Del Suceder Psiquico Nilda Neves Parte 2

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LA NOCION DEL YO EN LA TEORIA FREUDIANA

Partimos de la base de que existen sucesivos momentos en la constitución de un aparato


psíquico y de que éstos están determinados por dos ejes fundamentales: la evolución
libidinal y la evolución del yo, con una lógica que los articula.
En una primera aproximación a los textos freudianos, podemos tener la impresión de que el
concepto de yo aparece de manera confusa o contradictoria. Mencionaremos algunos de
ellos para dar cuenta de la aparente diversidad, para luego intentar una forma de
organización de los mismos.
Desde el proyecto, el yo aparece con una función fundamentalmente inhibidora de la
descarga, impidiendo que la investidura de la huella mnémica ligada a la vivencia de
satisfacción adquiera mayor intensidad que la conveniente, lo que dificultaría en un
momento posterior la realización de una acción específica.
En "Introducción del narcisismo" Freud da a entender que el yo no existe desde un
comienzo ya que su surgimiento depende de un nuevo acto psíquico.
En "El yo y el ello" el yo es ante todo un yo corporal, derivado en última instancia de
sensaciones corporales, principalmente de las que se originan en la superficie del cuerpo.
Asimismo se ocupa del yo ideal de los procesos de identificación que hacen a la
constitución del yo. También describe diferenciaciones del yo que van a pasar a constituir
otra instancia, la del superyó, que contiene en sí al ideal del yo, aspectos éstos ligados a las
identificaciones secundarias.
Freud comenzó a cuestionarse la concepción tradicional del yo a partir de la experiencia
clínica, de las neurosis, fundamentalmente a través de los llamados "estados segundos" en la
histeria. Lo que percibió en estos pacientes, al comienzo a través de la hipnosis y luego sin
necesidad de ella, fue que existía en aquéllos un estado de conciencia segunda o doble
conciencia que en toda histeria poseía un grado de organización más o menos elevado y de
la cual el paciente no tenía memoria en su estado normal o sólo tenía de ella una presencia
sumaria. Esta conciencia segunda estaba ligada a recuerdos que, por ser inconciliables con
el yo "oficial", eran rechazados de la conciencia. Lo que se advertía asimismo era que estos
contenidos accedían, a través de la sugestión o del apremio, con relativa facilidad a la
conciencia.
Surgen entonces los interrogantes acerca de .cuál es el destino de aquello que ha sido
rechazado de la conciencia.
Sabemos que posteriormente Freud postuló la existencia de un sistema., en el cual estos
contenidos quedaban alojados. Este sistema, fue conceptualizado en términos dinámicos
como preconsciente cuya organización formal es la del proceso secundario, al igual que el yo
oficial. Así, entonces, equiparar la conciencia al yo significaba dejar excluido una parte del
mismo.
Según este planteo surge el siguiente problema: ¿este yo no "oficial" es exactamente igual al
otro o es necesario ampliar el concepto de yo o modificarlo? La respuesta que Freud ofrece
es que no hay un yo único y permanente sino diferentes estructuras yoicas.
En diversos textos (1915c, 1917d, 1923b, 1925h), Freud trabaja sobre la hipótesis de la
existencia de tres organizaciones yoicas correspondientes a distintos momentos en la
estructuración del psiquismo: yo de realidad primitivo, yo de placer y yo real definitivo. Esta
concepción genética del yo permite dar mayor grado de coherencia a las aparentes
contradicciones mencionadas.
Por otra parte, existen en la teoría psicoanalítica del yo diversas perspectivas de abordaje
que podemos agrupar en cuatro teorías. Intentaremos, entonces, dar cuenta de tres
estructuras yoicas desde la teoría de las identificaciones, de las representaciones, de las
funciones y de los desarrollos de afecto.
Surgimiento del yo real primitivo

En un momento inicial, coincidente con el nacimiento, existiría un estado pre-psíquico


constituido por un sistema nervioso y exigencias pulsionales; dicho en los términos del
proyecto: neurona y cantidad. Este sistema nervioso posee un polo perceptual y un polo
motriz. El polo perceptual registra los estímulos, tanto los que llegan del exterior, a través
de los órganos de los sentidos, como los que provienen del interior del organismo. El polo
motor es el encargado de producir la descarga; de tal modo, toda estimulación registrada en
el polo perceptual tiende a ser descargada a través de la motricidad. Se producen así dos
tipos de descarga: una hacia el exterior como el llanto o el pataleo, y otra hacia el interior,
como en el caso de las secreciones endógenas. Este modelo es el que corresponde al arco
reflejo. Si recordamos el esquema correspondiente al capítulo VII de "La interpreta ción de
los sueños", vemos que Freud ubica la percepción en un polo y la motricidad en el otro;
entre ambos se inscribirán luego las sucesivas huellas mnémicas que conformarán los
distintos estratos de constitución del psiquismo.
Cuando hablamos de estímulos exógenos o endógenos, lo hacemos desde el punto de
vista del observador, ya que la diferencia entre ambos es una función a conquistar por el yo
real primitivo.

En un contexto anterior, hubimos de reclamar para el organismo todavía inerme la capacidad para
procurarse por medio de sus percepciones una primera orientación en el mundo, distinguiendo un "afuera" y
un "adentro" por referencia a una acción muscular. Una percepción que se hace desaparecer mediante una
acción es reconocida como exterior, como realidad; toda vez que una acción así nada modifica, la
percepción proviene del interior del cuerpo, no es objetiva, "real". Es harto valioso para el individuo poseer
un signo distintivo tal de la realidad, que al mismo tiempo constituye un remedio contra ella, y bien quisiera
estar dotado de un poder semejante en contra de sus reclamos pulsionales, a menudo implacables. (Freud,
1917d (1915), pág. 231)

