Guía 1 HFEA

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GUIA 1.

HISTORIA DEL DERECHO Y ESTADO

1. En este curso concebimos la historia del derecho como un saber, de


hecho, formativo, pero de naturaleza distinta a la de la mayoría de las
disciplinas dogmáticas que se imparten en los planes de estudios jurídicos.
Estas últimas disciplinas tratan de implantar certezas en el derecho vigente,
mientras que la misión de la historia del derecho es, por el contrario, la de
problematizar el presupuesto implícito y acrítico de las disciplinas
dogmáticas, o sea, el de que el derecho de nuestros días es el racional, el
necesario, el definitivo. La historia del derecho realiza esta misión
subrayando que el derecho sólo es posible (situado, localizado) «en
sociedad» y que, independientemente del modelo usado para describir sus
relaciones con los contextos sociales (simbólicos, políticos, económicos,
etc.), las soluciones jurídicas son siempre contingentes en relación a
determinado entorno (o ambiente). Siempre son, en este sentido, locales.
António Manuel Hespanha, Cultura jurídica europea. Síntesis de un milenio, Madrid:
Tecnos, 2002, p. 15.

2. "La mayor parte de los escollos que complican las tentativas de


realizar una historia de los Estados iberoamericanos provienen, sin
embargo, de la generalizada confusión respecto del uso de época -de la época
de la Independencia- de las nociones de nación y Estado, confusión en buena
medida derivada de otra que atañe al concepto de nacionalidad".
José Carlos Chiaramonte, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en
tiempos de la independencias, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004, p. 60.

3. "Para expresarlo sintéticamente al comienzo de estas páginas, la


confusión es efecto del criterio de presuponer que la mayoría de las
actuales naciones iberoamericanas existía ya desde el momento inicial de la
Independencia [...] Esto se observa en la falta de atención que se ha
concedido a cuestiones como la de emergencia, en el momento inicial de las
independencias, de entidades soberanas en el ámbito de ciudad o de
provincias, y sus peculiares prácticas políticas".
José Carlos Chiaramonte, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en
tiempos de laS independencias, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004, p. 60.
4. "Así, diversos aspectos vinculados con la historia de las naciones
contemporáneas son abordados, cada vez más, por trabajos de diversas
disciplinas desde la perspectiva de despojar al concepto de nación y de
nacionalidad de su presunto carácter natural -uno de los presupuestos más
sustanciales a diversas manifestaciones del nacionalismo- para instalarse en
el criterio de su artificialidad, esto es, de ser efecto de una construcción
histórica o 'invención'".
José Carlos Chiaramonte, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en
tiempos de la independencias, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2004, p. 29.

5. "Aun a riesgo de simplificar, el argumento de esta historiografía


puede resumirse diciendo que presentaba la historia del poder político
europeo como la historia de la sustancia estatal, dividida en distintas fases
correspondientes a otras tantas formas, que venían a culminar en el Estado
liberal. Se construyó así un esquema interpretativo preordenado en función
del resultado (una preconcepción), que determinaba tanto la selección de los
temas relevantes (los procesos de concentración del poder y de
centralización), como el tipo de fuentes a considerar pata estudiarlos
(básicamente consistente en los textos de derecho oficial) y el instrumental
teórico empleado para comprenderlo.".
Carlos Garriga, "Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen", en Istor, Año
IV, Núm. 16, 2004, pp. 2-3

6. "Construida a partir de las categorías elaboradas por la ciencia


jurídica contemporánea, que fungieron como “esquemas generales de
ordenamiento”, la historia del derecho pasó a ser “dogmática retrospectiva”
(Theodor Mayer) y, bajo la forma de una “historia jurídica del derecho”
(Böckenförde), se dedicó a inventar una tradición que contribuyese a
legitimar los nacientes Estado nacionales, es decir, a fundar un derecho y un
Estado retrospectivos. He aquí todo un modelo historiográfico que podemos
llamar –y ha sido llamado- paradigma estatalista".
Carlos Garriga, "Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen", en Istor, Año
IV, Núm. 16, 2004, p. 3

