La Historia Vivida: Julio Aróstegui

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Julio Aróstegui

LA HISTORIA
VIVIDA
SOBRE lA HISTORIA DEL PRESENTE

alianzaensayo
CAPÍTULO 4

LA HISTORIZACIÓN DE LA EXPERIENCL\

N o es en la historia aprendida sino en la historia vivida en la que se apoya


nuestra memoria.
Maurice H albw achs: La mémoire collective, 1959

Una vida es inseparablemente el conjunto de los acontecimientos de una exis­


tencia individual concebida como una historia y el relato de esa historia.
Pierre d o m a m i: Razones prácticas, 1994

El presente histórico, como hemos afirmado ya, se construye e identifica


culturalmente a partir de la experiencia vivida por los individuos, los grupos
sociales y las generaciones. Ahora bien, el presente puede ser plenamente cap­
tado bajo la fi^rma y la virtualidad de una historia por quienes lo viven cuan­
do se opera un proceso particular de interpretación de los significados que
llamaremos aquí de historización de la experiencia. Las razones para la elección
de esta expresión y lo que conceptualmente quiere expresarse con ella lo dis­
cutiremos más adelante, en este mismo capítulo'. Podemos adelantar ya, en
todo caso, que entendemos tal proceso, después de lo expuesto hasta ahora, y
a modo de corolario de todo ello, como la clave fiindamental en la compren­
sión del presente como historia y en la posibilidad de su escritura.
La historización de la experiencia es, desde luego, un fenómeno complejo
y que tiene numerosas derivaciones. Los dos términos en que nos apoyamos
para su descripción son los de experiencia, es decir, en definición sencilla,
aquel bagaje de saberes y vivencias que el hombre acumula como efecto de su
desarrollo como individuo y de sus relaciones sociales, y, después, el de histo-
rización de tal experiencia. Por esto último entendemos un fenómeno, una
operación, que es doble o que debe ser enfocada desde un doble ángulo, por-
que la realidad que se deriva de ello es asimismo dual. Por una parte, la histo-
rización es un hecho subjetivo, un fenómeno de conciencia adquirida, una
autorreflexión desde el ángulo temporal sobre la experiencia misma y la in­
terpretación de su significado, que conduce a un entendimiento particular de
la temporalidad. Por otra, sin embargo, historizar (cosa bien distinta de histo­
riar) la experiencia es una elaboración intelectual, una operación de conoci­
miento historiográfico, que, con los instrumentos del trabajo científico, enfo­
ca la trayectoria social de personas y grupos, todavía en trayectoria existencial,
para explicarla en forma de discurso histórico e historiográfico. En este se­
gundo orden de conceptos produce una historiografía. La experiencia y su
historización son la sustancia de la historia del presente. La historización de
la experiencia se basa, en definitiva, en la convergencia de una precisa sub­
jetividad propia de nuestro tiempo y su traducción y conversión en un
proceso objetivo.
Ciertamente, al hablar de una historización de la experiencia no descu­
brimos nada nuevo. Toda historia recoge la experiencia o experiencias huma­
nas y toda historiografía consiste en la historización de experiencias^. Tanto
el proceso subjetivo de interpretar y configurar la experiencia propia como
historia, cuanto la operación cognoscitiva que construye un discurso histó­
rico, contienen, en realidad, como connotación sustantiva, las dimensiones
que caracterizan cualquier experiencia histórica común. Pero lo que rompe
con esta realidad común de Historia como experiencia humana es el hecho de
que la experiencia vivida se haga Historia por obra mismo de quienes que la
viven. La doble operación de la historización adquiere un carácter particular
cuando se trata de la experiencia propia. Aquí se presenta, en una palabra,
un doble recorrido, subjetivo y objetivo, a cuyo través se desarrolla una con­
ciencia peculiar. La experiencia individual y colectiva, personal y de grupo,
la vida vivida socialmente, adquiere el estatus de una historia formalizada.
Lo que llamamos historia del presente se caracteriza, pues, por la confluencia
peculiar de lo subjetivo y lo objetivo.
Está claro que el primero de estos dos procesos que conforman la histo-
rización condiciona y determina al segundo, porque este mismo ha nacido
del primero. Sin una especial forma de percibir la historicidad que penetra
la vida vivida no podría escribirse la historia del presente. Por ello mismo
el intento de conceptualizar la historia del presente se ha convertido en una
empresa que está caracterizando una época histórica determinada, la que vivi­
mos nosotros, justamente, como una exigencia de nuestro tiempo. También
cabe señalar desde ahora que la designación historización de la experiencia es,
al menos en alguna medida, sinónima de historización de la memoria y, en
definitiva, la significación más global y comprehensiva de ella es la de histo-
rización del presente. Pero esas sinonimias tienen sus matices y sus límites de
los que nos ocuparemos a lo largo de este capítulo.

