pero he tenido que sacar la
vigilancia porque para eso tenemos un departamento especial, y ahora el General lo
estará monitoreando.
Creasy bebió un sorbo de su café.
—Creo saber porqué tu General actuó de esa manera. —Comentó Creasy. Luego
le relató su almuerzo en L’Eau Vive con Grazzini y el sacerdote.

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Mientras escuchaba, la expresión de Satta era sombría.
—Amigo mío, te enfrentas con algo más profundo de lo que tú o yo suponíamos.
—Dijo Satta muy lentamente—. Debo decirte que anoche Paolo Grazzini fue
asesinado de un disparo cuando abandonaba un restaurante de Roma. Dos balas en el
corazón desde un auto estacionado.
—¿Una guerra de bandas? —preguntó Creasy.
Satta sacudió la cabeza.
—No lo creo. No existe ninguna razón para ello dentro de su organización. Pero
Grazzini no fue el único mañoso que murió ayer. Hubo otro. Estaba retirado, pero
solía trabajar para el clan Grazzini. Su nombre era Torquinio Trento. —La voz del
italiano se hizo más baja—. Lo sacaron del río Tíber. Había sido torturado… y con un
cuchillo afilado le tallaron en la frente una cruz invertida. Le faltaban los genitales.

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55

—Acá se juega un partido completamente diferente —dijo Creasy—. No son sólo un


grupo de hijos de puta malvados que trafican con mujeres. Son capaces de los actos
más aberrantes. No sólo pueden detener una investigación de alto nivel de los
carabinieri, sino que al parecer también pueden liquidar a un capo importante de la
Mafia en su propio territorio.
Todos los integrantes del equipo estaban reunidos en la misma mesa ovalada de la
terraza de la Pensione Splendide. Durante veinte minutos Creasy les había informado
lo sucedido en los últimos días mientras ellos se tomaban un descanso. Les dijo que
en ese momento le parecía necesario abrir la puerta para cualquiera que, a la luz de
esas nuevas circunstancias, deseara retirarse.
Miró a Guido y le recordó la promesa hecha a su esposa ya fallecida de no volver
a matar nunca. Sugirió que, en el futuro, la base de operaciones del equipo debía estar
en otra parte. Guido sonrió y sacudió la cabeza.
—Jamás le prometí a Julia no defenderme yo ni defender a mis amigos. Ella no
habría querido eso. En este momento, tengo en la pensione sólo cuatro huéspedes:
una pareja de alemanes de edad avanzada, que se van por la mañana, y dos
mochileros ingleses que no están seguros de cuándo se irán. Mañana les encontraré
otro alojamiento alternativo. Ésta será nuestra base de operaciones.
Creasy miró a Pietro, quien enseguida entendió lo que esa mirada implicaba.
—Yo no le prometí nada a nadie —dijo Pietro enojado—. Vigilaré la base con
Guido.
Creasy miró entonces al danés.
—Jens, las cosas han cambiado. Esto no es sólo peligroso: es como caminar sobre
hielo quebradizo con botas calientes. Doy por sentado que los de El Círculo Azul
creen haber puesto punto final a todas las fuentes de investigación. Doy por sentado
que no saben nada con respecto a nosotros. Pero podría equivocarme.
—Creo que tienes razón —dijo Jens—. A menos que Grazzini le haya hablado al
viejo Trento de ti, o se lo haya dicho al sacerdote… Pero me parece poco probable.
—Igual, es sumamente peligroso —insistió Creasy—. Tienes que pensar en tu
esposa y en tu hija y en el hecho de que eres un policía, no un «soldado».
El danés inclinó la cabeza, como asintiendo.
—La última noche, en Copenhague, hablé con Birgitte —comentó Jens—.

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Deliberadamente exageré los peligros. Ella me insistió para que siguiera adelante.
Entiende lo importante que esto es para mí. En cuanto a que soy policía… bueno…
como hemos perdido a Satta y a Bellu, yo soy el único policía que les queda a
ustedes. —Sonrió—. Me quedo.
Creasy miró a El Búho, quien dijo, con un tono como para impedir cualquier
discusión:
—Yo también me quedo.
Antes de que Creasy tuviera tiempo de decirles nada a los demás, recibió su
respuesta. Maxie miró a Miller y a Callard, y ellos asintieron.
—No sigas gastando saliva. Miremos al futuro —dijo Maxie.
Michael habló por primera vez.
—Tenemos nuestros blancos: Donati y Hussein. Necesitamos tener una pequeña
charla con uno o con el otro… o con ambos.
—Hay algo más —dijo Creasy—. Antes de que Satta tuviera que sacar la
vigilancia, siguieron a Hussein al aeropuerto de aquí. Tomó un vuelo a Roma, con
conexión a otro con destino a Túnez. Eso fue hace dos días. —Miró al danés y con
una sonrisa agregó—: Muy bien, señor Detective, ¿por qué no nos hace un resumen
de la situación?
El danés sonrió, tomó su maletín y sacó un bloc rayado y una Parker de oro.
Colocó el bloc cuidadosamente frente a él, y le sacó el capuchón a la lapicera.
—Un regalo de los agradecidos padres de una muchacha que encontré y devolví a
su hogar —dijo con una sonrisa—. No crean que puedo darme el lujo de comprar
estas cosas con mi sueldo. —Volvió a sonreír—. Habrá muchas cejas levantadas en
Copenhague cuando algunas personas me vean manejando un BMW.
Miró el bloc.
—Empecemos por el principio. —Le echó una mirada al joven que tenía al lado
—. Michael oyó hablar por primera vez de El Círculo Azul de labios de su madre
agonizante. Él se puso en contacto con Blondie, quien me lo derivó a mí. Más o
menos me contrató para que lo acompañara a Marsella, donde metimos la pata y
fuimos apresados por lo que ahora parece ser un proveedor de un sector de El Círculo
Azul. Creasy nos sacó a flote y, al hacerlo, ganó una hija. Reunió a su equipo y, a su
debido tiempo, fue apresado y perdió un dedo de la mano. —Miró la mano derecha
de Creasy—. Parecería que esa pérdida puede haber valido la pena. Nos dio una idea
de con qué nos enfrentamos. Descartemos el satanismo de todo este asunto, por el
momento, o al menos pongámoslo en la perspectiva adecuada. Desde luego que
existe… conozco ejemplos en Escandinavia. Pero lo que sabemos por el sacerdote
De Sanctis indica que la jerarquía de El Círculo Azul lo utiliza para sus propósitos
más que por fe. Es un fenómeno astuto y bastante frecuente. Adquirieron su poder
durante la época fascista. En eso no estaban solos: Hitler y sus secuaces emplearon
una táctica similar al crear mitos sobre la ss y ligarlos con juramentos místicos y todo
el resto de la parafernalia. —Escribió una palabra en el bloc. Michael se inclinó y la

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leyó: «Parafernalia». Michael rió por lo bajo. El danés lo miró con severidad y agregó
—: Podemos dar por sentado que existen dos centros de lucro para El Círculo Azul.
Uno es la trata de blancas, y el otro es la coerción y el chantaje para atraer a su culto a
individuos adinerados. —Escribió otra palabra en el bloc: «Motivación». Paseó la
vista alrededor de la mesa y afirmó—: Sus motivaciones son el dinero y el poder. Las
dos cosas van juntas, pero en esa clase de personas el poder suele ser más
importante… En mi opinión, nuestra estrategia debería centrarse, de alguna manera,
tanto en el poder como en el dinero.
—¿De qué manera? —preguntó Michael.
Jens se encogió de hombros.
—Yo soy más un detective que un estratega. —Señaló a Creasy—. Eso se lo dejo
al experto.
Creasy entrecerró los ojos para poder pensar mejor. Luego miró al danés y
después, al resto de los hombres.
—Tenemos que dar por sentado que no saben quiénes somos —dijo Creasy—. Tal
vez sospechen que alguien anda tras ellos, pero creo que después de todos estos años
de virtual inmunidad, estarán muy seguros de sus poderes. Debemos atacarlos desde
atrás.
—¿Cómo? —preguntó Guido.
Creasy sonrió.
—Debemos infiltrarnos en El Círculo Azul. Alguien tiene que estudiar el
satanismo en todos sus aspectos y luego… unirse a ellos.
Se hizo un silencio alrededor de la mesa.
Miller lo quebró con su pregunta.
—¿Quién demonios va a infiltrarse en ese nido de serpientes?
En ese momento, Creasy miró a su hijo.

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56

Para Michael era un mundo totalmente diferente.


Sarta lo llevó primero a su sastre, un hombre mayor, elegante, que observó a
Michael con un leve aire de aversión. Caminó dos veces alrededor de él mientras lo
examinaba de la cabeza a los pies. Después, le habló muy rápido en italiano a Sarta,
quien sonrió.
—El Signor Casseli me dice que ha manejado casos peores. Necesitarás por lo
menos seis trajes, una docena de camisas, dos docenas de corbatas de seda, diez pares
de zapatos y, desde luego, ropa interior elegante para cualquier eventualidad.
Michael sonrió mientras el Signor Casseli le tomaba las medidas. Había llegado a
Roma la noche anterior, y el coronel Satta fue a recibirlo al aeropuerto y le explicó la
situación en el trayecto a su departamento.
Sólo tenía por delante dos semanas para ser presentado a ese nivel de la sociedad
romana en el que podría encontrar a la clase de personas asociadas con El Círculo
Azul. Esas personas estarían un poco en la periferia de esa sociedad. La pantalla de
Michael era que era el hijo ilegítimo de un potentado árabe fabulosamente rico, y no
podía formar parte del círculo familiar normal. Lo habían enviado a estudiar al más
importante colegio de Inglaterra y ahora pasaba seis meses en Italia para mejorar sus
conocimientos culturales y sus relaciones sociales, antes de ingresar en la
Universidad de Harvard.
Esa pantalla había sido inventada por teléfono entre Creasy y Satta. Después,
Creasy llamó por teléfono al senador Jim Grainger, de Denver, para arreglar los
detalles necesarios para mantener esa pantalla. Grainger había reído por lo bajo al
escuchar el pedido y le dijo a Creasy que no tuviera ningún temor. Si alguien llegaba
a querer verificar el pasado de Michael, descubriría que el nombre de Adnan bin
Assad figuraba en la lista de alumnos que empezarían en el semestre de primavera
sus estudios de Ciencias Políticas en la Universidad de Harvard. Jim Grainger
depositaría diez millones de dólares estadounidenses de sus propios fondos en una
cuenta del Banco di Roma a nombre de Adnan bin Assad. El dinero sería transferido
de un Banco de los Emiratos Árabes. El gerente de ese Banco se pondría en contacto
con el gerente del Banco di Roma y le hablaría de la importancia de Adnan bin
Assad, así como de que siempre habría disponibles más fondos para el joven.
—Es una fortuna —murmuró Michael cuando Satta le habló de la suma.

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El Coronel sonrió.
—No en estos días, pero en verdad es lo suficientemente impresionante como
para atraer a los tiburones. Roma es como un pueblo chico cuando se trata de
cuestiones financieras. A medida que vayas ingresando en los círculos sociales se
sabrá que eres el heredero de una gran fortuna. Te alquilaré una Ferrari y te instalaré
en un departamento lujoso cerca de Plaza España, completo, con cocinera y
mayordomo. —Satta sonrió—. Creo que el mayordomo te resultará conocido.
—Yo no conozco a ningún mayordomo —comentó Michael.
—Ya lo creo que sí… Es René Callard.
—¿René?
Satta hizo una mueca.
—Sí. Será muy conveniente, y no es algo insólito aquí en Roma. René será más
que un mayordomo… será algo así como un factótum: mayordomo, chofer y
guardaespaldas.
—¿Guardaespaldas?
—Sí —respondió Satta enfáticamente—. Como te dije, es algo bastante normal
aquí en Roma, con su historia de secuestros. Un joven extremadamente rico que
estudia aquí debe tener un guardaespaldas. Tal vez tenga el título de mayordomo o de
chofer, pero, en realidad, su trabajo principal es el de guardaespaldas. René encaja
perfectamente en el cuadro. En primer lugar, es un auténtico guardaespaldas, que da
la casualidad de que está registrado en una agencia italiana que provee esas personas.
Sabe varios idiomas y su italiano es bastante pasable. Es elegante y al mismo tiempo
discreto y, por sus antecedentes, sabe moverse en círculos sociales, preparar cócteles,
servir canapés, y se puede confiar en que no pellizcará el trasero de una invitada. —
El Coronel suspiró—. A mí me vendría bien tener un hombre así… Sin embargo, hay
otro factor muy importante: como René está registrado en una agencia de Italia,
también está registrado en la policía. Por consiguiente, tiene licencia para portar
armas.
—Esto podría venir muy bien —dijo Michael, pensativo.
—Decididamente sí —convino Satta—. Ahora, escúchame con atención. Serás
invitado a una fiesta que desembocará en Invitaciones a otras fiestas. Conocerás
mujeres hermosas y las Invitarás a cenar en los mejores restaurantes. Les comprarás
regalos costosos. Darás a entender que te interesa invertir parte de tu cuantiosa
fortuna en el negocio de espectáculos, sobre todo en películas. —Miró a Michael y
sonrió—. Tendrás que mostrarte muy susceptible a los encantos femeninos… lo que
no te costará mucho. Diviértete, Michael, pero en ningún momento bajes la guardia.
Recuerda siempre que hablas inglés con acento inglés porque estudiaste allá. Tu
árabe tiene un leve acento libanes porque tu tutor vivió allá en sus primeros años.
Debe parecer que bebes en exceso pero, desde luego, no lo hagas. Algunas de las
personas que conocerás tratarán de pedirte dinero prestado. Préstaselo en cantidades
moderadas. Nunca les pidas un pagaré. Enseguida se correrá la voz de que eres un

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pollo listo para ser desplumado.
Michael sonrió ante esa idea y se preguntó cómo serían las mujeres que iba a
conocer.

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57

Al principio, la entrevista fue tensa. Anwar Hussein había llegado a Túnez a primera
hora de la tarde. Tomó un taxi al Hotel Hilton y tuvo varias reuniones cortas de
negocios. A las siete de la tarde lo pasaron a buscar en un Mercedes negro y viajaron
dieciséis kilómetros hasta una villa retirada.
Lo hicieron esperar media hora, lo que no era buena señal. Por último lo
condujeron en presencia del supremo titiritero y sumo sacerdote de El Círculo Azul.
A primera vista, Gamel Houdris parecía un hombre de negocios exitoso y
remilgado. Estaba sentado detrás de un amplio escritorio de caoba taraceado en
intrincados diseños de ébano y nácar. Era sumamente delgado y su traje oscuro le
colgaba como si él fuera una percha de alambre. Tenía ojos negros hundidos y
pómulos prominentes. Su piel era suave y cetrina; su pelo, muy fino y color negro
azabache.
No se levantó cuando Hussein entró en la habitación, y ni siquiera levantó la
vista. Sencillamente indicó con la mano una silla que estaba frente al escritorio y
siguió leyendo el contenido de la carpeta que tenía delante. Hussein tomó asiento y
aguardó. Su cara era del color del ébano del escritorio, pero lustrosa por una fina
película de transpiración.
Por fin, Gamel Houdris tomó una lapicera Cross de oro del bolsillo interior de su
sacó, hizo varias anotaciones en el informe y después levantó la vista y estudió a su
visitante.
—No me gusta —dijo. Su voz era fina y aguda, y llevaba implícita la amenaza de
un proyectil de alta velocidad—. Hace tantos años que nadie hace averiguaciones
sobre nuestras actividades, y de pronto, desde dos direcciones diferentes, en el lapso
de días, nos enteramos de investigaciones por parte de la Mafia y de los carabinieri.
—Tal vez sea sólo una coincidencia —dijo Hussein. El viejo Trento no sabía
nada. Murió siendo torturado y sin decir una palabra, pero sabemos que fue a ver al
capo Grazzini dos días antes. No quiso revelar de qué hablaron. Como precaución,
eliminamos a Grazzini e hicimos que pareciera un asesinato entre bandas. Si él estaba
interesado en nosotros, entonces eae interés murió con él… Y él era el capo más
importante de Italia central y del norte.
—Ése fue su primer error —dijo Houdris—. Debería haber secuestrado a
Grazzini, y luego haberlo obligado a hablar.

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Hussein, nervioso, se encogió de hombros.
—Barajamos esa posibilidad. Pero secuestrar a un capo de tanta importancia no es
fácil. Decidimos que matarlo era suficiente.
Houdris se inclinó hacia adelante.
—Yo debería haber sido informado de esa decisión.
—Desde luego —convino Hussein—. Como sabe, lo intentamos, pero usted
estuvo cuarenta y ocho horas de incógnito. Pensamos que había que tomar una
decisión rápida.
Por primera vez, la voz de Houdris no sonó tan dura.
—De hecho, yo estaba en Albania —dijo—. Celebraba una misa, la primera para
El Círculo Azul en ese país… pero no la última. —Sonrió levemente por el recuerdo
y agregó—: Una gran pobreza y una repentina pérdida completa del poder es una
mezcla muy potente.
Hussein se animó a hacer una pregunta.
—¿Puedo preguntar cómo va lo del orfanato?
Houdris movió una mano.
—Muy bien. Pero debemos movernos con precaución. El personal está por
encima de toda sospecha, pero el papelerío debe ser igualmente claro. —Sonrió—.
Las primeras pupilas empezarán a llegar dentro de pocos días. Calculo que, con el
tiempo, serán entre cuarenta y cincuenta, con una rotación de hasta veinte por mes.
Muy pronto podremos empezar a extraer del asilo a razón de dos por mes… Pero
volvamos a lo nuestro. Necesitamos averiguar quién está detrás de las investigaciones
emanadas de los carabinieri. —Golpeó su lapicera contra la carpeta—. El agente
activo era un tal mayor Massimo Bellu. Su superior era un tal coronel Mario Satta.
Hussein asintió.
—Hasta ahí llegamos según nuestro informante que, como usted sabe, es un
personaje muy importante. Tan importante que pudo cortar de raíz e inmediatamente
todas las investigaciones.
—Ésa no es la cuestión —dijo Houdris—. Dudo mucho de que el coronel Satta
haya actuado por cuenta propia. Es posible que haya sido usado por la inteligencia
italiana.
Hussein sacudió la cabeza.
—Lo dudo, Gamel. Nosotros también tenemos allí nuestras fuentes de
información.
—Tal vez tenga razón —dijo Houdris—, pero ¿quién puede estar seguro en una
organización tan corrupta como la inteligencia italiana? Puede haber provenido de
alguien de afuera. Debemos averiguar quién. —Reflexionó durante casi un minuto,
volvió a estudiar el informe y preguntó—: ¿Cree que la muerte de Boutin, en
Marsella, puede haber tenido algo que ver?
De nuevo, Hussein sacudió la cabeza.
—Lo dudo mucho. Donati tenía un disyuntor muy sólido. Donati es un hombre

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con mucha experiencia.
—Fue una pena —dijo Houdris pensativo—. Esa chica era perfecta para nuestros
fines… y es imposible de rastrear. ¿Tiene alguna idea de qué fue de ella?
—No lo sabemos —dijo con pesar Hussein—. Sencillamente se hizo humo.
Houdris se inclinó hacia adelante y apretó un botón de su escritorio.
Inmediatamente, una puerta se abrió y apareció un mucamo vestido de blanco, con
una bandeja dé cobre. Les sirvió café y confites. No dejaron de hablar en su
presencia, sencillamente porque era sordomudo, como lo eran todos los sirvientes de
la villa. Cuando Houdris los necesitaba, oprimía un botón que encendía una luz de
distintos colores, según a cuál sirviente requería.
—Necesitamos un reemplazo rápido —comentó Hussein—. Nuestro iniciado está
listo, y no podemos demoramos demasiado. En este momento se lo ve fervoroso, pero
ese estado va disminuyendo con el tiempo.
Houdris asintió.
—Será dentro de tres semanas. Trataré de conseguir una chica del orfanato. Pero
debe ser joven y hermosa, y todavía no he visto ninguna así en esta primera
carnada… Si eso fracasa, tendremos que arriesgarnos a secuestrar a una de las calles
de Nápoles o más al sur… Eso significaría tener que teñirle el pelo de rubio. —Sus
ojos se entrecerraron por el placer que esa idea le producía. Miró al corpulento
hombre color ébano que tenía enfrente y murmuró—: Pero una tez clara y un cabello
rubio auténtico siempre son mejores. —Bebió un sorbo de café y cambió de tema—.
La primera prioridad es averiguar quién instigó esas investigaciones. Dudo mucho de
que haya sido sólo el resultado de la curiosidad personal del coronel Mario Satta. ¿Tal
vez deberíamos encontrar la manera de tener una pequeña charla con el Coronel o,
más sencillo aún, con su asistente el mayor Bellu?

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58

Las dos llevaban vestidos elegantes y tenían rostros hermosos, pero una mirada atenta
a sus ojos revelaba la misma profundidad de experiencia, ambición y cálculo. Una de
ellas era rubia y de ojos azules; la otra, trigueña y de ojos verdes. Al margen de estos
detalles, los rostros y los cuerpos de las dos eran más o menos intercambiables.
Observaron a Michael desde el otro extremo del amplio salón como lo harían
animales carnívoros que inspeccionan su cena.
—¡Sensacional! —murmuró la rubia.
—Casi perfecto —convino la trigueña—. Y es auténtico, no como los pelmazos
que consiguen colarse a estas reuniones. El reloj es un genuino Patek Philippe,
también el anillo de ópalo es auténtico, y el traje es decididamente de Casseli. Estás
mirando a por lo menos cien mil dólares ambulantes. —Aunque hablaban en italiano,
para esas mujeres la riqueza siempre equivalía a dólares.
Un hombre mayor, que había estado escuchando la conversación de ambas, se les
acercó con una sonrisa. Vestía un esmoquin nuevo de seda, pero su rostro devastado
jamás podría armonizar con esa elegancia, ni siquiera con la ayuda de una docena de
cirujanos plásticos. Sus labios finos se curvaron en una sonrisa cuando habló.
—Es un partido fabuloso, Signorine. Giorgio me contó que hace dos días abrió
una cuenta corriente en el Banco di Roma. Su depósito inicial fue de diez millones de
dólares.
Las dos giraron la cabeza para mirarlo, con una mirada llena de codicia.
—¿Es amigo de Giorgio? —preguntó la rubia.
El hombre sacudió la cabeza.
—No, sólo un conocido reciente.
—¿Entonces, cómo lo sabe Giorgio?
El hombre volvió a sonreír; se estaba divirtiendo.
—En esta ciudad, Giorgio lo sabe todo.
—¿Qué más sabe? —preguntó la trigueña.
La información del anciano brotó como una letanía bien ensayada.
—Su nombre es Adnan bin Assad. Tiene veintidós años, y se dice que es el hijo
ilegítimo de un árabe muy rico. Al parecer, su madre era de Inglaterra, que es donde
él fue educado. Está pasando seis meses en Roma por cuestiones culturales y para
mejorar su italiano, y tal vez para hacer algunas inversiones. Ha alquilado un

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departamento muy lujoso en Plaza España, completo, con mayordomo y cocinero…
Conduce una Ferrari Diño.
Las dos mujeres giraron la cabeza y miraron hacia el otro extremo de la
habitación. Michael conversaba animadamente con una mujer mayor cubierta de
diamantes. Era una conocida anfitriona romana a la que le gustaba que las fiestas que
ofrecía a libertinos entrados en años estuvieran salpicadas con gente joven y hermosa.
Había sido muy sencillo para Satta conseguir una invitación para Michael por
intermedio de una de las legendarias conexiones de su madre. También fue muy
sencillo fijar los detalles y la autenticidad de la nueva personalidad de Michael. Había
elegido bien la reunión. Entre los casi cincuenta invitados, había personalidades del
cine y la televisión, otros integrantes de los medios, aristócratas marginales, un
diseñador de ropa, un banquero levemente sospechoso y varias personas jóvenes y
hermosas.
La anfitriona lentamente desplazaba a Michael por el salón, haciendo las
presentaciones del caso. Las dos mujeres esperaban su turno con impaciencia.
Observaron a Michael mientras él conversaba con un ejecutivo de televisión y un
actor que estaba hastiado de todo. Tanto el productor como el actor le dieron sus
tarjetas.
Las dos jóvenes contuvieron el aliento cuando la anfitriona lo presento a una
actriz, que ellas sabían que tenía por lo menos cuarenta y cinco años, aunque con la
ayuda de una cirugía creativa y de un maquillaje soberbio, no representaba más de
treinta y cinco.
—No se preocupen —les susurró el anciano desde atrás—. Se rumorea que a él le
gusta la carne joven y firme.
Michael se fue de la reunión justo después de la medianoche, del brazo de la rubia
y la trigueña.

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59

Mientras Michael ingresaba en la sociedad romana, Creasy se ocupaba de disponerlo


todo. Jens y El Búho debían manejar el centro de operaciones en la Pensione
Splendide. Maxie MacDonald y Frank Miller fueron a Milán a vigilar a Jean Lucca
Donati; Creasy haría lo mismo en Nápoles con Anwar Hussein.
Jens tenía instalada una pequeña oficina en un cuarto de la pensione, completa,
con fax y télex y su sofisticada computadora portátil Compaq. Creasy había quedado
impresionado con su organización y su prolijidad. En el lapso de cuarenta y ocho
horas, Jens había reunido toda la información recibida de las distintas fuentes. Creasy
observó la pequeña pantalla de la Compaq mientras el danés cotejaba toda la
información que tenían. Creasy llamaba por teléfono a Gozo en forma regular y así se
enteró de que Juliet se había adaptado bien al colegió. Laura estaba sorprendida por la
velocidad con que la pequeña aprendía el idioma maltes. Las monjas del colegio
habían dicho que su inteligencia y su actitud eran las de una niña de más edad. Sin
embargo, Laura dijo que Juliet con frecuencia permanecía callada y con aspecto
preocupado, y a menudo preguntaba por Creasy y Michael. Creasy se dio cuenta de
que se sentía frustrada por lo mucho que extrañaba a esos dos hombres que se habían
convertido en parte de su vida y que en ese momento corrían un peligro extremo, y
por no poder hacer nada para ayudarlos. Pensó en llamar por teléfono todos los días,
pero después cambió de idea. Si las circunstancias posteriores le impedían hacerlo,
Juliet se preocuparía. En cambio, decidió escribirle seguido, y pedirle a Michael que
hiciera lo mismo, aunque sólo fueran unas líneas. Una carta breve resultaría para ella
más satisfactoria que una conversación telefónica larga.
Creasy estaba sentado mirando el teléfono. Casi podía ver la cara de Juliet y se
dio cuenta de cuánto la extrañaba.

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60

La monja observó el auto que se acercaba por el camino de tierra. Permaneció de pie
frente al edificio bajo y largo que, hasta tres meses antes, era un galpón que
almacenaba elementos abandonados de una cooperativa agrícola.
La hermana Assunta había sido enviada allí por la orden agustina de Malta. Dicha
orden tenía una larga historia de trabajos misioneros y de enseñanza y, en realidad, la
hermana Assunta solía sentirse bastante aburrida en el convento madre. Había
realizado cinco años de tareas misioneras en Kenia, que le resultaron fascinantes y
satisfactorios. Pero hacía tres años que se encontraba de vuelta en Malta y, aunque
resultaba agradable estar en casa, en los últimos meses se había sentido inquieta y
desasosegada. Cuando la Madre Superiora la convocó, dos meses antes, y le
encomendó esa tarea, ella no sintió ninguna aprensión, aunque en Albania reinara el
caos y la misión podía ser peligrosa.
Al principio había sido peligrosa, pero también estimulante. Durante las primeras
semanas con frecuencia oía disparos y tiroteos procedentes de Tirana, treinta
kilómetros al sur. Varias veces, grupos armados, algunos de uniforme y otros con
ropa andrajosa, habían pasado por lo que sería el orfanato. Pero no molestaron a las
monjas; simplemente pidieron comida y siguieron su camino. Ahora todo estaba
tranquilo y la hermana Assunta podía disfrutar de la paz y del paisaje arbolado de los
alrededores. Era un contraste muy grande con el suelo yermo de tierra y piedra caliza
de su patria.
En total, eran cinco religiosas las que debían manejar el orfanato. Ella era la única
maltesa y la Superiora. Las Otras eran una mujer irlandesa robusta de edad
indefinida, y tres jóvenes monjas italianas. Eso no era ningún problema para la
hermana Assunta porque hablaba inglés e italiano con fluidez.
El orfanato existía merced a la ayuda de varias instituciones de caridad, la
principal de las cuales era una organización internacional privada con base en Roma.
En Malta, la Madre Superiora le había dicho que, curiosamente, había sido fundada
por varios individuos adinerados que preferían, en general, permanecer en el
anonimato. Sin embargo, ella sabía que en el auto que se aproximaba viajaba uno de
los principales benefactores, que deseaba inspeccionar los progresos realizados. La
hermana Assunta y las demás habían logrado en muy poco tiempo organizar el
orfanato y ya habían recibido la primera carnada de niñas, cuyas edades iban de los

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cuatro a los trece años. Dentro del contexto de las instrucciones, todas esas niñas
habían llegado allí como huérfanas, y no procedentes de familias disueltas ni como
vagabundas. Todas las niñas habían sido entregadas poco después de su nacimiento, o
abandonadas.
El automóvil se detuvo frente a ella. El chofer era un albano que ella conocía. En
el asiento trasero viajaba un hombre. Su cara era oscura y delgada. Durante un
segundo, la hermana tuvo una sensación de déjá vu, como si hubiera visto ese rostro
muchos años antes. Se sacó esa idea de la cabeza. El hombre se bajó del auto. Ella lo
miró de arriba abajo, llena de una curiosidad estimulada por el hecho de que tuviera
un nombre árabe. Vestía un traje oscuro de buen corte. Era un hombre
extremadamente delgado, con rostro oscuro y nariz aguileña. Se preguntó por qué un
árabe estaría financiando una institución católica de caridad.
Debido a que su naturaleza era curiosa y directa, la hermana Assunta formuló esa
pregunta durante el almuerzo, después de la visita de inspección a los trabajos de
construcción internos. Durante la recorrida, había quedado impresionada por el
interés y la: actitud comprensiva de ese nombre. El orfanato emplearía seis mujeres
albanas laicas bajo la dirección de la hermana Assunta. La primera pregunta del
hombre fue si sabía hablar el idioma. Ella le explicó que lo hablaba bastante bien,
gracias a un curso intensivo que había hecho, y que dentro de algunas semanas más
estaría en condiciones de hablarlo con fluidez. Después, él le preguntó si ella y las
otras religiosas tenían un alojamiento cómodo. La hermana Assunta le sonrió.
—Suficiente para nuestras necesidades.
Él le devolvió la sonrisa y le dijo que respetaba mucho la dedicación de ella y de
las demás religiosas.
Cuando se sentaron a comer un almuerzo sencillo vino la primera pregunta de la
religiosa, que fue respondida en gran parte por la obvia bondad del hombre y su
interés por las niñas. Entre ellas había una chiquilla de doce años, única hija de
padres que habían sido ametrallados durante la primera noche del levantamiento. Se
llamaba Katrin y tenía pelo rubio, tez blanca y los ojos de un ángel.
Él le sostuvo la cara con las manos, la besó suavemente en una mejilla, y miró a
la hermana Assunta.
—Debemos encontrarle un hogar a esta chiquilla, donde pueda florecer su
carácter de modo que nuestros dos corazones rebosen de gozo —le dijo a la religiosa
en voz baja.
—¿Usted es religioso? —preguntó ella.
—No soy de su fe, hermana —dijo él sacudiendo la cabeza.
—¿Islam? —preguntó ella.
De nuevo, él negó con la cabeza y en sus labios se formó una leve sonrisa.
—Yo tengo mi propia fe. Pero no tiene relación directa con ninguna religión
establecida.
Estaban sentados alrededor de una mesa redonda en el comedor recién construido.

