°un Canalla Encantador - Natalia Olmedo

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Título original: Un canalla encantador


Diseño de portada: Amparo Tárrega
Maquetación: Natalia Olmedo
A mis lectores, que siempre están
1
Eva
—¡Daniela! —exclamé cuando la vi salir de su aula. Achinó los
ojitos por el sol y me buscó con la mirada, desorientada—. ¡Dani!
Entonces me vio, sonrió y corrió con sus pequeñas piernecitas
hacia mí.
Me abrazó cuando estuvo a mi altura y yo acaricié su pequeña
espalda con la palma de mi mano arriba y abajo.
—Hola, amor. ¿Qué tal el cole?
Silencio.
Carraspeé.
Casi me costó contar los cinco segundos antes de volver a
preguntarle o decir alguna otra cosa.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro…
Mi teléfono móvil comenzó a sonar.
—¿Palo? —pregunté nada más descolgar la llamada. Mi amiga
Paloma estaba al otro lado de la línea.
—¿Estáis listas?
—¿Listas? —pregunté sin entender a qué se refería.
—Te recuerdo que habíamos quedado para merendar. ¿Has
recogido a Daniela del colegio ya?
Hice una mueca. Lo había olvidado por completo.
—Eh… claro, claro, me acordaba. Sí, ya estoy con ella.
—No tenías ni pajolera idea, ¿verdad? —adivinó Palo con voz
cansina.
Me mordí una uña. Menudo desastre.
—¡Eva! —exclamó la profesora de Daniela llamando mi atención.
—Oye, Palo, la profesora de la niña quiere decirme algo. Nos
vemos en nada.
—Jolín, vale, pero no tardes porque…
Colgué.
«Joder, qué estrés».
Casi sentía perrearme el ojo derecho por el tic que aparecía
últimamente.
El trabajo, el boxeo, la casa, la niña, hacer bizcochitos de limón,
punto de cruz, crucigramas, la ausencia de Andy…
Qué poquitas horas tenía el día, leche, y cuánto necesitaba
distraerme con cualquier cosa para no pensar en nada.
—¿Sí? ¿Qué tal? ¿Qué sucede?
La maestra sonrió, aunque de forma casi forzada. Después ladeó
la cabeza a ambos lados, dubitativa.
Qué pesada, por favor.
Daniela terminaría hablando, estaba segura. Solo estaba
asustada.
Mi móvil sonó de nuevo. En este caso se trataba de Montaña y
casi me dio taquicardia.
—Tengamos paciencia, ¿vale? Quiero pensar que el verano le
sentará bien. Se tranquilizará y, quizá…—dijo la profesora.
—Sí, sí… —le contesté sin hacerle demasiado caso. Si Montaña
me llamaba era por algo importante. Solíamos hablar por las
noches.
Montaña era la mujer de mi padre, que no mi madre, aunque me
había criado como si realmente lo fuera, ya que me quedé huérfana
al poco de nacer.
Mi padre había muerto algunos años atrás, antes de que naciera
Daniela, y la casa de huéspedes que regentaba en Moraira, un
pueblo costero de Alicante, y que había convertido en su sueño,
pasó a manos de Montaña, quien se ocupaba de todo el negocio.
Yo viajaba hasta allí todos los veranos para ayudarla y cambiar
de aires.
Me sentaba genial.
Madrid es una ciudad muy estresante, además, ser ilustradora
de cuentos infantiles me daba la facilidad de trabajar desde
cualquier lugar.
Y sí, has oído bien, se llama Montaña, y es dura como una roca,
así que los jipis de sus padres la dotaron con un nombre que le va
que ni pintado.
—Disculpa un momento, ¿eh? Es importante.
Daniela observó cómo descolgaba la llamada.
——Dime.
—Eva, guapa, tenemos que hablar.
—¿Ha pasado algo?
—¿Crees que podríais venir tan pronto como sea posible, la niña
y tú?
Arrugué el ceño.
—¿Por?
—Tengo que hablar contigo y necesito que vengas a Moraira en
cuanto puedas.
—Pero…
Montaña colgó el teléfono y yo metí el aparato en el bolso sin
entender nada. Solía hacer esas cosas que te descolocaban
totalmente.
—Eva.
La profesora de Daniela hizo que volviera a la realidad.
La miré instándola así a que continuara. Quería acabar con
aquella conversación cuanto antes.
—Creo que sería buena idea que Daniela visitara a un
profesional.
Parpadeé varias veces.
—¿Cómo dices?
Aquello me parecía el colmo. Daniela no tenía ningún tipo de
problema. Solo necesitaba superar ciertas cosas, como todos.
Rebuscó en su bolsillo del babi escolar y sacó una tarjeta.
Arqueé una ceja.
—Cristina, es… psicóloga infantil. Sé que la están viendo en la
seguridad social, pero, a veces, un refuerzo externo no viene mal.
Miré de reojo a Daniela, que jugaba en el suelo con un par de
piedras y su muñeca de trapo. A los tres años se había olvidado de
sus juguetes de apego, pero desde un tiempo a esta parte, había
vuelto a coger esa muñeca que estaba tan sucia como el palo de un
gallinero.
No se separaba de ella ni para que le diera un par de vueltas en
la lavadora.
«Psicóloga infantil», repetí en mi cabeza.
Aquellas dos palabras hicieron eco en mi mente, como si mi
cerebro fuera una cueva vacía.
—Daniela no necesita otro psicólogo —dije con la boca pequeña.
—No te asustes. Daniela está perfectamente, pero, todos
sabemos que los recursos de la seguridad social en cuanto a salud
mental, se quedan cortos en estos casos —dijo la profesora.
Asentí con la cabeza.
—Entiendo.
Pero no, no entendía. No entendía que mi hija hubiera dejado de
hablar. Aunque intentaba quitarle toda la importancia del mundo,
para evitar colapsar mentalmente, no encontraba un motivo para
que mi niña se hubiera quedado muda por elección propia. —Lo de
Andy… —intentó decirme la mujer, pero hice un gesto con la mano
para que no siguiera hablando.
Lo de Andy había sido duro para todos, pero Daniela necesitaba
seguir adelante.
Y yo también.
—Todo saldrá bien —dijo la maestra.
Sonreí de forma triste.
—Claro —añadí sin demasiada convicción—. Gracias por tu
atención durante el curso.
Suerte que aquel era el último día de escuela de la niña y la
presión bajaría.
—¡Adiós, Daniela! —exclamó ella.
Daniela la miró, sonrió y se levantó del suelo.
—¿Te apetece que vayamos con Palo y Neo a merendar? —le
dije cuando echamos a andar hacia la carretera. Palo debía estar ya
esperándonos con el coche.
Ella apretó mi mano con la suya: eso era un sí.

Cuando entramos en el coche de mi amiga, arrugué la nariz.


Senté a Daniela en un dispositivo adaptado a su edad algo viejo,
el cual llevaba en el coche de Palo por si acaso, y me subí en el
asiento del copiloto.
Palo y yo habíamos sido inseparables desde el colegio.
Empezamos a ser amigas cuando se hizo pis en el aula.
Compartíamos una banqueta de plástico duro. Acabamos las dos
empapadas y con aroma a orín infantil.
Lo que lloramos…
Ella por vergüenza y yo porque me quería ir a mi casa.
Desde entonces, Pelé y Melé.
—¿A qué huele?
Palo apretó los labios y suspiró.
—Neo se ha hecho caca.
Reprimí una carcajada.
—Mucha caca, Eva. Debe tener un virus o algo así. Eso o está
podrido por dentro. Qué pena, tan pequeño. En cuanto bajemos, lo
cambio. Es horrible.
—Tampoco es para tanto, pero abre las ventanillas, anda —le
pedí un poco sofocada.
Como madre, sabía de sobra que esos virus convertían los
pañales en bombas de relojería.
Palo hizo lo que le pedí y pronto entró un poco de aire fresco en
el interior del vehículo.
—Palo, tu niño es un cagón.
—Y la tuya te hace ghosting, mi ciela. ¡No me toques el chichi!
«Un puntito en la boca es lo que tienes que ponerte, Evita».
Y eso hice, no dije nada.
—Lo siento —dijo Palo algunos minutos después. Ninguna de las
dos había vuelto a decir nada y ese silencio ya parecía pesar entre
nosotras.
Entre el olor a caca y el perreo del ojo que me había vuelto de
forma automática, necesitaba hablar de algo o me tiraría del coche
en marcha.
—Menos mal que has dicho algo, estaba empezando a
agobiarme. Y, no pasa nada. No has dicho ninguna mentira.
—Tú tampoco. Aunque, aquí, el desastre de madre soy yo.
Palo terminó de aparcar el coche y me miró.
—Eso no es cierto —le dije en un susurro, aunque mentí un
poquito.
—Quedamos en que nunca nos mentiríamos la una a la otra.
—Pues también es verdad.
—Pues eso. —Se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la
puerta de su asiento.
Bajamos a los niños del coche y, después de poner a Neo en el
carrito, echamos a andar hacia el establecimiento donde íbamos a
merendar.
Era el típico local de donut y bollería casera. Incluso los batidos
los hacían ellos y no eran de brik.
Estaba espectacular.
Además, había un parque a escasos metros para que los niños
pudieran divertirse.
Nos sentamos en una mesita de la terraza con vistas al tobogán.
—Pide lo de siempre. Mientras, arreglaré al pobrete de mi niño
—dijo Palo, cogiendo a Neo en brazos como si fuese a explotar, con
los brazos extendidos hacia delante—. ¿Quién se ha hecho una
cacota enorme? ¿Quién?
Dejé a Palo con los niños y entré en el local.
Pedí un par de batidos de chocolate para Paloma y para mí, y
donuts recién hechos. Para Daniela un batido pequeño de nata y
fresa, su preferido.
—No le he pedido nada al niño, porque no sé si… ¡Palo! ¿Qué
haces?
Cuando volví de pedir la comanda, encontré a Palo con el niño
en volandas, a lo Rafiki con Simba de bebé en la peli del Rey León.
Neo llevaba todavía uno de los adhesivos del pañal pegado a la
barriguilla, el culete sucio y el pañal lleno de caca colgando.
Palo daba arcadas.
—No puedo, es superior a mí… tenías razón, este niño es un
cagón.
—Tía, ¡que está malito!
El pobre Neo lloriqueaba y los moquetes le colgaban de la nariz,
así que me puse manos a la obra para arreglar aquella situación.
Era cierto, Paloma era un poco desastrillo en las tareas en
cuanto a Neo, pero eso no significaba que fuera una mala madre.
Lo hacemos lo mejor que sabemos, lo mejor que podemos, y eso
debería ser suficiente.
—Jolines… —se quejó.
—Tómate el batido, anda —le aconsejé.
Habíamos limpiado a Neo entre las dos, le habíamos puesto un
pañal limpio y cambiado de ropa.
Minutos después se había quedado dormidito en el carro.
Daniela terminó su merienda de forma rápida y me señaló los
columpios que había cerca.
Le dije que sí con la cabeza, dándole permiso para que fuera a
jugar, y después suspiré.
Palo estaba al tanto del mutismo selectivo que tenía Daniela.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna. La profesora confía en que el verano le siente bien.
—¿Y ya está? ¿Qué tipo de profesora es esa? —se indignó ella.
Bufé.
—¿Qué quieres que haga? Tampoco quiero agobiar a mi hija
visitando más médicos.
—No sé, es su señorita, debería ponerle más empeño.
—Su sugerencia ha sido, que quizá necesite…, ayuda externa.
Me daba pavor tener que contemplar esa posibilidad, pero desde
que mi hija había dejado de hablar, le habían hecho mil pruebas y
no habían detectado nada raro, salvo el hecho de que su mutismo
se debía a algún tipo de estrés. Someterla a más visitas me
preocupaba en ese sentido, que su estrés aumentara y decidiera no
hablar para siempre.
—¿Ayuda externa? Que se ponga las pilas esa maestra.
Puse los ojos en blanco.
—Necesita tiempo. Y esa mujer es maestra, no es una
profesional de la salud.
Paloma suspiró.
—Lo sé, cielo, pero… esto te está afectando también a ti.
Me mordí el labio y miré a Daniela desde mi sitio.
Siempre había sido una niña sana, ¿qué había cambiado?
—Ya lo sé. Cuando acabe contigo iré a coger nuestras cosas.
Nos vamos a la casa de la playa. Me ha llamado Montaña por
teléfono, es importante.
—¿Vas a pasarte allí el verano?
Me reí.
—Sabes de sobra que sí, como siempre.
—Pues ya tengo plan para mis vacaciones.
Chasqueé la lengua contra el paladar.
—Contaba con ello.
—Me ofendería de lo contrario.

Estuvimos charlando un poco más, y después llamé a Daniela


para marcharnos.
Nuestro verano comenzaría en cuanto subiéramos al coche y
emprendiéramos nuestro viaje a la casa de huéspedes.
Ahí empezó todo, con unas vacaciones precoces.
Aquel verano no solamente le sentaría bien a Daniela, sino que
cambiaría mi forma de ver el mundo.
Aquel verano sanaría heridas.
Aquel verano… llegaría ÉL.
Bienvenid@ a mi historia.
2
Eva
Mi padre amaba el mar, la playa, el sol y la arena, y tener una
casita en la que ofrecer su hospitalidad a turistas, había sido su gran
sueño desde siempre.
Lo cumplió, así que nos pasábamos los veranos en aquel trocito
de Alicante llamado Moraira que tenía playas y calas
espectaculares. Por eso la llaman la Ibiza alicantina.
Nuestra casa de huéspedes era una de las mejores del lugar y
siempre estaba abarrotada de turistas.
Sonidos de vasos y platos, conversaciones aleatorias y de
cortesía.
«Buenos días» disfrazados de amabilidad, otros sinceros.
Familias enteras con ropa de playa listas para pasar un día
increíble.
Almas solitarias en busca de aventuras impregnadas en las
páginas de un buen libro como acompañante.
Parejas enamoradas que no podían evitar besarse los labios en
medio del desayuno ni tampoco cogerse de la mano tras terminar,
para dar un paseo matutino pisando la arena mojada de la playa.
Huéspedes de los que no sabíamos nada ni tampoco queríamos
saber, los cuales guardaban historias de las que nunca nos
enteraríamos.
Y otros…
Otros que ya se habían convertido en parte de nuestra vida,
como Margarita, quien había elegido pasar todo el verano allí, o
Gaspar, un viejo pescador que se pasaba por el forro los carteles de
«prohibido pescar» de las playas cercanas.
Ofrecíamos un lugar óptimo en el que los clientes podían
relajarse con arte terapia, yoga, jardinería, y demás actividades para
encontrarse a sí mismos, y desconectar del bullicio y el estrés de la
ciudad.
Lo más apropiado para Daniela en esos momentos, además.

Decidí preparar todas nuestras cosas cuando llegué a casa y


mandé un correo electrónico a Claudia, mi jefa de departamento,
para que me pusiera al día de los próximos encargos que debía
hacer durante el verano.
No tenía pensado salir con tantas prisas, normalmente esperaba
una semana después de las clases, pero la llamada de Montaña
hizo que adelantara mi llegada a Moraira.
De paso le informé de que pasaríamos los próximos tres meses
allí.
No tardó demasiado en contestarme. Algunas ilustraciones para
cuentos infantiles con la temática de la vuelta al cole, un par de
Halloween y los siguientes con tintes navideños, pero esos últimos
podía hacerlos perfectamente a partir de septiembre.
Cenamos algo ligero, vimos una película de dibujos, y nos
acostamos temprano, pues cogeríamos el coche pronto.
Aquel día me perdería el amanecer de Moraira, ya que
llegaríamos al pueblecito costero sobre las once de la mañana.
No obstante, tendría todo el verano para observar aquellos
preciosos rayos de sol que perderían debilidad conforme pasaran
las horas, haciéndose fuertes por momentos, hasta convertirse en la
gran estrella que bronceaba a los habitantes del lugar.
Una de las cosas buenas que tenía estar pasando el verano allí,
sin duda, eran esos momentos en los que el día comenzaba a
despertar. Me ponía ropa cómoda y salía a caminar.
Terminaba en la playa, oteando el oleaje del mar, a veces furioso
y otras tantas calmado y sereno.
Y el cielo, siempre miraba el cielo, y observaba el nacimiento de
los primeros rayos del sol, dispuestos a crecer y hacerse potentes
para iluminar el día.
En cuanto Yoko y Dora, los dos perros que había en la casa,
escucharon el sonido del motor del coche, pusieron sus orejas en
alerta.
Se acercaron como locos a saludarnos cuando nos apeamos del
vehículo y lamieron con alegría las manitas de Daniela.
Esperanzada, esperé a que dijese algo, pero la niña solamente
se rio a carcajadas, no dijo ni una palabra.
—Vayamos dentro, Dani, vamos a saludar a Montaña. Después
cogemos las cosas.
Daniela asintió con la cabeza y me cogió la mano.
Los perros pisaban nuestros talones meneando la cola,
contentos por nuestra llegada.
Cuando abrí la puerta con las llaves, el olor a café impregnó mis
fosas nasales.
Me encantaba aquel aroma e inspiré con fuerza.
Hogar, dulce hogar.
—¿Montaña? ¡Somos nosotras!
Los huéspedes debían estar recorriendo los alrededores, pues
no vi a nadie en el recibidor.
Montaña debía estar en la cocina, ya que por la hora que era y
aquel aroma, seguro que estaba tomando un tentempié.
Escuché sus zapatos resonar de forma rápida por las baldosas
hasta que la tuve delante.
—¡Mis niñas! ¡Ya estáis aquí! ¡Qué bien!
Montaña cogió a Daniela en brazos, le besó las mejillas, y la
pequeña sonrió rodeando su cuello con las manos.
—¿Para mí no hay nada? —le pregunté, feliz de verla.
—Oh, qué tonta. Ven aquí.
Sin soltar a la niña, Montaña me abrazó a mí también.
—Qué contenta estoy de teneros aquí por fin.
—Nosotras también —le contesté.
Entonces deshicimos el abrazo y, Daniela, nada más poner los
pies en el suelo, salió corriendo junto a los perros para jugar.
Recordé el día que llegaron, una perra de los alrededores había
tenido una camada y encontramos a los cachorros en medio de la
carretera.
Nunca vimos a su madre, así que cogimos a los cachorros y nos
los llevamos a la casa.
Decidimos quedarnos con Yako y Dora, y los demás los dimos
en adopción a personas que sabíamos que los cuidarían y querrían
como uno más de la familia.
Aquello fue poco antes de que Daniela naciera, por lo que la niña
había crecido junto a ellos.
Me parecía algo muy bonito y especial.
Acompañé de nuevo a Montaña a la cocina.
—¿Has trasnochado con tu amante y por eso has decidido venir
tan temprano? —me preguntó levantando las cejitas repetidas veces
—. No te esperaba hasta más tarde.
Puse los ojos en blanco.
—Montaña, por favor —rezongué—. Además, son las once de la
mañana. ¿Temprano?
Ella sonrió y se encogió de hombros.
—Yo qué sé, no me has avisado cuando has salido de casa.
Deberías haberlo hecho, podría haberos pasado algo —dijo sin
mirarme.
Achiné los ojos y la miré. Aquel tema era mejor no tocarlo.
—Pero, bueno, volviendo a lo del amante… —Se notaba que
quería hablar de mi no vida sexual.
—¿Me estás queriendo decir algo?
—Sabes de sobra que sí.
—Oh, por favor… No tengo yo el cuerpo para nada.
Montaña chistó la lengua contra el paladar y me dio tiricia.
Odiaba aquel sonido, aunque a veces lo hiciera yo también.
Bufé.
—Para eso siempre hay que tener cuerpo, nena.
—Montaña…
—Deja de repetir mi nombre, no me gusta.
—Pues así es como te llamas —le dije, ayudándola con los
platos del desayuno de los huéspedes.
El horario de desayuno comenzaba a las ocho y terminaba a las
diez.
Ofrecíamos también media pensión o incluso completa si así lo
deseaba el huésped.
La mujer de mi padre cocinaba como los dioses y ofertábamos
un menú de comida casera para chuparse los dedos.
—Mis padres estaban chiflados —dijo sacándome una sonrisa.
Los padres de Montaña habían vivido en el pirineo catalán y les
gustaba mucho la naturaleza. Pero cuando Montaña se hizo adulta,
decidió mudarse a la capital y dedicarse a la cocina.
—Pues bien bonito es tu nombre.
—Póntelo, si tanto te gusta —me dijo—. O mejor, puedes
ponerte Colina, o Arbusto.
Suspiré y ella terminó de exprimir algunas naranjas más para
llenar otra jarra de zumo natural y guardarla en el frigo para después
de comer.
Eso de que se le pasaban las vitaminas, Montaña se lo pasaba
por la chirla. Decía que era un bulo, quizá tuviera razón.
Observé sus manos. Se las cuidaba, pero el trabajo no pasaba
en balde para ellas.
—Deja eso —le pedí quitándole suavemente las naranjas de las
manos—. Hablemos, estoy preocupada por tu llamada.
Ella me miró a los ojos.
—¿Cómo está Daniela?
—Sigue igual.
Montaña frunció los labios.
—Hablaremos de eso más tarde, si quieres. Su profesora me dijo
algo.
—Vale, luego me cuentas.
—Ahora, dime. —Estaba intrigadísima por lo que tuviera que
contarme.
Montaña suspiró.
—El otro día estuvo aquí un señor muy elegante.
Parpadeé varias veces sin entender qué significaba eso.
—¿Y?
Recé para que no me dijera algo que no quería escuchar.
—Quiere la casa y el terreno. Es arquitecto. No recuerdo ahora
mismo su apellido, pero, por lo visto, lo ve un lugar óptimo para
construir un hotel que…
—Ni de coña.
—Pero…
—Le dijiste que no, ¿verdad? —pregunté mirándola seriamente a
los ojos.
Montaña suspiró.
—Sí. En algo así tenemos que estar las dos muy seguras. Y no
sabía si tú… pero, Eva, yo ya no soy lo que era.
—Ahora ya sabes mi respuesta. Además, todavía queda mucho
tiempo para que seas una vieja cascarrabias —le dije sonriendo al
tiempo que cruzaba los brazos sobre mi pecho. No obstante, aquello
me había asustado.
Aquella casa era el sueño de mi padre, y le prometí que seguiría
conservando aquel lugar, aunque él ya no estuviera.
Montaña negó con la cabeza, supongo que rindiéndose.
—¿Qué crees que pensaría Andy de la propuesta?
Aquella pregunta me pilló desprevenida.
Admito que no me la esperaba para nada y no pude evitar que el
corazón me diera un vuelco.
Me mordí el labio evitando llorar. Ir a Moraira me ponía más
sensible de lo normal y hacía que me acordara de Andy demasiado.
—Andy no está aquí.
Entonces le di la espalda y caminé hacia mi habitación.
Montaña guardó silencio y tampoco me detuvo, sabía que era
mejor así.
El dolor me acompañó en cada paso, clavándose en el estómago
como un puñal.
«Maldito Andy, ¿por qué ya no estás?»
3
Gabriel
Me aflojé la corbata, me estaba asfixiando, pero mi padre
parecía no percatarse de ello.
Casi me temblaron los dedos al desapretar un poco el nudo.
—Me dijo que no, ¿te lo puedes creer? —mi padre seguía con su
verborrea.
Se había encaprichado con aquella casa de Moraira.
Quería comprarla y construir un hotel en su lugar. Por lo visto,
era un lugar precioso y cerca del mar.
El paisaje era espléndido y estaba al cien por cien seguro, de
que aquella inversión sería triplicada en beneficio.
—Claro que me lo creo —contesté de mala gana, insistiendo en
desanudar esa maldita corbata.
¿Era la corbata o mi propio pecho lo que no me dejaba respirar?
—¡Pues no lo entiendo! —exclamó dando un golpe en la mesa
con el puño cerrado.
Di un respingo y sentí un pellizco en el estómago. Era lo que
tenía estar en continua alerta todo el rato. Parecía un puto conejo
huyendo del león en plena selva.
Así me sentía por dentro, cualquier estímulo lo recibía a través
de mis sentidos de manera exagerada.
Mi sistema nervioso no estaba bien y ya no me sentía capaz de
calmarlo.
Ni siquiera sabía si en la selva había conejos.
—¿De verdad? —le pregunté con sorna.
—¡Pues claro! —exclamó súper convencido de ello—.
¿Rechazarme? ¿A mí? Soy Germán de Haro.
—Esa señora no tiene ni idea de quién eres, papá. Baja a la
tierra.
Me senté en mi sillón negro de piel. Estábamos en mi despacho.
Todo aquel edificio repleto de oficinas era de mi padre, la
empresa familiar, Arquitecturas De Haro.
Mi padre me miró y apretó los labios con rabia.
—Parece que te dé igual —me espetó.
Me pasé los dedos por la cara, cansado.
Muy cansado.
Estaba agotado.
No dormía y tampoco me alimentaba bien.
Bufé.
—No es eso, papá… Es…
Mi padre se acercó a mí y casi me pareció amenazante.
—Irás tú.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Irás tú y convencerás a esa mujer.
—Ya te ha dicho que no —le contesté molesto.
—A mí. No a ti.
—¿Qué tengo yo?
«Problemas», pensé.
«Insomnio».
«Taquicardias».
«Cansancio».
—¿No lo sabes?
«Sigo, ¿padre?».
—Pues no. Tú eres perro viejo en esto.
—Y tú se supone que tienes que ganarte el imperio.
—Sí —le contesté con chulería—. ¿Y qué?
—Irás tú —repitió —, porque tienes lo necesario para eso.
—No necesito más presión en… Además, ¿qué edad tiene esa
mujer?
—Unos cincuenta, y se conserva bastante bien. Irás, Gabriel,
porque te lo digo yo, no hay discusión posible en esto.
—¿Puedes decirme por qué yo y no otro empleado? Quieres que
seduzca a una mujer que casi me dobla la edad, por el amor de
Dios.
—Eres alto, guapo, joven … esas cosas que le gustan a las
mujeres de todas las edades.
Puse los ojos en blanco. Tócate los huevos, era un trozo de
carne. Un folla-abuelas.
—Eso da igual. Si no quieren vender, no venderán.
—Obedecerás.
—Tengo muchos problemas ahora mismo —reconocí,
pellizcándome el puente de la nariz y cerrando los ojos, el dolor de
cabeza había comenzado—, Raquel…
—Me importa una mierda lo que esté pasando entre Raquel y tú
—me espetó agarrándome del brazo—. Tenemos que conseguir que
esa mujer venda y convertirnos en la empresa más poderosa de
todo Madrid.
Tragué saliva.
Yo también.
Yo también quería hacer como que me importaban una mierda
los problemas que tenía con Raquel, pero no podía.
Había sido un cretino, un tonto y un capullo, y ahora me había
metido en un jardín del que sabía que solamente podía salir con los
pies por delante cuando un ataque de ansiedad me matase.
Era alto, guapo y todas esas cosas que mi padre me había
dicho, pero también era un mentiroso, y sabía que Raquel no sería
la única chica a la que tuviera que mentir desde ese momento en
adelante.
—Joder, papá…
—Demuéstrame que darte mi apellido y sacarte de la mierda en
la que estabas metido no fue un error.
Después de esas últimas palabras que me dejaron helado, me
soltó el brazo de malas formas y desapareció de mi despacho.
«Cojonudo».

