Advertencias A Las Iglesias - J. C. Ryle

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cite otra LBLA = La Biblia de las Américas © The Lockman Foundation

ISBN: 84-86589-66-5
Depósito legal: B-38732-2003

Esta edición se publica con el patrocinio de:


Peter Allmond-Smith. Chelford House Christian Fellowship Trust

Índice

Prefacio a la edición original

1. La Iglesia verdadera
2. Sin falsificar la Palabra
3. “Ocúpate en estas cosas”
4. Fariseos y saduceos
5. Doctrinas diversas y extrañas
6. La falibilidad de los ministros
7. Temores apostólicos
8. La idolatría

Prefacio a la edición original

Five English Reformers (Cinco reformadores ingleses) y Five Christian Leaders (Cinco
dirigentes cristianos), ambos escritos por J.C. Ryle, fueron dos de los primeros títulos en
rústica de The Banner of Truth Trust y han cosechado gran éxito. El presente volumen
contiene sermones y artículos de Ryle que llevaban mucho tiempo descatalogados. La
mayoría de ellos apareció en Home Truths (Verdades fundamentales), recopilaciones de
sermones de Ryle de las que se publicaron varias series. Los cinco últimos capítulos de
Advertencias a las iglesias también se incluyeron en Knots Untied (Nudos desatados),
publicado por primera vez en 1877. Esta última obra se ha reeditado en numerosas
ocasiones pero de forma reducida, con la omisión de estos capítulos. No obstante, se
incluyeron en la reedición de 1964 de James Clark.

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Los ocho artículos que conforman esta edición no se han publicado nunca
conjuntamente, al menos con el conocimiento de este editor. En cualquier caso, se
ajustan de forma ideal a este propósito, presentando de forma concisa el mensaje
profético de Ryle para las iglesias de su día y del nuestro.

Capítulo 1
La Iglesia verdadera
“Sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra
ella”
(Mateo 16:18).

Vivimos en un mundo en el que todo es pasajero. Los reinos, los imperios, las
ciudades, las antiguas instituciones, las familias, todo es susceptible de cambio y
corrupción. Parece como si prevaleciera una ley universal en todas partes. Todas las
cosas creadas tienden a la decadencia.
Hay algo entristecedor y deprimente en esto. ¿Qué provecho obtendrá un hombre
del trabajo de sus manos? ¿Acaso nada resistirá? ¿No hay nada que vaya a durar? ¿No
hay nada de lo que podamos decir: esto continuará para siempre? La respuesta a estas
preguntas la tenemos en las palabras de nuestro texto. Nuestro Señor Jesucristo habla
de algo que continuará, que no pasará. Hay una cosa creada que constituye una
excepción a la regla universal a la que acabo de referirme. Hay algo que jamás perecerá
ni pasará. Se trata del edificio construido sobre la roca: la Iglesia de nuestro Señor
Jesucristo. Las palabras que has oído esta noche declaran: “Sobre esta roca edificaré mi
iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.
En estas palabras hay cinco cosas que exigen nuestra atención. Tenemos:
I. Un edificio: “Mi iglesia”.
II. Un constructor: Cristo dice: “Edificaré mi iglesia”.
III. Un fundamento: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia”.
IV. Peligros implícitos: “Las puertas del Hades”.
V. Garantía de seguridad: “Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.
Que Dios bendiga las palabras que se van a pronunciar a continuación. Que todos
examinemos nuestros corazones esta noche y sepamos si pertenecemos o no a esta
Iglesia única. ¡Que todos regresemos a nuestros hogares con la intención de reflexionar
y orar!

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I. En primer lugar, en el texto se menciona un edificio. El Señor Jesucristo habla de “mi
iglesia”.
Ahora bien, ¿cuál es esta Iglesia? Pocas preguntas pueden plantearse de tanta
importancia. Por falta de la debida atención a este asunto, los errores que se han
filtrado en la Iglesia y en el mundo no han sido pocos ni pequeños.
La Iglesia de nuestro texto no es un edificio material. No es un templo hecho con las
manos, de madera, ladrillo, piedra o mármol. Es una congregación de hombres y
mujeres. No es ninguna iglesia visible en particular de la Tierra. No se trata de la Iglesia
oriental ni de la Iglesia occidental. No es la Iglesia de Inglaterra ni la Iglesia de Escocia, y
mucho menos la Iglesia de Roma. La Iglesia de nuestro texto no resulta tan
impresionante a los ojos de los hombres, pero es de mucha más importancia a los ojos
de Dios.
La Iglesia de nuestro texto está constituida por todos los verdaderos creyentes en el
Señor Jesucristo. Abarca a todos los que se han arrepentido del pecado y han acudido a
Cristo por fe, siendo hechos nuevas criaturas en Él. Abarca a todos los elegidos de Dios,
a todos los que han recibido la gracia de Dios, a todos los que han sido lavados por la
sangre de Cristo, a todos los que han sido revestidos de su justicia, a todos los que han
nacido de nuevo y han sido santificados por el Espíritu de Cristo. Todos ellos, de toda
nación, pueblo y lengua, componen la Iglesia de nuestro texto. Este es el cuerpo de
Cristo. Este es el rebaño de Cristo. Esta es la novia. Esta es la esposa del Cordero. Esta es
“la santa Iglesia católica” del Credo de los Apóstoles. Esta es la “santa sociedad de los
fieles” que se menciona en el culto de Comunión de nuestro Libro de Oración. Esta es la
Iglesia sobre la roca.
No todos los miembros de esta Iglesia adoran a Dios de la misma forma o utilizan la
misma forma de gobierno. Nuestro mismo artículo 34 declara: “Las tradiciones y
ceremonias, no es indispensable que sean en todo lugar las mismas o totalmente
parecidas”. Pero todos adoran con un solo corazón. A todos les guía un mismo Espíritu.
Todos son verdadera y realmente santos. Todos pueden decir “aleluya” y todos pueden
responder “amén”.
Esta es la Iglesia a la que todas las iglesias visibles de la Tierra sirven y para las que
trabajan. Ya sean episcopales, independientes o presbiterianas, todas ellas sirven a los
intereses de la única Iglesia verdadera. Son el andamiaje tras el que se construye el gran
edificio. Son el cascarón bajo el que crece el núcleo vivo. Tienen diversos grados de
utilidad. La mejor y la más digna es la que capacita a más miembros para la verdadera
Iglesia de Cristo. Pero ninguna iglesia visible tiene derecho a decir: “Somos la única
iglesia verdadera. Somos únicos, y la sabiduría morirá con nosotros”. Ninguna iglesia
visible debiera atreverse a decir: “Duraremos para siempre. Las puertas del Hades no
prevalecerán contra nosotros”.
Esta es la Iglesia a la que pertenecen las preciosas promesas de conservación,
continuidad, protección y gloria final que hace el Señor. “No importa —dice Hooker— lo
que leamos en la Escritura con respecto al amor sin fin y a la misericordia salvadora que
muestra Dios para con sus iglesias, lo único verdaderamente importante para ellas es

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esta Iglesia para la que empleamos el adecuado término de cuerpo místico de Cristo”.
Aunque en este mundo la Iglesia verdadera pueda parecer pequeña y despreciada, es
valiosa y honorable a los ojos de Dios. El Templo de Salomón, con toda su gloria, era
pobre y despreciable en comparación con esa Iglesia edificada sobre la roca.
Hermano, asegúrate de tener una doctrina sana con respecto a la cuestión de “la
Iglesia”. Una equivocación en cuanto a esto puede conducir a errores peligrosos que
pueden destruir el alma. Es a la Iglesia constituida por los verdaderos creyentes a la que
se nos ha ordenado predicar en especial a aquellos que somos ministros. Es a la Iglesia
en la que se incluyen todos los que se arrepienten y creen en el Evangelio a la que
deseamos que pertenezcas. No habremos hecho nuestro trabajo ni nuestras almas
estarán satisfechas hasta que seas hecho una nueva criatura y miembro de la única
Iglesia verdadera. Fuera de esta Iglesia no puede haber salvación.
II. Paso ahora al segundo punto que he propuesto para tu consideración. Nuestro texto
no solo habla de un edificio, sino también de un Constructor. El Señor Jesucristo
declara: “Edificaré mi iglesia”.
La verdadera Iglesia de Cristo recibe el atento cuidado de las tres personas de la
bendita Trinidad. En la economía de la redención, sin duda alguna, Dios el Padre elige y
Dios el Espíritu Santo santifica a cada miembro del cuerpo místico de Cristo. Dios el
Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios, cooperan en la
salvación de toda alma que se salva. Esta es una verdad que jamás debemos olvidar. Sin
embargo, existe un sentido especial en el que la ayuda a la Iglesia descansa en el Señor
Jesucristo. Él es especial y preeminentemente el Redentor y el Salvador. Por eso vemos
que dice en nuestro texto: “Edificaré: la obra de edificación es mi obra especial”.
Es Cristo quien llama a los miembros de la Iglesia a su debido tiempo: son “llamados
a ser de Jesucristo” (Romanos 1:6). Es Cristo quien los aviva: “El Hijo a los que quiere da
vida” (Juan 5:21). Es Cristo quien lava sus pecados: Él “nos lavó de nuestros pecados con
su sangre” (Apocalipsis 1:5). Es Cristo quien les da paz: “La paz os dejo, mi paz os doy”
(Juan 14:27). Es Cristo quien les da vida eterna: “Yo les doy vida eterna; y no perecerán
jamás” (Juan 10:28). Es Cristo quien les concede el arrepentimiento: “A éste, Dios ha
exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y
perdón de pecados” (Hechos 5:31). Es Cristo quien les capacita para convertirse en hijos
de Dios: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Es Cristo quien prosigue la obra en
ellos una vez comenzada: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). En
resumen, “agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Colosenses 1:19). Él es el
autor y consumador de la fe. Él provee para todos los miembros y las coyunturas del
cuerpo místico de los cristianos. A través de Él son fortalecidos para su tarea. Por medio
de Él son protegidos de caer. Él los preservará hasta el final y los presentará libres de
culpa ante el trono del Padre con gran gozo. Él es todas las cosas y todo en todo para
los creyentes.
El poderoso instrumento mediante el cual el Señor Jesucristo lleva a cabo su tarea
en las iglesias es, sin duda, el Espíritu Santo. Es Él quien aplica a Cristo y sus beneficios al

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alma. Es Él quien está siempre renovando, despertando, convenciendo de pecado,
conduciendo a la Cruz, transformando y sacando del mundo una piedra tras otra para
añadirlas al edificio místico.
Pero el gran Constructor que se ha encargado de ejecutar la obra de la redención y
completarla es el Hijo de Dios, el Verbo que se hizo carne. Es Jesucristo quien “edifica”.
En la construcción de la Iglesia verdadera, el Señor Jesucristo condesciende en
utilizar distintos instrumentos subordinados. El ministerio del Evangelio, la circulación
de las Escrituras, la reprensión amistosa, la palabra en su momento adecuado, la
influencia de las aflicciones: todo, todo son medios e instrumentos por medio de los
cuales se lleva a cabo su obra. Pero Cristo es el gran arquitecto supervisor que ordena,
guía y dirige todo lo que se hace. Cristo es para los miembros de la Iglesia lo que el Sol
para el sistema solar. Pablo planta, Apolos riega, pero el crecimiento lo da Dios. Los
ministros predican, los autores escriben, pero solo el Señor Jesucristo puede edificar. Y
a menos que Él edifique, la obra queda paralizada.
Grande es la sabiduría con que el Señor Jesucristo edifica su Iglesia. Todo se hace a
su debido tiempo y de la forma adecuada. Cada piedra es colocada cuando le
corresponde en el sitio correcto. Unas veces elige grandes piedras y otras veces piedras
pequeñas. Unas veces la obra avanza deprisa y otras avanza despacio. El hombre, a
menudo, se impacienta y piensa que no se está haciendo nada. Pero el tiempo del
hombre no es el tiempo de Dios. Mil años son para Él como un día. El gran Constructor
no comete errores. Sabe lo que hace. Ve el final desde el principio. Obra en razón de un
plan perfecto inalterable y cierto. Las ideas más grandiosas de arquitectos como Miguel
Ángel y Wren no son sino un mero juego de niños en comparación con el sabio designio
de Cristo con respecto a su Iglesia.
Grandes son la condescendencia y la misericordia que muestra Cristo en la
edificación de su Iglesia. A menudo elige las piedras más bastas y menos apropiadas y
las convierte en piezas excelentes. No desprecia a nadie, no rechaza a nadie por
pecados y transgresiones que hayan cometido en el pasado. Se complace en mostrar
misericordia. A menudo toma a los más desconsiderados e impíos y los transforma en
las pulidas esquinas de su Templo espiritual.
Grande es el poder que demuestra Cristo en la edificación de su Iglesia. Lleva a cabo
su obra a pesar de la oposición del mundo, la carne y el diablo. En la tormenta, en la
tempestad, en tiempos turbulentos, el edificio progresa como el Templo de Salomón,
silenciosa y calladamente, sin hacer ruido, sin bullicio. “Lo que hago —declara— nadie
lo estorbará”.
Hermano, los hijos de este mundo se toman poco o ningún interés en la edificación
de esta Iglesia. No se preocupan mucho por la conversión de las almas. ¿Qué son para
ellos los espíritus quebrantados y las almas compungidas? Todo es locura a sus ojos.
Pero si bien los hijos de este mundo no se preocupan en absoluto, hay gozo en la
presencia de los ángeles de Dios. Para preservar esa Iglesia se han suspendido en
ocasiones las leyes de la naturaleza. Todo el trato providencial de Dios con el mundo se
arregla y dispone para el bien de esa Iglesia. Por amor a los elegidos se han terminado
guerras y se ha dado paz a una nación. Los estadistas, los gobernantes, emperadores,
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reyes, presidentes y primeros ministros tienen sus planes y los consideran de gran
importancia. Pero se está llevando a cabo otra obra infinitamente más importante para
la que todos ellos no son sino hachas y sierras en las manos de Dios. Esa obra es la de
reunir las piedras vivas en la única Iglesia verdadera. ¡Qué poco se nos dice en la
Palabra de Dios acerca de los inconversos en comparación con lo que se nos dice acerca
de los creyentes! La historia de Nimrod, el vigoroso cazador, se despacha en pocas
palabras. La historia de Abraham, el padre de los fieles, ocupa varios capítulos. No hay
nada en la Escritura que sea tan importante como lo relativo a la Iglesia verdadera. El
mundo ocupa muy poco en la Palabra de Dios. La Iglesia y su historia ocupan mucho.
Demos siempre gracias a Dios, querido hermano, porque la edificación de la única
Iglesia verdadera descansa sobre los hombros de Uno que es poderoso. Bendigamos a
Dios porque no descansa en el hombre. Bendigamos a Dios porque no depende de
misioneros, ministros o comités. Cristo es el Constructor todopoderoso. Él llevara a
cabo su obra aunque las naciones y las iglesias visibles pasen por alto su tarea. Cristo no
fallará jamás. Ciertamente, lo que ha empezado lo terminará.
III. Pasemos al tercer punto que he propuesto para su consideración: el fundamento
sobre el que se construye esta Iglesia. El Señor Jesucristo nos dice: “Sobre esta roca
edificaré mi iglesia”.
¿Qué quería decir el Señor Jesucristo cuando habló de este fundamento? ¿Se refería
al apóstol Pedro, al que estaba hablando? Estoy seguro de que no. No veo razón alguna
para que, si se hubiera referido a Pedro, no dijera: “Sobre ti” edificaré mi Iglesia. Si se
hubiera referido a Pedro habría dicho “sobre ti edificaré mi Iglesia” tan claramente
como dijo “a ti te daré las llaves del reino de los cielos”. ¡No!, no se refería a la persona
del apóstol Pedro sino a la confesión que este acababa de hacer. No era a Pedro, el
hombre inestable y falible, sino a la grandiosa verdad que había revelado el Padre a
Pedro. Era la verdad concerniente a Jesucristo mismo lo que era la roca. Era el papel de
mediador de Cristo, su obra mesiánica. Era la bendita verdad de que Jesús era el
Salvador prometido, el verdadero Fiador, el auténtico Intercesor entre Dios y el
hombre. Esa era la roca y ese era el fundamento sobre el que habría de construirse la
Iglesia de Cristo.
Hermano, este fundamento se estableció a un elevado precio. Precisó que el Hijo de
Dios tomara nuestra naturaleza y que con ella viviera, sufriera y muriera por nuestros
pecados, no por los suyos. Precisó que Cristo fuera al sepulcro con esa naturaleza y
resucitara posteriormente. Precisó que Cristo ascendiera al Cielo con esa naturaleza y
se sentara a la diestra de Dios tras obtener la redención eterna de todo su pueblo.
Ningún otro fundamento salvo este podría haber soportado el peso de esa Iglesia a la
que se refiere nuestro texto. Ningún otro fundamento podría haber satisfecho las
necesidades de un mundo de pecadores.
Ese fundamento, una vez obtenido, es muy fuerte. Puede soportar el peso del
pecado de todo el mundo. Ha soportado el peso de todos los pecados de todos los
creyentes que se han edificado sobre él. Los pecados del pensamiento, los pecados de
la imaginación, los pecados del corazón, los pecados de la mente, pecados que todo el

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mundo ha visto y pecados de los que ningún hombre tiene conocimiento, pecados de
toda clase y tipo: esa poderosa roca puede soportar el peso de todos esos pecados y no
ceder. La función mediadora de Cristo es remedio suficiente para todos los pecados de
todo el mundo.
Todo miembro de la Iglesia verdadera de Cristo está unido a este único
fundamento. Los creyentes están desunidos y en desacuerdo en muchas cosas. Pero, en
cuanto al fundamento de sus almas, todos son de un mismo sentir. Todos están
edificados sobre la roca. Pregúntales de dónde obtienen su paz, su esperanza y la
gozosa expectación de las cosas venideras. Descubrirás que todo fluye de esa gran y
única verdad de que Cristo es el Mediador entre Dios y el hombre y del oficio de Cristo
como Sumo Sacerdote y Fiador de los pecadores.
Aquí está el punto que exige toda nuestra atención personal. ¿Estamos sobre la
roca? ¿Estamos verdaderamente unidos al único fundamento? ¿Qué dice el anciano y
gran teólogo arzobispo Leighton? “Dios ha establecido esta piedra preciosa para este
propósito: que los pecadores fatigados descansen sobre ella. La multitud de creyentes
ficticios se encuentra a su alrededor, pero no por eso son mucho mejores que las
piedras apiladas en montones junto al fundamento pero sin estar unidas a él. No
obtenemos beneficio alguno de estar junto a Cristo si no hay unión con Él”.
Examina tu fundamento, querido hermano, si quieres saber si eres miembro de la
única Iglesia verdadera. Es algo que tú mismo debes averiguar. Nosotros podemos ver
tu adoración pública, pero no podemos saber si estás edificado personalmente sobre la
roca. Podemos ver tu participación en la Cena del Señor, pero no podemos ver si estás
unido a Cristo, si eres uno con Cristo y Cristo está en ti. Pero todo saldrá a la luz algún
día. Los secretos de todos los corazones quedarán expuestos. Quizá vayas a la iglesia
con regularidad, ames tu Libro de Oración, seas constante en participar de todos los
medios de gracia que proporciona tu iglesia. Todo eso es correcto y bueno, dentro de lo
que cabe. Pero, durante todo ese tiempo, cuídate de no cometer error alguno con
respecto a tu salvación personal. Cuídate de que tu alma esté sobre la roca. Sin esto,
todo lo demás no vale nada. Sin esto, jamás podrás sostenerte en el día del Juicio. ¡Es
mil veces mejor encontrarse en una cabaña sobre la roca que en un palacio sobre la
arena!
IV. En cuarto lugar, pasemos a considerar las aflicciones implícitas para la Iglesia a las
que hace referencia nuestro texto. Se mencionan “las puertas del Hades”. ¡Con esa
expresión se nos habla del poder del diablo!
La historia de la verdadera Iglesia de Cristo ha sido siempre de lucha y de guerra. Ha
sido constantemente atacada por un enemigo letal, Satanás, el príncipe de este mundo.
El diablo odia a la verdadera Iglesia de Cristo con un odio imperecedero. Está siempre
suscitando oposición contra todos sus miembros. Está siempre apremiando a los hijos
de este mundo a hacer su voluntad y dañar y acosar al pueblo de Dios. Si bien no puede
herir la cabeza, sí herirá el calcañar. Si bien no puede arrebatarle el Cielo los creyentes,
al menos les molestará por el camino.
Esta enemistad se ha prolongado durante 6000 años. Millones de inicuos han sido

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instrumentos del diablo y han hecho su obra aun sin saberlo. Los sucesores de Faraón,
Herodes, Nerón, Juliano, Diocleciano, María la Sanguinaria, ¿qué eran todos ellos sino
herramientas de Satanás cuando persiguieron a los discípulos de Jesucristo?
Todo el cuerpo de Cristo ha experimentado la guerra contra los poderes del
Infierno. Ha sido siempre una zarza ardiente que no se consumía, una mujer que
escapaba al desierto pero sin ser devorada. Las iglesias visibles tienen sus momentos de
prosperidad y sus épocas de paz, pero la verdadera Iglesia jamás ha conocido un tiempo
de paz. Su conflicto es perpetuo. Su batalla es interminable.
Cada miembro individual de la verdadera Iglesia experimenta la guerra contra los
poderes del Infierno. Cada uno debe luchar. ¿Qué son las vidas de los santos sino
testimonios de batallas? ¿Qué fueron hombres como Pablo, Santiago, Pedro, Juan,
Policarpo, Ignacio, Agustín, Lutero, Calvino, Latimer y Baxter sino hombres enzarzados
en una guerra constante? A veces fueron sus personas las que sufrieron los ataques,
otras veces fueron sus propiedades. A veces se les acosó con la calumnia y la difamación
y otras por medio de una persecución abierta. Pero, de una forma u otra, el diablo ha
estado siempre batallando contra la Iglesia. Las “puertas del Hades” han estado
atacando siempre al pueblo de Cristo.
Hermano, aquellos de nosotros que predicamos el Evangelio podemos ofrecer
grandes y preciosas promesas a todos los que acuden a Cristo. Podemos ofrecerte en
nombre de nuestro Señor la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento. Se ofrece
misericordia, libre gracia y salvación plena a todo aquel que acude a Cristo y cree en Él.
Pero no te prometemos paz alguna con el mundo o con el diablo. Al contrario, te
advertimos que necesariamente ha de haber guerra mientras estés en el cuerpo. No
querríamos echarte atrás o disuadirte de servir a Cristo. Pero sí que “calcules los gastos”
y comprendas plenamente lo que conlleva servir a Cristo. El Infierno está a tu espalda.
El Cielo está ante ti. El hogar se encuentra al otro lado de un mar turbulento. Miles,
cientos de miles, han cruzado esas aguas turbulentas y, a pesar de toda la oposición,
han alcanzado el puerto al que se dirigían. El Infierno les ha atacado, pero no ha
prevalecido. Sigue adelante, querido hermano, y no temas al adversario. Solo
permanece en Cristo y la victoria es segura.
No te sorprendas de la enemistad de “las puertas del Hades”: “Si fuerais del mundo,
el mundo amaría lo suyo”. Mientras el mundo siga siendo mundo y el diablo siga siendo
el diablo, necesariamente debe haber contienda y los creyentes en Cristo deben ser
soldados. El mundo aborreció a Cristo y el mundo aborrecerá a los verdaderos cristianos
mientras permanezca la Tierra. Como dijo Lutero, el gran reformador: “Caín seguirá
asesinando a Abel mientras la Iglesia esté en la Tierra”.
Prepárate para la enemistad de las puertas del Hades. Ponte toda la armadura de
Dios. La torre de David contiene 1000 escudos, todos a disposición del pueblo de Dios.
Millones de pobres pecadores como nosotros han probado las armas de nuestra guerra
y jamás les han fallado.
Sé paciente ante la enemistad de las puertas del Hades. Todo está obrando para tu
bien. Conduce a la santificación. Te mantiene despierto. Te hace humilde. Te acerca al
Señor Jesucristo. Te aparta del mundo. Te ayuda a orar más. Por encima de todo, te
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hace anhelar el Cielo y decir con el corazón así como con los labios: “Ven, Señor Jesús”.
No dejes que la enemistad del Infierno te doblegue. La guerra del verdadero hijo de
Dios es una señal de la gracia tanto como lo es la paz interior que disfruta. ¡Sin Cruz no
hay corona! ¡Sin conflicto no hay cristianismo salvador! “Bienaventurados sois —dice
nuestro Señor Jesucristo— cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda
clase de mal contra vosotros, mintiendo”.

V. Queda otra cosa más que considerar: la seguridad de la verdadera Iglesia de Cristo. El
poderoso Constructor hace una gloriosa promesa: “Las puertas del Hades no
prevalecerán contra ella”. El que no puede mentir ha dado su regia palabra de que los
poderes del Infierno no vencerán a su Iglesia. Esta proseguirá y se mantendrá a pesar de
todos los ataques. Jamás será vencida. Todas las otras cosas creadas se deteriorarán y
pasarán, pero no la Iglesia de Cristo. La mano de la violencia externa o la polilla de la
decadencia prevalecen sobre todo lo demás, pero no sobre el Templo que edifica Cristo.
Se han levantado imperios que han caído uno tras otro. Egipto, Asiria, Babilonia,
Persia, Tiro, Cartago, Roma, Grecia, Venecia: ¿dónde están ahora? Todos fueron
creación del hombre y pasaron. Pero la Iglesia de Cristo sobrevive.
Las ciudades más poderosas se han convertido en montones de ruinas. Las fuertes
murallas de Babilonia fueron derribadas. Los palacios de Nínive son montones de polvo.
Las cien puertas de Tebas son historia. Tiro es un lugar donde los pescadores cuelgan
sus redes. Cartago está desolada. Sin embargo, durante todo este tiempo, la verdadera
Iglesia se mantiene. Las puertas del Hades no prevalecen contra ella.
Las primeras iglesias visibles han decaído y perecido en muchos casos. ¿Dónde están
las iglesias en Éfeso y en Antioquía? ¿Dónde están la iglesias en Alejandría y en
Constantinopla? ¿Dónde están las iglesias de los corintios, filipenses y tesalonicenses?
¿Dónde, ciertamente, están todas ellas? Se apartaron de la Palabra de Dios. Se
enorgullecían de sus obispos, de sus sínodos y ceremonias, de su erudición, de su
antigüedad. No se gloriaban en la verdadera Cruz de Cristo. No se asieron del Evangelio.
No dieron a Jesucristo su función correcta ni a la fe su lugar adecuado. Ahora están
entre las cosas que fueron. Pero, durante todo este tiempo, la verdadera Iglesia ha
sobrevivido.
¿Ha sido oprimida la Iglesia verdadera en un país? Ha escapado a otro. ¿Ha sido
pisoteada y oprimida en un terreno? Ha arraigado y florecido en otro clima. El fuego, la
espada, las prisiones, las sanciones y los castigos jamás han podido destruir su vitalidad.
Sus perseguidores han muerto y han ido al lugar que les correspondía, pero la Palabra
de Dios ha vivido, ha crecido y se ha multiplicado. Aunque esta verdadera Iglesia pueda
parecer débil a los ojos de los hombres, es un yunque que ha destruido muchos
martillos en el pasado y que quizá destruya muchos más antes de que llegue el fin. El
que pone sus manos sobre ella está tocando la niña de los ojos de Dios.
La promesa de nuestro texto es cierta de todo el cuerpo que es la verdadera Iglesia.
Cristo no se quedará nunca sin testimonio en el mundo. Ha tenido un pueblo en los
peores tiempos. Tenía 7000 en Israel aun en los tiempos de Acab. Creo que aun ahora

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hay algunos que, en los lugares oscuros de las iglesias romana y griega, a pesar de su
gran debilidad están sirviendo a Cristo. El diablo puede enfurecerse terriblemente. La
Iglesia puede quedar reducida a su mínima expresión en algunos países. Pero las
puertas del Hades jamás prevalecerán por completo.
La promesa de nuestro texto es para cada miembro individual de la Iglesia. Algunos
miembros del pueblo de Dios han llegado a lo más bajo y han dudado de su seguridad.
Algunos cayeron tristemente, como fueron los casos de David y Pedro. Otros se
apartaron de la fe durante un tiempo, como Cranmer y Jewell. Muchos fueron probados
con crueles dudas y temores. Pero todos llegaron finalmente con bien al hogar, tanto el
más joven como el más viejo, tanto el más débil como el más fuerte. Y así será hasta el
fin. ¿Puedes evitar que mañana salga el Sol? ¿Puedes evitar la fluctuación de la marea?
¿Puedes detener el movimiento de los planetas en sus respectivas órbitas? Entonces, y
solo entonces, podrás evitar la salvación de un creyente (no importa cuán débil sea), de
una piedra viva en esa Iglesia edificada sobre la roca, por pequeña o insignificante que
pueda parecer.
La verdadera Iglesia es el cuerpo de Cristo: Ni un solo hueso de ese cuerpo místico
será jamás quebrantado. La verdadera Iglesia es la esposa de Cristo: Aquellos a los que
Dios ha unido en un pacto eterno jamás serán separados. La verdadera Iglesia es el
rebaño de Cristo: Cuando vino el león y tomó a un cordero del rebaño de David, este se
levantó y libró al cordero de sus fauces. Cristo hará lo mismo. Él es el más grande hijo
de David. No perecerá ni un solo cordero enfermo del rebaño de Cristo. En el último día
dirá a su Padre: “A los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió”. La
verdadera Iglesia es el trigo de la Tierra: Quizá sea cribado, aventado, golpeado y
sacudido de un lado a otro. Se quemará la paja y la cizaña. El trigo será guardado en el
granero. La verdadera Iglesia es el ejército de Cristo El Capitán de nuestra salvación no
pierde a ninguno de sus soldados. Sus planes nunca son frustrados. Nunca le faltan
existencias. Pasa revista y están los mismos al final que al principio. ¡Cuántos hombres
que partieron gallardos de Inglaterra hace unos años con destino a la guerra de Crimea
no volvieron nunca! Los regimientos que salieron fuertes y alegres, acompañados de
orquestas y banderines, dejaron su sangre en tierra extranjera y jamás volvieron a su
país natal. Pero no sucede así en el ejército de Cristo. Al final no faltará ninguno de sus
soldados. Él mismo declara: “No perecerán jamás”.
El diablo puede mandar a la cárcel a algunos miembros de la verdadera Iglesia.
Puede matar, quemar, torturar y ahorcar. Pero tras matar el cuerpo no puede hacer
nada más. No puede dañar el alma. Cuando las tropas francesas tomaron Roma hace
algunos años, encontraron las palabras de un prisionero en las paredes de una celda
carcelaria perteneciente a la Inquisición. No sabemos quién era. Pero sus palabras son
dignas de recordarse. Aun muerto sigue hablando. Había escrito en las paredes, muy
probablemente tras un juicio injusto y tras haber sido excomulgado más injustamente
aún, las siguientes palabras de un notable tenor: “Bendito Jesús, no pueden expulsarme
de tu Iglesia verdadera”. Esa inscripción es cierta. Ni todo el poder de Satanás puede
expulsar a un solo creyente de la verdadera Iglesia de Cristo.
Los hijos de este mundo pueden librar una fiera batalla contra la Iglesia, pero no
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pueden detener la obra de la conversión. Lo que dijo el despectivo emperador Juliano
en los primeros tiempos de la Iglesia —“¿qué hace ahora el hijo del carpintero?”—
recibió la respuesta de un cristiano anciano: “Está preparando el féretro para el propio
Juliano”. Pasaron unos meses y Juliano, con toda su pompa y su poder, murió en una
batalla. ¿Dónde estaba Cristo cuando se prendieron los fuegos de Smithfield y cuando
Latimer y Ridley ardieron en la pira? ¿Qué estaba haciendo Cristo entonces? Seguía
llevando a cabo su obra de edificación. Esa obra seguirá siempre, aun en tiempos
difíciles.
No temas, querido hermano, empezar a servir a Cristo. Aquel al que entregas tu
alma tiene todo el poder en el Cielo y en la Tierra y te guardará. Jamás te dejará
desamparado. Puede que se oponga tu familia. Puede que tus vecinos se burlen. Puede
que el mundo te calumnie y desprecie. ¡No temas! ¡No temas! Los poderes del Infierno
no prevalecerán contra tu alma. Más fuerte es aquel que está a tu favor que todos los
que están en tu contra.
No temas por la Iglesia de Cristo, hermano, cuando mueran ministros y se lleven a
los santos. Cristo puede sostener su causa siempre y levantará estrellas mejores y más
brillantes. Las estrellas están en su diestra. Desecha cualquier pensamiento de angustia
con respecto al futuro. Deja de desanimarte por las medidas tomadas por los
gobernantes o las maquinaciones de lobos disfrazados de ovejas. Cristo proveerá
siempre para su Iglesia. Cristo se cuidará de que las puertas del Hades no prevalezcan
contra ella. Todo va bien, aunque nuestros ojos no lo vean. Los reinos de este mundo se
convertirán en reinos de nuestro Dios y de su Cristo.
Permítaseme ahora añadir unas breves palabras de aplicación práctica de este sermón.
A muchos me dirijo por primera vez. A otros muchos, quizá, por última vez. Que este
culto no termine sin un intento de que el sermón sea de provecho para cada corazón.
1. Mi primera aplicación vendrá en forma de pregunta. ¿Cuál es esa pregunta? ¿Con
qué puedo dirigirme a ti? ¿Qué puedo preguntarte? Lo siguiente: ¿Eres miembro de la
única Iglesia verdadera de Cristo? ¿Eres un fiel de la Iglesia a los ojos de Dios, en el
mejor y más elevado sentido? Ya sabes a lo que me refiero. A algo muy por encima de la
Iglesia de Inglaterra. Hablo de la Iglesia edificada sobre la roca. Te pregunto con toda
solemnidad: ¿Eres miembro de esa única Iglesia de Cristo? ¿Estás unido al gran
fundamento? ¿Has recibido el Espíritu Santo? ¿Da testimonio el Espíritu a tu espíritu de
que eres uno con Cristo y de que Cristo está contigo? Te ruego, en el nombre de Dios,
que tomes muy en serio esta pregunta y la ponderes bien.
Ten cuidado, querido hermano, si no puedes dar una respuesta satisfactoria a mi
pregunta. Ten cuidado, ten cuidado de que no naufrague tu fe. Ten cuidado, no sea que
las puertas del Hades prevalezcan contra ti, el diablo te reclame como suyo y seas
rechazado para siempre. Ten cuidado, no sea que caigas al abismo desde la tierra de las
biblias y bajo la plena luz del Evangelio de Cristo.
2. Mi segunda aplicación es una invitación. La dirijo a todos los que aún no son
verdaderos creyentes. A ti te hablo: Ven y únete a la verdadera Iglesia sin dilación. Ven
y únete al Señor Jesucristo en un pacto eterno que no se olvidará. Ven a Cristo y sé
salvo. El día de la decisión debe llegar en algún momento. ¿Por qué no esta noche? ¿Por
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qué no hoy, mientras siga siendo hoy? ¿Por qué no esta misma noche, antes que salga
el Sol por la mañana? Ven a Él, a Aquel al que pertenezco y al que sirvo. Ven a mi Señor,
a Jesucristo. Ven, te digo, porque todo está dispuesto. La misericordia está dispuesta
para ti, los ángeles están dispuestos a regocijarse por ti, Cristo está dispuesto a
recibirte. Cristo te recibirá alegremente y te dará la bienvenida entre sus hijos. Ven al
Arca —el diluvio de la ira de Dios caerá pronto sobre la Tierra—, ven al Arca y ponte a
salvo.
Ven al barco de salvamento. ¡El viejo mundo pronto se romperá en pedazos! ¿No
oyes cómo tiembla? El mundo no es sino un buque naufragado apenas sobre un banco
de arena. La noche está cerca, las olas comienzan a elevarse, los vientos se levantan, la
tormenta destruirá pronto el viejo barco naufragado. Pero el barco de salvamento está
de camino y nosotros, los ministros del Evangelio, te rogamos que entres en él y te
salves.
¿Te preguntas cómo puedes hacerlo si tus pecados son tantos? ¿Te preguntas cómo
puedes venir? Escucha las palabras de este bellísimo himno:
Tal como soy, sin una sola excusa,
porque tu sangre diste en mi provecho,
porque me mandas que a tu seno vuele,
¡oh Cordero de Dios, acudo, vengo!
Esa es la forma de ir a Cristo. Debes hacerlo sin esperar ni un momento, sin tardar.
Debes ir como un pecador hambriento para ser saciado, como un pecador pobre para
ser enriquecido, como un pecador malo e indigno para ser revestido de justicia. Si vas
así, Cristo te recibirá. “Al que a mí viene —a Cristo—, no le echo fuera”. ¡Oh, ven, ven a
Cristo!
3. En último lugar, permítanseme unas palabras para mis oyentes creyentes.
Vive una vida santa, hermano. Camina de una forma digna de la Iglesia a la que
perteneces. Vive como un ciudadano del Cielo. Que tu luz brille ante los hombres para
que el mundo se beneficie de tu conducta. Que sepan a quién perteneces y a quién
sirves. Sé una carta de Cristo conocida y leída por todos los hombres; escrita con letras
tan claras que nadie pueda decir: no sé si es un miembro de Cristo o no.
Vive una vida valiente, hermano. Confiesa a Cristo ante los hombres. No importa el
lugar que ocupes, confiesa a Cristo en ese lugar. ¿Por qué habrías de avergonzarte de
Él? Él no se avergonzó de ti en la Cruz. Está dispuesto a confesarte ahora ante su Padre
en el Cielo. ¿Por qué habrías de avergonzarte de Él? Sé valiente. Sé muy valiente. El
buen soldado no se avergüenza de su uniforme. El verdadero creyente no debiera
avergonzarse nunca de Cristo.
Vive una vida gozosa, hermano. Vive como alguien que mira hacia esa bendita
esperanza: la Segunda Venida de Cristo. Ese es el porvenir que todos debiéramos
aguardar. Lo que debe ocupar nuestras mentes no es tanto el pensamiento de ir al Cielo
como el de que el Cielo viene a nosotros. Se acercan buenos tiempos para todo el
pueblo de Dios, buenos tiempos para toda la Iglesia de Cristo; malos tiempos para los

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impenitentes y los incrédulos, malos tiempos para todos los que sirven a sus propios
deseos y dan la espalda al Señor; pero buenos tiempos para los verdaderos cristianos.
Esperemos, aguardemos y oremos por esos buenos tiempos.
Pronto se retirará el andamio, pronto se depositará la última piedra, la piedra que
corona el edificio. Solo un poco, y toda la belleza del edificio quedará a la vista.
El gran Constructor vendrá pronto en persona. Se mostrará un edificio a la asamblea
del mundo donde no habrá imperfección. El Salvador y los salvados se regocijarán
juntos. Todo el universo reconocerá que, en el edificio de la Iglesia de Cristo, todo se
hizo bien.

