°un Canalla Encantador - Natalia Olmedo
°un Canalla Encantador - Natalia Olmedo
°un Canalla Encantador - Natalia Olmedo
Siete años habían pasado desde que Gabriel llegara al que sería
su nuevo hogar una vez se hubo despedido de su madre.
Siete años que no habían sido fáciles para él y en los que
aquella mochilita del ratón más famoso del mundo animado, era lo
único que le quedaba de sus padres.
Así, a sus diez años había entendido que no todas las promesas
se cumplían, pues su madre todavía no había vuelto a buscarlo, tal y
como le había prometido en aquella despedida bañada en lágrimas
que no lograba olvidar.
El centro de menores no estaba del todo mal.
La comida estaba muy buena, y había hecho buenas migas con
aquella cocinera que le daba chocolatinas pequeñas a cambio de
que le ayudara a subir las sillas del comedor una vez estaba todo
limpio.
Gabriel lo hacía con gusto y no por nada a cambio, le gustaba
sentirse útil, pero sabía recibir aquel regalo con una sonrisa.
No había hecho demasiados amigos, no le resultaba fácil.
Solamente jugaba con su compañero de habitación y con un par de
niños más.
Allí solamente había niños con una vida difícil, a los que a veces
se les complicaba eso de crear buenos vínculos con los demás.
Muchos se terminaban pegando entre ellos por cualquier
chorrada, y los cuidadores les amonestaban.
Gabriel prefería pasar desapercibido y simplemente se limitaba a
esperar.
Aunque no sabía exactamente qué era lo que esperaba con
tanta ansia.
¿A su madre?
¿La libertad para poder hacer lo que quisiera?
Iba del colegio al centro y del centro al colegio.
Más tarde, con el paso de los años, entendería la suerte que
había tenido de tener una educación a pesar de su situación, pero él
quería ir a jugar al parque como si fuera un niño con una vida
normal.
Sentía mucha envidia cuando el cuidador le recogía del colegio y
veía a todos esos niños y niñas jugando en el parque.
Quizá lo que esperaba es que alguien lo adoptase y poder tener
una familia. Había visto cómo otros niños y niñas del lugar se veían
abandonados entre aquellas cuatro paredes, y con el tiempo se
marchaban con una familia desconocida.
Otro motivo más para no crear amistades, ya que pensaba que
se marcharían y lo dejarían solo.
Aunque él no quería irse con otra familia, él seguía esperando a
su madre.
Además, ya era mayor, y las familias no adoptaban a niños
mayores.
Se portaba bien, comía todo lo que le ponían en el plato,
estudiaba lo que debía estudiar e intentaba no meterse en líos.
Pero todo cambió cuando llegó ella: Raissa.
Tenía más o menos su edad, y en cuanto pisó el centro, fue
objeto de burlas aseguradas.
Gabriel odiaba esos momentos. ¿Es que no podían centrarse en
los suyo y dejar a los demás?
Para más inri, siempre eran los mismos matones los que estaban
detrás de cualquier pelea.
Raissa era musulmana, concepto que no entendió hasta más
tarde, aunque tampoco le dio importancia alguna.
—¿Es que no te peinas? —le preguntó Elías Sánchez a la niña,
pocos días después de que llegara allí.
Elías Sánchez tenía doce años, dos más que Gabriel, y era alto y
rubio. Casi siempre tenía la cara sucia, de ahí a que todos le
llamaran: El cara sucia.
Raissa no contestó, nunca la habían oído hablar desde que
había llegado.
—¡Contesta!
—Eso, contesta, fea, más que fea —añadió Luisito, otro de los
matones. Luisito era muy delgado, llevaba gafas y siempre tenía un
moco en la nariz.
—Mira qué pelos tiene —se rio Elías.
—Parecen de estropajo —dijo Luisito.
—¡Piel de caca, piel de caca!
Gabriel arqueó las cejas, aunque no tardó en fruncir el ceño.
Raissa tenía la piel oscura, pero a Gabriel le gustaba su color.
Por lo menos no tenía la cara sucia ni mocos en la nariz.
Observó desde la esquina de uno de los patios cómo la niña se
ponía en pie y apretaba los puños.
Seguro que tenía los ojos llenos de lágrimas de impotencia, pues
esa respuesta la había visto ya en otros niños con los que los
matones se habían metido.
Gabriel se acercó en silencio a donde se encontraban.
—Habla, tonta.
—¿Por qué no habla?
—Seguro que no tiene lengua —aseguró Elías.
Pero Gabriel estaba seguro de que Raissa sí tenía lengua, como
todo el mundo. Pensó que sería mejor que quien no tuviera lengua,
fuera Elías, así dejaría de decir tonterías.
—Venga, contesta —se acercó Luisito a ella, y Raissa dio un
paso hacia atrás.
Gabriel aceleró el paso.
—Habla, habla, habla, pelo de fregona —insistió el chico rubio.
—¿Sabes que das asco? —le dijo entonces Luisito.
Raissa le escupió en la cara y el chico se echó hacia atrás.
Elías torció la boca en una mueca de asco y levantó el puño en
el aire.
—¿Le has escupido? ¿Te has atrevido a escupirle, piel de caca?
Gabriel estaba cada vez más cerca.
—¡Eh! —exclamó entonces, corriendo para salvar la distancia
que lo separaba de ellos tres lo antes posible.
—¿Tú qué haces aquí? Esto no es asunto tuyo.
—Dejadla en paz —dijo Gabriel enfadado.
—¿Por? Tú no nos mandas.
—La estáis molestando —contestó.
Luisito, que ya se había limpiado la cara con la manga de la
camiseta, contestó:
—De eso se trata.
—Anda, vete a llamar a tu mamá —le dijo Elías, todavía con el
puño en alto.
—¿Qué? —preguntó Gabriel, sintiendo cómo el enfado que
sentía aumentaba por momentos.
Luisito se rio.
—¿Todavía no te han dicho que la llamas en sueños?
—Eso —añadió Luisito, el perrito faldero de Elías —, mamá,
mamá.
Después imitó un llanto falso.
Gabriel apretó la mandíbula.
Tenía pesadillas, todavía recordaba a la perfección el momento
de la despedida, pero no sabía que lo verbalizara al dormir.
Sintió vergüenza a la vez que dolor.
—¿Por qué no os largáis? —preguntó apretando los dientes.
—Te hemos dicho que esto no es asunto tuyo, vete tú —le dio
Elías.
Después centró su mirada en Raissa, que observaba la escena
muy atenta.
La chica había visto a aquel niño, por supuesto, pero nunca se
había acercado a él.
Bueno, ni a él, ni a nadie. Prefería estar sola.
Se humedeció los labios con la lengua, pero no vio venir el
empujón de Elías que consiguió tirarla al suelo.
