Vida de Lord Byron PDF

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La

obra forma parte del ambicioso proyecto que Emilio Castelar concibió y realizó
durante el sexenio revolucionario (1868-1874): la publicación de una serie de
Semblanzas contemporáneas referidas a los personajes más célebres del mundo de las
letras, ciencias y artes.
Esta obra dista mucho de ser una biografía convencional, repleta de datos, o el libro
de una vida, rebosante de fechas; antes bien, se trata de un ensayo biográfico urdido
con habilidades de orador, o el retrato de un carácter: el de un hombre representativo
de su siglo.

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Emilio Castelar

Vida de Lord Byron


ePub r1.0
Titivillus 06.12.2018

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Título original: Vida de Lord Byron
Emilio Castelar, 1873

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Índice de contenido

A MI HERMANO

NADA AL LECTOR, TODO AL AMIGO

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

CUARTA PARTE

QUINTA PARTE

CONCLUSIÓN

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A MI HERMANO

Hace quince años, mi querido Eduardo, que iluminándome con la luz de tu


inteligencia, edificándome con el ejemplo de tus domésticas virtudes, y
estimulándome con tu infatigable perseverancia, me trazabas el camino de la
felicidad, que solo se logra por el trabajo y se resuelve en el reposo de una
conciencia tranquila.
Mas bien que hermano, has sido para mi un buen padre: mejor aun que padre, un
discreto maestro fomentando mi afición al arte de la tipografía, A tu dirección y
consejo, debo mi subsistencia, la consideración que a las gentes honradas merezco, y
como recompensa de mis afanes, los goces inefables de la familia. No puedo redimir
la deuda de gratitud que contigo he contraído, pero procuro hacerme digno de tu
estimación, consagrando todos mis desvelos al proceso de las letras en la Isla de
Cuba, por el arte sublime, destinado en la edad moderna a servir de locomotora al
pensamiento.
En este sentido, y como muestra de cariño, te dedico la edición de este libro, uno
de los mas brillantes que ha producido la pluma admirable de tu amigo Castelar,
Recíbela, si no como fruto de mi pobre ingenio, como prueba de los nobles
esfuerzos de LA PROPAGANDA LITERARIA, que quiere hoy consagrarte la memoria de
tu amante hermano
(Habana, 23, Diciembre, 1872)
ALEJANDRO CHAO

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NADA AL LECTOR, TODO AL AMIGO

“Elige una obra grande y


“honrosa y trabaja por llevarla
“á cabo”. —Tales de Mileto.

Ajeno estaba de que hubiera, en Cuba, de darse a la estampa un libro de Castelar.


Tan raras son las coincidencias de la vida, que más asemejan la obra de la
combinación calculada, que el producto de accidentes imprevistos.
Castelar, la imaginación meridional más lozana que ha producido el corriente
siglo, bajo la influencia tétrica de la bruma que pesa sobre la ciudad sajona, consagra
un pensamiento a Lord Byron, genuino descendiente de la raza; y el hijo puro de la
nueva y árida Castilla, a mil ochocientas teguas de su país natal, envuelto en los
ardientes rayos del sol que baña la exhuberante naturaleza de los trópicos, remite en
las presentes pobres líneas, a través de los mares dilatados, un recuerdo de
admiración y cariño al autor sublime de estas brillantes páginas, que en mármol y oro
debieran eternizarse.
Y no porque crea que hay forma al alcance de la mano para escribir prólogos al
frente de las obras del más atrevido y gigante colorista de nuestros tiempos, sin que
parezcan el anuncio de un almacén de víveres pintado en el telón del teatro de la
ópera. Ni cabe en la sensatez del juicio unir un nombre oscuro con pretensión literaria
al universalmente célebre del notable repúblico, orador elocuentísimo y lírico sin
ejemplo en los días que corren, cuando es más irritante la modestia fingida que la
soberbia ostentada, porque la oscuridad tiene su honra, en el silencio prudente, y en la
precisa y justísima estimación de lo que es y por sí propia vale.
Pero en todas partes, y a todas horas, y en todos tiempos y lugares, el amigo
puede saludar al amigo y enviarle en su saludo una gota de su dulce alegría y un
extracto de su cruel amargura, porque en esto estriban las corrientes morales de los
afectos y de las ideas, tan precisas y fatales, como las corrientes de los ríos y de los
vientos, y de todo lo que en esta múltiple naturaleza viviente se agita, donde lo
pequeño y lo grande se unen, y complementan esa conjunción maravillosa que se
llama armonía.
Quien ha sentido dentro del pecho ese oleaje furioso de las pasiones y de los
deseos; quien ha soñado fantásticas delicias, estrellándose con la fría y desnuda
realidad; quien ha pedido amor a la patria, y la patria le ha mirado desdeñosamente,
arrojándole, por último, de su seno con desprecio; quien ha suspirado por las
amistades íntimas y ha visto sepultarse en el hambriento abismo de la muerte a sus

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amigos de la infancia; quien ha vivido anhelando los goces inefables de familia, y la
familia le ha negado sus goces; quien en su terrible despecho, ha procurado aturdirse
dejándose arrastrar por el torbellino de los placeres sensuales, cuyas indeclinables
consecuencias son el hastío, la vergüenza y ef oprobio; quien ha sentido dolor sin
consuelo; quien ha llorado sin ser comprendido, sólo extremeciéndose puede
acercarse a saludar la tumba de Byron.
Pero Castelar está en muy distinto caso.
El, hombre puro, aristócrata por educación, demócrata de origen y de
sentimientos, con afición a gustos finos, refractario a todo hábito desordenado, hijo
amante, hermano cariñoso, amigo fidelísimo, en los cristalizados despojos del poeta
sajón no puede hallar el reflejo de un recuerdo mortificante o vergonzoso.
Los restos de aquel helado cadáver son para Castelar las hojas carcomidas del
triste proceso, que fallado en rebeldía demanda la apertura solemne de los autos para
llenar el derecho imprescriptible de la defensa.
Y Castelar, rebatiendo los cargos, cumple su alta misión como abogado que es de
las grandes causas.
Sí, porque justificando a Byron defiende la dolorosa historia de los pueblos de
Europa, que es el prolongado calvario de una civilización destinada a dar frutos
póstumos considerables.
Lord Byron es el Jeremías de los tiempos corrientes: Lord Byron es el Edipo en
lucha inaudita contra la fatalidad de las viejas instituciones.
Ama lo imposible, y parece inconstante porque nunca tropieza con el ideal.
Herido por el desengaño, todo lo ensaya el llanto más puro y los actos más groseros;
los gustos más exquisitos y los apetitos más torpes. Sueña con la gloria, y recoge el
menosprecio; siente lo grande, y se revuelca ea el polvo de lo pequeño; le sublima la
tristeza, y consume la vida ea báquicas carcajadas; lleva en sí el espíritu más
levantando de independencia, y se somete al dominio humillante de mujeres
despóticas; truena contra el orgullo y la tiranía del privilegio, y de ser dignatario
muestra ufanía; se sobrepone a la esterilidad de las costumbres ceremoniosas, y se
engalana de raso y frívolos encajes, reflejando en su persona la parte más flaca de esa
civilización que ha venido agotando las excentricidades de la moda, desde los trajes
caprichosos de Eliogábalo hasta la casaca bordaba de Luis XIV; quiere escalar, en fin,
el Olimpo, sin poder sostenerse en equilibrio porque no se lo permite su cojera.
No: no es este nuevo Edipo la simple personificación de su siglo, sino la suma de
una civilización gigante llena de ulceraciones cancerosas.
Civilización que, amando la ciencia, llega hasta la edad jurídica, y parece
inconstante, porque acumula sistemas a sistemas. Herida por el desengaño, todo lo
ensaya sin que logre la realización de su constante ideal, la paz y la justicia, Reclama
la suavidad de costumbres, la cultura de las formas, la delicadeza de los gustos, y se
deja dominar por la voraz codicia, arrastrándose desde las calamidades de la
ocupación bélica, a los desórdenes de la feudalidad, a las catástrofes del agio y de las

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quiebras fraudulentas; sueña con la gloria, y carga el cañón para descargar miserias;
siente lo grande, y amontona reputaciones falsas, cuajando de parásitos la
gobernación de los pueblos; se sublima con lo serio, y enflaquece la virilidad con
bacantes y espectáculos de juglares; truena contra el soberbio rigor de las castas, y
construye la sociedad en jerarquía de uniformes, hábito viejo de caducidad histórica
que se extiende hasta el hijo del pueblo cubriendo de bandas y cruces el pecho de
Cambaceres; tiene los humos más altos de independencia, y no puede inspirar
respecto a la ley sin la aparición del gendarme; se agita, bulle y revuelve por
conseguir la prosperidad, y se levanta a sus pies, como la sombra de Hamlet, el
espectro aterrador del pauperismo. ¡Ah! los atrevidos hijos del Cáucaso sentaron su
planta sobre la zona más estéril y glacial de la tierra, y heridos por las espinas, como
el poeta sajón, sobrellevan cada día con mayor enojo y fatiga su cruel cojera.
El genio superior de Lord Byron todo lo domina menos la vulgaridad de las
inteligencias que le rodean.
El supremo poder de la civilización, que arrancando de los Cíclopes y Lestrigones
recibió su bautismo en el Areopago Griego, todo lo ha resuelto menos el problema
geológico que tiene bajo sus plantas.
Así los Gracos son imposibles en Roma. Donde el hambre terrible hace del voto
una mercancía, nunca puede faltar un Pisistrato. El lujo alternando con la miseria,
siempre recordará al Capitolio sobre el tugurio. La miseria, sin embargo, no es
repulsiva por la pobreza, sino por la grosería. La enseñanza no puede llegar a todos
cuando no alcanzan las subsistencias. Sólo la educación eleva o degrada a los
hombres. Donde hay ignorancia y brutalidad, hay envilecimiento. Porque el pueblo es
abyecto existe Tiberio. La nobleza del porvenir ha de ser la aristocracia de la
educación. Estas diferencias sociales no se determinan por las ceremonias de
antesala. Los hábitos ceremoniosos solamente afirman las castas.
Ni el mismo eminente repúblico, autor de este libro, puede sobreponerse a lo que
ahoga el pensamiento en Europa por la cargazón atmosférica de tanto recuerdo
encarnado en la memoria, tanto interés creado a la sombra del privilegio, tanta
preocupación arraigada en la conciencia y siente, según su expresión propia, un
tantico de afición a la tiranía de las costumbres, único dique temporal que la sociedad
caduca puede oponer al desbordamiento.
El malestar es inaudito. El poeta sajón sólo encuentra en su patria un cielo oscuro
y helado; unos árboles en esqueleto, secos, despojados de flor y de hoja; un campo
duro áspero y cubierto de escarcha, y vuela en pos de otros lugares más gratos, como
remedo vivo de población emigrante, buscando consuelo a su pensamiento en la
tristeza de las ruinas, en la sublimidad de las grandes memorias, en la frondosidad de
los valles, en la frescura de la fuente, y en la pureza del cielo. Necesitaba el alimento
del alma, y encontrando la inspiración en sus correrías sobre las cenizas calientes aún
del pueblo helénico dio con sus cantos del Childe-Harold, que de un salto lo
encumbraron a la cima del Parnaso inglés, una obra inmortal al mundo.

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También el indómito hijo del Cáucaso, huyendo de las nieves que le niegan el
alimento del cuerpo, atraviesa el Oregon, trepa a las montañas pedregosas, y hallando
un terreno fértil que le convida con sus frutos codiciados, por obra mágica que al
mundo asombra, escribe una página inmortal en la estupenda vía del Pacífico.
El genio, paca trazar el camino que sigue la inteligencia, levanta de trecho en
trecho un monumento de sabiduría. Los pueblos, para señalar el derrotero en que se
adelanta la historia, construyen aquí y allá un monumento de arquitectura. La
naturaleza, anticipándose a los pasos de la humanidad, vomita montañas
monumentales en cada zona.
Y es que la naturaleza comulga con el hombre.
Ella es el majestuoso teatro donde se desenvuelve la gran tragedia de los
pensamientos, de los trabajos, de los dolores de ese agigantado protagonista,
precediendo a las catástrofes sociales los cataclismos geológicos. Ella, al correrse el
telón de los tiempos, ornamenta sus espacios de rocas y valles, ríos y torrentes, mares
y llanuras, como conviene a la grandeza de las situaciones. Ella inmortaliza de
antemano los gloriosos períodos de sucesión en el proceso de los siglos, alzando un
obelisco a la eterna memoria de los orígenes de la civilización en el Himalaya, a los
desarrollos de la ciencia y el arte en el San Gotardo, a las esperanzas de lo porvenir
en el Chimborazo.
El acto segundo de la tremenda trama es fecundo en accidentes. Constituye el
asunto la emancipación de la ciencia y el arte, contando entre sus mártires a Galileo,
Telesío y Campanela; entre sus metafísicos a Descartes y Locke, iniciadores de la
idea en que se cimienta la declaración de los derechos del hombre; entre sus
publicistas a Montesquieu y Filangieri; entre sus filósofos a Kant, Hegel y Krause;
entre sus soldados a los héroes ignorados que acudieron voluntariamente a la
conscripción; y a la cabeza de los críticos figura Voltaire, iniciador de la prensa
periódica en la Enciclopedia. Pero después de los cruentos sacrificios, de los mortales
desvelos, de la dolorosa tortura y de la sangrienta lucha, al plantear definitivamente el
problema, por que tanto se agitaron y combatieron, se encuentran con la miseria
embrutecida, en demanda de aquel pedazo de pan que la estéril zona, poco menos que
agotada en sus fuerza» productivas, les niega.
Sin embargo, ni la elevación del concepto, ni la sublimidad del asunto, ni la
calidad de los personajes, puede dar un desenlace desgraciado. Pero la magnitud de
las situaciones pide más dilatada escena y otra magnificencia en la decoración.
Porque el nuevo Prometeo, personificado en Maury, ya no cabe en las estrecheces del
antiguo mundo, destinado como está a sorprender las misteriosas revoluciones de los
vientos, a revelar el secreto remolino de las corrientes, a echar la sonda a los abismos
agitados y establecer la arteria épica del pensamiento en el fondo de los mares.
¡Ah! Si Lord Byron hubiera contemplado este esplendente espectáculo, hubiese
comprendido cuan estéril es el combate con el llanto, y cuan fecunda la estupenda
lucha trabada con esta naturaleza nueva y salvaje, que se extiende desde el estrecho

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de Bering al Cabo de Hornos, y que, apartada por inmensas olas de la esquilmada
Europa, tiende su reconocida mano a la vieja madre, en alas de los maravillosos
recursos del vapor y la electricidad, puestos y sometidos al servicio del hombre.
Colocado entonces en el centro, y con los recuerdos vivos de su patria, hubiera
podido el poeta dilatar su mirada ansiosa a derecha y a izquierda, de Baffin a la
Patagonia, sin descubrir en tan vastos espacios templos monolitos, esfinges, estatuas,
pirámides y obeliscos, que si dan testimonio del arte de tiempos remotos, atestiguan
también un derecho constituido, un interés legitimado, una dificultad histórica, un
obstáculo de preocupación resistente, que se opone al triunfo de nuevas instituciones.
En este colosal teatro no hay otros monumentos que los de la vegetación asombrosa,
donde la zona tórrida, superabundante en materias primas, alimenta el espíritu
industrioso de la zona fría; donde los manantiales puros, los ríos caudalosos, los
torrentes inmensos, fecundan los ricos valles; donde las frutas son espontáneas, el
algodón se derrama, la dorada espiga del trigo multiplica la simiente, la caña de
azúcar se renueva por sí misma; y donde, en fin, circundan tamaña riqueza bosques
seculares de preciosas maderas y cordilleras de rocas en las que alternan el oro y el
hierro, el carbón y la plata. Aquí la naturaleza convida a esa gloriosa lucha contra ella
para horadar montañas, salvar distancias, ganar la ribera y dilatar el pecho lleno de
esperanza, aspirando el aire puro y vivificante que riza la inmensa llanura del
Océano.
He aquí el teatro que espera a la civilización.
Si Lord Byron hubiera visto todo esto, no se hubiese revolcado en el
escepticismo.
Castelar, por el contrario, hombre de fe y de conocimiento, espera; y consagra
todas sus fuerzas, todas sus facultades, todo el poderosísimo y arrebatador encanto de
su elocuencia, a la causa del progreso, donde quiera que vé o presiente alguna de sus
manifestaciones, que al fin, esa es la causa de la humanidad. En ella obran, como
contenidos parciales, todas las ideas, todos los sentimientos, todos los dolores, todos
los tropiezos, todos los pasos de la civilización; y en este sentido. Lord Byron es la
síntesis de los elementos amontonados por el esfuerzo de los pueblos europeos, en la
hora crítica y suprema de la zozobra, de la confusión, del choque, que se manifiesta
en un grito penetrante de duda desgarradora, pero duda sublime, como eclipse
momentáneo, para que, por la ley del contraste, aparezca más refulgente la
inundación de luz de este sacudimiento intelectual prodigioso que no da tregua al
pensamiento ni paz a la mano.
Tal es la epopeya de la inteligencia en olímpica batalla con el dolor.
¡Asunto sublime, al que la ciencia no puede negar sus números, su barómetro y su
cuadrante, ni sus cuerdas la lira, la poesía su ritmo y la arquitectura su dovela!
Continúe Castelar cumpliendo su alta misión en la tierra, empeñado en la defensa
de tan importante causa, mientras el más oscuro de sus mejores amigos, le remite un
recuerdo de cariño y admiración en estos muy descompuestos renglones, deseando

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vivísimamente, que el libro, que los mismos encabezan, derrame en el ánimo de sus
numerosos lectores las impresiones dulcísimas que siente en el actual delicioso
momento, entre todos sus apasionados, el más decidido
(Habana, 20, Diciembre, 1872).
JOSÉ ROMÁN LEAL

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Vida de Lord Byron

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PRIMERA PARTE

Paseábame ayer, cuando se ponía el sol, por los inmensos espacios de Hyde-Park,
y paseábame recordando mis recientes visitas al Lido de Venecia, a la bahía de
Nápoles, o volviendo mis ojos, humedecidos por las lágrimas, a los lejanos horizontes
de Cádiz, donde las aguas y los cielos se confunden amorosos en una fiesta de
colores, y a los bosques de Elche, donde las palmas, agitadas por las brisas marinas,
componen melancólica melodía unísona, digna del desierto. Cuan diversos estos
paisajes del paisaje inglés, tantas veces descrito por grandes poetas y nunca
comprendido sino por la experiencia de la propia vista. El suelo es verde, esponjoso,
húmedo; el cielo sombrío, pardo, lleno de vapores, ya blanquecinos, ya tirando a
violeta, a través de cuyas masas destila una luz indefinible, pálida, como si proviniera
de colosal luna; los árboles, elevándose a inmensa altura, tienen claro verdor y
caprichosos recortes, cuya gracia y cuyo misterio se aumenta entre los pliegues de las
nieblas que prestan su misterioso velo, allá lejos, a las ojivas de la Abadía de
Weminster y a las góticas torres del Parlamento, las cuales parecen, merced a su
fantástica envoltura de vapores, no tanto sólidos edificios, como extraños dibujos,
aguas fuertes sombrías estampas trazadas por algún genio en el acuoso aire y
próximas a disiparse como nubes. ¡Cuan diferentes son los objetos en el Norte y en el
Mediodía! A nuestra luz, una línea se inflama y parece un cuadro; a esta luz, un
edificio se desvanece y parece una sombra. Por eso los griegos, los grandes
intérpretes del Mediodía, han hecho sus monumentos pequeños y bajos, dejando a la
luz el cuidado de extenderlos y elevarlos en sus alas de oro, mientras los ingleses, los
grandes intérpretes del Norte, han hecho sus monumentos colosales, altos, para que
penetraran con sus agudas agujas y sus sólidos muros en la espesa atmósfera y:
disiparan un poco las sombras. Esta no es la atmósfera de las artes plásticas. Una
figura de mármol, que el sol de Italia dora hasta darle el calor y el tono de la carne, se
convertiría pronto aquí en pedazo informe de carbón de piedra. Por eso, cuando en
breve espacio de tiempo, habéis pasado, desde la contemplación de las estatuas
blanquecinas de Chiaja, ocultas entre los bosques de olivos y laureles, iluminadas por
aquél sol deslumbrante que se duplica en las celestes aguas del Tirreno, a la
contemplación de estas negras estatuas de los paseos de Londres, apenas podéis
deteneros a mirarlas, porque hieren vuestra retina y desconciertan todos vuestros
dogmas sobre el gusto y el arte. Las estatuas del Mediodía conservan lo que es en
ellas eternamente hermoso, la forma; y los héroes del Norte, en sus estatuas, pierden
lo que es en ellos eternamente grande, el alma. Estos países no son los países de las
artes plásticas; pero son los países de la poesía espiritualista. Aquí se pueden resucitar

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los héroes de otras edades como los resucitaba Walter-Scott; aquí se puede penetrar
hasta el fondo de los abismos ocultos en nuestro ser, hasta el fondo del corazón y de
la conciencia, como penetraba ese buzo inmortal de los océanos del alma, como
penetraba Shakespeare. Inmediatamente que tocáis estas playas, os sentís movido,
según vuestro temperamento, si sois fuerte y nervudo, al trabajo; si sois emprendedor,
al comercio; si sois filósofo, a pensar; y a soñar si sois poeta. En estos países, o en
países muy semejantes a estos, se han escrito las creaciones de Swifth, de Hoffman y
de Richter. Estos son los paises en que el cuerpo se pierde como un ángel en cielos
infinitos é ideales. Este es el país de Byron.
¿Por qué no pensar en él, cuando acabamos de ver su hogar? ¿Por qué no recordar
su vida, cuando volvemos de visitar su tumba?; ¡Debemos todos los hijos de este
siglo incierto y enfermo tantas emociones a Byron! Ya una súbita revelación de
nuestras dudas, ya un quejido desgarrador para expresar nuestros dolores; como si
fuera su boca la fuente por donde fluyen los caudales de nuestras ideas, las corrientes
de nuestra vida. El genio de Byron, que aparece a principios del siglo, es como un
genio funerario, pero esculpido sobre nuestra cuna. Consideremos su interesante vida,
y luego examinaremos sus obras y apreciaremos su genio; sublime conjunción de las
formas escultóricas antiguas, con la idealidad moderna principalmente encamada en
los países del Norte.
Su raza es de origen escandinavo. Su genio venía virtualmente entre las espumas
y los huracanes de los mares del Norte, volando sobre las barcas de cuero de los
normandos. Sus padres, las tribus hijas del Polo, azotadas por el huracán, después de
haber pasado por Francia, se trasladaron como en alas de su inquieta ambición, a las
tierras de aquende el estrecho. Entre los compañeros de Guillermo el Conquistador se
encuentra el jefe de su familia, uno de los señores territoriales de Nottingham. La
tierra más rica y más bella poseída por su familia, fue la tierra de Rochdale, en cuya
posesión entró por los tiempos de Eduardo I. Su raza ha errado por los desiertos de
hielo y las selvas del Norte, henchidas de misteriosa poesía; ha combatido en la
inmensidad de oscuros mares las mugientes olas y los desatados vientos; ha corrido,
inspirada por la fe sencilla de la Edad Media, sobre el trotón guerrero, la fuerte lanza
al brazo, su escudo señorial en el pecho, a buscar el sepulcro de su Dios entre las
encendidas arenas del Oriente; ha sustentado el duelo caballeresco secular entre su
patria y Francia en los campos de Crecy; ha reposado en castillos soberbios,
defendidos contra sus rivales por las almenas, contra sus siervos por la horca, y
contra sus reyes por los privilegios; ha matado frailes en tiempo de Enrique VIII en la
Gran Bretaña, para servir al cisma, como árabes en tiempo de Riendo en el desierto,
para servir a la Iglesia; y luego ha entrado formidable en el Parlamento, donde sin
quererlo y sin saberlo, defendiendo sus excepciones señoriales y su blasón
aristocrático, ha contribuido, como toda la nobleza británica, a echar las bases de los
derechos modernos, siempre acompañada de aquel genio altivo y aquella
independencia individual, su patrimonio hereditario desde los hielos del Polo. Pero

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cuando las propiedades de esta romántica familia llegan a manos de Byron, ¡oh!
llegan arruinadas, deshechas. Esta ruina comienza ya en los tiempos de Jacobo I, en
que uno de sus predecesores se da a la vida fastuosa de la Corte, . y para sostener esta
dispendiosísima vida, a los préstamos que cancerarán con la usura sus tierras. Otro
servirá fielmente en sus desgracias a Carlos I. Las guerras civiles acabarán de
arruinarlos a todos. Las viejas águilas, sin plumas casi para calentar sus nidos, se van
al secular torreón medio desplomado, por cuyas hendiduras entran los lagartos y las
nieblas. Allí se arrastran en la miseria, aunque embriagadas por el orgullo. En 1750
rompe esta familia un poco el sudario del olvido. El abuelo del poeta ha sufrido un
dramático naufragio que llama profundamente la atención de Inglaterra. En 1765 uno
de sus tíos, el que lleva el título hereditario de Par, recogido después por el poeta,
mata en riña, más que en duelo, a uno de sus parientes, y cuelga del cielo de su cama,
como un trofeo, la espada homicida que debiera herir su conciencia y su vista como
un remordimiento.
La Cámara de los Lores, llamada a entender en su crimen, le absuelve; pero la
opinión le condena. Entra en su castillo, se aísla, aúlla como un lobo encerrado, se
esquiva a las gentes como un ave nocturna, de día caza jabalíes, de noche educa
grillos, adiestrándolos en evoluciones a fuerza de castigos e industriosa paciencia; y
siempre muestra odio a la humanidad, humor reconcentrado y violento,
extravagancias que confinan con la locura. El padre de Byron se casa dos veces, la
primera por amor, la segunda por interés. Robó a Lord Carmartheu su mujer. De aquí
un proceso, del proceso un divorcio, y del divorcio el casamiento con la esposa de su
víctima. En esta mujer tuvo a Augusta, hermana mayor, tiernamente amada por el
poeta. Viudo de su primera mujer, se casa en segundas nupcias con Catalina Gordon.
De estas nupcias nació el gran poeta, engendrado en el dolor, parido en un hogar de
continuo zozobrante, al empuje de graves disgustos matrimoniales. El padre de Byron
se casó por vivir alegremente con la fortuna de su mujer, que le adoraba hasta el
frenesí. En dos años desapareció esta fortuna. Para ocultar su miseria, partiéronse a
Francia. Lady Byron, no pudiendo sufrir más tiempo el desamor de su esposo, que se
aumentaba con las horribles penalidades de la escasez, vínose a Londres, herida en
sus más caras afecciones, desesperada del porvenir, enamoradísima de su marido;
pero encontrando en este amor una fuente ponzoñosa de dolores. En tan horrible
situación, parió al poeta que Goethe debía en su poema pintar como hijo de Fausto y
Elena, caído del cielo al cieno, pero conservando sus alas místicas, su lira de oro en
las manos, y el resplandor de su divina belleza en el olímpico rostro. Byron notaba
que en su familia los matrimonios producían frutos únicos. “Las alimañas feroces, las
tigres, las leonas, añadía el poeta, paren poco”. Largo tiempo rehusó nacer, como si
temiera el mar de la vida, que debía agitar con sus pasiones, oscurecer con sus dudas
y rizar también dulcemente con el céfiro de sus cantos. Fue necesario arrancarlo
como por violencia a las entrañas de la madre, en las cuales parecía haberse fabricado
ya una tumba. Cuando tocó la tierra, aquel ser nacido para volar por lo infinito, su pie

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se encogió como si la tierra le quemara. Fue desde su niñez cojo. Este hogar
tempestuoso, este nacer rebelde, este padre disipador, este tío asesino, esta madre
amargada que había perdido las dulzuras de su sexo en las espinas de su dolor, esta
sangre hirviente, agitada, como las olas del mar por donde anduvieran errantes los
normandos, esta cuna mecida por la «desesperación y regada eternamente de
lágrimas, esta decadencia de una familia ilustre que parecía próxima a extinguirse en
su último representante, esta cojera accidental, por la que sintió penetrar hasta su
corazón mil veces el helado filo del ridículo, todas estas desolaciones le inspiraron
aquella elegía eterna encerrada en sus versos, como una continuación no interrumpida
del primer amargo sollozo de su existencia.
Hay un ser que puede dulcificar todos estos dolores, que puede destruir todas
estas tristes asperezas, la madre. Dios nos la ha dado para poner una gota de miel con
sus puros besos en el acíbar de la vida. Dios la ha enviado, junto a la cuna, para que
al abrir los ojos, oculten las alas de su amor toda la oscuridad del horizonte en que
vamos a batallar para conquistamos la muerte. Dios ha querido que sus manos
plieguen nuestras manos, para las primeras oraciones, y que su sonrisa sea la aurora
de lo infinito para la esperanza. Ella es la virtud, la caridad, la parte tierna del
corazón, la nota melancólica del alma, el fondo inmortal de inocencia, que siempre
queda hasta bajo los pliegues y repliegues del más cruel carácter. Cuando sintáis un
buen impulso en el corazón, el deseo de enjugar una lágrima, de socorrer una
desgracia, de partir vuestro pan con el hambriento, de lanzaros a la muerte por salvar
la vida del prójimo, volveos, y encontrareis a vuestro lado, como el ángel de la
guardia que os inspira el pensamiento del bien, la sombra querida de vuestra madre.
La razón, los libros, las escuelas, el padre, nos dan las ideas: los sentimientos siempre
los dan las madres; el carácter, siempre las madres lo forman. Catalina Gordon pudo
dulcificar con su educación la hiel de la vida de Byron. El Titán necesitaba ser
cincelado, para corregir sus monstruosidades, por los brazos de una madre. Pero
Catalina, extraña, desigual, orgullosa, no sintiendo otra pasión que el amor de su
marido, y la tristeza de no ser correspondida, arrojó moralmente con desdén su hijo al
fonda de los abismos del mundo, como si le molestara aquél recuerdo vivo de su
amor y de su desgracia. El padre, amistosamente divorciado, no iba al hogar sino para
estafar a su esposa; y no miraba al niño sino para decirle con amargura que se parecía
a él mucho, y darle algún golpe o algún regaño por toda señal de su cariño. Byron ha
querido ocultar estas tristes verdades; pero se desprenden de toda la historia de su
vida. En 1791 murió su padre, que, en medio de su disipación y de sus locas pasiones,
guardaba cierto fondo de bondad, realzado por una singular y varonil hermosura. Sus
dos mujeres le amaron con delirio. La primera, después de haberse por él separado de
un opulento marido, murió por seguirle, estando enferma, en sus correarías de caza.
La segunda, la madre de Byron, guardó su pasión por él con una fidelidad
inquebrantable y le lloró muerto con un dolor indecible. En esta educación extraña,
Byron tenía una fuente de inspiraciones, la lectura de la Biblia, que daba vigor al

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carácter poético de su alma con los versículos de los profetas. En algunas de sus
obras se vé ese genio áspero, severo, monótono como el simoun, uniforme como el
desierto, pero solemne como la inmensidad y sublime como la idea de Dios: ese
genio semítico encerrada por Isaías en sus admirables obras y reproducido por
Miguel Ángel en las adustas facciones de su Moisés, cuya barba, enroscada como la
tromba de una catarata, agita el tempestuoso viento del Sinaí. A estas inspiraciones
viriles se cruza la vida de campesino, de montañés; pues desde Londres, donde
naciera Byron, llevólo su madre al campo, a Aberdeen. Allí, antes del alba, cuando al
grito agudo del gallo seguía el cántico melancólico de la alondra, andaba sólo con el
pretexto de la caza, a ejercitar sus fuerzas y a llevar su genio vagabundo por las
orillas de los precipicios, por las cimas de las montañas, por las cavernas donde
todavía se oye la voz de los dioses de sus padres, para inspirarse en los espectáculos
de la naturaleza, y unir su vajido de poeta a la voz del universo.
A estas aficiones campestres debió su habilidad en todos los ejercicios del cuerpo:
la caza, la carrera, la gimnasia, la barra, la pelota, las armas, el nadar, el cabalgar.
Cuando le comparaban con Rousseau en su vida privada, defendíase poniendo en
parangón la debilidad del filósofo ginebrino con su robustez; lo desmañado y flojo de
aquel cuerpo, con su habilidad en todos los ejercicios corporales; los hábitos
aristocráticos de elegancia de Rousseau, con lo desceñido y descuidado de su vestir.
Bien pronto en cuerpo tan vigoroso, carácter tan enérgico e imaginación tan
exaltada, debía nacer el amor. En los primeros años de la vida, se ama sin conciencia
y sin que se despierten los instintos de la naturaleza. No advertís que habéis amado
sino tarde, cuando experimentáis las pasiones profundas. Entonces recordáis que
preferíais jugar entre todas con una niña, que a su lado os sentíais bien, muy bien; que
la buscabais con los ojos por todas partes; que siempre venía tarde y siempre se iba
pronto, que soñabais con ella en vuestro inocente lecho, y que al despertaros,
preguntabais por ella, siendo el primer deseo encontrarla y el primer dolor despedirla.
Byron ha expresado admirablemente este fenómeno psicológico, diciendo que había
amado antes de conocer el nombre del amor. No fue otra pasión ese culto de Dante
por Beatrice, la niña que había visto en su infancia sonriéndole, que al entrar en la
juventud vio coronada con las flores de la muerte, y que vio después cruzar sobre el
infierno de su vida coronada por las estrellas del cielo. Maria Duff fue la Beatrice de
Byron, su primer amor a los doce años. Reíase su madre, burlábanse los padres de la
niña y los amigos de ambas casas; pero Byron la amaba triste y gravemente, sin tener
conciencia de sí mismo, y sin que ningún pensamiento impuro penetrara en el paraíso
de su alma. Cuando ella le dio su retrato, una copia de su blancura, que envidiaría la
nieve, de sus rosadas mejillas, de sus rubios cabellos, caídos en bucles sobre la
espalda, de sus azulados ojos, Byron le dijo en uno de sus primeros versos, que
prefería aquella hermosura dibujada en el lienzo, muerta, a todas las hermosuras
vivas, a excepción de la que había puesto aquel retrato sobre su pecho. Esta inquietud
de su alma, esta precocidad de todos los sentimientos, esta eflorescencia anticipada

