La Clave de Einstein - Mark Alpert
La Clave de Einstein - Mark Alpert
La Clave de Einstein - Mark Alpert
ePUB v1.0
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Título de la edición original: Final Theory
© Mark Alpert, 2008
Traducción del inglés: Aleix Montoto,
2010
Para Lisa, que ha llenado de
maravillas mi universo
El poder desatado del átomo ha
cambiado todo
excepto nuestra forma de pensar y, en
consecuencia,
nos dirigimos hacia una catástrofe sin
precedentes.
ALBERT EINSTEIN
1
Hans Walther Kleinman, uno de los más
grandes físicos teóricos de nuestro
tiempo, se estaba ahogando en la bañera.
Un desconocido de brazos largos y
fibrosos mantenía sus hombros pegados
al fondo de porcelana.
Aunque sólo había treinta
centímetros de profundidad, los brazos
del tipo lo habían inmovilizado e
impedían que pudiera sacar la cabeza de
debajo del agua. En un intento de
liberarse de su presa, Hans arañó las
manos del desconocido, pero era un
joven shtarker [1] bruto y despiadado,
mientras que Hans era sólo un anciano
de setenta y seis años con artritis y el
corazón débil. Se agitó frenéticamente,
dando patadas a las paredes de la
bañera y salpicándolo todo de agua
tibia. No podía ver bien al atacante; su
rostro era una imagen borrosa y acuosa
que no dejaba de moverse. El shtarker
debía de haber entrado al apartamento
por la ventana abierta de la salida de
incendios, y luego se debía de haber
dirigido rápidamente hacia el cuarto de
baño al darse cuenta de que Hans estaba
dentro.
Mientras forcejeaba, Hans empezó a
sentir una presión en el pecho, justo en
el centro, debajo del esternón, y
rápidamente se propagó por toda la caja
torácica. Era una presión en negativo,
que le oprimía hacia dentro desde todas
partes, constriñéndole los pulmones. En
unos segundos le subió al cuello,
sofocándolo. Hans sintió que la presión
lo asfixiaba y empezó a boquear. Esto
hizo que tragara agua tibia, y entonces se
transformó en una criatura presa del
pánico que se retorcía y se contraía
como un animal primitivo sacudido por
sus últimas convulsiones. ¡No, no, no,
no, no, no! Finalmente se quedó quieto,
y mientras su visión se iba apagando
pudo ver las pequeñas olas de la
superficie, apenas a unos centímetros de
su rostro. Una serie de Fourier, pensó.
Qué hermosa.
Pero no había llegado su final, no
todavía. Cuando recuperó el
conocimiento, Hans se encontró a sí
mismo tumbado boca abajo en el frío
suelo de baldosas, tosiendo y
expulsando agua. Le dolían los ojos,
sentía sacudidas en el estómago y
respirar se le hacía insoportable.
Regresar a la vida era más doloroso que
morir. Entonces sintió un fuerte golpe en
la espalda, justo entre los omóplatos, y
oyó como alguien decía en un tono
desenfadado:
—¡Hora de despertarse!
El desconocido lo cogió por los
codos y le dio la vuelta. Hans se golpeó
la cabeza contra las baldosas mojadas.
Todavía respirando con dificultad,
levantó la mirada para ver a su atacante,
que se había arrodillado sobre la
alfombrilla del baño. Era un tipo
enorme, pesaba al menos cien kilos. Los
músculos de los hombros se le marcaban
bajo la camiseta negra y llevaba los
pantalones de camuflaje metidos por
dentro de las botas negras de piel. Era
calvo, tenía la cabeza
desproporcionadamente pequeña en
comparación con el cuerpo y lucía una
barba de pocos días en las mejillas y
una cicatriz en la mandíbula.
Seguramente es un yonqui, supuso Hans.
Cuando me mate pondrá todo patas
arriba en busca de algún objeto de valor.
Sólo entonces este estúpido putz [2] se
dará cuenta de que no tengo un maldito
centavo.
El shtarker extendió sus delgados
labios, dibujando una sonrisa.
—Ahora tendremos una pequeña
charla, ¿de acuerdo? Si quiere, puede
llamarme Simon.
La voz del tipo tenía un acento poco
común que Hans no supo ubicar. Sus
ojos eran pequeños y marrones, tenía la
nariz torcida y la piel de un color como
de ladrillo erosionado. Sus rasgos eran
poco agraciados e indefinidos: podía ser
español, ruso, turco…, cualquier cosa.
