El Escarabajo de Oro

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Obra reproducida sin responsabilidad editorial

DE ORO
Edgar Allan Poe
EL ESCARABAJO
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I

¡Hola, hola! ¡Este mozo es un danzante loco!


Le ha picado la tarántula.
(Todo al revés.)

Hace muchos años trabé amistad íntima con


un míster William Legrand. Era de una antigua
familia de hugonotes, y en otro tiempo había
sido rico; pero una serie de infortunios habíanle
dejado en la miseria. Para evitar la humillación
consiguiente a sus desastres, abandonó Nueva
Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y fijó su
residencia en la isla de Sullivan, cerca de Char-
leston, en Carolina del Sur.
Esta isla es una de las más singulares. Se
compone únicamente de arena de mar, y tiene,
poco más o menos, tres millas de largo. Su an-
chura no excede de un cuarto de milla. Está
separada del continente por una ensenada ape-
nas perceptible, que fluye a través de un yermo
de cañas y légamo, lugar frecuentado por patos
silvestres. La vegetación, como puede suponer-
se, es pobre, o, por lo menos, enana. No se en-
cuentran allí árboles de cierta magnitud. Cerca
de la punta occidental, donde se alza el fuerte
Moultrie y algunas miserables casuchas de ma-
dera habitadas durante el verano por las gentes
que huyen del polvo y de las fiebres de Char-
leston, puede encontrarse es cierto, el palmito
erizado; pero la isla entera, a excepción de ese
punto occidental, y de un espacio árido y blan-
cuzco que bordea el mar, está cubierta de una
espesa maleza del mirto oloroso tan apreciado
por los horticultores ingleses. El arbusto alcan-
za allí con frecuencia una altura de quince o
veinte pies, y forma una casi impenetrable es-
pesura, cargando el aire con su fragancia.
En el lugar más recóndito de esa maleza, no
lejos del extremo oriental de la isla, es decir, del
más distante, Legrand se había construido él
mismo una pequeña cabaña, que ocupaba
cuando por primera vez, y de un modo sim-
plemente casual, hice su conocimiento. Este
pronto acabó en amistad, pues había muchas
cualidades en el recluso que atraían el interés y
la estimación. Le encontré bien educado de una
singular inteligencia, aunque infestado de mi-
santropía, y sujeto a perversas alternativas de
entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo mu-
chos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus
principales diversiones eran la caza y la pesca,
o vagar a lo largo de la playa, entre los mirtos,
en busca de conchas o de ejemplares entomoló-
gicos; su colección de éstos hubiera podido sus-
citar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo gene-
ral, acompañado de un negro sirviente, llamado
Júpiter, que había sido manumitido antes de los
reveses de la familia, pero al que no habían
podido convencer, ni con amenazas ni con
promesas, a abandonar lo que él consideraba su
derecho a seguir los pasos de su joven massa
Will. No es improbable que los parientes de
Legrand, juzgando que éste tenía la cabeza algo
trastornada, se dedicaran a infundir aquella
obstinación en Júpiter, con intención de que
vigilase y custodiase al vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sulli-
van son rara vez rigurosos, y al finalizar el año
resulta un verdadero acontecimiento que se
requiera encender fuego. Sin embargo, hacia
mediados de octubre de 18..., hubo un día de
frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta
del sol, subí por el camino entre la maleza hacia
la cabaña de mi amigo, a quien no había visita-
do hacia varias semanas, pues residía yo por
aquel tiempo en Charleston, a una distancia de
nueve millas de la isla, y las facilidades para ir
y volver eran mucho menos grandes que hoy
día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi
costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué
la llave donde sabía que estaba escondida, abrí
la puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba
en el hogar. Era una sorpresa, y, por cierto, de
las agradables. Me quité el gabán, coloqué un
sillón junto a los leños chisporroteantes y
aguardé con paciencia el regreso de mis hués-
pedes.
Poco después de la caída de la tarde llegaron
y me dispensaron una acogida muy cordial.
Júpiter, riendo de oreja a oreja, bullía prepa-
rando unos patos silvestres para la cena. Le-
grand se hallaba en uno de sus ataques—¿con
qué otro término podría llamarse aquello?—de
entusiasmo. Había encontrado un bivalvo des-
conocido que formaba un nuevo género, y, más
aún, había cazado y cogido un escarabajo que
creía totalmente nuevo, pero respecto al cual
deseaba conocer mi opinión a la mañana si-
guiente.
—¿Y por qué no esta noche?—pregunté, fro-
tando mis manos ante el fuego y enviando al
diablo toda la especie de los escarabajos.
—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted
aquí! —dijo Legrand—. Pero hace mucho tiem-
po que no le había visto, y ¿cómo iba yo a adi-
vinar que iba usted a visitarme precisamente
esta noche? Cuando volvía a casa, me encontré
al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, le
he dejado el escarabajo: así que le será a usted
imposible verle hasta mañana. Quédese aquí
esta noche, y mandaré a Júpiter allí abajo al
amanecer. ¡Es la cosa más encantadora de la
creación!
—¿El qué? ¿El amanecer?
—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de
un brillante color dorado, aproximadamente
del tamaño de una nuez, con dos manchas de
un negro azabache: una, cerca de la punta pos-
terior, y la segunda, algo más alargada, en la
otra punta. Las antenas son...
—No hay estaño en él, massa Will, se lo ase-
guro—interrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo
es un escarabajo de oro macizo todo él, dentro
y por todas partes, salvo las alas; no he visto
nunca un escarabajo la mitad de pesado.
—Bueno; supongamos que sea así—replicó
Legrand, algo más vivamente, según me pare-
ció, de lo que exigía el caso—. ¿Es esto una
razón para dejar que se quemen las aves? El
color—y se volvió hacia mí—bastaría para justi-
ficar la idea de Júpiter. No habrá usted visto
nunca un reflejo metálico más brillante que el
que emite su caparazón, pero no podrá usted
juzgarlo hasta mañana... Entre tanto, intentaré
darle una idea de su forma.
Dijo esto sentándose ante una mesita sobre
la cual había una pluma y tinta, pero no papel.
Buscó un momento en un cajón, sin encontrar-
lo.
—No importa—dijo, por último—; esto bas-
tará.
Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me
pareció un trozo de viejo pergamino muy sucio,
e hizo encima una especie de dibujo con la
pluma. Mientras lo hacía, permanecí en mi sitio
junto al fuego, pues tenía aún mucho frío.
Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin
levantarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñi-
do, al que siguió un ruido de rascadura en la
puerta. Júpiter abrió, y un enorme terranova,
perteneciente a Legrand, se precipitó dentro, y,
echándose sobre mis hombros, me abrumó a
caricias, pues yo le había prestado mucha aten-
ción en mis visita anteriores. Cuando acabó de
dar brincos, miré el papel, y, a decir verdad, me
sentí perplejo ante el dibujo de mi amigo.
—Bueno—dije después de contemplarlo
unos minutos—; esto es un extraño escarabajo,
lo confieso nuevo para mí: no he visto nunca
nada parecido antes, a menos que sea un
cráneo o una calavera, a lo cual se parece más
que a ninguna otra cosa que hay caído bajo mi
observación.
—¡Una calavera!—repitió Legrand—. ¡Oh, sí
Bueno; tiene ese aspecto indudablemente en el
papel. Las dos manchas negras parecen unos
ojos, ¿eh? Y la más larga de abajo parece una
boca; además, la forma entera es ovalada.
—Quizá sea así—dije—; pero temo que us-
ted no sea un artista. Legrand. Debo esperar a
ver el insecto mismo para hacerme una idea de
su aspecto.
—En fin, no sé—dijo él, un poco irritado—:
dibujo regularmente, o, al menos, debería dibu-
jar, pues he tenido buenos maestros, y me jacto
de no ser de todo tonto.
—Pero entonces, mi querido compañero, us-
ted bromea—dije—: esto es un cráneo muy pa-
sable puedo incluso decir que es un cráneo exce-
lente, con forme a las vulgares nociones que
tengo acerca de tales ejemplares de la fisiología;
y su escarabajo será el más extraño de los esca-
rabajos del mundo si se parece a esto. Podría-
mos inventar alguna pequeña superstición muy
espeluznante sobre ello. Presumo que va usted
a llamar a este insecto scaruboeus caput hominis o
algo por el estilo; hay en las historias naturales
muchas denominaciones semejantes. Pero
¿dónde están las antenas de que usted habló?
—¡Las antenas!—dijo Legrand, que parecía
acalorarse inexplicablemente con el tema—.
Estoy seguro de que debe usted de ver las an-
tenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el
propio insecto, y presumo que es muy suficien-
te.
—Bien, bien—dije—; acaso las haya hecho
usted y yo no las veo aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no
queriendo irritarle; pero me dejó muy sorpren-
dido el giro que había tomado la cuestión: su
mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo
del insecto, allí no había en realidad antenas
visibles, y el conjunto se parecía enteramente a
la imagen ordinaria de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y es-
taba a punto de estrujarlo y de tirarlo, sin duda,
al fuego, cuando una mirada casual al dibujo
pareció encadenar su atención. En un instante
su cara enrojeció intensamente, y luego se
quedó muy pálida. Durante algunos minutos,
siempre sentado, siguió examinando con minu-
ciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió
una vela de la mesa, y fué a sentarse sobre un
arca de barco, en el rincón más alejado de la
estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad
el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No
dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy
asombrado; pero juzgué prudente no exacerbar
con ningún comentario su mal humor creciente.
Luego sacó de su bolsillo una cartera, metió con
cuidado en ella el papel, y lo depositó todo de-
ntro de un escritorio, que cerró con llave. Re-
cobró entonces la calma; pero su primer entu-
siasmo había desaparecido por completo. Aun
así, parecía mucho más abstraído que mal-
humorado. A medida que avanzaba la tarde, se
mostraba más absorto en un sueño, del que no
lograron arrancarle ninguna de mis ocurren-
cias. Al principio había yo pensado pasar la
noche en la cabaña, como hacía con frecuencia
antes; pero. viendo a mi huésped en aquella
actitud, juzgué más conveniente marcharme.
No me instó a que me quedase; pero al partir,
estrechó mi mano con más cordialidad que de
costumbre.
Un mes o cosa así después de esto (y duran-
te ese lapso de tiempo no volví a ver a Le-
grand), recibí la visita, en Charleston, de su
criado Júpiter. No había yo visto nunca al viejo
y buen negro tan decaído, y temí que le hubiera
sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
—Bueno, Júpiter—dije—. ¿Qué hay de nue-
vo? ¿Cómo está tu amo?
—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan
bien como debiera.
—¡Que no está bien! Siento de verdad la no-
ticia. ¿De qué se queja?
—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se que-
ja nunca de nada; pero, de todas maneras, está
muy malo.
—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has di-
cho en seguida? ¿Está en la cama?
—No, no, no está en la cama. No está bien en
ninguna parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo
la cabeza trastornada con el pobre massa Will.
—Júpiter, quisiera comprender algo de eso
que me cuentas. Dices que tu amo está enfer-
mo. ¿No te ha dicho qué tiene?
—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza
pensando en eso. Massa Will dice que no tiene
nada pero entonces ¿por qué va de un lado pa-
ra otro, con la cabeza baja y la espalda curvada,
mirando al suelo, más blanco que una oca? Y
haciendo garrapatos todo el tiempo...
—¿Haciendo qué?
—Haciendo números con figuras sobre una
pizarra; las figuras más raras que he visto nun-
ca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo
que estar siempre con un ojo sobre él. El otro
día se me escapó antes de amanecer y estuvo
fuera todo el santo día. Habla yo cortado un
buen palo para darle una tunda de las que due-
len cuando volviese a comer; pero fui tan tonto,
que no tuve valor, ¡parece tan desgraciado!
—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has
hecho bien en no ser demasiado severo con el
pobre muchacho. No hay que pegarle, Júpiter;
no está bien, seguramente. Pero ¿no puedes
formarte una idea de lo que ha ocasionado esa
enfermedad o más bien ese cambio de conduc-
ta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde
que no le veo?
—No, massa, no ha ocurrido nada desagra-
dable desde entonces, sino antes; sí, eso temo: el
mismo día en que usted estuvo allí.
—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?
—Pues... quiero hablar del escarabajo, y na-
da más.
—¿De qué?
—Del escarabajo... Estoy seguro de que mas-
sa Will ha sido picado en alguna parte de la
cabeza por ese escarabajo de oro.
—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para
hacer tal suposición?
—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso,
y también boca. No he visto nunca un escaraba-
jo tan endiablado; coge y pica todo lo que se le
acerca. Massa Will le había cogido..., pero en
seguida le soltó, se lo aseguro... Le digo a usted
que entonces es, sin duda, cuando le ha picado.
La cara y la boca de ese escarabajo no me gus-
tan; por eso no he querido cogerlo con mis de-
dos; pero he buscado un trozo de papel para
meterlo. Le envolví en un trozo de papel con
otro pedacito en la boca; así lo hice.
—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado re-
almente por el escarabajo, y que esa picadura le
ha puesto enfermo?
—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre
soñando con oro, sino porque le ha picado el
escarabajo de oro? Ya he oído hablar de esos
escarabajos de oro.
—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?
—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta
durmiendo; por eso lo sé.
—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero
¿a qué feliz circunstancia debo hoy el honor de
tu visita?
—¿Qué quiere usted decir, massa?
—¿Me traes algún mensaje de míster Le-
grand?
—No, massa; le traigo este papel.
Y Júpiter me entregó una esquela que decía
lo siguiente:
"Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace
tanto tiempo? Espero que no cometerá usted la
tontería de sentirse ofendido por aquella pe-
queña brusquedad mía; pero no, no es proba-
ble.
"Desde que le vi, siento un gran motivo de
inquietud. Tengo algo que decirle; pero apenas
sé cómo decírselo, o incluso no sé si se lo diré.
"No estoy del todo bien desde hace unos
días, y el pobre viejo Júpiter me aburre de un
modo insoportable con sus buenas intenciones
y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro día había
preparado un garrote para castigarme por
haberme escapado y pasado el día solus en las
colinas del continente. Creo de veras que sólo
mi mala cara me salvó de la paliza.
"No he añadido nada a mi colección desde
que no nos vemos.
"Si puede usted, sin gran inconveniente,
venga con Júpiter. Venga. Deseo verle esta noche
para un asunto de importancia. Le aseguro que
es de la más alta importancia. Siempre suyo,
William Legrand."

