Historia Iglesia Moderna 5
Historia Iglesia Moderna 5
Historia Iglesia Moderna 5
El cisma de Inglaterra
Las relaciones de Inglaterra con la Sede Romana eran en el siglo XVI bastante flojas. Ya
en el siglo XIV (en pleno fiscalismo aviñonés) unos decretos del Parlamento, entre otras cosas,
habían decidido no aceptar ninguna colación de beneficios ingleses proveniente de la Curia
pontificia, y habían prohibido las apelaciones a la Sede Apostólica, así como que se introdujesen
en el país bulas, procesos y reservaciones pontificias. Aunque no se aplicaron con rigor, estas
disposiciones y otras semejantes constituyeron la base de la política ulterior de Inglaterra
respecto de la Santa Sede. De esta manera había ido echando raíces una Iglesia nacional, en
estrecha dependencia del rey. Tampoco había desaparecido del todo el efecto producido por las
ideas de John Wiclef (ca.1328-1384), de franca rebeldía contra la autoridad pontificia, basada en
parte en un nacionalismo exagerado1.
Enrique VIII (1509-1547) era considerado por los humanistas de su tiempo como el
modelo de príncipe renacentista, deseoso de una reforma auténticamente evangélica de la Iglesia.
Por ello hizo que su canciller, el cardenal Wolsey, que era legado pontificio, visitase el clero
regular y diese disposiciones para elevar la formación eclesiástica, si bien los afectados apenas
las cumplieron.
1
Wiclef fue un reformador inglés, cuyas ideas heterodoxas fueron condenadas en el Concilio de
Constanza, años después de su muerte. Entre otros errores sostenía que son inválidos los Sacramentos
administrados y los actos de gobierno ejecutados por las personas que se hallan en pecado mortal. Wiclef
concebía una Iglesia puramente invisible, fundada en la predestinación, sin más norma de fe que la
Sagrada Escritura. Esto le llevaría, con estricta lógica, a la negación misma del papado y del episcopado,
en los que no ve más que una institución humana. Para él no hay más Pontífice que Cristo
2
En efecto, los reyes ingleses ya desde antiguo pretendían gobernar a la vez el Estado y la Iglesia,
mientras los Papas se esforzaban por obtener un reconocimiento más amplio de su Primado de
jurisdicción. Por ejemplo, sin poseer un derecho formal de nombramiento, el rey imponía sus candidatos
para las sedes episcopales en las dos provincias eclesiásticas de Canterbury (con veinte sufragáneos) y de
York (con tres sufragáneos), que eran por lo general juristas probados en el servicio del rey.
1
Cuando apareció Lutero, Enrique VIII se opuso frontalmente a él e incitó a Carlos V una
y otra vez a que interviniese enérgicamente contra el reformador. El mismo escribió
personalmente, en su mayor parte, la Assertio septem sacramentorum, en la que se oponía a la
negación de los sacramentos hecha por el monje de Wittenberg en su De captivitate babylonica
ecclesiae. El rey dedicó su obra al Papa “como signo de su fe y de su amistad”. En este libro
confesaba inequívocamente el Primado pontificio: “La Iglesia entera está sometida no solamente
a Cristo, sino también, por Cristo, el único representante suyo, el Papa de Roma” 3. Negar
obediencia al Sumo Sacerdote en la tierra es para él un delito comparable a la idolatría. Por este
libro el rey recibió del Papa, en 1521, el título de Defensor fidei.
La actitud del rey siguió siendo la misma en los años siguientes, si bien se fue acentuando
más y más la centralización del poder en manos del monarca, proceso que, por otro lado, era
paralelo al de otros reinos europeos.
Lo que finalmente determinó la ruptura de Enrique VIII con el Papa fue el asunto
de su matrimonio. Poco después de subir al trono Enrique se había casado con Catalina de
Aragón, tía de Carlos V, la cual había estado casada en primer matrimonio con Arturo, hermano
mayor de Enrique. Arturo murió cuando apenas contaba quince años, sin que el matrimonio se
hubiera consumado. Ya en 1503 fue solicitada y se obtuvo del Papa la dispensa del impedimento
de parentesco.
De los cinco hijos del matrimonio de Enrique sobrevivía únicamente la princesa María.
La sucesión del trono se presentaba, pues, problemática, ya que Inglaterra no había tenido jamás
hasta entonces una reina que gobernase. A ello se añadió la ardiente pasión que se apoderó del
rey por Ana Bolena, dama de honor de la reina Catalina 4. Para hacer posible el matrimonio con
ella y obtener así el deseado heredero, el rey pensó en separarse de Catalina y hacer declarar
inválido su matrimonio con ella. Apelando al texto de Lev 18, 16, que prohibía unirse en
matrimonio con la mujer del hermano, decía el rey que la dispensa de 1503 era inválida, y que
durante dieciocho años él había vivido en incesto (por ello, consideraba la temprana muerte de
sus hijos como un castigo divino)5.
Cuando el canciller, cardenal Wolsey, se convenció de que el rey estaba firmemente
decidido a no desistir de sus planes, gestionó con celo su causa, como obediente servidor, aunque
parece que nunca fue un partidario decidido de Ana Bolena (tal vez hubiera preferido un
matrimonio que garantizase una nueva alianza política).
Dos cosas se querían obtener del Papa: que declarase nulo el matrimonio con Catalina, y
que concediese dispensa, por parentesco ilegítimo, para el matrimonio con Ana Bolena.
Clemente VII, quien estaba por entonces en guerra con el emperador Carlos V, concedió en
3
Cit. en L. J. Rogier-R. Aubert-M. D. Knowles (dirs.); Nueva Historia de la Iglesia; vol . III (Madrid,
1966), pág. 106.
4
Aunque en Inglaterra no existía la ley sálica, el gobierno de una mujer podía ser fácilmente visto como
peligroso para la estabilidad del reino. En efecto, Enrique VIII era hijo de un hombre que había tenido
que imponerse por la fuerza para alcanzar el trono, cuando Inglaterra quedó anegada en sangre en el siglo
XV durante la Guerra de las Dos Rosas. Sin embargo, hay que notar que, aun teniendo esta preocupación
por tener un heredero varón, no se ve que Enrique haya pensado en un divorcio sino hasta que se apoderó
de él la pasión por Ana Bolena.
5
No parece que el rey se haya inquietado demasiado por el hecho de que Deut 25, 5 ordenase el
matrimonio levítico (cfr. Mt 22, 24), ni le causaba escrúpulos de conciencia el haber tenido como amante
a la hermana de Ana Bolena. Indudablemente, fue su pasión por esta última el móvil verdadero de todo lo
que realizó el rey, incluido el cisma de Inglaterra. Todo lo demás eran meros pretextos o razones que
justificaran delante de los demás los gravísimos pasos que se fueron dando.
2
diciembre de 1527 la dispensa del matrimonio de parentesco ilegítimo, en el caso de que el
primer matrimonio no fuera válido. Su característica indecisión y las consideraciones políticas le
hicieron eludir el tomar una decisión comprometedora. Acaso esperaba también que la pasión
real se iría enfriando con el tiempo. Pero ante la insistencia de Enrique, en 1528 envió a
Inglaterra al cardenal Campeggio, quien presidió el proceso junto con el cardenal Wolsey. La
reina Catalina compareció ante el tribunal, a quien acusó de incompetencia, apelando
directamente al Papa, quien, entre tanto, había concertado de nuevo la paz con el emperador,
sobrino de la reina.
A instancias de Carlos V, el Papa suspendió los poderes de los dos legados y trasladó el
proceso al fuero romano. Esto provocó la caída en desgracia del cardenal Wolsey, quien murió
poco después cuando era llevado a Londres para ser procesado allí por alta traición.
Enrique no se dio por vencido, sino que decidió apoyarse en el Parlamento, expresión de
la nación inglesa, contra el Papa, a quien escribió una amenazadora carta, acompañada de una
petición firmada por los más ilustres nombres de Inglaterra. Clemente VII siguió con su política
de prórrogas, limitándose a prohibir al rey cualquier otro matrimonio, bajo pena de excomunión,
dándole seguridades de que la última decisión no sería tomada sino por él mismo.
Fue entonces cuando Enrique obtuvo la inapreciable y servil ayuda de un destacado
miembro del Parlamento, adornado de grandes dotes políticas, y desprovisto totalmente de
escrúpulos: Tomás Cromwell (antiguo secretario de Wolsey), quien le aconsejó separarse de
Roma, siguiendo el ejemplo de los príncipes alemanes.
En una asamblea general del clero, convocada por razones de Estado, el rey exigió una
declaración de que él era la cabeza suprema de la Iglesia en Inglaterra. El obispo de Rochester,
Juan Fisher, propuso que se añadiese: “en cuanto lo permite la ley de Cristo”. Y así, a propuesta
del anciano arzobispo de Canterbury, William Warham, la asamblea aprobó la declaración de
que “el rey es el único protector de la Iglesia, su único y supremo señor, y, en cuanto lo permita
la ley de Cristo, también su cabeza suprema”6. Sin embargo, consta que todavía por entonces esta
declaración era más bien una maniobra del rey para intimidar al Papa.
Finalmente, viendo Enrique VIII que el Papa daba largas al asunto, y no esperando de
Roma ninguna solución favorable al divorcio, se decidió a obrar por su cuenta. Por entonces Ana
Bolena ya se había rendido a los deseos del rey, y esperaba un hijo. Por ello, el rey decidió
desposarse en secreto con ella, para lo cual quiso anular a todo trance su anterior matrimonio.
Los acontecimientos le facilitaron el cumplimiento de sus deseos.
