Circulo Satanico - AJ Quinnell PDF
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A.J. Quinnell
Círculo Satánico
Marcus Creasy - 03
ePub r1.0
Titivillus 20.01.18
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Título original: The blue ring
A.J. Quinnell, 1993
Traducción: Nora Watson
Diseño de cubierta: Titivillus
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PRÓLOGO
Cuando abrió los ojos, Hanne Andersen no supo dónde estaba. Muy pronto tuvo
conciencia de algunas cosas: el intenso dolor en el centro de su cabeza, el sabor seco
y ácido que sentía en la boca, el hecho de que no podía mover los brazos ni las
piernas, el cielo raso sucio y cuarteado encima de ella. Con dolor, movió la cabeza,
primero hacia un lado y después hacia el otro. Se encontraba en una pequeña
habitación cuadrada, sin ventanas, con sólo una pesada puerta metálica gris. Vio que
tenía las muñecas y los tobillos atados a las cuatro esquinas de la cama. Todavía
llevaba puesto el mismo vestido color rojo fuego de la noche anterior. Un terror
helado la paralizó cuando trató de recordar lo ocurrido.
Recordaba que Philippe la había pasado a buscar por el hotel, también el ruidoso
restaurante y la miríada de bebidas, desde vino hasta tragos más fuertes, como
tequila. A partir de allí, sus recuerdos se volvían más imprecisos: un par de bares y un
club nocturno barato en la Rué Saint Sans. Recordaba haberse reído mucho, y que
también él reía mientras contemplaban el espectáculo pornográfico que, al mismo
tiempo, la asqueaba y la excitaba. Después de eso, su mente era un blanco total.
Pasó una hora antes de que oyera el ruido de una llave que giraba en la puerta
metálica. Philippe entró y permaneció de pie junto a la cama, observándola. Vestía el
mismo traje azul marino, la misma camisa blanca y corbata color rojo oscuro que
usaba la noche anterior, pero el traje estaba arrugado y el nudo de la corbata, flojo. Su
rostro apuesto exhibía una barba negra sin afeitar.
La voz de Hanne sonó como un graznido.
—¿Dónde estoy, Philippe? ¿Qué pasó?
Los ojos de él ya no tenían el fulgor de la risa, y la sonrisa ya no le iluminaba la
cara: su expresión era despectiva. Le recorrió todo el cuerpo con la mirada. Luego
extendió la mano y le levantó el vestido rojo. Ella usaba una bombacha diminuta de
encaje blanco. Él la observó y murmuró algo en francés, y aunque ella sólo estudiaba
ese idioma desde hacía dos meses, entendió perfectamente esas palabras.
—Una pena… una verdadera pena… pero órdenes son órdenes. —Su expresión
volvió a ser de mofa—. Aunque creo que esto no dolerá.
Bajó la mano y la deslizó debajo de la cintura de la bombacha, hacia la
entrepierna. Ella trató de cerrar las piernas, pero las tenía atadas, bien abiertas. Gritó.
—Puedes hacer todo el ruido que quieras. Nadie te oirá.
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Cuando él trató de meterle un dedo en la vagina, ella tuvo un espasmo
involuntario y su vejiga cedió. Con una expresión de asco, él apartó la mano, se
enderezó y abandonó la habitación. Volvió cinco minutos después con una pequeña
bandeja de metal. Sobre ella había una jeringa, un trozo de algodón y un frasco que
contenía un líquido incoloro. Apoyó la bandeja junto a su cabeza y tomó asiento junto
a ella. Le levantó la manga del vestido, abrió el frasco y colocó algo del líquido en el
algodón. Le frotó el algodón con fuerza contra la parte interna del brazo y levantó la
jeringa.
—Mira esto —dijo en un susurro ronco—. Esta es tu amiga. Te hará sentir bien…
muy bien. Te quitará el miedo y el dolor de cabeza. Tu amiga te visitará muchas
veces en los próximos días.
Su cuerpo se sacudió cuando la aguja penetró en la vena. Gritó otra vez. En los
labios de él volvió a aparecer la sonrisa de desprecio. Minutos después, fue como si el
cuerpo y la mente de ella comenzaran a arder. El dolor de cabeza y el miedo
desaparecieron. Tuvo la sensación de que la voz de él flotaba cerca del cielo raso.
—Pronto vendrá una mujer y te lavará. Te traerá sopa caliente. Más tarde, volveré
yo… con tu amiga.
La oficina de Jens Jensen también era muy pequeña, no tenía ventanas, y
necesitaba una buena mano de pintura. Como joven detective del Departamento de
Personas Desaparecidas de la policía de Copenhague, no merecía algo más
importante. Bajo, de rostro rubicundo y algo rollizo, Jensen parecía más un banquero
que un policía. Vestía un conservador traje gris, camisa color crema, corbata azul y
zapatos negros de cuero de cocodrilo. Exasperado, suspiró al terminar de leer el
informe que había llegado esa mañana, procedente de la policía de Marsella.
Después, lo inundó una oleada de furia. Cerró la carpeta, se puso de pie, salió de la
oficina y echó a andar por el pasillo.
La oficina del inspector en jefe Lars Pedersen era espaciosa, alfombrada, y tenía
una vista estupenda de los Jardines de Tívoli. Pedersen era delgado, de pelo entrecano
y tenía todo el aspecto de un policía. Levantó la vista cuando Jens Jensen entró
abruptamente en la habitación, y notó la expresión en la cara de su subordinado.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Sin decir una palabra, Jensen colocó la carpeta frente a él y después se alejó a
mirar por la ventana.
Pedersen había tomado poco antes un curso de lectura veloz y sólo tardó cuatro
minutos en captar lo esencial de ese informe detallado.
—¿Y? —preguntó.
Jensen se dio vuelta para enfrentarlo. Con voz ronca dijo:
—Es la cuarta este año. Dos en España, una en la Riviera Francesa, y una en
Roma. Y sólo estamos a mediados de mayo. Los suecos han perdido a tres y los
noruegos, a dos…, todas en países mediterráneos de vacaciones… Y no se ha
encontrado a ninguna. —Su voz estaba llena de furia—. La situación es siempre la
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misma: muchachas escandinavas solteras, de vacaciones o que realizan estudios en
esos países. —Señaló la carpeta—. Hanne Andersen, diecinueve años, muy atractiva,
estudia francés en un instituto privado de Marsella, La Vieron por última vez saliendo
de su hotel a las diez de la noche del 4 de septiembre, y luego subió a un Renault
negro conducido por un hombre joven que parecía francés, sea cual fuere el
significado de eso. Es todo lo que sabemos.
—¿Y todas las otras muchachas eran atractivas o hermosas, incluyendo a las
suecas y las noruegas?
—Así es —respondió Jensen—. Usted ha visto mi informe y las fotografías… y
también ha leído mis recomendaciones.
Pedersen suspiró y apartó la carpeta como para desecharla.
—Sí, sí. Lo que quieres es formar una unidad especial. Tienes la teoría de que se
trata de una banda organizada que se dedica a la trata de blancas.
Jens Jensen tenía treinta y cinco años. De no haber sido por lo poco que
controlaba su mal humor y por su incapacidad para demostrar un respeto ilimitado
hacia sus superiores, podría haber progresado mucho más en la fuerza policial. Se
consolaba con su amor por las cervezas exóticas y la fascinación que sentía por los
transbordadores marítimos. Pero, ahora, su furia estalló.
—¡Teoría! Hace cuatro años que estoy en el Departamento de Personas
Desaparecidas. He hecho conexiones con Estocolmo y Oslo. He viajado a París,
Roma y Madrid con un presupuesto de mierda. —Rodeó el escritorio del Inspector en
Jefe, mientras su furia crecía—. Yo soy el pobre diablo que tengo que decirles a los
padres de esas chicas que eso es todo lo que podemos hacer. —Estrelló el canto de su
mano contra la carpeta—. Esta tarde, el señor y la señora Andersen vendrán a mi
piojosa oficina para sentarse frente a mi piojoso escritorio de cincuenta años, de
antigüedad y escucharme decirles que su hija ha desaparecido, y que a esta altura es
probable que la hayan obligado a convertirse en una drogadicta que vende su cuerpo
para beneficio de algunos proxenetas hijos de puta.
Pedersen volvió a suspirar, y con voz paciente dijo:
—Jens, tú sabes cuál es el problema. Tiene que ver con dinero. Solamente en
Copenhague, tenemos más de cuatrocientas denuncias de personas desaparecidas por
año. Nuestro presupuesto es limitado y cada año se recorta más. Se calcula que la
unidad especial que quieres formar nos costaría más de diez millones de coronas por
año. La comisión de finanzas no lo aprobará. Su costo no se justifica, sobre todo para
sólo una docena de muchachas por año… olvídalo.
Jens Jensen se dio media vuelta y enfiló hacia la puerta, pero dijo por sobre el
hombro:
—Entonces enviaré al señor y a la señora Andersen a la comisión de finanzas. —
Cuando llegó a la puerta se volvió y miró a su jefe—. Tal vez ellos puedan explicarles
todo lo relativo a presupuestos… y a El Círculo Azul.
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Era una tarde cálida de fines de septiembre en la pequeña isla mediterránea de Gozo,
cuando el padre Manuel Zerafa condujo su viejo y destartalado Ford a la casa de la
colina. Era una vieja granja convertida en casa, con una vista soberbia de la isla y, del
otro lado del mar, de la diminuta isla de Comino y de la gran isla de Malta.
Transpiraba un poco cuando tiró de la antigua campanilla de metal alojada en una
enorme pared de piedra. Al cabo de un minuto, la puerta se abrió y apareció un
hombre grandote. Llevaba el pelo entrecano muy corto sobre su cara cuadrada y
curtida; en una mejilla tenía una larga cicatriz, otra en la barbilla, otra en el lado
derecho de la frente. Llevaba puesto sólo pantalón de baño. Su cuerpo era fuerte y
firme y estaba muy bronceado. También en el cuerpo tenía cicatrices: una que iba de
la rodilla derecha hasta casi la ingle, otra del hombro derecho a la cintura. El padre
Zerafa conocía bien a ese hombre; sabía que en la espalda tenía más cicatrices y que
le faltaba el meñique de la mano izquierda. El padre Zerafa conocía la procedencia de
algunas de esas cicatrices. Mentalmente, el padre Zerafa se santiguó y dijo:
—Hola, Creasy. Hace un calor infernal y necesito una cerveza bien helada.
El hombre dio un paso atrás y le dio la bienvenida con un gesto.
Los dos se sentaron debajo de un enrejado de bambú cubierto de parras y
mimosas; frente a ellos estaba la pileta de natación, con su agua azul, fresca y
tentadora. Más allá, la vista panorámica. El padre Zerafa pensó que si tuviera que
quedarse sentado allí cien años, nunca se cansaría de esa vista.
El hombre trajo dos cervezas heladas y después miró al sacerdote con una
pregunta en los ojos. Los dos eran amigos desde hacía tiempo, y aunque el sacerdote
caía cada tanto de visita los días calurosos para beber una cerveza fría, el hombre
sabía que en esta ocasión no se trataba tan sólo de una visita de cortesía.
—Es sobre Michael —comenzó a decir el sacerdote.
—¿Qué pasa con Michael?
El sacerdote bebió un sorbo de cerveza y dijo:
—Es jueves, y sé que hoy está en Malta con George Zammit. ¿A qué hora
regresará?
Creasy consultó su reloj.
—Debería haber abordado el ferry de las siete, así que calculo que estará acá
dentro de media hora. ¿Qué ocurre?
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—Es sobre su madre.
Creasy lo miró con azoramiento.
—¡Su madre!
El sacerdote suspiró y luego dijo con firmeza:
—Sí, su madre. Está en el hospital St. Luke, tiene cáncer y agoniza. Al parecer
sólo le quedan algunos días de vida.
—¿Y entonces?
Con una voz todavía más firme, el sacerdote contestó:
—Ella quiere ver a Michael antes de morir.
—¿Por qué?
El sacerdote se encogió de hombros.
—Recibí un llamado del padre Galea, que atiende a los enfermos y agonizantes
en St. Luke. Ella le preguntó acerca de su hijo. Le preguntó si seguía en el orfanato.
Le dijo que quería ver su rostro antes de morir.
La voz de Creasy fue helada como un glaciar.
—Ella casi ni miró ese rostro cuando nació. Ella lo abandonó… Y usted sabe
cómo lo hizo. Me lo contó.
—Sí, te lo conté.
—Cuéntemelo de nuevo.
El sacerdote suspiró.
—¡Cuéntemelo de nuevo, padre!
El sacerdote lo miró y dijo:
—El timbre de la puerta de calle sonó por la noche en el orfanato de las hermanas
agustinas de Malta. Una de las religiosas abrió la puerta y encontró en el escalón un
canasto cubierto con un paño. En ese momento arrancó un automóvil. La hermana
alcanzó a ver la cara de una mujer y de un hombre en el vehículo… obviamente, el
rostro de la madre biológica de Michael y el de su proxeneta.
Se hizo un silencio prolongado mientras los dos hombres perdían la vista en el
horizonte. Después, el sacerdote dijo en voz baja:
—Debes entenderlo, Creasy. Tengo que decirle a Michael que ella quiere verlo.
Es mi deber.
—Su deber es para con Michael. —Creasy contestó con rudeza—. Usted lo crió
en el orfanato hasta que yo lo adopté. Él no conoció a su madre, pero usted y yo
sabemos que él la odiaba. Su madre era una prostituta, más interesada en ganar dinero
que en el hijo de su sangre. También sabe que Michael ha debido pasar por un
infierno. ¿Por qué empeorar las cosas?
Otro silencio. El vaso del sacerdote estaba vacío. Levantó la vista, miró al hombre
y dijo:
—Ve a buscar otra cerveza fría. Cuando vuelvas te lo diré.
Hablaba en un tono de voz que pocas personas se atreverían a usar con Creasy.
Creasy lo miró un buen rato con sus ojos gris pizarra entrecerrados. Después se
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encogió de hombros, se puso de pie y fue a la cocina.
Frente a otra cerveza, el sacerdote comenzó a hablar. Le recordó a Creasy la vez
que, dos años antes, los dos se sentaron en los escalones de la iglesia para ver un
partido de fútbol entre el orfanato y la aldea de Sannat. Michael tenía entonces
diecisiete años, y era el jugador más talentoso y coordinado del campo de juego. El
padre Zerafa manejaba el orfanato y era el director técnico del equipo de fútbol.
Creasy había observado el partido con atención y preguntado por Michael en forma
detallada. El sacerdote le explicó que la madre de Michael era una prostituta del
distrito maltes de Gzira, donde trabajaban las prostitutas. El padre de Michael era sin
duda uno de sus clientes, casi con toda seguridad un árabe, lo cual explicaba la tez
oscura del muchacho. Ella había abandonado a su hijo en cuanto nació, y lo habían
criado en el orfanato de Gozo. Dos intentos de adopción habían fracasado, y después
Creasy lo vio jugar al fútbol. Al padre Zerafa le había sorprendido muchísimo que él
quisiera adoptarlo porque la esposa y la hija de cuatro años de Creasy habían muerto
apenas unos meses antes, en el ataque terrorista al vuelo 103 de Pan Am sobre
Lockerbie.
Creasy era un exmercenario, casi una leyenda. El sacerdote sabía que la adopción
de Michael había sido un arreglo capcioso para crear un vínculo con un muchacho y
entrenarlo a su propia imagen. Para poder adoptarlo tuvo que firmar un contrato de
matrimonio con una actriz inglesa fracasada, que tiempo después fue asesinada por
terroristas. Creasy y Michael habían partido a ejecutar su propia venganza personal y,
al hacerlo, habían forjado el vínculo más estrecho que puede ligar a dos seres
humanos.
El sacerdote le recordó todo eso a Creasy, y también su propia complicidad para
conseguir la adopción, pese a saber cuál era el verdadero móvil. Observó cómo
Creasy había convertido a Michael en una máquina perfecta de matar; aguardó a que
los dos fueran a Medio Oriente a cumplir su venganza. Los había visto regresar a
Gozo y advirtió el vínculo extraordinario que los unía.
—Michael ya es un hombre —dijo el sacerdote—. Tú lo convertiste en eso. Él
debe decidir. Yo decidí por él durante su infancia, y tú lo hiciste durante su juventud.
Pero esta decisión debe tomarla él.
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—Te conozco —dijo Michael—. Tú eres la mujer que solía sentarse en el muro.
Ella sonrió. Una sonrisa en el rostro de una calavera. Él sabía que ella sólo tenía
treinta y ocho años, pero tenía frente a sí a una vieja: una mujer sin pelo después de
semanas de tratamiento con quimioterapia; una mujer cuyas mejillas amarillas se
habían hundido en una cara de piel tensa sobre los huesos. Pero igual reconocía esa
cara que había visto casi todas las semanas cuando era más pequeño. Era en ese
entonces una cara hermosa, enmarcada por cabello negro largo y brillante. Cuando él
era muy pequeño, era la cara de una mujer joven, casi una chiquilla. A lo largo de los
años, ese rostro había envejecido de manera imperceptible, pero sin perder su
hermosura. Ahora, era el rostro de la muerte.
—Solías sentarte en el muro —repitió él, perplejo—. Todos los domingos.
Cuando íbamos a la iglesia a las once de la mañana, tú siempre estabas sentada sobre
el muro, junto al camino que está frente al orfanato. Cuando salíamos de la iglesia
una hora después, seguías sentada allí. Solíamos mirarte desde adentro del orfanato y
preguntarnos quién serías. Siempre te ibas exactamente a las doce y media, y bajabas
por la colina hacia el puerto.
Ella volvió a sonreír.
—Sí, a tomar el ferry de la una.
—¿Por qué?
—Yo venía a mirar a mi hijo… a verlo crecer.
—¿Por qué nunca me hablaste?
—No podía hacerlo. Te había entregado a los sacerdotes. No podía llevarte
conmigo.
—¿Por qué me entregaste a los sacerdotes?
—No tuve más remedio que hacerlo. Era necesario.
Él movió la silla para acercarse más a la mujer que agonizaba. Su voz adquirió un
tono duro.
—¡Dime por qué no tuviste más remedio!
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te dirá que abandones esta idea absurda.
Michael terminó lo que quedaba del curry y dijo, como al pasar:
—A propósito, mi padre era árabe. Él fue quien convirtió a mi madre en
drogadicta y la vendió como prostituta.
—¿Ella te lo contó?
—Sí. Eso y mucho más. —Michael levantó la vista y en sus ojos apareció una
expresión de desafío. —Venía a verme todas las semanas… todos los domingos. Se
sentaba sobre el muro que está cerca del orfanato y me miraba ir a la iglesia y volver
de ella—. En su voz se coló la emoción. —Debió de romperle el corazón no poder
hablar conmigo.
—Era una prostituta.
La emoción cedió paso a la furia en la voz de Michael.
—Blondie era una prostituta y todavía tiene un burdel, pero Blondie es una gran
amiga tuya y tú la admiras.
—Blondie es diferente.
Michael se puso de pie, se estiró y comenzó a recoger los platos.
—Es posible —dijo—. Pero mañana iré a Bruselas a hablar con ella. Hace mucho
que está en esa profesión y quizá sepa algo. A lo mejor puede encaminarme en la
dirección adecuada.
—Tal vez te dirá que no seas idiota. Tal vez te dirá que hay prostitutas y
prostitutas… y que una que abandona a su hijo el día después del nacimiento no
merece compasión o siquiera un pensamiento de ese hijo, diecinueve años más tarde.
Michael lo fulminó con la mirada, y eso hizo que Creasy tomara conciencia de
que no le estaba hablando a una criatura, sino a un hombre de diecinueve años, con
una experiencia acumulada mucho mayor que su edad. Creasy también cayó en la
cuenta de que no podía dejar que Michael partiera solo en un descabellado plan de
venganza. También comprendió que él mismo había utilizado a Michael, que en
cierto sentido lo había convertido en instrumento de su propia venganza. Tomó una
decisión.
—Está bien, Michael. Si tú quieres portarte como un idiota y llevar adelante eso
que consideras tu deber… entonces yo iré contigo y te tomaré de la mano.
La reacción de Michael fue tranquila.
—No te necesito —dijo—. Me entrenaste bien. Puedo hacerlo solo.
Creasy bajó la vista y su mirada se enfocó en la áspera superficie de madera de la
mesa. Su rostro estaba sombrío, y ese estado de ánimo se reflejaba también en su voz.
—Michael… en cierta forma, siento una gran culpa. No tuviste infancia. Yo te
saqué del orfanato y te hice soldado. Tenías diecisiete años. Deberías haber podido
vivir como cualquier otro adolescente/pero no tuviste esa oportunidad. Ahora tienes
diecinueve años y pareces de cuarenta… Bueno, eso ya es pasado y no se puede hacer
nada al respecto. Pero ¿me dejarás ayudarte en esa estúpida misión que quieres
emprender? De todas formas será bueno ver de nuevo a Blondie, y a Maxie y a
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Nicole… y supongo que tengo que hacer de chaperón entre tú y Christine.
Michael le sonrió con afecto.
—No sé por qué, pero no te veo en el papel de chaperón. Sí, ven conmigo… pero,
Creasy, quiero que entiendas que las cosas voy a manejarlas yo.
Creasy suspiró y asintió.
Aterrizaron en el aeropuerto de Bruselas a las ocho de la noche. Sólo llevaban
equipaje de mano, y quince minutos después salían de la aduana. Michael
representaba mucho más que sus diecinueve años: un metro ochenta y dos de
estatura, pelo negro azabache bien corto, cara larga y delgada sobre Un cuerpo
también largo y delgado. Usaba jeans negros, camisa abierta color crema y chaqueta
negra de cuero. Junto a él, Creasy avanzaba con su extraña manera de andar,
apoyando primero el borde exterior de los pies. Era un hombre grandote con pelo
entrecano muy corto y rostro color caoba claro lleno de cicatrices. Usaba pantalones
azul oscuro, camisa liviana de algodón, suéter de cachemira negro y saco de tweed.
Cualquiera que observara sólo su ropa habría deducido que era un caballero inglés o
escocés de la campiña, pero una mirada a su rostro habría hecho desaparecer esos
pensamientos. Se trataba de un hombre recio, de muy mal humor.
Cuando se dirigían a la fila de taxis, Creasy frenó en seco con un gruñido.
Michael giró para mirarlo y notó la expresión de dolor en su cara. No era la primera
vez. A lo largo de los últimos meses, ese dolor breve pero intenso le había aparecido
varias veces. Y, en cada ocasión, Creasy le había restado importancia y había
murmurado algo, con respecto a una indigestión.
—¿Estás bien? —preguntó Michael.
—Por supuesto, sigamos.
Subieron a un taxi y Michael le dijo al conductor:
—Al Pappagal, Rue d’Argens.
El chofer giró la cabeza, sorprendido.
—¿Saben qué lugar es ése?
—Sí, un burdel de primera categoría.
El chofer puso primera, el auto arrancó, y el hombre dijo por sobre el hombro:
—Por lo visto, ustedes no pierden el tiempo.
Michael le sonrió a Creasy, y después se puso a mirar por la ventanilla del taxi y a
recordar la última vez que estuvieron en Bruselas, hacía casi dos años, sentados en un
taxi y haciendo el mismo trayecto. En esa época él estaba con Creasy y Leonie. El
recuerdo de Leonie le produjo un estremecimiento en la boca del estómago. Él la
había amado mucho como madre. Recordó cómo lloró cuando la mataron. Recordó
que Creasy le había arrojado un pañuelo en una habitación de la pensione de Guido,
en Nápoles, diciéndole: «Sécate esas lágrimas. Ahora eres un hombre. Es tiempo de
venganza».
Media hora después, Michael tocó el timbre de la puerta de calle de un edificio
modesto en una modesta calle lateral a pocas cuadras del Departamento Central de
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Policía. Oyeron el clic de la mirilla de la puerta y supieron que estaban
examinándolos desde adentro. Algunos segundos más tarde, la puerta se abrió. Era
Raoul: alto, esquelético y con un rostro capaz de asustar a tipos fuertes. Salió,
observó atentamente la calle en ambas direcciones, y luego asintió. Ellos entraron en
un vestíbulo lujoso y alfombrado, apoyaron sus bolsos, y le estrecharon la mano a ese
hombre alto.
—¿Cuánto tiempo piensan quedarse?
—Un par de días —respondió Michael.
Raoul tomó los bolsos.
—Blondie está en el bar. Subiré el equipaje.
Avanzaron por el pasillo, abrieron una puerta y entraron. Era una habitación
opulenta: alfombra gruesa color rojo oscuro, araña de cristal, paredes de terciopelo,
un pequeño bar de caoba, sofás y sillones de cuero. Sentadas en los sillones había
cuatro jóvenes muy hermosas y elegantemente vestidas. Sentada frente al bar había
alguien completamente diferente: una mujer anciana, con un vestido de brocato
dorado que le llegaba a los tobillos. Tenía pelo color ébano, una cara cubierta con
mucho maquillaje y boca fina pintada de rojo escarlata. Usaba diamantes blanco
azulados en las orejas, alrededor del cuello y alrededor de las dos muñecas, y en
todos los dedos de las manos. Su edad era imposible de determinar, pero Michael y
Creasy sabían que tenía alrededor de setenta y cinco años.
El escarlata de su boca se ensanchó al verlos. Se deslizó del taburete como si
fuera una casquivana de dieciocho años y abrió los brazos. Primero abrazó a Creasy y
después a Michael, quien alcanzó a sentir la tiesura de su corsé. Luego apartó un poco
a Michael, lo miró a la cara y le rozó la mejilla, mientras decía con su inglés con
fuerte acento italiano:
—Te has convertido en un hombre hermoso… Antes, eras solamente apuesto.
Creasy rió entre dientes. Michael sonrió y se sintió un poco incómodo al sentir la
mirada interesada de cuatro jóvenes bellísimas.
—El negocio no parece andar muy bien —comentó Creasy.
La sonrisa de Blondie desapareció.
—No es brillante —respondió—. Pero la noche está en pañales. ¿Qué quieren
beber?
Cuando se sentaban en los taburetes del bar, Creasy de nuevo jadeó y llevó la
mano izquierda al centro de su pecho. Blondie y Michael se miraron.
—¿Qué ocurre? —preguntó la anciana.
Creasy sacudía la cabeza como si no le pasara nada. Ella miró a Michael, quien se
encogió de hombros y dijo:
—En las últimas semanas le ha aparecido ese dolor bastante seguido. Él dice que
no es nada, pero lo tiene cada vez con más frecuencia.
La atmósfera cambió enseguida. Blondie se puso muy seria y le habló a Creasy en
francés. Él asintió de mala gana. Michael no entendía el idioma pero vio enojo y
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preocupación en el rostro de Blondie. Abruptamente, ella se dirigió a Michael y le
habló en inglés.
—No es la primera vez que ocurre una cosa así con el tonto de tu padre. Tiene
tanto metal en el cuerpo que podría reciclarse y convertirse en suficientes latas como
para proveer a una fábrica de habas cocidas. Y, a veces, ese metal se desplaza.
De pronto, Blondie se convirtió en madre, amante, mandamás y ciclón, todo al
mismo tiempo. Chasqueó los dedos y Raoul le pasó el teléfono. Disco un número y
habló muy rápido. Creasy trató de protestar, pero ella se lo impidió con una mirada
capaz de agostar un roble. Michael miraba la escena, sorprendido. Blondie cortó la
comunicación, miró a Michael y le dio instrucciones.
—Dentro de algunos minutos llegará aquí una ambulancia. Debes asegurarte de
que Creasy suba a ella junto con un piyama y todo lo que pueda necesitar en el
hospital. Un cirujano de renombre lo espera en un hospital privado… Es un lugar
muy cómodo, con enfermeras hermosas. Ese cirujano le extraerá la metralla que se
está abriendo camino hacia el corazón de ese idiota. —Miró a Creasy—. No entiendo
cómo un hombre de tu inteligencia y conocimiento de heridas puede ser tan estúpido
cuando se trata de su propio cuerpo.
Creasy tosió con irritación y dijo:
—Sabes que detesto los hospitales.
Blondie sonrió.
—Ya te dije… éste es exclusivo, y las enfermeras son muy atractivas. —Miró de
nuevo a Michael y le dijo con voz autoritaria—: Haz que llegue allá, Michael. Y dile
al cirujano que le saque radiografías a Creasy desde la punta de los pies hasta la
coronilla. Si encuentra trozos de metal que hace falta extraerle, éste es el momento de
hacerlo.
Creasy volvió a toser, miró a Blondie y dijo:
—¿Seguro que ese tipo sabe lo que hace?
Ella le sonrió con dulzura.
—Dicen que es uno de los mejores cirujanos de Europa.
—Debe de costar un dineral —murmuró Creasy.
Ella sonrió y sacudió la cabeza.
—Su esposa murió hace cinco años. Él compensa su dolor trabajando duro. No
piensa reemplazar a su esposa, pero es un hombre viril. Suele venir aquí una vez por
semana. Todas mis chicas lo adoran. —Se encogió de hombros al estilo italiano—. Y
él, a su modo, también las quiere mucho… Se llama Bernard.
Bernard Roche era un buen cirujano. Había servido diez años en el ejército
francés y había realizado su aprendizaje en Argelia durante la guerra de la
independencia. Reconoció a Creasy.
Lo miró a la cara, se enderezó en su silla y dijo:
—Yo le arreglé un brazo roto unas dos semanas antes de que ustedes hicieran
estallar sus barracas y se fueran de Zeralda, cantando la canción de Edith Piaf, Je ne
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regrette rien.
Creasy lo miró con desconfianza y dijo:
—Debió de estar usando pañales.
El cirujano sonrió.
—Acababa de dejarlos. Tenía veintitrés años. Usted era una leyenda. Cuando le
hice el yeso, le juro que me temblaban las manos. En aquella época usted tenía un
amigo… un italiano llamado Guido o algo por el estilo. Él me dijo que si no lo
arreglaba como era debido me enterraría hasta el cuello en el desierto y le enseñaría a
un camello a orinarme en la cara durante los siguientes mil años.
Creasy le sonrió.
—El brazo anduvo muy bien. Pero ahora me está doliendo una vieja herida.
El cirujano se puso de pie.
—Será mejor que salgas de aquí —le dijo a Michael—. Ve a tomar un trago y
vuelve dentro de una hora.
Michael se tomó media botella de vino tinto en un pequeño bar de la vereda de
enfrente al hospital que parecía no más grande que una casa particular. Al volver, la
expresión del cirujano era sombría.
—Faltó poco —dijo—. La leyenda podría haber muerto dentro de
aproximadamente una semana. ¿Por qué será que a los hombres valientes les asustan
tanto los hospitales y los médicos?
Michael se encogió de hombros.
—¿Lo operó?
Bernard sacudió la cabeza.
—No. Lo haré dentro de unas dos horas. Ven y echa un vistazo.
Se acercaron a una pared donde había una serie de radiografías iluminadas desde
atrás. Bernard le señaló la primera, en particular una sombra pequeña y oscura.
—Un fragmento de granada —dijo—, recibido en Dien Bien Phu, Vietnam, a
comienzos de los cincuenta. Durante tres décadas se ha estado abriendo camino por
entre los músculos hacia el corazón. Lo pescamos justo a tiempo. —Señaló la
siguiente radiografía, con otra sombra oscura—. El fragmento de un proyectil…
Aparentemente recibido en el Congo… muy cerca del bazo… También se lo extraeré.
—Señaló otra radiografía, con su correspondiente sombra negra—. Eso es un clavo
de acero que algún médico italiano utilizó para unir un pequeño hueso de su hombro
a la clavícula… Eso fue en Laos. Deberían haberle sacado ese clavo seis meses
después, pero de alguna manera lo olvidaron… Será mejor que yo lo haga ahora…
Quizá tenga que reemplazar el clavo, pero no lo sabré hasta que vea si los dos huesos
se han unido.
Michael había estado escuchando con mucha atención.
—¿No sería mejor dejárselo? —preguntó Michael.
Bernard negó con la cabeza.
—Le provocaría una artritis terrible más adelante. Lo mejor será sacárselo ahora.
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Michael sonrió para sí y luego dijo:
—Estoy de acuerdo. Hágalo todo de una vez. ¿Cuánto tiempo tendrá que
permanecer en el hospital?
Bernard pensó un momento y luego dijo:
—Por lo menos diez días.
Michael asintió con satisfacción.
—Perfecto.
—No hagas nada hasta que yo salga de aquí —dijo Creasy.
Michael se encogió de hombros.
—Está bien, sólo investigaré un poco y haré algunas preguntas. Quiero decir,
estarás fuera de combate durante por lo menos diez días, y no tiene sentido que yo me
quede cruzado de brazos sin hacer nada.
Creasy lo miró con severidad.
—Posterga un tiempo lo que te propones hacer… por lo menos hasta que yo salga
de aquí. Pero trata de averiguar qué le pasa a Blondie.
—¿A Blondie? —preguntó Michael con curiosidad.
Creasy asintió.
—Sí. Algo la preocupa. La conozco desde hace muchos años y sé que es así. No
creo que hable conmigo del asunto. Le gusta ser independiente… Pero algo anda mal.
Mantén los oídos abiertos y trata de enterarte de lo que ocurre.
Blondie le sonrió a Michael a través de la mesa de la cocina.
—De modo que Creasy estará encerrado algunos días en el hospital… Era hora.
—Se inclinó hacia adelante y dijo, con tono de complicidad—: Así que, dime. ¿Por
qué estás aquí?
Michael bebió un sorbo de vino y respondió:
—Vine a pedirte un consejo y, tal vez, ayuda.
—Cuéntame.
Michael lo hizo. Blondie estaba al tanto de lo esencial de la historia e incluso
había sido parte de ella, pero él no omitió detalle y retrocedió al principio mismo: al
momento de ser adoptado por Creasy y por Leonie, la actriz inglesa fallecida, que él
conoció y a la que le tuvo mucho cariño. También le contó sobre la venganza de ellos
contra los terroristas que habían colocado la bomba en el vuelo 103 de Pan Am; sobre
su profundo odio para con la madre biológica desconocida que lo había abandonado
el día después de su nacimiento. Le dijo que el padre Manuel Zerafa le había hablado
de esa madre que estaba muriéndose de cáncer y que quería verle la cara. Le contó su
decisión de verla. Le habló de la mujer destruida y sin pelo que yacía en la cama del
hospital. Le habló de la mujer que, durante su infancia, se sentaba todos los domingos
sobre el muro. Por último, le contó por qué la mujer del muro no había tenido más
remedio que abandonarlo al día siguiente de su nacimiento. Después, le refirió lo que
él planeaba hacer, y una vez más le pidió su consejo y, tal vez, su ayuda.
Ella bajó la cabeza y pensó durante un buen rato, después lo miró y dijo:
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—Esas personas que buscas, las personas que obligaron a tu madre a abandonarte;
las personas que son la escoria de la Tierra, operan desde hace mucho tiempo,
muchas décadas. Son muy poderosas y están bien relacionadas, tanto política como
financieramente, en varios países.
—¿Tú conoces a esas personas, Blondie?
—Sé de ellas. Han tratado de hacer negocios conmigo en el pasado, pero yo no
tengo tratos con esa inmundicia. No necesito hacerlo. Mis chicas trabajan para mí
porque quieren. Yo las cuido. Les cuido su dinero y, cuando llega el momento, me
aseguro de que abandonen el negocio en mejores condiciones que cuando empezaron.
—¿Como Nicole? —preguntó Michael con una sonrisa.
Ella asintió con solemnidad.
—Exactamente como Nicole. La verás, por supuesto… y a Maxie. —Sonrió—. Y
a esa hermana más joven que tiene.
Michael le devolvió la sonrisa.
—Desde luego. Mañana iré a cenar con ellos. ¿Por qué no me acompañas?
Ella sacudió la cabeza con pesar.
—No es un buen momento para que yo me ausente del Pappagal.
—¿Tienes problemas?
—Sólo problemas pequeños, pero tengo que estar aquí.
—¿No puedo hacer nada para ayudarte?
Blondie negó con la cabeza, extendió una mano y le rozó la mejilla.
—Tú ya tienes tus propios problemas. Las personas que buscas son peligrosas.
Matan sin pensarlo y protegen sus intereses con astucia y ferocidad.
—¿Quiénes son, Blondie?
—Vienen y van. Diferentes rostros pero del mismo sector. Operan en el sur de
Europa, en Medio Oriente y en el norte de África. He oído un nombre, pero no estoy
segura de que signifique algo.
—¿Qué nombre?
—He oído decir que se llaman «El Círculo Azul».
—¿Son de la Mafia?
Ella sacudió la cabeza.
—Son peores que la Mafia.
Michael hizo girar el vino en su copa.
—¿Dónde debería empezar a buscar?
Ella reflexionó durante un momento prolongado, después se puso de pie y dijo:
—Espera.
Regresó cinco minutos después, con una tarjeta oficial. La puso en la mesa entre
ellos dos, y dijo:
—Hace alrededor de seis meses, un hombre vino aquí y alquiló a una de mis
chicas. Resultó que no quería hacer el amor sino hablar. Esas cosas pasan, aunque
cada sesión cueste trescientos dólares. Algunos quieren hablar sobre sus fantasías sin
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hacer nada, otros quieren hablar sobre ellos mismos. —Golpeó la tarjeta—. Este
hombre no quería hablar sobre ninguna de esas cosas. Quería hacer preguntas. Sentía
curiosidad por la trata de blancas en la actualidad. A mi muchacha le pareció un
hombre muy agradable y comprensivo. Le dijo que era un escritor que buscaba
material para un libro. Al final de la hora, ella le sugirió que hablara conmigo.
Conversamos en el bar durante un par de horas y nos hicimos bastante amigos.
Durante esa conversación él mencionó a El Círculo Azul. Al final, admitió que no era
escritor. —Volvió a golpear la tarjeta—. Tal vez tú y Creasy deberían empezar por
hablar con este hombre.
Michael tomó la tarjeta y leyó:
—«Jens Jensen, Departamento de Investigación de Delitos (Departamento de
Personas Desaparecidas), Copenhague, Dinamarca».
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Raoul lo miraba, sorprendido.
—¿Ustedes no vinieron aquí porque Blondie los llamó?
Michael sacudió la cabeza.
—No, ella no nos llamó… ¿Qué está pasando?
Raoul se sentía confundido. Se frotó la cara con las palmas de las manos, suspiró
y dijo:
—Blondie tiene problemas. Pensé que tal vez le había escrito a Creasy. De hecho,
se lo sugerí, pero es obvio que no lo hizo.
—No que yo sepa. Cuéntame cuáles son esos problemas.
Raoul pensó un momento.
—Aquí en Bélgica no tenemos a la Mafia, pero sí algo similar —comentó Raoul
—. Los llamamos Les hommes de la nuit, los hombres de la noche. Hay varias
bandas, pero en los últimos tiempos ha predominado una. Lleva el nombre de su
cabecilla, Lamonte. Su negocio son las drogas, la prostitución, el juego ilegal, la
coerción y la protección. Ya sabes que Blondie no está relacionada con ningún grupo
delictivo ni con ningún proxeneta: ella trata bien a sus chicas.
La voz de Michael indicó su interés.
—Continúa.
En el rostro de Raoul apareció una expresión de desaliento.
—Recientemente, la banda de Lamonte ha tenido como blanco los burdeles de
primera línea para tratar de extraerles dinero con la excusa de protección. Hay
muchos burdeles de esa clase en Bruselas. Tienen como clientes a la gran cantidad de
funcionarios públicos que trabajan para la Comunidad Europea, y para hombres de
negocios que necesitan de esos funcionarios, y con frecuencia los invitan a lugares
como el Pappagal. La mayoría de los dueños de los burdeles han cedido y ahora
pagan dinero para protección. Pero no Blondie: ella se niega a hacerlo.
—¿Cuál fue entonces la reacción de ellos?
Raoul se encogió de hombros.
—Son muy astutos. No ponen bombas ni provocan incendios ni nada tan obvio.
Pero todas las noches, los hombres de Lamonte montan guardia en la calle, junto a la
puerta. Amenazan a nuestros clientes con chantaje y violencia y, como los espías de
las carreras de caballos, les entregan las tarjetas de otros burdeles sobre los que ellos
tienen control.
—¿Y el resultado?
Raoul extendió las manos.
