Guibourg - La Interpretacion Correcta Mas o Menos
Guibourg - La Interpretacion Correcta Mas o Menos
Guibourg - La Interpretacion Correcta Mas o Menos
Guibourg, Ricardo A.
Publicado en: LA LEY 18/12/2020 , 1
Cita Online: AR/DOC/3874/2020
(*)
Los abogados nos manejamos con bastante comodidad entre las contradicciones. No
porque seamos seguidores de la llamada lógica dialéctica (que confunde contradicción
con conflicto y razonamiento con evolución), sino porque somos a la vez víctimas y
operadores reproductores de ideas venerables, cuya condición tradicional oculta a
nuestros ojos sus incongruencias. Y también porque cerrar los ojos de esa manera nos
permite hacer nuestro trabajo sacudiendo, si nos parece necesario, las cadenas de la
racionalidad.
Uno de los temas en los que ese fenómeno se manifiesta es la interpretación del
derecho. No porque las interpretaciones sean siempre irrazonables, no; sino porque el
discurso en el que las interpretaciones se sustentan, lo que podría llamarse la teoría de
la interpretación, se presenta como deudora de preconceptos, ambiciones y deseos.
Se ha dicho plausiblemente que leer es interpretar, de modo que ningún enunciado
puede aplicarse sin previa interpretación, aunque solo se trate de su mera lectura. Pero
la lectura no solo depende del código de signos lingüísticos con el que se lo escriba y
lea, se lo pronuncie y oiga: también desempeña allí un papel la actitud que el receptor
asuma al interpretarla.
Supongamos, en efecto, que recibimos una carta (o un mail, o un whatsapp) cuyo texto
no alcanzamos a entender cabalmente. Si el tema nos interesa, preguntaremos al emisor
qué es lo que quiso decirnos. Porque lo que queremos es conocer la idea que él quiso
transmitir, que podría ser un saludo, un insulto o un comentario casual, y tener
elementos para reaccionar frente a ese contenido del modo que creamos adecuado.
Pues bien, es posible (con ciertas limitaciones) asimilar una ley a una carta que el
legislador remite a ciudadanos y funcionarios. Sin embargo, después de su lectura,
jamás se nos ocurre preguntar al propio legislador qué quiso decir (muy de vez en
cuando, él mismo se encarga de aclararlo, probablemente de modo insincero y para
variar un contenido del que se arrepintió). Confiamos en nuestras propias fuerzas y en
los conocimientos de los que disponemos y, llegado el caso, nos erigimos en curadores
del legislador, o en sacerdotes del oráculo jurídico, para traducir a nuestro modo las
palabras que él haya escrito.
El problema (o la ventaja, según cómo se vea) es que nuestro poder de traductores no
suele tener inspiración divina, sino guiarse por nuestros deseos. Así, tratamos de hacer
decir a la ley lo que conviene a nuestro cliente, o lo que consideramos más justo, o lo
que nos parece más acorde con una descripción armónica del sistema jurídico. Este
componente valorativo es tan aceptado en la práctica que es común afirmar que para
cada controversia existen dos bibliotecas. Es más: hemos organizado, sobre todo en las
instancias superiores, tribunales colegiados que adoptan sus decisiones por mayoría; y
los jueces que quedan en minoría no son expulsados como magistrados inútiles y dados
al error, sino respetados y mantenidos para votar futuras sentencias.
Lo que vengo diciendo es tal vez inevitable. Pero la decisión interpretativa que cada
operador conciba, proponga o proclame rara vez es presentada como el fruto de una
elección valorativa: bajo el amparo de formalidades retóricas, se reviste con las plumas
de la verdad. En otras palabras, el intérprete afirma que el significado que atribuye a la
ley (o a los principios, o a los derechos, o a los valores) es el único correcto; si no en
términos universales, al menos dentro de las circunstancias del caso (aclaración esta
última que sirve a menudo como coartada para limitar los alcances del sentido asignado
a una regla general).