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de la vida; la lectura de los profetas, que despertaban no aprendidos cantos en su
fantasía; las páginas de la historia que le arrastraban a conversar con los héroes de
otros tiempos, y a verlos pasar evocados por sus ideas; el amor prematuro que le
sonreía ya en la niñez, como uno de esos árboles floridos antes de la primavera; sus
paseos solitarios a las cimas de las montañas para ver primero que los demás mortales
el sol y para seguir con la vista errante el vuelo de las nubes y de las águilas, y
recoger en su oído el rumor de las selvas y de las cascadas; todo esto eran señales de
esa enfermedad febril que se llama genio; de esa sed infinita por un ideal nunca
alcanzado; de ese dolor que sienten los artistas, dolor de todos los momentos, dolor
sin tregua, perseguidor implacable hasta en el reposo del sueño, engendrado por la
desproporción inmensa que hay entre la idea soñada y la idea realizada, entre la
hermosura concebida por la mente en su pureza y la hermosura amortiguada en las
palabras y en las formas; mal devorador de que todos sufren, y de que todos mueren;
su gloria, pero también su torcedor y su tormento.
Byron, este grande enfermo, independiente por carácter, original por su genio,
educado en el libre seno de la madre naturaleza, iba a encontrarse en bien temprana
edad, metido en la jaula de una de esas sociedades que templan las enérgicas nativas
fuerzas de su libertad con el rigor de las costumbres. En donde quiera que la libertad
es grande, la costumbre es imperiosa. Donde falta el freno de la ley escrita, pone el
tácito asentimiento de todos, el freno de sus leyes convencionales. En ninguna parte
de Europa el individuo es más libre, su hogar más seguro, su conciencia más
respetada, su palabra y su idea más independientes que en esta Gran Bretaña, eterno
objeto de nuestra admiración; pero en ninguna parte las costumbres son más tiránicas.
El sans façon francés, el descuido nuestro, la facilidad con que suprimimos todo
ceremonial, la ligereza con que salvamos todas las distancias, la familiaridad de
nuestra conversación y de nuestras maneras no se conocen aquí, en Inglaterra. Y no
creáis que me pongo de nuestra parte. Yo daría un tantico de nuestras costumbres
niveladoras e igualitarias, a cambio de otro tanto de la libertad inglesa, que jamás he
visto practicada ni en Francia ni en España. Yo amo igualmente la libertad y la
igualdad; no las concibo divididas; las creo, no condiciones, esencias de la justicia.
Pero separadlas y dadme a elegir una de las dos: yo opto por la libertad. En Francia
hay más igualdad que en Inglaterra. En Inglaterra hay más libertad que en Francia. Yo
opto por Inglaterra. Aquí, sin ser ciudadano inglés, me hallo en mi casa, bajo el
amparo de las leyes inglesas, que se cumplen tan rigurosamente como las leyes de la
naturaleza. En Francia me hallo a merced del comisario del barrio e ignoto si el
conserje que me abre la puerta de la casa es de la policía secreta. No conozco un
monstruo más terrible que un gobierno arbitrario. Un tigre puede rasgarme las carnes:
el despotismo desgarra la conciencia. Pero es necesario comprender que la libertad no
es un don gratuito y un objeto de juego y de lujo: se obtiene con una grande madurez
de juicio, y se consolida con una grande severidad de costumbres. Los pequeños
sacrificios que pueda exigir en la sociedad, se compensan sobradamente con esa

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dignidad tan necesaria para los pueblos y tan satisfactoria como la voz de la
conciencia tranquila y virtuosa para los individuos. Así, las libertades inglesas hallan
su contrapeso natural en la rigidez de las costumbres, que se impone sin necesidad de
leyes, ni autoridades, por la fuerza social. Es dificilísimo explicar esta idea a los
hombres habituados a vivir en el despotismo. En mis ya largos viajes por Europa, he
encontrado muchos rusos, y entre estos rusos uno sólo reaccionario. Este trataba de
probarme una tesis bien singular, a saber: San Petersburgo es más libre que Nueva
York. Debe advertirse que el ruso era un príncipe, pero un príncipe músico. La razón
que me daba para sostener su tesis me provocaba a risa; en Nueva York no se puede
tocar el violín en domingo. Efectivamente, imposible que los meridionales
comprendan jamás cómo se celebra el domingo en los pueblos anglosajones: diríanse
muertas las ciudades, embargada, al menos, el habla, de sus habitantes por veinte y
cuatro horas. Imposible que comprendan todo el largo ceremonial de las costumbres
inglesas: los toques a la puerta, las reverencias de rúbrica, los complicados
tratamientos, según las diversas categorías; en fin, todas estas infinitas trabas con que
el instinto disciplina el individualismo anglosajón, para apartarlo de la anarquía, para
impedirle el desorden.
He aquí a Byron, independiente por naturaleza, orgulloso en su genio, educado en
las montañas, y de pronto metida en una sociedad complicada y ceremoniosa. He aquí
a Byron, que se cree superior a cuantos le rodean, forzado a bajar la frente, a doblar la
espina dorsal para someterse a las preocupaciones generales. Su verdadero hogar
había sido la caverna osiánica, desde donde veía levantarse los astros o formarse las
nubes con los vapores del valle, al son del viento que agitaba la cabellera salvaje de
los pinos y recogía los mugidos de las cataratas mezclados con el aullar de los lobos y
el grito agudo de las águilas. Su única profesión había sido saltar, correr, como para
desmentir su cojera; ejercer sus fuerzas a la manera que los jefes de los antiguos
Klanes de Escocia; confiar, como los bardos, sus cánticos a los giros del viento, a las
alas del aire; errar por los desfiladeros para bañar su alma en los plateados rayos de la
luna; subir a la cuna de las montañas, como para alcanzar con la mano lo infinito, ese
infinito que tenía tan cerca de sí en su alma, abrumándolo con su peso, como
abruman todas las grandezas humanas. Este ser extraño, salvaje por el carácter,
montañés por las costumbres, poeta por el genio sublime, y por lo mismo
incomprensible, iba a caer en la sociedad más mecánica del universo y a sentirse
destrozado por los dientes de sus ruedas. £1 destino, que le sonriera, dándole, por
muerte de su tío, la dignidad de par hereditaria, le castigaba a ser aún más obediente a
las costumbres inglesas. Recibióla con grande contento y no le previno su instinto
que esa dignidad sería su cadena. Así de las humildísimas escuelas de Aberdeen,
donde aprendiera las primeras letras y el latín, pasó al colegio de Harrow. La vida en
común no se apropiaba a su genio, que a la manera de los altos picos, se dibujaba en
la soledad. La disciplina del colegio todavía cuadraba menos a su nativa libertad de
carácter. Sus conveniencias eran inconveniencias, sus gustos particulares generales

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disgustos. A mayor abundamiento, el maldito pie le hacía sufrir. Pero más aún que la
enfermedad, las varias curas; más que las curas, el ridículo. Hasta su madre se
burlaba de la cojera del gran señor, que no podría escalar la tribuna, ese pedestal de la
aristocracia inglesa, sino tambaleándose como un borracho. Todas estas
contrariedades derramaban a torrentes en su alma esa hiel que luego destilaron sus
versos: hiel mezclada en grande cantidad a toda la levadura de la vida de su siglo.
Así, cuando podía desasirse de las obligaciones disciplinarias, y leer a su gusto,
devoraba libros de viajes para detenerse en las páginas de los naufragios, como buen
nieto de normandos, como hijo digno de ingleses. Allí, acalorando su fantasía,
mezclaba el bramido de sus tempestades interior res, el hervor de sus pasiones, el
relampagueo de sus ideas, el rayo que taladraba sus sienes, con las olas hirvientes,
con los huracanes desatados, con la batalla de los vientos y las aguas, con lecho que
de las frágiles tablas contra los escollos, con los clamores desesperados de los
náufragos. Concíbese fácilmente qué su primera traducción fuera el prólogo del
Prometeo, nacido, como él, con la llama celeste en la frente, como él, encadenado a la
tierra, en lucha con el orgullo de los dioses y la ingratitud de los hombres. A un
mismo tiempo la savia que corría por todo su ser, se acumulaba en el corazón y en la
cabeza. Así, amaba a sus amigos del colegio y odiaba a sus enemigos con furiosa
pasión. Y como a pesar de su nacimiento aristocrático y de su orgullo de lord, tuvo
siempre tendencias reformadoras y progresivas, odió la tiranía de los fuertes, y
entusiasmado por la emancipación de los débiles, se interponía para impedir que los
recién llegados fuesen perseguidos y maltratados por sus compañeros, como allí era
de antigua usanza. Una vez, cierto colegial de mucha edad y mucha fuerza había
decretado, en compañía de otros, atormentar a un enfermizo, pobre niño, con un
número determinado de golpes. Cuando estaban mediando su cruel tarea, llegó Byron
corriendo, se echó a sus pies, y dijo: “Dejadle a él, y yo sufriré la segunda mitad de
los golpes”.
Mas a estos arrebatos del corazón, unía extravagancias infinitas. Ignoraba que al
genio solamente le es dado desplegar todas sus alas allá en las altas cimas de las
ideas. Ignoraba que los hombres de poderosa imaginación suelen ser como las aves
de poderoso vuelo, inhábiles para andar por la tierra. Su cojera le inspiraba actos de
desesperación cercanos a la demencia. Apenas sentía su cojera moral, no menos
triste. Artista, y artista plástico, gustábale imitar el reposo de las estatuas antiguas,
eternamente serenas en la bienaventurada perfección de sus formas. Pero ¿qué
serenidad estatuaria es dado tener a un cojo? La modestia de su traje podía ocultar la
imperfección de su cuerpo. Mas chocaba con el gusto inglés, vistiéndose lujosamente
a la oriental, con seda crugidora y matizada, gasas de oro y plata, turbantes
sembrados de pedrería, la roja faja al cinto cargada de cuchillos y pistolas con
maravillosas cinceladuras, imitando así de antemano esa legión de héroes y leyendas
orientales que llevaba en su cabeza y que debía más tarde pintar en sus versos.
Especialmente vestía así en sus primeras vacaciones, allá por los años 1802, en Bath,

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donde comenzaron esas orgías en que debiera malgastar tanta vida y, por
consecuencia, tanto genio; porque en Byron, vivir era pensar, era idear, era producir,
era cantar.
Faltándole el amor maternal, sus amigos de la infancia pudieran moderar sus
ímpetus con sabios consejos, y sobre todo, con sabios ejemplos. Pero tuvo la
desgracia de que todos aquellos amigos, moderados en conducta, prudentes en
carácter, conocedores del mundo, flexibles para tejer su vida sin cortar el hilo de sus
pasiones en el cilindro de la sociedad inglesa; todos esos jóvenes de talento analítico
y de experiencia, murieron pronto y le dejaron abandonado al torbellino de su genio,
a las ráfagas de sus fantásticas ideas, que formaban una espiral gigantesca a su
alrededor, impidiéndole oír la voz de la sociedad. Byron los había llorado
tiernamente. Como él decía, si el llanto pudiera alguna vez desarmar a la muerte,
forzarla a devolver la vida robada, resucitarían sus amigos a sus desgarradores
sollozos.
Pero si la muerte le había robado sus amigos, si había querido que el genio de una
madre no fuese tan dulce para él como para el resto de los mortales, todavía era capaz
de salvarle una pasión, la pasión de los milagros, el amor. Mas todo había de ser
trágico en la vida de este hombre. El amor primero de su infancia murió,
desvaneciéndose a la manera que se desvanecen esas figuras fantásticas dibujadas por
la fiebre en las retinas encendidas como hornos. Y, por su mal, se enamoró de Miss
Chaworth, joven hermosa, perteneciente a la familia enemiga de su familia. Su tío, el
jefe de la raza de Byron, había matado al tío de su amada, al jefe de la raza de
Chaworth. Abríase, pues, entre los dos un abismo como el que separaba a Julietta y
Romeo. Un cadáver se interponía entre los dos corazones. Byron no quería quedarse
por las noches en el castillo habitado por su amada, temeroso de que los retratos de
sus antepasados se animaran, y fueran a la armería a ceñirse sus antiguos arreos de
pelear, para herir al descendiente último, al representante único de la estirpe odiosa
cuyas sacrílegas manos los había salpicado de sangre en el seno mismo de la muerte.
Pero cuando su amada salía, cuando le era dado verla a la sombra de los grandes
árboles, sobre la fresca yerba del prado, más ligera que la niebla, enviándole de su
frente un resplandor tan dulce como el resplandor de la luna llena, y trayéndole en sus
ojos el azul cielo oculto siempre tras las nubes, todo su ser se calmaba como el
océano al beso de la brisa, y su poesía soñadora e inquieta callaba vencida por la
realidad. El poeta de genio necesita indudablemente estas armonías de la vida para
elevarse a los grandes principios generales de su siglo, y cantar como Homero los
objetos, o como Shakespeare las pasiones, o como Calderón las ideas, o como Goethe
las ciencias, antes que sus propios sentimientos. Quién sabe si, preso en aquél amor,
detenido en el encanto de una pasión serena, sin las tempestades que lo asaltaron, sin
las dudas que lo persiguieron, hubiera sido Byron el poeta objetivo capaz de damos el
poema cíclico de nuestra edad, en vez de ser el poeta subjetivo que nos ha dado
pedazos de su corazón palpitantes y sangrientos. La bella heredera de la familia

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Chaworth tenía diez y seis años a la sazón, dos más que su rendido amador. El niño
comenzaba a pensar como hombre; se proponía casarse, reconciliar en su lecho
nupcial hasta los manes de dos familias enemigas; juntar gloriosos títulos; acumular
feraces propiedades; engendrar en el amor, con la mezcla de aquellas dos puras
sangres inglesas que dimanaban de las venas de una misma raza, héroes, marinos,
oradores dignos de sostener su nombre en esos dos agitados elementos de la grandeza
británica: en las asambleas y en los mares.
Con qué sencillez, propia de las Confesiones de Rousseau, ese eterno modelo del
arte de las confidencias, describe Lord Byron sus entrevistas en las colinas coronadas
por una: diadema de árboles; sus paseos por los lagos, y sobre toda, aquél en que la
barca donde los dos iban, se apartó de todas sus compañeras para pasar, primero, por
la boca de una caverna tan baja que les obligó a tenderse en el fondo de aquél lecho
flotante, sobre las aguas cristalinas, como sus dos alteas, lecho de castos, de
platónicos amores, apenas expresados por la luz de una mirada, por la tristeza de un
suspiro. Pero aquella joven le hacía padecer cruelmente. El noble lord no bailaba. Y
su amada bailaba con sus amigos, que tenían el privilegio de ceñir aquella cintura, a
la cual nunca se hubiera podido acercar Byron sin que todos sus nervios temblaran
como sacudidos por el rayo. Mientras la dichosa pareja valsaba, el poeta se daba
golpes en el corazón, temiendo que en todos los salones resonasen sus fuertes latidos.
Y a pesar de no haberse nunca formalmente declarado, era comprendido. Sabe
sondear muy bien la mujer el abismo de una mirada. Y era comprendido hasta el
punto de recibir un retrato, que en aquél tiempo era una respuesta de amor. Pero un
día creyó volverse loco. Atisbaba a un grupo de jóvenes, entre las cuales se
encontraba Miss Caworth. Naturalmente, la conversación era de amores. Sus amigas
le hablaban del Lord, de sus prendas, de su hermosura, y de las miradas y los suspiros
que habían sorprendido. Miss Caworth, sin desconcertarse, con la serenidad de la
indiferencia, dijo esta cruel frase: —“Me ofendéis, creyéndome capaz de interesarme
por ese muchacho, por ese cojuelo”. —En dos palabras había definido las dos
mayores distancias que, según Byron mismo, separaban al poeta de su ventura: la
niñez y su defecto; aquél horrible defecto, la primera de sus desgracias, el mayor de
sus dolores. Pero oír aquello de boca de su amada, oírlo cuando menos lo esperaba,
oírlo en el momento en que los proyectos más halagüeños se desplegaban como un
panorama infinito en su fantasía, en el momento en que iba a rendirse a sus pies, a
mostrarle el fondo de su corazón velado por profundísimo respeto; oír esta cruel
sentencia de muerte para su alma enamorada, anhelante, para sus ansiosísimas
esperanzas, ¡ah! era tanto como caer del cielo en el instante mismo de tocar su dintel
y entrever la luz, al fondo del infierno. Byron se encontró en este momento
transformado, sólo con su dolor, desnudo de su esperanza, tendido sobre el hielo, en
una noche de espesas tinieblas, y sin más confidente de sus penas y de sus angustias
que el aire tenebroso, cuyas vibraciones repetían sus desgarradores lamentos, en vano
ahogados dentro del roto pecho de su varonil voluntad. La desesperación fue tan

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grande como su amor. Salióse del castillo, corrió por la campiña sin saber a dónde:
todo» sueño huyó de sus párpados, toda tranquilidad de su alma. El mundo le parecía
vacío, y vacío el cielo; hubiera bendecido la muerte, a estar seguro de que la muerte
satisfacía su primer deseo: la nada. En 1805, aquella mujer tan querida se casó con
Mr. Tolin Munster. El reconcentrado dolor del poeta se conoce perfectamente en los
breves y sencillos versos consagrados a este doloroso suceso. En vez de pintar su
pasión, la intensidad de su amor rayando en locura, la belleza de su amada, bastante
poderosa a excitar todos sus deseos en toda su viveza, la felicidad del rival afortunado
que la posee sin comprenderla, acaso sin amarla, y que se desposa pisando el corazón
del poeta, hiriendo todas sus fibras, envenenándolo con la ponzoña de unos celos
abrasadores como el plomo derretido y duraderos como la eternidad; en vez de
entregarse a todas las furias de una pasión malograda, de un deseo sin cumplimiento
posible, de un amor sin esperanza, se contenta con decir melancólicamente, que no
verá más la colina, teatro de sus entrevistas, los árboles, testigos de sus juramentos.
En esto, la niñez de Byron se acababa, y comenzaba su juventud. Había entrado
de una edad en otra por el desengaño, como entrara de la nada a la vida por el dolor.
Al encontrarse en esta línea que separaba dos grandes segmentos del círculo de su
existencia, delirante dolor le poseía. Su fortuna era inútil, su ilustre nombre odioso,
los cortesanos que acompañan toda grandeza incómodos, la sociedad embarazosa y
triste como las paredes de un calabozo, la gloria imposible, la amistad muerta; su
amor en poder de un rival afortunado; tomar a sus montañas, vagar en la sombría
soledad, saltar sobre el azul torrente, era todo su deseo; o si no, tomar alas como la
paloma, volar y volar sin descanso, subir y subir sin fin, hasta perder de vista el
mundo, y buscar en el cielo, allá muy lejos, la paz. Forzado a separarse de su colegio
de Harrow, todo lo echaba de menos y se despedía de todo con dolor; de la pradera
donde había batallado con sus compañeros, de la oscura aula en que había oído los
regaños del pedagogo, del teatro en que representaba creyéndose capaz de eclipsar a
Garrik, y del cementerio donde iba a llorar sus amigos muertos, a escribir palabras
entrecortadas como sollozos en el mármol o en los troncos de los árboles, para mirar
el rayo último del sol poniente o soñar con los misterios de la vida y de la eternidad
entre las sombras de la noche.
Temprano comienza ya esta desesperación de Byron, que debía pegarse a todo un
siglo, como su enfermedad moral. Unos la atribuyen al clima de su patria, otros a su
temperamento y a sus nervios, otros al siglo en que había nacido y cuyas puertas de
bronce, enrojecidas en el fuego de las revoluciones, cierra con su nacimiento este
Titán, que ya se levanta como un rebelde, ya llora como un niño, tendiendo a esos
mismos cielos las manos, en demanda de una creencia, de una fe. Naturalmente, el
poeta no puede representar a su siglo como el filósofo, como el orador. El filósofo
escribe después de haber depurado sus dudas, un sistema que la razón dicta y que la
lógica encadena: sirve, pues, a una idea. El orador eleva su vida a las alturas de su
conciencia y se consagra a una causa, a una reforma. Para esto necesita concertar sus

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fuerzas, disciplinar su carácter, reunir sus ideas en tomo de un pensamiento capital, y
tener la lógica, la consecuencia inflexible, no sólo en los discursos, sino en la vida. El
filósofo no es un artista; la inspiración no es un numen. El orador es más artista que
el filósofo, pero su arte está subordinado al pensamiento, y debe seguir el raciocinio.
Orar no es cantar, es raciocinar, es convencer, es persuadir. La armonía, la belleza,
deben ser auxiliares del raciocinio, destinadas a conseguir más pronto su triunfo. Pero
el poeta es un ser misterioso, indefinible, que se escapa al análisis como el dogma, y
que se pierde de vista como el ave de la montaña, la alondra, cuando deja su nido de
barro y se va por las alturas etéreas en busca de la luz que aún no despunta, mientras
todos los demás seres duermen profundamente en las sombras sin presentir el nuevo
día. Los poetas son liras que suenan a todos los vientos; lagos que cambian los
matices al paso de cada nube; son algo de incomprensible, como las profecías, como
los presentimientos, como los sueños. Las ideas más contrarías batallarán en su
cabeza y saldrán a borbotones de su pluma. Su genio marchará con la fatalidad del
torrente; ya humilde, ya ruidoso; ora despeñándose por las oscuras breñas en
espumosa cascada, ora durmiéndose tranquilo y celeste en murmurador arroyo, para
repetir las estrellas de la noches ora entrando, poderoso rio, en el océano insondable
de la eternidad. Así es que en un poeta podéis casi hacer el examen de conciencia de
una época: podéis ver sus incertidumbres, sus dolores, sus aspiraciones, sus crisis de
reacción, sus ímpetus de progreso, sus batallas internas, sus ideas. Víctor Hugo ha
sido legítimamente bonapartista, romántico, doctrinario, creyente, racionalista, libre-
pensador y demócrata. Pero cuando queráis buscar la leyenda de este siglo, lo que
todos hemos pensado, lo que todos hemos sentido; nuestros desfallecimientos
morales, nuestras cóleras en las cadenas; las esperanzas que hemos concebido por los
orgullosos triunfos sobre la materia; cómo imaginamos la sociedad y cómo nos
proponemos reformarla; nuestra concepción de las diversas; épocas de la historia,
nuestro poema del progreso, a tanta costa escrito con la sangre de toda la humanidad;
nuestras dudas, nuestros temores y nuestra fe servida con la exaltación del martirio,
leed, leed a Víctor Hugo. Lo mismo es Byron. El sublime desorden de este genio se
parece al desorden sublime de la naturaleza. Al lado de una cima nevada, donde la luz
centellea con reflejos increíbles en horizontes infinitos, un abismo insondable; al lado
de una plaza árida, un bosque perfumado por todas las flores de la tierra y henchido
con los cánticos de todas las aves del cielo; pero su obra es todo el Universo, su
conciencia es la duda y la fe, la afirmación y la creencia; todo su siglo. Dejémosle
ahora al entrar en la juventud. Ya le veremos en su vida; ya le admiraremos en sus
obras.

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SEGUNDA PARTE

Vamos a reseñar el segundo período, y el más crítico, de la vida de Byron.


Fatigaría al lector si hubiera de mencionar, aunque ligeramente, los diversos escritos
publicados sobre la historia de este hombre. Forman una Biblioteca. Escritores de
todas clases, poetas de todos géneros, psicólogos, analistas, médicos, pintores,
políticos, frenólogos, todos cuantos en los secretos de la naturaleza humana, en los
sucesos de los primeros días de nuestro siglo, y por los actores de estos sucesos, se
interesaran, han escrito algo sobre el alma del extraño ser que pasó como un
torbellino de ideas y que despidió un coro infinito de cánticos inmortales. Entre estos
escritos hay uno que siempre hizo fe sobre la vida y el carácter de Byron; el libro de
Moore, su confidente, su amigo. Pero Moore escribió cuando aún estaba viva la saña
de Inglaterra contra el poeta que debía darle tanta gloria; y necesitado el biógrafo de
aquella sociedad, faltóle independencia para sí y sobráronle miramientos para sus
contemporáneos. Y sin embargo, el libro de Moore, reservado, cobarde, es comienzo
de una rehabilitación de Byron.
Aguardábase en estos últimos días, con grande impaciencia, un libro capital sobre
la vida del poeta, un libro-monumento, un libro que debía llenar el siglo de nuevos
relámpagos de su grande alma, casi una resurrección. Imaginaos que Laura escribiera
sobre Petrarca. No hay en el mundo literario quien no recuerde la beneficiosa
influencia ejercida por una italiana hermosísima en la inspiración del poeta inglés.
Esta beldad, por sólo ofrecer algunos instantes serenos en la vida al genio herido por
la duda, se ha levantado en el pensamiento del siglo al coro de las mujeres inmortales.
Yo últimamente buscaba con afán su poética sombra por las verdes aguas del Gran
canal de Venecia, entre el bosque de sus columnas, entre las grecas de las cresterías
de mármol, poniéndola al lado de aquellas inmortales figuras desprendidas de la
paleta del Veronés o del Ticiano; y en el cementerio de Pisa, bajo los cipreses, sobre
la tierra traída de Jerusalén, que da rosas tan bellas como las rosas de Jericó,
celebradas por los profetas, entre las grandes ojivas por donde se ven las estatuas de
mármol que lloran eternamente sobre las tumbas griegas, los ángeles del Giotto y del
Orcagua, que agitan con sus alas todos los misterios de la eternidad, creía oír los
suspiros de esa mujer misteriosa, traídos por las brisas del mar toscano, cargadas con
las cadencias del Amo y con los versos inmortales de Byron. Sabido es que la
Vallclusa de estos amores no fue una fuente sombreada por los olivos, sino el
cementerio solitario donde centellean los terrores del juicio final y se extienden todos
los misterios y toda la solemnidad del eterno silencio, interrumpido sólo por el
lamento de las campanas que cae de la cercana torre inclinada, o por el eco de las

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oraciones y de los cánticos religiosos que se escapan de la Basílica, o por el rumor de
la vegetación y de los insectos que transforman en nuevas hebras de vida las cenizas
de los muertos.
Allí recordaba uno de los libros que más influjo han ejercido sobre mi
pensamiento y más sueños de poesía me han inspirado en la niñez, el gran libro de
Quinet, el Ahasverus. No podía olvidar el cántico en que las mujeres más amantes de
la historia rasgan, al rayo de la luna, su blanco sudario, y vienen, almas sin cuerpo,
pensamiento sin forma, especie de mariposas espirituales, las alas de luz matizadas
por ideas, a rozar la frente del poeta con sus místicas inspiraciones. Allí, en aquel
coro, estaba Safo, la que fue a extinguir su sed de amor en las aguas de Léucades con
la muerte; allí Eloisa, en cuyo seno comenzó a renacer la naturaleza humana, bajo los
cilicios y las cenizas de la Edad Media; allí la mujer inmaculada como el primero
inocente amor, la niña misteriosa que lleva ya algo de las vírgenes de Rafael en su
frente, la estrella que ha rielado en las olas de hiel de una vida tempestuosa, bella
como ninguna y vertida por los resplandores del eterno sol: la Beatrice del Dante.
Entre estas mujeres inmortales contaba Quinet a la condesa de Guiccoli como una
de las más bellas formas que ha podido revestir la inspiración sobre la tierra. Y en
efecto, aquella mujer, que había encontrado al poeta en la mitad de su camino,
cuando la desesperación le hervía más rugiente en el pecho, cuando la fe se le apaga
casi con la vida, y le había sonreído como sonríe la luna entre las nubes de la
tempestad, y le había calmado con sus lágrimas como la lluvia de férvido océano, y le
había inspirado versos serenos, cuya dulzura entrara en la miel más sabrosa que
guarde el Universo espiritual de las artes, y le había movido a acciones inmortales,
como la lucha por la emancipación de los griegos, cuyo recuerdo entrará entre los
heroísmos y los sacrificios mayores de la historia; aquella mujer es una de esas
sublimes musas que pasan cantando como una bandada de blancas aves místicas
sobre los horrores y las tristezas del mundo. Yo creí siempre que la condesa de
Guiccoli, después de haber sonreído a Byron en Venecia, después de haberle llevado
a Ravenna, después de haber paseado con él melancólicamente a las orillas del Amo,
bajo los pinos verdinegros de Pisa, había muerto al día siguiente de la muerte de
Byron, sobre la tierra de Grecia. ¿Qué podía hacer ya en el mundo? ¿A qué vivir,
cuando jamás volvería a ver en la tierra el ruiseñor misterioso que cantara a su lado, y
trasmitiera estos cantos, no al aire vago, cuyos giros los repiten y los disipan en la
brevedad de un instante, sino a la gloria, dispensadora de la inmortalidad? No podía
yo pensar que la muerte hubiera arrastrado a Byron y perdonado a la condesa. Creí
que sus almas se hallaban confundidas hasta el punto de vivir ambas de una misma
vida y en un mismo cielo, como esos astros de una constelación que jamás se ven
separados, y que desde el principio de los tiempos se contemplan mutuamente en la
inmensidad del espacia con amorosa mirada.
Eloisa no hubiera pasado a la posteridad a haber tenida otro pensamiento que el
pensamiento de Abelardo. Para vivir en todos los tiempos ha necesitado morir en el

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charca de sus lágrimas, sobre las piedras frías del claustro, viuda inmortal del género.
Su corazón vive tanto como la ciencia de su amante, porque el corazón de Eloisa
encerró lo infinito por el amor, como encerró lo infinito el pensamiento de Abelardo
por la inspiración y el raciocinio. La violencia y el odio los separaron; pero ahora sus
huesos duermen juntos, confundidos dentro de su sepulcro, en el calor eterno de la
llama que los animó durante la vida.
¿Pero qué ha hecho la condesa de Guiccoli? Ha vivido. Y no sólo ha vivido, sino
que se ha casado con un marqués rico y senador dé Francia, con el marqués de
Boissy. Y no sólo se ha casado, sino que, viuda recientemente, ha escrito un libro
sobre Byron en dos gruesos volúmenes, inspirados por óptima intención, pero
enojosos como toda difusa apología. He recorrido las mil doscientas páginas de sus
dos volúmenes, sin encontrar ni una nueva noticia, ni un rayo de inspiración. El cielo
no ha querido concedérsela a esta marquesa rica, senadora francesa, que cubre de
flores de luciente seda el esqueleto de su amante. La condesa faltó a su primer marido
por Byron. Esta falta sólo podía tener una excusa: la eternidad de su amor, ¿Cómo ha
llevado la condesa Guiccoli su luto eterno? Llamándose la marquesa de Boissy, y
muerto su marido, escribiendo un libra voluminoso, inacabable, sobre Byron, libro
que es un apologético monótono y enfadoso, cuando debiera ser la poesía lírica
escapándose de un alma, enamorada. Yo estoy seguro qué otro libro escribiera si en
su viudez moral se encierra, si arrastra el luto hasta que Dios la hubiera llamado, si va
a buscar, para tejer una corona al poeta, las bienolientes violetas del cementerio de
Pisa, en vez de buscar las flores de trapo de los salones de París, que sólo huelen a
perfumería.
Sigamos contemplando la vida de Byron y compadeciéndole hasta por las
desgracias que le han sobrevenido más allá de la muerte. Le dejamos en la primera
parte, cuando pasaba del colegio de Harrow a la Universidad de Cambridge. Corren
los años de 1805, 1806, 1807, 1808. El niño es joven. Si en la primera edad hubiese
sido menos desgraciado, fuera en la segunda menos vicioso. La niñez, como la
semilla, se pega a la tierra, donde van a brotar las poderosas ramas de la vida; se
confunde con el mundo exterior; se penetra del espíritu de la familia; es continuación
de los nueve meses de gestación, de los dos años de lactancia; y como la leche
maternal es su alimento, como la sangre maternal es su jugo, la educación maternal es
su horizonte, es su cielo, es la sangre y el alimento de su alma. Ya en la segunda edad,
estas armonías cesan, esta sujeción se rompe; la vida sale, casi siempre desbordada,
del hogar paterno, espaciándose fuera de su cauce como un torrente henchido por el
deshielo en la tibia primavera. Los jóvenes suelen ser de oposición a cuanto les rodea,
inquietos, rebeldes, llenos de vida. Las pasiones brotan como las flores, rompiendo la
película que las envuelve. La juventud es una grande enfermedad. Sobra el tiempo y
se desperdicia. Se mira al horizonte, se le vé dilatado, infinito; y no se ven las
sombras que lo manchan, ni las tempestades que relampaguean por todos sus bordes.
A la vida de la familia, se sustituye la amistad; a la tranquilidad, el amor; a la

