Intimidades Masculinas - Walter Riso PDF

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INTIMIDADES
MASCULINAS
Sobre el mito de la fortaleza masculina y la supuesta incapacidad de los hombres para amar
Walter Riso

Biblioteca de autoayuda
FORO VIVIRLIBRE.ORG
Febrero 2007
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Para vivir mejor

Si el invierno dijese: "En mi corazón está la primavera", ¿le creerías?

GIBRÁN JALIL GIBRÁN

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A Nancy, amiga, amante y compañera.


A su manera de sentir y vivir el amor.
A los colores que son su vida y a las flores que son su primavera interior.
A tantos silencios compartidos y al ruido cariñoso de sus abrazos.
Para ella, que bebe de la misma fuente de inspiración donde nació este libro.

CONTENIDO
I NT R O DU CC I ÓN
No es tan fácil ser varón

PARTE I

¿CUÁL SEXO FUERTE?


Algunas consideraciones sobre la supuesta
fortaleza del varón y su natural
debilidad humana

El paradigma de la fortaleza masculina


La desmitificación del héroe

Tres debilidades psicológicas masculinas

1. El miedo al miedo
2. El miedo a estar afectivamente solo
3. El miedo al fracaso
E

l derecho a ser débil

PARTE II

¿PUEDEN Y SABEN AMAR LOS HOMBRES?


Acerca del mito de la insensibilidad masculina y su supuesta incapacidad de amar

El conflicto emocional primario

Sobre la pugna afectiva interior del varón y la falsa incompatibilidad entre agresión y ternura

1. El guerrero interior y el culto a la violencia: la exaltación de los sentimientos negativos

2. El control emocional y la represión de los sentimientos positivos

3. Al rescate de la amistad masculina: cuando el varón quiere al varón

El conflicto afectivo con lo femenino

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INTRODUCCIÓN
No es tan fácil ser varón

Ser hombre, al menos en los términos que demanda la cultura, no es tan fácil. Esta afirmación, descarada
para las feministas y desconcertante para los machistas, refleja una realidad encubierta a la que deben
enfrentarse día a día miles de varones para cumplir el papel de una masculinidad tonta, bastante
superficial y potencialmente suicida.

Pese a que la mayoría de los hombres aún permanecen fieles a los patrones tradicionales del "macho"
que les fueron inculcados en la niñez, existe un movimiento de liberación masculina cada vez más
numeroso, que rehúsa ser víctima de una sociedad evidentemente contradictoria frente a su desempeño.
Mientras un grupo considerable de mujeres pide a gritos mayor compasión, afecto y ternura de
sus parejas masculinas, otras huyen aterradas ante un hombre "demasiado suave". Los padres
hombres suelen exigir a sus hijos varones una dureza inquebrantable, y las maestras de escuela un
refinamiento tipo lord inglés. El mercadeo de la supervivencia cotidiana propone una competencia tenaz y
una lucha fratricida, mientras que la familia espera el regreso a casa de un padre y un marido
sonriente, alegre y pacífico. De un lado el poder, el éxito y el dinero como estandartes de autorrealización
masculina, y del otro la virtud religiosa de la sencillez y la humildad franciscana como indicadores de
crecimiento espiritual.

Una jovencita de 19 años describía su hombre ideal así: "Me gustaría que fuera seguro de sí mismo,
pero que también saque su lado débil de vez en cuando; tierno y cariñoso, pero no empalagoso;
exitoso, pero no obsesivo; que se haga cargo de una, pero que no sea absorbente; intelectual, pero
que también sea hábil con las manos...". Cuando terminó su larga descripción le contesté que un
hombre así sería un interesante caso de personalidad múltiple.

No es tan sencillo ser, al mismo tiempo, fuerte y frágil, seguro y dependiente, rudo y tierno, ambicioso y
desprendido, eficiente y tranquilo, agresivo y respetuoso, trabajador y casero. El desear alcanzar estos
puntos medios, que entre otras cosas aún nadie ha podido definir claramente, creó en la mayoría de los
hombres un sentimiento de frustración permanente: no damos en el clavo. Esta información contradictoria
lleva al varón, desde la misma infancia, a ser un equilibrista de las expectativas sociales: a intentar quedar
bien con Dios y con el diablo.
No me refiero a los típicos machistas, sino a esos hombres que aman a sus esposas y a sus hijos de
manera honesta y respetuosa, pero que no han podido desarrollar su potencial humano masculino por
miedo o single ignorancia. Hablo del varón que teme llorar para que no lo tilden de homosexual, del que sufre
por no conseguir el sustento, del que no es capaz de desfallecer porque "has hombres no se dan por
vencidos", del que ha perdido la posibilidad de abrazar y besar tranquilamente a sus hijos, estoy men-
cionando al hombre que se autoexige exageradamente, que ha perdido el derecho a la intimidad y que debe
mostrarse inteligente y poderoso para ser respetado y amado. En fin, estoy aludiendo al varón que se
debate permanentemente entre los polos de una difusa y contradictoria identificación, ti-atando de
satisfacer las demandas irracionales de una sociedad que él mismo ha diseñado y que, aunque se
diga lo contrario, aún no está preparada para ver sufrir realmente a un hombre de "pelo en pecho".

