Menegazzi Tommaso
Menegazzi Tommaso
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN pág. 7
7
El primer capítulo de este trabajo de investigación está dedicado a reconstruir,
haciendo uso también de la metodología derivada de la historia conceptual,1 la que hemos
llamado “configuración antropológica del saber”, es decir, la aparición moderna de la
metáfora absoluta del «mundo copernicano».2 El lector se dará cuenta enseguida de que no
se tratará de ofrecer una síntesis general de las numerosas “filosofías antropológicas” que
pertenecen a la tradición occidental antigua y moderna: de hecho, lo que fundamenta
nuestra opción metodológica es precisamente el rechazo de la idea según la cual toda
filosofía albergaría un determinado “discurso sobre el ser humano”, esto es, una
determinada “imagen del hombre” que haría de esa filosofía un pensamiento
“antropológico”. Es verdad que, desde un punto de vista superficial, podríamos incluso
coincidir con dicha interpretación (en cualquier filosofía, así como en cualquier
construcción simbólica humana, podríamos hallar los rastros de una determinada “imagen
del hombre”, que varía en función de la época, del influjo de la religión o de la moral, de la
situación política, etc.), pero dicho punto de vista tiene muy poco en común con nuestra
actitud metodológica y epistemológica. El objetivo del capítulo 1, en efecto, no es
1
La expresión ‘Begriffsgeschichte’ aparece por primera vez en las Vorlesungen über die Philosophie der
Geschichte de Hegel, pero allí no se le atribuye una elaboración conceptual autónoma, como sí ocurrió, en
cambio, en la segunda mitad del siglo XX; fue entonces, en efecto, cuando, en particular en Alemania,
adquirió una relevancia metodológica específica en el ámbito de la historia de la filosofía política, o mejor
dicho, en la historia de los conceptos políticos y sociales. El trabajo de reconstrucción conceptual que se
llevará a cabo en la primera parte de la presente investigación está innegablemente vinculado a esta opción
metodológica, que evita considerar la historia de los conceptos como una mera lexicografía, pues no se trata
de reconstruir una supuesta ‘identidad’ de las palabras (y, eventualmente, su evolución), sino de analizar el
espacio de convergencia entre los conceptos y la historia, es decir, el espacio de cristalización de la
experiencia histórica –y de sus contradicciones ideológicas y materiales– en determinados conceptos o
actitudes epistémicas. Nos ocuparemos, entonces, de ‘antropología’, pero sin ninguna pretensión
manualística, sino intentando una aproximación histórico-conceptual a esas fuerzas que hicieron posible, en
un determinado momento histórico, la aparición de un ámbito teórico llamado ‘antropología’. Para una
introducción metodológica a la Begriffsgeschichte, véase R. KOSELLECK, Einleitung (1967), in O. BRUNNER,
R. KOSELLECK, W. CONZE (Hrsg.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-
sozialen Sprache in Deutschland, Stuttgart, Bd. I, págs. XIII-XXVII; H. G. GADAMER, Begriffsgeschichte als
Philosophie, en “Archiv für Begriffsgeschichte”, 1970, págs. 137-51; R. KOSELLECK, Vergangene Zukunft.
Zur Semantik geschichtlicher Zeiten, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1979, trad. esp. de N. Smilg, Futuro
pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona, 1993.
2
En este caso la expresión procede del universo conceptual de Hans Blumenberg, el cual –como veremos
más adelante– ha hablado de metaforización del concepto copernicano de ‘cosmos’.
8
explicitar los genéricos presupuestos culturales y sociales que condicionan las numerosas
autorrepresentaciones del hombre (lo cual no nos permitiría distinguir entre sí los distintos
planos epistémicos, es decir, acabaríamos creando una suerte de punto de vista panóptico
en el que confluyen tanto las culturas arcaicas, las precolombinas, las grandes culturas
orientales o la filosofía europea moderna, por el mero hecho de que en cada una de ellas ha
sido forjada una cierta “imagen del hombre”), sino poner de manifiesto e individuar tanto
la peculiaridad filosófica (cf. el parágrafo I) como las características específicas (cf. el
parágrafo II) de una determinada ruptura epistémica, que –a partir del siglo XVIII– generó
un dominio cognoscitivo nuevo y (en cierto sentido) autónomo,3 que fue clasificado y
estudiado por la que, en términos generales, podemos llamar ‘antropología’. De esa misma
ruptura, además, intentaremos mostrar algunas manifestaciones concretas, analizando el
caso de los primeros “antropólogos” del siglo XVIII y, en particular, el de Johann G.
Herder (cf. el parágrafo III).
Este primer momento genealógico del presente trabajo nos brindará la oportunidad
de analizar, en el segundo capítulo, esa peculiar ruptura epistémica desde el punto de vista
sumamente crítico de la denuncia del «sueño antropológico», tomando como referencia
uno de los primeros trabajos de Michel Foucault (la Introduction à l’Anthropologie de
Kant), que de alguna forma anticipa la estructura argumentativa de la parte final de una de
sus obras más célebres, Les mots et les choses. Para hacer eso, sin embargo, antes
tendremos que dedicar dos parágrafos (el I y el II) al análisis de la supuesta orientación
antropológica del pensamiento de Kant, haciendo hincapié especialmente en su
determinación pragmática y en una obra que nunca ha sido considerada fundamental en la
arquitectura de su filosofía, pero que en las últimas dos o tres décadas ha despertado
mucho interés, a saber: la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht. El objetivo del
segundo capítulo consiste, por un lado, en mostrar las ambigüedades y la peculiaridad de
dicha obra, poniendo el acento sobre la dificultad de encasillar la orientación pragmática
3
Sobre su presunta autonomía volveremos repetidamente a lo largo de los capítulos del presente trabajo. En
cualquier caso, nos parece oportuno señalar desde ya que, en nuestra opinión, no se puede hablar de un
ámbito disciplinario cerrado: como decía Arnold Gehlen (unos de los antropólogos-filósofos más célebres del
siglo pasado), lo que la tradición sobre la cual trabajaremos genealógicamente (sobre todo en el primer
capítulo) «ha transmitido, más que resultados, es sólo una orientación». A. GEHLEN, Ein Bild Vom Menschen
(1941), ahora en Gesamtausgabe, Bd. IV, hrsg. von K. S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M., 1983, trad.
esp. de C. Cienfuegos W., Una imagen del hombre, en ID., Antropología filosófica. Del encuentro y
descubrimiento del hombre por sí mismo, Paidós, Barcelona, 1993, pág. 62.
9
del pensamiento de Kant; al mismo tiempo, intentaremos criticar la posición de Odo
Marquard, que considera la labor antropológica del filósofo de Königsberg como uno de
los ejemplos más emblemáticos de la degeneración ‘geschichtphilosophisch’ de ese «giro
al mundo de la vida» que hizo surgir la necesidad de una atención renovada por el «todo
del hombre», radicalmente contrapuesta a la actitud que pretendía establecer una dirección
entrópica de la historia, es decir, una orientación profunda y oculta de los eventos, a la cual
el hombre puede corresponder sólo a través del reconocimiento de su propio destino
(Bestimmung). Lo que intentaremos hacer, en otras palabras, será mostrar hasta qué punto,
en Kant, esas dos dimensiones se aproximan, llegando incluso a solaparse. Esta
coexistencia de actitudes, dicho sea de paso, contribuyó a generar en nosotros la
convicción de que la antropología, como ya apuntábamos antes, no surgió como una
disciplina autónoma, como una acumulación progresiva y coherente de resultados, sino
como una orientación, como una actitud epistémica más bien borrosa y poco cristalina,
sobre todo en sus inicios. Así, pues, en el parágrafo III nos detendremos en la lectura
foucaultiana de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht y en la crítica del pensador
francés hacia el presunto espejismo epistemológico que ningún discurso antropológico, a
partir de Kant, habría sabido evitar, llegando a confundir (y a intercambiar)
inopinadamente el plano empírico y el trascendental –generando así una «ilusión
antropológica». Ahora bien, la idea de fondo que vertebra este parágrafo es que el mismo
Foucault, en las obras posteriores a Las palabras y las cosas, terminó replicando a dicho
espejismo a través de otro gran espejismo epistemológico, que no hizo sino borrar el
carácter específico y problemático de cualquier discurso sobre el ser humano,
fagocitándolo en un «positivismo alegre» que, en nuestra opinión, no hace justicia a la
posibilidad de desarrollar, en la época contemporánea, un discurso ‘antropológico-
filosófico’.
La argumentación contenida en el último parágrafo del segundo capítulo debería
contribuir a justificar la legitimidad del estudio que llevaremos a cabo en la tercera y
última parte del presente trabajo, que culmina en el análisis del alcance y de la posible
actualidad de la propuesta teórica de Helmuth Plessner. En primer lugar, será necesario
mostrar en qué sentido se podría modificar la «metáfora absoluta» del “mundo
copernicano”, a través de la cual, en el primer capítulo, nos hemos referido a la emergencia
de la “configuración antropológica del saber”. Históricamente, nos ubicamos en los
décadas inmediatamente precedentes a la primera guerra mundial, es decir, en el que
podríamos definir como el punto de inflexión de la modernidad, cuando esta última pareció
10
alcanzar el cumplimiento de sus presupuestos materiales, tecnológicos, sociales y
culturales. A este propósito, pues, proponemos hablar de un “mundo post-copernicano” (cf.
el parágrafo I), en el cual todo lo sólido se desvanece en el aire y en el cual la sensación
más amenazadora, para el hombre, ya no es la de ocupar un lugar periférico y descentrado
(que antes, de alguna forma, garantizaba una cierta compensación semántica y simbólica
frente a la eclosión de la contingencia “copernicana”), sino la de no pertenecer a ningún
lugar. En el parágrafo II, analizaremos el así llamado turning point antropológico de los
años 20, que tuvo lugar en Alemania y que, en cierto modo, representó la que podríamos
definir –haciendo uso de la terminología conceptual acuñada por el sociólogo alemán
Niklas Luhmann– como la «respuesta semántica» de la sociedad frente a la transición del
“mundo copernicano” al “mundo post-copernicano”. Asimismo, intentaremos averiguar las
razones estructurales que, en ese contexto, condujeron al replanteamiento de la cuestión
del modo de ser del hombre, a pesar de las numerosas invectivas “anti-antropológicas” –a
las cuales dedicaremos algunos párrafos– de los intelectuales alemanes más influyentes de
la época, como Martin Heidegger, Edmund Husserl, Max Horkheimer o Jürgen Habermas.
Finalmente, en el parágrafo III, nos detendremos de forma pormenorizada en la propuesta
antropológico-filosófica de Plessner, que, precisamente en los años de máximo auge
personal y académico de ese pensador alemán, pasó parcialmente inadvertida (sólo a partir
de mediados de los años 80, en efecto, su figura y su pensamiento empezaron a ser
conocidos fuera de Alemania) y que está enteramente vertebrada por el intento de sondear
la posibilidad, en la época contemporánea y cabalmente “post-copernicana”, de hacer
antropología –sin renunciar a su acepción intrínsecamente filosófica y rechazando
(implícita o explícitamente) la acusación de haber caído en un «sueño» o un «olvido»
insuperables. En particular, estudiaremos las dos vertientes que, en nuestra opinión,
conforman la armazón teórica de su propuesta, es decir, la noción de ‘Exzentrizität’ (cf. la
sección III.1), en la que culmina –si bien no en términos de progreso o de alcance de un
determinado telos– la bio-filosofía plessneriana, y la noción de ‘Verkörperung’ (cf. la
sección III.2), que sirve de contrapeso conceptual para evitar caer en la ilusión de
considerar la idea de excentricidad del ser humano como una mera fórmula abstracta y
vacía, desprovista de cualquier contenido material, histórico, contingente y cotidiano.
Como ya empieza a delinearse con cierta claridad, el tipo que trabajo que
realizaremos no seguirá las pautas del tradicional “estudio de autor”. Lo que intentaremos
construir, pues, será una suerte de “cartografía conceptual” teóricamente fundamentada e
históricamente enraizada, que desemboque en una propuesta argumentada acerca de la
11
posibilidad y legitimidad de ocuparse –en la época actual– de ‘antropología filosófica’,
transgrediendo así la admonición procedente del anti-humanismo y del post-humanismo de
la segunda mitad del siglo pasado, pero al mismo tiempo rechazando de entrada el
ideologema de la excepción humana.4 Somos conscientes de que toda genealogía, es decir,
toda reconstrucción histórico-conceptual, presenta aspectos parciales e impugnables: a
pesar de que algunos historiadores y filósofos estén convencidos de que se trata de un
gesto que debería reflejar la supuesta objetividad del decurso lineal de la historia del
pensamiento, dicha operación, en nuestra opinión, es siempre el fruto de una decisión
teórica, esto es, de una actitud epistémica que intenta, a veces sin conseguirlo, afirmarse (o
re-afirmarse, después de haber sido radicalmente criticada por las voces mayoritarias del
panorama intelectual de una cierta época) y hallar una justificación, de tipo argumentativo
e histórico. En otras palabras, somos conscientes de que, en la época actual, la posibilidad
de hablar de ‘antropología filosófica’ no depende exclusivamente de la legitimidad del
recorrido histórico-conceptual que presentamos en el presente trabajo, que es sólo una de
las posibles vías a seguir. De hecho, dicho recorrido atraviesa lugares y se aproxima a
pensadores que no suelen formar parte de una única corriente, es decir, que no comparten
una única visión del mundo y del trabajo filosófico. El caso tal vez más evidente es el de la
“enemistad” filosófica entre Herder y Kant: pues bien, nuestra intención no reside en
aproximar a toda costa sus perspectivas, sino en mostrar que, como decía Gehlen, la línea
que podemos trazar –retrospectivamente– para hallar una hipotética tradición
antropológico-filosófica une más bien ciertas tendencias, antes que agregar una serie de
resultados (científicos o filosóficos) homogéneos y coherentes. El hecho de que el último
eslabón de nuestro recorrido sea la propuesta teórica de Plessner no significa, pues, que la
trayectoria histórico-conceptual de la ‘antropología filosófica’ tenga que pasar
necesariamente por los antropólogos de la segunda mitad de siglo XVIII (Johannes Ith,
Johann Karl Wezel, Karl H. Pölitz, etc.), por Herder, Kant o Max Scheler, sino que la
identidad material del concepto de ‘antropología filosófica’ puede ocupar un dominio
4
A este propósito, resulta muy útil consultar una obra reciente, que describe con rigor y detenimiento la
eclosión de esas fuerzas (es decir, de esos saberes) que, en los últimos ciento y cincuenta años, han
impugnado la tesis de la ‘excepción humana’, basada en la idea de presunta una ruptura óntica y ontológica
entre el ser humano y los demás seres vivos, así como en una concepción gnoseocéntrica de la esfera
humana, según la cual lo propio del hombre consistiría justamente la facultad de ‘conocer’. Véase J.-M.
SCHAEFFER, La fin de l’exception humaine, Gallimard, Paris, 2007, trad. esp. de E. Julibert, El fin de la
excepción humana, Marbot, Barcelona, 2009.
12
distinto respecto al de su identidad formal.5 Así, pues, precisamente lo que forma parte del
dominio de la identidad material de un concepto coincide, en nuestra opinión, con la
apuesta teórica contenida en cualquier intento de elaborar una genealogía conceptual.
Además, como decía Borges en uno de los textos contenidos en Otras inquisiciones, «cada
escritor crea sus precursores»:6 pues bien, esta sentencia podría aplicarse también a los
filósofos y a las tradiciones de pensamiento, que existen, por decirlo así, también gracias a
las miradas retrospectivas que se empeñan en re-crearlas. Tomando el ejemplo de Plessner,
entonces, bien podríamos decir –empleando las palabras que Borges escribió pensando en
Kafka (y en todo autor)– que «su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha
de modificar el futuro».7 Dicho de otro modo, la trayectoria que dibujaremos a lo largo del
presente trabajo atestigua –paradójica pero necesariamente– la presencia de Plessner en sus
precursores. En este sentido, si las propuestas de los distintos autores traídos a colación en
nuestro estudio se parecen de algún modo, será gracias al hecho de que sus teorías
configuran los que Wittgenstein –en el § 67 de las Philosophische Untersuchungen– llamó
«parecidos de familia [Familienähnlichkeiten]», que se superponen y entrecruzan entre sí
«como cuando al hilar trenzamos una madeja hilo a hilo», cuya robustez «no reside en que
una fibra cualquiera recorra toda su longitud, sino en que se superpongan muchas fibras».8
Lo que queremos sostener es que la falta de una “identidad lineal” que permitiría unir, sin
ninguna solución de continuidad, todas las posiciones abarcadas, no debería representar un
argumento decisivo en contra de la legitimidad de nuestra genealogía conceptual, pues
consideramos que el aspecto más interesante de esta última estriba más bien en la
existencia y en la superposición de ciertos puntos de contactos (que cada autor re-crea
5
La referencia a Max Scheler no es casual, ya que, como argumentaremos en el tercer capítulo, rechazamos
la idea (tradicionalmente aceptada) según la cual a Scheler le correspondería la verdadera paternidad de la
“anthropologische Wende” de los años 20; se trata, pues, de un ejemplo concreto de que identidad formal e
identidad material de un concepto –o de una tradición filosófica– no siempre significan la misma cosa.
6
J. L. BORGES, Kafka y sus precursores, en ID., Otras inquisiciones, Alianza, Madrid, 1997 (1ª ed. revisada),
págs. 162-166, aquí pág. 166.
7
«Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no
todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la
idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale
decir, no existiría», ibidem.
8
L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen (1953), trad. esp. de A. García Suárez, U. Moulines,
Investigaciones filosóficas, Instituto de Investigaciones Filosóficas (UNAM)-Crítica, Barcelona, 20103, págs.
87-89.
13
retrospectivamente, como recuerda Borges), que acaban configurando unos «parecidos de
familia».
Ahora bien, antes de empezar nuestro recorrido, consideramos necesario hacer
algunas aclaraciones acerca de ese atributo intrínsecamente filosófico al que hemos aludido
al hablar de ‘antropología’ y de condición humana, pues nos será muy útil a la hora de
reivindicar, en la segunda y en la tercera parte de la presente investigación, el carácter
filosófico del discurso antropológico. Hablar de límites, y del juego que siempre se da entre
un límite y lo que está más allá de ese límite, significa efectivamente acercarse, al menos
lingüísticamente, a lo que, en el presente trabajo, entendemos tanto por condición humana,
como por trabajo filosófico. Es indudable que la presencia del ser humano en este mundo
se distribuye en múltiples niveles y en múltiples planos de realidad y de experiencia: desde
lo más concreto (las pasiones, la enfermedad, el juego, la nutrición, la sexualidad, la
‘mecánica’ de nuestros cuerpos, etc.) hasta lo más abstracto (las ecuaciones matemáticas,
la poesía, la partitura de una obra musical, la arquitectura, etc.). Pues bien, por supuesto no
se trata aquí de entender la condición humana desde un punto de vista panóptico, es decir,
estableciendo un sistema jerarquizado de las distintas formas en las que el hombre
experimenta, crea y organiza su propia presencia en el mundo. Sin embargo, al mismo
tiempo, nos parece igualmente absurdo renunciar a suponer que toda esa multiplicidad sea
efectivamente una multiplicidad de algo; en otras palabras, si la filosofía deja de ver la
posibilidad misma de adentrarse en el laberinto de los distintos niveles de la realidad y de
la experiencia, intentando mantenerlos vinculados de alguna forma, pues entonces ya no
es, en nuestra opinión, verdadera teoría. Dar cuenta de la condición humana desde su
posición liminar, por lo tanto, significa justificar el sentido mismo y la posibilidad de la
transición entre los distintos planos, lo que implica a su vez un gesto muy kantiano, a
saber: razonar sobre las fronteras entre los saberes que nombran y ordenan esos planos.
Hay una diferencia sustancial, pues, entre la imposición de una mirada panóptica y una
reflexión filosófica acerca de esa posición liminar o fronteriza.
La cuestión de los distintos planos de la realidad y de la experiencia conduce
inevitablemente a una cuestión todavía más general: la idea de la “enciclopedia de los
saberes”. Se trata, sin duda alguna, de otro de los tótems críticos de la filosofía de los
últimos ciento y cincuenta años, cuyas vicisitudes podrían bien ser compendiadas,
efectivamente, bajo el lema de la “disolución de la enciclopedia filosófica”. Como es
sabido, la cuestión enciclopédica está muy presente en la historia del idealismo alemán del
siglo XIX, tan estrechamente vinculado a la necesidad de la relación entre la filosofía y las
14
ciencias, es decir, a la cuestión de si –y en qué medida– podía y debía conservarse un polo
cognoscitivo unitario, más allá (o más acá) de los saberes particulares que se hacían cada
vez más numerosos y autónomos. Muy superficialmente, podríamos afirmar que, con el
cambio de siglo, por un lado se asistió a una adecuación de la filosofía, en términos más
bien fundacionales, respecto de esos saberes, como en el caso del neokantismo y del
positivismo lógico; por el otro, se apostó por la creación de “islas teóricas” encargadas de
sustraer a esos saberes una determinada porción de lo real (la existencia, los valores, el
arte, el impulso vital, etc.); finalmente, también se intentó poner de manifiesto los
mecanismos discursivos histórica o culturalmente determinados propios de los saberes
particulares, generando así esos procesos genealógicos y deconstructivos tan en boga
durante la segunda mitad del siglo pasado. Pues bien, aun sin mencionar todos los matices
del proyecto fenomenológico gestados a lo largo del siglo pasado, cuyo alcance y
perspectiva no puede ser objeto de examen de este trabajo, podríamos afirmar que la idea
de una “enciclopedia filosófica”, tanto en el sentido panóptico como en el fundacional, no
puede en absoluto ser resucitada hoy día. No se trata aquí, por lo tanto, de rechazar la
especialización de los saberes y la filosofía, ni siquiera de volver a proponer una dimensión
primera, totalizante o metafísica del conocimiento, a la cual tendría acceso exclusivamente
la filosofía, sino más bien de entender si el carácter filosófico de la interrogación sobre la
multiplicidad de los niveles de la experiencia y la realidad (y sobre la multiplicidad de los
saberes que intentan ordenar esos accesos múltiples a la realidad) puede enlazarse de
alguna forma con la pregunta por la condición liminar del ser humano.
Uno de los aspectos que siempre han caracterizado la reflexión filosófica es el afán
de alcanzar racionalmente una cierta visión global de las cosas y de los acontecimientos:
de lo que ocurre y de lo que nos ocurre. Para cumplir dicho objetivo, siempre se ha
recurrido a unos principios encargados de concebir virtualmente una red teórica capaz de
conectar las cosas y los acontecimientos. Ahora bien, lo que la época de la disolución del
proyecto “enciclopédico” de la filosofía nos ha mostrado con abundancia de ejemplos es
que esos principios (creados, reconocidos, históricamente determinados, etc.) se han
multiplicado de manera exponencial; así, pues, la filosofía tuvo que retroceder,
renunciando a pronunciarse conceptualmente sobre las múltiples estratificaciones del
saber. Si somos conscientes de dicho contexto, entonces, sería absurdo imaginar el trabajo
“enciclopédico” (en su acepción más filosófica: no se discute aquí la posibilidad de una
yuxtaposición cuantitativa de los saberes, algo que hoy en día se da por adquirido) como
una teoría capaz de explicar todas las conexiones entre las cosas y los acontecimientos.
15
Mucho menos absurdo, en cambio, sería tal vez imaginar el trabajo “enciclopédico” como
una articulación progresiva de preguntas sobre los presupuestos de cada discurso, sobre el
hecho mismo de que efectivamente hay palabras y cosas, entendimientos y
acontecimientos, y sobre el hecho de que su relación nunca puede darse de forma
totalmente estable ni necesaria. Por lo tanto, deberíamos reflexionar sobre esa relación y, al
mismo tiempo, sobre las operaciones mismas del intelecto, que al fin y al cabo no
consisten sino en entendimientos y acontecimientos: por eso es preciso rechazar todo
fundamento unitario, que valora únicamente el presupuesto lógico (o material) del que
surge cada discurso. La reflexión filosófica parece más bien la expresión de ese
movimiento circular que engloba, a la vez unidos y desdoblados, los entendimientos y los
acontecimientos, las palabras y las cosas. Si el esfuerzo “enciclopédico” se refiere a
semejante idea de totalidad (de tipo circular, estrechamente vinculada a la idea de
feedback), entonces tal vez se podría definir, efectivamente, filosófico, pues las preguntas
sobre los presupuestos del discurrir humano en torno a las cosas y a los acontecimientos no
están necesariamente abocadas a confluir en algo así como una “doctrina del fundamento”.
En este sentido, la idea de “enciclopedia”, lejos de rechazar la multiplicación y la
especialización de los saberes, que ya de por sí impide la realización del gran modelo
hegeliano del saber (sintético y totalizante), podría adquirir ese atributo filosófico que
intenta reflejar el insuperable círculo del saber. Que la multiplicidad sea una multiplicidad
de algo, entonces, no es una afirmación que busca garantizar un “fundamento”, ni
metafísico ni antropológico, sino más bien un intento de no disolver el círculo (kyklos) en
el cual las palabras y las cosas, al mismo tiempo unidas y desdobladas, guardan una
determinada relación, que a su vez puede ser nombrada de alguna forma. Que
precisamente esa forma corresponda a otra manera de entender la ‘antropología’, en su
sentido filosófico, representa el punto de partida que ha animado la presente investigación.
La lógica que subyace a nuestro punto de partida, por lo tanto, podría ser
compendiada en dos propuestas metodológicas supuestamente contrarias, que, sin
embargo, resultan firmemente vinculadas. Por un lado, rechazamos la idea sintética y
totalizante del sistema enciclopédico que resistió hasta finales del siglo XIX, con algunos
epígonos novecentistas, como por ejemplo la fenomenología husserliana y la filosofía de
las formas simbólicas de Cassirer; en otras palabras, rechazamos la idea según la cual los
principios y los datos empíricos (la arquitectura lógico-ontológica y la realidad sensible)
puedan confluir en una mirada panóptica, en un sistema total del saber. Por otro lado –y al
mismo tiempo–, no renunciamos a la posibilidad de reflexionar en torno a una determinada
16
forma de poner en relación (según la idea del kyklos) la multiplicidad de lo real. Pues bien,
lo que defendemos es que la lógica de dicha relación no se encuentra dada de antemano,
para cuyo hallazgo sólo sería necesario, por parte del ser humano, un gesto cognoscitivo –
es decir, desvelador–, sino que está siempre por construir, reinventar, mediante una mirada
cíclica y circular, como se ha dicho anteriormente. ¿Por qué cíclica y circular? Porque, en
nuestra opinión, la filosofía no debería limitarse a interrogar únicamente las estructuras y
las formas de los distintos planos de experiencia y de los saberes que intentan ordenarlos,
ya que, de ese modo, renunciaría a proponer una cualquier forma de correlación de esa
multiplicidad; asimismo, se arrogaría un derecho que, desde un punto de vista
epistemológico, esos mismos saberes particulares (la física, la biología, las neurociencias,
pero también el arte o las ciencias sociales) no estarían dispuestos a reconocerle. Por esta
razón, tal vez, sería filosóficamente más fecundo hacer uso de una mirada trasversal, que
permite reflexionar conceptualmente sobre aquellos puntos en los que se entrecruzan –y
sobre aquellos en los que se separan radicalmente– las cosas y las palabras que pertenecen
a cada uno de los distintos planos de experiencia y de sus respectivos saberes, muy
conscientes de que, como recordó convincentemente Plessner, también dichos saberes se
dan para el hombre como una forma de la experiencia, es decir, concretándose
materialmente o, mejor dicho, incorporándose. Proponer una correlación de la
multiplicidad, entonces, no significa necesariamente postular una gramática total, una
macro-teoría enciclopédica del saber, sino interrogarse sobre los puntos de contacto, las
disconformidades y la eventual traducibilidad y comunicabilidad entre las distintas formas
de la experiencia y entre sus respectivas gramáticas. En otras palabras, un posible sentido
actual del esfuerzo “enciclopédico” sería precisamente aquel que permite reflexionar sobre
el círculo (o sobre el kyklos) entre las palabras y las cosas, entre los conceptos y las
percepciones, es decir, sobre la multiplicidad intrínseca a la forma humana de hacer
experiencia de lo que hay y de lo que somos.
La filosofía, por lo tanto, debería hacer posible este tipo de reflexión radical sobre
la multivocidad de la experiencia, de la cual forman parte también las palabras y los
conceptos, es decir, las formas cognoscitivas y expresivas mediante las cuales hacemos
dicha experiencia. Entonces, en un contexto así determinado, el discurso filosófico podría
recuperar ese carácter antropológico que el siglo pasado había intentado rechazar tout
court, denunciando su propensión doctrinaria, universalista y metafísica –en una palabra,
ideológica. Una propuesta actual de ‘antropología filosófica’ correspondería, en cierto
modo, a una filosofía de la experiencia capaz de reconocer –y desplazarse trasversalmente
17
entre– los distintos lados a través de los cuales las cosas se nos hacen presentes y operamos
con ellas, transformándolas o produciéndolas. En esto, esencialmente, consistiría ese juego
fronterizo de la filosofía que, como intentaremos argumentar a lo largo de la presente
investigación, refleja tan bien el carácter peculiar de la condición humana.
Para hallar un concepto icónicamente eficaz a la hora de determinar el ámbito
conceptual al que nos hemos referido en los párrafos precedentes –y que representará el
fondo implícito y siempre presente de este trabajo– puede ser útil citar un fragmento del
Prefacio de Les mots et les choses, de Michel Foucualt:
«Los códigos fundamentales de una cultura –los que rigen su lenguaje, sus esquemas
perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas– fijan de
antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y
dentro de los que se reconocerá. En el otro extremo del pensamiento, las teorías
científicas o las interpretaciones de los filósofos explican por qué existe un orden en
general, a qué ley general obedece, qué principio puede dar cuenta de él, por qué razón se
establece este orden y no aquel otro. Pero entre estas dos regiones tan distantes, reina un
dominio que, debido a su papel de intermediario, no es menos fundamental: es más
confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de analizar [...]. Así, entre la mirada ya
codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en
su ser mismo [...]. Tanto que esta región “media”, en la medida en que manifiesta los
modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental: anterior a las
palabras, a las percepciones y a los gestos [...]; más sólida, más arcaica, menos dudosa,
siempre más “verdadera” que las teorías que intentan darle una forma explícita, una
aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico».9
Vuelve aquí el tema del límite (o de la frontera) entre las cosas y las palabras, es decir,
entre los planos de la experiencia y los discursos que intentan ordenarlos: un límite que, sin
embargo, en este caso no representa una separación infranqueable entre las dos esferas,
sino más bien esa «zona media» entre la superficie y el fondo, la sensación y el sentido, lo
empírico y lo trascendental. Por supuesto los fenómenos analizados en esa zona liminar no
son “otros” fenómenos respecto de los que pueblan la región “superior” y la “inferior”,
sino los mismos, pero observados sin ese tipo de lente monocular a través de la cual tan a
9
M. FOUCAULT, Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, Gallimard, Paris, 1966,
trad. esp. de E. C. Frost, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo
Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2003, págs. 5-6.
18
menudo el pensamiento occidental ha declarado infranqueable la frontera entre esos dos
dominios, sobre todo a partir de la moderna dicotomía ontológica y cognoscitiva
inaugurada por Descartes en sus Meditaciones metafísicas.10 Diríamos entonces que esa
zona media y fronteriza, donde se da la «experiencia desnuda del orden y de sus modos de
ser»,11 para nuestra investigación representa algo más que un simple ámbito conceptual,
pues de hecho podríamos considerarla como su origen, como la chispa que le dio vida. En
efecto, si por un lado Foucault individua con extrema fineza conceptual la importancia de
esa zona intermedia ubicada entre la superficie y el fondo, entre la «mirada ya codificada»
y el «conocimiento reflexivo», es decir, entre las cosas y las palabras, por el otro toda su
obra posterior parece más bien un intento de adentrarse en esa zona como si fuera un
espacio vacío, que finalmente llega a saturarse a través de la historia de los códigos
culturales que caracterizan las distintas epistemai y a través de los juegos de poder que
intentan disciplinarla. Sin embargo, de esa forma queda ineludiblemente descartada la
posibilidad de hacer uso de esa mirada trasversal a la cual aludíamos en los párrafos
precedentes y que, generando un “cortocircuito” entre las cosas y las palabras –entre la
sensación y el sentido–, tal vez nos permita volver a observar con otros ojos la
multiplicidad y la variedad de la “provincia humana”, es decir, todo ese conjunto de
fenómenos que expresan la siempre inestable relación entre lo empírico y lo ontológico,
los datos y las interpretaciones. La configuración de los sentidos, las formas de expresión
no verbal, pero también el nacimiento, el volumen craneal, la postura erecta, la nutrición,
el acto sexual, la muerte: todo esto, es decir, las huellas de lo humano que encontramos en
esa «región media»,12 en las obras de Foucault acaban convirtiéndose en meros índices
10
Escogemos un pasaje, muy significativo en nuestra opinión, que se encuentra al final de la Segunda
meditación: «¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda,
entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente [...]. Pero, en fin, heme aquí
insensiblemente en el punto a que quería llegar: pues ya que es cosa para mí manifiesta ahora que los cuerpos
no son propiamente conocidos por lo sentidos o por la facultad de imaginar, sino por el entendimiento sólo, y
que no son conocidos porque los vemos y los tocamos, sino porque los entendemos y comprendemos por el
pensamiento, veo claramente que nada hay que me sea más fácil de conocer que mi propio espíritu». R.
DESCARTES, Meditationes de prima philosophia (1641), trad. esp. de M. G. Morente, Meditaciones
metafísicas, Espasa Calpe, Madrid, 1975, págs. 159 y 163.
11
M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit., pág. 6.
12
Insistimos: no se trata de ‘fenómenos’ que se encuentran únicamente en esa «región media», como si de
una porción de la realidad separada y autónoma se tratara, sino de otra forma de interrogar y observar esos
mismos ‘fenómenos’.
19
epistémicos, en ‘positividades’, en cristalizaciones generadas por la acción de los
mecanismos de saber/poder. No es una mera casualidad, entonces, el hecho de que en El
orden del discurso, en relación con el estilo genealógico, Foucault llegue a hablar de un
«positivismo alegre»,13 a través del cual se configuraría esa ciencia de la constitución de
las ‘positividades’, o de los códigos culturales. Así, pues, el hacerse cargo de esa «región
media», pero sin repetir el gesto foucaultiano que tiende a sobredeterminarla no tanto en el
sentido de una subjetividad trascendental, sino a través de esa historización total en la cual
se concreta su «positivismo alegre», puede –en nuestra opinión– contribuir a renovar el
sentido mismo de la interrogación antropológica (según aquella acepción filosófica que
buena parte del pensamiento del siglo pasado quiso despojar de toda legitimidad teórica).
De hecho, esta idea ha sido el estímulo que ha permitido empezar a pensar y dar forma a la
presente investigación.
13
ID., L’ordre du discours (1970), trad. esp. de A. González Troyano, El orden del discurso, Tusquets
Editores, Barcelona, 2004, pág. 57.
20
CAPÍTULO 1
LA «METÁFORA ABSOLUTA» DEL MUNDO COPERNICANO
Esbozo de una historia conceptual
1
Cf. Ética a Nicómaco, 1144a 34, 1114b 6-10 (trad. esp. de J. Pallí Bonet, Gredos, Madrid, 2007).
2
A este propósito, señalamos que no estamos de acuerdo con la tesis expuesta por Giorgio Agamben en Lo
abierto, donde sostiene que toda la tradición occidental radica en una “metafísica” esencial, es decir, en una
«maquinaria antropológica» que decide cada vez dónde hacer transitar la frontera entre lo humano y lo no-
21
en términos más generales, el hecho de que toda filosofía, en cualquier época, haya
pensado el ser humano de alguna forma, no es condición suficiente para afirmar que toda
filosofía esté necesariamente relacionada o vinculada con una “teoría antropológica”. Si así
fuera, cualquier intento de individuar un ámbito conceptual autónomo, al cual asignar el
nombre de ‘antropología’, sería totalmente insensato, pues las expresiones ‘antropología
filosófica’ y ‘filosofía antropológica’ (o ‘filosofía del hombre’) serían indistinguibles y,
asimismo, no tendría ningún sentido hablar de una distinción estructural entre los aparatos
categoriales relativos al ser humano mediante los cuales operaron, por ejemplo, Platón y
Herder, o Plotino y Diderot.
En la etapa pre-moderna del pensamiento occidental, el hombre era concebido
como un segmento, una parte (eso sí, la parte tal vez más importante y significativa) de una
teoría más amplia, de una cosmología que, dependiendo del contexto científico y cultural,
adquiría cada vez un carácter ontológico, metafísico o religioso; en otras palabras, la idea
del ser humano se insertaba en un orden general. Ahora bien, fue precisamente en el
momento en que ese orden empezó a ceder y fragmentarse (en que se produjo la ruptura
del paradigma clásico), cuando la “carrera” de la antropología, entendida en su acepción
moderna, dio sus primeros pasos. Sin embargo, lo que aquí intentamos argumentar es que
no se trató de un salto de una concepción absoluta (es decir, cosmológica) a otra
concepción absoluta, desvinculada de toda limitación y relación; por el contrario, podría
decirse que la antropología moderna ocupa el ámbito epistémico intrínsecamente
problemático que surge a raíz de esa conjunción disyuntiva que mencionábamos poco
antes. En la Neuzeit, el ser humano deja de ser representado por un segmento y se
convierte (o, mejor dicho, pretende convertirse) en una ‘totalidad’, la cual, no obstante, se
constituye justamente en virtud de una relación constante e insuperable (y problemática)
con las ‘partes’. Dicho de otra manera, el hombre es a la vez ‘totalidad’ y ‘parte’. En
efecto, se trata de una situación bien confusa: he aquí una teoría que describe al hombre,
humano, generando así una “disociación conjuntiva” entre las dos esferas, que guardan ese vínculo
precisamente en virtud de una frontera móvil, capaz de asociar y disociar al mismo tiempo. En nuestra
opinión, en esta tesis se esconde un peligro muy fuerte de “hipostatización” de algunas características que, en
cambio, parecen más bien histórica y culturalmente determinadas. El gesto de Agamben, en este caso como
también en otros, tiende a asumir una connotación más bien “ontológica” (se puede entender en este sentido
el riesgo de “hipostatización”), perdiendo tal vez esa vertiente genealógica que el mismo autor reconoce a su
obra. Cf. G. AGAMBEN, L’aperto. L’uomo e l’animale, Bollati Boringhieri, Torino, 2002, trad. esp. de A. G.
Cuspinera, Lo abierto. El hombre y el animal, Pre-Textos, Valencia, 2005, págs. 28, 100-101.
22
que sin embargo es el que produce esa teoría; una teoría que estudia al ser humano en sus
múltiples y concretas diferenciaciones y que, al mismo tiempo, intenta elaborar una
imagen unitaria; una teoría de la génesis antropológica del pensamiento, que a su vez es
condición necesaria de esa misma teoría; una teoría que declara asentar sus bases en la
‘naturaleza humana’ (o en la ‘naturaleza’ tout court), pero que –al mismo tiempo– describe
cómo el hombre modifica esa naturaleza y a sí mismo. Estas sólo son algunas de las
dificultades, ante todo teóricas, que derivan de su condición liminar y fronteriza: en ellas
se hace patente esa confusión sustancial que surge cuando lo empírico y lo trascendental,
los datos y los principios, las cosas y las palabras, emprenden esa convivencia circular de
la cual hablábamos en la Introducción. Esto, dicho de otra forma, es lo que ocurre cuando
el ser humano (y, por consiguiente, la ‘antropología’ en su acepción moderna) se vuelve al
mismo tiempo ‘totalidad’ y ‘parte’, inaugurando la inseparabilidad propiamente moderna
de la filosofía y la antropología.
Desde la aparición misma de las ciencias humanas, la cuestión epistemológica de la
circularidad explicativa ha jugado un papel muy importante, si bien hasta aquí no nos
hemos referido precisamente a ese tipo de circularidad. En cualquier caso, es necesario
aclarar de qué estamos hablando, para después pasar a tratar, con más detenimiento, las
distintas opciones metodológicas e historiográficas que pueden ser empleadas para
individuar y describir ese campo epistémico que hemos llamado “configuración
antropológica del saber”. El problema, esencialmente, es el de la coincidencia del sujeto-
que-conoce con el objeto-a-conocer. Ya desde un punto de vista formal, al hablar de
‘antropología’ nos referimos –al menos como condición mínima– a un saber que está
basado en un observador que se observa. A partir de ahí, por un lado es posible asumir que
el sujeto que conoce nunca puede llegar a coincidir tout court con el objeto conocido, pues
en tanto que ‘sujeto’ nunca puede ser dado de manera definitiva y objetiva, como si fuera
una mera suma de datos; en este caso, por lo tanto, los conceptos antropológicos nunca
podrían aspirar a identificar algo cabalmente definido y definitivo. Por el otro, se podría
suponer que el acto cognoscitivo del sujeto coincida in toto con el objeto a conocer, con lo
cual la antropología vendría a ser una suerte de ‘auto-determinación’ del ser humano; en
este caso, sin embargo, no habría diferenciación alguna entre el ‘hombre’ y los
conocimientos acumulados en torno a su figura, algo que conllevaría a sostener que esa
misma acumulación cognoscitiva no puede sino generar una forma de retroacción sobre el
sujeto que conoce, modificando necesariamente su ‘identidad’ y, por consiguiente, también
el objeto a conocer. De ese modo, lo que se produciría es una forma de conocimiento que
23
tiende a crear de manera circular siempre nuevos objetos a conocer, instaurando así un
régimen epistemológico que no puede conceder una validez científica cabal a los
contenidos cognoscitivos acumulados; en otras palabras, sería imposible “dejar de
conocer(se)”, con lo cual nunca se darían, como en el caso anterior, unos contenidos de
saber definitivos.3 Esta situación intrínsecamente circular, en realidad, no sólo ha
representado un controversia que debía ser de alguna forma resuelta, sino que también ha
sido uno de los ejes sobre los cuales algunos teóricos, en épocas más recientes, han
desarrollado toda una reflexión que establece su núcleo principal en la noción misma de
«autorreferencia», como por ejemplo Niklas Luhmann, el cual no sólo no rechaza lo que
fue criticado como un impasse epistemológico insuperable típico de las ciencias del
Verstehen, sino que define esa circularidad intrínseca como la conditio sine qua non de
todo sistema social y también psíquico.4
Tanto en la Introducción como en los párrafos del presente capítulo nos hemos
referido genéricamente al ámbito epistémico antropológico, entendido como la concreción
histórica y material de la que hemos llamado “configuración antropológica del saber”.
Ahora bien, es necesario disipar cualquier duda respecto de la cuestión de la existencia de
una disciplina particular, autónoma y específica que se suele identificar bajo el nombre de
‘antropología’ –algo que no es nuestra intención, por supuesto, negar. Existe toda una
tradición y un conjunto de saberes y competencias que no pertenecen en general a las
‘ciencias del hombre’ (a su campo epistémico, por decirlo así), sino más bien a la
3
El debate acerca del problema epistemológico de las ciencias humanas está bien resumido en J. PIAGET, La
situation des sciences de l’homme dans la système des sciences, Mouton, Paris-The Hague, 1970; véase
también ID., Epistémologie des sciences de l’homme, Gallimard, Paris, 1977. En realidad, esta cuestión
surgió ya a raíz de la evolución de las así llamadas “ciencias del espíritu”, cuyo núcleo epistemológico se
suele asociar, al menos a partir de la obra de Dilthey, con la antítesis conceptual “comprensión versus
explicación”, siendo esta última lo propio de las ciencias de la naturaleza. Cf., por ejemplo, M. RIEDEL,
Verstehen oder Erklären? Zur Theorie und Geschichte der hermeneutischen Wissenschaften, Klett-Cotta,
Stuttgart, 1978.
4
N. LUHMANN, Soziale Systeme. Grundrisse einer allgemeinen Theorie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1984,
trad. esp. de S. Pappe y B. Erker, coord. J. Torres Nafarrate, Sistemas Sociales, Anthropos, Barcelona, 1998.
A este propósito, es necesario citar también otro referente teórico, es decir, la gran labor de investigación bío-
antropológica de Humberto Maturana y Francisco Varela: véase De máquinas y seres vivos. Autopoiésis: la
organización de lo vivo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 19952; cf. también El árbol del
conocimiento. Las bases biológicas del entendimiento humano, Lumen-Editorial Universitaria, Buenos Aires,
2003.
24
‘antropología’, en sentido específico y esta vez sin añadir el atributo ‘filosófica’. Se trata,
como es sabido, de una disciplina que ha tenido (y que sigue teniendo) una relevancia
notable dentro del horizonte de las ciencias del hombre y que desde su surgimiento no ha
parado de evolucionar y diferenciarse. Hay que distinguir al menos dos vertientes
principales: la antropología física, que estudia al hombre desde el punto de vista biológico,
es decir, el ser humano en tanto que animal que se encuentra morfológica y
fisiológicamente insertado en la “gran cadena” de los seres vivos. Es esta una vertiente
que, sobre todo en sus inicios, ha encontrado mayor difusión académica y cultural en
Alemania, mientras que en Francia y en los países anglosajones la acepción más radicada
de antropología es la que la entiende esencialmente como una ‘etnología’, es decir, como
una investigación sobre las culturas primitivas y, más en general, sobre las relaciones entre
el hombre y el ambiente desde un punto de vista social y cultural.5
Hecha esta aclaración –necesaria porque la analogía terminológica podría generar
hacer surgir una cierta confusión temática y conceptual–, podemos dirigir ahora nuestra
atención a la cuestión historiográfica y a la vez metodológica con la cual hemos
inaugurado este capítulo, a saber: la propuesta de discriminar la expresión ‘antropología
filosófica’ respecto de otras que tienen un carácter mucho más genérico, como ‘filosofía
antropológica’ o ‘filosofía del hombre’. De este modo, veremos que esta diferenciación
nos permitirá argumentar en favor de la utilidad de contar con la primera para delinear las
propiedades fundamentales de la que hemos llamado “configuración antropológica del
saber”.
La concepción teórica e historiográfica más general e inclusiva es la que tiende a
identificar la antropología filosófica con la auto-comprensión del ser humano, es decir, con
ese saber autorreflexivo que se concreta no sólo en el discurso filosófico, sino también en
todo tipo de manifestación cultural; en este sentido, sería necesario reconocer que hay una
5
A este propósito, es imprescindible la lectura de M. HARRIS, The Rise of Anthropological Theory. A History
of Theories of Culture, Crowell, New York, 1968, trad. esp. de R. Valdés del Toro, El desarrollo de la teoría
antropológica. Historia de las teorías de la cultura, Siglo XXI, Madrid, 1978. El elenco de las obras y los
autores que sería necesario citar es tan extenso que preferimos no reproducirlo aquí, pues no entra en los
objetivos de nuestro trabajo el hacer una historia conceptual del desarrollo y la evolución de las distintas
disciplinas antropológicas. Así, pues, nos limitamos a señalar otro libro que, en nuestra opinión, representa
una de las piezas indispensables para reconstruir no sólo la historia, sino el sentido mismo del trabajo
antropológico-cultural: G. W. STOCKING, JR., Race, culture, and evolution. Essays in the history of
anthropology, Free Press, New York, 1968 (Chigago University Press, 1982).
25
suerte de antropología implícita en el arte, la religión, la economía, la política o en el
derecho. En el siglo pasado, esta concepción ha sido defendida por algunos autores, como
Michael Landmann o Bernhard Groethuysen,6 pero no cabe duda de que su origen se
remonta a la teoría de la Weltanschauung de Dilthey, según la cual la vida humana sería
caracterizada por una reflexividad interna que le permite relacionarse no sólo con el mundo
externo, sino también consigo misma; en otras palabras, cada vez que el hombre configura
una determinada imagen del mundo, al mismo tiempo se crea –implícita o explícitamente–
una imagen de sí mismo, con lo cual la vida humana, sea cual sea la interpretación
particular que se dé de ella, está siempre integrada en una determinada Weltanschauung.7
A partir de dichos presupuestos, han sido redactadas varias historias del pensamiento
antropológico, en las cuales se ha intentado definir cuál es la imagen del hombre (a veces
implícita, otras explícita) que subyace a los distintos sistemas filosóficos, siendo estos
últimos nada más que una de las numerosas expresiones culturales propias del ser humano.
Semejante visión se encuentra también en un escrito de Max Scheler, que muchos
consideran como uno de los representantes de la especificidad disciplinaria de la
antropología filosófica del siglo pasado, cuya obra, en realidad –como argumentaremos en
el segundo parágrafo del tercer capítulo–8 no produce una verdadera ruptura respecto de la
visión continuista que estamos criticando. En ese escrito, titulado Mensch und Geschichte,
introduciendo su propia teoría antropológica, Scheler elabora un análisis detallado de «la
autoconciencia que el hombre tiene de sí mismo, una historia de los géneros típicos e
ideales a través de los cuales el hombre se ha pensado, observado y sentido a sí mismo,
disponiéndose así en los distintos órdenes del ser»,9 como si de un desarrollo sin
6
Cf. M. LANDMANN, Philosophische Anthropologie. Menschliche Selbstdeutung in Geschichte und
Gegenwart, de Gruyter, Berlin, 1964, trad. esp. de C. Moreno Cañadas, Antropología filosófica.
Autointerpretación del hombre en la historia y en el presente, Unión Tipográfica Hispano-Americana,
México, 1961. Véase también B. GROETHUYSEN, Philosophische Anthropologie, Oldenbourg, München,
1931, trad. esp. de J. Ravira Armengol, Antropología filosófica, Losada, Buenos Aires, 19752.
7
Cf. W. DILTHEY, Die Typen der Weltanschauung und ihre Ausbildung in den metaphysischen Systemen
(1911), ahora en ID., Gesammelte Schriften, hrsg. von B. Groethuysen, Göttingen, 19684, Bd. VIII; ID., Das
Wesen der Philosophie (1907), trad. esp. de E. Tabernig, estudio preliminar de E. Pucciarelli, La esencia de
la filsosofía, Losada, Buenos Aires 2003.
8
Cf. infra, págs. 192 y sigs.
9
M. SCHELER, Mensch und Geschichte (1926), ahora en Gesammelte Werke, Bd. IX, hrsg. von M. S. Frings,
Bouvier Verlag, Bonn, 1975, págs. 120-144, aquí pág. 128. De ahora en adelante, cada vez que se citará una
26
soluciones de continuidad se tratara. Ahora bien, este tipo de concepción de la
antropología, en nuestra opinión, presenta un riesgo muy elevado de identificar
inopinadamente la antropología y la filosofía (o incluso la antropología y cualquier
expresión cultural humana), pues la lógica que subyace a dicha concepción postula que la
historia del pensamiento no sería sino una mera sucesión de las distintas
autorrepresentaciones del hombre, es decir, una crónica de los “tipos humanos”, efectivos
o ideales, que se han dado a lo largo de la historia. De esa forma, sin embargo, lo que se
obtiene es una generalización absoluta, que conlleva un peligro bien determinado, a saber:
suponer que no existe una filosofía que no sea antropológica.
Para rastrear los orígenes de la concepción menos inclusiva y más específica de la
antropología moderna, entendida ahora no tanto como un saber implícito a cualquier
Weltanschauung (o a cualquier expresión cultural), sino como una disciplina autónoma,
como un campo del saber bien definido, será útil servirse de un breve ensayo de Werner
Sombart, que contiene algunas pistas que nos permitirán acotar conceptualmente la
polisemia del término ‘antropología’. Lo que propone Sombart es, en primer lugar,
diferenciar entre dos ámbitos cognoscitivos en la palabra ‘antropología’: «el primero
comprende la doctrina de ser y del sentido, el otro la doctrina de la existencia concreta y
específica del hombre». Así, pues, se consigue discriminar la actitud especulativa de la
actitud científica, la cual «intenta alcanzar un saber universal del hombre manteniéndose
dentro de la experiencia y de la evidencia lógica».10 Además, se trata de un saber
autónomo, pues su tarea consistiría en individuar una posible correlación entre los
múltiples conocimientos y problemas atinentes al concepto de ‘hombre’. Dicha correlación
puede ser de tipo exterior, explica Sombart, cuando se reúnen distintos campos
cognoscitivos, por ejemplo al fundir la doctrina de la psique con la del cuerpo. Asimismo,
esa correlación puede darse bajo la forma de una sistematización interna, es decir,
estableciendo una supuesta esencia humana y sucesivamente deduciendo el ámbito de
acción de las distintas ciencias del hombre. Por un lado, vemos que Sombart expone
lúcidamente dos condiciones mínimas para identificar un concepto tan confuso y borroso
como el de ‘antropología’, a saber: la sistematicidad y la necesidad de un fundamento
empírico, que empiezan a afirmarse paralelamente a la ruptura representada por el
obra de la cual no existe ninguna edición en español, damos por supuesto que la traducción es siempre
nuestra.
10
W. SOMBART, Beiträge zur Geschichte der wissenschaftlichen Anthropologie, en “Sitzungsber. Preuss.
Akad. d. Wiss.”, phil-hist. Klasse 13 (1938), págs. 93-130, aquí pág. 93.
27
paradigma de saber propio de la modernidad. Por el otro, sin embargo, no podemos ignorar
el hecho de que no ha sido tan infrecuente el uso sólo parcialmente ‘científico’ del
conjunto de datos empíricos disponibles: limitándonos a tomar en consideración los inicios
del siglo XX, podemos comprobar que se verificó una cierta tendencia, por parte de varios
filósofos, biólogos o zoólogos, a sobre-determinar sus propias teorías antropológicas
respecto de los datos empíricos disponibles. En otras palabras, no cabe duda de que se
había asentado cada vez más la convicción de que la antropología fuera una disciplina
autónoma, que no tenía nada que ver con una genérica “idea del hombre” elaborada por las
distintas culturas; sin embargo, ejemplos como los que nos proporcionan Luois Bolk,
Frederik J. Buytendijk o Viktor von Weizsäcker (pero también Max Scheler, Helmuth
Plessner y Arnold Gehlen), nos obligan a reflexionar sobre cierta desenvoltura en el uso de
algunas evidencias empíricas derivadas, por ejemplo, de la biología o de la teoría de la
evolución. Con esto no queremos tachar de inválidas sus respectivas teorías (analizaremos
más detenidamente algunas de ellas en el tercer capítulo del presente trabajo), sino sólo
poner de manifiesto que la decisión de Sombart de definir «científica» esa rama de la
antropología que se apoya en un fundamento empírico debe ser puesta en cuestión, al
menos desde el punto de vista del rigor terminológico, sin menoscabo –eso sí– de la
importancia de diferenciar entre dos distintas tendencias epocales. Como bien dice el
sociólogo alemán, un saber antropológico ha existido siempre, pero era implícito y
rapsódico, por eso «ni el mundo clásico ni la Edad Media han conocido algo así como una
antropología científica».11
Otra perspectiva historiográfica interesante, acerca del problema de la
individuación de un ámbito de saber autónomo para la ‘antropología filosófica’, es la que
nos brinda uno de los intelectuales más eclécticos del siglo pasado: Odo Marquard. De
entrada, es importante señalar que, en varios de sus escritos,12 el filósofo alemán rechaza la
11
Ivi, pág. 99.
12
Marquard es sin duda un filósofo muy prolífico, cuya escritura fina y envolvente invita a “devorar” y citar
todas sus obras, en las cuales no se sigue (abiertamente) una división disciplinar tradicional, sino que se
intenta plasmar un estilo muy personal y “trasversal”. No obstante, preferimos citar aquí exclusivamente
aquellos textos que nos han parecido de suma utilidad a la hora de estructurar el recorrido conceptual que
estamos desarrollando en este primer capítulo. En primer lugar, véase la entrada “Anthropologie”, escrita por
Marquard, del Historisches Wörterbuch der Philosophie (hrsg. von J. Ritter), Bd. 1, Schwabel, Basel-
Darmstad, 1971, págs. 361-74; cf. también O. MARQUARD, Zur Geschichte des philosophischen Begriffs
‘Anthropologie’ seit dem Ende des achtzehnten Jahrhunderts, en E. W. Böquenförde (Hg.), Collegium
Philosophicum. Studien Joachim Ritter zum 60. Geburtstag, Schwabel, Basel-Stuttgart, 1965, págs. 209-239,
28
identificación habitual de la antropología con la tríada formada por Scheler, Plessner y
Gehlen, llegando así a plantear la cuestión más general de qué significa hablar de
‘antropología filosófica’ dentro del horizonte más amplio de una configuración
antropológica del saber. Siguiendo el ejemplo de Sombart, también Marquard establece
algunas condiciones mínimas para que sea posible hablar de un ámbito de investigación
autónomo. En primer lugar, la antropología filosófica sería un fenómeno moderno, surgido
desde las cenizas de la Edad Media: «la filosofía es vieja, la antropología, por el contrario,
es joven. La filosofía viene de la Antigüedad, la antropología filosófica sólo comienza en
el mundo moderno».13 Asimismo, se trataría de una orientación filosófica específicamente
alemana: fue en el siglo XVI, argumenta Marquard, cuando el término ‘antropología’ hizo
sus primeras comparecencias, por ejemplo en la obra del Magister Magnus Hundt
(Anthropologium de hominis dignitate, natura et proprietatibus, de 1501) y de Otto
Cassmann (Psychologia anthropologica sive animae humanae doctrina, publicada entre el
1594 y el 1596).14 Además, fue en Alemania, y más precisamente en Leipzig (corría el año
1719), donde –supuestamente– se impartió la primera lección magistral sobre antropología,
a cargo del profesor de retórica Gottfried P. Müller. Algunas décadas después, en 1772, el
profesor de medicina Ernst Platner publicó su célebre Anthropologie für Ärzte und
Weltweise: no puede ser una mera casualidad, pues, el hecho de que ese mismo año, en el
semestre de invierno, Kant diera su primer curso de antropología, empezando así una larga
tradición anual, que se extendió durante más de dos décadas. Por supuesto, esto no
significa que exista, desde los albores del uso específico del término ‘antropología’, una
única concepción de este peculiar ámbito de conocimiento: es verdad que, según
Marquard, la aparición de la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht de Kant (compendio
después en ID., Schwierigkeiten mit der Geschichtsphilosophie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1983, trad. esp. de
E. Ocaña, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’ desde finales del siglo XVIII, en ID.,
Dificultades de la filosofía de la historia, Pre-Textos, Valencia, 2007, págs. 133-155; finalmente, véase ID.,
Der Mensch diesseits der Utopie. Bemerkungen zur Aktualität der philosophischen Anthropologie, ahora en
ID., Glück im Unglück, Fink, München, 1955, trad. esp. de N. Espino, El hombre “de este lado de la utopía”.
Observaciones sobre la historia y la actualidad de la antropología filosófica, en ID., Felicidad en la
infelicidad. Consideraciones filosóficas, Katz, Buenos Aires, 2006, págs. 165-180.
13
ID., El hombre “de este lado de la utopía”, op. cit., pág. 166.
14
En relación con la obra de Cassmann, es preciso recordar que en ella se halla uno de los primeros intentos
de definición del alcance teórico del término en cuestión (‘antropología’), mediante el cual se identifica nada
menos que la «doctrina humane naturae». Véase en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der
Philosophie, op. cit., vól. 1, pág. 366.
29
de sus cursos universitarios, publicado en 1798)15 es el testimonio indiscutible de un así
llamado «giro al mundo de la vida»16 que resultó decisivo para la consolidación de ese
campo epistémico, pero, en realidad, las publicaciones del siglo XVI poco tenían que ver
con las de dos siglos después, cuando la “Schulphilosophie” alemana (la rama práctica,
por decirlo así, de la filosofía académica de la época), bajo el influjo del vitalismo de
Leibniz, empezó a entender la doctrina humanae naturae como una orientación hacia el
«todo del hombre», es decir, como una ruptura radical respecto del dualismo cartesiano.
Desde este punto de vista, entonces, se podría sostener que hay un cierto paralelismo entre
la idea del surgimiento de una ‘antropología científica’, propuesta por Sombart, y la tesis
de Marquard acerca de ese salto moderno realizado por una parte del mundo intelectual
alemán hacia la necesidad de hallar una noción de naturaleza humana mediante la cual
fuera posible superar la filosofía especulativa y metafísica que abundaba en la época,
volviéndose así hacia el «mundo de la vida». Sería a partir de ese momento, pues, cuando
se puede hablar con razón de una disciplina llamada ‘antropología filosófica’.
En el periodo que va de finales del siglo XVIII a la primera mitad del siglo XIX se
asiste a una verdadera expansión de esa disciplina, hasta llegar a ser, en la edad romántica,
el núcleo más íntimo de la Naturphilosophie, en sus distintas versiones. Se trata de una
consolidación que se encuentra recogida, por ejemplo, en uno de los Grundsätze der
Philosophie der Zukunft de Ludwig Feuerbach, que merece ser citado separada e
integralmente:
«La nueva filosofía convierte al hombre, comprendida la naturaleza, en tanto que base del
hombre, en el objeto único, universal y supremo de la filosofía; y, por consiguiente,
convierte la antropología, comprendida la fisiología, en ciencia universal».17
15
Analizaremos más detalladamente esta obra kantiana muy peculiar en la segunda parte del presente trabajo.
En todo caso, es muy importante recordar ya a partir de ahora que la Anthropologie in pragmatischer
Hinsicht representó para Michel Foucault una suerte de “iniciación” filosófica en el ámbito de sus estudios
sobre la génesis de la episteme moderna, pues formaba parte de su proyecto doctoral la traducción al francés
de esa obra, enriquecida por un largo estudio preliminar, que también examinaremos en el segundo capítulo
parte de este trabajo.
16
O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 137.
17
L. FEUERBACH, Grundsätze der Philosophie der Zukunft (1843), prólogo y trad. esp. de E. Subirats
Rüggeberg, Tesis provisionales para la reforma de la filosofía - Principios de la filosofía del futuro, Orbis,
Barcelona, 1984, pág. 122.
30
En realidad, dicha expansión, si la consideramos desde un punto de vista disciplinar, no ha
convertido la antropología en «ciencia universal», pues no es cierto que se haya apoderado
de todo el panorama intelectual y académico alemán. Es preciso reconocer, en efecto, que
la antropología filosófica (en tanto que estudio sobre el «todo del hombre») se encontraba
en un lugar, por decirlo así, intermedio respecto al menos de otras dos corrientes: por un
lado estaba la afirmación institucional de la antropología científica, que se especializó cada
vez más, sobre todo en el ámbito de los estudios psicológicos, basados en un empirisimo
militante;18 por el otro, no hay que olvidar el intento de reelaborar teóricamente el campo
de lo ‘trascendental’ por parte de la corriente neokantiana.19 Pues bien, semejante
situación, a lo largo del siglo XIX, en absoluto condujo la antropología a un éxito
intelectual y académico irrefrenable, sino todo lo contrario: el avanzar progresivo de las
ciencias humanas en sus distintas ramas y el predominio de los representantes del
neokantismo en las instituciones universitarias acabaron reduciendo cada vez más el
margen de maniobra de la antropología filosófica, que fue relegada a un rincón aislado del
panorama cultural alemán. De hecho, se puede hablar de una verdadera reinassance
(preparada, según Marquard, por el trabajo de Dilthey)20 sólo a principios del siglo pasado,
en la época entre las dos guerras mundiales, que experimentó una crisis de toda aquella
constelación de valores (no sólo filosóficos) que había regido, a pesar de los contrastes
teóricos incluso muy violentos que se produjeron en su interior, durante al menos los dos
18
Piénsese, por ejemplo, en Johann F. Herbart, autor de la célebre Psychologie als Wissenschaft, neu
gegründet auf Erfahrung, Metaphysik und Mathematik (1824), o también en Jakob F. Fries, autor, entre
muchas otras, de la Neue oder anthropologische Kritik der Vernunft (1807, 1828-312), una obra más tal vez
menos comprometida desde un punto de vista de la absolutización de lo ‘empírico’, si comparada con la
perspectiva de Herbart. En cualquier caso, es importante señalar que su crítica ‘antropológica’ de la razón
pretendía superar a Kant y su postulación de un sujeto trascendental capaz de unir toda operación sintética y
la multiplicidad de los datos de la conciencia, afirmando que las categorías kantianas deben ser entendidas
como una dotación orgánica adaptada en virtud de la cual el ser humano logra manejarse con su propio
mundo.
19
Para profundizar en estas cuestiones de carácter historiográfico sobre la filosofía alemana de la segunda
mitad del siglo XIX, véase H. SCHNÄDELBACH, Philosophie in Deutschland 1831-1933, Suhrkamp, Frankfurt
a.M., 1983; K. CH. KÖHNKE, Entstehung und Aufstieg des Neukantianismus. Die deutsche
Universitätsphilosophie zwischen Idealismus und Positivismus, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985; K. SACHS-
HOMBACH, Philosophische Psychologie im 19. Jahrhundert, Alber, Freiburg-München, 1993.
20
Cf., en particular, O. MARQUARD, Leben und leben lassen. Anthropologie und Hermeneutik bei Dilthey, en
“Dilthey Jahrbuch für Philosophie und Geschichte der Geistwissenschaften”, Bd. 2, hrgs. von F. Rodi,
Göttingen, 1984, págs. 128-139.
31
siglos anteriores. Los protagonistas de esos años caracterizados por el renacimiento del
interés filosófico por los temas antropológicos fueron en primer lugar Scheler, Plessner y
Gehlen, pero también, entre otros, Ludwig Binswanger,21 Otto F. Bollnow22 y (tal vez a su
pesar) el Heidegger de Sein und Zeit.
La tesis de Marquard reconoce que el «giro al mundo de la vida» no fue un
elemento presente exclusivamente en la antropología, en su acepción moderna, es decir,
filosófica. Si interpretamos bien sus palabras, lo que se defiende es que, al adquirir una
cierta autonomía disciplinar y una coherencia lógica, la antropología ofrecía una forma
peculiar, entre las varias posibles, de declinación filosófica de ese «giro al mundo de la
vida» que ponía en entredicho tanto los fundamentos de la metafísica especulativa
tradicional, como los de la concepción matematizante y naturalista del ser humano. De
hecho, esta es la razón por la cual Marquard puede sostener que esa peculiar declinación,
además de ser específicamente moderna, fue esencialmente un fenómeno alemán: es
verdad que el hombre ‘concreto’ –cotidiano, natural, histórico, social– empezó así a cobrar
cada vez más relevancia como objeto de estudio autónomo, es decir, separado de las
cosmologías tradicionales. Al mismo tiempo, también es verdad que la antropología de
ámbito alemán no fue la única que intentó hacerse cargo de las cenizas del viejo hombre
como imagen del absoluto (imago dei): en el mundo anglosajón, en efecto, iban
difundiéndose las moral sciencies y todo el conjunto de las así llamadas analysis of mind,
mientras que a este lado del canal de la Mancha, como es sabido, el trabajo de los
moralistas franceses tuvo una gran repercusión en la discusión pública. De ese modo,
Marquard argumenta que «en Francia y en Inglaterra el desarrollo de la moralística volvió
superflua la antropología filosófica [...]. Que la antropología filosófica y la moralística –
continúa Marquard– se impidan y se frenen recíprocamente acentúa su semejanza: como la
moralística, también la antropología filosófica interroga (porque ambas responden al
mismo motivo del “mundo de la vida”) no sólo por el hombre, sino por el hombre “en su
mundo de la vida”».23 Estas consideraciones, en realidad, han de ser completadas por otra
21
Entre las muchas obras del célebre psiquiatra y psicoanalista suizo, véase sobre todo los ensayos recogidos
en el volumen titulado Zur phänomenologischen Anthropologie (1947), ahora en Ausgewählte Werke, Bd. 3,
hrsg. von M. Herzog, Asanger, Heidelberg, 1994.
22
La obra más importante de Bollnow, en relación con el contexto historiográfico-conceptual que estamos
analizando en este apartado, es sin duda Das Wesen der Stimmungen (1941), Suhrkamp, Frankfurt a.M.,
19958.
23
O. MARQUARD, El hombre “de este lado de la utopía”, op. cit., págs. 169-170.
32
pieza argumentativa, a saber: según el filósofo alemán, no sólo se dio, por decirlo así, una
convergencia discorde en el análisis del Lebenswelt, sino que también se instauró otro
régimen filosófico que intentaba responder a ese mismo Leitmotiv del «mundo de la vida»
y que, sin embargo, representó el contrapunto teórico (una suerte de “bestia negra”) de la
antropología. Estamos hablando de la Geschichtsphilosophie, es decir, la filosofía del
destino del hombre, «desarrollada a través de la teoría de la libertad como su verdadero fin
y mediante la teoría del mundo histórico de la vida como la mediación progresiva de ese
fin».24 En resumidas cuentas, Marquard afirma que se daría aquí una antítesis ineliminable
entre la antropología filosófica y la filosofía de la historia, pues la primera indicaría cuál es
la ‘naturaleza’ del hombre, sus características constantes, sus límites (excluyendo una
posible deriva matematizante y cientificista, pero aceptando una cierta cercanía conceptual
con la concepción a-teleológica de la historia, es decir, con la concepción relativista del
acontecer histórico),25 mientras que la segunda se preocuparía de postular una libertad
originaria del obrar humano, capaz de desvelar el sentido del mundo y del tiempo. En otras
palabras, la filosofía de la historia aspira a reconocer un sentido originario, que puede ser
hasta un sentido nihilista, una dirección entrópica de la historia, pero que en cualquier caso
coincide con un determinado destino (Bestimmung), una orientación profunda u oculta de
los eventos, capaz en cierto modo de ‘redimir’ la dimensión empírica de estos últimos, que
de esa forma se convierten en meros epifenómenos de un estrato más esencial.26 Así, pues,
24
ID., Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 139, cursiva mía.
25
Marquard, en este caso, está pensando en el historicismo inaugurado por Dilthey. Cf., en particular, ID.,
Leben und leben lassen, op. cit.; ID., Weltanschauungtypologie. Bemerkungen zu einer anthropologische
Denkform des neunzehnten und zwanzigsten Jahrhunderts (1966), trad. esp. de E. Ocaña, Tipología de la
concepción del mundo. Notas sobre una forma de pensamiento antropológico de los siglos XIX y XX, en ID.,
Dificultades con la filosofía de la historia, op. cit., págs. 117-131. En efecto, la individuación de unas
‘constantes antropológicas’ no choca con la posibilidad de describir las formas en las que aquéllas adquieren
un sentido concreto y específico. Las necesidades básicas del ser humano, por ejemplo, pueden satisfacerse a
base de rituales, usos, reglas, que representan el objeto de estudio de aquella forma de pensamiento
antropológico que coincide con el análisis de las ‘concepciones del mundo’.
26
A este propósito, se puede citar un ensayo muy interesante de Peter Sloterdijk, en el cual se reconoce la
novedad de algunas instancias de la antropología de Plessner y Gehlen (y también de la teoría sociológica de
Luhmann), precisamente en cuanto contrarias a la idea cristiano-hegeliana de una ‘naturaleza humana’ lapsa,
errática, que coincide con la pérdida de la inocencia, es decir, de un principio identitario bien fijado que, sin
embargo, es abandonado a causa de un metafórico peccatum originale (provocando así la ‘caída’) y que
puede ser recuperado sólo en virtud de una restitutio ad integrum, es decir, gracias a una salvación que
desvela el sentido originario perdido. Este esquema tripartito, en algunos lugares de la antropología filosófica
33
donde predomina la antropología, la filosofía de la historia pierde su relevancia, pero
también viceversa.
Ahora bien, es indudable que la tesis historiográfica de Marquard, además de
contener una notable carga teórica, nos brinda una situación clara y bien definida, que en
absoluto puede ser acusada de aspirar a una falsa objetividad o neutralidad. También es
verdad que, si empleamos sus criterios historiográficos y conceptuales, obtenemos una
interpretación bastante esclarecedora de la contraposición y de las polémicas constantes
entre algunos paradigmas teóricos inconciliables, como el idealismo y al ‘retorno a la
naturaleza’ propuesto por los románticos, sin olvidar las invectivas y los anatemas que
Heidegger, Lukács, Horkheimer, Habermas (herederos, en cierto sentido, de la tradición de
la Geschichtsphilosophie del siglo XIX), a mediados del siglo pasado, lanzaron contra la
antropología filosófica. Sin embargo, tal y como hace notar también Schnädelbach,27
puede que la posición de Marquard sea demasiado simplificadora, es decir, que tal vez
ahonde excesivamente en algunas diferencias sustanciales innegables entre ciertas
orientaciones de pensamiento, pero que no deberían llegar a ocultar las hibridaciones, las
contaminaciones y la complejidad material, histórica y efectiva a partir de las cuales
emergen los distintos campos del saber y las disciplinas. Al elegir una representación de
tipo dual tan radical, Marquard corre el riesgo de perder de vista la relevancia de ciertos
autores que, a pesar de prestar gran atención teórica a la historia y a la interpretación
del siglo pasado, desaparece gracias a una suerte de “meta-crítica” de la Selbstentfremdung: de ese modo,
argumenta Sloterdijk, la idea de ‘naturaleza humana’ cobra un sentido nuevo, radicalmente contrapuesto a
ese esquema conceptual tripartito (tal vez algo simplificador, pero eficaz, en nuestra opinión, desde un punto
de vista argumentativo) característico de la “impaciencia revolucionaria” de las filosofías de la historia. Cf.
P. SLOTERDIJK, Luhmann, Anwalt des Teufels, en ID., Nicht gerettet. Versuche nach Heidegger, Suhrkamp,
Frankfurt a.M., 2001, págs. 82-141, trad. esp. de J. Chamorro Mielke, Luhmann, abogado del diablo, en ID.,
Sin salvación, Akal, Tres Cantos, 2011, págs. 55-92. Véase también H. PLESSNER, Selbstentfremdung, ein
anthropologisches Theorem?, in «Philosophische Perspektiven», 1 (1969), págs. 176-183, ahora en ID.,
Gesammelte Schriften, Bd. X, hrsg. von G. Dux, O. Marquard, E. Stroker, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985,
págs. 285-294). Sloterdijk, a este propósito, cita también otra obra de Plessner, que recientemente ha sido
traducida al español: Grenzen der Gemeinschaft. Eine Kritik des sozialen Radikalismus (1924), Suhrkamp,
Frankfurt a.M., 2002, ed. esp. a cargo de T. Menegazzi, Límites de la comunidad. Crítica al radicalismo
social, Siruela, Madrid, 2012.
27
H. SCHNÄDELBACH, Philosophie in Deutschland 1831-1933, op. cit., págs. 272-3. También W. KRAUSS
(Zur Geschichte der Anthropologie des 18. Jahrhunderts. Die frühgeschichte der Menscheit im Blickpunkt
der Aufklärung, Ullstein, Frankfurt a.M., 1987, pág. 24) señala la necesidad de revisar críticamente la tesis de
Marquard.
34
filosófica de su desarrollo –por citar sólo a uno, piénsese en Herder–,28 están
indudablemente vinculados al horizonte epistémico antropológico típico de la modernidad.
Al mismo tiempo, la propuesta de identificar la antropología únicamente con «aquellas
[filosofías] que no son filosofías de la historia y que, precisamente por ese motivo, son
filosofías de la “naturaleza” del ser humano»,29 nos parece también harto problemática,
pues la noción de ‘naturaleza’, sobre todo si referida a lo humano, en la modernidad ha
sido intrínsecamente polisémica, es decir, cargada de esa complejidad teórica de la cual
hemos hablado en la Introducción y que bien podría ser representada por la insuperable
‘superposición’ de lo empírico y lo trascendental, de los datos y los principios.30 Dicho de
otra forma, si por un lado compartimos la tesis de Marquard en la medida en que reconoce
la intrínseca modernidad de la ‘emergencia’ del discurso antropológico (entendido como
un determinado horizonte epistémico y no como una genérica “pregunta por el hombre”),
por el otro no nos parece conveniente aceptar su visión dual y tal vez demasiado rígida
mediante la cual el filósofo alemán pretende hallar un núcleo temático originario de la
28
Sería impensable, en nuestra opinión, negar que la célebre Abhandlung über den Ürsprung der Sprache
(un ensayo que Herder publicó en 1772, pensado y redactado como respuesta a la pregunta formulada por la
“Akademie der Wissenschaften” de Berlín, que se enunciaba así: «En supposant les hommes abandonnés à
leurs facultés naturelles, sont-ils en état d’inventer le langage?») forma parte a todos los efectos de esa
tradición innovadora que revolucionó la forma de entender al ser humano, tratando de manera ni
matematizante ni cientificista (sino precisamente filosófica) lo que antes hemos definido como el “todo del
hombre”, es decir, el ser humano considerado dentro de la gran cadena de los seres vivos, con todas sus
peculiaridades, límites y características. Véase J. G. HERDER, Ensayo sobre el origen del lenguaje, ahora en
ID., Obra selecta, ed. esp. de P. Ribas, Alfaguara, Madrid 1982, págs. 133-232.
29
O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 136.
30
Para una introducción general de carácter histórico-conceptual acerca de la idea de ‘naturaleza’ en la
cultura occidental, véase, por ejemplo, R. LENOBLE, Esquisse d’une histoire de l’idée de Nature, A. Michel,
Paris, 1969. Además, para profundizar en la intrínseca polisemia del concepto de ‘naturaleza humana’, es
muy útil consultar un texto del filósofo alemán Gernot Böhme, que invita a interrogarnos «sobre el papel que
ha tenido el concepto de naturaleza en la auto-representación del ser humano, sobre la naturaleza en tanto que
parte constitutiva de la composición del ser humano, sobre la naturaleza en cuanto punto de referencia en
relación con el cual el hombre se ha situado, en definitiva como el topos que se encuentra en la auto-
interpretación del ser humano». Se trata de un ensayo de historia conceptual muy exhaustivo que empieza por
el sofista Antífanes (mejor dicho, por lo que de sus teorías queda recogido en Aristóteles) y que llega hasta
Arnold Gehlen y Helmuth Plessner. Su lectura representa una de las contra-argumentaciones más eficaces a
la posibilidad de emplear el concepto de ‘naturaleza’ (y el de ‘naturaleza humana’) de forma monolítica,
como a veces parece hacer Odo Marquard. Véase G. BÖHME, Natur, en CH. WULF (Hg.), Vom Menschen.
Handbuch historische Anthropologie, Beltz, Weinheim-Basel, 1997, págs. 92-119, aquí pág. 92.
35
antropología, pues consideramos que el concepto mismo de ‘naturaleza’ del ser humano no
puede ser utilizado como un estandarte teórico (supuestamente contrapuesto a otro
estandarte contrario, el de la ‘historia’) capaz de identificar unívocamente un ámbito
epistémico cerrado. La idea moderna de ‘naturaleza humana’, en nuestra opinión,
representa más bien una cuestión abierta –una offene Frage, diría Plessner–,31 y no un
campo temático cerrado.
Efectivamente, cuando hablamos de ‘horizonte epistémico’ no pretendemos
identificar ni una doctrina cerrada ni una ciencia institucionalizada basada en unos
esquemas rígidos de transmisión académica del saber, sino un movimiento, una actitud de
pensamiento nueva frente a una serie de problemas y cuestiones, que surgió en un
momento dado de la evolución del saber académico (pero no sólo) de la Europa recién
entrada en la época moderna. Esto se puede entender desde un punto de vista
exclusivamente filosófico-conceptual (es el caso de Kant y su Anthropologie in
pragmatischer Hinsicht: lo veremos mejor en la segunda parte de este trabajo), pero
también es posible identificar toda una serie de cuestiones que nos indican claramente que
se había producido una verdadera ruptura en el pensamiento especulativo metafísico, en
virtud de la cual el ‘campo epistémico’ de lo humano iba cobrando otro significado y una
importancia cada vez mayor. Piénsese, por ejemplo, en la macro-cuestión de la relación
mente-cuerpo, que puede ser declinada de muchas maneras: el nexo entre las funciones
orgánicas y las funciones “superiores”, las raíces biológicas del lenguaje, las bases
vegetativas y pulsionales de la actividad racional, la gestualidad, las formas de expresión
no verbal. Asimismo, piénsese en la renovada atención por la corporalidad, también
entendida en términos anatómicos, y por la relación entre ésta última y el ambiente
circundante (la postura erecta y la ampliación del campo visual, la liberación de la mano y
el surgimiento de la técnica, etc.). Por supuesto, esto no significa que la Antigüedad y el
pensamiento clásico no hayan reflexionado sobre estos temas (que, sin duda, fueron
nombrados de muchas formas distintas), pues de hecho se trata de problemas que
pertenecen desde siempre a la filosofía. Sin embargo, el estudio de esas cuestiones o bien
fue relegado en secciones secundarias, exotéricas o pragmáticas del saber, o bien se
efectuó mediante una operación de des-empirización que permitiese conservar únicamente
31
Cf. H. PLESSNER, Macht und menschliche Natur. Ein Versuch zur Anthropologie der geschichtliche
Weltansicht (1931), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. V, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2003 (1981), págs.
135-234, en particular págs. 175-185.
36
aquellos aspectos que pudieran ser tratados bajo el signo de la ‘teoría’, es decir, en tanto
que ‘momentos’ de un supuesto estrato ‘esencial’ que se encuentra siempre más allá.
Ahora bien, lo que se quiere sostener aquí es que ese giro antropológico moderno –esa
configuración antropológica del saber– no sólo se hizo cargo de dichas cuestiones (algo
que, en general, es característico de muchas tradiciones y épocas filosóficas, cada una con
su propio bagaje terminológico y con sus oposiciones conceptuales), sino que lo hizo de
una forma radicalmente nueva que generó una verdadera reconfiguración epistémica,
mediante la cual se produjo lo que antes hemos definido como una conjunción disociativa,
es decir, como una pareja inseparable pero al mismo tiempo nunca del todo componible.
Desde un punto de vista estructural, es precisamente esa “unión problemática”, por decirlo
así, lo que, a nuestro juicio, caracteriza de modo eminente la emergencia moderna de ese
ámbito de estudio en el cual los datos y los principios, lo empírico y lo trascendental, las
cosas y las palabras están destinados a cruzarse y superponerse de modo inevitable,
otorgando así un sentido radicalmente nuevo al objeto de estudio llamado ‘hombre’. Por
esta razón, no consideramos suficiente la propuesta de Marquard, según la cual el giro
antropológico moderno correspondería a un genérico interés por la ‘naturaleza’ del ser
humano.
Como se ha dicho anteriormente, la argumentación historiográfica y conceptual que
estamos presentando en estas páginas parte de una intuición de Marquard, si bien se ha
puesto de manifiesto cuáles son, en nuestra opinión, los límites de su propuesta
interpretativa. Ahora bien, algo parecido ocurre con Foucault, el cual también coloca en la
Modernidad (como se ha hecho aquí) un salto cualitativo irreductible en la forma de pensar
ese peculiar objeto de estudio llamado ‘hombre’, si bien lo hace para criticar, sobre todo en
el penúltimo capítulo de Las palabras y las cosas, el círculo (vicioso) de la antropología,
es decir, el sueño en el cual el pensamiento occidental habría caído al querer fundar la
finitud en la finitud, generando así un intercambio peligroso entre lo empírico y lo
trascendental. En cualquier caso, su diagnóstico teórico nos parece convincente, pues de
hecho contribuye a diferenciar conceptualmente entre dos formas radicalmente distintas de
pensar al ser humano. Lo que no nos parece igualmente convincente es, en cambio, la
solución indicada en la parte final de Las palabras y las cosas y desarrollada cabalmente
en sus obras sucesivas.32 En todo caso, y para volver al hilo de nuestra argumentación,
32
La cuestión foucaultiana será tratada más detenidamente en el segundo capítulo de este trabajo; de
momento, será suficiente indicar la esencia última de la crítica de Foucault, centrada en la imposibilidad de
37
merece la pena reproducir en toda su extensión las palabras de Foucault, que nos brindan
una periodización teóricamente comprometida relativa a la emergencia de esa forma
radicalmente nueva de pensar el ámbito epistémico del ‘hombre’, lo que aquí hemos
definido en los términos de una ‘configuración antropológica del saber’:
«El fin de la metafísica no es más que el aspecto negativo de un acontecimiento mucho más
complejo que se produjo en el pensamiento occidental. Este acontecimiento es la aparición
del hombre [...]. La modernidad empieza desde que el ser humano se puso a existir dentro de
su organismo, en la concha de su cabeza, en la armadura de sus miembros y entre toda la
nervadura de su fisiología; desde que se puso a existir en el corazón de un trabajo cuyo
principio lo domina y cuyo producto se le escapa; desde que alojó su pensamiento en los
pliegues de un lenguaje de tal modo más viejo que él que no puede dominar las
significaciones reanimadas, a pesar de ello, por la insistencia de su palabra [...]. Se
comprende, en estas condiciones, que el pensamiento clásico y todos aquellos que lo
precedieron hayan podido hablar del espíritu y del cuerpo, del ser humano, de su lugar tan
limitado en el universo, de todos los límites que miden su conocimiento o su libertad, pero
que ninguno de ellos haya conocido jamás al hombre tal como se da al saber moderno. El
“humanismo” del Renacimiento, el “racionalismo” de los clásicos han podido dar muy bien
un lugar de privilegio a los humanos en el orden del mundo, pero no han podido pensar al
hombre».33
aceptar el «desdoble» que padecería el objeto de estudio llamado ‘hombre’: «se trata de una duplicación
empírico-crítica por la cual se trata de hacer valer al hombre de la naturaleza, del cambio o del discurso como
fundamento de su propia finitud. En este Pliegue, la función trascendental viene a recubrir con su red
imperiosa el espacio inerte y gris de la empiricidad; a la inversa, los contenidos empíricos se animan, se
levantan poco a poco, se ponen de pie y son subsumidos de inmediato en un discurso que lleva lejos su
supuesto trascendental. Y he aquí que en este Pliegue se adormece de nuevo la filosofía en un sueño nuevo;
no ya el del Dogmatismo, sino el de la Antropología». M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit., págs.
331-332.
33
Ivi, pág. 309.
38
referencia interminable consigo misma».34 Pues bien, lo que de momento nos interesa
poner de relieve es precisamente la necesidad de reconocer ese cambio epocal de
perspectiva.
La importancia de dicho reconocimiento, sin embargo, no nos exime de seguir
interrogándonos sobre el carácter filosófico de la antropología, pues se trata de una
cuestión intrínsecamente problemática, que no puede ser resuelta simplemente
reconociendo que, en un momento dado de la historia del pensamiento occidental, se
produjo una ruptura fundamental en la forma de pensar el objeto ‘hombre’. De hecho, ese
carácter filosófico no es un mero atributo que se añade al plano antropológico ‘inventado’
por la Modernidad, sino que, en cierto sentido, conlleva una complicación inaudita, que
llegó a poner en peligro el sentido mismo del filosofar, es decir, la posibilidad de hallar un
fundamento sólido para la ‘teoría’. Por esa misma razón, no nos parece muy útil hacer uso
de ese esquema dual que nos propone Marquard, según el cual la filosofía de la historia
estaría abocada a una concepción absolutista y monolítica del «mundo de la vida» humano,
mientras que la antropología desembocaría en una visión escéptica, es decir, plural y
abierta a todas las posibles realizaciones concretas de ese núcleo llamado ‘naturaleza
humana’. De lo contrario, el ejercicio de la reflexión perdería en parte su relevancia,
porque si existen leyes que describen el funcionamiento de aquellas esferas (económica,
política, social, etc.) en las que se realiza de manera plural la ‘naturaleza humana’, es
razonable suponer que serían las ciencias particulares las que están encargadas de
organizar dichas esferas en teorías dotadas de una validez específica. En otras palabras,
una filosofía verdaderamente empírica sería una suerte de contradictio in adjecto, pues la
idea misma del filosofar está ineludiblemente cargada de una posterioridad irreductible, es
decir, de una reflexividad que la hace acontecer siempre después de ese material múltiple y
elemental que acontece (y nos acontece) y que está ahí (contribuyendo a definir nuestras
vivencias). No es casual, en efecto, que a la antropología, en sus albores, le fuese
reconocido un carácter “popular”, “cotidiano”, pues su coeficiente filosófico era
considerado demasiado bajo para poder aspirar al nivel de reflexividad propio de la teoría
filosófica.35
34
Ibidem.
35
Nos referimos, por supuesto, a la Anthropologie de Kant, de la cual hablaremos más detenidamente en el
segundo capítulo. A este propósito, también es útil recordar el ataque de Heidegger, en la primera mitad del
siglo XX, a todo tipo de “antropologismo” (asociado, en este sentido, al “psicologismo” y al “biologismo” de
la época), acusado de haber contribuido a ocultar precisamente el carácter filosófico de la reflexión misma,
39
Ahora bien, si por un lado vemos que el carácter filosófico de la antropología no es
algo que libera automáticamente toda una serie de objetos y ámbitos a investigar (más bien
podríamos decir que, en el pasado, ocurrió lo contrario: la filosofía, muchas veces, intentó
despojar la antropología de toda legitimidad teórica), por el otro nosotros mismos no
podemos sino considerarnos hijos de nuestro tiempo y así plantear la pregunta que, al
menos a partir de mediados del siglo XIX, hizo temblar tantos pensadores: ¿qué hay, más
allá del hombre? Es decir, ¿qué hay, más allá de sus caóticas y multiformes
manifestaciones? ¿Qué hay, más allá de su absoluta (en tanto que desvinculada de todo
trasfondo trascendente) ‘desnudez’ física? Dicho de otra forma, la reflexión, al menos a
partir de la así llamada “fuga de los dioses”, ya no puede renunciar a cruzar el escenario
humano, atravesarlo en todos sus pliegues, preguntándose cómo está hecho, qué hace y
cómo actúa el Homo sapiens, ese ser peculiar perteneciente al reino de los Animalia. Si
suponemos que el auténtico destino del hombre pertenece al ámbito de la teología o la
filosofía metafísica, las observaciones antropológicas siempre serán consideradas como
algo marginal, incluso pueden llegar a ser tachadas (y de hecho lo han sido) de ‘demasiado
humanas’. Pero, como argumenta también Walter Schulz, «si negamos a la teología y a la
metafísica la posibilidad de ofrecer una imagen coherente del hombre», es decir, «si
afirmamos que en ningún caso puede existir una imagen única del ser humano, entonces
dichas observaciones sobre los distintos aspectos del hombre adquieren una gran
relevancia».36 Parece ser, a todos los efectos, una suerte de “revancha” de la multiplicidad
de lo mundano, es decir, de la antropología, que hace temblar los grandes principios, los
absolutos, la razón misma, que acaba padeciendo, por decirlo así, una reducción
antropológica. Un Leitmotiv decisivo del siglo XIX, en efecto, fue la reducción de muchos
aspectos de la esfera trascendental a la constitución física y cultural del ser humano. La
revolución copernicana implícita en la reconfiguración epistémica que estamos
describiendo conlleva, en efecto, una crisis de legitimidad de la filosofía, desterrada por la
decadencia de los sistemas idealistas y por la afirmación progresiva de las ciencias; sin
privilegiando los aspectos ónticos respecto de los ontológicos, es decir, otorgando una prioridad teórica a la
multiplicidad de los datos empíricos y olvidándose preguntar por el ‘ser mismo’ de los objetos analizados.
Véase M. HEIDEGGER, Sein und Zeit (1927), Niemeyer, Tübingen, 200619, trad. esp. de J. E. Rivera, Ser y
tiempo, Trotta, Madrid, 2003, cf. en particular el § 10 (págs. 70-75). En cuanto al carácter “popular” y
“cotidiano” de la antropología de finales del siglo XVIII, véase M. LINDEN, Untersuchungen zum
Anthropologie des 18. Jahrhunderts, Lang, Frankfurt a.M., 1976, págs. 105-106.
36
W. SCHULZ, Philosophie in der veränderten Welt, Neske, Pfüllingen, 1993, pág. 358.
40
embargo, conlleva también lo que señalaba (críticamente) Foucault, es decir, un
intercambio a veces inopinado entre los planos de lo empírico y lo trascendental, entre los
datos y las condiciones de posibilidad. Así, pues, volviéndose la filosofía tout court
antropológica, en cierto sentido podría decirse que se hace cada vez más complicado, para
nosotros, hallar un territorio conceptual perteneciente a la ‘antropología filosófica’. La
cuestión, en este caso, ya no sería la que indicábamos al principio de este parágrafo,
cuando exponíamos nuestros argumentos en contra de la tesis según la cual toda filosofía
sería esencialmente antropológica, estando el hombre (presuntamente) siempre
representado de alguna forma en todos los sistemas filosóficos. Aquí la cuestión es
distinta, o mejor dicho, más circunstanciada: el pensamiento parece haber sido reducido a
sus bases antropológicas, al quedar el hombre “solo” en el escenario. No es casual, en
efecto, que la reacción de una parte del establishment filosófico haya consistido en atacar
de múltiples formas el pensamiento antropológico, acusado de haber abierto el paso a
ciertas derivas del saber, incluso muy distintas entre sí. El atributo ‘antropológico’,
cargado de un sentido despectivo, fue empleado para acusar el subjetivismo metafísico, el
relativismo histórico, pero también el biologismo o el psicologismo, hasta representar para
Heidegger –tal vez el maestro de todos los anti-humanistas del siglo pasado– la deriva más
peligrosa de la cultura occidental de su época, radicada, según él, en una devoción ciega
(metafísica) hacia lo fáctico, la ‘simple-presencia’ y, por consiguiente, hacia el ser humano
considerado como un objeto de estudio cualquiera.37 Ahora bien, en un contexto así
determinado, nos parece sumamente necesario (ante todo desde un punto de vista
conceptual) intentar individuar algunos aspectos específicos de la ‘antropología filosófica’,
pues de lo contrario nos veríamos obligados a reconocer que toda la filosofía secularizada
(moderna) es en sí antropológica, o –lo que es lo mismo– que la antropología corresponde
a la filosofía moderna tout court. En otras palabras, por un lado queremos mostrar (lo
haremos sobre todo en el próximo parágrafo) que la Modernidad inaugura una
“configuración antropológica del saber”; sin embargo, por otro lado no es nuestra intención
defender que la Modernidad puede ser considerada como una tradición monolítica: de
hecho no es así, pues Nietzsche –ça va sans dire– no es lo mismo que Heidegger o Gehlen,
así como Montaigne no es lo mismo que Platner o Feuerbach. En nuestra opinión,
37
Cf., sobre todo, M. HEIDEGGER, Brief über den Humanismus (1947), ahora en ID., Gesamtausgabe, Bd. 9,
hrsg. von F.-W. von Herrmann, Frankfurt a.M., 1976, trad. esp. de H. Cortés y A. Leyte, Carta sobre el
humanismo, Alianza, Madrid, 2000.
41
preguntar por el carácter filosófico de la antropología significa precisamente intentar hacer
ese tipo de discriminación.
Uno de los criterios que puede resultar más útil para efectuar esa diferenciación (la
cual, insistimos, no es únicamente historiográfica, sino ante todo conceptual) es sin duda
un determinado tipo de actitud teórica propia de la ‘mirada’ antropológica, que a su vez
nos permitirá individuar el conjunto de temas y cuestiones que pertenecen a ese ámbito. Se
trata de una actitud que deriva de una pregunta fundamental, a saber: ¿qué es el hombre?38
A su vez, dicha pregunta puede ser especificada al menos de dos maneras, que según Kant
habría que mantener separadas pero que, bajo nuestro punto de vista, constituyen el núcleo
indivisible de la actitud teórica propia de la mirada antropológico-filosófica: ¿qué es lo que
la naturaleza hace del hombre?, y ¿qué es lo que el hombre hace de sí mismo? Como se
puede notar, por lo que a la primera pregunta se refiere, hemos optado por conservar los
términos y los conceptos empleados por Kant en su Anthropologie, mientras que la
segunda pregunta está vinculada sólo aparentemente a la terminología kantiana, pues
hemos eliminado de manera deliberada un adverbio («libremente») y dos especificaciones
(«puede o debe hacer de sí mismo»), lo cual, en nuestra opinión, conlleva un cambio no
sólo terminológico, sino más bien de actitud teórica.39 Un factor de discriminación
fundamental, por lo tanto, reside en la diferencia entre el nivel de la especulación (al cual,
de algún modo, remite la idea misma del deber hacer) y el de la descripción –una
38
Como es sabido, en la Lógica (un texto publicado en 1800) Kant formula las tres preguntas que le
permitieron organizar de forma tripartita su ‘revolución crítica’ («¿Qué puedo saber?», «¿Qué debo hacer?» y
«¿Qué me es permitido esperar?»), añadiendo además una última pregunta («¿Qué es el hombre?»), a la cual
las tres precedentemente mencionadas pueden ser referidas. En otras palabras, argumenta Kant, la metafísica
(en sentido crítico), la moral y la religión pueden ser reducidas a la antropología. Cf. I. KANT, Logik,
Akademie Textausgabe, Bd. IX, de Gruyter, Berlin-New York, 1968, págs. 1-150, edición esp. de M. J.
