La Historia Vivida: Julio Aróstegui
La Historia Vivida: Julio Aróstegui
La Historia Vivida: Julio Aróstegui
LA HISTORIA
VIVIDA
SOBRE lA HISTORIA DEL PRESENTE
alianzaensayo
CAPÍTULO 4
LA HISTORIZACIÓN DE LA EXPERIENCL\
La naturaleza de la experiencia
Memoria e Historia
Cosa que no refleja menos aquellas mismas condiciones con las que se mira
la relatividad de lo histórico, a que hemos aludido antes.
Una percepción nueva de la historicidad como la que vive nuestro tiem
po, al menos en las pautas del desenvolvimiento cultural de las sociedades
desarrolladas de hoy, las de la comunicación de masas, tiene algunas formas
de incidencia particular sobre las concepciones mismas de la cultura. Son
evidentes las tendencias a la homogeneización cultural, a encuadrar la vida
cotidiana según pautas uniformistas, pero no lo son menos las tensiones y las
resistencias que, como contraste, originan el afán de los individuos y grupos
por la diferenciación, por la construcción de identidades particulares, de defi
niciones individualizadoras, de referentes específicos para el yo y el nosotros.
Esa variación cualitativa que se ha producido en la percepción de su histori
cidad por los sujetos y, en consecuencia, los fenómenos particulares que nos
señalan tal cambio, tienen una vertiente especialmente llamativa relacionada
con la forma en que los hombres de hoy se sienten sujetos y agentes de una
historia también propia.
La búsqueda de la diferencia y la distinción, de la salida del anonimato, la
construcción y preservación de tradiciones e identidades, el afán de protago
nismo, y toda otra serie de mecanismos de singularización en el mundo de
hoy, son elementos culturales de destacada importancia. Pero, al mismo tiem
po, se patentizan las reacciones personalizadas frente a fuerzas sociales y cul
turales que, haciendo tangible el fenómeno del «desenclave» en una socie
dad marcada por el globalismo, tienden, en realidad, a desarraigar las culturas
particulares de su tiempo y su espacio propios, a crear unas relaciones mucho
más anónimas, mucho más impersonales y pretendidamente homogeneiza-
doras entre los individuos.
Esta contradicción fiindamental tiene su mejor expresión en el desarrollo
de una universal reclamación de biografía. El individuo y los grupos constitui
dos pugnan por mantener su propia biografía, su singularidad. Las resisten
cias a la homogeneización surgen en un mundo en el que la comunicación
es el esencial vehículo de la indiferenciación. La contradicción cultural es
patente: la progresiva transformación de los sujetos en espectadores, imita
dores, receptores y «consumidores», en un mundo de poderes homogeneiza-
dores, tiene su reverso en una especie de «rebelión» en forma de relativismo
individualista^^ de la vuelta de los sujetos como átomos del devenir social.
Existe como una historicidad escindida entre los polos de la uniformidad o
la identificación. La reclamación de biografía se encuentra en el origen, sin
duda, del proceso de historización de la experiencia propia.
Por supuesto, se habla aquí de la entidad de la biografía en un sentido
genérico, de componente de los rasgos culturales de hoy, categorial en cierto
modo. No nos referimos simplemente al género de escritura-relato en el que
se materializa una vicisitud particular o p e r s o n a l S e habla de la tendencia
social a personalizar trayectorias de vida, a la reafirmación pública de la dife
rencia, lo que constituye en principio una «historia de vida» particularizada,
que pretende hacerse notar ante los interlocutores sociales, los espectadores,
utilizando cualquier medio. Por construcción o reclamación de biografía en
tendemos el afán redoblado de resaltar la propia individualidad en el seno de
una sociedad de masas. Así, en algún sentido, puede hablarse de una nueva
«rebelión de las masas» para retomar, aunque sobre supuestos distintos, el
viejo tópico que Ortega y Gasset trajo a colación en los años veinte del pasa
do siglo un fenómeno sobre el que volveremos en la segunda parte de este
libro.
El sujeto de nuestro tiempo «vive una biografía», una experiencia que es
precisamente la que construye la historia. Ya en los años sesenta del siglo xx,
el sociólogo Ch. Wright Mills, en La imaginación sociológica, describió per
fectamente ese fenómeno, que tiene justamente su arranque en aquella época
de crisis de los valores de la modernidad:
En nuestro tiem po — escribía M ills— hem os llegado a saber que tod o individuo
vive, de una generación a la otra, en una sociedad, que vive una biografía, y que
la vive dentro de una sucesión histórica. Por el hecho de vivir contribuye, aun
que sea en pequeñísima medida, a dar forma a esa sociedad y al curso de su historia^®.