Muchos hombres reclaman el derecho a ser débiles, sensibles, miedosos e inútiles, sin que por tal razón
se los cuestione. El derecho a poder hablar sobre lo que sienten y piensan, no desde la soberbia ni
para justificarse de los ataques insanos del resentimiento feminista, sino desde la más honda
sinceridad.

Afirmar que el hombre sufre no significa desconocer los problemas del sexo femenino. Las mujeres se han
preocupado por su emancipación desde hace tiempo, y han expresado > su sentir por todos los medies

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disponibles a su alcance: un ejemplo a seguir por los hombres. Sin embargo, no creo que la liberación
masculina deba establecerse sobre la base de la incriminación, la condena y la subestimación por el
sexo opuesto, tal como lo hicieran los pensadores de finales de siglo como Schopenhauer, Nietzsche y
Freud; ni tampoco a partir de una autodestructiva culpa milenaria por todos los desastres de la raza
humana, como lo han querido sugerir algunos varones arrepentidos de su propio género. El mundo
ha sido construido y depredado por ambos sexos. La frase lapidaria de Krishnamurti va dirigida
tanto a hombres como a mujeres: "Si realmente amáramos a nuestros hijos, no habría guerras". Asumir
la responsabilidad absoluta del deterioro del planeta y de la humanidad es un sacrificio innecesario,
además de injusto.

Si consideramos las aparentes prebendas con las que cuenta el sexo masculino, algunas
mujeres se asombran de que ciertos varones mostremos insatisfacción con el papel que nos toca
desempeñar: "¿Liberarse de qué?", "¿Más liberación?`," ¿No les parece que nos han hecho ya
bastante daño apropiándose de todo cuanto hay?". Basta hacer referencia a la insatisfacción
masculina, para que algunas voces femeninas se alcen: "¿Y acaso nosotras no sufrimos?". Nadie lo
niega.

Una mujer que conocí no hace mucho, era incapaz de sostener una conversación con un hombre sin
esgrimir alguna consigna antimasculina. Cuando pude expresarle mis opiniones frente a los problemas
que debemos enfrentar los varones, me echó la culpa de las paupérrimas condiciones laborales a las
cuales eran sometidas las mujeres durante la revolución industrial. Cuando le repliqué que yo todavía
no había nacido en aquella época, se levantó furiosa y se fue, sin antes hacerme personalmente respon-
sable por la explotación que el señor feudal ejercía sobre las siervas de la gleba (obviamente, no sobre
los siervos).

¿Por qué se subestima el sufrimiento masculino? ¿De dónde viene esa extraña mezcla de asombro
e incredulidad cuando un varón se queja de su papel social? Se da por sentado que las supuestas
ventajas de las que goza el hombre son incuestionables, y por lo tanto, cualquier queja al respecto debería
ser considerada como una prueba más del afán acaparador y de la ambición desmedida que lo ha
caracterizado. "¿Cómo es posible que quieran más?". La respuesta es sencilla: querernos menos.
Desde la perspectiva de la nueva masculinidad, las pretendidas reivindicaciones y ganancias del
poder masculino machista son un verdadero encarte.

El nuevo varón quiere estar acorde con un despertar espiritual del cual se ha rezagado
considerablemente, desea menos capacidad de trabajo, más afecto, más acercamiento con sus hijos y
más derecho al ocio. Ya no quiere estar aferrado a los viejos valores verticalitas que fundamentaron la
sociedad patriarcal. El nuevo varón está cansado de ostentar un reinado absurdo y esclavizarte, tan
envidiado por las feministas de primera y segunda generación. Al nuevo varón no lo inquietan los
míticos ideales de éxito, poder, fuerza, autocontrol, eficiencia, competitividad, insensibilidad y agresión.
Les regalamos el botín y deponemos las armas: no nos interesan.