Cerré la puerta de casa tras de mí y sentí algo de paz.


No obstante, fue efímera.
—Hola.
Raquel me saludó desde el salón.
Suspiré.
—Hola —contesté al tiempo que me sentaba a su lado en el
sofá.
Lo cierto es que necesitaba desahogarme, contarle la presión a
la que me tenía sometido mi padre, decir en voz alta cómo me
sentía, aunque solo fuera una vez.
—Necesito… hablar contigo, contarte…
—Yo también, cariño —dijo haciendo un puchero—. Estoy fatal…
me ha bajado la regla y…
Resoplé y me levanté del sofá, hastiado.
Llevábamos un año así.
Raquel corrió tras de mí y puso suavemente las manos en mi
espalda.
Cerré los ojos con fuerza. Así tampoco podía seguir.
¿Por qué tenía la sensación todo el rato de que necesitaba
escapar?
Porque realmente era lo que me hacía falta para sentirme en
paz.
La miré.
Tenía el pelo recogido con un moñito en lo alto de la cabeza y los
ojos llenos de lágrimas.
—Quizá deberíamos ir a una clínica o… algo…
Sonreí de forma triste.
—No te preocupes, lo volveremos a intentar.
Y ahí estaba otra vez mi mentira.
Ahí estaba de nuevo mi cobardía.
Ella asintió con la cabeza sin decir nada. No hacía falta, sabía
que estaba rota, que se sentía mal e inútil.
Yo no.
Porque yo, en el fondo, no quería ser padre, pero siempre me
había gustado quedar bien.
Mi padre me había enseñado a eso.
Diplomacia.
Sonrisa.
Disciplina.
Palabras acertadas.
Ya está.
No había nada más importante que eso.
Por eso quería que fuese yo a cerrar esa estúpida venta que él
no había podido conseguir. Los años pasaban para todos, incluso
para él.
Y mi padre ya no podía hacer servir sus dotes de galán de cine.
Tiempo atrás tuve una discusión muy fuerte con Raquel, y de ahí
surgió la idea de ser padres.
Quería demostrarle que la quería y por eso dije que sí.
Ahora ya no sabía cómo recular, pero no quería ser padre y
tampoco podía contarle por qué.
¿Cómo le contaba a Raquel la verdad?
Ya no podía salir de ahí.
O quizá sí.
Pero no de la manera que yo esperaba.
Una vez más, tendría que claudicar ante mi padre.
Una vez más tendría que usar las palabras correctas y culparme
después por ello.
Pero todo eso me llevaría ante ELLA, y entonces, todas mis
creencias, caerían a tierra para hacer de mí un hombre nuevo.
4
Eva
Un nuevo día había amanecido en Moraira.
Después de mi caminata al amanecer, había ayudado a Montaña
en el turno del desayuno.
Daniela se relajaba mucho en la casa de huéspedes y dormía
hasta más tarde.
Todavía no le había dicho a Montaña lo que me había
comentado su profesora, aún le estaba dando vueltas en la cabeza.
¿Sería necesaria esa psicóloga adicional?
No lo tenía demasiado claro.
Quizá lo que me daba era miedo, más que otra cosa.
Después de fregar los platos, me senté en la mecedora de la
cocina.
—Tengo que acostumbrarme a este ritmo —le confesé a
Montaña con una sonrisa cansada.
Lo cierto es que estaba agotada.
Montaña me hizo burla y me sacó la lengua.
—¿La señora ilustradora está cansada? —me preguntó con
sorna.
—Idiota —me reí.
—¿Tienes algún trabajo pendiente o puedo contar contigo todo
el verano?
Me tendió una taza de café y di un traguito.
—Lo cierto es que sí, tengo que ilustrar durante el tiempo que
esté aquí, pero puedes usarme todo lo que quieras —contesté
guiñándole un ojo.
Me encantaba mi trabajo.
Siempre se me ha dado bien el dibujo y, después de estudiar
arte, encontré un curro bien remunerado en una agencia de
ilustración en el centro de Madrid.
Desde que nació Daniela, pude desempeñar mi labor desde
casa, así que estaba muy contenta por ello.
Dedicar tiempo a mi hija y a mi hogar y poder conciliar con la
ilustración, era algo que agradecía.
—Todavía no me has contado lo de la profesora de la niña.
Asentí con la cabeza al tiempo que tragaba el último sorbo que
había dado al café.
—Es verdad. Bueno, me dijo que el verano le sentaría bien, que
la ayudaría a relajarse.
—Ajá.
Montaña me miraba fijamente.
—Y… me dio la tarjeta de una psicóloga.
—¿Una psicóloga? Ya la están viendo en la seguridad social,
¿no? —preguntó sorprendida.
—Sí.
—¿Y qué piensas?
Encogí mis piernas sobre la mecedora y abracé mis propias
rodillas, sosteniendo la taza de café a una altura considerable para
no derramarlo.
—La verdad es que no lo sé. Si como dicen lo que le pasa es por
estrés, quizá someterla a más presión sea contraproducente.
—O igual le viene bien ese refuerzo. Sería una opción.
Me encogí de hombros.
—Está… asustada, Montaña.
—Lo sé, cariño.
—Está muy asustada. Ayer me estuve informando mientras se
dormía —le confesé, porque ya era hora de coger al toro por los
cuernos y asumir que mi hija tenía un problema serio. No podía
seguir ignorando la situación durante más tiempo, porque, a decir
verdad, la psicóloga del centro de salud, solo la veía una vez al mes
—. Es cierto que el mutismo selectivo es consecuencia de un
trastorno de ansiedad por alguna situación… traumática.
Casi me dolió decir esa última palabra.
Sabía de dónde venía el problema de Dani, y después de
haberme resignado repentinamente tras escuchar las palabras de
los médicos y su profesora, lo acepté, pero no sabía cómo podía
solucionarlo.
—Quizá sea positivo para ella pedir ayuda a esa psicóloga.
—Quizá, sí.
—¿Qué te parece dejar pasar el verano?
—¿Tú crees? —pregunté un tanto perdida.
—Creo que hace falta un poco de paciencia. La niña es pequeña
y lo que pasó…
—Ya.
No quería hablar del tema.
Cerré los ojos con fuerza. Intentaba por todos los medios olvidar
aquel momento, esa fecha, ese desgarro por dentro.
La cara de mi hija…
No quería hablar de lo que pasó, pero notaba el apoyo de Montaña
como tantas otras veces.
Como siempre.
—Al menos estamos juntas —susurré.
Montaña asintió con la cabeza.
—Nunca os dejaría a ti y a Daniela.
La miré y sonreí. Creía al cien por cien en sus palabras.
—Lo sé —le di la razón colocando mi mano sobre la suya.
Tenía la piel caliente y apretó mis dedos entre los suyos.
La quería. La quería muchísimo. Me había cuidado y criado
como si fuese su propia hija. Y cuando mi hija Daniela nació, estuvo
ahí como la que más.
Solo la tenía a ella. Y Daniela nos necesitaba a las dos.
—Iré a despertarla.
Montaña sonrió como respuesta y me marché de la cocina.

Cuando abrí la puerta de la habitación, ella ya estaba despierta.


Siempre se levantaba justo después de que terminase el turno
del desayuno. Era pisar la casa de la playa y sus horarios de sueño
cambiaban por arte de magia.
—Buenos días, cielo —la saludé desde la puerta.
Ella me contestó con una sonrisa.
Tenía un cuento entre las manos y lo estaba mirando mientras
me esperaba.
—¿Qué tal has dormido hoy? Qué bien estar aquí, ¿verdad?
Como respuesta, cerró el cuento y me dio un abrazo.
—¿Tienes hambre?
Se bajó de la cama y se puso sus pequeñas chanclitas de
Vaiana.
Así nos comunicábamos: con acciones repetidas que ya me
sabía de memoria.
Daniela había inventado su propia forma de comunicación
conmigo sin que hiciera falta verbalizar las palabras para que la
entendiera.
«Ahora cogerá mi mano con la suya y me guiará hasta las
escaleras para bajar a la cocina», pensé.
Al instante, Daniela hizo lo propio, pero yo no me moví de mi
sitio.
—Mi amor…
Ella me miró, escuchando atentamente.
—Mi amor, por favor, dime algo.
Frunció un poco los labios, pero siguió callada.
—¿Por qué no lo haces?
Había tenido esa conversación cientos de veces desde hacía
cinco meses, pero nunca obtenía respuesta.
Entonces ella acariciaba un corazón que colgaba de su cuello en
un cordoncito negro y volvía a cogerme de la mano.
Suspiré.
—De acuerdo, vamos a desayunar.
5
Gabriel
Miré el teléfono móvil incluso antes de estar desperezado del
todo.
Cinco llamadas perdidas de mi padre y otros tantos mensajes
instantáneos.
Al momento sentí la opresión en el pecho de nuevo.
Suspiré intentando llenar de aire mis pulmones.
—¿Cariño? —preguntó Raquel a mi lado.
—Sí —contesté como un autómata.
—Hola.
—Hola —le respondí sin mirarla.
—Hoy me encuentro mejor —dijo.
«Felicidades», pensé, y al instante me maldije por ello.
—Me alegro —le dije fingiendo una sonrisa tras mirarla.
—Oye, ayer estaba nerviosa, triste, no sé… con todo esto del
niño. ¿Qué querías contarme?
Asentí con la cabeza y me acomodé sentándome en mi lado de
la cama.
Cogí aire lentamente por la nariz y lo expulsé de la misma forma.
—Mi padre me está agobiando.
Ella asintió.
—¿Otra venta imposible?
—Ajá.
—¿Nunca se rinde?
—Parece que no —contesté algo más tranquilo.
—Aunque, bueno, en parte lo entiendo. Para él ahora mismo lo
más importante es su empresa, y para nosotros ser padres.
Entiendo que se esfuerce.
Zasca.
Otra vez.
Y otra.
Y otra.
Y siempre la misma conversación desde hacía un año.
Otra vez la presión en el pecho.
—Oye, Raquel… ¿no crees que…?
—Es que esto les pasa a muchas parejas, ¿sabes? Les cuesta
mucho, pero mucho.
—Lo sé, pero…
—Así que tenemos que ponernos manos a la obra y no
desesperar, pero sí perseverar. ¿Sabías que es muy importante que
la mujer llegue al orgasmo para la fecundación?
Parpadeé varias veces.
«¿Me está diciendo que no se corre conmigo?».
—¿Tú… no…?
—¡Sí! ¡Claro que sí! —exclamó ella de inmediato.
«Lo que me faltaba…».
—¿Entonces…?
—Era un dato, simplemente. Me estoy leyendo un libro que…
Me levanté de la cama sin contestar, había dejado de
escucharla.
Llámame cabrón, si quieres. Quizá lo era, pero no podía
aguantar más esa conversación.
Otra vez las palpitaciones en mi corazón, y no precisamente de
amor.
Eran nervios, pánico.
—¿Dónde vas?
—Tengo que trabajar.
—Oh, claro. Suerte con la venta. Iré a comprar más test de
ovulación ahora mismo —dijo atusándose el cabello.
Suspiré y me contuve para no abrir la boca y soltar cualquier
cosa que pudiera ofenderla.
Ya sabes, quedar bien y esas cosas.
Qué cobarde era, pero de nada servía que intentase hablar con
ella y transmitirle mis problemas o preocupaciones.
Para Raquel solamente existía su futura maternidad.
La entendía, pero solo en parte.
Pensaba que estaba obsesionándose, y lo más probable es que
el niño no viniera precisamente por eso.
Aunque, ¿acaso eso no me beneficiaba a mí?
Me sentía horrible por alegrarme, pero tenía muchos temores en
mi fuero interno.
Ni siquiera desayuné, necesitaba salir de allí de inmediato.
Me vestí rápidamente, me lavé los dientes y me marché hacia mi
segunda prisión: el trabajo.
Mi carcelero particular estaba esperándome.

—Tienes el viaje programado para la semana que viene. ¿Has


pensado ya la estrategia? —me preguntó mi padre nada más entrar
en mi despacho.
Ahí estaba, como un parásito esperándome sentado en el sillón.
Apenas me había dado tiempo a tomarme aquel café asqueroso
de la máquina.
La cafeína me alteraba más, pero era mi desayuno y estaba
acostumbrado a eso.
—Buenos días a ti también —le dije de malos modos.
—Ponte las pilas, estamos subiendo como la espuma y
conseguir esa casa hará que nos coronemos.
Casi podía sentir el tic en la boca acechando de nuevo.
Asentí con la cabeza.
—Creía haberte dicho que no quería encargarme de eso.
—Sí. Lo hiciste.
—¿Pero?
—Ya sabes que me da igual —me dijo con una sonrisa.
—¿Te hace gracia tratarme así? —le pregunté mosqueado.
—No. Tú eres el que se toma a cachondeo mis enseñanzas y la
oportunidad que te di.
Dejé el vasito de cartón sobre la mesa y me mesé el pelo con las
manos.
—¿Piensas recriminármelo toda la vida? —le pregunté
apretando los dientes.
Estaba cansado de que me lo echara en cara.
Estaba cansado de tener la sensación de no estar a la altura
nunca, de no superar sus putas expectativas, las cuales cada vez
eran más altas, y no ser suficiente para él.
¿Qué más tenía que hacer para darle las gracias?
¿Besar sus caros zapatos o el suelo por el que pisaba?
Germán soltó una carcajada.
Quizá en algún momento de mi vida, años atrás, lo veía como un
héroe, como mi referente, pero ya no.
No lo había conocido tan a fondo como desde que comencé a
trabajar junto a él en la empresa familiar.
Estudié lo que él quiso, me dediqué a lo que él quiso e hice todo
lo que él quiso porque me sentía con el deber de hacerlo.
Pero estaba hastiado, harto y asfixiado.
Quizá, si hubiera seguido otro rumbo en mi vida…
Pero ya era tarde, porque en algunos aspectos, Germán De Haro
me había hecho a su imagen y semejanza.
—Contéstame.
—Consigue esa venta, Gabriel.
Expulsé el aire por mis fosas nasales de forma sonora, como un
toro a punto de embestir.
Solo me faltaba echar humo.
Eso y los cuernos, pues esperaba que al menos Raquel me
estuviera siendo fiel.
—Con una condición.
Germán arqueó una ceja, interrogante.
—¿Cuál?
—Será la última venta.
—¿Cómo?
—No quiero seguir trabajando aquí.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó incrédulo y subiendo el tono
de voz.
—Me has oído perfectamente.
Supongo que aquella fue la primera cosa que hice por y para mí
mismo en mucho tiempo.
Ya era hora.
Sin esperarlo, aunque debería haberlo hecho, sentí el pecho y la
espalda más ligeros.
Como una pequeña liberación.
—¡Esta empresa es tu vida!
—No, es la tuya.
—¿Qué dices? Es la empresa familiar. ¡Tú te harás cargo de
todo el día que yo no esté!
—¿De verdad?
—¿Te lo cuestionas?
—¡No soy digno de ti, y mucho menos de todo esto! —exclamé
—. Te encargas de recordármelo todos los días.
—Deberías estar agradecido. ¡Yo te lo di todo!
—¿Lo ves?
—¿Qué quieres que vea? ¿Que te di una oportunidad cuando
nadie más lo hacía? ¿Que te salvé de una vida miserable al lado de
esos zarrapastrosos?
Apreté los puños, estaba a punto de perder el control.
—Cállate.
—¿Qué te pasa ahora? ¿Te pone de mal humor recordar tu
pasado de mierda?
Cerré los ojos, dolido.
—La última venta, Germán. Y me llevaré la mitad para empezar
de nuevo.
—Y un cuerno.
—Entonces, consíguela tú. Yo me largo —dije haciendo el
ademán de coger mi maletín de encima de la mesa.
—Espera, espera.
Paré en seco.
—Trato hecho.
Asentí con la cabeza, sintiendo mi corazón bombear en la vena
de mi cuello.
Recé por calmarme, cualquier día me daría un puto infarto con
solo treinta años.
Entendí que Germán no me quería, y eso me dolió.
Ahí reafirmé más todavía el no querer ser padre, porque no
sabría serlo. Había tenido un maestro de mierda.
—Cuando todo haya acabado, no quiero volver a verte —me dijo
antes de marcharme.
—Bien.
—Puto desagradecido…
«Yo nunca te pedí que me sacaras de ahí», pensé con hastío y
tristeza echando la vista atrás en el tiempo.
6
Madrid, 1995
Dicen que un hermano es un tesoro que salvaguardar por
encima de todo.
Es esa persona por la que darías un riñón, pero a la que jamás
de los jamases le dejarías el cargador del móvil sin cargar el tuyo
antes.
Confidente, compañero de aventuras y secretos y, en algunas
ocasiones, incluso tu peor enemigo.
Puede haber miles de relaciones entre hermanos, pero ninguna
tan especial como la de los hermanos mellizos, dos corazones
distintos que laten de la misma manera.
Piensan lo que piensa el otro, y sienten lo que siente ese
compañero de vientre durante todo el periodo de gestación.
Sufren, aman y viven con esa conexión durante toda su
existencia.
Unos padres ilusionados con el nacimiento de sus amados y
esperados mellizos, supieron al instante que sus hijos serían así:
uña y carne.
El sol y la luna.
La luz y la oscuridad mezclados en dos cuerpecitos que dieron
felicidad a aquella pareja primeriza que, con miedo e ilusión, los
sostuvieron entre sus brazos nada más nacer.
El niño era más grande, más comilón, tal y como dijo la
enfermera entre sonrisas y lágrimas cuando la criatura soltó su
primer llanto al mundo, inflando sus pequeños pulmones con el
anuncio de que acababa de descubrir la vida.
Y la niña, más menudita, con los puñitos apretados y los ojos
muy grandes, ávidos de ver todas las maravillas que le esperaban
por delante, miraba con atención la cara de su padre.
—¿Ya habéis pensado los nombres? —preguntó la matrona a la
madre que yacía en la cama de la sala de partos, emocionada y
llena de amor.
La muchacha posó los ojos sobre el chico joven que tenía la
misma ilusión que ella en la mirada.
—Andy, el niño se llamará Andy.
7
En otro lugar de la ciudad
de Madrid, 1995

