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Psicología clínica y Psicoterapias.

Cómo orientarse en la jungla clínica


Cap. 1: Qué es y de dónde viene

Alonso, Y. (2012).
Psicología clínica y Psicoterapias. Cómo
orientarse en la jungla clínica
Ed. Universidad de Almería.

Fragmento del capítulo 1. Pp. 17-29

Utilidad de mirar a la historia


La psicología clínica tal y como la conocemos hoy no existía hasta la segunda mitad del siglo
XX. En el periodo entre las dos guerras mundiales se empezaron a extender tímidamente los
gabinetes privados y despuntó la presencia de psicólogos clínicos en instituciones públicas, pero
no es sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial ―en seguida veremos por qué― cuando la
psicología clínica se propagó con verdadero empuje. Hasta entonces, la asistencia profesional de
“lo mental”, lo mismo que la de “lo físico”, estaba cubierta por la medicina. Los psiquiatras eran
los encargados tanto de teorizar como de practicar sobre la enfermedad mental, en la pequeña
―en comparación con hoy― medida en que se hacía. De hecho, casi todos los personajes de la
primera parte de esta historia tenían una formación médica, ya fuera psiquiátrica, neurológica o
ambas. Las dos fuentes históricas de la psicología clínica, la médica y la psicológica, han
evolucionado de forma más o menos independiente. El conocimiento de esta co-evolución es
indispensable para articular lo que ocurre en materia de la salud mental a día de hoy, para
entender sin ir más lejos cómo nuestro sistema sanitario decide, ante un problema psicológico, si
nos pone en manos de un psicólogo o de un psiquiatra. Por otro lado, la historia de la psiquiatría
es en parte la de la psicología clínica también, aunque no al revés: la psiquiatría ha tenido un
devenir histórico propio y más independiente, amparada dentro de la propia evolución de la
medicina.

En cierto modo, la historia de la psicología clínica es también la historia de la disputa por un


espacio de trabajo. Frente a los psiquiatras por un lado, cuyo terreno está mucho más afianzado
por herencia médica, y por otro frente a otras profesiones que también atienden a las personas
mirando por su bienestar psicológico (educadores, asistentes sociales, enfermeros, incluso

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sacerdotes). La integración de los psicólogos clínicos en los sistemas públicos de salud mental,
que en España comenzó en los años 80, ha sido un logro considerable, aunque no suficiente.
Actualmente se reivindica la introducción de la atención psicológica especializada en atención
primaria (Pérez Álvarez y Fernández Hermida, 2008). En los próximos decenios son de esperar
nuevos avances en el ámbito de trabajo de los psicólogos clínicos.

Presentar la historia de una disciplina al comienzo de un texto o de un curso puede parecer


una forma estándar de empezar, o un adorno intelectual, pero no, lo cierto es que saber lo que ha
pasado es la única forma de conseguir una idea medianamente completa del contexto en el que
están ocurriendo las cosas ahora. En el caso de la psicología clínica y las psicoterapias se puede
constatar que el hilo conductor de su historia es en realidad la historia de las ideas que se
mantienen en cada época sobre la anormalidad psicológica, es decir, lo que en cada momento de
la historia la gente piensa acerca de qué es la enfermedad mental. Ahora mismo no es de otra
manera: la forma en que tratamos o intentamos entender la anormalidad psicológica está
determinada por el concepto de enfermedad mental dominante actualmente, de modo que cuando
alguien sufre por razones psicológicas solemos administrarle psicofármacos. La opinión más
generalizada hoy es que la enfermedad mental pertenece sobre todo al terreno del sistema
nervioso. En la Edad Media, en cambio, se consideraba relacionada con las fuerzas del bien y del
mal, y en ocasiones el tratamiento era la hoguera.

El paso de la teología al humanismo.


Como en cualquier otra disciplina, uno se puede remontar rastreando los orígenes tanto
como desee, pero a efectos de comprender el origen de la psicología clínica es suficiente con
retroceder hasta el Renacimiento, momento de la historia en el que el mundo occidental sufrió el
cambio social, político y científico probablemente más trascendente hasta el siglo XX. En el
Renacimiento se desplegó la corriente de pensamiento conocida como humanismo, que suponía
una nueva concepción del hombre y del mundo. Los asuntos humanos dejaron de girar en torno a
Dios, los ángeles y los demonios para pasar a ser objeto de explicaciones naturales. Se renovaron
las artes y las ciencias, se avanzó en conocimientos que redundaron en cambios en la forma de
vida; también la economía evolucionó y empezaron a disolverse las sociedades feudales. Comenzó
de una tímida libertad, también de pensamiento. Algunos se atrevieron a manifestar
desavenencias con la Iglesia ―recuérdese a Galileo― y a afirmar que no es la gracia divina sino la
actividad humana el punto de partida para entender las cosas. En el ámbito de la psicología todo
esto se traduce en el paulatino abandono de la demonología propia de la visión teocéntrica

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medieval, que sostenía que la enfermedad mental era cosa de brujería, de posesión diabólica o
bien consecuencia del castigo divino.

