No Tendra Otros Dioses

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LIAHONA Febrero 1998

"NO TENDRÁS DIOSES AJENOS DELANTE DE MÍ"


por S. Michael Wilcox

Al adorar verdaderamente a nuestro Padre Celestial, nos


esforzaremos por ser dignos de todo lo que somos y de todo lo que
podemos llegar a ser.
Tuve el privilegio de conocer y de recibir la influencia de mucha
gente importante durante mi infancia, pero en especial aprecio la
profunda influencia de mi madre. Ella me enseñó muchas cosas
sobre Dios. Yo no la quería ni le obedecía porque tuviese una
posición de autoridad sobre mí, sino por la clase de persona que era. Si su autoridad
hubiera desaparecido, aún así le hubiera obedecido.
Así es como me siento concerniente a
Dios. Por supuesto que adorarle a Él
exclusivamente es obedecer Su
mandamiento: “Yo soy Jehová tu Dios... no
tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo
20:2-3). Yo no le adoro sólo porque sea un
mandamiento, sino que escucho Su consejo,
le sigo, le amo, confío en Él y no tengo dioses
ajenos delante de Él no sólo porque es Dios,
sino porque es mi Padre amoroso y
omnisciente.
Cualquiera que estudie el Antiguo
Testamento se da cuenta pronto de que éste
es el motivo del primer mandamiento:
“¿A quién me asemejáis, y me igualáis, y
me comparáis, para que seamos
semejantes?”, pregunta Dios (Isaías 46:5). Los
santos del Antiguo Testamento sabían que no
había otro como Él. Ana le alabó con las
siguientes palabras: “No hay santo como
Jehová; porque no hay ninguno fuera de ti, y
no hay refugio como el Dios nuestro” (1 Samuel 2:2).
DIOS NUESTRO PADRE
Siendo un niño, mi madre me introdujo en la naturaleza de Dios con un relato de
su propia infancia: “Cuando era pequeña solía regresar a casa desde la escuela en
compañía de mi hermano. Siempre tomábamos un atajo que nos llevaba cerca de un
gran perro negro que nos perseguía al pasar por su casa. Si echábamos a correr en el
instante preciso, podíamos llegar hasta la verja con seguridad. Mi hermano me decía
cuándo correr.
LIAHONA Febrero 1998

“Un día me encontraba sola y no empecé a correr en el momento apropiado. El


perro se acercó a mí amenazador y yo me quedé paralizada de miedo sobre la acera.
Al ir a abalanzarse sobre mí, grité lo más fuerte que pude: ‘¡Padre Celestial,
ayúdame!’ ”
LIAHONA Febrero 1998