El pequeño se aferró con fuerza al cuello de su madre, por nada


del mundo quería que lo separasen de ella.
Su madre lo era todo para él.
Su sol, su luz, su protección.
—Cariño, por favor, volveré a buscarte —susurró la muchacha.
Tenía mucho miedo, más por su niño que por ella misma.
Sabía dónde acabarían ella y el padre del niño, ya había salido la
sentencia, pero no podía imaginarse en las manos en las que
acabaría su hijo.
—No, no, no —lloró él.
—Suéltame, corazón.
—¿Vas a dejarme con ellos? ¿Vas a irte y a no volver? —
preguntó con la cara empapada de llanto.
La joven lloró sin poder evitarlo.
—Te prometo que iré a buscarte en cuanto pueda.
—Júramelo.
Pero no dijo nada, solamente lo abrazó muy fuerte, como si fuera
la última vez, como si jamás fuera a tener la oportunidad de hacerlo
de nuevo.
Estrechó entre sus brazos aquel cuerpecito pequeño que todavía
olía a bebé.
Besó su carita, sus manos y su cuello, y se juró a sí misma no
descansar hasta poder salir del lugar en el que sería encerrada y
volver a buscarlo.
—No quiero irme con ellos.
—Prométeme que te portarás bien y que serás fuerte.
—¿Muy fuerte?
—Eso. Súper fuerte. Tanto que nadie note cuando estés triste.
Tanto que nadie se atreva a hacerte daño.
—¿Como un superhéroe?
—Exacto, como si tuvieras súper poderes.
—No puedo, quiero estar contigo —lloró de nuevo el pequeño.
—Podrás.
—¿Cómo lo sabes?
La chica se limpió las lágrimas de la cara y colocó la mochilita
del ratón Mickey que el niño llevaba a la espalda de forma correcta.
—Soy tu madre, lo sé todo.
—¿Sabrás también dónde encontrarme cuando puedas venir?
—Claro que sí —dijo recomponiéndose—. ¿Harás lo que te he
pedido?
El niño paró de llorar y asintió con la cabeza.
—Bien. Eso es.
—Te quiero, mamá.
—Y yo a ti.
—Es la hora, tenemos que irnos —anunció aquella chica que era
demasiado joven todavía como para contener las lágrimas, la
trabajadora social.
—Vale, sí, ya voy.
La chica dio un último beso en la mejilla de su hijo y dejó que la
trabajadora social cogiera la mano del niño.
—Que lo cuiden, por favor.
La muchacha asintió con la cabeza.
El niño volvió a aferrarse a las piernas de su madre.
—Ya sabes lo que hemos hablado, cariño. Eres fuerte.
—Soy fuerte.
—Eso.
—Pronto volveremos a vernos —le prometió. Aunque las
promesas no siempre pueden cumplirse.
El pequeño movió su manita de arriba abajo mientras se alejaba
de su madre de la mano de la trabajadora social.
—¿Dónde vamos? —le preguntó.
—Pues… vamos a tu nueva casa.
—¿Y cómo es?
—Pues… hay una cocinera y todo.
—¿De verdad?
La chica sonrió.
—Claro. Y yo me llamo Isabel, seremos amigos, ya verás.
—Yo me llamo Gabriel, aunque mi mamá siempre me llama
Gaby.
Después llegaron al centro de menores.
8
Eva
—¡Que ahí no se puede pescar, Gaspar! —exclamó Margarita
corriendo tras el anciano, quien iba ataviado con ropas de pesca,
una caña más alta que él y una caja llena de enseres para la tarea.
La huésped intentaba alcanzarlo, pero sus cortas y regordetas
piernas le impedían ir más rápido.
—Me da igual.
—¡Pues no debería! —dijo la mujer, enfadada.
—Pues para que veas. ¿Quién lo dice? ¿Quién dice que ahí está
prohibido que yo pesque?
—¡Los carteles, Gaspar! ¿Es que no los lees?
—¿Leer? A la escuela de la vida es a la que he ido yo. Me
importan un rábano los carteles —dijo con el ceño fruncido y la voz
ronca del tabaco.
Tras escuchar los gritos, me acerqué al recibidor.
—¿Qué está pasando? —les pregunté.
Yoko apareció entonces de repente e intentó morder el mango
de la caña.
—Para, Yoko —le advirtió Gaspar.
—Este hombre, que no hace caso de nada —contestó Margarita
señalándolo con ahínco.
—¿A quién quieres que le haga caso? —preguntó entonces.
Yoko volvió a las suyas, intentando enganchar de nuevo la caña del
hombre—. Bendito perro…
—¡A la policía! —gritó Margarita.
—Eh, eh, ¿qué os sucede? Parad de gritar —dije seria—. Los
dos.
Yoko ladró.
—¡Yoko, fuera! —le ordené.
Al instante, el perro me obedeció y salió de la casa hacia el
exterior.
—Esta mujer es muy pesada —se quejó Gaspar.
—¡Y tú un irresponsable!
—¡Vale! —exclamé—. Margarita, céntrate en tus cosas.
—Eso mismo pienso yo —dijo Gaspar.
—Y Gaspar —dije poniendo los ojos en blanco—, sabes de
sobra que no se puede pescar en algunas playas cercanas.
—¡Bah! Al pairo, me la trae… —susurró, aunque lo
suficientemente alto para que pudiéramos escucharlo mientras se
marchaba—. Ale, con Dios. Hoy cae la dorada.
Margarita bufó y apretó los puñitos. Tenía las manos decoradas
con anillos de bisutería.
—Es insufrible, insoportable…
—¿Qué más te da? —le pregunté enarcando una ceja.
—Cualquier día te trae aquí a la policía.
Suspiré y me alejé de allí.
Volví a la cocina, estaba ordenándola un poco y preparando los
ingredientes para que Montaña, cuando terminara de arreglar un par
de habitaciones, se pusiera con la comida.
Después, yo me encargaría de las alcobas restantes, pero el
sonido de un claxon hizo que mis manos parasen.
Intrigada, giré la cabeza hacia la puerta de la cocina.
¿Quién podía pitar así?
No esperábamos visita ni sabíamos de nadie conocido que fuera
a hospedarse unos días o a vernos.
Palo todavía no podía venir, había hablado con ella por teléfono
el día anterior.
¿Entonces…?
Me sequé las manos con un trapo y caminé para salir al exterior.
Los perros ladraban como locos, nerviosos ante el coche que
había estacionado fuera del recinto tras la verja que protegía la
morada.
Achiné los ojos por el sol, quería enfocar bien a la persona que
estaba dentro del vehículo.
—¡Dora! —exclamé llamando a la perra, que, furiosa, ladraba
poniéndose a dos patas apoyada en la verja.
Pero Dora pasó de mi cara. Llevaba cerca de una semana en
Moraira y todavía necesitaba recuperar facultades en cuanto a los
perros.
Bufé un poco enfadada.
—Dora, ven —le dije acercándome a ella—. Ven, vayamos un
momento a descansar.
Tenía que guardarla, o de lo contrario no podría ni siquiera hablar
con la persona que esperaba fuera.
—¡Yoko, conmigo!
Yoko era más dócil. Bueno, no es que fuera más dócil o menos,
es que me había elegido como su dueña.
Pero, Dora…
Dora echaba de menos a Andy tanto como los demás, y desde
que no estaba, la perra estaba insoportable.
Al principio, el primer mes, Montaña y yo pensamos que se
moriría de pena, pero no fue así, era fuerte como un roble, aunque
el carácter le había cambiado.
Yoko me siguió fielmente y se dejó guarecer en el cobertizo.
—Ahora, quedaos aquí. ¡Dora, no tires! —exclamé moviendo a la
perra hacia el interior con todas mis fuerzas.
Una gota de sudor brillaba en mi frente.
«Santo Dios, es una bestia parda esta perra», pensé cuando por
fin conseguí cerrar la puerta.
Me espolsé los vaqueros cortos de polvo y me acerqué de nuevo
a la entrada.
—Hola —saludé al muchacho que había bajado del vehículo.
—Buenos días.
Atusé un poco mi cabello sintiéndome avergonzada.
Seguramente tendría un aspecto horrible por culpa de Dora.
—Siento lo de… la perra, ya sabes.
—Oh —sus labios formaron una «o» increíblemente perfecta—,
tranquila, hacen bien su trabajo, supongo.
En eso estábamos de acuerdo, Dora y Yoko eran ejemplares
perros guardianes.
Miré hacia el suelo, sonriendo débilmente.
—¿El timbre no es lo suficientemente grande para haberlo visto?
—le pregunté entonces.
«Eva, cambia el tono».
Ahí estaba: la coraza.
Desde hacía bastante tiempo no tenía relaciones serias.
Alguna relación sexual esporádica y rápida, pero nada más.
Vale, estuve liada con dos tíos del curro y nos veíamos entre
turno y turno en los baños, pero poco más.
No sé por qué te cuento ese detalle escabroso si me avergüenza
profundamente.
«Será que quizá no te avergüenza tanto, y en el fondo piensas
que eres joven y guapa y que estás en todo tu derecho de disfrutar
de tu cuerpo».
Quise golpearme la cara con las palmas de mis propias manos
con tal de que aquellos pensamientos salieran de mi cabeza.
Tenía que tener una cara de imbécil en ese momento que no se
me quitaría en días.
Y ese muchacho ahí… ante mí…
Es que me había puesto más tontita de lo que admitiría nunca.
Ese chico estaba para que le hicieran un traje de saliva.
Alto, elegantemente vestido, con el pelo oscuro, rapado por los
lados y más largo por arriba. Engominado y hacia atrás.
Aquel gesto pícaro en su cara.
Chulito.
De los que saben que gustan.
«Por Dios bendito…».
—Perdona, ¿qué? —preguntó confundido.
—El claxon. No has parado de hacerlo sonar.
El chico cerró la puerta del coche, sonrió de lado y se bajó las
gafas de sol que llevaba puestas.
Se acercó a la verja y yo, por inercia, hice lo mismo desde el otro
lado.
—Creo que deberías comprobar la conexión del timbre.
—¿De verdad?
—De la buena —dijo de forma chulesca.
—No entiendo por qué.
—Llevo llamando un buen rato y nadie ha venido a abrir la
puerta. De no ser porque he visto a personas en el interior desde las
ventanas, hubiera pensado que no había nadie. Por eso he tocado
el claxon.
Su voz era rasgada, sensual, melodía para los oídos de
cualquier chica.
No obstante, yo…
«No, no, no. Deja de mirarle la boca, deja de mirarle la boca».
—Llamaré a un técnico, entonces.
—Estupendo. ¿Puedo pasar?
—Claro.
Ni si quiera se me ocurrió preguntarle a qué venía, aunque
estaba segura de que él tampoco me hubiera respondido con un: «a
ponerte la vida patas arriba».
9
Gabriel
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —me preguntó Raquel la
noche anterior a comenzar la aventura de la casa de Moraira. Ya
estábamos metidos en la cama, ella con una revista sobre fertilidad
encima de su mesita de noche, y yo rezando para poder dormir bien.
Ya tenía preparada la maleta con algo de ropa y algunas
pertenencias, como también la estrategia que utilizaría para
conseguir aquella venta como fuera.
Si iba a dejar a mi padre por fin, debía hacerlo dejando el listón
súper alto y con el suficiente orgullo para que él viera lo que había
perdido por tantos años tratándome como una mierda.
Cuando alguien hace algo por ti y se encarga después de
echártelo en cara, es que algo no cuadra.
Me encogí de hombros ante su pregunta.
«El suficiente hasta que no sienta que tengo una tonelada de
frustraciones, miedos y mierda sobre mi espalda», pensé.
—Supongo que hasta que consiga esa venta —contesté, aunque
no mentí del todo.
Ella suspiró, resignada.
—Entiendo que es tu trabajo —dijo—, pero…
—Raquel, es la última venta que voy a hacer para mi padre, ya
se lo dejé claro. No quiero seguir trabajando para él.
—¿Le dijiste eso?
Ahí estaba la prueba de la poca comunicación, exceptuando el
tema de la dichosa paternidad, que teníamos Raquel y yo: ninguna.
Cogí aire por la nariz y lo solté lentamente de la misma forma.
—Sí, le dije eso la última vez que hablé con él.
Raquel hizo una mueca y aquello me puso en alerta, sintiendo
hormigueo en mis manos, cosa que me obligó a mover los dedos un
poco.
—¿Por qué pones esa cara? —le pregunté, a sabiendas de que
quizá mi pregunta pudiera desencadenar en una conversación
incómoda o incluso una discusión.
—Sinceramente —dijo cogiendo el tubo de crema de manos y
depositando un poco en el dorso de una de ellas—, no creo que sea
el momento más idóneo para hacer eso, Gabriel.
—¿El momento idóneo?
Raquel frotó la crema por ambas manos en un masaje lento.
—Sí, exacto. No creo que sea lo más acertado que te marches
ahora a saber cuánto tiempo. Además, ¿dejar la empresa? No
podemos tener el mismo nivel de vida si dejas la empresa. Saco
dinero todos los meses de la venta de las acciones que me dejaron
mis padres, pero sabes que no es suficiente. Por no hablar de que
estamos buscando el bebé y, si no estás aquí…
«Y si no estoy aquí no puedes utilizarme como si fuera un pene
con piernas que tiene que tener una puntería intacta», pensé.
No lo dije, claro.
Obvié el punto en el que había dejado a la vista que mi dinero
era muy importante en nuestra relación.
Corrijo, el dinero que me daba la empresa de mi padre.
Raquel vivía del dinero de las ventas de unas acciones que
tenían sus padres.
Aquello fue una locura. Seguían invirtiendo, pero esa cantidad
decidieron cedérsela a Raquel para que no tuviera que preocuparse
de nada.
—Raquel, es mi trabajo.
—Y yo soy tu pareja. Deberías priorizar…
—No tengo nada que priorizar. Solo serán unos días.
—¿Acaso no te importa?
Suspiré, cerrando los ojos, implorando mentalmente para que el
tema acabase ahí, no me apetecía discutir.
Aquello explotaría en cualquier momento, estaba seguro, pero no
me apetecía en absoluto que fuera aquella noche, justo antes de mi
viaje.
Así que me levanté de la cama y me puse las zapatillas de andar
por casa.
—¿Dónde se supone que vas? ¡Estamos discutiendo!
—Dos no discuten si uno no quiere.
—¡Gabriel!
—Dormiré en el sofá.

—Me marcho, se me hace tarde —dije a la mañana siguiente


para despedirme.
Mi maleta me esperaba en el descansillo del portal y Raquel, de
brazos cruzados, aguardaba en la puerta.
—Perfecto.
—No quiero irme sabiendo que estás enfadada —le dije.
—No lo estoy, todo está estupendamente.
Me mordí el labio y suspiré.
—De acuerdo.
Me acerqué a ella un tanto para darle un beso, pero Raquel giró
la cara y yo me quedé con los labios suspendidos en el aire como
un idiota.
Carraspeé.
—Vale, hasta luego. Te avisaré cuando llegue.
Raquel asintió con la cabeza, crucé el umbral de la puerta y ella
la cerró.
Por un momento deseé que no cerrase aquella puerta
solamente, sino también que nunca más volviera a abrirla.
No obstante, no tenía tiempo que perder, por lo que me puse en
marcha y en apenas unos minutos me vi dentro del coche de camino
a Moraira.
Durante el trayecto tuve tiempo suficiente para reflexionar en
todo lo que me estaba pasando últimamente.
En cómo me encontraba. Mi ansiedad estaba a unos niveles muy
altos y ya me estaba pasando factura.
No me encontraba bien, ni física ni emocionalmente.
Había estado indagando sobre aquella casa de huéspedes que
mi padre tanto ansiaba, y lo cierto es que tenía razón.
Era de lo más interesante.
Pero, todavía me lo parecieron más los servicios que ofrecían.
Ubicada a pie de playas espectaculares, con servicios de arte
terapia, jardinería, actividades de relajación y demás cosas para
desconectar unos días.
Justo lo que necesitaba.
Mi padre tenía muy buen ojo para los negocios, y estaba claro
que, de conseguir que aquella mujer con la que había hablado
vendiera, su codiciado deseo que la empresa subiera como la
espuma, se haría realidad.
El trayecto me estaba sentando genial, por una vez tenía tiempo
para parar y pensar en mis cosas. Sin presiones, sin ningún
ultimátum ni malas palabras, sin conversaciones incesantes sobre
fertilidad y bebés.
Solo la carretera, que no estaba muy concurrida, mis
pensamientos, a los que ya hacía falta que les hiciera un poco de
caso, y yo, que, a pesar de que últimamente pensaba que estaba
perdiendo la cordura, me había cerciorado de que solo necesitaba
pisar un poco el freno y mirar hacia dentro.
Cuando llegué, me di cuenta de que todavía era más
espectacular teniéndola ante mis ojos. Desde luego, las fotos que mi
padre me había enseñado desde su teléfono móvil, no le hacían
toda la justicia que se merecía.
Aquella casa era impresionante. ¿Cuántas habitaciones tendría?
Las suficientes para mantener en pie el negocio, supuse.
Hecha en piedra, con jardines adornados con telas que colgaban
de árbol a árbol a modo de hamaca, adornos jipis por doquier, un
trocito de terreno dedicado a la jardinería y otro con baldosas para
actividades relajadas como el yoga.
Una zona dedicada al estacionamiento de los vehículos de los
huéspedes.
Flores, muchas flores.
Las lluvias de estrellas debían verse espectaculares en aquel
lugar.
Un porche muy acogedor al que llegar que, además de darte la
bienvenida, te invitaba a quedarte allí para siempre.
Algunas charcas con ranas y varios rosales a la entrada, justo
después de cruzar la verja que protegía el terreno.
Paré el coche ante ella y bajé.
Había un timbre enorme que piqué de inmediato.
Mientras me abrían, aproveché para mandar dos mensajes
instantáneos. Uno a mi padre y otro a Raquel.
Mi padre contestó enseguida con un «De acuerdo, haz tu
trabajo», y Raquel se puso en línea y después se desconectó.
Suspiré, aquello no andaba bien, pero no quería comerme la
cabeza después de lo bien que me habían sentado aquellas horas al
volante.
Volví a tocar el timbre, pero allí no aparecía nadie.
Bueno, alguien sí apareció, rabiosa tras la verja.
Una perra grande que ladraba como una descosida.
Tragué saliva.
Después apareció otro perro, este bastante más tranquilo.
Pero nadie más.
Oteé con más atención todo lo que tenía delante en busca de
alguna vida que no fueran aquellos dos canes, y vislumbré a
algunas personas en las ventanas de los pisos de arriba.
Seguramente se trataba de los huéspedes.
Me agaché un tanto y comencé a tocar el claxon del vehículo
para hacerme escuchar.
Esta vez sí ladraron los dos perros y toqué más veces, más
fuerte. Insistente.
Entonces apareció.
Una chica con unos vaqueritos cortos que me secaron tanto la
boca que deberían estar prohibidos.
No cuadraba con la descripción que mi padre me había dado de
la mujer con la que había hablado, ofreciéndole todo ese dinero por
la casa.
Sin embargo, lo que tenía ante mis ojos superaba todas mis
expectativas.
Debían ser personas diferentes.
¿Había más de una dueña de aquel paraíso? ¿O era una
empleada?
La muchacha intentó calmar a los perros, pero finalmente optó
por llevarlos a una especie de caseta en el exterior, que más tarde
descubriría, se trataba de un pequeño cobertizo en el que los perros
dormían y hacía las veces de almacén para las herramientas y los
objetos a utilizar en las actividades.
—Hola —me saludó cuando volvió a mi encuentro.
—Buenos días —le contesté.
Había llegado el momento de sacar a relucir todos mis atributos.
Los pasos prohibidos.
Las cualidades.
Todas esas cosas que tenía en las que mi padre confiaba como
un ciego en su perro guía, aunque nunca había sido un ligón en
potencia.
Pero sí había conseguido muchas ventas de esta manera. Me
metía en el papel y funcionaba.
Me sentía como un trozo de carne, como si mi profesionalidad en
el sector fuera nula comparada con mi atractivo, al menos eso me
había hecho pensar mi padre, pero ese sería el precio a pagar por
mi libertad.
La chica atusó un poco su cabello, avergonzada. Aunque, la
verdad, es que no tenía por qué.
Tenía un cuerpo muy bonito y su carita de muñeca casi me la
puso dura.
—Siento lo de… la perra, ya sabes.
—Oh, tranquila, hacen bien su trabajo, supongo —contesté.
«Bien, Gabriel, bien, tranquilízala», pensé.
—¿El timbre no es lo suficientemente grande para haberlo visto?
—preguntó entonces, rompiendo todos mis esquemas.
«¿Qué mosca le ha picado?».
—Perdona, ¿qué? — Estaba confundido.
—El claxon. No has parado de hacerlo sonar.
Cerré la puerta del coche, sonreí de lado y me bajé las gafas de
sol que llevaba puestas.
«No dejes que te intimide. Quien marca las reglas, eres tú».
Me acerqué a la verja y ella, por inercia, hizo lo mismo desde el
otro lado.
—Creo que deberías comprobar la conexión del timbre.
—¿De verdad?
—De la buena —dije de forma chulesca.
—No entiendo por qué.
—Llevo llamando un buen rato y nadie ha venido a abrir la
puerta. De no ser porque he visto a personas en el interior desde las
ventanas, hubiera pensado que no había nadie. Por eso he tocado
el claxon.
Tranquilo, con voz melosa. Encantador.
Sonrisita.
—Llamaré a un técnico, entonces —dijo ella.
—Estupendo. ¿Puedo pasar?
—Claro.
Metí el coche al interior y lo aparqué en un hueco que quedaba
libre bajo un tejado de aluminio, la zona de aparcamiento que había
observado minutos antes.
Saqué mi maleta del coche y seguí a la chica hasta el interior de
la vivienda.
Desde la recepción podía olisquearse el rico aroma de un sofrito
de ajo y cebolla.
Recordaba a hogar, a familia.
Tragué saliva porque un nudo se me puso en la garganta.
Precisamente aquel aroma no había sido habitual en casa de
Germán de Haro.
Ese aroma era familiar, por supuesto, pero mis recuerdos me
llevaban a otro sitio completamente distinto al de una casa normal.
—¿Nombre? —preguntó la muchacha.
Pude observarla desde más cerca. Era una preciosidad.
—Gabriel.
—Gabriel, ¿qué más?
—Hidalgo.
Decidí usar mi apellido, el que había tenido siempre, desde que
nací. Era importante para mí y era la ocasión perfecta para empezar
a utilizarlo, porque ese era yo y quería cortar todo vínculo con mi
padre adoptivo.
—Muy bien. ¿Cuántos días te quedarás?
Me miró directamente a los ojos. Los suyos eran verdes como el
mar, grandes y de pestañas rizadas.
En ese momento firmé mi destino e hice una locura.
—Todo el verano.
Ella parpadeó, pareció no reaccionar a mi respuesta.
—De acuerdo —dijo al final, apuntando con un bolígrafo de color
azul sobre un cuaderno.
10
En un lugar cualquiera de Madrid, año 2002

Siete años habían pasado desde que Gabriel llegara al que sería
su nuevo hogar una vez se hubo despedido de su madre.
Siete años que no habían sido fáciles para él y en los que
aquella mochilita del ratón más famoso del mundo animado, era lo
único que le quedaba de sus padres.
Así, a sus diez años había entendido que no todas las promesas
se cumplían, pues su madre todavía no había vuelto a buscarlo, tal y
como le había prometido en aquella despedida bañada en lágrimas
que no lograba olvidar.
El centro de menores no estaba del todo mal.
La comida estaba muy buena, y había hecho buenas migas con
aquella cocinera que le daba chocolatinas pequeñas a cambio de
que le ayudara a subir las sillas del comedor una vez estaba todo
limpio.
Gabriel lo hacía con gusto y no por nada a cambio, le gustaba
sentirse útil, pero sabía recibir aquel regalo con una sonrisa.
No había hecho demasiados amigos, no le resultaba fácil.
Solamente jugaba con su compañero de habitación y con un par de
niños más.
Allí solamente había niños con una vida difícil, a los que a veces
se les complicaba eso de crear buenos vínculos con los demás.
Muchos se terminaban pegando entre ellos por cualquier
chorrada, y los cuidadores les amonestaban.
Gabriel prefería pasar desapercibido y simplemente se limitaba a
esperar.
Aunque no sabía exactamente qué era lo que esperaba con
tanta ansia.
¿A su madre?
¿La libertad para poder hacer lo que quisiera?
Iba del colegio al centro y del centro al colegio.
Más tarde, con el paso de los años, entendería la suerte que
había tenido de tener una educación a pesar de su situación, pero él
quería ir a jugar al parque como si fuera un niño con una vida
normal.
Sentía mucha envidia cuando el cuidador le recogía del colegio y
veía a todos esos niños y niñas jugando en el parque.
Quizá lo que esperaba es que alguien lo adoptase y poder tener
una familia. Había visto cómo otros niños y niñas del lugar se veían
abandonados entre aquellas cuatro paredes, y con el tiempo se
marchaban con una familia desconocida.
Otro motivo más para no crear amistades, ya que pensaba que
se marcharían y lo dejarían solo.
Aunque él no quería irse con otra familia, él seguía esperando a
su madre.
Además, ya era mayor, y las familias no adoptaban a niños
mayores.
Se portaba bien, comía todo lo que le ponían en el plato,
estudiaba lo que debía estudiar e intentaba no meterse en líos.
Pero todo cambió cuando llegó ella: Raissa.
Tenía más o menos su edad, y en cuanto pisó el centro, fue
objeto de burlas aseguradas.
Gabriel odiaba esos momentos. ¿Es que no podían centrarse en
los suyo y dejar a los demás?
Para más inri, siempre eran los mismos matones los que estaban
detrás de cualquier pelea.
Raissa era musulmana, concepto que no entendió hasta más
tarde, aunque tampoco le dio importancia alguna.
—¿Es que no te peinas? —le preguntó Elías Sánchez a la niña,
pocos días después de que llegara allí.
Elías Sánchez tenía doce años, dos más que Gabriel, y era alto y
rubio. Casi siempre tenía la cara sucia, de ahí a que todos le
llamaran: El cara sucia.
Raissa no contestó, nunca la habían oído hablar desde que
había llegado.
—¡Contesta!
—Eso, contesta, fea, más que fea —añadió Luisito, otro de los
matones. Luisito era muy delgado, llevaba gafas y siempre tenía un
moco en la nariz.
—Mira qué pelos tiene —se rio Elías.
—Parecen de estropajo —dijo Luisito.
—¡Piel de caca, piel de caca!
Gabriel arqueó las cejas, aunque no tardó en fruncir el ceño.
Raissa tenía la piel oscura, pero a Gabriel le gustaba su color.
Por lo menos no tenía la cara sucia ni mocos en la nariz.
Observó desde la esquina de uno de los patios cómo la niña se
ponía en pie y apretaba los puños.
Seguro que tenía los ojos llenos de lágrimas de impotencia, pues
esa respuesta la había visto ya en otros niños con los que los
matones se habían metido.
Gabriel se acercó en silencio a donde se encontraban.
—Habla, tonta.
—¿Por qué no habla?
—Seguro que no tiene lengua —aseguró Elías.
Pero Gabriel estaba seguro de que Raissa sí tenía lengua, como
todo el mundo. Pensó que sería mejor que quien no tuviera lengua,
fuera Elías, así dejaría de decir tonterías.
—Venga, contesta —se acercó Luisito a ella, y Raissa dio un
paso hacia atrás.
Gabriel aceleró el paso.
—Habla, habla, habla, pelo de fregona —insistió el chico rubio.
—¿Sabes que das asco? —le dijo entonces Luisito.
Raissa le escupió en la cara y el chico se echó hacia atrás.
Elías torció la boca en una mueca de asco y levantó el puño en
el aire.
—¿Le has escupido? ¿Te has atrevido a escupirle, piel de caca?
Gabriel estaba cada vez más cerca.
—¡Eh! —exclamó entonces, corriendo para salvar la distancia
que lo separaba de ellos tres lo antes posible.
—¿Tú qué haces aquí? Esto no es asunto tuyo.
—Dejadla en paz —dijo Gabriel enfadado.
—¿Por? Tú no nos mandas.
—La estáis molestando —contestó.
Luisito, que ya se había limpiado la cara con la manga de la
camiseta, contestó:
—De eso se trata.
—Anda, vete a llamar a tu mamá —le dijo Elías, todavía con el
puño en alto.
—¿Qué? —preguntó Gabriel, sintiendo cómo el enfado que
sentía aumentaba por momentos.
Luisito se rio.
—¿Todavía no te han dicho que la llamas en sueños?
—Eso —añadió Luisito, el perrito faldero de Elías —, mamá,
mamá.
Después imitó un llanto falso.
Gabriel apretó la mandíbula.
Tenía pesadillas, todavía recordaba a la perfección el momento
de la despedida, pero no sabía que lo verbalizara al dormir.
Sintió vergüenza a la vez que dolor.
—¿Por qué no os largáis? —preguntó apretando los dientes.
—Te hemos dicho que esto no es asunto tuyo, vete tú —le dio
Elías.
Después centró su mirada en Raissa, que observaba la escena
muy atenta.
La chica había visto a aquel niño, por supuesto, pero nunca se
había acercado a él.
Bueno, ni a él, ni a nadie. Prefería estar sola.
Se humedeció los labios con la lengua, pero no vio venir el
empujón de Elías que consiguió tirarla al suelo.
Gabriel no lo pensó dos veces, cogió a Elías de la camiseta y
golpeó su mejilla con el puño.
Elías no se esperaba algo así, por lo que no reaccionó. En su
lugar, fue Luisito el que dio un puñetazo a Gabriel en la nariz.
Aquello terminó en una pelea nada justa.
Dos contra uno.
Fue la propia Raissa la que avisó a uno de los cuidadores,
señalando algunos metros más allá de donde se encontraba el
profesional, a los tres niños pegándose.
Por supuesto, les cayó una bronca que se merecían.
Pero Gabriel tenía más que contar de Elías y de Luisito que ellos
de él, y recibieron doble castigo por lo que le habían hecho a
Raissa.
Cuando el chico salió de la enfermería con un par de algodones
en los agujeros de la nariz, Raissa lo esperaba sentada en un banco
del pasillo.
Gabriel se sentó a su lado sin decir nada en un principio.
Esperaba que le dijera algo, pero no fue así.
—Siento lo que te han dicho. Es mentira, no les hagas caso.
Raissa lo miró, apretó un poquito los labios, y después asintió
con la cabeza.
—A mí no me importa si no hablas, ¿sabes? Imagino que lo
harás cuando tú quieras. Cada uno…
El chico se encogió de hombros y Raissa miró sus pies, los
cuales estaban enfundados en unas zapatillas de deporte de color
rosa.
Quería darle las gracias, pero algo en el centro del pecho le
impedía hablar, así que apoyó su mano izquierda en el muslo
derecho de Gabriel, la palma mirando hacia arriba.
Gabriel la miró un momento y, tras sopesar aquel gesto,
finalmente decidió posar la suya sobre la de ella y apretarla un
poquito.
—No hay de qué, Raissa. Yo tampoco tengo amigos aquí.
La niña se acercó más a él y enhebró su brazo con el del niño.
—Bueno, ahora supongo que te tengo a ti.
11
Parque del Retiro, Madrid, año 2002