La naturaleza de la experiencia

¿Cómo definir experiencia? Si bien la semántica del término no ha per­


manecido fija, su raíz etimológica nos remite, en primer lugar, al saber que
se extrae de alguna acción, a la enseñanza o conocimiento que se adquiere
en el actuar^. Como en el caso de otros muchos términos utilizados por la
filosofía y las ciencias sociales, su uso es muy frecuente en diversos tipos de es­
peculaciones sobre los individuos y la sociedad, elaboradas en la actividad de
esas ciencias, incluida la historiografía. De ese uso frecuente, y en diferentes
contextos, además de su empleo común, se derivaría, a su vez, la polisemia
de su significado — recuérdense los casos análogos de términos tan conocidos
como cultura, civilización, estructura, sujeto, identidad, etc.— , lo que obliga,
aun cuando todos poseemos una noción primera del contenido básico del
concepto, a la búsqueda de una definición aquilatada. Por todo ello, la expo­
sición en pocas palabras y la comprensión del significado de experiencia en su
relación con el sujeto histórico no son tareas fáciles.
Como hemos hecho ya anteriormente al introducir algún concepto complejo
útil en la explicación del presente histórico que intentamos definir — los concep­
tos de tiempo presente o de generación, por ejemplo— , no sería improcedente
ahora tampoco comenzar por una breve visión en perspectiva del uso del térmi­
no experiencia y de sus acepciones más comunes. Esta perspectiva nos mostraría,
que tradicionalmente se ha considerado a la experiencia desde dos a cep cio n es
distintas, aunque complementarias: se trataría tanto de una operación para el ;
conocimiento, como de una matriz o modelo para la acción práctica. Sería, por-^
tanto, ima vía y principio para el conocimiento, cosa en la que siempre insistió
la filosofía empirista, y una capacidad de respuesta ante las situaciones de la vida
práctica, visión elaborada por el pragmatismo. La posición, por otra parte, de la
filosofía alemana heredera del kantismo y el idealismo ha ligado la experiencia a
los fenómenos de «conciencia» a través de la producción de las vivencias.
La experiencia como facultad humana ha sido comúnmente ligada tam­
bién a las vicisitudes de la vida cotidiana como un resorte de la acción que se
apoya en el significado que se da a situaciones anteriores. Un hombre «experi­
mentado», «experto» o «experienciado» es el que dispone de esa sabiduría que
parte de haber vivido ya situaciones anteriores y conocer su desenlace, con las
que pueden ponerse en contraste las nuevas. Sea ello una experiencia general
o sea en determinados asuntos o situaciones de la vida.
En el lenguaje filosòfico, por tanto, que es donde el término adquiere
su más compleja significación, aparecen explícitamente esas acepciones, las
referidas al conocimiento y a la conciencia, al tenérsele bien por «la apre­
hensión sensible de la realidad externa» o bien por «la enseñanza adquirida
con la práctica»'*. La consideración de la experiencia como un presupuesto
específico para el conocimiento o bien su tratamiento como algo ligado a la
existencia misma, como una totalidad existencial, son los dos polos entre los
que se desenvuelven la mayor parte de los enfoques filosóficos del problema.
Pero la experiencia como origen de todo conocimiento fiie la primera acep­
ción utilizada por la filosofía.
En la lengua griega experiencia equivale a empiria, que indica, a su vez, lo
que se adquiere no como producto de la actividad discursiva del hombre, sino
como percepción de algo por los sentidos de forma inmediata, antes de toda
elaboración y por ello es frecuente hablar de la experiencia como percepción
de lo particular antes de toda reflexión. Experiencia es también el resultado
de la acción que redunda, a su vez, en la creación de nuevas realidades. Una
vez más, es Aristóteles la referencia antigua de partida para el análisis del
concepto filosófico. La experiencia, según el filósofo griego, se compone «de
la multiplicidad numérica de recuerdos» ^ con lo que es considerada un con­
tenido de memoria, a partir de la cual se forman las nociones universales. Para
Aristóteles, la experiencia es algo que poseen todos los seres vivientes y está
siempre en la base del impulso para la acción.
La moderna filosofía de la experiencia tiene su origen más inmediato en
los empiristas escoceses del siglo xviii y como representantes más cualificados
a John Locke y David Hume. Los empiristas hicieron de la experiencia el eje
de sus proposiciones acerca del conocimiento humano. La experiencia sería
el producto de la convergencia de las sensaciones y las reflexiones; éstas, en
forma de interpretación de las sensaciones, constituirían la percepción, la cual,
a su vez, sería el origen de las i d e a s L a percepción se constituiría así en un
elemento fundamental que cualificaría el conocimiento por experiencia, rela­
cionado con las impresiones de las que hablaría Hume como comienzo de ese
mismo conocimiento^. Para las filosofías encuadradas en el amplio espectro
de las que han aceptado alguna forma de empirismo, el conocimiento está
siempre basado en la experiencia como vía por la que los sentidos adquieren
las sensaciones del mundo exterior.
La visión fiindamentalmente gnoseològica de la experiencia, basada en la
conexión entre las facultades sensoriales del hombre y su raciocinio, es decir,
la experiencia como origen o fiindamento del conocimiento no es, desde
luego, el aspecto fundamental de lo que nos ocupa aquí. Para la conforma­
ción de una conciencia histórica, la experiencia tiene mucha más importancia
como condición para toda acción que como requisito del conocimiento. Por
ello, es interesante resaltar las visiones contrapuestas a la filosofía empirista
que han tenido dos fuentes fundamentales. La que procede del idealismo de
Kant, de donde derivaría toda una larga tradición alemana, y la que introdu­
ciría después el pragmatismo de inspiración esencialmente norteamericana, j
Y es que interesa aquí más a nuestro objeto la experiencia en cuanto con- ;
ciencia^ en cuanto resultado del encuentro el hombre con el mundo que le
rodea, como contenido de la interpretación de éste y norma para la acción.
Esta visión se encuentra realmente tanto en la tradición filosófica alemana,
que desembocaría en el historicismo, la hermenéutica y la fenomenología,
como en el pragmatismo.
Por otra parte, la cuestión de la conciencia como producto de la praxis, la
íntima relación entre conciencia y acción («es la acción social la que determina
la conciencia»), es, según se sabe, un objeto filosófico básico también para el
marxismo. La experiencia, pues, como la encrucijada entre praxis, conciencia
adquirida, temporalidad y, en última determinación, como fundamento del
sentido histórico o historicidad, es el objeto de nuestra primera exploración
aquí en la búsqueda de una conceptuación histórica de la experiencia vivida.
La concepción pragmatista de la experiencia liga ésta estrechamente a las
condiciones necesarias para toda acción humana. En ese sentido, no sería
un pasivo contacto con los datos sensibles, sino un producto interpretado
de la relación del hombre con su entorno. El pragmatismo ha puesto énfasis
en la permanente pero cambiante relación del hombre con la realidad de su
entorno y, también, en lo que la experiencia tiene de primario y de potencia
relacional, más que de mera adquisición de conocimiento. La experiencia
es, sobre todo, algo que se «tiene» más que algo que se «conoce». Estaría
determinada igualmente por los intereses y las necesidades. Sería, por tanto,
el producto de una práctica en continua modificación y enriquecimiento, no
se limitaría a su propio contenido adquirido de una vez, sino que incluiría
modos o tramas de significados sociales, morales, etc. La experiencia no es
así, aun estando estrechamente relacionada con la memoria, una situación
que nos liga al pasado, sino que está volcada hacia el futuro. En todo caso,
experiencia y conocimiento teórico no son para los pragmatistas dos cosas
contrapuestas ni separadas®.
En su Introducción a las ciencias del espíritu, una obra estrechamente ligada
a la filosofía historicista y escrita a fines del siglo xix, Willhelm Dilthey man­
tenía que todo estudio del «espíritu», de la conformación del hombre como
ser histórico, equivalía a la consideración de la Erlebnis, la experiencia viva o
experiencia inmediata, o en términos más precisos, la vivencia, como foco de
toda interpretación. «Toda ciencia — escribiría— es ciencia de experiencia;
pero toda experiencia tiene su conexión originaria y su validez, determinada
por ella, en las condiciones de nuestra conciencia... sólo poseemos la realidad
tal como es en los hechos de conciencia dados en la experiencia interna. El
análisis de estos hechos es el centro de las ciencias del espíritu...» El concep­
to de vivencia será ampliamente utilizado por la filosofía posterior.
En la tradición alemana, aparte del historicismo, ha sido la fenomenolo­
gía la que ha propuesto un análisis de la experiencia más complejo entre las
filosofías con más decisivo influjo en la teoría de las ciencias sociales. El eje
de su planteamiento ha sido el concepto particular de mundo del hombre,
o «mundo de la vida», como definición del ámbito donde tiene lugar toda
experiencia, relacionada siempre con la conciencia. Existe una clara relación
entre este punto de partida y las especulaciones también de la hermenéutica
contemporánea, de las que diremos algo después. La experiencia se adquiere
a través de la «constitución de los objetos en la conciencia». No puede cono­
cerse a través de realidades «meramente sabidas», sino a través de las que se
han visto.
Para el pensamiento fenomenològico, por tanto, la experiencia es el resul­
tado de la vida vivida. Para Husserl, el curso de la historia sólo puede enten­
derse relacionado con experiencias, de ahí que el pasado sea inteligible por
una cierta unidad o permanencia de las experiencias humanas. «El mundo no
es lo que yo pienso sino lo que vivo»; «por estar en el mundo estamos con­
denados al sentido; y no podemos hacer nada, no podemos decir nada, que
no tome un nombre en la historia» Todo cuanto sé del mundo, añadirá
Husserl, incluso lo sabido por la ciencia, lo sé a partir de una visión o de una
experiencia del mundo sin la cual los símbolos de la ciencia no significarían
nada. Así, todo el universo de la ciencia está construido sobre el mundo vivi­
do. «Buscar la esencia del mundo no es buscar lo que éste es en idea, una vez
reducido a tema de discurso, sino lo que es de hecho, antes de toda tematiza-
ción, para nosotros». Esta idea de un mundo vivido como condición de todo
análisis es, sin duda, la que ha dado a la fenomenología su fiierza para influir
poderosamente en muchas concepciones de las ciencias sociales".
Algunos fenomenólogos han considerado que, de hecho, el mundo de
la filosofía se mueve siempre en torno al problema de la elaboración de la
experiencia y la intersección entre las experiencias particulares de los sujetos.
«Nosotros tomamos en nuestras manos nuestro destino, nos convertimos en
responsables de nuestra historia mediante la reflexión, pero también median­
te una decisión en la que empeñamos nuestra vida; y en ambos casos se trata
de un acto violento que se verifica ejerciéndose»'^. «El mundo fenomenolò­
gico de la subjetividad e intersubjetividad constituye su unidad a través de la
reasunción de mis experiencias pasadas en mis experiencias presentes. Inferi-
mos lo no experimentado a partir de lo directamente experimentado (de lo
percibido y lo recordado)»'^.
En cuanto a la hermenéutica reciente, la remisión a la obra de H.-G. Ga-
damer o de Ricoeur parece obligada. Para Gadamer, las formas de la experien­
cia quedan fuera de la ciencia. La de la filosofía, la del arte y la de «la misma
historia», dice, «son formas de experiencia en las que se expresa una verdad que
no puede ser verificada con los medios de los que dispone la metodología de
la ciencia»'^. La experiencia es una cuestión de interpretación. Así, la propia
experiencia de la historia es algo que queda fuera de la ciencia. «La experiencia
de la tradición histórica va fundamentalmente más allá de lo que en ella es
investigable». La hermenéutica entiende, pues, básicamente, que toda expe­
riencia está antes, y fuera, de la investigación científica, y que sólo es captable
mediante la interpretación de su sentido.
Una importancia destacada ha tenido también el continuado plantea­
miento del marxismo que ha visto siempre en la experiencia un producto de
la praxis social. Si bien el término mismo no es usual en el tratamiento mar-
xista, la idea de praxis representa una transcripción adecuada del propio con­
cepto de experiencia. Tempranamente Marx señalaría que es el mundo social
el que determina la conciencia y no al revés en contra de la posición idealista e
historicista. «No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad;
por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia»
La función de la praxis ocupa amplio espacio en la obra de marxistas como
Lukácz — en su Historia y conciencia de clase, fundamentalmente— o Grams-
ci, siendo este último el que consolida la expresión concreta de «filosofía de
la práctica (praxis)», aunque una noción semejante había sido empleada tam­
bién anteriormente por Labriola. La experiencia no puede adquirirse sino con
la práctica, lo que lleva a la adquisición de conciencia, fundamentalmente la
conciencia de clase. La experiencia equivale al conocimiento «práctico», que
elabora un «mundo objetivo» que reproduce la naturaleza entera. La expe­
riencia o la praxis, pues, recrea el mundo, dice Marx al tratar del concepto de
alienación. Engels, por su parte, afirmaría que los hombres «antes de pensar
habían actuado».
En las posiciones más recientes del marxismo historiográfico, la cuestión
relativa a la experiencia y la praxis social, la experiencia como presupuesto y
como resultado de la praxis social en la creación de la conciencia, ha tenido
un tratamiento ejemplar en la obra de E. P. Thompson y sus fundamenta­
les estudios sobre la formación de la conciencia obrera, un tipo de trabajo
que ha distinguido, en general, a todo el llamado marxismo historiográfico
británico. La experiencia recoge, o incluye, las respuestas mentales y emocio­
nales de los sujetos a los acontecimientos'^. Es esencialmente una forma de
conocimiento, pero todo conocimiento, a su vez, se fundamenta en la praxis.
Thompson destacó enfáticamente el papel de la experiencia en la formación
de una cultura de clase y, por ende, en la formación de todo conocimiento
social'^. La experiencia sería la huella que deja la acción social, la interacción
social de los sujetos, por lo que no puede sino cristalizar fundamentalmente
en conciencia social.
La idea misma de experiencia está ligada ineluctablemente a la de «recu­
peración de la experiencia». Siendo la recuperación una forma de acción,
según Thompson, la experiencia es «el término medio (la mediación) entre
el ser social y la conciencia social». Como la creación de una conciencia es,
igualmente, el resultado de la acción, toda acción histórica crea conciencia
histórica, un paso estrechamente ligado con lo que aquí llamamos la histo-
rización de la experiencia. La propia experiencia es la materia básica de la
creación de «culturas» particulares cuya existencia no obsta para que pueda
hablarse de la existencia de una «experiencia unitaria» como determinación
última de la acción humana, frente al juego de los «niveles», «instancias» y
otros componentes de la estructura social.
Las posiciones filosóficas sobre la naturaleza de la experiencia han teni­
do repercusiones directas y diversas para la teoría de la sociedad y la acción
social. El problema reside en que la experiencia no sólo es tratada de forma
dispar y con énfasis distinto según sean las posiciones sociológicas, sino que
unas teorizaciones tienen en cuenta la «experiencia vivida» como elemento
más o menos central en todo tratamiento de la acción social y del problema
estructuras-sujetos, mientras otras no la consideran o la reconvierten en ex­
tremos referentes a la construcción del mundo simbólico, la intencionalidad,
la conciencia, la praxis y demás.
El carácter social de toda experiencia del individuo fue ya puesto de relieve
por G. H. Mead'®. Cabe afirmar que todo tipo de experiencia no puede ser
desligado del sistema social donde se produce, mientras que son las experien­
cias mismas las constructoras de estructuras. La experiencia tiene siempre el
carácter de «mediada», no es ni espontánea ni autónoma y el primer vehículo