Capítulo 2
Sin falsificar la Palabra
“Pues no somos como muchos, que medran falsificando la palabra de Dios, sino que
con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo”
(2 Corintios 2:17).

No es cosa banal hablar a una congregación de almas inmortales acerca de las cosas
de Dios. Pero la responsabilidad más importante de todas es hablar a un grupo de
ministros como el que veo ante mí en estos momentos. Atraviesa mi mente la terrible
sensación de que una sola palabra equivocada que arraigue en algún corazón y
fructifique en el futuro desde algún púlpito puede ocasionar daños cuyo alcance
desconocemos.
Pero hay ocasiones en que la verdadera humildad se ve no tanto en las confesiones
de nuestra debilidad en alta voz como al olvidarnos de nosotros por completo. Deseo
olvidar mi ego en esta ocasión al dirigir mi atención a esta porción de la Escritura. Si no
digo mucho acerca de mi sentimiento personal de insuficiencia, hazme el favor de creer
que no es porque no lo tenga.
La expresión griega que se traduce como “falsificando” deriva de una palabra cuya
etimología no halla consenso entre los lexicógrafos. Se refiere o bien a un comerciante
que no lleva su negocio con honradez o a un vinatero que adultera el vino que pone a la
venta. Tyndale la traduce como: “No somos de aquellos que mutilan y modifican la
Palabra de Dios”. En la versión Rhemish leemos: “No somos como muchos, que
adulteran la Palabra de Dios”. En la Versión Autorizada inglesa, al margen, leemos: “No
somos como muchos, que utilizan con engaño la Palabra de Dios”.
En la construcción de la frase, el Espíritu Santo inspiró a S. Pablo para que declarara
la verdad de forma negativa y positiva. Este tipo de construcción añade claridad al
14
sentido de las palabras y las hace inequívocas, además de intensificar y fortalecer la
aseveración que contienen. Se dan casos de construcciones similares en otros tres
pasajes extraordinarios de la Escritura, dos en referencia a la cuestión del bautismo y
uno con respecto a la cuestión del nuevo nacimiento (cf. Juan 1:13; 1 Pedro 1:23; 1
Pedro 3:21). Se hallará, pues, que el texto contiene lecciones tanto positivas como
negativas para la instrucción de los ministros de Cristo. Unas cosas debemos evitarlas.
Otras cosas debemos seguirlas.
La primera de las lecciones negativas es una clara advertencia contra la falsificación
o la utilización engañosa de la Palabra de Dios. El Apóstol dice que “muchos” lo hacen,
señalando que aun en su época había algunos que no trataban la verdad de Dios con
honradez y fidelidad. Aquí tenemos una respuesta contundente para aquellos que
afirman que la Iglesia primitiva era de una pureza sin adulterar. El misterio de la
iniquidad había comenzado ya a obrar. La lección que se nos enseña es que debemos
cuidarnos de cualquier aseveración falsa de esa Palabra de Dios que se nos ha
encargado predicar. No debemos añadirle nada. Tampoco debemos quitar nada.
Ahora bien, ¿cuándo se puede decir de nosotros que falsificamos la Palabra de Dios
en la actualidad? ¿Cuáles son las rocas y bancos de arena que debemos esquivar si no
queremos formar parte de los “muchos” que manipulan engañosamente la verdad de
Dios? Pueden ser de utilidad unas cuantas indicaciones en cuanto a esto.
Falsificamos la Palabra de Dios de la forma más peligrosa cuando arrojamos
cualquier sombra de duda sobre la inspiración plenaria de una parte de la Santa
Escritura. Eso no es corromper meramente el vaso, sino toda la fuente. Eso no es
meramente corromper el cubo del agua viva que declaramos presentar a nuestro
pueblo, sino envenenar todo el pozo. Una vez equivocados en este punto, está en
peligro toda la esencia de nuestra religión. Es una fisura en el fundamento. Es un
gusano en la raíz de nuestra teología. Una vez que permitimos que ese gusano ataque la
raíz, no debe sorprendernos que las ramas, las hojas y el fruto empiecen a decaer poco
a poco. Soy muy consciente de que toda la cuestión de la inspiración está rodeada de
dificultades. Lo único que quiero decir es que, en mi humilde opinión, a pesar de ciertas
dificultades que no podemos resolver por ahora, la única postura segura y sostenible
que podemos adoptar es esta: que cada capítulo, cada versículo y cada palabra de la
Biblia han sido “[inspirados] por Dios”. Jamás debiéramos abandonar ningún principio
teológico, como tampoco lo hacemos con los principios científicos, a causa de las
aparentes dificultades que no podemos eliminar en la actualidad.
Permítaseme mencionar una analogía de este importante axioma. Aquellos que
están familiarizados con la astronomía saben que antes del descubrimiento de Neptuno
había dificultades que preocupaban mucho a la mayoría de los astrónomos científicos
con respecto a ciertas aberraciones del planeta Urano. Esas aberraciones confundían las
mentes de los astrónomos y algunos de ellos indicaron que quizá podrían demostrar
que el sistema newtoniano no era cierto. Pero, por aquella época, un conocido
astrónomo francés llamado Leverrier leyó ante la Academia de la Ciencia un artículo en
el que establecía el gran axioma de que no convenía a un científico renunciar a un
principio a causa de las dificultades que no podían explicarse. Decía en concreto: “No
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podemos explicar las aberraciones de Urano por ahora; pero estamos seguros de que
tarde o temprano se demostrará que el sistema newtoniano es correcto. Quizá se
descubra algo un día que demuestre que estas aberraciones son explicables a la vez que
el sistema newtoniano sigue siendo cierto y permanece inalterado”. Unos años
después, los angustiados ojos de los astrónomos descubrieron el último gran planeta:
Neptuno. Se demostró que este planeta era la verdadera causa de todas las
aberraciones de Urano, y lo que el astrónomo francés había establecido como un
principio científico se verificó como algo sabio y cierto. La aplicación de la anécdota es
obvia. Tengamos cuidado de no renunciar a ningún principio teológico básico. No
renunciemos al gran principio de la inspiración plenaria debido a las dificultades que se
planteen. Quizá llegue el día en que estas se resuelvan. Mientras tanto, podemos estar
seguros de que las dificultades a las que se enfrenta cualquier otra teoría son diez veces
mayores que aquellas a la que se enfrenta la nuestra.
En segundo lugar, falsificamos la Palabra de Dios cuando planteamos afirmaciones
doctrinales equivocadas. Esto lo hacemos al añadir a la Biblia las opiniones de la Iglesia
o de los Padres como si tuvieran la misma autoridad. Lo hacemos cuando sustraemos
cosas de la Biblia a fin de complacer a los hombres o cuando, por un sentimiento de
falsa liberalidad, evitamos cualquier afirmación que suene radical, dura o estrecha. Lo
hacemos al intentar suavizar cualquier cosa que se enseñe con respecto al castigo
eterno o a la realidad del Infierno. Lo hacemos cuando proponemos doctrinas de forma
desproporcionada. Todos tenemos doctrinas favoritas y nuestras mentes están
constituidas de tal forma que es difícil ver una verdad claramente sin olvidar que
existen otras verdades igualmente importantes. No debemos olvidar la exhortación de
Pablo a ministrar “conforme a la medida de la fe”. Lo hacemos cuando exhibimos un
deseo excesivo de encubrir, defender y matizar doctrinas como la justificación por la fe
sin las obras de la Ley por miedo a las acusaciones de antinomianismo; o cuando
huimos de afirmaciones acerca de la santidad por miedo a que se nos considere
legalistas. No lo hacemos menos cuando eludimos utilizar el lenguaje bíblico al
mencionar las doctrinas. Tendemos a relegar expresiones como “nuevo nacimiento”,
“elección”, “adopción”, “conversión”, “seguridad” y a utilizar circunloquios, como si nos
avergonzáramos del lenguaje claro de la Biblia. No puedo extenderme en estas
afirmaciones por falta de tiempo. Me doy por satisfecho con mencionarlas y dejarlas
para tu reflexión personal.
En tercer lugar, falsificamos la Palabra de Dios cuando la aplicamos de forma
equivocada. Lo hacemos al no discriminar entre clases en nuestras congregaciones,
cuando nos dirigimos a todos como poseedores de la gracia en razón de su bautismo o
su pertenencia a la iglesia y no trazamos una línea entre los que tienen el Espíritu y los
que no. ¿No somos propensos a relegar los llamamientos claros a los inconversos?
Cuando tenemos a 800 ó 2000 personas ante nuestro púlpito y sabemos que una gran
proporción de ellas son inconversas, ¿no tendemos a decir “si hay alguno que no
conozca las cosas necesarias para su paz eterna…”, cuando más bien debiéramos decir
“si hay alguno que no tenga la gracia de Dios en él…”? ¿Y no corremos el peligro de
manejar defectuosamente la Palabra en nuestras exhortaciones prácticas al no dejar
16
claro lo que dice la Biblia a las diversas clases que forman parte de nuestra
congregación? Hablamos claramente a los pobres; ¿pero hablamos también claramente
a los ricos? ¿Hablamos claramente al dirigirnos a las clases altas? Este es un punto
respecto al cual me temo que necesitamos examinar nuestras conciencias.
Pasemos ahora a las lecciones positivas que contiene el texto: “Sino que con
sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo”. Bastará con
unas cuantas palabras respecto a cada apartado.
Deberíamos tener el propósito de hablar “con sinceridad” —sinceridad de
propósito, de corazón y de motivaciones—; de hablar como quienes están
profundamente convencidos de la verdad de lo que dicen, como quienes tienen fuertes
sentimientos y un amor tierno hacia aquellos a quienes nos dirigimos.
Deberíamos tener el propósito de hablar “como de parte de Dios”. Deberíamos
intentar sentirnos como hombres a los que se ha encargado hablar en nombre de Dios y
en su lugar. En nuestro pavor a caer en el romanismo, con demasiada frecuencia
olvidamos el lenguaje del Apóstol: “Honro mi ministerio”. Olvidamos cuán grande es la
responsabilidad del ministro del Nuevo Pacto y lo terrible que es el pecado de aquellos
que, cuando un verdadero ministro de Cristo se dirige a ellos, se niegan a recibir su
mensaje y endurecen sus corazones contra Él.
Deberíamos tener el propósito de hablar “delante de Dios”. No debemos
preguntarnos a nosotros mismos qué habrá pensado la gente de mí, sino cómo me
habrá visto Dios. Latimer recibió en cierta ocasión el llamamiento a predicar ante
Enrique VIII y comenzó su sermón de la siguiente forma. (Lo cito de memoria, no
pretendo tener una precisión literal): “¡Latimer! ¡Latimer! ¿Recuerdas que estás
hablando ante el excelso y poderoso rey Enrique VIII; ante aquel que tiene poder para
enviarte a prisión, ante aquel que puede ordenar que te decapiten si así le place?
¿Tendrás cuidado de no decir nada que ofenda a sus regios oídos?”. Entonces, tras una
pausa, prosiguió: “¡Latimer! ¡Latimer! ¿No recuerdas que estás hablando ante el Rey de
reyes y Señor de señores, ante Aquel al que deberá presentarse Enrique VIII; ante Aquel
al que tú mismo tendrás que rendir cuentas un día? ¡Latimer! ¡Latimer! Sé fiel al Señor
y declara toda la Palabra de Dios”. ¡Oh!, que este sea el espíritu con que nos retiremos
siempre de nuestros púlpitos: no preocupándonos de si los hombres quedan
satisfechos o descontentos, no preocupándonos de si los hombres dicen que hemos
sido elocuentes o débiles; sino con el testimonio de nuestra conciencia de que hemos
hablado como delante de Dios.
Por último, deberíamos tener el propósito de hablar “en Cristo”. El significado de
esta frase no está claro. Grotius dice lo siguiente: “Debemos hablar en su nombre,
como embajadores”. Pero Grotius tiene poca autoridad. Beza dice: “Debemos hablar
acerca de Cristo, con respecto a Cristo”. Esto es buena doctrina, pero difícilmente el
significado de las palabras. Otros dicen: debemos hablar como unidos a Cristo, como
aquellos que han recibido la misericordia de Cristo y cuyo único derecho a dirigirse a los
demás procede de Cristo. Otros dicen: debemos hablar como a través de Cristo, con la
fortaleza de Cristo. Quizá este sea el mejor sentido. La expresión en el griego
corresponde exactamente a la de Filipenses 4:13: “Todo lo puedo en Cristo que me
17
fortalece”. No importa el significado que atribuyamos a estas palabras, hay una cosa
clara: debemos hablar en Cristo, como quienes han recibido misericordia, como quienes
no desean exaltarse a sí mismos sino al Salvador y como quienes no se preocupan por lo
que puedan decir los hombres con tal que Cristo sea magnificado en sus ministerios.
En resumen, todos deberíamos preguntarnos: ¿Manejamos alguna vez
engañosamente la Palabra de Dios? ¿Comprendemos lo que es hablar como de parte de
Dios, delante de Dios y en Cristo? Permítaseme plantear ante todos una pregunta
escrutadora. ¿Hay algún texto en la Palabra de Dios que rehuimos exponer? ¿Hay
alguna afirmación en la Biblia de la que evitamos hablar a nuestra congregación no
porque no la entendamos, sino porque contradice alguna idea que nos gusta con
respecto a lo que es la Verdad? Si es así, preguntemos a nuestras conciencias si estamos
manejando la Palabra de Dios engañosamente.
¿Hay algo en la Biblia que releguemos por temor a sonar duros y a ofender a parte
de nuestra audiencia? ¿Hay alguna afirmación, ya sea doctrinal o práctica, que
mutilemos o desmembremos? Si es así, ¿estamos tratando con honradez la Palabra de
Dios?
Oremos para ser guardados de falsificar la Palabra de Dios. Que ni el temor al
hombre ni su favor nos induzcan a relegar, evitar, cambiar, mutilar o matizar texto
alguno de la Biblia. Sin duda, cuando hablamos como embajadores de Dios, debemos
hacerlo con santo denuedo. No tenemos motivo alguno para avergonzarnos de
cualquier afirmación que hagamos desde nuestros púlpitos siempre que sea conforme a
la Escritura. A menudo he pensado que uno de los grandes secretos del maravilloso
honor que Dios ha puesto sobre un hombre que no se encuentra en nuestra
denominación (me refiero al Sr. Spurgeon) es la extraordinaria valentía y confianza con
que habla desde el púlpito a las personas de sus pecados y de sus almas. No se puede
decir que lo haga por miedo a alguien o por complacer a alguien. Parece dar lo que le
corresponde a cada clase de oyente: al rico y al pobre, al de clase elevada y al de clase
baja, al noble y al campesino, al erudito y al analfabeto. Trata a cada uno con claridad,
según la Palabra de Dios. Creo que esa misma valentía tiene mucho que ver con el éxito
que a Dios le ha complacido dar a su ministerio. No nos avergoncemos de aprender una
lección de él en este aspecto. Vayamos y hagamos lo mismo.

Capítulo 3
“Ocúpate en estas cosas”
“Ocúpate en estas cosas”
(1 Timoteo 4:15).

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Cuando el Apóstol dice “ocúpate en estas cosas”, parece referirse a las “cosas” de las
que ha estado hablando en los versículos anteriores que comienzan con las palabras “sé
ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza”.
Tenemos aquí un listón para todos los ministros del Nuevo Testamento ante el que
todos debemos sentir que nos quedamos cortos. Sin embargo, dice un viejo dicho: “Es
más probable que aquel que apunta más alto acierte más alto; y el que dispara a la
Luna disparará más lejos que aquel que dispara al arbusto”.
Me parece como si el Apóstol estuviera indicando que el ministro debe ser hombre
de una sola cosa: en sus propias palabras, un “hombre de Dios”. Oímos hablar de
hombres de negocios, de hombres que son monitores de tiempo libre, de hombres de
ciencia. El propósito del ministro debiera ser el de ser “un hombre de Dios”; o, por
utilizar una frase empleada en algunos países paganos, “el hombre de Jesucristo”. A
veces se utiliza una expresión en referencia al Ejército que podemos aplicar a los
soldados del Gran Capitán de nuestra salvación. De algunos hombres se dice que son
“soldados de salón” o “caballeros de sociedad”. Se dice de ellos que han entrado en el
Ejército por el uniforme y no por otra razón. Pero hay muchos de los que la opinión
pública dice que tal hombre es “soldado hasta la médula”. Esta debería ser la meta a
poner ante nosotros; deberíamos querer ser “ministros de Jesucristo hasta la médula”.
Deberíamos tener la meta de ser siempre los mismos hombres en toda posición y
ocasión, en todo lugar; no solamente el domingo, sino también durante la semana; no
meramente en el púlpito, sino en todas partes: en el salón de los ricos, junto al fuego de
nuestro hogar y en la chabola del pobre. Hay algunos de quienes sus congregaciones
dicen que, cuando están en el púlpito, no desean que lo dejen nunca, y cuando se van
desean que no vuelvan jamás. ¡Que Dios nos otorgue la gracia para grabar esto en
nuestros corazones! Que busquemos vivir de tal modo, predicar de tal modo, trabajar
de tal modo, entregarnos tan plenamente a la tarea de nuestro llamamiento que jamás
se haga de nosotros este agrio comentario. Nuestra profesión es muy especial. Otros
tienen épocas de relajación cuando pueden dejar a un lado su trabajo. Un ministro fiel
de Jesucristo jamás puede hacerlo. Una vez en el cargo, no puede abandonarlo nunca.
En su hogar, fuera, cuando está descansando o cuando va a la playa debe llevar siempre
su trabajo con él. Un importante abogado podría decir a su toga: “Ahí te quedas, jefe de
la administración de justicia”. Esa no debiera ser nunca la mentalidad del ministro de
Cristo.
Hay algunas cosas que la elevada exigencia de este texto indica que es necesario
seguir y practicar.
En primer lugar, exige una completa devoción a la gran obra para la que uno ha sido
ordenado. Cuando el Salvador ordenó a cierta persona seguirle, este respondió:
“Déjame que primero vaya y entierre a mi padre”; pero entonces llegó aquella solemne
sentencia: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de
Dios”. “Déjame que me despida primero de los que están en mi casa”, dijo otro; y

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escuchó esta extraordinaria respuesta: “Ninguno que poniendo su mano en el arado
mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios”. “A nadie saludéis por el camino”, fue el
mandato de Cristo a los setenta discípulos. Ciertamente, estas expresiones escriturarias
nos enseñan que en todo lo que hagamos en nuestro ministerio debemos tener un nivel
muy alto. Debemos esforzarnos por ser hombres de una sola cosa, siendo esa cosa la
obra de Jesucristo.
En segundo lugar, exige una profunda separación de las cosas del mundo. Considero
de la mayor importancia conservar el trabajo pastoral, en la medida en que podamos,
separado y diferenciado de todo lo secular. Confío en que cada año oigamos hablar de
menos ministros del Evangelio que sean magistrados y cada vez de menos ministros que
participan en ferias agrícolas y ganan premios por tener el cerdo más gordo, el toro
castrado de mayor tamaño y grandes cosechas de nabos. No hay sucesión apostólica
alguna en semejantes ocupaciones. Ni es esto todo. Debiéramos estar apartados de los
placeres del mundo tanto como de sus trabajos. Hay muchas diversiones inocentes y
ordinarias para los que el ministro de Cristo no debiera tener tiempo. Debiera decir:
“No me sobra tiempo para estas cosas. Estoy haciendo una gran obra y no puedo
permitírmelo”.
En tercer lugar, exige una celosa vigilancia de nuestra conducta social. No
debiéramos estar haciendo siempre llamadas de cortesía y comiendo fuera como hacen
otros. No vale decir que nuestro Señor fue a un banquete de bodas y se sentó y comió
en casa del fariseo y que, por tanto, podemos hacer lo mismo. Mi respuesta es solo
esta: Vayamos en su Espíritu, con su fidelidad y valentía, a hablar oportunamente y a
dar un giro a la conversación para que resulte beneficiosa y entonces, sin duda,
podemos ir. A menos que hagamos esto, debiéramos tener cuidado de adónde vamos y
dónde pasamos nuestras noches. Hay una original frase de John Wesley a sus ministros
citada por Cecil que encierra una gran verdad. “No intenten que se les considere
caballeros, son ustedes tan caballeros como maestros de baile”. Nuestra meta no
debiera ser que nos consideren personas agradables sentadas a la mesa, sino que se
nos conozca en todas partes como ministros fieles y coherentes de Jesucristo.
En cuarto lugar, exige redimir el tiempo con diligencia. Deberíamos dedicar tiempo a
la lectura cada día de nuestra vida. Deberíamos esforzarnos por relacionar toda nuestra
lectura con nuestro trabajo. Deberíamos mantener los ojos siempre bien abiertos,
buscando continuamente material para nuestros sermones mientras viajamos, sentados
junto a la chimenea, en el andén de la estación ferroviaria. Deberíamos tener siempre
en mente la tarea de nuestro Señor, observando, anotando, buscando, reuniendo lo
que pueda arrojar nueva luz sobre nuestro trabajo y capacitarnos para exponer la
Verdad de una forma más clara. Aquel que busca algo que aprender siempre podrá
aprender algo.
Tras indicar estas cosas deseo plantear la siguiente pregunta: ¿Cuáles serán las
consecuencias de ocuparnos en estas cosas? Recuerda, no recibiremos la alabanza de
los hombres. Se nos considerará extremistas, ascetas y excesivamente virtuosos.
Aquellos que quieren servir a Dios y a mamón al mismo tiempo pensarán que ponemos
el nivel demasiado alto, que exigimos demasiado. Dirán que estamos yendo demasiado
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lejos y demasiado rápido para el mundo en que vivimos. ¡Que no nos preocupe nunca lo
que digan los hombres de nosotros mientras caminemos en la luz de la Palabra de Dios!
¡Esforcémonos y oremos para ser completamente independientes de la opinión
humana e indiferentes a ella con tal de agradar a Dios! Recordemos la advertencia
pronunciada por nuestro Señor cuando dijo: “¡Ay de vosotros, cuando todos los
hombres hablen bien de vosotros!” y las palabras de Pablo: “Si todavía agradara a los
hombres, no sería siervo de Cristo”.
Pero aunque “ocupándonos en estas cosas” no nos ganemos las alabanzas de los
hombres, serviremos al mucho más importante fin de ser útiles para las almas.
Reconozco plenamente la doctrina de la soberanía de Dios en la salvación de los
hombres. Reconozco que aquellos que mejor predican y más cerca viven de Dios no
siempre han sido honrados en sus vidas con la salvación de muchas almas. Pero aun así,
el hombre que más completa y absolutamente es hombre de Jesucristo —un hombre
de una sola cosa, que vive los domingos y el resto de la semana, en todas partes, en su
hogar y fuera de él, como alguien cuyo único empeño es entregarse a la obra de
Jesucristo— será el hombre, el ministro, que generalmente hará más bien a largo plazo.
Aquí se puede aplicar el caso del Sr. Simeon. Todos sabemos que fue perseguido
cuando comenzó a dar testimonio de Cristo en Cambridge. Sabemos que hubo muchos
allí que no le dirigían la palabra y cómo sufrió escarnio constantemente. Pero sabemos
que siguió perseverando en su trabajo y que, cuando murió, todo Cambridge le honró,
incluidos los directores, sus compañeros y los hombres que se habían burlado de él en
vida. Dieron testimonio de que la vida que había vivido había producido su efecto y que
habían visto y sabido que Dios estaba con él. Una vez vi en Dundee a una mujer que
había tenido mucho trato con aquel hombre piadoso llamado Robert M’Cheyne. Me
dijo que los que leían sus cartas y sus sermones tenían una idea muy vaga de lo que era,
y añadió: “Aunque hayas leído todas sus obras, simplemente no sabes nada de él.
Tienes que haber visto a aquel hombre, haberle escuchado y haber estado en su
compañía para saber el hombre de Dios que era”.
Más aún, ocuparnos en estas cosas traerá paz y felicidad a nuestras conciencias.
Hablo ahora a amigos y no a personas mundanas entre las cuales debería limitar,
explicar y matizar a lo que me refiero. Los que están ante mí no sospecharán que estoy
defendiendo la justificación por las obras. Hablo de una buena conciencia como la que
menciona el Apóstol: “Confiamos en que tenemos buena conciencia” (Hebreos 13:18).
Tener esta buena conciencia va claramente unido a tener metas elevadas, motivos
elevados, un patrón elevado para nuestra vida y práctica ministerial. Estoy
completamente seguro de que, cuanto más nos ocupemos en la obra del ministerio,
disfrutaremos de una felicidad interior más grande, de mayor sensación de la luz del
rostro de Dios.
Se trata de una cuestión que nos humilla profundamente. ¿Quién no siente una
profunda carencia, que es totalmente improductivo, que está muy lejos de ese nivel tan
elevado? ¡Cuánto motivo tenemos, habiendo recibido misericordia, para no desfallecer!
¡Cuánto motivo tenemos, habiendo sido librados por la longanimidad de Dios, para
abundar en la obra del Señor y entregarnos por completo a nuestra tarea! El gran
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secreto es mirar siempre a Jesús y vivir una vida de íntima comunión con Él. Una vez vi
en Cambridge un retrato de Henry Martin legado por el Sr. Simeon a la biblioteca
pública. Un amigo me informó de que el retrato solía estar colgado en la habitación del
Sr. Simeon y que, cuando pensaba en ceder en la obra del ministerio, solía ponerse ante
él y decir: “Parece como si me dijera: Charles Simeon, no cedas, no cedas; Charles
Simeon, recuerda a quién perteneces y a quién sirves”. Y entonces aquel personaje, con
su peculiaridad, se inclinaba respetuosamente y decía: “No cederé, no cederé, no lo
olvidaré”.
Miremos, en conclusión, a un patrón infinitamente más elevado que cualquier
hombre, ya sea Martyn, M’Cheyne o cualquier otro. ¡Miremos al Pastor supremo, al
gran patrón en cuyas pisadas hemos de caminar! ¡Moremos en Él y no cedamos jamás!
Sigamos en nuestro camino mirando a Jesús, apartándonos del mundo, de sus placeres
y sus necedades; sin preocuparnos por la desaprobación del mundo y sin que nos
afecten sus sonrisas, ¡aguardando aquel día en que el gran Pastor dará la corona
incorruptible de gloria a los que han llevado a cabo su obra y predicado su Evangelio!
Cuanto más tengamos en mente a Cristo, más entenderemos lo que es “[ocuparnos] en
estas cosas”.

Capítulo 4
Fariseos y saduceos
“Y Jesús les dijo: Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”
(Mateo 16:6).

Cada palabra pronunciada por el Señor Jesús está repleta de profunda enseñanza para
los cristianos. Es la voz del Pastor supremo. Es el Cabeza de la Iglesia dirigiéndose a
todos sus miembros, el Rey de reyes hablando a sus súbditos, el Señor de la casa
hablando a sus siervos, el Capitán de nuestra salvación hablando a sus soldados. Por
encima de todo, es la voz de Aquel que dijo: “Yo no he hablado por mi propia cuenta; el
Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de
hablar” (Juan 12:49). El corazón de todo creyente debiera arder en su interior cuando
oye las palabras de su Señor, debiera decir: “¡La voz de mi amado!” (Cantares 2:8).
Y cualquier palabra pronunciada por el Señor Jesús es de gran valor. Preciosas como
el oro son todas sus palabras de doctrina y preceptos; preciosas son todas sus palabras
de consuelo y ánimo; no menos preciosas son todas sus palabras de advertencia y aviso.
No debemos escucharle solamente cuando dice: “Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados”; también debemos escucharle cuando dice: “Mirad, guardaos”.
22
Voy a centrar mi atención en una de las más solemnes y enérgicas advertencias que
profirió el Señor Jesús: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los
saduceos”. Sobre este texto quiero erigir un faro para todos aquellos que deseen ser
salvos y para proteger a algunas almas, si es posible, del naufragio. Los tiempos exigen
grandemente faros como este: los naufragios espirituales de los últimos veinticinco
años han sido lamentablemente numerosos. Los guardianes de la Iglesia deben hablar
claramente ahora o callar para siempre.
I. Antes que nada pediría a mis lectores que observen a quién se dirige la advertencia
del texto.
Nuestro Señor Jesucristo no estaba hablando a hombres mundanos, impíos y sin
santificar, sino a sus propios discípulos, compañeros y amigos. Se dirigía a hombres que,
a excepción del apóstata Judas Iscariote, eran limpios de corazón a los ojos de Dios.
Hablaba a los Doce Apóstoles, a los primeros fundadores de la Iglesia de Cristo y los
primeros ministros de la Palabra de salvación. Y, sin embargo, aun a ellos les dirigió la
solemne advertencia de nuestro texto: “Mirad, guardaos”.
Hay algo extraordinario con respecto a este hecho. Podríamos pensar que los
Apóstoles no tenían gran necesidad de este tipo de advertencias. ¿No habían
renunciado a todo por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían soportado la
aflicción por amor a Cristo? Lo habían hecho. ¿No habían creído en Jesús, seguido a
Jesús y amado a Jesús cuando casi todo el mundo era incrédulo? Todas estas cosas son
ciertas; y, sin embargo, era a ellos a quienes iba dirigida la advertencia: “Mirad,
guardaos”. Podríamos pensar que, en cualquier caso, los discípulos no tenían mucho
que temer de “la levadura de los fariseos y de los saduceos”. Eran hombres pobres y sin
educación, la mayoría de ellos pescadores o publicanos; no tenían inclinaciones a favor
de los fariseos y los saduceos; eran más propensos a sentir prejuicios contra ellos que a
sentir algún tipo de atracción hacia ellos. Todo esto es perfectamente cierto; y, sin
embargo, es a ellos a quienes va dirigida esta solemne advertencia: “Mirad, guardaos”.
Hay un útil consejo aquí para todos aquellos que profesamos amar al Señor
Jesucristo con sinceridad. Nos dice alto y claro que los más eminentes siervos de Cristo
no escapan a la necesidad de avisos y deben estar siempre en guardia. Nos muestra
claramente que los creyentes más santos deben andar humildemente con este Dios y
velar y orar para no caer en tentación y ser hallados en falta. Nadie es tan santo como
para no caer; no definitivamente, no desesperadamente, sino para su propio malestar y
para escándalo de la Iglesia y triunfo del mundo; nadie es tan fuerte como para no ser
vencido durante un tiempo. Aun siendo elegidos por Dios el Padre, aun siendo
justificados por la sangre y la justicia de Jesucristo, aun siendo santificados por el
Espíritu Santo, los creyentes siguen siendo solo hombres: siguen estando en el cuerpo y
en el mundo. Siempre están cerca de la tentación: siempre son susceptibles de errar,
tanto en su doctrina como en su práctica. Sus corazones, aunque renovados, son muy
débiles; su entendimiento, aunque iluminado, sigue embotado. Deben vivir como
aquellos que viven en territorio enemigo y ponerse cada día la armadura de Dios. El
diablo es muy activo: nunca duerme ni descansa. Recordemos las caídas de Noé,

23
Abraham y Lot, Moisés, David y Pedro; y, al recordarlos, seamos humildes y tengamos
cuidado de no caer.
Permítaseme decir que nadie necesita más las advertencias que los ministros del
Evangelio de Cristo. Nuestro ministerio y nuestra ordenación no son garantía contra los
errores y las equivocaciones. Tristemente, es muy cierto que las mayores herejías se
han infiltrado en la Iglesia de Cristo por medio de hombres ordenados. Ni la ordenación
episcopal, ni la ordenación presbiteriana ni cualquier otra ordenación confieren
inmunidad alguna contra el error y la falsa doctrina. Nuestra misma familiaridad con el
Evangelio engendra a menudo en nosotros un endurecimiento de nuestras mentes.
Tendemos a leer las Escrituras, a predicar la Palabra y a dirigir la adoración pública y
llevar el culto a Dios con un espíritu aburrido, endurecido, formal e insensible. Es muy
probable que, a menos que vigilemos nuestros corazones, nuestra misma familiaridad
con las cosas sagradas nos extravíe. “No hay otro lugar —dice un antiguo escritor—
donde el alma de un hombre corra más peligro que en la labor sacerdotal”. La historia
de la Iglesia de Cristo contiene muchas tristes demostraciones de que los más
distinguidos ministros pueden desviarse durante un tiempo. ¿Quién no ha oído hablar
del arzobispo Cranmer retractándose y echándose atrás con respecto a esas opiniones
que tan resueltamente había defendido aunque, por la gracia de Dios, volviera
finalmente a dar testimonio en una gloriosa confesión? ¿Quién no ha oído hablar del
obispo Jewell firmando documentos que desaprobaba profundamente y cuya firma
lamentó amargamente después? ¿Quién no sabe que se podría citar a muchos otros
que, en alguna ocasión u otra, han incurrido en errores y se han desviado? ¿Y quién no
conoce el triste hecho de que muchos de ellos jamás volvieron a la Verdad, sino que
murieron con sus corazones endurecidos y permanecieron en sus errores hasta el fin?
Estas cosas debieran volvernos humildes y cautos. Nos dicen que desconfiemos de
nuestros propios corazones y oremos para que se nos guarde de caer. En estos días,
cuando se nos llama especialmente a aferrarnos firmemente a las doctrinas de la
Reforma protestante, tengamos cuidado de que nuestro celo por el protestantismo no
nos infle y nos vuelva orgullosos. Jamás digamos envanecidos: “Nunca caeré en el
papismo o el modernismo”; esas ideas jamás tendrán nada que ver conmigo”.
Recordemos que muchos comenzaron bien y siguieron bien durante un tiempo y, sin
embargo, después se desviaron del camino verdadero. Tengamos cuidado de ser
hombres espirituales además de protestantes, y verdaderos amigos de Cristo además
de enemigos del Anticristo. Oremos para que se nos guarde del error y no olvidemos
que los Doce Apóstoles mismos fueron los hombres a los que Aquel que es Cabeza de la
Iglesia dirigió estas palabras: “Mirad, guardaos”.
II. En segundo lugar me propongo explicar cuáles eran esos errores de los que nuestro
Señor advirtió a los Apóstoles. “Mirad —dice—, guardaos de la levadura de los fariseos y
de los saduceos”.
El peligro del que les previene es la falsa doctrina. No dice nada acerca de la espada
de la persecución, de un quebrantamiento abierto de los Diez Mandamientos o del
amor al dinero o al placer. Todas estas cosas eran sin duda peligros y trampas a los que