Tales reflexiones han dado pábulo a ideas extremadamente escépticas acerca del
proceso interpretativo (y parece revelador que estas ideas surjan en el ámbito del
derecho y no en el de la comunicación epistolar ni de la literatura). Muchos están
dispuestos a afirmar que la interpretación jurídica es una mera cuestión de poder y de
decisión arbitraria, ya que el sistema jurídico no contiene límites que puedan oponerse
a la lectura discrecional de las normas ejercida por un tribunal de última instancia.
Cuando se examina el tema desde la teoría general del derecho, ese escepticismo radical
puede parecer exagerado, pero en modo alguno injustificado. Si, hipotéticamente
hablando, el Congreso dictara una ley que implantase la esclavitud y la Corte Suprema
la declarara constitucional y válida, solo un levantamiento popular podría evitar que
semejante ley fuera aplicada como parte del sistema legal vigente.
Sin embargo, muchos juristas prefieren mirar la realidad y, sin dejar de aceptar que
fenómenos parecidos suceden de vez en cuando, advertir que la vida del derecho no es
tan caótica como teóricamente podría devenir, y que —después de todo— las normas
tienen un significado, los ciudadanos logran comprenderlas al menos en parte y los
jueces las interpretan y las aplican de una forma bastante aproximada a aquella en la
que el legislador dispuso que ellas rigieran. Para esto, distinguen a veces los casos
fáciles de los difíciles: en los primeros todo, o casi todo, discurre pacíficamente,
mientras en los segundos suelen presentarse anomalías más clamorosas que
numerosas.
Es posible ejercer la benevolencia y admitir que todos tienen razón, cada uno a su
manera. Los límites de la interpretación constituyen una aporía de la teoría del derecho,
en tanto la práctica, aun con sus anomalías e inseguridades, intensificadas por el
principialismo y el neoconstitucionalismo, todavía permite decir que tenemos leyes y
que los jueces las aplican (siempre que no nos pongamos muy exigentes con las
condiciones de esta afirmación).
Aquella benevolencia, sin embargo, puede encontrar un tope cuando el discurso de la
relativa normalidad vuelve a usar el término "verdadero" para calificar las
interpretaciones más habituales que se aplican en los casos fáciles. En efecto, ese
vocablo es estrictamente binario: un enunciado descriptivo es verdadero o es falso. El
"más o menos" pertenece a otro mundo, el mundo de lo comparativo. Y las
comparaciones requieren criterios graduales, no binarios. Así es como decimos que la
afirmación de que la Tierra es plana es falsa, sin ninguna duda, pero, si queremos ser
ecuánimes, en lugar de decir que hace frío diremos que tenemos una temperatura de 4
grados 3 décimas, que un panameño consideraría gélida y un sueco juzgaría apropiada
para bañarse en el lago ya descongelado.
¿Será posible aplicar esta distinción a la interpretación? ¿Negarse a reconocer
interpretaciones verdaderas ni falsas, pero admitir diversos grados de corrección o
plausibilidad?
Buscar el modo de dar una respuesta afirmativa a esas preguntas nos obligaría a
inquirir sobre la escala que permitiera ejercer la comparación. Y aquí encontraríamos
un par de dificultades. La primera, lamentable pero real, es que tal escala no podría ser
objetiva: si tuviéramos a mano un criterio objetivo para comparar y medir la corrección
de las interpretaciones, no necesitaríamos tribunales de alzada ni cortes de casación,
ni, acaso, tribunales constitucionales. La segunda dificultad consiste en que, dentro de
la mente del intérprete o la de quien aprecia la interpretación ajena, podrían coexistir
varias escalas, subjetivas pero distintas.