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inocencia, las pasiones. Cuando crecemos, cuando adelantamos en la vida, viene la
serpiente a echamos del Paraíso. Se necesita tener una memoria privilegiada para
recordar estos días supremos entre la inocencia y la pasión, este hervor primero de la
sangre, esta primera voluptuosidad de la vida, que ha de tener al cabo un dejo tan
amargo, si no viene a endulzarla con su miel la virtud. En los primeros años
necesitamos una madre. Pero en los segundos, en la época de la juventud,
necesitamos una mujer a quien amar castamente para no perdernos. Si esta mujer
aparece en el dintel de la vida, todo se vuelve felicidad; y la pasión se manifiesta,
como una savia purísima, en pensamientos vagos, en aspiraciones ideales, en una
especie de religión poética, que tiene sus dolores como todas las grandezas del alma,
que abrasa, como el fuego, toda la vida, pero que, como el fuego, la pacifica y
esparce su calor benéfico por lo infinito. Lady Byron fue madre amante, pero no filé
madre tierna, y no proveyó a las primeras necesidades morales de su extraordinario
hijo. Maria, su segundo amor, acaso el más hondo de aquella alma privilegiada, el
destinado a sostenerle en sus alas, María lo despreció por un hombre vulgar que no
cojeaba. Las tempestades del hogar, las luchas entre los dos seres que lo engendraran,
la sangre normanda bullidora e inquieta, las terribles historias de su familia, los
desolados castillos donde se criara, las montañas de Escocia heridas por el rayo y
llenas de desacordadas voces de los torrentes y los aludes y las águilas; todo esto
debía dar al arrogante Encelado, nacido para las luchas titánicas, una energía
demasiado extraordinaria, para que no rompiese los límites señalados a la vida,
estrellándose contra el mal.
La universidad de Cambridge era ya un aliciente. La disciplina sufría relajaciones
muy grandes. La libertad de la vida degeneraba en licencia de costumbres. Byron
tenía caprichos extraordinarios, nacidos del calor de su mente; delirios de esa fiebre
moral llamada genio. Vestíase a veces fantástica y bizarramente. A pesar de que,
temiendo mucha a la gordura, apenas comía otra cosa que vegetales y carnes, daba
cenas babilónicas, en que la imagen de Sardanápalo, después tan magistralmente
evocada por su pluma, se dibujaba en la retina ardiente por los vapores del vino.
Llevaba junto a sí formidable oso encadenado, pidiendo que le concedieran la corona
de doctor. Tenía una amiga que disfrazaba de jockey, obligándola a seguirle por los
paseos públicos. Gozábase en pintar su vida como un torbellino de vicios y su
conciencia como un cadáver devorado por la corrupción. Formaba una especie de
asociación monástica con sus amigos, y bebían en un cráneo montado y cincelado en
plata; lo cual ocasionó la infundada creencia vulgar de que bebían en el cráneo de una
fantástica querida que imaginaban violentamente muerta. Tiraba a la pistola,
cabalgaba como el primero, recorría tres millas del Támesis nadando. Cierto día se
vio su perro favorito atacado de rabia. Cuidólo con espantoso peligro de ser mordido,
como si fuera su hermano; y cuando murió, consagróle un epitafio como si hubiera
muerto parte de su corazón. A los diez y ocho años se hallaba arruinado, y las futuras
rentas de sus dominios en manos de usureros. A los diez y ocho años había tenido tres

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duelos; uno porque le llamaron ateo. A los diez y ocho años había tenido un hijo
natural, recogiendo al par esta primera prenda de su corazón y el última suspiro de su
querida. A los diez y ocho años había ya compuesto un volumen de versos. Y como
tomara posesión de sus tierras patrimoniales, había citado a sus amigos a orgías
donde se presentaba un buey como en los banquetes homéricos, se vertía el vino
como en los banquetes asiáticos, se luchaba a los puños y a la espada como en los
banquetes romanos, y se concluía por escenas de desorden y de prostitución. Entre los
comensales de estas orgías se encontraban hombres que luego habían de hacer una
revolución política, como la que hizo Rusell con la reforma electoral; y una de esas
revoluciones sociales que se elevan a la altura de las mayores obras humanas, como
la que hizo Peel abriendo los graneros del mundo por la ley de cereales al puebla
ingles, obligado hasta entonces a comer el mendrugo caída de las mesas de la
aristocracia. A pesar de que haya intentado la gazmoñería protestante retratar a Byron
como un monstruo, capaz de todos los vicios y de todos los crímenes, sólo esta época
de su vida fue verdaderamente viciosa, y aun examinándola con detenimiento, se
descubre antes el vértigo que el propósito deliberado de obrar mal, y antes el
aturdimiento que la perversidad.
El culto del arte hubiera podido reemplazar con ventaja la educación descuidada y
el amor desgraciado. Una idea absorbe en tales términos la vida, que no deja espacio
al corazón para perverdise, ni tiempo material a la voluntad para ocuparse en el mal.
El placer infinito del trabajo, de la elaboración lenta de una obra, de las continuas
contemplaciones de esos tipos que vagan en la mente, quita en verdad todo gusto por
las bajas voluptuosidades de la materia. No hay ningún goce físico que se parezca al
goce espiritual de las grandes creaciones artísticas o de los grandes pensamientos
científicos. Las artes dieron a Miguel Ángel, las matemáticas a Newton, la filosofía a
Kant, una castidad tan pura que llegó a ser como una mística, sí, como una cenobítica
virginidad. Sus amores fueron lo ideal, sus amadas las ideas, sus hijos la estatua de la
Noche, la crítica de la Razón, el cálculo de lo Infinito. Byron pertenecía más a la
humanidad que estos genios, especie de solitarios del pensamiento, especie de
estatuas iluminadas por una idea inmortal; Byron había nacido para amar y ser
amado. Pero indudablemente, la inspiración, la presencia del ideal, los amores puros
por las puras formas de la belleza poética, todas las grandezas que llenaban su alma,
eran propias para no dejarle caer en esos amores anónimos, brutales, que pintan dos
cuerpos manchados en los goces impuros de un momento, el cual pasa como el
vértigo de la embriaguez, para dejar un recuerdo de vergüenza en la mente y un
desencanto eterno de toda la vida en el pecho.
Pero hasta en el culto por el arte fue desgraciado. Buscó prematuramente la
gloria, y encontró la más acerba censura. Se necesita haber nacido con la vocación de
escritor para comprender la impaciencia con que en la primera edad se desea ver
impresas las propias obras. Y después de impresas, la inquietud con que se recoge
todo juicio, con que se pesan todos los votos. El amor propio abulta el mérito propio

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de una manera monstruosa. Pero esta inquietud por el juicio ajeno es una prueba de
desconfianza, una prueba de que la conciencia se sobrepone en el hombre a toda
pasión, aun al amor de sí mismo. Infinitas veces el aplauso» concedido fácilmente a
las medianías se niega al mérito extraordinario. Toda grande naturaleza tiene algo de
incomprensible. Toda grande cualidad tiene algo de sublime. Y lo sublime nos fatiga
con un peso incalculable, sobre todo cuando no podemos comprender su grandeza.
Cuántas gentes he visto que, después de haber contemplado por largo espacio de
tiempo la bóveda de la Capilla Sixtina, portento de Miguel Ángel, legión de titanes,
de profetas y de sibilas, que han tocado a los límites últimos concedidos a la
expresión de las ideas, que han subido hasta las más altas cimas del arte, no han
sacado de esta contemplación otra cosa que un gran dolor en la nuca. Y nada más
fácil que maldecir de aquello que no se comprende. Además, hay escuelas literarias,
como hay escuelas políticas, que reniegan de todo cuanto no se ajusta a su estética o
su constitución. El asesinato y la calumnia les parecen armas buenas contra sus
enemigos. Sobre todo, aquellos que por espacio de mucho tiempo han monopolizado
la fama, no pueden sufrir ninguna competencia, no pueden perdonar al joven que
viene a sucederles. Han formado un símbolo de la fe crítica, han reunido una Iglesia
del gusto; excomulgan a los herejes, y ya que no pueden quemarles todo el cuerpo,
les queman la sangre.
Byron se presentó con su primer volumen de poesías delante de estos sanhedrines
de la crítica, delante de la célebre Revista de Edimburgo. Esta acreditada publicación
echó plomo derretido sobre la cuna del poeta. Jamás fue la crítica tan dura, tan
implacable. El joven autor no llegaba ni a la medianía. Sus ideas ni subían ni bajaban
de un mismo nivel, a la manera de un agua estancada. Llamábase menor de edad en
son de excusa, y esta minoridad se vé desde el principio hasta el fin de la obra como
inseparable compañera de su estilo. Habíale sucedido como a todo el mundo: escribir
una larga serie de versos detestables entre su salida del Colegio y su salida de la
Universidad. Recordábanle que para ser poeta precisa al menos un poco de
sentimiento y otro poco de imaginación. Las imitaciones de Ossian y Homero no
pasaban de ensayos buenos para una clase de retórica, pero indignos de la publicidad.
En medio del artículo, se deslizaba su pensamiento capital; que el noble lord no
naciera para poeta y debía, por ende, abandonar a mejores ingenios tan peregrino arte.
Lord Byron sintió el golpe en la nerviosa sensibilidad propia de los poetas. El filo
de aquella crítica le heló el corazón. Sus labios brotaron hiel y sangre. En su dolor,
revolvióse airado contra su patria y contra todos los contemporáneos decorados por
nombres más o menos famosos. Todas las cualidades satánicas de que él mismo se
creía dotado con bien poco amor propio, resaltan del fondo oscuro de esta sátira: el
cinismo, la ironía, el sarcasmo, la rabia, el rudo rencor y la satisfacción de la
venganza. El cojo inmortal entra, como uh Vulcano, con el martillo enrojecido en el
Olimpo de Inglaterra, y no perdona ninguna de las estatuas de sus dioses. Díceles a
los unos que son comerciantes avaros y no poetas inspirados; a los otros, que

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habiendo tomado por héroe de una obra un idiota, después de haberla leído no se sabe
quién es el idiota, si el protagonista o el autor de la obra; a éstos, que han peleado en
formidable duelo con pistolas cargadas de pólvora; a aquellos, que han vestida a
Camoens de encajes de Inglaterra; a un noble lord, que sus comidas valen más que
sus traducciones; a un célebre historiador, que escribe porque come, y come porque
escribe; a los lores, que acuden a reuniones donde, entre coros de eunucos
estipendiados, se entregan sus hijas al lascivo baile y ellos al ruinoso juego,
prometiéndose todos en estas babeles de vicios, alcanzar el dinero y la mujer de su
prójimo. Imagínese qué efecto produciría esta sátira, en una sociedad donde tan
escrupulosamente se observa el respeto al pudor y donde tan castos son los labios y
tan puro el lenguaje. Imagínese cómo se revolverían los heridos por aquél genio
candente contra las manos que abrasaba sus carnes. Una nube de injurias rodeó al
poeta. No contribuyó en poco esta malhadada sátira al odio implacable con que le
persiguieron sus contemporáneos. Lord Byron comenzó por publicarla anónima, y
concluyó por ponerle su nombre. Anunció que esperaba en Londres cuantas
satisfacciones quisieran exigirle. Y como todos se limitaran a murmurar sin retarle,
exclamó tristemente: —“Han pasado los tiempos de la caballería”.
Entre los más duramente tratados, hallábase su pariente Carliste, que había sido
su tutor. El noble joven jamás se arrepintió de este proceder. Al contrario, en una de
las ediciones de sus obras se defendía con su inexperiencia de haberle dedicado un
libro, y aseguraba que toda la sangre de los Howards no era bastante a hacer un
caballero de un villano, un sabio de un tonto. La causa de esta inmortal venganza
merece ser conocida, porque se relaciona estrechamente con uno de los aspectos bajo
los cuales miramos a Byron, con su aspecto de orador, y con uno de los hechos más
trascendentales de su vida, con su entrada en la Cámara de los Lores de Inglaterra.
Lord Byron le había pedido su protección y su padrinazgo para ser presentado en
la Asamblea. Nada más natural que el deseo de sentarse en aquella grande oligarquía,
que por su parecido, especialmente entonces, con el senado romano, y por su
influencias en el mundo, había de acalorar y encender la imaginación del poeta. En el
alma de Lord Byron había, con esa nostalgia del cielo natural en todos los genios
extraordinarios, sed intensísima de la gloria. Y la más grande, la más embriagadora
de las glorias humanas indudablemente es la gloria del orador, que sin verter una gota
de sangre, sin manchar sus laureles con los funestos trofeos del guerrero, conquista
desde la tribuna las almas de sus oyentes y las confunde todas en su alma. No hay
espectáculo semejante al del orador, el cual debe ser a un tiempo filósofo, poeta,
artista, músico, táctico; sacar del fondo de su alma los tesoros del pensamiento,
encerrarlos en formas perfectas, con esa fuerza creadora que, como la palabra de
Dios, hace brotar mundos; y por un milagro de su inteligencia y de su voluntad,
tender entre tempestades infinitas de aplausos cadenas invisibles, a las cuales se
prenden los corazones como esclavos de aquella magia, cuyo poder sobrenatural es
uno de los misterios más profundos del espíritu. El alma inquieta, activa, de Lord

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Byron, se imaginaba ya en las visiones de su fantasía triunfando de todos sus
enemigos por la magia de la palabra y sirviendo al género humano por la santidad de
las ideas.
Sí: aquel hombre a quien presentaban sus enemigos como indiferente a todos los
dolores humanos, como dudando de todas las ideas, despreciador de sus semejantes y
enemigo de Dios; dado sólo al culto de su vanidad y al desenfreno de sus vicios, tenía
allá en el fondo de su grande alma un altar reservado para la religión de los
oprimidos, y la fe siempre viva en el progreso de la humanidad, que es al cabo el
cumplimiento de las leyes divinas de la justicia sobre la faz de la tierra. No había sólo
un sentimiento de egoísta amor propio en la justa impaciencia de Byron por alcanzar
los derechos que en la herencia le tocaban: había el nobilísimo amor de la humanidad,
como lo demostró más tarde empleando su poderosa palabra en favor de los católicos
de Irlanda, y esparciendo así las semillas de las instituciones que debían brotar en
nuestro tiempo; profeta, como todas las grandes inteligencias, de un nuevo mundo
social.
Pero a todos estos nobilísimos deseos respondió Lord Carliste con criminal
indiferencia. Mal hemos dicho, respondió con vivísimo deseo de contrariar las nobles
ambiciones de su sobrino. Extravió los documentos legales para que se retardara su
recepción oficial. Acogió con desdén la dedicatoria de unas poesías que, obras de un
niño, debían ilustrar, inmortalizar su nombre, cuando sus obras propias, sus obras de
viejo, ya estuvieran olvidadas. Y se negó, por fin, a presentar en la Asamblea aquél
grande genio que llevaba escondido en su frente un cielo de poesía. Lord Byron entró
acompañado por un lejano pariente, a quien apenas conocía. La alta Cámara se
consagraba a sus negocios ordinarios con esa regularidad matemática propia de la
vida inglesa. Nadie en aquella aristocrática Asamblea sospechaba que el noble Lord,
venido a ocupar unas de sus sillas curules, hubiera de ser en lo porvenir el intérprete
del pensamiento de su siglo, el cantor de sus dolores y de sus dudas. Quizá Byron, del
fondo de la degradación en que había caído, y a pesar del desencanto que las críticas
brutales habían engendrado en su alma, previa con la conciencia de su propio mérito,
y con la previsión natural del genio, la corona de laureles oculta bajo su corona de
espinas, y la transfiguración reservada por el porvenir a su genio. Indudablemente,
una atmósfera misteriosa debía rodear al joven, y una aureola centelleante
resplandecer sobre sus sienes. Era ya entonces uno de esos hombres-símbolos
elegidos entre muchos para personificar y representar un siglo. Como nuestro tiempo,
debía arrastrar su cuerpo a manera de un reptil, por el suelo, y su alma a manera de
una constelación luminosa, por lo infinito; buscar los goces sensuales, y tener sólo un
goce completo en la contemplación de las ideas; reírse de las creencias, y morir por la
fe; aparentar brutal epicureismo, y merecer ser contado entre los héroes por su vida y
entre los mártires por su muerte. Aquella su figura, la bóveda de su cabeza griega, los
dilatados espacios de su frente, las arqueadas cejas; la profundidad de aquellos ojos,
que ya tomaban el color sereno del cielo, ya la oscuridad del abismo, como un océano

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de alterados pensamientos; la línea bellísima de sus labios cincelados como para
vibrar eternos cánticos; su nariz aguileña, su barba partida con una gracia
incomparable; el gesto olímpico, la actitud majestuosa, la grandeza templada por su
bondad, el genio centellando de cada una de sus facciones; aquél color pálido y mate,
semejante al color de un mármol antiguo dorado por el sol y por los siglos; todo su
ser, toda su persona debían revelar que Dios no cinceló tan perfecto vaso para que
estuviera vacío, sino para llenarlo de inmortales esencias.
Su entrada en la Cámara fue fría y formularia. La sesión era vulgar, los lores
pocos, el Canciller recibió el juramento, y declaró la admisión como se recitan
siempre todas las fórmulas. Yo no he visto el antiguo palacio del Parlamento, pero he
visto el nuevo; y puedo asegurar que ha dejado en mi alma una emoción eterna, como
la Catedral de Toledo, como el Coliseo de Roma, como el Cementerio de Pisa. A
pesar de la escasa originalidad de la arquitectura, y del exceso de los adornos, los
altos muros góticos, las formidables torres, la grandeza de las proporciones, el color
sombrío aumentado por las bocanadas de humo de las fábricas y las emanaciones
nebulosas del Támesis, las áureas aristas en las altas cúpulas semejantes a sombríos
cipreses, iluminados por los rayos de un sol misterioso, dejan en el alma una
indefinible imagen de grandeza, como expresión sublime de la soberanía de un
pueblo, engrandecida por la sanción de los siglos. Las pinturas y las esculturas se
distinguen sólo por sus imperfecciones. Pero los altos arcos y las largas líneas dan
ciertamente al espíritu una idea de todas las grandezas. Pero lo que más admira, no es
lo que estáis viendo, sino lo que estáis pensando bajo aquellas bóvedas; la fuerza de
las instituciones, la grandeza de las libertades, el progreso que nunca se interrumpe,
el prestigio de una raza que ha sabido salvar sus derechos de la universal servidumbre
en que todas cayeron en el siglo décimo sexto, cuando se fundó el desolador
absolutismo. Yo en este inmenso palacio pensaba el daño inmenso que hicieron a su
patria cuantos alejaron a Byron de aquellos escaños con su odio irreflexible. Acaso
las altas ideas sociales y las progresivas reformas políticas le hubieran separado del
abismo, dando alimento a su deseo infinito de amor. Acaso la pasión de la libertad
hubiera llenado más positivamente su alma que la pasión de lo ideal. Acaso a las
glorias de la poesía hubiera reunido las glorias de la elocuencia. La libertad no es la
Bacante que imaginan los reaccionarios del mundo, sino la fiel esposa de austera
virtud y de casta fecundidad. Podemos padecer, pelear, morir por ella, seguros de que
los siglos por venir recogerán el fruto de todos estos sacrificios. Pero los odios
conjurados contra Byron le forzaron, no solamente a dejar la Cámara, sino la patria.
En su desesperación, miles de maldiciones brotaron de su alma. Inglaterra lo arrojaba
de sí, ignorando que había de ser una de las primeras estrellas de su cielo.
Aquella separación de Byron no fue un viaje, fue un destierro. El mismo nos dice
que salía de Inglaterra triste como Adán del Paraíso. Cuando vuestra patria os cree
incompatible con su reposo, con sus instituciones o con sus creencias, no hay más
remedio que abandonarla, aunque abandonéis con ella la mitad de la vida. Por todas

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partes hay aire, pero no es aquél aire que ha recogido los suspiros del primer amor.
Todas las naciones tienen hogares que ofreceros, pero ninguno es el hogar donde
habéis recibido la bendición de vuestra madre. El cielo es grande y se extiende por
todo el planeta, pero no es el cielo bajo el cual soñasteis con vuestras esperanzas
muertas en flor, y fuisteis feliz con las rientes ilusiones. Toda la tierra puede ocultar
vuestro cadáver; pero ¡ay! vuestros huesos estarán más solitarios en la tierra impía
que no tenga también los huesos de vuestros padres. Morir en tierra extranjera es el
mayor de los castigos. No en vano hemos nacido en un país. Tenemos de su suelo un
jugo semejante al que recoge de la tierra la raíz del árbol; tenemos de su cielo un beso
inmortal en la frente. Nuestro corazón está amasado de aquella arcilla. Nuestras ideas
se confunden casi con las palabras que la patria ha puesto en nuestros labios. El
destierro concluye por convertirse en una enfermedad mortal de corazón. Deseáis,
anheláis marchar entre gentes con las cuales tenéis esa comunidad de origen, de
sangre, de lenguaje, de vida, que constituye el ser de vuestra patria, dilatación de
vuestro propio ser. Y después de haber visto las mayores naciones del mundo, las
ciudades más célebres, los monumentos más sublimes; después de haber tratado a los
hombres más ilustres; después de haber asistido a una gran sesión en las Cámaras de
París y Londres, a una misa en San Pedro de Roma, a una salida del sol en la bahía de
Nápoles, a una serenata en el gran canal de Venecia, a una excursión por la cima de
los Alpes, entre los hielos eternos, al ruido de las cascadas que mugen cayendo en el
valle y de los aludes que levantan remolinos de nieve a las alturas, volvéis tristemente
los ojos allá al lejano país donde tuvisteis la cuna, y resumís todas vuestras
ambiciones en ser el último de sus ciudadanos, el más oscuro de sus hijos, por tener
hoy entre vuestra familia y vuestros amigos un hogar, y mañana en la tierra de
vuestros padres una olvidada sepultura.
El amor, sólo el amor podía haber creado para Byron un nuevo mundo de
felicidad y de esperanza. Pero el amor más intenso de su vida, el primer amor
verdaderamente grave de su corazón, no encontró la correspondencia que acaso fuera
su eterna felicidad. Amar y no ser amado. ¿Concebís mayor tormento? El corazón
solitario, sólo engendra serpientes, como el desierto. Nadie se cura de vuestra vida ni
se interesa por vuestra suerte. Los más bellos pensamientos caen por su propio peso
en el abismo del alma, pues no tenéis a quién comunicarlos, y la hieren y la
destrozan. Podéis salir cuando queráis de vuestra casa sin que nadie os detenga y
volver sin que nadie os aguarde. Como la salud es vuestra solamente, la exponéis al
primer peligro, la jugáis a la primera carta. Como la muerte ha de herir un corazón
solitario, la aguardáis indiferente. No tenéis con quién compartir ni penas ni alegrías.
El alma que, partida en dos, se agranda hasta lo infinito, en el egoísmo se encoge y
seca a la manera de esas frutas caídas verdes del árbol. Cuando las fuertes emociones
de un corazón varonil, cuando las rudezas de un carácter que ha peleado mucho, no
están por la sonrisa de una mujer querida templados, toman algo de salvaje, como los
campos abandonados del cultivo. Después de una tempestad, no hay calma; después

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de la noche, no hay aurora; después de la duda, no hay fe; después del dolor, no hay
consuelo. Una vida sin amor es un cielo sin astros. Miss Caworth, abandonando a
Byron, acaso le cortó las alas con las cuales se hubiera remontado al cielo, y lo dejó
entregado a sus propias pasiones y a la soledad de su pensamiento, entre los
torbellinos del mundo. Antes de partirse, quiso verla el poeta. En efecto, tuvo valor
para arrostrar la mirada de aquella mujer feliz en otros brazos que no eran los brazos
de su primer amante. Pisándose el corazón y las entrañas, penetró en aquella estancia
que había creído destinada a ser el templo de su felicidad. La rubia cabeza se inclinó
para saludarle. Las miradas de los dos amantes, separados para siempre, se
encontraron en aquél supremo adiós. Byron le dijo que su único deseo era la felicidad
de su amiga, y que se iba contento viéndola feliz; que sentía un gran dolor, pero que
ante todo y sobre todo, sentía una amistad infinita por ella, hasta el punto de ser capaz
de amar a su esposo porque la amaba a ella. Cuando veía al hijo de María, que apenas
contaba a la sazón dos años, cuando descubría en su fisonomía rasgos de la fisonomía
del padre, su corazón se partía de celos en mil pedazos; pero cuando lo observaba y
veía los ojos de su madre, lo estrechaba contra su corazón y lo besaba hasta sofocarlo.
Por fin, partió. Ya lo veremos en su viaje, despidiendo de su mente una estela de luz y
de su corazón un reguero de sangre,

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TERCERA PARTE

Abandonar Inglaterra, aquella sociedad ceremoniosa en la cual apenas podía


moverse y respirar el genio inquieto del poeta, era una vivísima necesidad de su alma.
Rompió, pues, los hierros de su cárcel y se encontró en plena libertad; atravesó las
nieblas británicas, y fue a bañarse en nuestros dilatados horizontes, en nuestro claro
cielo, en nuestra vivísima luz. Si los hijos del Mediodía no podemos contemplar una
puesta de sol, cuando las nubes se tiñen de púrpura, cuando las montañas casi se
trasparentan, cuando las aguas del mar toman toda suerte de matices, sin dejamos
arrastrar por el encanto de aquella fiesta de armonías y colores, ¿qué le sucederá al
hijo del Norte, acostumbrado a ver siempre sus árboles gigantes y su sol pálido a
través de las gasas de sus nieblas?
Byron sintió por un momento extraordinaria dicha; sus siniestras ideas, su
melancolía inmortal, sus dudas y su desesperación cayeron pronto en el seno de las
aguas, como si los besos amorosos de las brisas marinas le llegaran hasta el alma. En
efecto, nada hay que nos aliente y nos vigorice tanto como el espectáculo del mar, la
brisa recogida por la lona agitada, el espumoso oleaje roto y surcado por la vencedora
quilla; un doble infinito sobre nuestra cabeza y bajo nuestras plantas; la vida por
todas partes embriagándonos con su voluptuosidad; la luz cayendo a torrentes y
acrecentándose en la transparencia de las aguas; el aroma salado de la vegetación
marina difundiéndose por nuestra sangre; el vigor de la voluntad demostrado por la
lucha; y la dignidad humana realzada por aquella victoria de todos los instantes sobre
los batalladores elementos.
Se vé en la correspondencia de Byron que su alma se ha rejuvenecido en el
Océano; que su vida se ha aumentado con la vida infinita del Universo. En efecto, sea
cualquiera nuestra idea sobre la naturaleza, ya la consideremos como un velo que
oculta a Dios, a la manera de los místicos, ya como el conjunto de la vida universal, a
la manera de los panteístas; cuando nos entregamos a gozarla, a remirar el aire
vivificante que circula por su seno, a contemplar sus estrellas, que nos miran con
amor, a recostamos en d seno de sus prados, cubiertos por las florecillas de abril,
sobre las cuales juguetean las mariposas, a oír el coro de sus miríadas de aves y la
orquesta infinita de sus misteriosos rumores, a sumergir la vista en el lejano y hondo
paisaje, súbitamente nos convertimos todos en poetas, y sin poderlos expresar como
los genios superiores, sentimos los escalofríos de la inspiración pasar por nuestros
nervios agitados como un arpa,' al mismo tiempo que las corrientes de la vida
universal centuplican las fuerzas de nuestra tenue vida.

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Pocos poetas han sentido la naturaleza como Byron. Gusta, es verdad, de turbar
su serenidad con el grito de los dolores individuales, pero también gusta de mostrar
cómo su savia penetra hasta la imaginación, y la hace brotar flores a la manera que la
savia primaveral hincha las yemas del seco almendro. Así nos ha descrito sobria y
elocuentemente su llegada a las tierras occidentales, después dé haber pasado los
tormentosos mares de Vizcaya, las riberas encantadas de la vieja Lusitania, la
desembocadura del Tajo, las montañas con sus aureolas de luz y sus turbantes de
blanquecinos vapores, los frutos de oro escondidos bajo las anchas hojas de
esmeralda empapadas en deliciosos aromas, Lisboa mirándose en el espejo de las
aguas, las no soñadas bellezas de Cintra, por cuyos tortuosos caminos ya se ve un
monasterio lleno de sombríos penitentes, ya las cruces que recuerdan horribles
asesinatos; pero sobre todo, el oleaje granítico de montañas dentadas, con los picos
suspendidos en lo infinito y casi agitados por el viento, con los cambios bruscos de
luz y de sombras, con las blancas coronas de madre-selvas, con los profundos valles
donde la vegetación del Norte llora la ausencia del sol, con las laderas cubiertas de
naranjales, con el ruido de sus mil torrentes desgajándose en varias cascadas, y la
vista lejana del infinito Océano reflejando la luz en su celeste seno.
Byron atraviesa el Guadiana. Al pisar nuestra patria, la sombra de España
caballeresca se levanta a sus ojos. La nación-héroe se le aparece, herida, a causa de su
belleza, por todos los conquistadores y atándolos a todos a la cola de su caballo de
guerra. En las inmensas llanuras españolas, entre el polvo levantado por las ráfagas
de los vientos, cree la imaginación ver siempre la eterna lucha, el duelo a muerte
entre los moros y los cristianos, que han mezclado igualmente su sangre en los
surcos, arrugas de nuestra madre tierna. Y después, cuando viene la noche, y el cielo
brilla con su serenidad, y las estrellas relucen, cree la mente oír por doquier, al son de
la guitarra, los romances del antiguo heroísmo o las endechas del eterno amor. Yo
acabo de recorrer las regiones más hermosas de Europa. Y ni en las orillas del Rhin,
pobladas por los dolientes sueños de la poesía germánica, ni en el golfo de Nápoles,
donde las sirenas levantan sus frentes de mármol coronadas por epigramas griegos, he
sentido una poesía tan profundamente triste como la que se respira en las noches de
Andalucía, cuando sobre la tierra encendida, a la incierta luz de los astros, bajo la
parra o la palmera, la gitana de tez bronceada y ojos negros, dejando caer sobre las
espaldas sus trenzas de ébano que le obligan con su peso a levantar la cabeza, y
tendiendo al cielo sus brazos como para huir de la tierra, danza y danza, como si un
delirio la poseyese, al son de la guitarra que se queja doliente, y de la canción de
amor triste como una elegía, sostenida y ligada en largas cadencias, como una serie
de no interrumpidos sollozos.
Byron llegó a España en la época de la guerra de la independencia. Su agreste
suelo, sus rudos rastrojos se hallaban quemados. En cada una de sus colinas se
levantaba un fuerte. Los cañones abrían por doquier sus bocas mortíferas. Todos los
españoles llevaban su escarapela de color de sangre en el sombrero y su arma bajo la

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capa. Zaragoza se retorcía sobre el potro del tormento, asombrando al mundo con su
menosprecio de la muerte. No parecía sino que una ciudad entera se suicidaba como
Catón. Una mujer secaba sus lágrimas, y entre montones de ruinas humeantes y
montones de cadáveres podridos, aplicaba con sus breves manos la mecha al cañón
que defendía la ciudad-mártir, convertida en vasto cementerio. Este sublime delirio
de España en la defensa de su independencia, se halla magistralmente descrito por el
poeta, que se eleva desde su ligereza tornadiza y desde su irónico escepticismo
individual, a las alturas de la poesía épica, cual si hubiera recogido en su genio
absorbente el espíritu del viejo Romancero.
Pero siento en el alma que viera nuestras costumbres tan de ligero. Sevilla debía
inspirarle algo más que el cuento insípido sobre sus dos amas de huéspedes, con las
cuales viviera cuatro días. Viniendo, sobre todo, de Inglaterra, aún hay que admirar la
torre desde donde los maestros arábigos estudiaban la astronomía; el hospital
levantado por el arrepentimiento y que guarda junto a los cuadros de las aguas y de la
multiplicación de los panes, esos cuadros de la vida, otros espantosos, pero
verdaderos cuadros de la muerte; la catedral gótica, austera como la Edad Media, y ya
iluminada por los albores del Renacimiento, como si las sombras de una época
estuvieran en sus bases y el amanecer de otra época alboreara por sus ojivas; el
palacio mudéjar, cincelado como una joya y empapado en todos los colores del
Oriente; los patios, que macetas de varias flores adornan, que sonoras fuentes
refrescan rodando con sus cristalinas gotas los pavimentos de mármol, y que pueblan
esas beldades, cuyo color moreno y cuyos ojos, profundos abismos de amor infinito,
recuerdan a cada paso las Vírgenes de Murillo.
Cádiz le ha inspirado algunas bellísimas estrofas. Mas ¿por qué Byron, que ha
visto con una tan clara perfección el valor de los españoles, no ha visto también la
virtud de las españolas? Las virtudes de los hombres son fáciles de ver, porque brillan
en el campo o en la plaza pública. Con sólo mirar los muros de Cádiz, podía ver allí
embotadas las bombas dé Napoleón. Pero las virtudes de las mujeres se ocultan en el
Seno del hogar, en el santuario de la familia; hay que buscarlas como las perlas, en el
fondo de las aguas y en la clausura de apretadas conchas. Un viajero pasa algunos
días por extranjera ciudad, tiene fáciles placeres, encuentra el vicio en la superficie, y
generaliza sus emociones. Así me explico la injusticia de Byron y las duras frases con
que marca ligeramente a las mujeres de Cádiz. Y sin embargo, si entra en aquellos
hogares, y ve los tesoros de ternura, de pasión unidos a la fidelidad más austera,
¡cuan otra hubiera sido su idea! En ninguna parte las familias se hallan tan unidas en
el mismo espíritu y son tan amantes. En ninguna parte se consagra con tanto afán
toda una vida a un sólo amor. Yo he visto languidecer en su retiro muchas de esas
beldades nacidas para encantar la sociedad, después de haber aguardado, largos años
al prometido ausente, que ha ido a morir en inhospitalarias playas. Yo las he visto,
viudas dé un primer amor infeliz, permanecer fieles a ese amor único, a ese amor
virginal hasta la muerte, y morir con la esperanza; de hallar a su amado en otras