—¿Qué es lo que quiere? —intentó
decir Hans, pero al abrir la boca volvió
a sentir arcadas.
A Simon parecía divertirle la
situación.
—Ya, ya… Lamento todo esto. Tenía
que demostrarle que la cosa va en serio.
Mejor dejarlo claro desde el principio,
¿no?
Extrañamente, Hans ya no tenía
miedo. Había aceptado el hecho de que
este desconocido iba a matarlo. Lo que
le molestaba era la insolencia del tipo,
que no dejaba de sonreír mientras Hans
permanecía tumbado y desnudo en el
suelo. Estaba claro lo que iba a ocurrir a
continuación: Simon le obligaría a darle
el número de su tarjeta de crédito. Lo
mismo le había ocurrido a uno de los
vecinos de Hans, una mujer de ochenta y
dos años que había sido atacada en su
apartamento y a la que habían golpeado
hasta que dio su número. No, Hans no
tenía miedo, ¡estaba furioso! Tosió,
expulsando los últimos restos de agua
fuera de la garganta, y se apoyó sobre
los codos.
—Esta vez ha cometido un error,
maldito gonif [3]. No tengo dinero. Ni
siquiera una tarjeta de crédito.
—No quiero su dinero, doctor
Kleinman. Estoy interesado en la física,
no en el dinero. Si no me equivoco, el
tema le resulta familiar.
Al principio Hans todavía se enfadó
más. ¿Acaso este putz le estaba tomando
el pelo? ¿Quién creía que era? Un
segundo más tarde, sin embargo, se dio
cuenta de algo mucho más preocupante:
¿cómo había averiguado este tipo su
nombre? ¿Y cómo sabía que era físico?
Simon pareció darse cuenta de lo
que Hans estaba pensando.
—No se extrañe, profesor. No soy
tan ignorante como parezco. Puede que
no tenga estudios superiores, pero
aprendo rápido.
A estas alturas, Hans ya se había
dado cuenta de que este tipo no era un
yonqui.
—¿Quién es usted? ¿Qué está
haciendo aquí?
—Puede considerarlo un proyecto
de investigación sobre un tema esotérico
y que supone todo un desafío. —Sonrió
de oreja a oreja—. Admito que algunas
ecuaciones me resultaron algo difíciles.
Pero tengo algunos amigos, ¿sabe?, y me
lo explicaron muy bien.
—¿Amigos? ¿Qué quiere decir?
—Bueno, quizá «amigos» no es la
palabra correcta. «Clientes» sería más
apropiada. Tengo algunos clientes que
saben del tema y tienen dinero. Y me han
contratado para obtener de usted cierta
información.
—¿De qué está hablando? ¿Es una
especie de espía?
Simon rió entre dientes.
—No, no, nada de eso. Algo mucho
menos emocionante. Soy un contratista
independiente. Dejémoslo así.
A Hans la cabeza le iba ahora a toda
prisa. El shtarker era un espía, o quizá
un terrorista. No tenía clara su filiación
exacta —¿Irán? ¿Corea? ¿Al Qaeda?—,
pero eso daba igual. Todos buscaban lo
mismo. Lo que Hans no comprendía era
por qué esos cabrones lo habían elegido
a él entre todos los físicos nucleares
posibles. Como muchos otros de su
generación, en las décadas de los
cincuenta y los sesenta Hans llevó a
cabo algunos experimentos clasificados
para el Departamento de Defensa, pero
básicamente lo que realizó fueron
estudios sobre la radiactividad. Nunca
se ocupó del diseño o la fabricación de
bombas, y se había pasado la mayor
parte de su vida profesional dedicado a
investigaciones teóricas completamente
ajenas al mundo militar.
—Tengo malas noticias para sus
clientes, sean quienes sean —dijo Hans
—. Se han equivocado de físico.
Simon negó con la cabeza.
—No, no lo creo.
—¿Qué tipo de información cree que
puedo darle? ¿Cómo enriquecer uranio?
¡Yo no sé nada sobre eso! ¡Ni sobre el
diseño de cabezas nucleares! Mi campo
es la física de partículas, no la
ingeniería nuclear. ¡Todos los
documentos de mis investigaciones se
pueden consultar en internet, no son
ningún secreto!