Andy quería estrenar su bicicleta nueva, no le bastaba con


estrenar una moto de cross cada año adaptada a su talla.
Desde los cuatro, el niño acudía cada fin de semana al circuito
de cross para practicar.
Sus abuelos maternos se encargaban económicamente de
financiar el sueño de Andy de ser piloto de moto, pues su padre no
podía costearlo.
Así, había entrado incluso en una liga de competición.
Pero estaba deseando estrenar aquella bicicleta. Era grande,
majestuosa y de un color rojo brillante que seguro que hacía que
fuera la envidia de todo el parque.
¡Encima ya no llevaba ruedines! Ya tenía siete años, eso era
para pequeños.
La de su hermana era idéntica, salvo que en color azul cielo.
También estaba entusiasmada. A ella le había costado más eso
de no llevar ruedecitas adicionales y controlar bien el equilibrio, pero
con paciencia lo había conseguido.
Esa tarde tendrían todo aquel enorme y verde espacio para
poder hacer todas las carreras que quisieran.
Su padre había librado del trabajo y, después de tanto insistir en
que querían estrenar las bicicletas, el hombre había sucumbido a
llevar a los dos hermanos hasta que se cansaran.
«Esta noche caerán como troncos», pensó.
Había comprado una bolsa de pipas en un kiosko cercano, y los
observaba sentado en un banco mientras los niños daban vueltas y
más vueltas.
Qué orgulloso estaba de ellos.
Él, fuerte, decidido, un hacha con la bici. No le extrañaba en
absoluto que llegara a dedicarse profesionalmente a ser piloto de
moto cross en un futuro, tal y como pretendía.
Ella, más cauta y prudente, pero toda una campeona al haber
conseguido montar la bicicleta sin caerse con solo dos ruedas.
—¿A que no me ganas? —preguntó la niña.
—¡Te vas a enterar! —exclamó Andy pedaleando rápidamente.
Su hermana tenía ventaja, iba unos metros más allá, por delante,
pero sabía que podía salvar la distancia.
El chico pedaleó y la niña, al girar la cabeza hacia atrás para ver
por dónde iba su hermano, se dio prisa en pedalear más fuerte,
pues no quería que la alcanzase.
—¡Te alcanzo! ¡Te alcanzo! —rio Andy al tiempo que se acercaba
a ella.
La niña pedaleó con todas sus ganas, todavía no había podido
ganar a su hermano ni una sola vez.
Quería esa victoria, demostrarle que era tan fuerte y dura como
él. Además, que igual de rápida.
Pedaleó.
Pedaleó.
Pedaleó.
Una curva.
Sintió deseos de limpiar el sudor de su frente al superarla con
éxito.
No perdió el resuello, Andy todavía iba detrás de ella.
Fuerte.
Fuerte.
Rápida.
Rápida.
Veloz como la luz.
Segunda curva superada.
Pero Andy estaba cada vez más cerca.
Ya no le quedaba aliento ni tampoco fuerzas. Las piernas le
dolían.
Los muslos le ardían y su pequeño trasero estaba entumecido
por el sillín.
Giró la cabeza de nuevo hacia atrás, comprobando que su
hermano estaba a punto de alcanzarla.
No vio la papelera y solo se cercioró de que estaba allí cuando la
rueda delantera de su bicicleta azul colapsó contra ella.
La niña voló durante algunos segundos, después aterrizó en la
tierra y se raspó las manos, el codo y la barbilla.
No lloró de inmediato, tardó algunos segundos en asimilar la
caída y notar el dolor en la piel raspada y en la boca, pues uno de
sus dientes inferiores estaba sangrando.
—¡Tata!
Andy bajó de la bicicleta roja de forma apresurada.
La tiró al suelo de cualquier manera, la bici era lo de menos, por
muy bonita que fuera y por muy bien que se le diera conducirla.
—¡Tata!
La niña rompió a llorar y le enseñó las palmas de las manos
raspadas.
Los pellejitos de piel se mezclaban entre la tierra y la sangre.
Su boca roja se abría grande y sus pulmones se liberaban con
fuerza al llorar.
—Tata, ¿qué te has hecho?
—Mis manos…
Andy las cogió entre las suyas. Los dos tenían las manos
sucísimas, pero eso no importaba en ese momento.
Andy la abrazó.
—Jope…
—¿Y mi diente? —susurró la niña, que había dejado de llorar un
poco, mirándolo.
Andy observó los dientes de su hermana.
En efecto, por uno de ellos corría un hilo de sangre que no
cesaba.
—Tienes una pupa en la barbilla.
—Me pica. ¿Crees que se me pondrá el diente negro como el de
la vecina Antonia? —preguntó la niña súper preocupada—. No
quiero parecerme a Antonia, es vieja.
Andy sonrió levemente.
—A lo mejor se te cae y el ratoncito Pérez te deja un regalo.
Las lágrimas seguían mojando la cara de la niña, pero esta se
estaba esforzando mucho para que dejasen de manar de sus
pequeños ojitos.
Asintió con la cabeza.
—Quiero ir con papá.
—Vamos, te acompaño.
—Pero, ¡mi bici!
—¡Da igual la bici, vamos!
Andy rodeó con su brazo a su hermana, y la guio con su manita
puesta en la pequeña nuca de la niña durante el camino de vuelta.
Las manos de Andy temblaban, aunque no quería darle esa
sensación a su hermana.
Él quería protegerla.
La niña daba suspiros mientras caminaban hacia su padre, quien
no tardó en levantarse del banco cuando los vio aparecer.
—Mi diente también me duele —confesó Andy.
Su hermana lo miró sin entender.
—Tú no te has caído.
—Ya, pero tú sí, y somos hermanos gemelos.
—¿Qué significa?
—Que cuando tú estés mal, yo también lo estaré.
La pequeña sonrió y agarró la manita de su hermano.
—¿Siempre estaremos juntos?
Andy se encogió de hombros.
—Hombre, seguro que cuando tengas una pareja pasarás de mí.
—O cuando la tengas tú, no te fastidia… Aunque eso pase, tú
eres mi persona favorita.
12
Eva
—Y, ¿has dicho que se quedará todo el verano? —preguntó
Margarita, al tiempo que se echaba un tanto hacia delante para
hablar de forma más confidencial con Montaña.
Se subió las gafas con el dedo corazón y yo rodé los ojos hacia
arriba.
Ahí estaban las dos, mirando como dos buitres, a lo Vieja del
Visillo a través de la ventana de la cocina, la cual daba a uno de los
patios, precisamente en el que los huéspedes practicaban yoga.
¿Acaso se pensaba Margarita que no la había escuchado?
Gabriel estaba fuera, intentando dominar la disciplina.
Suspiré.
Llevaba una camiseta de tirantes blanca y ajustada, dejando sus
fuertes brazos a la vista, y un pantalón de chándal de tela liviana de
color gris.
¡Gris!
Por el amor de Dios… el color gris debería estar prohibido en los
malditos pantalones de deporte masculinos.
Montaña asintió con la cabeza, respondiendo a la pregunta que
le había hecho Marga.
—¿Podéis dejar ya de mirarlo? —pregunté con el ceño fruncido y
los brazos en jarras, tras dejar el plato y el trapo que llevaba en las
manos sobre la mesa.
Ambas me miraron al mismo tiempo.
—¿Por qué? —preguntaron como dos siamesas salidas.
—¿Cómo que por qué? Quizá, porque va a sentirse observado si
no paráis de acosarlo.
—¿Acosarlo? —preguntó Margarita súper indignada.
—Eso he dicho, sí.
—Pamplinas. Solo estamos mirando un poco. ¿Hacemos algo
malo, acaso?
Bufé.
—Ni que tú no lo hubieras mirado —dijo Montaña dándole un
codazo a Marga con camaradería.
—¿Yo? —me jacté—. Pero ¿qué dices?
—¿De qué color tiene los pantalones?
—Grises —contesté como un autómata. Al instante, me mordí el
labio.
—¡Ajá!
—¡Eso no prueba nada! —exclamé nerviosa, acercándome a
ellas y, por ende, a la ventana—. ¡Dejad ya de mirar!
Forcejeé con las manos de ambas para cerrar las puertas de
madera de la ventana antes de que Gabriel se diera cuenta de que
tres imbéciles estaban haciendo el ridículo.
Entonces miró en nuestra dirección, la clase había terminado.
—Ay, Dios, qué vergüenza —mascullé en voz baja, sintiendo
cómo las mejillas se me arrebolaban a máxima velocidad.
Además, cada vez se acercaba más, por lo que Montaña y
Marga se alejaron rápidamente de mí.
Forcejearon para salir por patas y, Margarita, sé que fue ella
porque tenía un culo grande y prieto, me empujó hacia delante sin
querer.
Y volé.
Margarita me hizo volar hacia fuera.
Suerte que la ventana estaba cerca del suelo. Era igual de alta
que Daniela, mi hija de cinco años, para que te hagas una idea.
Di una voltereta, si es que eso se podía llamar así, patética, y
aterricé en el suelo con mi trasero.
Ese día llevaba un vestidito cómodo de color negro.
Cuando me di cuenta y analicé lo que había sucedido, cerré las
piernas con diligencia.
Gabriel estaba ante mí, mirándome con una ceja arqueada y…
¿estaba aguantándose la risa?
«¡Será…!»
—¡Eva! —exclamó Eliazar, la muchacha que teníamos
contratada para las clases de yoga—. ¿Estás bien?
Tanto ella como Gabriel se acercaron a mí para ayudarme a que
me levantara. Algunos huéspedes se quedaron mirando divertidos,
pero no se acercaron, ya estaba siendo atendida por ellos.
—Sí, sí… —dije muerta de la vergüenza, aguantando el dolor
que sentía en el coxis y conteniendo las ganas de llorar por el
ridículo que acababa de hacer.
Eliazar me tendió la mano y yo me cogí a ella.
Maldije para mis adentros. Casi cojeé al ponerme de pie de
nuevo. Fijo me había fracturado el ojete, aquel dolor no era normal.
Parecía que acabase de tener una dura sesión con Nacho Vidal,
pues la rabadilla me ardía.
Las piernas me temblaban.
Qué penita debía estar dando.
Ahora sería la «culo partido» de la casa.
—¿Qué ha pasado? —Gabriel me sacó de mis pensamientos e
hizo que levantara la vista hacia él, pues la tenía puesta sobre mis
pies porque me faltaba una chancla.
Seguramente se me habría caído en aquel salto mortal a lo Cat
Woman.
Quería que la tierra se abriese y me tragase para escupirme en
cualquier otro sitio que no fuese Moraira.
—Limpiando. Estaba limpiando la ventana y, chico, una
ventolada que…
Aquella excusa de mierda se desmoronaba conforme seguía
soltando palabras por mi boca, lo sabía de sobra, pero, ni de coña,
le diría: estábamos mirando tu culito prieto, pedazo de cañón. Y,
como hemos visto que venías, esas dos traidoras han salido
corriendo y me han dejado sola ante el peligro, nunca mejor dicho.
—Hoy no hay nada de viento, la verdad es que hemos dado la
clase la mar de a gusto —dijo Eliazar con aquella voz angelical.
Eliazar era ese tipo de chica que parecía flotar cuando
caminaba, como un ente. Era todo dulzura y calma, y hablar con ella
te hacía sentirte en un remanso de paz infinita y espiritual.
Te digo yo que iba puesta, porque entonces no me explicaba
cuánta tranquilidad era capaz de albergar un cuerpo tan pequeño.
¿Acaso había algún sitio cercano en el que hubiera un fumadero
de opio clandestino y no me había enterado?
Habría solucionado lo de mi perreo del ojo bastante tiempo atrás.
—Ya, bueno, cosas que pasan —dije con la voz trémula,
intentando caminar con dignidad hacia el interior de la casa.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Gabriel divertido—. Ha
sido un buen golpe.
—Nada que no solucione un antiinflamatorio. Gracias.
«Coraza, haz bien tu labor», pensé.
El chico asintió con la cabeza.
—Me alegro entonces —apuntó Eliazar—, vamos a ir un rato a
las charquitas.
Luego sonrió.
«¿Vamos?», pensé.
Había hablado en plural y eso significaba que iban a ir juntos,
Gabriel y ella.
Pues vaya con el nuevo. Tres días llevaba en la casa y ya se
estaba yendo con la profe de yoga.
Además, ¿a mí que me importaba eso?
—De acuerdo. Disfrutad.
Sin más, me metí en el interior y encontré a Montaña con
Margarita cuchicheando y muertas de la risa.
—Vosotras —dije acercándome a ellas con el dedo índice en alto
y andando despacio, el culo todavía me dolía—. Malditas marujas
del demonio.
Entonces rompieron en carcajadas.
—Esto ha sido culpa vuestra —las acusé apretando los dientes.
—¿Nosotras? —preguntó Marga.
—¿Te has hecho mucho daño? —dijo entonces Montaña,
preocupada e intentando cogerme del brazo. Llevaba mi chancla en
una de sus manos.
—Tú, mejor dicho, con ese culo que tienes —dije de malas
formas, cogiendo la chancla de las manos de Montaña con un
rápido movimiento.
—Oy, oy, oy… —Margarita se llevó una mano al pecho
falsamente indignada.
—Voy arriba a ponerme algo.
—Trombocid, querida —dijo la culona.
La miré con los ojos encendidos en ira y me fui de allí.
*

Hice una mueca al sentarme sobre la cama y Daniela me miró


con preocupación.
El día había sido largo, había ayudado en la casa todo lo que
había podido, entre gruñidos y miradas asesinas hacia Montaña y
Marga, que se pasaron las horas riéndose a mi costa, las muy
cabritas.
Daniela colocó su manecita en mi espalda cuando se sentó a mi
lado. Fue lo único que hizo, pues no le dio por soltar un: mamá, ¿te
duele mucho?
Apreté los labios al mirarla.
—Lo sé, estamos juntas en esto, pero es mamá quien se ha roto
el culo.
Ella sonrió y a mí me ablandó el corazón. No todo estaba
perdido, ¿verdad?
Le acaricié la carita y le sonreí yo también.
—Te quiero mucho.
Ella me abrazó con sus brazos el cuello e inhalé el dulce aroma
de su pelo.
En ese momento entró Montaña a nuestra habitación tras tocar a
la puerta.
La miré con la nariz arrugada.
—¿Qué? —le pregunté medio enfadada, aunque lo cierto es que
ya se me había pasado un poco.
No obstante, no olvidaría aquella situación jamás, como tampoco
la cara de asombro de Gabriel cuando aterricé en el suelo.
Bochornoso.
En serio.
Sus ojos casi se salieron de las órbitas y sé perfectamente que
se aguantó la risa.
Lo entiendo, que conste, pero la vergüenza delante de un tío
como él, tan perfecto y guapo, la pasé yo.
Porque mira que estaba bueno, el muy jodido.
Ese pantalón le sentaba demasiado bien y aquella camiseta
blanca… maldita era por pegarse tanto a su cuerpo y a su piel.
No.
No.
No.
Solo era un huésped más, por muy bueno que estuviera.
Y yo era la dueña de aquel lugar, debía dejarme de tonterías.
Pero ¿cómo paraba lo que me hacía sentir ahí abajo cada vez
que lo veía desde que había llegado?
¡Por favor!
Era incontrolable, inevitable.
Era algo así como ese chico, el guapo de clase, el que gusta a
todas sin buscarlo, sin remediarlo ni poder hacer nada.
Y todas caían en su red con un simple «hola».
Hay gente que es así sin pretenderlo.
Gabriel era una de esas personas.
¿Se daba cuenta? Seguro que sí, porque tendría espejos el
muchacho.
Atrayente como un imán; él era la luz, las mujeres las
luciérnagas que se acercaban por inercia.
Me incluía, porque una tiene problemas, pero de piedra no es.
A esa reflexión llegué justo después de encontrarme con él en el
pasillo. Gabriel iba hacia la habitación que le habíamos asignado, y
yo de camino a la mía para estar con Daniela, quien estaba
esperándome para dormir.
—Buenas noches —dije en un susurro vergonzoso, justo antes
de asir el pomo de la puerta de mi habitación.
Él carraspeó.
—¿Qué tal tu culo?
Arqueé las cejas, sorprendida.
¿Qué había dicho el morenazo?
«Estaría mejor si me doliera por una noche de sexo contigo, la
verdad», pensé, pero no lo dije, pues al instante me sentí
abochornada por aquel pensamiento tórrido.
—¿Cómo? —pregunté.
—Quiero decir… ¿cómo te encuentras? La caída, ya sabes.
—Ah, claro, sí. La caída. —Sonreí de forma nerviosa—. He
tenido momentos mejores, pero el dolor se pasará en unos días.
—Bien —dijo él.
Maldito él, maldita su boca torcida en una sonrisa y maldito todo.
—Gracias por preguntar.
Asintió con la cabeza.
—¿Qué tal tus primeros días aquí? —pregunté yo.
«Pero ¿por qué no te callas?».
—Me encuentro muy bien.
—Me alegro. Buenas noches, Gabriel.
«Eso, aléjate de él, que tienta como el chocolate a las dos de
mañana».
—Buenas noches.

—Que no me mires así, leches. No ha sido para tanto, Eva —dijo


Montaña con un mohín, sacándome de mis pensamientos, que no
cesaban en recordar ese momento.
Entrecerré mis ojos escrutándola.
—Pues nada, que coja la Kardashian y de un culazo te tire a ti
por la ventana —le contesté de mal humor de nuevo.
—¿Esa quién es? —preguntó Montaña.
—¿Cómo que quién es? ¡Pues Marga! —exclamé.
—Pues no lo entiendo.
—Pues deberías. Tú eres otra Kardashian también.
Montaña arqueó una ceja y cogió su teléfono móvil.
—¿Qué haces? —le pregunté, poniendo los brazos en jarras
desde la cama.
Miré a Daniela un segundo, pero la pequeña se encogió de
hombros.
—¿Qué es… Kardashian…? —dijo Montaña lentamente,
conforme escribía en el móvil. Después dejó su lengua fuera de la
boca en una mueca que la caracterizaba cuando se concentraba
con algo. — ¡Yo no tengo ese cuerpo! —exclamó entonces
sobresaltándome.
—¿Qué? Yo no he dicho que lo tengas, más quisieras.
—¡Pero has dicho Kardashian!
—Pero por el culo, que lo tienen súper operado.
—¿La Marga se ha operado el culo? ¿Cuándo? —preguntó
entonces Montaña súper interesada—. Pues a lo mejor yo me hago
lo de los hilos tensores esos.
—¿Qué dices? ¿Qué estás diciendo? Anda, sal, todavía se me
tiene que pasar el enfado por la vergüenza que me habéis hecho
pasar —le dije señalando la puerta con la mano derecha, no
pensaba levantarme de nuevo con lo mucho que me dolía el culo.
—Tampoco es para tanto. No es tan guapo.
Levanté las cejas mirándola y, aunque no dije nada, ella supo
que lo que acababa de decir no era cierto.
—Bueno, sí.
—Anda, sal.
—La cosa es que me suena de algo, y no sé de qué.
—¿El nombre? —le pregunté al tiempo que me levantaba de la
cama.
Tenía claro que, si no la echaba de buenas formas de la
habitación, Montaña se quedaría un buen rato de palique y no me
apetecía en absoluto.
—Él, su cara. No sé.
—Estás chiflada. No hemos visto un tío como ese aquí en la
vida.
—Ya, por eso me extraña. No sé de dónde me resulta familiar.
—Cuando lo averigües, me cuentas. Ala, ala.
Montaña salió de la habitación.
—Pero ¿vas a seguir enfadada?
—Buenas noches, Montaña —le dije con una sonrisa.
Después cerré la puerta.
Daniela me esperaba metida en la cama tapada con una
sabanita fina.
Por las noches refrescaba un poco todavía.
Entonces cogió un cuento y me lo tendió.
Una vez me hube acomodado junto a ella en la cama, abrí el
cuento por la primera página.
13
Gabriel
Aquel lugar era un auténtico paraíso.
La playa estaba a escasos metros, pero también había zonas de
montaña cercanas de las que poder disfrutar.
Llevaba una semana allí y solo notaba palpitaciones en el pecho
cuando cogía el teléfono móvil y observaba en la pantalla mensajes
y llamadas del trabajo.
Entendí entonces el daño que me estaba haciendo trabajar para
mi padre, haber querido seguir su ejemplo para algún día ser el
dueño de la empresa.
Yo no servía para eso, no quería dedicar mi vida a eso.
Me había vuelto un snob y un imbécil, y lo cierto es que no sabía
qué hacer con mi vida, parecía que los problemas se multiplicaban
sin que yo pudiera hacer nada.
Raquel solo contestaba mis mensajes con monosílabos, y eso
que todavía no me había atrevido a decirle que pensaba pasar todo
el verano en esa casa.
Había sido una locura.
Un impulso.
No supe contestar otra cosa, cuando la chica guapa que me
recibió me preguntó cuánto tiempo me quedaría.
Además, tampoco sabía con exactitud lo que me ocuparía llevar
mi estrategia a cabo, y cumplir la promesa de conseguir la última
venta.
Me sentí tan bien desde el primer momento que pisé aquel lugar,
cuando la armonía que se respiraba allí me azotó suavemente el
rostro, que no dudé ni un segundo.
Descubrí que desconectar de los estímulos externos que te
hacen mal, se sentía igual que quitarte de la espalda una mochila
llena de piedras.
Era mi última venta, y tardaría el tiempo que yo quisiera en
conseguirla.
«Y a Germán de Haro, que le den», pensé, porque ya me había
jodido bastante durante aquellos años.
Aquel cambio de aires era como una resurrección para mí y lo
iba a aprovechar en muchos sentidos.
Comía muy bien, respiraba aire puro, desconectaba del móvil e
incluso había empezado a leer un libro. Ya no recordaba el tiempo
que hacía que no leía.
Mis pulsaciones se mantenían estables y no sufría taquicardias,
las manos no se me habían dormido ni una vez desde que había
llegado y no sentía aquel peso terrible en las cervicales.
También me había ayudado alejarme de Raquel y de su
obsesión por la maternidad.
Aquel lugar, Moraira, tenía magia.
«Magia la que destila la dueña con esas piernas».
Pensamientos intrusivos.
De esos también tenía, pero habían cambiado de una semana a
esa parte, y las piernas, los ojos, la cara, el pelo de Eva… todo, se
colaba en mi mente como un veneno del que no podía librarme.
Incluso me causaba curiosidad verla jugar con Daniela, su hija.
Poco después de estar en la casa, me enteré que Eva no era una
empleada, si no la otra dueña. Una tal Margarita se encargó de
darme toda la información que necesitaba, se notaba que era una
metiche. También incluyó otro dato sobre Eva.
Por lo que parecía, no había padre o pareja de por medio.
Iba a resultarme demasiado fácil seguir mi propio plan, pero no
sabía hasta qué punto podía olvidarme de los pasos, y aquello me
llegaba a dar miedo.
Sobre todo, después de haberla visto caer de aquella forma por
la ventana.
Suerte que era una ventana baja.
Sus piernas quedaron abiertas cuando se dio de bruces contra el
suelo, y apenas la tela fina de un tanga tapaba su sexo.
Fueron solo unos segundos, pero lo vi.
¿Era un cabrón por tener esa maldita imagen metida en la
cabeza?
Tenía ojos en la cara, maldita sea, el instinto lo tenemos todos,
hombres y mujeres.
Ahí empecé a sospechar que quizá no amaba a Raquel, no
estaba enamorado de ella, pues todo lo que hacía la dejaba siempre
en un segundo plano.
Una paternidad que no quería, ese tiempo alejado de ella, no
dejar de pensar en Eva desde la primera vez que la vi…
Suspiré y me di la vuelta en la cama poniéndome boca arriba,
mirando el techo de mi habitación.
Recordé el día en el que Eva cayó por la ventana. Lo reconozco,
me aguanté la risa, pero después no me hizo tanta gracia
cerciorarme de que no podía sacarme de la mente ese puto tanga
de color negro semitransparente.
Di mi primera clase de yoga y lo cierto es que me sentó muy
bien.
Eliazar, la profesora, se empeñó después en enseñarme las
charquitas, quería que meditáramos allí cinco minutos, dijo que me
sentaría bien.
Eso sí que no lo conseguí. Ni cinco, ni tres, ni uno.
Era imposible.
El tanga de Eva se mezclaba con la cara que puso Raquel al
despedirnos, después aparecía mi padre repitiendo en bucle:
«vende, vende, vende, vende», y mi corazón comenzaba a trotar de
nuevo.
Se me agitó la respiración, y, aunque traté de disimular, estoy
seguro de que la profesora se dio cuenta.
Me excusé diciendo que me apetecía descansar y no tardé en
recluirme en mi habitación.
Por la tarde paseé por la playa, me di un baño y volví caminando
a la casa.
El horario de la cena era de ocho de la tarde a diez de la noche.
La mujer que cocinaba, Montaña, con un nombre curioso donde
los haya, seguramente con quien habría hablado Germán, lo hacía
exquisitamente.
De algún modo me recordaba a mi infancia, aunque no sabría
decir exactamente el motivo.
Esa noche preparó pisto de verduras y pollo en salsa.
De postre, melón fresco.
Pura dieta mediterránea, con productos locales e incluso del
propio huerto de la casa de huéspedes. Todo era casero, los
postres, los bizcochos, el zumo de naranja y la limonada.
Pronto me sentí como en casa, y eso no era normal.
O sí, pues en mi caso me había criado un monstruo con nulas
capacidades para la vida familiar.
Me encontré a Eva por el camino cuando fui hasta mi habitación
para relajarme y dormir.
¿Había sido demasiado atrevida aquella pregunta acerca de su
culo?
Me había salido sin pensar, las palabras habían bailado solas en
mis labios, fruto de ese incesante pensamiento que solo se centraba
en ella desde que había contemplado su caída.
La había descolocado, eso había quedado muy claro.
Se había puesto nerviosa.
¿Acaso yo también la atraía de esa forma?
Parecía que sí.
Eso era un buen presagio.
Debía estar volviéndome loco, pero tampoco me importaba
demasiado.

Aquella noche pensé en qué haría después de despedirme de mi


padre y de la empresa, estaba seguro de que con lo que ganara de
esa venta me daría para subsistir un tiempo, y, que, además,
Germán me daría los papeles para que pudiera pedir el subsidio por
desempleo.
No es que me importase demasiado, no vivía con lujos, aunque
tuviera dinero gracias a la empresa.
Me daba igual conducir un Mercedes que un Ford.
O quizá ir en transporte público.
Venía de abajo.
Siempre he venido de abajo.
Y eso es algo que Germán no pudo cambiar y motivo por el cual
nunca me acabó de aceptar. No lo entendía.
Necesitaba un trabajo. Me daba igual si estaba relacionado con
la construcción, el markerting y venta inmobiliaria, o no.
El que fuera, porque me negaba a vivir como vivía Raquel. De
rentas que en realidad no eran suyas.
Un adulto tiene que sobrevivir sin la protección de un tercero y
hacerse a sí mismo.
Me mordí el labio y recordé de nuevo mi pasado, ese que no se
despegaba de mí, adherido a mi piel, como si fuera mi propia
sombra.
14
En un lugar de Madrid, año 2002

Raissa y Gabriel se hicieron inseparables.