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regiones más serenas. Yo las he visto sostener diez, quince años de relaciones, desde
la primera edad, con el elegido de su corazón, sin que en esos quince años, ni un beso
haya desflorado la virginidad de los labios, ni un pensamiento lascivo la virginidad
del alma. Yo he visto a madres jóvenes y hermosas morir para el mundo el día que
murieron sus maridos, y convirtiendo su casa en claustro, no tener otras relaciones
con la sociedad que las necesarias para educar a sus hijos. La pasión toma entre
nosotros la intensidad infinita de aquel ardiente clima, pero como todo lo que es
infinito, pasa de las limitadas regiones de la materia demasiado frágil y demasiado
estrecha, para contenerla en las regiones ilimitadas del pensamiento, donde reviste
una pureza casi divina, y adquiere una vida casi celeste. Byron no debía haberse
contentado con ver el fuego robado al cielo por los negros ojos de nuestras andaluzas,
la pasión que relampaguea bajo sus sedosas cejas y entre sus largos párpados, las
trenzas que parecen animadas como serpientes cuando se enroscan por su blanco
cuello; entre todas estas llamas debía haber descubierto la pureza y la hermosura del
alma.
Bien pronto dejó nuestro país. Como poeta, buscaba la tierra de las formas
artísticas, la tierra de la expresión perfecta. No hay en el mundo país alguno que haya
tan profundamente acertado con la manifestación bella de la idea como Grecia.
Apenas ha pasado un pensamiento por su mente, cuando ya se ha revestido de un
dibujo inmortal que es como el perfecto delineamiento de la hermosura. Cuatro rayas
bastan a sus dibujantes para trazar en el mármol esos bajorrelieves, cuya sencillez se
confunde casi con la sencillez nativa de las ideas, y cuya hermosura es la perfección
tranquila de una serenidad eterna. Son las ideas griegas como las melodías más
naturales de la creación, como el susurro del arroyo, como el canto del ruiseñor. Son
sus estatuas el bello ideal de las artes plásticas. No parece que el mármol haya
obedecido al martillo que lo ha desgajado de la montaña o al cincel que lo ha
revestido de formas, sino a la idea y a la palabra. Cualquiera diría que la estatua se ha
levantado de la piedra a la evocación del artista, con la misma prontitud con que
debió levantarse del barro Adán al llamamiento de Dios. Cualquiera diría que un
alma inmortal se ha encerrado bajo la bóveda de aquellas divinas cabezas y
reflejádose en los espacios de aquellas anchas frentes. Dueños los griegos de una
lengua inmortal por su flexibilidad y por su riqueza, sus almas despiden las ideas en
esas palabras sonoras, como un instrumento músico las melodiosas notas. Jamás
pueden olvidarse, cuando en el original se han leído los versos en que Tetis consuela
a su hijo, la descripción del valle de Colonna en el Edipo de Sófocles, el ronquido de
las Furias en la Orestiada de Esquilo, y los períodos inmortales del Timeo de Platón.
Parece que luego la humanidad no ha sabido hacer otra cosa que copiar y re-copiar
estos eternos modelos, como un aprendiz de dibujo copia el ejemplar que tiene en
frente, borroneándolo y a tientas, poniendo a veces superioridad en la expresión o en
algunos de sus rasgos, pero sin llegar nunca a su perfecta forma. Todos los artistas,
clásicos o románticos, poetas, pintores, escultores o arquitectos, los que cultiven las

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artes de la palabra en la tribuna o en la cátedra, han de ir a Grecia a buscar los
secretos de la forma. Byron no podía faltar. La patria del arte se le aparece como uno
de esos cráneos que han llevado el peso de un alma en vida, de un alma capaz de
elevarse hasta lo infinito, y que en muerte apenas pueden ofrecer habitación a un
insecto. La mano aleve de los hombres acaba de arrancar hasta las ruinas del Partenon
para llevarlas al Museo de Londres. Los sacrílegos han profanado un cadáver para
despojarlo de sus riquezas. Yo he visto en el Museo británico los rotos mármoles del
Partenón, animados por el cincel de Ictino, de Calícrates y de Pidias; yo los he visto
con mis ojos, y los hubiera besado con mis labios, como el peregrino la tierra de
Jerusalén. Yo he visto las teorías, las procesiones, el desfile de los Dioses y de los
héroes, las vírgenes griegas ofreciendo los presentes de la Ática, los semi-dioses
vencedores de los centauros, las víctimas destinadas al sacrificio, los jóvenes
guerreros desnudos sobre el caballo en pelo, todos perfectos en su hermosura
inmortal y serena; pero todos tristes, lejos de las colinas donde crece el olivo de
Minerva, y de los torrentes donde crece la adelfa de Apolo, circuidos del aire cargado
con las nieblas del Támesis y el humo de la hulla, en vez de hallarse circuidos del aire
a cuyos besos nacieron, del aire perfumado del Himeto, lleno con las armonías del
Egeo; extranjeros eternamente, ¡ellos, los genios del Mediodía, los genios del arte y
de la luz! a las sombras y a las tristezas de los climas del Norte, más desgraciados
entre las brumas de Albión que Eurídice entre las tinieblas del Infierno.
Jamás el genio del hombre ha escrito páginas tan bellas como las que Byron
consagra a su peregrinación por Grecia. Son una elegía donde no sabemos qué
admirar más, si la perfecta forma, si la elevada idea, si la amarga tristeza. La
hermosura plástica de los griegos se une a la profunda melancolía de los cristianos.
Cuando los veo, me parece que estoy viendo la Noche de Miguel Angel extendida
sobre el sepulcro de Florencia, aquella fuerte deidad griega, casta como la Venus de
Milo, pero triste como una Dolorosa de Rivera. La nave del poeta va pasando entre
los promontorios griegos, y su voz va recogiendo la voz de las ruinas, los lamentos de
aquellos sitios despoblados de sus dioses. Jamás, desde que Plutarco escribió los
lamentos oídos por Thamo, cerca del cabo Miseno, cuando la religión de la naturaleza
se moría, jamás los hombres han escrito páginas tan tristes. Chorrean lágrimas, pero
lágrimas encendidas, capaces de resucitar los dioses en las frías cenizas de los
arruinados altares. Desde su nave ha visto la sombra del peñasco extendida sobre el
mar de Leucades, donde Safo apagó en la onda amarga la sed infinita de su corazón.
Desde su nave ha visto la estrecha bahía en que el genio práctico de Occidente,
personificado en Augusto, venció al genio exaltado del Oriente, personificado en
aquel fuerte pretoriano que se llamaba Marco Antonio, el cual había cambiado el
amor a Roma por el amor a Cleopatra, la maga, la hechicera, la poetisa, la
encantadora, capaz de resucitar con sus ardientes besos y sus lascivas danzas las
teogonías orientales bajo los templos mismos de Grecia, y enroscarse como una

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serpiente del Asia a la Ciudad Eterna, y ahogarla para vengar la esclavitud de sus
padres y la muerte de sus dioses.
La flexibilidad maravillosa es el carácter distintivo del poeta. En él se unen el
clasicismo antiguo, el romanticismo moderno, el orientalismo; y a la somnolencia
idealista más vaga, el realismo más crudo, más brutal. Es la personificación de su
cáustico tiempo. Es el instrumento que todos los vientos hieren, y que a todos los
vientos suena, ya al aura celeste matinal, llena de aromas y de cánticos, o ya al
mugido del huracán ardiente, cargado de polvo y de cenizas. El mar no repite los
cambios de la luz tan fielmente como su conciencia los cambios de las ideas; no
retrata las nubes del cielo como su alma los pensamientos del siglo. En este sentido,
siendo, como es, un poeta subjetivo, nunca olvidado de su personalidad, arrastrando
la cadena de sus dolores individuales por la tierra, queda y quedará siempre como uno
de los más fieles poetas de este siglo incierto, que, desde sus comienzos, ha vacilado
entre la razón y la fe, entre el derecho y la tradición, entre la libertad y el cesarismo.
La reacción y la acción jamás lucharon con tanta fuerza, ni jamás consiguieron un
equilibrio mayor, proveniente de su mutua paralización. Por eso Byron es el poeta-
siglo. Todas las ideas batallan fuertemente en su conciencia, Y de todos los caracteres
se reviste su alma. Después de haber pasado, como un poeta antiguo, por las riberas
de la Ática, evocando en versos de una forma perfectamente sencilla, el espíritu
guardado en sus ruinas, entra en Albania y se siente atraído fuertemente por un
espectáculo bien contrarío a la severidad helénica; por el orientalismo, por la
hipérbole, por las costumbres sensuales y las fiestas voluptuosas del Asia, Hieren sus
ojos los montañeses de la Albania con las largas botas de cuero bordadas de sedas,
los anchos saragüelles blancos, la faja de colores cargada de aceros damasquinos
relucientes de pedrería, la chaqueta y el chaleco de grana bordados de oro, sobre un
hombro la gruesa borla azul que cae del gorro griego, y sobre el otro la larga escopeta
embutida de marfil; bronceado el color por el sol, negros y relucientes los ojos,
perfectas las facciones, altos de estatura, flexibles de talle, ágiles como los gamos de
sus montañas; evocaciones, en fin, de las primeras razas humanas, que llevan en su
frente como una señal augusta de su prístina grandeza. El gobernador de aquellas
regiones le recibe como saben recibir los gobernadores turcos a los aristócratas
ingleses. La hospitalidad de Alí es un continuo encanto para Byron. En pabellón de
mármol, en cuyo centro surge murmuradora fuente, sobre cojines mullidos de vistosa
seda, teniendo a un lado el pebetero de ámbar y a otro el café, en frente la larga pipa,
al pie de celosías por cuyos áureos enrejados se descubre la viciosa vegetación del
Oriente, la palma entrelazada con el ciprés, Byron y Alí departen, rodeados de
albaneses pintorescamente vestidos, de macedonios con su manto rojo, de flexibles y
finos griegos que ostentan sus facciones escultóricas, de negros mutilados, traídos a
gran precio de la Nubia; y mientras a la puerta caracolean, en caballos ligeros como
el viento, jinetes de todas las razas asiáticas, precedidos por ruidosas músicas y
alegres tambores, desde la alta torre el muezin solitario envía el anuncio de la

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plegaria, para recordar que Dios y la idea religiosa envuelven, como una atmósfera
moral, todas las grandezas del Oriente.
Pero la verdadera tierra del poeta era la tierra de Atenas. Allí, fugitivo de las
nieblas del Norte, se reconocía en su patria. Los siglos y las cóleras de los hombres
han pasado sobre los templos, las estatuas y las columnas; pero todavía el cielo es
azul, las colinas escultóricas, los bosques de olivos, de laureles y de lentiscos
poéticos y umbríos como en el tiempo en que los habitaban los dioses; todavía el
Himeto destila de sus tomillos la dulce miel con que se regalaban los labios de los
poetas, vibrantes de armoniosos cánticos; todavía las mismas abejas que alababa
Platón susurran agitando con sus esmaltadas alas el aire sonoro, y fabrican en los
troncos de los árboles los olorosos panales que antes brillaban como oro líquido sobre
las aras coronadas de flores; todavía los rayos de Apolo doran con su luz inmortal los
mármoles de que salían estatuas eternamente bellas, y la voz de los faunos del campo
se une con la voz de la sirena que palpita en las ondas; porque si han pasado los
héroes y los genios, si ha muerto el arte, la libertad y la gloria, aún queda viva y
fecunda la naturaleza. Este sentimiento religioso por el Universo es otro de los
caracteres más bellos de la poesía de Byron. Se ve que no es un sentimiento
convencional, de reflexión, impuesto por una ley estética, a la manera del sentimiento
de Goethe, sino que nace espontáneamente, como un arroyo, de su alma, henchida de
la vida universal.
En este retiro no le faltaron aventuras. Primero encontró en su travesía a la bella
Florencia, escapada dos veces a las persecuciones de Napoleón. Después en Atenas
se apasionó de tres hermosísimas jóvenes griegas, las cuales rehusaron toda ofrenda
de este corazón demasiado expansivo y universal. Contrajo también amistad con uno
de los seres más extraños y menos estudiados del siglo; con Lady Esther Stanhope.
Eran el alma del poeta y el alma de la maga propias para comprenderse. Si la edad de
la dama inglesa y su proverbial fealdad oponían obstáculos a una relación de amor, la
exaltación de su carácter y la poesía de la vida anudaban entre ellos estrechas
relaciones de amistad. Esta mujer había huido también de las nieblas inglesas, en pos
de la luz de Oriente. Y al salir de Inglaterra, había maldecida aquella sociedad
convencional, cambiándola por la compañía de las nubes, de las águilas, de las
tempestades, de los: vientos, de todos los seres que vienen o van de lo infinito en el
círculo misterioso de la vida. Al entrar en las regiones asiáticas, se había despojado
de sus creencias protestantes, como la serpiente de la piel. Su Biblia era el Universo;
su templo las selvas primitivas que exhalan todavía el aliento del Diluvio; su altar el
Líbano, donde los profetas hebreos tallaron las gigantes arpas; su habitación las
cavernas; sus compañeros los cedros seculares, cuyas profundas raíces absorben la
humedad de la tierra, y cuyas altas copas el rayo: del cielo; su Dios el indeterminado
infinito; su profesión la profecía, como si aún corrieran los tiempos de las Sibilas; sus
medios de adivinanza, el magnetismo; sus medios de expresión, un estilo nervioso y
lleno de imágenes, como el estilo oriental; su único móvil, cierta poesía inquieta,

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incapaz de expresión, que no pudiendo encamarse en grandes obras, se encarnaba en
acciones maravillosas y en una vida errante; pero el fondo de su carácter era una
verdadera aunque sublime demencia. Si no estoy equivocado, Lamartine encontró a
tan extraña mujer también allá en los tiempos para él felices de su viaje a Oriente. Era
el momento supremo de su vida y la suprema crisis de su genio. El realista dejaba en
Europa sus convicciones aristocráticas, el católico su fe. Una aspiración vaga a la
felicidad del género humano le henchía d corazón, y otra no menos vaga a un
panteísmo sentimental, la inteligencia. Así como hay aves, hay genios del crepúsculo.
Son como ángeles perdidos entre el cielo y la tierra, con la frente en la luz, con las
plantas en las sombras, y que vuelan caprichosamente entre resplandores y entre
tinieblas. Así vagaba Lamartine, entonces hermoso, joven, poeta célebre, con sus
Meditaciones en la mano, como el testamento de su primera edad, y el corazón y la
idea puestos ya en los círculos de otras más dilatadas regiones. Lady Stanhope le
anunció que algún día estarían en sus manos los destinos de la patria. Esta mujer
hubiera pasado a ser un milagro de previsión, y de presentimiento, si su muerte no
hubiera descubierto su locura. M. Lescure, que ha escrito una bella e instructiva
biografía de Byron, promete estudiar la vida de esta hermana espiritual del poeta, que
como Byron, dejó a Inglaterra como Byron, maldijo su sociedad; como Byron, se dio
a una doctrina, mezcla informe de fe y de duda; como Byron, unió a un carácter
expansivo una melancolía profunda; como Byron, buscó en el sol de las regiones
orientales calor para su corazón aterido, y como Byron, murió en el regazo de la
naturaleza.
Pero no solamente anudó estas relaciones, sino que tuvo también el poeta
aventuras capaces de exaltar su corazón y su fantasía, esos dobles abismos llenos
hasta el borde de su inmenso genio. Imposible leer el pequeño poema Giavur sin que
el sublime terror trágico, expresado por atrevidas imagines, sacuda todos vuestros
nervios con sus descargas eléctricas. Era Leiba una de las más hermosas mujeres de
los serrallos de Hassan. La flor del granado había teñida sus mejillas; la negra y
trasparente lava del Etna, encendida aún, había hecho el cristal de sus ojos. Envuelta
en su manto de blanca gasa, brillaba como la estrella entre las nubes. Pero tenía un
manto más hermoso, aunque negro, el manto de sus cabellos, que le llegaban hasta
aquellos pies, blancos como la nieve virginal, cuando acaba de caer desde la nube
sobre los picos de las montañas. Un veneciano la vio y la amó. Su amor fue
correspondido, y una felicidad momentánea unió sus cuerpos, como una infinita
pasión había unido sus almas. Hassan lo supo. En las deliciosas riberas griegas, en
breve ensenada, desde cuyos bordes se levantan montañas esmaltadas por los
arreboles de la luz meridional, acaeció espantoso suceso. Una barca llevaba un saco.
Dentro del saco iba un cuerpo. El saco y el cuerpo fueron a la mar profunda. Pero
cuando Hassan volvía de cumplir su castigo, un hombre, más rabioso que los tigres
de las montañas, le detiene, combate con él y con su gente, hasta arrancarle casi la
mano con que sostiene la cimitarra, y luego lo deja revolcándose en su agonía hasta

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que muere sobre el polvo del camino. Y él implacable va a un convento cristiano,
pide un hábito a cambio de riquezas, y sin hacer ningún voto ni practicar ninguna
ceremonia, mirando sólo al mar lejano y profiriendo entrecortadas palabras, en que se
mezclan el amor y la muerte para sus días, como si fuera un genio del infierno,
cumpliendo una penitencia. Al fin espira, y sólo pide olvido para su nombre, una cruz
de palo para su sepultura. Me engaño, pide también que, si es verdad que los
cadáveres arrojados al mar lo dejan para pedir a la tierra una tumba menos
tormentosa, pase la desgraciada Leiba sus dedos húmedos sobre la frente de su
amante, los pose sobre el corazón encendido, y se acueste a su lado, y duerma allí,
junto a el, sin abandonarlo jamás…
Es necesario leerlo para admirarlo. Parece traducido del árabe por la riqueza de la
fantasía y por el atrevimiento de las imágenes. Solamente la elegía final acusa la
literatura psicológica del Norte y el carácter normando del poeta. Esta bella leyenda
le fue inspirada por varias aventuras. Aquel Alí que tan bondadosamente le recibiera
en su palacio, había cosido en doce sacos doce mujeres turcas acusadas de infidelidad
y las había arrojado al mar. Ninguna de ellas lanzó una queja. Todas recibieron la
muerte con la resignación en el alma y el silencio más profundo; hermosos juguetes
del destino, quebrados, como si fueran de vidrio, contra los escollos. Estos casos eran
frecuentes. Un noble napolitano, de paso por Janina, se enamoró de una joven turca
de diez y seis años. Su amor fue sospechado por la policía. Y los dos amantes fueron
sorprendidos en su lecho. La policía apedreó a la turca hasta matarla con el inocente
fruto de su amor que llevaba en las entrañas, y desterró al italiano a una ciudad
apartada, donde murió, no de la peste que había en el aire, sino del dolor que llevaba
en el alma.
En una escena semejante había sido Byron actor, y acaso débese a eso el calor
extraordinario con que está escrito el Giaour, porque Byron esperaba magistralmente
sus personales emociones. Cuentan Moore y Medwin que, estando en Atenas, había
sentido el gran poeta una pasión profundísima por hermosa joven turca. El retiro en
que estas mujeres de Turquía viven; el triste abandono en que sus compatriotas las
tienen; la necesidad de compartir con muchas otras el amor; la ardiente naturaleza,
exaltada por las visiones de la soledad y los sueños de esas fantasías vivísimas que
sólo ven el mundo al través de gasas y de rejas, les dan maravillosa aptitud para
sacrificarse a uno de esos amores prohibidos por su ley, más intensos cuanto más
peligrosos, y cuyos atractivos se aumentan con las amenazas constantes de muerte
que vienen a convertir en alimento de su infinita pasión, la cual en sus trasportes y en
sus delirios, llega hasta buscar la muerte y saborearla, con el goce de manifestar todos
los tesoros de un cariño capaz de convertir en una voluptuosidad suprema la suprema
agonía, y en suspiro de amor eterno el último suspiro de la vida. Byron, por sus
prendas personales, debía inspirar exaltadas pasiones. Algún recuerdo hay de estos
amores en aquella figura de Haydée, nunca bastante admirada, y en aquellas noches
de loco amor a la luz de las estrellas y al triste cántico de las olas. Byron y su amada

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se veían frecuentemente. Pero en esto, interrumpió sus relaciones la cuaresma turca,
cuyos mandatos son, respecto al amor, severísimos. El poeta no se creía obligado a
semejante ayuno. Y seguía yendo a ver a su amada. A pesar de todas las precauciones
tomadas, su amor fue descubierto. Una tarde se paseaba a caballo por el Pireo,
seguido de su fuerte escolta de albaneses. En mitad de la plaza descubrió un grupo de
agentes del gobierno que arrastraban a duras penas un grande saco. Un gemido
entrecortado, un sollozo amarguísimo, resonó en los aires. La sangre se agolpó a las
sienes del joven y un siniestro presentimiento al corazón. Creyó ver, ya con la
adivinación pronta de su genio, retorciéndose en el seno de las aguas entre las agonías
de la muerte, a la hermosa joven que había estrechado tantas veces contra su corazón
enamorado. En efecto, llegó. Su aire distinguido, su ademan imperioso, la riqueza del
traje, la muchedumbre de su escolta, el influjo del nombre inglés sobre el ánimo de
los turcos, detuvieron aquella ejecución, aquel crimen espantoso en el momento
mismo en que iba a ser perpetrado por la justicia mahometana, implacable como la
fatalidad. El saco se abrió, y vióse salir de su seno, pálida como la muerte, a la joven
que Byron había amado más que la vida. Allí, en presencia de todos, la arrancó a los
verdugos, puso su propio pecho como escudo, sus brazos como defensa, y declaró
que morirían unidos. El oficial del gobierno ateniense, o se apiadó, o temió. Suspensa
la ejecución, fue este acto de clemencia confirmado por el gobernador de Atenas.
Pero con una sola condición: que los dos amantes habían de separarse. Desterrada a
Tebas, allí murió la infeliz beldad, si no en el fondo del mar, en el fondo del olvido,
palideciendo y deshojándose en la ausencia como una flor privada de su savia. De tal
suerte cuentan esencialmente esta anécdota Medwin y Moore. Este último se refiere
al relato del Marqués de Sligo. Pero según Hobhouse, Byron salvó a la joven turca de
la muerte, mas no por ser su amada, sino por ser la amada de uno de sus compañeros
de viaje o de sus criados. De todos modos, protagonista, actor, testigo, estas escenas
orientales llegaron hasta el fondo de su alma, inspirándole el sublime horror de que
está impregnado uno de su más bellos poemas.
La estancia de Byron en Constantinopla no le inspira las bellas estrofas que su
estancia en Grecia. Tocado de un entusiasmo inglés, bastante raro en su
temperamento antibritánico, pone el San Pablo de Jacobo I muy por encima de la
Santa Sofía de Constantinopla. Sin embargo, su presencia en los Dardanelos se halla
señalada por una aventura que merece contarse. El poeta era un gran nadador. Había
heredado la afición a este ejercicio de sus predecesores, de sus abuelos, diestros
marinos. Su habilidad era tal, que en Venecia le llamaban el pez de Inglaterra.
Además, como su genio era adorador de la naturaleza, como su espíritu era
profundamente panteísta, cuando se desnudaba para lanzarse al agua, creía volver al
estado inocente del primitivo Edén, libre de toda defensa contra los elementos
propicios y benéficos, sumergiéndose en el fondo de la vida universal y
absorbiéndola por todos sus poros, con lo cual se dilataba su corazón hasta lo infinito,
como el mismo Océano. Sabida es la tierna escena con que Ovidio ha ilustrado estos

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célebres lugares. A un lado están las riberas de Europa; al otro las riberas del Asia.
Los dos mundos se miran desde el principio de los tiempos allí cara a cara, se acercan
cual si quisieran abrazarse, y casi nunca se comprenden. Es el uno el mundo de lo
infinito, de la religión, del despotismo, de la casta, de la fatalidad; es el otro el mundo
de lo finito, de la filosofía, de la democracia, de la libertad. Y en aquellas dos riberas
había, sin embargo, dos corazones amantes en otros tiempos. Eran Hero y Leandro.
El padre de Hero, para preservarla de esta pasión, la había encerrado en fuerte torre
levantada sobre una de las orillas, mientras Leandro se consumía de amor en la orilla
opuesta. Mas no hay imposible que el amor no venza. Esa pasión que salva los
tiempos, bien podía salvar el abismo extendido entre Europa y Asia. Cuando la noche
venía sobre el Bósforo, cuando la navegación cesaba, cuando los dos continentes se
dormían, Hero colocaba una luz en lo alto de su torre, y Leandro se iba a nado,
teniendo por guía aquella estrella iluminada por el amor. Mil veces lo trajeron las
sombras y lo ahuyentó la luz. Mil veces llegó aterido, fatigado, próximo a morir. Pero
una mirada de Hero, un suspiro de sus labios lo reanimaban. Mas hubo una noche
fatal. El mar traidor callaba y dormía; la luz de Hero centellaba en las sombras.
Leandro corría a nado en pos de una palabra de amor. De pronto, el huracán se desata,
las olas hierven, el relámpago despide sus siniestros reflejos sobre aquel delirio de la
naturaleza estremecida, sobre aquel furor de las aguas rabiosas, Hero conoce que
Leandro está en peligro, y se lanza desde la torre al seno de la tormenta. Al día
siguiente flotaban juntos dos cadáveres que habían tenido por lecho nunpcial los
brazos de la muerte. Byron quiso probar si la expedición de Leandro era posible. Una
milla hay apenas de costa a costa. Pero las corrientes son muy fuertes. La primera vez
no pudo vencer la resistencia de las aguas. Pero la segunda triunfó. Era poeta en la
fantasía, era poeta en el genio, era poeta en la vida; último y sublime representante de
las edades artísticas reemplazadas por nuestro tiempo de industrias y de prosa.
De todas estas larguísimas expediciones trajo Byron dos cantos de Childe-Harold
y el Giaour, La misma incertidumbre que tenía respecto a sus ideas tenía también
respecto a sus obras. Mal juez de sí mismo, estimaba en más el difuso comentario de
Horacio que las melancólicas páginas de la odisea, en la cual se vé el espíritu humano
dolorido por sus dudas, encorvado bajo el peso de la rica herencia de sus ideas,
atravesando el campo-santo de los pueblos muertos, y sintiendo en aquellos montones
de petrificados huesos el calor de la vida. Su deseo no reposaba un momento.
Desbordando los límites demasiado estrechos concedidos por nuestro organismo a su
desarrollo, corría siempre inquieto en busca de nuevas emociones, sin examinar su
naturaleza ni su origen, con tal que sacudieran profundamente el sentimiento. Byron
pudo decir, transformando el entimema de Descartes: siento, luego existo. No
estudiaba las ideas, el Universo, la sociedad, en el fondo de su gabinete, con el frió
análisis de Goethe, ayudado por la experiencia de otros genios y por el trabajo de
otras edades, no; medía la sociedad por sus propias pasiones, el Universo por sus
propios viajes, las ideas por sus propias creencias; expresaba lo que sentía; y llegaba

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al arte, no por las inspiraciones de la fantasía, sino por la acción de la vida. Ver,
experimentar, padecer o gozar, luchar, vivir más que pensar: he ahí el carácter de
Byron. Su Evangelio es la acción. En su sentir, la poesía no es el sueño escondido en
las profundidades del alma, sino el bajo-relieve grabado en las entrañas de la
naturaleza. La tierra, la sociedad, el cielo se reflejarán en las corrientes de esta vida
tempestuosa, tomando sus propios tintes. Individualista como su raza, lleno del
spleen que se evapora de las nieblas, aristócrata por educación y por sentimiento, la
necesidad de sentir le llevará al seno de la humanidad, al culto de las ideas más
generales y más justas, como la necesidad de expresar sus sentimientos, para volver a
saborearlos nuevamente, le llevará a la más sublime poesía. Hay ciertos hombres
observadores, que semejantes al ave de Juno, tienen una retina de extraordinaria
clarividencia en cada uno de sus poros. Byron podía decir que en cada una de sus
poros palpitaba un corazón. Sus cánticos vienen a ser la vibración de sus nervios. Sus
ideas vienen a ser otras tantas sensitivas. El cuerpo humano es como un gran árbol,
que después de pasar por las raíces, el tronco, las ramas, termina allá, en los confines
del cielo, con esa flor esférica, la más bella de las flores, que se llama por su forma
cabeza, por su contenido cerebro. Pues bien: la vida de Byron termina por el corazón.
Yo creo que lo llevaba en la cabeza, y que allí era el péndulo, y la aguja, y la máquina
que movía, que señalaba, que sonaba todas las ideas.
Las más altas montañas tienen huellas del primer fuego en que ardía la tierra. Ved
si no el granito, y a pesar de su frialdad al tacto, os parece a la vista que aún arde por
las refracciones del cuarzo, por las negras partículas semejantes a polvillo de carbón.
Pues si el planeta lleva las huellas del fuego primitivo, el siglo lleva por doquier
huellas de los dolores de Byron. Ha exprimido su corazón como una esponja sobre
nuestra frente, y nos ha bautizado a todos con su sangre. No hay ningún hijo de este
siglo, ninguno que si examina detenidamente su ser, no encuentre allá en el fondo
oscuro de la conciencia algunas gotas de la hiel de la duda y allá en el fondo
destrozado del corazón algún estremecimiento de desesperación. No hay ninguno,
pues, que no lleve algún canto de Byron en la conciencia, como no había ningún hijo
del siglo décimo-tercio, absolutamente ninguno, que no llevara algún fragmento del
Infierno del Dante en la vida, algunos de aquellos tizones pegado a las carnes.
Nuestro dolor nace de la desproporción del ideal que llevamos en el alma con las
fuerzas y el tiempo que tenemos para realizarlo. Se necesitaría una vida inmortal,
como la vida de la humanidad. Se necesitaría un universo como esa escala de la vía
láctea, donde hay mundos de mundos, sistemas planetarios infinitos, hirviendo en una
infusión de materia cósmica. Y tenemos por vida un minuto y vamos como insectillos
rudimentarios ocultos en pobre átomo de polvo. He aquí el secreto de nuestro dolor.
Y he aquí la grandeza de Byron: haber sabido quejarse.
Pero concluyamos en breves palabras este periodo de su vida, que abraza hasta el
regreso a Londres. Deseoso de conocer más espacios y más tiempo, por
consecuencia, más vida, pidió permiso para entrar en Egipto, a fin de perderse en esa

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inmensa necrópolis, donde se oye eternamente la voz austera de la muerte, mezclada
con la riente esperanza de la inmortalidad. Pero este proyecto, que hubiera
indudablemente agrandado los horizontes de la imaginación de Byron, no pudo
realizarse por falta de dinero. El genio tiene atados a sus pies o sus alas, esos
fragmentos de metal que le recuerdan siempre su cuna de barro y su sepultura de
polvo. En vano Byron escribía a su administrador y a su madre pidiéndoles dinero. Ni
uno ni otro podían satisfacer esta necesidad. El poeta proponía la venta de Rochdale
para dispendiar sus productos en esa navegación espiritual por el océano de las ruinas
históricas. La única tierra de que no quería desprenderse era Neweste, porque allí
había padecido mucho. Extraño, bien extraño huésped el dolor. Lo huimos y lo
amamos. Tenemos un culto por todos los calvarios donde hemos sufrido. Y al fin de
la vida amamos hasta nuestra corona de espinas y las llagas que la idea ha abierto en
nuestras sienes, como las llagas que el sentimiento ha abierto en nuestro corazón.
Tal como iban los negocios particulares de Byron, no sólo era imposible ir a
Egipto, sino difícil permanecer en Grecia. Una serie de empréstitos contraídos para
alimentar las primeras locuras de su juventud, había caído como una capa de polvo
sobre las ruinas de sus propiedades. A estos empréstitos habían sucedido largas series
de pleitos que ahondaban todavía más el abismo de su perdición. Un escribano había
puesto en venta el castillo que Byron deseaba guardar como la cuna de sus
pensamientos, como el nido de sus; primeros amores, como el panteón de sus
ilusiones.
Por fin, abandonó a Grecia para volver a Inglaterra. Todo lo que traía de su
expedición eran algunos pedazos de mármol, varios cráneos griegos encontrados en
los antiguos sepulcros, tres criados, dos tortugas y una redoma llena coa zumo de la
planta que mató a Sócrates. Pero en realidad lo que venía de extraordinario al mundo
occidental en aquel viaje, era el poeta, engrandecido por el espectáculo de tantas
ruinas, por el baño en la vida de la naturaleza, por la experiencia de sentimientos
inmortales, por la aspiración infinita al mundo de las ideas eternas, por ese dolor que
es como una sed inextinguible, como un hambre insaciable, dolor del ideal, dolor de
los dolores humanos, dolor que ningún sonido puede expresar, que en ninguna frase
puede compendiarse, que es algo extraño, como los misterios de la muerte, como el
magnetismo de la inspiración, como la electricidad del sentimiento; pero dolor sin el
cual no puede haber, no habrá nunca un verdadero genio. La vida es una lucha. La
gloria es el resultado de ese continuo combate del trabajo. El genio es como el fuego
de un martirio lento. Se abrasan las carnes, hierve la sangre en el horno de las ideas.
El corazón se retuerce en el dolor causado por la inmensa desproporción que hay
entre la idea y sus pálidas manifestaciones. Toda obra de ayer parece descolorida,
triste, y da pena. Toda obra de mañana halaga mientras se dibuja por los espacios del
alma; pero disgusta en cuanto cae sobre su lecho mortuorio de palabras. Mas el dolor
que siente por todos los dolores, la aspiración que tiene a todos los bienes, la
necesidad de consolar, de socorrer, de alentar, obligan al genio a producir. Y en esta

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necesidad de su naturaleza, llega algunas veces a producir sus obras maestras y a
tocar con su frente en la inmortalidad. Entonces ya es un genio humano, ya pasa a
representar uno de los símbolos del siglo en que ha nacido.
Y cuánto debemos agradecer su trabajo a los hombres extraordinarios que nos han
hecho reposar en sus obras de arte. Ellos nos han dibujado un mundo encantado,
envolviéndolo en el colorido de esa luz increada que se llama pensamiento. Así como
al dejar el ruido, el polvo de las ciudades, y encontramos en el seno de los bosques, al
pie de las montañas, a las orillas de los ríos, decimos: “Soy hombre”; al encontramos
en comunicación estrecha con lo infinito, por medio de una obra de arte, decimos:
“Soy humanidad”. La belleza es la luna que baña de melancólicos resplandores las
noches del alma. Las poesías son las alas que nos llevan por encima del ruido
vertiginoso del mundo de la industria en que habitamos al cielo sin límites de lo ideal.
¡Benditos sean todos los poetas! ¡Bendita sea la hermosura, la inspiración, las artes,
los ángeles que nos señalan como término de nuestra carrera lo infinito en Dios.

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CUARTA PARTE

Desde su regreso a Grecia hasta su casamiento, es la edad de oro de Lord Byron.