Mills afirmaba que tal «imaginación» era precisamente la que permitía captar
«la historia y la biografía», además de la relación entre ambas en la sociedad
Para el autor, todos los grandes teóricos sociales no habían hecho sino reco
nocer que esa captación de la historia y la biografía eran la tarea y la promesa
de la sociología.
Parece posible, pues, enlazar la dimensión de la historización con esta
tendencia descrita orientada a la búsqueda de una auto-biografía que se cons
truya y se viva antes de ser escrita o sin necesidad de serlo, que acuse «senti
do histórico» y que se presente con la pretensión de convertirse en historia
registrada, aunque no se consume enteramente en ella. Porque, de alguna
manera, la historización es la búsqueda de la singularización que pretende
dejar poso y memoria, cosa siempre presente en el comportamiento humano
pero más acusada ahora. Historización es una huida, un repudio de la historia
anónima, de la «historia sin historia» y de la «historia sin sujeto», lo que en la
historiografía de nuestro tiempo se ha materializado igualmente en la elabo
ración de una historia «de la vida cotidiana» o una historia «desde abajo». Se
trata del desvelamiento público de vidas anónimas en un mundo plagado de
historias anónimas.
A veces, en efecto, la historiografía ha pretendido construir esa versión
categorizada de historia-biografía, de historia diferenciadora en la que la
trayectoria vital de los sujetos se ha mostrado con eficacia historizadora en
razón de que las vidas privadas son llevadas a su transcripción pública. La
microhistoria mostró ya esta predilección por mostrar universos personales,
por transformar en arquetipos las experiencias singulares. La biografía no
sería ya la enfática singularización del gran personaje, sino la individuación
del personaje común. Pierre Bourdieu habló por su parte de la «ilusión bio
gráfica» a propósito de las historias de vida, y dijo algo de gran importancia:
«hablar de historia de vida es presuponer al menos, lo que no es poco, que
la vida es una historia y que una vida es inseparablemente el conjunto de los
acontecimientos de una existencia individual concebida como una historia y
el relato de esa historia»
Giddens ha identificado la biografía con el «sostenimiento de una crónica
del yo», lo que equivale a decir de la «identidad del yo». La «crónica» del yo
puede no ser sino un estadio que no trasciende el relato testimonial, la auto
biografía en el sentido más estricto, y tiene la forma única de relato secuen-
cial. A veces, la escritura de un diario o una autobiografía se ha recomendado,
incluso, como terapia. La historia de vida equivale a una crónica sostenida, lo
que está aún lejos de ser una verdadera historia. Es cierto, en efecto, que esta
biografía reflejo de la existencia social «común» no es una historia y que puede
no pasar de ser una story, es decir, el relato de una vida sin problematización
y sin preguntas. Está bien establecido que nuestro tiempo tiende justamente
a confiindir la historia y el relato. No obstante, esto no es ajeno, en nuestra
opinión, al nuevo sentido de la historicidad que apoya sus percepciones, so
bre todo, en la experiencia común vivida y no en la heredada y confiere una
especial significación al valor y la eficacia de la biografía'“'.
Por tanto, cabría entender esa crónica del yo como preparación, como
intuición primera de una historia de vida subjetivamente entendida como la
condición primera para una más elaborada historización de la experiencia. Y es
que la historia de vida no es todavía una historia en cuanto que sólo es interna,
privada, secuencia de desenvolvimientos temporales, de acontecimientos, sin
más vínculos entre sí que su referencia a un «sujeto» singular. Para que haya
Historia tiene que existir con plena consciencia una relación con la tempora
lidad que no equivale meramente a la ordenación cronológica de los aconte
cimientos. De hecho, el propio Giddens señala que la autobiografía es una
«intervención correctora en el pasado y no una mera crónica...» Tiene que
existir una objetivación y una universalización de las vicisitudes personales y
conciencia de que más que un tiempo existen «tiempos», modulaciones dife
rentes del tiempo. Así, identificar biografía y «relato de vida» es, cuando me
nos, una simplificación.