El desconocido se encogió de
hombros, impasible.
—Me temo que ha sacado una
conclusión precipitada. No me interesan
las cabezas nucleares ni sus documentos.
Estoy interesado en el trabajo de otra
persona, no en el suyo.
—¿Entonces por qué ha venido a mi
apartamento? ¿Acaso se ha equivocado
de dirección?
El rostro de Simon se endureció.
Empujó a Hans hacia atrás hasta
tumbarlo, le colocó una mano sobre la
caja torácica y se inclinó hacia delante
para cargar encima todo su peso.
—Resulta que se trata de alguien a
quien usted conocía. ¿Recuerda a un
profesor suyo de Princeton, hace
cincuenta y cinco años? ¿El judío
errante de Baviera? ¿El hombre que
escribió Zur Elektrodynamik bewegter
Körper? Estoy seguro de que no se ha
olvidado de él.
Hans no podía respirar. La presión
que ejercía la mano del shtarker era
insoportable. Mein Gott, pensó. Esto no
puede estar ocurriendo.
Simon se inclinó sobre él un poco
más y colocó su rostro tan cerca del de
Hans que éste podía verle los pelos
negros de los orificios nasales.
—Él le admiraba, doctor Kleinman.
Pensaba que era usted uno de sus
asistentes más prometedores. Trabajaron
estrechamente durante sus últimos años,
¿no es así?
Hans no hubiera podido contestar de
haberlo querido. Simon presionaba con
tanta fuerza que podía sentir cómo sus
vértebras se aplastaban contra las frías y
duras baldosas.
—Sí, le admiraba. Es más, confiaba
en usted. Le consultaba acerca de todos
los temas en los que estuvo trabajando
durante esos años. Incluida su
Einheitliche Feldtheorie.
En ese momento una de las costillas
de Hans se rompió. Era en el costado
izquierdo, en la curva exterior, donde la
presión había sido mayor. El dolor le
atravesó el pecho e hizo que abriera la
boca para gritar, pero ni siquiera pudo
coger suficiente aire para hacerlo. Oh
Gott, Gott im Himmel! Su racional
mente se desintegró de golpe y sintió
miedo, ¡estaba aterrado! Ahora ya sabía
lo que este desconocido quería de él, y
era consciente de que al final sería
incapaz de resistir.
Finalmente, Simon aflojó la presión
y retiró la mano del pecho de Hans. Éste
respiró hondo y al tomar aire volvió a
sentir el punzante dolor en el costado
izquierdo. Su membrana pleural se había
rasgado, lo cual quería decir que pronto
su pulmón izquierdo sufriría un colapso.
Lloraba de dolor y se estremecía al
respirar. Simon permanecía de pie junto
a él, con los brazos en jarras y
sonriendo, satisfecho de su trabajo.
—¿Le ha quedado claro? ¿Ya sabe
lo que estoy buscando?
Hans asintió y luego cerró los ojos.
Lo siento, Herr Doktor, pensó. Voy a
tener que traicionarle. Mentalmente
volvió a ver al profesor, tan claramente
como si ese gran hombre estuviera allí
mismo, en el baño. No se trataba del
desaliñado genio de rebelde pelo blanco
que todo el mundo conocía por las
fotografías. El profesor que Hans
recordaba era el de los últimos meses
de su vida: las mejillas demacradas, los
ojos hundidos, el aire derrotado, el
hombre que atisbó la verdad pero que,
por el bien de la humanidad, optó por no
hacerla pública.
Hans sintió una patada en el costado,
justo debajo de la costilla rota. El dolor
le atravesó el torso y le hizo abrir los
ojos de golpe. Una de las botas de piel
de Simon se apoyaba en la cadera
desnuda de Hans.
—No hay tiempo para dormir —dijo
—. Tenemos trabajo que hacer. Voy a
buscar papel a su escritorio y me lo va a
poner todo por escrito. —Se volvió y
salió del cuarto de baño—. Y si hay
algo que no entiendo, me lo explica.
Como si se tratara de un seminario, ¿de
acuerdo? Quién sabe, quizá incluso se lo
pasa bien.