de tal mediación, del entorno al sujeto y viceversa, no es otro que el lenguaje.
No nos podemos detener aquí en los problemas profundos de la relación
entre lenguaje y experiencia, por lo que destacaremos algunos otros aspectos
concretos de la relación entre experiencia, estructura y función social, porque
el análisis sociológico de la experiencia humana nos aporta, en todo caso,
puntos de vista más cercanos a lo que es realmente nuestro objeto: la expe­
riencia como fundamento de toda historización. Max Weber, por su parte, se
refirió a la cuestión de la experiencia, además de en otros muchos pasajes de
su obra, en una discusión sobre la posición que pretendía que «el contenido
más seguro de nuestro saber es el proporcionado por nuestra propia experien­
cia vivida»^"^. Weber se muestra en desacuerdo con ella poniendo condiciones
al concepto mismo de experiencia para que pueda ser base de un conocimien­
to. El problema importante que Weber planteaba realmente era, de nuevo, el
de la relación entre la experiencia y el conocimiento, el de la posibilidad de
hacer de la experiencia propia un objeto de conocimiento y la validez que éste
tendría en el conocimiento general.
La influencia de Weber y su teoría de la acción se sumaría a la de la fe­
nomenología en la obra de Alfred Schütz, uno de los sociólogos que más
atención han prestado a la cuestión de la «experiencia viviente» o vivencia,
el concepto que introdujo Dilthey, en cuanto una de las condiciones de la
realidad y de la relación social como construcciones con «significado». La
experiencia no puede separarse de su relación con la vivencia, estando con­
formado el sentido de ésta por los productos de la experiencia. Según Schütz,
la experiencia es un depósito de sentido, de significados y un presupuesto bá­
sico de la acción social, del «acto significativo del individuo», idea clave de la
sociología comprensiva^“. La vida social ordinaria no podría entenderse des­
ligada de la experiencia depositada en las vivencias como estado consciente
que «se está viviendo». No existen vivencias aisladas, su permanente enlace y
modificación es lo que confiere a la experiencia su carácter de «configuración
de significado». La experiencia, pues, es vista por el sujeto como un contexto
total no como un conjunto de vivencias aisladas. Toda vivencia está ordenada
según esa totalidad.
El mundo de la experiencia, y esto tiene un especial significado en todo el
proceso de internalización de lo histórico, es una construcción permanente,
progresiva y siempre compartida. Toda vivencia posterior está «parcialmente
determinada» por las vivencias anteriores^' al tiempo que toda experiencia es
igualmente producto de una interacción social. En cada momento vivenciado
el hombre común reordena experiencias pasadas que están contenidas en la
conciencia. Con esta retrospección continua se crea siempre un nuevo «aquí y
ahora» que modifica de forma determinante la experiencia anterior y la ubica
en relación coherente con la experiencia total, haciendo que ésta se convierta
en un esquema interpretativo al que se ajusta la acción. En definitiva, la expe­
riencia se constituye como una continua autoexplicación.
Pero existe una diferencia decisiva entre la realidad directamente vivencia-
da y aquella que está fuera de la experiencia vivida. La experiencia está inserta
en la vida social cotidiana y ordinaria, está indisolublemente ligada a la in-
tersubjetividad, a la relación del hombre con sus consociados, en el lenguaje
de Schütz, es decir, a los demás sujetos que participan de una experiencia
directa. El problema central sería, pues, el de comprender las relaciones in­
tersubjetivas en «el mundo de la vida», en expresión tomada de Husserl, para
cuya dilucidación se apoya también en el concepto de acción social de Weber.
En función de las experiencias vividas, según se vivan en común o no, Schütz
distinguiría a los consociados de los contemporáneos y a éstos de los prede­
cesores y los sucesores en una conceptuación del movimiento generacional
que muestra alguna similitud con los planteamientos de O r t e g a S i n duda,
sus conclusiones tienen una considerable importancia para la caracterización
de las realidades de la experiencia humana y permiten ahondar mejor en el
fenómeno de su historización.
Cabe mencionar aquí también, como una referencia importante para la
sociología de la experiencia, la atención a las realidades de la «vida cotidiana»
que ha ocupado un lugar importante en la fenomenología y que ha señalado
precisamente la fundamental dimensión de la experiencia del sujeto como
producto de su interacción rutinaria con sus semejantes, lo que da lugar a
la aparición de un saber cotidiano^^. Se ha dicho que «la vida cotidiana tiene
también una historia», que se muestra como una continuidad y que es el ám­
bito preciso donde se contrastan el hombre particular y el mundo objetiva­
do^^. Por supuesto, las sociedades contemporáneas poseen poderosos medios
de registro de la experiencia cotidiana, tanto la de los sujetos personales como
la de los colectivos autoidentificados. Los nuevos medios de comunicación
han hecho que la experiencia cotidiana aparezca como contrapunto ineludi­
ble de dimensiones tales como la reflexividad, la integración acumulativa, la
irreversibilidad de los procesos sociales y tecnológicos.
La «experiencia de la vida», aquel bagaje en el que Dilthey pensaba como
fundamento de toda reconstrucción de la realidad histórica, se relaciona con
los procesos de construcción social de la realidad, a los que prestaría un fun­
damento imprescindible la experiencia de la vida cotidiana, pues ésta sería
«una realidad interpretada por los hombres y que para ellos tiene el significa­
do subjetivo de un mundo coherente» En cuanto fiindamento y origen de
la percepción del mundo como historia, la experiencia significaría la adqui­
sición de una vivencia y, por ende, de una conciencia, de una globalidad, de
un «símismo vivenciante» Sin embargo, parece indicado antes de abordar
la cuestión de la «conciencia histórica» no olvidar que tal forma de conciencia
es una facultad adquirida, siempre en perfeccionamiento y que se posee en
grado variable, mientras que la experiencia vital es una potencia común de
todo humano.
La vida cotidiana se entrevera siempre con los contenidos de experiencia,
dando lugar a una realidad humana que ha llamado la atención de antropó­
logos, sociólogos e historiadores, cosa que se recoge, justamente, en la pro­
puesta de hacer una «historia de la vida cotidiana», modelo u objeto historio-
gráfico de amplio desarrollo r e d e n t e L o s trabajos pioneros de E. Goffman
o de la etnometodologia de H. Garfinkel dedicaron atención a algo esencial
también como es la fiinción del lenguaje cotidiano en la estructuración de
las experiencias. Su punto focal ha sido el de la construcción del mundo
social por los sujetos y en ese sentido son un reflejo de la «vuelta y reflujo a
lo privado»^®. E. Goffman, en concreto, intentaba hacer una sociología del
individuo, una ciencia de las reglas que controlan socialmente la interacción
en la vida cotidiana. Son esas formas de la vida cotidiana, o las nuevas reglas
sociales de la cotidianeidad, las que interesan como el lugar en el que surgen
los más claros impulsos a la objetivación de las experiencias.
En las sociologías más recientes referidas a la acción social y que se centran
en el problema clave de la relación entre sujeto y estructuras sociales como
conformadoras de la sociedad, el tratamiento de la experiencia como factor
social es diverso. Los casos típicos podrían ser los de M. Archer y sus tesis
sobre la morfogénesis, de A. Giddens y la estructuración o de P. Bourdieu y la
teoría de la práctica centrada en el concepto de habitus. i>\o podríamos dete­
nernos aquí en un análisis mínimamente pormenorizado de esas teorías, pero
sí conviene señalar que en todas ellas el lugar de la experiencia se subsume en
el contenido de la «acción» social. Mientras las sociologías de inspiración más
fenomenològica o hermenéutica insistirán en el problema de los significados
de la acción y en la autonomía relativa del individuo respecto de las imposi­
ciones y vigencias sociales
De otra parte, es evidente que los factores psicológicos tienen una presen­
cia determinante en la elaboración de la experiencia en la conciencia, de la
misma manera que la tiene también la función de recordar, pero no es nues­
tro objeto detenernos aquí en la psicología, salvo en lo que diremos después
sobre la memoria misma. Bastará advertir que en su dimensión psicológica la
experiencia se manifiesta, en lo esencial, como acumulación de esquemas de
prácticas que quedan en la memoria. La experiencia es un bagaje mental cuyo
soporte psíquico es la memoria, donde permanecen los trazos del proceso de
socialización atravesado. No se concibe, en efecto, separada de la memoria,
aunque no se confunda con ella.
En definitiva, el sentido de experiencia, ligando el concepto a su doble^'
acepción principal, es decir, como el proceso primario de cualquier conoci-^
miento o como reflejo o depósito ordenado en la conciencia de las vicisitudes
vividas, equivale siempre a un bagaje de representaciones mentales y de dis-
posiciones organizadas por la memoria que expresan el intercambio entre el
sujeto y el mundo exterior. Esas representaciones adquieren siempre un nue­
vo valor y significación cada vez que el hombre se encuentra en situaciones
nuevas pero homologables o análogas de alguna forma a otras anteriores. Poi^
ello decimos que alguien tiene «experiencia» sobre o en las técnicas de yoga, el
bricolaje, los estados afectivos, los efectos de la lluvia o la ingesta de alcohol,
porque ha vivido situaciones previas en las que ha adquirido conocimiento
sobre ello. En la experiencia, pues, confluyen percepciones, saberes, prácticas
y, en definitiva, reglas, que conjuntamente organizan la asunción por el sujeto
del mundo en que vive.
La experiencia, como se dice también de la conciencia, es «experiencia de
algo». La experiencia es un bagaje múltiple, pero diferenciado y organizado.
No hay una experiencia en sentido general, sino experiencia de cosas concre­
tas que nace de la relación sujeto-estructuras. El bagaje de representaciones
adquiridas en el mundo de las relaciones sociales se refiere a concretas accio­
nes realizadas. La experiencia es, pues, en su sentido primario, un conjunto
de saberes o destrezas adquiridas en el curso del vivir cotidiano vertido sobre
actividades que adquieren su sentido en el entorno social en el que se vive.
Las experiencias nacen siempre del «estar en el mundo», pero no tienen un
camino único para su adquisición ni tienen todas el mismo valor.
La experiencia está indisolublemente unida a la memoria, permanece
viva y puede servir de pauta en situaciones nuevas por lo que el presente nos
aparece, por tanto, como la confluencia de acontecimiento y memoria, con­
vertidos en un ahora y un aquí desde los que se construye el tiempo todo. El
devenir de todo hombre sólo puede ser entendido desde la contemplación de
toda una trayectoria, y en cada momento de la vida ese final provisional de lo
vivido se identifica con el presente. Gracias también a la experiencia, y a su
reelaboración, el presente está siempre proyectado hacia el futuro.
Pero cuando nos adentramos realmente en el meollo de nuestro propósito
es al abordar la relación entre experiencia e historia o, mejor, entre aquélla y la
percepción, la interpretación y la escritura de una historia vivida. La considera­
ción de la Historia como una tematización de la experiencia, el entendimiento
de esta misma como «condición de posibilidad» de todas las historias, ha sido
uno de los temas característicos de la obra de Reinhart Koselleck, cuyas tesis
son de particular importancia aunque no se coincida enteramente con ellas.
Cabe coincidir, sin duda, en que la Historia es inseparable de la experiencia
y que, en consecuencia, la historiografía es ella misma una «ciencia de la ex­
periencia». Koselleck señala que «en griego “historia” significa inicialmente
lo que en alemán se denomina “experiencia”»^“. De hecho, la istorie griega es
susceptible de interpretaciones entre las que, sin duda, cabría ésta.
Siguiendo su acostumbrado proceso analítico centrado en la historia de los
conceptos (las variaciones semánticas), Koselleck encuentra que experiencia
está ligada a la voz griega historein, de la que ha derivado el concepto posterior
de historia, ligado al de investigación. Pero históricamente el contenido de
la VOZ experiencia ha variado y en algún momento ha llegado a restringirse
al «mero percibir las cosas». La experiencia será definida, por tanto, como «el
pasado actual, en el que se han integrado los acontecimientos y pueden ser
rememorados»^'. En ella se amalgaman la elaboración racional y los compor­
tamientos inconscientes que no están obligatoriamente presentes en nuestro
saber. En otro pasaje de sus obras, Koselleck insistirá, basado en el diccionario
de Grimm, en la relación entre experiencia y reconocimiento, investigación
o examen.
En todo caso, en la voz experiencia han concurrido a lo largo del tiempo
las dos significaciones distintas de realidad vivida y de actividad intelectuaP^.
De esta fi^rma, el concepto moderno de historia ha incluido en sí la «vieja»
experiencia y el concepto griego de la istorie como investigación. Sin em­
bargo, Koselleck había expresado también que en el lenguaje cotidiano ni
«experiencia», ni «expectativa» «transmiten en cuanto que expresión ninguna
realidad histórica», como lo hacen, por el contrario, los rótulos con los que
conocemos hechos históricos concretos: «paz de Amiens» o «Revolución
Frances a»La Historia, pues, fiindada sobre las experiencias humanas, no
recoge éstas sin alguna forma de mediación, la de la historicidad y/o la de la
historiografía, según la doble vía de relación historia-memoria acerca de cuya
precedencia mediadora se preguntaba Ricoeur^^.
Seguramente, un asunto que debe ser elucidado de manera previa en el
complejo problema de la transcripción de las experiencias como Historia es
el del significado «temporal» de toda experiencia. De forma radical puede
decirse que la experiencia es tiempo, que ella misma configura el tiempo.
Toda experiencia particular, en definitiva, y como parte ella misma de otra
más global y constitutivamente social, está siempre en movimiento, está
siendo modificada, enriquecida o, incluso, desmentida y rehecha por la
acumulación de los acontecimientos vividos. Por esto decíamos que el acon­
tecimiento tiene siempre la consecuencia de «fundar» el tiempo. La cuestión
clave es ésta: toda nueva vicisitud que entra a formar parte de la experien­
cia de un sujeto reordena la experiencia anterior. La vicisitud temporal del
hombre o, si se quiere, la vicisitud histórica, es interpretada siempre desde
la situación presente.
La idea de que toda experiencia y todo conocimiento proceden por dua­
lidades, por comparación de lo anterior y lo posterior, según la secuencia
del presente al pasado, es también fundamental, y de tal comparación nacen
nuevos contenidos de experiencia que interactúan con los anteriores. Tal
manifestación da, por otra parte, sentido al pasado, especialmente al pasa­
do-presente y ahí se fundamenta la posibilidad de que toda experiencia sea
refigurada como historia. El hombre puede representarse su trayectoria vital
completa como un continuo presente que se reconstruye en cada rememora­
ción. El resultado es que su contenido total se reordena continuamente. Ello
no está en absoluto en pugna con la aseveración certera de que «la sensación
de ser uno mismo, de ser el mismo, de ser la misma persona a lo largo del
tiempo, es quizá la experiencia más básica y fundamental de nuestro yo»^^,
idea relacionada claramente con las argumentaciones que hiciese H. Bergson
acerca de la duración como permanencia del yo. En esa dialéctica se basa la
historicidad.
Con ello enlaza, obviamente, la referencia de toda experiencia a una per­
cepción de la realidad siempre en su dimensión «temporal», un hecho que no
puede entenderse, a su vez, sin la presencia de la memoria en tanto que ésta es
«constitución temporal de una conciencia» y que denota «este dominio tem­
poral tan propio de la experiencia humana» La memoria tiene una relación
inmediata con la percepción del tiempo y los actos de memoria están ligados
a la representación que las sociedades se hacen de la sucesión temporal En
todo caso, sobre la relación entre experiencia y memoria habremos de volver
de inmediato.