Gabriel no lo pensó dos veces, cogió a Elías de la camiseta y
golpeó su mejilla con el puño.
Elías no se esperaba algo así, por lo que no reaccionó. En su
lugar, fue Luisito el que dio un puñetazo a Gabriel en la nariz.
Aquello terminó en una pelea nada justa.
Dos contra uno.
Fue la propia Raissa la que avisó a uno de los cuidadores,
señalando algunos metros más allá de donde se encontraba el
profesional, a los tres niños pegándose.
Por supuesto, les cayó una bronca que se merecían.
Pero Gabriel tenía más que contar de Elías y de Luisito que ellos
de él, y recibieron doble castigo por lo que le habían hecho a
Raissa.
Cuando el chico salió de la enfermería con un par de algodones
en los agujeros de la nariz, Raissa lo esperaba sentada en un banco
del pasillo.
Gabriel se sentó a su lado sin decir nada en un principio.
Esperaba que le dijera algo, pero no fue así.
—Siento lo que te han dicho. Es mentira, no les hagas caso.
Raissa lo miró, apretó un poquito los labios, y después asintió
con la cabeza.
—A mí no me importa si no hablas, ¿sabes? Imagino que lo
harás cuando tú quieras. Cada uno…
El chico se encogió de hombros y Raissa miró sus pies, los
cuales estaban enfundados en unas zapatillas de deporte de color
rosa.
Quería darle las gracias, pero algo en el centro del pecho le
impedía hablar, así que apoyó su mano izquierda en el muslo
derecho de Gabriel, la palma mirando hacia arriba.
Gabriel la miró un momento y, tras sopesar aquel gesto,
finalmente decidió posar la suya sobre la de ella y apretarla un
poquito.
—No hay de qué, Raissa. Yo tampoco tengo amigos aquí.
La niña se acercó más a él y enhebró su brazo con el del niño.
—Bueno, ahora supongo que te tengo a ti.
11
Parque del Retiro, Madrid, año 2002
Meses después, Eva seguía con la venda en los ojos, sin saber
que aquel amor mordía y mataba.
Estaba convencida de que podría cambiar sus malos hábitos, en
los que, por cierto, no estaba de acuerdo, aunque Andy creyera lo
contrario.
Ella estaba tan enamorada de él, que solo quería ayudarlo.
—Necesito que me hagas un favor —le pidió a su hermano un
día cualquiera.
Al chico le andaban buscando para darle una turra por una
deuda económica.
Andy tecleaba en el ordenador cuando Eva entró en su
dormitorio.
Encontró a su hermano sentado al escritorio, muy concentrado.
—¿Qué pasa?
—Tú tienes ahorros, ¿verdad?
Andy giró la cabeza en su dirección, posando su mirada en la de
su hermana.
—Sí. ¿Necesitas para libros o algo?
Eva carraspeó, no estaba segura de que Andy fuera a ayudarla,
pero tenía que intentarlo.
—No, no —contestó mostrándole las palmas de las manos, las
cuales tenía sudadas por los nervios del momento —, no es para mí.
Fue entonces cuando Andy arrugó el ceño y se puso alerta.
—¿Entonces…? No, no me lo digas, tu amante bandido está
metido en un lío. ¿Me equivoco?
Eva se mordió el labio y puso cara de pena.
Andy suspiró, se llevó los dedos a la nariz y la pellizcó.
—¿Qué pretendes? ¿Que te deje pasta y lo saques del
problema?
Eva hizo una mueca.
—¡Joder, Eva!
—Andy, por favor…
—¿No te das cuenta de que es un bala perdida que te utiliza
como quiere? ¡No puedes salvarlo siempre!
—Son solo mil euros. Nos los devolverá.
—¿Mil euros? ¿Estás loca? Además, no sé por qué piensas que
tengo esa cantidad.
Eva rodó los ojos hacia arriba.
—Quizá porque eres un tacaño que no gasta el dinero en nada.
Ponemos para comprar comida y nada más. La hipoteca está
pagada y los papás se encargan del resto de facturas. Nunca te
compras nada y estoy segura de que no gastas más de doscientos
euros al mes en salidas de ocio.
Andy la miró durante algunos segundos seguidos.
—Pues sí, toda la razón. Y no me compro nada porque no
necesito nada —explicó.
—Bueno, ¿me prestas el dinero? Yo me hago responsable.
Andy sonrió tristemente.
—No, Eva, no puedes salvarlo siempre.
—¿Qué?
—Ya sabes mi respuesta.
—¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes hacernos esto! —
exclamó ella enfurecida.
Jamás le había hablado así a su hermano. Andy se levantó de la
silla y se puso frente a ella.
—¿Qué haces, Eva? —le habló de forma pausada—. ¿Te das
cuenta de cómo me estás hablando?
—¡Eres un egoísta! —gritó con lágrimas en los ojos—. ¿Qué va
a ser de él ahora?
—Tranquilízate. ¿Te das cuenta de cómo estás? Te tiene
absorbido el coco, Eva.
—¿Qué va a ser de él? Lo van a buscar.
—Que lo busquen. Cada uno tiene lo que se merece, no puedes
socorrerlo como si fueras su madre cada vez que tiene un problema.
Estoy seguro de que él no haría lo mismo por ti.
—¡Por supuesto que lo haría! Estamos enamorados, pero tú no
sabes lo que es eso.
Andy le sonrió.
—Lo sabré en su momento —se encogió de hombros—, pero no
soy yo quien tiene un problema.
—No, claro que no. Somos nosotros y nos das la espalda.
Andy negó con la cabeza.
—No doy la espalda a nadie.
—Sí, a él.
—Él no es mi familia —le recordó el chico.
—Pero yo sí.
—Bien, pues tú no tienes ningún problema económico ahora
mismo.
Eva bufó. No entendía cómo su hermano podía ser así, cómo
tenía la sangre fría de decirle que no.
—Te arrepentirás —dijo entonces ella.
Andy se rio.
—¡No te rías! —exclamó ella todavía más enfadada.
—Se te ha pegado hasta la forma de hablar. Te arrepentirás tú
de haberte enamorado de él. Ya verás.
—Eso nunca pasará.
Pero sí que sucedió, y más pronto de lo que ambos pensaban,
como también de la forma más dolorosa.
*
*
—¿Estás segura? —le preguntó a Eva días después.
Habían aparcado, con mucha suerte, a escasos metros de la
puerta del hospital.
Eva había cogido cita algunos días antes tras haber pasado
aquel pequeño periodo de vacaciones en Moraira.
Había llegado a la conclusión de que no quería que su bebé
naciera sin un padre al que recurrir, sin esa figura.
Además, los niños venían al mundo por amor, y ese amor con el
que había concebido aquel niño, ya estaba roto.
Jamás volvería a tener relación con ese chico, nunca.