Acababa de morir el arzobispo de Canterbury, Warham. Entonces el rey propuso para
este cargo al antiguo capellán de la familia Bolena, el servil Tomás Cranmer, quien durante un
viaje por Alemania había conocido el luteranismo, y se había casado secretamente 7. El hecho es
6
“...cuius singularem protectorem, unicum et supremum dominum, et quantum per Christi legem licet,
etiam supremum caput ipsius maiestatem recognoscimus” (cit. en L. J. Rogier-R. Aubert-M. D. Knowles
(dirs.); Nueva Historia de la Iglesia; vol . III [Madrid, 1966], pág. 419 [nota 42]. Los prelados, al votar la
reserva de Fisher, habían liberado de momento sus conciencias, y daban a entender que pensaban que la
tormenta pasaría, dado que las negociaciones con Roma aún no habían concluido. Sin embargo, el
enviado de Carlos V, Chapuis, veía claramente que, de hecho, el rey se había convertido en el papa de
Inglaterra. Es cierto que se había formulado la reserva “en cuanto lo permita la ley de Cristo”, pero por lo
que respecta al rey, dicha reserva no tendría valor alguno, y nadie se atrevería a discutir con él el alcance
de la misma.
7
Ya antes, sin respeto alguno por la disciplina eclesiástica, había sugerido que se consultara sobre la
validez del matrimonio real a las principales universidades de la isla y del continente. Cambridge, Oxford,
París, Orléans, Angers, Toulouse, Ferrara y Pavía, previamente prevenidas con generosas sumas de
3
que el Papa Clemente VII, ignorando todo esto, y con el objeto de no exasperar más al rey inglés,
dio su consentimiento y las bulas necesarias para el nuevo arzobispo de Canterbury.
A partir de aquí, ya no hubo dificultad alguna, pues Cranmer se puso en manos del rey.
En enero de 1533 casó privadamente al rey con Ana Bolena; en abril hizo votar al Parlamento
una ley que prohibía toda apelación a Roma, y un mes más tarde declaró nulo el matrimonio de
Enrique con Catalina, y válido el nuevo matrimonio. En junio la nueva reina era coronada en
Westminster en medio de grandiosas fiestas, y en septiembre dio a luz una hija, la princesa
Isabel. Todos estos eventos significaban la ruptura con Roma: había comenzado el cisma de
Inglaterra.
Frente a los hechos consumados, el Papa condenó los actos realizados por Cranmer y
anuló el matrimonio de Enrique con Ana Bolena, dando a los tres un plazo para arrepentirse,
bajo pena de incurrir en excomunión. Finalmente, en marzo de 1534 pronunció la sentencia
definitiva de validez del matrimonio del rey con Catalina de Aragón, pues la dispensa de Julio II
había sido válida.
El cisma inglés no encontró ninguna oposición en el pueblo, dado que el Papa y la Curia
romana no gozaban de muchas simpatías. Sin embargo, continuaron en vigencia las antiguas
prácticas religiosas. En efecto, Enrique no permitió en general la infiltración de ideas luteranas,
si bien varios de sus colaboradores simpatizaban claramente con ellas, empezando por Cromwell
y Cranmer8.
En cuanto al clero, salvo honrosas excepciones, fue general la defección del episcopado y
de los eclesiásticos. Todos los obispos en funciones, salvo el de Rochester (Juan Fisher),
prestaron el juramento, entregaron sus bulas papales de nombramiento y pidieron y obtuvieron la
Licentia regia ad exercendam iurisdictionem episcopalem. Ya antes, una aplastante mayoría del
clero secular y regular había firmado la declaración: “El obispo de Roma no tiene, por derecho
divino, en este reino de Inglaterra, mayor jurisdicción que cualquier otro obispo extranjero”.
dinero, habían opinado que la dispensa de Julio II era nula, por abuso de poder, y que Enrique VIII no
había tenido nunca el derecho de casarse con la mujer de su hermano. Sin embargo, algunos añadieron “a
condición de que el primer matrimonio de Catalina hubiese sido consumado”, que era precisamente lo
que ella negaba.
8
En este rubro hubo oscilaciones en las que la política no dejó de hacer sentir su influjo. La hostilidad
contra Carlos V llevó a Enrique a establecer en 1536 contactos con Wittenberg. Un sínodo inglés,
celebrado en ese mismo año, proporcionó al país un nuevo credo, los Diez artículos, en los que había
elementos luteranos. Incluso hubo negociaciones con la Liga de Esmalcalda. Pero en 1539, alejado el
peligro de Carlos V, Enrique hizo promulgar la célebre ley de los seis artículos, que imponía, bajo pena
de muerte, la aceptación de la transubstanciación, el celibato (considerado como mandato divino), la
obligatoriedad de los votos monásticos, la comunión bajo una sola especie, la conveniencia y necesidad
de la Misa privada, y la confesión auricular. El resultado de estas y otras oscilaciones fue una lenta
infiltración de opiniones heréticas y una angustiosa inseguridad en el terreno religioso.
4
Sin embargo, no faltaron religiosos firmemente adictos a la Santa Sede. Los que se
negaron a prestar el juramento, sobre todo los cartujos, franciscanos observantes y agustinos,
fueron encarcelados y llevados a la muerte. Esta oposición de los religiosos a prestar el
juramento proporcionó al rey un buen pretexto para llevar a cabo una secularización en gran
escala. Había casi mil monasterios y fundaciones en el reino, cuyos ingresos se calculaban en
una quinta parte de la renta nacional. Un acta del Parlamento clausuró en 1536 algunos
centenares de monasterios y conventos menores, y entre 1537 y 1540 se procedió a la supresión
de los monasterios mayores. Las posesiones de los monasterios fueron confiscadas; una parte se
regaló a los amigos del rey, y la otra fue vendida. Con esto se ponía término al monaquismo en
Inglaterra, la antigua isla de los monjes y de los monasterios. De un modo semejante se procedió
a la destrucción de imágenes, reliquias y santuarios, pues, según se decía, fomentaban la
superstición.
De entre las víctimas de la persecución desatada por el cisma de Enrique VIII se destacan
en particular las figuras insignes de San Juan Fisher y Santo Tomás Moro.
El primero era un notable teólogo y obispo de Rochester. Su firme actitud contra el
divorcio de Enrique VIII le había hecho objeto de las iras del rey y de Cromwell. Fisher no quiso
nunca reconocer al rey como jefe supremo de la Iglesia, y fue por ello decapitado el 22 de junio
de 1535.
En cuanto a Santo Tomás Moro, era un destacado humanista, de intachable integridad, a
quien el rey nombró canciller a la muerte de Wolsey, pero luego presentó su renuncia para no
verse obligado a servir al monarca como instrumento en su camino hacia el cisma. Su negativa a
aceptar el Acta de sucesión y el Acta de supremacía le llevó también al cadalso. Moro murió,
como declaró en sus últimas palabras, como buen servidor del rey, pero antes como servidor de
Dios. Ambos fueron canonizados por Pío XI en 1935. En el año 2000 San Juan Pablo II
proclamó a Santo Tomás Moro como Patrono de los gobernantes y de los políticos, y dijo de él
en esa ocasión:
A la muerte de Enrique VIII (1547) le sucedió su hijo Eduardo VI, nacido de su tercer
matrimonio con Juana Seymour, quien sólo tenía nueve años. Su tío materno, Eduardo Seymour,
duque de Somerset, se hizo cargo de la regencia. Enrique había nombrado también un Consejo
de regencia a cuyo frente estaba Cranmer, y junto a él otros personajes adictos a las innovaciones
protestantes.
9
San Juan Pablo II; Carta Apostólica en forma de “motu proprio” para la proclamación de Santo Tomás
Moro como patrono de los gobernantes y de los políticos (31 de octubre de 2000), nºs. 1. 3. 4; en
L’Osservatore Romano nº 44 (3 de noviembre de 2000), pág. 3.
5
El regente, que adoptó el título de “Lord Protector”, quiso ante todo contentar a la
nobleza, enriquecida por la expoliación de los monasterios, y que temía que un acercamiento al
Papado la obligara al abandono de sus recientes adquisiciones. Sumado esto al influjo de quienes
deseaban que Inglaterra se incorporase a la ola de reformismo religioso que se había expandido
por Europa a partir de Lutero (encabezados por el mismo Cranmer), era obvio que la fosa entre
Roma y la iglesia anglicana habría de ahondarse más y más. En efecto, fue entonces cuando la
actitud más bien conservadora de Enrique VIII fue sustituida por otra favorable a las
innovaciones religiosas venidas del continente.
Se procedió hábilmente, al no prescribir de entrada las nuevas doctrinas como fórmulas
de fe, sino introduciéndolas bajo el ropaje de una nueva liturgia, manteniendo muchas formas
tradicionales (ornamentos, velas, etc.), y avanzando luego por grados en un proceso de
protestantización. Los Seis artículos de Enrique VIII fueron abrogados y varios protestantes de
diversas tendencias acudieron entonces a Inglaterra, donde encontraron cordial acogida (entre
ellos Martín Bucero, a quien Carlos V había expulsado de Estrasburgo).
Poco a poco se fue perfilando una nueva liturgia, acomodada al modelo luterano,
codificada por el Book of common prayer (1549), más conocido como Prayer Book. Sólo se
reconocían dos sacramentos instituidos por Cristo: el Bautismo y la Cena, despojada esta última
de su carácter sacrificial, y sin una clara confesión de la Presencia real. La confesión auricular se
hacía facultativa, y en 1550 se introdujo un nuevo rito de ordenación. Se conservó la distinción
entre obispos, presbíteros y diáconos, pero se cambiaron las preces que van unidas a la
imposición de manos. Al mismo tiempo, se levantó la prohibición del matrimonio de los
sacerdotes. Finalmente, un nuevo Prayer Book de 1552 convirtió al anglicanismo en una mezcla
de luteranismo y calvinismo.
A la prematura muerte de Eduardo VI (1553) subió al trono su media hermana María, hija
de Enrique VIII y Catalina de Aragón, quien se había mantenido heroicamente fiel a la fe
católica, e intentó restablecerla durante su breve reinado. Para ello hubiese sido necesario
tiempo, además de mucho tacto y prudencia, pero ambas cosas faltaron a la soberana. Su
matrimonio con Felipe, príncipe heredero de España (hijo de Carlos V), y la solemne readmisión
de la nación inglesa en la Iglesia Católica, enajenaron a la nueva reina muchas voluntades. La
oposición creciente a su política de restauración la llevó a una represión violenta, que la hizo
impopular y que fue ampliamente aprovechada por la propaganda protestante10.