Los cantos primeros del Childe-Harold tan llenos de poesía, lo encumbran
súbitamente a la cima del Parnaso inglés. En pocos días llega a ser el hombre más
célebre de su país y uno de los hombres más célebres de su siglo. Los que antes le
habían tan duramente criticado, lo ensalzan. La sociedad que antes le menospreciara,
lo pone a su cabeza. Las damas se disputan una sonrisa de sus labios, los editores un
verso de su pluma. Los más aristocráticos salones se abren a su paso para que reciba
la corte de admiradores y respire a plenos pulmones el incienso de la alabanza.
Envíanle nombramientos de honor los clubs más distinguidos. El príncipe regente lo
invita a sus fiestas, y en presencia de toda la aristocracia inglesa, le aprieta las manos
que sostienen aquella lira inmortal. La Cámara de los Pares, que lo recibiera como un
joven oscuro, lo cuenta como una verdadera gloria. Y hasta los escritores protestantes
ortodoxos, según observación de Macaulay, no se ensañan fuertemente con este joven
sublime, que mina los principios cristianos por su base, a causa del esplendor de su
aureola. Byron, cuyo principal atributo es la sensibilidad, bebe a grandes tragos en
esta copa de oro. ¡Él, disgustado siempre del mundo y de sus pasiones, cree posible
vivir en aquella nube, como los dioses inmortales, oyendo un perpetuo himno en loor
de su genio! La alabanza, el aplauso, la gloria, suenan gratísimamente al oído. Por
algunos momentos cree el cándido corazón que todas aquellas muestras de
entusiasmo han de ser eternas, que todas aquellas flores nunca han de marchitarse.
Olvida que hay en el fondo de la sociedad, como en el fondo de la naturaleza, el
aguijón del mal para impulsar la vida, espoleándola, hiriéndola. Olvida que entra más
cantidad de mal, de desgracia, en aquellas almas en que entra más cantidad de genio.
La naturaleza, después de haber dotado a sus hijos predilectos con algunas de esas
grandes cualidades propias para alcanzar la gloria, les exige que la merezcan por su
trabajo y por sus luchas. Así es que en el fondo de todo genio hay siempre un abismo.
No se lleva una corona de estrellas en la frente, sin llevar otra corona de espinas en el
corazón. No se penetra en ese templo de la fama para escribir un nombre inmortal,
sino a costa de escribirlo con sangre de las propias venas. A veces nace un genio,
trabaja, lucha, cae, recae, muere olvidado en el camino de la gloria, y la posteridad,
solamente la posteridad le conoce y le venga de las injusticias de su tiempo. Pero
¿qué más? Hay hasta en esos juicios póstumos que se creen definitivos e implacables,
grandes alternativas y grandes eclipses. Shakespeare, el poeta más querido de nuestro
siglo, ha pasado durante otros siglos por un bárbaro. No hay poeta académico, de esos
que peinan la frase, cabelluda, pero sin seso, hasta convertir la prosodia y la sintaxis

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en el arte de un peluquero; no hay ninguno que no haya condenado el gusto del gran
poeta y que no lo haya creído propio sólo para divertir a las gentes vulgares con sus
monstruosidades y sus horrores. Y sin embargo, Shakespeare es hoy la mayor gloria
de Inglaterra.
La vida es complicadísima, y por lo mismo, se halla erizada de dificultades
insuperables. Y así como hay los grandes contrastes en la naturaleza, los hay en la
sociedad. Junto a cada profeta que anuncia el porvenir, se levanta el magistrado que
tiene el ministerio de conservar lo presente y que persigue al profeta. Junto a cada
pensador nuevo, hay una asociación que se declara infalible. Junto a cada reformador,
hay la eterna copa de cicuta. Parece que no pueden caer las semillas del bien sobre la
tierra, si no se rompe el vasa que las contiene. Cada preocupación vieja se siente
herida por la idea nueva, y la muerde. Cada privilegio persigue y calumnia a cada
derecho que le contradice. La sociedad es movimiento. Pero los que vienen a
moverla, caen siempre aplastados bajo su inmensa rueda. La sociedad es renovación.
Pero los que vienen a renovarla, mueren perseguidos por los viejos errores. No podéis
aspirar a la bendición de los venideros sino teniendo la maldición de los
contemporáneos. Los animales feroces no se van sino después de una peligrosísima
caza. ¡Cuántos genios caen, cuántos se malogran, cuántos mueren y desaparecen
como sombras en estas largas correrías necesarias para limpiar la tierra de monstruos!
La mayor parte de las gentes oree que, al arrancarles una preocupación o un error, a
cuya sombra sus padres han vivido siglos y siglos, le arrancáis su alma y su Dios.
Y vosotras, almas-poetas; vosotras, que venís de regiones más limpias; vosotras,
coronadas de flores, batiendo blancas alas, vestidas del éter; con un cántico inmortal
en los labios y una lira en las manos, como los primeros ángeles que asistieron
inclinados sobre el caos al nacimiento del Universo; vosotras, que lleváis el ideal
como una estrella sobre la frente, y que vivís embebidas y estáticas en la
contemplación de un mundo de ideas, que a nosotros, débiles mortales, sin vista tan
penetrante como la vuestra, nos parece un mundo de sombras; vosotras no podéis
venir aquí sino como a un abismo; no podéis penetrar en esta esfera de las realidades,
sino tronchando vuestras alas y cubriendo de espinas vuestros pies; no podéis bajar
desde el fuego donde habéis sido amasadas, a la frialdad de nuestras sombras, sin que
el rocío de vuestras lágrimas, en el cual se descomponía la luz increada, se hiele en la
caída y se convierta en granizo que apedree el vaso trasparente de vuestros corazones.
Indudablemente, el dolor de los dolores consiste en la desproporción que hay
entre la idea de justicia, de belleza, de bien, y las realidades del mundo. El único
medio de aliviar éste dolor es trabajar por la modificación de la realidad, cincelar el
mundo, como el escultor cincela una estatua, hasta aproximarlo a la idea; y vivir y
morir en la seguridad de que esta obra no se interrumpirá, sino que será continuada
por otras manos. Todo poeta siente, lo que en lenguaje vulgar se llama el mal del país,
el dolor del destierro, la nostalgia del cielo. Todo gran poeta es como un ángel
desterrado. Byron sentía, como nadie, este mal inmenso, infinito. Lo que en Virgilio,

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en Petrarca, en Bellini, en Rafael es una tristeza melancólica, dulce, igual, como las
noches de luna, en Calderón, en Cervantes, en Shakespeare, en Miguel Ángel, en el
Dante, en Byron es un dolor intensísimo, que toca ya en la desesperación, es como el
bramido del huracán sobre el oleaje del Océano, es una inmensa tempestad. Hay
muchos de estos genios que se han consolado desarrollando la virtualidad infinita de
su alma en sus obras, Miguel Ángel se encierra largos años y llena la bóveda de la
Capilla Sixtina de profetas, de sibilas, de titanes sublimes. Cada una de aquellas
figuras le ha costado estremecimientos horribles de dolor. Todas las ha parido su alma
destrozándose. Sus actitudes dicen que no caben dentro de los estrechos límites
concedidos a las obras humanas. Yo estoy segurísimo de que el gran dolor del artista
se consolaría, se aliviaría, en medio del coro de sus hijos inmortales, de sus obras
eternas. Pero Byron buscaba su consuelo en la vida real, en el mundo, en la copa
misma de donde fluía su dolor. Así, ninguna de las mujeres que encontró
correspondió al ideal de su mente.
Sólo se acercó un poco la condesa de Guiccoli. Ninguno de sus amigos le amó
con aquel sentimiento de exaltación que Byron llevaba hasta el heroísmo. Ninguna de
sus orgías satisfizo la fiebre de placeres ideados allá en el caos de su mente. Ninguno
de sus viajes llenó la curiosidad de su alma, nacida para viajar por lo infinito. Entre
las olas del mar y las estrellas del cielo; al través de las costas españolas, bruñidas por
los rayos de nuestro espléndido sol; y la sombra de la Giralda y de los laureles del
Alcázar de Sevilla; en la falda del Pindo y en la falda del Vesubio; entre los coros de
las islas del Adriático y los coros de las islas del archipiélago; a orillas del Bósforo y
sobre las ruinas de Roma; en las noches silenciosas de Atenas, cuando la luna bañaba
con sus melancólicos resplandores la columna de mármol, a cuyos pies se extiende la
yedra y sobre cuyo destrozado chapitel se cimbreaban las palmas, al soplo de las
brisas del Egeo; en todos estos grandes teatros del arte y de la historia, en todo el
mundo, encontró siempre el hastío que llevaba dentro de su alma. El mar cae como
una gota de hiel y la tierra como un átomo de polvo en el abismo insondable del
deseo. He aquí por qué la vida humana, esa vida llena de aspiraciones a lo infinito, no
es como el círculo que el niño produce en sereno estanque arrojando una piedra, sino
como esa faja infinita de mundos que Dios produjo en el inmenso espacio arrojando
una palabra. La vida humana es infinita. Desde el momento en que nos convencemos
de esta verdad, modelamos los hechos que están al corto alcance de nuestra mano con
arreglo al pensamiento de la mente; y dejamos aquellas ideas imposibles de realizar,
que se esparzan como llamaradas misteriosas en la infinidad y en la eternidad de la
vida futura, que se extiende hasta el seno de Dios.
Pero veamos a Byron luchar con la vida presente. El 14 de Julio de 1811 entraba
en Londres, vigorizado por su viaje. A los pocos días encontró en Murray un editor
que ha unido su nombre al nombre del poeta. En estos momentos le sonreía todo en la
vida. Mas, como si hubiera un genio del mal empeñado en contrariarle, casi todas las
personas amadas de su corazón murieron en esta época. Misterios singulares, bien

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singulares tiene la vida. Toda cuna se levanta sobre un montón de sepulcros. Vuestra
existencia se eleva sobre una serie infinita de esqueletos perdidos en las
profundidades de la tierra, como las raíces de un árbol. Contar vuestra genealogía es
contar un montón de huesosa Y, sin embargo, hay cierta época de la vida en que la
inocencia es la atmósfera del alma y el mundo un paraíso. Tenéis tanto tiempo delante
de vosotros, que se confunde casi el horizonte sensible de la existencia individual con
el infinitos de la eternidad. No solamente olvidáis vuestra propia muerte, sino la
muerte de todas las personas que os rodean; aunque el monstruo vive hiriendo,
devorando y rumiando, eternamente suspendido sobre nuestras cabezas, como la
araña sobre las moscas. Creéis que es imposible morir. Pero un día, en la primavera
de la vida, en la flor de la adolescencia, empezáis por ver morir una de las personas
mas queridas, la joven que habéis amado, la madre de cuyo santo seno habéis
recibido el calor de la vida, el amigo con quien habéis compartido vuestras alegrías.
Ese contrasentido de la muerte os hiere en mitad de la frente y en mitad del corazón.
Lo que más admira en presencia de un cadáver es la facilidad con que mueren los
seres. Lo que más extraña es la continuación de vuestra vida, después de la
desaparición de aquellas vidas sin las cuales creíais imposible respirar. Pero si no
morís de pronto en esas horas supremas de las separaciones eternas, comenzáis a
morir. Con el primer ataúd querido entregáis a las mordeduras de la muerte un pedazo
del corazón. Después, poco a poco, veis caer seres que os son caros sobre la tierra
humedecida por vuestras lágrimas, como las hojas secas sobre el barro del otoño. Y
no solamente enterráis vuestras afecciones, vuestros amigos, vuestra madre, vuestra
amada, sino que enterráis vuestras ilusiones, vuestras esperanzas. Y cuando llegáis a
la muerte, llegáis como un árbol deshojado y seco, sobre el cual pone algunas veces
el amor un nido como una promesa de la continuación de la vida para otras
generaciones.
El primer golpe que Byron recibió fue la muerte de su madre. Poco cuidadosa de
la educación de su hijo, demasiado violenta, al fin era madre. Hacía tiempo que la
orgullosa señora presentía con resignación su muerte, pero con dolor que iba a morir
sin ver a su hijo. Desgraciados de aquellos que no han recibido la última mirada de
una madre en el momento de la muerte. Ese pálido y triste rayo del sol en el ocaso,
está lleno de consejos de virtud y de promesas de inmortalidad. Si en el momento de
cometer una mala acción o de abrigar una mala idea, os acordáis de que tenéis en el
alma esa mirada bendita, que os pide una imitación de sus virtudes y de su amor para
encontraros en otra existencia más serena; si os acordáis de que lleváis ese tesoro en
el alma, ¡oh! no querréis, no, mancharlo ni con una sombra. Para apreciar el valor de
la virtud, es necesario ver morir, en su divina serenidad, una madre virtuosa. Para
creer en la inmortalidad, es necesario estudiar la muerte. La que reservó la naturaleza
a la madre de Byron fue violenta, como había sido su carácter. Esta baya enferma
cuando un mueblista le presentó una crecida cuenta por arreglos hechos en su menaje.
Tomó una gran pesadumbre y le sobrevino una apoplejía que la mató como un rayo.

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No se vieron hijo y madre en esta hora suprema. Cuando llegó Byron, se asentó
inmóvil a la cabecera del ataúd. Un sollozo amarguísimo salió de su corazón,
reprimido pronto por su indomable voluntad. El joven poeta siguió las costumbres de
los pueblos meridionales, que no tienen valor para acompañar los seres amados hasta
el pie de la fosa, como hacen los franceses y los ingleses. Cuando el cadáver hubo
salido de la casa, invitó a uno de sus criados a sostener con él esas apuestas y esas
partidas de puñetazos frecuentes en Inglaterra. Buscaba en estos ejercicios del cuerpo
una distracción a las tristes ideas de su alma; pero pronto, rendido a la fatiga moral, e
incapaz de sostener su fingida serenidad, se encerró en su cuarto y se entregó al
torrente de sus lágrimas.
Los eslabones de la cadena de la vida se rompen con una admirable facilidad. Los
tres amigos más queridos de su infancia murieron por aquellos días. El que más lloró
Byron fue Edleton, corista de Cambridge, niño de figura celestial y voz dulcísima,
que ya anunciaba desde los primeros años no ser en el mundo sino una fugaz
aparición, como las ilusiones, como las flores, como las mariposas. Fue tanta la
angustia •del poeta, que redactó un testamento como si no creyese imposible
sobrevivir a los rudos golpes de la adversidad. Escrito de su mano, tenía el testamento
un laconismo trágico. Repartía todos sus bienes entre los legatarios legítimos.
Imponíales como una obligación imperiosa un entierro modesto, oscuro, para su
cadáver, en el jardín de Newsteard; pero sin molestar ni incomodar a su perro allí
enterrado. Sus nervios se rompían como las cuerdas de una lira demasiado tirantes.
Pasaba sus días en una languidez cercana a la muerte, y sus noches en una soñolencia
cercana a la locura. No tenía refugio en su hogar desierto, en el corazón de sus
amigos, ya todos muertos, en el seno de su pensamiento, más triste que todos los
sepulcros. La mujer que había amado en brazos de otro. El hijo de esa mujer
idolatrada, que debiera ser su hijo, atormentándolo con sus besos, con sus caricias,
que le recordaban la fortuna de su rival. Todo el aire en torno suyo oscuro, toda la
tierra bajo sus pies desierta, todo el pensamiento una tempestad, todo el corazón una
llaga. Entonces, desesperado, preguntando, como Job, el origen de tantos males
apenas comprensibles, juró entregarse al mundo con furor y en el mundo al crimen. Y
entró en la vida social nuevamente con maldición en los labios, pero con la bondad en
el alma.
Los años de 1812, 1813 y 1814 fueron los tres años dé la gloria de Byron.
Indudablemente es el período más dramático, pero también más desconocido de su
vida. Las memorias, que el poeta había escrito en estilo superior al de sus versos, si
hemos de juzgar por algunos fragmentos, esas memorias, que debían ser uno de los
más seguros testimonios históricos de la época, han desaparecido por la gazmoñería
de la aristocracia inglesa, pintada allí, como suelen los grandes pintores, al desnudo.
Un día Byron estuvo a punto de tener un duelo con Moore, poeta irlandés. El duelo
concluyó en un banquete. De este banquete salieron Byron y Moore amigos. Esta
amistad fue ya inmortal en el corazón del poeta, y le obligó a entregar sus memorias a

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Moore. Pero Moore, este irlandés astuto, de helado corazón, deseoso de frecuentar la
alta sociedad, incapaz de decir una verdad, posesor de secretos inmortales en que
representaban varios cómicos o trágicos papeles diversas grandes señoras de alto
nombre, rompió aquél espejo donde se veían la faz del poeta y la faz de su tiempo.
Así es que no tenemos la clave de muchos sucesos, la fuente de muchas ideas, la
narración de muchas aventuras; no conocemos bien los tres años genesíacos de la
vida de Byron. En 1812 se instala en Saint James-Street, número 8, en el corazón de
Londres. Estaba en el esplendor de su gloria, en la irradiación más luminosa de su
varonil hermosura, en aquella época de lucidez mental en que sus labios despedían
oráculos, sus miradas imperioso magnetismo. Aquél hombre tenía transparencia en la
frente. Veíase en sus ojos chispeantes y de color indefinible, una luz inmortal. Todo
cuanto se ha modelado para expresar el genio, antes o después de él, se le parece,
«desde el Apolo de Belvedere, hasta el busto de Napoleón; por Canova. Aun recuerdo
el día que vi este busto en una de las mesas del maravilloso palacio Pitti, en
Florencia, El busto no es un retrato, sino una apoteosis. El escultor ha visto el
Napoleón de Manzzoni con el genio, la gloria, el heroísmo, la inmortalidad, la
inspiración sobre su frente, el mundo a sus pies, dos siglos batallando a su lado, y
cubriéndose las sienes con sus relámpagos. Los escultores de los grandes tiempos del
Imperio Romano esculpían así los Césares, cuando deseaban levantarlos a los altares
de la inmortalidad. Es aquella la cabeza de un Dios. Pues bien: no lo querréis creer;
creí al primer pronto por el parecido que era la cabeza de Byron. Acaso no sea
posible pintar o modelar el genio, sin pintar o modelar algunos de los rasgos de esa
fisonomía verdaderamente apolina, donde la inspiración ha dejado sus inmortales
resplandores.
Esta savia de juventud y de genio brotaba en escritos y en discursos. Byron entró
nuevamente en la Cámara de los Lores y pronunció tres oraciones. En las tres
mantuvo la causa justa por excelencia, la causa de los oprimidos. Jamás la palabra
humana, ese don de los dones, podrá tener empleo tan glorioso como el de
consagrarse a la defensa de la justicia. Así, muestra que no hay en la naturaleza
música comparable a la música de la palabra, cada una de cuyas notas es una idea, o
cada una de cuyas ideas la semilla de un mundo. Mancharla con el sofisma, es un
error; pero mancharla con la adulación, es un crimen. La elocuencia es la trompeta de
un ángel que llama al Juicio de Dios a los tiranos, y abre los cielos infinitos de una
nueva vida. Byron tenía todas las facultades del orador, todas: sensibilidad,
imaginación, idea, voz flexible, respondiendo a los varios tonos del pensamiento,
palabra abundosa, claras nociones de justicia. Solamente le faltaba fijeza de vocación.
Su genio inquieto le llevaba a otras cimas del arte donde su sobresaliente
individualidad pudiera desarrollarse en todas direcciones sin ningún obstáculo. Byron
necesitaba volar. Su alma se creía demasiado cerca de la tierra en la tribuna. Y allá,
en la poesía, desarrollábase en toda su plenitud. Pero los tres discursos que de él nos
quedan, sin ser extraordinarios, nos obligan a lamentar que sus grandes desgracias le

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arrojaran de Londres, y, por consiguiente, de la tribuna británica, antes de haber dado
mayor desarrollo a sus facultades. El primer discurso tenía por objeto impedir la
promulgación de una ley cruel contra los trabajadores que, acosados por el hambre,
destrozaban las nuevas máquinas con las cuales se obtenían ahorros de brazos. El
segundo tenía por objeto sostener la emancipación de los católicos, perseguidos por la
intolerancia protestante. El tercero, presentar una queja al Parlamento del mayor
Cartwright, jefe de la liga para la reforma parlamentaria, molestado por la policía en
su radical propaganda de estos principios: parlamento anual, voto para todos los
ciudadanos. De suerte que en todas las cuestiones que aun agitan a Inglaterra, en el
problema del trabajo, en la emancipación de los católicos, a cuyo término vamos a
llegar, gracias al empeño de Gladstone, y en la reforma electoral, Byron ha dejado
huellas de su genio, defendiendo siempre la causa de la libertad.
El mundo lo arrastraba en sus torbellinos y en sus pasiones. Gustábanle a la
sociedad extraordinariamente las poesías de Byron, pero asediándolo de continuo con
sus seducciones, apenas le dejaban tiempo al poeta para escribir otras nuevas.
Aseméjase la sociedad a esas gentes que para mirar u oler una rosa, comienzan por
arrancarla de su tallo. Ignora que toda grande vocación necesita un culto continuo y
casi exclusivo. El éxito de Childe-Harold fue extraordinario. Inglaterra sentía su
tristeza en aquella sublime tristeza; su genio aventurero en aquella odisea del
occidente al oriente de Europa; su orgullo nacional en aquellos cantos consagrados a
la guerra contra Napoleón; y el pensamiento de su siglo en aquella alma gigante, que
tenía, a pesar de sus dudas, un recuerdo para todos los sacrificios y una simpatía para
todas las heroicidades de la historia. Hubo en tomo suyo una tempestad de
entusiasmo. Los ingleses, a fuerza de brazos, sofocaban a su ídolo. Byron no podía
respirar en aquella copiosa lluvia de flores. No hubo sociedad, no hubo salón que no
quisiera su presencia; no hubo ni hombre ni mujer célebre que no buscara su amistad.
Los mismos a quienes había más despiadadamente flagelado en sus sátiras, le
perdonaban todo y hasta enorgullecíanse de aquellas heridas causadas por la lanza del
joven dios de la poesía. El año de 1813 fue un año triunfal. En él vio levantarse como
un sueño el templo de su gloria, y vio a la primera de las naciones a su pies,
ofreciéndole enajenada la corona de su genio.
Y, sin embargo, sentía el hastío. La gloria era para él amarga, el entusiasmo vano,
las pasiones encontradas en estos senderos de laureles, venenosas. Su alma devoraba
ese disgusto de la realidad, contra d cual sólo tenía él poeta un refugio: lo ideal. Y
práctico por excelencia, realista, hería la tierra con el pie, buscando el manantial de
sus goces. Y el goce eterno para las almas grandes, la bienaventuranza, es la
contemplación estática de una idea; y el trabajo, el combate diario por realizarla. Pero
en Byron las ideas eran llamas vacilantes que ardían o se apagaban al viento de sus
pasiones. A estas dudas acompañaba la natural incertidumbre. No sabía qué pasión
cultivar para encontrar la dicha serena, igual, que constituye uno de los encantos de la
vida. Para la amistad era ya tarde, y además, todos sus amigos de la infancia habían

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muerto. Para el matrimonio era temprano, y además, ninguna mujer le atraía hasta el
punto de poder entregarle su vida. “Maldición, decía; no podemos vivir con las
mujeres, y tampoco podemos vivir sin ellas”. La duda era la serpiente que llevaba
enroscada a su corazón y que escupía veneno en todos sus placeres. Contra este mal
crónico ideaba una mujer fantástica de sobrenatural hermosura, en cuyos brazos
descansara un momento. Pero era mentira, y le disgustaban las mentiras. Tras del
desencanto volvía a la realidad, iba a la casa de un amigo casado, feliz, con hijos, a
ver si aprendía, como en una escuela práctica, la felicidad doméstica. ¡Oh! No sabía
las satisfacciones que tiene el mundo para los caracteres vulgares, cuando se
imaginaba capaz de aprender lecciones prácticas de ventura doméstica. ¿Dónde
encontrar por los senderos de la tierra el ángel de los ensueños? ¿En qué sociedad le
darían un seguro contra las tempestades del alma? ¿Qué pararrayos descargará la
nube del pensamiento? ¿Qué puerta ni qué cerrojo oponer a ese relámpago de las
súbitas inspiraciones que culebrea por el cerebro y fatiga todos los nervios,
haciéndolos estremecer y temblar de dolor? ¿Qué medicina contra el genio, esa
epilepsia del alma? ¿Sobre qué tierra descargar ese peso abrumador de la grandeza
humana? La enfermedad de Byron era inmortal. Si no ha encontrado lo infinito, lo
eternamente bello, en otro mundo mejor, todavía padecerá su alma la sed
inextinguible que lo devorara, y que fue su gloria porque fue su tormento.
El amor correspondido pudo ser la felicidad del poeta. Solamente en él encuentra
reposo el alma. El amor equilibra todas las facultades, dulcifica todas las pasiones, da
el opio del grato olvido contra la adversidad, y un éxtasis que reduce la vida a un
punto, al objeto amado, en el cual se resume el Universo. Ya no importa la duda,
porque al menos tenemos una fe. Ya no importan las ingratitudes humanas, porque
tenemos al menos una amistad. Ya no hay realidad de la vida que nos asuste, porque
se convertirá en paraíso con la presencia de la mujer amada. Ni en la muerte nos va
gran cosa con tal que nos encierren a los dos en el mismo sepulcro. Se han
confundido dos almas, y en su confusión se ha creado un cielo. He aquí la ventura
que buscaba Lord Byron. Pero fue desgraciado, acaso porque sintió de la pasión el
sacudimiento eléctrico y no el resplandor eterno. Tuvo algunos amores pasajeros.
Tuvo una amistad con Madame Staell, amistad más bien de inteligencia que de
corazón, nacida de las extraordinarias proporciones de dos almas que se comunicaban
sin comprenderse, y que mutuamente se gustaban sin amarse.
Hay dos mujeres que han dejado en el alma de Byron inextinguible huella. Hay
dos pasiones que han sido la clave de su destino; pasión adúltera la una, pasión
legítima la Otra; desgraciadas ambas, causas generadoras de todos sus infortunios.
Carolina Lamb es la primera que emponzoñó sus días. Hija de una de las principales
familias inglesas, educada para las letras, de nervioso temperamento, de imaginación
exaltadísima, su amor a las lecturas romancescas, su entusiasmo por la poesía habían
exacerbado casi todas sus pasiones y dádole invencible inclinación por las aventuras.
Fluye corriente ponzoñosa siempre del error que consiste en no trazar la línea

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divisoria entre el mundo de la poesía y el mundo de la realidad. La joven era, pues,
una heroína de novela. El marido que sus padres le habían dado no era idóneo para
contrastar estas exaltaciones de una fantasía arrojada de continuo como cohete
incendiario en medio de las realidades prosaicas de la vida. Pero aquél matrimonio
fue algún tiempo feliz. Ora proviniese su felicidad de mutuo amor, ora de que
ninguna ocasión había encendido la fantasía de Carolina, lo cierto es que sus días se
deslizaban tranquilamente, en la paz doméstica. La joven leía sus escritos a una
inteligente sociedad reunida en espaciosa Biblioteca, y aquellas ocupaciones llenaban
su vida, y aquellos aplausos satisfacían su ambición. Ningún matrimonio más feliz en
Londres que este matrimonio.
Pero cierta noche se encontraron Byron y Catalina en casa de Lady Jersey. La
joven se sintió herida súbitamente por aquella mirada de poeta. Ella, que tantas veces
pintara el amor, no lo había sentido hasta aquel momento de perdición. Las fantasías
de sus novelas se cristalizaron en una pasión que vino a ser toda su alma, toda su
existencia. El magnetismo poderoso, que poseía como un talismán aquél genio
extraordinario, la atrajo invenciblemente. Las fuertes alas del alma de Carolina
quedaron pegadas al corazón de Byron. Ya desde aquél momento no hubo para ella
arte, poesía, mundo, cielo, idea, vida, sino para el amor. No la había seducido; la
había fascinado. Sin respirar, sin pensar, dirigíase hacia aquella pasión en cuyos
círculos caliginosos iba a dejar la felicidad, la honra y la vida. El mundo le ofrecía
toda suerte de atractivos, la riqueza sus tesoros de placer, la sociedad su respeto, las
letras su miel y no su acíbar, el matrimonio su santa serenidad, tres hermosos hijos
ese amor que debe rebosar en el corazón de una madre; y todo lo olvidó por su loca
pasión. Nada vio, de nada se acordó; ninguna batalla sostuvo con su propia
conciencia, a ningún remordimiento plegó su voluntad: la honra y hasta el pudor
huyeron arrancados por aquél rayo que se desprendió rápidamente de un cielo sereno.
Carolina creyó en aquella noche que desde toda una eternidad había sido predestinada
para Byron, y que lanzarse en sus brazos era tan natural a su ser como a los cuerpos
inertes buscar su centro de gravedad. El fatalismo sirve siempre para disculpar la
voluntad ante la conciencia. Pero no se contentó con revelarse a su amado, se reveló
al mundo. La historia no recuerda un suicidio semejante de la honra. Nombre de su
esposo, gloria de su familia, amor de sus hijos, los instintos más poderosos del alma,
todo fue arrojado a las llamas de la pasión con estrépito, llamando loca furiosamente
al mundo para mostrar el crimen, y riéndose de la tonante voz de Dios, que debía
resonar en su alma con la siniestra resonancia del remordimiento.
Byron naturalmente compartió por algún tiempo aquella pasión. No podía
desasirse de unos brazos que le estrechaban fuertemente en la embriaguez del delirio.
Pero pronto su corazón se congeló, y su voluntad no pudo corresponder a la voluntad
de Carolina. Su pasión, si pasión hubo en él, se quedó consumida en el incendio
como la mariposa en la llama. Es muy difícil equilibrar la temperatura de dos
corazones cuando uno de ellos arde en combustión extraordinaria. El menos

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apasionado se deshace en aquella temperatura como si fuera de hielo. Además, el
castigo de los amores múltiples, cambiantes, el eterno castigo de los goces sensuales,
que saltan de flor en flor, es la sociedad. Ninguna mujer puede fijar por mucho
tiempo al que persigue a todas las mujeres. Ninguna pasión puede anidarse en el
corazón que ha sustituido al sentimiento las sensaciones. Y Byron se hallaba
entregado entonces a demasiadas aventuras para que pudiese aislarse del mundo en la
contemplación de una sola mujer que le adoraba estática.
Carolina creía que sacrificando familia, esposo, hijos, nombre, a los pies de su
ídolo, conseguiría de sus sentimientos de justicia lo que acaso no podía esperar de los
sentimientos de amor. La sociedad se indignó ante esta tragedia. Las nobles inglesas
perdonaban a Carolina su pasión, pero no le perdonaban el escándalo. Byron sentía
sobre su alma un doble peso: aquella pasión no compartida por él, y aquél ridículo
que sobre ambos caía. Pero a medida que su amor bajaba, subía el amor de Carolina.
Ciertamente, el comienzo novelesco de aquellas relaciones le fijó un poco. Carolina
se presentó en casa de Byron disfrazada de lacayo, diciéndose portador de una
misiva. Inmediatamente la reconoció Byron. Pero aquello no era solamente una
aventura, era una pasión devoradora, intensa, infinita, que venía a reclamar toda una
vida, toda un alma. Carolina se había engañado tristemente. A los pocos días sus
amantes brazos eran una cadena cuyo peso no podía sufrir aquella individualidad de
Byron, poderosa, libre, indócil a todo yugo y disgustada de placer, aquella
individualidad cuyas ideas cambiaban como los matices de un lago, cuyas pasiones
giraban como los caprichos del viento. Aguijoneada por la pasión, desplegó Carolina
toda la intensidad de su carácter exaltadísimo. Ningún respeto humano guardaba. Las
cartas menudeaban. Le daba citas en su misma alcoba estando en Londres su marido.
Cuanto mayor era el peligro, mayores las quejas, mayores las furibundas
reconvenciones de la pobre enferma. En una de estas escenas, en el momento en que
gritaban más fuertemente, el marido llama a la puerta del cuarto de la adúltera.
Situación horrible, suprema. Byron no sabe a qué expediente recurrir para salvarse.
Entonces, con aquella extravagancia propia de su carácter, finge ser un ladrón, saca
un puñal que agita convulsivamente en su mano derecha, toma un aderezo que
ostenta deslumbrador en la izquierda, y sale, con grave peligro de ir a dar en manos
de un policeman y de pasar ante todo el mundo por miembro de las partidas de
criminales británicos. Pero en el desorden de esta tragicomedia deja su querida
dándose golpes contra los muebles, presa de un ataque nervioso, y para que nada falte
a la escena, cáesele del bolsillo una carta en cuyo sobre ataban escritos su nombre y
sus señas.
Esto no podía continuar así. Hubiera corrido Byron gravísimos peligros por una
mujer amada, pero no por una mujer que le era indiferente. Cuando se disgustó de la
pasión, se refugió en la moral. Escribíale cartas bruscas, recordando a veces
brutalmente a Carolina sus deberes de esposa y de madre. Encarecíale todos los
peligros que ambos corrían por sus imprudencias, y la necesidad de acabar