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Las otras cuatro hermanas se habían reunido con ellos. Las auxiliares laicas comían
en una mesa separada. Todas las religiosas lo escucharon con atención cuando él
siguió hablando.
—Por supuesto que creo en un ser supremo. Los hombres que no lo hacen son
unos necios. Pero no puedo definir mi ser supremo de ninguna manera habitual. He
buceado en todas las religiones más importantes y en muchas menores y, si bien
coincido con todas ellas en algunos aspectos, no puedo aceptar ninguna en su
totalidad.
El primer plato fue un minestrone. De pronto, la hermana Assunta soltó la
cuchara.
—¿Es usted masón? —preguntó la religiosa.
Él se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Tranquilícese, hermana. No soy eso en absoluto… muy por el contrario.
—Si usted no pertenece a nuestra fe, ¿por qué financia aquí la misión de nuestra
orden? —preguntó la hermana Simona.
Él miró a la religiosa italiana.
—Mi organización apoya las buenas obras —explicó—. A lo largo de los años
hemos descubierto que esas tareas deben ser realizadas por personas con vocación.
No es necesario ser religioso para tener una vocación así. —Sonrió e hizo un gesto
que las abarcó a todas—. Pero también hemos descubierto que es más fácil encontrar
personas con vocación en las congregaciones religiosas. Desde luego, también
financiamos la Media Luna Roja Árabe y varias otras instituciones de caridad. Le
pedimos a la orden de los agustinos ayuda en este proyecto por la proximidad de su
casa de Malta con Albania, y porque a lo largo de estos últimos meses han ganado
experiencia en este país devastado.
—Los parámetros para este orfanato eran muy claros, Sólo debía ser para niñas de
entre cuatro y catorce años. ¿Por qué? —preguntó la hermana Assunta.
Él se encogió de hombros.
—Como es natural, tenemos mucho cuidado con respecto a dónde colocamos
nuestros fondos limitados. Cuando se los damos a una institución de caridad es
esencial que cada centavo cuente. Nuestra investigación nos demostró que existen
aquí en Albania instituciones que se dedican a aliviar los sufrimientos de los muy
pequeños. Por otro lado, es mi opinión personal que cualquier chiquilla mayor de
catorce años ya es una adulta y puede arreglarse sola. De allí nuestros parámetros.
La hermana Assunta estaba por hacerle otra pregunta cuando él la interrumpió.
—Ahora que han recibido la primera carnada de chiquillas, ¿están preparadas
para tener la casa llena dentro de las dos próximas semanas?
Ella asintió con firmeza.
—Sí. Estamos esperando la entrega de más camas, ropa blanca y suministros
médicos básicos. Nos han prometido todo para el viernes.
Él asintió con satisfacción.

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—Bien. Como saben, trataremos de colocar la mayor parte de nuestras huérfanas
con familias italianas. Italia, está muy cerca y los trámites son sencillos. También
deben saber que hemos instalado una oficina en Barí para manejar las adopciones.
Esa oficina ya funciona y ustedes recibirán dentro de algunos días la visita de su
director. Nuestra política y nuestra filosofía se basan en investigaciones
internacionales. No creemos que las pequeñas deban permanecer demasiado tiempo
en un orfanato porque muy pronto se convierte en su hogar permanente y, por
consiguiente, la adopción se vuelve todavía más dolorosa. En consecuencia, nos
gustaría considerar a este orfanato más como un hogar de tránsito, y nuestra oficina
de Barí así lo planea. Confiamos en que nuestras primeras adopciones puedan tener
lugar dentro de las siguientes dos semanas. Miró de nuevo a la hermana Assunta y le
dijo con severidad: —De modo, hermana, que es importante que ni usted ni sus
compañeras religiosas ni las asistentes laicas creen un vínculo emocional con estas
niñas… Sé que es difícil no convertirse en madres sustituías, sobre todo cuando
muchas de las pequeñas deben haber sufrido mucho tanto mental como físicamente.
Sin embargo, estoy seguro de que usted, con su experiencia, estará de acuerdo
conmigo.
La hermana Assunta asintió.
—Sí, por supuesto, es difícil… pero coincido con usted. Puede resultarnos muy
doloroso, pero cuanto antes se encuentren buenos hogares para estas niñas, mejor
será. Eso significa también que de ese modo podremos ayudar a más pequeñas. Y hay
tantas que necesitan ayuda…
—Sí —dijo él en voz baja—. Son muchas.
La hermana Assunta se sintió cómoda al saber que el benefactor de su orfanato
era un hombre inteligente y perceptivo. Pero no podía sacarse de la cabeza la idea de
que había visto su cara antes, en algún lugar y en algún tiempo.

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61

Michael logró reprimir el grito. Extendió el brazo y le tomó la mano. Las uñas de la
otra mano de la mujer se le clavaron en la espalda. Él tanteó hacia atrás, le aferró la
muñeca, le llevó las dos manos por encima de la cabeza y las apretó fuerte contra la
almohada. Ella se retorció debajo de él, y apretó la pelvis contra la de Michael. Abrió
los ojos, y él pudo ver en ellos su orgasmo y las pupilas que se dilataban. La mujer
tenía los labios rojos entreabiertos y los dientes blancos apretados. A Michael se le
escapó una de las muñecas, y la mujer volvió a clavarle las uñas en la espalda. Esta
vez, Michael gimió de dolor y le cruzó la cara con una cachetada. Ella le hizo una
mueca, y él sintió su propio orgasmo.
Michael casi gritó de nuevo cuando René le aplicó antiséptico en la espalda.
—Vaya mujer —comentó el belga—. ¿Valió la pena?
Michael estaba sentado en un banquito del enorme cuarto de baño del suntuoso
dormitorio. René estaba sentado detrás de él, en el asiento del inodoro, y le aplicaba
la medicación. La mujer se había ido media hora antes.
—No tuve opción —murmuró Michael—. He asistido a media docena de
reuniones y nuestra pequeña fiesta de aquí esta noche fue la culminación. Esa tal
Gina es la clave de lo que estamos buscando.
René sonrió y le pasó más antiséptico.
—Las cosas que un hombre debe hacer en el cumplimiento del deber… Estoy
orgulloso de ti, Michael.
—Acabo de aprender que en la vida a veces hay que mezclar el dolor con el
placer —farfulló Michael dolorido.
Habían transcurrido ocho días desde la llegada de Michael a Roma. Días
hedonísticos. Años antes había visto una película llamada La Dolce Vita, y supuso
que lo que en ella se mostraba era exagerado. Ahora sabía que no era así para nada.
La primera fiesta condujo a otras. Él era la adquisición de la temporada. Todos lo
querían en sus fiestas y soirées. Todos los hombres querían su oreja; todas las mujeres
querían sur cuerpo. Él se movía entre todo eso, observando y escuchando y, cada
tanto, haciendo comentarios a personas selectas para indicar que, por mucho que se
estuviera divirtiendo, más disfrutaría de algo más extravagante y excitante. Había
fumado hachís, aspirado cocaína y tomado estimulantes. También había participado
de una orgía total, en la que se desempeñó con gran estilo y energía. Finalmente

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limitó sus nuevas amistades a un grupo de cinco. Esa noche, él había invitado a esas
cinco personas a una reunión en su departamento, junto con otras varias personas
para hacer número.
Durante los últimos días. René resultó inestimable para él. Habría sido un actor
brillante; desempeñó a la perfección su papel de hombre de confianza de Michael. A
tal punto que varios de los nuevos amigos de Michael le habían ofrecido
disimuladamente un trabajo a René cuando Michael abandonara Roma. Por supuesto,
todos sabían que el trabajo de René incluía el de guardaespaldas. Eso no hacía más
que aumentar el atractivo de Michael.
La fiesta de esa noche había sido un éxito contundente. El cocinero había
preparado un bufé frío propio del restaurante más encumbrado. El champagne era
añejo, y las drogas, especiales. Gina Forelli, naturalmente, había llegado tarde.
Michael no la conocía personalmente, pero había decidido invitarla por intermedio de
uno de sus nuevos amigos, Giorgio Cosselli, que llevaba una vida disipada. Michael
había cenado con Giorgio dos noches antes, en Sans Souci. Estaban solos, y durante
el café y los licores Michael acordó prestarle a Giorgio cincuenta millones de liras
para la creación de un nuevo club nocturno. Sabía que nunca volvería a ver ese
dinero, pero también sabía que Giorgio conocía más que nadie el aspecto sombrío de
la sociedad romana. Durante la cena, Michael deslizó la idea de que había oído que
Roma era un lugar interesante para aquellos que sentían curiosidad por lo oculto.
Giorgio era un nombre de algo más de cuarenta años, que llevaba la vida de una
sanguijuela. Era la oveja negra de una familia negra, y su mayor placer en la vida era
coquetear con el peligro y lo desconocido. Se sintió atraído hacia Michael como una
hoja a un remolino, y mientras describía círculos incesantes alrededor dé Michael,
hechizado por su fortuna y su ingenuidad, lo proveía de todo tipio de información.
Después de la cena caminaron algunas cuadras hacia la confitería bailable Jackie
O, y luego se quedaron un rato en la barra bebiendo Negronis. Giorgio señaló a la
mujer que estaba en la pista de baile. Era alta y casi demasiado delgada. Usaba un
vestido negro brillante, tenía pelo negro largo y brillante, ojos negros, boca roja y tez
blanca.
—Es Gina Forelli —le había susurrado Giorgio—. Es la que podría llevarte
adonde quieres ir. Pero ten cuidado, amigo mío. Si en Roma existe una bruja, es ella.
Le dio entonces a Michael un breve informe de la mujer. Gina Forelli tenía
aproximadamente treinta años, y era la nieta de un general fascista muy próximo a
Mussolini. Su madre había sido una actriz relativamente famosa de la década del 50,
y había muerto de una sobredosis de narcóticos. Por lo que él sabía, Gina jamás
trabajó. Su primer marido era el tercer hijo de un industrial adinerado, que murió en
un accidente automovilístico por encontrarse ebrio. Algunos decían que se trataba de
un suicidio por haber encontrado a su esposa en la cama con tres hombres. Su
segundo marido era un adinerado hombre de negocios veinte años mayor que ella.
Murió en el lecho. La policía encentró después media docena de ampollas de nitrito

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de amilo en el suelo del dormitorio. Al parecer, su corazón no pudo soportar la
combinación de Gina y de la droga. Ella debería haberse convertido en una mujer rica
pero, aparte de sus otras pasiones, era una jugadora empedernida, y después de la
muerte de cada uno de sus maridos había dilapidado su fortuna en Montecarlo.
—Su sobrenombre es «Cero» —le explicó Giorgio con una sonrisa.
—¿Porqué?
—Porque en su vida ha habido muchos ceros. Sobre todo en la mesa de ruleta.
—¿A qué se dedica ahora? —preguntó Michael.
Giorgio volvió a sonreír.
—Es la que puede abrir la puerta hacia lo que estás buscando.
—Preséntame —dijo Michael.
Giorgio sacudió la cabeza.
—No sería una buena idea en este lugar.
—¿Entonces, cómo hago para conocerla?
—Salgamos —respondió Giorgio—. Te lo diré afuera. La entrada a Jackie O era
un pasillo largo con marquesina, legaron al final, cerca de la calle. Allí estaba oscuro.
Giorgio se detuvo y Michael volvió la cabeza para mirarla.
—Michael, ese negocio del que te hablé durante la cena… no puede fallar… —
dijo el italiano—. Por supuesto que tú serías un socio con el cincuenta por ciento.
Eres joven pero debes saber que esos negocios deben cerrarse rápidamente. ¿Cuándo
es lo antes que puedes transferir los cincuenta millones a mi cuenta?
Michael lo miró. Incluso en la penumbra, alcanzó a ver ansiedad y codicia en sus
ojos.
—¿Podrían ser dólares estadounidenses? —preguntó muy despacio.
—¡Por supuesto… mejor todavía!
Michael metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un fajo de
billetes sujetos por una gruesa banda elástica. Con rapidez y habilidad contó cuarenta
y ocho billetes y los extrajo del fajo. Se los extendió a Giorgio, quien se quedó
mirándolo con la boca abierta.
—Son billetes de mil dólares —dijo Michael, restándole importancia al hecho—.
No he verificado la tasa de cambio, pero creo que esto será suficiente.
Muy lentamente, Giorgio extendió la mano y tomó los billetes. No los contó.
—Por supuesto, te enviaré un recibo… y un contrato —murmuró mientras se los
metía en el bolsillo trasero—. Mi abogado es de confiar.
Michael le estrechó la mano.
—No me envíes nada, Giorgio. Es mejor que no haya nada escrito.
Giorgio vio los dientes blancos de Michael cuando éste sonrió. Él le devolvió la
sonrisa.
—Me aseguraré de que Cero asista a tu fiesta.
Ella entró en el departamento tarde y sola. René había sido instruido. Le tomó el
nombre y la condujo por la habitación hasta donde estaba Michael. Ella usaba sólo

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una malla negra muy ajustada debajo de una falda muy corta de lana color marfil.
Tenía el pelo negro en un rodete sobre la cabeza. Usaba anillos de oro en todos los
dedos y un collar también de oro. No llevaba aros. Michael notó que el color de su
piel armonizaba a la perfección con el de su falda. Y sintió los latidos de su propio
corazón, no por miedo sino por la expectativa.
—¿Champagne? —le preguntó René inmediatamente después de presentársela.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Sabe lo que es un Bullshot?
René Inclinó la cabeza.
—Por supuesto, Signara. ¿Lo quiere mitad y mitad?
Ella observó un momento el rostro de René.
—No. Que sea un tercio y dos tercios.
Michael quedó intrigado.
—¿Qué es lo que acaba de ordenar? —preguntó.
Ella sonrió. Sus dientes también eran color marfil y muy pequeños. Se pasó la
lengua rosada sobre ellos. Su voz era muy baja y él tuvo que inclinarse para poder
oírla por sobre el ruido.
—Un Bullshot es mitad caldo de carne y mitad vodka; por lo general, por partes
iguales. Le pedí a su mayordomo que le pusiera más vodka. —Inclinó apenas la
cabeza hacia un lado y lo observó, y con su voz ronca agregó—: Es verdad lo que
dicen de usted.
—¿Qué dicen?
—Que Adonis está en la ciudad… ¿Por qué me invitó Adonis a su fiesta?
Por primera vez, desde que había bajado del avión en Roma, Michael se sintió
perdido. De pronto cayó en la cuenta de que tenía sólo diecinueve años. En realidad,
la suma total de sus conocimientos se limitaba a armas y a artes marciales. Lo cierto
era que había matado a personas que habían tratado de matarlo a él y rara vez había
sentido miedo. De repente sintió miedo. Sólo duró un momento, y después fue
borrado por una sensación de regocijo. Confiaba en haber ocultado ese temor.
—Me dijeron que la llaman Cero.
Ella volvió a sonreír.
—Giorgio habla demasiado. ¿Qué más le dijo?
—Que usted es peligrosa.
Su sonrisa se ensanchó.
—¿Por eso me invitó?
—Decididamente.
Ella levantó la cabeza y se echó a reír. Como su voz, su risa era ronca. René
avanzó por entre el gentío con la copa sobre una bandeja de plata. Ella la tomó, bebió
Un sorbo y asintió con aprobación. René indicó con un gesto la mesa del bufé. Ella
sacudió la cabeza y levantó la copa.
—Esto y las que seguirán serán mi cena. —Sin dejar de mirar a René, preguntó

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—: ¿A qué hora se irán los otros invitados?
Levemente desconcertado, René miró a Michael, quien sonrió, miró su Patek
Philippe, y asintió en dirección a René.
—Despídelos dentro de aproximadamente una hora.
En el cuarto de baño, Michael se puso de pie, se desperezó e hizo una mueca de
dolor. René también se puso de pie, sin dejar de sonreír.
—¿Cuál es el paso siguiente? —preguntó.
—El paso siguiente es mañana por la noche —dijo Michael mirando a René—.
Cenaré con ella, a solas. Después, piensa llevarme a un lugar en las afueras.
—¿Otra orgia? —preguntó René.
Michael sacudió la cabeza.
—Eso fue lo que le pregunté. Me dijo: «No, será más que eso». —Michael
advirtió preocupación en la cara de René—. Estaré bien. Y no hay otra manera, es
necesario correr algunos riesgos.
—¿Tienes alguna idea de dónde será la fiesta? —preguntó René.
Michael sacudió la cabeza.
—No, pero ella me dijo que queda a media hora de auto de aquí, así que supongo
que es en las afueras de la ciudad. No te preocupes, René. Hasta ahora, estoy fuera de
toda sospecha. El verdadero peligro vendrá después.

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62

Creasy aflojó la pierna izquierda e hizo una mueca en la oscuridad. Decididamente


los primeros síntomas de artritis. Maldijo en voz baja. Nunca se había preocupado por
el paso del tiempo, pero últimamente comenzaba a sentir los huesos, sobre todo
cuando debía quedarse sentado totalmente inmóvil durante muchas horas. Había
estado sentado en esa loma durante las últimas cuatro horas, vigilando la villa
ubicada un kilómetro más abajo.
Guido había obtenido fotografías aéreas del lugar, así que cuando Creasy llegó, ya
sabía que la villa estaba rodeada por una cerca alta de alambre tejido de acero en un
radio de alrededor de ochocientos metros. De los voluminosos bolsillos de su
chaqueta negra de cuero, sacó unos anteojos infrarrojos y enseguida pudo ver los
postes altos de acero de la cerca. Dio por sentado que la cerca estaba conectada a un
sistema sofisticado de alarma y que probablemente se encontraba electrificada. Pensó
que Anwar Hussein había economizado en el costo de esa cerca. Debería haberla
llevado hasta más allá de la loma. Desde donde se encontraba sentado, Creasy
alcanzaba a ver muy bien la entrada de la mansión. En esa posición, un francotirador
no demasiado bueno podría acertarle a cualquiera que entrara o saliera de allí.
Cuando llegó, había dos automóviles estacionados cerca de la entrada. Cuatro
más llegaron en el curso de la siguiente media hora. En total, conducían a seis
hombres y cuatro mujeres. A medida que iban pasando debajo de la luz ubicada sobre
la entrada, Creasy notó que todos estaban vestidos formalmente. Debía de ser una
cena; la sociedad italiana prefería cenar tarde.
En sí misma, la villa era un edificio blanco de dos plantas, con techo de tejas
rojas. Las únicas luces que se veían procedían de la planta baja. Creasy alcanzó a oír
a lo lejos el sonido de música clásica. Lo más probable era que estuvieran cenando en
la terraza abierta del extremo más alejado de la casa, pero él no podía dar la vuelta
para poder verlos bien. La noche estaba fría y Creasy volvió a sentir dolor en la
pierna izquierda.
Se preguntó qué estaría haciendo Michael. El último mensaje había sido un
llamado telefónico de René, esa mañana. Había dicho simplemente que Michael
progresaba y que esperaran los resultados dentro de pocos días. Creasy sintió que su
impaciencia aumentaba. No le gustaba desempeñar un papel secundario, con Michael
en el primer plano. Controló su impaciencia. Las cosas no podían nacerse de otra

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manera: Michael era la elección lógica para infiltrarse en El Círculo Azul. Creasy
trató de imaginar lo que estaría haciendo en ese momento, y una punzada de envidia
hizo desaparecer la impaciencia. Supuso que a esa hora de la noche Michael
probablemente estaría con alguna hermosa joven de la sociedad romana: o en la cama
con ella o preparando esa situación. Con cierto pesar, Creasy trató de recordar cuánto
tiempo hacía que no estaba con una mujer. Se dio cuenta de que hacía demasiado
tiempo.
En Milán, Maxie MacDonald y Frank Miller estaban dedicados a la misma tarea.
Se encontraban sentados cerca de la ventana de un departamento ubicado en la
esquina de una calle lateral que nacía en el Corso Buenos Aires. Vigilaban el
departamento de Donati, ubicado en el cuarto piso de un edificio, a doscientos metros
de allí. Delante de ellos tenían dos trípodes; Maxie sostenía un par de binoculares
muy potentes y Frank, una cámara Nikon con teleobjetivo.
El edificio que vigilaban era pequeño y antiguo, y constaba de sólo seis
departamentos de lujo. Durante las últimas dos horas, Frank había fotografiado a
todos los que entraban y salían de él. Hasta ese momento, habían sido sólo cuatro
personas. La tarea era aburrida, pero ellos estaban acostumbrados a eso porque los
dos habían trabajado un tiempo como guardaespaldas y en la inteligencia militar.
Frank eructó y miró con expresión de disculpa a Maxie, quien hizo una mueca.
Esa noche, Maxie había preparado una gran fuente de spaghetti alle vongole y los dos
apestaban a olor a ajo.
Una limusina negra se detuvo en la puerta del edificio de departamentos. Un
chofer con uniforme bajó y abrió la portezuela trasera: Maxie volvió a enfocar los
binoculares y observó al hombre alto y canoso, de abrigo negro, que avanzaba hacia
la puerta. Oyó el zumbido y los clic del motor de la Nikon.
Frank volvió a eructar.
—Debe de haber sido el Chianti —dijo.
Creasy observó salir de la villa al primero de los invitados. La distancia era
demasiado grande y la luz, no suficiente como para distinguir sus facciones, pero
notó que todos estrechaban la mano del hombre negro, alto y calvo que debía de ser
el anfitrión, Hussein. Cuando el segundo automóvil partió, Creasy decidió seguir al
tercero. Bajó de la colina por el monte hacia el Fiat alquilado que estaba oculto entre
los árboles en un camino secundario.
Diez minutos después vio pasar los faros del auto. Era un Lancia color celeste.
Esperó unos segundos, salió de su escondite y lo siguió los quince kilómetros hasta
Nápoles. El Lancia se detuvo frente a una mansión en la Via San Marco. Los portones
de la mansión se abrieron y el auto entró. Creasy pasó con el vehículo muy despacio
por la mansión e hizo una anotación mental de la patente y de la dirección.
Eran más de las tres de la mañana cuando volvió a la Pensione Splendide. Todos
estaban despiertos y jugaban al póquer. Nadie miró cuando él se acercó: estaban
concentrados en el juego y en la mesa había una pila grande de billetes. Lentamente

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Creasy rodeó la mesa para ver las cartas de los jugadores. Jens tenía un par de reinas
y un par de diez; Pietro tenía una pierna y un par; El Búho tenía color de corazones, y
Guido tenía escalera real de piques.
Jens cerró con una imprecación incomprensible en danés. Pietro siguió dos
vueltas más y luego arrojó las cartas. El Búho y Guido se miraron. En un momento
dado, Creasy pensó que Guido parecía un gatito. Por último, El Búho igualó la
apuesta y Guido, con una sonrisa de disculpa, mostró las cartas sobre la mesa. El
Búho maldijo en francés mientras Guido recogía el pozo.
Levantó la vista, miró a Creasy y sonrió.
—Ustedes se pueden quedar aquí todo el tiempo que quieran. Con esto gano más
dinero que atendiendo a un grupo de turistas… y es un trabajo mucho más fácil.
Creasy sonrió y dejó caer frente a él un trozo de papel.
—Es el número de la patente de un Lancia azul, y el número de una mansión en la
Via San Marco. ¿Puedes verificarlos por la mañana?
Guido tomó el papel, lo miró y asintió; después hizo un gesto hacia la mesa.
—¿Quieres jugar?
Creasy hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—Prefiero saltar dentro de una caldera ardiente.

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63

Juliet estuvo muy callada durante la cena. Laura notó que no comía con su
concentración habitual. Desde que había llegado, la pequeña solía comer como si
fuera un deber y una misión, y sin duda se había «rellenado» y crecido con notable
rapidez.
Era sábado por la noche y Joey y Maria habían ido a cenar. Al principio, Juliet se
mostró alegre y despreocupada, pero después hablaron mucho sobre Guido y todas
las veces que había visitado Gozo, tanto antes como después de la muerte de Julia.
Todos los años mandaba dinero, explicando que era sólo un recurso para reducir sus
impuestos en Italia, pero ellos sabían que no era por eso. No eran gente pobre, pero
llevaban vidas muy simples. Usaron el dinero para edificar un ala de huéspedes en la
casa y Guido solía quedarse allí en sus vacaciones anuales. También Creasy se había
alojado allí en las dos ocasiones en que fue a Gozo a recuperarse de sus heridas. Era
el lugar donde ahora se alojaba Juliet. También hablaron de la Pensione Splendide, en
Nápoles, que Guido manejaba con Julia, y ahora lo hacía con Pietro. Juliet sabía que
la pensione era ahora la base de operaciones de Creasy y de Michael. Al ver el estado
de ánimo de la chiquilla, Laura pronto cambió de tema.
Después de cenar, la pequeña la ayudó a lavar los platos, y después dijo que le
dolía la cabeza, y pidió que la disculparan. Les dio a todos un beso de buenas noches,
subió a la habitación de huéspedes y se sentó en la ancha cama. Era una habitación
hermosa, construida con piedras y a la manera antigua, con grandes arcos. Se imaginó
a Creasy en ese cuarto y de pronto le pareció ver su rostro con mucha intensidad. El
pelo corto y canoso, las mejillas color caoba y las cicatrices. Muy despacio, se puso a
llorar. Se interrumpió cuando oyó un suave golpe a la puerta y la voz de Laura que
pronunciaba su nombre. Se secó la cara con la manga.
—Adelante.
Laura abrió la puerta y la miró. Después, atravesó la habitación, se sentó junto a
ella y la rodeó con un brazo.
—Sé cuánto debes de extrañarlos —dijo—. Tendríamos que haberlo pensado y no
hablar tanto de ese tema.
Juliet sacudió la cabeza.
—No… está bien. No es que los extrañe tanto. Bueno, por supuesto que los echo
de menos…, pero sé lo que están haciendo y eso me preocupa. En el colegio lo paso

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mejor porque tengo que concentrarme, pero más tarde pienso en eso, tal vez
demasiado.
—Es natural —dijo Laura con tono intrascendente—. Por supuesto que los
extrañas. Pero no debes preocuparte demasiado, Juliet. Esos dos Son sobrevivientes,
créeme. ¿Puedo hacer algo por ti? Tal vez deberíamos ser más activos. Mañana es
domingo, y Joey piensa ir a pescar lampukis con unos amigos. ¿Te gustaría
acompañarlos?
Juliet sacudió la cabeza y luego sonrió.
—No… Sé que ellos me llevarían, pero también sé que no les gusta ir a pescar
con chiquillas. Creen que trae mala suerte.
Laura asintió.
—Sí, es verdad. En esta isla hay hombres muy supersticiosos. ¿Hay alguna otra
cosa que te gustaría hacer?
—Sí. ¿Te parece que podría ir a pasar el día a la casa? Podría nadar en la piscina,
y tal vez hacer un picnic.
—¿Quieres estar allá sola?
—Sí. ¿Te importa?
Laura sonrió.
—Por supuesto que no. Te entiendo. Paul te llevará después de misa, y yo pasaré
a buscarte por la tarde.
Eran poco más de las diez de la mañana cuando Juliet giró la enorme llave en el
enorme portón del jardín. Se despidió de Paul con un movimiento de la mano y él le
devolvió el saludo, y se alejó con el auto.
Ella se dirigió por el patio a la piscina y se quedó mirándola un momento.
Después, levantó la vista y contempló ese panorama de colinas, aldeas y, más allá, él
mar y las islas. Inmediatamente se sintió en paz.
Fue a la cocina, metió su almuerzo frío en la heladera y sé puso él traje de baño.
Era un día cálido de otoño. Nadó veinte largos, se secó, sacó un libro del bolso y se
acostó en una reposera al sol. Durante la siguiente hora estudió el libro que contenía
lecciones de maltes. Después recordó algo y fue al dormitorio de Michael. Junto a su
cama había un reproductor de casetes portátil Sony y una selección de cintas. Las fue
mirando y eligió una de música bailable.
Diez minutos más tarde, la música resonaba alrededor del sector de la piscina, y
ella bailaba debajo del enrejado de madera. Michael le había prometido que cuando
volviera la llevaría a bailar. Estaba decidida a no decepcionarlo. Bailó durante
aproximadamente una hora, cambiando la música y ensayando nuevos pasos.
Después fue a la cocina, llevó afuera su almuerzo y abrió el paquete sobre la mesa.
Laura se lo había preparado y había allí suficiente comida para tres hombres fuertes y
grandes. Fetas de jamón ahumado, una porción de pastel de lampuki, huevos duros,
salchicha, ensalada de papas fría, tomates, pepino y, por supuesto, una hogaza de pan
crocante.

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Movida por un impulso, se puso de pie de un salto y entró en la bodega. Después
de su calvario allí, Michael había vuelto a aprovisionarla con la surtida colección de
vinos de Creasy. Le había explicado a ella sobre cada uno de los tipos, y había
señalado las etiquetas de los particularmente buenos. Buscó entre las hileras hasta
encontrarlo: una botella de Margaux. Antes de cerrar la puerta de la bodega
permaneció allí un rato, mirando y recordando. Sintió una enorme oleada de amor por
Michael. En la cocina, encontró un sacacorchos y una copa de pie largo, y los llevó a
la mesa debajo del enrejado de madera. Una hora después estaba llena de comida
apetitosa y levemente mareada. Notó que la botella estaba medio vacía y sonrió para
sí.
Pasó la siguiente hora recorriendo la vieja casa. Primero subió al estudio de
Creasy. Se maravilló al ver las hileras e hileras de libros, y bajó algunos para
mirarlos: unos eran antiguos, otros nuevos; había novelas, libros de referencia y
muchas biografías y autobiografías. Se preguntó si Creasy los habría leído a todos.
Había armarios llenos de revistas y cajones llenos de mapas muy detallados. En un
pequeño anexo había, una computadora IBM, un fax y varios archivadores metálicos
con candado. Después caminé por la sala, con su gran hogar de piedra, sillones muy
cómodos y un viejo bar de caoba en el rincón. Volvió al cuarto de Michael y sonrió al
ver las láminas pegadas en las paredes, en su mayor parte de grupos de rock, y
algunas de mujeres, casi eróticas. Por último terminó en el dormitorio de Creasy.
Tenía dos enormes ventanas; una daba al acantilado en dirección a Zebbug, y la otra
tenía un pequeño balcón y una vista del resto de Gozo. Se sentía bastante mareada.
Giró la cabeza y vio de nuevo la cama y la pared que había detrás. Su mirada se
dirigió a una de las planchas gruesas de piedra de la parte superior derecha. Recordó.
Rodeó la cama, se acercó a la piedra y apoyó la palma de la mano contra el rincón
superior derecho. Lentamente, la piedra se movió y reveló la puerta metálica gris de
la caja fuerte. Juliet cerró los ojos, se concentró y volvió a recordar. Levantó la mano
y movió el dial según los números recordados: 83… 02… 91. Del estante del medio
sacó varias carpetas. Sabía que contenían datos de muchas personas: algunas amigas,
otras enemigas. Durante las siguientes dos horas estuvo sentada en la cama leyendo el
contenido de esas carpetas; después volvió a ponerlas en su lugar. Reflexionó un rato
y tomó una decisión. Debajo del estante inferior había un cajón metálico. Lo extrajo,
miró adentro y vio los fajos de billetes. Sacó cinco millones de liras italianas y dos
mil dólares estadounidenses. Después ubicó el sobre que contenía su nuevo pasaporte
y lo tomó. Cerró la caja fuerte, puso la piedra en su lugar, fue a la cocina y buscó la
guía telefónica.
Laura llegó a buscarla poco después de las seis de la tarde. Abrió el portón y
encontró a la chiquilla dormida en la reposera junto a la piscina. Vestía jeans y una
camiseta, y tenía su bolso al lado. Durante un buen rato se quedó allí de pie, mirando
a la pequeña. Su rostro trasuntaba una paz total. Laura pronunció su nombre en voz
alta y vio que ella abría los ojos y el pánico aparecía en ellos. Pero en cuanto la

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reconoció le sonrió.
—¿Lo pasaste bien? —le preguntó Laura.
—Maravillosamente bien —respondió Juliet con una gran sonrisa—. ¿Puedo
hacerlo de nuevo?
—Por supuesto que sí.