En 1558, sin que la obra de restauración pudiese decirse concluida ni arraigada, murió
María Tudor. Le sucedió su media hermana Isabel (hija de Enrique VIII y Ana Bolena), mujer de
grande dotes naturales. Inteligente, culta, ambiciosa, calculadora y políticamente hábil, supo
granjearse la simpatía de su pueblo y elevar a Inglaterra a un puesto destacado en el concierto de
las naciones. Religiosamente escéptica, para ella la religión no era más que un medio de
gobierno. Por ello, anuló la restauración católica promovida por su predecesora, consciente de
que el anglicanismo era lo que más le convenía para su política interior y exterior, y en su largo
reinado (1558-1603) logró consolidarlo definitivamente.
El Parlamento votó una nueva Acta de supremacía, en la que se calificaba a la reina de
Supreme Governor en los asuntos religiosos y profanos. Por medio del Acta de uniformidad
restableció el Prayer Book de 1552, y los obispos nombrados bajo María, que se opusieron a
prestar el juramento de supremacía, fueron depuestos y sustituidos por una nueva jerarquía. Al
frente de la misma Isabel colocó a Matías Parker, antiguo capellán de la familia Bolena. Parker
fue consagrado como arzobispo de Canterbury, según el ritual de Eduardo VI que ya el Papa
Pablo IV había declarado nulo en 1555. Parker a su vez, consagró a otros obispos según el
10
Hubo numerosas ejecuciones, entre ellas la del mismo Cranmer, que ganaron a María, entre el pueblo y
entre los futuros historiadores ingleses, el sobrenombre de “la sanguinaria”.
6
mismo rito, y de él deriva todo el clero anglicano11. En cambio, como en lo exterior se mantenía
un rito semejante al católico, la mayor parte de los fieles y aun del clero prestó el juramento
exigido. Los vacíos en el bajo clero fueron cubiertos rápidamente.
La nueva iglesia inglesa necesitaba también un credo. De ello se encargó, en 1563, una
Convocation compuesta de nuevos obispos: la Escritura era la única fuente de la fe; la Iglesia
romana se había equivocado en su teoría sobre el purgatorio, las indulgencias, las reliquias y el
culto de las imágenes; Jesús no había instituido más que dos sacramentos, el Bautismo y la Cena;
se negaba el carácter de sacrificio de la Eucaristía; los sacerdotes podían casarse; se rechazaba
expresamente la jurisdicción del Papa en Inglaterra, y se determinaba la supremacía de la reina
como poder ordenador. Estos artículos fueron declarados norma de fe de la iglesia estatal.
11
Como en el ritual observado entonces se hallaba excluida toda idea de sacrificio, y se rechazaba, en
cuanto a su realidad, la doctrina católica del sacerdocio consagrante y sacrificante, el Papa León XIII, en
una bula de 1886, creyó, después de profundas investigaciones, que debía declarar inválidas estas
consagraciones y las demás que tras ellas se efectuaron.
12
La respuesta papal al recrudecimiento de la persecución fue la bula de San Pío V de 1570, por la que se
excomulgaba a Isabel y se liberaba a sus súbditos del juramento de fidelidad a ella. Sin embargo, salvo
algunas excepciones, los católicos en general permanecieron leales a la Corona en todo aquello en que su
fe se lo permitía.
7
Otras “reformas” al margen de Lutero
A partir de 1518 vive y trabaja en Zürich, donde cobra fama de gran predicador. Desde su
púlpito clamaba contra las indulgencias, los diezmos, los votos monásticos, y toda la
organización eclesiástica. Por este tiempo ya Zwinglio se había apartado internamente de la
Iglesia. No se ha llegado a determinar con exactitud si esto se debió al influjo de Lutero, cosa
que Zwinglio negó enérgicamente. En todo caso, se transformó en un reformador de cuño propio.
Aun cuando se apropió las tesis luteranas acerca de la fe, la justificación y la Escritura,
las acentuó, en cierta manera, de modo distinto. Zwinglio no había sufrido las luchas de
conciencia de Lutero, y no tenía tampoco la vivencia de la certeza de la salvación. Por ello, los
temas importantes no son, para él, la gracia y la muerte de Cristo en la cruz, sino la ley como
voluntad propia de Dios; no la justificación, sino la santificación que Cristo crea en el hombre.
8
La importancia dada a esta nueva vida introduce una tendencia moralizante en su sistema. La
voluntad de Dios se encuentra claramente expresada en la Sagrada Escritura. Por tal
motivo, hay que examinar todas las costumbres, para ver si están prescritas en aquélla, y
eliminarlas si no lo están. Aplicando tales criterios, de los Sacramentos no quedan más que el
Bautismo y la Cena, pero éstos pasan a ser meros símbolos sin eficacia alguna (no hay Presencia
real).
La ruptura externa con la Iglesia tenía que llegar por fin. En octubre de 1522 depuso su
ministerio parroquial, y de sacerdote católico se convirtió en predicador reformista. En 1523, en
dos disputas públicas, hizo que el Consejo de la ciudad reconociera sus tesis, en las que
rechazaba la Iglesia visible, negaba la Tradición, la Jerarquía eclesiástica, el sacerdocio y el
Sacrificio de la Misa; también impugnaba, entre otras cosas, el celibato y los votos religiosos 13, y
asignaba abiertamente el gobierno de la Iglesia a las autoridades temporales 14. El Consejo ordenó
a los predicadores que se atuviesen a las tesis de Zwinglio.
En 1524 el Consejo de Zürich prohibió las procesiones y peregrinaciones y la veneración
de las imágenes (las iglesias de la ciudad debían quedar “purificadas”, blanqueadas las paredes y
retirados o destruidos las estatuas y cuadros). En 1525 la Misa fue definitivamente desterrada y
se clausuraron los monasterios, y Zwinglio convirtió la catedral en una escuela teológica, cuya
misión era educar una comunidad popular que hundiese sus raíces en la Biblia. El culto
zwingliano era muy simple: constaba solamente de oración, lectura de la Escritura, predicación
y, unas pocas veces al año, administración de la Cena (como conmemoración de la Pasión de
Cristo). Se prohibió el canto eclesiástico y tocar el órgano. Zwinglio escribió entonces su tratado
De vera et falsa religione, primera exposición completa de su doctrina, y una traducción de parte
de la Biblia en lengua vulgar15.
La “reforma” zwingliana se fue extendiendo rápidamente desde Zürich a toda Suiza,
llegando a Berna, Lausana, Ginebra y finalmente a las ciudades del Rin. Sin embargo, varios
cantones permanecieron firmes en su catolicismo. Esto hizo que estallara la guerra en 1531. En
octubre se encontraron los dos ejércitos en Kappel, muriendo en la batalla el mismo Zwinglio.
Suiza permanecería en adelante dividida en cantones católicos y protestantes. Los cantones
zwinglianos continuaron fieles por algún tiempo a la nueva ideología, pero a la larga acabaron
fundiéndose parte con los luteranos, parte con los calvinistas.
13
Zwinglio se casó con la viuda con que venía conviviendo desde tiempo antes, y otros sacerdotes
siguieron su ejemplo.
14
Si bien rechazó la Jerarquía, en aquella Suiza práctica, enemiga de todo desorden, Zwinglio no comete
el error de Lutero de desinteresarse de la organización eclesiástica. Sabe que los suizos, hijos de ciudades
libres, orgullosos de la independencia que han sabido conquistar, desean desembarazarse de la tutela de
abades y obispos, pero tampoco tolerarán la anarquía ni la intervención de los príncipes, como en
Alemania. Zwinglio construye entonces un Estado-Iglesia, cuyos jefes serán los burgueses, bajo la
vigilancia del Consejo civil de la democracia cantonal.
15
A pesar de sus gravísimos errores, sería injusto presentar la predicación de Zwinglio como una
constante demolición. En el De vera et falsa religione late una fe sincera, un profundo sentido de la
miseria humana y de la caridad de Cristo que, en ciertos aspectos, hacen a Zwinglio más humano que
Lutero.
9
Junto con Lutero, Calvino es sin duda la figura más significativa de la “Reforma”
protestante. Pero Calvino era más claro y más consciente de sus fines que Lutero. Siendo tal vez
más unilateral y aun más fanático que el alemán, no tenía sin embargo los arrebatos y las
oscilaciones que se pueden percibir en éste. Naturalmente Calvino sufrió el influjo de Lutero,
pues era una generación más joven que el profesor de Wittenberg. Pero lo que aquél creó,
partiendo de las incitaciones generales, fue una obra completamente autónoma.
Nacido en Noyon, ciudad de Picardía (Francia), procedía de un estrato burgués culto. En
París, Orléans y Bourges se dedicó a estudios jurídicos y humanísticos. Las ideas humanísticas
de un cristianismo purificado y simplificado se habían difundido ampliamente en Francia, y
habían ganado amigos poderosos tanto en la corte real como en el episcopado. Calvino, atraído
fuertemente por estos círculos, acabó finalmente plegándose al protestantismo, sin que sea
posible verificar con mucha precisión los pasos de su itinerario interior.
No faltaban por aquel tiempo núcleos luteranizantes en la católica Francia, pero cuando el
rey Francisco I, luego de su derrota en Pavía frente a Carlos V, llegó a la convicción de que sólo
podría restaurar la unidad nacional sobre la base de la unidad religiosa, el luteranismo empezó a
ser perseguido por el rey, el Parlamento y los obispos deseosos de reformas. Fue entonces
cuando Calvino huyó de Francia, y se dirigió a Basilea, baluarte de la “Reforma”. Allí publicó en
1536 la primera edición de su obra fundamental: Institutio christianae religionis, más tarde
enriquecida notablemente. Este tratado sistemático alcanzó un notable éxito, siendo leído con
pasión en todos los medios interesados por aquellos problemas, y llegó a significar en el campo
protestante lo que la Summa tomista representa para los católicos.