7. Una de las principales consecuencias del problema del imaginario


político liberal fue el abandono de los puntos de vista historiográficos
que sólo consideraban (en la historia o en la sociología del poder) el nivel
estatal del poder o el oficial (legislativo, doctrinal) del derecho.
Antes de la drástica reducción del imaginario político operada, por la
ideología estatalista a inicios del siglo XIX, Europa vivía en un universo
político plural. Y era bien consciente de ello. Consciente tanto de la
diversidad de los niveles de normativización social como de la diversidad de
las tecnologías con las cuales se imponían las normas.
Coexistían, en primer lugar, diferentes centros autónomos de poder, sin que
esto creara problemas ni de orden práctico ni teórico. La sociedad se
concebía como un cuerpo; y esta metáfora ayudaba a comprender que, al
igual que los diferentes órganos corporales, los diversos órganos sociales
podían disponer de la suficiente autonomía de funcionamiento para
desempeñar la función que les había sido atribuida en la economía del todo.
En segundo lugar, en este mundo de poderes —sobrenaturales, naturales y
humanos— distintos y autónomos, la normativización se realizaba también
a diferentes niveles. Existía un orden divino, que se explicaba mediante la
revelación. Pero, independientemente de este primer orden, la propia
Creación estaba ordenada y «las cosas» poseían una densidad que las hacía
relativamente indisponibles. Finalmente, los hombres habían añadido a estos
órdenes suprahumanos diversos complejos normativos particulares. Aunque
hubiera una jerarquía entre estos diferentes órdenes, los inferiores no eran
privados de su propia eficacia, la cual predominaba en los ámbitos que le
eran propios.
Este pluralismo jurídico no era específico del Antiguo Régimen. Por el
contrario, en el ámbito político actual todavía se observa. El carácter
artificial del Estado y la lentitud y costes de esta construcción estatal fueron
muy bien ilustrados por Pietro Costa en un hermoso libro sobre la dogmática
del derecho político italiano del siglo XIX. Yo mismo, en un artículo más
reciente, sugerí que, a pesar del imaginario de unidad instituido por el
estatalismo, las revoluciones del siglo pasado crearon nuevos mecanismos
de periferización del poder (como la burocracia). No obstante, fueron sobre
todo los sociólogos de la justicia los que revelaron la multiplicidad de
mecanismos de normativización y de resolución de conflictos en las
sociedades contemporáneas.
De cualquier modo, esta idea de que la normativización social se efectúa en
múltiples niveles encontró ya notables aplicaciones en la más reciente
historiografía político-institucional del Antiguo Régimen. Me sirvo del
ejemplo de Bartolomé Clavero, uno de los más interesantes historiadores del
derecho de nuestros días (cf. Vallejo, 1995). Desde 1979, Clavero desarrolla
un modelo alternativo y no anacrónico para describir el universo político del
Antiguo Régimen. Ese modelo lo encontró, casi explícitamente, en la
literatura jurídica de esa edad. Esta literatura no hablaba del Estado sino de
una pluralidad de jurisdicciones y de derechos —derechos en plural—
estrechamente dependientes de otros órdenes normativos (como la moral
religiosa o los deberes de amistad). En sus trabajos Clavero insiste en dos
tópicos:
— El orden jurídico del Antiguo Régimen tiene un carácter natural-
tradicional; el derecho, cuando no es el producto del Estado sino de una
tradición literaria, establece fronteras fluidas y movedizas con otros saberes
normativos (como la ética o la teología);
— La iurisdictio, facultad de decir el derecho, es decir, de asegurar los
equilibrios establecidos y, por tanto, de mantener el orden en los diferentes
niveles, está más bien dispersa en la sociedad; no es summa iurisdictio sino
una facultad de armonizar los niveles más bajos de la jurisdicción.
El resultado es un modelo intelectual del mundo político que se adecua muy
bien a los datos proporcionados por las fuentes y que es rico explicando el
universo institucional de la época. A partir de aquí, la autonomía de los
cuerpos (familia, comunidades, Iglesia, corporaciones), las limitaciones del
poder de la corona en función de los derechos particulares establecidos, la
arquitectura antagonística del orden jurídico, las dependencias del derecho
en relación con la religión y a la moral, se pueden llegar a comprender sin
esfuerzo.
Esta visión pluralista del poder y del derecho tiende a fijarse, claro, en
universos institucionales claramente no estatales, como la familia y la
Iglesia.
Resulta trivial subrayar la importancia del descubrimiento de Otto Brunner
(cf. Brunner, 1939, 1968a, 1968b) de un hecho que sería evidente si no fuera
por los efectos de enmascaramiento de la ideología estatalista: la centralidad
política del mundo doméstico. No sólo como módulo autónomo y
autorreferencial de organización y disciplina social de los miembros de la
familia, sino también como fuente de tecnologías disciplinares y de modelos
de legitimación utilizados en otros espacios sociales.
Y no hablemos de la Iglesia, pues los estudios sobre las tecnologías
disciplinares propias se multiplican. En primer lugar, sobre los típicos
mecanismos eclesiásticos de coerción, como la confesión, la inquisición o
las visitas parroquiales. En segundo lugar, sobre el núcleo de legitimación