—El negocio se ha reducido a más de la mitad. Blondie ni siquiera puede cubrir
los gastos. Les está pagando a las chicas un salario mínimo, de su propio bolsillo.
Durante más de un minuto reinó el silencio en la habitación, mientras Michael
pensaba.
—Blondie tendría que habérselo contado a Creasy —dijo Michael—. Debería
haber seguido tu consejo.
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Raoul asintió.
—Pero no quiere hacerlo. Tiene su orgullo. —En su cara apareció una expresión
de disculpa y el tono de su voz cambió—. Tienes que entender, Michael, que yo
quiera hacer algo. Blondie es como una madre para mí. Pero yo no soy como tú ni
como Creasy. Sí, sé que mi aspecto puede asustar a la gente. —Se tocó el traje debajo
de la axila—. Y, sí, llevo un arma, pero que no tiene balas. Es un trato que tenemos
con la policía. Es sólo para asustar a los clientes ingobernables. —Volvió a encogerse
de hombros—. Yo no soy rival para Lamonte o sus «soldados». De modo que
debemos aguardar a que Creasy salga del hospital… espero que no sea demasiado
tarde.
Michael sacudió la cabeza.
—No tiene sentido esperar. Yo mismo hablaré con Lamonte.
Raoul pareció sorprendido.
—Creo que deberías esperar a Creasy —murmuró.
Una vez más, Michael sacudió la cabeza.
—Lo haré yo mismo… No te preocupes, Raoul. Soy capaz de hacerlo.
Raoul miró el rostro del joven y sus ojos duros como piedras.
—Si quieres, te cubriré las espaldas… conseguiré balas para mi revólver y al
demonio con la policía.
Michael sonrió y sacudió la cabeza.
—Sería un honor para mí que me cubrieras las espaldas, pero tu lugar es aquí,
protegiendo a Blondie. Y, sí, consigue balas para tu arma y manda al demonio a la
policía.
—¿Quién te protegerá a ti?
La sonrisa de Michael se hizo más ancha.
—Maxie MacDonald lo hará. Mañana por la noche cenaré en su restaurante. Él
conoce la ciudad al dedillo y sabrá todo lo relativo a Lamonte.
Raoul sonrió.
—Sí —dijo—. Maxie disfrutará de la acción. Ha estado inactivo demasiado
tiempo. ¿No le diremos nada a Blondie?
—No, no le diremos nada. Pero más adelante, cuando el negocio vuelva a la
normalidad, tal vez lo adivine.
Raoul volvió a sonreír.
—Sí, que lo adivine.
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Michael comió moules marinière, seguidos por coq au vin, y bebió media botella del
vino de la casa. Mientras él comía, Maxie hizo varios llamados telefónicos. Cuando
la mayoría de los otros comensales partieron, Maxie llevó a la mesa una vieja botella
de coñac sin etiqueta y dos copas. El fornido exmercenario explicó que Jacques
Lamonte tenía poco más de cuarenta años. Se había abierto camino hasta la cima de
la jerarquía del delito de Bélgica. Era osado e implacable. También era homosexual, y
tenía varios clubes nocturnos que abastecían a la comunidad homosexual de Bruselas.
Vivía en una mansión de un suburbio selecto en las afueras de la ciudad. Su casa
estaba extremadamente bien vigilada y él jamás se movía sin estar acompañado por
sus feroces guardaespaldas, todos muy bien armados. Tímidamente, Maxie le sugirió
a Michael que debía aguardar a que Creasy saliera del hospital y estuviera
perfectamente restablecido.
Michael sacudió la cabeza.
—Maxie, tú sabes cuánto afecto siente Creasy por Blondie. Creo que se pondrá
tan furioso de que alguien como ese proxeneta la esté amenazando que lo matará. Y
eso complicaría mucho las cosas. De modo que le daré a ese tipo un buen susto y
Creasy no tiene por qué enterarse de nada.
Maxie miró a los ojos a ese joven y dijo:
—Mi cuñada te ama, Michael, pero a veces puedes ser muy estúpido. Quieres
hacer esto para Blondie mientras Creasy está en el hospital. No te envalentones.
Michael estaba por retrucarle, pero Maxie levantó una mano.
—Está bien —le dijo sonriendo—. Ningún problema. Lo entiendo. Necesitas
actuar por tu cuenta y salir de debajo de la sombra de Creasy. Estoy seguro de que
eres capaz de hacerlo.
—Soy capaz. ¿Adónde va Lamonte por las noches?
—Casi siempre está en uno de sus clubes, por lo general, en The Black Cat. Está
en la Rué Lafitte. Va allá a levantar jovencitos.
Christine apareció y se sentó junto a ellos. Le sonrió a Michael y le preguntó:
—¿Me llevarás esta noche a pasear?
—Sí, con el permiso de tu hermana. Quiero disfrutar de la noche porque mañana
me convertiré en homosexual.
Había algunos parroquianos que siempre se quedaban hasta tarde. A las once de la
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noche, Nicole vio la impaciencia en los ojos de su hermana y dijo:
—Vete ahora. Y no nos despiertes cuando vuelvas a casa.
—No los despertaré cuando vuelva a casa —respondió Christine tímidamente con
una sonrisa.
Primero fueron a un pequeño bar a la vuelta de la esquina. El lugar estaba en
penumbras y se sentaron en una banqueta. Michael ordenó champagne, y lo bebieron,
de la mano.
—¿Quieres ir a bailar? —preguntó Michael.
Ella le apretó la mano y sacudió la cabeza.
—No.
—¿Quieres volver a tu casa?
—No.
—¿Adonde quieres ir?
—A una cama grande y cálida. Quiero quedarme en esa cama toda la noche y ver
tus ojos cuando despierte por la mañana. Quiero ver placer en ellos porque en el
momento en que se abran te estaré haciendo algo muy hermoso.
La cama grande estaba en un pequeño hotel de lujo a la vuelta de la esquina. Un
hotel dedicado a esos menesteres. Sólo habían hecho el amor una vez antes, casi un
año atrás, pero él recordaba la enorme sensibilidad de Christine.
Muy lentamente fue desvistiéndola mientras ella permanecía de pie junto a la
cama. Primero, el suéter verde pálido de angora, luego la blusa blanca de algodón.
Ella no usaba corpiño. Sus pechos eran pequeños y firmes, y formaban un triángulo
con la suave punta de su mentón. Michael soltó el cinturón de su falda de lana negra,
que cayó a la alfombra. Christine quedó sólo con una bombacha blanca muy pequeña.
Él la alzó y la depositó sobre la cama.
Ella le sonrió y le preguntó en voz baja:
—¿Te acuerdas?
Él asintió mientras se sacaba la ropa; Sí lo recordaba. Recordaba virtualmente
cada palabra que ella le había dicho esa primera noche que hicieron el amor.
Al principio había sido un desastre. Como muchos jovencitos, él había dado por
sentado que a las mujeres les daba placer el acto sexual puramente físico, y que
cuanto más violento fuera y más durara, mejor. Ella lo detuvo al cabo de cinco
minutos, se apartó de él y luego le susurró al oído con bastante humor:
—Tal vez yo no soy como tus otras amigas. ¿Alguna vez tuviste una novia belga?
—No.
—Entonces a lo mejor nosotras somos diferentes. Tal vez somos la aristocracia de
las novias. Somos impetuosas como caballos de carrera. Sin embargo, hay maneras
de tratarnos. Y pasó a decirle en detalle cómo debía hacerlo.
Él recordó. Le hizo el amor muy lentamente, con mucho cuidado y mucha
ternura. Y, después, ella se acurrucó con la cabeza en el hueco del brazo de Michael,
la mano sobre su pecho. Con una voz tan suave como el ronroneo de un gato, le dijo:
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—Te amo por la memoria que tienes. Te amo porque te crees tan valiente y tan
malo y tan recio… Pero sólo eres un chiquillo.
—¿De veras me consideras un chiquillo? —le preguntó, levantando la vista hacia
el dosel de la cama.
Ella se movió hasta quedar con la cabeza apoyada en su hombro y los labios cerca
de su oreja.
—Sí, por supuesto. Tú crees que ya has pasado la juventud. Todo el mundo lo
piensa. Mi madre y Maxie dicen que tienes la mente de un hombre de cuarenta
años… Pero no es cierto.
—¿No?
—No. Tienes diecinueve años, pero para mí eres incluso más joven. No hablo de
tu mente ni de tu cuerpo. Yo sólo siento la esencia de tu persona cuando te tengo en
los brazos… y siento a un chiquillo. —Rodeó a Michael con los dos brazos y lo
acercó. Aguardó una respuesta, pero él permaneció callado. Ella levantó la cabeza y
lo miró a los ojos. Estaban infinitamente tristes.
—Tú debes de ser la única persona que me ve como un chiquillo —murmuró él
—. A veces me parece que tengo como mil años. —Su sonrisa fue una mezcla de
amargura y de humor. La besó y agregó:
—Pero tú eres tan sabia. Soy un chiquillo, pero necesito convertirme en hombre.
Necesito pararme sobre mis propios pies.
Michael vio la preocupación en los ojos de Christine.
—¿Por eso quieres ir tras Lamonte solo?
Lentamente, él asintió.
—Y más que eso. Ya te hablé de El Círculo Azul… Iré tras ellos solo mientras
Creasy se restablece. Al menos, empezaré el viaje y planearé mi curso de acción.
Ella habría querido pedirle que tuviera cuidado y que fuera prudente y paciente,
pero tuvo la sabiduría de besarlo y de quedarse callada. Deslizó una mano por su
cuerpo y descubrió una cicatriz que no había visto antes.
—¿Qué sucedió? —preguntó.
—Alguien me disparó.
—¿Lo mataste?
—No lo recuerdo.
—Eso es lo que dice siempre Maxie con respecto a su pasado —dijo ella con una
sonrisa. Se movió y le besó, primero la cicatriz y después los labios—. ¿En serio
mañana te convertirás en homosexual?
—Sí, pero sólo temporariamente.
Ella lo miró/y su pelo rubio le cayó sobre la cara.
—Después —murmuró Christine—, vuelve a mí. Yo te enderezaré los genes.
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The Black Cat era un lugar oscuro y peligroso, una mezcla de focos de luz discretos,
cromo y cuero negro. Los dos matones que estaban en la puerta eran homosexuales y
malvados. Michael pagó la entrada de cincuenta francos y entró en el bar. Usaba
jeans gastados, cinturón con tachas metálicas, camisa de seda color verde oliva y un
aro de oro en la oreja izquierda.
Ordenó una crème de menthe frappée y observó el recinto. Había allí alrededor de
sesenta hombres, que iban de los diecisiete a los cincuenta años, pero ni una mujer a
la vista. El cantinero tenía pelo teñido color púrpura que le llegaba a los hombros.
Lamonte se encontraba sentado con dos hombres a una mesa ubicada en un
rincón. Michael lo reconoció gracias a la descripción de Maxie. Tendría alrededor de
cuarenta y cinco años, estaba bronceado, era apuesto y usaba un sobrio traje de calle.
Michael lo miró a los ojos y luego apartó la vista y se puso a hablar del tiempo con el
cantinero/Cuando ordeno su tercera crème de menthe frappée y quiso pagarla, el
cantinero le entregó la copa y apartó su dinero. Con un guiño, le dijo:
—Invita el jefe. —Señaló en dirección a la mesa de Lamonte.
Cinco minutos después, Lamonte se instaló en un taburete junto a Michael.
—No te he visto aquí antes —le dijo con una sonrisa deslumbrante.
—Entonces debe de ser Navidad —respondió Michael.
Salieron una hora más tarde. Lamonte tenía un Mercedes 600 con teléfono, bar y
televisor en miniatura. Él y Michael se sentaron en la parte de atrás. Uno de los
guardaespaldas conducía y el otro permanecía sentado en silencio junto a él. Lamonte
abrió la pequeña heladera del bar, sacó una botella de Veuve Cliquot, la descorchó y
sirvió dos copas. Ambos brindaron. Con la mano libre, Lamonte buscó el pene de
Michael.
—Se toma su tiempo —dijo éste con una sonrisa—. Pero cuando se para, sigue
bien parado.
Lamonte sonrió, se inclinó y le dio un beso de lengua. Michael desempeñó su
papel.
En la casa aguardaban otros dos guardaespaldas: uno junto al portón principal y
uno detrás de la puerta del frente, quienes los dejaron entrar. Avanzaron por las
escaleras hacia el dormitorio, cada uno llevando su copa de champagne, y Lamonte
con la botella medio vacía.
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En el opulento dormitorio, con su enorme cama con dosel de seda, las primeras
palabras que pronunció Michael fueron:
—Primero, el dinero.
Lamonte extrajo su billetera y contó quinientos francos. Michael puso el dinero
en el bolsillo trasero del jean. Enseguida, Lamonte se desvistió y se acercó, dispuesto
a usar lo que había comprado. Extendió la mano para acercar la cara de Michael.
Michael lo besó, endureció los dedos de su mano derecha y la estrelló en un punto
preciso justo debajo de las costillas de Lamonte. Cuando éste se desplomaba sobre la
gruesa alfombra, la rodilla derecha de Michael se estrelló en su cara, le rompió la
nariz y le aflojó cuatro dientes delanteros.
Lamonte despertó cinco minutos después. Estaba acostado en la enorme cama,
desnudo y con un dolor espantoso. Tenía los pulgares atados. Miró a Michael a los
ojos: ojos negros y helados. Extrañamente, esos ojos parecían desinteresados, como si
miraran un objeto aburrido. Cuando habló, su voz sonó indiferente, como la de un
joven que le habla a su tío. Era una voz sin amenazas pero, dadas las circunstancias,
aterradora.
—¿Profesa alguna religión?
Lamonte se encontró sin voz. Su rostro era el de alguien muerto de miedo; su
cuerpo estaba congelado por el temor.
—Si la respuesta es sí —continuó la voz—, éste es el momento de rezarle a su
Dios. Éste es el momento para arrepentirse. Éste es el momento para hacer un
examen de su vida.
Lamonte hizo una inspiración profunda para gritar pidiendo ayuda. El sonido no
se produjo. La mano derecha de Michael volvió a estrellarse en su boca. Esta vez le
aflojó tres dientes más. Cuando Lamonte emergió de esa oleada de dolor, se encontró
mirando de nuevo esos ojos negros y helados, y oyendo esa voz indiferente.
—Lamonte, no piense siquiera en sus guardaespaldas. Usted estaría muerto antes
de que ellos transpusieran esa puerta. Usted se cree un hombre muy valiente y recio,
pero no es así para nada. Yo lo traje aquí con la misma facilidad con que hubiera
levantado a un bebé de un cochecito. Lo dejaré vivir, pero con un nombre en su
memoria. El nombre de una mujer llamada Blondie. Usted la amenazó. Seguro que
yo lo asusto, pero también esté seguro de que es usted muy afortunado. Blondie tiene
otro amigo que sin duda lo mandaría al infierno en un canasto de hielo que jamás se
derretiría. Yo seré un poco más generoso. Cuando salga del hospital, irá a la Rué
d’Argens y se disculpará con Blondie. De lo contrario volveré y no me mostraré tan
generoso. —Extendió el brazo izquierdo y colocó la mano sobre la boca del belga. El
canto de su mano derecha cayó sobre el antebrazo izquierdo de Lamonte y le quebró
el hueso.
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Diez días después, sonaron las suaves campanadas del timbre del Pappagal. Raoul
salió de detrás de la barra, avanzó por el pasillo y espió por la mirilla. Reconoció al
hombre de pie afuera. Notó que el saco le colgaba sobre el hombro, vio que tenía la
mano derecha enyesada. Raoul abrió la puerta.
—Deseo hablar con Madame Blondie —dijo el hombre con voz serena pero un
tanto estrangulada.
—Aguarde aquí.
Lloviznaba apenas. El hombre esperó afuera, mientras lentamente la lluvia lo
mojaba.
Raoul volvió a la barra y le dijo a Blondie:
—Lamonte está afuera. Quiere hablar contigo.
El rostro de Blondie se endureció de furia.
—No tengo nada que decirle. No ahora. ¡Ni nunca!
—Tú no necesitas decirle nada —dijo Raoul sonriendo—. Creo que él quiere
decirte algo.
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8
Jens Jensen era un buen policía: tenía los instintos adecuados. Tenía una nariz que
olía todo. Sabía cuándo estaban siguiéndolo: sentía un cosquilleo en la nuca, un
hormigueo en la piel. Llevó su bolsa con el almuerzo al parque y se sentó en un
banco, al sol. Cuando le daba el primer mordisco a su sandwich de salami, un hombre
joven, de tez y pelo oscuro, se sentó junto a él.
—¿Qué desea? —preguntó Jens.
—Quiero hablar con usted sobre El Círculo Azul.
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9
Jens Jensen dio una serie de excusas cuando condujo a Michael por la puerta de su
departamento en el barrio Vesterbro de Copenhague.
—Es un poco chico —se disculpó—. La policía danesa no nos da una paga
precisamente excesiva.
Era un departamento pequeño, pero muy cálido y acogedor. Un verdadero hogar.
Michael le estrechó la mano a Birgitte, la esposa de Jens, una mujer delgada y
atractiva de cerca de treinta años. También le dio la mano con solemnidad a Lisa, la
hija de ambos de seis años.
Aunque el departamento era pequeño, la cena fue muy abundante. Comenzaron
con salmón ahumado sobre tostadas. Sobre el salmón había un huevo escalfado,
espárragos y berro. Después vino el plato principal: jamón glaseado con verduras y
papas al horno. De postre, Birgitte había preparado una deliciosa mousse de chocolate
y avellanas. Michael casi no había comido desde que salió de Bruselas, así que
literalmente devoró la comida, en gran parte en silencio, mientras escuchaba una
conversación familiar típica: Jens se quejaba de su jefe; Birgitte, que era maestra de
escuela, se quejaba de sus alumnos, y Lisa se quejaba de sus maestras. Pero era una
conversación llena de buen humor y Michael decidió que eran una familia agradable
y feliz.
Después de comer. Lisa se fue a acostar y Birgitte levantó la mesa y fue a la
cocina. Michael y Jens volvieron a hablar sobre «El Círculo Azul». Jens estaba
bastante seguro de que operaba principalmente en tres centros: Marsella, Milán y
Nápoles. Había oído decir que en el Círculo existía una fuerte influencia árabe y, por
lo tanto, pensaba que quizá Marsella era el centro principal.
—Allí empezaré, entonces —dijo Michael—. Partiré mañana. ¿Tiene algún
contacto allá?
Jens asintió.
—Sí, uno muy bueno. E& mi contraparte allá, un hombre llamado Serge
Corelli… es mitad árabe.
Michael sonrió apenas.
—Yo también —dijo.
Jens enarcó una ceja y, movido por ese impulso, Michael le habló de su historia, y
se explayó en todo lo referente a haber estado en el orfanato desde su nacimiento. A
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esa altura, ya Birgitte había vuelto de la cocina y se había sentado junto a ellos. Tanto
ella como Jens escucharon fascinados el relato de la vida de Michael. Michael se
sentía extrañamente distendido y cómodo con estas dos personas. Les conté cómo lo
había adoptado Creasy y, muy brevemente, lo que él y Creasy habían hecho en
venganza. Por último, les dijo que se había enterado de la historia de su madre
biológica apenas antes de que ella muriera.
Cuando él terminó de hablar se hizo un silencio prolongado, entonces Birgitte
extendió la mano sobre la mesa y tomó la de Michael, al tiempo que le decía con
ternura:
—Entiendo cómo debes sentirte.
Jens asintió.
—Y también por qué los buscas. Pero ha pasado mucho tiempo y es posible que
no sean las mismas personas.
—No importa —dijo Michael con frialdad—. Provienen de la misma cueva.
Practican la misma inmundicia.
Birgitte fue a la cocina a preparar café y Jens le dijo a Michael, con mucha
delicadeza:
—Son personas crueles y muy peligrosas, Michael, y absolutamente despiadadas.
—Hizo un gesto con la mano como para disculparse, y prosiguió—. Tú eres un joven
con experiencia limitada. ¿Ese tal Creasy del que nos hablaste no te ayudará?
—Por supuesto que sí. Pero en este momento Creasy está en un hospital, cosido
en tres partes, y necesitará por lo menos una semana para restablecerse. Mientras
tanto, yo me colocaré en posición y él podrá seguirme después.
—Eso espero —dijo Jens—. Después de todo, eres muy joven y contra una banda
como esa las perspectivas no son demasiado buenas.
Michael permaneció callado un momento, y su mirada seguía siendo fría.
—¿Tuvo usted entrenamiento en la policía: armas pequeñas, combate cuerpo a
cuerpo, y esas cosas?
—Desde luego, y confieso que era muy bueno en ese aspecto, y todavía lo soy. —
Se tocó el abdomen un poco prominente y sonrió—. Aunque mi estado físico no es lo
que debería ser.
Birgitte salía de la cocina con una bandeja cuando oyó las palabras de Michael.
Se frenó en seco y estuvo a punto de volcar el café cuando Michael dijo:
—Jens. A usted le preocupa mi capacidad. Si yo quisiera, podría matarlo en tres
segundos. Y si alrededor de esta mesa hubiera tres de ustedes, todos bien entrenados,
yo podría matarlos a todos en diez segundos.
—¿Portas un arma? —le preguntó Jens en voz baja.
—No.
—¿Un cuchillo?
—No.
—¿No estás armado?
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Sin hablar, Michael levantó las dos manos.
Se hizo un silencio, y luego Jens preguntó:
—¿Has matado antes?
—No lo recuerdo —respondió Michael, luego sonrió y la tensión se disipó en la
habitación.
Birgitte se adelantó y colocó la bandeja sobre la mesa. Sirvió el café y se llevó su
taza a la cocina, mientras decía por encima del hombro:
—Los dejaré solos. Tengo que corregir algunos exámenes. —Y cerró la puerta
tras de sí.
—Ojalá pudiera ir contigo —dijo Jens—. Estoy harto de estar sentado en una
oficina leyendo informes y sin poder hacer nada al respecto. Miro una cantidad
interminable de fotografías… a veces esas caras vuelven a mí durante la noche. Con
demasiada frecuencia tengo que hablarles a los padres de una muchacha
desaparecida: ésa es la parte peor de mi trabajo. Ellos me preguntan qué pueden
hacer, y yo no tengo respuesta. Es incluso peor que decirles que su hija está muerta.
Al menos entonces ellos saben algo y pueden resignarse. Ojalá pudiera acompañarte.
—¿Por qué no lo hace? —preguntó Michael.
La sonrisa de Jens no tenía nada de divertido.
—Qué buena broma —dijo—. Pero no me parece nada graciosa. Nuestro
presupuesto es ridículamente bajo. No tenemos dinero.
—Yo tengo dinero de sobra —dijo Michael—. ¿Le darían a usted licencia para
que se ausentara uno o dos meses?
Jens se echó hacia atrás en su asiento, y en su rostro apareció primero la sorpresa
y después un aire pensativo. Al cabo de un momento, dijo:
—Tal vez sí. Las probabilidades son remotas… pero tal vez sí.
—No se pierde nada con preguntar —dijo Michael y después hizo un gesto hacia
la cocina—. Pero ¿qué me dice de Birgitte?
Jens sonrió y sacudió la cabeza.
—Eso no es problema. Ella piensa lo mismo que yo. Tiene que soportar mis
frustraciones. Además —dijo y señaló uno de los dormitorios—, dentro de diez u
once años nuestra hija querrá ir a pasar sus vacaciones al Mediterráneo. Los dos
tenemos pesadillas en las que alguien del departamento golpea la puerta y nos
informa que nuestra hija ha desaparecido. Eso igual podría suceder, pero yo dormiría
mejor sabiendo que he hecho algo al respecto. Michael bebió un sorbo de café y dijo:
—Usted nos sería muy útil, con sus contactos y conocimientos. —Sonrió—. Y yo
trataría de mantenerlo lejos del peligro.
Jens se echó a reír.
—Te doblo en edad y todavía me considero un hombre joven. ¿Y tú tratarás de
mantenerme lejos del peligro? Si me dan licencia, lo primero que tengo que decidir es
si llevar un arma o una bolsa llena de pañales.
También Michael se echó a reír.
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—Jens, hablo en serio. Usted tiene una esposa y una hija. Su papel sería hacer las
presentaciones y darme a mí el beneficio de su experiencia. Cuando llegue el
momento de hacer el trabajo sucio, Creasy y yo nos ocuparemos.
—Ya veremos —dijo Jens—. De todas formas, todo esto es hipotético. Veré a mi
jefe mañana a primera hora y lo más probable es que me saque a patadas de su
oficina.
—¿Permitiría que le hiciera eso? Creí que era un tipo recio.
Jens volvió a sonreír.
—Lo soy. Pero el hijo de puta es el que firma los cheques de mi sueldo.
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Blondie comenzó a pasearse por la habitación acogedora. Tiró de las cortinas para
ponerlas en su lugar, enderezó una reproducción de Manet que había en la pared,
arregló por tercera vez las rosas que había comprado y, en líneas generales, se
comportó como una gallina clueca. Creasy, muy divertido, la observó con afecto.
—¿Me dirás en qué anda Michael? —preguntó.
Ella se volvió de pronto muy seria, pensó un momento y después dijo:
—Michael me pidió que no te dijera lo que planeaba. Él quiere hacer lo que se
propone, por su cuenta, sin tener a su padre alrededor.
Creasy gruñó, irritado.
—Dime de qué se trata.
Blondie se sentó a los pies de la cama, oprimió el tobillo izquierdo de Creasy y
dijo:
—Michael se pondrá furioso conmigo, pero te lo diré.
Primero le contó lo de Lamonte y sus disculpas.
Creasy asintió con aire pensativo.
—Tal vez haya sido mejor así —dijo—. Lo más probable es que yo hubiera
matado a ese hijo de puta. Mi paciencia parece disminuir con los años. ¿En qué ha
andado Michael desde entonces?
—Eso es lo que me preocupa —respondió Blondie—. Verás, es posible que el
éxito fácil que tuvo con Lamonte se le haya subido a la cabeza. Es tan fácil olvidar
que sólo tiene diecinueve años. La realidad de su infancia y las experiencias vividas
contigo lo hacen parecer mucho más grande. Se ha vuelto demasiado confiado en sus
propias fuerzas. Y quiere probarte a ti que puede valerse por sí mismo.
—¿Dónde está?
—Partió ayer —respondió ella—. No dijo adonde iba. Aseguró que llamaría por
teléfono dentro de un par de días para avisarte cómo iban las cosas.
Creasy suspiró.
—Sí, por supuesto. Él cree que estaré clavado aquí una semana o diez días. —
Señaló un armario metálico que estaba en un rincón—. Mi ropa y mis zapatos están
allí. Tráeme todo.
Blondie empezó a protestar, pero al mirarlo a los ojos no continuó.
—Ellos sólo quieren mantenerme aquí para poder quitarme los puntos dentro de
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algunos días. Tu cirujano Bernard hizo un buen trabajo, pero yo mismo puedo
quitarme los puntos. ¿Adónde crees que fue Michael?
—A Copenhague —dijo ella por sobre el hombro al ir en busca de su ropa.
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Lars Pedersen era, dentro de sus limitaciones, un buen policía. Pero una de sus
limitaciones era la falta de imaginación. Siempre procedía ateniéndose a las reglas.
En la fuerza policial se lo consideraba un hombre competente, bien informado y
trabajador, que sólo se sentía feliz cuando podía actuar con todos los hechos frente a
él.
Observó con atención al hombre sentado del otro lado del escritorio. Un hombre
grandote con pelo entrecano muy corto, ojos con párpados pesados, rostro muy
bronceado y una cicatriz en una mejilla, otra en la frente y una tercera en el mentón.
Lentamente, Pedersen sacudió la cabeza.
—Lo lamento mucho, señor Creasy. No estoy autorizado a darle ninguna
información referente a mis hombres. Para hacerlo, tendría que recibir un pedido
oficial de Interpol, y dudo mucho de que usted pueda obtenerlo.
La voz de su visitante tenía un leve acento norteamericano.
—Tengo razones para creer que mi hijo está con un agente suyo. ¿No cree que ése
es motivo suficiente?
Una vez más, Pedersen negó con la cabeza.
—Le di a Jens Jensen dos meses de licencia a partir de ayer. Si quiere que le sea
franco, no sé dónde está. Para ser todavía más sincero, sólo le concedí esa licencia
porque últimamente ha estado sometido a una gran presión mental. No me resultó
sencillo. Tuve que hablar primero con el Comisionado. Pero Jensen es uno de mis
mejores hombres y necesitaba un descanso.
—¿Es casado?
—Sí.
—¿Puede darme su dirección particular y número de teléfono?
De nuevo, Pedersen sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero eso va en contra de los reglamentos.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del norteamericano.
—Si su Comisionado le dice que coopere ampliamente conmigo, ¿lo hará usted?
—preguntó Creasy.
—Naturalmente —respondió el danés con frialdad—. Pero creo que eso es
altamente improbable.
El norteamericano se puso de pie, consultó su reloj y dijo:
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—Volveré dentro de media hora.
En Washington, el senador James S. Grainger despertó cuando sonó la campanilla
del teléfono que tenía junto a la cama. Miró su reloj, maldijo en voz baja, levantó el
tubo y dijo, con un ladrido:
—Grainger.
Un momento después, se incorporaba y escuchaba con mucha atención. El
hombre que le hablaba desde el otro lado del Atlántico gastaba pocas palabras, y lo
mismo hizo él al responderle. Simplemente escribió varios nombres y números de
teléfono en un anotador.
—Está bien, Creasy, ningún problema. Me pondré enseguida en contacto con
Bennett en el FBI. Él llamará a esa persona y resolverá esto. ¿Necesitas alguna cosa
más?… De acuerdo. Dale un abrazo a Michael de mi parte y avísame cuando todo
haya terminado.
Grainger colgó el tubo, se incorporó más en la cama y se colocó un par de
almohadones adicionales detrás de la espalda. El llamado lo había estimulado: un
contacto con un amigo distante, un extraño que había llegado a su vida brindándole la
satisfacción de la venganza, un hombre que respetaba profundamente. Desde luego,
la conversación había sido tan abrupta como monosilábica, pero el contacto y la voz
lograron desvanecer la soledad. Recordó los días pasados con Creasy. El hombre que
una noche, bien tarde, había encontrado bebiendo en el bar de su living; el hombre
que le dijo que juntos podrían vengarse de los asesinos de sus seres queridos. El
hombre que había cumplido con esa tarea. Grainger sabía todo lo referente a Michael
y su papel en esa misión de venganza. Decidió hacer enseguida lo que Creasy le
había pedido. Tomó el teléfono, buscó en su índice telefónico personal y disco el
número del director del FBI.
Cuando condujeron de nuevo a Creasy a la oficina de Lars Pedersen, lo recibieron
con deferencia y hasta le ofrecieron una taza de café. Cuarenta minutos después,
bebía otra taza de café en el departamento de Birgitte Jensen.
—Marsella —le dijo ella—. Se fueron ayer por la mañana en avión vía París.
—¿Sabe dónde paran?
Ella sacudió la Cabeza y pareció preocupada.
—No. Jens me dijo que me llamaría por teléfono dentro de cuatro o cinco días.
Calculaba estar ausente alrededor de un mes. —Hizo una pausa y dijo, con cautela—:
Michael nos habló de usted, señor Creasy, y sé por qué ellos fueron allá. ¿Existe
mucho peligro?
Creasy se encogió de hombros y dijo, evasivamente:
—No lo creo, pero me gustaría estar allá con ellos. ¿Sabe si su marido tiene
contactos en Marsella?
—Sí. Seguramente tiene un contacto en el Departamento de Personas
Desaparecidas de allá.
—¿Conoce el nombre de esa persona?
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—No, pero debe de estar en un archivo del departamento de policía de aquí.
—¿Le importa comunicarme por teléfono con Lars Pedersen?
Ella sonrió ante la idea de llamar al jefe de su marido. Un minuto después, Creasy
hablaba con Lars Pedersen, y dos minutos más tarde tenía la información que
deseaba. Miró a Birgitte y le dijo:
—El contacto de su marido es un inspector llamado Serge Corelli.
—¿Piensa llamarlo por teléfono? —preguntó ella.
Creasy sacudió la cabeza.
—No. Creo que será mejor hablar con él cuando llegue allá. Calculo estar en
Marsella mañana por la mañana. No bien llegue la llamaré y le daré el nombre y el
número de teléfono de mi hotel. Cuando Jens llame, pídale que Michael se ponga
enseguida en contacto conmigo y que no haga nada hasta que hablemos. Si Jens la
llama esta noche, pídale la dirección y el número telefónico de donde se encuentran.
Se acercó a la puerta.
—Me alegro de que vaya allá —dijo Birgitte—. Eso me hace sentir mejor.
Él giró y, por primera vez, sonrió.
—No se preocupe. Su marido estará muy bien.
Cerró la puerta tras de sí y permaneció de pie en el pequeño umbral. Se dirigió al
ascensor, pero de pronto se detuvo y se apoyó contra la pared. Sintió un dolor terrible.
Sólo hacía tres días de las operaciones. Le habían extraído el metal, pero el dolor
seguía. Respiró hondo y decidió que su mente prevalecería sobre su cuerpo. Siempre
había sido así, aun en los momentos más sangrientos. Pensó de nuevo en la mujer con
la que acababa de estar. Las últimas palabras que él le dijo fueron sólo para
consolarla, pero en el fondo creía que su marido tal vez no estuviera tan bien. Creasy
conocía Marsella al dedillo. Se había alistado allí en la Legión Extranjera Francesa
muchos años antes, y la única cosa que tenía ahora a su favor era que poseía buenos
contactos en la ciudad. Al oprimir el botón para llamar el ascensor, un pensamiento
golpeó su mente: Michael necesitaría armas. Los dos habían ido a Marsella vía París,
y Michael sabía dónde conseguir armas en París.
Dio media vuelta y llamó a la puerta del departamento. Cuando Birgitte la abrió,
él le dijo:
—Lamento molestarla, pero ¿podría hacer un breve llamado a París?
Ella asintió.
—Por supuesto.
Ella entendía muy bien el francés, pero lo que pescó de la conversación le resultó
desconcertante. Al conseguir la comunicación, lo único que Creasy dijo fue:
—¿Reconoces mi voz?… Bien. ¿Has visto a mi hijo recientemente? ¿Le diste o
vendiste algo?
Si Birgitte hubiera podido escuchar el otro lado de la conversación, habría oído
una voz masculina que decía:
—Sí, dos pequeñas y silenciosas. ¿Hice mal?
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—No. ¿Mi hijo te dejó alguna dirección para que le mandaras las cosas?
—No. Me había llamado antes. Me encontré con él y otro tipo en el aeropuerto.
Supongo que después tomaron otro vuelo.
—Gracias. ¿Cómo está tu padre?
—Poniéndose más viejo y más cascarrabias.
—Dale mis respetos, —dijo Creasy con una sonrisa. Luego colgó y miró a
Birgitte—. En cuanto me ponga en contacto con su marido, le diré que la llame. No
se preocupe.
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A Hanne Andersen sólo le llevó seis días convertirse en una adicta total a la heroína.
No volvió a ver a Philippe. Después de esa primera vez, un hombre diferente le
llevaba la bandeja con su amiga. Era alto, rubio, de poco más de cuarenta años y muy
apuesto. Durante esos seis días también fue encantador, y le hablaba con suavidad
para darle confianza. Le dijo que se llamaba Cario. En la primera visita la liberó de
las sogas y ella pudo moverse por esa habitación sin ventanas. También le llevó un
nuevo traje deportivo, algunas zapatillas de lona y tres bombachas blancas. Hablaba
inglés con acento italiano. La única otra persona que ella vio fue la vieja que le
llevaba la comida y la acompañaba al cuarto de baño que estaba en el pasillo. Sólo le
permitían ir al baño después de que la inyectaban para que estuviera completamente
tranquila.
Después del sexto día no hubo más inyecciones. Le habían permitido conservar su
reloj: era un Georg Jensen de plata, regalo de sus padres en ocasión de cumplir ella
dieciocho años, y su posesión más preciada. Al llegar el sexto día sabía que Cario le
llevaría la heroína cada seis horas, justo en el momento en que empezaba a
necesitarla y a sentir dolores. Al principio los dolores eran mínimos, pero a medida
que pasaban los días se hacían más agudos.
El sexto día, todo el tiempo miraba el reloj con ansiedad. Pasaron las seis horas.
Cuando transcurrieron nueve horas, ella estaba tirada en la cama, temblando. Pegó un
salto cuando oyó girar una llave en la cerradura de la puerta. Era la vieja con una
bandeja. Sobre ella había un bol con sopa y otro con espaguetis.
—¿Dónde está Cario? —preguntó Hanne con voz trémula.
La vieja atravesó la habitación en silencio, colocó la bandeja en la mesa de luz y
volvió a dirigirse a la puerta.
—¿Dónde está Cario? —repitió Hanne, y después hizo la pregunta en francés y
en tono más alto.
Sin una palabra, la vieja transpuso la puerta de metal y la cerró tras ella. Hanne
oyó que la llave giraba en la cerradura y que se corría el cerrojo. Se sentó junto a la
cama y buscó la cuchara. Le temblaba la mano y casi no podía llevarse la sopa a la
boca sin volcarla. Le pareció un líquido insulso, así que dejó la cuchara en el bol.
Durante varios minutos permaneció sentada en la cama, temblando, la vista fija en la
pared, y luego se recostó, se tapó la cabeza con la manta y se dispuso a padecer esa
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noche.
Él apareció a las siete de la mañana del séptimo día. En la mano tenía la pequeña
bandeja de metal con la jeringa. Ella estaba sentada en un rincón del cuarto, las
rodillas contra el pecho, rodeadas por los brazos, los ojos entrecerrados. Él le sonrió.
Ella se puso trabajosamente de pie.
—¿Dónde has estado? —preguntó con voz quejumbrosa. Pero no lo miraba a él;
sus ojos estaban enfocados en la bandeja que tenía en las manos. Él sonrió y le
extendió la bandeja como si le estuviera dando un regalo a una criatura.
—Aquí tienes a tu amiga.
Ella atravesó el cuarto y se levantó la manga. Él colocó la bandeja en la mesa de
luz. Ella se acercó con ansiedad, pero él levantó una mano.
—Espera. Primero quiero que hagas algo.
—¿Qué?
Él le sonrió seductoramente.
—Quiero que me beses.
Al principio, pareció sorprendida.
—¿Qué?
Él volvió a sonreír y extendió las manos.
—Quiero que me beses. ¿Es tan complicado? ¿Soy tan feo?
Ella dio un paso atrás; su rostro ahora mostraba alarma. Sacudió la cabeza como
para despejarse después de un golpe.
—No —farfulló—. No.
Él se encogió de hombros, tomó la bandeja y se dirigió a la puerta.
—No —dijo ella en voz alta—. ¡No te vayas! Por favor, dámela.
Él giró la cabeza, con la mano en el picaporte, y dijo:
—Te la daré si me das un beso.
De nuevo ella sacudió la cabeza como si se sintiera confundida.
—No… Pero la necesito… la necesito mucho… me siento muy mal.
Abruptamente, él giró el picaporte de la puerta y salió, diciendo por sobre el
hombro:
—Regresaré en una hora. Piénsalo.
Una hora después, ella lo besó. Él la sostuvo bien cerca con las manos detrás de
su cabeza, y le metió la lengua en la boca. Ella no sintió nada. Su mente estaba
concentrada en la bandeja que estaba en la mesa de luz. La bandeja con la jeringa.
Después, ella se recostó en la cama mientras él salía. Sintió que una calidez le
llenaba el cuerpo, que los nudos de su estómago se soltaban, que la tensión de sus
brazos y piernas desaparecía. Él volvió ocho horas más tarde, con la bandeja. Durante
las últimas dos horas, ella había mirado el reloj de plata cada dos o tres minutos. Esas
dos horas le parecieron dos años de su joven vida. Esa vez, para que le diera la
inyección ella tuvo que besarlo y permitir que él le acariciara los pechos y el trasero
por sobre el traje deportivo. La tercera vez tuvo que dejarlo acariciar todo su cuerpo
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debajo del traje deportivo. La cuarta vez, él se apareció cubierto sólo con una bata y
le dijo que para recibir la inyección debía dejar que él le hiciera el amor. Ella se negó
y él se fue con la bandeja, mientras ella golpeaba sin cesar la puerta de metal y lo
insultaba a gritos en su danés natal. Él volvió dos horas más tarde y ella le permitió
hacerle el amor. Acostada desnuda de espaldas, no sintió nada. Su mirada no se
apartó en ningún momento de la bandeja ubicada a un metro de su cabeza.