En efecto, el mérito de Calvino no estriba en su originalidad, sino en la sistematización
orgánica de las tesis de los reformadores precedentes, hasta entonces más o menos desordenadas
y hasta yuxtapuestas. Sobrio y eficaz en su estilo, capta inmediatamente la sustancia de los
problemas, exponiéndolos con claridad, evitando las fórmulas escolásticas y prefiriendo
expresiones fácilmente inteligibles por todos.
10
Hay una última consideración que es decisiva: la certeza de la elección da al creyente la
seguridad de la protección divina, que en una óptica más propia del Antiguo que del Nuevo
Testamento se extiende incluso a las actividades económicas, y tiene una eficacia inmediata aquí
en la tierra.
Con esta seguridad de la ayuda divina incluso en los negocios, el calvinista se sentirá
empujado a afrontar animosamente los riesgos inevitables del comercio: dinamismo y
proselitismo se convierten así en dos rasgos propios de la nueva religión. Aparte de quedar
sancionada así la dignidad del trabajo, en contraste con la mentalidad entonces reinante, se abre
el camino al fácil desprecio de los pobres, que a la luz de esta doctrina sobre la elección y
protección divinas a los elegidos aparecen como réprobos, rechazados ya por el Señor en esta
vida.
Pasando al tema de los Sacramentos, Calvino admite que el Bautismo es la señal de la
remisión de los pecados, pero sólo la señal; en sí, no es el agua del bautismo la que opera esta
remisión.
Por lo que se refiere a la Eucaristía, a través de una doctrina compleja y confusa, Calvino
ha buscado un término medio entre luteranos y zwinglianos. Con Zwinglio, se opone a Lutero,
quien admitía una presencia real de Cristo en la hostia, por consubstanciación (y no
transubstanciación, como los católicos), e interpreta la palabra “est” de la fórmula “éste es mi
Cuerpo” en el sentido de “significar”. El pan y el vino son, pues, signos visibles. Pero, contra
Zwinglio, afirma que la Cena es más que una conmemoración de la Ultima Cena del Señor sobre
la tierra; para quien comulga hay más que una unión simbólica del alma con Cristo; en virtud del
Espíritu Santo se da una comunicación real con la carne y la sangre de Cristo. Pero éstos no
están ligados al pan y al vino, y mucho menos, por ende, encerrados en ellos. La verdadera
Humanidad de Cristo tiene localmente su trono en el Cielo, y sólo vendrá a nosotros en la
Parusía. En consecuencia, dado que el cuerpo y la sangre de Cristo no están para nada ligados al
pan y al vino, se prohíbe la adoración del Sacramento.
Desde luego, como Lutero y Zwinglio, Calvino rechaza el culto de la Santísima Virgen y
de los santos: si bien son figuras ejemplares, ¿cómo podrían asumir un papel de intercesores ante
la divina Misericordia si lo esencial del acto religioso, según la concepción calvinista, se opera
en la soledad de la conciencia, por un contacto directo con el Espíritu? La autoridad de la Iglesia
tampoco cuenta: solamente la de la Escritura, interpretada por el hombre solo, según el dictado
del Espíritu Santo.
Calvino sella su doctrina con la definición de su iglesia. Para él la verdadera Iglesia es
invisible, constituida por la comunidad de los predestinados. Pero con el paso del tiempo insistirá
también en el aspecto visible de la Iglesia, que comprende a la multitud de hombres que profesan
la misma honra a Dios y a Jesucristo. A esta institución legítima y sagrada, que posee el derecho
de imponer una disciplina, el cristiano le debe obediencia.
La Iglesia no tiene poder temporal alguno, pero la autoridad civil no sólo debe respetarla,
sino que ha de contribuir prácticamente a la implantación del Reino de Dios sobre la tierra,
castigando a los malos y premiando a los buenos, según las orientaciones de la Iglesia. El Estado
queda así reducido a un instrumento en las manos de la Iglesia, y, en neta contraposición con la
tendencia de la Modernidad a la autonomía, se vuelve a la más absoluta teocracia. Si Lutero
atribuye al Estado el derecho de reformar la Iglesia, Calvino reconoce a la Iglesia el derecho a
imponer al Estado sus principios morales, sus leyes y su organización.
Después de escribir la Institutio Calvino se dirigió al norte de Italia, con el fin de ganar
para su causa a la duquesa Renata de Ferrara, hermana del rey francés, que simpatizaba con las
11
ideas protestantes. Sin embargo, no se detuvo mucho allí. Aprovechando un breve tiempo de
amnistía en Francia para los innovadores, volvió a Noyon en junio de 1536. Allí vendió sus
propiedades y partió definitivamente para el destierro. Según parece su idea era dirigirse a
Estrasburgo, mas por estar cerradas las fronteras a causa de las guerras entre Carlos V y
Francisco I, hizo su viaje por Ginebra.
Ginebra era entonces una ciudad libre, pero formaba parte del Imperio alemán, y había
defendido siempre celosamente su autonomía contra los duques de Saboya, que la habrían
conquistado de buen grado, y contra los obispos que pretendían extender su autoridad en lo
temporal y que a menudo no eran más que la longa manus de los duques de Saboya16. Favorecida
económicamente por su situación como centro de importantes vías de comunicación, gozaba de
una envidiable prosperidad económica.
Cuando Calvino llegó a Ginebra, ésta se hallaba en mano de los nuevos reformadores, a
cuya cabeza se hallaba Guillermo Farel (1489-1565), pero existía todavía dentro de la ciudad una
fuerte resistencia a las nuevas ideas 17. Farel vio en el recién llegado Calvino un instrumento
providencial para sus fines de afianzar definitivamente la innovación. Calvino accedió a sus
instancias, y desde agosto de 1536 se dedicó a la predicación de la nueva doctrina con el título de
lector de sagrada Escritura. En marzo de 1537 recibió el título de pastor. Allí, pues, desde el
primer momento, por sus extraordinarias cualidades naturales, su energía de carácter y su talento
organizador, fue considerado como el jefe del nuevo culto, que debía sustituir al católico.
Para codificar esta sustitución compuso los Artículos de la disciplina eclesiástica, un
Catecismo (resumen de su Institutio), y una instrucción titulada Confesión de la fe: debían
desaparecer las imágenes y la ornamentación de los templos, y en general todo el culto adquirió
el tono lúgubre característico del calvinismo. Todo él se reducía a la predicación, a ciertas
plegarias y a la recitación o canto de salmos. La Cena, que sólo se celebraba cuatro veces al año,
era solamente un símbolo de la presencia de Cristo. La Misa fue calificada de “invento
diabólico”, y la Iglesia católica como “sinagoga del diablo”.
Se introdujo también una rigurosa disciplina que coartaba muchas libertades, contra la
cual se rebelaron no pocos patricios ginebrinos, por lo que en 1538 Calvino y Farel fueron
desterrados. En este período vivió en Estrasburgo 18, y allí se casó con una viuda, en 1540.
Finalmente, un nuevo Consejo en el que predominaban los partidarios de Guillermo Farel le
suplicó que regresase a Ginebra, y así lo hizo en 1541.
Recibido por la ciudad como su salvador y reformador, Calvino supo sacar buen partido
de su ventajosa situación. El período que sigue (hasta su muerte en 1564) se caracteriza por el
influjo absoluto que ejerció en la ciudad, de la que bien pronto vino a ser el verdadero dictador
religioso, y aun político, si bien este dominio despótico le obligó a los inicios a vencer no pocas
oposiciones. Ginebra, tan orgullosa de su independencia, había perdido por completo su libertad:
16
Desde largo tiempo atrás los prelados de Ginebra procedían exclusivamente de la casa de los duques de
Saboya, que consideraban a la sede episcopal de Ginebra como una iglesia propia.
17
El Consejo que gobernaba la ciudad se había declarado partidario de las ideas reformadas y la Misa
estaba prohibida. El obispo y el cabildo catedralicio habían tenido que abandonar la ciudad y el territorio
de Ginebra y trasladar su residencia a la vecina ciudad de Annecy, en Saboya. Desde aquí, setenta años
más tarde, San Francisco de Sales pudo conseguir de nuevo derechos de ciudadanía para la antigua fe, al
menos en el territorio que rodea a Ginebra.
18
Esta ciudad era uno de los centros principales de la reforma protestante, como Wittenberg y Basilea,
donde Martín Bucero, antiguo dominico, espíritu agudo y penetrante, que enseñaba una teología
intermedia entre el luteranismo y el credo de Zwinglio, había organizado sólidamente una comunidad
eclesial en la que el poder civil y el eclesiástico trabajaban en concordia.
12
las lecturas, los juegos, los cantos, los banquetes, todo estaba rigurosamente controlado y todos,
de grado o por fuerza, tenían que practicar la virtud. Se castigaba el lujo en el vestir, y estaban
prohibidos los bailes, el teatro, los juegos de cartas, la lectura de novelas. Los días de fiesta
desaparecieron y la vida social se tornó sombría y seria. Cada barrio de la ciudad estaba
encomendado a un vigilante, que recibía incluso las denuncias de parientes y vecinos, y hasta se
controlaba la asistencia a las ceremonias públicas. Pero lo que se castigaba con mayor severidad
era la divergencia ideológica. En efecto, Calvino hizo que el Consejo declarase que su
doctrina era la doctrina santa de Dios, y perseguía implacablemente a los que se atrevían a
oponerse a cualquier punto de ella19.
Digamos, a modo de balance final, que Calvino, como Lutero, es sin duda alguna una
personalidad compleja, que supo ejercer sobre los que le rodeaban una magnética atracción.
Pocos hombres han tenido una influencia tan decisiva, durante su vida y más allá de su muerte.
Hallamos en él una extraña combinación de audacia y moderación, orgullo y humildad.