Simon cruzó el vestíbulo en
dirección al dormitorio de Hans. Un
segundo más tarde, Hans oyó como
revolvía sus cosas. Con el desconocido
fuera de su vista, Hans se tranquilizó un
poco y pudo volver a pensar, por lo
menos hasta que el bastardo regresó. Y
le vinieron a la mente las botas del
shtarker, esas relucientes botas
militares negras. Hans sintió una oleada
de indignación. Ese tipo intentaba
parecer un nazi. En el fondo es lo que
era, un nazi. No se diferenciaba mucho
de los matones de uniforme marrón que
Hans había visto desfilar por las calles
de Frankfurt cuando tenía siete años. Y
las personas para las que Simon
trabajaba, esos «clientes» anónimos,
¿qué eran sino nazis?
Simon regresó con un bolígrafo en
una mano y un cuaderno de hojas
amarillas en la otra.
—Muy bien. Empecemos por el
principio —dijo—. Quiero que me
escriba la ecuación del campo revisada.
Se arrodilló y le ofreció el bolígrafo
y el cuaderno, pero Hans no los cogió.
Su pulmón estaba sufriendo un colapso y
respirar era una tortura. No iba a ayudar
a ese nazi.
—Váyase al infierno —le espetó.
Simon le reprendió con la mirada,
como si se tratara de un niño de cinco
años que no se porta bien.
—¿Sabe lo que pienso, doctor
Kleinman? Que necesita otro baño.
Con un rápido movimiento, Simon
levantó a Hans y lo sumergió otra vez en
el agua. De nuevo Hans se resistió e
intentó sacar la cabeza de debajo del
agua, golpeándose contra las paredes de
la bañera mientras arañaba los brazos
del shtarker. Esta segunda vez era, si
cabe, todavía más aterradora que la
primera, pues ahora Hans sabía lo que le
esperaba: la asfixiante agonía, el
frenético forcejeo, el involuntario
descenso a la oscuridad.
Esta vez se hundió más
profundamente en la inconsciencia. Le
supuso un tremendo esfuerzo regresar
del abismo, e incluso después de abrir
los ojos se sentía como si no estuviera
consciente del todo. Veía los contornos
borrosos y respiraba de forma
entrecortada.
—¿Está ahí, doctor Kleinman? ¿Me
puede oír?
Ahora la voz sonaba apagada.
Cuando Hans alzó la vista vio la silueta
del shtarker, pero su cuerpo parecía
estar rodeado por una penumbra de
partículas vibratorias.
—Me gustaría que fuera más
razonable, doctor Kleinman. Si
considera de forma lógica la situación,
se dará cuenta de que todo este
subterfugio es absurdo. No puede
ocultar algo así para siempre.
Hans miró más atentamente la
penumbra que rodeaba al tipo y vio que
en realidad las partículas no vibraban:
aparecían de la nada y volvían a
desaparecer; parejas de partículas y
antipartículas que surgían como por arte
de magia del vacío cuántico y luego
desaparecían con la misma rapidez. Esto
es increíble, pensó Hans. ¡Ojalá tuviera
una cámara!
—Aunque no nos ayude, mis clientes
conseguirán lo que buscan. Quizá no lo
sepa, pero su profesor tenía otros
confidentes. Pensó que lo más
inteligente sería repartir la información
entre ellos. Ya nos hemos puesto en
contacto con algunos de estos caballeros
y han sido francamente serviciales. De
un modo u otro, terminaremos
consiguiendo lo que necesitamos. Así
que, ¿por qué complicar las cosas?
Las partículas evanescentes parecían
aumentar de tamaño mientras Hans las
miraba fijamente. Al observarlas con
mayor atención se dio cuenta de que no
eran partículas, sino cuerdas
infinitamente finas que se estiraban de
una cortina espacial a otra. Las cuerdas
vibraban entre las cortinas ondulantes,
que a su vez se transformaban en tubos,
conos y colectores. Y todo este
complejo baile se desarrollaba tal y
como había sido predicho, exactamente
como Herr Doktor lo había descrito.
—Lo siento, doctor Kleinman, pero
mi paciencia se está agotando. No
disfruto con esto, pero no me deja otra
opción.
El tipo le dio tres patadas en el
costado derecho del pecho, pero Hans ni
siquiera las sintió. Las diáfanas cortinas
espaciales lo habían rodeado. Hans
podía verlas tan claramente como si
fueran mantas curvilíneas de vidrio
soplado, brillantes e impenetrables,
aunque de tacto suave. Obviamente el
tipo no podía verlas. ¿Quién era este
tipo? Se lo veía tan ridículo ahí de pie,
con sus botas de piel.