24
las almas de los Apóstoles estaban expuestas; pero aquí nuestro Señor no pronuncia
advertencia alguna contra ellas. Su advertencia se restringe a una sola cosa: “La
levadura de los fariseos y de los saduceos”. No se nos deja a nuestra merced para que
conjeturemos con respecto a lo que quería decir nuestro Señor con la palabra
“levadura”. El Espíritu Santo, unos pocos versículos después del texto al que estoy
haciendo referencia, nos dice claramente que la levadura se refiere a la “doctrina” de
los fariseos y saduceos.
Intentemos comprender lo que queremos decir cuando hablamos de la “doctrina de
los fariseos y de los saduceos”.
a) La doctrina de los fariseos se puede resumir en tres palabras: eran formalistas,
adoraban según la tradición y se justificaban a sí mismos. Atribuían tal peso a las
tradiciones de los hombres que prácticamente las consideraban de mayor importancia
que los escritos inspirados del Antiguo Testamento. Se valoraban a sí mismos según una
excesiva rigurosidad en su atención a todas las exigencias ceremoniales de la Ley
mosaica. Tenían en gran estima el ser descendientes de Abraham y en sus corazones se
decían: “Tenemos a Abraham por padre”. Pensaban que, debido a que tenían a
Abraham por padre, no corrían el riesgo de ir al Infierno como otros hombres y que
descender de él era una especie de acreditación para entrar en el Cielo. Atribuían gran
valor a las abluciones y purificaciones ceremoniales del cuerpo y creían que el hecho
mismo de tocar el cuerpo muerto de una mosca o un mosquito les contaminaría.
Cumplían con gran pompa lo externo de la religión y las cosas que podían ser vistas por
los hombres. Ensanchaban sus filacterias y extendían los flecos de sus mantos. Se
enorgullecían de honrar a los santos muertos y de adornar las sepulturas de los justos.
Eran celosos de ganar prosélitos. Tenían un gran concepto del poder, el rango y la
preeminencia y de que los hombres les llamaran: “Rabí, rabí”. Los fariseos hacían estas
cosas y muchas otras semejantes. Cualquier cristiano instruido encontrará estas cosas
en los Evangelios según S. Mateo y S. Marcos (cf. Mateo 15 y 23; Marcos 7).
Al mismo tiempo, recordémoslo, no rechazaban formalmente ninguna parte del
Antiguo Testamento. Pero introducían y añadían tanta inventiva humana que llegaban a
dejar la Escritura a un lado y a enterrarla bajo sus propias tradiciones. Esta es la clase de
religión de la que nuestro Señor dice a los Apóstoles: “Mirad, guardaos”.
b) La doctrina de los saduceos, por otro lado, se puede resumir en tres palabras:
libertad ideológica, escepticismo y racionalismo. Su credo era mucho menos popular
que el de los fariseos y, por tanto, hallamos que se les menciona menos en las
Escrituras del Nuevo Testamento. Por lo que podemos deducir a partir del Nuevo
Testamento, parece que sostenían la doctrina de los diversos grados de inspiración; en
cualquier caso, atribuían un gran valor al Pentateuco por encima de otras partes del
Antiguo Testamento, por no decir que desechaban por completo este. Creían que no
había resurrección y que no existían los ángeles ni el espíritu, y ridiculizaban a las
personas para que abandonaran estas creencias presentándoles casos complicados y
preguntas difíciles. Tenemos un ejemplo de su forma de argumentar en el caso que
presentaron a nuestro Señor acerca de la mujer que había tenido siete maridos, cuando
preguntaron: “En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que
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todos la tuvieron?”. Y de esta forma probablemente esperaban, llevando la religión
hasta el absurdo y dejando en ridículo sus principales doctrinas, hacer que los hombres
renunciaran a la fe que habían recibido de las Escrituras.
Al mismo tiempo, recordémoslo, no podemos decir que los saduceos fueran
manifiestamente infieles: no lo eran. No podemos decir que rechazaran la Revelación
en su conjunto: no lo hacían. Respetaban la Ley de Moisés. Muchos de ellos se
encontraban entre los sacerdotes en los tiempos que se describen en Hechos de los
Apóstoles. Caifás, que condenó a nuestro Señor, era saduceo. Pero el efecto práctico de
su enseñanza era debilitar la fe de los hombres en cualquier revelación, arrojando una
nube de duda sobre las mentes de los hombres, lo que solo está un grado por encima
de la incredulidad. Y de toda esa clase de doctrina —libertad ideológica, escepticismo y
racionalismo— dice nuestro Señor: “Mirad, guardaos”.
Ahora bien, se nos plantea la siguiente pregunta: ¿Por qué hizo nuestro Señor esta
advertencia? Sabía, sin lugar a dudas, que en cuestión de cuarenta años las escuelas de
los fariseos y de los saduceos habrían desaparecido. Sabía todas las cosas desde el
principio, sabía perfectamente que en cuarenta años Jerusalén, con su magnífico
Templo, quedaría destruida y los judíos serían dispersados por toda la Tierra. ¿Por qué,
pues, le hallamos advirtiendo contra “la levadura de los fariseos y de los saduceos”?
Creo que nuestro Señor hizo esta solemne advertencia para beneficio perpetuo para
la Iglesia que vino a fundar en la Tierra. Habló con un conocimiento profético. Conocía
bien las enfermedades de que es susceptible la naturaleza humana. Vio con
anticipación que las dos grandes plagas de su Iglesia sobre la Tierra serían siempre la
doctrina de los fariseos y la doctrina de los saduceos. Sabía que estas serían las piedras
de molino superior e inferior entre las cuales su Verdad sería perpetuamente molida y
aplastada hasta que viniera por segunda vez. Sabía que siempre habría fariseos de
espíritu y saduceos de espíritu entre los que profesaran el cristianismo. Sabía que su
sucesión jamás se interrumpiría y que su generación jamás se extinguiría, y que a pesar
de que los fariseos y los saduceos no existieran ya, sus principios proseguirían siempre.
Sabía que, durante el tiempo que existiera la Iglesia hasta su regreso, habría siempre
algunos que añadirían a la Palabra y otros que sustraerían de ella; unos la ahogarían
añadiéndole otras cosas y otros la desangrarían sustrayéndole sus verdades esenciales.
Y esta es la razón de que le oigamos haciendo esta solemne advertencia: “Mirad,
guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”.
Y ahora llega otra pregunta: ¿No tenía nuestro Señor buenos motivos para hacer
esta advertencia? Me dirijo a todos los que conocen algo de la historia de la Iglesia: ¿No
había ciertamente razones? Me dirijo a todos aquellos que recuerdan lo que sucedió
poco después de la muerte de los Apóstoles. ¿No leemos que en la Iglesia primitiva de
Cristo surgieron dos facciones distintas: una siempre inclinada a errar —como los
arrianos— sosteniendo una sola parte de la Verdad y la otra inclinada siempre a
errar —como los adoradores de reliquias y de santos— sosteniendo algo más que la
Verdad que hay en Jesús? ¿No vemos cómo aflora lo mismo posteriormente en forma
de romanismo por un lado y de socinianismo por el otro? ¿No leemos en la historia de
nuestra propia Iglesia que hubo dos grandes facciones: los non-jurors (los que no
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juraron) por un lado y los latitudinarios por el otro. Estas son cosas antiguas. En un
texto breve como este me es imposible tratarlas de forma más detallada. Son cosas
muy conocidas para todos los que estén familiarizados con la historia de los tiempos
pasados. Siempre ha habido dos grandes facciones: la facción que representa los
principios de los fariseos y la facción que representa los principios de los saduceos.
Nuestro Señor tenía, pues, buenos motivos para decir de estos dos grandes principios:
“Mirad, guardaos”.
Pero deseo acercar la cuestión más aún al presente. Pido a mis lectores que
consideren si advertencias como esta no son especialmente necesarias en nuestra
época. Sin duda en Inglaterra tenemos muchas cosas por que estar agradecidos. Hemos
hecho grandes avances en las artes y las ciencias en los últimos tres siglos y hacemos un
amplio despliegue moralista y religioso. Pero pregunto a cualquiera que sea capaz de
ver más allá de su puerta o de su propio hogar, ¿no vivimos en medio de los peligros de
la falsa doctrina?
Por un lado, tenemos entre nosotros una escuela de hombres que, a sabiendas de
ello o no, están allanando el camino hacia la Iglesia de Roma, una escuela que declara
extraer sus principios de la tradición primitiva, de los escritos de los Padres y de la voz
de la Iglesia; una escuela que habla y escribe tanto acerca de la Iglesia, el ministerio y
los sacramentos que, como la vara de Aarón, les hace devorar todo lo demás en el
cristianismo; una escuela que atribuye gran importancia a las formas externas y al
ceremonial religioso, a los gestos, las posturas, las reverencias, las cruces, las pilas
bautismales, los asientos especiales, las credenciales, los crucifijos, las albas, las túnicas,
las capas pluviales, las casullas, los manteles de los altares, el incienso, las imágenes, los
estandartes, las procesiones, las ornamentaciones florales y muchas otras cosas
semejantes acerca de las cuales no hallamos una sola palabra en la Escritura con
respecto a su lugar en el culto cristiano. Me refiero, por supuesto, a la escuela de
eclesiásticos llamados ritualistas. Cuando examinamos los procedimientos de dicha
escuela, solo podemos llegar a una conclusión acerca de ellos. Creo que,
independientemente de la intención de sus maestros y lo devotos, celosos y abnegados
que sean muchos de ellos, ha caído sobre ellos el manto de los fariseos.
Tenemos, por otro lado, una escuela de hombres que, a sabiendas de ello o no,
parecen allanar el camino hacia el socinianismo; una escuela que sostiene ideas
extrañas con respecto a la inspiración plenaria de la Santa Escritura, ideas más extrañas
aún con respecto a la doctrina del sacrificio y de la expiación de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo, ideas extrañas con respecto a la eternidad del castigo y al amor de
Dios hacia el hombre; una escuela fuerte en cuanto a lo que se niega pero muy débil en
cuanto a lo que se afirma, hábil en suscitar dudas pero impotente a la hora de
resolverlas, inteligente para desestabilizar y debilitar la fe del hombre pero incapaz de
ofrecer una base sólida donde apoyar nuestros pies. Y, ya sea la intención de los
dirigentes de esta escuela o no, creo que ha caído sobre ellos el manto de los saduceos.
Estas cosas suenan duras. Nos ahorra muchos problemas cerrar los ojos y decir: “No
veo peligro alguno”; y debido a que no se ve, no creer que lo hay. Es fácil taparnos los
oídos y decir: “No oigo nada”; y debido a que no oímos nada, no sentir alarma alguna.
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Pero sabemos bien quiénes son los que se regocijan en ciertos sectores de nuestra
propia Iglesia por el estado de las cosas que deberíamos lamentar. Sabemos lo que
piensa el católico romano y lo que piensa el sociniano. El católico romano se regocija
ante el auge del Movimiento de Oxford: el sociniano se regocija cuando surgen
hombres que enseñan ideas como las que se proponen en los tiempos modernos con
respecto a la expiación y la inspiración. No se regocijarían como lo hacen si no vieran
que se está haciendo su obra y que se está alentando su causa. El peligro, en mi
opinión, es mucho mayor de lo que solemos pensar. Los libros que se leen en muchos
sectores son sumamente perniciosos y el tono del pensamiento con respecto a las
cuestiones religiosas entre muchas clases, especialmente entre las más altas jerarquías,
es profundamente insatisfactorio. La plaga está extendida. Si amamos la vida,
deberíamos examinar nuestros corazones, probar nuestra propia fe y asegurarnos de
que estamos sobre el fundamento correcto. Por encima de todo, deberíamos tener
cuidado de no empaparnos nosotros mismos del veneno de la falsa doctrina y no
apartarnos de nuestro primer amor.
Soy profundamente consciente de lo doloroso que es hablar acerca de estas
cuestiones. Sé bien que hablar claramente con respecto a la falsa doctrina es muy
impopular y que el orador debe aceptar que se le considere drástico, complicado y de
mente estrecha. Hay miles de personas que no son capaces de distinguir las diferencias
religiosas. Para la mayoría, un clérigo es un clérigo y un sermón es un sermón, y son
completamente incapaces de entender las diferencias entre un ministro y otro, entre
una doctrina y otra. No puedo esperar de tales personas que aprueben las advertencias
contra la falsa doctrina. Debo hacerme a la idea de que voy a afrontar su desaprobación
y a soportarla lo mejor que pueda.
Pero pediré a cualquier persona sincera y que lea la Biblia sin prejuicios que se dirija
al Nuevo Testamento y vea qué es lo que encuentra allí. Descubrirá muchas
advertencias claras contra la falsa doctrina: “Guardaos de los falsos profetas”. “Mirad
que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas”. “No os dejéis llevar de
doctrinas diversas y extrañas”. “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si
son de Dios” (Mateo 7:15; Colosenses 2:8; Hebreos 13:9; 1 Juan 4:1). Hallará que gran
parte de las Epístolas inspiradas están llenas de amplias explicaciones de la verdadera
doctrina y de advertencias contra la falsa enseñanza. ¿Es posible para un ministro que
tome la Biblia como su regla de fe evitar hacer advertencias contra los errores
doctrinales?
Por último, pido a cualquiera que examine lo que está sucediendo en Inglaterra en
este mismo momento. ¿No es cierto que ha habido cientos que han abandonado la
Iglesia oficial y se han unido a la Iglesia de Roma en los últimos treinta años? ¿No es
cierto que hay cientos entre nuestras propias filas que en realidad no son mucho
mejores que los romanistas y que, de ser coherentes, deberían seguir los pasos de
Newman y Manning e ir al lugar que les corresponde? Pregunto de nuevo, ¿no es cierto
que hay veintenas de jóvenes en Oxford y Cambridge que están siendo destruidos y
arruinados por la perniciosa influencia del escepticismo y que han perdido todos los
verdaderos principios religiosos? Burlas en cuanto a los periódicos religiosos,
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estentóreas declaraciones de desagrado ante las “facciones”, altisonantes y vagas frases
respecto al “pensamiento profundo, la amplitud de miras, la nueva luz, el manejo libre
de la Escritura y la decadencia de ciertas escuelas de teología” constituyen todo el
cristianismo de las nuevas generaciones. Y, sin embargo, cara a cara ante estos hechos
notorios, los hombres claman: “Deja de hablar de la falsa doctrina. ¡Deja la falsa
doctrina en paz!”. No puedo callarme. La fe en la Palabra de Dios, el amor por las almas
de los hombres y los votos que hice en mi ordenamiento me empujan a dar testimonio
de los errores del presente. Y creo que lo que dijo nuestro Señor es eminentemente
verdad para esta época: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los
saduceos”.
III. Lo tercero que quiero pedirte que consideres es el particular nombre que da nuestro
Señor Jesucristo a las doctrinas de los fariseos y saduceos.
Las palabras que utilizaba nuestro Señor eran siempre las más sabias y las mejores
que se podían emplear. Podría haber dicho: “Mirad, guardaos de la doctrina, la
enseñanza o las opiniones de los fariseos y de los saduceos”. Pero no dice eso: utiliza
una palabra de una naturaleza especial. Dice: “Mirad, guardaos de la levadura de los
fariseos y de los saduceos”.
Ahora bien, todos sabemos cuál es el verdadero significado de la palabra
“levadura”: la levadura que se añade a la masa que se utiliza para hacer una barra de
pan. La proporción de esta levadura es muy pequeña respecto a la masa a la que se
añade; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, los comienzos de la falsa doctrina
son pequeños en comparación con el cuerpo del cristianismo. Obra callada y
silenciosamente; igualmente —quiere decir nuestro Señor—, la falsa doctrina obra
secretamente en el corazón donde se introduce. Cambia desapercibidamente el
carácter de toda la masa con que se mezcla; igualmente —quiere decir nuestro
Señor—, las doctrinas de los fariseos y de los saduceos lo trastocan todo una vez que se
las acepta en una iglesia o en el corazón de un hombre. Advirtamos estos puntos:
arrojan luz sobre muchas cosas que vemos en la actualidad. Es de gran importancia
aprender las lecciones de sabiduría que contiene la palabra “levadura”.
La falsa doctrina no se enfrenta a los hombres cara a cara y proclama que es falsa.
No hace sonar una trompeta ante ella ni intenta alejarnos abiertamente de la Verdad
que tenemos en Jesús. No viene a los hombres a la luz del día y les llama a rendirse. Se
acerca a nosotros en secreto, calladamente, clandestinamente y de forma convincente,
sin levantar así las sospechas de la persona y ponerla en guardia. Es el lobo vestido de
oveja y Satanás con ropajes de ángel de luz lo que ha demostrado ser siempre el mayor
enemigo de la Iglesia de Cristo.
Creo que el campeón más extraordinario de los fariseos no es aquel que te pide
abierta y sinceramente que te unas a la Iglesia de Roma: es aquel que dice que está de
acuerdo contigo en todos los puntos doctrinales. No quiere quitar nada de las ideas
evangélicas que sostienes; no quiere que hagas cambio alguno en absoluto; lo único
que te pide es que añadas algo más a tu creencia a fin de que tu cristianismo sea
perfecto. “Créeme —dice—, no queremos que renuncies a nada. Solo queremos que

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tengas unas cuantas ideas más claras con respecto a la Iglesia y a los sacramentos.
Queremos que añadas a tus opiniones actuales algo más con respecto a la función del
ministro, un poco más con respecto a la autoridad episcopal, un poco más con respecto
al Libro de Oración y un poco más con respecto a la necesidad de orden y disciplina.
Solo queremos que añadas algo más de estas cosas a tu sistema religioso y con eso ya
estarás en lo cierto”. Pero cuando los hombres te hablan de esta forma, entonces es el
momento de recordar lo que dijo nuestro Señor y de mirar y guardarse. Esta es la
levadura de los fariseos contra la que debemos estar en guardia.
¿Por qué digo esto? Porque no hay garantías contra la doctrina de los fariseos a
menos que nos resistamos a sus principios en los comienzos. Comenzando con “algo
más con respecto a la Iglesia”, puede que un día te encuentres poniendo a la Iglesia en
el lugar de Cristo. Comenzando con “algo más con respecto al ministerio”, quizá un día
consideres al ministro como “el mediador entre Dios y el hombre”. Comenzando con
“algo más con respecto a los sacramentos”, puede que un día renuncies por completo a
la doctrina de la justificación por la fe sin las obras de la Ley. Comenzando con “algo
más de reverencia al Libro de Oración”, quizá un día lo antepongas a la Palabra de Dios
misma. Comenzando con “algo más de honor para los obispos”, quizá niegues
finalmente la salvación de todo aquel que no pertenezca a la Iglesia episcopal. Me estoy
limitando a contar una antigua historia; solamente estoy señalando caminos pisados
por cientos de miembros de la Iglesia de Inglaterra en los últimos años. Comenzaron
criticando a los reformadores y acabaron tragándose los decretos del Concilio de
Trento. Comenzaron por ensalzar a Laud y a los non-jurors y terminaron llegando
mucho más lejos que ellos y uniéndose formalmente a la Iglesia de Roma. Creo que,
cuando oigamos a hombres que nos piden que “añadamos algo más” a nuestras buenas
y viejas ideas evangélicas, deberíamos ponernos en guardia. Deberíamos recordar la
amonestación de nuestro Señor: “Guardaos de la levadura de los fariseos”.
Creo que el más peligroso campeón de la escuela saducea no es aquel que te dice
abiertamente que quiere que dejes a un lado una parte de la Verdad y te conviertas en
un librepensador y un escéptico. Es aquel que comienza a insinuar silenciosamente
dudas con respecto a la postura religiosa que debiéramos adoptar, dudas con respecto
a si debiéramos ser tan categóricos cuando decimos “esto es cierto y eso es falso”,
dudas con respecto a si es correcto pensar que están equivocadas las personas que
difieren de nuestras opiniones religiosas, puesto que, después de todo, puede que
tengan tanta razón como nosotros. Es el hombre que nos dice que no debemos
condenar las ideas de nadie, no sea que nos equivoquemos mostrando falta de caridad.
Es el hombre que siempre comienza hablando de una forma vaga acerca de Dios como
un Dios de amor e insinúa que quizá deberíamos creer que todos los hombres, sin
importar la doctrina que profesen, se salvarán. Es el hombre que nos recuerda
constantemente que deberíamos tener cuidado de pensar a la ligera de hombres con
grandes mentes y grandes intelectos (aunque sean deístas y escépticos), que no piensan
como nosotros; y que, al fin y al cabo, “¡todas las grandes mentes son, en mayor o
menor medida, enseñadas de Dios!”. Es el hombre que siempre está hablando de las
dificultades de la inspiración y que siempre está poniendo en duda que todos los
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hombres no se salvarán al final y que no todos estarán en lo cierto a los ojos de Dios. Es
el hombre que corona esta clase de discurso despachando algunas burlas contra lo que
él denomina “ideas chapadas a la antigua”, “teología estrecha de miras”, “fanatismo” y
“falta de liberalidad y comprensión” en la actualidad. Pero cuando los hombres
empiezan a hablarnos de esta forma, es el momento de ponernos en guardia. Es el
momento de recordar las palabras de nuestro Señor Jesucristo, de mirar y guardarnos
de la levadura.
Una vez más, ¿por qué digo esto? Lo digo porque no hay más garantía contra el
saduceísmo que contra el fariseísmo a menos que nos resistamos a sus principios en sus
primeros brotes. Tras comenzar con cierto discurso vago con respecto a la “caridad”
puedes acabar en la doctrina de la salvación universal, llenando el Cielo con una
variopinta y heterogénea multitud de malvados y de buenos, y negando la existencia
del Infierno. Tras comenzar con unas cuantas frases altisonantes con respecto al
intelecto y a la luz interior del hombre, puedes acabar negando la obra del Espíritu
Santo y sosteniendo que Homero y Shakespeare estaban tan inspirados como S. Pablo,
y prácticamente dejando así a un lado la Biblia. Tras comenzar con alguna idea nebulosa
y fantasiosa con respecto a que “todas las religiones contienen verdad en mayor o
menor medida”, quizá acabes negando completamente la necesidad de las misiones y
sosteniendo que lo mejor es dejar a todo el mundo en paz. Tras comenzar con cierto
descontento con la “religión evangélica” por considerarla chapada a la antigua, estrecha
y exclusivista, quizá acabes rechazando todas las doctrinas esenciales del cristianismo:
la expiación, la necesidad de la gracia y la divinidad de Cristo. Nuevamente repito que
solo estoy contando una vieja historia: solamente dibujo un camino que muchos han
pisado en los últimos años. En otro tiempo les satisfacían eruditos como Newton, Scott,
Cecil y Romaine; ¡ahora pretenden haber encontrado un camino mejor en los principios
propuestos por teólogos de la escuela liberal! Creo que no hay seguridad para el alma
de un hombre a menos que recuerde la lección que implican estas solemnes palabras:
“Guardaos de la levadura de los saduceos”.
Cuidémonos de la clandestinidad de esta falsa doctrina. Como el fruto del que
comieron Adán y Eva, a primera vista parece agradable, bueno y codiciable. No hay una
señal de veneno escrita en él, y por eso las personas no lo temen. Como una moneda
falsa, no lleva una marca que diga “mala”; su misma semejanza con la Verdad hace que
resulte aceptable.
Cuidémonos de los diminutos comienzos de la falsa doctrina. Toda herejía comenzó
en un tiempo como una pequeña desviación de la Verdad. Solo hace falta una pequeña
semilla de error para crear un gran árbol. Son las pequeñas piedras las que constituyen
un gran edificio. El gran arca de Noé, donde él y su familia se salvaron del diluvio, fue
construida con árboles pequeños. Un poco de levadura leuda toda la masa. Un pequeño
error en un eslabón de la cadena hace naufragar al imponente navío, ahogándose con
él toda su tripulación. La omisión o la adición de un pequeño elemento en la receta del
médico estropea toda la medicina y la convierte en veneno. No toleremos
tranquilamente algo de deshonestidad, un poco de fraude o unas cuantas mentiras;
igualmente, no permitamos jamás que una pequeña falsa doctrina nos destruya al
31
pensar que es “poca cosa” y que no puede perjudicarnos. Los gálatas no parecían estar
haciendo nada muy peligroso cuando “[guardaban] los días, los meses, los tiempos y los
años”; y, sin embargo, S. Pablo dice: “Me temo de vosotros”.
Por último, cuidémonos de suponer que no estamos de modo alguno en peligro:
“Nuestras tesis son sanas; descansamos sobre terreno firme; puede que otros caigan,
¡pero nosotros estamos a salvo!”. Cientos han pensado lo mismo y han acabado mal. En
su confianza en sí mismos se han visto mezclados en pequeñas tentaciones y sutiles
formas de falsa doctrina; en su orgullo, se acercaron al borde del peligro; y ahora
parecen perdidos para siempre. Parece como si se hubieran entregado a un gran
engaño hasta creer una mentira. Algunos han cambiado su Libro de Oración por el
breviario y están orando a la virgen María y postrándose ante imágenes. Otros están
tirando por la borda una doctrina tras otra y prometen despojarse de cualquier tipo de
religión salvo algunos retazos de deísmo. Es impresionante cómo lo refleja El progreso
del Peregrino, que describe la colina del Error como “muy escarpada al otro lado”, y
“cuando Cristiano y Esperanzado miraron hacia abajo vieron en el fondo los cuerpos de
varios hombres despedazados por la caída desde la cima”. Jamás, jamás olvidemos la
amonestación a guardarnos de la “levadura” y, si creemos que nos mantenemos firmes,
miremos que no caigamos.
IV. Propongo, en cuarto y último lugar, indicar algunas salvaguardas y algunos antídotos
contra los peligros de la actualidad: la levadura de los fariseos y la levadura de los
saduceos.
Creo que todos necesitamos más y más la presencia del Espíritu Santo en nuestros
corazones para guiarnos, enseñarnos y conservarnos sanos en la fe. Todos necesitamos
velar más y orar para ser guardados y protegidos de desviarnos. Pero, aun así, hay
ciertas importantes verdades que debemos asegurarnos de tener en mente de forma
especial en una época como esta. Hay tiempos cuando alguna epidemia invade un país
y las medicinas, siempre valiosas, adquieren un valor especial. Hay lugares donde
prevalece un tipo concreto de malaria en el que los medicamentos, valiosos en
cualquier lugar, lo son más que nunca a consecuencia de ello. De la misma forma, creo
que hay épocas y tiempos en la Iglesia de Cristo cuando tenemos que afianzar nuestra
sujeción a determinadas importantes verdades esenciales, tomarlas en nuestras manos
con mayor firmeza de la habitual, abrazarlas estrechamente y no soltarlas. Esas
doctrinas son las que quiero presentar por orden como los grandes antídotos contra la
levadura de los fariseos y de los saduceos. Cuando Saúl y Jonatán fueron alcanzados por
flechas, David ordenó a los hijos de Israel que aprendieran a utilizar el arco.
a) Por un lado, si queremos conservarnos sanos en nuestra fe debemos prestar
atención a nuestra doctrina con respecto a la corrupción absoluta de la naturaleza
humana. La corrupción de la naturaleza humana no se puede tomar a la ligera. No es
una enfermedad parcial y superficial, sino una corrupción radical y universal de la
voluntad del hombre, sus inclinaciones y su conciencia. No somos meramente pobres y
lastimeros pecadores a los ojos de Dios: somos pecadores culpables; somos pecadores
censurables: merecemos en justicia la ira de Dios y su condena. Creo que son contados

32
los errores y las falsas doctrinas en cuyos orígenes no encontramos ideas equivocadas
con respecto a la corrupción de la naturaleza humana. Las ideas equivocadas con
respecto a una enfermedad suelen conllevar ideas equivocadas con respecto al
medicamento. Las ideas equivocadas con respecto a la corrupción de la naturaleza
humana siempre conllevarán ideas equivocadas con respecto al gran antídoto y la cura
para esa corrupción.
b) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la
inspiración y la autoridad de las Santas Escrituras. Sostengamos con valentía, ante todos
los que digan lo contrario, que toda la Biblia ha sido dada por inspiración del Espíritu
Santo, que toda ella es completamente inspirada, no una parte más que otra, y que hay
un abismo entre la Palabra de Dios y cualquier otro libro del mundo. No debemos
temer las dificultades que puedan salirnos al paso en cuanto a la doctrina de la
inspiración plenaria. Hay muchas cosas en ella que son demasiado elevadas para
nuestra comprensión: es un milagro, y todos los milagros son forzosamente misteriosos.
Pero, si no creemos en nada hasta poder explicarlo en su totalidad, ciertamente
creeremos en muy pocas cosas. No debemos temer los ataques a la Biblia por parte de
la crítica. Desde los tiempos de los Apóstoles, la Palabra del Señor ha sido “probada”
incesantemente y jamás ha dejado de salir como el oro, indemne e inmaculada. No
debemos temer los descubrimientos de la ciencia. Puede que los astrónomos sondeen
los cielos con sus telescopios y que los geólogos lleguen al corazón de la Tierra, pero
jamás debilitarán la autoridad de la Biblia. “Jamás se descubrirá contradicción entre la
voz de Dios y la obra de las manos de Dios”. No debemos temer las investigaciones de
los exploradores. Jamás descubrirán nada que contradiga la Biblia de Dios. Creo que, si
Layard recorriera toda la Tierra y excavara cien Nínives enterradas, no encontraría una
sola inscripción que contradijera un solo hecho de la Palabra de Dios.
Más aún, debemos afirmar valientemente que esta Palabra de Dios es la única regla
de fe y conducta, que ningún hombre puede exigir nada que no esté escrito en ella
como necesario para la salvación y que, por muy convincentemente que se defiendan
nuevas doctrinas, si no están en la Palabra de Dios no son dignas de nuestra atención.
No importa en absoluto quién diga algo, ya sea un obispo, un archidiácono, un deán o
un presbítero. No importa en absoluto que esté bien dicho, de forma elocuente,
atractiva y convincente, y de tal forma que te ponga en ridículo. No debemos creerlo a
menos que se nos pruebe por medio de la Santa Escritura.
En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos utilizar la Biblia
demostrando que creemos que nos fue dada por inspiración. Debemos utilizarla con
reverencia y leerla con toda la ternura con que leeríamos las palabras de un padre
ausente. No debemos esperar ausencia de misterios en un libro inspirado por el Espíritu
de Dios. Debemos recordar que en la naturaleza existen muchas cosas que no podemos
entender y que lo mismo que sucede con el libro de la naturaleza sucederá siempre con
el libro de la Revelación. Deberíamos acercarnos a la Palabra de Dios con ese espíritu
piadoso que recomendaba Lord Bacon hace muchos años: “Recuerda —dice hablando
acerca del libro de la naturaleza— que el hombre no es el dueño de ese libro, sino un
intérprete del mismo”. Y, tal como tratamos el libro de la naturaleza, así debemos tratar
33
el Libro de Dios. No debemos acercarnos a él para enseñar, sino para aprender; no
como sus maestros, sino como humildes alumnos que intentan comprenderlo.
c) Por otro lado, debemos prestar atención a nuestra doctrina con respecto a la
expiación y al oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Debemos
sostener valientemente que la muerte de nuestro Señor en la Cruz no fue una muerte
común. No fue la muerte de alguien que, como Cranmer, Ridley y Latimer, fueron
mártires. No fue la muerte de alguien que murió solamente para dejarnos un ejemplo
de abnegación y entrega. La muerte de Cristo fue un sacrificio a Dios del propio cuerpo
de Cristo y de su sangre para satisfacer el castigo merecido por el pecado y la
transgresión del hombre. Fue un sacrificio y una propiciación; un sacrificio tipificado en
cada ofrenda de la Ley mosaica, un sacrificio de la más poderosa influencia sobre el
género humano. Sin el derramamiento de esa sangre no podría haber —no habría
habido— remisión alguna de pecado.
Más aún, debemos afirmar valientemente que ese Salvador crucificado está sentado
para siempre a la diestra de Dios para interceder por todos los que acuden a Dios por
medio de Él, qué Él les representa allí y ruega por los que han depositado su confianza
en Él y que no ha delegado su oficio de Sacerdote y Mediador a ningún hombre o
conjunto de hombres sobre la Tierra. No necesitamos a nadie más. No necesitamos a la
virgen María ni a los ángeles, ni a ningún santo, sacerdote o persona —ordenada o sin
ordenar— para que medie entre Dios y nosotros; solo necesitamos al único Mediador:
Cristo Jesús.
Más aún, debemos afirmar valientemente que la tranquilidad de conciencia no se
compra por medio de la confesión a un sacerdote y recibiendo la absolución de un
hombre por el pecado. Solo se obtiene acudiendo al gran Sumo Sacerdote, Cristo Jesús;
por medio de la confesión ante Él, no ante el hombre; y porque nos absuelve Él
únicamente, el único que puede decir: “Tus pecados te son perdonados: ve en paz”.
En último lugar, pero no por ello de menor importancia, debemos afirmar
valientemente que esa paz con Dios, una vez obtenida por medio de la fe en Cristo, no
debe guardarse por medio de meros actos externos de adoración ceremonial ni
recibiendo el sacramento de la Santa Cena cada día, sino por medio de la costumbre
diaria de mirar al Señor Jesucristo por fe, comiendo por fe su cuerpo y bebiendo por fe
su sangre; esa comida y esa bebida de la que nuestro Señor dice que quien coma y beba
hallará que su “carne es verdadera comida y [su] sangre es verdadera bebida”. El santo
John Owen declaró hace mucho tiempo que, si había algo que Satanás deseaba echar
abajo más que ninguna otra cosa, era el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo. Satanás sabía bien —decía Owen— que era el “principal fundamento de la fe
y el consuelo de la Iglesia”. Las ideas correctas con respecto a ese oficio son de esencial
importancia en la actualidad para que los hombres no caigan en el error.
d) Debo mencionar otro antídoto más. Debemos prestar atención a nuestra doctrina
con respecto a la obra del Espíritu Santo. Tengamos presente que su obra no es una
actuación invisible e incierta en el corazón y que donde está no se oculta, no pasa
desapercibido. No creemos que el rocío al caer pueda pasar desapercibido o que,
habiendo vida en un hombre, no se pueda ver y observar en su aliento. Lo mismo
34
sucede con la influencia del Espíritu Santo. Ningún hombre tiene derecho a decir que la
tiene a menos que puedan verse sus frutos —los efectos de su experiencia— en su vida.
Donde Él esté habrá una nueva creación y un nuevo hombre. Donde Él esté habrá
siempre un nuevo conocimiento, una nueva fe, una nueva santidad, nuevos frutos en la
vida, en la familia, en el mundo, en la Iglesia. Y donde no se vean estas cosas, podemos
decir con toda confianza que la obra del Espíritu Santo está ausente. Estos son tiempos
en que todos necesitamos estar en guardia con respecto a la doctrina de la obra del
Espíritu. Madame Guyon dijo hace mucho tiempo que quizá llegaría la época en que los
hombres tuvieran que ser mártires por la obra del Espíritu Santo. Ese momento no
parece lejano. En cualquier caso, si hay una verdad religiosa que parece ser más
despreciada que otras, es la obra del Espíritu Santo.
Deseo recalcar la inmensa importancia de estos cuatro puntos a todos los que lean
este capítulo: a) ideas claras con respecto a que la naturaleza humana es pecaminosa;
b) ideas claras con respecto a la inspiración de la Escritura; c) ideas claras con respecto a
la expiación y el oficio sacerdotal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo; d) e ideas
claras con respecto a la obra del Espíritu Santo. Creo que en el corazón que está firme
en cuanto a estos cuatro puntos no hallarán asidero doctrinas extrañas con respecto a
la Iglesia, el ministerio y los sacramentos ni con respecto al amor de Dios, la muerte de
Cristo y la eternidad del castigo. Creo que son cuatro grandes salvaguardas contra la
levadura de los fariseos y de los saduceos.
Concluiré ahora este capítulo con algunas indicaciones a modo de aplicación práctica.
Deseo que toda esta cuestión resulte útil a todos aquellos en cuyas manos caigan estas
páginas y ofrecer una respuesta a las preguntas que puedan surgir en algunos
corazones: ¿Qué debemos hacer? ¿Qué consejos puedes ofrecernos para estos
tiempos?
1) En primer lugar, quiero pedir a todo lector de este capítulo que averigüe si tiene
una religión salvadora personal para su propia alma. Esto es lo principal, a fin de
cuentas. No servirá de provecho alguno a ningún hombre el pertenecer a una firme
Iglesia visible si él mismo no pertenece a Cristo. De nada le servirá tener salubridad
intelectual en la fe y conformarse a la sana doctrina si su propio corazón no está sano.
¿Es este tu caso? ¿Puedes decir que tu corazón está sano a los ojos de Dios? ¿Lo ha
renovado el Espíritu Santo? ¿Permanece Cristo en ti por la fe? ¡No descanses, no
descanses hasta que puedas dar una respuesta afirmativa a estas preguntas! El hombre
que muere inconverso, por muy sanas que sean sus ideas, estará tan ciertamente
perdido para siempre como el peor fariseo o saduceo que haya vivido.
2) En siguiente lugar, permítaseme rogar a cada lector de este capítulo que desee
tener una fe sana que estudie diligentemente la Biblia. Ese bendito libro se nos ha dado
para que sea lámpara a nuestros pies y lumbrera en nuestro camino. Ningún hombre
que lo lea con reverencia, oración, humildad y regularidad se desviará del camino al
Cielo. Todo sermón, todo libro religioso y todo ministerio deben ser probados y
evaluados por él. ¿Quieres saber cuál es la Verdad? ¿Te sientes confundido y
desorientado por la guerra de palabras que oyes por todas partes con respecto a la