Gabriel se había enterado de su historia gracias a una
trabajadora social del centro, pues Raissa tardó en hablar delante
de él.
Se comunicaban con miradas, con gestos y muecas.
Gabriel sabía que la chica no tenía ningún problema que le
impidiera hablar, simplemente no lo hacía porque no le salían las
palabras de los labios.
Mutismo selectivo, ese era el diagnóstico de la niña, pero la
trabajadora social no empleó esos vocablos con Gabriel cuando le
preguntó acerca de Raissa, simplemente le dijo que su amiga había
sufrido mucho y que por eso ahora le daba mucho miedo hablar.
Raissa se ponía muy nerviosa cuando la obligaban a hacerlo, por
eso Gabriel no la presionaba para que le contestara con palabras.
Entendía su sufrimiento, la niña había perdido a sus padres en
un accidente de coche. Se había quedado huérfana y estaban
intentando contactar con algún miembro de su familia más cercana
para proceder a la adopción.
Pero toda la familia residía en Marruecos, y ningún miembro
familiar quiso hacerse cargo de ella, así que su tutela pasó a ser del
Estado.
Jugaban en el patio del centro, echaban partidas al parchís, a las
cartas y saltaban a la comba.
Incluso Gabriel la enseñó a jugar al fútbol.
Se saludaban con un abrazo y se despedían de la misma forma,
día sí y día también.
Gabriel esperaba con ansias que su amiga ya no tuviera miedo a
hablar, tenía muchas ganas de escuchar su voz.
¿Cómo sería?
¿Dulce? ¿Grave? ¿Chillona?
Deseaba que pronto hablase, aunque solamente fuera con él,
mientras jugaban o Gabriel leía cuentos para ella.
Pero Raissa no habló en ningún momento agradable, sino todo
lo contrario.
Elías Sánchez y Luisito, dos de los matones de aquel lugar,
volvieron a la carga contra Gabriel.
El chico jugaba con Raissa a pasarse la pelota con los pies, su
amiga había mejorado mucho a la hora de chutar.
Raissa lanzó la pelota, pero Gabriel no alcanzó a pararla con la
pierna, por lo que salió disparada justo hacia donde estaban
sentados Elías y Luisito.
Gabriel hizo una mueca cuando el primero cogió el balón.
Elías posó la mirada sobre Gabriel riéndose con chulería.
—La tenía yo, dámela —le pidió Gabriel de forma seria, pero sin
chillar.
Raissa se acercó corriendo al lugar donde estaba su amigo, no
pensaba dejarlo solo, ya sabía cómo se las gastaban aquellos dos.
—Ahora es mía —dijo Elías acariciando el balón.
—Te he dicho que me la des.
Elías se puso de pie y se posicionó frente a Gabriel.
—Y, si no, ¿qué? —le preguntó con chulería.
Una gotita de saliva impactó en el moflete de Gabriel y él se
murió de asco.
Respiró lentamente y expulsó el aire por la boca de la misma
forma intentando tranquilizarse.
—No quiero pelearme contigo.
—Pero sí quieres la pelota —dijo Elías con una sonrisa
maliciosa.
—Dámela, no quiero que nos castiguen otra vez —dijo Gabriel,
estaba comenzando a perder la paciencia.
—¿Te cagas? —le espetó Elías, impactando la pelota contra el
pecho de Gabriel.
Luisito se acercó a ellos levantándose del escalón en el que
estaba sentado. Sabía que su amigo necesitaría ayuda si se
peleaba con Gabriel.
El balón cayó al suelo y Raissa lo observó.
Elías agarró en un puño la camiseta de Gabriel, zarandeándolo.
La niña temió que se pelearan de nuevo, no quería que a su
amigo le hicieran daño, por lo que tuvo que reaccionar.
—¡Oye! ¿No has oído que quiere portarse bien?
Elías soltó la camiseta de inmediato y miró a Raissa sorprendido.
Luisito también la observó y Gabriel abrió la boca por la
sorpresa.
—¿Qué has dicho? —le preguntó a su amiga.
—¡Eh! —exclamó entonces Elías, intentando coger de nuevo a
Gabriel por la camiseta.
—¡Suéltame, idiota! —gritó entonces Gabriel, evitando por los
pelos ser agarrado por Elías.
Acto seguido, cogió a Raissa de la mano y salieron corriendo por
el patio hasta sentirse seguros lejos de aquellos dos.
Elías les hizo una peineta con el dedo corazón, pero ellos
apenas se dieron cuenta.
—¡Tontos!
Cuando pararon, tenían la respiración agitada y una sonrisa en
los labios.
—Raissa, ¿qué has dicho? ¡Has hablado!
Ella se encogió de hombros.
—No quería que te pegaran.
—Pero…
—O decía algo o iban a pegarte —insistió la niña.
Había reaccionado por impulso, por miedo a que pudieran
hacerle algo a Gabriel, se sentía muy contenta.
Gabriel abrazó a su amiga, no lo pudo evitar.
—Gracias —le dijo al oído.
—Eres mi único amigo —le susurró ella.
—Y siempre lo seremos. Los dos.

En cualquier lado se forman grupitos, y Raissa y Gabriel habían


formado el suyo propio, a pesar de ser solo dos.
Pero eso cambió cuando Moi llegó al centro de menores, un año
después.
15

Otro lugar de la ciudad de Madrid,


año 2005

La cena de aquella noche no había ido nada bien. El padre de


los mellizos no sabía qué hacer con ellos.
Tenían diez años y habían entrado en una edad peligrosa: la pre
adolescencia.
Demandaban cosas que, según su parecer, eran de
adolescentes, y estaba asustado por lo rápido que estaban
creciendo.
Su mujer, la madre de los niños, había muerto poco después de
dar a luz a causa de una grave infección que contrajo en el parto
debido a una complicación. Se debilitó por momentos y no se pudo
hacer nada.
Se quedó solo y con dos bebés que necesitaban una madre.
Algún tiempo después, conoció a la que sería su nueva
compañera de vida, y todo le resultó más fácil.
Echaba de menos a la madre de sus hijos, la amaría siempre,
pero era joven y se había vuelto a enamorar como un quinceañero.
No obstante, los niños crecían y él también cumplía años.
La paternidad le resultaba muy complicada, y en aquel momento,
a la hora de cenar, se había cerciorado de ello aún más.
Esos niños pedían cosas imposibles, sobre todo, Andy.
El muchacho tenía clara su pasión: las carreras de motos.
Ya desde pequeño apuntaba maneras y su padre no había
tenido más remedio que apuntarlo a todo tipo de actividades
relacionadas con ello. Suerte que sus abuelos maternos podían
costearle los trajes, las motos y la cuota para poder competir.
Además, le hacía feliz ver a su hijo disfrutar de esa manera.
No obstante, Andy insistía en que quería que fuera un regalo de
su padre su próxima moto, aunque era algo que no podía permitirse
del todo.
Y la niña…
La niña estaba entrando en la edad del pavo demasiado pronto,
según su padre.
Quería dormir sola y dejar de compartir cuarto con su hermano.
¿Qué mosca le había picado?
Desde que nacieron habían sido inseparables, su padre no
entendía aquel repentino pensamiento, pero su actual mujer, sí.
Discutieron y mandó a los niños a la habitación, estaban
realmente insoportables.
Andy se metió en la cama de malas maneras, ganándose una
mirada reprobatoria de su hermana.
—Esto ha sido culpa tuya —le reprochó ella.
—¿Qué?
—Tengo hambre y no nos deja volver al salón para terminar el
postre.
Andy tensó la mandíbula enfadado. No entendía por qué siempre
tenía que llevarse él las peores broncas, por qué siempre tenía que
estar vigilando a su hermana y respondiendo por los dos.
Para lo bueno y para lo malo, siempre Andy, Andy, Andy.
—Habértelo comido antes en vez de hablar tanto.
—Si tú pides cosas, yo también —dijo ella comenzando a
enfadarse y cruzándose de brazos.
Andy tenía un temperamento feroz. Sin embargo, ella era más
calmada, aunque no por ello dejaba de tener carácter.
—Porque eres una copiona.
—Eso es mentira.
—No lo es.
—Retíralo —dijo ella acercándose a él con los puños apretados.
—No —dijo Andy súper seguro de sí mismo.
—Que lo retires, idiota —le espetó su hermana.
—Eres una caprichosa y una copiona.
—Tú eres el único caprichoso aquí. ¡Papá no va a comprarte esa
moto!
Andy se levantó de la cama y la niña dio un paso atrás. Eran
gemelos, pero él siempre le sacaba una cabeza y tenía más cuerpo
que ella.
—Ah, ¿sí? Pues tú vas a tener que dormir conmigo siempre, no
van a ponerte otra habitación.
—Lo harán —dijo ella, chulita.
—No, no te irás.
—¡Quiero dormir sola! No quiero dormir más contigo.
—¿Por qué?
Andy pareció dejar su carácter a un lado y se centró en hacer
aquella pregunta.
¿Qué le pasaba a su hermana? ¿Por qué quería marcharse a
otra habitación?
Le importaba mucho aquella respuesta. Siempre habían hecho
todo juntos.
La niña suspiró y ambos se sentaron en la cama del edredón de
color morado.
—Porque me apetece —dijo ella encogiéndose de hombros—.
Todas mis amigas duermen solas.
—¿No te dará miedo?
Ella negó con la cabeza muy convencida.
—¿A ti te da miedo correr con la moto esa que quieres?
Andy dijo que no con convicción.
—Papá no quiere comprarme la Pit Bike para competición.
—Ni a mí ponerme otra habitación.
Ambos hicieron un mohín. Se sintieron tontos de pronto por
haberse peleado entre ellos cuando siempre habían estado muy
unidos.
—Pero es que yo no quiero dormir solo —confesó entonces
Andy.
Su hermana arrugó un poco la nariz y después sonrió.
—Qué caguica, Andy —se mofó un poco.
El niño bufó.
—Yo no quiero que corras.
—¿Por qué?
—¿Y si te vas al cielo como mamá?
Andy tragó saliva.
—Eso no va a pasar, Eva.
—Prométemelo.
Andy puso delante de los ojos de Eva su dedo meñique y ella
enroscó a su vez el suyo, haciendo una promesa.
Después se dieron un abrazo.
—Una cosa —dijo de pronto ella.
—¿Qué?
—Si convencemos a Montaña… —la niña soltó una risita
nerviosa, llevándose los dedos a los labios, justo debajo de la nariz
— papá te comprará la moto y a mí me pondrá la cama en el otro
cuarto.
—Eres una crack, enana —dijo Andy sonriendo, al tiempo que le
revolvía con la mano el pelo a su hermana.
—Ay, Andy, mi pelo, jolín.
16
Eva
Fui yo quien le dio la idea de las actividades en la casa de
huéspedes a mi padre.
Él simplemente quería una casita cuca en la que hospedar
turistas cerca de la playa, pero yo le dije que había que crear un
lugar único en el que el huésped, que además era nuestro cliente,
tenía que sentirse tan a gusto como para querer repetir, y no solo
por la playa, sino porque le ofrecíamos algo más.
Así que se me ocurrió hacer un horario semanal, ofreciendo
diferentes actividades de ocio tranquilo y relajante, pues fuera de
nuestro recinto se encontraban las playas, y los clientes podían
tener otro tipo de entretenimiento como paddle surf, paseos en patín
o kayak y snorkel.
Espacios en los que relajarse con un buen libro o simplemente
tomar el aire en las hamacas, no podían faltar, pero, además, tuve la
idea de que cada día de la semana, de lunes a viernes, habría una
actividad en la casa.
Yoga, todo tipo de arte terapia, jardinería y cocina.
La clase de cocina, por supuesto, la impartía Montaña. Yo me
encargaba del arte terapia, papá de la jardinería y Eliazar de la clase
de yoga.
Pero cuando papá murió, tuvimos que contratar a Delia, una
jardinera dicharachera y muy alegre que parecía disfrutar mucho de
impartir las clases.
Por supuesto, el huésped pagaba suplemento por cada clase si
deseaba asistir.
Se apuntaban en una lista colgada en el corcho que había en el
porchecito, el día anterior a la clase.
Montaña no se apañaba demasiado bien con las nuevas
tecnologías, por lo que muchas cosas de la casa todavía se hacían
como antaño.
El libro de registro o el corcho para que los huéspedes se
apuntaran a las clases, para ella eran más fáciles si no había un
ordenador de por medio.
Aquel día, martes, la actividad consistía en hacer un collage con
recortes de periódicos y revistas viejas.
Las solía coger del cobertizo en el que guardábamos todo lo
relacionado con las actividades.
Por el momento, Gabriel, durante todo el tiempo que estuvo en la
casa, solo se había apuntado a clases de yoga, así que me puse
nerviosa cuando descubrí que se había apuntado a uno de mis
talleres.
Estaba esperándome en uno de los espacios del exterior donde
había un par de mesas de madera con su respectivo banquito, junto
a cuatro huéspedes más, entre los que se encontraba Marga.
Contenta me tenía la Kardashian, todavía sentía magullado el
trasero y tomaba por las noches antiiflamatorio.
Pero ¿cuándo se había apuntado Gabriel? El día anterior no
había visto su nombre en el papel del corcho.
¿Lo habría hecho por la noche?
Daniela iba cogida a mi pantalón cuando llegamos a las mesitas.
Yo llevaba en las manos una caja de plástico llena de revistas y
periódicos. Como también materiales para hacer uso de ellos: folios
reciclados, tijeras, pegamento y un par de cajas de rotuladores de
colores.
—Buenos días a todos —saludé cuando estuve ante los
huéspedes y Gabriel.
Un «buenos días» a coro resonó de forma agradable tras mi
saludo.
Marga me guiñó un ojo y yo le respondí con una sonrisa. El
enfado había cesado, aunque a mi trasero le quedase un poquito
para estar perfecto.
Daniela se sentó en un lado y juntó las manitas sobre la mesa al
tiempo que dejé todo lo que llevaba en los brazos a un lado.
—Sabéis que los martes están dedicados a actividades de arte
terapia. La de hoy va a consistir en hacer un collage —expliqué.
—¿Eso qué es? —preguntó una mujer con el pelo rojo.
—He traído periódicos y revistas que ya no sirven, vamos a
aprovecharlo para hacer recortes y pegarlos en estos folios —señalé
el papel reciclado listo para utilizar—. Es una actividad totalmente
libre. Podéis recortar letras, fotos, dibujos… decorar con colores. En
fin, lo que os venga a la cabeza. Dejad volar la imaginación y cread
algo chulo.
La mujer del pelo rojo no pareció muy convencida, pero los dos
ancianos que habían escuchado mi explicación sonrieron animados.
Marga se frotó las manos, esa actividad le gustaba mucho.
Gabriel me miraba de forma intensa, escrutándome.
¿O era cosa mía?
Tragué saliva e intenté olvidarme de eso, por lo que cogí entre
mis manos los periódicos y los repartí por toda la mesa. Lo mismo
hice con las revistas.
Éramos siete personas, así que solamente ocupamos una de las
mesas.
—¿Tú quieres hacerlo, cariño? —le pregunté a Daniela.
Como respuesta, cogió una de las cajas de rotuladores.
Asentí con la cabeza, y no pasó desapercibida para mí la mirada
de interés que le dirigió Gabriel a la niña.
Acto seguido repartí los folios, las tijeras y las barritas de
pegamento. Después puse la caja restante de rotuladores en el
centro de la mesa para que todos pudieran acceder a ella.
Gabriel parecía un poco perdido cuando tuvo delante el
periódico, las tijeras y un folio en blanco para rellenar, así que tras
comprobar que Daniela estaba completamente en su salsa, me
acerqué a él.
—¿Algún problema? —le pregunté de forma amable,
tragándome los nervios.
Pero ¿era idiota o qué? ¡Que solo era un tío!
—No, es solo… ¿por dónde empiezo?
Sonreí y me encogí de hombros.
—Siempre se empieza por el principio, ¿no?
—Supongo —contestó dubitativo.
«Qué mono es».
—Pues el principio de esto es ojear el periódico y la revista y ver
qué te encuentras. El segundo paso es recortarlo y pegarlo en el
folio. Se va haciendo solo, ya verás.
—¿Eres profesora? —preguntó.
—¿Yo? —me reí—. No. Soy ilustradora de cuentos infantiles.
—Qué interesante.
—¿Y tú?
«La coraza, nena, te la ha roto», pensó una parte de mí.
«Igual que te gustaría que te rompiera las bragas», pensó la otra
parte.
Era algo así como el angelito y el demonio.
Tragué saliva.
Gabriel tardó un poco en contestar, aunque no parecía
demasiado concentrado en mirar el periódico.
¿Acaso estaba pensando la respuesta?
—Soy… me dedico al marketing y la venta empresarial.
Había titubeado, pero tampoco le di importancia, estaba
demasiado extasiada inhalando el aroma de su perfume.
Encima olía bien.
Aquello era un castigo por no querer estar con ningún tío,
seguro.
Un castigo del universo.
—Ah, genial. Bueno, ponte manos a la obra.
«Eso, eso, ve a ver cómo va la del pelo rojo».
Intenté concentrarme en observar las creaciones de los
huéspedes, pero no podía evitar mirar de reojo bastante a menudo a
Gabriel, que ya había conseguido hacer unos cuantos recortes.
Daniela era la que más avanzada iba, aquello le encantaba
desde siempre y, a pesar de que por la edad tenía más dificultades
para recortar, como no era la primera vez que lo hacía, parecía que
había puesto el turbo y ya iba por la mitad.
Tanto la mujer del pelo rojo como el matrimonio octogenario,
utilizaron las flores y los motivos naturales para crear su collage.
Marga no me sorprendió.
Modelos masculinos.
Aquel era su fuerte.
Y en letras grandes y vistosas la palabra «sexi».
Puse los ojos en blanco y me reí cuando pasé por su lado.
—¿Tú has visto qué muchachos? —me preguntó con picardía.
—Como para no verlos —le susurré yo.
—Uno de estos tienes que buscarte.
Bufé.
—Buen trabajo, Marga, progresas adecuadamente —le vacilé.
Gabriel, sin embargo, utilizó tonos grises, blancos y negros, y
formó con letras de diferentes fuentes y tamaños algunas palabras.
Libertad.
Relax.
Vibración.
Me sorprendió mucho.
—Vaya, está… —intenté decir, pero Daniela se acercó a mí por
detrás y estiró de mi camiseta para llamar mi atención.
Me di la vuelta para ver qué quería.
Me dio el collage y se fue corriendo, pues Dora y Yoko se habían
acercado al lugar, contentos y meneando la cola.
No lo miré en un primer momento.
—Ten cuidado, hija, los perros son muy brutos —le grité para
que me escuchara.
Ella se giró, me sonrió y siguió su camino.
Negué con la cabeza repetidas veces armándome de paciencia.
Fue entonces cuando observé el collage que había creado su
mente infantil.
Había utilizado en su mayoría los rotuladores marrones y rosas.
Pegado unas flores secas, recortado de mala manera una sombrilla
de playa de un anuncio de bronceadores de la revista, y dibujado lo
que parecía una motocicleta y un ataúd.
Me tembló la mano que sostenía aquel papel.
—Oye, no quiero ser indiscreto, pero ¿qué le pasa a tu hija? En
los días que llevo aquí no la he oído hablar ni una sola vez.
No le contesté, estaba demasiado ocupada observando aquel
ataúd con una cruz gigante que sobresalía de la caja mortuoria
ovalada, que su mente había trascrito en ese papel.
La mano me seguía temblando y la sujeté con la otra, intentando
disimular.
—¿Eva? —insistió Gabriel.
—¿Por qué no te centras en tus cosas? —le espeté.
—Pero…
Me fui a paso rápido de allí, necesitaba respirar y el aire en ese
momento, delante de él, me parecía demasiado denso.
—¡Eva! —exclamó Marga mientras me marchaba—. Eva,
espérame, no te puedo seguir.
Pero yo no quería que nadie me siguiera.
17
Gabriel
La reacción de Eva al preguntarle por Daniela me sorprendió.
De algún modo, aquella niña adorable me recordaba mucho a mi
amiga Raissa, a cuando la conocí.
Ella tampoco hablaba.
¿Sería mutismo selectivo? ¿Acaso Daniela había tenido algún
tipo de trauma o un estrés excesivo que la había dejado muda,
literalmente?
Eso era lo que pasaba a Raissa.
Estaba confundido, pero sobre todo por el comportamiento de
Eva.
Quizá no debía haberle preguntado directamente, quizá había
sido demasiado brusco.
Al fin y al cabo, todavía no había tenido ningún momento a solas
con ella.
La casa de huéspedes tenía mucho trabajo detrás, y solamente
ella y Montaña, sin contar con las dos profesoras de yoga y
jardinería, se encargaban de tener contentos a los huéspedes.
Estaba un poco hastiado.
¿Y si no podía cumplir con mi tarea?
¿Y si Eva resultaba inaccesible?
No contaba con que ella mantuviera tanto las distancias a pesar
de haber observado la forma en la que a veces me miraba.
Como tampoco contaba con Daniela, y mucho menos con que
tuviera aquella peculiaridad.
Mi ansiedad hizo atisbo de volver en ese momento.
La clase había terminado y había subido directamente a mi
habitación.
De pronto estaba nervioso.
Me quité la camiseta, me estaba molestando. Después me senté
en la cama e intenté pensar con toda la calma de la que era capaz.
No podía ponerme así por cualquier cosa, no podía volver a
tener los nervios crispados ni somatizar.
Me estaba encontrando demasiado bien en aquel lugar, me
sentía sano después de mucho tiempo, así que eso debía seguir
así.
¿Y si cambiaba la estrategia y me acercaba a la niña?
¿Daniela podía ser el salvoconducto para conseguir la venta de
la casa?
Era posible.
El sonido de mi teléfono móvil rompió el momento.
Me sobresalté al escucharlo.
Era Germán.
—Hola —dije al descolgar la llamada.
—¿Cómo vas?
—Todavía no tengo nada.
—Llevas varios días ahí, tiempo que te está pagando la
empresa.
—Ya lo sé.
«Ya estaba tardando en echármelo en cara».
—¿Qué es lo que estás haciendo? ¿Tocarte los huevos a dos
manos? Esto no son unas vacaciones —me recriminó.
—Pues a ratos, sí, mira por dónde.
—No agotes mi paciencia, Gabriel.
—Deja de llamarme cada día para preguntarme. Cuando tenga
noticias, seré yo quien te llame a ti para ponerte al tanto.
—Ponerte gallito conmigo no hará que deje de llamarte.
—Entonces no atenderé tus llamadas hasta que tenga algo que
decirte. Yo también estoy interesado en esta venta, ¿recuerdas? Es
mi pasaje a la libertad.
—Gabr…
Colgué.
Bufé y apreté la mandíbula, conteniéndome para no gritar y
alertar a las demás personas.
Ese hombre me quitaba las ganas de todo, pero había
descubierto que envalentonarme con él me servía para bajarle los
humos.
Empoderado como estaba, decidí llamar a Raquel, todavía no
me había atrevido a decirle que me quedaría en Moraira todo el
verano.
—¿Raquel? —pregunté cuando el tono de llamada dejó de
sonar. Había cogido el teléfono.
—¿Qué tal? —preguntó de forma seca.
—Bien, estoy bien. ¿Y tú?
—¿Cuándo vuelves?
Directa al grano, tal y como había imaginado.
—De eso quería hablarte. De momento no tengo fecha de vuelta.
Todavía no he podido tratar el tema con las dueñas de la casa.
—¿Te estás hospedando allí? —preguntó con acritud.
—Sí. ¿Dónde, si no? Te lo hubiera dicho antes si me contestaras
con normalidad, pero te has limitado a ignorar mis mensajes.
—¿Y qué se supone que haces si todavía no has tratado el
tema? Yo te necesito aquí.
Estaba enfadada.
—Hago lo que puedo. No me digas cómo hacer mi trabajo.
—Descuida, ya sé cuál es tu prioridad.
Colgó y me quedé como un lelo mirando la pantalla del teléfono.
Me llevé una mano a los ojos y froté mis párpados.
Era agotador lidiar con ella.
Con ella y con mi padre.
¿Qué diantres tenía que hacer para mantenerlos contentos?
Tenía la respuesta: conseguir la venta y rezar para que Raquel
se quedase embarazada.
«Pues la segunda lo tienes crudo, como no sea del Espíritu
Santo…»
Me dejé caer en el colchón y miré el techo. Estaba cansado.
«Debería pedirle perdón a Eva», pensé entonces.
No obstante, no creía que aquel fuera el momento más oportuno.
De camino había observado que la puerta de su habitación
estaba cerrada, pero lo cierto es que siempre estaba cerrada.
¿Estaría dentro?
Me levanté como un resorte.
No me gustaba cómo se había marchado, había metido la pata
inmiscuyéndome en sus cosas y me sentía mal por ello.
Entonces me di cuenta de algo: ¿por qué con ella no tenía
reparos en ir todo el tiempo de cara y con Raquel era un cobarde?
«No te flipes, pensabas enamorarla para conseguir la venta de la
casa, no ibas a ser ningún Santo con Eva. Ni ahora ni nunca».
18
Eva
Irrumpí dentro de la casa como un huracán. Anduve tan rápido
como podía, conteniendo mis ganas de correr para que nadie
sospechara del estado en el que me encontraba.
En el comedor había varias personas jugando al dominó y a las
cartas.
Gaspar, el pescador, limpiaba su caña con mimo en un rincón.
Margarita venía tras de mí, pero yo hacía oídos sordos a su
llamada.
Montaña se dio cuenta, por supuesto, sobre todo al escuchar a
Marga llamarme.
Mi intención no era alertarla, pero fue exactamente lo que hice,
así que ella se unió a la comitiva de Marga en seguirme, pero con
más disimulo.
Subí a mi habitación con las dos mujeres pisando mis talones, y
cuando quise cerrar la puerta, Montaña lo impidió.
—Si piensas que voy a ponerme una maldita venda en los ojos
cuando te veo así, vas lista. Déjanos pasar —me dijo muy seria.
Suspiré conteniendo la respiración y las lágrimas, pero no cerré
la puerta.
Me metí en el interior de la habitación, y solo cuando Marga
cerró la puerta, dejé salir todo lo que se había apoderado de mi
pecho en apenas unos segundos.
La pregunta de Gabriel, el collage de Daniela…
Andy.
Otra vez Andy.
Siempre él.
Hice una mueca, tratando de tranquilizarme y me pasé la mano
por la cara.
Debía aceptarlo de una maldita vez, y cuando antes lo hiciera,
mucho mejor.
Porque cuando creía que estaba superado, aparecía el dolor
dentro de mi pecho en el momento menos esperado.
Sabía que aquella herida nunca sanaría, pero con tenerla
anestesiada, me bastaba.
Lo que me impulsaba a levantarme cada día, a sonreír, a
trabajar, a agradecer cada mañana que despertaba de nuevo, era
Daniela.
Pero no solo era una madre, también era persona, y como
humana, también tenía momentos de debilidad.
Montaña se sentó a mi lado en la cama y suspiró mirando al
frente.
La imité y Marga cogió una silla para sentarse frente a nosotras.
Montaña había estado a mi lado desde que tenía uso de razón.
Moqueaba como una niña y ya no sabía qué hacer para
limpiarme la nariz.
—¿Te ayudo? —me preguntó Margarita con media sonrisa,
tendiéndome un pañuelo desechable de la caja que había sobre mi
mesita de noche.
Lo cogí, pero no dije nada.
—Eva.
—¿Sí?
—¿Qué pasa? Creía que estabas bien. ¿Ha pasado algo con la
niña? ¿Ha pasado mala noche? No sé qué preguntarte, ha sido todo
muy rápido…
La estaba mirando y, tras decirme aquello, aparté mis ojos de los
suyos.
Carraspeé.
—No, no…
—¿Entonces?
Suspiré.
—No quiero hablar, Marga.
—¿Tú también, igual que tu hija?
Bufé temiendo romper a llorar de nuevo.
—Daniela está jugando fuera, debería estar vigilándola —dije
para evitar el tema.
—La niña está con los perros y hay clientes fuera —me recordó
Montaña.
—Pues eso.
—¿Has pensado, no sé, hablar tú con alguien? —dijo Marga
entonces.
Suspiré de nuevo.
—Solo está… asustada, supongo. Se le pasará —le contesté.
Me estaba hablando del mutismo de Daniela, por supuesto.
—Eva, han pasado cinco meses y la nena no ha pronunciado
palabra.
—Se le pasará, Marga.
—Daniela te necesita.
—Esto —dije levantando los brazos y señalando mi alrededor—,
me necesita.
Me estaba poniendo nerviosa de nuevo.
Marga no tenía la culpa, pero…
Negó con la cabeza, mirándome seriamente.
—¿Más que tu hija?
Me puse de pie, coloqué los brazos en jarras y, haciendo una
mueca, miré hacia otro lado.
Quizá no deberíamos dejar pasar el verano y lo más correcto era
hablar con esa psicóloga.
—Te estás metiendo donde no te llaman —le espeté.
—Andy no querría…
—¡No lo nombres! —exclamé.
Un nudo se posicionó en mi garganta.
Marga me miró con tristeza.
No soportaba que nadie me lo nombrara, incluso cuando
Montaña lo hacía, me molestaba.
Pensaba en él cada día, a todas horas, pero no toleraba que
nadie me lo recordase. Ni siquiera que pronunciara su nombre.
Qué irónico, ¿verdad? Pero así era como lo sentía.
—Tranquila.
—No puedo tranquilizarme —le dije en un sollozo, limpiando una
lágrima traicionera de mi mejilla.
Me senté de nuevo en la cama y me acodé en mis propias
rodillas.
Marga y Montaña compartieron una mirada.
—Estás muy cansada —me dijo ella acercándose.
—Ya lo sé.
—Daniela te necesita, Eva.
—Ya hemos tenido esta conversación —contesté entre hipidos.
Marga suspiró.
—Has perdido a Andy. Ambas lo habéis perdido, pero no
permitas que os perdáis también la una a la otra.
La miré entonces, observando su pelo rizado. Tenía toda la razón
del mundo.
Aun así, yo…
No podía.
Asentí con la cabeza, tampoco sabía muy bien qué contestar a
eso.
—Debes tranquilizarte, así no consigues nada.
—Gabriel me ha preguntado si le pasaba algo a la niña y
después he visto el collage que ha hecho y…
—¿Y qué? —preguntó Montaña.
—Había un ataúd —susurré.
Montaña apretó los labios.
—Y una motocicleta de color blanco.
Sus ojos se humedecieron.
—Sabemos el problema que hay, Eva, eso está claro. Pero
ahora debemos buscar soluciones —dijo Marga.
—¿Qué propones?
—Llama a esa psicóloga, Eva. O buscamos una por esta zona y
que la atienda este verano, seguro que puede venir ella o ir nosotras
sin privar a Dani del verano en la casa.
Fue Montaña la que respondió.
Tragué saliva.
—Y llama a otra para ti —añadió Marga, entendiendo que la
psicóloga de la que hablábamos era para la niña.
—Yo no…
—Tú, sí. No pasa nada por pedir ayuda. No te hace más débil. Al
contrario, te hace muy valiente.
Marga sacó una botellita de licor de hierbas de dentro de su
vestido.
Esa mujer siempre me sorprendía.
—Toma un traguito de esto. Es más, Montaña y yo también
beberemos. Que las penas en compañía siempre son menos.
Pero yo no quería seguir siendo valiente, ni tampoco pegar un
lingotazo, yo lo único que quería era que Andy volviera a abrazarme.
19
Un lugar cualquiera de Madrid, año 2003