del discurso jurídico canónico, la fraterna correctio o el amor. El estudio del
amor como dispositivo legitimador y como tecnología disciplinar rebasa
ampliamente los límites del derecho canónico. Ahora bien, fueron los
historiadores de esta rama jurídica los que inauguraron un campo de
investigación que puede ser de enorme importancia para la comprensión de
los mecanismos políticos: la disciplina de los sentimientos o la de la
educación sentimental. Volveremos sobre este tema. De momento, nos basta
subrayar la importancia heurística, a pesar de su carácter muchas veces
hermético, de los trabajos de Pierre Legendre sobre las relaciones entre el
poder y el amor.
No obstante, esta lectura pluralista del poder y de la disciplina en la sociedad
del Antiguo Régimen sobrepasa el derecho, tal y como éste se concibe
actualmente. En realidad, este derecho constituía (constituye) un orden
mínimo de disciplina, rodeado por otros más eficaces y más cotidianos.
Por ejemplo, aquello que se llamaba, en la literatura del derecho común, el
derecho de los rústicos (iura rusticorum), es decir, esas prácticas a las que el
derecho común ni siquiera otorgaba la dignidad de la costumbre, pero que
constituían la norma de comportamiento y el patrón de resolución de
conflictos en las comunidades campesinas. Los trabajos empíricos de Yves
y Nicole Castan prueban bien su eficacia, por muy difícil que sea evaluar su
impacto a través de una lectura ingenua de las fuentes jurídicas letradas
(Hespanha, 1983).
Pero la normativización y la disciplina sociales sobre todo están garantizadas
por la domesticación del alma.
No se puede dejar de pensar en Michel Foucault cuando se evoca este tema
de las «tecnologías de sí mismo» (cf. Martin, 1992). Aunque el interés por
estos temas de investigación deriva también de pistas teóricas más antiguas
(desde Max Weber a Norbert Elias) sobre los mecanismos de interiorización
de la disciplina social (Disziplinierung). Por otro lado, el estudio de los
«sentimientos políticos» ha avanzado mucho gracias a estudios histórico-
antropológicos sobre el don, la libertad y la gratitud, como cimientos
ideológicos de las redes de amigos y clientes.
Una primera corriente, que llevó a estudiar la educación sentimental, tanto
moderna como contemporánea, en sus relaciones con el mundo del derecho
y del poder, apenas ha dado los primeros pasos.
Otra corriente, cuyo punto de partida está constituido por los estudios de
Clyde Mitchell y G. Boisevain sobre las redes de amistad en la Sicilia
contemporánea, exploró las posibilidades disciplinarias de las normas de la
moral tradicional (concretamente, de Aristóteles a Santo Tomás) sobre
dominios aparentemente tan libres como los de la liberalidad y la gracia.
En otro lugar (Hespanha, 1993e), he intentado mostrar que un campo tan
importante como el de la liberalidad regia estaba sujeto a una gramática
rígida que constreñía la liberalidad y la gracia y que prácticamente le
escamoteaba al rey toda su libertad, en este dominio de lo jurídicamente no
debido.
Al mismo tiempo, Bartolomé Clavero publica su libro Antidora, en el que
explora, siguiendo trabajos anteriores, la teoría jurídica de la usura en la Edad
Moderna. Aquí es donde encuentra un ejemplo magnífico de esta
complementariedad entre el derecho y la moral. En un libro que revoluciona
el campo de la historia del pensamiento económico, Clavero demuestra cómo
la disciplina de instituciones hoy tan «amorales» y formalmente tan jurídicas
como el préstamo de dinero o la actividad bancaria descansaban sobre las
normas de la moral beneficial y no sobre las normas del derecho.
Al hablar de amistad, libertad o gratitud, lo estamos haciendo de
disposiciones sentimentales que no pueden ser observadas directamente. Por
eso, las corrientes historiográficas que deben ocuparse de ellas tienen que
estudiar los textos normativos sobre los sentimientos y las emociones. La
hipótesis de la que se parte es que estos textos disponen de una eficacia
estructurante sobre, por un lado, la autocomprensión de los estados del
espíritu y, por otro, la modelación de los sentimientos y de los
comportamientos que de ahí derivan. En este sentido, la literatura ética,
diseminada por las obras de vulgarización, por la parenética y por la
confesión, constituiría otra de estas tecnologías modeladoras de los
sentimientos particularmente importante para establecer el orden en la Edad
Moderna.
No obstante, también lo constituiría la literatura jurídica que, en unos
dominios más que en otros, se ocupa de los sentimientos, de las emociones
o de los estados del espíritu. Los ejemplos clásicos son, en el ámbito del
derecho penal aunque también en el del derecho civil, los estados
psicológicos como la culpa (culpa), el dolo (dolus), el estado de necesidad
(necessitas), la mentira, la locura, la amistad, et. Refiriéndolo como
presupuesto para la aplicación de normas jurídicas, el derecho instituye una
«anatomía del alma» (una «geometría de las pasiones», Mario Bergamo) que
fija los contornos de cada sentimiento. A partir de ese momento, el discurso
supera una actitud simplemente cognitiva e instituye normas que disciplinan
la sensibilidad y los comportamientos.
António Manuel Hespanha, Cultura jurídica europea. Síntesis de un milenio, Madrid:
Tecnos, 2002, pp. 38-42.