Mi madre prosiguió contándome que, de repente, el perro se detuvo como si se


le hubiera bloqueado el camino y ella cruzó la verja. Supo que su oración había sido
contestada.
Esa historia me permitió conocer mucho del Dios al que adoraba mi madre. Me
infundió un sentimiento de seguridad, un solaz que no podría haber expresado con
palabras.
Mi comprensión de la oración se ha ido profundizando con el correr de los años, y
me doy cuenta de que, aun cuando no vemos con claridad las respuestas directas a
nuestras oraciones, el Señor todavía nos escucha y nos bendice. Cruzará toda la
eternidad para tocar el corazón de sus hijos e hijas si tan sólo se lo permitimos.
Ciertamente no hay otro como Él.
Pablo enseñó: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu
de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6). Hay una informalidad
reverente en estas palabras: “ ‘Abba’ es la palabra pronunciada por los niños, la cual
expresa una confianza plena. ‘Padre’ comunica una comprensión inteligente de la
relación. Las dos juntas expresan el amor y la confianza inteligente del niño” (W. E.
Vine, An Expository Dicticmary of New Testament Words, 1996, “Abba”). Esta
confianza permitió a Job, a Abraham, a José, a Ana y a David enfrentar los desafíos
que les enviaba la vida. Esa confianza constituye el eje mismo del primer
mandamiento.
Confiamos en Dios porque sabemos que Él ama a toda alma. Cada uno de
nosotros es hijo Suyo. Isaías escribió: “Pero tú eres nuestro padre, si bien Abraham
nos ignora, e Israel no nos conoce; tú, oh Jehová, eres nuestro padre” (Isaías 63:16).
Ese pasaje de las Escrituras indica que, aunque los antiguos padres como Abraham y
Jacob hayan fallecido, siempre podemos acudir a nuestro Padre Celestial en busca de
ayuda.
Cuando nació cada uno de mis hijos, durante esos preciados y solemnes
momentos en los que los sostuve entre mis brazos por primera vez, sentí los susurros
del Espíritu que me enseñaban sobre sus cualidades únicas. Las primeras veces tuve
mis dudas sobre esas impresiones, pero a medida que crecían mis hijos, las verdades
que se me dieron a entender al nacer ellos se iban verificando. Me maravilla que Dios
me haya dado así Su consejo de Padre Celestial al entregar sus preciosos hijos al
cuidado de un nuevo padre terrenal.
Esa tierna enseñanza no tenía que tomarnos por sorpresa. ¿Acaso Dios no
instruyó a Rebeca concerniente a los gemelos que luchaban en su vientre? (véase
Génesis 25:21-23). ¿Y no enseñó Él al padre de Sansón “lo que [haya] de hacer con el
niño que va a nacer”? (Jueces 13:8). Ciertamente no hay otro como Él.
En la ocasión de mi bautismo, mi madre me explicó que mi Padre Celestial y yo
nos hacíamos promesas el uno al otro; me enseñó que Dios me hacía promesas a
través de las Escrituras, promesas que Él está “obligado” a guardar si yo guardo las
mías (D. y C. 82:10). Tengo el vago recuerdo de un adulto que me hizo una promesa y
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luego la rompió por el mero hecho de que yo era “tan sólo un niño”. ¿Hace el rey
promesas al campesino y se sujeta a ellas? Y ahí estaba yo, de ocho años de edad, y el
Creador de mundos sin número se estaba comprometiendo a mantener su promesa
conmigo.
Maravillados con esta verdad, leemos de los convenios que Dios hizo con los hijos
de Israel y de todos los demás convenios divinos que están registrados en la Biblia.
Cuán paciente y fiel fue Dios con Sansón. No fue sino hasta que Sansón hubo
quebrantado su voto de nazareo que Dios le retiró su fuerza. Dios es un Padre
paciente y amoroso; ciertamente no hay otro como Él.
CREADOR DE GOZO
El Dios al que adoramos busca nuestra felicidad. En realidad, Él es un Creador de
gozo. “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1). Yo no sabía mucho