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64

El coronel Satta fue revisando las fotografías de tamaño 8 x 10. Estaba sentado con
Maxie MacDonald y Frank Miller en una banqueta de un elegante restaurante de
Milán. Llegó a la última fotografía, se puso tieso, maldijo en voz baja y siguió
haciéndolo durante alrededor de medio minuto con la vista fija en ella.
—¿Quién es? —preguntó Maxie.
—El general Emilio Gandolfo… que espero que se cocine en el infierno —
respondió Satta con encono. Maxie y Frank aguardaron pacientemente a que el
italiano examinara de nuevo la fotografía.
—Gandolfo es uno de mis superiores en los carabinieri —siguió diciendo Satta—.
Como otros de su mismo grado, tiene antecedentes fascistas. Él fue el hombre que me
ordenó interrumpir la investigación sobre Jean Lucca Donati y Anwar Hussein.
Frank se inclinó hacia adelante y habló.
—No es seguro que él haya ido al departamento de Donati. En ese edificio hay
otros cinco departamentos.
Satta se encogió de hombros y sonrió con ironía.
—Si yo fuese un jugador, y lo soy, apostaría mil contra uno a que sí fue al
departamento de Donati.
—¿Tiene mucho poder? —preguntó Maxie.
La expresión de Satta se volvió sombría.
—Por desgracia, sí. Tiene mucho poder por sus relaciones políticas, sociales y
dentro del ejército y la inteligencia.
Frank había estado haciendo anotaciones en un bloc. Arrancó la página, y se puso
de pie.
—Iré a una cabina telefónica y le pasaré esto a Jens.
—¿Qué quieres comer? —preguntó Maxie—. Ordenaré para ti.
—Sólo un plato de espaguetis —respondió el australiano—. Cubiertos con un
poco de salsa.
Satta puso los ojos en blanco y Maxie rió entre dientes.
Guido volvió a la pensione poco después de las seis de la tarde. Encontró a
Creasy, Jens y El Búho en la pequeña barra, bebiendo Negronis. Pietro se encontraba
detrás de la barra. Guido asintió y recibió su habitual vaso de Chivas Regal con soda.
Sacó un trozo de papel del bolsillo y lo puso delante de Creasy.

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—Ese es el dueño del Lancia color celeste y de la casa sobre la Via San Marco.
Creasy bajó la vista y leyó el nombre; «Franco Delors».
—¿Qué sabes de él? —preguntó Creasy.
—Yo, personalmente, nada —contestó Guido—. Pero, como sabes, tengo amigos
en la policía de aquí, y conexiones con la Mafia. Franco Delors es un personaje
interesante. Hijo de madre italiana y padre francés. Hace alrededor de doce años se
instaló en Nápoles. Poco después fue procesado por haber formado parte de una red
de perversos que abusaban de niños. Se las ingenió para salir en libertad con una
sentencia en suspenso. A partir de ese momento, y de acuerdo con mis fuentes, se
dedicó a Dios y empezó a hacer buenas obras. Sus antecedentes han sido
ruidosamente limpios desde entonces, y es considerado un parangón de virtudes.
Pertenece a la comisión directiva de varias instituciones de beneficencia y participa
activamente en albergar refugiados que llegan a Italia de los países convulsionados de
Europa del Este… en particular, de Albania.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó Creasy.
Guido sacudió la cabeza.
—Sigo escarbando, y es posible que algo aparezca más adelante.
Jens se inclinó hacia adelante, tomó el trozo de papel y se dirigió a la puerta.
—Pasaré esto por la computadora, junto con la información que recibimos de
Frank sobre el general Gandolfo. —Cuando Jens llegó a la puerta, la voz de Guido lo
hizo detenerse.
—Ah, sí, había otra cosa. Al parecer, una de las organizaciones de caridad que
Delors encabeza, recientemente ha abierto una oficina en Barí para tratar de encontrar
hogares para las huérfanas de Albania.
—¿Bari? —preguntó Jens.
—Sí —respondió Guido—. Es el puerto italiano más cercano a Albania. Al
parecer, él pasa mucho tiempo allá.

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65

Algunas personas viven ensimismadas y disfrutan de sus propios pensamientos. Se


sienten satisfechas en un contexto mental estructurado, e incómodos fuera de esa
estructura. Esas personas por lo general tienen desventajas físicas o mentales: a veces
reales, a veces imaginadas.
Massimo Bellu era un hombre así. Se consideraba poco atractivo para el sexo
opuesto. Era bajo y algo rollizo, por más dietas que hiciera. Su pelo era lacio y no
suficientemente negro como para resultar interesante, no importa cuán costosos
fueran los champús y acondicionadores que usara. Siempre recordaría el comentario
de una peluquera al contemplar su pelo cuando él tenía nueve años. Su madre lo
había llevado y aguardaba expectante. La peluquera era una mujer joven y atractiva.
Había dado vueltas alrededor de Massimo tres veces y luego había dicho: «O se lo
afeitamos todo y tratamos de que se parezca a Kojak, o hacemos lo mejor que
podamos con ese pelo».
Su madre se había enojado. Massimo se entristeció. Se había refugiado en su
intelecto que, incluso a esa corta edad, estaba muy desarrollado. En el colegio era el
blanco del escarnio de sus compañeros. Nada coordinado en los deportes, poco hábil
en las actividades sociales, nada exitoso con las muchachas. Su única ancla era su
mente, y se aferró a ella.
Eso contribuyó a que tuviera éxito en sus estudios y ganara una beca para la
Universidad de Roma, donde estudió Ciencias Sociales. De allí pasó al departamento
más cerebral de los carabinieri, para especializarse en tendencias sociales, incluyendo
el análisis de la mente criminal. Pocos años después empezó a trabajar como asistente
del coronel Mario Sarta, y se especializó en proporcionar un análisis relativo al
fenómeno de la Mafia. Al hacer un repaso de su vida, descubría que sólo dos
personas lo habían marcado profundamente: una era el coronel Satta, y la otra,
Creasy. Dentro de las deformaciones de la sociedad y la estructura social italianas,
ellos eran las únicas personas que él consideraba valiosas.
Vivía en un pequeño departamento de un ambiente en el Trastevere. Aparte de su
cama angosta, del pequeño cuarto de baño y de la cocina todavía más diminuta, el
resto del departamento estaba cubierto, de pared a pared, con libros. En un rincón
estaba la computadora, que en los últimos tiempos se había convertido en el centro de
su vida. Hacía mucho que había abandonado la esperanza de convertirse en una

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figura social destacada. Cada tanto le complacía recibir el resplandor del encanto de
Satta. Disfrutaba siempre de eso y, para él, era suficiente. Esa noche, estaba en plena
comunión con su computadora. A veces tenía la sensación de estar unido a ella por
una suerte de cordón umbilical.
Fueron a buscarlo poco después de las once. Un suave golpe en la puerta. Al
principio él pensó que debía tratarse del vecino del piso superior, un viudo entrado en
años, retirado de la administración pública, que con frecuencia bajaba para pedirle
prestada una taza de azúcar pero que, en realidad, lo que quería era conversar con él
para aliviar su hastío. Bellu había decidido hacía mucho que el viejo debía de tener
acumulados varios cientos de kilos de azúcar. Algún día cedería el cielo raso, y él
moriría asfixiado por la montaña de azúcar. Apagó la computadora, oprimiendo
primero las teclas que codificaban su información. Después abrió la puerta. No era el
viejo de arriba; eran dos hombres jóvenes, con trajes oscuros y pistolas en las manos.
Le permitieron ponerse un sobretodo antes de llevárselo. Su inteligencia le dijo
que iba a morir. Los hombres no le vendaron los ojos: ésa fue la primera señal. A lo
largo de los años, su nariz había desarrollado un olfato especial para la Mafia. Esos
hombres no pertenecían a la Mafia: ésa fue la segunda señal. Se comportaban como si
estuvieran por encima y más allá de la autoridad civil: ésa fue la tercera señal.
Su destino fue un sótano en Focene. No luchó cuando lo sacaron del auto y lo
arrojaron por la escalera. No tuvo ningún presentimiento, sólo una sensación de
inevitabilidad. Lo ataron a una silla frente a una mesa y aguardaron. Él no hizo
ninguna pregunta. Pasaron diez minutos y luego la puerta se abrió y entró Jean Lucca
Donati. Bellu lo reconoció por las fotografías de sus archivos. Donati se sentó del
otro lado de la mesa, sacó una lapicera del bolsillo interior del saco y también un
pequeño anotador. Los puso frente a él, y miró a Bellu.
—Usted ha estado haciendo averiguaciones sobre mí y también sobre un hombre
llamado Anwar Hussein. ¿Por qué?
—Es mi trabajo —respondió Bellu.
Donati sacudió la cabeza.
—No era su trabajo. Sin duda recibió instrucciones del coronel Sarta, pero
tampoco era trabajo de él. ¿De dónde o de quiénes emanaron esas instrucciones?
Bellu se encogió de hombros.
—Sé quién es usted y qué representa —dijo en voz baja—. Es usted la escoria de
esta tierra. No logrará sacar nada de mí.
Estuvieron torturándolo durante cuatro horas. Él permaneció sentado, cubierto de
sangre y físicamente quebrado. Le habían arrancado lentamente las uñas de los dedos
y también cuatro de sus dientes. Le destrozaron la nariz y los pómulos. Le aplastaron
los testículos. Pero Massimo Bellu no estaba allí en su cuerpo. Todo su ser se había
retirado a su mente. Al final, había logrado sonreírle al frustrado Donati, como para
enviarle el mensaje de que con tales métodos no conseguiría nada.
Donati recibió el mensaje y lo entendió con claridad. Era un hombre paciente. Le

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dio instrucciones a uno de los hombres jóvenes, quien abandonó el sótano. Donati y
el otro joven desataron el cuerpo destruido de Bellu, lo levantaron y lo pusieron sobre
la mesa. Él no tuvo ni la fuerza ni el deseo de luchar.
El otro joven volvió al cabo de unos minutos, con un pequeño maletín. Lo puso
sobre la mesa junto a la cabeza de Bellu y lo abrió. Donati revoloteó alrededor como
un buitre. Del interior del maletín, el joven sacó una jeringa.
—Veinte miligramos… no más —le dijo Donati—. Ten mucho cuidado. Poco no
es suficiente, pero demasiado puede resultar fatal. —Miró la cara devastada de Bellu.
Su voz fue cruelmente suave—. De modo que su cuerpo puede aguantar cualquier
cosa. Ahora lo intentaremos con su mente. Dentro de un momento no sentirá ningún
dolor… sólo placer. Le estoy administrando Valium puro. No en la dosis que las
mujeres neuróticas de la sociedad toman para aliviar sus traumas imaginarios, sino
suficiente para hacer que su cerebro emprenda un viaje que usted ni siquiera puede
imaginar. Lamento decirle que es posible que no regrese de ese viaje.
A través del dolor, Bellu sintió el pinchazo de la aguja. Sólo duró unos segundos.
Enseguida volvió a ser un niño que jugaba en los campos detrás de la casa de su
abuelo en Toscana. Vio el rostro de Mariella, su joven prima, riéndose de él y
fastidiándolo con malicia. Vio el rostro de su madre que lo retaba porque le había
pegado a Mariella. Por entre nubes de azul y verde oyó la voz suave.
—¿Quién lo mandó a hacer averiguaciones sobre El Circulo Azul?
Durante los siguientes cuarenta minutos. Dona ti se enteró de muchas cosas de la
infancia de Bellu. Se enteró de sus frustraciones, sus temores y sus ambiciones. Se
enteró de que veinte miligramos de Valium no eran suficientes. Con ansiedad, le dijo
al joven que le inyectara otros diez. Después de eso, se enteró del amor masculino de
Bellu por dos hombres pero, de alguna manera, a pesar de la nebulosa en su mente,
Bellu no pudo pronunciar sus nombres.
—¿De dónde son? —preguntó Donati, furioso.
La boca mutilada de Bellu se torció en una sonrisa.
—Uno es de Roma.
—¿Y el otro? ¿De dónde es el otro?
Donati oyó una palabra proveniente de esa boca destrozada y se acercó más.
—¿Dónde? ¿De dónde? —preguntó con insistencia.
—De una casa de piedra sobre una colina —dijo Bellu.
Donati miró a los dos jóvenes que también escuchaban con atención. Se
inclinaron hacia adelante.
—¿Dónde queda? —preguntó Donati—. ¿Dónde queda esa casa en la colina?
Todos oyeron la palabra.
—En Gozo… por supuesto. Gozo. —Y en ese momento, el pecho de Bellu se
elevó, se oyó un gorgoteo en su garganta, y murió.

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66

Sólo estaban la única hermana de Bellu, Satta y un sacerdote. Los demás de la oficina
habían querido asistir al funeral, pero Satta los había desalentado.
El ataúd fue bajado a la fosa; el sacerdote elevó una oración. La hermana de Bellu
arrojó un puñado de tierra sobre el féretro, y después ella y el sacerdote se fueron.
Los sepultureros irían más tarde para tapar la fosa y erigir la sencilla lápida.
Un viento frío barrió el cementerio y derribó las últimas hojas de los árboles
desolados. Satta, envuelto en su sobretodo oscuro y su bufanda de seda, permaneció
allí sentado sobre una lápida cercana. Se quedó durante más de una hora, mirando el
césped que había frente a él y dejando que lentamente la furia creciera en su interior.
No tenía hijos, y el amor nunca había entrado realmente en su vida, pero en ese
momento sabía que el cadáver mutilado que yacía en la tumba abierta frente a él
representaba la semilla de todo el amor real que él había conocido. Comprendió que
Massimo Bellu había sido más que un hijo, hermano, amigo o amante. La discreción
y el aislamiento de Bellu eran lo que él más había amado. Por sobre todo, supo que
Bellu lo había amado a él, Mario Satta, y quizás a no muchas cosas más.
El frió traspasó su sobretodo, su carne, y se coló en sus huesos. Finalmente
levantó la vista y vio a un hombre de pie del otro lado de la tumba abierta. Vestía
pantalones y chaqueta de jean, y una chomba negra. Llevaba muy corto su pelo color
gris acero. Tenía la vista fija en la tumba.
Satta se puso de pie y lentamente rodeó la tumba. El hombre levantó la cabeza,
extendió los brazos y abrazó fuerte a Satta contra su pecho. Por primera vez en su
vida adulta, Satta lloró. El hombre lo sostuvo abrazado un rato largo y después habló
en voz baja.
—Mañana por la mañana renunciarás a tu cargo en los carabinieri. Yo te enviaré a
Maxie y a Frank. Nos apoderaremos del general Emilio Gandolfo y lo mandaremos al
infierno.
Después, encontraremos al resto de ellos y los mandaremos al mismo lugar. —
Creasy miró de nuevo la tumba y su voz se volvió más fría que el viento—. Cuando
estés cansado, cuando tengas frío, cuando te sientas completamente desalentado, mira
mentalmente el rostro de Bellu… Observa la compasión en sus ojos, y la bondad y la
fuerza del amor que sentía por ti. Yo veo los mismos ojos y el mismo amor…
Después comprende lo que tú y yo debemos hacer para vengar su recuerdo.

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67

Jean Lucca Donati, en Milán; Anwar Hussein, en Nápoles, y Gamel Houdris, en


Túnez, mantuvieron una conferencia telefónica.
Donati les explicó a los otros dos lo que había averiguado de labios de Massimo.
Sólo un lugar… Gozo. Al pronunciar ese nombre por teléfono, no esperaba ninguna
reacción. Él mismo jamás había oído mencionar ese lugar, tampoco Anwar Hussein,
pero Gamel Houdris lo reconoció enseguida.
—Es una pequeña isla —dijo—. Forma parte del archipiélago maltes.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Donati.
—Enviamos inmediatamente a alguien allá para que lo verifique —respondió
Houdris.
—¿A quién mandamos? —preguntó Donati.
—Envía a El Enlace… Franco Delors. Es el mejor que tenemos, y está en
Nápoles. Hoy es martes. Mañana hay un ferry de Nápoles a Malta. Asegúrate de que
esté a bordo. Después tiene que tomar el ferry a Gozo y husmear un poco por allí.
Hubo un silencio que duró medio minuto.
—Le diré que debe ser especialmente cuidadoso —dijo Donati—. Mientras tanto,
debemos apurar los trámites para el adoctrinamiento final de nuestro Iniciado. Yo
diría que dentro de alrededor de una semana… Hablamos de unos cincuenta millones
de dólares estadounidenses como mínimo. Es una fruta madura que no debe caerse
del árbol. Debemos arrancarla. Necesitamos a la persona para el sacrificio.
—Creo que la tenemos —dijo Houdris—. Como saben, hace unos días estuve en
nuestro nuevo orfanato en Albania. Allí hay una buena candidata. Franco Delors ha
arreglado todo lo relativo a los papeles de adopción. En los próximos días la
llevaremos a Bari, cuando Delors haya vuelto de Gozo. Se llama Katrin. Es casi
púber. Tiene doce años, es rubia y muy hermosa. Dispongan lo necesario para la misa
el próximo domingo.
Hubo un silencio aprobatorio.

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68

Michael decidió abandonar toda lógica y dejarse llevar por sus instintos. Sabía que
debía dominar a la mujer que estaba debajo de él. Era un momento crucial.
Comprendió que ella quería ser dominada, que necesitaba someterse. Con esa
sumisión, las puertas estarían abiertas. Debido a su temperamento y a su comprensión
del arte de hacer el amor, Michael siempre había sido tierno y dulce con las mujeres
en la cama. Esa suavidad siempre había satisfecho a las mujeres y a él. Pero en esta
ocasión, sabía que la suavidad sería como una hoja en una tormenta.
Le tomó las muñecas con una mano y la puso boca abajo. Ella luchó, pero con la
otra mano Michael le aferró la nuca y la obligó a hundir la cara en la almohada. Ella
maldijo en italiano y forcejeó debajo de él. Él le permitió usar su fuerza y que girara
hasta quedar acostada de espaldas. Ella trató de morderle el hombro y él le dio, una
fuerte bofetada en la mejilla. Ella sacudió una pierna entre las de él, pero Michael
esperaba ese movimiento y la rodilla de la mujer rebotó en el muslo de él. Un
segundo después, él la obligó a estar de nuevo boca abajo, deslizó un brazo debajo de
sus muslos y le levantó el trasero. Su pene ya estaba húmedo por los fluidos de la
mujer. Se lo metió con fuerza en el trasero, y de pronto ella se tranquilizó. Sólo
algunos segundos después, los dos llegaron juntos al orgasmo.
De nuevo, Michael actuó movido por sus instintos. Se apartó y, sin una sola
palabra, se dirigió al cuarto de baño. Tomó una pequeña toalla de mano, la mantuvo
debajo de la canilla abierta de agua caliente y después la retorció. Ella seguía
acostada boca abajo, con la frente contra la almohada, totalmente inmóvil. Ahora con
mucha suavidad, Michael la hizo girar y le secó la transpiración y el resto de
maquillaje de la cara. Le pareció que estaba mucho más hermosa sin él. Después, con
mucho cuidado le pasó la toalla por los genitales, arrojó la toalla al piso, se acostó
junto a ella y esperó.
—Veo que entiendes a las mujeres como yo —murmuró ella—. ¿Cómo puede ser
si eres tan joven?
—Era muy joven antes de conocerte —dijo Michael con una sonrisa—. Estas dos
últimas noches he vivido mil días.
La mujer se echó a reír con placer, pensando que ahora ella lo controlaba a él.
Después de dos coñacs y muchos besos, ella hizo su jugada. La hizo pensando
que, después de haberle entregado la parte más secreta de su cuerpo, ahora le

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controlaba la mente. Contaba con halagar el ego de Michael.
—Nadie me ha hecho eso antes. En cierto modo, eso me convierte en tu esclava.
¿Qué más quieres de mí?
Él sonrió mentalmente.
—Quiero que me lleves a las profundidades. Tú eres mi puerta para eso… y mi
guía. Quiero ver algo más que la simple muestra de la otra noche. Quiero superar los
límites.
Ella pensó un momento y trató de sopesar los riesgos y los probables beneficios.
—Es posible… Y creo que tienes la fortaleza para verlo. Pero exigirá mucha
persuasión, y para mí será incluso peligroso… Y cuando hablo de riesgo, hablo de
muerte.
—¿Cuánto cuesta ese riesgo? —preguntó él.
Pasaron algunos segundos. Luego ella deslizó una mano por el pecho de Michael
hasta su pene y después su escroto. Sonrió en la penumbra.
—Cincuenta mil dólares podrían compensar ese riesgo —contestó la mujer.

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69

Creasy necesitaba hablar. Era algo muy poco frecuente en su vida; casi siempre había
sido capaz de comunicarse consigo mismo. Desahogarse de sus preocupaciones
siempre le pareció una suerte de debilidad. Estaba sentado en uno de sus lugares
favoritos: la terraza de la Pensione Splendide, tarde por la noche. Frente a él había
una botella llena hasta la mitad de Johnnie Walker Etiqueta Negra y, más allá, las
luces de la bahía. Todavía más allá de esas luces, la oscuridad del mar.
Tuvo una profunda sensación de déjà vu. Era como si hubiera estado allí seis años
antes con la misma botella, las mismas luces, y la misma oscuridad. Después de
aquella noche, él se había ido y había matado a muchas personas. Tuvo la sensación
de estar suspendido en el tiempo en ese mismo momento.
Desde luego, Guido era la persona con quien debería haber hablado. El Guido de
tantos años antes. Guido, su mejor amigo. Guido, el espejo de su propia mente. Pero
Guido estaba en la cama, profundamente dormido, seguramente sonriendo por las
liras que había ganado en la partida de póquer de esa noche.
Oyó que la puerta se abría a sus espaldas y una figura se adelantaba unos metros,
se acercaba al borde de la terraza y observaba el paisaje. Apenas si había luna, pero
Creasy reconoció al danés, quien no lo había visto.
Transcurrieron cinco minutos en silencio.
—¿Los daneses beben whisky? —preguntó Creasy en voz baja.
Vio cómo Jens se sobresaltaba y giraba la cabeza. Después, se oyó su voz
igualmente suave.
—En una noche como esta, un danés bebe cualquier cosa… hasta cicuta.
Creasy sonrió en la penumbra.
—Ven, siéntate junto a mí y cuéntame qué es lo que hace girar al mundo.
El danés salió de la oscuridad total, acercó una silla y se sentó.
Bebieron muy despacio durante algunos minutos.
—Nos dijiste a mí y a los otros por qué estás aquí —comentó Creasy—. Nos
explicaste tu trabajo, y tu vocación, y la aceptación de tu esposa. Pero, en realidad,
nunca me diste las verdaderas razones por las que estás aquí.
El danés volvió a llenarse el vaso y habló como si las palabras procedieran de los
dedos de sus pies, y subieran por las piernas, luego por el tórax, hasta brotar por sus
labios.

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—Para entender por qué estoy aquí, tendrías que entender la psicología de los
pueblos nórdicos. Nosotros no hacemos las cosas movidos por la lógica. Si yo
contemplara esta situación en forma lógica, no sólo saldría huyendo a Copenhague,
sino que seguiría corriendo hasta llegar al Polo Norte, y una vez allí empezaría a
buscar una nave espacial que me llevara a la Luna.
Creasy rió por lo bajo.
—¿Entonces, por qué? Dime por qué.
El danés hizo girar el líquido en su vaso mientras pensaba. Después comenzó a
hablar, con tono superficial pero a la vez con énfasis.
—Hace como mil años, mis antepasados echaban al agua embarcaciones frágiles,
saltaban dentro de ellas y partían a conquistar sus mundos conocidos. Tal vez yo no
tengo aspecto de vikingo, pero me siento uno. Sé que en este momento vivo en un
peligro total. Estoy rodeado de asesinos y soy perseguido por asesinos… Eso hace
que mi mente se concentre más que nunca. Y mi corazón late más rápido que
nunca… Y eso me gusta.
Creasy volvió a reír entre dientes.
—Pero todavía no has contestado a mi pregunta.
Se hizo otro silencio.
—Estoy aquí por tres personas —dijo el danés—. Primero, por Michael: él entró
en mi vida y en mi casa y me llevó a Marsella. Ese muchacho es tan joven que bien
podría ser mi hijo. Segundo, cuando yo estaba con la mierda hasta el cuello, tú
llegaste y sembraste la muerte a mi alrededor. Tercero, vi la cara y los ojos de una
criatura en el infierno, y vi cómo tú y Michael la sacaban de ese infierno y le
regalaban una vida… ¿Por qué no habría de estar yo aquí?
Debajo de ellos, en la bahía, un enorme transatlántico se deslizaba hacia el mar;
Con todas sus luces encendidas, parecía un árbol de Navidad. Durante muchos
minutos, los dos se quedaron mirando cómo esas luces se perdían en el horizonte.
Después, el danés hizo su pregunta.
—¿Por qué estás tú aquí? ¿Y cómo es posible que atraigas a tu lado a hombres tan
distintos, hombres que literalmente estarían dispuestos a morir por ti?
La respuesta de Creasy fue inmediata.
—Porque saben que yo moriría por ellos. Ésa es la clave del liderazgo.
El danés digirió esas palabras.
—Obviamente, es más que eso —comentó Jens.
—Sí —respondió Creasy con firmeza—. Gracias a Dios es más que eso. Ellos no
están aquí sólo por mí. Eso nunca sería suficiente para hombres como Maxie, René,
Frank, tú o Michael, o Guido, Satta, Pietro o cualquier otro ser humano que combine
decencia con inteligencia. Están aquí porque están absolutamente furiosos. ¿Qué más,
mi vikingo?
El danés alcanzaba a ver el último resplandor de luz en el horizonte.
—¿Qué has hecho con respecto a Gozo? ¿Cabe la posibilidad de que Bellu haya

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hablado antes de morir?
—He hecho algunos llamados telefónicos —respondió Creasy—. Dentro de las
próximas veinticuatro horas, cinco hombres del calibre de Maxie, René y Frank
llegarán a Gozo. Ellos protegerán a mis seres queridos. Es sólo una precaución
porque dudo mucho de que Bellu haya hablado antes de morir. El patólogo informó
que primero lo torturaron físicamente hasta extremos increíbles. Es obvio que
entonces no habló porque después le inyectaron una dosis masiva de Valium puro, en
un intento de dominar su mente. Es posible que haya hablado bajo la influencia de
esa droga, pero en el mejor de los casos sus palabras debieron de haber sido
desarticuladas. Sin duda murió poco después.
El danés sentía curiosidad por sondear la mente de Creasy. La sola idea lo
fascinaba.
—¿Cuál fue tu reacción a la muerte de Bellu? ¿Cómo lo anotas en tu balance de
moralidad? ¿El fin justifica los medios?
Creasy apartó el vaso vacío y en su voz suave había furia. No contra el danés, no
contra sí mismo, sino contra las vueltas y sinuosidades, los baches y agujeros de la
totalidad de su vida.
—La muerte de Bellu destrozó a mi amigo Satta. Eso me afecta más que la
muerte misma. —Se inclinó hacia adelante en la penumbra y aferró el brazo del danés
—. Créeme, he visto suficiente muerte como para hacerme sentir que camino siempre
sobre huesos. No hay nada nuevo. Cuando la carne desaparece, todos los huesos
tienen el mismo aspecto. La muerte no me importa. Ya no puedo ver más el rostro de
Bellu. Un rostro es un rostro, y un hueso es un hueso. Las caras pasan junto a uno en
la noche. Un amigo en un acantilado, que en un momento tiene una cara y un
segundo después una masa de sangre y huesos. El rostro de un chiquillo que
resplandece de vida y un segundo después está negro por napalm. Caras que se
convierten en hileras de ataúdes o de bolsas para cadáveres. Tumbas abiertas y
lápidas blancas… ¿Puedes entender eso?
El danés sacudió la cabeza.
—Por supuesto que no… Y, Creasy, creo que te engañas. Suenas como acero en
esta noche serena. Pero yo no veo ni siento el acero… Estoy sentado junto a un
hombre que sabe más del amor de lo que cree. Más del amor de lo que reconoce. Más
del amor de lo que quiere aceptar. Si quieres mi opinión sincera, creo que eres un
mentiroso.
Creasy se echó a reír.
—De modo que tengo un vikingo sabio… ¿Qué más sabemos?
Jens se sentó derecho en su silla, y su voz cambió de tono.
—Todo se precipita —dijo—. En este momento, Satta, Maxie y Frank van tras el
general Gandolfo. Eso tendrá los mejores resultados. Mientras tanto, Michael se
propone penetrar El Círculo Azul desde adentro. Conocemos a los personajes
principales. Conocemos su filosofía y los parámetros con que operan. Sin duda, en

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cualquier momento, tú harás tu jugada. Lo único que no sabemos es el nombre del
hombre que está detrás de todo… La araña en el centro de la tela… Tiene que haber
una araña… En todo este tipo de asuntos hay una. Tengo la sensación de que muy
pronto sabremos quién es. Y mientras tu equipo destruye la tela… tú matarás a la
araña.
El horizonte estaba ahora completamente negro; el árbol de Navidad lo había
transpuesto. Los dos contemplaron esa negrura, y luego el danés habló, casi en un
suspiro.
—Estoy persuadido de que tú matarás a esa araña. Después, yo volveré a casa y
seré un buen marido y padre… y un buen policía.

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70

En la misma noche, dos criaturas iniciaron sus viajes separados.