Puede concluirse que, de la misma forma que no lo era la memoria,
tampoco la experiencia reflejada en un relato, en una story, es todavía en sí
misma una historia. El proceso de la identificación biográfica no constituye
por sí una historia, sino sólo un presupuesto para ello. Algún biógrafo ha
dicho explícitamente que «no escribimos historias sino vidas» La biografía
de los sujetos aspira a ser una historia cuando hay en ella alguna forma de
«planificación», contiene, en mucha mayor medida que el mero relato, una
proyección de futuro y ese ajuste de cuentas con el pasado que ya hemos su
gerido. Por ello, las biografías más perfiladas quieren parecerse a una historia
construida, o se pretende construirlas como historia, dotarlas de significado
paradigmático. Y esto por la razón primera de que la Historia es algo más que
la reunión de las biografías, como es más que la preservación de las memorias.
Es cierto también que la biografía representa, según hemos dicho, una de la
pruebas, aunque no la única, de la «vuelta del sujeto» a los análisis sociales.
Una vuelta que, en forma alguna, debe verse sin más como la orientación
fundamental del análisis social e histórico en nuestro tiempo, sino que más
bien es la consecuencia de la percepción prevaleciente de los sujetos como
realizadores de estructuras, de la presencia de una potente «tendencia a la
individuación» Así, el síntoma de una nueva historicidad se acusa también
en esa vuelta a la biografía como género historizador.
La historización de la experiencia
Los individuos, y cabe decir que también los grupos humanos identificados,
atraviesan una trayectoria vital y social cuyo «registro» queda depositado o,
mejor, activado, como experiencia. La trayectoria temporal es rememorada y
reactualizada por la memoria, de modo que la experiencia es un bagaje siem
pre presente a través del recuerdo y de la reordenación de las vivencias. La ex
periencia construye ella misma el tiempo del hombre y lo ordena del pasado al
futuro con la condición de que tal reordenación sólo puede hacerse desde un
momento temporal que será siempre el presente. El curso personal de cada
individuo es una vicisitud necesariamente compartida con los demás, de
forma que si la experiencia es, naturalmente, un curso temporal es también
una interacción social. El «cruce» de la temporalidad y la interacción social
es lo que se manifiesta precisamente en la coetaneidad. La plasmación efecti
va, materializada, de las trayectorias vitales se refleja en la hio-grafia, registra
da o no pero irrepetible e irreversible, pautada por los acontecimientos,
ajustada al tiempo biológico y al social. Esta múltiple condición de la vida del
hombre constituye radicalmente su historicidad. Cuando la historicidad, un
elemento de la reflexividad social, se «revela», por decirlo así, al hombre,
cuando pasa a ser un contenido claro de conciencia, cuando, además, «sale de
sí misma», estamos ante el fenómeno personal y colectivo de la historización
de la experiencia, cosa de la que nos ocuparemos ahora para concluir este es
tudio introductorio a la historia del presente.
Una vez más, estaría indicado también avanzar en las argumentaciones
reparando primero en los términos lingüísticos con los que operamos. ¿Por
qué el neologismo historizari', pues si bien el significado de ese verbo nuevo
parece inteligible en su acepción general de «convertir en historia», es patente
que léxica y fonéticamente no se caracteriza por su gran eufonía ni el lenguaje
ordinario hace uso común de él. En consecuencia, no son impertinentes aquí
unas muy breves consideraciones sobre su semántica. Si en español el verbo
historizar es un neologismo que el diccionario no contempla aún, su uso está
admitido en italiano {storicizzare, storicizzazione) y es utilizado en el lenguaje
especializado en inglés {historicization), francés {historisation) y alemán {His-
torisierun^. Se trata de una forma verbal que parece, en principio, desprovista
de ambigüedad: valorar o considerar algo como proceso histórico, llegar a
ser histórico, incluir como historia algo que constitutivamente no cae bajo
el campo semántico estricto de esa denominación: así, aparecen procesos de
historización de la ciencia, de la cultura, del universo o, en nuestro caso, de la
experiencia. Ninguno de esos vocablos, sin embargo, puede ser intercambia
do con historiar, palabra cuyo sentido es bien diferente y que en modo alguno
recoge lo que se quiere expresar mediante la primera.
En efecto, mientras la acción de historiar habla de «componer, contar o
escribir una historia» o «exponer las vicisitudes por las que ha pasado una per
sona o cosa» con historizar hablamos no ya de relatar la historia que existe,
sino de conocer «bajo la categoría de Historia» algo que es una realidad, his
tórica en sí como todas las humanas, la experiencia, pero no formalizada en
ese sentido. Historiar es el resultado de un oficio que manipula una materia;
historizar es una operación mental y una elaboración conceptual que, me
diante la correspondiente técnica, también, produce una realidad simbólica
y discursiva nueva. Este orden de cuestiones nos parece que justifica, y liace
inevitable, la introducción de un neologismo, de un verbo incoativo que in
dica el comienzo de una acción nueva.