Le había hecho tanto daño…
Había roto su corazón en mil pedazos, y tardaría en reponerse
de aquello.
Aún estaba a tiempo de remediarlo, muchas mujeres lo hacían.
Bien por no sentirse preparadas para ser madres, bien porque en
ese momento de sus vidas o en sus carreras no era lo más óptimo.
Había mil de razones por las que tenía derecho a abortar.
Aun así… un pellizquito de culpa, melancolía y dolor se colaba
en sus entrañas.
Eva tragó saliva.
—La verdad es que no mucho.
Andy cogió su mano, dándole su apoyo.
—Decidas lo que decidas, yo estaré contigo.
—No tendrá padre.
—Hoy en día existen muchos tipos de familia.
—Ya, pero…
—Me tendrá a mí —le aseguró Andy con esa calidez reflejada en
sus pupilas, tan característica de él —, si lo que te preocupa es eso.
La chica cerró los ojos y se llevó las manos a las sienes,
masajeándolas, intentando que aquel dolor que le martilleaba la
cabeza, cesase.
—Tráeme mañana a la misma hora —le pidió.
Andy sonrió de forma triste.
—Enana, ya has tomado la decisión. ¿Lo sabes? No podemos
venir mañana a la misma hora. La cita es hoy.
—Pero, mañana… mañana lo tendré claro.
—Ya lo tienes claro, ¿no lo ves? —le dijo Andy.
Eva dijo que sí con la cabeza, llenándose sus ojos de lágrimas.
—Y ahora, ¿cómo le cuento yo esto a papá?
—De eso me encargo yo —le aseguró su hermano.
Eva suspiró.
—Si es niña, se llamará Daniela.
35
Gabriel
Encontré un lugar muy cuco al que llevar a Eva en ese pueblo de
ensueño.
No estaba demasiado alejado de una cala cercana que me
pareció preciosa al visitarla días atrás.
Desde luego, Moraira no tenía nada que envidiar a ninguna isla
paradisíaca.
Ojalá la hubiera visitado antes.
Estaba nervioso, no voy a mentir. Conseguir aquel trato era parte
de mi labor en esa casa de huéspedes, pero mi corazón iba por
otros derroteros.
Ansiaba besarla, tocarla y follármela con dureza.
Moi había tenido que ayudarme a ser ese canalla que podía
volver loca a Eva, pero no hacía falta que me diese ninguna clase
sobre sexo.
Además, ya había fantaseado varias veces en mi cabeza con el
verde de sus ojos y las curvas de su perfecto cuerpo.
Esa chica me volvía loco, me atraía de una forma inexplicable,
hasta el punto de sentirme perdido, sin saber qué hacer con lo que
me hacía sentir por dentro.
No obstante, no supe que me gustaba tanto hasta aquella noche,
cuando la llevé a ese local en el que tenían micro abierto e iban
artistas independientes a versionar canciones famosas o incluso a
tocar sus propios temas.
Con un toque vanguardista y vigas de madera decorando
paredes y techo, ofrecían cervezas artesanales y todo tipo de
aperitivos que tenían una pinta estupenda.
—Así que, ¿no vas a decirme de qué huyes? —me preguntó Eva
una vez estuvimos sentados frente a frente, en un rinconcito del
local, con un mosaico de motivos jipis decorando la pared.
Había ido a recogerla a la puerta de su habitación, y casi me dio
un escalofrío al verla con aquel vestidito de flores moldeando su
cuerpo y los labios pintados de rosa.
Era exquisita.
Después caminamos hacia el lugar y pedimos dos copas de vino
blanco, el cual tenía claro que pensaba dejar que se me subiera a la
cabeza.
Sonreí y acaricié el borde de mi copa de vino.
—¿Yo? ¿Por qué tendría que huir de algo? —le pregunté,
haciéndome el remolón e ignorando las dos palabras que resonaban
en mi mente desde que me había hecho la pregunta.
«De mí mismo».
Eva negó con la cabeza.
—A mí no me engañas.
«Eso ya lo veremos», pensé, y me odié un poquito por ello,
porque cuando la tenía delante me hacía dudar hasta de mi puto
nombre.
—¿Acaso cada persona que se hospeda en tu casa tiene algo de
lo que huir? —Eva sonrió y dio un trago de su copa—. ¿Es eso lo
que quieres decir?
—Sí, así es.
—No me lo creo.
Eva rodó los ojos hacia arriba y sonrió.
—A ver, no así, exactamente, pero hay otras formas de relajarse
que venir hasta aquí, ¿no crees?
Me mordí el labio, haciéndome el interesante, aunque una
sonrisa burlona se escapaba de mis labios sin que yo pudiera hacer
nada por evitarlo.
—¿Tú también?
—¿Si huyo?
Asentí con la cabeza.
Por mi derecha, el camarero se acercó a nuestra mesa para que
pidiéramos la comanda.
Humus con zanahoria, una tablita de quesos, patatas bravas y
cuatro croquetas.
—Gracias —dijo Eva antes de que el muchacho se retirara. —Me
flipa el queso —añadió después, tras dar otro sorbo a su copa.
Casi las habíamos vaciado.
—A mí también —reconocí—. Por lo que veo sí que huyes tú
también, como tus huéspedes.
—No huyo de nada —dijo poniendo morritos.
—Sí, de contestar a mi pregunta.
Negó con la cabeza.
—No, ya te he contestado. No huyo de nada, Gabriel.
—¿Por qué no te creo?
—Ese es tu problema —dijo con una sonrisa.
Estaba coqueteando, retándome.
—Supongo que todo el mundo guarda secretos —comenté.
Eva asintió con la cabeza, aunque esta vez se puso más seria.
—¿Me confiarías alguno tuyo? —cuestionó entonces,
rompiéndome los esquemas.
—¿Tú lo harías conmigo? —le pregunté yo.
Aquello se ponía intenso, igual que mi entrepierna al mirar de
soslayo el escote de su vestido.
—¿Confiarte un secreto?
Asentí.
—Tengo unos cuantos.
—Soy todo oídos. Me pareces muy…
Ella arqueó una ceja y el camarero dejó sobre la mesa la tabla
de quesos y el humus.
—¿Muy qué?
—Enigmática.
—¿En serio?
Solté una pequeña carcajada.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—Te has… cerrado en banda conmigo desde el principio. ¿Por
qué? O, mejor ¿por qué ahora no?
Ella suspiró, cogió un trozo de queso azul y se lo llevó a la boca,
seguramente para ganar tiempo. Le había hecho una pregunta
importante.
Vi que tardaba mucho en contestar, así que intervine:
—Si te encuentras incómoda o algo, yo…
—No, tranquilo. Estaba pensando qué responderte, pero lo cierto
es que no hay ningún tipo de excusa ni nada parecido. Solo…
bueno, Marga me hizo darme cuenta de que tengo que vivir, y de
que llevo unos cuantos años sin hacerlo.