Imperioso en la conciencia de haber sido revestido por Dios con una misión; caben en él las
ternuras contenidas y las violencias terribles, más calculadas y atroces que las de Lutero. Si a
esto añadimos una viva inteligencia, inmejorablemente dispuesta para conducir la dialéctica de
las ideas, una capacidad de trabajo casi ilimitada (a pesar de su más que precaria salud), y un
agudo sentido de la disciplina y del deber, tendremos el retrato de un organizador y jefe
excepcional.
Calvino poseía sin duda un ardiente celo, que él creía celo de Dios, y una auténtica pasión
por ganar almas, pero como hombre se nos ofrece demasiado inclinado a tener en cuenta un solo
aspecto de la realidad. La misma unilateralidad que acusa su concepción de Dios, en la que la
imagen del Señor omnipotente y omnisciente, juez severo de los hombres y árbitro absoluto de
sus destinos, oculta la de Cristo Redentor. En efecto, Calvino subraya más que el amor personal
a Cristo la adoración del Señor a quien todo pertenece. Su moral tiende a una severidad a
menudo excesiva y casi inhumana, hasta el punto de condenar no sólo el vicio, sino también
muchas distracciones honestas. En la organización política aplicó la misma inflexibilidad,
instaurando un régimen del todo intolerante y a veces rayano en la crueldad.
Pero Calvino ha sido sobre todo el hombre de la ruptura decisiva. Mucho más que Lutero,
con implacable rigor (y sin enredarse en las polémicas ruidosas que tanto complacían al agustino
de Wittenberg) se aplicó a levantar entre la Iglesia que le había dado su bautismo, y la que él
pretendía “edificar”, un muro infranqueable, un auténtico abismo. Después de él quedaba
desechada, humanamente hablando, toda esperanza de volver a coser los pedazos de la Túnica
inconsútil tan dolorosamente desgarrada, amargo legado que aún perdura después de casi cinco
siglos.
c) El calvinismo en Francia
19
Por ejemplo, entre 1542 y 1546 fueron desterradas 70 personas, y unas 60 condenadas a muerte. La
condena a la hoguera de Miguel Servet, un médico español que había exhumado la antigua herejía
trinitaria de los monarquianos o sabelianos provocó una polémica entre los adversarios de Calvino. Este
defendió su proceder en la Declaratio orthodoxae fidei, recordando que por el honor de Dios no hay que
dudar, si llega el caso, en destruir pueblos y ciudades enteras.
13
Pero donde el avance calvinista se hizo sentir tal vez con mayor impacto e influencia fue
en Francia, coincidiendo con un recrudecimiento de la política real contra los reformadores. Allí
los seguidores de Calvino se convirtieron en una verdadera iglesia, un partido político, y hasta un
ejército belicoso.
Poco a poco se fueron perfilando los dos bandos que protagonizarían en las décadas
sucesivas una larga tragedia de sangre y violencia. De una parte, los reformados, cada vez más
audaces, inflexibles y organizados por Calvino, a los que la persecución reforzaría en su
resolución y fanatismo. De otra parte, los partidarios del rigor, dirigidos por el Parlamento y la
Sorbona, con una parte del episcopado, convencidos de que la indulgencia era debilidad (como
los cardenales de Lorena y de Tournon), y varios hombres de estado, como el grupo de los Guisa
y el condestable de Montmorency.
Entre los dos había un tercer grupo, formado por los moderados, intelectuales,
magistrados y numerosos obispos, partidarios de la pacificación de los espíritus y la conciliación
general. El rey Francisco I, personalmente, hubiera simpatizado con este tercer grupo, pero la
situación había llegado a tal extremo que la mansedumbre real habría sido considerada
inadmisible. La persecución se incrementó durante el reinado de Enrique II (1547-1559), sin que
por ello se frenase el progreso de los calvinistas franceses, denominados “hugonotes” 20. Estos
llegaron a conquistar adeptos incluso en la nobleza, y hasta dentro de la casa real 21, y pudo
celebrar en París, en 1559, su primer sínodo general, a partir del cual el protestantismo francés
quedó organizado según el modelo de Ginebra. Cuanto más fueron cobrando conciencia de su
poder y más entraban en juego motivos políticos, por ejemplo, la salvaguardia de los derechos de
la nobleza frente a la monarquía absolutista, y hasta predominaron dichos motivos, más fue
evolucionando el movimiento religioso hacia un partido político que luchaba por conquistar el
poder.
La regencia de Catalina de Médicis durante la minoría de su hijo Carlos IX (1560-1574)
marcaría un giro decisivo. Políticamente astuta, de carácter férreo y absolutamente apasionada
por el poder, Catalina odiaba el poderío de los Guisas, que eran decididamente católicos, y veía
en la alta nobleza protestante un útil contrapeso, por lo que buscó llegar a un acuerdo con los
reformados, otorgándoles una limitada libertad de culto. Pero esta política de moderación no
tenía probabilidades de triunfar. Por todas partes se sucedían los hechos violentos, y pronto el
reino entero ardía en medio de luchas religiosas que habrían de prolongarse por treinta y seis
años (1562-1598), en las que hubo crueldades innumerables. Ambos bandos echaron mano, sin
escrúpulo alguno, de la traición, el asesinato y el engaño. En agosto de 1570 la reina madre
Catalina otorgó amnistía total y plena libertad de conciencia a los hugonotes (Paz de San
Germán). Estos podrían celebrar sus oficios religiosos en los territorios de la nobleza y en
algunas ciudades, excepto París y el lugar en que residiese la corte; tendrían acceso a todos los
puestos políticos y recibieron, por el plazo de dos años, cuatro plazas fuertes, que podían ocupar
con sus tropas propias. La reconciliación de ambos partidos religioso debía sellarse con el
matrimonio de la hermana del rey, Margarita de Valois, con el calvinista Enrique de Borbón, rey
titular de Navarra.
Mientras tanto, el almirante Coligny, quien desde 1571 era miembro del Consejo real,
había adquirido gran influjo sobre el joven y poco enérgico rey Carlos IX, influjo que aprovechó
20
No está claro el origen de esta denominación. Podría ser una deformación de Eidgenossen, término
tomado de los secuaces de la reforma que en Ginebra se rebelaron contra Saboya.
21
La reina de Navarra, Juana de Albret, su esposo, Antonio de Borbón, junto con su hermano, el príncipe
Luis de Condé, y los hermanos Coligny: el almirante Gaspard, el general Francisco de Andelot y el
cardenal Odet, arzobispo de Tolosa (depuesto en 1563), así como otras influyentes personalidades, se
contaban entre los seguidores de Calvino.
14
para poner a Francia de parte de Inglaterra en la guerra contra España. Viendo la ambiciosa reina
madre que su poder había disminuido por culpa de Coligny, decidió quitarlo de en medio,
asesinándolo alevosamente. Cuatro días después de la boda de su hija Margarita con Enrique de
Navarra, en la que estuvo fuertemente representada la nobleza hugonote, tramó un atentado
contra el almirante, del que éste salió sólo herido. Temiendo la venganza de los hugonotes si se
averiguaba su participación en el atentado, concibió la idea de una matanza general de todos los
jefes hugonotes que habían acudido a París para la boda real, para lo cual le fue relativamente
fácil mover a Enrique de Guisa (quien deseaba vengar a su padre, muerto por los hugonotes), y al
mismo rey (presentándole a Coligny y a los hugonotes como un peligro constante de guerra civil
y una amenaza contra su propia vida).
La carnicería prosiguió en París durante dos días más, y luego se extendió a las
provincias. Si bien el plan original era deshacerse solamente de los principales dirigentes, una
vez iniciada la matanza, como eran tantos los católicos que lamentaban la muerte de algunos de
los suyos, la sed de venganza los fue contagiando, por lo cual aumentó extraordinariamente el
número de víctimas (se estima que sólo en París hubo entre 3000 y 4000).
Carlos IX y la corte dieron al público la explicación de que se había descubierto un
terrible complot contra el rey, y que aquella matanza no había tenido otro objeto que librar al
monarca y salvar al catolicismo de Francia. Engañado por esta información falsa y tendenciosa,
el Papa Gregorio XIII, viendo en lo ocurrido la frustración de un atentado contra el rey y una
victoria sobre el calvinismo, hizo cantar un Te Deum y tomó parte en un oficio de acción de
gracias en la iglesia nacional francesa de San Luis, en Roma, pero es seguro que en la
preparación y ejecución del horrendo crimen no tuvo el Papa parte alguna23.
Si bien esta matanza privó a los hugonotes de sus jefes, en modo alguno desfallecieron.
Al contrario, su resistencia se exacerbó más aún, y las guerras religiosas volvieron a encenderse.
Esta situación provocó entre los católicos más decididos la formación de una poderosa alianza,
llamada Liga Católica, que tenía por ideal la defensa de la religión católica, el rey y la patria.
Como jefe fue proclamado Enrique de Guisa, y aunque el rey y la reina madre Catalina no
22
Enrique de Navarra y el príncipe de Condé lograron salvar su vida en atención a su sangre real, pero
tuvieron que abjurar del calvinismo. Más tarde Enrique se retractaría de esta conversión forzosa, lo que le
valió la excomunión del Papa Sixto V, como hereje reincidente.
23
Merecen citarse las luminosas palabras que sobre este hecho lamentable pronunció el San Juan Pablo II:
“En la víspera del 24 de agosto, no es posible olvidar la dolorosa matanza de la noche de San Bartolomé,
con sus oscuras motivaciones en la historia política y religiosa de Francia. Algunos cristianos realizaron
actos que el Evangelio reprueba. Si evoco el pasado es porque ‘reconocer los fracasos de ayer es un acto
de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para
afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy’ (Tertio millennio adveniente, 33). (...) La pertenencia a
diferentes tradiciones religiosas no debe ser hoy en día una fuente de oposición o de tensión. Al contrario,
nuestro común amor a Cristo nos impulsa a buscar sin cesar el camino de la plena unidad” (Homilía
durante la Vigilia celebrada en el hipódromo de Longchamp [París], 23 de agosto de 1997; en
L’Osservatore Romano nº 35 [29 de agosto de 1997], pág. 6).