Todo continuó así. Una semana después, Hanne realizaba actos de degradación
que jamás supo siquiera que existieran. Algunos días más tarde, Cario apareció
acompañado por otro hombre: un individuo alto, delgado, de tez oscura y bigote
negro. Abusaron de su cuerpo en forma separada y conjunta. A veces era doloroso. Al
cabo de dos horas, el hombre de tez oscura se vistió y se fue. Cario le dio la inyección
y después permaneció acostado desnudo en la cama, fumando un cigarrillo,
observándola y viendo cómo el dolor y la humillación desaparecían con los efectos de
la droga:
—Mañana te mudas a otra ciudad —le dijo él, como al pasar.
—¿Adónde? —preguntó ella, con cierta torpeza.
—Eso no importa —respondió él—. Es otro país. —Le sonrió—. Un país muy
lindo.
Ella logró digerir esa idea y, después, preguntó con ansiedad:
—¿Irás conmigo?
Él sacudió la cabeza.
—No, yo ya he terminado mi trabajo.
Hanne se puso ansiosa. Señaló la jeringa.
—¿Qué pasará con eso?
Él volvió a sonreír.
—No te preocupes por eso. Alguien estará allí para dártela.
Ella trató de pensar a través de la bruma que invadía su mente.
—¿Tendré que hacer esas cosas, antes de que me la den?
—Sí —dijo él con tono indiferente—. Pero a medida que pase el tiempo, ya no te
importará.
Ella giró la cabeza y supo que se había convertido en una esclava.
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—Tiene su base de operaciones en Bruselas, que solía ser el centro para el
reclutamiento de mercenarios. Su padre conoce al mío desde hace muchos años.
Sacacorchos recibió su apodo porque era capaz de meterse en cualquier lugar del
mundo y luego salir. Podía obtener casi cualquier cosa, desde armamentos hasta
información. Le pasó sus conocimientos y habilidades a su hijo que, naturalmente, se
convirtió en Sacacorchos Segundo. Fue precisamente Sacacorchos Segundo el que
nos consiguió los refugios y los equipos para la operación que realizamos en Siria
hace un par de años.
Jens sentía curiosidad. Dio unos golpecitos en el maletín que estaba sobre la
mesa.
—¿Qué hay adentro?
—Las llaves de un departamento en el viejo muelle de pesca de Marsella —
respondió Michael—. Y un mapa detallado de las calles de la ciudad.
—¿Eso es todo?
Michael sacudió la cabeza.
—No. Tiene que haber además una pistola para disparar dardos tranquilizadores,
dos navajas de resorte, dos pistolas con silenciadores y suficientes municiones.
Jens apartó la vista del maletín y miró con severidad al muchacho.
—¿Estás loco? ¿Cómo piensas pasar todo eso por los controles de seguridad? ¿No
sabes que revisan todo?
Michael asintió, después señaló el bolso que estaba del otro lado de su silla.
—El maletín irá dentro de mi bolso, que pasaré por los controles de seguridad.
Como de costumbre, lo revisarán con rayos X. Esos rayos mostrarán el contorno del
maletín y de su contenido. Ese contorno no tendrá nada que ver con ninguna de las
cosas que le he mencionado. Las navajas parecerán dos marcadores, que es el aspecto
que tendrían si usted las tuviera en la mano. Las armas y municiones parecerán
videocasetes, que son los estuches donde están metidas: casetes muy especiales
revestidos de plomo. Por sobre el revestimiento de plomo tienen grabado el contorno
de un casete auténtico. Aunque se les ocurriera revisar el bolso y el maletín, sólo un
inspector muy astuto podría encontrar su contenido real. Es un riesgo aceptable.
También habrá en el maletín varias carpetas inofensivas de negocios.
Jens quedó impresionado pero igual se sentía nervioso.
—¿Tú arreglaste todo esto por una línea abierta desde tu habitación del hotel en
Copenhague?
Michael asintió.
—Por supuesto; Llamé por teléfono a un viejo amigo sin mencionar nombres.
Tuvimos una breve conversación que contenía varias palabras en clave. No sé de qué
marca son las pistolas, pero sí que serán las mejores: de nueve milímetros e
imposibles de rastrear. Habrá notado que Sacacorchos Segundo usaba guantes; no
habrá huellas dactilares en el maletín ni en su contenido.
La confianza total de Michael tranquilizó al danés, como también la forma en que
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se desarrollaron los acontecimientos cuando llegaron al aeropuerto Marignane de
Marsella. Recogieron su equipaje, pasaron por la aduana y tomaron otro café en el
aeropuerto. Michael sacó el maletín del bolso, marcó nueve cero nueve en la
combinación y lo abrió. Jens se inclinó hacia adelante. El contenido era exactamente
el descrito por Michael: tres videocasetes, dos marcadores gruesos, un mapa de las
calles de Marsella y dos llaves en un aro, más media docena de carpetas.
Michael sacó el mapa de calles y lo abrió. Señaló un círculo trazado con tinta,
cerca del viejo muelle de pesca.
—Ésa es nuestra base. Vamos.
Tomaron un taxi al centro moderno de la ciudad, después caminaron ochocientos
metros con las valijas, tomaron otro taxi que los dejó a otros ochocientos metros del
departamento. El resto del trayecto lo hicieron a pie, pero deteniéndose varias veces
para mirar vidrieras, como un par de turistas.
Una vez más, como policía experimentado, Jens quedó impresionado con la
técnica empleada por Michael, sobre todo cuando finalmente llegaron al
departamento. Estaba en el piso superior de un edificio de tres plantas, viejo pero en
buen estado. En la puerta, Michael sacó de un bolsillo lateral del bolso dos pares de
guantes finitos de algodón color azul oscuro y le dio un par a Jens.
—Cuando estemos adentro, usaremos todo el tiempo estos guantes —dijo
Michael.
El departamento tenía dos dormitorios, living, cuarto de baño y una cocina
pequeña. Los muebles eran pocos pero adecuados. Jens abrió las cortinas, vio el
balcón y el muelle de pesca abajo, y enseguida se sintió en su casa. Era la clase de
lugar que, con suerte, buscaría en Dinamarca algunos años después. Michael se
dirigió directamente al teléfono, lo desarmó y lo revisó. Satisfecho, volvió a armarlo
y empezó a recorrer el departamento y a revisar los interruptores y enchufes de luz.
—Veo que eres muy cauteloso —comentó Jens.
—Me lo han inculcado durante muchos meses —respondió Michael—. No espero
encontrar nada, pero nunca se puede estar del todo seguro. ¿Qué le gusta desayunar?
—¿Desayunar?
—Sí. A la vuelta de la esquina hay un pequeño supermercado; yo iré a comprar lo
necesario para aprovisionarnos para algunos días, mientras usted descansa.
Jens sonrió y se tocó la panza que comenzaba a insinuarse.
—Iré contigo y compraré todas las cosas que engordan y que Birgitte no me deja
comer en casa.
Michael señaló el teléfono.
—De acuerdo, pero primero llame a su contacto y concierte una cita para mañana
temprano. ¿Le parece que nos dejará ver sus registros?
—Sí, creo que sí. Me he encontrado con él varias veces, en distintos seminarios, y
nos llevamos bien.
—¿Cuánto le dirá?
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—Nada —respondió Jens—. Él entenderá. Le explicaré que trabajo en un caso
particular para ganarme un poco de dinero mientras estoy de licencia, y que me
financia la familia de una persona desaparecida. Prometeré darle detalles más
adelante, pero cuando eso suceda ya nosotros estaremos lejos de aquí.
Michael asintió con aprobación.
Para el desayuno, Jens comió salmón ahumado, tostadas, medio Camembert,
jamón ahumado, salame y una lata grande de ensalada de frutas. Michael tomó una
taza de té y comió una tostada.
A las nueve de la mañana los dos estaban en la oficina del inspector Corelli.
Corelli era un hombre alto, canoso, con nariz ganchuda; usaba un elegante traje gris,
camisa celeste y corbata rojo oscuro. Se mostró muy cordial. Jens le presentó a
Michael como su nuevo asistente y le explicó brevemente que para satisfacer a una
familia adinerada, realizaban una investigación in situ. Corelli asintió con aire
comprensivo; era un hecho bastante frecuente. Les consiguió una oficina vacía, llamó
a un asistente y le dijo que les suministrara todos los registros que necesitaban, y café
cuando se lo pidieran.
Jens había llevado consigo su juguete más nuevo: una pequeña computadora
portátil Sanyo. Durante las horas que siguieron, revisaron una pila de registros juntos
y Jens transcribió todo el material pertinente en la computadora. Le agradecieron a
Corelli su ayuda, y Jens prometió llamarlo pocos días después para invitarlo a
almorzar o a cenar. Jens explicó con una sonrisa que lo que le pagaban le permitía
hacer esa invitación. Después, encontraron un buen restaurante a un par de cuadras de
allí, que tenía mesas suficientemente espaciadas como para permitir una conversación
privada. Michael quiso ordenar bouillabaisse, pero Jens, que ya había estado en esa
ciudad antes, le aconsejó que reservara ese plato famoso para un restaurante
igualmente famoso en los suburbios de Marsella. En cambio, los dos pidieron bifes y
analizaron la información recibida esa mañana.
Durante la conversación, Jens descubrió algo más sobre ese jovencito. No sólo
era inteligente y sumamente competente, tanto en estrategia como en táctica, sino que
era absolutamente despiadado. Su plan era simple. Sabían, por los registros de
Corelli, que el cabecilla del grupo que en Marsella se ocupaba de la trata de blancas y
de drogas era un tal Yves Boutin. Operaba en el barrio de prostitutas ubicado entre la
Opera y el Vieux Port. Tenía conexiones con la Mafia italiana, el submundo español
y, según se decía, con bandas delictivas de África del Norte. Había sido arrestado
varias veces pero nunca condenado. Sus contactos políticos en la ciudad, en el
departamento de policía, y en París eran muy poderosos.
Los bares y burdeles que se creía eran propiedad de Boutin o controlados por él
figuraban ya en la computadora de Jens, lo mismo que la dirección de su villa sobre
la costa y su departamento lujoso en la ciudad. Boutin estaba casado y tenía dos hijos:
un varón de catorce años y una niña de once. Tenía dos hermanos menores, los dos en
el negocio. Georges, el mayor, se ocupaba del sector drogas, y Claude, del sector
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prostitución. Yves era la cabeza nominal de una empresa de construcción
aparentemente legítima, que de alguna manera conseguía muchos contratos
municipales. Jens explicó que Marsella era una de las ciudades más corruptas de
Francia, si no de Europa. En el departamento de policía habían visto muchas
fotografías de Boutin, tanto las tomadas por la policía como las que le habían sacado
sin que se diera cuenta. Era un hombre regordete que frisaba los sesenta,
completamente pelado, pero con bigotes marrón oscuro. También habían visto
fotografías similares de sus hermanos, de sus lugartenientes y de una serie de
integrantes menos importantes de la banda. En los archivos había sólo un punto
particularmente interesante: Boutin sentía una debilidad especial por su joven amante,
una despampanante rubia llamada Denise Defors. Durante cinco años la había
mantenido en un departamento de la ciudad y había pasado casi todas las noches de la
semana con ella. Denise trabajaba como gerente nominal de su club nocturno
principal, The Pink Panther, que tenía alrededor de cuarenta acompañantes y
especialistas en strip tease de primera clase y un burdel de lujo en el primer piso.
Jens y Micha el analizaron a esos personajes durante el almuerzo y, después,
cuando Jens atacó con el tenedor una enorme porción de pavtlova, una torta liviana
de merengue, crema y frutas, descubrió hasta dónde llegaba la crueldad de Michael.
—Voy a apoderarme de uno de los hijos o de la amante.
Jens levantó la vista de la torta y dijo, pese a tener la boca llena:
—¿Qué?
—Es obvio —respondió Michael—. Necesitamos tener una conversación muy
seria con Monsieur Boutin. En los últimos meses y años hubo muchas muertes entre
pandillas, y seguro que Boutin cuenta con una guardia muy fuerte. No me será
posible acercarme tranquilamente a él y pedirle que conversemos de negocios. Pero si
tengo en mi poder a alguien muy querido para él, seguro que hablará. La cuestión es:
¿será mejor uno de los hijos o la amante?
—¿Te refieres a secuestrarlos?
—Desde luego.
—¡Pero eso es un delito!
Michael sonrió.
—¿En serio? Np me había dado cuenta.
Jens dejó caer la cuchara, miró al jovencito y dijo:
—Mira, Michael, soy policía, por el amor de Dios. No puedo andar secuestrando
gente por ahí, aunque sean los hijos o la amante de un gánster.
—Usted no lo hará —respondió Michael—. Se quedará en el departamento,
sentado en el balcón, bebiendo un buen vino y disfrutando de la vista.
Hubo un largo silencio. La conversación había perturbado al danés, quien hasta
apartó el plato de la apetitosa torta sin terminar.
—¿Tiene una idea mejor?
—No. Peco pensé que podríamos recorrer la ciudad y familiarizarnos con la
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operación.
Michael asintió.
—Lo haremos, por supuesto. De hecho, empezaremos esta noche. Primero iremos
a The Pink Panther. Mientras tanto, nos ayudaría mucho saber a qué colegio van los
hijos de Boutin y cualquier otra información que consigamos. Tal vez su amigo
Corelli lo sepa. Además, esta noche averiguaremos a qué hora se va del club la
amante y cómo llega a su casa. Jens, debe hacerse así. Si me apodero de uno de sus
hermanos o de uno de los lugartenientes más importantes, quizá no sea tan eficaz.
Boutin es un hombre despiadado.
—No es el único —murmuró Jens.
Michael ni siquiera oyó esas palabras. Su mente estaba en aquel pequeño hospital
de Bruselas. Se sentía confundido. Tenía la sensación de ser un pichón inexperto que
había caído del nido y que descendía vertiginosamente pese a aletear con todas sus
fuerzas. Sí, seguro que era valiente. E implacable. Entrenado a la perfección. Miró al
danés, quien le devolvió la mirada con expresión de respeto. «Mañana, mañana
llamaré por teléfono a Blondie y le pasaré toda la información para que ella se la dé a
Creasy», pensó Michael. «Cuando salga del hospital vendrá aquí y me dejará hacer lo
que tengo que hacer, pero se mantendrá en la sombra, por si acaso… Mañana».
El inspector Corelli recibió el llamado justo después de las tres.
—Aguarde un minuto —dijo después de escuchar a Jens. Apretó las teclas de su
computadora, miró el monitor y agregó—: Los dos van a un colegio privado llamado
École St. Jean. Es un internado en Suiza, en las afueras de Ginebra. Naturalmente,
muy exclusivo y costoso. ¿Necesita algo más?
—No, muchas gracias —respondió Jens—. Lo llamaré dentro de algunos días. —
Colgó el tubo y miró a Michael. Estaban de vuelta en el departamento—. Los chicos
están en un internado exclusivo en Suiza. Probablemente vuelvan a su casa los fines
de semana. Puedo verificarlo si es necesario.
Michael sacudió la cabeza.
—No, hoy es martes y no podemos esperar tanto. Tiene que ser la amante. La
observaremos esta noche… ¿le parecería mejor que yo fuera solo?
—No —fue la respuesta enfática de Jens—. Lo he estado pensando. Iré contigo.
Esta noche no ocurrirá nada. —Señaló la mesa del comedor—. ¿Llevaremos armas?
—Estaban una junto a la otra: dos Berreta negras calibre nueve milímetros.
—No —respondió Michael—. El club tendrá matones y porteros, y en esa clase
de reductos con frecuencia registran a los clientes.
—No lo hacen en Copenhague.
Michael sonrió.
—Esto no es Copenhague.
En su oficina, el inspector Corelli también había colgado el tubo. Durante varios
minutos permaneció sentado, mirando pensativo el teléfono. Después lo tomó, marcó
el número y mantuvo una conversación de tres minutos, al final de la cual dio una
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descripción detallada, al estilo policial, de Jens y Michael.
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Las oficinas eran típicas de una empresa pequeña, y altamente exitosa. Una secretaria
de mediana edad, muy atractiva, se encontraba sentada en la oficina externa y
trabajaba frente a una computadora. Enfrente de ella había una mesa baja y tres
cómodos sillones de cuero. En las paredes colgaban pinturas al óleo originales que
representaban paisajes marinos. Hacía seis años que Creasy no pisaba esa oficina de
Marsella. Al transponer la puerta, la secretaria levantó la vista y luego volvió a
concentrarse en la pantalla. Después, pegó un salto en su asiento, con el rostro
demudado.
—Creí que estaba muerto —tartamudeó.
—Sí. De alguna manera he vuelto a la vida. —Creasy señaló la puerta que daba a
una oficina interna—. ¿Está él?
Ella había recobrado la compostura.
—Sí. Pero está ocupado. —Tomó el teléfono—. Le avisaré que está aquí.
Él sacudió la cabeza.
—No. Esperaré. ¿Sería posible tomar un café?
Ella se puso de pie y se acercó a una cafetera que había en un rincón. Cuando
Creasy probó el café, la miró y dijo con tono de aprobación:
—Vaya memoria la suya. Hace como seis años que no vengo y usted recordó que
lo tomo sin leche ni azúcar.
Ella sonrió ante el cumplido, mientras pensaba que ése era un hombre que nadie
olvidaría. Se preguntó cuál sería la reacción de su jefe cuando lo viera.
Sucedió unos diez minutos más tarde. Un hombre de tez muy oscura salió de la
oficina seguido por Leclerc, que le decía:
—Recibirá mi fax el jueves, pero, créame, los precios serán definitivos y la carta
de crédito es esencial.
En ese momento los ojos de Leclerc se posaron en Creasy. Interrumpió su paso un
momento, pero su rostro no reveló nada. Leclerc siempre había sido muy buen
jugador de póquer.
El negro fue conducido a la puerta y Creasy se puso de pie. Leclerc se dio media
vuelta y los dos hombres se estudiaron en silencio. Leclerc tenía más o menos la edad
de Creasy; era un hombre alto, rubicundo, un poco excedido de peso. Con su traje
azul oscuro con rayas muy finas, parecía un banquero. En realidad, era un
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exmercenario que un día descubrió que era más lucrativo vender armas que usarlas. Y
mucho más seguro. Se había convertido en uno de los más exitosos traficantes de
armas de Europa. Seis años antes, cuando Creasy se proponía derrotar a toda la Mafia
en Italia, recurrió a Leclerc para conseguir armas. No eran amigos; jamás lo serían,
pero se respetaban mutuamente.
Leclerc señaló la puerta abierta de su oficina y Creasy entró, llevando consigo la
taza de café. La oficina era lujosa, pero las paredes estaban adornadas con enormes
fotografías de armas que iban desde tanques y vehículos blindados a ametralladoras.
Leclerc se instaló detrás del amplio escritorio de caoba y Creasy tomó asiento frente a
él.
—He oído rumores —dijo el francés—. Rumores de que estaba vivo, de que no
había muerto en aquel hospital de Nápoles. Rumores de que su muerte había sido
arreglada. No creí en esos rumores, pero hace un par de años volví a oírlos. Se decía
que usted había sido visto en los Estados Unidos y en Medio Oriente. Hubo otro
rumor acerca de que Maxie MacDonald y Frank Miller habían hecho un trabajo para
usted. —Sonrió levemente—. Viejos amigos suyos. Entonces empecé a creer en los
rumores.
—Sí, aquélla fue una muerte simulada. En aquel momento me pareció una buena
idea. La mitad de la Mafia italiana me buscaba.
La sonrisa de Leclerc se hizo más ancha.
—No me sorprende. Usted liquidó a la familia principal. Por lo visto, el arsenal
que le suministré fue muy eficaz.
—Lo fue —admitió Creasy—. Y sigo estándole agradecido.
Leclerc inclinó la cabeza en reconocimiento.
—¿Qué puedo hacer por usted ahora?
Creasy señaló la ventana.
—Usted conoce esta ciudad mejor que nadie. Necesito información sobre ciertos
miembros del hampa; Según cuál sea esa información, tal vez necesite armas livianas.
El problema es que, en ese caso, las necesitaría hoy mismo.
—Si las necesita, las tendrá hoy. ¿Qué información quiere?
—Sé que aquí la situación delictiva está bastante compartimentada. El hombre u
hombres que busco son los cabecillas del sector de prostitución y drogas. Si en esta
ciudad hay trata de blancas, ellos seguramente estarán involucrados o conocerán la
situación al dedillo. Necesito saber la ubicación de esa persona o personas, y con qué
fuerzas cuentan.
La respuesta de Leclerc fue inmediata.
—Su hombre es Yves Boutin. Él controla la prostitución en la ciudad y en gran
parte de la Riviera Francesa. Es uno de los cabecillas del negocio de la droga, pero
cuando se trata de prostitución es el único cabecilla. —Pasó a describir a Boutin, su
familia, sus hermanos, sus amantes, sus principales lugartenientes, sus casas y sus
clubes. Por último, afirmó:
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—Tiene importantes conexiones políticas y con la policía.
Creasy se inclinó hacia adelante y preguntó:
—¿Cómo son sus propias conexiones y conocimientos con respecto a la policía?
Leclerc sonrió y abrió la mano, en un gesto elocuente.
—En este tipo de negocios, tienen que ser perfectas. La fuerza policial de esta
ciudad es corrupta en su totalidad. Siempre lo ha sido y siempre lo será.
Creasy se inclinó todavía más hacia adelante.
—¿Conoce al inspector Serge Corelli?
—Sí. Muy bien.
—¿Es corrupto?
Leclerc lanzó una carcajada.
—¡Eso es poco decir! Es el más corrupto de todos. Es un hombre muy rico, y su
riqueza crece día a día. Gracias, en parte, a las generosas contribuciones de Yves
Boutin… Prácticamente son socios. —Notó la expresión sombría que apareció en el
rostro de Creasy—. ¿Qué ocurre?
Creasy estaba sumido en sus pensamientos. Cuando habló, no fue para responder
a esa pregunta.
—Si yo o alguna otra persona hubiera ido a Ver a Serge Corelli y le hubiera hecho
preguntas detalladas sobre Boutin, ¿Corelli se lo informaría a Boutin?
Leclerc sonrió.
—¡Inmediatamente! —exclamó Leclerc.
—¿Aunque la persona que le hiciera las preguntas fuera un oficial de otra fuerza
policial europea?
Leclerc volvió a sonreír.
—En ese caso, se lo informaría a Boutin incluso más rápidamente.
Hubo otro silencio, después del cual Creasy dijo:
—Creo que necesitaré esas armas.
—¿Qué es exactamente lo que quiere?
De pronto, la voz de Creasy se volvió enérgica e impersonal.
—¿Tiene una Colt 1911?
Leclerc asintió.
—Por supuesto.
—Necesito tres cargadores adicionales.
Leclerc asintió.
—También necesito una ametralladora liviana, pequeña y fácil de ocultar. Podría
ser una Ingram 10 con culata plegable.
—La tengo —dijo Leclerc—, pero también tengo algo mejor. Muy nuevo. Tal vez
usted todavía no lo ha visto. —Se puso de pie y se acercó a una de las paredes de la
oficina. Estaba revestida en madera de roble. Oprimió una mano contra un panel, y
éste se deslizó hacia la derecha. Apareció una inmensa caja fuerte. Hizo girar el dial
de la cerradura de combinación, abrió la pesada puerta y sacó varios estuches. Creasy
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también se puso de pie y observó a Leclerc abrirlos. Uno contenía una Colt 1911.
Creasy la levantó, sintió la familiar empuñadura y luego la puso en su lugar.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó después de mirar el contenido de otro
estuche.
—Es algo totalmente nuevo —respondió Leclerc con satisfacción—. Es una
ametralladora en miniatura hecha por Fabrique Nationale. Se llama FN P90. Es muy
especial. El cuerpo y el cargador son de plástico y desmontables de los otros
componentes metálicos. —Enseguida la desarmó. Sólo le llevó segundos. Después la
volvió a ensamblar y se la entregó a Creasy, diciendo—: Sólo tiene el largo del
antebrazo, pero es capaz de destrozar una armadura a ciento cincuenta metros. Es
superior a cualquier rifle nato o a cualquier ametralladora compacta.
Creasy quedó impresionado. El arma resultaba muy fácil de ocultar si se utilizaba
una correa para colgarla del hombro; debajo de un saco o un sobretodo.
Fue como si Leclerc le leyera el pensamiento.
—Puedo conseguirle una correa y un silenciador, que es un poco abultado pero
cabe debajo del otro brazo› también con una correa.
Creasy asintió.
—También necesito un silenciador para la Colt. —Ningún problema. ¿Qué más
necesita?
—Cuatro granadas de fragmentación, cuatro fosforescentes, y correas para
llevarlas colgadas. También un par de anteojos contra las fosforescentes, y además
tres pares de esposas.
—Ningún problema —repitió Leclerc e hizo una anotación en su libreta—.
También puedo arreglar todo lo necesario para una sesión de práctica con la
ametralladora, en mi depósito. Como es tan liviana patea bastante.
Creasy sacudió la cabeza.
—No tengo tiempo Esta tarde tengo que hacer un reconocimiento visual, y salir
esta noche. Hay una cosa más que usted puede tener o no. ¿Recuerda que la última
vez me proveyó de los componentes para fabricar una bomba muy pequeña pero muy
potente, en la que se utiliza explosivo plástico y que tiene un diminuto detonador y un
control remoto pequeño? Si mal no recuerdo, servía hasta un par de cientos de
metros.
—Lo recuerdo —contestó Leclerc—. Y recuerdo haber leído en el periódico que
la empleó en Italia. No fue una manera muy agradable de enviar a un hombre al
infierno.
Creasy se encogió de hombros.
—No era un hombre agradable. ¿Puede conseguírmela?
Leclerc tomó uno de los tres teléfonos que tenía sobre el escritorio, marcó un
número, escuchó un momento y después habló muy rápido en francés, volvió a
escuchar y luego le preguntó a Creasy:
—¿La quiere ensamblada o en componentes?
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—En componentes —respondió Creasy—. Yo mismo la armaré.
Leclerc habló en el teléfono con tono persuasivo, luego colgó y dijo:
—Los componentes estarán listos aquí para usted a las seis de la tarde, junto con
el resto del material. ¿Qué más necesita?
Creasy pensó un momento.
—Necesito un refugio y un auto muy veloz, con la cédula verde y toda la
documentación en regla para cruzar las fronteras de Europa. Debe tener el tanque
lleno de combustible, y además combustible en bidones dentro del baúl. Es posible
que el auto no sea devuelto, así que incluya su costo en la cuenta. Tanto en el refugio
como en el auto debe haber provisiones para tres días para tres personas. Usted sabe
cómo hacerlo.
Leclerc hizo unas anotaciones en su libreta.
—Ningún problema. Su refugio será un departamento en la misma manzana
donde tengo mi penthouse. Soy el propietario de toda la manzana, pero nadie lo sabe.
El representante de BMW es un buen amigo mío. Él me conseguirá un auto de
segunda mano y yo me aseguraré de que antes de esta tarde esté revisado a fondo y
esté listo.
Leclerc se echó hacia atrás y miró fijamente a Creasy. Después, dijo en voz baja:
—Le repetiré lo que le dije la última vez que estuvo aquí. Nunca hemos sido
amigos. Aparte de Guido, en Nápoles, dudo mucho de que usted haya tenido alguna
vez un amigo verdadero y cercano. Usted no es esa clase de hombre. Pero, como le
dije aquella vez, estoy en deuda con usted. Me salvó la vida en Katanga. Eso solo
sería suficiente, pero también le debo lo de Rodesia. Usted me ayudó a hacer una
venta muy lucrativa. —Abrió los brazos y agregó—: Ahora, usted está en mi ciudad y
al parecer piensa ir tras Boutin, que tiene muchos «soldados». ¿Necesita apoyo?
Conozco algunas buenas personas en quienes se puede confiar.
—Se lo agradezco. Pero no, gracias… usted ya me conoce.
Leclerc asintió lentamente. Los dos se pusieron de pie y el francés dijo:
—Todo estará aquí a las seis de la tarde, incluyendo la información sobre Corelli.
Después, podemos verificar lo del refugio y el auto. Si llegara a necesitar algo más,
llámeme. Tiene el número de teléfono de mi casa.
—Gracias, lo haré. Ahora, ¿qué le debo por lo que acabo de pedirle?
La expresión de Leclerc fue de desagrado.
—Por favor, Creasy… no me ofenda.
Se estrecharon la mano y Creasy se fue. Leclerc se acercó a la ventana y
permaneció allí mirando hacia la calle, cuatro pisos más abajo. Vio salir al
norteamericano, lo observó cruzar la calle y alejarse con rapidez. Había suficientes
taxis cerca, pero Creasy no era la clase de hombre que, después de una reunión así, se
metería en el primer taxi que pasara por la puerta. Primero se aseguraría de que nadie
lo estuviera siguiendo.
Leclerc se dio media vuelta, se dirigió a la puerta de su oficina y la abrió.
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—¿Cuántas acciones tengo de la empresa de construcción de Boutin? —le
preguntó a su secretaria.
Ella oprimió algunas teclas de la computadora, miró el monitor y respondió:
—Diecisiete mil. La semana pasada subieron cuatro puntos y tienen muy buenas
perspectivas. Es seguro que el mes próximo obtendrán los contratos para ese nuevo
puente y paso a desnivel. Es un proyecto muy importante.
—Venda esas acciones hoy, antes del cierre de la Boba —le ordenó él,
sucintamente.
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Ella estaba de pie, apoyada contra el escritorio, y miraba a través del espejo
unidireccional. Tenía la clase de belleza capaz de detener el tráfico en cualquier
capital del mundo: piernas largas, pechos altos y cintura pequeña, trasero parado y
cuerpo esbelto. Su pelo rubio ceniza le llegaba a los hombros, y contrastaba con el
vestido largo de satén color azul oscuro.
Miraba por el espejo unidireccional que ocupaba todo el ancho de la barra, y
desde su posición podía inspeccionar la totalidad de la planta baja del club. Había un
pequeño escenario hacia su derecha y, junto a él, un poco más alto, una tarima con
una banda de cuatro integrantes. Había banquetas tapizadas con terciopelo a lo largo
de las paredes, rodeando una pista de baile de madera lustrada. Los clientes eran, en
su mayoría, hombres de negocios de mediana edad. Las muchachas eran casi todas
uniformemente hermosas y usaban vestidos largos. Las camareras, en cambio, usaban
blusas de seda color crema abiertas hasta la cintura, y faldas cortas negras de lycra
sobre medias de red oscuras, y botas negras de charol hasta las rodillas.
Giró la cabeza para ver a dos hombres que eran recibidos en la puerta. Uno era
rubio, de tez clara y levemente rollizo. Calculé que tendría cerca de cuarenta años. El
otro era mucho más joven, con pelo renegrido y tez oscura; tenía rasgos afilados y
ella decidió que era muy apuesto. Los dos se sentaron en la barra, casi frente a ella, y
por un momento no pudo verlos porque se interpuso la cantinera que les tomó el
pedido. La mujer llevó la mano atrás y accionó uno de una fila de interruptores.
Inmediatamente oyó las voces de los hombres. Hablaban en inglés. El rubio ordenó
un whisky con soda, y especificó que fuera Chivas Regal; el más joven ordenó un
Campari con jugo natural de naranjas. Mientras mezclaba las bebidas, la cantinera
conversó con ellos, tal como le habían enseñado, y en primer lugar les preguntó de
dónde eran. El rubio dijo que era de Estocolmo, y el apuesto dijo que era de Chipre.
La cantinera les informó entonces que el espectáculo comenzaría a la medianoche y
que le avisaran si querían una mesa. El joven dijo que permanecerían en la barra.
La cantinera se alejó para atender a otro cliente, y la mujer detrás del espejo
volvió a observarlos bien antes de tomar el teléfono. Disco un número y enseguida le
contestaron.
—Yves, están aquí… Sí, encajan exactamente con la descripción. —Escuchó un
momento, miró su reloj y dijo—: Está bien, cerca de la mitad del espectáculo. —
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Colgó, se apartó del escritorio y se dirigió a la puerta.
Las cabezas de Michael y de Jens giraron al unísono hacia la izquierda cuando
ella apareció por una puerta escondida. Se les acercó sonriendo, perfectamente
consciente del efecto que tenía sobre ellos, el mismo efecto que tenía sobre todos los
hombres que no eran seniles ni homosexuales.
Le tendió la mano al rubio, y dijo:
—Bienvenido a The Pink Panther. Soy Denise, la gerente le oprimió la mano y él,
algo turbado, hizo otro tanto. Ella retiró la mano, estrechó la del hombre más joven y
también se la oprimió. Él se limitó a mirarla a la cara, no desinteresado, pero tampoco
trastornado por la emoción. No apretó la mano de ella, no pareció turbado y no miró
sus pechos altos. Ella decidió que era sumamente apuesto. Conversó con ellos varios
minutos, les hizo las preguntas habituales y luego les explicó que si deseaban
compañía, podían tenerla enseguida. Les insinuó que esa compañía podía volverse
mucho más íntima en otros sectores más privados del piso superior del club.
—Tenemos aquí un excelente espectáculo a medianoche —dijo—. Pero a la una
tenemos… ¿cómo decirlo? Un espectáculo más erótico. De hecho, un espectáculo
muy erótico, arriba. Por lo general está reservado a los clientes que han contratado a
una acompañante, pero puesto que es la primera visita de ustedes a nuestro local,
serán mis invitados personales.
Jens empezó a decir algo, pero Michael lo interrumpió.
—Muy amable de su parte. Será un honor para nosotros.
Ella sonrió y le dedicó una sonrisa que era más una promesa.
—Vendré a buscarlos poco antes de la una.
Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta escondida Los dos hombres
observaron su andar cadencioso, y luego Jens murmuró:
—¿En serio quieres ver un espectáculo de sexo? En Copenhague, trabajé tres años
en el Departamento de Narcóticos y Prostitución, y te aseguro que esos espectáculos
no son muy eróticos.
También en voz baja, Michael le contestó:
—Es necesario. Tengo que ver todo lo que pueda de este edificio para poder
trazar un plan para el secuestro.
El danés asintió.
—No me sorprende que prefieras llevártela a ella en lugar de uno de los hijos.
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En ciertos aspectos, Serge Corelli no tenía los mismos instintos naturales de Jens
Jensen: no se dio cuenta de que lo seguían. Abandonó su oficina tarde, poco después
de las siete, y luego salió del garaje del subsuelo en su Renault 19 rojo. Nunca iba a
la oficina con su Mercedes 600.
No advirtió el Citroën alquilado que avanzaba por el tráfico detrás de él. Se
dirigió al Bar O’Berry de la Rué de l’Eveche y dejó el auto afuera, en un lugar donde
estaba permitido estacionar. Ni se molestó en echarle llave: todos los delincuentes de
Marsella sabían a quién pertenecía ese vehículo. Un minuto después bebía el primero
de sus habituales vodkas con agua tónica y conversaba con la cantinera de pechos
generosos con quien había tenido una breve aventura algunos años antes. Bebió hasta
las nueve de la noche; sólo entonces llamó a su esposa y le avisó que tenía una cena
de negocios. Recorrió después en auto cuatro cuadras hasta la Rué de Lorette,
estacionó en el callejón que había junto al restaurante Chez Étienne y, una vez más,
dejó el auto sin llave. Comió pausadamente una cena consistente en sopa de verduras,
bife con trufas y pomme soufflée, seguidos de crepés suzeites flambées, todo
acompañado con una botella de Château Margaux. Luego bebió café con un coñac
añejo. Era un restaurante caro, pero cuando se alejó de la mesa antes de medianoche
no le presentaron ninguna cuenta. El propietario se limitó a estrecharle la mano con
aire deferente.
El callejón estaba oscuro y, aunque tenía una buena resistencia al alcohol, el
inspector Serge Corelli estaba un poco tambaleante. Abrió la puerta del Renault y se
dejó caer en la butaca. Cerró la puerta y colocó la llave en el contacto. En ese
momento sintió algo frío en la nuca y oyó una voz serena que le hablaba en un
francés fluido y sin acento.
—Esto es una Colt 1911, 45 milímetros; con cartuchos de punta blanda. Si no
hace exactamente lo que le digo, ese cartucho le atravesará el cerebro.
Corelli se tensó, sintió que la adrenalina fluía por su cuerpo y trató de no entrar en
pánico.
—¿Quién es usted? —farfulló—. ¿Sabe quién soy yo, pedazo de imbécil?
—Usted es el inspector Serge Corelli y si no se calla perderá la mayor parte de la
cabeza —dijo la voz desde atrás—. Ahora ponga en marcha el auto y diríjase a la
zona del viejo mercado del puerto. Conduzca con cuidado y a velocidad normal. De
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veras, no me importa si vive o si muere, así que si intenta algo, será lo último que
haga en su vida.
Corelli manejó con prudencia, mientras trataba con desesperación de pensar quién
podía ser el hombre que estaba detrás de él. Tenía una pistola en la guantera, pero
estaba cerrada, y la llave estaba en el mismo aro que la llave de contacto. La única
posibilidad se le presentaría cuando llegaran a destino. Cuando girara la llave de
contacto para sacarla, el hombre tendría que bajarse del auto, y entonces él tendría
uno o dos segundos para abrir la guantera.
Se acercaron al sector del viejo mercado del puerto y el hombre le dio algunas
indicaciones breves. Por último, llegaron a una calle mal iluminada detrás de una
hilera de fábricas de prendas de vestir. Estaba flanqueada por una serie de garajes en
ruinas, algunos de los cuales ostentaban carteles de «Se Alquila». Eran cerca de las
doce y media y la calle estaba desierta. La voz le dijo que se acercara al cordón de la
vereda y frenara/Después, le ordenó que pusiera la palanca de velocidades en punto
muerto y que accionara el freno de mano. Cuando así lo hizo, sintió que la presión
sobre su nuca disminuía. Se tensó, listo para hacer su intento. Pero un segundo
después en su cerebro destelló una luz blanca, y luego sobrevino la oscuridad total,
cuando la culata de la pistola se estrelló contra su cabeza.
Cuando el policía volvió en sí, estaba tirado en un rincón, los brazos detrás de la
espalda, las manos sujetas por esposas. Trabajosamente logró incorporarse hasta
quedar sentado contra la pared; enfocó la vista. El garaje estaba iluminado por un
único foco de luz sin pantalla que colgaba del techo. Vio una vieja mesa de madera
con una silla a cada lado› y un hombre corpulento vestido de negro que lo miraba. El
hombre se inclinó hacia adelante y tomó la pesada pistola negra. Tenía puesto un
silenciador. Aparentemente sin apuntar, el hombre apretó el gatillo. La bala se
incrustó en la pared quince centímetros por encima de la cabeza de Corelli, que
recibió una lluvia de trozos de yeso. Con un gemido, se apartó de allí caminando con
las rodillas. Otro proyectil se incrustó en la pared, justo frente a él. Corelli quedó
paralizado de terror. La voz del hombre fue serena. Señaló una silla.
—Póngase de pie y siéntese allí.
Durante varios segundos, Corelli no se movió. Se agazapó, con la vista fija en el
suelo de cemento manchado de aceite.
—Hágalo de una vez y nada dé preguntas. No abra la boca hasta que yo se lo
diga.
Corelli logró ponerse de pie. La cabeza le dolía espantosamente. Con cautela,
avanzó por la habitación y se sentó en el borde de la silla. Sus ojos volvieron a
enfocarse en el hombre del otro lado de la mesa Notó el pelo entrecano bien corto, las
cicatrices en la cara y los ojos helados color gris pizarra. Miró la mesa. Sobre ella
había varios objetos que él no reconoció: dos discos redondos y huecos de metal con
bordes chanfleados, un trozo de lo que parecía un material plástico, un pequeño tubo
metálico conectado a dos cables, y una pequeña caja de metal con dos botones en la
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parte superior.
—¿Sabe lo que es eso? —preguntó el hombre.
—No —murmuró Corelli.
—Son los componentes de una bomba pequeña pero muy potente. —El hombre
se inclinó hacia adelante y señaló el disco metálico más grande. Tenía
aproximadamente quince centímetros de diámetro—. Esa es la cubierta posterior. El
hombre señaló el disco más pequeño, de alrededor de diez centímetros de diámetro.