Muchos hombres desean volver a las fuentes originales del poder masculino, que no se alimenta de
la explotación y la imposición sino de una profunda humanidad compartida. La liberación masculina no
es una lucha para obtener el poder de los medios de producción, sino para desprenderse de ellos.
La verdadera revolución del varón, más que política, es psicológica y afectiva. Es la conquista de la
libertad interior y el desprendimiento de las antiguas señales ficticias de seguridad. Tal como dice el
refrán: "No es rico el que más tiene, sino quien menos necesita". Y los hombres debemos reconocerlo:
hemos necesitado de demasiadas cosas inútiles para sobrevivir.

La nueva masculinidad no quiere quedar atrapada en la herencia salvaje y simiesca que tanto
aplaude y festeja la cultura. Tampoco desea reprimir o negar la propia biología, sino superarla,
transformarla e integrarla a un crecimiento más trascendente. El estereotipo tradicional del varón lo ha
mantenido atado al patrón biológico, fomentando y exagerando, directa o soterradamente, un sinnú-
mero de atributos primitivos que ya han perdido toda funcionalidad adaptativa. En la moderna jungla de

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asfalto, "valores" como la fuerza física, la valentía, la violación y la agresión física, sólo para citar
algunos, ya no definen al más apto. En este sentido, pienso que las mujeres han logrado independizarse
mucho más que nosotros de los viejos arquetipos. Insisto: la idea no es suprimir nuestras raíces, ni
reprimir las expresiones naturales que surgen de las mismas, sino cortar aquellos lastres disfuncionales que
nos impiden avanzar hacia una nueva existencia. Es imprescindible desbloquear el estancamiento
evolutivo en el que nos encontramos. Ni la cruel genética determinista ni el ingenuo ambientalismo
relativista: independencia y evolución. Dos claves, dos premisas, dos banderas.

Por último, vale la pena señalar que, aunque a través de la historia se han hecho varias revisiones al
papel del hombre, el cuestionamiento actual del varón parece insinuarse de una manera más profunda
que en las anteriores. A diferencia de la crisis masculina de los siglos XVII y XVIII en Francia e Inglaterra,
donde solamente los hombres de las clases dominantes asumieron un papel más femenino y pacifista
en oposición a la brutalidad masculina previa, el trance actual parece ser más generalizado y radical, no
sólo por la magnitud geográfica sino, además y principalmente, por los valores que afecta. Un nuevo
hombre está naciendo. Algo se está gestando en el varón y no viene de afuera. Ese extraño presagio
masculino, que se hace sentir fuertemente en las nuevas generaciones de adolescentes varones, lleva
implícito un singular mensaje de amor que debemos aprender a descifrar. El presente libro es una con-
tribución a ese objetivo.

PARTE 1
¿CUÁL SEXO FUERTE?

Algunas consideraciones sobre la supuesta


fortaleza del varón y su natural
debilidad humana

Los hombres no somos, definitivamente, tan fuertes como la cultura ha querido mostrar. Más aún,
en muchas situaciones donde sería propicio manifestar la tal fortaleza masculina, ésta brilla por su
ausencia. Independientemente de las causas del estereotipo social que estigmatiza a un varón
recio e indoloro, es indudable que los propios hombres, tal vez en respuesta a las deficiencias de un
ego que necesita ser constantemente admirado, hayamos mantenido y promocionado esta imagen
alterada de la masculinidad que, además de no ser honesta, nos ha traído más desventajas que
ventajas. De hecho, muchos varones están hartos de jugar el papel de un superhombre carente de
adrenalina, inerte ante el sufrimiento y totalmente autosuficiente. Si la mayoría de los hombres
siente miedo, no soporta la soledad, le agobia la idea del fracaso y no muestra el mínimo indicio
de hacer abdominales, ¿de cuál sexo fuerte estamos hablando?

El paradigma de la fortaleza masculina

La fuerza física fue muy importante en los niveles preestatales de la civilización. El poder muscular
permitíaasegurar la vida en dos sentidos fundamentales. Por un lado, hacer la guerra requería de
hombres fornidos que pudieran cargar armas y enfrentar la contienda corporal. Por el otro, si por
cualquier razón el hábitat se volvía hostil y difícil, el músculo comenzaba a ser determinante para la
supervivencia. Cuando las dos condiciones mencionadas ocurrían, los hijos hombres se privilegiaban
sobre las hijas mediante prácticas tan espantosas como el infanticidio femenino y otras barbaridades
demográficas. Los hombres fuertes fueron necesarios y posiblemente, por tal razón, acceder a esta
categoría implicaba un esfuerzo especial.