En Gozo, Juliet bostezó mientras ayudaba a Laura a lavar los platos. Laura la
miró y sonrió.
—Es el aire de mar —dijo Laura—. Hace dormir bien.
Era sábado por la noche, y temprano esa mañana Juliet había ido a pescar con
Joey y sus amigos. Pese a las supersticiones de los varones, pescaron diez cajas de
lampuki, y Juliet había atrapado más de lo previsto. Los hombres le hicieron el último
cumplido mientras colocaban el botín en el espigón debajo de Gleneagles.
—Ven a pescar de nuevo con nosotros —le dijeron—. Cuando quieras.
En el bar, Tony la trató con mucho respeto y le sirvió una copa de su propio vino.
—Eres un pescador —le dijo con orgullo.
—Una pescadora —lo corrigió ella.
Él sacudió solemnemente la cabeza.
—No. En esta isla eres ahora un pescador, aunque te pongas una falda y te pintes
los labios.
De pronto, Juliet se sintió adulta.
Ahora, al terminar de secar el último de los platos y de guardarlos en el aparador,
le dijo a Laura:
—Mañana es domingo. ¿Puedo dormir hasta tarde?
—Por supuesto —respondió Laura—. Duerme hasta la hora que quieras, pero no
olvides que almorzaremos en casa de Joey. María preparará pastel de lampuki y lo
hace casi tan rico como yo.
En su dormitorio, Juliet contó cuidadosamente de nuevo el dinero y lo guardó,
junto con su pasaporte, en la cartera. Seleccionó la ropa que necesitaría, la puso en el
bolso de lona y encima colocó la cartera. Después se sentó pacientemente en la cama
y esperó porque sabía que dentro de una hora, el resto de los habitantes de la casa
estarían dormidos.
Sabía que tendría que escabullirse muy sigilosamente. Los perros no serian
problema porque durante las últimas dos noches había hecho un ensayo y había salido
al patio después de la medianoche. Los perros eran Tal-Fenecks, una raza casi
exclusiva de Malta: perros de caza, famosos por su habilidad para atrapar conejos en
las laderas más pronunciadas. En cada ocasión, los animales se le habían acercado en

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silencio, la habían olisqueado y, al reconocerla, habían gemido de placer mientras ella
los acariciaba. Pero el maldito gallo joven sí era un problema. Dormía a cincuenta
metros de la casa, al pie de un viejo algarrobo, y anunciaba a todo el mundo el menor
ruido que oía. De modo que Juliet decidió salir por la puerta del frente y descender a
la orilla del mar por un sendero angosto y, después, seguir por la costa hasta el puerto.
Primero les escribió una nota a Laura y Paul, en la que les decía que no se
preocuparan. Les explicaba que quería estar con su padre y su hermano, sin importar
cuánto peligro corriera. Cuando encontraran la nota ella ya estaría en Roma. Había
reservado el pasaje aéreo por teléfono desde la casa de la colina. Tomaría el ferry de
las cuatro de la mañana a Malta; después un ómnibus a Valetta y luego otro al
aeropuerto, donde llegaría con tiempo más que suficiente para tomar el vuelo de las
siete en punto a Roma, lugar al que llegaría a las ocho y veinte. Allí tomaría un avión
o un tren a Nápoles. Tenía la dirección de la Pensione Splendide. Sabía que Creasy y
Michael se enojarían, pero ella había decidido que ya no era ninguna criatura y que
podría manejar ese enojo. Al menos, podría cocinarles y dar una mano en la pensione.
Sería parte del equipo.
Salió de la casa justo después de las dos de la madrugada, con el bolso colgado
del hombro. El gallo no oyó nada, pero ella no había avanzado cien metros cuando
dos siluetas aparecieron detrás de ella. Se detuvo, palmeó a los perros y sintió que sus
hocicos fríos le tocaban la cara.
—Vuelvan a casa —les ordenó en un susurro.
Fue como si les hablara a las piedras. La siguieron por el sendero hasta la orilla
del mar y, después, por la costa hasta el pequeño puerto, como si fueran cómplices en
una conspiración.
El ferry que hacía el viaje por la noche desde Nápoles ingresó en el Gran Puerto
de Valetta a las tres de la mañana. Franco Delors pasó rápidamente por la aduana y
por Inmigraciones, y tomó un taxi.
—¿Puede llevarme a Cirkewwa a tiempo para tomar el ferry de las cinco a Gozo?
—le preguntó al chofer.
—Ningún problema —dijo alegremente el conductor—. Sujétese bien al asiento.
Juliet compró el pasaje y subió al ferry con una multitud de granjeros y
pescadores que llevaban sus productos a los mercados de Malta.
Media hora después, el ferry llegó a Cirkewwa. Juliet fue una de las primeras en
desembarcar. Al bajar por la rampa, un hombre pasó junto a ella mientras abordaba el
ferry. La miró y siguió caminando, pero diez metros más adelante se frenó
abruptamente, giró la cabeza y la vio correr hacia el ómnibus verde que aguardaba. El
hombre se quedó allí parado varios segundos mientras otros pasajeros pasaban junto a
él. Entonces decidió seguirla. La vio subir al ómnibus. Un taxi acababa de detenerse y
de él salieron varios turistas con la vista cansada por falta de sueño. El ómnibus ya
partía.
Franco Delors se acercó al chofer del taxi.

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—¿Adonde se dirige ese ómnibus?
—A Valetta —respondió el taxista.
—Sígalo —dijo Delors y subió al asiento trasero.
En el aeropuerto, Juliet pagó su pasaje reservado en el mostrador de Alitalia.
Delors revoloteaba en segundo plano. Juliet entonces se dirigió a la cafetería, donde
bebió té y comió tostadas con mermelada. En el ínterin, Delors también compró un
pasaje a Roma y llamó por teléfono a Jean Lucca Donati.
—Sí, es ella… no tengo ninguna duda. Bajaba del ferry cuando yo subía… La
seguí al aeropuerto… Compré un pasaje en el mismo vuelo… Ten a alguien
esperándome en Fiumicino. No, ella no me reconoció… La única vez que me vio en
Marsella estaba bajo la influencia de la heroína… No, no es ninguna equivocación.
Tiene el rostro de un ángel. Imposible olvidarlo. Por supuesto. El vuelo llega a las
ocho y veinte. Estaré justo detrás de ella. Que tu gente nos espere.
Katrin no tenía apellido, como corresponde a una huérfana. Incluso ese nombre se
lo habían puesto en forma arbitraria. Con el trauma de haber visto cómo baleaban a
sus padres, ella ni siquiera recordaba su nombre. Pero se había adaptado bien al
orfanato. Tan bien que la hermana Assunta la había elegido para ser la primera
entregada en adopción.
La hermana Assunta había preparado a la pequeña: le lavó su pelo largo y rubio y
la vistió con los nuevos jeans y la camiseta que habían sido parte de una donación
cuantiosa de ropa procedente de Malta. Le habló para tratar de tranquilizarla y le dijo
que por primera vez viajaría en un barco hacia un país maravilloso llamado Italia,
donde conocería a sus nuevos padres. Tendría un nuevo hogar y mucho amor, y
asistiría a un buen colegio, y algún día volvería a visitar a la hermana Assunta y a las
otras religiosas y les llevaría mucho del excelente chocolate italiano.
Katrin había reído y prometió volver.

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71

Los domingos, Joey y Maria se daban el lujo de dormir hasta tarde. Se levantaban a
eso de las nueve y media en lugar de a las seis, tomaban un desayuno liviano, asistían
a la misa de las once y después iban a almorzar a lo de los padres de Joey.
Ese domingo, sin embargo, Joey se levantó de mala gana a las seis y media
porque algunos turistas ingleses amigos debían tomar el ferry de las siete, camino de
vuelta a su país. Y a Joey le pareció que debía ir a despedirlos. Dejó a María
durmiendo, trepó al Land-Rover y se dirigió al puerto.
Habiendo cumplido con su deber, fue a pie al snack bar Pit Stop y le ordenó un
cappuccino a su amigo Jason.
Apenas si había bebido el primer sorbo, cuando Jason le dijo:
—Esa chica que se aloja con tus padres…
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Joey, inmediatamente alerta.
—Bueno, temprano esta mañana se fue a Malta.
—¿De qué demonios estás hablando? —espetó Joey.
—Estoy seguro de que era ella —contestó Jason—. En ese momento yo abría el
negocio y la vi pasar caminando para tomar el ferry de las cuatro. Llevaba un bolso.
Probablemente yo no me habría dado cuenta si no fuera porque la seguían dos
Tal-Fenecks. —Se echó a reír—. Los perros querían subir con ella al ferry, y la
pequeña tuvo que echarlos. Cuando el ferry zarpó los vi a los dos subir de vuelta por
la colina.
Por un momento, Joey se quedó parado junto a la barra, mirando su taza.
—¿Estás seguro de que era ella, Jason? —preguntó luego con vehemencia.
El joven asintió.
—Estoy seguro, Joey. Sólo la vi una vez, pero fue suficiente… Es de la clase de
muchachas que uno tiene en mente para tres o cuatro años más tarde… Será una
belleza.
Un instante después, Joey salía por la puerta y corría hacia el Land-Rover.
Laura estaba levantada e iba de un lado para el otro en la cocina. Levantó la vista,
sorprendida, cuando Joey entró corriendo.
—¿Qué haces levantado tan temprano?
—No importa. ¿Dónde está Juliet?
—Dormida. Quería levantarse tarde esta mañana. ¿Por qué?

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—Acabo de estar en el muelle de donde sale el ferry. Jason, del Pit Stop, me dijo
que la vio tomar el ferry de las cuatro. Los perros estaban con ella.
—Los perros están aquí —dijo ella, confundida.
—Sí, por supuesto. Volvieron después de que ella se fue… Vayamos a mirar.
Subieron corriendo la escalera hacia el ala de huéspedes. Laura trató de abrir la
puerta. Estaba cerrada con llave. Golpeó con alma y vida en ella.
—¡Juliet! —gritó Laura varias veces. No hubo respuesta, así que Joey la apartó,
se puso en cuclillas y miró por el ojo de la cerradura.
—No hay ninguna llave —dijo—. Juliet debió de cerrarla desde afuera.
Paul subió, despeinado y con ojos de sueño.
—¿Qué demonios está pasando?
Joey se lo explicó mientras Laura bajaba corriendo a la cocina en busca de otra
llave.
La cama estaba prolijamente tendida. En la mesa de luz había una nota.
Laura la tomó y leyó en voz alta el mensaje:
—«Por favor, no se preocupen. He sido muy feliz aquí con ustedes, pero me
siento muy nerviosa por Creasy y Michael, y muy inútil por tener que estar aquí sólo
esperando. Tal vez hay algo que yo puedo hacer allá. Sé dónde se encuentran y
cuando lean esto estaré en Italia. Tengo algo de dinero y podré cuidar de mí misma.
Un beso. Juliet».
Todos se miraron.
—¿De dónde cuernos habrá sacado el dinero? —preguntó Joey.
—De la casa de la colina —dijo enseguida Laura—. Estuvo allí todo el día el
domingo pasado. Creasy guarda siempre mucho dinero en la caja fuerte que tiene en
la pared de su dormitorio. Él o Michael deben de haberle mostrado cómo abrirla.
Paul miró su reloj. Las siete y cuarto.
—Debió de tratar de tomar el vuelo de las siete a Roma —dijo—. A veces sale
con retraso. Tal vez podamos detenerla.
Todos corrieron a la cocina y la siempre práctica Laura se hizo cargo de la
situación. Llamó por teléfono a George Zammit, a su casa, y habló con su esposa,
quien le informó que él acababa de salir para el departamento de policía. Como era
un oficial importante de una fuerza policial muy moderna, un minuto después Laura
habló con él por su teléfono celular. Le relató los hechos en forma clara y concisa.
George le dijo que cortara y aguardara. Él la llamaría de vuelta.
Los tres Schembri permanecieron sentados en la cocina, la vista fija en el
teléfono. La campanilla sonó dos minutos después. La computadora de Inmigraciones
mostraba que una tal Juliet Creasy había tomado el vuelo de Alitalia a Roma. Su
partida estaba prevista para las siete de la mañana, pero había decolado a las siete y
catorce. Su tiempo estimado de llegada a Roma eran las ocho y treinta y ocho. Laura
miró su reloj. §1 avión aterrizaría dentro de exactamente una hora y tres minutos.
—Puedo llamar a Roma —dijo George—, y hacer que la policía la espere y la

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ponga en el siguiente vuelo de vuelta.
Laura pensó apenas unos segundos.
—No. Creasy está en Nápoles con Guido. Lo llamaré ahora mismo y le
preguntaré qué quiere hacer. Volveré a comunicarme contigo dentro de algunos
minutos.

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72

Creasy oyó la campanilla del teléfono mientras desayunaba. Luego oyó la voz débil
de Guido que contestaba desde la cocina. Un momento después esa voz subía de
volumen.
—Creasy. Ven. Es Laura… ¡Una emergencia!
Creasy escuchó las palabras controladas de Laura.
—¡Espera! —dijo. Cubrió el micrófono y rápidamente le explicó la situación a
Guido. Los dos consultaron sus relojes.
—Falta sólo una hora —comentó Guido—. A eso súmale veinte o treinta minutos
para Inmigraciones y la aduana. ¿Harás que George Zammit se comunique con su
contraparte en Roma?
Creasy sacudió la cabeza.
—No. Mantengamos a la policía fuera de esto. La cuestión es si se fue por las
razones que mencionó en su nota o si hay algo más detrás de eso.
—¿Como por ejemplo, qué?
Creasy se encogió de hombros.
—¿Quién puede saberlo? Quizá Bellu habló bajo la influencia del Valium. A lo
mejor ya tienen a Gozo como blanco. Tal vez eso es lo que está detrás de todo esto.
Mi gente no llegará a Gozo sino hasta esta tarde.
—Pero la información que tenemos es que subió sola al ferry. No parece un
secuestro —dijo Guido con tono escéptico.
—Es verdad —convino Creasy—. Pero podrían estar esperándola en el
aeropuerto de Roma. Es sólo una criatura. Quizá la obligaron de alguna manera a
hacer esto.
Guido volvió a mirar su reloj.
—De todos modos, Michael está en Roma con René, y Maxie y Frank llegaron
allí anoche.
Creasy también miró su reloj.
—No quiero involucrar a Michael. Ahora está muy cerca de nuestro blanco, y no
debemos hacer nada que ponga en peligro su estrategia. Enviaré a Maxie y a Frank.
René puede cubrirlos desde un segundo plano. ¿Cuál es el número de Michael?
Jens se encontraba de pie junto a la puerta de la cocina. Había escuchado la
última parte de la conversación. Buscó el número en su cerebro fotográfico y lo dijo.

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Los dos hombres giraron la cabeza, sorprendidos, y Creasy hizo el llamado.
Michael estaba profundamente dormido, pero despertó en cuestión de segundos.
Escuchó con atención sin hacer ninguna pregunta. Después también él miró su reloj.
—Yo me ocuparé de eso. René está aquí, y Maxie y Frank deben de estar en el
hotel que está cerca. No se tienen que encontrar con Satta hasta las once. Planearé la
operación y volveré a llamarte.

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73

Se había sentido demasiado nerviosa como para comer el desayuno plástico de la


bandeja de plástico. El avión estaba semivacío y Juliet tenía una hilera de tres
asientos para ella. Bebió el café y una azafata volvió a llenarle la taza, se sentó en el
borde del asiento y conversó con ella algunos minutos. Se inclinó y le señaló la
ventanilla. Era una mañana despejada y Juliet alcanzaba a ver los campos verdes y los
Apeninos.
—¿Has estado antes en Roma?
—No, es la primera vez que voy a Italia.
—¿Alguien te espera?
—No. Debo tomar el tren de las doce a Nápoles. ¿La estación de ferrocarril está
cerca del aeropuerto?
La azafata sonrió.
—No. Está a por lo menos una hora de viaje en auto, pero del aeropuerto salen
ómnibus directos a la estación cada media hora. ¿O eres suficientemente rica como
para tomar un taxi?
Juliet sonrió y sacudió la cabeza.
—No. Tomaré el ómnibus.
La azafata se puso de pie y se alisó la falda.
—Entonces, después de que pases por la aduana, dobla a la izquierda y avanza
alrededor de cien metros. Verás el mostrador donde puedes comprar tu pasaje. El
ómnibus se encuentra estacionado afuera. Ten mucho cuidado en Nápoles, jovencita,
es una ciudad peligrosa.
Juliet volvió a sonreír.
—No se preocupe. Mi padre y mi hermano están allí.
Franco Delors la siguió por Inmigraciones y, después, por el carril verde de la
aduana, mientras rezaba en voz baja para que no lo eligieran para una revisación. Se
había sentado en la parte de atrás del avión y confiaba en que ella no lo hubiera visto,
durante el vuelo o en el hall de arribo.
Los dos pasaron por la aduana sin que nadie los revisara, y él aminoró la marcha
y examinó con la vista al gentío que esperaba. La chiquilla se había detenido. No
buscaba a nadie en especial entre la multitud, sino que miraba hacia la izquierda.
Delors localizó a su hombre apoyado contra el mostrador de la empresa Avis de

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alquiler de autos. Intercambiaron una mirada y Delors señaló a la pequeña con un
movimiento de la cabeza. Ella había comenzado a atravesar lentamente el hall
central. Delors sintió una oleada de júbilo al darse cuenta de que nadie había ido a
esperarla. Apresuró el paso y se le puso a la par. Ella tenía el bolso de lona colgado
del hombro derecho.
—Hola —dijo él con tono jovial—. ¿No te vi en el avión de Malta?
Ella lo miró.
—Sí, yo estaba en ese vuelo…, pero no lo vi.
Él le sonrió con simpatía.
—Yo estaba sentado en el fondo, detrás de ti. ¿Piensas quedarte en Roma?
Ella sacudió la cabeza.
—No, voy a la estación de ferrocarril. Ahora tomaré el ómnibus.
—Bueno, puedo hacer que ahorres ese dinero —dijo él—. Yo también voy a la
estación. Y un amigo me espera… Allá está. Iremos en auto y tenemos lugar de sobra
para ti.
Juliet miró al hombre que se acercaba. Era joven, alto y de tez oscura. Tenía los
ojos fijos en ella. Cuando llegaron al mostrador de venta de pasajes, de pronto Juliet
tuvo una sensación de peligro. Mentalmente retrocedió varias semanas hasta la última
vez que un desconocido le había hablado, y lo que había sucedido después.
—No, gracias. Iré en el ómnibus.
—Qué manera de tirar el dinero —dijo Delors—. Y, además, el ómnibus tarda
mucho más. —Su mano se movió para tomarle el bolso del hombro. Ella se aferró
con fuerza a la correa y sacudió la cabeza con vehemencia.
—¡No! Tomaré el ómnibus.
De pronto, había otro hombre junto a ellos. Era de mediana edad, calvo, y tenía
una cara redonda y un cuerpo cuadrado.
—Hola, Juliet —dijo—. Siento llegar tarde… fue por el maldito tráfico. —
Hablaba inglés a la perfección, pero con un acento que ella no había oído jamás.
El hombre calvo miró a Delors.
—Ningún problema, compañero, ella viene conmigo —le dijo.
Delors vio la expresión de sorpresa de la pequeña y rápidamente la tomó del
codo.
—¿Conoces a este hombre? —le preguntó—. En este lugar debes tener mucho
cuidado.
Entonces, todo ocurrió en forma vertiginosa. El hombre calvo avanzó dos pasos y
su puño izquierdo se estrelló en el vientre de Delors. Con un gruñido de dolor, Delors
soltó el codo de Juliet y balanceó el brazo derecho. Su puño silbó sobre la cabeza del
hombre calvo y Juliet oyó el sonido de algo parecido a una toalla húmeda que golpea
contra el piso de mosaicos. Delors cayó hacia atrás. Alguien comenzó a gritar, luego
el hombre calvo la ciñó por la cintura y la levantó en vilo. Ella trató de gritar pero en
ese momento oyó que el hombre le hablaba con su voz áspera, junto al oído.

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—Creasy me envió. Cállate y corre.
Los pies de Juliet golpearon el suelo y la mano del hombre aferró la de ella, y la
arrastró hacia la entrada. Hacia la derecha vio que el hombre alto y de tez oscura
corría en dirección a ellos, la mano metida en la chaqueta. Luego, de pronto, también
él terminó tirado en el piso por un golpe recibido de atrás. En medio del vértigo y de
la confusión, Juliet reconoció la cara del hombre que lo había golpeado. Lo reconoció
de una fotografía que había visto en una de las carpetas de la caja fuerte de Creasy,
que ella había estudiado. Recordó el nombre impreso debajo de la fotografía: «Maxie
MacDonald». Uno de los buenos. Siguió corriendo mientras veía que Maxie sacaba
una pistola y examinaba con la vista el hall central. Después ya estaban afuera y un
auto negro se acercaba, con la portezuela abierta. Juliet sintió que la alzaban y la
metían en el vehículo, y después quedó casi sin aliento cuando otro cuerpo cayó sobre
ella. Oyó que la portezuela se cerraba con un golpe, luego el rechinar de neumáticos
y, por sobre ese ruido, una voz que le hablaba con desesperación.
—Bájate bien, Juliet. Mantente bien abajo. Somos amigos de Creasy.
A ella no le quedó otra opción que obedecer. El hombre calvo estaba agachado
sobre ella; Juliet sintió olor a ajo en su aliento. Oyó otra voz que, desde el asiento del
acompañante, decía:
—Todo despejado. Cambiamos de auto dentro de un minuto.
Sintió que el peso que tenía encima desaparecía y trató de sentarse. Maxie
MacDonald iba sentado junto al conductor, con la pistola todavía en la mano. Miraba
por la luneta trasera. Dirigió la vista hacia Juliet.
—Soy Maxie MacDonald. —Con la pistola señaló al hombre que estaba al lado
de ella—. Ése es Frank Miller… El conductor es René Callard. Somos amigos de
Creasy y de Michael.
—Conozco los nombres de ustedes… —dijo ella ahora más compuesta—. ¿Qué
fue lo que pasó?
—Espera —contestó Maxie—. Te lo explicaré más tarde.
Frenaron junto a otro vehículo negro detenido al costado de la carretera. En
apenas segundos se pasaron al otro auto y dos minutos después, salieron de la
autopista a un camino lateral.
Maxie se metió la pistola debajo del saco.
—Tardarán veinte minutos en poner vallas en los caminos —le dijo a René—. Y a
esa altura, nosotros ya estaremos lejos.
—¿Qué ocurrió? —repitió Juliet con aprensión.
—Lo que pasó es que fuiste muy tonta —contestó Frank Miller, junto a ella—. Te
encontrarás con un padre y un hermano muy enojados. Espero, y deseo, que te den
una buena paliza.
Ella lo miró a los ojos.
—¿A qué se debe tu acento? —preguntó.
—Soy australiano —respondió él agresivamente.

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Ella asintió como si eso lo explicara todo.

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74

La pequeña Katrin estaba entusiasmada. Nunca había visto él mar antes. Jamás había
visto un barco. Y ahora veía el mar, y un barco grande y blanco. Rió con deleite y la
hermana Assunta y la hermana Simona rieron con ella.
Katrin llevaba un bolso de plástico con sus únicas pertenencias: una muda de ropa
interior, dos pares de medias, un vestido rosa; dos camisetas y otro par de jeans. Y,
además, una bolsa de artículos de tocador que contenía un jabón, un cepillo de uñas,
un tubo de dentífrico y un cepillo de dientes.
Los funcionarios de Inmigraciones verificaron sus documentos con atención.
Estaban en orden. Todo perfecto: firmados y autenticados por escribano. La hermana
Simona debía acompañar a Katrin a Barí y entregársela al director de la sociedad de
beneficencia y a sus nuevos padres. Al hacerlo, establecería un vínculo para el futuro.
El barco blanco zarpó con Katrin, que aferraba con fuerza su bolso de plástico, y
con la hermana Simona, joven, decidida y nerviosa. La hermana Assunta se dio
media vuelta, subió al auto y fue conducida de regreso al orfanato. Debería haber
sentido satisfacción, pero en los últimos días una sombra parecía acechar en el fondo
de su mente. Una suerte de formón que desportillaba un segmento de su memoria.
Una comezón en un lugar donde ella no podía rascarse. Había comenzado con la
visita del benefactor. Ella había apreciado su bondad y su lógica; lo había mirado a la
cara y a los ojos y había escuchado su voz serena y persuasiva. También había
decidido que una religión tan claramente definida como la suya no excluía la bondad
en otros que profesaban una creencia distinta.
El hecho mismo de que Gamel Houdris no compartiera su fe le generaba respeto
hacia él, un hombre que prodigaba su fortuna más allá de límites religiosos.
Mentalmente, la hermana Assunta volvió a ver su rostro al bajar del auto frente al
orfanato. Vio los rasgos finos y los ojos oscuros, y debería haber recordado su voz
suave y persuasiva. Pero, en cambio, sintió que un frío irracional le cubría la piel.
Era tarde y estaba oscuro, pero ella decidió recorrer el dormitorio. Había dos
velas de noche encendidas, que arrojaban sombras fluctuantes en el alto cielo raso.
Las pequeñas estaban dormidas, salvo una. Oyó sollozos en el extremo más
alejado de la habitación. Avanzó con sigilo por entre las camas hacia ese sonido. Era
la pequeña Hanya. Había llegado esa mañana de Tirana. Tenía cinco años y parecía
un poco aturdida. Pero eso se debía al trauma, y la hermana Assunta sabía que el

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amor y la seguridad curarían ese trauma.
Se sentó en el borde de la cama, alzó a la pequeña y la apretó contra su pecho
generoso. La chiquilla sollozó contra ella, abandonada en un mundo titilante. La
religiosa le acarició el pelo y le susurró palabras dulces. Los sollozos fueron
disminuyendo y luego cesaron. La criatura suspiró, y el ritmo de su respiración
desembocó en sueño.
La hermana la miró y, una vez más, se preguntó si unía criatura concebida en su
propio vientre podría haber sido más perfecta. Mientras apoyaba la cabeza de Hanya
de nuevo en la almohada y arropaba ese cuerpecito, la hermana Assunta decidió, una
vez más, que su vientre habría estado limitado a un cantidad de amor inaceptable para
todo el que abrigaba en su corazón. Por eso se había hecho monja.
Comenzó a desandar camino entre las camas. Todo estaba en silencio. Se sintió en
paz. La primera de las pequeñas que tenía a su cargo iba camino a un verdadero
hogar. Sintió un cansancio infinito, pero encontró solaz al pensar que por la mañana
viajaría de vuelta a Malta y a su propio convento para pasar allí dos breves pero
consoladoras semanas de descanso. Cuidaría el jardín y simularía ver crecer los
limones en los numerosos limoneros del jardín y disfrutar de la paz hasta que volviera
a trabajar con diligencia en su vocación.
Su cuarto era pequeño, y su cama, angosta. Se desvistió y se lavó la cara con el
agua fría de la palangana de metal. Se lavó los dientes y después se envolvió en uno
de sus kikus de colores vivos que habían sido el regalo de despedida de su
congregación en el norte de Kenia. Parecía haber transcurrido toda una vida.
Siempre había dormido bien, ya fuera en el piso de tierra o en un jergón de paja o
en una cama estrecha de metal. Pero esa noche no podía conciliar el sueño. Se movió
y giró sobre el delgado colchón. Una serie de imágenes aparecían en su mente y
desaparecían con rapidez. Vio los ojos abiertos de par en par de Katrin cuando,
tomada de la mano de la hermana Simona, contemplaba el barco blanco. Vio los ojos
de otras pequeñas cuando desde la parte de atrás de un camión abierto se las
entregaban a su cuidado. Vio el amor y la dedicación en los ojos de sus hermanas
religiosas cuando recibían a esas pequeñas.
Cuando el amanecer proyectó un rocío de luz sobre el cielo raso de su pequeño
cuarto, de pronto vio los ojos de Gamel Houdris mirándola desde el asiento de atrás
de ese auto negro.
El último vestigio de sueño la abandonó cuando esa imagen le traspasó el cerebro
y provocó un recuerdo muy lejano. Apartó las frazadas y se puso de pie sobre el piso
frío de piedra. La piel se le puso húmeda y fría cuando su mente le envió mensajes a
su cuerpo. Desde el pasado, vio de nuevo ese bulto a sus pies. Vio el auto que se
alejaba deprisa. Vio el rostro pálido y los ojos afligidos de una mujer joven y, detrás
de su cara, otra. Más oscura, masculina. Ojos tan negros y fríos como el ébano
congelado. Había sucedido veinte años antes, pero la imagen era inequívoca.

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75

Esperaron durante dos horas en el estacionamiento del café ubicado junto a la ruta.
Maxie fue a comprar cafés y pasteles. Juliet dormía con la cabeza apoyada sobre las
rodillas de Frank.
Los hombres tenían una paciencia qué sólo da una práctica prolongada. La
paciencia de observar y escuchar y saber que el peligro siempre está cerca. Hablaron
poco mientras bebían el café y comían los pasteles, y cualquiera que no perteneciera a
su círculo habría pensado que lo que decían era incomprensible.
—El grande, esta noche —comentó Frank.
—Sólo un golpe de aire —comentó René.
—El que derribó a Satta —agregó Maxie.
—Vaya tipo —afirmó Frank.
—Pasa por el cerco caminando hacia atrás —observó René.
—Pero con su pelo en la cabeza —añadió Maxie con la boca llena de pastel.
Frank rió entre dientes.
—¿Qué demonios estamos haciendo? Hace años que no me divierto tanto.
—¿Cómo prepara Michael las cosas? —le preguntó Maxie a René.
El belga sonrió.
—Está arando un surco acompañado de suspiros, gemidos y, a veces, gritos. Ese
chico sí que camina al filo de la navaja… ¡Me fascina el muy hijo de puta!
El BMW se apareció al lado y se encontraron mirando los anteojos de El Búho.
Frank bajó la mano y, con los pulgares y el índice, cerró los orificios de la nariz
de Juliet. Ella abrió la boca y, después, los ojos. El australiano se agachó y la besó en
la frente, sonrió y dijo:
—Ahora dejas a estos tres tíos y vas con otros dos. Saluda a tu padre, a Guido y a
Pietro de nuestra parte… Ciao, pequeña.
Ella se incorporó, se frotó los ojos y miró el BMW a través de la ventanilla.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó.
—Amigos —dijo Maxie desde el asiento delantero—. Ya conoces a uno de ellos.
Ahora te irás a Nápoles.
Frank extendió el brazo y le abrió la portezuela. Juliet sintió el aire fresco. Se
inclinó hacia el asiento delantero y besó a Maxie en la mejilla y, después, a René.
Levantó su bolso del suelo, extendió una mano, le rozó los labios a Frank con los

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dedos, sonrió y dijo:
—No te preocupes, compañero… Tu acento me parece precioso.
La vieron subir al BMW y alejarse. René encendió el motor y enfilaron hacia
Roma.
—Vaya chica —dijo Frank desde el asiento trasero.
—Totalmente de acuerdo —convino Maxie—. Le llevó apenas diez segundos
convertirte en un gatito plañidero.
—Miau —dijo René… Frank se acurrucó en el asiento trasero y murmuró:
—Tipos como ustedes hacen que un australiano escupa en tecnicolor.
René miró a Maxie con una ceja levantada. Maxie sonrió y explicó:
—Parece que lo hacemos vomitar.

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76

El negro llegó primero. Era un hombre muy corpulento.