—Ésa es la cubierta frontal—. Señaló el montón de color gris. —Eso es explosivo
plástico—. El dedo volvió a moverse a la pequeña caja metálica. —Ése es el control
remoto—. La voz adquirió un tono coloquial. —Esa bomba no es suficientemente
grande como para hacer estallar una casa, pero cuando esté armada y conectada a la
base de su espina dorsal, y cuando explote, decididamente lo volará en pedazos.
Corelli, hipnotizado, no podía apartar la vista de esos objetos.
—Usted y yo pasaremos algunas horas juntos —continuó diciendo el hombre—.
Contestará a algunas preguntas mías y, de acuerdo con las respuestas, haremos un
pequeño viaje. Usted tendrá conectada la bomba a la base de la espina dorsal. Yo
tendré el detonador en el bolsillo y un dedo apoyado en el botón. Sólo le queda rogar
al cielo que yo no tropiece con algo, y que nadie tropiece conmigo…
El francés levantó la cabeza y volvió a mirar los ojos fríos del hombre. Su
pregunta sonó como un graznido.
—¿Quién es usted?
—Para usted, soy la vida o la muerte. La decisión será suya.
—¿Qué quiere?
El hombre se inclinó hacia adelante y comenzó a armar la bomba. El policía lo
observaba con pavorosa fascinación, mientras oía las palabras de Creasy.
—Usted tuvo la visita de un policía danés llamado Jens Jensen, probablemente
esta mañana. Él debió de hacerle algunas preguntas sobre ciertos delincuentes de la
ciudad, y hasta quizá le pidió ver los archivos.
El hombre levantó la vista de su trabajo y, una vez más, Corelli preguntó:
—¿Quién es usted?
El hombre apoyó los componentes en la mesa, se puso de pie, pegó la vuelta,
tomó al francés por el pelo, lo levantó en vilo y le pegó tres golpes en el cuerpo, cada
uno dirigido a un nervio diferente. Cada nervio envió una señal dolorosísima al
cerebro ya agonizante de Corelli. El hombre volvió a dejarlo caer sobre la silla, rodeó
la mesa, se sentó y prosiguió con su trabajo de ensamble de la bomba.
—Si usted no responde a mis preguntas, le haré eso de nuevo, tantas veces como
sea necesario —dijo el hombre en voz baja—. Sólo que con más fuerza. Si no
contesta, le volaré los dedos de las manos uno por uno con la pistola. Y, después, los
de los pies.
Corelli se había derrumbado sobre la mesa, con todo su cuerpo aullando de dolor.
Lentamente levantó la cabeza, miró al hombre a los ojos y tuvo la certeza de que
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hablaba en serio.
—Sí, esta mañana vino con otro hombre… uno mucho más joven —respondió en
voz casi inaudible—. Dijo que era su asistente, pero yo no le creí. Era demasiado
joven y no era danés.
Creasy había terminado de colocar el explosivo plástico en el hueco del disco más
grande. Desatornilló el pequeño tubo de metal y verificó la batería de cadmio, y
después conectó los dos cables y con mucho cuidado metió el detonador en el
explosivo plástico.
—¿Les mostró archivos? —preguntó, sin levantar la vista.
—Sí.
—¿Cuáles en particular?
—Los de prostitución y drogas.
—¿De qué banda en particular?
Corelli empezó a sentir náuseas. Tragó fuerte varias veces y luego sacudió la
cabeza.
—No lo sé, yo no estaba allí. No lo sé. Les proporcioné una oficina.
Creasy atornillaba la cubierta frontal de la bomba. Levantó la vista y preguntó:
—¿Quién es el gánster más importante en prostitución y drogas?
Se hizo un silencio después del cual Corelli respondió:
—Un tipo medio árabe llamado Jahmed… Raoul Jahmed.
Con cuidado, Creasy colocó la bomba sobre la mesa, se puso de pie, pegó la
vuelta, aferró al francés por el pelo y comenzó a asestarle golpes contra el cuerpo.
Pasaron dos minutos antes de que Corelli pudiera sentarse derecho de nuevo. Su
rostro era la imagen misma del dolor, y comenzó a suplicar.
—¿Por qué?… ¿Por qué me pegó?… Estoy contestando sus preguntas.
—Me mintió —respondió cortante Creasy—: Trata de proteger a su amigo Yves
Boutin. Él es, lejos, el gánster más importante de la ciudad. Le paga a usted mucho
dinero. Si vuelve a mentirme, lo lamentará. Grábese bien en la cabeza que yo sé la
respuesta a casi todas las preguntas, y sé cuándo miente. ¿Cuándo fue la última vez
que habló con Yves Boutin?
Corelli volvió a fijar la vista sobre la mesa, sin saber quién era su torturador o
cuánto sabía. Pero sí tenía conciencia del dolor de su cuerpo y de que había alcanzado
el límite.
—Esta tarde —respondió—, a eso de las tres por teléfono.
—¿Qué le dijo?
Otro silencio. Después, Corelli levantó la cabeza.
—Le informé que un policía danés del Departamento de Personas Desaparecidas
hacía preguntas sobre él. Quería averiguar dónde estudiaban sus hijos.
—¿Y dónde estudian?
—En un colegio privado. Un internado en Suiza.
—¿Están allá ahora?
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—Sí.
—¿Boutin tiene una relación estrecha con su esposa?
Corelli comenzó a mostrarse cooperativo.
—No. Pero sí con su amante, Denise Defors. La mantiene en un departamento de
la ciudad. Ella ocupa et cargo de gerente de su club nocturno, The Pink Panther.
Se hizo un silencio mientras Creasy pensaba y trataba de ponerse en la mente de
Michael. No le resultaba difícil porque en parte él había creado esa mente. La
estrategia de Michael seguramente habría sido secuestrar a alguien próximo a Boutin.
Si los hijos estaban lejos en un internado, entonces la persona más obvia era su
amante. Michael sin duda había ido al club para hacer un reconocimiento. Consultó
su reloj. Era poco después de la una de la mañana.
—¿Le dio usted a Boutin una descripción de Jensen y del muchacho? —preguntó
Creasy.
—Si muy detallada.
De nuevo Creasy permaneció en silencio mientras pensaba. Después, señaló un
lugar.
—Arrodíllese allí —le ordenó.
Una expresión de miedo apareció en el rostro de Corelli.
—¿Porqué?
Creasy se paró, se inclinó por sobre la mesa y dijo:
—Haga lo que le digo o volveré a golpearlo.
Lentamente, Corelli se puso de pie, se dirigió al lugar en el centro del garaje
señalado por Creasy y cayó de rodillas. Creasy tomó la bomba y el rollo de cinta
adhesiva. Montó al francés desde atrás, le levantó la parte posterior del saco y, con el
codo, lo obligó a inclinar la cabeza hacia abajo hasta que casi tocó el suelo. Arrancó
un trozo de cinta de más o menos un metro veinte y lo puso, con la parte adhesiva
hacia arriba, al lado del francés. Colocó la bomba con forma de plato en el centro de
la cinta, con la cubierta frontal hacia arriba. Con mucho cuidado puso la bomba en la
base de la espina dorsal de Corelli y la aseguró con la cinta. El gemido de Corelli
nacía desde lo profundo de su garganta. Creasy no le prestó atención. Levantó el rollo
de cinta adhesiva y con ella rodeó varias veces el cuerpo del policía, a fin de sujetar
bien firme la bomba. Después, tomó a Corelli por la parte de atrás del cuello de la
camisa, lo obligó a pararse y le arregló el saco. Luego caminó alrededor del francés.
—Nadie se dará cuenta de que usted es una bomba ambulante. Vuelva a sentarse
con cuidado en el borde de la silla.
Corelli obedeció: caminó como si estuviera desplazándose sobre hielo muy fino,
y se sentó con mucha lentitud. Creasy se acercó a un bolso de cuero que había en un
rincón, lo abrió y sacó un teléfono celular. Lo colocó sobre la mesa frente a Corelli y
después llevó la otra silla junto al francés. Se sentó y tomó el detonador que teñía
frente a él. Colocó su dedo índice muy cerca del botón rojo y dijo:
—Eso es lo que oprimiré si decido que usted no quiere cooperar conmigo —le
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dijo.
Corelli miró enseguida el botón con el dedo que jugueteaba sobre él. Advirtió las
marcas de quemaduras en el dorso de la mano y adivinó qué las había causado. En
una época, su torturador había sido el torturado.
—Cooperaré —dijo con voz ronca—. Pero, por favor, tenga cuidado con esa cosa.
Miró a Creasy y prestó atención a sus palabras.
—Sólo me descuido con estas cosas cuando me enojo. No hay peligro mientras
esté sentado aquí. No es una bomba de fragmentación. Si oprimo ese botón, la
cubierta exterior golpeará contra esa pared. —Señaló la pared que estaba frente a
Corelli—. Y la interior golpeará esa pared, junto con su sangre y sus tripas. Lo más
probable es que usted tarde bastantes minutos muy dolorosos en morir. —Tomó el
teléfono y agregó—: Ahora, llamará a su buen amigo, Yves Boutin, y le preguntará
qué fue de Jens Jensen y su amigo. Si él los tiene secuestrados, le preguntará dónde
están porque quiere interrogarlos usted mismo antes de que él los liquide. Yo estaré
escuchando la conversación y, si me parece que no es suficientemente sincero o
convincente, apretaré el botón.
El teléfono celular tenía parlante, y no era preciso usar las manos para accionarlo.
Creasy lo colocó entre los dos y preguntó:
—¿Cuál es el número?
—6854321… Es el número de su teléfono celular› que siempre lleva consigo…
incluso cuando se mete en la cama.
Creasy marcó el número y oprimió la tecla de comunicación. Después se sentó,
un dedo sobre la tecla de corte, y uno de la otra mano sobre el botón rojo del
detonador. Corelli respiró hondo.
Algunos segundos después, la voz fría y áspera de Boutin brotó del parlante.
—Boutin.
Corelli miró el parlante.
—Serge —dijo con una voz que no delataba su tensión—. ¿Se presentaron esos
dos hombres?
Por el parlante se oyó una risotada.
—Por supuesto. En este momento están en The Pink Panther. Han visto el
espectáculo liviano y Denise los ha convencido de subir al primer piso para ver el
más fuerte. Nos los llevaremos dentro de algunos minutos.
—¿Adónde? —preguntó Corelli.
—Al lugar de siempre.
—No hagan nada hasta que yo llegue —dijo Corelli—. Primero quiero
interrogarlos.
La voz de Boutin reveló un atisbo de sorpresa.
—¿Seguro? Aunque tengan los ojos vendados pueden reconocer tu voz.
—No importa —dijo Corelli—. Cuando todo haya terminado pueden irse al
mismísimo infierno.
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Inmediatamente después de la palabra «infierno», el dedo de Creasy oprimió, la
tecla de corte.
—¿Cuál es «el lugar de siempre»? —preguntó.
—Es una vieja casona, a unos cinco kilómetros afuera de la ciudad, sobre la costa.
Tiene un pequeño muelle particular, y allí mantiene Boutin un par de lanchas rápidas.
—Dígame más.
—Está rodeada de un muro alto de piedra.
—¿Hay guardias?
—Siempre.
—¿Cuántos?
—Nunca menos de cuatro, a veces más.
—¿Están armados?
—Sí… con pistolas.
—¿Qué ocurre en el interior de esa casa?
El policía suspiró y trató de parecer pesaroso.
—Allí tiene drogas y las procesa.
—¿Qué más?
Otro suspiro, y el policía contestó:
—A veces, chicas.
—¿Qué clase de chicas?
El policía quedó callado, la vista fija en la mesa, pero cuando Creasy comenzó a
moverse, levantó la cabeza de golpe y dijo, muy apurado:
—Chicas perdidas.
—Explíquese.
El policía obedeció. Explicó cómo las chicas, en su mayoría del norte de Europa,
eran secuestradas y después convertidas a la fuerza en adictas a la heroína, y vendidas
a la prostitución en otras partes del Mediterráneo, Medio Oriente y África del Norte.
Creasy habló en voz muy baja, pero sus palabras se clavaron en la mente del
policía.
—¿Quiere decir que las «procesa», igual que «procesa» las drogas?
Una pausa. Luego Corelli asintió, la vista fija de nuevo en la mesa.
—Vaya si es usted un ser humano maravilloso —dijo Creasy—. Es el Jefe del
Departamento de Personas Desaparecidas, ha jurado proteger a las personas
inocentes, y conspira para hacer precisamente lo contrario. No sé si existen un cielo y
un infierno, pero estoy completamente seguro de que existe un lugar para las
personas como usted.
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Jens estaba equivocado: el espectáculo sí era erótico. Denise los condujo a una
habitación muy lujosa al final de un largo corredor. En el medio había una plataforma
redonda con alfombra blanca, a la que se llegaba por dos escalones. Sobre la
plataforma había una solitaria silla blanca de caña. Sobre la silla, un par de zapatos
negros de taco alto. Colgado sobre el respaldo había un vestido rojo fuego de seda y,
sobre él, un par de medias negras transparentes, un portaligas y un par de bombachas
de seda color marfil. Junto a la silla había una pequeña mesa blanca de caña. Sobre
ella, una caja de cuero blanco abierta, y junto a ella, un espejo del tamaño de un plato,
con pie.
Rodeando la plataforma había una docena de canapés en cuero negro repujado,
como los que por lo general se encuentran en los exclusivos clubes londinenses para
caballeros. La mitad de ellos se encontraban ocupados por hombres de negocios de
mediana edad. Michael advirtió que dos de ellos eran árabes; los otros eran europeos
y uno, oriental, probablemente japonés. Todos tenían acompañantes al lado de ellos.
Frente a cada canapé había una mesa baja con un balde para hielo que contenía
champagne añejo. Uno de los árabes ya tenía la mano debajo del traje de su
compañera y jugueteaba con sus pechos, mientras la mujer le lamía la oreja.
Denise los guió a un canapé y les susurró, con una sonrisa:
—Desde aquí tendrán la mejor vista del espectáculo.
A Jens le sorprendió la elección de la música que brotaba de los parlantes
cuadrafónicos: Las cuatro estaciones, de Vivaldi, una de sus obras favoritas. Con un
poco de culpa se dio cuenta de que con frecuencia la ponía mientras hacía el amor
con Birgitte. Sobre todo, el movimiento llamado «Verano».
Denise se sentó entre ellos. Los dos sentían la calidez de sus muslos y el almizcle
de su perfume. Mientras ella se inclinaba hacia adelante y servía tres copas de
champagne, una puerta se abrió a su izquierda y por ella apareció una mujer.
Era alta, de casi un metro ochenta y poco más de treinta años. Era una trigueña de
pelo ondeado, que le caía sobre los hombros. Era esbelta, casi delgada. No llevaba
maquillaje. Sus piernas y su cuello eran tan largos como para parecer casi
desproporcionados, pero no del todo. Pese a su estatura, se acercó a la plataforma
como una bailarina clásica. Estaba completamente desnuda.
Antes reinaba un murmullo de conversación en la habitación, pero se desvaneció
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por completo cuando la mujer se acercó a la plataforma y subió a ella. Hizo una
pirueta lenta, y sus ojos verdes se fueron demorando un poco en cada uno de los
hombres. Cada uno estaba convencido de que se había detenido más en él. El árabe
había dejado de acariciar los pechos de su compañera.
—Me estoy preparando para un hombre —dijo la mujer con voz de contralto.
Se dio media vuelta, se acercó a la pequeña mesa y miró el interior de la caja
blanca de cuero. El único sonido en la habitación era la música de Vivaldi, que
iniciaba el movimiento «Verano». Jens, un poco turbado, se movió contra el muslo de
Denise. Su erección crecía. Miró a Michael, cuyos ojos estaban fijos con embeleso en
la mujer desnuda. Jens notó que Denise tenía la mano derecha apoyada en el muslo
izquierdo de Michael. Volvió a mirar hacia la plataforma. La mujer desnuda había
sacado varias cosas de la caja de cuero. Eran cosméticos. Durante los siguientes
quince minutos se aplicó maquillaje, mientras se inclinaba hacia adelante para
estudiarse en el espejo, con las piernas bien abiertas.
Jens y Michael disfrutaban, en verdad, del punto de vista más estratégico. Jens
había sido fiel a Birgitte desde su matrimonio, pero igual tuvo que reconocer que a
tres metros de él estaba el trasero más perfecto que había visto en su vida. Por último,
satisfecha con su maquillaje, la mujer se dirigió a la silla, tomó el portaligas y se lo
sujetó en la cintura. Se sentó y lentamente fue poniéndose las medias negras
transparentes, primero en un pierna, luego en la otra, hasta los muslos, y se las sujetó
al portaligas. Lo hizo con naturalidad y sin demasiado erotismo evidente. Después se
puso de pie, tomó la bombacha, se metió en ella y se la subió hasta la cintura. Se
calzó los zapatos y luego levantó el vestido, que se colocó hasta tapar apenas sus
pechos pequeños. Brillaba, desde el blanco alabastro de sus hombros, hasta el negro
azabache de sus zapatos.
Por primera vez, volvió a levantar la cabeza, observó a los hombres y dijo, con
voz triste y suave:
—He perdido mi tiempo. —Sonrió apenas, levanté las manos, se las puso frente a
la cara y dijo—: No, no he perdido el tiempo… me he puesto hermosa para mi
misma. —Su sonrisa tímida se ensanchó—. Si ningún hombre me posee, yo misma lo
haré. —Describió una lenta pirueta, mientras miraba a cada hombre y preguntaba—:
¿Nunca han visto masturbarse a una mujer? Todas lo hacemos de manera diferente.
Yo lo hago con los pulgares.
Lentamente bajó la mano y se levantó la parte delantera del vestido, con lo cual
dejó a la vista la bombacha. Después, se puso de rodillas sobre la alfombra y se
acostó sobre el estómago. El público observaba en total silencio cuando ella puso los
brazos debajo del cuerpo y deslizó las manos entre los muslos. Sólo los codos
quedaban a la vista, y temblaban. Lentamente, la plataforma comenzó a rotar. El
trasero de la mujer empezó a rotar más o menos a la misma velocidad. El mentón de
la mujer estaba sobre la alfombra, el cuello y la espalda arqueadas a medida que cada
uno de los hombres del público aparecían en su visión. Ella los miró directamente a
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los ojos, con una suave sonrisa en los labios. Cada hombre imaginaba esos pulgares
con uñas color escarlata deslizándose contra su clítoris. A esa altura, habían olvidado
a sus compañeras y estaban inclinados hacia adelante, mirando con avidez a la mujer.
La mujer habló de nuevo. Su sedante voz de contralto se había vuelto ronca.
—Qué bueno… esto es maravilloso… pero nunca tan maravilloso como tener a
un hombre dentro de mí. —Después habló lentamente con voz todavía más ronca,
durante una rotación de la plataforma—. ¿No hay aquí ningún hombre capaz de
poseerme?
—Siguió repitiendo la frase, acentuando la palabra «poseerme», mientras miraba
directamente a los ojos de cada hombre. Su trasero comenzó a rotar aún más rápido y
era obvio que lo que sentía era genuino. De pronto, el árabe que había estado
jugueteando con los pechos de su acompañante se puso de pie y se abrió el cierre del
pantalón. Saltó a la plataforma, sacó su pene erecto, le levantó a la mujer la parte de
atrás del vestido, se arrodilló entre sus piernas, se las abrió más, apartó la bombacha
y, con un gruñido, la penetró. Ella no sacó las manos sino que siguió frotándose, pero
giró la cabeza y dijo:
—Ahora es perfecto.
Denise se echó hacia adelante entre Jens y Michael, quienes observaban con
atención lo que sucedía en la plataforma. Cada tanto, ella se mojaba los labios con la
lengua. Su mano derecha se había corrido a la entrepierna de Michael, donde
masajeaba ese bulto duro. Con la mano izquierda hizo un gesto hacia la acompañante
abandonada por el árabe, y ella inmediatamente se puso de pie y subió a la tarima, y
se colocó frente a la mujer. Era tan seductora como astuto es un zorro. Sus
movimientos eran gráciles y tan naturales para ella como el sexo descarnado que
disfrutaba. Se arrodilló, se levantó la pollera y mostró sus muslos esbeltos cubiertos
con medias blancas transparentes. No usaba nada más abajo. Con la mano derecha se
masturbó, a apenas centímetros de la mirada vidriosa de la trigueña. En ese momento,
Denise apartó la mano de la entrepierna de Michael, la puso detrás de las cabezas de
los dos hombres, los acercó a ella y dijo con voz ronca:
—Esto es muy liviano. Algo mucho más interesante está a punto de comenzar en
una habitación del piso superior. Síganme.
La siguieron como corderos. Mientras abandonaban la habitación, oyeron los
gemidos de la trigueña al llegar al orgasmo.
Denise abrió otra puerta acolchada a mitad de camino del corredor del piso
superior y los hizo pasar. La habitación estaba en penumbras, pero ellos alcanzaron a
ver a tres hombres de pie en fila frente a ellos, cada uno de los cuales tenía una
pistola con silenciador. Oyeron que la puerta se cerraba detrás de ellos y la voz, de
pronto dura, de Denise.
—Tendremos ahora un espectáculo diferente… y ustedes serán las estrellas.
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cualquier otra actividad delictiva o terrorista. Corelli había observado este
entrenamiento. Eran excelentes. Pero comprendió que ninguno de ellos podía
compararse siquiera con el hombre que tenía adelante.
Por último, Creasy extrajo un saco tres cuartos de jean negro y se lo puso. Era
suelto y le llegaba a los muslos; incluso desabrochado permitía ocultar las armas.
Extendió el brazo y tomó el pequeño control remoto negro. Corelli se tensó en su
asiento. Luego Creasy se lo metió en el bolsillo derecho.
—Póngase de pie —le ordenó Creasy.
Nerviosamente, el francés obedeció. Creasy se puso detrás de él, le abrió las
esposas y las colocó en el bolsillo izquierdo de su saco. Los otros dos pares los tenía
ya en el mismo bolsillo.
—Vamos —dijo. Vayamos a encontrarnos con ese socio tan dulce que tiene.
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Jens Jensen jamás había recibido una paliza semejante en toda su vida. Estaba
aterrado, mental y físicamente. Lo peor de todo era lo absurdo e impensado del
asunto. Estaba tirado en el suelo, hecho un ovillo, mientras los dos hombres lo
pateaban. Eso continuó durante varios minutos. Los hombres no estaban frenéticos
sino que tomaban turnos y colocaban sus golpes donde querían. Jens alcanzaba a oír
los gruñidos de Michael, en el otro extremo del cuarto, al recibir el mismo
tratamiento de otros dos hombres.
Habían llegado allí en la parte posterior de una furgoneta, con pistolas
apuntándoles a la cabeza, y luego los hicieron transponer la puerta posterior de una
casa muy grande, pasar por la cocina y bajar al sótano. Se les ordenó que se echaran
boca abajo en el piso, con los brazos delante de ellos, y que no levantaran la vista.
Algunos minutos después oyeron pisadas. Desde su posición, Jens vio que dos pares
de zapatos se acercaban y se detenían. Un par era de cuero marrón de cocodrilo y
estaba muy bien lustrado; el otro era negro y de tacos altos: los zapatos de Denise
Defors. Jens supuso que el hombre era Yves Boutin. El hombre les habló en inglés
con fuerte acento francés.
—Dentro de exactamente diez minutos les haré unas preguntas. Mientras tanto,
mis hombres les darán un leve ejemplo de lo que les pasará si no las contestan, o si
mienten.
Boutin y la mujer se alejaron y otros zapatos comenzaron a golpear contra su
cuerpo. Oyó que Michael gritaba:
—¡Acurrúcate! ¡No te resistas!
En forma irracional, en medio de tanto dolor, un pensamiento cruzó por la mente
de Jens. Recordó que muchos años atrás, en la escuela, el profesor de física intentaba
explicarles la teoría de la relatividad de Einstein: «Si ustedes se sientan en un horno
caliente durante dos segundos, les parecerán dos minutos, pero si besan a una
muchacha hermosa durante dos minutos, les parecerán dos segundos».
Diez minutos de paliza le parecieron diez horas. Después los golpes cesaron, y él
siguió tirado en el piso hecho un ovillo, gimiendo de dolor. Los dos hombres que
estaban sobre él discutían sobre si Marsella le ganaría a Mónaco en el partido de
fútbol del día siguiente. Entonces uno de ellos dijo:
—Enderécense. Permanezcan acostados boca abajo, con los brazos extendidos.
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Los dos.
Lentamente Jens comenzó a estirarse, con un dolor espantoso en todo el cuerpo.
Lo hacía demasiado despacio. El hombre se acercó y le clavó un pie en los riñones.
Jens aulló de dolor y rodó hasta quedar boca abajo. Los zapatos de cuero de cocodrilo
se acercaron y quedaron a centímetros de sus brazos extendidos. Un poco más allá,
alcanzó a ver a la mujer de la cintura para abajo, de pie, muy cerca.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la voz.
En un instante, el terror se convirtió en furia.
—Soy policía —espetó Jens—. Pagarán por esto.
Uno de los zapatos de cuero de cocodrilo salió de Su campo visual y arremetió
contra su mano derecha. El danés volvió a aullar y después oyó que Michael le
gritaba:
—¡Contesta sus preguntas! ¡Todas! ¡Y di la verdad!
Jens oyó enseguida un sonido seco y un gruñido de Michael cuando un pie se
clavó en su cuerpo. La voz le dijo a Michael:
—Si vuelves a abrir la boca sin que te lo ordenen, te meteré una bala en la pierna.
Se hizo un silencio. Después, la voz volvió a preguntarle a Jens:
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo Jens Jensen —contestó a través de oleadas de dolor.
—¿Qué haces aquí?
—Me trajeron a punta de pistola.
—Si te haces el vivo, sufrirás más —dijo la voz—. ¿Qué haces en Marsella?
—Vine a hablar con un colega.
—¿Sobre qué?
—Sobre personas desaparecidas.
Oyó que la mujer se echaba a reír.
—¡Cállate la boca! —Le ordeno Boutin. Luego se dirigió a Jens, y le preguntó—:
¿Entonces, por qué hacías preguntas sobre mí? ¿Y por qué fuiste a mi club?
—Porque se sabe que usted trafica con drogas y con mujeres. Y las dos cosas van
de la mano.
En ese momento, Creasy observaba la casa desde una elevación en el camino, a
trescientos metros de distancia. Estaba sentado en el asiento del acompañante del
Renault de Corelli. Corelli se encontraba detrás del volante.
—Debe de haber uno o dos guardias en el portón principal y un tercero en alguna
parte del terreno. Los guardias del portón principal nos dejarán pasar. Me esperan —
explicó Corelli.
—Pero a mí no —dijo Creasy.
—Lo presentaré como un colega —dijo el francés—. No habrá ningún problema
en el portón. No es la primera vez que traigo a colegas míos.
—¿Para qué?
—Por placer —respondió Corelli en voz baja después de una larga pausa.
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Junto a él, Creasy dijo con un gruñido:
—¡En qué inmundicia viven todos ustedes! ¿Qué ocurrirá cuando entremos en la
casa?
—Habrá uno o dos guardias adentro, junto a la puerta principal. Lo palparán de
armas.
—Y las encontrarán —dijo Creasy—. De la mejor manera. ¿Tendrán pistolas en
la mano o debajo del saco?
—Debajo del saco.
—Vamos.
Todo salió tal como lo predijera el policía. Se abrieron los pesados portones y un
hombre se acercó. Iluminó el interior del auto con una linterna, primero el rostro de
Corelli y luego el de Creasy.
—Es un colega —explicó Corelli.
El guardia asintió y los hizo pasar. Ellos avanzaron por un sendero de grava y
estacionaron junto a un Mercedes deportivo color rojo.
—¿Es de Boutin?
—No, de su amante.
Bajaron del auto, subieron los escalones y Corelli apretó el timbre. Algunos
segundos después la puerta se abrió y ellos entraron.
Había dos hombres: uno alto y tan flaco que casi parecía un esqueleto; el otro,
bajo y morrudo. Los dos usaban trajes bastante sueltos. Saludaron respetuosamente a
Corelli con un movimiento de la cabeza, pero miraron con recelo a Creasy.
—Es un colega —explico Corelli—. El jefe me espera.
—Está en el sótano. —Dijo el petiso, y después señaló a Creasy—. ¿Piensa
llevarlo con usted?
—Sí.
—Entonces tendré que palparlo de armas.
—Adelante —dijo Creasy con amabilidad y se desabrochó el saco.
El guardia se acercó y levantó las manos para revisarlo de arriba abajo. Era como
quince centímetros más bajo que Creasy. Ni el guardia ni Corelli vieron venir el
gancho. El golpe fue apenas un movimiento fugaz; un fuerte crujido cuando la
mandíbula del guardia se quebró, y el hombre fue levantado en el aire por la potencia
del golpe. El guardia alto era rápido pero no lo suficiente. Su mano derecha había
desaparecido debajo del saco antes de que su compañero inconsciente diera contra el
piso. Pero cuando logró sacar la pistola supo que era demasiado tarde. Vio que la Colt
con silenciador lo apuntaba. Una fracción de segundo más tarde sintió el impacto del
primer proyectil en su corazón. Fue arrojado hacia atrás contra la pared. El segundo
proyectil impacto contra su frente, dos centímetros sobre la nariz, y le desparramó los
sesos sobre la pared. Por desgracia; tuvo tiempo de sacarle el seguro a su pistola. El
arma golpeó contra el piso dé lajas y disparó una bala que casi dio contra los pies de
Corelli. La pistola no tenía silenciador y el disparo reverberó por el cuarto.
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Inmediatamente, Creasy giró y disparó dos tiros en el corazón del guardia
inconsciente y un tercero en su cabeza. Después, en cuestión de segundos;
desatornilló el silenciador y cambió el cargador. Corelli quedó paralizado de miedo al
ver que Creasy guardaba la pistola y extraía la ametralladora.
—¡Muévase! —dijo el norteamericano—. Lo seguiré al sótano, y nada de
jugarretas. Recuerde que tengo el pulgar sobre el control remoto.
En el sótano oyeron el disparo. Boutin levantó la cabeza, asombrado, y miró la
puerta abierta y el largo tramo de peldaños de piedra que conducían a la cocina.
—Sube —le dijo a uno de los guardias, y a otro le ordenó—: Cubre la escalera.
El primer guardia subió de a tres escalones por vez, con la pistola lista. El
segundó guardia tomó posición junto a la puerta abierta, con el arma levantada.
Michael levantó el mentón y observó la habitación. Boutin había aferrado a
Denise por el brazo y la había llevado a un rincón para apartarla de la línea de fuego.
Empuñaba una pistola. Ella parecía asustada. Un guardia se encontraba de pie sobre
Jens, apuntándole a la cabeza. Michael dio por sentado que el otro guardia hacía lo
mismo sobre él. Decidió esperar antes de moverse. Desde arriba oyó una ráfaga de
disparos de ametralladora que duró dos segundos, y un grito. Supo que Creasy estaba
en el edificio. Pensó con rapidez. Si era Creasy y tenía una ametralladora, tendría
también otras armas. Decididamente no bajaría sin protección, y tampoco disparando,
por si él o Jens recibían una bala perdida. Seguramente primero neutralizaría a todos
los que estaban en la habitación. Michael se tensó.
Arriba, en la cocina, Creasy pasó por sobre el cuerpo del guardia al que acababa
de matar. Corelli estaba inmovilizado, con una mano esposada a un caño de acero
junto al horno grande. Estaba de pie y observaba, con el rostro pálido. Creasy se
dirigió a la parte superior de la escalera, extrajo las gafas protectoras y se las puso.
Volvió a guardar la ametralladora y desprendió una granada fosforescente. Se asomó
por la puerta abierta y, en una fracción de segundo, echó una mirada hacia abajo.
Entonces le sacó el seguro a la granada, accionó el detonador, contó mentalmente y
con gran fuerza la arrojó por la escalera. Cayó en el suelo entre Jens y Michael,
rebotó contra la pared del fondo y explotó con una luz blanca enceguecedora.
Instintivamente, todos los que estaban en el cuarto se cubrieron los ojos.
—¡Jens, no te muevas! —gritó Michael. Después, volvió a gritar, pero esta vez
hacia la parte superior de la escalera—: ¡Tres están armados! ¡Uno desarmado!
Boutin gritaba algo que Michael no pudo entender. Después, Michael oyó un
golpe seco y dos ráfagas cortas de ametralladora. Luego un único disparo. La mujer
aullaba de terror. Michael supo que el golpe había sido Creasy, que caía hacia el
cuarto. Las dos ráfagas debían de haber matado a los dos guardias. Después sin duda
Creasy habría preparado la ametralladora para disparos individuales y habría
inmovilizado a Boutin.
Lentamente, el resplandor del otro lado de los párpados cerrados de Michael
disminuyó y él abrió los ojos. La situación era tal cual la había previsto. Creasy
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estaba acurrucado junto a la puerta, en el interior de la habitación. Michael notó,
debajo de su abrigo abierto, el cinto del que colgaban las granadas y los cargadores
adicionales. Vio el movimiento fugaz de la mano de Creasy cuando cambió el
cargador de la ametralladora. El guardia que estaba junto a la puerta yacía boca abajo.
Michael giró la cabeza. El guardia que antes estaba de pie junto a él se encontraba
tendido en un rincón. Boutin estaba de rodillas, un brazo sobre los ojos, y el otro
sosteniendo el hombro. Su arma estaba en el piso, a cierta distancia. La mujer estaba
apoyada contra la pared, con las dos manos sobre los ojos.
Se oyó la voz de Creasy.
—¡Jensen! ¡Quédese quieto! ¡Michael! ¡Muévete! Toma el arma de Boutin.
Michael se puso de pie de un salto, corrió y levantó el arma de Boutin. Para
entonces, la luz volvía a la normalidad en la habitación. Creasy se incorporó, se sacó
las gafas y las dejó caer en uno de sus bolsillos.
—Michael, los guardias están muertos —dijo Creasy. Señaló a Boutin y a su
amante—. Cubre a ellos dos desde el otro lado de la puerta. Hay otros guardias en el
terreno. Seguro que vienen para acá. —Y desapareció por la escalera.
Ahora Boutin tenía los ojos abiertos. Miró a Michael y después a sus dos
guardaespaldas muertos. Su amante se encontraba en cuclillas, y temblaba por el
shock. Boutin apartó la mano del hombro y miró la sangre que tenía en la palma.
Comenzó a decir algo, pero la voz de Michael lo interrumpió.
—Cállese o le meto una bala en la boca.
Desde arriba se oyeron otras dos ráfagas de ametralladora y, luego, silencio.
—¿Quién demonios es ése? —preguntó Jens desde el suelo, con azoramiento.
Michael le sonrió.
—Es mi padre.
—Por Dios —murmuró el danés—. ¿Ahora puedo levantarme?
—No. Él dijo que no debías moverte. No tardará.
Pasó un minuto, y luego la voz de Creasy sonó por la escalera.
—¿Michael?
—Sí. Aquí todo bien.
—Estupendo. ¿Jensen sabe cómo usar un arma?
Jens fue el que contestó, con voz de dolor:
—¡Sí! Jensen sabe cómo usar un arma y está harto de estar aquí tirado sin hacer
nada.
Jensen oyó una risa y luego Creasy gritó:
—Tome una de las pistolas de los guardias y suba aquí.
El danés se puso de pie, se acercó al guardia que estaba cerca de la puerta y lo
hizo rodar sobre la espalda, con el pie. La pistola se encontraba debajo de él, y tenía
el cañón cubierto de sangre. Rápidamente, Jens la levantó por el cañón, la limpió en
el saco del guardia, verificó que tuviera el seguro sacado y que el cargador estuviera
lleno, y después subió corriendo la escalera.
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Encontró a Creasy en la cocina, con Serge Corelli.
—¿Qué demonios…? —preguntó Jens, muy sorprendido.
—¡Después! —espetó Creasy—. No tenemos mucho tiempo. Los guardias de
afuera están muertos y dudo mucho de que haya más en el piso superior. Estarían
aquí ya, o podrían estar escondidos. Verifiquémoslo. Yo iré primero. Usted cúbrame
la espalda, a una distancia de aproximadamente cinco metros.
No había guardias arriba, sólo una mujer vieja, muerta de susto; agazapada en el
fondo del pasillo. Había también dos muchachas drogadas en cuartos separados, tipo
celda. Jens reconoció enseguida a la primera.
—Hanne Andersen —dijo—. Hace pocos días estudié su expediente.
Ella estaba sentada en la cama y lo miraba con ojos vidriosos. Él le dijo unas
palabras en danés, la llamó por su nombre, y por un instante los ojos de la muchacha
se iluminaron, y ella asintió.
—Más tarde —dijo Creasy—. Revisemos los otros cuartos.
En el siguiente encontraron a la otra muchacha. Estaba sentada en un rincón, con
los brazos alrededor de las piernas recogidas. Tenía moretones en los brazos y en la
cara. Era de tez oscura, muy joven y hermosa, y estaba muy asustada. Retrocedió más
hacia el rincón, y farfulló en inglés:
—No… No… Por favor… No más.
Jens se acercó y le habló con ternura, pero ella se encogió aún más, y en sus ojos
brillaron el miedo y la desesperación.
—Salgamos enseguida de aquí —dijo Creasy—. Primero las llevaremos al auto y
usted se quedará con ellas mientras yo busco a Michael. Yo me ocuparé de la vieja.
—¿Va a matarla? —preguntó Jens sorprendido.
Creasy sacudió la cabeza.
—No, pero lo merecería, por participar de esta inmundicia.
Avanzó deprisa por el pasillo hacia la mujer, que lo miraba acercarse y comenzó a
hablar muy rápido en francés. Él no le contestó, sino que la aferró por el pelo y le
estrelló un puño en la mandíbula. La mujer se desplomó y Creasy se dio media vuelta
y se fue.
En el sótano, Denise Defors había recuperado la compostura. Trató dé suplicarle a
Michael, diciéndole que ella no tenía nada que ver con el negocio. Él le dijo que se
callara la boca. Después, con el instinto de un animal acorralado, ella trató de escapar.
Durante toda su vida estuvo acostumbrada a que cualquier cosa que deseara de un
hombre la conseguía siempre. No podía concebir que algún hombre le disparara a
sabiendas. Se apartó de la pared y corrió hacia la puerta.
Michael le disparó a la espalda. Mientras ella se desplomaba contra la jamba de la
puerta, volvió a dispararle a la nuca, y enseguida apuntó a Boutin, quien adelantó su
mano sana como para protegerse de un disparo.
—No… Por favor, no —balbuceó. La cara le chorreaba por la transpiración.
—Sólo cállese —le dijo Michael con dureza—. Hay pocas probabilidades de qué
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viva.
Un minuto después, Creasy bajó por la escalera, miró a la mujer muerta y luego a
Michael.
—Trató de huir —explicó Michael.
Creasy asintió, sacó un trozo de papel del bolsillo, se lo dio a Michael y dijo:
—Jens está afuera, en el Renault. —Señaló a Boutin y agregó—: Junto con dos de
las víctimas de este hijo de puta. Llévate el auto y espérame afuera del portón
principal. La ventana de la cocina da a ese sector del camino. Si llegas a oír sirenas de
patrulleros policiales, haz un disparo hacia esa ventana. Haz lo mismo si algún auto
pasa por el portón. Hay un teléfono celular sobre el asiento del conductor. Después
aléjate con el vehículo y llama al húmero que está en ese trozo de papel. El hombre
que conteste te dará indicaciones de cómo llegar a un refugio. Espérame allí. En caso
contrario, terminaré aquí dentro de cinco minutos y me reuniré con ustedes en el auto.
Michael asintió y salió por la puerta. Creasy miró inexpresivamente a Boutin.
—Subiremos a la cocina para tener una conversación breve pero útil —dijo
Creasy. Señaló su arma—. Muévase.
Con un gruñido de dolor, el francés se movió.
Afuera, Michael encontró a Jens en el asiento trasero del Renault, con las dos
chicas. Una de ellas estaba acurrucada contra la ventanilla, al parecer inconsciente.