Moi venía del claro ejemplo de una familia desestructurada.


Padre en la cárcel, madre drogadicta y un caos de vida.
Era el mayor de sus hermanos y a los once años sus huesos
dieron en el centro de menores en el que conoció a Gabriel y
Raissa.
Pero Moi tenía mucha calle, mucha vida fuera de aquellas cuatro
paredes.
Gabriel no era Moi, ni Moi Gabriel, pero para Raissa, fue la razón
de que su corazón se dividiera en dos.
Elías y Luisito, por ser el nuevo, y como siempre hacían,
intentaron tentarlo, pero Moi no se andaba con tonterías.
—¿Te crees que me importa que seas mayor que yo? —le
espetó el chico nuevo a los pocos días de haber llegado, cuando
Elías le dio un calbote.
Gabriel y Raissa compartieron una mirada.
—Uy, qué valiente te crees —se burló Luisito.
—Deberías dejarlos, no merece la pena —le dijo Raissa
acercándose a él.
Fue el primer contacto entre los dos.
—Raissa tiene razón —añadió Gabriel.
Moi los miró a uno y a otro.
—Te amonestarán y acabas de llegar, no te busques problemas
—le aconsejó Gabriel.
Moi dio un puñetazo a la valla del patio, haciendo que Luisito y
Elías se sobresaltaran.
Lo hizo por no dárselo en toda la cara al feo de Luisito.
Estaba rabioso. Rabioso por estar ahí dentro, por tener que
hacer caso a lo que los trabajadores sociales y los monitores le
decían, por haberlo separado de su madre.
Por lo menos, sus hermanos estaban en el mismo lugar y podía
verlos.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Raissa.
—Déjame —le contestó Moi de malas maneras.
Ella arqueó una ceja y miró a Gabriel.
—¿Sí? Pues adiós, solo queríamos ser amables contigo. Estás
solo.
Raissa se alejó de él y Gabriel la siguió, mirando de tanto en
tanto hacia atrás, observando al pobre Moi, que se había quedado
apoyado en la valla.

Días más tarde, Raissa lo pilló llorando en su habitación.


Pasaba por allí y la curiosidad al saber que era el cuarto de Moi,
le pudo.
Asomó un tanto la cabeza por el marco de la puerta y lo encontró
sollozando con la cara enterrada en sus manos.
Le había parecido un chulito y un tonto aquel día, pero entendía
por lo que estaba pasando y no dudó en brindarle compañía.
Dio un par de golpecitos suaves en la puerta y Moi levantó la
cabeza.
Su cara estaba mojada por las lágrimas y tenía los ojos rojos.
—¿Puedo entrar?
—¿Qué haces aquí?
—Si vuelves a ser imbécil, me largo.
Moi suspiró.
—¿No vienes con tu amigo?
—¿Con Gabriel? —Raissa negó con la cabeza—. Está fuera,
jugando al fútbol.
Raissa entró y se sentó en la cama de Moi.
—No deberías estar aquí.
—¿Por qué?
—Porque estaba aquí solo.
—Ah, pues entonces me voy.
Moi bufó hastiado.
—No, espera.
Raissa se giró sonriendo.
Moi tenía el pelo oscuro, como Gabriel, pero sus ojos eran
distintos y también los rasgos de su cara.
A Raissa le parecía guapo, le gustaba la cicatriz que adornaba
su ceja derecha.
El chico suspiró y dijo:
—Lo siento por lo del otro día. ¿Contenta?
—Mucho —dijo ella sonriendo—. Me voy. ¿Vienes?
—¿Dónde?
—A jugar al fútbol con Gaby.
—¿Juegas al fútbol?
—Claro, me enseñó él.
—¿En serio?
Raissa asintió con la cabeza.
—¿Y eres buena?
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué más da? Me lo paso bien.
Después sonrió y contagió a Moi.
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz?
Moi se tocó la ceja y pasó los dedos por la marca que tenía en la
piel.
—¿Esta? Se me cayó una lámpara en la cabeza.
Raissa abrió mucho los ojos.
—¿Qué dices?
—Sí —Moi sonrió y Raissa sintió algo raro en el estómago.
—Te queda bien.
—Gracias, yo también lo pienso.
Aquello fue el comienzo de una bonita amistad y… algo más.
Los tres amigos se hicieron fuertes juntos. Se tenían los unos a
los otros allí dentro y en poco tiempo fueron inseparables.
Moi se alegraba de no estar solo en aquel lugar, Gabriel de
poder relacionarse con otro chico que no intentara pegarle, y Raissa
de tener un segundo amigo.
Las relaciones allí dentro se magnificaban, los sentimientos y las
sensaciones siempre estaban a flor de piel, y todo se vivía con
mucha intensidad. Era como estar dentro de un reality de
convivencia.
Y lo descubrieron, cuando tiempo después, uno de ellos tuvo que
marcharse del centro.
20
Otro lugar de la ciudad de Madrid, año 2007

Andy y Eva no se equivocaron al hablar con Montaña, la mujer


de su padre, para que intentase convencer a este de que
sucumbiera a sus peticiones.
No obstante, pasaron dos años para que Montaña y su padre
pudieran hacerse cargo económicamente de lo que los niños
deseaban.
La mujer había estado con ellos desde que tenían uso de razón,
y, aunque su padre se había encargado de mantener viva la
memoria de su madre, la querían como si de ella se tratase, ya que
siempre había ejercido como tal.
Antón, el padre de los niños, les había hablado de su madre
desde muy pequeños, siempre con palabras de amor.
Les había contado cómo era y todas las cosas que le gustaban.
Incluso sus manías, esas que a veces detestaba y que, aunque en
algunos momentos echó de más, acabó echando de menos.
Andy y Eva conocían a su madre como si de verdad hubieran
podido pasar tiempo con ella.
Antón les había enseñado a amarla incluso sin conocerla, y
estaba muy orgulloso de esa hazaña.
Pero la realidad es que Montaña, sin caérsele los anillos, había
ejercido como una madre para los pequeños.
¿Cómo no iba a concederles aquel deseo?
Si bien, no todo estaba en su mano, Antón tenía prácticamente el
papel principal, por lo que aquel año lo había convencido de que
tuvieran como regalo de Navidad aquello que habían pedido.
Así que el veinticinco de diciembre, a Andy casi le temblaron las
manos cuando al levantarse vio aquel enorme regalo envuelto a
malas penas junto al árbol del salón.
—Como sea lo que creo que es, me da algo —dijo súper
ilusionado.
Eva frunció un poco el ceño al mirar a su hermano cuando dijo
aquello.
Estaba un poco desalentada, ella tenía un par de regalos muy
pequeños, e intuía que uno de ellos era una caja de zapatos.
No le parecía justo.
—El tuyo por lo menos es grande, los míos son diminutos. ¿Solo
eso? —se quejó haciendo un mohín, pero Andy ya no podía
escuchar a nadie ni prestar atención a nada más que no fuera aquel
regalo que esperaba ser abierto.
Montaña dio un par de palmaditas cariñosas en la espalda de
Eva al tiempo que suspiraba con una sonrisa.
—No deberías subestimar a Papá Noel, señorita.
Eva la miró, sus cejas arqueadas.
—Montaña, te recuerdo que Papá Noel, sois vosotros. O sea, los
padres.
—Eso no es verdad —dijo este, pero una sonrisa nerviosa se le
escapó de los labios.
La mujer parpadeó varias veces y miró a Antón.
¿A quién pretendía engañar? Sus niños ya estaban dejando de
serlo.
—Bueno, veamos el regalo de Andy.
El niño estaba terminado de quitar el papel de regalo, pero ya se
podía ver la rueda delantera y el manillar de una Pit Bike de color
azul eléctrico con los detalles en blanco.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó nervioso—. ¡Estoy flipando!
Corriendo, aunque sus nerviosas manos no daban para más,
terminó de romper el papel y dejó a la vista el majestuoso vehículo.
—¡Papá! —gritó eufórico—. ¡Es la Pit Bike!
Montaña y Antón rieron felices, pero Eva arrugó los labios.
—Será…
—Shhh —le dijo Montaña—. Abre los tuyos.
Eva se acercó al árbol con los pies enfundados en unos
calcetines rojos, y cogió sus dos regalos.
Ignoró a Andy por completo, quien seguía mostrando lo contento
que estaba.
Abrió el primero, el cual se trataba de un espejo pequeño y
redondo que tenía un soporte para sostenerlo.
Era plateado, y en realidad le pareció bonito.
—¿Te gusta?
—Sí, está bien —contestó, aunque no sabía dónde iba a ponerlo.
¿Quizá en su mesita de noche?
Si tuviera una habitación para ella sola, con tocador incluido,
como tanto quería, aquel sería el sitio ideal.
Suspiró.
—Ahora, abre el otro —le pidió Antón.
Eva desembaló el segundo regalo y los ojos le hicieron chiribitas.
Se trataba de un maletín de maquillaje.
Los colores eran tenues, nada escandalosos. Tonos pastel muy
claritos con sombras de ojos y labiales.
Algo así como un primer maletín de maquillaje que no resultase
ostentoso.
Aquello le gustó bastante más.
—¡Tiene como veinte colores de labios! —exclamó un poco más
contenta.
—Este te ha gustado más —acertó Montaña.
Eva sonrió.
—Gracias —dijo.
—Ah, pero todavía no hemos terminado.
—¿Tiene más? —preguntó Andy. Llevaba en las manos el casco
a juego con la Pit Bike que había sobre el sillín.
—Tú a lo tuyo —le dijo Eva sacándole la lengua.
Andy le hizo un poco de burla, pero estaba tan contento con su
nueva moto, que en realidad le daban bastante igual los regalos de
Eva.
Antón y Montaña le vendaron a Eva los ojos.
La niña no entendía de qué iba todo aquello, pero tenía una
sospecha.
Desde un tiempo a esta parte, la habitación de los trastos, que
era como llamaban al cuarto de la casa en el que no dormía nadie,
siempre estaba cerrada y no les dejaban entrar.
Incluso Antón había puesto un candado por fuera.
Habían preguntado un par de veces acerca de aquello, pero
tanto Montaña como su padre habían evadido la pregunta.
Eva fue guiada hasta allí con las manos de Montaña sobre sus
hombros.
Andy, que no soltaba el casco en ningún momento, los siguió
curioso.
—Ya no queda nada —la avisó Antón.
—Creo que me voy a desmayar —exageró Eva, sacando una
sonrisa a Montaña.
Antón abrió una puerta, Eva lo supo porque escuchó el crujir del
canto de madera.
—¿Preparada? ¿Lista? ¡Ya puedes ver!
Cuando Eva abrió los ojos, descubrió que aquella nueva
habitación era más de lo que había imaginado.
En tonos rosas y violetas, con las paredes decoradas con papel
de flores.
Un escritorio para estudiar y un pequeño tocador en el que
podría poner el espejo y el maletín.
Una colcha en rosa palo y un par de cojines en blanco sobre ella.
¡Era una pasada!
—¡La habitación, la habitación, la habitación!
Eva entró corriendo y dio una vuelta sobre sí misma antes de
dejarse caer de espaldas sobre el colchón.
—¡Me encanta, Montaña! ¡Gracias, papá! ¡Sois los mejores!
Montaña y Antón solo querían la felicidad de aquellos niños.
Además, habían sacado buenas notas, se lo merecían.
—La casa de la playa podrá esperar —susurró Antón en el oído
de Montaña.
—Pienso invitar a Palo mañana mismo —dijo Eva—. Y nos
maquillaremos y hablaremos de secretos y todo eso.
Montaña rio.
—Claro, cielo.
—Papá, ¿estrenamos la Pit Bike o no?
Antón suspiró, sonriendo.
Tenía unos hijos estupendos.
21
Gabriel
Traté de abordar a Eva durante los siguientes días para pedirle
disculpas, pero la chica estaba más ausente de lo habitual.
La última vez que había hablado con ella me decidí a ir a su
habitación, pero supe que estaba con Montaña y Margarita en el
interior.
Lo admito, pegué un poco el oído a la puerta, y escuché parte de
la conversación.
Hablaban de la niña, algo le ocurría.
Y también salió a colación ese nombre que no era la primera vez
que escuchaba, ya que Margarita había hablado de él con la otra
dueña de la casa.
Andy.
No sabía quién demonios era Andy, pero sin estar presente en
aquel lugar, parecía ser alguien muy importante, sobre todo para
Eva.
¿El padre de la niña, quizá?
Eva no impartió las clases de arte terapia que tenía programadas
esa semana.
Ahí había algo que no me cuadraba. ¿Tanto le había afectado mi
pregunta?
La otra mujer estuvo a punto de encargarse de aquellas clases,
pero finalmente no lo hizo y no ofrecieron el servicio, por lo que
durante el resto de la semana me entretuve en la playa, en las
clases de yoga, leyendo algún libro y quitando las ramitas a mi
bonsái en la clase de jardinería.
Colgué un par de veces a mi padre e intenté ponerme en
contacto con Raquel, pero lo cierto es que no tuve éxito.
En parte entendía que no quisiera hablar conmigo.
Sinceramente, a veces no sabía ni lo que estaba haciendo. Si
realmente se me estaba yendo la cabeza, si era factible conseguir
aquella última venta y terminar con mi padre, o, por el contrario,
había sido una ilusión que jamás podría cumplir y me quedaría para
siempre bajo su yugo.
Pero nada estaba saliendo como yo había esperado.
Nada era como me había imaginado que sería, ni siquiera Eva.
Físicamente cumplía todas mis expectativas. Me parecía
guapísima y su cuerpo era espectacular, pero su interior estaba
quebrado, y no sabía por qué.
Me parecía, de algún modo, inaccesible.
No sé exactamente qué esperaba cuando emprendí mi camino a
Moraira, y me sentí idiota por pensar eso, pero era cierto.
¿Qué esperaba? Una chica soltera, sin ningún tipo de
compromiso, espectacular por dentro y por fuera y que cayera a mis
pies loquita por mis huesos, dándome así las llaves de la casa, una
vez hubiera conseguido vender.
Claro.
Eso hubiera sido lo ideal.
Pero mientras en nuestra cabeza todo lo que imaginamos es
muy bonito, la realidad es otra.
Mi estado de nervios había mejorado, eso ya lo he dicho, pero
me encontraba un poco perdido, no sabía muy bien por dónde tirar.
¿Qué hacía? ¿Actuaba como un huésped más? ¿Me olvidaba de
la venta? ¿Seguía adelante con el plan?
La situación comenzaba a ponerme nervioso, y toda la seguridad
con la que había llegado a allí se estaba esfumando al comprobar
que mi padre se equivocaba: ser un cañón de tío no lo compra todo.
A la vista estaba, pues Eva pasaba de mí como de comer
mierda.
O, a lo mejor, no, pero lo que me tenía con la mosca detrás de la
oreja, es que las mujeres solían hacerme más caso que ella.
Pero había algo detrás de su coraza, estaba seguro.
Esa chica tenía problemas, y me sentía idiota por estar
pensando que se derretiría por mis huesos nada más cruzar el
portón del jardín.
La noche del domingo al lunes fue de perros. No conseguí dormir
más de dos horas seguidas, por lo que lo hice a saltos.
La falta de sueño me alteraba los nervios, así que cerca de las
cinco de la mañana del once de julio comencé a notar la presión en
el pecho.
Decidí darle una oportunidad a las pastillas de hierbas naturales
que había traído en la maleta, y que había guardado en el primer
cajón de la mesita de noche cuando llegué allí.
Metí una en mi boca y me la tragué con la ayuda de un poco de
agua.
No obstante, no volví a acostarme y caminé descalzo hasta la
ventana, que permanecía abierta para no pasar calor por la noche.
Observé el cielo, había algunas estrellas y la brisa nocturna era
agradable.
Respiré profundo, intentando relajarme un poco. Tenía muchas
cosas en la cabeza y la mitad las tenía que dejar ir.
Cerré los ojos y cogí aire de nuevo.
Casi podía oler la brisa del mar como si estuviera en la misma
playa.
La casa de huéspedes estaba tan cerca, que el sonido del mar
cuando estaba furioso, podía acompañarte por las noches.
Me encantaba aquel lugar.
No había multitud de gente andando rápido por ningún sitio, ni
estrés, ni ruido ni contaminación.
La gente amanecía, hacía sus cosas, pero a un ritmo lento
porque no había prisa.
Ojalá pudiera vivir así.
Ojalá lo hubiera hecho estos últimos años.
Recordé entonces mis años en el centro de menores, donde me
llevaron cuando me separaron de mis padres.
Allí tampoco vivía deprisa.
Allí, de algún modo, fui feliz, pero no lo supe hasta años más
tarde, cuando salí.
Tenía a Raissa y más tarde a Moi, aunque todo se complicara
después.
Me acostumbré a esa vida y Germán de Haro me hizo creer que
la suya era mejor.
¿Mejor para quién?
Porque mis primeros cuadros de ansiedad vinieron cuando
empecé a estudiar una carrera que no quería en la universidad,
cuando tuve un puesto en la empresa, y, posteriormente, cuando me
confesó que me estaba «adiestrando» para quedarme en el poder
en un futuro.
Divagué tanto mirando por aquella ventana sentado en el alféizar
recordando tantas cosas, que cuando quise darme cuenta, la
presión en el pecho se había marchado y las primeras luces del alba
me sorprendieron.
Bajé del alféizar y me quité los pantalones del pijama.
No llevaba camiseta, por lo que me puse directamente una de
color azul claro que cogí del armario donde guardé todas mis cosas.
Después busqué mi bañador de color blanco y calcé mis pies
con unas chanclas de goma.
Lavé mi cara con agua fría y me cepillé los dientes.
Sabía de sobra que hasta las ocho no había servicio de
desayuno, pero tampoco tenía hambre, solo quería ir hasta la playa.
La casa de huéspedes estaba totalmente en silencio. Todas las
personas que se alojaban allí estaban durmiendo, incluidas las
dueñas, por eso no pensé que la sombra que vi salir por la puerta
fuera ella.
Se movía rápido y ágil, ¿era un ladrón?
Mi mente ansiosa siempre se ponía en lo peor.
No obstante, los perros no habían ladrado ni una sola vez.
¿Era alguien conocido?
¿El tal Andy?
Cuadré los hombros y me puse en alerta cuando cerré la puerta
principal a mis espaldas.
Una vez me vi en el exterior, achiné un tanto los ojos para ver
con claridad.
Todavía había demasiada oscuridad.
El amanecer era un poco frío, pero nada que no pudiera
solucionar una caminata hasta la playa.
Todavía se escuchaban algunos grillos y seguí a la sombra que
había salido de la casa.
Llevaba un pantalón de chándal largo y fino, zapatillas de
deporte y una chaqueta con capucha que le tapaba la cabeza.
Sin pensarlo, aceleré el paso y toqué uno de sus hombros con
brusquedad.
La persona se giró en un movimiento rápido y asustado y me dio
una patada en todas mis partes bajas.
No lo esperaba, he de admitirlo. ¿Practicaba defensa personal?
El golpe había sido rápido y certero.
Se me cortó la respiración y encorvé mi cuerpo hacia delante, sin
poder evitar llevarme las manos al paquete y hacer una mueca de
dolor.
Una arcada subió por mi garganta, pero la mitigué.
No pude ver cómo Eva se llevaba las manos a su boca,
sorprendida y asustada a partes iguales.
—Ay, Dios…
Dio vueltas sobre sí misma, con una mano sobre la cabeza,
todavía protegida por la capucha.
—Ay, Dios…
Paseaba de aquí a allá de forma nerviosa.
—Deja de decir eso —le pedí, me estaba crispando los nervios.
—Casi me cago, joder —masculló—. Casi me cago y casi te
rompo las pelotas.
En otro momento me hubiera reído, pero en ese instante solo
podía rezar para que el dolor cesara.
—Dime que no te he dejado sin churra —me suplicó
agachándose a mi altura, pues no podía ponerme recto.
Sus dos ojos verdes me parecieron enormes en ese momento,
tan cerca de mi cara.
Olía a detergente y pasta de dientes.
—Espero que no… pero estoy viendo a Dios en calzones del
dolor que tengo —susurré con la voz ronca.
—¿Estás loco? ¡Podría haberte matado! —exclamó ella.
La miré entonces.
Sí, era ella. Era su voz, su preciosa cara, su pelo rubio bajo la
capucha. Un mechón había escapado del escondite y adornaba su
rostro.
No estaba flipando por el dolor.
—¿De una patada en los huevos? —pregunté.
—¿Sabes que te puedo dejar estéril? —dijo.
«Así acabaría una parte de mis problemas», pensé.
—Estoy seguro de que algunos soldaditos han muerto por tu
ataque.
—Lo siento, de veras. Creía que me iban a secuestrar —dijo
poniendo morritos.
Enarqué una ceja y me incorporé un tanto. El dolor había cesado
un poco.
—¿Dentro de tu casa? Ni siquiera estamos en el exterior de la
finca.
—Pues es verdad. Bueno, ha sido culpa tuya.
—¿Qué dices? —pregunté yo indignado.
—Me has cogido del hombro.
—Creía que eras un ladrón.
—¿Yo? ¿Qué estás diciendo? ¿Cómo voy a robar en mi propia
casa?
—Es que no sabía que eras tú.
—Pues deberías, soy la que te hospeda —dijo cruzándose de
brazos.
Me incorporé, ya me encontraba bastante mejor.
—¿Qué hace una de las dueñas de la casa saliendo a
hurtadillas? —le pregunté, imitándola.
Suspiró entonces y se quitó la capucha.
Su cabello rubio estaba recogido en un moño bajo que ya se
había casi desecho.
—No salgo a hurtadillas, y para tu información, no hay otra
dueña de la casa, solo yo. No quería despertar a nadie. No podía
dormir, suelo salir a esta hora a pasear a la playa.
Me quedé callado. ¿Ella era la única dueña de la casa?
¿Germán no debía conocer ese dato?
—¿Estás bien? —le pregunté.
Ella hizo una mueca, después negó levemente con la cabeza.
—¿Tú tampoco podías dormir? —me preguntó.
Sonreí de forma amarga.
—Hay noches que no. Noté mejoría cuando vine aquí. Estos días
son los más tranquilos para mí después de algunos años, pero esta
noche no he pegado ojo.
—Me alegro de que aquí encuentres paz —sonrió y me deshice
un poco—, es nuestro objetivo.
Sonreí, mirándola a los ojos. Parecía que podía encontrar el mar
en ellos.
Me acerqué un poco sin darme cuenta, pero ella no se apartó.
¿Qué había sido de la coraza de los primeros días?
Eva me imitó.
—¿Cómo no voy a encontrar paz siendo tú quien me hospeda?
Después acaricié con la yema de mi dedo pulgar su barbilla, ahí
estaba parte de mi arte de seducción, aunque he de decir que el
gesto fue sincero.
Algo mágico.
Una chispa que parecía salir de su piel.
El primer rayo de luz cubrió la mitad de su mejilla, y me pareció
más preciosa que nunca.
—Cuéntame eso de que tú eres la única dueña de esta casa.
Eva me miró sorprendida de que quisiera ahondar en ese dato.
Mierda, ¿la había cagado?
22
Eva
Su caricia me dejó fuera de juego, pero mucho más su interés
sobre quién constaba en la escritura de la propiedad como dueño
legítimo.
Ni siquiera sabía qué estaba haciendo allí plantada, ante él,
dejándole entrar en mi cabeza y en mi vida.
Desde que supe que estaba embarazada de Daniela, no quise
tener contacto con ningún chico.
Estuve muy enamorada del padre de la niña, pero cuando supo
lo que había pasado, desapareció y me dejó con un bebé que
todavía no había nacido y con el corazón roto.
Después de algunos rollos esporádicos con compañeros de
trabajo en la compañía de ilustración, como ya he contado, decidí
que no quería tener ninguna relación seria.
Era algo que me exigía tiempo, compromiso y una parte de mi
vida que no podía dar. Mucho menos después de lo que sucedió con
Andy y con el problema que tenía ahora con Daniela.
Pero, Gabriel…
Gabriel, estaba segura, podía ser capaz de agrietar esa
armadura imaginaria que llevaba en el pecho, blindando mi corazón
y haciéndolo inaccesible al amor.
Por eso intenté que fuera más fuerte todavía.
El nuevo huésped olía a peligro desde lejos.
Olía a fuego y miedo al mismo tiempo.
Olía a esos hombres que tienen el poder de volverte loca con tan
solo gesto, una caída de pestañas, un beso cálido en los labios.
Con solo una caricia, había despertado mi sistema, y mi cuerpo
se había puesto alerta tras su contacto.
Pero también apestaba, no sé por qué, a mentira.
Tenía pinta de canalla.
Y, al final, lo acabaría siendo conmigo, solo que yo todavía no lo
sabía.
Un canalla demasiado guapo.
Mucho, porque la cara de Gabriel era para ilustrarla y su cuerpo
para esculpirlo.
Una obra de arte hecha hombre.
Esperaba de veras no haberle hecho daño en su cosita, estaba
segura de que era un empotrador de los que pocos había.
Notaba mariposas en el estómago, un pequeño vuelco que te
avisa de que lo que estás sintiendo es algo fuerte.
Aquello fue lo que sucedió cuando su piel rozó la mía, y de
pronto me sentí desprotegida.
—¿Qué pasa? ¿De pequeño te dijeron que con esa cara
conseguirías todo en la vida y es lo que te crees? —le pregunté.
Rompí el contacto y emprendí mi camino a pasos lentos para
salir de la finca.
Gabriel me siguió.
—¿Tanto se me nota? —preguntó con chulería.
—A kilómetros.
Él asintió con la cabeza, sonriendo.
—Quería pedirte disculpas, ¿sabes?
Le miré, pero no dejé de caminar. Habíamos emprendido el
camino hasta la playa.
—¿Disculpas de por qué exactamente? Porque me acabas de
pedir que te cuente cómo conseguí esta casa, y la pregunta es un
tanto… personal, ¿no crees? —pregunté sin entender.
Andábamos despacio, pero sin pausa.
—Llevo queriendo hacerlo desde la actividad del collage. Y sobre
lo otro, es mera curiosidad porque me encanta tu casa.
—¿Por qué?
Le miré e hizo una mueca.
—Bueno… creo que quizá no estuve demasiado acertado al
preguntarte por tu hija. Me da la sensación de que metí la pata hasta
el fondo.
Suspiré.
Suponía que debía acostumbrarme a que la gente que no
conocía a Daniela me preguntase por ella.
Sobre todo, después de verla repetidas veces.
—No te preocupes. Y no compré la casa, simplemente la heredé
de mi padre, Montaña solo tiene el usufructo. Una larga historia.
—Entiendo… Y no puedo evitar preocuparme, porque tu actitud
durante el resto de la semana ha sido diferente y temo haber sido el
detonante.
—Sí que me tienes controlada —le contesté con una sonrisa.
—Hombre, eres la profesora de las manualidades —dijo.
Solté una pequeña carcajada y a él parecieron brillarle un poco
los ojos.
—¿Manualidades? —pregunté riéndome.
—¿No es eso lo que hicimos el otro día?
—Se llama Collage y pertenece a la rama del arte terapia.
—Manualidades, de toda la vida —dijo él sonriendo.
Maldito.
Qué dientes tan blancos.
Qué labios tan apetecibles.
Un latigazo en mi bajo vientre.
Carraspeé.
—Lo cierto es que he tenido que hacer unas cosas fuera de la
finca y he estado más ausente.
Cosas, por supuesto, que no pretendí contarle en aquel
momento.
Había estado visitando algunos psicólogos. Lo de Andy era algo
que todavía supuraba en mi interior y ya no sabía qué más hacer sin
pedir ayuda a alguien profesional.
Andy era mi hermano gemelo, mi otra mitad, y ahora sentía que
me faltaba una pieza demasiado importante en mi vida, tanto, que,
sin yo haberme dado cuenta, estaba rompiendo todas las demás.
Pronto me decantaría entre dos psicólogas que me habían
gustado bastante.
—Lo sé —admití.
—Ya veo.
—De nuevo, lo siento mucho, no debí ser tan atrevido.
—¿Tú? Já.
—¿Qué pasa?
—Supe que eras atrevido desde que cruzaste la puerta de la
casa.
—¿Por? A propósito, el timbre ya va de lujo.
Me reí.
—Claro, porque nunca le sucedió nada. No debí escucharlo bien.
En la casa estaban gritando en el momento en el que llegaste. En
cuanto a lo otro, lo llevas escrito en la frente —le revelé parándome
y poniendo los brazos en jarras.
¿Habíamos aumentado el ritmo y por eso jadeaba o era Gabriel
quien agotaba el oxígeno a mi alrededor?
Se rio y casi me temblaron las piernas.
—Qué exagerada.
«¿Exagerada? Exagerado el calor que me haces sentir en el…»
—No, ahora en serio, lo siento. No quería meterme donde no me
llaman.
Asentí con la cabeza.
—No importa. Es normal que preguntes.
Él asintió con la cabeza y seguimos caminando en silencio.
Pensé que quizá había sido demasiado dura o que haber
explotado en presencia de todo el mundo había sido una
exageración.
Pero así lo sentí.
Pronto rompió el silencio.
—Yo tenía una amiga, Raissa, que tampoco hablaba cuando la
conocí.
Parpadeé varias veces sorprendida ante aquella confesión.
—¿Qué le pasó?
Tenía una curiosidad muy grande en ese momento, porque lo
cierto es que no había hablado con nadie que tuviera el mismo
problema que Daniela o que conociera a alguien en la misma
situación.
—Mutismo selectivo. Tuvo una vida difícil, muchos problemas…
Estar en el centro no era fácil.
Mutismo selectivo. Exactamente lo mismo que Daniela.
Cerró la boca y apretó los labios.
¿Qué ocurría?
¿Había dicho centro? ¿Qué centro?
Mi cabeza no entendía nada en ese momento.
De pronto, él frenó en seco.
—Perdona, ¿has dicho centro? —pregunté, sin saber por qué,
nerviosa perdida—. ¿Qué centro?
Me sostuvo la mirada durante algunos segundos y después se
dio la vuelta.
—¿Qué haces? —Le seguí.
—Me apetece volver a la casa. Hablamos en otro momento, ¿te
parece?
—Pero…
Gabriel apretó el paso y me quedé ahí plantada, sola, con el sol
naciendo en el cielo.
Por lo visto ambos teníamos cosas dentro que nos costaba
expresar.
23
Un lugar de la ciudad de Madrid, año 2009