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religión? ¿Quieres saber lo que debes creer y lo que debes ser y hacer a fin de ser salvo?
Toma tu Biblia y aléjate del hombre. Lee tu Biblia orando fervorosamente por la
enseñanza del Espíritu Santo; léela con la determinación sincera de guiarte por sus
lecciones. Hazlo con firmeza y perseverancia y verás la luz: serás protegido de la
levadura de los fariseos y de los saduceos y guiado a la vida eterna. La mejor forma de
hacer una cosa es hacerla. Actúa según este consejo sin demora.
3) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a cada lector de este capítulo que
tiene razones para creer que su fe y su corazón están sanos que preste atención a la
proporción de las verdades. Con eso pretendo recalcar la importancia de otorgar a cada
una de las diversas verdades del cristianismo idéntico lugar y posición en nuestro
corazón al recibido en la Palabra de Dios. Las cosas primordiales no se deben poner en
segundo lugar y las cosas secundarias no deben tener prioridad en nuestra religión. No
se debe poner la Iglesia por encima de Cristo; no se deben poner los sacramentos por
encima de la fe y de la obra del Espíritu Santo. No se debe exaltar a los ministros por
encima del lugar que les ha asignado Cristo; los medios de gracia no deben considerarse
como fines en lugar de medios. Tener en cuenta este punto es de gran importancia: los
errores que surgen por desatenderlo no son pocos ni pequeños. De ahí la inmensa
importancia de estudiar toda la Palabra de Dios, sin omitir nada y evitando la
parcialidad al leer una parte más que otra. De ahí también el valor de tener un sistema
cristiano claro en nuestras mentes. Le iría muy bien a la Iglesia de Inglaterra leer sus
Treinta y Nueve Artículos y advertir el bello orden en que declaran las principales
verdades que deben creer los hombres.
4) En siguiente lugar, permítaseme suplicar a todo siervo de Cristo con un corazón
sincero que no se deje engañar por el especioso disfraz bajo el que suelen acercarse las
falsas doctrinas a nuestras almas en la actualidad. Cuídate de suponer que se puede
confiar en un maestro religioso porque, aun a pesar de sostener algunas ideas erróneas,
“enseña muchas verdades”. Tal maestro es precisamente el que puede hacerte más
daño: el veneno es siempre más peligroso cuando se da en pequeñas dosis y mezclado
con comida saludable. Ten cuidado de no dejarte llevar por el aparente fervor de
muchos de los maestros y defensores de la falsa doctrina. Recuerda que el celo, la
sinceridad y el fervor no son prueba alguna de que un hombre está trabajando para
Cristo y de que hay que creerle. Sin duda fue el fervor lo que movió a Pedro a ofrecer al
Señor librarse y no ir a la Cruz; sin embargo, nuestro Señor le dijo: “¡Quítate de delante
de mí, Satanás!”. No cabe duda de que Saulo era movido por un gran fervor cuando fue
de un lugar a otro persiguiendo a los cristianos; sin embargo, lo hizo por ignorancia y su
celo no era con conocimiento. No cabe duda de que los fundadores de la Inquisición
española estaban llenos de fervor y, al quemar vivos a los santos de Dios, pensaban que
estaban prestando un servicio a Dios; sin embargo, en realidad estaban persiguiendo a
los miembros de Cristo y siguiendo los pasos de Caín. Es un hecho terrible que “el
mismo Satanás se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). ¡De todos los engaños
que se dan en estos últimos tiempos no hay otro más extendido que la idea de que “si
un hombre es fervoroso en su religión tiene que ser un hombre bueno”! Ten cuidado de
no dejarte llevar por este engaño; ¡ten cuidado de que no te extravíen “hombres
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fervorosos”! El fervor es en sí mismo algo excelente; pero debe ser un fervor en nombre
de Cristo y de toda su Verdad o, si no, carece de valor alguno en absoluto.
5) En siguiente lugar, permítaseme aconsejar a todo verdadero siervo de Cristo que
examine su propio corazón frecuente y detenidamente en relación con su estado ante
Dios. Esta es una práctica que resulta útil en todas las épocas; pero es especialmente
deseable en el presente. Cuando la gran peste de Londres estaba en su máximo apogeo,
la gente observaba de una forma que nunca había observado antes el más mínimo
síntoma que aparecía en su cuerpo. Una mancha aquí o allá, que en tiempo de salud los
hombres considerarían sin importancia, recibía una gran atención cuando la peste
estaba diezmando familias y matando a uno tras otro. Así debería ser con nosotros
mismos en los tiempos en que vivimos. Debemos observar nuestros corazones con
doble vigilancia. Debemos dedicar más tiempo a la meditación, a examinarnos a
nosotros mismos y a la reflexión. Es una época de prisas y apresuramientos; si
queremos ser guardados de caer, debemos dedicar tiempo a estar con frecuencia a
solas con Dios.
(6) Por último, permítaseme animar a todos los verdaderos creyentes a contender
ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos. No tenemos motivos
para avergonzarnos de esa fe. Estoy firmemente convencido de que no hay sistema que
proporcione más vida, que esté calculado de tal forma para despertar a los que
duermen, guiar a los que buscan y edificar a los santos que el llamado sistema cristiano
evangélico. Dondequiera que se predica fielmente, se pone en acción eficazmente y se
adorna coherentemente con las vidas de sus maestros, está el poder de Dios. Quizá se
hable en su contra y algunos se burlen; pero lo mismo sucedió en los tiempos de los
Apóstoles. Quizá muchos de sus defensores lo presenten y lo defiendan débilmente;
pero, al final, sus frutos y resultados son su principal elogio. Ningún otro sistema
religioso puede ofrecer tantos frutos. En ningún otro lugar se convierten tantas almas a
Dios como en las congregaciones donde se predica el Evangelio de Jesucristo en su
plenitud, sin mezclarlo con la doctrina farisea o saducea. Sin lugar a dudas, no se nos
llama a ser meros polemistas, pero jamás debiéramos avergonzarnos de dar testimonio
de la Verdad tal como es en Jesús y de defender con denuedo la religión evangélica.
Tenemos la Verdad y no debemos tener miedo a decirlo. El día del Juicio demostrará
quién está en lo cierto, y a ese día debemos mirar con valenlía.

Capítulo 5
Doctrinas diversas y extrañas
“No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el
corazón con la gracia, no con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han

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ocupado de ellas”
(Hebreos 13:9).

El texto que encabeza este capítulo es una amonestación apostólica contra la falsa
doctrina. Forma parte de una advertencia que S. Pablo dirigió a los cristianos hebreos.
Es una amonestación tan necesaria hoy como hace 1800 años. Creo que jamás ha sido
tan importante que los ministros cristianos clamen continuamente en alta voz: “No os
dejéis llevar”.
El viejo enemigo del hombre, el diablo, no cuenta con una artimaña más sutil para la
destrucción de las almas que la propagación de la falsa doctrina. Es asesino y engañador
desde el principio; y nunca cesa de recorrer la Tierra “buscando a quien devorar”. Fuera
de la Iglesia siempre está persuadiendo a los hombres para que conserven sus
costumbres bárbaras y destructivas supersticiones. El sacrificio humano a los ídolos; la
rebelión brutal, la cruel y repugnante adoración a falsas y abominables deidades; la
persecución, la esclavitud, el canibalismo, el infanticidio, las devastadoras guerras
religiosas; todo eso es obra de Satanás y fruto de sus insinuaciones. Cual pirata, su meta
es “abordar y hundir”. Dentro de la Iglesia jamás deja de sembrar herejías, de propagar
errores, de alentar el abandono de la fe. Si no puede evitar que fluyan las aguas del
manantial de la vida, intenta envenenarlas. Si no puede destruir la medicina del
Evangelio, hace lo posible para adulterarla y corromperla. No sorprende que se le llame
“Apolión, el destructor”.
El divino Consolador de la Iglesia, el Espíritu Santo, ha empleado siempre un gran
instrumento para confrontar las maquinaciones del diablo. Ese instrumento es la
Palabra de Dios. La Palabra expuesta y revelada, la Palabra explicada y manifestada, la
Palabra clarificada a la mente y aplicada al corazón, la Palabra es el arma elegida para
confrontar y confundir al diablo. La Palabra fue la espada que enarboló el Señor Jesús
cuando fue tentado. A cada ataque del tentador, respondió: “Escrito está”. La Palabra
es la espada que deben utilizar sus ministros en la actualidad si quieren resistir
victoriosamente al diablo. La Biblia, expuesta fiel y francamente, es la salvaguarda de la
Iglesia de Cristo.
Deseo recordar esta lección y dirigir la atención del lector al texto que encabeza
este capítulo. Vivimos en una época en que los hombres profesan su desagrado ante los
dogmas y los credos y rehuyen cualquier teología controvertida. Aquel que se atreve a
decir que una doctrina “es verdadera” y otra “es falsa” debe esperar que le llamen
radical y estrecho de miras y perder el beneplácito de los hombres. Comoquiera que
sea, la Escritura no se escribió en vano. Consideremos las tremendas lecciones que se
hallan en las palabras de S. Pablo a los hebreos. Son lecciones para nosotros tanto como
lo fueron para ellos.
I. Primero tenemos una amplia advertencia: “No os dejéis llevar de doctrinas
diversas y extrañas”.
II. En segundo lugar tenemos una valiosa receta: “Buena cosa es afirmar el corazón
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con la gracia, no con viandas”.
III. Por último tenemos aquí un hecho instructivo: “No con viandas, que nunca
aprovecharon a los que se han ocupado de ellas”.
Tengo algo que decir con respecto a cada uno de estos puntos. Si aramos este
campo de la Verdad descubriremos que hay un valioso tesoro escondido en él.
I. Primero viene la amplia advertencia: “No os dejéis llevar de doctrinas diversas y
extrañas”.
El significado de estas palabras no es difícil de entender. “No os dejéis llevar de allá
para acá —parece decir el Apóstol— por cada falsa doctrina como si fuerais barcos sin
brújula ni timón. Habrá muchas falsas doctrinas mientras el mundo exista; variarán en
detalles nimios, pero tendrán siempre un punto en común: el ser extrañas, nuevas,
ajenas al Evangelio de Cristo. Existen ahora mismo. Acompañarán siempre a la Iglesia
visible. Recordad esto y no os dejéis llevar”. Esa es la advertencia de S. Pablo.
La advertencia del Apóstol no es la única. Aun en medio del Sermón del Monte, los
labios amantes de nuestro Salvador pronunciaron una solemne amonestación:
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero
por dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15). Aun en el último sermón de S. Pablo a los
ancianos de Éfeso, aunque no tiene tiempo para hablar de los sacramentos, sí dedica
algún tiempo a advertir a sus amigos acerca de la falsa doctrina: “Y de vosotros mismos
se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los
discípulos” (Hechos 20:30). En la segunda Epístola a los Corintios dice: “Pero temo que
como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna forma
extraviados de la sincera fidelidad a Cristo” (2 Corintios 11:3). En la Epístola a los
Gálatas dice: “Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó
por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente”. “¿Quién os fascinó para no
obedecer a la verdad?”. “¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por
la carne?”. “¿Cómo es que os volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos?”.
“Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años. Me temo de vosotros”. “Estad,
pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al
yugo de esclavitud” (Gálatas 1:6; 3:1, 3; 4:9, 10, 11; 5:1). En la Epístola a los Colosenses
dice: “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las
tradiciones de los hombres” (Colosenses 2:8). En la primera epístola a Timoteo dice:
“Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de
la fe” (1 Timoteo 4:1). La segunda Epístola de Pedro dice: “Habrá entre vosotros falsos
maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras” (2 Pedro 2:1). La
primera Epístola de Juan dice: “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son
de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1). La
Epístola de Judas dice: “Exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha
sido una vez dada a los santos. Porque algunos hombres han entrado encubiertamente”
(Judas 1:3, 4).
¿Qué diremos ante estos textos? No sé cómo afectarán a los demás. Solo sé cómo

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me afectan a mí. Decirnos ante estos textos, como dicen algunos, que las iglesias
primitivas eran un modelo de perfección y pureza es absurdo. Aun en los tiempos
apostólicos es manifiesto que había abundancia de errores, tanto en la doctrina como
en la práctica. Decirnos, como hacen otros, que los clérigos no deben tratar cuestiones
controvertidas y que nunca deben advertir a sus congregaciones de las ideas erróneas,
es insensato e irrazonable. De esa forma estaríamos rechazando no poco del Nuevo
Testamento. Ciertamente, el perro mudo y el pastor dormido son los mejores aliados
del lobo y del ladrón. No en vano dice S. Pablo: “Si esto enseñas a los hermanos, serás
buen ministro de Jesucristo” (1 Timoteo 4:6).
Hoy en día es especialmente necesaria una clara advertencia contra la falsa doctrina
en Inglaterra. La escuela de los fariseos y la escuela de los saduceos, aquellas antiguas
escuelas engendradoras de todas las desgracias, jamás han estado tan activas como en
la actualidad. ¡Entre los hombres que añaden a la Verdad por un lado y los que sustraen
de ella por otro, entre aquellos que entierran la Verdad con sus adiciones y los que la
mutilan con sus sustracciones, entre la superstición y la incredulidad, entre el
romanismo y el modernismo, entre el ritualismo y el racionalismo, entre estas dos
piedras de molino, el Evangelio queda aplastado hasta morir!
Los clérigos están proponiendo constantemente ideas extrañas con respecto a las
más profundas cuestiones. Con respecto a la expiación, a la divinidad de Cristo, a la
inspiración de la Biblia, a la realidad de los milagros y a la eternidad del castigo futuro;
con respecto a la Iglesia, al ministerio, a los sacramentos, a la confesión, al honor que
merece la virgen María, a las oraciones por los muertos; con respecto a todas estas
cosas no hay nada tan monstruoso que no lo enseñe algún ministro inglés en estos
últimos tiempos. Por medio de la pluma y de la lengua, a través de la imprenta y desde
el púlpito, el país está siendo completamente anegado por un diluvio de opiniones
erróneas. Pasar por alto este hecho es mera ficción. Aunque pretendamos pasarlo por
alto, otros lo ven. El peligro es real, grande e inequívoco. Jamás fue tan necesario decir:
“No os dejéis llevar”.
Hay muchas cosas que se conjugan para hacer que esta invasión de falsa doctrina
sea particularmente peligrosa. Hay un innegable celo en los maestros del error: su
“fervor” (por utilizar un desafortunado término típico) hace pensar a muchos que
tienen que estar en lo cierto. Dan una gran imagen de erudición y conocimiento
teológico: muchos piensan que hombres tan inteligentes e intelectuales deben ser sin
duda guías fiables. Existe una tendencia general en la actualidad al libre pensamiento y
al libre examen: a muchos les gusta demostrar su independencia de juicio creyéndose
las novedades. Existe un deseo muy extendido de parecer comprensivo y de mente
liberal: muchos parecen avergonzarse de decir que alguien pueda estar equivocado.
Estos falsos maestros modernos enseñan muchas medias verdades: utilizan
incesantemente frases y términos escriturarios en un sentido no escriturario. Existe un
anhelo enfermizo en la gente de una adoración más sensorial, ceremonial,
sensacionalista y espectacular: los hombres son impacientes con la obra interior e
invisible en el corazón. En todas partes se está dispuesto neciamente a escuchar a
cualquiera que hable inteligentemente, con amor y fervor, y se está resuelto a olvidar
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que Satanás a menudo “se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). Hay una
amplia “credulidad” entre los que profesan ser cristianos: ciertamente, se creerá a
cualquier hereje que cuente su historia de forma plausible y cualquiera que dude de él
recibirá el apelativo de perseguidor y de hombre estrecho de miras. Todas estas cosas
son síntomas específicos de nuestros tiempos. Desafío a cualquier hombre observador a
que lo niegue. Tienden a hacer que los ataques de la falsa doctrina sean
particularmente peligrosos hoy en día. Hacen más necesario que nunca clamar en alta
voz: “No os dejéis llevar”.
Si alguien me pregunta cuál es la mejor salvaguarda contra la falsa doctrina,
respondo con una sola palabra: “La Biblia: la Biblia leída con regularidad, oración y
estudio”. Debemos volver a la vieja receta de nuestro Señor: “Escudriñad las Escrituras”
(Juan 5:39). Si queremos tener un arma que esgrimir ante las maquinaciones de
Satanás, no hay nada como “la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios”. Pero,
para esgrimirla con éxito, debemos leerla habitualmente, con diligencia, inteligencia y
en oración. Este es un punto en el que creo que muchos fallan. En una época de prisas y
bullicio, pocos leen sus biblias tanto como debieran. Quizá se lean más libros que
nunca, pero se lee menos el único Libro que hace al hombre sabio para salvación. Roma
y el modernismo jamás habrían causado tantos estragos en la Iglesia en los últimos
cincuenta años si no hubiera habido un conocimiento tan superficial de las Escrituras
por todas partes. Un laicado que lee la Biblia es la fortaleza de la Iglesia.
“Escudriñad las Escrituras”. Adviértase cómo el Señor Jesucristo y sus Apóstoles
hacen constante referencia al Antiguo Testamento como un documento que tiene la
misma autoridad que el Nuevo. Adviértase cómo citan textos del Antiguo Testamento
como la voz de Dios, como si cada palabra hubiera sido dada por inspiración. Adviértase
cómo se hace referencia en el Nuevo Testamento a los mayores milagros del Antiguo
como hechos incuestionables e incontestables. Adviértase cómo se nombran
constantemente los principales acontecimientos del Pentateuco como hechos históricos
cuya realidad es indiscutible. Adviértase cómo la expiación, la sustitución y el sacrificio
recorren toda la Biblia de principio a fin como doctrinas esenciales de la Revelación.
Adviértase cómo la resurrección de Cristo, el más grande de todos los milagros, es
demostrado por tal abrumador número de pruebas que el que no crea en ella bien
puede decir que no cree en evidencia alguna en absoluto. ¡Advierte todas estas cosas y
te costará mucho trabajo ser racionalista! Grandes son las dificultades de la
incredulidad: exige más credulidad no ser cristiano que serlo. Pero mayores aún son las
dificultades del racionalismo. La libre interpretación de la Escritura, los resultados de
una crítica moderna, una teología liberal y tolerante; todas estas son expresiones
elegantes, fatuas y altisonantes que agradarán a algunas mentes y parecerán muy
sublimes a cierta distancia. Pero el hombre que mira por debajo de la superficie de las
cosas pronto descubrirá que no hay un territorio intermedio entre el ultrarracionalismo
y el ateísmo.
“Escudriñad las Escrituras”. Adviértase la destacada ausencia en el Nuevo
Testamento de lo que denominaríamos el sistema sacramental y de todo el círculo de la
teología ritualista. Adviértase cuán poco se habla de los efectos del bautismo.
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Adviértase cuán raramente se menciona la Cena del Señor en las Epístolas. Busca, si
puedes, un solo texto en el que los ministros del Nuevo Testamento sean considerados
sacerdotes de un sacrificio, o donde la Cena del Señor se denomine sacrificio, o donde
se recomiende y practique una confesión privada ante los ministros. Menciona, si
puedes, un solo versículo donde las vestiduras del sacrificio se consideren deseables o
donde se aprueben las velas y las flores en la Mesa del Señor, o las procesiones y el
incienso, las banderas y los estandartes, o el mirar hacia el Este, inclinarse ante el pan y
el vino, o la oración a María y los ángeles. ¡Fijémonos en estas cosas y veremos que es
muy difícil ser ritualista! Quizá encuentres autoridad para el ritualismo en citas
descontextualizadas de los Padres, en largas citas de escritores monacales, místicos o
papales; pero ciertamente no la hallarás en la Biblia. Entre la Biblia plena, interpretada
honrada y justamente, y el ritualismo extremo existe un abismo que no se puede
traspasar.
Si no queremos dejarnos llevar “de doctrinas diversas y extrañas”, debemos
recordar las palabras de nuestro Señor Jesucristo: “Escudriñad las Escrituras”. Dejar la
Biblia a un lado es la raíz de todos los errores. El conocimiento de la Biblia es el mejor
antídoto contra las herejías modernas.
II. Pasemos ahora a examinar la valiosa receta de S. Pablo: “Buena cosa es afirmar el
corazón con la gracia, no con viandas”.
Hay dos palabras en esta receta que exigen cierta explicación. Es esencial
comprenderlas correctamente para utilizar de forma adecuada el consejo del Apóstol.
Una de las palabras es “viandas” y la otra es “gracia”.
Para advertir toda la fuerza de la palabra “viandas” debemos recordar la inmensa
importancia que muchos judíos cristianos atribuían a las distinciones establecidas en la
Ley ceremonial con respecto a la comida. Según Levítico se puede comer la carne de
algunos pájaros y animales mientras que la de otros no. Por consiguiente, algunas
carnes se llamaban “puras” y otras “impuras”. Comer ciertos tipos de carne hacía que
un judío fuera ceremonialmente impuro ante Dios, y ningún judío estricto tocaba o
comía semejante alimento bajo ningún concepto. Ahora bien, ¿debían conservarse
estas distinciones después de la ascensión de Cristo al Cielo o las abolía el Evangelio?
¿Estaban obligados los conversos paganos a respetar el ceremonial de la Ley levítica con
respecto a los alimentos? ¿Estaban obligados los judíos cristianos a ser estrictos con
respecto a las carnes que comían como lo habían sido antes de la muerte de Cristo y de
que el velo del Templo se rasgara en dos? ¿Había sido abolida por completo la Ley
ceremonial con respecto a las carnes o no era así? ¿Debía tener problemas de
conciencia un creyente en el Señor Jesús preocupándose con temor de que no le
contaminase su comida?
Parece que preguntas de este tipo constituyeron algunas de las cuestiones más
polémicas de los tiempos apostólicos. Como suele suceder a menudo, adoptaban un
lugar completamente desproporcionado en relación con su verdadera importancia. El
apóstol Pablo consideró necesario tratar la cuestión en no menos de tres de sus
Epístolas a las iglesias: “La vianda no nos hace más aceptos ante Dios”. “El reino de Dios

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no es comida ni bebida”. “Nadie os juzgue en comida o en bebida” (1 Corintios 8:8;
Romanos 14:17; Colosenses 2:16). No hay nada que muestre con tanta claridad la
naturaleza caída del hombre como la disposición de conciencias enfermizas y
escrupulosas a convertir nimiedades en cosas trascendentes. Finalmente, la
controversia alcanzó tales proporciones que “viandas” se convirtió en una expresión
para denotar cualquier ceremonial añadido al Evangelio como algo de vital importancia,
cualquier nimiedad ritual sacada del lugar que le correspondía para alcanzar la
categoría de algo consustancial a la religión. Creo que es en este sentido en el que
debemos interpretar la palabra que tenemos en este texto. Por “viandas”, S. Pablo
entiende las normas ceremoniales, ya sean completamente inventadas por el hombre o
basadas en los preceptos mosaicos que han sido abolidos y reemplazados por el
Evangelio. Es una expresión que se comprendía muy bien en los tiempos apostólicos.
La palabra “gracia”, por otro lado, parece utilizarse como una descripción global de
todo el Evangelio de Jesucristo. La gracia es la principal característica de ese glorioso
Evangelio: la gracia en el plan original, la gracia en su ejecución, la gracia en su
aplicación al alma del hombre. La gracia es la fuente de vida de donde fluye nuestra
salvación. La gracia es el instrumento mediante el cual se sostiene nuestra vida
espiritual. ¿Estamos justificados? Es por gracia. ¿Somos llamados? Es por gracia.
¿Tenemos perdón? Es por medio de las riquezas de la gracia. ¿Tenemos una buena
esperanza? Es por medio de la gracia. ¿Creemos? Es por medio de la gracia. ¿Somos
elegidos? Es por la elección de la gracia. ¿Somos salvos? Es por la gracia. ¿Hace falta que
diga más? Me faltaría tiempo para mostrar al completo el papel que desempeña la
gracia en toda la obra de la redención. No sorprende que Pablo diga a los romanos: “No
estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” y que diga a Tito: “La gracia de Dios se ha
manifestado para salvación a todos los hombres” (Romanos 3:24; Gálatas 1:15; Efesios
1:7; 2 Tesalonicenses 2:16; Hechos 18:27; Romanos 1:15; Efesios 2:5; Romanos 6:15;
Tito 2:11).
Esos son los dos principios que contrasta S. Pablo en la receta que estamos
considerando. Pone en contraposición las “viandas” y la “gracia”; el ceremonialismo y el
Evangelio; el ritualismo y el libre amor de Dios en Cristo Jesús. Y luego establece el gran
principio de que el corazón debe afirmarse por medio de la “gracia” y no por medio de
“viandas”.
Ahora bien, “afirmar el corazón” es una de las grandes carencias de muchos de los
que profesan el cristianismo. Lo necesitan especialmente aquellos cuyo conocimiento
es imperfecto y cuya conciencia solo está parcialmente iluminada. Esas personas suelen
sentir en ellas un gran pecado y al mismo tiempo ven de forma inconfundible el
remedio de Dios y la plenitud de Cristo. Su fe es débil, su esperanza exigua y su
consuelo escaso. Quieren obtener más ánimo. Creen que deben sentir más y ver más.
No están satisfechos. No pueden obtener el gozo y la paz de creer. ¿A dónde pueden
dirigirse? ¿Qué puede tranquilizar sus conciencias? Entonces llega el enemigo de las
almas y sugiere algún atajo para afirmar el corazón. Insinúa el valor de alguna adición al
sencillo plan del Evangelio, alguna estratagema humana, alguna exageración de la
Verdad, algún invento que satisfaga a la carne, alguna mejora del viejo camino y
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susurra: “Utiliza esto solamente y serás afirmado”. Se le ofrecen cosas razonables
simultáneamente de todas partes como medicinas de curandero. Cada cual tiene sus
patrocinadores y sus defensores. La pobre alma inestable escucha invitaciones por
todos lados a encaminarse en cierta dirección para que llegue la afirmación perfecta.
“Ven a nosotros —dice el católico romano—. Únete a la Iglesia católica, la Iglesia
sobre la Roca, la única Iglesia verdadera, santa y que no puede errar. Ven a su seno y
deja que tu alma repose bajo su protección. Ven a nosotros y serás afirmado”.
“Ven a nosotros —dice el ritualista extremo—. Necesitas ideas más amplias y
completas con respecto al sacerdocio y a los sacramentos, a la presencia real en la Cena
del Señor, a la influencia tranquilizadora de las misas diarias, de la confesión auricular y
de la absolución sacerdotal. Ven y adopta ideas sanas sobre la Iglesia y serás afirmado”.
“Ven a nosotros —dice el liberal a ultranza—. Quítate de encima las cadenas y los
grilletes de las iglesias establecidas. Sal de toda alianza con el Estado. Disfruta de la
libertad religiosa. Desecha las formas y los libros de oración. Pronuncia shibolet como
nosotros. Únete a nuestro grupo. Pon tu suerte en nuestras manos y pronto serás
afirmado”.
“Ven a nosotros —dicen los Hermanos de Plymouth—. Sacúdete cualquier atadura
de los credos, las iglesias y los sistemas. Pronto te mostraremos ideas más elevadas,
profundas, excelsas e iluminadas de la Verdad. Únete a los hermanos y pronto serás
afirmado”.
“Ven a nosotros —dice el racionalista—. Echa a un lado los harapos de los agotados
conceptos del cristianismo. Dale a tu razón pleno margen de maniobra. Adopta una
forma más libre de interpretar la Escritura. No sigas siendo esclavo de un libro del
mundo antiguo. Rompe tus cadenas y serás afirmado”.
Todo cristiano con cierta experiencia sabe bien que esos llamamientos se están
haciendo constantemente en la actualidad a las mentes inquietas. ¿Quién no ha visto
que, cuando se hacen con valentía y confianza, producen un doloroso efecto en las
personas? ¿Quién no ha observado que a menudo seducen a las almas inestables y las
llevan a la infelicidad durante años?
“¿Qué dice la Escritura?”. Esa es la única guía segura. Escucha lo que dice S. Pablo.
La afirmación del corazón no se halla uniéndose a un grupo u otro. Se produce “con la
gracia, no con viandas”. Otras cosas quizá tengan “cierta reputación de sabiduría” y
satisfagan a “la carne” transitoriamente (Colosenses 2:23), pero realmente no tienen
poder sanador alguno en ellas y no mejoran al infeliz que confía en ellas, sino que más
bien le dejan peor.
Un conocimiento más claro del plan de gracia divino, sus propósitos eternos y su
aplicación al hombre por medio de la obra redentora de Cristo; una comprensión más
firme de la doctrina de la gracia, del libre amor de Dios en Cristo, de la satisfacción
completa y plena por parte de Cristo del castigo por el pecado, de la justificación por la
sola fe; un conocimiento más íntimo de Cristo el Dador y la Fuente de la gracia, sus
funciones, su compasión, su poder; una experiencia más profunda de la obra interior de
la gracia en el corazón; este, este, este es el gran secreto para la afirmación del corazón.
A primera vista puede parece demasiado simple, demasiado fácil, demasiado asequible,
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demasiado tópico, demasiado evidente. Pero toda la sabiduría del hombre jamás
mostrará a aquel que está cargado un camino mejor para el descanso del corazón. Me
temo que el orgullo secreto y la autojustificación son demasiado a menudo los que
motivan que no se utilice este viejo camino.
Creo que jamás ha habido una época en que fuera más necesario aferrarse a la vieja
receta apostólica que en la actual. Jamás hubo tantos cristianos inestables e inquietos,
vagando de un lado a otro y zarandeados en todas las direcciones por falta de
conocimiento. Jamás ha sido tan importante que los ministros fieles lleven la trompeta
a sus bocas y proclamen por todas partes: “Gracia, gracia, gracia, no viandas, es lo que
afirma el corazón”.
Desde los tiempos de los Apóstoles jamás han faltado curanderos espirituales que
han declarado curar las heridas de la conciencia con remedios humanos. En nuestra
misma amada Iglesia ha habido siempre algunos que han vuelto a Egipto en sus
corazones y, no contentos con la sencillez de nuestra adoración, han añorado las ollas
de la Iglesia de Roma. El tristemente conocido Laud hizo algunas cosas en esta línea,
pero sus actos no fueron nada en comparación con los de algunos clérigos de la
actualidad. Oír cómo se exaltan los sacramentos y se desprecia la predicación; ver cómo
la Cena del Señor se convierte en un ídolo bajo el especioso pretexto de hacerla más
honorable; ver cómo la sencilla adoración del Libro de Oración se recubre de tantos
adornos de moda que su esencia queda completamente enterrada; ¡qué habitual es
todo esto! Estas cosas fueron en un tiempo una peste que se extendía en las tinieblas.
Ahora destruyen a plena luz del día. Son el gozo de nuestros enemigos, la tristeza de los
mejores hijos de la Iglesia, la ruina del cristianismo inglés, la plaga de nuestros tiempos.
¿Y dónde hallamos su origen? En el rechazo o el olvido de la sencilla receta de S. Pablo:
Es la gracia, y no las viandas, lo que afirma el corazón.
Cuidémonos de que en nuestra propia religión personal la gracia lo sea todo.
Tengamos ideas claras y sistemáticas del Evangelio de la gracia de Dios. Nada más hará
bien alguno en tiempos de enfermedad, en el día de la prueba, en el lecho de muerte y
en los desbordamientos del Jordán. Cristo permaneciendo en nuestros corazones por
fe, la libre gracia de Cristo como el único fundamento bajo nuestros pies; únicamente
eso proporcionará paz. Una vez que se deja que el yo, las formas y las ideas humanas
entren como algo necesario para nuestra religión, estamos sobre arenas movedizas.
Quizá se nos entretenga, emocione o tranquilice durante un tiempo, como niños con
juguetes, por medio de una religión de “viandas”. Semejante religión tiene “cierta
reputación de sabiduría”. Pero, a menos que nuestra religión sea una religión donde la
“gracia” lo sea todo, jamás seremos afirmados.
III. En último lugar paso a examinar el hecho instructivo que hace constar S. Pablo. Dice:
“No con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas”.
No podemos saber si el Apóstol utilizaba estas palabras en referencia a iglesias o a
individuos concretos. Por supuesto, es posible que tuviera en mente a los cristianos
judaizantes de Antioquía y Galacia, o a los efesios de quienes habla a Timoteo en su
Epístola Pastoral, o a los colosenses que tantos conflictos internos le causaban, o a los