La otra sostenía una mano de Jens, mientras él le hablaba muy despacio en lo que
Michael supuso era danés. Michael se instaló detrás del volante sin decir una palabra,
giró la llave de contacto y llevó el auto por el sendero de acceso hacia el portón
abierto. Dobló a la derecha y estacionó a cincuenta metros; sacó la pistola y fijó la
vista en la ventana de la cocina, a unos ciento cincuenta metros de allí.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Jens.
—Esperamos —dijo Michael, y le explicó las instrucciones de Creasy—. ¿Cómo
están esas dos chicas? —preguntó.
—Muy mal —respondió el danés con furia—. Tuvieron mucha suerte: a una de
ellas la iban a embarcar esta noche al exterior. La otra todavía no estaba del todo
preparada. ¡Hijos de puta!
—Nosotros también tuvimos suerte —dijo Michael en voz baja—. Primero
fuimos muy estúpidos; después, muy afortunados.
—Me pregunto qué haría Corelli allí. Y esposado…
—Pronto lo sabremos —dijo Michael.
Seis minutos después, Creasy se deslizó en el asiento del acompañante.
—No se ve ningún movimiento —dijo Michael—. ¿Les perdonaste la vida?
—Esposé a Boutin con Corelli —respondió Creasy—, espalda contra espalda.
Alguien los encontrará.
Desde el asiento de atrás, Jensen dijo con amargura:
—Soy policía, pero hombres como esos no merecen vivir. Tal como están las
cosas, lo más probable es que se salgan con la suya.
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Creasy giró la cabeza para mirarlo y después le mostró la pequeña caja negra que
tenía en la mano, y muy despacio le dijo:
—No esta vez.
El danés vio cómo el pulgar de Creasy oprimía el botón rojo, y oyó una fuerte
explosión proveniente de la casa.
—Bueno, sólo encontrarán pedacitos de ellos —dijo Creasy—. Acaban de irse a
ese infierno especial reservado para esa clase de gente.
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Creasy asintió con aire solemne y prosiguió:
—Jens, eres policía, y es obvio que siempre debes tratar de pensar y actuar como
tal. Pero esta situación es diferente. En circunstancias normales tomarías el teléfono y
llamarías al departamento central de policía de Marsella, o incluso a la central de
París. Pero ¿qué podrías decirles? Que acabas de participar de una batalla en gran
escala, que incluía pistolas, granadas, ametralladoras y una bomba que mató al
delincuente número uno de la región, junto con el jefe corrupto del Departamento de
Personas Desaparecidas de Marsella. ¿Cómo liarías para explicarles eso? ¿Cómo
explicarías mi presencia y la de Michael? Recuerda que acabo de matar a siete
hombres y que Michael mató a una mujer. Todos quedaríamos clavados en esta
ciudad durante meses, incluyéndote a ti. Michael y yo seríamos arrestados y
encerrados en una cárcel que, no me cabe la menor duda, está dirigida por otros
funcionarios corruptos. Y eso decididamente no está en mis planes.
—Podría llamar a mi jefe de Copenhague y él llamaría al jefe principal de París
—dijo Jens después de pensar un momento.
—Igual ellos querrían respuestas —dijo Michael—, y nosotros seguiríamos sin
poder dárselas.
Jens volvió a reflexionar y lentamente asintió.
—¿Qué hacemos, entonces? ¿Qué me dicen de esas chicas? Necesitan
tratamiento, y pronto.
—Lo tendrán —respondió Creasy—. He tenido experiencia en casos así. En
primer lugar, examinemos la situación. Yo pude hablar con las dos. Hablan bien
inglés. La situación de Hanne es infinitamente mejor que la de la otra muchacha… su
nombre es Juliet. Ella no quiso darme su apellido. Hanne tiene a un policía danés
sentado junto a la puerta de su dormitorio. Se tranquilizó mucho cuando tú le
mostraste tu tarjeta de identificación. Proviene de una familia adinerada y muy
afectuosa. Tenemos que enviarla de nuevo a Copenhague. —Creasy miró a Jens—.
No puedes sencillamente llevarla en avión, no en el estado en que se encuentra.
Supongo que la policía de Marsella retiene su pasaporte y su ropa.
Jens asintió.
—En ese caso —prosiguió Creasy—, tendremos que conseguirle un pasaporte
falso.
—¿Cómo lo consigo?
—Tú, no. Lo conseguiré yo.
—¿Y cómo hago para llevarla de vuelta a Copenhague?
—La llevas en auto —respondió Creasy—, junto con otro hombre. El auto está en
el garaje del subsuelo, con el tanque lleno y con bidones adicionales de combustible
en el baúl. Harás el trayecto de un tirón, sin paradas ni escalas. El pasaporte de ella le
dará la identidad de tu hermana: ella se escapó con un individuo de mala reputación
mientras estaba de vacaciones. Él la trataba mal y tú viniste a llevártela a casa. Es una
historia bastante común y corriente. Más tarde, entraremos en detalles.
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Michael se inclinó hacia adelante.
—¿Y qué me dices de la otra… de Juliet? —preguntó Michael.
Creasy sacudió la cabeza.
—Su situación es muy muy diferente —respondió con voz dura—. Es
norteamericana. Su padre era recluta de una unidad norteamericana en la base aérea
Wiesbaden de Alemania. Lo mataron hace tres años, durante los ejercicios, cuando
Juliet tenía diez años: Su madre trabajaba como secretaria en la base aérea y siguió
allí. Hace alrededor de un año volvió a casarse. Parece que el padrastro de Juliet es un
reverendo hijo de puta. Pocas semanas después abusaba de ella, mental y físicamente.
Su madre no hizo mucho para detenerlo. Suspiró y luego agregó: —Hace alrededor
de un mes, ella robó algo de dinero de la casa y huyó. Tenía una idea bastante
romántica sobre París y consiguió llegar allí, donde enseguida fue avistada por uno de
los esbirros de Boutin, quien sin duda le demostró gran simpatía y comprensión.
Bueno, terminó en esa villa, con el cuerpo lleno de heroína… Supongo que pensaban
destinarla a Medio Oriente dentro de pocos días.
—¡Qué animales! ¡Qué malditos animales! —farfulló Michael.
Jens sacudía la cabeza.
—No… como dijo Creasy, los animales no les hacen eso a sus pares. —Miró a
Creasy—. ¿Qué hacemos entonces con ella?
Como hablando para sí, Creasy respondió:
—No podemos enviarla a su casa. Tampoco entregarla a las autoridades de este
lugar ni de cualquier otro. La internarían en un centro de desintoxicación y, luego, en
un centro social, o quizá la mandarían de nuevo junto a su madre. Cualquiera de las
dos opciones sería un desastre.
—¿Qué hacemos, entonces? —insistió Jens.
Creasy miraba a Michael, quien tenía la vista fija en la superficie de la mesa y en
su taza vacía. Lentamente se puso de pie, se acercó a la mesada de la cocina, volvió a
llenar su taza y, por encima del hombro, dijo:
—No tenemos elección.
—Estoy de acuerdo —dijo Creasy.
El danés, perplejo, miró primero a Michael y después a Creasy.
—¿Estás de acuerdo con qué? —preguntó.
Michael volvió a la mesa, se sentó y dio la respuesta.
—Nos quedamos con ella —dijo.
—¿Qué? —preguntó Jens.
—Sí, nos quedamos con ella —dijo Creasy—. La llevamos a Gozo. Allí ella
tendrá que entrar en abstinencia para librarse de la heroína, y después necesitará
mucho apoyo para ordenar sus ideas. Gozo es el mejor lugar para eso.
El rostro de Jens mostró incredulidad.
—¡Ustedes dos están locos! —exclamó Jens con firmeza—. Hablan como si se
tratara de un cachorrito abandonado o de un gatito que recogieron en la calle.
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Creasy asintió.
—Eso es ella, más o menos. Pero en lugar de pulgas, tiene una adicción a las
drogas. En lugar de un tratamiento antipulgas, tendrá que entrar en abstinencia.
El danés sacudió la cabeza exasperado, y después se puso de pie, llevó la taza a la
mesada, se sirvió café, volvió, se sentó y empezó a hablar con voz firme de policía.
Explicó que, básicamente, estaban secuestrando de nuevo a esa chiquilla de trece
años. Señaló que ellos no tenían derecho a hacer una cosa así. Les dijo que existían
procedimientos muy estrictos en todos los países civilizados para manejar una
situación de esa naturaleza. Su voz se hizo más fuerte, y su mano derecha golpeaba
suavemente la superficie de la mesa para darles énfasis a sus palabras. Nadie tenía
derecho a decidir el futuro de otro ser humano. En cada país civilizado había leyes y
estructuras sociales para manejar esos casos. La chiquilla no estaba en condiciones de
juzgar por sí misma. Debería ser llevada inmediatamente a un profesional idóneo y
recibir tratamiento de apoyo. Y recalcó la palabra «profesional» con un golpe fuerte
sobre la mesa. Después, los miró a los dos con severidad.
Creasy miraba su taza vacía.
—Bueno, lo cierto es que estoy aquí sentado, junto a dos personas muy poco
civilizadas y muy descorteses —dijo Creasy.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jens.
Creasy señaló su taza.
—En los últimos cinco minutos, ustedes dos han ido a servirse más café y nadie
me ofreció a mí.
Michael sonrió, se puso de pie, tomó la taza de Creasy y se acercó a la mesada.
Creasy miró al danés.
—Tú me hablas de civilización. Si, los franceses se jactan de ser civilizados. —
Señaló la puerta cerrada que daba al dormitorio—. ¿Llamas a eso civilización?
¿Llamas a eso estructura social? He visto más civilización y estructura social en una
aldea formada por chozas de barro en el corazón de África. He visto más civilización
y estructura social en los barrios pobres de Río de Janeiro o de Calcuta. —Se inclinó
hacia adelante, y su voz se hizo más intensa—. Lo que tú dices es que llevemos a ese
gatito abandonado a un veterinario. ¿Sabes lo que los veterinarios hacen con los
gatitos abandonados? Por lo general intentan sin demasiado entusiasmo encontrarles
un hogar… eso les correspondería a tus asistentes sociales profesionales. Si eso no
funciona, lo matan. —Volvió a indicar la puerta cerrada del dormitorio, esta vez con
furia—. Michael y yo matamos para recoger a ese gatito perdido. Tú también
arriesgaste la vida. —Se inclinó todavía más hacia el policía—. Te juro que ese gatito
no irá al veterinario.
Jens miró esos ojos color gris pizarra.
—Estás asumiendo un gran compromiso —dijo, encogiéndose de hombros.
Michael volvió a la mesa, puso la taza de café frente a Creasy y se sentó. Para él,
ese punto de la conversación estaba concluido.
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—¿Cuál es nuestro próximo paso? —le preguntó a Creasy.
Creasy seguía mirando al danés. Jens vio la pregunta en sus ojos. Suspiró, golpeó
la mesa una vez más y tomó una decisión.
—Está bien —dijo de mala gana—. ¿Cuál es el próximo paso?
Creasy bebió un trago de café y una vez más indicó la puerta del dormitorio.
—Jens, ve y quédate un rato con la muchacha danesa. Yo tengo que hablar con
Michael, quien después irá a sentarse junto a Juliet. Ustedes dos tratarán de
tranquilizarlas. Seguro que a esta altura sentirán una fuerte necesidad de la droga. —
Consultó su reloj—. La metadona llegará aquí en un par de horas.
—Tu amigo necesitará una receta médica para conseguirla —dijo Jens.
Creasy asintió.
—Mi amigo conseguirá lo que necesita en este país civilizado.
El danés lo pensó un momento, asintió, se puso de pie, entró en uno de los
dormitorios y cerró la puerta.
Creasy miró a su hijo con curiosidad.
—Dime, Michael, ¿cómo llegaste a estar tirado en el piso de ese sótano,
recibiendo patadas en las costillas?
… Michael se puso de pie y comenzó a pasearse por la habitación. Creasy se
mantuvo en silencio porque se dio cuenta de que algo se estaba plasmando en la
mente de Michael y de que muy pronto saldría a relucir. Brotó con vergüenza, pero
con un desafío subyacente.
—Fui muy estúpido —dijo Michael—. No tengo tu experiencia. Y tú tuviste que
sacarnos a Jens y a mí. —Dejó de caminar, giró y miró a Creasy—. Algún día yo te
sacaré de la misma manera. La misma escena, la misma situación.
Creasy se emocionó, pero no pudo expresarlo. Se limitó a encogerse de hombros.
—Cuéntame exactamente qué sucedió —dijo Creasy.
Michael relató sus planes para apoderarse de la amante de Boutin y conseguir
información. Le contó a Creasy cómo habían entrado en el club nocturno para hacer
un reconocimiento visual y cómo los hicieron caer en una trampa.
Cuando terminó de caminar, levantó la vista y dijo:
—Muy bien. Primero, debería haberme dado cuenta de que tal vez Corelli era
corrupto. Segundo, debería haber realizado el reconocimiento yo solo.
Creasy asintió.
—¿Qué esperabas averiguar?
—Creo que El Círculo Azul realmente existe… —respondió Michael,
encogiéndose de hombros—. Jens también lo cree, y también Blondie. En mi opinión,
Boutin no es uno de sus principales cabecillas. Yo quería averiguar cuál era la
estructura del Círculo y quién era el peldaño siguiente en la escalera… y cometí un
par de errores.
—Tu estrategia fue buena —dijo Creasy—, pero demasiado apresurada. No
deberías haber ido con Jens al departamento de policía, y él no debería haberte
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acompañado al club. De ese modo, podrían haber verificado las cosas sin despertar
sospechas. Después, deberías haber llevado a la cama a una de las acompañantes,
haber hecho el amor con ella y haberle preguntado detalles sobre la gerente. A esas
mujeres siempre les gustan los chismes. Después, deberías haber planeado el
secuestro. —Otra breve sonrisa le cruzó por la cara—. De modo que aprendiste dos
cosas: a no confiar en un policía ya no dejarte llevar nunca por tus hormonas.
—¿A ti nunca te pasó?
—Sólo una vez. Era más joven que tú. Perdí mi billetera y un poco de orgullo. A
ti te faltó poco más de media hora para terminar bajo tierra comido por los gusanos.
Michael asimiló esas palabras y luego preguntó:
—¿Cómo nos encontraste?
Creasy le explicó cómo les había seguido el rastro, primero gracias a Blondie,
después por intermedio de Birgitte, y finalmente le relató cómo supo de Corelli por
boca de Leclerc. Después, la cosa había sido sencilla.
—Lo siento —dijo Michael.
Creasy bebió otro sorbo de café. Cuando habló, su voz adquirió un tono diferente.
—No. No te culpes; échame la culpa a mí. Yo tengo que darme cuenta de que ya
eres un hombre, y de que los años no significan nada. Yo debería haberte respaldado
en este asunto. Debería haber estado junto a ti, no detrás de ti. Ahora, puedes estar
seguro de que estoy contigo.
Michael sonrió.
—¡Estabas en el hospital, por el amor de Dios! ¿Qué otra cosa podías hacer?
Creasy se encogió de hombros.
—Podría haberte apoyado desde el principio para que no te vieras obligado a
tratar de demostrarme que eras capaz… No permitas que yo vuelva a portarme así
contigo. —Se puso de pie, se acercó a la ventana y observó la calle, cinco pisos más
abajo. Caía una lluvia tenue. Los faros de un auto pasaron frente al edificio. Creasy
giró, miró a Michael y volvió a sorprenderlo. Habló de sus sentimientos: algo tan
poco usual como la nieve en el desierto. Señaló la puerta que daba al dormitorio.
—Michael, me pasó algo allá adentro. Maté a esas personas en la casa para poder
sacarte. Pero cuando vi a esas chicas y hablé con ellas, sobre todo con la más
pequeña, sentí la necesidad de volver allá y asegurarme de que nadie quedara vivo.
También sentí la imperiosa necesidad de matar a la vieja. No es frecuente que sienta
necesidad de matar. Yo no soy de ésos. Fui mercenario porque era lo único que sabía
hacer, pero jamás trabajé para personas en las que no creía. Jamás maté si no era
preciso hacerlo. —Se volvió y observó la calle de nuevo. Un auto policial pasó a toda
velocidad, con las luces del techo encendidas y la sirena sonando. Por sobre el
hombro, agregó con amargura—: Miré a esas muchachas, sobre todo a Juliet. Vi el
miedo en sus ojos, y algo peor todavía: vi desesperación. —Se dio media vuelta y
continuó diciendo—: Dime exactamente lo que tu madre te dijo aquel día en el
hospital.
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Michael también se puso de pie y se acercó a la ventana, y los dos se quedaron
allí, mirando la calle mojada.
—Como yo, ella era huérfana —dijo Michael—. Se escapó del orfanato cuando
tenía dieciséis años. No era como el de Gozo: allí la golpeaban con frecuencia.
Conoció a un joven árabe. Él era rico y la trató bien, y la ayudó a esconderse de la
policía. Le hizo probar las drogas y la convirtió en adicta. Después, comenzó a
venderla a otros hombres. Cuando ella se negaba, él le quitaba las drogas. Ella creyó
que él la amaba, y decidió que si quedaba embarazada, él no la obligaría a vender su
cuerpo a otros hombres. Lo mantuvo en secreto bastante tiempo. Cuando él lo supo,
la golpeó y la llevó a un especialista en abortos. Pero esa persona le dijo que era
demasiado tarde. Cuando yo nací, él la obligó a entregarme al orfanato al día
siguiente.
—¿Cómo hizo para obligarla? —preguntó Creasy.
—De una manera muy simple —respondió Michael—. Le dijo que a menos que
me entregara a un orfanato, él me estrangularía. Yo nací sin la asistencia de ningún
médico; una prostituta ayudó a mi madre en el parto. Nadie sabía que yo estaba con
vida. A ella no le quedó más remedio. Me dejó en la puerta del convento de los
Agustinos.
—Deberías haberme contado eso en Gozo —dijo Creasy.
Michael sonrió y contestó:
—En aquella época, no creo que estuvieras muy receptivo.
—Es verdad —murmuró Creasy—. Pero ahora quiero saberlo todo. Quiero ser
parte de eso, así como tú fuiste parte de lo que ocurrió en Lockerbie.
Michael giró y sonrió.
—¿De modo que lo haremos juntos?
Creasy asintió.
—Sí, lo haremos juntos.
—¿Con qué clase de hombres nos enfrentamos? —preguntó Michael—. Aparte
del hecho de que son malvados.
Creasy reflexionó durante casi un minuto, mientras bebía lentamente su café, y
después comenzó a hablar, como si pensara en voz alta.
—Yo no tengo ninguna religión. Tampoco tú. La mayoría de las religiones poseen
una distinción bien clara entre el bien y el mal. Pero, de acuerdo con mi experiencia,
el mal tiene muchas formas diferentes. Tal vez la peor es el sadismo. Casi todos los
seres humanos lo tienen en su interior, en una u otra medida, tal como casi todos
tienen también cierta medida de masoquismo. No es fácil entender el sadismo, pero
he visto muchos ejemplos y una cosa es segura: el terreno propicio para el sadismo es
el poder. Cuanto más poder tiene un sádico, tanto más malvado se vuelve. De hecho,
sadismo es sinónimo de poder. Es una enfermedad sin cura, una enfermedad que
anida en el cerebro. No existe ningún antídoto. Ésa es la razón por la que los sádicos
se sienten atraídos por las personas poderosas y las situaciones dictatoriales. —Puso
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su taza vacía sobre la mesa, miró a Michael y continuó diciendo—: Los sádicos se
sentían atraídos hacia los SS en la última, guerra, tal como se sentían atraídos por
Genghis Khan hace siglos. En cualquier ejército en guerra, los sádicos enseguida se
ponen en evidencia/Se trate de un mercenario en el África, del guardaespaldas de un
magnate narcotraficante en América del Sur, o de un soldado norteamericano en
Vietnam. El sadismo va más allá de razas, culturas, credos y sexos. Alcanza su punto
culminante cuando el sádico encuentra un sujeto masoquista dispuesto. La madre de
Juliet, por ejemplo, no hizo nada mientras el padrastro golpeaba a su hija. Ya puedes
imaginar la huella mental que eso debió dejar en la criatura.
—¿Y Boutin? —preguntó Michael.
Creasy asintió.
—Sí. Él sadismo estaba en el centro de la personalidad de Boutin. Habló antes de
morir. Habló, y Suplicó por su vida. Cuando un hombre suplica por su vida, dice la
verdad. Me dijo que había «procesado» entre seis y ocho chicas por mes durante el
verano y que se las había vendido a El Círculo Azul por cien mil francos cada una.
Eso equivale a unos dieciocho mil dólares. Parece mucho, pero en realidad no es nada
comparado con lo que Boutin ganaba con sus otros negocios. Para él, era una
actividad secundaria para satisfacer su sadismo… algo que lo divertía, podría decirse.
Era la oportunidad para ejercer un poder total sobre una persona inocente. A medida
que vayamos metiéndonos en El Círculo Azul, encontraremos individuos parecidos a
él, o quizá peores. —Miró su reloj.
—Entra ahora en el cuarto de la pequeña, Michael. Yo tengo que hablar por
teléfono con Leclerc para que me consiga papeles para la muchacha y la chiquilla.
También debo hablar a Gozo para comunicarme con Joe Tal Bahar.
Michael levantó la vista, sorprendido.
—¿Joe?
—Sí. Acaba de comprar un nuevo Sunseeker de cincuenta pies. Su velocidad de
crucero es de treinta nudos, y puede estar aquí en un par de días. Él los llevará a ti y a
Juliet a Gozo, probablemente usando un barco de pesca por la noche para la última
escala. Después, tú tendrás que poner a la chiquilla en la bodega para el vino que hay
detrás de la casa, y encerrarla allí hasta que se libere de la droga. Eso llevará
alrededor, de diez días, y la pobrecita pasará por un verdadero infierno… y también
tú. Tal vez será incluso peor para ti. No tendrás ninguna ayuda. Nadie debe saber
siquiera que ella está en la casa. Saca todo de la bodega; sólo pon allí un colchón,
conecta una manguera y coloca también uno de esos barriles grandes y redondos que
usamos para fabricar vino. Llénalo con agua. Y lleva una pila de frazadas, una docena
o más. Cuando hayas hecho todo eso, dale a ella una última inyección de metadona.
El infierno se desatará alrededor de doce horas después. Yo te daré la secuencia de lo
que le irá ocurriendo. Después de esa última inyección, baja al pueblo y dile a
Theresa que no la necesitarás hasta que le avises… infórmale que tú mismo limpiarás
la casa. También, aprovisiónate bien de comida para dos semanas.
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—¿Y si ella se enferma realmente? —preguntó Michael—. ¿Qué hago? ¿Llamo a
un médico?
Creasy negó con la cabeza.
—¿Y si se muere?
Creasy miró a su hijo y dijo:
—Si se muere, entiérrala en el fondo del jardín, entre los granados. Y entiérrala
bien hondo. Por lo menos a dos metros y medio. Mientras tanto, coloca un cartel en la
puerta del jardín, que diga que nadie debe molestarte hasta e{siguiente aviso. —
Pensó un momento y agregó—: Lleva una extensión del teléfono a la bodega, pero
cuando no estés allí llévatela contigo… y asegúrate de que la puerta esté siempre
cerrada con llave. —Con el mentón indicó la puerta del dormitorio—. Ve ahora. Dile
a Juliet que el medicamento viene en camino.
Cuando la puerta se cerraba detrás de Michael, Creasy tomó el teléfono.
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La chicharra del portero eléctrico sonó a las seis y diez de la mañana. Creasy había
estado dormitando en su silla. Miró su reloj y enseguida se acercó y levantó el tubo.
—¿Sí?
—Tres Rojo —le contestó una voz en francés.
—Cuatro Verde —replicó Creasy y apretó el botón para abrir la puerta de calle.
Se acercó a la mesa, tomó la Colt 1911 con silenciador, verificó el cargador, se acercó
a la puerta del departamento y esperó.
Dos minutos después alguien llamó suavemente a la puerta. Creasy la abrió, y se
puso detrás de ella, empuñando el arma a la altura de la cintura.
—Adelante —dijo.
Entró un hombre con un maletín negro y un bolso de viaje de cuero. Puso las dos
cosas en el suelo, observó un momento a Creasy y luego asintió y le tendió la mano.
—Me llamo Marc.
Creasy pasó la Colt a la mano izquierda y la apuntó hacia abajo. Ambos se
estrecharon las manos. Después Creasy le indicó la mesa.
—¿Un café? —preguntó Creasy.
El francés asintió. Era bajo, rollizo, y usaba anteojos de cristales muy gruesos y
sin armazón. Parecía un maestro de escuela o un cajero de banco. Vestía un sobrio
traje gris con corbata azul. Notó que Creasy lo escrutaba, y sonrió apenas.
—Ya lo sé —dijo—. No parezco un tipo recio, pero ésa ha sido una de mis
mayores ventajas en la vida. Nadie me toma en serio… así que siempre puedo ser el
primero en dar el golpe.
Creasy le devolvió la sonrisa y fue a la cocina a servirle el café. El francés colocó
el maletín sobre la mesa y lo abrió. Con los dos jarros de café, Creasy se sentó junto á
él.
—¿Porta armas? —le preguntó.
El francés asintió y se palmeó la axila izquierda.
—Tiene que dejar el arma aquí —dijo Creasy—. Y también la pistolera.
Durante algunos segundos, el francés lo miró a los ojos; después se puso de pie y
se quitó el saco. El arma era una Beretta 9 milímetros, colocada en una pistolera
Henny que le colgaba del hombro. El francés se la quitó y la puso sobre la mesa.
Creasy sacó la Beretta. Revisó la recámara y el seguro, y después sacó el cargador y
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se lo puso en el bolsillo. El francés lo observó en silencio.
—Hace quince años que trabajo para René Leclerc —dijo—. Él me confía su
vida. Sé todo lo referente al hombre llamado Creasy. Cuando Leclerc me mandó aquí,
me dio una única instrucción: que lo tratara a usted como lo trato a él.
Creasy lo observó un momento, luego tomó la Beretta, sacó el cargador del
bolsillo, lo metió en la culata de la pistola y la colocó frente al francés.
—Muy bien, Marc. Puede tenerla mientras esté aquí. Pero déjela en este lugar
cuando se vaya con mi amigo.
—¿En qué consiste el trabajo? —preguntó el francés.
—No es nada difícil. Quiero que acompañe a mi amigo danés a Copenhague con
una muchacha. Será un trayecto en auto de unas cuarenta y ocho horas. Los dos se
turnarán al volante. La muchacha es adicta a la heroína y habrá que sedarla durante
todo el camino. Mi amigo es un policía danés.
Los ojos del francés se abrieron de par en par.
—No se preocupe —dijo Creasy—. Es un buen policía. Cuando los haya dejado
en Copenhague, traiga el auto de vuelta aquí. Se le pagará muy bien.
El francés sacudió la cabeza.
—Usted no tiene qué pagarme nada. Yo trabajo para Leclerc. Él es quien me
paga.
Creasy asintió, se puso de pie y miró el contenido del maletín abierto. Extendió la
mano y revisó los medicamentos que tenía adentro. Encontró las jeringas descartables
con metadona. Puso dos sobre la mesa.
—¿Sabe cómo administrar esto? —preguntó.
Marc asintió.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Hágalo.
—Por la radio del auto, cuando venía hacia aquí, oí en el noticiero el informe de
una guerra de pandillas en la villa de Boutin, sobre la costa… con muchos muertos.
¿Usted tuvo algo que ver con eso?
Creasy se limitó a encogerse de hombros, pero ese gesto fue una respuesta.
—¿Boutin está muerto? —preguntó el francés.
Creasy asintió en forma casi imperceptible. El francés se puso de pie y le tendió
la mano. Creasy se la estrechó.
—¿La muchacha estaba en esa casa? —preguntó el francés.
—Sí. Y otra en el dormitorio de al lado. Una chiquilla de trece años.
Creasy advirtió furia y odio en los ojos del francés.
—¿Seguro que Boutin está muerto?
Una vez más, Creasy asintió levemente.
—Boutin quedó convertido en picadillo.
—Ahora somos amigos —dijo el francés simplemente.
Creasy envolvió las dos jeringas en una servilleta blanca, junto con un poco de
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algodón y un pequeño frasco de desinfectante quirúrgico. Ambos se acercaron al
primer dormitorio. Creasy llamó a la puerta. Cuando Jens la abrió, Creasy le presentó
a Marc. Hanne estaba sentada en la cama. Temblaba un poco, y su rostro estaba casi
tan blanco como el papel. Jens le habló suavemente en danés mientras señalaba a
Marc. El francés le sonrió. Esa sonrisa lo transformó: ahora tenía el aspecto del tío
favorito de todo el mundo.
—¿Hablas francés? —le preguntó a la muchacha.
Ella lo miró.
—Un poco —dijo con voz temblorosa.
—¿Inglés?
—Sí, lo hablo bien.
—Estupendo. Entonces hablaremos en inglés. El mío no es tan bueno, pero
durante los siguientes dos o tres días me ayudarás a mejorarlo. Seremos amigos. —
Volvió a sonreír y ella le respondió con una sonrisa tímida.
Movido por un impulso, Creasy le entregó al francés la servilleta blanca.
—Hágalo usted. Y repítalo cada ocho horas hasta que ella esté a salvo en
Copenhague. —Le hizo una seña a Jens y los dos abandonaron la habitación y
cerraron la puerta.
—¿Quién es él? —preguntó Jens.
—Un amigo de un contacto muy estrecho mío. No parece un tipo recio, pero
estoy seguro de que lo es, y de que se puede confiar por completo en él. Él conducirá
el auto a Copenhague, junto contigo. Los papeles de la muchacha estarán listos esta
noche, y ustedes partirán no bien los tengamos aquí. —Señaló el teléfono—. Será
mejor que llames ahora a Birgitte, antes de que salga para la escuela. Que sea una
conversación breve, Sólo dile que está bien y que estarás de regreso en casa dentro de
setenta y dos horas. Pídele que no se lo diga a nadie. No hagas más llamados hasta
que hayas cruzado la frontera con Dinamarca. Después, llama a tu jefe. Haz los
arreglos necesarios para ir directamente a la clínica. Sólo entonces, te sugiero que
llames a sus padres.
Jens asintió.
—¿Qué harán tú, Michael y la pequeña?
Creasy miró su reloj.
—Dentro de una hora llamaré a Gozo —dijo—. En un par de días, un amigo
vendrá con una embarcación rápida, recogerá a Michael y a la chiquilla y los llevará a
casa.
—¿A casa?
—Sí. A mi casa de Gozo.
—¿Y tú?
Creasy se encogió de hombros.
—Yo iré a Milán a mantener una conversación con un hombre que compra
muchachas. —Volvió a indicar el teléfono. Jens se acercó y disco el número. Al cabo
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de un momento, dijo algunas palabras en danés y colgó. Creasy notó con satisfacción
que no se había identificado ni había mencionado el nombre de ella.
—¿Ninguna pregunta? —dijo Creasy.
Jens sacudió la cabeza y sonrió.
—Birgitte es la esposa de un policía.
Marc salió de la habitación de Hanne, y cerró la puerta muy despacio.
—Está tranquila. Dormirá algunos minutos. —Luego se dirigió a Jens—: Le
sugiero que se quede con ella hasta entonces… ella confía en usted. —Sonrió—.
Aunque no entiendo por qué alguien habría de confiar en un policía.
Jens gruñó algo con respecto a no ser francés y pasó junto a él, camino al
dormitorio. Marc todavía tenía la servilleta blanca en la mano. Creasy llamó a la
puerta del otro dormitorio y Michael la abrió. Creasy hizo las presentaciones del caso
y todos miraron a la pequeña acostada en la cama. Los ojos oscuros parecían dominar
su rostro; ojos llenos de desesperación. El francés la miró y una serie de
imprecaciones casi inaudibles brotaron de sus labios.
—Michael, preséntasela a Marc. Él te mostrará, cómo y dónde inyectar la
metadona —dijo Creasy en voz baja.
Media hora después, los cuatro hombres se encontraban sentados alrededor de la
mesa de la cocina. Eran las siete de la tarde. Un extraño vínculo se había formado
entre ellos. Era como si todos integraran un equipo deportivo a punto d§ entrar en
acción. Marc había llevado una serie de mapas de ruta detallados qué cubrían el área
entre Marsella y Copenhague. Junto con Jens, trazó la ruta que tomarían y calculó
que, si no se detenían y no había demasiado tráfico, podían llegar a Copenhague en
menos de cuarenta horas. Creasy hizo el llamado telefónico a Gozo. Fue también muy
breve. Joe Tal Bahar había abandonado Gozo a los dieciocho años para probar suerte
en Nueva York. Volvió diez años después con una fortuna que superaba sus sueños
más Optimistas. Después de gastar una fracción de ese dinero en comprar cuanto
juguete podía desear un hombre; ahora estaba aburrido. El pequeño «paseo» que
Creasy le había esbozado en términos eufemísticos despertó su imaginación. Sin duda
podía estar en la costa de Marsella con su Sunseeker en un par de días y además sus
«invitados» llegarían a Gozo de manera muy discreta. Creasy dijo que volvería a
llamarlo para indicarle un lugar para desembarcar. Marc hizo un par de llamados
telefónicos breves y después sacó del maletín una cámara Polaroid.
—Necesito fotografías de las chicas para sus documentos —dijo.
Jens y Michael empezaron a ponerse de pie, pero el francés levantó Una mano.
—Quédense aquí. Ellas están tranquilas.
Entró en el primer dormitorio y dejó la puerta abierta. Oyeron su voz suave y la
respuesta serena de Juliet.
Jens miró a Creasy.
—¿Quién es el hombre de Milán con el que quieres conversar? —preguntó el
danés.
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—Sólo tengo un nombre —respondió Creasy—. Me lo dio Boutin cuando me
suplicaba por su vida. Es sólo un apellido… un apellido italiano. Donati.
—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó Michael—. ¿Sólo un apellido?
—Había otro —dijo Creasy—, pero no pude entenderlo bien. Debes comprender
que Boutin estaba muy traumatizado. Hablaba, incluso balbuceaba, sabiendo que
estaba a punto de morir. Al parecer, ese tal Donati tiene un emisario que, en cierto
sentido, es un disyuntor entre Boutin y Donati. Boutin pensaba que era mitad francés,
mitad italiano, porque hablaba los dos idiomas con fluidez. Ese disyuntor no tenía
nombré, pero se llamaba a sí mismo El Enlace…
—¿Tienes una descripción de él? —preguntó Michael.
—Sí, pero con sólo un detalle fuera de lo común. Es totalmente calvo, tiene cerca
de cuarenta años, está en buen estado físico y es un hombre de pocas palabras. Sin
embargo, Boutin me dijo que cada vez que venía a Marsella disfrutaba utilizando a
las chicas. Tiene también otro hábito: sólo bebe Campari con hielo, y en cantidades
copiosas.
—No es mucho para seguir adelante —comentó Michael—. Supongo que
debemos concentrarnos en Donati. Al menos es un nombre. ¿Pertenece a la Mafia?
—No —respondió Creasy—. Según Boutin, él pertenece a El Círculo Azul. Es el
único contacto que Boutin tenía con la organización. Cada vez que tenía una chica
preparada, llamaba a un número de teléfono y le decían adonde mandarla y de qué
manera.
—Mi departamento tiene contactos con la policía italiana y con los carabinieri —
dijo Jens pensativamente—. Tal vez así podamos conseguir una pista.
Hubo un silencio total.
—¿Una pista como en el caso de Corelli? —preguntó Michael.
Jens tomó bien el comentario irónico, pero cuando habló su voz sonó defensiva.
—Bueno, puedo verificarlo con nuestros registros de Copenhague. —De pronto
se le ocurrió algo—. Cuando lleguemos allá, todavía me quedarán siete semanas de
licencia. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Estar de brazos cruzados? —Les lanzó a
los dos una mirada beligerante. Creasy sonrió, pero en sus ojos apareció una
expresión pensativa.
—Tal vez puedas ayudarnos —dijo—. Quizá te podría usar como «hombre de
punta».
—¿Qué demonios es eso? —preguntó el danés.
Creasy miró a Michael.
—Un «hombre de punta» sale al frente y distrae al enemigo —explicó—. En este
caso, no será peligroso. No harás más que husmear en tu condición de policía, sin
representar ninguna amenaza real para ellos, que te verán como un policía chapucero
y no se pondrán nerviosos.
Michael se echó a reír y el danés se enojó.
—¿Qué quiere decir «chapucero»? —preguntó.
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Creasy sonrió para alejar toda sospecha de ofensa.
—Una suerte de inspector Clouseau —explicó—. Mientras ellos se ríen de ti, yo
me meteré por la puerta trasera.
Jeans digirió eso.
—¡Yo no he sido chapucero en mi vida! Pero, si es necesario, aprenderé. —Dijo
estas últimas palabras con toda seriedad. Era obvio que le importaba mucho seguir
perteneciendo al grupo.
—Tal vez te necesitemos, Jens —dijo Creasy—. Lo sabré dentro de una semana.
Espero que dentro de unas tres semanas Michael esté libre para viajar de nuevo. Ésta
no será una operación rápida. Tengo que activar contactos antiguos en Italia.
—¿Como quiénes, por ejemplo? —preguntó Michael.
—En primer lugar, tu tío Guido, en Nápoles. Ya no toma parte activa en estas
actividades, pero sigue teniendo contactos increíbles, y siempre da buenos consejos.
El rostro de Jens reflejó su curiosidad. Creasy le explicó que Guido Arellio era su
mejor amigo. Habían servido juntos en la Legión y, después, durante muchos años
como mercenarios en todos los rincones del mundo. Esa sociedad había concluido
cuando estaban en Malta, muchos años antes, y Guido se enamoró de Julia, la hija
mayor de Laura Schembri. Se casaron y fueron a vivir a Nápoles, donde abrieron una
pequeña pensione. Algunos años después, Julia murió en un accidente
automovilístico. Luego Creasy se casó con Nadia, la hermana de Julia, y ella y su
pequeña hija murieron en la catástrofe del vuelo 103 de Pan Am, sobre Lockerbie.
—También me pondré en contacto con el coronel Mario Satta.
Ahora, incluso el rostro de Michael expresó curiosidad.
—Es otro viejo amigo mío —explicó Creasy—. Y uno fuera de lo común.
Durante muchos años fue jefe de inteligencia de los carabinieri, que luchaban contra
la Mafia italiana. Hace algunos años, libré una guerra contra una familia de la Mafia
que se extendía desde Milán a Sicilia. Por entonces no conocía a Satta, pero él sabía
de mí y de lo que yo estaba haciendo. Me dio carta blanca, aunque yo estaba
asesinando italianos en su país. Sí, claro, eran mafiosos, pero según la ley él debería
haber tratado de arrestarme. En cambio, apartó a todos sus hombres hasta la batalla
final en Palermo, cuando yo maté al capo principal y a la mayor parte de sus
lugartenientes. Yo también quedé seriamente herido y estuve a punto de morir. El
hermano mayor de Satta, jefe de cirujanos del hospital Cardarelli de Nápoles, me
salvó. También firmó mi certificado de defunción para que lo que quedaba de esa
familia de la Mafia no perdiera tiempo en tratar de encontrarme. —Sonrió levemente
ante ese recuerdo—. Me dijeron que fue un funeral muy hermoso.
—De modo que fue por eso qué recibiste tu apodo en Gozo —dijo Michael. Miró
a Jens y le comentó—: En Gozo, todos tienen apodos.
—¿Cuál es? —preguntó Jens.
—El Mejjet —respondió Michael—. Significa «el muerto». También lo llaman
Uomo, que en italiano quiere decir «hombre».
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Jens quedó intrigado.
—¿Y cuál es tu apodo? —le preguntó a Michael.
Michael pareció sentirse incómodo.
Creasy se echó a reír y proporcionó la respuesta.
—Lo llaman Spicat. Significa «terminado». Recibió ese sobrenombre cuando lo
llevaron a casa después de la primera vez que fue a una confitería bailable. Y el
nombre pegó. —Miró a Jens y le dijo, muy serio—: Ahora tenemos que buscar un
apodo para ti. También nos servirá como palabra clave. Si alguien te llama por ese
nombre, sabrás que viene de mi parte o de la de Michael. —Miró a Michael y
preguntó—: ¿Cómo lo llamaremos?
Michael pensó un momento y luego sonrió.
—Lo llamaremos «Pavlova». Jens tiene predilección por los postres exóticos —
explicó Michael—, como puedes apreciar por el tamaño de su cintura.