Vázquez Lobeiras, Lógica, Akal, Madrid, 2001, pág. 92.
39
Estas son las palabras de Kant: «Una ciencia del conocimiento del hombre sistemáticamente desarrollada
(Antropología), puede hacerse en sentido fisiológico o en sentido pragmático. El conocimiento fisiológico
del hombre trata de investigar lo que la naturaleza hace del hombre; el pragmático, lo que él mismo, como
ser que obra libremente, hace, o puede y debe hacer, de sí mismo». I. KANT, Anthropologie in pragmatischer
Hinsicht, en Kants gesammelte Schriften (KGS), hrsg. von der Königlich Preußischen Akademie der
Wissenschaften, Bd. VII, págs. 117-333, de Gruyter, Berlin-New York, 1972, versión española de J. Gaos,
Antropología en sentido pragmático, Alianza, Madrid, 1991, pág. 7. De aquí en adelante (especialmente en el
segundo capítulo de este trabajo), mediante la sigla KGS nos referiremos siempre a la edición canónica de las
obras de Kant, editada por la Real Academia Prusiana de Ciencias a partir de 1902. Asimismo, para
referirnos a la versión española de la Anthropologie, utilizaremos la sigla AP.
42
diferencia que se refleja, como se puede intuir, en el tipo de preguntas que se pretende
formular. Desde este punto de vista, la opción por la ‘naturaleza’ es sin duda necesaria,
pero no suficiente para connotar una antropología filosófica. En primer lugar por su
polisemia: la ‘naturaleza’ puede ser interpretada como ‘esencia’, es decir, como algo en
absoluto perteneciente al mundo físico; también es entendida como algo totalmente
opuesto a la esfera ‘espiritual’, a lo ‘artificial’; asimismo, se le puede asociar la idea de
constancia y repetitividad, pero también la de imprevisibilidad; last but not least, puede ser
entendida como algo mecánico, o como algo orgánico (es decir, dotado de una fuerza
creadora que no puede ser reducida a leyes matemáticas). Se trata de oposiciones
conceptuales muy radicales, con lo cual en ningún caso podríamos considerar suficiente
apelar únicamente a la idea de ‘naturaleza’ (como hace Marquard) para hallar un criterio
que permita connotar filosóficamente el ámbito epistémico de la antropología. Más bien
podríamos afirmar que la apelación a la ‘naturaleza’ tiene una función, por decirlo así,
polémica: el hecho mismo de la existencia física, material, biológica actúa como un
memento, como una forma de recordar la centralidad de las modalidades básicas en las que
se hace presente el ser. En este sentido, no es necesario postular un fundamento
“biologicista”, como si para hacer antropología sólo pudieran servir de referencia las bases
físico-químicas de la forma de vida humana. Lo que dicha apelación a la ‘naturaleza’
quiere recordar es más bien la necesidad de mantenerse en un plano de análisis inmanente,
concreto. Desde este punto de vista, Kant, en su Anthropologie, sugiere algo parecido: es
verdad que el funcionamiento físico del ser humano, según él, no pertenece al ámbito de la
antropología ‘pragmática’, pero al mismo tiempo es preciso reconocer que en ese texto se
presta mucha atención a varios aspectos que, en cierto sentido, podríamos considerar
‘fisiológicos’, como la enfermedad, los sentidos, el carácter, las razas, el temperamento.40
40
A pesar de haber reconocido la connotación parcialmente especulativa de la actitud que subyace al interés
kantiano por el ser humano (ese interés que el mismo Kant define como «pragmático»), nos parece que la
lectura de Marquard, a este propósito, muestra una seria debilidad conceptual, debida a esa interpretación
dualista que antes hemos criticado. Marquard, en efecto, sostiene que la antropología kantiana «se quedó –a
pesar de la célebre tesis de su lección de lógica– en un simple parergon: [...] el interés fundamental de Kant
se dirigió hasta tal punto a la filosofía de la historia –en su forma prudentemente abstracta, la ética, pero
también en su forma osadamente concreta, la filosofía de una “historia universal en sentido cosmopolita”–,
que no admitió la antropología como fisiológica [...], sino únicamente como pragmática». O. MARQUARD,
Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 139; cf. también ID.,
“Anthropologie”, en J. RITTER (ed.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., pág. 366. De este
modo, Marquard demuestra basarse en una noción de ‘naturaleza’ muy rígida y, como hemos argumentado,
43
Dicho de otra forma, conservar una actitud vigilante respecto de lo empírico no significa
apostar por una reducción “biologicista” o “mecanicista” de los fenómenos humanos, sino
más bien mantener una mirada crítica sobre el plano inmanente y concreto de lo humano.
El interés por temas como los instintos, los sentidos, la nutrición, la gestualidad, las
pasiones (en general, la entera ‘mecánica’ de nuestros cuerpos)41 no deriva necesariamente
de un interés ‘fisiológico’ –en sentido estricto– por las cosas humanas, sino de una actitud
que no implique necesariamente una sobre-determinación o una des-empirización de los
fenómenos. Se trata, por decirlo así, de mirar al hombre de cerca. En este sentido, por lo
tanto, sería harto complicado negar que también una perspectiva histórico-cultural pueda
aspirar a asegurar una cercanía esencial a ese plano inmanente y concreto del cual
hablábamos. En ese caso no se trataría propiamente de observar el «paisaje corporal», sino
más bien ese ámbito fáctico, tangible, que emerge gracias a (en) la historia: mitos,
lenguajes, instituciones (de tipo ético, social, político, etc.). Lo que caracterizaría la
declinación filosófica de ese tipo de mirada antropológica sería, entonces, no tanto la
descripción exterior de dichas manifestaciones (ni, mucho menos, su sobre-determinación
especulativa),42 sino la búsqueda de una relación teórica entre estas últimas y las supuestas
tal vez demasiado ambigua, es decir, basada en una contraposición insuperable entre dos entidades abstractas
y monolíticas, a saber: la ‘naturaleza’ y la ‘historia’.
41
A este propósito, podríamos emplear una expresión muy sugerente propuesta por A. Damasio, el cual habla
de «paisaje corporal» para referirse, en general, a ese trasfondo a través del cual –ineludiblemente– ‘nos
sentimos’ y el mundo (el ser) se nos hace presente. También en este caso, en nuestra opinión, no es necesario
declinar ese ámbito de manera estrictamente ‘fisiológica’, es decir, entendiéndolo como un conjunto de
relaciones físico-químicas que pueden ser descritas únicamente por las ciencias particulares mediante su
bagaje teórico de corte matemático. Cf. A. DAMASIO, Descartes’s error. Emotion, reason and the human
brain, Vintage Books, London, 2006 (19941), trad. esp. de J. Ros, El error de Descartes. La emoción, la
razón y el cerebro humano, Crítica, Barcelona, 2007.
42
En relación con esta segunda posibilidad, piénsese en la distinción que hace, por ejemplo, Heidegger entre
los planos de la «historicidad [Geschichtlichkeit]» y el de la “mera” historiografía, separados por un
verdadero abismo teórico, pues sólo el primero sería capaz de ‘apropiarse’ ontológicamente de lo que
acontece –innegablemente– en el plano óntico, y por eso mismo la historicidad (o «temporalidad») es
definida como «originaria». En este caso, es evidente que no estamos hablando de un enfoque
‘antropológico-filosófico’, sino filosófico-especulativo, pues efectivamente se trata de una reflexión sobre
una supuesta ‘esencia’ fundamental del acontecer histórico. Si no se hiciera esta especificación, el enfoque
heideggeriano podría ser considerado (erróneamente, bajo nuestro punto de vista) ‘antropológico-filosófico’,
es decir, comparable al de Plessner, Gehlen o Simondon. Cf. M. HEIDEGGER, Ser y tiempo, op. cit., en
particular §§ 72-76.
44
bases antropológicas (no necesariamente entendidas como algo ‘esencial’) en virtud de las
cuales tienen lugar las performances humanas. En otras palabras, el aspecto más
importante de esa ‘actitud’ teórica que estamos intentando describir (teniendo en cuenta
que, una vez establecida la tipología de dicha actitud, no existe una única forma de
aproximación al objeto en cuestión) es que el hombre, previamente respecto de cualquier
opción teórica, se hace presente, de alguna forma está dado. Lo que queremos sostener,
entonces, es que en un contexto así determinado resulta decisiva la atención por la
‘superficie’ (es decir, el plano manifestativo), donde acontece también la variedad de las
posibles objetivaciones y acciones humanas. En general, se trata de reconocer como propia
del ámbito antropológico-filosófico una específica actitud “observadora” –pero también
interpretativa–, capaz de mantenerse establemente en un nivel de análisis inmanente y
concreto, pero sin basarse exclusivamente en un enfoque de tipo cuantitativo. Sólo así, en
nuestra opinión, queda suficientemente declinada aquella pregunta antes mencionada (¿qué
es el hombre?) que parece ser característica del quid filosófico de la antropología moderna.
En conclusión de este primer parágrafo, nos parece oportuno hacer algunas
consideraciones finales sobre el ‘estatuto’ teórico (si bien hemos de reconocer que no
estamos en presencia de un conjunto cerrado de postulados, como si de una disciplina
científica tout court se tratara) de ese producto eminentemente moderno que es la
antropología filosófica; de ese modo, quedará justificada la opción metodológica y a la vez
historiográfica que hemos elegido a la hora de delinear nuestro peculiar recorrido
conceptual a través del ethos, por decirlo así, antropológico-filosófico. Un primer aspecto
que contribuye a connotar semejante ethos es su falta de cualquier pretensión ‘totalitaria’,
es decir, de cualquier aspiración sistémica volcada a cerrar el ser humano dentro de un
‘engranaje’ que le conceda un sentido desde fuera, es decir, en virtud de su inserción en un
determinado ‘sistema’. No forma parte de los objetivos primarios de una antropología
filosófica la necesidad de elaborar una explicación ‘totalitaria’ de lo humano (‘totalitario’
no significa ‘global’); por el contrario, pertenece a su ethos –o actitud teórica– el estimar
suficiente describir y otorgar un cierto sentido a una porción aun limitada de fenómenos
humanos. Es verdad que, hasta hace pocas décadas (mediados del siglo pasado), por varias
e importantes razones históricas,43 los intentos explícitos de construir una antropología
43
A este propósito, en italiano está disponible una obra colectiva muy útil para analizar las causas, las
circunstancias, los factores favorable y los adversos, a la afirmación en el siglo XX de la antropología
filosófica contemporánea, capitaneada por Scheler, Plessner y Gehlen. Cf. B. ACCARINO (a cura di), Ratio
imaginis. Uomo e mondo nell’antropologia filosofica, Ponte alle Grazie, Firenze, 1991; en particular, véase
45
filosófica coincidían con la creación de una imagen completa y general de lo que es el
hombre, pues en ese mismo afán de ‘complejidad’ e ‘integridad’ se podía identificar el
quid filosófico de la ‘mirada’ antropológica. Para hallar esa imagen integral, se solía
individuar algunas capacidades exclusivas del hombre, supuestamente capaces de brindar
una interpretación convincente de los demás aspectos (psíquicos o físicos) del ser humano,
para evitar así una dispersión total en los distintos saberes particulares que se ocupan del
hombre. Ahora bien, a nuestro juicio, el interés filosófico y cognoscitivo de esos intentos
antropológico-filosóficos consiste no tanto en la idea general del ‘ser humano’ que se
desprende de sus respectivas teorías, sino en la calidad y en la peculiaridad de los análisis
relativos a los aspectos que cada vez fueron considerados determinantes. En muchos casos,
en efecto, una peculiar ambición subyacía a todos esos intentos, a saber: aproximarse, a
través de una mirada filosófica al «todo del hombre», es decir, al ser humano en su
integridad psico-física. Un ejemplo muy llamativo es sin duda Plessner, el cual fue quizás
el antropólogo-filósofo del siglo pasado que se esforzó más para definir metodológica y
conceptualmente el marco en el que iban a insertarse sus investigaciones. El fragmento
merece ser citado en toda su extensión:
«La antropología en sentido filosófico no puede ser identificada simplemente con las
corrientes y los métodos que aspiran a determinar el ser y las peculiaridades del hombre en
contraposición con los métodos especializados de las ciencias de la naturaleza, de la
psicología, de la historiografía y de la sociología. Pues bien, dichos proyectos de elaboración
conceptual [...], teniendo en consideración la ‘unidad’ del ser físico-psíquico-espiritual,
deben romper con la técnica tradicional que consiste en separar el análisis de los procesos
corporales del análisis de los procesos de la conciencia, y este último del análisis de las
estructuras espirituales [...]. Sólo el esfuerzo para hallar un criterio para dicha elaboración
conceptual de tipo estructural puede decirse filosófico».44
el estudio preliminar de B. ACCARINO, Tra libertà e decisione: alle origini dell’antropologia filosofica, págs.
7-63.
44
H. PLESSNER, Die Aufgabe der philosophischen Anthropologie (1937), ahora en ID., Gesammelte Schriften,
Bd. VIII, págs. 33-51, aquí pág. 33. En este mismo texto, leemos también que «una antropología filosófica
que permite pasar de los aspectos ‘fisiológicos’ a los ‘pragmáticos’, llegando así hasta las raíces del ‘ser-
hombre’, debe respetar el principio según el cual, para obtener un conocimiento de lo humano, hay que
asegurar la misma importancia y el mismo significado a cada uno de esos dos puntos de vista». Ivi, pág. 38.
46
En este sentido, por un lado queda excluida cualquier reducción cientificista y, por el otro,
se presta gran atención al ‘entorno’ biológico-cultural. Dicho de otra forma, ni el concepto
de ‘naturaleza’ se corresponde exclusivamente con el de ‘fisiología’, ni este último obliga
a descartar automáticamente el ámbito de las manifestaciones práctico-históricas de la
‘naturaleza’ humana –el cual, en cambio, en la antropología filosófica tiende a ser
vinculado de alguna forma con el primero. Así, pues, tal vez sea posible individuar una
serie de cuestiones y prácticas argumentativas comunes, que a su vez permiten establecer
una cierta continuidad teórica entre autores que, a primera vista, no parecen partir de los
mismos presupuestos ni proponerse alcanzar los mismos fines. Podría decirse, por lo tanto,
que la antropología filosófica es sin duda un producto que ‘emerge’ de ese paradigma
epistémico que hemos llamado “configuración antropológica del saber”, pero también
hemos de especificar que su ‘actitud’ teórica no se resuelve ni coincide in toto con ella.
47
II. EL «MUNDO COPERNICANO». METAFORIZACIÓN DE UN CAMPO EPISTÉMICO
A pesar del uso tan frecuente que hasta ahora se ha hecho de términos y categorías
como ‘edad moderna’ o ‘metafísica tradicional’ (entre otros), somos plenamente
conscientes del carácter problemático de cualquier periodización, sea en el ámbito
histórico, sea en el del pensamiento, tal vez aún menos simplificable del primero. Además,
hemos de reconocer que la objetividad y legitimidad de la escisión misma entre la Edad
Antigua (cristiana) y la Modernidad (secularizada) ha sido objeto de discusión y
problematización: de hecho, un pensador como Blumenberg, a mediados del siglo pasado,
llegó incluso a cuestionar radicalmente el «teorema de la secularización»,45 es decir, la idea
según la cual sería necesario postular una solución de continuidad radical entre esos dos
momentos de la historia humana, ya que los modernos habrían fabricado su propia
autorrepresentación precisamente a partir de una voluntad (más o menos oculta e implícita)
de desprenderse de algunas instancias (sociales, políticas o filosóficas) del tiempo
supuestamente pasado.46 Por lo que a los objetivos de nuestro trabajo se refiere, nos
limitamos a poner de relieve de manera simplificada –pero conceptualmente relevante–
algunos de los acontecimientos modernos de carácter histórico y teórico que de, algún
modo, han acompañado la ‘emergencia’ de la antropología, entendida en su acepción
filosófica. En general, es decir, en los términos de una macro-referencia histórico-cultural,
podríamos decir que entendemos como momentos discriminantes la aparición del
45
Cf., en particular, H. BLUMENBERG, Die Legitimität der Neuzeit, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1966 (nueva
edición, corregida y aumentada, 1996), trad. esp. de P. Madrigal, La legitimación de la edad moderna, Pre-
Textos, Valencia, 2008. Se trata de una obra monumental, de no muy fácil consulta, pero que sin duda
contiene una argumentación riquísima, profunda y muy detallada. El núcleo principal de su argumentación
puede ser identificado en la defensa de la autonomía y legitimidad ‘funcional’ de la edad moderna, que según
Blumenberg no puede ser considerada únicamente como una transferencia o una deformación de la teología
medieval; sin embargo, con esto Blumenberg no quiere afirmar que la Modernidad suponga una ruptura
radical con la Edad Media, pues en cierto sentido se puede llegar a establecer una suerte de continuidad
‘funcional’, al intentar la Edad Moderna encontrar sus propias respuestas a las mismas preguntas que en la
Edad Media encontraban una respuesta gracias a la teología.
46
Para cerciorarse, al menos superficialmente, de la distancia que puede separar las diversas interpretaciones
de ese supuesto salto paradigmático que separa la Antigüedad de la Modernidad (al cual, como hemos visto,
a partir del siglo XIX se suele dar el nombre de ‘secularización’), véase G. MARRAMAO, Cielo e terra.
Genealogia della secolarizzazione, Laterza, Bari, 1994, trad. esp. Cielo y tierra. Genealogía de la
secularización, Paidós, Barcelona, 1998; cf. también H. LÜBBE, Säkularisierung. Geschichte eines
ideenpolitischen Begriffs, Alber, Freiburg-Munich, 1965.
48
Humanismo renacentista y la consecuente afirmación de las condiciones necesarias para la
organización de un conjunto de “saberes antropológicos”, que tuvo lugar sólo algunos
siglos después, paralelamente a la consolidación de las conquistas de la Ilustración. Este
marco de referencia, como señala el mismo Blumenberg, podría entonces ser representado
por la «metaforización» del concepto de ‘cosmos’ inaugurado por la revolución
copernicana. Se trataría de una «metáfora absoluta», es decir, una imagen que no se puede
reducir a un quid exclusivamente lógico-teórico y que no se limita a describir un plano de
la realidad (refiriéndose a él de forma indirecta), sino que tiende a orientar y canalizar la
auto-comprensión de un cierto sistema cultural. La metáfora cosmológica, en otras
palabras, indica una conexión muy estrecha entre una determinada concepción de la
astronomía y la elaboración de una determinada conciencia de sí y del mundo. En
particular, argumenta Blumenberg, «el mundo copernicano se transforma en metáfora de
cómo la crítica privó de sus derechos al principio teleológico, a la causa finalis de entre las
que conforman el manojo aristotélico de las causae; y no hay duda de que con la metáfora
copernicana comienza a abrirse paso el pathos de la desteleologización, de que en ella
descansa una nueva autoconciencia vinculada a la excentricidad cósmica del hombre».47
Sin salir del ámbito de los autores que pueden catalogarse bajo el lema de la ‘antropología
filosófica’, también Plessner se expresó en ese sentido, radicalizando aun más la
argumentación: «el giro copernicano no es una simple metáfora. Bajo su signo se
encuentra todo el mundo moderno».48 En efecto, al menos a partir de Kant, el abandono de
47
H. BLUMENBERG, Paradigmen zu einer Metaphorologie, Boivier, Bonn, 1960, trad. esp. de J. Pérez de
Tudela, Paradigmas para una metaforología, Trotta, Madrid, 2003, pág. 203. Es interesante notar que
también Gehlen, desde una perspectiva radicalmente distinta respecto a la Blumenberg, ha señalado que la
imagen o metáfora cosmológica siempre ha resultado muy útil para el ser humano a la hora de fabricar una
determinada comprensión de sí mismo y del mundo, añadiendo que se trata, a todos los efectos, de un
elemento antropológico muy relevante. El hombre, afirma Gehlen, se siente atraído por los ritmos y las
regularidades de los astros, y eso se debería a una suerte de «sentido interno del hombre para su propio
elemento constitutivo y se corresponde con lo que, en el mundo externo, presenta una analogía con dicha
constitución: el hecho de que sigamos hablando del ‘curso’ de los astros, de la ‘puesta en marcha’ de una
máquina, indica que no se trata de una analogía superficial, sino de auto-concepciones de determinados
aspectos característicos del hombre, objetivados mediante un fenómeno de resonancia –del hombre que
interpreta el mundo basándose en su propia imagen, pero también que se interpreta a sí mismo a través de
imágenes del mundo». A. GEHLEN, Der Mensch im technischen Zeitalter. Sozialpsichologische Probleme in
der industriellen Gesellschaft, Rohwolt, München, 1957, págs. 16-17.
48
H. PLESSNER, Die verspätete Nation. Über die politische Verfügbarkeit des bürgerlichen Geistes (1959),
Suhrkamp, Frankfurt a.M., 19945, pág. 120.
49
un sistema de descripción y explicación del cosmos, junto con la acogida de una nueva
cosmología, siempre ha representado el emblema de un cambio radical, tanto en el campo
teórico como en el práctico, y por eso mismo la filosofía (en particular su vertiente
gnoseológica y también, más en general, el ámbito de la auto-representación del hombre)
ha abundado en los intentos de ‘apropiación’ metafórica de esos cambios o revoluciones.49
La imagen del hombre obtenida mediante la acción del “filtro” cosmológico
copernicano es la de un ser que empieza a tomar conciencia de su carácter periférico y
episódico; el universo, además, ya no se corresponde con esa tabla de contenidos accesible
de forma inmediata a la evidencia visual típica de la actitud pre-moderna, con lo cual la
‘teoría’ deja de vehicular una relación necesaria entre la contemplación y el conocimiento.
El saber científico se encarga así de revocar «toda consideración basada sobre conceptos
axiológicos como son los de perfección, armonía, sentido y finalidad», pues el ser
observable (la naturaleza) debe ser considerado como totalmente desprovisto de cualquier
valor intrínseco; dicho de otra forma, se trata del «divorcio del mundo del valor y del
mundo de los hechos».50 Eso no significa, por supuesto, que el hombre copernicano tenga
que enfrentarse a un universo en sí caótico: si, por un lado, es indudable que el universo
físico deja de tener un centro simbólico capaz de garantizar una realidad ‘sustancializada’,
por el otro, la revolución moderna no deja de reconocer la posibilidad de reconstruir la
lógica general del universo mediante un procedimiento ‘funcional’, que niega validez a la
certitudo objecti típica de la correspondencia pre-moderna entre la inmediatez de la
contemplación y el conocimiento; pues bien, esa certitudo es reemplazada por otra, a
saber: la certitudo modi procedendi. De esa forma, la realidad queda, por decirlo así, de-
49
Para una panorámica general sobre estas cuestiones, es útil consultar una obra que puede ser considerada
como un clásico: A. KOYRÉ, From closed world to the infinite universe, Harper&Brothers, New York, 1958,
trad. esp. de C. Solís Santos, Del mundo cerrado al universo infinito, Siglo XXI, Madrid, 19994. También se
puede acudir a otra obra monumental de Blumenberg (Die Genesis der kopernikanischen Welt, Suhrkamp,
Frankfurt a.M., 1975): en particular, la tercera parte de este texto (págs. 609-794), dedicada al análisis de la
transformación de la ‘visión del mundo’ impulsada por la recepción de la teoría heliocéntrica, es riquísima en
detalles históricos y culturales, y permite hacerse una idea clara del vínculo que une la visión cosmológica
moderna y los distintos aspectos (históricos, sociales, políticos, pero también antropológicos) de la
Weltanschauung de la época.
50
A. KOYRÉ, Del mundo cerrado al universo infinito, op. cit., pág 6. A este propósito, también es muy útil
consultar A. O. LOVEJOY, The great chain of being. A study of the history of an idea, Harvard University
Press, Cambridge, 1933, trad. esp. de A. Desmonts, La gran cadena del ser. Historia de una idea, Icaria,
Barcelona, 1983.
50
sustancializada, pues la lógica que describe su orden es accesible sólo gracias a una serie
de operaciones y funciones que no pretenden vehicular (ni tener su origen en) realidades
concretas, sino únicamente un conjunto de símbolos que describen un contexto de
relaciones posibles.51 Pues bien, en un contexto así determinado, a la soledad cósmica del
ser humano (que se ha descubierto huérfano de ese origen trascendente que garantizaba la
estabilidad teleológica del universo y que le otorgaba una posición privilegiada) se
acompaña una suerte de ‘auto-afirmación’, es decir, un impulso a configurar un orden
diferente respecto al de antes. Se trata de un orden artificial, que ha de ser conquistado: lo
que el hombre ya no encuentra disponible en un orden entregado desde fuera y que sólo ha
de ser contemplado, ahora debe ser fabricado, inventado, proyectado. La ‘teoría’, por lo
tanto, deja de ser una mera repetición de lo ‘verdadero’ y –citando de nuevo a Cassirer–
empieza a ser declinada en los términos de un poder-hacer. La razón humana, en este
sentido, no es tanto una posesión, sino una forma determinada de adquisición: «una
energía, una fuerza que no puede comprenderse plenamente más que sólo en su ejercicio y
en su acción»,52 es decir, mediante la praxis. Por lo menos a partir del siglo XVI, entonces,
la ciencia, la política, la filosofía y otros campos del saber vehiculan esa nueva actitud
centrada en la acción, en el impulso a construir, acumular conocimientos, establecer
nuevas conexiones entre las distintas porciones de la realidad, hallar nuevas certezas, en
definitiva, a dotar la realidad de un determinado orden.
Sirviéndonos de un concepto spinoziano y hobbesiano, y aplicándolo a nuestro
intento de poner de manifiesto algunas de las connotaciones primordiales de lo moderno,
no sería del todo descabellado sostener que la actitud práctico-teórica fundamental de la
modernidad puede ser identificada precisamente en el impulso a la ‘auto-conservación’,
que permitiría explicar e interpretar más fenómenos típicamente modernos respecto al
paradigma de la mera ‘auto-relación’, que en cualquier caso representaría una
51
La energía, el tiempo y el espacio, pero también (en relación con un campo de investigación más reciente)
el átomo, ya no son expresiones de una realidad tangible: su papel es más bien el de meras funciones
simbólicas. Es imprescindible, a este propósito, hacer referencia a E. CASSIRER, Substanzbegriff und
Funktionsbegriff. Untersuchungen über die Grundfragen der Erkenntniskritik (1910). El original alemán (no
existe ninguna traducción española) puede consultarse también en la siguiente página web:
http://www.archive.org/stream/substanzbegriffu00cassuoft/substanzbegriffu00cassuoft_djvu.txt. Asimismo,
véase H. BLUMENBERG, Die Genesis der kopernikanischen Welt, op. cit., págs. 55-61.
52
E. CASSIRER, Die Philosophie der Aufklärung, Mohr, Tübingen, 1932, trad. esp. de E. Imaz, Filosofía de la
ilustración, FCE, México, 19753, pág. 28.
51
especificación del primero.53 Lo que pone de relieve el salto cualitativo impuesto por la
edad moderna, en efecto, es que el ser humano ya no puede invocar una realidad superior,
trascendente, capaz de garantizar su propia vida, su existencia; así, pues, ese mismo
paradigma de la ‘auto-conservación’ también nos permitiría interpretar el nacimiento de la
ciencia política moderna, cuyo fin consistiría esencialmente en pensar la constitución de un
orden político-estatal autosuficiente, que sepa garantizar lo que el cosmos, Dios y su
supuesto telos eterno ya no pueden garantizar.54 La existencia, entonces, se vuelve
53
A este propósito, resulta imprescindible la referencia a Thomas Hobbes, cuya obra política más importante
–Leviatán– es tal vez el primer ejemplo moderno de exaltación iuspositivista (disfrazada de iusnaturalista)
del papel de la auto-conservación, que resulta determinante tanto en su descripción mecanicista y
reduccionista del hombre en cuanto animal que, por naturaleza, tiende a hacer y elegir lo que le garantiza la
supervivencia, como en su descripción de la formación de una sociedad civil que pueda asegurar lo que el
estado natural del bellum omnium contra omnes no es capaz de garantizar, es decir, la auto-conservación del
hombre. Una de las peculiaridades del sistema hobbesiano reside en el hecho de considerar lo que distingue
el ser humano de los demás animales no como un quid sustancial-espiritual (Hobbes rechaza in toto la
categoría cartesiana de ‘rex cogitans’), sino como el resultado de la capacidad de los hombres de atribuir
nombres a las cosas y, en consecuencias, de pensar por categorías. Es por eso que los hombres, según
Hobbes, son capaces de razonar sobre qué es lo que resulta más conveniente a la hora de garantizar la auto-
conservación a largo plazo, y no sólo de inmediato. En otras palabras, la ciencia política hobbesiana se
basaría, por decirlo así, en una suerte de “física social”, cuya premisa fundamental es, precisamente, ese
principio de auto-conservación que vertebra su concepción reduccionista (en sentido físico-mecánico) tanto
de la realidad como del ser humano, y cuyo fin es asegurar a este último la posibilidad de evitar una muerte
violenta y una vida «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Cf. TH. HOBBES, Leviatán, trad. esp.,
prólogo y notas de C. Mellizo, Alianza, Madrid, 2006, pág. 115.
54
Sin adentrarse en discusiones (por ejemplo sobre la supuesta ‘negatividad’ que se hallaría en el núcleo
teórico originario de la filosofía política moderna y de la antropología que le sirve de fundamento: cf. R.
ESPOSITO, Immunitas. Protezione e negazione della vita, Einaudi, Torino, 2002, trad. esp. de L. Padilla
López, Immunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Buenos Aires, 2005) que nos alejarían
demasiado del tema que queremos tratar, será suficiente referirse a la importancia de entender la mutación
paradigmática que subyace a la constitución de una verdadera ‘ciencia’ política moderna, algo impensable
mediante las categorías conceptuales pre-modernas, que entendían la esfera del ‘poder’ como algo
perteneciente a un nivel de ‘naturalidad’ que excluía de antemano cualquier construcción artificial que no
tuviese en su origen un ‘modelo’ trascendente, es decir, no-humano. La forma política moderna, basada en el
concepto de ‘soberanía’, tiende a negar radicalmente esa concepción del imperium propia de las sociedades
antiguas: el ‘poder’, en el sentido moderno, implica una forma de entender el ser humano y la ‘comunidad’
política opuesta a la que se deriva de la concepción del imperium y del gobierno ‘natural’ del hombre sobre el
hombre. La ‘ciencia’ política moderna, en otras palabras, niega que haya relaciones sociales ‘naturales’: a
partir de ahí, se puede entender también la necesidad –propia y exclusivamente moderna– de configurar un
52
contingente por el simple hecho de que, para que pueda ser conservada, han de realizarse
determinadas operaciones y hacerse determinados esfuerzos. Pues bien, es justamente a
partir de esa exigencia de ‘auto-conservación’ que se activa un cierto reconocimiento de
uno mismo, del ‘sí mismo’, es decir, de lo que tiene que ser en cierto modo asegurado,
garantizado: la ‘auto-conservación’ implica, efectivamente, una forma de autoconciencia,
de ‘auto-relación’, que podría ser considerada como un Idealtypus de la modernidad en
tanto que es una de las posibles especificaciones del sentimiento originario proprio del
hombre copernicano, que se ha percatado, como decíamos antes, de su carácter
contingente, periférico y episódico. Por lo tanto, formaría parte de esa actitud fundamental,
basada en la aparición moderna de la contingencia, el interés por el individuo, por su
constitución física y su caracterización pasional, por el conjunto y el límite de sus
facultades (prácticas o intelectuales): todo esto, es decir, la ‘condición humana’, es
arrojado con fuerza al centro de los debates y de los discursos filosóficos, pero también de
las reflexiones en el ámbito social y político. Como escribe Dilthey, «el aspecto
característico de la edad moderna fue la afirmación de la vida; el hombre y sus relaciones
naturales con su entorno [Umgebung] eran lo más importante [...]. Todo esto se reflejó
filosóficamente en una amplia literatura que tenía por objeto el hombre, las condiciones
fisiológicas de la vida del alma, el poder de los afectos, los temperamentos, la diversidad
de los caracteres en los individuos y en los pueblos [...]»; y lo más importante: «en toda
esta literatura se dejaba de lado la relación con las grandes causas finales».55 El contexto
epistémico general de esa época, pues, es protagonizado por lo que podríamos llamar el
«todo del hombre», que a su vez hace posible llevar a cabo una de-sustancialización
general de las categorías de la razón teórico-práctica; sin embargo –y aceptando así la
argumentación de Blumenberg–, con esto no queremos afirmar que toda la actitud
saber específico, basado en una clara certitudo modi procedendi, que se haga cargo de ‘sistematizar’ esa
esfera artificial, es decir, que no está dada de antemano. A este propósito, en nuestra opinión resultan
decisivas las investigaciones que se basan en la Begriffsgeschichte entendida como ‘filosofía política’,
llevadas a cabo sobre todo en la escuela padovana de Giuseppe Duso: cf., por ejemplo, G. DUSO (a cura di),
Il potere. Per la storia della filosofia politica moderna, Carocci, Roma, 1999, trad. esp. de S. Mattoni, El
poder. Para una historia de la filosofía política moderna, Siglo XXI, México, 2005; ID., La logica del
potere. Storia concettuale come filosofia politica, Laterza, Roma-Bari, 1999; S. CHIGNOLA (a cura di), Storia
dei concetti e filosofia politica, Franco Angeli, Milano, 2008, trad. esp. de M. J. Bertomeu, Historia de los
conceptos y filosofía política, Biblioteca Nueva, Madrid, 2009.
55
W. DILTHEY, Die Funktion der Anthropologie in der Kultur des 16. und 17. Jahrhunderts, ahora en ID.,
Gesammelte Schriften, Bd. II, Teubner, Stuttgart, 199111, págs. 417, 422.
53
fundamental de la modernidad haya surgido en virtud de una mera transferencia (o una
deformación) del núcleo categorial de la teología medieval, es decir, mediante una
‘antropologización’ de los ideales religiosos, sino que a partir de ese momento, el interés
cognoscitivo fundamental coincide precisamente con el objeto ‘hombre’. En un contexto
así determinado, entonces, he aquí las categorías que configuran el núcleo del interés
teórico y práctico de la edad moderna: ‘contingencia’, ‘auto-conservación’, ‘auto-relación’,
‘indeterminación’, pero también pueden incluirse las categorías que son el producto más
representativo de la etapa ilustrada de la historia europea, como la ‘historización’ y la
‘temporalización’.56 Para resumir lo que hemos expuesto, podríamos decir que el término
‘antropología’ no se refiere únicamente (ni tal vez ante todo) a un ámbito disciplinario
cerrado y autónomo, que desde sus inicios se ha impuesto por el carácter “revolucionario”
de sus principales teorías, sino más bien a un campo epistémico que actúa como condición
de posibilidad para el desarrollo de todas esas nuevas categorías de la experiencia y la
reflexión, y para la constitución de varias disciplinas que pertenecen, desde un punto de
vista estructural, al dominio de lo que hemos denominado “configuración antropológica
del saber”, que es algo más que un simple Zeitgeist. Según algunos autores, podríamos ser
hasta más radicales, señalando la relación teórico-práctica que une el nacimiento de la
‘antropología’ y la eclosión de la moderna sociedad burguesa, que se habría aprovechado
de la reducción antropológica de las viejas categorías metafísico-religiosas (mucho más
que de los grandes sistemas crítico-idealistas, escasamente adaptables a la nueva
56
A este propósito, conviene referirse a una de las tesis principales del historiador alemán R. Koselleck,
según el cual el mundo moderno fue inaugurado precisamente mediante una relación distinta con la
dimensión de la ‘temporalidad’. Toda su labor de historia conceptual (Begriffsgeschichte), de hecho, está
dedicada a sondear la disolución del mundo antiguo y el origen del moderno, a través de la historia de su
registro (Erfassung) conceptual. La historia de los conceptos, en otras palabras, es una ‘filosofía‘ de la edad
moderna: se trata de una labor histórica que no se limita a ser un mero registro enciclopédico, sino que
pretende hallar la clave de acceso para comprender la modernidad en cuanto tal, precisamente a través de la
diferencia que la separa de las épocas precedentes. Pues bien, una de esas diferencias es que, en la edad
moderna, pierde importancia el espacio de la experiencia (Erfahrungsraum), para volverse hegemónico el
horizonte de expectativa (Erwartungshorizont), es decir, ese horizonte en el cual resulta determinante el
anhelo de transformación de lo real. Como decíamos más arriba, el hombre copernicano, experimentando su
propia contingencia y su carácter episódico, está condenado a conquistarse los horizontes de su propia
realización, pues éstos ya no son garantizados de antemano por un pasado ejemplar o por un plano
trascendente. Véase R. KOSELLECK, Vergangene Zukunft. Zur semantik geschichtlicher zeiten, Suhrkamp,
Frankfurt a.M., 1989, trad. esp. de N. Smilg, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos,
Paidós, Barcelona 1993.
54
configuración estratificada de la sociedad) para sostener, fomentar y dotar de contenidos
culturales su propio ascenso económico, social y político.57
Ahora bien, la trama del «mundo copernicano», como argumenta también
Blumenberg, no pone en escena una mera historia del “triunfo” del hombre, el cual, en
virtud del abandono del orden teológico-metafísico tradicional, se habría impuesto (teórica,
práctica y técnicamente) sobre su propio entorno. En Naufragio con espectador, el filósofo
alemán nos guía en la interpretación de las transformaciones de otro concepto-metáfora
clave para el mundo moderno, a saber: el naufragio. Por un lado, se argumenta, es verdad
que «el hombre copernicano» dirige su atención hacia la tierra, el mundo –hacia la historia
terrena–; sin embargo, por otro lado también habría que reconocer, como dice Pascal, que
«vous êtes embarqués», es decir, que la eclosión de la contingencia no deja elección, de ahí
que «no existe ya el punto de vista firme a partir del cual el historiador pudiera ser el
espectador distante».58 El espectador –el hombre copernicano, el protagonista del cambio
de paradigma acontecido en la edad moderna– no puede sino identificarse con el náufrago,
como nos recuerda Blumenberg, haciéndose eco de las palabras de Jacob Burckhardt:
«desearíamos conocer la ola sobre la que vamos a la deriva en el océano; sólo que esa ola
somos nosotros mismos».59 Dicho de otra forma, el pensamiento, impulsado por la
exigencia de auto-conservación, se hace necesariamente mundano, si atendemos al uso
metafórico sugerido por Blumenberg, en virtud del cual el mundo (copernicano) vendría a
coincidir justamente con ese mare magnum donde ya no es posible observar los naufragios
desde lejos, adoptando una mirada externa, neutral y distanciada. Asimismo, los planos de
realidad no sólo albergan ese nuevo protagonista (el observador), sino que también, y al
mismo tiempo, se multiplican, pues pertenecen a esa época los grandes descubrimientos
astronómicos y geográficos, los encuentros con pueblos desconocidos, los avances
tecnológicos. La historia terrena, por lo tanto, se enriquece cada vez más, por supuesto
desde el punto de vista cultural, pero también geográfico, geológico, biológico –y un largo
57
Cf., por ejemplo, N. LUHMANN, Frühneuzeitliche Anthropologie. Theorietechnische Lösungen für ein
Evolutionsprobleme der Gesellschaft, en ID., Gesellschaftstruktur und Semantik. Studien zur
Wissenssoziologie der modernen Gesellschaft, Bd. 1, Suhrkamp, Frankfurt a.M., págs. 162-234; cf. también
W. LEPENIES, Soziologische Anthropologie, Ullstein, Frankfurt a.M., 1977, en particular págs. 77-114.
58
H. BLUMENBERG, Schiffbruch mit Zuschauer. Paradigma einer Dasainsmetapher, Suhrkamp, Frankfurt
a.M., 1979, trad. esp. de J. Vigil, Naufragio con espectador. Paradigma de una metáfora de la existencia,
Visor, Madrid, 1995, pág. 84.
59
Ivi, pág. 83.
55
etcétera. Mas no sólo se enriquece, ya que no se trata de una mera superposición
cuantitativa de los nuevos planos de realidad; más bien podríamos afirmar, haciendo uso
de una categoría conceptual elaborada por Koselleck, que la nueva “configuración
antropológica del saber” está íntimamente vinculada con uno de los conceptos claves para
la aparición de la así llamada Neuzeit, a saber: la «contemporaneidad de lo anacrónico»,60
es decir, la posibilidad de percibir la simultaneidad entre eventos que se verifican en
lugares (y en tiempos) muy lejanos. Así, pues, el hombre copernicano empieza a tener la
sensación de que todos están embarcados, de que todos están dentro de un mismo espacio
y un mismo tiempo: el espacio y el tiempo del mundo. Podríamos decir, entonces, que en
la edad moderna se produce una suerte de ‘descentramiento’ estructural: un fenómeno que,
como se ha dicho anteriormente, acontece en distintos planos de realidad (el cultural, el
geográfico, el cosmológico, etc.). Pues bien, en este sentido la génesis del campo
epistémico de la ‘antropología’ puede ser relacionada con los efectos generados por dicho
descentramiento, que impulsa la elaboración de nuevas categorías conceptuales mediante
las cuales estudiar la constitución física y cultural del ser humano o, como decía Dilthey, el
conjunto de sus relaciones naturales –y, añadimos, también culturales– con su entorno.61
60
R. KOSELLECK, Futuro pasado, op. cit., pág. 206. Véase también la entrada Geschichte, Historie, en ID., O.
BRUNNER, W. CONZE (hrsg. von), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen
Sprache in Deutschland, Bd. 2, Klett-Cotta, Stuttgart, 1975, introducción y trad. esp. de A. Gómez Ramos,
Historia-historia, Trotta, Madrid, 2004. Está sobradamente especificado en los textos citados, pero en
cualquier caso conviene recordar también aquí que el historiador alemán coloca entre 1750 y 1850 ese
periodo de grandes mutaciones estructurales –lo que él llama Sattelzeit– que está en la base de la eclosión de
la modernidad (entendida en su acepción social, política, económica e intelectual), y no en la época de los
descubrimientos astronómicos, geográficos, etc. Para un análisis introductorio (pero también crítico) sobre
estas cuestiones en la obra de Koselleck, véase E. J. PALTI, Koselleck y la idea de Sattelzeit. Un debate sobre
modernidad y temporalidad, en “Ayer”, n. 53 (2004), págs. 63-74.
61
La relación entre la antropología y la época de los “descubrimientos” es un topos muy utilizado en los
manuales de historia de la antropología: cf., por ejemplo, W. KRAUSS, Zur Geschichte der Anthropologie des
18. Jahrhunderts, op. cit., págs. 11-22. Véase también P. MERCIER, Historie de l’anthropologie, PUF, Paris,
1966, trad. esp. de A. Fort, C. Huera, Historia de la antropología, Península, Barcelona, 19773, págs. 28-33.
Como ejemplo de la intrínseca novedad y complejidad de esa nueva actitud teórica inaugurada durante la
época de los “descubrimientos”, piénsese en los debates muy apasionados sobre los “salvajes”, que
revolucionaron la forma en la que el hombre copernicano fabricaba su propia autorrepresentación. A este
propósito, véase R. L. MEEK, Social science and the ignoble savage, Cambridge University Press, 1976; S.
LANDUCCI, I filosofi e i selvaggi (1580-1780), Laterza, Bari, 1978. En un discurso pronunciado en Ginebra
en 1962, Claude Lévi-Strauss afirma que en la base de la etnología moderna (y de la crítica al solipsismo de
56
Ese nuevo tipo de actitud teórica y práctica hacia lo mundano, en realidad, no se
impuso mediante un salto enigmático o indescifrable, sino todo lo contrario: el proceso que
llevó a la afirmación de esa nueva configuración del saber propia de la Neuzeit tuvo que
pasar por toda una serie de legitimaciones epistemológicas, pues uno de los pilares de
dicha re-configuración consistía precisamente en el rechazo del principio de autoridad, del
carácter incuestionable de la tradición ratificada ab immemorabili o por la autoridad
divina. Dicho de otra forma, la serie de ‘autos’ que hemos puesto de relieve anteriormente,
al hablar de ‘auto-conservación’ y ‘auto-referencia’, puede ser completada por otra
categoría, la de ‘auto-legitimación’. La novedad y la autonomía del saber propia de la edad
‘nueva’ debía ser, necesariamente, una auto-fundación: lo que tiene que ser legitimado es,
al mismo tiempo, lo que otorga esa legitimación. (Aquí, como veremos más adelante, ya se
empieza a vislumbrar una de las peculiaridades del ámbito epistémico moderno, que –
dicho sea de paso– tantos quebraderos de cabeza ha causado a buena parte de la filosofía
del siglo XX, empeñada en deconstruir justamente esa pretensión circular de auto-
legitimación que reside en el corazón de la modernidad filosófica, pero también social o
la filosofía “pura”) está justamente el esfuerzo de considerar el “yo” como un “otro”: «Descartes cree pasar
directamente de la interioridad de un hombre a la exterioridad del mundo, sin ver que entre esos dos extremos
residen sociedades, civilizaciones, es decir mundos de hombres. Rousseau, tan elocuentemente, habla de sí en
tercera persona [...], anticipaba así la famosa fórmula: “yo es otro”. [...] Es en la enseñanza propiamente
antropológica de Rousseau –la del Discours sur l’origine de l’inégalité– donde se descubre [...] una
concepción del hombre que pone al otro antes del yo, una concepción de la humanidad que, antes del
hombre, pone la vida». C. LÉVI-STRAUSS, Jean-Jacques Rousseau, fondateur des sciences de l’homme, en
ID., Anthropologie structurale, vol. II, Plon, Paris, 1962, trad. esp. de J. Almela, Jean-Jacques Rousseau,
fundador de las ciencias del hombre, en ID., Antropología estructural, Siglo XXI, Mexico, 1979, pág. 40.
Del mismo autor, es imprescindible también la referencia a Les trois sources de la réflexion ethnologique, en
“Revue de l’enseignement supérieur”, núm. 1 (1960), págs. 43-50, trad. esp. Las tres fuentes de la reflexión
etnológica, en J. R. Llobera (ed.), La antropología como ciencia, Anagrama, Barcelona, 1975, págs. 15-23.
En ese breve ensayo, Lévi-Strauss afirma que «la existencia del hombre americano no había sido prevista por
nadie», por eso «es verdaderamente en suelo americano donde el hombre empieza a plantearse, de forma
concreta, el problema de sí mismo, de alguna manera a experimentarlo en su propia carne». Asimismo, un
papel muy relevante para el nacimiento de la etnología moderna, argumenta Lévi-Strauss, lo tuvo la
institución de varias comisiones de expertos de la Corona de Castilla, que intentaron formular la «única
política colonial reflexiva y sistemática hasta ahora conocida»; hoy día podríamos sonreír ante la
singularidad y el carácter grotesco de la tarea que dichas comisiones desarrollaban (averiguar si los indígenas
eran meros animales o también seres humanos), pero en esos episodios se debe reconocer «el testimonio
fehaciente de la gravedad con que se encara el problema del hombre y donde ya se revelan los modestos
indicios de una actitud verdaderamente antropológica». Ivi, págs. 17-18.
57
política.) Pues bien, si por un lado está la pars destruens de esa nueva actitud, es decir, de
esa reacción filosófica que consiste en el rechazo de los vetos, los vínculos y los tabúes
impuestos por la tradición, por el otro también está la gran labor de construcción y
configuración de una nueva plataforma del saber, volcada a reformular –como decía
también Blumenberg– nuevas respuestas para viejas preguntas. Se trata, en otras palabras,
del momento de auto-inspección de la razón misma. En el célebre prólogo de la primera
edición de la Crítica de la razón pura, Kant habla de la conciencia de la época, que «es,
por una parte, un llamamiento a la razón para que de nuevo emprenda la más difícil de
todas sus tareas, a saber, la del autoconocimiento y, por otra, para que instituya un tribunal
que garantice sus pretensiones legítimas y que sea capaz de terminar con todas las
arrogancias infundadas, no con afirmaciones de autoridad, sino con las leyes eternas e
invariables que la razón posee».62 La referencia a ese núcleo de ‘naturalidad’ es fácilmente
comprensible, pues en ese proceso de auto-legitimación lo que se buscaba era, en efecto,
una ‘universalidad’ que fuera capaz de excluir cualquier principio trascendente, o divino, y
la postulación de una razón ‘natural’ (si bien sabemos hasta qué punto habría que matizar,
al hablar de la noción de ‘naturalidad’ en la obra de Kant)63 fue una consecuencia
prácticamente inevitable. En cualquier caso, en este contexto la labor crítica kantiana nos
interesa sólo desde un punto de vista estructural, es decir, en la medida en que fue pensada
precisamente para que la razón humana hallara los recursos necesarios para otorgarse a sí
misma un fundamento. Sin embargo, el trabajo de configuración del nuevo campo
epistémico, en realidad, fue mucho más vasto. Como recuerda Panagiotis Kondylis,
podrían identificarse al menos cuatro grandes puntos de vista críticos a través de los cuales
fue impugnado el sistema cultural y filosófico tradicional, a saber: el punto de vista
gnoseológico, el lingüístico, el histórico-sociológico y el antropológico.64
En los orígenes de la ‘antropología’, entendida en los términos de una
configuración general del saber, se encuentra por lo tanto una atención específica por los
múltiples planos de realidad comprendidos en el objeto de estudio llamado ‘hombre’, tal
vez precedida (incluso desde un punto de vista cronológico) por esa renovada
consideración de la vida práctico-moral y afectiva típica de las obras de los moralistas del
62
I. KANT, Kritik der reinen Vernunft (1781, 1787), Akademie-Textausgabe, Bd. III, de Gruyter, Berlin,
1970, edición esp. de P. Ribas, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 1978, pág. 9.
63
Véase, por ejemplo, P. J. TERUEL, Mente, cerebro y antropología en Kant, Tecnos, Madrid, 2008, en
particular el capítulo II (“La solución kantiana del problema mente-cuerpo: cierre escéptico”).
64
Cf. P. KONDYLIS, Die neuzeitliche Metaphysikkritik, Klett-Cotta, Stuttgart, 1990, págs. 20-21.
58
siglo XVII. En cualquier caso, ya a partir del siglo sucesivo la modernidad se caracteriza
por una clara tendencia a romper con los esquemas explicativos basados en la causa finalis
y en lo trascendente, declarando así innecesario e insuficiente –ante todo desde un punto de
vista onto-gnoseológico– el papel de la teología y cualquier referencia a causas
trascendentes. El único objeto de conocimiento digno de interés era el hombre y, al mismo
tiempo, todos los objetos extra-humanos tenían que ser interpretados en relación con el
hombre, pues sólo gracias a esa peculiar relación se volvían inteligibles, de ahí que la
gnoseología (¿qué puede conocer, y en qué modo conoce, el ser humano?) cobrara cada
vez más relevancia. Entonces, en este sentido se podría afirmar (como hemos hecho en el
primer parágrafo de este capítulo) que toda la filosofía moderna es, en cierta medida,
mundana, es decir, antropológica; sin embargo, es preciso recordar que hemos sostenido
también la necesidad de discriminar entre el plano epistémico general y el de la
emergencia de una determinada declinación de ese horizonte de referencia, que responde al
nombre de ‘antropología filosófica’. En cualquier caso, de momento es conveniente
intentar identificar algunas condiciones teóricas mínimas que, en el siglo XVIII, hicieron
posible esa mundanización del horizonte epistémico moderno. Es lo que hizo (entre otros)
un estudioso italiano, el cual individuó cinco grandes condiciones de posibilidad de la
“configuración antropológica del saber” y de la consecuente afirmación de las ciencias del
hombre: la «liberalización epistemológica» (es decir, la legitimación de una pluralidad de
estrategias cognoscitivas, junto con el rechazo de la prioridad del modelo matematizante),
la «mundanización de todo el hombre» (también de sus funciones “superiores”), la
renovada atención hacia la corporeidad, el descubrimiento del ‘ambiente’ (es decir, el
interés por las relaciones entre los seres humanos, los lugares y las condiciones que
facilitan o dificultan la expansión de la vida) y, finalmente, la «apertura geo-
antropológica» hacia la alteridad.65 En nuestra opinión, este es un buen punto de partida
para empezar a ubicar histórica y conceptualmente la génesis de ese fenómeno tout court
moderno que fue la irrupción de la ‘antropología’ en el horizonte epistémico general de la
época.
65
Véase S. MORAVIA, Filosofia e scienze umane nell’età dei lumi, Sansoni, Firenze, 1982, en particular págs.
3-43; cf. también M. DUCHET, Anthropologie et histoire au siècle des lumières, Maspero, Paris, 1971, trad.
esp. de F. González Aramburo, Antropología e historia en el Siglo de las Luces, Siglo XXI, México, 1975.
También es útil consultar el vol. VI (titulado «L’avènement des sciences humaines au siècle des lumières»)
de una obra monumental de G. GUSDORF, Les sciences humaines et la pensée occidentale, Payot, Paris, 1973.
59
En dicha “configuración antropológica del saber” fueron empleadas desde el
principio alguna parejas conceptuales, como las de naturaleza-razón y sensibilidad-
intelecto, pues se mostraban muy útiles a la hora de desestabilizar el saber tradicional,
orientado más bien hacia una organización vertical y trascendente. Sin embargo, dichos
binomios tendían a reproducir bajo otras formas un cierto contraste estructural entre dos
partes supuestamente distintas, si no contrapuestas, del ser humano (piénsese en la
sistematización kantiana). De hecho, por un lado se desarrolló toda una serie de
investigaciones acerca de la génesis sensible de la razón humana, que pretendían poner de
manifiesto sus facultades y sus límites, describiendo las operaciones básicas mediante las
cuales la razón organiza la experiencia sensible, en cuya materialidad originaria la razón
misma ha llegado incluso a resolverse, como en el caso de los materialistas franceses del
siglo XVIII (piénsese en d’Holbach o La Mettrie, que ontologizaron, por decirlo así, el
esquema explicativo mecanicista), los cuales sostuvieron que las facultades “superiores”
no serían sino una específica organización de algunos mecanismos que ya están presentes
en la materia misma. Por otro lado, el interés teórico se centró en la indagación sobre la
génesis histórica y práctica de la razón: desde este punto de vista, la razón y sus productos
–y en consecuencia también la ‘naturaleza’ humana– se volvían inteligibles sólo si se tenía
en consideración el recorrido histórico llevado a cabo por los hombres, sus invenciones y
sus instituciones sociales o políticas. En este segundo caso, se trataba de investigar la
génesis cultural de la razón y de lo propiamente humano, que albergarían un quid de
libertad originaria respecto de los vínculos impuestos por la materia. He aquí, por lo tanto,
una síntesis (tal vez demasiado apresurada, pero la argumentación lo requiere, pues de lo
contrario tendríamos que reconstruir buena parte de la historia de la filosofía moderna) de
las peripecias de aquella pareja conceptual que, como sostiene también Kondylis, al
principio representaba el paradigma de la reacción de la cultura ilustrada ante las
“tinieblas” de la tradición metafísico-teológica, pero que, más adelante, acabó encarnando
ese gesto típico de la reflexión occidental sobre el commercium mentis et corporis que
tiene lugar en lo humano, a saber: la escisión dualista entre dos elementos supuestamente
heterogéneos y la consiguiente subordinación (o, viceversa, la priorización) de uno de esos
elementos respecto del otro.66 Tenemos entonces dos tipos distintos de acceso a ese nuevo
66
Esta misma posición es efectivamente un topos bastante difundido en las interpretaciones del decurso de la
filosofía occidental, incluso entre autores que, en realidad, tienen muy poco que compartir desde un punto de
vista metodológico o conceptual. Se podría citar aquí a Giorgio Agamben, el cual habla de una «máquina
antropológica» que, en Occidente, ha generado una continua puesta en escena del «misterio metafísico de la
60
ámbito epistémico que es lo humano: el acceso gnoseológico y el acceso histórico-social.
Sin embargo, a nuestro juicio, no es aconsejable, ni historiográfica ni conceptualmente,
radicalizar tanto la contraposición entre esos dos tipos de acceso, ya que si por un lado es
verdad que esos dos polos (el de la génesis sensible y el de la génesis histórica de la
‘naturaleza’ humana) atestiguan la presencia efectiva de actitudes metodológicas, teóricas
y hasta socio-políticas bien distintas, por el otro también es preciso reconocer, por ejemplo,
que no toda la filosofía de la historia de origen ilustrado tiene en su base la idea de
perfectibilidad o una concepción que rechaza el estadio natural (es decir, barbárico, animal,
etc.) de la humanidad como algo que hay que superar. A veces, efectivamente, en el
pensamiento del siglo XVIII (piénsese en Herder y en su Ideas para una filosofía de la
historia de la humanidad) es posible dar con unas concepciones filosóficas de la historia
que la interpretan en los términos de una satisfacción, en otro plano y con medios cada vez
más refinados, de los impulsos naturales orientados a la auto-conservación. Más en
general, podríamos decir que, debido a su carácter tal vez demasiado simplificador, no
estamos de acuerdo con aquellas interpretaciones (como la de Marquard) que tienden a
caracterizar cualquier enfoque “geschichtsphilosophisch” en los términos de una
subsunción esquemática de los hechos históricos en un sistema abstracto que ignora o
sobredetermina lo empírico.67
Pues bien, lo que nos interesa mostrar es que esos dos accesos cognoscitivos de los
cuales hemos hablado, antes de incrementar su carácter especializado y antes de ser
conjunción», es decir, de ese esfuerzo teórico por separar y, al mismo tiempo, agregar dos elementos
distintos que, justamente en virtud de su diferenciación/unión, producirían lo humano. G. AGAMBEN, Lo
abierto, op. cit., pág. 28. Pero se podría citar también a Walter Schulz, un filósofo alemán que poco tiene que
ver con las posiciones de Agamben, pero que en su obra más importante no duda en sostener que «toda la
antropología occidental desde Agustín de Hipona hasta hoy día se caracteriza por [...] la cuestión relativa a la
relación entre la razón y los impulsos o, en términos más esenciales, entre el espíritu y el cuerpo. El hombre,
como destaca la tradición clásica, es un ser contradictorio». W. SCHULZ, Philosophie in der veränderten
Welt, op. cit., pág. 1. En particular, véase la tercera parte de esa gran obra del filósofo alemán, titulada
«Vergeistigung und Verleiblichung». Como argumentaremos más adelante, cuando es llevada a sus extremos
más radicales, esta tesis nos parece demasiado rígida, polémica y, muchas veces, hasta ideológica.
67
Véase J. G. HERDER, Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (1784-91), trad. esp. de J.
Rovira Armengol, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, Losada, Buenos Aires, 1959. A
este propósito, es muy útil consultar también I. BERLIN, Vico and Herder. Two studies in the history of ideas,
The Hargoth Press, Londo, 1975, trad. esp. de C. González del Tajo, Vico y Herder. Dos estudios en la
historia de las ideas, Cátedra, Madrid, 2000.
61
organizados en una determinada estructuración disciplinar y académica –es decir, antes de
llegar a ser aquellas ciencias del hombre propiamente dichas que caracterizaron el
desarrollo cultural del siglo XIX–, confluyeron en una forma peculiar (mundanizada) de
‘conocimiento del hombre’, esto es, en aquel «pliegue del saber» del cual habla Foucault
en Las palabras y las cosas y que en Alemania, entre finales del siglo XVIII y principios
del XIX, fue denominado “Anthropologie”.68 Por supuesto no queremos negar que
existieran diferencias incluso muy marcadas entre las distintas perspectivas teóricas y
metodológicas, pero lo más relevante, desde nuestro punto de vista, es que todas, de alguna
forma, centraban su discurso en la ‘naturaleza humana’, una expresión que, en esa época,
representaba un verdadero passepartout conceptual: se podía referir al alma (las funciones
psíquicas) o a la constitución física del ser humano, al individuo o a la especie, pero
también a las cuestiones de orden práctico-moral. En cualquier caso, el giro antropológico
parece darse no tanto en virtud de un genérico interés por las cosas humanas, sino
precisamente cuando la ‘naturaleza’ del hombre (su razón, su cuerpo, sus necesidades, sus
facultades) llega a protagonizar las indagaciones analíticas de los intelectuales de esa
época, interesados en las cuestiones que giraban en torno al «hombre copernicano», es
decir, al «todo del hombre». El ‘hombre’, por lo tanto, viene a indicar un objeto de análisis
específico, el terminus ad quem de todos los hilos que componen la trama de los
conocimientos que él adquiere sobre sí mismo y, por consiguiente, también sobre el mundo
(su Umgebung, en términos de Dilthey). Es en ese momento, pues, cuando la
“configuración antropológica del saber” despliega toda su red teórica y práctica,
independientemente de las posibles contraposiciones entre perspectivas que, como hemos
evidenciando anteriormente, no comparten el mismo acceso gnoseológico al objeto de la
indagación. Sirviéndonos de un fragmento decisivo del capítulo dedicado a «El hombre y
sus dobles» de Las palabras y las cosas, también podríamos decir que, con el giro
epistémico moderno, la razón deja de reflejar un ordo naturalis estático y empieza a
representar el conjunto de operaciones mediante las cuales el hombre mismo ‘conoce’, es
decir, determina su propia naturaleza y la de las cosas. La ‘naturaleza humana’, ahora, es
una función del saber humano:
68
El filósofo francés Georges Gusdorf, a este propósito, cita la obra Rapports du physique et du moral de
Pierre Cabanis, de 1802, donde se habla de la procedencia específicamente alemana de esa nueva categoría
del saber, la así llamada “Anthropologie”. Véase G. GUSDORF, Introduction aux sciences humaines. Essai
critique sur leurs origines et leur développement, Ophrys, Paris, 1960, pág. 297.
62
«en la gran disposición de la episteme clásica, la naturaleza, la naturaleza humana y sus
relaciones son momentos funcionales, definidos y previstos. Y el hombre, como realidad
espesa y primera, como objeto difícil y sujeto soberano de cualquier conocimiento posible,
no tiene lugar alguno en ella [...]. En aquel tiempo no era posible que se alzara, en el límite
del mundo, esta estatura extraña de un ser cuya naturaleza (la que lo determina, lo sostiene y
lo atraviesa desde el fondo de los tiempos) sería el conocer la naturaleza y a sí mismo en
cuanto ser natural».69
Dicho de otra forma, en la época que precede la Neuzeit el lenguaje que vehiculaba el
discurso común no podía comprender la idea de una ‘ciencia del hombre’; sin embargo,
esto no significa que el ‘ser’ del hombre no fue pensado ni interrogado, sino que fue
concebido en los términos de una evidencia que lo incluía de forma inmediata en el ‘ser’,
en la medida en que este último era representado por la «transparencia» del lenguaje
clásico.
Uno de los primeros indicios explícitos que atestiguan la presencia de ese giro
epistémico moderno se encuentra, por ejemplo, en los fundamentos de la célebre mental
geography del filósofo inglés David Hume, el cual, con gran firmeza, aseguraba que «no
hay problema de importancia cuya decisión no esté comprendida en la ciencia del hombre
[science of man]; y nada puede decidirse con certeza antes de que hayamos familiarizados
con dicha ciencia». La ciencia del hombre, en otras palabras, «es la única fundamentación
sólida de todas las demás». 70 Por supuesto no queremos sostener que, hasta el siglo XVIII,
no se hubiesen llevado a cabo investigaciones acerca del ser humano, pues ya desde el
Renacimiento es muy común dar con tratados y obras que, de forma incluso muy detallada,
describen las distintas características del ser humano; en otras palabras, podríamos afirmar
que la época de la Ilustración encontró un terreno ya muy fértil –es decir, histórica y
69
M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas, op. cit., pág. 302.
70
D. HUME, A treatise of humane nature (1739), edición esp. preparada por F. Duque, Tratado de la
naturaleza humana, vol. 1, Editora Nacional, Madrid, 1977, pág. 81. Otro testimonio imprescindible de ese
turning point epistémico es sin duda el célebre poema de Alexander Pope, An essay on man, publicado en
1734. Merece la pena citar el comienzo de la segunda Epistle, pues podríamos afirmar que en las palabras de
Pope (así como en el caso de Hume) cristalizó el espíritu de la época que estaba a punto de inaugurarse y en
la que el ser humano se convertiría en un campo autónomo del saber: «¡Conócete a ti mismo! ¡Presupón que
no hay que escudriñar a Dios! / El estudio propio de la humanidad es el hombre [Know, then, thyself,
presume not God to scan; / The proper study of mankind is man]», citado en A. O. LOVEJOY, La gran cadena
del ser, op. cit., pág. 17.
63
culturalmente preparado– para poder emprender ese giro epistémico inaugurado por la idea
de una ‘ciencia del hombre’, basada en el método experimental, en la observación rigurosa
y en la clasificación de los datos, que debía actuar de fundamento y límite para los demás
saberes. He aquí, por lo tanto, el papel fundamental de la ‘sensibilidad’, que no tiene que
ver únicamente con la esfera de los sentidos y de las operaciones psicológicas mediante las
cuales, a partir de las ‘sensaciones’, se forman las ideas, sino también, por ejemplo, con las
consecuencias de los factores climáticos o de las diferencias estructurales entre los
distintos tipos de cráneos, que se empezaron a estudiar ya a finales del siglo XVIII –
sentando así las bases para el nacimiento, a lo largo del siglo XIX, de la disciplina llamada
craneometría.71 Asimismo, se asistía a una gran difusión de las investigaciones sobre las
relaciones entre la mente y el cuerpo, la inteligencia de los animales, las patologías físicas
o psíquicas. En palabras de un gran biólogo francés contemporáneo, durante la segunda
mitad del siglo XVIII y principios del siguiente «va transformándose la naturaleza misma
del conocimiento empírico. El análisis y la comparación no se ejercen ya solamente sobre
los elementos que componen los objetos, sino sobre las relaciones internas que se
establecen entre dichos elementos. Progresivamente, la posibilidad de existir se sitúa en el
interior mismo de los cuerpos. [...] Los seres vivos se convierten entonces en conjuntos de
tres dimensiones en los que las estructuras se superponen en profundidad, según un orden
dictado por el funcionamiento del organismo considerado en su totalidad. La superficie de
un ser está dominada por la profundidad, y los órganos visibles por funciones invisibles».72
Así, pues, el objeto de investigación ‘hombre’ fue paulatinamente incluido en la historia de
la naturaleza, si bien se trataba de una naturaleza capaz de auto-organizarse (y auto-
generarse), la cual, por lo tanto, ya no podía ser contrapuesta de forma dicotómica a la
esfera de lo ‘espiritual’. Que el punto de vista de una ‘ciencia del hombre’ aspirara a una
comprensión integral de lo humano, entonces, parece bastante claro, como lo es también el
71
El mismo Paul Broca (fundador, en 1859, de la “Societé d’anthropologie de Paris”) refiere que «la
memoria de Daubenton sobre las “Différences de la situation du grand trou occipital dans l’homme et dans
les animaux”, comunicada en 1764 a la Academia de las Ciencias, es el primer trabajo en el cual la anatomía
comparada del cráneo fue llevada a cabo mediante la observación rigurosa y la interpretación filosófica». Cf.
P. BROCA, Sur la direction du trou occipital. Description du niveau occipital et du goniomètre occipital, en
“Bulletins de la Société d’anthropologie de Paris”, Série II, vol. 7 (1872), pág. 649-668.
72
F. JACOB, La logique du vivant. Une histoire de l’héredité, Gallimard, Paris, 1970, trad. esp. de J. Senet,
M. R. Soler, prólogo de R. Guerrero, La lógica de lo viviente. Una historia de la herencia, Tusquets,
Barcelona, 1999, pág. 79.
64
intento de fundamentar su enfoque teórico en la necesidad de reflejar la indisolubilidad del
entramado psicofísico que caracteriza al hombre copernicano, esto es, mundanizado. La
“configuración antropológica del saber”, en otras palabras, supuso una revancha ontológica
(una revalorización) de la esfera de la ‘sensibilidad’, entendida en esa acepción amplia a la
cual hemos aludido antes.
Si bien de modo esquemático y tal vez algo simplificado, lo que estamos intentando
describir es ese peculiar giro moderno no tanto hacia el hombre, sino hacia el «todo del
hombre»: desde su lado más elemental (el homme physique del cual habla Louis-François
Jauffret en 1799, cuya anatomía y fisiología debía ser estudiada comparativamente)73 hasta
el lado más cercano al concepto de ethos: sus relaciones e interacciones con el milieu
natural, los medios de expresión lingüística y la pluralidad de sus objetivaciones culturales,
cristalizadas en las diferencias entre los distintos tipos de civilización. Todo esto, como
decíamos, en un contexto de revalorización general de la ‘sensibilidad’, una categoría que
describe una forma específica de acceso a ese espacio en el cual las cosas (también las que
se refieren al hombre), primariamente, vienen a ser. Hemos hablado de una revancha de la
esfera de la ‘sensibilidad’ porque, en efecto, la historia de la modernidad nos muestra hasta
qué punto la revolución antropológica del saber se basa en el rechazo de la equivalencia
entre el espacio del ‘espíritu’ y la posibilidad de hallar la verdad, el bien, lo justo, es decir,
lo que según la tradición metafísico-religiosa caracteriza y privilegia el ser humano
respecto de todos los demás seres; en esa concepción, por lo tanto, lo que no puede
considerarse strictu sensu ‘espiritual’ tiene necesariamente una connotación negativa o
deficiente. La ruptura (teórica, pero a la vez práctico-política) con dicha concepción
representa, entonces, uno de los aspectos más significativos de la Neuzeit. De ese modo, la
‘sensibilidad’ viene a representar el espacio superficial, observable y experimentable por
excelencia, en una palabra, el espacio de lo mundano, que se contrapone a la “barbarie
escolástica” y que se corresponde con el margen de operatividad de las ciencias modernas.
Dicho de otra forma, el espacio de la ‘sensibilidad’ se convierte en el mejor armamento
posible para desmantelar el engaño de lo ‘espiritual’: la auto-evidencia racional y los
principios incontrovertibles de la razón podían ser sometidos, por fin, a unos procesos de
indagación acerca de su génesis (psicológica, fisiológica, histórica, etc.), de su origen
“impura”. La ciencia del «todo del hombre», entonces, se configuraba esencialmente como
73
La referencia a las palabras de Jauffret se encuentra en S. MORAVIA, La scienza dell’uomo nel Settecento,
Laterza, Bari, 1970, pág. 75.
65
una geografía del entramado psicofísico, que se contraponía a toda posible recaída del
pensamiento en la abstracción escolástica y en la tentación de la ‘interioridad’, entendida
como el lugar privilegiado de la verdad. En realidad, en vez que de tentaciones o recaídas,
sería más apropiado hablar de otra oscilación profunda del pensamiento occidental, que no
tardó mucho en oponerle a esa “configuración antropológica del saber” una verdadera
“contra-revolución”, es decir, una reacción filosófica basada en el afán de rechazar la
(supuestamente) engañosa entronización del «hombre copernicano» y de la esfera de la
‘sensibilidad’. A este propósito, será suficiente reparar en lo que escribió Hegel sobre las
heridas de la razón:
«Y aquello que, por lo demás, significó la muerte de la filosofía, el que la razón renunciara a
su ser en el Absoluto, se excluyera sin más de él y se comportara solamente de modo
negativo, eso mismo llegó a ser la cima de la filosofía, y el no ser de la Ilustración se
convirtió así mediante la conciencia de esto.
[...] Dado que el punto que la pujante época y su cultura han establecido para la filosofía es
una razón afectada de sensibilidad, entonces aquello de lo que la filosofía debe partir no es
de conocer a Dios, sino conocer lo que se denomina el hombre. Ese hombre y la humanidad
son su absoluto punto de vista, es decir, lo son en cuanto una determinada e insuperable
finitud de la razón, no como pálido reflejo de la belleza eterna, en cuanto foco espiritual del
universo, sino como absoluta sensibilidad».74
74
G. W. F. HEGEL, Glauben und Wissen (1803), en Gesammelte Werke, Bd. IV (Jenaer kritische Schriften),
hrsg. von H. Buchner, O. Pöggeler, Meiner, Hamburg, 1968, introd., trad. esp. y notas de V. Serrano, Fe y
saber, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, págs. 54, 62.
66
sensibilidad».75 Es verdad que Hegel, en Glauben und Wissen, se refería a la filosofía de su
tiempo y al optimismo ilustrado de una época que, por decirlo en términos no hegelianos,
se habría dotado –de forma desmesurada– de una falsa conciencia inaceptable; sin
embargo, en nuestra opinión es más importante intentar comprender los motivos
estructurales de la reacción hegeliana, es decir, de la reacción de la filosofía frente a la
mundanización operada por la episteme moderna. Anteriormente hemos descrito de forma
esquemática los dos tipos posibles de acceso a ese nuevo objeto de indagación llamado
‘hombre’ (el enfoque natural-gnoseológico y el enfoque socio-histórico), con vistas a
poner de manifiesto que, en la misma cultura ilustrada, existían contrastes teóricos y
prácticos. Pero, en cualquier caso, la filosofía, al tener que renunciar a un conocimiento
efectivo (de primer grado, por decirlo así), debía intentar hallar una matriz unitaria: una
tarea, ésta, que no podía sino desembocar en contrastes, dificultades y aporías. La unidad
originaria del saber, en efecto, estaba definitivamente descompuesta, fraccionada, si bien la
filosofía intentó, de alguna forma, negar esa ruptura. Piénsese en el comienzo de la
exposición de la Wissenschaftslehre de Fichte (uno de los filósofos que el mismo Hegel, en
Glauben und Wissen, tachó de subjetivista):
Es evidente, entonces, que la filosofía no podía aceptar –al menos no sin antes tratar de
reaccionar de alguna forma– ser debilitada por el espíritu antropológico de la Ilustración y
por la simultánea multiplicación de los saberes empíricos, supuestamente incapaces de
75
A este propósito, véase también ID., Phänomenologie des Geistes (1807), en Gesammelte Weke, Bd. IX,
hg. Rheinisch-Westfälische Akademie der Wissenschaften, Meiner, Hamburg, 1980, edición esp. bilingüe de
A. Gomez Ramos, Fenomenología del espíritu, Abada, Madrid, 2010, cf. en particular la sección dedicada a
«La razón que observa», págs. 305-429.
76
J. G. FICHTE, Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre (1794), hrsg. von W. G. Jacobs, Meiner,
Hamburg, 1997, trad. esp. de J. J. Cruz, Doctrina de la ciencia, Aguilar, Buenos Aires, 1975, pág. 13.
67
resolver el contraste entre lo causal y lo normativo, entre lo necesario y lo autónomo.77
Pero, si miramos bien, la verdadera ruptura teórica y el shock cultural no consistían tanto
en la crisis de la metafísica clásica (el adiós a la causa finalis y al fundamento teológico) o
en la renovada atención por el mundo del «hombre copernicano», sino en la constitución de
un saber positivo, es decir, de aquella forma peculiar de análisis metódica, y capaz de auto-
alimentarse, que ponía en entredicho la legitimidad de cualquier otro saber que no partiera
de los mismos principios mundanos. Ver «mit anderen Augen» (como dice el título de una
obra de Plessner),78 por lo tanto, significa que bajo esa nueva mirada no caía sólo el ser
humano o la naturaleza, su Umgebung, sino también ese mismo saber que la razón produce
sobre sí misma y la naturaleza. Por un lado, la unidad originaria –fuese lo que fuese y se
encontrase donde se encontrase– debía fundar el conocimiento y la acción; por el otro, y al
mismo tiempo, fue desvelado su origen “impuro”, es decir, su incontestable implicación en
el obrar humano, su carácter mudable y estrictamente dependiente de las formas que el
saber cada vez adquiere y de la situación contingente desde la cual cada vez ese saber
surge. Dicho de otro modo, la “configuración antropológica del saber” no sólo amenazaba
la legitimidad disciplinar de la filosofía, sino también el núcleo mismo de su presunta
legitimidad teórica, a saber: que la verdad, la unidad originaria, no puede ser tout court
antropológica; que la antropología no puede ser integralmente humana. Así, pues, el
absoluto, la razón, la verdad, se vieron doblemente dispersados y diseminados a través del
tiempo humano: el de su finitud sensible y el de la ciencia de dicha finitud.
77
A este propósito, véase J. L. VILLACAÑAS, La quiebra de la razón ilustrada. Idealismo y romanticismo,
Cincel, Madrid, 1988.
78
Cf. H. PLESSNER, Mit anderen Augen. Aspekte einer philosophischen Anthropologie, Reclam, Stuttgart,
1982.
68
III. FORMAS CONCRETAS DEL PENSAR BAJO EL SIGNO DEL «HOMBRE»
Después del excursus llevado a cabo en el parágrafo anterior, cuyo fin consistía en
delinear el contexto epistémico general desde el cual pudo emerger esa peculiar
declinación del «giro al mundo de la vida» que fue la ‘antropología filosófica’, podemos
ahora describir más detenidamente algunos lugares específicos de esa emergencia, que, en
nuestra opinión, resultan paradigmáticos a la hora de hablar concretamente de ese ámbito
teórico llamado antropología, en su acepción más filosófica: las obras de los primeros
“antropólogos” del siglo XVIII y la de Johann G. Herder. (Asimismo, como ya hemos
recordado, en la segunda parte de este trabajo analizaremos la Anthropologie in
pragmatischer Hinsicht de Kant, junto con su interpretación foucaultiana.) Por supuesto no
queremos sostener que estos sean los únicos lugares de concreción de ese peculiar ámbito
epistémico: se trata, efectivamente, de una específica elección argumentativa que, al menos
en nuestra intención, nos permitirá destacar algunos núcleos teóricos imprescindibles de la
‘antropología filosófica’.
Nos instalamos así en el corazón del siglo XVIII.79 En esos momentos claves de la
historia cultural moderna, sin duda es complicado reconocer una diferenciación clara entre
una antropología científica y una antropología filosófica propiamente dicha. En cualquier
caso, no cabe duda de que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el género
filosófico-científico-antropológico empezó a consolidarse, ganando en difusión académica
y popularidad. En Alemania, la así llamada “Menschenkunde” tenía cada vez más espacio
y acogida en el ámbito académico, tanto en el caso del enfoque más científico, como en el
caso del enfoque más filosófico: nacía así la “Schulanthropologie” alemana, algo que, bajo
ese nombre, no ocurrió en ninguna otra nación europea.80 Además, no sólo se asistía a una
considerable difusión académica (cursos universitarios, publicación de revistas como el
“Magazin für Erfahrungseelenkunde” de Karl Philipp Moritz, etc.), sino también a una
singular expansión de un género “divulgador”, en el cual se encontraba un verdadero
79
A este propósito, es imprescindible la referencia a una de las obras colectivas más completas que se hayan
publicado en estos años, que abarca las múltiples emergencias de ese saber recién nacido, la ‘antropología’,
para el cual el siglo XVIII representa un verdadero turning point histórico y teórico: véase M. BEETZ, J.
GARBER, H. THOMA (hrsg. von), Physis und Norm. Neue Perspektiven der Anthropologie im 18.
Jahrhundert, Wallstein, Gottingen, 2007.
80
Cf. el brillante ensayo de G. DIEM, Deutsche Schulanthropologie, en M. LANDMANN (Hg.), De homine.
Der Mensch im Spiegel seines Gedankes, Karl Alber, Münich, 1962, págs. 357-419.
69
caleidoscopio de distintas obras sobre medicina, psicología, pedagogía, fisiognomía o
caracterología, pero también, por ejemplo, literatura de viajes. Se trataba, como ha
sugerido algún intérprete, de una inédita «literatura antropológica» que, entre finales del
siglo XVII y principios del XVIII, atestiguaba la gran popularidad alcanzada por el estudio
del hombre.81 Sin embargo, como se ha dicho, la transformación más relevante se sitúa a
nivel del substrato teórico que, hasta ese momento, había predominado en la concepción
del ser del hombre: a partir de esos años, en efecto, el modelo dualista empezó a
disgregarse, en favor de una suerte de naturalización del «todo del hombre». Y eso –es
importante recordarlo– no fue un fenómeno exclusivamente alemán, pues pertenece más
bien a la aparición moderna del horizonte epistémico antropológico. Dicha naturalización,
sin embargo, no abogaba por un materialismo absoluto, fundado en una concepción
mecanicista de la naturaleza (y por consiguiente también del ser humano), pues aspiraba
más bien a establecer las condiciones lógicas y materiales de esa unidad psicofísica de
fondo que el hombre, de hecho, exhibe.82 La tesis fundamental, entonces, no es tanto que
sólo lo que pertenece al ámbito de la ‘naturaleza’ (estudiado por la fisiología o por esa
disciplina naciente llamada biología) puede explicar el modo de ser del hombre, sino que
las mismas formas “espirituales” a través de las cuales el hombre vive su propia fisiología
participan de la complexidad de lo natural, que de ese modo irrumpe en la esfera misma de
lo psíquico y lo moral. Como escribió Julien Joseph Virey en 1817, «hasta el alma del
81
Cf. M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologiebegriff des 18. Jahrhunderts, op. cit., pág. 178. Véase
también el muy detallado Nachwort de W. PROSS (Herder und die Anthropologie der Aufklärung), en J. G.
HERDER, Werke, Hanser, München, 1987, Bd. II, págs. 1128-1215, en el cual el autor nos brinda un bosquejo
histórica y conceptualmente muy pormenorizado sobre la cuestión del nacimiento, en la edad de la
Ilustración, de la Anthropologie, definida como una «Disziplin ohne Begriff» (ivi, pág. 1132), aludiendo al
hecho de que, si bien hubiese sido destapado, por decirlo así, el campo problemático del ‘hombre’, en sus
inicios las modalidades de aproximación filosófica y científica a ese problema carecían de uniformidad
teórica, por ser el objeto de estudio aun no fijado conceptualmente. El ‘hombre’ era antes la articulación de
un problema, que la expresión de su solución.
82
Este giro radical del pensamiento moderno (la crítica del dualismo y la apuesta por una nueva forma de
naturalización del ser humano), ocurrido en los primeros siglos de la edad moderna, es amplia y
detalladamente resumido en el volumen VII («Naissance de la conscience romantique au siècle des
lumières») de G. GUSDORF, Les sciences humaines et la pensée occidentale, op. cit., en particular véase las
págs. 37-218. A este propósito, cf. también G. BARSANTI, La mappa della vita. Teorie della natura e teorie
dell’uomo in Francia, 1750-1850, Guida, Napoli, 1983; de este libro, véase en particular el capítulo IV: «La
natura dell’uomo e le classificazioni animali. Dall’antropologia dualistica all’uomo mammifero», págs. 129-
176.
70
hombre está en la naturaleza».83 Lo que estaba ocurriendo era una consecuencia del hecho
de que el pensamiento, de manera paulatina, se hacía inmanente: el principio de
explicación de lo humano debía ser hallado en el hombre mismo, en la naturaleza de su
‘unidad psicofísica’, que a su vez debía ser indagada a través de una nueva forma de pensar
la naturaleza misma, a la cual el ser humano, ineludiblemente, pertenece. En primer lugar,
le pertenece desde el punto de vista vertical (filogenético, como diríamos hoy día) de la
historia natural, que a mediados del siglo XVIII avanzó de manera extraordinaria sobre
todo gracias a los treinta y seis volúmenes (más los ocho publicados después de su muerte)
de la Histoire Naturelle del conde G.-L. Leclerc de Buffon, y a la obra tal vez más
conocida de Linneo, el Systema Naturae. En segundo lugar, el hombre pertenece a la
naturaleza desde el punto de vista horizontal (ontogenético) de la ‘unidad psicofísica’, de
la cual no se pone de relieve el aspecto supuestamente más puro de la présence à soi y de
la autonomía de la res cogitans, sino más bien el hecho de que, como decíamos antes,
«hasta el alma del hombre está en la naturaleza», junto con la interdependencia entre la
conciencia y los factores fisiológicos y ambientales.
Ahora bien, si atendemos a la tesis interpretativa de Marquard, llegados a este
punto deberíamos dirigir nuestra atención a la filosofía romántica de la naturaleza, que
representaría la cumbre más alta (antes de la reinassance de la primera mitad del siglo XX)
de la revolución epistémica antropológica; se trataría, por decirlo así, de una suerte de
apropiación filosófico-sistemática de todas esas cuestiones relacionadas con la
naturalización del hombre, que habría sido posible gracias a la crisis de la filosofía de la
historia, cuando «el progreso infinito de la historia se vuelve opresivo en tanto demora
infinita de su meta»; así, pues, «la historia parece hasta tal extremo desprovista de
esperanza que sólo se puede considerar la no-historia radical como agente de la
humanidad: la naturaleza».84 La tesis de Marquard, entonces, es la siguiente: la
antropología adquiere en el romanticismo una posición fundamental porque es capaz de
hacerse cargo de la cuestión fundamental acerca de la relación entre la naturaleza y el ser
humano. A este propósito, los libros del filósofo alemán están repletos de citas y
referencias a autores de la época (Heinrich Steffens, Johann Ch. A. Heinroth, Joseph
Ennemoser y muchos otros) que pertenecieron de alguna forma a ese complicado magma
que fue la Naturphilosophie alemana y que darían testimonio de una oposición radical
83
J. J. VIREY, «Homme», en Nouveau Dictionnaire d’Histoire Naturelle (1817), Deterville, Paris.
84
O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., págs. 139-140.
71
tanto a los principios y a los métodos matematizantes propios de la concepción mecanicista
de las ciencias naturales, como a la exaltación de las teorías del mundo histórico de la vida,
entendido como la mediación progresiva del verdadero fin del hombre, es decir, su libertad
originaria. Heinroth, en su Lehrbuch der Anthropologie, publicado en 1822, afirmaba que
«indiscutiblemente Schelling ha abierto una vía hacia la plena realización [Vollendung] de
la antropología»;85 asimismo, Steffens, en una obra publicada el mismo año, sostenía que
«aquel punto de vista que [...] fusiona al ser humano con el todo de la naturaleza [...] es el
fundamento de la antropología».86 Pues bien, por un lado no dudamos en reconocer, como
hace Marquard, que la atención por los aspectos fisiológicos de la naturaleza humana típica
de la Naturphilosophie no supone una antropología de carácter científico-natural, sino una
forma de filosofía de la naturaleza del ser humano; por otro lado, sin embargo, nos parece
excesivo interpretar esa línea de pensamiento como la culminación (Vollendung) del «giro
al mundo de la vida», en su declinación antropológico-filosófica.87 Como intentaremos
argumentar, esa peculiar filosofía de la naturaleza del ser humano está siempre al borde de
una sobre-interpretación de carácter irracional, místico y especulativo de lo empírico: algo
que, en cambio, en absoluto caracteriza la ‘antropología filosófica’. Sin duda es verdad
que, con Schelling, la naturaleza hizo su ingreso en la historia de la filosofía, con el
objetivo de revelar el alma del mundo (Weltseele), es decir, la razón última del universo
entendido desde una concepción orgánica como totalidad viviente y unitaria; la ruptura que
suponía el planteamiento de Schelling, por lo tanto, consistía en cultivar la idea de la
reunificación del ser, de la reconstrucción de la concordia originaria entre la naturaleza y el
espíritu. Pero dicha reunificación se llevó a cabo, en muchos casos, mediante un lenguaje
que, más que científico, parecía más bien lírico, si no onírico: no es casual, en efecto, que
la Naturphilosophie, de forma mucho más sistemática respecto a cualquier otra corriente
de la época, fuera difundida a través de la literatura, sin duda el vehículo de promoción
más eficaz.88 Que en la grieta abierta por la Romantik se hubiese labrado una verdadera
85
J. CH. A. HEINROTH, Lehrbuch der Anthropologie, Leipzig, 1831 (1822), pág. 35.
86
H. STEFFENS, Anthropologie, 2 Bde., Breslau, 1822, pág. 15.
87
La tesis de Marquard, como ya se ha dicho, no tiene en cuenta (deliberadamente) la antropología filosófica
del siglo XX, que de hecho es definida como una reinassance. En otras palabras, la Naturphilosophie del
siglo XIX representaría una suerte de clímax de la trayectoria antropológica, antes de su temporánea
desaparición.
88
A este propósito, es muy aconsejable la lectura de R. ARGULLOL, El héroe y el único. El espíritu trágico
del Romanticismo, Taurus, Madrid, 1984.
72
reconsideración de la esfera de la ‘sensibilidad’, de eso no cabe duda. La esfera del
‘sentir’, de hecho, debía garantizar el acceso a la intuición de la unidad más profunda del
todo: en este sentido, dicha esfera no sólo permitía adentrarse en la superficie del mundo,
en los fenómenos, sino más bien (y sobre todo) en lo que no puede ser aprehendido
mediante la teoría. Así, pues, se volvieron determinantes los reinos intermedios de los
sueños, del misterio, de las pasiones o de la locura, que fueron incorporados en la totalidad
orgánica del universo: de ese modo, todos estos intereses confluyeron en la
Naturphilosophie, así como en la medicina especulativa de la época. En otras palabras, se
estaba forjando una perspectiva filosófica sobre la ‘naturaleza’ de tipo anti-mecanicista y
anti-newtoniano, centrada en la idea fundamental de la íntima conexión entre la esfera
natural y la esfera espiritual, que retomaba a su vez algunos motivos propios de la filosofía
de Spinoza y de algunas teorías científicas heterodoxas, como las de Paracelso o Giordano
Bruno.89 Esa íntima conexión debía manifestarse, por ejemplo, entre la ontogénesis y la
filogénesis, pues la historia de la conciencia tenía que corresponderse de alguna forma con
la historia natural del mundo. Ahora bien, no cabe duda de que este punto de vista facilitó
la formación de una concepción unitaria de lo real, en la cual la naturaleza y la razón, la
ciencia y la especulación se implicaban recíprocamente, siendo esencialmente dos modos
distintos (pero no desvinculados) de ‘co-naissance’ del mundo, de participación en él. Sin
embargo, no nos parece admisible afirmar, como hace Marquard, que la ‘antropología’ del
siglo XVIII culmine en la Naturphilosophie romántica, representando así su núcleo teórico
fundamental. El lirismo, la esfera onírica, lo que excede la humana comprensión, ese
oscuro «reino de las madres» del cual habla Goethe, la «noche primordial», la importancia
de la introspección: todo eso, en nuestra opinión, no podía sino conducir a territorios que
rebasaban el dominio de la nueva episteme antropológica y aquella esfera de la
‘sensibilidad’ que, en ese horizonte epistémico, cobraba cada vez más relevancia, cayendo
así en la tentación de los “enigmas” de la subjetividad individual y de las elucubraciones
sobre el reino del misterio y de lo irracional. De esa forma, la antropología romántica,
descrita por Marquard como el punto más alto (antes del siglo XX) de ese «giro al mundo
de la vida» iniciado en el siglo XVIII, acaba olvidándose de la efectiva constitución
psicofísica del ser humano, que fue irremediablemente absorbida en un fondo último
89
Para una perspectiva general sobre el universo científico típico de la concepción romántica de la
naturaleza, entendida como «ciencia total», cf. G. GUSDORF, Le savoir romantique de la nature, Payot, Paris,
1985.
73
abismal, impersonal y originario, sobre el cual ningún análisis antropológico-filosófico
podía, a la hora de la verdad, pronunciarse. La ‘unidad’ de lo real, pues, tenía un precio
demasiado alto: el descenso al subsuelo de la especulación.
Ahora bien, con esto no queremos restar importancia a uno de los requisitos
fundamentales para que pueda hablarse de antropología, en su acepción filosófica: la idea
de que ese saber debe tender de alguna forma hacia una ciencia integral del ser humano. Lo
importante, en este contexto, es comprender en qué sentido se entiende esa voluntad de
referirse al «todo del hombre» y de qué forma se concreta esa voluntad. No cabe duda, en
efecto, de que el discurso antropológico se desarrolló paralelamente a la cuestión de cómo
interpretar la multiplicidad de los aspectos del hombre, sin perder de vista el supuesto
carácter unitario. En este sentido, la tradición cartesiana tuvo un papel determinante,
porque sirvió de punto de referencia “contrastativo”: si bien no podemos olvidarnos de la
importancia de sus investigaciones sobre el cuerpo, que Descartes entendía como algo
perteneciente tout court al mundo natural y que, por esa razón, debía ser indagado
mediante un análisis completo del funcionamiento de sus partes, basado en hipótesis de
tipo hidráulico-mecanicista,90 tampoco nos podemos olvidar de su rígida partición de la
naturaleza humana en dos dominios ontológicamente distintos, el espiritual y el material,
que poseen determinaciones opuestas y que, por lo tanto, tienen que ser conocidos a través
de métodos distintos. En realidad, sería injusto no reconocer a Descartes el mérito de haber
contribuido a difundir ese nuevo paradigma científico –propiamente moderno– basado en
la construcción e interpretación de observaciones y experimentos. En el Tratado del
hombre, el filósofo francés rompe con el modelo biológico tradicional de tipo aristotélico y
configura un modelo mecanicista según el cual la sola disposición y forma de las “piezas”
que componen al ser humano basta para explicar integralmente su actividad en tanto que
ser vivo.91 Por supuesto, eso no quita que, para Descartes, ese mismo paradigma basado en
90
A este propósito, véase la parte quinta del Discours sur la methode (1637), que trata la cuestión del cuerpo,
entendido como una máquina (R. DESCARTES, Discurso del método y meditaciones metafísicas, edición y
trad. esp. de M. García Morente, Espasa Libros, Madrid, 2010, pags. 73-87). Véase también la importante
obra póstuma titulada Traitè de l’homme (1633), edición esp. de G. Quintás, El tratado del hombre, Alianza,
Madrid, 1990.
91
Ciertos pasajes de susodicha obra, efectivamente, parecen hasta anticipar algunas tendencias científicas
contemporáneas: por ejemplo, refiriéndose a los distintos órganos que forman al hombre, Descartes afirma
que «sólo será necesario que explique estos movimientos [de los órganos] por orden y que indique su
correspondencia con nuestras funciones» (El tratado del hombre, op. cit., pág 53). A partir de este
presupuesto, el filósofo francés continúa su argumentación a través de una descripción minuciosa sobre el
74
la interpretación y observación no pueda ser empleado para describir el funcionamiento de
la res cogitans, en torno a la cual nada puede decirse, excepto (tautológicamente) que se
trata de una «cosa que piensa».92 En cualquier caso, el modelo dualista que se impuso en la
modernidad (cuyo fundador fue sin duda Descartes) tuvo un cierto influjo en los primeros
pasos dados por la ‘antropología’, pues muchos médicos y naturalistas de esa época (a
caballo entre el siglo XVII y el siglo XVIII) entendieron la ‘antropología’ como un estudio
sobre la fisiología humana, dejando de lado, por ejemplo, la psicología o la así llamada
‘metafísica’, encargadas de examinar los aspectos racionales (es decir, mentales) del
hombre. Al mismo tiempo, como hemos señalado anteriormente, en otros casos el enfoque
antropológico fue considerado mucho más cercano al aspecto psicológico o moral del ser
humano. Así, pues, en particular por lo que a los inicios de la historia de la antropología se
refiere, su estatuto epistemológico, metodológico y disciplinar aún no parecía bien
definido, como argumentan también, en sus respectivas obras, W. Sombart, M. Landmann
o M. Linden,93 según los cuales en la primera etapa del desarrollo de esa nueva actitud
epistémica hacia el ser humano existió efectivamente una antropología científica, pero
también una antropología psicológica o moral-pedagógica, y hasta una antropología
“global”, entendida como la ciencia de la naturaleza doble (física y psíquica) del ser
humano. Según esta última acepción, la antropología de Ernst Platner, por ejemplo, puede
ser considerada uno de los ejemplos más contundentes, y en ella vamos a detenernos en el
próximo párrafo.
En 1772 Ernst Platner, profesor de medicina y fisiología en la Universidad de
Leipzig, publicó su célebre Anthropologie für Ärzte und Weltweise: no era el primer caso
en que se utilizó el término ‘antropología’, pero, como hace notar M. Linden,94 tal vez sí
puede considerarse como el primer uso explícito de ese concepto para referirse
curso de la sangre, los nervios y los músculos, así mediante unas observaciones sobre la respiración o la
alimentación.