—¿Años?
—Sí.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Tengo miedo a que me hagan daño.
—¿Te lo hicieron en el pasado? —pregunté interesado,
olvidándome por completo de mi cometido en Moraira.
—Mucho.
—¿Qué… pasó? ¿Fue Andy?
Ella parpadeó varias veces, impactada.
—Perdona, no… no conozco a Andy de nada, solo he oído su
nombre varias veces desde que estoy en la casa.
Era cierto, la sombra de Andy siempre estaba rondando a mi
alrededor, me moría por saber quién era. Puede sonar absurdo,
pero había llegado a sentir hasta celos.
Me estaba volviendo loco, esa era la realidad.
Ella bebió de su copa hasta terminarla, parecía turbada. Así que
aproveché la ocasión en la que el camarero trajo las patatas y las
croquetas para pedirle dos copas más.
—No, tranquilo. He de enfrentarme a esto.
—Lo siento, no pretendía…
Ella sonreía negando con la cabeza, pero sus ojos se habían
llenado de lágrimas.
Y yo me sentí culpable.
Si me sentía así en ese momento, ¿cómo podría llegar a
sentirme después de engañarla?
Carraspeé y apuré mi copa de vino hasta dejarla vacía, pues la
mía el camarero no se la había llevado.
—No fue Andy el que me rompió el corazón —dijo sonriendo al
tiempo que enjugaba un par de lágrimas traicioneras—. Perdona, es
que el maldito vino…
Sonreí.
—Tranquila —dije posando mi mano sobre la suya.
Fue un acto involuntario, no pensé en hacerlo, lo hice sin más.
Ahí estaba.
Su piel con la mía.
Aquel roce mágico que me hacía vibrar.
Eva se serenó y continuó hablando:
—Andy fue… bueno, mi salvación. Como siempre. Me sacó del
pozo, me apoyó en todo y jamás me lo recriminó.
Asentí con la cabeza.
—Así que hubo alguien más.
—Sí.
—¿Quién?
—La única persona de la que he estado enamorada.
—Pero, has dicho que Andy…
Eva rio.
—No, no. Andy es mi hermano. Bueno, era… joder —se frotó la
frente con los dedos—, todavía no me acostumbro.
—¿Está…?
—Sí.
—Dios, lo siento mucho.
Hizo un movimiento con la mano, como queriéndome decir que
no pasaba nada, que estaba todo bajo control, pero el puchero que
dominaba sus labios en ese momento me dijo todo lo contrario.
Carraspeó y controló el llanto.
—Estoy trabajando en ello, en superarlo. El otro día empecé una
terapia psicológica. Y no sé por qué te estoy contando esto… —dijo
entonces, avergonzada.
Me enterneció al tiempo que hizo que mi corazón latiera con
fuerza.
—Porque te doy confianza —le dije sonriendo.
El camarero volvió con dos copas de vino llenas y se llevó mi
antigua copa vacía.
—Bueno, el caso es que solo me he enamorado una vez y me
partieron en dos.
—¿El padre de Daniela?
—El mismo.
—¿Por qué?
Ahora sí parecía más entera.
—¿Por qué? El muy impresentable me dejó cuando le dije que
estaba embarazada. Sin preguntas, sin explicaciones, sin nada.
Apreté los labios consternado. Yo no quería ser padre, me
pregunté entonces si podría ser capaz de hacer eso.
La respuesta era un no.
No era un monstruo.
—Joder…
—Lo sé.
—¿No sabes nada de él?
Eva negó con la cabeza.
—No. Ni quiero.
—Entiendo.
Se me había olvidado hasta comer, por lo que cogí un palito de
zanahoria y lo pringué con el humus de garbanzos antes de
metérmelo a la boca.
—Ahora te toca a ti —me dijo.
—¿A mí?
—Ajá. Yo te he contado un secreto. Ha llegado tu turno.
«Mi turno».
—Pues… ni siquiera sabría por dónde empezar. Así que voy a
confesarte que sí, una de las razones por las que vine aquí fue por
huir.
—¿De qué?
—Más bien, de quién —corregí.
—Vaya —dijo Eva poniendo morritos—, esto se pone
interesante.
Sonreí.
—Desembucha —me pidió, guiñándome un ojo.
Qué guapa era.
—¿Nunca has tenido la sensación de que si no huyes de tu
propia vida te vas a asfixiar?
Eva movió la cabeza de un lado a otro.
—Más o menos. ¿Tienes ansiedad?
—Mucha.
—Entonces es tu cabeza quien te asfixia, no tu vida. ¿No crees?
Negué con la cabeza, súper convencido.
—No, mi vida no me gusta. Me agota, me… asfixia, es que no
puedo definirlo con otra palabra.
—¿Y no has pensado en cambiarla?
—Claro. Muchas veces.
—¿Por qué no lo haces?
—Porque no es tan fácil.
Eva negó con la cabeza y puso su mano sobre la mía.
—La vida es sencilla, somos nosotros quienes la complicamos.
Esa frase resonó en mi cabeza durante toda la noche y el resto
del tiempo que pasé en Moraira.
Se me clavó dentro como un tatuaje impregnado en la piel.
Quizá yo había hecho mi vida complicada sin darme cuenta,
pensando más en los demás que en mí mismo.
Germán de Haro por delante. Él y su empresa.
Raquel, mi novia, por delante. Ella y su instinto maternal.
¿Qué pasaba conmigo?
Con mis sentimientos.
Con mis pensamientos.
¿Qué pasaba con lo que yo buscaba de la vida?
No me había dado tiempo a crear sueños propios, Germán de
Haro se encargó de que luchara por los suyos.
Fue entonces cuando tuve claro que no quería seguir haciendo
las cosas como las estaba haciendo.
36
Eva
Aquella cena había sido especial.
Aunque no quería admitirlo por el miedo irracional a que
volvieran a partirme el corazón, pues esa vez, no estaría Andy para
colocar tiritas sobre él.
Pero lo cierto es que me había sentido demasiado cómoda con
Gabriel.
Me transmitía una calma infinita, y cada vez que lo miraba, el
color miel de sus ojos me cautivaba más.
Era el sueño de toda mujer.
Y no solo por el físico, pues me había demostrado que sabía
escuchar y que era capaz de empatizar.
Quizá era porque mi relación más larga había sido con un
cavernícola y ahora cualquier chico decente me parecía un príncipe.
No lo negaré.
No obstante, Gabriel me hizo sentir cosquillitas en la piel cuando
nuestras manos se juntaron.
La conversación había sido tan fluida que me sorprendí a mí
misma contándole cosas que nunca le había contado a nadie.
Es muy cierto eso de que te sientes más cómodo contando
secretos a desconocidos que a tu propio círculo cercano.
Pero Gabriel ya no era ningún desconocido para mí.