—Perfecto —dijo Creasy y asintió—. De ahora en adelante eres «Pavlova».
Marc salió del segundo dormitorio con la cámara y varias copias. Las puso sobre
la mesa y señaló una de ellas. Era Juliet. —Esa chiquilla es todo un personaje.
Insistió en que yo le prestara mi peine antes de permitir que le tomara una foto— dijo
Marc.
Las levantó y las puso en el maletín, junto con la cámara. Después, se puso el
arnés de la pistolera y metió adentro la Beretta. Tomó el maletín.
—Estaré de vuelta dentro de un par de horas, con todos los documentos.
Se dio media vuelta para irse, pero la voz de Jens lo detuvo.
—Un momento, Marc. ¿Tienes un apodó?
—Bueno, no estoy seguro de que lo sea —murmuró el francés.
—¿Cuáles? —preguntó Creasy en francés.
Se hizo un silencio. Luego, el francés se tocó los anteojos gruesos y redondos y
dijo:
—Si deben saberlo, me llaman «El Búho».
Los otros tres hombres sonrieron.
—Ése será su santo y seña —dijo Creasy—. Si alguna vez recibimos un llamado
telefónico de El Búho, sabremos de quién se trata. Nunca use su verdadero nombre.
El francés hizo una mueca y salió, mientras entre dientes mascullaba algo que
incluía la palabra «locos».
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22
Grete y Flemming Andersen vivían en una exclusiva zona del suburbio Hellerup de
Copenhague, en una mansión antigua y espaciosa, con un jardín amplio rodeado de
árboles. La casa era demasiado grande para una pareja con una sola hija, pero cuando
la compraron abrigaban la esperanza de tener varios hijos. Estaban acostados cuando
sonó el teléfono a las doce menos diez de la noche. Soñoliento, Flemming tomó la
extensión que estaba junto a la cama. Escuchó durante medio minuto y de pronto se
incorporó.
—¿Qué pasa? —le preguntó su esposa, preocupada.
Él levantó una mano para pedirle silencio.
—Sí… sí, desde luego. —Miró el reloj que tenía en la mesa de noche—.
Estaremos allí en media hora. —Colgó el tubo y se levantó de un salto, diciendo:
¡Vamos, Grete! Rápido. Es Hanne… ¡La han encontrado!
Jens aguardó en la entrada de la clínica. Había llegado dos horas antes. El Búho lo
esperaba en el BMW. El viaje había sido rápido y sin contratiempos. Vio los faros del
Mercedes plateado entrar en el estacionamiento y mentalmente repasó lo que les
explicaría a los Andersen. De acuerdo con los archivos, y por la reunión que había
tenido con ellos en su oficina varias semanas antes, supuso que eran personas fuertes.
Flemming Andersen había amasado su fortuna en el campo de la construcción, en
gran medida en el nada hospitalario terreno de Groenlandia. Era un hombre que había
triunfado en la vida por esfuerzo propio y estaba habituado a la adversidad. Grete, su
esposa, había sido su novia desde que los dos eran jóvenes y lo había apoyado
durante los primeros años difíciles. Aunque en su oficina ella había perdido la
compostura y llorado, Jens estaba convencido de que era una mujer lo
suficientemente fuerte como para afrontar ahora la realidad.
Los dos subieron deprisa la escalinata de la entrada, con una mirada ansiosa pero
al mismo tiempo llena de esperanza. Él les abrió la puerta, los hizo pasar y los
condujo a una pequeña sala de espera. Cuando tomaban asiento, Grete empezó a
hacer preguntas.
—¿Por qué está internada en esta clínica?
Su marido le puso una mano en el brazo.
—Espera, querida. El señor Jensen nos explicará.
Jens lo hizo. Les explicó todo en forma detallada. Mantuvo un tono de voz
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comprensivo pero firme. Les habló del calvario que había tenido que atravesar
Hanne. Les habló de las dificultades que deberían afrontar en las semanas o tal vez
meses que seguirían. Terminó diciendo que ella estaba en muy buenas manos en esa
clínica, y que estaba seguro de que estaría en manos igualmente buenas cuando le
dieran el alta. Subrayó que la muchacha había sido una víctima totalmente
involuntaria y que no se la podía culpar de ninguna manera.
En ese momento, el padre levantó la vista.
—La única culpa la tienen los hombres que abusaron de ella. ¿Han sido
arrestados? —preguntó el señor Andersen.
Jens sacudió la cabeza.
—No… y nunca lo serán. Tal vez no sirva demasiado de consuelo, pero puedo
decirles que tuvieron una muerte violenta, y murieron sabiendo por qué. Hanne no es
su única víctima. Es muy afortunada: en primer lugar, por estar con vida, y en
segundo, por tener padres como ustedes.
Grete había estado llorando. Ahora levantó la cara y se secó las lágrimas.
—¿Usted los mató? —preguntó.
De nuevo, Jens sacudió la cabeza.
—No. Pero estaba allí. No puedo contarles la historia porque pondría en peligro la
vida de los hombres que rescataron a su hija y la enviaron de vuelta a casa. No habrá
ninguna publicidad sobre esto. No saldrá nada en los periódicos.
Los Andersen permanecieron un momento en silencio.
—Los hombres que rescataron a Hanne y mataron a esos animales… ¿puedo
recompensarlos? —preguntó Flemming—. Como sabe, no soy un hombre pobre.
Jens lo miró y asintió solemnemente.
—Sí, por cierto que puede recompensarlos. Cuando ella esté bien de nuevo…
cuando sonría, tómele algunas fotografías. Envíemelas a la oficina. Yo se las
entregaré. Ésa es la recompensa que más desean.
Se puso de pie, fue a la puerta, la abrió y llamó por señas a alguien. Un hombre de
mediana edad y traje de calle entró.
Jens lo presentó como el doctor Lars Berg, jefe de la clínica y el más famoso
experto en rehabilitación de drogadictos de Dinamarca.
—El doctor Berg les informará del caso y les explicará los procedimientos a
seguir. Yo me mantendré en contacto con la clínica.
Se dio media vuelta para irse pero, cuando estaba junto a la puerta, la voz de la
madre lo detuvo. Ella se le acercó y lo rodeó con los brazos. Lloraba y, al mismo
tiempo, trataba de agradecerle. Él besó su mejilla húmeda, le devolvió el abrazo y se
apartó. Era una de esas raras ocasiones en que sentía una satisfacción completa.
El Búho durmió en el sofá. Jens durmió en la cama de dos plazas del dormitorio.
Birgitte permaneció despierta junto a él. Le pasó la mano sobre su cuerpo desnudo.
Sobre los moretones negros y azules. Diez minutos antes les había abierto la puerta.
Ellos, no habían querido comer ni beber nada. Sólo dormir. Había cosas que ella no
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entendía. Cuando el otro hombre estaba acostado en el sofá, Jens entró en el
dormitorio mientras decía en voz alta:
—Buenas noches, Búho.
El hombre había abierto un párpado y había respondido:
—Buenas noches; Pavlova.
Birgitte suspiró y besó un moretón color púrpura que Jens tenía en la nalga
izquierda. Estaba segura de que se enteraría de todo a la mañana siguiente.
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23
No había luna. El mar estaba negro. Pero Joe Tal Bahar mantuvo el Sunseeker a una
velocidad estable de veintiocho nudos sobre el oleaje bajo. Estaba sentado junto a
Michael en el puente superior del barco y señaló la pantalla del radar.
—Nos encontramos a treinta millas al sur de la costa oeste de Sicilia, y estamos
entrando en uno de los puertos más importantes del mundo. Aquí atracan los barcos
de carga y los buques cisterna que se dirigen al este de Italia, a Grecia y a Medio
Oriente vía el Canal de Suez.
Michael se inclinó hacia adelante y observó la pantalla, Había docenas de
indicaciones visuales.
—¿Cómo demonios haces para descubrir cuál es el barco de pesca de Frenchu?
—preguntó Michael.
Joe se echó a reír. Se estaba divirtiendo mucho. Consultó su reloj.
—Dentro de aproximadamente quince minutos, Frenchu izará un radiofaro
especial en su mástil. Este radar ha sido adaptado para reconocerlo.
Michael lo miró.
—Supongo que no es la primera vez que ustedes dos se ocupan de esta clase de
asuntos.
Joe asintió con un gruñido.
—Es verdad. Pero es la primera vez que manejamos gente y no mercadería. ¿De
qué se trata, en realidad?
—Joe, tendrás que preguntarle a Creasy la próxima vez que lo veas… —contestó
Michael sin vacilar—. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Seguro —dijo Joe con tono animado—. Es sólo que me parece una chiquilla
muy agradable, y por lo poco que la vi tengo la impresión de que han abusado mucho
de ella.
Siguieron el trayecto en silencio. Lejos del puerto, Michael alcanzaba a ver las
luces de un supercisterna que flotaba en el agua como una ciudad en miniatura. Miró
hacia la derecha y vio otras luces. Joe lo observaba.
—Ésa es una flota de barcos pesqueros que proceden de Porto Palo, en la costa
sudeste de Sicilia —dijo Joe—. Pescan langostinos. Por lo general, yo me detengo y
les cambio una botella de Scotch Etiqueta Negra por una caja de langostinos… Pero
no esta noche… Mira, Michael, si llegas a necesitar ayuda con esa chiquilla, avísame.
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No sé qué hay detrás de todo esto, pero supongo que es drogadicta. Tuve experiencia
con esa clase de cosas en Nueva York. Es un verdadero infierno salir de ese estado.
—Te avisaré —dijo Michael—. En la medida de lo posible, Creasy quiere que yo
maneje las cosas. Lo más importante es que nadie sepa que está en Gozo. Al menos,
hasta que Creasy vuelva con algunos documentos adecuados.
—Ningún problema —dijo Joe. Señaló el puente inferior—. Wenzu sabe cómo
mantener la boca cerrada, y lo mismo Frenchu y sus hijos.
Avanzaron por el mar a toda velocidad y en silencio durante otros diez minutos.
Joe no miraba hacia adelante ni hacia izquierda o derecha, sino a la pantalla
empotrada en el tablero de instrumentos. De pronto gruñó, se inclinó hacia adelante y
señaló. Entre la infinidad de indicadores visuales, uno nuevo acababa de aparecer,
más luminoso que los otros. Joe rió entre dientes.
—Ahí está Frenchu. A juzgar por ese indicador, visual, cualquiera diría que se
trata de un barco supercisterna en lugar de un barco de pesca de dieciocho metros de
eslora. —Observó durante un par de minutos el movimiento de ese indicador visual y
asintió—. Sí, no cabe duda, es él. Se está moviendo hacia el sur suroeste a alrededor
de diez nudos. —Oprimió algunas teclas de la computadora ubicada junto al radar,
examinó la pantalla y dijo:
—Nos encontraremos dentro de dieciséis minutos.
Michael miró su reloj.
—¿Puedes calcular a qué hora llegará el barco de Frenchu de regreso a Gozo? —
preguntó.
Joe oprimió otras teclas.
—Suponiendo que navegue a doce nudos, lo que seguro hará, estarán allá a eso de
las cinco de la mañana. Una hora antes del amanecer.
—Entonces bajaré a ver cómo está la chiquilla.
Encontró a Wenzu sentado afuera de la puerta de la cabina de popa. Michael
asintió, abrió la puerta y entró. Juliet estaba sentada sobre la cama, apoyada en varios
almohadones. Tenía puesto un jeans y una camiseta negra de mangas largas. Lo miró
con expresión ansiosa.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella sacudió la cabeza.
—Me siento muy mal. Necesito más de esa cosa.
—Es un poco temprano, pero mejor ahora que en el otro barco. Le quitó la llave a
un cajón y sacó una pequeña caja mientras ella se arremangaba la manga derecha de
la camiseta.
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24
Era viernes por la noche. El coronel Mario Satta siempre cenaba solo los viernes por
la noche. Se sentó a su mesa favorita en su restaurante favorito de Milán. Era un
hombre de pocos hábitos, pero ése era uno de ellos. Durante la comida reflexionaría
sobre los acontecimientos de la semana precedente y trazaría planes para la siguiente.
No tenía el aspecto de un coronel de los carabinieri; parecía más un exitoso corredor
de Fórmula Uno o un dramaturgo de vanguardia o el dueño de un canal de televisión.
Su ropa era el sueño de un sastre de primera categoría. El traje gris oscuro cruzado
que usaba tenía finísimas rayas negras; había sido confeccionado por Huntsman, de
Savile Row. Su camisa de seda color marfil procedía, como todas las demás, de un
camisero de Como. Su corbata de seda color rojo oscuro era de Armani. Sus zapatos
de cabritilla habían sido hechos a medida por un zapatero de Roma. Su rostro llamaba
la atención, en especial la de las mujeres. No era convencionalmente apuesto, pero
sus ojos oscuros y su nariz levemente aguileña le conferían un aire de autoridad y de
misterio. Procedía de una familia adinerada y algo aristocrática, dominada por la
madre. Ella no podía entender por qué, a pesar de su riqueza y sus conexiones, el hijo
menor había elegido ser lo que ella consideraba un mero policía, aunque él
constantemente le señalara que estaba en los carabinieri y que era el coronel más
joven de ese cuerpo. Pero ella lloriqueaba y comentaba que, por más hermoso que
fuera su uniforme, igual seguía siendo un policía. Su hijo mayor había estudiado
medicina y se había convertido en uno de los cirujanos más eminentes de Italia. Pero
ni siquiera eso satisfacía a su madre, quien se refería a él como un carnicero educado.
Habría preferido que sus hijos se dedicaran al comercio, a la industria o a la política.
También habría preferido que se casaran con aceptables muchachas de sociedad
pertenecientes a las familias adecuadas. En cambio, su hijo mayor se había casado
con una enfermera de Bolonia, nada menos, y Mario parecía tener aventuras
interminables con jóvenes actrices núbiles. Sus hijos la preocupaban, pero ella los
amaba a ambos, y ese amor era correspondido.
El coronel Mario Satta se había forjado la reputación de estudioso y conocedor de
todo lo relativo a la Mafia italiana. A lo largo de los años, y con la ayuda de su
empeñado asistente Bellu, había logrado tener registros muy completos de cada una
de las familias importantes. Al principio, eso le resultó gratificante; luego, frustrante,
y después, angustioso. Sus registros fueron utilizados por los magistrado actuantes en
Creasy arrojó un doble cuatro. Satta puso los ojos en blanco y murmuró, algo sobre la
suerte y el demonio. Creasy tomó sus últimas dos fichas del tablero, miró los dados, y
después hizo un cálculo rápido.
—Sumarían cuatrocientas veinte mil liras.
Satta maldijo entre dientes, se puso de pie, estiró las piernas y se dirigió al bar.
Estaban en su elegante departamento. Era sábado por la tarde, y los dos vestían
pantalones y camisas abiertas informales. Durante dos horas habían aguardado una
llamada telefónica, y pasaron el tiempo jugando al backgammon. Creasy también se
acercó al bar, que tenía una barra lo suficientemente alta como para apoyar los codos.
Miró su reloj.
Satta le sirvió vodka con soda en un vaso alto y helado.
—Llamará pronto —dijo el Coronel—. Es un hombre confiable, y si alguien
puede obtener información de ese tal Donati, es él.
Creasy sonrió.
—No estoy impaciente, Mario. Al contrario, no me importa quedarme aquí todo
el día jugando al backgammon.
EL italiano hizo una mueca.
—No sé quién siente más placer perverso en ganar, si tú o Guido… A propósito,
¿quién suele ganar cuando juegan ustedes dos?
—Andamos parejos —respondió Creasy—, pero nunca jugamos por dinero.
—¿Por qué no?
—Sólo lo hacemos para practicar para poder luego llenar nuestras billeteras con
el dinero de coroneles muy bien pagos de los carabinieri.
Satta estaba a punto de retrucarle, cuando sonó el teléfono que estaba junto a él.
Escuchó durante alrededor de dos minutos. —Gracias— dijo, colgó el tubo y miró a
Creasy—. Tal vez… sólo tal vez. Hay en esta ciudad un hombre llamado Jean Lucca
Donati. Es un hombre de negocios respetado, y tiene sesenta y un años. Es oriundo de
Nápoles pero vive y trabaja en Milán desde hace treinta años. No tiene prontuario
delictivo. De hecho, es muy respetado en las comunidades de negocios y de
banqueros. Durante los últimos quince años ha tenido bastante éxito. Es dueño de una
compañía que hace negocios en el Medio y en el Lejano Oriente, tanto importando
como exportando materiales textiles e indumentaria de alta calidad. Viaja mucho. Es
Dios creó el mundo en seis días. Al séptimo, descansó. Pero un milenio más tarde, se
tomó tiempo de su descanso para sacar adelante a una de sus creaciones.
Temprano, por la mañana, Juliet empezó a tener violentos orgasmos. Con la mano
en la entrepierna, su cuerpo de niña se arqueaba de un espasmo al siguiente. Michael
estaba sentado en su silla de lona, observando, pero no pudo quedarse allí. Sabía que
era la última fase. También sabía que el joven corazón de la chiquilla estaba muy
debilitado por los excesos que la droga le había impuesto. Sabía que esa fase duraría
una hora o más, y que era posible que ella lo atacara físicamente, ya fuera, por el
exacerbado deseo sexual, o por el odio exacerbado. Tomó la silla, el cucharón y el
teléfono, abandonó la bodega y cerró la puerta con llave. Puso el despertador y
durmió una hora al borde de la piscina y luego, con mucho miedo, volvió a la bodega.
Juliet podría estar muerta o dormida.
Al principio pensó que estaba muerta. Yacía absolutamente estática; tenía el
cuerpo mojado sobre el colchón mojado. Michael se adelantó lentamente. Le habían
enseñado a verificar si una persona estaba muerta. Ella estaba acurrucada en posición
fetal. Michael le tocó el hombro. Estaba frió. Le apartó la cabeza del pecho y le
apoyó el dorso de la mano debajo del mentón, contra la carótida. El ritmo cardíaco
era lento y tan débil que casi no lo percibía…, pero estaba allí. Se incorporó y
observó el cuerpo exhausto y sucio de la chiquilla. Miraba la cosa más hermosa que
había visto en su vida o que vería jamás.
En vano pronunció su nombre, sabiendo que ella no podría oírlo. La levantó en
brazos y la sacó de la bodega. Se detuvo junto a la puerta principal de la casa, y
después la llevó al dormitorio de Creasy, la depositó en el vasto lecho y fue al cuarto
de baño. Llenó la bañera de pino, estilo japonés, con agua tibia; alzó a Juliet, la llevó
al baño, la puso en la bañera y con mucho cuidado la lavó entera. Después, la
envolvió en una toalla y la acostó de espaldas en la cama. Cada tanto ella murmuraba
algo, pero no se movió. Michael volvió al baño y se dio una ducha de agua hirviendo,
como para borrar los recuerdos de siete días de infierno. De vuelta en el dormitorio,
verificó la respiración de Juliet: era suave pero regular.
Fue a la cocina y se puso a cocinar. Primero, tomó dos pollos grandes, los trozó,
los doró apenas en la sartén con aceite de oliva, colocó los trozos en una cacerola
grande y los cubrió con agua. Después picó cebollas, zanahorias, tomates, habas,
Massimo Bellu era la antítesis de su jefe, el coronel Satta, en todos los aspectos
excepto dos: la calidad de su cerebro, y la dedicación con que lo usaba. Fuera de eso,
los dos hombres no podrían haber sido más diferentes. Satta era apuesto, elegante,
sardónico, cínico y un gourmet aristocrático. Bellu, en cambio, era bajo, rechoncho y
calvo. Vestía como lo haría el empleado de una compañía comercial de mala muerte,
y sus preferencias culinarias principales iban desde una hamburguesa con una porción
adicional de cebollas a spaghetti alia carbonara. Además, detestaba jugar al
backgammon, y un par de años antes se había puesto firme y se había rehusado a
jugar con su desconcertado jefe durante las muchas noches que pasaban juntos
mientras esperaban un llamado telefónico o que ocurriera algo.
Hacía ocho años que trabajaba con Satta. Durante el primer año, pasó mucho
tiempo tratando de encontrar una razón viable para solicitar que lo transfirieran a otro
departamento. Pero al cabo de ese año comenzó a apreciar y a comprender la sutileza
de la mente de Satta, Al mismo tiempo, la hermana menor de Bellu, una muchacha
muy capaz, había presentado una solicitud para ingresar en la Universidad de
Catanzaro para estudiar medicina. Había muy pocos cupos y resultaba muy difícil
ingresar sin tener una recomendación. La rechazaron, pero una semana después ella
recibió una carta en la cual se revertía esa decisión. Pasaron muchas semanas antes de
que ella se enterara de que un tal profesor Satta, jefe de cirujanos del Hospital
Cardarelli de Nápoles, había intervenido en favor suyo.
Bellu enfrentó al coronel Satta, quien simplemente se encogió de hombros y le
dijo: «Tú trabajas conmigo. Por supuesto que yo tenía que hacer algo al respecto».
Todas las ideas de que lo transfirieran desaparecieron de la cabeza de Bellu. No
por lo que Satta había hecho, sino por las palabras que pronunció: «Tú trabajas
conmigo, no para mí».
Con el correr de los años habían aprendido a trabajar muy bien juntos y cada vez
con mayor comodidad, y lentamente fueron conformando una auténtica sociedad.
Ahora Bellu se encontraba sentado en su oficina, tarde por la noche, frente a lo
que era su orgullo y su alegría, una nueva computadora Apple Mackintosh. Tenía una
afinidad especial con las computadoras; no había nada que el experto en computación
del departamento pudiera enseñarle. En sólo algunas semanas logró transferir una
enorme cantidad de información al disco rígido de la Apple. Esa noche en particular,
El domingo, Michael llevó a Juliet a almorzar a casa de los Schembri. Era una suerte
de ritual. Cuando él y Creasy estaban en Gozo, juntos o separados, siempre iban a
almorzar a lo de Schembri domingo por medio. Las otras semanas, los Schembri iban
a la casa de ellos a comer asado.
Antes de abandonar la casa de la colina, Michael llevó a Juliet al dormitorio de
Creasy.
—En esta habitación hay una caja fuerte. Está bien oculta. Puesto que ahora eres
miembro de la familia, debes saber cómo abrirla.
Llevaba una carpeta que contenía los papeles y el pasaporte que acababan de
llegar. Se acercó a la cabecera de la amplia cama de dos plazas y señaló el extremo
superior derecho de una de las losas de piedra caliza que formaban esa gruesa pared.
—Debes contar cuatro losas desde el piso, y luego apretar con fuerza aquí. —
Apoyó la palma de la mano contra la losa, que lentamente se abrió. Detrás había una
puerta de metal de alrededor, de un metro de altura y medio metro de ancho. En el
metal había una manija y, al lado, un dial para la cerradura de combinación—.
¿Tienes buena memoria? —preguntó Michael. Ella asintió con aire solemne. Michael
advirtió que Juliet estaba impresionada, como lo estaría cualquier chiquilla, por la
confianza que le demostraban—. 83… 02… 91.
Ella repitió los números dos veces y luego asintió. Él estiró el brazo, giró el dial y
abrió la pesada puerta. Adentro había varios estantes. Michael señaló el estante
superior, que contenía paquetes envueltos en gamuza.
—Armas —dijo Michael—. Armas de puño y dos pequeñas ametralladoras, con
silenciadores y cartuchos. Más adelante te enseñaré cómo usarlas. —Señaló el estante
del medio, que contenía varias carpetas gruesas—. Son registros de personas.
Algunas son enemigas, y otras, amigas. —Señaló la bandeja inferior. Había otras
carpetas, pero eran más finitas—. Esos son documentos personales. —Sacó una de las
carpetas, la abrió y puso adentro el pasaporte de Juliet y los papeles de adopción.
Debajo del estante inferior había un cajón delgado. Michael lo sacó y señaló. Ella se
inclinó hacia adelante y vio los fajos de billetes—. Aquí hay dólares norteamericanos,
francos suizos, libras esterlinas, marcos alemanes y riyals de Arabia Saudita. —
Levantó una pequeña bolsa de lona y la sacudió. Juliet oyó el repiqueteo de monedas
—. Libras esterlinas de oro y krugerrands. Muy útiles como moneda corriente en
—Quieres ir, ¿verdad? —preguntó Nicole con una sonrisa irónica. Maxie la miró y se
encogió de hombros.
—Es natural, Nicole. Cuando uno tiene buenos amigos, y cuando uno ha estado
haciendo eso durante la mayor parte de la vida, es natural. —Le puso una mano en el
hombro—. Pero no te preocupes. Te hice esa promesa hace dos años y pienso
respetarla. Ya sabes lo feliz que soy. Por supuesto, cada tanto me siento inquieto, pero
no lo suficiente como para perderme lo que tengo aquí contigo.
Era después de medianoche y se encontraban de pie detrás de la barra del
restaurante. Maxie lustraba las copas. Nicole tenía los codos apoyados en la barra.
Frente a ella tenía una copa de Armagnac. La levantó, bebió un sorbo y volvió a
mirar a los últimos tres parroquianos. Estaban sentados frente a una mesa del rincón
más alejado: tres hombres que hablaban en voz baja. Desde luego, conocía a Creasy,
y a él le debía su actual felicidad. También conocía a Frank Miller, el exmercenario
australiano que había trabajado con Creasy en África y en Asia. Parecía la antítesis de
un mercenario: tenía más de cuarenta años, era completamente calvo, con un cuerpo
grandote y una cabeza muy pequeña; su rostro era levemente angelical. Había
conocido a Maxie y a Miller al mismo tiempo, en el último trabajo de Maxie, cuando
los dos habían triunfado en forma espectacular al proteger a un importante senador
norteamericano de una pandilla de la Mafia que se proponía secuestrarlo. Creasy los
había contratado para ese trabajo. También conoció brevemente al otro hombre en ese
mismo trabajo. Se llamaba René Callard y era un exmercenario y legionario que
también había trabajado muchos años con Creasy. Él tenía más el aspecto de un
mercenario: alto y delgado, con un rostro bronceado y lleno de arrugas y de
cicatrices. Pero tenía una sonrisa fácil que borraba la amenaza de su cara. Giró la
cabeza para mirar de nuevo a Maxie. Él observaba a los tres hombres con los ojos
entrecerrados. Sintió que ella lo miraba y enseguida tomó otra copa y se puso a
lustrarla.
Ella le sonrió, y lo despeinó.
—¿Eras tan recio como ellos? —le preguntó.
Él sonrió tímidamente.
—Supongo que sí. Bueno, al menos tanto como Frank y René. Pero no me
compararía con Creasy.
Nadaron veinticinco largos de pileta. Michael mantuvo el ritmo un poco más lento
para mantenerse a la par de Juliet. Cuando pararon, ella jadeaba.
—Puedo nadar otros diez largos —logró decir Juliet.
Él salió de la piscina, buscó su toalla y le sonrió.
—Nada otros cinco, pero no más.
Se secó con la toalla mientras observaba la silueta delgada de Juliet deslizarse por
el agua. Usaba un traje de baño de una pieza de color rojo vivo que habían comprado
el día anterior, durante un paseo de compras en Rabat. Era una hora después del
amanecer. Habían tomado la rutina de levantarse temprano y acostarse temprano.
Después del desayuno, subían al jeep y él le mostraba otras partes de la isla. Después,
almorzaban en el Oleander, de Xaghra. A ella le gustaban las especialidades locales y
también le gustaba Mario, el propietario, quien la trataba más como una adulta que
como una chiquilla. Después del almuerzo nadaban de nuevo, pero esta vez en el mar,
desde las rocas en Qala Point. Tomaban sol durante una o dos horas. Ella siempre
llevaba consigo un anotador, y él le enseñaba el idioma maltes. Sólo habían pasado
pocos días, pero Michael sabía que en cuestión de semanas Juliet podría comunicarse
en ese idioma.
—Si mi pasaporte dice que soy maltesa —le dijo ella—, entonces hablaré ese
idioma.
—Tu pasaporte dice que eres maltesa —le contestó Michael—. Pero nunca
olvides que eres gozitana.
—¿Existe alguna diferencia?
—Ya lo creo que sí. Los malteses piensan que los gozitanos son los campesinos
de las islas, pero nosotros tenemos un dicho: Sólo hace falta un gozitano para meterse
en el bolsillo a tres malteses.
Ella se echó a reír.
—Entonces, ¡decididamente soy gozitana!
Ella terminó su último largo y se dejó caer, jadeando, en el borde de la piscina.
Michael extendió el brazo y la levantó.
—¿Qué quieres para el desayuno?
El pecho de la pequeña subía y bajaba por los jadeos, pero sus ojos se iluminaron
al pensar en comida.
Creasy dormitó durante el vuelo. No le gustaba volar, no por miedo, sino porque
pensaba que esa clase de viajes no tenían ningún interés. Lo metían a uno en un tubo
y después lo dejaban en un lugar diferente, una cultura diferente y, con frecuencia, un
clima diferente. Era como ser despachado por correo en un paquete. Prefería mil
veces los trenes y los barcos, y siempre los utilizaba cuando tenía tiempo. Debido a la
habitual huelga de brazos caídos de los controladores de tráfico aéreo en Italia,
habían decolado de Bruselas una hora tarde, y eso también lo irritaba.
No estaba de buen humor cuando aterrizaron en Milán, pero como sólo llevaba un
bolso de mano, no tuvo que perder tiempo en la aduana.
Enseguida encontró un taxi y, al subir, le dijo al chofer:
—Al Hotel Excelsior… cerca de la estación del ferrocarril.
El conductor maldijo entre dientes. Cualquiera que se alojara en esa cueva
pulgosa cerca de la estación no le dejaría propina. Los taxistas italianos pueden ser
muy locuaces, pero éste permaneció en silencio, al menos durante la primera parte del
trayecto. Al cabo de veinte minutos, Creasy se echó hacia atrás en el asiento, cerró
los ojos y volvió a dormitar. La ciudad de Milán no era lo suficientemente bella como
para mantenerlo despierto. Si no hubiera estado dormido, habría notado el repentino
interés en los ojos del conductor del taxi cuando miró a Creasy por el espejo
retrovisor. Cinco minutos después, la voz del taxista despertó a Creasy.
—¿Piensa quedarse mucho tiempo en Milán?
Creasy abrió los ojos y sacudió la cabeza para despejarse.
—Sólo un par de días.
—¿Por negocios o por placer? • —Sólo para encontrarme con un viejo amigo—.
El tono de su voz fue seco, para indicar que no tenía interés en conversar, pero el
taxista era persistente.
—¿Es usted napolitano?
—No, pero pasé algunos años en Nápoles.
El taxista asintió.
—Me di cuenta por su acento. No es una ciudad que a mí me guste demasiado. Ni
un chofer de taxi ni nadie está seguro en esas calles.
Creasy, evasivamente, contestó con un gruñido. El taxista pareció entender la
indirecta, y siguieron el trayecto en silencio.
Michael leía Cien años de soledad. Al principio le resultó pesado, pero Creasy le
había insistido en que lo leyera, diciéndole que era una de las obras más importantes
del siglo. Estaba en Qala Point, sentado a la sombra de una roca. Cada tanto miraba a
Juliet, acostada boca abajo al sol. Ella estudiaba maltes de un libro de texto, y a veces
le pedía a Michael una aclaración.
Al cabo de una hora, los dos se zambulleron al mar para refrescarse y luego se
sentaron a la sombra. Michael sacó de la heladera portátil una lata de cerveza para él
y un refresco para ella.
Permanecieron sentados en silencio durante un rato.
—Quiero hablar sobre lo que me ocurrió —dijo Juliet. Miraba hacia la isla de
Comino, por sobre el mar calmo y azul. Él la miró fijo.
—Acerca de lo que me pasó en Marsella —continuó diciendo la chiquilla en voz
muy baja. Ahora estoy restablecida físicamente. La buena comida, el sol y el mar me
han hecho sentir mejor… Estoy subiendo de peso y día a día me siento más fuerte—.
Lo miró y agregó, casi desafiante: —Pero no puedo dormir bien por las noches, y a
veces tengo pesadillas y transpiro mucho… Creo que el problema está en mi mente y
por eso quiero hablarlo contigo.
Creasy había analizado esa posibilidad con Michael, así que él contestó:
—Juliet, hay personas con más experiencia en esta clase de cosas. Médicos y
asistentes sociales especialmente entrenados. Lo que te está ocurriendo a ti es una
reacción retardada. Es bastante normal. A veces, las personas que han pasado por una
experiencia tan terrible necesitan semanas, meses o incluso años para poder superarla.
Depende del carácter y de los antecedentes de esa persona. El horror para ti empezó
cuando tu padrastro comenzó a abusar de ti. Deberías hablar con un experto y
retroceder a esa época. Hay en Malta una especialista muy buena, que hizo sus
estudios en Inglaterra.
La muchacha sacudió la cabeza con vehemencia.
—Yo no necesito una psiquiatra, Michael. Sólo necesito hablar con alguien en
quien confío. Tienen que ser tú o Creasy, y tal vez los dos estén ausentes mucho
tiempo, de modo que tienes que ser tú. ¿Podemos hacerlo ahora y después olvidarnos
de todo el asunto?
Él bebió un poco de cerveza.
Una lluvia temprana de otoño fustigó la oscuridad del aeropuerto de Milán cuando
Michael pasaba por la aduana. Alcanzaba a oírla golpear en el techo alto. Armonizaba
a la perfección con su estado de ánimo.
Se tranquilizó un poco al ver a Guido entre el gentío que esperaba a los viajeros.
Se abrazaron y Guido lo condujo a la playa de estacionamiento. Cuando se acercaban
al Lancia negro, las puertas de atrás se abrieron y los dos subieron al auto. Maxie
MacDonald estaba al volante. Frank Miller iba sentado junto a él. Salieron y se
mezclaron con el tráfico.
—A pesar de la lluvia y de lo que sucede, me alegro de verte, Michael —dijo
Maxie por sobre el hombro. Hizo un gesto Con la mano derecha—. Este es Frank
Miller. Ya has oído hablar de él. —Frank giró la cabeza y, en esa luz leve, Michael
vio su rostro de querubín.
—Es un gusto conocerte finalmente —dijo Miller.
—Lo mismo digo. —Michael miró a Guido y le dijo—: Bueno, ponme al tanto de
la situación.
Guido estaba acurrucado en un rincón del auto. Habló en forma rápida y concisa.
—Es casi seguro que la Mafia tiene a Creasy… Creemos que el que lo tiene en su
poder es Gino Abrata, el capo principal de esta ciudad. Debieron de haberlo
reconocido y, por supuesto, la Mafia jamás olvida una vendetta.
—¿Qué tenemos? —preguntó concisamente Michael.
Guido se lo dijo.
—Creasy tiene fuertes conexiones en esta ciudad, sobre todo con un tal coronel
Satta de los carabinieri… Habrás oído hablar de él. Creasy salió de su hotel
aproximadamente media hora después de llegar de Bruselas. A dos cuadras de allí
hubo una conmoción. Seis hombres estuvieron involucrados: dos en una enorme
limusina negra y cuatro en la acera. Hicieron un único disparo al aire y metieron a
Creasy en la limusina. Los testigos no se mostraron muy dispuestos a cooperar, pero
es casi seguro que era Creasy. Eso fue esta mañana, y desde entonces tenemos más
información, que se actualiza cada hora. Es mejor que aguardemos a llegar a nuestra
base, donde Satta nos dará las novedades.
—¿A quiénes tenemos aquí? —preguntó Michael.
Guido señaló las butacas delanteras.
Michael se sentía muy exigido. Era una exigencia mental. Sabía que por la fuerza de
su personalidad y por su asociación filial con Creasy había logrado dominar a un
grupo de hombres recios con vasta experiencia. También sabía que esos hombres
estaban al tanto de su hazaña más importante: haber dirigido con precisión la bala de
un rifle de francotirador al hombro de un terrorista desde una distancia de quinientos
metros. Una hazaña todavía más significativa por el hecho de que Creasy estaba junto
a él con un rifle idéntico y había preferido delegar en Michael esa tarea. Sabía que, a
los ojos de hombres como Maxie, Miller, Callard, Satta, e incluso Guido, él había
pasado el examen. Y, sin embargo, todavía no había cumplido veinte años, y la carga
mental de esa responsabilidad era pesada. La equilibró con el odio que sentía hacia
los hombres que tenían prisionero a su padre.
El jet Lear tocó la pista y carreteó. Llovía apenas, pero el pronóstico anunciaba un
día fresco y con sol. Eran las cuatro de la mañana. El pequeño aeropuerto estaba a
veinticinco kilómetros al este de la ciudad y tenía a su cargo la mayoría de los vuelos
internos alquilados más pequeños. A Michael le habían asegurado que habría allí un
mínimo de burocracia. El pequeño jet siguió las luces destellantes de un vehículo
guía, que finalmente se detuvo junto a un hangar profusamente iluminado. Una
limusina se acercó al avión. Michael descendió y un minuto después habían bajado su
equipaje personal y las valijas que contenían las armas.
Una hora después estaban en un refugio ubicado en los suburbios al norte de
Roma. La puerta fue abierta por una mujer de edad que no demostró ninguna sorpresa
ante la llegada de cinco desconocidos a esa hora de la mañana.
Habían entregado allí la sotana de sacerdote, junto con la silla de ruedas y un
mapa detallado de Bracciano Lago. Había también mapas de carretera que mostraban
los caminos alternativos desde Bracciano al refugio. Todos se sentaron alrededor de
la mesa de la cocina. La anciana preparó café y Michael repasó una vez más los
detalles del plan.
—Es eficaz y sencillo, pero hay una cosa que me molesta —dijo Miller cuando
Michael terminó. Hizo un gesto hacia el danés—. Estás poniendo a Jens en la línea
del frente. Y él no tiene tanta experiencia en estas cosas. ¿Por qué no yo, René o
incluso El Búho?
Michael sacudió la cabeza y sonrió.
Grazzini hablaba con Abrata, pero sus palabras estaban dirigidas a Creasy.
—Dieciocho horas. Fue el plazo más largo que he conocido jamás. Era un francés
que pescamos hace alrededor de tres años, cuando logró el robo de obras de arte en
Roma… en mi territorio, el muy hijo de puta. Decidí convertirlo en un ejemplo. Hice
que dos de mis mejores hombres trabajaran sobre él. La clase de hombres que harían
que el Papa renunciara a su fe en media hora. Dieciocho horas… Nos sorprendió a mi
y a mis hombres. —Giró para mirar a Creasy, que seguía atado—. Usted no será tan
estúpido, ¿no? Ya sabe cuál será el resultado final.
Creasy bostezó, y se echó un poco hacia adelante.
—Grazzini, no tengo nada contra usted. No estoy en Italia para luchar contra
usted o su gente. Yo me ocupaba de mis asuntos cuando este payaso hizo que me
aprehendieran en la calle. A menos que él me deje inmediatamente en libertad, morirá
lamentándolo… y puesto que usted es su jefe, te sucederá lo mismo.
Grazzini sonrió.
—No está en situación de hacer amenazas. Usted mató a mi cuñado y a uno de
mis primos —dijo con furia.
—¿Quién era su primo?
—Su nombre era Vico Di Marco. Era el guardaespaldas de mi cuñado. Era un
«soldado». Usted lo liquidó junto con mi cuñado y otros dos «soldados» en ese
Cadillac, en Roma.
Creasy asintió.
—Entonces murió cumpliendo su deber, tratando de proteger a su jefe. No fue
nada personal. Yo fui sólo el «instrumento».
Grazzini soltó una risotada de furia.
—A nosotros no nos gustan los «instrumentos». Jamás olvidamos a quienes libran
batalla contra nosotros. Me vengaré. Pero, primero, usted hablará.
—¿De qué quiere hablar? —preguntó Creasy, mientras se acomodaba en la silla.
—Quiero saber por qué está en Italia. Cuál es su propósito, con quién está, dónde
está su base, tanto en Italia como fuera de Italia.
Los italianos se sorprendieron mucho cuando Creasy contestó:
—Eso no sería problema. Salvo lo de mi base fuera de este país.
Grazzini y Abrata se miraron.
—No tengo dudas. Esta chiquilla realmente sabe cómo manejar a los hombres. No
quiero imaginarme cómo será cuando sea una mujer.