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prontamente con aquella situación angustiosa. Carolina, en cambio, se imaginaba
dueña del corazón de Byron y defendía aquella propiedad con violencia. Celábale,
seguíale a todas partes. No hay para qué referir ni ponderar las infidelidades de
Byron. Cierta noche recibe en su casa a una dama. Apenas había entrado, cuando
aparece a la puerta un postilion que rápidamente se metamorfosea en una mujer. Era
Carolina. Byron mismo califica este suceso de “Escena del Faublas”.
No tenía remedio. Igual empeño en ambos: en él por romper aquella pasión y en
ella por conservarla. No había respeto social que Catalina no atropellase para atraerse
el amor, la compasión al menos, del hombre fatal a quien había entregado su alma.
Sácanla cierta noche a bailar en uno de los más brillantes saraos de Londres. Y
tímida, ruborosa, dirígese al poeta para pedirle permiso. Sin duda recordaba los
lamentos de Byron, cuando se quejaba en sus primeros versos de que profanos brazos
entrelazaban en rápido vals la cintura de su María. Pero Byron responde bruscamente
que era inútil pedir permiso a quien no tenía ni derecho ni voluntad de ejercer sobre
ella ningún dominio. Entonces Carolina se exalta, grita, se retuerce de dolor en
presencia de todo el mundo, ni más ni menos que si estuvieran solos. La malignidad
general se reía del glorioso poeta perseguido por aquella loca pasión. Miles de
aventureros se acercaban a la pobre desdeñada, deshonrada, ofreciéndole su amor y
una venganza. Carolina dijo a uno de ellos que no le amaba; pero que ofrecía
entregarse a él, si provocaba a un duelo a Lord Byron y lo mataba.
En todo esto veía Byron la exaltación de una fantasía desordenada; pero en
realidad era la exaltación de un corazón enamorado. Esas locuras eran pruebas de
amor, pruebas de celos, pruebas de que su pasión tocaba en delirio. Un día no pudo
sufrir más, y decidió volver a casa del poeta, echarse a sus pies, bañarle en lágrimas
las manos, pedirle su amor o pedirle la muerte, menos temible viniendo de sus manos
que aquél prolongado martirio. Entró en la habitación, en aquella habitación a la cual
se hubiera reducido por toda una eternidad con tal de tener a su lado el ingrato. No
había nadie. Carolina se gozó en recorrer todo el salón, y en registrar todos los
muebles con esa tenacidad con que las almas apasionadas se unen a cuantos objetos
alimentan su pasión. Reclinóse en los almohadones donde Byron se reclinaba.
Sentóse en la silla donde se sentaba Byron. De pronto vio sobre la mesa el libro
favorito de su amante. Enternecida por los recuerdos, embriagada por el aroma que se
desprendía de aquellas páginas queridas, cogió un lápiz, lo besó, lo humedeció en
aquél beso, y luego trazó, dejando caer allí mismo algunas lágrimas, esta súplica de
aquel corazón destrozado: Remember me; acuérdate de mí.
Byron, que estaba decidido a no conmoverse, vio en el ruego una amenaza. Cogió
febrilmente su pluma, y trazó estas palabras que le envió bajo un sobre: “¡Acordarme
de ti! ¡Acordarme de ti! Hasta que el Leteo no se haya sorbido el ardoroso torrente de
tu vida, el remordimiento y la vergüenza resonarán en tus oídos, y te perseguirán
como un delirio en la fiebre. ¡Acordarme de ti! Sí, no lo dudes; me acordaré. Y
también se acordará tu marido. Ni uno ni otro te olvidaremos. Para él fuiste una

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adúltera y para mí fuiste un demonio”. Esto fue horrible, cruel, Carolina sintió la
herida y juró vengarse. El amor se convirtió en odio. No pudo esgrimir un puñal, y
esgrimió una pluma. Llenó de veneno su tintero, y lo volcó sobre el nombre de
Byron. Reveló al Universo su propia vergüenza. Enseñó a la sociedad su seno
adúltero, como Agripina su vientre desnudo cuando fueron a matarla
despiadadamente los esbirros de su hijo. En seguida la sociedad entera huyó de su
lado por no envenenarse con aquella peste moral que despedía su alma. Glenarvon se
llamaba el libro de su venganza, y en él describía a Byron como el genio del mal, con
la seducción y con la perversidad de la serpiente que perdió la primera mujer.
Olvidaba que en aquél caso Byron no había sido seductor, sino seducido. Fue adúltera
Carolina, pero pagó caro su adulterio. Envejecida en la juventud; desgraciada en el
seno de un hogar espléndido; maldecida de la sociedad donde tanto había brillado;
enterrada viva con un marido que era su juez y unos hijos que eran su castigo;
miserable en su riqueza estéril; infamada por sus propias obras literarias, con cuyo
éxito se divulgaba más y más su deshonor y su vergüenza; llorosa, siempre delirante,
pero sin alcanzar la compasión; por vida la fiebre, por consuelo el recuerdo de una
felicidad pasada, que era su tormenta, presente, por todo porvenir el desprecio del
mundo y el torcedor de la conciencia, por toda esperanza el triste olvido y la muerte:
una enfermedad moral, seguida de una enfermedad física, la postraron pronto en la
perdurable languidez de un abatimiento que debía prolongarse hasta el sepulcro.
Un día, el poeta a quien aquella mujer había descrito, como un malvado, murió en
Grecia como un héroe. Su última voluntad fue que depositaran sus cenizas en la
patria ingrata que no había querido honrarse con su genio. Carolina salió casualmente
a tomar un rayo de sol a la verja de su castillo. Aquél rayo de sol buscaba al través de
las nieblas el ataúd del genio amante de la luz. En efecto, en aquél mismo instante
pasaban por el camino, por la puerta, delante, de la verja donde Carolina estaba;
pasaban hacia la tierra eterna, hacia el descanso eterno, los huesos de Byron, aquellos
huesos que cuando irradiaban la vida, abrasaron en deseos impuros el seno de la
solitaria castellana. Un féretro, los encerraba, un paño fúnebre los cubría; un perro
acompañaba el féretro, dando lastimeros aullidos. Carolina lanzó un grito
desgarrador, y cayó al suelo. Su familia la alzó para llevarla a su cama. No volvió a
levantarse. De aquella cama pasó a la tumba.
Fatales fueron para Byron su genio y su hermosura. Donde otros hombres
hubieran hallado un manantial de goces, encontraba él un manantial de dolores. Con
razón se comparaba Byron a su abuelo, el cual, siendo un marino extraordinario, no
se embarcó jamás sin ver desencadenarse las tormentas. Así el alma del poeta no
entraba en corazón alguno sino para destrozarse y destrozarlo. Toda la miel que
atesoraba en su fantasía, trocábase en acíbar al contacto de la realidad. Había no sé
qué amargura en las pasiones de aquél hombre, había no sé qué fatalidad en su vida.
Sus besos quemaban. Asemejábase a uno de esos héroes griegos, jóvenes, bellos, tan
hábiles en esgrimir la espada como en pulsar la lira, amados de una hermosísima

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mujer, vencedores en las batallas y en los juegos; y sin embargo, condenados desde la
cuna por et destino a las furias infernales. Contra esta fatalidad trágica de su
existencia no había más que un remedio: renunciar a la vida aventurera, entrar en las
condiciones de la vida ordinaria, fabricarse un hogar fuera del alcance de las
tempestades, unirse a una mujer amada, sí, pero tranquilamente amada, con esa
pasión serena e igual, bajo cuyas alas solamente puede ser feliz el matrimonio.
La idea, sin duda, más salvadora de Byron fue la idea de su casamiento. Debió
llegar a ella por un estudio de su propia vida y por un consejo imperioso de su
conciencia. Por fin halló la mujer a quien debía entregar su destino. Hija única de
poderosa familia, educada puritanamente, erudita en metafísica y en matemáticas, fría
de carácter, orgullosa de su nombre aristocrático y de sus soberbias virtudes,
engarzada en las costumbres inglesas y en las leyes sociales de su tiempo como en su
centro de gravedad, capaz de elevar la etiqueta social a un dogma tan imperioso e
indiscutible como el Koran, era por lo mismo incapaz de comprender a Byron, ni de
serenarlo acariciándolo, para lo cual necesitaba perder lo que ella no quiso perder ni
un día, su implacable serenidad, y entrar donde no quiso entrar ni un momento, en los
torbellinos del genio.
Miss Millbank era su nombre. Casta joven, había osado protestar contra el amor
tempestuoso y turbio que inspiró el Childe-Harold, en versos que corrieron de mano
en mano y provocaron la fatal curiosidad de Byron. Una alondra osaba desafiar desde
su humilde nido al águila audaz, cuando tenía las nubes como telas de araña entre sus
garras, los rayos como secas pajas bajo sus alas, el espacio infinito como una cresta
sobre su cabeza, y el sol en su retina. El poeta quiso conocer esta siniestra corneja
que desconcertaba en el coro infinito de sus admiradores. Supo que debía ir a una de
las reuniones de Lady Strafford, y fue él también a la reunión. En la entrada tropezó y
estuvo a punto de caer. Un romano se hubiera vuelto a su casa. Estaba la joven muy
sencillamente vestida, sentada en un sofá, respirando candor virginal y encantadora
modestia. Sus facciones eran delicadas, aunque irregulares; su talle flexible, sus
maneras sencillas; todo en ella contrastaba con los artificios de la sociedad inglesa.
Byron tenía la cualidad por excelencia del genio: la franqueza. Miss Millbank, la
cualidad por excelencia de Jos débiles: la astucia. El poeta llegó pronto a una
declaración. Su amada a una de esas negativas que aguijonean el deseo porque no le
quitan la esperanza. Esta negativa debía dar al afecto de él apariencia de pasión, y a la
refinada coquetería de ella una segura victoria. Un año pasó así, en la vacilación y la
duda, entre indomables aspiraciones del carácter que le arrastraban hacia las batallas
del mundo, y severos consejos de la conciencia que le llamaban a la tranquilidad del
hogar. Es imposible decir cómo este sátiro sublime deseaba todas las sensaciones:
sorberse la vida de un trago, enroscarse como una serpiente gigantesca al árbol del
Universo, desde las raíces hasta la copa, agotar el espíritu y la idea, pasar de un salto
a la grada última de la infinita escala de los seres, perderse en la eternidad, como
echándose a nadar en su insondable océano. Y sin embargo, luego se encoge, se

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achica, baja a la realidad, comienza a llorar como un niño, se contenta con tener por
amigo un perro, por felicidad el pequeñito corazón de una mujer vulgar, y con todas
sus ideas, con su conciencia, con su corazón, con sus aspiraciones, juega a la pelota.
Pero no se puede golpear así el corazón y el cerebro sin maltratarlos, sin herirlos, sin
mancharos y mancharlo todo con vuestra propia sangre. A Byron se le pueden aplicar
muy justamente estas frases de Emerson: “La historia de Thor, que estaba condenado
a beber en el cuerno de Asgard, y a luchar con una vieja, y a correr con el andador
Lok, y le resultó que se había bebido el mar, había luchado con el tiempo y había
corrido con el pensamiento; esa historia representa aquellos de nosotros que se ven
forzados a medirse, en medio de futilidades aparentes, con las supremas energías de
la naturaleza”.
Por fin decidió Byron casarse. Su elección recayó sobre la joven puritana que la
sociedad aristocrática y monárquica de Londres contaba entre sus ídolos. La sencilla
y modesta criatura que vio sentada en casa de Lady Straffortd iba a ser su esposa.
Aunque heredera de una colosal fortuna, en aquel momento no tenía riquezas;
primera tentación para Byron. Por lo mismo que pertenecía a la sociedad aristocrática
y protestante ofendida de su jacobinismo, deseaba Lord Byron convertirla. Por lo
mismo que tenía un carácter imperioso, deseaba Lord Byron dominarla. Por lo mismo
que había escrito una especie de Anti-Byron, deseaba demostrar que era aquella joven
tory, como Federico de Prusia, el cual escribía un Anti-Maquiavelo y practicaba el
maquiavelismo. Error, error. En vez de entrar en el matrimonio por la puerta de la
realidad, entraba, como en todas partes, por la puerta de sus ensueños, muy expuesto,
pues, a tropezar y a caer sin remedio en un abismo sin fondo. Por fin, allá por el mes
de setiembre de 1814, escribió una carta ludiendo definitivamente la mano de Miss
Millbank. Cuando acababa de escribirla, entró uno de sus amigos, opuesto a
semejante enlace, leyó la carta, y le pareció tan bella, que no quiso ver perdida y sin
objeto aquella obra de arte. La carta fue remitida a su destino. Cinco días pasó en una
mortal ansiedad. El 20 de setiembre, la musa del anti-byronismo prometió su mano a
Byron. Dos cartas le fueron remitidas, una a su castillo y otra a Londres. El poeta
deliraba de entusiasmo. Creíala ya madre de futuros gracos. Dábale en su alma todas
las perfecciones. Enorgullecíase de pasar sobre seis pretendientes desairados. Y en su
entusiasmo, sólo sentía no ser mejor para merecer tanta dicha.
Prodigiosa flexibilidad la de aquella alma. En la infancia, parecía un ser gastado e
inútil para el sentimiento, y en la madurez de la vida, parecía un adolescente que por
primera vez sueña con las delicias del amor. Pagó con gusto ciento cincuenta libras
que había apostado a que no se casaría nunca. Discutió muy gravemente si debía
llevar frac negro o frac azul a su boda. Y escogió por día nupcial él día 2 de enero de
1815. Por aquellos días se encontró en su jardín uno de los hortelanos, cavando, el
anillo nupcial que enlazó a sus padres en aquél tan desgraciado matrimonio de que
Byron había nacido. El poeta lo llevó para anudar su matrimonio, más desgraciado
todavía. Levantóse el día de la boda con un malestar infinito. Para distraerse un tanto,

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buscó, como siempre, un refugio en la madre naturaleza, y dio largo paseo por uno de
esos bosques de Inglaterra, desnudos de hojas, fríos y tristes como la muerte. La
mañana era desapacible. Las nieblas caían sobre la tierra y sobre su alma. Acaso en
aquél momento debió pensar que pertenecía, como Platón, como Newton, como
Miguel Ángel, como Calderón, a la raza de los grandes solitarios, de los grandes
célibes, de aquellos que sólo se han desposado con su ideal, y que de este matrimonio
del espíritu han tenido sus hijos, es decir, sus obras; fecunda prole, generadora de
generaciones de almas en toda la dilatación de los tiempos. Acaso nadie como él
podía comprender y sentir toda esta potencia del espíritu, después del dejo amargo
que habían dejado en los labios sus amores de un día, sus pasiones rápidas como
relámpagos. El amor de Byron era un acaloramiento del cerebro. Cuántas veces había
encontrado el verdadero encanto, la verdadera belleza en esas naciones que como un
coro de sirenas se bañan blandamente en las aguas del Mediterráneo; y el verdadero
amor en esos horizontes inacabables del Mediodía, donde la luz juega produciendo
cambiantes que parecen reflejos, nubes, resplandores de ilusiones. Cuántas veces se
creyó feliz en esas noches en que brillan, igualmente que las estrellas de los cielos
entre las sombras, los ojos de las mujeres entre las negras pestañas. Una voz
sobrenatural debió en aquel momento recordare que iba a estrellarse contra las
realidades del mundo y a convertir el nuevo hogar tan deseado en la mortaja de su
corazón. Un sentimiento debió recordarle, punzándole en el alma, los felices días en
que miraba desde la colina ceñida de árboles gigantes el cielo que se reflejaba en los
ojos de su María, más tarde mujer de otro y siempre la esposa de su alma. Acaso este
recuerdo le hubiera enseñado que no se recobra la felicidad cuando una vez se ha
perdido, y que no se repite dos veces el amor verdadero en la vida. Tal vez debieron
venir en tropel a su mente las sombras de otras mujeres, para, decirle que acaso una
sola pudiera vengar los agravios de todas.
Pero, en fin, a la hora prefijada corrió a la capilla y juró ante Dios su enlace.
Cuando dijo el eterno sí, rodó su cabeza, faltóle casi la tierra bajo las plantas. Pero
ahogo aquella emoción pasajera en una apariencia de un impasibilidad estoica. La
que verdaderamente estaba impasible era su mujer. Sólo se oía en aquella ceremonia
hablar una emoción profunda en los sollozos de la suegra de Byron. Cuando llegó la
hora de separarse de la familia, Byron estaba tan distraído, que llamó a su esposa,
contra todo el ceremonial de las costumbres inglesas, por su nombre de soltera.
Dentro de la misma alcoba nupcial encontróse ya aquella especie de dueña regañona,
sombra de la suegra prolongada hasta el pie de su lecho, y que tanto debía contribuir
a la acerba amargura de su matrimonio.
Después de un mes, Byron se convence de que no ama a su esposa, pero de que la
estima. Aguarda, sin embargo, que el amor nazca con el nacimiento de un heredero.
Trasladados a Londres, comienzan grandes gastos para sostener el doble lujo de los
aristocráticos esposos. Estos gastos enredan y embrollan sus presupuestos
domésticos, cargados de deudas. Los acreedores, que se habían regocijado al ver el

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matrimonio de su deudor con tan rica heredera, se impacientan en cuanto saben que
ese matrimonio sólo ha servido para acrecentar sus deudas y no para pagarlas. En la
casa de una joven aristocrática, rica, acostumbrada a goces y esplendores, que en el
resto de Europa sólo se pueden tener sobre el trono, entran los escribanos y los
alguaciles a embargar hasta el lecho nupcial. Además, la incompatibilidad de
caracteres desde el primer momento estalla en aquella unión impremeditada de una y
otra parte, a pesar de su larga preparación. Lady Byron tiene poco talento para
dominar y mucho para ser dominada. Su vida regular choca abiertamente con la vida
irregular de su esposo. Incomódase porque no acude a la hora solemne del té. Se
desespera porque no come a la inglesa. Tiene celos de la Biblioteca, celos de los
libros. No puede sufrir que vele mientras ella duerme y que duerma mientras ella
vela. Los reflejos de sus ojos, cuando la inspiración le posee, asústanla como si
fueran los reflejos de la mirada de un tigre. Las palabras incoherentes que salen de
sus labios en las horas en que compone sus poemas, le infunden la idea de que está
loco. Las diversas opiniones que ambos tienen en política, sobre el porvenir de las
sociedades humanas, ahondan el abismo. El menosprecio de Lord Byron por la
etiqueta británica, parece a la educación y al temperamento de su mujer un sacrilegio.
Sus salidas bruscas en medio de aquella sociedad acompasada, son un tormento. Ella
calcula todas sus acciones, y él las improvisa; ella es una aprovechada discípula de
matemáticas, y él es un gran maestro en poesía: ambos incompatibles. Su virtud,
severa, pero fría, no puede consentir el desorden moral, no de las acciones, de las
ideas del poeta. Siente que ha caído desde la serenidad inalterable de su existencia al
caos. Su terror va tan lejos, que consulta a los legistas, a los médicos, para que dirijan
pérfidos interrogatorios a su esposo, a fin de encerrarlo en un manicomio, cuando
merecía un Olimpo. La reserva de ella y la franqueza de él, son causa de continuos
choques. Los últimos restos de las aventuras de Byron, que alguna vez pasaban como
sombras por los bordes del horizonte, la desesperaban. Por fin, sintióse un día madre,
y cruelmente escogió este instante de esperanza y de amor; este instante, en que la
vida tiene ya algún precio y algún fin concreto; en que el corazón se dobla, en que las
entrañas de la mujer se convierten para el mundo en el santuario de un nuevo ser; este
instante de transfiguración, para urdir su criminal proyecto de abandonar al poeta.
En efecto, vino al mundo una niña. Y apenas repuesta de su parto, pidió permiso a
Byron para ir a ver a sus padres. Byron se lo concedió, y en cuanto llegó al hogar
paterno, escribióle su mujer una carta diciendo que su partida era una fuga y que
estaban separados para siempre ante Dios y los hombres. No es posible decir cómo la
sociedad inglesa se indignó contra su ilustre hijo. La historia no guarda ejemplo de
cóleras semejantes. Todas las reputaciones que había herido, todas las envidias que
había alambrado con su genio, todas las costumbres viejas que había ridiculizado con
su sátira, todos los privilegios que había combatido con su elocuencia, el clero
protestante, la aristocracia británica, las sociedades particulares, los literatos, los
ministros, la corte, el pueblo, en fin, tan fácil de engañar, todas, las preocupaciones

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británicas se levantaron contra Byron como víboras. Las puertas de todas las
sociedades se cerraron para el. Las manos que antes le tejían coronas, se retiraron de
su contacto, como si temieran quemarse con algún virus. Los muchachos le arrojaban
barro. En los teatros le silbaban. Los libelos más inmundos le atribuían los vicios más
abominables. La prensa cotidiana le inmolaba en caricaturas horribles. Los padres
ocultaban sus hijas de aquellos ojos de basilisco. Las mujeres, tan celosas por las
prerrogativas de su sexo, desmayábanse cuando veían al monstruo. Era, a los ojos de
la sociedad, un Satán iluminado por el genio para mostrar mejor que no tenía ni
corazón ni conciencia. No hubo remedio; después de haber perdido el hogar, perdió la
patria; tuvo que huir, desterrado sin gloria, mártir sin corona, infeliz entre todos los
infelices del mundo, ángel escupido y lleno del lodo de las calles de Londres, y de sus
asquerosas inmundicias, arrojadas a su rostro escultórico por una sociedad
embriagada de odio.
¡Poeta, gran poeta! Indudablemente los hombres no saben que es imposible tener
grandes cualidades sin tener también grandes defectos. No saben que toda virtud
extraordinaria, que todo mérito sobresaliente, nacen de un desequilibrio entre las
facultades humanas. No saben que la perfección del oído se relaciona con la
imperfección de la vista; y a veces la perfección de la fantasía, con la imperfección de
la conciencia. No saben que así como los órganos de los animales son proporcionados
a su destino en la creación, las facultades de los genios son proporcionadas a su
destino en la historia. Preguntadle a Dios por qué el águila no canta como el ruiseñor.
Preguntadle por qué el caballo no tiene la fuerza del toro. No queremos tampoco
persuadirnos de cuántas fatalidades físicas nos rodean, nos abruman dentro y fuera
del organismo. El talento está en el alma, pero influye en el cuerpo. Todo talento
sobrenatural es una enfermedad en una entraña. Tal ópera que os encanta, y tal
melodía que os trasporta al mundo de los ensueños, ha sido engendrada tal vez por
una aneurisma; tal poema que os inspira grandes pensamientos, grandes aspiraciones,
ha sido escrito con bilis; tal obra asombrosa, que deja una huella inextinguible en la
historia, devora, destroza un organismo; tal discurso que despierta a las ideas una
generación, es un ataque de nervios; tal potencia intelectual, que llega hasta pesar los
astros y hasta señalar como en un mapa los límites a la razón humana, es la
esterilidad y la impotencia para el cuerpo; y todo genio es una enfermedad mortal. No
creáis en esa impasibilidad de estatuas que han querido darse Goethe y Rossini; no
creáis en esa indiferencia olímpica con que han penetrado desde las tormentas de la
vida en el cielo de la inmortalidad, como si en este mundo fuesen ya de mármol, en
vez de ser de esa carne que abrasa los huesos y de esa sangre que hierve. El genio es
una enfermedad divina; el genio es un martirio. El poeta se apodera de la luz, de las
estrellas, de las montañas, de los mares, para convertirlos en ideas, en cánticos. El
poeta disuelve el Universo para moler los colores de sus cuadros. Pero no se puede
emprender este trabajo titánico sin destrozarse en él completamente. No se puede
penetrar en el fuego sin quemarse; no se puede subir a las alturas de la atmósfera sin

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congelarse; no se puede acercar el cuerpo a la nube tonante sin recibir en tan fácil
conductor de la electricidad el latigazo del rayo. Esos seres, que desde el barro de la
tierra se elevan tanto y tanto, que llegan a convertirse en seres trasparentes como los
ángeles, en seres luminosos como las estrellas, para desde el escollo de sus naufragios
tender su luz sobre generaciones de generaciones, han tenido que alimentar ese
resplandor divino que se alza en la milagrosa lámpara de su cerebro, han tenido que
alimentarlo con lágrimas de sus ojos y sangre de sus corazones.

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QUINTA PARTE

Llegamos en esta narración, ya larga, al fin de la vida de Lord Byron, vida breve
como una tempestad. Era imposible que habitara en su patria. Comenzó, pues, una
peregrinación, al acaso, como siguiendo el vuelo de su pensamiento y de su deseo.
Artista, los climas del Mediodía eran los naturales climas de su alma. Allí, en la
transparencia del aire, en la brillantez del sol, en los aromas de las flores, en las
exaltadas pasiones, encontraba satisfacción al vivísimo deseo de realizar la poesía en
la vida, o exaltar la vida hasta la poesía. Emprendió su camino desde Inglaterra a
Bélgica y de Bélgica a Italia. Su primera visita fue al campo de Waterloo, triste y
vulgar cuadro donde fue a quebrarse el cetro de hierro forjado por Napoleón I con las
balas caídas a sus pies y estrelladas en su genio. Naturalmente, lo grande cautivaba
siempre a Byron: las grandes bellezas, las grandes ideas, las grandes pasiones y los
grandes crímenes. Su genio, original por excelencia, se rebelaba contra todo lo
vulgar. Las costumbres consagradas, las leyes sociales imperiosas, le molestaban
como a un náufrago las corrientes y las olas. Si hubiera podido, arrancara su cuerpo a
las leyes de la gravitación física y su alma a las leyes de la gravitación social. Y en
esta lucha con fuerzas tan poderosas y tan necesarias, destrozaba alma y cuerpo,
bebiendo a grandes tragos el licor de los sueños eternos, el licor de la muerte.
Naturalmente, debía exaltarle ver el campo donde el genio que desde la cuna
velada por la plebeya Letizia Ramolino, se había elevado al trono de Carlo-Magno, y
desde los Alpes había volado a las Pirámides, y de las Pirámides a las torres de
Nuestra Señora, encubriendo el mundo bajo sus alas; ver ese genio extraordinario,
que sostenía con sus hercúleas fuerzas una sociedad casi desplomada; verlo perdido
entre el polvo y el humo que levantaran las legiones inglesas; verlo estrellando su
pujanza, que parecía propia de un Dios, contra la vulgar paciencia de un hombre.
Desde Waterloo, donde todavía estaba fresca la sangre de las derrotas
napoleónicas, corrió al Rhin, y por el camino del Rhin entró en Suiza. Esta tierra se
halla sembrada por doquier de recuerdos históricos. Los grandes hombres han ido allí
a respirar el aire de las montañas y el aire de la libertad. Especialmente las riberas del
Leman, donde Byron se fijó algún tiempo, recuerdan los protagonistas del siglo
décimo-octavo, de ese siglo cuya filosofía fue una revolución, y cuya revolución será
la clave de toda nuestra filosofía de la historia. Yo he visitado la casa habitada por
Byron cerca de Ginebra, como visito siempre, oscuro peregrino de la libertad, los
sitios ¡lustrados por el heroísmo y por el genio. Yo he visto a la orilla del lago, en una
colina sembrada de viñedo, oculta en el follaje, como nido misterioso, aquella
modesta habitación donde tantas sombras, que llenarán los anales del género humano,

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se agolparon a su cerebro. En frente, el Jura levanta su cadena de color de violeta por
selvas tachonada; desde el pie del Jura hasta el lago, se extienden praderas verdes
eternamente, cuya uniformidad cortan los blancos caseríos y los árboles oscuros; en
el fondo, la tranquila superficie del lago, repitiendo la claridad del cielo; a un
extremo, Ginebra, que alza a los aires sus techos de pizarra, y al otro extremo, las
pintorescas poblaciones del cantón de Vaud; por la espalda, la inmensa cordillera de
los Alpes, envuelta, como un ejército de blancos y caprichosos fantasmas, en sus
mantos de nieve, sobre la cual borda la áurea luz todos sus preciosos cambiantes; sitio
de delicias, tranquilo como una égloga, y sin embargo, abrupto, sublime, en perfecta
consonancia con el espíritu del poeta.
Por aquellas orillas se refugiaron muchos genios que han dejado en la humanidad
inextinguibles huellas. Cada piedra habla allí de Rousseau, de ese escritor
melancólico y sombrío que prestaba a la realidad sus propias tristezas; de ese profeta
elocuentísimo que transformó la realidad con sus esperanzas. Allí Voltaire trabajó
largos años, contemplando un pequeño segmento del lago que se descubre entre el
follaje oscuro y la alta cúspide del Mont-Blanc, que se dibujaba en el celeste
horizonte. Por allí concluyó Gibbon su historia de la decadencia de Roma, empezada
a la vista de la cima del Imperio y terminada a la vista de las regiones por donde los
bárbaros asaltaron al Imperio. Con esta naturaleza, con estos recuerdos, con estos
espectáculos, con el trato de Madame Stael, que a la sazón habitaba las orillas del
Leman, distrajo Byron un poco sus pesares y olvidó un poco su desagradecida patria.
Pero al fin Italia era el centro de gravedad de su alma. El camino del Simplón le
convidaba a pasar a la tierra de las artes. Lo tomó, y descendió a Lombardía. Por
aquél camino debió sentir las grandes inspiraciones de su Manfredo, al estridor de los
torrentes despeñados de alturas inconmensurables y quejándose entre las breñas; al
grito agudo de las águilas solitarias sobre los desnudos picachos; al fragor de los
árboles tronchados por los aludes que bajan rodando estrepitosamente por los
desfiladeros y tendiendo sus fragmentos de cristalina nieve como una lluvia de
diamantes; al cambio desde las oscuras sombras de los valles por el abismo oculto y
perdido a las altas cimas donde parece que la mente conquista lo infinito, y se baña
regenerada en la inmensidad, y se comunica estrechamente con el espíritu vivificador
de la naturaleza.
En Milán se detuvo algunos días. Byron compara esta hermosa ciudad italiana
con nuestra hermosísima Sevilla, y le da a Sevilla la preferencia. En la Scala de Milán
le vio por primera vez el fino observador, el agudo crítico, el minucioso fisiólogo de
la sociedad italiana, el ingenioso Sthendel, cuya intolerancia con mis convicciones
filosóficas y con mi escuela literaria no puede ser parte o ocultarme su mérito. Dice
Sthendel de él, que habiéndole observado en el momento en que escuchaba estático
una melodía, descubrió, en la expresión de su rostro, en la anchura de su frente, en los
matices de sus ojos, en la elipse de sus labios, todas las señales del genio. En efecto,

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el Apolo del Belvedere no lanza sus flechas con tanto ímpetu y tanta majestad como
Byron lanzaba la inspiración, según el sentir universal, de sus ojos oceánicos.
Pero, al fin, Byron debía fijarse en Venecia. La laguna, el mar, los palacios de
mármol, los cuadros de un relieve maravilloso, las góndolas misteriosas, las
aventuras nocturnas, los festines, los recuerdos históricos, la poesía en acción, todo se
acomodaba, todo, al estado de su ánimo y a la naturaleza de su genio. Aquella ciudad
era como la forma exterior de su alma, sublime, romántica; a veces alegre, a veces
triste; ya sensual, ya monástica; ni fija en la tierra ni perdida en el cielo; pasando del
desorden de la orgía a la desesperación cercana del suicidio. El alma de un hombre y
el alma de una ciudad se encontraban. Los dos padecían. Los dos lloraban. Los dos se
hundían en el placer buscando el ingrato olvido. Los dos carecían de patria. Los dos
dudaban de la justicia de Dios y maldecían la justicia de los hombres. Los dos
buscaban fatalmente en el exceso de la vida el descanso de la muerte. Venecia era la
concha marina donde se replegaba como en su hogar el alma del poeta.
Dirigióse, pues, a Venecia. En el camino se detuvo a visitar la tumba de Julietta,
inmortalizada por el genio de Shakespeare. Allí, en triste jardín, abandonada como
una ruina, solitaria como un corazón sin amor, está la tumba donde la piadosa
tradición de los pueblos, fieles al culto de todos los martirios, se empeña en ver el
lugar del reposo último de Julietta. La alondra, cuando pasa a saludar el próximo día,
como si quisiera llevarle en su cántico la oración de todos los seres, ignora que
aquellas piedras la acompañan, aunque mudamente, en su himno matinal y en sus
amores por la luz; pero el poeta, que tiene la conciencia de todos los tiempos, se
detuvo un momento a beber un consuelo y un recuerdo en aquella fuente de sublimes
inspiraciones.
Por fin, llegó a Venecia, donde debía pasar desde 1817 a fines de 1819. Solamente
una vez dejó la ciudad de las lagunas para contemplar el espectáculo que ofrecen
Roma en su severa majestad y Nápoles en su voluptuosa alegría. Volvióse pronto allí,
a Venecia, donde el exceso del dolor y el exceso del placer se acomodaban
igualmente a su genio, desgarrado por todas las penas y combatido por todos los
deseos. Mas ni siquiera allí le dejaron sus enemigos. A cada momento le llegaban, a
través de los mares, en el tormento del destierro, insultos de su patria. Es indudable
que la vida del poeta en Venecia fue una vida de orgía y desorden. Pero también es
indudable que buscaba en el placer la muerte. Byron tragaba un veneno, sabiendo que
era dulce al paladar y corrosivo a las entrañas. Cuántas veces nos presenta la vida
ejemplos de estos suicidios. Las fuertes emociones, el insomnio, el goce, el vino, los
placeres, la amargura que los placeres dejan en el alma, concluyen por quebrar, como
si fueran de vidrio, las más poderosas organizaciones. A esto se añadían sus excesos
en sentida opuesto: el ayuno llevado hasta el aniquilamiento de sus fuerzas, y la
meditación llevada hasta las exaltaciones del delirio, en los momentos solemnes en
que se acordaba de la grandeza de su alma y de la inspiración de su genio.