Hay, pues, una «experiencia de la Historia», pero recíprocamente toda
Historia (historiografía) tiene como objeto la experiencia. Ahora bien, cuan
do ese objeto lo constituye la experiencia vivida, estamos ante una historia
distinta. El fenómeno que, según lo argumentado hasta ahora, es inherente
a toda experiencia humana pero que no tiene las mismas manifestaciones ni
intensidad en todas las épocas, consistente en que el hombre y la sociedad
cosifican, y codifican, valoran y organizan la interpretación de sus propias
experiencias vitales pretendiendo dotarlas de la permanencia y la coherencia
que le prestaría su carácter de historia vivida, es lo que estamos llamando
historización de la experiencia. Ello es, en nuestra opinión, el presupuesto de
partida de toda posibilidad de considerar históricamente el presente, cual
quier presente y, por tanto, de hacer de la historia del presente una empresa
intelectual bien definida.
No se trata sólo de que la historia nazca de las experiencias, sino de que los
sujetos «lleguen a saber» que la experiencia se constituye con un significado
nuevo de historia al tiempo que se va consumando, y no bajo la forma sólo de
historia-pasado. O, lo que es lo mismo, que existe la posibilidad subjetiva y
objetiva de construir una historia relativa al presente mismo. La historización
de la experiencia es el fenómeno que resume en sí de forma privilegiada la
historicidad del hombre y es el resultado conjunto de los procesos particula
res que hemos descrito antes. Por tanto, la historización concede significados
nuevos a la experiencia, en el sentido fenomenològico, y como producto
cultural puede orientar la acción. La historización es la revelación de la histo
ricidad en forma de historia positiva y es la forma en que la biografía se hace
pública y creadora de relaciones sociales.
Decíamos también que la historización de la experiencia debe ser enten
dida desde dos enfoques distintos y complementarios. El primero de ellos,
el subjetivo, lo hemos descrito como un proceso que tiene como manifes
tación la percepción de la experiencia propia como devenir histórico, más
o menos consciente y formalizada, como una reflexión de la que deriva una
actitud social y cultural fundada en los contenidos de conciencia, pero que
los trasciende. Como dijera Gadamer, ese proceso indica la existencia de
una «sobreexcitación de la conciencia histórica» en nuestro tiempo. O, según
lo han expresado autores como Pierre Nora, E. J. Hobsbawm o E Jameson,
en términos más historiográficos, indicaría que el presente histórico y, por
tanto, el presente en relación con la historia convencional, ha adquirido
una nueva dimensión y perspectiva: la asunción en él del pasado, la inte
gración permanente del pasado en la consideración que las gentes hacen
del mundo.
El segundo, es decir, el objetivo, nos coloca ante la construcción con
creta de un discurso historiográfico específico, de una escriturd^^^, de forma
que quien escribe tal historia refleja en ella su propia experiencia, pero que,
en cuanto operación propia de una «ciencia», debe desbordar aquélla para
alcanzar el nivel de las experiencias anónimas, del análisis objetivo, que lle
ve el proceso hasta el nivel de un conocimiento sistematizado. Por tanto, la
historización de la experiencia es una operación también lingüística, textual.
El análisis histórico se orienta por el, y se dirige al, fondo común de las expe
riencias compartidas por los sujetos sociales vivos, se convierte en una especie
de biografía colectiva.
Ahora bien, dicho esto, es preciso referirse a algunas cuestiones básicas
incardinadas en la naturaleza más primaria de ese doble proceso y, en especial,
la de ese fenómeno interno o subjetivo por el que los individuos, los agentes
sociales, reelaboran sus experiencias de vida como historia. ¿Qué quiere decir
exactamente que los contenidos de la experiencia son percibidos como histo
ria? ¿En qué forma confluyen ahí experiencia, memoria, lenguaje, historicidad
y biografía? iQómo se produce esa reconstrucción, digamos, de los contenidos
de experiencia? ¿Dónde tiene su origen? ¿Qué resultados produce? ¿Cómo se
percibe socialmente?