92
Cf. la Meditación segunda, en Discurso del método y meditaciones metafísicas, op. cit.: «Ahora no admito
nada que no sea necesariamente verdadero; ya no soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que
piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos estos cuya significación desconocía yo
anteriormente. Soy, pues, una cosa verdadera, verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho; una
cosa que piensa», pág. 130.
93
Véase W. SOMBART, Beiträge zur Geschichte der wissenschaftlichen Anthropologie, op. cit.; M.
LANDMANN, Antropología filosófica, op. cit.; M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologiebegriff des 18.
Jahrhunderts, op. cit..
94
Cf. M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologie des 18. Jahrhunderts, op. cit., pág. 42.
75
temáticamente al estudio de la peculiar relación que, en el ser humano, se da entre el
ámbito físico y el ámbito psíquico. Según Platner, la fisiología debía ocuparse del análisis
de cuerpo desde un punto de vista mecánico, mientras que la psicología debía tratar las
distintas propiedades del alma (Seele). Pues bien, en el Prólogo de susodicha obra, Platner
afirma que la ‘antropología’ tenía que ocupar un lugar intermedio, por decirlo así, entre
esas dos disciplinas: su fin consistía en estudiar «el alma y el cuerpo en sus relaciones
recíprocas, limitaciones y correlaciones [Körper und Seele in ihren gegenseitigen
Verhältnisse, Einschränkungen und Beziehungen]»;95 de esa forma, pues, la filosofía podía
entenderse como una «ciencia del hombre [Wissenschaft des Menschen]».96 Un aspecto
muy importante es que el mismo Platner declaraba no estar interesado en hallar ninguna
verdad metafísica sobre dicha relación, pues en ese campo (el de la metafísica) sólo pueden
aducirse hipótesis no verificables, mientras que el estudioso de Leipzig quería centrarse
únicamente en el plano de la observación de los condicionamientos recíprocos entre el
ámbito psíquico y el cuerpo: la base de toda investigación, entonces, no podía ser sino la
experiencia. De hecho, en las páginas de su innovadora Anthropologie, podemos encontrar
hasta máximas como la siguiente, que merece ser reproducida integralmente:
«La esencia del alma no puede conocerse a través de la razón, sino única y exclusivamente a
través de la experiencia.
[Das Wesen der Seele lässt sich nicht aus der Vernunft, sondern einzig und allein aus der
Erfahrung erkennen]».97
Ahora bien, no está de más especificar que el enfoque elegido por Platner no se
corresponde tout court, por ejemplo, con el del ‘homme-machine’ de La Mettrie (otro gran
ejemplo de la figura del médico-filósofo, tan difundida en siglo XVIII), elaborado en su
obra homónima de 1748; en otras palabras, si es verdad que también en el caso de la
Anthropologie für Ärzte und Weltweise, la indagación sobre el ser humano no puede
basarse en un método a priori, sino en un método empírico, sin embargo tampoco se trata
de reducir al hombre al conjunto de las interacciones mecánicas de las partes de lo
componen, como si fuera suficiente una mera extensión del principio cartesiano del
95
E. PLATNER, Anthropologie für Ärzte und Weltweise (1772), con un Posfacio de A. Ko!enina, Hildesheim,
Zürich-New York, 1998, Bd. I, pág. XVII.
96
Ivi, pág. VI.
97
Ivi, pág. 33.
76
‘animal-machine’. Según Platner, en efecto, había que fomentar una mutua colaboración
entre médicos (fisiólogos) y filósofos, ya que si la ‘antropología’, entendida como «ciencia
del hombre», no puede degenerar en la enunciación de una serie de principios morales que
ignoran los aspectos fisiológicos del hombre, tampoco puede limitarse a ser una indagación
de corte únicamente anatómico, pues así se perdería de vista el fin último de la indagación,
a saber: conseguir, en la medida de lo posible, una cierta felicidad mundana. No es casual,
de hecho, que la filosofía sea identificada con aquella Weltweisheit que encontramos en el
título mismo de su obra de 1772. No obstante, lo que no es posible hallar, en el
pensamiento de Platner, es una concepción verdaderamente unitaria del hombre, es decir,
que no esté anclada en la idea de una ‘naturaleza’ supuestamente doble del ser humano.
Por un lado, entonces, podemos decir que la perspectiva cartesiana sobre el hombre es aquí
rechazada por la caracterización metafísica de su sistema ontológico y gnoseológico; por el
otro, sin embargo, no podemos dejar de señalar que también en el caso de la Anthropologie
de Platner sigue teniendo vigencia una cierta interpretación dualista de lo humano, en
virtud de la cual la ‘antropología’ (en tanto que «ciencia del hombre» volcada a generar los
presupuestos para alcanzar la Weisheit mundana) adquiere la forma de una estructura
teórica dotada de dos troncos distintos, a saber: la esfera física y la esfera psíquica. En
cualquier caso, no cabe duda de que el planteamiento antropológico platneriano puede ser
interpretado como un “marker” muy evidente y significativo de una tendencia epocal.
Dicho de otra forma, el saber ejemplificado en la Anthropologie für Ärzte und Weltweise, a
pesar de su innegable oscilación epistemológica y su indeterminación conceptual, indica
claramente que, de forma paulatina, se estaba forjando una nueva disciplina autónoma. La
historia del concepto de ‘antropología’, pues, está íntimamente vinculada al afán cada vez
más elaborado (pero, como hemos visto, aún no del todo estructurado ni epistemológica ni
conceptualmente) de superar la distinción entre la filosofía y la fisiología (la historia
natural), un afán que no se encuentra sólo entre los ‘filósofos’, sino sobre todo en médicos,
fisiólogos y anatomistas. Podríamos decir que, en general, casi toda la antropología de
finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX fue desarrollada por esas figuras algo
extrañas y “espurias” de los médicos-filósofos, que abogaban por la investigación
experimental como cauce adecuado para resolver los eternos problemas de la metafísica.98
98
Cf., por ejemplo, W. RIEDEL, Die Anthropologie des jungen Schiller. Zur Ideengeschichte der
medizinischen Schriften und der “Philosophischen Briefe”, Konighausen und Neumann, Würzburg, 1985,
págs. 15-16.
77
Pero más importante aún es reconocer que esa actitud epistémica de fondo (que anhela
conciliar el punto de vista filosófico y el científico) es, a todos los efectos, uno de los
signos de reconocimientos de la ‘antropología’, entendida en su acepción filosófica.
Hemos visto que la historia de la ‘antropología filosófica’, a partir del desarrollo de
las distintas formas de antropología en el siglo XVIII y paralelamente a la difusión de las
ideas fundamentales de la Ilustración, está vinculada al conocimiento de la constitución
física y material del ser humano, con vistas a un posible refinamiento y perfeccionamiento
de la vida práctica. Sin embargo, para que el núcleo temático de la antropología pudiese
aspirar a una elaboración más completa, fue necesario esperar que se desarrollara
cabalmente la idea de la perfectibilidad del hombre, junto con el concepto de
‘Bestimmung’,99 a través de los cuales el pensamiento antropológico de inicios del siglo
XIX vehiculó toda su potencialidad, que se expresó también en términos de filosofía de la
historia. (Dicho sea de paso, esta es una de las razones por las cuales la partición operada
por Marquard, en nuestra opinión, resulta demasiado débil, pues apostando por la claridad
de la exposición, acaba perdiendo en profundidad y pluralidad hermenéutica: en este caso,
la línea que separa la Anthropologie de la Geschichtsphilosophie es evidentemente muy
sutil.) Si atendemos a la gran reconstrucción histórico-conceptual que nos brinda M.
Linden, podemos fijarnos en algunas obras muy significativas que aparecieron a caballo
entre los dos siglos y que son unos ejemplos tajantes de esa peculiar concepción que
incorpora tanto los aspectos fisiológicos del ser humano, como los que proceden del
desarrollo de su libre ‘destino’, generando algo así como una «filosofía de la fisiología», es
decir, una mezcla entre un saber reflexivo y una ciencia rigurosa basada en la observación.
He aquí, por ejemplo, dos citas claves de la obra titulada Versuch einer Anthropologie oder
99
Este término no es, a nuestro modo de ver, inmediatamente traducible al castellano: por esta razón,
consideramos oportuno utilizar el alemán, a fin de no perder la densidad de significados en él vehiculados.
Originariamente, dicho término se presentaba como la germanización del latín ‘determinatio’, perteneciente a
la eosfera lógico-ontológica; más tarde, desde la segunda mitad del siglo XVIII, llegó a ser el calco del latín
‘vocatio’ (a la vox de la vocatio corresponde, en efecto, la Stimme de la Bestimmung). En cualquier caso, el
intento de definir la Bestimmung del hombre representó el imperativo filosófico de la Ilustración alemana
tardía. De hecho, Die Bestimmung des Menschen, antes de ser una célebre obra de Fichte, publicada en 1800,
fue el título de un libro del teólogo luterano Spalding, publicado en 1748 y reimpreso trece veces hasta 1794.
Este concepto se cristalizó así desde un punto de vista filosófico, llegando a representar, en general, el núcleo
del discurso en torno a la tarea terrenal que el género humano, a lo largo de las generaciones, es llamado a
cumplir, perdiendo así la caracterización eminentemente individual que todavía se encuentra en la
conceptualización del teólogo Spalding.
78
Philosophie des Menschen nach seiner körperlichen Anlagen, publicada en 1794 por
Johannes Ith, pedagogo y filósofo suizo: «El conocimiento profundo del cuerpo humano, o
la filosofía del hombre considerado desde un punto de vista fisiológico [...], coincide con la
antropología en su acepción más estricta»;100 al mismo tiempo, sin embargo, el mismo Ith
reconoce que «así como el hombre es un todo perfecto, también es posible imaginar una
ciencia perfecta, general, completa y exhaustiva, es decir, una filosofía del hombre, que
abarque la naturaleza, las relaciones generales, los destinos, los progresos y el fin último de
la humanidad».101 Así, pues, gracias a esas palabras de Johannes Ith podemos ver hasta qué
punto la idea de ‘naturaleza humana’ se funde con el concepto (aparentemente tan
vinculado al universo teórico de la filosofía de la historia) de ‘destino’ del hombre, sin
menoscabo de que el terreno conceptual por el que se mueve el autor de Versuch einer
Anthropologie pueda ser considerado propiamente antropológico. Asimismo, podríamos
mencionar también a Johann Karl Wezel, que en 1804 publicó el Grundriss eines
eigentlichen Systems der anthropologischen Psychologie überhaupt und empirischen
insbesondere, donde argumenta que en el corazón de la antropología se halla el afán de
comprender el verdadero destino (Bestimmung) del hombre, algo que puede realizarse
mediante el conocimiento exhaustivo de la ‘naturaleza humana’ y el desarrollo completo
de todas las disposiciones naturales del hombre.102 Otra vez nos encontramos con una
sorprendente coincidencia entre esos dos “lados” del ser humano, cuyas relaciones y
recíprocos condicionamientos, según Platner, debían ser investigados por aquella disciplina
llamada ‘antropología’, mientras que en estos dos últimos casos (Ith y Wezel) esa misma
disciplina tenía una tarea aun más atrevida, es decir, un afán aun más acentuado de
alcanzar una unidad teórica entre los dos “lados” del hombre (el físico y el psíquico-
espiritual). Dicho de otra forma, la idea según la cual el ser humano puede alcanzar su
propia Bestimmung viene a ser el eje conceptual en torno al cual giran, encontrando así un
cierto equilibrio, las dos partes que componen –en igual medida– la ‘naturaleza humana’ y
100
J. ITH, Versuch einer Anthropologie oder Philosophie des Menschen nach seiner körperlichen Anlagen
(1794), pag. 59: «Die gründliche Kenntnis des menschlichen Körpers, oder die Philosophie des Menschen
physiologish betrachtet [...], heisst die Anthropologie in der engsten Bedeutung des Wortes».
101
Ivi, pág. 58: «Denn gleichwie der Mensch ein vollendetes Ganzes ist: so ist auch eine vollendete, zwar
allgemeine, aber doch vollständige und erschöpfende Wissenschaft, eine Philosophie des Menschen
gedenkbar, deren Inhalt die Natur, die allgemeinen Verhältnisse, die Schicksale, die Fortschritte und das
endliche Ziel der Menschenheit sein muss».
102
Cf. M. LINDEN, Untersuchungen zum Anthropologiebegriff des 18. Jahrhunderts, op. cit., págs. 134-135.
79
que, como afirma también Karl H. Pölitz en su Populäre Anthropologie, por ese motivo
resultan igualmente originarias. Como se puede ver, la estructura dualista de fondo no
desaparece del todo, pero aquí el aspecto tal vez más interesante, junto con la apelación a
la Erfahrung en tanto que fundamento metodológico de ese conocimiento, es el intento de
encontrar un eje en torno al cual poder armonizar esas dos «disposiciones originarias del
ser del hombre»,103 que de ese modo puede alcanzar su propia Bestimmung, que consiste
precisamente en el perfeccionamiento, o refinamiento, de esas dos partes de su
‘naturaleza’.
Para llegar al culmen de esa tendencia epocal que reunía las voces de tantos
filósofos, pedagogos, médicos, fisiólogos, y que se cristalizó en una primera (y todavía
muy incierta) sistematización teórico-filosófica de la ‘antropología’,104 debemos acudir a
Johann Gottfried Herder. Así argumenta uno de los protagonistas de la reinassance de la
antropología filosófica del siglo pasado, Arnold Gehlen, en su obra más conocida, cuando
afirma que «Herder realizó aquello que toda antropología filosófica [...] está obligada a
realizar: ver la inteligencia del hombre en conexión con su situación biológica, con la
estructura de la percepción, de la acción y de sus necesidades. Es decir, “la determinación
entera de su facultad pensante en relación con su sensibilidad y sus instintos”».105
Independientemente del valor argumentativo del planteamiento de Herder (sobre el que nos
detendremos en las próximas páginas), lo que nos parece sumamente interesante, en su
caso, es la base epistemológica en la que se apoya su argumentación, que no sería
103
Cf. K. H. PÖLITZ, Populäre Anthropologie, oder Kunde von dem Menschen nach seinen sinnlichen und
geistigen Anlagen (1800), citado en M. LANDMANN (Hg.), De homine, op. cit., pág. 380.
104
Para hacerse una idea de la formidable cantidad de obras de antropología que fueron publicadas (sobre
todo en Alemania) desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, véase O. MARQUARD, Sobre
la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., págs. 247-250, nota 60. Allí aparecen los
ejemplos más conocidos (Wilhelm Liebsch y los dos volúmenes de su Grundrisse der Anthropologie,
publicados en 1806-1808; Jacob F. Friesch y su Neue oder anthropologische Kritik der Vernunft, de 1807;
Maine de Biran y su Nouveaux essais d’anthropologie, que aparecieron en 1823-24; Hans Hildebrand y su
Die Anthropologie als Wissenschaft, de 1822), como también los menos conocidos. En general, Marquard
reúne aquí no sólo a aquellos estudiosos que intentaron desarrollar una antropología a partir de la
Naturphilosophie romántica, sino también a kantianos o hegelianos, para demostrar en qué medida el punto
de vista ‘antropológico’ se había convertido en un verdadero mainstream filosófico.
105
A. GEHLEN, Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt (1940), ahora en Gesamtausgabe,
Bd. III, hrsg. von K.-S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M., 1993, trad. esp. de F. Vevia Romero, El
hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Sígueme, Salamanca, 19872, pag. 97, cursiva mía.
80
comprensible si no se tienen en cuenta los efectos de esa mundanización del hombre de la
cual hemos hablado en el parágrafo precedente; además, Herder lleva a sus consecuencias
extremas la idea de la unidad psicofísica de fondo que el ser humano –en tanto que ser
dotado de determinadas capacidades intelectuales, estrictamente vinculadas a una
determinada organización sensible– encarna. Ahora bien, en cualquier caso es preciso
reconocer que su propio planteamiento antropológico-filosófico padeció, por decirlo así,
una deriva “geschichtsphilosophisch” muy fuerte, sobre todo si consideramos el salto
cualitativo que se da entre la Abhandlung über den Ursprung der Sprache, publicada en
1772, y los cuatro volúmenes de las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit,
publicados entre 1784 y 1791. Trataremos de discutir esa diferencia de perspectivas al final
de este parágrafo; antes será necesario aclarar (si bien de forma sintética y –como siempre–
interesada en poner de manifiesto la estructura histórico-conceptual subyacente) los
elementos esenciales de la aportación de Herder a ese peculiar género filosófico cuya
génesis estamos intentando reconstruir.
No podemos empezar sino refiriéndonos a la relación íntimamente polémica que se
instauró entre Kant (el maestro) y Herder (el discípulo), cuyo punto más apasionado fue
alcanzado sin duda con la aparición, en 1799, de la Metakritik zur Kritik der reinen
Vernunft, en la que Herder trabajó durante casi veinte años.106 Se trata, en efecto, de una
minuciosa refutación del fundamento trascendental de la filosofía kantiana, que acabaría
configurando un dualismo inaceptable entre materia y forma, naturaleza y espíritu. Si en la
primera etapa de la construcción de su gran edificio teórico, es decir, en los años sesenta
del siglo XVIII, Kant encarnó el ideal de ruptura frente a toda filosofía escolástica
tradicional, atrapada en la red de la abstracción y del formalismo, lo mismo no puede
decirse (según Herder) en relación con su etapa crítica, que se habría alejado demasiado de
la verdadera esencia del “giro copernicano” de la filosofía, esto es, de su antropologización
o mundanización. Herder considera demasiado limitado el punto de vista de la crítica
kantiana, que insiste en los límites lógicos y metodológicos del uso de la razón: una
posición hasta tal punto formalista, tecnicista y a-histórica, que, «al desconocer todo uso
verdadero de la razón y, en cambio, conocer tanto más la dialéctica de la razón, es decir,
los paralogismos, las antinomias y el sofisticado ideal [...], ha ignorado, pues, la esencia de
106
Véase J. G. HERDER, Metacrítica de la crítica de la razón pura, en ID., Obra selecta, op. cit., págs. 371-
458.
81
esa razón».107 En otras palabras, según Herder la filosofía crítica en su conjunto se
olvidaría del simple hecho de que «existimos como partes del mundo; ninguno de nosotros
constituye un universo aislado [...]; nosotros mismos sólo existimos como eslabones de una
gran cadena, sin la cual no existiría nuestra razón ni nuestro entendimiento».108 Pues bien,
el autor de la Abhandlung über den Ürsprung der Sprache, apostando por un punto de
vista unitario, concreto e histórico, es decir, por una ‘razón vital’, plantea la cuestión de la
génesis natural de la razón, ineludiblemente conectada con el afán de reconstruir
conceptualmente esa «gran cadena» que, como afirma Herder, une la naturaleza y el
espíritu. El resultado de la “genealogía” herderiana, desde un punto de vista antropológico-
filosófico, es sin duda mucho más significativo, por ejemplo, respecto al análisis de la
Anthropologie kantiana, pues el nivel teórico de la descripción de los distintos aspectos del
hombre revela una actitud mucho más concreta y menos interesada en ordenar las distintas
facultades; dicho de manera tal vez algo atrevida, la filosofía de Herder parece centrarse en
la búsqueda de un trascendental histórico, es decir, de una condición de posibilidad que no
esté dada exclusivamente en la forma lógica del entendimiento humano, sino en la gran
cadena del ser y de la vida. Somos conscientes de que esta afirmación podría resultar
demasiado tajante o tal vez conceptualmente equivocada,109 pero, en nuestra opinión, no
deja de representar una base argumentativa útil a la hora de entender en qué medida el
punto de vista de Herder se distancia respecto al de Kant y a su enfoque negativo sobre las
distintas facultades del ser humano.110
107
Ivi, pág. 417.
108
Ivi, pág. 415.
109
Puede parecerlo sobre todo si consideramos que la expresión tiene un aire muy ‘foucaultiano’, pues
efectivamente es en L’archéologie du savoir donde Foucault elabora una de sus nociones más fecundas, la de
‘a priori histórico’, mediante la cual quiere investigar las condiciones de posibilidad históricas de los
enunciados, la regularidades que hacen posible su peculiar emergencia. En otras palabras, no se trata de algo
que «permite ciertamente decidir quién ha dicho la verdad, quién ha razonado rigurosamente», sino de una
forma de positividad que «define un campo en el que pueden eventualmente desplegarse identidades
formales, continuidades temáticas, traslaciones de conceptos, juegos polémicos». De ese modo, Foucault
puede hablar de las condiciones posibilidad de la existencia y coexistencia, aparición y desaparición de los
enunciados, evitando toda referencia a una síntesis operada por un sujeto trascendental del conocimiento. Cf.
M. FOUCAULT, L’archéologie du savoir, Gallimard, Paris, 1969, trad. esp. de A. Garzón del Camino,
Arqueología del saber, Siglo XXI, México, 19796, aquí págs. 215-216.
110
Para un análisis del pensamiento de Herder bajo el punto de vista antropológico, véase M. LANDMANN
(Hg.), De homine, op. cit., págs. 295-312; H. GIPPER, J. G. Herder: Apologie der Sonderstellung des
Menschens, en R. WEILAND (Hg.), Philosophische Anthropologie der Moderne, Beltz, Weinheim, 1995,
82
Pues bien, el punto de partida de la concepción unitaria del ser que encontramos,
por ejemplo, en su obra maestra (Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit) es
la presencia de una suerte de ‘fuerza orgánica formadora’, que es única, en su esencia, para
todos los seres vivos, y múltiple en cuanto a la diferenciación que se refleja en la
predisposición de cada ser vivo con respecto a su propio ambiente. La intención de Herder,
por lo tanto, es la de configurar una historia filosófica de la naturaleza, por decirlo así,
basada en una primitiva Umweltlehre (respecto a la que desarrolló, en el siglo XX, el
célebre biólogo y zoólogo Jacob von Uexküll)111 y en una fisiología comparada capaz de
mostrar el grado de variedad de las formas físicas, junto con la ‘correspondencia’ (sería
excesivo definirla, en este contexto, ‘adaptación’) con sus respectivas condiciones
ambientales.112 Su enfoque, como decíamos, aspiraba a ser ‘unitario’ y, si bien hoy día, al
utilizar esa noción, no podemos sino pensar con y a través de la herencia categorial
darwiniana, junto con todas sus implicaciones de carácter genético, no debemos cometer el
error de desacreditar desde un punto de vista científico la actitud filosófica herderiana. Por
un lado, es innegable que en ella se encuentra un cierto residuo de una concepción
teleológica y todavía dependiente de una visión del mundo que hoy llamaríamos
‘creacionista’; por el otro, sin embargo, nos parece más conveniente intentar aislar el quid
de novedad epistémica que se halla en dicha actitud y que bien puede ser representada por
págs. 15-29; G. SCHMIDT, Der Begriff des Menschens in der Geschichts- und Sprachphilosophie Herders, en
“Zeitschrift für philosophische Forschung”, Bd. 8 (1954), págs. 499-534.
111
No está de más recordar que las teorías del barón von Uexküll sobre el problema del ‘ambiente’ (Umwelt)
tuvieron una gran repercusión no sólo en el ámbito científico (en la Universidad de Hamburg fundó el célebre
“Institut für Umweltforschung” y hoy día von Uexküll es considerado el padre de la moderna ecología y un
etólogo ante litteram), sino también en el filosófico y hasta en el ámbito político (piénsese en la obra titulada
Staatsbiologie, de 1920, y en sus implicaciones bio-políticas, que en muchos casos fueron mistificadas por
algunos de los intérpretes de la “revolución conservadora” que se impuso en Alemania a partir de los años
Veinte). En general, sus ideas sobre el abandono de toda perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la
vida fascinaron a muchos protagonistas de la filosofía contemporánea, desde Heidegger y Ortega y Gasset
hasta Deleuze. Pero tal vez fue Helmuth Plessner, en Die Stufen des organischen und der Mensch (1928),
quien reelaboró más profundamente, desde un punto de vista filosófico, las categorías conceptuales de su
Umweltlehre. (Volveremos más detenidamente sobre las conexiones entre Plessner y von Uexküll en la
tercera parte de este trabajo). Véase J. VON UEXKÜLL, Umwelt und Innenwelt der Tiere, Springer, Berlin,
1909; ID., Theoretische Biologie (1920), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1973.
112
«Los hermanos mayores de los hombres son los animales [...]. Por lo tanto, tiene que ser defectuosa y
simplista toda la historia del hombre que lo estudie fuera de esta relación». J. G. HERDER, Ideas para una
filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 52.
83
la centralidad de la forma ‘procesual’ de todo lo que es parte de nuestro mundo, junto con
la importancia otorgada al carácter unitario de las leyes esenciales que gobiernan su
manifestación. Escribe Herder: «mi destino está unido, no al polvo de la tierra, sino a las
leyes invisibles que rigen el polvo de la tierra».113 Así, pues, no debe sorprendernos el
hecho de que se argumente también que «la historia de su cultura [del hombre, ndt] resulta,
en gran parte, zoológica y geográfica»:114 una afirmación que contiene toda esa
potencialidad “revolucionaria”, en términos de ruptura epistémica, a la cual aludíamos
cuando afirmamos que Herder representa, a todos los efectos, el punto de cristalización
más profunda de esa (por lo demás aún no del todo estructurada) tradición antropológico-
filosófica que emergió en pleno giro copernicano, representado por la “configuración
antropológica del saber”.
Volviendo a esa forma primitiva de Umweltlehre que se halla en las Ideen, en
primer lugar hay que señalar la presencia de una relación inversamente proporcional entre
dos variables estrictamente dependientes, una estructura argumentativa utilizada, más
tarde, sobre todo por Arnold Gehlen (sin olvidarse de que ya Nietzsche describió al
hombre como «el animal aún no fijado [das noch nicht festgestellte Thier]»).115 Estas dos
variables son, por un lado, la ubicación progresivamente más “alta” en la scala naturae y
el relativo aumento de la variedad de las respuestas comportamentales y, por el otro, el
conjunto de las facultades específicas, la especialización orgánica y la infalibilidad de los
instintos. Se trata, como se ha dicho, de dos variables dependientes (al mutar la primera,
113
Ivi, pág. 19.
114
Ivi, pág. 53.
115
Esta expresión se encuentra en F. NIETZSCHE, Jenseits von Gut und Böse. Vorspiel einer Philosophie der
Zukunft (1886), en Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe (KSA), hrsg. von G. Colli, M. Montanari, Bd.
V, págs. 9-244, De Gruyter, Berlin, 20093, trad. esp. de A. Sánchez Pascual, Más allá del bien y del mal.
Preludio para una filosofía del futuro, Alianza, Madrid, 1997, pág. 94. Nietzsche volverá a insistir en esta
idea del animal “incompleto” y “enfermo”, utilizando casi el mismo término, el año siguiente, cuando
publicó Zur Genealogie der Moral. Eine Streitschrift (1887, ahora en KSA, Bd. V, págs. 245-412): «Pues el
hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado [unfestgestellter] que ningún
otro animal, no hay duda de ello –él es el animal enfermo [das kranke Thier]: ¿de dónde procede esto? Es
verdad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos los demás animales
juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, el insaciado [...]: ¿cómo este valiente y
rico animal no iba a ser el más expuesto al peligro, el más duradero y hondamente enfermo entre todos los
animales enfermos?», trad. esp. de A. Sánchez Pascual, La genealogía de la moral. Un escrito polémico,
Alianza, Madrid, 1996, págs. 140-141.
84
varía también la segunda) e inversamente proporcionales (a una colocación más “alta” en
la scala naturae y a una capacidad más elevada de ampliar el abanico de las respuestas
comportamentales respecto de los estímulos procedentes del ambiente le corresponde una
disminución de la especialización orgánica y de las facultades específicas). En un contexto
así determinado, el ser humano vendría a ocupar el lugar más “alto” y a la vez más “bajo”:
“alto” porque dispone de un campo de acción muy vasto y puede elegir con más libertad
sus propios medios y fines; “bajo” porque en él se da la atenuación más drástica de la
esfera de los instintos. En la Umwelt propia del hombre, según Herder, se produciría así la
divergencia máxima entre las dos variables de esa relación inversamente proporcional. Así,
pues, mediante un análisis (en muchos casos de tipo comparado) de las características
somáticas y fisiológicas del ser humano, y al mismo tiempo haciendo hincapié en la
“insuficiencia” de su dotación biológica e instintual, el autor de las Ideen intenta
desarrollar un discurso teórico a través del cual sea posible interpretar, a partir del proceso
de hominización, la peculiaridad de la esfera humana. En el estudio de este ‘proceso’,
entendido como una «fracción del todo»,116 Herder toma en consideración varios aspectos:
la diferenciación, en los seres vivos, de las funciones vegetativas, motoras o psíquicas, la
postura erecta propia del hombre, la conformación de la mano y del cerebro (junto con el
volumen de este último), la pérdida de especialización de los sentidos, el influjo de las
condiciones geográficas y climáticas, la diferenciación de las costumbres y de las
capacidades adaptativas. Una vasta gama de observaciones y datos que le permiten a
Herder sacar las consecuencias antes mencionadas, a saber: el ser humano, en virtud de
toda una serie de condiciones de posibilidad inscritas en su peculiar forma de vida, dispone
de una inteligencia superior, porque llega a manejar conscientemente y de forma reflexiva
sus propias respuestas frente a los estímulos exteriores; incluso es capaz de hallar el orden
mismo que rige la organización de todos los seres. Lo cual implica que el hecho mismo de
tener una cierta dotación orgánica y, en consecuencia, también una determinada
predisposición intelectual, no es, para el hombre, un dato adquirido desde siempre, sino
más bien una “conquista”, una “realización”, un ejercicio para alcanzar un equilibrio que
116
«Toda criatura es un numerador en el gran denominador que es la naturaleza misma, pues aun el hombre
no es sino una fracción del todo, una proporción de fuerzas que había de formarse en un todo en esta
organización y no en otra». J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit.,
pág. 85.
85
podríamos definir “artificial”.117 Bajo este punto de vista, por lo tanto, la ‘razón humana’,
sus facultades y sus límites no pueden ser indagados a través de un método negativo, que
concierne su forma lógica y que intenta establecer cuál puede y debe ser su dominio; en
otras palabras, la razón no debería someterse exclusivamente a un análisis de tipo kantiano.
En el siguiente fragmento de las Ideen, este último aspecto queda bien patente:
«la razón humana [menschliche Vernunft]: nombre que en obras modernas se usa con tanta
frecuencia como si fuera un automatismo innato [...]. Teórica y prácticamente es, si no algo
que se llega a saber, una aprendida proporción y dirección de las ideas y fuerzas, para la cual
el ser humano ha sido formado de acuerdo con su organización y manera de vivir [...]. Desde
la niñez [el hombre] compara ideas e impresiones de sus sentidos, sobre todo de los más
finos, de acuerdo con la finura y la verdad con que éstos se las proporcionan, según la
cantidad en que las recibe y según la interior capacidad de rapidez con que aprendió a unirlas
[...], esto es su razón, la obra progresiva de la formación de la vida humana [das fortgehende
Werk der Bildung des menschlichen Lebens]».118
117
A este propósito, es interesante notar que algunas observaciones de Herder (cf. ivi, págs. 110-111) pueden
ser consideradas precursoras de algunas de las teorías más conocidas del siglo XX acerca de la peculiaridad
de la ontogénesis humana, en el sentido de un “retraso” esencial del desarrollo ontogenético del ser humano,
desde su infancia, respecto de todos los demás mamíferos, que en cambio alcanzan el estadio más completo
de su desarrollo psicofísico mucho antes. Esto, tal y como hace notar Herder, implica que todo, en el hombre,
hasta su maduración “retrasada” y su “infancia prolongada”, contribuye a estructurar su peculiar modo de ser.
A este propósito, las teorías del siglo pasado que tuvieron más repercusión en el mundo académico y
científico fueron la de Louis Bolk sobre la «fetalización» (en particular cf. Das Problem der
Menschwerdung, Fischer, Jena, 1926) y la de Adolf Portmann sobre la «primavera extra-uterina» (véase
Zoologie und das neue Bild des Menschen, Rowohlt, Hamburg, 1956). Como es sabido, estas cuestiones
fascinaron mucho a Gehlen, que las empleó filosóficamente en su obra más conocida (cf. El hombre, op. cit.,
págs. 98-104, 116-126). Es importante recordar también a Konrad Lorenz, padre de la etología y premio
Nobel de medicina, el cual acuñó el término “neotenia”, para referirse –desde un punto de vista morfológico
y comportamental– a la persistencia en el estadio adulto del ser humano de características de la infancia, que
a su vez determinaría la gran flexibilidad del comportamiento de los hombres y que sería una de las causas de
su alto nivel de socialización. Véase K. LORENZ, Studies in animal and human behavior, vol. II, Harvard
University Press, 1971, págs. 279 y sigs. La obra que recapitula de la forma más exhaustiva la cuestión de la
conexión entre ciertos aspectos ontogenéticos vinculados al proceso de hominización (que pueden ser
compendiados bajo el lema del “alargamiento de la infancia”) y el desarrollo cerebral y del carácter social del
ser humano, es sin duda la de S. J. GOULD, Ontogeny and phylogeny, Harvard University Press, Cambridge,
1977, véase en particular págs. 107-116.
118
J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 112.
86
¿Pragmatismo ante litteram? ¿Pródromos de la recomposición contemporánea de
naturaleza y cultura? Pues bien, independientemente del carácter sugerente y evocador que
tienen muchas de las cuestiones tratadas por Herder (y de su forma peculiar e innovadora
de abordarlas), e independientemente de su eventual precisión científica, lo que nos
interesa aquí es poner de relieve algunas líneas argumentativas de fondo propias del
enfoque teórico herderiano, ya que, a nuestro juicio, resultan decisivas a la hora de
entender aquella concreción conceptual del giro epistémico moderno representada por la
‘actitud’ antropológico-filosófica. Una de estas líneas es sin duda la que enlaza, por un
lado, la cuestión de la ‘unidad psicofísica’ y, por el otro, el carácter procesual y en absoluto
innato de la razón humana, entendida como el símbolo del conjunto de las facultades que
caracterizan su peculiar forma de vida. Asimismo, esto significa que la razón y la
inteligencia no sólo son el “producto” de una realización (y no una “posesión” de algo
innato), sino también la cristalización en el individuo del conjunto de costumbres,
representaciones y conocimientos que han sido transmitidos lingüística e imitativamente,
haciendo posible lo que Herder mismo describió como una «segunda génesis» del
hombre.119 Es aquí, pues, donde las Ideen mezclan, por decirlo así, el nivel antropológico-
filosófico y el nivel “geschichtsphilosophisch” de la argumentación, ya que resulta
necesario y decisivo considerar no sólo la estructura orgánica, fisiológica, sensible e
intelectual del ser humano, sino también la pluralidad y la ineludible cooperación entre los
hombres, que viene a ser igualmente decisiva: «si el hombre recibiera todo de sí mismo y
lo desarrollara todo independientemente del mundo externo, tendríamos la historia de un
hombre, pero no la de los hombres, es decir, de toda la especie humana». Por esta razón,
«la historia de la humanidad se hace forzosamente un solo conjunto, es decir, una cadena
de la convivencia social y la tradición formadora desde el primer eslabón hasta el
último».120 He aquí, pues, la segunda línea argumentativa propia del enfoque herderiano y
que, al mismo tiempo, puede ser considerada como una suerte de paradigma in nuce del
modus argumentandi y de la peculiar caracterización epistémica de la ‘antropología
filosófica’, a saber: la combinación de physis y logos, naturaleza y cultura, estructura
orgánica y “performances” culturales. Otra razón, dicho sea de paso, para rechazar
119
«La educación de nuestra especie es genética y orgánica bajo un doble aspecto: genética por la
transmisión y orgánica por la asimilación y aplicación de lo transmitido. Para darle un nombre a esta segunda
génesis del hombre podemos, partiendo del cultivo del agro, llamarla cultura». Ivi, pág. 262.
120
Ivi, pág. 260.
87
(parcialmente) la tesis de Odo Marquard, según la cual sería posible establecer una
ecuación entre la actitud antropológica y el retorno a la ‘naturaleza’, entendido como un
rechazo de toda consideración sobre el destino histórico de los hombres.
Ahora bien, en el análisis de este peculiar cruce argumentativo entre estilos y
géneros que suelen considerarse contrapuestos, no debemos pasar por alto el hecho de que
al enfoque “geschichtsphilosophisch” herderiano no subyace una concepción lineal,
progresista (en el sentido del abandono gradual del estadio de las tinieblas y la entrada en
el mundo de las luces) de la historia. Más bien su concepción se podría definir
“estratigráfica”, puesto que se concreta en el análisis de la integración, conservación y
reelaboración de las diferencias, de las variedades y de las “estratificaciones” que
contribuyen a formar el modo de ser (actual) del hombre. En este sentido, tal vez
podríamos pensar en Herder como uno de los ejemplos más altos de cristalización de esa
mutación paradigmática que, a lo largo del siglo XVIII, rompió con la creencia absoluta en
la asimilación –y en el gradual acercamiento– de todo ser humano a un ‘modelo’ universal,
inmutable y uniforme. Herder, efectivamente, puede ser considerado un buen ejemplo de
esa nueva actitud que rechaza la idea según la cual naturaleza humana sería única e
invariable y que afirma, por el contrario, que «no sólo en muchas, o incluso en todas las
fases de la vida humana había distintas excelencias, sino que la diversidad misma
pertenece a la esencia de la excelencia».121 Desde este punto de vista, la concepción de la
historia delineada en las Ideen tiene un punto de contacto decisivo con lo que describíamos
antes, es decir, con la forma de entender la razón humana en los términos de un proceso,
121
A. O. LOVEJOY, La gran cadena del ser, op. cit., pág. 382, cursiva mía. En esta ocasión, se ha optado por
traducir diversamente para acercarse más al sentido de las palabras de la versión inglesa: «[...] not only that
in many, or in all, phases of human life there are diverse excellences, but that diversity itself is of the essence
of excellence» (The great chain of being, op. cit., pág. 293). A este propósito, es interesante notar que el
fundador de la antropología simbólica, Clifford Geertz, en su libro más conocido, empleó el mismo punto de
partida (la demolición de uno de los paradigmas dominantes de la Ilustración, según el cual «la naturaleza
humana está tan regularmente organizada, es tan invariable y tan maravillosamente simple como el universo
de Newton») para individuar el nacimiento de un concepto científico de cultura: «el hecho de que lo que el
hombre es puede estar entretejido con el lugar de donde es y con lo que él cree que es de una manera
inseparable. Precisamente considerar semejante posibilidad fue lo que condujo al nacimiento del concepto de
cultura y al ocaso de la concepción del hombre como ser uniforme». Véase C. GEERTZ, The impact of the
concept of culture on the concept of man, en ID., The interpretation of cultures, Basic Books, New York,
1973, trad. esp. de A. L. Bixio, El impacto del concepto de cultura en el concepto de hombre, en ID., La
interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 200312, págs. 43-44.
88
una adquisición, como «la obra progresiva de la formación de la vida humana». La razón,
por lo tanto, más que una propiedad innata, inmutable y universal, sería una obra
esencialmente colectiva que ‘surge’, según Herder, del debilitamiento progresivo que
caracteriza la estructura orgánica del ser humano. Se trata de un argumento que, analizado
con los recursos teóricos y científicos de los que disponemos hoy día (sobre todo si
consideramos los que derivan de la concepción evolutiva de los seres vivientes), muestra
toda su inexactitud práctica y conceptual, pero que, a nuestro juicio, no deja de representar
un ejemplo acertado del nacimiento y la evolución del paradigma antropológico-filosófico,
basado en el intento de rebajar el carácter especulativo de la reflexión sobre el ser humano
y en el afán de proclamar que la razón humana (junto con todas las demás facultades
propias del hombre) no es sino un eslabón de la gran cadena del ser, de la naturaleza y de
la historia: «no conocemos la razón de los ángeles; la razón del hombre es humana».122 Por
eso, sostiene Herder, es preciso evitar «hacer de la inteligencia humana una potencia pura
que tiene su origen en sí misma, independiente de los sentidos y los órganos»; en
definitiva, la tarea del verdadero filósofo, «que conoce por la experiencia la génesis y la
extensión de una vida humana y que podría seguir eslabón por eslabón la cadena de la
evolución de nuestra especie en la historia», consiste en «volver a su mundo real desde su
mundo idealista, donde se siente tan aislado como suficiente».123
Lo que llama la atención, en la obra de Herder,124 es sin duda su anhelo de
colocarse en una región intermedia, por decirlo así, entre las principales tendencias de la
Ilustración y las primeras manifestaciones teóricas y prácticas de la reacción romántica,
que intentó revisar críticamente los principios de los philosophes y de sus discípulos
alemanes.125 Tal vez esta sea la razón por la cual su figura no es tan fácil de encasillar,
122
J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 112.
123
Ivi, pág. 259.
124
Por supuesto no nos referimos únicamente a su obra más célebre (las Ideen) sino también a toda una serie
de escritos publicados a lo largo de los años 70 del siglo XVIII: la ya citada Abhandlung über den Ürsprung
der Sprache, Vom Erkennen und Empfinden der menschlichen Seele (1774), Plastik (1770), o también el
ensayo inacabado titulado Zum Sinn des Gefühls. El fil rouge que une todas estas obras tal vez podría ser
identificado en el intento de mantener en el mismo plano la esfera lógico-teorética y la esfera sensible, es
decir, la psicología y la fisiología. Véase ID., Werke, Bd. II (Herder und die Anthropologie der Aufklärung),
hrsg. von W. Pross, Carl Hanser, Münich, 1987.
125
Herder, tal y como hace notar Isaiah Berlin, fue «el más radical de los críticos de la Ilustración, tan
formidable como Burke o de Maistre, pero alejado de sus prejuicios reaccionarios y del odio a la igualdad y
la fraternidad». I. BERLIN, Vico y Herder, op. cit., pág. 213. Si consideramos a Herder como uno de los
89
puesto que pretendió hacer cuentas con la herencia de Spinoza y Leibniz dialogando
constantemente con la obra kantiana, pero también teniendo en cuenta la tradición francesa
representada por Condillac126 y el empirismo inglés de Locke. En otras palabras, la obra de
Herder alberga una verdadera encrucijada de estilos, tradiciones y discursos filosófico-
científicos, que acabaron generando un pensamiento que aún hoy resulta sumamente
sugerente, pues las cuestiones tratadas (una vez adaptadas a los paradigmas
epistemológicos actuales) no dejan de interrogar filósofos y científicos: la centralidad de la
dimensión lingüística en la experiencia humana, la función del lenguaje en la
estructuración del sistema de aprendizaje del individuo, el papel de la lengua materna en la
formación de una determinada concepción del mundo, la noción de ‘semiótica’ entendida
como una teoría general sobre los signos, y otras cuestiones. Pues bien, su peculiar
plataforma epistemológica de corte antropológico-filosófico, a nuestro juicio, se manifiesta
de la forma más contundente precisamente en el Ensayo sobre el origen del lenguaje, en el
cual se lleva a cabo el intento de mundanizar la concepción del lenguaje, restándole toda
componente teológica (en cuanto a su génesis; otra reflexión merecería la cuestión del ‘fin’
hacia el cual el ser humano, supuestamente, puede tender gracias a la ‘creación’ del
lenguaje) y analizando a través de categorías eminentemente antropológicas su origen
humano y terrestre. La ‘antropología’, de ese modo, se convierte para Herder en un
primeros estudiosos típicamente modernos del mind-body problem, es decir, de la relación entre el substrato
fisiológico-biológico y las funciones psíquicas, resulta muy interesante una de las propuestas interpretativas
de la estudiosa norteamericana Catherine Minter, la cual argumenta que el desarrollo del problema alma-
cuerpo sirvió de plataforma especulativa para la continuidad entre la Ilustración alemana y el Romanticismo.
Se trata, en nuestra opinión, de una propuesta que se adaptaría bastante bien al contexto de las obras
antropológico-filosóficas de Herder. Cf. C. MINTER, The mind-body problem in German literature 1770-
1830: Wezel, Moritz, and Jean Paul, Oxford Uiversity Press, 2002, págs. 10-11.
126
A este propósito, es importante recordar que el debate acerca de la función y el origen del lenguaje, cuyo
intérprete principal, en la Francia de la segunda mitad del siglo XVIII, era precisamente Condillac, fascinó a
muchos de los miembros de la Academia de las Ciencias de Berlín, fundada en 1740 por Federico II y
presidida por Maupertuis (seguidor de Condillac). No fue casual, por lo tanto, que la Abhandlung über den
Ürsprung der Sprache, el texto herderiano tal vez más decisivo desde un punto de vista antropológico-
filosófico, fuera concebido y redactado como respuesta a la pregunta planteada en 1769 precisamente por la
Academia de las Ciencias de Berlín («En supposant les hommes abandonnés à leurs facultés naturelles, sont-
ils en état d’inventer le langage?»), que finalmente premió y publicó el ensayo de Herder. Véase H.
AARSLEFF, The tradition of Condillac. The problem of the origin og language in the eighteenth century and
the debate in the berlin academy before Herder, en ID., From Locke to Saussure. Essays on the study of
language and intellectual history, Athlone, London, 1982, págs. 146-209.
90
verdadero paradigma cognoscitivo, es decir, en la concreción más productiva –añadimos
nosotros– de la revolución epistémica de la cual es portadora la Neuzeit. Dicho de otro
modo, en ese texto dirigido a la Academia de las Ciencias de Berlín, el filósofo alemán
quiere liquidar la vieja imagen del hombre como copula mundi, esto es, como el
intermediario entre el mundo sensible y el mundo suprasensible. Esta idea se encuentra
expresada con la misma intensidad también en las Ideen, donde se sostiene que todas las
peculiaridades de la forma de vida humana deben ser interpretadas como pertenecientes al
carácter distintivo de su especie; por ese motivo, Herder no duda en proclamar: «dejemos a
un lado toda metafísica y atengámonos a la fisiología y la experiencia».127 Desde este
punto de vista, entonces, el esquema ‘cosmológico’ general, sin dejar de tener su origen en
Dios,128 ya no pasa por el hombre (en tanto que copula, o centro del universo) para llegar
al mundo, pues el punto de contacto entre Dios y el ser humano, en la cosmovisión
herderiana, viene a ser la naturaleza; de ahí que el estudio del ser humano, desde un punto
de vista epistemológico y metodológico, en ningún modo puede desvincularse del estudio
del mundo natural, en el cual se da una continuidad fundamental entre las distintas formas
de vida. La importancia del lenguaje, por lo tanto, es entendida en términos dinámico-
genéticos, es decir, como una compensación del carácter defectuoso del bagaje instintivo
del hombre, que –permitiendo el desarrollo de una facultad llamada reflexión
(Besonnenheit, Besinnung), que a su vez conduce a la completa realización del ser
humano– hace necesaria la invención del lenguaje. En palabras de Herder, el hombre,
«desde la condición reflexiva que le es propia, ha inventado el lenguaje al poner libremente
en práctica por primera vez tal condición [...]. Inventar el lenguaje, consiguientemente, es
para él tan natural como el ser hombre».129 De esto se deduce también que razón y
lenguaje, desde un punto de vista estructural, son dos conceptos equivalentes y que se
implican recíprocamente: de hecho, también podría decirse que el lenguaje, para Herder,
no es sino «el órgano natural del entendimiento».130
Como ya hemos señalado anteriormente, la tradición a la que se enfrenta Herder es
la de una verdadera “teología del lenguaje”, en la cual su origen divino nunca era puesto en
127
J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 88.
128
Lo hemos recordado anteriormente y no está de más volver a insistir en ello: el pensamiento de Herder no
radica ni en una hipótesis materialista fuerte, ni en un ateísmo (siquiera débil).
129
ID., Ensayo sobre el origen del lenguaje, op. cit., pág. 155. En otras palabras, el lenguaje ha sido
inventado «de forma tan natural y necesaria al hombre como éste es hombre». Ivi, pág. 157.
130
Ivi, pág. 165.
91
discusión y cuyos argumentos tenían una ineludible derivación bíblica: la creación del
mundo a través de la palabra de Dios, la fundación de una proto-lengua utópica por parte
de Adán, la construcción de la torre de Babel entendida como el origen de la diversidad de
los idiomas, la encarnación de la palabra divina en Cristo.131 El representante más
conocido de dicha tradición fue tal vez el místico Johann Georg Hamann,132 pero en
general era defendida por una gran cantidad de estudiosos que, en algunos casos (como los
de Johann P. Süssmilch y Johann H. Formey), llegaron incluso a presentar varias versiones
de dicha tesis, en forma de “memorias”, ante los miembros de la Academia de las Ciencias
de Berlín, entre los años cincuenta y sesenta del siglo XVIII.133 Así, pues, si por un lado
tenemos una fundamentación esencialmente teológica de la facultad de lenguaje, por el
otro tenemos a Herder, el cual quiso asentar su propia filosofía del lenguaje en una
‘antropología’ fisiológicamente orientada, que fuera capaz de concebir esa facultad
humana como un desarrollo y un progreso (Fortgang) precisamente hacia el estadio mismo
de la ‘humanidad’. Por decirlo a través de una fórmula más contemporánea, eso
equivaldría a insertar el lenguaje en el marco del proceso de hominización. Será
interesante, pues, ver más detenidamente cómo el filósofo alemán intentó desacreditar la
concepción según la cual el lenguaje sería o bien una concesión divina o bien una
invención humana (una institución cultural), para afirmar, en cambio, una determinada
conexión ontológica entre el lenguaje y la naturaleza del hombre. Analizando su
procedimiento argumentativo, intentaremos poner de relieve la vigencia antropológico-
filosófica de su planteamiento y, al mismo tiempo, mostrar en qué sentido el pensamiento
de Herder puede ser considerado como una de las cristalizaciones más fructíferas (en tanto
que filosóficamente elaborada) del “pensar bajo el signo del hombre”.
En primer lugar, es necesario subrayar que, según Herder, el hombre comparte con
los demás animales el «lenguaje natural», un sistema de signos que en cada especie está
131
A este propósito, véase K. O. APEL, Die Idee der Sprache in der Tradition des Humanismus von Dante bis
Vico, Bouvier, Bonn, 19973, págs. 94 y sigs.
132
Inflexible adversario de Kant y entre los primeros exponentes de la así llamada Anti-Ilustración,
compartía con Herder la idea según la cual el lenguaje era el órgano central de la inteligencia del hombre y
de todas sus acciones intencionales, pero al mismo tiempo fue sin duda uno de los defensores más activos del
origen totalmente divino y en absoluto natural de esa facultad.
133
Cf. H. AARSLEFF, The tradition of Condillac, op. cit., pág. 187-188, 191-192. En el ambiente de la
Academia, circulaban otras dos tesis acerca del origen del lenguaje: la “convencionalista”, según la cual el
lenguaje es el resultado de una institución humana, y la “naturalista”, que sostenía el carácter espontáneo de
su origen, a la cual se acercaba la posición herderiana.
92
conformado a medida de su propio ambiente y que está basado en el mecanismo estímulo-
respuesta.134 Ese lenguaje natural, en el caso del hombre, es un componente de su peculiar
estructura lingüística, pero obviamente su función expresiva todavía no alcanza la función
semántico-cognoscitiva típica de la palabra. En segundo lugar, la argumentación de Herder
se apoya en algunos estudios científicos de la época,135 que acreditaban la hipótesis según
la cual el ser humano habría desarrollado una inferioridad instintiva y orgánica respecto de
los demás animales, los cuales, en virtud de la combinación e interacción de su propia
dotación “genética” y el ambiente específico, acceden a ese código operativo que es el
lenguaje animal. Ahora bien, si el ser humano no puede acceder a esa misma esfera
eminentemente operativa es porque le faltan tanto los elementos “genéticos” (la dotación
orgánico-instintiva) como el vínculo con un ambiente específico; de ahí, pues, que esté
obligado a desarrollar una estructura lingüística que le permita superar esa deficiencia
(Herder, dicho sea de paso, no acepta el argumento rousseauniano de la humana
imbecillitas, simbolizada en la figura del animal depravé, es decir, aquel estadio que el
hombre conseguiría abandonar gracias a la vida en común, al vínculo social). En otras
palabras, en el ser humano la deficiencia orgánica estructural y la falta de verdaderos
automatismos son, por decirlo así, “compensadas” por un elemento que le permite gozar de
cierta libertad respecto de los condicionamientos de los instintos y del ambiente
circundante: ese elemento es, como ya hemos recordado antes, la Besonnenheit, un término
que en Herder cobra un sentido técnico y cuyo mismo étimo pone en evidencia la
duplicidad de la raíz Sinn, que puede referirse tanto al ámbito de la ‘sensibilidad’ como al
ámbito de la ‘sensatez’. Podríamos decir, pues, que es el sistema creado gracias a la acción
de la Besonnenheit lo que permite al hombre beneficiarse de las facultades lingüísticas de
tipo semántico-cognoscitivo que su propia naturaleza le otorga, las cuales, en definitiva,
reflejan el «carácter distintivo de su ser».136 Dicho de otra forma, la facultad de reflexión y
134
Cf. J. G. HERDER, Ensayo sobre el origen del lenguaje, op. cit., pág. 135: «En rigor, ese lenguaje natural
es un lenguaje propio de cada especie y por ello posee el hombre también el suyo». Así, pues, «si queremos
llamar lenguaje a esos inmediatos sonidos de la naturaleza –sostiene Herder– su origen me parece, desde
luego, el más natural. No sólo no es sobrehumano, sino evidentemente animal: la ley natural de una máquina
sensible», pág. 143.
135
En el Ensayo sobre el origen del lenguaje (en particular, véase págs. 145-149), Herder dedica un breve
excursus a recopilar algunas nociones básicas de la que hoy día llamaríamos “etología”, basándose sobre
todo en el estudio del filósofo y escritor ilustrado Hermann S. Reimarus, titulado Allgemeine Betrachtungen
über die Triebe der Thiere (1760).
136
J. G. HERDER, Ensayo sobre el origen del lenguaje, op. cit., pág. 197.
93
discernimiento no es sino «el fundamento genético [der genetische Grund]»137 del lenguaje
humano, para el cual el hombre tendría una suerte de «disposición innata», que puede ser
explicada indagando las leyes «propias de su naturaleza y de su especie».138 La operación
lógica y epistemológica de Herder, por lo tanto, consiste en otorgar un fundamento
sensible a la reflexión (esta última actúa sobre las sensaciones procedentes del exterior: no
es necesario postular una escisión ontológica entre las dos esferas) y, al mismo tiempo, en
identificar el carácter específico del ser humano en la capacidad de coordinar
intencionalmente su contacto con la realidad precisamente gracias a la Besonnenheit, a
partir de la cual el hombre desarrolla lo que, en la argumentación herderiana, es el
verdadero explicandum, esto es, la facultad de lenguaje. La emergencia de dicha facultad,
entonces, es considerada inmanente a los procesos y a las leyes que gobiernan la
‘naturaleza humana’.
Pero la argumentación de Herder pretende dar un paso más, pues no se limita a
insertar el lenguaje en una esfera mundanizada, es decir, eminentemente antropológica,
sino que intenta fundamentar dicha hipótesis en una suerte de fenomenología de la
percepción que exalta el papel del sonido y del oído. En general, los sentidos cumplen una
función selectiva, descomponiendo en unidades discretas el flujo perceptivo procedente del
exterior y permitiendo así el aislamiento y la individuación de un determinado signo, que
se convierte, gracias a la reflexión/discernimiento, en un acto de significación, ya que
puede ser referido a un objeto externo. Así, pues, según Herder, el primer acto lingüístico,
en realidad, no necesita una componente fónica, pues acontece internamente en la
operación conjunta de la sensibilidad y la reflexión. De ese modo, el ‘nombre’ –el
significante– se materializa en virtud de la necesidad de fijar esa conquista cognitiva, esa
operación lingüística primitiva que acontece interiormente, y cuyo origen no reside en la
esfera de las convenciones sociales, sino en la estructura misma de la ‘naturaleza humana’,
en la unión de Sinnlichkeit y Besonnenheit.139 En definitiva, para Herder el pensamiento
(que acontece ante todo lingüísticamente) no puede ser desvinculado del mundo
perceptivo, pues de hecho se trata de una experiencia a la vez estética e intelectual, a la
137
Ivi, pág. 150.
138
Ivi, pág. 197.
139
A este propósito, véase una de las obras de referencia, en cuanto a los estudios sobre la concepción
herderiana del lenguaje se refiere: U. GAIER, Herders Sprachphilosophie und Erkenntniskritik, Frommann-
Holzboog, Stuttgart, 1988, en particular págs. 113 y sigs.
94
cual el ser humano accede sólo mediante el lenguaje.140 Ahora bien, ¿qué es lo que hace
del sonido el lugar en el que dicha experiencia se muestra de modo más patente? En ese
ámbito perceptivo, sostiene Herder, ocurre algo muy peculiar: los demás datos sensoriales,
en efecto, siempre quedarían, por decirlo así, incorporados a las objetos externos mismos,
mientras que el sonido sería capaz de sustraerse parcialmente a la materialidad de la cosa,
permitiendo así su fijación a través de la reproducción mimética. Por esa razón, en ese
mecanismo de descomposición de la realidad puesto en práctica por los sentidos, los
«sonidos de la naturaleza», gracias a su propia reproducibilidad mimética, se imponen
como símbolos lingüísticos privilegiados. En el origen de las palabras, pues, se hallaría un
núcleo onomatopéyico, esto es, de re-producción acústica, a través del cual pueden ser
memorizadas; en ese sentido, el “primer diccionario” de la humanidad no contiene
notiones comunes o conceptos espirituales a priori que conducen a una forma de
conocimiento cada vez más compleja, sino más bien los sonidos del mundo. Pero hay más:
ninguna otra forma de percepción lograría traducirse en palabras sin el medium del sonido
y del oído. En definitiva, según Herder, se trata de reconocer la naturaleza acústica del
lenguaje: es en esa especificidad estructural de la esfera humana, donde podemos hallar su
Ursprung.
En este gran proyecto herderiano, que aquí nos hemos limitado a resumir
brevemente, llama la atención sobre todo su intención de mantener el punto de enfoque en
la figura humana, en su aspecto más concreto, mediante un ejercicio, por decirlo así,
“fenomenológico”. Ahora bien, se podría decir que Hegel también rechazó con
contundencia la filosofía “escisionista” de Kant, pues nadie objetaría que el pensamiento
hegeliano no tenga una gran capacidad de penetrar en la concreción de la realidad y, en
particular, en la sangrienta maraña de la historia; sin embargo, en ningún caso podríamos
sostener que su sistema estuviera centrado en la figura humana, en su “perímetro”
empírico, esto es, en la peculiaridad de su mundo sensorial y en su ineludible conexión con
la configuración humana del ‘sentido’. Herder, en cambio, enlazando con las
140
Como argumentará aún más detalladamente algunos años después en la ya citada Metakritik zur Kritik der
reinen Vernunft, Herder rechaza in toto el dualismo gnoseológico kantiano, cuyo pecado original consistiría
justamente en haber prescindido del análisis de la naturaleza del lenguaje. Toda síntesis a priori (junto con
toda contraposición entre materia y forma, en tema de teoría del conocimiento) es rechazada por esconder un
mero escamotage teórico de corte intelectualista, puesto que la tendencia natural a estructurar de forma
unitaria la multiplicidad de lo real, argumenta Herder, empieza ya con la actividad de los órganos sensoriales.
Véase J. G. HERDER, Una metacrítica de la “crítica de la razón pura”, op. cit., págs. 371-421.
95
investigaciones empírico-genéticas que la Ilustración había contribuido a difundir y
desarrollándolas desde un punto de vista antropológico-filosófico, logró detenerse
precisamente en esa modalidad de lo concreto, basada en el postulado de fondo de la
unidad entre el alma (la sede de las funciones psíquicas), el cuerpo y el mundo; dicho de
otra forma, Herder logró detener la mirada en el que hoy día la filosofía anglosajona llama
“mind-body problem”, entendido como el lugar privilegiado desde el cual observar la
peculiaridad del ser humano. Pero tal vez sea aún más relevante, para describir la actitud
filosófica de la cual estamos intentando reconstruir la génesis histórico-conceptual,
subrayar que dicha atención por lo concreto estaba basada en una lógica de las
sensaciones, es decir, en un análisis detallado de los diferentes órganos sensoriales y de su
respectiva especificidad operativa, a su vez vinculada con la formación de lo que,
generalmente, se entiende por ‘sentido’. De los sentidos al sentido. Según Herder, no se
trata de reflexionar, desde un punto de vista genérico, sobre el papel de la sensibilidad en
tanto que fuente de las percepciones y de los estímulos procedentes del exterior; en otras
palabras, en el conjunto de esas obras antes citadas, publicadas a lo largo de los años 70 del
siglo XVIII, el filósofo alemán no elaboró una enésima versión del esquema gnoseológico
vertical por excelencia, que empieza por la sensación, transita por la imaginación y
culmina con la esfera del intelecto. Por el contrario, podría decirse más bien que intentó
trabajar horizontalmente sobre los diferentes sentidos, en particular sobre los tres más
productivos –la vista, el oído y el tacto–, estudiando su capacidad de operar sobre la
materia, marcándola y generando determinados signos. Herder propone así individuar una
determinada correlación lógica entre las distintas “performances” de los órganos
sensoriales y los órdenes mediante los cuales el ser humano opera conceptualmente a partir
las percepciones. A cada sentido, pues, le correspondería una cierta forma de hacer una
experiencia conceptual: el oído permite configurar el orden de la sucesión temporal (por su
capacidad de percibir elementos discretos que se suceden a través de secuencias); la vista
estructura la experiencia de la contigüidad espacial (por su capacidad de percibir elementos
separados, pero yuxtapuestos en un único trasfondo); el tacto configura el orden de la
causalidad (por su capacidad de percibir “en profundidad” los mismos elementos
percibidos por los demás sentidos, pero con el valor añadido de la posibilidad de
experimentar su propia fuerza, su resistencia y el carácter corporal y macizo de lo
percibido). En definitiva, lo que queremos subrayar es que Herder entiende el ‘sentido’ (el
resultado de la conceptualización) siempre como la aprehensión de algo en términos de
‘unidad’, que conserva un vínculo ineliminable con la actividad de los ‘sentidos’. Esta
96
correlación es el fondo último de la gnoseología herderiana. En particular, en virtud de su
reflexividad, uno de los sentidos adquiere una relevancia predominante, a saber: el tacto.
El tocar, para el hombre, implica al mismo tiempo el sentirse tocado, es decir, hace posible
la auto-percepción por excelencia, ya que conduce a una modificación del estado del sujeto
que toca. La génesis del yo, por lo tanto, residiría en una forma primaria del sentir(se), y no
en el cogito o en una auto-evidencia transparente e incorpórea: en su origen se halla así la
percepción de lo otro y de un ‘fuera’ que opone resistencia, límites, ante todo de tipo
corporal, de los que el hombre se percata primariamente a través del tacto. Herder, en uno
de los textos antes recordados, lo dice muy claramente, refiriéndose al neonato que tantea
ciegamente alrededor suyo y que «mediante el sentir se despierta de un sueño profundo,
pues con cada choque renueva la memoria de su actual situación en el mundo. De ahí se
desarrollan sus energías internas, es decir, a través de una limitación exterior, un sentir lo
otro».141 Dicho de otra forma, lo que en el ser humano genera la auto-percepción, la así
llamada présence à soi (que, en primera instancia –merece la pena recordarlo–, para
Herder se da desde un punto de vista corporal), es justamente la percepción previa de una
resistencia, de una alteridad, que le permite de-limitar ante todo su propio cuerpo. En otro
texto suyo, efectivamente, leemos que «el alma se siente compenetrada con el mundo.
Puesto que el tiempo y el espacio limitan sus fuerzas, no puede aspirar a conocer, de forma
inmediata, todo, sino únicamente algo, y ese algo se convierte en el espejo de otro
elemento, esto es, del cuerpo».142
Ahora bien, en realidad se podría afirmar que esta ontología del sentir basada en
principios anti-intelectualistas responde a una lógica que revela toda su inclinación
romántica, puesto que su verdadero protagonista –«el horizonte permanente de su cuerpo
[der beständige Horizont seines Körpers»–143 parece corresponderse con el topos
típicamente romántico de la ‘profundidad’, donde se produciría la originaria co-naissance
141
ID., Plastik (1770), ahora en ID., Werke, Bd. 2, op. cit., pág. 408: «Bei jeder sinnlichen Empfindung wird
er, wie aus einem tiefen Traume geweckt, und durch eine empfindbaren Stoss lebhafter an eine Idee erinnert,
die seine gegenwärtige Lage in der Welt erinnert. Da entwickelt sich eine innere Kräfte durch eine
Beschränkung von Aussen, durch ein leidendes Gefühl von andern».
142
ID., Kommentar zu Plastik, en ID., Werke, Bd. 2, op. cit., pág. 985: «Die Seele fühlet sich in die Welt
hinein. Da sie in ihren Kräften durch Raum und Zeit eingeschränkt ist: so kann sie nicht alles unmittelbar
erkennen: einiges aber, und dies wird ein Spiegel des Andern: das ist der Leib».
143
ID., Von Erkennen und Empfinden der menschlichen Seele, en ID., Werke, Bd. 2, op. cit., pág. 564.
97
del mundo y que se contrapone al topos frío y abstracto de la theoria intelectual.144 Eso es
cierto: no queremos negar que uno de los objetivos primarios del pensamiento de Herder
consiste en el rechazo absoluto de la filosofía de la Ilustración en tanto que esfuerzo crítico
por delimitar lógicamente el uso de la razón y denunciar así sus abusos, como si ésta
pudiese ser al mismo tiempo juez, parte, ley y testigo de ese proceso al cual Kant quiso
someterla.145 Sin embargo, lo más interesante, desde nuestro punto de vista, tal vez sea el
interés herderiano por la “superficie” nerviosa, plástica y móvil de esa “profundidad” y de
esa “oscuridad” que, innegablemente, fueron tan determinantes en el desarrollo del
pensamiento romántico. Porque es ahí, al nivel de la superficie, donde, en nuestra opinión,
está en juego uno de los núcleos teóricos fundamentales de la mirada antropológico-
filosófica, a saber: la intensificación de la atención “fenomenológica” por la figura humana
y por sus objetivaciones, en una palabra, por la “superficie” que se presta a ser
cartografiada.146 Esto significa que una serie de preguntas que antes de la eclosión de la
“configuración antropológica del saber” no preveían como ámbito de respuesta la figura
humana, ahora, en cambio, tienen como su referente principal lo que podríamos llamar la
“provincia del hombre”. El mismo concepto podría ser expresado también en un sentido
metafórico: es suficiente pensar en la importancia simbólica y metafórica de otra obra de
144
A propósito de la caracterización fuertemente anti-intelectualista del pensamiento de Herder, es útil
consultar la siguiente obra: H. ADLER, Die Prägnanz des Dunklen. Gnoseologie-Äesthetik-
Geschichtsphilosophie bei J. G. Herder, Meiner, Hamburg, 1990, en particular págs. 104 y sigs., donde se
analiza la teoría del conocimiento herderiana, insistiendo en su aversión radical por la carga intelectualista
que subyace a la filosofía crítica, que sería portadora de un modelo demasiado abstracto.
145
Cf. J. G. HERDER, Una metacrítica de la “crítica de la razón pura”, op. cit., pág. 372.
146
Ahora bien, como ya hemos recordado anteriormente, no es nuestra intención negar que en el pensamiento
de Herder, sobre todo a partir de la publicación de los volúmenes que componen las Ideen, se produzca un
desbordamiento, por decirlo así, hacia un nivel de análisis que pretende englobar el estudio de la constitución
concreta (es decir, biológico-cultural) del ser humano en un proyecto de filosofía universal y de concepción
organicista de la historia, según la cual puede establecerse un paralelismo entre la vida del individuo y la de
la humanidad. En nuestra opinión, esta innegable superposición de los planos del análisis (antropológico-
filosófico y geschichtsphilosophisch) no hace sino respaldar nuestra convicción según la cual la hipótesis
historiográfica y hermenéutica de Odo Marquard sería demasiado simplificadora, ya que no parece tan obvio
que «el giro a la filosofía de la historia sólo es posible si se abandona la antropología» (O. MARQUARD,
Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 145). En el pensamiento de
Herder, acontece más bien lo contrario: la mirada antropológica sobre la constitución concreta del ser
humano desemboca en un gran proyecto de filosofa de la historia.
98
Herder, su Journal meiner Reise im Jahr 1769,147 redactado durante su periplo por Europa.
En esas páginas podemos comprobar hasta qué punto el cuerpo del mundo parece irrumpir
de forma explosiva en el escenario del saber moderno, en tanto que símbolo de la
irreducible densidad y multiplicidad que la superficie (incluida la humana) del mundo
brinda a los ojos del pensador. En otras palabras, una vez abandonada la perspectiva según
la cual era posible instituir un vínculo inescindible entre un hipotético orden inmutable de
las cosas y una supuesta identidad humana también inmutable, lo que queda no es sino la
multiplicidad, a la cual es posible acceder sólo si se acepta sondear ante todo su superficie,
su cuerpo. Por esta razón, el diario de viaje podría ser considerado como un verdadero
sismógrafo de esa irrupción de la multiplicidad, así como el viaje mismo (acordémonos de
las palabras de Pascal: «vous êtes embarqués») vendría a ser la metáfora de la mutación
epistémica subyacente. Así, pues, si el viaje fue uno de los factores que impulsó el
nacimiento de la mirada antropológica, ahora también podría entenderse, metafóricamente,
como su dimensión epistémica de fondo, como la única forma posible de abordar la
empiria,148 la multiplicidad y su superficie, intentando cartografiarla y comprobando en
qué medida esa “nueva” dimensión posee una configuración que se inscribe en la
estructura misma de la vida humana.
En conclusión de este tercer parágrafo, y acercándonos también a la conclusión de
la primera parte del presente trabajo, puede resultar útil volver a la polémica entre Herder y
Kant, que, a nuestro juicio, no representa únicamente una disputa académica o filosófica
que nos permite adentrarnos en las transformaciones culturales acontecidas en la segunda
mitad del siglo XVIII, sino que más bien puede ser entendida como el ejemplo
paradigmático del carácter liminar o fronterizo de la mirada antropológico-filosófica, que
se puede intuir ya a partir de la presencia misma de ese guión que, al mismo tiempo, une y
separa los dos términos de la expresión. Que dicha conjunción disyuntiva sea un reflejo de
la eclosión de la episteme moderna (más aún: que sea la consecuencia más directa e
147
Véase ID., Diario de mi viaje del año 1769, en Obra selecta, op. cit., págs. 23-129. Anteriormente (ya
hemos recordado la importancia del nexo teórico entre la época de los viajes y de los descubrimientos y el
surgimiento de la ‘antropología’, pero no hemos citado una obra en la que, en relación con este binomio
histórico-conceptual, se analiza detenidamente el papel jugado por Herder: véase F. REMOTTI, Noi, primitivi.
Lo specchio dell’antropologia, Bollati Boringhieri, Torino, 1990, en particular págs. 44-160.
148
En este contexto, es imprescindible recordar que, en alemán, la etimología de la palabra Erfahrung
(experiencia) sugiere de forma explícita su íntima conexión con el desplazamiento, esto es, con la idea del
viajar (fahren).
99
ineludible de su detonación), efectivamente, es lo que hemos sostenido desde el principio
de este trabajo. Pues bien, anteriormente hemos puesto en evidencia algunos de los indicios
más relevantes de la tensión entre la actitud kantiana y la herderiana, como la oposición
entre el dualismo, el formalismo o el tecnicismo de la filosofía de Kant (piénsese en las
argumentaciones de la Metacrítica de la crítica de la razón pura) y el afán herderiano de
concreción e historicidad y de inserción de la razón humana en la gran cadena de la ‘vida’;
en definitiva, he aquí la oposición entre la nueva “configuración antropológica del saber” y
el carácter todavía especulativo de la filosofía. Pero si miramos bien, se trata de la misma
cuestión a la cual el mismo Kant dedicó tanta atención, es decir, la relación ambigua y
problemática entre el pensar y el conocer, que a su vez encierra otra gran relación
disyuntiva de la modernidad, la que se da entre el pensamiento filosófico y el conocimiento
científico. Desde este punto de vista, podríamos decir que el dualismo kantiano no es sino
el símbolo del carácter difícilmente conciliable de la filosofía y la antropología, de la
theoria y la razón que observa, que acumula y administra los datos empíricos. De hecho,
incluso aquellos intentos (como el que llevó a cabo, parcialmente, Herder) de desmentir y
rechazar el dualismo entre la razón y la naturaleza, la mente y el cuerpo, no conllevan una
inmediata eliminación de cualquier barrera entre el plano empírico y el trascendental, el
saber reflexivo y el saber que observa, es decir, entre el hombre en tanto que sede del
pensamiento (y de la interrogación misma sobre su propia ‘naturaleza’) y su materialidad,
su existencia ineludiblemente empírica, concreta. En otras palabras, se trata de la cuestión
típicamente moderna (puesto que en épocas anteriores ni siquiera se podía plantear, al
menos no en estos términos) del saber en torno al hombre: ¿se puede alcanzar dicho saber
como si fuera un conocimiento? ¿La ciencia del hombre es un conocimiento del hombre?
Lo cual, por supuesto, significa preguntarse también si existe una distinción entre una
filosofía del hombre y una ciencia del hombre. En nuestra opinión, la caracterización
íntimamente doble de las preguntas a las que hemos aludido no hace sino reflejar el
abanico de problemas que trae consigo la superposición del plano empírico y el
trascendental, de la cual hemos hablado ya en la Introducción y que, en la época moderna,
se ha convertido en un nudo conceptual tal vez inextricable. La cuestión tiene una doble
vertiente, que le otorga un carácter biunívoco, pues por un lado hay que entender qué
efectos genera la consideración y la descripción de los fenómenos (superficiales, concretos,
vitales, expresivos, etc.) que pertenecen a la provincia del hombre en el nivel de análisis
filosófico, el que analiza las condiciones de posibilidad de dichos fenómenos; por el otro,
hay que preguntarse también hasta qué punto un saber volcado a sondar la provincia del
100
hombre es capaz de convivir con el nivel de abstracción que, ineludiblemente, acompaña
toda auto-interrogación del ser humano, ese animal peculiar que indaga las condiciones de
posibilidad de su propio saber. Por ejemplo, si hasta cierto momento de la historia cultural
de Occidente se ha ignorado sistemáticamente, por ser consideradas irrelevantes desde un
punto de vista filosófico, las diferencias entre los sexos, las culturas, las clases sociales, o
también la influencia profunda que varios elementos no estrictamente racionales (es decir,
biológicos, emocionales, inconscientes, pero también ideológicos o económicos) ejercían
en la configuración del pensamiento humano, a partir de la eclosión de la “configuración
antropológica del saber” ese desconocimiento sistemático dejó de ser considerado legítimo.
Dicho de otra forma, la ruptura representada por la modernidad, a nuestro juicio, estriba
precisamente en la necesidad de plantearse la cuestión de cómo puede integrarse en el
discurso filosófico ese conjunto de elementos estructuralmente no-filosóficos; de cómo
puede integrarse la antropología en la filosofía; en última instancia, de cómo puede darse
una ‘antropología filosófica’, sin que ésta acabe convirtiéndose en una gran yuxtaposición
que aglutine a posteriori los contenidos científicos, o (peor aún) en un conocimiento
supuestamente más elevado que pretenda identificar un nivel causal capaz de imponerse
sobre todos los demás.
101
102
CAPÍTULO 2
¿LA ANTROPOLOGÍA COMO DESTINO DE UNA ÉPOCA?
Kant y el contrapunto crítico foucaultiano
103
I. EL LUGAR DEL DISCURSO ANTROPOLÓGICO EN LA OBRA DE KANT
1
Cf. M. HEIDEGGER, Kant und das Problem der Metaphysik (1929), ahora en Gesamtausgabe, Bd. III, hrsg.
von F. W. von Herrmann, Klostermann, Frankfurt a.M., 1991, trad. esp. de G. Ibscher Roth, revisión de E. C.
Frost, Kant y el problema de la metafísica, FCE, México, 19732.
2
A lo largo del presente capítulo nos referiremos a diversos autores y especialistas en Kant; aquí nos
limitamos a señalar los textos más importantes que nos han servido de introducción para nuestro estudio
sobre la caracterización antropológica de la filosofía de Kant: K. ALPHÉUS, Was ist der Mensch? (Nach Kant
und Heidegger), en “Kant Studien”, 59, 1 (1968), págs. 187-198; F. P. VAN DE PITTE, Kant as philosophical
anthropologist, Nijhoff, The Hague, 1971; D. STURMA, Was ist der Mensch? Kants vierte Frage und der
Übergang von der philosophischen Anthropologie zur Philosophie der Person, in D. H. HEIDERMANN, K.
ENGELHARD (hrsg. von), Warum Kant heute? Systematische Bedeutung und Rezeption seiner Philosophie in
der Gegenwart, de Gruyter, Berlin, 2004, págs. 264-285; C. N. SCHMIDT, Kant’s trascendental, empirical,
pragmatic, and moral anthropology, en “Kant Studien”, 98, 2 (2007), págs. 156-180; finalmente, hemos de
recordar una monografía muy reciente, que insiste en la necesidad de deslegitimar, en el contexto del sistema
kantiano, la caracterización esencialista de la pregunta sobre el hombre: R. BRANDT, Die Bestimmung des
Menschen bei Kant, Meiner, Hamburg, 2007.
104
algo que, a primera vista, podría parecer un hecho más que obvio: Kant fue un pensador
ilustrado. Así, pues, según el Zeitgeist de la época, sería imposible sostener que la
estructura arquitectónica (el criterio de organización del pensamiento), para el filósofo
alemán, consista exclusivamente en una decoración superflua y accesoria del contenido
mismo del saber. En efecto, la idea enciclopédica del saber, tan central para los
intelectuales ilustrados, estaba fundada en el carácter sistemático de dicho saber, que se
obtiene «cuando la idea del todo precede las partes», pues «en toda ciencia, la idea del todo
viene necesariamente antes».3 Podemos pensar, por lo tanto, que la necesidad de organizar
los diversos materiales del saber, dejándose guiar por una idea arquitectónica, no
representaba para Kant una mera pedantería escolástica, sino el núcleo mismo de su
filosofar. Intentar hallar una clave de bóveda que sea capaz de impedir la dispersión de los
campos del saber, así como otorgar un cierta sistematicidad a su pensamiento, no parece
entonces una idea del todo ingenua. Sobre todo si el mismo Kant, en diversos lugares de su
obra, nos indica la presencia de ese punto de fuga conceptual, que reflejaría el interés de
fondo, que es a la vez especulativo y práctico (recuérdese el carácter engagé, en términos
de progresos de la humanidad, de la filosofía de la Ilustración) de toda su actividad
intelectual.
Como es sabido, en la Crítica de la razón pura Kant afirma claramente que esa
doble caracterización del interés de la razón se concreta en la formulación de tres
preguntas (¿Qué puedo saber?; ¿Qué debo hacer?; ¿Qué me está permitido esperar?),4 a
las cuales se encargarían de responder, respectivamente, la filosofía teorética (o
metafísica), la filosofía moral y la filosofía de la religión. Ahora bien, paralelamente a esas
célebres preguntas, hemos de considerar también otro lugar muy conocido de la obra de
Kant, la Introducción al Manual de lecciones de lógica, donde se reiteran dichas preguntas,
pero añadiendo una cuarta, que tantos quebraderos de cabeza ha provocado a los
estudiosos de la filosofía kantiana. Veamos el fragmento en su integridad:
3
I. KANT, Philosophische Enzyklopädie, en KGS, Bd. XXIX.1/1, págs. 3-45, trad. esp. de J. M. García
Gómez del Valle, Enciclopedia filosófica, Palamedes, Girona, 2012, pág. 3.
4
Cf. ID., Kritik der reinen Vernunft, B(833)/A(805), en KGS, Bd. V, págs. 1-164, trad. esp. y notas de P.
Ribas, estudio introductorio de J. L. Villacañas, Crítica de la razón pura; Prolegómenos a toda metafísica
futura, Gredos, Madrid, 2010, págs. 1-616, aquí pág. 586. Según la nomenclatura al uso, “A” corresponde a
la primera edición de la obra (1781) y “B” corresponde a la segunda edición (1787). En lo sucesivo, nos
referiremos a esta obra utilizando la sigla KrV y damos siempre por supuesto que la edición española de
referencia es la que acabamos de citar.
105
«Puesto que la filosofía en el último sentido [cosmopolita] es, en efecto, la ciencia de la
relación de todo conocimiento y de todo uso de la razón con el propósito final de la razón
humana, al que, en tanto que supremo, están subordinados todos los otros fines y en el que
concurren para la unidad.
El campo de la filosofía en este sentido cosmopolita se puede reducir a las siguientes
cuestiones:
1) ¿Qué puedo saber?
2) ¿Qué debo esperar?
3) ¿Qué me está permitido saber?
4) ¿Qué es el hombre?
La metafísica responde a la primera cuestión, la moral a la segunda, la religión a la tercera y
la antropología a la cuarta. En el fondo se podría considerar todo esto como perteneciente a
la antropología, dado que las tres primeras cuestiones se refieren a la última».5
Así, pues, no parece del todo descabellada la idea según la cual podría identificarse
justamente en la pregunta sobre el hombre aquella idea arquitectónica que otorga sentido al
conjunto del trabajo intelectual de Kant, ya que es él mismo quien parece sugerirlo,
declinando así su pensamiento según aquella “configuración antropológica” (es decir,
secular o mundanizada) de la cual hemos hablado en el precedente capítulo. Que esta
cuestión haya adquirido una gran relevancia, en el panorama de los estudios kantianos, lo
atestiguan las siguientes palabras de uno de los más destacados expertos norteamericanos
de la obra de Kant: «dicha cuestión constituye nada menos que la línea de demarcación
crucial que la crítica kantiana tiene por delante. [...] El futuro de los estudios kantianos,
pues, consiste en la [...] revisión del entero sistema kantiano precisamente en los términos
de una antropología».6 Pues bien, independientemente de la expansión que pueda
experimentar en el futuro esta vertiente de los estudios kantianos, aquí nos interesa poner
5
ID., Immanuel Kants Logik. Ein Handbuch zu Vorlesungen (1800), hrsg. von G. B. Jäsche, en KGS, Bd. IX,
págs. 1-150, edición esp. de M. J. Vázquez Lobeiras, Lógica, Akal, Madrid, 2000, pág. 92. En otras dos
ocasiones, Kant se expresó de forma muy parecida, si no idéntica: en las Vorlesungen über Metaphysik und
Rationaltheologie (en KGS, Bd. XXVIII, hrsg. von G. Lehmann, págs. 533-534) y en una carta a su amigo
Stäudlin, en la cual Kant hace referencia a las lecciones de “Antropología” que estuvo impartiendo durante
más de veinte años (Brief an C. F. Stäudlin, 4. Mai 1793, en Briefwechsel, hrsg. von R. Reiche, en KGS, Bd.
XI, págs. 429-430).
6
J. H. ZAMMITO, Kant, Herder and the birth of anthropology, The University of Chicago Press, 2002, pág.
349.
106
de relieve que dicha cuestión (la oportunidad de hablar de una ‘antropología’ en Kant y de
considerarla como la clave de bóveda de su pensamiento) no es en absoluto marginal.
Antes de adentrarnos en la reconstrucción histórico-conceptual de la elaboración
kantiana del discurso antropológico, será necesario delinear –al menos superficialmente– el
contexto historiográfico desde el cual empezó a propagarse la lectura antropológica de
Kant, pues en efecto se trata de un contexto plural, en el cual no todas las voces coinciden.7
En otras palabras, dicha línea de interpretación no es unívoca y, tal vez, en ningún caso
podría serlo, ya que el mismo término ‘antropología’, en Kant, es ambiguo. Por lo tanto, no
debemos extrañarnos de que se hayan llegado a formular hipótesis muy diversas sobre el
lugar donde sería posible hallar, en la filosofía kantiana, ese campo temático: por un lado,
se sostiene que la ‘antropología’ debe ser identificada con aquella disciplina a la cual, a
partir del semestre de invierno de 1772-1773 y durante más de dos décadas, el mismo Kant
otorgó una gran dignidad académica; por otro lado, algunos intérpretes defienden que, para
hablar de la antropología kantiana, es imprescindible referirse a un proyecto filosófico más
amplio, dotado de un estatuto trascendental. Además, en relación con esta última opción
hermenéutica, habría que averiguar si ese proyecto encuentra su culminación en la obra
kantiana o si, en cambio, se reduce a un mero esbozo in desideratis. De ahí que los
estudiosos discrepen también sobre la relación que se instauraría entre la filosofía
trascendental y la antropología.
Como ya hemos adelantado, entre los primeros filósofos que reflexionaron sobre el
carácter supuestamente antropológico del pensamiento kantiano hay que incluir sin duda a
Martin Heidegger.8 A este propósito, Kant y el problema de la metafísica es el texto de
referencia, en el cual el filósofo de Meßkirch se expresa de forma muy clara, afirmando
que la fundamentación kantiana de la metafísica reside en la indagación sobre el ser
humano, dado que la posibilidad misma de la ontología estriba en el desvelamiento de la
7
Es importante recordar que ese contexto historiográfico empezó a delinearse en toda su pluralidad sólo a
partir de la última década del siglo pasado, cuando, en 1997, fue publicado el corpus de las lecciones de
antropología, gracias al trabajo de edición de la Akademie (Vorlesungen über Anthropologie, hrsg. von R.
Brandt e W. Stark, in KGS, Bd. XXV.1/2; en lengua española está disponible la traducción de las lecciones
recogidas por Ch. C. Mrongovius en 1784-1785: I. KANT, Antropología práctica, edición preparada por R.
Rodríguez Aramayo, Tecnos, Madrid, 1990).
8
La bibliografía sobre la interpretación heideggeriana de Kant es inmensa. Aquí nos limitamos a sugerir la
lectura de la sección bibliográfica de G. VATTIMO, Introduzione a Heidegger, Laterza, Roma-Bari, 1980,
trad. esp. de A. Báez, Introducción a Heidegger, Gedisa, Barcelona, 1986, págs. 155-183.
107
trascendencia, es decir, en la subjetividad; con lo cual, su perspectiva no puede ser sino
antropológica –y es casi superfluo recordar hasta qué punto esta afirmación, para
Heidegger, tenga un carácter despectivo.9 Desde este punto de vista, pues, el objetivo
último de la filosofía kantiana consistiría en la configuración de una antropología
filosófica, frente a la cual, sin embargo, Kant no pudo sino echarse para atrás, ya que la
empiricidad de la mirada antropológica no le habría permitido acceder a un nivel
fundacional.10 Como es sabido, la propuesta de Heidegger para “enmendar” la supuesta
degeneración antropológica del pensamiento kantiano, cristalizada en la posibilidad de
reconducir las tres preguntas fundamentales de la filosofía a la pregunta sobre el hombre,
estriba en la necesidad de radicalizar la interrogación sobre la finitud del hombre,
renunciando a su indeterminación.11 Este último paso es precisamente el que Kant no pudo
9
Véase M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 171-173
10
A pesar de que para muchos lectores se trate de una obviedad, nos parece importante especificar que, en
este caso, la expresión ‘antropología filosófica’, que Heidegger emplea con tono despectivo versus Kant, no
se corresponde en absoluto con esa peculiar declinación de la episteme moderna centrada en la figura humana
de la cual, en el precedente capítulo, hemos intentado proponer una breve (y seguramente parcial)
genealogía. La expresión utilizada por Heidegger tiene un alcance distinto y se refiere esencialmente al
ámbito fundacional en el cual la descripción del ser humano y de sus facultades funda la posibilidad de un
plano trascendental capaz, en cierto sentido, de producir el objeto de todo saber. No se refiere, por el
contrario, a aquella actitud filosófica que, como propuso Gehlen, se basa en la capacidad de «ver la
inteligencia del hombre en conexión con su situación biológica, con la estructura de la percepción, de la
acción y de sus necesidades». Pero tampoco se refiere, por ejemplo, a la cuestión (remarcada por Plessner) de
las condiciones bajo las cuales «el hombre puede considerarse como sujeto de una realidad espiritual e
histórica, es decir, como persona moral dotada de responsabilidad, precisamente desde la misma perspectiva
determinada por su filogénesis física y por su posición en el conjunto de la naturaleza». H. PLESSNER, Die
Stufen des Organischen und der Mensch. Einleitung in die philosophische Anthropologie (1928). Esta obra
ha sido recogida ahora en Gesammelte Schriften, Bd. IV, hrsg. von G. Dux [et al.], Suhrkamp, Frankfurt
a.M., 1981. Sin embargo, en el presente trabajo utilizaremos siempre la edición de Walter de Gruyter, Berlin-
New York, 1975; el fragmento aquí citado se encuentra en la pág. 5.
11
Heidegger (como hicieron varios comentaristas en tiempos más recientes) insiste mucho en la importancia
de esos pasajes de la obra kantiana en los que se hace explícita la posibilidad de reconducir la metafísica, la
moral y la religión a la antropología. En sus palabras: «las tres preguntas no sólo se dejan referir a la cuarta,
sino que no son otra cosa que esta misma pregunta, es decir, deben de ser referidas a esta pregunta, de
acuerdo con su propia esencia. Pero esta referencia sólo es necesariamente esencial cuando esta cuarta
pregunta renuncia a la universalidad e indeterminación que tiene a primera vista para adquirir esa univocidad
en virtud de la cual se pregunta en ella por la finitud del hombre». M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la
metafísica, op. cit., pág. 181.
108
dar mediante su fundación metafísica; por lo tanto, el impasse, según Heidegger, podía ser
resuelto sólo en la medida en que la pregunta sobre el hombre se concretase en una
pregunta por el Dasein y su «fundamento íntimo, por la comprensión del ser como finitud
esencialmente existente. Esta pregunta por el Dasein interroga por la esencia del ente así
determinado. En tanto que su esencia esté en la existencia, la pregunta acerca de la esencia
del Dasein es la pregunta existenciaria».12 He aquí, pues, la justificación de la necesidad
histórica y filosófica de Ser y tiempo. Pero no es este el lugar más adecuado para
profundizar en la labor hermenéutica de Heidegger; lo que nos parece importante subrayar,
en este contexto, es que a partir de su interpretación de Kant, se ha abierto un debate que,
como veremos en los siguientes párrafos, fue retomado con mucho ímpetu sobre todo
después de la publicación del compendio de las lecciones de Antropología.
El punto de partida de todas las interpretaciones más recientes sigue siendo la
necesidad de referir las tres preguntas fundamentales de la filosofía en sentido cosmopolita
a la pregunta sobre el hombre. Donde las interpretaciones difieren y revelan su
peculiaridad y especificidad, en cambio, es en la individuación de aquella disciplina que
sea capaz de elaborar una respuesta a dicha pregunta. En muchos casos, se ha sostenido
que, por sí sola, la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht no puede hacerse cargo de
semejante tarea.13 ¿Cuál es, por lo tanto, aquella ‘antropología’ que, en conformidad con el
proyecto kantiano, está legitimada para contestar a la pregunta sobre el hombre y, a
fortiori, también para satisfacer el interés originario de la razón? Es en este espacio
argumentativo, pues, donde las interpretaciones, en los últimos años, han sido más fértiles;
para el fin que nos hemos propuesto en este trabajo, será suficiente describir las opciones
hermenéuticas más relevantes, antes de centrarnos en aquellos textos del propio Kant que,
en cierto sentido, sugieren la necesidad de elaborar un determinado saber antropológico.
Una de las interpretaciones más radicales es, sin duda, la de Van de Pitte,14 para el cual el
entero corpus sistemático kantiano constituiría una ‘antropología filosófica’ cabalmente
desarrollada. En este sentido, el término ‘antropología’ sería caracterizado por una
12
Ivi, pág. 191.
13
Para una lectura analítica, puntual y que introduce de forma cabal a todos los temas tratados en esa obra
“secundaria” de Kant, véase R. BRANDT, Kritischer Kommentar zu Kants Anthropologie in pragmatischer
Hinsicht (1798), Meiner, Hamburg, 1999.
14
Cf. F. P. VAN DE PITTE, Kant as philosophical anthropologist, op. cit.; cf. también su Introduction, en I.
KANT, Anthropology from a pragmatic point of view, edited by V. L. Dowdell, Southern Illinois University
Press, Carbondale-Edwardsville, 1978, págs. XI-XXII.
109
ambigüedad que no haría sino jugar en favor de su propia interpretación y, por esa razón,
no podría ser reducido exclusivamente al ámbito empírico abarcado en la Anthropologie in
pragmatischer Hinsicht. Así, pues, el papel más relevante lo tendría una verdadera
‘antropología filosófica’ que se propone establecer la «naturaleza esencial» (sic) del ser
humano. Esto quedaría demostrado, según Van de Pitte, gracias a la centralidad de los
temas antropológicos, que se encuentran diseminados a lo largo de toda la obra kantiana;
de ese modo, la filosofía crítica no cumpliría sólo una función negativa, es decir, de
delimitación del alcance de la razón humana, sino que también contribuiría a desarrollar un
sistema positivo de descripción del ser humano.15 Pero el estudioso holandés no es el único
en haber sostenido que cada una de las partes de la filosofía crítica puede ser concebida
como una específica determinación de la respuesta a la pregunta por el hombre. J. E.
Smith, por ejemplo, descarta rotundamente que la Anthropologie pueda contener una
respuesta a dicha pregunta, afirmando, en cambio, que sólo la filosofía crítica –en su
integridad– constituye una ciencia del hombre, cuya definición quedaría implícita en los
análisis kantianos sobre la naturaleza, los límites del conocimiento y la relación del ser
humano con Dios.16 Tampoco hay que olvidarse del “endorsement” de Karl Jaspers, el cual
insistió en el papel determinante de la cuarta pregunta en el conjunto de la filosofía
kantiana.17 En la misma dirección, asimismo, va la propuesta, mucho más reciente, de D.
Sturma, el cual sostiene que en las tres Críticas se hallaría una serie de argumentaciones
que pueden ser consideradas como determinaciones específicas de la respuesta a la
pregunta “¿qué es el hombre?”; el estudioso alemán, sin embargo, no cree que en Kant
pueda encontrarse una definición esencialista del ser humano, puesto que defiende que en
su filosofía juegan un papel muy relevante el abandono del modelo teórico centrado en una
definición estática y metafísica del hombre y la consecuente apertura hacia un modelo
15
La radicalidad de la propuesta hermenéutica de Van de Pitte llega a un punto muy extremo, pues el
estudioso holandés sostiene que la “revolución copernicana” de Kant sería una anticipación de la
transvaloración de todos los valores propugnada por Nietzsche. Cf. ID., Kant as philosophical anthropologist,
op. cit., pág. 578.
16
Véase J. E. SMITH, The question of man, en C. W. HENDEL (ed.), The philosophy of Kant and our modern
world, The Liberal Arts Press, New York, 1957, en particular págs. 3-24.
17
Cf. K. JASPERS, Immanuel Kant zu seinem 150. Geburtstag, en J. KOPPER, R. MALTER (hrsg. von),
Immanuel Kant zu ehren, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1974, págs. 366-375 (en particular pág. 368).
110
basado en la «indagación sobre las facultades y las propiedades verificables de la forma de
vida humana».18
Ahora bien, todas las interpretaciones mencionadas hasta aquí tienden a considerar
que la cuarta pregunta formulada, por ejemplo, en la Introducción a la Lógica, tiene una
función de compendio y fundación respecto de las otras tres preguntas fundamentales de la
filosofía kantiana; además, dichas interpretaciones pretenden hallar una respuesta de tipo
esencialista, es decir, aspiran a identificar un núcleo teórico que contenga una definición
estable de la esencia del hombre, restando importancia al papel de la Anthropologie in
pragmatischer Hinsicht, por su carácter demasiado empírico, que no encajaría con el
enfoque general del pensamiento kantiano. Sin embargo, no todos los estudiosos han
optado por una interpretación tan “esencialista”: en una publicación muy reciente, R.
Brandt,19 profesor de la Universidad de Marburg, apuesta por identificar la caracterización
antropológica de la filosofía de Kant en la idea (que ya hemos encontrado en el precedente
capítulo) de Bestimmung, conceptualmente opuesta a toda concepción “esencialista”.