Había algo en el tono de esta carta que me pro-


dujo una gran inquietud. El estilo difería en
absoluto del de Legrand. ¿Con qué podía él
soñar? ¿Qué nueva chifladura dominaba su
excitable mente? ¿Qué "asunto de la más alta
importancia" podía él tener que resolver? El
relato de Júpiter no presagiaba nada bueno.
Temía yo que la continua opresión del infortu-
nio hubiese a la larga trastornado por completo
la razón de mi amigo. Sin un momento de vaci-
lación, me dispuse a acompañar al negro.
Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y
tres azadas, todas evidentemente nuevas, que
yacían en el fondo del barco donde íbamos a
navegar.
—¿Qué significa todo esto, Jup?—pregunté.
—Es una guadaña, massa, y unas azadas.
—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?
—Massa Will me ha dicho que comprase eso
para él en la ciudad, y lo he pagado muy caro;
nos cuesta un dinero de mil demonios.
—Pero, en nombre de todo lo que hay de
misterioso, ¿qué va a hacer tu "massa Will" con
esa guadaña y esas azadas?
—No me pregunte más de lo que sé; que el
diablo me lleve si lo sé yo tampoco. Pero todo
eso es cosa del escarabajo.
Viendo que no podía obtener ninguna acla-
ración de Júpiter, cuya inteligencia entera pa-
recía estar absorbida por el escarabajo, bajé al
barco y desplegué la vela. Una agradable y
fuerte brisa nos empujó rápidamente hasta la
pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie,
y un paseo de unas dos millas nos llevó hasta la
cabaña. Serían alrededor de las tres de la tarde
cuando llegamos. Legrand nos esperaba preso
de viva impaciencia. Asió mi mano con nervio-
so empressement que me alarmó, aumentando
mis sospechas nacientes. Su cara era de una
palidez espectral, y sus ojos, muy hundidos,
brillaban con un fulgor sobrenatural. Después
de algunas preguntas sobre mi salud, quise
saber, no ocurriéndoseme nada mejor que decir
si el teniente G*** le había devuelto el escaraba-
jo.
—¡Oh, sí!—replicó, poniéndose muy colora-
do—. Le recogí a la mañana siguiente. Por nada
me separaría de ese escarabajo. ¿Sabe usted que
Júpiter tiene toda la razón respecto a eso?
—¿En qué?—pregunté con un triste presen-
timiento en el corazón.
—En suponer que el escarabajo es de oro de
veras.
Dijo esto con un aire de profunda seriedad
que me produjo una indecible desazón.
—Ese escarabajo hará mi fortuna—prosiguió
él, con una sonrisa triunfal—al reintegrarme
mis posesiones familiares. ¿Es de extrañar que
yo lo aprecie tanto? Puesto que la Fortuna ha
querido concederme esa dádiva, no tengo más
que usarla adecuadamente, y llegaré hasta el
oro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese
escarabajo!
—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no
tener jaleos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo
usted mismo.
En este momento Legrand se levantó con un
aire solemne e imponente, y fué a sacar el insec-
to de un fanal, dentro del cual le había dejado.
Era un hermoso escarabajo desconocido en
aquel tiempo por los naturalistas, y, por su-
puesto, de un gran valor desde un punto de
vista científico. Ostentaba dos manchas negras
en un extremo del dorso, y en el otro, una más
alargada. El caparazón era notablemente duro y
brillante, con un aspecto de oro bruñido. Tenía
un peso notable, y, bien considerada la cosa, no
podía yo censurar demasiado a Júpiter por su
opinión respecto a él; pero érame imposible
comprender que Legrand fuese de igual opi-
nión.
—Le he enviado a buscar—dijo él, en un to-
no grandilocuente, cuando hube terminado mi
examen del insecto—; le he enviado a buscar
para pedirle consejo y ayuda en el cumplimien-
to de los designios del Destino y del escaraba-
jo...
—Mi querido Legrand—interrumpí—, no
está usted bien, sin duda, y haría mejor en to-
mar algunas precauciones. Váyase a la cama, y
me quedaré con usted unos días, hasta que se
restablezca. Tiene usted fiebre y...
—Tómeme usted el pulso—dijo él.
Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el
menor síntoma de fiebre.
—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre.
Permítame esta vez tan sólo que actúe de médi-
co con usted. Y después...
—Se equivoca—interrumpió él—; estoy tan
bien como puedo esperar estarlo con la excita-
ción que sufro. Si realmente me quiere usted
bien, aliviará esta excitación.
—¿Y qué debo hacer para eso?
—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una
expedición por las colinas, en el continente, y
necesitamos para ella la ayuda de una persona
en quien podamos confiar. Es usted esa persona
única. Ya sea un éxito o un fracaso, la excitación
que nota usted en mí se apaciguará igualmente
con esa expedición.
—Deseo vivamente servirle a usted en lo
que sea —repliqué—; pero ¿pretende usted
decir que ese insecto infernal tiene alguna rela-
ción con su expedición a las colinas?
—La tiene.
—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte
en tan absurda empresa.
—Lo siento, lo siento mucho, pues tendre-
mos que intentar hacerlo nosotros solos.
—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre
está loco, seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto
tiempo se propone usted estar ausente?
—Probablemente, toda la noche. Vamos a
partir en seguida, y en cualquiera de los casos,
estaremos de vuelta al salir el sol.
—¿Y me promete por su honor que, cuando
ese capricho haya pasado y el asunto del esca-
rabajo (¡Dios mío!) esté arreglado a su satisfac-
ción, volverá usted a casa y seguirá con exacti-
tud mis prescripciones como las de su médico?
—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues
no tenemos tiempo que perder.
Acompañé a mi amigo, con el corazón ape-
sadumbrado. A cosa de las cuatro nos pusimos
en camino Legrand Júpiter, el perro y yo. Júpi-
ter cogió la guadaña y las azadas. Insistió en
cargar con todo ello, más bien, me pareció, por
temor a dejar una de aquellas herramientas en
manos de su amo que por un exceso de celo o
de complacencia. Mostraba un humor de pe-
rros, y estas palabras, "condenado escarabajo",
fueron las únicas que se escaparon de sus labios
durante el viaje. Por mi parte estaba encargado
de un par de linternas, mientras Legrand se
había contentado con el escarabajo, que llevaba
atado al extremo de un trozo de cuerda; lo hac-
ía girar de un lado para otro, con un aire de
nigromante, mientras caminaba. Cuando ob-
servaba yo aquel último y supremo síntoma del
trastorno mental de mi amigo, no podía apenas
contener las lágrimas. Pensé, no obstante, que
era preferible acceder a su fantasía, al menos
por el momento, o hasta que pudiese yo adop-
tar algunas medidas más enérgicas con una
probabilidad de éxito. Entre tanto, intenté,
aunque en vano, sondearle respecto al objeto de
la expedición. Habiendo conseguido inducirme
a que le acompañase, parecía mal dispuesto a
entablar conversación sobre un tema de tan
poca importancia, y a todas mis preguntas no
les concedía otra respuesta que un "Ya vere-
mos".
Atravesamos en una barca la ensenada en la
punta de la isla, y trepando por los altos terre-
nos de la orilla del continente, seguimos la di-
rección Noroeste, a través de una región su-
mamente salvaje y desolada, en la que no se
veía rastro de un pie humano. Legrand avan-
zaba con decisión, deteniéndose solamente al-
gunos instantes, aquí y allá, para consultar cier-
tas señales que debía de haber dejado él mismo
en una ocasión anterior.
Caminamos así cerca de dos horas, e iba a
ponerse el sol, cuando entramos en una región
infinitamente más triste que todo lo que hab-
íamos visto antes. Era una especie de meseta
cerca de la cumbre de una colina casi inaccesi-
ble, cubierta de espesa arboleda desde la base a
la cima, y sembrada de enormes bloques de
piedra que parecían esparcidos en mezcolanza
sobre el suelo, y muchos de los cuales se hubie-
ran precipitado a los valles inferiores sin la con-
tención de los árboles en que se apoyaban. Pro-
fundos barrancos, que se abrían en varias di-
recciones, daban un aspecto de solemnidad
más lúgubre al paisaje.
La plataforma natural sobre la cual había-
mos trepado estaba tan repleta de zarzas, que
nos dimos cuenta muy pronto de que sin la
guadaña nos hubiera sido imposible abrirnos
paso. Júpiter, por orden de su amo, se dedicó a
despejar el camino hasta el pie de un enorme
tulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles,
sobre la plataforma, y que los sobrepasaba a
todos, así como a los árboles que había yo visto
hasta entonces, por la belleza de su follaje y
forma, por la inmensa expansión de su ramaje y
por la majestad general de su aspecto. Cuando
hubimos llegado a aquel árbol. Legrand se vol-
vió hacia Júpiter y le preguntó si se creía capaz
de trepar por él. El viejo pareció un tanto aza-
rado por la pregunta, y durante unos momen-
tos no respondió. Por último, se acercó al
enorme tronco, dió la vuelta a su alrededor y lo
examinó con minuciosa atención. Cuando hubo
terminado su examen, dijo simplemente:
—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida
árbol al que no pueda trepar.
—Entonces, sube lo más de prisa posible,
pues pronto habrá demasiada oscuridad para
ver lo que hacemos.
—¿Hasta dónde debo subir, massa?—
preguntó Júpiter.
—Sube primero por el tronco, y entonces te
diré qué camino debes seguir... ¡Ah, detente
ahí! Lleva contigo este escarabajo.
—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de
oro!—gritó el negro, retrocediendo con terror—
. ¿Por qué debo llevar ese escarabajo conmigo
sobre el árbol? ¡Que me condene si lo hago!
—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y
fuerte como pareces a tocar un pequeño insecto
muerto e inofensivo, puedes llevarle con esta
cuerda; pero si no quieres cogerle de ningún
modo, me veré en la necesidad de abrirte la
cabeza con esta azada.
—¿Qué le pasa ahora massa?—dijo Jup,
avergonzado, sin duda, y más complaciente—.
Siempre ha de tomarla con su viejo negro. Era
sólo una broma y nada más. ¡Tener yo miedo al
escarabajo! ¡Pues sí que me preocupa a mí el
escarabajo.
Cogió con precaución la punta de la cuerda,
y, manteniendo al insecto tan lejos de su perso-
na como las circunstancias lo permitían, se dis-
puso a subir al árbol