Y aunque sentía pavor de que me saliera rana, Marga tenía
razón: tenía que vivir.
Con todas sus consecuencias.
Así que decidí hacerle caso, por lo que Gabriel, de apellido
problemas, se metió en mi vida de lleno a partir de aquella noche.
—¿Te has bañado alguna vez de noche en el mar? —le
pregunté.
La cena había sido exquisita, como también las tres copas de
vino que nos habíamos bebido cada uno.
Iba un poquito beoda, pero me sentía feliz después de tanto
tiempo de amargura y llantos.
Sería el efecto del alcohol.
O quizá el de tener a Gabriel cerca.
No lo sé.
En cualquier caso, la mezcla era explosiva y de ahí, estaba
segura, podía salir cualquier cosa.
No importaba.
Caminábamos despacio, con los zapatos en la mano, por la orilla
del mar. Habíamos decidido visitar una calita pequeña y cuca que
había cerca del local.
—La verdad es que no. ¿Y si me sale un pez gigante y me
come?
Me reí.
—¿Qué dices? Estás chalado. No va a salir ningún pez gigante.
Estamos en Alicante, no en… ay, no se me ocurre ningún lugar
donde haya peces así.
—¿Y tú? ¿Te has bañado desnuda alguna vez en el mar?
—¿Desnuda? La pregunta era de noche.
—Dios, lo siento. —Se mordió el labio y mis bragas se
carbonizaron de excitación—. No sé en qué estaba pensando…
—Eres un depravado.
—Creí que era especial.
—¡Yo nunca he dicho eso! —exclamé contrariada, pero con una
sonrisa en la boca.
—Aunque lo has pensado —me dijo.
—Eres un creído.
—¿Acaso he mentido?
Me quedé callada.
Pillada con las manos en la masa.
—¿Lo ves? Quien calla otorga.
Suspiré, muerta de risa y de vergüenza. Qué feliz estaba siendo
en ese momento.
Le di un golpecito cariñoso en el brazo.
—Oh, calla, idiota.
Fue entonces cuando me atrajo hacia sí, haciendo que ambos
soltáramos los zapatos, cayendo estos en la arena.
—¿Vas a decirme que no tienes ganas de besarme? ¿En serio?
Porque yo me muero por hacerlo, Eva.
Lo dijo en un susurro, y consiguió que cada poro de mi piel se
erizara.
Su mano estaba en mi cintura, apretando con las yemas de sus
dedos mi carne.
Esa caricia picó mi sistema nervioso.
Tragué saliva.
—Desde el primer día que te vi —confesé pegada a su boca.
—No nos hagamos esperar, entonces.
El beso fue feroz.
Hambriento.
Juntamos nuestros labios siendo presa de aquel deseo
incontrolable que llevábamos conteniendo demasiado tiempo.
Sentía mi sexo palpitar.
Pronto estuvimos arrodillados sobre la arena, sin separar
nuestros labios ni un solo momento.
Éramos lengua, dientes y pasión.
Me puse a horcajadas sobre él y sentí las palmas de sus manos
sobre la piel de mis muslos.
Estaba ardiendo, y su erección pugnaba por salir de sus
bermudas.
Jadeábamos y nuestros alientos se perdían en el frescor de la
brisa del mar.
—¿Estás segura? —preguntó, separándose de mí apenas un par
de centímetros.
Asentí con la cabeza.
—Necesito que me hagas sentir otra vez —le rogué.
Necesitaba eso y mucho más, pero no se lo dije.
Como en aquella canción de Pereza en la que decía:
Todo, todo, todo, todo.
Yo quiero contigo todo.
Poco, muy poco a poco, poco.
Que venga la magia y estemos solos, solos, solos.
Yo quiero contigo solo.
Que venga la magia y estemos solos rozándonos todo, sudando
cachondos, volviéndonos locos, teniendo cachorros, clavarnos los
ojos, bebernos a morro.
*
El domingo fue muy tranquilo. Pasé la mañana leyendo a la
sombra en una de las hamacas, con el sonido de los pájaros a mi
alrededor.
Por la tarde acompañé a Eva y a Daniela a la playa.
La pequeña seguía sin pronunciar ni una palabra.
—¿Nada de nada? —pregunté a Eva.
Ella negó con la cabeza.
—Estaba muy unida a Andy, no ha dicho nada desde que pasó.
Suspiré y acaricié el hombro de Eva. Ella sonrió, y pasó su
mejilla por el dorso de mi mano restregándose como un gatito.
La niña jugaba a unos metros delante de nosotros, cerca de la
orilla, con palas y cubos. Hacía castillos de arena.
—Terminará hablando —le aseguré.
—Lo cierto es que no estoy muy segura. Es algo que me
desespera. Mi hija era la típica niña que no se callaba ni debajo del
agua.
Eso me hizo sonreír.
—Tienes que tener esperanza. Necesita procesar.
Eva me puso al día de todo el proceso médico y profesional al
que había estado sometida Daniela en la seguridad social.
—Por eso puse el cartel de sesiones de psicología en la finca.
—Me llamó mucho la atención.
Eva sonrió.
—Me parece una buena idea ofrecer también ese servicio a los
clientes. Al fin y al cabo, la casa de huéspedes es un lugar para el
autocuidado. La psicóloga tratará a Daniela y después se quedará
un rato para hacer terapia en grupo o sesiones individuales, según
la demanda.
—Genial.
—Tú me dijiste que tenías una amiga que tampoco hablaba.
Sonreí.
Aquel día me mostré muy reacio cuando salió a colación Raissa
y el centro de menores, pero en ese momento me sentía tan bien
junto a Eva que me creía capaz de compartir con ella cualquier
cosa. Incluso de decirle la verdad, mi verdadero propósito de ir allí.
Era algo que quería hacer, pero primero debía romper ciertos
vínculos y ordenar mi vida.
Mi plan se había ido al traste por elección propia.
Ya no había plan. Lo había decidido y no había marcha atrás.
No necesitaba el puto dinero de Germán de Haro, no necesitaba
la caridad de Raquel. Yo solo saldría adelante cuando dejase la
empresa.
Tenía bastante dinero ahorrado y dos manos para currar.
Eva me gustaba, y no sabía qué pasaría entre nosotros, pero
fuera lo que fuera, quería que no hubiera mentiras de por medio.
—Sí. Raissa.
—¿Qué pasó?
Tragué saliva antes de seguir hablando.
—Bueno… antes tengo que contarte que no tuve una infancia
normal.
—¿Cómo?
—¿Te acuerdas la pregunta de los secretos de ayer?
—Claro.
—Pues te confesaré otro secreto —le dije sonriendo. Quería que
viera que eso estaba superado, no quería que me mirase con
lástima.
—Vale, adelante. No paras de sorprenderme.
Me reí.
—Espero que para bien.