Laura miraba los campos por la ventana de la cocina. Su nuera María estaba de
pie junto a ella. Paul roturaba un campo con el tractor y un arado de discos. Juliet lo
seguía como un cachorrito. El ruido del tractor hacía que la conversación entre ellos
resultara difícil, pero Laura alcanzaba a oír apenas la voz alta de él. Le explicaba a
Juliet lo que estaba haciendo y por qué. Llegó al último rincón del campo, apagó la
máquina, se sentó en una pared baja y sacó un termo de su bolso de lona. La
muchacha se sentó junto a él y ambos compartieron un vaso de vino fresco.
—Tienes razón —afirmó Maria—. Sólo han pasado un día y una noche, pero ella
ya puede manejar a Paul y a Joey con el meñique. Me pregunto si podrá hacer lo
mismo con Creasy.
Laura lo pensó y después asintió.
—Sí, seguro que lo hará. Creasy verá en ella a su hija muerta… pero no podrá
manejar a Michael de ninguna manera… Michael será el hermano mayor severo, y se
enojará mucho con Creasy por ser blando con ella… Será un buen triángulo familiar.
—Eso, si Creasy vuelve —dijo Maria—. Si es cierto que la Mafia lo tiene, se
vengarán.
—Ha vivido mucho tiempo —dijo Laura—. Ha pasado tiempos difíciles… en su
mayor parte, solo. Ahora tiene a Michael, que en este momento lo está buscando.
Michael lo traerá de vuelta… y también eso será bueno.
En ese momento, Juliet le estaba haciendo preguntas a Paul.
—¿Cuánto hace que tienen esta granja?
Paul la miró y sonrió.
—Mi familia ha trabajado esta tierra por generaciones.
Señaló un campo con tomates casi maduros.
—Por supuesto que es muy agotador. Yo trabajo de doce a catorce horas por día,
y cuando venda esos tomates en el mercado la semana que viene, recibiré unas quince
liras por ellos. Si sumo el costo del fertilizante y de los plaguicidas que usé, además
de mi trabajo a razón de una libra por hora, el resultado es que pierdo dinero.
—¿Entonces, por qué lo haces?
—Supongo que lo llevo en la sangre —explicó él—. Está en la sangre de todos
El auto se detuvo frente a la iglesia a las nueve menos dos minutos. Michael lo
observó desde su silla de ruedas a cien metros de distancia, del otro lado de la plaza.
Tenía un libro sobre las rodillas cubiertas con una manta. Jens estaba de pie detrás de
él, vestido con la sotana negra de sacerdote. Los dos usaban audífonos.
Era un Lancia negro, un poco viejo pero muy bien mantenido. El conductor bajó
y abrió la portezuela de atrás. Una mujer de edad avanzada salió. El chofer trató de
ayudarla pero ella lo apartó. Con la ayuda de un bastón blanco, ascendió los peldaños
de la escalinata hacia la entrada. Un sacerdote anciano la esperaba. La tomó del brazo
y la acompañó a transponer la puerta. El chofer volvió a subir al auto, lo llevó al otro
lado de la plaza y estacionó junto a un pequeño café. Un minuto después bebía un
cappuccino y comía un brioche.
Michael observó la plaza, después levantó el libro y le habló en voz baja.
—Sólo uno. El de siempre. ¿Lo ven?
Del audífono brotó la voz de Miller.
—Lo vemos.
—Alrededor de treinta minutos —dijo Michael—. Mi sacerdote me llevará a dar
un paseo. —Levantó la vista hacia Jens y asintió. El danés reverentemente empujó la
silla de ruedas, y atravesó con ella la plaza empedrada en dirección al café.
Creasy tiró las tres palabras sobre la mesa y observó la cara del italiano para ver cuál
era su reacción.
—El Círculo Azul.
Al principio no hubo reacción. Los ojos oscuros de Grazzini lo miraron,
sorprendido. Lentamente, repitió las palabras en forma de pregunta.
—¿El Círculo Azul?
Creasy no dijo nada, sólo lo miró… Grazzini repitió las palabras.
—¿El Círculo Azul? —En forma casi imperceptible, asintió—. He oído hablar de
eso… rumores vagos… a lo largo de muchos años… Dudo de que exista.
—El Círculo Azul existe —dijo Creasy con voz cortante y directa—. Es mi razón
para estar en Italia.
Enseguida, el diálogo se había convertido en una partida de póquer. Cada uno de
los dos jugadores trataba de imaginar qué cartas tenía el otro. Creasy permaneció en
silencio.
Finalmente, Grazzini habló.
—Si existe, no tienen nada que ver con la Coso Nostra.
Creasy tenía las manos y los pies dormidos. Trató de mover los dedos de la mano
pero no sintió nada. Estiró los hombros.
—Ya lo sé. Si yo creyera que tienen algo que ver con la Cosa Nostra, no estaría
atado aquí. Estaría en Roma, hablando con usted… y usted sería el que estaría bien
atado.
Grazzini se encogió de hombros.
—¿Qué sabe de El Círculo Azul?
—Se lo diré —respondió Creasy—. Pero primero le diré lo que sé de Paolo
Grazzini.
El italiano sonrió sardónicamente y movió la mano como para invitarlo a hablar.
Creasy se echó hacia adelante todo lo que pudo.
—Paolo Grazzini era sólo un «soldado» en Roma hasta que se casó con la
hermana de Conti, el capo máximo de Roma y del norte de Italia —dijo Creasy con
tono indiferente—. Ese matrimonio lo hizo escalar posiciones, y así se convirtió en
un lugarteniente importante, aunque Conti nunca lo trató con el respeto que él creía
merecer.
Ella golpeó muy fuerte a Michael en la cara con et bastón blanco, mientras le gritaba:
«Vaffanculo!». Él se alejó de ella, estuvo a punto de dejar caer la pistola, y después
avanzó de nuevo hacia la mujer mientras ella volvía a revolear el bastón. Él se lo
sacó, la atrajo hacia sí y le pasó un brazo por la cintura. Ella le mordió el hombro y se
le salieron los dientes postizos. Michael se dio media vuelta y bajó corriendo los
escalones con ella a cuestas. Vio que el viejo Mercedes se acercaba, con El Búho al
volante. La silla de ruedas saltaba por el empedrado. Jens corría hacia el auto, la
sotana notando al viento. A mitad de camino de la plaza, Michael vio al
guardaespaldas en el suelo, con Miller de pie sobre él. Vio al australiano golpear al
guardaespaldas una vez con la culata, y luego correr hacia la esquina, Jens había
abierto la puerta de atrás del Mercedes. Michael metió a la mujer y se zambulló
detrás de ella. El danés saltó al asiento delantero y El Búho apretó a fondo el
acelerador. Hubo gritos y alaridos por encima del chillido de los neumáticos y, poco
después, habían desaparecido. El operativo no había llevado más de veinte segundos.
El Iniciado fue llamado hacia adelante. Debajo de la capucha negra, su rostro era
oscuro y delgado. Tenía un mentón prominente debajo de una boca recta y estrecha.
Sus ojos también eran oscuros, y estaban hundidos en las órbitas. Esos ojos
mostraban ansiedad. El hombre vaciló y miró a un lado y al otro.
Volvieron a pronunciar su nombre. Por un momento, él miró el altar negro. En el
centro había una cruz negra invertida de aproximadamente dos metros de altura.
Detrás, una gruesa vela negra en una candelera de ébano. Seis velas negras más
pequeñas estaban dispuestas a cada lado de la cruz invertida; en total, había trece.
Frente a la cruz había un cuchillo largo de hoja de plata y empuñadura negra de
cuerno. A la izquierda del altar había un macho cabrío erguido, embalsamado, con los
labios tirados hacia atrás para mostrar dientes muy blancos en una mueca horrible. A
la derecha del altar había un gallo joven blanco, con las patas atadas con un cordón
negro de seda; al lado, una calavera humana, blanca.
La gran sacerdotisa avanzó desde el lado izquierdo para quedar parada frente a la
cruz invertida. Vestía una túnica rojo oscuro con una capucha negra.
Volvió a pronunciar su nombre, y el Iniciado avanzó sobre unas piernas que ya no
obedecían órdenes de su cerebro. Ascendió los tres escalones y permaneció de pie, un
escalón debajo de ella. Miró el rostro empolvado de blanco de la mujer. Su lápiz de
labios era negro, como lo eran los cuernos de un macho cabrío, pintados sobre su
frente, por encima de sus ojos cubiertos con una máscara de maquillaje. Ella estiró un
brazo y colocó la palma de la mano sobre la cabeza del hombre. Entonó las palabras.
—¿Renuncias a Dios?
—Renuncio a Dios en todas sus formas —contestó él, sin pensarlo.
Ella levantó la vista y miró a la congregación reunida, todos con túnicas negras.
Más allá había una mesa larga con comida y vino. La congregación, compuesta por
trece personas, recitó al unísono.
—Él renuncia a Dios.
La gran sacerdotisa apartó la mano, giró hacia el altar y tomó el cuchillo con hoja
de plata. Con la espalda hacia el Iniciado y la congregación, lo levantó por encima de
su cabeza.
—Él renuncia a Dios —repitió la congregación en un murmullo.
La gran sacerdotisa se acercó al gallo, lo tomó por el pescuezo y, con un golpe
El miedo es siempre algo relativo. Una araña puede producir terror en algunas
personas, mientras que otras las convierten en una mascota. El miedo puede ser
aplacado por la ignorancia o por la experiencia.
El miedo es una de las armas más poderosas de la humanidad. Y nadie lo sabía
mejor que Paolo Grazzini. Él mismo lo había sentido con frecuencia en su juventud.
Conocía sus efectos y había presenciado sus efectos en los demás. Estaba sentado y
miraba a un hombre mayor del otro lado del escritorio. No había esperado ver miedo
en esos ojos. Torquinio Trento estaba en la Cosa Nostra desde que era un muchacho.
Su padre y tres tíos habían muerto en prisión en la década del 30 como castigo
implacable de Mussolini. Habían operado en el mundo casi civilizado de Calabria. A
los diecisiete años, Trento tuvo que emigrar al norte para vivir con un primo lejano de
Nápoles y, naturalmente, lo iniciaron en la vida de su padre y sus antepasados. Nunca
llegó muy alto. A su primer capo lo liquidaron en la rivalidad entre bandas que estalló
después de la guerra. Entonces se mudó más al norte, a Milán, siempre
ingeniándoselas para escapar al genocidio interno de la Cosa Nostra. Era un
sobreviviente que nunca ascendió demasiados peldaños en la escalera, pero siempre
se mantuvo al margen de los problemas. La vida le había enseñado mucho y era, por
lo general, inmune a los golpes de la vida y la muerte.
Durante los últimos días, Grazzini había hablado con muchos de los miembros
viejos de su «familia» y con los de otras. Lo convirtió en una suerte de ejercicio en
relaciones públicas. Los invitaba a su oficina y conversaba con ellos sobre sus
familias, si es que la tenían, y sobre sus problemas, tanto financieros como
personales. Había disfrutado de ese ejercicio que lo hacía sentir más el presidente de
una corporación pública que un capo criminal.
Hasta el momento había visto a alrededor de quince de los más antiguos y, hacia
el final de cada entrevista, les preguntaba qué sabían de una organización llamada El
Círculo Azul. En cada caso había recibido una mirada desconcertada y un
encogimiento de hombros. Empezaba a dudar de la existencia de El Círculo Azul,
hasta que le pronunció ese nombre a Torquinio Trento. La cabeza del viejo se había
sacudido, y por un instante Grazzini percibió un miedo profundo en sus ojos.
—El Círculo Azul —repitió Grazzini.
Los ojos del hombre se pusieron vidriosos y el miedo volvió a aparecer. Trento
Tenía la cara tan arrugada como una manzana vieja, y un cerebro tan afilado como
una hojita de afeitar nueva.
Grazzini no veía a la madre de su difunto cuñado desde el funeral. Eso lo hacía
sentirse culpable, y empezó la conversación excusándose por el mucho trabajo que
tenía. Ella lo miró con ironía a través de los cristales gruesos de sus anteojos, pero
estaba un poco apaciguada por el enorme ramo de rosas rojas y blancas que él había
llevado. Las ancianas, sobre todo si son italianas, jamás pierden su vanidad.
Grazzini tocó el tema con mucha prudencia. Conversaron primero del tiempo, de
la corrupción de los políticos, del costo de vida cada vez más, alto y del deterioro de
los valores morales. Un poco después, ella le preguntó el motivo de su visita. Él
estaba sentado, muy incómodo, en un sillón demasiado bajo y mullido, con las
rodillas prácticamente pegadas al mentón. La habitación tenía demasiados muebles,
en el estilo que prefieren los que huyen de las tendencias modernas. Muebles oscuros
y pesados, con cortinados oscuros y gruesos, y la penumbra sólo mitigada por la luz
de la enorme araña que colgaba del centro del cielo raso.
—Signora Conti —dijo él, formalmente—, he venido a pedirle un consejo.
La mucama había colocado las rosas en un florero chino muy grande, que puso
sobre la mesa que estaba junto a la dueña de casa. Ella, se inclinó hacia las flores,
sostuvo una de las rosas con su mano huesuda y aspiró el aroma.
—Usted me sorprende —dijo, mirando primero la rosa y después a Grazzini—.
¿Por qué un gran capo habría de venir a pedirle consejo a una vieja? Sospecho que en
realidad viene más en busca de información que de consejos.
Grazzini tosió, incómodo al oír esa verdad, y después arremetió.
—Esta mañana estuve hablando con uno de los de antes.
—¿Con quién?
—Torquinio Trento.
Los ojos de ella lo observaron a través de los gruesos anteojos. Asintió.
—Sí, lo recuerdo… un jovencito muy agradable.
Grazzini sonrió.
—Sí, sin duda. La recuerda a usted bien. Me pidió que le transmitiera sus
respetos.
—¿Y qué pasa con Torquinio Trento?
—Todavía me resulta difícil de creer —dijo Creasy—, que Grazzini pudiera convocar
así como así a un especialista del Vaticano.
La risa de Guido fue irónica.
—No te extrañes. Los vínculos entre la Mafia y el Vaticano se remontan a muchos
años atrás. Sobre todo en el aspecto financiero. No hace tantos años que el Banco del
Vaticano lavó cientos de millones de dólares del dinero de la Mafia procedente de la
droga.
—Eso ya lo sé —dijo Creasy—, pero desde entonces pensé que se habían
distanciado.
Guido sacudió la cabeza.
—No se han distanciado ni se distanciarán. El poder siempre busca al poder.
Eran las once de la noche. Creasy había tomado un vuelo de Roma a última hora
de la tarde. Estaban sentados en la terraza y acababan de terminar una cena liviana.
Los otros comensales habituales se habían retirado.
—Ese sacerdote, De Sanctis, es jesuita —dijo Creasy.
Guido volvió a sonreír y asintió.
—Los inteligentes siempre lo son.
—Y era joven… no tendría más de treinta y cinco años. Demasiado joven como
para saber tanto.
—Cuéntame —dijo Guido sin ocultar su curiosidad—. ¿Qué es lo que sabe?
Creasy guardó silencio mientras rememoraba la conversación con el jesuita y
después sonrió.
—Antes de decirme nada, pidió ver el contenido de mi maletín. Fue muy
incómodo para mí porque llevaba allí un grabador. Nada más, únicamente el maldito
grabador.
Guido hizo una mueca.
—¿Qué pasó?
Creasy sacudió la cabeza al recordarlo.
—Primero lo admiró. Desde luego, era muy sofisticado, sólo medía unos siete
centímetros por cinco, pero registra conversaciones a veinte metros de distancia.
Entonces el muy maldito, me hizo un cuento larguísimo sobre lo corta de fondos que
estaba su unidad, y lo útil que le resultaría a él un aparato así para su trabajo… Como
No hizo falta que Creasy hiciera la pregunta. Esa madrugada, recibió un llamado
telefónico de Satta. Dijo que tomaría el vuelo de las ocho de la mañana a Nápoles y
que era importante que Creasy lo esperara en el aeropuerto.
Tomaron cappuccino y comieron brioches en la cafetería. En los ojos del Coronel
había una furia latente.
—Estoy barajando la idea de una jubilación temprana —dijo con amargura.
—¿Qué ocurrió?
Satta paseó primero la vista por ese salón casi desierto, se inclinó hacia adelante y
comenzó a hablar.
—Ayer, justo antes de salir de casa, me llamaron para citarme en la oficina de un
general muy mayor e importante de los carabinieri. Deberían haberlo retirado hace
años, pero el hombre tiene fuertes y variadas conexiones políticas. Quería saber por
qué mi asistente, Bellu, había puesto una vigilancia de veinticuatro horas sobre dos
hombres, es decir, Jean Lucca Donati y Anwar Hussein. Fue una sorpresa porque yo
no esperaba que alguien en un cargo tan alto lo supiera. Así son los carabinieri.
—¿Y cuál fue tu reacción?
El italiano abrió las manos con elocuencia.
—Primero, traté de controlar mi furia. Después, le dije a ese viejo inútil que yo
estaba siguiendo una pista que tenía que ver con la corrupción política. Él me
interrogó al respecto, pero obviamente yo no pude darle ninguna respuesta. Se enojó
mucho y me impartió dos órdenes: primero, yo debía retirar la vigilancia a esos dos
individuos; segundo, debía entregarle a él un informe escrito sobre los motivos que
me llevaron a realizar esa investigación.
—¿Te parece que podrás hacer lo segundo?
Satta sonrió con pesar.
—Ya lo creo. Será un informe muy breve que sólo mencionará una sospecha con
respecto a un par de buenos amigos del General. Pero he tenido que sacar la
vigilancia porque para eso tenemos un departamento especial, y ahora el General lo
estará monitoreando.
Creasy bebió un sorbo de su café.
—Creo saber porqué tu General actuó de esa manera. —Comentó Creasy. Luego
le relató su almuerzo en L’Eau Vive con Grazzini y el sacerdote.
Al principio, la entrevista fue tensa. Anwar Hussein había llegado a Túnez a primera
hora de la tarde. Tomó un taxi al Hotel Hilton y tuvo varias reuniones cortas de
negocios. A las siete de la tarde lo pasaron a buscar en un Mercedes negro y viajaron
dieciséis kilómetros hasta una villa retirada.
Lo hicieron esperar media hora, lo que no era buena señal. Por último lo
condujeron en presencia del supremo titiritero y sumo sacerdote de El Círculo Azul.
A primera vista, Gamel Houdris parecía un hombre de negocios exitoso y
remilgado. Estaba sentado detrás de un amplio escritorio de caoba taraceado en
intrincados diseños de ébano y nácar. Era sumamente delgado y su traje oscuro le
colgaba como si él fuera una percha de alambre. Tenía ojos negros hundidos y
pómulos prominentes. Su piel era suave y cetrina; su pelo, muy fino y color negro
azabache.
No se levantó cuando Hussein entró en la habitación, y ni siquiera levantó la
vista. Sencillamente indicó con la mano una silla que estaba frente al escritorio y
siguió leyendo el contenido de la carpeta que tenía delante. Hussein tomó asiento y
aguardó. Su cara era del color del ébano del escritorio, pero lustrosa por una fina
película de transpiración.
Por fin, Gamel Houdris tomó una lapicera Cross de oro del bolsillo interior de su
sacó, hizo varias anotaciones en el informe y después levantó la vista y estudió a su
visitante.
—No me gusta —dijo. Su voz era fina y aguda, y llevaba implícita la amenaza de
un proyectil de alta velocidad—. Hace tantos años que nadie hace averiguaciones
sobre nuestras actividades, y de pronto, desde dos direcciones diferentes, en el lapso
de días, nos enteramos de investigaciones por parte de la Mafia y de los carabinieri.
—Tal vez sea sólo una coincidencia —dijo Hussein. El viejo Trento no sabía
nada. Murió siendo torturado y sin decir una palabra, pero sabemos que fue a ver al
capo Grazzini dos días antes. No quiso revelar de qué hablaron. Como precaución,
eliminamos a Grazzini e hicimos que pareciera un asesinato entre bandas. Si él estaba
interesado en nosotros, entonces eae interés murió con él… Y él era el capo más
importante de Italia central y del norte.
—Ése fue su primer error —dijo Houdris—. Debería haber secuestrado a
Grazzini, y luego haberlo obligado a hablar.
Las dos llevaban vestidos elegantes y tenían rostros hermosos, pero una mirada atenta
a sus ojos revelaba la misma profundidad de experiencia, ambición y cálculo. Una de
ellas era rubia y de ojos azules; la otra, trigueña y de ojos verdes. Al margen de estos
detalles, los rostros y los cuerpos de las dos eran más o menos intercambiables.
Observaron a Michael desde el otro extremo del amplio salón como lo harían
animales carnívoros que inspeccionan su cena.
—¡Sensacional! —murmuró la rubia.
—Casi perfecto —convino la trigueña—. Y es auténtico, no como los pelmazos
que consiguen colarse a estas reuniones. El reloj es un genuino Patek Philippe,
también el anillo de ópalo es auténtico, y el traje es decididamente de Casseli. Estás
mirando a por lo menos cien mil dólares ambulantes. —Aunque hablaban en italiano,
para esas mujeres la riqueza siempre equivalía a dólares.
Un hombre mayor, que había estado escuchando la conversación de ambas, se les
acercó con una sonrisa. Vestía un esmoquin nuevo de seda, pero su rostro devastado
jamás podría armonizar con esa elegancia, ni siquiera con la ayuda de una docena de
cirujanos plásticos. Sus labios finos se curvaron en una sonrisa cuando habló.
—Es un partido fabuloso, Signorine. Giorgio me contó que hace dos días abrió
una cuenta corriente en el Banco di Roma. Su depósito inicial fue de diez millones de
dólares.
Las dos giraron la cabeza para mirarlo, con una mirada llena de codicia.
—¿Es amigo de Giorgio? —preguntó la rubia.
El hombre sacudió la cabeza.
—No, sólo un conocido reciente.
—¿Entonces, cómo lo sabe Giorgio?
El hombre volvió a sonreír; se estaba divirtiendo.
—En esta ciudad, Giorgio lo sabe todo.
—¿Qué más sabe? —preguntó la trigueña.
La información del anciano brotó como una letanía bien ensayada.
—Su nombre es Adnan bin Assad. Tiene veintidós años, y se dice que es el hijo
ilegítimo de un árabe muy rico. Al parecer, su madre era de Inglaterra, que es donde
él fue educado. Está pasando seis meses en Roma por cuestiones culturales y para
mejorar su italiano, y tal vez para hacer algunas inversiones. Ha alquilado un
La monja observó el auto que se acercaba por el camino de tierra. Permaneció de pie
frente al edificio bajo y largo que, hasta tres meses antes, era un galpón que
almacenaba elementos abandonados de una cooperativa agrícola.
La hermana Assunta había sido enviada allí por la orden agustina de Malta. Dicha
orden tenía una larga historia de trabajos misioneros y de enseñanza y, en realidad, la
hermana Assunta solía sentirse bastante aburrida en el convento madre. Había
realizado cinco años de tareas misioneras en Kenia, que le resultaron fascinantes y
satisfactorios. Pero hacía tres años que se encontraba de vuelta en Malta y, aunque
resultaba agradable estar en casa, en los últimos meses se había sentido inquieta y
desasosegada. Cuando la Madre Superiora la convocó, dos meses antes, y le
encomendó esa tarea, ella no sintió ninguna aprensión, aunque en Albania reinara el
caos y la misión podía ser peligrosa.
Al principio había sido peligrosa, pero también estimulante. Durante las primeras
semanas con frecuencia oía disparos y tiroteos procedentes de Tirana, treinta
kilómetros al sur. Varias veces, grupos armados, algunos de uniforme y otros con
ropa andrajosa, habían pasado por lo que sería el orfanato. Pero no molestaron a las
monjas; simplemente pidieron comida y siguieron su camino. Ahora todo estaba
tranquilo y la hermana Assunta podía disfrutar de la paz y del paisaje arbolado de los
alrededores. Era un contraste muy grande con el suelo yermo de tierra y piedra caliza
de su patria.
En total, eran cinco religiosas las que debían manejar el orfanato. Ella era la única
maltesa y la Superiora. Las Otras eran una mujer irlandesa robusta de edad
indefinida, y tres jóvenes monjas italianas. Eso no era ningún problema para la
hermana Assunta porque hablaba inglés e italiano con fluidez.
El orfanato existía merced a la ayuda de varias instituciones de caridad, la
principal de las cuales era una organización internacional privada con base en Roma.
En Malta, la Madre Superiora le había dicho que, curiosamente, había sido fundada
por varios individuos adinerados que preferían, en general, permanecer en el
anonimato. Sin embargo, ella sabía que en el auto que se aproximaba viajaba uno de
los principales benefactores, que deseaba inspeccionar los progresos realizados. La
hermana Assunta y las demás habían logrado en muy poco tiempo organizar el
orfanato y ya habían recibido la primera carnada de niñas, cuyas edades iban de los
Michael logró reprimir el grito. Extendió el brazo y le tomó la mano. Las uñas de la
otra mano de la mujer se le clavaron en la espalda. Él tanteó hacia atrás, le aferró la
muñeca, le llevó las dos manos por encima de la cabeza y las apretó fuerte contra la
almohada. Ella se retorció debajo de él, y apretó la pelvis contra la de Michael. Abrió
los ojos, y él pudo ver en ellos su orgasmo y las pupilas que se dilataban. La mujer
tenía los labios rojos entreabiertos y los dientes blancos apretados. A Michael se le
escapó una de las muñecas, y la mujer volvió a clavarle las uñas en la espalda. Esta
vez, Michael gimió de dolor y le cruzó la cara con una cachetada. Ella le hizo una
mueca, y él sintió su propio orgasmo.
Michael casi gritó de nuevo cuando René le aplicó antiséptico en la espalda.
—Vaya mujer —comentó el belga—. ¿Valió la pena?
Michael estaba sentado en un banquito del enorme cuarto de baño del suntuoso
dormitorio. René estaba sentado detrás de él, en el asiento del inodoro, y le aplicaba
la medicación. La mujer se había ido media hora antes.
—No tuve opción —murmuró Michael—. He asistido a media docena de
reuniones y nuestra pequeña fiesta de aquí esta noche fue la culminación. Esa tal
Gina es la clave de lo que estamos buscando.
René sonrió y le pasó más antiséptico.
—Las cosas que un hombre debe hacer en el cumplimiento del deber… Estoy
orgulloso de ti, Michael.
—Acabo de aprender que en la vida a veces hay que mezclar el dolor con el
placer —farfulló Michael dolorido.
Habían transcurrido ocho días desde la llegada de Michael a Roma. Días
hedonísticos. Años antes había visto una película llamada La Dolce Vita, y supuso
que lo que en ella se mostraba era exagerado. Ahora sabía que no era así para nada.
La primera fiesta condujo a otras. Él era la adquisición de la temporada. Todos lo
querían en sus fiestas y soirées. Todos los hombres querían su oreja; todas las mujeres
querían sur cuerpo. Él se movía entre todo eso, observando y escuchando y, cada
tanto, haciendo comentarios a personas selectas para indicar que, por mucho que se
estuviera divirtiendo, más disfrutaría de algo más extravagante y excitante. Había
fumado hachís, aspirado cocaína y tomado estimulantes. También había participado
de una orgía total, en la que se desempeñó con gran estilo y energía. Finalmente
Juliet estuvo muy callada durante la cena. Laura notó que no comía con su
concentración habitual. Desde que había llegado, la pequeña solía comer como si
fuera un deber y una misión, y sin duda se había «rellenado» y crecido con notable
rapidez.
Era sábado por la noche y Joey y Maria habían ido a cenar. Al principio, Juliet se
mostró alegre y despreocupada, pero después hablaron mucho sobre Guido y todas
las veces que había visitado Gozo, tanto antes como después de la muerte de Julia.
Todos los años mandaba dinero, explicando que era sólo un recurso para reducir sus
impuestos en Italia, pero ellos sabían que no era por eso. No eran gente pobre, pero
llevaban vidas muy simples. Usaron el dinero para edificar un ala de huéspedes en la
casa y Guido solía quedarse allí en sus vacaciones anuales. También Creasy se había
alojado allí en las dos ocasiones en que fue a Gozo a recuperarse de sus heridas. Era
el lugar donde ahora se alojaba Juliet. También hablaron de la Pensione Splendide, en
Nápoles, que Guido manejaba con Julia, y ahora lo hacía con Pietro. Juliet sabía que
la pensione era ahora la base de operaciones de Creasy y de Michael. Al ver el estado
de ánimo de la chiquilla, Laura pronto cambió de tema.
Después de cenar, la pequeña la ayudó a lavar los platos, y después dijo que le
dolía la cabeza, y pidió que la disculparan. Les dio a todos un beso de buenas noches,
subió a la habitación de huéspedes y se sentó en la ancha cama. Era una habitación
hermosa, construida con piedras y a la manera antigua, con grandes arcos. Se imaginó
a Creasy en ese cuarto y de pronto le pareció ver su rostro con mucha intensidad. El
pelo corto y canoso, las mejillas color caoba y las cicatrices. Muy despacio, se puso a
llorar. Se interrumpió cuando oyó un suave golpe a la puerta y la voz de Laura que
pronunciaba su nombre. Se secó la cara con la manga.
—Adelante.
Laura abrió la puerta y la miró. Después, atravesó la habitación, se sentó junto a
ella y la rodeó con un brazo.
—Sé cuánto debes de extrañarlos —dijo—. Tendríamos que haberlo pensado y no
hablar tanto de ese tema.
Juliet sacudió la cabeza.
—No… está bien. No es que los extrañe tanto. Bueno, por supuesto que los echo
de menos…, pero sé lo que están haciendo y eso me preocupa. En el colegio lo paso
El coronel Satta fue revisando las fotografías de tamaño 8 x 10. Estaba sentado con
Maxie MacDonald y Frank Miller en una banqueta de un elegante restaurante de
Milán. Llegó a la última fotografía, se puso tieso, maldijo en voz baja y siguió
haciéndolo durante alrededor de medio minuto con la vista fija en ella.
—¿Quién es? —preguntó Maxie.
—El general Emilio Gandolfo… que espero que se cocine en el infierno —
respondió Satta con encono. Maxie y Frank aguardaron pacientemente a que el
italiano examinara de nuevo la fotografía.
—Gandolfo es uno de mis superiores en los carabinieri —siguió diciendo Satta—.
Como otros de su mismo grado, tiene antecedentes fascistas. Él fue el hombre que me
ordenó interrumpir la investigación sobre Jean Lucca Donati y Anwar Hussein.
Frank se inclinó hacia adelante y habló.
—No es seguro que él haya ido al departamento de Donati. En ese edificio hay
otros cinco departamentos.
Satta se encogió de hombros y sonrió con ironía.
—Si yo fuese un jugador, y lo soy, apostaría mil contra uno a que sí fue al
departamento de Donati.
—¿Tiene mucho poder? —preguntó Maxie.
La expresión de Satta se volvió sombría.
—Por desgracia, sí. Tiene mucho poder por sus relaciones políticas, sociales y
dentro del ejército y la inteligencia.
Frank había estado haciendo anotaciones en un bloc. Arrancó la página, y se puso
de pie.
—Iré a una cabina telefónica y le pasaré esto a Jens.
—¿Qué quieres comer? —preguntó Maxie—. Ordenaré para ti.
—Sólo un plato de espaguetis —respondió el australiano—. Cubiertos con un
poco de salsa.
Satta puso los ojos en blanco y Maxie rió entre dientes.
Guido volvió a la pensione poco después de las seis de la tarde. Encontró a
Creasy, Jens y El Búho en la pequeña barra, bebiendo Negronis. Pietro se encontraba
detrás de la barra. Guido asintió y recibió su habitual vaso de Chivas Regal con soda.
Sacó un trozo de papel del bolsillo y lo puso delante de Creasy.
Sólo estaban la única hermana de Bellu, Satta y un sacerdote. Los demás de la oficina
habían querido asistir al funeral, pero Satta los había desalentado.
El ataúd fue bajado a la fosa; el sacerdote elevó una oración. La hermana de Bellu
arrojó un puñado de tierra sobre el féretro, y después ella y el sacerdote se fueron.
Los sepultureros irían más tarde para tapar la fosa y erigir la sencilla lápida.
Un viento frío barrió el cementerio y derribó las últimas hojas de los árboles
desolados. Satta, envuelto en su sobretodo oscuro y su bufanda de seda, permaneció
allí sentado sobre una lápida cercana. Se quedó durante más de una hora, mirando el
césped que había frente a él y dejando que lentamente la furia creciera en su interior.
No tenía hijos, y el amor nunca había entrado realmente en su vida, pero en ese
momento sabía que el cadáver mutilado que yacía en la tumba abierta frente a él
representaba la semilla de todo el amor real que él había conocido. Comprendió que
Massimo Bellu había sido más que un hijo, hermano, amigo o amante. La discreción
y el aislamiento de Bellu eran lo que él más había amado. Por sobre todo, supo que
Bellu lo había amado a él, Mario Satta, y quizás a no muchas cosas más.
El frió traspasó su sobretodo, su carne, y se coló en sus huesos. Finalmente
levantó la vista y vio a un hombre de pie del otro lado de la tumba abierta. Vestía
pantalones y chaqueta de jean, y una chomba negra. Llevaba muy corto su pelo color
gris acero. Tenía la vista fija en la tumba.
Satta se puso de pie y lentamente rodeó la tumba. El hombre levantó la cabeza,
extendió los brazos y abrazó fuerte a Satta contra su pecho. Por primera vez en su
vida adulta, Satta lloró. El hombre lo sostuvo abrazado un rato largo y después habló
en voz baja.
—Mañana por la mañana renunciarás a tu cargo en los carabinieri. Yo te enviaré a
Maxie y a Frank. Nos apoderaremos del general Emilio Gandolfo y lo mandaremos al
infierno.
Después, encontraremos al resto de ellos y los mandaremos al mismo lugar. —
Creasy miró de nuevo la tumba y su voz se volvió más fría que el viento—. Cuando
estés cansado, cuando tengas frío, cuando te sientas completamente desalentado, mira
mentalmente el rostro de Bellu… Observa la compasión en sus ojos, y la bondad y la
fuerza del amor que sentía por ti. Yo veo los mismos ojos y el mismo amor…
Después comprende lo que tú y yo debemos hacer para vengar su recuerdo.
Michael decidió abandonar toda lógica y dejarse llevar por sus instintos. Sabía que
debía dominar a la mujer que estaba debajo de él. Era un momento crucial.
Comprendió que ella quería ser dominada, que necesitaba someterse. Con esa
sumisión, las puertas estarían abiertas. Debido a su temperamento y a su comprensión
del arte de hacer el amor, Michael siempre había sido tierno y dulce con las mujeres
en la cama. Esa suavidad siempre había satisfecho a las mujeres y a él. Pero en esta
ocasión, sabía que la suavidad sería como una hoja en una tormenta.
Le tomó las muñecas con una mano y la puso boca abajo. Ella luchó, pero con la
otra mano Michael le aferró la nuca y la obligó a hundir la cara en la almohada. Ella
maldijo en italiano y forcejeó debajo de él. Él le permitió usar su fuerza y que girara
hasta quedar acostada de espaldas. Ella trató de morderle el hombro y él le dio, una
fuerte bofetada en la mejilla. Ella sacudió una pierna entre las de él, pero Michael
esperaba ese movimiento y la rodilla de la mujer rebotó en el muslo de él. Un
segundo después, él la obligó a estar de nuevo boca abajo, deslizó un brazo debajo de
sus muslos y le levantó el trasero. Su pene ya estaba húmedo por los fluidos de la
mujer. Se lo metió con fuerza en el trasero, y de pronto ella se tranquilizó. Sólo
algunos segundos después, los dos llegaron juntos al orgasmo.
De nuevo, Michael actuó movido por sus instintos. Se apartó y, sin una sola
palabra, se dirigió al cuarto de baño. Tomó una pequeña toalla de mano, la mantuvo
debajo de la canilla abierta de agua caliente y después la retorció. Ella seguía
acostada boca abajo, con la frente contra la almohada, totalmente inmóvil. Ahora con
mucha suavidad, Michael la hizo girar y le secó la transpiración y el resto de
maquillaje de la cara. Le pareció que estaba mucho más hermosa sin él. Después, con
mucho cuidado le pasó la toalla por los genitales, arrojó la toalla al piso, se acostó
junto a ella y esperó.
—Veo que entiendes a las mujeres como yo —murmuró ella—. ¿Cómo puede ser
si eres tan joven?
—Era muy joven antes de conocerte —dijo Michael con una sonrisa—. Estas dos
últimas noches he vivido mil días.
La mujer se echó a reír con placer, pensando que ahora ella lo controlaba a él.
Después de dos coñacs y muchos besos, ella hizo su jugada. La hizo pensando
que, después de haberle entregado la parte más secreta de su cuerpo, ahora le
Creasy necesitaba hablar. Era algo muy poco frecuente en su vida; casi siempre había
sido capaz de comunicarse consigo mismo. Desahogarse de sus preocupaciones
siempre le pareció una suerte de debilidad. Estaba sentado en uno de sus lugares
favoritos: la terraza de la Pensione Splendide, tarde por la noche. Frente a él había
una botella llena hasta la mitad de Johnnie Walker Etiqueta Negra y, más allá, las
luces de la bahía. Todavía más allá de esas luces, la oscuridad del mar.
Tuvo una profunda sensación de déjà vu. Era como si hubiera estado allí seis años
antes con la misma botella, las mismas luces, y la misma oscuridad. Después de
aquella noche, él se había ido y había matado a muchas personas. Tuvo la sensación
de estar suspendido en el tiempo en ese mismo momento.
Desde luego, Guido era la persona con quien debería haber hablado. El Guido de
tantos años antes. Guido, su mejor amigo. Guido, el espejo de su propia mente. Pero
Guido estaba en la cama, profundamente dormido, seguramente sonriendo por las
liras que había ganado en la partida de póquer de esa noche.
Oyó que la puerta se abría a sus espaldas y una figura se adelantaba unos metros,
se acercaba al borde de la terraza y observaba el paisaje. Apenas si había luna, pero
Creasy reconoció al danés, quien no lo había visto.
Transcurrieron cinco minutos en silencio.
—¿Los daneses beben whisky? —preguntó Creasy en voz baja.
Vio cómo Jens se sobresaltaba y giraba la cabeza. Después, se oyó su voz
igualmente suave.
—En una noche como esta, un danés bebe cualquier cosa… hasta cicuta.
Creasy sonrió en la penumbra.
—Ven, siéntate junto a mí y cuéntame qué es lo que hace girar al mundo.
El danés salió de la oscuridad total, acercó una silla y se sentó.
Bebieron muy despacio durante algunos minutos.
—Nos dijiste a mí y a los otros por qué estás aquí —comentó Creasy—. Nos
explicaste tu trabajo, y tu vocación, y la aceptación de tu esposa. Pero, en realidad,
nunca me diste las verdaderas razones por las que estás aquí.
El danés volvió a llenarse el vaso y habló como si las palabras procedieran de los
dedos de sus pies, y subieran por las piernas, luego por el tórax, hasta brotar por sus
labios.
Los domingos, Joey y Maria se daban el lujo de dormir hasta tarde. Se levantaban a
eso de las nueve y media en lugar de a las seis, tomaban un desayuno liviano, asistían
a la misa de las once y después iban a almorzar a lo de los padres de Joey.
Ese domingo, sin embargo, Joey se levantó de mala gana a las seis y media
porque algunos turistas ingleses amigos debían tomar el ferry de las siete, camino de
vuelta a su país. Y a Joey le pareció que debía ir a despedirlos. Dejó a María
durmiendo, trepó al Land-Rover y se dirigió al puerto.
Habiendo cumplido con su deber, fue a pie al snack bar Pit Stop y le ordenó un
cappuccino a su amigo Jason.
Apenas si había bebido el primer sorbo, cuando Jason le dijo:
—Esa chica que se aloja con tus padres…
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Joey, inmediatamente alerta.
—Bueno, temprano esta mañana se fue a Malta.
—¿De qué demonios estás hablando? —espetó Joey.
—Estoy seguro de que era ella —contestó Jason—. En ese momento yo abría el
negocio y la vi pasar caminando para tomar el ferry de las cuatro. Llevaba un bolso.
Probablemente yo no me habría dado cuenta si no fuera porque la seguían dos
Tal-Fenecks. —Se echó a reír—. Los perros querían subir con ella al ferry, y la
pequeña tuvo que echarlos. Cuando el ferry zarpó los vi a los dos subir de vuelta por
la colina.