Laura abrió la puerta.
—Creasy lo envió —dijo con un suspiro.
El rostro negro se partió en una sonrisa blanquísima.
—Por supuesto, señora. Me dijeron que usted prepara el mejor guiso de conejo al
norte del Ecuador. —Llevaba una valija Samsonite negra. Ella abrió la puerta y le
hizo señas de que pasara, y él entró. Apoyó la valija, estudió el interior dé esa
habitación amplia y antigua, y suspiró.
—¿Cómo es de antigua, señora?
—¿Se refiere a esta habitación? Tiene alrededor de cien años, pero, por supuesto,
después fue arreglada. ¿Puedo ofrecerle té o café, o una copa de vino?
—Café estaría perfecto, señora —contestó el negro después de sonreír—.
Lamento informarle que suelo beber bastante café.
Ella fue a la cocina, y le preguntó por encima del hombro:
—¿Es usted norteamericano?
—Sí, señora. De Memphis, Tennessee. Aunque hace muchos años que estoy
ausente de los Estados Unidos.
Él la había seguido hasta la puerta de la cocina.
—Creo que tantos «señora» serán demasiado. Me llamo Laura, y mi marido le
llama Paul.
Él bajó la cabeza como acusando recibo.
—Encantado de conocerla, Laura. Yo me llamo Tom… Sawyer.
Ella sonrió, y él le devolvió la sonrisa.
—Bueno, en realidad mi primer nombre es Horatio, pero desde que era chico todo
el mundo me llama Tom.
Ella llenó bien la cafetera y le indicó una silla.
—¿Cuántos serán ustedes?
Él tomó asiento y la silla de caña crujió peligrosamente.
—Esta noche seremos cinco —respondió.
En el rostro de Laura apareció una expresión de alarma.
—¿Todos se alojarán aquí?
Él se echó a reír y sacudió la cabeza.

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—No, Laura, sólo yo. Otro se quedará en casa de su hijo Joey y de su esposa, allá
abajo, en el valle. Los otros tres andarán vagabundeando de un lado para el otro.
—¿Por dónde? —preguntó ella con curiosidad.
Él movió la mano en dirección a la ventana.
—Bueno, por allá, Laura. Andarán por allá afuera, contemplando el paisaje.
Ella se echó a reír y se sentó a la mesa de la cocina, frente a él.
—Tom, ésta es una isla pequeña. Si ustedes tienen a tres extranjeros de aspecto
amenazador vagando por allí afuera, como acaba de decirme, la gente de aquí
comenzará a hablar.
Él sacudió la cabeza.
—Ningún problema, señora… Laura. Tenemos una buena pantalla.
—¿Cuál?
Él sonrió.
—Todos somos empeñosos observadores de aves.
Ella echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas, y luego le dijo a él, muy seria:
—En Gozo ya no quedan muchas aves, gracias a nuestros empeñosos cazadores,
que le disparan a todo lo que se mueve.
—Como le dije, somos muy empeñosos —dijo él, encogiéndose de hombros—.
Lo que me dice no hará sino representar un mayor desafío.
—¿Y por la noche? —preguntó ella—. ¿También vagabundearán?
—Por supuesto.
—¿En busca de aves?
De nuevo la sonrisa blanca.
—En busca de búhos, Laura… a los muchachos y a mí nos encanta localizar
búhos.
Ella sacudió la cabeza, muy divertida. Se levantó a buscar el café y le sirvió a
Tom un jarro grande y, se sirvió para ella, uno más chico.
—¿Leche y azúcar? —preguntó.
—No, gracias. Lo tomo negro… tan negro como yo.
Bebió un sorbo y estaba asintiendo con aire de aprobación justo en el momento en
que sonó la campanilla del teléfono.
Laura contestó, y mantuvo una breve conversación con Joey. La conversación
finalizó cuando ella dijo:
—No, el mío es norteamericano… y tan negro como el café que acabo de servirle.
Laura se echó a reír con la respuesta de Joey.
—Mi hijo me dice que un chino acaba de llegar a su casa —comentó después de
colgar.
—Vietnamita —la corrigió Tom—. Do Huang… pero nosotros lo llamamos
Dodo.
—¿Un observador de aves vietnamita?
—Por supuesto.

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—¿De dónde son los otros tres?
—Dos son británicos y el otro sudafricano… Son buenos hombres… Usted y su
familia estarán bien protegidos, Laura. No esperamos quedarnos aquí demasiado
tiempo. Es sólo una cuestión de días. Trataré de molestarla lómenos posible.
—Se alojará en el ala de huéspedes, pero, por supuesto, comerá aquí con nosotros
y, por favor, siéntase como si estuviera en su casa. Mañana prepararé guiso de conejo.
Esta noche comeremos cordero asado. —De pronto la asaltó un pensamiento—. A
propósito, ¿qué les digo a los demás? Después de todo, no estamos acostumbrados a
recibir la visita de norteamericanos negros y corpulentos.
—Supongo que debe decirles que soy amigo de Guido… Que, dicho sea de paso,
es cierto.
—¿Lo conoce bien?
—Muy bien. —De pronto se puso serio—. Señora… Laura… también conocí a su
hija Julia. Los visité varias veces en Nápoles. Ella se mostró muy bondadosa
conmigo… Era una mujer muy agradable.
Se hizo un silencio en la cocina.
—Es usted particularmente bienvenido a esta casa, Tom Sawyer —dijo Laura.

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77

—¿Está muy enojado conmigo?


Jens apartó por un segundo la vista del camino para mirarla. La pequeña estaba
acurrucada en el asiento junto a él, y en sus ojos aparecía ansiedad, El Búho iba en el
asiento trasero, los enormes auriculares de su reproductor de discos compactos
cubriéndole las orejas. Con frecuencia giraba la cabeza para mirar por la luneta
trasera. Llegarían a Nápoles dentro de aproximadamente veinte minutos.
—Creo que eso es quedarse corta —dijo Jens.
—No veo por qué… yo sólo quería ayudar —dijo Juliet a la defensiva—. Quiero
decir; puedo ayudar con la cocina y la limpieza y el lavado de platos y todo lo demás
en la pensione… sé cómo hacerlo.
El danés suspiró y le explicó concisamente:
—Estamos en mitad de una operación peligrosa que rápidamente se acerca a su
punto culminante. Todos los involucrados corren peligro. Algunos más que otros.
Pero todo tuvo que detenerse por si estaban siguiéndote… y así era. La última vez
que te vi fue en Marsella. Estabas acostada en una cama y tu estado era el peor que he
visto en cualquier ser humano. Si nuestro equipo hubiera llegado cinco minutos
después al aeropuerto, estarías acercándote en este momento al mismo estado. Creasy
tuvo que enviar a Frank y a Maxie cuando estaban planeando una operación muy
delicada. Tuvo que sacar a René, que le cuidaba las espaldas a Michael, en un
momento en que Michael estaba sumamente expuesto. Yo y El Búho tuvimos que
abandonar nuestro trabajo en la base de operaciones y correr al norte a traerte… Y sin
duda quienes te cuidaban en Gozo estarán mortalmente preocupados y seguirán
estándolo hasta que lleguemos a la pensione y Creasy los llame por teléfono para
decirle que estás a salvo. Sí, supongo que Creasy está furioso contigo.
Esa noche, Juliet lloró hasta tarde en un pequeño cuarto de la pensione. No
lloraba porque Creasy le hubiera gritado o se hubiera mostrado furioso con ella
porque no había hecho ninguna de las dos cosas. Lloraba por la decepción que vio en
sus ojos cuando él la miró. Enseguida se ofreció a volver inmediatamente a Gozo,
pero él sacudió la cabeza y dijo:
—No puedo volver a imponerles esa responsabilidad a Laura y a Paul. Ya han
tenido suficientes tragedias en sus vidas.
Entonces ella fue a su cuarto después de haberse negado a comer, cerró la puerta

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con llave, se arrojó sobre la cama y sintió que se le partía el corazón. No pudo dormir,
pero después de medianoche se levantó, comenzó a pasearse por el cuarto y decidió
ser la primera en aparecer por la mañana y, sin importar lo que pasara, serles de
utilidad a los demás.

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78

El general Emilio Gandolfo era un cazador. Acechar a un ave, a un venado o a un


jabalí era su mayor pasión. Había cazado en Escocia, Rumania y Botswana, pero
jamás cambió su ritual de pasar las últimas dos semanas de septiembre cazando
perdices en las colinas con su buen amigo Julio Bareste, un abogado derechista con
conexiones tan impecables como las suyas.
Todos los años, el 15 de septiembre, aprovisionaban el Range Rover de Gandolfo
con una selección de comidas, vinos, armas y la ropa de caza más de moda esa
temporada. Se despedían de sus esposas con un beso y partían a la cabaña aislada en
las montañas que alquilaban cada año. Aparte de algún cazador ocasional, no veían a
nadie. Se cocinaban su propia pasta, se preparaban sus propias salsas y disfrutaban de
la provisión de jamones y quesos y vinos finos. Se levantaban al alba y regresaban
cuando el Sol se ponía. Las noches las pasaban comiendo, bebiendo y arreglando el
mundo, lo cual significaba desplazarlo claramente hacia la derecha. Las poco
frecuentes interrupciones procedían sólo del teléfono celular que Bareste llevaba
consigo y dejaba en la cabaña.
El coronel Satta conocía perfectamente el hábito anual de Gandolfo. Lo analizó a
fondo con Maxie y Frank.

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79

Creasy empezaba a sentirse como un general que permanece sentado en un bunker


comando mientras en el campo de batalla todos se preparan para la lucha. Recibía
informes telefónicos diarios de René o de Michael. Hablaba con frecuencia con Laura
en Gozo y con Tom Sawyer, y estaba tranquilo porque sin importar qué estuviera
haciendo El Círculo Azul, la situación en Gozo se encontraba bajo control.
Juliet había sorprendido a todos sumergiéndose en un trabajo físico febril en la
pensione. Se levantaba todas las mañanas al amanecer, primero limpiaba la cocina y
después seguía con el pequeño comedor y, una por una, las habitaciones de los
huéspedes. Fregaba los pisos, lavaba los vidrios de las ventanas y lustraba los pisos
de madera. Al principio, los hombres la miraban divertidos, pero cuando vieron su
determinación la contemplaron con más respeto.
Lentamente, Juliet había logrado infiltrarse en el grupo: Empezaron a hablar con
libertad frente a ella, a analizar planes y disposiciones. Miraba a Creasy y lo
escuchaba hablar por teléfono para recibir o proporcionar información e impartir
órdenes. Para alguien de afuera, todo parecía tranquilo, pero ella percibía la creciente
tensión, sobre todo en Guido y Pietro. Le había mencionado eso a Creasy cuando
estaban solos.
Él asintió y le explicó:
—Pietro jamás ha estado envuelto en una operación como esta. Ni siquiera
marginalmente. Guido, en cambio, es un hombre muy experimentado pero hace
muchos años que está retirado. Siente más entusiasmo que tensión.
El llamado de Satta llegó justo antes de la cena. Creasy lo tomó solo, en su
habitación.
—Decidí no renunciar —dijo Satta. Aguardó la reacción de Creasy, pero cuando
no la hubo, prosiguió—: Parafraseando a Lyndon Johnson, puedo ser más eficaz
dentro de la carpa y orinando hacia afuera, que fuera de la carpa y orinando hacia
adentro… Después de sacar del camino a Gandolfo, iré tras otros de su misma calaña.
Estoy preparando mentalmente una lista.
—Será interminable —comentó Creasy.
—Tal vez, pero el hecho de prepararla me dará más satisfacción que estar aquí
sentado mirándome los pies.
—¿Cómo harás para obtener información de Gandolfo sin comprometerte? —

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preguntó Creasy.
El italiano le explicó los hábitos de caza del General y el plan que había
preparado con Maxie y Frank.
Creasy hizo un repaso mental y luego preguntó:
—¿Seguro que puedes conseguir esas drogas?
—Sí. Tengo el contacto adecuado, a quien tú conoces, y un disyuntor entre los
dos.
—¿Él está seguro de que tendrán efecto?
—Sí, dada la edad de Gandolfo y su historia clínica.
—Suena bien —dijo. Creasy—, a menos que el General decida volver a Roma
con su amigo.
—Es poco probable. Si lo hace, tenemos otro plan auxiliar. Los secuestramos a
los dos en el camino y después arreglamos lo del accidente fatal… Ése es un camino
peligroso, sobre todo por la noche.
Creasy analizaba mentalmente todas las posibilidades. Sentía una gran
admiración por las sutilezas del cerebro de Satta; y confiaba totalmente en Maxie y
Frank.
—¿Quién va a arrojar esa pequeña bomba? —preguntó Creasy.
—Tuvimos una discusión sobre eso. —Dijo Satta—. Yo pensaba alquilar un
operador de poca monta para que lo hiciera, pero Maxie y Frank se opusieron. Les
pareció poco prudente traer a alguien de afuera.
—Tuvieron razón.
—Sí. Les sugerí a René, pero también se opusieron. Dijeron que tú no querrías
sacarle la cobertura a Michael a esta altura de los acontecimientos.
—Una vez más, tuvieron razón —dijo Creasy—. No porque sea mi hijo, sino
porque en este momento es crucial para la operación… ¿Quién va a hacerlo,
entonces?
—Yo me ofrecí, pero los muy degenerados se echaron a reír… De modo que
Frank lo hará. Piensa usar una pequeña granada de fragmentación. Hará mucho ruido
pero pocos daños.
Creasy rió por lo bajo.
—Está bien. Supongo que Frank tiene un poco más de experiencia en ese sentido
que tú. ¿Pero cómo afecta eso el cronograma que teníamos?
—Ningún problema. Maxie y yo subiremos a las montañas en el auto a última
hora de la tarde. El viaje lleva unas dos horas. Mantendremos la cabaña bajo
vigilancia. Frank arrojará la granada a las ocho y se reunirá con nosotros. Yo tendré
un teléfono celular, y él también. Si Gandolfo decide regresar a Roma con Bareste,
entonces Maxie colocará una valla en un lugar predeterminado del camino. Llevará
puesto el uniforme de un capitán de los carabinieri. Nosotros seguiremos al Range
Rover. No te preocupes, Creasy. Maxie y Frank lo tienen todo bien calculado… y te
confieso que parecen divertirse mucho.

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—Apuesto a que sí —dijo Creasy con un dejo de frustración—. Es mejor que
estar aquí sentado mirando el teléfono… Muy bien, Mario, mantente en contacto
conmigo. Buena suerte.

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80

A Julio Bareste le pareció que su amigo quedaba ridículo con esa gorra de cazador,
con visera adelante y atrás, pero no lo dijo. El general Gandolfo era muy meticuloso
en sus gustos para casi todas las cosas de la vida, y en particular, para elegir la
indumentaria. Los dos hombres usaban chaquetas de tweed y pantalones
bombachudos metidos dentro de medias con dibujo escocés que les cubrían las
pantorrillas.
Se sentían socialmente por encima de los cientos de miles de cazadores italianos,
y eso se reflejaba en sus armas. Gandolfo llevaba una escopeta Holland & Holland de
doble cañón, calibre 12, que su padre le regaló cuando él cumplió veintiún años.
Durante mucho tiempo se había jactado de que era una pieza única y de creciente
valor, hasta que diez años antes, en una visita a Londres, Bareste concurrió al discreto
salón de ventas de Purdey, el armero, y pagó un depósito cuantioso por su modelo
más avanzado. Tuvo que esperar cinco años antes de tenerla en sus manos, y con
orgullo le contaba a todo el que estuviera dispuesto a escucharlo que debió viajar a
Londres para dos «pruebas» mientras estaban fabricándola.
Ese día había sido pobre en caza, así que los dos se dirigieron de vuelta a la
cabaña, en la penumbra. Sólo tenían cuatro perdices en los bolsos de cuero que
llevaban colgados del hombro. Pero no importaba. Era su primer día completo allí y
el pronóstico meteorológico para el día siguiente era bueno. Habían arrojado una
moneda al aire para decidir quién prepararía la cena, y Gandolfo perdió, lo que le
complació porque se enorgullecía de su pericia en la cocina.
Llegaron a la cabaña justo antes de que anocheciera por completo. Era pequeña
pero cómoda: dos dormitorios, una cocina bien equipada, un living comedor
compacto con un hogar grande y abierto de piedra, y un espacioso patio que daba al
sur.
Se quitaron la ropa de caza, se ducharon y se pusieron conjuntos deportivos de
marca. Gandolfo encendió el fuego, mientras Bareste preparaba Negronis. En la
cabaña no había electricidad. Las luces, la calefacción, la cocina y la heladera
funcionaban con gas envasado. Bareste se instaló frente al fuego crepitante, mientras
Gandolfo se atareaba en la cocina.
El General acababa de poner una cacerola con pasta sobre la mesa, cuando
comenzó a sonar la campanilla del teléfono celular que estaba en la repisa de la

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chimenea.
Maldiciendo en voz baja, Bareste lo tomó, apretó un botón y ladró:
—Pronto! —Su expresión pasó de la irritación a la alarma mientras escuchaba.
Gandolfo corrió a su lado y le preguntó:
—¿Qué ocurre, Julio?
Bareste levantó una mano y preguntó, en el tubo:
—¿Estás bien? Sí… Muy bien… Por supuesto que no tengo idea… Cálmate…
Aguarda un momento.
Miró a Gandolfo.
—Hace alrededor de quince minutos, arrojaron una bomba en el frente de mi
casa.
—¡Dios mío! ¿Lastimaron a alguien?
—No, sólo Carla estaba en casa. Al parecer, la puerta de calle fue dañada, lo
mismo que una ventana. Carla corrió enseguida a la casa de nuestro hijo, que vive
cerca. Ahora está allí con nuestra nuera y los chicos. Por supuesto, Paolo llamó a la
policía, que enseguida fue a casa.
El General tomó el mando. Agarró el teléfono y le dijo a Carla que volviera a
llamar en cuanto Paolo regresara. Después llamó al cuartel central de los carabinieri e
impartió una serie de instrucciones. Luego tomó a Bareste del brazo y se lo llevó a la
mesa del comedor.
—Desde luego que tenemos que volver, pero primero come —le ordenó—. En
este momento, las personas más capacitadas se están ocupando del asunto. El coronel
que encabeza nuestra brigada antiexplosivos lo maneja personalmente. Nos llamará
desde el lugar del hecho. Por fortuna, nadie resultó herido.
Bareste se sentó. Gandolfo apiló la pasta sobre los platos y sirvió el vino.
—¿Tienes alguna idea de quién puede haber sido?
Bareste sacudió la cabeza.
—Ya sabes cómo son las cosas con hombres como nosotros… todos nos hacemos
de enemigos. Es inevitable.
—Sea como fuere —dijo Gandolfo con firmeza—, quienquiera que esté detrás de
esto va a lamentarlo mucho. Es obvio que ignoran nuestra amistad. Sufrirán por su
ignorancia.
Los dos hombres comieron en silencio hasta que el teléfono volvió a sonar. Era el
hijo de Bareste que llamaba desde la casa. Le dijo a su padre que había sido una
bomba pequeña o una granada. El daño era mínimo. El lugar estaba repleto de
policías y carabinieri. A su lado había un coronel que deseaba hablar con el general
Gandolfo.
Bareste le entregó el teléfono y volvió a su plato de pasta mientras el General al
principio escuchaba, después hacía preguntas, y por último impartía órdenes. Bareste
sintió un poco de lástima por el coronel. Después de todo, se trataba de un incidente
de bastante poca monta en un país donde las bombas y los tiroteos eran cosas de

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todos los días.
Se lo comentó una vez que terminó de hablar de nuevo con su hijo y le dijo que
estaría de vuelta en Roma en el curso de las tres horas siguientes. Gandolfo agitó un
tenedor, como restándole importancia al hecho.
—Por supuesto que recibirá una atención especial. Para eso están los amigos. —
Miró su reloj—. Estaremos en camino dentro de media hora.
Bareste levantó una mano.
—Ahora escúchame. Iré solo. No es preciso que interrumpas tus vacaciones…
¡Dios sabe que descansas muy poco! Esto es un asunto sin importancia y ya has
hecho bastante. Por supuesto que tengo que volver… Carla se enfurecería si no lo
hiciera. Pero no tengo que quedarme mucho tiempo… uno o dos días como máximo.
—Señaló el teléfono celular—. Te dejaré eso para que puedas mantenerte en contacto
conmigo, pero me niego a permitir que arruines tus vacaciones.
Gandolfo simuló insistir durante un par de minutos, pero su amigo se mantuvo
firme.
—De todas maneras —dijo Bareste—, Carla planeaba ir a visitar a su hermana en
Florencia dentro de un par de días, así que no es problema. Estaré de vuelta aquí el
miércoles cómo mucho… Sólo que, por favor, déjame alguna presa.
De modo que quedó arreglado. Media hora más tarde se abrazaron junto al Range
Rover y Bareste trepó al vehículo y se perdió en la oscuridad. Gandolfo entró en la
cabaña, lavó los platos y cacerolas y los guardó con prolijidad. Decidió beber un
coñac junto al fuego, pero sólo había tomado un par de tragos cuando empezó a
bostezar. El ejercicio poco habitual y el aire de montaña le habían dado sueño. Tomó
el teléfono celular de la repisa de la chimenea, lo colocó en la mesa de luz, se puso el
piyama de seda y tres minutos después dormía profundamente.

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81

Michael llamó justo después de las diez de la noche.


En la Pensione Splendide habían acabado de cenar y se encontraban sentados
frente a la pequeña barra, bebiendo espressi y Strega. Juliet se había ido a acostar.
Creasy tomó el llamado. Fue breve. La misa negra se celebraría el siguiente domingo
por la noche. Michael no tenía idea del lugar, salvo que quedaba a una hora de
automóvil de Roma. Ella pasaría a buscarlo. Él estaría solo y sería revisado en busca
de armas o transmisores. Había convenido en darle a la mujer la mitad del dinero
antes y la otra mitad al día siguiente.
Creasy le dijo que estaban trazando planes con varias opciones, pero que todavía
esperaban averiguar lo que Satta podía sonsacarle a Gandolfo en el curso de las
siguientes horas. Llamaría a Michael por la mañana.
—Es vital que consigamos alguna pista con respecto al lugar —dijo Creasy
después de colgar—. De lo contrario nos veremos obligados a seguir a Michael y a la
mujer. Pero como ellos se mostrarán muy cautos, será extremadamente difícil.
Jens estaba sentado junto a él. El Búho seguía frente a la mesa, con los auriculares
puestos: la estrategia no le interesaba demasiado. Guido se encontraba del otro lado
de la barra, y lustraba una copa.
—No me gustaría estar en esa situación sin un arma o sin alguien capaz
cuidándome las espaldas —dijo Guido.
—No te gustaría… pero lo harías —dijo Creasy, encogiéndose de hombros—. En
el pasado te he visto hacer cosas muy locas que lo demuestran.
Guido sonrió, le guiñó un ojo a Jens y afirmó:
—Por supuesto, deberíamos haber terminado en el manicomio… los dos.
—Creo que así fue —comentó el danés muy serio—. Se llama Pensione
Splendide. Lo que me preocupa es que también yo vivo aquí. —Sonrió e indicó por
señas que quería otra copa.
Después de media hora y dos Strega, el teléfono volvió a sonar. Era Satta. No
pensaba cometer la insensatez de dar detalles por un teléfono celular, de modo que
dijo sencillamente:
—Hasta ahora, todo bien. Su amigo se fue. Las luces están apagadas. Los
muchachos van a entrar ahora. Te llamaré cuando todo haya terminado y estemos en
camino.

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—Es fundamental averiguar el lugar —dijo Creasy—. Debemos por lo menos
tener una idea de dónde ocurrirá… Se llevará a cabo el domingo por la noche.
—Entendido —respondió Satta.
Creasy oyó un clic y la comunicación se cortó. Colgó el tubo, tomó un sorbo de
su trago, miró su reloj y dijo:
—Maxie y Frank entrarán ahora. El otro hombre regresó a su casa, tal como lo
planearon. Satta volverá a llamar por teléfono cuando tenga algo. Podría ser dentro de
aproximadamente una hora.
Guido extendió el brazo para tomar la botella de Strega.

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82

El General tenía un sueño liviano pero no oyó nada. Lo primero que percibieron sus
sentidos fue la luz que penetraba a través de sus párpados. Abrió los ojos, pero la luz
lo cegó. Giró la cabeza, confundido por haber despertado recién y no saber dónde
estaba.
La luz se movió y él comprendió que era el haz de una linterna. Lo vio moverse
por la habitación; lo vio iluminar las paredes de madera. De pronto supo dónde
estaba. Estaba acostado en la cama, en la cabaña de las colinas, y había otra persona
en el cuarto. Se incorporó en la cama y sintió que su mente se aclaraba. Recordó la
partida de Bareste. Tal vez su amigo había vuelto.
—Julio… ¿eres tú? —preguntó con vacilación.
El haz de luz le enfocó los ojos y él tuvo que volver a cerrarlos.
—No, no es Julio —dijo una voz—. Quédese muy quieto. Tengo una pistola
apuntándole a la cabeza.
Gandolfo apartó la cabeza. Comenzó a jadear a medida que el miedo lo
paralizaba.
—¿Quién es usted? —preguntó con dificultad.
—Quédese quieto y callado —le respondieron con tono cortante.
La mente de Gandolfo comenzó a funcionar. Ladrones. No eran algo insólito en
esas colinas. El año anterior se habían producido dos robos un poco más al sur.
—Soy un general de los carabinieri —dijo con furia—. Usted no se saldrá con la
suya.
—Quédese quieto —repitió el hombre. Hablaba en italiano con un acento muy
extraño.
Gandolfo intentaba identificarlo cuando tuvo la sensación de que otro hombre
acababa de entrar en el cuarto. Había más luz, pero un poco más débil. El resplandor
abandonó sus ojos y entonces los abrió. Vio a dos hombres, ambos vestidos de negro.
Eran de mediana edad. Uno era calvo y tenía una cara redonda. Empuñaba una pistola
negra con silenciador, en una mano, y una linterna en la otra. La pistola le apuntaba a
la cara. El otro hombre era bajo y cuadrado, con pelo negro muy corto. Como su
cuerpo, su cara era cuadrada. En una mano sostenía una lámpara de gas que Gandolfo
reconoció como de la cocina. En la otra mano tenía un bolso de lona.
A juzgar por la postura de ambos y la expresión de sus caras, Gandolfo, por

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instinto y experiencia, supo que esos dos hombres eran profesionales. Extrañamente,
eso lo hizo sentir mejor.
—Tengo muy poco dinero aquí. Y ninguna otra cosa de valor.
En ese momento recordó su escopeta Holland & Holland que valía una fortuna.
Entonces se dio cuenta de que estaba apoyada contra la pared, a casi un metro de su
mano izquierda. Instintivamente giró la cabeza para mirarla.
—Olvídelo —dijo el hombre calvo. Después, en inglés y al otro hombre, le dijo
crípticamente—: Sigamos adelante.
Sorprendido al oír ese idioma, Gandolfo preguntó:
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
El hombre cuadrado se acercó más a la cama. Colocó la lámpara sobre la mesa de
noche y el bolso de lona sobre el piso. El hombre calvo se dirigió al otro lado de la
cama. La pistola estaba cerca; el silenciador, a medio metro de los ojos del General,
apuntando exactamente entre los dos ojos. Gandolfo se aplastó contra la cabecera de
la cama, cada vez con más miedo.
—Sólo estamos aquí para hacer un trabajo —dijo el hombre calvo con tono casual
—. Si usted coopera, lo pasará bien… de lo contrario, morirá. A nosotros nos da lo
mismo. —Habló como si hubiera ido a la cabaña a realizar un trabajo de plomería.
Gandolfo comenzó a decir algo, pero de pronto la pistola estaba a sólo milímetros
de su frente. Notó que la mano que la empuñaba era firme y estaba cubierta con un
guante negro.
La voz se hizo más dura.
—Mantenga la boca cerrada y haga exactamente lo que le decimos.
El General cerró la boca y tragó saliva. La pistola se alejó un metro.
El hombre cuadrado abrió el cierre del bolso y sacó una bolsa plástica con
algodón y un rollo grueso de cinta adhesiva.
—Junte las muñecas —le dijo en inglés.
Gandolfo vaciló y de pronto la pistola volvió a acercarse.
Lentamente, el General juntó las manos. Le temblaban un poco. El hombre
cuadrado se sentó en el borde de la cama. Sacó un trozo de algodón de la bolsa y lo:
metió entre las muñecas de Gandolfo. El General lo observó, estupefacto. Entonces el
hombre tomó el rolle de cinta adhesiva, cortó un trozo largo y lo envolvió varias
veces alrededor de las muñecas del General. Ahora sus brazos y manos estaban
inmovilizados. El hombre calvo dio un paso atrás, desatornilló el silenciador y se lo
puso en el bolsillo de la chaqueta negra de cuero. Deslizó la pistola en una funda que
llevaba debajo del hombro izquierdo. El hombre cuadrado llevó hacia atrás la sábana
y las frazadas, revelando así el cuerpo del General cubierto con el piyama de seda.
Del bolso de lona sacó varios rollos de goma espuma gruesa. Trabajó con rapidez.
Primero, separó las piernas de Gandolfo y envolvió la izquierda con varias capas de
goma espuma, desde el muslo hasta los dedos del pie. Las sujetó firmemente con la
cinta adhesiva y luego repitió el proceso con la pierna derecha y sujetó ambas piernas

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juntas. Luego hizo lo mismo con los brazos del General, desde las muñecas hasta las
axilas. Al miedo de Gandolfo se sumaba ahora la intriga. Empezó a hacer una
pregunta, pero vio los ojos fríos y sombríos del hombre de la cara cuadrada y cerró la
boca.
A continuación, el hombre tomó una tira más pequeña de goma espuma, echó
hacia adelante la cabeza del General y se la deslizó detrás de la nuca. Sujetó los
extremos sobre la frente, justo encima de los ojos. Por último, unió la cinta adhesiva
de las muñecas a la que le sujetaba los tobillos. Ahora el General estaba
completamente inmovilizado.
El hombre dio un paso atrás, contempló su obra y le dijo a su compañero:
—Parece el muñeco de Michelin.
El hombre calvo asintió.
—Sí… todo atado y listo para el horno.
Transpusieron la puerta abierta. Gandolfo oyó que el hombre calvo decía:
—Es todo tuyo. Grita si llegas a necesitar algo.
Pasaron diez segundos durante los cuales Gandolfo trató de concentrarse y de
serenarse. Lo había logrado en parte cuando un tercer hombre entró por la puerta.
También vestía de negro, incluyendo los guantes. Al principio, en la penumbra,
Gandolfo no lo reconoció, pero cuando acercó una silla, su rostro quedó en foco.
Gandolfo jadeó y pronunció su nombre.
—¡Satta! Por Dios, Satta… ¿Qué está ocurriendo?
Durante largo tiempo Satta miró al hombre a los ojos, y después se inclinó hacia
adelante. Su voz era muy baja, y destilaba odio.
—Usted vio el informe del patólogo sobre el cuerpo de Bellu. Sabe exactamente
qué cosas inhumanas le hicieron antes de matarlo… Es probable que el mismo
patólogo examine su cuerpo. Una autopsia es habitual cuando muere un oficial tan
importante de los carabinieri… Pero no encontrarán señales de tortura… ni siquiera
una magulladura. —Indicó el acolchado que rodeaba sus brazos, piernas y cuello—.
No importa cuánto forcejee o se resista, ningún patólogo le encontrará una
magulladura.
Satta sacó del bolsillo una pequeña caja plástica. La abrió y le mostró el
contenido al General: una pequeña jeringa, sujeta en su lugar por una gruesa banda
elástica. Junto a ella había un frasco pequeño transparente que contenía píldoras
blancas.
—Las píldoras son Amiodarona —le explicó Satta—. Cada una, de mil
centímetros cúbicos. Administradas por vía oral, una provoca un ataque cardíaco
masivo y fatal. La droga en la jeringa es Digoxin. Tiene el mismo efecto pero debe
ser inyectada. Las dos drogas son imposibles de rastrear. De todas formas, no existirá
la menor sospecha. Usted tuvo un ataque cardíaco leve hace seis años, y otro más
serio tres años después. Pidió ocho meses de licencia. Le aconsejaron que se jubilara,
pero usted se negó… sin duda, presionado por sus amigos. Sea como fuere, esta vez

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no será necesario que tome esa decisión. Obviamente yo prefiero que acepte la
píldora porque cabe la posibilidad de que un patólogo diligente detecte el pequeño
pinchazo, aunque esté en un lugar muy poco probable.
Gandolfo cerró los ojos. Su ritmo respiratorio aumentó. Volvió a oír la voz de
Satta.
—Usted sabe lo importante que era Bellu para mí. Usted es astuto pero también
estúpido. ¿Realmente pensó que lo que hizo quedaría impune?
Gandolfo abrió los ojos.
—Yo no tuve nada que ver con eso —dijo Gandolfo con gran esfuerzo.
—¡Tuvo todo que ver! —dijo Satta fustigándolo—. Usted fue el que lo señaló,
sabiendo lo que le harían sus amigos de El Círculo Azul: Donati, Hussein y sin duda
otros. Usted ha vivido en el mal, Gandolfo, así que morirá esta noche. Pero no estará
solo. Sus amigos pronto se reunirán con usted.
El General miraba el cielo raso. De pronto, giró la cabeza, miró a Satta a los ojos
y dijo:
—Yo no tuve opción… ni siquiera desde el principio. Me tenían apretado como si
fueran una morsa. Y yo debía pensar en mi familia… Suélteme y lo ayudaré.
Satta se inclinó hacia adelante y le escupió en la cara.
—Usted está viviendo los últimos minutos de su existencia.
Se puso de pie y comenzó a pasearse al pie de la cama. Con voz fría y despiadada,
le explicó a Gandolfo sus alternativas. Le dio como ejemplo el código de la Mafia. Si
se descubría que un mafioso era un tránsfuga, se le daba a elegir entre suicidarse o ser
liquidado. Si elegía suicidio, se le perdonaba la vida a su familia. Si se resistía, toda
su familia enfrentaba la muerte. En los primeros años de su lucha contra la Mafia, a
Satta lo había sorprendido que tantos mañosos presos se cortaran las muñecas. Más
adelante supo que algunos lo habían hecho porque no querían que los de afuera
sospecharan siquiera que eran capaces de violar el código de la Omertá. Sabía que
Gandolfo entendía ese código, pero igual se lo pintó con los colores más vivos. En su
furia, Satta se puso a caminar más de prisa al pie de la cama. Después giró para mirar
al General atado como un matambre.
—Su esposa murió hace diez años y usted prácticamente no la lloró. En vida, la
trató como a una mierda, y en la muerte casi no notó su desaparición, tan ocupado
estaba con sus prostitutas y amantes. Pero ella le dio tres hijos y una hija. Todos se
casaron y le dieron nueve nietos y otro que le nacerá a su hija el mes próximo. —
Indicó por gestos la puerta abierta—. Esos hombres que lo ataron… son sólo dos de
muchos, y le aseguro que son gatitos indefensos comparados con algunos de los
otros. Como yo, el líder del grupo consideraba a Bellu un pariente consanguíneo…
Sus hijos y sus nietos no sabrán que ellos los acechan… esos hombres visitarán a sus
hijos y nietos como la plaga.
Dejó de pasearse y permaneció parado al pie de la cama, y observó a ese hombre
absurdamente inflado. Gandolfo tenía la vista fija en el cielo raso.