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creyentes hebreos de toda iglesia sin excepción. Comoquiera que sea, creo que es
mucho más probable que no tuviera una iglesia o un grupo de iglesias en mente. Creo
que más bien hace una declaración extensa y general con respecto a todos los que
habían exaltado en cualquier lugar el ceremonial en detrimento de las doctrinas de la
“gracia”. Y hace una amplia aseveración con respecto a todos ellos. No han obtenido
provecho alguno de sus ideas favoritas. No han alcanzado una felicidad interior más
grande, no han sido más santos externamente o más provechosos en general. Su
religión les ha sido completamente estéril. Las alteraciones humanas de la preciosa
medicina de Dios para los pecadores, las adiciones humanas al glorioso Evangelio de
Cristo —no importa cuán especiosamente se defiendan o plausiblemente se
sostengan— no hacen ningún bien real a los que las adoptan. No confieren un consuelo
interior más grande, no aportan crecimiento alguno de la verdadera santidad, no son
más útiles para la Iglesia y el mundo. La aseveración se hace tranquila, callada y
suavemente, pero con firmeza, decisión y resolución: “No con viandas, que nunca
aprovecharon a los que se han ocupado de ellas”.
Todo el curso de la historia de la Iglesia confirma abundantemente la verdad de la
postura del Apóstol. ¿Quién no ha oído hablar de los eremitas y los ascetas de los
primeros siglos? ¿Quién no ha oído hablar de los monjes y las monjas y recluidos de la
Iglesia católica romana durante la Edad Media? ¿Quién no ha oído hablar del celo
consumidor y la devota abnegación de católicos romanos como Javier e Ignacio de
Loyola? El fervor, la sinceridad y el sacrificio personal de todos ellos están fuera de toda
duda. Pero nadie que lea cuidadosa e inteligentemente las historias de sus vidas, sí, de
las mejores de ellas, puede dejar de ver que no tenían una paz sólida o un verdadero
descanso interior del alma. Su misma intranquilidad febril es suficiente para demostrar
que sus conciencias no estaban en paz. Arremolinaron en torno a sí a partidarios que les
admiraban. Dejaron una elevada reputación por su abnegación y sacrificio. Hicieron que
los hombres los admiraran en vida y que, en ocasiones, los canonizaran a su muerte.
Pero no hicieron nada por convertir almas. ¿Y cuál es la razón para ello? Atribuyeron
una importancia arrogante a los rituales y al ceremonial humano e hicieron menos de lo
que debieran haber hecho por el Evangelio de la gracia de Dios. Su principio era otorgar
gran importancia a las “viandas” y poca a la “gracia”. De ahí que se verificaran las
palabras de S. Pablo: “No con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han
ocupado de ellas”.
La historia misma de nuestra época atestigua extraordinariamente la verdad de la
aseveración de Pablo. En los últimos veinticinco años, decenas de clérigos han
abandonado la Iglesia de Inglaterra y se han unido a la Iglesia de Roma. Querían más de
lo que denominaban la doctrina católica y el ceremonial católico. Actuaron
coherentemente con sus principios y se pasaron a Roma. No eran hombres débiles,
analfabetos, de segunda fila e inferiores; varios de ellos eran hombres de gran talento
cuyos dones les habrían reportado una posición elevada en cualquier profesión. Sin
embargo, ¿qué han ganado con el paso que han dado? ¿Qué provecho han hallado en
dejar la “gracia” por las “viandas”, en cambiar el protestantismo por el catolicismo?
¿Han alcanzado un patrón más elevado de santidad? ¿Se han procurado un mayor nivel
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de provecho? Dejemos que uno de ellos nos responda. ¡El Sr. Ffoulkes, uno de los que
encabezan el grupo, ha declarado abiertamente en los últimos años que la predicación
de algunos de sus “pervertidos” compañeros no es tan poderosa como cuando
pertenecían a la Iglesia de Inglaterra y que el nivel más elevado de santidad que ha visto
no está dentro de los límites de Roma, sino en las casas de los párrocos y en la humilde
vida familiar de los piadosos clérigos ingleses! Sea intencionado o no, deliberado o no,
no puede haber nada más extraordinario que el testimonio que da el Sr. Ffoulkes de la
aseveración del Apóstol: “Las viandas no aprovechan” ni siquiera a los que les otorgan
gran pompa. El sistema religioso que exalta el ceremonial y el ritual humano no hace
bien alguno a sus seguidores en comparación con el antiguo y sencillo Evangelio de la
gracia de Dios.
Pasemos ahora por unos momentos al otro lado del cuadro y veamos lo que ha
hecho la “gracia”. Escuchemos lo provechosas que han demostrado ser las doctrinas del
Evangelio para aquellos que se han aferrado firmemente a ellas y no han intentado
enmendarlas, mejorarlas y parchearlas añadiendo, como si fueran esenciales, las
“viandas” del ceremonial humano.
Fue “con la gracia, no con viandas” como hizo Martín Lutero la obra que llevó a cabo
en este mundo. La clave de todo su éxito fue la constante declaración de la justificación
por la fe, sin las obras de la Ley. Esta fue la verdad que le capacitó para romper las
cadenas de Roma y hacer entrar la luz en Europa.
Fue “con la gracia, no con viandas” como nuestros mártires ingleses, Latimer y
Hooper, ejercieron tan enorme influencia en vida y brillaron con tal resplandor en su
muerte. Vieron claramente y enseñaron claramente el verdadero sacerdocio de Cristo y
la salvación solo por gracia. Honraron la gracia de Dios y Dios les honró.
Fue “con la gracia, no con viandas” como Romaine y Venn y sus compañeros
revolucionaron Inglaterra hace 100 años. No eran hombres extraordinariamente
eruditos o de gran poder intelectual en sí mismos. Pero avivaron y sacaron a la luz
nuevamente las verdaderas doctrinas puras de la gracia.
Fue “con la gracia, no con viandas” como Simeon, el obispo Daniel Wilson y
Bickersteth llegaron a ser extraordinarios instrumentos de provecho durante la primera
mitad del siglo XIX. La libre gracia de Dios fue la gran verdad sobre la que se apoyaban y
que continuamente presentaban. Dios les honró por hacerlo. Otorgaron gran
importancia a la gracia de Dios y el Dios de gracia les otorgó gran importancia a ellos.
La lista de biografías ministeriales nos cuenta una historia extraordinaria. ¿Quiénes
son los que han conmocionado el mundo, han dejado su huella en su generación, han
despertado las conciencias y han convertido a los pecadores y edificado a los santos?
No aquellos que convirtieron el ascetismo, el ceremonial, los sacramentos, los cultos y
las ordenaciones en lo principal, ¡sino aquellos que más importancia otorgaron a la libre
gracia de Dios! En tiempos de lucha, de controversia, de duda y confusión, los hombres
lo olvidan. Los hechos son evidentes. Considerémoslos con calma y no nos dejemos
alterar por aquellos que nos dicen que los cultos diarios, las comuniones frecuentes, las
procesiones, el incienso, las genuflexiones, el santiguarse, las confesiones, las
absoluciones y cosas semejantes son el secreto de un cristianismo próspero.
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Consideremos los hechos pura y llanamente. Los hechos en la Historia antigua y los
hechos en los tiempos modernos, los hechos en todos los lugares de Inglaterra, apoyan
la aseveración de S. Pablo. La religión de “viandas” nunca “[aprovechó] a los que se han
ocupado de ella”. Es la religión de la gracia la que trae paz interior, santidad exterior y
provecho general.
Permítaseme acabar este capítulo con unas palabras de aplicación práctica. Vivimos en
una época de marcado peligro religioso. Estoy completamente seguro de que el consejo
que voy a ofrecer merece una cuidadosa atención.
1) En primer lugar, no nos sorprendamos del auge y el progreso de la falsa doctrina.
Es algo tan antiguo como los antiguos Apóstoles. Comenzó antes de que estos
murieran. Predijeron que proliferaría abundantemente antes del fin del mundo. Ha sido
decretado sabiamente por Dios para someter a prueba nuestra gracia y probar quién
tiene verdadera fe. Si no hubiera tal cosa como la falsa doctrina o la herejía en la Tierra,
empezaría a pensar que la Biblia no es verdadera.
2) En siguiente lugar, mentalicémonos para defendernos de la falsa doctrina y no
dejarnos llevar por la moda y los malos ejemplos. No nos arredremos porque todos a
nuestro alrededor, los de clase baja y elevada, los ricos y los pobres, sean arrastrados
cual chozas en una inundación por un torrente de semipapismo. Estemos firmes y en
pie en nuestro terreno.
Defendámonos de la falsa doctrina y contendamos ardientemente por la fe que ha
sido una vez dada a los santos. No nos avergoncemos de mostrar nuestros colores y
defender la verdad del Nuevo Testamento. No nos detengamos por miedo a la
“controversia”. Al ladrón le gustan los perros que no ladran y los vigías que no dan la
voz de alarma. El diablo es un ladrón. Si nos callamos y no nos defendemos de la falsa
doctrina, le agradamos a él y disgustamos a Dios.
3) En siguiente lugar, intentemos preservar los viejos principios protestantes de la
Iglesia de Inglaterra y transmitirlos indemnes a nuestros hijos y a los hijos de nuestros
hijos. No escuchemos a esos clérigos medrosos que querrían que abandonáramos el
barco y dejáramos la Iglesia de Inglaterra en sus tiempos de necesidad.
Merece la pena luchar por la Iglesia de Inglaterra. Ha hecho un buen trabajo en el
pasado y puede seguir haciéndolo si la mantenemos libre de papismo e incredulidad.
Una vez que se readmita y apruebe la misa papal y la confesión auricular, la Iglesia de
Inglaterra estará perdida. Luchemos, pues, denodadamente para que la Iglesia de
Inglaterra siga siendo protestante. Leamos cada año con atención los Treinta y Nueve
Artículos y seamos capaces de citarlos. Los ultrarritualistas y los ultrarrealistas no
pueden sostenerse ante el verdadero significado de estos Artículos interpretados
honradamente.
4) En último lugar, asegurémonos de nuestra propia salvación personal. Busquemos
saber y sentir que nosotros mismos somos “salvos”.
Los tiempos de controversia son siempre tiempos de peligro espiritual. Los hombres
tienden a confundir la ortodoxia con la conversión y a pensar que irán al Cielo si saben
cómo responder a los papistas. Sin embargo, el mero fervor sin conocimiento y el mero

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conocimiento intelectual del protestantismo no salvan a nadie igualmente. Jamás
olvidemos esto.
No descansemos hasta sentir la sangre de Cristo rociada sobre nuestras conciencias
y tener dentro de nosotros el testimonio del Espíritu de que hemos nacido de nuevo.
Eso es realidad. Eso es religión verdadera. Eso durará. Eso no nos fallará jamás. Es la
posesión de la gracia en el corazón, y no el conocimiento intelectual de la misma, lo que
aprovecha y salva al alma.

Capítulo 6
La falibilidad de los ministros
“Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara, porque era de condenar.
Pues antes que viniesen algunos de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero
después que vinieron, se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de la
circuncisión. Y en su simulación participaban también los otros judíos, de tal forma
que aun Bernabé fue también arrastrado por la hipocresía de ellos. Pero cuando vi que
no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de
todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a
los gentiles a judaizar? Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los
gentiles, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe
de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la
fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será
justificado”
(Gálatas 2:11–16).

¿Hemos considerado alguna vez lo que hizo Pedro en Antioquía? Es una cuestión que
merece nuestra cuidadosa consideración.
Se nos habla a menudo con respecto a lo que hizo el apóstol Pedro en Roma,
aunque apenas encontramos información auténtica alguna al respecto. Los escritores
católicos romanos nos proporcionan numerosas historias acerca de esto. Abundan las
leyendas, tradiciones y fábulas en torno a la cuestión. Pero, lamentablemente para
estos escritores, la Escritura no dice nada en referencia a ello. ¡No hay nada en la
Escritura que demuestre siquiera que el apóstol Pedro llegara a estar en Roma!
¿Pero qué es lo que hizo el apóstol Pedro en Antioquía? Este es el punto sobre el
que quiero llamar la atención. Este es el asunto del pasaje de la Epístola a los Gálatas
que encabeza este capítulo. En cualquier caso, la Escritura habla muy clara e
inequívocamente con respecto a esto.
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Los seis versículos del pasaje que tenemos ante nosotros son extraordinarios en
muchos sentidos. Son extraordinarios si consideramos el acontecimiento que describen:
¡Aquí tenemos a un apóstol reprendiendo a otro! Son extraordinarios al considerar
quiénes son los dos hombres: ¡Pablo, el más joven, reprende a Pedro, el mayor! Son
extraordinarios cuando advertimos el motivo: ¡A primera vista, lo que Pedro había
cometido no era un error manifiesto, un pecado flagrante! Sin embargo, el apóstol
Pablo dice: “Le resistí cara a cara, porque era de condenar”. Hace más que eso:
reprende a Pedro públicamente por su error ante toda la iglesia en Antioquía. Va más
lejos aún: hace constar el hecho de tal forma que ahora se lee en doscientos idiomas
por todo el mundo.
Tengo la firme convicción de que el Espíritu Santo quiere que prestemos especial
atención a este pasaje de la Escritura. Si el cristianismo hubiera sido un invento del
hombre, estas cosas jamás se habrían escrito. Un impostor, como Mahoma, hubiera
silenciado las diferencias entre estos dos Apóstoles. El Espíritu de la Verdad ha hecho
que tengamos estos versículos para que aprendamos, y bien haremos en prestar
atención a su contenido.
Hay tres grandes lecciones en Antioquía que creo que debemos aprender de este
pasaje.
I. La primera lección es que los grandes ministros pueden cometer grandes
equivocaciones.
II. La segunda es que mantener la verdad de Cristo en su Iglesia es aún más
importante que mantener la Paz.
III. La tercera es que no hay doctrina de la que más celosos debamos ser que la de la
justificación por la fe sin las obras de la Ley.
I. La primera lección que aprendemos de Antioquía es que los grandes ministros pueden
cometer grandes equivocaciones.
¿Qué prueba más clara puede haber que la que aquí se nos presenta? Pedro, sin
duda, era uno de los más grandes en el grupo de los Apóstoles. Era un viejo discípulo.
Era un discípulo que había tenido ventajas y privilegios particulares. Había acompañado
al Señor Jesús constantemente. Había oído predicar al Señor, le había visto hacer
milagros, había disfrutado del beneficio de la enseñanza privada del Señor, había sido
contado entre los amigos íntimos del Señor y había ido y venido con Él durante todo el
tiempo que ministró en la Tierra. Era el Apóstol al que se habían dado las llaves del
Reino de los Cielos y por cuya mano esas llaves se habían utilizado por primera vez. Fue
el primero que abrió la puerta de la fe a los judíos predicándoles en el día del
Pentecostés. Fue el primero que abrió la puerta de la fe a los gentiles yendo a casa de
Cornelio y haciéndole entrar en la Iglesia. Fue el primero en levantarse en el Concilio
que tenemos en Hechos 15 y decir: “¿Por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz
de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?”. Y,
sin embargo, este mismo Pedro, este mismo Apóstol, aquí cae claramente en un gran
error. El apóstol Pablo nos dice: “Le resistí cara a cara”. Nos dice que “era de condenar”

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porque “tenía miedo de los de la circuncisión”. Dice de él y de sus compañeros que “no
andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio”. Habla de su “hipocresía”.
Nos dice que, por medio de esa hipocresía, aun Bernabé, su viejo compañero en la obra
misionera, “fue también arrastrado”.
¡Qué hecho tan extraordinario es este! ¡Se trata de Simón Pedro! ¡Este es su tercer
gran error del que el Espíritu Santo ha considerado adecuado dejar constancia! En una
ocasión vemos cómo intenta, en la medida de sus posibilidades, evitar que nuestro
Señor lleve a cabo la gran obra de la Cruz y se le reprende por ello. Luego lo vemos
negando al Señor en tres ocasiones maldiciendo y jurando. Aquí volvemos a verlo ahora
poniendo en peligro la Verdad esencial del Evangelio de Cristo. Ciertamente podemos
decir: “Señor, ¿qué es el hombre?”. La Iglesia de Roma se jacta de que el apóstol Pedro
es su fundador y primer obispo. Aceptémoslo, concedámoslo por un momento.
Recordemos tan solo que, de todos los Apóstoles —salvo Judas Iscariote, por
supuesto—, no hay ninguno del que haya tantas pruebas de que fue un hombre falible.
Según ella misma, la Iglesia de Roma fue fundada por el más falible de los Apóstoles.
Pero esto tiene el propósito de enseñarnos que aun los propios Apóstoles, cuando
no escribían bajo la inspiración del Espíritu Santo, eran susceptibles de equivocarse en
ocasiones. Tiene el propósito de enseñarnos que aun los mejores hombres son débiles y
falibles mientras están en el cuerpo. A menos que la gracia de Dios los sostenga,
cualquiera de ellos puede extraviarse en cualquier momento. Es humillante, pero cierto.
Los verdaderos cristianos son conversos, justificados y santificados. Son miembros
vivientes de Cristo, hijos amados de Dios y herederos de la vida eterna. Son elegidos,
llamados y guardados para salvación. Tienen el Espíritu. Pero no son infalibles.
¿No confieren infalibilidad el rango y la dignidad? No, ¡en absoluto! No importa el
nombre que alguien reciba. Puede tratarse de un zar, un emperador, un rey, un
príncipe. Puede tratarse de un papa, un cardenal, un arzobispo, un obispo, un deán, un
archidiácono, un sacerdote o un diácono. Sigue siendo un hombre falible. Ni la corona,
ni la diadema, ni el aceite de la unción, ni la mitra, ni la imposición de manos pueden
evitar que un hombre cometa equivocaciones.
¿No confieren infalibilidad los números? No, ¡en absoluto! Puedes reunir a docenas
de príncipes y a centenares de obispos; pero, cuando están reunidos, siguen siendo
susceptibles de errar. Puedes denominarlo concilio, sínodo, asamblea, conferencia o lo
que te plazca. No importa en absoluto. Sus conclusiones siguen siendo conclusiones de
hombres falibles. Su sabiduría colectiva sigue siendo capaz de cometer grandísimas
equivocaciones. Bien dice el Artículo 21 de la Iglesia de Inglaterra: “Los concilios
generales […] no solo pueden errar, sino que han errado algunas veces, aun en aquellas
cosas que conciernen a la norma de la piedad”.
El ejemplo del apóstol Pedro en Antioquía no es un caso aislado. Es solo uno de
tantos que hallamos en la Santa Escritura para nuestra enseñanza. ¿No recordamos a
Abraham, el padre de los fieles, siguiendo el consejo de Sara y tomando a Agar por
esposa? ¿No recordamos a Aarón, el primer sumo sacerdote, escuchando a los hijos de
Israel y confeccionando un becerro de oro? ¿No recordamos a Natán, el profeta,
diciendo a David que construyera un templo? ¿No recordamos a Salomón, el más sabio
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de los hombres, permitiendo a sus esposas que construyeran sus lugares altos? ¿No
recordamos a Asa, el buen rey de Judá, buscando a los médicos en lugar de al Señor?
¿No recordamos a Josafat, el buen rey, descendiendo para ayudar al malvado Acab?
¿No recordamos a Ezequías, el buen rey, recibiendo a los embajadores de Babilonia?
¿No recordamos a Josías, el último de los buenos reyes de Judá, yendo a luchar junto a
Faraón? ¿No recordamos a Santiago y a Juan deseando que cayera fuego del cielo?
Estas cosas merecen ser recordadas. No se escribieron sin motivo. Claman en alta voz:
¡No hay infalibilidad!
¿Y quién no ve, al leer la historia de la Iglesia de Cristo, repetidas pruebas de que los
mejores hombres pueden errar? Los primeros padres eran celosos según su
conocimiento y estaban dispuestos a morir por Cristo. Pero muchos de ellos aprobaron
la vida monástica y casi todos sembraron las semillas de múltiples supersticiones. Los
reformadores fueron honrosos instrumentos en la mano de Dios para avivar la causa de
la Verdad en la Tierra. Sin embargo, casi no se puede nombrar a ninguno de ellos que
no cometiera alguna gran equivocación. Martín Lutero sostuvo pertinazmente la
doctrina de la consustanciación. Melanchton fue a menudo tímido e indeciso. Calvino
permitió que Servet fuera a la hoguera. Cranmer se retractó y se desvió por un tiempo
de su primera fe. Jewel suscribió las doctrinas papales por temor a la muerte. Hooper
perturbó a la Iglesia de Inglaterra por su excesiva escrupulosidad con respecto a las
vestimentas. Los puritanos, en tiempos posteriores, denunciaron la tolerancia como
Apolión y Abadón. Wesley y Toplady, en el siglo pasado, se desacreditaron mutuamente
con el más vergonzoso lenguaje. Irving, en nuestra época, se entregó al engaño de
hablar en lenguas desconocidas. Todas estas cosas claman con voz clara. Todas ellas son
un faro para la Iglesia de Cristo. Todas dicen: “Dejaos del hombre”. “No llaméis padre
vuestro a nadie en la tierra”. “Ni seáis llamados maestros”. “Ninguno se gloríe en los
hombres”. “El que se gloría, gloríese en el Señor”. Todas claman: ¡no existe la
infalibilidad!
Esta es una lección que todos necesitamos. Todos tenemos tendencia natural a
apoyarnos en el hombre —al que podemos ver— más que en Dios, al que no podemos
ver. Por naturaleza preferimos apoyarnos en los ministros de la Iglesia visible en lugar
de en nuestro Señor Jesucristo, el gran Pastor, Obispo y Sumo Sacerdote, que es
invisible. Necesitamos que se nos advierta constantemente y se nos ponga en guardia.
Veo esta tendencia a apoyarse en el hombre por todas partes. No conozco ninguna
rama del Iglesia protestante de Cristo que no precise de amonestación en este punto.
Es una trampa, por ejemplo, para el episcopal inglés convertir en ídolos al obispo
Pearson y al “juicioso Hooker”. Es una trampa para el presbiteriano escocés depositar
su fe en John Knox, en los covenanters y en el Dr. Chalmers. Es una trampa para los
metodistas de nuestra época adorar el recuerdo de John Wesley. Es una trampa para
los independientes considerar que cualquier opinión de Owen y Doddridge está libre de
error. Es una trampa para el bautista exagerar la sabiduría de Gill, Fuller y Robert Hall.
Todas estas son trampas, ¡y cuántos caen en ellas!
Todos por naturaleza queremos tener un papa propio. Todos estamos demasiado
dispuestos a pensar que, porque un gran ministro o un hombre erudito diga algo —o
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porque nuestro propio ministro, a quien amamos, diga algo—, tiene que ser cierto, sin
comprobar si está en la Escritura o no. A la mayoría de los hombres les desagrada
tomarse la molestia de pensar por ellos mismos. Les gusta seguir a un dirigente. Son
como ovejas: cuando una cae por el desfiladero, todas las demás la siguen. Aquí, en
Antioquía, aun Bernabé fue arrastrado. Podemos imaginar a aquel buen hombre
diciendo: “Un viejo Apóstol como Pedro no puede estar equivocado. Si le sigo no puedo
errar”.
Consideremos ahora las lecciones prácticas que podemos extraer de este aspecto de la
cuestión.
a) Por un lado, aprendamos a no confiar incondicionalmente en la opinión de
cualquier hombre simplemente porque vivió hace muchos siglos. Pedro era un hombre
que vivió en los tiempos de Cristo mismo y, sin embargo, podía equivocarse.
Hay muchos que hablan constantemente en la actualidad de “la voz de la Iglesia
primitiva”. Querrían que creyéramos que aquellos que vivieron más cerca de los
tiempos de los Apóstoles tenían obviamente que saber más acerca de la Verdad de lo
que podemos saber nosotros. Semejante opinión carece de base alguna. Es un hecho
que la mayoría de los escritores antiguos a menudo discreparon entre sí. Es un hecho
que a menudo cambiaron de opinión y se retractaron de ideas anteriores. Es un hecho
que a menudo escribieron cosas necias e insostenibles y demostraron gran ignorancia
en sus explicaciones de la Escritura. Es inútil esperar que estén libres de error. La
infalibilidad no se encuentra en los primeros Padres, sino en la Biblia.
b) Por otro lado, aprendamos a no confiar incondicionalmente en la opinión de
ningún hombre meramente por su oficio de ministro. Pedro fue uno de los principales
Apóstoles y, sin embargo, podía errar.
Este es un punto en el que los hombres se han extraviado constantemente. Es la
roca contra la que se estrelló la Iglesia primitiva. Los hombres pronto empezaron a
decir: “No hagas nada en contra de lo que piensa el obispo”. ¿Pero qué son los obispos,
sacerdotes y diáconos? ¿Qué son los mejores ministros sino hombres; polvo, cenizas y
barro; hombres de pasiones como nosotros, hombres expuestos a tentaciones,
hombres susceptibles de debilidad y flaqueza? ¿Qué dice la Escritura?: “¿Qué, pues, es
Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo
que a cada uno concedió el Señor” (1 Corintios 3:5). Los obispos han extraviado a
menudo la Verdad y han decretado que cosas falsas eran verdaderas. Los mayores
errores han sido introducidos por ministros. Ofni y Finees, los hijos del sumo sacerdote,
hicieron que los hijos de Israel abominaran de la religión. Anás y Caifás, a pesar de
descender directamente de Aarón, crucificaron al Señor. Arrio, el gran heresiarca, era
un ministro. Es absurdo suponer que los hombres ordenados no puedan equivocarse.
Debemos obedecerlos en la medida en que enseñen conforme a la Biblia, pero no más.
Debemos creerles mientras puedan decir: “Escrito está”, “así dice el Señor”; pero no
debemos excedernos de eso. La infalibilidad no está en los hombres ordenados, sino en
la Biblia.
c) Por otro lado, aprendamos a no confiar incondicionalmente en la opinión de

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ningún hombre meramente por su erudición. Pedro era un hombre de dones milagrosos
y capaz de hablar en lenguas y, sin embargo, podía errar.
Este es un punto en el que nuevamente muchos se equivocan. Esta es la roca contra
la que se estrellaron los hombres en la Edad Media. Consideraban a Tomás de Aquino, a
Duns Escoto y Pedro Lombardo, así como a otros compañeros suyos, casi como
inspirados. Hablaban del doctor “irrefragable”, del doctor “seráfico”, del doctor
“incomparable”, ¡y parecían pensar que cualquier cosa que dijeran estos doctores tenía
que ser cierta! ¿Pero qué es el hombre más culto si no le enseña el Espíritu Santo? ¿Qué
es el más culto de los eruditos sino un mero hijo falible de Adán en su mejor expresión?
El vasto conocimiento de libros y la gran ignorancia de la verdad de Dios pueden ir de la
mano. Ha sido así, puede ser así y siempre será así. Quiero llamar la atención sobre que
los dos volúmenes de las memorias y sermones de Robert M’Cheyne hayan hecho más
bien a las almas de los hombres que cualquier infolio que escribieran jamás Orígenes o
Cipriano. No me cabe duda de en el día final se demostrará que el volumen único de “El
progreso del peregrino” —escrito por un hombre que a duras penas conocía otro libro
que la Biblia y que no sabía griego ni latín—ha sido de más beneficio para el mundo que
todas las obras de los escolásticos juntas. La erudición no es un don que deba
despreciarse. Son tiempos malignos aquellos en los que no se valoran los libros en la
Iglesia. Pero es asombroso observar lo vastos que pueden ser los logros intelectuales de
un hombre que, sin embargo, conozca muy poco la gracia de Dios. No dudo que las
eminencias de Oxford del siglo pasado supieran más hebreo, griego y latín que Wesley,
Whitefield, Berridge o Venn. Pero sabían poco del Evangelio de Cristo. La infalibilidad no
está entre los eruditos, sino en la Biblia.
d) Por otro lado, cuidémonos de no depositar una confianza incondicional en la
opinión de nuestro propio ministro, independientemente de lo piadoso que sea. Pedro
era un hombre de tremenda gracia y, sin embargo, podía errar.
La persona que te ministra puede ser ciertamente un hombre de Dios, digno de
todo honor por su predicación y sus actos; pero no le conviertas en papa. No pongas su
palabra a la altura de la Palabra de Dios. No le corrompas por medio de tus elogios. No
le hagas pensar que no puede cometer equivocaciones. No apoyes todo tu peso en su
opinión, o quizá descubras para tu desgracia que puede errar.
Está escrito de Joás, rey de Judá: “Hizo Joás lo recto ante los ojos de Jehová todos
los días de Joiada el sacerdote” (2 Crónicas 24:2). Joiada murió y entonces murió toda la
religión de Joás. De la misma forma, tu ministro puede morir y quizá tu religión muera
también; puede cambiar y quizá tu religión cambie también; puede marcharse y tu
religión quizá también. ¡Oh, no te contentes con una religión construida sobre el
hombre! No te contentes con decir: “Tengo esperanza, porque mi propio ministro me
ha dicho esto y esto otro”. Busca poder decir: “Tengo esperanza porque está escrito en
la Palabra de Dios”. Si quieres tener una paz sólida, debes ir por ti mismo a la fuente de
toda la Verdad. Si quieres que tu consuelo sea duradero, debes ir por tu propio pie al
pozo de la vida y extraer agua fresca para tu alma. Los ministros pueden desviarse de la
fe. La Iglesia visible puede resquebrajarse. Pero quien tiene la Palabra de Dios escrita en
su corazón tiene un fundamento bajo sus pies que jamás le fallará. Honra a tu ministro
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como un fiel embajador de Cristo. Tenle en alta estima por amor al nombre de su obra.
Pero jamás olvides que la infalibilidad no está en los ministros piadosos, sino en la Biblia.
Merece la pena recordar estas cosas que he mencionado. Tengámoslas en mente y
habremos aprendido una lección de Antioquía.
II. Paso ahora a la segunda lección que aprendemos en Antioquía. La lección es que
mantener la verdad del Evangelio en la Iglesia es aún más importante que mantener la
Paz.
Creo que ningún hombre conoce mejor que el apóstol Pablo el valor de la Paz y la
unidad. Fue el Apóstol quien escribió a los corintios acerca del amor. Fue el Apóstol
quien dijo: “Unánimes entre vosotros”; “Tened paz entre vosotros”; “Sintamos una
misma cosa”; “Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma
esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo”. Fue el Apóstol quien
dijo: “A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos”
(Romanos 12:16; 1 Tesalonicenses 5:13; Filipenses 3:16; Efesios 4:4–5; 1 Corintios 9:22).
¡Sin embargo, observa cómo actúa aquí! Resiste a Pedro cara a cara. Le reprende
públicamente. Corre el riesgo de todas las consecuencias que puedan derivarse. Acepta
la posibilidad de todo lo que puedan decir en su contra los enemigos de la iglesia en
Antioquía. Por encima de todo, lo escribe para su recuerdo eterno, para que jamás se
olvide, para que, dondequiera que se predique el Evangelio en todo el mundo, esta
reprensión pública de un Apóstol equivocado sea conocida y leída de todos los
hombres.
Ahora bien, ¿por qué lo hizo? Porque temía la falsa doctrina, porque sabía que un
poco de levadura leuda toda la masa, porque quería enseñarnos que debemos
contender por la fe celosamente y temer más la pérdida de la Verdad que la pérdida de
la Paz.
Bien haremos en recordar en la actualidad el ejemplo de S. Pablo. Muchas personas
aceptarán cualquier cosa en la religión con tal de tener una vida tranquila. Tienen un
temor enfermizo a lo que denominan “controversia”. Están llenos de temor enfermizo a
lo que vagamente clasifican como “espíritu partidista”, aunque jamás definen
claramente lo que es el espíritu partidista. Les domina un deseo enfermizo de mantener
la Paz y hacer que todas las cosas resulten agradables y vayan bien aunque sea al precio
de la Verdad. Mientras tengan calma externa, tranquilidad, quietud y orden, parecen
renunciar alegremente a todo lo demás. Creo que habrían pensado junto con Acab que
Elías era un agitador de Israel y habrían ayudado a la princesa de Judá cuando encarceló
a Jeremías a fin de silenciarle. ¡No me cabe duda de que estos hombres de los que
hablo habrían pensado que Pablo fue un hombre imprudente en Antioquía y que fue
demasiado lejos!
Creo que todo eso es erróneo. No podemos esperar que nada sino el puro Evangelio
de Cristo, sin mezclar ni adulterar —el mismo Evangelio que enseñaron los Apóstoles—,
haga bien a los hombres. Creo que, para preservar esta verdad pura en la Iglesia, los
hombres debieran estar dispuestos a hacer cualquier sacrificio, a poner en peligro la
Paz, a arriesgarse a la disensión y correr el riesgo de la división. No deben tolerar la falsa

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doctrina más de lo que tolerarían el pecado. Deben resistir cualquier adición o
sustracción del sencillo mensaje del Evangelio de Cristo.
Por amor a la Verdad, nuestro Señor Jesucristo censuró a los fariseos, a pesar de
que se sentaran en el asiento de Moisés y fueran maestros ungidos y autorizados de los
hombres. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!”, dice en ocho ocasiones en
el capítulo 23 de Mateo. ¿Y quién se atreve a arrojar una sombra de duda con respecto
a que nuestro Señor pudiera estar equivocado?
Por amor a la Verdad, Pablo resistió y condenó a Pedro, aunque fuera un hermano.
¿Qué sentido tenía la unidad si la doctrina había desaparecido? ¿Y quién se atreve a
decir que estaba equivocado?
Por amor a la Verdad, Atanasio se enfrentó al mundo para preservar pura la
doctrina de la divinidad de Cristo, y generó una gran controversia con la gran mayoría
de la Iglesia profesante. ¿Y quien se atreve a decir que estaba equivocado?
Por amor a la Verdad, Lutero quebrantó la unidad de la Iglesia en que había nacido,
censuró al papa y todo su sistema y estableció el fundamento de una nueva enseñanza.
¿Y quién se atreve a decir que Lutero estaba equivocado?
Por amor a la Verdad, Cranmer, Ridley y Latimer, los reformadores ingleses,
aconsejaron a Enrique VIII y Eduardo VI que se separaran de Roma y corrieran el riesgo
de la división. ¿Y quién se atreve a decir que estaban equivocados?
Por amor a la Verdad, Whitefield y Wesley, hace 100 años, censuraron la mera
predicación moral estéril de la clerecía de su tiempo y salieron a las carreteras y a los
caminos a salvar almas, sabiendo bien que serían excomulgados de su Iglesia. ¿Y quién
se atreve a decir que estaban equivocados?
¡Sí!, la Paz sin Verdad es una paz falsa; es la mismísima paz del diablo. La Unidad sin
el Evangelio es una unidad sin valor; es la mismísima unidad del Infierno. No nos
dejemos engañar jamás por aquellos que hablan bien de ella. Recordemos las palabras
de nuestro Señor Jesucristo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he
venido para traer paz, sino espada” (Mateo 10:34). Recordemos el elogio que hace de
una de las iglesias del Apocalipsis: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia;
y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y
no lo son, y los has hallado mentirosos” (Apocalipsis 2:2). Recordemos la condena que
hace de otra: “Toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe”
(Apocalipsis 2:20). Jamás seamos culpables de sacrificar cualquier parte de la Verdad
sobre el altar de la Paz. Seamos más bien como los judíos que, si encontraban una sola
letra incorrecta en cualquier copia manuscrita de las Escrituras del Antiguo Testamento,
la quemaban entera antes de correr el riesgo de que se perdiera una sola jota o una
tilde de la Palabra de Dios. No nos conformemos con nada que no sea todo el Evangelio
de Cristo.
¿Dónde debemos hacer uso de los principios prácticos que acabo de establecer?
Daré a mis lectores un sencillo consejo. Creo que es un consejo que debe considerarse
muy cuidadosamente.
Advierto a todo aquel que ame su alma que sea muy celoso de la predicación que
escucha habitualmente y del lugar de culto que frecuenta. Aquel que se somete
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deliberadamente a un ministerio que es claramente defectuoso es alguien muy
imprudente. No dudo en dar mi opinión a este respecto. Sé bien que muchos
consideran escandaloso que un hombre abandone su iglesia parroquial. No puedo
compartir ese sentir. Establezco una clara diferencia entre la enseñanza defectuosa y la
enseñanza que es completamente falsa, entre la enseñanza que yerra en sentido
negativo y la que es claramente contraria a la Escritura. Pero sí creo que, en caso de que
se predique una doctrina inequívocamente falsa en una iglesia parroquial, el feligrés
que ama su alma hace muy bien en no asistir a ella. Escuchar enseñanza contraria a la
Escritura cincuenta y dos domingos al año es algo muy grave. Es derramar de continuo
un lento veneno en la mente. Creo que es casi imposible que un hombre se someta a
ello conscientemente sin resultar perjudicado. Veo que en el Nuevo Testamento se nos
dice claramente: “Examinadlo todo [y] retened lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:21). Veo
que en el libro de Proverbios se nos ordena: “Cesa, hijo mío, de oír las enseñanzas que
te hacen divagar de las razones de sabiduría” (Proverbios 19:27). Si estas palabras no
justifican que un hombre deje de adorar en una iglesia en caso de que se predique
claramente la falsa doctrina, no sé qué palabras pueden hacerlo.
¿Hay alguien que quiere decirnos que asistir a la iglesia parroquial es absolutamente
esencial para la salvación de un inglés? Si hay alguien así, que hable en voz alta y nos
diga su nombre. ¿Hay alguien que quiere decirnos que ir a la iglesia parroquial salvará el
alma de un hombre aunque este muera siendo inconverso y sin conocer a Cristo? Si hay
alguien así, que hable en voz alta y nos diga su nombre. ¿Hay alguien que quiere
decirnos que ir a la iglesia parroquial enseñará a un hombre algo acerca de Cristo o de
la conversión, la fe o el arrepentimiento aunque estas cosas no se nombren apenas en
esa iglesia parroquial y jamás se expliquen adecuadamente? Si hay alguien así, que
hable en voz alta y nos diga su nombre. ¿Quiere alguien decir que un hombre que se
arrepiente, que cree en Cristo, que es converso y santo, perderá su alma por haber
abandonado su iglesia parroquial y haber aprendido su religión en otra parte? Si hay
alguien así, que hable en voz alta y nos diga su nombre. Por mi parte, aborrezco
semejantes ideas monstruosas y estrafalarias. No veo la más mínima base para ellas en
la Palabra de Dios. Confío en que el número de aquellos que las sostengan sea ínfimo.
No son pocas las parroquias en Inglaterra donde la enseñanza religiosa no es mucho
mejor que el papismo. ¿Deben quedarse quietos los miembros de dichas iglesias,
conformarse y aceptarlo tranquilamente? No. ¿Y por qué? Porque, como S. Pablo,
deben preferir la Verdad a la Paz.
No son pocas las parroquias en Inglaterra donde la enseñanza religiosa no es más
que enseñanza moral. Nunca se proclaman con claridad las doctrinas distintivas del
cristianismo. Platón, Séneca, Confucio o Socino podrían haber enseñado casi lo mismo.
¿Deben quedarse quietos los miembros de esas parroquias, conformarse y aceptarlo
tranquilamente? No. ¿Y por qué? Porque, como S. Pablo, deben preferir la Verdad a la
Paz.
Utilizo un lenguaje fuerte al tratar esta parte de la cuestión: lo sé. Piso un terreno
delicado: lo sé. Estoy tratando cuestiones que normalmente se dejan a un lado y sobre
las que se pasa de puntillas: lo sé. Digo lo que digo porque me debo a la Iglesia de la
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que soy ministro. Creo que el estado de cosas y la situación de la feligresía de algunas
partes de Inglaterra exige hablar claramente. En muchas parroquias, las almas perecen
en su ignorancia. Miembros sinceros de la Iglesia de Inglaterra en muchas partes están
disgustados y confusos. No es momento de palabras suaves. Conozco esas expresiones
mágicas: “sistema parroquial, orden, división, cisma, unidad, controversia” y otras
semejantes. Conozco la influencia inhibitoria y amordazadora que ejercen en algunas
mentes. También yo he considerado esas expresiones tranquila y pausadamente y estoy
dispuesto a dar mi opinión acerca de cada una de ellas.
a) El sistema parroquial de Inglaterra es algo teóricamente admirable. Si está bien
administrado y lo dirigen ministros verdaderamente espirituales, está concebido para
ofrecer las más grandes bendiciones a la nación. Pero es inútil esperar adhesión a una
iglesia parroquial cuando su ministro desconoce el Evangelio o ama el mundo. En tal
caso no debemos sorprendernos si los hombres abandonan la iglesia parroquial y
buscan la Verdad dondequiera que se encuentre. Si el ministro parroquial no predica el
Evangelio ni vive el Evangelio, las condiciones en que reivindica la atención de sus
feligreses son infringidas en la práctica y su reivindicación, de ser escuchada, no
perdurará. En la Biblia no se hace mención de las parroquias y no tenemos derecho a
exigir a los hombres que vivan y mueran en la ignorancia a fin de que al final puedan
decir: “Siempre asistí a mi iglesia parroquial”.
b) Las divisiones y separaciones religiosas son muy censurables. Debilitan la causa
del verdadero cristianismo. Dan motivo a los enemigos de toda piedad para que
blasfemen. Pero, antes de culpar a las personas por ellas, debemos cuidarnos de
adjudicar la culpa a quien la tiene. La falsa doctrina y la herejía son aun peores que el
cisma. Si las personas se apartan de una enseñanza que es claramente falsa y contraria
a la Escritura, debemos felicitarlas más que reprenderlas. En esos casos la separación es
una virtud y no un pecado. Es fácil hacer comentarios burlones con respecto al “deseo
de nuevas emociones” y a tener “comezón de oír”; pero no es tan fácil convencer a un
lector sincero de la Biblia de que su deber es escuchar falsa doctrina cada domingo
cuando con un pequeño esfuerzo puede escuchar la Verdad. No se debe olvidar jamás
un viejo dicho: “Cismático es quien causa el cisma”.
c) La unidad, la tranquilidad y el orden entre los cristianos profesantes son grandes
bendiciones. Proporcionan fortaleza, belleza y eficiencia a la causa de Cristo. Pero aun
el oro puede comprarse demasiado caro. La unidad que se obtiene por medio del
sacrificio de la Verdad no vale nada. No es la unidad lo que complace a Dios. La Iglesia
de Roma se jacta en alta voz de una unidad que no merece tal nombre. Es una unidad
obtenida arrebatándole la Biblia a la gente, amordazando el juicio personal,
fomentando la ignorancia, prohibiendo a los hombres pensar por sí mismos. Como los
guerreros exterminadores de la Antigüedad, la Iglesia de Roma “crea soledad y la llama
paz”. Hay mucha tranquilidad y calma en la tumba, pero no es la tranquilidad de la
salud, sino de la muerte. Eran los falsos profetas los que clamaban “paz” cuando no
había paz.
d) La controversia religiosa es odiosa. Es bastante difícil luchar contra el diablo, el
mundo y la carne sin tener diferencias en nuestro propio territorio. Pero existe algo aún
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peor que la controversia y es que se permita y tolere la falsa doctrina sin protestar ni
importunarla. Fue la controversia la que ganó la batalla de la Reforma protestante. Si
fueran correctas las ideas que sostienen ciertos hombres, ¡es claro que jamás
habríamos tenido Reforma alguna en absoluto! ¡Por amor a la Paz tendríamos que
haber seguido adorando a la virgen María e inclinándonos ante imágenes y reliquias
hasta hoy día! ¡Dejémonos de tonterías! Hay ocasiones en que la controversia no solo
es un deber, sino un beneficio. Prefiero la gran tormenta a la epidemia de malaria. Esta
avanza en la oscuridad y nos envenena en silencio, y nunca estamos a salvo. Aquella
asusta y atemoriza durante un tiempo. Pero pronto pasa y limpia el aire. Es un claro
deber escriturario “[contender] por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas
3).
Soy muy consciente de que las cosas que he dicho son extremadamente
desagradables para muchas mentes. Creo que hay muchos que se conforman con
enseñanza que no es toda la Verdad y piensan que al final “dará lo mismo”. Me dan
pena. Estoy convencido de que, en términos generales, nada sino toda la Verdad tiene
posibilidad de hacer bien a las almas. Estoy convencido de que aquellos que aceptan
deliberadamente cualquier cosa por debajo de toda la Verdad descubrirán finalmente
que sus almas han sido muy dañadas. Hay tres cosas con las que el hombre jamás debe
jugar: un poco de veneno, un poco de falsa doctrina y un poco de pecado.
Soy muy consciente de que, cuando un hombre expresa opiniones como las que
acabo de presentar, hay muchos que están prontos a decir de él: “No es un buen
clérigo”. Escucho tales acusaciones impasible. El día del Juicio mostrará quiénes eran los
verdaderos amigos de la Iglesia de Inglaterra y quiénes no lo eran. En los últimos treinta
y dos años he aprendido que si un clérigo lleva una vida tranquila, deja en paz a la parte
inconversa del mundo, predica de tal forma que no ofende ni edifica a nadie, muchos
dirán de él que “es un buen clérigo”. Y también he aprendido que, si un hombre estudia
los Artículos y las Homilías, se esfuerza continuamente por salvar almas, se adhiere
firmemente a los grandes principios de la Reforma, da testimonio fiel contra el papismo
y predica como Jewell y Latimer solían hacerlo, probablemente se le considerará alguien
conflictivo y un “agitador de Israel”, ¡y no se le considerará buen pastor en absoluto!
Pero veo claramente que no son los mejores aquellos que mejor hablan del clero.
Recuerdo que nadie exclamó “traición” más alto que Atalía (2 Reyes 11:14). Sin
embargo, ella misma era una traidora. He observado que muchos que en un tiempo
eran los que más hablaban sobre el clero han terminado abandonando la Iglesia de
Inglaterra y pasándose a Roma. Que los hombres digan lo que quieran. Los amigos más
genuinos de la Iglesia de Inglaterra son aquellos que más trabajan por conservar la
Verdad.
Dejo estas cosas para consideración de los lectores de este capítulo e invito a
prestarles gran atención. Les ruego que jamás olviden que la Verdad es más importante
para la Iglesia que la Paz. Les pido que estén dispuestos a aplicar los principios que he
establecido y que contiendan celosamente, si es preciso, por la Verdad. Si lo hacemos,
habremos aprendido algo de Antioquía.