La tradición cristiana medieval era verdaderamente pertinaz y consiguió durante mucho


tiempo, incluso ya muy avanzado el Renacimiento, mantener a raya las voces disidentes en todos
los ámbitos del conocimiento, entre ellas las que querían dar explicaciones naturales a la
enfermedad mental. El español Luis Vives (1492-1540) o Paracelso (1493-1541) fueron ejemplos
de ese intento1. El holandés Johann Weyer (1515-1588) en su De praestigiis daemonum (“De la
ilusión de los demonios”) afirmó valientemente que las brujas, más que parientes del diablo,
podrían ser víctimas de enfermedades mentales. La cuestión era que la visión teocrática servía a
la Iglesia muy eficazmente para ejercer su preciado poder sobre las voluntades de la gente. Si las
alucinaciones y los ataques histéricos o epilépticos eran cosa del diablo, entonces la Iglesia, como
gestora única de lo sobrenatural, podía desplegar su maquinaria correctiva para ponerles remedio
y de paso mantener al pueblo bien informado de la eficacia de su aparato represor. Lo cierto es
que todo aquel que ponía en entredicho la voluntad divina, fueran astrónomos, brujas, herejes,
enfermos mentales o mezclas de los anteriores, suponía una amenaza real para la institución
eclesiástica, que en aquella época debía de sentirse seriamente amenazada ante los cambios
sociales y políticos que anunciaban un futuro en el que perdería poder, como de hecho ha sido.

Durante la Edad Media, no solo la enfermedad mental en tanto que concepto (teológico-
demonológico) era competencia del clero, también lo era la atención a los enajenados. Ésta no
consistía prácticamente en otra cosa que en el acogimiento o manutención por parte de religiosos
en instituciones monacales, y ello en virtud de su condición de desamparados, no de su condición
de enfermos. Por otro lado, los “tratamientos” para esos males también eran administrados
exclusivamente por la Iglesia y consistían en la tortura, el exorcismo o la hoguera. No eran los
médicos sino los curas los que trataban la epilepsia, rociando al interesado con agua bendita en el
mejor de los casos (Cullari, 2001). Como vemos pues, tanto el ámbito de la explicación
(equivocada) como el de la atención (poca o contraproducente) de la conducta anormal se
mantuvieron durante todo el Medioevo en manos del clero. La medicina y los médicos estaban
relegados al estudio de lo físico, de manera que quedara claramente delimitado y reservado para
la Iglesia un amplio campo de actuación en lo espiritual. Y la psicología por entonces no existía
todavía en absoluto.

A pesar de su empeño, la Iglesia no consiguió frenar el avance de la ciencia (y se esforzó


mucho). Los cambios que estaba experimentando el mundo y las formas de vida eran de profundo
calado. En la primera mitad del siglo XVI se vivió una época de prosperidad económica sin

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Se puede ver un interesante recorrido histórico de la enfermedad mental en Gil Roales-Nieto, 1986.

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precedentes, gracias al comercio incipiente con las recién descubiertas Indias Occidentales y a una
pequeña revolución industrial, textil sobre todo. Ello trajo consigo un éxodo del campo a las
ciudades, más prósperas, que aumentaron mucho su población en poco tiempo. En consecuencia,
la población errática y de indigentes, entre ellos muchos enfermos mentales, se hizo visible y
empezó a constituir un problema comunitario, fenómeno por cierto que conocemos bien en
nuestros días. Como respuesta a esa nueva situación social, las instituciones se vieron empujadas
a emprender obras públicas: en los siglos XVI y XVII se acometen los primeros saneamientos
urbanos, se reservan en las ciudades espacios para el recreo público, y también se construyen los
primeros asilos no religiosos destinados a acoger enfermos mentales. Otra circunstancia que
ayuda a entender el devenir conceptual de la enfermedad mental en el Renacimiento fue el rápido
e inesperado retroceso de la lepra en Europa a finales del siglo XVI. Las razones del cambio en el
patrón epidemiológico de esta enfermedad no son claras, pero el hecho es que los leprosos
prácticamente desaparecieron (Ackerknecht, 1992), pero dejando en varios sentidos un vacío. No
solamente las leproserías se despoblaron, también quedaron vacantes también la estigmatización,
la exclusión y el miedo al contagio y a lo diferente, que en parte fueron asumidos por la
vagabundez y la enfermedad mental (Foucault, 1961).