Como vemos, dentro de las diferentes teorías desde las cuales se puede categorizar al yo,
Freud jerarquiza una: la de las funciones, y describe cómo la función principal que debe
efectuar el yo de realidad inicial es la operación de orientarse en el mundo diferenciando
entre un adentro y un afuera. Esta primera diferenciación se produce sobre la base de un
mecanismo elemental que es el de la fuga. Ante un estímulo proveniente del mundo exterior,
el yo puede producir una defensa: la fuga, cuyo éxito determina el reconocimiento del
estímulo como exógeno., Tal como lo refiere Freud, la posibilidad de cerrar los ojos ante el
rayo de luz que hiere la pupila.
De los estímulos que provienen del interior es imposible fugar; aun cuando, por el registro de
sequedad en la garganta, se produzca una conducta refleja de descarga, como el llanto, la
sed persistirá. Para el cese del estímulo es necesario realizar una acción específica.
Los estímulos internos se constituyen en necesidades básicas, inaplazables, de las cuales
no es posible fugar. Se genera así un interior, desde el cual surgen estímulos perentorios de
satisfacción, y un exterior indiferente, desinvestido. Se produce entonces una primera
diferenciación entre una periferia interior, que es la que importa al sistema nervioso, y una
periferia exterior, indiferente. Para que se alcance este primer logro, el organismo viviente
debe haber privilegiado entre las conductas reflejas posibles, una: la correspondiente a la
fuga del estímulo, que tiene un grado de especificidad mayor que la descarga masiva y
también resulta más económica para el organismo. Este proceso se da sobre la base del
relevamiento del principio de inercia por el de constancia, como forma de reemplazar la
tendencia a la descarga a un cero absoluto por la aceptación de una tensión mínima
compatible con la vida.
Podemos describir la siguiente secuencia en la formación de esta estructura yoica:
1) Arco reflejo. Tendencia a expulsar toda estimulación fuera del sistema neuronal regido
todavía por el principio de Inercia.
2) Preferencia del mecanismo de la fuga como forma de eliminación del estímulo. Implica
la predominancia del principio de constancia.
3) Registro de ciertas sensaciones como endógenas: aquéllas de las que no es posible
fugar.
4) Articulación de las diversas sensaciones endógenas de tensión-alivio, correspondientes
a diversos órganos en equilibrio recíproco.
Este es el momento en que culmina la constitución de la estructura que tiende a resolver la
necesidad mediante la alteración interna, antes de que pueda lograrse la acción específica
para cada estímulo pulsional.
La ligadura entre las investiduras de los diversos órganos, no contradictorias entre sí,
permite alcanzar una homeostasis, es decir una homeostasis con cierta dirección, marcada
por la investidura pulsional misma.
El recién nacido debe realizar un aprendizaje de las "reglas biológicas" que hacen a la
satisfacción de necesidades mediante acciones específicas. Para ello es necesario que
previamente se haya establecido este equilibrio basado en un ritmo somático de tensión
alivio que depende tanto de la armonización interna como de la asistencia contextual.
En el pasaje del mecanismo de la alteración interna al de la acción específica tienen
relevancia factores de origen endógeno, de procesamiento pulsional, y otros de origen con-
textual, correspondientes a la disponibilidad de respuesta empática o tierna del contexto.
Entre los factores de origen interno, cobra especial relevancia en estos primerísimos
momentos del desarrollo lo que Freud en los dos últimos capítulos de "El yo y el ello"
plantea como conflicto interpulsional, del cual derivan las defensas más primarias. La pugna
entre Eros y pulsión de muerte es la lucha por la creación de unidades más complejas en
oposición a la tendencia al retorno a lo inerte de la manera más rápida y total.
En cuanto a las defensas que ejerce la pulsión de muerte contra Eras, Freud señala dos:
una, consistente en que en el acto sexual genital aparezca una posibilidad de retorno a la
inercia; y otra, en que a toda libido no desexualizada se le imponga una descarga lo más
rápida posible. Una tercera posibilidad que se puede inferir es la desmezcla pulsional
provocada por la regresión.
Eros se defiende de la pulsión de muerte básicamente mediante el mantenimiento de
tensiones. Una de las maneras de mantener la tensión es la confluencia de las pulsiones
parciales en torno a la pulsión genital; y la otra consiste en crear libido desexualizada: una
energía desplazable que se mantenga permanentemente como acopio disponible.

Si la vida está gobernada por el principio de constancia, como lo entiende Fechner, si está
entonces destinada a ser un deslizarse hacia la muerte, son las exigencias del Eros, de las pulsiones
sexuales, las que, como necesidades pulsionales, detienen la caída del nivel e introducen nuevas tensiones.
El ello, guiado por el principio de placer, o sea por la percepción del displacer, se defiende de esas
necesidades por diversos caminos. En primer lugar, cediendo con la mayor rapidez posible a los reclamos
de la libido no desexualizada, esto es, pugnando por la satisfacción de las aspiraciones directamente
sexuales. (Freud, 1923-1925, pág. 47)

En los primeros momentos de vida, cuando debe imponerse el principio de constancia, o


sea la posibilidad neuronal de aceptar una limitación de la tendencia a la descarga,
manteniendo un mínimo de tensión compatible con la vida, se hace necesaria la
colaboración estrecha de los componentes de Eros aún no diferenciados. Las pulsiones de
autoconservación pretenden el mantenimiento de lo vivo, pero, al ser perentorias en alto
grado, se descargan más rápidamente. Las pulsiones sexuales, en cambio, admiten un
mayor grado de dilación, y si se le introducen modificaciones en la meta esas
postergaciones se vuelven infinitas. Los cambios en la meta, suponen la desexualización de
la libido, su transformación en afecto no desbordante, por ejemplo, en la gama de la
ternura. Una de las primerísimas formas de crear este reservorio de energía, necesaria en
la generación de complejidades, consiste en la transformación de la voluptuosidad a través
de la captación de la ternura materna vía empatía.

Proyección y empatía

En el establecimiento de un vínculo empático con el medio tiene especial relevancia la


proyección: mecanismo de origen filogenético, que permitirá construir diferentes espacios,
al dotar de cualificación los procesos internos en el encuentro con el afecto materno.
Recordemos que Freud describe tres formas de proyección desde un comienzo: la no
defensiva, que se desarrolla sobre la base de la empatía materna y que es fundamento de la
espacialidad; y dos defensivas, una normal que pretende retornar al exterior lo que de allí
proviene y otra patológica que intenta expulsar fuera algo de lo propio. Las dos primeras
formas están ligadas a Eros y la tercera deriva de un triunfo de la pulsión de muerte en la
tendencia a la descomplejización estructural.
Estos momentos primeros en el desarrollo del psiquismo, reconocen como hemos visto, un
requisito previo, que consiste en el logro de una armonización de ritmos pulsionales surgidos
de los diferentes órganos con predominio de alguno de ellos. Sobre esta armonización,
recae una investidura narcisista, de donde deriva un desarrollo de afecto: un bienestar de
base, que, proyectado, es registrado como un vínculo empático proveniente desde el
contexto. Se inaugura así un movimiento fundante que consiste en que a cada proceso
proyectivo le sigue uno introyectivo o identificatorio por el cual el yo se reapodera de lo
proyectado.
La proyección no defensiva, de carácter interrogativo, crea un espacio mundano que se
define por su clima empático. La proyección defensiva normal, en cambio, pretende arrojar
fuera los estímulos de los cuales es posible fugar, con lo cual se crea un contexto sensorial
indiferente. Dado el predominio de estas dos formas de la proyección por sobre la tercera,
queda establecida la base para el desarrollo de esa neoformación que es el afecto, que
permite instalar la primera forma de conciencia respecto de la vitalidad de los propios
procesos pulsionales. Esta es la condición para que se generen nuevos procesos
proyectivos que conducirán a la creación de un espacio cenestésico, de una zona erógena
periférica y, posteriormente, de un espacio sensorial externo.
El carácter indiferente del contexto en su doble vertiente, no diferenciado y no investido,
permite que el mismo funcione como réplica proyectiva de los procesos cuantitativos que
se dan en el recién nacido. El contexto adquiere una función defensiva de primordial
importancia, consistente en una labor de filtro dirigida a evitar que los excesos pulsionales
inunden un aparato incapaz de tramitarlos. La función del contexto consiste básicamente
en una madre que actúe como desintoxicante de los desbordes voluptuosos
intrasomáticos. En caso contrario, cuando aparece una madre que opera por hiper o
hipoestimulación, el contexto pierde su capacidad de filtro dando lugar a diversas
perturbaciones.
Winnicott señala que el grado de regresión yoica que debe alcanzar una madre al
establecer un vínculo con su hijo recién nacido parece ser un requisito para lograr este tipo
de comunicación y tiende a declinar a partir de la sexta semana de vida. Para ello es
necesario que la madre cuente con recursos yoicos suficientes como para que la regresión
sea funcional y no dé lugar a una identificación masiva con el estado de inermidad del
niño, a la que seguiría la angustia automática. La asistencia contextual, incluyendo ahora
el rol del padre, vuelve a ser fundamental en el sostén de la capacidad de "reverie"
materna.
En un momento en que las representaciones y los procesos de comunicación basados en
la vista y el oído aún no están disponibles, el esfuerzo proyectivo de procesos
endopsíquicos encuentra en otro una captación empática que luego podrá expresarse
como imagen, como representación.
Como hemos dicho, la proyección del recién nacido constituye una suerte de interrogación
al contexto, del cual debe obtener una respuesta empática. Si ello se da, queda abierto el
camino para realizar nuevas investiduras en un proceso de complejización que va
acompañado de una separación de la madre como función placentaria externa y la
construcción de una coraza de protección antiestímulo en la 1ue están implant ados los
órganos sensoriales crecientemente investidos. La coraza consiste en la creación de una
zona indiferente, despojada del sentir, comparable, según Freud, a una zona muerta, como
las células muertas de la capa superficial de la piel, pero en la que la pulsión de muerte se
halla al servicio de Eros.