Los ritos de iniciación masculina que realzan la fortaleza han existido en casi todas las culturas y a
través de todos los tiempos. Desde la severa formación espartana de los griegos y los caballeros de la
Edad Media hasta el traumático servicio militar, todos, sin excepción, parecen compartir el mismo

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principio: para hacerse hombre y ser reconocido como tal, es necesario sufrirIncluso en la
actualidad, muchos grupos tribales y aldeanos someten a sus jóvenes varones a pruebas extraor-
dinarias de fuerza y entrenamiento para resistir el dolor y el miedo, exponiéndolos a elementos nocivos,
mutilaciones físicas y enfrentamientos con terribles alucinaciones provocadas por droga.
Curiosamente, aunque también existen rituales femeninos de pubertad, además de ser muchísimo
más cortos, no están orientados a producir dolor sino aislamiento y tedio. En el hombre, la fuerza; en la
mujer, la paciencia.

Pese a que el poder masculino ha sido trasladado del garrote del troglodita al maletín del ejecutivo, la
fuerza física aún es un requisito importante de masculinidad para muchos hombres y mujeres. Esta
creencia puede generar en los jóvenes varones un trastorno opuesto a la anorexia femenina, pero
igualmente grave: en vez de Twiggy, Charles Atlas. Muchos adolescentes hombres muestran serios
problemas de autoestima y autoimagen porque se perciben a sí mismos como enclenques,
demasiado flatoso alejados del patrón "fornido" tradicional: "Me gustaría tener más espalda","Quisiera ser
más grueso", "Mis brazos son raquíticos", y así. Sentirse alfeñique es una de las torturas más grandes
por las que puede pasar un muchacho. El silogismo es claro, aunque falso: "Un verdadero hombre debe ser
fuerte, la fortaleza está en los músculos. Yo no tengo suficiente desarrollo físico, por lo tanto soy poco
hombre y poco atractivo". Una trampa aristotélica mortal que los puede llevar a incrementar
obsesivamente sus proporciones, de cualquier manera y a cualquier costo, anabólicos
incluidos. En tiempo de playa y sol, la discriminación es clara: las mujeres ocultan su celulitis
envolviéndose en una toalla, y los hombres esconden su escasa caja toráxica debajo de una holgada
camiseta que no se quitan por nada del mundo.

No estoy diciendo que la educación física deba abolirse, indudablemente el cuidado del cuerpo es
importante, además de saludable, pero una cosa es conservarlo y cuidarlo sanamente, y otra muy
distinta hacer que la auto- aceptación dependa en forma exclusiva de las medidas corporales. La
fortaleza física no es una cualidad intrínseca y determinante de la masculinidad, ni mucho menos. Si el
varón reduce su hombría a los músculos, reemplazará el pensamiento por el sudor, y eso sí que es grave.
Pero el problema de la fuerza no termina ahí. La supuesta reciedumbre masculina también implica
valentía, dominancia y seguridad en cantidades industriales. Un paquete de exigencias muy difícil de
obtener. La gran proporción de varones que todavía aspiran a esta quimera son producto de un
condicionamiento valorativo, claramente autodestructivo y deshumanizarte.

¿En realidad necesitamos ser física y psicológicamente tan poderosos como queremos mostrar?
¿Para qué esforzarnos las veinticuatro horas por parecer duros, si de todas maneras nos van a
descubrir cuando nos conozcan mejor? ¿A quién queremos engañar con semejante pantomima?
Muchas mujeres recién casadas, que han tenido noviazgos cortos y no han podido conocer bien a sus
cónyuges, se quejan de que su marido ha cambiado demasiado desde el matrimonio y ya no parece ser
el mismo. Una de mis pacientes relataba así la transformación de su flamante marido: "Es otra
persona... La seguridad en sí mismo, la iniciativa y la gran capacidad para resolver problemas de manera
diligente, que tanto me habían impactado, desaparecieron de la noche a la mañana... Me acosté con
un hombre y amanecí con otro...". En realidad, muchos hombres inseguros se mienten a sí mismos y a
los demás mostrando un patrón de fortaleza inexistente, a la espera de ser aceptados. No es un juego de
seducción, sino un mecanismo supremamente peligroso y dañino para compensar una autoestima
endeble.

Si bien es cierto que un grupo nada despreciable de mujeres aún se inclina ante unos buenos bíceps
(basta con asistir a cualquier película donde Antonio Banderas o Tom Cruise se quitan la camisa para
confirmarlo), y admira a un hombre que enfrente el peligro sin pestañear, debemos reconocer que otra
parte de la demanda femenina ha dejado de exigir este prehistórico requisito. El problema parecería
surgir cuando la mujer de nuestros sueños está, abierta o suterradamente, en el grupo "pro John
Wayne".