Moi fue el primero en salir del centro de menores.


La hermana de su madre había accedido a adquirir su custodia y
la de sus hermanos.
Aquello supuso para Gabriel y Raissa un duro golpe, pues,
aunque estaban deseando que las vidas de los tres mejoraran, le
echarían mucho de menos allí dentro.
Pero Moi no pensaba dejar aquella relación de amistad una vez
saliera, así que los siguientes años los pasaron viéndose en el
instituto, a la salida e incluso visitándolos a través de la verja que
protegía el lugar.
Eran tres, y nada rompería aquel vínculo.
O eso creían.
Que Raissa y Moi se atraían no era ningún secreto para nadie,
pero Moi nunca quiso comprometerse con nadie.
Su vida era complicada incluso fuera del centro, por lo que
pronto se puso a trabajar en lo que iba encontrando y saltaba de
una chica a otra sin miramientos.
—No entiendo por qué sigues detrás de él en ese sentido —le
dijo Gabriel un día, antes del horario de la cena.
Había pasado por la habitación de su amiga para estar un rato
juntos.
Gabriel se había convertido en un adolescente alto, fuerte y con
una cara que doblaba cuellos al pasar.
Raissa, por su parte, era una chica esbelta, con unos rasgos
exóticos espectaculares y un cabello oscuro que quitaba el hipo.
Tenía la piel más bonita que Gabriel había visto nunca.
La quería tanto…
Era su mejor amiga, para lo bueno y para lo malo.
Era la primera chica en la que se había fijado, y ya apenas podía
controlar lo que le hacían sentir sus hormonas dentro del pecho.
De algún modo le molestaba que se fijara tanto en Moi.
¿Qué pasaba con él? Él era quien la cuidaba desde que se
conocían, quien la animaba cuando todo se ponía mal, quien estaba
a su lado para reír y para llorar.
Juntos habían descubierto muchas cosas a pesar de estar allí
dentro.
Raissa frunció el ceño ante las palabras de Gabriel.
—Porque sé que le gusto, es evidente. Y él a mí.
Gabriel puso los ojos en blanco.
No pensaba que tuviera razón.
—¿Le gustas para qué? Moi va de tía en tía. Parece mentira que
no lo conozcas.
Raissa suspiró.
—Yo solo quiero…
—¿Qué?
—Pues… besarlo. Besar a un chico. Saber lo que se siente. No
quiero salir de aquí a los dieciocho y ser una inútil en ese aspecto.
Gabriel arqueó una ceja.
—Y sé que a Moi le gusto, por eso voy detrás de él.
—Le gustas para un rato, Raissa —le dijo Gabriel enfadado.
¿Eso eran celos? ¿Qué le pasaba de pronto? Se sentía…
furioso, estúpido, un tonto por ser tan bueno con Raissa y que ella
no lo viera y se fijara en Moi, quien ambos sabían que era un pieza.
—¿De qué vas? ¡Eso no lo sabes! —exclamó ella afectada.
De algún modo le había molestado muchísimo que Gabriel le
dijera eso.
—¿Sabes qué? Me piro.
—¿Qué? ¡Gabriel!
—Sigue comiéndole el culo, te va a ir genial —le dijo el chico
antes de irse.
«¿Qué ha sido eso?», pensó Raissa confundida con su amigo.
Pasaron varios días con actitud rara el uno con el otro. Distantes,
avergonzados, confundidos.
Moi fue a verlos a través de la valla.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Bien —respondió Gabriel al ver que Raissa miraba hacia otro
lado.
—Voy a ir a una fiesta en casa de un colega. Podríais venir —
dijo Moi.
Raissa y Gabriel se miraron.
—¿Te piensas que vivimos en una casa normal o qué?
¡Despierta! Tú estás fuera y puedes hacer lo que te dé la gana, pero
nosotros tenemos que estar aquí a las ocho de la tarde.
Raissa era así, que contestara mal no significaba que no le
cayeras bien o le pasara algo contigo.
Simplemente era su forma de ser.
Moi encendió un cigarrillo y dio una calada.
—¿Desde cuándo eres una niña buena? —le preguntó a Raissa.
—¿Alguna vez he sido mala? —preguntó la chica con el ceño
fruncido.
—Bueno, callad, nos pueden escuchar —intentó conciliar
Gabriel, aunque le tenía un poco de ojeriza a Moi en esos
momentos tras la conversación que había tenido con Raissa días
atrás —. ¿Dónde es esa fiesta?
Raissa miró a Gabriel con los ojos desorbitados, pero Gabriel
sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Si Raissa quería besar a un chico, era su oportunidad.
Estaba convencido de que estaba ciega, era el momento de que
se quitara la venda con Moi.
—No muy lejos de aquí —contestó el chico.
—¿Te has vuelto loco? —le preguntó Raissa dándole un
golpecito en el brazo.
Gabriel se acercó un poco a su oído y le dijo:
—¿No querías probar experiencias? Esta es tu oportunidad.
Raissa tragó saliva, pero no dijo nada.
—¿Alguna idea de cómo salir? —le preguntó Gabriel a Moi.
Moi sonrió de forma maliciosa.
—Me subestimas de lo contrario.
Esperaron a que el centro estuviese completamente en silencio.
Los demás chicos y chicas estaban durmiendo, al igual que los
monitores que se quedaban con los chavales.
Habían quedado con Moi a las doce en punto en la parte trasera.
Él se encargaría de todo lo demás.
Gabriel y Raissa estaban nerviosos, no sabían en qué lío podían
meterse si los pillaban, pero querían correr el riesgo.
—Estoy muy nerviosa —susurró Raissa en la oscuridad.
Las farolas del exterior a duras penas daban iluminación.
—Es lo que tiene hacer cosas que no se deberían hacer. Pero no
te preocupes, tu príncipe no tardará en venir y correrás todas las
aventuras que quieras.
Gabriel le guiñó un ojo.
—¿Se puede saber qué te pasa? Es tu amigo.
—Sí, pero dejará de serlo en cuanto te haga daño —le dijo
Gabriel con el ceño fruncido—. Y, créeme, te hará daño, Raissa.
—¿Puedes parar? —Raissa apretó los dientes—. No te puedo
soportar cuando te pones así.
—Yo a ti tampoco.
Estaba cabreado y no podía hacer como si nada.
Un coche hizo ráfagas de luz con las largas a lo lejos.
Ahí estaba Moi.
—Ale, me voy a dormir. Que paséis buena noche.
—Y un cuerno, Gabriel, tú te vienes conmigo.
Raissa lo cogió del brazo de manera brusca y Gabriel posó los
ojos sobre la mano de su amiga.
Se había puesto un anillo plateado en uno de los dedos.
—¿Yo? No me necesitas para nada —le dijo él zafándose de su
agarre suavemente.
La chica suspiró.
—Deja de hacer el tonto, por favor.
Raissa estaba muy cerca de él y Gabriel miró sus labios.
Se había puesto un poco de cacao y relucían brillantes y
carnosos.
Tragó saliva.
¿Eran normales aquellas ganas de besarla? Le ardía el pecho
solo de pensar en Moi y Raissa compartiendo un beso.
—No entiendo por qué te pones así.
—¿De verdad, Raissa? Pues no es tan difícil.
—Es que no lo entiendo.
—¿No entiendes que si tienes algo con él va a utilizarte? Te
creía más lista.
Estaban tan cerca que se rozaban con el aliento.
—Eso tú no lo sabes —le contestó.
Raissa se quedó en esa posición, retándolo con la mirada, hasta
que las luces del coche los cegaron.
El coche paró en la carretera y Moi se apeó de él.
Llevaba algo que brillaba en las manos, una especie de punta
afilada pequeña.
Aquella parte del recinto no era difícil de abrir, se lo habían
enseñado a Moi cuando salió de allí.
Se juntaba con malas compañías a pesar de haber madurado y
ganar su propio sustento, y esas compañías nada bueno le
aportaban.
Tardó unos cinco minutos en conseguir abrir la puerta lo
suficiente, como para que pudieran entrar y salir.
—Rápido —los apremió.
Gabriel dejó pasar primero a Raissa. En un principio estaba muy
convencido de quedarse en su cama, pero cuando vio la
oportunidad de no dejar sola a su amiga, no le hizo falta pensarlo
demasiado.
Fue el último en salir antes de que Moi volviera a cerrar la
puerta.
Cuando montaron en el coche olía a marihuana. El otro chico
que conducía, Miguel, dio una calada al canuto antes de volver a
meter primera.
Moi se lo quitó de la mano para fumar.
—¿Queréis? —les ofreció a sus amigos.
Ambos negaron con la cabeza.
—¿Estos son tus colegas? ¡Fumad, hombre! Es de buena
calidad.
Volvieron a negar con la cabeza.
—Pues sí que empieza bien la noche —comentó Miguel al
tiempo que conducía, cuando ya se adentraron en un barrio de la
ciudad que no conocían.
—¿Falta mucho para llegar? —preguntó Gabriel algunos minutos
después.
Moi les había dicho que la casa donde estaba aquella fiesta no
quedaba lejos del centro en el que vivían, por lo que le extrañó que
tardasen tanto en aparcar.
—Nada —respondió Moi—, pero antes tenemos que hacer una
parada.
Raissa y Gabriel se miraron, arrepintiéndose de haberse saltado
las reglas.

La Cañada Real: el barrio de Madrid donde más droga se movía.


Chabolas, caravanas, casas cochambrosas. Incluso había
alguna que otra tienda de campaña mojada por la humedad de la
noche.
Moi y su amigo bajaron del coche.
—Quedaos aquí.
Pero ellos no pensaban bajar, aquello no les daba buena espina.
Había mendigos enrollados en mantas sentados en algunos
lugares.
Y hogueras.
Varias hogueras que indicaban exactamente los puntos de venta
de droga.
—Esto no me gusta —susurró Gabriel en el oído de Raissa.
La chica suspiró por lo pesado que estaba su amigo esa noche,
pero también albergaba cierto temor en su interior.
Moi y Miguel se acercaron a una de las hogueras y el primero
intercambió un billete de cincuenta euros por una bolsita.
Los dos chicos no alcanzaron a ver qué era lo que había en su
interior.
—Has hecho bien, te dije que no te fiaría más. El dinero por
delante, chaval.
La voz del hombre que le había dicho aquello a Moi daba
repelús.
—He traído el dinero, ¿no? Entonces cierra la puta boca —le
contestó el chico.
—Cuidadito —le amenazó el hombre acercándose a él
peligrosamente, y dándole después un empujón.
Como en piloto automático, Raissa abrió la puerta del coche y
bajó.
—¡Raissa! —le chistó Gabriel.
Una vez fuera, la muchacha no supo qué hacer. Sin las cuatro
paredes del centro se sentía desprotegida, y más en un lugar como
aquel: desconocido y peligroso.
—Es que la mato… —rezongó Gabriel apeándose del vehículo
para seguirla.
—¡Pero bueno! ¿Quién es esta muchachita tan guapa?
El hombre se acercó a Raissa y ella dio un paso atrás.
—¿Tienes miedo? No lo tengas, cielo. No voy a hacerte nada.
Moi y Miguel apenas reaccionaron ante aquello, estaban
demasiado ocupados mirando el interior de la bolsita que Moi había
conseguido.
—No la toques —dijo Gabriel.
Aunque por dentro estaba nervioso, no pensaba dejar que ese
hombre le hiciera a Raissa cualquier cosa.
Su mirada era sucia, lasciva, y Raissa parecía un pequeño
pajarito indefenso que se había caído del nido.
—¿Y tú quién eres? —preguntó el hombre—. No vengas a tocar
los cojones.
—¡Eh! Ya nos vamos —le dijo Miguel—. Subid al coche.
Gabriel seguía con los ojos puestos en la mirada perdida del
camello.
Solo reaccionó cuando Raissa se puso a su lado y le llegó el
aroma de una colonia que le había regalado una monitora.
—¿Estáis sordos? —preguntó Moi enfadado—. Subid al puto
coche. Ya.
—¿De qué va esto, Moi? —le preguntó Gabriel—. ¿Qué es lo
que has comprado? ¿Qué te ha dado ese? ¿En eso te gastas el
dinero?
—¿Ahora eres mi padre?
—No, soy tu amigo. Tu padre está en la puta cárcel. ¿Ya no te
acuerdas? ¿Quieres acabar como él? —lo retó.
Estaba muy cabreado, los había puesto en peligro, y, además,
les había instado a saltarse las normas del centro.
Moi era un cabeza hueca.
—Retira eso.
—Moi —le avisó Raissa.
—No —contestó Gabriel con firmeza.
—¡No me toques los cojones! No aquí. No debería haberos
traído.
—Eres tú el que nos ha invitado —le recordó Raissa.
El camello observaba la conversación desde su posición.
—Largaos de aquí —le espetó a Miguel—. ¿A qué chusma
habéis traído? Como abráis la boca…
Se acercó a ellos de nuevo y Raissa trastabilló con sus propios
pies.
Gabriel reaccionó cogiéndola del brazo.
—¿Qué parte no has entendido de que no te acerques a ella?
—¿Quieres que te parta la boca, chaval?
—¡Vámonos!
Moi emperchó a Gabriel y lo llevó hasta el coche mediante
empujones.
Gabriel se dejó hacer, quería salir de allí cuanto antes. No
obstante, aquella conversación con Moi todavía no había terminado.
Raissa y Miguel los siguieron, y este último dijo al camello:
—Ya nos vamos. Sigue a lo tuyo.
—Subid al maldito coche de una vez.
Una vez dentro del vehículo, Gabriel se encaró con su amigo.
—No vamos a ir a ningún sitio contigo ni con tu mierda de amigo.
Llevadnos al centro.
—¿Qué? No me rayes, tío, bastante avergonzado me has dejado
ya. ¿Por qué habéis bajado del coche? —contestó Moi enfadado.
Miguel conducía para desandar el camino.
—¡Iba a hacerte daño! —exclamó Raissa.
—No te metas en lo que no te importa —le espetó Moi de malas
formas—. Esto ha sido culpa tuya. ¿Sabes la que puede liarse en un
lugar como ese?
—¡Le podría haber hecho algo a Raissa! Pero, claro, tú estabas
demasiado ocupado con la mierda que has comprado.
Moi suspiró de forma sonora, intentando relajarse ante las
palabras de Gabriel.
—Ha sido culpa suya, que no hubiera bajado del coche.
Raissa centró la mirada a través de la ventanilla. Se sentía una
idiota y estaba muy dolida con la actitud de Moi.
—Eres un imbécil. Para el coche —le pidió Gabriel.
—¿Qué pasa con la fiesta? —preguntó entonces Moi—. ¿No
venís?
—¿Eres gilipollas? ¡Para el coche, joder!
Miguel dio un frenazo y sus cuerpos se echaron hacia delante
por la inercia.
—Aire —dijo entonces—. Y tú, no me vuelvas a liar más con esta
peña.
Gabriel y Raissa bajaron del coche y Moi y su amigo se
marcharon derrapando.
—Tenías razón —susurró Raissa.
—No pienses ahora en eso. Tenemos que buscar la forma de
volver —dijo Gabriel cabreado.
—La forma de volver y la forma de entrar. ¿Te has enfadado
conmigo? —le preguntó Raissa.
Era la primera vez que la veía afectada después de tanto tiempo.
—¿Qué más te da si me he enfadado? Por la forma de entrar no
te preocupes —contestó Gabriel sacando de su bolsillo una punta
pequeña y afilada, parecida a la que Moi había utilizado para abrir la
puerta y enseñándosela a su amiga—. Pero me temo que
tendremos que ir andando hasta allí.
Habían comenzado a caminar sin rumbo fijo.
Hacía frío y sus alientos al hablar se convertían en vaho.
—Me importa —comentó Raissa segundos después, obviando lo
del utensilio que los salvaría de una buena reprimenda, aunque dio
las gracias por ello en su fuero interno.
—Lo dudo.
—Al menos tú has salido del coche.
Gabriel la miró un momento.
—Pues claro que he salido del coche, Raissa.
—Si no hubieras estado…
—¿Ahora te das cuenta?
Raissa se encogió de hombros.
—Supongo que no. Gracias.
—Las gracias a tu príncipe.
Raissa puso los ojos en blanco. Qué cabezón era Gabriel.
Siempre lo había sido.
—Tengo frío —se quejó ella.
—Yo también.
—No deberíamos haber venido.
—Menos mal que te vuelve la sensatez.
—Siempre he sido sensata.
—Con Moi, no.
Raissa bufó.
—¿Por qué te molesta tanto eso?
—¿Necesitas que vuelva a explicártelo? —le preguntó Gabriel
mosqueado.
Raissa paró en seco y Gabriel la imitó al no escuchar sus pasos
detrás de él.
—¿Qué?
—¡Que no te entiendo, joder! Que parece que todo lo que hago
te molesta, que no acierto contigo últimamente.
Gabriel se relajó y tragó saliva.
—Solo quiero… que estés bien.
—Pero es que no puedes protegerme siempre, no puedes
protegerme de todo. Si Moi tenía que hacerme daño, era la única
forma de que yo aprendiese que es un idiota.
—Es que no has elegido a la mejor persona para… para…
—¿Para qué?
—Moi no es bueno, Raissa.
—Otra vez con lo mismo.
—No quiero discutir, estoy cansado y cabreado.
—Pues deja de pagarlo conmigo.
Raissa empezó a andar rápido. Ahora era ella la que se había
enfadado con Gabriel.
No entendía aquel numerito de niño pequeño.
—Raissa, espera…
—¿Qué quieres ahora? Vamos, tenemos mucho camino que
andar y no tengo ni puta idea de dónde estamos.
—Lo siento. Quizá haya sido un tonto yo también.
—¿Qué te pasa con él? —Raissa le preguntó de forma dulce,
paciente. Ya no sabía qué conducta utilizar para tratar ese tema—.
¡Solo quería liarme con él! ¡Echar un polvo, yo qué sé! No quiero ser
virgen hasta los cuarenta.
—Calla…
—No, es que…
Pero Gabriel no soportaba que siguiera hablando, aquella
verborrea lo quemaba. Así que hizo lo que el impulso que recorrió
su espina dorsal le pidió.
La cogió de un brazo, la atrajo hacia él y la besó.
Caliente.
Húmedo.
Los labios de ambos se entrelazaron de forma suave en aquella
calle oscura que no tenían ni idea de cómo se llamaba.
El fuego dentro del pecho.
Raissa se había equivocado.
No era Moi el chico indicado para aquellas primeras veces, sus
primeras veces, sino Gabriel, su mejor amigo, pero no se había
dado cuenta hasta que probó el sabor de su boca.
24
Gabriel
Había hablado demasiado.
Y actuado como un imbécil, eso también.
El paseo me había servido para algunas cosas, pero me había
perjudicado en otras.
¿Qué mierda me pasaba con Eva?
¡No podía controlarme cuando estaba delante de ella!
Quería besarla, follarla en cualquier lugar de aquella casa de
ensueño.
Había descubierto que me invitaba, sin yo apenas darme cuenta,
a abrirme emocionalmente a ella y contarle cosas.
No debería haber nombrado a Raissa, ni tampoco su mutismo.
Pero, de algún modo, quería ayudarla con Daniela.
¿Por qué no hablaba aquella niña?
Me había acercado a ella un par de veces para saludarla y hacer
el intento de hacerme el gracioso. Pero la niña solamente me
sonreía.
Había dejado a Eva plantada durante el paseo, pero me había
puesto tan nervioso al darme cuenta de que había hablado del
centro, que necesité con urgencia alejarme de allí.
Tenía el físico perfecto para conseguir todo aquello que quisiera,
eso es lo que me había enseñado mi padre, pero mi cabeza estaba
rota, mis nervios crispados y mi sistema intoxicado de cortisol.
Cuando llegué a la casa me senté sobre la cama, eran cerca de
las siete de la mañana, pero necesitaba hacer algo o el monstruo
que sentía por dentro terminaría devorándome.
No obstante, no quería salir al exterior.
Flexiones.
Sería lo mejor.
Una.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Así llegué a unas cincuenta más o menos, pensando que quizá
el mejor plan sería salir corriendo hasta que todo se arreglase, como
en una de las canciones de Leiva.
Pero sabía que no podía hacer eso.
No podía huir de Germán, no todavía.
No podía huir de Raquel sin darle ninguna explicación, aunque
no me cogiera el teléfono.
Y tampoco podía huir de mí ni de lo que era. De eso sí que no
podía librarme.
Cuando terminé las flexiones estaba sudando y hambriento, así
que decidí darme una ducha.
El agua estaba tibia y mojó todo mi cuerpo, limpiándolo de sudor
y malos pensamientos.
Me enjaboné y dejé que el agua cayera sobre mi cabeza.
Pasé mi mano por el abdomen quitando los restos de espuma
del gel.
Mi sexo dio un pequeño espasmo.
Estaba sensible, mucho.
El tanga negro de Eva vino a mi mente.
Se me puso dura sin que yo lo pudiera evitar.
Tragué saliva pensando en sus ojos verdes, en sus labios
mullidos y perfectos, en su rubio y largo cabello.
Bajé la mano y me acaricié.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. El agua tibia
mojando mi pelo desde arriba, mi boca entreabierta y mi mente
imaginando cómo sería la sensación si mis manos fueran las de Eva
en ese momento.
Cómo sería sentir sus labios rodeando mi polla, que estaba tan
dura como el tronco de una lechuga.
Cómo sería que me dejara entrar en ella y escucharla gemir…
No tardé demasiado en correrme, y fue la primera vez en un año
que lo hacía porque quería y no por obligación.
Estaba perdido.
Y jodido.
Tenía que hablar con Raquel cuanto antes.