15
sentían simpatía por la Liga, se vieron obligados a tolerarla y unirse a ella, al menos
oficialmente.
Cuando en 1584 murió sin descendencia el hermano menor del rey, Francisco de Anjou,
se planteó con toda crudeza la cuestión de la sucesión a la Corona. Dado que el rey Enrique III
(1574-1589), hijo también de Catalina de Médicis, no tenía herederos, el calvinista Enrique de
Navarra se convertía en el candidato más lógico para sucederle. La Liga proclamó su decisión de
no admitir como rey de Francia a un hugonote, y las luchas continuaron, mientras el voluble
Enrique III oscilaba entre liguistas y hugonotes. Celoso de los triunfos y popularidad de Enrique
de Guisa, y tal vez temeroso de que le depusiese, el 23 de diciembre de 1588 el rey le hizo
asesinar por ocho caballeros de su guardia real, y al día siguiente hizo otro tanto con su hermano
Luis, cardenal de Reims. La Liga se levantó entonces en armas contra el rey, quien se alió a su
vez con Enrique de Navarra, y pereció asesinado pocos meses después por el dominico Jacobo
Clemente, partidario fanático de la Liga, no sin antes nombrar como sucesor suyo a Enrique.
Extinguida así la casa de Valois, Enrique de Navarra se proclamó rey (Enrique IV: 1589-
1610). Contaba para ello con no pocos partidarios: no sólo los calvinistas en bloque sino también
muchos católicos que deseaban llegar a un acuerdo con los reformados, a quienes el mismo
Enrique daba seguridad absoluta de respetar en todo sus creencias. Los mismos Papas, aun
manteniendo el principio de que no podía ceñir la corona francesa siendo calvinista, se
inclinaban por él, esperando su conversión.
Sin embargo, eran también poderosas las fuerzas que se declararon contra Enrique. Al
frente de ellas se hallaban los hombres de la Liga, capitaneados por el conde de Mayenne,
hermano del asesinado Enrique de Guisa. A ellos se juntaban muchos nobles católicos, y sobre
todo las fuerzas del rey de España, Felipe II, quien presentaba la candidatura de su hija Isabel
Clara Eugenia, nieta por parte de madre de Enrique II y Catalina de Médicis, si bien esta opción
desagradaba a muchos, temerosos de que Francia se convirtiera en un satélite de la entonces
poderosa España.
Enrique se retiró de París, donde dominaba la Liga, hacia Normandía, y durante tres años
enteros se prolongó una situación indecisa, en medio de incesantes conflictos bélicos, que
acabaron por convencer a Enrique de que le sería imposible llegar a ceñir pacíficamente la
corona de Francia si no abjuraba el calvinismo. La idea de su conversión fue madurando más y
más en su mente, y al fin se decidió a ponerla por obra. La expresión que se le atribuye: “París
bien vale una Misa”, aunque probablemente apócrifa, no deja de ser expresiva sobre el motivo
decisivo de su determinación.
Finalmente, en julio de 1593, en la basílica de san Dionisio, ante el arzobispo de Bourges,
abjuró de la herejía e hizo su profesión de fe, a la que siguió un solemne Te Deum de acción de
gracias. En marzo de 1594 entró triunfalmente en París, siendo objeto de las más entusiastas
aclamaciones del pueblo, y en 1595 el Papa Clemente VIII le absolvió de la excomunión.
Sin embargo, aunque la mayor parte de los católicos se puso de su parte, Enrique IV tuvo
que luchar todavía contra la Liga y contra Felipe II, quienes alegaban que su conversión era
puramente aparente. El reconocimiento universal recién le vino en 1598, por la Paz de Vervins.
La posición de Francia como gran potencia europea, y como potencia oficialmente católica,
dado que católica era la mayoría de la población, quedaba así asegurada.
El arreglo con los hugonotes llegó en virtud del Edicto de Nantes (1598), el cual, si bien
no satisfacía todas sus exigencias, sobrepujaba con mucho lo que en aquella época se
acostumbraba conceder a una minoría en cuanto a derechos especiales políticos y religiosos.
El Edicto determinaba que la religión católica debía ser reconocida como predominante
en el Estado, que el culto católico debía ser restablecido en todos los lugares donde se lo había
suprimido, y que los bienes robados a la Iglesia debían serle devueltos. Los hugonotes, por su
parte, consiguieron libertad de conciencia y también, en gran parte, libertad de culto en todo el
16
reino. Tenían derecho al libre ejercicio de su religión no sólo en los lugares en que lo habían
conseguido en 1596 y 1597, sino también en las residencias de la nobleza y en dos poblaciones
de cada provincia, excepto París y algunas ciudades episcopales. Tenían acceso a todos los
cargos del Estado, y su organización eclesiástica fue subvencionada con una elevada suma de
dinero del Estado. Además, consiguieron tribunales especiales, mixtos, determinados puestos en
el Consejo real, y un buen número de plazas fuertes, durante ocho años, como garantía de paz,
plazas cuyos gobernadores serían calvinistas, así como sus guarniciones24.
El Edicto de Nantes, que el Papa no aprobó, que los Parlamentos no inscribieron sino a
regañadientes, resolvió durante casi un siglo en problema confesional en Francia, si bien sus
resoluciones políticas sólo estuvieron vigentes durante una generación. La solución francesa no
es la alemana de la Paz de Augsburgo, dado que en Francia no existían príncipes territoriales al
lado de la realeza absolutista. Tampoco se trata de una paridad de las confesiones. Por él se
instaura una especie de dualismo, un Estado dentro de otro Estado, puesto que los calvinistas
consiguieron también de hecho la permanencia de su organización política.
Esto no dejará de traer inconvenientes, de tal manera que el cardenal Richelieu, poderoso
ministro de Luis XIII (1610-1643), quien tanto trabajó para fortalecer la autoridad real, se
propondrá someterlos y logrará en 1628, luego de arrebatarles la fortaleza de La Rochelle,
deshacer definitivamente el calvinismo como fuerza política dentro de Francia.
24
Sólo forzado por la necesidad pudo el gobierno conceder un ejército privado dentro del Estado. Era de
esperar la revocación apenas se sintiera bastante fuerte.
25
Esta corriente fue una derivación extrema del luteranismo, que defendía la inspiración personal en la
interpretación de las Escrituras, y especialmente la invalidez del Bautismo conferido a los niños. De ahí la
necesidad, según ellos, de rebautizar a los que habían recibido el Bautismo antes de tener pleno uso de
razón. Los anabaptistas se convirtieron en auténticos revolucionarios, y tuvieron una parte importante en
la “guerra de los campesinos” que asoló Alemania en tiempos de Lutero. Luego consiguieron instaurar
una teocracia de corte comunitario en Münster (Westfalia), pero fueron finalmente derrotados y
perseguidos. Los que lograron subsistir se limitaron a actividades religiosas, sin intervenir ya en política.
17
Carlos V reaccionó con firmeza, tratando de introducir un tribunal semejante al de la
Inquisición española, pero éste no fue bien recibido. La universidad de Lovaina refutó las tesis
de Lutero, y un terrible decreto de 1529, además de prohibir los libros luteranos, amenazó con la
pena de muerte no sólo a los herejes, sino a todos aquellos que, conociéndolos, no los
denunciaran o los favoreciesen; y además permitieron a los inquisidores recurrir a la fuerza
pública. Si bien estas medidas no siempre se aplicaron con severidad, con todo, un buen número
de herejes (en su mayoría anabaptistas, considerados peligrosos desde el punto de vista político),
sufrió la pena de muerte. La propaganda luterana fue severamente reprimida y se refugió en las
populosas ciudades del oeste, donde las imprentas clandestinas siguieron estampando Biblias,
cánticos, pequeños tratados y panfletos. Por lo demás, parece que, excepto los anabaptistas, sólo
consiguieron formarse pequeños círculos de partidarios de la nueva fe en las ciudades y en los
territorios más industrializados, círculos compuestos de clérigos, comerciantes y artesanos.
El calvinismo se introdujo en los Países Bajos después de 1540, en una época de cierta
suavización de la política religiosa imperial (por entonces se estaban celebrando los coloquios
religiosos en el Imperio). Calvino les envió un predicador que habría de poner las bases de la
futura Iglesia, y aunque éste fue finalmente ejecutado, la llama prendió y los holandeses viajaron
en número cada vez mayor a Ginebra para instruirse y formarse. Pronto surgieron comunidades
populosas y combativas organizadas según el modelo de Ginebra. Todavía intentaban
permanecer ocultos, pero exigían a sus miembros, antes de ser admitidos en la nueva Iglesia, que
abjurasen solemnemente del Papa y de la Iglesia romana.
Al éxito de la Reforma contribuyó decisivamente el hecho de que aquélla coincidió
ahora con una oposición política muy extendida. En 1555 Carlos V había dejado el gobierno
de los Países Bajos a su hijo Felipe II, quien poco después se convertía también en rey de
España. Este estaba, como su padre, impregnado de la conciencia de su deber de soberano de
proteger a la Iglesia católica y mantener por todos los medios la unidad de la fe en su reino. Pero
al poner en práctica una política de carácter fuertemente absolutista (conforme a las tendencias
del tiempo), pretendió cercenar las libertades y privilegios ancestrales de que gozaban los jefes
locales, y que su padre Carlos V había respetado. Una serie de medidas políticas desafortunadas
le granjearon pronto la cerrada oposición de los diversos estamentos sociales.