La sustitución de creencias demonológicas por posibles causas naturales es de una


relevancia histórica incuestionable, como lo es la asunción de la responsabilidad sobre los
enajenados por parte de las autoridades civiles. Pero también hay que decir que el panorama de
esa pobre gente no mejoró gran cosa con esos avances sociales. Los tratamientos, por llamarlos
de algún modo, siguieron consistiendo en toda una serie de horrores y torturas, ayunos de comida
y agua, camisas de fuerza, encadenamientos, eméticos, lavativas… (Postel y Quétel, 1994). Por
entonces comienzan los tratamientos de shock ―cuya versión moderna, el electroshock, sigue en
uso―, como la inmersión en agua helada, o la silla giratoria, en la que se hacía rotar al paciente
hasta que perdía el conocimiento o sangraba por la nariz.

Lo que diferencia estos procedimientos supuestamente curativos de los anteriores no es


precisamente su eficacia, sino su fundamento racional: la teoría galeno-hipocrática de los cuatro
humores y su proporción equilibrada en las correspondientes partes del cuerpo. Basándose en la
idea original de Hipócrates, Galeno había relacionado los cuatro humores (etimológicamente
líquido corporal, fluido), con otros tantos tipos de ánimo o formas de sentir2: sangre y optimismo,
correspondientes al corazón; bilis amarilla y cólera (hígado), bilis negra y melancolía (bazo), flema
e indiferencia (cerebro). Pues bien, la silla giratoria perseguía teóricamente remover la sangre que

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Hoy en día llamamos directamente humor a los estados de ánimo, y también usamos el término temperamento,
que significa “mezcla proporcionada” (de los humores).

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se suponía congestionada en el cerebro para restituir su distribución normal en el organismo. No


era por lo tanto un castigo ni un ritual supersticioso, sino un método basado en la ciencia.

En resumidas cuentas: en el Renacimiento la medicina rescata la enfermedad mental del


dogma eclesiástico, pero puede hacer muy poco por ella. El extraordinario florecimiento y avance
de las ciencias permitió descubrimientos tan importantes como la rotación de los planetas o la
circulación de la sangre, pero en materia de salud mental no se superó a Galeno.

La Ilustración
La época de las luces (siglos XVII y XVIII) es el momento de la historia en que por primera
vez las ideas empiezan a estar por encima de los dogmas. Impera el espíritu crítico, el
cuestionamiento racional de los fenómenos. El pensamiento científico está de moda y la opinión
pública y las clases populares empiezan a tener una idea de lo que es la ciencia. Los adelantos
ilustrados en materia de física o de biología no tuvieron precedentes, si bien el pensamiento
científico en el siglo XVIII era de un determinado tipo, encorsetado, lo que llamamos “ciencia
mecanicista-organicista”. El mecanicismo es la forma de ver las cosas que consiste en considerar
que los organismos son comparables a máquinas carentes de alma. Esto alude también a los
problemas mentales, de modo que para los pensadores ilustrados el enfermo mental adolece de
un fallo en algún lugar de su organismo. Por entonces aún no se hablaba del sistema nervioso, pero
se suponía que alguna avería en el asiento orgánico del raciocinio, fuera el que fuere, era el que
comprometía su marcha normal.

El modelo mecanicista-organicista de la Ilustración es fácil de comprender desde nuestra


visión actual porque se corresponde con el paradigma biomédico imperante hoy, con la diferencia
de que el extraordinario avance de la fisiología y la bioquímica en los últimos decenios nos permite
ahora dar nombre a algunas sustancias neuroactivas y distinguir anatómica o funcionalmente
partes en el sistema nervioso que antes se desconocían. Pero la forma de pensar ―la teoría clínica
que está detrás― es la misma: si bien el entorno influye más o menos, lo que padecen los
trastornados mentales son básicamente alteraciones orgánicas y lo que los profesionales deben
hacer es restablecer las condiciones normales con ayuda de algún fármaco o intervención médica.
Es una visión correctiva, propia por lo demás de la medicina convencional en general, que
considera que se debe eliminar lo que sobra (tumores, fiebre, bacterias) y proporcionar lo que
falta (hierro, prótesis, dopamina) sin miramientos, es decir, sin tener en cuenta que una parte
considerable de lo que se pretende corregir bien pueden ser procedimientos que el propio
organismo ha puesto en marcha en su intento natural de curación o de protección (la fiebre, la tos,
el vómito, la ansiedad, la diarrea… véase a este particular la original visión de la llamada “medicina

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evolutiva” de Nesse y Williams, 2000). En suma, hoy y hace trescientos años, la ciencia mecanicista
considera la enfermedad mental un proceso básicamente somático susceptible de ser corregido
con intervenciones biomédicas. No fue sino hasta Freud, ya en el siglo XX, cuando se empezaron a
ver las cosas de otro modo, pero de esto nos ocuparemos más adelante.