—Claro que sí —dijo ella.
Miró un momento a Daniela y, puesto que estaba de espaldas,
se acercó a mis labios y me besó.
Dulce, cálida, Eva era todas las cosas bonitas que podían existir
en el mundo.
Cada vez que me miraba fijamente a los ojos o que me besaba,
sentía que no podía utilizar a nadie así.
Tenía escrúpulos. No podía evitar ser humano.
Germán no lo vería así, Germán me diría que estaba siendo
débil.
Pero yo no estaba siendo débil, estaba siendo Gabriel Hidalgo,
porque de Haro solo había uno, y era Germán.
—¿Sabes que te sienta genial ese bikini? —le dije, sintiendo
calor por dentro después del beso.
—Céntrate, anda. Cuéntame ese secreto.
Le conté cómo había sido mi infancia. Mi paso por el centro de
menores, la adopción y mi relación con Raissa. Una historia dura
que no solía contarle a todo el mundo, pero con ella era muy fácil
hablar.
No hablé demasiado de Moi, ni siquiera pronuncié su nombre.
Porque acordarme de que me había dado clases para conquistarla y
conseguir mi objetivo, en ese momento no me sentaba bien.
Aproveché para contarle de qué manera Raissa volvió a hablar,
seguro que le daba un poco de esperanza.
—Así que ella volvió a hablar —comentó Eva, esperanzada.
—Sí. Ella volvió a hablar y cuando lo hizo no se calló —me reí.
—Se nota que fue una buena amiga. ¿Ya no tienes relación con
ella?
Hice una mueca y me puse serio.
—Lo cierto es que hace algunos años que no sé nada de ella.
Igual que no sé nada de mi madre biológica. He tenido una infancia
muy difícil como has podido comprobar.
—Lo de tu madre puede ser entendible si te dejó en un centro de
menores, a veces la gente toma decisiones como esa por el bien de
los hijos. ¿Por qué no sabes nada de Raissa?
—Bueno, ¿nunca has dejado a alguien de lado por otra persona?
Eva se mordió el labio.
—Lo cierto es que sí. Dejé de lado a Andy cuando empecé a
salir con… —miró a Daniela— bueno, con el impresentable ese.
Nunca me lo perdoné.
—Pues algo parecido me pasa a mí.
—Pues soluciónalo, ¿no? Nadie puede imponerte ser más
importante en tu vida que otra persona. Lo sabes, ¿verdad?
—¿Crees eso?
—Por supuesto. No creo que exista la rivalidad. Ni entre parejas
ni con las amistades. Ni tampoco una pareja puede prohibirte que
veas a un amigo o amiga. ¿No crees?
Desperté.
Algo me hizo clic por dentro.
—Creo que es muy acertado lo que dices y que es muy tóxico
también.
—Claro que lo es. Te lo digo yo, que estuve metida hasta las
cejas en una relación tóxica.
—¿Tú llamarías a Raissa si fuerais amigas?
Eva sonrió.
—Por supuesto. Y con quien dejaría de tener relación es con la
persona que te haya exigido cortar el contacto con alguien tan
importante para ti.
—Eva, yo…
—¿Qué?
—Quiero decirte algo más.
—¿Algo más?
De pronto quería sincerarme con ella. Contarle absolutamente
todo.
Algo así como una necesidad de abrirme en canal y enseñarle
todo lo que llevaba guardado en el pecho, en el alma y en el
corazón.
Pero Daniela comenzó a llorar y rompió el momento.
Había pisado la cáscara de una almeja pequeña y se había
hecho daño en el pie.
Todo ello lo supimos porque la niña llevó a Eva de la mano hasta
la cáscara que había pisado.
No tardamos en volver a la casa y asearnos.
Aquella noche la esperé para cenar, después de que concluyera
el turno para los huéspedes, y degustamos un delicioso gazpacho
andaluz con dorada de segundo en las mesas del exterior.
Tenía la sensación de conocerla desde siempre, algo que se iba
tatuando cada vez más rápido en mi interior.
Me lo pasaba estupendamente con ella y mi corazón latía
desbocado cuando estaba a su lado, pero el motivo no eran mis
nervios rotos, sino algo más bonito.
Era pronto para decirlo, pero sabía que no tardaría en
enamorarme de ella.
Madrid, el día
de la muerte de Andy
—Uno, siete, veinte y catorce. ¡Ya voy, tete!
Daniela destapó sus ojos y fue en busca de Andy, a quien en ese
turno le había tocado esconderse.
Su escondite no era demasiado complicado, pues se había
ocultado detrás de la puerta de la cocina.
Contenía la risa, imaginando el susto que le daría a Daniela
antes de que lo encontrase.
La escuchó caminar con sus pequeños piecitos por el pasillo.
Daba algún que otro saltito por el camino y sus dos coletas se
movían con el vaivén de su cuerpo al caminar.
—¿Dónde estás? —preguntó.
Andy la observaba desde el quicio de la puerta del comedor, en
silencio.
No le contestó, de lo contrario se descubriría a sí mismo.
Daniela siguió paseando un poco más por la casa.
Andy la seguía de cerca.
—Te has escondido muy bien.
—¿Tú crees? —le dijo al tiempo que la cogía en brazos y la
ensalzaba por los aires.
Daniela dio un respingo sobre sí misma en un principio, pero
después rio a carcajadas.
—Eso no vale, eso no vale, eso no vale.
—¿Cómo que no vale? ¿Eh? Las reglas del escondite pueden
cambiar en cualquier segundo —le dijo Andy.
Daniela movió las piernas y el chico la bajó al suelo.
—¿Cenaremos juntos? —le preguntó la niña.
—Hoy no, tengo que salir un rato.
—¿Dónde vas? —preguntó ella un poco triste. Le encantaba
cenar con su tío porque siempre veían juntos un capítulo de
Doraemon, el gato cósmico.
—Tengo que ir a hacer una cosa.
—¿Cuál?
—Una cosa de mayores.
Daniela frunció el ceño un segundo, pero después se encogió de
hombros.
—¿Me leerás el cuento antes de dormir?
—Eso seguro —contestó Andy revolviéndole las coletas.
—Ay, mis coletas, tío, jolín.
El chico rodó los ojos hacia arriba.
—Igual que tu madre.
Daniela le sacó la lengua.
—Ah, se me olvidaba. Tengo algo para ti.
—¿Para mí? —Daniela ahogó un grito de alegría—. ¿Un regalo?
—Sí.
—No es mi cumpleaños.
—No importa, contigo todos los días son especiales.
Daniela sonrió y esperó impaciente a que Andy terminara de
sacar del bolsillo de su pantalón lo que le había prometido.
Se lo tendió y observó lo que era.
Se trataba de un colgante con un corazón.
—¡Qué bonito!
—¿Te gusta?
—¡Me encanta, tete!