Según Brandt, pues, el baricentro del pensamiento kantiano no puede coincidir con la
búsqueda de un supuesto Wesen del ser humano, ya que a partir al menos de 1764 (año de
publicación de la Untersuchung über die Deutlichkeit der Grundsätze der natürlichen
Theologie und der Moral), el mismo Kant habría rechazado la posibilidad de hablar de un
Wesen a-histórico e inmutable del hombre, afirmando que lo que guía la indagación, a este
propósito, debe ser un interés eminentemente práctico, y no teórico; por esta razón, la idea
de Bestimmung resultaría mucho más acorde al sistema filosófico kantiano. En este
sentido, Brandt recuerda que lo que guía semejante razonamiento no es la voluntad
definitoria de Platón, sino la tensión dinámica heredada de los estoicos, cuyas
reverberaciones habían hecho posible aquella recuperación neo-estoica que se afirmó en la
segunda mitad del siglo XVIII y cuyos rastros pueden encontrarse también en las páginas
del filósofo de Königsberg. Así, pues, Brandt se lanza a una reconstrucción del itinerario
kantiano, eligiendo como hilo conductor el concepto de Bestimmung, que Kant utilizaría
para ampliar la indagación sobre el destino individual (que caracterizaba el horizonte
personalista de la obra del teólogo luterano Spalding, como hemos recordado en el primer
capítulo)20 y abarcar también el de la especie, poniendo en conexión la autodeterminación
18
D. STURMA, Was ist der Mensch? Kants vierte Frage und der Übergang von der philosophischen
Anthropologie zur Philosophie der Person, op. cit., pág. 264-265.
19
R. BRANDT, Die Bestimmung des Menschen bei Kant, op. cit.
20
Cf. supra, pág. 78, nota 112.
111
ética del individuo (ethische Selbstbestimmung) con el destino jurídico de la humanidad
(rechtliche Menschheitsbestimmung). De ese modo, argumenta Brandt, la moral y el
derecho constituirían las coordenadas esenciales de la Bestimmung del hombre, que por
tanto adquiere una connotación ineludiblemente dinámica y racional, en contraposición
con una concepción “esencialista” y basada en lo natural.
Ahora bien, en un contexto así determinado, es necesario preguntarse cómo puede
encajar la aparición de la cuarta pregunta (¿qué es el hombre?), junto con todas sus
implicaciones aparentemente esencialistas. En primer lugar, Brandt subraya dos aspectos
relevantes: el carácter sumamente esporádico con el cual dicha pregunta aparece en el
corpus kantiano (que se sumaría a la escasa importancia de las obras en las que,
efectivamente, es formulada)21 y, sobre todo, el fuerte rechazo de Kant, expresado
repetidamente en varios lugares, por cualquier pregunta teórica que conlleve respuestas
definitorias y esencialistas, a causa de su insanable índole escolástica. Además, la
transformación de dicha pregunta en una pregunta por la Bestimmung del hombre
implicaría, según Brandt, una opción epistemológica y metodológica muy clara. A
diferencia del saber matemático, en efecto, la filosofía no tiene su origen en definiciones
preliminares, sino que, procediendo analíticamente, puede aspirar a hallar una definición
sólo después de haber terminado su accidentado recorrido. Así, pues, en relación con el
hombre, el método a seguir, según Kant, no puede ser el mismo empleado por Rousseau,
que empieza por la determinación de la naturaleza del ser humano; por el contrario, es
necesario centrarse en el hombre concreto y actual, que encontramos en la sociedad
presente, y sólo después sería posible derivar su auténtica naturaleza. Dicho de otra forma,
Kant descartaría de forma contundente establecer el punto de partida de la indagación
sobre el hombre en una filosofía del ser y la sustancia, que se contrapone radicalmente a su
planteamiento analítico; en este sentido, argumenta Brandt, el conocimiento de la esencia
del hombre, en la filosofía kantiana, es reemplazado por la individuación de su
Bestimmung funcional, que el ser humano alcanza en la medida en que, en tanto que
individuo, se somete a la ley moral y, en tanto que parte de la especie, contribuye a
21
A este propósito, Brandt insiste en que no puede ser una mera casualidad el hecho de que esa pregunta no
aparece ni en las lecciones de Antropología, ni en la Antropología en sentido pragmático. Una
argumentación de corte muy filológico (“existe sólo lo que deja sus huellas en un texto escrito”), pero que no
deja de tener un cierto sentido: ¿por qué Kant, después de haber declarado que toda interrogación filosófica
puede compendiarse en las respuestas que tiene que dar la ‘antropología’, no mencionó nunca dicha
circunstancia, a la hora de tratar la cuestión específica y disciplinar de la ‘antropología’?
112
transformar la historia natural en una historia que expresa la dignidad alcanzada en virtud
del principio de autonomía jurídica. Aquí residiría el núcleo de la pregunta por el hombre,
sostiene Brandt, y no en la descripción de una supuesta esencia fija y estable, que no
representaría sino una reiteración del error de la metafísica.
Después de haber reconstruido –seleccionando las interpretaciones que nos han
parecido más representativas– el contexto historiográfico en el cual, en las últimas
décadas, hemos asistido a la renaissance del interés por los temas antropológicos en Kant,
poniendo de manifiesto la complejidad y la heterogeneidad de dichas interpretaciones, ha
llegado el momento de examinar los textos kantianos, para aclarar la cuestión de cómo el
mismo Kant llegó a relacionarse con ese saber antropológico que, como hemos visto en el
primer capítulo, se fue constituyendo a lo largo del siglo XVIII. De ese modo, en nuestra
opinión, será posible entender el papel teórico asignado a ese proyecto disciplinar
elaborado a lo largo de más de veinte años de cursos universitarios y condensado en la
publicación, en 1798, de la Antropología en sentido pragmático. Si llegamos a entender
qué tipo de relación puede establecerse entre dicho proyecto y la filosofía trascendental,
cuáles son los materiales mediante los cuales se organiza su contenido y –si lo hay– cuál
puede ser el principio unitario capaz de otorgarle un sentido filosófico determinado,
entonces, tal vez, podremos entender también en qué medida y hasta qué punto es legitimo
interpretar el pensamiento de Kant haciéndolo gravitar alrededor de la pregunta
fundamental por el hombre. Asimismo, en el tercer parágrafo del presente capítulo,
tendremos a disposición más herramientas conceptuales para analizar la crítica inapelable
de Foucault hacia el presunto “pecado original” del paradigma antropológico moderno,
responsable de «poner en conexión, por obra de una mediación no sometida a la reflexión,
la experiencia del hombre y la filosofía».22
Empecemos reconstruyendo la génesis de lo que (como intentaremos argumentar a
través de los textos kantianos) podríamos considerar como la cristalización terminal de la
configuración antropológica de la filosofía de Kant, a saber: la Antropología en sentido
pragmático –que, por su carácter radicalmente comprometido con la empiria, ocuparía un
lugar harto descentrado en su sistema y que, leída de forma decontextualizada, podría
parecer casi desconcertante, por su carácter extremadamente divulgativo y hasta trivial.
22
M. FOUCAULT, Introduction a l’Antropologie de Kant, en I. KANT, Anthropologie du point de vue
pragmatique, Vrin, Paris, 2008, trad. esp. de A. Dilon, Una lectura de Kant, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009,
pág. 130, cursiva mía.
113
Pues bien, el primer paso consiste en poner de manifiesto cómo el rechazo kantiano por la
metafísica conlleva la necesidad de desvincular la indagación sobre el ser humano de la
cuestión del ‘alma’, sometiendo a una dura crítica tanto los esfuerzos de la psicología
racional, como los de la psicología empírica, cuyas pretensiones teóricas eran
indudablemente inferiores.23 En otras palabras, es evidente el intento de Kant de liberar la
interrogación antropológica de los lazos metafísicos (es decir, dogmáticos) de toda
psicología.24 Como es sabido, la psicología racional se ocupaba de tres cuestiones
principales, estrictamente vinculadas entre sí: la sustancialidad del alma; su relación con el
cuerpo, del que difiere ante todo desde un punto de vista cualitativo; su inmortalidad. La
psicología empírica, en cambio, era una disciplina basada en la experiencia y se encargaba
de analizar la parte cognoscitiva y desiderativa del alma, limitándose a describir (no a
fundar) su actividad; dicho de otra forma, la tarea de la vertiente empírica de la psicología
consistía en un auto-análisis de la conciencia que debía establecer las leyes empíricas de la
vida psíquica, una vez que ésta hubiese sido fundada (es decir, deducida) mediante la
23
Para una panorámica histórico-conceptual sobre la cuestión de la ‘psicología’ en cuanto nueva disciplina
del saber moderno, véase E. SCHEERER, Psychologie, en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der
Philosophie, op. cit., vol. VII, págs. 1599-1653; como se recuerda en ese artículo, la difusión del término
latín ‘psychologia’ se debe al influjo en el mundo intelectual de dos obras capitales del filósofo alemán
Christian von Wolff, Psychologia empirica (1732), y Psychologia rationalis, (1734).
24
A este propósito, es fundamental consultar el siguiente ensayo: G. HATFIELD, Empirical, rational and
transcendental psychology. Psychology as science and as a philosophy in P. GUYER (ed.), The Cambridge
companion to Kant, Cambridge University Press, New York, 1992, 200-227. Además, es útil señalar que las
cuestiones relativas a la confutación de la psicología racional (y de la vigencia ontológica del ‘Je pense’
cartesiano), así como a la necesidad estructural, en el sistema kantiano, de la transición de la psicología
empírica a la antropología pragmática, son el objeto de discusión del estudio introductorio de Alain Renaut a
su edición francesa de la Anthropologie de Kant: véase A. RENAUT, Présentation, en I. KANT, Anthropologie
du point de vue pragmatique, Flammarion, Paris, 1999, págs. 3-35. La tesis defendida por el filósofo francés
es que la lógica profunda que subyace al rechazo de toda psicología científica y a la transición a una
antropología pragmática es la del fin de la metafísica y del nacimiento del campo epistemológico de las
futuras sciences de l’homme. Del mismo autor, véase también el siguiente ensayo: La place de
l’anthropologie dans la théorie kantienne du sujet, en J. FERRARI (ed.), Kant, l’année 1798. Sur
l’anthropologie, Vrin, Paris, 1997, págs. 49-64, en el que el autor defiende la tesis según la cual la
Anthropologie kantiana tiene que ser leída e interpretada paralelamente y en continuidad a las tres críticas, de
las cuales representaría, por decirlo así, una prolongación natural.
114
“hermana mayor”, la psicología racional.25 Se trataba, pues, del mismo objeto de
indagación, pero tratado o bien mediante los conceptos de la razón, o bien a través de las
observaciones de los fenómenos internos.26 En ese contexto, la crítica kantiana iba dirigida,
en particular, hacia la necesidad, típica de la escuela inaugurada por Wolff, de establecer el
fundamento de las representaciones psíquicas –de por sí accidentales– en una sustancia; de
hecho, era precisamente ese proceso de hipostatización del alma lo que abría paso a la
demostración de su inmortalidad. En efecto, desde un punto de vista epistemológico, Kant
no podía ser más claro: el intelecto humano no puede acceder nunca al conocimiento a
priori de la naturaleza del ser pensante. El error de la psicología racional, por lo tanto,
consistía en hacer derivar todo conocimiento perteneciente al ámbito del ‘Je pense’, que,
sin embargo, en ningún caso podría ser considerado como un concepto de la razón, sino a
lo sumo como una simple conciencia que acompaña todos los conceptos, es decir, como la
forma de la representación, y no como su fuente originaria. En otras palabras, la psicología
racional acabaría asumiendo como unidad sustancial de la conciencia algo que no explica
nada desde el punto de vista ontológico (sino, como mucho, desde el punto de vista lógico)
y que sólo es una auto-intuición del sujeto, considerado como objeto.27 En ese territorio,
25
Sobre la distinción entre las dos ramas de la psicología, y en particular sobre la distinción establecida por
Wolff, cf. también H. W. ARNDT, Rationale Psychologie, en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der
Philosophie, op. cit., vol. VII, págs. 1664-1669.
26
A este propósito, en la “Dialéctica Trascendental” de la Crítica de la razón pura encontramos una
aclaración puntual y precisa: «Yo, en cuanto pensante, soy un objeto del sentido interno y recibo el nombre
de alma. Lo que es objeto de los sentidos externos se llama cuerpo. Consiguientemente, el yo, en cuanto ser
pensante, significa el objeto de la psicología, que puede designarse como doctrina racional del alma, si es que
no pretendo saber acerca de ésta más que lo deducible, con independencia de la experiencia (que me
determina más detalladamente y en concreto), del concepto «yo», que interviene en todo pensamiento. [...]
Así, pues, nos hallamos ya ante una presunta ciencia edificada sobre la única proposición “Yo pienso”, una
ciencia cuyo fundamento o falta de fundamento podemos investigar aquí con toda propiedad y de acuerdo
con la naturaleza de una filosofía trascendental». KrV, (A)342/(B)400, pág. 305 Por otro lado, en cuanto a la
psicología empírica, Kant afirma que «si el conocimiento que de los seres pensantes en general obtenemos
mediante la razón pura tuviera más fundamento que el cogito; si acudiéramos también a las observaciones
sobre el juego de nuestros pensamientos y a las leyes naturales que debemos extraer del mismo en relación
con el yo pensante, entonces surgiría una psicología empírica que sería una especie de fisiología del sentido
interno». KrV, (A)347/(B)405-6, pág. 307.
27
Lo dice muy claramente el mismo Kant: «ese yo no es ni intuición ni concepto de ningún objeto, sino la
mera forma de la conciencia que puede acompañar a ambas clases de representación». KrV, (A)382, pág.
327.
115
según Kant, la razón especulativa no dispone de ninguna jurisdicción: por este motivo,
todo intento en esa dirección no es sino el producto de «las fantasías de un espiritualismo
que, para nosotros vivientes, carece de fundamento».28
Ahora bien, una vez demolida toda pretensión de la psicología racional, en tanto
que ciencia que sobrepasa ineludiblemente las posibilidades de la razón humana, para Kant
la única salida posible consiste en «estudiar nuestra alma guiados de la experiencia y [en]
limitar las cuestiones a un marco que no rebase el contenido que la posible experiencia
interna puede ofrecer».29 De ese modo, la ciencia de la psique, en su vertiente empírica, no
se propone examinar la generalidad de la experiencia posible, puesto que aquí no está en
juego el sujeto del pensamiento y la apercepción pura, sino aquel sujeto que se configura a
partir de la multiplicidad de las intuiciones. El ámbito es el de la experiencia sensible, y no
posible. Así, pues, la psicología empírica no aspira a hallar y describir la naturaleza del
sujeto pensante o aquellas propiedades que, como hemos visto, no pueden ser demostradas
ni siquiera por la psicología racional. En efecto, el ‘Yo’ del cual habla la psicología
empírica es un ‘Yo’ determinado concretamente; se trata, por decirlo así, de un ‘Yo’
verkörpert –“encarnado” en un cuerpo.30 En otras palabras, dicha vertiente de la
psicología, indagando el alma en su ineludible conjunción con un cuerpo, no se plantea
hallar su naturaleza abstracta y metafísica, sino que debe aspirar a delinear sus propiedades
en la medida en que sea considerada como parte de un horizonte determinado
temporalmente (esto es, la vida misma), siempre y cuando se asigne al tiempo una
dimensión eminentemente humana. No puede representar una mera casualidad, entonces,
el hecho de que Kant, en algunos lugares de su obra –y mediante una superposición
terminológica harto sorprendente– acabe identificando la psicología empírica con la
antropología misma. Veamos, por ejemplo, el siguiente pasaje de la Kritik der Urteilskraft:
«como la teología no puede nunca venir a ser, para nosotros, una teosofía, de igual modo la
psicología racional no puede venir a ser nunca una pneumatología, como ciencia
extensiva, como igualmente también está asegurada, por otra parte, de no caer en el
materialismo, sino que es más bien mera antropología del sentido interior, es decir,
28
KrV, B(421), pág. 348.
29
Ibidem.
30
En el último parágrafo del tercer capítulo, veremos hasta qué punto, para Helmuth Plessner, es
fundamental considerar el papel de la Verkörperung (o incorporación), si se quiere promover una
‘antropología filosófica’ actual, abierta y anti-ideológica. Cf. infra, págs. 251-270.
116
conocimiento de nuestro yo pensante en la vida».31 Podríamos preguntarnos, por lo tanto,
qué significado (y qué consecuencias) tiene, para el pensamiento kantiano, el hecho de que
el proyecto impracticable de una psicología de corte metafísico pueda convertirse en un
proyecto de corte antropológico. No se trata en absoluto (dicho sea de paso) de una
cuestión irrelevante desde un punto de vista filosófico, que apasiona exclusivamente a los
“filólogos” kantianos, sobre todo si tenemos en cuenta que, según una de las corrientes
interpretativas más en boga de las últimas décadas, habría que considerar toda la filosofía
de Kant como una respuesta a la pregunta por el hombre.
Sin embargo, antes de analizar el alcance teórico del cambio del interés de fondo de
la indagación kantiana (que parece rechazar la psicología empírica y promover, en cambio,
la antropología), conviene señalar algunas cuestiones epistemológicas relativas a la
primera; de ese modo, en nuestra opinión, podremos apreciar de forma más nítida tanto el
significado de dicha transición, como la peculiar caracterización pragmática del
planteamiento antropológico kantiano. En la Vorrede de los Metaphysische Anfangsgründe
der Naturwissenschaft,32 obra publicada en 1786, Kant reflexiona sobre la peculiaridad de
los fenómenos pertenecientes a la esfera del sentido interno, con vistas a rebajar su estatuto
científico. En primer lugar, es importante recordar que, para el filósofo de Königsberg,
estamos en presencia de una Naturwissenschaft únicamente si sus leyes fundamentales
pueden ser conocidas a priori; dicho de otra forma, en una ciencia de la naturaleza que
quiera ser verdaderamente científica debe hallarse una parte pura, estrictamente separada
del lado empírico del objeto investigado. Para satisfacer dicha condición, los objetos
naturales deben poder ser tratados matemáticamente: sólo así, será posible construir el
concepto de esos objetos, a partir de su intuición a priori.33 Ahora bien, lo que ocurre, en el
caso de los fenómenos del sentido interno, es que la matemática no puede intervenir en el
proceso cognoscitivo, como, en cambio, sí puede hacer en el caso de los cuerpos extensos,
estudiados por la Física. A partir de dichas premisas, por lo tanto, no es difícil intuir cuál
será el rango científico asignado a la psicología empírica, que «está alejada [...] del rango
de una ciencia natural propiamente dicha, principalmente porque las matemáticas no
31
I. KANT, Kritik der Urteilskraft (1790), en KGS, Bd. V, págs. 165-485, edición esp. de J. J. García Norro y
R. Rovira, trad. esp. de M. García Morente, Crítica del juicio, Tecnos, Madrid, 2007, pág. 407.
32
ID., KGS, Bd. IV, págs. 465-565, trad. esp. de J. Aleu Benítez, Principios metafísicos de la ciencia de la
naturaleza, Tecnos, Madrid, 1991.
33
«Toda Ciencia de la naturaleza, propiamente dicha, debe tener, pues una parte pura sobre la cual se debe
fundar la certeza apodíctica que la razón busca en ella». Ivi, pág. 5; cf. también págs. 6-7.
117
pueden aplicarse a los fenómenos del sentido interno y a sus leyes».34 Asimismo, tampoco
podrá aspirar al grado de doctrina experimental (situándose al mismo nivel, por ejemplo,
de la Química), a causa de la imposibilidad de que se genere una solución de continuidad
en ese flujo temporal en el cual toma cuerpo la multiplicidad de las intuiciones internas, lo
que le permitiría al sujeto mismo presidir la composición o descomposición de lo que se
observa.35 Se trata, en otras palabras, de despojar de toda legitimidad científica la auto-
observación, es decir, la introspección; esta misma argumentación, dicho se de paso, será
utilizada también en la Antropología en sentido pragmático, donde se pone en guardia
contra cualquier intento de compilar una «historia interna del curso involuntario de los
propios pensamientos y sentimientos», que conlleva el peligro de «incurrir en la quimera
de supuestas inspiraciones de lo alto y de fuerzas que influirían sobre nosotros sin nuestra
cooperación y quién sabe de dónde procedentes, en la quimera de los iluminados y de los
aterrorizados»; en efecto, argumenta Kant, «no pasa con estas experiencias interiores como
con las exteriores sobre los objetos del espacio, en que los objetos suministran experiencias
coincidentes y duraderas. El sentido interno ve las relaciones entre sus determinaciones
sólo en el tiempo, por tanto, en un fluir en que no cabe prolongar la observación, como, sin
embargo, es necesario para la experiencia».36 A la luz de la argumentación kantiana,
entonces, puede inferirse que la psicología empírica debería limitarse a ser una exposición
de hechos psíquicos y que su alcance epistemológico debe ser meramente descriptivo.
Eliminar todo componente escolástico y metafísico, no sólo en el caso de la psicología
racional, sino también en el de la psicología empírica: tal es el proyecto de Kant, pues, al
formular sus objeciones a toda pretensión de dicha vertiente de la psicología de ascender al
rango de una «eigentliche Naturwissenschaft» o, simplemente, de una
«Experimentallehre». Una vez aclarada la cuestión desde un punto de vista
epistemológico, será más fácil entender las claves de la decisión de Kant de amparar el
34
Ivi, pág. 8.
35
Lo recuerda también Alain Renaut, subrayando la importancia de esta argumentación kantiana: «desde un
punto de vista trascendental –como queda demostrado en la Crítica [de la razón pura]–, es incontestable que
la fenomenalización del yo supone la temporalización; sin embargo, desde un punto de vista no menos
radical, el que se halla en los Principios metafísicos, también es incontestable que no podemos acceder a los
fenómenos del sentido interno [...] sino mediante una sucesión continua». A. RENAUT, Présentation, op. cit.,
pág. 31.
36
AP, págs. 24-25.
118
desarrollo de una disciplina –la antropología– que sepa vehicular la transición fundamental
del ámbito de la escuela al del mundo.
Hasta aquí hemos podido comprobar en qué medida Kant, en distintos lugares de su
obra, apuesta por renunciar a una definición sustancialista de la naturaleza del sujeto
pensante (es decir, a la posibilidad de desarrollar una psicología racional), que debe ser
reemplazada por una descripción estrictamente empírica de los fenómenos del sentido
interno, que a su vez, por razones que tienen que ver con la epistemología crítica kantiana,
no puede aspirar a la categoría de verdadera ciencia. La consecuencia de esto, por tanto, es
que la psicología empírica está destinada a confluir en ese peculiar saber antropológico que
debe contribuir a configurar la Weltkenntnis, aquel ‘conocimiento del mundo’ que, como
veremos, caracteriza la esfera prudencial del ámbito pragmático-cosmopolita y que,
siempre en palabras de Kant, podríamos llamar ‘sabiduría mundana’ (Weltweisheit).
En cierto sentido –aunque no precisamente en estos términos–, la necesidad de
dicha transición se encuentra ya en la primera edición de la Crítica de la razón pura,
donde, por un lado, se afirma que «la psicología empírica tiene que ser completamente
desterrada de la metafísica», pero, por el otro, también se reconoce que «es demasiado
importante como para eliminarla o para encuadrarla en otro lugar donde pudiera encontrar
menos afinidad todavía que en la metafísica. No se trata, por tanto, más que de un extraño
que acogemos y al que permitimos quedarse por algún tiempo, hasta que pueda instalar su
propia residencia en una antropología completa (que forma pareja con la doctrina empírica
de la naturaleza)».37 Pero ¿qué clase de saber empírico era aquella psicología que,
precisamente en la época de Kant, se estaba difundiendo cada vez más? ¿Cuáles eran,
concretamente, los objetivos críticos frente a los que el filósofo de Königsberg oponía la
necesidad de configurar una ciencia del hombre que pudiera cristalizarse en una
antropología mundana y pragmática? Es sabido que hacia la mitad del siglo XVIII la
psicología empírica consiguió imponerse como una de las disciplinas más acreditadas para
heredar el papel antes ocupado por el ámbito metafísico; además, la pluralidad de las
fuentes y de los materiales que componían esa nueva disciplina, así como el interés
académico que despertaba, contribuyeron a asentar las bases para su cada vez mayor
difusión. De hecho, el mismo Kant reparó en ello, cuando, en 1772/73, durante uno de sus
cursos universitarios dedicados a la Antropología, anotaba lo siguiente:
37
KrV, (A)848-849/(B)876-877, págs. 611-612.
119
«en la antigüedad no se recopilaron muchas experiencias relativas al alma [...]. Pero hoy día
podemos acceder a un gran repertorio de ejemplos de esa fuente de las acciones humanas, en
particular gracias a los escritores ingleses, por eso podemos exponer dicha doctrina como si
se tratara de la Física. [...] Aquí [en la psicología empírica, una vez alejada de la metafísica,
ndt], se pueden estudiar la fuente de todas las acciones humanas y los caracteres de los
hombres en la medida en que se relacionan entre sí, algo que solemos encontrar
ocasionalmente y de forma dispersa en las ciencias, en las novelas y en algunos tratados
morales».38
38
I. KANT, Vorlesungen über Anthropologie, op. cit., 243-244 (la transcripción, en este caso, es de Parow).
39
A este propósito, véase V. SATURA, Kants Erkenntnispsychologie nach seiner Vorlesung über empirische
Psychologie, en “Kant Studien”, Ergänzungshefte n. 101 (1971), en particular pág. 39-43.
120
había individuado su objetivo crítico, asignándole hasta un nombre y un apellido: Ernst
Platner y su Anthropologie für Ärzte und Weltweise, una obra que hemos encontrado en el
precedente capítulo y que, dicho sea de paso, podría ser considerada como un verdadero
intento de desmontar el discurso kantiano en torno al hombre. Reproducimos aquí uno de
los pasajes teóricamente más incisivos de esa carta:
«yo busco antes los fenómenos y sus leyes que los primeros fundamentos de posibilidad de
la modificación de la naturaleza humana en general. De ahí que se omita enteramente la sutil
y, a mi parecer, eternamente vana investigación sobre el modo en que los órganos del cuerpo
se hallan en conexión con el pensamiento».40
40
I. KANT, Brief an M. Herz (gegen Ende 1773), en Briefwechsel, KGS, Bd. X, pág. 145.
41
Es interesante notar que esta misma crítica fue dirigida también a Herder, en la reseña que Kant hizo de sus
Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, obra de la que hemos hablado en el primer capítulo,
mostrando en qué sentido puede ser considerada como uno de los primeros ejemplos de argumentación de
corte antropológico-filosófico de la edad moderna. Véase I. KANT, Rezension zu J. G. Herders Ideen zur
Philosophie der Geschichte der Menscheit, Theil I (1785), ahora en Werkausgabe in zwolfe Bände, Bd. XII,
hrsg. von W. Weischedel, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 19958, págs. 779-806.
121
conocimiento que sea relevante para la vida); de lo contrario, desde el punto de vista
kantiano, la respuesta a la pregunta por el hombre resultaría incompleta, puesto que el
espacio concedido a la libertad del ser humano en ningún caso puede ser suprimido por la
concepción determinista propia de la fisiología. (En el precedente capítulo hemos
subrayado en qué sentido la propuesta antropológica de Platner no puede ser asimilada
tout court a la tradición del materialismo francés de La Mettrie; aquí Kant parece proponer
una identificación harto simplificadora, pero lo más importante para nuestro itinerario
conceptual es señalar la base argumentativa del rechazo kantiano por toda reducción del
ser humano a sus constantes fisiológicas y por todo esfuerzo de hallar –à la Herder– una
conexión teórica entre la inteligencia del hombre y su situación biológica).
Merece la pena insistir en la cuestión de la relevancia para la vida de ese nuevo
saber empírico y a la vez pragmático, dado que, en nuestra opinión, resulta decisivo para
entender en qué modo Kant procura desmarcarse de las pretensiones de aquella que él
considera como una antropología todavía escolástica (la que estriba en el conocimiento
fisiológico del hombre). Como ya hemos apuntado precedentemente, la antropología
kantiana se configura ante todo como una Weltkenntnis.42 Leamos, pues, el primer párrafo
de la Antropología en sentido pragmático:
«Todos los progresos de la cultura a través de los cuales se educa el hombre tienen el fin de
aplicar los conocimientos y habilidades adquiridas para emplearlos en el mundo; pero el
objeto más importante en el mundo a que el hombre puede aplicarlos es el hombre mismo,
porque él es su propio fin último. El conocerlo, pues, como un ser terrenal dotado de razón
42
Es oportuno hacer un breve comentario lingüístico acerca del término Kenntnis, ya que, en la época
kantiana (mucho menos en la lengua alemana actual) era posible establecer una diferenciación connotativa
relevante entre Kenntnis y Erkenntnis. A este propósito, puede ser útil traer a colación lo que los hermanos
Grimm escribieron en su célebre Deutsches Wörterbuch (reimpresión anastática en Dtv, München, 1991, Bd.
III, pág. 871): «hoy utilizamos Kenntnis como notio, notitia, intelligentia, Kunde; Erkenntnis, en cambio,
como cognitio». Asimismo, no está de más señalar que, en relación con Erkenntnis, hay muchas referencias a
la obra de Kant. Como es sabido, ese término adquiere un significado muy estricto en la primera Crítica,
indicando la síntesis, por obra de los conceptos puros del intelecto, de la multiplicidad recogida en la
intuición, bajo la orientación de la apercepción trascendental. Kennen, en cambio, «contiene la referencia a
una familiaridad [Bekanntschaft] que se ha alcanzado mediante la experiencia; propiamente, se conoce
[kennt] sólo aquello de que se ha adquirido una experiencia en primera persona». Es evidente, aquí, la
relevancia de la elección kantiana, que en ningún caso podría haber utilizado Erkenntnis en relación con la
idea del mundo, por el papel de “concepto-límite” que la idea de Welt tiene en la filosofía de Kant. El
término Kenntnis, en cambio, no presentaba la misma dificultad conceptual.
122
por su esencia específica, merece llamarse particularmente un conocimiento del mundo, aun
cuando el hombre sólo constituya una parte de las criaturas terrenales».43
«este conocimiento del mundo sirve para determinar el carácter pragmático de todas aquellas
ciencias y habilidades que han sido aprehendidas de otra forma, de modo que puedan ser
utilizadas no sólo para la escuela, sino para la vida. Aquí se abre un campo doble, del cual es
necesario obtener previamente un compendio, a fin de ordenar todas las posibles
experiencias que en él se encontrarán, a saber: la naturaleza y el hombre. Ambos campos, sin
embargo, deben ser considerados cosmológicamente, es decir, no según los aspectos aun
notables contenidos en sus objetos particulares (física y psicología empírica), sino según lo
que nos sugiere su relación con el todo en el que se encuentran y en el que adquieren su
propio lugar. Llamaré el primer campo geografía física, que trataré durante el semestre de
verano, y el segundo antropología, que trataré en invierno».45
43
AP, pág. 7.
44
Alain Renaut, en la Présentation a su edición francesa de la Anthropologie, señala que sería un error
considerar dicha obra como algo crepuscular y muy secundario en el contexto del pensamiento kantiano,
sobre todo a la luz de la importancia de los cursos universitarios que el filósofo dedicó a ese tema, así como
de los cursos dedicados a la geografía. Se trata, como dice Renaut, de una importancia ante todo cuantitativa:
para un total de 268 cursos, los dedicados a la geografía, que empezaron en 1756, fueron 49 (ocupando así la
segunda posición, después de los de lógica y metafísica), mientras que la antropología ocupa la cuarta
posición, con 28 cursos. Véase A. RENAUT, Présentation, op. cit., pág. 4.
45
I. KANT, Von den verschiedenen Racen der Menschen (1775), en KGS, Bd. II, pág. 443.
123
En estas palabras percibimos el eco de lo que más tarde, en las páginas de la
“Arquitectónica de la razón pura”, cristalizó en la concepción de la filosofía en sentido
cósmico: es allí, en efecto, donde podemos hallar una distinción que nos ayudará a deducir
cuál es el lugar asignado a la Antropología dentro del sistema filosófico kantiano. Por un
lado, sostiene Kant, existe un «concepto de escuela [Schulbegriff]» de la filosofía, que la
caracteriza como «un sistema de conocimientos que sólo se buscan como ciencia, sin otro
objetivo que la unidad sistemática de ese saber»; por el otro, sin embargo, existe también
un conceptus cosmicus (Weltbegriff) de la filosofía, según el cual ésta «es la ciencia de la
relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana».46 Ahora
bien, entre esos fines esenciales, sólo uno puede ser considerado como el «supremo», a
saber: «el destino entero del hombre [die ganze Bestimmung des Menschen]».47 En este
contexto, entonces, el conocimiento empírico del hombre tendría un papel más bien
propedéutico, es decir, representaría un fin subalterno que, en tanto que “medio”,
contribuye a alcanzar el fin supremo. Llegados a este punto, se puede entender fácilmente
por qué, para Kant, el nivel meramente descriptivo (el que se limitaba a constatar la
subordinación del ser humano a las leyes de la naturaleza) no era idóneo para contestar a la
pregunta por el hombre, cuya caracterización era, pues, eminentemente pragmática, esto
es, relativa al espacio de la posibilidad y del deber.
Antes de adentrarnos, en el próximo parágrafo, en el análisis detallado de la
Antropología en sentido pragmático, donde examinaremos su alcance teórico y también
sus límites, es oportuno recapitular brevemente los resultados a los que hemos llegado en
este primer parágrafo. Ante todo, es preciso recordar la importancia del giro crítico
kantiano, que determinó una reconfiguración de la metafísica, la cual ya no estaba
legitimada para albergar ni la psicología racional ni la empírica, que en una primera fase
del pensamiento kantiano habían sido situadas al comienzo del curriculum metafísico,
adquiriendo aquella estructura taxonómica típica de la doctrina de las facultades del alma.
A raíz del giro crítico, Kant intentó hallar un lugar más apropiado para esa disciplina
integralmente empírica, que ya no podía formar parte del nuevo proyecto metafísico
kantiano; asimismo, dicha disciplina tenía que albergar un saber sobre el hombre cada vez
más amplio, que tenía que alimentarse también con una serie de materiales de procedencia
extra-académica. En otras palabras, para Kant no se trataba de deshacerse tout d’un coup
46
KrV, (A)838/(B)866, pág. 606.
47
KrV, (A)840/(B)869, ibidem.
124
del patrimonio de conocimientos escolásticos, sino de integrar el contenido de la
psicología empírica en un proyecto más amplio, reformándolo bajo el signo del carácter
pragmático del cual está impregnada la última fase de su pensamiento. Después del giro
crítico, en efecto, consideró necesario renunciar a las ambiciones definitorias y
esencialistas de la metafísica tradicional, optando, en cambio, por la edificación de un
saber que pudiese resultar útil para orientarse en el mundo. Será entonces este nuevo tipo
de saber, o mejor dicho esa ‘Weltkenntnis’, el horizonte último de la antropología
popularmente desarrollada en sentido pragmático.48
48
Esta última referencia a la idea de la caracterización popular del saber antropológico merece ser
brevemente profundizada. El término se encuentra al final del prólogo a AP (pág. 10) y sin duda resulta
plenamente inteligible sólo si lo colocamos en el contexto de aquella Popularphilosophie típica de la
Ilustración alemana tardía representada, entre otros, por J. G. Sulzer, M. Mendelssohn, J. A. Eberhard o el
mismo Ernst Platner. Sus esfuerzos estaban volcados a conformar una suerte de Philosophie für die Welt que,
lejos de reproducir el modo procedendi y la complejidad argumentativa de la tradición escolástica, debía
dirigirse a un público mucho más amplio. El mismo Kant, como se refiere en la transcripción de sus
lecciones de Antropología, sostuvo que, en el ámbito de ese saber, era necesario intentar desarrollar una
exposición de tipo “popular”: «quien hace un uso escolástico de sus conocimientos [Kenntnisse] es un
pedante que sabe definir sus conceptos sólo a través de las expresiones técnicas de la escuela [...]; hace un
uso de conocimientos [Erkenntnisse] meramente escolásticos, pero en este ámbito hay que saber aplicar los
propios conocimientos [Kenntnisse] siempre de forma popular, de modo que también los que no son unos
eruditos de profesión puedan entendernos. [...] Por lo tanto, es necesario aprender a hacer un uso popular de
nuestros conocimientos». I. KANT, Vorlesungen über Anthropologie, op. cit., Bd. XXV.2, pág. 853. Sobre
este tema, véase H. HOLZHEY, Popularphilosophie, en J. RITTER (Hg.), Historisches Wörterbuch der
Philosophie, op. cit., Bd. VII, págs. 1093-1100.
125
II. LA ANTROPOLOGÍA EN SENTIDO PRAGMÁTICO. ENTRE LA LIBERTAD Y LA FINITUD
49
W. KRAUSS, Zur Geschichte der Anthropologie des 18. Jahrhunderts, op. cit., pág. 24. A este propósito,
véase también N. MERKER, Die Aufklärung in Deutschland, Beck, München 1982, donde se afirma que, en
virtud de las lecciones kantianas, «la “doctrina del hombre” (tal y como Wilhelm Wundt llama, en su
conjunto, la “tercera generación ilustrada”, la del 1750-1780) en los años 60 volvió al mundo académico»,
pág. 112.
126
limitarse a ser únicamente espectador, sino también actor.50 Asimismo, en los próximos
párrafos veremos en qué sentido puede declinarse la determinación triple de la
antropología en sentido pragmático, como bien expone el mismo Kant en el Prólogo,
cuando afirma que dicha antropología se centrará en lo que el hombre hace, puede y debe
hacer de sí mismo. Los campos que se despliegan, por lo tanto, son los de la facticidad (la
observación del obrar humano), de la posibilidad (los condicionamientos naturales, que
establecen las coordenadas “inferiores”, por decirlo así, del uso de la libertad)51 y del deber
(la indicación de la Bestimmung de la especie humana, idea a la cual es preciso subordinar
el mismo obrar); así, pues, el carácter pragmático revela la peculiaridad de la mirada
antropológica kantiana, que tiende a medir y exhibir el punto en el que esas tres
dimensiones acaban acoplándose, provocando una verdadera combinación entre lo real y lo
ideal, la finitud y la libertad.
En el ámbito de la Kant-Forschung, al menos desde mediados del siglo pasado, se
asiste a una intensa discusión sobre la colocación epistemológica del discurso
antropológico kantiano. Algunos de los estudiosos más prestigiosos sostienen que la
Antropología en sentido pragmático debería considerarse como el pendant empírico de la
filosofía moral, esto es, como el momento en el que la libertad originaria de la cual goza el
hombre se inscribe en la finitud.52 Dicha disciplina, pues, vendría a hacerse cargo de ese
espacio específicamente humano donde –más acá (o más allá) de los principios de la razón,
que determina autónomamente cómo el hombre debe obrar– se coagulan los elementos
empíricos y externos que configuran el medium en el que dichos principios, de facto,
encuentran su terreno de aplicación, es decir, la vida humana. Esta referencia explícita al
50
A este propósito, las primeras páginas del breve Prólogo que Kant antepone a su Antropología son
extremadamente claras. Cf. AP, págs. 8-9.
51
Somos bien conscientes de la polisemia del concepto de ‘libertad’; en este caso, nos referimos a la
acepción muy kantiana de libertad en sentido trascendental, es decir, a aquella caracterización teorético-
práctica que, en el sistema de las tres críticas, está vinculada a la referencia a la ley moral. En este contexto
kantiano, por lo tanto, no se trata de una de las múltiples formas de entender el genérico ‘libre albedrío’, sino
de una libertad que tiene que ver con la supuesta capacidad del ser humano de autodeterminarse a obrar
según leyes que no están inscritas en el mundo natural, sino que brotan autónomamente de su propia razón.
52
Véase, por ejemplo, N. HINSKE, Kants Idee der Anthropologie, en H. ROMBACH (hg.), Die Frage nach dem
Menschen. Aufriss einer philosophischen Anthropologie. Festschrift für Max Müller zum 60. Geburtstag,
Alber, Freiburg-München, 1966, págs. 409-427. La misma opinión se encuentra expresada también en O.
MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit. y en ID., Anthropologie,
op. cit, donde el filósofo alemán se refiere explícitamente a la propuesta interpretativa de Hinske.
127
ámbito de la facticidad y de la realidad concreta, como algo que debe necesariamente
complementar los aportes procedentes de la ciencia que establece cuáles son los principios
que deben guiar el obrar humano (objeto de estudio de la segunda crítica), se encuentra en
varios lugares de la obra kantiana. Si bien es verdad que la expresión ‘antropología
pragmática’ no aparece nunca en estos términos, en cada uno de dichos lugares es posible
reconocer el carácter peculiar de lo que, en la Antropología de 1798, cristalizaría en la idea
de un saber de tipo pragmático. Veamos, por ejemplo, un fragmento muy interesante que
se encuentra al principio de la recopilación de los apuntes dictados por Kant durante sus
clases universitarias dedicadas a la ética entre 1775 y 1781:
«La ciencia de la regla de cómo debe conducirse el hombre constituye la filosofía práctica y
la ciencia de la regla de la conducta efectiva es la antropología. Ambas ciencias están
estrechamente relacionadas, ya que la moral no puede sostenerse sin la antropología, pues
ante todo tiene que saberse si el sujeto está en situación de conseguir lo que se exige de él, lo
que debe hacerse. Si bien es cierto que también se puede considerar a la filosofía práctica sin
contar con la antropología o, lo que es lo mismo, sin el conocimiento del sujeto, no es menos
cierto que entonces es meramente especulativa, o una idea; de suerte que, cuando menos, el
hombre ha de ser estudiado posteriormente. Siempre se predica sobre lo que debe suceder,
sin que nadie piense si es posible que suceda [...]. La consideración de la regla no sirve de
nada, si no se puede conseguir que los hombres sigan complacientemente tal regla, por lo
que –como decíamos– estas dos disciplinas dependen mucho la una de la otra».53
Aquí se habla exclusivamente de ‘antropología’, pero es muy probable que Kant se refiera
a esa idea según la cual la indagación antropológica debería representar una suerte de
contrapunto fáctico o empírico a la filosofía moral, que de hecho no podría ni siquiera
sostenerse sin la antropología; esta última, por lo tanto, se encarga de trazar una cartografía
y una clasificación de la contingencia, esto es, de la realidad mundana en la que el sujeto
supuestamente libre encuentra las resistencias, los obstáculos y, más en general, el medium
disponible en el que, de facto, toma cuerpo su propia libertad. En este sentido, entonces, la
antropología se caracterizaría como una disciplina efectivamente empírica y desprovista de
cualquier pretensión fundacional. Esta misma caracterización se halla también en el
Prólogo de la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, donde Kant afirma lo siguiente:
53
I. KANT, Eine Vorlesung Kants über Ethik, hrsg. von P. Menzer, Heise, Berlin, 1925, trad. esp. de R.
Rodríguez Aramayo y C. Roldán Panadero, Lecciones de ética, Crítica, Barcelona, 20093, pág. 38-40.
128
«Puede llamarse empírica toda filosofía que arraiga en fundamentos de la experiencia; pero
la que presenta sus teorías derivándolas exclusivamente de principios a priori, se llama
filosofía pura. Esta última, cuando es meramente formal, se llama lógica; pero si se limita a
determinados objetos del entendimiento, se llama entonces metafísica. De esta manera se
origina la idea de una doble metafísica, una metafísica de la naturaleza y una metafísica de
las costumbres. La física, pues, tendrá su parte empírica, pero también una parte racional; la
ética igualmente, aun cuando aquí la parte empírica podría llamarse especialmente
antropología práctica, y la parte racional, propiamente moral».54
También en este caso, conviene fijarse no tanto en la elección del adjetivo –práctica–, sino
más bien en el hecho de que la disciplina que representa la “otra cara”, el lado empírico y
material de la filosofía práctica, es llamada efectivamente ‘antropología’. La cuestión,
aquí, no es tanto terminológica, sino conceptual: lo más importante, en nuestra opinión, es
que en varios lugares de la obra kantiana se haga explícita la referencia a un campo del
saber que, lejos de querer establecer qué es el hombre de forma esencialista, postula la
necesidad de indagar aquel peculiar y concreto ser humano que se encuentra disperso en el
juego de un espacio y de un tiempo ineludiblemente (valga la redundancia) humanos.
Ahora bien, independientemente de la pertinencia de dicha colocación
epistemológica de la antropología kantiana,55 nos parece mucho más oportuno comprobar
hasta qué punto los materiales y los contenidos de la Antropología en sentido pragmático
se corresponden con un ámbito incontestablemente empírico, concreto y cotidiano; tanto es
así que resulta incluso harto limitativo considerarlo como un mero pendant de la filosofía
práctica, como si únicamente de la aplicación de los principios éticos se tratara. De hecho
la lectura del texto kantiano de 1798 sugiere una perspectiva mucho más amplia, que
revela una mirada extremadamente atenta, en general, a la multiplicidad de la empiria
humana, a ese vasto mundo de la vida práctica y cotidiana. Una mirada que, sin embargo,
no tiene ninguna pretensión teorética, es decir, fundacional, sino que se limita a brindar
54
I. KANT, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (1785), en KGS, Bd. IV, págs. 385-463, trad. esp. de M.
G. Morente, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Encuentro, Madrid, 2003, pág. 12.
55
A este propósito, es preciso señalar que una parte de la crítica se declara rotundamente en contra de la
posibilidad de integrar sistemáticamente la antropología ‘pragmática’ en la filosofía de Kant, considerándola
como una pieza necesaria del sistema crítico, aun siendo incontestable su dignidad disciplinaria. Véase, por
ejemplo, R. BRANDT, W. STARK, Einleitung, en I. KANT, Vorlesungen über Anthropologie, op. cit., pág.
XLVII.
129
una descripción de esos fenómenos, de sus variaciones y de su interconexión; dicho de otra
forma, y empleando algunos términos pertenecientes al vocabulario kantiano, su
antropología se configura como Beobachtungslehre, Weltkenntnis, Menschenkunde,
Weltklugheit, Weltweisheit. En cualquier caso, el objeto de análisis no es la constitución de
la experiencia y sus condiciones de posibilidad, sino la experiencia dada (de sí y del
mundo exterior), cuyas coordenadas temporales y espaciales no son las que encontramos
en la “Estética trascendental”, sino las que están determinadas por un tiempo y un espacio
ineludiblemente mundanos. Además, ese análisis constituye un género “intermedio” y
dúctil, que no está vinculado ni a la metafísica escolástica ni a las ciencias matemáticas de
la naturaleza y que es muy receptivo respecto del carácter multiforme de la experiencia de
sí y del mundo, como queda bien patente en la diversidad de los materiales que configuran
su “laboratorio”: la historia, las biografías, la geografía y los viajes, la literatura (en
particular las novelas). En otras palabras, sus fuentes –los que Kant llama los «medios
auxiliares de la antropología»–56 no son sino la prueba concreta de su transversalidad
metodológica y epistemológica, es decir, del «carácter parasitario de la antropología».57
Así, pues, no puede ser una mera casualidad el hecho de que Odo Marquard proponga
identificar en la Antropología en sentido pragmático de Kant uno de los testimonios más
destacados de la mutación acontecida en la época copernicana, cuando parecía cada vez
más difícil desconocer la relevancia que iba cobrando ese «mundo de la vida humana que
no se puede reducir a la totalidad sin realidad del “mundo del entendimiento” ni a la
realidad sin totalidad del “mundo de los sentidos” [...], ese mundo de la vida que también
exige una teoría filosófica».58
Como ya hemos comentado en varias ocasiones en las páginas de este capítulo, la
antropología kantiana rechaza tout court todo tipo de fundamentación fisiologista, pues a la
pregunta por el hombre no se puede contestar mediante la indagación sobre lo que la
naturaleza hace del hombre. Esto no significa que dicho conocimiento sea irrelevante en
absoluto: simplemente, para Kant, no es relevante en relación con aquella pregunta
fundamental (¿qué es el hombre?) que condensa en sí las demás preguntas de la filosofía
en sentido cosmopolita. Así, pues, esta actitud anti-fisiologista coloca la antropología
56
AP, pág. 10.
57
Cf. P. MANGANARO, L’antropologia di Kant, Guida, Napoli, 1983, pág. 54.
58
O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., págs. 137-138.
Acerca de la relación entre la antropología y la Lebenserfahrung, véase también N. HINSKE, Lebenserfahrung
und Philosophie, Fromann-Holzboog, Stuttgart, 1986, en particular págs. 19-48.
130
kantiana en un agnosticismo de fondo, por decirlo así, respecto del “mind-body problem” –
recuérdese la ya citada objeción que Kant formula, en una carta dirigida a Marcus Herz,
acerca de la irrelevancia, para su filosofía, de la cuestión del modo en que los órganos del
cuerpo se hallan en conexión con el pensamiento–59 y al mismo tiempo provocará las duras
reacciones de quienes denunciarían el insuperable dualismo de la filosofía kantiana, como
Platner, pero también, desde una perspectiva distinta, Schiller o Fichte. En cualquier caso,
antes de descender al núcleo argumentativo y conceptual de la Antropología en sentido
pragmático, es importante dejar bien claro el ámbito de indagación cubierto por esa
disciplina, junto con la autonomía metodológica y epistemológica que iría cobrando. Lejos
de ser un mero pendant de la filosofía moral (de hecho podríamos decir que se encuentra
ubicada en un lugar intermedio entre lo trascendental y lo empírico, entre los impulsos de
lo ideal y las inextricables contradicciones de lo real: un lugar que tal vez, en Kant, no
tiene un estatuto ontológico cabalmente definido, sino que representa, por decirlo así, la
transición constante e indisoluble entre lo empírico y lo trascendental), desprovista de
cualquier tarea crítica y conscientemente desinteresada (tanto desde un punto de vista
fisiológico, como metafísico-escolástico) por la cuestión de la relación entre la mente y el
cuerpo, la antropología de Kant termina ganando un espacio proprio que le permite
penetrar en el mundo de la experiencia concreta, alcanzando dimensiones ignoradas y
excluidas por el análisis trascendental. A esta circunstancia se debe, a nuestro juicio, su
gran interés por lo que se refiere a la constitución de un entero ámbito epistémico, es decir,
de aquella disposición antropológica que orientó el pensamiento de Kant y que, como
argumenta Foucault en la Introducción a su edición de la Antropología en sentido
pragmatico, domina el pensamiento moderno.
Pues bien, hasta aquí hemos sostenido que el planteamiento antropológico de Kant
parece ocupar algo así como un lugar intermedio entre lo ideal (la presunta autonomía del
ser humano) y lo real (las circunstancias que configuran el medium ineludible de la puesta
en escena de dicha autonomía). En este sentido, no es casual el hecho de que la
Antropología kantiana, lejos de examinar un único aspecto del ser humano, intente
indagarlo tomando en consideración una multiplicidad de aspectos, sin ocultar, con una
mirada condescendiente, los menos nobles. Las anotaciones del filósofo de Königsberg, de
hecho, a menudo son inclementes e inflexibles, a la hora de dar cuenta de algunas de las
bajezas de las que es capaz el género humano. Pero, como se ha dicho, si la dimensión
59
Cf. supra, pág. 121.
131
genuinamente empírica de lo real tiene un papel decisivo en la constitución de su
Antropología, esto no significa que aquélla agote todo el ámbito de su indagación. En
efecto, el aspecto realmente característico del texto kantiano es su capacidad de superar el
impasse que supondría una consideración unívoca de la realidad humana, centrada
exclusivamente en las circunstancias variables y multiformes de la empiria: en este
sentido, cobra una gran relevancia la insistencia del texto en la maleabilidad originaria del
hombre, esto es, en su capacidad consciente de adquirir un ‘carácter’. Este concepto, en
nuestra opinión y a pesar de la poca consideración de la que goza entre la mayoría de los
estudiosos, representa el punto de Arquímedes del entero discurso antropológico kantiano,
que se halla en la segunda parte de la obra de 1798 (la “Característica antropológica”). La
crítica se ha concentrado más en la primera parte, la “Didáctica antropológica”, mucho
más extensa, que está estructurada según el esquema tradicional de las facultades del alma,
que revela una clara simetría con las tres críticas; en cualquier caso, las descripciones
recogidas en la primera parte en torno a la facultad de conocer, al sentimiento del placer y
del desplacer y a la facultad apetitiva, no pretenden elaborar una mera re-producción
fotográfica de un estado de cosas, como dictaría el modo de proceder típicamente
escolástico, sino que responden ante todo a un principio de aplicabilidad, como recuerda
Kant, a través de un ejemplo muy tajante, en el mismo Prólogo.60 Sin embargo, es
indudable que, precisamente gracias al concepto de ‘carácter’, la declinación pragmática
de la Antropología se manifiesta sobre todo en la segunda parte de la obra, la
“Característica”, que consiente reelaborar de forma unitaria los materiales empíricos
tratados en la “Didáctica”. Así, pues, el discurso kantiano se aleja al mismo tiempo de las
investigaciones propiamente etiológicas de la fisiología y de las propensiones
especulativas de la psicología de tipo escolástico: su fin, en efecto, no es el de describir el
juego de la naturaleza, sino el de interrogarse sobre las prácticas transformadoras del
60
«Quien cavile sobre las causas naturales en que pueda descansar, por ejemplo, la facultad de recordar,
discurrirá acaso (al modo de Cartesio) sobre las huellas dejadas en el cerebro por las impresiones que
producen las sensaciones experimentadas, pero tendrá que confesar que en este juego de sus representaciones
es un mero espectador y que tiene que dejar hacer a la naturaleza, puesto que no conoce las fibras ni los
nervios encefálicos, ni sabe manejarlos para su propósito, o sea, que todo discurrir teórico sobre este asunto
es pura pérdida. Pero si utiliza las observaciones hechas sobre lo que resulta perjudicial o favorable a la
memoria, para ensancharla o hacerla más flexible,y a este fin se sirve del conocimiento del hombre, esto
constituirá una parte de la Antropología en sentido pragmático, y ésta es precisamente aquella con que aquí
nos ocupamos». AP, pág. 8.
132
hombre sobre sí mismo y sobre el mundo, siendo este tipo de conocimiento una
combinación de los elementos descriptivos y prescriptivos, ya que trata de lo que el
hombre hace, puede y debe hacer de sí mismo. La antropología pragmática, en definitiva,
describe el producirse de una actividad o, mejor dicho, el contagio recíproco y constante
entre dos ámbitos, el de la naturaleza y el la libertad: por eso el lugar que ocupa, al menos
desde un punto de vista intuitivo, puede ser considerado “intermedio”.
En el contexto del presente trabajo de investigación no será posible analizar de
forma pormenorizada todos los aspectos tratados en la “Didáctica”, así que nos
limitaremos a trazar sus líneas teóricas más importantes, teniendo siempre en cuenta lo que
señalábamos en el párrafo anterior, es decir, que el estudio de todos esos materiales
empíricos relacionados con la estructura psíquica del ser humano está orientado a permitir
su reelaboración pragmática. En esta primera sección del texto kantiano está muy claro el
intento de recapitular las definiciones y los conceptos fijados gracias a la labor crítico-
trascendental bajo el punto de vista de la psicología empírica, es decir, analizando al ser
humano en tanto que objeto del sentido interno y según las formas en que él mismo,
ordinariamente, se observa a sí mismo, pero a la vez intentando no reproducir una mera
«historia interna del curso involuntario de los propios pensamientos y sentimientos».61 Así,
pues, el análisis de Kant abarca un gran número de cuestiones, que van de la
autoconciencia a la pasividad, de las representaciones más oscuras y las ilusiones a la
sensibilidad y los órganos sensoriales, de la imaginación a las degeneraciones psíquicas, de
las emociones a las pasiones. Todo esto, como decíamos antes, enriquecido por una gran
variedad de ejemplos tomados de la vida cotidiana, incluso personal (los gritos de un niño,
un proverbio, una distracción, el tabaco, el juego, una mueca, un gesto, una broma),
descritos con la implacable precisión y con la predilección por los aspectos hasta más
triviales típicas del filósofo de Königsberg.
Para entender el mecanismo lógico que explica y justifica la segunda parte de la
obra –la “Característica”–, será útil detenerse un poco más en el papel que tiene, para la
edificación de un ‘carácter’, el concepto de Gemüt, que en nuestra opinión representa un
buen puente entre la primera y la segunda parte de la Antropología.62 Empecemos, pues,
61
AP, pág. 24.
62
A causa de la riqueza de su contenido y de las acentuaciones diferentes de sus sentidos, el término alemán
Gemüt resulta harto difícil de traducir al español de modo exacto, ante todo por la estratificación semántica
que encierra. La traducción más conocida es ‘espíritu’, como se puede observar en las traducciones de Kant
realizadas por M. García Morente; más recientemente, otros intérpretes han optado por ‘psiquismo’. Podría
133
desde el comienzo de la “Didáctica”, es decir, desde la facultad de conocer: el ‘yo’, afirma
Kant, puede considerarse ‘persona’ sólo en la medida en que es capaz de pensarse a sí
mismo y de «tener una representación de su yo», que es lo que –supuestamente– «le realza
infinitamente por encima de todos los demás seres que viven sobre la tierra».63 En otras
palabras, el hombre es capaz de pensar, ante todo, porque es capaz de pensarse a sí mismo,
y este carácter auto-reflexivo de su pensamiento es lo que da lugar a una existencia
afectada de sí misma. Es importante, por lo tanto, entender en qué consiste, para Kant, ese
observarse a sí mismo: no se trata, en efecto, de limitarse a describir desde un punto de
vista empírico los objetos del sentido interno, sino de intentar definir, por decirlo así, las
condiciones de posibilidad de ese pensarse a sí mismo, de las facultades de conocer, sentir
y desear, de sus combinaciones y conjunciones; en definitiva, se trata de establecer las
condiciones de posibilidad de todo lo que contribuye a producir las tramas –a la vez
empíricas y normativas– del pensar y del pensarse a sí mismo. En este sentido, uno de los
primeros núcleos de reflexión que encontramos en el análisis antropológico y que revelan
toda su afinidad con la indagación crítica, es el de la conexión que se establece entre la
sensibilidad y el intelecto, es decir, entre el plano de la receptividad y de la espontaneidad,
de la percepción y de la reflexión.
La conciencia de sí, para la perceptio (la intuición interna), se da como
«apercepción empírica»,64 como sentido interno, mientras que la misma conciencia de sí,
desde el punto de vista del intelecto, se da como apercepción pura, que en el sistema
kantiano, como es sabido, representa el principio de la lógica formal. Así, pues, por un
lado la pasividad del sentido interno hace de la sensibilidad el momento de la afección, por
el otro la actividad del intelecto adquiere el carácter de la espontaneidad, sin que esto
impida al ser humano autorepresentarse «como uno y el mismo sujeto».65 Dicho de otra
forma, aquí Kant quiere reafirmar que el pensar y el sentir son dos formas distintas de
traducirse por ‘alma’, pero este término no consigue revelar todo los estratos que se han condensado en el
término alemán. Al designar la totalidad del sujeto humano que conoce, siente y quiere, la elección que nos
parece más correcta es la de ‘ánimo’. Sin embargo, hecha esta advertencia terminológica, de aquí en adelante
preferimos utilizar el término alemán (Gemüt), sin necesidad de traducirlo cada vez con ‘ánimo’. A este
propósito, véase el siguiente artículo, muy esclarecedor e histórica y conceptualmente bien fundamentado:
M. IBAÑEZ, Sobre las vicisitudes del término Gemüt, en “Philosophia. Anuario de Filosofía”, núm. 69
(2009), págs. 35-56.
63
AP, pág. 15.
64
AP, pág. 35
65
AP, pág. 26.
134
representar(se) el mismo contenido: el paradigma dualista no desaparece, pero al menos
parece perder toda posible connotación ontológica. Pues bien, en el parágrafo 8, titulado
“Apología de la sensibilidad”, se argumenta que, si bien el intelecto suele ser considerado
como la facultad superior del conocimiento, por su carácter espontáneo y activo, las
representaciones sensibles no pueden en absoluto considerarse menos relevantes, ya que
introducen en la conciencia «expresiones rigurosas para el concepto, enfáticas para el
sentimiento y representaciones interesantes para la determinación de la voluntad».66 De
modo que el intelecto actúa correctamente, argumenta Kant, sólo cuando consigue no
debilitar la sensibilidad. Pero la relevancia de esta última y de las representaciones
filtradas por el sentido interno, en el contexto antropológico, parece hallarse sobre todo en
el juego de la imaginación. Como es sabido, la teoría del esquematismo trascendental, que
Kant introduce para propiciar la transición de la multiplicidad de las intuiciones a la unidad
del concepto, coloca la imaginación en una posición algo ambigua, pues en la primera
edición de la Crítica de la razón pura dicha función se halla en el campo de la
sensibilidad, mientras que en la segunda edición la facultad imaginativa es sometida a la
acción del intelecto. Pues bien, en la Antropología, el filósofo de Königsberg se expresa en
continuidad con la primera edición de la Crítica, vinculando la imaginación a la
sensibilidad y a la intuición: «La sensibilidad que entra en la facultad de conocer [...]
encierra dos partes: el sentido y la imaginación. El primero es la facultad de la intuición en
presencia del objeto; la segunda, en ausencia de éste».67 Asimismo, la imaginación puede
ser de dos tipos, como se afirma en el § 28, dedicado exclusivamente a ese concepto:
productiva (cuando exhibe un objeto del cual el sujeto no ha tenido ninguna experiencia) o
reproductiva (cuando vuelve a ofrecer una intuición pasada).
Pues bien, el aspecto más importante de esa “repetición” antropológica de
conceptos originariamente desarrollados en la fase crítica le sirve a Kant para sostener que,
en la imaginación, se da un juego no intencional en virtud del cual el intelecto y la
sensibilidad «se hermanan [...], como si la una facultad tuviese su origen de la otra o ambas
de un tronco común».68 La producción imaginativa es muy amplia, incluso puede
acontecer de forma inconsciente, explica el filósofo, y es capaz de alimentar el talento de
inventar, que a su vez es asistido por el espíritu, es decir, por «el principio que vivifica por
66
AP, pág. 39.
67
AP, pág. 51.
68
AP, pág. 84.
135
medio de ideas»,69 que libera la imaginación y que suscita un determinado interés
mediante las ideas reguladoras de la razón. Así, pues, la imaginación vendría a coincidir
con un saber hacer, con un arte, esto es, con un ejercicio práctico que, en tanto que
habilidad o invención, pone en juego la prudencia e indica cómo alcanzar la sabiduría. El
arte consiste en el obrar de un talento inventivo que no se limita a conocer, sino que
produce de modo original; en este sentido, puede ser simbolizada por el genio siempre y
cuando entendamos el genio de un hombre como «la magistral originalidad de su talento».
Sin embargo, argumenta Kant (este es un pasaje decisivo), «también se llama genio a la
cabeza que tiene disposición para esto; entonces esta palabra no significaría meramente el
don natural de una persona, sino también la persona misma».70 En definitiva, el obrar
multiforme de la imaginación abre un escenario difícil de catalogar, definir o controlar,
también porque su complejidad procede del hecho de que el mapa del alma que se
consigue forjar refleja siempre el umbral originario entre la receptividad y la
espontaneidad, pero también entre el pensar y el no-pensar, lo consciente y lo no-
consciente.71 Con esto debería quedar claro que, en la Antropología de Kant, la dispersión
temporal del ‘yo’, su irreductible finitud y el carácter inasimilable de la sensibilidad (el
sentido interno) respecto del intelecto (la apercepción pura) están firmemente vinculados a
la fuerza de la presentación originaria que ofrece la imaginación, la cual encarna de forma
muy vívida la conciencia de ese hombre que piensa y actúa libremente y que, al mismo
tiempo, «es afectado por el juego de sus propios pensamientos».72 En un contexto así
establecido, podríamos decir que el fin de la reflexión antropológica, mucho más que el del
programa crítico, consiste en reafirmar la posibilidad de hablar, de forma radicalmente no
esencialista y en clave anti-escolástica, del ser humano, reservando a la imaginación un
papel decisivo en el juego de las facultades, que parece anunciar una dislocación originaria
del pensar (y del sujeto que se piensa a sí mismo): ya no quedaría todo resuelto en una
mera síntesis temporal que acontece gracias a la actividad del intelecto, sino que es
69
AP, pág. 177.
70
AP, pág. 148.
71
«El hecho de que el campo de aquellas nuestras intuiciones sensibles y sensaciones de que no somos
conscientes, si bien podemos concluir indudablemente que las tenemos, esto es, las representaciones oscuras
en el hombre (y también en los animales), sea inmenso; las claras, por el contrario, encierren sólo unos,
infinitamente pocos, puntos de aquellas que están abiertos a la conciencia, de suerte que, por decirlo así, en el
gran mapa de nuestro espíritu sólo unos pocos lugares estén iluminados». AP, pág. 27.
72
AP, pág. 60.
136
necesario hacerse cargo de una ineludible dispersión temporal del ‘yo’, que expresa la
concreta unidad del momento pasivo y del momento activo-sintético, esto es, una
naturaleza que alberga la presencia de una libertad que se ejerce, desde siempre, dentro del
campo de una pasividad originaria. Podríamos decir, pues, que es justamente a ese juego
constante entre la actividad y la pasividad, que el campo de la antropología parece dedicar
sus esfuerzos, tal y como se desprende del análisis de la primera parte de la “Didáctica
antropológica”.73
Lo que acabamos de comentar acerca de la facultad de conocer quedará aún más
patente al analizar la peculiaridad conceptual que adquiere, en la Antropología kantiana, el
Gemüt, a su vez muy vinculado a la idea de la formación, en la persona, de un ‘carácter’.
En efecto, si por un lado el sentido interno, junto con la complejidad de la producción
imaginativa, muestra ese “juego de la libertad” que se ejerce en un contexto de radical
dependencia, por el otro el movimiento del Denkungsart, al cual se remonta el concepto de
«persona», no es sino el ejercicio constante del Gemüt. En este sentido, la productividad o
la capacidad inventiva de la imaginación se convierte en capacidad de vigilar, controlar,
gobernar las representaciones y las afecciones, es decir, aquellas innumerables síntesis que
tienden inevitablemente a “carcomer” la actividad sintética misma, que se encuentra así
dispersa en la temporalidad de un puro acontecer. Así, pues, lo que sugiere Kant es que la
labor del pensar, orientada a promover el equilibrio armónico entre las facultades (y a
impedir las deficiencias y las enfermedades, los excesos y la pasividad, la locura y la
inercia), no se encarna tanto en la presencia de la identidad pura del ‘yo pienso’ y de la
apercepción pura, sino en la actividad cotidiana y en el compromiso constante del Gemüt,
que no puede ser reducido a la mera síntesis de las facultades. Desde este punto de vista,
por lo tanto, el saber antropológico parece hacerse cargo del análisis de la «capacidad del
Gemüt»74 de gobernar el estado de las representaciones, de los sentimientos y de los
73
Como argumentaremos en el próximo parágrafo, dedicado a la lectura de Foucault de la Antropología
kantiana, lo que rechazamos de su interpretación es lo que el intelectual francés pretende derivar de su
diagnóstico, es decir, el rechazo de toda ilusión antropológica fundada en el olvido y en el intercambio
subrepticio entre el plano empírico y el plano trascendental. Esto, sin embargo, no impide que podamos
compartir la labor foucaultiana desde un punto de vista exclusivamente hermenéutico, es decir, cuando pone
de relieve los mecanismos conceptuales fundamentales que subyacen al texto de Kant. En este caso, nuestro
análisis del papel de la imaginación y de su carácter doble y unitario a la vez, guarda una relación muy
estrecha con el trabajo del intelectual francés: véase M. FOUCAULT, Una lectura de Kant, op. cit., pág. 57.
74
En este caso hemos decidido traducir la expresión alemana “Eigenmacht des Gemüts” con “capacidad del
Gemüt”, discrepando así de José Gaos, el cual opta por «autarquía del alma». Cf. AP, pág. 21.
137
deseos, comprobando así su uso o su abuso. Que ese saber antropológico, además, esté
declinado en sentido pragmático, significa que el Gemüt, desde su peculiar posición, se
propone como un acto del pensamiento, pero que siempre está referido a la «persona», esto
es, a una existencia singular y determinada que cuida, en el ejercicio cotidiano, del nexo
que debe instaurarse entre el Können y el Sollen; de esa forma, la relación con la verdad no
se daría exclusivamente en la esfera de las determinaciones intelectuales (es decir,
mediante la labor crítica), sino también en la esfera de la determinación de lo que el
hombre puede y debe hacer de sí mismo. En otras palabras, Kant parece sugerir que la
soberanía de la actividad sintética a priori está siempre acompañada (esto es, compensada)
por la incertidumbre paciente y frágil del esfuerzo ético del Gemüt, que otorga a la vida su
propia movilidad, haciéndola partícipe de un afán de valorización, como podemos leer en
uno de los primeros parágrafos de la segunda parte de la Antropología:
«la vida, en general, tocante al goce de aquello que depende de la ventura de las
circunstancias, no tiene absolutamente ningún valor propio, y sólo en lo concerniente a su
empleo [Gebrauch], según los fines a que se dirija, tiene un valor, que no la suerte [das
Glück], sino sola la sabiduría puede proporcionar al hombre; que, por ende, está en su
poder».75
Después de haber especificado hasta qué punto la actividad del Gemüt está
impregnada de temporalidad, materialidad y fragilidad (en definitiva, de toda la
inestabilidad de una empiria que se ofrece al hombre como una pasividad originaria),
podemos mostrar ahora en qué sentido Kant apuesta, sobre todo en la “Característica
antropológica”, por el concepto de ‘carácter’, entendido como ‘modo de pensar’
(Denkungsart), que el ser humano no obtiene gracias a lo que la naturaleza hace de él, sino
mediante lo que él hace de sí mismo.76 Lo que el contenido de los párrafos precedentes
75
AP, pág. 168, cursiva mía. La traducción de Gaos («felicidad») nos parecía bastante equivocada, pues en
este caso “das Glück” se refiere a la idea de casualidad y de un encadenamiento de sucesos fortuitos, y no al
concepto de felicidad; por esta razón hemos optado por “suerte”.
76
«No se trata trata aquí de lo que la naturaleza hace del hombre, sino lo que éste hace de sí mismo; pues lo
primero es cosa del temperamento (en que el sujeto es en gran parte pasivo), y únicamente lo último da a
conocer que tiene un carácter». AP, pág. 238. «El hombre consciente de tener un carácter en su modo de
pensar, no lo tiene por naturaleza, sino que necesita haberlo adquirido cada vez [sondern muss ihn jederzeit
erworben haben]». AP, pág. 241, cursiva mía. Una vez más, no estamos de acuerdo con la traducción
138
permite aclarar, por lo tanto, es que ese ‘hacer de sí mismo’ no es el resultado de una labor
abstracta y exclusivamente intelectual, es decir, de unos principios morales fijados sin
ningún contacto con la vida, sino que se trata siempre de una combinación entre dichos
principios (el ámbito trascendental y autónomo) y la dispersión espacial y temporal
(empírica) de la pasividad originaria en que se instala el núcleo de libertad que, para Kant,
es propio del ser humano. Este último, entonces, en virtud de la posibilidad de forjar un
‘carácter’, no sólo es naturaleza, pasividad, sino que también accede a ese plano en el que
puede hacer algo de sí mismo, gozando así de un quid de libertad práctica. El hombre
descrito en la Antropología, como señala R. Brandt, «no es, sino que se hace»;77 y esto
vale tanto en el caso del individuo, como en el de la especie. Dicho de otro modo, para
alejarse de cualquier tentación metafísica y esencialista orientada hacia la definición
estática de ‘naturaleza humana’, el discurso antropológico kantiano insiste en el carácter
moldeable del ser humano, que debe poner en práctica aquella libertad que su propia
condición le concede.78
Ahora bien, llegados a este punto es muy importante subrayar que en las páginas de
la Antropología difícilmente encontraríamos una afirmación de Kant en favor de la
contraposición entre las predisposiciones naturales del ser humano y las instancias de la
libertad práctica típica de su condición. En efecto, en ese texto se pone más bien el acento
en el hecho de que la naturaleza misma le otorga al hombre aquellas potencialidades cuyo
desarrollo coincide con el desplegarse de su libre racionalidad. De ahí que Kant llegue a
propuesta por José Gaos: en nuestra opinión, como ya hemos dicho anteriormente, la mejor traducción de
“Denkungsart” es también la más literal, es decir, “modo de pensar”, y no “índole moral”.
77
R. BRANDT, Die Bestimmung des Menschen bei Kant, op. cit., pág. 105. El texto original dice así: «[...] der
Kantische Mensche ist nicht, sondern wird».
78
Debido a su carácter intrínsecamente polisémico, es preciso hacer un breve excursus acerca del concepto
de libertad, procurando mostrar qué sentido adquiere en el contexto del discurso antropológico kantiano.
Algunos intérpretes han sostenido que el significado más importante de libertad en Kant sería el
trascendental, es decir, el que se desprende de la autonomía de la razón y del sujeto de la apercepción pura
(véase, por ejemplo, H. E. ALLISON, Kant’s theory of freedom, Cambridge University Press, Cambridge,
1990, pág. 46); por el contrario, otros intérpretes no encuentran ningún inconveniente en pensar
conjuntamente el carácter empírico de la indagación antropológica, propio de ese ámbito del cual se hace
cargo la capacidad del Gemüt de la cual hemos hablado antes, y la idea de libertad, vinculada al rechazo de
toda antropología que reduce al hombre a sus constantes fisiológicas (a este propósito, cf., por ejemplo, T.
STURM, Eine Frage des Charackters, en AA.VV., Kant und die Berliner Aufklärung, Akten des 9.
Internationalen Kant-Kongresses, hrsg. von V. Gerhardt, R. P. Horstmann, R. Schumacher, de Gruyter,
Berlin, 2001, Bd. IV, págs. 440-448).
139
proponer una variación mínima desde un punto de vista terminológico, pero muy
significativa desde un punto de vista conceptual, de la clásica definición del ser humano, a
saber: de animal rationale a animal rationabile.79 El hombre, pues, «tiene el carácter que
él mismo se ha creado, al ser capaz de perfeccionarse de acuerdo con los fines que él
mismo se señala; gracias a lo cual, y como animal dotado de la facultad de la razón
(animal rationabile), puede hacer de sí un animal racional (animal rationale)».80 En otras
palabras, el ser humano puede volverse racional, pero en ningún caso se trataría de un
atributo esencial, metafísico, sino de un proceso y un ejercicio largos y trabajosos (su
propia existencia), que no tienen ninguna garantía a priori de éxito; su autonomía, por lo
tanto, consistiría precisamente en gobernar el juego entre la potencialidad natural y la
responsabilidad moral, navegando a vista en el mar de una empiria que cada vez –
recuérdese aquel «jederzeit» que hemos encontrado al hablar del ‘carácter’, entendido
como Denkungsart– se dispone a acoger los impulsos procedentes de la razón. Así, pues,
debería haber quedado patente en qué sentido la adquisición de un ‘carácter’, para Kant,
coincide precisamente con la puesta en práctica de dicha autonomía; de ahí que la
antropología, a su vez, coincida con el estudio de dicha puesta en práctica. En este sentido,
se explica también la razón por la que, al principio de este parágrafo, insistíamos en el
hecho de que puede resultar demasiado restringido entender la antropología pragmática de
Kant únicamente como el pendant empírico de la filosofía moral. En efecto, hemos
comprobado que la antropología no trata sólo de averiguar cómo se aplican los principios
de la razón práctica, sino de estudiar ese ámbito peculiar en el que dichos principios
efectivamente toman cuerpo, se ponen en práctica, encontrando todos esos obstáculos y
toda esa inestabilidad que, ineludiblemente, ejercen una determinada retroacción sobre
esos mismos principios, generando una articulación inextricable entre lo dado y lo
autónomo, el momento pasivo-receptivo y el momento activo-espontáneo de la vida
humana. El carácter pragmático de la antropología kantiana, por lo tanto, implica la
necesidad de colocar la mirada sobre ese ámbito en el que se produce el “juego de la
libertad”, que se ejerce de modo siempre precario entre una actividad y una pasividad
ambas originarias. Dicho de otro modo, el discurso antropológico, a pesar de estar animado
por un interés constante por cartografiar de cerca la realidad empírica efectiva, nunca deja
79
A este propósito, cf. G. BÖHME, Immanuel Kant. Die Bildung des Menschen zum Vernunftwesen, in R.
WEILAND (hg.), Philosophische Anthropologie der Moderne, op. cit., en particular págs. 30-38.
80
AP, págs. 277-278.
140
de ser pragmático, puesto que se hace cargo de los márgenes de la acción posible del
hombre sobre sí mismo.
En conclusión de este breve recorrido por los núcleos conceptuales y por las
principales cuestiones tratadas en la Antropología –y antes de dedicar algunas reflexiones a
la importancia del planteamiento kantiano para la configuración no tanto de una disciplina,
sino más bien de una actitud epistémica que, como veremos, tal vez sea capaz de rebatir las
críticas anti-humanistas y anti-metafísicas formuladas en el siglo XX contra todo tipo de
antropologismo–, será necesario mencionar, aunque sea brevemente, el hecho de que la
argumentación que Kant desarrolla en la segunda parte de su texto de 1798 abarca de
forma progresiva ámbitos humanos cada vez más amplios, como si de una serie de círculos
concéntricos se tratara. Del individuo se pasa al pueblo, luego a la raza, para llegar,
finalmente, a la especie. Ahora bien, no entra en los fines de la presente investigación la
exposición de la elaboración de cada uno de esos ámbitos;81 sin embargo, sí podría resultar
útil aludir a la lógica que subyace a dicha ampliación cada vez mayor del perímetro de la
reflexión kantiana. Esto, además, nos permitirá evidenciar, una vez más, el carácter
problemático y demasiado restrictivo de la interpretación histórico-conceptual de Odo
Marquard, según la cual donde hay antropología no puede darse ninguna filosofía de la
historia. Pues bien, la primera aclaración que es preciso hacer es que, al tratar los ámbitos
supraindividuales, Kant trae a colación la misma lógica argumentativa que hemos
encontrado en relación con el individuo: también en este caso, en efecto, es posible
apreciar las modalidades de interacción entre la efectividad natural y la acción libre. En
particular, dichas interacciones resultan determinantes en la dimensión de la especie,
puesto que es justamente en la sucesión de las generaciones humanas donde, para Kant, se
articularía de forma más cabal la complementariedad entre la naturaleza y la libertad
práctica de los hombres. Dicho de otra forma, la Bestimmung des Menschen no puede
considerarse realizada si su radio de acción abarcara exclusivamente el ámbito individual:
81
El análisis antropológico de las características y de las diferencias entre los ‘sexos’, los ‘pueblos’ y las
‘razas’, no añade prácticamente nada al núcleo conceptual de la argumentación de Kant. Eso sí, hay que
señalar que en esos ámbitos el papel de la naturalidad (el momento pasivo-receptivo) parece conceder un
espacio mucho más reducido a la acción del hombre sobre sí mismo. Además, casi siempre se trata de
observaciones de muy escasa amplitud de miras (sobre el concepto de raza, hay que mencionar la obra del
naturalista Ch. G. Girtanner titulada Über das kantische Prinzip für die Naturgeschichte, de 1796),
probablemente muy influenciadas por toda una serie de prejuicios muy difundidos de la época, que acabaron
poblando de afirmaciones misóginas y racistas las secciones dedicadas a esas cuestiones.
141
por eso es necesario extender su alcance hasta la progresión histórica de las generaciones,
en la cual, como se argumenta también en la Idee zu einer allgemeinen Geschichte in
weltbürgerlicher Absicht,82 se desvela cabalmente la concordancia entre el plan de la
naturaleza y el cometido racional del ser humano. En definitiva, es en el terreno empírico
de la historia donde la reflexión antropológica deberá medir la posibilidad de que la
Bestimmung del hombre se realice concretamente.
Así, pues, habrá que averiguar en qué medida, desde la perspectiva de la historia, la
naturaleza “opera” de modo conforme a las instancias de la libertad práctica de la que,
según Kant, gozaría el ser humano, es decir, en qué sentido determinadas inclinaciones
naturales no sólo no impiden, sino que favorecen (a través de la sucesión de las
generaciones humanas) la manifestación de la Bestimmung práctico-moral del hombre. En
un contexto así determinado, debería quedar patente hasta qué punto la indagación
antropológica está entrelazada con algunas de las principales cuestiones de la filosofía de
la historia; en este sentido, por lo tanto, nos vemos obligados a insistir en la imposibilidad
de separar, al menos en sus estadios iniciales, en la segunda mitad del siglo XVIII, las dos
perspectivas epistémicas, que parecen compartir algunos núcleos temáticos específicos.83
Dicho de otra forma, no podemos sino ratificar nuestra perplejidad frente a la propuesta
interpretativa de Odo Marquard, que considera el enfoque antropológico-filosófico
precisamente como la «gran alternativa a la filosofía de la historia» y a toda filosofía del
destino (Bestimmung) del hombre.84 En efecto, el hecho de que, para Kant, ese destino esté
tan vinculado al plano de la historia no es en absoluto algo accidental, sino que, por el
contrario, debe considerarse como algo del todo coherente con su planteamiento
antropológico-pragmático. En este sentido, el ser humano no puede ser entendido mediante
una definición esencialista, fija, abstracta e inmutable (en una palabra, metafísica), sino
que debe ser pensado en un contexto que prevé una permeabilidad originaria respecto de
una pluralidad de fines; por eso, entonces, en su antropología pragmática Kant propone
retratar su vulnerabilidad y su fragilidad empírica, sus intentos constantes de poner en
práctica el “juego de la libertad”, junto con la tensión inagotable que acompaña esos
82
I. KANT, Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784), en KGS, Bd. VIII, págs.
15-31, trad. esp. de C. Roldán Panadero, R. Rodríguez Aramayo, Ideas para una historia universal en
sentido cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la Historia, Tecnos, Madrid, 2006, págs. 17-31.
83
A este propósito, es muy útil la lectura de U. DIERSE, G. SCHOLTZ, Geschichtsphilosophie, en J. RITTER
(Hg.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, op. cit., Bd. III, 1974, págs. 416-439.
84
O. MARQUARD, Sobre la historia del concepto filosófico de ‘antropología’..., op. cit., pág. 139.
142
intentos de realizar su Bestimmung. Pero este cometido, también desde el punto de vista de
la antropología, toma cuerpo y acontece históricamente. El hombre es un animal
rationabile (y no desde siempre e incontestablemente rationale): por eso, el tema central
de una antropología que se define como pragmática no puede ser sino aquella dinamicidad
fundamental que subyace a la capacidad del hombre de hacer algo de sí mismo, algo que
resulta posible sólo si dicha potencialidad está inscrita en las coordenadas de la historia. En
otras palabras, para Kant la reflexión filosófica sobre la historia representa, por decirlo así,
la otra cara del análisis antropológico.
¿Cuáles son, pues, las disposiciones que caracterizarían el hombre, entendido como
especie? En primer lugar, Kant señala que hay al menos una disposición común a todas las
especies animales, a saber: la disposición a conservar la especie misma. En segundo lugar,
el filósofo identifica tres disposiciones típicamente humanas: la disposición técnica (que
consiste en la capacidad de trabajar manualmente, a la cual está estrechamente vinculada la
«simple forma y organización de su mano, de sus dedos y puntas de los dedos»);85 la
disposición pragmática (que consiste en la capacidad de «civilizarse por medio de la
cultura, principalmente en las cualidades sociales, y la propensión natural de su especie a
salir en el aspecto social de la rudeza de la mera autarquía y a convertirse en un ser pulido
[gesittetes], aunque todavía no moral»);86 finalmente, la disposición propiamente moral,
que le permite al hombre actuar según un principio de libertad conforme a leyes.87 A esta
estructura triple de las disposiciones del hombre entendido como especie, le corresponden
tres estadios determinados de su Bestimmung, que se realizan de forma gradual a lo largo
de la sucesión de las distintas generaciones: la Kultivierung, la Civilisierung y la
Moralisierung.88 Ahora bien, también en este caso es preciso señalar un aspecto muy
85
AP, pág. 280.
86
Ibidem.
87
La tripartición de las disposiciones humanas originarias está presente también en las páginas de la Religion
innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft, en las que se habla de la ‘animalidad’ (Thierheit), de la
‘humanidad’ (Menschheit) y de la ‘personalidad’ (Persönlichkeit): cf. I. KANT, Religion innerhalb der
Grenzen der bloßen Vernunft (1793-1794), en KGS, Bd. VI, págs. 1-201, trad. esp. de F. Martínez Marzoa,
La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid, 1981.
88
Paralelamente a lo que hemos especificado en la nota anterior, señalamos que esta tripartición de la
realización de la Bestimmung del ser humano entendido como especie está presente también en las Ideas
para una filosofía de la historia de la humanidad, donde Kant afirma que «gracias al arte y la ciencia somos
extraordinariamente cultos. Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía
social y a los buenos modales. Pero para considerarnos moralizados queda todavía mucho. Pues si bien la
143
importante, es decir, el hecho de que, si bien Kant presenta esa caracterización triple (en
sentido progresivo) de la Bestimmung del hombre, el cual está llamado a ejercer una
actividad cada vez mas compleja de reconfiguración del dato natural, en la Antropología el
plano de la naturaleza (el momento pasivo-receptivo) no es presentado como algo
exclusivamente conflictivo y antitético respecto del juego de la libertad práctica humana.
De hecho, todo el discurso antropológico kantiano parece centrarse en la difícil tarea de
comprobar en qué medida las predisposiciones naturales del hombre constituyen unas
inclinaciones positivas (o, aparentemente, unos vicios) en la perspectiva de su
compatibilidad con su ‘Bestimmung’ moral. Esto vale también para la primera parte de la
obra, la “Didáctica”, en la que todavía no han sido introducidos sistemáticamente los
conceptos de ‘carácter’ o de ‘Bestimmung’, que se revelan capaces (implícitamente) de
presidir la labor de rehabilitación de ciertos aspectos no muy edificantes que
caracterizarían, de forma natural, la vida humana. En efecto, esos aspectos (por ejemplo la
hipocresía, el dolor, los deseos), explica Kant, pueden adquirir un valor positivo sobre todo
gracias a las dinámicas sociales que, a partir de ellos, pueden originarse. 89
idea de la moralidad forma parte de la cultura, sin embargo, la aplicación de tal idea, al restringirse a las
costumbres de la honestidad y de los buenos modales externos, no deja de ser mera civilización». I. KANT,
Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 27. A este propósito, es útil recordar
que la peculiaridad semántica de los términos alemanes Kultur y Zivilisation puede apreciarse sólo si se tiene
en cuenta el contexto social y cultural de la época en la que cristalizaron conceptualmente. El trabajo de
referencia, en este campo, es sin duda el de Norbert Elias, el cual sostiene que la actitud polémica de los
intelectuales de la clase media alemana contra la Zivilisation de la nobleza cortesana habría sido responsable
de la formación de la antítesis conceptual entre las ideas de cultura y de civilización; en efecto, hacia la
segunda mitad del siglo XVII, argumenta Elias, se habría asistido a una auto-legitimación cada vez mayor de
la clase media alemana, basada en la noción de virtud y en la preparación cultural, oponiéndose así a las
actitudes exteriores y superficiales cultivadas en las cortes. Véase N. ELIAS, Über den Prozess der
Zivilisation, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1969-1980, trad. esp. de R. García Cotarelo, El proceso de la
civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, FCE, México D.F., 1988, en particular págs.
57-83.
89
A este propósito, señalamos que algunos intérpretes de la Antropología kantiana (cf., por ejemplo, H.
WILSON, Kant’s pragmatic anthropology. Its origin, meaning and critical significance, State of New York
University Press, Albany, 2006) insisten mucho en la importancia de la presencia de un lenguaje
explícitamente teleológico, utilizado para hermanar la intencionalidad de las predisposiciones naturales con
la teoría crítico-moral de la libertad. Sin embargo, en nuestra opinión dicha opción hermenéutica corre el
riesgo de ignorar la peculiaridad y la autosuficiencia del discurso antropológico kantiano, que no debería ser
interpretado exclusivamente como una “repetición” de la filosofía de la historia o de la crítica de la razón
práctica, sino como un ámbito de indagación autónomo que se hace cargo de otorgar una relevancia filosófica
144
Al acercarnos a la conclusión del presente parágrafo, es hora de hacer algunas
consideraciones, a partir de las cuestiones tratadas en la Antropología en sentido
pragmático, sobre la relación entre la idea kantiana de Weltweisheit (que podríamos
traducir por ‘sabiduría mundana’) y la constitución, a finales del siglo XVIII, del espacio
epistémico de la ‘antropología’, enlazándonos así con el tema del primer capítulo. Esto nos
permitirá reivindicar, además, el carácter crucial del binomio conceptual ‘hombre-mundo’,
que se halla tanto en el corazón de la filosofía kantiana, como en la configuración
epistémica de la cual pudo emerger el ámbito teórico de la ‘antropología’.
El binomio conceptual ‘hombre-mundo’ es un verdadero topos historiográfico. Sin
embargo, su aparición, que se remonta a los orígenes de la Neuzeit, no debe entenderse
superficialmente, es decir, como si se tratara del simple hecho de que, en un momento
dado de la historia, al cambiar la concepción del mundo, también cambia la idea que el
hombre tiene de sí, pues el mismo concepto de ‘mundo’ no es sino el producto de una
determinada curvatura de la historia y del pensamiento. Asimismo, el que ese binomio
represente un topos histórico-conceptual significa que en él está presente no sólo un
elemento retórico, sino también (o sobre todo) algo capaz de vehicular y condicionar los
valores de referencia de un entero marco argumentativo e intuitivo, caracterizado por una
hybris dinámica y dialéctica que se impone bajo el signo de la revolución copernicana, es
decir, de un paradigma cultural centrado en la idea de ‘transformación’, cuyo término de
comparación es precisamente ese ‘mundo’ (y no Dios, el Ser o la Verdad) en el que
confluyen la realidad natural y la realidad cultural.90 Lo que nos proponemos hacer para
concluir el presente capítulo, pues, es explicitar el horizonte de sentido que determinó
dicha curvatura a través de algunos lugares del discurso antropológico kantiano, que, en
nuestra opinión, representa un punto de observación privilegiado para apreciar la eclosión
moderna del topos ‘hombre-mundo’. Gracias a Kant, de hecho, podemos mirar de cerca
ese movimiento doble, que implica el agotamiento de la categoría clásica de ‘cosmos’ y, al
a ese “juego de la libertad” que, simbolizado perfectamente por el Gemüt y el concepto de Gebrauch, enlaza
lo empírico y lo trascendental, el tiempo de la síntesis a priori de la apercepción pura y el tiempo de la
dispersión constante de la actividad sintética respecto de sí misma.
90
A este propósito, en general véase H. BLUMENBERG, Die Genesis der kopernikanischen Welt, op. cit; ID.,
La legitimación de la edad moderna, op. cit.. Hemos tratado estas cuestiones en el segundo parágrafo del
primer capítulo (cf. supra, págs. 48-69: “EL «MUNDO COPERNICANO». METAFORIZACIÓN DE UN CAMPO
EPISTÉMICO”).
145
mismo tiempo, el descubrimiento de una nueva idea de ‘cosmos’, mucho menos sólida y
estable, que está vinculada al carácter mundano de la condición humana.
Pues bien, es innegable que en la filosofía kantiana la cuestión del ‘mundo’ ocupa
un lugar central, llegando incluso a representar uno de sus hilos conductores y el terreno
desde el cual puede surgir el discurso antropológico. La antropología, en efecto, como
recuerda el mismo Kant en la Lógica, se convierte en aquella disciplina filosófica
alrededor de la cual se aglutinan todas las demás, es decir, en una elaboración temática que
sabe contestar a aquella pregunta (¿qué es el hombre?) en la que confluyen todas las demás
preguntas de la filosofía. Ahora bien, esto puede ocurrir siempre y cuando la antropología
se revele capaz de reelaborar y utilizar positivamente (esto es, desde el punto de vista
pragmático-cosmopolita) el concepto de ‘mundo’, que en el sistema kantiano es sin duda
muy problemático, sobre todo en el análisis crítico, que lo define como un nihil negativum,
un objeto contradictorio; no obstante, considerado bajo el punto de vista de la antropología,
el concepto de ‘mundo’ puede adquirir un significado mucho más profundo para el
hombre: en ese ámbito, lejos de ser un objeto conjetural, llega a ser el horizonte en el que
se estructura la condición humana, es decir, un ámbito que no deja de ser virtual, pero que
al mismo tiempo resulta ser efectivo, capaz de conceder amplitud y sentido a la
experiencia, que, gracias a la labor constante del Gemüt, intenta producir la fusión del
aspecto vital y el ideal, el momento pasivo-receptivo y el activo-espontáneo. Es en este
sentido, pues, como la antropología kantiana se corresponde con una verdadera
Weltkenntnis, o ‘sabiduría mundana’.
Para resumir brevemente en qué consiste el carácter problemático del concepto de
‘mundo’ en la filosofía crítica de Kant (con vistas a mostrar, en un segundo momento,
cómo es reelaborado desde el punto de vista pragmático), nos puede ayudar un fragmento
muy sintético, pero conceptualmente también muy intenso, de una obra de Heidegger, uno
de los filósofos del siglo pasado que más ha influido en la constitución de la vulgata tal vez
más difundida del pensamiento kantiano, que lo interpreta (en términos harto despectivos)
como uno de los responsables del giro antropológico moderno:
«1) El concepto de mundo es un concepto problemático en cuanto que oscila entre dos
significados distintos, de los que, por otra parte, tampoco puede decirse que no guarden
ninguna relación entre sí.
2) Esta oscilación, cuando se consideran las cosas más detenidamente, tiene su origen en que
no está claro cómo se relaciona con la existencia eso que se llama mundo.
146
3) Por un lado, el mundo es una determinación del todo del ente y en este aspecto se refiere
también al hombre, aunque (en este aspecto) no se refiera de forma especial a la existencia;
todos los entes pertenecen al mundo, los animales, las plantas, las piedras.
4) Y, sin embargo, ese mundo está enfáticamente referido a la existencia en cuanto que no
sería sino una idea de la que se dice que tiene su origen en la naturaleza de la razón humana.
5) Además, esa pregunta por la relación especial entre mundo y existencia se agudiza no sólo
en el aspecto del origen que el concepto de mundo tendría en la razón humana, sino en el
aspecto de que, en la otra acepción del concepto de mundo, lo que se entiende precisamente
por mundo es el ser hombre y su juego y sus idas y venidas».91
147
un todo finito en sí. Sólo podemos encontrarlo en el regreso empírico de la serie de los
fenómenos, no en sí mismo».94 Parece deducirse que de lo que no se puede hablar, hay que
callar. Sin duda es verdad que Kant ofrece una “exit strategy”: el mundo inteligible de la
moralidad, el mundo como ens rationis, como idea reguladora. Pero la presencia constante
de la Weltfrage en la filosofía kantiana parece sugerir otra opción: que el mundo represente
el horizonte constitutivo de la experiencia humana,95 es decir, el trasfondo al cual se
refieren todas las cosas, incluido el obrar del sujeto, en la medida en que entran a formar
parte de un sistema de relaciones fenoménicas. En este caso se trataría de una idea de
‘mundo’ que excede el campo estrictamente epistémico, ya que abarca todo el territorio de
la experiencia humana (y no sólo la experiencia cognitiva). De hecho el límite epistémico
del cual habla Kant no se caracteriza únicamente en términos de exclusión, sino como una
línea fronteriza (Grenzlinie), algo que implica una suerte de práctica del límite:
«El conjunto de todos los objetos posibles de nuestro conocimiento nos parece una superficie
plana que tiene su aparente horizonte, es decir, nos parece aquello que abarca todo su
contorno, que es lo que nosotros hemos denominado el concepto racional de la totalidad
incondicionada. Empíricamente, es imposible llegar a tal conjunto, y toda tentativa de
determinarlo a priori de acuerdo con un principio ha sido inútil. Sin embargo, todas las
cuestiones de la razón pura apuntan a lo que haya fuera de ese horizonte o, a lo más, en su
línea fronteriza».96
Todo lo que el ser humano hace o dice debe tener lugar, o dicho de otro modo, toda
actividad humana acontece a partir de un lugar determinado; ahora bien, por ‘mundo’
puede entenderse ese lugar que comprende todo posible lugar, con lo cual se trataría de un
concepto que se refiere a algo literalmente ilocalizable, que no coincide con ningún punto
especifico, pero que, al mismo tiempo, constituye y estructura toda posible experiencia
humana (el decir, el sentir, el querer, etc.). Para establecer una correspondencia que nos
podría ayudar a aclarar de qué estamos hablando, podríamos relacionar el carácter
trascendente de ese concepto de ‘mundo’ (en el sentido de que es algo que trasciende todo
lugar particular) con el ‘yo’ del Tractatus de Wittgenstein, con el ojo que nunca entra en el
94
KrV, A505/B533, pág. 414.