de los cielos ni de la tierra cuando era pequeño, pero sabía que calle arriba había un
campo lleno de lagartijas y de sapos. Cuando los llevaba a casa, mi madre decía:
“¿Cuál de las pequeñas criaturas de Dios encontraste hoy?” Aprendí a amar a Dios
gracias a las “pequeñas criaturas” que Él escondía en los campos para que yo las
encontrase. No sólo estaban en los campos; a menudo íbamos al mar, donde solía
pasar todo el día desenterrando pequeños cangrejos al retirarse las olas. Me
encantaba la forma en la que me hacían cosquillas en las manos y, en mi
comprensión infantil, llegué a creer que Dios los había creado para producir esa
sensación. También ésas eran las pequeñas criaturas de Dios.
Aprendemos mucho sobre Él al estudiar las cosas que crea. Un sapo o un cangrejo
son una cosa maravillosa, especialmente para un niño de siete años. Estas criaturas
me enseñaron a amar a Dios.
Siendo mayor, me fui de campamento al “Glacier National Park” (Parque Nacional
de Glacier). Me levanté una mañana a las cinco en punto y caminé hasta el lago
Elisabeth. No había viento alguno que meciese la superficie del lago. A lo lejos, las
cumbres brillaban bajo el sol naciente, cuya luz hacía centellear lo que parecían
cientos de pequeñas cataratas. Había una suave pincelada rosa en el cielo azul de la
mañana. Sentía el olor de los pinos, la suave brisa y oía un par de pájaros. Mis
palabras eran inadecuadas para describir lo majestuoso de ese instante, pero
acudieron a mi mente las palabras que habían sido reveladas a José Smith:
“...todas las cosas que de la tierra salen... son hechas para el beneficio y el uso
del hombre, tanto para agradar la vista como para alegrar el corazón... para vigorizar
el cuerpo y animar el alma. Y complace a Dios haber dado todas estas cosas al
hombre” (D. y C. 59:18-20; cursiva agregada).
Esa mañana sentí el placer de Dios, su amor por la belleza y la soledad.
Sobrecogido por la belleza de la creación, el salmista escribió: “De la misericordia
de Jehová está llena la tierra...
“Teman delante de él todos los habitantes del mundo...
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“¡Cuán innumerables son tus obras, oh Jehová! Hiciste todas ellas con sabiduría;
la tierra está llena de tus beneficios” (Salmos 33:5, 8; 104:24).
Un verano llevé a mi hijo y a varios de sus amigos a algunos de los desfiladeros
que hay en el sur de Utah. El último día de viaje caminamos hasta “Muddy Creek”, un
cañón estrecho, horadado por la acción del agua sobre la roca arenisca. ¡“Muddy
Creek” tiene el mejor lodazal de toda la tierra! ¡Fue simplemente maravilloso!
Deslizarse a lo largo de la orilla del arroyo constituía un puro deleite para los
chicos. Aunque no se centraron en lo majestuoso del lugar, sus reacciones estaban
acompañadas de este sentimiento- Contemplaba a los chicos deslizándose como
locos por el barro, veía su fascinación por el sonido que hacía al pisar sobre él,
observaba la euforia de sus carreras. A veces en la vida tenemos el sentimiento de
que alguien nos está observando; hay un cierto silencio que hace que miremos a
nuestro alrededor. Ese día sentí ese silencio y con timidez miré para ver si alguien nos
estaba observando. Allí no había nadie, pero Alguien estaba mirando. Podía percibir
su gozo por nuestro gozo.
Es maravilloso poder ver a otros disfrutar con las cosas que les hemos
proporcionado. Éste es también un atributo de Dios. El es el Dios de “Muddy Creek” y
del “Glacier National Park”, el Creador de los hombres y de los cangrejos de mar. El
aprecia la alegría de los niños y al mismo tiempo da a los adultos una sensación de
sobrecogimiento y de maravilla al revelárseles por medio de Sus creaciones.
Ciertamente no hay otro como Él.
EL LLEGAR A SER COMO ÉL
Cuando era niño, tenía muchos héroes: deportistas y personajes de ficción. Pero