Andy rio feliz.
—Me alegro mucho.
—Gracias, te quiero mucho.
Daniela se tiró a sus brazos.
—Y a yo a ti, enana. Voy a vestirme para irme. Nos vemos más
tarde. Ve con mamá a la cocina.
Daniela asintió y le dio un beso en la mejilla.
—Te quiero, tete.
—Te quiero, pequeña.
Andy rompió esa promesa aquella noche, no sabía que no
volvería a ver a su pequeña Daniela.
Ni Daniela se imaginaba que sería la última vez que le diría te
quiero.
40
Eva
—Buenos días a todos —saludé cuando llegué a las mesas del
exterior de la casa.
Como cada martes, me tocaba impartir la clase de arte terapia.
El día anterior había llegado destrozada emocionalmente a casa,
pero sabía que era por algo bueno.
Las heridas, para sanarlas, primero tienen que ser purgadas de
infección.
Más tarde vendría el agua oxigenada y las tiritas que ayudarían a
cicatrizar.
En mi caso, la infección era que no aceptaba la ausencia de Andy.
La tirita sería resignarme y aceptar que aquel día en el que corrió
esa estúpida carrera, fue el último de su vida.
No obstante, había despertado mejor y mi paseo matutino hasta la
playa me había sentado bien.
No me sorprendió ver a Gabriel apuntado en la lista del corcho.
Tampoco a Marga.
Los dos abuelitos de siempre.
Una pareja de mediana edad y…
—¿Gaspar? —pregunté cuando alcé la vista para ver a los
asistentes de la clase. No daba crédito.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Qué pasa? —contestó él.
Parpadeé varias veces. No me lo creía.
—Nada, nada. Solo me sorprende que te apetezca pintar el cuerpo
de alguien o que te lo pinten a ti.
—¿Pintar cuerpos? —dijo atónito.
—Puedes ponerte conmigo —le propuso Marga coqueta. Después
hizo el movimiento de un arañazo con los dedos —. Miau.
—El body paint va de pintar el cuerpo con témpera especial.
—¿En serio? ¡Yo creía que era otra cosa!
—Vaya, pues lo siento. —Hice una mueca.
Si ya decía yo que no era normal que Gaspar estuviera apuntado en
la lista y sentado en las mesas.
—¿De verdad no quieres pintar mi cuerpito, cariño? —le dijo Marga
moviendo las cejitas.
—Marga, estás buena, pero a mí… es que eso no me va.
—Bah, pues tú te lo pierdes, viejo chocho.
Gaspar hizo un aspaviento con la mano y tras levantarse se marchó
de allí.
No pude evitar reírme.
Gabriel me miraba inquisitivo, casi devorándome con los ojos.
Yo procuraba no imitarlo, pero solamente el hecho de imaginar la
pintura resbalando por su perfecto abdomen, me ponía muy cach…
—Gaby, bonico, ¿te pones conmigo? —le preguntó Marga.
Gabriel me miró con los ojos desorbitados.
Carraspeé.
—Marga, guapa, tú te pondrás con Daniela.
—¿Con la niña? Si no está —dijo poniendo los brazos en jarras.
—Ah… ¿no? ¡Daniela! —exclamé—. Pues juraría que la había visto
aquí.
Marga chasqueó la lengua contra el paladar.
—Anda, ya me voy… —masculló al tiempo que se levantaba.
—No, Marga, pero…
—Cochina —me dijo al oído tras pasar por mi lado.
Aquello me hizo dar un respingo y sentir calor en las orejas.
Gabriel se mordió el labio y desvié la mirada hacia los demás.
Lo que me faltaba.
—Bueno, pues como veo que estáis emparejados, Gabriel, tú
conmigo.
Él sonrió.
—El body paint es una actividad libre en la que solamente
utilizaremos dos materiales —expliqué, serenándome—. Uno, la
pintura especializada. Dos, el cuerpo de nuestra pareja. Podemos
decorar la cara, las manos… improvisad. ¿Sí?
Las dos parejas sonrieron y asintieron, para después coger cada
una un bote de pintura.
Yo me acerqué a Gabriel, un poco avergonzada.
—Así que Marga con la niña… Ya veo. Se te ha visto el plumero,
señorita —dijo dándome un pequeño toque en la nariz con su dedo
índice.
—Cállate, se me ha escapado. Anda, coge un bote de pintura. Voy a
hacerte un make up de indio.
—¿Solo vas a pintarme la cara? Qué cobardica.
Gabriel se quitó la camiseta tras decir aquello, y yo contuve el
aliento.
—Por un ratito seré tu lienzo —dijo.
Expulsé el aire que había estado reteniendo sin querer en mis
pulmones, despacito.
Tenía aquel magnífico torso solamente para mí, y nada más poner
los dedos sobre su piel, la mía reaccionó.
Pringué de pintura azul mis dedos y dibujé cosas sin sentido por su
cuerpo.
Él hacía muecas, pero ninguna fue desagradable. Estaba segura de
que estaba excitado, porque yo sentía mi sexo palpitar.
Gabriel era electrizante, y sabía que yo no saldría indemne de su
aparición en mi vida.
Y mi corazón tampoco.
Yo: Por suerte, no. Te hablo muy en serio. No pienso hacer nada
más para ti.
—¿Y bien? ¿Qué tal ha ido? —le pregunté una vez me encontré
con ella fuera.
Isabel era cálida, daba paz y se notaba que le gustaban los
niños. Olía a crema hidratante y llevaba el pelo canoso, que antaño
debió ser oscuro, recogido en un moño bajo con un lapicero.
Sus ojos marrones desprendían sinceridad.
—Me ha sorprendido mucho.
—¿Y eso?
—Vi un caso parecido hace años. Está claro que Daniela ha
encontrado otro referente masculino en el que apoyarse.
—¿Cómo?
—Antes era Andy, ¿no es así?
Asentí con la cabeza. Era cierto, Andy había ejercido de padre
de la niña desde que nació, pero dejándole claro que no lo era.
—Sí. Daniela y Andy siempre han estado muy unidos.
—Al faltar de forma repentina, tenemos claro que entró en
estado de shock. Ha sido ese estrés postraumático lo que le ha
producido el mutismo selectivo. Estoy de acuerdo con el diagnóstico
de los psicólogos que la han tratado. He echado un ojo a los
informes que me has dado esta mañana, antes de empezar la
sesión.
—¿Entonces? ¿Crees que debe seguir en terapia?
—A veces hay que trabajar mucho con la persona afectada para
que la situación remita, pero otras es el mismo paciente el que
decide hablar una vez comienza a relajarse. ¿Quién es ese
huésped? Tiene que tener algo especial para que la niña se haya
relajado con él y lo considere alguien de confianza. ¿Existe algún
vínculo entre ellos?
La pregunta me pilló desprevenida.