—¿No las ve? —susurró Hans—.
¡Están delante de sus ojos!
El hombre dejó escapar un suspiro.
—Me temo que esto requiere una
forma de persuasión mucho más
enérgica. —Se dirigió hacia el vestíbulo
y abrió la puerta del armario ropero—.
Veamos qué tenemos por aquí. —Al
cabo de un rato regresó al cuarto de
baño con una botella de plástico de
alcohol y una plancha eléctrica—.
Doctor Kleinman, ¿podría decirme
dónde se encuentra la tienda más
cercana?
Hans se había olvidado del tipo. No
veía nada más que los pliegues en forma
de lazo del universo, curvándose
alrededor como una suave manta
infinita.
2
David Swift estaba de un inusual buen
humor. Él y Jonah, su hijo de siete años,
habían pasado una espléndida tarde en
Central Park. Para rematar el día, David
había comprado unos helados de
cucurucho en un puesto ambulante de la
calle 72, y ahora padre e hijo paseaban
bajo el bochorno de un crepúsculo de
junio en dirección al apartamento de la
ex mujer de David. Jonah también estaba
de buen humor porque en su mano
izquierda —con la derecha sujetaba el
cucurucho— blandía una recién
estrenada Super Soaker de disparo
triple. Mientras caminaba por la acera
había ido disparando ociosamente con la
escopeta de agua de última generación a
diversos blancos al azar —ventanas,
buzones de correo, unas cuantas
bandadas de palomas—, pero a David
no le importaba. Antes de salir del
parque, el depósito de la escopeta ya
estaba vacío.
De algún modo, Jonah había
conseguido seguir comiendo el helado
mientras estudiaba el cargador de la
Super Soaker.
—¿Y cómo dices que funciona? ¿Por
qué el agua sale con tanta fuerza?
David ya le había explicado el
proceso un par de veces, pero no le
importaba volver a repetirlo. Le
encantaba tener ese tipo de conversación
con su hijo.
—Cuando tiras de esa cosa roja, el
mango rojo, el agua pasa del depósito
grande al pequeño.
—Un momento, ¿dónde está el
pequeño?
David señaló la parte posterior de la
escopeta.
—Aquí. El depósito pequeño tiene
aire, y al meter agua dentro queda menos
espacio para el aire. Las moléculas de
aire se comprimen y empujan el agua.
—No lo pillo. ¿Por qué empujan el
agua?
—Las moléculas de aire están en
continua agitación. Y al comprimirlas,
ejercen presión contra el agua todavía
con mayor fuerza.
—¿Puedo llevar la pistola a la
escuela para enseñarla y hablar de ella
en clase?
—Esto…, no sé si…
—¿Por qué no? Es ciencia, ¿no?
—No creo que en la escuela estén
permitidas las escopetas de agua. Pero
tienes razón, efectivamente, esta cosa
está relacionada con la ciencia. El tipo
que inventó la Super Soaker era un
científico. Un ingeniero nuclear que
trabajaba para la NASA.
Jonah apuntó con su escopeta de
agua a un autobús que bajaba por la
avenida Columbus. Parecía estar
perdiendo interés en la física de las
Super Soaker.
—¿Y tú por qué no te convertiste en
científico, papá?
David se quedó pensativo un
segundo antes de responder.
—Bueno, no todo el mundo puede
ser científico. Pero escribo libros sobre
la historia de la ciencia y eso también es
divertido. Gracias a ello aprendo cosas
sobre gente famosa como Isaac Newton
y Albert Einstein y puedo dar cursos
sobre ellos.
—Yo no quiero hacer eso. Yo seré
un científico de verdad. Inventaré una
nave espacial que llegue a Plutón en
cinco segundos.
Habría sido divertido hablar acerca
de la nave espacial, pero ahora David
estaba incómodo. Sentía una gran
necesidad de mejorar la imagen que su
hijo tenía de él.
—Hace muchos años, cuando estaba
en la universidad, me dediqué a la
ciencia de verdad. Sobre todo al
espacio.
Jonah se volvió y se lo quedó
mirando.
—¿Quieres decir naves espaciales?
—preguntó esperanzado—. ¿Naves que
pueden ir a millones de kilómetros por
segundo?