Experiencia, memoria e historia

Sin la memoria no existe posibilidad de experiencia, había dicho ya Aristóte­


les. Como hemos señalado aquí también, la memoria tiene una función deci­
siva en todo hecho de experiencia. Ocurre así dada la multiplicidad operativa
de la memoria como contenido vivencial, como «presentificación» — en ex­
presión de Giddens— del tiempo, como función recuperadora mediante el
recuerdo o discriminadora mediante el olvido, como reordenación continua
de las representaciones de la mente y, en fin, como suministradora de pautas
para la acción. La memoria, en consecuencia, figura también entre las potencia­
lidades que mayor papel desempeñan en la constitución del hombre como ser
histórico. Ella es el soporte de la percepción de la temporalidad, de la continui­
dad de la identidad personal y colectiva, y, consiguientemente, es la que
acumula las vivencias donde se enlazan pasado y presente.
Sin la capacidad de recordar, de hacer presente lo pasado, no existiría
modo de llegar a elaborar una historización de la experiencia o una captación
del presente como historia, es decir, no habría posibilidad de vivir histórica­
mente. La importancia, por tanto, de analizar la memoria con independencia
de lo expuesto ya sobre la experiencia humana se acrecienta aún, dada la insis­
tencia de un gran número de tratadistas actuales en la relación entre memoria
y recuperación del pasado tanto como entre éste, o sea, lo convencionalmente
llamado Historia, y la percepción del presente en cuanto parte constitutiva
del proceso histórico.
No es preciso entrar aquí, por supuesto, en mayores detalles sobre los
múltiples enfoques y doctrinas que confluyen en el análisis de la naturaleza
y función de la memoria, es decir, en los aspectos neurològico, psíquico,
antropológico, cognitivo, etc., en cuanto no tenga una referencia directa a
su función social y su dimensión histórica^®. La memoria en su definición
más sencilla posible, o sea, como la facultad de recordar, traer al presente y
hacer permanente el recuerdo, tiene, indudablemente, una estrecha relación,
una confluencia necesaria, y tal vez una prelación inexcusable, respecto de la
noción de experiencia, al igual que con la de conciencia, porque, de hecho,
la facultad de recordar ordenada y permanentemente es la que hace posible
el registro de la experiencia. La temporalidad humana tiene en la memoria su
apoyo esenciaP^, mientras que la continuidad que facilita a la acción humana
es la clave de la función estructurante que tiene también en la constitución
de las relaciones sociales.
Por lo pronto, parece importante señalar que no es posible la considera­
ción separada, autónoma e independiente, de la facultad memorizadora fuera
del conjunto del aparato y las facultades mentales completas del hombre, ni
vale para ella el símil de las memorias mecánicas. En el hombre no existe nada
parecido a una memoria exenta, desconectada de sus facultades cognoscitivas,
afectivas, y de sociabilidad básica. La memoria no es un mero depósito de
información acumulada y recuperable, por lo cual la mente, donde reside la
memoria, no admite la «metáfora computacional», o metáfora del ordenador,
en la explicación de su funcionamiento^“. Es la computación la que se pre­
senta más bien como una metáfora de las potencias humanas. La memoria
presupone un cerebro, pero aún más una mente como estado cerebral.
La memoria es constitutivamente bastante más que un «depósito» de sen­
saciones y percepciones o, sencillamente, algo más que la facultad mental que
permite traer al presente, mediante el recuerdo, las vicisitudes del pasado. Es
decir, estamos, en este caso también, ante una facultad fundamentalmente
activa, reorganizadora y coordinadora, estructurante, que no se limita en ma­
nera alguna al registro, aunque lo realice, de lo percibido o «experienciado».
Gracias a la memoria, el hombre puede tener ante sí su trayectoria vital com­
pleta, su biografía, como algo unitario, puede reproducirla en una secuencia
ordenada temporalmente, del presente al pasado y viceversa. Puede también
imaginar el futuro, y, de esta forma, puede acceder a la imagen de un presente
continuo.
Ahora bien, ¿cómo está representada la experiencia en la memoria humana?
Topamos aquí con la cuestión del significado mismo de representación y su
importante relación con las formas de c omport ami e nt oY también con el
hecho de que al hablar de representación se está presuponiendo que no todos
los contenidos de la experiencia pasan de forma permanente a la memoria.
La respuesta a esta suposición es afirmativa en cuanto que ciertas corrientes
de la psicología, especialmente la cognitiva, mantienen que la función real de
la memoria estriba no en la retención de las vicisitudes de todo orden que se
atraviesan, sino en la reconversión de ellas, o su representación, a través de
categorías y conceptos. La memoria se puebla de «estructuras interactivas» a
las que se denomina esquemas. Estos esquemas se abstraen de la experiencia
de forma que constituyen modelos del mundo exterior, que sirven a su vez
«para procesar» toda nueva información. La memoria no es, pues, una repro­
ducción del mundo exterior, sino un aparato para interpretarlo^^.
De otra parte, la memoria no se constriñe tampoco a la capacidad de
recordar, de traer al presente el pasado, sino que alcanza también a la de
olvidar en su función selectiva. La memoria como capacidad de recordar
tiene su contraimagen en la capacidad de olvidar, teniendo a ésta, claro está,
por algo más que una simple deficiencia patológica. El olvido, pues, no es
en modo alguno una deficiencia de la memoria nemónica. El olvido, como
capacidad psíquica, es también una facultad activa, aunque peor estudiada
que la del recuerdo, si bien los análisis filosóficos o sociales de la memoria
como recuerdo van comúnmente acompañados de su función inversa como
olvido. El silencio y el olvido tienen un «uso», ejercen un papel en el mante­
nimiento de las vivencias y ocupan un lugar de relevante importancia en la
reproducción social y en la plasmación del discurso h i s t ó r i c o L a expulsión
de la memoria de determinados pasajes de ella tiene tanta significación como
su conservación'*'*. La memoria, en resumen, funciona siempre en pluralidad,
de manera limitada y selectiva, frágil y manipulable, se vierte, sobre todo,
hacia la percepción del cambio y ejerce un trabajo simbólico de sustitución
y de restitución.
También es preciso aludir de inmediato a un asunto de particular impor­
tancia para lo tratado aquí: la dimensión social de la memoria. Es decir, el
hecho de que esta facultad, en cuanto que trasciende las potencias del indi­
viduo aislado, tiene por lo mismo variadas determinaciones sociales. Por
una parte, la memoria siempre incluye a los demás; de otra, en efecto, es
también un presupuesto de la actividad social. En el plano antropológico y
sociológico, al tiempo que la memoria actúa como un soporte fundamental
de la temporalidad, destaca también como un componente imprescindible
en la construcción de las realidades sociales. Su relación con éstas es recí­
proca: la memoria actúa y es explicable dentro de unos «cuadros [o marcos]
sociales», como los llamara M. Halbwachs, uno de los clásicos en el estudio
sociológico de la memoria, pero contribuye igualmente a la simbolización
y reproducción de ellos.
Siguiendo precisamente a Halbwachs, suele hablarse de la existencia de
memorias individuai, colectiva y social. Tres especificaciones o grados distin­
tos e inclusivos. Más allá de la memoria individual, aparecería la memoria
colectiva o memoria del grupo, mientras que la social sería la de una sociedad
globalmente considerada. Maurice Halbwachs abordó en la primera mitad
del siglo XX un análisis detallado de la relación entre memoria individual y
memoria colectiva y, lo que es más importante, entre la memoria colectiva
y la memoria histórica, un estudio que apareció en una obra póstuma'^^ Se­
gún él, existe un proceso de recuerdo que está más allá de cada individuo, que
es impersonal, en el cual los individuos participan aunque sea parcialmente
y según sus intereses particulares. Toda memoria individual supone el marco
o cuadro de la social“^^, lo que descartaría la superficial visión de la memoria
colectiva como alguna forma de mera síntesis o construcción basada en las
memorias individuales. «Para evocar su pasado, el hombre necesita frecuente­
mente acudir a los recuerdos de los otros»
Según esa misma dualidad, Halbwachs proponía distinguir entre una
memoria interior y una exterior al individuo, una personal y una social y,
además, más importante para lo que dilucidamos aquí, entre «memoria
autobiográfica y memoria histórica». La memoria histórica sería, pues, una
especificación temporal de la memoria colectiva. Sería externa al individuo,
objetivada y socializada. Con indudables ambigüedades, esta posición recoge
mucho, sin embargo, de la mantenida por Durkheim — de hecho, maestro
de Halbwachs— acerca de la objetividad impersonal de todos los hechos
sociales, que «se imponen» al individuo.
La proposición de que existe una memoria colectiva, es, sin duda, de
notable importancia y no está exenta de analogías — en la misma medida
en que existe una acción colectiva, una conciencia colectiva, etc.— pero ha
suscitado después tantas dudas como la definición de cualquier concepto que
representa una cualidad social emergente, que trasciende al actor individual y
que no puede entenderse como la suma de las acciones de muchos actores. La
memoria presupone una mente, en efecto, está relacionada siempre con una
experiencia determinada y concreta. ¿Quién o quiénes serían, pues, el sujeto
— familia, clase, grupo étnico, generación histórica, etc.— de tal memoria
colectiva?; ¿dónde está depositada?; ¿qué contenidos selecciona? Si bien cua­
lesquiera contenidos de memoria tienen siempre una indudable proyección
colectiva, son el reflejo de la realidad social y en ellos desempeña un papel
esencial el contexto de la socialización, es el sujeto de ella el que representa
un problema de la teoría social e histórica'^®. La memoria colectiva es un
concepto atractivo no exento de problemas, que ha suscitado menos estudios
de los deseables y que constituye un poderoso instrumento de análisis de los
recuerdos «socialmente compartidos»'*^.
Conviene resaltar, desde luego, el interés de esta visión bolista de los pro­
blemas de la memoria, que evita los psicologismos frente a los que prevendría
asimismo Durkheim, pero omite dimensiones esenciales en la proyección y la
inserción social de la memoria, que hoy no pueden ser, en manera alguna,
obviados. En efecto, en la obra de Halbwachs están prácticamente ausentes los
problemas derivados de los usos de la memoria, la manipulación de la memoria
colectiva, su importancia ideológica y como instrumento de poder, su papel en
la lucha por la dominación y la hegemonía y, en último extremo, su fragmen­
tación. La memoria colectiva no parece en absoluto un producto inmediato
de la actividad social, sino que es una construcción cultural muy elaborada.
¿Existe algún colectivo con una memoria única? O bien, ¿cómo se constituye
esa memoria común? La memoria colectiva es el lugar común de todas esas
importantes realidades sociales y, de paso, todas las dificultades epistemológi­
cas, a las que Halbwachs no se refiere. Sus estudios, sin embargo, siguen
prácticamente insuperados en lo que atañe a la tesis de que la memoria indi­
vidual y colectiva, y, por supuesto, la memoria histórica, son siempre en
efecto construcciones en las que la dimensión social no es meramente un
contexto sino una causa. La memoria es una dimensión más de las relaciones
sociales que precisa siempre una contextualización, contrastación y, sobre
todo, objetivación.
Las peculiaridades de la memoria social y la memoria histórica, sin em­
bargo, no se agotan ahí. Importa tanto más señalar, entre otras muchas cosas
posibles, que, por lo que atañe a la función y al «uso» de la memoria como
factor de concienciación histórico-social y cultural, existen decisivas diferen­
cias entre las memorias sociales justamente en relación con la experiencia.
Existen una memoria directa, llamada también, a veces, espontánea, frente a
otra adquirida o transmitida, o, lo que es lo mismo, una memoria ligada a la
experiencia vital, propia y directa, del individuo o el grupo, la memoria viva,
y otra que es producto de la transmisión de otras memorias, de la memoria
de los predecesores, la memoria heredada. Los entrecruzamientos de estas
memorias son absolutamente esenciales para el análisis a fondo de la memoria
histórica. La memoria, por lo demás, es una referencia decisiva también en
procesos como los de identidad, integración grupal o generacional y en la
elucidación del significado de la acción pública, social y política. Hay, en fin,
una memoria institucional (lugares de memorias, liturgias y rememoraciones
públicas, utilización política, derechos de la memoria y prácticas del olvido)
cuyos contenidos son clave para la práctica y la reproducción social.
Los fenómenos que se producen en nuestro propio tiempo ilustran de
manera nítida la importancia de la memoria no sólo como valor, sino como
reivindicación social. Esa densa problemática de la memoria colectiva, social
e histórica y de la relación entre memoria e historia ha sido objeto de una
amplia atención de los tratadistas actuales, por más que pueda decirse que no
poseemos aún una interpretación convincente y fundada «que dé cuenta de
la reciente expansión de la cultura de la memoria en sus variados contextos
nacionales y regionales»^“. Vivimos, se ha dicho, el «tiempo de la memoria»
o, también, el «tiempo del testigo»^’. Es incuestionable que nuestro mundo
de hoy se ha convertido en un extraordinario «consumidor de memoria».
¿Por qué y para qué recordar?, es una doble pregunta frecuente en nuestro
tiempo para la que existen múltiples respuestas cargadas siempre de una
notable derivación ideológica^^. Los estudios sobre la memoria histórica se
han multiplicado en la década de 1990 y se ha podido decir que «uno de los
fenómenos culturales y políticos más sorprendentes de los últimos años es el
surgimiento de la memoria como una preocupación central de la cultura y
de la política de las sociedades occidentales»^^. En efecto, desde los ámbitos
políticos y sociales más diversos se ha venido reclamando la preservación de
la memoria, especialmente la memoria del dolor, de las guerras, de las in­
justicias, la represión y los genocidios. Se ha hablado de una «saturación de
memoria» y también, en fin, de una «crisis de la me mor i a»Y, por lo demás,
ha aparecido una explícita dedicación a construir una historia de la memoria,
a convertir ésta en un objeto historiográfico.
El cambio puede rastrearse con cierta claridad desde el giro decisivo que
se produce en los contenidos culturales occidentales a partir de finales de la
década de 1960. Se ha dicho que si la cultura de la modernidad a comienzos
del siglo XX tenía la perspectiva de los «futuros presentes», la que ha traído
la posmodernidad, acusadamente desde la década de los ochenta, se ha ver­
tido hacia los «pretéritos presentes». Nuestro tiempo padece el «síndrome
de la memoria recuperada» y desarrolla, en consecuencia, una «cultura de la
memoria». La memoria se ha convertido en una «obsesión cultural de monu­
mentales proporciones en el mundo entero» Tal cultura de la memoria, por
lo demás, no restringe el ámbito de su expansión a ese afán por la recuperación
del pasado, sino que abarca igualmente la impregnación de las perspectivas
temporales por la fijación del «tiempo vivido» y también por las funciones
del olvido.
La memoria, pues, entendida como la más potente y vital ligazón de la
experiencia al pasado y el mayor resorte para su conservación, cuando no
el agente de su «invención», se ha situado como una de las más reiterativas
reivindicaciones culturales actuales, de forma que puede pensarse que, bajo
la forma de memoria colectiva especialmente, una de las connotaciones de
nuestro presente es una nueva valoración de la función y la importancia de la
memoria como definidora de pautas culturales.
No es difícil entender, como consecuencia de todo lo expuesto, que el pro­
blema central al que debemos dirigir la atención es la manera exacta en que
se establece la relación entre memoria como representación permanente de la
experiencia e historia como racionalización temporalizada, por decirlo así, de
tal experiencia. Porque a partir del esclarecimiento de ese enlace esencial po­
dremos penetrar con mayores garantías en el problema mayor de la fijnción
de la memoria en la construcción del presente histórico.