II

En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tu-


tipiferum, el más magnífico de los árboles selvá-
ticos americanos tiene un tronco liso en particu-
lar y se eleva con frecuencia a gran altura, sin
producir ramas laterales; pero cuando llega a
su madurez, la corteza se vuelve rugosa y des-
igual, mientras pequeños rudimentos de ramas
aparecen en gran número sobre el tronco. Por
eso la dificultad de la ascensión, en el caso pre-
sente, lo era mucho más en apariencia que en la
realidad. Abrazando lo mejor que podía el
enorme cilindro con sus brazos y sus rodillas
asiendo con las manos algunos brotes y apo-
yando sus pies descalzos sobre los otros, Júpi-
ter, después de haber estado a punto de caer
una o dos veces se izó al final hasta la primera
gran bifurcación y pareció entonces considerar
el asunto como virtualmente realizado. En efec-
to, el riesgo de la empresa había ahora desapa-
recido, aunque el escalador estuviese a unos
sesenta o setenta pies de la tierra.
—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa
Will?—preguntó él.
—Sigue siempre la rama más ancha, la de
ese lado—dijo Legrand.
El negro obedeció con prontitud, y en apa-
riencia, sin la menor inquietud; subió, subió
cada vez más alto, hasta que desapareció su
figura encogida entre el espeso follaje que la
envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejana
gritando:
—¿Debo subir mucho todavía?
—¿A qué altura estás?—preguntó Legrand.
—Estoy tan alto—replicó el negro—, que
puedo ver el cielo a través de la copa del árbol.
—No te preocupes del cielo, pero atiende a
lo que te digo. Mira hacia abajo el tronco y
cuenta las ramas que hay debajo de ti por ese
lado. ¿Cuántas ramas has pasado?
—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado
cinco ramas por ese lado, massa.
—Entonces sube una rama más.
Al cabo de unos minutos la voz de oyó de
nuevo, anunciando que había alcanzado la
séptima rama.
—Ahora, Jup—gritó Legrand, con una gran
agitación—, quiero que te abras camino sobre
esa rama hasta donde puedas. Si ves algo ex-
traño, me lo dices.
Desde aquel momento las pocas dudas que
podía haber tenido sobre la demencia de mi
pobre amigo se disiparon por completo. No me
quedaba otra alternativa que considerarle como
atacado de locura, me sentí seriamente preocu-
pado con la manera de hacerle volver a casa.
Mientras reflexionaba sobre que sería preferible
hacer, volvió a oírse la voz de Júpiter.
—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa
rama: es una rama muerta en casi toda su ex-
tensión.
—¿Dices que es una rama muerta Júpiter?—
gritó Legrand con voz trémula.
—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta,
eso es cosa sabida; no tiene ni pizca de vida.
—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo?.—
preguntó Legrand, que parecía sumido en una
gran desesperación.
—¿Qué debe hacer?—dije, satisfecho de que
aquella oportunidad me permitiese colocar una
palabra—; Volver a casa y meterse en la cama.
¡Vamonos ya! Sea usted amable, compañero. Se
hace tarde; y además, acuérdese de su prome-
sa.
—¡Júpiter!—gritó él, sin escucharme en ab-
soluto—, ¿me oyes?
—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.
—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y
dime si crees que está muy podrida.
—Podrida, massa, podrida, sin duda—
replicó el negro después de unos momentos—;
pero no tan podrida como cabría creer. Podría
avanzar un poco más, si estuviese yo solo sobre
la rama, eso es verdad.
—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?
—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal
escarabajo. Supongo que, si lo dejase caer, la
rama soportaría bien, sin romperse, el peso de
un negro.
—¡Maldito bribón!—gritó Legrand, que pa-
recía muy reanimado—. ¿Qué tonterías estas
diciendo? Si dejas caer el insecto, te retuerzo el
pescuezo. Mira hacia aquí, Júpiter, ¿me oyes?
—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre
negro.
—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas
sobre la rama todo lo lejos que puedas hacerlo
sin peligro y sin soltar el insecto, te regalare un
dólar de plata tan pronto como hayas bajado.
—Ya voy, massa Will, Ya voy allá—replicó el
negro con prontitud—. Estoy al final ahora.
—¡Al final! —Chillo Legrand, muy anima-
do—. ¿Quieres decir que estas al final de esa
rama?
—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooo-
oh! ¡Dios mío, misericordia! ¿Que es eso que
hay sobre el árbol?
—¡Bien! —Gritó Legrand muy contento—,
¿qué es eso?
—Pues sólo una calavera; alguien dejó su
cabeza sobre el árbol, y los cuervos han pico-
teado toda la carne.
—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo
está atada a la rama? ¿Qué la sostiene?
—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré
que ver. ¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra...,
hay una clavo grueso clavado en esta calavera,
que la retiene al árbol.
—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo
que voy a decirte. ¿Me oyes?
—Sí, massa.
—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo
de la calavera.
—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene
ojo izquierdo ni por asomo.
—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distin-
guir bien tu mano izquierda de tu mano dere-
cha?
—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano iz-
quierda es con la que parto la leña.
—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo iz-
quierdo está del mismo lado de tu mano iz-
quierda. Ahora supongo que podrás encontrar
el ojo izquierdo de la calavera, o el sitio donde
estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?
—Hubo una larga pausa. Y finalmente, el
negro preguntó:
—¿El ojo izquierdo de la calavera está del
mismo lado que la mano izquierda del cráneo
también?... Porque la calavera no tiene mano
alguna... ¡No importa! Ahora he encontrado el
ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo! ¿Qué
debo hacer ahora?
—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos
como pueda llegar la cuerda; pero ten cuidado
de no soltar la punta de la cuerda.
—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa
fácil hacer pasar el escarabajo por el agujero...
Mírelo cómo baja.
Durante este coloquio, no podía verse ni la
menor parte de Júpiter; pero el insecto que él
dejaba caer aparecía ahora visible al extremo de
la cuerda y brillaba, como una bola de oro bru-
ñido a los últimos rayos del sol poniente, algu-
nos de los cuales iluminaban todavía un poco la
eminencia sobre la que estábamos colocados. El
escarabajo, al descender, sobresalía visiblemen-
te de las ramas, y si el negro le hubiese soltado,
habría caído a nuestros pies. Legrand cogió en
seguida la guadaña y despejó un espacio circu-
lar, de tres o cuatro yardas de diámetro, justo
debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenó
a Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del
árbol.
Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca
en la tierra sobre el lugar preciso donde había
caído el insecto, y luego sacó de su bolsillo una
cinta para medir. La ató por una punta al sitio
del árbol que estaba más próximo a la estaca, la
desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándola
en la dirección señalada por aquellos dos pun-
tos —la estaca y el tronco—hasta una distancia
de cincuenta pies; Júpiter limpiaba de zarzas el
camino con la guadaña. En el sitio así encon-
trado clavó una segunda estaca, y, tomándola
como centro, describió un tosco círculo de unos
cuatro pies de diámetro, aproximadamente.
Cogió entonces una de las azadas, dió la otra a
Júpiter y la otra a mí, y nos pidió que caváse-
mos lo más de prisa posible.
A decir verdad, yo no había sentido nunca
un especial agrado con semejante diversión, y
en aquel momento preciso renunciaría a ella,
pues la noche avanzaba, y me sentía muy fati-
gado con el ejercicio que hube de hacer; pero no
veía modo alguno de escapar de aquello, y tem-
ía perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo
con una negativa. De haber podido contar efec-
tivamente con la ayuda de Júpiter no hubiese
yo vacilado en llevar a la fuerza al lunático a su
casa; pero conocía demasiado bien el carácter
del viejo negro para esperar su ayuda en cual-
quier circunstancia, y más en el caso de una
lucha personal con su amo. No dudaba yo que
Legrand estaba contaminado por alguna de las
innumerables supersticiones del Sur referentes
a los tesoros escondidos, y que aquella fantasía
hubiera sido confirmada por el hallazgo del
escarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter
en sostener que era un "escarabajo de oro de
verdad". Una mentalidad predispuesta a la lo-
cura podía dejarse arrastrar por tales sugestio-
nes, sobre todo si concordaban con sus ideas
favoritas preconcebidas; y entonces recordé el
discurso del Pobre muchacho referente al insec-
to que iba a ser ''el indicio de su fortuna". Por
encima de todo ello me sentía enojado y perple-
jo; pero al final decidí hacer ley de la necesidad
y cavar con buena voluntad para convencer lo
antes posible al visionario con una prueba ocu-
lar, de la falacia de las opiniones que el manten-
ía.
Encendimos las linternas y nos entregamos a
nuestra tarea con un celo digno de una causa
más racional; y como la luz caía sobre nuestras
personas y herramientas, no pude impedirme
pensar en el grupo pintoresco que formábamos,
y en que si algún intruso hubiese aparecido,
por casualidad, en medio de nosotros, habría
creído que realizábamos una labor muy extraña
y sospechosa.
Cavamos con firmeza durante dos horas.
Oíanse pocas palabras, y nuestra molestia prin-
cipal la causaban los ladridos del perro, que
sentía un interés excesivo por nuestros trabajos.
A la larga se puso tan alborotado, que temimos
diese la alarma a algunos merodeadores de las
cercanías, o más bien era el gran temor de Le-
grand, pues, por mi parte, me habría regocijado
cualquier interrupción que me hubiera permi-