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—¿Qué es lo que no saben? —preguntó Gandolfo después de un rato.
Del bolsillo de la chaqueta, Satta sacó un pequeño anotador y un bolígrafo.
—Desde el principio… Su principio —dijo después de sentarse—. Y hasta el
final… más allá de su final. Primero quiero saber dónde se celebrará la misa negra el
domingo.
El rostro de Gandolfo tenía el color del marfil sin pulir. Sarta vio que en sus
labios se formaba una sonrisa sin alegría. Su voz ya sonaba cerca de la muerte.
—Se lo diré y usted no podrá creerme. Pero cuando haya terminado de contarle
todo… entonces me creerá.

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83

En Nápoles jugaban al póquer, pero sólo por fósforos de madera. Cuando Guido ganó
lo suficiente como para proveer a todos los incendiarios de Italia, dejó de jugar y fue
a crepitar café. Hacía mucho que habían dejado de beber Strega.
Jens miró a Creasy con expresión apenada.
—Creí que cuando alguien ganaba al póquer, no se le permitía dejar de jugar.
Creasy sonrió.
—Es verdad. Guido es muy descortés.
Pero Creasy no pensaba en el juego; su mente estaba muy lejos, en una cabaña
sobre las colinas.
En Gozo, Tom Sawyer estaba sentado en el techo de la casa de los Schembri y
miraba más allá del canal de Comino. Alcanzaba a ver las luces de los barcos
pesqueros que avanzaban en la oscuridad en busca de calamares. Limpió su
ametralladora y se preguntó cuánto duraría esa misión. Esperaba que muchos días. Le
gustaba la gente que debía Vigilar; le gustaba la comida y le gustaba ese aire
refrescante. Cada tanto, algún búho ululaba con suavidad desde la oscuridad distante.
Entonces Tom sonreía. Sus hombres estaban despiertos y cumpliendo con su tarea.
En Roma, Michael y René jugaban al ginrummy, por dinero. René iba ganando.
—Es una suerte que tengas todo ese dinero en el Banco —dijo después de bajar
un juego completo.
Michael suspiró.
—Para mí, suficiente —respondió. Miró su reloj, y luego el teléfono.
También su mente estaba muy lejos.
Satta salió del dormitorio con su anotador en la mano. Frank se encontraba
sentado frente a la mesa y leía una revista de caza. Levantó la vista y lentamente se
puso de pie.
—¿Se siente bien? —preguntó…
Satta estaba pálido y desencajado. Levantó el anotador y dijo con voz áspera:
—Tan bien como alguien que acaba de sumergirse en excremento y ha estado a
punto de ahogarse en él. —Respiró hondo y exhaló con lentitud. Con el pulgar señaló
por sobre el hombro la puerta abierta del dormitorio y su voz se llenó de sarcasmo—.
El bueno y honorable General decidió tomar la píldora.
—¡Excelente! —dijo Frank con entusiasmo, como si acabara de oír que un chico

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finalmente aceptó comer la espinaca—. ¡Hagámoslo!
Satta se sentó a la mesa, arrojó sobre ella su anotador y preguntó con tono de
disculpa:
—Frank, ¿te importaría hacerlo tú? En realidad no lo entiendo… ponerle esa
píldora en la boca debería ser uno de los momentos más importantes de mi vida…,
pero… no quiero volver a entrar allí.
El australiano asintió. Sabía que a veces las palabras y las revelaciones poseen
tanto impacto como un proyectil de alta velocidad.
—Por supuesto —dijo—. Llamaré a Maxie. ¿Quiere que primero le prepare un
café?
Satta sacudió la cabeza.
—No… Gracias, Frank. —Su vista se detuvo en una pequeña mesa junto al hogar.
Sobre ella había una variedad de botellas. Se puso de pie, se acercó y tomó una de
coñac. Frank lo observó descorcharla, llevársela a los labios y sostenerla allí, dejando
que el líquido ambarino se deslizara por su garganta. Después se ahogó, tosió, volvió
a tapar la botella con el corcho, la puso sobre la mesa, giró y dijo:
—Lo único que quiero es salir de aquí cuanto antes.
—Ningún problema —dijo Frank—. Llamaré a Maxie. Usted vaya a caminar un
rato. Respire un poco de aire fresco y vigile la cabaña.
Se dirigió a la puerta, la abrió y silbó. Le contestó otro silbido que brotó de la
oscuridad. Maxie apareció y Frank le explicó en voz baja la situación.
Maxie asintió, se acercó al italiano, lo palmeó en el hombro y dijo:
—Bien hecho, Mario. Nosotros haremos el resto. Salga a respirar un poco de aire
fresco.
Sarta, un poco aturdido, asintió, y de pronto abrazó al otro hombre.
Maxie le sonrió a Frank por sobre el hombro de Satta y luego dijo con una leve
sonrisa:
—Estos italianos, siempre tan emotivos.
—Sí… Lo maman con la leche materna —respondió el australiano.
Satta se apartó y los maldijo a los dos.
—Vaffanculo! —Pero lo dijo con mucho afecto. Tomó su anotador y salió hacia la
noche.
Los dos hombres se miraron.
—Ése es un tipo duro que ha visto de todo —dijo Maxie—. Lo que pasó allí
adentro debe de haberlo sacudido mucho.
—Sí —convino Frank y miró hacia la puerta del dormitorio. Con una sonrisa
cínica preguntó—: ¿Alguna vez mataste a un general?
El rodesiano sacudió la cabeza.
—No, llegué sólo a un coronel… ¿Y tú?
—No, aunque uno o dos me tentaron mucho. Hagámoslo.
Frank buscó un vaso de agua de la cocina y después entró en el dormitorio.

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Los vio acercarse. Los miró a los ojos y no vio en ellos misericordia alguna. Vio
que sus ojos miraban a un hombre muerto.
Lo levantaron un poco para que quedara sentado en la cama. La caja con las
píldoras y la jeringa estaba abierta sobre la mesa de luz, junto al teléfono celular.
Maxie le pasó a Frank dos píldoras por sobre la cama y después levantó el vaso de
agua con expresión expectante. Los ojos de Gandolfo miraban hacia lo lejos.
Frank metió una mano sobre la espuma de goma, detrás del cuello de Gandolfo,
se lo aferró con firmeza y dijo, con tono despreocupado:
—Abra bien la boca. Se la pondré bien atrás sobre la lengua. Después, mi amigo
le llevará el vaso a los labios y lo inclinará… Tome un buen trago.
Gandolfo seguía con la mirada perdida hacia adelante. Su boca se cerró hasta
formar una línea delgada. La voz de Frank perdió su despreocupación.
—Como quiera. Entonces tendré que darle la inyección.
Después, mi amigo y yo enfilaremos hacia Roma y empezaremos a buscar a sus
bambinos. Eso nos conviene… Es dinero extra… Buen dinero.
Los ojos de Gandolfo se enfocaron en el rostro de Frank. Pasaron algunos
segundos y luego su boca empezó a abrirse. Después, se cerró. Y volvió a abrirse.
Con un hilo de voz, Gandolfo preguntó:
—¿Llevará mucho tiempo?
—Es muy rápido —dijo Frank.
—No sentirá nada —mintió Maxie.
Lentamente, la boca se abrió un poco más. Los ojos de Gandolfo se cerraron.
—Ábrala más —dijo Frank y se inclinó hacia adelante.
La boca se abrió del todo.
Sosteniendo la píldora entre dos dedos, Frank se la introdujo por entre los labios.
Sus dedos salieron y la mano de Maxie se acercó con el vaso. Gandolfo bebió dos
tragos, y parte del agua se le deslizó por el mentón. Frank vio que su nuez de Adán
subía y bajaba dos veces. Aferró el cuello más y con su mano derecha le apretó las
mejillas para hacerlo abrir la boca. Espió hacia adentro y asintió en dirección a
Maxie. Le soltó la cabeza y los dos dieron un paso atrás. Gandolfo yacía allí con los
ojos cerrados. Maxie consultó su reloj.
El primer espasmo se produjo al cabo de sólo noventa segundos. Gandolfo gimió
de dolor. Un espasmo siguió al otro y el hombre comenzó a sacudirse en la cama.
Abrió la boca y vomitó. Los dos hombres observaban en silencio, familiarizados con
la muerte. Por último, el cuerpo quedó inmóvil. Los dos se acercaron. Maxie apartó el
algodón y buscó el pulso en la muñeca. Frank lo buscó en el cuello. Al cabo de medio
minuto, se miraron y sacudieron la cabeza.
—Kufa —dijo Maxie. Era una palabra suajili muy usada por los mercenarios de
la época del África. Significaba «muerte» en un sentido muy definitivo.
Limpiaron todo con rapidez y le quitaron al cuerpo la goma espuma. El saco del
piyama de seda estaba manchado con el vómito. Frank colocó el brazo izquierdo del

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General sobre la mesa de luz, como si hubiera intentado tomar el teléfono celular.
Maxie metió la goma espuma, la cinta adhesiva y la caja en el bolso de lona, mientras
en la cocina Frank lavaba el vaso, lo secaba y lo guardaba en la alacena. También
puso de vuelta la revista de caza en el revistero.
A doscientos metros de allí, Satta vio que las luces de la cabaña se apagaban.
Tenía en la mano un teléfono celular. Marcó los números. Algunos segundos después,
oyó la voz de Creasy.
—Pronto?
—Misión cumplida —dijo Satta—. Todo salió de acuerdo con el plan… Tenemos
lo que necesitamos. Estaremos con ustedes dentro de un par de horas… Ciao.
—Ciao.

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84

El barco procedente de Albania entró en el puerto de Bari poco después de la


medianoche. El cruce había sido movido, y tanto Katrin como la hermana Simona se
habían mareado. Así que el hecho de ver las luces del puerto y lo que eso significaba
se sumaron a la bienvenida.
Pasaron por Inmigraciones y por la aduana con una facilidad que sorprendió a la
hermana Simona, que conocía bien la burocracia italiana. Aunque los papeles de
ambas estaban en regla, ella esperaba largas demoras debido a que Katrin era una
huérfana extranjera. Pero cuando ocuparon sus lugares en la larga fila, un joven
funcionario de Inmigraciones recorrió la fila, vio a la hermana Simona con su hábito
blanco. Se presentó, tomó su valija grande y la pequeña de Katrin y los papeles de
ambas, y las hizo pasar por el laberinto de los trámites burocráticos. Minutos después
las conducía a un salón reservado a inmigrantes especiales. Katrin se aferró al
pequeño ramo de flores silvestres que había recogido esa tarde en los jardines del
orfanato. Como ella, estaban bastante marchitas por el viaje.
Tres personas las aguardaban en el salón: Franco Delors y una pareja de personas
bien vestidas de mediana edad. Delors se adelantó, la cara resplandeciente, y se
presentó. A la hermana Simona le habían avisado que él iría a buscarlas. Delors
presentó a la pareja como el Signor y la Signora Maccetti: los nuevos padres
adoptivos de Katrin.
Al principio, como es natural, reinó bastante tensión en la sala. Katrin hablaba
muy poco italiano, pero al mirar a la pareja, que le sonreía con nerviosismo, se dio
cuenta de quiénes eran. Con timidez, se acercó a ellos y le entregó las flores a la
mujer.
La Signora Maccetti era una mujer alta y robusta. Rebosante de alegría, miró a la
pequeña, se agachó y la abrazó, aplastando a las flores entre ellas. Su marido sonreía
y asentía.
Delors miró a la hermana Simona con una sonrisa ancha.
—Ha habido un leve cambio de planes —le informó. Se suponía que buscarían a
la pequeña mañana en el convento agustino de aquí, de Bari—. Se encogió de
hombros. Pero, desde luego, estaban tan impacientes por verla… De hecho, les
gustaría llevarla a Roma en un vuelo temprano por la mañana e instalarla en su casa
lo antes posible.

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El rostro de la hermana Simona reveló incertidumbre. Vio al Signor Maccetti
abrazar a Katrin, mientras su esposa los contemplaba con una sonrisa maternal.
—Esta tarde hablé con la Madre Superiora. Me dijo que le dejaría a usted la
decisión —dijo Delors con tono tranquilizador.
—Hablaré con Katrin —dijo la hermana Simona—. Es una chiquilla muy sensible
y ella debe ser quien decida.
De un bolso de mano grande, la Signora Maccetti sacó un paquete envuelto para
regalo. Miró a la hermana Simona y le dijo:
—¿Por favor, podría decirle a Katrin que éste es un pequeño regalo como
bienvenida a su nuevo hogar?
La hermana Simona se lo tradujo al albano. Katrin miró el paquete, sonrió y
extendió la mano. Sostuvo el paquete y miró a la religiosa. La hermana Simona
sonrió y asintió. Adentro había un hermoso suéter rosado de cachemira, con un
intrincado bordado multicolor en seda.
La pequeña lo sostuvo con fuerza, lanzó una exclamación de gozo y abrazó a la
mujer.
—Creo que estará bien —le dijo la religiosa a Delors.
La hermana Simona le explicó el cambio de planes a Katrin, quien
inmediatamente se había sacado el suéter gris, de segunda mano, para ponerse el
nuevo. Mientras escuchaba, apretaba la mano de su madre adoptiva. Luego sonrió y
asintió.
La monja la abrazó y después les dijo a los Maccetti:
—Me tomo diez días de vacaciones antes de regresar a Albania. La semana
próxima iré a visitar a mis padres, que viven cerca de Roma… Y me gustaría pasar
por su casa y ver cómo se adapta Katrin.
—Eso sería maravilloso —dijo la Signora Maccetti—, pero teníamos planeado
viajar el domingo a Florida, para visitar a mi hermano que vive allá. Tiene hijos de la
edad de Katrin.
Una vez más, Delors notó incertidumbre en la cara de la monja.
—Es un poco repentino —dijo ella—. Después de todo, Katrin casi no habla
italiano, y mucho menos inglés.
La Signara Maccetti se echó a reír.
—Ya lo pensamos. Por eso, mi hermano ha tomado una mucama descendiente de
albanos, que vivirá en su casa. No habrá ningún problema con el idioma… Creemos
que la excitación del viaje y el sol de Florida serán buenos para ella. —Acarició la
cara pálida de la pequeña—. Katrin necesita sol y mar, y amigos de su edad.
La monja se ablandó.
—¿Cuándo piensan volver? —preguntó.
—Dentro de algunas semanas —respondió el Signor Maccetti—. Por supuesto
que nos mantendremos en estrecho contacto con el Signor Delors. La próxima vez
que venga a Italia debe visitar a Katrin… y ser nuestra invitada.

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—Será muy bienvenida —agregó con afecto su esposa.
Así, la hermana Simona permaneció de pie junto al Mercedes con chofer, le dio
un último abrazo a Katrin y vio cómo se la llevaban a su nueva vida.
Delors llevó a la religiosa al convento. —La hermana Assunta estará complacida
al saber que la primera adopción salió tan bien— comentó Delors. —¿Conoce usted a
la hermana Assunta?
—Sólo por correspondencia. Pero sé de la maravillosa tarea que está haciendo…
Bueno, todas ustedes, desde luego.
—Ella es un ángel —murmuró la monja. Luego dijo, con aire ausente—: Hoy
salió para Malta.
Delors la miró.
—¿Ah, sí?
—Si… ha estado trabajando tanto… Necesitaba un descanso. Y sabe cómo son
esas cosas.
—Ya lo creo que sí —coincidió él con vehemencia—. ¿Cuándo volverá?
—Dijo que dentro de algunos días.
—Dele mis respetos cuando la vea —dijo él, con afecto.
Ella giró y le sonrió.
—Lo haré.

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85

Las bahías reflejaban la fe de los pueblos, del mismo modo en que el límpido azul del
Mediterráneo reflejaba el sol: la de St. Julián, la de St. Thomas, la de St. George y la
de St. Paul, donde el Apóstol había naufragado y luego fue recibido por los paganos
malteses; y para retribuir esa bienvenida él les llevó el mensaje del Cristianismo.
La hermana Assunta se encontraba sentada en el patio norte del convento y
contemplaba las aguas de la Bahía de St. Paul. El agua no estaba tranquila. Lanchas
de carrera de mucha potencia, cruceros y veleros cruzaban el mar en todas
direcciones. La turbulencia del agua reflejaba su propio estado mental. Había sido
objeto de una inquisición. La Madre Superiora era una mujer de carácter, endurecida
por muchos años de experiencia, sentido práctico y, por consiguiente, de cinismo. El
relato de la hermana Assunta sobre haber recordado un rostro visto a través de la
ventanilla de un automóvil veinte años antes provocó levantadas de cejas y un
interrogatorio interminable. La monja sé había mantenido firme y había insistido en
la veracidad de sus recuerdos, hasta que la Superiora asintió y la dejó ir.
Una vida consagrada a la devoción transita por una senda llena de piedras; pero
cada tanto ilumina momentos especiales. La hermana Assunta tuvo uno de esos
momentos cuando oyó que alguien tosía a sus espaldas y giró la cabeza.
Reconoció al sacerdote. Era el padre Manuel Zerafa, el sacerdote que dirigía el
orfanato de Gozo.
Él acerco una silla, se sentó en silencio junto a ella y contempló la bahía.
—Hermana. Por favor dígame qué recuerda de aquélla cara en el automóvil —le
dijo fuñidamente.
La hermana Assunta respiró hondo y sintió que sé le ensanchaba el corazón. La
Madre Superiora había creído en ella.

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86

—Hay un hombre. En este momento, supongo que duerme plácidamente en una villa
lujosa de las colinas de Toscana. Su nombre es Benito Massaro. —Con ese nombre,
el coronel Mario Satta logró la atención total de sus amigos reunidos.
Amanecía en Nápoles. Todos se encontraban sentados en el pequeño comedor de
la Pensione Splendide. Un viento húmedo del oeste salpicaba de lluvia las ventanas.
En el viaje a Nápoles, Satta había decidido, en un principio, darle su información
sólo a Creasy; pero mientras avanzaban por la lluvia, había mirado a Maxie al
volante, y sentido la presencia de Frank detrás, en el asiento trasero. Pensó entonces
en todos los otros que tomaban parte en lo que se había convertido, para él, en una
pesadilla personal. Y entonces decidió confiar en todos.
Ahora estaban sentados alrededor de la larga mesa mientras Juliet les servía café
y brioches. Todos estaban cansados, tanto por esperar como por la tensión de la
actividad. Sólo necesitaron ver la seriedad del rostro de Satta para comprender que lo
que estaba por decir era importante… El nombre de Benito Massaro lo confirmó.
—Benito Massaro era el verdadero poder detrás de la Logia Masónica P2 —
explicó para los que podían no estar familiarizados con ese nombre—. Olvídense de
los otros nombres que aparecen en los periódicos; Benito Massaro es un general.
Hace diez años encabezó la comisión que controlaba y supervisaba todos los
servicios de seguridad de nuestro país. Él consiguió atraer a su Logia un número
sorprendente de los individuos más poderosos de Italia. Ofreció auspicios en una
escala impresionante. Cuando la P2 fue descubierta, a sus esbirros se les atribuyó
toda la responsabilidad, y él permaneció al margen.
Satta paseó la vista por las caras de todos los que rodeaban la mesa y luego se
demoró nuevamente en la de Creasy.
—Anoche supe por el general Emilio Gandolfo algo que me produjo tristeza,
humillación, vergüenza y dolor. Como hombre que ha dedicado muchos años de su
vida tratando de luchar contra la actividad criminal en mi país, no les resultará difícil
comprender el impacto que sentí cuando supe que Benito Massaro no sólo retiene su
poder en mi país enfermo, sino que ha seguido acrecentándolo. —Volvió a mirar a
Creasy y, lentamente, a los otros. En su voz se coló la emoción—. Esto puede
sonarles dramático… por cierto es una ironía que los instrumentos para aplastar ese
poder estén sentados conmigo en este cuarto. Es también una ironía que sólo dos de

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ustedes, Guido y el joven Pietro, sean italianos.
Ningún auditorio había estado jamás, tan absorto.
—Ha habido rumores —continuó Satta— de que durante la investigación de la
Logia P2, una lista de más de mil quinientos nombres se perdió misteriosamente. Los
que no se perdieron resultaban aterradores. Los nombres conocidos incluían
novecientas sesenta y dos figuras italianas prominentes. Entre ellas, cuatro ministros
del gabinete, no menos de treinta y ocho diputados parlamentarios y ciento noventa
militares y oficiales de inteligencia de alto grado. Entre ellos estaba Michele Sindona,
un importante banquero conectado con la Mafia, que más tarde fue misteriosamente
envenenado en prisión. También Roberto Calvi, cabeza del Banco Ambrosiano,
conocido como el Banquero de Dios porque aconsejaba al Banco Vaticano y estaba
muy comprometido con él. Lo encontraron colgado del cuello debajo del Puente
Blackfriars en Londres, en 1982, después de que su Banco perdiera un billón y medio
de dólares. —El coronel Mario Satta suspiró y agregó—: Lo que yo descubrí anoche
fue que Benito Massaro ha formado una nueva Logia, que podemos llamar P3… y
que amenaza la esencia misma de mi país.
Los que rodeaban la mesa se miraron, y Creasy hizo la pregunta que anidaba en
las mentes de todos.
—Mario. Entendemos lo de Benito Massaro. Pero ¿qué tiene él que ver con
nosotros?
La risa abrupta de Satta fue escalofriante. Señaló a Creasy.
—Eso que tú y tu hijo descubrieron accidentalmente representa una posibilidad
muy escasa de que finalmente yo destruya a Benito Massaro y a la amenaza que él
representa para mi pobre país.

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87

La lluvia había cesado y un sol acuoso iluminaba el cielo. Los otros habían vuelto a la
cama, pero Guido y Creasy salieron a la terraza, quizá para tratar de aclararse las
ideas.
—Si yo no conociera a Satta desde hace seis años y no apreciara su cerebro y su
integridad, pensaría que es un lunático —dijo Guido.
Creasy sonrió.
—Los dos hemos vivido y visto suficiente como para saber que decía la verdad.
No sólo con respecto a Gandolfo y el resto de ellos, sino también sobre su tesis de
que incluso como oficial antiguo de los carabinieri no tiene poder suficiente como
para hacer nada acerca de lo que ha averiguado.
Guido gruñó, exasperado.
—Es verdad dijo. —¿En quién demonios puede confiar? Se ha enterado de que
otros cuatro generales de los carabinieri más antiguos que él son parte de la PS. Y que
dos ministros del gabinete, que no figuraban, en la lista original de la P2, son
miembros de la P3—. Sonrió con ironía. —También ha sabido que un cardenal, dos
arzobispos y cinco jueces importantes lo son. ¿A quién podría informarle de la
situación? ¿De qué manera podría iniciar una investigación? No cabe duda de que
Gandolfo le dijo la verdad. Un hombre que sabe con certeza que está a punto de morir
siempre dice la verdad… Pero esas cosas están compartimentadas. Gandolfo sólo
sabía una parte… tal vez una parte pequeña.
—Eso tiene que ser verdad —convino Creasy—. Examinémosla información a la
luz de nuestra propia operación y a la luz de exactamente lo que Gandolfo le dijo a
Satta. En primer lugar, Gandolfo había sido chantajeado las últimas tres décadas por
El Círculo Azul. Chantajeado por pecados sexuales y financieros de su juventud.
También sabía que muchos hombres poderosos habían sido chantajeados de la misma
manera. Hizo la conexión entre Massaro y El Círculo Azul, aunque lo más probable
es que Massaro haya usado a El Círculo Azul más de lo que ellos lo usaron a él.
Gandolfo estaba seguro de que en alguna parte de El Círculo Azul estaba la lista
desaparecida de los miembros de la P2. Y eso solo valdría millones. —Giró para
mirar a Guido, le dedicó una sonrisa cansada y agregó—: Pero simplifiquemos esto.
Gracias a Dios, Satta tiene sus propias conexiones, por intermedio de su trabajo y,
curiosamente, por intermedio de su madre. No puede actuar a menos que presente un

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fait accompli. Cuando nosotros aplastemos a El Círculo Azul el domingo por la
noche durante la misa negra, le daremos ese fait accompli. Su plan es bueno. Tendrá
un equipo de jóvenes carabinieri cerca, ostensiblemente para allanar el hogar de un
industrial sospechado de corrupción. Cuando nosotros iniciemos la guerra contra El
Círculo Azul el domingo por la noche, él será el agente de la ley más antiguo que se
encuentre cerca. Será alertado. Será el primero en entrar en escena con su equipo.
Nosotros ya nos habremos ido. Él tiene el nombre de por lo menos dos jueces
honestos que habrán sido vagamente prevenidos. Poco después estarán en el lugar de
los hechos. Nadie, ni siquiera el Primer Ministro ni el jefe de inteligencia o cualquier
otro jefe podrá detener a Satta y a esos jueces.
—¡Qué país! —dijo riendo—. Si me parece oír un leve zumbido… Debe de ser
Garibaldi que se revuelca en su tumba.
También Creasy se echó a reír.
—Lo que más impactaría a Garibaldi sería enterarse de que los De Muro eran
parte de esa enfermedad. ¿Esa familia aristocrática no lo ayudó a financiar su cruzada
en pro de la unidad de Italia?
—Así fue —dijo Guido—. Y durante los pasados cien años han sido un pilar de la
sociedad italiana. Ahora nos venimos a enterar de que su progenie está bajo la
influencia de Massaro y, lo que es peor, de El Círculo Azul. Cuando Satta nos dijo
que la misa negra del domingo se realizaría en la capilla privada de los De Muro,
presidida por un auténtico obispo católico, no me preocupó tanto la cordura de Satta,
sino la mía. Entonces recordé que los De Muro son una rama de la familia Medici…
Hace algunos siglos tuvieron su propio papa y, para pasar el tiempo envenenaban a
sus enemigos.
—Tiene que ser verdad —dijo Creasy con gesto sombrío.
—Tiene que serlo —convino Guido—. Nadie… ni siquiera un general a punto de
morir, podría inventar eso.
—Conocemos el lugar —dijo Creasy—. Sabemos la hora. Sabemos quiénes
estarán allí. Lo que todavía no sabemos es si Satta podrá convencer a su madre de
esconder el arma para Michael en el palazzo de los De Muro.