Por un momento, Joey se quedó parado junto a la barra, mirando su taza.
—¿Estás seguro de que era ella, Jason? —preguntó luego con vehemencia.
El joven asintió.
—Estoy seguro, Joey. Sólo la vi una vez, pero fue suficiente… Es de la clase de
muchachas que uno tiene en mente para tres o cuatro años más tarde… Será una
belleza.
Un instante después, Joey salía por la puerta y corría hacia el Land-Rover.
Laura estaba levantada e iba de un lado para el otro en la cocina. Levantó la vista,
sorprendida, cuando Joey entró corriendo.
—¿Qué haces levantado tan temprano?
—No importa. ¿Dónde está Juliet?
—Dormida. Quería levantarse tarde esta mañana. ¿Por qué?
Creasy oyó la campanilla del teléfono mientras desayunaba. Luego oyó la voz débil
de Guido que contestaba desde la cocina. Un momento después esa voz subía de
volumen.
—Creasy. Ven. Es Laura… ¡Una emergencia!
Creasy escuchó las palabras controladas de Laura.
—¡Espera! —dijo. Cubrió el micrófono y rápidamente le explicó la situación a
Guido. Los dos consultaron sus relojes.
—Falta sólo una hora —comentó Guido—. A eso súmale veinte o treinta minutos
para Inmigraciones y la aduana. ¿Harás que George Zammit se comunique con su
contraparte en Roma?
Creasy sacudió la cabeza.
—No. Mantengamos a la policía fuera de esto. La cuestión es si se fue por las
razones que mencionó en su nota o si hay algo más detrás de eso.
—¿Como por ejemplo, qué?
Creasy se encogió de hombros.
—¿Quién puede saberlo? Quizá Bellu habló bajo la influencia del Valium. A lo
mejor ya tienen a Gozo como blanco. Tal vez eso es lo que está detrás de todo esto.
Mi gente no llegará a Gozo sino hasta esta tarde.
—Pero la información que tenemos es que subió sola al ferry. No parece un
secuestro —dijo Guido con tono escéptico.
—Es verdad —convino Creasy—. Pero podrían estar esperándola en el
aeropuerto de Roma. Es sólo una criatura. Quizá la obligaron de alguna manera a
hacer esto.
Guido volvió a mirar su reloj.
—De todos modos, Michael está en Roma con René, y Maxie y Frank llegaron
allí anoche.
Creasy también miró su reloj.
—No quiero involucrar a Michael. Ahora está muy cerca de nuestro blanco, y no
debemos hacer nada que ponga en peligro su estrategia. Enviaré a Maxie y a Frank.
René puede cubrirlos desde un segundo plano. ¿Cuál es el número de Michael?
Jens se encontraba de pie junto a la puerta de la cocina. Había escuchado la
última parte de la conversación. Buscó el número en su cerebro fotográfico y lo dijo.
La pequeña Katrin estaba entusiasmada. Nunca había visto él mar antes. Jamás había
visto un barco. Y ahora veía el mar, y un barco grande y blanco. Rió con deleite y la
hermana Assunta y la hermana Simona rieron con ella.
Katrin llevaba un bolso de plástico con sus únicas pertenencias: una muda de ropa
interior, dos pares de medias, un vestido rosa; dos camisetas y otro par de jeans. Y,
además, una bolsa de artículos de tocador que contenía un jabón, un cepillo de uñas,
un tubo de dentífrico y un cepillo de dientes.
Los funcionarios de Inmigraciones verificaron sus documentos con atención.
Estaban en orden. Todo perfecto: firmados y autenticados por escribano. La hermana
Simona debía acompañar a Katrin a Barí y entregársela al director de la sociedad de
beneficencia y a sus nuevos padres. Al hacerlo, establecería un vínculo para el futuro.
El barco blanco zarpó con Katrin, que aferraba con fuerza su bolso de plástico, y
con la hermana Simona, joven, decidida y nerviosa. La hermana Assunta se dio
media vuelta, subió al auto y fue conducida de regreso al orfanato. Debería haber
sentido satisfacción, pero en los últimos días una sombra parecía acechar en el fondo
de su mente. Una suerte de formón que desportillaba un segmento de su memoria.
Una comezón en un lugar donde ella no podía rascarse. Había comenzado con la
visita del benefactor. Ella había apreciado su bondad y su lógica; lo había mirado a la
cara y a los ojos y había escuchado su voz serena y persuasiva. También había
decidido que una religión tan claramente definida como la suya no excluía la bondad
en otros que profesaban una creencia distinta.
El hecho mismo de que Gamel Houdris no compartiera su fe le generaba respeto
hacia él, un hombre que prodigaba su fortuna más allá de límites religiosos.
Mentalmente, la hermana Assunta volvió a ver su rostro al bajar del auto frente al
orfanato. Vio los rasgos finos y los ojos oscuros, y debería haber recordado su voz
suave y persuasiva. Pero, en cambio, sintió que un frío irracional le cubría la piel.
Era tarde y estaba oscuro, pero ella decidió recorrer el dormitorio. Había dos
velas de noche encendidas, que arrojaban sombras fluctuantes en el alto cielo raso.
Las pequeñas estaban dormidas, salvo una. Oyó sollozos en el extremo más
alejado de la habitación. Avanzó con sigilo por entre las camas hacia ese sonido. Era
la pequeña Hanya. Había llegado esa mañana de Tirana. Tenía cinco años y parecía
un poco aturdida. Pero eso se debía al trauma, y la hermana Assunta sabía que el
Esperaron durante dos horas en el estacionamiento del café ubicado junto a la ruta.
Maxie fue a comprar cafés y pasteles. Juliet dormía con la cabeza apoyada sobre las
rodillas de Frank.
Los hombres tenían una paciencia qué sólo da una práctica prolongada. La
paciencia de observar y escuchar y saber que el peligro siempre está cerca. Hablaron
poco mientras bebían el café y comían los pasteles, y cualquiera que no perteneciera a
su círculo habría pensado que lo que decían era incomprensible.
—El grande, esta noche —comentó Frank.
—Sólo un golpe de aire —comentó René.
—El que derribó a Satta —agregó Maxie.
—Vaya tipo —afirmó Frank.
—Pasa por el cerco caminando hacia atrás —observó René.
—Pero con su pelo en la cabeza —añadió Maxie con la boca llena de pastel.
Frank rió entre dientes.
—¿Qué demonios estamos haciendo? Hace años que no me divierto tanto.
—¿Cómo prepara Michael las cosas? —le preguntó Maxie a René.
El belga sonrió.
—Está arando un surco acompañado de suspiros, gemidos y, a veces, gritos. Ese
chico sí que camina al filo de la navaja… ¡Me fascina el muy hijo de puta!
El BMW se apareció al lado y se encontraron mirando los anteojos de El Búho.
Frank bajó la mano y, con los pulgares y el índice, cerró los orificios de la nariz
de Juliet. Ella abrió la boca y, después, los ojos. El australiano se agachó y la besó en
la frente, sonrió y dijo:
—Ahora dejas a estos tres tíos y vas con otros dos. Saluda a tu padre, a Guido y a
Pietro de nuestra parte… Ciao, pequeña.
Ella se incorporó, se frotó los ojos y miró el BMW a través de la ventanilla.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó.
—Amigos —dijo Maxie desde el asiento delantero—. Ya conoces a uno de ellos.
Ahora te irás a Nápoles.
Frank extendió el brazo y le abrió la portezuela. Juliet sintió el aire fresco. Se
inclinó hacia el asiento delantero y besó a Maxie en la mejilla y, después, a René.
Levantó su bolso del suelo, extendió una mano, le rozó los labios a Frank con los
A Julio Bareste le pareció que su amigo quedaba ridículo con esa gorra de cazador,
con visera adelante y atrás, pero no lo dijo. El general Gandolfo era muy meticuloso
en sus gustos para casi todas las cosas de la vida, y en particular, para elegir la
indumentaria. Los dos hombres usaban chaquetas de tweed y pantalones
bombachudos metidos dentro de medias con dibujo escocés que les cubrían las
pantorrillas.
Se sentían socialmente por encima de los cientos de miles de cazadores italianos,
y eso se reflejaba en sus armas. Gandolfo llevaba una escopeta Holland & Holland de
doble cañón, calibre 12, que su padre le regaló cuando él cumplió veintiún años.
Durante mucho tiempo se había jactado de que era una pieza única y de creciente
valor, hasta que diez años antes, en una visita a Londres, Bareste concurrió al discreto
salón de ventas de Purdey, el armero, y pagó un depósito cuantioso por su modelo
más avanzado. Tuvo que esperar cinco años antes de tenerla en sus manos, y con
orgullo le contaba a todo el que estuviera dispuesto a escucharlo que debió viajar a
Londres para dos «pruebas» mientras estaban fabricándola.
Ese día había sido pobre en caza, así que los dos se dirigieron de vuelta a la
cabaña, en la penumbra. Sólo tenían cuatro perdices en los bolsos de cuero que
llevaban colgados del hombro. Pero no importaba. Era su primer día completo allí y
el pronóstico meteorológico para el día siguiente era bueno. Habían arrojado una
moneda al aire para decidir quién prepararía la cena, y Gandolfo perdió, lo que le
complació porque se enorgullecía de su pericia en la cocina.
Llegaron a la cabaña justo antes de que anocheciera por completo. Era pequeña
pero cómoda: dos dormitorios, una cocina bien equipada, un living comedor
compacto con un hogar grande y abierto de piedra, y un espacioso patio que daba al
sur.
Se quitaron la ropa de caza, se ducharon y se pusieron conjuntos deportivos de
marca. Gandolfo encendió el fuego, mientras Bareste preparaba Negronis. En la
cabaña no había electricidad. Las luces, la calefacción, la cocina y la heladera
funcionaban con gas envasado. Bareste se instaló frente al fuego crepitante, mientras
Gandolfo se atareaba en la cocina.
El General acababa de poner una cacerola con pasta sobre la mesa, cuando
comenzó a sonar la campanilla del teléfono celular que estaba en la repisa de la
El General tenía un sueño liviano pero no oyó nada. Lo primero que percibieron sus
sentidos fue la luz que penetraba a través de sus párpados. Abrió los ojos, pero la luz
lo cegó. Giró la cabeza, confundido por haber despertado recién y no saber dónde
estaba.
La luz se movió y él comprendió que era el haz de una linterna. Lo vio moverse
por la habitación; lo vio iluminar las paredes de madera. De pronto supo dónde
estaba. Estaba acostado en la cama, en la cabaña de las colinas, y había otra persona
en el cuarto. Se incorporó en la cama y sintió que su mente se aclaraba. Recordó la
partida de Bareste. Tal vez su amigo había vuelto.
—Julio… ¿eres tú? —preguntó con vacilación.
El haz de luz le enfocó los ojos y él tuvo que volver a cerrarlos.
—No, no es Julio —dijo una voz—. Quédese muy quieto. Tengo una pistola
apuntándole a la cabeza.
Gandolfo apartó la cabeza. Comenzó a jadear a medida que el miedo lo
paralizaba.
—¿Quién es usted? —preguntó con dificultad.
—Quédese quieto y callado —le respondieron con tono cortante.
La mente de Gandolfo comenzó a funcionar. Ladrones. No eran algo insólito en
esas colinas. El año anterior se habían producido dos robos un poco más al sur.
—Soy un general de los carabinieri —dijo con furia—. Usted no se saldrá con la
suya.
—Quédese quieto —repitió el hombre. Hablaba en italiano con un acento muy
extraño.
Gandolfo intentaba identificarlo cuando tuvo la sensación de que otro hombre
acababa de entrar en el cuarto. Había más luz, pero un poco más débil. El resplandor
abandonó sus ojos y entonces los abrió. Vio a dos hombres, ambos vestidos de negro.
Eran de mediana edad. Uno era calvo y tenía una cara redonda. Empuñaba una pistola
negra con silenciador, en una mano, y una linterna en la otra. La pistola le apuntaba a
la cara. El otro hombre era bajo y cuadrado, con pelo negro muy corto. Como su
cuerpo, su cara era cuadrada. En una mano sostenía una lámpara de gas que Gandolfo
reconoció como de la cocina. En la otra mano tenía un bolso de lona.
A juzgar por la postura de ambos y la expresión de sus caras, Gandolfo, por
En Nápoles jugaban al póquer, pero sólo por fósforos de madera. Cuando Guido ganó
lo suficiente como para proveer a todos los incendiarios de Italia, dejó de jugar y fue
a crepitar café. Hacía mucho que habían dejado de beber Strega.
Jens miró a Creasy con expresión apenada.
—Creí que cuando alguien ganaba al póquer, no se le permitía dejar de jugar.
Creasy sonrió.
—Es verdad. Guido es muy descortés.
Pero Creasy no pensaba en el juego; su mente estaba muy lejos, en una cabaña
sobre las colinas.
En Gozo, Tom Sawyer estaba sentado en el techo de la casa de los Schembri y
miraba más allá del canal de Comino. Alcanzaba a ver las luces de los barcos
pesqueros que avanzaban en la oscuridad en busca de calamares. Limpió su
ametralladora y se preguntó cuánto duraría esa misión. Esperaba que muchos días. Le
gustaba la gente que debía Vigilar; le gustaba la comida y le gustaba ese aire
refrescante. Cada tanto, algún búho ululaba con suavidad desde la oscuridad distante.
Entonces Tom sonreía. Sus hombres estaban despiertos y cumpliendo con su tarea.
En Roma, Michael y René jugaban al ginrummy, por dinero. René iba ganando.
—Es una suerte que tengas todo ese dinero en el Banco —dijo después de bajar
un juego completo.
Michael suspiró.
—Para mí, suficiente —respondió. Miró su reloj, y luego el teléfono.
También su mente estaba muy lejos.
Satta salió del dormitorio con su anotador en la mano. Frank se encontraba
sentado frente a la mesa y leía una revista de caza. Levantó la vista y lentamente se
puso de pie.
—¿Se siente bien? —preguntó…
Satta estaba pálido y desencajado. Levantó el anotador y dijo con voz áspera:
—Tan bien como alguien que acaba de sumergirse en excremento y ha estado a
punto de ahogarse en él. —Respiró hondo y exhaló con lentitud. Con el pulgar señaló
por sobre el hombro la puerta abierta del dormitorio y su voz se llenó de sarcasmo—.
El bueno y honorable General decidió tomar la píldora.
—¡Excelente! —dijo Frank con entusiasmo, como si acabara de oír que un chico
Las bahías reflejaban la fe de los pueblos, del mismo modo en que el límpido azul del
Mediterráneo reflejaba el sol: la de St. Julián, la de St. Thomas, la de St. George y la
de St. Paul, donde el Apóstol había naufragado y luego fue recibido por los paganos
malteses; y para retribuir esa bienvenida él les llevó el mensaje del Cristianismo.
La hermana Assunta se encontraba sentada en el patio norte del convento y
contemplaba las aguas de la Bahía de St. Paul. El agua no estaba tranquila. Lanchas
de carrera de mucha potencia, cruceros y veleros cruzaban el mar en todas
direcciones. La turbulencia del agua reflejaba su propio estado mental. Había sido
objeto de una inquisición. La Madre Superiora era una mujer de carácter, endurecida
por muchos años de experiencia, sentido práctico y, por consiguiente, de cinismo. El
relato de la hermana Assunta sobre haber recordado un rostro visto a través de la
ventanilla de un automóvil veinte años antes provocó levantadas de cejas y un
interrogatorio interminable. La monja sé había mantenido firme y había insistido en
la veracidad de sus recuerdos, hasta que la Superiora asintió y la dejó ir.
Una vida consagrada a la devoción transita por una senda llena de piedras; pero
cada tanto ilumina momentos especiales. La hermana Assunta tuvo uno de esos
momentos cuando oyó que alguien tosía a sus espaldas y giró la cabeza.
Reconoció al sacerdote. Era el padre Manuel Zerafa, el sacerdote que dirigía el
orfanato de Gozo.
Él acerco una silla, se sentó en silencio junto a ella y contempló la bahía.
—Hermana. Por favor dígame qué recuerda de aquélla cara en el automóvil —le
dijo fuñidamente.
La hermana Assunta respiró hondo y sintió que sé le ensanchaba el corazón. La
Madre Superiora había creído en ella.
—Hay un hombre. En este momento, supongo que duerme plácidamente en una villa
lujosa de las colinas de Toscana. Su nombre es Benito Massaro. —Con ese nombre,
el coronel Mario Satta logró la atención total de sus amigos reunidos.
Amanecía en Nápoles. Todos se encontraban sentados en el pequeño comedor de
la Pensione Splendide. Un viento húmedo del oeste salpicaba de lluvia las ventanas.
En el viaje a Nápoles, Satta había decidido, en un principio, darle su información
sólo a Creasy; pero mientras avanzaban por la lluvia, había mirado a Maxie al
volante, y sentido la presencia de Frank detrás, en el asiento trasero. Pensó entonces
en todos los otros que tomaban parte en lo que se había convertido, para él, en una
pesadilla personal. Y entonces decidió confiar en todos.
Ahora estaban sentados alrededor de la larga mesa mientras Juliet les servía café
y brioches. Todos estaban cansados, tanto por esperar como por la tensión de la
actividad. Sólo necesitaron ver la seriedad del rostro de Satta para comprender que lo
que estaba por decir era importante… El nombre de Benito Massaro lo confirmó.
—Benito Massaro era el verdadero poder detrás de la Logia Masónica P2 —
explicó para los que podían no estar familiarizados con ese nombre—. Olvídense de
los otros nombres que aparecen en los periódicos; Benito Massaro es un general.
Hace diez años encabezó la comisión que controlaba y supervisaba todos los
servicios de seguridad de nuestro país. Él consiguió atraer a su Logia un número
sorprendente de los individuos más poderosos de Italia. Ofreció auspicios en una
escala impresionante. Cuando la P2 fue descubierta, a sus esbirros se les atribuyó
toda la responsabilidad, y él permaneció al margen.
Satta paseó la vista por las caras de todos los que rodeaban la mesa y luego se
demoró nuevamente en la de Creasy.
—Anoche supe por el general Emilio Gandolfo algo que me produjo tristeza,
humillación, vergüenza y dolor. Como hombre que ha dedicado muchos años de su
vida tratando de luchar contra la actividad criminal en mi país, no les resultará difícil
comprender el impacto que sentí cuando supe que Benito Massaro no sólo retiene su
poder en mi país enfermo, sino que ha seguido acrecentándolo. —Volvió a mirar a
Creasy y, lentamente, a los otros. En su voz se coló la emoción—. Esto puede
sonarles dramático… por cierto es una ironía que los instrumentos para aplastar ese
poder estén sentados conmigo en este cuarto. Es también una ironía que sólo dos de
La lluvia había cesado y un sol acuoso iluminaba el cielo. Los otros habían vuelto a la
cama, pero Guido y Creasy salieron a la terraza, quizá para tratar de aclararse las
ideas.
—Si yo no conociera a Satta desde hace seis años y no apreciara su cerebro y su
integridad, pensaría que es un lunático —dijo Guido.
Creasy sonrió.
—Los dos hemos vivido y visto suficiente como para saber que decía la verdad.
No sólo con respecto a Gandolfo y el resto de ellos, sino también sobre su tesis de
que incluso como oficial antiguo de los carabinieri no tiene poder suficiente como
para hacer nada acerca de lo que ha averiguado.
Guido gruñó, exasperado.
—Es verdad dijo. —¿En quién demonios puede confiar? Se ha enterado de que
otros cuatro generales de los carabinieri más antiguos que él son parte de la PS. Y que
dos ministros del gabinete, que no figuraban, en la lista original de la P2, son
miembros de la P3—. Sonrió con ironía. —También ha sabido que un cardenal, dos
arzobispos y cinco jueces importantes lo son. ¿A quién podría informarle de la
situación? ¿De qué manera podría iniciar una investigación? No cabe duda de que
Gandolfo le dijo la verdad. Un hombre que sabe con certeza que está a punto de morir
siempre dice la verdad… Pero esas cosas están compartimentadas. Gandolfo sólo
sabía una parte… tal vez una parte pequeña.
—Eso tiene que ser verdad —convino Creasy—. Examinémosla información a la
luz de nuestra propia operación y a la luz de exactamente lo que Gandolfo le dijo a
Satta. En primer lugar, Gandolfo había sido chantajeado las últimas tres décadas por
El Círculo Azul. Chantajeado por pecados sexuales y financieros de su juventud.
También sabía que muchos hombres poderosos habían sido chantajeados de la misma
manera. Hizo la conexión entre Massaro y El Círculo Azul, aunque lo más probable
es que Massaro haya usado a El Círculo Azul más de lo que ellos lo usaron a él.
Gandolfo estaba seguro de que en alguna parte de El Círculo Azul estaba la lista
desaparecida de los miembros de la P2. Y eso solo valdría millones. —Giró para
mirar a Guido, le dedicó una sonrisa cansada y agregó—: Pero simplifiquemos esto.
Gracias a Dios, Satta tiene sus propias conexiones, por intermedio de su trabajo y,
curiosamente, por intermedio de su madre. No puede actuar a menos que presente un
Tom Sawyer estiró sus miembros acalambrados y contempló la salida del sol a su
izquierda, que bañaba de rojo el canal de Comino. Oyó el ulular de un búho. Se puso
los binoculares y los enfocó en un grupo de algarrobos ubicados detrás de él y hacia
la derecha.
No vio ningún búho, sólo la figura oscura de un hombre agazapado que se alejaba
de los árboles. Algunos segundos después, otra figura oscura reemplazó a la primera.
Sawyer miró su reloj con satisfacción. Sus hombres, como de costumbre, estaban
despiertos y eran puntuales. Para él, había llegado el momento de dormir. Se puso de
pie en el techo plano de la casa de los Schembri, con los binoculares colgando del
cuello. Laura ya estaría levantándose para preparar el desayuno.
Cuando bajaba por la escalera exterior de piedra, un destartalado Ford subía por
el camino polvoriento. Se detuvo en el patio y de él bajó un sacerdote rollizo.
Saludó a Sawyer y le preguntó:
—¿El observador de aves ha visto algo interesante?
Sawyer sonrió y asintió.
—Un par de mochetes madrugadores en busca de lombrices… o quizá de ratones.
—¿Laura anda por aquí? —preguntó el sacerdote con una sonrisa.
—Seguro que sí —respondió Sawyer—. Esta casa amanece con el sol.
Laura estaba levantada y en la cocina. Saludó afectuosamente al sacerdote y se lo
presentó a Sawyer como el padre Manuel Zerafa. La expresión del sacerdote se había
vuelto sombría. Tomó a Laura del brazo, la apartó y le habló muy rápido en maltes.
Sawyer oyó que mencionaba la palabra Uomo. Él mismo se sirvió un jarro de café.
Algunos minutos después, Creasy contestó el llamado. Laura simplemente le dijo
que el padre Zerafa necesitaba hablar con él con urgencia.
Creasy escuchó al padre Zerafa, y sólo lo interrumpió para preguntar:
—¿Ella está segura?
Cinco minutos después, Creasy estaba de vuelta en la terraza de la Pensione
Splendide y hablaba con Guido. Sus palabras llevaban tanto odio que parecían ácido.
—Ahora sé quién es la cabeza de El Círculo Azul. Es un árabe, y casi con toda
seguridad es el padre biológico de Michael.
En toda su vida, el coronel Mario Satta en realidad nunca se había enfrentado con su
madre. Ella era una dama que aunaba posición, riqueza, inteligencia y orgullo,
combinación que la convertía en un personaje formidable.
Para el enfrentamiento, él le había pedido a su hermano mayor, el profesor
Giovanni Satta, que abandonara momentáneamente sus tareas quirúrgicas en el
Hospital Cardarelli de Nápoles para servirle de apoyo en la villa familiar de Roma.
Le había llevado una hora darle las instrucciones a Giovanni, pero al final de esa hora
su hermano había quedado convencido, y juntos entraron en la sala para hablar con su
madre.
La Signora Sophia Satta tenía setenta y cuatro años y una mente que habría hecho
que Maquiavelo se pusiera verde de envidia. Se rumoreaba que justo antes de la
guerra, Mussolini se le había insinuado durante una recepción oficial. Ella era una
mujer alta. En aquella ocasión, le palmeó la calva a Mussolini, luego bajó la mano y,
por sobre los pantalones del uniforme, de corte perfecto, le tanteó los genitales.
Entonces sonrió y le dijo: «Usted es un presumido, tanto por arriba como por debajo
de la cintura».
Como resultado, la familia Satta tuvo que pasar la época de la guerra en su casa
de las afueras, y sólo en raras ocasiones se aventuraron a ir a Roma.
Miró a sus dos hijos, sentados frente a ella. Trató de que sus ojos no delataran el
afecto y el orgullo que sentía. Siempre los había criticado severamente por las
profesiones que eligieron, pero a sus íntimos les confiaba lo satisfecha que estaba con
ellos.
Ellos, desde luego, lo sabían. Pero al coronel Mario Satta le preocupaba la idea de
que ella no creyera lo que estaba a punto de decirle o que reaccionara en forma
negativa. Al tratar con otras personas, casi siempre estaba en lo cierto, pero al tratar
con su madre con frecuencia se equivocaba.
Ella lo escuchó en total silencio, pero mirando cada tanto a su hijo mayor,
Giovanni. El informe de Mario llevó más de media hora. Al final, ella se limitó a
asentir.
—Debo decirte que para mí no es ningún secreto que Emilio Gandolfo haya sido
un títere de todos desde el día que emergió del vientre de su madre —afirmó la madre
de Satta—. Debo agregar que muchas de las personas que acabas de mencionar
La discusión era acalorada, pero sólo podía tener un resultado. El equipo abandonaba
la Pensione Splendide y se dirigía a Roma. Maxie y Frank viajaban en un auto, Jens
iba en el BMW con El Búho, y Creasy los seguía, solo, en el tercer automóvil.
Los primeros dos vehículos habían partido; todos los hombres habían abrazado y
besado a Guido, Pietro y Juliet siguiendo el ritual de siempre. Guido había
desaparecido de la barra. Creasy le dio a Pietro un gran abrazo, un beso, y luego se
dirigió a Juliet.
—En cuanto esto termine, Pietro te llevará de vuelta a Gozo, a casa de Laura y
Paul. Michael y yo te seguiremos algunos días después.
Juliet se aferró a Creasy con fuerza.
—No te preocupes por mí. No me portaré como una tonta otra vez.
Creasy paseó la vista en busca de Guido, pero cuando su amigo apareció por la
puerta, el rostro de Creasy se ensombreció. Guido usaba un par de jeans viejos, y
camisa y chaqueta del mismo material. En la mano izquierda llevaba un viejo bolso
de lona. Creasy reconoció el bolso. Estaba muy usado. Muchos años antes, Guido lo
había llevado de una guerra a otra. Creasy sacudió la cabeza con firmeza.
—No, Guido… Tú hiciste una promesa.
También Guido sacudió la cabeza.
—Tú conocías a Julia y sabes cómo se sentiría ahora. —Bajó la vista, miró el
bolso y dijo—: Mi vieja ametralladora está aquí… Por supuesto que no es el modelo
más reciente ni el más moderno, pero no tengo tiempo de familiarizarme con armas
nuevas.
—No, Guido —repitió Creasy—. Ya tengo un buen equipo de hombres.
El italiano sacudió la cabeza.
—Bueno pero no perfecto… Ahora sí que tienes un equipo perfecto. —Dejó caer
el bolso, giró hacia Pietro y le dio un gran abrazo y un beso—. Cuida a Juliet. Ya
sabes dónde está el dinero. Mañana por la noche se van los dos a una suite del último
piso del Hotel Regina. Ya está reservada. Llévate el arma y no te muevas de allí hasta
que tengas noticias mías. —Abrazó a Juliet, la besó y le dijo—: No te preocupes,
pequeña. Guido cuidará a tu padre y a tu hermano.
Juliet se le colgó del cuello. Por sobre su cabeza, Guido miró a Creasy y dijo
simplemente:
Katrin no hacía más que reír nerviosamente. Lo había estado haciendo la mayor parte
del tiempo, cuando no dormía. Esa risa no tenía nada que ver con la felicidad, sino
con las píldoras que sus nuevos padres adoptivos habían estado administrándole a
intervalos regulares. Ella veía esa casa hermosa y los rostros sonrientes de sus padres
por entre una bruma de felicidad. Pensó que tal vez ese estado mental era similar al
de todos los chicos de su edad que habían escapado de una pesadilla.
La tarde del domingo, cuando su nueva madre le dijo que salían a dar un paseo en
auto, para visitar a algunos amigos que vivían fuera de la ciudad, ella rió con alegría.
El fino trozo de luna estaba oscurecido por las nubes. Se detuvieron debajo de un
grupo de árboles, a más o menos un kilómetro de la villa. Todos estaban vestidos de
forma idéntica: de negro, con botas altas con suela de goma. Sus torsos estaban
cubiertos con correajes negros de los que colgaban pequeñas bolsas. En las cabezas,
gorros negros tejidos; tenían también la cara tiznada de negro.
Salvo para El Búho, para todos era algo familiar y cómodo. El Búho era el único
que jamás había servido en un ejército profesional, pero se acostumbró enseguida e
incluso hizo un chiste cuando se vestían en el refugio. Jens acababa de ponerle una
pomada negra en las mejillas, la frente y el mentón. El danés se apartó y observó a su
amigo. El Búho parecía un soldado de combate de la cabeza a los pies. Tenía
granadas colgando del correaje del pecho, un arma de puño en la pistolera sujeta a la
cadera, una ametralladora colgando del hombro derecho, y bolsas con cargadores
adicionales. Una mira infrarroja le colgaba del cuello. Jens había asentido con
satisfacción.
—Creasy no me deja llevar mi reproductor de discos compactos ni los
auriculares… —comentó El Búho con tono melancólico.
El danés tardó algunos segundos en darse cuenta de que acababa de escuchar un
chiste.
Debajo de los árboles, todos se pusieron en cuclillas. Creasy señaló a Maxie y
luego en dirección a la villa. Sigilosamente, Maxie desapareció en la oscuridad.
Había sido la elección obvia para realizar el reconocimiento de la mansión y los
terrenos adyacentes. Durante cinco años había servido en los Selous Scouts del
ejército de Rodesia y era capaz de pasar a diez pasos de un elefante separado de su
rebaño sin que se diera cuenta. Creasy levantó la cubierta de su reloj y verificó el dial
iluminado. Eran las diez y cuarto. Habían decidido avanzar a la posición final sólo a
último momento.
Maxie volvió a las once menos cuarto. Se deslizó entre Creasy y Guido.
—Conté siete guardias: cuatro estáticos y tres móviles —les susurró—. Todos
portan ametralladoras. Podría haber más del otro lado de la casa. El muro perimetral
es de unos dos metros y medio de altura y está hecho de piedra seca, sin argamasa.
Sobre el muro no hay alambres ni alarmas. Estuve a doscientos metros de la casa y la
capilla. No había trampas de alambre ni perros. Empezó a llegar gente. Vi a siete
Ella lo tomó de la mano. Durante varios pasos él alcanzó a sentir y a oír la fina grava
bajo sus pies.
—Cuatro escalones —dijo ella y le apretó fuerte la mano.
Él encontró el primer escalón; después, los otros fueron fáciles. Sintió un aire
cálido cuando transpusieron una puerta abierta. Oyó que la puerta se cerraba detrás de
él.
—Ya puedes quitártela —dijo ella.
Michael se arrancó la venda de seda negra y parpadeó con la luz. Estaban de pie
en el vestíbulo de lo que sabía era una villa muy grande. Debajo de sus pies había una
alfombra gruesa, arañas sobre su cabeza y viejos retratos en las paredes. Frente a él
había una puerta abierta, de la que salían voces.
Ella volvió a tomarlo de la mano, lo condujo hacia adelante y le dijo:
—No emplearemos ningún nombre. —Su voz se convirtió en un susurro. -Te
sorprenderás… te impresionará mucho ver aquí a un obispo auténtico. Él celebrará la
misa.
Michael no se sorprendió ni se impresionó. Esa tarde había estudiado varias
fotografías del obispo Caprese. Por cierto que reconocería su barba perita negra, sus
cejas tupidas y su pelo negro ensortijado.
Cuando caminaban por el corredor, Michael notó una puerta a su izquierda. Sin
duda era el cuarto de vestir de los hombres. A su derecha había una escalera. Sabía
que conduciría al dormitorio y a otro cuarto de vestir. Entraron en el cuarto del frente.
Había allí una docena de personas con copas de champagne en la mano. Todos se
volvieron para ver a la pareja que llegaba. Había siete hombres y cinco mujeres.
Algunos saludaron a Gina con la cabeza. Los ojos de todos los presentes escrutaron
cuidadosamente a Michael.
Un mayordomo mayor se acercó con una bandeja de plata llena de copas de
champagne. Cada uno tomó una. Michael bebió un sorbo y abiertamente estudió a los
presentes. Lo que lo sorprendió fue, ver que el obispo Caprese usaba la vestimenta
púrpura de su rango. Era más alto de lo que Michael había imaginado. Michael lo
miró fijo y pensó que, a eso de la medianoche, le metería una bala entre los dos ojos.
No pudo no reconocer el rostro negro y levemente transpirado de Anwar Hussein, de
pie junto a otro rostro fácil de reconocer: el de Jean Lucca Dona ti.
Creasy observó a través de sus anteojos infrarrojos: teñían las figuras de un color
verde pálido, haciendo que la procesión pareciera incluso más obscenamente
malévola. Por su andar se dio cuenta de que las mujeres precedían a los demás, con
túnica oscura y capucha. Seguían los hombres. Con las capuchas levantadas, no pudo
identificar a Michael, pero de pronto vio que uno de ellos ubicado atrás llevaba un
brazo a la cintura de su túnica. Dos segundos después, la pequeña caja negra metida
en la bolsa de lona que Creasy llevaba en la cintura, sonó dos veces.
Guido estaba acostado junto a él, y también observaba por los anteojos
infrarrojos. Tocó suavemente a Creasy en el hombro y le susurró:
—Ese hijo tuyo está armado y en contacto.
Creasy gruñó y le dijo, también en voz baja:
—Mi estado de ánimo ha mejorado en un ciento por ciento. Si hubiéramos tenido
que entrar allá por sorpresa, Michael habría sido el primer sospechoso. No sabemos si
alguno de ellos está armado, pero si es así, al menos Michael tendrá la oportunidad de
defenderse.
Enfocó sus anteojos infrarrojos en el rincón posterior de la casa. Buscaba a
Maxie, quien había ido a verificar el otro lado del edificio. No vio nada. Giró para
mirar a Guido y, detrás de él, a El Búho. Los dos tenían los anteojos enfocados en la
misma dirección. Estaban a unos trescientos metros de distancia.
—¿Lo viste? —preguntó Creasy.
El Búho respondió con su francés con acento de Marsella:
—Juro sobre la tumba de mi madre que nadie ha rodeado esa esquina durante los
últimos diez minutos.
En la voz de Guido había rastros de ansiedad.
—Espero que Maxie no se haya topado con algo inesperado.
Creasy estaba por pronunciar algunas palabras tranquilizadoras, cuando un sonido
seco sonó junto a él. Era Maxie, acostado boca abajo y con una respiración un poco
agitada.
—Hay sólo un guarda estático, dormido sobre un banquito en la puerta del garaje
—dijo Maxie—. Podría haberle cortado la garganta.
El Búho se adelantó un poco sobre los codos y preguntó:
—¿Por qué camino volviste, Maxie?
Gina Forelli miró a Michael desde el otro lado del pasillo central. La luz de las velas
dejaba el rostro del joven alternativamente iluminado y en sombras. Era como si ese
rostro estuviera forjado en hierro. Gina supuso que esa rigidez era fruto del miedo o
del shock. Se equivocaba. Su cara había sido forjada por una furia calentada al
blanco. En ese momento él miraba el lugar más importante de la misa: un altar
cubierto con un paño de seda negra. Sobre él yacía el cuerpo supino de una criatura.
Su pelo rubio largo había sido trenzado y peinado sobre las orejas. Tenía los ojos
cerrados. Su cuerpo blanco de forma perfecta estaba sujeto al altar, por las muñecas y
los tobillos, con cordeles negros de seda.
Al principio, Michael pensó que estaba mirando un cadáver, pero luego vio que
los pequeños pechos de la criatura subían y bajaban suavemente al ritmo de su
respiración. Cerca de la cabeza había un cuchillo de oro recto, con la punta clavada
en un bloque negro de corcho. Una serie de velas negras y largas estaban dispuestas
en círculo detrás de ella. El obispo Caprese estaba de pie en el extremo más alejado
del altar. Se había sacado las vestiduras color púrpura y vestía una túnica negra. Por
sobre la barba, su boca era una línea recta y rígida. Encima de su cabeza, colgando de
un hilo invisible, había una cruz negra invertida. A cada lado del altar había un
hombre y una mujer vestidos de negro, que Michael no había visto en la casa. Supuso
que eran los falsos padres adoptivos. De rodillas frente al altar se encontraba el
Iniciado.
Michael miró en torno de él y comprendió la habilidad con que la organización
había creado una atmósfera perfecta. De los altoparlantes ocultos en lo alto de las
paredes brotaba un canto gregoriano, rítmico e hipnótico. En el aire flotaba el
incienso, sin duda inducido en la capilla por medio de ventiladores ocultos. Ningún
director de cine podría haber superado el clima reinante en ese momento. La fina
línea de la boca del Obispo se movió. Con una fuerte voz de barítono, recitó el
padrenuestro al revés. La congregación lo hizo al unísono.
Michael giró la cabeza y miró hacia atrás. En el fondo de la capilla había una
mesa larga, cubierta con un mantel negro y llena de fuentes con comida. Fruta, casi
demasiado madura; pilas de caviar gris sobre camas de hielo; trozos de jamón, carne,
cordero y de animales de caza, todos apenas cocidos. Rodeándolo todo había un
círculo de jarras con vino tinto espeso. No había cuchillos, tenedores ni platos.
Las muchachas se habían ido a sus casas hacía un buen rato. Blondie estaba en su
dormitorio excesivamente amueblado, y en ese momento se ponía los ruleros. Sonó el
timbre de la puerta de calle. Ella maldijo con elocuencia en tres idiomas, miró su reloj
y se dirigió a la puerta. Al abrirla, oyó que Raoul caminaba por el pasillo. Él también
maldecía en voz baja. El borracho hambriento de sexo que había tenido la mala idea
de llegar allí a las cuatro de la mañana recibiría su merecido.
Blondie permaneció en lo alto de la escalera y oyó que Raoul abría la puerta de
calle. Luego, oyó un intercambio de palabras en voz baja. Raoul no sonaba enojado.
Ella se puso la bata floreada y bajó. Las voces provenían ahora de la cocina. Creasy
estaba sentado frente a la mesa. En los años que lo conocía, nunca le había visto los
ojos tan cansados. Todo el cuerpo de Creasy parecía inyectado en sangre.
—¿Michael? —preguntó ella.
—Está bien.
—Ve a acostarte, entonces. Cuéntamelo por la mañana.
Él suspiró, se puso cansinamente de pie, logró sonreírle y dijo:
—¿Desayunarás conmigo?
—Yo prepararé el desayuno y lo tomaré contigo.
Era como en los viejos tiempos. Creasy miró su plato: seis lonjas de tocino,
cuatro huevos fritos, papas fritas, y tomates y riñones a la parrilla.
Comió todo, bebió dos tazas de café, miró a Blondie y dijo:
—¿Te cuento desde el principio?
—Por supuesto.
El relato le llevó a Creasy casi una hora. Ella conocía algunas partes, pero sólo las
primeras. Él la llevó por toda la historia de El Círculo Azul, sin ninguna interrupción.
—Desde luego que he leído en los periódicos lo de esa última misa negra —dijo
Blondie cuando Creasy terminó—. La noticia se ha propagado por toda Europa. Pero
estaba enojada contigo por haber tardado dos semanas en contármelo. —Comenzó a
hacer preguntas—. ¿Cómo está Satta?
Creasy levantó la cabeza y dijo, con una sonrisa cansada:
—El coronel Satta pronto será ascendido a general. Eso no lo compensará por la
pena permanente que siente por la pérdida de Bellu, pero lo obligará a estar bastante
ocupado. Le está ofreciendo batalla a la corrupción en Italia. Tiene un nuevo