La fuerza que tomaban las ciencias y la razón después de haber estado durante siglos
sometidas al pensamiento dogmático y oscurantista del Medioevo hizo que todo pidiera ser visto
bajo la lupa de la ciencia. La medicina podía por fin hacerse cargo de materias (los síntomas
mentales, por ejemplo) que hasta entonces eran terreno religioso y les estaban habían estado
vedadas. Por eso la ciencia era poco espiritual, y cuando se generalizó el uso de cadáveres con
fines científicos, la medicina se entregó a la comprensión del ser humano diseccionándolo.

La Ilustración fue la época de las disecciones y también de las grandes colecciones y de los
primeros museos. La zoología y la botánica estallaban en conocimientos y nuevas teorías tras el
descubrimiento del Nuevo Mundo y de la existencia en él de miles de especies nuevas a las que
había que dar nombre y un orden. Así que también es la época de las grandes clasificaciones, la de
Lineo3 por ejemplo, que pretendía hacer manejable la riqueza y variedad biológica recién
descubierta. Al calor de ese apogeo taxonómico empezaron también a clasificarse las
enfermedades y hubo algunas tentativas con las mentales. Philippe Pinel, que aparecerá como
protagonista histórico más adelante, intentó un sistema natural de las enfermedades mentales en
su Psiquiatría nosográfica, que hoy nos resulta curioso y rudimentario (distinguía la melancolía,
la manía, la demencia y la idiocia). Lo importante es que fue uno de los primeros ensayos dentro
de la tradición clasificatoria que también continúa hoy en forma de nuestros actuales sistemas de
diagnóstico, principalmente el DSM (Diagnostic and statistical manual of mental diseases) y el
capítulo V de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE) de la OMS, a los que haremos
referencia en varias ocasiones a lo largo de este libro.

El mesmerismo
No es que el mesmerismo haya dejado una huella muy visible en la psicología clínica actual,
pero su interés histórico, aunque anecdótico, es notable, pues las vicisitudes de esta escuela y de
su artífice ejemplifican muy bien lo que ocurría en la época en materia de ciencia y salud mental,

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Carl Nilsson Linnaeus (1707-1778) fue el naturalista sueco que ideó el sistema de nomenclatura botánica y
zoológica binomial que se sigue utilizando hoy. La identificación de cada especie se expresa mediante la
referencia primero al género en mayúscula (Homo) y después a la especie en minúscula (sapiens), siempre en
cursiva. La letra L mayúscula que acompaña a veces a un nombre científico (Sciurus vulgaris L, o Sciurus vulgaris
Linnaeus, la ardilla común) se refiere a las especies que él mismo clasificó.

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así que estudiarlo nos ayuda a comprender muy bien la historia. Franz Anton Mesmer (1734-
1815) fue un médico alemán que fundó una corriente teórica y práctica basada en su teoría del
magnetismo animal. Según él hay un fluido que permea el universo entero que lo interconecta
todo, incluido el cuerpo humano. En cuanto al concepto básico de enfermedad, Mesmer no es
original, sigue la antigua tradición hipocrática del desequilibrio o la disarmonía. Si se produce en
nuestro cuerpo una obstrucción de ese fluir magnético enfermaremos, y para lograr la curación
debe redistribuirse el fluido adecuadamente. Para lograr esto, y atendiendo a la naturaleza
magnética de todo el asunto, Mesmer utilizaba imanes, pero pronto se dio cuenta de que no eran
necesarios. Personas especialmente sanas podían actuar como magnetizadores y curar.