tido hacer volver al vagabundo a su casa. Fi-
nalmente, fué acallado el alboroto por Júpiter,
quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire
resuelto y furioso embozaló el hocico del ani-
mal con uno de sus tirantes y luego volvió a su
tarea con una risita ahogada.
Cuando expiró el tiempo mencionado, el
hoyo había alcanzado una profundidad de cin-
co pies. y aun así, no aparecía el menor indicio
de tesoro. Hicimos una pausa general, y em-
pecé a tener la esperanza de que la farsa tocaba
a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todas
luces muy desconcertado, se enjugó la frente
con aire pensativo y volvió a empezar. Había-
mos cavado el círculo entero de cuatro pies de
diámetro, y ahora superamos un poco aquel
límite y cavamos dos pies más. No apareció
nada. El buscador de oro, por el que sentía yo
una sincera compasión, saltó del hoyo al cabo,
con la más amarga desilusión grabada en su
cara, y se decidió, lenta y pesarosamente, a po-
nerse la chaqueta, que se había quitado al em-
pezar su labor. En cuanto a mí, me guardé de
hacer ninguna observación. Júpiter a una señal
de su mano, comenzó a recoger las herramien-
tas. Hecho esto, y una vez quitado el bozal al
perro volvimos en un profundo silencio hacia
la casa.
Habríamos dado acaso una docena de pasos,
cuando, con un tremendo juramento, Legrand
se arrojó sobre Júpiter y le agarró del cuello. El
negro, atónito abrió los ojos y la boca en todo
su tamaño, soltó las azadas y cayó de rodillas.
—¡Eres un bergante!—dijo Legrand, hacien-
do silbar las sílabas entre sus labios apreta-
dos—, ¡un malvado negro! ¡Habla, te digo!
¡Contéstame al instante y sin mentir! ¿Cuál es...,
cuál es tu ojo izquierdo?
—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, se-
guramente, éste mi ojo izquierdo?—rugió, ate-
rrorizado, Júpiter, poniendo su mano sobre el
órgano derecho de su visión, y manteniéndola
allí con la tenacidad de la desesperación, como
si temiese que su amo fuese a arrancárselo.
—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra!—
vociferó Legrand, soltando al negro y dando
una serie de corvetas y cabriolas, ante el gran
asombro de su criado, quien, alzándose sobre
sus rodillas, miraba en silencio a su amo y a mí,
a mí y a su amo.
—¡Vamos! Debemos volver—dijo éste— No
está aún perdida la partida—y se encaminó de
nuevo hacia el tulípero.
—Júpiter—dijo, cuando llegamos al píe del
árbol—, ¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a
la rama con la cara vuelta hacia fuera, o hacia la
rama?
—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa,
así es que los cuervos han podido comerse muy
bien los ojos, sin la menor dificultad.
—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insec-
to por este ojo o por este otro?—y Legrand to-
caba alternativamente los ojos de Júpiter.
—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo,
exactamente como usted me dijo.
Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.
Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o
me imaginaba ver, ciertos indicios de método,
trasladó la estaca que marcaba el sitio donde
había caído el insecto, unas tres pulgadas hacia
el oeste de su primera posición. Colocando
ahora la cinta de medir desde el punto más
cercano del tronco hasta la estaca, como antes
hiciera, y extendiéndola en línea recta a una
distancia de cincuenta pies, donde señalaba la
estaca, la alejó varias yardas del sitio donde
habíamos estado cavando.
Alrededor del nuevo punto trazó ahora un
círculo, un poco más ancho que el primero, y
volvimos a manejar la azada. Estaba yo atroz-
mente cansado; pero, sin darme cuenta de lo
que había ocasionado aquel cambio en mi pen-
samiento, no sentía ya gran aversión por aquel
trabajo impuesto. Me interesaba de un modo
inexplicable; más aún, me excitaba. Tal vez
había en todo el extravagante comportamiento
de Legrand cierto aire de presciencia, de delibe-
ración, que me impresionaba. Cavaba con ar-
dor, y de cuando en cuando me sorprendía
buscando, por decirlo así, con los ojos movidos
de un sentimiento que se parecía mucho a la
espera, aquel tesoro imaginario, cuya visión
había trastornado a mi infortunado compañero.
En uno de esos momentos en que tales fantasías
mentales se habían apoderado más a fondo de
mí, y cuando llevábamos trabajando quizá una
hora y media, fuimos de nuevo interrumpidos
por los violentos ladridos del perro. Su inquie-
tud, en el primer caso, era, sin duda, el resulta-
do de un retozo o de un capricho; pero ahora
asumía un tono más áspero y más serio. Cuan-
do Júpiter se esforzaba por volver a ponerle un
bozal, ofreció el animal una furiosa resistencia,
y, saltando dentro del hoyo, se puso a cavar,
frenético, con sus uñas. En unos segundos hab-
ía dejado al descubierto una masa de osamen-
tas humanas, formando dos esqueletos ínte-
gros, mezclados con varios botones de metal y
con algo que nos pareció ser lana podrida y
polvorienta. Uno o dos azadonazos hicieron
saltar la hoja de un ancho cuchillo español, y al
cavar más surgieron a la luz tres o cuatro mo-
nedas de oro y de plata.
Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas con-
tener su alegría; pero la cara de su amo expresó
una extraordinaria desilusión. Nos rogó, con
todo, que continuásemos nuestros esfuerzos, y
apenas había dicho aquellas palabras, tropecé y
caí hacia adelante, al engancharse la punta de
mi bota en una ancha argolla de hierro que yac-
ía medio enterrada en la tierra blanda.
Nos pusimos a trabajar ahora con gran dili-
gencia, y nunca he pasado diez minutos de más
intensa excitación. Durante este intervalo des-
enterramos por completo un cofre oblongo de
madera que, por su perfecta conservación y
asombrosa dureza, había sido sometida a algún
procedimiento de mineralización, acaso por
obra del bicloruro de mercurio. Dicho cofre
tenía tres pies y medio de largo, tres de ancho y
dos y medio de profundidad. Estaba asegurado
con firmeza por unos flejes de hierro forjado,
remachados, y que formaban alrededor de una
especie de enrejado. De cada lado del cofre,
cerca de la tapa había tres argollas de hierro—
seis en total—, por medio de las cuales, seis
personas podían asirla Nuestros esfuerzos uni-
dos sólo consiguieron moverlo ligeramente de
su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de
transportar un peso tan grande. Por fortuna, la
tapa estaba sólo asegurada con dos tornillos
movibles. Los sacamos, trémulos y palpitantes
de ansiedad. En un instante, un tesoro de incal-
culable valor apareció refulgente ante nosotros.
Los rayos de las linternas caían en el hoyo,
haciendo brotar de un montón confuso de oro y
de joyas destellos y brillos que cegaban del to-
do nuestros ojos.
No intentaré describir los sentimientos con
que contemplaba aquello. El asombro, natu-
ralmente, predominaba sobre los demás. Le-
grand parecía exhausto por la excitación, y no
profirió más que algunas palabras. En cuanto a
Júpiter, su rostro durante unos minutos adqui-
rió la máxima palidez que puede tomar la cara
de un negro en tales circunstancias. Parecía
estupefacto, fulminado. Pronto cayó de rodillas
en el hoyo, y hundiendo sus brazos hasta el
codo en el oro, los dejó allí, como si gozase del
placer de un baño. A las postre exclamó con un
hondo suspiro, como en un monólogo:
—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro!
¡Del pobre escarabajito, al que yo insultaba y
calumniaba! ¿No te avergüenzas de ti mismo,
negro? ¡Anda, contéstame!
Fué menester, por último, que despertase a
ambos, al amo y al criado, ante la conveniencia
de transportar el tesoro. Se hacía tarde y tenía-
mos que desplegar cierta actividad, si quería-
mos que todo estuviese en seguridad antes del
amanecer. No sabíamos qué determinación
tomar, y perdimos mucho tiempo en delibera-
ciones de lo trastornadas que teníamos nuestras
ideas. Por último, aligeramos de peso al cofre
quitando las dos terceras partes de su conteni-
do, y pudimos, en fin, no sin dificultad. sacarlo
del hoyo. Los objetos que habíamos extraído
fueron depositados entre las zarzas, bajo la cus-
todia del perro, al que Júpiter ordenó que no se
moviera de su puesto bajo ningún pretexto, y
que no abriera la boca hasta nuestro regreso.
Entonces nos pusimos presurosamente en ca-
mino con el cofre; llegamos sin accidente a la
cabaña, aunque después de tremendas penali-
dades y a la una de la madrugada. Rendidos
como estábamos, no hubiese habido naturaleza
humana capaz de reanudar la tarea acto segui-
do. Permanecimos descansando hasta las dos;
luego cenamos, y en seguida partimos hacia las
colinas, provistos de tres grandes sacos que,
por una suerte feliz, habíamos encontrado ante-
s. Llegamos al filo de las cuatro a la fosa, nos
repartimos el botín, con la mayor igualdad po-
sible y dejando el hoyo sin tapar, volvimos
hacia la cabaña, en la que depositamos por se-
gunda vez nuestra carga de oro, a tiempo que
los primeros débiles rayos del alba aparecían
por encima de las copas de los árboles hacia el
Este.
III
Estábamos completamente destrozados, pe-
ro la intensa excitación de aquel momento nos
impidió todo reposo. Después de un agitado
sueño de tres o cuatro horas de duración, nos
levantamos, como si estuviéramos de acuerdo,
para efectuar el examen de nuestro tesoro.
El cofre había sido llenado hasta los bordes,
y empleamos el día entero y gran parte de la
noche siguiente en escudriñar su contenido. No
mostraba ningún orden o arreglo. Todo había
sido amontonado allí, en confusión. Habiéndo-
lo clasificado cuidadosamente, nos encontra-
mos en posesión de una fortuna que superaba
todo cuanto habíamos supuesto. En monedas
había más de cuatrocientos cincuenta mil dóla-
res, estimando el valor de las piezas con tanta
exactitud como pudimos, por las tablas de coti-
zación de la época. No había allí una sola partí-
cula de plata. Todo era oro de una fecha muy
antigua y de una gran variedad: monedas fran-
cesas, españolas y alemanas, con algunas gui-