Memoria e Historia

La memoria tiene dos funciones importantes en la aprehensión de lo his­


tórico, sobre el plano general de su función como sustento de la continuidad
de la experiencia. Una de ellas es la capacidad de reminiscencia de las viven­
cias en forma de presente. La memoria, como decimos, es capaz de reasumir
la experiencia pasada como presente y, al mismo tiempo, como duración, lo
que no equivale a decir que no contenga su propia temporalidad interna, que
no dé cuenta de la sucesión temporal. El presente histórico, como percepción
subjetiva, se fundamenta justamente en la extensión de la memoria de vida, y
excluye en buena medida, aunque no de forma absoluta, la memoria trans­
mitida, sin mengua de que esta última tenga naturalmente una importante
función también para interpretar y dotar de significado la memoria vivida.
En su sentido extendido, un presente es el contenido completo de una me­
moria viva, no heredada, aunque el tiempo esté en ella ordenado según la
secuencia pasado-presente.
La segunda función destacable deriva de su papel no ya como presupues­
to, predisposición o, si se prefiere, umbral, de lo histórico, sino como soporte
mismo de lo histórico, y como vehículo de su transmisión, limitada práctica­
mente a ella cuando se trata de la transmisión oral. Definitivamente, no hay
historia sin memoria. Aun así, una afirmación de tal género tiene que ser
cuidadosa porque corre el riesgo de ser equívoca: la memoria y la historia no
son, a pesar de su estrecha relación, entidades correlativas relacionadas en un
sentido único. ¿Cuál es el sentido propio de esa estrecha relación entre me­
moria e historia? ¿Debe continuar manteniéndose «el estatuto de matriz de la
historia otorgado comúnmente a la memoria»?
El problema esencial queda ya enunciado. Memoria e Historia son realida­
des distinguibles la una de la otra y, desde luego, separables. No son necesa­
riamente coincidentes ni aún necesariamente convergentes en su naturaleza,
su relación es contingente de forma inequívoca, como tendremos ocasión de
discutir después. Las acerca una relación que sólo se entiende si se tiene en
cuenta, al menos, un requisito que el propio Halbwachs acertó a expresar con
precisión: para que la experiencia o la imagen de lo vivido alcance la realidad
de lo histórico será preciso que salga de sí misma, que se coloque en el punto de
vista del grupo, que pueda denotar que un hecho marca una determinada épo­
ca porque ha penetrado en el círculo de las preocupaciones y de los intereses
colectivos No hay Historia sin memoria, repitamos, y si lo contrario no es
también cierto, como creemos, ello quiere decir que no puede descartarse la
confrontación conflictiva entre ellas. La Historia tiene su propia autonomía,
no coincide necesariamente con la Memoria.
En consecuencia, siendo cierta la importancia que la cultura actual da a
la función social de la memoria, e innegable su extraordinaria relevancia en
las formas en que percibimos hoy la historicidad, es erróneo, a nuestro jui­
cio, extraer de todo ello la consecuencia de que la lucha por la memoria es
específicamente análoga a la lucha por la historia, y por la verdad de ésta...
Es erróneo, en fin, suponer que ambas cosas son sinónimas y que la lucha
por la memoria es la muestra de una «persistente conciencia histórica» como
«característica emblemática de nuestra condición de contemporáneos»^®. Esa
homologación incurre en una petición de principio.
En efecto, memoria y conciencia histórica pueden coexistir sin que su
correlación e interdependencia sean necesarias ni enteramente discernibles,
ni sus manifestaciones convergentes por obligación. Una correlación de ese
género no podría ser postulada, tiene que demostrarse. Quienes claman por la
preservación de la memoria de determinados hechos del pasado, no reclaman
necesariamente una mejor investigación histórica dé ellos. Quienes exigen su
conservación y se lanzan a la «lucha por la memoria» son, de forma destacada,
los portadores mismos de ella. Son los depositarios concernidos de forma di­
recta por los hechos cuyo recuerdo permanente se reclama, sus beneficiarios o
sus víctimas. En manera alguna queremos decir que ello afecte a la legitimidad
de los valores reclamados, sino que esa reclamación implica la preeminencia
de las pretensiones de retribución de la memoria sobre la verdad de la historia.
Por ello puede llamarse a nuestra época la del testigo
La reclamación de memoria no es estrictamente correlativa y sintomá­
tica del aumento de conciencia histórica o de conciencia de la historicidad,
aunque pueda serlo, sino que se incardina primariamente en la lucha por las
identidades, las restituciones y reparaciones, por la «justicia sobre el pasado»,
el reconocimiento de las diferencias y los protagonismos, el rescate del olvido
y el desvelamiento de las biografías marginadas. Y todo ello obediente, ahora
si, de manera estrechamente correlativa, al reflejo directo del peso de la cultu­
ra actual de la comunicación de masas.
Mientras la Memoria es valor social y cultural, es reivindicación de un
pasado que se quiere impedir que pase, la Historia es, además de eso, un dis­
curso construido, ineluctablemente contrastable y objetivado o, lo que es lo
mismo, sujeto a un método, que puede ser distinto de los contenidos, o de
algunos contenidos, de la memoria. La relación entre la memoria y la historia
es por fuerza muy determinante, pero de ahí no se infiere la identidad de
ambas realidades. La relación entre ellas es compleja, sinuosa y en modo al­
guno unidireccional. Por ello, considerar, por otra parte, que la memoria y
sus usos son la antesala necesaria de toda historia y que ésta prolonga, solidi­
fica y legitima directamente aquélla, es otro error de concepto.
Como en el caso de la conciencia histórica, la relación de la memoria con
la historia como operación intelectual es inestable. No hay memoria neutral,
ni inocente, como no hay ninguna facultad humana que sea ambas cosas.
Por lo demás, «no siempre resulta fácil trazar la línea que separa el pasado
mítico del pasado real». Y es que «el pasado recordado con intensidad puede
transformarse en memoria m í t i c a » P o r lo general, los sujetos y los grupos
organizan su memoria como autojustificación y autoafirmación, pero no
necesariamente como contribución histórica desinteresada. Las memorias
colectivas de grupo son la expresión de un nosotros, y están ligadas a los in­
tereses de quienes la expresan. De ahí que los olvidos cumplan muchas veces
en negativo esa misma función de la representación de intereses. La Historia,
como dijese François Bédarida, ve el acontecimiento desde fuera, mientras la
memoria se vincula a él y lo vive más bien desde dentro. La Historia no pre­
tende, en cualquier caso, ni monopolizar el aporte de la memoria, ni agotar
su significado, y, sin embargo, «son los mismos que proclaman la necesidad
de mantener la llama de la memoria y subsidiariamente de establecer la ver­
dad de la historia los que solicitan a los historiadores para ayudarles y para
legitimar sus resultados»^'.
Conservar la memoria, en definitiva, no equivale inmediatamente a cons­
truir la historia. Pero hay en realidad, pese a todo ello, un par de extremos en
el que Memoria e Historia están sujetas a las mismas determinaciones y cum­
plen de forma paralela una misma función. Uno es su significación de batalla
contra el olvido, el otro es la imposibilidad de ambas de contener en sí «todo
el pasado» Sin embargo, la conservación de la memoria, incluso «el deber
de memoria» del que hablan sus mantenedores, no asegura necesariamente
una historia más verídica, porque la memoria como facultad personal y como
referencia de un grupo, de cualquier carácter, es siempre subjetiva, representa
una visión parcial, no contextualizada y no objetivada.
Para que la memoria trascienda sus limitaciones y sea el punto de partida
de una historia, es preciso que se opere el fenómeno de su historización, o, lo
que es lo mismo, de la historización de la experiencia, cuyo sentido perfila­
remos con más detalle después. La memoria puede ser, y es de hecho, objeto
de una historización, en el sentido subjetivo y objetivo de tal expresión, pero
ello no es un proceso necesario ni indefectible. Esa historización es ella misma
un producto histórico, sujeto a determinaciones externas, como muestra el
hecho de su presencia desigual en unos u otros momentos históricos. Justa­
mente, una de las características culturales más acusadas de las sociedades
actuales es la profundidad del fenómeno de historización de la memoria, pero
ello no puede predicarse en la misma medida de todas las épocas. La memoria
no lleva naturalmente a producir una historia; tampoco es la historia aún,
sino que es una pre-histoña, una «materia de historia», de eficacia diversa.
No es una historia construida, sino una materia que debe ser historizada. Por
lo dicho, la reivindicación de la memoria no siempre conduce a una mejor
verificación de la Historia. La Historia, la Historia verificada, se entiende,
no puede legitimarse por la justicia y oportunidad de la preservación de una
determinada memoria.
Además, la memoria en cuanto fuente de historia debe estar sujeta, y en
las mismas condiciones que todas las demás, a los requisitos metodológicos
aplicables a cualquier género de fuente histórica. Ello conduce al mismo
género de operaciones que en todos los demás casos: identificación como
fuente idónea, contrastación, contextualización temporal, relativización, ob­
jetivación y construcción de un discurso metodológicamente fundamentado.
El ejemplo de las fuentes orales y las cautelas metodológicas a que obligan
es ampliamente demostrativo de estas necesidades^^. Las memorias pueden
llegar o no al grado de una verdadera construcción histórica, para lo que han
de pasar por su reelaboración en forma de discurso objetivado y probado,
con una certificación intersubjetiva, es decir, una aceptación que nunca es
perfecta ni absoluta.
La Historia restituye la memoria del pasado pero puede también rectificar­
la. La tensión entre la memoria de los testigos y la construcción del historiador
está siempre presente y puede llegar a ser conflictiva. La historia más reciente
está poblada de ejemplos de ese tipo*"'^. La memoria retiene el pasado pero es
la Historia el que lo explica. La falibilidad de la memoria debe ser un presu­
puesto a la hora de basar en ella la Historia. Como dijese Ch. Wright Mills, «el
historiador representa la memoria organizada de la humanidad y esa memoria,
como historia escrita, es enormemente maleable»*"^. La misma falibilidad de la
memoria condiciona esa maleabilidad de la historia escrita. Afirmar, por tanto,
que la función de hacer, de escribir, la Historia, equivalga a la restitución de la
memoria es un error por exceso, no siempre desinteresado, y existen buenos
ejemplos contemporáneos de ello. Cuando el historiador se cree el guardián de
la memoria, o es tenido por tal*’*’, es víctima de una ilusión. Existen «trabajos
de la memoria» que son el soporte y hasta la legitimación de la Historia. Pero
la Historia no vive de tales trabajos^^.
J Historizar la memoria es, por lo pronto, tomar conciencia de que existen
cambios en su percepción que modifican el sentido que damos al pasado^®.
I El contenido de la memoria puede ser reinterpretado, como el de la Historia,
pero la argumentación de esta última tiene que pasar siempre por una prueba.
La memoria es mucho más libre, no necesita poner su legitimidad a prueba. El
sentido que tienen las experiencias que la memoria actualiza es visto de manera
distinta a causa no del alargamiento en el tiempo de la experiencia misma, sino,
sobre todo, del sentido de esa experiencia que cambia a medida que se prolon­
ga'’^. En este orden de cosas, la historización equivale también al intento de ex­
plicar la vida personal o colectiva en el contexto y significado de la Historia que
nos ha precedido, de la Historia que se nos ha legado. Es interpretar la historia
vivida a la luz de la no vivida. La historización de la memoria que tiene como
operación esencial, de hecho, la relativización temporal de lo rememorado, es
la condición previa para poder historiarla, lo que significa igualmente raciona­
lizarla, antes de su inserción en un discurso histórico verificable.
Nunca puede obviarse el hecho de que la memoria colectiva y la memoria
social han de ser públicas para poder ser tenidas por «hechos sociales». Ello
las relaciona con la cuestión de los poderes, de las hegemonías ideológicas y
sociales, de la dominación y el sometimiento, y, en ese contexto, son objeto
siempre en disputa. La memoria se ha convertido, de alguna manera, en
una fiDrmidable arma de combate cultural y político. De ahí la existencia
de emprendedores de la memoria y de políticas de memoria^“. Existe un
permanente debate de la memoria, en especial acerca del pasado reciente,
mientras la «obsesión» por ella se manifiesta en la sinonimia, muchas veces
abusiva, que se hace entre «pasado» y «memoria». «La memoria constituye la
denominación actual, dominante, para designar el pasado, no de una manera
objetiva y racional, sino con la idea explícita de que es preciso conservar tal
pasado, mantenerlo vivo, atribuyéndole un papel, sin que, por otra parte, se
precise cuál»^*.
En una sociedad y en un momento histórico dado jamás existe una sola
memoria, sino varias en pugna. De ahí que la idea de memoria colectiva deje
muchos cabos sueltos. Además, junto a la «memoria combate» aparece muchas
veces la no-memoria, es decir, el intento de expulsión de ciertos hechos fiaera de
la memoria. En efecto, las memorias del pasado pueden enfocar su luz sobre
una parte de sus contenidos y dejar a otros conscientemente en la oscuridad.
Ocurre esto en especial en el fenómeno señalado por Hobsbawm según el cual
el pasado parece quedar absorbido en el presente; pero, añadamos, ello ocurre
selectivamente. El fenómeno nos instruye sobre el valor de lo olvidado en
contraposición a lo rememorado. Podría ejemplificar este hecho el caso de una
sociedad como la española, donde una transición política de la dictadura a la
democracia ha sido un ejercicio colectivo de recuerdo y de olvido selectivos.
De otro género, pero con consecuencias que impiden igualmente hablar de
la Historia como simple transcripción de la Memoria, es la característica de una
memoria tan omnipresente hoy como la de la shoah, el genocidio de los judíos
centroeuropeos en las cercanías de la mitad del siglo xx, un hecho cuya entidad
no ha hecho sino adquirir relieve desde la posguerra de 1945. Estamos aquí
ante el ejemplo de una memoria extraordinariamente activa y legítima pero
puesta en muchos casos al servicio de intereses que van mucho más allá que la
preservación de una historia ejemplar y paradigmática por su horror. «El Holo­
causto se transformó en un signo del siglo xx y del fracaso de la Ilustración»^^.
Si con toda justicia se ha hablado de «los asesinos de la memoria» que han in­
tentado negar aquel hecho, con no menos se ha hecho de la «industria del
Holocausto» Esta selectividad u orientación particular de la memoria opera
en muchas ocasiones magnificando una barbarie a costa del ocultamiento o
minusvaloración de otras, en su propia identidad y cualidad y en sus conse­
cuencias^'^, justificando el sufrimiento de unos en el presente por los sufrimien­
tos de otros en el pasado. Los «lugares de memoria» y sus simbolismos no son,
en modo alguno, de manera inmediata y por la sola virtud de su potencia reme­
morativa, «lugares de Historia».
Naturalmente, el tema específico de la relación entre memoria y cons­
trucción del presente histórico, participando de todas las connotaciones que
ya hemos señalado, presenta algunas otras más particulares. La posibilidad
de definir, en el plano subjetivo al menos, un presente histórico «propio»
se apoya también, sin duda, en la capacidad de la memoria para sustentar
historias particulares aunque en absoluto baste la transcripción del pasado
al presente, su actualización, para poder disponer de un discurso histórico
articulado y verificado. Por su propia naturaleza, la memoria del presente no
puede ser otra primordialmente que la directa, la espontánea o viva, aunque
en la construcción de un presente histórico esté también presente la memoria
heredada. La cuestión es la determinación de en qué grado las procedencias
de los diversos contenidos de memoria (la directa y la heredada, la individual,
colectiva o social) participan en la delimitación del presente histórico.
Además de ello, entender el presente como historia y conceptualizar a
partir de ello una historia del presente no es posible tampoco sino como ope­
ración de objetivación de la memoria, como racionalización de ella y como
comunicación fenomenològica interpersonal. Por tanto, la memoria en la
que se basa un presente histórico ha de ser memoria pública, como cualidad
emergente en el colectivo social. Esa memoria pública que conforma el pre­
sente no puede, sin embargo, prescindir de la memoria heredada, de la con­
tinuidad de la transmisión histórica. De esa forma, memorias individuales y
colectivas, memorias sociales, memorias vivas y heredadas, pueden adquirir
el calificativo de memoria histórica.
Si bien las posiciones de M. Halbwachs sobre la memoria histórica no
resultaban del todo convincentes, de él proceden algunas observaciones so­
bre la «memoria vivida» que son, a nuestro juicio, mucho más aceptables.
Halbwachs, que empieza afirmando que «un acontecimiento no adquiere
su lugar en la serie de los hechos históricos sino algún tiempo después de
haberse producido», no duda luego en remachar que «no es en la historia
aprendida sino en la historia vivida en la que se apoya nuestra memoria»
Con ello, efectuaba una asimilación de la historia «contemporánea» — es
el término que emplea— a la historia vivida. Una historia contemporánea,
que hoy estaríamos obligados a llamar coetánea, o simplemente historia
presente, se construye necesariamente sobre la memoria e imagen de lo
vivido.
La historia empieza a ser vivida desde el uso de la razón, continúa Halbwachs,
aunque no se posean entonces las necesarias referencias a una historia externa,
una historia englobante, para encuadrar y valorar la nueva historia particular
que empieza a nacer. Desde entonces comienza la participación en la memo­
ria colectiva y el momento en que los hechos históricos se comprenden como
tales se produce cuando el recuerdo está aún vivo. «Es entonces cuando del
recuerdo mismo, de su entorno, vemos de alguna manera irradiar su signifi­
cación histórica». Halbwachs retoma así el tema de que los recuerdos más
lejanos de la infancia son siempre reactualizados, pero ningún recuerdo pre­
valecería si en el momento en que el hecho recordado era una realidad no se
le hubiera adjudicado ya un sentido que, en todo caso, el paso del tiempo
clarificará^*’.
Puede decirse también que, desde el punto de vista generacional, la trans­
misión cultural desde los antecesores a los sucesores opera de forma que ha de
confrontarse con el doble origen y doble naturaleza que tienen los contenidos
de memoria. En la memoria permanecen tanto el recuerdo de lo «que fiie indi­
vidualmente obtenido por uno mismo» como los contenidos procedentes de lo
que se llama la apropiación, que debe entenderse como memoria adquirida
Una cosa es la experiencia de lo realmente vivido y otra lo que nos transmite
la tradición, lo que nos incorpora la memoria anónima del grupo. Sólo el
contenido de la memoria personal es parte de la experiencia historizable aun­
que tal historización recurra también realmente a la memoria histórica. Sólo
ese recuerdo personal se posee verdaderamente.
El saber obtenido en situaciones reales es el que queda fijado, diría Mann­
heim. Y añadiría: «alguien es viejo, ante todo, cuando vive en el contexto de
una experiencia específica que él mismo obtuvo y que fijnciona como una
preconfiguración, por cuyo medio cualquier nueva experiencia recibe de an­
temano, y hasta cierto punto, la forma y lugar que se le asignan»^®. La confi­
guración completa de la memoria es la que asigna su lugar a la memoria he­
redada entre los contenidos de la memoria directa. Ello forma parte de la
madurez progresiva de la experiencia. He aquí una adecuada manera de dis­
tinguir entre una experiencia realmente vivida por la generación de más edad,
que nos fija el límite cronológico más lejano de una cierta historia del presen­
te, y la escasa experiencia de aquella más nueva que está en trance de construir
su propia configuración.
La coetaneidad está marcada asimismo por la realidad, la expresión y la
presión de la memoria y las memorias. El depósito más completo de la me­
moria colectiva de una sociedad suele residir e, incluso, estar encomendado a
la generación existente más antigua. Ello implica el problema de la relación
entre las memorias de al menos dos de las generaciones coexistentes, la de los
antecesores y la activa. ¿Cómo se percibe una historia que tiene su momento
axial en un hecho de la memoria personal de la generación más antigua? ¿Qué
peso tiene esa memoria en la acción histórica de los actores convivientes? No
es negable que algún hecho importante no vivido por las generaciones coetá­
neas puede ser clave, sin duda, en la memoria del presente. Por ello decimos
a veces que el pasado se resiste a pasar... y afirmamos que la coetaneidad no
representa en forma alguna un corte con el pasado histórico mientras éste
permanezca como contenido de experiencia y memoria para una generación
viva. Un ejemplo patente de ello lo tenemos, una vez más, en España en la
influencia de la memoria de la guerra civil en la generación que protagonizó
la transición posfranquista a la democracia^^. La guerra civil era un hecho
de memoria heredada para la generación que surge a la vida política activa
española en los primeros sesenta y que no la había vivido, pero había sido
socializada en su memoria, la memoria de los vencedores, por cierto. El peso
de la memoria de los hechos no vividos puede ser importante, pero sólo en
cuanto pasa a integrarse como memoria viva.
El presente concita sobre sí una memoria propia, de la misma forma que
dijese Unamuno que podía concitar también una tradición®“. El presente
histórico, del que se ocupa la historia del presente, sólo es definible por la
relación y el juego de las memorias vivas, pero puede decirse también que sin
esas memorias parcialmente heredadas la historización del presente no sería
La historicidad equivale a la «condición de ser histórico» del hombre,
como traducción del término heideggeriano de Geschichsüichkeit. La histo­
ricidad es, pues, una dimensión constitutiva de lo humano pero es también
una asunción consciente de la temporalidad que hace al hombre adquirir
conciencia histórica, considerarse él mismo producto de la historia. Con ello,
toda la experiencia se relativiza, se hace singular, se destaca como propia, sin
dejar de integrarse en una historia más general. La historicidad del hombre
y, en lo que cabe, de las cosas, es la inmediata derivación de su temporalidad,
pero, «la historicidad añade una dimensión nueva — original, cooriginaria—
a la temporalidad»®^.
Lo propio de la temporalidad del hombre es ser precisa y específicamen­
te histórica, peculiar y exclusiva de él, de tal forma que esa temporalidad
humana se diferencia por ello de la que no lo es. La historicidad moldea el
contenido de un tiempo irreversible, discontinuo, pero recuperable como
vivencia y capaz, desde luego, de producir una conciencia. Así, de la misma
manera que el hombre siente «el paso del tiempo», es capaz de discernir las
distintas modulaciones y ritmos que en él se encierran, su distinto valor y su
significado. En consecuencia, el hombre vive distintas categorías sociales y
«anónimas» del tiempo, tales como la instantaneidad, la sucesión, la dura­
ción, la previsión y, también, la coetaneidad, otro concepto complejo, del que
ya hemos tratado, y que nos importa aquí. «La historicidad es un dato radical
de la vida social»®^.
Sin embargo, al tratar de la historicidad nos encontramos, una vez más,
ante un concepto que recoge una realidad de extrema importancia, pero
que es difícil de perfilar. La idea de historicidad se presta a equívocos e
imprecisiones, primero, por su cercanía y su parcial solapamiento con otras
determinaciones de lo histórico, como las de conciencia y sentido históricos,
contingencia, singularidad, temporalidad, etc.; y, después, por comparación
entre las disquisiciones filosóficas y el uso diferenciado y mucho más simple,
homogéneo y pragmático, que de ese término se hace en el lenguaje de la
ciencia y del análisis social, un campo donde designa llanamente la cualidad
que presentan ciertos procesos de tener de presentarse en un tiempo discon­
tinuo, cualitativo y acumulativo — la historicidad de la naturaleza, o de la
sociedad, la reflexividad de lo social— . Como vemos, desde el punto de vista
de una teoría de lo histórico, la historicidad aparece tanto como una cualidad
inseparable de toda realidad social cuanto como una conciencia adquirida
por los sujetos. Cuando se la enfoca desde la práctica historiográfica, en fin, la
historicidad nos aparece como una determinación subjetiva pero bien delimi­
table por inferencia, mediante sus síntomas y huellas, y con una connotación
particularmente acusada en la historia social y cultural.
Las decisiones de los hombres y los resultados de sus acciones plasmadas
en la historia real, empírica, están sujetos a esa historicidad, pero es muy
oportuna la pregunta que hace Paul Ricoeur acerca de «si es a la ciencia his­
toriográfica a la que debemos el hecho de pensar históricamente o más bien
si la investigación histórica adquiere sentido porque el ser-ahí se historiciza» o,
formulada por el mismo pensador en otras palabras, la de «en qué sentido la
historicidad es el fundamento ontològico de la historia y, recíprocamente, la epis­
temología de la historiografía una disciplina fundada sobre la ontología de la
historicidad» La relación entre historicidad e historia se presenta, según se
ve, indudable pero problemática. La historicidad y la tarea de la historiogra­
fía están íntimamente unidas, pero la precedencia de la una sobre la otra es
difícil de establecer. Y ello es un fundamento más para afirmar que el proceso
de historización de la experiencia es doble: subjetivo pero también construido
historiográficamente.
Lo cierto es que la historiografía y otros tipos de análisis sociales de nues­
tro tiempo predican casi unánimemente que en la contemporaneidad tardía
puede hablarse de una cultura de las sociedades desarrolladas en la que se han
introducido nuevas formas de percibir la historicidad. Podría sostenerse, en
principio, que el hombre de nuestro tiempo es más consciente que en nin­
guna época anterior de que realmente hace la historia, hace su historia. Fue
la cultura de la Ilustración — aunque desde el nacimiento de los Tiempos
Modernos es perceptible el rastro de ello— la que introdujo un nuevo tipo de
conciencia histórica, la que descubrió una nueva forma de historicidad que se
plasmaría definitivamente en lo que ha venido en llamarse la contemporanei­
dad®^. Ella ha fundado y alimentado el sentido que se ha dado a la Historia
en el curso de la contemporaneidad, desde que la Revolución Francesa asentó
la certidumbre de estar abriendo una historia diferente.
Una historia como la del siglo xx, en la que han convergido la carga de
las tragedias sociales y morales con el despegue de un progreso tecnológico y
material acelerados y sin precedentes, parece haber suministrado las condi­
ciones para que la percepción de la historicidad o, lo que es lo mismo, la de
la contingencia de las acciones humanas y de sus resultados, no haya hecho
sino profundizarse. La aceleración del cambio histórico ha modificado igual­
mente esa percepción de historicidad con muchas manifestaciones inéditas y
diversas. La sensibilidad por lo histórico, la forma nueva e intensa de elaborar
y conservar la memoria colectiva, el concepto mismo de duración o, por
el contrario, la sensación de fugacidad, vienen acompañados de otra serie
de fenómenos contemporáneos, o propios del hombre actual, entre los que
destaca visiblemente la lucha por la identidad y el reconocimiento personales,
el particularismo, en medio de tendencias de fondo que son propiamente
universalistas, con el resultado paradójico, y dialéctico, de la pugna entre una
y otra de tales tendencias. Justamente, la variación de este sentido de la histo­
ricidad, o el fin de la historicidad nacida con la Ilustración, es lo que adelantó
en su momento el posmodernismo. El fin de la modernidad equivaldría al fin
mismo del sentido de la historicidad creado por la racionalidad ilustrada®®.
La reflexión que los sujetos y las sociedades efectúan sobre sí mismos,
la acumulación y hasta la «desmesura» de las experiencias®^, el autoconoci-
miento de donde parte el sentido histórico, no sólo dan un nuevo sentido al
pasado, sino que modifican los comportamientos sociales y, de esta forma,
están íntimamente relacionados con la reflexividad de lo social. Historicidad
es también una conciencia de libertad de opción, de apertura, subjetiva y
objetiva, a infinitas posibilidades o, en términos de R. Koselleck, de «posibi­
lidad de historias». La historicidad contiene en sí muchas cosas más, entre las
que destacan esa circularidad de la interacción entre decisiones del sujeto y
presencia de las estructuras objetivas de las que derivan rutinas y habitus y la
percepción clara de la diferencia entre lo efímero y lo durable.
La constatación de que la específica temporalidad humana no es en modo
alguno lineal, lo que es también una de las claves de la historicidad, posee otra
raíz en el tiempo vivido al ser éste acumulación de experiencias y recomposición
continua de ellas, que reciben una nueva interpretación global después de cada
episodio; en cada nuevo caso esas experiencias se reordenan, lo que es algo dis­
tinto de la sucesión invariante o de la superposición de simples ciclos. En este
sentido, la narración, como configuradora, o refiguradora, del tiempo, acertaría
a definir lo histórico, aunque, a nuestro modo de ver, no lo explique^“.
En las sociedades avanzadas, la historicidad se manifiesta expresamente
en forma de impulsos a ser «dueñas» de la propia historia. La historicidad
radical, según la define Giddens, va asociada a la modernidad, lo que per­
mite modos de inserción dentro del tiempo y el espacio que no los había en
sociedades premodernas. Y así estamos ante la «historia como apropiación
sistemática del pasado que ayuda a configurar el futuro»^'. El tiempo que no
desaparece es el que se reconfigura como historia y se integra en la tradición
del grupo. Lo inédito de la modernidad tardía estriba en que junto a la sensa­
ción de «desmesura de las experiencias» a la que hemos aludido se vive la de la
aceleración profunda de los acontecimientos, lo que produce una concepción
de lo histórico mucho más ligada a la experiencia del presente.
Se ha destacado también «el privilegio del hombre moderno de tener
plenamente conciencia de la historicidad de todo presente y la relatividad
de todas las opiniones» lo que, indudablemente, es una proposición que
refleja estas condiciones del hombre de hoy. De ahí que el sentido histórico
haya podido ser definido como
la disponibilidad y el talento del historiador para comprender el pasado, quizás
incluso exótico, a partir del contexto propio donde él se encuentra. Tener un
sentido histórico es vencer de manera consecuente esta ingenuidad natural que
nos haría juzgar el pasado según los parámetros considerados evidentes en nuestra
vida cotidiana, en la perspectiva de nuestras instituciones, de nuestros valores y de
nuestras verdades adquiridas