A partir de 1559, y durante todo su largo reinado, Felipe II no regresó nunca más a los
Países Bajos, que se convertirían en un puesto avanzado, aislado, de un imperio cuyo corazón
inevitablemente estaba en España. Margarita de Parma (1559-1567), medio hermana de Carlos
V, fue nombrada gobernadora, pero de hecho estaba llamada a ser la mera ejecutora de las
órdenes de su sobrino Felipe. Este volvió a llevar a la práctica los severos edictos religiosos de
su padre. Para proteger mejor al país contra el calvinismo, en 1559 logró del Papa una profunda
reorganización eclesiástica: 18 obispados agrupados bajo tres arzobispados sustituyeron a las
cuatro diócesis existentes hasta entonces. El rey obtuvo el derecho de presentación de todos los
obispados, a los que fueron incorporados numerosos monasterios. Estas medidas suscitaron un
amplio malestar: se la consideró una especie de injusta intromisión, en la misma línea que el
desdén por los privilegios históricos de los Países Bajos, la presunta o real explotación del país, y
la preferencia dada a los españoles al conferir los altos cargos.
Al frente de la oposición política se encontraban el conde Egmont, y el príncipe
Guillermo de Nassau, príncipe de Orange (1533-1584), quien simpatizaba con el luteranismo, así
como el almirante conde Horn. Estos pidieron que se respetasen los derechos de las provincias, y
la mitigación de los edictos de Carlos V contra los herejes, aplicados por la Inquisición. Entre la
baja nobleza se formó una Liga, la cual se propuso como objetivo combatir por los derechos de
los Estados. Pero sus jefes, calvinistas muy enérgicos, lucharon a la vez contra los edictos
religiosos y en favor de la libertad religiosa. Los diversos grupos de partidarios de la nueva fe se
reunieron entre sí, y pronto adoptaron una actitud muy radical, bajo la influencia de los
18
incendiarios sermones de numerosos predicadores llegados desde Ginebra, Francia y Alemania.
Todo esto se mezcló además con las aspiraciones sociales de ciudadanos y obreros insatisfechos.
Margarita de Parma no supo cortar los primeros brotes de la rebelión, y en 1566 estalló
una revuelta en varias provincias, con destrucción de innumerables imágenes e iglesias, además
de profanaciones del Santísimo Sacramento.
Finalmente se logró restablecer el orden, y mientras la mayor parte de la nobleza juraba
fidelidad al rey, Guillermo de Orange se refugiaba en Alemania. Fue entonces cuando Felipe II
envió a Fernando Alvarez de Toledo, duque de Alba, con un poderoso ejército y amplios
poderes, con el objeto de hacer justicia de todo lo ocurrido. Este se impuso de inmediato con una
política de severo rigor. Hizo ejecutar a los condes de Egmont y Horn, no obstante sus protestas
de sumisión, así como a otros muchos participantes de la revuelta, mientras abrumaba a las
provincias con impuestos, sin consultar a sus Estados Generales, lo cual no hizo sino renovar el
descontento general.
Por su parte, Guillermo de Orange preparaba la lucha desde Alemania. Inteligente y
tenaz, sabía hacerse amar por el pueblo y tenía toda la talla de un caudillo. Poco a poco, en las
provincias del norte, un núcleo de ciudades se fue agrupando en torno a él y comenzaron las
hostilidades. Aunque Guillermo era luterano, dado que la mayor parte de sus soldados eran
calvinistas, fue el calvinismo el que finalmente se fue introduciendo en todas partes. El fracaso
evidente de la política rigorista de Alba hizo que Felipe II lo sustituyese, pero ya era tarde. En
1576, los representantes de trece provincias del norte y del sur las proclamaron independientes
en la Pacificación de Gante, con Guillermo de Orange como jefe, y llegaron a un acuerdo para la
expulsión de los españoles, la supresión de las medidas contra la herejía, y la libertad de cada
provincia para escoger su religión. Los españoles no se dieron por vencidos, y las luchas
continuaron.
Vanos fueron todos los intentos de España por recuperar las provincias del norte,
apoyadas por los protestantes alemanes, Isabel de Inglaterra y Enrique IV de Francia. Al morir
Felipe II en 1598, la división de los Países Bajos era ya un hecho irreversible, sancionado
definitivamente en la Paz de Westfalia (1648), en la se reconoció la independencia de Holanda.
Mientras tanto, en las provincias del sur, que quedaron fieles a España, se pudo realizar
plenamente la restauración católica, en la que trabajaron en primera línea los jesuitas y los
capuchinos. Felipe II les concedió cierta independencia bajo la regencia de su hija Isabel Clara
Eugenia, y de ese modo los Países Bajos españoles se convirtieron en uno de los baluartes del
catolicismo en el norte de Europa.
Por su parte, ni Italia ni España dejaron de sentir la influencia protestante, aunque fuera
sin grandes éxitos. A partir de 1519 los escritos de Lutero, editados en Basilea, penetraron
clandestinamente en ambas naciones. En Nápoles, Turín, Pavía, Venecia, Florencia y Ferrara se
constituyeron algunos grupos de simpatizantes de las nuevas ideas, pero en general no llegaron a
adherirse a todas las tesis luteranas, ni se resignaron a romper con la Iglesia católica, a la que
permanecían también plenamente fieles las masas populares.
19
Hubo, sin embargo, algunos pocos que abrazaron por entero las doctrinas protestantes,
pero tuvieron que emigrar fuera de Italia.
En España, donde el cardenal Giménez de Cisneros (muerto en 1517) había trabajado
enérgicamente en la restauración de la Iglesia, se introdujeron subrepticiamente los escritos
luteranos ya desde 1519, a pesar de las prohibiciones de los Regentes y del mismo emperador
Carlos V. Algunos grupos protestantes llegaron a formarse en lugares como Valladolid y Sevilla,
pero nunca constituyeron un peligro de consideración. La Inquisición española, atenta a detectar
y perseguir los más leves indicios de desviación religiosa, disolvió eficazmente dichos grupos,
algunos de cuyos integrantes lograron escapar, mientras que otros fueron procesados y
condenados.
Junto con el luteranismo fue también perseguido el movimiento de los “alumbrados”,
fenómeno en cierto modo afín al luteranismo, aunque no llegase a identificarse con él, sobre todo
porque ambos movimientos ponían el acento en la religiosidad interior, a expensas de las
mediaciones ritual y sacramental, e incluso de los mismos preceptos de la Iglesia26.
Junto con el iluminismo, también fue perseguido el erasmismo, como afín al
luteranismo. En rigor, las doctrinas de Erasmo no eran formalmente heréticas, y de hecho
contaba con numerosos y distinguidos partidarios en el alto clero. Pero muchos veían al
erasmismo como una ayuda o estímulo para los luteranos, dado que también cargaba las tintas, al
igual que los alumbrados, en los aspectos interiores de la religión, en detrimento de las prácticas
devocionales tradicionales y de los ritos exteriores. El desprestigio creciente en que fue cayendo
el erasmismo, y el incisivo accionar de la Inquisición acabaron por desbaratarlo completamente.
En suma, puede decirse que el protestantismo no logró echar raíces en España. Sin
olvidar el rigor con que las autoridades públicas (y en primer lugar la Inquisición) vigilaron la
propaganda de libros protestantes, no se puede decir que las doctrinas luteranas llegaran a tener
verdaderos seguidores. Fueron injertos extranjeros que sólo hallaron eco por un tiempo en ciertas
élites intelectuales y de la nobleza, pero que, al igual que en Italia, nunca hallaron apoyo en las
masas populares.
En síntesis, puede decirse que por constitución y doctrina la Iglesia escocesa fue
calvinista. Bajo Knox no fue aún presbiteriana, pues éste nunca exigió la igualdad de todos los
clérigos. Sólo su sucesor Melville empujó la evolución en este sentido, y realizó plenamente el
presbiterianismo, que halló un gran adversario en Jacobo VI.
También en Inglaterra hubo calvinistas, por lo general fugitivos de Francia o ingleses que
habían conocido en Escocia las ideas de Knox. Ellos, acostumbrados a la sencillez del culto
calvinista, tenían por imposible admitir el culto demasiado “romano” de la Iglesia inglesa.
Además, el gobierno mismo de la Iglesia por el rey era para ellos un resabio de “dominación
papista”.
De este modo, los reformados calvinistas entraron en conflicto con la Iglesia de
Inglaterra, y no tuvieron posibilidad de desarrollar una organización eclesiástica propia, pues el
Acta de uniformidad publicada en 1559 bajo la reina Isabel I, prescribió una liturgia anglicana
única.
27
En efecto, el sucesor de Knox, Andrew Melville, aspiraba a un sistema presbiteral independiente del
Estado y por encima de éste. Para ello formuló el principio de que la Iglesia no tiene cabeza sobre la
tierra, pues su única Cabeza es Cristo. Si la autoridad civil faltase en materias de conciencia y religión,
debía someterse a la jurisprudencia eclesiástica, y era deber de la Iglesia prescribir al poder secular cómo
poner su obra en armonía con la Palabra de Dios. De este modo, la Iglesia podría incluso llegar a
determinar la política de un Estado, pues ¿qué sentido podía tener ya un Parlamento secular, si la Iglesia
pretendía estar en directa comunicación con Dios?
22
A pesar de todo, los calvinistas de Inglaterra no cejaron en su exigencia de una iglesia
“pura”, “conforme a la Escritura”. Esta exigencia les acarreó el apelativo de “puritanos” (hacia
1566). El puritanismo fue profesado sobre todo por la burguesía, y representó dentro de la Iglesia
inglesa un grupo peculiar vinculado de modo apasionado a la letra de la Escritura. Como la
Iglesia oficial inglesa no dio señales de acceder a sus exigencias, su oposición a ella se hizo cada
vez más patente, y estallaron graves persecuciones. Muchos de los disidentes abandonaron
Inglaterra, y en 1620 un buen grupo de ellos se hizo a la mar en el “Mayflower” rumbo a
Norteamérica, donde crearon en Massachusetts una nueva patria28.
Especial mérito tuvo también Esteban Báthory (1576-1586), quien durante su reinado no
sólo apoyó la renovación católica con todos los medios a su alcance, sino que también trabajó en
favor de la unión de los cristianos orientales junto al insigne jesuita P. Possevino 29. Estos
esfuerzos, sumados a los del seminario de Vilna, destinado a los sacerdotes rutenos y rusos, fue
coronado con el éxito del Sínodo de Brest (octubre de 1596), en el cual los rutenos ortodoxos
28
Su idea de la comunidad independiente bajo Cristo como única cabeza ha contribuido a la concepción
norteamericana de la democracia, como forma del Estado conforme a Dios.