neas inglesas y varios discos de los que no hab-
íamos visto antes ejemplar alguno. Había varias
monedas muy grandes y pesadas pero tan des-
gastadas, que nos fué imposible descifrar sus
inscripciones. No se encontraba allí ninguna
americana. La valoración de las joyas presentó
muchas más dificultades. Había diamantes,
algunos de ellos muy finos y voluminosos, en
total ciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho
rubíes de un notable brillo, trescientas diez es-
meraldas hermosísimas, veintiún zafiros y un
ópalo. Todas aquellas piedras habían sido
arrancadas de sus monturas y arrojadas en re-
voltijo al interior del cofre. En cuanto a las
monturas mismas, que clasificamos aparte del
otro oro, parecían haber sido machacadas a
martillazos para evitar cualquier identificación.
Además de todo lo indicado, había una gran
cantidad de adornos de oro macizo: cerca de
doscientas sortijas y pendientes, de extraordi-
nario grosor; ricas cadenas, en número de trein-
ta, si no recuerdo mal; noventa y tres grandes y
pesados crucifijos; cinco incensarios de oro de
gran valía; una prodigiosa ponchera de oro,
adornada con hojas de parra muy bien engas-
tadas, y con figuras de bacantes; dos empuña-
duras de espada exquisitamente repujadas, y
otros muchos objetos más pequeños que no
puedo recordar. El peso de todo ello excedía de
las trescientas cincuenta libras avoirdupois, y en
esta valoración no he incluido ciento noventa y
siete relojes de oro soberbios, tres de los cuales
valdrían cada uno quinientos dólares. Muchos
eran viejísimos y desprovistos de valor como
tales relojes: sus maquinarias habían sufrido
más o menos de la corrosión de la tierra; pero
todos estaban ricamente adornados con pedrer-
ías, y las cajas eran de gran precio. Valoramos
aquella noche el contenido total del cofre en un
millón y medio de dólares, y cuando más tarde
dispusimos de los dijes y joyas (quedándonos
con algunos para nuestro uso personal), nos
encontramos con que habíamos hecho una ta-
sación muy por debajo del tesoro.
Cuando terminamos nuestro examen, y al
propio tiempo se calmó un tanto aquella inten-
sa excitación, Legrand, que me veía consumido
de impaciencia por conocer la solución de aquel
extraordinario enigma, entró a pleno detalle en
las circunstancias relacionadas con él.
—Recordará usted—dijo—la noche en que le
mostré el tosco bosquejo que había hecho del
escarabajo. Recordará también que me molestó
mucho el que insistiese en que mi dibujo se
parecía a una calavera. Cuando hizo usted por
primera vez su afirmación, creí que bromeaba;
pero después pensé en las manchas especiales
sobre el dorso del insecto, y reconocí en mi in-
terior que su observación tenía en realidad,
cierta ligera base. A pesar de todo, me irritó su
burla respecto a mis facultades gráficas, pues
estoy considerado como un buen artista, y por
eso, cuando me tendió usted el trozo de per-
gamino, estuve a punto de estrujarlo y de arro-
jarlo, enojado, al fuego.
—Se refiere usted al trozo de papel—dije.
—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al
principio yo mismo supuse que lo era; pero,
cuando quise dibujar sobre él, descubrí en se-
guida que era un trozo de pergamino muy vie-
jo. Estaba todo sucio, como recordará. Bueno;
cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos caye-
ron sobre el esbozo que usted había examinado,
y ya puede imaginarse mi asombro al percibir
realmente la figura de una calavera en el sitio
mismo donde había yo creído dibujar el insec-
to. Durante un momento me sentí demasiado
atónito para pensar con sensatez. Sabía que mi
esbozo era muy diferente en detalle de éste,
aunque existiese cierta semejanza en el contor-
no general.
Cogí en seguida una vela y, sentándome al
otro extremo de la habitación, me dediqué a un
examen minucioso del pergamino. Dándole
vueltas, Vi mi propio bosquejo sobre el reverso,
ni más ni menos que como lo había hecho. Mi
primera impresión fué entonces de simple sor-
presa ante la notable semejanza efectiva del
contorno; y resulta una coincidencia singular el
hecho de aquella imagen, desconocida para mí,
que ocupaba el otro lado del pergamino debajo
mismo de mi dibujo del escarabajo, y de la ca-
lavera aquella que se parecía con tanta exacti-
tud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino
en el tamaño. Digo que la singularidad de
aquella coincidencia me dejó pasmado durante
un momento. Es éste el efecto habitual de tales
coincidencias. La mente se esfuerza por esta-
blecer una relación—una ilación de causa y
efecto—, y siendo incapaz de conseguirlo, sufrí
una especie de parálisis pasajera. Pero cuando
me recobré de aquel estupor, sentí surgir en mí
poco a poco una convicción que me sobrecogió
más aún que aquella coincidencia. Comencé a
recordar de una manera clara y positiva que no
había ningún dibujo sobre el pergamino cuan-
do hice mi esbozo del escarabajo. Tuve la abso-
luta certeza de ello, pues me acordé de haberle
dado vueltas a un lado y a otro buscando el
sitio más limpio... Si la calavera hubiera estado
allí, la habría yo visto, por supuesto. Existía allí
un misterio que me sentía incapaz de explicar;
pero desde aquel mismo momento me pareció
ver brillar débilmente, en las más remotas y
secretas cavidades de mi entendimiento, una
especie de luciérnaga de la verdad de la cual
nos había aportado la aventura de la última
noche una prueba tan magnífica. Me levanté al
punto, y guardando con cuidado el pergamino
dejé toda reflexión ulterior para cuando pudie-
se estar solo.
En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo
profundamente dormido, me dediqué a un
examen más metódico de la cuestión. En primer
lugar, quise comprender de qué modo aquel
pergamino estaba en mi poder. El sitio en que
descubrimos el escarabajo se hallaba en la costa
del continente, a una milla aproximada al este
de la isla, pero a corta distancia sobre el nivel
de la marea alta. Cuando le cogí, me pico con
fuerza, haciendo que le soltase. Júpiter con su
acostumbrada prudencia, antes de agarrar el
insecto, que había volado hacia él, buscó a su
alrededor una hoja o algo parecido con que
apresarlo. En ese momento sus ojos, y también
los míos, cayeron sobre el trozo de pergamino
que supuse era un papel. Estaba medio sepul-
tado en la arena, asomando una parte de él.
Cerca del sitio donde lo encontramos vi los
restos del casco de un gran barco, según me
pareció. Aquellos restos de un naufragio debían
de estar allí desde hacía mucho tiempo, pues
apenas podía distinguirse su semejanza con la
armazón de un barco.
Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió
en él al insecto y me lo entregó. Poco después
volvimos a casa y encontramos al teniente G***.
Le enseñé el ejemplar y me rogó que le permi-
tiese llevárselo al fuerte. Accedí a ello y se lo
metió en el bolsillo de su chaleco sin el perga-
mino en que iba envuelto y que había conser-
vado en la mano durante su examen. Quizá
temió que cambiase de opinión y prefirió ase-
gurar en seguida su presa; ya sabe usted que es
un entusiasta de todo cuanto se relaciona con la
historia natural. En aquel momento, sin darme
cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino
en el bolsillo.
Recordará usted que cuando me senté ante
la mesa a fin de hacer un bosquejo del insecto
no encontré papel donde habitualmente se
guarda. Miré en el cajón, y no lo encontré allí.
Rebusqué mis bolsillos, esperando hallar en
ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos
tocaron el pergamino. Le detallo a usted de un
modo exacto cómo cayó en mi poder, pues las
circunstancias me impresionaron con una fuer-
za especial.
Sin duda alguna, usted me creyó un soña-
dor; pero yo había establecido ya una especie
de conexión. Acababa de unir dos eslabones de
una gran cadena. Allí había un barco que nau-
fragó en la costa, y no lejos de aquel barco, un
pergamino—no un papel—con una calavera
pintada sobre él. Va usted, naturalmente, a
preguntarme: ¿dónde está la relación? Le res-
ponderé que la calavera es el emblema muy
conocido de los piratas. Llevan izado el pa-
bellón con la calavera en todos sus combates.
Como le digo, era un trozo de pergamino, y
no de papel. El pergamino es de una materia
duradera casi indestructible. Rara vez se con-
signan sobre uno cuestiones de poca monta, ya
que se adapta mucho peor que el papel a las
simples necesidades del dibujo o de la escritu-
ra. Esta reflexión me indujo a pensar en algún
significado, en algo que tenía relación con la
calavera. No dejé tampoco de observar la forma
del pergamino. Aunque una de las esquinas
aparecía rota por algún accidente, podía verse
bien que la forma original era oblonga. Se tra-
taba precisamente de una de esas tiras que se
escogen como memorándum, para apuntar
algo que desea uno conservar largo tiempo y
con cuidado.
—Pero—le interrumpí—dice usted que la ca-
lavera no estaba sobre el pergamino cuando di-
bujó el insecto. ¿Cómo, entonces, establece una
relación entre el barco y la calavera, puesto que
esta última, según su propio aserto, debe de
haber sido dibujada (Dios únicamente sabe
cómo y por quién) en algún período posterior a
su apunte del escarabajo?
—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aun-
que he tenido, en comparación, poca dificultad
en resolver ese extremo del secreto. Mi marcha
era segura y no podía conducirme más que a
un solo resultado. Razoné así, por ejemplo: al
dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera
sobre el pergamino. Cuando terminé el dibujo,
se lo di a usted y le observé con fijeza hasta que
me lo devolvió. No era usted, por tanto, quien
había dibujado la calavera, ni estaba allí presen-
te nadie que hubiese podido hacerlo. No había
sido, pues, realizado por un medio humano. Y,
sin embargo, allí estaba.
En este momento de mis reflexiones, me de-
diqué a recordar, y recordé, en efecto, con ente-
ra exactitud, cada incidente ocurrido en el in-
tervalo en cuestión. La temperatura era fría (¡oh