95
A este propósito, véase E. FINK, Welt und Endlichkeit, Könighausen und Neumann, Würzburg, 1990, en
particular cf. págs. 98-134.
96
KrV, A760/B788, pág. 561.
148
campo visual; por eso, esta peculiar concepción cósmica del ‘mundo’ implica un tipo de
trascendencia que no es ni abstracta, ni lógica, ni espiritual: más bien, se trata de un
trascender que está vinculado a las vivencias mismas del hombre, a la cotidianidad de su
tener lugar en el decir, en el sentir o en el querer: aquí o allí, pero a la vez en ningún lugar,
o en el lugar de todos los lugares. Así, pues, desde este renovado punto de vista cósmico,
podríamos decir que la autoconciencia, el sentimiento o la comprensión racional de la
existencia arraigan en el carácter trascendente de la “libertad” en la misma medida en que
arraigan también en los elementos naturales y en la causalidad física. Esta ambigüedad de
lo humano, a fin de cuentas, no es sino esa ambigüedad que se desprende de la exposición
(tan ejemplar) de las antinomias en la Crítica de la razón pura. En otras palabras, lo que
estamos intentando sostener es que la confutación epistemológica de la cosmología, en
Kant, no cierra necesariamente las puertas a una concepción distinta del cosmos, que si ya
no puede ser un mero objeto de contemplación, sí puede ser entendido como un objeto sui
generis, como lo son el ‘yo’, el ‘tiempo’ o el ‘espacio’, los cuales, aun no siendo
propiamente unos entes, tampoco pueden ser considerados como algo meramente
imaginario o perteneciente exclusivamente a la esfera del noumeno. El hombre kantiano,
por lo tanto, habita el ‘mundo’ en la medida en que aprende a tener (un) lugar, a hallar una
posición, un equilibrio, recorriendo esa Grenzlinie que roza tanto las leyes de la física
como las leyes del libre albedrío. Podría tratarse, en definitiva, de aquel juego liminar y
constante del Gemüt, del cual hemos hablado precedentemente y que, para Kant, es objeto
de indagación de una antropología desarrollada en sentido pragmático.
Como ya hemos recordado en el primer parágrafo de este capítulo, la presencia del
‘cosmos’, más allá de su (imposible) elaboración en ámbito epistemológico, reverbera en
el concepto cósmico –o mundano, dado que el término alemán es Weltbegriff– de la
filosofía, del cual se habla no sólo en la Crítica de la razón pura, sino también en la
Lógica, donde Kant afirma que ese concepto cósmico «confiere dignidad a la filosofía, es
decir, un valor absoluto. Y efectivamente ella es además la única que tiene por sí misma
valor intrínseco y la que confiere en principio un valor a los otros conocimientos»,97 poco
antes de reconocer que todas las cuestiones de la filosofía, entendida en este sentido
cosmopolita, confluyen en la antropología, que es aquel discurso que se hace cargo de
responder a la pregunta por el hombre. Pues bien, a la luz del análisis llevado a cabo en
este segundo parágrafo, veremos ahora en qué modo (y con cuáles resultados) ese discurso
97
I. KANT, Lógica, op. cit., pág. 91.
149
antropológico declina el concepto de ‘mundo’ en sentido eminentemente pragmático,
enmarcando así su perspectiva en la más amplia “configuración antropológica del saber”,
según la cual el hombre y el mundo venían a ser dos figuras conceptuales que se co-
implicaban mutuamente.
Lo que nos interesa es la acepción pragmático-cosmopolita del ‘mundo’,98 que
vendría a coincidir con la idea del globo terrestre, esto es, del teatro histórico y geográfico
en el que tiene lugar la acción humana. Se trata del mundo que, para el hombre, adquiere la
mayor carga de efectividad, pues en él se dan cita –al mismo tiempo– tanto los aspectos
relacionados con la necesidad física como los aspectos que se refieren a la capacidad del
hombre de establecer autónomamente sus propias leyes morales. En otras palabras, el
mundo pragmático-cosmopolita no es sino el ámbito en el que tiene lugar ese juego liminar
de la libertad del cual se hace cargo el Gemüt. Su ubicación, por lo tanto, es intermedia en
el sentido de que en esta tierra los hombres están destinados a abrirse paso hacia la
realización de su cometido práctico-moral; pero sin el trasfondo natural eso no sería
posible, se quedaría en una operación abstracta, ya que le faltaría la propulsión misma a
tomar posición, a ocupar un determinado lugar, otorgándole un sentido propiamente
humano. Así, pues, cuando Kant afirma que, al desarrollar una antropología que sea
relevante para adquirir una Weltkenntnis, no hay que fijarse en las determinaciones
fisiológicas del ser humano, sino sólo en los aspectos operativos, sociales, históricos, tal
vez deberíamos entender que dichos elementos, para el filósofo de Königsberg, no son
relevantes en sí, sino en términos relativos. En efecto, si leemos con atención el texto de la
Antropología en sentido pragmático, nos damos cuenta de que la naturaleza tiene un papel
muy relevante. Es aquella naturaleza con la cual el hombre se relaciona cotidianamente:
necesidades, inclinaciones, caracteres, formas, colores, plantas, animales. Eso sí, dichos
aspectos no son analizados por sus determinaciones generales, sino en relación con la
existencia ordinaria del ser humano, adquiriendo así una configuración (en el sentido
pragmático-kantiano) propiamente terrestre. Vale aquí lo que hemos recordado
precedentemente a propósito de los cursos universitarios que Kant dedicó a la geografía
98
Es preciso recordar que para Kant había al menos otros dos conceptos de ‘mundo’: el sensible, que se
refiere a la idea más directa de universo, es decir, la serie fenoménica que representa el dominio del
conocimiento fundado empíricamente, y el inteligible, que representa la comunidad ideal de seres cabalmente
racionales. El mundo pragmático-cosmopolita, de hecho, ocuparía una zona intermedia respecto de estos dos
conceptos de mundo. A este propósito, véase K. DÜSING, Die Teleologie in Kants Weltbegriff, Bouvier,
Bonn, 1986; H. HOLZHEY, Kants Erfahrungsbegriff, Schwabe, Basel, 1970.
150
física, donde se afirma que la naturaleza y el hombre «deben ser considerados
cosmológicamente, es decir, no según los aspectos aun notables contenidos en sus objetos
particulares [...], sino según lo que nos sugiere su relación con el todo en el que se
encuentran y en el que adquieren su propio lugar».99 Del mismo modo, también en el caso
de la Antropología, no se trata de una naturaleza abstracta y fenoménicamente descrita,
sino de una naturaleza que constituye el escenario del obrar humano y mediante la cual ese
obrar cobra un sentido ético y se convierte en un recorrido hacia la edificación de una
cosmopolis, que no es sino este mundo. En otras palabras, podríamos decir que el saber
antropológico que Kant tenía en mente implicaba una co-implicación mutua de hombre y
mundo (o, mejor dicho, el carácter radicalmente mundano de la existencia humana), ya que
conocer el hombre significa conocer el mundo, y viceversa: sólo así el hombre deja de ser
un mero espectador del mundo (Weltbeschauer), para convertirse en verdadero habitante
del mundo (Weltbürger).
Así, pues, como conclusión del recorrido que hemos llevado a cabo en este
parágrafo, podríamos decir que la antropología kantiana –en tanto que teoría dotada de un
fuerte componente práctico, es decir, como teoría que ofrece al hombre una cierta
Weltweisheit, o sabiduría mundana– es interpretable como una suerte de fenomenología de
la vida cotidiana, que aspira a elaborar unos criterios útiles para que el ser humano sea
capaz de fundir concretamente el formalismo de la ética y el de la teoría del conocimiento
mediante una actividad paciente y laboriosa sobre sí mismo; de ese modo, el hombre puede
convertirse en un verdadero habitante del mundo. A esto aludía Kant, tal vez, al hablar de
«animal rationabile», pues el saber pragmático no se refiere a la esfera de la acción tout
court (a sus condiciones de posibilidad trascendentales), sino a la esfera de la acción del
hombre sobre sí mismo, es decir, a ese juego liminar de la libertad del cual se hace cargo
cotidianamente el Gemüt y que debería desembocar en la edificación de un ‘carácter’. Así
se explica también todo el interés por la constitución física del ser humano, los géneros, las
costumbres, las pasiones y las emociones, es decir, por la vasta provincia humana, por su
superficie fragmentada, heterogénea y variada (¿acaso no es así como se presenta también
la superficie del mundo?). Desde este punto de vista, pues, a través de Kant se puede
establecer la equivalencia moderna (y tan determinante para el nacimiento de la mirada
antropológica) entre el conocimiento de sí y el conocimiento del mundo. Dicho de otro
modo, la antropología se configura como una Weltweisheit. Si, por un lado, es verdad que
99
I. KANT, Von den verschiedenen Racen der Menschen, op. cit., pág. 443.
151
el filósofo de Königsberg privilegió siempre la concepción galileana y newtoniana de
‘naturaleza’, físicamente connotada en términos contrapuestos a la idea antigua de
totalidad cosmológica finita e idealmente representable, por el otro, también es verdad que,
como hemos intentado mostrar a lo largo del presente parágrafo, Kant no renunció a
intentar hallar un nexo entre el mundo natural y el mundo pragmático de la vida. Es lo que
hemos tratado de justificar en estos últimos párrafos, poniendo de manifiesto el intento
kantiano de forjar otro concepto de ‘mundo’, en el que confluyen tanto el carácter
inquietante del cosmos infinito, como la novedad (igualmente turbadora) del nuevo
decurso geo-político inaugurado por la modernidad y por su sistemática ampliación de la
mirada hacia un más allá inmanente, terreno. Mundano, entonces, es el carácter de la
empiria propia de la esfera pragmático-cosmopolita: este mundo (la vida, el globo terrestre,
el obrar en él), anclado en un lugar intermedio (esto es, liminar) respecto de la ilimitada
serie fenoménica de la necesidad natural y del ilimitado reino suprasensible de la libertad.
En última instancia, como recuerda también Plessner, Kant contrapuso a la filosofía
tradicional «una teoría del más acá velado [eine Lehre des verborgenen Diesseits]. [...] El
hombre accede así a una profundidad para él velada que, sin embargo, no pertenece al más
allá, sino al más acá».100 El hacer cuentas con dicha profundidad, por lo tanto, parece ser el
fin de la antropología entendida como sabiduría mundana.
100
H. PLESSNER, Die verspätete Nation (1935/1959), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VI, Suhrkamp,
Frankfurt a.M., 1982, pág. 135.
152
III. EL CONTRAPUNTO FOUCAULTIANO. CRÍTICA DEL DISCURSO ANTROPOLÓGICO
–A PARTIR DE KANT–
«me parece que la elección filosófica con la que nos hallamos confrontados actualmente es
ésta: se puede optar por una filosofía crítica que se presente como una filosofía analítica de
la verdad en general, o bien se puede optar por un pensamiento crítico que tomará la forma
de una ontología de nosotros mismos, de una ontología de la actualidad; es ésta la forma de
153
filosofía que, de Hegel a la Escuela de Francfort pasando por Nietzsche y Max Weber, ha
fundado una forma de reflexión en la cual he intentado trabajar».101
Mediante la así llamada “ontología de la actualidad”, en tanto que indagación crítica sobre
el modo de ser histórico del presente, Foucault pretendía así configurar una forma de
trabajo filosófico que no estuviera comprometida con una determinada definición de
‘naturaleza humana’, sino con la individuación de la singularidad histórica respecto de la
cual el sujeto está siempre abocado a poner en discusión las condiciones de su libertad y
del gobierno de sí. Ahora bien, este pliegue de la reflexión foucaultiana no sería del todo
inteligible sin la consideración de la primera fase de su trayectoria intelectual, en la que,
analizando la fractura epistémica mediante la cual se inaugura la edad moderna, intentó
aislar conceptualmente la emergencia del ‘hombre’ en cuanto figura de la finitud, para
elaborar una crítica total de la antropología entendida como el destino de una época. En
este contexto, la figura de Kant (que el mismo Foucault, como hemos señalado, reconoció
como una referencia ineludible para la estructura crítica de su propio trabajo) está sin duda
presente, pero de forma harto peculiar. En efecto, en la obra foucaultiana que, a este
propósito, ha despertado más interés en el panorama cultural occidental –Las palabras y
las cosas– Kant aparece de modo muy esporádico y no queda muy claro, al menos en
nuestra opinión, cuál es el papel de su filosofía crítica en la organización interna de esa
peculiar arqueología de la configuración moderna del saber que se lleva a cabo en la obra
publicada en 1966. Ahora bien, lo que nos proponemos mostrar en este parágrafo es que el
101
M. FOUCAULT, Qu’est-ce que les Lumières? (1984), en Dits et écrits 1954-1988, 2 volúmenes, edición de
D. Defert, F. Ewald, Gallimard, Paris, 1994, aquí vol. II (1976-1988), pág. 1507, trad. esp. de E. Bello,
Seminario sobre el texto de Kant «Was ist Aufklärung?», en ID., Sobre la Ilustración, Tecnos, Madrid, 2003,
pág. 69. Además, puede ser útil recordar que en 1984, cuando tuvo que redactar, junto con su asistente,
François Ewald, la entrada “Foucault” para el Dictionnaire des philosophes (que entregó firmada con un
seudónimo, Marcel Florence), el pensador francés no dudó en afirmar que su entera trayectoria intelectual
podía considerarse inscrita en la tradición crítica inaugurada precisamente por Kant. Véase ID., Foucault
(1984), en Dits et écrits, vol. II, págs. 1450-1455. A este propósito, hay que señalar la advertencia de
Deleuze, quien afirmó que el kantismo de Foucault se mantiene a nivel, por decirlo así, formal, puesto que
hay al menos una diferencia esencial que no puede ser obviada, relativa a la concepción de las condiciones de
posibilidad, que para Foucault eran las de la experiencia real, mientras que para Kant se trataba de establecer
las condiciones de posibilidad de la experiencia posible. En efecto, sólo así –argumenta Deleuze– se consigue
explicar la vertiente incontestablemente materialista (o positivista, si pensamos ese positivismo alegre
anunciado en las páginas de L’ordre du discours) del pensamiento foucaultiano. Cf. G. DELEUZE, Foucault,
Minuit, Paris, 1986, trad. esp. y prólogo de M. Morey, Foucault, Paidos, Barcelona, 1987, pág. 88.
154
encuentro con Kant adquirió una importancia fundamental ya algunos años antes, cuando
Foucault empezó a traducir al francés la Anthropologie in pragmatischer Hinsicht,
elaborando paralelamente un intenso estudio introductorio sobre la génesis y la estructura
de dicha obra. Es ahí, en efecto, donde el filósofo francés afirmó rotundamente (y por
primera vez) que, a causa del olvido de la lección kantiana sobre la relación entre el
proyecto crítico y la antropología, la filosofía contemporánea posterior a Kant resultaría
presa de una ineludible «ilusión antropológica». Así, pues, por un lado, la antropología se
habría convertido en ese campo de ‘positividad’ en el que todas las ciencias humanas
hallan su propia fundamentación; por el otro, el ‘hombre’ habría adquirido un carácter
doble, que le convirtió en ese ser en el que «se tomará conocimiento de aquello que hace
posible todo conocimiento».102 En este sentido, argumenta Foucault, el olvido de la lección
kantiana, junto con la incapacidad de seguir la vía abierta por Nietzsche, ha conducido a la
imposibilidad, por parte de la filosofía contemporánea, de poner en práctica una verdadera
crítica respecto del «sueño antropológico», generando así la «ilusión» de poder hallar una
verdad auténtica sobre la ‘naturaleza humana’.103
Empecemos, pues, por la cuestión más inmediata, es decir, por la reconstrucción
del contexto en el que apareció, en 1964, la primera traducción francesa de la
Anthropologie de Kant, por obra del “joven” Foucault, el cual, según cuenta David Macey,
empezó a trabajar sobre el texto kantiano en 1960, cuando se encontraba en Hamburg, en
calidad de director del “Institut Français”.104 Ya había terminado su tesis principal, titulada
Folie et déraison. Histoire de la folie à l’âge classique, con lo cual sólo le quedaba
preparar una tesis complementaria, necesaria para conseguir el doctorado. Después de un
año, en mayo de 1961, la edición crítica del texto alemán fue presentada en la “Sorbonne”
bajo la dirección de Jean Hyppolite, junto con la tesis principal, y tres años después fue
publicada por la editorial Vrin, pero sin la gran parte del estudio introductorio de Foucault,
102
ID., Las palabras y las cosas, op. cit., pág. 310. En lo sucesivo, nos referiremos a esta obra utilizando la
sigla “MC” (Les mots et les choses), dando siempre por supuesto que las citas de la traducción española son
tomadas de la edición precedentemente citada (cf. supra, n. 9, pág. 18).
103
Para una lectura muy sugerente de la relación entre el trabajo foucaultiano y la figura de Kant, que intenta
reflexionar sobre la peculiaridad del “neokantismo” de Foucault, véase J. SAUQUILLO, La radicalización del
uso público de la razón (Foucault, lector de Kant), “!"#$%&. Revista de Filosofía”, n. 33 (2004), págs. 167-
185.
104
Cf. D. MACEY, The lives of Michel Foucault, Hutchinson, London, 1993, pags. 88-89; véase también ID.,
Michel Foucault, Reaktion Books, London, 2004, pág. 55.
155
que constaba de 128 páginas mecanografiadas, de las cuales, en la edición de 1964
(reeditada siete veces hasta 1994), sólo quedaron unas pocas, bajo la forma de una “Notice
historique” caracterizada por una gran atención hacia los aspectos más histórico-
filológicos del texto. En 2008, en cambio, la misma editorial Vrin publicó una nueva
edición del texto kantiano, esta vez acompañada por la Introduction de Foucault en su
totalidad: a partir de ese momento, pues, el acceso al texto foucaultiano ya no supone un
viaje a Paris.105
Como escribe también Roberto Nigro,106 es posible acercarse a ese texto de
Foucault al menos de dos formas, a saber: o bien mediante una lectura que podríamos
definir horizontal, que intenta ajustarse in toto al recorrido tortuoso por los territorios
kantianos llevado a cabo por Foucault, en busca de la ubicación del discurso antropológico
respecto de las obras pre-críticas, del proyecto crítico y de la filosofía trascendental
contenida en el Opus postumum;107 o bien mediante una lectura que podríamos definir
vertical y transversal, que se centra sobre todo en la última parte del texto, en la que la
cuestión antropológica es insertada en el campo de fuerzas de la filosofía contemporánea, y
que permite vislumbrar los temas y los conceptos que Foucault utilizará de forma más
sistemática en su planteamiento ‘arqueológico’ de los años 60.108 En este parágrafo, nos
105
I. KANT, Anthropologie d’un point de vue pragmatique, précedé de M. FOUCAULT, Introduction à
l’Anthropologie, Vrin, Paris, 2008. Hasta esa fecha, unas copias del estudio crítico se conservaban sólo en la
Biblioteca de la “Sorbonne”, en la “Bibliothèque Nationale de France” y en el “Fonds Foucault” del “Institut
mémoires de l’édtion contemporaine” de Paris. En lo sucesivo, mediante la sigla “LK” nos referiremos a la
traducción española ya citada del texto de Foucault (Una lectura de Kant: cf. supra, pág. 113, nota 22).
106
Cf. R. NIGRO, Foucault e Kant: la critica della questione antropologica, en M. GALZIGNA (a cura di),
Foucault, oggi, Feltrinelli, Milano, 2008, págs. 279-292, en particular pág. 282.
107
Un análisis muy detallado de este primer tipo de enfoque se encuentra en J. DÁVILA, F. GROS, Michel
Foucault, lector de Kant, Consejo de Publicación de la Universidad de los Andes, Mérida, 1998. En realidad,
en este ensayo se examinan en profundidad tanto las cuestiones más “filológicas”, como las de carácter
filosófico; en cualquier caso, su lectura es altamente recomendable, pues en él se analizan de forma muy
pormenorizadas todos los aspectos relativos a los intercambios, las influencias mutuas y las conexiones entre
el discurso antropológico y las distintas fases del pensamiento kantiano, repitiendo así el gesto hermenéutico
de Foucault y buscando la máxima claridad expositiva (una calidad por la que, francamente, no siempre se
distingue el texto foucaultiano).
108
Este segundo tipo de enfoque, además, consiente contextualizar el trabajo de Foucault, insertándolo en el
amplio debate teórico sobre la viabilidad de las ideas de ‘hombre’ y de ‘humanismo’ con el que, en aquellos
mismos años, estaban comprometidos otros intelectuales, como por ejemplo Althusser (cf., por ejemplo,
Pour Marx [1966], nueva edición, con prólogo de E. Balibar, La Découvert, Paris, 1996; La querelle de
156
proponemos unificar estos dos tipos de acceso al texto foucaultiano, haciendo hincapié en
sus análisis “filológicos” más relevantes (por ejemplo el que vierte sobre el concepto de
Gemüt), para acabar reconstruyendo –y, en segunda instancia, también criticando– el asalto
teórico que el intelectual francés se empeñó en llevar a cabo contra toda «ilusión
antropológica» y contra cualquier intento de naturalizar lo trascendental, es decir, contra la
posibilidad misma (cuyo espacio epistémico, como se argumenta en Las palabras y las
cosas, correspondería al paradigma moderno de la ‘representación’) de hablar de una
‘naturaleza humana’.
Como decíamos antes, el papel que Foucault asigna a Kant en la elaboración de su
polémica contra el «sueño antropológico» en el que habría caído la filosofía moderna no
resulta muy claro si nos limitamos a considerar las referencias al filósofo de Königsberg
contenidas en Las palabras y las cosas. En efecto, en dicha obra podemos leer que la
célebre pregunta kantiana por el hombre formulada en la Lógica «efectúa, bajo cuerda y de
antemano, la confusión de lo empírico y lo trascendental cuya partición había mostrado,
sin embargo, Kant». «Bajo cuerda» [en sous-main] y de antemano [par avance]»:109 tal vez
estas dos especificaciones se refieren al hecho de que Foucault parece estar más interesado
en las consecuencias que la pregunta “Was ist der Mensch?” ha generado en el horizonte
filosófico que sucede a Kant. En otras palabras, ese hombre inventado por la episteme
moderna sería, por un lado, el resultado de la iniciativa kantiana y, por el otro (y tal vez a
l’humanisme (1967), en ID., Écrits philosophiques et politiques, vol. II, Stock Imec, Paris, 1997, págs. 449-
551). No puede ser una mera casualidad, en efecto, el hecho de que el pensador marxista, desde 1948, ejerció
su actividad docente en la “École Normale”, donde el mismo Foucault dio un seminario sobre la
Antropología de Kant y sobre Freud (en 1953) y un curso sobre los “Problèmes de l’anthropologie” (en
1954-1955). Véase D. DEFERT, Chronologie, en Dits et écrits, vol. I (1954-1975), págs. 21-24. Además, no
hay que olvidar que, en aquellos años, el mismo Lévi-Strauss había tomado una posición muy radical
respecto de la cuestión del ‘hombre’ en tanto que categoría fundamental del pensamiento moderno: en el
último capítulo (titulado Histoire et dialectique) de una de sus obras más conocidas, en efecto, llegó a
proclamar que «el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo». Según el
enfoque antropológico-estructural elaborado por Lévi-Strauss, el ser humano tenía que ser entendido como
algo que se constituye en virtud de la acción (a-teleológica) de una realidad colectiva inconsciente (la
estructura), cuyo funcionamiento es totalmente independiente de la voluntad individual de los individuos.
También el trabajo de de Lévi-Strauss, pues, podría ser considerado como una de las múltiples
manifestaciones de ese trasfondo epistemológico y cultural “anti-humanista” que caracterizaba la historia
intelectual francesa de aquellos años. Véase C. LÉVI-STRAUSS, La pensée sauvage, Plon, Paris, 1962, trad.
esp. de F. González Arámburo, El pensamiento salvaje, FCE, México, 19927, pág. 357.
109
MC, pág. 331.
157
su pesar, como Foucault parece sugerir), también sería su presupuesto. Kant, por lo tanto,
habría sentado las bases para que el pensamiento posterior cayera en el «sueño
antropológico» (atestiguado, como veremos más adelante, por la acción de las ciencias
humanas, que ocupan una posición epistémica ambigua respecto del carácter
incondicionado del a priori y de la contingencia del orden fenoménico), aun sin tomar él
cabalmente parte en dicho sueño. Ahora bien, salvo esta referencia, en Las palabras y las
cosas no encontramos un análisis más detallado sobre la relación entre el discurso kantiano
y la ilusión de una “plataforma” antropológica sobre la cual construir el edificio de las
ciencias humanas, mientras que en su Introduction a la Anthropologie in pragmatischer
Hinsicht sí que es posible, a nuestro juicio, hallar ese tipo de análisis. En ese texto
redactado en torno al año 1960, efectivamente, ya se hace explícita la denuncia de la
supuesta ilusión antropológica; al mismo tiempo, además, Foucault parece aludir a la
actitud crítica que habría que conservar para evitar caer en dicha ilusión.
Si prestamos atención a la organización interna del análisis foucaultiano de la obra
de Kant, caeremos en la cuenta de que la anticipación de los temas tratados posteriormente
es harto evidente. Para Foucault, en efecto, la Antropología kantiana es un ejemplo
excelente del hecho de que la finitud, en tanto que campo epistémico, no consigue liberarse
de una cierta referencia trascendental, que ejerce el papel de condición de posibilidad;
dicho de otro modo, Kant sería consciente de que la finitud se da a conocer sólo mediante
una garantía previa de accesibilidad, que debe ser hallada gracias a un análisis
trascendental: así, pues, no podría haber un verdadero conocimiento empírico de la finitud,
pensada exclusivamente en su ‘positividad’. Leamos un fragmento de la Introduction de
Foucault:
«En realidad, en el momento en que se cree hacer valer el pensamiento crítico en el nivel de
un conocimiento positivo, se olvida lo que hay de esencial en la lección dejada por Kant. La
dificultad para situar la Antropología con respecto al conjunto crítico habría debido bastar
para indicar que esta lección es simple. En todo caso dice esta lección que la empiricidad de
la Antropología no puede fundarse sobre sí misma; que sólo es posible a título de una
repetición de la Crítica; que por lo tanto no puede envolver a la Crítica pero que jamás podría
dejar de referirse a ella; que si la Antropología aparece como su analogon empírico y
exterior, es en la medida en que reposa sobre estructuras de lo a priori ya nombradas y
sacadas a la luz. La finitud, en la organización general del pensamiento kantiano, no puede
reflejarse, pues, jamás en el nivel de ella misma; no se ofrece al conocimiento y al discurso
158
sino de una manera segunda; pero no es una ontología de lo infinito aquello a lo que está
obligada a referirse; sino a las condiciones a priori del conocimiento, en organización de
conjunto».110
110
LK, pág. 126.
111
LK, pág. 95.
112
A este propósito, es útil señalar que la puesta en cuestión de la finitud, junto con su ineludible relación
con un plano ‘metafísico’, es un tema que, como es sabido, resulta decisivo en otra gran interpretación del
pensamiento kantiano: se trata de la obra de Heidegger titulada Kant y el problema de la metafísica, cuya
importancia ha sido recordada en el primer parágrafo de este capítulo. Ese texto había sido traducido al
francés por primera vez en 1953 y, si bien Foucault no lo cita, muchos elementos inducen a pensar que, para
el intelectual francés, representó una lectura determinante, pues en su Introduction retoma incluso algunas
formulaciones del texto de Heidegger. En general, sobre las lecturas heideggerianas de Foucault, véase ID.,
Le retour de la morale (1984), en Dits et écrits, vol. II, págs. 1515-1526.
113
LK, pág. 68.
159
la naturaleza y la libertad. Por lo tanto, afirma Foucault, la antropología será,
indisociablemente, «análisis de la manera en que el hombre adquiere el mundo (su uso, no
su conocimiento), es decir, cómo puede instalarse en él, y entrar en el juego» y, al mismo
tiempo, «síntesis de las prescripciones y reglas que el mundo impone al hombre, por las
cuales lo forma y lo pone en condiciones de dominar el juego».114 Así, pues, la perspectiva
ofrecida por Kant en el texto de 1798 presenta una unidad fundamental que, sobre todo en
virtud del concepto de ‘uso’ (Gebrauch), nunca es puesta en entredicho; el hombre, desde
este punto de vista, «no es ni homo natura ni sujeto puro de libertad, sino que es tomado en
las síntesis ya operadas de su ligazón con el mundo».115 Es esto, en definitiva, lo que lleva
a Foucault a sostener que el horizonte epistémico de la Antropología no puede pensarse sin
tener en consideración la influencia que, sobre dicho texto, había ejercido el punto de vista
crítico.
Como ya hemos puesto de relieve a lo largo del presente trabajo, es muy clara la
intención de Kant, expresada en el Prólogo de la Antropología en sentido pragmático, de
estudiar al hombre en cuanto Weltbürger, habitante (o ciudadano) del mundo. Ahora bien,
a primera vista, como señala también Foucault, podría sorprender el hecho de que, en toda
la primera primera sección de la obra de 1798 (la “Didáctica antropológica”), el filósofo
alemán preste tanta atención a la dimensión interna del alma (es decir, al Gemüt) y a su
facultades específicas, llevando a cabo un recorrido conceptual que parece configurarse en
analogía con el de las tres Críticas. En realidad, argumenta Foucault, la indagación del
Gemüt no se limitaría a repetir la crítica a la psicología racional que se encuentra, como
hemos señalado en el parágrafo precedente, en la “Dialéctica trascendental”, sino que
pone un veto absoluto a todo tipo de psicología empírica. Por eso se revela tan decisivo el
uso de otro término respecto al de Seele, que es el objeto de estudio de la psicología. No se
trata sólo de evitar caer en la tentación de postular una sustancia simple e inmaterial
llamada ‘alma’ (Seele), sino también de evitar limitarse a elaborar, como dice Kant con
tono despectivo, una «historia interna del curso involuntario de los propios pensamientos y
sentimientos».116 El Gemüt, en efecto, es el objeto de la indagación antropológica no por su
carácter puramente receptivo, sino por su capacidad de actuar en virtud del impulso del
Geist, que en la Antropología es definido precisamente como el «principio que vivifica el
114
LK, pág. 70.
115
LK, pág. 71.
116
AP, pág. 24.
160
ánimo por medio de ideas».117 Es el ‘espíritu’, por lo tanto, el que se hace cargo de
conceder al Gemüt, por medio de ideas, la fuerza de la vida, transformándolo en algo más
que la mera suma de las facultades y de los poderes que residen en su propio dominio.
Dicho de otro modo, el Geist hace nacer «en la pasividad del Gemüt, que es la de la
determinación empírica, el movimiento hormigueante de las ideas»; de ese modo, «la
razón empírica no se adormece jamás sobre lo dado y la idea, al ligarla al infinito que ella
le niega, la hace vivir en el elemento de lo posible».118 Se entiende así por qué la
antropología de Kant se caracteriza en sentido pragmático, pues el Geist hace que el
Gemüt no pueda ser identificado tout court con el conjunto de las facultades naturales del
ser humano. En este sentido, como señala Foucault, el discurso antropológico abarca la
vida concreta del espíritu, animada por un movimiento «que la expone incesantemente al
peligro de ser jugada en su propio juego», mientras que una psicología empírica sólo
podría describir «un espíritu adormecido, inerte, muerto, sin su “belebendes Prinzip”»;
sería, en definitiva, «una “fisiología”, menos la vida».119
Como apuntábamos en el parágrafo precedente, también para Foucault resulta
decisivo el hecho de que, si bien la Antropología de Kant parece desarrollarse en analogía
con el análisis crítico de las facultades del hombre, en realidad la indagación se centra más
bien en mostrar no tanto sus determinaciones positivas, sino su uso y sus abusos. Este
aspecto resulta decisivo porque, si en el proyecto crítico el Vermögen y la Erscheinung
representaban la relación entre lo posible y lo real, en el proyecto antropológico dicha
relación acontece, en cambio, «dentro de una continuidad indivisible».120 Lo posible (el
poder de las facultades) ahora se halla expuesto al peligro del fenómeno; en otras palabras,
el Vermögen encuentra en la Erscheinung tanto su verdad, como la verdad de su perversión
(cuando, por ejemplo, el uso se vuelve abuso). Esta conexión entre el orden de lo posible y
el orden de lo constituido se mantiene así en ese «ritmo oscuramente ternario» que siguen
todos lo parágrafos de la primera sección de la Antropología, mediante el cual antes se
analiza el Vermögen «en la raíz de sus posibilidades», luego «el Poder encontrado y
perdido, traducido y traicionado en su fenómeno» y, finalmente, «el Poder
117
AP, pág. 177, cursiva mía. La traducción de José Gaos, en este caso, es evidentemente defectuosa, ya que
se olvida por completo de un genitivo de fundamental importancia, a saber: «des Gemüts». La oración es la
siguiente: «Man nennt das durch Ideen belebende Princip des Gemüts Geist».
118
LK, pág. 77.
119
LK, págs. 79, 78.
120
LK, pág. 85.
161
imperativamente ligado a sí mismo». De ese modo, argumenta Foucault, toma cuerpo una
relación que es «a la vez del orden de la manifestación, de la aventura hasta la perdición y
de la ligazón ética».121
¿Qué significa, entonces, el hecho de que, como sostiene Foucault, el alcance de la
Antropología kantiana puede ser determinado únicamente en la medida en que sea
considerada como una «repetición» del proyecto crítico? Es verdad que, en su
Introduction, el pensador francés plantea la necesidad de medir el significado de la
Antropología respecto del proyecto crítico, pero lo hace subrayando la importancia de no
olvidar el papel que, a este propósito, tiene la interrogación sobre el hombre en el Opus
postumum, donde el filosofar es interpretado en toda su complejidad. Es ahí, en efecto,
donde la pregunta por el hombre adquiere una relevancia decisiva para la filosofía, ya que
toda puesta en cuestión de Dios (la idea de una espontaneidad pura) y del mundo
(entendido como la determinación completa de la existencia) debe remitirse a dicha
pregunta. Como hemos puesto de manifiesto en el parágrafo precedente, el hombre es al
mismo tiempo espectador (capaz de producir autónomamente las formas de su
conocimiento) y habitante del mundo: por eso el discurso antropológico debe ser
desarrollado paralelamente a una reflexión sobre el mundo. Pues bien, si prestamos
atención a los textos contenidos en el Opus postumum,122 veremos que, tal y como se
sostiene en la Antropología, el conocimiento del hombre no debe entenderse en sentido
fisiológico, sino más bien como el conocimiento del desarrollo «de la conciencia de sí y
del Yo soy», es decir, de ese sujeto «que se afecta en el movimiento por el cual deviene
objeto para sí mismo».123 Es en la experiencia, por lo tanto, donde toma cuerpo el
movimiento de la auto-afección y donde el sujeto reconoce su propio «sistema concreto de
pertenencia».124 Así, pues, para Foucault el concepto de ‘mundo’ se vuelve determinante
para poder ubicar el discurso antropológico respecto del proyecto crítico. Dicho concepto,
en efecto, se refiere a ese «sistema de actualidad» que se halla en los fundamentos de
cualquier existencia,125 ya que se trata del sistema de relaciones reales que se da dentro del
conjunto de las relaciones posibles, es decir, la realidad concreta en la que se desarrolla la
existencia. Asimismo, en virtud de su caracterización en cuanto «sistema de actualidad», el
121
Ibidem.
122
La totalidad de esos textos se encuentra en los volúmenes XXI y XXII de la edición de los KGS.
123
LK, pág. 91.
124
Ibidem.
125
Cf. LK, pág. 92.
162
mundo, sostiene Foucault, adquiere tres determinaciones ulteriores: es a la vez «source»
(fuente del saber, pues se ofrece en tanto que multiplicidad a una facultad sensible que no
es únicamente receptiva), «domaine» (el dominio de todo predicado posible, es decir, el
espacio en que el sujeto ejerce su actividad sintética) y «limite» (el mundo señala los
límites de la experiencia posible, frente a una razón que tiende a querer superarlos). En esta
tripartición, Foucault reconoce un paralelismo con aquel paso de la Lógica en el que, como
es sabido, la articulación de las preguntas de la filosofía crítica se deja compendiar en la
pregunta por el hombre. En ese sentido, pues, el discurso antropológico repetiría el gesto
crítico, con vistas a llevar a cabo la idea de filosofía trascendental, ya que en la estructura
tripartita del concepto de mundo quedaría patente la mutua co-implicación de la
interrogación sobre el hombre y de la puesta en cuestión del mundo. Dicho de otro modo,
para Foucault el discurso antropológico permitiría vislumbrar la posibilidad de una
filosofía trascendental en la que puede definirse la relación entre la verdad y la libertad.126
Por lo tanto, también podemos decir que es justamente en virtud de la correlación
trascendental entre el hombre y el mundo (ambos caracterizados, por decirlo así, de forma
pragmática), como la Antropología repite la Crítica, de forma propedéutica para el
desarrollo de una reflexión sobre ese ámbito teórico que el trabajo crítico se había limitado
a preparar desde un punto de vista metodológico y epistemológico, pero que puede ser
pensado sólo por una filosofía trascendental, a saber: la relación entre la espontaneidad y la
pasividad, la necesidad y la libertad.
Llegados a este punto, deberíamos habernos dado cuenta de que el carácter
complejo y enredado de la identificación de un lugar específico para el discurso
antropológico es, para Foucault, una de las primeras lecciones kantianas que no habría que
olvidar. Esta lección quedaría patente gracias a la reconstrucción del contexto de las
investigaciones empíricas de carácter antropológico que tenían cada vez más difusión en la
126
«La Crítica no tiene valor de fundamento con respecto a la Antropología; ésta reposa en su trabajo pero
no se arraiga en ella. Se separa por ella misma hacia aquello que debe fundarla y que no es la crítica, sino la
filosofía trascendental en sí. Esta es la función y la trama de su empiricidad». LK, pág. 99. A este propósito,
señalamos una interpretación muy sugestiva del trabajo foucaultiano sobre la antropología kantiana: es la de
la estudiosa italiana Mariapaola Fimiani, quien ha afirmado que en la determinación del concepto de ‘mundo’
como un «sistema de actualidad» es posible hallar una referencia a la conexión entre saber, poder y libertad
que caracteriza tanto el periodo arqueológico-genealógico de Foucault, como su reflexión “ética” de los años
80. Véase M. FIMIANI, Foucault e Kant. Critica, clinica, etica, La Città del Sole/Istituto Italiano per gli Studi
Filosofici, Napoli, 1997, trad. esp. de C. Cuéllar, Foucault y Kant. Crítica, clínica, ética, Herramienta,
Buenos aires, 2005.
163
segunda mitad del siglo XVIII. Como hemos visto en el primer capítulo de este trabajo, la
cuestión de la fundamentación de una ciencia autónoma cuyo objeto de estudio debía ser el
hombre estaba vinculada a la necesidad de superar el mecanicismo de origen cartesiano,
para elaborar un saber que tratara el “todo del hombre”, es decir, no sólo su cuerpo, sino
también sus comportamientos, sus actitudes, sus afecciones, el conjunto de sus facultades,
convirtiendo todo ese material “nuevo” en objeto de un saber positivo. Ahora bien, es
evidente que ese intento de «mundanizar todo el hombre»127 guarda una relación muy
estrecha con el carácter sumamente peculiar que adquiere la colocación epistemológica de
la ‘antropología’ respecto del conocimiento del hombre en el ámbito de la ciencia física.
En ese momento constitutivo de ese nuevo saber, argumenta Foucault, aquellas
investigaciones sobre el funcionamiento del cuerpo humano habrían representado la
ocasión de un «desdoblamiento conceptual capital: en la unidad de la Physis, que no se
trata de poner en cuestión, lo que para el cuerpo es lo físico comienza a despegarse de lo
que es para los cuerpos, la física»; en otras palabras, «lo físico en el hombre sería
naturaleza, sin ser física».128 A raíz de dicho desdoblamiento, pues, se habría producido
toda una serie de curiosos entrecruzamientos de nociones y conceptos que, a su vez, habría
acabado generando una suerte de «desfase [décalage]»129 entre la ‘naturaleza’ y la Física,
cuya causa, efecto y medida sería precisamente esa nueva disciplina llamada
Antropología.130 De hecho, como subraya Foucault, el mismo Kant trató de separar lo que
en el hombre pertenece al ámbito de la física de lo que, en general, ha de considerarse
como objeto de estudio de la Física. Así, esta última será sólo una parte de la fisiología,
que representa el conjunto de los conocimientos empíricos de la naturaleza.
Ahora bien, la cuestión se hace aún más complicada, ya que ese desfase denunciado
por Foucault habría tenido consecuencias en todos los campos del saber. En primer lugar,
porque la antropología no puede coincidir únicamente con el estudio de lo que el hombre
es por naturaleza, puesto que al mismo tiempo se constituye como un saber acerca de un
cuerpo animado, que es un vehículo de acciones, relaciones y conocimientos. Esto implica
que dicha disciplina tiene inevitablemente una carga normativa, llegando a ser la ciencia
de un cuerpo animado «que se desarrolla de acuerdo con un justo funcionamiento»; se
127
S. MORAVIA, Filosofia e scienze umane nell’età dei Lumi, op. cit., pág. 8.
128
LK, pág. 121.
129
Ibidem.
130
«El hombre es, pues, el primer tema de conocimiento que pueda aparecer en el campo dejado libre por el
desfase entre Physis y Física». LK, pág. 122.
164
trata, en otras palabras, de «la ciencia de lo normal por excelencia».131 Asimismo, puesto
que todo saber contiene siempre también algo mediante lo cual el hombre puede conocer
algún aspecto de sí mismo, en realidad todo puede ser referido, en cierto modo, al ámbito
antropológico; pero hay más, ya que en ese ámbito, sostiene Foucault, se hallará la
posibilidad misma (y los límites) de todo conocimiento posible. He aquí, pues, el hombre
de Las palabras y las cosas recordado anteriormente, es decir, aquel ser en el que «se
tomará conocimiento de aquello que hace posible todo conocimiento». La ambigüedad de
la antropología sería, por decirlo así, estructural, dado que se trata de una ciencia del
Menschenwesen, que es, al mismo tiempo, «el ser natural del hombre, la ley de sus
posibilidades y el límite a priori de su conocimiento».132 Es precisamente en esa
ambigüedad estructural, por lo tanto, donde se origina aquella con-fusión empírico-
trascendental que, como es sabido, para Foucault representa el estigma ineludible de la
época de la ‘representación’, cuyo emblema epistémico sería el ‘hombre’. En ese sentido,
como ya hemos señalado, es importante insistir en el hecho de que ya en la Introduction a
la Antropología de Kant es posible hallar una de las cuestiones cruciales de la reflexión
foucaultiana (pero también, a fin de cuentas, de toda la modernidad y de gran parte de la
filosofía de la primera mitad del siglo pasado), a saber: la discusión sobre la posibilidad de
elaborar un conocimiento empírico de la finitud que encierra en sí su propio fundamento.
La denuncia de Foucault, entonces, consiste precisamente en señalar hasta qué
punto la filosofía post-kantiana se habría olvidado del carácter intrínsecamente
problemático del estatuto epistemológico de la antropología, que Kant, en cambio, en
ningún momento habría desconocido. Prueba de ello, argumenta el intelectual francés,
sería la tesis kantiana según la cual la empiricidad de la antropología no se funda sobre sí
misma, sino sólo mediante una repetición del trabajo crítico, puesto que el análisis del
concepto de mundo ha evidenciado que el ser humano tiene acceso a su propia finitud
exclusivamente en virtud de las estructuras del conocimiento que el trabajo crítico ha
examinado. Así, pues, el análisis de las facultades del hombre es repetida a nivel de la
correlación trascendental entre la verdad y la libertad, en la cual se lleva a cabo una
131
LK, pág. 123. En estas palabras es inevitable percibir el eco de las cuestiones que Foucault, en esos
mismos años, estaba tratando en la elaboración de su tesis doctoral principal, titulada Folie et déraison, que
en 1964 cristalizaría en la publicación de su primera obra de gran impacto, la Histoire de la folie à l’âge
classique (que fue reimpresa en 1972 por Gallimard, conservando sólo la segunda parte del título originario
de la tesis; trad. esp. de J. J. Utrilla, Historia de la locura, FCE, México, 1967).
132
LK, pág. 125.
165
indagación sobre el Gemüt, en la medida en que este último es, como decíamos antes,
animado por el Geist, es decir, impulsado a la acción, al error, a la “imperfección”. Por eso
Kant insiste tanto en el carácter pragmático de su antropología: en otras palabras, esta
última no puede, en sí, resolver la cuestión de la fundamentación de la finitud. Empezamos
así a vislumbrar más detenidamente el sentido de la crítica de Foucault hacia la filosofía
post-kantiana, que empezó a forjarse en el texto de la Introduction y que cristalizaría, unos
años más tarde, en el capítulo de Las palabras y las cosas titulado “El hombre y sus
dobles”. El error en el que incurre dicha filosofía (lo que Foucault llama «ilusión
antropológica» y, más tarde, «sueño antropológico») consiste en la pretensión de emplear
el discurso antropológico a título de crítica, convirtiendo así la antropología en ese campo
de positividad en el que todas las ciencias humanas hallan su propio fundamento, que
reside en la ilusión de que sería posible acceder al conocimiento del hombre y de la finitud
de forma inmediata, es decir, contestando positivamente a la pregunta por la legitimidad de
un conocimiento empírico de la finitud fundado sobre sí mismo. De ese modo, argumenta
Foucault, la ilusión antropológica vendría a reemplazar la ilusión trascendental, que había
sido desintegrada precisamente gracias a la labor kantiana. En cualquier caso, un nexo muy
profundo vincula las dos formas de ilusión, ya que el «sueño antropológico» habría sido
posible únicamente en la medida en que fue “falseado” el carácter crítico que Kant
atribuyó a lo trascendental, que acabó siendo interpretado «no como una estructura de la
verdad, del fenómeno y de la experiencia, sino como uno de los estigmas concretos de la
finitud»; fue en ese preciso momento, en efecto, cuando la zona de lo trascendental fue
naturalizada, es decir, transformada en una zona en la que sería posible hallar algo así
como la «“naturaleza” de la naturaleza humana».133 Dicho de forma más explícita, si para
Kant el conocimiento de la finitud podía darse exclusivamente a través de las formas (a
priori) de la relación entre el sujeto y el objeto, el error en el que incurriría toda filosofía
que tiende a naturalizar lo trascendental consiste en la ilusión de poder hacer coincidir la
finitud y la crítica, creyendo haber individuado el «retraite de la verdad», es decir, lo que
al mismo tiempo contiene y esconde aquella verdad sobre la naturaleza humana que ejerce
una función reguladora respecto de cualquier otra verdad.
La paradoja que conlleva ineludiblemente esta situación, según la interpretación de
Foucault, es que toda filosofía que no se percate del carácter ilusorio de la antropología,
133
LK, pág. 129.
166
entendida como la única depositaria del «acceso natural a lo fundamental»134, cae en la
ilusión de deshacerse de la subjetividad como punto de partida de su reflexión, la cual, por
el contrario, «se ha encerrado en ella al dársela espesada, hipostasiada y clausurada en la
insuperable estructura de la “menschliches Wesen”, en la cual vela y se recoge
silenciosamente esta verdad extenuada que es la verdad de la verdad».135 En otras palabras,
la filosofía creyó poder establecer un círculo virtuoso con las ciencias humanas y con las
investigaciones empíricas sobre el hombre sin haber elaborado previamente una teoría
crítica del conocimiento (como sí, en cambio, había hecho Kant, el cual, por esta razón,
mediante su célebre pregunta “Was ist der Mensch” habría sentado las bases para el sueño
antropológico, pero sin caer en él). Las múltiples formas de ‘antropología filosófica’
(expresión que utiliza el mismo Foucault)136, por lo tanto, se olvidan de que, cuando
hablamos del ser humano y de la posibilidad de conocer al ser humano, supuestamente nos
referimos siempre a un conocimiento que tiene que ver con imperfecciones, con límites y
con ausencias; la lección kantiana que ha sido olvidada es la que nos recuerda que el
núcleo conceptual que subyace a cualquier discurso sobre el ser humano es una cierta idea
de negatividad (error, imperfección, ausencias, límites) respecto del ámbito natural, es
decir, la idea según la cual una antropología crítica sólo puede hablar el lenguaje del límite
y de la negatividad. Ahora bien, a pesar de que el blanco de la crítica de Foucault parece
coincidir con ciertos autores del siglo XVIII (algunos de los cuales han sido objeto de
estudio del primer capítulo del presente trabajo), cuando leemos sus palabras acerca de la
«ingenuidad de nuestros contemporáneos»137 no podemos evitar pensar en autores como
Merleau-Ponty, Plessner o Gehlen,138 los cuales, según la interpretación foucaultiana,
habrían dedicado gran parte de sus estudios y sus esfuerzos en reafirmar –de distintas
formas– la “ilusión” y el “sueño” de poder hallar, en las determinaciones ante todo
empíricas del ser humano, su propia constitución fundamental, capaz de explicar tanto su
humanidad, como su historicidad.
Pues bien, en este contexto, ¿cuál sería, entonces, la única “exit strategy” posible,
para Foucault? La sola posibilidad consistiría, como se afirma en el último párrafo de la
134
LK, pág. 128.
135
LK, pág. 130.
136
LK, pág. 128.
137
LK, pág. 126.
138
Las tres obras que podrían ser citadas a este propósito son, respectivamente, La structure du
comportement (1942), Die Stufen des Organischen und der Mensch (1928) y Der Mensch (1940).
167
Introduction, en hacer un esfuerzo para rememorar no sólo la crítica kantiana, sino
también (y sobre todo) la crítica del filósofo con el martillo –Nietzsche–, el cual, pensando
el fin de la filosofía, nos habría brindado la posibilidad de volver a hacer una verdadera
filosofía crítica, pues «en la muerte del hombre es donde se realiza la muerte de Dios».139
En otras palabras, la intención de Foucault era la de concebir una crítica de la finitud que
fuera liberadora tanto con respecto al infinito, como con respecto al hombre. Es lo que
caracterizará, como es sabido, los trabajos que el intelectual francés dedicará, a partir de
los años 70, a la indagación genealógica, que debe mucho al “daimon” nietzscheano.140
Después de haber trazado un recorrido –si bien de forma necesariamente somera–
por la interpretación foucaultiana de la Antropología en sentido pragmático de Kant,
poniendo de manifiesto los puntos de contacto con el análisis que hemos llevado a cabo en
el parágrafo precedente (relativos sobre todo a la importancia del Gemüt en tanto que clave
de bóveda de una reflexión antropológica que pretende rehuir los peligros sea del
esencialismo sea del reductivismo empírico), es nuestra intención proponer una lectura
crítica de dicha interpretación, que, como hemos visto, anticipa y arroja luz sobre los
trabajos arqueológicos de los años 60, es decir, sobre la puesta en cuestión de la existencia
“dudosa” (como la definió Deleuze, en una reseña, publicada en “Le Nouvel Observateur”,
de Les mots et les choses) del ‘hombre’ y de la legitimidad teórica de las ciencias humanas.
Nos parece fundamental proseguir nuestra investigación en esta dirección por varios
motivos. En primer lugar, la supuesta muerte del homo naturalis, declamada con
139
LK, pág. 131. En efecto, algunos años más tarde, en Las palabras y las cosas, Foucault se expresará así:
«Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el que la
muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre
significa primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre. Con lo cual Nietzsche, al
proponernos este futuro a la vez como vencimiento y como tarea, señala el umbral a partir del cual la
filosofía contemporánea pudo empezar de nuevo a pensar». MC, pág. 332. Sería Nietzsche, pues, el primero
en arrancar cabalmente las raíces de la antropología instaurada por Kant: cf. M. FOUCAULT, Les
monstruosités de la critique (1972), en Dits et écrits, vol. I, págs. 1082-1091, en particular pág. 1088.
140
A este propósito, en nuestra opinión, el planteamiento de Deleuze en su libro dedicado a Foucault es muy
sugestivo y ofrece más de una pista para reflexionar sobre la presencia de ese “daimon” nietzscheano en el
pensamiento de Foucault. Cf. G. DELEUZE, Foucault, op. cit., en particular el anexo titulado “Sobre la muerte
del hombre o el superhombre”, págs. 159-170; por supuesto, para comprender el despliegue de la actividad
intelectual de Foucault en los años 70, es imprescindible acudir también a M. FOUCAULT, Nietzsche, la
généalogie, l’histoire (1971), ahora en Dits et écrits, vol. II, págs. 1004-1024, trad. esp. de J. Vázquez Pérez,
Nietzsche, la genealogía, la historia, Pre-Textos, Valencia, 1988.
168
vehemencia por la filosofía anti-metafísica y anti-humanista inaugurada por Nietzsche y
Heidegger (y reafirmada por la tradición estructuralista y post-estructuralista), no parece
haber resuelto el impasse conceptual que, en nuestra opinión, el pensamiento
contemporáneo todavía experimenta frente a la idea de ‘condición humana’, a pesar de
todos los avances científicos (en ámbito genético, neurobiológico, etc.) que se han
producido sobre todo en la segunda mitad del siglo pasado. En segundo lugar, una
reconsideración de la crítica foucaultiana a la ingenuidad del paradigma antropológico nos
parece necesaria también porque las vicisitudes de nuestro tiempo demuestran que la
‘naturaleza humana’, lejos de haber sido definitivamente descentralizada y haber perdido
todo appeal teórico, protagoniza muchos debates contemporáneos, sobre todo a partir del
momento en que el ser humano se ha dado cuenta de que los avances científicos y
tecnológicos han inaugurado una época en la que su propia ‘naturaleza’ es –y puede ser
cada vez más– un campo de acción y batalla.141 Ahora bien, las propuestas anti-
metafísicas, anti-subjetivistas y post-humanistas del siglo pasado no siempre parecen muy
conscientes de esta transformación epocal de la forma de pensar al ser humano ante todo
como ser vivo y, precisamente en cuanto tal, como ser cuya naturaleza es modificable. La
reconsideración de la posibilidad de un planteamiento antropológico, pues, debe ser
precedida precisamente por la asunción de una actitud crítica frente a dichas propuestas
(escogiendo como punto de observación privilegiado, por ejemplo, el trabajo de Foucault),
141
Sobre estas cuestiones la bibliografía es muy extensa y en continua evolución, sobre todo en estos últimos
años, paralelamente a la toma de conciencia cada vez más radical de que el cuerpo humano mismo, a nivel
material y cotidiano, es atravesado y enfrentado a los desafíos de la técnica, cuyas potencialidades ponen en
cuestión, ante todo a nivel práctico, su propia naturaleza. A este propósito, es muy útil la lectura de las
siguientes recopilacones de ensayos, que presentan de forma muy clara el status quaestionis: CH. GEYER
(Hg.), Biopolitik, Surhkamp, Frankfurt a.M., 2001; M. J. WEIß, Bios und Zoë. Die menschliche Natur im
Zeitalter ihrer technischen Reproduzierbarkeit, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2009. Desde un punto de vista
más científico (y, en particular, propio de la ingeniería genética), véase G. STOCK, Redesigning humans. Our
inevitable genetic future, Houghton Miffin, Boston, 2002. Como introducción filosófico-conceptual al tema,
puede ser útil consultar el siguiente ensayo: R. ESPOSITO, Bios. Biopolitica e filosofia, Einaudi, Torino, 2004,
trad. esp. de C. R. Molinari Marotto, Bíos. Biopolítica y filosofía, Amorrortu, Buenos Aires, 2006. Otro punto
de vista filosófico sobre las cuestiones relativas a las consecuencias ético-prácticas del avance de las
biociencias y del desarrollo de las biotecnologías, que «no sólo amplían las posibilidades de acción humana
ya conocidas, sino que posibilitan un nuevo tipo de intervenciones», lo ofrece J. HABERMAS, Die Zukunft der
menschlichen Natur. Auf dem Weg zu einer liberalen Eugenik?, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2001 (20052),
trad. esp. de R. S. Carbó, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós,
Barcelona, 20102.
169
las cuales, además, tampoco se han demostrado muy dúctiles a la hora de hacer frente,
desde un punto de vista teórico y político, a la “resaca” del individualismo robinsioniano y
de la ideología mercantilista que se levantó a partir de los años 80, ambos indudablemente
basados en una idea muy fuerte de sujeto –a pesar de todas aquellas visiones filosóficas
acerca de las máscaras de la résistence, la différance y el désir. Finalmente, mediante la
reconsideración de la potencialidad de una renovada mirada antropológica, confiamos
poder justificar el papel reservado al tercer y último capítulo de nuestra investigación, en el
que analizaremos la propuesta antropológico-filosófica de Helmuth Plessner, para
comprobar hasta qué punto puede revelarse eficaz a la hora de reflexionar sobre la
‘condición humana’.
Como decíamos antes, el trabajo de Foucault, para nuestros propósitos, representa
un punto de observación privilegiado. En efecto, sus indagaciones acerca de los
mecanismos de saber y poder (que finalmente se funden en la perspectiva bio-política)
insisten mucho en los condicionamientos y en los intentos de gestionar la vida humana
(individual y colectiva). Sin embargo, el anti-humanismo foucaultiano, en la medida en
que se empeña en mostrar la red de reglamentaciones en la que el hombre (es decir, su
conciencia) resulta ser –ineludiblemente– un sujeto pasivo, acaba ocultando la
multiplicidad opaca de la “provincia” del hombre, excelentemente simbolizada por la
esfera de lo no-humano, respecto de la cual, no obstante, se constituye la idea (y la
práctica) de la condición humana. Pero es interesante notar, como hemos señalado en la
Introducción del presente trabajo, que Foucault, en Las palabras y las cosas, había logrado
individuar aquella zona en la que, a nuestro juicio, se sitúa la “provincia” del hombre. Se
trata de una zona intermedia, que se despliega entre los códigos fundamentales de una
cultura (que determinan la realidad concreta y cotidiana de su lenguaje, sus técnicas, sus
valores, sus jerarquías) y las teorías científicas o filosóficas que intentan dar razón de
dichos códigos. En esa zona, pues, se abre
170
siempre más “verdadera” que las teorías que intentan darle una forma explícita, una
aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico».142
Pues bien, es justamente de ese dominio, a nuestro juicio, que puede hacerse cargo la
antropología. También Foucault intentó atravesarlo y recorrerlo, pero al mismo tiempo lo
consideró como un espacio vacío, que alcanza su saturación en virtud de la presencia de
los objetos epistémicos, es decir, de la historia de los códigos culturales. Por eso, en sus
trabajos no queda mucho espacio para la naturaleza, los sentidos, los gestos, en fin, para
todo lo que, en la “provincia” humana, hay de animal, rutinario, aurático, vago; por
supuesto no es que todo ese “material”, en su obra, esté totalmente ausente, sino que su
presencia siempre hace referencia a determinados índices epistémicos y a determinadas
inscripciones culturales, que acaban convirtiendo esa multiplicidad en los nombres propios
de los distintos regímenes de verdad y de los mecanismos de saber/poder. No puede ser
una mera casualidad, entonces, el hecho de que la mirada “plebeya”, material e interesada
en la periferia de lo real (que es típica del trabajo genealógico)143 tiende a transformarse en
un positivimo alegre, es decir, en ciencia de la constitución de los códigos culturales. El
siguiente fragmento tomado de Nietzsche, la genealogía, la historia es, en nuestra opinión,
una suerte de manifiesto programático de esa actitud foucaultiana que, después de haber
localizado la zona sobre la cual debería colocarse la mirada, tiende a englobarla en una
región epistémica que la transforma en un conjunto de lugares en los que se inscriben los
distintos códigos culturales, que se configurarían exclusivamente en virtud de la acción de
los mecanismos impersonales de saber/poder:
«pensamos que el cuerpo no tiene otras leyes que las de su fisiología y que escapa a la
historia. Nuevo error; está atrapado en una serie de regímenes que lo modelan; está roto por
ritmos de trabajo, de reposo y de fiestas; está intoxicado por venenos –alimentos o valores,
hábitos alimenticios y leyes morales, todo a la vez; se forja con la resistencia. La historia
“efectiva” se distingue de la de los historiadores en que no se apoya en ninguna constancia:
nada en el hombre –ni siquiera su cuerpo– es lo suficientemente fijo para comprender a los
142
MC, págs. 5-6.
143
«La genealogía es gris; es meticulosa y pacientemente documental; trabaja con pergaminos embrollados,
borrosos, varias veces reescritos»; es caracterizada por la «baja curiosidad del plebeyo» y «dirige sus miradas
hacia lo más próximo –al cuerpo, al sistema nervioso, a los alimentos y a la digestión, a las energías». Por
eso, la genealogía exige «del saber minucia, gran número de materiales acumulados, paciencia». M.
FOUCAULT, Nietzsche, la genealogía, la historia, op. cit., págs. 11, 61, 51, 12.
171
demás hombres y reconocerse en ellos [...]. Saber, incluso en el orden histórico, no significa
“reconocer”, y mucho menos “reconocernos”. La historia será “efectiva” en la medida en que
introduzca lo discontinuo en nuestro mismo ser. Divida nuestros sentimientos; dramatice
nuestros instintos; multiplique nuestro cuerpo y lo oponga a sí mismo. No deje nada sobre sí
que tenga la estabilidad tranquilizadora de la vida o de la naturaleza».144
Como afirma en el texto que tuvo que redactar para el Dictionnaire des philosophes
de Denis Huisman, Foucualt reconoce como punto de partida de su trabajo la necesidad de
evitar al máximo la postulación de los «universales antropológicos (por supuesto también
los que son típicos de un humanismo que hace valer los derechos, los privilegios y la
naturaleza del ser humano en tanto que verdad inmediata y a-temporal del sujeto»); sólo de
ese modo, argumenta, será posible indagar su constitución histórica, aspirando a «hacer
emerger los procesos en los que el sujeto y el objeto “se forman y se transforman”, el uno
en función del otro y de manera siempre recíproca».145 Así, pues, para Foucault la
consecuencia más insidiosa del humanismo es la convicción infranqueable de que,
efectivamente, existe el ‘hombre’, ese objeto que puede ser conocido gradualmente.
Estaríamos tan cegados por la reciente evidencia del ‘hombre’, que «ya ni siquiera
guardamos el recuerdo del tiempo, poco lejano sin embargo, en que existían el mundo, su
orden y los seres humanos, pero no el hombre». Dicho de otro modo, y mediante una de las
fórmulas más célebres de Las palabras y las cosas, que contiene una alusión implícita al
pensamiento de Heidegger: «es posible que la Antropología constituya la disposición
fundamental que ha ordenado y conducido al pensamiento filosófico desde Kant hasta
nosotros»;146 en ella, pues, se encarnaría el código cultural de la época moderna, surgido
del encuentro entre la metafísica del sujeto y las disciplinas particulares que lo estudian en
cuanto objeto positivo de saber. El horizonte antropológico, entonces, es puesto en
cuestión por ser la fuente última de sentido de todas las ciencias humanas, en las que toma
cuerpo, como hemos visto precedentemente, la ilusión de poder con-fundir el nivel
trascendental (la reflexión sobre los límites del conocimiento) y el nivel empírico (aquel
“trabajo de campo” que, como en un círculo vicioso, pretende ofrecer materiales
144
Ivi, págs. 46-47.
145
M. FOUCAULT, Foucault, op. cit., pág. 1453.
146
MC, pág. 333. En esta obra de 1966 resulta decisivo el papel que tiene la tesis expuesta en Kant y el
problema de la metafísica; es lo que se argumenta también en L. FERRY, A. RENAUT, La pensée 68. Essai sur
le anti-humanisme contemporaine, Gallimard, París, 1985, págs. 142-143.
172
probatorios acerca de lo que ya está presupuesto y que, en virtud de su estatuto ‘cuasi-
trascendental’, dirige las operaciones, a saber: el ‘hombre’). En este contexto, la tarea de
un verdadero pensamiento crítico, como ya hemos señalado, consistiría en romper ese
círculo de la auto-reflexión, del desdoblamiento empírico-trascendental, despertándose así
del «sueño antropológico» y poniendo en cuestión la forma en que el ser humano se ha
constituido como objeto de su propio saber (así como el modo en que se ha constituido
como sujeto que ejerce o que está sujeto a relaciones de poder). Se trataría, por lo tanto, de
practicar una sublevación epistemológica que borre por completo todos los universales, las
esencias, el sujeto y la auto-reflexión, reemplazándolos con un análisis de los a priori
históricos (los códigos culturales, los mecanismos de saber/poder), así como con una
política de la singularidad que, en el pensamiento de Foucault de los años 80, converge
hacia una reflexión de corte ético. Despertarse del «sueño antropológico» significa
reconocer que no es el conocimiento humano el que se ajusta a los objetos, sino viceversa:
los objetos se ajustan al conocimiento –pero este último no es, en sí, humano.
¿Qué es lo que no nos parece demasiado convincente, de la propuesta foucaultiana?
Como decíamos antes, hay al menos un elemento que, después de haber sido anunciado
como el más fundamental, el más sólido, el más arcaico y el menos dudoso, parece haber
desaparecido del mapa analítico-conceptual de Foucault. Se trata de aquella zona gris e
intermedia que se sitúa entre el orden (que podemos llamar “cultural” por comodidad, pero
dando por supuesto que no se configura sólo culturalmente) así como es entregado a la
experiencia y el reddere rationem filosófico acerca de ese mismo orden. Una zona de
frontera entre la teoría y la praxis, el discurso y la experiencia, en fin, para utilizar la
terminología con la que nos hemos familiarizado a partir de la modernidad, entre lo
trascendental y lo empírico. Foucault, tanto en su Introduction a la Antropología de Kant
como en Las palabras y las cosas, había logrado individuar con extrema fineza conceptual
el alcance de dicha condición del pensamiento, pero juzgó necesario considerarla como la
responsable de la ilusión y del sueño en el que habría caído el pensamiento filosófico desde
Kant hasta nosotros. Proclamando la necesidad del hundimiento del paradigma humanista
(o antropológico), el intelectual francés creyó poder deshacerse de aquella dialéctica entre
lo empírico y lo trascendental que, mediante su con-fusión e hibridación, habría generado
173
ese mismo «sueño». Mediante ese gesto, así, parece haber desaparecido la “provincia” del
hombre.147
Una de las hipótesis que podrían hacerse con respecto a ese gesto foucaultiano, que
ya se vislumbra, como hemos intentado argumentar, en su Introduction a la Antropología
kantiana, es que todo tenga su origen en una sobredeterminación del concepto de
‘antropología’, que a su vez procede de la asimilación y de la superposición de las críticas
de Nietzsche y Heidegger. Lo que resulta de ese gesto, pues, es el arquetipo argumentativo
post-moderno según el cual toda antropología no sería sino la proposición de un modelo
universal, a-histórico y dogmático de hombre; en una palabra, la antropología sería la
moneda de cambio de la metafísica típica de la época de la “imagen del mundo”, su
realización cabal.148 Ahora bien, por un lado, este tipo de interpretación de la historia
filosófica occidental como historia del ser (en sentido metafísico-objetivador), según la
concepción heideggeriana, puede superarse sólo a través de la destrucción de la metafísica
tradicional, reconociendo el círculo entre lo óntico y lo ontológico (que produce el olvido
de este último) y pensando el ser de forma radicalmente distinta; por el otro, sin embargo,
es cierto que Foucault nunca apostó por una ontología fundamental, ni por una
hermenéutica deconstructiva, pues su trabajo arqueológico y genealógico sobre los a priori
históricos está vinculado más bien a las ideas (en las que resuena el eco de la voz
nietzscheana) de dispersión, de las relaciones de fuerza, de lo discontinuo, de la dimensión
material, marginal y plebeya de la historia. Uno podría pensar que se trata, a todos los
efectos, de esa zona gris (mucho más óntica que ontológica) de la que se habla en Las
palabras y las cosas, pero en realidad uno también tiene la sensación de que, como
decíamos antes, esa zona gris es finalmente incorporada por las epistemai, por los códigos
culturales, por los juegos de poder históricamente determinados, que salen a la luz gracias
a la labor de reconstrucción de las ‘positividades’. Para Heidegger, la interdependencia de
147
A este propósito, una estudiosa francesa ha hablado de una “ontologie manquée”, es decir, de una
elaboración teórica insuficiente, por parte de Foucault, de las operaciones arqueológicas y genealógicas, aun
reconociendo sus fundamentales aportaciones analítico-descriptivas. Con respecto a los “juegos de verdad”,
se pregunta lo siguiente: «¿tal vez hay que entenderlos como el campo epistémico que “hace posible” el saber
de una época y, al mismo tiempo, como la operación individual mediante la cual el sujeto, “constituyéndose
como un objeto”, elabora una interpretación reflexiva de su propia naturaleza? En otras palabras, ¿cómo
pueden, las metamorfosis del a priori histórico, configurar al mismo tiempo la actividad constituyente del
sujeto y condicionar desde fuera las formas de la subjetivación?». B. HAN, L’ontologie manquée de Michel
Foucault. Entre l’historique et le transcendantal, Milion, Grenoble, 1998, pág. 26.
148
Como es sabido, es la tesis que Heidegger defiende en Kant y el problema de la metafísica.
174
metafísica y antropología reside en el olvido de las preguntas ontológicas y en la
concepción del ser como objeto de saber o como el resultado de la auto-reflexión del
hombre. Para Foucault, en cambio, las preguntas ontológicas deben confluir en la reflexión
sobre el anonimato de las prácticas y de los saberes históricos; el pensador francés intentó
así deshacerse del “demasiado humano” y reconducir todo al anonimato de los índices
epistémicos. Desde este punto de vista, sin embargo, las epistemai, como señaló también
Jürgen Habermas, parecen ocupar al mismo tiempo el lugar de la ontología (lo
trascendental) y el lugar de lo material (lo empírico).149 En otras palabras, en tanto que
historia concreta, el análisis de la constitución de las ‘positividades’ parece estar
demasiado comprometido con el plano epistémico-trascendental, mediante el cual se
indagan las condiciones de posibilidad de la experiencia real; pero, al mismo tiempo, en
tanto que historia de las epistemai, el análisis de las ‘positividades’ parece estar demasiado
comprometido con el plano empírico, es decir, con ese plano que designa los efectos de
realidad producidos por las epistemai. Ahora bien, el aspecto más decisivo de esta
situación es que de lo que se trata no es de una mera equivocación teórica o metodológica
de Foucault, sino de una de las posibles formulaciones del problema por excelencia del
pensamiento moderno, que se constituye precisamente como aquel esfuerzo por advertir y
denunciar las identificaciones y los intercambios subrepticios entre la condición y lo
condicionado, lo real y lo ideal, el conocer y el pensar. La conciencia de su cercanía, de su
conjunción disyuntiva, es la conciencia de la modernidad, el resultado del despliegue de la
que Vico llamaba la edad humana. Si, en Las palabras y las cosas, mediante el
reconocimiento de esa zona media entre lo empírico y lo trascendental, Foucault se da
149
«La genealogía de las ciencias humanas que traza Foucault se nos presenta en un irritante doble papel. Por
una parte representa el papel empírico de un análisis de tecnologías de poder cuyo objeto es explicar el plexo
de funciones en que quedan insertas en la sociedad las ciencias del hombre; las relaciones de poder interesan
aquí como condiciones del nacimiento y como efectos sociales del saber científico. Pero esta misma
genealogía juega, por otro lado, el papel transcendental de un análisis de tecnologías de poder, cuyo fin es
explicar cómo son en general posibles los discursos científicos sobre el hombre. Las relaciones de poder
interesan aquí como condiciones de constitución del saber científico. Ahora bien, estos dos papeles
epistemológicos ya no quedan repartidos entre enfoques en pugna que se limitaran a referirse al mismo
objeto, es decir, al sujeto humano en sus manifestaciones vitales. Antes bien, la historiografía genealógica ha
de ser ambas cosas a la vez: ciencia social funcionalista e investigación sobre la constitución de los objetos
de la experiencia». J. HABERMAS, Der philosophische Diskurs der Moderne, Suhrkamp, Frankfurt a.M.,
1985, trad. esp. de M. Jiménez Redondo, El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989, pág.
328.
175
cuenta de eso, en sus trabajos posteriores, en cambio, parece sugerir que esa duplicidad
propia de lo moderno puede resolverse en un positivismo alegre y en un historicismo
refinado capaces de librarse de la hipótesis fundamental que, supuestamente, se escondería
detrás de dicha duplicidad, es decir, el ‘sujeto’ de la metafísica moderna.150
A partir de este punto de vista crítico con respecto a la fundamentación
arqueológico-genealógica del trabajo foucaultiano, se puede fácilmente intuir cuál es, en
nuestra opinión, la vía alternativa preferible, a saber: el reconocimiento de la importancia
del nexo que debería establecerse entre esa zona media que alberga el juego empírico-
trascendental del pensamiento y la constitución de la actitud epistémica (que revela todo su
potencial a partir de la Neuzeit) de la antropología. La modernidad, pues, lleva hasta el
centro del escenario esa “provincia” del hombre que, sin embargo, es también y a la vez su
propio “centro”: su misma presencia revela una condición liminar y de difícil definición.
De hecho, dicha incertidumbre no es casual, ya que está estrechamente vinculada al
estatuto de lo que no es humano, lo cual, a su vez, puede conocerse a través del
conocimiento de lo humano, de esa esfera a la que pertenecen necesariamente las distintas
formas del saber. De ahí el entrecruzamiento del pensar y el conocer, de la teoría del
150
Una tematización muy completa y detallada de las problemáticas relativas a la cuestión de la peculiaridad
de la “zona” trascendental en Foucault es ofrecida en algunos ensayos (cuya lectura es muy aconsejable) de
un estudioso español: M. DIAZ MARSÁ, Sobre la crítica foucaultiana al tema trascendental, en “Revista de
filosofía”, n. 35, 1(2010), págs. 45-66; ID., Arquelogía de la cuestión trascendental. En torno a Miguel
Foucault, en “Pensamiento”, vol. 67, n. 254 (2011), págs. 1099-1126. El enfoque adoptado por Diaz Marsá
es muy “arqueológico”, pues se centra en la reconstrucción de aquel proceso mediante el cual, desde la
“apertura” practicada en el saber occidental por la cuestión de la representación y de la negación moderna de
la supuesta transparencia entre el ser y el pensar, se ha configurado ese “cierre” antropológico que individua
el fundamento de la representación en una subjetividad constituyente. Sin embargo, el estudioso español no
renuncia a mostrar que en Foucault puede hallarse también la posibilidad de concebir una dimensión olvidada
de lo trascendental; en este sentido, se trata de una interpretación contrapuesta a la nuestra, ya que Diaz
Marsá insiste en la importancia de la idea foucaultiana de ‘saber’, cuya mayor potencialidad residiría
precisamente en el hecho de reunir, en un único plano epistémico, el carácter trascendental, el existencial (en
el sentido de lo efectivamente existente, no de lo posible en general) y el práctico-histórico. En definitiva, su
tesis defiende la posibilidad de seguir pensando, con Foucault, la posibilidad de un espacio trascendental,
mientras que, en nuestra opinión, la renuncia foucaultiana a mantenerse en aquel plano donde la condición y
lo condicionado ponen en escena una con-fusión originaria implica la conversión de los mecanismos de
saber/poder en ‘positividades’ históricamente determinadas que acaban “cerrando” (como hace también, pero
desde el punto de vista opuesto, toda antropología esencialista) ese círculo entre la condición y lo
condicionado que, a partir de la modernidad, caracteriza la auto-comprensión del hombre.
176
conocimiento y la ontología entendida como indagación sobre lo real, sobre lo que hay; de
ahí también la hipoteca (tanto teórica como práctica) de la edad humana, cuyo territorio
estructuralmente multiforme y variado, junto con la intrínseca novedad de los espacios
geográficos y astronómicos que acababan de descubrirse, representó tal vez el carácter más
significativo de la “edad nueva”. Así, pues, una posible vía alternativa consistiría
precisamente en reactivar esa mirada “fenomenológica” –desde la cual, como en algún
caso recordó el mismo Foucault, empezó su trayectoria filosófica, pero que estimó
oportuno abandonar–, colocándola sobre esa zona media en la que se hallan al mismo
tiempo la “provincia” y el “centro” del hombre, lo empírico y lo trascendental, el conocer y
el pensar. De ese modo, mutatis mutandis, podríamos incluso hacer nuestra la siguiente
invitación foucaultiana: «la tarea de la filosofía no consiste en descubrir lo que está
escondido, sino en hacer visible lo que es visible, hacer aparecer lo que es tan inmediato, lo
que está tan cerca y tan íntimamente vinculado a nosotros que no logramos percibirlo. Por
tanto, la tarea de la ciencia consiste en hacer conocer lo que no vemos, mientras que la
filosofía debe mostrar lo que vemos».151
En un contexto así presentado, pues, el nexo entre la actitud antropológica y la
razón observante (de la cual habla Hegel en su Fenomenología) adquiere una gran
relevancia. Como hemos intentado mostrar en el primer capítulo de este trabajo, a lo largo
del siglo XVIII se produjo una intensificación de un género discursivo y argumentativo
basado en el interés profundo por todo lo que abarcaba el escenario mundano en el que se
movían los hombres. No se trata todavía de una verdadera disciplina, sino más bien del
despliegue, en varios ámbitos, de la “configuración antropológica del saber”, que también
(como en el caso de Kant) podríamos definir como una configuración mundana del saber
(Weltkenntnis). Así, ese interés se concretó en ámbitos como la fisiología, la medicina, la
geología y la historia de los pueblos y de las naciones, de sus gentes, de sus costumbres y
de sus idiomas. El abanico era muy amplio y en él se insertó también esa actitud
antropológica, que a su vez era todavía un contenedor no del todo definido, en el que (de
nuevo, como en el caso de Kant) tenían cabida los sentidos, las pasiones, las
representaciones obscuras, los temperamentos, pero también el análisis del lenguaje desde
el punto de vista de su génesis mundana (pensemos en unos de los lemas herderianos:
«dejemos a un lado toda metafísica y atengámonos a la fisiología y la experiencia»)152 y el
151
M. FOUCAULT, La philosophie analytique de la politique (1978), en Dits et écrits, vol. II, págs. 540-541.
152
J. G. HERDER, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, op. cit., pág. 88.
177
«conocimiento profundo del cuerpo humano», como afirmaba Johannes Ith. Se trata, en
definitiva, de ese Lebenswelt cuyo papel resulta decisivo, según la propuesta
historiográfica y hermenéutica de Odo Marquard, para la constitución del saber
antropológico a caballo entre los siglos XVIII y XIX. El terreno del ‘mundo de la vida’ se
constituyó, pues, en contraposición con el paradigma ontológico dualista: en él se hallan
los cuerpos, pero también los comportamientos, las costumbres, las creencias, las
representaciones simbólicas; es un terreno cotidiano, estratificado y policéntrico que
alberga una multiplicidad de “lados” que se entrecruzan (implicándose mutuamente) y que
conforman una totalidad vaga, esfumada, móvil, pero ineludiblemente presente. Así, pues,
el nexo entre la antropología y el ‘mundo’ resulta fundamental no tanto porque la primera
busca otorgar un “centro” fijo o sustancial para el segundo (el “centro”, como ya hemos
dicho, se da en la forma de un juego liminar), sino porque para comprender el ser humano
hace falta observar el mundo, en el sentido de saeculum y universum. En nuestra opinión,
desde el punto de vista categorial, lo que no queda del todo claro, en la propuesta de
Foucault, es precisamente aquel gesto mediante el cual el Lebenswelt quedaría sometido
cada vez a la historicidad de las distintas epistemai, es decir, a la regulación de prácticas
históricas (discursivas y extra-discursivas) contingentes. El intelectual francés parece ser
consciente de la peculiaridad conceptual de ese ‘mundo de la vida’ (es suficiente ver el
interés demostrado, en la Introduction a la Antropología de Kant, por los trabajos de
autores como Platner, Ith, Hufeland o Tetens), cuya eclosión moderna provocó la aparición
de un saber antropológico que intentaba reaccionar justamente frente a la dificultad de
hallar un dominio teórico apropiado para el Lebenswelt. En efecto, una simple
reconstrucción histórico-conceptual como la que propuso Marquard es capaz de mostrar
que el surgimiento de la antropología no coincide con el de las ciencias humanas (biología,
economía, lingüística), pues es anterior. Eso sí, a partir de un cierto punto, el intento de
reducción antropológica y el ‘mundo de la vida’ tienden a entrecruzarse; sin embargo,
dicho entrecruzamiento debería ser repensado precisamente en términos de su propia
circularidad empírico-trascendental, de lo contrario cualquier superposición unilateral (por
parte de las teorías científicas o de las interpretaciones filosóficas) acabaría disolviendo la
cuestión misma de la antropología, es decir, la posibilidad de hablar de la ‘condición
humana’, en ese sentido cíclico-circular al cual aludíamos en la Introducción del presente
trabajo.
178
CAPÍTULO 3
ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Y CONTEMPORANEIDAD
Itinerarios y propuestas
179
proponerse alcanzar ese objetivo, contribuyeron a configurar una actitud teórica capaz de
tematizar el encuentro entre la filosofía y la antropología).
En cualquier caso, lo que sería absurdo negar es el hecho de que,
independientemente de que el verdadero responsable de la construcción de la realidad sea
el hombre, esta última se demostraba cada vez más multiforme, opaca y difícilmente
manejable: su supuesto “autor” acabó así arrastrado por las corrientes de lo real. La otra
cara de los tiempos modernos, pues, era la figura de un hombre claramente incapaz de
enfrentarse a las estructuras psicológicas, sociales, industriales y tecnológicas que
dominaban la fase culminante del mundo moderno. La dificultad de hallar un puesto para
el hombre, ubicándolo en la complejidad natural y artificial de la que ya no podía ser
sustraído, fue efectivamente una de las razones del éxito que obtuvo la antropología
filosófica en el periodo (sumamente crítico) entre las dos guerras mundiales, del cual nos
ocuparemos más adelante. Pero antes habrá que comprobar en qué medida puede decirse
que fue «reocupada» la metáfora copernicana:1 esto nos permitirá apreciar el papel jugado
tanto por la transformación como por la continuidad en ese relato conceptual
protagonizado por la figura humana que confluye en la configuración de un mundo post-
copernicano. Hallar un sentido posible para una actitud filosófica de tipo antropológico en
un mundo así configurado es, de hecho, el objetivo principal de este tercer capítulo.
En el primer capítulo del presente trabajo hemos utilizado la expresión ‘hombre
copernicano’ para designar el conjunto de las características fundamentales, desde un
punto de vista filosófico-cultural, del hombre moderno. También habríamos podido
servirnos de un célebre paso de la Genealogía de la moral, en el que Nietzsche habla de
ese hombre que, a partir de Copérnico, parece haber caído en un plano inclinado, rodando
cada vez más rápido hacia el horadante sentimiento de su nada, hacia su propio carácter
insignificante.2 En efecto, al menos a partir de Giordano Bruno, la pérdida del centro y la
1
Se trata de una expresión que emplea Hans Blumenberg para referirse al hecho de que las funciones de una
serie de temas y problemas que pertenecen a un determinado contexto pueden modificarse, implicando así la
transformación de los contenidos mismos de esos temas. La “Historia”, para Blumenberg, es en efecto la
suma de las “reocupaciones” metafóricas, que tienden a compensar y neutralizar el carácter abrumador de la
contingencia. En este sentido, el mundo (así como el hombre) post-copernicano vendría a colmar la laguna
que se produce cuando el ser humano se ve arrastrado por la complejidad de la unión problemática del
“centro” y de la “provincia”, la misma que había generado la génesis del mundo (y del hombre) copernicano.
Véase H. BLUMENBERG, La legitimación de la edad moderna, op. cit., en particular págs. 455-477.
2
«¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento
del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad,
180
ubicación periférica han sido unas metáforas cosmológicas dominantes: el hombre había
perdido definitivamente la inmediatez de su unidad con el ‘ser’. Sin embargo, una vez
explorada y agotada la dimensión auto-afirmativa, el desorden estructural que caracteriza
la relación del hombre post-copernicano con su propio mundo (en el sentido cosmológico
de universum y en el sentido histórico-cultural de saeculum) ya no reclama necesariamente
un retorno al orden, a la centralidad, a la auto-conservación o a la auto-legitimación. El
hombre post-copernicano intenta, por decirlo así, acomodarse a un contexto
estructuralmente carente, a su estructura hueca. En la medida en que la metáfora
copernicana agota su potencial hermenéutico y auto-afirmativo, el progreso se convierte en
un avanzar indefinido, desprovisto de cualquier carácter épico; de hecho, en este contexto,
hablar de progreso parece –cuando menos– inexacto, pues se debería escoger una imagen
más apropiada para describir ese proceso de puesta en cuestión de la idea de ascensión
hacia un estadio más elevado (esto es, mejor) o de realización de un determinado telos. En
este sentido, para “metaforizar” de la forma más pertinente el campo epistémico que
hemos definido post-copernicano, tal vez deberíamos dirigir nuestra atención hacia las
metáforas y las imágenes más evocadoras que proceden del conjunto de consecuencias
filosófico-culturales de la afirmación de la teoría de la evolución. A este propósito,
Stephen J. Gould sugirió emplear la imagen del matorral,3 a través de la cual el
insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, –el hombre se ha convertido en un
animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios (“hijo de Dios”,
“hombre Dios”)... A partir de Copérnico parece haber caído en un plano inclinado –rueda cada vez más
rápido, alejándose del punto central– ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el horadante sentimiento de su
nada?». F. NIETZSCHE, La genealogía de la moral, op. cit., págs. 177-178.
3
En un interesante ensayo publicado en 1995, Gould llevó a cabo una revisión crítica de la imaginería
icónica de la teoría de la evolución y de la historia de la vida, denunciando los abusos de ciertas imágenes
(como la de la escala, que vehicularía la idea de una marcha lineal de la evolución, o la del cono como
símbolo de la diversidad creciente), que tienden a representar no tanto el núcleo teórico-filosófico más
relevante de los conceptos científicos, sino ciertas preferencias sociales y esperanzas psicológicas. Al final de
su ensayo, Gould propuso la imagen del matorral (bush), como hizo también en otros lugares de su obra (cf.
S. J. GOULD, Wonderful life. The Burgess Shale and the nature of history, Norton, New York, 1989, trad. esp.
de J. Ros, La vida maravillosa. Burgess Shale y la naturaleza de la historia, Crítica, Barcelona, 1991, pág.
42; cf. también ID., Ever since Darwin. Reflections in natural history, Norton, New York, 1977, págs. 56-62,
trad. esp. de A. Resines, revisión de J. Ros, Desde Darwin. Reflexiones sobre historia natural, Crítica,
Barcelona, págs. 59-67), afirmando que tal vez dicha imagen pueda representar mejor la visión de la vida que
ofrece la explosión cámbrica, según la cual la diversidad máxima (contrariamente a lo que se suele imaginar)
se sitúa muy cerca de los orígenes geológicos. Se trata, a fin de cuentas, de vehicular la idea de que «la
181
paleontólogo y biólogo evolutivo norteamericano criticó duramente la concepción de la
evolución de las formas de vida como una tendencia hacia un hipotético progreso, según la
cual los cambios se producirían gradualmente. Del mismo modo, podríamos afirmar que el
hombre post-copernicano experimenta su estructura hueca justamente en la medida en que
debe aprender a tolerar el hecho de que su presencia, en la historia de la tierra, es fruto del
azar y de la contingencia.
Así, pues, en ese gran organismo sin cabeza, los individuos resultan necesariamente
pequeños, medianos, provisionales, sustituibles –sólo el deseo, las proyecciones, las
descompensaciones, tal vez, puedan considerarse grandes. Como afirmaba Gehlen con
extrema fineza en uno de sus libros más fascinantes, entre el individuo y los
inconmensurables eventos que tienen lugar por mediación de las superestructuras sociales,
económicas y políticas se genera una instancia intermedia, algo así como una «experiencia
de segunda mano»,4 que no es sino uno de los síntomas de la general “pérdida de la
experiencia”, atribuible a la imposibilidad para el individuo de experimentar realmente lo
que acontece en su entorno, ya que ese entorno no es sino el mundo entero, que gracias a la
tecnología se ha hecho presente y, al mismo tiempo, inaferrable.5 Como escribe también el
mayoría de las pérdidas responden más a las excelencias del dibujo que a la previsible superioridad de una
cuantas familias fundadoras, y de que cualquier familia viva (incluido el ser humano) es fruto del azar». En
otras palabras, según Gould, es preciso rechazar todos aquellos iconos canónicos que «se basan en la
oposición de progreso y previsibilidad, lo que impide considerar la contingencia como la fuerza principal que
modifica el curso de la vida». ID., Ladders and cones. Constraining evolution by canonical icons, en R. B.
SILVERS (ed.), Hidden histories of science, New York Review of Books, New York, 1995, trad. esp. de C.
Martínez Muñoz, Escalas y conos. La evolución limitada por el uso de iconos canónicos, en R. B. SILVERS
(ed.), Historia de la ciencia y del olvido, Siruela, Madrid, 1996, págs. 123-152, aquí pág. 152.
4
A. GEHLEN, Die Seele im tecnischen Zeitalter. Sozialpsychologische Probleme in der industriellen
Gesellschaft (1957/1972), ahora en Gesamtausgabe, Bd. VI, hrsg. von K. S. Rehberg, Klostermann,
Frankfurt a.M., 2004, págs. 1-137; véase también ID., Antropología filosófica, op. cit., en particular págs.
158-165.
5
Sobre estas cuestiones, es sumamente útil la lectura del primer volumen (titulado Über die Seele im
Zeitalter der zweiten industriellen Revolution) de G. ANDERS, Die Antiquerheit des Menschen, C. H. Beck,
München, 1956, trad. esp. de J. Monter Pérez, La obsolescencia del hombre, Pre-Textos, Valencia, 2011, vol.
I ( Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial). Se trata de una de las obras más
importantes del siglo pasado en cuanto a la crítica hacia la retórica de la modernización y de la complejidad;
en ese primer volumen (el segundo se publicó en 1980, bajo el título Über die Zerstörung des Lebens im
Zeitalter der dritten industriellen Revolution, cuya traducción española apareció junto con la del primer
volumen) Anders trata las cuestiones de la vergüenza prometeica (la vergüenza que el hombre experimenta
182
historiador norteamericano Stephen Kern, entre finales del siglo XIX e inicios del siglo
XX, en virtud del gran número de innovaciones científicas y tecnológicas, se produjo una
transformación radical de la percepción del tiempo, que a su vez generó una modificación
estructural de la noción misma de ‘experiencia’, tanto en el sentido espacial-geográfico,
como en el sentido temporal.6 De ese modo, la experiencia como adquisición personal y
gradual fue sustituida por una suerte de “consumo” de experiencias re-producidas en
rápida sucesión, cuyo paradigma era el de la repetición de segunda mano, antes que el de
una verdadera “adquisición”. No era, entonces, una mera casualidad el hecho de que el
conocimiento especializado se convertía cada vez más en algo esencialmente inaccesible a
la gran mayoría de los individuos; de hecho sus objetos eran literalmente invisibles, es
decir, representables sólo a través de determinadas metodologías no intuitivas o de
determinados instrumentos.7 Las cosas, pues, padecían una desmaterialización total y, al
mismo tiempo, se dirigían hacia una artificialidad del todo autónoma y automatizada, que
era la única forma en que resultaban accesibles a la experiencia. En palabras de Gehlen, se
asistía a una verdadera «pérdida de peso específico de la realidad», que causaba una suerte
de «moción de censura ontológica».8
frente a la inconmensurabilidad de sus propios productos), del mundo como fantasma y de la consecuente
pequeñez, inadecuación y obsolescencia del ser humano frente al mundo.
6
«De los modos del tiempo [...], el más típicamente nuevo era el sentido del “presente”, espesado por las
retenciones y las proyecciones del pasado y del futuro y, más importante aún, ensanchado espacialmente a fin
de crear la vasta y compartida experiencia de la simultaneidad. El presente ya no podía considerarse limitado
a un único evento que acontece en un único lugar, insertado firmemente entre el pasado y el futuro y limitado
a contextos locales: en una época de comunicación electrónica omnipresente, el “ahora” se volvió un
extendido intervalo de tiempo que podía, o mejor dicho debía, incluir los eventos de todo el mundo [...]. En
la esfera cultural, ningún otro concepto unificador para la nueva concepción del pasado o del futuro podría
competir en coherencia y popularidad con el de simultaneidad [...]. Entre los distintos cambios en esos modos
[de la experiencia espacial, ndt], un tema común fue la nivelación de las jerarquías tradicionales. La
pluralidad de los espacios, la filosofía del perspectivismo, la afirmación del espacio positivo-negativo, la
reestructuración de las formas y la contracción de las distancias, puso en entredicho una gran variedad de
ordenamientos jerárquicos». S. KERN, The culture of time and space. 1880-1918, Harvard University Press,
Cambridge, 20032, págs. 314-315.
7
A propósito de la cuestión de la “pérdida” de la experiencia, es muy recomendable también la lectura de W.
BENJAMIN, Erfahrung und Armut (1933), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. II.2, Suhrkamp, Frankfurt
a.M., 1991, págs. 213-219, trad. esp. de J. Aguirre, Experiencia y pobreza, en ID., Discursos interrumpidos I.
Filosofía del arte y de la historia, prólogo, trad. y notas de J. Aguirre, Taurus, Madrid, 1973, págs. 165-173.
8
A. GEHLEN, Die Seele im tecnischen Zeitalter, op. cit., págs. 75, 57.
183
Podríamos decir, entonces, que en pleno cumplimiento de los presupuestos
materiales, tecnológicos, sociales y culturales de la modernidad, el hombre ya no
necesitaba su carácter copernicano, ni la relativa sensación de ocupar un lugar periférico,
descentrado: ya no necesitaba sentirse defraudado, pues los silencios eternos de los
espacios infinitos habían dejado de ser tan aterradores. Mucho más perturbadores eran
quizás las irregularidades, las colisiones de cosas y eventos, la alternación de estruendos y
silencios, en definitiva, todo lo que caracterizaba la vida de una gran metrópolis moderna,
que de hecho fue elevada a símbolo del cumplimiento de la modernidad, junto con toda
una serie de parejas de opuestos: la sensación amenazadora de la pérdida de cualquier
lugar y la nueva identidad nómada, el empobrecimiento económico y existencial y el
aumento de las posibilidades materiales y existenciales, las masas y la soledad, el
fetichismo y la intercambiabilidad, el desorden y la racionalización extrema.9 Se trata de
un verdadero caos en el que todo es equivalente y contemporáneo: los contrarios cohabitan
en un único núcleo de sentido («Hoy día, todo parece llevar en su seno su propia
contradicción»,10 dijo Marx) y todo lo sólido se desvanece en el aire. Así, pues, la
9
La literatura sobre el carácter radicalmente novedoso y revolucionario de la vida en las metrópolis es muy
abundante, por eso no tiene mucho sentido citar aquí una gran cantidad de obras y ensayos que tratan esta
cuestión; será suficiente, pues, señalar un libro que propone uno de los análisis más brillantes de la
modernidad metropolitana: M. BERMAN, All that is solid melts into air. The experience of modernity, Simon
and Schuster, New York, 1982, trad. esp. de A. Morales Vidal, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La
experiencia de la modernidad, Siglo XXI, Madrid, 1991. En cualquier caso, sería impensable no hacer
ninguna referencia a las obras de Georg Simmel, que ofrecen una serie de descripciones y reflexiones muy
elegantes y sutiles en torno al núcleo más profundo de la experiencia de la modernidad desde un punto de
vista teórico, pero también psicológico y sociológico. Véase G. SIMMEL, Philosophie des Gelds (1900),
introd. y trad. esp. de R. García Cotarelo, edición al cuidado de J. L. Monereo Pérez, Filosofía del dinero,
Comares, Granada, 2003; véase también su breve ensayo titulado Die Großstädte und das Geistesleben
(1903), trad. esp. La metrópolis y la vida mental, en “Bifurcaciones”, n. 4 (2005). Para un análisis histórico-
crítico sobre estas cuestiones en Simmel (considerado como el primer verdadero sociólogo de la
modernidad), véase D. FRISBY, Fragments of modernity. Theories of modernity in the work of Simmel,
Kracauer and Benjamin, Polity Press, Cambridge, 1985, trad. esp. de C. Manzano, Fragmentos de la
modernidad. Teorías de la modernidad en la obra de Simmel, Kracauer y Benjamin, Visor, Madrid, 1992; cf.
también ID., Sociological Impressionism. A reassessment of Georg Simmel’s social theory, Heinemann,
London, 1981.