Esta partícula de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado (laden) con las energías
más potentes, y sería aniquilada por la acción de los estímulos que parten de él si no estuviera prov ista
de una protección antiestímulo. La obtiene del siguiente modo: su superficie más externa deja de tener
la estructura propia de la materia viva, se vuelve inorgánica, por así decir, y en lo sucesivo opera
apartando los estímulos como un envoltorio especial o membrana; vale decir, hace que ahora las
energías del mundo exterior puedan propagarse sólo con una fracción de su intensidad a los estratos
contiguos, que permanecieron vivos. (Freud, 1920g, pág. 27)

La creación de la coraza depende de la articulación de pulsiones sexuales y de


autoconservación en esa armonía llamada homeostasis. Su función principal es la de
protección ante estímulos mecánicos y deriva de la introyección de la empatía materna. Si la
función de filtro materno no se ha podido efectuar adecuadamente, este mecanismo puede
cambiar de signo y volverse patógeno, en cuyo caso la armonización de libido intrasomática
es reemplazada por una hemorragia, por un drenaje libidinal.

La representación cuerpo inicial

En la constitución del yo real primitivo existe un momento en que cobra valor la investidura
de un cierto tipo de sensorialidad, la que corresponde a los procesos internos, que dará
origen a la representación-órgano y a una representación-cuerpo inicial.

El cuerpo propio y sobre todo su superficie es un sitio del que pueden partir simultáneamente
percepciones internas y externas. Es visto como un objeto otro, pero proporciona al tacto dos clases de
sensaciones una de las cuales puede equivaler a una percepción interna.... Tambié n el dolor parece
desempeñar un papel en esto, y el modo en que a raíz de enfermedades dolorosl1s uno adquiere
nueva noticia de sus órganos es quizás arquetípico del modo en que uno llega en general a la
representación de su cuerpo propio. (Freud, 1923b, pág. 27)

A partir de las hipótesis de Freud, es posible discriminar entre tres tipos de dolor. Un primer
tipo correspondería a aquel dolor del que es posible fugar, que es fundamento de las
defensas. Un segundo tipo, ligado al incremento de la tensión de necesidad; y un tercero del
cual no es posible fugar y que requiere una interferencia que opere sobre el sistema
nervioso.
Sobre los dos últimos tipos de dolor Freud desarrolló el modelo de la contrainvestidura:

Es probable que el displacer específico del dolor corporal se deba a que la protección
antiestímulo fue perforada en un área circunscrita. Y entonces, desde este lugar de la perife ria, afluyen
al aparato anímico central excitaciones continuas como las que, por lo regular, sólo podrían venirle del
interior del aparato. ¿Y qué clase de reacción de la vida anímica esperaríamos frente a esa intrusión?
De todas partes es movilizada la energía de investidura a fin de crear, en el entorno del punto de
intrusión, una investidura energética de nivel correspondiente. Se produce una enorme
"contrainvestidura" en favor de la cual se empobrecen todos los otros sistemas psíquicos, de suerte
que el resultado es una extensa parálisis o rebajamiento de cualquier otra ope ración psíquica. (Freud,
1920g, pág. 29-30)

Esta operación de contrainvestidura es promovida por el estímulo doloroso al que pretende


neutralizar; no depende de una decisión psíquica sino que es automática y, más aún,
empobrece al psiquismo a menos que el esfuerzo de neutralización sea complementado por
un procesamiento psíquico eficaz o por el auxilio exterior.
En el marco de dicho procesamiento ubicamos a la representación-órgano producida en
dos tiempos: en un primer momento, una vivencia de dolor atrae energía anímica como
contrainvestidura que contornea la zona afectada. Si la acción específica que hace cesar el
dolor es realizada, se retira la contrainvestidura previa dejando un resto, una espacialidad
cenestésica sobre la cual recae una nueva investidura duradera cuya función es prevenir
las siguientes irrupciones dolorosas.
La conquista de esta espacialidad cenestésica es condición para que surjan luego las
representaciones-órgano.
AUTO EROTISMO INICIAL – CONSTITUCION DE LAS ZONAS EROGENAS

En "Tres ensayos de teoría sexual" Freud describe una actividad sexual infantil
en la cual el placer aparece ligado a la excitación de la zona oral que acompaña
a la alimentación. De este modo la teoría de la sexualidad infantil incluye la
noción de apuntalamiento o anáclisis que remite a la manera en que la pulsión
sexual se apoya en la de autoconservación. El ejemplo por excelencia está
dado por la conducta del chupeteo surgida de una actividad previa, que es la
succión. El chupeteo es entendido como modelo de las exteriorizaciones
sexuales infantiles, "un contacto de succión con la boca (los labios), repetido
rítmicamente, que no tiene como fin la nutrición" (pág. 163).
El carácter más llamativo de la pulsión es que se satisface en el propio cuerpo:
es auto erótica, y los labios del niño se comportan como una zona erógena. La
misma queda definida como "un sector de piel o de mucosa en el que estimu-
laciones de cierta clase provocan una sensación placentera de determinada
cualidad" (pág. 166).
En 1915, en su adición al mismo texto, después de haber descripto una
organización anal, Freud plantea la existencia de una primera fase de la
sexualidad infantil: la oral o canibalística. El concepto de organización o fase
implica no sólo una determinada zona erógena que corresponde a una excitación
y un placer específico, sino también un objeto y un modo de vinculación.
La fase oral tiene como zona erógena privilegiada la boca.
El objeto es el pecho materno que no es inscripto como ajeno y que coincide con la
fuente de la pulsión. En cuanto a la meta pulsional, que implica un modo de relación
con el objeto, es 1<'1 incorporación.
En 1933 Freud acepta la división de las fases oral y anal en dos subfases propuesta
por K. Abraham en 1924, pasando a describir una primera fase oral de succión o
primaria, con una meta que es la incorporación del objeto, y una segunda fase oral
sádica o canibalística, cuya meta pulsional es la devoración.