raro y feliz accidente!) y el fuego llameaba en la
chimenea. Había yo entrado en calor con el
ejercicio y me senté junto a la mesa. Usted, em-
pero, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chi-
menea. En el momento justo de dejar el perga-
mino en su mano, y cuando iba usted a exami-
narlo, Wolf, el terranova. entró y saltó hacia sus
hombros. Con su mano izquierda usted le aca-
riciaba, intentando apartarle, cogido el perga-
mino con la derecha, entre sus rodillas y cerca
del fuego. Hubo un instante en que creí que la
llama iba a alcanzarlo, y me disponía a decírse-
lo; pero antes de que hubiese yo hablado la
retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuando
hube considerado todos estos detalles, no dudé
ni un segundo que aquel calor había sido el
agente que hizo surgir a la luz sobre el perga-
mino la calavera cuyo contorno veía señalarse
allí. Ya sabe que hay y ha habido en todo tiem-
po preparaciones químicas por medio de las
cuales es posible escribir sobre papel o sobre
vitela caracteres que así no resultan visibles
hasta que son sometidos a la acción del fuego.
Se emplea algunas veces el zafre, digerido en
agua regia y diluido en cuatro veces su peso de
agua; de ello se origina un tono verde. El régulo
de cobalto, disuelto en espíritu de nitro, da el
rojo. Estos colores desaparecen a intervalos más
o menos largos, después que la materia sobre la
cual se ha escrito se enfría, pero reaparecen a
una nueva aplicación de calor.
Examiné entonces la calavera con toda meti-
culosidad. Los contornos—los más próximos al
borde del pergamino—resultaban mucho más
claros que los otros. Era evidente que la acción
del calor había sido imperfecta o desigual. En-
cendí inmediatamente el fuego y sometí cada
parte del pergamino al calor ardiente. Al prin-
cipio no tuvo aquello más efecto que reforzar
las líneas débiles de la calavera; pero, perseve-
rando en el ensayo, se hizo visible, en la esqui-
na de la tira diagonalmente opuesta al sitio
donde estaba trazada la calavera, una figura
que supuse de primera intención era la de una
cabra. Un examen más atento, no obstante, me
convenció de que habían intentado representar
un cabritillo.
—¡Ja, ja!—exclamé—. No tengo, sin duda,
derecho a burlarme de usted (un millón y me-
dio de dólares es algo muy serio para tomarlo a
broma). Pero no irá a establecer un tercer es-
labón en su cadena; no querrá encontrar ningu-
na relación especial entre sus piratas y una ca-
bra; los piratas, como sabe, no tienen nada que
ver con las cabras; eso es cosa de los granjeros.
—Pero si acabo de decirle que la figura no
era la de una cabra.
—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene
a ser casi lo mismo.
—Casi, pero no del todo—dijo Legrand—.
Debe usted de haber oído hablar de un tal ca-
pitán Kidd. Consideré en seguida la figura de
ese animal como una especie de firma logogrí-
fica o jeroglífica. Digo firma porque el sitio que
ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea.
La calavera, en la esquina diagonal opuesta,
tenía así el aspecto de un sello, de una estampi-
lla. Pero me hallé dolorosamente desconcertado
ante la ausencia de todo lo demás del cuerpo de
mi imaginado documento, del texto de mi con-
texto.
—Supongo que esperaba usted encontrar
una carta entre el sello y la firma.
—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí
irresistiblemente impresionado por el presen-
timiento de una buena fortuna inminente. No
podría decir por qué. Tal vez, después de todo,
era más bien un deseo que una verdadera cre-
encia; pero ¿no sabe que las absurdas palabras
de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de
oro macizo, hicieron un notable efecto sobre mi
imaginación? Y luego, esa serie de accidentes y
coincidencias era, en realidad, extraordinaria.
¿Observa usted lo que había de fortuito en que
esos acontecimientos ocurriesen el único día del
año en que ha hecho, ha podido hacer, el sufi-
ciente frío para necesitarse fuego, y que, sin ese
fuego, o sin la intervención del perro en el pre-
ciso momento en que apareció, no habría podi-
do yo enterarme de lo de la calavera, ni habría
entrado nunca en posesión del tesoro?
Pero continúe... Me consume la impaciencia.
—Bien; habrá usted oído hablar de muchas
historias que corren, de esos mil vagos rumores
acerca de tesoros enterrados en algún lugar de
la costa del Atlántico por Kidd y sus compañe-
ros. Esos rumores desde hace tanto tiempo y
con tanta persistencia, desde hace tanto tiempo
y con tanta persistencia, ello se debía, a mi jui-
cio, tan sólo a la circunstancia de que el tesoro
enterrado permanecía enterrado. Si Kidd hubiese
escondido su botín durante cierto tiempo y lo
hubiera recuperado después, no habrían llega-
do tales rumores hasta nosotros en su invaria-
ble forma actual. Observe que esas historias
giran todas alrededor de buscadores, no de
descubridores de tesoros. Si el pirata hubiera
recuperado su botín, el asunto habría termina-
do allí. Parecíame que algún accidente—por
ejemplo, la pérdida de la nota que indicaba el
lugar preciso—debía de haberle privado de los
medios para recuperarlo, llegando ese acciden-
te a conocimiento de sus compañeros, quienes,
de otro modo, no hubiesen podido saber nunca
que un tesoro había sido escondido y que con
sus búsquedas infructuosas, por carecer de guía
al intentar recuperarlo, dieron nacimiento pri-
mero a ese rumor, difundido universalmente
por entonces, y a las noticias tan corrientes aho-
ra. ¿Ha oído usted hablar de algún tesoro im-
portante que haya sido desenterrado a lo largo
de la costa?
—Nunca.
—Pues es muy notorio que Kidd los había
acumulado inmensos. Daba yo así por supuesto
que la tierra seguía guardándolos, y no le sor-
prenderá mucho si le digo que abrigaba una
esperanza que aumentaba casi hasta la certeza:
la de que el pergamino tan singularmente en-
contrado contenía la última indicación del lu-
gar donde se depositaba.
—Pero ¿cómo procedió usted?
—Expuse de nuevo la vitela al fuego, des-
pués de haberlo avivado; pero no apareció na-
da. Pensé entonces que era posible que la capa
de mugre tuviera que ver en aquel fracaso: por
eso lavé con esmero el pergamino vertiendo
agua caliente encima, y una vez hecho esto, lo
coloqué en una cacerola de cobre, con la calave-
ra hacia abajo, y puse la cacerola sobre una
lumbre de carbón. A los pocos minutos estando
ya la cacerola calentada a fondo, saqué la tira
de pergamino, y fué inexpresable mi alegría al
encontrarla manchada, en varios sitios, con
signos que parecían cifras alineadas. Volví a
colocarla en la cacerola, y la dejé allí otro minu-
to. Cuando la saqué, estaba enteramente igual a
como va usted a verla.
Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calenta-
do de nuevo el pergamino, lo sometió a mi
examen. Los caracteres siguientes aparecían de
manera toscamente trazada, en color rojo, entre
la calavera y la cabra:
53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;
1+(;:+*8+83(88)
5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*
—4)8¶8*;406
9285);)6+8)4++;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+
528806*81(+9;
48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;
—Pero—dije, devolviéndole la tira—sigo es-
tando tan a oscuras como antes. Si todas las
joyas de Golconda esperasen de mí la solución
de este enigma, estoy en absoluto seguro de
que sería incapaz de obtenerlas.
—Y el caso—dijo Legrand—que la solución
no resulta tan difícil como cabe imaginarla tras
del primer examen apresurado de los caracte-
res. Estos caracteres, según pueden todos adi-
vinarlo fácilmente forman una cifra, es decir,
contienen un significado pero por lo que sabe-
mos de Kidd, no podía suponerle capaz de
construir una de las más abstrusas criptograf-
ías. Pensé, pues, lo primero, que ésta era de una
clase sencilla, aunque tal, sin embargo, que pa-
reciese absolutamente indescifrable para la tos-
ca inteligencia del marinero, sin la clave.
—¿Y la resolvió usted, en verdad?
—Fácilmente; había yo resuelto otras diez
mil veces más complicadas. Las circunstancias
y cierta predisposición mental me han llevado a
interesarme por tales acertijos, y es, en realidad,
dudoso que el genio humano pueda crear un
enigma de ese género que el mismo ingenio
humano no resuelva con una aplicación ade-
cuada. En efecto, una vez que logré descubrir
una serie de caracteres visibles, no me pre-
ocupó apenas la simple dificultad de desarro-
llar su significación.
En el presente caso—y realmente en todos
los casos de escritura secreta—la primera cues-
tión se refiere al lenguaje de la cifra, pues los
principios de solución, en particular tratándose
de las cifras más. sencillas, dependen del genio
peculiar de cada idioma y pueden ser modifi-
cadas por éste. En general, no hay otro medio
para conseguir la solución que ensayar (guián-
dose por las probabilidades) todas las lenguas
que os sean conocidas, hasta encontrar la ver-
dadera. Pero en la cifra de este caso toda difi-
cultad quedaba resuelta por la firma. El retrué-
cano sobre la palabra Kidd sólo es posible en
lengua inglesa. Sin esa circunstancia hubiese yo
comenzado mis ensayos por el español y el
francés, por ser las lenguas en las cuales un
pirata de mares españoles hubiera debido, con
más naturalidad, escribir un secreto de ese
género. Tal como se presentaba, presumí que el
criptograma era inglés.
IIII
Fíjese usted en que no hay espacios entre las
palabras. Si los hubiese habido, la tarea habría
sido fácil en comparación. En tal caso hubiera
yo comenzado por hacer una colación y un aná-
lisis de las palabras cortas, y de haber encon-
trado, como es muy probable, una palabra de
una sola letra (a o I-uno, yo, por ejemplo), habr-
ía estimado la solución asegurada. Pero como
no había espacios allí, mi primera medida era
averiguar las letras predominantes así como las
que se encontraban con menor frecuencia. Las
conté todas y formé la siguiente tabla:

El signo 8 aparece 33
veces

—; — 26 —

—4 — 19 —

+
— — 16 —
y)
+

—* — 13 —

—5 — 12 —

—6 — 11 —

— +1 — 10 —
—0 —8—

—9y2 —5—

—:y3 —4—

—? —3—

— (signo pi) —2—

——y — 1 vez

Ahora bien: la letra que se encuentra con


mayor frecuencia en inglés es la e. Después, la
serie es la siguiente: a o y d h n r s t u y c f g l m w
b k p q x z. La e predomina de un modo tan no-
table, que es raro encontrar una frase sola de
cierta longitud de la que no sea el carácter prin-
cipal.
Tenemos, pues, nada más comenzar, una ba-
se para algo más que una simple conjetura. El
uso general que puede hacerse de esa tabla es
obvio, pero para esta cifra particular sólo nos
serviremos de ella muy parcialmente. Puesto
que nuestro signo predominante es el 8, empe-
zaremos por ajustarlo a la e del alfabeto natural.
Para comprobar esta suposición, observemos si
el 8 aparece a menudo por pares—pues la e se
dobla con gran frecuencia en inglés—en pala-
bras como, por ejemplo, meet, speed, seen, been
agree, etcétera. En el caso presente, vemos que
está doblado lo menos cinco veces, aunque el
criptograma sea breve.
Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas
las palabras de la lengua, the es la más usual;
por tanto, debemos ver si no está repetida la
combinación de tres signos, siendo el último de
ellos el 8. Si descubrimos repeticiones de tal
letra, así dispuestas, representarán, muy pro-
bablemente, la palabra the. Una vez comproba-
do esto, encontraremos no menos de siete de
tales combinaciones, siendo los signos 48 en
total. Podemos, pues, suponer que ; representa
t, 4 representa h, y 8 representa e, quedando
este último así comprobado. Hemos dado ya un
gran paso.
Acabamos de establecer una sola palabra;
pero ello nos permite establecer también un
punto más importante; es decir, varios comien-
zos y terminaciones de otras palabras. Veamos,
por ejemplo, el penúltimo caso en que aparece
la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sa-
bemos que el, que viene inmediatamente des-
pués es el comienzo de una palabra, y de los
seis signos que siguen a ese the, conocemos, por
lo menos, cinco. Sustituyamos, pues, esos sig-
nos por las letras que representan, dejando un
espacio para el desconocido:

t eeth

Debemos, lo primero, desechar el th como no


formando parte de la palabra que comienza por
la primera t, pues vemos, ensayando el alfabeto
entero para adaptar una letra al hueco, que es
imposible formar una palabra de la que ese th
pueda formar parte. Reduzcamos, pues, los
signos a

t ee.

Y volviendo al alfabeto, si es necesario como


antes, llegamos a la palabra "tree" (árbol), como
la única que puede leerse. Ganamos así otra
letra, la r, representada por (, más las palabras
yuxtapuestas the tree (el árbol).
Un poco más lejos de estas palabras, a poca
distancia, vemos de nuevo la combinación; 48 y
la empleamos como terminación de lo que pre-
cede inmediatamente. Tenemos así esta distri-
bución:

the tree : 4 + ? 34 the,

o sustituyendo con letras naturales los sig-


nos que conocemos, leeremos esto:

tre tree thr + ? 3 h the.


Ahora, si sustituimos los signos desconoci-
dos por espacios blancos o por puntos, leere-
mos:

the tree thr... h the,

y, por tanto, la palabra through (por, a través)


resulta evidente por sí misma. Pero este descu-
brimiento nos da tres nuevas letras, o, u, y g,
representadas por + ? y 3.
Buscando ahora cuidadosamente en la cifra
combinaciones de signos conocidos, encontra-
remos no lejos del comienzo esta disposición:

83 (88, o agree,

que es, evidentemente, la terminación de la


palabra degree (grado), que nos da otra letra, la
d, representada por +.
Cuatro letras más lejos de la palabra degree,
observamos la combinación,
; 46 (; 88

cuyos signos conocidos traducimos, repre-


sentando el desconocido por puntos, como an-
tes; y leemos:

th . rtea.

Arreglo que nos sugiere acto seguido la pa-


labra thirteen (trece) y que nos vuelve a propor-
cionar dos letras nuevas, la i y la n, representa-
das por 6 y *.
Volviendo ahora al principio del criptogra-
ma, encontramos la combinación.

+++
53
+++

Traduciendo como antes, obtendremos


.good.