Una anécdota apoya lo anterior. Hasta hace poco, en algunos bares de Medellín (Colombia) solía

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haber un servicio muy especial. Además del vendedor de rosas y el guitarrista, existían unos sombríos
personajes que ponían en jaque el orgullo masculino. El sujeto se acercaba con una cajita de la cual
asomaban una manivela y dos cables con dos electrodos gruesos en cada punta. La consigna era
definitivamente insinuante y difícil de ignorar para cualquier varón que se apreciara de serlo: "Pruebe
a ver qué tan hombre es... Pruebe la fuerza... Sólo dos mil pesitos". El reto resultaba ineludible, no sólo
para exhibirnos ante la amiga de turno sino, además y muy secretamente, para reafirmar esa arcaica
reminiscencia de supremacía masculina que, lo quemarnos o no, todavía se ocultaen cada uno de
nosotros. El show comenzaba cuando se contrataba el servicio de choques eléctricos. Ll osado varón
se agarraba de ambos trozos de metal y el "verdugo", con cierta cara de satisfacción ladina, daba
vuelta a la manivela para ver cuánta intensidad podía soportar la víctima. Si se aguantaba bastante,
los vecinos de mesa le mandaban un trago de cortesía y algunos aplausos acompañados de efusivas
felicitaciones, pero si el lado flaco traicionaba al sujeto y soltaba los electrodos demasiado rápido, o
asomaba algún indicio de dolor, era abucheado y su reputación se veía seriamente afectada.

Recuerdo que uno de mis amigos, profesor de literatura y filosofía, una especie de Woody Allen
latinoamericano, quizás influenciado por algunos aguardientes de más, decidió aventurarse a medir su
resistencia al dolor. Creo que debió ser el récord de menor tiempo en toda la historia. Duró tan poco
que el vendedor de choques, quien no perdonaba una, decidió no cobrarle. Ni burlas hubo. Sólo
silencio y algunas miradas de pesar. Su novia, una estudiante de antropología defensora de la
igualdad entre sexos y aparentemente superada de todo vestigio machista, no pudo ocultar su
desconcierto e incomodidad: "¿Qué te pasó?", murmuró en voz baja. Él, frotándose y soplándose los
dedos, se limitó a contestar sinceramente: "¡Es horrible! ¡Me quemó!". Ella, al darse cuenta de su
exabrupto antifeminista, trató de enmendar la metida de pata y lo abrazó con ternura: "No importa, mi
amor... De todas maneras, yo te quiero igual...".

Es evidente que aunque la cosa esté cambiando, la debilidad masculina no se digiere con facilidad.
En particular frente al tema del dolor, pienso que la mujer sale mejor librada que el hombre. Si los
hombres tuviéramos que parir, el planeta estaría despoblado.
La nueva masculinidad no exige tanto. Un hombre débil puede ser tan varonil como femenina una
mujer fuerte. Para ser varones no tenemos que colgarnos de los pulgares, ni rompernos la espalda
levantando pesas, ni soportar estoicamente las angustias y asumir el papel de un decadente Rambo,
un imperturbable Hombre Marlboro o un atlético e insípido Sansón. Basta con que dejemos traslucir lo
que de verdad somos, sin pretender vender una idea distorsionada de lo esencialmente masculino.
Tenemos el derecho a que la natural fragilidad que anida en cada uno de nosotros haga su aparición, y
a no sentir vergüenza por ello. Al que no le guste, que no mire.

La desmitificación del héroe

Tal como afirma Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, la aventura del hombre como héroe
aparece una y otra vez en leyendas, tradiciones y rituales de todos los pueblos del mundo: en los
mitos polinesios y griegos, en las leyendas africanas, en los cuentos de hadas célticos y en la mayoría
de los simbolismos religiosos. Siempre, de una u otra manera, el peso de la figura heroica está
presente en la cultura y en la pedagogía que de ella se desprende. Aunque muchos padres
hagan lo posible por no seguir la tradición, la aspiración a ser un paladín se cuela, evidente o
subrepticiamente, en las formas más modernas de entretenimiento infantil y adulto. Las legiones de
superhéroes, escritas y filmadas, invaden el mercado creando valores que recuerdan las épicas más
famosas, obviamente más modernas y domésticas. Cuando un niño juega con la espada o el rayo
láser, cuando manipula algún robot de control remoto o imita a Peter Pan, está representando el oficio
del héroe: el camino y la fórmula para ir a enfrentarse con fuerzas fabulosas y regresar
triunfante. No importa si se trata de dragones, cancerberos, monstruos de mil cabezas o de la
Segunda Guerra Mundial, el cuento es el mismo. Desde Prometen, Jasón, Eneas, Hércules, Moisés y

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Ulises, hasta Robin Hood, el Llanero Solitario, Superman y Robocop, la morfología de las grandes gestas
contiene riesgo, espíritu de aventura, autodeterminación, valentía sin límites, habilidades deslumbrantes
y, claro está, desprendimiento de la propia vida; además, los héroes no conocen el fracaso y casi
siempre son hombres.