mamá vio también que yo tenía héroes más reales: los que se encontraban en las
Escrituras. Teníamos en casa un libro de relatos bíblicos, del cual mamá me leía con
frecuencia. Al crecer, leíamos directamente de las Escrituras. Con el tiempo, los
héroes del deporte y de la televisión dejaron de ser importantes para mí, pero los
héroes de las Escrituras iban adquiriendo mayor relieve. Pronto me di cuenta de que
estas personas eran magníficas debido al Dios que adoraban. La influencia de este
Dios les proporcionó dignidad, valor y compasión.
John Taylor dijo: “Un hombre, como hombre, podría llegar a tener toda la
dignidad que un hombre es capaz de obtener o recibir; pero necesita que un Dios lo
eleve a la dignidad de un Dios” (The Mediation and Atonement, 1882, pág. 145).
Ninguna otra influencia, fuerza o poder puede convertir a personas comunes y
corrientes en los gigantes morales y espirituales de las Escrituras. Sólo la adoración a
Dios nos proporciona tal dignidad.
Cuando era misionero tuve el privilegio de conocer a un Apóstol viviente, el élder
Boyd K. Packer. Todos los misioneros le aguardábamos en el centro de reuniones
mientras charlábamos muy animados. Yo me encontraba de espaldas a la puerta
cuando llegó el élder Packer, pero aun sin verle, supe que había entrado en la sala. La
llenó con el mismo poder y la misma pureza que emanaban de mi madre. Fue como si
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el élder Packer hubiera salido de uno de esos relatos de las Escrituras. Pensé para mí:
En esto se convierte un hombre tras toda una vida de obediencia a Dios y de
comunión con El.
He percibido esa grandeza en otros hombres y mujeres. Además de la maravilla
que me produce el poder de Dios, yo adoro a mi Padre Celestial por el tipo de
persona que me inspira a ser. Si le obedecemos con paciencia, nuestras vidas
comienzan a parecerse a la Suya, como ejemplificó la vida del Salvador. En nuestro
Salvador mismo se nos muestra el final al que nos conduce nuestra adoración. ¿Qué
otra adoración eleva a la humanidad a alturas tales? Dios mandó: “No tendrás dioses
ajenos delante de mí” (Exodo 20:3). ¿Por qué? Porque ningún otro dios nos ayudará a
ser como es nuestro Padre Celestial.
LA ADORACIÓN VERDADERA
Debemos aprender el significado de la
adoración verdadera a Dios. Mi hijo de seis años
me enseñó el significado de adorar un día
mientras yo estaba preparando una lección. Él
estaba jugando cuando se dio cuenta de que yo
estaba subrayando mis Escrituras. Dejó a un lado
los juguetes, corrió hacia su habitación y volvió
con sus propias Escrituras. Se tumbó a mi lado en
la cama, imitando exactamente mi postura y
abrió las Escrituras.
Durante la siguiente media hora me percaté
de que estaba subrayando con mis lápices de
colores. Cuando levanté la vista, me enseñó su
obra. De algún modo había encontrado la página
en la que yo estaba trabajando, porque en su
libro había una réplica exacta de mi trabajo.
Había marcado las mismas palabras con los
mismos colores. Mis flechas, líneas y números
estaban allí. Incluso había copiado mis notas
marginales hasta que su enorme caligrafía le
había obligado a parar. Casi pidiendo disculpas y
llorando, me dijo: “Mis líneas no son tan rectas
como las tuyas”.
Este pequeño incidente me enseñó a ver un
principio más grande: la adoración verdadera
reside en la imitación. Esta tiene lugar cuando
dejamos a un lado nuestros juguetes mundanos,
estudiamos en profundidad la vida del Salvador e
intentamos imitar los detalles de Su carácter. Al hacerlo así, también imitamos al
Padre. Nuestras vidas no están libres de pecado como lo está la Suya, pero basta el
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poder de la Expiación si nuestro amor y nuestros esfuerzos son sinceros y profundos.