—No, estudiaba la forma del
espacio. El aspecto que tendría el
espacio si hubiera dos dimensiones en
vez de tres. Tenía un profesor, el doctor
Kleinman, que era uno de los científicos
más inteligentes del mundo. Escribimos
un artículo juntos.
—¿Un artículo? —el entusiasmo
parecía ir desapareciendo del rostro de
Jonah.
—Sí, eso es lo que hacen los
científicos, escribir artículos sobre sus
descubrimientos para que sus colegas
puedan ver qué es lo que han hecho.
Jonah se volvió para ver el tráfico.
Le aburría tanto que ni siquiera se
molestó en preguntar lo que quería decir
la palabra «colegas».
—Le preguntaré a mamá si puedo
llevar la Super Soaker a clase.
Un minuto después entraban en el
edificio en el que vivían Jonah y su
madre. David también había vivido allí,
hasta que hace dos años Karen y él se
separaron. Ahora él tenía un pequeño
apartamento un poco más al norte, cerca
de su trabajo en la Universidad de
Columbia. Todos los días laborales
recogía a Jonah en la escuela a las tres
en punto y lo llevaba a casa de su madre
cuatro horas más tarde. Este acuerdo les
permitía evitar el gasto considerable de
contratar una niñera. El corazón de
David siempre se encogía al pasar por
el vestíbulo de su viejo edificio y entrar
en el lento ascensor. Se sentía como si
fuera un exiliado.
Cuando finalmente llegaron al piso
decimocuarto, David vio que Karen los
esperaba de pie en la puerta del
apartamento. Todavía iba vestida con la
ropa del trabajo: zapatos negros de
tacón y un traje de chaqueta gris, el
clásico uniforme de los abogados
corporativos. Con los brazos cruzados
sobre el pecho, Karen examinó a su ex
marido, observando con evidente
desaprobación la barba de tres días de
David, los vaqueros manchados de
barro y la camiseta con el emblema de
su equipo de softball, los
«Historiadores sin pegada». Sus ojos se
posaron entonces en la Super Soaker.
Intuyendo problemas, Jonah le pasó la
escopeta a David y pasó de largo por
delante de su madre mientras se metía en
el apartamento. «Voy a hacer pipí», gritó
mientras se iba corriendo al baño.
Karen negó con la cabeza al ver la
escopeta de agua. Un mechón de pelo
rubio le caía sobre la mejilla izquierda.
Todavía era hermosa, pensó David, pero
se trataba de una belleza fría; fría e
inflexible. Ella levantó el brazo y se
apartó el mechón de la cara.
—¿En qué narices estabas
pensando?
David ya se esperaba esto.
—Espera, ya le he explicado a Jonah
cuáles son las reglas. Nada de disparar
a la gente. Hemos ido al parque y hemos
estado disparando a las piedras y a los
árboles. Ha sido divertido.
—¿Crees que una escopeta es un
juguete apropiado para un niño de siete
años?
—No es una escopeta, ¿vale? Y en
la caja ponía que era para niños a partir
de siete años.
Karen entrecerró los ojos e hizo una
mueca con los labios. Era una expresión
que hacía a menudo cuando discutían, y
David siempre la había odiado.
—¿Sabes lo que hacen los niños con
estas Super Soakers? —dijo ella—.
Anoche vi una noticia sobre esto en la
tele: un grupo de niños de Staten Island
puso gasolina en la escopeta en vez de
agua y la convirtieron en un lanzallamas.
Casi incendian todo el barrio.
David respiró hondo. No quería
volver a discutir con Karen. Ésta era la
razón por la que se habían separado: se
pasaban todo el día discutiendo delante
de Jonah. No tenía sentido alguno
continuar esta conversación.
—Muy bien, muy bien, tranquilízate.
Dime qué quieres que haga.
—Llévate la escopeta. Puedes dejar
que Jonah juegue con ella cuando esté
contigo, pero yo no quiero esa cosa en
mi casa.
Antes de que David pudiera
responder, oyó que sonaba el teléfono
dentro del apartamento. Jonah gritó, —
¡Yo lo cojo!
Karen miró de soslayo y por un
momento pareció que iba a salir
disparada hacia el teléfono, pero en
lugar de eso se limitó a prestar atención
para oír qué decían. David se preguntó
si se trataba de su nuevo novio. Ella
había empezado a salir con otro
abogado, un tipo campechano de pelo
gris con dos ex esposas y mucho dinero.