10
«Vemos que las máquinas, dotadas de la propiedad maravillosa de acortar y hacer más fructífero el trabajo
humano, provocan el hambre y el agotamiento del trabajador. Las fuentes de riqueza recién descubiertas se
convierten, por arte de un extraño maleficio, en fuentes de privaciones. Los triunfos del arte parecen
adquiridos al precio de cualidades morales. El dominio del hombre sobre la naturaleza es cada vez mayor;
184
metrópolis podría considerarse como la quintaesencia de la constante Wanderung física y
psíquica que caracterizaba la época del apogeo de la segunda revolución industrial, es
decir, como la más dramática e icástica puesta en escena del desarraigo y de la negación de
toda idea sustancial e inalterable del ser humano –no es casual, como veremos más
adelante, que muchas de las antropologías del periodo de entreguerras constituyan una
verdadera celebración de la inestabilidad, de la excentricidad y de la plasticidad. Pero no
sólo era el tiempo de las contradicciones, sino también el de la nivelación, como señaló
con gran perspicacia conceptual y sociológica Max Scheler en un ensayo de 1927, en el
cual afirmó que la categoría clave para entender la tendencia general de esa época era sin
duda la de ‘nivelación’ (Ausgleich), una característica que el filósofo alemán describió
como un verdadero destino, algo que el hombre no podía simplemente elegir. Scheler
extendió el concepto de nivelación a muchos ámbitos: el natural (físico-psíquico), el
cultural (mentalidades, auto-representaciones, concepciones del mundo), el social y
político (nivelación de las clases sociales, de las distinciones entre trabajo manual e
intelectual).11 Así, pues, el hombre post-copernicano deja de necesitar una auto-
legitimación que pueda, por decirlo así, compensar los efectos lacerantes producidos por la
eclosión de la contingencia copernicana. En ese contexto, en el que los opuestos están
destinados a convivir, ya no sirve de mucho establecer jerarquías y proyectar órdenes
ideales a partir de un punto fijo, aunque –como veremos más adelante– el mismo Scheler,
en su propuesta antropológica, no pareció haber asimilado del todo su propio diagnóstico.
Para emplear un esquema tal vez parcialmente simplificador, pero eficaz desde un
punto de vista conceptual a nivel de macro-escala, podríamos decir que la modernidad
copernicana se caracteriza por la búsqueda de legitimaciones fuertes para la teoría y la
praxis; una búsqueda que está representada ejemplarmente por la identificación entre saber
y poder. En otras palabras, en ese paradigma no se pone en discusión la posibilidad de
pero, al mismo tiempo, el hombre se convierte en esclavo de otros hombres o de su propia infamia. Hasta la
pura luz de la ciencia parece no poder brillar más que sobre el fondo tenebroso de la ignorancia. Todos
nuestros inventos y progresos parecen dotar de vida intelectual a las fuerzas materiales, mientras que reducen
a la vida humana al nivel de una fuerza material bruta». Se trata del Discurso pronunciado en la fiesta de
aniversario del “People’s Paper”, en 1856 (ahora en K. MARX, Obras escogidas, Editorial Progreso, Moscú,
1976, vol. I, pág. 513). Este fragmento es citado en la Introducción del libro de Marshall Berman (Todo lo
sólido se desvanece en el aire, op. cit., pág. 6).
11
Cf. M. SCHELER, Der Mensch im Zeitalter des Ausgleichs (1927), ahora en Gesammelte Werke, Bd. IX,
hrgs. von M. S. Frings, Franke, Bern-München, 1976, págs. 145-170.
185
fundar de forma inequívoca el conocimiento y la acción, que se concretan en dos figuras, a
saber: el sujeto y la Historia. Por supuesto, en ese contexto la temporalidad no deja de
tener un papel relevante, en la medida en que es concebida en términos de progreso, de
conquista de algo mejor, de bienestar. El ‘tiempo’ es así un recorrido hacia un fin (la
libertad, la igualdad, etc.), cuyos medios pueden ser tanto la indagación racional como los
avances técnicos. En definitiva, se trata de una cosmovisión que todavía implica las ideas
de ‘totalidad’ y ‘unidad’, que encajan a la perfección en un pensamiento jerarquizador y
jerarquizado. Por el contrario, el mundo post-copernicano –ese Zeitalter que tiene su
origen en el cumplimiento de los mayores presupuestos teóricos y prácticos de la
modernidad, cuando el hombre parece haber alcanzado el final de ese «plano inclinado»
del cual hablaba Nietzsche– se caracteriza por la desconfianza hacia los macro-saberes
totalizadores, hacia las legitimaciones fuertes. La historia, pues, deja de ser pensada como
una acumulación de elementos innovadores o necesariamente positivos y parece adquirir la
forma de una ciega y azarosa “repetición ad infinitum”, en la medida en que dicha
repetición no sea considerada como la ascensión hacia algo mejor, sino como un mero
mecanismo forzoso que hace posible la reproducción y la supervivencia de la sociedad
industrializada. La impaciencia revolucionaria de la historia se convierte así en un
trasfondo inmóvil desprovisto de cualquier sentido final: es el paradigma de lo que Gehlen,
ya en 1967, llamaba «post-histoire».12 Así, pues, el sistema centrado en la unidad –típico
del mundo copernicano– es reemplazado por un régimen basado en una multiplicidad
irreductible, en el cual las diferencias no pueden ser reconducidas tout court a una unidad,
ya que dicha unidad no es sino el resultado de la nivelación, de la equivalencia y de la
coexistencia de entes singulares. Éstos, a su vez, no pueden ser representados a través de la
identificación con un principio universal, sino mediante la diferenciación móvil y
recíproca de unos confines que a menudo resultan reversibles. He aquí, por lo tanto,
algunas palabras claves del mundo post-copernicano, en torno a las cuales cristaliza la
12
Cf. A. GEHLEN, Die Säkularisierung des Fortschritt (1967), ahora en Gesamtausgabe, Bd. VIII, hrsg. von
K. S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M., 1978, págs. 403-412. Véase también ID., Post-Historie, en H.
KLAGES, H. QUARITSCH (Hg.), Zur geisteswissenschaftlichen Bedeutung Arnold Gehlens,
Dunker&Humboldt, Berlin, 1994. Sobre el concepto de secularización del progreso, son muy esclarecedoras
algunos capítulos de G. MARRAMAO, Cielo e terra. Genealogia della secolarizzazione, Laterza, Roma-Bari,
1994, trad. esp. Cielo y tierra. Genealogía de la secularización, Paidós, Barcelona, 1998, en particular págs.
137-149.
186
autoconciencia de esa época: fragmentación, hibridación, indeterminación, regionalización,
juego, complejidad.13
Los passepartouts conceptuales que acabamos de nombrar son algunos de los más
típicos del mundo post-copernicano, es decir, de la fase culminante de los procesos de
modernización (en el ámbito económico, social, artístico o cultural), que a su vez dieron
paso a la que tal vez pueda ser considerada la madre de todas las grandes crisis del siglo
pasado, la que estalló en el periodo entre las dos guerras mundiales y que constituyó
también (sobre todo en Alemania) una verdadera Kulturkrise. Es, pues, a partir de ese
momento, cuando podemos hablar, efectivamente, en palabras de Blumenberg, de la
«reocupación» de la metáfora copernicana. En efecto, después de la desmitificación de
toda autoridad extra-mundana, la cooperación entre las ciencias y la filosofía condujo –
gradual pero inevitablemente– a la desmitificación del último ídolo, es decir, de esa razón
13
Un texto fundamental para interpretar en términos de transformación y continuidad el paso del mundo
copernicano al mundo post-copernicano es sin duda el de W. WELSCH, Unsere postmoderne Moderne, VCH
Acta Humaniora, Weinheim, 1987. La tesis defendida por el autor (además de proponer un recorrido
histórico-conceptual necesario para arrojar algo de luz sobre la polisemia de la noción de ‘postmodernidad’,
pues según qué sentido se le otorgue a la época moderna en su conjunto, varía también la concepción que
podamos hacernos de lo ‘postmoderno’) no es sino la prosecución crítica del proyecto vanguardista de la
modernidad que culmina en las primeras décadas del siglo XX. En general, el trabajo de Welsch es muy útil a
la hora de recapitular los aspectos más importantes, en varios ámbitos, de la que Jean François Lyotard
llamó, como es sabido, la condition postmoderne. Por supuesto, somos conscientes de la amplitud de la
bibliografía sobre los aspectos teóricos y prácticos de la postmodernidad; en cualquier caso, el presente
trabajo sólo pretende ser una de las posibles formas (necesariamente trasversales e inacabadas: la idea de
totalidad tampoco se aplica al campo de la investigación filosófico-cultural) de acercarse conceptualmente a
dichas cuestiones, que hemos intentado reunir (sin pretender abarcar todos los aspectos posibles) bajo el lema
del “mundo post-copernicano”. Tal vez merezca la pena citar el caso de Habermas, el cual también subraya la
continuidad entre la modernidad y la postmodernidad, sin desconocer por eso las transformaciones que
comportó la eclosión del así llamado pensamiento postmetafísico. Para Habermas, hay que hacer hincapié,
desde un punto de vista filosófico, en cuatro momentos decisivos, en el contexto de ese juego recíproco entre
continuidad y discontinuidad: el pensamiento postmetafísico (la transición de la verdad única, estable y
eterna a la racionalidad fundada en los procedimientos típicos de la indagación científica); el giro lingüístico
(la transición del paradigma basado en la conciencia y en la relación cognoscitiva sujeto-objeto a la relación
lenguaje-mundo, cuya estructura es esencialmente gramatical); la contextualización de la razón, insertada en
circuitos históricamente situados; la primacía de la praxis con respecto a la teoría (la transición de la razón
abstracta y espiritualizada a una racionalidad siempre in fieri, vinculada a la praxis). Cf. J. HABERMAS,
Nachmetaphysisches Denken, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1988, trad. esp. de M. Jiménez Redondo,
Pensamiento postmetafísico, Taurus, Madrid, 1990.
187
humana que había contribuido a deslegitimar toda autoridad extra-mundana. La revolución
copernicana del pensamiento occidental, pues, consistió esencialmente en desdoblar la
realidad del “más acá”, que, como recordaba Plessner, al menos a partir de Kant se
constituye, para el hombre, como algo velado, escondido, y a la vez disponible para ser
indagado a través de la experiencia. Kant, de hecho, no centra su crítica en el “más allá”,
sino en la razón misma, que resulta así desdoblada: su abuso procede de la confusión (de
las usurpaciones, de las apropiaciones y proyecciones indebidas) que pueden producirse
entre sus dos niveles, el fenoménico y el trascendental. En semejante contexto, el peligro
señalado por Foucault, en particular en Las palabras y las cosas, no debe ser subestimado.
Los avances de los saberes particulares, efectivamente, suponen una verdadera
multiplicación de los planos de realidad y no puede ser ignorado el hecho de que los
órdenes fenoménicos tienden a forjar concretamente una suerte de engaño trascendental.
Dicho de otra forma, los planos de realidad tienden a hacerse más espesos, opacos,
precisamente en virtud de la multiplicación de los órdenes fenoménicos, que comparten
una legitimación procedente esencialmente de la cada vez más especializada complejidad
de su modus procedendi. Pero esos planos de realidad en los que se basan los saberes
particulares no dejan de ser unos productos de la razón humana, que se encuentra así en
una situación harto contradictoria, pues viene a ser la responsable (en sentido teórico y
práctico) de lo que, en realidad, la condiciona, la delimita y la determina. ¿Cómo podría el
hombre, entonces, poner en práctica cabalmente una verdadera auto-referencia? ¿Cómo
podría referir toda esa cantidad de materiales a un único núcleo identitario, dada la
enormidad de la acumulación sincrónica (universo, naturaleza, geografía) y diacrónica
(historia natural, historia política, historia cultural)? El solo resultado posible parece
coincidir con la dispersión; en otras palabras, el ser humano descubre ser quien establece
las condiciones de posibilidad de un(os) mundo(s) que, en realidad, no le pertenece(n). A
este propósito, las siguientes palabras de Foucault sobre el círculo de la finitud resultan
muy sugestivas:
«[el hombre] no se revela a sus propios ojos sino bajo la forma de un ser que es ya, en un
espesor necesariamente subyacente, en una irreductible anterioridad, un ser vivo, un
instrumento de producción, un vehículo para palabras que existen previamente a él [...]. La
finitud del hombre se anuncia –y de manera imperiosa– en la positividad del saber; se sabe
que el hombre es finito, del mismo modo que se conoce la anatomía del cerebro, el
mecanismo de los costes de producción o el sistema de conjugación indoeuropeo; o mejor
188
dicho, en la filigrana de todas estas figuras sólidas, positivas y plenas, se percibe la finitud y
los límites que imponen, se adivina como en blanco todo lo que hacen imposible [...]. En
tanto que estos contenidos empíricos estuvieron alojados en el espacio de la representación,
no sólo era posible una metafísica del infinito, sino necesaria: en efecto, se exigía que fueran
las formas manifiestas de la finitud humana y, sin embargo, que pudiesen tener su lugar y su
verdad en el interior de la representación; la idea de lo infinito y la de su determinación en la
finitud permitían una y otra. Pero, desde que los contenidos empíricos se separaron de la
representación e implicaron en sí mismos el principio de su existencia, la metafísica del
infinito se hizo inútil; la finitud no dejaba de referirse a sí misma (de la positividad de los
contenidos a las limitaciones del conocimiento, y de la positividad limitada de éste al saber
limitado de los contenidos)».14
He ahí, pues, aquel círculo de la finitud al cual aludíamos antes: de la positividad de los
contenidos a las limitaciones del conocimiento, y de la positividad limitada de éste al
saber limitado de los contenidos. Este círculo puede ser considerado también como la otra
cara de la configuración antropológica del saber, es decir, de la emergencia del mundo
copernicano, e implica necesariamente toda esa serie de juegos de espejos que se
establecen entre lo empírico y lo trascendental, entre la identidad y las diferencias. Se trata,
en fin, del despliegue total e irreversible de una racionalidad inmanente, de una finitud que
no puede sino referirse a sí misma.
Sin embargo, como observó Nietzsche, la aventura en la que el hombre copernicano
se embarcó conducía «hacia el horadante sentimiento de su nada»: la voluntad de salvar
los fenómenos, determinando su condición de posibilidad y describiendo su superficie
empírica, implica también, efectivamente, la denuncia de las apariencias, el
desenmascaramiento de la mendacidad de lo que aparece como el estrato más efímero, en
un proceso presuntamente continuo mediante el cual se arroja luz sobre todo, puesto que ya
no puede postularse un estrato último, trascendente, que no pueda ser cuestionado. Como
sabemos, a partir la segunda mitad del siglo XIX, se llegó a cuestionar hasta el gesto
mismo de quien se arroga el poder de arrojar luz, de conocer: la auto-interrogación de la
razón, pues, llegó a sus límites más extremos, es decir, hasta la sospecha de que la razón
misma fuera, de por sí, un engaño, una máscara más. En este sentido, el fuego cruzado de
Marx, Nietzsche y Freud contribuyó a desmitificar el proceso mismo de auto-interrogación
de la razón, conduciendo al hombre hasta el punto final de ese plano inclinado sobre el que
14
MC, págs. 305-308.
189
había empezado a rodar a partir de Copérnico, descubriéndose cada vez más pequeño e
insignificante, hasta darse cuenta de que su propia razón (demasiado humana) podía
considerarse nada más que la “tapadera” de unas fuerzas literalmente inhumanas. De
repente, todas las construcciones de la razón podían ser interpretadas como una mera
autorrepresentación de la clase social dominante (es decir, como falsa conciencia), como el
lado no sumergido de una serie de fuerzas inconscientes y de pulsiones, o como el mero
instrumento en manos de una ciega voluntad de poder, cuyo principal vehículo sería más
bien el cuerpo. Dicho de otro modo, la razón humana se había convertido en una suerte de
realidad filtrada, siendo así refutada su pretensión de coincidir con el nivel más alto de
manifestación de dicha realidad. Por todo ello, el mundo post-copernicano no podía
albergar una actitud cognoscitiva que no fuera consciente de este proceso. Por supuesto,
este principio debía ser aplicado también a cualquier reflexión sobre el hombre mismo,
sobre su presunta naturaleza, como recuerda también Plessner, cuando escribía que
15
H. PLESSNER, Die verspätete Nation, op. cit., págs. 178-179.
190
alcanzado una verdadera encrucijada cultural: «en casi diez mil años de historia, el hombre
nunca había resultado tan problemático para sí mismo como en la actualidad; él ya no sabe
qué es, pero al mismo tiempo sabe que lo no sabe».16
16
M. SCHELER, Mensch und Geschichte, op. cit., pág. 120.
191
II. LOS AÑOS 20 Y EL TURNING POINT ANTROPOLÓGICO
La literatura sobre los “gloriosos” años 20 es sin duda muy vasta, pues, de hecho, esa
década representó el caldo de cultivo de toda una serie de fenómenos (económicos,
sociales, políticos y culturales) que resultaron determinantes en la configuración de esa
“age of extremes” que caracterizó el “siglo breve”.17 Por supuesto no podemos dar cuenta
de todos los aspectos más importantes de esos años, ya que eso supondría un esfuerzo
crítico e historiográfico muy difícil de asumir en el marco del presente trabajo. Por esta
razón, nos limitaremos a intentar reconstruir brevemente el contexto filosófico y cultural
que determinó algo así como un turning point antropológico, es decir, un giro que implícita
y explícitamente condujo a intelectuales de la época a plantear nuevamente la pregunta por
el hombre, pero esta vez sin poder contar con un mundo copernicano capaz de garantizar
toda aquella serie de recursos y soportes prácticos y simbólicos que caracterizó la época en
la que, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, cristalizó la “configuración antropológica
del saber”. En otras palabras, intentaremos dar cuenta de cómo fue posible ese turning
point, en un contexto que, como hemos argumentado en el precedente parágrafo, puede ser
caracterizado en sentido “post-copernicano”.
Pues bien, poner en práctica una suerte de historización de la reinassance de la
antropología filosófica implica situarse geográfica y temporalmente en la Alemania de los
años 20, en el periodo de agitaciones febriles y de fervores que vio el auge y el ocaso de la
república de Weimar. En un cruce innovador entre conservadurismo y vanguardias, con la
conciencia de la imposibilidad de recuperar el “mundo de ayer”, se elaboraron los
presupuestos culturales que anticiparon la crisis tal vez más profunda del siglo pasado, que,
al menos desde el punto de vista de los fundamentos del saber, ya había empezado a
cocerse desde comienzos del siglo, cuando se alteraron radicalmente los fundamentos de
las matemáticas y la física clásica fue sacudida por la teoría de la relatividad y por los
nuevos modelos atómicos. Es verdad que dichas “revoluciones”, junto con todos los demás
movimientos culturales vinculados al periodo weimeriano (el psicoanálisis, el
funcionalismo en arquitectura –el así llamado “Bauhaus”–, el expresionismo, la sociología
del conocimiento, etc.), tienen su origen en los años que precedieron la primera guerra
17
Como es evidente, estamos utilizando la terminología acuñada por el historiador inglés Eric Hobsbawn en
su célebre obra The Age of Extremes. The short twentieth century, 1914-1991, Michael Joseph, London,
1994, trad. esp. de J. Fací, J. Ainaud y C. Castells, Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 1995; por lo que
a la época aquí tratada se refiere, véase en particular los capítulos II, III, IV y VI.
192
mundial, pero también es verdad que fue sólo a partir de los años 20 cuando «penetraron
en la conciencia popular y empezaron a influir en las actitudes de la gente hacia sí misma y
hacia el mundo en el que vivía».18 Pero no debemos pensar que todo, en aquellos años, se
configuraba en términos de “hambre” de novedad y de renovación cultural: en efecto,
mientras las cátedras de filosofía más importantes de las universidades alemanas eran
ocupadas por neokantianos y fenomenólogos, que hasta los años 20 habían contribuido a
definir el canon filosófico de entonces,19 apareció una obra que acabaría determinando el
humus cultural de la época, es decir, El ocaso de Occidente, de Oswald Spengler. Dicha
obra, en la que cristalizó toda una serie de problemas y cuestiones acerca de la concepción
de la ‘historia’, tuvo un papel decisivo en la modificación de la forma de entender la idea
de progreso, de estabilidad, de centro y periferia, de tradición y transformación, como
atestigua el mismo Plessner:
18
G. A. CRAIG, Germany 1866-1945, Oxford University Press, 1978, pág. 470. El historiador inglés continúa
así su descripción: «La cultura de Weimar fue preeminentemente moderna también porque sus protagonistas
sentían que pertenecían a una edad nueva, en la que todo debía ser creado desde cero. La guerra había
generado un abismo enorme con respecto al pasado, cuyas instituciones, tradiciones y valores habían sido
destruidos, y todo esto fue percibido como una liberación y un desafío [...]. Esta sensación de que algo nuevo
había comenzado, esta ansiedad de ser diversos y hacer las cosas de forma diversa, fue la característica típica
del estilo de los años 20». Ivi, págs. 470-471. Un juicio semejante fue expresado también por Plessner,
testigo ocular y protagonista en primera persona de aquella época: «La relación de la ironía, que había
quedado, aun para los continuadores de la obra revolucionaria en el mundo transformado, con una sociedad
quebradiza pero no quebrantada, se manifiesta en la tendencia hacia el experimento y hacia el control
racional de los presupuestos, hasta entonces arrastrados tácitamente, del quehacer literario, expresivo,
arquitectónico y musical. Schönberg, Brecht, Klee, Musil, Gropius: una seriedad lograda nuevamente desde
la distancia irónica, que había suspendido y superado la cultura de la forma del romanticismo tardío que
caracterizó la revolución ético-estética del 1900. Esta seriedad había nacido del fuego de la desilusión, de la
humillación nacional y humana, de la desesperación y del definitivo desencantamiento, de la herida y la
rebelión, ya no exclusivamente artística, sino del hombre mismo». H. PLESSNER, Die Legende von den
zwanziger Jahren (1962), en ID., Diesseits der Utopie. Ausgewählte Beiträge zur Kultursoziologie,
Diederichs, Düsseldorf, 1966 (ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VI, pág. 261-279), trad. esp. de E. Bueno,
La leyenda de los años veinte, en ID., Más acá de la utopía, Alfa, Buenos Aires, 1978, págs. 91-107, aquí
pág. 105.
19
A este propósito, cf. K. WUCHTERL, Bausteine zu einer Geschichte der Philosophie der 20.Jahrunderts,
Haupt, Bern-Stuttgart-Wien, 1995. Esta obra ofrece una reconstrucción muy exhaustiva de las principales
corrientes filosóficas y académicas alemanas de la primera mitad del siglo pasado, cuando el campo de
fuerzas de la filosofía estaba dividido en tres grandes facciones: los neokantianos, los fenomenólogos y los
representantes de la filosofía de la vida (categoría bajo la cual caería la herencia del historicismo de Dilthey).
193
«ni los eventos, ni las relativas perspectivas de esperanza y miedo, de tradición y
expectativa, mantienen unido el hilo de la historia. Con la relativización de las normas, de
los valores y de los ideales, la historia se disuelve y lo que resta es una determinación del ser
humano tanto formal como fatal: su historicidad, que de por sí puede significar todo y nada
[...]. El éxito de Spengler, en el cual sin duda influyó también la situación emotiva de ese
periodo (la derrota como parte de un ocaso general), tenía razones más profundas. Ante todo,
el mundo pierde su centro de gravedad en la conciencia de una relatividad global, que
penetra en el espacio, en el tiempo, en los conceptos, en los axiomas y en los valores [...].
Creemos vivir en una naturaleza independiente de nosotros, que posee un orden fijo. Nos
apoyamos en la razón, en los imperativos de la conciencia moral y de la belleza, como si
pudieran hablar a todos los hombres de todas las épocas. El hecho mismo de que no es así,
de que nada es indiscutible, de que no hay ninguna base intemporal para todas las épocas (ni
siquiera las más elementales verdades del espacio, de la lógica y de la matemática), empuja
al hombre a interrogarse sobre sí mismo».20
En otras palabras, se asistía al ocaso de una de las parejas conceptuales más en boga desde
la Ilustración, la que hacía coincidir la idea de progreso de Occidente con la idea de
humanitas: ambas, en la coyuntura de aquellos años, fueron puestas radicalmente en
entredicho y, en consecuencia, el hombre fue empujado a cuestionar el sentido mismo de la
historia y de su propia autorrepresentación.
Pues bien, en un contexto así establecido, es posible hallar numerosos ejemplos a
contrario de la presencia, en esa época de entreguerras, de un verdadero giro
antropológico. En 1927, como es sabido, apareció –como un verdadero «relámpago»,21
según anotó pocos años después Georg Misch– Sein und Zeit, una obra que, pese a ser
acogida como una fundación de la antropología,22 contenía un rechazo radical de todo tipo
20
H. PLESSNER, Deutsches Philosophieren in der Epoche der Weltkriege (1953), ahora en Gesammelte
Schriften, Bd. IX, págs. 270-271.
21
G. MISCH, Lebensphilosophie und Phänomenologie. Eine Auseinandersetzung der diltheyschen Richtung
mit Heidegger und Husserl (1931), B. G. Teubner, Stuttgart, 1975, pág. 1.
22
Sin duda el equívoco fue fomentado por el mismo Heidegger, que en el § 5 de Ser y tiempo escribe que la
analítica del Dasein «no puede pretender entregarnos una ontología completa del Dasein, como la que sin
duda debiera elaborarse si se quisiera algo así como una antropología filosófica apoyada sobre bases
filosóficamente suficientes». M. HEIDEGGER, Ser y tiempo, op. cit., pág. 41. El carácter contradictorio de la
acogida de esa obra es, entre otras cosas, un signo evidente de la incertidumbre que reinaba en esos años. En
efecto, para algunos Ser y tiempo implicaba una ruptura con la filosofía “teoreticista” y un acercamiento a las
194
de antropologismo, tanto en el sentido psicologista, como en el biologista. No es, entonces,
una mera casualidad el hecho de que dos años después de la publicación de Sein und Zeit,
Heidegger escribiera –con tono abiertamente despectivo– que la antropología «no es ya
solamente el nombre de una disciplina, sino que la palabra designa hoy una tendencia
fundamental de la posición actual que el hombre ocupa frente a sí mismo y en la totalidad
del ente. De acuerdo con esta posición fundamental, nada es conocido y comprendido hasta
no ser aclarado antropológicamente. Actualmente, la antropología no busca sólo la verdad
acerca del hombre, sino que pretende decidir sobre el significado de la verdad en
general».23 Otro ejemplo a contrario muy claro es el de Husserl, el cual, en un breve
ensayo publicado en 1941, mirando retrospectivamente hacia la década recién concluida,
señalaba que entre las nuevas generaciones de la filosofía alemana se estaba difundiendo el
interés por la antropología filosófica: «se sostiene que sólo en el hombre, y en particular en
una teoría relativa a su esencia concreta y mundana, se hallaría el verdadero fundamento de
la filosofía». Por supuesto esta tendencia contradecía la actitud fenomenológico-
trascendental, que desestima el papel fundacional de cualquier tipo de ciencia del hombre;
sin embargo, comenta Husserl, «ahora debería valer el principio opuesto, es decir, la
filosofía fenomenológica tendría que ser reconstruida de forma totalmente nueva a partir
del ser del hombre [vom menschlichen Dasein]».24 También el tono de Husserl es
evidentemente despectivo, ya que desde su punto de vista sólo una ciencia de la
subjetividad trascendental podía fundar filosóficamente todas las demás ciencias.
En estos ejemplos hemos podido comprobar que tanto Heidegger como Husserl
denunciaron la “moda” antropológica de aquellos años, así como el carácter infundado e
ilusorio de la pretensión de convertir la antropología en el fundamento del filosofar. Ahora
bien, independientemente de la cuestión de si las perspectivas ontológico-fundamental y
fenomenológico-trascendental puedan considerarse neutrales (lo cual es, cuando menos,
discutible), es interesante notar en qué medida también Heidegger y Husserl se
problemáticas de la filosofía de la vida y de la antropología, mientras que para los representantes de dichas
corrientes esa obra estaba todavía demasiado comprometida con una concepción todavía formal y
universalizante de la filosofía. A este propósito, señalamos un artículo muy sugerente: C. STURBE, Kritik und
Rezeption von ‘Sein uns Zeit’ in den ersten Jahren seinem Erscheinen, en “Perspektive der Philosophie”, n. 9
(1983), págs. 41-67.
23
M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la metafísica, op. cit., pág. 175.
24
E. HUSSERL, Phänomenologie und Anthropologie, en “Philosophy and Phenomenological Research”, vol.
2, n. 1 (1941), págs. 1-14, aquí pág. 1.
195
consideraban recíprocamente culpables de permanecer, en estado de inconsciencia, dentro
de ese sueño antropológico. El primero consideraba todavía demasiado subjetivistas y
vinculadas a la tradición metafísica todas las corrientes filosóficas de su época, incluida la
fenomenología; el segundo, en cambio, hacía hincapié en la diferencia sustancial entre el
punto de partida de la subjetividad trascendental y el subjetivismo psicologista o
antropologista, al cual también Heidegger debía ser adscrito. Así, pues, en la medida en
que ambos buscaban la forma de un nuevo “comienzo” radical de la filosofía, la
antropología (acusaciones recíprocas a parte) representaba el blanco de sus críticas hacia
sus contemporáneos. En cualquier caso, lo que se desprende de sus actitudes es la
presencia y difusión de un cierto discurso antropológico, en una época en la que, a la luz de
su configuración post-copernicana, la puesta en cuestión (que se llevó a cabo incluso de
formas muy distintas entre sí) de la idea misma de humanitas se antojaba inevitable. Pero
los testimonios de la presencia de ese discurso pueden hallarse también en las críticas
procedentes del universo marxista. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Horkheimer, el
cual en 1935 publicó un ensayo muy crítico sobre el carácter mistificante y engañoso (es
decir, ideológico) de la antropología filosófica.25 Para el filósofo y sociólogo alemán, en
efecto, nunca hay que olvidar que forma parte de la autocomprensión de una doctrina el
reflexionar sobre el hecho de que «aun en los actos de generalización que la condujeron a
sus conceptos fundamentales, y con mayor razón en los pasos singulares que llevan a
comprender un transcurso concreto, se expresa la situación de vida, es decir, ciertos
intereses, y estos determinan la dirección de los pensamientos».26 Así, pues, el hecho
mismo de suponer que cada época expresaría un aspecto del ser humano, o incluso que la
historia como un todo sería capaz de revelar ese ser, encierra una visión demasiado
armónica de las cosas, que resulta funcional a los intentos de la moderna antropología
filosófica de «encontrar una norma que otorgue sentido a la vida del individuo en el
mundo, tal como ella es ahora».27 Se trata, argumenta Horkheimer, de un gesto muy
parecido al que puso en práctica la filosofía idealista de la época burguesa, que, tras el
colapso de los ordenamientos medievales y de la tradición como autoridad incondicionada,
25
M. HORKHEIMER, Bemerkungen zur philosophischen Anthropologie (1935), ahora en ID., Gesammelte
Schriften, Bd. 3, hrsg. von A. Schmidt, Fischer, Frankfurt a.M., págs. 249-276, trad. esp. de E. Albizu y C.
Luis, Observaciones sobre la antropología filosófica, en ID., Teoría crítica, Amorrortu, Buenos Aires, 2003,
págs. 50-75.
26
Ivi, pág. 58.
27
Ivi, pág. 54.
196
busca establecer nuevos principios absolutos a partir de los cuales la acción obtenga su
justificación. En este sentido, la antropología filosófica28 correría el riesgo de pasar
inadvertidamente de una actitud descriptiva a una actitud prescriptiva, puesto que tiende a
proyectar «en el plano ideal contenidos tomados de la historia tal y como se ha dado hasta
el presente, convirtiéndolos en “auténticas situaciones fácticas de la existencia”».29 De ese
modo, la actitud antropológica pretende demasiado y demasiado poco: «buscar una
destinación esencial del hombre que recubra, como si fuera una bóveda, tanto la noche de
la prehistoria como el final de la humanidad, dispensándose de la eminente pregunta
antropológica, a saber, ¿cómo se puede superar una realidad que aparece como inhumana,
porque todas las capacidades humanas que amamos se envilecen y se sofocan en ella?».30
Vislumbramos aquí, pues, la crítica clásica de la Escuela de Frankfurt hacia las
contradicciones de la Ilustración, de las cuales serían un buen ejemplo las ciencias
humanas, que –a pesar de contribuir a enriquecer empíricamente la complejidad de la
figura humana– acabarían debilitando el potencial de la reflexión filosófica, ya que
renuncian a pensar más allá de la situación dada, es decir, a «pensar el pensamiento».31
28
Hay que precisar que las críticas de Horkheimer parecen dirigirse únicamente hacia Max Scheler; Plessner,
por ejemplo, nunca es citado, pese a la diferencia sustancial, incluso desde un punto de vista cuantitativo,
entre Die Stellung des Menschen im Kosmos (citado explícitamente en el texto de Horkheimer) y Die Stufen
des Organischen und der Mensch. No es casual, de hecho, que en su obra más célebre, Plessner no escatimó
críticas contra la antropología scheleriana, todavía demasiado vinculada a una cosmovisión armónica y
antropo-teo-céntrica. Cf. H. PLESSNER, Die Stufen des Organischen und der Mensch, op. cit., pág. VII-XXIII.
(En lo sucesivo, nos referiremos a esta obra utilizando la sigla “ST”, correspondiente a la edición de los
Gesammelte Schriften antes citada). Además, es curioso notar que el mismo Plessner, en un artículo
publicado mucho años después, reconoció que la crítica de Horkheimer no podía sino dirigirse hacia el
círculo académico de Scheler, puesto que, cuando redactó sus Observaciones, ni siquiera conocía la
existencia de sus obras: véase H. PLESSNER, Adornos Negative Dialektik. Ihr Thema mit Variationen, en
“Kant-Studien”, n. 61 (1970), pág. 517.
29
M. HORKHEIMER, Observaciones sobre la antropología filosófica, op. cit., pág. 61.
30
Ivi, pág. 58.
31
M. HORKHEIMER, TH. ADORNO, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente (1947), introd. y
trad. esp. de J. J. Sánchez, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Trotta, Madrid, 1998, pág.
79. Una crítica parecida se encuentra también en otro topos “anti-antropológico” clásico, a saber, el artículo
titulado Anthropologie que redactó Habermas en 1958 para la primera edición del volumen titulado
“Philosophie” del Fischer-Lexicon (hrsg. von A. Diemer, I. Frenzel, Frankfurt a.M., Fischer, 1958, págs. 18-
35.). En ese escrito, Habermas sostiene que la antropología filosófica del siglo XX no habría sido capaz de
volverse independiente respecto del núcleo fundamental de una filosofía que aspiraba a justificar la
posibilidad de una conciencia trascendental. En ese sentido, el hecho de que el hombre sea un ser histórico,
197
Dejando de lado por un momento el hecho de que hemos decidido hacer hincapié en
las posiciones de Heidegger, Husserl y Horkheimer para remarcar a contrario la presencia
y la difusión de un discurso antropológico en la época de entreguerras, puede ser útil
precisar que las polémicas “anti-antropológicas” se insertaban en un contexto de conflicto
abierto entre la mirada concreta y mundana de la antropología filosófica –que mantenía
dicha caracterización incluso al tratarse de mundo(s) post-copernicano(s)– y los
exponentes del subjetivismo trascendental o existencial. Estos últimos, en efecto, eran
objeto de críticas por su incapacidad de aceptar precisamente los datos más evidentes del
saeculum, es decir, el objetivismo de las ciencias, el relativismo, la especialización cada
vez más acentuada del saber y (last but not least) la consecuente desfuncionalización de la
filosofía –es decir, la desaparición de su estabilidad disciplinar. Todos estos datos, desde el
punto de vista antropológico de aquellos años, no sólo no podían ser rechazados, sino que
debían ser asumidos en el marco de una estrategia teórica que supiera otorgarles un sentido
también filosófico. Dicho de otra forma, el ontologismo nihilista (el Dasein como
fundamento de una nulidad), la exaltación de la finitud, de la singularidad y de la
Entscheidung, parecía a los ojos del antropólogo una mera forma de fuga mundi, esto es,
una fuga frente a la crisis epocal de los saberes y de la filosofía.32 A este propósito, la
argumentación de Plessner nos brinda un punto de observación privilegiado sobre esa
que sólo en la historia llega a ser lo que es, impide el desarrollo de cualquier antropología que busque definir
la ‘naturaleza’ del hombre. En otras palabras, una verdadera «antropología crítica», elaborada paralelamente
a una teoría crítica de la sociedad, es incompatible con «un catálogo de constantes antropológicas»; de lo
contrario, la antropología filosófica acaba siempre convirtiéndose en un discurso acrítico, en una «teoría
dogmática con consecuencias políticas, tanto más peligrosa, cuanto más pretende ser desinteresada». Ivi, pág.
33. Como podemos ver, la argumentación “anti-antropológica” de Habermas puede ser adscrita a la polémica
típica de la Escuela de Frankfurt entre dialéctica y positivismo, según la cual la línea de demarcación entre la
teoría y la empiria se halla en la capacidad de la primera de pensar lo real en términos potenciales, es decir,
intentando mantener una actitud crítica y (posiblemente) transformadora frente a la situación contingente,
mientras que el discurso antropológico del siglo pasado (es útil precisar que el blanco de la crítica de
Habermas era esencialmente la antropobiología de Gehlen; de nuevo, hay que subrayar el hecho de que la
propuesta de Plessner sería capaz de rechazar gran parte de las críticas habermasianas) estaba destinado a
fracasar, desde un punto de vista filosófico, por su incapacidad para separar los dos planos y por la tendencia
a interpretar de forma neutral el saber empírico-analítico, ocultando así sus intenciones políticas
esencialmente conservadoras.
32
Véase la interesante contribución de H. FAHRENBACH, «Lebensphilosophische» oder
«existenzphilosophische» Anthropologie? Plessners Auseinandersetzung mit Heidegger, en “Dilthey
Jahrbuch”, núm. 7 (1990-1991), págs. 71-111.
198
contraposición entre el rechazo y el intento de mediación frente a la eclosión del mundo
post-copernicano. En en un ensayo publicado en 1953, dedicado al estado de salud de la
filosofía alemana en los años de la segunda guerra mundial,33 Plessner puso sobre la mesa
la idea de un “retraso” fundamental de la filosofía frente a la especialización de los saberes
y a la complejidad de los mundos (biológico, social, político, económico, etc.) que dichos
saberes intentaban reflejar, afirmando que ese retraso no era sino un epifenómeno del
retraso político-cultural alemán, que Plessner examinó en su célebre libro Die verspätete
Nation. Según esta tesis, a la vez que en los siglos XVIII y XIX en las principales naciones
europeas (sobre todo en Francia y en Inglaterra) se configuraba una verdadera simetría
entre el desarrollo político-económico y la conciencia social y cultural, la fragmentación
estatal alemana acabó otorgando un papel unificador a la filosofía, que –sostiene Plessner–
habría encontrado el terreno adecuado para su expansión gracias a la “religión interior” del
luteranismo.34 Sin embargo, se trataba de una unificación meramente conceptual, que
actuaba a nivel individual e interior (el de las ideas) y que no era capaz de generar una
verdadera conciencia política que pudiera conducir a la aceptación de la Gesellschaft y de
una Zivilisation basada en la anonimia, en la abstracción de las convenciones y en la
diplomacia típicas del estadio avanzado de una esfera pública estatal.35 De ese modo, la
descompensación entre Kultur y Zivilisation36 representaba para Plessner el emblema del
retraso político-cultural y filosófico alemán, que se manifestó en toda su magnitud en la
etapa bismarkiana, cuando se produjo efectivamente una unificación estatal basada en el
33
H. PLESSNER, Deutsches Philosophieren in der Epoche der Weltkriege, op. cit..
34
Es interesante notar que esta misma tesis se encuentra también en una de las primeras obras de Plessner,
Límites de la comunidad, en la cual se hallan algunas abrumadoras anticipaciones de la deriva que tomaría la
historia política alemana en la década sucesiva. En cuanto al influjo ejercido por la espiritualización luterana
de la vida interior, la actitud de Plessner era muy clara: «en la estructura del espíritu alemán hay un rasgo
característico que tiende a inhibir tanto la formación de la voluntad del individuo como la del Estado, cuya
moderación y disciplina presentan dificultades relevantes a causa de la religiosidad luterana. En vez de
restañar el abismo interior entre la sujeción a un ideal y la responsabilidad hacia la realidad, entre el hombre
privado y el hombre de vocación, la religiosidad luterana opera, más bien, en favor de su continua
ampliación». ID., Límites de la comunidad, op. cit., pág. 39.
35
«Si el nuevo mundo no se hubiese fundado [...] en aquella política del avestruz típica del idealismo
puritano y en semejante degradación de la idea de poder, todo le iría significativamente mejor». Ivi, pág. 42.
36
Nos parece muy útil señalar que dicha descompensación es analizada de modo sumamente sugerente en W.
LEPENIES, The seduction of culture in German history, Princeton UP, 2006, trad. esp. de J. Blasco
Castineyra, La seducción de la cultura en la historia alemana, Akal, Madrid, 2008.
199
crecimiento económico y científico, pero que no tenía en su corazón una conciencia
suficientemente desarrollada de la idea de “estado”. Así, pues, ocurrió que el papel
formativo de la Kultur fue reemplazado cada vez más por los mecanismos anónimos e
industriales de las ciencias particulares, que no hacían sino reproducir –a nivel del saber–
las múltiples transformaciones sociales y económicas de la época (masificación,
fragmentación, especialización, etc.).37 De ahí, argumenta Plessner, la necesidad de buscar
raíces en otros lugares, como el mito de un pasado heroico, el Volk, la raza, o bien en una
dimensión de autenticidad individual y existencial, en la que fuera posible recuperar el
papel decisivo de la filosofía y de un saber no especializado y no técnicamente orientado.
En definitiva, Plessner quería poner de manifiesto que el radicalismo filosófico alemán
(que en cierto modo contribuyó a preparar el terreno para la reacción del
nacionalsocialismo frente a la fragmentación post-copernicana, políticamente representada
por la experiencia republicana de Weimar) procedía de la incapacidad de la filosofía de
elaborar un discurso teóricamente sólido acerca de su propia desfuncionalización y de la
progresiva des-integración social y política, en el sentido de la pérdida de la presunta
unidad sustancial y del carácter orgánico del conjunto social, disperso entre la masificación
y la especialización. En torno a dicha incapacidad, pues, gravitaba la Kulturkrise de la
época de entre guerras.
En un contexto así establecido, en el que eran puestos en cuestión radicalmente los
fundamentos de la esfera social, cultural e intelectual, se asistió a una suerte de
condensación de muchas de esas cuestiones en la pregunta por el hombre. Dicho de otra
forma, una vez destruidos los ídolos y las grandes narraciones, esfumada la garantía de la
inmediatez del acceso a una realidad consistente y directa, el último baluarte que debía ser
cuestionado era precisamente el ser humano, cuya figura compacta y estable se había
convertido cada vez más en un conjunto de propiedades y cualidades que, al menos desde
el punto de vista de la especialización del saber, no parecían necesitar de un núcleo central
que supiera aglutinarlas. También podríamos decir que esa época tuvo que enfrentarse al
efecto boomerang del mundo copernicano, descubierto y construido por el hombre
moderno, un mundo que terminó aniquilando la presencia misma del hombre, relegándolo
37
A este propósito, es fundamental la lectura de la célebre conferencia que Max Weber dictó en 1919,
titulada Wissenschaft als Beruf, que analiza con extrema precisión el renovado papel del trabajo intelectual
en la época de la racionalización y del desencantamiento del mundo. Véase M. WEBER, Wissenschaft als
Beruf, Reklam, Stuttgart, 1995, edición esp. de J. Abellán, La ciencia como profesión, Biblioteca Nueva,
Madrid, 2009.
200
a mero actor secundario. A este propósito, puede ser útil traer a colación la tesis de Martin
Buber, el cual sostuvo que cada vez que la imagen del mundo sufre un vuelco decisivo, se
abre el espacio para que el hombre vuelva a poner en entredicho su propia
autorrepresentación.38 En particular, su descripción de la crisis del mundo moderno (la que
daría lugar a la problematización antropológica de la cual nos estamos ocupando) nos
parece muy sugerente, por eso consideramos oportuno reproducir aquí un fragmento
bastante largo:
«El hombre, desde hace un siglo, se halla inmerso, con mayor profundidad cada vez, en una
crisis que, sin duda, guarda mucho de común con otras que nos son familiares por la historia
pero que, sin embargo, resulta peculiarísima en un punto esencial. Nos referimos a la
relación del hombre con las nuevas cosas y circunstancias que han surgido de su propia
acción o que, indirectamente, se deben a ella. Podríamos calificar esta peculiaridad de la
crisis contemporánea como el rezago del hombre tras sus obras [...]. Nuestra época ha
experimentado esta torpeza y fracaso del alma humana, sucesivamente, en tres campos
diferentes. El primero ha sido el de la técnica. Las máquinas que se inventaron para servir al
hombre en su tarea acabaron por adscribirle a su servicio; no eran ya, como las herramientas,
una prolongación de su brazo, pues el hombre se convirtió en su mera prolongación, en un
miembro periférico pegadizo y coadyuvante. El segundo campo ha sido el de la economía.
La producción, que aumentó en proporciones prodigiosas con el fin de suministrar al número
creciente de hombres aquello que habían menester, no ha logrado desembocar en una
coordinación racional. Parece como si la producción y empleo de los bienes se desprendiera
también de los mandatos de la voluntad humana. El tercer campo es el de la acción política.
Con espanto creciente fue dándose cuenta el hombre en la primera Guerra Mundial y,
ciertamente, a los dos lados de la trinchera, que se hallaba entregado a potencias
inabordables que, si bien parecían guardar relación con la voluntad de los hombres, se
desataban de continuo, se burlaban de todos los propósitos humanos y traían consigo la
destrucción de todos. Así se encontró el hombre frente al hecho más terrible: era como el
padre de unos demonios que no podía sujetar. Y la cuestión por el sentido que podía tener
38
«Las épocas de la historia del espíritu en que le fue dado a la meditación antropológica moverse por las
honduras de su experiencia fueron tiempos en que le sobrecogió al hombre el sentimiento de una soledad
rigurosa, irremisible; y fue en los más solitarios donde el pensamiento se hizo fecundo. En el hecho de la
soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente problema, se hace cuestión de si mismo y como la
cuestión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de sí, el hombre llega a cobrar experiencia de sí
mismo». M. BUBER, Das Problem des Menschen (1938), Schneider, Heidelberg, 19825, trad. esp. de E. Imaz,
¿Qué es el hombre?, FCE, México, 199014, pág. 25.
201
este equívoco poder e impotencia desembocó en la pregunta por la índole del hombre, que
cobra ahora una significación nueva y terriblemente práctica».39
39
Ivi, págs. 76-77.
40
De un verdadero «giro antropológico» habló también F. SEIFERT, Zum Verständnis der anthropologischen
Wende in der Philosophie, en “Blätter für deutsche Philosophie”, Bd. VIII (1933), págs. 393-410.
41
Entre las numerosas obras del sociólogo alemán, véase en particular N. LUHMANN, Die Wissenschaft der
Gesellschaft (1990), Suhrkamp, Frankfurt a.M., 2009, trad. esp. de S. Pappe, B. Erker y L. F. Segura, bajo la
202
hacer es intentar aplicar el discurso luhmaniano al caso del giro antropológico que tuvo
lugar en Alemania en los años de entreguerras, es decir, podríamos interpretar el origen de
la interrogación antropológica en relación con la creciente funcionalización del conjunto
social y con el ocaso cada vez más evidente de la sociedad estratificada, en la cual, como
hemos señalado, la organización semántica todavía es el reflejo de un orden social
jerarquizado. La diferenciación social de tipo funcional, en cambio, no contempla ninguna
jerarquía semántica y unificadora, sino que la presencia de una teoría omnicomprensiva
está supeditada a su capacidad de ponerse en comunicación con las diferenciaciones
sistémicas autónomas, es decir, puede subsistir siempre y cuando sea capaz de satisfacer
las exigencias semánticas de la sociedad funcionalizada. El giro antropológico inaugurado
en los años 20 podría ser considerado, entonces, como una reacción semántica de una
sociedad que se halla en la fase decisiva del abandono del modelo estratificado y de la
irrupción del modelo funcionalizado. En efecto, el objeto específico es el hombre, pero su
conocimiento se obtiene sirviéndose de informaciones procedentes de otros sistemas
parciales: el tema unificador es el hombre (y esto parece satisfacer la necesidad residual de
convergencia en torno a un único polo, típica de la sociedad estratificada) y, al mismo
tiempo, ese tema es tratado a través de una comunicación constante con los saberes
particulares (es decir, relativos a otros sistemas parciales, o subsistemas, que tienden a
mantener toda su autonomía semántica). Pues bien, semejante lectura coincide con la
interpretación de la modernidad que ofrece, por ejemplo, Plessner, pero también Gehlen.42
Por el contrario, todo el dispositivo discursivo de Scheler parece todavía estar muy
vinculado a una concepción estratificada de la semántica social, como denuncia también el
mismo Plessner en el prólogo a la segunda edición (publicada en 1965) de su célebre obra
Die Stufen des Organischen und der Mensch, donde escribió que no puede sostenerse una
antropología filosófica, como la de Scheler, que resulta todavía tan vinculada a una suerte
de trascendencia originaria del ser humano, cuya “espiritualidad” derivaría de su capacidad
de inhibir los impulsos, y no de su específica organización corporal-cerebral y de su
203
relación con el ambiente circundante.43 Efectivamente, el gran éxito que tuvo la obra de
Scheler titulada Die Stellung des Menschen im Kosmos44 puede ser interpretado también
como el reflejo de una solución de compromiso, pues si es verdad, por un lado, que Scheler
intentó elaborar un paradigma antropológico nuevo, por el otro, también es innegable que
este último vehiculaba todavía numerosos elementos pertenecientes a viejos esquemas
metafísicos: la contraposición dualista entre el Geist y la vida es un síntoma evidente de
dicha situación. De ese modo, la consideración comparativa de las distintas formas de vida
desemboca en la individuación de una Sonderstellung del hombre, descrito como el único
ser viviente que “puede decir no” a la vida (Neinsagerkönner), inhibiendo así la fuerza
propulsora del Leben. Este paradigma contiene una visión del hombre muy consoladora,
que, por un lado, emplea algunas estrategias de indagación vinculadas con los avances de
las ciencias particulares y, por el otro, el objetivo de fondo parece ser la elaboración de una
concepción muy tradicional del ser humano.45 Por el contrario, el giro antropológico que se
43
Cf. ST, pág. XI. En su crítica a Scheler, Plessner se pregunta irónicamente: «Desde ese punto de vista,
pues, ¿por cuál razón la inhibición de los impulsos y la apertura al mundo no podría tener lugar incluso el
cuerpo de un ave, siempre y cuando sea atravesado por el espíritu [Geist]?».
44
Se trata de la transcripción de una célebre conferencia que el filósofo alemán dictó en Darmstad el 28 de
abril de 1927, invitado por Hans Keyserling con ocasión de un encuentro internacional titulado “Mensch und
Erde”. De esta obra existe una traducción española realizada por José Gaos, que apareció por primera vez ya
en 1929, en la Revista de Occidente (ahora véase M. SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, trad. esp.
de J. Gaos, prólogo de F. Romero, Losada, Buenos Aires, 2003).
45
Ernst Cassirer, en un artículo de 1930, reconoció que, a pesar del intento de Scheler de renovar la filosofía
y la imagen del hombre, «no logró en absoluto superar o recomponer el dualismo entre ‘vida’ y ‘espíritu’»
(E. CASSIRER, Geist und Leben in der Philosophie der Gegenwart, en “Die neue Rundschau, XLI [1930],
págs. 244-264, ahora en ID., Geist und Leben Schiften. Schriften zu den Lebensordnungen von Natur und
Kunst, Geschichte und Sprache, Reclam, Stuttgart, 1993, págs. 32-60, aquí pág. 51); el mismo juicio
negativo fue expresado muy a menudo, a lo largo de los años, también por Gehlen, por ejemplo cuando
afirmó que «se ve que, en el fondo, Scheler sólo desplazaba el dualismo, conocido desde antiguo. Éste ya no
se establecía entre ‘cuerpo’ y ‘alma’, sino entre ‘espíritu’, por un lado, y ‘cuerpo animado’, por otro. Llegó
incluso a agudizarlo al extremo de oponer explícitamente el espíritu a la vida. Pero, decía Scheler, el ‘centro’
desde el cual ejecuta el hombre los actos conscientes por medio de los cuales objetiva el mundo, su cuerpo y
su alma, este centro no podría ser a su vez parte de ese mundo. Sólo podría estar situado en un plano
metafísico del ser acerca del cual no enunció nada más. En Scheler el espíritu no era solamente algo distinto
de la vida, sino algo distinto del mundo, algo que podía estar relacionado con el cuerpo y el alma humanos
simplemente en un Más Allá sobre el cual no hizo declaraciones». A. GEHLEN, Zur Geschichte der
Anthropologie, ahora en Gesamtausgabe, Bd. IV, hrsg. von K. S. Rehberg, Klostermann, Frankfurt a.M.,
1983, págs. 143-164, trad. esp. Contribución a la historia de la antropología, en ID., Antropología filosófica,
204
concreta sobre todo en los trabajos de Plessner y Gehlen resultaría conforme
semánticamente a la transición del modelo social estratificado al modelo social
funcionalizado, porque descarta la introspección y la auto-interrogación subjetiva directa
(que puede basarse en el análisis de las vivencias o de la singularidad existencial) y, en
cambio, emplea una estrategia de indagación indirecta, que busca poner de manifiesto,
haciendo uso de nociones científicas de la época y a través de la comparación con el
mundo orgánico, los “monopolios” humanos, las “performances” de las que el hombre es
capaz en virtud de su organización psico-física, pero sin recurrir a ciertas argumentaciones
à la Scheler, que acaban reafirmando la excepcionalidad del hombre con respecto a las
dinámicas del mundo orgánico. Uno de los intelectuales alemanes que supo ver con
extrema claridad la peculiaridad y la especificidad de ese giro antropológico fue Nicolai
Hartmann,46 el cual, en un texto publicado en 1944, resume así la base de la estructura
argumentativa de la antropología filosófica de aquellos años:
op. cit., pág. 31; cf. también id., Rückblick auf die Anthropologie Max Schelers (1975), ahora en
Gesamtausgabe, Bd. IV, págs. 247-258. En este contexto fuertemente crítico respecto de la propuesta
scheleriana, no podemos olvidar el ataque que Joachim Ritter, en 1933 (en ocasión de su lección inaugural
como profesor de la Universidad de Hamburg), dirigió tanto hacia Heidegger como hacia Scheler, ambos
acusados de querer fundar una teoría del hombre de corte eminentemente metafísico. Refiriéndose al
segundo, Ritter se pronunció así: «para Scheler, la diversidad del espíritu respecto de la vida representa [...]
la condición esencial a la cual debe ser referida, en la medida de lo posible, la diferencia fáctica entre el
hombre y el animal. La diversidad fáctica es elevada así a ‘diferencia esencial’, que a su vez se configura
como el fundamento de la evolución biológica [...]. De ese modo, sin embargo, Scheler termina articulando
toda una serie de afirmaciones metafísicas, pues está obligado a indicar fundamentos y a crear conexiones
que no se hallan en el ámbito de la indagación científica [...]. De ahí que la antropología pierda
necesariamente su vínculo con las ciencias». J. RITTER, Über den Sinn und die Grenze der Lehre vom
Menschen (1933), ahora en ID., Subjektivität. Sechs Aufsätze, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1974, págs. 36-61,
aquí pág. 52.
46
El mismo Plessner, en su Selbstdarstellung (ahora en Gesammelte Schriften, Bd. X, Suhrkamp, Frankfurt
a.M., 1985, págs. 302-341), nos cuenta que «pedí a Hartmann que leyera el entero manuscrito [se refiere a
Die Stufen des Organischen und der Mensch], que analizó palabra por palabra», pág. 329. De hecho, fue
Hartmann quien invitó a Plessner a instalarse en la universidad de Köln, donde daba clase también Scheler.
Asimismo, tanto en su obra Das Problem des geistiges Seins (1932), como en su última obra publicada en
vida, Philosophie der Natur (1950), hace referencia al concepto de Exzentrizität, que –como veremos más
adelante– es una de las categorías más importantes de la antropología de Plessner. No es casual, además, que
el mismo Hartmann redactara una recensión muy positiva de la obra principal de Gehlen (Der Mensch), que
ahora puede ser consultada en N. HARTMANN, Kleinere Schriften, Bd. III, de Gruyter, Berlin, 1958, págs.
378-382.
205
«Filosofía de la naturaleza y antropología: [...] la naturaleza en el hombre y el hombre en la
naturaleza –así puede compendiarse el ámbito común en el que se mueven ambos saberes
[...]. Si se quiere comprender correctamente la esencia enigmática del hombre, antes hay que
comprenderlo a partir de su ubicación en la naturaleza, o mejor aún, a partir de las
condiciones específicas que constituyen su ambiente [...]. Pero no es verdad que el puesto del
hombre en el cosmos tenga que ver únicamente con su organismo, y que su puesto en la
historia tenga que ver únicamente con su vida espiritual. Más bien ambas caracterizaciones
se implican mutuamente. El hombre, en virtud de su conformación orgánica, es un ser
histórico [...]. Se trata de ver en qué medida, en el hombre, ambas esferas se relacionan
recíprocamente, de forma afirmativa [...]. En definitiva, aquí no se trata de elegir entre dos
extremos, sino de la síntesis de elementos heterogéneos en el ser humano».47
Después de haber esbozado una lectura de tipo sociológico-cultural del turning point
antropológico de lo años 20, podemos prestar atención a los elementos más propiamente
filosófico-conceptuales que caracterizaron ese giro en la filosofía alemana del siglo
pasado; de este modo, esperamos brindar nuevas informaciones relevantes al lector, que
permitirán apreciar, en el próximo parágrafo, la peculiaridad de la propuesta de Plessner,
así como su papel decisivo a la hora de definir y observar en perspectiva la especificidad
argumentativa y temática de la antropología filosófica que emergió en Alemania a partir de
aquellos años. A este propósito, para enmarcar histórica, sociológica, metodológica y
teóricamente ese movimiento que surgió a partir de los trabajos de Scheler y Plessner, es
imprescindible hacer referencia a una obra capital de Joachim Fischer,48 un importante
estudioso alemán de sociología que ha dedicado muchos esfuerzos a la reconstrucción
histórico-conceptual de lo que él considera un verdadero paradigma filosófico del siglo
XX, la Antropología Filosófica (el uso de las mayúsculas sirve para referirse a ese
movimiento que tomó cuerpo hacia mediados de los años 20), que, además, es definida
47
ID., Naturphilosophie und Anthropologie (1944), ahora en Kleinere Schriften, Bd. I, págs. 214, 243.
48
La obra en cuestión es J. FISCHER, Philosophische Anthropologie. Eine Denkrichtung des 20.
Jahrhunderts, Freiburg-München, Alber, 2008. Su repercusión en el mundo académico y en los medios de
comunicación alemanes ha sido considerable; de hecho el libro de Fischer, por su riqueza historiográfica y
por el carácter muy explícito de sus argumentaciones relativas a la existencia de esa Denkrichtung, representa
una herramienta indispensable para todos los que quieran profundizar las cuestiones antropológico-filosóficas
del siglo pasado y para los que quieran ampliar sus perspectivas con respecto a la visión tradicional del
desarrollo de las tradiciones y las corrientes filosóficas alemanas del siglo XX.
206
como una válida alternativa a la oposición entre naturalismo y culturalismo, es decir, como
un acceso privilegiado al universo humano, dentro del marco epistemológico, social y
cultural que otro estudioso alemán, muy recientemente, ha llamado la «época biológica».49
La primera sección de la obra de Fischer está consagrada a la individuación y la
descripción de las fases del desarrollo de la Antropología Filosófica, desde su génesis
(1919-1927) hasta su crepúsculo (1969-1975), pasando por el periodo (1934-1944) en el
que intervinieron nuevos protagonistas, como Gehlen, Rothacker, o los biólogos Adolf
Portmann y Friedrich Buytendijk, y por los periodos de consolidación (1950-1955) y
prosecución (1961-1969). Desde el punto de vista historiográfico, estas últimas dos
décadas de consolidación y prosecución tienen, en nuestra opinión, un gran interés, pues el
trabajo de reconstrucción de Fischer permite constatar que la gran mayoría de los
protagonistas de la vida intelectual alemana de la segunda mitad del siglo pasado se
confrontaron con los temas propios de la Antropología Filosófica, que fueron desarrollados
bajo nuevos puntos de vistas (Blumenberg, Anders, Löwith, Marquard), reelaborados de
forma radical (Apel, Jonas) y también duramente criticados, como en el caso de Habermas
y de otros referentes de la Escuela de Frankfurt, sin olvidar los debates promovidos por
Ralph Dahrendorf y Konrad Lorenz sobre –respectivamente– los conceptos de ‘soziale
Rolle’50 y de ‘instinto’.51 Este esfuerzo por parte de Fischer permite así corregir la
percepción tal vez demasiado superficial según la cual los paradigmas filosóficos
49
CH. ILLIES, Philosophische Anthropologie im biologischen Zeitalter. Zur Konvergenz von Moral und
Natur, Frankfurt a.M., Suhrkamp, 2006. Para Joachim Fischer la Antropología Filosófica representaría, pues,
un modelo original y creativo, pero sobre todo alternativo respecto del naturalismo, del trascendentalismo y
del culturalismo, que resulta decisivo a la hora de «fundamentar filosóficamente la compatibilidad entre la
biología y la dignidad humana». J. FISCHER, La compatibilité de la biologie et de la dignité humaine.
Stratégies théoriques de l’Anthropologie Philosophique, en “Révue germanique internationale”, n. 10 (2009)
págs. 147-162, aquí pág. 151.
50
Cf. R. DAHRENDORF, Homo sociologicus. Ein versuch zur Geschichte, Bedeutung und Kritik der Kategorie
der sozialen Rolle, Westdeutscher Verlag, Köln-Opladen, 19644, trad. esp. de J. Belloch Zimmerman, Homo
sociologicus. Un ensayo sobre la historia significado y crítica de la categoría del rol social, Instituto de
Estudios Políticos, Madrid, 1973.
51
Cf. K. LORENZ, Kants Lehre vom Apriorischen im Lichte gegenwärtigen Biologie, en “Blätter für Deutsche
Philosophie”, n. 15 (1941), págs. 94-125, ahora en ID., Das Wirkungsgefüge der Natur und das Schicksal des
Menschen, Piper, München, 19976, trad. esp. El apriori kantiano desde el punto de vista de la biología
actual, en ID., La acción de la naturaleza y el destino del hombre, Alianza, Madrid, 1988, págs. 78-102.
véase también ID., Die angeborenen Formen menschlicher Erfahrung, en “Zeitschrift für Tierpsychologie”,
n. 5 (1943), págs. 235-409.
207
dominantes en la Alemania de la segunda mitad del siglo XX fueron únicamente, por un
lado, el hermenéutico-fenomenológico vinculado a la herencia heideggeriana y, por el otro,
el que tomó cuerpo a partir del linguistic turn inaugurado por Wittgenstein. Pero la sección
más original de la obra de Fischer es, sin duda, la segunda, que está enteramente dedicada
a argumentar de forma sistemática en favor de la unidad programática y metodológica de
la Antropología Filosófica, que habría sido capaz de responder y prolongar de modo
original y autónomo la destrucción del idealismo, llevada a cabo a lo largo del siglo XIX
por autores como Feuerbach, Marx o Nietzsche. Así, pues, esa Denkrichtung habría sabido
reflexionar sobre la constitución de lo que antes se denominaba ‘espíritu’ sin necesidad de
hacer referencia a las «prestaciones de la subjetividad [Leistungen der Subjektivität]»,52
sino de forma indirecta, es decir, a partir de la esfera de lo viviente, tratando de insertar
(pero sin caer en las tentaciones de un vitalismo irracionalista) el conjunto de producciones
culturales, sociales y hasta políticas en la gramática de la ‘vida’, en la medida en que esta
última sea entendida en el marco de su correlación orgánica y funcional con el ambiente.
Por supuesto, no han faltado objeciones y críticas –tanto historiográficas como
teóricas– a la propuesta de Fischer de establecer ese trend filosófico autónomo y unitario.53
Ahora bien, ciertamente el objetivo del presente parágrafo no reside en determinar si la
Antropología Filosófica puede ser considerada efectivamente una Denkrichtung autónoma,
pero sí nos parece necesario poner de relieve al menos dos aspectos, en relación con la
obra de Fischer. En primer lugar, al tratarse de una disciplina desprovista de un verdadero
estatuto epistemológico y de una tradición asentada, el libro del estudioso alemán resulta
fundamental a la hora de acercarse histórica y conceptualmente a una corriente filosófica
52
J. FISCHER, Philosophische Anthropologie, op. cit., pág. 519.
53
La más importante es sin duda la que ha sido formulada por Hans-Peter Krüger, el cual considera inviable
filosóficamente poner en el mismo plano a autores como Scheler, Plessner, Gehlen, Rothacker o Portmann,
como si todos hubiesen formado parte conscientemente de un verdadero proyecto intelectual colectivo. La
tesis de Krüger es que el núcleo sustancial de la reflexión antropológico-filosófica reside en el intento de
hallar el «nexo fundacional entre la antropología biológica, social, histórica y cultural», una operación que
permitiría estar a la altura de la complejidad del pensamiento contemporáneo; al mismo tiempo, Krüger
sostiene que el único proyecto antropológico-filosófico perteneciente a esa Denkrichtung descrita por Fischer
capaz de satisfacer esa «cláusula de complejidad» sería el de Plessner, que por esta razón se convierte en el
punto de partida de muchas obras de Krüger. Véase, en particular, H.-P. KRÜGER, Zwischen Lachen und
Weinen, Berlin, 2 Bde., Akademie-Verlag, Berlin, 1999-2001; ID., Die Fraglichkeit menschlicher Lebewesen.
Problemgeschichtliche und systematische Dimensionen, en ID., G. LINDEMANN (Hg.), Philosophische
Anthropologie im 21.Jahrhundert, Akademie-Verlag, Berlin, 2006, págs. 15-41.
208
que nunca ha gozado de mucho interés. En efecto, su trabajo permite un acercamiento
razonado y pormenorizado (fruto de una labor de historización seria y comprometida) a las
cuestiones y a los autores que protagonizaron ese ensamble teórico, que –ya desde el
principio– se constituyó como una mirada, por decirlo así, intermedia, que se hizo cargo
del agotamiento de los grandes récits filosóficos y que siempre intentó ponerse en relación
con los avances de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias sociales; dicho de otra
forma, la obra de Fischer, a nuestro juicio, representa un capítulo muy importante de la
historia intelectual de la Alemania del siglo XX, ineludible para cualquier estudioso que
quiera ir más allá de la narración tradicional acerca de la división del trabajo intelectual en
la segunda mitad del siglo pasado. Asimismo, ese esfuerzo de categorización conceptual
consiente acercarse al pensamiento de cada uno de los protagonistas de ese trend filosófico
(como haremos en el próximo parágrafo, analizando el caso de Plessner) con una mayor
visión de conjunto, capaz de poner de manifiesto los núcleos temáticos fundamentales
propios de dicho trend, como por ejemplo la centralidad de la biología, es decir, de una
indagación que intenta comprender los “monopolios” humanos a partir de su radicación en
la peculiaridad de la forma de vida humana, que es tal en virtud de su correlación con un
determinado ambiente/mundo (Umwelt/Welt). Es esta última caracterización, de hecho, la
que abre paso a la entrada en escena de ese juego de la potencialidad –que Plessner
compendia en la duplicidad del ‘ser un cuerpo’ (Leib-sein) y del ‘tener un cuerpo’
(Körper-haben)– mediante el cual la mirada antropológico-filosófica intenta pensar la
realidad humana más allá de los esquemas dualistas o reductivistas.54 Al mismo tiempo, sin
embargo, es preciso señalar que la voluntad unificadora de Fischer puede implicar una
deriva tal vez demasiado reductora, que –en aras del reconocimiento de una autonomía
historiográfica y teórica– tiende a homogeneizar y nivelar las diferencias entre los varios
autores. Por ejemplo, la propuesta antropológica de Scheler, como antes hemos
54
Nos limitamos a llamar la atención brevemente sobre estas categorías fundamentales del proyecto teórico
plessneriano, bien conscientes de que daremos cuenta de su papel específico en el próximo parágrafo. En
cualquier caso, es importante señalar que el haber traído a colación justamente dichas categorías no ha sido
algo casual, pues en tiempos recientes el mismo Habermas (que se había pronunciado en contra de la
posibilidad de llevar a cabo un discurso antropológico, por su carácter necesariamente esencialista,
reaccionario y políticamente conservador), en el libro sobre el futuro de la ‘naturaleza humana’ citado en el
precedente capítulo, ha reconocido que algunos conceptos acuñados por Plessner (entre los cuales,
precisamente, los de Körper-haben y Leib-sein) resultan de extrema utilidad y actualidad a la hora de
confrontarse con los problemas más apremiantes de nuestro tiempo. Cf. J. HABERMAS, El futuro de la
naturaleza humana, op. cit., en particular págs. 24, 52, 72.
209
argumentado sirviéndonos de las categorías sociológicas de Luhmann, difícilmente puede
ser equiparada tout court, desde un punto de vista teórico, a los esfuerzos de Plessner para
rechazar todo tipo de dualismo o espiritualismo. Asimismo, la opción metodológica de
Fischer corre el riesgo de olvidarse de aquellos protagonistas de la historia intelectual
alemana del siglo XX que declinaron su reflexión en sentido explícitamente antropológico-
filosófico, como Karl Löwith o Hans Blumenberg. Con esto sólo queremos señalar la
importancia de continuar trabajando a fin de entender en qué medida y hasta qué punto
puede ser beneficioso servirse de una mirada antropológico-filosófica, en relación con las
problemáticas filosófico-culturales de la actualidad, desde las cuestiones biopolíticas hasta
la relación posible entre la filosofía y las ciencias biológicas y cognitivas.
Una última consideración preliminar, antes de analizar –en el próximo parágrafo– el
planteamiento de Plessner, será útil para pergeñar un aspecto peculiar de ese contexto
general en el que tomó cuerpo el así llamado turning point antropológico de los años 20.
Se trata de un aspecto sobre el cual el mismo Fischer ha llamado la atención y que,
expresado en palabras de Gehlen, coincide con el intento de «ver la inteligencia del
hombre en conexión con su situación biológica», es decir, con el esfuerzo teórico, llevado
a cabo por muchos de los protagonistas de ese giro antropológico-filosófico, por entender
la constitución de la esfera cultural, social y hasta política, en el contexto de la gramática
de la vida. En esta última esfera, en efecto, como había señalado también Plessner (que
siempre fue capaz –tal vez más que otros– de vislumbrar el horizonte teórico-conceptual y
social en el que se constituía su propia propuesta), había cristalizado la confianza de la
época en la posibilidad de hallar una categoría que pudiese otorgar un arraigo conceptual
ya desde un punto de vista intuitivo. A este propósito, el comienzo de su obra capital de
1928 (Die Stufen des Organischen und der Mensch) es muy indicativo y merece una cita
larga:
«Cada época elige su palabra redentora. La terminología del siglo XVIII culmina en el
concepto de razón, la del siglo XIX en el de evolución, mientras que la terminología actual
culmina en el concepto de vida [...]. La ideología racionalista infundió entusiasmo y fue
capaz de desvelar el fundamento de las cosas en la época en que todavía era necesario luchar
por la libertad, la naturalidad y la racionalidad, las cuales –sin embargo– ya habían
conquistado el corazón del poder feudal. La ideología evolucionista operó de forma eficaz,
consintiendo el conocimiento y la acción, en la fase de transición de las últimas tres décadas
del siglo XIX, es decir, cuando el orden patriarcal de la sociedad tuvo que ceder el paso a los
210
procesos de transformación tecnológica, industrial y capitalista. El gran momento de la
ideología de la vida llegó con la reacción al optimismo del progreso, con el cansancio de la
civilización, con la pérdida de la fe en el socialismo como fuerza creadora [...]. ¿Con qué
podía entusiasmarse una época desconfiada, escéptica y relativista? Nos habíamos vuelto
demasiado lúcidos y libres para una trascendencia en gran estilo [...]. Podía entusiasmar sólo
algo que se presentara como indiscutible, que pudiese ser concebido más allá de todas las
ideologías y desde el que éstas tal vez podían surgir, pero que, del mismo modo, también
podía volver a absorberlas: la vida [...]. El tiempo actual transcurre en compañía de esa
nueva fórmula mágica, que a partir de Nietzsche ejerce cada vez más su poder. Nació así una
filosofía de la vida, que originariamente servía para fascinar a las nuevas generaciones: en
efecto, cada generación ha estado a merced de una determinada visión, que –sin embargo– la
filosofía debe conducir hacia el saber, liberándola así de su hechizo».55
Como podemos intuir, las últimas palabras resultan decisivas, pues ahí se halla la
verdadera tarea que Plessner reconoce al pensamiento, al trabajo conceptual de la filosofía,
es decir, la necesidad de despojar el concepto de ‘vida’ de cualquier residuo irracionalista.
De ese modo, argumenta Plessner (sintetizando uno de los núcleos teóricos fundamentales
de la nueva mirada antropológico-filosófica), se puede obtener algo así como una
destilación de la polémica inaugurada por el anti-cientificismo y el irracionalismo de la
filosofía de la vida, en virtud de la cual se pretende otorgar a la ciencia y a la racionalidad
una mayor capacidad de profundización y penetración en la realidad. Dicho de otra forma,
el trabajo filosófico no debe pensarse ni como un macro-contenedor de las ciencias
particulares, ni como una regresión hacia una conciencia presuntamente pura y originaria;
su tarea, pues, debe consistir en dar cuenta –conceptualmente– de las manifestaciones de la
vida (desde las más primigenias hasta las humanas), a fin de salvaguardar la posibilidad de
hablar de un único punto de vista fundamental sobre el ser humano. Así, pues, la filosofía
de la vida pasaba de ser una manifestación de la Kulturkrise típica de las primeras décadas
del siglo XX a representar un verdadero proyecto filosófico.56 Renunciar a conseguir este
objetivo, advertía Plessner con un tono que revela toda su intención programática,
55
ST, págs. 3-4.
56
No es una mera casualidad, pues, el hecho de que el primer capítulo de Die Stufen des Organischen und
der Mensch esté enteramente dedicado a una confrontación con las propuestas filosóficas de Bergson y de
Spengler, unidas por el «irracionalismo de la fundamentación, la definición y la función del concepto de
vida» y por «la visión indeterminada de la esencia creadora de la vida, que ambas filosofías comparten». ST,
pág. 4-37.
211
significaría que «nos encontraríamos inmediatamente con una doble verdad, es decir, por
un lado, con la visión del mundo a partir de la conciencia y, por el otro, con la visión
naturalista; el hombre en tanto que sí mismo, Yo, sujeto de una voluntad libre, y el hombre
como naturaleza, como objeto del determinismo causal. Nos encontraríamos así en la
insoportable situación –que al mismo tiempo es también cómica– de considerar al hombre
como el producto de la filogénesis y la filogénesis como el producto del hombre, del
espíritu creador que en el hombre –no se sabe bien cómo– se hace evento».57 En nuestra
opinión, esta declaración de intenciones de Plessner contiene uno de los posibles
manifiestos programáticos del giro antropológico de los años 20, que surgió a raíz de las
transformaciones que tuvieron lugar en el momento conclusivo del paso del mundo
copernicano al mundo post-copernicano, es decir, en ese momento en que el ‘hombre’
representaba todavía el último baluarte de una época que había asistido a la caída de todos
sus ídolos. El intento de insertar al ser humano –junto con el ensamble de sus
“monopolios”, de sus peculiares “performances”– en la gramática compleja de la vida
representa entonces la respuesta semántica (en palabras de Luhmann) de una sociedad que
ya no puede postular ninguna posibilidad de recomposición unitaria y jerárquica. La
síntesis posible, en este sentido, no procede de un sistema o de una idea abstracta que
busca recomponer la multiplicidad (el ‘Hombre’), sino de la figura concreta del ser
humano, que exhibe en sí el ejemplo más articulado y complejo de compenetración de
dimensiones, niveles y aspectos distintos, según una concepción estratigráfica de la
realidad que no prevé ningún salto ontológico entre los diferentes estratos, sino más bien
una continuidad fundamental. Así, pues, lo que el intelectualismo filosófico, al centrarse
únicamente en los estratos “superiores” y en la separación jerarquizante entre los distintos
aspectos o estratos de la realidad, había perdido de vista –la ‘vida’–, debía ser recuperado
en la facticidad de su acontecer, mediante una estrategia “bottom-up” orientada a
individuar, ante todo desde un punto de vista filosófico-conceptual, las condiciones de
posibilidad de dicha compenetración de dimensiones, niveles y aspectos distintos, que a su
vez justificaría la peculiaridad de la forma de vida humana. En el próximo parágrafo, por
tanto, analizaremos la vía que Plessner escogió para poner en práctica dicha estrategia.
57
ST, pág. 6.
212
III. LA PROPUESTA ANTROPOLÓGICO-FILOSÓFICA DE PLESSNER.
–EXCENTRICIDAD Y VERKÖRPERUNG–
213
Independientemente de la difusión y del reconocimiento cada vez mayor de la figura
de Plessner, antes de analizar su propuesta antropológico-filosófica, consideramos
conveniente dar razón –conceptualmente– de nuestra elección; dicho de otra forma, si
hemos optado por Plessner y por algunas de las categorías de su pensamiento, esto se debe
a razones ante todo teóricas, que no tienen que ver exclusivamente con la presunta
renaissance de uno de los representantes de ese giro antropológico de los años 20, cuya
obra, en cualquier caso, parece tener todavía algo que decir al pensamiento
contemporáneo. En efecto, la actualidad nos muestra que las cuestiones relativas a la
relación entre la naturaleza y la artificialidad, el cuerpo y la técnica, la contingencia y la
praxis política (muy presentes en el planteamiento de Plessner), cobran cada vez más
importancia en los debates teóricos contemporáneos, que tienen lugar en un escenario tal
vez menos cerrado que hace algunas décadas, cuando la polémica sobre la legitimidad y el
carácter ideológico de las ciencias humanas y sobre la supuesta «muerte del hombre» (a la
cual ya nos hemos referido en varias ocasiones en el presente trabajo) representaba más
bien un obstáculo para la elaboración de una confrontación libre de prejuicios teóricos y
políticos sobre la idea misma de ‘naturaleza humana’.59 En otras palabras, una vez llevada
214
a cabo la destrucción del mito del ‘Hombre’, según aquella dialéctica típica de la
Ilustración que individua en el ser humano tanto la causa como el efecto último y más
tenaz del ‘mundo copernicano’, la figura humana fue destinada a diseminarse en múltiples
subsistemas, cada uno supuestamente dotado de su propia autoconsistencia metodológica y
epistemológica. La fase terminal de la edad moderna, pues, ponía en escena la transición
hacia el mundo post-copernicano, cuyas directrices fundamentales eran grosso modo dos: o
bien se prestaba atención a la enorme variedad de las expresiones empíricas en las que se
encarnaba la figura humana, o bien se analizaban (según el esquema inaugurado por
Foucault) las estructuras, los procesos y los dispositivos mediante los cuales el hombre
sería producido de forma histórica y políticamente variable. En cualquier caso, ambas
posibilidades conducían a su cumplimiento la crítica hacia la idea de una ‘naturaleza
humana’ que sirviera de substrato trascendental. Pues bien, como hemos argumentado en
el precedente parágrafo, también la constitución de ese giro antropológico de los años 20
(sin olvidar ciertas excepciones, como fue el caso de Scheler) es una de las expresiones de
ese estado de crisis que tomaba cuerpo en la transición hacia un mundo post-copernicano y
que disolvió el ideal moderno de un humanismo copernicano; sin embargo, lo que nos
parece más interesante es que algunas de las categorías acuñadas en ese laboratorio
filosófico, y en particular algunas categorías elaboradas por Plessner, en virtud de su carga
especulativa relativamente baja, su eclecticismo y su interés por los resultados científicos,
pueden ser interpretadas también como una posible respuesta a dicho estado de crisis. Una
fue tan radical que, a pesar de la orientación política común, los dos interlocutores pusieron en escena (nunca
mejor dicho) la imposibilidad de concebir, a efectos teóricos y práctico-políticos, una vía intermedia entre los
avances de las teorías científicas y la esfera de la acción –y más precisamente la esfera de la reacción frente a
las injusticias sociales y políticas históricamente dadas. Por un lado Chomsky se basaba en el carácter innato
y genéticamente determinado de la facultad de lenguaje –lo cual supone la posibilidad de hablar en cierto
modo de un homo naturalis– para deducir aquellas necesidades fundamentales que deben ser defendidas y
promovidas políticamente. Por el otro, la perspectiva de Foucault no consentía de ningún modo que se
atribuyera un valor suprahistórico y naturalizador a ciertos conceptos (‘naturaleza humana’, ‘necesidades
fundamentales’, etc.) que, en realidad, serían integralmente históricos, es decir, «formados dentro de nuestra
civilización, de nuestro tipo de conocimiento y de nuestra forma de la filosofía, y que por lo tanto forman
parte de nuestro sistema de clases» (ivi, pág. 83), de ahí que no puedan ser utilizados para justificar y
fomentar una lucha contra las injusticias de fondo de la sociedad. Desde un punto de vista epistemológico,
pues, fue un verdadero “diálogo de sordos”, que simbolizó (y tal vez siga simbolizando) la incapacidad de
concebir la posibilidad de una antropología, en su acepción filosófica, capaz de situarse a la altura de los
desafíos teóricos y práctico-políticos del mundo contemporáneo.
215
respuesta que tal vez merece la pena volver a ser discutida, puesto que las cuestiones
filosóficas decisivas de la época actual están muy relacionadas con el tema de la
naturaleza, de la vida y de la conexión –visible también (o sobre todo) en el ser humano–
entre lo natural y lo artificial, el cuerpo y la técnica, la vida orgánica y el poder; pero
también debería ser discutida por la esterilidad demostrada por la tal vez excesiva
insistencia en la contraposición entre humanismo y anti-humanismo, metafísica y
deconstrucción, dispersión empírica y especulación, naturaleza y dispositivos de
saber/poder. Así, pues, lo que está en juego, en nuestra opinión, no es tanto el
restablecimiento de un régimen teórico centrado única e ingenuamente en algunos de los
extremos de dicha contraposición, sino la posibilidad de repensar su punto de conjunción,
su juego dialéctico –la zona intermedia–, intentando brindar una respuesta teórica
suficientemente elaborada que nos permita estar a la altura de aquellos desafíos
contemporáneos que, en las últimas décadas, han convertido la ‘naturaleza humana’ en un
campo neutro de intervención, aplicación y experimentación técnico-científica y en una
zona –en absoluto neutra– de lucha política.
En un contexto así establecido, hemos optado por apelarnos (intentando conservar
siempre un cierto distanciamiento crítico) a la propuesta antropológico-filosófica de
Plessner por varias razones, que gravitan en torno a una idea fundamental, a saber: la
necesidad de recuperar una mirada sobre la figura humana que permita fundir –al menos
desde un punto de vista conceptual, es decir, relativo a las condiciones de posibilidad
conceptuales de dicha unión problemática– aquellos planos que la moderna antropología
ha intentado acercar, con más o menos vigor. Aludiendo a la célebre distinción kantiana
entre una antropología pragmática y una antropología fisiológica, Plessner anota lo
siguiente:
«Ninguno de los dos modos de indagación debe resultar supeditado al otro. En términos
generales, puede decirse que a cada uno de los aspectos que puede ser considerado decisivo
para determinar el ser del hombre, sea de tipo físico o psíquico, sea de tipo ético-espiritual o
religioso, debe asignarse la misma importancia con vistas a mostrar todo el ser del hombre.
Este principio fundamental separa la antropología filosófica, ya desde un punto de visa
metodológico, de todos aquellos enfoques unilaterales materialistas, idealistas,
existencialistas que, centrándose sólo en una dimensión fundamental, de forma paralela o
216
transversal a la tradicional estratificación ontológica que se le atribuye a la naturaleza
humana, adjudican al hombre un único aspecto-guía [Leit-Aspeckt]».60
Esto significa que, para Plessner, no puede darse un único aspecto-guía, ni un único
modelo o criterio a priori, sino que también los aspectos considerados marginales o menos
nobles (la risa, el llanto, la mímica, los espacios sin palabras [sprachlöse Räume], etc.)61
deben ser indagados, pues resultan sintomáticos respecto de la constitución global del ser
humano. Por eso –argumenta Plessner– es tan importante colocar la mirada ante todo sobre
la simple presencia de la figura humana, lo cual, por supuesto, no significa renunciar a
indagar los lados opacos, las intersecciones entre los distintos ámbitos (psicológica, física
o socialmente presentes), hasta llegar a considerar también las contaminaciones con los
poderes fácticos que dominan lo real. En palabras de Plessner, «la realidad del hombre
representa el clásico caso de investigación fronteriza [Grenzforschung]», mediante la cual
es posible intentar iluminar aquellas «misteriosas zonas intermedias de interconexión de lo
real que se dan entre la matemática y la física, la física y la química, la química orgánica y
la biología, la biología y la psicología, la psicología y la sociología, y a las cuales ninguna
ciencia particular, incluso por razones metodológicas, osa acercarse».62 Esto es, para
Plessner, lo que otorga una acepción filosófica a la antropología, es decir, el intento de ir
más allá tanto respecto de una mera recopilación cuantitativa de datos y resultados
procedentes de las ciencias particulares, como respecto del carácter cerrado y
autorreferencial de la razón “pura” (que, dicho sea de paso, puede declinarse en términos
especulativos, pero también en el sentido de una explicación científica neutralizadora).
No es casual, entonces, que para una indagación que quiere centrarse en la simple
presencia –en el presente– y en los fenómenos, considerando la entera provincia del
hombre, resulte decisivo el interés por el cuerpo y la naturaleza, algo que (tal y como
hemos puesto de manifiesto en el recorrido genealógico llevado a cabo en el primer
60
H. PLESSNER, Die Aufgabe der Philosophischen Anthropologie, op. cit., pág. 38.
61
A este propósito, algunos de los textos más conocidos son ID., Lachen und Weinen. Eine Untersuchung der
Grenzen menschlichen Verhaltens (1941), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VII, págs. 201-387, trad. esp.
de L. García Ortega, La risa y el llanto, op. cit.; ID., Das Lächeln (1950), ahora en Gesammelte Schriften, Bd.
VII, págs. 419-434; ID., Der imitatorische Akt (1961), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VII, págs. 446-
457, trad. esp. El acto imitativo, en ID., Más acá de la utopía, op. cit., págs. 185-193.
62
ID., Über einige Motive der Philosophische Anthropologie (1957), ahora en Gesammelte Schriften, Bd.
VIII, págs. 117-135, aquí págs. 121, 120.
217
capítulo) caracteriza, si bien de forma todavía conceptualmente incierta e insegura, la fase
inicial de la moderna antropología filosófica. Lo que Plessner planteaba, ya a partir de los
años 20, era la necesidad de repensar la noción de ‘naturaleza humana’, puesto que el
progresar de la edad moderna, mediante las ciencias del hombre (sin olvidar el papel
fundamental de las vicisitudes históricas) habían modificado en profundidad la percepción
de dicha noción. Esta reelaboración teórica, además, se hacía cada vez más necesaria en la
medida en que las principales filosofías de la época, según argumenta Plessner en varios
lugares de su obra, la consideraban no sólo superflua, sino directamente vinculada a una
forma de pensar que todavía se habría encontrado presa de los viejos esquemas metafísicos
y antropocéntricos. En otras palabras, la cuestión de la ‘naturaleza humana’ había
desaparecido del debate filosófico mainstream, puesto que para la gran mayoría de los
intelectuales de la época, «donde empieza la dimensión del cuerpo, para ellos termina la
filosofía»; es verdad que esa laguna podía ser colmada por una fenomenología de la
existencia, pero –argumenta Plessner– «lo que le falta al concepto de existencia, lo que no
tiene en cuenta, es la ineludible concatenación entre el modo de ser del hombre y su
organismo». Así, pues, todas las cuestiones que tienen que ver con la corporeidad son
relegadas al ámbito de la biología y de las ciencias naturales, con lo cual «el problema de
la conexión entre los monopolios específicamente humanos y el organismo del hombre
acaba saliendo inevitablemente del campo visual».63 En ese contexto, de bien poco sirve
hablar de la superación del antropocentrismo, que, a pesar de haber posibilitado la
comprensión de la historicidad de las concepciones del ser humano y de su mundo, nos
habría conducido hasta la situación tan paradójica en la que «ya no damos ninguna
importancia a la naturaleza, si no fuera por el hecho de que necesitamos de ella para
morir».64 He aquí, pues, la crítica plessneriana hacia cualquier intento (supuestamente anti-
metafísico) de pensar la condición humana basado en la creencia de que el único
monopolio del hombre reside en el lenguaje, cuyo carácter omniabarcante terminaría
generando una ontologización indebida:
63
ID., Immer noch Philosophische Anthropologie? (1963), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, pág.
245.
64
Ivi, pág. 246. En efecto, argumenta Plessner, «cualquier teoría (de tipo ontológico o lógico-hermenéutico)
que pretende indagar lo que le permite al hombre ser hombre y que, metodológicamente o en sus resultados,
desconozca el lado natural de la existencia humana, o lo desdeñe en cuanto inauténtico [...], es falsa:
demasiado débil en su fundamento, demasiado unilateral en su organización». ID., Macht und menschliche
Natur, op. cit., págs. 228-229.
218
«Si se cree que el método fenomenológico es capaz de desvelar el ser, ¿por qué limitarse a
considerar sólo el fenómeno del lenguaje? ¿Sólo porque el ser se expresa? El fijarse en el
lenguaje en cuanto ‘casa del ser’ –una herencia del método fenomenológico, que pretende
llegar hasta las cosas mediante el significado de las palabras– no es sino la contrapartida de
aquella técnica que procura liquidar toda cuestión metafísica mediante el análisis lingüístico.
De ese modo, sin embargo, entre la exaltación y el empobrecimiento del lenguaje, los
fenómenos se vuelven irrelevantes».65
65
ID., Immer noch Philosophische Anthropologie?, op. cit., pág. 245.
219
en la segunda mitad del XIX siglo y que caracterizó la filosofía entre 1900 y 1925».66 La
crítica hacia la filosofía idealista tomó cuerpo precisamente en el intento de desenmascarar
el presunto carácter ideal del yo pensante, de la conciencia humana, supuestamente dotada
de libertad y capacidad de autodeterminación. Fue precisamente el análisis cada vez más
profundizado del mundo corporal (que al menos desde Descartes fue concebido como un
espacio de experimentación e indagación mediante las leyes de la naturaleza), junto con el
trabajo de las ciencias particulares, lo que puso en cuestión esa sublime
autorrepresentación del homo sapiens, basada en un dualismo de fondo que exaltaba el
papel decisivo de un sujeto ontológica y gnoseológicamente independiente respecto de las
fuerzas mundanas. Así, pues, la crisis de la razón idealista y universal cristalizó en varios
momentos de la filosofía occidental, que procuró modificar el enfoque mediante el cual
aproximarse a la realidad humana, poniendo de relieve cada vez un aspecto distinto, como
la importancia de la corporeidad, de la productividad práctico-económica y de las
relaciones sociales que se establecen a través de la producción, así como la importancia del
carácter singular, finito y trágico de la existencia, o del carácter históricamente
determinado de las objetivaciones culturales del ser humano. En ese contexto, además, es
casi superfluo recordar el papel decisivo de la revolución darwiniana, que permitió
interpretar el presunto carácter a priori de la subjetividad trascendental como el resultado
de la trayectoria evolutiva y adaptativa de una anónima historia natural. A principios del
siglo XX, en definitiva, el yo autónomo de la filosofía idealista ya estaba prácticamente
desentronizado, con lo cual el saber filosófico –como ya hemos recordado en el precedente
parágrafo– ya no podía aspirar a desempeñar una función de guía para los demás saberes.
Si no quería limitarse a ocupar el espacio de la determinación lógica del discurso científico
(siguiendo el ejemplo del neokantismo y, después, del empirisimo lógico), la filosofía
debía prestar atención a la ‘vida’, esa «palabra redentora» que había sido elegida para
intentar conservar la posibilidad de acceder a un nivel fundamental, capaz de interpretar
transversalmente los fenómenos humanos, su presencia y su presente. En un contexto así
determinado, entonces, puede decirse que «el pensamiento de Plessner y de la
Antropología Filosófica gravitaron en torno a la voluntad de volver a introducir la
categoría de ‘espíritu’ en la categoría de ‘vida’, de manera tal que los datos de la
experiencia procedentes de la filosofía de la vida pudiesen ser preservados por la
66
J. FISCHER, Exzentrische Positionalität. Plessners Grundkategorie der Philosophischen Anthropologie, en
“Deutsche Zeitschrift für Philosophie”, vol. 48 (2000), 2, págs. 265-288, aquí pág. 266.
220
indagación filosófica, la cual se veía así radicalmente transformada».67 En el siguiente
fragmento, encontramos lo que podría ser definido como el manifiesto programático que
subyace a la entera trayectoria filosófica de Plessner:
«Una conciliación de la oposición entre la modalidad de trabajo de las ciencias del espíritu y
de las ciencias naturales que no corresponda a un mero postulado de nuestra aspiración a la
unidad, a un ideal monista de orden, sino que se realice en la realidad fáctica de la
experiencia humana de la vida, podrá tener éxito únicamente si se abandona el punto de vista
desde el cual dicha oposición tiene lugar. Por eso la filosofía tendrá que hacerse cargo de una
gran labor sistemática. En la medida en que ella plantea la cuestión de la antropología,
formula también el problema del modo de existir del hombre y de su colocación en el ámbito
de la naturaleza».68
67
Ivi, pág. 270.
68
ST, pág. 25. Resumido en una fórmula, el manifiesto programático de la antropología filosófica
plessneriana podría ser también el siguiente: «Sin una filosofía del hombre, ninguna teoría de la experiencia
de la vida en las ciencias del espíritu. Sin una filosofía de la naturaleza, ninguna filosofía del hombre». ST,
pág. 26. Dicho de forma más explícita: «puesto que el hombre es el ser más complejo en la escala de los seres
vivientes y el que ha alcanzado más tarde su forma de vida actual, y puesto que todas las manifestaciones de
su vida espiritual se basan en sus propiedades corporales, la antropología debe ser precedida por una
biología, tanto en el plano filosófico, como en el empírico. Pero dado que el presupuesto de la elaboración de
una antropología filosófica es la indagación acerca de ese conjunto de cosas que gravitan en torno al hecho
de la ‘vida’, antes habrá que plantear la cuestión de la naturaleza orgánica». ST, págs. 76-77.
221
III.1 EXCENTRICIDAD
69
Un texto que resume en pocas páginas (pero de gran intensidad conceptual) la teoría de lo orgánico de
Plessner y que, por eso, puede resultar muy útil como introducción a este aspecto de su propuesta filosófica,
es el de H. W. INGESIEP, Lebens-Grenzen und Lebens-Stufen in Plessners Biophilosophie. Perspektiven
moderner Biotheorie, en U. BRÖCKLING, B. BÜHLER, M. HAHN, M. SCHÖNING, M. WEINBERG (Hg.),
Disziplinen des Lebens. Zwischen Anthropologie, Literatur und Politik, Narr, Tübingen, 2004, págs. 35-46.
70
ST, pág. 42.
71
ST, pág. 50.
72
Ibidem.