29
El Padre Antonio Possevino [1533(4)-1611] fue un insigne predicador y autor jesuita, a quien el Papa
Gregorio XIII envió en 1575 como legado suyo a Suecia. A poco de su llegada, el rey Juan III abjuró el
protestantismo y se alentaron esperanzas del retorno de Suecia a la fe católica, las cuales por desgracia no
llegaron a verse realizadas. A esta misión le siguieron otras de no menor importancia en Rusia, Polonia y
otros países.
23
restablecieron la plena comunión con la Iglesia católica, pero conservando sus peculiares
tradiciones orientales, dando así origen a la Iglesia greco católica de Ucrania 30. San Juan Pablo II
dijo a propósito de este trascendental evento:
“La unión de Brest abrió una nueva página en la historia de aquella Iglesia. (...) En
los obispos que promovieron la unión y en su Iglesia permanecía muy viva la conciencia del
estrecho vínculo originario con sus hermanos ortodoxos, además de la conciencia plena de la
identidad oriental de su Metropolía [de Kiev], que convenía salvaguardar incluso después de
la unión. En la historia de la Iglesia católica es de gran valor el hecho de que ese justo deseo
haya sido respetado y que el acto de unión no haya significado el paso a la tradición latina,
como algunos pensaban que debía suceder: su Iglesia vio que se le reconocía el derecho de
ser gobernada por una jerarquía propia, con una disciplina específica, y que mantenía el
patrimonio litúrgico y espiritual oriental.
(...) Después de la unión, la Iglesia greco-católica ucrania vivió un período de
florecimiento de las estructuras eclesiásticas, con repercusiones beneficiosas para la vida
religiosa, la formación del clero y el compromiso espiritual de los fieles. (...) Con todo, tan
gran vitalidad eclesial fue siempre acompañada por el drama de la incomprensión y de la
oposición. Una de sus víctimas ilustres fue el arzobispo de Polock y Vitebsk, Josafat
Kuncevyc, cuyo martirio fue coronado con la inmarcesible corona de la gloria eterna” 31.
En cuanto a los países escandinavos, a comienzos del siglo XVI los reinos de Dinamarca,
Suecia y Noruega estaban regidos por el soberano danés en una unión que repetidas veces había
probado ser excesivamente frágil. Suecia, gobernada por regentes, aspiraba a la independencia, y
será con ocasión de esta lucha política que emerja la cuestión propiamente religiosa. Una brutal
represión que tuvo lugar en Suecia por orden del rey Cristian II (1513-1523) creó en el pueblo
sueco un inextinguible odio hacia el soberano danés, y, de rechazo hacia la fe que profesaba (sin
olvidar que en el origen de la represión a que aludimos había intervenido del obispo católico de
Upsala). Fue entonces cuando un noble de menos de treinta años, Gustavo Vasa, cuyo padre
había sido ejecutado, se puso a la cabeza de un ejército insurrecto, logró vencer a las tropas
danesas y se hizo proclamar rey (1523-1560).
Convertido en dueño de Suecia, el joven caudillo se halló en una difícil situación: había
que dar -espiritualmente- al país una conciencia nacional; la guerra, en lo material, había
resultado demasiado cara, y el nuevo régimen comenzaba su labor abrumado de deudas. Gustavo
Vasa había conocido el luteranismo durante una estancia en Lübeck, y en parte por convicción
personal y en parte para consolidar su posición y hacer frente a sus acuciantes problemas,
decidió aliarse a la Reforma32. Aprovechándose de un levantamiento popular, se deshizo de los
obispos que le estorbaban, acusándolos de alta traición. En 1527 hizo ajusticiar al arzobispo de
Upsala y al obispo de Vesteras, y en 1529 se consumó la protestantización de Suecia, declarando
el luteranismo como religión de Estado. No faltaron revueltas, especialmente entre los
campesinos, que se oponían a las innovaciones, pero fueron reprimidas con gran rigor.
30
Rutenia era una región situada al oeste de Ucrania.
31
Carta Apostólica con ocasión del cuarto centenario de la Unión de Brest (12 de noviembre de 1995),
nºs 1. 2. 3; en L’Osservatore Romano nº 47 (24 de noviembre de 1995), pág. 7.
32
No hay que olvidar que el luteranismo le ofrecía la posibilidad de apropiarse de todos los bienes de la
Iglesia, así como la de ejercer una autoridad suprema, tanto en el plano temporal como en el espiritual.
24
La Iglesia sueca se convirtió en una iglesia nacional, y entregó sus bienes al rey.
Aureolado con el prestigio de un libertador nacional, Gustavo impuso la doctrina de Lutero. Se
mantuvo una jerarquía episcopal, perfectamente ordenada, bajo la vigilancia del rey y del
primado de Upsala. En Finlandia, por entonces anexada a Suecia, también se introdujo el mismo
luteranismo de Estado, que la población -con bastante lentitud- acabó por aceptar.
33
Teólogo alemán cuyo verdadero nombre era Andrés Bodenstein, pero que es más conocido por el de su
ciudad natal, Karlstadt (1480-1541). Fue maestro de Lutero, a cuyas ideas se plegó, aunque no siempre
concordó en todo con él. Participó activamente en la guerra de los campesinos, y finalmente encontró
refugio en Suiza.
34
El único que se mantuvo firme, Roennow, obispo de Roskild, murió en la cárcel en 1542.
25
declarados incapaces de todos los empleos, y aun privados del derecho de sucesión, y a los
sacerdotes católicos se les prohibió bajo pena de muerte entrar en el reino.
Noruega e Islandia, unidas políticamente a Dinamarca, fueron igualmente
protestantizadas por la fuerza en el reinado de Cristian III. Los bienes de la Iglesia fueron
confiscados, y los sacerdotes y las personalidades católicas más relevantes fueron enviados al
destierro.
A modo de balance
La “reforma” protestante constituye sin duda la más grande de las catástrofes que ha
conocido hasta hoy la Historia de la Iglesia, ya que trajo consigo mayores males que los que
habían supuesto las herejías de la Edad Media, las sectas medievales y el mismo cisma oriental
del 1054.
Pero más que los datos meramente cuantitativos, el influjo real de la revolución
protestante ha de medirse en base a la mentalidad que fue creando y que logró expandir incluso
más allá de los límites de los territorios que, de un modo u otro, la abrazaron formalmente.
* En primer lugar, la noción de justicia imputada, en la cual no hay lugar para una
auténtica renovación interior del hombre, hace que la miseria interior del mismo prevalezca en
cierto modo sobre la gracia divina, mientras que es la “confianza” como estado subjetivo interno
del corazón, la que determina en el hombre la justificación, “condicionando” en cierto modo la
misma acción salvífica de Dios, que aparece casi como una respuesta a la actitud del hombre más
que como un don que suscite su adhesión. De este modo, queda peligrosamente acentuado y
exaltado el orden subjetivo, en detrimento del objetivo.
A este mismo resultado conduce la libre interpretación de la Escritura, ya que en
definitiva otorga a cada cual el derecho a determinar la norma a seguir. De aquí nacerá un
concepto de moralidad y de “libertad de conciencia”, independiente por completo del orden
objetivo, como si la conciencia no tuviese la obligación de buscarlo y de acomodarse a él.
Lo dicho nos lleva a considerar que no resulta en absoluto excesivo derivar de esta
mentalidad no sólo la filosofía moderna, con su “revolución copernicana” iniciada mucho antes
de Kant (revolución que sitúa al sujeto en el centro de todo su sistema), sino también el moderno
liberalismo, ansioso de salvar la dignidad del sujeto, de la persona humana, pero a la vez
desvinculándola del mismo orden objetivo que fundamenta esos derechos, lo cual lleva a que se
reclamen como derechos los que no son tales, y a que los auténticos derechos queden
inadecuadamente fundados.
Por otra parte, el libre examen, la libertad de conciencia en el sentido arriba explicado, la
tendencia a subrayar el aspecto carismático anteponiéndolo al jurídico-jerárquico, llevan a
justificar todas las interpretaciones de la Escritura y a reconocer a todas el mismo derecho de
ciudadanía. Por este mismo camino, las tesis racionalistas, con su negación del orden
sobrenatural y el desprecio a todo lo que no es intrínsecamente evidente para la razón, resultan
legítimas. De este modo, el subjetivismo luterano abrió las puertas al racionalismo, aunque éste
aparezca tan opuesto a la exaltación de la fe (sola fides) por parte de Lutero.
* Por otra parte, el libre examen renueva los intentos del misticismo heterodoxo de
establecer una relación directa con Dios, prescindiendo de la mediación de la Iglesia, única
depositaria inmediata de la Revelación divina. Cae de esta manera el aspecto social y
comunitario de la religión, y se afirma la tendencia, que ya apuntaba en el Renacimiento, a
27
considerar al individuo al margen de la sociedad de la que forma parte, en la cual y para la cual
vive (individualismo). Así se llegará al liberalismo moderno, para el cual cada uno vive y se
desarrolla en sí y para sí, como las mónadas de Leibniz. En este clima terminan por perder
importancia las estructuras que facilitan la vida cristiana, de modo que la legislación puede ir
tomando un rumbo cada vez más distante de los principios cristianos.
Hay quienes ven en los principios protestantes una puerta abierta hacia la laicización de
la sociedad. En efecto, al rechazarse un sacerdocio esencialmente diverso del de los laicos, y
repudiada la Jerarquía, caía por el suelo la institución destinada a salvaguardar los valores
sagrados y el orden sobrenatural en el seno de la sociedad. Además, negada o absolutamente
minimizada la necesidad de las obras, se fue afirmando gradualmente una separación completa
entre la actividad temporal y los principios religiosos, que ha contribuido significativamente a
mirar la religión como algo exclusivamente ligado al fuero interno, sin influjo ni repercusiones
sociales.
28