David no estaba exactamente celoso
(hacía mucho que había perdido la
pasión por Karen). Lo que no soportaba
era imaginar a ese viejales de falsa
sonrisa cogiendo confianza con Jonah.
Jonah vino hasta la puerta con el
teléfono inalámbrico en la mano. Al
llegar se detuvo en seco, probablemente
extrañado por la preocupación que
traslucían los rostros de sus padres.
Entonces le pasó el teléfono a David.
—Es para ti, papá.
El rostro de Karen se descompuso.
Se sentía traicionada.
—Qué raro. ¿Por qué habría alguien
de llamarte aquí? ¿Acaso no tienen tu
nuevo número?
Jonah se encogió de hombros.
—El hombre del teléfono ha dicho
que es de la policía.
40 26 36 79 56 44
7800
40 / 26 / 36 / 79 / 56 / 44 / 7800
Keith,
Lamento todo esto, pero David y
yo tenemos que irnos ahora
mismo. Tiene unos importantes
resultados que hemos de evaluar.
Te llamaré cuando vuelva.
P.D.: Hay zumo de naranja en la
nevera y bagels en la cesta del
pan. No te olvides de cerrar la
puerta.
S ≤ A/4
M = 0,51100 Me V/c2
S ≤ A/4
FIN
Nota del autor
Mientras escribía La clave de Einstein
me di cuenta de lo perfecta que esta
novela era para mí. Mi trabajo en
Scientific American consiste en
simplificar ideas asombrosas como la
teoría de cuerdas, las dimensiones
adicionales y los universos paralelos.
En 2004, un artículo que estaba editando
para un número especial sobre Albert
Einstein despertó mi interés sobre su
larga búsqueda de una teoría unificada,
una única serie de ecuaciones que
incorporara tanto la relatividad como la
mecánica cuántica, combinando la física
de las estrellas y las galaxias con las
leyes del reino subatómico. Einstein
trabajó en ello desde la década de los
veinte hasta su muerte en 1955, pero
todos sus esfuerzos para formular una
teoría unificada fueron en vano. Al leer
sobre esta parte de la vida de Einstein,
empecé a preguntarme qué habría
pasado si lo hubiera conseguido. El
descubrimiento de una teoría unificada
habría sido uno de los mayores logros
en la historia de la ciencia, pero también
podría haber tenido consecuencias
inesperadas. Einstein sabía muy bien
que su teoría de la relatividad había
sentado las bases para la creación de la
bomba atómica. ¿Habría publicado la
teoría unificada de sospechar que podía
allanar el camino a armas todavía más
terribles, o la habría mantenido en
secreto?
Mi fascinación por Einstein comenzó
en la universidad. Yo me había
especializado en astrofísica en la
Universidad de Princeton y mi tutor era
el renombrado teórico J. Richard Gott
III (autor de Time Travel in Einstein's
Universe). Para mi tesis de licenciatura,
el profesor Gott me sugirió que abordara
un problema de relatividad: ¿cómo
funcionaría la ecuación de campo de
Einstein en Planicie (un modelo de
universo bidimensional, similar a una
hoja de papel increíblemente extensa)?
Tras llenar un cuaderno hasta el tope con
ecuaciones, le mostré la solución al
doctor Gott, que me ofreció el mejor
elogio que se puede oír de un físico
teórico: «¡Esta solución no es trivial!».
Cofirmamos un ensayo académico
titulado «Relatividad general en un
espacio-tiempo bidimensional (2+1)»,
que en 1984 se publicó en una revista
científica llamada General Relativity
and Gravitation.
Para cuando este artículo apareció,
sin embargo, yo había decidido que
quería ser poeta en vez de físico, así que
me matriculé en un máster de escritura
de la universidad de Columbia. Dos
años después, al darme cuenta de que la
poesía no me iba a pagar las facturas,
me hice periodista. Trabajé en
periódicos de Pennsylvania, New
Hampshire y Alabama antes de regresar
a Nueva York y escribir para Fortune,
Popular Mechanics y CNN. Volví al
punto de partida en 1998, cuando
empecé a trabajar para Scientific
American. Me sorprendió descubrir lo
mucho que habían cambiado la
astrofísica y la física desde que dejé el
campo. Y para mi gran sorpresa, pronto
descubrí que el oscuro artículo que
había coescrito con el profesor Gott se
había convertido en un ensayo relevante
para físicos que continuaban la
einsteniana búsqueda de la teoría del
todo. En las últimas dos décadas, el
artículo ha sido citado más de cien
veces en diversas revistas sobre física.