Son, sin duda, muchas preguntas y ninguna de ellas ociosa. Sobre todas se
ha sugerido ya algo en los largos párrafos precedentes, pero aun así permane
ce en pie la dilucidación más acabada de la forma en que esas experiencias se
traban y entrelazan en los comportamientos sociales. Hacer del presente his
toria, configurar la propia experiencia como una historia, e intentar escribirla,
es una tendencia social que ha existido siempre, como hemos dicho, que es
connatural al hombre y es, también, una forma más de reproducción social,
un fenómeno de estructura. De ello se derivan percepciones y producciones
culturales que tienen su transcripción en las ciencias sociales y en la historio
grafía en especial.
Destaquemos ya una cautela previa que es preciso adoptar a la hora de
responder a las preguntas formuladas antes y en relación con el doble con
tenido de la historización de la experiencia. La historización como tal no es
una «acción», sino más bien una de las formas de «elaboración reflexiva de
las experiencias», individuales y colectivas, a través de mediaciones de la re
presentación o mediación simbólica*“^. Está relacionada, por supuesto, con
la acción pero en cuanto significado que se integra en esa acción. La histo-
rización pertenece al mundo de los significados reflexivos y como tal forma
parte de «los significados subjetivos de la acción», que, según Max Weber,
constituían el objeto de conocimiento propio de la sociología y de la historia.
La historización de la experiencia es, en sí mismo, pues, un objeto historia-
ble. Las acciones del hombre pueden estar conscientemente mediadas por el
significado histórico que aquél atribuye a sus acciones. El conjunto de esos
significados pertenece al ámbito de la cultura.
La historización de la experiencia, como fenómeno subjetivo, es, por su
puesto, un resultado que no implica la plena posesión por los individuos de la
conciencia de estar pretendiéndolo. Se puede generar una conciencia histórica
en relación con la propia experiencia sin la conciencia de estar haciéndolo. La
historización no es un acto social e intelectual necesariamente programado,
no es una opción deliberativa ni tiene que ser verbaiizada de forma explícita,
tiene más bien la forma de una imposición, de algo devenido. Es en sí un re
sultado emergente, un efecto de situaciones históricas globales y particulares,
aunque sus síntomas y manifestaciones en lo individual y lo social pueden ser
percibidos externamente. Si bien para ejemplificar esto es difícil el recurso a
las conciencias individuales una a una, la conciencia colectiva puede ser cons
tatada externamente a través de indicadores muy diversos.
Es cierto que toda experiencia tematiza históricamente sus contenidos,
como ha señalado Koselleck, lo que quiere decir que, en algún momento, la ex
periencia se construye explícitamente como Historia. La función de historiar es
la de objetivar experiencias y «las historias surgen en primer lugar de las propias
experiencias de los participantes». «Toda historia trata, directa o indirectamen
te, de experiencias propias o de otros» Las experiencias engendran historias y
podría pensarse, en un enfoque como ése, que toda experiencia es en sí misma
una historia y que, en consecuencia, resulta perfectamente ocioso hablar de
historización alguna. Sin embargo, a nuestro modo de ver, la consideración
de que la experiencia propia sería ya en sí misma una historia no es suficiente
para explicar que se constituya como una historia vivida. O, tampoco, que la
experiencia genere automáticamente una consciencia de la historicidad y se vea
a sí misma como historia. Por esto es precisa la tematización. Es justamente ésta
la que hace de la experiencia una historia y no de una manera inconsciente ni
automática, porque, precisamente, «toda experiencia contiene in nuce su propia
historia»; es decir, la contiene, pues, en germen o embrión. La singularidad de
las experiencias, la imposibilidad de repetirlas como tales, es lo que, según el
propio Koselleck, da lugar al nacimiento de la historiografía.
Nada puede ejemplificar realmente estas proposiciones mejor que la con
versión de su presente por los sujetos en un tema de historia. Una tal temati
zación llevaría a fundamentar una historia, ciertamente, y hasta a historiarla,
pero sólo puede ser historiado realmente lo que antes se ha presentado como
algo más que la simple story, el relato de vida, es decir, algo con mayor gra
do de trascendencia. Al hablar de historizar la experiencia no nos referimos,
pues, a una transferencia simple de los significantes de un registro a otro de
la historicidad, sino a la posibilidad y necesidad misma de que la experiencia
se estructure primero como «historia personal» y se objetive luego externa y
conscientemente para inscribirse en una «historia universal». Es cierto, por
el contrario, que pueden existir experiencias no historizadas, no objetivadas,
que no harán parte de una historia aunque puedan hacerla de un relato o
una historia de vida, al tiempo que es posible también, como han señalado a
su modo Koselleck o Ricoeur, que la historiografía potencie la objetivación
misma de la experiencia, que sea la historiografía la que dé su relieve a la
historicidad. Aun así, las experiencias sin elaborar que son transferidas a las
narraciones como mero registro de memoria no pueden ser entendidas por sí
mismas como el producto de una historización'“^.