Cosa que no refleja menos aquellas mismas condiciones con las que se mira
la relatividad de lo histórico, a que hemos aludido antes.
Una percepción nueva de la historicidad como la que vive nuestro tiem­
po, al menos en las pautas del desenvolvimiento cultural de las sociedades
desarrolladas de hoy, las de la comunicación de masas, tiene algunas formas
de incidencia particular sobre las concepciones mismas de la cultura. Son
evidentes las tendencias a la homogeneización cultural, a encuadrar la vida
cotidiana según pautas uniformistas, pero no lo son menos las tensiones y las
resistencias que, como contraste, originan el afán de los individuos y grupos
por la diferenciación, por la construcción de identidades particulares, de defi­
niciones individualizadoras, de referentes específicos para el yo y el nosotros.
Esa variación cualitativa que se ha producido en la percepción de su histori­
cidad por los sujetos y, en consecuencia, los fenómenos particulares que nos
señalan tal cambio, tienen una vertiente especialmente llamativa relacionada
con la forma en que los hombres de hoy se sienten sujetos y agentes de una
historia también propia.
La búsqueda de la diferencia y la distinción, de la salida del anonimato, la
construcción y preservación de tradiciones e identidades, el afán de protago­
nismo, y toda otra serie de mecanismos de singularización en el mundo de
hoy, son elementos culturales de destacada importancia. Pero, al mismo tiem­
po, se patentizan las reacciones personalizadas frente a fuerzas sociales y cul­
turales que, haciendo tangible el fenómeno del «desenclave» en una socie­
dad marcada por el globalismo, tienden, en realidad, a desarraigar las culturas
particulares de su tiempo y su espacio propios, a crear unas relaciones mucho
más anónimas, mucho más impersonales y pretendidamente homogeneiza-
doras entre los individuos.
Esta contradicción fiindamental tiene su mejor expresión en el desarrollo
de una universal reclamación de biografía. El individuo y los grupos constitui­
dos pugnan por mantener su propia biografía, su singularidad. Las resisten­
cias a la homogeneización surgen en un mundo en el que la comunicación
es el esencial vehículo de la indiferenciación. La contradicción cultural es
patente: la progresiva transformación de los sujetos en espectadores, imita­
dores, receptores y «consumidores», en un mundo de poderes homogeneiza-
dores, tiene su reverso en una especie de «rebelión» en forma de relativismo
individualista^^ de la vuelta de los sujetos como átomos del devenir social.
Existe como una historicidad escindida entre los polos de la uniformidad o
la identificación. La reclamación de biografía se encuentra en el origen, sin
duda, del proceso de historización de la experiencia propia.
Por supuesto, se habla aquí de la entidad de la biografía en un sentido
genérico, de componente de los rasgos culturales de hoy, categorial en cierto
modo. No nos referimos simplemente al género de escritura-relato en el que
se materializa una vicisitud particular o p e r s o n a l S e habla de la tendencia
social a personalizar trayectorias de vida, a la reafirmación pública de la dife­
rencia, lo que constituye en principio una «historia de vida» particularizada,
que pretende hacerse notar ante los interlocutores sociales, los espectadores,
utilizando cualquier medio. Por construcción o reclamación de biografía en­
tendemos el afán redoblado de resaltar la propia individualidad en el seno de
una sociedad de masas. Así, en algún sentido, puede hablarse de una nueva
«rebelión de las masas» para retomar, aunque sobre supuestos distintos, el
viejo tópico que Ortega y Gasset trajo a colación en los años veinte del pasa­
do siglo un fenómeno sobre el que volveremos en la segunda parte de este
libro.
El sujeto de nuestro tiempo «vive una biografía», una experiencia que es
precisamente la que construye la historia. Ya en los años sesenta del siglo xx,
el sociólogo Ch. Wright Mills, en La imaginación sociológica, describió per­
fectamente ese fenómeno, que tiene justamente su arranque en aquella época
de crisis de los valores de la modernidad:

En nuestro tiem po — escribía M ills— hem os llegado a saber que tod o individuo
vive, de una generación a la otra, en una sociedad, que vive una biografía, y que
la vive dentro de una sucesión histórica. Por el hecho de vivir contribuye, aun­
que sea en pequeñísima medida, a dar forma a esa sociedad y al curso de su historia^®.

Mills afirmaba que tal «imaginación» era precisamente la que permitía captar
«la historia y la biografía», además de la relación entre ambas en la sociedad
Para el autor, todos los grandes teóricos sociales no habían hecho sino reco­
nocer que esa captación de la historia y la biografía eran la tarea y la promesa
de la sociología.
Parece posible, pues, enlazar la dimensión de la historización con esta
tendencia descrita orientada a la búsqueda de una auto-biografía que se cons­
truya y se viva antes de ser escrita o sin necesidad de serlo, que acuse «senti­
do histórico» y que se presente con la pretensión de convertirse en historia
registrada, aunque no se consume enteramente en ella. Porque, de alguna
manera, la historización es la búsqueda de la singularización que pretende
dejar poso y memoria, cosa siempre presente en el comportamiento humano
pero más acusada ahora. Historización es una huida, un repudio de la historia
anónima, de la «historia sin historia» y de la «historia sin sujeto», lo que en la
historiografía de nuestro tiempo se ha materializado igualmente en la elabo­
ración de una historia «de la vida cotidiana» o una historia «desde abajo». Se
trata del desvelamiento público de vidas anónimas en un mundo plagado de
historias anónimas.
A veces, en efecto, la historiografía ha pretendido construir esa versión
categorizada de historia-biografía, de historia diferenciadora en la que la
trayectoria vital de los sujetos se ha mostrado con eficacia historizadora en
razón de que las vidas privadas son llevadas a su transcripción pública. La
microhistoria mostró ya esta predilección por mostrar universos personales,
por transformar en arquetipos las experiencias singulares. La biografía no
sería ya la enfática singularización del gran personaje, sino la individuación
del personaje común. Pierre Bourdieu habló por su parte de la «ilusión bio­
gráfica» a propósito de las historias de vida, y dijo algo de gran importancia:
«hablar de historia de vida es presuponer al menos, lo que no es poco, que
la vida es una historia y que una vida es inseparablemente el conjunto de los
acontecimientos de una existencia individual concebida como una historia y
el relato de esa historia»
Giddens ha identificado la biografía con el «sostenimiento de una crónica
del yo», lo que equivale a decir de la «identidad del yo». La «crónica» del yo
puede no ser sino un estadio que no trasciende el relato testimonial, la auto­
biografía en el sentido más estricto, y tiene la forma única de relato secuen-
cial. A veces, la escritura de un diario o una autobiografía se ha recomendado,
incluso, como terapia. La historia de vida equivale a una crónica sostenida, lo
que está aún lejos de ser una verdadera historia. Es cierto, en efecto, que esta
biografía reflejo de la existencia social «común» no es una historia y que puede
no pasar de ser una story, es decir, el relato de una vida sin problematización
y sin preguntas. Está bien establecido que nuestro tiempo tiende justamente
a confiindir la historia y el relato. No obstante, esto no es ajeno, en nuestra
opinión, al nuevo sentido de la historicidad que apoya sus percepciones, so­
bre todo, en la experiencia común vivida y no en la heredada y confiere una
especial significación al valor y la eficacia de la biografía'“'.
Por tanto, cabría entender esa crónica del yo como preparación, como
intuición primera de una historia de vida subjetivamente entendida como la
condición primera para una más elaborada historización de la experiencia. Y es
que la historia de vida no es todavía una historia en cuanto que sólo es interna,
privada, secuencia de desenvolvimientos temporales, de acontecimientos, sin
más vínculos entre sí que su referencia a un «sujeto» singular. Para que haya
Historia tiene que existir con plena consciencia una relación con la tempora­
lidad que no equivale meramente a la ordenación cronológica de los aconte­
cimientos. De hecho, el propio Giddens señala que la autobiografía es una
«intervención correctora en el pasado y no una mera crónica...» Tiene que
existir una objetivación y una universalización de las vicisitudes personales y
conciencia de que más que un tiempo existen «tiempos», modulaciones dife­
rentes del tiempo. Así, identificar biografía y «relato de vida» es, cuando me­
nos, una simplificación.
Puede concluirse que, de la misma forma que no lo era la memoria,
tampoco la experiencia reflejada en un relato, en una story, es todavía en sí
misma una historia. El proceso de la identificación biográfica no constituye
por sí una historia, sino sólo un presupuesto para ello. Algún biógrafo ha
dicho explícitamente que «no escribimos historias sino vidas» La biografía
de los sujetos aspira a ser una historia cuando hay en ella alguna forma de
«planificación», contiene, en mucha mayor medida que el mero relato, una
proyección de futuro y ese ajuste de cuentas con el pasado que ya hemos su­
gerido. Por ello, las biografías más perfiladas quieren parecerse a una historia
construida, o se pretende construirlas como historia, dotarlas de significado
paradigmático. Y esto por la razón primera de que la Historia es algo más que
la reunión de las biografías, como es más que la preservación de las memorias.
Es cierto también que la biografía representa, según hemos dicho, una de la
pruebas, aunque no la única, de la «vuelta del sujeto» a los análisis sociales.
Una vuelta que, en forma alguna, debe verse sin más como la orientación
fundamental del análisis social e histórico en nuestro tiempo, sino que más
bien es la consecuencia de la percepción prevaleciente de los sujetos como
realizadores de estructuras, de la presencia de una potente «tendencia a la
individuación» Así, el síntoma de una nueva historicidad se acusa también
en esa vuelta a la biografía como género historizador.