Al parecer, los teóricos están muy
interesados en probar sus hipótesis en
modelos bidimensionales porque sus
leyes matemáticas son más simples.
Este artículo fue la inspiración de La
clave de Einstein. El ensayo que el
protagonista, David Swift, coescribe
con su propio tutor, el profesor
Kleinman, trata acerca de la relatividad
en dos dimensiones. Y, al igual que yo,
David es un antiguo estudiante de física
que ahora escribe sobre ciencia para el
público general. La diferencia es que
David es profesor en vez de director de
una revista. Y es mucho más valiente y
guapo que yo.
He procurado asegurarme de que
tanto los principios científicos como los
artilugios de alta tecnología presentados
en la novela sean auténticos. Por
ejemplo, el coche robótico Highlander
es un vehículo real construido por el
Instituto de Robótica de la Universidad
Carnegie Mellon. El robot de vigilancia
Dragon Runner, también desarrollado
por el Instituto de Robótica, ha sido
probado por los Marines del ejército
norteamericano en Iraq. El Simulador de
Combate Virtual que aparece en el
capítulo 10 es parecido al VirtuSphere,
un sistema que yo mismo probé durante
una visita al Laboratorio de
Investigación de la Marina de Estados
Unidos. Y la idea de que los neutrinos
estériles puedan tomar atajos a través de
dimensiones extraordinarias es una
hipótesis real que ha sido propuesta
para explicar algunos resultados
experimentales anómalos obtenidos en
el Acelerador del Laboratorio Nacional
Fermi en 2007.
Desde muy temprano supe que el
clímax de la novela debía tener lugar en
Fermilab, así que realicé una visita a
las instalaciones e hice un recorrido por
el Tevatron, el túnel circular de seis
kilómetros y medio donde protones y
antiprotones se aceleran hasta casi la
velocidad de la luz y luego colisionan.
La mejor parte del recorrido fue la
charla de seguridad obligatoria, en la
cual el personal del laboratorio nos
explicó los diversos peligros que nos
podíamos encontrar en el túnel, como
restos de radiactividad de las colisiones
de protones o la posibilidad de asfixia a
causa de la evaporación del helio de los
imanes superconductores. Mientras
tomaba notas, pensé que se trataba de un
material fantástico y que el libro se iba a
escribir solo.
Al final, sin embargo, conté con
mucha ayuda. Mis colegas en Scientific
American han sido un apoyo
maravilloso. Los miembros de mi grupo
de escritura (Rick Eisenberg, Johanna
Fiedler, Steve Goldstone, Dave King,
Melissa Knox y Eva Mekler) me
proporcionaron inestimables consejos y
ánimos (especialmente Rick, que se leyó
todas las páginas del primer borrador,
llenó los márgenes de cuantiosos
consejos). Asimismo, soy muy
afortunado de poder contar con un
agente soberbio, Dan Lazar, de Writers
House, y un editor maravilloso, Sulay
Hernandez, de Touchstone/Fireside. La
mayor deuda, sin embargo, la tengo con
mi familia. Mis padres alimentaron mi
amor por la ciencia, y mi esposa, Lisa,
apoyó mi sueño de ser novelista mucho
más allá del punto en el que cualquier
persona razonable habría perdido la
esperanza. Este libro es para ella.
Notas del traductor
[1] Término yiddish con el que se
designa a una persona muy fuerte.
[2] Término yiddish: imbécil,
gilipollas.
[3] Término yiddish: ladronzuelo,
granuja.
[4] Voiska spetsialnogo
naznacheniya («Unidad de propósitos
especiales»), nombre de las fuerzas
especiales militares y policiales rusas.
[5] Nombre coloquial para el licor de
preparada.
[15] El Humbee o HMMWV (High
Mobility Multipurpose Wheeled
Vehicle) es un vehículo militar de
tracción en las cuatro ruedas.
[16] «Bar o local de las maniobras
nocturnas».
[17] Jeremías 3, 2.
[18] «Meta» por la metanfetamina.
[19] Nombre de la Iglesia Pentecostal