También es cierto que la «verdad propia de la historia», según Gadamer,
se potencia con esas historizaciones. «Nuestra tradición histórica, si bien es
convertida en todas sus formas en objeto de investigación, habla también de
lleno de su propia verdad. Ella no es sólo verdad o falsedad en el sentido en
que decide la crítica histórica; ella proporciona siempre verdad, una verdad
en la que hay que lograr participar»"“. La tradición histórica tiene su «pro
pia verdad», pues. Pero, por ese camino, la hermenéutica no acaba de poder
explicar cumplidamente la contingencia, al tiempo que las determinaciones
sociales, a que obedecen todas las acciones históricas. Esa verdad propia, al
contrario de lo que dice Gadamer, no puede ser desligada de la crítica histó
rica, ni tiene existencia ajena a ésta. La historización parece representar esa
forma de participación de cada sujeto particular en algo que, en último extre
mo, está, dice Gadamer, más allá, o deja algún resquicio fuera, de la propia
investigación histórica. Esa participación en una verdad que está fiiera de la
investigación de la ciencia no puede hacerse sino como un contenido de ex
periencia. Y todos los contenidos de experiencia son investigables.
Pero es cierto, no obstante, que si son los propios actores los que deben
transferir sus experiencias a una cierta forma de historia, la posibilidad y,
más aún, la efectiva realización de esa operación, no es evidente en todos
sus extremos. Toda historia es el resultado de la experiencia humana pero la
experiencia primaria en sí misma no se da como Historia. La experiencia no
es ya Historia. Sólo lo es cuando es, en efecto, tematizada como tal, cuando
se consuma el proceso de su historización. La historización es primariamente
un conjunto de representaciones, pero su manifestación como práctica es
siempre aleatoria, sustancialmente histórica. La historia del presente es la que
tematiza nuestra propia experiencia como Historia. La representación se ex
plícita como «tendencia», la práctica aboca a la reclamación de biografía.
Por Otra parte, existe un tipo de experiencia individual, se ha dicho, que
permanece intransferida e intransferible. La «experiencia de la vida» no sería
objetivamente historizable. En ese sentido de «experiencia de la vida», en
cuanto recolecta de sentimientos y convencimientos personales, no es tam
poco parte de cultura, mientras que todo lo historizable es cultura’". Pero
la empresa misma de la historia de «la vida cotidiana» parece dar un mentís
claro a estas suposiciones. La «experiencia de la vida» no es irreductiblemente
un mundo interior, sino que forma parte de la realidad social. Por ello, lejos
de coincidir en que existe una experiencia necesariamente no historizable,
creemos, justamente, que la historización de la experiencia es la transforma
ción de ésta en cultura y es un aspecto más de la construcción social de la
realidad cotidiana.
De otra parte, todo este proceso tiene como fundamento imprescindible,
sin duda, una particular historización de la memoria. La memoria no es la
historia, hemos dicho, pero de la misma manera que la memoria es un «pre
supuesto» de la historia, recíprocamente la historia dota de sentido y referen
cia a la memoria, la contextualiza y la rectifica si es preciso, la coloca dentro
de un orden de realidades y de conocimientos que trascienden al individuo. La
historización de la memoria tiene mucho que ver con el proceso que se ha
descrito de la memoria como hábito frente a la memoria-recuerdo. Sólo pue
de construirse una historia sobre la memoria que no se limita a los recuerdos,
sino que es una búsqueda, una ordenación y un presupuesto de la acción”^.
Por ello, la historización, a través de la memoria, «integra» al individuo
particular en la experiencia social, colectiva, de la historia, en la experiencia
anónima, en palabras de Ricoeur. El hombre entiende entonces, y reinterpre-
ta, su experiencia vital en un contexto más amplio, en el espacio y el tiempo,
el único que tiene inteligibilidad universal.
Pero hay aún una dimensión más por cuanto la historización, la trans
cripción de la experiencia como historia, debe interpretarse como algo bien
distinto de un anclaje inmovilizador en el tiempo, aun cuando la lectura de
la experiencia como historia pudiera interpretarse como una forma de per
petuar un cierto presente. La persistencia del cambio acelerado, el continuo
flujo de la información y del conocimiento, la presencia del conflicto y la
crisis como formas permanentes de desenvolvimiento, la percepción nueva
de la temporalidad, hablan en contra de esa inmovilización. El presente es
esencialmente dinámico y la experiencia historizada, precisamente, integra en
él al pasado impidiendo su «fosilización».