Lo cual nos asegura que la primera letra es


una A, y que las dos primeras palabras son A
good (un bueno, una buena).
Sería tiempo ya de disponer nuestra clave,
conforme a lo descubierto, en forma de tabla,
para evitar confusiones. Nos dará lo siguiente:

5 repre- a
senta

+ — d

8 — e

3 — g

4 — h

6 — i
* — n

+ — o
+

( — r

: — t

? — u

Tenemos así no menos de diez de las letras


más importantes representadas, y es inútil bus-
car la solución con esos detalles. Ya le he dicho
lo suficiente para convencerle de que cifras de
ese género son de fácil solución, y para darle
algún conocimiento de su desarrollo razonado.
Pero tenga la seguridad de que la muestra que
tenemos delante pertenece al tipo más sencillo
de la criptografía. Sólo me queda darle la tra-
ducción entera de los signos escritos sobre el
pergamino, ya descifrados. Hela aquí:
A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s
seat forty-one degrees and thirteen minutes north-
east and by north main branch seventh, limb east
side shoot from the left eye of the death'shead a bee-
line from the tree through the shot fifty feet out

—Pero—dije—el enigma me parece de tan


mala calidad como antes. ¿Cómo es posible
sacar un sentido cualquiera de toda esa jerga
referente a "la silla del diablo", "la cabeza de
muerto" y "el hostal o la hostelería del obispo"?
—Reconozco—replicó Legrand—que el
asunto presenta un aspecto serio cuando echa
uno sobre él una ojeada casual. Mi primer em-
peño fué separar lo escrito en las divisiones
naturales que había intentado el criptógrafo.
—¿Quiere usted decir, puntuarlo?
—Algo por el estilo.
—Pero ¿cómo le fué posible hacerlo?
—Pensé que el rasgo característico del escri-
tor habia consistido en agrupar sus palabras sin
separación alguna, queriendo así aumentar la
dificultad de la solución. Ahora bien: un hom-
bre poco agudo, al perseguir tal objeto, tendrá,
seguramente, la tendencia a superar la medida.
Cuando en el curso de su composición llegaba a
una interrupción de su tema que requería, na-
turalmente, una pausa o un punto, se excedió,
en su tendencia a agrupar sus signos, más que
de costumbre. Si observa usted ahora el ma-
nuscrito le será fácil descubrir cinco de esos
casos de inusitado agrupamiento. Utilizando
ese indicio hice la consiguiente división:

A good glass in the bishop's hostel in the devil's


sear —forty one degrees and thirteen minutes—
northeast and by north—main branch seventh limb
eart side—shoot from the left eye of the death's-
head—a bee line from the tree through the shot fifty
feet out.

—Aun con esa separación—dije—, sigo es-


tando a oscuras.
—También yo lo estuve—replicó Legrand—
por espacio de algunos días, durante los cuales
realicé diligentes pesquisas en las cercanías de
la isla de Sullivan, sobre una casa que llevase el
nombre de Hotel del Obispo, pues, por supues-
to, deseché la palabra anticuada "hostal, hoster-
ía". No logrando ningún informe sobre la cues-
tión, estaba a punto de extender el campo de mi
búsqueda y de obrar de un modo más sistemá-
tico, cuando una mañana se me ocurrió de re-
pente que aquel "Bishop's Hostel" podía tener
alguna relación con una antigua familia apelli-
dada Bessop, la cual, desde tiempo inmemorial,
era dueña de una antigua casa solariega a unas
cuatro millas, aproximadamente, al norte de la
isla. De acuerdo con lo cual fui a la plantación,
y comencé de nuevo mis pesquisas entre los
negros más viejos del lugar. Por último, una de
las mujeres de más edad me dijo que ella había
oído hablar de un sitio como Bessop's Castle
(castillo de Bassop), y que creía poder condu-
cirme hasta él, pero que no era un castillo, ni
mesón, sino una alta roca.
Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y
después de alguna vacilación, consintió en
acompañarme hasta aquel sitio. Lo descubri-
mos sin gran dificultad; entonces la despedí y
me dediqué al examen del paraje. El castillo
consistía en una agrupación irregular de maci-
zos y rocas, una de éstas muy notable tanto por
su altura como por su aislamiento y su aspecto
artificial. Trepé a la cima, y entonces me sentí
perplejo ante lo que debía hacer después.
Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron
sobre un estrecho reborde en la cara oriental de
la roca a una yarda quizá por debajo de la
cúspide donde estaba colocado. Aquel reborde
sobresalía unas dieciocho pulgadas, y no tendr-
ía más de un pie de anchura; un entrante en el
risco, justamente encima, le daba una tosca se-
mejanza con las sillas de respaldo cóncavo que
usaban nuestros antepasados. No dudé que
fuese aquello la "silla del diablo" a la que aludía
el manuscrito, y me pareció descubrir ahora el
secreto entero del enigma.
El "buen vaso" lo sabía yo, no podía referirse
más que a un catalejo, pues los marineros de
todo el mundo rara vez emplean la palabra
"vaso" en otro sentido. Comprendí ahora en
seguida que debía utilizarse un catalejo desde
un punto de vista determinado que no admitía
variación. No dudé un instante en pensar que
las frases "cuarenta y un grados y trece minu-
tos" y "Nordeste cuarto de Norte" debían indi-
car la dirección en que debía apuntarse el cata-
lejo. Sumamente excitado por aquellos descu-
brimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un
catalejo y volví a la roca.
Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que
era imposible permanecer sentado allí, salvo en
una posición especial. Éste hecho confirmó mi
preconcebida idea. Me dispuse a utilizar el ca-
talejo. Naturalmente, los "cuarenta y un grados
y trece minutos" podían aludir sólo a la eleva-
ción por encima del horizonte visible, puesto
que la dirección horizontal estaba indicada con
claridad por las palabras "Nordeste cuarto de
Norte". Establecí esta última dirección por me-
dio de una brújula de bolsillo; luego, apuntan-
do el catalejo con tanta exactitud como pude
con un ángulo de cuarenta y un grados de ele-
vación, lo moví con cuidado de arriba abajo,
hasta que detuvo mi atención una grieta circu-
lar u orificio en el follaje de un gran árbol que
sobresalía de todos los demás, a distancia. En el
centro de aquel orificio divisé un punto blanco;
pero no pude distinguir al principio lo que era.
Graduando el foco del catalejo, volví a mirar, y
comprobé ahora que era un cráneo humano.
Después de este descubrimiento, consideré
con entera confianza el enigma como resuelto,
pues la frase "rama principal, séptimo vástago,
lado Este" no podía referirse más que a la posi-
ción de la calavera sobre el árbol, mientras lo de
"soltar desde el ojo izquierdo de la cabeza de
muerto" no admitía tampoco más que una in-
terpretación con respecto a la busca de un teso-
ro enterrado. Comprendí que se trataba de de-
jar caer una bala desde el ojo izquierdo, y que
una línea recta (línea de abeja), partiendo del
punto más cercano al tronco por ''la bala" (o por
el punto donde cayese la bala), y extendiéndose
desde allí a una distancia de cincuenta pies,
indicaría el sitio preciso, y debajo de este sitio
juzgué que era, por lo menos, posible que estu-
viese allí escondido un depósito valioso.
—Todo eso—dije—es harto claro, y asimis-
mo ingenioso, sencillo y explícito. Y cuando
abandonó usted el Hotel del Obispo, ¿qué hizo?
—Pus habiendo anotado escrupulosamente
la orientación del árbol, me volví a casa. Sin
embargo en el momento de abandonar "la silla
del diablo", el orificio circular desapareció, y de
cualquier lado que me volviese érame ya impo-
sible divisarlo. Lo que me parece el colmo del
ingenio en este asunto es el hecho (pues, al re-
petir la experiencia, me he convencido de que
es un hecho) de que la abertura circular en
cuestión resulta sólo visible desde un punto
que es el indicado por esa estrecha cornisa so-
bre la superficie de la roca.
En esta expedición al Hotel del Obispo fui
seguido por Júpiter, quien observaba, sin duda,
desde hacia unas semanas, mi aire absorto, y
ponía un especial cuidado en no dejarme solo.
Pero al día siguiente me levanté muy temprano,
conseguí escaparme de él y corrí a las colinas
en busca del árbol. Me costó mucho trabajo
encontrarlo. Cuando volví a casa por la noche,
mi criado se disponía a vapulearme. En cuanto
al resto de la aventura, creo que está usted tan
enterado como yo.
—Supongo—dije—que equivocó usted el si-
tio en las primeras excavaciones, a causa de la
estupidez de Júpiter dejando caer el escarabajo
por el ojo derecho de la calavera en lugar de
hacerlo por el izquierdo.
—Exactamente. Esa equivocación originaba
una diferencia de dos pulgadas y media, poco
más o menos, en relación con la bala, es decir,
en la posición de la estaca junto al árbol, y si el
tesoro hubiera estado bajo la "bala", el error
habría tenido poca importancia; pero la "bala",
y al mismo tiempo el punto más cercano al
árbol, representaban simplemente dos puntos
para establecer una línea de dirección; claro
está que el error, aunque insignificante al prin-
cipio, aumentaba al avanzar siguiendo la línea,
y cuando hubimos llegado a una distancia de
cincuenta pies, nos había apartado por comple-
to de la pista. Sin mi idea arraigada a fondo de
que había allí algo enterrado, todo nuestro tra-
bajo hubiera sido inútil.
—Pero su grandilocuencia, su actitud balan-
ceando el insecto, ¡cuán excesivamente es-
trambóticas! Tenía yo la certeza de que estaba
usted loco. Y ¿por qué insistió en dejar caer el
escarabajo desde la calavera, en vez de una
bala?
—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo
molesto por sus claras sospechas respecto a mi
sano juicio, y decidí castigarle algo, a mi mane-
ra, con un poquito de serena mixtificación. Por
esa razón balanceaba yo el insecto, y por esa
razón también quise dejarlo caer desde el árbol.
Una observación que hizo usted acerca de su
peso me sugirió esta última idea.
—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que
un punto que me desconcierta. ¿Qué vamos a
decir de los esqueletos encontrados en el hoyo?
—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo
que usted, no sería yo capaz de contestar. No
veo, por cierto, más que un modo plausible de
explicar eso; pero mi sugerencia entraña una
atrocidad tal, que resulta horrible de creer.
Aparece claro que Kidd (si fué verdaderamente
Kidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo),
aparece claro que él debió de hacerse ayudar en
su trabajo. Pero, una vez terminado, éste pudo
juzgar conveniente suprimir a todos los que
compartían su secreto. Acaso un par de azado-
nazos fueron suficientes, mientras sus ayudan-
tes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó
una docena. ¿Quién nos lo dirá?

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