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III. Pero pasemos ahora a la tercera lección que aprendemos en Antioquía. Esa lección
es que no hay doctrina de la que más celosos debamos ser que de la justificación por la
fe sin las obras de la Ley.
La prueba de esta lección destaca prominentemente en el pasaje de la Escritura que
encabeza este capítulo. ¿Qué artículo de la fe había negado el apóstol Pedro en
Antioquía? Ninguno. ¿Qué doctrina falsa había predicado públicamente? Ninguna. ¿Qué
había hecho, pues? Lo siguiente. Tras haber estado en compañía de creyentes gentiles
como “coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en
Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efesios 3:6), de pronto se avergonzó de ellos y se
apartó de su presencia. Parecía pensar que eran menos santos y aceptables a los ojos
de Dios que los judíos circuncidados. Parecía querer decir que los creyentes gentiles se
encontraban en un escalafón más bajo que aquellos que habían practicado las
ceremonias de la Ley de Moisés. Parecía, en pocas palabras, estar añadiendo a la
sencilla fe algo necesario para que un hombre participe de Jesucristo. Parecía responder
a la pregunta: “¿Qué haré para ser salvo?”, no meramente diciendo: “Cree en el Señor
Jesucristo”, sino: “Cree en el Señor Jesucristo, circuncídate y respeta las ceremonias de
la Ley”.
Esa es la conducta que el apóstol Pablo no puede tolerar ni por un momento. No
hay nada que le estremeciera tanto como la idea de añadir cualquier cosa al Evangelio
de Cristo. “Le resistí —dice— cara a cara”. No solamente le reprendió, sino que dejó
constancia de todo ello cuando, por inspiración del Espíritu, escribió la Epístola a los
Gálatas.
Pido especial atención con respecto a este punto. Pido a los hombres que observen
el extraordinario celo que muestra el apóstol Pablo con respecto a esta doctrina y que
consideren lo que ocasionó tal revuelo. Advirtamos en este pasaje de la Escritura la
inmensa importancia de la justificación por la fe sin las obras de la Ley. Aprendamos
aquí las poderosas razones que tenían los reformadores de la Iglesia de Inglaterra para
considerarla, en nuestro Artículo 11, “una doctrina muy saludable y muy llena de
consuelo”.
a) Esta es la doctrina esencialmente necesaria para nuestro propio consuelo
personal. Ningún hombre en la Tierra es un verdadero hijo de Dios y un alma salva hasta
que ve y recibe la salvación por la fe en Cristo Jesús. Ningún hombre tendrá jamás una
paz sólida y una verdadera seguridad hasta que abrace con todo su corazón la doctrina
de que “se nos tiene por justos ante Dios por el mérito de nuestro Señor Jesucristo, por
fe, y no por nuestras propias obras o porque lo merezcamos”. Creo que uno de los
motivos por que tantos que profesan ser cristianos en la actualidad son zarandeados de
un lado a otro es su ignorancia con respecto esta cuestión. No ven claramente la
justificación por la fe sin las obras de la Ley.
b) Esta es la doctrina que el gran enemigo de las almas odia y se esfuerza por
destruir. Sabe que revolucionó el mundo al comienzo del Evangelio, en los tiempos de
los Apóstoles. Sabe que revolucionó de nuevo el mundo en la época de la Reforma. Está
tentando siempre, pues, a los hombres para que la rechacen. Siempre está intentando

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tentar a las iglesias y a los ministros para que nieguen o escondan esta verdad. No
sorprende que el Concilio de Trento lanzara su principal ataque contra esta doctrina y la
maldijera y llamara herética. No sorprende que tantos de los que se consideran
eruditos en la actualidad censuren la doctrina considerándola jerga teológica y digan
que todas las “personas fervorosas” están justificadas por Cristo, ¡tengan fe o no! La
pura verdad es que la doctrina es hiel y ajenjo para los corazones inconversos. Solo
cubre las necesidades del alma que ya está despierta. Pero el hombre orgulloso que no
conoce su propio pecado y que no ve su propia debilidad, no puede recibir esta verdad.
c) Esta es la doctrina cuya ausencia explica más de la mitad de los errores de la
Iglesia católica romana. La mitad de las doctrinas no escriturarias del papismo tienen su
origen en el rechazo de la justificación por la fe. Ningún maestro católico romano, si es
fiel a su Iglesia, puede decir a un pecador angustiado: “Cree en el Señor Jesucristo y
serás salvo”. No puede hacerlo sin adiciones y explicaciones que destruyen por
completo las Buenas Noticias. No se atreve a dar la medicina del Evangelio sin añadir
algo que destruye su eficacia y neutraliza su poder. El Purgatorio, la penitencia, la
absolución sacerdotal, la intercesión de los santos, la adoración de la virgen María y
muchos otros cultos de origen humano del papismo, todos ellos brotan de esta fuente.
Todos son puntales putrefactos para el apoyo de conciencias exhaustas. Pero se
vuelven necesarios por la negación de la justificación por la fe.
d) Esta es la doctrina absolutamente esencial para el éxito de un ministro en medio
de su congregación. Ocultar este punto lo destruye todo. La ausencia de afirmaciones
claras con respecto a la justificación evitará que el celo, por grande que sea, haga bien
alguno. Puede que la predicación de un ministro tenga mucho de agradable y hermoso,
que en ella haya mucho acerca de Cristo y de la unión sacramental con Él, mucho acerca
de la abnegación, mucho acerca de la humildad, mucho acerca de la caridad. Pero eso
será de poco provecho si su trompeta da un sonido indeterminado con respecto a la
justificación por la fe sin las obras de la Ley.
e) Esta es la doctrina absolutamente esencial para la prosperidad de una iglesia.
Ninguna iglesia está verdaderamente en una situación saludable si en ella no se
presenta esta doctrina claramente. Quizá una Iglesia tenga buenas formas y ministros
ordenados regularmente y en ella se administren los sacramentos adecuadamente,
pero no verá conversiones de almas por medio de su predicación si no se transmite esta
doctrina claramente. Quizá se encuentren escuelas suyas en cada parroquia. Quizá sus
edificios eclesiásticos sean admirados por todo el país. Pero Dios no bendecirá a esa
Iglesia a menos que se proclame desde sus púlpitos la justificación por la fe. Antes o
después se le quitará el candelero.
¿Por qué han llegado a su estado actual las Iglesias de África y del Este? ¿No tenían
obispos? Los tenían. ¿No tenían formas y liturgias? Las tenían. ¿No tenían sínodos y
concilios? Los tenían. Pero desecharon la doctrina de la justificación por la fe. Perdieron
de vista esa gran verdad, y por eso cayeron.
¿Por qué nuestra Iglesia hizo tan poco en el siglo pasado y por qué las iglesias
independientes, metodistas y bautistas hicieron mucho más? ¿Era su sistema mejor que
el nuestro? No. ¿Era porque nuestra Iglesia no estaba tan bien adaptada a las
61
necesidades de las almas perdidas? No. Pero sus ministros predicaron la justificación
por la fe y nuestros ministros, en demasiados casos, no la predicaron en absoluto.
¿Por qué tantos ingleses van a iglesias disidentes en la actualidad? ¿Por qué vemos
tan a menudo una espléndida iglesia gótica tan vacía de adoradores como un granero
en julio y un pequeño y sencillo edificio de ladrillo llamado templo de reunión lleno
hasta los topes? ¿Es que en general la gente siente un desagrado abstracto hacia el
episcopado, el Libro de Oración, el sobrepelliz y el sistema? ¡En absoluto! La sencilla
razón es que, en la gran mayoría de los casos, a las personas no les gusta la predicación
en que no se proclama plenamente la justificación por la fe. Cuando no la pueden
escuchar en la iglesia parroquial, la buscan en otra parte. No cabe duda de que hay
excepciones. No cabe duda de que hay lugares donde un largo período de negligencia
ha disgustado a la gente con la Iglesia de Inglaterra de tal forma que ni siquiera están
dispuestos a escuchar la Verdad de parte de sus ministros. Pero creo que, por regla
general, cuando la iglesia parroquial está vacía y el templo lleno, si se investiga, se verá
que hay una causa.
Si estas cosas son así, el apóstol Pablo bien puede ser celoso de la Verdad y resistir a
Pedro cara a cara. Bien puede sostener que, antes que poner en peligro la doctrina de la
justificación en la Iglesia de Cristo, ha de sacrificarse todo lo demás. Vio de forma
profética las cosas venideras. Nos dejó un ejemplo que todos haríamos bien en seguir.
Independientemente de lo que tengamos que soportar, no dejemos nunca que sufra
daño alguno esa bendita doctrina de que hemos sido justificados por la fe sin las obras
de la Ley.
Cuidémonos siempre de cualquier enseñanza que eclipse directa o indirectamente
la justificación por la fe. Todos los sistemas religiosos que interponen cualquier cosa
entre el pecador cargado y Jesucristo el Salvador que no sea la fe son peligrosos y
contrarios a la Escritura. Todos los sistemas que convierten nuestra fe en algo
complicado, en cualquier cosa que no sea una dependencia sencilla e infantil —la mano
que recibe la medicina del alma que le ofrece el médico— son sistemas inseguros y
venenosos. Todos los sistemas que desacreditan la sencilla doctrina protestante que
destruyó el poder de Roma tienen los síntomas de una enfermedad y son peligrosos
para las almas.
El bautismo es un sacramento ordenado por Cristo mismo, y todos los que profesan
el cristianismo deben utilizarlo con reverencia y respeto. Cuando se utiliza correcta y
dignamente, con fe, puede ser un instrumento de gran bendición para el alma. Pero
cuando se enseña a las personas que todos los que se bautizan nacen de nuevo
realmente y que a todas las personas bautizadas se las debe considerar “hijos de Dios”,
creo que sus almas corren un gran peligro. Creo que ese tipo de enseñanza con
respecto al bautismo derrumba la doctrina de la justificación por la fe. Solo son hijos de
Dios los que tienen fe en Cristo Jesús. Y no todos los hombres tienen fe.
La Cena del Señor es un sacramento ordenado por Cristo mismo con el propósito de
edificar y revitalizar a los creyentes verdaderos. Pero cuando se enseña a las personas
que todo el mundo debe acudir a la Mesa del Señor, con fe o sin ella, y que todos
aquellos que reciben el pan y el vino reciben por igual el cuerpo y la sangre de Cristo,
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creo que sus almas corren un gran peligro. En mi opinión, ese tipo de enseñanza eclipsa
la doctrina de la justificación por la fe. Ningún hombre come el cuerpo de Cristo y bebe
su sangre si no ha sido justificado. Y nadie es justificado sin creer.
Pertenecer a la Iglesia de Inglaterra es un gran privilegio. En mi opinión, no hay
iglesia visible que ofrezca tantas ventajas a sus miembros cuando se administran
correctamente. Pero cuando se enseña a las personas que, puesto que son miembros
de esta iglesia, son realmente miembros de Cristo, creo que sus almas corren un gran
peligro. Creo que esa enseñanza echa por tierra la doctrina de la justificación por la fe.
Solo están unidos a Cristo los que creen. Y no todos los hombres creen.
Cuando quiera que escuchamos una enseñanza que eclipsa o contradice la
justificación por la fe, podemos estar seguros de que cojea por algún lado. Debemos
velar para evitar semejante enseñanza y estar en guardia. Una vez que permitimos que
un hombre se equivoque con respecto a la justificación, se distanciará mucho del
consuelo, la paz, la esperanza viva y cualquier cosa parecida a la seguridad en su
cristianismo. Un error en cuanto a esto es como un gusano en la raíz.
1) En conclusión, permítaseme pedir a cada lector de este capítulo que se arme con
un profundo conocimiento de la Palabra escrita de Dios. A menos que hagamos esto,
estaremos a merced de cualquier falso maestro. No veremos las equivocaciones de un
Pedro equivocado. No podremos imitar la fidelidad de un valiente Pablo. Una
congregación ignorante será siempre la ruina de una iglesia. Una congregación lectora
de la Biblia puede salvar a una iglesia de la ruina. Leamos la Biblia con regularidad,
diariamente, orando fervientemente, y familiaricémonos con sus contenidos. No
recibamos nada, no creamos nada, no sigamos nada que no se encuentre en la Biblia ni
pueda probarse con la Biblia. Que nuestra regla de fe, nuestra piedra de toque para
toda enseñanza, sea la Palabra escrita de Dios.
2) En siguiente lugar, permítaseme recomendar a cada miembro de la Iglesia de
Inglaterra que se familiarice con los Treinta y Nueve Artículos de su propia Iglesia. Los
encontrarán al final de la mayoría de sus libros de oración. Serán recompensados con
creces por una lectura atenta. Después de la Biblia, son el verdadero patrón por el que
se comprueba la pertenencia a la Iglesia. Son la prueba por medio de la cual los
miembros de la Iglesia deben examinar la enseñanza de sus ministros si quieren saber si
es la “enseñanza de la Iglesia” o no. Lamento profundamente el desconocimiento del
cristianismo sistemático que se da entre muchos de los que asisten a los cultos de la
Iglesia de Inglaterra. Sería bueno que libros como Body of Divinity (Tratado de teología),
del arzobispo Usher, fueran más conocidos de lo que lo son. Si se hubiera autorizado
formalmente que el Catecismo de Dean Nowell hubiera sido el formulario de acceso a la
Iglesia de Inglaterra, muchas de las herejías de los últimos veinte años no habrían
durado un solo día. Pero, desgraciadamente, muchas personas no conocen realmente
las doctrinas de su propia congregación más que los paganos o los mahometanos. Es
inútil esperar que los miembros de la Iglesia de Inglaterra defiendan con celo la
verdadera doctrina a menos que sepan lo que su propia Iglesia define como verdadera
doctrina.

63
3) En siguiente lugar, permítaseme rogar a todos los que lean este capítulo que
estén siempre dispuestos a contender por la fe de Cristo si es preciso. No recomiendo a
nadie que aliente un espíritu de controversia. No quiero que ningún hombre sea como
Goliat y vaya de un lado a otro diciendo: “Que venga un hombre contra mí”.
Alimentarse siempre de la controversia es ciertamente una pobre obra. Es como
alimentarse de huesos. Pero sí afirmo que ningún amor a la falsa paz debiera evitar que
luchemos celosamente contra la falsa doctrina y tratemos de propagar la doctrina
verdadera dondequiera que podamos. El verdadero Evangelio en el púlpito, el
verdadero Evangelio en toda asociación religiosa que apoyemos, el verdadero Evangelio
en los libros que leamos, el verdadero Evangelio en los amigos que frecuentemos; que
esta sea nuestra meta y jamás nos avergoncemos de hacer ver a los hombres que esto
es así.
4) En siguiente lugar, permítaseme rogar a todos los que lean este capítulo que
vigilen celosamente sus propios corazones en estos tiempos controvertidos. Esta
amonestación es muy necesaria. En el fragor de la batalla tendemos a olvidar nuestro
hombre interior. La victoria en una discusión no siempre es la victoria sobre el mundo o
sobre el diablo. Que la humildad de S. Pedro al aceptar la reprensión sea tan ejemplar
para nosotros como el valor de S. Pablo al reprenderle. Feliz aquel cristiano que puede
llamar a la persona que le reprende fielmente “amado hermano” (2 Pedro 3:15).
Esforcémonos por ser santos en toda nuestra conversación y no menos en nuestro
estado de humor. Trabajemos para mantener una comunión constante con el Padre y
con el Hijo y mantener el hábito constante de la oración privada y la lectura de la Biblia.
Así estaremos armados para la batalla de la vida y empuñaremos firmemente la espada
del Espíritu el día que llegue la tentación.
5) En último lugar, permítaseme rogar a todos los miembros de la Iglesia de
Inglaterra que conocen lo que es la verdadera oración que oren diariamente por la
Iglesia a la que pertenecen. Oremos para que el Espíritu Santo sea derramado sobre ella
y que no se le quite su candelero. Oremos por todas las parroquias donde ahora no se
predica el Evangelio, para que las tinieblas se desvanezcan y la luz verdadera brille en
ellas. Oremos por esos ministros que ahora desconocen la Verdad o no la predican, para
que Dios aparte el velo de sus corazones y les muestre un camino aún más excelente.
No hay nada imposible. El apóstol Pablo fue en un tiempo un fariseo perseguidor;
Lutero fue en un tiempo un monje en tinieblas; el obispo Latimer fue en un tiempo un
papista fanático; Thomas Scott se opuso en un tiempo frontalmente a la verdad
evangélica. Nada, repito, es imposible. El Espíritu puede hacer que los clérigos
prediquen ese Evangelio que ahora se esfuerzan por destruir. Seamos, pues, constantes
en la oración.
Recomiendo que las cuestiones tratadas en este capítulo se estudien
detenidamente. Ponderémoslas bien en nuestros corazones. Apliquémoslas en nuestra
práctica diaria. Hagamos esto y habremos aprendido algo de la historia de S. Pedro en
Antioquía.

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Capítulo 7
Temores apostólicos
“Temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de
alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo”
(2 Corintios 11:3).

El texto que encabeza esta página contiene parte de la experiencia de un famoso


cristiano. Quizá ningún siervo de Cristo haya dejado tal huella para bien en el mundo
como el apóstol S. Pablo. Cuando nació, todo el imperio romano salvo un pequeño
rincón estaba sumido en las tinieblas del paganismo; cuando murió, el tremendo
conglomerado pagano había sido sacudido en su mismo núcleo y estaba próximo a caer.
Y ninguno de los instrumentos que Dios utilizó para producir este maravilloso cambio
hizo más que Saulo de Tarso tras su conversión. Sin embargo, aun en medio de su éxito
y utilidad, le vemos clamando: “Temo”.
Estas palabras están rodeadas de una melancolía que exige nuestra atención. Quien
piense que S. Pablo vivió una vida cómoda porque fue un apóstol elegido, hizo milagros,
fundó iglesias y escribió epístolas inspiradas tiene mucho que aprender. ¡Nada más
lejos de la verdad! El capítulo 11 de 2 Corintios nos cuenta una historia muy distinta. Es
un capítulo que merece un atento estudio. En parte por la oposición de los paganos,
filósofos y sacerdotes, cuyo oficio estaba en peligro, en parte por la amarga enemistad
de sus propios compatriotas incrédulos, en parte por los hermanos falsos o débiles, en
parte por su propio aguijón en la carne, el gran Apóstol de los gentiles era como su
Señor: “Varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3).
Pero de todas las cargas que tuvo que acarrear S. Pablo, ninguna parece haberle
pesado tanto como la que menciona al escribir a los corintios: “La preocupación por
todas las iglesias” (2 Corintios 11:28). El precario conocimiento de muchos cristianos
primitivos, su débil fe, su inexperiencia, su pálida esperanza, su bajo nivel de santidad,
todas estas cosas les hacían particularmente susceptibles de extraviarse a causa de los
falsos maestros y de apartarse de la fe. Como los niños pequeños, que a duras penas
pueden andar, necesitaban ser tratados con una paciencia inmensa. Cual plantas
exóticas en un invernadero, debían ser vigilados continuamente. ¿Podemos dudar de
que hacían que el fundador apostólico se mantuviera en un continuo estado de tierna
ansiedad? ¿Nos sorprende que diga a los colosenses: “Cuán gran lucha sostengo por
vosotros” y a los gálatas: “Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del
que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente”. “¡Oh gálatas
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insensatos! ¿quién os fascinó […]?” (Colosenses 2:1; Gálatas 1:6; 3:1). Ningún lector
atento puede estudiar las Epístolas sin ver que esta cuestión surge una y otra vez. Y el
texto con el que he comenzado este capítulo es un ejemplo de lo que quiero decir:
“Temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de
alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo”. El texto contiene tres
importantes lecciones a las que deseo dirigir la atención de mis lectores. Creo que son
lecciones válidas para todas las épocas.
I. Primero, el texto nos muestra una enfermedad espiritual de la que todos somos
susceptibles y que debemos temer. Esa enfermedad es el extravío de nuestros sentidos:
“Temo que […] vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados”.
II. Segundo, el texto nos muestra un ejemplo que debemos recordar como un faro:
“La serpiente con su astucia engañó a Eva”.
III. Tercero, el texto nos muestra un punto acerca del cual debemos estar
particularmente en guardia. Ese punto es el extravío “de la sincera fidelidad a Cristo”.
El texto es una mina profunda y no está exento de dificultad. Pero descendamos
valientemente y hallaremos que contiene abundante metal precioso.
I. Primero, pues, hay una enfermedad espiritual que debemos temer: El extravío de los
sentidos.
Interpreto “extravío de los sentidos” como la lesión de nuestra mente por admitir
doctrinas falsas y antiescriturarias en nuestra religión. Y creo que lo que el Apóstol
quiere decir es: “Temo que vuestros sentidos absorban ideas del cristianismo erróneas
y defectuosas. Temo que adoptéis como verdades principios que no son la Verdad.
Temo que os apartéis de la fe que ha sido una vez dada a los santos y abracéis ideas que
prácticamente destruyen el Evangelio de Cristo”.
El temor expresado por el Apóstol es dolorosamente instructivo y a primera vista
puede causar sorpresa. ¿Quién habría pensado que, bajo la mismísima mirada de los
propios discípulos elegidos por Cristo, cuando apenas se había secado la sangre del
Calvario, cuando aún no había pasado la época de los milagros, en una época como esa
existiera algún peligro de que los cristianos se apartaran de la fe? Sin embargo, lo cierto
es que “el misterio de la iniquidad” había comenzado ya a obrar antes de la muerte de
los Apóstoles (cf. 2 Tesalonicenses 2:7). “Ahora —dice S. Juan— han surgido muchos
anticristos” (1 Juan 2:18). Y no hay ningún hecho en la historia de la Iglesia que esté más
demostrado que este: que la falsa doctrina jamás ha dejado de ser la plaga de la
cristiandad en los últimos dieciocho siglos. Mirando hacia el futuro con ojos de profeta,
S. Pablo bien puede decir “temo”: “No solamente temo el extravío de vuestra
moralidad, sino también de vuestros sentidos”.
La pura verdad es que la falsa doctrina ha sido el motor elegido por Satanás para
detener el progreso del Evangelio de Cristo en todas las épocas. Al verse incapaz de
evitar que se abriera la fuente de la vida, ha trabajado incesantemente para
emponzoñar los manantiales que fluyen de ella. Si bien no ha podido destruirla, sí la ha
neutralizado demasiado a menudo por medio de la adición, la sustracción o la
66
sustitución. En pocas palabras, ha “extraviado las mentes de los hombres”.
a) La falsa doctrina pronto se extendió por la Iglesia primitiva tras la muerte de los
Apóstoles, por mucho que a algunos les guste hablar de la pureza primitiva. En parte
por la extraña enseñanza con respecto a la Trinidad y la persona de Cristo, en parte por
una absurda multiplicación de nuevas ceremonias en boga, en parte por la introducción
del monasticismo y de un ascetismo de origen humano, la luz de la Iglesia pronto se vio
ensombrecida y su utilidad quedó destruida. Aun en tiempos de S. Agustín, como nos
dice el prefacio del Libro de Oración inglés: “El número de ceremonias creció de tal
modo que el estado de los cristianos era peor que el de los judíos a este respecto”. Ahí
estaba el extravío de los sentidos humanos.
b) Durante la Edad Media, la falsa doctrina se había extendido de tal forma por la
Iglesia, que la Verdad tal como está en Jesús estuvo a punto de ser enterrada o
ahogada. Durante los tres últimos siglos antes de la Reforma es probable que muy
pocos cristianos en Europa hubieran podido responder a la pregunta: “¿Qué debo hacer
para ser salvo?”. Los papas y cardenales, los abates, priores, arzobispos, obispos,
sacerdotes, diáconos, monjes y monjas, salvo raras excepciones, estaban
profundamente inmersos en la ignorancia y la superstición. Estaban sumidos en un
profundo sueño del que solo fueron parcialmente despertados por el terremoto de la
Reforma. Ahí, nuevamente, estaba “el extravío de los sentidos humanos”.
c) Desde los días de la Reforma, la falsa doctrina ha vuelto a surgir continuamente
una y otra vez, estropeando la obra comenzada por los reformadores. El modernismo
en algunas zonas de Europa, el socinianismo en otras, el formalismo y la indiferencia en
otras han marchitado flores que una vez prometieron dar buen fruto y han hecho del
protestantismo algo meramente estéril.
d) La falsa doctrina, aun en la actualidad y ante nuestros propios ojos, está
devorando el corazón de la Iglesia de Inglaterra y poniendo en peligro su existencia.
Una escuela eclesiástica no duda en expresar su desagrado ante los principios de la
Reforma y busca por todos los medios romanizar el sistema. Otra escuela, con igual
valentía, habla a la ligera de la inspiración, se burla de la idea misma de una religión
sobrenatural e intenta denodadamente arrojar por la borda los milagros como si fueran
trastos viejos. Otra escuela proclama la libertad de opinión religiosa en todas sus
variantes y nos dice que todos los maestros merecen nuestra confianza por igual sin
importar lo heterogéneas y contradictorias que sean sus opiniones, con tal que sean
inteligentes, fervorosos y sinceros. Para todas ellas es válida la misma observación.
Ilustran “el extravío de los sentidos humanos”.
Ante semejantes hechos, bien haremos en tomar en serio las palabras del Apóstol
en el texto que encabeza este capítulo. Como él, tenemos abundantes motivos para
sentir temor. Creo que los cristianos ingleses jamás necesitaron estar en guardia tanto
como ahora. Jamás fue tan necesario que los ministros fieles clamen en alta voz y no
callen: “Si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?” (1
Corintios 14:8).
Pido a cada miembro leal de la Iglesia de Inglaterra que abra sus ojos al peligro al
que se expone su Iglesia y tenga cuidado, no sea que esta resulte añada por causa de la
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apatía y de un deseo insano de paz. La controversia es algo odioso; pero hay tiempos en
que es un deber positivo. La Paz es algo excelente; pero, como el oro, puede comprarse
demasiado cara. La Unidad es una gran bendición; pero no vale nada si se compra al
precio de la Verdad. Repito una vez más: abre los ojos y mantente en guardia.
La nación que se da por satisfecha con su prosperidad comercial y descuida sus
defensas nacionales porque son complicadas o caras, probablemente se convierta en
presa del primer Alarico, Atila, Tamerlane o Napoleón que se decida a atacarla. La
Iglesia que sea “rica y se haya enriquecido” puede pensar que “de ninguna cosa tiene
necesidad” debido a su antigüedad, su orden y sus cualidades. Puede clamar “paz, paz”
y convencerse de que no verá mal alguno. Pero, si no se cuida de conservar la sana
doctrina entre sus ministros y miembros, no debe sorprenderse de que se le quite el
candelero.
Desapruebo desde el fondo de mi corazón la cobardía o el pesimismo ante esta
crisis. Lo único que digo es: Ejercitemos un temor piadoso. No veo la menor necesidad
de abandonar el viejo barco y darlo por perdido. Por malas que parezcan las cosas
dentro de nuestra arca, no son un ápice mejores en el exterior. Pero sí protesto contra
ese espíritu despreocupado de somnolencia que parece sellar los ojos de muchos
clérigos y cegarles ante el enorme peligro en que se encuentran a causa del auge y el
progreso de la falsa doctrina en estos tiempos. Protesto contra la idea generalizada que
tan a menudo proclaman los hombres que ocupan puestos elevados de que la Unidad
es más importante que la sana doctrina y la Paz más valiosa que la Verdad. Y llamo a
todo lector de este capítulo que verdaderamente ame a la Iglesia de Inglaterra a que
reconozca los peligros de esta época y lleve a cabo su deber viril y enérgicamente,
resistiéndolos por medio de la acción conjunta y de la oración. Por algo dijo nuestro
Señor: “El que no tiene espada, venda su capa y compre una” (Lucas 22:36). No
olvidemos las palabras de S. Pablo: “Velad, estad firmes en la fe; portaos varonilmente,
y esforzaos” (1 Corintios 16:13). Nuestros nobles reformadores compraron la Verdad al
precio de su propia sangre y nos la entregaron a nosotros. Cuidémonos de no venderla
ruinmente por un plato de lentejas bajo los especiosos nombres de la Unidad y la Paz.
II. En segundo lugar, el texto nos muestra un ejemplo que bien haremos en recordar
como un faro: “La serpiente con su astucia engañó a Eva”.
Casi no me hace falta recordar a mis lectores que S. Pablo hace referencia aquí a la
historia de la Caída en el capítulo 3 de Génesis como un simple hecho histórico. No
proporciona la más mínima acreditación para la idea moderna de que el libro del
Génesis no es más que una agradable colección de mitos y fábulas. No da entender que
no exista tal ser como el diablo, que no se comió literalmente el fruto prohibido y que
no fue realmente de esta forma como entró el pecado en el mundo. Al contrario, narra
la historia de Génesis 3 como una historia veraz de algo que ocurrió realmente.
Debes recordar además que esta no es la única referencia. Es un hecho a tener en
cuenta el que varias de las historias y milagros más extraordinarios del Pentateuco se
mencionan expresamente en el Nuevo Testamento, y siempre como hechos históricos.
Caín y Abel, el arca de Noé, la destrucción de Sodoma, Esaú vendiendo su