Lo nuevo en nuestro mundo es que esta expansión de la experiencia ligada
a la percepción particular de un presente continuo es un dato determinante de
nuestros convencimientos actuales. Y conviene insistir en esto porque, muchas
veces, se confunde la remisión de algo a «lo histórico» como su relegación a un
pasado perfecto o, lo que es lo mismo, intocable. Historizar la experiencia es
objetivar la memoria, pero en modo alguno petrificarla. La historización de
la experiencia es, en última instancia, la manifestación de una dialéctica entre la
ampliación de las experiencias individuales y los constreñimientos de la vida
colectiva o, dicho de otra manera, de la tendencia a la individualización frente
a la indiferenciación en la globalidad. Las experiencias privadas tienen una
precisa extroversión hacia las manifestaciones públicas, intersubjetivas.
Junto a la historización de la experiencia-memoria, hemos de llamar tam
bién la atención acerca de lo que en este proceso representa el lenguaje. El
lenguaje de la historización es específico en el contexto de la revelación de las
experiencias. La cultura está cargada de referencias históricas, de simbolismos
sobre el tiempo vivido. Una prueba más de la historización es la carga sobre el
lenguaje de las referencias históricas, la tensión también, muchas veces, entre
lo recordado y la Historia como discurso. En términos precisos, el proceso
de la historización es consustancial con toda idea de historia del presente
expresada en un discurso formalizado. La historia del presente se vuelca sobre
el contenido de la memoria coetánea. Y el fenómeno no es indiferente para la
propia historiografía surgida de ahí. La historización no sólo registra el pre
sente, sino que revive y reubica el pasado. Con historización de la experiencia
estamos aludiendo también, en consecuencia, al nacimiento de un objeto
histórico nuevo, de un modelo historiográfico distinto cuyas influencias cul
turales habrán de hacerse notar.
La historización de la experiencia, pues, en el doble sentido que aquí
le adjudicamos, es, definitivamente, una designación no ambigua para un
desarrollo cultural en el que convergen la elaboración de las vivencias como
contenido simbólico y la transformación en una creación objetiva de ese mis
mo contenido a través de un discurso historiográfico. Como proceso socio-
cultural, independiente de su conversión en historia escrita, la historización
de la experiencia da a los sujetos una dimensión diferenciadora, aunque se
trate históricamente de algo común, y añade un contenido nuevo a la cultura.
Como producto explícito de la cultura es, de otra parte, una construcción
cognoscitiva, de lenguaje, una forma de investigación que nos permite un
análisis de la realidad presente en cuanto historia, que nos conduce a enri
quecer nuestro autoconocimiento a través de una operación objetiva o de
objetivación. El historiador tiene un papel propio en este segundo proceso, el
de convertir experiencias vividas en historia; está pronto a «tratarlas como un
objeto de historia completo, a “historizarlas”»"^.
La historización de la experiencia puede verse también, en un enfoque
subjetivo pero que no es ambiguo, como la adquisición contemporánea de
la conciencia de ser no sólo herederos de toda historia, sino actores de ella.
Los individuos se han adjudicado el papel consciente de sujetos activos en la
reestructuración continua de su mundo, cada vez más libres frente al pasado
Y más proyectados al porvenir, y que, como hemos dicho ya también, sub-
sumen el pasado en el presente. Este hecho parece reflejar la demanda de las
gentes de «ser ellas mismas historia», lo que equivale a creerse con derecho a
estar incluidas en el discurso de la celebridad, pasar a la memoria de las gene
raciones venideras y permanecer en ella. Lo fundamental, por añadidura, es la
llegada de un mundo en el que la «comunicación de masas» se ha convertido
en el vehículo estructural que posibilita la expansión de ese proceso.
Y no debemos limitarnos aquí únicamente a los individuos sino que esta
descripción debe extenderse a la percepción colectiva en la que se reflejan
grupos, instituciones y «masas». La conciencia que se tiene hoy de una Histo
ria que es producción continua de acontecimientos, que son conocidos,
además, en tiempo real por prácticamente todo el orbe, dota de un contenido
nuevo la experiencia histórica, como experiencia singular y presente. La salida
del anonimato social al que las experiencias individuales tienden es ella mis
ma una manifestación de temporalidad, un incremento de la percepción de
ella. La historización opera una intermediación entre el tiempo privado y el
público. Y tiene que constituirse como escritura, sea cual sea su carácter y
el soporte que la materialice.