La historización de la experiencia

Los individuos, y cabe decir que también los grupos humanos identificados,
atraviesan una trayectoria vital y social cuyo «registro» queda depositado o,
mejor, activado, como experiencia. La trayectoria temporal es rememorada y
reactualizada por la memoria, de modo que la experiencia es un bagaje siem­
pre presente a través del recuerdo y de la reordenación de las vivencias. La ex­
periencia construye ella misma el tiempo del hombre y lo ordena del pasado al
futuro con la condición de que tal reordenación sólo puede hacerse desde un
momento temporal que será siempre el presente. El curso personal de cada
individuo es una vicisitud necesariamente compartida con los demás, de
forma que si la experiencia es, naturalmente, un curso temporal es también
una interacción social. El «cruce» de la temporalidad y la interacción social
es lo que se manifiesta precisamente en la coetaneidad. La plasmación efecti­
va, materializada, de las trayectorias vitales se refleja en la hio-grafia, registra­
da o no pero irrepetible e irreversible, pautada por los acontecimientos,
ajustada al tiempo biológico y al social. Esta múltiple condición de la vida del
hombre constituye radicalmente su historicidad. Cuando la historicidad, un
elemento de la reflexividad social, se «revela», por decirlo así, al hombre,
cuando pasa a ser un contenido claro de conciencia, cuando, además, «sale de
sí misma», estamos ante el fenómeno personal y colectivo de la historización
de la experiencia, cosa de la que nos ocuparemos ahora para concluir este es­
tudio introductorio a la historia del presente.
Una vez más, estaría indicado también avanzar en las argumentaciones
reparando primero en los términos lingüísticos con los que operamos. ¿Por
qué el neologismo historizari', pues si bien el significado de ese verbo nuevo
parece inteligible en su acepción general de «convertir en historia», es patente
que léxica y fonéticamente no se caracteriza por su gran eufonía ni el lenguaje
ordinario hace uso común de él. En consecuencia, no son impertinentes aquí
unas muy breves consideraciones sobre su semántica. Si en español el verbo
historizar es un neologismo que el diccionario no contempla aún, su uso está
admitido en italiano {storicizzare, storicizzazione) y es utilizado en el lenguaje
especializado en inglés {historicization), francés {historisation) y alemán {His-
torisierun^. Se trata de una forma verbal que parece, en principio, desprovista
de ambigüedad: valorar o considerar algo como proceso histórico, llegar a
ser histórico, incluir como historia algo que constitutivamente no cae bajo
el campo semántico estricto de esa denominación: así, aparecen procesos de
historización de la ciencia, de la cultura, del universo o, en nuestro caso, de la
experiencia. Ninguno de esos vocablos, sin embargo, puede ser intercambia­
do con historiar, palabra cuyo sentido es bien diferente y que en modo alguno
recoge lo que se quiere expresar mediante la primera.
En efecto, mientras la acción de historiar habla de «componer, contar o
escribir una historia» o «exponer las vicisitudes por las que ha pasado una per­
sona o cosa» con historizar hablamos no ya de relatar la historia que existe,
sino de conocer «bajo la categoría de Historia» algo que es una realidad, his­
tórica en sí como todas las humanas, la experiencia, pero no formalizada en
ese sentido. Historiar es el resultado de un oficio que manipula una materia;
historizar es una operación mental y una elaboración conceptual que, me­
diante la correspondiente técnica, también, produce una realidad simbólica
y discursiva nueva. Este orden de cuestiones nos parece que justifica, y liace
inevitable, la introducción de un neologismo, de un verbo incoativo que in­
dica el comienzo de una acción nueva.
Hay, pues, una «experiencia de la Historia», pero recíprocamente toda
Historia (historiografía) tiene como objeto la experiencia. Ahora bien, cuan­
do ese objeto lo constituye la experiencia vivida, estamos ante una historia
distinta. El fenómeno que, según lo argumentado hasta ahora, es inherente
a toda experiencia humana pero que no tiene las mismas manifestaciones ni
intensidad en todas las épocas, consistente en que el hombre y la sociedad
cosifican, y codifican, valoran y organizan la interpretación de sus propias
experiencias vitales pretendiendo dotarlas de la permanencia y la coherencia
que le prestaría su carácter de historia vivida, es lo que estamos llamando
historización de la experiencia. Ello es, en nuestra opinión, el presupuesto de
partida de toda posibilidad de considerar históricamente el presente, cual­
quier presente y, por tanto, de hacer de la historia del presente una empresa
intelectual bien definida.
No se trata sólo de que la historia nazca de las experiencias, sino de que los
sujetos «lleguen a saber» que la experiencia se constituye con un significado
nuevo de historia al tiempo que se va consumando, y no bajo la forma sólo de
historia-pasado. O, lo que es lo mismo, que existe la posibilidad subjetiva y
objetiva de construir una historia relativa al presente mismo. La historización
de la experiencia es el fenómeno que resume en sí de forma privilegiada la
historicidad del hombre y es el resultado conjunto de los procesos particula­
res que hemos descrito antes. Por tanto, la historización concede significados
nuevos a la experiencia, en el sentido fenomenològico, y como producto
cultural puede orientar la acción. La historización es la revelación de la histo­
ricidad en forma de historia positiva y es la forma en que la biografía se hace
pública y creadora de relaciones sociales.
Decíamos también que la historización de la experiencia debe ser enten­
dida desde dos enfoques distintos y complementarios. El primero de ellos,
el subjetivo, lo hemos descrito como un proceso que tiene como manifes­
tación la percepción de la experiencia propia como devenir histórico, más
o menos consciente y formalizada, como una reflexión de la que deriva una
actitud social y cultural fundada en los contenidos de conciencia, pero que
los trasciende. Como dijera Gadamer, ese proceso indica la existencia de
una «sobreexcitación de la conciencia histórica» en nuestro tiempo. O, según
lo han expresado autores como Pierre Nora, E. J. Hobsbawm o E Jameson,
en términos más historiográficos, indicaría que el presente histórico y, por
tanto, el presente en relación con la historia convencional, ha adquirido
una nueva dimensión y perspectiva: la asunción en él del pasado, la inte­
gración permanente del pasado en la consideración que las gentes hacen
del mundo.
El segundo, es decir, el objetivo, nos coloca ante la construcción con­
creta de un discurso historiográfico específico, de una escriturd^^^, de forma
que quien escribe tal historia refleja en ella su propia experiencia, pero que,
en cuanto operación propia de una «ciencia», debe desbordar aquélla para
alcanzar el nivel de las experiencias anónimas, del análisis objetivo, que lle­
ve el proceso hasta el nivel de un conocimiento sistematizado. Por tanto, la
historización de la experiencia es una operación también lingüística, textual.
El análisis histórico se orienta por el, y se dirige al, fondo común de las expe­
riencias compartidas por los sujetos sociales vivos, se convierte en una especie
de biografía colectiva.
Ahora bien, dicho esto, es preciso referirse a algunas cuestiones básicas
incardinadas en la naturaleza más primaria de ese doble proceso y, en especial,
la de ese fenómeno interno o subjetivo por el que los individuos, los agentes
sociales, reelaboran sus experiencias de vida como historia. ¿Qué quiere decir
exactamente que los contenidos de la experiencia son percibidos como histo­
ria? ¿En qué forma confluyen ahí experiencia, memoria, lenguaje, historicidad
y biografía? iQómo se produce esa reconstrucción, digamos, de los contenidos
de experiencia? ¿Dónde tiene su origen? ¿Qué resultados produce? ¿Cómo se
percibe socialmente?
Son, sin duda, muchas preguntas y ninguna de ellas ociosa. Sobre todas se
ha sugerido ya algo en los largos párrafos precedentes, pero aun así permane­
ce en pie la dilucidación más acabada de la forma en que esas experiencias se
traban y entrelazan en los comportamientos sociales. Hacer del presente his­
toria, configurar la propia experiencia como una historia, e intentar escribirla,
es una tendencia social que ha existido siempre, como hemos dicho, que es
connatural al hombre y es, también, una forma más de reproducción social,
un fenómeno de estructura. De ello se derivan percepciones y producciones
culturales que tienen su transcripción en las ciencias sociales y en la historio­
grafía en especial.
Destaquemos ya una cautela previa que es preciso adoptar a la hora de
responder a las preguntas formuladas antes y en relación con el doble con­
tenido de la historización de la experiencia. La historización como tal no es
una «acción», sino más bien una de las formas de «elaboración reflexiva de
las experiencias», individuales y colectivas, a través de mediaciones de la re­
presentación o mediación simbólica*“^. Está relacionada, por supuesto, con
la acción pero en cuanto significado que se integra en esa acción. La histo-
rización pertenece al mundo de los significados reflexivos y como tal forma
parte de «los significados subjetivos de la acción», que, según Max Weber,
constituían el objeto de conocimiento propio de la sociología y de la historia.
La historización de la experiencia es, en sí mismo, pues, un objeto historia-
ble. Las acciones del hombre pueden estar conscientemente mediadas por el
significado histórico que aquél atribuye a sus acciones. El conjunto de esos
significados pertenece al ámbito de la cultura.
La historización de la experiencia, como fenómeno subjetivo, es, por su­
puesto, un resultado que no implica la plena posesión por los individuos de la
conciencia de estar pretendiéndolo. Se puede generar una conciencia histórica
en relación con la propia experiencia sin la conciencia de estar haciéndolo. La
historización no es un acto social e intelectual necesariamente programado,
no es una opción deliberativa ni tiene que ser verbaiizada de forma explícita,
tiene más bien la forma de una imposición, de algo devenido. Es en sí un re­
sultado emergente, un efecto de situaciones históricas globales y particulares,
aunque sus síntomas y manifestaciones en lo individual y lo social pueden ser
percibidos externamente. Si bien para ejemplificar esto es difícil el recurso a
las conciencias individuales una a una, la conciencia colectiva puede ser cons­
tatada externamente a través de indicadores muy diversos.
Es cierto que toda experiencia tematiza históricamente sus contenidos,
como ha señalado Koselleck, lo que quiere decir que, en algún momento, la ex­
periencia se construye explícitamente como Historia. La función de historiar es
la de objetivar experiencias y «las historias surgen en primer lugar de las propias
experiencias de los participantes». «Toda historia trata, directa o indirectamen­
te, de experiencias propias o de otros» Las experiencias engendran historias y
podría pensarse, en un enfoque como ése, que toda experiencia es en sí misma
una historia y que, en consecuencia, resulta perfectamente ocioso hablar de
historización alguna. Sin embargo, a nuestro modo de ver, la consideración
de que la experiencia propia sería ya en sí misma una historia no es suficiente
para explicar que se constituya como una historia vivida. O, tampoco, que la
experiencia genere automáticamente una consciencia de la historicidad y se vea
a sí misma como historia. Por esto es precisa la tematización. Es justamente ésta
la que hace de la experiencia una historia y no de una manera inconsciente ni
automática, porque, precisamente, «toda experiencia contiene in nuce su propia
historia»; es decir, la contiene, pues, en germen o embrión. La singularidad de
las experiencias, la imposibilidad de repetirlas como tales, es lo que, según el
propio Koselleck, da lugar al nacimiento de la historiografía.
Nada puede ejemplificar realmente estas proposiciones mejor que la con­
versión de su presente por los sujetos en un tema de historia. Una tal temati­
zación llevaría a fundamentar una historia, ciertamente, y hasta a historiarla,
pero sólo puede ser historiado realmente lo que antes se ha presentado como
algo más que la simple story, el relato de vida, es decir, algo con mayor gra­
do de trascendencia. Al hablar de historizar la experiencia no nos referimos,
pues, a una transferencia simple de los significantes de un registro a otro de
la historicidad, sino a la posibilidad y necesidad misma de que la experiencia
se estructure primero como «historia personal» y se objetive luego externa y
conscientemente para inscribirse en una «historia universal». Es cierto, por
el contrario, que pueden existir experiencias no historizadas, no objetivadas,
que no harán parte de una historia aunque puedan hacerla de un relato o
una historia de vida, al tiempo que es posible también, como han señalado a
su modo Koselleck o Ricoeur, que la historiografía potencie la objetivación
misma de la experiencia, que sea la historiografía la que dé su relieve a la
historicidad. Aun así, las experiencias sin elaborar que son transferidas a las
narraciones como mero registro de memoria no pueden ser entendidas por sí
mismas como el producto de una historización'“^.
También es cierto que la «verdad propia de la historia», según Gadamer,
se potencia con esas historizaciones. «Nuestra tradición histórica, si bien es
convertida en todas sus formas en objeto de investigación, habla también de
lleno de su propia verdad. Ella no es sólo verdad o falsedad en el sentido en
que decide la crítica histórica; ella proporciona siempre verdad, una verdad
en la que hay que lograr participar»"“. La tradición histórica tiene su «pro­
pia verdad», pues. Pero, por ese camino, la hermenéutica no acaba de poder
explicar cumplidamente la contingencia, al tiempo que las determinaciones
sociales, a que obedecen todas las acciones históricas. Esa verdad propia, al
contrario de lo que dice Gadamer, no puede ser desligada de la crítica histó­
rica, ni tiene existencia ajena a ésta. La historización parece representar esa
forma de participación de cada sujeto particular en algo que, en último extre­
mo, está, dice Gadamer, más allá, o deja algún resquicio fuera, de la propia
investigación histórica. Esa participación en una verdad que está fiiera de la
investigación de la ciencia no puede hacerse sino como un contenido de ex­
periencia. Y todos los contenidos de experiencia son investigables.
Pero es cierto, no obstante, que si son los propios actores los que deben
transferir sus experiencias a una cierta forma de historia, la posibilidad y,
más aún, la efectiva realización de esa operación, no es evidente en todos
sus extremos. Toda historia es el resultado de la experiencia humana pero la
experiencia primaria en sí misma no se da como Historia. La experiencia no
es ya Historia. Sólo lo es cuando es, en efecto, tematizada como tal, cuando
se consuma el proceso de su historización. La historización es primariamente
un conjunto de representaciones, pero su manifestación como práctica es
siempre aleatoria, sustancialmente histórica. La historia del presente es la que
tematiza nuestra propia experiencia como Historia. La representación se ex­
plícita como «tendencia», la práctica aboca a la reclamación de biografía.
Por Otra parte, existe un tipo de experiencia individual, se ha dicho, que
permanece intransferida e intransferible. La «experiencia de la vida» no sería
objetivamente historizable. En ese sentido de «experiencia de la vida», en
cuanto recolecta de sentimientos y convencimientos personales, no es tam­
poco parte de cultura, mientras que todo lo historizable es cultura’". Pero
la empresa misma de la historia de «la vida cotidiana» parece dar un mentís
claro a estas suposiciones. La «experiencia de la vida» no es irreductiblemente
un mundo interior, sino que forma parte de la realidad social. Por ello, lejos
de coincidir en que existe una experiencia necesariamente no historizable,
creemos, justamente, que la historización de la experiencia es la transforma­
ción de ésta en cultura y es un aspecto más de la construcción social de la
realidad cotidiana.
De otra parte, todo este proceso tiene como fundamento imprescindible,
sin duda, una particular historización de la memoria. La memoria no es la
historia, hemos dicho, pero de la misma manera que la memoria es un «pre­
supuesto» de la historia, recíprocamente la historia dota de sentido y referen­
cia a la memoria, la contextualiza y la rectifica si es preciso, la coloca dentro
de un orden de realidades y de conocimientos que trascienden al individuo. La
historización de la memoria tiene mucho que ver con el proceso que se ha
descrito de la memoria como hábito frente a la memoria-recuerdo. Sólo pue­
de construirse una historia sobre la memoria que no se limita a los recuerdos,
sino que es una búsqueda, una ordenación y un presupuesto de la acción”^.
Por ello, la historización, a través de la memoria, «integra» al individuo
particular en la experiencia social, colectiva, de la historia, en la experiencia
anónima, en palabras de Ricoeur. El hombre entiende entonces, y reinterpre-
ta, su experiencia vital en un contexto más amplio, en el espacio y el tiempo,
el único que tiene inteligibilidad universal.
Pero hay aún una dimensión más por cuanto la historización, la trans­
cripción de la experiencia como historia, debe interpretarse como algo bien
distinto de un anclaje inmovilizador en el tiempo, aun cuando la lectura de
la experiencia como historia pudiera interpretarse como una forma de per­
petuar un cierto presente. La persistencia del cambio acelerado, el continuo
flujo de la información y del conocimiento, la presencia del conflicto y la
crisis como formas permanentes de desenvolvimiento, la percepción nueva
de la temporalidad, hablan en contra de esa inmovilización. El presente es
esencialmente dinámico y la experiencia historizada, precisamente, integra en
él al pasado impidiendo su «fosilización».
Lo nuevo en nuestro mundo es que esta expansión de la experiencia ligada
a la percepción particular de un presente continuo es un dato determinante de
nuestros convencimientos actuales. Y conviene insistir en esto porque, muchas
veces, se confunde la remisión de algo a «lo histórico» como su relegación a un
pasado perfecto o, lo que es lo mismo, intocable. Historizar la experiencia es
objetivar la memoria, pero en modo alguno petrificarla. La historización de
la experiencia es, en última instancia, la manifestación de una dialéctica entre la
ampliación de las experiencias individuales y los constreñimientos de la vida
colectiva o, dicho de otra manera, de la tendencia a la individualización frente
a la indiferenciación en la globalidad. Las experiencias privadas tienen una
precisa extroversión hacia las manifestaciones públicas, intersubjetivas.
Junto a la historización de la experiencia-memoria, hemos de llamar tam­
bién la atención acerca de lo que en este proceso representa el lenguaje. El
lenguaje de la historización es específico en el contexto de la revelación de las
experiencias. La cultura está cargada de referencias históricas, de simbolismos
sobre el tiempo vivido. Una prueba más de la historización es la carga sobre el
lenguaje de las referencias históricas, la tensión también, muchas veces, entre
lo recordado y la Historia como discurso. En términos precisos, el proceso
de la historización es consustancial con toda idea de historia del presente
expresada en un discurso formalizado. La historia del presente se vuelca sobre
el contenido de la memoria coetánea. Y el fenómeno no es indiferente para la
propia historiografía surgida de ahí. La historización no sólo registra el pre­
sente, sino que revive y reubica el pasado. Con historización de la experiencia
estamos aludiendo también, en consecuencia, al nacimiento de un objeto
histórico nuevo, de un modelo historiográfico distinto cuyas influencias cul­
turales habrán de hacerse notar.
La historización de la experiencia, pues, en el doble sentido que aquí
le adjudicamos, es, definitivamente, una designación no ambigua para un
desarrollo cultural en el que convergen la elaboración de las vivencias como
contenido simbólico y la transformación en una creación objetiva de ese mis­
mo contenido a través de un discurso historiográfico. Como proceso socio-
cultural, independiente de su conversión en historia escrita, la historización
de la experiencia da a los sujetos una dimensión diferenciadora, aunque se
trate históricamente de algo común, y añade un contenido nuevo a la cultura.
Como producto explícito de la cultura es, de otra parte, una construcción
cognoscitiva, de lenguaje, una forma de investigación que nos permite un
análisis de la realidad presente en cuanto historia, que nos conduce a enri­
quecer nuestro autoconocimiento a través de una operación objetiva o de
objetivación. El historiador tiene un papel propio en este segundo proceso, el
de convertir experiencias vividas en historia; está pronto a «tratarlas como un
objeto de historia completo, a “historizarlas”»"^.
La historización de la experiencia puede verse también, en un enfoque
subjetivo pero que no es ambiguo, como la adquisición contemporánea de
la conciencia de ser no sólo herederos de toda historia, sino actores de ella.
Los individuos se han adjudicado el papel consciente de sujetos activos en la
reestructuración continua de su mundo, cada vez más libres frente al pasado
Y más proyectados al porvenir, y que, como hemos dicho ya también, sub-
sumen el pasado en el presente. Este hecho parece reflejar la demanda de las
gentes de «ser ellas mismas historia», lo que equivale a creerse con derecho a
estar incluidas en el discurso de la celebridad, pasar a la memoria de las gene­
raciones venideras y permanecer en ella. Lo fundamental, por añadidura, es la
llegada de un mundo en el que la «comunicación de masas» se ha convertido
en el vehículo estructural que posibilita la expansión de ese proceso.
Y no debemos limitarnos aquí únicamente a los individuos sino que esta
descripción debe extenderse a la percepción colectiva en la que se reflejan
grupos, instituciones y «masas». La conciencia que se tiene hoy de una Histo­
ria que es producción continua de acontecimientos, que son conocidos,
además, en tiempo real por prácticamente todo el orbe, dota de un contenido
nuevo la experiencia histórica, como experiencia singular y presente. La salida
del anonimato social al que las experiencias individuales tienden es ella mis­
ma una manifestación de temporalidad, un incremento de la percepción de
ella. La historización opera una intermediación entre el tiempo privado y el
público. Y tiene que constituirse como escritura, sea cual sea su carácter y
el soporte que la materialice.
La historización de la experiencia es, en principio, un proceso subjetivo,
pero para que sea propiamente historia tiene que pasar a ese plano de las «re­
laciones anónimas», que es lo que representa la objetivación. La experiencia
historizada tiene que ser pública y, como tal, adquirir un sitio en el mundo
social cotidiano o mundo común. El único camino para que esto sea posible
es el de la intermediación que procura la interacción social y las simbologías.
Estamos ante una historia que tiene cada vez el carácter de vivida justamen­
te por su universalidad. Porque todos los contenidos de experiencia que
determinan los comportamientos humanos no se hacen operativos sino en
la interacción. El individuo no construye su experiencia sino actuando, no
pensando ni sintiendo, porque no es concebible la experiencia aislada, sino
la que se configura a través de interacciones mediatas o inmediatas. Sólo hay
experiencia acabada como resultado de la acción social, que da lugar a la apa­
rición de conciencias colectivas, sean éstas de pertenencia o de separación, de
clase, etnia, género o generación. Frente a ello, una experiencia individual es
siempre sólo una realidad virtual.
Síntomas e indicadores de la historización

Ahora bien, mantenemos todavía sin respuesta otra pregunta que debería
inquirir si esa historización es algo más que un conjunto de impresiones no
probadas o si se manifiesta realmente como fenómeno observable, empíri­
camente comprobable y contrastable, como basamento para afirmar que el
presente tiene específicamente una dimensión histórica sobre la que se apo­
yaría la posibilidad de su escritura, el segundo elemento que encierra en sí la
historización de la experiencia, ¿Cuáles son, pues, los síntomas, los indicado­
res en la vida social y cultural, que mostrarían la presencia de esa tendencia
social a que las experiencias individuales y colectivas sean percibidas como
historia fluyente? Existen algunas pistas propiamente históricas que permiten
adentrarnos en una posible respuesta.
Primero, se ha dicho, «en el curso de los tiempos modernos, la diferencia
entre experiencia y expectativa no ha dejado de crecer, o, más exactamente,
los tiempos modernos no pueden ser captados como tiempo nuevo sino des­
de el momento en que las expectativas de lo que ha de venir se encuentran
cada vez más alejadas de todas las experiencias vividas hasta entonces»"'^. Si
se acepta como comprobada esa proposición, plenamente aceptable, de ella se
deduciría que la modernidad tiene como base primera de su configuración
histórica particular la inmensa apertura de las expectativas, la presencia de un
fiituro cada vez menos condicionado por la experiencia anterior, y ello expli­
caría mejor, creemos, la persistente pulsión del hombre a esperar el futuro
desde una historización de la propia experiencia, desde su relativización. La
historización de la experiencia vivida ha devenido, sin duda, en una reorde­
nación de las expectativas de fiituro.
Existe, después, unanimidad acerca de la novedxid del mundo histórico
que ha alumbrado el siglo xx, cuyas consecuencias finales vivimos todavía
frente a un futuro incierto y problemático. El xx es visto como el siglo carga­
do de unos particulares rasgos generados en las grandes catástrofes de su pe­
riodo central y, junto a ello, como el tiempo también decisivo para el cambio
de los grandes paradigmas culturales y morales alumbrados por la moderni­
dad, Citemos, para ilustrar esto con mayor claridad, la ajustada síntesis de la
nueva percepción histórica que ha acertado a hacer Henri Rousso, En los úl­
timos decenios del siglo XX, dice, «las sociedades desarrolladas han conocido
un cambio profundo en sus modos de relación con el pasado,,.», lo que cons­
tituye, en efecto, podríamos añadir, un síntoma y un punto central de re­
flexión sobre el presente. Ese cambio se manifiesta en algunas evoluciones en
el medio plazo concernientes a
los usos del pasado; la preservación en todos los sentidos de las huellas del pasado;
el desarrollo a la escala internacional, nacional, regional y local de políticas de pa­
trimonio; la hegem onía de la mem oria entendida com o «valor» y opuesta a veces
a la historia; voluntad de actuar sobre el pasado, de repararlo, de volverlo a juzgar
com o ilustra bien toda la historia reciente de la m em oria de la Shoah; debates,
a veces m uy nebulosos, sobre el «fin de la historia» que son interesantes porque
muestran la «crisis del fiituro», el «desvanecimiento del porvenir»"^.