No es fácill para un niño renunciar a ser un adalid, si la esperanza de la familia y la humanidad, tal
como muestra la antropología del mito, añora y repite sistemáticamente la misma historia secular de
proezas. Analizado desde un punto de vista más complejo, quizá sea la propia estructura inconsciente
masculina la que posea implícita la sentencia de buscar satisfacer los sueños de grandeza de una
sociedad perturbada, que pretende redimirse a sí misma. Parecería que los héroes hacen falta.

No obstante, para muchos hombres, dentro de los que me incluyo, el antihéroe es nuestro preferido.
Las ventajas saltan a la vista: el antihéroe no debe iniciar ninguna partida (no hay gestas en
tierras lejanas), no hay pruebas que pasar (no se necesitan victorias o iniciaciones), y no hay retorno
triunfante (no hay nada conquistado). El antihéroe rompe el mito y destroza la propia y asfixiante
demanda fantástica de la tradición patriarcal. El antihéroe no quiere doncellas, ni corceles ni rescatar a
nadie; tampoco añora el peligro para ponerse a prueba, ya que no hay nada que probar; se niega a la
demencia brutal del típico combatiente, y no ve a la mujer como una tentación que debe evitar para llevar
a feliz término su gesta ególatra. El antihéroe no quiere ser santo, redentor, emperador, ni dueño de
ningún reino. El antihéroe quiere abrazar en silencio, dormir en calma, amar intensamente y,
¿por qué no?, ser rescatado por alguna heroína valiente y atrevida, de esas que no aparecen en los
cuentos.

El típico varón gasta gran parte de su energía en parecerse al modelo heroico que la cultura le ha
inculcado. No importa si se trata de San Martín, Bolívar, Onassis o Rockefeller, la fantasía está ahí.
Como una espina clavada en su altar ego, el hombre transita por el mundo buscando alguna proeza que
dé un motivo a su vida. Si pudiéramos medir el tiempo que los varones invertimos en este tipo de desvaríos,
sin lugar a dudas quedaríamos sorprendidos.

Nos guste o no, detrás de toda empresa masculina, ya sea económica, deportiva o intelectual, hay un
sentido épico que busca concretarse. ¡Qué agotadora tarea ésta, la de buscar hazañas y romper récords
Guinnes!

En franca oposición a este estilo legendario, la liberación-masculina pretende soltar la mente de tanto
complejo de superioridad y dejar salir al antihéroe personal, ese que gallarda y mansamente reposa
en cada uno de nosotros. Ese que escapa, tropieza, cae, se levanta, insiste, vuelve a caer y arranca. El
que vive y persiste, aunque muchas veces no sabe qué hacer. Me refiero sencilla y llanamente al
varón normal, despojado de todo atributo sobrenatural y sin más carga que su propia identidad.

Tres debilidades psicológicas masculinas

Aunque las fragilidades psicológicas masculinas podrían llenar varios tomos de una enciclopedia
(ellas irán apareciendo a lo largo del presente texto), aquí sólo señalaré tres miedos básicos, por lo
general encubiertos por el ego, comunes a casi todas las culturas, altamente dañinos y
mortificantes para aquellos varones que aún se empecinan en ser duros, intrépidos y osados.
Éstos son: 1) el miedo al miedo, 2) el miedo a estar afectivamente solo y 3) el miedo al fracaso.
Veamos cada uno en detalle.

1. El miedo al miedo

Un hombre miedoso no es bien visto en ninguna parte. Es posible que algunas mujeres de fuerte instinto
maternal se sientan momentáneamente enternecidas, o que algunos varones voluntarios de la Cruz
Roja Internacional se apiaden, pero a la larga o a la corta un desprecio ancestral y muy visceral hace su
aparición. Como sí no hiciera honor a su especie o pusiera en peligro la subsistencia de la misma, el

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varón cobarde es segregado y seriamente cuestionado, no sólo por las mujeres, sino también y principal-
mente por los hombres.