El resultado final de nuestra adoración será la divinidad, además de una vida más
feliz y pacífica aquí y ahora.
El llegar a ser como Dios requiere esfuerzo y sacrificio, pero el Señor promete Su
ayuda constante. Le dijo al antiguo Israel: “Oídme, oh casa de Jacob, y todo el resto
de la casa de Israel, los que sois traídos por mí desde el vientre, los que sois llevados
desde la matriz.
“Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré,
yo soportaré y guardaré.
“¿A quién me asemejáis, y me igualáis, y me comparáis, para que seamos
semejantes?” (Isaías 46:3-5).
Podemos adorar a los dioses del mundo y llevarlos como una carga, o podemos
ser elevados y llevados por el Señor desde el nacimiento hasta la tumba.
¿UN DIOS INDIFERENTE?
El retrato que he pintado de Dios es muy personal, es un retrato incompleto pues
apenas he tratado las muchas perfecciones de Su carácter. Aun así habrá algunos que
dirán: “¿Qué pasa con el Dios del Antiguo Testamento, el Dios que ordenó la
destrucción de los amalecitas hasta el último animal viviente? (véase 1 Samuel 15:2-
3). ¿Y los desastres naturales? ¿Y las personas brutales?” No tengo una respuesta que
satisfaga las preguntas generadas por la oposición inherente a la vida terrenal. Pero
no se nos deja por completo sin comprensión alguna.
De vez en cuando, todos enfrentamos la injusticia, el dolor y el sufrimiento.
¿Cómo podemos, con confianza, armonizar estas condiciones de sufrimiento humano
con un Dios que responde a la oración de un niño pequeño? El Antiguo Testamento
contiene las súplicas de hombres antiguos en busca de comprensión. Job lucha con
ese problema, al igual que el pueblo de Malaquías, cuando dicen: “Por demás es
servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley, y que andemos afligidos en
presencia de Jehová de los ejércitos?
“Decimos, pues, ahora: Bienaventurados son los soberbios, y los que hacen
impiedad no sólo son prosperados” (Malaquías 3:14-15).
Para mí, la verdadera comprensión empezó cuando llegué a ser padre y llegué a
ser más consciente del propósito de esta vida y de sus pruebas. Dios desea hijos que
sean como El, un reflejo de Sus perfecciones. ¿Cómo es Dios? Está lleno de
misericordia, de compasión, de comprensión y de caridad; obra en favor de la
felicidad de Sus hijos, sirve y perdona. Para llegar a ser como Él, también nosotros
debemos adquirir esas cualidades. ¿Qué experiencias de la vida son más favorables
para desarrollar esas cualidades? Cuando los otros sufren sentimos misericordia y
compasión. Cuando los demás pecan contra nosotros, aprendemos a perdonar. A
través de las necesidades de los demás, aprendemos del servicio, de la comprensión
y de la caridad. Los momentos de mayores pruebas de nuestras vidas suelen ser los
mejores productores de cualidades divinas.
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Se nos permite escoger lo que hemos de hacer durante la vida terrenal, por lo
que podemos escoger que el dolor de la vida genere en nosotros crueldad,
indiferencia y duda, o podemos dejar que edifique compasión, sabiduría y fe. Lo que
suceda depende de cómo reaccionemos ante las impredecibles circunstancias de la
vida.
Un día en el que mis hijos se acercaban a sus años de adolescencia, yo estaba en
el templo y oraba: “Padre, deseo sacrificar lo que me pidas si bendices a mis hijos y
los conduces de regreso a Tu presencia”. Fue una de las oraciones más sinceras que
jamás haya ofrecido. Sufriría con gusto cualquier aflicción si supiera que mi dolor
produciría cualidades divinas en mis hijos. Creo que la mayoría de los padres
entienden este deseo, puesto que no es de mi exclusiva propiedad.
Así ocurre con nuestro sabio Padre Celestial. Con una perspectiva infinitamente
mayor que la nuestra, El permite el sufrimiento, incluso el sufrimiento intenso,
porque sabe que la mayoría de las veces produce en Sus hijos los atributos de la
misericordia, la compasión, el perdón y la caridad de Su propio carácter perfecto.
Este crecimiento es parte del camino a la exaltación, parte del propósito de nuestras
pruebas terrenales.
EL ÚNICO CAMINO
Nuestro Padre ordena: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. El adorarle a Él
es el único camino hacia la felicidad. Simplemente, no hay otro camino.
Las Escrituras describen el amor del Señor por nosotros como el amor del novio
por su novia (véase Isaías 61:10; 62:5). Una vez, durante una boda en el templo, le
pregunté a la novia a qué hora se había levantado para prepararse para el día de su
boda. “A las cuatro de la mañana”, fue la respuesta.
“¿Por qué tan temprano?”, le pregunté.
“Este día quería estar más linda que nunca para mi marido”.
También nosotros debemos desear ser tan hermosos en nuestra rectitud como
una novia en el día de su boda. Que nuestro amor de Dios sea como las palabras de
amor de Porcia, el personaje de Shakespeare, hacia Bassanio:
Vedme aquí, señor Bassanio, tal como soy
Por lo que a mí se refiere,
No alimentaré ningún ambicioso deseo
De ser mejor de lo que soy; pero por vos
Quisiera poder triplicarme veinte veces;
Quisiera ser mil veces más bella
(William Shakespeare, Obras completas, “El mercader de Venecia”, Acto III,
Escena II, Aguilar, S. A. de Ediciones, Madrid, 1967, pág. 1069.)
LIAHONA Febrero 1998

Ciertamente no hay otro dios como nuestro Dios. De seguro que nuestra
adoración a El debe ser digna de todo lo que somos y de todo lo que podemos llegar
a ser, de todo lo que Él es y de todo lo que ha hecho por nosotros.

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