Mesmer curaba en sesiones generalmente colectivas, muy ritualizadas y teatrales, en las que
se inducía la transmisión del fluido animal por contacto físico con el enfermo. Éste recibía la
energía del magnetizador, que estaba sentado frente a él tomándole los pulgares y mirándolo a
los ojos. En la época existía una gran afición por los artefactos físicos (se estaban inventando los
termómetros, los telares, las pilas eléctricas…) así que Mesmer, de acuerdo con el espíritu su
tiempo, ideó un aparato con agua magnetizada para acumular el fluido animal que alcanzó gran
fama. Y puesto que se trataba de restablecer un flujo obstruido, en las sesiones se intentaba agitar
al paciente ―en sentido literal― induciéndole a entrar en crisis, lo que aumentaba su efecto teatral
y contribuyó a su popularidad. Pero contribuyó también a ganarse enemigos: le acusaron de
superchería y una comisión de investigación universitaria concluyó que sus ideas no tenían
fundamento. Esto le obligó a abandonar Viena, a donde se había mudado veinte años antes para
estudiar Medicina, instalándose en París. Su consulta en la Place Vendôme, uno de los lugares más
exclusivos de Paris, tardó poco en hacerse enormemente popular y exitosa. Pere hete aquí que la
academia de ciencias de Paris llegó a las mismas conclusiones que sus colegas de Austria. Le
acusaron de fraude y declararon la inexistencia del fluido animal, de forma que también tuvo que
abandonar la ciudad para consternación de sus pacientes. Además la Iglesia, que no podía estarse
quieta, denunció también el carácter demoníaco de sus prácticas, que para eso estaban sus
exorcistas.

Es fácil comprender el éxito de Mesmer si se analiza en su contexto social. Las damas de la


época, igual que un siglo más tarde con Freud, enfermaban de neurosis, con sus desmayos,
ataques, parálisis y convulsiones. Los procedimientos habituales para su tratamiento eran la
hidroterapia y el descanso, que no tenían un efecto muy notable (las mujeres de la plebe por
supuesto no podían permitirse los tratamientos, aunque probablemente tampoco las neurosis
propiamente dichas). Eran años en que Europa estaba fascinada por algunas fuerzas
científicamente aceptadas pero también invisibles. No mucho antes, Newton había enunciado la

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ley de la gravitación universal; Galvani y Volta andaban a vueltas con la electricidad. Es


comprensible que la gente creyera en fuerzas curativas de naturaleza igualmente incorpórea.

A pesar del duro vapuleo a la obra de Mesmer, hay que decir que ésta supuso un avance
conceptual respecto a la superstición prevaleciente. Gracias al éxito arrollador de su consultorio,
Mesmer tuvo la oportunidad de desafiar a uno de los más famosos exorcistas de la época, el Padre
Gassner, con gran repercusión en la opinión pública. Mesmer insistía en que las curaciones que el
sacerdote conseguía eran en realidad el resultado de la reestructuración del magnetismo animal,
que se desencadenaba con los ritos del exorcismo (es decir, un asunto científico), y no de expulsar
al demonio de los cuerpos. El debate de fondo, como se ve, era intelectual, donde Mesmer defendía
un tratamiento natural basado en la racionalidad y en la investigación (aunque falaz) y el exorcista
uno sobrenatural basado en dogmas de fe. En este caso, la Iglesia y los científicos se pusieron de
la misma parte para derrotar al enemigo común: un hechicero charlatán al que las damas
adoraban.

Mesmer fue un importante precursor de la hipnosis y del trance. Cuando se le silenció,


algunos seguidores suyos probaron a sustituir las crisis que él inducía en sus consultas por un
estado de relajación, con el objeto de obtener los mismos resultados que con un trance pero sin
agitación, de forma sosegada. Durante estos “estados de conciencia” especiales, los pacientes
contestaban a preguntas y seguían instrucciones. Estaban a punto de descubrirse los fenómenos
hipnóticos conocidos hoy.

La primera gran reforma.


Los tratamientos que seguían las personas pudientes, fueran fraudulentos o no, nada tenían
que ver con la vida que llevaban los residentes de los establecimientos para alienados. Lo habitual
era que convivieran en ellos un amplio abanico de desdichados que sobraban de las calles o de
otras instituciones: homosexuales, prostitutas, vagabundos, desahuciados de catadura varia. Se
mantenían encerrados, vigilados y encadenados si era preciso. Hubo que esperar hasta la
Ilustración, pero al fin algunos profesionales empezaron a ser conscientes de que el trato a
aquellas pobres gentes no era ni justo ni humanamente aceptable y que tampoco proporcionaría
mejoría o curación, antes al contrario. El ya mencionado Pinel (1745-1826) fue la figura más
importante de este movimiento, por ser el pionero en la eliminación de los métodos coercitivos y
de las condiciones inhumanas en los asilos. Probablemente fue su experiencia al entrar a trabajar
como médico en el hospital parisino para alienados de La Bicêtre lo que le impulsó a ello. En 1795

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fue nombrado director médico de La Salpêtriére4, donde puso plenamente en práctica sus
reformas. Gracias a Pinel y a otros contemporáneos suyos que recogieron la idea y la extendieron
por Europa y Norteamérica, cambió el concepto de asilo mental, pasando de ser una especie de
prisión a un lugar donde investigar, observar e incluso curar a los enfermos. Una de las novedades
revolucionarias de Pinel fue realizar historias clínicas minuciosas a partir de observaciones
sistemáticas de los pacientes, en base a las cuales construyó la rudimentaria nosología antes
mencionada―. Su método incluía también registros precisos de los porcentajes de cura o mejoría
y lo cierto es que bajo su dirección disminuyó considerablemente la mortalidad entre los internos
y aumentó el número de curaciones.