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88

Tom Sawyer estiró sus miembros acalambrados y contempló la salida del sol a su
izquierda, que bañaba de rojo el canal de Comino. Oyó el ulular de un búho. Se puso
los binoculares y los enfocó en un grupo de algarrobos ubicados detrás de él y hacia
la derecha.
No vio ningún búho, sólo la figura oscura de un hombre agazapado que se alejaba
de los árboles. Algunos segundos después, otra figura oscura reemplazó a la primera.
Sawyer miró su reloj con satisfacción. Sus hombres, como de costumbre, estaban
despiertos y eran puntuales. Para él, había llegado el momento de dormir. Se puso de
pie en el techo plano de la casa de los Schembri, con los binoculares colgando del
cuello. Laura ya estaría levantándose para preparar el desayuno.
Cuando bajaba por la escalera exterior de piedra, un destartalado Ford subía por
el camino polvoriento. Se detuvo en el patio y de él bajó un sacerdote rollizo.
Saludó a Sawyer y le preguntó:
—¿El observador de aves ha visto algo interesante?
Sawyer sonrió y asintió.
—Un par de mochetes madrugadores en busca de lombrices… o quizá de ratones.
—¿Laura anda por aquí? —preguntó el sacerdote con una sonrisa.
—Seguro que sí —respondió Sawyer—. Esta casa amanece con el sol.
Laura estaba levantada y en la cocina. Saludó afectuosamente al sacerdote y se lo
presentó a Sawyer como el padre Manuel Zerafa. La expresión del sacerdote se había
vuelto sombría. Tomó a Laura del brazo, la apartó y le habló muy rápido en maltes.
Sawyer oyó que mencionaba la palabra Uomo. Él mismo se sirvió un jarro de café.
Algunos minutos después, Creasy contestó el llamado. Laura simplemente le dijo
que el padre Zerafa necesitaba hablar con él con urgencia.
Creasy escuchó al padre Zerafa, y sólo lo interrumpió para preguntar:
—¿Ella está segura?
Cinco minutos después, Creasy estaba de vuelta en la terraza de la Pensione
Splendide y hablaba con Guido. Sus palabras llevaban tanto odio que parecían ácido.
—Ahora sé quién es la cabeza de El Círculo Azul. Es un árabe, y casi con toda
seguridad es el padre biológico de Michael.

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89

En toda su vida, el coronel Mario Satta en realidad nunca se había enfrentado con su
madre. Ella era una dama que aunaba posición, riqueza, inteligencia y orgullo,
combinación que la convertía en un personaje formidable.
Para el enfrentamiento, él le había pedido a su hermano mayor, el profesor
Giovanni Satta, que abandonara momentáneamente sus tareas quirúrgicas en el
Hospital Cardarelli de Nápoles para servirle de apoyo en la villa familiar de Roma.
Le había llevado una hora darle las instrucciones a Giovanni, pero al final de esa hora
su hermano había quedado convencido, y juntos entraron en la sala para hablar con su
madre.
La Signora Sophia Satta tenía setenta y cuatro años y una mente que habría hecho
que Maquiavelo se pusiera verde de envidia. Se rumoreaba que justo antes de la
guerra, Mussolini se le había insinuado durante una recepción oficial. Ella era una
mujer alta. En aquella ocasión, le palmeó la calva a Mussolini, luego bajó la mano y,
por sobre los pantalones del uniforme, de corte perfecto, le tanteó los genitales.
Entonces sonrió y le dijo: «Usted es un presumido, tanto por arriba como por debajo
de la cintura».
Como resultado, la familia Satta tuvo que pasar la época de la guerra en su casa
de las afueras, y sólo en raras ocasiones se aventuraron a ir a Roma.
Miró a sus dos hijos, sentados frente a ella. Trató de que sus ojos no delataran el
afecto y el orgullo que sentía. Siempre los había criticado severamente por las
profesiones que eligieron, pero a sus íntimos les confiaba lo satisfecha que estaba con
ellos.
Ellos, desde luego, lo sabían. Pero al coronel Mario Satta le preocupaba la idea de
que ella no creyera lo que estaba a punto de decirle o que reaccionara en forma
negativa. Al tratar con otras personas, casi siempre estaba en lo cierto, pero al tratar
con su madre con frecuencia se equivocaba.
Ella lo escuchó en total silencio, pero mirando cada tanto a su hijo mayor,
Giovanni. El informe de Mario llevó más de media hora. Al final, ella se limitó a
asentir.
—Debo decirte que para mí no es ningún secreto que Emilio Gandolfo haya sido
un títere de todos desde el día que emergió del vientre de su madre —afirmó la madre
de Satta—. Debo agregar que muchas de las personas que acabas de mencionar

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también nacieron para ser títeres. Tu padre murió muy joven, pero la razón por la que
me atrajo y me convenció de que me casara con él fue que jamás podría haber sido
títere de nadie. —Sonrió con afecto—. Ni siquiera mío.
Sus hijos sonrieron.
—Mamá, yo sólo recuerdo vagamente a nuestro padre —dijo Giovanni—. Pero
una cosa que sí recuerdo es que jamás te levantó la voz.
—Tenía otras formas, y mejores —dijo ella—. Ahora díganme para qué puede
servir esta mujer vieja en un lío como ese.
Mario se inclinó hacia adelante.
—El domingo por la noche se celebrará una misa negra en la capilla privada de la
villa de los De Muro. La misa negra es para iniciar a Pino Calveccio en la senda del
demonio, y será celebrada por el obispo Caprese. Permíteme explicarte.
Su madre levantó una mano.
—No hace falta que me expliques nada. Pino Calveccio heredó una cuantiosa
fortuna de su padre corrupto hace tres años. Durante esos tres años lo ha probado
todo, desde chicas menores de edad hasta drogas. Sin duda el fondo de su pozo
personal debe de ser el satanismo… El obispo Caprese ha sido un degenerado desde
mucho antes de tomar los hábitos. Su padre también era un degenerado. Lo que me
dices no es ninguna sorpresa para mí. ¿Qué quieres que haga?
—Es algo sencillo —dijo Mario—, pero un poco peligroso.
Ella levantó la cabeza y se echó a reír.
—Hijo mío, a mi edad, el peligro es casi tan excitante como un perfecto
afrodisíaco… ¿Qué es lo que quieres de mí?
Mario miró a su hermano, que parecía un poco impactado por la situación. Volvió
a mirar a su madre y le dijo:
—Por Gandolfo conozco los procedimientos que se siguen en esos eventos. La
congregación se reunirá en la villa de los De Muro aproximadamente a las once de la
noche. Se servirán bebidas y canapés. A eso de las once y media, todos se sacarán la
ropa y se pondrán túnicas. Luego cruzarán, los trescientos metros hasta la capilla
privada para celebrar la misa negra. El Círculo Azul tendrá guardias alrededor de la
propiedad. —Hizo una breve pausa y agregó—: ¿Me has oído hablar antes de mi
amigo Creasy?
Ella asintió.
—Ya lo creo que sí… Es un hombre que me gustaría conocer. Es un hombre que
me habría gustado conocer hace treinta años.
Los dos hijos sonrieron. Su padre había muerto treinta y un años antes.
—Supongo que entiendes por qué no puedo montar una operación con los
carabinieri contra la misa o las personas involucradas.
—Lo entiendo perfectamente —dijo ella—. Imagino que tu amigo Creasy lo hará.
Mario asintió.
—Tiene un equipo muy poderoso. Lo que es más, su hijo adoptivo Michael se ha

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infiltrado en El Círculo Azul y asistirá a la misa. Como es natural, cualquiera que
entre en la villa de los De Muro esa noche será cuidadosamente revisado. Es vital que
cuando Michael vaya desde la casa a la capilla esté armado y lleve un pequeño
radiotransmisor. Ahora déjame decirte…
Su madre levantó una mano.
—No, Mario, deja que yo te diga. Tú quieres que yo coloque un arma y un
transmisor en la villa de los De Muro… Ningún problema.
Giovanni se echó a reír.
—Mamá, es peligroso. Escucha el plan de Mario.
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
—Si la que lo hará seré yo, seguiré mi propio plan. No tendré ninguna dificultad
en entrar en esa mansión. Pasaré por allí mañana por la tarde. Aunque los De Muro
tienen un apellido conocido y una decadente reputación, se sentirán honrados con mi
visita. Me invitarán a tomar café y alguna bebida. Yo llevaré algunos chismes para
distraerlos. Pese a la historia familiar que tienen, se han vuelto muy rústicos en los
últimos cien años. —Volvió a sonreír y guiñó un ojo—. Una visita de Sophia Satta
será más importante en el calendario social de ellos que una sencilla misa negra. —
Cerró los ojos—. Estoy tratando de recordar la disposición de la casa. Hace algunos
años que no voy. Recuerdo que hay un cuarto de vestir a la derecha de la entrada
principal. Supongo que la congregación se cambiará allí de ropa.
Mario Satta enseguida se dio cuenta de lo que ella tenía en mente.
—Esconderás el arma y el transmisor allí…
Ella le dedicó la clase de mirada maternal que contenía el siguiente mensaje:
espero que crezcas algún día. Después sonrió y dijo:
—Mario, tú me traerás dos armas y dos transmisores. Yo los esconderé en dos
lugares distintos, incluyendo el cuarto de vestir. Eso le dará dos posibilidades al hijo
de Creasy. Mañana te llamaré por teléfono para decirte exactamente dónde los puse.
—Te estoy muy agradecido, mamá —dijo Mario Satta y comenzó a ponerse de
pie.
Ella sacudió la cabeza con irritación.
—Siéntate y escúchame, Mario. Y tú también, Giovanni. No me encomienden
esta misión y después se olviden de mí. Lo que supiste del puta Gandolfo es sólo
parte del asunto. Ustedes me consideran una vieja, pero les aseguro que oigo más y
veo más de lo que se imaginan. Cuando logren penetrar en ese sumidero de
inmundicias, será sólo el principio. Personas poderosas tratarán de tapar todo.
Aprovechen mis conocimientos y mis contactos. ¿A qué juez utilizarán?
Mario se lo dijo, y ella asintió, muy satisfecha.
—Es honesto y decidido. Su padre murió a manos de la Mafia; su abuelo, a
manos de Mussolini. Han elegido bien. —Se inclinó hacia adelante, sus pequeños
ojos luminosos parpadearon y agregó—: Hay algunas cosas que te ordeno hacer.
Una vez más, Mario miró a su hermano, quien se encogió de hombros y sonrió.

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—¿Qué cosas? —preguntó Mario.
—Cuando todo esto haya terminado, quiero conocer a ese amigo tuyo Creasy. La
próxima vez que hables con él debes transmitirle una orden mía… Cuando ingrese en
esa capilla privada, debe dejar al menos a uno de los miembros más importantes de El
Círculo Azul con vida… aunque quizás herido. Ese hombre será la herramienta para
que ustedes y el juez que han elegido puedan abrir la lata con la inmundicia. —Su
voz se hizo más dura—. Lo primero que Creasy o su hijo deben hacer en esa capilla
es matar al obispo.
—¿Por qué? —preguntó Mario.
La voz de ella tenía un dejo de exasperación.
—Aprende, hijo mío. Hagas lo que hagas, trata siempre de evitar avergonzar a los
que necesitarás después… El Vaticano.

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La discusión era acalorada, pero sólo podía tener un resultado. El equipo abandonaba
la Pensione Splendide y se dirigía a Roma. Maxie y Frank viajaban en un auto, Jens
iba en el BMW con El Búho, y Creasy los seguía, solo, en el tercer automóvil.
Los primeros dos vehículos habían partido; todos los hombres habían abrazado y
besado a Guido, Pietro y Juliet siguiendo el ritual de siempre. Guido había
desaparecido de la barra. Creasy le dio a Pietro un gran abrazo, un beso, y luego se
dirigió a Juliet.
—En cuanto esto termine, Pietro te llevará de vuelta a Gozo, a casa de Laura y
Paul. Michael y yo te seguiremos algunos días después.
Juliet se aferró a Creasy con fuerza.
—No te preocupes por mí. No me portaré como una tonta otra vez.
Creasy paseó la vista en busca de Guido, pero cuando su amigo apareció por la
puerta, el rostro de Creasy se ensombreció. Guido usaba un par de jeans viejos, y
camisa y chaqueta del mismo material. En la mano izquierda llevaba un viejo bolso
de lona. Creasy reconoció el bolso. Estaba muy usado. Muchos años antes, Guido lo
había llevado de una guerra a otra. Creasy sacudió la cabeza con firmeza.
—No, Guido… Tú hiciste una promesa.
También Guido sacudió la cabeza.
—Tú conocías a Julia y sabes cómo se sentiría ahora. —Bajó la vista, miró el
bolso y dijo—: Mi vieja ametralladora está aquí… Por supuesto que no es el modelo
más reciente ni el más moderno, pero no tengo tiempo de familiarizarme con armas
nuevas.
—No, Guido —repitió Creasy—. Ya tengo un buen equipo de hombres.
El italiano sacudió la cabeza.
—Bueno pero no perfecto… Ahora sí que tienes un equipo perfecto. —Dejó caer
el bolso, giró hacia Pietro y le dio un gran abrazo y un beso—. Cuida a Juliet. Ya
sabes dónde está el dinero. Mañana por la noche se van los dos a una suite del último
piso del Hotel Regina. Ya está reservada. Llévate el arma y no te muevas de allí hasta
que tengas noticias mías. —Abrazó a Juliet, la besó y le dijo—: No te preocupes,
pequeña. Guido cuidará a tu padre y a tu hermano.
Juliet se le colgó del cuello. Por sobre su cabeza, Guido miró a Creasy y dijo
simplemente:

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—Qué quieres, soy italiano.

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Todos levantaron la vista, expectantes, cuando Creasy entró en el vestíbulo del


refugio de Roma. La sorpresa apareció en sus rostros cuando vieron que Guido lo
seguía, portando su bolso de lona.
—Tenemos otro miembro activo en el equipo —dijo Creasy.
Se hizo un silencio, que Maxie y Frank quebraron poniéndose de pie con una gran
sonrisa.
—¡Estupendo! —dijo Frank—. Estábamos repasando la disposición del lugar, y
yo comenté que nos sentiríamos muy protegidos con un experto en ametralladoras
sobre la pequeña colina al este de la capilla.
Giró para mirar a Maxie, quien dijo:
—El mejor del mundo. Ya no tengo que preocuparme por mis espaldas.
Satta miraba a Guido. Esa mirada entrañaba a la vez bienvenida y compasión. Y
también una pregunta. Guido le dio la misma respuesta que le había dado a Creasy.
—Soy italiano.
Satta se adelantó, y los dos se confundieron en un abrazo.
Eran los últimos detalles del plan y las últimas instrucciones. René se había hecho
una escapada del lujoso departamento de Plaza España con la noticia de que Michael
estaba completamente listo y en buena forma.
—Aunque un poco cansado por sus recientes esfuerzos —dijo con una sonrisa.
Todos se sentaron alrededor de la mesa redonda y observaron el dibujo en escala
de la villa De Muro, su terreno adyacente y su capilla privada. El danés tenía frente a
él un anotador amarillo rayado, las páginas cubiertas con su caligrafía muy fina.
—He reunido toda la información que tenemos —dijo—, de Gandolfo y de otras
fuentes y, por supuesto, de la intrépida madre del coronel Satta. —Consultó sus notas
—. En primer lugar, el coronel Satta me confirmó que el informe del patólogo
policial sobre el general Gandolfo demuestra, fuera de toda duda, que murió de un
ataque cardíaco… de modo que no hay motivos para pensar que El Circulo Azul
sospeche de ningún peligro para su misa negra. En segundo lugar, la madre del
coronel Satta ha ubicado dos pistolas y dos transmisores en la villa De Muro. —
Señaló con el mentón al belga—. René ha sido informado del lugar exacto donde se
encuentran y le pasará dicha información a Michael. Son, por supuesto, sólo
transmisores en clave, y la señal para que Michael ataque serán tres bips cortos y uno

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largo. Por Gandolfo sabemos que habrá por lo menos una docena de guardias
alrededor de la propiedad. El coronel Satta y su equipo estarán a tres kilómetros de
distancia y esperan llegar a la capilla minutos después de recibir nuestra señal. —
Miró a Creasy, señaló el plano que tenían delante, y agregó—: Es todo suyo, jefe.
Creasy se estiró y después se sentó. Por fin estaba en su elemento. Guido acercó
una silla y se sentó junto a él. Durante más de un minuto, Creasy estudió el plano
detallado. La villa estaba emplazada en las colinas, a unos cinco kilómetros del lago
de Bolsena. El terreno era muy boscoso y quebrado.
—Tenemos miras infrarrojas Trilux, que los guardias no tendrán —dijo Creasy—.
Nos dividiremos en dos grupos. Uno, penetrará primero el terreno. Ese grupo estará
compuesto por Maxie, Frank y René. Ellos identificarán la ubicación de los guardias
y le transmitirán esa información al segundo grupo, formado por Guido, El Búho y
yo. Es necesario que ataquemos sólo después de que la misa haya comenzado y sus
participantes estén totalmente concentrados en ella… de hecho, justo antes del
sacrificio. Michael nos enviará la señal y, cuando lleguemos, le disparará al Obispo.
Mi grupo entrará en la capilla, mientras que el de Maxie se quedará afuera,
liquidando a los guardias. —Giró la cabeza para mirar a Jens—. Tú aguardarás a un
kilómetro de distancia, en una camioneta de doce asientos. Fijaremos tu llegada a la
capilla aproximadamente un minuto antes del arribo del coronel Satta con sus
hombres. Ubicaremos cuatro automóviles a tres o cuatro kilómetros de la villa y nos
transferiremos a ellos, dejando la camioneta en ese lugar. Entraremos con bengalas y
granadas de estruendo. Quiero que en la capilla se dispare el menor número posible
de armas de puño. Además de la del Obispo, yo me ocuparé de todas las otras
muertes que sean necesarias. —Miró a Satta—. Eso incluye a Donati y Hussein.
Heriré a Delors pero lo mantendré con vida para ti. Él es el que hablará.
Sarta asintió y luego preguntó:
—¿Y el resto de la congregación?
—Yo mataré al Iniciado —respondió Creasy después de pensar un minuto—. Al
resto te lo dejaré a ti para que les hables.
—Me parece muy bien —dijo Satta.

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92

Katrin no hacía más que reír nerviosamente. Lo había estado haciendo la mayor parte
del tiempo, cuando no dormía. Esa risa no tenía nada que ver con la felicidad, sino
con las píldoras que sus nuevos padres adoptivos habían estado administrándole a
intervalos regulares. Ella veía esa casa hermosa y los rostros sonrientes de sus padres
por entre una bruma de felicidad. Pensó que tal vez ese estado mental era similar al
de todos los chicos de su edad que habían escapado de una pesadilla.
La tarde del domingo, cuando su nueva madre le dijo que salían a dar un paseo en
auto, para visitar a algunos amigos que vivían fuera de la ciudad, ella rió con alegría.

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El timbré de la puerta del departamento sonó a las nueve y media de la noche.


René fue a abrir. Gina Forelli entró en la habitación, le entregó una larga capa
color rojo oscuro y le dijo:
—Prepáreme uno de sus maravillosos Bullshots, René, por favor.
Michael miraba un partido de fútbol por televisión. Se puso de pie y ambos se
abrazaron.
—Estoy muy contenta contigo —anunció ella.
—¿Por qué?
—Porque eres auténtico —respondió ella con entusiasmo.
—¿De qué estás hablando?
Ella se acercó al televisor y lo apagó. Usaba una falda de lana azul oscuro que le
llegaba a los tobillos, y un suéter de cachemira de cuello alto y color rojo sangre.
Michael no creía que ella usara nada debajo. Gina giró para mirarlo, la cabeza
levemente ladeada, y después dijo con voz ronca:
—Tienes que entender, Adnan. A Roma llegan muchos farsantes. Algunos de
ellos tienen dinero, y otros sólo triquiñuelas astutas para simular que lo tienen. Para
que yo pudiera llevarte conmigo esta noche, fue preciso que algunas personas muy
importantes te investigaran por completo. Créeme, son personas que tienen el poder y
las conexiones necesarias para hacerlo.
—¿Y tú y ellos se sorprendieron al descubrir que yo era auténtico? —preguntó
Michael con tono de irritación.
—No me sorprendí —respondió ella—, sólo me sentí gratificada. Por supuesto,
había oído rumores de que habías transferido diez millones de dólares a tu cuenta de
aquí, en el Banco de Roma… Ahora sé de qué Banco de Medio Oriente transferiste el
dinero. Sé incluso el nombre del gerente de ese Banco que hizo la transferencia.
También sé que cuando abandones Roma tienes un lugar reservado en la Universidad
de Harvard. Hasta conozco el nombre de tus futuros profesores.
Michael se obligó a parecer impresionado.
—De modo que, quizás, el pequeño juego de esta noche será serio. A lo mejor no
es sólo una montaña de mentiras para separarme de mis cincuenta mil dólares.
Muy sería, ella negó con la cabeza.
—Por cierto no es ningún juego, Adnan. Lo que verás esta noche… aquello en lo

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que participarás, es algo tan fuera de lo común que vivirá en tu mente para siempre…
Es posible que jamás vuelvas a ser el mismo.
René apareció con el trago de Gina y miró a Michael con expresión de
interrogación, pero él sacudió la cabeza. René abandonó la habitación.
—¿Tú no bebes esta noche, Adnan? —preguntó Gina.
—No todavía… me lo reservo para más tarde.
Ella sonrió.
—Sí. Habrá de sobra más tarde… Encontrarás todo lo necesario para saciar tu
cuerpo y tu cerebro… Todo.
Él miró su reloj.
—¿A qué hora nos vamos?
—Dentro de unos diez minutos —contestó ella—. Pero hay dos cosas que debes
hacer primero.
—Como por ejemplo, ¿qué?
Ella bajó su vaso.
—Darme primero la mitad de los cincuenta mil dólares… y, después, desnudarte
—respondió Gina.
—¿A qué demonios estás jugando?
Ella se echó a reír, se le acercó y lo besó castamente en la boca.
—Debo registrarte a fondo. Tiene que ser así… Será más placentero que
doloroso.
—Por supuesto, no tengo ninguna objeción… —dijo él con tono irónico—. En
cuanto al dinero: te daré la otra mitad mañana, después del evento.
Ella asintió, muy seria, y dijo:
—Confío en ti. Eso es un poco peligroso para mí porque puede significar que
estoy enamorándome de ti.
Él la miró con incredulidad, metió la mano en el bolsillo interior del saco y
extrajo un sobre. Se lo entregó a ella.
—Aquí tienes veinticinco billetes de mil dólares.
Ella no contó el dinero. Plegó el sobre, se levantó el suéter y se lo metió en el
cinturón de la falda.
—Desnúdate —le dijo con una sonrisa.
Fue el registro más cuidadoso que Michael pudo imaginar. Por lo visto, ella había
sido muy bien instruida por un profesional. Gina examinó meticulosamente cada
prenda de su ropa, revisó las costuras y la pretina de los pantalones y hasta los
botones del saco. Palpó cada centímetro de la tela de su traje, camisa y ropa interior.
También verificó sus zapatos desde muchos ángulos, y golpeó los tacos contra una
mesa en busca de eco.
Michael y Creasy habían barajado la posibilidad de ocultar un transmisor
diminuto en alguna parte de su cuerpo o de su ropa. Michael se sintió muy aliviado de
que hubieran decidido no correr ese riesgo.

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A continuación ella le examinó el cuerpo. Primero espió en su boca abierta y
verificó que no hubiera nuevas emplomaduras. Después, metió los dedos en sus
orejas. Por último, le pidió que abriera las piernas, se inclinara hacia adelante y se
tocara los pies. Él lo hizo, y supo lo que vendría. Sintió el dedo que le introducía en el
ano y se lo revisaba. Gina le besó el centro de su espina dorsal y le dijo:
—Adnan, estás limpio en todos los sentidos.
Ella condujo el auto, un Mercedes que Michael no había visto antes. Un hombre
bajo y de tez oscura iba sentado en el asiento de atrás. Gina no se molestó en
presentárselo. Michael comprendió que durante todo el camino le apuntaría a la
espalda con una pistola.
No bien abandonaron el centro de Roma, ella lo miró y le dijo:
—Tenemos que vendarte los ojos a partir de aquí. Lo entiendes, por supuesto.
—Por supuesto —respondió Michael.
Oyó que el hombre se movía detrás de él y después sintió que le cubrían los ojos
con una bufanda de seda negra.

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El fino trozo de luna estaba oscurecido por las nubes. Se detuvieron debajo de un
grupo de árboles, a más o menos un kilómetro de la villa. Todos estaban vestidos de
forma idéntica: de negro, con botas altas con suela de goma. Sus torsos estaban
cubiertos con correajes negros de los que colgaban pequeñas bolsas. En las cabezas,
gorros negros tejidos; tenían también la cara tiznada de negro.
Salvo para El Búho, para todos era algo familiar y cómodo. El Búho era el único
que jamás había servido en un ejército profesional, pero se acostumbró enseguida e
incluso hizo un chiste cuando se vestían en el refugio. Jens acababa de ponerle una
pomada negra en las mejillas, la frente y el mentón. El danés se apartó y observó a su
amigo. El Búho parecía un soldado de combate de la cabeza a los pies. Tenía
granadas colgando del correaje del pecho, un arma de puño en la pistolera sujeta a la
cadera, una ametralladora colgando del hombro derecho, y bolsas con cargadores
adicionales. Una mira infrarroja le colgaba del cuello. Jens había asentido con
satisfacción.
—Creasy no me deja llevar mi reproductor de discos compactos ni los
auriculares… —comentó El Búho con tono melancólico.
El danés tardó algunos segundos en darse cuenta de que acababa de escuchar un
chiste.
Debajo de los árboles, todos se pusieron en cuclillas. Creasy señaló a Maxie y
luego en dirección a la villa. Sigilosamente, Maxie desapareció en la oscuridad.
Había sido la elección obvia para realizar el reconocimiento de la mansión y los
terrenos adyacentes. Durante cinco años había servido en los Selous Scouts del
ejército de Rodesia y era capaz de pasar a diez pasos de un elefante separado de su
rebaño sin que se diera cuenta. Creasy levantó la cubierta de su reloj y verificó el dial
iluminado. Eran las diez y cuarto. Habían decidido avanzar a la posición final sólo a
último momento.
Maxie volvió a las once menos cuarto. Se deslizó entre Creasy y Guido.
—Conté siete guardias: cuatro estáticos y tres móviles —les susurró—. Todos
portan ametralladoras. Podría haber más del otro lado de la casa. El muro perimetral
es de unos dos metros y medio de altura y está hecho de piedra seca, sin argamasa.
Sobre el muro no hay alambres ni alarmas. Estuve a doscientos metros de la casa y la
capilla. No había trampas de alambre ni perros. Empezó a llegar gente. Vi a siete

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mientras observaba: tres hombres y cuatro mujeres. No hay luces entre la casa y la
capilla, aunque noté lámparas exteriores no encendidas en este trayecto y encima de
las dos puertas. Hay una luz en el interior de la capilla que se ve a través de un
ventanal alto. Es una luz roja, pero el color podría deberse a un vitral.
Creasy se inclinó hacia adelante y miró a Guido. Vio los dientes blancos del
italiano mientras le murmuraba:
—No me gusta no saber qué hay del otro lado de la casa.
—A mí tampoco —dijo Creasy. Volvió a consultar su reloj.
—Nos separaremos en dos grupos y avanzaremos dentro de veinte minutos.
Deberíamos encontrarnos en posición antes de que ellos empiecen a moverse de la
casa a la capilla. Eso le dará tiempo a Maxie de pegar la vuelta detrás de la casa y ver
qué hay allí. —Palmeó a Maxie en el hombro—. Después de eso, vuelve a mi
posición y avísame. Entonces tendremos unos veinte minutos para hacer cualquier
cambio que resulte necesario en nuestros planes.
A tres kilómetros de allí, el coronel Mario Satta se encontraba sentado en su
vehículo comando, en un claro ubicado a unos doscientos metros de un camino lateral
angosto. Había otros seis vehículos en fila: tres jeeps con techo duro, otro automóvil
y dos transportes negros blindados, cada uno con doce hombres adentro. Su segundo
al mando, el capitán Brisci, estaba sentado junto a él y tamborileaba con impaciencia
los dedos sobre la rodilla.
—¿Por qué no avanzamos ahora, Coronel? —preguntó—. Sabemos que Giardini
está ya en su casa, probablemente cenando con su esposa.
Satta lo miró. Confiando todavía en que ese hombre era tan honesto como su
reputación, e igualmente inteligente.
—En estas cuestiones, capitán, a veces me desvío de lo normal —le explicó Satta
—. Ahora es posible que nuestro amigo Giardini tenga papeles comprometedores en
su casa. Si tocamos el timbre mientras está cenando, él, su esposa o sus hijos o
cualquier otra persona de la casa puede tener tiempo de ocultar o destruir esos
documentos. Prefiero esperar a que todos se hayan acostado y estén profundamente
dormidos. Entonces tiraremos abajo las puertas y nos meteremos en su estudio antes
de que él logre despertarse del todo.
—¿Cómo sabremos que está dormido? —preguntó el capitán.
Satta suspiró. Después de todo, tal vez ese hombre no era tan inteligente.
—Tenemos hombres vigilando la casa desde todas direcciones —explicó—. Ellos
nos informan, que las únicas luces encendidas son las de la planta baja. Cuando esas
luces se apaguen y se enciendan las del piso superior, se nos informará por radio. Y
cuando las luces del piso superior se apaguen podremos dar por sentado que la
familia está a punto de dormirse. Media hora más tarde entramos por la fuerza.
El capitán no era estúpido.
—¿Qué pasa si una de las luces de arriba queda encendida toda la noche? Quizás
uno de los miembros de la familia sufre de insomnio… o se queda leyendo un libro o

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mirando un vídeo pornográfico.
Satta sonrió.
—En ese caso, esperamos hasta las dos de la mañana y después nos vamos. —
Consultó el reloj y tanteó el bolsillo de su uniforme en busca de la pequeña caja negra
que Creasy le había dado. Debería enviar un «bip» dentro de la siguiente hora› y
entonces el signor Giardini, su esposa y su familia podrían disfrutar de una noche de
sueño sereno, sin perturbaciones.

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Ella lo tomó de la mano. Durante varios pasos él alcanzó a sentir y a oír la fina grava
bajo sus pies.
—Cuatro escalones —dijo ella y le apretó fuerte la mano.
Él encontró el primer escalón; después, los otros fueron fáciles. Sintió un aire
cálido cuando transpusieron una puerta abierta. Oyó que la puerta se cerraba detrás de
él.
—Ya puedes quitártela —dijo ella.
Michael se arrancó la venda de seda negra y parpadeó con la luz. Estaban de pie
en el vestíbulo de lo que sabía era una villa muy grande. Debajo de sus pies había una
alfombra gruesa, arañas sobre su cabeza y viejos retratos en las paredes. Frente a él
había una puerta abierta, de la que salían voces.
Ella volvió a tomarlo de la mano, lo condujo hacia adelante y le dijo:
—No emplearemos ningún nombre. —Su voz se convirtió en un susurro. -Te
sorprenderás… te impresionará mucho ver aquí a un obispo auténtico. Él celebrará la
misa.
Michael no se sorprendió ni se impresionó. Esa tarde había estudiado varias
fotografías del obispo Caprese. Por cierto que reconocería su barba perita negra, sus
cejas tupidas y su pelo negro ensortijado.
Cuando caminaban por el corredor, Michael notó una puerta a su izquierda. Sin
duda era el cuarto de vestir de los hombres. A su derecha había una escalera. Sabía
que conduciría al dormitorio y a otro cuarto de vestir. Entraron en el cuarto del frente.
Había allí una docena de personas con copas de champagne en la mano. Todos se
volvieron para ver a la pareja que llegaba. Había siete hombres y cinco mujeres.
Algunos saludaron a Gina con la cabeza. Los ojos de todos los presentes escrutaron
cuidadosamente a Michael.
Un mayordomo mayor se acercó con una bandeja de plata llena de copas de
champagne. Cada uno tomó una. Michael bebió un sorbo y abiertamente estudió a los
presentes. Lo que lo sorprendió fue, ver que el obispo Caprese usaba la vestimenta
púrpura de su rango. Era más alto de lo que Michael había imaginado. Michael lo
miró fijo y pensó que, a eso de la medianoche, le metería una bala entre los dos ojos.
No pudo no reconocer el rostro negro y levemente transpirado de Anwar Hussein, de
pie junto a otro rostro fácil de reconocer: el de Jean Lucca Dona ti.