¿Sería positivo decirle a la psicóloga, que el único vínculo que
había entre el huésped y nosotras es que yo me lo había chuscado?
«No, cállate».
—Bueno, pues el huésped, es… —Levanté mis brazos por
inercia a mi alrededor, ganando tiempo mientras pensaba qué
decirle cuando vi a Gabriel tumbarse en una de las hamacas.
Llevaba una taza en una mano y un libro en la otra—… él.
Isabel miró hacia donde yo le señalé y su gesto se demudó.
—No es posible…
—¿Lo conoces? —pregunté sorprendida por su reacción.
—Me hubiera gustado conocerlo en otras circunstancias, pero sí,
sé quién es —contestó con una sonrisa.
¿Se conocieron en el centro de menores?
43
Gabriel
Debía estar tranquilo después de lo que me había pasado.
Aun así, era inevitable que mi cabeza no cayera en el bucle de
pensamientos de que la había cagado con Eva.
Era viernes y ella seguía algo distante conmigo. Ese maldito
martes lo fastidié todo.
La buena noticia es que ese mismo día comenzaría con la
psicóloga en la terapia de huéspedes.
Iba a ir a de cabeza. No obstante, cuando vi de quién se trataba,
el corazón me dio un vuelco.
La conocía perfectamente y, aunque era alguien de mi pasado,
ese que me había empeñado en emborronar como una mancha que
no salta, la sorpresa al verla fue grata.
Había decidido leer un poco en una de las hamacas, cuando
levanté la vista de las letras y la vi algunos metros lejos de mí.
Era ella, no tenía ninguna duda.
Me levanté como un resorte y sonreí. Se estaba acercando a mí
y lo menos que podía hacer para agradecerle todo su apoyo durante
mi infancia y adolescencia, era eso.
No había vuelto a verla desde que me fui con Germán, pero
Isabel seguía siendo la misma, aunque se notaba el paso del tiempo
en su rostro.
—Dichosos mis ojos, Gabriel —dijo cuando estuvo ante mí.
Eva la seguía por detrás, algo tímida. Parecía no entender nada.
—Isabel, ¿qué haces aquí? —Sonreí ampliamente y le di un
abrazo.
Olía como siempre. Qué curioso que asociemos olores concretos
a personas determinadas.
—Ya ves. Vine a vivir a Alicante hace unos años. Decidí estudiar
psicología y montar un gabinete en el centro para probar suerte —
me explicó.
—¿Has dejado el trabajo social?
Asintió con la cabeza, aunque podía notar cierta pena en su
mirada.
—Sí, veía cosas muy duras.
Sonreí.
—¿Y en terapia no?
Ella soltó una leve carcajada. Qué bien conocer a alguien en
aquel lugar.
—En terapia también, pero está mucho más en mi mano ayudar
a mis pacientes. No esperaba para nada encontrarte aquí. ¿Qué
haces?
Suspiré.
—Relajarme, creo.
—¿Crees? —Hice una mueca—. Oye, ¿qué tal si tomamos un
café por aquí cerca y charlamos?
—¿Ya has empezado las sesiones para los huéspedes?
Isabel abrió mucho los ojos.
—¿Estabas interesado?
—Si. La ansiedad me está matando. Bueno, eso y ciertas
heridas internas.
No pude evitar a Eva, quien esperaba un par de pasos detrás de
Isabel, cuando dije esas dos últimas palabras.
Ella se mordió el labio.
—Bueno, tomemos ese café y nos ponemos al día —dijo Isabel
girando sobre sus talones—. Eva, ¿hablamos en otro momento?
Voy a enterarme de lo especial de este huésped para que Daniela
haya vuelto a hablar, aunque dudo que tenga que indagar mucho.
Eva asintió con una sonrisa e Isabel y yo salimos caminando de
la finca.
La cita con Raissa se alargó hasta bien entrada la tarde, así que
eran cerca de las ocho cuando llegué de nuevo a Moraira.
Fue entonces cuando me encontré la finca como si fuera un
chiringuito de una playa paradisíaca.
Incluso los huéspedes iban disfrazados.
—Marga, ¿qué ha pasado aquí? —le pregunté a la mujer cuando
llegué al porche.
—Como te has tirado todo el día fuera, no te has enterado,
pipiolo. Eva ha decidido añadir a las actividades de la casa los fines
de semana temáticos.
—¿En serio? Mola mucho.
—Sí. Así que venga, dúchate y ponte bien ready, que esto
empieza ya.
Me reí ante el comentario de Marga y entré dentro de la casa
para hacer lo que me pedía.
De pronto, Daniela se interpuso en mi camino.
—Dice mi mamá que te pongas esto —dijo tendiéndome una
bolsa con lo que supuse que serían los complementos para ir
acorde con la temática hawaiana.
Miré a Eva, quien estaba detrás del mostrador de la recepción de
la casa. Ella también me estaba mirando y sonrió levemente.
¿Ya se le había pasado el enfado?
Asentí con la cabeza.
—Dile a tu mamá que sus deseos son órdenes.
Subí entonces hasta mi habitación para asearme y vestirme con
ropa limpia. Había pasado todo el día fuera y me sentía sucio.
Ni siquiera había llamado a Moi para contarle cómo había ido mi
cita con Raissa, así que decidí mandarle un mensaje: Acabo de
llegar a casa y estoy agotado. El encuentro se ha alargado más de
lo que esperaba, pero estoy feliz. Mañana te cuento mejor, ahora
tengo una fiesta temática en la casa de huéspedes donde me estoy
quedando. Un abrazo.
Yo también había sido atea del amor, pero ahora sí creía en él,
porque Gabriel había aparecido como ese milagro que decía la
canción.
Nos besamos y nuestro alrededor dejó de importar. Tanto, que
para nosotros desapareció y nada ni nadie existía en Moraira.
Solo nosotros.
Te quiero.
Gabriel.
Cogí la segunda:
Un vuelco.
Dos.
Tres.
Los latidos en mis sienes.
Alguien chistó a mis espaldas.
Me giré.
Montaña, Marga, Daniela y Gaspar me observaban. Palo ya
había vuelto a Madrid.
Montaña me sonrió, Gaspar hizo el movimiento de tirar la caña,
Marga me lanzó un beso y Daniela formó un corazón con sus
manitas.
Ahí estaban, las señales que necesitaba.
El empujón.
Corrí hacia ellos, le di aquel sobre y las notitas a Montaña y un
beso a Daniela.
Montaña accionó el control a distancia para que la puerta grande
abriera.
Con el primer movimiento, una melodía comenzó a sonar.
Se trataba de la canción que Gabriel me había escrito en la
primera notita.
Entonces lo vi, justo bajaba del coche. A su lado, Raissa lo
apoyaba.
Puso los brazos a la espalda y observé sus ojos aguados
mientras me acercaba a él.