Abocados a la introspección, y con los riesgos de ese ámbito, podríamos identificar una
escala como el grado de compromiso del observador con el código lingüístico. En efecto,
lo primero que hace el intérprete es leer la norma aplicando para eso su conocimiento
del idioma en el que ella está expresada. No está dicho que todos los observadores lean
el texto exactamente de la misma manera, ya que existen diversos hábitos lingüísticos
dentro de un mismo idioma e, incluso, cada sujeto puede asignar a una misma palabra
alcances o asociaciones de ideas un poco diferentes, según la historia personal del
lector. Aparece aquí un "más o menos" en la amplitud preliminarmente atribuida al
significado de cada vocablo, pero también en el grado de respeto que el lector sienta
por las estructuras y significados del idioma del que se trate.
Otra escala es derechamente valorativa. Una vez que el intérprete ha ejercido aquella
lectura preliminar, sus emociones reaccionan de manera favorable, indiferente o
desfavorable, en un continuo que reconoce diversos grados de emotividad en cada
dirección. El sujeto tenderá a preferir la interpretación que, por las razones que fueren,
mejor satisfaga sus deseos.
Una tercera escala, de tipo prudencial, depende de las circunstancias de hecho que
rodeen al acto interpretativo. ¿Qué consecuencias han de resultar probablemente de la
decisión que el sujeto adopte? ¿Habrá elogios, o críticas, o ambas cosas, y, en todo caso,
de qué personas o grupos? ¿Qué perspectivas tiene la interpretación de prevalecer en
el caso, o de imponerse en la doctrina o en la jurisprudencia? ¿Qué reacciones pueden
preverse por parte de los poderosos, y cuánto riesgo o cuánta ventaja puede derivar de
tales reacciones, para el intérprete o para terceros? Es común afirmar que un buen juez
no debería dejarse llevar por estas consideraciones; pero sería iluso negar que ellas
existen, al menos en alguna medida. Y, aun por parte de un observador externo, distinto
del sujeto encargado de la interpretación, es posible que se susciten opiniones sobre si
la decisión ha sido imprudente o sumisa, o portadora de una idea novedosa capaz de
abrirse camino.
Cada una de las escalas referidas es un continuo de "corrección". El observador juzgará
más correcta la interpretación que mejor se ajuste a la literalidad lingüística, o la que
juzgue más conveniente, o la que concite reacciones más favorables y menos riesgosas,
o a una que muestre cierta combinación de las tres condiciones que le parezca más
convincente. Es posible conjeturar que la primera y la tercera operan como límites a la
eventual vivacidad de la segunda, aunque también cabe prever que un juicio moral
extremo pueda empujar o flexibilizar cualquiera de aquellos límites más allá de lo
habitual.
Llevados por el entusiasmo del análisis, imaginemos ahora que cada escala tiene
magnitudes de 0 a 9 y que las escalas se ordenan del modo indicado, de modo que una
interpretación determinada tiene índices de corrección 8-2-9 y otra 3-9-5. La primera
es —siempre desde la apreciación del sujeto— altamente literal, notablemente injusta
pero dotada de intenso apoyo estatal, en tanto la segunda es lingüísticamente
arriesgada, sumamente conveniente, pero aleatoria en cuanto a su perspectiva de
prevalecer.
La idea es sin duda seductora, pero no hay ninguna circunstancia objetiva de la que
puedan extraerse las medidas imaginadas en los ejemplos: todo depende del gran reino
del más o menos que cada uno de nosotros abriga en su espíritu. Es más, aunque
llegáramos (hipotéticamente hablando) a obtener esas medidas, todavía habría que
decidir (ponderar, ese verbo tan esquivo) si hemos de preferir la interpretación 829 o
la 395; y tampoco dispondríamos de un criterio meta correcto para justificar tal
preferencia. Es posible, sin embargo, apreciar toda esta reflexión como una utopía
sugerente o, en el peor de los casos, tomarla como un intento de clarificación del
discurso con el que suele tratarse el difícil tema de la interpretación jurídica. Y, quizá,
escapar de la contradicción entre la resplandeciente verdad que nos gusta proclamar y
las modestas alternativas que en realidad manejamos y debatimos.