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Todos los hombres vestían trajes sobrios; las mujeres, vestidos largos o faldas
largas con blusas. Dos de las mujeres tenían poco más de veinte años y eran muy
atractivas; otras dos tendrían unos diez años más y también eran atractivas. Tres de
ellas pasaban apenas la mediana edad; una conservaba una belleza evidente, pero no
así las otras, ni siquiera con un abundante maquillaje. Además del Obispo, Hussein y
Donati, Michael no reconocía a ninguna de las mujeres ni a los otros dos hombres,
que tenían alrededor de cincuenta años y un sobrepeso evidente.
Miró en todas direcciones y le dijo a Gina:
—Es un salón hermoso, de lo que debe de ser una casa hermosa. ¿Los dueños
están presentes?
Ella sonrió y negó con la cabeza.
—En estas ocasiones, se ausentan durante el fin de semana.
Ella le tomó la mano y lo llevó junto al Obispo, mientras decía:
—Sólo debes estrecharle la mano y mantener una conversación agradable. No
debes hacer preguntas directas. Dentro de alrededor de veinte minutos nos
cambiaremos e iremos a la capilla.
Michael le estrechó la mano al Obispo y una vez más comentó lo hermoso que era
ese salón. El Obispo asintió y señaló una tela grande que había en una pared cercana
y que representaba un paisaje.
—No será un Caravaggio —dijo con una sonrisa—, pero igual es un cuadro muy
valioso, con una antigüedad de alrededor de cien años. —El Obispo le dedicó a Gina
una mirada cómplice y, con una voz un decibel más bajo, dijo—: Qué placer verte de
nuevo, querida mía. Tu belleza brinda un encanto mucho mayor a estas poco
frecuentes ocasiones. —Hizo un gesto hacia Michael—. Y tu joven compañero
también le da lustre a nuestra reunión.
Michael sintió que se le ponía la piel de gallina al recordar la descripción de lo
que normalmente ocurriría después de la misa: la orgía sería bisexual. Les estrechó
las manos a los otros. El apretón de manos de Donati fue blando; en cambio Hussein
le estrujó la mano como una morsa: El mayordomo sirvió canapés. Michael paseó la
vista por el lugar y decidió que eso bien podría ser una aburrida reunión de cócteles.
Sólo tuvo conciencia de lo que sucedería después cuando Hussein apareció al lado de
él, lo tomó del codo y le sugirió que fueran a cambiarse. Todos salieron del salón al
hall. Las mujeres subieron por la escalera y luego se dirigieron a la izquierda. Gina le
dirigió una mirada tranquilizadora. Los hombres avanzaron por el corredor y
transpusieron la puerta de la derecha. Era una habitación muy grande con paredes de
damasco, amueblada con sofás tapizados con brocato. En uno de ellos estaban
extendidas media docena de túnicas negras con capucha y cinturones con borlas.
Sobre el piso había un surtido de sandalias negras. Michael observó la habitación y
con gran alivio vio las dos puertas que René le había descripto. Sabía que las dos
conducían a cuartos de baño, y que él debía entrar en la de la derecha.
Sin ninguna ceremonia, Donati y Hussein empezaron a quitarse la ropa. Los otros

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los imitaron. Michael sabía que tenía que entrar en el baño después de ponerse la
túnica. Donati y Hussein se desnudaron. Donati tenía una leve panza, pero el cuerpo
negro de Hussein era duro como una roca. Hussein tomó una de las túnicas y la
sostuvo hasta la altura de los hombros de Michael.
—Le quedará bien —dijo con una sonrisa. Hizo un bollo con ella, y la levantó por
encima de la cabeza de Michael. Después, la túnica se deslizó hasta el piso.
—Sí, me queda bien —dijo Michael con una sonrisa—. Mi sastre la aprobaría.
—¿Quién es su sastre? —preguntó Donati.
Michael lo miró muy serio y respondió:
—Me dijeron que no debía preguntar ni responder preguntas directas.
Tanto Donati como Hussein asintieron en señal de aprobación. Michael
comprendió que acababa de pasar una prueba. Encontró un par de sandalias que
parecían del tamaño adecuado, se sentó y se las calzó.
—Tengo que ir al baño… supongo que no hay uno en la capilla —dijo y se puso
de pie. Con una sonrisa a Hussein, comentó—: Debo confesar que me siento un poco
nervioso.
Hussein le devolvió la sonrisa y le indicó las dos puertas.
Una catástrofe estuvo a punto de suceder. Uno de los otros hombres, que estaba
completamente desnudo, también se dirigía a las puertas. Michael se apresuró.
—¿Cuál es cuál? —le preguntó.
El hombre se encogió de hombros y dijo:
—Puesto que somos todos hombres, cualquiera es igual.
Michael apuró el paso y llegó a la puerta de la derecha. Adentro había uno de los
cuartos de baño más enormes que él había visto jamás. Una enorme bañera esmaltada
se erguía sobre sus cuatro patas junto a una pared, y al lado había un lavabo también
muy grande. En el fondo había un inodoro y, al lado, un bidet. Sobre la derecha
estaba el mueble que Michael rogaba encontrar. Un ropero blanco muy alto, con
taraceado con un diseño dorado a la hoja. Se preguntó cómo habría llegado a esa
altura la anciana madre de Satta. Entonces vio la endeble silla junto al ropero y contra
la pared. La sacó y se paró sobre ella. Oyó un crujido amenazador bajo sus pies. Los
movió hasta apoyarse en los bordes externos de la silla, estiró la mano y palpó la
parte superior del ropero. Literalmente suspiró con alivio cuando sintió la dureza del
metal. Bajó el arma y las bandas elásticas de cinco centímetros de ancho y la caja
metálica negra que alojaba el transmisor. Diez segundos después, las bandas elásticas
le rodeaban la cintura y sujetaban firmemente en su lugar la Colt 1911 y el
transmisor. Con otro suspiro, Michael se acercó al inodoro y orinó.

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96

Creasy observó a través de sus anteojos infrarrojos: teñían las figuras de un color
verde pálido, haciendo que la procesión pareciera incluso más obscenamente
malévola. Por su andar se dio cuenta de que las mujeres precedían a los demás, con
túnica oscura y capucha. Seguían los hombres. Con las capuchas levantadas, no pudo
identificar a Michael, pero de pronto vio que uno de ellos ubicado atrás llevaba un
brazo a la cintura de su túnica. Dos segundos después, la pequeña caja negra metida
en la bolsa de lona que Creasy llevaba en la cintura, sonó dos veces.
Guido estaba acostado junto a él, y también observaba por los anteojos
infrarrojos. Tocó suavemente a Creasy en el hombro y le susurró:
—Ese hijo tuyo está armado y en contacto.
Creasy gruñó y le dijo, también en voz baja:
—Mi estado de ánimo ha mejorado en un ciento por ciento. Si hubiéramos tenido
que entrar allá por sorpresa, Michael habría sido el primer sospechoso. No sabemos si
alguno de ellos está armado, pero si es así, al menos Michael tendrá la oportunidad de
defenderse.
Enfocó sus anteojos infrarrojos en el rincón posterior de la casa. Buscaba a
Maxie, quien había ido a verificar el otro lado del edificio. No vio nada. Giró para
mirar a Guido y, detrás de él, a El Búho. Los dos tenían los anteojos enfocados en la
misma dirección. Estaban a unos trescientos metros de distancia.
—¿Lo viste? —preguntó Creasy.
El Búho respondió con su francés con acento de Marsella:
—Juro sobre la tumba de mi madre que nadie ha rodeado esa esquina durante los
últimos diez minutos.
En la voz de Guido había rastros de ansiedad.
—Espero que Maxie no se haya topado con algo inesperado.
Creasy estaba por pronunciar algunas palabras tranquilizadoras, cuando un sonido
seco sonó junto a él. Era Maxie, acostado boca abajo y con una respiración un poco
agitada.
—Hay sólo un guarda estático, dormido sobre un banquito en la puerta del garaje
—dijo Maxie—. Podría haberle cortado la garganta.
El Búho se adelantó un poco sobre los codos y preguntó:
—¿Por qué camino volviste, Maxie?

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—Por el mismo que fui —respondió Maxie—. Rodeando esa esquina.
—¡Eso no es verdad! —susurró el francés—. Tuve mis anteojos enfocados todo el
tiempo en esa esquina. Y en ningún momento te vi entrar ni salir.
Creasy oyó que Maxie reía por lo bajo.
—Oye, garito, yo podría haber vuelto aquí y haberte sacado los pantalones sin
que sintieras nada —le murmuró a El Búho.
—Suficiente —dijo Creasy—. Ese guardia estará completamente despierto en
cuanto se dispare el primer tiro. ¿Cómo lo cubrirás?
Maxie volvió a reír entre dientes.
—No será necesario. Le dejé el viejo despertador.
Creasy y Guido sonrieron. El Búho no entendió nada.
—Maxie colocó una granada de fragmentación —le explicó Guido—. Supongo
que a unos sesenta centímetros frente al tipo. Seguro que le quitó el espolón, la ató
con una cuerda, hizo un nudo corredizo y después se lo pasó alrededor de la pierna
del tipo. Cuando el hijo de puta despierte y se pare, el nudo se correrá y habrá un
guardia menos para preocuparnos.
—Merde! —Fue la única palabra que el francés pudo pronunciar.
—No le daremos tiempo para eso —dijo Creasy. Por los anteojos observaba la
capilla. La congregación ya había entrado. Miró a Maxie—. Es hora de que vuelvas
con tu grupo. Sabemos que la capilla tiene una puerta posterior que conduce a una
antecámara. Cuando demos el golpe, esa puerta debe estar cubierta.
—René lo hará —dijo Maxie—. Frank y yo nos ocuparemos de los guardias
móviles. Los estáticos son justamente eso. Habrá tanta confusión que seguirán
quedándose en su lugar por lo menos diez segundos. De modo que tendremos tiempo
de regresar junto a ellos.
Creasy volvió a evaluar el despliegue de sus hombres. Se estiró hacia adelante y
le dijo a El Búho:
—Ve con Maxie. —Giró y miró a Maxie—. Debes ponerlo en una posición en la
que pueda ocuparse de dos de los estáticos; después, será una situación uno a uno
para ti y para Frank. Guido y yo entraremos en la capilla.
—Eso significa que no quedará nadie aquí para cubrirnos las espaldas —dijo
Guido.
Antes de que Creasy pudiera contestar, intervino Maxie.
—No es necesario —dijo—. He recorrido la totalidad del perímetro del terreno.
Nadie nos disparará desde atrás… a menos que uno de esos guardias quede en
libertad, y eso no es nada probable.
Guido asintió y estudió de nuevo la capilla a través de sus anteojos. Miro a
Creasy y murmuró:
—Todo parece andar bien… De modo que ahora esperamos a Michael.
—Así es —dijo Creasy—. Supongo que tardará alrededor de veinte minutos.
Maxie se deslizó detrás de ellos, tocó a El Búho en el hombro y le susurró:

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—Sígueme bien de cerca… no quiero perderte.

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97

Gina Forelli miró a Michael desde el otro lado del pasillo central. La luz de las velas
dejaba el rostro del joven alternativamente iluminado y en sombras. Era como si ese
rostro estuviera forjado en hierro. Gina supuso que esa rigidez era fruto del miedo o
del shock. Se equivocaba. Su cara había sido forjada por una furia calentada al
blanco. En ese momento él miraba el lugar más importante de la misa: un altar
cubierto con un paño de seda negra. Sobre él yacía el cuerpo supino de una criatura.
Su pelo rubio largo había sido trenzado y peinado sobre las orejas. Tenía los ojos
cerrados. Su cuerpo blanco de forma perfecta estaba sujeto al altar, por las muñecas y
los tobillos, con cordeles negros de seda.
Al principio, Michael pensó que estaba mirando un cadáver, pero luego vio que
los pequeños pechos de la criatura subían y bajaban suavemente al ritmo de su
respiración. Cerca de la cabeza había un cuchillo de oro recto, con la punta clavada
en un bloque negro de corcho. Una serie de velas negras y largas estaban dispuestas
en círculo detrás de ella. El obispo Caprese estaba de pie en el extremo más alejado
del altar. Se había sacado las vestiduras color púrpura y vestía una túnica negra. Por
sobre la barba, su boca era una línea recta y rígida. Encima de su cabeza, colgando de
un hilo invisible, había una cruz negra invertida. A cada lado del altar había un
hombre y una mujer vestidos de negro, que Michael no había visto en la casa. Supuso
que eran los falsos padres adoptivos. De rodillas frente al altar se encontraba el
Iniciado.
Michael miró en torno de él y comprendió la habilidad con que la organización
había creado una atmósfera perfecta. De los altoparlantes ocultos en lo alto de las
paredes brotaba un canto gregoriano, rítmico e hipnótico. En el aire flotaba el
incienso, sin duda inducido en la capilla por medio de ventiladores ocultos. Ningún
director de cine podría haber superado el clima reinante en ese momento. La fina
línea de la boca del Obispo se movió. Con una fuerte voz de barítono, recitó el
padrenuestro al revés. La congregación lo hizo al unísono.
Michael giró la cabeza y miró hacia atrás. En el fondo de la capilla había una
mesa larga, cubierta con un mantel negro y llena de fuentes con comida. Fruta, casi
demasiado madura; pilas de caviar gris sobre camas de hielo; trozos de jamón, carne,
cordero y de animales de caza, todos apenas cocidos. Rodeándolo todo había un
círculo de jarras con vino tinto espeso. No había cuchillos, tenedores ni platos.

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Michael sabía que después del sacrificio, todos los miembros de la congregación,
enloquecidos, se desnudarían y comerían con las manos, dejando que los jugos y la
sangre corrieran por sus cuerpos… antes de que esos cuerpos se fusionaran entre sí.
A la izquierda del altar había tres hombres. Michael reconoció a Dona ti y a
Hussein. También reconoció al tercer hombre por la descripción de René que le había
dado Satta, quien a su vez la había recibido de Gandolfo. El rostro debajo de la
capucha era oscuro, y los ojos eran más oscuros todavía. Sabía que estaba mirando a
Gamel Houdris, el líder supremo de El Círculo Azul. Vio que esos ojos oscuros lo
miraban fijo.
De pronto Michael comprendió que no sería una ceremonia larga. No había
necesidad de sacrificios menores de animales para que los participantes entraran en
clima. Paseó la vista y pudo ver algunas de las caras de los miembros de la
congregación, mojadas por la transpiración en ese aire fresco, las bocas flojas, los
ojos ya un poco vidriosos. Días, tal vez semanas de anticipación los habían
convertido en animales hambrientos cuya glotonería por el mal exigía ser saciada.
De nuevo el Obispo hablaba y hacía gestos, primero en dirección al Iniciado, y
luego al cuchillo. Michael no entendía las palabras pero sabía que eran en latín. Al
mismo tiempo, se dio cuenta de que quizás él mismo había esperado demasiado.
Enseguida descartó el plan cuidadosamente cronometrado. Se tocó la cintura y
sintió el contorno del diminuto transmisor, Apretó el botón y envió la señal en clave:
tres bips cortos y uno largo. El Iniciado se había puesto de pie. Subió las gradas hacia
el altar y se quedó allí mirando a la criatura desnuda.
La mente de Michael era como un témpano y funcionaba como una computadora.
Casi podía ver lo que estaba ocurriendo afuera, en la oscuridad: el grupo de Creasy
que avanzaba de prisa hacia la capilla; el de Maxie que avanzaba para eliminar a los
guardias; Jens, que encendía el motor de la camioneta a un kilómetro de distancia;
Satta que oía la señal en su receptor a tres kilómetros de allí y les ordenaba a sus
hombres iniciar la marcha.
El Iniciado tomó el cuchillo. Le sacó el corcho y, con las dos manos, lo sostuvo
en lo alto sobre el corazón de la pequeña. El Obispo entonaba una oración en latín,
sin duda también de atrás para adelante. Sus ojos estaban fijos en los pechos de la
chiquilla. Michael miró a los integrantes de la congregación. Los ojos de todos
estaban fijos en el altar. Con la mano izquierda levantó el dobladillo de su túnica y se
la subió hasta la cintura. Con la mano derecha sacó la pesada Colt. El Iniciado
levantó aún más alto el cuchillo de oro.
Michael le disparó en la nuca. La explosión del disparo sin silenciador reverberó
en toda la capilla. El Iniciado cayó sobre el cuerpo de la chiquilla, mientras su sangre
y su cerebro fueron a dar al rostro del Obispo vestido de negro. Michael disparó dos
tiros hacia ese rostro. Los dos le dieron en la boca abierta. Después hubo confusión y
gritos. Michael echó a correr por el pasillo hacia la parte de atrás de la capilla. Se
parapetó detrás de la mesa y gritó en italiano las palabras que había practicado:

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—¡Quietos, todos! El que se mueva morirá.
Los grupos se habían movido en el instante mismo en que llegó la señal de
Michael. Maxie estaba a sólo diez metros de uno de los guardias móviles. Una ráfaga
de un segundo de su ametralladora hizo girar al hombre y lo derribó. Otro guardia
móvil a veinte metros de allí gritaba, muerto de pánico. Una ráfaga de dos segundos
lo segó. Maxie cambió velozmente el cargador y corrió en dirección a dos de los
guardias estáticos. A doscientos metros de allí, también Frank abrió fuego con su
ametralladora. Se encontraba en una posición ventajosa: los otros dos guardias
móviles se habían descuidado, se detuvieron para conversar y compartir un cigarrillo
a treinta metros de donde él se encontraba agazapado. Los mató a los dos con una
sola ráfaga. Al igual que Maxie, cambió el cargador con una velocidad inusitada. Se
dirigió a la villa y al guardia estático que era su blanco.
Desde el otro lado de la casa oyó el estallido de una granada. El guardia estático,
con la granada atada a su pie, acababa de ser liquidado. Ni Maxie ni Frank tenían
tiempo de ocuparse de los otros guardias estáticos. El Búho se encargaría de ellos.
Oyeron tres ráfagas cortas de su ametralladora, un único grito y luego otra ráfaga.
Maxie se agazapó y miró hacia la capilla. La luz roja de la ventana alta de pronto se
puso blanca. Sabía que Creasy y Guido estaban adentro. Corrió hacia la parte
posterior de la capilla.

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Sólo Gamel Houdris logró escapar. En él se unían el instinto de supervivencia de una


serpiente, de un zorro y de un tiburón hambriento. Cuando la puerta del frente de la
capilla se abrió y las primeras ráfagas de ametralladora cegaron el recinto, él se
cubrió más la cabeza con la capucha y les gritó a Donati y a Hussein:
—¡Por la puerta de atrás! ¡Vayan a la puerta de atrás!
Ellos no veían nada, pero él los empujó hacia la puerta. A sus espaldas, oyó que
Delors gritaba de dolor al sentir que una bala se le incrustaba en la rodilla derecha.
Cuando se colocaron detrás y debajo del altar, de nuevo pudieron ver. Donati abrió la
puerta y corrió hacia afuera, seguido por Hussein. Houdris no se movió, sino que
esperó y observó. No habían avanzado cinco metros cuando René los derribó.
Hussein no murió enseguida. Logró ponerse de pie, se apretó la mano contra su
vientre abierto, y con la furia de un toro herido arremetió contra su atacante. Otra
ráfaga de disparos de la ametralladora de René lo arrojó hacia atrás y al suelo.
Houdris oyó el clic del cambio del cargador. Acurrucado, corrió hacia la oscuridad y
los árboles distantes.
Desde atrás oyó el tartamudeo de la ametralladora. Se arrojó al suelo. Un
proyectil le atravesó la túnica y le chamuscó la piel en la cintura. Rodó por el suelo y
siguió rodando hasta tropezar con unos arbustos bajos. Las balas pasaban silbando
sobre su cabeza. Reptó debajo de los árboles. Minutos después logró llegar a la cima
del muro de piedra seca. Miró hacia la casa y la capilla. Ahora estaban encendidas las
luces exteriores. Vio que una camioneta negra se acercaba y que una serie de hombres
vestidos de negro trepaban a ella, después oyó el chillido de los neumáticos cuando el
vehículo arrancó y se alejó.
Esperó, mientras pensaba en las opciones que tenía. Estaba cubierto sólo con la
túnica negra. Era obvio que los hombres vestidos de negro no pertenecían a las
fuerzas de la ley. Vio que algunos miembros de la congregación salían de la capilla,
caminando como zombies. Barajó la posibilidad de bajar de donde estaba, pero
enseguida cambió de idea cuando vio los faros de varios vehículos. Vio dos autos,
tres jeeps y dos transportes blindados. Vio cómo los carabinieri uniformados saltaban
de los vehículos. Se dio media vuelta y saltó hacia afuera.
Un viento del oeste se había llevado las nubes, y la curva delgada de la Luna no
arrojaba demasiada luz hacia el claro que tenía adelante. Un hombre de negro estaba

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allí de pie, a cinco metros. Un hombre con un rostro cuadrado y lleno de cicatrices, y
una ametralladora en las manos.
Houdris se recostó contra el muro de piedra. Reconoció al hombre que había
entrado por la fuerza en la capilla y había lanzado las bengalas. El hombre avanzó
lentamente hacia adelante hasta quedar a un metro de Houdris. Su voz era grave y
tenía un leve acento norteamericano.
—Usted morirá esta noche. Puede morir riéndose de su pasado. Usted no habría
muerto por el mal que ha hecho esta noche ni por el que ha hecho durante los últimos
veinte años. Usted morirá por el mal que le hizo a una mujer en Malta hace veinte
años. Usted morirá por una mujer que se sentaba muy seguido sobre una pared de
piedra para poder ver a su hijo, que también era hijo suyo, y que usted la obligó a
abandonar.
Gamel Houdris trataba de entender el significado de esas palabras cuando el
hombre arrojó al suelo la ametralladora, extendió sus manos cuadradas y lentamente
estranguló al líder supremo de El Círculo Azul.

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EPÍLOGO

Las muchachas se habían ido a sus casas hacía un buen rato. Blondie estaba en su
dormitorio excesivamente amueblado, y en ese momento se ponía los ruleros. Sonó el
timbre de la puerta de calle. Ella maldijo con elocuencia en tres idiomas, miró su reloj
y se dirigió a la puerta. Al abrirla, oyó que Raoul caminaba por el pasillo. Él también
maldecía en voz baja. El borracho hambriento de sexo que había tenido la mala idea
de llegar allí a las cuatro de la mañana recibiría su merecido.
Blondie permaneció en lo alto de la escalera y oyó que Raoul abría la puerta de
calle. Luego, oyó un intercambio de palabras en voz baja. Raoul no sonaba enojado.
Ella se puso la bata floreada y bajó. Las voces provenían ahora de la cocina. Creasy
estaba sentado frente a la mesa. En los años que lo conocía, nunca le había visto los
ojos tan cansados. Todo el cuerpo de Creasy parecía inyectado en sangre.
—¿Michael? —preguntó ella.
—Está bien.
—Ve a acostarte, entonces. Cuéntamelo por la mañana.
Él suspiró, se puso cansinamente de pie, logró sonreírle y dijo:
—¿Desayunarás conmigo?
—Yo prepararé el desayuno y lo tomaré contigo.
Era como en los viejos tiempos. Creasy miró su plato: seis lonjas de tocino,
cuatro huevos fritos, papas fritas, y tomates y riñones a la parrilla.
Comió todo, bebió dos tazas de café, miró a Blondie y dijo:
—¿Te cuento desde el principio?
—Por supuesto.
El relato le llevó a Creasy casi una hora. Ella conocía algunas partes, pero sólo las
primeras. Él la llevó por toda la historia de El Círculo Azul, sin ninguna interrupción.
—Desde luego que he leído en los periódicos lo de esa última misa negra —dijo
Blondie cuando Creasy terminó—. La noticia se ha propagado por toda Europa. Pero
estaba enojada contigo por haber tardado dos semanas en contármelo. —Comenzó a
hacer preguntas—. ¿Cómo está Satta?
Creasy levantó la cabeza y dijo, con una sonrisa cansada:
—El coronel Satta pronto será ascendido a general. Eso no lo compensará por la
pena permanente que siente por la pérdida de Bellu, pero lo obligará a estar bastante
ocupado. Le está ofreciendo batalla a la corrupción en Italia. Tiene un nuevo

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asistente: el capitán Brisci. Espero que, en cierto modo, ocurra como cuando alguien
pierde un perro viejo y leal: la mejor terapia es conseguir un nuevo cachorro.
Mientras tanto, Satta está cercando a Benito Massaro. Eso será digno de ver.
—¿Y qué me dices de la criatura que estaba atada al altar?
Creasy suspiró.
—La madre de Satta, la venerable Sophia, se ha interesado en ella. Su hijo mayor,
Giovanni, está casado desde hace diez años y todavía no tiene hijos. —Se encogió de
hombros—. Creo que su mamá le arreglará algo.
Blondie asintió con vehemencia, como si un hecho así fuera a la vez práctico y
correcto.
—Sé que Maxie ha estado en su casa estos últimos diez días, pero eso es todo lo
que sé —dijo Blondie.
—Maxie está muy bien. Yo me emborraché anoche un poco con él en su
restaurante. Pero él no puede resolver mi problema, y por eso vine a verte.
Con un ademán, Blondie le restó importancia.
—¿Y Frank y René?
—Están de vacaciones en Gozo. Se alojan en mi casa y Juliet está malcriándolos.
Ella los ha convertido en un par de gatitos sentimentales.
—¿Y el danés y El Búho?
Creasy le guiñó el ojo.
—Están en Copenhague. Jens renunció a la fuerza policial. Los dos han abierto
una agencia de detectives privados especializados en personas desaparecidas.
Ella sonrió.
—Me gusta ese policía… bueno, ese expolicía. Dile que siempre será bienvenido
aquí, y también su amigo El Búho.
—Se lo diré.
—¿Y qué me dices de Michael?
Creasy bebió un sorbo de café y dijo:
—Ése es precisamente mi problema.
—Tenías que tener un problema —dijo Blondie con severidad—. ¿Cuál es?
Creasy suspiró.
—Yo estrangulé a Gamel Houdris. Michael no sabe que Houdris era su padre
biológico. Mi problema es que no sé si: decírselo o no.
Blondie se encogió de hombros.
—¿Cuál es la diferencia? Él debió de detestarlo de todas formas.
—Eso pensé —dijo Creasy—. Pero también di por sentado que odiaba a su madre
biológica. Y me equivocaba… casi perdí a Michael.
La anciana se arregló el pelo. Era un gesto que siempre hacía cuando tenía que
pensar mucho.
—¿Dónde está Michael ahora? —preguntó.
—No lejos de aquí. Está del otro lado de la frontera, en Alemania, en un lugar

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llamado Wiesbaden.
—¿Haciendo qué?
Creasy levantó la vista del jarro con café y dijo, lisa y llanamente:
—Matando al padrastro de Juliet.
—Qué par son ustedes —murmuró, poniendo los ojos en blanco. Luego se puso
seria—. Creasy, te entiendo y entiendo a Michael, que es una creación tuya. He
vivido mucho tiempo y visto mucho de la vida y de la muerte… Me preocupa que
para ti y para Michael la muerte haya perdido su verdadero significado… Me
preocupa que tú y Michael repartan muerte como un jugador de póquer reparte las
cartas.
Creasy levantó la vista y sacudió la cabeza.
—Blondie, no me juzgues y no juzgues a Michael. Nosotros reaccionamos a lo
que la gente nos hace a nosotros y a nuestros seres queridos.
Ella suspiró.
—Creasy, el problema es que te entiendo, y sé qué es lo que te impulsa, y lo que
impulsa a Michael… Pero eso no me permite dormir tranquila. Me gustaría ver un
aspecto más apacible de ustedes dos.
Creasy se encogió de hombros.
—Tal vez algún día los dos descubramos ese aspecto más apacible y conciliador.
Pensé que Michael estaría aquí. Se suponía que haría el trabajo hace un par de días.
—¿No has sabido nada de él? —preguntó ella.
Creasy negó con la cabeza.
—Me ofrecí a ir con él, pero él quería hacerlo solo.
Sonó el timbre de la puerta de calle. Dos minutos después, Michael entraba en la
cocina, con aspecto atribulado. Abrazó a Blondie y la besó en las dos mejillas, y
luego se sentó frente a Creasy. Blondie se acercó a la cocina y se puso a prepararle el
desayuno a Michael.
Michael miró a Creasy.
—Me parece que fallé —le dijo.
—Cuéntame.
Era obvio que Michael se sentía un poco avergonzado.
—Le compré una bomba a Sacacorchos Segundo. La conecté debajo del nuevo
BMW de ese hijo de puta y me quedé sentado a trescientos metros con el control
remoto. Permanecí allí, paladeando el momento en que oprimiría el botón. Pensé en
Juliet y en lo que el hijo de puta le había hecho. Pensé en la perra de su madre, parada
al lado sin hacer nada. Imaginé el BMW destrozado y volando por el aire.
—¿Y?
Michael se echó hacia atrás en su silla, miró el cielo raso y dijo:
—No pude hacerlo.
—¿Por qué?
Michael se inclinó hacia adelante, hundió la cabeza en las manos y miró a su

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padre adoptivo.
—Mientras estaba allí sentado con el control remoto en la mano, tuve la
sensación de que en los últimos tiempos habíamos matado a suficientes personas.
Sentí que la venganza se había convertido en el pan de cada día.
Creasy también se echó hacia adelante.
—He oído eso antes. De modo que no apretaste el botón.
Michael sonrió.
—Sí, por supuesto. Hice saltar por el aire ese precioso BMW nuevo, sin nadie
adentro. Le costará mucho explicárselo a la compañía de seguros.
Los dos se echaron a reír. Blondie los contempló desde la cocina. Vio que de
pronto la risa abandonaba sus rostros.
Oyó que Creasy decía, en voz muy baja:
—Michael… ya sabes que estrangulé a Gamel Houdris.
—Por supuesto que lo sé.
—Lo que no sabes es que Gamel Houdris fue el hombre que obligó a la mujer que
se solía sentar en la pared de piedra a abandonarte… Era tu padre biológico.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Michael se echó hacia atrás en la silla y volvió a mirar el cielo raso. Enseguida,
exclamó con voz exultante:
—¡Aleluya!
Fin.
29/09/2010.

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A.J. QUINNELL (Nacimiento: 25 de junio de 1940, Nuneaton, Reino Unido),
(Fallecimiento: 10 de julio de 2005, Gozo, Malta).
Fue el seudónimo utilizado por el autor británico Philip Nicholson para firmar su obra
narrativa, dedicada íntegramente a las novelas de intriga y misterio. Nicholson fue un
viajero impenitente y muchas de sus historias albergan detalles, narraciones y
personajes secundarios que fue encontrando a lo largo de su vida.
Su obra más conocida es Hombre en llamas, que fue llevada al cine en varias
ocasiones, protagonizada por Marcus Creasy, un americano exmiembro de la Legión
Francesa, su personaje más conocido y que ha logrado un gran éxito en países como
Japón o la India, donde también se realizó una adaptación cinematográfica.

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