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primogenitura, la muerte de los primogénitos de Egipto, el paso del mar Rojo, la
serpiente de bronce, el agua que fluyó de la peña, la burra de Balaam que habló; los
autores del Nuevo Testamento mencionan todas estas cosas y las mencionan como algo
real, no como fábulas. No olvidemos eso nunca. Aquellos que son amigos de despreciar
los milagros del Antiguo Testamento y rebajar la autoridad del Pentateuco harían bien
en considerar si tienen más conocimientos que nuestro Señor Jesucristo y los Apóstoles.
En lo que a mí concierne, hablar del Génesis como un conjunto de mitos y fábulas ante
un pasaje de la Escritura como el que tenemos ante nosotros en este capítulo suena
irrazonable, amén de sacrílego. ¿Estaba equivocado o no S. Pablo cuando narró la
historia de la tentación y la Caída? Si lo estaba, era una persona crédula y necia y quizá
estuviera equivocado en muchas otras cosas. ¡De ser así desaparece su autoridad como
escritor! Bien podemos desechar con burla tal conclusión monstruosa. Pero es bueno
recordar que mucha incredulidad comienza por un desprecio irreverente del Antiguo
Testamento.
En cualquier caso, lo que el Apóstol quiere que advirtamos en la historia de la Caída
de Eva es la “astucia” con que el diablo la llevó a pecar. No le dijo lisa y llanamente que
deseaba engañarla y hacerle daño. Al contrario, le dijo que aquello que estaba
prohibido era algo “bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable
para alcanzar la sabiduría” (Génesis 3:6). No tuvo escrúpulos en afirmar que ella podía
comer el fruto prohibido y, sin embargo, “no morir”. Cegó sus ojos a la pecaminosidad y
el peligro de la transgresión. La persuadió para que creyera que apartarse del claro
mandato de Dios redundaría en su beneficio y no en su ruina. En resumen: “Con su
astucia engañó a Eva”. Ahora bien, es precisamente esta “astucia” lo que S. Pablo nos
dice que debemos temer en la falsa doctrina. No debemos esperar que se acerque a
nuestras mentes con apariencia de engaño, sino en forma de verdad. La moneda falsa
jamás entraría en circulación si no tuviera alguna semejanza con la auténtica. El lobo
raramente conseguiría entrar en el redil si no se disfrazara de oveja. El papismo y la
incredulidad no serían muy dañinos si fueran por el mundo con sus verdaderos
nombres. Satanás es un general demasiado inteligente como para dirigir una campaña
de esta forma. Utiliza palabra elegantes y frases altisonantes como “catolicidad,
apostolicidad, unidad, orden de Iglesia, ideas sanas acerca de la Iglesia, pensamiento
libre, sentido amplio, juicio amable, interpretación liberal de la Escritura” y otras
semejantes, y de ese modo se asienta en las mentes incautas. Y esta es precisamente la
“astucia” a la que hace referencia S. Pablo en el texto. No debemos dudar que había
leído las solemnes palabras de su Señor en el Sermón del Monte: “Guardaos de los
falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos
rapaces” (Mateo 7:15).
Pido tu especial atención con respecto a este punto. Tal es la simplicidad y la
ingenuidad de muchos clérigos en esta época que de hecho esperan que la falsa
doctrina parezca falsa y no entienden que la esencia misma de su perjuicio es, por
definición, su semejanza con la verdad de Dios. Un joven clérigo, por ejemplo, que ha
sido educado desde su infancia para escuchar únicamente enseñanza evangélica recibe
un día la invitación para escuchar un sermón predicado por algún eminente maestro de
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opiniones semicatólicas o semiescépticas. En su ingenuidad, va a la iglesia esperando
escuchar solamente herejías de principio a fin. Para su asombro, escucha un sermón
inteligente y elocuente que contiene una gran dosis de verdad y tan solo unas gotas
homeopáticas de error. Con demasiada frecuencia se produce una violenta reacción en
su ingenua, inocente y cándida mente. Empieza a pensar que sus anteriores maestros
eran de mente estrecha, intolerantes y duros, y su confianza en ellos queda dañada,
quizá para siempre. Con demasiada frecuencia, tristemente, ¡termina pervirtiéndose
completamente y finalmente pasa a engrosar las filas de los ritualistas o de los liberales!
¿Y cuál es el motivo de que llegue a eso? Pues un necio olvido de la lección que
presenta S. Pablo en este texto: “Como la serpiente con su astucia engañó a Eva”, así
engaña Satanás a las almas incautas del siglo XIX acercándose a ellas bajo los ropajes de
la Verdad.
Ruego a cada lector de este capítulo que recuerde esta parte de mi tema y se
mantenga en guardia. ¿Qué puede haber más generalizado que oír cómo se dice de un
falso maestro en la actualidad: “Es tan bueno, tan devoto, tan amable, tan celoso, tan
esforzado, tan humilde, tan abnegado, tan caritativo, tan fervoroso, tan inteligente, tan
evidentemente sincero, que no puede haber peligro ni daño alguno en escucharle.
Además, predica un Evangelio tan genuino: ¡nadie puede predicar un sermón mejor que
el suyo en ocasiones! No puedo creer ni creeré nunca que sea erróneo”. ¿Quién no oye
constantemente este tipo de discurso? ¿Qué persona con cierto discernimiento no ve
que muchos clérigos esperan que los maestros de enseñanzas erróneas se muestren
como abiertos vendedores de veneno y no entienden que a menudo aparecen en forma
de “ángeles de luz” y son demasiado inteligentes como para decir todo lo que piensan y
mostrar todas sus cartas e ideas? Pero así es. Jamás fue tan necesario recordar estas
palabras: “La serpiente con su astucia engañó a Eva”.
Dejo esta parte del asunto que estoy tratando con la triste indicación de que hemos
caído en tiempos en que recelar en cuanto a la sana doctrina no solo es un deber sino
una virtud. No es al fariseo o al saduceo declarado a quienes debemos temer, sino la
levadura de los fariseos y de los saduceos. Es la “reputación de sabiduría” que reviste al
ritualismo lo que le hace tan peligroso para muchas mentes (Colosenses 2:23). Parece
tan bueno, tan justo, tan celoso, santo y reverente, tan devoto y tan amable que
arrastra a muchas personas bienintencionadas como un torrente. El que quiera estar a
salvo debe cultivar el espíritu de un centinela en un puesto crítico. No debe importarle
que se burlen de él por considerarle alguien que “ve herejías por todas partes”. En
tiempos como estos, no debe avergonzarse de sospechar el peligro. Y si hay alguien que
se burle de él por ello, bien puede darse por satisfecho respondiendo: “La serpiente con
su astucia engañó a Eva”.
III. Queda la tercera y última lección del texto para su consideración. Nos muestra una
cuestión acerca de la cual debemos estar particularmente en guardia. Esa cuestión se
denomina “la sincera fidelidad a Cristo” (“la sencillez y pureza de la devoción a Cristo”,
LBLA).
Ahora bien, la expresión que tenemos ante nosotros es ciertamente extraordinaria y

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única en el Nuevo Testamento. En cualquier caso, hay algo claro: la expresión de la
sincera fidelidad significa aquello que es puro en contraposición a lo que está mezclado.
Desarrollando esa idea, algunos han sostenido que la expresión significa “exclusividad
de afecto a Cristo”: Debemos temer dividir nuestro afecto entre Cristo y cualquier otro.
Sin duda alguna, es muy buena teología; pero no estoy seguro de que sea el verdadero
sentido del texto. Prefiero la opinión de que se refiere a una doctrina de Cristo sencilla,
sin adulterar ni alterar; la sencilla “verdad como es en Jesús” en todos los puntos, sin
adición, sustracción ni sustitución. Apartarse del simple y genuino precepto del
Evangelio, ya sea dejando de lado alguna parte o añadiendo cualquier otra, era lo que
Pablo quería que los corintios temieran especialmente. La expresión está llena de
significado y parece escrita especialmente para nuestra enseñanza en estos últimos
tiempos. Nuestro celo ha de ser grande y debemos estar siempre en guardia, no sea
que nos apartemos del sencillo Evangelio que Cristo entregó una vez a los santos.
La expresión que tenemos ante nosotros es tremendamente instructiva. El principio
que contiene es de inefable importancia. Si amamos nuestras almas y queremos
mantenerlas sanas, debemos esforzarnos en adherirnos íntimamente a la sencilla
doctrina de Cristo en cada jota, en cada tilde y cuestión concreta. Una vez que se le
añade o sustrae algo, se corre el riesgo de estropear la medicina divina o aun de
convertirla en veneno. Que el principio que te guíe sea: “Ninguna otra doctrina salvo la
de Cristo; ¡nada más y nada menos!”. Aférrate firmemente a ese principio y no lo
sueltes. Escríbelo en tu corazón y no lo olvides jamás.
1) Tengamos claro, por ejemplo, que no hay un camino para la Paz salvo el sencillo
camino trazado por Cristo. La verdadera tranquilidad de conciencia y la paz interior del
alma no proceden jamás de otra cosa que no sea la fe inequívoca en Cristo mismo y en
su obra completa. La paz por medio de la confesión auricular, el ascetismo físico, la
constante asistencia a los cultos en la iglesia o la participación frecuente en la Cena del
Señor son un engaño y una trampa. Las almas solo alcanzan descanso yendo
directamente a Jesús mismo, cansadas y cargadas, por medio de una comunión de fe y
confianza en Él. En esta cuestión mantengámonos firmes en “la sincera fidelidad a
Cristo”.
2) Tengamos claro también que no hay otro sacerdote que pueda mediar de alguna
forma entre tú y Dios salvo Jesucristo. Él mismo ha dicho, y sus palabras no pasarán: “Yo
soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
Ningún hijo pecador de Adán, sin importar cómo haya sido ordenado ni cuál sea su
título eclesiástico, puede ocupar jamás el lugar de Cristo o hacer lo que solo Cristo ha
sido llamado a hacer. El sacerdocio es el cargo específico de Cristo y jamás lo ha
delegado en nadie. También en esta cuestión, mantengámonos firmes en “la sincera
fidelidad a Cristo”.
3) Tengamos claro también que no existe sacrificio por el pecado salvo el sacrificio
único de Cristo en la Cruz. No escuches ni por un momento a aquellos que te dicen que
hay alguna clase de sacrificio en la Cena del Señor, alguna repetición de la ofrenda de
Cristo en la Cruz o alguna oblación de su cuerpo y su sangre bajo la forma del pan y el
vino consagrados. El único sacrificio por los pecados que ofreció Cristo fue un sacrificio
71
perfecto y completo y no es más que una blasfemia intentar repetirlo: “Con una sola
ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). En esta
cuestión, mantengámonos también firmes en “la sincera fidelidad a Cristo”.
4) Tengamos claro también que no existe otra regla de fe y otro juez en las
controversias que aquel al que Cristo siempre hacía referencia: la Palabra escrita de
Dios. No dejemos que ningún hombre perturbe nuestras almas con vagas expresiones
como “la voz de la Iglesia, la Antigüedad primitiva, el juicio de los primeros Padres” y
ese tipo de discurso grandilocuente. Que nuestro único patrón de la Verdad sea la
Biblia, la Palabra escrita de Dios. “¿Qué dice la Escritura?”. “¿Qué está escrito en la ley?
¿Cómo lees?”. “¡A la ley y al testimonio!”. “Escudriñad las Escrituras” (Romanos 4:3;
Lucas 10:26; Isaías 8:20; Juan 5:39). En esta cuestión, mantengámonos también firmes
en “la sincera fidelidad a Cristo”.
5) Tengamos claro también que no hay otros medios de gracia en la Iglesia que
tengan autoridad vinculante salvo los sencillos y conocidos que Cristo y los Apóstoles
sancionaron. Consideremos con el mayor celo todas las ceremonias y formas de origen
humano cuando se les otorga tan exagerada importancia que las cosas de Dios queden
relegadas a un segundo plano. Las ideas humanas tienden invariablemente a suplantar
los decretos de Dios. Cuidémonos de no hacer vana la Palabra de Dios por medio de
creaciones humanas. En esta cuestión, mantengámonos también firmes en “la sincera
fidelidad a Cristo”.
6) Tengamos claro también que no es sana ninguna enseñanza acerca de los
sacramentos que les atribuya un poder que Cristo no menciona. Tengamos cuidado de
no admitir que el bautismo o la Cena del Señor pueden conferir gracia “ex opere
operato”, esto es, por medio de la mera administración externa, independientemente
del estado del corazón de aquellos que los reciben. Recordemos que la única prueba de
que las personas bautizadas y los comulgantes tienen la gracia es la demostración de
dicha gracia en sus vidas. Los frutos del Espíritu son las únicas pruebas de que hemos
nacido del Espíritu y somos uno con Cristo, y no la mera recepción de los sacramentos.
En esta cuestión, mantengámonos también firmes en “la sincera fidelidad a Cristo”.
7) Tengamos claro también que no es segura ninguna enseñanza acerca del Espíritu
Santo que no pueda conciliarse con la sencilla enseñanza de Cristo. No debemos
escuchar a los que aseveran que el Espíritu Santo habita realmente en todas las
personas bautizadas sin excepción en virtud de su bautismo, y que lo único que se
precisa es “fomentar” esa gracia en esas personas. La sencilla enseñanza de nuestro
Señor es que habita únicamente en aquellos que son sus discípulos creyentes y que el
mundo ni conoce, ni ve, ni puede recibir el Espíritu Santo (cf. Juan 14:17). Su presencia
interior es un privilegio de los cristianos, y dondequiera que esté se le verá. En esta
cuestión, mantengámonos también firmes en “la sincera fidelidad a Cristo”.
8) Por último, tengamos claro que no puede ser esencialmente sana ninguna
enseñanza en que la Verdad no se presente de forma equilibrada, como lo hicieron
Cristo y los Apóstoles. Cuidémonos de cualquier enseñanza en que lo principal sea una
exaltación constante de la Iglesia, el ministerio o los sacramentos, mientras que grandes
verdades como el arrepentimiento, la fe, la conversión y la santidad se dejan en un
72
lugar inferior y subordinadas en términos comparativos. Pon tal enseñanza junto a la de
los Evangelios, Hechos y las Epístolas. Haz un recuento de los textos. Haz un cálculo.
Advierte lo poco que se dice en el Nuevo Testamento relativamente con respecto al
bautismo, a la Cena del Señor, a la Iglesia y el ministerio; y luego juzga por ti mismo
cuáles son las proporciones en la Verdad. También en esta cuestión, repito una vez más,
mantengámonos firmes en “la sincera fidelidad a Cristo”.
La sencilla doctrina y regla de Cristo, pues —sin añadiduras, sustracciones ni
sustituciones—, es la meta a la que debemos aspirar. Este es el punto del que debemos
temer desviarnos. ¿Podemos mejorar su doctrina? ¿Somos más sabios que Él?
¿Pensamos que se quedó algo de verdadera importancia en el tintero o a merced de los
vagos testimonios de las tradiciones humanas? ¿Nos arrogamos el derecho de decir que
podemos arreglar o cambiar para mejor un decreto suyo? ¿Tenemos dudas en cuanto a
que en cuestiones sobre las que no se dice nada debemos obrar con suma cautela, con
tacto y moderación y que debemos abstenernos de imponerlas a otros que no
comparten nuestra opinión? Por encima de todo, ¿no debemos cuidarnos de declarar
como necesaria para la salvación cualquier cosa de la que Cristo no ha dicho nada en
absoluto? Solo veo una respuesta a preguntas como estas. Debemos cuidarnos de
cualquier cosa que tenga el más mínimo aspecto de desviarse de “la sincera fidelidad a
Cristo”.
La pura verdad es que nunca será excesivo lo que exaltemos al Señor Jesucristo
como Aquel que es Cabeza de la Iglesia y Señor de todos los decretos, además de como
el Salvador de los pecadores. Creo que todos fallamos aquí. No comprendemos qué Rey
tan excelso, grande y glorioso es el Hijo de Dios y cuánta lealtad absoluta le debemos a
Aquel que no ha delegado ninguno de sus oficios ni ha dado su gloria a ningún otro.
Merece la pena recordar las solemnes palabras que John Owen dirigió a la Casa de los
Comunes en un sermón acerca de “la grandeza de Cristo”. Temo que la Casa de los
Comunes escuche pocos sermones semejantes en la actualidad:
“Cristo es el camino: los hombres sin Cristo son Caínes, vagabundos errantes. Suya
es la Verdad: sin Él, los hombres son engañadores como el diablo desde la Antigüedad.
Él es la vida: sin Él, los hombres están muertos en delitos y pecados. Él es la luz: sin Él,
los hombres están en tinieblas y no saben adónde van. Él es la vid: los hombres que no
están en Él son ramas cortadas preparadas para ser echadas al fuego. Él es la roca: los
hombres que no están construidos sobre Él son arrastrados por la inundación. El es el
Alfa y la Omega, el principio y el fin, el autor y el consumador, quien comienza y
concluye nuestra salvación. El que no lo tiene, no posee el principio del bien, ni su
infelicidad tendrá fin. ¡Oh bendito Jesús, cuánto mejor no existir a existir sin ti! ¡Antes
no nacer que morir sin ti! Mil infiernos se quedan por debajo de esto: la eternidad sin
Jesucristo”. Este testimonio es cierto. Si podemos decir amén al espíritu de este pasaje,
le irá bien a nuestras almas.
Y ahora permítaseme concluir este capítulo ofreciendo algunos consejos a todo aquel
en cuyas manos pueda caer. No los ofrezco como alguien que tiene algún tipo de
autoridad, sino como alguien que desea afectuosamente hacer bien a sus hermanos.

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Los ofrezco especialmente a todos los que son miembros de la Iglesia de Inglaterra,
aunque creo que serán útiles para todos los cristianos ingleses. Y los ofrezco como
consejos que considero útiles para mi propia alma y que, por ello, me aventuro a pensar
que pueden serlo para otros.
1) En primer lugar, si queremos evitar caer en la falsa doctrina, armemos nuestras
mentes con un profundo conocimiento de la Palabra de Dios. Leamos nuestras biblias de
principio a fin diariamente con diligencia y en constante oración pidiendo que el
Espíritu Santo nos enseñe y esforcémonos, pues, en familiarizarnos profundamente con
sus contenidos. El desconocimiento de la Biblia es la raíz de todos los errores, y un
conocimiento superficial de la misma explica muchas de las tristes perversiones y
deserciones de la actualidad. En una época de prisas, de ferrocarriles y telégrafos, estoy
firmemente persuadido de que muchos cristianos no dedican suficiente tiempo a la
lectura privada de las Escrituras. Me pregunto seriamente si los ingleses no conocían
mejor sus biblias hace 200 años que ahora. La consecuencia es que son “niños
fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina” y son presa fácil de
cualquier maestro inteligente del error que intente influir en sus mentes. Ruego a mis
lectores que recuerden este consejo y pongan atención a sus caminos. Es tan cierto hoy
como siempre que solo el buen estudioso del texto es buen teólogo y que una
familiaridad con los principales textos esenciales es, como lo demostró nuestro Señor
en la tentación, una de las mejores salvaguardas contra el error. Ármate, pues, con la
espada del Espíritu y acostumbra a tu mano a utilizarla. Soy muy consciente de que no
existe un camino de rosas hacia el conocimiento de la Biblia. Sin diligencia y sin esfuerzo
nadie llega a ser “poderoso en las Escrituras”. “La justificación —dijo Charles Simeon
con su habitual ingenio— es por la fe, pero el conocimiento de la Biblia viene por las
obras”. Pero de una cosa estoy seguro: no hay trabajo que sea mejor recompensado
que un estudio diario y esforzado de la Palabra de Dios.
2) En segundo lugar, si queremos mantener un camino recto como clérigos en estos
tiempos malignos, conozcamos profundamente los Treinta y Nueve Artículos de la
Iglesia de Inglaterra. Esos Artículos, me atrevo a decir, son la Confesión autorizada de la
Iglesia de Inglaterra y la verdadera prueba a la que la enseñanza de todo clérigo debiera
someterse. La “enseñanza del Libro de Oración” es una frase generalizada en muchas
bocas, y a menudo este libro se considera mejor patrón para valorar la fidelidad del
clérigo que los Artículos. Pero me aventuro a aseverar que el patrón de la Iglesia en
cuanto a su doctrina son los Artículos, y no el Libro de Oración. Que nadie piense que
tengo en poco el Libro de Oración porque digo esto. En amor leal a la liturgia y profunda
admiración por sus contenidos no me gana nadie. Es un libro devocional incomparable
para el uso de cualquier congregación cristiana. Pero el Libro de Oración de la Iglesia
jamás fue concebido para ser el patrón fijo de la Iglesia con respecto a la doctrina
bíblica como lo son los Artículos. Esta no era su función original, este no fue el
propósito para el que se recopiló. Es un manual devocional, no una confesión de fe.
Tengámoslo en alta estima; pero no lo exaltemos hasta el lugar que solamente
corresponde a los Artículos y que le asignan el sentido común, los estatutos y la opinión
expresa de eminentes eruditos.
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Ruego a cada lector de este capítulo que examine los Artículos y se mantenga
familiarizado con ellos leyéndolos cuidadosamente al menos una vez al año. Tengamos
claro que ningún hombre que predique, enseñe o sostenga cualquier cosa contraria a la
confesión de fe de la Iglesia tiene derecho a considerarse a sí mismo un buen clérigo. En
mi opinión, los Artículos han sido excesivamente abandonados en estos tiempos. Creo
que sería bueno que formaran parte del sistema docente religioso en todas las escuelas
de clase media relacionadas con la Iglesia de Inglaterra. Como la famosa Confesión de
Westminster en Escocia, serían una gran barrera contra la tendencia a regresar a Roma.
3) El tercer y último consejo que deseo ofrecer es el siguiente: Familiaricémonos
profundamente con la historia de la Reforma inglesa. La razón que tengo para ofrecer
este consejo es mi firme convicción de que esta parte de la historia inglesa ha sido
injustamente olvidada en los últimos años. Miles de clérigos tienen hoy en día una
noción muy pobre de lo que adeudamos a nuestros reformadores martirizados. No
tienen un concepto claro de la situación de tinieblas y superstición en que vivieron
nuestros padres y de la luz y la libertad que introdujo la Reforma. Y la consecuencia es
que no ven gran perjuicio en el movimiento actual de vuelta al catolicismo y tienen
ideas muy vagas acerca de la verdadera naturaleza y obra del papismo. Es hora de que
cambien las cosas. Hay algo de lo que estoy convencido: el origen de una gran dosis de
la apatía vigente con respecto al movimiento actual de vuelta al catolicismo puede
hallarse en la crasa ignorancia tanto de la verdadera naturaleza del papismo como de la
Reforma protestante.
La ignorancia, después de todo, es una de las mejores amigas de la falsa doctrina. Lo
que necesita cualquier época, aun el siglo XIX, es más luz. Miles son extraviados por el
papismo o caen en la incredulidad por pura falta de lectura e información. Lo repito una
vez más, si los hombres estudiaran con atención la Biblia, los Artículos y la historia de la
Reforma, no temería que sus “sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera
fidelidad a Cristo”. Quizá no se “conviertan” a Dios, pero en cualquier caso no se
“torcerían” apartándose de la Iglesia de Inglaterra.

Capítulo 8
Idolatría
“Huid de la idolatría”
(1 Corintios 10:14).

Puede que a primera vista parezca que el texto que encabeza esta página es
difícilmente necesario en Inglaterra. En una época de educación e inteligencia como la
75
nuestra, casi podemos llegar a pensar que es una pérdida de tiempo decirle a un inglés
que “huya de la idolatría”.
Me atrevo a decir que esta es una gran equivocación. Creo que hemos llegado a un
momento en que la cuestión de la idolatría exige un examen y un análisis profundos.
Creo que la idolatría está cerca de nosotros, a nuestro alrededor y entre nosotros hasta
extremos temibles. En pocas palabras, el segundo mandamiento está en peligro, “la
mortandad ha comenzado”.
Sin más preámbulos, propongo considerar en este capítulo los cuatro puntos
siguientes:
I. Definición de idolatría. ¿Qué es?
II. La causa de la idolatría. ¿De dónde proviene?
III. La forma que adopta la idolatría en la Iglesia visible de Cristo. ¿Dónde está?
IV. La abolición definitiva de la idolatría. ¿Qué acabará con ella?
Creo que la cuestión está rodeada de muchas dificultades. Nuestra suerte está echada
en una época en que la Verdad está constantemente en peligro de ser sacrificada a las
presuntas tolerancia, caridad y paz. En cualquier caso, no puedo olvidar como clérigo
que la Iglesia de Inglaterra cuyo “sonido” no ha sido “incierto” en la cuestión de la
idolatría; y, a menos que esté gravemente equivocado, la verdad acerca de la idolatría
es, en el sentido más elevado, verdad para todas las épocas.
I. Permítaseme en primer lugar, pues, ofrecer una definición de idolatría. Permítaseme
mostrar lo que es.
Es de la mayor importancia que comprendamos esto. A menos que quede claro, no
puedo tratar la cuestión. En este punto imperan la vaguedad y la confusión, como en
casi todos los demás asuntos religiosos. El cristiano que no quiere errar continuamente
en su viaje espiritual debe tener su ruta bien señalizada y su mente bien amueblada con
definiciones claras.
Afirmo, entonces, que “la idolatría es adoración en la que el honor que merece Dios
en la Trinidad y solo Él se rinde a alguna de sus criaturas o a alguna invención de sus
criaturas”. Puede variar grandemente. Puede adoptar infinitud de formas según el
grado de ignorancia o de conocimiento, la civilización o la barbarie de los que la
practican. Puede ser manifiestamente absurda y ridícula o quizá bordear la Verdad y
admitir las más especiosas defensas. Pero, ya sea en la adoración al ídolo Jagannath o
en la adoración de la hostia en S. Pedro en Roma, el principio de la idolatría es
realmente el mismo. En ambos casos, el honor que Dios se merece se aparta de Él y se
deposita en algo que no es Dios. Y, cuando quiera que se haga esto, ya sea en templos
paganos o en iglesias que profesan el cristianismo, hay un acto de idolatría.
No es necesario que un hombre rechace formalmente a Dios y a Cristo para ser un
idólatra. Lejos de eso. Es perfectamente compatible profesar reverencia al Dios de la
Biblia y practicar la idolatría. A menudo han ido codo con codo y así sigue siendo. Los
hijos de Israel nunca pensaron renunciar a Dios cuando persuadieron a Aarón para que
hiciera el becerro de oro. “Estos son tus dioses [tus Elohim] —dijeron—, que te sacaron
76
de la tierra de Egipto”. Y la fiesta en honor al becerro se mantuvo como “fiesta para
Jehová” (Éxodo 32:4–5). Jeroboam, por otro lado, jamás pretendió pedir a las diez
tribus que desecharan su lealtad al Dios de David y Salomón. Cuando levantó los
becerros de oro en Dan y Betel, solamente dijo: “Bastante habéis subido a Jerusalén; he
aquí tus dioses, oh Israel [tus Elohim], los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto”
(1 Reyes 12:28). Debemos observar que en ninguno de estos casos se erigió el ídolo
como rival de Dios, sino que en ambos casos se hizo con la excusa de ser una ayuda: un
escalón para darle culto. Pero en ambos casos se cometió un gran pecado. El honor
debido a Dios se rindió a una representación de Él. Se ofendió la majestad de Jehová. Se
quebrantó el segundo mandamiento. A los ojos de Dios hubo un flagrante acto de
idolatría.
Advirtamos esto bien. Es hora de desechar de nuestras mentes esas vagas ideas con
respecto a la idolatría tan comunes en esta época. No debemos pensar, como hacen
muchos, que solo hay dos tipos de idolatría: la idolatría espiritual del hombre que ama a
su esposa, a su hijo o el dinero más que a Dios, y la idolatría crasa y abierta del hombre
que se inclina ante una imagen de madera, metal o piedra porque no conoce otra cosa.
Sin duda, la idolatría es un pecado que ocupa un terreno mucho más amplio que eso.
No es meramente algo que ocurre en el Indostán y de lo que oigamos hablar y que
lamentemos en las reuniones misioneras; ni es algo que se limita a nuestros corazones y
que podemos confesar ante el trono de gracia de rodillas. Es una enfermedad que se
extiende por la Iglesia de Cristo hasta mayores extremos de lo que muchos imaginan. Es
un mal que, como el hombre de pecado, “se sienta en el templo de Dios” (2
Tesalonicenses 2:4). Es un pecado que todos necesitamos vigilar y contra el que
debemos orar constantemente. Se desliza en nuestra adoración religiosa de forma
imperceptible y, antes de que nos demos cuenta, ya está sobre nosotros. Son
tremendas las palabras que dirigió Isaías al judío formal; no al adorador de Baal,
recuérdalo, sino al hombre que de hecho acudía al Templo (Isaías 66:3): “El que sacrifica
buey es como si matase a un hombre; el que sacrifica oveja, como si degollase un perro;
el que hace ofrenda, como si ofreciese sangre de cerdo; el que quema incienso, como si
bendijese a un ídolo”.
Este es el pecado que Dios ha censurado especialmente en su Palabra. Uno de los
Diez Mandamientos está dedicado a su prohibición. Ni uno solo de ellos contiene una
declaración tan solemne de la naturaleza de Dios y de sus juicios contra los
desobedientes: “Yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los
padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen”
(Éxodo 20:5). Quizá no haya ninguno que se repita con tanto hincapié y se amplíe de tal
forma, especialmente en el capítulo 4 de Deuteronomio.
Este es el pecado, de entre todos los demás, al que los judíos parecen haber sido
más propensos antes de la destrucción del Templo de Salomón. ¿Qué es la historia de
Israel bajo sus reyes y jueces sino el triste testimonio de sus repetidas caídas en la
idolatría? Una y otra vez leemos acerca de “lugares altos” y dioses falsos. Una y otra vez
leemos de cautividades y castigos por causa de la idolatría. Una y otra vez leemos del
regreso al viejo pecado. Parece como si el amor a los ídolos fuera para los judíos hueso
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de sus huesos y carne de su carne. En pocas palabras, el pecado dominante en la Iglesia
del Antiguo Testamento era la idolatría. Cara a cara ante los decretos ceremoniales más
elaborados que Dios había dado a su pueblo, Israel estaba desviándose constantemente
hacia los ídolos y adorando la obra de manos humanas.
Este es el pecado, de entre todos los demás, que ha traído consigo los juicios más
severos sobre la Iglesia visible. Trajo sobre Israel a los ejércitos de Egipto, Asiria y
Babilonia. Dispersó a las diez tribus, quemó Jerusalén y llevó a Judá y Benjamín a la
cautividad. En tiempos posteriores trajo sobre las iglesias orientales la avalancha de la
invasión sarracena y convirtió muchos huertos espirituales en desiertos. La desolación
que reina donde antaño predicaron Cipriano y Agustín, la muerte viviente en la que
están enterradas las iglesias que hubo en Asia Menor y Siria, todo ello se puede achacar
a este pecado. Todo da testimonio de la misma gran verdad que proclama nuestro
Señor en Isaías: “A otro no daré mi gloria” (Isaías 42:8).
Recopilemos estas cosas en nuestras mentes y ponderémoslas bien. La idolatría es
una cuestión que es preciso examinar, conocer y entender en toda Iglesia de Cristo que
quiera mantenerse pura. No en vano S. Pablo nos da este severo mandato: “Huid de la
idolatría”.
II. Permítaseme mostrar, en segundo lugar, la causa a la que se remonta la idolatría.
¿De dónde proviene?
Al hombre que tiene una idea exagerada y exaltada del intelecto humano y de la
razón, la idolatría puede parecerle absurda. Piensa que es demasiado irracional para
poner en peligro a nadie salvo mentes débiles.
A alguien que piensa de forma meramente superficial con respecto al cristianismo,
el peligro de la idolatría puede parecerle muy pequeño. Aunque quebranten muchos
mandamientos —nos dice—, los que profesan el cristianismo no son muy susceptibles
de transgredir el segundo.
Ahora bien, ambas personas hacen demostración de un lamentable
desconocimiento de la naturaleza humana. No ven que hay raíces secretas de idolatría
en todos nosotros. La vigencia de la idolatría en todas las épocas entre los paganos
resultará forzosamente un enigma para el primero; las advertencias de los ministros
protestantes en contra de la idolatría en la Iglesia parecerán forzosamente gratuitas al
segundo. Ambos están ciegos por igual en cuanto a su causa.
La causa de toda idolatría es la corrupción natural del corazón del hombre. Esa gran
enfermedad congénita con la que todos los hijos de Adán están infectados desde su
nacimiento se manifiesta tanto en esto como de otras mil formas. De la misma fuente
de donde “salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los
homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la
maledicencia, la soberbia, la insensatez” y cosas semejantes (Marcos 7:21–22), de esa
misma fuente surgen las falsas ideas acerca de Dios y las falsas ideas acerca de la
adoración que se le debe; y cuando el apóstol Pablo, pues, les dice a los gálatas (Gálatas
5:20) cuáles son “las obras de la carne”, pone la idolatría en un lugar destacado entre
ellas.

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El hombre tendrá siempre alguna clase de religión. Dios no se ha dejado sin
testimonio en todos nosotros, a pesar de ser seres caídos. Como viejas inscripciones
bajo montañas de escombros, como la escritura casi borrada de los manuscritos
palimpsestos, de la misma forma, hay algo grabado tenuemente en el fondo del
corazón del hombre, no importa cuán débilmente y casi borrado, algo que le hace
sentir que debe tener una religión y alguna clase de culto. La prueba de esto se
encuentra en los relatos de los viajes por todo el planeta. Las excepciones a la regla son
tan pocas, si es que hay alguna, que solo confirman su verdad. Quizá el culto en algún
oscuro rincón de la Tierra no vaya más allá de un vago temor a un espíritu maligno y un
deseo de propiciarlo; pero el hombre siempre tendrá alguna clase de culto.
Entonces entran en juego los efectos de la Caída. El desconocimiento de Dios, los
conceptos carnales y bajos de su naturaleza y sus atributos, ideas terrenales y sensuales
con respecto al culto que es aceptable para Él, todo ello caracteriza la religión del
hombre natural. Hay un deseo en su mente de algo que pueda ver, sentir y tocar en su
Divinidad. Querría traer a su Dios a su propio nivel degradado. Querría convertir su
religión en una cuestión de los sentidos y la vista. No tiene idea alguna de la religión del
corazón, la fe y el espíritu. En resumen, igual que desea vivir en la Tierra de Dios pero,
hasta que es renovado por la gracia, una vida degradada y caída, así no opone objeción
a adorar de alguna forma pero, hasta que es renovado por el Espíritu Santo, es siempre
una adoración caída. En pocas palabras, la idolatría es un producto natural del corazón
del hombre. Es una mala hierba que, como la tierra sin cultivar, el corazón siempre está
dispuesto a producir.
¿Nos sorprende ahora leer acerca de las repetidas idolatrías de la Iglesia del Antiguo
Testamento: de Peor, Baal, Moloc, Quemos y Astarté; de los lugares altos y los altares
en los montes, de las imágenes de madera; y todo esto a plena luz del ceremonial
mosaico? Dejemos de sorprendernos. Se puede explicar. Hay una causa.
¿Nos sorprende cuando leemos cómo a lo largo de la Historia la idolatría se infiltró
gradualmente en la Iglesia de Cristo, cómo poco a poco desplazó la verdad del Evangelio
hasta que en Cantórbery los hombres ofrecieron más ante el altar de Thomas à Becket
que ante el de la virgen María y más ante el de la virgen María que ante el de Cristo?
Dejemos de sorprendernos. Es comprensible. Hay una causa.
¿Nos sorprende oír hablar de hombres que pasan hoy en día de las Iglesias
protestantes a la Iglesia de Roma? ¿Pensamos que es inexplicable y creemos que
nosotros mismos jamás podríamos abandonar una forma de adoración pura por una
como la del papa? Dejemos de sorprendernos. El problema tiene una solución. Hay una
causa.
Esa causa no es otra que la corrupción del corazón del hombre. Hay una propensión
y una tendencia natural en todos nosotros a ofrecer a Dios una adoración sensual,
carnal, y no la que se nos ordena en su Palabra. Estamos siempre dispuestos, a causa de
nuestra pereza e incredulidad, a ingeniarnos ayudas visibles y peldaños en nuestro
acercamiento a Él y, en última instancia, a otorgar a nuestras invenciones el honor que
se le debe a Él. De hecho, la idolatría es completamente natural, cuesta abajo, fácil,
como el camino ancho. La adoración espiritual es toda por gracia, cuesta arriba, contra
79
corriente. Cualquier otra adoración es más agradable para el corazón natural que
adorar a Dios de la forma en que lo describe Cristo nuestro Señor: “En espíritu y en
verdad” (Juan 4:23).
En lo que a mí respecta, no me sorprende la cantidad de idolatría que existe tanto
en el mundo como en la Iglesia visible. Creo que es perfectamente factible que vivamos
para ver mucha más de la que habríamos podido soñar. No me sorprendería que
surgiera algún poderoso Anticristo personal antes del fin; poderoso intelectualmente,
poderoso en talentos para el gobierno, sí, y quizá también poderoso en dones
milagrosos. No me sorprendería ver a alguien así erigiéndose en oposición a Cristo y
comandando una conspiración infiel contra el Evangelio. Creo que muchos de los que
ahora se glorían en decir “no queremos que éste reine sobre nosotros” se gozarían en
honrarle. Creo que muchos le convertirían en un dios, le reverenciarían como la
encarnación de la Verdad y concentrarían su concepto de culto al héroe en su persona.
Lo adelanto como una posibilidad y nada más. Pero al menos de esto sí estoy seguro:
Ningún hombre está menos a salvo del peligro de la idolatría que el que ahora se burla
de toda clase de religión; y de la incredulidad a la credulidad, del ateísmo a la más crasa
idolatría, solo hay un paso. No pensemos, en cualquier caso, que la idolatría es un
pecado pasado de moda en el que probablemente no caigamos jamás: “El que piensa
estar firme, mire que no caiga”. Bien haremos en examinar nuestros propios corazones:
El germen de la idolatría está ahí. Recordemos las palabras de S. Pablo: “Huid de la
idolatría”.
III. Permítaseme mostrar, en tercer lugar, las formas que ha adoptado la idolatría y que
adopta en la Iglesia visible. ¿Dónde está?
Creo que no existe nada más infundado que la teoría que cuenta con el favor de
muchos de que la Iglesia visible de Cristo disfruta de las promesas de perpetuidad y
protección de la idolatría. Es una teoría que no apoyan ni la Escritura ni los hechos. La
Iglesia contra la que “las puertas del Hades no prevalecerán” no es la Iglesia visible, sino
todo el cuerpo de los elegidos, la congregación de creyentes verdaderos de toda nación
y pueblo. La mayor parte de la Iglesia visible ha sostenido frecuentemente flagrantes
herejías. Sus ramas específicas nunca están a salvo del error fatal, tanto en la fe como
en la práctica. Un abandono de la fe, una caída, el olvido del primer amor en cualquier
rama de la Iglesia visible no debiera sorprender jamás a un lector cuidadoso del Nuevo
Testamento.
Aparentemente parece que los Apóstoles esperaban que surgiera la idolatría aun
antes de que se cerrara el canon del Nuevo Testamento. Es extraordinario observar
cómo Pablo trata esta cuestión en su Epístola a los Corintios. Si cualquier supuesto
hermano corintio era un idólatra, los miembros de la Iglesia no debían “ni aun [comer]”
con él (1 Corintios 5:11). “Ni seáis idólatras, como algunos de ellos” (1 Corintios 10:7).
Nuevamente, en el texto que encabeza este capítulo dice: “Amados míos, huid de la
idolatría”. Cuando escribe a los colosenses, les advierte en contra del “culto a los
ángeles” (Colosenses 2:18). Y S. Juan cierra su primera Epístola con el solemne
mandato: “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1 Juan 5:21). Es imposible no creer que estos