No se puede entender a Pinel y la importancia de sus reformas sin ubicarlo en el momento


en que las llevó a cabo. Hacía pocos años que los parisinos habían tomado la prisión de la Bastilla,
donde estaban encarcelados algunos pensadores ilustrados e incómodos para la monarquía,
rebelándose contra la desigualdad y la injusticia social y contra el poder absoluto de los
gobernantes. A partir de la Ilustración y de la Revolución Francesa como movimiento político
―además de social y cultural―, triunfan las ideas del derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad,
y los estados se convierten en garantes de esos derechos. El mundo occidental que ahora
conocemos, que promueve el respeto a la persona y sus derechos como fundamento básico,
comenzó a germinar en el Renacimiento y se consolidó en la Ilustración. Antes de entonces, la
forma normal de pensar, incluso de las personas cultivadas o piadosas, nos parece ahora
abominable (Gombrich, 1999). Se consideraba que la esclavitud era una forma legítima de
explotación económica, que pegar a los niños es necesario, que los matrimonios deben
concertarse y casar a las mujeres aún siendo niñas, que los vagabundos deben ser encerrados, los
ladrones ejecutados en público, los miembros de otras religiones eliminados… Las ideas de
tolerancia y respeto, la educación por la razón, la igualdad entre los sexos y clases sociales, aunque
nos parezcan ahora incontestables, no son muy antiguas.

Quizá la aportación más importante de Pinel a la psicología clínica sea el llamado


“tratamiento moral”, como contrapartida al trato inhumano anterior a sus reformas. Como suele
ocurrir, no fue Pinel quien lo ideó ni el primero en ponerlo en práctica, pero sí quien lo sistematizó
y lo dio a conocer, por eso se le atribuye. En realidad, el tratamiento moral (moral en su acepción
de espiritual o de estado de ánimo, no de ética) no encierra nada que para nosotros pueda resultar
de interés técnico, simplemente consiste en el cuidado de las necesidades de los internos, en
proporcionarles ocupación, en interesarse por sus dificultades y atenderlas. Tampoco tiene una

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El hospital más famoso de la historia de la psicología debe su nombre a la fábrica de munición que había en el
mismo solar. El salitre (salpêtre en francés) es uno de los ingredientes de la pólvora. Hoy es un enorme y moderno
complejo hospitalario.

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teoría científica que lo sustente, como no la tenía la demonología: se basa en el sentido común y
en la idea ilustrada de que las personas pueden mejorar si sus condiciones de vida son favorables.
Como no podía ser de otra manera, con estos cambios muchos pacientes efectivamente mejoraban
y abandonaban las instituciones, en las que de otro modo habrían estado recluidos de por vida.
Pero fracasó con otros muchos. Había locos que se resistían a entrar en razón, aun cuando se les
trataba razonablemente. Gran parte de ellos eran los enfermos de sífilis, que representaban un
porcentaje importante de la población de los asilos. Esto demostraba que el tratamiento moral no
era de aplicación universal. Por otro lado, el aumento del número de internados en los asilos, que
hacía inviable la atención personalizada que requería la terapia moral, contribuyó a su descrédito
y fracaso.

El trato humano mejoró las condiciones de vida de los enfermos, pero en la Ilustración, lo
mismo que en el Renacimiento, no se avanzó gran cosa en el conocimiento de los trastornos. Eso
sí, se puso de manifiesto por primera vez la pugna histórica entre los defensores de la naturaleza
psicológica y los defensores de la naturaleza orgánica de la enfermedad mental, que está lejos de
ser resuelta. A principios del siglo XX se descubrió por fin la bacteria responsable de la sífilis,
Treponema pallidum, cuyo deterioro mental asociado había sido siempre tratado como locura. Ya
se sospechaba, por tratarse de una enfermedad contagiosa, que su causante era un
microorganismo; de hecho durante años se buscó, pero el muy astuto es transparente (pálido) y
rebelde al microscopio. Su descubrimiento dio un fuerte impulso a la idea de que todos los
trastornos mentales tienen una base orgánica, así que más que proporcionar ningún tratamiento
moral, o como quiera humano, lo que debe hacerse es esperar a que médicos y biólogos avancen
lo suficiente en sus conocimientos para ofrecernos las soluciones.