Hace unos años, después de haberme separado, fui a vivir a un nuevo apartamento. Recuerdo que el
portero encargado, un hombre de unos sesenta años, tal vez por mi condición de "solo", se
mostraba especialmente amable y colaborador. Siempre interpreté su actitud servicial como una
forma de solidaridad y complicidad de género. Cuando yo llegaba con una amiga me abría la puerta del
garaje con un guiño, o si recibía alguna visita femenina, su anuncio llevaba implícito un tono de anuencia
con licencia para delinquir. Como si dijera: "Picarón... Picarón... Otra más... Bendito seas entre los varones
de este mundo. ..Ya que yo no puedo, hazlo por mí...". Al otro día, si yo salía a trotar por la mañana, me
saludaba con una sonrisa, una palmadita en la espalda y un comentario agradable sobre el clima y la
salud: "¿Muy cansado el doctor?". Aunque mis reuniones con el sexo opuesto no superaban la media
estadística de cualquier "soltero normal", mi amigo el portoro comenzó a verme como una especie de
ejemplo masculino: "El maestro". Me subía el periódico de primero, vivía pendiente de mi
correspondencia y de mi carro, en fin, una especie de mayordomo inglés, con toque latino y
comunitario.

Todo iba bien hasta que un día, a eso de las once de la noche, me despertó el roce de un objeto tibio,
áspero y algo gelatinoso sobre mi rostro. Al tratar de moverme, el tal objeto comenzó a revolotear sobre
mi cabeza con un estruendo de alas y en círculos, como si se tratara de una flotilla de helicópteros.
Cuando encendí la luz, descubrí que mi pesadilla se había hecho realidad: ¡en mi cuarto había un
murciélago!, que por su tamaño debió haber sido pariente directo de Batman. El miedo a las mariposas
negras, a las asquerosas cucarachas y a los atrevidos murciélagos, es uno de los legados genéticos
de la familia de mi madre, que he tenido que aceptar e intentar vencer sin demasiado éxito; pero un
murciélago en mi dormite-ario, era demasiado. Luego de una especie de guerra campa] durante media
hora, en la cual yo intentaba infructuosamente que el animal saliera por el balcón (pienso que él
intentaba que yo también hiciera lo mismo), decidí recurrir a mi amigo el conserje. En realidad, en esos
angustiosos momentos de taquicardia, piloerección y sudor frío, más que conserje era un ángel de la
guarda. Cuando lo desperté y le conté atropelladamente mi drama, su preocupación inicial se fue
convirtiendo en desconcierto y luego en curiosidad: no sabía si era en serio o en broma. Subió al apar-
tamento y con la agilidad de un cazador, escoba en mano, mató al animal, lo tomó del ala y lo
escudriñó como tratando de entender el origen de mi miedo. Por último me lo mostró, mientras decía
lacónicamente:" ¿Qué quiere que haga con él?". Sólo atiné a contestarle que lo tirara lo más lejos posible, lo
abracé y le di efusivamente las gracias. Sin embargo, al despedirlo pude percibir en su rostro un gesto
apocado y una mirada de profunda decepción mal disimulada.

Al cabo de unos días, el desencanto inicial de aquella noche se había transformado en indiferencia.
Había enterrado toda admiración: después de todo, nadie perdona a un ídolo derrumbado. Detrás de
esa aparente fachada de varón "tumbador de locas", que él mismo había fabricado de mí, se escondía
un cobarde incapaz de matar a un mísero murciélago. Me había convertido en un fraude, en un deshonor
para la raza masculina. Aunque no me dejó de saludar, se acabaron los detalles especiales, las
ayudas, los guiños y las palmaditas mañaneras. Ya no importaba cuántas amigas siguieran desfilando
por mi vida: sólo quedó un seco "Buen día" o "Buenas noches", limpio de toda gracia y ajeno a
cualquier simpatía.

Esta depreciación del macho miedoso no es exclusiva de los humanos. En un estudio reciente
realizado con unos bellos y pequeños peces llamados Trinidadianl, publicadopor Scientific
Anucricr7il, los investigadores indagaron qué impacto tenían en las hembras las maniobras (le dos tipos
de pececitos machos (osados y prudentes) frente a un grupo de depredadores de mayor tamaño. Los datos
sorprendieron a los científicos. Los peces que más fanfarroneaban y arriesgaban su vida inútilmente, eran
mucho más apetecidos por la hembras que los que se mantenían alejados del depredador y no hacían
alarde de su valentía. Las hembras preferían pasar más tiempo y entregar sus encantos a los machos
que vivían peligrosamente, en lugar de estar con los cuidadosos y juiciosos. La lógica marcaba que
los pececitos más sensatos y precavidos deberían haber sido los más buscados para el acople, ya que

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eran los que ofrecían más probabilidad de sobrevivir, y por lo tanto, de asegurar la supervivencia de la
especie. Pero las hembras preferían, de todas tiiancras, a los machos audaces y temerarios. Como
si dijeran: "Si pese a todo éstos sobreviven, deben ser mejor exponente para la especie". El Príncipe
Valiente versión acuática.