De ser esto así, ¿no representaría este cuadro ya un indicador inequívoco


de que estamos ante un proceso de historización nuevo, según las líneas que
hemos apuntado, y que se manifiesta de manera desconocida antes en una
visión nueva del valor y función del pasado? Ahora bien, ¿de qué pasado se
habla aquí? Por lo común, de un pasado que no se quiere dejar pasar..., de un
pasado sobre el que se vuelcan hoy las visiones encontradas, pero comple­
mentarias en último extremo, de las generaciones convivientes. Es decir, de
un pasado que, de alguna fiírma, sigue siendo vivido por las gentes de hoy. Lo
que viene a representar una exposición algo más circunstanciada pero com­
plementaria de lo afirmado antes por Pierre Nora con énfasis:

ninguna época ha vivido tanto com o la nuestra su presente com o embargado de


sentido histórico

La experiencia como historia vive un presente nuevo, no rechazando el pasa­


do, sino asumiéndolo en una nueva síntesis. La apropiación del presente como
historia podemos percibirla a través de otros muchos indicadores. Podemos
descubrir síntomas, rastrear inferencias, encontrar huellas, detectar tenden­
cias. Bien es verdad que esa conciencia de un presente que descubrimos ahora
como historia rara vez ha sido ella misma objeto de un discurso específico
como pretende serlo hoy. Ocurre como con la temporalidad: una dimensión
tan absolutamente internalizada que no es objeto de reflexión específica por
el común de las gentes, aunque forme parte inseparable de su ser.
Sin embargo, conviene limitar también a sus términos justos estas formas
de la historicidad presente. En buena manera, como ya apuntamos, es la
propia marcha de la historia como globalidad la que modifica esa conciencia
histórica. El mundo moderno al crear una sociedad laica introdujo en buena
parte las condiciones para la historización de la experiencia. Mientras los
hombres vivían inmersos en una tradición de historias cuyo fin se adelantaba
ya en una teleología y una escatología religiosamente fijadas, historias que
desembocaban en «nuevos reinos» prescritos por la divinidad, podía aceptarse
que la experiencia era una parte del plan de la providencia. Lo sobrenatural
sustituía aquí a la conciencia de lo histórico. Es la modernidad la que intro­
duce la posibilidad de historizar la experiencia por cuanto la historia será ya,
sobre todo, libertad, no tendrá un destino providencialmente fijado. El libre
albedrío y, después, la razón ilustrada, convierten a la historia en la historia
de la libertad. A partir de ese momento, la historia la hacen más que nunca
los hombres, el papel de la providencia queda relegado y el fiituro permanece
abierto. Y todo ello se asume como experiencia y crea una conciencia nueva.
Ni que decir tiene, por tanto, que como proceso cultural subjetivo, como
una reconversión antropológica, estamos ante una historia nueva que se
inserta en la cultura de la contemporaneidad sustentada en el laicismo. La
cultura contemporánea es esencialmente historicista. A medida que fiie evo­
lucionando la contemporaneidad, la reflexión social se hizo más histórica, y la
consecuencia de la libertad no se creía que pudiese ser otra que el crecimiento
como metáfora y el progreso como necesidad"^. La historización de la expe­
riencia en el hombre contemporáneo acusa muy directamente el entresijo de
una cultura nueva; más que obedecer a estímulos externos a esa misma cultu­
ra parece representar una forma peculiar de vivir la experiencia.
Algunos otros síntomas de la historización se encuentran en la encrucijada
compleja de los flujos de tendencias culturales de hoy. Una de ellas, ya señala­
da, es la búsqueda de la identidad y la reclamación de la diferencia biográfica,
en el marco, además, de la «sociedad del espectáculo». Nunca la pretensión
de «hacerse historia» de cada actor se mostró más acusadamente que ahora.
Aquella vida callada y silenciosa que hace un siglo alababa Unamuno como
intra-historia ha devenido en la sonora y hasta escandalosa ostentación que
los sujetos persiguen como testimonio de su presencia en la vida pública. Pero
aquí lindamos con otro síntoma de la historización, que es, seguramente, más
importante y más profundo. Nos referimos al primado absoluto que parece
tener hoy al considerar el proceso en el que se engendran las relaciones socia­
les básicas la eficacia y perdurabilidad de la acción sobre la estructuración.
De esto que creemos que es una nueva forma de vivir la historicidad se
ha derivado, por lo demás, una situación inédita en las formas de construc­
ción social del presente histórico. A las viejas nociones que particularizaban
y cualificaban el tiempo histórico-social, la duración y el acontecimiento, la
sucesión y la ruptura, el progreso o la modernidad, el pasado y el presente,
entre otras, se ha sumado ahora, bajo la presión de la búsqueda de un presen­
te que se pretende durable, una percepción nueva capaz de determinar más
nítidamente la situación histórica de los sujetos; la de coetaneidad.
Como se ha dicho, «las perspectivas que se configuran en la experiencia
del cambio histórico corren siempre peligro de desfigurarse porque olvidan la
latencia de lo permanente... Lo que se transforma llama sobre sí la atención
con mucha más eficacia que lo que queda como estaba». Y por ello se creía
poder detectar una sobreexcitación de la conciencia histórica’’®. La acción
que produce el acontecimiento cualifica mucho más a sus autores, los exalta
y los individualiza como espectáculo, los «inmortaliza» en alguna manera,
mientras se valoran mucho menos, si algo, las funciones rectificadoras, la
creación de estructuras durables. La sociedad de la acción es la de las expe­
riencias continuas, desmesuradas y rememorables. Pero ello mismo la induce
al cambio y a la inestabilidad.
La búsqueda de la identidad «memorable» enlaza de inmediato con la
memoria de la conservación. La historización se manifiesta, pues, en dos
tendencias que pueden parecer antagónicas: la necesidad de actuar en la bús­
queda de la perduración frente a lo efímero. La nueva percepción del pasado
introduce una memoria «ejemplarista» y por ello ha podido hablarse de la
«fase ética» en la rememoración de los grandes hechos centrales del siglo xx;
la memoria pide corrección y rectificación, porque pide justicia. La memoria
pide ser escrita y convertida en Historia. Tal vez por ello, justamente, nunca
como hoy se han intercambiado y, de hecho, se han confundido tanto, la
memoria con la historia.
Es hoy también una percepción cultural común la del cambio acelerado de
las formas de estar en el mundo, cambio acelerado, en definitiva, de casi todas las
determinaciones del desenvolvimiento social. En la economía y la tecnología,
capaces de alterar significativamente, y en poco tiempo, la vida cotidiana, en
las mismas pautas del comportamiento afectivo, en la inserción o la salida del
mundo productivo, en la aceleración de la información, en la adscripción a lo
privado o lo público de muchas de las realidades básicas derivadas de la activi­
dad social — el «secuestro» de la enfermedad y la muerte, la privatización de la
pasión pero la publicidad del sexo, el «secuestro de la experiencia» en definiti­
va”^— , en los simbolismos en que quedan reflejados y esquematizados muchos
desarrollos sociales. Como se ha señalado, la socialización del hombre de hoy
raramente permanece estable en el curso de una vida. Y así, la generación activa
de la década de 1990 ha vivido, al menos, dos mundos diferentes.
Existe, pues, una conciencia nada difusa de la velocidad del cambio y de lo
efímero de todas las situaciones, por cuanto unos escenarios son sustituidos
rápidamente por otros. Respuesta y producto de esta situación capaz de ca­
racterizar ella sola el momento histórico vivido es, justamente, la tendencia a
instituir la experiencia como historia, como momento significativo para cada
cual. Es, en definitiva, una búsqueda de la duración. Historizar la experiencia
es dotar a ésta de sobresignificación, que parece ligada en el hombre de hoy a
la vivencia de una historia plagada de acontecimientos. La segunda mitad del
siglo XX ha visto acelerarse la Historia.
Se ha producido un espectacular cambio caracterizado por la aceleración,
generalización, mundialización y «mass-mediación» de los procesos sociocul­
turales. La idea de contemporaneidad misma ha sufrido tal evolución que
ya no representa de manera unívoca la relación de los procesos de la historia
de hoy con los surgidos hace más de doscientos años. Pero, además, la dife­
renciación entre una historia contemporánea y un presente histórico, cuya
explicación no queda satisfecha en las coordenadas clásicas del «mundo con­
temporáneo», pueden identificarse en dos procesos. De una parte, en «una
ruptura de la continuidad temporal, en una inversión de la relación entre
pasado y presente», y de otra, en el cambio acelerado desde los años setenta
del siglo XX, en medio de una crisis que explica ese vuelco de la atención hacia
lo presente en lugar de lo convencionalmente contemporáneo.
Asistimos a «una extraordinaria dilatación de la historia, la emergencia de
un sentimiento histórico de fondo» y así la vieja historia contemporánea se ha
transformado en «un presente histórico que no se contenta con anexionar a
la historia tradicional una página temporal reciente, sino que se encarga en su
caso de un peso, de una especificidad, que no solamente tiene sus exigencias
propias, sino que trabaja en profundidad la manera de hacer historia de los
periodos precedentes»
La visible y hasta dramática dialéctica instantaneidad/permanencia había
sido señalada ya por Gastón Bachelard al reparar en «la vida ardiente de lo efí­
mero», y ello constituye una expresión afortunada para una cultura que vive
de fogonazos y de extinciones. Nuestro tiempo parece abocado a lo efímero
y hay muchas realidades que están diseñadas para serlo así, incluidos los pro­
ductos industriales: hay una «fecha de caducidad» para todo. Se consumen
acontecimientos, la comunicación necesita continuamente, más bien devo­
ra, nuevos contenidos. Lo efímero forma parte de la naturaleza de nuestro
mundo. La duración no puede concederla sino la historización, que asienta
y recupera las experiencias. Por ello se agudizaría el deseo de dar al «instante»
una dimensión, de hacer de él un átomo temporal que conservara en sí cierta
duración: «un acaecimiento aislado debería tener una breve historia lógica
referente a sí mismo, en el absoluto de su evolución interna»'^'.
Existen, igualmente, connotaciones claras de esa historización que se
sitúan en el plano no ya de percepciones comunes, sino de las formas del
conocimiento social. Seguramente, lo más explícito de esta reconversión es la
tantas veces comentada ya «vuelta del sujeto» a la explicación de los fenóme­
nos sociales. Se trata de un proceso con implicaciones de muy diversa índole,
en las que no podemos entrar aquí, y que se ha desencadenado tras atravesar
la ciencia social una notable «crisis de representación» después de su auge
creciente en los años sesenta y setenta del pasado siglo. Frente a la ciencia
social estructuralista, teoricista, dialéctica, del grupo frente al individuo, de
la determinación por las «condiciones objetivas», parece haberse levantado
una ciencia de los actores de carne y hueso, del intencionalismo y la decisión
racional, del individualismo frente al holismo.
La vuelta del sujeto personal a las ciencias sociales y, en el mismo sentido, la
historización del pensamiento social muestran también sintomáticamente
la agudización de un nueva conciencia de la Historia como desenvolvimiento
vital, biográfico y singularizado. Pero esta indudable reconversión no en pocas
ocasiones es torcidamente interpretada. De hecho, la idea de que los procesos
sociales tienen «sujetos», «actores», identificables a nivel personal, responsables
de la toma de decisiones y de la acción histórica, en modo alguno tiene por qué
significar la vuelta incondicional a la visión individualista, ni el olvido de la
determinación de la vida social por la dialéctica actor-estructuras. Pero éste es
un largo debate también para poderlo abordar aquí.
Tal deriva representa mucho más la asunción de un deseo de diferencia
y de identificación que de regreso a la primacía del «personaje». Lo más lla­
mativo de esa acentuación en el polo del sujeto frente al de las estructuras
es el recrudecimiento de la dialéctica entre identidad/indiferenciación y
particularización/globalización. En un mundo que tiende a globalizar e in-
diferenciar, los sujetos se afirman por la reclamación de su individualidad y
su derecho a la diferencia. Pero es erróneo suponer que, si bien la experiencia
histórica tiene siempre, desde luego, su punto de partida en la persona, no
exista una forma colectiva de experiencia sustentada decisivamente por las
nuevas funciones sociales de la memoria como reivindicación. Esto no ignora
que la historización de la experiencia se muestra en muchas ocasiones como
un proceso esencialmente individualizador.
El significado de la historización, pues, se desvela antes que nada en el
contraste que se ha producido entre el sentimiento nacido en otra época y ya
superado de que el hombre tiene historia únicamente como herencia de los
antecesores, como depósito recibido de las acciones de los predecesores,
frente al nuevo sentimiento de que la vida propia es ya historia. Esto es lo
esencial: que la historia no es un depósito del pasado, sino la especial tem­
poralidad de la vida vivida. Así se ha abierto paso en nuestro tiempo la per­
cepción de que la historia realmente se comprende cuando se rechaza la idea
de que es únicamente pensiero para entenderla también como azzione, según
lo expresara con acierto Benedetto Croce'^^. La experiencia personal se suma
y prolonga ahora en la experiencia adquirida, creando una única e indisolu­
ble Historia.
La historización de la experiencia, podemos concluir ya, ha pasado a las
conciencias de forma explícita como un proceso inducido. Se ha convertido
en un hecho cultural producto de unas específicas relaciones sociales y es un
resultado de la historia misma que vivimos. Es una nueva sociedad la que
genera estas formas de historización. El subjetivismo se impone al objetivis­
mo... Nos encontramos ante un nuevo universo de significados. Todo pasa
pero todo se resiste a pasar cuanto menos claro se ve el futuro. Entonces,
proliferan las más dispares interpretaciones del pasado.
La historia del presente no sería posible sin demostrar que es real la exis­
tencia de una historia vivida y no sólo de una historia heredada. Que la histo­
ria no concluye en la trayectoria de los antecesores, sino que tiene su desplie­
gue decisivo en la historia activa de la propia generación que la escribe y que,
por tanto, es posible la visión de la propia vida como historia ella misma y no
como realidad que será historia cuando sea pasado. El paso de la considera­
ción de la historia como no más que un bagaje transmitido a entenderla
como una empresa personal y vital es absolutamente esencial para compren­
der lo que quiere decirse con historia del presente, si es que con ese término
quiere designarse algo que no sea equívoco, banal o, simplemente, retórico.
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SEGUNDA PARTE

LA H IS T O m
DE NUESTRO PRESENTE

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