El siglo XIX
El XIX es el siglo del despegue de la psicología, aunque todavía no llevara ese nombre. Como
es sabido, Wilhelm Wundt (1832-1920) es considerado el primer psicólogo en sentido estricto,
aunque su formación era médica. Su ambición principal era establecer la psicología como una
ciencia natural, utilizando los procedimientos científicos propios de la biología o la física, a saber,
la observación y la experimentación. De conformidad con esto, su objeto de estudio eran aquellos
procesos psicológicos a los que se puede aplicar sin muchos problemas dicha metodología: las
sensaciones, la percepción, la memoria. Por la influencia de Wundt, los primeros psicólogos
clínicos se interesaban fundamentalmente por estos procesos e intentaban resolver en base a ellos
sus problemas clínicos.

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Cada momento de la historia tiene una disciplina estrella, la más popular, la de


descubrimientos más llamativos, y en la segunda mitad del siglo XIX triunfaba la química. Fue la
época de los elementos y sus propiedades, de la confección de la tabla periódica por Mendeleiev
(1834-1907). Por medio del análisis se había logrado revelar los últimos componentes de la
materia y desentrañar cómo sus combinaciones daban lugar a otros compuestos con otras
propiedades. Wundt se dejó inspirar por esta visión de las cosas y quiso analizar la mente para
encontrar sus elementos últimos (sensaciones, imágenes, sentimientos) y sus atributos (calidad,
duración, intensidad) para descubrir cómo se combinan dando lugar a procesos más complejos
(conceptos, intenciones) (García Vega, 1989).

Pero Wundt se mueve en un terreno nomotético, es decir, de búsqueda de generalidades.


Además de hacer de la introspección un método fiable, su propósito era obtener leyes comunes,
dar con la estructura de los procesos mentales que nos caracterizan a todos. Era por lo tanto un
psicólogo básico, no estaba interesado en las intervenciones en personas concretas para mejorar
algún aspecto de sus vidas. Es el americano Lightner Witmer (1867-1956) el considerado por la
historia como el primer psicólogo clínico. Estudió psicología con Cattell en EEUU y después se
doctoró en Leipzig con Wundt. Witmer tuvo el mérito de ser el primer psicólogo en llevar un caso,
el de un niño con problemas de aprendizaje de la ortografía. Debió de tener un cierto éxito porque
después vinieron más y así se estableció la primera clínica psicológica del mundo. Fue en
Pensilvania, hacia 1896. En 1907 fundó la revista The Psychological Clinic. Para 1914 ya había en
los EEUU unas 20 clínicas psicológicas: nada, comparado con lo que hay ahora, pero fueron las
pioneras.

Witmer no es especialmente recordado por sus logros clínicos o sus teorías, pero hay que
reconocerle el mérito de haber sentado las bases de una nueva profesión: los psicólogos que
ayudan. Además, a él debemos el término “psicología clínica”. También organizó el primer
programa de formación de psicólogos clínicos. Pese a ser un adelantado a su tiempo, su influencia
posterior fue escasa. Su enfoque teórico era estructural, al estilo y bajo la influencia de Wundt, lo
cual no encajaba bien con la american way of life, más funcionalista, más pragmática. La América
del cambio de siglo estaba formándose a ritmo de aplicaciones y de know how ―qué hacer para
lograr mayor rendimiento, cómo progresar―. En ese contexto, el interés por cuál pudiera ser la
estructura interna última de las cosas era secundario. Lo importante es adaptarse a lo que hay y
obtener resultados. Por eso las ideas de Freud (dinámicas, basadas en una sencilla estructura ello-
yo-superyo, frente al complejo estructuralismo estático de Wundt) pronto se extendieron y
llegaron a ser la ideología psicológica prevalente en clínica durante medio siglo.

En Europa mientras tanto, la rama clínica de la psicología continuaba desarrollándose,


principalmente desde Paris. Jean-Martin Charcot (1825-1893) fue también director de La

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Salpêtriére y disfrutaba de un gran prestigio como neurólogo. Freud y otros muchos personajes
importantes fueron alumnos suyos allí. Con Charcot empezó a estudiarse la histeria, que los
neurólogos consideraban más bien un fingimiento, dado que no se le encontraba ninguna relación
con condiciones orgánicas anómalas. Él fue el primero en proponer que un trauma emocional
pudiera ser el desencadenante de los síntomas histéricos. Freud sin duda tomó buena nota de
estas consideraciones durante sus prácticas.