Fase oral primaria

La fase oral primaria corresponde al momento de apertura de zonas erógenas.


En el comienzo de este tiempo lógico la sensorialidad periférica que dará origen a la
inscripción de las primeras huellas mnémicas aún no se ha constituido. El niño se halla
inmerso en una comunidad pulsional intercorporal de carácter químico, dado que del
mundo exterior no investido sólo tiene valor el contexto empático cuyo correlato
afectivo es el llamado por Freud "sentimiento oceánico”.

... originariamente el yo lo contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior. Por
tanto, nuestro sentimiento yoico de hoy es sólo un comprimido resto de un sentimiento
más abarcador -que lo abrazaba todo, en verdad-, que correspondía a una atadura más
íntima del yo con el mundo circundante. (Freud, 1930a, pág. 68-69)

Este es el momento del pasaje de un estado primordial, en que se alcanzó una


primera cualificación pulsional a través de la conciencia afectiva inicial, a una
segunda cualificación, ahora a partir de la sensorialidad.
La investidura de la sensorialidad periférica requiere del encuentro de la tensión
de necesidad con un estímulo rítmico, provisto por un soporte contextual en la
periferia exterior. El ritmo pulsional deriva de una distribución temporal que le es
intrínseca y que, en el encuentro con otro ritmo, provisto desde el exterior, dará
lugar a la creación de la zona erógena. La madre aporta ese ritmo exterior que
debe respetar el ritmo propio de las necesidades del niño. El encuentro de ambos
ritmos determina la inscripción de huellas mnémicas, que corresponden a un
enlace entre dos inscripciones, la del objeto y la de los movimientos placenteros
de descarga. Es así que, a través de la succión que satisface las pulsiones de
autoconservación y la repetición de la vivencia de satisfacción se irá obteniendo
un plus, una ganancia de placer, que permite los primeros registros asociados
con el principio de placer.
Para Freud, la vivencia de satisfacción permite ligar por simultaneidad dos tipos
de inscripciones: el primero deriva del alivio de la tensión de necesidad, con el
consiguiente pasaje del displacer al placer, y el segundo está basado en la
articulación entre motricidad y estímulo erógeno. Este segundo proceso
constituye una matriz rítmica fundamental. Como sabemos, para Freud el placer
se define como una cualidad de la cantidad, como un ritmo; el autoerotismo inicial
se constituye sobre la base de esta articulación. Ya sea que el niño use como
soporte el pezón o su pulgar, lo fundamental es que se haya constituido un ritmo.
La condición rítmica permite que la pulsión sexual imponga su propio principio: el
de placer, diferente del de las pulsiones de autoconservación. En un momento
posterior, como consecuencia de un proceso proyectivo, la ganancia adicional de
goce obtenida en la zona erógena se articula con registros sensoriales, con
cualidades, que ya no son del orden de los afectos. Dice Freud que la zona
erógena se forma por un proceso proyectivo centralmente condicionado (1905),
es decir, un proceso psíquico determinado neurológicamente. Al mismo se adosa
un investidura pulsional (pulsiones de autoconservación y sexuales) de las
mucosas, los órganos sensoriales y otros puntos de la superficie corpórea.
Como hemos señalado en un capítulo anterior, la proyección, de origen
filogenético, tiene un carácter constitutivo del psiquismo que excede al de la
defensa y que podría enunciarse como ley general en cuanto a la constitución de
los espacios, las zonas y los objetos: una proyección no defensiva se encuentra
con un estímulo como soporte de lo proyectado gracias al cual se produce un
cambio de signo de displacentero a placentero.
Este proceso proyectivo permite que la tensión de necesidad surgida en el
interior y registrada en la periferia exterior como un prurito o picazón se
transforme en sensación placentera mediada por vivencias de satisfacción.

.. .la necesidad de repetir la satisfacción se trasluce por dos cosas: un peculiar


sentimiento de tensión, que posee más bien el carácter del displacer, y una sensación de
estímulo o de picazón, condicionada centralmente y proyectada a la zona er6gena
periférica. Por eso la meta sexual puede formularse también así: procuraría sustituir la
sensaci6n de estímulo proyectada sobre la zona er6gena por aquel estímulo externo que
la cancela al provocar la sensaci6n de la satisfacci6n. (Freud, 1905, pág. 167)

El recorrido que sigue la proyección de una tensión de necesidad en una zona


erógena es, según Spitz (1956), el del tracto digestivo en sentido inverso al del
ingreso de la comida en el estómago. Por un retroceso en el vínculo causal, el
alivio derivado de la resolución de la tensión de necesidad se articula con las
sensaciones dejadas por el alimento en la garganta, en la boca y en los labios.
A partir de este momento dos series de cualidades se articulan en la conciencia:
las de las variaciones en los desarrollos de afecto, en la gama placer-displacer, y
las de las percepciones de un objeto estimulante en la periferia corpórea, con lo
cual el psiquismo se abre a un comienzo de vinculación interpersonal.
La autoestimulación de los labios se constituye en el modelo placentero; los
labios besándose a sí mismos representan la confluencia entre fuente y objeto,
donde la zona erógena aparece generando su objeto; su expresión verbal sería:
el pecho es parte de mí; "El pecho es un pedazo mío, yo soy el pecho." (Freud,
1941f, (1938), pág. 301)
Los ojos funcionan en este momento siguiendo el mismo modelo autoerótico: el
niño mira los ojos de su madre en los cuales ve sus propios ojos mirándose. Lo
mismo ocurre en otras zonas erógenas. El objeto no aparece inscripto en el
aparato psíquico como tal sino como un estímulo generado por la zona erógena:
la imagen visual de la madre es generada por la vista, o la imagen táctil del
pezón generada por los labios. "La experiencia de apertura de la zona erógena
queda registrada, por ende, como un movimiento de autoengendramiento ilusorio
de sí." (Maldavsky, D., 1980, pág. 5)
Si bien cada zona genera su propio objeto en una configuración fragmentada que
Mahler describe como un archipiélago autoerótico de islas mnémicas, (Mahler y
otros, 1975) dichas islas podrían considerarse relacionadas por una sustancia
intersticial equiparable a un líquido que otorga una pseudo-unificación, sobre la
base de aquella armonización intrasomática lograda en el yo real primitivo.
El autoerotismo inicial culmina en el momento en que el niño se hace dueño de
su polo perceptual, gracias al enlace entre la erogeneidad periférica y la
sensorialidad ya investida desde la voluptuosidad. Es entonces que las hue llas
mnémicas, al ser reinvestidas, dan lugar al surgimiento de los primeros deseos,
derivados del esfuerzo por repetir las vivencias de satisfacción cuando resurge la
necesidad. Estos deseos se realizan a través del recurso alucinatorio que
acompaña y sostiene la actividad autoerótica. En el capítulo que sigue
desarrollaremos las funciones y destinos de la alucinación.
El placer autoerótico es un desarrollo de afecto, ya que es una re edición de una
vivencia de satisfacción; asimismo existen otros afectos que corresponden al
momento lógico del autoerotismo. Estos procesos afectivos deben ser considera-
dos preindividuales, ya que se dan en un momento del desarrollo anterior al
surgimiento de un yo unificado.
Terror y pánico han sido descriptos por Freud en 1921 cuando se refirió a la
dispersión que sufre una tropa en el momento en que se entera de que ha perdido
a su jefe. Ambos afectos pertenecen a la gama de la angustia, aunque diferentes
ya de la angustia automática. El primero surge cuando el niño no logra satisfacer
autoeróticamente una tensión de necesidad; la persistencia en el recurso
autoerótico culmina en un estado de pánico producto de que se ha perdido el
soporte que mantiene la estructura libidinal. Esto es: el niño succiona el chupete
alucinando el pecho; al no producirse el ingreso de alimento, se mantiene el
chupeteo en estado de terror, hasta que el incremento de la necesidad genera una
desestructuración intrapsíquica, una fragmentación en huellas mnémicas
correspondientes a zonas erógenas equivalentes. El momento del derrumbe de la
sobreinvestidura libidinal genera el estado de pánico.
Otros dos desarrollos de afecto han sido descriptos por D. Maldavsky (1986): el
frenesí de goce y el frenesí de cólera, correspondiente este último al momento en
que se impone la salida del autoerotismo por un estado de necesidad creciente.