8. En la casa grande se mezclaban la familia principal, los parientes


colaterales, los allegados y los huéspedes, la servidumbre de la casa y
los agregados a la tierra, los peones estables y los conchabados
temporarios. La casa no era solamente el edificio para resguardarse de la
intemperie, sino que era el elemento más visible del prestigio de un padre de
familia. Era el espacio de sociabilidad por antonomasia, a través del cual se
exteriorizaban las dimensiones de la autoridad del padre, en la cantidad de
personas que le debían obediencia; el lustre de su familia, en la virtud de su
mujer y el adelanto de sus hijos; su liberalidad y prodigalidad, en la cantidad
de huéspedes; su capacidad de administración y gobierno, en la prosperidad
económica.
El buen gobierno de la casa se organizaba a partir de la capacidad del padre
de familia para administrar las relaciones interpersonales y patrimoniales al
interior de la casa, y con relación a los demás padres de familia. Por un lado,
el manejo armonioso de los elementos desiguales que se insertaban en el
cuerpo familiar como sus órganos o sus extremidades, guiados por la función
rectora de la cabeza, era cumplida por el padre. Esta analogía del cuerpo,
sumada a la idea de ser parte de un orden divino, otorgaba fundamentos
trascendentes al gobierno de la casa por parte del padre, ya no solo
responsable del ensamblaje, sino también como el administrador de la
providencia que brindaba la posibilidad de la salvación de las familias
notables.
La potestad doméstica del padre era llamada oeconomica, en oposición a la
jurisdiccional, etimológicamente, oiko-nomos, las reglas de la casa o, mejor
dicho, la teoría para el buen gobierno de la casa. Se trataba de un tipo de
equilibrio político y social, de una estructura cultural definida y distinta, que
se proyectaba a la sociedad a través de instituciones plenamente civiles como
la familia, el matrimonio y la servidumbre, la amistad y la gracia, sin dar
lugar a un discurso de lo público, independiente del ámbito que hoy
podríamos considerar como privado. Así, comprendía el derecho, el
gobierno y las relaciones políticas como precedidas y justificadas por la
organización familiar. Esto determinaba a su vez la formación necesaria para
que ese padre de familia pudiera gobernar cabalmente el espacio mayor que
estaba representado por la unión de sus pares, asumiendo el gobierno de sí y
el gobierno de su casa como garantías de su capacidad para el buen gobierno
de la república local. La oeconomica aristotélica definía a la casa como el
ámbito natural de la autoridad del padre, considerada como la fuente de
poder social, anterior al poder político, y condición necesaria para acceder a
éste.
La casa poblada era un eslabón fundamental en la cadena del orden social
articulado desde la familia, que reunía la propiedad de la tierra, el control
sobre la mano de obra, el acceso a los cargos políticos y los beneficios y
privilegios otorgados por el rey. El padre de familia acumulaba sobre sí la
potestad marital, la patria potestad y la potestad de patrón de la servidumbre.
Así, la relación que podía establecerse entre el gobierno de la propia familia
y el gobierno de la república era modélica: los padres de familia que debían
cumplir la función de gobernar a la comunidad constituida por la unión de
esos mismos padres, debían hacerlo con la misma responsabilidad y
prudencia con la que regían sus propias casas, sobre una concepción del
orden que ni siquiera imaginaba la separación entre un poder público y otro
privado, o dicho de otra manera, entre un gobierno de la casa y un gobierno
de la ciudad.
Esa autoridad doméstica no era cuestionada, porque al interior de la familia
no había pluralidad: el padre de familia no mediaba entre intereses dispares,
sino que su función era la de tutelar la casa, mandar a sus miembros y
administrar el patrimonio. La autoridad doméstica del padre de familia y la
oeconomia como las reglas internas de la administración de la casa, de la
producción y de las relaciones políticas, eran principios constitutivos del
orden local.
Entre los conocimientos considerados como imprescindibles para el buen
gobierno de una casa, se hallaban todos aquellos que propendieran al mejor
lucimiento y engrandecimiento de la familia del padre.