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pasajes indican la expectativa de un auge en la idolatría, y pronto, entre los que
profesaban el cristianismo.
La bien sabida profecía del capítulo 4 de la primera Epístola a Timoteo contiene un
pasaje que viene aún más al caso: “El Espíritu dice claramente que en los postreros
tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas
de demonios” (1 Timoteo 4:1). No entretendré a mis lectores con un prolijo análisis de
esa destacada expresión: “doctrinas de demonios”. Baste decir que se considera que los
excelentes traductores de la Biblia han pasado por alto por una vez el sentido pleno de
lo que el Apóstol quería decir al traducir la palabra que equivale a “demonios” en
nuestra versión, y que el verdadero significado de la expresión es “doctrinas acerca de
espíritus muertos”. Y bajo esta tesis, que puedo decir que sostienen todos los que más
acreditados están para hablar al respecto, el pasaje se convierte en una predicción
directa del auge de la forma de idolatría más especiosa: la adoración de los santos
muertos (léanse los escritos de Mede).
El último pasaje al que haré referencia será el final del capítulo 9 del Apocalipsis. Allí
leemos, en el versículo 20: “Los otros hombres que no fueron muertos con estas plagas,
ni aun así se arrepintieron de las obras de sus manos, ni dejaron de adorar a los
demonios —advirtamos que esta es la misma palabra de la Epístola a Timoteo que
acabamos de citar—, y a las imágenes de oro, de plata, de bronce, de piedra y de
madera, las cuales no pueden ver, ni oír, ni andar”. Ahora bien, no voy a ofrecer
comentario alguno del capítulo en que se enmarca este versículo. Sé muy bien que hay
diferencias de opinión con respecto a la verdadera interpretación de las plagas que se
predicen en él. Solamente me aventuro a afirmar que es sumamente probable que
estas plagas caigan sobre la Iglesia visible y que es muy improbable que S. Juan
estuviera profetizando acerca de los paganos que no habían oído el Evangelio jamás. Y
una vez que se acepta esto, el hecho de que la idolatría es un pecado que se predice
con respecto a la Iglesia visible parece quedar establecido de forma concluyente.
Y ahora, al pasar de la Biblia a los hechos, ¿qué es lo que vemos? Respondo sin
titubear que existen pruebas inequívocas de que las advertencias y predicciones de la
Biblia no se hicieron sin causa y que efectivamente surgió la idolatría en la Iglesia visible
de Cristo y sigue existiendo.
Encontramos resumido el principio y el auge del mal en el pasado en la Homilía de la
Iglesia de Inglaterra sobre el peligro de la idolatría. A esa Homilía remito a todos los
clérigos, recordándoles de una vez por todas que, según el criterio de los Treinta y
Nueve Artículos, el Libro de las Homilías “contiene una doctrina sana y piadosa y
necesaria para estos tiempos”. Allí leemos cómo, aun en el siglo IV, Jerónimo se queja
“de que han entrado los errores de las imágenes, pasando de los gentiles a los
cristianos”; y Eusebio dice: “Vemos que se presentan las imágenes de Pedro y Pablo y
aun de nuestro Señor mismo y se pintan retablos, lo cual creo que deriva de una
costumbre pagana y se conserva con indiferencia”. Ahí podemos leer cómo “Poncio
Paulino, obispo de Nola, en el siglo V hizo que se pintaran las paredes de los templos
con historias tomadas del Antiguo Testamento, para que al mirar y considerar esas
imágenes la gente se abstuviera de excesos y revueltas. Pero de aprender de historias
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pintadas se pasó poco a poco a la idolatría”. Ahí podemos leer cómo Irene, madre de
Constantino VI, en el siglo VIII reunió un Concilio en Nicea y promulgó un decreto según
el cual debían ponerse imágenes en todas las iglesias de Grecia y se debía rendir honor
a dichas imágenes”. Y ahí podemos leer la conclusión con que la Homilía resume su
repaso histórico: “Que congregaciones y clero, eruditos y analfabetos, hombres,
mujeres y niños de todas las clases y edades en toda la cristiandad se han hundido en la
abominable idolatría, el vicio más detestado por Dios de todos los vicios y el más
condenable para el hombre, y eso durante más de 800 años”.
Esta es una historia triste, pero cierta. Poco se puede poner en duda que el mal
comenzó aun antes de la época que mencionan los autores de la Homilía. Creo que
ningún hombre debe sorprenderse ante el principio de la idolatría en la Iglesia primitiva
si considera detenidamente la excesiva reverencia que rendía, desde el mismísimo
principio, a las partes visibles de la religión. Creo que ningún hombre imparcial puede
leer el lenguaje utilizado por casi todos los Padres con respecto a la Iglesia, los obispos,
el ministerio, el bautismo, la Cena del Señor, los mártires, los santos muertos en
general; ningún hombre puede leerlo sin sorprenderse ante la gran diferencia entre su
lenguaje y el lenguaje de la Escritura en relación con estas cuestiones. Parece de
inmediato como si te encontraras en una nueva atmósfera. Sientes que ya no estás
pisando terreno santo. Descubres que cosas que en la Biblia son obviamente de una
importancia secundaria, aquí se convierten en primarias. Descubres que lo relacionado
con los sentidos y con la vista se exalta hasta una posición en que Pablo, Pedro,
Santiago y Juan, al hablar por el Espíritu Santo, jamás lo colocaron. No es meramente la
debilidad de unos escritos no inspirados lo que proporciona motivos de queja; es algo
peor; es un nuevo sistema. ¿Y cuál es la explicación de todo esto? Es, en una palabra,
que has entrado en una zona donde ha empezado a propagarse la malaria de la
idolatría. Percibes las primeras maniobras del misterio de la iniquidad. Detectas los
primeros gérmenes de un gigantesco sistema de idolatría que, como describe la
Homilía, posteriormente se aceptó de manera formal y acabó floreciendo con
exuberancia en todos los rincones de la cristiandad.
Pero trasladémonos ahora del pasado al presente. Consideremos la cuestión que
más nos concierne. Consideremos en qué forma se nos presenta la idolatría como un
pecado de la Iglesia visible en nuestra propia época.
No me resulta nada difícil responder a esta pregunta. No dudo en afirmar que la
idolatría no ha adoptado nunca una manifestación más notoria que en la Iglesia de
Roma en la actualidad.
Y aquí llego a una cuestión acerca de la cual es difícil hablar por los tiempos en que
vivimos. Pero los ministros de Cristo deben decir toda la verdad, independientemente
de su época o de los prejuicios. Y no me quedaría con la conciencia tranquila tras
escribir acerca de la idolatría si no declarara mi solemne convicción de que la idolatría
es uno de los clamorosos pecados de los que la Iglesia de Roma es culpable. Lo digo con
toda tristeza. Lo digo reconociendo completamente que tenemos nuestros errores en la
Iglesia protestante; y no poca idolatría en algunas partes a efectos prácticos. Pero de la
idolatría formal, reconocida y sistemática creo que estamos libres casi por completo.
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Mientras que, en lo que respecta a la Iglesia de Roma, si en su culto no hay una inmensa
cantidad de idolatría sistemática y organizada, francamente confieso que no sé lo que
es la idolatría.
a) Para mí es idolatría tener imágenes y retratos de santos en las iglesias y hacerles
una reverencia para la que no hay base ni precedentes en la Escritura. Y puesto que
esto es así, afirmo que en la Iglesia de Roma hay idolatría.
b) Para mí, es idolatría invocar a la virgen María y a los santos en gloria y dirigirse a
ellos en un lenguaje con el que jamás se habla en la Escritura salvo a la Santísima
Trinidad. Y puesto que esto es así, afirmo que en la Iglesia de Roma hay idolatría.
c) Para mí, es idolatría inclinarse ante cosas materiales y atribuirles un poder y una
santidad muy superiores a los que se atribuían al arca o al altar de la dispensación del
Antiguo Testamento; y un poder y una santidad, asimismo, que no se acredita en la
Palabra de Dios. Y puesto que esto es así con la sábana santa de Turín y la madera
maravillosamente multiplicada de la verdadera Cruz y otro millar supuestas reliquias a
los ojos de los hombres, afirmo que en la Iglesia de Roma hay idolatría.
d) Para mí, es idolatría adorar aquello que han hecho las manos del hombre,
llamarlo Dios y adorarlo cuando se levanta ante nuestros ojos. Y puesto que esto es así
con la notoria doctrina de la transustanciación y la elevación de la hostia, por lo que a
mí respecta, afirmo que en la Iglesia de Roma hay idolatría.
e) Para mí, es idolatría hacer de hombres ordenados mediadores entre Dios y
nosotros robándole, por así decirlo, a nuestro Señor Jesucristo su oficio y dándoles un
honor que aun los Apóstoles y los ángeles rechazan de plano en la Escritura. Y puesto
que veo que esto es así con el honor que se rinde a los papas y sacerdotes, afirmo que
en la Iglesia de Roma hay idolatría.
Sé bien que un lenguaje como este choca a muchas mentes. A los hombres les gusta
cerrar los ojos ante los males que no se deben aceptar. Prefieren no ver las cosas que
implican consecuencias desagradables. Reconocerán que la Iglesia de Roma es una
Iglesia errada. Negarán que es idólatra.
Nos dicen que la reverencia que da la Iglesia romana a los santos y las imágenes no
equivale a la idolatría. Nos informan de que hay distinciones entre la adoración “latría”
y “dulía”, entre una mediación de redención y una mediación de intercesión, lo cual la
exonera de culpa. Mi respuesta es que la Biblia no sabe de esas distinciones y que, en la
práctica efectiva de la gran mayoría de los católicos romanos, estas no existen en
absoluto.
Nos dicen que es una equivocación suponer que los católicos romanos adoran
realmente imágenes y retratos ante los que llevan a cabo actos de culto, que solamente
los utilizan como ayudas para la devoción y que en realidad miran mucho más lejos. Mi
respuesta es que muchos paganos podrían decir lo mismo de su idolatría, que es
notorio que en el pasado lo hicieron y que, en el Indostán, muchos adoradores de
ídolos lo dicen en la actualidad. Pero la disculpa no es válida. Los términos del segundo
mandamiento son demasiado restrictivos. Prohíben postrarse, además de adorar. Y la
mismísima preocupación que a menudo ha mostrado la Iglesia de Roma por excluir ese
segundo mandamiento de sus catecismos es de por sí un gran hecho que lo atestigua a
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los ojos de un observador abierto.
Nos dicen que no tenemos pruebas de las aseveraciones que hacemos al respecto;
que basamos nuestras acusaciones en los abusos que se dan entre los miembros
ignorantes de la comunión católica y que es absurdo decir que una Iglesia donde hay
tantos hombres sabios y eruditos es culpable de idolatría. Mi respuesta es que los
devocionarios que utilizan comúnmente los católicos nos proporcionan pruebas
inequívocas. Que cualquiera examine el célebre libro The Garden of the Soul (El huerto
del alma) si duda de mi aseveración y lea el lenguaje dirigido allí a la virgen María. Que
recuerde que este lenguaje se dirige a una mujer que, a pesar de haber sido
grandemente favorecida y de ser la madre de nuestro Señor, era sin embargo pecadora
como nosotros, a una mujer que de hecho confiesa su necesidad de un Salvador para
ella misma. Dice: “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lucas 1:47). Que
examine este lenguaje a la luz del Nuevo Testamento y nos diga luego sinceramente si
la acusación de idolatría está fundamentada o no. Pero respondo, aparte de esto, que
no nos hace falta mejor evidencia de la que nos proporciona la misma ciudad de Roma.
¿Qué hacen los hombres y las mujeres ante el propio papa? ¿Qué religión impera
alrededor de S. Pedro y tras los muros del Vaticano? ¿Qué es el romanismo en Roma,
sin trabas, sin cadenas, libre para desarrollarse hasta su perfección plena? No pido más
que uno responda honradamente a estas preguntas. Que lea un libro como Pilgrimage
to Rome (Peregrinaje a Roma) de Seymour o Alford’s Letters (Las cartas de Alford) y
pregunte a cualquiera que haya visitado Roma si los colores del retrato son demasiado
vivos. Que haga esto, afirmo, y creo que no podrá evitar llegar a la conclusión de que el
romanismo en su perfección es un gigantesco sistema de adoración a la Iglesia, de
adoración a los sacramentos, de adoración a María, de adoración a los santos, de
adoración a las imágenes, de adoración a las reliquias y de adoración a los sacerdotes;
esto es, en pocas palabras, una gran idolatría organizada.
Sé lo dolorosas que suenan estas cosas a muchos oídos. No es ningún placer para mí
ahondar en los defectos de cualquiera que se declare cristiano. Puedo decir
verdaderamente que he dicho lo dicho con dolor y pena.
Establezco una amplia distinción entre los dogmas acreditados de la Iglesia de Roma
y las opiniones privadas de muchos de sus miembros. Creo que muchos católicos
romanos son incoherentes en sus corazones con su profesión y son mejores que la
Iglesia a la que pertenecen, y así lo espero. No puedo olvidar a los jansenistas, a
Quesnel y a Martin Boss. Creo que hay muchos pobres italianos en la actualidad que
adoran con un culto idólatra porque no conocen nada mejor. No tienen Biblia que les
instruya. No tienen un ministro fiel que les enseñe. Temen al sacerdote que tienen ante
ellos, si es que se atreven a pensar por sí mismos. No tienen dinero que les permita
alejarse de la esclavitud en que viven, aun cuando sientan el deseo. Recuerdo todo esto
y afirmo que los italianos merecen eminentemente nuestra compasión y simpatía. Pero
todo esto no es óbice para que diga que la Iglesia de Roma es una Iglesia idólatra.
No sería fiel si dijera otra cosa. La Iglesia de la que soy ministro ha hablado muy
francamente al respecto. La Homilía acerca del peligro de la idolatría y la solemne
protesta que hay tras las rúbricas de nuestro culto de comunión del Libro de Oración,
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que denuncia la adoración del pan y el vino sacramentales como “idolatría de la que
deben abominar todos los cristianos fieles”, es una clara evidencia de que no he
expuesto más que la opinión de mi propia Iglesia. Y en tiempos como estos, cuando
algunos están dispuestos a separarse para ir a la Iglesia de Roma y muchos cierran los
ojos a su verdadera naturaleza y quieren que nos reunamos con ella; en tiempos como
estos, mi propia conciencia me reprendería si no advirtiera claramente a los hombres
que la Iglesia de Roma es una Iglesia idólatra y que, si se unen a ella, se estarán uniendo
a ídolos.
Pero no puedo detenerme más tiempo en esta parte del tema que estoy tratando.
El principal punto que quiero fijar en las mentes de todos es el siguiente: que la
idolatría se ha manifestado decididamente en la Iglesia visible de Cristo y en ninguna
parte de forma tan clara como en la Iglesia de Roma.
IV. Y ahora, en último lugar, permítaseme mostrar la abolición definitiva de toda
idolatría. ¿Qué acabará con ella?
Considero que el alma del hombre que no anhela el momento en que no exista ya la
idolatría carece de salud. Difícilmente puede estar reconciliado con Dios el corazón que
piensa en los millones que están hundidos en el paganismo o que honran al falso
profeta Mahoma u ofrecen oraciones diarias a la virgen María y no clama: “O, mi Dios,
¿cuándo llegará el fin de todas estas cosas? ¿Durante cuánto tiempo, oh Señor, durante
cuánto tiempo?”.
Aquí, como en otras cuestiones, la palabra cierta de la profecía viene en nuestra
ayuda. Un día llegará el fin de toda idolatría. Su condenación está señalada. Su
destrucción es segura. Ya sea en los templos paganos o en las supuestas Iglesias
cristianas, la idolatría será destruida en la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo.
Entonces se cumplirá plenamente la profecía de Isaías: “Quitará totalmente los ídolos”
(Isaías 2:18). Entonces se cumplirán las palabras de Miqueas (5:13): “Haré destruir tus
esculturas y tus imágenes de en medio de ti, y nunca más te inclinarás a la obra de tus
manos”. Entonces se cumplirá la profecía de Sofonías (2:11): “Terrible será Jehová
contra ellos, porque destruirá a todos los dioses de la tierra, y desde sus lugares se
inclinarán a él todas las tierras de las naciones”. Entonces se cumplirá la profecía de
Zacarías (13:2): “En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, quitaré de la tierra los
nombres de las imágenes, y nunca más serán recordados”. En una palabra, se cumplirá
plenamente el Salmo 97: “Jehová reina; regocíjese la tierra, alégrense las muchas
costas. Nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el fundamento de su
trono. Fuego irá delante de él, y abrasará a sus enemigos alrededor. Sus relámpagos
alumbraron el mundo; la tierra vio y se estremeció. Los montes se derritieron como
cera delante de Jehová, delante del Señor de toda la tierra. Los cielos anunciaron su
justicia, y todos los pueblos vieron su gloria. Avergüéncense todos los que sirven a las
imágenes de talla, los que se glorían en los ídolos. Póstrense a él todos los dioses”.
La Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo es esa bendita esperanza que
debiera consolar a los hijos de Dios bajo la actual dispensación. Es la estrella polar que
debe guiar nuestro viaje. Es el punto en el que todas nuestras expectativas debieran

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concentrarse: “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará”
(Hebreos 10:37). Nuestro David ya no vivirá en Adulam, seguido por unos pocos
menospreciados y rechazados por la mayoría. Manifestará su gran poder, reinará y hará
que toda rodilla se doble ante Él.
Hasta entonces no disfrutamos perfectamente de nuestra redención, como dice
Pablo a los efesios: “Fuisteis sellados para el día de la redención” (Efesios 4:30). Hasta
entonces, nuestra salvación no está completa, como dice Pedro: “Sois guardados por el
poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser
manifestada en el tiempo postrero” (1 Pedro 1:5). Hasta entonces, nuestro
conocimiento sigue siendo defectuoso, como dice Pablo a los corintios: “Ahora vemos
por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte;
pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12). En resumen, lo mejor
está por venir.
Pero, en el día del regreso de nuestro Señor, todo deseo recibirá su plena
satisfacción. Ya no estaremos abatidos y exhaustos por este sentimiento de constante
fracaso, de debilidad y decepción. En su presencia, y no en otro lugar, hallaremos que
hay plenitud de gozo; y cuando despertemos a su semejanza seremos satisfechos, si no
lo fuimos antes (cf. Salmo 16:11; 17:15).
Ahora hay muchas abominaciones en la Iglesia visible ante las que solo podemos
gemir y clamar como el fiel en tiempos de Ezequiel (cf. Ezequiel 9:4). No podemos
eliminarlas. El trigo y la cizaña crecen juntos hasta que llega la cosecha. Pero se acerca
un día en que el Señor Jesús purificará una vez más su Templo y echará todo lo que lo
ensucia. Hará esa obra de la que los actos de Ezequías y Josías fueron un pálido tipo
hace mucho tiempo. Echará las imágenes y purgará la idolatría en todas sus
manifestaciones.
¿Quién anhela ahora la conversión del mundo pagano? No la verás en su plenitud
hasta la aparición del Señor. Entonces, y no hasta entonces, se cumplirá ese texto tan
frecuentemente mal aplicado: “Aquel día arrojará el hombre a los topos y murciélagos
sus ídolos de plata y sus ídolos de oro, que le hicieron para que adorase” (Isaías 2:20).
¿Quién anhela ahora la redención de Israel? No la verás en su perfección hasta que
el Redentor venga a Sion. La idolatría en la Iglesia profesante de Cristo ha sido una de
las más poderosas piedras de tropiezo en el camino de los judíos. Cuando comience a
caer, empezará a retirarse el velo sobre el corazón de Israel (cf. Salmo 102:16).
¿Quién anhela ahora la caída del Anticristo y la purificación de la Iglesia de Roma?
Creo que no sucederá hasta la culminación de esta dispensación. Ese vasto sistema de
idolatría quizá sea consumido y matado con el Espíritu de la boca del Señor, pero jamás
será destruido salvo por el resplandor de su Venida (cf. 2 Tesalonicenses 2:8).
¿Quién anhela una Iglesia perfecta, una Iglesia en la que no haya la más mínima
mancha de idolatría? Debes esperar el regreso del Señor. Entonces, y no hasta
entonces, veremos una Iglesia perfecta, una Iglesia sin mancha ni arruga ni cosa
semejante (cf. Efesios 5:27), una Iglesia en la que todos los miembros estarán
regenerados y todos serán hijos de Dios.
Si esto es así, los hombres no deben sorprenderse de que les instemos a estudiar la
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profecía y les ordenemos, por encima de todo, asirse firmemente de la gloriosa doctrina
de la Segunda Venida de Cristo y de su Reino. Esta es la “antorcha que alumbra en lugar
oscuro” a la que haremos bien en prestar atención. Dejemos que otros se entreguen a
su fantasía, si así lo desean, con la idea de una imaginaria “Iglesia del futuro”. Dejemos
que los hijos de este mundo sueñen con alguna clase de “hombre venidero” que lo
entienda todo y lo arregle todo. Solamente están cultivando una amarga decepción. Se
darán cuenta de que sus visiones son infundadas y vacías como un sueño. Es a estos a
los que bien pueden aplicarse las palabras del Profeta: “He aquí que todos vosotros
encendéis fuego, y os rodeáis de teas; andad a la luz de vuestro fuego, y de las teas que
encendisteis. De mi mano os vendrá esto; en dolor seréis sepultados” (Isaías 50:11).
Pero deja que tus ojos miren hacia el día de la Segunda Venida de Cristo. Ese es el
único día en el que se rectificará todo abuso y se purgará toda corrupción y fuente de
tristeza. Aguardando ese día, trabajemos y sirvamos a nuestra generación; no estando
ociosos como si no se pudiera hacer nada para refrenar el mal, pero no descorazonados
porque no vemos todas las cosas puestas aún bajo nuestro Señor. Después de todo, la
noche está avanzada y se acerca el día. Te exhorto a esperar en el Señor.
Si esto es así, los hombres no deben sorprenderse de que les advirtamos que se
cuiden de cualquier inclinación hacia la Iglesia de Roma. Sin duda, cuando la idea de
Dios con respecto a la idolatría se nos revela tan claramente en su Palabra, parece el
colmo del capricho unirse a una Iglesia tan impregnada de idolatría como la Iglesia de
Roma. Entrar en comunión con ella cuando Dios dice: “Salid de ella, pueblo mío, para
que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas” (Apocalipsis
18:4), buscarla cuando el Señor nos advierte de que la abandonemos, convertirnos en
sus súbditos cuando la voz del Señor clama: “Escapa por tu vida, huye de la ira
venidera”. Todo esto es ciertamente ceguera mental, una ceguera como la de aquel
que, a pesar de haber sido advertido, se embarca en un barco que está naufragando;
una ceguera que sería casi increíble si nuestros propios ojos no vieran ejemplos de ello
continuamente.
Todos debemos estar en guardia. No debemos dar nada por supuesto. No debemos
suponer apresuradamente que somos demasiado sabios para que se nos engañe y decir
como Hazael: “¿Qué es tu siervo, este perro, para que haga tan grandes cosas?”.
Aquellos que predican deben clamar en voz alta y no callar, no permitir que ninguna
falsa amabilidad les silencie con respecto a las herejías de la época. Aquellos que
escuchan deben tener los lomos ceñidos con la Verdad y sus mentes llenas de claras
ideas proféticas en relación con el fin al que llegarán todos los adoradores de ídolos.
Intentemos todos comprender que el fin del mundo se avecina y que la abolición de la
idolatría se acerca. ¿Es momento de aproximarse a Roma? ¿No es más bien tiempo de
alejarse y mantenerse al margen para no vernos envueltos en su caída? ¿Es momento
de mitigar y paliar las múltiples corrupciones de Roma y negarnos a ver la realidad de
sus pecados? Sin duda más bien debiéramos ser doblemente celosos de cualquier
tendencia a romanizar la religión, doblemente cuidadosos de evitar la connivencia con
cualquier traición contra Cristo nuestro Señor y doblemente dispuestos a protestar
contra la adoración antiescrituraria de cualquier tipo. Repito una vez más, pues, que
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debemos recordar que la destrucción de la idolatría es cierta y, por tanto, cuidarnos de
la Iglesia de Roma.
El asunto que estoy tratando es de una importancia profunda y trascendente y exige
la seria atención de todos los clérigos protestantes. No sirve de nada negar que una
gran parte del clero y de la congregación de la Iglesia de Inglaterra está haciendo todo
lo posible para unir la Iglesia de Inglaterra con la idólatra Iglesia de Roma. La publicación
de ese monstruoso libro llamado Eirenicon, del Dr. Pusey, y la formación de una
“sociedad para promover la unidad en la cristiandad” son una clara prueba de lo que
estoy diciendo. “Que corra el que leyere en ella” (Hab. 2:2).
La existencia de un movimiento como este no sorprenderá a quien ha seguido de
cerca la historia de la Iglesia de Inglaterra en los últimos cuarenta años. Las tendencias
del Movimiento de Oxford y del ritualismo se han dirigido constantemente hacia Roma.
Cientos de hombres y mujeres han abandonado limpia y sinceramente nuestras filas y
se han convertido en abiertos papistas. Pero muchos cientos se han quedado y son aún
clérigos nominales en nuestro seno. El pomposo ceremonial semicatólico romano que
se ha introducido en muchas iglesias ha preparado las mentes de los hombres para los
cambios. Una forma extravagantemente teatral e idólatra de celebrar la Cena del Señor
ha allanado el camino para la transustanciación. Ha estado en marcha durante mucho
tiempo un exitoso proceso de desprotestantización. La pobre antigua Iglesia de
Inglaterra se encuentra en un plano inclinado. Su misma existencia como Iglesia
protestante se encuentra en peligro.
Sostengo que este movimiento romanista debe resistirse firmemente. A pesar del
rango, la erudición y la devoción de algunos de sus defensores, lo considero un
movimiento sumamente pernicioso, destructor de almas y contrario a la Escritura. Decir
que la reunión con Roma sería un insulto para nuestros reformadores martirizados es
ser muy suaves: ¡sería un pecado y una ofensa contra Dios! Antes de que se reúna con
la idólatra Iglesia de Roma preferiría ver mi amada Iglesia perecer y destruirse en
pedazos. ¡Mejor morir que volver a ser papista!
Sin duda, la Unidad abstracta es algo excelente: pero la Unidad sin Verdad es inútil.
La Paz y la Uniformidad son bellas y valiosas: pero la Paz sin el Evangelio —la Paz basada
en un episcopado común y no en una fe común— carece de valor y no merece ese
apelativo. Cuando Roma haya revocado los decretos de Trento y sus adiciones al Credo,
cuando Roma se haya retractado de sus doctrinas falsas y antiescriturarias, cuando
Roma haya renunciado formalmente a la adoración de imágenes, la adoración a María y
la transustanciación; entonces, y no hasta entonces, será hora de hablar de reunirnos
con ella. Hasta entonces hay un abismo sobre el que no se puede tender un puente
sinceramente. Hasta entonces, llamo a todos los clérigos a resistir hasta la muerte esta
idea de reunirse con Roma. Hasta entonces, nuestro lema debe ser: “¡No a la paz con
Roma! ¡No a la comunión con los idólatras!”. Bien dice el admirable obispo Jewell en su
Apología: “No rechazamos la paz y la concordia con los hombres; ¡pero no
mantendremos un estado de guerra con Dios para estar en paz con los hombres!”. ¡Este
testimonio es cierto! ¡Mejor le iría a la Iglesia de Inglaterra si todos sus obispos
hubieran sido como Jewell!
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Escribo estas cosas con pena. Pero las circunstancias de la época hacen que sea
absolutamente necesario pronunciarse. Independientemente del lugar del horizonte al
que mire, veo serios motivos para la alarma. No temo en absoluto por la verdadera
Iglesia de Cristo. Pero por la Iglesia de Inglaterra establecida y por todas las iglesias
protestantes de Inglaterra, ciertamente tengo serios temores. La marea de
acontecimientos parece ir en contra del protestantismo y a favor de Roma. Parece
como si Dios tuviera una controversia con nosotros como nación y estuviera a punto de
castigarnos por nuestros pecados.
No soy profeta. No sé hacia dónde nos dirigimos. Pero, al paso que van las cosas,
creo que es bastante factible que, dentro de pocos años, la Iglesia de Inglaterra se una a
la Iglesia de Roma. Quizá la corona de Inglaterra descanse una vez más sobre la cabeza
de un papista. Quizá se repudie formalmente el protestantismo. Quizá un obispo
católico romano presida una vez más el Palacio de Lambethy. Quizá se diga misa una
vez más en las abadías de Westminster y de S. Pablo. ¡Y el resultado será que todos los
cristianos lectores de la Biblia deberán abandonar la Iglesia de Inglaterra o bien aprobar
la adoración de ídolos y convertirse en idólatras! ¡Dios nos conceda que jamás
lleguemos a semejante estado de cosas! Pero, a este paso, me parece bastante posible.
Y ahora solo me queda concluir lo que he estado diciendo mencionando algunas
salvaguardas para las almas de todos los que lean este capítulo. Vivimos en una época
en que la Iglesia de Roma camina entre nosotros con fuerzas renovadas y jactándose de
que pronto recuperará el terreno perdido. Se nos están presentando constantemente
falsas doctrinas de las formas más sutiles y especiosas. No se puede considerar
irrazonable que ofrezca algunas salvaguardas prácticas contra la idolatría. Qué es, de
dónde proviene, dónde está, qué acabará con ella; todo eso ya lo hemos visto.
Permítaseme señalar cómo podemos estar a salvo de ella y me abstendré de decir más.
1) Armémonos, pues, por un lado, con un profundo conocimiento de la Palabra de
Dios. Leamos nuestras biblias más diligentemente que nunca y familiaricémonos con
cada parte de ellas. Que la Palabra habite en nosotros abundantemente. Cuidémonos
de cualquier cosa que nos haga dedicar menos tiempo y menos empeño a la lectura
atenta de sus sagradas páginas. La Biblia es la espada del Espíritu; jamás la dejemos a
un lado. La Biblia es la verdadera antorcha en momentos de oscuridad; cuidémonos de
no viajar sin su luz. Si conociéramos la historia secreta de las numerosas secesiones en
nuestra Iglesia a favor de Roma, que deploramos, tengo fuertes sospechas de que, en
casi todos los casos, uno de los pasos más importantes en la cuesta abajo se hallaría en
el abandono de la Biblia, en una mayor atención a las formas, los sacramentos, los
cultos diarios, el cristianismo primitivo, etcétera, y una menor atención a la Palabra
escrita de Dios. La Biblia es la calzada real. Una vez que la abandonamos por un camino
secundario —por hermoso, antiguo y frecuentado que este parezca—, no debemos
sorprendernos si acabamos adorando imágenes y reliquias y yendo al confesionario con
regularidad.
2) Armémonos, en segundo lugar, con un celo piadoso por la más mínima parte del
Evangelio. Cuidémonos de sancionar el más somero intento de sustraerle una jota o

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una tilde o de eclipsar alguna parte por medio de la exaltación de cuestiones religiosas
secundarias. Parecía una nimiedad que Pedro se abstuviera de comer con los gentiles;
sin embargo, Pablo les dice a los gálatas: “Le resistí cara a cara, porque era de
condenar” (Gálatas 2:11). No tengamos en poco cualquier cosa concerniente a nuestras
almas. Seamos muy meticulosos al decidir a quién escuchamos, adónde vamos, qué
hacemos, así como en todas las cuestiones relativas a nuestra adoración personal; y no
nos preocupe la acusación de ser aprensivos y excesivamente escrupulosos. Vivimos en
tiempos en los que en los pequeños actos están implícitos grandes principios, y
cuestiones religiosas que hace cincuenta años se consideraban absolutamente inocuas,
ahora ya no lo son debido a las circunstancias. Evitemos jugar con cualquier tendencia
hacia Roma. Es de necios jugar con fuego. Creo que muchos de los que se han
pervertido y apartado comenzaron pensando que no podía ser muy dañino atribuir un
poco más de importancia a las cosas externas. Pero, una vez que empezaron a bajar por
la pendiente, fueron de una cosa a otra. Provocaron a Dios, ¡y Él les abandonó a su
suerte! Fueron entregados a un gran engaño y se les dejó creer una mentira (2
Tesalonicenses 2:11). Tentaron al diablo, ¡y este vino a ellos! Comenzaron con
nimiedades, como muchos las llaman neciamente, y han acabado en una manifiesta
idolatría.
3) Armémonos, por último, con ideas claras y sanas acerca de nuestro Señor
Jesucristo y de la salvación que es en Él. Él es la “imagen del Dios invisible”, la “imagen
misma de su sustancia” y la verdadera protección contra toda idolatría cuando se le
conoce verdaderamente. Edifiquémonos profundamente en el fuerte fundamento de la
obra que completó en la Cruz. Tengamos claro que Jesucristo ha hecho todo lo
necesario a fin de presentarnos sin mancha ante el trono de Dios y que una fe sencilla
por nuestra parte como la de un niño es lo único que hace falta para que participemos
de la obra de Cristo. No dudemos que teniendo esta fe estamos completamente
justificados a los ojos de Dios; nunca estaremos más justificados aunque vivamos tantos
años como Matusalén y hagamos las obras del apóstol Pablo; y no podemos añadir
nada a esa justificación completa por medio de actos, palabras, ayunos, oraciones,
limosnas, cumplimiento de las ordenanzas o cualquier otra cosa por nuestra parte.
¡Por encima de todo, mantengamos una comunión continua con la persona del
Señor Jesús! Moremos en Él diariamente, alimentémonos de Él diariamente, mirémosle
diariamente, apoyémonos en Él diariamente, vivamos dependiendo de Él diariamente y
tomemos de su plenitud diariamente. Comprendamos esto y la idea de otros
mediadores, otros consoladores y otros intercesores parecerá completamente absurda.
“¿Qué falta hace?”, responderemos: “Tengo a Cristo y en Él lo tengo todo. ¿Qué tengo
yo que ver con los ídolos? Tengo a Jesús en mi corazón, a Jesús en la Biblia, a Jesús en el
Cielo, ¡y no quiero nada más!”.
Una vez que permitimos al Señor Jesucristo ocupar el lugar correcto en nuestros
corazones, todas las demás cosas en nuestra religión se ajustarán al lugar adecuado. La
Iglesia, los ministros, los sacramentos, las ordenanzas, todo descenderá y ocupará un
segundo lugar.
A menos que Cristo se siente como Sacerdote y Rey en el trono de nuestro corazón,
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ese pequeño reino interior estará en perpetua confusión. Pero solo con que le permitas
ser el “todo en todo” ahí, todo irá bien. Ante Él caerá todo ídolo, todo Dagón. Conocer a
Cristo correctamente, creer en Cristo verdaderamente, amar a Cristo de corazón es la
verdadera protección contra el ritualismo, el catolicismo romano y toda forma de
idolatría.

Apéndice

Pido a cada lector de este capítulo que lea, advierta, aprenda y digiera el lenguaje de
la siguiente declaración. Es la declaración que, según el “Acta fundacional” y según la
Ley de Inglaterra, todo soberano de este país debe “cumplir, suscribir y repetir
audiblemente” en su coronación. Recuérdese que es la declaración que cumplió,
suscribió y repitió su Alteza Real la Reina Victoria:
Yo, Victoria, solemne y sinceramente, en presencia de Dios, profeso, testifico y declaro
que creo que en el sacramento de la Santa Cena no hay transustanciación de los
elementos del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, durante o después de la
consagración, independientemente de la persona que la administre, y que la invocación
o adoración a la virgen María o a cualquier otro santo y el sacrificio de la misa tal como
son costumbre ahora en la Iglesia de Roma son superstición e idolatría. Y
solemnemente, en presencia de Dios, profeso, testifico y declaro que hago esta
declaración y cada una de sus partes en el sentido claro y habitual de las palabras que
se me leen, tal como las entienden los protestantes ingleses, sin evasivas,
equivocaciones ni reservas mentales, y sin que el papa o alguna otra autoridad me haya
concedido dispensación a este propósito, sin la esperanza de una dispensación
semejante por parte de persona o autoridad alguna y sin pensar que puedo ser
exonerada o absuelta ante Dios o el hombre de esta declaración o de parte alguna de la
misma, aunque el papa o cualquier otra persona o personas la dispensaren, anularen o
declararan que es nula desde el principio.

¡Que jamás llegue el día en que los soberanos británicos dejen de hacer esta
declaración!

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