La historización de la experiencia es, en principio, un proceso subjetivo,
pero para que sea propiamente historia tiene que pasar a ese plano de las «re
laciones anónimas», que es lo que representa la objetivación. La experiencia
historizada tiene que ser pública y, como tal, adquirir un sitio en el mundo
social cotidiano o mundo común. El único camino para que esto sea posible
es el de la intermediación que procura la interacción social y las simbologías.
Estamos ante una historia que tiene cada vez el carácter de vivida justamen
te por su universalidad. Porque todos los contenidos de experiencia que
determinan los comportamientos humanos no se hacen operativos sino en
la interacción. El individuo no construye su experiencia sino actuando, no
pensando ni sintiendo, porque no es concebible la experiencia aislada, sino
la que se configura a través de interacciones mediatas o inmediatas. Sólo hay
experiencia acabada como resultado de la acción social, que da lugar a la apa
rición de conciencias colectivas, sean éstas de pertenencia o de separación, de
clase, etnia, género o generación. Frente a ello, una experiencia individual es
siempre sólo una realidad virtual.
Síntomas e indicadores de la historización
Ahora bien, mantenemos todavía sin respuesta otra pregunta que debería
inquirir si esa historización es algo más que un conjunto de impresiones no
probadas o si se manifiesta realmente como fenómeno observable, empíri
camente comprobable y contrastable, como basamento para afirmar que el
presente tiene específicamente una dimensión histórica sobre la que se apo
yaría la posibilidad de su escritura, el segundo elemento que encierra en sí la
historización de la experiencia, ¿Cuáles son, pues, los síntomas, los indicado
res en la vida social y cultural, que mostrarían la presencia de esa tendencia
social a que las experiencias individuales y colectivas sean percibidas como
historia fluyente? Existen algunas pistas propiamente históricas que permiten
adentrarnos en una posible respuesta.
Primero, se ha dicho, «en el curso de los tiempos modernos, la diferencia
entre experiencia y expectativa no ha dejado de crecer, o, más exactamente,
los tiempos modernos no pueden ser captados como tiempo nuevo sino des
de el momento en que las expectativas de lo que ha de venir se encuentran
cada vez más alejadas de todas las experiencias vividas hasta entonces»"'^. Si
se acepta como comprobada esa proposición, plenamente aceptable, de ella se
deduciría que la modernidad tiene como base primera de su configuración
histórica particular la inmensa apertura de las expectativas, la presencia de un
fiituro cada vez menos condicionado por la experiencia anterior, y ello expli
caría mejor, creemos, la persistente pulsión del hombre a esperar el futuro
desde una historización de la propia experiencia, desde su relativización. La
historización de la experiencia vivida ha devenido, sin duda, en una reorde
nación de las expectativas de fiituro.
Existe, después, unanimidad acerca de la novedxid del mundo histórico
que ha alumbrado el siglo xx, cuyas consecuencias finales vivimos todavía
frente a un futuro incierto y problemático. El xx es visto como el siglo carga
do de unos particulares rasgos generados en las grandes catástrofes de su pe
riodo central y, junto a ello, como el tiempo también decisivo para el cambio
de los grandes paradigmas culturales y morales alumbrados por la moderni
dad, Citemos, para ilustrar esto con mayor claridad, la ajustada síntesis de la
nueva percepción histórica que ha acertado a hacer Henri Rousso, En los úl
timos decenios del siglo XX, dice, «las sociedades desarrolladas han conocido
un cambio profundo en sus modos de relación con el pasado,,.», lo que cons
tituye, en efecto, podríamos añadir, un síntoma y un punto central de re
flexión sobre el presente. Ese cambio se manifiesta en algunas evoluciones en
el medio plazo concernientes a
los usos del pasado; la preservación en todos los sentidos de las huellas del pasado;
el desarrollo a la escala internacional, nacional, regional y local de políticas de pa
trimonio; la hegem onía de la mem oria entendida com o «valor» y opuesta a veces
a la historia; voluntad de actuar sobre el pasado, de repararlo, de volverlo a juzgar
com o ilustra bien toda la historia reciente de la m em oria de la Shoah; debates,
a veces m uy nebulosos, sobre el «fin de la historia» que son interesantes porque
muestran la «crisis del fiituro», el «desvanecimiento del porvenir»"^.
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SEGUNDA PARTE
LA H IS T O m
DE NUESTRO PRESENTE