Para ser reconocido como vecino, era condición tener casa poblada en la
ciudad. Eso implicaba, en primer lugar, ser parte de la ciudad como espacio
político. No equivalía solamente a habitar una casa en la traza urbana sino,
efectivamente, implicaba “poner grande la familia”, tener muchos
dependientes que garantizaran la presencia del apellido en la ciudad, que
trabajaran y se reprodujeran al interior de la casa, que encontraran, bajo la
figura rectora del padre, su espacio del orden. El ideal de casa poblada, con
multitud de sirvientes, había sido un modo de establecimiento doméstico
bastante difundido, que si bien no era predominante, sí era el que poseía
mayor carga simbólica en el mundo señorial. Ese grupo doméstico estaba
integrado por la familia principal, la servidumbre, los huéspedes, los
residentes permanentes y los semipermanentes, confluyendo personas de
distintas calidades dentro del espacio doméstico de la casa, que era, a la vez,
ámbito de sociabilidad y unidad de producción.
La ciudad era la reunión de estas familias y sus dependientes. Era la ciudad
y no la campaña la que, en la experiencia americana, era configuradora de
un status nobilium. La condición de conquistadores y primeros pobladores
era la que otorgaba el estatus necesario para el reconocimiento de derechos
como vecinos, y a partir de ahí, también para la pertenencia a los demás
cuerpos. Estas pertenencias eran una especie de nodos en una densa red de
vínculos y lealtades recíprocas; poseerlas dependía también del
reconocimiento de los pares, lo que se convertía en un vínculo funcional de
notable vitalidad al que había que alimentar continuamente.
La calidad de vecino de una ciudad era el primer elemento que habilitaba, a
quien merecía la consideración, para conseguir derechos y privilegios
políticos y fiscales. O dicho de otro modo, la vecindad se constituía en un
cuerpo con el que se adquiría el acceso a los derechos
colectivos otorgado a las ciudades por el rey, en reconocimiento de su
establecimiento, y dentro de ella, al cuerpo selecto de vecinos beneméritos.
Sus casas pobladas eran un espacio físico y un espacio simbólico a la vez,
en tanto representaban el principal espacio de autoridad del padre de familia,
que condensaba la autoridad de padre, esposo, señor de indios, amo de
esclavos, patrón de la servidumbre y miembro central del cuerpo político
local.

Romina Zamora, Casa poblada y buen gobierno. Oeconomia católica y servicio personal
en San Miguel de Tucumán, siglo XVIII, Buenos Aires: Prometeo Libros, 2017, pp. 73-
74, 90-91.

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