222
definitivamente la fractura (ontológica y epistemológica) entre la extensión como mundo
externo y la interioridad como mundo interno, así como confirmando el principio de
inmanencia de la conciencia, según el cual la interioridad sería dada de forma previa
respecto de los objetos físicos que la rodean. Al impasse teórico procedente de la escisión
del mundo real en dos esferas ontológicas presuntamente separadas, Plessner propone una
solución centrada en la categoría fundamental de la ‘indiferencia psicofísica’ (que debe
mucho, al menos desde un punto de vista terminológico, a Scheler)73 en la que, ya desde su
primera obra filosófica de gran calado, cristaliza su rechazo del principio cartesiano
(radicalizado sucesivamente por el idealismo trascendental), culpable de haber
obstaculizado el desarrollo de una ciencia de la vida que no estuviese basada en una de las
formas posibles del reduccionismo de tipo cuantitativo. 74
Uno de los objetivos que Plessner quiere alcanzar mediante Die Stufen des
Organischen und der Mensch coincide precisamente con la fundamentación de la realidad
psicofísicamente indiferente del ser humano. Sin embargo, como hemos recordado antes
(«Sin una filosofía de la naturaleza, ninguna filosofía del hombre»), antes será necesario
desarrollar una teoría general sobre la realidad orgánica, una bio-filosofía75 capaz de
73
Véase, por ejemplo, M. SCHELER, Philosophische Anthropologie, en Gesammelte Werke, Bd. III, hrsg. von
M. S. Frings, Bouvier, Bonn, 1987, pág. 145: «Cuerpo [Leib] y alma no son unas sustancias, sino únicamente
dos grupos de fenómenos pertenecientes al mismo centro vital indiferente desde el punto de vista psico-
físico». Cf. también ID., El puesto del hombre en el cosmos, op. cit., pág. 91: «El campo fisiológico paralelo a
los procesos psíquicos vuelve a ser hoy el cuerpo entero y no sólo el cerebro. Por ende, no cabe seguir
hablando seriamente de un nexo entre la sustancia psíquica y la sustancia corporal, tan externo como el
supuesto por Descartes. Es una y la misma vida la que posee, en su “ser íntimo”, forma psíquica y, en su ser
para los demás, forma corporal».
74
La obra en cuestión es Die Einheit der Sinne. Grundlinien einer Ästhesiologie des Geistes (1923), ahora en
Gesammelte Schriften, Bd. III, págs. 7-315. En ella Plessner intenta mostrar la existencia de una conexión
profunda entre los contenidos sensibles (los datos que se configuran en base a la constitución física del
hombre) y los actos psíquicos, es decir, sus producciones culturales (en sentido amplio). En otras palabras, la
capacidad humana de otorgar un ‘sentido’ (de producir objetos culturales) no reside en ningún esquema
formal-trascendental, como defendía Kant, sino en la organización misma del material sensible del cual –a
través de los sentidos– dispone el hombre. En otras palabras, Die Einheit der Sinne contiene un intento de
elaborar una verdadera lógica de los sentidos. En ese contexto, pues, surge por primera vez la necesidad de
postular la indiferencia psicofísica en tanto que hipótesis fundamental para el trabajo antropológico.
75
Esta expresión no ha sido acuñada por Plessner, que prefiere hablar de una «filosofía de la naturaleza
entendida en su acepción más amplia y originaria». ST, pág. 24. En cualquier caso, a pesar de la reciente
sobre-explotación del prefijo ‘bio’, empleado para referirse a las conexiones que varias disciplinas (piénsese
223
analizar –«de forma empíricamente no limitada»76 y fenomenológicamente abierta,77 es
decir, sin rivalizar con las ciencias de la naturaleza– las propiedades fundamentales del
mundo orgánico, para hallar finalmente la fundamentación de lo que, al principio de la
obra, se postula en los términos de una revisión del principio cartesiano de la separación
real entre la interioridad y la exterioridad, en particular en la realidad humana. La cuestión,
pues, se desplaza de la experiencia de la conciencia al mundo de la vida, mediante una
apertura del horizonte del sentido a la esfera de la corporeidad y de la sensibilidad; de ese
modo, queda quebrantada aquella máxima agostiniana (in interiore homine habitat veritas)
que la filosofía moderna ha reelaborado y adaptado de distintas formas, pero que no ha
sido capaz de suprimir. En este contexto, por lo tanto, la relación entre el ambiente y el
viviente se vuelve decisiva, pues precisamente en virtud de la estructuración de dicha
relación («en la cual ninguno de los dos polos tiene prioridad sobre el otro»)78 y de los
procesos a ella reconducibles, podrá llevarse a cabo una indagación sobre las categorías y
las propiedades de los distintos grados de lo orgánico, hasta llegar a la esfera humana.
El punto de partida de la bio-filosofía será así el concepto de ‘vida’, del cual
dependen todas las demás caracterizaciones esenciales de los seres vivos. A este propósito,
como veremos, Plessner propone una solución original y teóricamente “comprometida”.
Por supuesto, en la obra de 1928 no falta una descripción analítica de los indicadores de la
‘vitalidad’ (la procesualidad, la dinamicidad, el carácter evolutivo del proceso vital, la
en la ética, en la política, en la economía, etc.) guardan cada vez más con el ámbito biológico, esto es, con la
vida entendida como aquel sustrato material que representa las condiciones elementales (que, en cualquier
caso, no pueden considerarse en absoluto inmutables) desde las que toman cuerpo las demás manifestaciones
de lo humano. Para una consideración panorámica sobre estas cuestiones, un texto muy interesante y
sugerente es sin duda el de G. VOLLMER, Biophilosophie, Reclam, Stuttgart, 1995, que parte un enfoque de
tipo neoevolucionista.
76
ST, pág. 26.
77
Sobre la relación entre la metodología plessneriana y el enfoque fenomenológico, véase H. FAHRENBACH,
‘Phänomenologisch-transzendentale’ oder ‘historisch-genetische’ Anthropologie – eine Alternative?, en G.
DUX, U. WENZEL (Hg.), Der Prozeß der Geistesgeschichte. Studien zur ontogenetischen und historischen
Entwicklung des Geistes, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1994, págs. 64-91. Cf. también el artículo de V.
SCHÜRMANN, Plessners parteiliche Anthropologie. Aspekte eines sperrigen Verhältnisses zur
Phänomenologie, en “Journal Phänomenologie”, n. 34 (2010), págs. 11-21. Sobre la relación entre Plessner y
el pensamiento de Husserl, es muy esclarecedor el libro de S. PIETROWICZ, Hemluth Plessner, op. cit., en
particular págs. 122 y sigs.
78
ST, pág. 89.
224
auto-regulación, la reproducción, la tríada desarrollo-envejecimiento-muerte),79 pero más
importante aún es la fundamentación a nivel categorial, que busca definir conceptualmente
qué es la ‘vitalidad’ (Lebendigkeit), es decir, qué es lo que caracteriza –no sólo a nivel
descriptivo y analítico, sino fundacional y categorial– un ser vivo. Se trata, a todos los
efectos, de uno de los pilares del discurso plessneriano, que tiene muchas implicaciones en
la construcción de su filosofía radicalmente anti-dualista. Asimismo, en ese análisis
estructural de lo orgánico se halla la peculiaridad de la bio-filosofía plessneriana, que
intenta situarse en una posición intermedia, por decirlo así, respecto de la mera
especulación, del irracionalismo y de la descripción empírica. A este propósito, resulta
decisivo el papel del cuerpo, que en el caso de los seres vivos no es únicamente un
sinónimo de ‘físico’, pues de hecho el cuerpo exhibe la más importante manifestación de la
estructura propia de un organismo, que a su vez puede ser entendida como la peculiar
organización de la corporeidad en un ser vivo. En este sentido, la relación con su propio
cuerpo es el índice del grado de complejidad de un organismo y, asimismo, indica a cuál
reino de la naturaleza pertenece. Así, pues, a fin de determinar lo que caracteriza un ser
vivo –la ‘vitalidad’–, Plessner elabora una teoría de los límites, basada en la idea
fundamental según la cual «los cuerpos vivos tienen un límite que se manifiesta de forma
intuitiva».80 Dicha intuición, a su vez, es posible gracias a otra determinación que se
manifiesta siempre a nivel intuitivo, a saber: el ‘aspecto doble’ mediante el cual cualquier
cosa aparece a aquella mirada fenomenológicamente abierta a la cual aludíamos antes.81 En
79
Cf. ST, págs. 123-183 (se trata del capítulo 4, titulado «Die Daseinsweisen der Lebendigkeit»).
80
ST, pág. 127.
81
A este propósito, es cada vez más evidente la herencia del método fenomenológico heredado de Scheler y
Husserl. Sin embargo, es importante especificar que el mismo Plessner, en varios lugares de su obra, remarca
que se trata de una herencia exclusivamente metodológica, que tiene que ver con la posibilidad de inaugurar
una actitud filosófica hacia lo real que no busca hallar un fundamento último –trascendental–, sino que se
limita a ofrecer una vía de acceso a lo real basada en un modo de la intuición capaz de quebrantar las barreras
impuestas por la representabilidad físico-matemática, a su vez basada en la identificación moderna de
corporeidad, extensión y mensurabilidad. En otras palabras, la crítica que Plessner dirige a Husserl estriba en
el rechazo de su reducción a la conciencia pura y del consecuente subjetivismo idealista, que acaba
proponiendo (sobre todo después del turning point de las Ideen zu einer reinen Phänomenologie und
phänomenologischen Philosophie) una identificación tout court entre la indagación filosófica y la
fenomenología. Esta última, en cambio, debería representar simplemente un método, una actitud, un «nuevo
estilo de trabajo en el campo filosófico» que da acceso a una forma renovada de entender el concepto (que
por eso se caracteriza como abierto) de ‘experiencia’. De ese modo, se abre todo un campo en el cual se
vuelve protagonista la intuición de determinadas estructuras (o categorías) de lo real: se trata, por ejemplo,
225
ese sentido, argumenta Plessner, las cosas se hacen presentes a la intuición en cuanto
dotadas de un centro y una periferia, es decir, de un núcleo y una serie de lados que
representan sus distintas propiedades. Por supuesto no se trata de una descripción de su
realidad espacial, sino de características intuitivas que no pertenecen al ámbito físico-
geométrico, sino a la configuración esencial de la cosa. La experiencia (en ese sentido
fenomenológicamente abierto) de cualquier objeto físico, por lo tanto, se realiza mediante
dos directrices perceptivas: la primera está orientada hacia el núcleo central, la segunda
hacia los demás lados del objeto que se hace presente a la intuición. He aquí la que
Plessner llama Doppelaspektivität, esto es, la condición de posibilidad preliminar gracias a
la cual cualquier cosa aparece de forma unitaria, es decir, como un conjunto de lados
distribuidos alrededor de un núcleo.82 Dicho de otra forma, lo que llamamos el “todo” de la
cosa se nos presenta como un núcleo –el centro de la aparición–, cuyas apariciones
parciales son percibidas como lados, como la periferia o la parte exterior de ese núcleo. El
centro y la periferia, en este sentido, se pertenecen mutuamente, pero, desde el punto de
vista de la intuición de fondo, no coinciden, pues es justamente su divergencia lo que
estructura su propia aparición.83 Ahora bien, en el caso de los seres vivos, la
del caso del ‘aspecto doble’ típico de los seres vivos, o –como veremos más adelante– de las formas abierta y
cerrada que caracterizan los distintos niveles del mundo orgánico. En cualquier caso, el discurso
fenomenológico, según Plessner, debería mantenerse siempre en el plano de la identificación de los
indicadores de determinadas estructuras de lo real (las «fuentes intuitivas que subyacen a toda posible
modalidad de la experiencia», ST, pág. 73), pues no consiente llegar hasta el nivel de la constitución de lo
real. Véase H. PLESSNER, Husserl in Göttingen, (1959), en ID., Diesseits der Utopie, op. cit., ahora en
Gesammelte Schriften, Bd. IX, págs. 355-372, trad. esp. Husserl en Gotinga, en ID., Más acá de la utopía, op.
cit., págs. 153-169, aquí pág. 154. Cf. también: ID., Der Aussagewert einer philosophischen Anthropologie
(1973), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, págs. 380-399; ID., Phanomenologie: das Werk Edmund
Husserl (1938), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. IX, págs. 122-149.
82
A este propósito, Plessner especifica que «el núcleo de la cosa [der Dingkern], el ‘eje’ de su ser [die
‘Achse’ seines Seins], no es realmente inmanente al fenómeno [...], ni es algo trascendente –es decir, [...] sin
ningún puente que lo vincule al fenómeno». ST, pág. 83. De ese núcleo, por lo tanto, puede hacerse
experiencia sólo de esa forma fenomenológicamente abierta, que no se basa ni en una conciencia
trascendental pura, ni en el dato exclusivamente fenoménico de la empiria. Desde el punto de vista intuitivo-
fenomenológico, ese núcleo resulta evidente, pero no lo es en cuanto núcleo espacial o real de un objeto
determinado, pues obviamente no es rompiendo o quitando gradualmente los estratos que lo componen,
como se puede “alcanzar” el núcleo o el centro de dicho objeto.
83
A este propósito, sería interesante proponer una confrontación pormenorizada (a la cual aquí podemos sólo
aludir) del punto de vista plessneriano con la teoría de Rudolph Arnham sobre la importancia de la categoría
226
Doppelaspektivität no sólo es una condición que garantiza la unidad esencial del objeto de
la intuición, sino su propiedad fundamental, su cualidad específica: «los objetos corpóreos
de la intuición en los que se manifiesta objetivamente –es decir, en tanto que perteneciente
a su propio ser– una relación divergente por principio entre interior y exterior, se dicen
vivientes».84 Pero ¿qué es lo que hace posible que dicha relación pueda entenderse como
algo objetivo, esto es, como una propiedad específica del cuerpo de un ser vivo? Para
responder a esta pregunta, es preciso volver a la teoría de los límites antes mencionada. La
intuición de dos ámbitos divergentes –dos direcciones contrapuestas– supone la existencia
de una zona liminar, respecto de la cual el cuerpo de un ser vivo pone en práctica un
atravesamiento (Transgredienz) constante. En efecto, argumenta Plessner, los objetos
pertenecientes al mundo inorgánico coinciden con la mera delimitación (Begrenzung)
física que separa su “cuerpo” del medium en que se encuentran. En cambio, en el caso de
los seres vivos el límite no es simplemente el “entre” (Zwischen) virtual que establece
dónde inician y terminan desde un punto de vista espacial, sino que es precisamente el
lugar de apertura, la zona de contacto entre el cuerpo puesto en sí mismo y el entorno en el
que se encuentra situado, en una continua relación de intercambio y traspaso. El límite de
un ser vivo, entonces, «no sólo garantiza [...] la transición al medium adyacente, sino que
también la realiza [vollzieht] en su delimitación, y él mismo es este pasaje».85 Todas estas
determinaciones, pues, tienen una naturaleza ante todo lógica, y no meramente empírica:
de lo contrario, la mirada fenomenológica no añadiría nada a los datos procedentes de la
observación científica. En este contexto, el indicador principal de la ‘vitalidad’, que
permite reconocer qué es lo caracteriza un ser vivo, vendría a ser precisamente la
condición estructural que le consiente (nota bene: no desde un punto de vista causal)
realizar su propio límite, abriéndose así hacia el ambiente circundante («ihm hinaus») y, al
mismo tiempo, hacia sí mismo («ihm entgegen»). En otras palabras, el ser vivo puede
considerarse puesto en sí mismo únicamente en la medida en que dicha posicionalidad
227
resulte vinculada a un “afuera”, es decir, a un ambiente externo; asimismo, la relación, la
transición y el intercambio continuo entre esas dos zonas son garantizadas por el carácter
activo y dinámico del límite entre interior y exterior. En este sentido, desde un punto de
vista estructural y categorial, la vida es posible sólo en cuanto interrupción, esto es, como
realización de límites: ya a partir de esta determinación, pues, podemos comprobar que
Plessner intenta desarticular tanto el principio cartesiano de oposición ontológica entre
exterioridad e interioridad, como los principales presupuestos metafísicos de la filosofía
vitalista, según los cuales el factor decisivo para la identificación del fenómeno de la ‘vida’
sería una forma de energía que no es en absoluto reducible a sus componentes físico-
químicos y que, por lo tanto, se apoya en una visión de fondo esencialmente monista.
Como podemos intuir, la peculiaridad del planteamiento plessneriano reside en la
decisión de poner en el centro de su bio-filosofía no tanto el concepto de ‘totalidad’,86 sino
el de ‘límite’, es decir, la correlación entre el organismo y su ambiente, que representa una
86
A inicios del siglo XX, uno de los principales debates filosófico en torno a la idea de ‘vida’ fue sin duda el
que vertía sobre la contraposición entre vitalismo y mecanicismo, cuyos representantes principales eran,
respectivamente, Hans Driesch y Wolfgang Köhler. Pues bien, puesto que Plessner inició sus estudios de
medicina y zoología bajo la dirección de Driesch, el debate vitalismo-mecanicismo representó una de sus
primeras preocupaciones teóricas, que se reflejaron también en algunos pasajes de Die Stufen des
Organischen und der Mensch. Driesch creía que lo que caracterizaba el mundo orgánico era la totalidad
(Ganzheit) organísmica, en la que actuaba un principio (la entelequia) supraordenado a la causalidad
mecánica, que no puede ser cuantificado y que convierte el organismo en un ente autónomo, dotado de una
energía propia y capaz de otorgarse autónomamente una forma. Köhler, en cambio, sostenía que también en
el mundo inorgánico hay totalidades, es decir, agregaciones en las que el conjunto de las partes es algo más
respecto de la mera suma de las partes, con lo cual no haría falta postular un principio como el de la
entelequia para explicar el modo de ser de las cosas vivas, sino que sería suficiente estudiar sus
configuraciones (Gestaltungen), junto con la interacción de sus componentes físico-químicas. A este
propósito, las obras principales de Hans Driesch son Der Vitalismus als Geschichte und als Lehre (1905) y
Philosophie des Organischen (1909), que Plessner estudió detenidamente. La historia del vitalismo en
biología, a lo largo del siglo XX, es harto compleja y ciertamente no podemos resumirla aquí en pocas
palabras; sus representantes son pensadores y biólogos de la talla de Ernst Mayr (véase Teleological and
teleonomic. A new analysis, en “Boston Studies in the Philosophy of Science”, vol. XIV [1974], págs. 91-
117; Cause and effect in biology, en D. LERNER [ed.], Cause and effect, Free Press, New York, 1965, págs.
33-50; además, Mayr escribió una historia de la biología que, en este ámbito, puede ser considerada como
una obra de referencia: The growth of biological thought, Harvard University Press, Cambridge, 1982) o
François Jacob (cf. La lógica de lo viviente, op. cit.).
228
solución de ruptura sobre todo frente a la tradición idealista alemana.87 En efecto, al definir
las cosas que realizan su límite como posicionales, esto es, dotadas de una determinada
posicionalidad, se obtiene una suerte de inversión de una de las categorías principales de la
filosofía de la subjetividad, el ‘setzen’ activo propio de una conciencia que –
supuestamente– sería capaz de efectuar el gesto de ponerse a sí misma, fundando
activamente la esfera subjetiva, que es también –según la tradición idealista– la condición
necesaria para el manifestarse de lo otro de sí, es decir, del mundo externo. Aquí, en
cambio, se trata más bien de un estar-puesto (Gesetzheit) anónimo: sólo atravesando su
propio límite (realizándolo) y emprendiendo en una relación de intercambio con lo otro de
sí (el ambiente), el viviente se encuentra puesto en sí mismo.88 En ese sentido, el “sujeto” –
que no debe entenderse en términos trascendentales, sino en el marco de una teoría general
de lo orgánico: todo ser vivo es un “sujeto”, esto es, un ser que está puesto en sí mismo– no
89
es en absoluto el fundamento de la actividad posicional, sino su resultado. Como
87
El papel decisivo del concepto de ambiente deriva, por explícita admisión de Plessner, de la Umweltlehre
del biólogo Jacob von Uexküll (cf. ST, págs. 247-251). Según dicha teoría, todo organismo animal posee un
determinado «plan estructural» (Bauplan), en función del cual se encuentra en una determinada relación con
una parte del mundo externo, que no es sino su ambiente específico, junto al cual el organismo forma una
unidad, llamada también «círculo funcional». Todo ser vivo, según Uexküll, es el “sujeto” de un determinado
ambiente, que a su vez se subdivide en dos partes: el Merkwelt (el mundo percibido, que contiene
determinados Merkmale –portadores de significado– perfectamente adaptados a las funciones perceptivas del
animal) y el Wirkungswelt (el conjunto de los actos que el animal puede llevar a cabo). Según el biólogo
báltico-alemán, la biología debe hacerse cargo del estudio de la “subjetividad” de cada animal, entendida
como el «círculo funcional» compuesto por el organismo y su ambiente específico. De ese modo, argumenta
Uexküll, es posible superar aquellas barreras que impiden ampliar el discurso científico, introduciendo la
consideración de la dimensión cualitativa (colores, olores, sonidos, etc.), que se vuelve decisiva para entender
la peculiar unión entre organismo y ambiente circundante específico.
88
«Si la relación entre un cuerpo y sus propios límites [...] se da de manera tal que estos últimos pertenecen a
aquél, debe aparecer como un cuerpo que está más allá de sí [über ihn hinaus] y vuelto hacia sí [ihm
entgegen]». ST, pág. 128. De ese modo, «el cuerpo está fuera y dentro de sí mismo», mientras que «el cuerpo
inanimado está libre de esa complicación, pues en el lugar y en el momento en que termina, termina también
su ser [...]. Puesto que el límite no pertenece a su sistema, su ser no dispone de esa doble trascendencia». ST,
pág. 129.
89
Es casi superfluo remarcar que el término “sujeto” no debe entenderse en sentido antropomórfico, pues se
trata más bien de un concepto fenomenológico, que no puede mostrarse o ubicarse espacialmente. El que un
ser vivo esté puesto en sí mismo significa primariamente que existe un punto central virtual (ese ‘núcleo’ del
cual hemos hablado antes) al cual las distintas partes del cuerpo pueden ser –virtualmente– referidas. De ese
modo, puede decirse que ese “sujeto” virtual tiene un cuerpo: de hecho Plessner habla de un «Subjekt des
229
podemos intuir, la categoría de ‘posicionalidad’ permite renunciar a la necesidad de
postular la presencia teórica de una primera (o tercera) persona, preexistente respecto de la
relación que se establece, en los seres vivos, entre el cuerpo y el ambiente, en función del
tipo de realización del límite entre ellos.90 De ese modo, la “conciencia” no es entendida
en términos antropocéntricos, es decir, como el conjunto de los actos de significación, sino
en la acepción general de una relación, de una conexión vital del “sujeto” con el mundo
circundante.91 El carácter dinámico y transversal de la categoría de ‘posicionalidad’,
además, consiente diferenciar y (al mismo tiempo) vincular recíprocamente las esferas
física, orgánica, psíquica, intelectual: por eso resulta muy adecuada para construir una
teoría lógico-fenomenológica de lo orgánico, pues su núcleo teórico es capaz de adaptarse
tanto a las manifestaciones menos complejas de la realización del límite entre el cuerpo y
su ambiente circundante, como a las manifestaciones vitales y existenciales de la esfera
humana, que –como veremos– responden a una lógica más complicada.
Habens», una expresión difícilmente traducible al español. En cualquier caso, ese “sujeto” puede entenderse
como el polo de atribución (que se ubica en un núcleo interno virtual, pero no ontológico o sustancial) al cual
se refieren intuitivamente las demás partes del cuerpo de un ser vivo, que es sus partes, pero de las que es
también el portador, por eso se dice que el cuerpo tiene sus partes, en tanto que «Subjekt des Habens».
90
A este propósito, resulta muy útil la lectura del ensayo de J. BEAUFORT, Gesetze, Grenzen, begrenzte
Setzungen. Fichtesche Begrifflichkeit in Helmuth Plessners Phänomenologie des Lebendigen, en “Deutsche
Zeitschrift für Philosophie”, n. 48 (2000), págs. 213-236.
91
Escribe Plessner: «la conciencia no está en nosotros, sino que nosotros estamos “en” la conciencia, es
decir, nos relacionamos con el ambiente en cuanto cuerpos intrínsecamente dotados de movilidad [...]. La
actualización [de la conciencia] está garantizada siempre y cuando la relación unitaria entre el sujeto vital y
el ambiente, a través de la corporalidad, se dé en ambos sentidos, el receptor y el motor. La conciencia no es
sino esta forma y esta condición fundamental del comportamiento de un ser vivo, en su posición autónoma,
respecto del ambiente»; por esta razón, entonces, Plessner puede afirmar que «no es necesario que la
conciencia sea autoconciencia». El “sujeto”, en este sentido, es simplemente el sujeto de una determinada
relación vital entre el cuerpo y el mundo circundante. Vease ST, págs. 67-68. A propósito de esta
caracterización no antropocéntrica de la conciencia, es interesante notar que un importante filósofo de la
biología francés, a mediados del siglo pasado, describió el proceso que subyace a la formación de la
conciencia en términos muy parecidos a los de Plessner: se trata de Raymond Ruyer, el cual sostuvo que la
conciencia no debe ser entendida necesariamente como la conciencia (posterior, por decirlo así) de los
movimientos realizados, sino como la unificación activa de los movimientos que constituyen la esfera de
acción del “sujeto” de esos movimientos. De nuevo, comprobamos que no es necesario hablar de
autoconciencia, sino más bien de una determinada relación que permite percibir unitariamente el
comportamiento de un ser vivo. Cf. R. RUYER, La genèse des formes vivantes, Flammarion, Paris, 1958, en
particular págs. 242-244.
230
Como hemos visto, entonces, el hecho de que la realidad físico-corporal corresponda
a una realidad viviente se debe a la relación dialéctica que ella emprende consigo misma y
con el ambiente circundante. Mientras que el cuerpo inorgánico se halla simplemente en un
lugar, ocupando un determinado espacio (es «raumfüllend»), el cuerpo orgánico establece
una relación activa, de oposición y de intercambio con el ambiente, así que puede decirse
que tiene y afirma su propio espacio (es «raumbehauptend»). En otras palabras, por un
lado el cuerpo inorgánico tiene un límite que determina intuitivamente (pero también
empíricamente) su inicio y su fin espaciales; por el otro, el viviente, en su plasticidad,
trasciende y realiza su propio límite, por eso no puede establecerse una correspondencia
espacial exacta entre sus límites corporales y su ser. El viviente, por lo tanto, es un ser
caracterizado por su capacidad de movimiento autónomo, de autorregulación, de
regeneración y de reproducción: se trata, a todos los efectos, de un ente dinámico que se
proyecta más allá de su momentánea ubicación espacial y temporal, pues su naturaleza es
la de un ser que deviene: «una cosa dotada de un carácter posicional puede ser sólo en la
medida en que deviene. El proceso es la modalidad de su ser».92 En cualquier caso, como
hemos señalado antes, según la teoría de Plessner la “trascendencia” del cuerpo del
viviente se realiza siempre en dos sentidos: hacia fuera y hacia dentro. Por eso, el hecho de
que un ser vivo, dotado de posicionalidad, afirme su propio espacio significa que el
carácter procesual de su devenir se da no sólo como superación de sí hacia fuera (über ihn
hinaus), sino también como un devenir constantemente “sí mismo”: en el proceso, el ser
vivo deviene otro, pero al mismo tiempo sigue siendo sí mismo, conservando una identidad
y una unidad individual que podemos intuir. Esta peculiar forma de cohesión es posible
gracias a la presencia virtual de ese núcleo, de ese punto no espacial alrededor del cual se
organiza el todo de su ser. Como decíamos antes, el organismo –colocándose
dinámicamente dentro de sí– dispone de un “centro” virtual que se hace “portador” de sus
características y sus partes esenciales, garantizando así una forma unitaria y constante. De
ese modo, afirma Plessner, «el cuerpo del viviente es un Sí [Sich], es decir, un ser que no
se resuelve simplemente en la unidad de todas sus partes, sino que también está puesto en
el punto de unidad (presente en cada unidad), en tanto que punto separado de la unidad del
todo».93 El Sich es, por lo tanto, aquel organismo que tiene sus partes. Ahora bien, es el
mismo Plessner quien advierte que estas expresiones no están cargadas de una connotación
92
ST, pág. 132.
93
ST, pág. 158.
231
psicológica: su uso, pues, tiene que ver con la determinación estructural del cuerpo. Eso sí,
la estructura del Sich es, por decirlo así, la condición de posibilidad del desarrollo del
mundo psíquico, pero de por sí no contiene todavía esa esfera. Así, pues, la existencia de
una forma de interioridad (tal y como hemos intentado caracterizarla a través de la
elaboración teórica plessneriana, que rechaza cualquier tipo de implicación ontológico-
sustancial) no está vinculada únicamente a la naturaleza humana, sino, más en general, al
cuerpo de todo ser vivo. A este propósito, el siguiente fragmento es muy explícito y podría
ser considerado como un verdadero manifiesto anti-dualista, anti-subjetivista y anti-
metafísico, pero (nota bene) radicalmente distinto, si no contrapuesto, respecto de todas
aquellas posiciones filosóficas del siglo pasado que pretendieron superar el subjetivismo a
través de un giro existencial o hermenéutico:
«el paso de la exterioridad a la interioridad, del mundo del ser al mundo del tener, no se da
únicamente en el hombre (sólo por el hecho de que lleva a cabo una consideración y una
exploración filosófica de sí mismo), sino en cualquier manifestación de la vida».94
De este modo, queda patente la intención de Plessner de romper con toda tradición de
pensamiento que postula la prioridad (ontológica o epistemológica) del principio subjetivo,
pero sin proponer ningún tipo de “panpsiquismo”: de hecho, el elemento subjetivo hace su
aparición en la naturaleza a través de la realidad orgánica –sin por eso ser su causa
material– y sus manifestaciones pueden describirse en función de la complejidad del
desarrollo posicional del viviente.
En la teoría plessneriana de la ‘posicionalidad’, como hemos visto, el cuerpo ocupa
sin duda el lugar más importante. La identificación misma de los caracteres esenciales en
virtud de los cuales puede hablarse de ‘vida’ se obtiene analizando la estructura posicional
del cuerpo, junto con el abanico de las formas posibles de relacionarse con su propio
límite. De este modo, Plessner logra alejar la discusión sobre el origen de la vida (que,
desde un punto de vista meramente físico-químico, constituye el objeto de estudio de las
ciencias, no de la filosofía) de todas aquellas tendencias metafísicas que postulan la
existencia (real) de una suerte de “aliento vital” que atravesaría la materia, es decir, de algo
que habría que añadir o superponer a la realidad material. El viviente, pues, es reconocible
únicamente gracias a una forma peculiar de organización posicional del cuerpo, así como
94
ST, pág. 159.
232
este último es el elemento que permite identificar fenomenológicamente las distintas
posibilidades de realización existencial del viviente, que derivan de las distintas formas
mediante las cuales el cuerpo está puesto en una determinada relación consigo mismo.
Ahora bien, antes de examinar dichas posibilidades (las formas abierta y cerrada del
viviente), será oportuno insistir un poco más en la importancia de la relación entre el
cuerpo y el ambiente. Un aspecto fundamental, a este propósito, es el desdoblamiento que
el viviente experimenta, sin por eso perder su carácter unitario: por un lado es un núcleo –
el «Subjekt des Habens» mencionado antes– y, por el otro, es algo así como el «órgano de
sí mismo»,95 el «Objekt des Habens», esto es, el “instrumento” del cual se sirve el
organismo para realizar sus propios fines vitales. En cualquier caso, explica Plessner, las
“partes” que se refieren a ese núcleo no son sino sus propios órganos, encargados de
interactuar con el exterior, pero sin dejar de participar en la unidad del organismo. Esto
significa que la automediación llevada a cabo por dicha unidad incluye también una zona
externa, un ambiente, que, según la conceptualización posicional elaborada por Plessner, es
llamado también ‘campo posicional’: «en sus órganos, el cuerpo vivo va más allá de sí y
regresa a sí, pues los órganos están abiertos y forman un ciclo funcional con aquello hacia
el cual se abren. De este modo surge el ciclo vital, que es constituido por el organismo y
por el campo posicional».96 Según Plessner, entonces, es necesario hablar de un ‘ciclo’
porque ninguno de los dos componentes tiene una preeminencia absoluta sobre el otro. La
relación que se establece entre el organismo y el ambiente no conlleva ni una mera
adaptación del primero al segundo, ni una independencia total del segundo respecto del
primero. Más bien puede decirse que la interacción genera una modificación biunívoca: la
selección natural, por lo tanto, debería caracterizarse no tanto como una adaptación pasiva
del viviente al ambiente orientada a la supervivencia del primero, sino como una lógica
dinámica de relaciones entre el sistema individual y su respectivo «campo posicional», en
la que también este último está sujeto a posibles modificaciones.97
95
ST, pág. 191.
96
ST, págs. 191-192.
97
A propósito de la importancia de la noción de ‘ambiente’ para el conocimiento del viviente, es
imprescindible hacer referencia a Georges Canguilhem, el cual desarrolló algunas consideraciones muy
interesantes, desde un punto de vista histórico-epistemológico, sobre la relación entre el organismo y el
ambiente. «Después de tres siglos de física experimental y de matemática, el ambiente, que antes significaba
lo que está en torno [environnement], ahora significa, tanto para la física como para la biología, el centro [...]
La física es una ciencia de los campos, de los entornos. Pero se acabó descubriendo que, para que hubiera un
233
El viviente, pues, mantiene una relación de dependencia e independencia con el
ambiente: en este sentido, Plessner define como ‘forma’ –empleando un término
perteneciente al universo conceptual de unos de sus maestros, el filósofo y biólogo Hans
Driesch–98 el modo específico en que se puede darse (a priori) dicha relación. Todo ser
vivo presenta un cierre (el cuerpo-objeto, la inserción en el ambiente) y una apertura (el
cuerpo vivo, la realización de los límites, la interacción con el ambiente); pues bien, la
tesis de Plessner es que el equilibrio entre estos dos momentos contrapuestos (pero, al
mismo tiempo, inescindibles) puede efectuarse de dos ‘formas’, entendidas como esas
categorías que, en la teoría posicional, se hacen cargo de describir conceptualmente (esto
es, haciendo uso de un esquema a priori) la transición del reino vegetal al reino animal –
una transición que, en cualquier caso, posee una graduación infinitesimal, que sólo la
biología puede describir empíricamente. Las formas en que puede darse dicha relación,
entonces, son esencialmente dos: abierta (típica de los vegetales) y cerrada (típica de los
animales). En función de su ‘forma’, el cuerpo adquiere un grado distinto de autonomía
respecto del ambiente, que a su vez determina un distinto nivel de su carácter mediato y
que, desde el punto de vista morfológico, se manifiesta a través de una distinta propensión
del cuerpo hacia el exterior, hacia su propio campo posicional. A una relación más
inmediata y directa del organismo con el ambiente, le corresponde una separación, una
independencia y una unidad individual inferiores: por eso los vegetales representan la
primera modalidad de especificación, en sentido posicional, de la ‘vitalidad’, de ese
desdoblamiento esencial típico de cualquier viviente. Plessner sostiene así que las plantas
se caracterizan por su ‘forma abierta’, es decir, por esa forma que «integra de manera
entorno, hacía falta un centro. Es la posición de un viviente capaz de referirse a la experiencia vivida en su
totalidad, la que otorga al ambiente el sentido de las condiciones de la existencia [...]. El hecho de explicar el
centro mediante el entorno puede parecer hasta paradójico». G. CANGUILHEM, La connaissance de la vie,
Vrin, Paris, 2003 (1952, 19652), pág. 122 (existe una traducción española de esta obra, a cargo de F. Cid y
editada en 1976 por Anagrama, pero hemos preferido servirnos directamente de la edición original, pues la
versión española de este fragmento nos pareció muy poco comprensible). En cuanto a la cuestión que
estamos tratando, el capítulo más importante de La connaissance de la vie es, por supuesto, el tercero de la
tercera sección, titulado “Le vivant et son milieu”.
98
Lo reconoce el mismo Plessner: «El uso de los conceptos ‘forma abierta’ y ‘forma cerrada’ para diferenciar
la organización de las plantas de la organización de los animales se remonta a Driesch. Sin embargo, el no
atribuye un significado absoluto a dicha contraposición, puesto que existirían ‘formas abiertas’ también en el
reino animal (por ejemplo en los corales, en los hidrozoos, en los briozoos o en las ascidias), junto con con
varias analogías con la formación de la forma vegetal». ST, pág. 219.
234
inmediata el organismo, con todas sus manifestaciones vitales, en el ambiente,
convirtiéndolo en una parte no independiente del ciclo vital a él correspondiente».99 A este
propósito, es importante señalar que la ‘forma abierta’ no permite hallar empíricamente los
caracteres morfológicos típicos de los vegetales, sino únicamente desde ese punto de vista
fenomenológicamente abierto del cual ya hemos hablado. Así, pues, sostiene Plessner que
todos dichos caracteres no son sino la expresión de la falta de autonomía del organismo
vegetal respecto del ambiente: se citan, por ejemplo, la ausencia de un órgano central de
representación, el predominio de la función asimiladora, la falta de una diferenciación de
los tejidos en órganos para la nutrición, la digestión y la excreción, o la presencia de una
“rítmica” vital vinculada, sin ninguna solución de continuidad, a las condiciones del
ambiente circundante (día/noche, oscuridad/luz, frío/calor, etc.).
La unidad orgánica, en el caso de las plantas, es entonces muy elemental (sin por eso
dejar de realizar constantemente –como cualquier viviente– una actividad de mediación de
las partes en la unidad). La ‘forma cerrada’, en cambio, describe una composición interna
determinada por la mediación en la unidad de una verdadera contraposición entre las
partes, es decir, entre los distintos tipos de órganos. Esta mediación, además, “genera”
(insistimos en el hecho de que Plessner no habla en términos de causalidad físico-química)
una unidad central en torno a la cual se “recoge” la organización corporal; así, el contacto
con el ambiente no se produce en tanto que totalidad orgánica, sino en tanto que cuerpo,
que se convierte en el “estrato” intermedio entre el viviente y el ambiente, cuya relación ya
no tiene un carácter inmediato. Por eso Plessner sostiene que «la forma cerrada es aquella
mediante la cual el organismo, en todas sus manifestaciones vitales, se inserta en el
ambiente de manera mediata, convirtiéndose en una parte independiente respecto del ciclo
vital a él correspondiente».100 El organismo perteneciente al reino animal, por lo tanto,
logra introducir un “estrato” intermedio entre sí mismo y el ambiente. Dicho de otra forma,
en él se halla una zona pasivo-receptiva (la organización sensorial) y una zona activo-
configuradora (la organización motora); al mismo tiempo, la contraposición entre dichas
zonas se realiza de forma unitaria gracias a la presencia de un órgano central de mediación,
es decir, el sistema nervioso.101 El cuerpo, pues, resulta desdoblado: por un lado es sí
99
Ibidem.
100
ST, pág. 226.
101
«El esquema sensoriomotor –argumenta Plessner– [...] es la condición de posibilidad de la forma cerrada,
de la idea de organización animal, en virtud de la cual se vuelven inteligibles en su unidad todos los
caracteres esenciales de la vida animal». ST, pág. 230.
235
mismo en tanto que cuerpo físico y, además, se tiene a sí mismo en tanto que medio para
establecer una relación con el ambiente. En este último caso, una unidad superior (el
sistema nervioso central) se hace cargo de coordinar el cuerpo, que, en cualquier caso, no
deja de ser ese conjunto que incluye también el centro de mediación y representación.
Plessner introduce así la diferenciación conceptual –que no implica, obviamente, una
separación empírica o una distinción espacial– entre el cuerpo-objeto (Körper) y el cuerpo
vivo (Leib):102 este último viene a ser la corporalidad vivida, regulada y coordinada por el
individuo, el conjunto de actos llevados a cabo por el centro virtual o también, en términos
de Plessner, «ese centro a través del cual el sujeto viviente está en relación con el
ambiente».103 El siguiente fragmento resulta, en nuestra opinión, bastante esclarecedor:
«La corporalidad [Leib] no es lo mismo que el cuerpo, aunque, desde un punto de vista
objetivo, se trata de la misma cosa. Cuando levanto un brazo o cuando un niño aprende a
andar, ciertos músculos son estimulados. Sin embargo, de ese modo lo que se describe es el
evento cuerpo, y no el evento corporalidad. Lo que que acontece en el caso de la
corporalidad es distinto. Por supuesto los órganos y las articulaciones tienen un papel
esencial, así como las sensaciones cutáneas y las distintas formas del tacto. Pero la
corporalidad no es ni mera sensación ni mera conciencia del propio cuerpo, formado por
huesos, tendones, músculos, vasos, nervios, etc. Es, en cambio, una realidad viva [eine
lebendige Realität]. Esto se aprecia especialmente en la forma mediante la que disponemos
de ella. Andar, levantar, sentarse, levantarse, todos estos son comportamientos vitales [...]
que determinan, en la posición vital del individuo [...] una correlación esencial con su propio
cuerpo».104
102
Es necesaria, a este propósito, una aclaración terminológica. En la traducción española de Grenzen der
Gemeinschaft, que fue publicada el año pasado (cf. supra, pág. 34, nota 26), hemos optado por traducir Leib
con ‘cuerpo orgánico’ y Körper con ‘cuerpo objeto’, explicando nuestra elección en una Nota preliminar (cf.
H. PLESSNER, Límites de la comunidad, op. cit., pág. 20). Sin embargo, para traducir el alemán Leib, aquí
preferimos emplear la expresión ‘cuerpo vivo’, puesto que tenemos a disposición mucho más contexto
plessneriano, que nos permite matizar de forma más pormenorizada la diferencia categorial que se establece
entre las caracterizaciones posicionales de la esfera vegetal y la esfera animal. ‘Cuerpo vivo’, en el contexto
más reducido de Límites de la comunidad, nos parecía una expresión demasiado vaga, mientras que ahora,
gracias a la posibilidad de emplear una serie de sinónimos o perífrasis (corporalidad vivida, etc.), esta opción
se nos antoja mucho más clara.
103
ST, pág. 231.
104
ST, págs. 36-37.
236
A esto se refiere Plessner, entonces, cuando emplea las expresiones ser un cuerpo
(Leibsein) y tener un cuerpo (Körperhaben): se trata del desdoblamiento que describe,
desde un punto de vista categorial o posicional, la base existencial del organismo animal,
que es un cuerpo y a la vez tiene su propio cuerpo.
La duplicidad Körper-Leib, además de no poner nunca en entredicho la unidad
esencial del organismo animal, implica una transformación del carácter subjetivo del
organismo: dicho con una fórmula muy sintética, el Selbst (que, como hemos visto, surge
gracias al carácter unitario y organizado del viviente) se convierte en un Sich, es decir, en
una forma reflexiva del Selbst. Típica de este estadio es, por lo tanto, la presencia a sí, la
distinción consciente entre el cuerpo-objeto y el cuerpo vivo (la corporalidad), entre el sí y
el ambiente. Este hiato (al menos en aquellos animales superiores en lo que la
centralización está cabalmente desarrollada) permite al animal relacionarse con el
ambiente de modo frontal y reaccionar frente a determinados estímulos no de forma
inmediata y automática, sino seleccionando las respuestas del comportamiento, es decir,
coordinando las reacciones frente al estímulo, lo que significa también poder posponer las
reacciones. La reflexividad posicional corresponde, por lo tanto a una suerte de auto-
relación, es decir, a un sistema autorreferencial cuyos elementos constitutivos, como
escribió también Luhmann (si bien en otro contexto), «están integrados como unidades de
función», haciendo posible «una remisión a la autoconstitución».105
Ahora bien, el carácter mediato de la existencia del organismo animal, según
argumenta Plessner, todavía no es completo, total: «el límite de la reflexividad se halla en
la oscilación ineliminable entre el estar dentro y el estar fuera de sí».106 En otras palabras,
la presencia a sí, es decir, la posibilidad de dirigir los actos del cuerpo en virtud de la
distinción entre Leib y Körper, no implica necesariamente una contraposición respecto de
105
N. LUHMANN, Sistemas sociales, op. cit., pág. 56. El sociólogo alemán continúa su razonamiento
afirmando que «los sistemas autorreferenciales operan necesariamente por autocontacto y no tienen ninguna
otra forma de relación con el entorno que ese autocontacto». La semejanza con el lenguaje y la
conceptualización de Plessner nos parece sorprendente. En cualquier caso, la comparación del funcionalismo
sistémico de Luhmann y la bio-filosofía plessneriana, pese a ser muy prometedora desde el punto de vista
teórico-conceptual, nos alejaría demasiado del objetivo que nos hemos propuesto alcanzar en este trabajo.
Para profundizar en la cuestión de la proximidad teórica entre la propuesta de Plessner y las nuevas fronteras
de la teoría social, es muy recomendable la lectura de G. GAMM, M. GUTMANN, A. MANZEI (Hg.), Zwischen
Anthropologie und Gesellschaftstheorie. Zur Reinassance Helmuth Plessners im Kontext der modernen
Lebenswissenschaften, transcript, Bielefeld, 2005.
106
ST, pág. 227.
237
sí mismo: la reflexividad no logra superar dicha oscilación, por eso podemos decir que el
carácter céntrico del animal constituye su propio límite, que corresponde a la imposibilidad
de observar desde fuera su propia existencia. En palabras de Plessner, «el animal existe a
partir de su centro [aus seiner Mitte heraus], vive en su centro [in seine Mitte hinein], pero
no vive en tanto que centro [als Mitte]».107 Para alcanzar la forma ‘ex-céntrica’, pues, hay
que colocar la mirada sobre la especie homo, que no dispone de otro tipo de organización
posicional, sino que representa una complicación extrema de la forma cerrada y céntrica
típica de cualquier organismo animal. En el caso del ser humano, lo que acontece es una
reflexión total del sistema vital, pues el hombre no sólo se hace cargo de coordinar una
corporalidad (su Leib), relacionándose de modo frontal y autónomo con el ambiente, sino
que también está consciente de su propia situación respecto de sí mismo y del mundo
externo. En otras palabras, es capaz de objetivar hasta su propio centro de mediación,
colocándose, por decirlo así, más allá de sí mismo, y estableciendo «una relación con el
hecho mismo de vivir a partir de un centro», esto es, con «el carácter reflexivo del cuerpo
representado a través de un centro».108 Por supuesto, la base desde la que toma cuerpo esa
doble reflexividad no es sino la estructura posicional céntrica típica de cualquier animal;
por eso, como recuerda Plessner en varias ocasiones, no tiene ningún sentido colocar al
hombre, desde el punto de vista biológico, en una esfera que no sea la de la animalidad.
Traducido en términos posicionales, esto significa que, a diferencia de lo que ocurre con la
transición de la «forma abierta» a la «forma cerrada», no se da ninguna transformación de
la «base existencial» del viviente. Efectivamente, el ser humano conserva la distinción
posicional típica del organismo animal entre Körper y Leib: la única diferencia se debe al
hecho de que, además, está consciente de dicha distinción. Se trata, pues, de una forma
extrema de realización (Vollzug) de la relación entre el organismo y el ambiente –y entre el
organismo y sí mismo–: la posicionalidad ex-céntrica del hombre, por lo tanto, no
representa ninguna excepción en el contexto del mundo orgánico, sino más bien una
complicación de susdicha relación. Lo que sí diferencia la especie homo de los demás
organismos animales es el hecho de que, en estos últimos, la reflexividad se “pierde” en la
realización de la relación, mientras que, en el hombre, es exhibida, manifiesta, con lo cual
también puede decirse que no se trata simplemente de una relación “interior-exterior”, “sí
mismo-otro”, sino de una relación que acontece ante todo en cuanto distancia
107
ST, pág. 288.
108
ST, pág. 290.
238
autorreflexiva del centro respecto de sí mismo. Una distancia que no se “pierde” en
ninguna realización de la relación, que representa, por decirlo así, el trasfondo permanente
desde el que toma cuerpo cualquier tipo de relación consigo mismo y con el ambiente
circundante.
Ahora bien, lo que Plessner remarca enérgicamente ya en su obra de 1928 es que esta
forma de “ulterioridad”, esta excentricidad de la forma de vida humana, exactamente como
ocurría en el caso de la realización del límite en tanto que característica fundamental del
viviente, debe ser entendida de forma intuitiva, pues no se trata de un carácter visible,
empíricamente demostrable. Dicho de otro modo, ese más allá de sí mismo no debe
entenderse como un lugar físico, como una sustancia material: la toma de distancia
respecto del centro de mediación desde el que el organismo animal experimenta
(coordinándola) su propia corporalidad, no conduce a un más allá empíricamente
determinado. En palabras de Plessner, «si hay un punto absoluto del aquí y ahora, el centro
posicional del viviente, entonces no tiene ningún sentido suponer que haya, además, algo
detrás o delante, antes o después de ese mismo punto central».109 Es evidente que Plessner
quiere evitar cualquier desbordamiento hacia una sustancialización del centro subjetivo, lo
que conllevaría la posibilidad de deducir la autoconciencia de la reflexividad total
alcanzada con la complicación extrema de la forma posicional animal. Pero la
posicionalidad excéntrica no debe ser considerada como una consecuencia de la capacidad
del hombre de reflexionar sobre sí mismo, pues de lo contrario se correría el riesgo de
sustancializar esa distancia que el hombre experimenta frente a sí mismo (el “yo”),
entendiéndola como aquel sustrato –supuestamente capaz de autogenerarse– que
garantizaría la capacidad de verse a sí mismo desde fuera. La metáfora visual no es en
absoluto casual (aunque Plessner nunca se refirió explícitamente a otra célebre metáfora
visual, mucho más conocida, contenida en el Tractatus de Wittgenstein),110 pues aquí el
109
ST, pág. 289.
110
Cf. L. WITTGENSTEIN, Tractacus logico-philosophicus (1922), edición esp. de J. Muñoz, I. Reguera,
Tractacus logico-philosophicus, Alianza, Madrid, 2005. A este propósito, las proposiciones más relevantes
son la 5.632 («El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo»), la 5.633 («¿Dónde
descubrir en el mundo un sujeto metafísico? Dices que ocurre aquí enteramente como con el ojo y el campo
visual. Pero el ojo no lo ves realmente. Y nada en el campo visual permite inferir que es visto por un ojo») y
la 5.641 («El yo filosófico no es el hombre, ni el cuerpo humano, ni el alma humana, de la que trata la
psicología, sino el sujeto metafísico, el límite –no una parte del mundo»). Ivi, págs. 145, 147.
239
discurso racional, en efecto, se aventura hacia los límites de lo explicable conceptualmente
y las metáforas se vuelven indispensables:
«sólo el ojo puede ver; y el ojo puede ser visto sólo por otro ojo. Puesto que no disponemos
de varios ojos, colocados uno detrás del otro, el hecho de que el ojo pueda verse a sí mismo y
el sujeto esté dado a sí mismo no puede fundarse en una multiplicación (que de por sí es
absurda) del núcleo subjetivo».111
Por supuesto, lo que acabamos de exponer, según Plessner, no vale sólo en el caso
del carácter ex-céntrico de la existencia humana, sino para cualquier organismo que vive a
partir de un núcleo subjetivo (es decir, para el viviente dotado de una ‘forma cerrada’). El
error que no hay que cometer, entonces, es pensar el centro posicional «como algo
presente, fijo y definido, como una característica corpórea», pues de hecho se trata de una
«concepción tanto cómoda como falsa, que se olvida de que se trata de un carácter
posicional, cuya presencia está vinculada a una realización [...], en el sentido de la
vitalidad de un ser, que se determina en virtud del límite en cuanto principio
constitutivo».112 En otras palabras, un centro posicional puede darse exclusivamente
mediante una realización (Vollzug), por eso no puede hablarse, ni siquiera en el caso de la
existencia excéntrica del ser humano, de una verdadera presencia (en sentido sustancial) de
ese punto de fuga desde el cual el hombre asiste –en calidad de espectador, esto es,
tomando distancia– al encuentro entre el mundo interior y el mundo exterior. La
excentricidad de la forma de vida humana, pues, no es sino el producto más complicado de
la dinámica que, como hemos subrayado varias veces, es característica de todo ser vivo:
dicha dinámica no es sino la realización de ese límite que permite al viviente establecer
una relación inextirpable (si no a través de la muerte) con el ambiente circundante. En
definitiva, eso significa que el ser humano, al estar consciente de ser al mismo tiempo Leib
y Körper, corporalidad vivida y cuerpo-objeto (cabeza, tronco, extremidades, músculos
voluntarios e involuntarios, etc.), debe aprender a orientarse en la simultaneidad
ineliminable de esas dos modalidades de la existencia corporal, construyendo una relación
equilibrada entre la percepción inmediata de un cuerpo propio –una corporalidad vivida– y
de un cuerpo objetivo –un cuerpo entre otros cuerpos–, a partir de un punto de fuga que
permite tomar distancia respecto de ambas modalidades, una operación que el carácter
111
ST, pág. 289.
112
ST, pág. 290.
240
céntrico de la existencia del organismo animal no humano hace innecesaria. En una obra
posterior a Die Stufen des Organischen und der Mensch, Plessner volverá sobre estas
cuestiones, aclarando –también a través de un buen número de ejemplos– su punto de
vista. Así, en Lachen und Weinen, leemos que el tener un cuerpo (Körper) y el ser un
cuerpo (Leib), en el caso del ser humano, «se entrecruzan y forman una curiosa unidad. Sin
duda se dejan caracterizar y estudiar de forma distinta y autónoma, pero no pueden ser
separados […]. Pretender aislar una disposición de la otra significaría negar la necesidad
de su recíproco entrecruzamiento»;113 además, argumenta Plessner, el hombre «ni es sólo
cuerpo, ni tiene sólo un cuerpo. Cada exigencia de la vida física requiere un equilibrio
entre el ser y el tener, entre el afuera y el adentro».114 En otras palabras, la complicación
posicional alcanzada por el ser humano implica la presencia (que, como hemos recordado,
no llega a ser empíricamente demostrable, algo físicamente presente) de una fractura, de
un hiatus desde el que el hombre está consciente de ser y tener un cuerpo. Esa fractura no
es sino el «punto de la excentricidad, el yo no objetivable»115 que efectúa constantemente
la mediación entre el Körperhaben y el Leibsein, haciendo posible la toma de distancia
tanto respecto de los objetos externos, como de las vivencias internas. Dicho de otra forma,
la categoría de la ‘posicionalidad ex-céntrica’ no es sino el nombre de una de las posibles
realizaciones de la relación entre un cuerpo orgánico y el ambiente, lo que confirma una de
las tesis de fondo de la bio-filosofía plessneriana, según la cual la conciencia (que en el
caso del hombre es una conciencia doblemente reflexiva) es la unidad “móvil” de sujeto y
ambiente; una unidad en la que ninguno de los dos componentes dispone de una prioridad
ontológica o epistemológica.
Lo que caracteriza, desde un punto de vista posicional, la forma de vida humana es,
por lo tanto, una cierta relación que el hombre establece con su propio «mundo interno» (el
conjunto de sus vivencias, experimentado no sólo de forma inmediata, sino también a
través de una toma de distancia que obliga a una constante mediación) y con el ambiente,
113
H. PLESSNER, La risa y el llanto, op. cit., pág. 34, trad. modificada. Leamos también, en paralelo, el
siguiente fragmento tomado de la obra de 1928: «Ambas visiones resultan necesarias: el hombre como
corporalidad en el centro de una esfera que siente, quiere, conoce [...]; y el hombre como cosa corpórea en un
lugar cualquiera de un continuum espacio-temporal [...], una visión que conduce a la concepción físico-
matemática. Corporalidad y cuerpo no coinciden, si bien no forman en absoluto dos sistemas efectivamente
separables». ST, págs. 294-295.
114
ID., La risa y el llanto, pág. 35.
115
ST, pág. 295.
241
que Plessner llama «mundo externo», vehiculando así la idea de que ese hiatus respecto de
sus propias vivencias resulta activo también hacia fuera, es decir, impulsando una
objetivación constante de todos los elementos del ambiente circundante. Pues bien, esa
doble fractura, descrita fenomenológicamente como el «punto de la excentricidad», genera
unos productos, lo que también, generalmente, se designa con el nombre de “cultura”, es
decir, el conjunto de los comportamientos del ser humano respecto de sí mismo y del
ambiente. Así, pues, el principio de la posicionalidad excéntrica permite describir (siempre
desde un punto de vista fenomenológico) el paso de la esfera biológica a la esfera cultural;
una transición que, sin embargo, no debe entenderse, según Plessner, como una
“evolución” o como una transición unidireccional que aconteció una tantum en un pasado
lejano, intemporal o mítico, sino como una complicación de la lógica vital que caracteriza
la forma de vida de la especie homo, observada e interpretada empleando el Leitmotiv
categorial de la relación organismo-ambiente. En ningún caso la lógica del bios es
superable: más bien podría decirse que lo que resulta insuperable es la complicación
alcanzada en la realización posicional correspondiente a la esfera humana. Por esta razón,
Plessner opta por hacer culminar la labor teórica de la bio-filosofía enunciando las tres
«leyes antropológicas fundamentales», encargadas de interpretar en términos conceptuales
esa transición continua, esa insuperable complicación de la lógica vital alcanzada en el
grado posicional del hombre.116 En otras palabras, dichas leyes vehiculan la necesidad de
entender –desde ese punto de vista posicional mediante el que se han interpretado todas las
manifestaciones de la ‘vitalidad’– la modalidad categorial (y no las causas materiales, pues
116
Si la analizamos a través del prisma conceptual del desencantamiento filosófico típico de nuestra época
posmoderna y presuntamente libre de cualquier referencia a un ámbito normativo o trascendental, la
terminología aquí empleada –«anthropologische Grundgesetzte»– nos podría parecer harto intempestiva,
fuera de lugar o inactual; sin embargo, si tenemos en cuenta los análisis de tipo sociológico-cultural
desarrollados en el parágrafo precedente, esa opción terminológica no nos parecerá tan singular, pues hemos
visto hasta qué punto el proyecto antropológico plessneriano elaborado a lo largo de los años 20 del siglo
pasado puede ser interpretado como unos de los posibles puntos de confluencia entre la configuración
copernicana y post-copernicana del saber (un punto que es también de inflexión, ya que fue precisamente en
aquellos años cuando se llevó a cabo definitivamente la superación del primer “paradigma”). Además, como
intentaremos mostrar más adelante, Plessner, en sus obras posteriores, matizará cada vez más la importancia
hermenéutica y explicativa de los caracteres esenciales de lo orgánico (de los que forma parte, por supuesto,
también la ‘Exzentrizität’ y las ‘anthropologische Grundgesetzte’ a ella correspondientes), optando por un
modelo interpretativo más dinámico, encarnado a la perfección por la categoría de ‘Verkörperung’.
242
en este caso no se trata de describir la causalidad físico-química) del devenir cultural de lo
que, en el hombre, no deja de ser una complicación de su peculiar bios.
La primera ‘anthropologische Grundgesezt’ presenta y justifica la artificialidad
natural (natürliche Künstlichkeit) del ser humano. Como hemos visto precedentemente, el
carácter excéntrico de la existencia del hombre permite describir este último como un ser
que se halla siempre también fuera de sí, desdoblado, no perfectamente integrado con su
ambiente, es decir, un ser que hace del desequilibrio su condición fundamental. Por eso,
Plessner argumenta que el hombre, en su realización vital-existencial, no logra nunca
sentirse totalmente insertado en un proceso único y sin solución de continuidad, como
ocurre, en cambio, en las formas posicionales abierta y cerrada. Por el contrario, el ser
humano está siempre obligado a hacerse y a convertirse en aquello que ya es: en virtud de
su posición transversal y, además, colocado en la fractura existencial que funde el ser un
cuerpo y el tener un cuerpo en un único punto de vista que tiene conciencia de ambas
modalidades, el hombre siempre debe «dirigir la vida que vive».117 En efecto, sostiene
Plessner, no se encuentra «simplemente absorbido, como el animal que vive a partir de su
centro sin poderse separar de él, sino que está en su centro y, al mismo tiempo, sabe de su
propio posicionamiento [Gestelltheit]».118 Dicho de otra forma, puesto que no se resuelve
totalmente en el ciclo vital (como la planta) o en el punto central desde el que el animal no
humano experimenta su desdoblamiento (en Körper y Leib) sin llegar a saber de él, para el
hombre la vida es, por decirlo así, una tarea, un cometido, algo que ha de realizar y
construir también a través de elementos que no son tout court naturales. La mediación
artificial, pues, se hace vitalmente necesaria: «en virtud de su forma de existencia, [el
hombre] es artificial por naturaleza».119 La forma de vida excéntrica, por lo tanto, conlleva
algo así como una necesidad de complementación (Ergänzungsbedürftigkeit), que, sin
embargo, no debe ser concebida en términos subjetivos o psicológicos. Dicha necesidad,
argumenta Plessner, «es anterior a cualquier impulso, pulsión, tendencia o querer del
hombre», pues en ella reside «el movens de todas las actividades específicamente humanas,
es decir, de la actividad orientada hacia lo irreal y que opera con medios artificiales, así
como el fundamento último de cualquier instrumento, esto es, la cultura».120
117
ST, pág. 310.
118
ST, pág. 309.
119
ST, pág. 310.
120
ST, pág. 311.
243
Lo que acabamos de exponer tiene una implicación muy relevante, a saber: el
conjunto de operaciones basadas en la abstracción, objetivación e instrumentalización, que
a su vez siempre están insertadas en una serie de relaciones ante todo pragmáticas, en
ningún caso puede proceder de los actos de un supuesto lado espiritual autónomo y
soberano que se se hallaría en el hombre. Pero tampoco puede decirse (como hizo Gehlen)
que ese conjunto de operaciones es el resultado de una super-compensación que derivaría
de una inferioridad biológica, es decir, de una serie de primitivismos ontogenéticos y
filogenéticos.121 En efecto, en el prólogo a la segunda edición de Die Stufen des
Organischen un der Mensch, Plessner intenta desmontar el dispositivo argumentativo de
Gehlen, basado en la centralidad del concepto de ‘Entlastung’ (descarga), según el cual la
acción propiamente humana se caracterizaría por ser una verdadera compensación de la
falta de instintos especializados y de las carencias orgánicas y morfológicas (estructura
somática inadecuada para la fuga, falta de órganos naturales de defensa y de una
protección capilar capaz de proteger de la intemperie, órganos sensoriales supuestamente
poco desarrollados, etc.), respecto de las cuales el lenguaje (en cuanto prototipo de toda
acción simbólica y, por lo tanto, compensatoria) puede otorgar una suerte de descarga. Sin
embargo, sostiene Plessner, «la concepción del lenguaje como acción, desgraciadamente,
no permite avanzar mucho. A toda exoneración que implica un ahorro en el desgaste
corporal le corresponde un aumento de cargas [Belastungen] que derivan de la creciente
dependencia respecto del comportamiento guiado lingüísticamente»; en otras palabras,
«gracias a la función representativa de las palabras se constituye un mundo intermedio [...],
121
Es la tesis que Gehlen desarrolló en su gran obra de 1940, Der Mensch, y que, a lo largo de su trayectoria
intelectual, nunca perdió su vigencia teórica. De hecho, la idea del hombre como Mängelwesen vertebra
también su célebre “teoría de las instituciones” (a este propósito, resulta imprescindible la lectura de A.
GEHLEN, Urmensch und Spätkultur. Philosophische Ergebnisse und Aussagen, Klostermann, Frankfurt,
20046 [1956]), mediante la que Gehlen, en la segunda mitad del siglo pasado, se enfrentó con varios
exponentes de la teoría crítica (Adorno, Habermas y otros), que no podían aceptar el hecho de que el
fundamento originario de la construcción de la esfera cultural y social fuera una naturaleza deficiente, que
debía ser corregida y dirigida a través de instituciones de tipo moral, social, político, etc. A este propósito,
véase D. BÖHLER, Arnold Gehlen. Handlung und Institution, en J. SPECK (Hg.), Grundprobleme der großen
Philosophen. Philosophie der Gegenwart II, UTB, Stuttgart, 19913, págs. 231-282; cf. también F. JONAS, Die
Institutionslehre Arnold Gehlens, Siebeck, Tübingen, 1966; en español, puede consultarse el siguiente
artículo, muy completo y bien desarrollado desde el punto de vista de la argumentación de Gehlen: F.
PETROLATI, Antropología, ontología e ideología (reaccionaria). En los orígenes del pathos decisionista de
Arnold Gehlen, en “Thémata. Revista de Filosofía”, núm. 39 (2007), 551-568.
244
un sistema objetivo de “significados” fijado por determinadas normas, cuya utilidad en
tanto que descarga [Entlastung] se convierte en una carga de distinto tipo».122 Asimismo,
ya en la primera edición de su obra principal, Plessner sostuvo que tanto la concepción
biologicista (en el sentido de Gehlen) como también la concepción espiritualista,
«absolutizan una única manifestación de la existencia humana, mediante la que quieren dar
razón de todo lo propio del hombre», y así no logran «salir del empirismo de las
manifestaciones biológicas o psicológicas»,123 ni consiguen relativizar el punto de vista
aislado de la inteligencia y del cálculo, que es sólo uno de los lados de la existencia
humana. En definitiva, con esta primera ley antropológica, Plessner quiere sostener que la
tendencia típica del ser humano a buscar una cierta forma de irrealidad en los productos
artificiales, en los usos y costumbres, en las múltiples formas del ritual, en la creación y
modulación de un lenguaje abstracto y a la vez orientado pragmáticamente, pero también
en la acción gratuita, superflua y excedente respecto de la esfera de la utilidad, «no tiene su
fundamento último en la pulsión, en la voluntad o en la represión, sino en la estructura
excéntrica de la vida, en el typus de su modo de existencia». Así, puede decirse que «la
ausencia constitutiva de equilibrio en su peculiar tipo de posicionalidad [...] es la “causa”
[Anlass] de la cultura».124 Es en virtud de la artificialidad natural del hombre, pues, como
la esfera cultural (entendida en sentido muy amplio, como hemos visto) se instala
plenamente en la naturaleza humana, puesto que «la artificialidad es el medium a través
del cual [el ser humano, ndt] intenta instaurar un equilibrio precario entre sí mismo y su
propio mundo».125
Con la segunda ley antropológica Plessner enuncia la inmediatez mediata (vermittelte
Unmittelbarkeit) que caracteriza al hombre, de la que procede también la expresividad en
tanto que su propio modus vital.126 En virtud de su excentricidad, el organismo humano
122
ST, pág. XVI.
123
ST, pág. 315. Además, no sólo Plessner considera erróneo absolutizar el punto de vista de una supuesta
organización bio-morfológica carente, sino que también pone en cuestión su precisión científica, que –al
menos en el caso de Gehlen– parece representar una base incontrovertible para derivar la posibilidad misma
de los actos simbólicos, representativos (y fantasmáticos, es decir, capaces de producir una presencia en la
ausencia). En efecto, «su dotación física [del ser humano, ndt] en ningún caso parece inferior a muchos otros
tipos de dotaciones, siendo incluso superior a muchos otras». ST, pág. 318.
124
ST, pág. 316.
125
ST, pág. 321.
126
El autor emplea como sinónimos el término de derivación latina Expressivität y el término germánico
Ausdrücklichkeit: por eso hemos decidido traducir, en ambos casos, con ‘expresividad’.
245
guarda una relación a la vez directa e indirecta tanto consigo mismo (configurando así el
mundo interno), como con el entorno (conformando así el mundo externo); pues bien, la
definición formal de semejante relación es la siguiente: «se dice relación indirectamente
directa aquella forma de conexión en la que el elemento intermedio es necesario para
originar y garantizar la inmediatez de la conexión».127 En realidad, como hemos
especificado anteriormente, la estructura de la inmediatez mediata es propia de todo ser
vivo, pues procede del estar puesto en sí mismo de un organismo, es decir, de la peculiar
realización del propio límite y de la auto-mediación de la unidad del cuerpo viviente a
través de sus partes. Sin embargo, en el ser humano dicha relación alcanza una
complicación ulterior, pues hemos visto que en él se produce una verdadera auto-escisión,
esto es, un movimiento centrífugo que, desvelándole el sujeto central desde el que a la vez
tiene un cuerpo y es un cuerpo, descompone al hombre en un centro y un ex-centro. El ser
humano, pues, nunca está ocultado a sí mismo, porque sabe de sí y sabe que coincide con
el objeto de ese saber; dicho de otra manera, el sujeto que se observa desde fuera (el Ich) es
consciente de ser idéntico al sujeto que está en el centro (Selbst). Esto significa que el
hombre se siente el sujeto de sí mismo, puesto que es capaz de referir a sí mismo todo lo
que acontece dentro y en torno a sí; pero esta auto-relación es, en cierto modo, inmediata,
si bien lo es sólo a través de una referencia, de una mediación, de una distancia. Dicho de
otro modo, cada vez es el hombre mismo quien, tanto interna como externamente, efectúa
la auto-relación, la mediación entre la cosa real del mundo externo (o el estado psíquico
del mundo interno) y el punto de fuga excéntrico de la relación; por esta razón, todo resulta
ser un fenómeno inmediato del mundo (externo o interno), pues el yo, en el acto mismo de
la auto-relación se convierte en pura realización, en el trámite (Hindurch) mismo de la
relación.128 Se trata, entonces, de una inmediatez mediata en la medida en que la mediación
(respecto de los objetos externos y de los estados psíquicos internos) desaparece en el acto
mismo de referirse a las cosas: así, pues, tanto las objetos como los estados tienen, para el
ser humano, un carácter inmediato.
127
ST, pág. 324. A este propósito, Plessner precisa que «lo indirectamente directo o la inmediatez mediata no
representan una insensatez, una mera contradicción que se auto-suprime, sino una contradicción que se
resuelve en sí sin invalidarse, que no pierde su sensatez, aunque no pueda respetar la lógica analítica».
Ibidem.
128
Vuelve, a este propósito, la metáfora del campo visual. Esta “desaparición” del sujeto consciente de ser el
punto de fuga de cualquier relación posible, se entiende mejor, según Plessner, si pensamos que «el ojo, en el
momento en que ve, se olvida necesariamente de sí». ST, págs. 329-330.
246
Ahora bien, dicha situación implica que, desde el punto de vista humano, ni pueden
existir unas presuntas “cosas en sí”, ni el mundo puede darse en la conciencia como una
mera aparición o representación de una realidad supuestamente íntegra, pero oculta. De lo
contrario, se acabaría otorgando un carácter sustancial, respectivamente, al objeto y al yo,
que, por el contrario, resultan indisolublemente entrelazados, puesto que existen sólo en
cuanto relación, en virtud de una referencia mutua. El objeto y el Ich, por lo tanto, vienen a
ser el punto de origen y el punto final de la trama relacional que los une ineludiblemente,
del mismo modo en que la excentricidad que caracteriza al hombre no tiene, literalmente,
lugar, dado que no es sino la oscilación constante entre el Körper y el Leib, vivida a partir
de ese punto que no es sino el trámite de su propia coexistencia. No es una mera
casualidad, entonces, el hecho de que Plessner rechace rotundamente todas aquellas
posiciones (como la de Scheler) que postulan una Weltoffenheit total, pura, ilimitada e
inmediata, que consideran al hombre como el único ser capaz de superar el ámbito de
referencia vital. En efecto, argumenta Plessner, al ser humano «no le es dada una apertura
al mundo sin limitaciones [...]. Al contrario, nuestro mundo está dado en las apariencias, en
las que lo real se manifiesta refractado a través del medium de nuestros modos de percibir
las cosas y de nuestras acciones».129 El mundo, por lo tanto, en la medida en que deja de
ser una Umwelt determinada unívocamente, sólo existe como “campo de inspección” del
hombre, es decir, como un espacio en el que las cosas, en general, se encuentras
relacionadas de alguna forma al hombre y nunca subsisten en sí como realidades
autónomas; sin embargo, también el hombre sólo puede existir en virtud de su relación con
las cosas, ya que desde siempre, por decirlo así, reside en ellas.130 Todo esto, desde un
punto de vista categorial, conlleva la necesidad de la expresividad en tanto que modus vital
(excéntrico) del hombre; paralelamente, en la realidad cotidiana, dicha situación se traduce
en una suerte de coacción a expresarse, a tender hacia unas metas que pueden ser
alcanzadas únicamente a través de determinados medios (formas lingüísticas, roles,
símbolos, instituciones, máscaras, signos, etc.), que –según el carácter aparentemente
contradictorio de la segunda ley antropológica– le garantizan al hombre el contacto
inmediato con el mundo. La expresividad, según Plessner, no es un mero sinónimo de algo
que es expresado aquí y ahora, sino la relación misma con ese algo que es el resultado de
129
H. PLESSNER, Die Frage nach der Conditio Humana (1961), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII,
págs. 136-217, aquí pág. 188.
130
«Sólo el encuentro originario del hombre con el mundo, que no es concertado previamente –escribe
Plessner– [...], puede entenderse como una verdadera realización». ST, pág. 336.
247
la expresión, es decir, el tener que tomar una postura, el mantener una cierta actitud hacia
lo que tiene que ser expresado. Se trata, en definitiva, de una “tensión” expresiva, de un
afán de decir, comprender, tener, hacer, en el que se manifiesta la imposibilidad de
coincidir perfectamente con lo que se dice, se comprende, se tiene y se hace. Afirma
Plessner que si bien «el fin de la aspiración no puede coincidir nunca con el punto final de
la realización», si bien «el hombre –al hacer un gesto, al construir una casa o al escribir un
libro– nunca obtiene lo que quiere», en cualquier caso «esta desviación [Ablenkung] hace
que su aspiración no sea ilusoria y no le niega la realización»; pues bien, «la distancia
entre la meta de la intención y el punto final de la realización de dicha intención es
exactamente el cómo, la forma o el modo de la realización».131 Por eso puede decirse que
cualquier impulso vital que cristaliza en una acción, en una forma lingüística o en un gesto,
es en sí expresivo. En otras palabras, en la expresividad toma cuerpo la posibilidad que la
excentricidad le otorga al hombre –una suerte de compensación, pero nunca definitiva– de
colmar la distancia que lo separa estructuralmente de las cosas y de sí mismo.
La tercera ley antropológica, que trata del «lugar utópico [utopische Standort]» que
ocuparía la forma de vida humana, es también la que tiene menos importancia desde el
punto de vista del análisis que estamos llevando a cabo en este capítulo. Se trata de una
serie de consideraciones de carácter casi metafísico-existencial, sobre las que Plessner,
sucesivamente, nunca volvió a insistir; es probable, además, como señalan algunos
estudiosos,132 que, tratándose de las páginas conclusivas de su gran obra de 1928, el
filósofo alemán haya optado por abandonar el modus argumentandi y el enfoque
epistemológico del resto de su obra, dejando así unas “últimas palabras” enfáticas y harto
pretenciosas, sobre todo si confrontadas con el estilo sobrio y llano que caracteriza los
demás capítulos. En pocas palabras, el lugar utópico vendría a ser una suerte de metáfora
mediante la que Plessner intenta describir la imposibilidad de especificar definitivamente y
en términos positivos la “esencia” humana, si bien no es del todo correcto hablar de
“esencia” en el caso de Plessner. Como hemos visto en relación con las dos anteriores
leyes antropológicas, la posicionalidad específica del hombre le impulsa a conocer,
objetivar, instituir normas, regular acciones y comportamientos, en una palabra, a
expresarse a través de medios naturalmente artificiales. Sin embargo, también hemos visto
131
ST, pág. 337.
132
Véase S. PIETROWICZ, Helmuth Plessner. Genese und Systeme seines philosophisch-anthropologischen
Denkens, op. cit., págs. 365 y sigs.; cf. también M. RUSSO, La provincia dell’uomo. Studio su Helmuth
Plessner e sul problema di un’antropologia filosofica, La Città del Sole, Napoli, 2000, pág. 380.
248
que, según Plessner, nunca puede darse una verdadera identificación o una coincidencia
definitiva entre el movens y la realización concreta del conjunto de las aspiraciones que,
por decirlo así, activan al hombre. Pues bien, en dicha imposibilidad de identificación
definitiva, en ese carácter siempre “ulterior” del movens expresivo, se hallaría la
posibilidad de describir en términos negativos la “esencia” del hombre, presuntamente
ubicada en un lugar utópico. La excentricidad representaría una contradicción, una
paradoja existencial,133 puesto que, hallándose el ser humano siempre en un punto espacio-
temporal específico y, a la vez, más allá de ese punto, en un fuera que, en realidad, no es
sino el trámite mismo de la relación entre los distintos puntos espacio-temporales de sus
realizaciones históricas («[el hombre] está donde está y, al mismo tiempo, donde no
está»)134, puede decirse, entonces, que experimenta una incertidumbre ineludible acerca de
su propio ubi consistam, que existe sólo en la medida en que pueda describirse –
literalmente– en términos de una utopía, es decir, de una falta de un lugar propio. A esto,
sostiene Plessner, hay que añadirle la percepción inevitable de la contingencia de la
individualidad en la masa anónima y neutra del mundo en común, en el que cada cual es
intercambiable, sustituible, representable por otros, con lo cual se genera una suerte de
«vergüenza existencial».135 Ahora bien, dicha situación determina también una necesidad
de un amparo absoluto, de un fundamento que pueda compensar la falta estructural, en los
productos de las realizaciones humanas, de un elemento originario, fundamental. Sin
embargo, argumenta Plessner, ese fundamento no puede sino resultar un mero contrapeso
ilusorio, que sólo la religión –independientemente sus múltiples manifestaciones histórica
y culturalmente determinadas– puede asegurar: «una cosa es característica de la
religiosidad, a saber: la creación de un definitivum. Lo que la naturaleza y el espíritu no
pueden otorgar al hombre, la cosa última [...]. El lugar de su vida y de su muerte, la
seguridad, la conciliación con el destino, la interpretación de la realidad, una patria: sólo la
religión puede ofrecer todo esto».136 La filosofía, en cambio, se limita a exhibir ese
carácter aleatorio, excéntrico e indeterminable a priori del ser humano, su falta estructural
de un fundamento último, sustancial. Como podemos leer en las monografías dedicadas a
133
Cf. ST, pág. 346.
134
Cf. ST, pág. 342.
135
«En su concreta sustituibilidad y en la posibilidad de ser reemplazado, el individuo obtiene la garantía y la
certeza de la casualidad de su propio ser y de su individualidad». ST, pág. 344.
136
ST, pág. 342.
249
su vida,137 Plessner –desde su posición sumamente liberal– nunca profesó ninguna
religión: es probable, por lo tanto, que estas páginas finales de Die Stufen des Organischen
und der Mensch (una obra por lo general muy sobria tanto metodológica como
estilísticamente) puedan haber representado una suerte de declaración personal de
beligerancia contra todo tipo de absolutismo y teomorfismo (no es casual la presencia, en
estas mismas páginas, de la enésima crítica hacia Scheler),138 incompatibles con la idea de
indagación filosófica y científica que Plessner nunca dejó de poner en práctica, como
veremos, en el próximo parágrafo, gracias al caso ejemplar del concepto de
‘Verkörperung’.
137
El trabajo de Carola Dietze contiene numerosas referencias sobre este aspecto: véase C. DIETZE,
Nachgeholtes Leben, op. cit., págs. 527 y sigs.
138
«En la medida en que el hombre conserva la idea de lo absoluto como fundamento del mundo, al
antropomorfismo de la determinación esencial de lo absoluto le corresponderá un teomorfismo de la
determinación esencial del hombre –una expresión de Scheler. Renunciar a esta idea significa renunciar a la
idea de un mundo único [...]. Se puede sólo creer en un universo. Y, si el hombre no deja de creer, siempre
puede “volver a casa”. Sólo para la fe se da una “buena” eternidad circular, el regreso de las cosas desde su
absoluto ser-otro. Pero el espíritu empuja el hombre más allá de sí mismo y de las cosas. La infinita eternidad
linear es su signo. Su elemento es el futuro. Destruye la circularidad del mundo y, como el Cristo de los
marcionitas, nos abre a la beatitud de lo que nos es ajeno». ST, pág. 345-346.
250
III.2 VERKÖRPERUNG
139
«No debemos transformarla [la antropología filosófica, ndt] en una filosofía antropológica (como hizo
Feuerbach), o incluso en una antroposofía. Tampoco debemos declarar que su principio es la idea del
microcosmos, según las indicaciones de la gran tradición antigua y medieval, tan bien representada por
Paracelso, y de los grandes románticos y postrománticos. Cuando ya no puede darse ninguna certeza de un
macrocosmos, la idea del microcosmos ya tiene no tiene ningún fundamento». H. PLESSNER, Die Aufgabe
der philosophischen Anthropologie, op, cit., pág. 36.
140
Ivi, pág. 39. Para Plessner, ni la antropología ni la filosofía pueden aspirar a representar un punto de
observación arquimédico a partir del cual hallar una presunta “totalidad” de la realidad humana. Es curioso
notar, además, que esta misma imposibilidad vertebra la crítica plessneriana, formulada en una carta de 1928
dirigida a su gran amigo y filósofo Josef König, al pensamiento de Heidegger, que acababa de incrementar su
celebridad gracias a la publicación de Sein und Zeit: «la antropología es filosófica, pero no es la filosofía [...],
ni representa el único acceso a la filosofía [...]. Aquí, en mi opinión, se halla el verdadero punto débil de
Heidegger, el cual todavía cree [...] en una vía superior en la retro-interpretación de la pregunta sobre lo que
se supone ser lo más cercano a sí mismo, es decir, quien formula la pregunta [...]. Ahora bien, se podría
demostrar fácilmente lo contrario, esto es, la primacía del ser respecto del preguntar». H. PLESSNER, J.
KÖNIG, Briefwächsel 1923-1933. Mit einem Briefessay von Josef König über Helmuth Plessners «Die Einheit
der Sinne», hrsg. von H.-U. Lessing, A. Mutzenbecher, Alber, Freiburg-München, 1994, pág. 176. Sobre la
crítica plessneriana hacia Heidegger, véase H.-P. KRÜGER, Die Leere zwischen Sein und Sinn. Helmuth
Plessners Heidegger-Kritik in «Macht und menschliche Natur», en W. BIALAS (Hg.), Die Weimarer Republik
zwischen Metropole und Provinz, Böhlau, Weimar-Köln-Wien, 1996, págs. 177-199.
251
filosófica– de la propuesta antropológica de Plessner coincide, pues, con su carácter
transversal y con su atención por los fenómenos concretos, por la presencia (y el presente)
de los seres humanos, observados ante todo en cuanto organismos que conducen una
existencia corporal peculiar, en virtud de su posicionalidad excéntrica. La ‘antropología
filosófica’, por lo tanto, debe hacerse cargo de dar razón no tanto de uno de los caracteres
supuestamente específicos de la existencia del hombre, sino precisamente de la
multiplicidad y del entrecruzamiento de los aspectos que caracterizan su peculiar forma de
vida; en otras palabras, el saber antropológico, según Plessner, debe preguntarse cómo se
constituye la presencia (y el presente) de un ser que tiene dicha multiplicidad de aspectos y
que, al mismo tiempo, es dicha multiplicidad, que representa algo que el ser humano debe
afrontar, manejar, dirigir, en un constante ejercicio liminar. Ahora bien, como pone de
relieve una estudiosa del pensamiento plessneriano, el error que no deberíamos cometer, al
analizar su propuesta, es el de “sustancializar” la categoría de la excentricidad,
interpretándola como una fijación conclusivo-teorética de una presunta “esencia”
humana.141 Es verdad que, como hemos visto en el parágrafo anterior, en virtud de la
reflexión fenomenológico-conceptual llevada a cabo en el contexto de su bio-filosofía,
Plessner describe al hombre como un ser excéntrico, es decir, como un ser que nunca
puede resultar del todo coincidente con su estrato fundamental. Sin embargo, mediante
dicha reflexión de carácter conceptual, Plessner todavía no ha afirmado nada acerca del
acontecer fáctico, cotidiano, histórico, de ese ser excéntrico, pues se ha limitado a enunciar
unas «leyes antropológicas fundamentales» muy genéricas y neutrales. Efectivamente, en
Die Stufen des Organischen und der Mensch, no tenía otra opción: si hubiese empleado la
categoría de la excentricidad para derivar determinadas características cualitativas de la
vida humana, habría acabado absolutizando una aserción (o un aspecto) particular del ser
humano, convirtiéndola en una teoría general, universal y a-histórica. Dicho de otra forma,
la excentricidad no puede representar el estrato fundamental del hombre, su propia
“verdad”, sino simplemente una categoría hermenéutica que puede ser empleada para
acercarse fenomenológicamente a la presencia (y al presente) de los seres humanos.
Lo que queremos sostener en este parágrafo es que, para sacar el mejor rendimiento a
la propuesta antropológico-filosófica de Plessner, es necesario complementar la teoría bio-
141
Cf. O. MITSCHERLICH, Plessners Durchbruch zur Geschichtlichkeit, en B. ACCARINO, M. SCHLOßBERGER
(Hg.), Expressivität und Stil. Helmuth Plessners Sinnes- und Ausdrucksphilosophie, Akademie Verlag,
Berlin, 2008, págs. 97-107.
252
filosófica, que termina con el análisis de la excentricidad humana, de su natural
artificialidad, de su carácter necesariamente expresivo y de su peculiar lugar utópico, con
una de las aportaciones tardías del pensamiento plessneriano, es decir, la categoría de
‘Verkörperung’. La condición liminar que caracteriza el trabajo antropológico, pues, debe
ocuparse también de las concreciones fácticas y materiales en las que cristaliza esa peculiar
forma de vida excéntrica, que es siempre, en palabras de Plessner, «verkörpert», es decir,
siempre debe tener (un) lugar, materializarse, a través de prácticas y comportamientos,
tanto individuales como colectivos. En otras palabras, la lógica de lo viviente –que está
basada en el concepto de ‘Erscheinung’ de los caracteres esenciales de lo orgánico y que
muestra «la ineludible concatenación entre el modo de ser del hombre y su organismo»–
debe ser complementada por un análisis de la peculiaridad de la experiencia humana, de su
presencia, de la forma en que ella se concreta cada vez en una determinada Verkörperung.
Por lo tanto, esta última puede ser considerada como una verdadera ‘estructura
antropológica’, que resume ese juego entre proximidad y distancia que caracteriza el ser un
cuerpo y el tener un cuerpo, es decir, ese juego en virtud del cual el ser humano deviene lo
que ya es. Sólo el hombre, en efecto, tiene que incorporarse en su propio cuerpo,
aprendiendo así a moverse, tocar, ver, manipular, plasmar, pero también tiene que
incorporarse en un nombre, en una familia, en una sociedad, en determinadas costumbres,
escenificando los roles en los que cristaliza el carácter ficcional, mediato y artificial de la
existencia humana. Dicho de otra forma, la categoría de ‘Verkörperung’ expresa muy bien
ese juego entre el tener un cuerpo y el ser un cuerpo, el cuerpo-objeto y la corporalidad:
por eso, puede ser empleada en un análisis innovador sobre el entrecruzamiento, en la
experiencia humana, de los aspectos más físico-corpóreos y los aspectos más abstractos,
técnicos o culturales. Así, pues, la presencia de dicha categoría en el pensamiento de
Plessner (que fue elaborada sobre todo en las obras publicadas en la segunda mitad del
siglo pasado) permite compensar la falta de concreción y materialidad de Die Stufen des
Organischen und der Mensch, es decir, el carácter tal vez demasiado abstracto y universal
de la categoría de la ‘excentricidad’; se trata, por decirlo así, del elemento “contrastativo”
de la propuesta antropológica plessneriana, que permite establecer un contacto entre la
‘Erscheinung’ y la ‘Verkörperung’.142 La excentricidad (así como las leyes antropológicas
142
Efectivamente, como señala Plessner en una obra publicada al final de su trayectoria intelectual, con el fin
evidente de aclarar algunas ideas claves de su antropología, «la existencia humana es una expresión muy
poco incisiva, si es empleada sin ningún concepto contrastativo». H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne
(1970), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. III, págs. 317-393, aquí pág. 392.
253
fundamentales) nunca debería convertirse en un passepartout teórico, en una fórmula
universal mediante la cual explicar exhaustivamente todas las peculiaridades de la forma
de vida humana, sino que sólo puede aspirar a explicar cómo enfocar los distintos aspectos
de lo humano. El concepto de ‘excentricidad’, pues, si bien es considerado muy a menudo
como el aporte principal de la antropología filosófica de Plessner,143 en realidad no es sino
una imagen categorial acuñada a fin de impugnar cualquier fijación positiva, definitiva y
cerrada de las múltiples imágenes del hombre. El carácter excéntrico del hombre siempre
debe incorporarse, re-materializarse, tener (un) lugar; de lo contrario, no dejaría de ser un
simple modelo explicativo, una imagen particular entendida en términos universales, es
decir, exactamente lo que Plessner intentó rechazar a lo largo de toda su trayectoria
intelectual, movida por el afán de hallar el carácter filosófico de la antropología, en la
época de la especialización científica y disciplinaria, reacia –como todos sabemos– a
pensar que puede darse una interpretación de lo humano que no se limite a agregar de
forma acrítica las informaciones procedentes de las ciencias particulares y las condiciones
materiales determinadas por los poderes fácticos.
La consecuencia de lo que acabamos de exponer es la necesidad (ampliamente
reconocida por Plessner) de elaborar una interpretación adecuada de la praxis corporal-
cultural que distingue la forma de vida humana de las demás formas de vida. En otras
palabras, si la bio-filosofía se ha ocupado de mostrar la ineludible conexión que se
establece entre las distintas manifestaciones de lo viviente, lo que parece faltar es la parte
más concreta de la antropología, para la cual no es suficiente la consideración de la
‘posicionalidad’, sino que resulta decisiva la interpretación de la constitución concreta de
la praxis corporal-cultural del ser humano, que tiene que ver con las significaciones
efectivas, es decir, con el modo en que, a partir de la coincidencia del tener un cuerpo y el
ser un cuerpo, el hombre está presente en el mundo y, al mismo tiempo, el mundo se le
hace presente, a través de figuras, sonidos, olores, colores, pero también de producciones
143
Valga como representante principal de este tipo de interpretación Joachim Fischer, el cual, tanto en su
obra principal (Philosophische Anthropologie, op. cit., en particular págs. 61-93) como en varios artículos
(véase, por ejemplo, Exzentrische Positionalität. Plessners Grundkategorie der Philosophischen
Anthropologie, op. cit.) eleva la categoría de excentricidad a núcleo fundamental de la propuesta
plessneriana, renunciando a asignar un papel determinante a ese elemento “contrastativo” representado por el
concepto de ‘Verkörperung’. Véase también ID., Biophilosophie als Kern des Theorieprogramms der
Philosophischen Anthropologie. Zur Kritik des wissenschaftlichen Radikalismus, en G. GAMM, M.
GUTMANN, A. MANZEI (Hg.), Zwischen Anthropologie und Gesellschaftstheorie, op. cit., págs. 159-182.
254
simbólicas, técnicas y culturales (en sentido amplio). Hace falta, pues, indagar los signos
del hombre, algo que las categorías expuestas en Die Stufen des Organischen und der
Mensch no pueden hacer, si no (a lo sumo) recordando que la mirada antropológica debe
respetar siempre el carácter transversal, liminar y excéntrico en virtud del cual el hombre
es hombre, renunciando a elevar a fórmula universal cualquier signo particular de lo
humano.
El complemento necesario de la bio-filosofía, entonces, es una práctica
hermenéutico-fenomenológica que las fórmulas estructurales (que, no está de más
recordarlo, «no pueden tener ningún valor conclusivo-teorético, sino únicamente
expositivo-abriente») se limitan a fundamentar en una lógica de lo viviente. En otras
palabras, si por un lado la bio-filosofía se hace cargo de mostrar las condiciones de
posibilidad estructurales de la modalidad de experiencia humana, por el otro, a fin de
mostrar cómo acontece efectivamente dicha experiencia, es necesario, según Plessner,
ponerse “manos a la obra” y llevar a cabo una práctica hermenéutico-fenomenológica que
sea capaz de aproximarse a la pluralidad de las formas de experiencia humana y de las
formas del significar. Así, pues, la Anthropologie der Sinne y el análisis de la noción de
‘Verkörperung’ resultan, a este propósito, determinantes.144 No se trata, sin embargo, de
resolver en sentido cultural o espiritual una antropología que pretende mantenerse en un
nivel esencialmente fenomenológico: la crítica plessneriana, en efecto, nunca pierde de
144
Podría parecer criticable la elección de Anthropologie der Sinne (1970), en lugar de Die Einheit der Sinne
(la primera gran obra publicada por Plessner en 1923), como texto fundamental para aventurarse en ese
territorio en el que las fórmulas estructurales de la bio-filosofía encuentran su complementación práctico-
material, dada la gran extensión de la obra de 1923 y, sobre todo, el carácter ágil y ligero que caracteriza la
Anthropologie der Sinne. Sin embargo, siendo ésta una de las últimas obras publicadas en vida por Plessner,
goza de una claridad conceptual mucho mayor y, además, presenta algunas “correcciones” decisivas respecto
de Die Einheit der Sinne, en la que el enfoque trascendental (una de las preguntas fundamentales, en efecto,
era la siguiente: “¿cuales son las condiciones de posibilidad en virtud de las que un determinado contenido
material representa la base necesaria para una determinada elaboración objetivo-espiritual?”) tenía todavía
un papel muy importante. El concepto de ‘Verkörperung’, en cambio, muy presente en la obra de 1970,
resulta mucho más flexible, pues con él Plessner intenta mostrar cómo acontece, en la cotidiana práctica
corporal-cultural del hombre, la significación de la materia y la materialización de los signos. Hans-Ulrich
Lessing es sin duda uno de los detractores más célebres de la Anthropologie der Sinne, juzgada como el fruto
de una mera improvisación y como una amalgama de cuestiones destinada a naufragar teóricamente,
precisamente a causa de su carácter demasiado ligero. Cf. H.-U. LESSING, Hermeneutik der Sinne. Eine
Untersuchung zu Helmuth Plessners Projekt einer «Ästhesiologie des Geistes» nebst einem Plessner-
Ineditum, Alber, Freiburg-München 1998, en particular págs. 312 y sigs.
255
vista el hilo conductor del cuerpo humano, considerado en su concreción fisiológica,
viviente y en su posibilidad de ser experimentado en cuanto corporalidad (Leib). Aquí no
entra en juego ningún Hombre (como el ‘animal simbólico’ de Cassirer o, colocado en el
lado opuesto del abanico conceptual de las antropologías del siglo pasado, el ‘ser carente’
de Gehlen), ni tampoco se estudia la percepción o la sensibilidad tout court, como si fuera
posible ocupar un lugar “angélico” desde el que plantear –de forma contemplativa e
interrumpiendo el flujo de las vivencias– unas «Warumfragen». Por el contrario, Plessner
opta por poner de relieve la centralidad de las «Wiefragen» y su decisión tiene mucho que
ver con lo que se expone al principio de su obra de 1928, donde intenta desmontar
teóricamente el principio cartesiano que habría determinado la equiparación de
corporeidad y extensión, que a su vez implicaba la imposibilidad de indagar la naturaleza
mediante una ciencia que no fuera de tipo cuantitativo y matemático, es decir, excluyendo
a priori la relevancia, para el conocimiento de la naturaleza (reino al que el ser humano no
deja de pertenecer), de las cualidades no mensurables. Pues bien, en relación con los
sentidos, esta situación sería claramente limitativa, restrictiva. A este propósito, merece la
pena citar un fragmento bastante largo:
145
H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., págs. 372-373.
256
Así, pues, dejando claro que su intención no es la de volver a proponer una
correspondencia especular y armónica entre la cosa percibida y el modo de la percepción,
Plessner sugiere emplear un enfoque distinto, que tiene en cuenta la artificialidad natural
del ser humano y que, por este motivo, reconoce un papel decisivo al cómo, pues la
filosofía, en cuanto a las preguntas sobre el por qué (la causa material), nunca podría
competir con las ciencias. En este sentido, la mirada antropológica debe colocarse sobre la
praxis corporal-cultural, un binomio inseparable. Para eso, hace falta reconocer el carácter
específicamente humano del comportamiento del hombre; es necesario «entender las
acciones del habla, del figurar, etc., no como meros procesos físicos, sino como géneros de
comportamiento y de relación, moldeados por una cultura, por un estilo, y susceptibles de
discusión pública, que puede variar su sentido».146 Dicho de otra forma, el hecho de que la
percepción sensorial nunca deje de ser la base para la orientación del viviente, que guía sus
acciones en el espacio y que cumple numerosas funciones tróficas, de relajación o de
excitación, exactamente como en los demás organismos animales, no significa que todo
puede resolverse en una «biología humana, en una etnología en la que confluyen los
aspectos estudiados por la sociología, la antropología cultural, la psicología y la fisiología.
Significa, en cambio, hallar una función distinta para los sentidos, basada en el cómo de la
percepción y no en la cosa percibida».147 Pues bien, es precisamente a propósito de este
nuevo tipo de función para los sentidos que el concepto plessneriano de ‘Verkörperung’
resulta determinante. No obstante, es importante recordar que no se trata de buscar una
explicación de la estructuración interna y del funcionamiento –en buena medida anónimos
y autónomos– del universo de los signos, de las producciones culturales y sociales, sino
más bien de analizar cómo el hombre experimenta y vive (a partir del desdoblamiento entre
cuerpo-objeto y corporalidad) su propia inserción en esos esquemas (de la percepción y del
comportamiento) naturalmente artificiales.