Es evidente que existe un supervalor, en sus orígenes biológico y ahora cultural, que presiona
despiadadamente al varón hacia la valentía. Ser cobarde es el peor de los insultos, motivo de
reprimenda y hasta de fusilamiento en épocas de guerra. Tampoco creo que el tema esté muy superado
por el sexo opuesto: ellas vigilen nuestros niveles de adrenalina. Si un hombre saltara sobre
una mesa, pálido, tembloroso y gritando ante la presencia de un diminuto ratón que corre a su
alrededor, creo que además de la novia, perdería hasta el apellido. Conozco un caso donde el
matrimonio se suspendió por un incidente similar a éste: "¿Qué puedo esperar de un hombre incapaz
de controlar sus miedos?", manifestaba indignada la candidata a esposarse. Si el de la mesa fuera una
mujer, la irracionalidad de su comportamiento se juzgaría mucho más benévolamente, y se le darían algunos
consejos sanos sobre cómo afrontar al diminuto e insignificante roedor, pero no se atacaría su autoestima.
Ni qué hablar del desmayo masculino: mínimo, la extradición. Hombre que se desmaye es epiléptico o
marica.
Recuerdo el suceso tragicómico de un amigo psicólogo, excelente profesional y con una marcada fobia a los
pájaros, quien cuando estaba en plena cita profesional con una remilgada dama, vio entrar por la ventana
un enorme pájaro negro que se le posó en el hombro. Al encontrarse cara a cara con el animal salió
corriendo, gritando y manoteando para alejar a la inoportuna ave. Más tarde, cuando otra psicóloga
compañera de trabajo logró retirar el pájaro y él se animó a entrar de nuevo en el consultorio, la pa-
ciente se había retirado haciendo mutis por el foro. Como era obvio, nunca volvió. Cuando la
secretaria la llamó para organizar otra cita, ella manifestó su incomodidad: "Puede ser que el doctor sea
muy bueno, pero yo soy algo conservadora en las diferencias hombre-mujer... Me cuesta mucho confiar
en un hombre cobarde... Mejor no renovemos las citas".

¿Quién dijo que el hombre no puede tener miedo? De hecho, hagamos lo que hagamos, ya sea que
recurramos al antiguo chamanismo o a la moderna ingeniería genética, el miedo es la respuesta natural e
inevitable ante situaciones de peligro. Es la manera como la evolución nos equipó para defendernos de
los depredadores, y aunque a los machistas no les guste, parece que va seguir acompañándonos
por algunos siglos más. No estoy promulgando el miedo como una virtud a exaltar, sino como una
característica irremediable con la cual hay que aprender a vivir. Puede que sea exagerado, irracional
y patológico en algunos casos, pero definitivamente es imposible de eliminar de cuajo y para
siempre (a excepción, claro está, de algunos tipos de psicopatía, como Boogie "el Aceitoso" y Harry "el
Sucio").

2. El miedo a estar afectivamente solo.

Existe un déficit psicológico masculino que suele hacerse manifiesto cuando el hombre se ve obligado
a estar solo. Este síndrome de soledad regresiva aparece en situaciones de estrés o en
acontecimientos vitales que impliquen pérdida afectiva como la separación, el rompimiento de un
noviazgo o la viudez. La deprivación afectiva en la vida de un varón tradicional es devastadora y
responsable directa de todo tipo de miedos, inseguridades y depresión.

La adhesión que los hombres establecernos con las fuentes de seguridad afectiva merece ser
investigada más a fondo por la ciencia psicológica. Además del imprescindible sexo que nos puedan
proporcionar nuestras esposas, necesitamos compañía, apoyo y ánimo en cantidades considerables.
Aunque querramos disimular la cosa y mostrar un desapego cercano a la iluminación, sin el soporte afec-
tivo no sabemos vivir. Muchos superhombres exitosos, líderes económicos y políticos, en lo más
reservado de su ser necesitan del consejo y el empujón femenino para seguir adelante. Trátese de un
golpe de estado o de la más riesgosa inversión bursátil, la oportuna sugerencia femenina deja su
marca. La mujer ideal para la mayoría de los varones: orla ninfómana en la cama y una mamá fiera de

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