UNIFICACION DE ZONAS EROGENAS. FASE ORAL SECUNDARIA

La superación del momento anteriormente descripto, el autoerotismo inicial,


consiste fundamentalmente en la separación del objeto de la zona erógena. La
coincidencia entre fuente y objeto se rompe debido a la intervención de un nuevo
proceso proyectivo, que sigue el mismo camino de progresiva externalización
que condujo a la apertura de zonas erógenas (Maldavsky, 1988) a partir de los
órganos en que se producen variaciones endógenas.
Esta proyección consiste en la expulsión del objeto que antes era concebido
como generado por la propia zona erógena. En este proceso la alucinación es
relevada por la exigencia de un objeto captado por la percepción como soporte
de la proyección. El objeto es puesto como causa de la impresión sensorial y,
como tal, marca el pasaje de la sensación a la percepción. Esta complejización
deriva de un movimiento constitutivo necesario, no contingente, que corresponde
a un proceso de autoconstrucción psíquica: la unificación de zonas erógenas y la
concomitante ligadura de huellas mnémicas.
El momento de superación del autoerotismo resulta de un trauma específico,
aquel que amenaza la lógica en la que el autoerotismo se sustenta: la
coincidencia entre fuente y objeto de la pulsión, entre fuente de la pulsión y
fuente del placer. La imposibilidad de mantener dicha lógica surge desde el
interior, por la acción de las pulsiones de autoconservación insatisfechas, y por la
eficacia de ciertas pulsiones sexuales que no pueden satisfacerse auto-
eróticamente; tal sería el caso del sadismo dentario que requiere de un objeto
exterior al propio cuerpo para alcanzar su meta. Freud señala (1950) que, cuando
el niño se frustra en el chupeteo acompañado del alucinar, se da un proceso
inhibitorio de la motricidad involucrada en el chupetear y la consiguiente
búsqueda de un registro perceptual que certifique la presencia del objeto de
satisfacción.
Como hemos visto en el apartado anterior, la caída del autoerotismo genera
ciertos desarrollos de afecto de la gama del terror y el pánico. Al estado de goce
autoerótico le sucede, por obra del resurgimiento de la tensión de necesidad
proyectada, una nueva sensación de prurito, que hace surgir un afecto
displacentero generador de una defensa: un movimiento hostil, expulsivo del
objeto en un espacio exterior. La forma, entonces, en que el aparato psíquico se
defiende de un trauma autoerótico consiste en que las percepciones son
proyectadas hacia afuera, pasando a formar parte del mundo externo. Se
derrumba así la concepción autoerótica según la cual el objeto es producido por
la propia sensualidad y se pasa a poner la causa de la percepción sensorial en un
término constituido como objeto.

Surgimiento del yo-placer purificado

Como hemos dicho al comienzo, el trauma autoerótico exige la salida del


autoerotismo, pero ello no es posible si no ocurre un proceso de síntesis,
consistente en la ligadura de las zonas erógenas y la correspondiente unificación
de huellas mnémicas. El proceso psíquico que llamamos unificación corresponde
a la constitución del yo-placer.
La producción de este yo está asociada a la investidura creciente de la piel, que
actúa como un conector entre las zonas erógenas. El desplazamiento libidinal
desde mucosas a piel es comandado por las pulsiones de autoconservación en
relación con la importancia sobresaliente que la piel tiene en múltiples funciones
vitales.
La unificación de zonas erógenas implica una articulación sobre la base de la
simultaneidad, en la cual alguna de ellas adquiere hegemonía sobre las demás.
Este registro articulado en torno al placer-displacer recibe una investidura libidi-
nal narcisista imbricada con la investidura de interés que le dio origen.
Durante el autoerotismo inicial, percepción e islas mnémicas eran coincidentes,
la percepción y la conciencia no aparecían en el lugar de la huella mnémica;
ahora, al unificarse diferentes islas mnémicas, es posible establecer una primera
diferencia entre percepción y memoria. Como hemos visto, la unificación de
zonas erógenas está asociada con el derrumbe de la concepción de un objeto
generado por cada zona, lo cual da como resultado que también el objeto se
constituya en unificado. Con este objeto proyectado fuera, el yo se reencuentra
vía identificación.

Identificación primaria. Narcisismo


La articulación de las distintas zonas erógenas procura moldes o patrones en
que el yo-placer encuentra una medida totalizadora, una imagen proyectada de
sí, basada en sensaciones olfatorias, cenestésicas, auditivas y visuales. Estos
moldes erógenos devuelven al niño imágenes para la identificación del yo, el cual
se reencuentra y encuentra también allí al objeto, investido como ideal, como
modelo. Cada tipo de proyección, va seguido de una identificación por la cual el
yo se constituye. La mente produce primero estos patrones a los que encuentra, luego,
como supuestas impresiones sensoriales a las cuales se esfuerza por adecuarse por
el camino de la identificación (Maldavsky, 1986). Mediante la proyección de la
erogeneidad en la sensorialidad, donde se configura el modelo, y la consiguiente
identificación con la imagen proveniente del mismo, el yo establece un vínculo con sus
propios procesos pulsionales. En el objeto investido como modelo, el yo encuentra la
satisfacción de sus necesidades y además un sentimiento de sí (Selbstgefuhl).
La identificación primaria designa el desplazamiento de investiduras que reúnen en un
todo al objeto con el yo, en un esfuerzo por saldar la diferencia entre ambos, al
constituir al yo según lo puesto en el objeto como modelo-ideal. La identificación
primaria reúne, antes de que surjan las diferencias, a la elección objetal anaclítica con
la narcisista, y la investidura del objeto es la misma que la del yo; el amor hacia el
objeto es indiscernible del amor al propio yo. Así como en un momento previo fuente y
objeto coincidían, ahora la coincidencia se da entre yo y objeto placiente, por obra de
la identificación.
Recordemos que Freud en numerosos textos se refirió a la identificación como un tipo
de pensamiento, incluyéndola dentro de aquellos actos psíquicos puramente internos
de los que hablamos cuando nos referimos al tema. Se trata de un acto interior que
produce un yo que es investido con interés y narcisismo.

Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que
agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se consti-
tuya. (Freud, 1914c, pág. 74)

Tanto la ligadura entre las zonas erógenas, de cuya apertura y carácter autoerótico
nos ocupamos en el capítulo anterior, como la identificación con un objeto creado a
partir de la síntesis pulsional derivan de un proceso interior, acto psíquico,
pensamiento inconsciente. Dichos pensamientos inconcientes implican
desplazamientos pulsionales que tienen como requisito la constitución de huellas
mnémicas entre las cuales se producirán los desplazamientos pulsionales. Como
hemos visto, este es el momento en que se establecen los nexos entre las primeras
huellas mnémicas; es, por lo tanto, el momento inaugural de ese acto psíquico que
llamamos narcisismo.
Debemos además establecer algunas diferencias entre la identificación y otro proceso
psíquico con el que tiene ciertas coincidencias: la introyección. Este último
mecanismo resuelve las exigencias pulsionales por el camino del vivenciar, de la
sensorialidad, de donde luego derivan representaciones. Por el contrario, la
identificación es tributada de un pensar inconciente, no contingente sino ineludible
para el psiquismo. Por otra parte, la introyección en su intento de incorporar al
objeto, no exige a la mente un cambio estructural. La identificación impone una
modificación psíquica más profunda, una intensa labor de acomodación a las
propiedades del objeto.
El yo-placer se constituye sobre la base de una identificación con la madre puesta en
el lugar de modelo. En 1921, Freud plantea cuatro lugares posibles en relación con el
otro: modelo, ayudante, rival y objeto. El lugar de modelo es el primero en surgir e
implica que su presencia garantiza la existencia del propio yo. En un vínculo de ser, no
de tener, se desea ser "uno con el otro"; supone la fusión con el otro. Hacia este
modelo se dirige un tipo de investidura que llamamos anhelo, añoranza o
nostalgia. (Freud, 1926d (1925)). La representación del cuerpo del niño pasa a
depender de la percepción de la presencia de la madre, garantía de su ser.
La meta de la pulsión oral secundaria es la devoración en la que se imbrican pulsión
de autoconservación y libido narcisista. Esta articulación es contradictoria, de carácter
ambivalente, ya que la devoración del objeto hace desaparecer al modelo, garante
del ser. De esta contradicción se deriva la inermidad del yo ante la pulsión de
muerte que impone la desestructuración. El yo para sostenerse requiere de la
asistencia y el amor del objeto e ideal.
Por otra parte, esta inicial imbricación entre los dos componentes de las
pulsiones de vida permite esbozar una primera oposición de Eros frente a la
pulsión de muerte gracias al recurso de la agresividad. En 1920 Freud describe
de qué manera la libido vuelve inocua a la pulsión de muerte, desviándola hacia
afuera con ayuda de la musculatura. Se transforma así, en pulsión de
destrucción, de apoderamiento, voluntad de poder. Anteriormente, en el
Proyecto, se había referido al uso de la motricidad en el intento de otorgar cierto
grado de conciencia a situaciones traumáticas. Con el surgimiento de la pulsión
oral secundaria aparece un rudimento de agresividad; el ejercicio de la
musculatura va a permitir defenderse de lo displacentero, proyectándolo fuera.
En esta fase, la musculatura masticatoria asociada a la defensa sólo posibilita
escupir o bien morder y devorar; en el primer caso, parte de lo que es yo se
pierde junto con ese objeto expulsado; en el segundo, el objeto hostil se vuelve
indiscernible del yo.
La limitación de la defensa hace que adquieran privilegio los estados afectivos.
De aquí deriva la pasividad motriz en esta fase, caracterizada por la dependencia
de un otro, aquél que posibilita el registro de las diferencias en términos de
placer-displacer.
El expulsar, como hemos visto hasta aquí, es idéntico a la defensa, pero también
puede tener otro sentido en el caso de que lo expulsado encuentre fuera un
soporte que lo cambie de signo.
Varios autores (Winnicott, 1971; Sami Ali, 1977) han destacado el valor de la
proyección de los estados pulsionales en el rostro materno. Este proceso
proyectivo supone que las sensaciones táctiles, gustativas, cenestésicas y los
estados afectivos correspondientes se trasmudan en términos visuales.
El esfuerzo proyectivo e identificatorio en el rostro materno no es una defensa,
sino una transcripción, un recurso para hacer conciente un estado pulsional o
afectivo, un modo de transformar cantidad en cualidad.
Dicha proyección culmina habitualmente en el hallazgo de un rostro sonriente
ante el cual el niño responde de la misma manera. La descripción del fenómeno
ha sido realizada por Spitz (1954) cuando se refiere al primer organizador, el cual
es conceptualizado en torno a la respuesta de sonrisa que surge ante una gestalt
compuesta por ojos, boca, nariz y un óvalo delimitante.
La constitución del rostro materno como espejo subraya fundamentalmente la
expresión afectiva en la que el yo se reencuentra visualmente. La producción de
esta especularidad es condición para procesar el conflicto ambivalente, en el
cual la devoración pone en riesgo al objeto amado. La sobreinvestidura de la
expresión facial garantiza la permanencia del clima afectivo a pesar de la
incorporación del objeto. En este proceso se da una ligadura del erotismo oral,
por su transformación en proceso identificatorio. Una perturbación posible ocurre
cuando no hay concordancia entre la expresión facial materna y el estado
afectivo del infante. En ese caso la necesidad de la identificación impone reducir
las diferencias adecuando los estados del niño a la expresión atribuida a la
madre.
Otro elemento destacable en este momento de la organización es la
identificación del niño con un nombre que otro profiere y al cual el bebé responde
con la totalidad de su cuerpo. Los sonidos que el niño emite tienen el valor de
una comunicación en el contexto de la identificación con el otro, permiten
expresar las emociones y reencontrarse en el propio ser.