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En esto llegó el carnaval, un carnaval de Venecia. El Austria fomentaba el placer
para que el placer matara el recuerdo de la libertad. Todos los tiranos saben que la
virtud es su enemiga, su Judith. Venecia en esto conspiraba con Austria. En el fondo
de su ergástula danzaban locamente, como pidiendo a la danza la fatiga, y a la fatiga
la muerte. Así mueren al pie de sus ídolos muchos fanáticos del antiguo Oriente. Ella
también buscaba en su copa orgiástica un suicidio. Es inútil decir cuánto contribuyen
a los placeres y a las locuras del carnaval, aquellos edificios llenos de recuerdos,
aquellos interminables salones llenos de voluptuosas figuras que se destacan de los
rientes cuadros, aquellas góndolas que parecen la sombra de un misterio, aquellos
negros ojos de las venecianas, que brillan, ora dulce, ora siniestramente, al través de
la máscara, aquél aire salado de las lagunas, que ofrece con el eterno eco del beso de
sus olas, un acompañamiento apropiado a los vértigos del baile y a la voluptuosidad
de la música. Aún recuerdo, cuando una noche, a la embocadura del gran canal y al
mustio resplandor de la luna, mientras contemplaba las islas alzando sus blancos
campanarios de mármol, y los palacios extendiendo sus dos cincelados muros sobre
el agua celeste y argentada; aún recuerdo que del seno de una góndola lejana salía un
aire de la Lucrecia de Donizzetti; y rápidamente pasaron ante mi imaginación
exaltada aquellas cenas venecianas en que corrían juntos el vino y el veneno, en que
danzaban abrazados la muerte y el placer.
Los amigos que vieron a Byron por este tiempo, no le conocían. Su demacración,
su palidez, le daban el aspecto de un cadáver iluminado sólo por el brillo de sus ojos
fatalmente hermosos. El placer lo había consumido. Entre aquellos amores de un día,
fijóse Byron pronto en una mujer bella, morena, de ojos negros, de temperatura
sanguínea, de alta estatura, robusta como una Venus del Ticiano, sensual como una
bacante, pero capaz del amor, y en el amor del sacrificio. Era Mariana, dueña de la
casa en que Byron habitaba, mujer casada y con hijos, pero pronta a dejarlo todo por
el poeta. Los amores ligeros no tienen esa compasión de los amores profundos, que
aun cuando vean las debilidades y los defectos del objeto amado, los consideran
como una enfermedad digna sólo de atención y de cuidados. Byron vio pronto que
Mariana era violenta y celosa. Un día en que el poeta hablaba con la cuñada de esta
ciega mujer, apareció Mariana y dio un bofetón a la pobre muchacha. Otro día vendió
una joya que Byron le había regalado y que Byron volvió a comprar para volver a
regalársela. Por fin, aquél amor sensual se satisfizo pronto. Nada hay más insaciable
que el amor puro. Nada más fácil de ser satisfecho que el amor de los sentidos.
Placer, y sólo placer, es sinónimo de hastío y sólo hastío. En el bien y en la pureza
está con la intensidad del amor verdadero, la seguridad del amor eterno. El abismo
del corazón no se llenará jamás sino con lo infinito. Pero la voracidad de los apetitos
se satisface y se gasta fácilmente. Byron abandonó la casa y la amada, y fue a
instalarse en el palacio Mocenigo, en el centro del gran canal veneciano.
Allí fue el teatro de las aventuras de Margarita Cogni, célebre panadera
veneciana. Hay quien la compara a la Fornarina; pero entre la amante única de

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Rafael, o al menos la amante preferida, y este amante de algunos días, entre aquella
fuente de inspiraciones y esta fuente de disgustos, media una inmensa distancia. En
Venecia encontré gente que la conoció todavía vendiendo ostras en el mercado, y
buscando muchachuelos que regalaran sus oídos con las traducciones italianas del
poeta, a quien había amado brutalmente. Era una mujer de la plebe, en todo el mal
sentido de la palabra; una mujer que no sabía leer ni escribir; una mujer, que
acostumbrada a tiranizar su familia casi en público, no ocultaba ni un pliegue de su
alma, ni un latido de su corazón, y por consiguiente, ni los rincones de su hogar.
Buscaba el poeta con grande ansiedad por aquellas hermosas islas el lugar de su
sepultura. Tendido en su góndola, se paseaba por el archipiélago veneciano, para
escoger un sitio bastante pintoresco donde plantar un sauce que tocara con su
desmayado ramaje a las aguas, y ofreciera con su nombra asilo a su sepulcro, erigido
bajo el cielo celeste del Mediodía y junto al Adriático. Mas para acelerar el encuentro
de aquel lecho eterno, dióse desenfrenadamente al estudio del cruzamiento de razas,
al goce de las formas plásticas, a los ebrios cánticos de los placeres carnavalescos, a
una orgía sin tregua. En este torbellino, cuando salía de las cenas para buscar las
tumbas, encontró a Margarita, en cuyos brazos debía dejar tanta parte de su vida.
La encendida sangre veneciana corría por las venas de aquella mujer
esencialmente sensual. Su estatura era alta, su pecho ancho, sus brazos nervudos, su
rostro bello, su cabeza vulgar; sus ojos abrasaban y consumían como voraz incendio.
Era amante hasta el frenesí; pero celosa hasta la locura. Le acariciaba y le maltrataba.
Iba hacia él con la sonrisa de los ángeles, y le clavaba las uñas con la ferocidad de los
tigres. La áurea aguja de su negro moño podía servir de puñal. Sus entrañas podían
engendrar una raza de gladiadores. Sus puños podían sostener ventajosamente lucha
con cualquier fornido inglés. Su elocuencia pintoresca estaba sembrada de
interjecciones desvergonzadas. Eran sus ideas enmarañadas como una selva
primitiva. Eran sus pasiones ardientes como un volcán gigante en erupción. Amasado
su carácter en el barro de las lagunas y abierta su alma al sol del Mediodía, guardaba
en todo su ser algo de grande, aunque fuera brutal su grandeza. En el palacio
Mocenigo había reunido Byron caballos, gatos sin número, perros en trabilla,
papagayos, toda suerte de pájaros, y aquella mujer, Eva salvaje de un paraíso cástico,
y en rebeldía contra el Adán, ebrio de vino, de placeres y de ideas.
Pero no creáis que le guardaba una grande fidelidad Byron, a pesar de su fiereza.
Un día se arma ruido espantoso. Los papagayos vociferan palabras indescifrables, los
gatos maúllan, los perros ladran, los muebles saltan en pedazos, las lunas venecianas
siembran de una lluvia de menudos cristales el pavimento del palacio, conmovido
como si se doblara bajo un huracán o se desplomase a impulsos de un terremoto. Era
Margarita, que se había encontrado una rival, con la que trabó espantosa batalla,
empeñada y sostenida de una y otra parte con heroísmo e incontrastable pujanza.
Imaginaos la fascinación que ejercería aquella poderosa naturaleza en el carácter
gastado, en el hastío invencible del poeta. Su mirar daba extraño fuego a la sangre

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helada en aquellas venas casi exhaustas. Su violencia y sus inesperadas salidas le
agradaban como un manjar nunca antes gustado. Reíase con aquellas cartas
apasionadísimas, escritas por un memorialista a razón de doce sueldos y dictadas por
la panadera al volver del mercado con su cesta sobre la cabeza.
Una noche, Byron daba en el baile de máscaras el brazo a la respetable señora
Contarini, envuelta en negro dominó y sigilosamente oculta con su careta. Margarita
llega, la insulta, le arranca violentamente y con grandes vociferaciones la máscara.
Otra noche riñó con su marido, en cuyas carnes hicieron un destrozo horrible sus
cortantes uñas. A las altas horas llamó con redoblados golpes a la puerta del palacio
de Byron, donde todo el mundo reposaba y dormía. Al poco tiempo se presentó el
marido pidiendo su mujer. La policía intervino, y la mujer fue reinstalada por fuerza
en el abandonado hogar. Pero se escapó de nuevo, y fue a refugiarse en el palacio
Mocenigo, al lado de su amante.
Allí tomó el gobierno de la familia, pero ejerciéndolo con una tiranía sin ejemplo.
Nada le bastaba para darse tono y aires de gran señora: vestido arrastrando, sombrero
parisién, joyas riquísimas, encajes de Flandes, un tren de princesa. Y con este traje,
calzados los guantes, a lo mejor se incomodaba, y cogiendo una tranca y
remangándose los brazos, apaleaba desde los perros hasta los criados. Milagro era
que perdonase al amo. Pero en cuanto a reñirle, no guardaba ningún género de
consideraciones. Byron gustaba mucho del Lido y de nadar en el Adriático. Por
aquella hermosa lengua de tierra que forma el Lido, sembrado de una vegetación
asombrosa que el mar besa, paseábase a caballo. Cuando se cansaba de cabalgar,
corría al agua, sumergiéndose en sus profundos senos como un buzo. El pez británico
le llamaban por toda Venecia. Una tarde, el cielo se encapota, los vientos se
desencadenan, encréspanse las olas; y Byron se hallaba en el mar. La pobre Margarita
corría de los pies de la Madona a la ventana, invocando todos los santos y
prometiendo misas, rosarios, ofrendas al cielo en una letanía sólo interrumpida por
extrañas maldiciones. Cuando vino la noche y no volvió el poeta, quedóse aquella
mujer como petrificada en la escalera de mármol que descendía al Gran Canal,
tendidos los brazos hacia el mar, medio muerta de angustia. Pero al volver el poeta,
gritó, maldijo, vociferó horriblemente, diciéndole: ¿es tiempo este de ir al Lido, cane
de la Madone?
Una ventaja, sin embargo, llevaba Margarita al hogar de Byron: la economía.
Contaba con los dedos, pero contaba a maravilla. Criada en el mercado, sabía el
precio justo de todos los artículos. Y como Byron no comía apenas, se tragaba todos
los manjares, matando de hambre al resto de los criados. Acostumbrados éstos a la
magnificencia del Lord, no podían tolerar aquella extraña tirana que los condenaba a
forzoso ayuno. Así, armaban una conjuración tras de otra conjuración, para forzar la
mano de Byron a despedirla. No era difícil, porque en el estado de su ánimos arrojaba
con menosprecio la flor cuyo aroma había absorbido con ansia. En estos amores
tornadizos y cambiantes, sólo hay un atractivo, la novedad; aunque se tenga la

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convicción de no encontrar en el placer ya agotado nada de nuevo. Al estado propio
del ánimo de Byron se unían las maquinaciones domésticas contra Margarita. Y a las
maquinaciones domésticas, sus propias imprudencias. Interceptaba las cartas
dirigidas a su amo, y como no sabía leer, iba al primer memorialista a entregarle
aquellos secretos. Todo esto, pero muy especialmente el desvío con que Byron
miraba aquellos amores de un día, perdieron a Margarita. Byron concluyó por
despedirla. En el momento de salir, arrojóse airada sobre un cuchillo, como si
quisiera suicidarse. No la condujeron, la arrastraron a la góndola. Allí se retorcía las
manos, gritaba como una leona desposeída de sus cachorros. Sus ojos centellaban ira.
Se había elegido la noche para realizar aquella separación preñada de escándalos. A
la vuelta de una de las infinitas esquinas, Margarita se arroja al agua, a pesar del
intenso frió. Mojada hasta los huesos, tiritando, con el cabello tendido sobre la
espalda, la cara amoratada, extraviados los ojos, contraídos y lívidos los labios,
despidiendo del pecho desgarradores sollozos, se arroja a los pies de Byron,
pidiéndole perdón. Este fue inexorable.
Había tocado hasta el fondo del abismo. En aquella vida podía perder hasta la
conciencia. Tras las noches de orgía, la realidad era más triste y el corazón más
desgraciado. Necesitaba una redención que sólo era posible por el amor, y por el
amor puro. Una mujer amada podía serenar la tempestad con su sonrisa; podía
purificar la vida cenagosa con su ejemplo. Nada hay tan casto como el amor
verdadero. Nada tan saludable al cuerpo y al espíritu como la castidad. Amar
verdaderamente, fijarse en una mujer pura, buscar su mirada como una estrella, tener
su corazón como un refugio, unir dos vidas en el amor y reflejar el cielo en su
tranquilo seno; esta redención era la única posible al poeta caído en el cieno. Las
luchas del Parlamento, las glorias de la poesía, el entusiasmo de una sociedad entera,
los viajes por el mundo, el espectáculo de la naturaleza, los recuerdos de la historia en
el sitio mismo donde han pasado sus grandiosas escenas; Grecia con sus ruinas,
Inglaterra con su libertad, España con su romanticismo, Suiza con sus montañas,
Italia con sus artes y el Oriente con sus amores, no habían podido llenar aquél
corazón, en el cual caía el placer como un corrosivo, y estallaba la poesía como un
dolor infinito. Su alma sólo podía producir el sarcasmo del D. Juan.
La Condesa Guiccoli, el amor puro del poeta, apareció en este momento. ¿Cómo
nació esta pasión? Yo no conozco de este amor una definición tan precisa ni tan
profunda como la que el poeta psicólogo por excelencia, Shakespeare, da del amor
entre Otello y Desdémona. “Me amó, dice Otello, porque luché y padecí; la amé,
porque me compadeció”. Teresa, que así se llamaba la hermosísima Condesa
Guiccoli, vio en la frente de Byron su dolor, y se propuso redimir al poeta, sacarlo del
abismo, encender la inspiración en su alma, el amor en su corazón, fortalecerle para
la virtud, coronarlo con una muerte gloriosa. Byron tenía el disgusto de la vida, y
Teresa apenas había conocido la vida. Educada en sombrío convento, las notas del
órgano, las nubes de incienso, los cirios encendidos al pie de la Virgen, los coros de

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las esposas de Cristo, habían llenado su alma de la poesía de los claustros, del amor
místico y sin nombre, que al tocar el mundo, debía convertirse en amor violento por
el encuentro de un sujeto real donde fijarse.
Sus padres la habían hecho desgraciada. Sin consultar ni su voluntad ni su
corazón, la sacaron del claustro para casarla con un viejo riquísimo, el Conde
Guiccoli. A la exaltación mística de sus primeros años, reunía Teresa la nostalgia del
amor verdadero en la aridez de un matrimonio de conveniencia. Esta triste situación
la obligaba a refugiarse en la lectura, en la poesía de la época. Era el año 1812.
Madame de Stael y Mr. de Chateaubriand comenzaban a popularizar en sus obras
esos amores enfermos, esas pasiones desgraciadas, esas tristezas de un siglo, que no
se atrevía ni a dejar las viejas ideas, ni a seguir las nuevas; supremas dudas vertiendo
sobre el corazón su corrosivo veneno.
Teresa leía y releía todas estas obras; se exaltaba, padecía, soñaba con una
sombra; y escribía versos consagrados a esos fantasmas sin forma, a esas ideas sin
realidad y sin objeto, que atravesaban su cerebro, rodeado por la aurora boreal de las
inspiraciones románticas. Su héroe, el héroe de sus ensueños, el héroe nacido en el
convento, agrandada en la realidad de un frió y triste matrimonio, el héroe ideal,
soñado cada día con más delirio, merced a una lectura sin tregua, ese héroe
extraordinario no existía, o si existía, era Byron, el único capaz de incendiar la
realidad con el fuego de la poesía.
Teresa y Byron se hallaban en Venecia y no se conocían. Teresa, enferma del
alma, y Byron, del alma y del cuerpo; la una de diez y ocho años, al borde de la vida,
y el otro gastado por los placeres, aunque joven por la edad, al borde de la tumba. En
1818 Byron la vio, pero no la adivinó. Pasó, acompañada de su marido, con quien
acababa de casarse, como una de esas infinitas mujeres que encantan un momento los
ojos y nada dicen al corazón. Durante la primavera de 1819 se encontraron una noche
en casa de la Condesa Albrizzi, a quien llamaba Lord Byron la Stael italiana. Uno y
otro fueron aquella noche a la reunión con disgusto. Teresa estaba cansada de fiestas
y Byron cansado de mujeres. Fue necesario que el Conde Guiccoli se enojase, para
que Teresa fuera al baile, y que la Condesa Albrizzi empujara casi materialmente a
Byron, para que se presentase a Teresa. Se vieron y se amaron. Una mutua mirada
bastó para que aquellas dos almas se comprendieran y se juntaran ya
indisolublemente. Ni ella ni él supieron jamás quién dijo la primer palabra ni quién
hizo la primera declaración. Eran las dos mitades de un alma. Byron, a través de sus
desórdenes, había buscado a Teresa; y Teresa, a través de sus ensueños, había
buscado a Byron. Se encontraron, por fin, como dos náufragos arrastrados por una
misma ola. Se encontraron sin esperanza de legitimar su pasión; casada ella con un
viejo avaro y él con una protestante intolerantísima, que habían sido sus mutuas
desgracias, dos muros fríos como el bronce entre dos corazones de fuego. Saltaron
sobre todo y fueron el uno para el otro.

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Nada hay tan triste como vivir al lado de una mujer siempre melancólica,
desesperada siempre. Varios biógrafos dicen que el Conde favoreció el principio de
los amores de Byron con su mujer. No gusto de ennegrecer la naturaleza humana
cuando encuentro algunos motivos racionales que me expliquen, acciones a primera
vista inexplicables. El Conde pudo notar que la melancolía de su mujer se disipaba
con la presencia del poeta. Y pudo también atribuir esta preferencia al mutuo amor
que ambos tenían por las letras. Encantado de ver disiparse una tristeza que
ennegrecía su vida, fue al principio cómplice inocente de su propia desgracia.
Pero bien pronto advirtió aquel amor, y trató de cortarla con la ausencia, vulgar
remedio a los amores fugaces, incentivo poderoso de los amores profundos. El Conde
abandonó a Venecia y se fue a Ravenna seguido de su mujer, cuyo pensamiento se
quedaba encerrado en el corazón de Byron. Teresa se moría. Su alma no era bastante
fuerte para sobrellevar la ausencia. Byron corrió a Ravenna llamado por una
moribunda. El 8 de Junio de 1819 se encontraba al pie de un lecho donde moría una
enferma de amor. Al verlo entrar, se reanimó Teresa como la humilde violeta al beso
de Abril. Los médicos todos habían convenido en que aquella enfermedad de
languidez y de tristeza no tenía cura. Bastó, sin embargo, para volver el carmín a las
mejillas ya frías, la luz a los ojos ya extintos, la presencia de Byron. Aquel mismo día
Teresa pude salir del jardín, y apoyada en el brazo del poeta, hablar bajo los vibrantes
pinos de desmayada copa, entre los mirtos y las adelfas, de sus recuerdos y de sus
esperanzas.
La salud de Teresa no renació sino a costa de la honra del Conde. Por muy
tolerantes que fueran las costumbres italianas de aquella época, es siempre ridículo un
marida acompañando a su mujer apoyada en el brazo de su amante. Guiccoli cogió un
puñal y fue a herir a Byron, que leía la Corina con su amada bajo los pinos de Italia.
Pero la propia cobardía y la serenidad del rival le desarmaron. Este, a su vez,
difícilmente se resignaba a su papel en la sociedad, que muy tolerante con tales faltas
a la sazón, no dejaba de perseguirlas con malignas miradas y susurrantes cuchicheos.
Byron hablaba de robar a su amada, y Teresa de apelar al expediente de Julietta,
vestir su traje de muerta, tomar un narcótico, encerrarse en el panteón de su familia, y
aguardar a que Su amante fuera a convertir con una mirada o con un beso, enviados a
través de las rejas, el panteón fúnebre en paraíso. Por mucho que fuera el
romanticismo de Byron, quería mostrar su amor en plena sociedad, al resplandor del
sol, en el seno del mundo y en el seno de la naturaleza, como un timbre del alma,
como una virtud de su vida, hasta entonces entregada a múltiples amores, y desde
entonces fija en una pasión, que se alimentaba principalmente de castas inspiraciones
y que residía en la región del alma.
Enternece leer la página escrita por Byron en unas hojas de la Corina que Teresa
había dejado olvidada en su jardín de Bolonia. Aquel amor sencillo del corazón
parece junto al amor hiperbélico del libro, como un lirio del campo junto a un lirio de
trapo. "Amor mio, le dice, cuan dulce es en vuestra lengua italiana esta palabra. Sobre

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un libro que os pertenece, yo no puedo escribir sino mi pasión. En esta palabra “amor
mio” está encerrada toda mi existencia. Conozco ahora que vivo y temo lo porvenir.
Vos decidiréis de mi suerte. Mi destino reposa en vos, que ahora tenéis diez y ocho
años, y que hace dos años salisteis del convento. Pluguiera al cielo que os hubierais
quedado allí, o que yo no os hubiera encontrado casada. Para todo es ya tarde. Os
amo y me amáis. Al menos procedéis como sí me amarais. Esto es un consuelo a
cuanto puede sobrevenir. Sin embargo, yo soy quien más ama de los dos; yo quien no
puede nunca dejar de amar. Pensad en mi alguna vez, cuando nos separen el mar y los
Alpes. Mas no puede suceder esto, a menos que vos no lo mandéis."
Y después de haber escrito esta carta, como si comprendiera que el ser se define
por su comparación con la nada, y el amor se confunde por su tristeza con la muerte,
se iba a visitar el cementerio, para aprender el sueño de los muertos en el silencio y el
dolor de los vivos en las inscripciones de las tumbas.
Por fin, el Conde se retiró, aunque accidentalmente, de aquel hogar y quedaron
solos ambos amantes. De Bolonia partieron para Venecia. De Venecia para el campo,
para esas casas bellísimas, lejanas, desde donde se descubren los Alpes y el
Adriático, y entre el Adriático y los Alpes, Venecia, como una inmensa flota de cristal
y de corales. Allí Teresa inspiraba a su amante, siendo a un mismo tiempo la musa
del amor y la musa de la Italia. Allí le mostraba con elocuencia la sombra de lo
pasado, las esperanzas de lo porvenir y las tristezas de lo presente. Allí le inspiraba
con sus sonrisas y con sus lágrimas ideas proféticas de la restauración de Italia,
realizada en nuestros días, a nuestra vista, como un milagro de la fe de este siglo. Allí
le purificaba de sus pasiones de un día, por la pasión única del amor verdadero; y le
apartaba de las orgías, enseñando a su actividad, siempre inquieta, otro espacio en el
culto de la causa de la humanidad y en el combate por la independencia de los
pueblos.
Tanta felicidad no podía continuar, dada la delicadísima y difícil situación en que
se encontraba el marido, el Con de Guiccoli. Convengo con todos los historiadores
del tiempo en que Italia era indulgente, muy indulgente a la sazón para el adulterio.
En lo que no convengo con esos escritores absolutamente es en que los italianos
aprendieran tal indulgencia de los españoles. El Médico de su honra, A secreto
agravio secreta venganza, enseñan a los siglos el horror que a los corazones
españoles inspiraba el adulterio. Donde ha nacido el Tetrarca de Jerusalén, no hay
espacio para el Sigisceo de Italia. Pero por mucho que la indulgencia italiana fuera,
todo el mundo debía en este asunto dar la razón al marido. El Conde Guiccoli, cegado
por su mayor vicio, la avaricia, puso la opinión pública en su contra. Primero, el viaje
de Teresa y Byron a Venecia fue con su asentimiento. Después, quiso constituirse en
depositario de las rentas del poeta, para ganar en oro lo perdido en honra. Por fin,
vino el pleito de divorcio. Tras el pleito perdido por el Conde, un breve pontificio que
pronunciaba la separación. Teresa abandonó gustosa sus palacios, sus trenes, la
sociedad, las riquezas por el amor del poeta.

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En esto cayó sobre la familia de Teresa el destierro. Su padre era el Conde
Gamba, y pertenecía a esas fuertes provincias romanas que son las provincias
aragonesas de Italia, El amor a la libertad y a la patria, que se anidaba en esta familia,
recibió el premio que reciben siempre esos amores; el destierro. La familia Gamba, a
la cual había Teresa vuelto, después de su viudez legal, se refugió en la dulce
Toscana, en la solitaria Pisa, en esa ciudad-convento, en esa ciudad-cementerio, tan
propia de las grandes tristezas. Allí fue también lord Byron.
El principal mérito de Teresa estuvo en no tener por el poeta una pasión egoísta.
Amó su gloria más que su persona, y más que su gloria, su virtud. Lo purificó, lo
elevó, lo sacó del cieno, le puso la aureola de la pureza en la frente. Y después, en vez
de reivindicar ese gran corazón todo para sí, lo entregó a la humanidad. Vio que
Byron no pertenecía sólo a la raza de los hombres de ideas, sino también a la raza de
los hombres de acción. Era un héroe de Grecia por la figura escultórica, un poeta del
Norte por el pensamiento profundo; en una mano llevaba la lira y en otra mano la
espada. En vez de arrancarle a la idea y a la acción para reducirlo a los placeres de un
amor satisfecho, señaló al Aquiles el campo de batalla, y le dijo que sería más digno
de su corazón cuanto más luchara por los pueblos. Prefirió unir las dos almas en los
altares del sacrificio a todos los placeres fáciles, a todas las satisfacciones del amor
propio y del orgullo. Teresa despertó en su pecho el amor a la virtud y el amor a las
glorias que tantas veces había Byron despreciado y maldecido. Teresa le enseño a
amar a Italia y a los combatientes por Grecia, esas naciones cuyos antiguos genios
entrarán eternamente en la genealogía de todos los genios del mundo. Ella, por fin, le
enseñó a morir. Y enseñándole a morir por todos, en vez de vivir para sí sólo, aseguró
a su nombre la más gloriosa de las transformaciones, el martirio; y a su inmortalidad,
el más bello de todo los templos, el corazón de los pueblos. Sería inmortal Teresa,
como Eloisa, como Isabel de Segura, como Safo, si hubiera guardado bajo los pinos
de Italia, por las orillas del Arno, eternamente, la viudez gloriosísima del amor de
Byron. El año veinte parecía una musa. Y en el año sesenta y ocho es una marquesa
rica y vieja que ha lanzado sobre la tumba del poeta un libro indigesto.
Llegamos al final de los días de Byron. Aquí acaba la vida y comienza la muerte.
Aquí el barro helado de los desengaños se cae fundido al fuego de la fe, y las alas del
alma se abren ampliamente en toda su extensión. Aquí empieza la vida a ser poema,
el poeta a ser héroe, el sepulcro ÉL ser altar, y a ser inmortalidad la muerte. Aquí se
despide para siempre de la mujer amada y va a desposarse castamente con la libertad,
la eterna esposa de las grandes almas, la fecunda madre de los héroes. Aquí todas las
nubes se disipan, todos los vicios sé evaporan, todas las dudas se embotan, todas las
pasiones se acaban, y el calavera de Londres, y el libertino de Venecia, y el poeta de
la desesperación, se convierte en uno de los mártires de la humanidad, redimiendo
con el holocausto de su muerte los errores y las faltas de su vida. Muchos sabrán vivir
mejor que ese hombre, pero pocos morir como él, en una peregrinación por la
libertad, en una lucha por la independencia de la Grecia, a los pies de esa nación-

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ideal, de esa nación-arte, que fue la verdadera patria de su alma, y que lo contará
eternamente al lado de Homero, de Esquilo, de Píndaro, de Milciades y de Arístides,
de esos hombres que son los astros de los horizontes del tiempo: lo contará, sí, entre
sus poetas y sus héroes.
Las hojas de la vida de Byron se iban cayendo tristemente. Su hija Alegra, ángel
nacido entre las tempestades, acababa de morir a los cinco años de edad. El poeta
manda que la entierren allá, en la colina de Harrow, sobre la cual había grabado sus
primeros versos y había recibido los besos primeros del aura de los campos. Shelley,
poeta metafísico, desterrado como él de Inglaterra, y como él errante por el mundo,
acababa de espirar ahogado en tremenda borrasca, no tan tempestuosa como sus
ideas. Byron había recogido su cuerpo, y lo había quemado en una grande hoguera,
sobre la árida arena, a orillas del mar, arrojando en aquel holocausto cargas de
incienso que subían al cielo en nube de humo semejante a una montaña de oraciones
y de pensamientos, que llevaba en sus entrañas el espíritu de un poeta, el cual creyera
siempre el cielo vacío, y renegaba siempre de aquella morada hacia la que se tomaba
su vida.
¿Qué le restaba a Byron? Morir también, pero morir por una idea, por la fe de su
siglo. En medio del silencio que la Santa Alianza ha impuesto a Europa, se oye la voz
de un pueblo que pide su libertad. Este pueblo heroico era el pueblo español, aquel
mismo que diez años antes había enseñado a todas las naciones cómo se pelea por la
independencia. La voz de España había penetrado en dos sepulcros; en el sepulcro de
Italia y en el sepulcro de Grecia. Las tres penínsulas mediterráneas, la península de
los genios, la península de los guerreros y la península de los navegantes, se
levantaban, al soplo de la libertad, como para renovar aquellos días paradisíacos de la
historia, en que las ciudades más ilustres vivían como un coro de sacerdotisas y de
musas en sus costas, e iluminaban la conciencia con sus ideas, y henchían los aires
con sus cánticos. Pero todas estas esperanzas fueron como sueños fugaces. Sobre
España iba a caer la intervención francesa, y sobre Italia la intervención austríaca.
Sólo quedaba de pie el pueblo griego, el pueblo de las Termopilas y de Platea, el que
ha enseñado a leer a la humanidad, el que ha puesto la cuerda del arte en todos los
corazones, el que ha cincelado la forma humana en su hermosura severa, el que ha
revelado la conciencia con Sócrates, el que guarda todavía en las cenizas de sus
ruinas el calor de la inspiración para el poeta.
Byron, que recorrió Grecia buscando los laureles de Apolo a las orillas de los
torrentes, el coro de las sacerdotisas de Dodona, el canto del Cefiso en las llanuras
consagradas por las huellas de Demóstenes y de Platón, la Acrópolis ruinosa donde se
habían convertido en sombras las estatuas de Fidias, las cimas de Hibla y del Himeto
coronadas eternamente por los dioses; Byron no sólo encontró en 'aquella tierra los
recuerdos que, como enjambres de luminosas abejas, se levantan de sus diseminadas
ruinas, sino también fuertes razas, en cuyos semblantes brillaban los reflejos de la
antigua inspiración y cuyos nervudos brazos podían esgrimir las armas de

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Epaminondas y de Temístocles; razas dispuestas a sacrificarse heroicamente sobre los
sepulcros de sus padres, antes que consentir por más tiempo la deshonra de tanta
gloria en los infames hierros forjados por Turquía para su patria, patria también del
heroísmo; para su madre, madre también del genio.
Miradlo: rico, se aparta de sus riquezas; amado, se aparta de su amante; poeta, se
aparta de su lira; joven, se aparta de sus pasiones; coronado por el genio, se aparta de
su gloria; y va a pelear y va a morir por una de las causas más justas de la humanidad,
por la causa de Grecia. Allá en Italia, a las orillas del mar Tirreno, bajo las sombras
de los pinos, respirando el aire cargado de azahar, viendo las obras maravillosas del
arte, en las cuales aprendía la perfección de su estilo, amado por una mujer que unía
el talento a la belleza, pudo dejar correr sus días tranquila y serenamente, cantando
como un ave junto a su nuevo nido, en aquel jardín de delicias.
Pero no: prefirió la lucha, la tempestad del mar, la inclemencia de los elementos,
el campo de batalla, los vapores de la sangre, los miasmas de la peste, la muerte por
sus hermanos, el sacrificio por la humanidad. Creed en sus dudas, vosotros,
comerciantes ingleses, que lo habéis maldecido, atiborrados de beefsteak, ebrios de
cerveza, regoldando, como diría Sancho, los vapores de vuestra digestión sobre la
aureola del genio. Maldecid su vida, vosotros a quienes una moral egoísta es tan fácil
porque no tenéis pasiones; y una árida fe protestante es tan natural porque no tenéis
pensamiento. Arrojadlo por indigno de Inglaterra; y él se levantará con su lira y su
espada, recorrerá las riberas divinas donde nacieron las artes, convertirá los dioses en
sus conciudadanos, irá a morir a Grecia, y tendrá por patria toda la humanidad.
Nosotros apreciaremos sus obras en un capítulo final, cima de este pobre trabajo
consagrado a uno de los genios que más consuelos nos han procurado en nuestros
dolores presentes con la lectura de sus obras. Era el mes de Abril y la mañana
siguiente al día de Pascuas. La naturaleza resucitaba con sus mariposas, con sus
largos días, con su tibio calor, tan delicioso en la primavera de los climas
meridionales. La Iglesia cantaba la resurrección de Cristo. Byron presentía la
resurrección de Grecia. Sin embargo, la lucha, la incertidumbre, los choques contra la
impura realidad en que se destrozaba su alma, el dolor, la peste mortífera,
consecuencia de la guerra, lo gastaron y le hicieron doblegarse y caer sobre la
bandera de la libertad, en la cual se envolvió para morir como Catón y como Bruto en
la sombra de la República. Apenas tenía treinta y seis años. Se doblaba a la muerte
como un árbol cargado de frutos y de flores. Era una hermosa mañana, y el sol
deslizaba sus primeros rayos entré las últimas gotas del rocío, y las aves entonaban
sus coros, como si la naturaleza consagrase un himno a la victoria del poeta. En su
delirio, creía asaltar los muros de Lepanto, y en realidad asaltaba los muros de la
eternidad. Decía ¡adiós! ¡adiós! como perdiéndose en otras riberas. Y su última
palabra, fue “adelante”, como si consolara a sus soldados llorosos y a sus amigos
desolados, asegurándoles la continuación de su vida en otros horizontes.