Los conceptos freudianos de trauma, catarsis, inconsciente, etc., nos resultan hoy muy
familiares, tanto que han pasado a formar parte de nuestra cultura y nuestro lenguaje común, pero
en su momento fueron extraordinariamente originales. El concepto de inconsciente, por ejemplo,
es completamente revolucionario. Para empezar, no puede medirse ni observarse, cuando toda la
ciencia de la época se basaba en mediciones y cálculos. Además va contra la razón ―lo que mueve
al ser humano según Freud es lo oculto, lo irracional, lo inconsciente, lo incontrolable―, cuando la
racionalidad era la base de la filosofía positivista de la ciencia de la época. Un modelo que proponía
algo tan insólito como la existencia de una mente inconsciente sólo pudo prosperar porque no
surgió en el seno de la psicología académica, sino en un contexto clínico, de interés práctico por
entender las enfermedades y aplicar conocimientos para aliviarlas. La medicina estaba aún
entonces profundamente influida por el mecanicismo y el positivismo, de modo que no había en
ella lugar para el inconsciente, pero Freud y unos pocos intelectuales que le secundaban fueron
capaces de convencer a la opinión pública y a la postre a la comunidad científica de que era
necesario considerarlo para entender la conducta humana.

Las ideas centrales del psicoanálisis, como el concepto de trauma de Charcot, ya estaban
presentes antes de Freud. Como en el caso de Pinel, su logro no fue enunciarlas por vez primera,
sino sistematizarlas y difundirlas. La teoría que elaboró basándose en esas ideas evoca
abiertamente los principios recién descubiertos de la termodinámica, lo mismo que las ideas de
Wundt nos recuerdan a la tabla periódica. Tomado de forma muy esquemática, la teoría
psicoanalítica se basa en una aplicación del principio de conservación de la energía a las fuerzas
mentales. La historia de la ciencia está llena de estas transfusiones de ideas, que muchas veces
dan lugar a novedades realmente fértiles.

Las guerras mundiales


La evolución de la psicología clínica como profesión, que había comenzado con Witmer, fue
exponencial gracias (es un decir) a las dos grandes guerras. La de 1914 fue la primera guerra
moderna de la historia, entre otras cosas porque promovió un uso racional de los recursos
humanos para optimizar resultados. Movilizó a profesionales que debían evaluar y clasificar a los

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Yolanda Alonso. Universidad de Almería
Psicología clínica y Psicoterapias. Cómo orientarse en la jungla clínica
Cap. 1: Qué es y de dónde viene

soldados en torno a sus capacidades intelectuales y a su estabilidad emocional, para asignarles los
destinos más apropiados. Así fue como la guerra impulsó indirectamente el desarrollo de toda una
vertiente de la psicología clínica: la evaluación y la clasificación. El desarrollo explosivo la
vertiente de intervención fue posterior. Las aproximadamente 20 clínicas psicológicas que había
en EEUU a principios de siglo aumentaron solo un poco en el periodo de entreguerras (llegaron a
ser unas treinta en 1930). Fue la Segunda Guerra Mundial la que modificó el curso de la historia
clínica y a partir de ella hemos llegado a la situación actual, con gabinetes de psicología en casi
cada esquina de las ciudades de nuestro entorno cultural. Fue justo a su término, en 1945, cuando
se creó la división de “Psicología Clínica” dentro de la todopoderosa American Psychological
Association.

La Segunda Guerra Mundial o la Guerra del Vietnam destruyeron muchas vidas y también
dejaron a miles de soldados (americanos) con lesiones graves. Las físicas eran compensadas con
sus correspondientes pensiones como veteranos mutilados de guerra, pero las secuelas
neuropsiquiátricas, o psiquiátricas a secas, eran más difíciles de evaluar y valorar. Pero al fin y al
cabo sufrían como consecuencia de haber participado en la contienda y había que ocuparse de
ellos. Fueron las asociaciones de veteranos las que exigieron y consiguieron un gran número de
profesionales, entre ellos psicólogos clínicos, para atender sus necesidades. Se invirtieron grandes
sumas de dinero público para formar nuevos profesionales que pudieran hacerse cargo de las
tareas de diagnóstico y atención neurológica y psicosocial. Es así como se integra la psicología
clínica en las instituciones y como queda reconocida y ratificada como profesión.

A la obligación de un estado de asumir las consecuencias de sus guerras tenemos que


agradecer la espectacular expansión de la psicología clínica en la segunda mitad del siglo XX. Como
se ve, fueron razones políticas y de presión social las que han hecho avanzar a la psicología como
disciplina profesional, no tanto factores científicos o de adelanto tecnológico, lo mismo que lo que
llevó a cambiar la vida de los enfermos mentales en el siglo XVII fue el empuje cultural de la
Ilustración, y no avances científicos. La importancia de los acontecimientos políticos en el devenir
de una disciplina es esencial.

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Yolanda Alonso. Universidad de Almería

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