146
Ivi, pág. 378. A este propósito, puede resultar muy útil la lectura del siguiente artículo: H.-P. KRÜGER, La
natura pubblica degli esseri umani. Un confronto con il pragmatismo classico, en “Iride”, n. 39 (2003), págs.
331-341. En ese texto, el autor argumenta en favor de la posibilidad de entender el pensamiento de Plessner
como una filosofía del acto performativo, entablando una confrontación muy circunstanciada entre el
pragmatismo norteamericano (analizando, además, el pensamiento de John Austin) y la antropología
filosófica plessneriana. Las consideraciones que exponemos en este parágrafo deben mucho a los estudios
llevados a cabo por Hans-Peter Krüger.
147
H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., págs. 373.
257
Difícilmente se puede negar el hecho de que, para el hombre, la experiencia
“estética” fundamental acontece gracias a la mediación de los sentidos, que le entregan
una fisionomía detallada del mundo. Pero tal vez sería harto equivocado afirmar que dicha
fisionomía le es proporcionada a través de los sentidos, como si fueran meros “canales”,
sino que –literalmente– ella toma cuerpo en los sentidos y en los procedimientos
esquemáticos mediante los cuales el ser humano coordina la materia sensible. Cada
sentido, de forma distinta respecto de los demás sentidos, da lugar a la experiencia del
mundo, con lo cual el desarrollo del hombre depende del aprendizaje de determinados
esquemas visuales, auditivos, táctiles, etc.148 Pues bien, la tarea de una verdadera
antropología de los sentidos, según Plessner, consiste precisamente en considerar ese
aprendizaje paralelamente a su correlación originaria con el ambiente, en el que toman
cuerpo, a todos los efectos, los significados, cuya multiplicidad puede ser vinculada, en
cierto modo, a la multiplicidad de las formas del sentir, que no deben ser reducidas a una
única gran esfera de la “sensibilidad”. Tampoco se trata de una operación mediante la que
el hombre compensa sus deficiencias orgánicas, ni de indagar una genérica facultad
humana, sino de cómo se desarrolla nuestra experiencia de esa materia-mundo de la que,
en tanto que cuerpos vivos, formamos parte. Una vez más, argumenta Plessner, el lugar
privilegiado de la antropología es el cuerpo, junto a su materialidad y a la multiplicidad de
las formas de percepción –el cuerpo en cuanto punto en el que el mundo adquiere una
figura humana y los hombres se vuelven figuras del mundo.
Desarrollar una antropología de los sentidos significa, entonces, indagar ese
ambiente en el que los significados toman cuerpo y en el que los sonidos, los colores, las
sensaciones de calor, dolor y placer, además de su carga biológica de la que se ocupan las
ciencias particulares, se convierten en material de significación, en concatenación de
significados. Se trata de un punto muy específico de la relación organismo-mundo, en el
que las sensaciones táctiles, ópticas o acústicas, junto con los movimientos del cuerpo, se
transforman en comunicación, juego, manipulación, lenguaje, arte, técnica o ciencia. Así,
pues, el objeto de estudio de una antropología de los sentidos, según Plessner, tiene que
coincidir con ese ámbito en el que se configura la conexión esquemática entre las
148
«En las modalidades que nuestra organización sensible nos pone a disposición, en los modos de
relacionarnos, percibir o sentir, se constituye una correspondiente fisionomía del mundo: éste tiene un
aspecto, resuena, se hace palpable. Cada sentido tiene su proprio fundamento objetual en lo que, gracias a él,
emerge. Está ahí para eso. Todos juntos exhiben la multiplicidad. Tantos lados, tantos sentidos; pero también
tantos sentidos, tantos lados». Ivi, pág. 371.
258
cristalizaciones vehiculadas por lo que podemos llamar, en sentido amplio, ‘cultura’, y los
procedimientos sensoriales y corporales a ellas vinculadas. No se trata de postular (como
en el caso de Die Einheit der Sinne), mediante un gesto típicamente trascendental, una
conexión unívoca entre la receptividad de los sentidos y la actividad del intelecto.149 Los
sentidos no se limitan a brindar al hombre un “acceso” al mundo exterior, que así podría
ponerse al servicio de la actividad humana. Por el contrario, la argumentación de Plessner
nos lleva a comprender las distintas gramáticas sensoriales como la única forma posible en
que acontece el encuentro entre el ser humano y el mundo. El hombre tiene mundo
exclusivamente en el contexto de un material que toma cuerpo («sich verkörpert») a través
de los sentidos; un material que, por supuesto, abre paso a determinadas significaciones,
que, a su vez, tienen que “re-traducirse” en materia, tomar cuerpo. Dicho de otra forma, la
indagación antropológica no debería verse limitada por el prejuicio según el cual la acción,
el lenguaje y los demás modos de dar forma, no están efectivamente vinculados al material
sensible desde el que proceden y en el que tienen que realizarse o, mejor dicho, re-
materializarse. «La constante estructura objetual de las cosas –escribe Plessner– aparece
en el material ilético-sensorial casi como si estuviese revestida por dicho material. Cosas,
instrumentos, máquinas, seres vivos, otros hombres pueblan el espacio de nuestro
comportamiento, en el que nos desplazamos en tanto que políticos, obreros, ingenieros,
juristas, artistas, intelectuales, etc. Pero es lo mismo: siempre se trata de relacionarse con
una determinada “cosa”».150 El mundo toma cuerpo y, al mismo tiempo, el hombre –único
ser vivo que es consciente de la fractura entre el Körper y el Leib– también está obligado a
incorporarse en cualquier de sus realizaciones.
149
De hecho algunos estudiosos sugieren hablar, por lo que a Die Einheit der Sinne se refiere, de una
«estética trascendental naturalizada», es decir, de una reinterpretación del esquematismo kantiano que, en
lugar de otorgar el papel principal a las formas puras de la intuición del espacio y del tiempo, en la
producción de la conexión entre los contenidos sensibles aprehendidos y las modalidades en que se dan los
objetos en el pensamiento humano, reconoce una importancia fundamental a la diferenciación de los distintos
tipos de esquematización (científica, lingüística o artística), que a su vez está basada en la multiplicidad de la
organización sensorial del hombre. Según lo que se argumenta en Die Einheit der Sinne, pues, lo que en el
ser humano condiciona la posibilidad de configuración de su propio mundo –es decir, cómo la materia se da
para nosotros y cómo la organización de esos contenidos vuelve a materializarse– son propiamente los
sentidos. Cf. M. RUSSO, Körper, Schema und Bedeutung. Für eine ‘Poetik des menschliches Verhaltes’, en B.
ACCARINO, M. SCHLOßBERGER (Hg.), Expressivität und Stil, op. cit., págs. 51-64, aquí pág. 60.
150
H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 379.
259
Como ya hemos dicho anteriormente, el cuerpo humano, por lo que se refiere a la
crítica de los sentidos y a la función de ‘Verkörperung’, resulta ser el eje central de la
indagación antropológica: por un lado, es necesario considerar su organización sensible,
por el otro, hay que entender el cuerpo también en sus realizaciones culturales, pues
resultaría literalmente ininteligible si olvidáramos tener en cuenta esa dimensión en la que
se instituye una relación entre la esfera sensorial y la esfera de la acción individual y
colectiva, que disciplina el cuerpo de distintas formas, esto es, entre el tener un cuerpo y el
ser un cuerpo. En efecto, «si la motricidad humana está caracterizada por una fractura
originaria e ineliminable respecto de la sensorialidad [...], y si la capacidad de desarrollo y
la pérdida de energía vital del hombre se basan en dicha característica, entonces la
existencia corporal debe ser entendida como una relación del ser humano consigo mismo
en cuanto cuerpo y respecto de su cuerpo, es decir, como incorporación
[Verkörperung]».151 Pues bien, en nuestra opinión, es evidente que el planteamiento
plessneriano de Die Stufen des Organischen und der Mensch y de obras como Lachen und
Weinen, centrado en el concepto de límite y en la diferenciación esencial entre Körper y
Leib, resultaría incompleto y no del todo inteligible si no estuviese integrado por la idea de
‘Verkörperung’. Sólo así, efectivamente, se entiende la insistencia de Plessner en la
necesidad de tener en cuenta tanto la dimensión objetual y físico-material del Körper,
como el carácter instrumental del cuerpo, que es el verdadero protagonista del conjunto de
operaciones de significación que los hombre llevamos a cabo a través del lenguaje, de las
acciones y, más en general, del dar forma. El cuerpo humano es también la suma de las
actitudes, de los movimientos y de los actos que, según cada modalidad de
esquematización del sentido, ponen en escena la “cultura”, que puede –literalmente– tomar
cuerpo sólo mediante esas “performances” y esos procedimientos que, en cierto modo,
disciplinan el cuerpo. En otras palabras, cualquier acto cultural (en sentido amplio) supone
la correlación originaria entre Körper y Leib, que colma, de forma nunca predeterminada,
esa distancia entre la materia y el significado, entre el cuerpo-objeto y la corporalidad,
entre los sentidos y el sentido; de hecho, cualquier actitud humana, cualquier expresión,
postura o gesto, escenifican esa distancia, pues el comportamiento del hombre –esquemas
motores, prácticas culturales, técnicas, etc.– es siempre el fruto de una Verkörperung, es
decir, es la puesta en escena de la distancia entre lo que el ser humano es y los modos en
que se tiene a sí mismo. Lo que acabamos de afirmar, entonces, debería aclarar
151
Ivi, pág. 382.
260
definitivamente lo equivocados que están todos aquellos juicios apresurados que, a lo largo
del siglo pasado, se han vertido sobre la antropología de Plessner,152 considerada o bien
como una teoría de carácter reaccionario que pretende hallar una supuesta “esencia” del
hombre, o bien como un mero biologismo, es decir, como una hipostatización filosófica de
una serie de características descriptibles a través de las herramientas ofrecidas por las
ciencias particulares. La siguiente cita debería, pues, corroborar nuestra interpretación:
«la tarea de una estesiología del cuerpo [Leib] consiste en conocer los modos específicos de
incorporación [Verkörperung] de nuestro propio cuerpo, un tipo de realización muy peculiar,
que, por un lado, tiene un sentido elemental y, por el otro, un sentido “cultivado”; nunca, en
ningún contexto, puede ser despachada como una cuestión meramente biológica. Desde la
incorporación en la actuación y en la danza hasta la exhibición (que vela y desvela) de
vestidos y ornamentos, desde las costumbres alimenticias hasta las técnicas de concentración
para el autocontrol y la des-corporación [Entkörperung], desde el juego más sencillo hasta el
deporte más especializado. Se trata de un tema que contempla muchas variaciones y que
ofrece numerosas posibilidades de análisis. En cualquier caso, el hilo conductor es
representado por el comportamiento “cultivado” y por el papel insustituible de la modalidad
sensible necesaria para su incorporación».153
Así, pues, al menos desde este punto de vista, parecen harto equivocadas las críticas
dirigidas hacia la ‘antropología filosófica’ tout court a lo largo del siglo pasado. No cabe
duda de que algunas de ellas pudieran resultar acertadas, pero lo que en ningún caso
debería hacerse, a nuestro juicio, es suponer que haya existido una única forma de
entender esa disciplina y que su objetivo haya sido el de pensar al ser humano de un modo
cerrado, todavía universalista y esencialista. Posiciones como la de Joachim Fischer, que
caracterizan la ‘antropología filosófica’ como una Denkrichtung cuyos representantes
serían esencialmente Scheler, Plessner y Gehlen, no dejan de ser demasiado restrictivas y,
paradójicamente, no hacen sino contribuir a reafirmar una imagen cerrada y unívoca de
152
Juicios que, dicho sea de paso, se encuentran también en muchos manuales y en obras de divulgación
(incluso en lengua española), que clasifican y despachan la experiencia intelectual de Plessner de forma muy
superficial, o bien equiparándola sin más a la Scheler o Gehlen, o bien limitándose a tener en cuenta sólo la
aportación de Die Stufen des Organischen und der Mensch. Efectivamente, un análisis unilateral de esta
última obra (que no tenga en cuenta la importancia –en cuanto “contrapeso” conceptual– de la categoría de
‘Verkörperung’) puede dar pie a interpretaciones “restrictivas” del pensamiento plessneriano.
153
H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 383.
261
dicha actitud filosófica. En efecto, ¿cómo podría resultar fundada la hipótesis según la cual
el teomorfismo de la determinación esencial del hombre propuesto por Scheler ha de ser
relacionado teóricamente con el planteamiento plessneriano? No deberíamos olvidarnos
nunca del hecho de que este último combina una bio-filosofía –contraria a cualquier
dualismo ontológico y a cualquier tipo de antropocentrismo– con una reflexión sobre la
centralidad de la categoría de ‘Verkörperung’, que pone el acento sobre los aspectos
performativos y disciplinarios mediante los cuales el cuerpo humano (entendido siempre
como un indisoluble entrecruzamiento –Verschränkung– de órganos sensoriales/motores y
sentido, materia y significación, cuerpo-objeto y corporalidad) forja su identidad. En otras
palabras, si la perspectiva desde la cual una teoría sobre el mundo orgánico y el análisis
práctico-cultural-disciplinario en torno al modo peculiar de ser del cuerpo humano puede
ser entendida también como una de las modalidades posibles en que se concreta la actitud
propia de la ‘antropología filosófica’, como lo demuestra la propia trayectoria intelectual
de Plessner, entonces no pueden sino resultar incompletas (cuando menos) todas aquellas
invectivas lanzadas contra el presunto sueño antropológico, del que el pensamiento
occidental habría podido despertarse sólo gracias a la labor de las “contra-ciencias”
humanas (la lingüística, la etnología, el psicoanálisis) y de los análisis sobre los juegos de
saber/poder impersonales y anónimos, que no necesitan postular la existencia de ningún
‘Hombre’. En efecto, al menos en el caso de Plessner y de su atención por las prácticas
corporales-culturales, en las que la biología está ineludiblemente relacionada con la
historia, con la construcción de lo social, con los paradigmas culturales y con el ámbito de
lo político, hemos podido comprobar hasta qué punto semejante crítica pierde
consistencia.154
154
Lo demuestra también el gran trabajo que, desde hace más de dos décadas, está llevando a cabo el
“Interdisziplinäres Zentrum für Historische Anthropologie” de la Freie Universität de Berlin, dirigido por el
Profesor Christoph Wulf. En sus estudios, cristalizados en la publicación de numerosos volúmenes colectivos
y en la revista “Paragrana. Internationale Zeitschrift für Historische Anthropologie”, este grupo de
investigación ha realizado una ingente labor de redefinición del sentido, de los términos-clave, de la
metodología y de los paradigmas de la antropología propia de la época post-normativa, apostando por una
apertura del universo físico y biológico hacia la esfera de la producción cultural (en sentido amplio).
También en este caso, como en el de Plessner, el cuerpo humano (cuyos aspectos más “elementales”,
relacionados con el proceso de hominización, nunca pueden ser ocultados, ya que resultan determinantes)
ocupa el centro de la indagación antropológica: siendo el resultado de múltiples procesos miméticos y
performativos, en los que toma cuerpo (literalmente) una apropiación activa de conocimientos culturales,
junto a su continua transformación y a su transmisión, el cuerpo humano es, al mismo tiempo, el producto y
262
Como conclusión de este parágrafo dedicado al concepto “contrastativo” de
incorporación, convendrá formular algunas observaciones finales sobre el vínculo
conceptual entre las categorías de ‘excentricidad’ y ‘Verkörperung’, que no resultarían
inteligibles si fuesen analizadas separadamente, pues la primera representa una suerte de
condición de posibilidad para la segunda, mientras que esta última es lo que le permite a la
primera no reducirse a ser una mera fórmula antropológica abstracta. Como hemos visto en
el parágrafo precedente, la dialéctica típica de la posicionalidad excéntrica (entre centro y
periferia, posición y contraposición) intenta explicar, basándose en la complicación de la
lógica de lo viviente alcanzada en el organismo humano, por qué, en general, el ser
humano necesita procurarse una imagen de sí mismo, es decir, tenerse a sí mismo
convirtiéndose en lo que es, conducir su vida como algo que está frente a él. En otras
palabras, el hombre es excéntrico precisamente porque tiene que otorgarse un centro
(buscándolo, por decirlo así, fuera de sí) que de por sí no tendría y respecto del cual, en
cualquier caso, siempre se hallaría descentrado, colocado transversalmente; lo que en el
hombre no puede darse nunca –esta es la verdadera consecuencia, según Plessner, de la
posicionalidad excéntrica– es una identificación total, plena, originaria, natural o
trascendente (la terminología, en este caso, es tan variada como lo es el abanico de la
tradición filosófica occidental que postula la posibilidad de hallar la verdadera “esencia”
del hombre) con su propio centro. En cambio, la identidad, en el caso de un ser excéntrico,
se halla en la trayectoria, en el espacio de transición entre el ser y el tener. Pues bien, lo
que queremos sostener es que la Verkörperung permite cualificar y afinar la idea de
excentricidad, dotándola de contenidos concretos –y lo hace evitando precisamente que se
vuelva una mera reelaboración de las muchas fórmulas o modelos que buscan definir de
modo cerrado y universal la condición humana. De hecho, si no se tienen en cuenta todos
los análisis que pueden realizarse a partir de la idea de incorporación (a continuación nos
el agente de los procesos de socialización y enculturación. Así, pues, en nuestra época post-esencialista y
post-universalista, hacer antropología, manteniendo una actitud filosófica, significa también esto: colocar la
mirada sobre el entrecruzamiento ineludible entre la biología y la historia, entre lo invariante y lo histórica,
política y socialmente determinado. En alemán, se ha publicado una suerte de “enciclopedia de lo humano”
abierta, plural e interdisciplinar, en la que ha cristalizado el trabajo de los primeros diez años del
“Interdisziplinäres Zentrum für Historische Anthropologie” y que, en nuestra opinión, sigue siendo su obra
de referencia: CH. WULF (Hg.), Vom Menschen, op. cit.; véase también ID., Anthropologie. Geschichte,
Kultur, Philosophie, Anaconda, München, 20092, trad. esp. de D. Barreto González, Antropología. Historia,
cultura, filosofía, Anthropos, Barcelona, 2008.
263
detendremos algo más en su importancia), la excentricidad se podría convertir en una
suerte de fórmula mágica que permite afirmar prácticamente cualquier cosa en torno al
hombre (“puesto que se trata de un ser excéntrico, entonces podemos inferir que...”). Es,
pues, gracias a la Verkörperung, que la excentricidad puede entenderse como una meta-
categoría, como un concepto estructural que “explica” cómo “explicar” (valga la
redundancia) y que no pretende explicar directa y concretamente todos las manifestaciones
individuales y colectivas de lo humano. Dicho de otra forma, la antropología filosófica, tal
y como la entiende Plessner, tiene la responsabilidad y la tarea de suministrar los recursos
teóricos, conceptuales y simbólicos para analizar esos lugares en que se encarna la
excentricidad, es decir, ese espacio liminar en el que la excentricidad se entrecruza con
todas las distintas Verkörperungen en que aquélla se concreta material, histórica, social y
políticamente.
Así, pues, como hemos señalado anteriormente, el carácter específicamente filosófico
de la antropología depende no tanto de la enunciación de ciertas fórmulas abstractas (‘ser
excéntrico’, ‘Mängelwesen’, ‘animal symbolicum’, etc.), sino del trabajo llevado a cabo
mediante la crítica de los sentidos, que es también siempre una crítica del sentido. Como
ya hemos dicho, la actividad conjunta de la organización sensorial del hombre y de los
procedimientos de esquematización del material sensible da lugar al mundo, a esa realidad
fenoménica que, para el ser humano, se constituye también siempre en formas y en
significados culturales, a los que corresponden determinados movimientos, actitudes y
“usos” del cuerpo, independientemente de si se trata de alimentarse, expresarse, fabricar
objetos, danzar, contemplar un paisaje o demostrar una ecuación matemática. Este
fragmento, tomado de un texto que Plessner publicó en 1961, expresa muy bien lo que, en
otro lugar de su obra, el filósofo alemán describe como un verdadero «Zwang zur
Verkörperung»:155
«Nuestra existencia en tanto que cuerpos se realiza en el cuerpo sólo como acto
constantemente renovado de incorporación [Verkörperung], mediante la cual creamos la base
desde la que podemos elevarnos hasta el nivel que decidimos mantener, por ejemplo hasta la
estructura social, que nos “incorpora” –ahora en sentido metafórico– como alguien que tiene
un nombre y un status. Sólo de esa forma, nos convertimos en personas [...]. Así como
155
H. PLESSNER, Der Mensch im Spiel (1967), ahora en Gesammelte Schriften, Bd. VIII, págs. 307-313, aquí
pág. 310. Añade Plessner: «no somos nuestro cuerpo, si bien lo tenemos y él nos tiene; antes bien, los
hombres nos incorporamos [wir verkörpern uns]».
264
tenemos que aprender solos a mantener la postura erecta, a andar y a hablar, del mismo
modo hallamos nuestro ubi consistam sólo en el nombre, tanto exterior como
interiormente».156
156
ID., Die Frage nach der Conditio Humana, op. cit., pág. 198.
157
A propósito de la comparación Plessner-Cassirer (en la que aquí no podemos profundizar ulteriormente),
nos limitamos a señalar que el enfoque epistemológico y metodológico de Plessner, mucho más centrado en
las cuestiones del cuerpo, de su funcionamiento orgánico-anatómico y de sus “usos” performativos, le aleja
mucho del punto de vista de Cassirer. Se podría objetar, sobre todo en ámbito hispano-americano, que este
último es el autor de una Antropología filosófica (trad. esp. de E. Ímaz, FCE, México, 1963, 20122) y que –
aunque fuera por motivos meramente terminológicos– sería difícilmente justificable su exclusión de la línea
de investigación antropológico-filosófica del siglo pasado. Pero, además de caracterizarse como una filosofía
de la cultura humana (centrada en las producciones más “elevadas”, por decirlo así), no hay que olvidar que
el título original de la esa obra, publicada en inglés, era An essay on man (1944); se trata de un título que
delata las intenciones del autor, que no parece considerar relevantes las cuestiones relativas al mundo
orgánico. Si la Verkörperung plessneriana representa el contrapeso de una bio-filosofía sin la cual la primera
no tendría sentido, en Cassirer queda excluido a priori el hecho de que la naturaleza orgánica y el modo de
ser corporal del ser humano tengan algo que ver con su forma de existir y con las formas artificiales y
culturales (en sentido amplio) mediante las cuales desarrolla su existencia. No es casual, pues, que el título de
la obra de antropología filosófica más importante de Plessner contenga una referencia “secundaria”, por
decirlo así, al ser humano (... und der Mensch).
265
(comportamientos, acciones, gestos, actos lingüísticos, obras, etc.) de las que el hombre es
capaz. «Como simple modalidad de la existencia –escribe Plessner en la conclusión de
Anthropologie der Sinne–, los sentidos no nos revelan su secreto. Sólo en el trabajo con y
sobre ellos, nos muestran lo que pueden hacer y lo que les es negado».158
Como ya debería haber quedado patente, la Verkörperung no sólo se refiere a las
formas en que el mundo toma cuerpo para nosotros y viceversa, sino que también alude a
la necesidad humana de personificar o encarnar un papel, de darse una forma. De hecho,
lo que se encarna puede ser conocido sólo a partir de cómo lo hace, es decir, a partir del
acto mismo de personificación y de la esquematización que significa. Así, pues, es
precisamente en esta transición de la materia al signo, en este reenvío continuo entre el
cuerpo-objeto y la corporalidad, donde cristaliza la operación liminar de la Verkörperung:
en efecto, cualquier comportamiento humano (esquema motor, praxis cultural, técnica) es
la condensación de esa distancia (que es al mismo tiempo una conexión) entre lo que el
hombre es y las formas en que se concreta su obrar. Se trata del espacio en el que –entre lo
propio y lo impropio, la presencia y el signo, la realidad y la posibilidad, la persona y el
“personaje”– se pone en escena la condición humana: en esa identidad incorporada y
meta-estable, «en ese estar-presente-a-sí-mismo, se halla la fractura [der Bruch], el “lugar”
de la posibilidad de diferenciarse-de-sí, que, en cuanto [...] apertura hacia el poder [zur
Macht], califica el modo de ser del hombre, que hemos llamado excéntrico».159 Por eso
158
ID., Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 393.
159
ID., Zur Anthropologie des Schauspielers (1948), en ID., Mit anderen Augen. Aspekte einer
philosophischen Anthropologie, Reclam, Stuttgart, 1982, pág. 161. En este caso, hemos decidido traducir el
término alemán Macht con ‘poder’. Sin embargo, es necesario señalar que aquí Plessner no quiere aludir al
conjunto de instituciones, funciones o cargos político-jurídicos mediante los que se regula y se organiza
jerárquicamente la esfera pública. Se trata más bien de un concepto que podría ser explicado a través de la
referencia a la idea de ‘potencialidad’, que es distinta –como es obvio– del poder efectivamente ejercido,
pues su alcance es relativo al hecho de que el hombre es siempre el “sujeto de imputación” de las distintas
realizaciones posibles de su peculiar naturaleza. Según Plessner, pues, la antropología debe hacerse cargo del
espacio de la Macht que caracteriza al hombre, mostrando que la vida humana, lejos de ser una mera tabula
rasa totalmente indeterminada, representa siempre el intento constante e irrevocable de mediar entre la
indeterminación y esta o aquella determinación posible. Así, pues, toda antropología es también política,
argumenta Plessner, ya que en ella se refleja todo el carácter potencial del hombre y el entrecruzamiento
entre dicho potencial (o “voluntad de poder”) y las formas concretas de poder, su realización histórica.
Siendo una reflexión crítica sobre la identidad, además, cualquier antropología es también una reflexión
sobre la identificación de una política y sobre las políticas de la identificación. Estas cuestiones representan
el núcleo teórico de una obra de Plessner que no hemos podido tratar aquí: se trata de Macht und menschliche
266
Plessner, tanto en su texto dedicado a la antropología del actor como en las páginas finales
de Anthropologie der Sinne, no duda en considerar dicha figura como una suerte de
paradigma de la Verkörperung en cuanto exhibición de la condición excéntrica del hombre,
es decir, del estar dentro y frente a sí mismo, experimentándose como otro: «no es en
absoluto casual el hecho de que, mediante el término incorporación [Verkörperung], nos
referimos también a la acción del actor, el cual llega a mostrar muy claramente el
entrecruzamiento [Verschränkung] del cuerpo-objeto y la corporalidad, del tener un cuerpo
y el ser un cuerpo, con el que los hombres debemos lidiar si queremos vivir aquí y ahora.
Todo esto el actor lo exhibe concretamente: la totalidad del hombre, en él, se vuelve
figura».160 No deberíamos subestimar, por tanto, la importancia de la fundamentación
antropológica –que el pensamiento de Plessner nos brinda de forma muy original– de todas
aquellas figuras o nociones que, en las últimas décadas, han ido cobrando cada vez más
relevancia en las ciencias humanas y sociales (piénsese, por ejemplo, en los trabajos de
Pierre Bourdieu, George Lakoff o Ervin Goffman), como las de ‘puesta en escena’,
‘performance’, ‘actor’, ‘papel’, ‘embodiment’, ‘frame’, ‘script’. Efectivamente, se trata de
una serie de conceptos estrechamente vinculados a la imagen del theatrum mundi, cuyo
alcance antropológico Plessner ha puesto de relieve en varios lugares de su obra. La
reflexión estesiológica (la crítica de los sentidos entrecruzada con la crítica del sentido),
Natur (op. cit.) que fue publicada en 1931, es decir, en plena disgregación del experimento político de la
República de Weimar, unos años febriles y agitados en los que –la historia no tardaría mucho en
demostrarlo– la determinación de lo ‘humano’ (junto con todas las necedades pseudo-científicas sobre la raza
o la sangre) se convirtió en una cuestión cada vez más central en la tanato-política y en la religión política
del nazismo. A este propósito, véase J. P. MIRANDA, La antropología política de Helmuth Plessner y la
cuestión de la esencia humana, op. cit., y T. MENEGAZZI, Antropología y bio-filosofía a comienzos del siglo
XX, op. cit., en particular págs. 289-297. Para una lectura más profundizada, recomendamos acudir a la
amplia bibliografía crítica disponible en alemán sobre los temas antropológico-políticos en Plessner. Aquí
nos limitamos a señalar las obras que, en nuestra opinión, son más relevantes: R. KRAMME, Helmuth Plessner
und Carl Schmitt. Eine historische Fallstudie zum Verhältnis von Anthropologie und Politik in der deutschen
Philosophie der zwanziger Jahre, Duncker & Humblot, Berlin, 1989; H. BIELEFELDT, Kampf und
Entscheidung. Politischer Existentialismus bei Carl Schmitt, Helmuth Plessner und Karl Jaspers,
Konigshause & Neumann, Würzburg, 1994; G. ALT, Anthropologie und Politik. Ein Schlüssel zum Werk
Helmuth Plessners, Fink, München, 1996; un estudio muy actual, que intenta vincular dos pensadores cuyas
tradiciones de investigación, como hemos mostrado también en el presente trabajo, suelen contraponerse, es
el de N. A. RICHTER, Grenzen der Ordnung. Bausteine einer Philosophie des politischen Handelns nach
Plessner und Foucault, Campus, Frankfurt a.M.-New York, 2005.
160
H. PLESSNER, Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 391.
267
junto con su intersección con la bio-filosofía, permite así dar razón de la Verkörperung, es
decir, de la razón por la que los hombres nos insertamos en un sistema de roles y papeles,
en un drama (individual y social) mediante el cual tratamos de otorgarnos (y nos es dada)
una determinada figura y en virtud del cual formamos parte del mundo, a la vez que este
último, paralelamente, toma cuerpo.161 Así, pues, los modos de hablar, gesticular, actuar,
expresarse, inventar o proyectar pueden ser entendidos también, y al mismo tiempo, como
los componentes esenciales de toda acción política –esto es, del encuentro con los demás y
con el potencial ser-otro de sí mismos. Esta situación intrínsecamente teatral, argumenta
Plessner, no es sino el material más revelador para una antropología filosóficamente
orientada; un material para el que –es útil recordarlo– la teoría de lo viviente desarrollada
en Die Stufen des Organischen und der Mensch representa el punto de partida
imprescindible.
Lo que le interesa especialmente a Plessner de la situación teatral es, pues, su
carácter intrínsecamente doble o incluso múltiple, junto con el hecho de que dicha
duplicidad o multiplicidad pueda reconocerse encarnada o personificada en una
determinada “performance” momentánea, contingente. Si las fórmulas empleadas en su
obra de 1928 tienden a cerrar vertical y unívocamente esta cuestión, a través de las
categorías de ‘excentricidad’, ‘artificialidad natural’ e ‘inmediatez mediata’, la crítica de
los sentidos –y del sentido–, en cambio, intenta aproximarse horizontal y pragmáticamente,
161
La importancia del concepto de ‘Rolle’ es, en la antropología plessneriana, más que evidente. No es una
mera casualidad, pues, el hecho de que Plessner haya dedicado varios textos exclusivamente a dicha cuestión,
en los que se encuentra una verdadera defensa antropológico-filosófica de la necesidad, para el hombre, de
vivir en la distancia, es decir, encarnando un determinado papel (Soziale Rolle und menschliche Natur
[1960], en Gesammelte Schriften, Bd. X, págs. 227-240). En otro texto muy importante, Plessner escribió que
«la distancia que crea el rol, en la vida familiar o en la profesión, es la digresión [Umweg] que distingue al
hombre y que le permite llegar hasta su prójimo, el medium de su inmediatez. Quien quisiera ver en eso una
autoalienación [Selbstentfremdung], estaría malentendiendo el modo de ser del hombre, atribuyéndole una
posibilidad existencial de la que –a nivel vital– disponen únicamente los demás animales y – a nivel
espiritual– únicamente los ángeles. Estos últimos no interpretan ningún papel, pero tampoco los demás
animales. Sólo el hombre [...] puede ser un lobo que habita la piel de la oveja o una oveja que habita la piel
de un lobo, además de la posibilidad más frecuente, a saber: la de una oveja que habita la piel de una oveja.
Los animales y los ángeles no tienen un núcleo ni un envoltorio, son todo de una vez [mit einem Male]. Sólo
el hombre se manifiesta como Doppelgänger: hacia fuera, en la figura de su rol, y hacia adentro,
privadamente, en tanto sí mismo». ID., Das Problem der Öffentlichkeit und die Idee der Entfremdung (1960),
en Gesammelte Schriften, Bd. X, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1985, págs. 211-226, aquí págs. 223-224. Sobre
estas cuestiones, véase también ID., Selbsentfremdung, ein anthropologisches Theorem?, op. cit.
268
inaugurando toda una serie de preguntas sobre cómo se realiza concretamente el
comportamiento humano, considerado en toda su amplitud y multiplicidad, sobre las
formas concretas de comprender y otorgar el sentido, que no deben ser estudiadas
intentando resolver los enigmas cognitivos acerca de las correspondencias exactas entre la
mente y el mundo (cuya mediación recíproca sería garantizada por las informaciones
transmitidas por los canales sensoriales), sino observando la praxis corporal-cultural de los
seres humanos, es decir, analizando su corporalidad desde un punto de vista “ecológico”,
que tiene en cuenta ante todo su inserción en un determinado ambiente. Este tipo de
enfoque, además, puede ser ampliado hasta afectar la actividad antropológica misma, que,
según Plessner, no debería nunca cristalizar en una mera propuesta de modelos o imágenes
abstractas, sino más bien en una reflexión filosóficamente orientada (y esto significa que
dicha reflexión no puede olvidarse de la pertenencia del ser humano al mundo orgánico,
esto es, a la esfera de lo viviente) sobre qué significa describir y por qué –en general–
procuramos configurar determinados modelos sobre lo que hacemos, quiénes somos
cuando actuamos, reflexionamos, danzamos o imitamos. Se entiende, entonces, la razón
por la cual la situación teatral (junto con su dependencia de las imágenes) resulta, desde el
punto de vista plessneriano, tan fundamental.162 En efecto, se trata de un “lugar”
circunscrito, donde se pone en escena lo que acontece “fuera”; en dicha situación se
produce el desdoblamiento entre el bastidor y el escenario, el escenario y la platea, el mirar
y el mirarse, la acción y la contemplación; asimismo, en ese “lugar” se escenifica el juego
entre la presencia y la representación, el cuerpo-objeto y el papel, la materia y el
significado. Así, pues, si los modelos inducen a olvidar el hecho mismo de ser –ellos
también– meras representaciones, o bien si la reflexión suprime cualquier espacio de
representación (como ocurriría, incluso en el pensamiento de Plessner, si nos limitáramos
a tomar en consideración exclusivamente la bio-filosofía y sus fórmulas necesariamente
abstractas), entonces la antropología ya no tendría –literalmente– ningún lugar y los
hombres resultaríamos puras imágenes o pura materia, precisamente lo que la propuesta
antropológico-filosófica plessneriana, considerada en toda su complejidad, intenta evitar.
162
«A partir de la acción teatral comprendemos la vida humana como incorporación [Verkörperung] de un
papel, que resulta posible gracias a una creación de imágenes [Bildentwurf] más o menos estable. [...] La
creación de imágenes, en la que el actor llega a encarnar [verkörpern] al hombre en el papel de sí mismo,
pone de relieve la dependencia de las imágenes [Bildbedingtheit] de la existencia humana». ID., Zur
Anthropologie des Schuaspielers, op. cit., págs. 160, 168.
269
270
CONCLUSIONES
En esta última parte del presente trabajo de investigación nos proponemos tratar
esencialmente dos cuestiones. La primera tiene que ver con el alcance y la relevancia de la
propuesta antropológico-filosófica de Plessner, a la luz de la complejidad epistemológica y
metodológica del saber contemporáneo; en particular, intentaremos mostrar en qué medida
su trayectoria intelectual puede ser considerada como una suerte de réplica (ex ante y
también ex post) respecto de aquellos ataques anti-humanistas en contra de todo tipo de
“antropologismo” que, a lo largo del siglo pasado, fueron lanzados contra cualquier intento
de pensar filosóficamente ese peculiar objeto del saber que es el ‘hombre’. En otras
palabras, consideramos sumamente oportuno explicar por qué una propuesta como la de
Plessner no puede ser interpretada tout court como una enésima “filosofía antropológica”,
que aspira a presentar una imagen nítida y bien definida del ‘Hombre’, pero tampoco como
un mero análisis de las diferentes epistmeai y de los juegos de poder que producirían cada
vez una figura humana distinta, contingente e irrepresentable desde un punto de vista
universal, con lo cual el hombre vendría a ser un producto derivado de la acción de una
serie de mecanismos impersonales y supraindividuales, acerca de los cuales nunca podría
constituirse un discurso de tipo antropológico. En definitiva, nos proponemos mostrar (y
justificar) la razón por la cual hemos elegido a Plessner como el emblema de una forma
renovada de entender la antropología filosófica en la época actual, sin por ello ocultar las
dificultades y los límites intrínsecos a su propia propuesta, que señalaremos puntualmente.
La segunda cuestión que queremos tratar en este último apartado se refiere a la
posibilidad de elaborar, también (pero no sólo) a partir de Plessner, un aparato conceptual
que nos permita hablar de lo humano en términos radicalmente no antropocéntricos, es
decir, adecuados a la complejidad y al carácter a-teleológico que caracterizan los distintos
saberes contemporáneos. Dicho de otro modo, intentaremos ver en qué sentido sería
posible elaborar una serie de recursos simbólicos que den paso a una epistemología capaz
de pensar el bios y el logos de forma no dualista, pero tampoco reduccionista. Si
lográramos ser convincentes, desde un punto de vista argumentativo y conceptual, en la
exposición de estas dos cuestiones, podríamos considerar justificado (y dotado de un cierto
sentido) el proyecto de investigación que hemos presentado en el presente escrito y que, a
partir del trabajo de tipo genealógico llevado a cabo en el primer capítulo y –en parte–
271
también en el segundo, ha desembocado en el análisis detallado de las principales
categorías antropológico-filosóficas elaboradas por Plessner, la ‘Exzentrizität’ y la
‘Verkörperung’.
272
I. PLESSNER: CONSIDERACIONES FINALES – EL SENTIDO DE LA ANTROPOLOGÍA
FILOSÓFICA
1
H. PLESSNER, Die Aufgabe der philosophischen Anthropologie, op, cit., pág. 36.
273
proceso de auto-interrogación de la razón, es decir, el Hombre. Semejante actitud, dicho
sea de paso, no parece corresponderse del todo con la imagen que de las propuestas
antropológico-filosóficas del siglo pasado (y de la posibilidad misma de un discurso en
torno al hombre) quisieron dar sus críticos más implacables, como Michel Foucault o los
componentes de la Escuela de Frankfurt. Dicho de otro modo, si ya no pueden darse
instancias trascendentes o externas en virtud de las cuales hallar una presunta identidad del
ser humano, entonces esta tarea le corresponderá al hombre mismo, el cual, sin embargo,
no puede llevarla a cabo indicando positivamente cuál es su perfil exacto, sino actuando –
en cierto sentido– contra sí mismo, es decir, contra el hombre presente, que debe aprender
a mirarse con otros ojos. A este propósito, el siguiente fragmento, que demuestra una cierta
influencia del ethos kantiano en el trabajo de Plessner, es muy revelador:
«la antropología filosófica, aun guardando cierta distancia respecto de las doctrinas kantianas
y aun enfrentándose a una época totalmente distinta, deberá realizar algo que corresponda a
las intenciones de la crítica trascendental para la ciencia, la filosofía y la vida: se tratará de
una crítica dirigida no tanto hacia la posibilidad de una supuesta ciencia de la trascendencia o
el vínculo erróneo de la voluntad con ciertas teorías que no pueden ser averiguadas, sino
hacia una amenazante autodeificación del hombre. Kant quería delimitar el saber para dar
paso a la fe. Quería poner un freno a la presunción teorética de demostrar algo en tema de
libertad, inmortalidad y existencia de Dios [...]. Así, pues, hoy también es necesario rechazar
una presunción teorética, que, sin embargo, no tiene que ver con la metafísica, sino con el
hombre y con el modo en que él se entrega a sí mismo y a su propio poder, crecido
enormemente gracias a los progresos de la ciencia y de la técnica».2
2
Ivi, pág. 50
274
determinación, así como el hecho de que el ser humano, desde este punto de vista, resulta
más bien un concepto diferencial. Precisamente por este motivo, en el último parágrafo del
tercer capítulo, hemos tratado de justificar por qué es necesario considerar la noción de
‘Verkörperung’ como una especie de contrapeso teórico frente a la categoría central de la
bio-filosofía mediante la cual Plessner intenta describir la situación vital del hombre, es
decir, la ‘Exzentrizität’. De lo contrario, terminaríamos convirtiendo su propuesta
precisamente en una de esas antropologías que pretenden competir tanto con la filosofía,
como con las ciencias, aspirando a ser un sistema doctrinario cerrado que, inevitable y
subrepticiamente, acaba universalizando determinadas afirmaciones empíricas y –al mismo
tiempo– transformando forzosamente en empíricas ciertas presuposiciones filosóficas. En
efecto, si no consideráramos el contrapeso teórico de la ‘Verkörperung’ (que sirve de
fundamento para toda una serie de análisis sobre el carácter concreto y performativo de la
praxis corporal-cultural), también la antropología filosófica de Plessner correría el riesgo
de no distinguirse de esas propuestas que pretenden brindar una imagen demasiado nítida y
definida del hombre,3 si bien en su caso se trataría de una imagen en negativo, que
mostraría que el ser humano –en virtud de su carácter excéntrico– no puede tener una
definición fija o una esencia totalmente determinable. En definitiva, sería sumamente
restrictivo pensar que la propuesta teórica de Plessner pueda plasmarse tout court en
función de la fórmula estructural de la ‘Exzentrizität’ (que, como cualquier otra fórmula de
ese tipo, «no puede tener ningún valor conclusivo-teorético, sino únicamente expositivo-
abriente»).4 Así, tal vez, se entiende mejor en qué sentido se puede afirmar, con razón, que
dicha propuesta se caracteriza en términos “anti-antropológicos”, pues se trata
efectivamente de rechazar la idea según la cual el discurso en torno al hombre puede ser
configurado a través de recursos semánticos y simbólicos de tipo jerarquizante y
unificador, en una época y en una sociedad estructuradas en base a una diferenciación
funcional que ya no puede ser reducida ad unum mediante una estrategia conceptual que
trata de unificar armónicamente el macrocosmos con el microcosmos humano.
Ahora bien, como hemos señalado al principio de este último apartado, no
queremos ocultar, por supuesto, los aspectos problemáticos de la propuesta de Plessner. En
efecto, si nuestra intención es la de elegir su antropología como el emblema de una actitud
3
Una crítica bien argumentada contra la tendencia definitoria y esencialista de ciertas antropologías
filosóficas del siglo pasado es ofrecida en W. SCHULZ, Philosophie in der veränderten Welt. Dritter Teil:
Vergeistigung und Verleiblichung, Neske, Weinsberg 1984, cf., en particular, págs. 457-467.
4
H. PLESSNER, Die Aufgabe der philosophischen Anthropologie, op, cit., pág. 39.
275
filosófica que, en la época actual, nos brinda la posibilidad de hablar de lo humano
renunciando a cualquier tipo de espejismo de tipo antropocéntrico, también nos parece útil
mostrar los límites y las dificultades que presenta su proyecto intelectual, a la hora de
evaluar la fuerza y la resistencia de dicha “candidatura”. La hipótesis de fondo
plessneriana, como hemos tratado de exponer a lo largo del tercer capítulo de este trabajo,
está basada en la categoría de la ‘posicionalidad’, pues es precisamente gracias a ella como
puede llevarse a cabo una “lógica de las formas vivientes”, que –en su determinación
excéntrica– abarca también la esfera vital del ser humano. Esto significa que la estructura y
las leyes de la ‘vitalidad’ tienen un papel fundamental para la existencia humana y, por
supuesto, también para todas sus manifestaciones culturales (en sentido amplio). De ahí
que la pregunta fundamental de su antropología filosófica sea relativa a cómo debe ser
constituido un ser vivo que presenta y reúne en sí todos los aspectos que las distintas
ciencias particulares ponen de relieve en sus respectivos ámbitos de investigación. Sin
embargo, no se trata de un mero afán de síntesis, sino de comprensión estructural: así,
pues, la hipótesis de trabajo de la que parte Plessner no debe ser averiguada científica o
empíricamente, sino que debe permitir una comprensión estructural de las razones por las
que todos los lados de la forma de vida humana pueden ser considerados de forma unitaria.
A este propósito, el esfuerzo de síntesis conceptual de otro antropólogo-filósofo alemán del
siglo pasado resulta muy útil:
Pues bien, el abanico de las manifestaciones vitales (y, por tanto, también culturales) es tan
amplio que la antropología filosófica, por principio, está vinculada a su totalidad: por eso,
5
O. F. BOLLNOW, Das Wesen der Stimmungen (1941), ahora en ID., Schriften, Bd. I, Könighausen &
Neumann, Würzburg, 2009, págs. 9-10.
276
su indagación no puede alcanzar nunca un resultado conclusivo (un organigrama cerrado
de la condición humana). Plessner describió esta situación en los términos de una ‘offene
Frage’, una actitud que debe respetar el ‘principio de insondabilidad’ (Unergründlichkeit)6
del modo de ser del hombre, sobre todo en su vinculación a la situación práctico-histórica.
Sin duda este gesto teórico le permite rechazar las críticas centradas en la equivalencia
(errónea) entre cualquier discurso de tipo antropológico y un enfoque necesariamente
esencialista, metafísico y reaccionario. Sin embargo, hemos de ser conscientes de que este
proyecto –a la vez ontológico y empírico– encierra algunas dificultades fundamentales,
que trataremos de exponer en el próximo párrafo.
¿Cómo es posible describir la lógica del viviente de forma independiente de la
conciencia que la observa? Formulada así, esta pregunta tiene un carácter indudablemente
retórico, pues la respuesta sería, obviamente, que no es posible. Sin embargo, Plessner
afirmó en distintas ocasiones que su proyecto de bio-filosofía no se basa del todo ni en una
síntesis de los conocimientos empíricos, ni pertenece del todo al universo de las
representaciones de la conciencia: ¿entonces cuál sería su estatuto epistemológico? La
mirada fenomenológicamente abierta, mediante la cual Plessner pretende superar este
impasse, no logra asegurar un acceso a un presunto nivel intermedio entre lo empírico y lo
trascendental, es decir, no es capaz (por explícita admisión de Plessner) de brindar una
carga verdaderamente ontológica a las categorías de la bio-filosofía. Asimismo, la
“debilidad” ontológica de dichas categorías resulta también evidente si analizamos su
mismo contenido: por un lado, se trata de conceptos que no deberían derivar del
conocimiento científico, pero, por el otro, es inevitable basarse –terminológica y
conceptualmente– en las informaciones que proceden del mundo científico, por ejemplo, a
propósito de los caracteres fundamentales de los organismos, puesto que, mediante la sola
especulación, no puede decirse nada relevante en torno a la naturaleza. Es verdad que
Plessner intenta demostrar dichos caracteres a partir de la idea (obtenida
fenomenológicamente) de ‘límite’, pero tampoco así consigue reducir la sensación de estar
manejando unos conceptos desprovistos de capacidad fundacional, mediante los cuales
sería difícil –si no imposible– acceder a un nivel ontológico primitivo. Lo que parece
problemático es, entonces, la superposición de los distintos planos de realidad y de
6
Se trata de un principio formulado y analizado en particular en Macht und menschliche Natur (op. cit., cf.
págs. 175-184). No es una mera casualidad, pues, el hecho de que el subtítulo de esa obra sea Ein Versuch
zur Anthropologie der geschichtlichen Weltansicht (“Hacia una antropología de la visión histórica del
mundo”).
277
análisis. Pero ¿es esta una razón suficiente para rechazar in toto ese peculiar tipo de
ontología que hemos encontrado en Die Stufen des Organischen und der Mensch? ¿Acaso
es posible elaborar una consideración filosófica de la naturaleza exclusivamente como
hicieron, por ejemplo, Heidegger o Löwith? Es decir, ¿las únicas referencias posibles, en
este ámbito, son lo Abierto (el Geviert), o el ciclo cósmico eterno que contiene, como una
de sus posibilidades, ese logos physikos supuestamente inefable a través de las
mediaciones lingüísticas de las que dispone el ser humano? ¿Y si, tal vez, fuera posible
plantear esta cuestión de forma distinta, como hizo Plessner? Cierto, su propuesta es sin
duda menos fascinante o llamativa desde un punto de vista terminológico, puesto que no se
apoya en una misteriosa arché o en sugestiones que oscilan entre el caos y la eterna
perfección de los ciclos. Pero esta no nos parece una razón suficiente para rechazar la
apuesta de Plessner, que consiste en otorgar una autonomía conceptual y teórica fuerte al
concepto de naturaleza, analizando sus distintas articulaciones, incluso de forma muy
prosaica y, por decirlo así, algo “fría”, e intentando al mismo tiempo poner el acento sobre
el entrecruzamiento (Verschränkung) de ese conjunto con la esfera humana, incluyendo
hasta sus “performances” más elevadas y abstractas.
Por supuesto no queremos sostener que la de Plessner haya sido, a lo largo de siglo
pasado, la única forma posible de llevar a cabo una reflexión filosófica sobre la
naturaleza.7 En cualquier caso, es preciso señalar que, en nuestra época (dominada por la
especialización del saber y por el nivel muy alto de complicación alcanzado por las
estructuras físico-matemáticas de las ciencias teóricas y experimentales de la naturaleza),
la idea de desarrollar una “ontología de la naturaleza” parece esconder una pretensión,
cuando menos, harto nostálgica. En otras palabras, parecería imposible escaparse de la
siguiente disyuntiva: o bien se comete la ingenuidad de limitarse a repetir los discursos de
las ciencias, banalizando el carácter complejo y sumamente especializado de sus
7
Véase, por ejemplo, M. MERLEAU-PONTY, La Nature. Notes de cours du Collège de France, 1956-1957,
Seuil, Paris, 1995; ID., Résumés de cours. Collège de France, 1952-1960, Gallimard, Paris, 1968; de ésta
última obra, cf., en particular, los resúmenes de los cursos de 1956-57 (“Le concept de nature”) y de 1957-58
(“Le concept de nature (suite). L'animalité, le corps humain, passage à la culture”). Véase también H.
JONAS, Das Prinzip Leben. Ansätze zu einer philosophischen Biologie, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1997, trad.
esp. de J. Mardomingo, El principio de la vida. Hacia una biología filosófica, Trotta, Madrid, 2000. Esta
obra fue publicada primero en inglés (The phenomenon of life. Toward philosophical biology, Harper and
Row, New York, 1966) y, pocos años después, en alemán, con un título distinto respecto de la edición actual
de Suhrkamp (Organismus und Freiheit. Ansatze zu einerphilosophischen Biologie, Vandenhoechk &
Ruprecht, Gottingen 1973).
278
construcciones, o bien se corre el riesgo de “esencializar” estas últimas, perdiendo de vista
el carácter dinámico y cambiante de la estructura de fondo que caracteriza, por ejemplo, el
mundo orgánico. Ahora bien, se trata ciertamente de observaciones que tienen un
fundamento; sin embargo, la gran atención que Plessner dedica al tema de la historicidad,
también en conexión con la idea misma de ‘naturaleza’, le permite replicar de modo
bastante original a las críticas antes mencionadas. En efecto, como hemos recordado en
distintos lugares del presente trabajo, la historicidad (el conjunto de las transformaciones
históricas) no tiene que ver exclusivamente con las vicisitudes humanas, sino también con
lo que, en general e intuitivamente, consideramos cono natural. Dicho de otra forma, y
sobre todo en relación con la modalidad en la que el hombre interviene en ella, una
naturaleza originaria, inmutable o primigenia, tal vez nunca existió. Por lo tanto, tampoco
puede existir una relación constante, primitiva o pura con sus objetos, como si estos
últimos no fueron los protagonistas de una serie de transformaciones incesantes, que, a su
vez, ejercen una suerte de reverberación en el sujeto que “contempla” dichos objetos. A
este propósito, el asalto plessneriano a la ontología dualista cartesiana y su propuesta de
centrar el discurso en el concepto de límite como traspaso continuo y lugar de realización
del contacto entre el viviente y su “afuera” (que es considerado ante todo como una parte
esencial de un ciclo vital que se interrumpe sólo en el momento en que la vida, por decirlo
así, cesa de existir), resultan determinantes y contribuyen a “compensar” la debilidad
ontológica de las categorías de su bio-filosofía, así como sus posibles incongruencias
metodológicas. Dichas dificultades, entonces, podrían ser consideradas como el reflejo
inevitable de un intento quizás no muy frecuente, pero sin duda valioso desde un punto de
vista filosófico, de pensar la naturaleza y lo viviente de forma no especulativa, aunque sin
reducir tampoco sus caracteres fundamentales a lo que nos explican las ciencias
particulares y sin olvidar la conciencia contemporánea de la historicidad, que, por otra
parte, no habría de llevar a una historización o culturalización total de sus manifestaciones.
Pues bien, como hemos puesto de relieve en el capítulo precedente, Plessner acuñó una
expresión muy útil para visualizar icónicamente dicha situación, a saber: la artificialidad
natural. En definitiva, podemos afirmar que la propuesta bio-filosófica y antropológico-
filosófica de Plessner, justamente a la luz de sus incongruencias metodológicas y de su
“fragilidad” ontológica, que no son sino el reflejo de la inevitable superposición y con-
fusión de planos de realidad que caracteriza el mundo contemporáneo, deberían representar
un desafío teórico y conceptual para todos lo que quieran elaborar una ontología o una
antropología de tipo no existencial-hermenéutico, es decir, para quienes pretendan tratar
279
filosóficamente la cuestión de la naturaleza (de la vida y de la peculiar forma de vida que
es el ser humano) en una época, como la nuestra, en la que no es posible deshacerse del
principio de conciencia, de la historicidad o de los avances cada vez más asombrosos de
las ciencias. En otras palabras, las dificultades y las incongruencias son, en nuestra
opinión, menos relevantes, comparadas con las intenciones de fondo que animan y
vertebran un proyecto intelectual como el de Plessner.
Nuestro personal apoyo a la propuesta plessneriana se basa, entre otras cosas, en el
hecho de que, a partir de la eclosión del progreso vertiginoso de las ciencias (naturales y
sociales), que podemos ubicar temporalmente en la segunda mitad del siglo XIX, la
filosofía ha brindado, en varias ocasiones, soluciones “reaccionarias”, que a menudo
parecían centrarse en la creación de “islas teóricas” supuestamente capaces de justificar la
necesidad de una mirada que no estuviese “contaminada” por los mecanismos objetivantes
y reduccionistas propios de los saberes particulares. Así, pues, la filosofía, cuando no ha
entendido su tarea en los términos de una aclaración o denuncia del carácter histórica,
cultural o incluso políticamente determinado de dichos mecanismos, ha intentado a
menudo luchar a favor de una identidad teórica autónoma e independiente respecto de los
demás saberes, bajo el signo de la ofensiva de Heidegger en contra del presunto olvido de
la diferencia ontológica. Lo más “elemental”, los rasgos somáticos mediante los que el
hombre está presente en el mundo y el mundo se le hace presente; nacer, reproducirse,
enfermar, morir; el cuerpo, lo que está simplemente-presente (vorhanden): un análisis de
todos estos aspectos fue precisamente, a lo largo del siglo pasado, lo que la filosofía –
excepciones a parte– no supo brindar, a causa de la dificultad de aceptar el simple hecho de
que hasta la existencia humana no es sino una de las formas posibles (y casuales) de
manifestación del viviente. Así, pues, el gesto teórico de Plessner, ya a partir de su primer
gran obra de 1928, consiste en vincular el peculiar modo de ser del hombre con su propio
cuerpo, dentro y fuera del que él conduce su existencia: sólo así, argumenta el autor de Die
Stufen des Organischen und der Mensch, es posible ver en el cuerpo algo más respecto de
ese objeto que, según varios protagonistas de la filosofía del siglo pasado, es preciso dejar
en manos de la biología, obteniendo a cambio el nihil obstat para apropiarse de un
enigmático nivel ontológico superior que correspondería a una existencia presuntamente
separada del nivel óntico. Sin embargo, no tiene sentido hablar de facticidad, si
previamente hemos renunciado a tratar filosóficamente lo más “elemental”, esto es, todo lo
que caracteriza al hombre en tanto que ser vivo dotado de un tipo peculiar de relación con
su propio cuerpo. Un texto de Plessner, publicado en 1973, nos brinda una síntesis muy
280
eficaz de este punto de partida (metodológico y a la vez epistemológico) para la reflexión
filosófica:
«Sólo lo que vive puede existir, a cualquier nivel posible. Rechazar este presupuesto y
pretender fundar la vida en una de sus posibilidades –es decir, en el existir– significa
considerar la pregunta del hombre por el hombre, en virtud de dicha autorreferencialidad,
como la única vía posible para una antropología desde el punto de vista filosófico. Pero
también es posible partir de los caracteres esenciales de la vitalidad [Lebendigkeit],
permaneciendo en el ámbito de la vida y empezar, por decirlo así, desde abajo [...]. ¿La
dimensión de la existencia está simplemente apoyada sobre la vida física, vinculada al
cuerpo? Así creyeron muchas tradiciones filosóficas [...]. Pero la pregunta debería ser:
¿cuáles son las condiciones necesarias para que la dimensión de la existencia pueda fundarse
a partir de la dimensión de la vida? [...] La tesis, por tanto, será la siguiente: la vida encierra
[birgt], como una de sus posibilidades, la existencia».8
8
H. PLESSNER, Der Aussagewert einer Philosophischer Anthropologie (1973), op. cit., págs. 388-390.
9
En los parágrafos I y II del primer capítulo, hemos insistido ampliamente en el carácter peculiar de la
“autonomía” disciplinar de la antropología, mostrando que no siempre se puede hablar de una verdadera
disciplina dotada de herramientas metodológicas y epistemológicas perfectamente configuradas, sino más
bien de la cristalización en una cierta actitud epistémica de determinadas tendencias pertenecientes a la
eclosión de la “configuración antropológica del saber”.
281
que caracterizaron el comienzo de la Neuzeit, y tiene un papel muy importante en el
estudio de las formas naturales, de la anatomía (humana y no humana), así como de las
costumbres, los hábitos y las tradiciones. Pues bien, fue precisamente en el momento en
que la antropología (que, en tanto que ámbito epistémico, en la culminación de la Neuzeit,
llegó incluso a pretender sustituir la filosofía, puesto que todo parecía poder reconducirse
al hombre) perdió el trasfondo que la originó, es decir, el mundo a medida del hombre,
cuando intentó recuperar su carácter más bien filosófico, volviendo a tomar posesión de los
temas y las cuestiones que, de forma más o menos latente, siempre han caracterizado su
historia, reclamando así los derechos de la superficie. Plessner representa, a nuestro juicio,
uno de los ejemplos más interesantes y sugestivos de ese cambio de perspectiva, mediante
el cual puede desarrollarse una reflexión sobre el cuerpo, la presencia y el presente del
hombre (y sobre otros aspectos superficiales y cotidianos, a menudo olvidados –o
deliberadamente “enmendados”– por el canon filosófico del siglo XX). Una reflexión que,
a fin de evitar hacer un uso desmesurado o subrepticio de fórmulas estructurales o de
imágenes paradigmáticas que aspiran a recuperar un quid de universalidad que resulta
ineludiblemente perdido, debe –a todos los efectos– tener (un) lugar. En otras palabras, la
propuesta antropológico-filosófica de Plessner (si no cometemos el error de aislar
conceptualmente la noción de ‘Exzentrizität’, olvidándonos de la ‘Verkörperung’) es la que
encarna mejor el ocaso de toda antropología normativa, la que, sobre todo gracias a la
fundamentación desarrollada en Macht und menschliche Natur, ha sabido adaptarse a la
necesidad de descentrarse respecto del discurso tradicional sobre el ‘Hombre’, tácitamente
entendido como un individuo aislado, varón y europeo. No es una mera casualidad, pues,
el hecho de que la trayectoria intelectual plessneriana sea la que más parece adaptarse a las
propuestas contemporáneas que, sobre todo en ámbito alemán, intentan reactivar todo el
potencial de la mirada antropológico-filosófica (es decir, de una antropología que se instale
en el entrecruzamiento –Verschränkung– entre el análisis fisiológico-biológico y los
estudios culturales). Ya hemos mencionado, en el tercer capítulo, el caso del
“Interdisziplinäres Zentrum für Historische Anthropologie” de la Freie Universität de
Berlín, pero también podríamos aludir a una obra colectiva publicada en Alemania en los
años 90, que, en nuestra opinión, sigue siendo de gran actualidad; en ella leemos que «la
pregunta por el hombre pone de relieve la contraposición respecto de ese modo de
proceder racionalista que pretende aislar un aspecto particular del ser humano,
considerándolo esencial [...]. La antropología, en todas sus variantes, se distingue por su
caracterización sumamente antidualista, que se reconoce ya en los intentos de mediación
282
entre res cogitans y res extensa en las antropologías médicas del siglo XVIII o en el
materialismo de Feuerbach, hasta llegar a la teoría antropobiológica de la acción de Gehlen
y a los principios hermenéuticos de Plessner. La oposición a la cosificación, típica de la
filosofía de la conciencia, [...] paulatinamente, fue sustituida por la atención por lo que, en
el hombre, es material [...], lo cual puede entenderse de forma distinta: o bien desde el
punto de vista del observador (biología, fisiología, comportamiento), o bien en la
perspectiva de la vivencia en primera persona (es decir, el entrecruzamiento
psicosomático)».10 Dicho de otra forma, la antropología filosófica de Plessner puede ser
considerada como el punto de partida teórico y conceptual para toda una serie de análisis
concretos, por ejemplo sobre las condiciones biológicas de la acción, de la identidad o del
conocimiento, pero también sobre las relaciones de tipo semiótico que se dan entre el
Körper y el Leib, cristalizadas en los ámbitos de las diferencias sexuales, de la familia, del
imaginario o de la gestualidad. Así, pues, tal vez no sería del todo equivocado equiparar
este tipo de actitud antropológica con una ciencia de los residuos, es decir, con un ámbito
de conocimiento que recoge aquellos temas y cuestiones que, tradicionalmente, la filosofía
tiende a pasar por alto, considerándolos como meros epifenómenos de estructuras
(epistemai o juegos de poder) que los determinan histórica, cultural y políticamente. En
definitiva, lejos de querer establecer un paralelismo improvisado entre la antropología
cultural y la actitud antropológico-filosófica que hemos estudiado en el presente trabajo,
podríamos coincidir con lo que Clyde Kluckhohn dijo acerca de la primera, que describió
como una «ciencia de los residuos [science of leftovers]»,11 o también con Lévi-Strauss, el
cual, durante una conferencia celebrada en Estados Unidos, afirmó que los antropólogos
son los «traperos de la historia», que indagan y exploran «sus cubos de basura».12 Unas
expresiones (sin duda muy icásticas) que se adaptarían perfectamente también a la actitud
antropológico-filosófica desarrollada por primera vez (en su configuración contemporánea,
es decir, “post-copernicana”) por Plessner, el cual podría ser considerado como un
pensador que, durante toda su trayectoria intelectual, se ha colocado al margen de los
grandes simposios filosóficos del siglo pasado, interesándose, en cambio, por sus residuos.
10
A. BARKHAUS, M. MAYER, N. ROUGHLEY, D. THÜRNAU (Hg.), Identität, Leiblichkeit, Normativität. Neue
Horizonte anthropologischen Denkens, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1996, págs. 15-16.
11
C. KLUCKHOHN, Mirror for man. The relation of anthropology to modern life, Whittlesey House, New
York, 1949, trad. esp. de T. Ortiz, Antropología, FCE, México, 19742, pág. 14, cursiva mía.
12
C. LÉVI-STRAUSS, D. ERIBON, De prés et de loin, Odile Jacob, Paris, 1988, trad. esp. de M. Armiño, De
cerca y de lejos, Alianza, Madrid, 1990, pág. 168.
283
II. BIOS Y LOGOS. LA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA COMO APERTURA HACIA UNA
¿Qué es lo que queda de lo humano, cuando este concepto remite a una realidad
fragmentada y filtrada a través de un caleidoscopio cada vez más complicado? La época
post-copernicana, tan bien simbolizada por la metáfora del matorral, renunció (no sin cierta
resistencia, sobre todo por parte de la filosofía) a otorgar al concepto de lo humano una
consistencia sólida y granítica, optando por imágenes que evocan el caso y el caos, la
fragmentación, la multiplicidad y la superposición de los planos de realidad. La palabra
‘humano’, pues, ya no se refiere a una realidad inmóvil, inequívoca y nítida, es decir, cesa
de ser una garantía absoluta de univocidad: el significante ya no está unívocamente
relacionado con el significado y, asimismo, ningún juicio en torno a lo humano puede
aspirar a ser, en sí, apodíctico. Efectivamente, el idioma de la época post-copernicana ha
perdido su carácter consolador, que caracterizaba aquellos discursos que pretendían
exorcizar lo desconocido a través de un proceso de domesticación y de transferencia de lo
ignoto en las regiones de lo conocido, de lo que es posible dominar en cuanto previamente
ya domesticado. Sería suficiente referirse, por ejemplo, al idioma de la biología
contemporánea, del cual la bio-filosofía de Plessner es sólo un reflejo parcial y –sería
contraproducente negarlo– todavía sometido a un intento de domesticación, tal vez no de
corte metafísico o antropocéntrico, pero cuya presencia, en el pensamiento plessneriano,
no debería ser ocultada. También nos podríamos referir al idioma de la técnica, o al de la
complejidad alcanzada por las sociedades contemporáneas: en cualquier caso, se trata de
un idioma incapaz de hacerse mito, narración, que no permite fabricar unos esquemas de
repetición, dentro de los cuales insertar y asimilar los potenciales traumas que implica toda
aparición de lo nuevo y de lo inesperado. La “pérdida de la experiencia” (a la cual
aludíamos al principio del tercer capítulo) resulta, en la fragmentación de los idiomas de la
contemporaneidad, cada vez más patente, pues muy a menudo es imposible no darse
cuenta de hasta qué punto el significante se burla del significado, y tenemos así la
sensación de estar manejando palabras “huecas”. Así, pues, el imaginario colectivo pierde
su capacidad de reaccionar frente a las situaciones de crisis, es decir, la palabra pierde su
284
función mítica: «el mito es la palabra de la crisis, palabra que detiene y configura»,13 que
resuelve el estado de crisis, posibilitando así la creación de lo nuevo. Si la palabra
‘hombre’ ya no puede hacerse cargo de resolver la crisis y desbloquear así la acción y la
producción de sentido, no queda más remedio que aceptar la pérdida de su estatuto
metafísico, sólido y estable, reconociendo que la única forma posible de “encasillamiento”,
en este caso, es la que se refiere al carácter procesual y dinámico de los seres vivos y –a
fortiori– también del ser humano, entendidos como constante autopoiesis, por decirlo en
palabras de los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela.14 El hombre,
así, lejos de ser clasificado mediante una lógica dualista, dominada por la idea de escisión
y aislamiento fomentada durante mucho tiempo por la tradición filosófica, deja de ser
entendido como algo persistente e inmutable; el concepto plessneriano de ‘límite’ (y de
realización del ‘límite’) es muy evocador, a este propósito, pues revela toda la
potencialidad de la imagen de la construcción de la identidad a través de la
“contaminación” con lo otro, esto es, en virtud de la relación incesante del viviente con el
entorno. El límite, además, puede considerarse como el eje conceptual capaz de representar
mejor la dinámica (que caracteriza el viviente en general, pero que resulta especialmente
pertinente en el caso del ser humano) de la oscilación entre la delimitación impuesta por
las normas que subyacen a la organización vital y la apertura hacia la creación de nuevas
formas vitales, que, en el caso del ser humano, pueden ser incluso de tipo cultural.
Podríamos afirmar que la reflexión metafísica occidental siempre estuvo basada en
dos vertientes principales, a saber: la búsqueda de un fundamento, de una arché, y la
instauración (o reconocimiento) de un telos, es decir, de un fin último capaz de otorgar un
sentido al obrar humano. Ahora bien, la convicción de fondo que nos ha guiado en la
ideación del recorrido teórico-conceptual del presente trabajo de investigación es que si
una meditación sobre la lógica de lo viviente (una bio-filosofía), consciente de la
imposibilidad de remitir a una “justificación última”, es decir, a un definitivum, aspira a
hablar de lo humano, entonces dicha meditación tendrá que renunciar ab initio a toda
herramienta teórica de tipo teleológico y, al mismo tiempo, deberá renunciar a expresarse
en términos de ‘origen’ o ‘fundamento’, ni siquiera material (biológico, físico-químico).
Por supuesto, cualquier forma de vida tiene su propia base biológico-material, pero el
13
E. DE MARTINO, Storia e metastoria. I fondamenti di una teoria del sacro, a cura di M. Massenzio, Argo,
Lecce, 1995, pág. 144.
14
Véase, en particular, H. MATURANA, F. VARELA, De máquinas y seres vivos, op. cit., págs. 68 y sigs.
285
enfoque epistemológico resultaría demasiado restrictivo si dicha base material fuera su
punto de partida imprescindible, esto es, su fundamento ultimo. En la oposición a este
enfoque epistemológico restrictivo insistió mucho Plessner, pero también, por ejemplo, los
biólogos chilenos antes mencionados, Humberto Maturana y Francisco Varela. De hecho,
el siguiente fragmento, en su estructura argumentativa de fondo, podría ser utilizado para
avalar la posición de Plessner y, además, nos parece sumamente revelador respecto de la
actitud que debería mostrar una epistemología filosófica que pretenda tener voz en el
complicado panorama científico e intelectual contemporáneo:
«La evolución es un proceso conservador. Cuando uno habla de los seres vivos, y de la
diversidad de los seres vivos, y piensa en la explicación evolutiva que propone un ancestro
común para todos ellos, uno se maravilla con los cambios que han tenido que ocurrir desde el
origen de los seres vivos hasta el presente. Esta maravilla, sin embargo, no debe ocultarnos
lo fundamental que es para que tal historia se produzca, la conservación de lo nuevo en la
conservación de lo viejo. La biología ha puesto su mirada en la genética y en la herencia para
explicar esta conservación, asimilando cada carácter o rasgo señalable en los seres vivos a un
determinante molecular en los ácidos nucléicos. Así, para la biología moderna, la especie
aparece definida como una configuración genética. [...] Yo pienso diferente. Yo pienso que
lo que define a una especie es un modo de vida, una configuración de relaciones cambiantes
entre organismo y medio que comienza con la concepción del organismo y termina con su
muerte, y que se conserva generación tras generación como un fenotipo ontogénico, como un
modo de vivir en un medio, y no como una configuración genética particular».15
Así, pues, si consideramos el caso del ser humano, esa falta de fundamento (que, según
Plessner, se entiende perfectamente si pensamos que el carácter excéntrico de la forma de
vida humana se refiere al hecho de que su verdadero centro no es sino el trámite mismo de
la relación del hombre consigo mismo y con el ambiente circundante) parece aún más
evidente, ya que, incluso empleando las categorías tradicionales de ‘naturaleza’ y ‘cultura’
(a través de las cuales se siguen divulgando la mayoría de las teorías reduccionistas sobre
el presunto origen del hombre), obtendríamos un entrecruzamiento –Verschränkung– que
no permite establecer, desde un punto de vista lógico-ontológico, un verdadero prius.
Tomemos el ejemplo del fenómeno del lenguaje: por un lado, es posible decir que no tiene
sede en el cerebro, puesto que el desarrollo de la facultad de lenguaje acontece
15
H. MATURANA, Emociones y lenguaje en educación y política, CED, Santiago de Chile, 1990, págs. 20-21.
286
socialmente; por el otro, sin embargo, no podríamos ni siquiera discurrir en torno al
lenguaje sin referirnos a la estructura anatómica y a los mecanismos físico-químicos que
representan su sustrato material y que podemos apreciar, esencialmente, en el cerebro.
Pues bien, de lo que se trata es de superar la lógica bivalente y lineal que nos hace
preguntar: ¿cuál –de esos dos– es el aspecto prioritario, esto es, el que viene antes?
Plantear la posibilidad de una epistemología que consienta elaborar una antropología
filosófica coherente con la estructura actual del saber significa precisamente abandonar ese
tipo de lógica que postula la existencia de un origen desde el cual acontece todo
movimiento y en virtud del cual el movimiento se perpetúa según la dinámica linear de un
progreso continuo, en el cual la oposición de “A” y “B” produce, por decirlo así, la
emergencia de “C” en tanto que producto más elevado que los dos que lo preceden. La
introducción del principio de circularidad en la organización del viviente,16 pues, permite
deshacerse de la lógica de tipo lineal y jerárquica (que, desde un punto de vista del análisis
semántico-social, Luhmann describió también como estratificatoria) y, de este modo, es
posible pensar “A” y “B” dentro de un sistema regido por la lógica del feedback, según la
cual “A” produce “B”, pero también viceversa, y los outputs se convierten en inputs
disponibles para nuevos procesos. La paradoja lingüística empleada por Plessner en la
segunda ley antropológica fundamental, pese a su falta de concreción y al peligro de ser
transformada en una fórmula estructural vacía, tal vez sí da en el clavo, en este caso: en
efecto, podríamos afirmar que con la ley de la artificialidad natural se consigue expresar
esa circularidad ineludible, esa Verschränkung entre niveles y planos que, en el caso del
ser humano, no pueden ser pensados separadamente, so pena de volver a caer en el carácter
lineal típico de la reflexión filosófico-metafísica que busca hallar una determinada arché,
es decir, un principio ontológico capaz de representar «das Letzte» (o das Erste), la causa
última de todo, de tipo biológico-natural o cultural-artificial. Volviendo al ejemplo del
fenómeno del lenguaje humano, según esa lógica circular de la Verschränkung, la
16
De hecho Plessner fue uno de los primeros pensadores del siglo pasado en darse cuenta de la importancia
(ante todo para una reflexión filosófica sobre la naturaleza y el hombre) de la introducción de ese principio,
que en la elaboración de Die Stufen des Organischen und der Mensch correspondería a la función de
realización del límite, es decir, del atravesamiento constante (hacia fuera –«über ihn hinaus»– y hacia dentro
–«ihm entgegen») de esa zona liminar que representa el encuentro entre el viviente y el ambiente. En
cualquier caso, los estudiosos que han contribuido más a desarrollar el principio de circularidad del viviente,
gracias a la noción de ‘autopoiesis’, son sin duda Maturana y Varela.
287
temporalización que pretende establecer un prius lógico-ontológico entre el factor cultural
y el factor anatómico y bio-químico, simplemente no tiene sentido.17
La idea de circularidad (o feedback) permite efectuar un gesto doble, cuya urgencia
y necesidad Plessner reivindica ya a partir de su obra de 1928: por un lado, es posible
romper con aquella retórica humanista que atribuye al hombre, todavía en pleno siglo XX,
una misteriosa y milagrosa esencia cultural (el Neinsagerkönner de Scheler, el Hirt des
Seins de Heidegger, el animal symbolicum de Cassirer, etc.), considerándolo, en cambio,
en el ámbito de su ineludible continuidad con la organización del viviente; por el otro, al
mismo tiempo, dicha idea permite reconocer la peculiaridad de la forma de organización
vital del ser humano, que resulta evidente si analizamos el carácter intrínsecamente
creativo y generativo del lenguaje y de la praxis humana, pero que no puede adscribirse a
una presunta esencia cultural, aislada del ámbito de su organización vital.18 Una
peculiaridad que Plessner intenta reconocer a través de la mirada fenomenológicamente
abierta en cuanto a su forma estructural, y mediante el análisis de la praxis corporal-
cultural en cuanto a su realización concreta y cotidiana. De ese modo, la imagen de la línea
17
A propósito de la cuestión de la complejidad y de la superación de una “onto-lógica” de tipo lineal, puede
ser sumamente útil la lectura de B. LATOUR, Nous n’avons jamais été modernes. Essai d’anthropologie
symétrique, La Découverte, Paris, 1991, trad. esp. de V. Goldstein, Nunca fuimos modernos. Ensayo de
antropología simétrica, Siglo XXI, Buenos Aires, 2007. En ese libro, el filósofo francés argumenta en favor
de la necesidad de pensar en otra temporalidad, que no esté tan vinculada (como lo es la temporalidad
moderna) a una idea lineal del tiempo, que se configura a través de la sucesión de rupturas radicales que dan
paso a la llegada de algo totalmente nuevo, capaz de suplantar lo que había antes. Supongamos, en cambio,
argumenta Bruno Latour, que «reagrupáramos los elementos contemporáneos a lo largo de una espiral y no
de una línea. Realmente tenemos un futuro y un pasado, pero el futuro tiene la forma de un círculo en
expansión en todas las direcciones y el pasado no está superado, sino retomado, repetido, rodeado, protegido,
recombinado, reinterpretado y rehecho». Estas palabras de Latour podrían ser consideradas, en nuestra
opinión, una perfecta variación conceptual sobre el tema de la Verschränkung y de la lógica del feedback,
que resulta sumamente útil a la hora de describir, por ejemplo, el fenómeno del lenguaje humano. Ivi, págs.
112-113.
18
En el Prefacio a la segunda edición de Die Stufen des Organischen und der Mensch (publicada en 1965),
Plessner arremetió contra Heidegger y sus herederos existencialistas o hermeneutas, sosteniendo que «el
análisis de una existencia flotante en el aire [freischwebenden Existenz] no se corresponde con ningún hecho
biológico [...]. Por lo tanto, no hay ninguna vía que conduce de Heidegger a la antropología filosófica, antes
o después de la “Kehre”». Por el contrario, «si estamos convencidos de la imposibilidad de una dimensión de
existencia flotante en el aire, entonces se nos hace patente la necesidad de su fundamentación. ¿Cómo
aparece y qué fuerza posee? ¿Hasta qué punto es profunda su relación con el cuerpo?». ST, pág. XIV. Se trata
de un verdadero manifiesto programático del modus procedendi de Plessner.
288
recta (que pretende establecer un prius lógico-ontológico entre la organización vital y el
desarrollo de la praxis corporal-cultural o lingüística) puede ser sustituida por la imagen de
la espiral o por la imagen del strange loop, propuesta por el filósofo norteamericano
Douglas R. Hofstadter. Así, pues, el carácter procesual de los sistemas, lejos de seguir una
trayectoria lineal, implica la necesidad de la paradoja, que impide establecer el punto
inicial y el punto final de una trayectoria: «el fenómeno del ‘Bucle Extraño’ ocurre cada
vez que, habiendo hecho hacia arriba (o hacia abajo) un movimiento a través de los niveles
de un sistema jerárquico dado, nos encontramos inopinadamente de vuelta en el punto de
partida».19 En lugar de la representación fiel e inequívoca de tipo naturalista, tendríamos,
entonces, las visiones de Escher, en las que los espacios geométricos perfectamente
reproducidos ponen en dificultad al observador, que difícilmente es capaz de distinguir los
límites entre una figura y otra o de determinar claramente la diferencia entre el interior y el
exterior (piénsese en la fórmula plessneriana de la indiferencia psico-física), el arriba y el
abajo: en definitiva, entre el observador y lo observado.20 Los dibujos de Escher son la
perfecta representación gráfica de la circularidad de la autorreferencia, así como de la
paradoja de un observador que está ineludiblemente vinculado a su propio dominio
cognoscitivo, que, por tanto, nunca puede ser abandonado en aras de un presunto punto de
vista neutral; por eso podríamos afirmar que la ontología de la naturaleza de Plessner, junto
con su fenomenología, no podía aspirar a deshacerse de su propia fragilidad ontológica y
de sus dificultades metodológicas. En cualquier caso, tal y como nos sugieren los dibujos
de Escher, lo más importante es subrayar la imposibilidad de cristalizar, inmovilizar y
“esencializar” la variedad de lo real y del viviente en fórmulas que tienen un valor
19
D. R. HOFSTADTER, Gödel, Escher, Bach. An eternal golden braid, Basic Books, New York, 1979, trad.
esp. de M. A. Usabiaga, A. López Roussean, Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle, Tusquets,
Barcelona, 1987, pág. 12. Efectivamente, «¿qué otra cosa es un bucle sino una manera de representar de
manera finita un proceso interminable?», pág. 17.
20
A este propósito, es muy interesante lo que dicen Maturana y Varela en las consideraciones finales de otra
de sus obras: «Conocer el conocer no se arma como un árbol con un punto de partida sólido que crece
gradualmente hasta agotar todo lo que hay que conocer. Se parece más bien a la situación del muchacho en la
“Galería de los cuadros” de Escher. El cuadro que mira, gradual e imperceptiblemente, se transforma en... ¡la
ciudad en la que se halla la galería de cuadros! No sabemos dónde ubicar el punto de partida: ¿fuera, dentro?
¿La ciudad, la mente del muchacho? El reconocimiento de esta circularidad cognoscitiva, sin embargo, no
costituye un problema para la comprensión del fenómeno del conocer, sino que de hecho funda el punto de
partida que permite su explicación científica». H. MATURANA, F. VARELA, El árbol del conocimiento, op.
cit., pág. 162.
289
«conclusivo-teorético», como recordaba Plessner. Las figuras de Escher, en efecto, son el
resultado de la diferencia y de la contaminación, y los márgenes entre dos formas
adyacentes no son sino el fruto de la mutación y de la reconfiguración constante, esto es,
de la contaminación con la alteridad. Lo mismo ocurre en la dinámica del feedback, que
desarrolla de forma recursiva la contaminación entre los inputs y los outputs, o también
entre la figura y el trasfondo (la praxis corporal-cultural y las leyes físicas y bio-químicas
que rigen la organización vital), que pueden intercambiar sus papeles sin perder su
especificidad ontológica.21 A este propósito, la noción plessneriana de ‘Verkörperung’
resulta, en nuestra opinión, decisiva, pues encarna a la perfección las ideas de
recombinación, reconfiguración y contaminación entre planos que pueden ser pensados
abstractamente como distintos, pero que, en la cotidianidad en la que podemos observar (a
pesar de las limitaciones intrínsecas a nuestra forma de observar) la multiplicidad de las
manifestaciones de lo humano, no son en absoluto separables. Como decía Plessner en
relación con los sentidos, en innegable que se trata de un ámbito de investigación para el
que es imprescindible el punto de vista anatómico, neuro-fisiológico y bio-químico; sin
embargo, a través de los sentidos entramos también en contacto con cualidades que no son
físicamente determinables y que tienen que ver con el conjunto de comportamientos del
hombre respecto de un ambiente –su enfoque, dicho de otro modo, es siempre ecológico:
nuestra percepción depende siempre de la interacción con un determinado ambiente. Lo
recordábamos también en el tercer capítulo: «como simple modalidad de la existencia, los
sentidos no nos revelan su secreto. Sólo en el trabajo con y sobre ellos, nos muestran lo
que pueden hacer y lo que les es negado».22 De nuevo, la organización vital y la praxis
corporal-cultural se condicionan recíprocamente y, desde el punto de vista de una
epistemología y una antropología filosófica actuales, resultan inescindibles: así, pues, la
imagen de la circularidad o del feedback nos muestra todo su potencial hermenéutico.
Nos acercamos ya a la conclusión del presente trabajo. Es necesario, por lo tanto,
proponer algunas consideraciones finales sobre el nexo que, en nuestro opinión, debe
establecerse entre una forma actual de antropología filosófica y una epistemología capaz
de salvaguardar el carácter filosófico de la reflexión en torno a las cuestiones teóricas más
21
Sobre la cuestión de la hibridación y de lo monstruoso, además de la referencia a los trabajos (ya
“clásicos”) de Donna Haraway, es muy recomendable la lectura de una obra (publicada el mismo año en que
apareció el célebre A Cyborg Manifesto de Haraway) de un filósofo italiano no muy conocido, que falleció en
enero de 2013: A. CARONIA, Il cyborg. Saggio sull’uomo artificiale (1985), Shake Edizioni, Milano, 2008.
22
H. PLESSNER., Anthropologie der Sinne, op. cit., pág. 393.
290
acuciantes relativas al concepto (intrínsecamente polisémico) de ‘hombre’. Lo que nos
parece muy importante traer a colación, en estas últimas páginas, es la cuestión del sujeto-
observador, es decir, del punto de observación desde el cual es posible, a todos los efectos,
proponer una concepción filosófica de lo que somos. Pues bien, en primer lugar, una forma
renovada de antropología filosófica, adecuada a la complejidad de nuestro tiempo, tiene
que vérselas con la herida que, por lo menos a partir de la labor de deconstrucción llevada
a cabo por Marx, Nietzsche o Freud, caracteriza lo que queda de la categoría fundacional
de la modernidad, es decir, el sujeto autoconciente y dueño de sí mismo, de sus
representaciones y de sus obras. La historia de la filosofía crítica del último siglo nos ha
mostrado –con abundancia de ejemplos y materiales– que el sujeto ya no puede ser
considerado como una organización armónica, como el garante de la verdad, y que la
conciencia racional es sólo uno de los territorios (ni siquiera el más amplio) de las
numerosas “regiones” que habita el ser humano. El horizonte en el que nos colocamos hoy
día es, por tanto, el reflejo de la variedad, del polimorfismo y de la polisemia que
caracterizan el sujeto después de su “liberación” de la metáfora conceptual que ha
determinado su comprensión tradicional y ordinaria hasta hace no mucho tiempo, a saber:
la idea de un alma racional y autónoma, contenida en un cuerpo considerado como un
mero envoltorio. Ya en el prefacio a la primera edición de Die Stufen des Organischen und
der Mensch, Plessner –en abierta polémica con Heidegger y con un tono que nada tenía
que ver con los “asaltos” teóricos y retóricos del antihumanismo que dominaría la escena
filosófica del siglo pasado– dijo que «el hombre no es ni lo más cercano ni lo más lejano
respecto de sí mismo [...] y, a pesar del carácter próximo al no-ser de su existencia,
pertenece al mismo conjunto de todas las cosas de este mundo».23 En otras palabras, la
herida del sujeto corresponde a su descentramiento, a la pérdida del privilegio ontológico
que caracterizaba la subjetividad moderna, cuyo carácter excepcional se basaba
precisamente en el aislamiento del ser humano respecto de los demás entes (orgánicos e
inorgánicos). Bruno Latour escribió que la modernidad pudo erigirse gracias a la
constitución de híbridos, esto es, a la constitución de dominios ontológicos promiscuos; al
mismo tiempo, sin embargo, pudo desarrollarse también en virtud de una tenaz actividad
de diferenciación ontológica entre la esfera de los humanos y la esfera de los no-humanos.
Hace falta, por lo tanto, pensar también al hombre como una intersección (o
Verschränkung, como diría Plessner) de dominios promiscuos, como al resultado de una
23
ST, págs. V-VI.
291
constante hibridación.24 Sólo así podríamos dar cuenta filosóficamente del hecho (de por sí
innegable) de que el mundo contemporáneo «pone progresivamente en marcha un nuevo
reparto en el que lo hasta ahora anímico es desplazado a la esfera de las cosas, y lo hasta
ahora subjetivo, al ámbito de lo objetivo».25 Así, pues, una forma renovada y coherente de
antropología filosófica no debería temer la hibridación del ser humano con «el conjunto de
todas las cosas de este mundo».
Lejos de ser relegado a un horizonte desprovisto de cualquier significado, lo
humano (así como una reflexión filosóficamente orientada acerca de su estatuto y de sus
manifestaciones concretas) puede ser entendido como el protagonista de la época criminal
de lo monstruoso. Pues bien, la condición necesaria para reivindicar dicho protagonismo es
precisamente la capacidad del concepto de ‘humano’ de invalidar el postulado según el
cual sería el sujeto-observador quien constituye el objeto. Dicho de otra forma, no puede
constituirse ninguna bio-filosofía ni una actitud verdaderamente antropológico-filosófica si
no se lleva a cabo –paralelamente– un esfuerzo epistemológico que esté a la altura de la
época de las biotecnologías, de la inteligencia artificial y del aumento constante de la
complejidad social, cultural e histórica; un esfuerzo que sea consciente de que también el
objeto constituye al sujeto, es decir, de que no puede haber ninguna historia de lo humano
que no tenga en consideración también sus hibridaciones. A este propósito, Latour habla de
un «humanismo redistribuido», capaz de devolver al hombre «esa otra mitad de sí mismo,
la parte que corresponde a las cosas». Por ello, más que de “antropomorfismo”, cabría
hablar de «morfismo», puesto que en el ser humano «se cruzan los tecnomorfismos, los
zoomorfismos, los fusimorfismos, los ideomorfismos, los teomorfismos, los
sociomorfismos, los psicomorfismos. Son sus alianzas y sus intercambios los que definen
en su conjunto el anthropos [...]. Cuanto más se acerca a esta distribución, más humano es.
[...] Al querer aislar su forma de las que mezcla, no se lo defiende, se lo pierde».26 El
«morfismo» del cual habla Latour, por lo tanto, representa la condición necesaria para
pensar al ser humano como una figura de la metamorfosis, lo que implica que es necesaria
una reflexión –también bajo el signo de Plessner– sobre el estatuto epistemológico de la
artificialidad natural, capaz de deslegitimar las pretensiones de gran parte de la
racionalidad moderna de privilegiar ontológicamente al hombre y de considerar lo artificial
24
Cf. B. LATOUR, Nunca fuimos modernos, op. cit. págs. 33-36.
25
P. SLOTERDIJK, La época (criminal) de lo monstruoso. Acerca de la justificación filosófica de lo artificial,
en ID., Sin salvación, op. cit., págs. 241-255, aquí pág. 252.
26
B. LATOUR, Nunca fuimos modernos, op. cit. pág. 201.
292
como algo que no posee un estatuto ontológico originario y puro, sino derivado, según una
lógica que concibe lo artificial como una desviación respecto de la dinámica de la
naturaleza.27 Sólo así será posible, en nuestra opinión, no paralizar la reflexión filosófica
(lo cual llevaría a ceder a las presiones de unas concepciones nostálgicas, reaccionarias o
conservadoras acerca de la presencia y del presente de los seres humanos) precisamente en
el momento en que lo artificial llega a insinuarse hasta en la carne de aquel ente –el
hombre– cuya razón se creía coincidente con el “ser” mismo. En otras palabras, sólo así
será posible no pensar en términos de “sacrilegio”, como parece hacer, en cambio,
Habermas, cuando afirma que es preciso evitar caer en el abismo en el que pierde
consistencia la diferenciación (supuestamente intuitiva, según el filósofo alemán) entre lo
subjetivo y lo objetivo, lo «crecido» naturalmente y lo «hecho» técnica o artificialmente.28
27
A este propósito, nos parece realmente imprescindible la referencia a G. SIMONDON, Du mode d’existence
des objets techniques, Aubier, Paris, 1958, trad. esp. de M. Martínez, P. Rodríguez, El modo de existencia de
los objetos técnicos, Prometeo Libros, 2007. En general, el conjunto de la obra de este filósofo francés, al
cual sólo en estos últimos años le ha sido reconocida una cierta influencia y relevancia para la reflexión
contemporánea sobre las cuestiones antropológicas, es de sumo interés para todos los que quieran llevar a
cabo una consideración filosófica sobre lo humano que esté a la altura de los desafíos presentados por la
ciencia y la técnica y que prescinda de los presupuestos antropológico-filosóficos más asentados. Por
ejemplo, Simondon (en particular en L’individuation psychique et collective, Aubier, Paris, 1989) rechaza
rotundamente la necesidad de reconocer una presunta prioridad ontológica al individuo formado y aislado,
sustraído del contexto siempre procesual y dinámico a partir del cual se llevan a cabo toda una serie de
individuaciones, que no se refieren únicamente a los seres humanos, sino a las demás gradaciones de lo real,
desde la esfera física, pasando por la esfera vital y hasta llegar al ámbito psíquico-colectivo. El principio de
individuación –que representa el punto de partida imprescindible para gran parte de la filosofía moderna– se
convierte así en el reconocimiento de la existencia de una serie de procesos de individuación, que se dan a
nivel físico-material (el ejemplo preferido de Simondon es el de la génesis de los cristales), vital y psíquico-
colectivo. El proyecto inicial del presente trabajo de investigación incluía el análisis comparado de las
propuestas antropológico-filosóficas de Plessner y de Simondon; sin embargo, finalmente nos pareció
demasiado forzado, ya que se habría producido una ramificación conceptual aun más arriesgada y así
optamos por elegir la propuesta de Plessner, también (pero no sólo) por razones temporales, pues su
trayectoria intelectual, efectivamente, empieza antes y se coloca, como ya hemos argumentado, en el punto
de inflexión filosófica entre el mundo copernicano y el mundo post-copernicano. En cualquier caso, en la red
es posible consultar un paper que hemos presentado con ocasión del XLVII Congreso de Filosofía Joven: cf.
T. MENEGAZZI, Identidad en crisis. Un Leitmotiv antropológico entre H. Plessner y G. Simondon, Congresos
Científicos de la Universidad de Murcia, 2010
(http://congresos.um.es/filosofiajoven/filosofiajoven2010/paper/view/6751).
28
Véase J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, op. cit., págs. 38, 62, 68.
293
Un sujeto herido, fruto de la hibridación, un hombre contaminado por toda una
serie de «morfimos»: así se presenta, como alusión a una realidad fragmentada y filtrada a
través de un caleidoscopio cada vez más complicado, el concepto de lo ‘humano’. Una
realidad que, sin embargo, goza de una mayor levedad, pues el hombre ya no está obligado
a hacerse cargo de esa situación de aislamiento ontológico que, tradicionalmente, el
pensamiento moderno le ha atribuido: en efecto, la autopoiesis, la autorreferencialidad (la
realización del límite, diría Plessner), ya no pueden ser entendidas como los caracteres que
definen su condición excepcional, sino como la modalidad en que todo ser vivo lleva a
cabo la relación con su propio ambiente. Equiparar el carácter procesual intrínseco a la
forma de vida humana al modo de ser de los demás seres vivos significa, pues, suprimir los
delirios de omnipotencia procedentes de la pretensión de ocupar un territorio ontológico
único y excepcional. Ya no se trata de analizar un libre albedrío arrogante que dicta sus
leyes al mundo, sino de entender la peculiaridad de una acción que está ineludiblemente
vinculada a su organización físico-vital y que, precisamente en virtud de dicha
organización, puede representar una apertura hacia lo imprevisible y lo nuevo. También el
obrar del hombre, en efecto, lejos de ser el resultado de una iniciativa milagrosa, tiene su
origen (algo que, como decía Kant en relación con la Denkungsart, hay que adquirir cada
vez, es decir, un origen que no está asegurado a priori, ni siquiera si entendemos este
último en sentido biológico-material) en la relación estructural con los demás entes. En
definitiva, la autorreferencialidad de un sistema autopoiético puede ser conservada sólo en
virtud de su carácter “hetero-referencial”, esto es, gracias a la realización y al continuo
atravesamiento del límite que une/separa cada organismo de su relativo ambiente. Así,
pues, la soledad ontológica y el carácter insular del sujeto filosófico moderno revelan toda
su inadecuación y su obsolescencia hermenéuticas, pues el ser humano –así como los
demás seres vivos– «no está hecho para tener en sí mismo la verdad sobre sí mismo».29 Tal
vez tenía razón Primo Levi: sólo a través de un elogio de la impureza seremos capaces de
comprender filosóficamente las transformaciones, o sea la vida.
29
P. SLOTERDIJK, Luhmann, abogado del diablo, op. cit., pág. 75. En efecto, «el sí-mismo de la autopoiesis
de unidades sistémicas vivientes refleja la bondad de la creación lograda como una rebelión narcisista, pues
los organismos son entendidos como materializaciones de una inteligencia en la que se puede observar desde
el principio el doble movimiento de la autorreferencia y la alorreferencia. [...] Pero aunque los organismos
constituyen materializaciones de la inteligencia y del éxito conforme a su diseño, [...] no hay ni uno que esté
de tal modo constituido que pueda reflejarse o representarse completamente a sí mismo». Ibidem.
294
295
296
BIBLIOGRAFÍA
297
BIBLIOGRAFÍA - CAPÍTULO 1 (LA «METÁFORA ABSOLUTA» DEL MUNDO COPERNICANO.
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