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CONCLUSIÓN

Después de haber recorrido largamente la vida de Byron, detengámonos un


momento a contemplar este genio maravilloso en su conjunto. Como jamás hubo en
el mundo poeta que fuera tan subjetivo e individual, jamás una vida contribuyó a
desarrollar un carácter, ni un carácter a desarrollar una literatura como en este lord
inglés, nacido para la felicidad y atormentado por todas las desdichas. No creo yo que
el genio se componga solamente de los nervios, de la sangre, del jugo que absorbe de
la tierra donde ha nacido, del sol que ilumina y fecunda su cerebro. El genio es antes
que todo una poderosa individualidad interior, con facultades innatas, elevadas por el
estudio y por los choques de la vida a una gran potencia: el genio es un espíritu
creador. Todos los verdaderos artistas, de cualquier clase y condición que sean, tienen
la poderosa facultad de pensar y poner en relieve su pensamiento; la fantasía vivaz
que los lleva a un trabajo tan continuo como el trabajo de las fuerzas creadoras de la
naturaleza; la observación profunda para el análisis, que hace de sus ideas un
microscopio donde se ven las mayores minuciosidades de la vida, ocultas al vulgo de
las gentes; la mirada indagadora, elevadísima, que abraza los lejanos espacios como
el telescopio; y luego esa exquisita sensibilidad, por la cual refunden fácilmente en el
horno siempre encendido de su corazón, los ajenos dolores y las ajenas alegrías.
Pocos hombres han poseído en tanto grado estas facultades eminentes como Lord
Byron. El se eleva de un vuelo a las regiones más sublimes del espíritu, donde todas
las ideas se le aparecen, revestidas en sus formas. El desciende con una observación
prolija a contar las menores minuciosidades de la vida, y a descubrir los más
imperceptibles toques de luz y de sombra en el cuadro del Universo. El siente la
necesidad invencible de producir, de crear, de esparcir sus obras con la misma ciega
largueza con que el ruiseñor esparce sus cánticos y la estrella su luz. El tiene, sobre
todo y antes que todo, la sensibilidad, esa sensibilidad que se conmueve y se riza al
menor soplo del aire, que cambia de matices al menor reflejo de la luz, que presiente
las tempestades futuras, así del Universo como de la sociedad, y que siendo uno de
los mayores dones de la naturaleza, es también uno de los mayores tormentos de la
vida.
Pero si tiene esta nota primera, esencial del genio, no puede dudarse que también
tiene las cualidades propias de su raza, esas cualidades que son alas esenciales, alas
fundamentales como el color al dibujo. La sangre normanda rompe en tempestuoso
oleaje por sus venas. La tormenta es su elemento. Cuando no la encuentra en la vida,
la condensa en su propia conciencia. Cuando la acción no le ofrece bastantes
huracanes, los busca en sus pasiones; y cuando no se los ofrecen sus pasiones, en sus

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ideas. Necesita vivir al borde mismo del abismo, sobre cuatro tablas que van a
deshacerse, deslizándose entre un oleaje hirviente y espumoso, azotado el rostro por
el huracán y los nervios por las chispas del rayo. Su conciencia es como una tromba
furiosa que despedaza su propio corazón. Las tinieblas de las noches eternas de tal
manera caen sobre su alma, que a veces todo lo vé malo, todo lo cree perdido, y lo
que más malo vé, lo que imagina más perdido, es su propio ser. De aquí esa
irritabilidad, esa duda, esos contrastes, un pedazo de cielo asomado por los grupos de
apiñados nubarrones; una plegaria viniendo tras una blasfemia, como la brisa tras el
huracán.
Pero no solamente es normando por la raza a que pertenece; es inglés,
perfectamente inglés, por la nación en que ha nacido. ¿Cuál es la facultad
característica del inglés? La personalidad, la individualidad. El inglés necesita que la
ley consagre la integridad y la totalidad de su persona; que el hogar lo aísle de sus
semejantes; que su propia conciencia sea la mediadora entre el tiempo y la eternidad,
entre la tierra y el cielo; que la propiedad le sirva como de pedestal, y que la vida se
desarrolle en él a su cuenta y riesgo, y merced al aguijoneo de su actividad, excitando
sus aptitudes, alimentando la fiereza contenida en el principio de la propia
responsabilidad. Pues bien: Byron, antes que todo, es una personalidad. Cuanto puede
impedir el crecimiento, el desarrollo de esta personalidad, le molesta y lo derriba: fe,
leyes, costumbres, límites de nacionalidad, preocupaciones de raza. Quiere vivir sólo
en su conciencia, con su pensamiento en el mundo creado por su propio espíritu,
tronando como un Dios y viendo hasta las leyes de la naturaleza plegarse a su
omnipotente libertad. Jamás ninguna raza odió a un hombre como la raza británica a
Byron; jamás ninguna raza representó con más fidelidad en sus cualidades
características, y sobre todo, en su orgullosa individualidad.
Pero al lado de estas cualidades del Norte, Byron tenía cualidades esencialmente
meridionales. Nuestro sol había deslizado sus rayos por aquel espíritu, le había
impreso fuertemente su ósculo de fuego. Era una personalidad británica, vaciada en el
mármol de Paros, bajo cuya frialdad aparente se encierra un rescoldo de divino calor.
Sobre esas piedras se mecen las rojas flores de las adelfas, a las orillas de los
torrentes, como convidando a los poetas con laureles. La combinación de cualidades
diversas explican en Byron los bruscos cambios de su estilo, y las formidables
antítesis de su pensamiento. Pero al mismo tiempo explican su culminante facultad, la
más alta y la más imperiosa, la sensibilidad. No tenía, no, la flema británica. Una
emoción pasaba con tal fuerza por todo su ser, que le dejaba ardientes quemaduras.
Parecía que el mundo social, sobre todo, no se comunicaba con él sino por medio de
botones candentes, cuyo contacto le hacía gemir, aullar, como un condenado,
retorcerse y espumajear como un epiléctico. La luz no hiere con tanta fuerza los ojos
que acaban de recobrar la vista, como hería al poeta la sociedad de su tiempo.
Y, sin embargo, amaba las sensaciones. Creía que vivir era sentirlo todo,
experimentarlo todo: pasar por los diversos grados del calor de la vida universal;

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sumergirse en el hondo mar, como los peces, y recorrer los picos nevados, como las
águilas; revolcarse en las hojas secas del otoño, hollar las nieves del invierno,
fundirse al calor del sol en el verano, y volar como la mariposa entre las flores en la
primavera; ser el peregrino, errante, sin fin, desde la Alhambra al Vaticano, desde el
Vaticano al Partenón, desde el Partenón a las Pirámides; ser el orador que lucha en la
tribuna y el pendenciero que lucha en las calles; ser el aristócrata, el lord que goza
con el recuerdo de sus blasones, con el orgullo de su origen, y el demócrata, el
tribuno que protesta contra todas las tiranías y reclama todas las libertades; ser
cenobita y epicúreo, casto y voluptuoso, escéptico y creyente, criminal y apóstol,
enemigo de la humanidad y humanitario, ángel y demonio, como si fuera su espíritu
el continente inmenso de todas las ideas y de todas las cosas; su ser, el resumen de
toda la vida, su personalidad, el protagonista del gran escenario del Universo, de la
gran tragedia de la Historia.
Y he aquí otra de sus cualidades culminantes: referir el mundo entero a sí. Esa
grande fuerza que tienen ciertos genios para objetivar sus ideas y sus sensaciones,
jamás la tuvo Byron. Cantaba lo que sentía: la nube pasando sobre su conciencia, la
chispa recorriendo el arpa de sus nervios, el amor de su corazón, la duda de su mente,
la esperanza de sus deseos, según los grados de su salud, de felicidad, de placer, de
dolor, experimentados en su vida, que era su poema. De aquí, como ha observado
muy justamente Enrique Taine, en su bella obra de Historia de la Literatura Inglesa,
la monotonía, la uniformidad de sus personajes, todos tocados de la uniforme
enfermedad del poeta. Pero de aquí también, esa viveza de colorido, esa fuerza de
expresión, ese maravilloso aroma de sentimiento, esa realidad vigorosísima con que
brotan sus cánticos, reproduciendo toda el ser del poeta en cada una de aquellas
cadencias, estremecimientos, latidos de su corazón. Y nada nos atrae, especialmente a
nosotros, hijos de un siglo que ha sobreexcitado la sensibilidad, nada nos atrae como
el latido de un corazón.
Y siendo tan subjetivo, pocos hombres son tan simbólicos, pocos reflejan mejor
su tiempo. ¿Cuál era el estado de aquellos días primeros del siglo, en las obras de
Byron contenido, representado? Era la incertidumbre. Habíamos, sacudido las viejas
creencias y no encontrado aún las nuevas. Pasábamos de la libertad a la reacción, y de
la reacción a la libertad, por cambios bruscos. La revolución acababa de arruinar una
sociedad, y sobre esas ruinas se levantaba aún el espectro, el esqueleto de la Edad
Media, con la corona cesárea sobre la frente, pidiendo venganzas, y reclamando
conquistas. Los pueblos, en su angustia, trataban de unirlo todo, de mezclarlo todo,
religión y filosofía, democracia y aristocracia, autoridad antigua y constituciones
modernas, en el pandemónium del eclecticismo y del doctrinarismo. El espíritu sin fe,
se quejaba al cielo de su esterilidad, y se retorcía entre los anillos de la serpiente que
se llama duda. De un extremo a otro de Europa corría un genio incomprensible,
elevado desde la plebe al Imperio, sembrando una tempestad de guerras, que sólo
servía para aumentar las tinieblas; genio ya sombrío, ya relampagueante; de un lado

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Robespierre con cañones castigando a los reyes y estableciendo despóticamente el
Contrato Social con los pueblos; pero de otro lado Cario Magno ungido por el Papa,
rodeado de un feudalismo militar horrible, reedificando los tronos, y los privilegios,
recomponiendo el antiguo Sacro Romano Imperio. El cielo que Laplace había visto
lleno de mundos, pero vacío de espíritus, era repoblado por Chateaubriand con
ángeles de talco que llevaban en los labios, no la sencilla letanía antigua, sino la
sentencia de una retórica académica. La libertad inglesa se ponía a servicio de la
Santa Alianza. El sepulturero de Polonia, medio iluminada y medio loco, se
imaginaba el Bautista de la libertad universal y se moría de ambición y de rabia, sin
saber dónde ir, ni qué hacer con sus cien millones de esclavos. Los déspotas
invocaban la Santísima Trinidad para que bendijese el cadalso de Hungría, de
Venecia, de Milán, de Nápoles, de la hermosa, de la divina Grecia, entregada al gran
Turco para divertimiento y alegría de su serrallo. Todos los reyes del Norte prometían
la libertad, cuando necesitaban la sangre de sus pueblos, y todos olvidaban la libertad
así que esa sangre fecunda había producido el día de Waterlóo. La literatura vacilaba,
como todo, en esta vacilación universal, y vacilaba, sobre todo, porque la literatura
tiene y guarda la sensibilidad por excelencia y representa su tiempo mejor que ningún
otro elemento social. No sabía dónde ir a beber sus inspiraciones. La fuente de
Helicona, que había fecundado los espíritus republicanos del antiguo mundo, era
maldecida en nombre de la libertad, y reedificados en nombre de la libertad los
castillos góticos que sólo hablan visto siervos hundidos en el polvo de sus terruños. Y
al mismo tiempo, pasaba por los fríos huesos de los mártires que la libertad contaba
en Grecia, en Italia y en España la galvanización de revoluciones rápidas como una
tormenta de estío. ¿Dónde iréis a buscar el representante de esta crisis moral? ¿Quién
será el Dante de este infierno donde se enroscan los círculos de fuego con los círculos
de hielo? ¿Será Lord Byron? Leed sus poemas, y allí leeréis al par su tiempo. Parece
que el espíritu conturbado de esa edad, ha ido a referirle sus angustias entre
carcajadas y sollozos, entre plegarias y blasfemias, entre acentos sublimes y
dicharachos de bufón, ebrio de ideas unas veces, y otras de vino, con los crueles
dolores que producen siempre las vacilaciones de la incertidumbre y de la duda.
Nadie ha sabido expresar como Lord Byron el estado de su tiempo, con sólo
copiar el estado de su espíritu. Encerrado en su independiente individualidad, indócil
a todo yugo, incapaz de entregar su alma a la dirección de pensamientos que no
brotaran del fondo de su propia conciencia, creído de que en el seno de su ser se
hallaba el manantial de su vida, y de que podía levantar la frente sobre todos los
hombres, respirar fuertemente el aire, pensar fuera del espíritu humano por un
supremo esfuerzo, se fijaba inmóvil, como en su centro de gravedad, en el cielo
inmenso, lo veía y reveía sembrado de esperanzas, lo poblaba y repoblaba con las
luminarias de sus ideas, transformándose en lo infinito, como el frío hierro se
transforma al contacto del fuego en candente brasa; pero de pronto el barro detenía y
cortaba su vuelo; y entonces, revolviéndose contra sí mismo, saltaba dentro de la

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estrecha tierra como prisionera ave en su jaula, encendía su sangre con el hervor de
sus maldiciones, se clavaba las uñas en el pecho hasta arañarse el corazón, y se
convertía en nefasta sombra, como un ángel que, después de haber asistido con el
arpa en las manos delante de Dios al florecimiento de los mundos por la inmensidad
llena de vida, se encontrara súbitamente sólo, mudo, desterrado, tronchadas sus alas
bajo el sudario de espesas tinieblas, en desierto planeta de hielo.
Entonces no hay tragedia comparable a la tragedia de su corazón. Se necesita
subir hasta Jeremías para encontrar en la literatura universal un poeta que sepa lanzar
como ella voz de los sepulcros, repetir como él la elegía de las ruinas. El dolor de
Thamo, el piloto de Plutarco, en cuyos oídos murmuraba el Dios Pan su agonía por el
Cabo Miseno, no fue tan poético, tan profundo como el dolor de Byron, al atravesar
las orillas de Grecia, despobladas de dioses y pobladas de esclavos. Foscari no pudo
amar a Venecia como él la ama, no pudo sentir el lamento de la llorosa laguna
adriática como él lo siente y lo repite, cuando al lado dd palacio de los Dux y de los
Plomos, en el sombrío puente de los suspiros, alzado como un catafalco sobre el
oscuro canal henchido de agua semejante a verde hiel, la gran ciudad se dibuja a sus
ojos como un gran cadáver. Los tribunos romanos llorarían como él llora sobre la
desolación de Roma. No conoce de las ideas sino las sombras, no siente de la historia
sino las catástrofes, no gusta de la vida sino el acíbar. Nuestras dudas, nuestros
dolores, elegía que salta a borbotones de nuestro corazón al ver cada vez más lejana
la libertad de nuestro suelo, más estrecho el camino del progreso, más utópicas
nuestras nobles aspiraciones hacia el bien; este desencanto de millares de hombres
que han querido alzar una tribuna para su idea, y sólo han alzado un cadalso para su
persona; que han querido ensanchar la patria en el Universo, y sólo han logrado el
destierro; esta pena aguda como un puñal clavado en todos los grandes reformadores
de Europa, ha tenido en ese genio del desengaño su poeta.
Es verdad que su familia y su vida han contribuido en mucho a este furor, especie
de mayorazgo, como su nobleza, como su sitio en la Cámara de los Lores. Pero
también es verdad que él ha hecho de sus dolores los dolores de su siglo. Extraña
historia y extraña genealogía la suya. Su tío ha matado a uno de sus parientes. Su
padre ha robado a la primera mujer y engañado a la segunda, a la madre de Byron.
Esta ha muerto de una apoplejía a consecuencia de una pesadumbre. Los amigos a
quienes adoraba el poeta, han muerto jóvenes, desolando su juventud. La mujer por la
cual sintió el primer amor, se ha casado con otro, y el recuerdo de esta pasión de su
infancia le llena de veneno el corazón. Apenas encuentra, el día que llama a la puerta
de los Lores de Inglaterra, quien salga a recibirle y saludar su naciente gloria. La
crítica le flagela. Se lanza a un viaje, y la ruina de su hacienda le obliga a volver a su
patria. Se enamora de una escritora célebre, y este amor es una fuente de desgracias y
de calumnias. Se casa, y su mujer le abandona. Tiene una hija, y esta hija crece y se
educa lejos del corazón y del amor de su padre. Tiene una patria que ha de contarle
entre sus glorias, y esta patria le maldice. Se transforma en Italia al beso de aquel sol

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en tribuno, siente la necesidad de la acción, monta su navío, corre a Grecia a pelear
por la libertad, y apenas llega, muere.
Decidme si hay algo más triste en la historia. Parece este hombre uno de esos
héroes, antiguos que nacen condenados a la fatalidad. Parece uno de esos gladiadores
traídos de las montañas de Grecia jóvenes, hermosos, cuya alma está llena de
cánticos, cuyo cuerpo es un modelo de escultura, distinguidos por los emperadores,
acariciados por las damas romanas, y que tienen por toda suerte divertir una tarde a
Roma con su dolor y su agonía entre las garras y los dientes de la fiera. En vano
evadirse a la fatalidad que le persigue; en vano quiere huir de sus penas, dé sus
tristezas, como Orestes de las Eumenides. La tierra es su patíbulo, la vida es su
tormento, la inspiración es una corona de fuego, el amor es una cadena insoportable;
cada belleza literaria que sale de sus manos, se vuelve contra él; cada día le trae un
nuevo dolor; cada acción buena se le convierte en una espina clavada sobre el
corazón; su madre lo amamanta con hiel, su patria con maldiciones; sus propios
amigos le calumnian, su propia mujer le niega el cariño, le es ingrata; y después de
haber corrido casi toda Europa, después de haber gustado casi todas las emociones de
la vida, no encuentra más lenitivo a su dolor que una muerte bebida en la copa de los
dioses, una muerte a los treinta y seis años, que es un heroico suicidio.
Byron ha cultivado los tres géneros de poesía: la lírica, la dramática, y por no
decir la épica, diré el poema, distinto en verdad de la epopeya. Pero así como su
carácter es eminentemente subjetivo, como sus personajes son todos nubes de su
propio espíritu, formadas por los vapores de los sentimientos que batallan en el
océano del corazón; su poesía, la poesía propia y particular de su genio, es la poesía
lírica. El mayor filósofo de los tiempos modernos ha calificado la poesía lírica de
eminentemente subjetiva; la poesía de Byron es la más lírica que yo conozco. No
presenta el mundo, como Goethe, en sí mismo, en su existencia, en sus leyes y en sus
fenómenos; lo presenta tal como se aparece a su alma, tal como se asoma al abismo
de su pensamiento. No se desposee de sí al entrar en el teatro. Nada tan monótono ni
tan uniforme como sus dramas. Nada menos dramático. Cada uno de sus personajes
puede llamarse un coro que entona un himno, una oda, una elegía. El diálogo apenas
tiene movimiento, porque es la mitad de su idea hablando con la otra mitad, un
pedazo de su corazón discutiendo con otro pedazo. Todo diálogo suyo se junta en un
pensamiento; todo personaje se desvanece en un alma; toda, acción se funde en una
vida: en el pensamiento, en el alma, en la vida de Byron. Y como una sola vida, por
grande que parezca, gira sobre una sola idea, sus dramas no son para la escena faltos
de variedad y de movimiento. Parecen casi todos esas grandes poesías orientales,
como el libro de Job, como los Apocalipsis, en que los seres materiales e inmateriales
entablan armoniosamente un diálogo sin fin con el: inspirado profeta que los
descubre en ardientes visiones y les presta el ritmo de sus ideas.
Las primeras poesías, las que tan cruelmente criticó la Revista de Edimburgo,
apenas anuncian el poeta de quien son aurora. Hay subjetivismo, pero no hay

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grandeza. Byron, feliz, se hubiera perdido en el coro de tantos poetas como han
rizado dulcemente un día el lago de la vida ordinaria. Byron, desgraciado, se
distingue de todos los poetas, como Satanás se distingue de todos los ángeles. Su
poesía, serena a veces, pero iluminada por un relámpago siempre, tiene mucho de
fascinadora. La tempestad de sus versos es tan ruidosa, que no hay medio de apartar
la atención de aquel estridor sublime. El poema por excelencia de Byron es el
Manfredo. Henri Taine lo ha comparado con Fausto, y ha dicho que Manfredo es el
poema de la individualidad y Fausto el poema de la humanidad. Yo llamaría a
Manfredo el poema del sentimiento y a Fausto el poema de la idea; a Manfredo el
poema de la naturaleza y a Fausto el poema, de la historia.
Uno y otro representan el desencanto que hay en la limitación de la vida humana.
Fausto se cansa después de haber pensado, y Manfredo después de haber vivido. El
uno va a la muerte como conviene a un doctor alemán, después de haber gustado la
medicina, la alquimia, las ciencias teológicas, la filosofía también, y haberle sabido
todas a ceniza. El otro va a la muerte después de haber sentido, de haber luchado, de
haber amado en vano; después de haber subido la escala gigantesca formada por los
Alpes, sin hallar otra cosa que el viento helado quejándose eternamente, la escarcha
cayendo, los pinos tronchados por las nieves, el frío desierto de cristal donde se acaba
la vida, el hondo abismo donde se acaba la luz; allá abajo los hombres como insectos,
allá arriba las águilas formando círculos sin fin, e hiriendo la inmensidad con sus
gritos de hambre; espectáculo que le recordaba otra desolación, la noche de luna en
que holló la tierra del coliseo sin encontrar más que ortigas sobre las ruinas, búhos
sobre las ortigas, los cuales lanzaban su monótona elegía en las cenizas mezcladas de
los mártires y de los gladiadores, igualmente dispersas por los vientos.
Para apartar a Fausto del suicidio se necesita que la voz del campanario gótico
cante la aleluya de Pascua, y suene el coro eclesiástico de la resurrección; para salvar
a Manfredo se necesita la mano real y poderosa de un cazador de gamos, agarrándole
al borde mismo del precipicio. El uno, después de haber gustado la nada del amor
real, invoca a Helena, la hermosura clásica, por la cual se desangró la hermosa Grecia
y ardió la soberbia Troya; quiere probar el voluptuoso adulterio de que naciera la
civilización del arte, la madre eterna de los dioses y de los hombres. El otro, después
de haber gustado también la nada de los amores y de las ambiciones, quiere ver las
ninfas de la naturaleza, la que duerme en las urnas eternas de nieve, la que agita su
cabellera en la catarata, la que gime en la vibración de los pinos, la que tiene sobre las
nubes un palacio de ópalo formado por el incierto reflejo del crepúsculo, y la que
tiende sus blancas formas en el límpido seno del Océano descansando su cabellera de
algas entrelazada con perlas, en almohadas de conchas y corales.
Así es que Fausto ha recorrido el Oriente con sus teogonías, ha saludado las
estatuas clásicas, ha ido desde el abismo del pensamiento, donde tejen la trama de la
vida material todas las ideas madres, hasta la cúpula de la gótica iglesia que envía a
los cielos el aroma del incienso, el himno del órgano, el eco vibrante de la oración; y

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Manfredo ha ido del castillo feudal a la montaña, de la montaña a la guerra, de la
guerra a la caza, porque Fausto es el pensamiento de la historia universal, y Manfredo
es la acción de la universal vida. En el poema del uno gimen todos los siglos, y en el
poema del otro todos los seres; en el poema del uno, se recorren todas las páginas
escritas desde el nacimiento de la luz en la Biblia, hasta el nacimiento del papel
moneda en las cajas de los judíos; y en el poema del otro se vé la esencia de todos los
elementos, desde la que se levanta de las aguas hasta la que se levanta de las
lágrimas. Entre estos dos poemas, que el uno abraza la historia y el pensamiento,
mientras el otro abraza la naturaleza y la vida, cabía un tercero que abrazara la
sociedad y sus luchas. Acaso había reservado el siglo esta grande gloria a mi patria,
según colijo del magnífico vestíbulo trazado por la mano de Espronceda y que se
llama el Diablo mundo, obra no acabada, no concluida, como no está aún acabada,
como no está aún concluida la construcción de nuestra sociedad.
El poema de Goethe y el poema de Byron concluyen ambos en la muerte. El
poema de Goethe y el poema de Byron tienen junto al protagonista, su compañero
inseparable, el mal. Sólo que Byron, como eminentemente individualista, lleva el mal
cual un cáncer de su conciencia y de sus entrañas; lleva el mal encerrado dentro de su
pensamiento, pegado como una piel de fuego a sus carnes; difundido como plomo
hirviente, como corrosivo infinito, por su sangre; dibujado con todas sus
deformidades y todos sus horrores en las retinas que, a manera de dos soles de
tinieblas y de muerte, manchan y desgastan todas las cosas. Goethe no, Goethe es el
filósofo que observa el mal y que lo acepta en el límite de la naturaleza y de la vida
humana, como un compañero inseparable del bien, como la antítesis que determina le
tesis, como la sombra que sigue a la luz, como la fiebre que resulta del exceso de la
vida, como el aguijón que liba la miel, como el dolor que pare, como la duda que
crea, como la negación que define y afirma. Byron siente el mal y Goethe lo piensa.
En la esfera del sentimiento, la contradicción del bien y del mal existe. Byron va,
pues, en una nube tempestuosa, donde batallan dos electricidades opuestas; que
ambas le sacuden con todos sus manojos de rayos todos los nervios, y le encienden
con su fuego invisible toda la sangre. Goethe, inmóvil como el Júpiter de Fidias;
forrado con el bronce de toda la vida humana, puesto en las alturas de la historia, vé
con indiferencia completa pasar el mal como una nube, que si oscurece cierta porción
de tierra, también refresca y refrigera otra; como una duda que, si conturba un
instante a los espíritus apocados, acera y prepara a la verdad los espíritus vigorosos;
como una ironía, que si quita solemnidad al canto eterno del arte, también le da esos
tonos varios y discordes, sin los cuales no podría resultar la armonía de la belleza,
esos toques de sombras, sin los cuales no podrían resaltar los colores en el cuadro del
alma.
Cuando se piensa superficialmente, cuando no se entraña la idea en el fondo de la
vida, se suele decir ¿a qué estos poemas, desenlazándose el uno en el sepulcro y el
otro en la eternidad? Pero sois ciegos de corazón, ciegos de espíritu, siempre que os

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revolvéis airados contra estas grandes obras del dolor y del martirio, contra estos
grandiosos espejismos que para un siglo son fantasmas y para otro siglo son ideas.
Sin la contradicción, no tendríais la verdad, como sin el trabajo y la lucha, no
tendríais la vida. La historia de la ciencia es una prolongada serie de ecos diversos.
Así que nace un genio preguntando, nace otro respondiendo. Sin la desesperación de
Job, no hubierais tenido el bálsamo del Evangelio. Sin las maldiciones del Prometeo
de Esquilo, no os hubierais sentado al banquete de Platón. Sin la duda de los sofistas,
Sócrates no hubiera podido revelaros la conciencia humana. Sin la ironía de Voltaire,
que desgastaba un mundo, los profetas de otro mundo no hubieran subido, coronados
de ideas, a la tribuna de la Asamblea Constituyente para confiar al huracán y a la
tempestad el germen divino de los derechos del hombre. Se entra en la verdad por la
duda, por la desesperación, como se entra en la vida por el dolor, con las lágrimas en
los ojos y los sollozos en el pecho. El que nace sin llorar, nace muerto. El siglo que
no duda, es porque no pregunta, y se necesita importunar a la verdad con preguntas,
como a Dios con oraciones. Por uno de esos poemas llegaremos a saber que somos
los hombres, estos reptiles tan impotentes para subir como para bajar en; la escala de
la vida, unos con el Universo; por el otro de esos poemas, sabremos que este espíritu
invisible, impalpable, semejante al aliento de un cadáver, este espíritu humano es uno
con toda la historia, uno con todos los siglos y puede aspirar a la eternidad.
La verdad es que ambos poetas sacan de las cosas creadas, de su barro, la miel de
sus ideas. La verdad es que, después de haberlos leído, después de haber destrozado
vuestro corazón con sus dolores, vuestra inteligencia con sus dudas, vuestra fe con
sus negaciones, deducís la enseñanza moral de que en la realidad grosera, manchada,
discorde, no está la vida ni la verdad, sino allá en las cumbres eternamente serenas de
las esencias inmortales. Y así como después de las sombras de la noche, el mundo
recibe más alegre, más renovado, más cantor, la visita del sol que devuelve sus
colores a las plantas, su voz a las aves; después de haber pasado en espíritu por estas
hondas cavernas del pensamiento, veis asomar la faz de Dios, que devuelve la
facultad creadora, la fe vigorosa con su luz invisible, pero penetrante, a vuestra alma.
En todos esos poemas hay dos coros de ideas, uno que se sumerge en las sombras,
que canta en las tempestades, que es el sollozo de los seres limitados revolcándose en
el mal, y otro que se alza a la luz, que repite las armonías de las estrellas, y que tiene
la vista fija, como las Concepciones de Murillo, en la contemplación del Supremo
bien. Muchas veces, muchas os habrá sucedido en la vida, andar bajo una nube
espesísima cuando discurrís por las grandes montañas, sentir sus tinieblas cayendo
como un sudario sobre vuestro cerebro, su rayo dando chasquidos como el látigo de
la muerte a vuestro lado, y después vencer aquella cuesta, acercaros a la cima, y
descubrir el cielo azul sobre vuestras cabezas, el sol resplandeciente reflejándose en
el cendal purísimo de la nieve, y del otro lado la nube como un vapor indeciso en el
iris sobre sus alas. Así vienen a ser estas grandes obras de arte. Cuando el
desgraciado Manfredo de Byron ha concluido su batalla con los elementos; cuando su

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espíritu inquieto lo arrastra hacia el mundo invisible; cuando sólo queda de él un
despojo yerto, yo dejo el libro con el corazón oprimido por el dolor, con los ojos
caldeados por el ardor del pensamiento, y en seguida, por una contradicción natural
en el ánimo, veo brillar la Inmortalidad, como la Virgen Madre que se presenta a los
muertos, esos recién nacidos, y les enseña con sus dedos rosados, como los dedos de
la Aurora de Homero, la mansión etérea de la eternidad escondida en los arreboles del
cielo e iluminada por la presencia de Dios.
Extraño genio en verdad Lord Byron, normando, sajón, británico, individualista:
y a pesar de todos estos caracteres particularísimos, universal. Cuando nos describe el
palacio de un gobernador de Albania, el patio de mármol en cuyo centro salta el
surtidor sombreado por los cipreses con las oscuras ramas cargadas de jazmines y de
rosas, que han trepado hasta su copa; el ejército de esclavos y de soldados, griegos
unos, negros otros, vistosos todos por sus trajes, feroces todos por su continente,
cargados todos de armas; cuando aplica el oído para escuchar al través de los muros
si el corazón de la pobre mujer mahometana palpita fuertemente en la jaula del
serrallo, si suspira su pecho destrozado por la soledad y por los celos, cualquiera cree
leer un poeta de Oriente. Pero de pronto sus ojos se nublan, su corazón se estremece,
la tempestad que ha mecido la cuna de su raza le persigue, las nubes que fueron las
madres de los normandos le abruman, el viento silba como un clarín en sus oídos
acostumbrados al mugir del oleaje, al grito del ave marina; los dioses hechiceros,
semejantes a bandadas de murciélagos, resucitan en tropel por las oscuras cavernas de
su alma; y entonces, a la luz del relampagueo de su conciencia, describe ese día en
que el sol no vino a la tierra y los hombres abrasaron todas las cosas combustibles
para alumbrarse hasta que todos murieron envueltos en cenizas: gigantesco recuerdo
de aquellos apocalipsis escandinavos inspirados por las eternas sombras de las noches
polares, a los bardos del Norte. Pero el aire se aclara; la luna se levanta extendiendo
sus velos de argentada gasa; las costas se bajan y se dibujan como si fueran un abierto
escenario; la menuda arena las dora, y en la arena resaltan las conchas brillantes
como fragmentos de ópalo; el agua celeste, ligeramente rizada por las brisas, se
conmueve al salto del juguetón delfín y al roce de las ligeras alas de la gaviota: por
las hendiduras de los Talles la adelfa crece entre las piedras y se abrazan la vid y la
higuera; por los límites del horizonte se confunden el cielo y el mediterráneo,
mirándose el uno en el otro, devolviéndese mutuamente sus reflejos; y en aquella
soledad tan poblada de voluptuosos encantos, se pasean D. Juan y Haydee
convirtiendo las cavernas en palacios, entregándose libremente al goce infinito de su
pasión inspirada por el ardor dé su doble juventud, sin mas testigos que el crepúsculo
rosado como las mejillas de la virgen griega al recibir el primer beso del amante y sin
más pensamiento que perderse, abismarse en su felicidad, como si fuera el amor toda
la vida y en el amor debiera sorprenderle la muerte. ¿No es ese un poeta del
Mediodía?

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La verdad es que el viento revuelto, el torbellino de los hechos que apenas
podemos comprender, lanza hoy a todos los poetas por la faz de la tierra para que
transformen la poesía particular, la poesía de raza, en la poesía universal, en la poesía
humana. No es Byron el único desterrado, el único que ha ido a pedir inspiraciones al
mudéjar alcázar de Sevilla, al gigantesco esqueleto del Coliseo, a las ruinas del
Partenón. Chateaubriand ha recorrido desde los sepulcros de Jerusalén, donde yacen
las sociedades antiguas, hasta la catarata del Niágara, que mece la cuna de las nuevas
sociedades. Goethe se ha desprendido de las selvas del Norte para besar, peregrino de
la religión del arte, los mármoles griegos bajo los arcos triunfales del Vaticano. El
rayo ha lanzado la cuna de Víctor Hugo a España y el sepulcro de Víctor Hugo a
Inglaterra, para que tenga su oriente en el genio de Calderón y su ocaso en el genio de
Shakespeare, Hugo Foscolo, con su sangre griega y su poesía italiana, ha cantado
entre las brumas de los mares del Norte. El Rhin acarició la infancia de Heine y el
Sena lloró sus agonías como si fuera su genio el ánfora única donde pudieran
encontrarse esas dos corrientes enemigas teñidas con tanta sangre. Mazzini escribe
sus profecías sociales desde Londres. Quinet medita sobre el apocalipsis de la
Revolución a las orillas de Seman, y en frente de los Alpes, sobre ese pequeño átomo
de tierra llamado Suiza, que la libertad ha convertido en el mundo inmenso de la fe y
de la esperanza, en el refugio de la virtud y de la conciencia. Todos esos grandes
poetas no son, no, fantasmas que la naturaleza forja para que los dispersen el dolor y
la desgracia. Ese coro de aves misteriosas, de aves celestes que traen el alimento de lo
ideal en su pico, y el eco de lo infinito en su cántico, van por el mundo para mecerse
en todos los vientos, para beber todos los jugos de la madre tierra, para oír todos los
poemas de la historia, para formar, por fin, la Ilíada del porvenir, la Ilíada del trabajo
sustituyendo a la guerra, la Ilíada del derecho sustituyendo al privilegio, la Ilíada de
la humanidad, en que cada pueblo formará un coro y entonará un cántico. Cuando un
poeta que es tan profundamente individualista y de tan pura raza sajona como Byron,
ha podido transformar su genio en el arco donde se descomponen todos los matices
del espíritu humano, ¿qué no podrán hacer, qué no podrán intentar los hijos de razas
más humanitarias, dotados de carácter más flexible, y con la conciencia más
empapada en la sublime concepción de un Ideal Humanitario? De todos modos, el
gran genio que ha vivido repitiendo la inmensa escala de los cánticos de todos los
pueblos, y que ha muerto joven, malogrado, por aquel pueblo que fue el verdadero
iniciador de la libertad, el verdadero poeta de la historia, el artífice de la personalidad
humana, el revelador de la conciencia, bien merece ser contado en la Biblia de los
progresos humanos entre nuestros profetas y nuestros mártires. Ha errado mucho,
pero también ha sido el eco de un siglo incierto. “Te perdono, porque has amado
mucho”, puede la historia decirle. Y nuestra edad, el principio del siglo, al descubrir
la cabeza apolina de Byron, cruzada de rayos y de sombras, podrá exclamar: “He ahí
mi imagen, he ahí mi símbolo”.
(París, 1868).

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