Los juicios de atribución del yo-placer purificado

Hemos dicho que en esta fase la zona dominante en cuanto a la erogeneidad es la


oral; podríamos decir que, para el niño, el universo sensible pasa por la boca, todo lo
que ve, es aferrado y llevado a la boca. Conocer el mundo es chupado, morderlo y
luego, tragado o escupido.
Es allí, en la boca, donde se realiza un acto expulsivo que constituye un juicio en acto.
Dice Freud que una de las dos funciones del juicio consiste en atribuir una propiedad a
una cosa. "La propiedad sobre la cual se debe decidir puede haber sido originalmente
buena o mala, útil o dañina." (Freud, 1925h, pág. 254)
Esta función del juicio, la atribución, corresponde al yo placer purificado. Este yo recibe
su denominación debido a que (a través de los juicios de atribución) se apropia de lo
bueno o placentero, que pasa a constituir el yo, mientras que lo displacentero es
expulsado fuera.
Freud liga la función del juicio con los procesos pulsionales, de modo tal que, cuando
el yo-placer atribuye una propiedad buena o útil a una cosa, desde el plano de las
pulsiones surge un deseo. Desde este punto de vista el yo placer purificado es
coincidente con sus pulsiones ya que ambos se rigen por el principio de placer.
Sabemos que este yo está investido narcisísticamente, es objeto de la pulsión,
mientras que, en relación con el objeto, su lugar es de sujeto de la pulsión. Es desde la
posición de sujeto de la pulsión que el yo categoriza a los objetos según juicios de
atribución. Estos juicios permiten al yo discriminar en qué percepciones se reencuentra
y en cuáles no. Lo malo o perjudicial es proyectado mediante un acto desatributivo de
la propiedad buena o útil, cuya atribución previa lo había admitido en el yo. Dicho
movimiento desatributivo es fundamentalmente hostil; así como al yo real primitivo le
correspondía un exterior indiferente, desinvestido, a este yo de placer le corresponde
un no yo hostil.
La desatribución implica una expulsión del ser, el objeto desatribuido se constituye en
malo y es condenado a estar siempre disponible para la aniquilación. Su existencia de-
pende de "su ser para ser destruido" tal como ocurre en los vínculos ambivalentes
narcisistas.
Desde la teoría freudiana, el no yo es heterogéneo y no corresponde a lo que
entendemos como exterior. "Al comienzo son para él (para el yo-placer) idénticos lo
malo, lo ajeno al yo, lo que se encuentra afuera" (op. cit., pág. 254-5).
Intentaremos dilucidar en qué consiste esta superposición y de qué manera se van
produciendo y diferenciando dichos términos.
El movimiento hostil que constituye" lo malo" se despliega en esta fase en forma
rudimentaria. Recién en el momento lógico que sigue (véase capítulo IV. a), gracias al
uso de la musculatura voluntaria, es posible que de la vivencia de dolor se constituya
un objeto como causa, hacia el cual se dirigirá la hostilidad.
Lo ajeno, en cambio, deriva de otro proceso que comienza en el intento de
reencontrarse con el objeto vía proyección e identificación.
La constitución del rostro materno como espejo es el modo como describimos este
intento. El niño logra un sentimiento de sí al reencontrar en la expresión sensorial de
un rostro sonriente un estado pulsional propio. Lo extraño sería para él, al comienzo,
encontrar en el rostro que observa una expresión facial diferente a su estado pulsional,
más que encontrar un rostro diferente al de su madre.
Lo ajeno es una producción psíquica que proviene de otra producción psíquica previa,
la creación de lo familiar, más que de circunstancias objetivas. Para el niño, el
discernimiento del extraño deriva de un proceso en que antes supuso hallarse ante un
familiar. Cuando el bebé advierte que se halla ante un extraño supone que el cambio
ha ocurrido en el objeto y no en su propia mente que ahora capta diferencias. El
extraño es considerado un familiar que ha dejado de ser tal; un doble protector
pasa a constituirse en ominoso. (Freud, 1919). Se trata de un tipo de ominoso,
como trasmudación de lo familiar, que no proviene de un recurso defensivo,
como el que da origen a patología, sino de uno primordial, que deriva de la
producción psíquica de diferencias.
A los tres meses, momento del primer organizador, hay una proyección del
estado pulsional en ese rostro sonriente en el cual se reencuentra. A los ocho
meses, momento en que Spitz sitúa el segundo organizador, ("angustia de los
ocho meses"), el bebé se larga a llorar en presencia de un extraño.
Consideramos que el cambio se debe a que el niño ya no busca sólo una
expresión facial sino que pretende encontrarla en un rostro específico. La razón
para que ello ocurra es que se ha producido un refinamiento psíquico, un
proceso de complejización que deriva en la producción de rasgos distintivos. Ha
ocurrido un pasaje de la identificación con los estados afectivos a la identificación
con los rasgos visibles producidos también por proyección.
En este proceso de discernimiento entre familiar y extraño tiene un valor
particular la relación del niño con sus manos.

Sobre el prójimo, entonces, aprende el ser humano a discernir. Es que los componentes de
percepción parten de este prójimo, serán en parte nuevos e incomparables - por ej., sus rasgos
en el ámbito visual - ; en cambio, otras percepciones visuales -por ej., los movimientos de sus
manos-, coincidirían dentro del sujeto con el recuerdo de impresiones visuales propias, en un
todo semejantes, de su cuerpo propio, con las que se encuentran en asociación los recuerdos
de movimiento por él mismo vivenciados. (Freud, 1950a (18871902), pág. 376-77)

Al comienzo la mano tiene una función subordinada a lo oral en la que todo lo


aferrable es llevado a la boca, la mano misma es un objeto a ser chupado. Esta
función de prolongación autoerótica cede en parte en el momento en que el niño
la constituye en objeto visual, centrando su atención en ella. Es habitual observar
la forma gozosa en que el bebé contempla el movimiento de sus propias manos,
actividad en la que participan los adultos a través de juegos como "qué linda
manita".
Es en este momento que se produce, por obra de la motricidad, un pasaje de
una impresión visual del objeto a otra perteneciente al propio cuerpo. Las manos
se transforman en espejo así como lo fue el rostro materno, con la ventaja de no
depender en este caso de la presencia contingente del objeto materno. El
proceso de producción psíquica del extraño resulta anticipado por la relevancia
que adquiere la visión de las manos.
Otro elemento a destacar consiste en los desplazamientos interrogantes de las
manos sobre el propio rostro, que llevarán a buscar, en un segundo momento,
ahora en la visión de la mano, una imagen de los rasgos palpados.
Otra conducta infantil, en este caso imitativa, como es la de tocarse partes del
rostro ante el requerimiento de un adulto que hace lo propio (¿de quién es esa
naricita, de quien es esa boquita?), resulta de importancia en este desarrollo. Se
trata de establecer un nexo entre palabra, motricidad y rasgos distintivos. Este
enlace permite el establecimiento de un comienzo de preconsciente cinético,
sobre la base de la ligadura por simultaneidad entre motricidad y huella acústica,
que limita y hace más específico el movimiento proyectivo en su función de hacer
conciente lo inconciente. La constitución de rasgos discretos permanentes
posibilita diferenciar entre el rostro materno y el de los extraños.
En un momento posterior se va a alcanzar el discernimiento entre cuerpo e
imagen, resultado del esfuerzo por superar la contradicción entre anhelo y
percepción del objeto. El logro consistirá en que la madre esté presente en
imagen; cuando establecerse entre imagen perceptual e imagen virtual.
La diferencia entre un objeto corporal y su imagen no se da desde el inicio; Spitz dice
que el niño sonríe tanto ante un rostro sonriente, como ante una máscara sonriente.
Para Lacan, en el comienzo del estadio del espejo el niño parece suponer que su
imagen en el espejo es un cuerpo ajeno.
El proceso proyectivo que generó la expresión facial materna, como forma de
reencuentro con el propio cuerpo, debe ser reordenado. Una nueva lógica,
posiblemente derivada de la eficacia de la palabra, operará sobre lo proyectado, con lo
cual el destino de lo creado se separa del cuerpo propio y se constituye como imagen.
Este movimiento proyectivo resulta de una producción psíquica pasible de ser
rastreada desde el proceso alucinatorio como generador de una imagen. La
alucinación tiene dos funciones: permite satisfacer las pulsiones sexuales en
contradicción con las de autoconservación y hace posible otorgar conciencia a los
procesos pulsionales.
El incremento de la tensión de necesidad insatisfecha lleva a inhibir el chupeteo, con lo
cual la alucinación se mantiene pero sin conducta autoerótica y sin el sentimiento de
convicción que la acompañaba. El mantenimiento de la imagen alucinatoria se debe a
que no existe otra forma de hacer concientes los procesos pulsionales. Sólo es posible
abandonada cuando aparece esa forma de preconsciente, que hemos mencionado al
referimos a la investidura de la visión de las propias manos y al nexo establecido entre
partes del cuerpo y sus nombres emitidos por una voz ajena.
Sin embargo, en este tiempo, aunque las palabras están inscriptas, no es posible
proferidas (véase cap. IX a), lo cual deja all1ifio a merced de palabras ajenas; el
cuerpo y sus partes pertenecen a quien lo designe. El fracaso en el esfuerzo por
proferir las palabras oídas desemboca en estallidos afectivos; este yo por lo tanto es
incapaz de inhibir sus desarrollos de afecto cuya causa es puesta fuera de sí.

Desarrollos de afecto. Objeto transicional

Los afectos que surgen en el momento lógico correspondiente al yo-placer aparecen


en la obra freudiana bajo diferentes nombres pertenecientes a tres gamas
principales: desesperación, cólera y goce.
El yo que padece los estallidos afectivos atribuye su estado a un desarrollo de
afecto similar surgido en el modelo, con el cual se identifica; este yo por lo tanto
está fuera de sí, en otro, en el ideal que garantiza el ser.
El estado de goce o júbilo adviene en el momento en que el yo se reencuentra
en la percepción del rostro materno con cuya imagen se identifica. El goce en
este momento difiere del goce en el autoerotismo inicial cuando surge la posibili -
dad de inscribir un plus de placer asociado a la satisfacción de la necesidad. En
la fase oral secundaria, el goce ligado a la voluptuosidad orgánica deriva, en alto
grado, de procesos psíquicos en los que se juegan identificaciones vinculadas
con el deseo de ser.
La cólera surge al frustrarse un deseo hostil generado por fracaso en la tentativa
de expulsar lo displacentero. La desesperación irrumpe cuando existe una
intensa investidura de anhelo de una huella mnémica y no aparece de manera
simultánea o casi simultánea el objeto en la percepción.

... aun no puede diferenciar la ausencia temporaria de la pérdida duradera; cuando no ha visto
a la madre una vez, se comporta como si nunca más hubiera de verla, y hacen falta repetidas
experiencias consoladoras hasta que aprenda que a una desaparición de la madre suele
seguirle su reaparición. La madre hace madurar este discernimiento, tan importante para él,
ejecutando el familiar juego de ocultar el rostro ante el niño y volverlo a descubrir, para su
alegría. De este modo puede sentir, por así decir, una añoranza no acompañada de
desesperación. (Freud, H126d, pág. 158)
Para el niño, que por un proceso de complejización psíquica ha producido el
discernimiento entre familiar y extraño, encontrarse con un rostro desconocido no
es entendido como el resultado de un cambio interno, como efecto de su
maduración, sino de una modificación en el objeto. Lo familiar se ha vuelto
extraño, ominoso, y eso lo lleva a la desesperación, afecto que si se desarrolla
plenamente desemboca en un trauma. Cuando la investidura es de anhelo, el yo
es incapaz de ejercer algún tipo de inhibición; por lo tanto, cuando surge la
tensión de necesidad la única manera de transformar cantidad en cualidad es el
encuentro proyectivo en la percepción del objeto. Si éste no se halla disponibl e,
el yo sucumbe como estructura y se desorganiza. El estado de desesperación
constituye una herida por la cual la libido narcisista se pierde en forma
hemorrágica en esa mezcla de dolor y angustia que la caracteriza.
En el caso de que la madre no esté presente, o de que la intensidad pulsional
sea excesiva y no exista objeto sensorial capaz de ligar una erogeneidad
hipertrófica, la crisis de desesperación se producirá. Si esta situación se
mantiene sin que intervenga una defensa, los procesos identificatorios que
determinan el "sentimiento de sí" resultan aniquilados, dejando una fijación
duradera en el trauma. La manera de evitar dicha fijación consiste en apelar a
una proyección, esta vez defensiva, en un objeto transicional.

Introduzco los términos "objetos transicionales" y "fenómenos transiciona1es" para designar la


zona intermedia de experiencia, entre el pulgar y el osito, entre el erotismo oral y la verdadera
relación de objeto, entre la actividad creadora primaria y la proyección de lo que ya se ha
introyectado, entre el desconocimiento primario de la deuda y el reconocimiento de ésta.
Mediante esta definición, el parloteo del bebé y la manera en que un niño mayor repite un
repertorio de canciones y melodías mientras se prepara para dormir se ubican en la zona
intermedia, como fenómenos transicionales, junto con el uso que se hace de objetos que no
forman parte del cuerpo del niño aunque todavía no se los reconozca del todo co mo
pertenecientes a la realidad exterior. (Winnicott, H) 71, pág. 18)

Este objeto es investido de manera narcisista, como aquello que ha salido de


uno mismo. La forma en que se genera el objeto transicional es mediante la
expulsión de ciertas sustancias consideradas interiores, como estimulantes en
las mucosas y que se separan no por malas, sino por nocivas. (En el contexto de
los juicios de atribución caben dos series de propiedades diferentes respecto de
los objetos, según interesen a las pulsiones sexuales o de autoconservación;
para las primeras la atribución es: bueno-malo, para las segundas: útil-
perjudicial.) Estas sustancias no tienen como destino perderse sino encontrarse
en otro lugar; la proyección no lleva a una separación definitiva del objeto
excitante en la mucosa. La cesión de este objeto voluptuoso en un lugar que es
extensión del yo abre el camino a la sensorialidad.
Vemos funcionar la ley fundamental de constitución de objetos y espacios: lo que
fue proyectado por su carácter nocivo o displacentero, encuentra fuera un sostén
que lo cambia de signo.
En el osito, la sabanita, o cualquier objeto que cumpla con la condición de
haberse impregnado con sus excreciones, (lágrimas, mocos, sudor, etc.), el bebé
encuentra como estado yo aquello expulsado en un momento anterior y que
hubiera podido perderse en el no yo de no mediar el objeto constituido en ese
lugar intermedio que pasará a funcionar como fuente de amparo.
El objeto transicional es usado para conciliar el sueño o cuando el niño reclama
en vano a su madre y en toda situación que requiere de un consuelo,
permitiendo que la desesperación se mantenga en amago, sin desarrollo pleno.
Este recurso defensivo, útil y necesario implica una regresión de una imagen
visual a otras en que predomina lo olfativo, gustativo y táctil.

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