Cuando salí de la ducha, bastante más relajado, por cierto, a


pesar de que tenía una cosa pendiente por hacer un tanto delicada,
me di cuenta de que no tenía toalla con la que secarme.
Solamente la del lavabo.
—No me lo puedo creer… —mascullé en voz alta.
Me podía servir, pero seguía siendo demasiado pequeña, por lo
que me la até a la cintura como pude.
Con el pelo mojado y descalzo, fui en busca del cuartito de
lavandería que había en esa segunda planta.
Montaña me dijo cuando llegué que ahí había ropa de cama y
toallas limpias, aunque normalmente tanto ella como Eva, se
encargaban de limpiar las habitaciones y adecentarlas todos los
días.
La noche anterior llevé la toalla grande a lavar y se me olvidó
coger una limpia.
Abrí la puerta de la habitación y miré a ambos lados del pasillo.
No estaba mostrando nada indecoroso, pero realmente aquella
toalla era pequeña.
Gotitas de agua mojaron el suelo cuando caminé hacia aquel
pequeño cuarto de colada limpia.
Sujetaba con una de mis manos la mini toalla, con la otra
pretendía abrir la puerta, coger la prenda y pirarme.
—¿Gabriel?
Mi cuerpo se tensó en un segundo, di un respingo sobre mí
mismo y, de la inercia, mi mano izquierda soltó la toalla cayendo
esta al suelo.
Eva me había dado un susto de muerte, lo juro.
El corazón me latía a mil y todavía quedaba la molestia del
pellizco estomacal que había sentido.
—¿No puedes hablar normal? —le pregunté conteniéndome, al
tiempo que me daba la vuelta.
Estaba tan pendiente de la somatización de mis nervios que no
pensé que estaba desnudo.
Levanté las manos al aire para gesticular en un movimiento
involuntario.
—Casi me da un infarto.
Eva no estaba sola.
Patty y Selma, como había bautizado a Montaña y Marga, en
honor a las dos hermanas gemelas de Los Simpson, estaban con
ella.
Las tres me miraban con los ojos muy abiertos.
—Y a mí —me contestó Marga. Pero no me miraba la cara, tenía
la vista puesta en otro sitio.
—Hostia… —susurró Montaña.
Eva estaba roja como un tomate, jamás había visto una cara tan
roja.
—¿Qué haces desnudo, maldito pervertido? ¡Que mi hija te
puede ver! —exclamó lanzándose hacia mí. Cogió la toalla de forma
rápida y la puso sobre mi sexo hecho un gurruño.
—¡No tenía con qué secarme! —exclamé indignado.
Estaba avergonzado, pero necesitaba la toalla.
—No te seques. Qué piel tan morena… —comentó Marga,
llevándose las manos al pecho.
—Que no me cuentes rollos —dijo Eva.
—No, que los cuente, que los cuente, que así se queda más
rato… ¡Pero no lo tapes, hombre! ¡Con el calor que hace! —Marga
estaba completamente en su salsa.
Se abanicaba con la mano al tiempo que resoplaba.
—¿Eso es de verdad? —susurró entonces Montaña.
—No me quiero imaginar cuando esté ahí… ya sabes.
Eva cerró los ojos con fuerza e hizo aspavientos con los brazos.
Entonces se dio la vuelta y se encaró con ellas señalándolas con
el dedo.
Parecía enfadada.
—¡Fuera las dos! ¡Fuera! ¡Enfermas! Es un huésped, por el amor
de Dios, que tenga que ser yo aquí la que más cabeza tenga…
Reprimí una carcajada.
Marga y Montaña se marcharon riéndose.
Después, Eva volvió a mirarme.
—¿Te hace gracia? ¿Eh?
—No, no.
—Tápate.
—¿No te gusta lo que ves?
Se quedó callada, apretando los labios. Incluso me pareció
observar cómo sus mejillas se encendían de nuevo.
—Eso no es asunto tuyo —dijo tratando de huir de mí.
—Yo creo que sí. He visto cómo me has mirado —le dije
cogiéndola del brazo y acercándome a ella. Me di cuenta entonces
de que tenía el pelo mojado y que olía a sal—. ¿Te has bañado en el
mar?
—Tengo ojos en la cara, ¿cómo quieres que no te mire?
Sonreí sin soltarla.
—Cierto.
—Me has dejado tirada y te has largado. Eres muy maleducado.
—¿Sí? ¿Y qué más?
Cerca.
Tanto que podría lamer sus labios salados.
Sonreí.
—Y un pervertido —dijo contundente.
—Uuuh —me mordí el labio—, cuántas cosas. ¿No será
demasiado?
—Nunca es demasiado para alguien como tú.
Arqueé una ceja.
—¿Alguien como yo?
Eva asintió con la cabeza.
—¿Y cómo soy yo?
—No lo sé, pero me gustaría saberlo. Tú preguntas mucho, pero
cuentas poco. Eso no me gusta. Si vamos a ser amigos…
—¿Amigos? —pregunté riéndome.
Estaba funcionando. Mis poderes de seducción, mi magnetismo
con las mujeres había vuelto. Solo necesitaba ser yo.
Y hacerme una paja por placer y no para fecundar a nadie, lo
admito.
—No sé para qué me esfuerzo…—dijo zafándose de mi agarre
para marcharse.
Me toqué la nuca, riéndome.
—¿Sabes que estás preciosa con el pelo así y las mejillas rojas?
—Vete a la mierda —contestó de mal humor.
Solté una carcajada y me metí dentro de la habitación.
Había terminado el momento picante. El ambiente se había
caldeado, pero el frío de su corazón lo había congelado todo
haciendo desaparecer cualquier resquicio de acercamiento.
La llamada a Raquel no podía esperar, aun así, todavía no
lograba entender la coraza de Eva.
Otra mujer, en las mismas circunstancias, con mi mismo
comportamiento hacia ella, hubiera caído a mis pies.
Ya lo había comprobado ocasiones atrás, porque mi padre sí
tenía razón en algo, y es que, me gustase más o me gustase
menos, servía como trozo de carne para el género femenino.
¿Por qué Eva era tan resistente?
Me había percatado de aquella tensión sexual, pero no sucedía
nada y el tiempo pasaba.
Necesitaba esa venta y la situación era desesperante.
Había intentado seducirla con esos encantos de los que Germán
de Haro tanto se jactaba, pero, visto lo visto, ella no era como las
demás y tenía una fachada dura como una roca.
¿Alguna mala experiencia con los hombres, quizá?
Necesitaba ayuda porque, aunque las apariencias dijeran lo
contrario, nunca había sido un gran ligón y siempre había adoptado
un papel para ganar ventas que beneficiasen a la empresa.
No obstante, conocía a la persona perfecta para que me diera
unas lecciones con las que convertirme en un canalla.
Un canalla encantador.
25
Gabriel
Marqué su número de teléfono esperando que no lo hubiera
cambiado. Hacía algunos años que no sabía nada de él, ni a qué se
dedicaba, o si seguía metido en cosas raras. Igual no era buena
idea, y, además, sonaría interesado pedirle ayuda, pero no tenía
otra alternativa porque era el mejor en ese campo, por lo menos en
aquella época.
Un tono.
Dos.
Tres.
Cuando estaba a punto de colgar, el pitido dejó de sonar.
—¿Diga?
—¿Moi?
—¿Gabriel? —Suspiré aliviado de que aún recordara mi voz.
—El mismo.
—¿Qué dices, tío? Eres la última persona que esperaba que me
llamase. ¿Cómo te va por Dinerolandia?
—Lo sé, lo tenía en cuenta. Y no me va tan bien como crees.
—¿Te estás muriendo o algo?
Hice una mueca.
—Más o menos —contesté pensando en los problemas que
tenía con los nervios, pero eso a él no le incumbía.
—¿Cómo que más o menos? Hace tiempo que me dejaste
tirado, pero no soy un desalmado.
—Nada, cosas mías. ¿Por dónde andas? ¿Sigues en Madrid?
—No precisamente. ¿Por?
—Tengo que pedirte un favor —dije casi susurrando,
esperanzado de no tener que desplazarme muy lejos para llevar a
cabo mi plan.
Aun así, ¿estaba dispuesto a viajar a la Conchinchina para
intentarlo?
La respuesta era un sí. Era el precio a mi libertad.
Me daba una vergüenza terrible hacer aquello, pero sería de los
últimos sacrificios antes de que mi vida mejorara.
—Acabáramos. Por el interés te quiero, Andrés. Creía que yo era
chusma con la que no querías tener ningún tipo de contacto. Eso es
lo que me dijiste.
—Lo sé, y lo siento —admití—. Pero eres la única persona que
conozco a la que puedo pedirle esto. ¿Te parece si lo hablamos
mejor en persona?
—Depende de dónde te encuentres tú. Si estás en Madrid, lo
llevas claro. No pienso moverme de donde estoy, así que tendrás
que venir tú.
Puse los ojos en blanco. Aquello era típico de él.
—¿Dónde estás?
—En Alicante.
—¿Estás de coña? Me viene genial —dije sin poder creerlo. El
cosmos estuvo de mi parte.
—No, no estoy de coña, así que dime ya qué es lo que quieres,
no me hagas perder el tiempo, tengo muchas cosas que hacer.
«Sí, fumar canutos y a saber qué más cosas, toda una hazaña».
—¿Alicante centro?
—Sí.
—Estoy cerca.
—Perfecto, dime entonces cuándo y dónde quieres quedar
porque tengo que dejarte, he quedado en media hora con una tía y
no quiero llegar tarde, está demasiado buena para hacerla esperar.
—No sé por qué no me extraña.
—¿Cómo dices?
Sonreí, era el tipo perfecto para esto.
—Que sabía que eras la persona idónea y al único que podía
llamar para lo que tengo que pedirte.
—Espero que sea algo fácil. Ya no me meto en líos.
—Tranquilo, sabrás ayudarme a la perfección.
—Bien, pero también suelo cobrar por mis servicios.
—Si aún no sabes lo que te voy a pedir.
—Y tampoco lo que me van a pedir mis clientas en la cama. Así
qué… —¿Mi amigo era gigoló? No era de extrañar, es lo que mejor
se le daba en la vida—. No me dirás que no tienes, ¿no? A mí no
me la das, que ese tío con el que te fuiste está podrido en billetes.
Fijo que se limpia el culo con los verdes, con los de cien.
—Más o menos, pero, como bien dices, el de la pasta es él.
—Bueno, pero yo de amistad no vivo y ya voy a hacer una
excepción contigo porque no doy servicio a tíos. Te costará ciento
cincuenta jurdeles, y ahí sí te hago precio de amigo.
Suspiré. Preferí no decirle que no quería sus servicios sexuales
para mí, y explicárselo todo en directo.
—Está bien. Mándame la dirección y… no sé, ¿te viene bien que
nos veamos esta tarde a las ocho?
—Pues sí que me echas de menos, sí —dijo, seguramente
pensando en que estaba buscando un favor que nos incluía a él y a
mí desnudos en una cama —. Si quieres que salgamos a cenar,
también lo pagas tú.
—Prefiero que nos veamos en tu casa, y puedo llevar unas
pizzas.
—Vale. Lo que quieras.
—Venga, nos vemos luego. Ah, y para que quede claro, no
quiero tus servicios de chapero, es por otra cosa.
—Lo que tú digas, guapo. Nos vemos luego.
Cortó la llamada y dejé el teléfono sobre la cama.
¿Moi, un gigoló? La madre que lo parió.
No sabía dónde me estaba metiendo, pero tenía claro que debía
hacer aquello si quería conseguir la venta de la casa.

Mi amigo vivía en la Rambla, una avenida muy transitada de la


ciudad de Alicante que conectaba el centro con el puerto y la playa.
Con aceras muy amplias en las que se disponían filas de árboles
y bancos, permitiendo así la disposición de las terrazas de bares
aledaños, la calle alternaba varios edificios modernistas con bloques
de oficinas.
También servía como lugar para todo tipo de manifestaciones
ciudadanas y desfiles festivos.
Moi vivía en uno de aquellos edificios.
Toqué al timbre de la portería y me abrió sin preguntar.
Olía fuertemente a ambientador de bambú y el suelo de los
pasillos relucía.
Como me había pedido, me había encargado de traer dinero en
efectivo dentro de mi cartera.
No me había resultado difícil encontrar un cajero automático en
el que sacarlo.
Había aparcado en un parquin cercado y había caminado unos
minutos hasta allí.
De camino había comprado un par de pizzas del súper.
Entré dentro del elevador y comprobé lo moderno que era, pues
después de pulsar el botón de la tercera planta, me di cuenta de que
había una pantalla en la que iban pasando de una en una las
noticias del día.
Respiré hondo cuando estuve ante la puerta de madera clara
que tenía delante.
Estaba entornada.
—¿Moi? —pregunté al adentrarme en el apartamento.
No pude evitar mirar todo a mi alrededor. Aquella casa valía
mucho dinero.
Caminé despacio por el recibidor hasta llegar al salón.
Todo estaba impecable.
Muebles de diseño perfectamente combinados. Se notaba que el
interiorista que se había encargado de ello había hecho un buen
trabajo.
Sofás de cuero, un televisor de ochenta pulgadas y cuadros de
artistas reconocidos que adornaban las paredes pintadas de color
blanco.
Debía tener mucha iluminación natural, pero en ese momento
había encendidas unas lucecitas que aportaban un ambiente tenue
y acogedor al lugar.
—¿Moi? —volví a repetir.
Me percaté entonces de la suave música que sonaba en un
tocadiscos.
¿Mi amigo tenía un tocadiscos? ¿Moisés, el del centro de
menores?
¿Qué era todo aquello? Estaba flipando. ¿Seguro que el
ambientador a cereza que impregnaba el ambiente no llevaba
ninguna sustancia rara?
—¡Salgo enseguida! Ponte cómo y relájate —contestó desde lo
que supuse que era su habitación, aunque tampoco quise
comprobarlo.
Y menos mal, porque cuando Moi se mostró ante mí para
saludarme, algunos minutos después de haberme sentado en uno
de los sofás de cuero negro, la boca se me abrió por la sorpresa.
—¿Qué haces todavía vestido? —preguntó sorprendido—. ¿Qué
llevas en las manos? ¿Una bolsa del súper?
Pero, créeme, el más sorprendido allí era yo.
Moi llevaba puesto un arnés de cuero de color rojo que le llegaba
desde los hombros hasta sus partes bajas, aprisionándolas con la
tela y haciendo que se notaran bajo ella.
—Pero ¿qué llevas puesto, tío? ¿Qué haces? Te he dicho que no
quiero tus servicios sexuales.
—¿Cómo que no? Vaya, yo que pensaba que te habías
cambiado de acera —dijo con chulería y una sonrisa pícara en los
labios.
—¿Qué dices? No digas chorradas. ¿Cómo voy a cambiarme de
acera si me gustan más las mujeres que a un tonto un lápiz?
—¿Chorradas? Fliparías por las cosas que me piden hacer en mi
trabajo.
—Ya… ya… y lo entiendo, pero, Moi, de verdad, no he venido
para esto. Es más sencillo que lo que imaginas.
Moi suspiró.
—Bueno, pues dime —dijo con toda la intención de sentarse a mi
lado.
—No, antes cámbiate.
—De acuerdo, no tardo nada. Sírvete una copa de champagne,
si te apetece. Ahí tienes Moët.
Moi desapareció de nuevo y yo pude respirar con normalidad.
Aquello estaba siendo surrealista. Jamás me hubiera imaginado
algo así.
Habían pasado los años y la última imagen que yo tenía de mi
amigo era la de alguien que me podría traer problemas, pero ¿esto?
No parecía él, sin embargo, destilaba carisma y cada vez me
daba más cuenta de que era la persona indicaba para ayudarme
con Eva.
Era un conquistador de mujeres nato.
Divagando en mis pensamientos, se me olvidó por completo
servirme la copa, y Moi apareció de nuevo ante mí.
Vestía unos chinos de color negro y una camisa de tela liviana de
color blanco de marca cara.
Iba descalzo y tenía un aspecto radiante.
Se había hecho mechas rubias aquí y allá, pero la cicatriz de su
ceja seguía siendo su marca de identidad.
—¿No te has puesto nada? ¡Bebe, hombre! Que eres mi
invitado. ¿Qué haces con esa bolsa todavía?
—Te dije que traería las pizzas —me excusé.
Moi puso los ojos en blanco cuando las sacó de la bolsa.
Una de cuatro quesos y otra sabor barbacoa.
También había un paquete de botes de cerveza.
—Lo meteré en el frigo, pero te aviso de que solo tomo pizzas de
Dr. Oetker.
Sonreí. Se había visto con dinero y se le había subido a la
cabeza, aquel fue mi pensamiento.
—Bueno, ¿qué? ¿Cómo estás? —preguntó cuando volvió,
dándome una palmada cariñosa en la espalda.
—Nervioso, la verdad…
—¿Nervioso? Con el tete Moi es imposible que nadie se ponga
nervioso. —Guiñó un ojo y me sirvió una copa de champagne —.
Toma.
Agradecí la invitación y di un traguito.
Estaba exquisito.
—Qué diferente es tu vida ahora, ¿no? —le pregunté.
Moi asintió con la cabeza.
—Mucho.
—¿Qué pasó?
Moi se encogió de hombros y suspiró. Ahí sí vi a mi amigo de la
infancia. Los gestos, las muecas, la forma de revolverse el cabello…
nada de eso había cambiado.
—Ya no me meto en líos. Llevo unos años muy tranquilo. No
quiero mierdas en mi vida. Ni drogas, ni peleas… nada. Pasó algo
que… bueno, entendí que no podía seguir así. Solo quiero ganar mi
pasta y no tener preocupaciones.
Asentí con la cabeza, me alegraba mucho por él en ese sentido,
pero no quise indagar más, parecía un poco incómodo con la
pregunta.
—Me alegro, tío.
—He dejado hasta el tabaco.
—¡Vaya!
Ambos nos reímos.
—¿Y tú?
Suspiré y, tras dejar la copa sobre la mesa, me llevé las manos a
la nariz, tratando de ordenar las palabras que quería decir.
—No he sido demasiado feliz, la verdad. La vida con Germán no
ha sido fácil, ni mucho menos.
Moi asintió, atento a mis palabras.
—Pero ahora mismo tengo el poder de hacer que eso cambie. Y
para eso tengo que conseguir la venta de una casa. Es lo último que
haré por él y por esa maldita empresa. Ahí es donde entras tú.
—Bien, ¿qué tengo que ver yo con eso? ¿Cómo te puedo
ayudar?
—Necesito que me enseñes artes de seducción.
Moi arqueó las cejas, callado, pero después se partió la caja.
—¿Cómo?
—Eres el mejor en esto —reconocí.
—¿Tú te has visto? ¿Qué problema hay? —preguntó sin
entender.
—Que el dinero no lo compra todo. No funciona así con algunas
mujeres.
—A ver si lo he entendido bien, necesitas conquistar a una piba
para conseguir la venta de una casa.
—Exacto.
—¡Pero que yo acompaño viejas al teatro! —exclamó Moi
riéndose —. Las llevo a cenar, tomo una copa con ellas…
—¿De verdad me estás diciendo que no te has acostado por
placer con ninguna clienta a pesar de que te paguen?
Moi apretó los labios, después chasqueó la lengua contra el
paladar.
—Es que he tenido clientas que eran pibones, tío. No te voy a
negar que no haya disfrutado follando con ellas.
—Vale, Moi, a ver, necesito que nos centremos. Tienes que
ayudarme, por favor.
Moi suspiró, bebió de su copa y, tras unos segundos, finalmente
asintió con la cabeza.
—Vale. Pero ya te he dicho que la pasta por delante.
—Claro.
—Y la próxima vez no me traigas pizzas de esas, tío —se quejó.
Aquello me hizo reír.
—No me jodas, Moi, que venimos del mismo lado.
—En eso tienes toda la razón, pero es algo que me empeño en
dejar atrás —me confesó.
Me mordí el labio inferior.
—Yo también.
—Bueno, háblame de la chorba esa. Tengo que saber cosas de
ella para poder ser el mejor maestro.
26

Un lugar de Madrid, año 2011

Los dieciséis no es una edad fácil.


Mucho menos con un hermano tan atractivo como el que tenía
Eva. Al menos, eso era lo que Paloma pensaba.
Había visto crecer a aquel muchacho y se había convertido en
un chico alto, atlético y guapo a rabiar.
Además, competía en ligas amateur de motocross desde bien
pequeño y, ¿a qué chica no le gusta un chico motero?
¡Qué bien le sentaba el mono de piel!
Y las botas.
Y el casco.
Aquellos ojos verdes del muchacho se quedaban a la vista
cuando la visera estaba ubicada hacia arriba.
Y qué ojos. Igualitos a los de Eva, verdes y grandes como el mar.
Sin embargo, con los años, a Andy se le había oscurecido el pelo
mucho más.
—¿Puedes parar de mirarlo así? —le preguntó Eva, de brazos
cruzados, a su amiga.
Lo de Palo era muy fuerte. ¿Cómo podía haberse fijado en su
hermano?
Puag.
¿Es que no había más chicos en el universo?
Andy era guapo y todo eso, pero… ¡no dejaba de ser su
hermano!
—Es que no lo puedo evitar. —Palo se llevó las manos al pecho
de forma dramática sin apartar la vista del muchacho, que en ese
momento subía un montículo del circuito y se llevaba el aplauso del
público.
Oscilaba entre el primer puesto y el segundo. Aquella carrera era
de la liga autonómica y Andy había estado eufórico los días
anteriores.
—Por Dios…
—¿Tú lo has visto?
—Sí, todos los días. —Eva rodó los ojos hacia arriba.
Eva chasqueó la lengua contra el paladar y aplaudió cuando
Andy aceleró y sacó ventaja a su mayor contrincante en ese
momento: Pablo Casanova.
El tal Pablo era muy bueno, pero Andy estaba convencido de
que no tanto como él.
Tenía muchas ganas de enfrentarse a ese idiota, y por fin tenía la
oportunidad.
—Y ¿dices que se ha hecho un piercing? —preguntó Palo a Eva
con los ojos brillantes.
—Chsss —la reprendió su amiga haciendo aspavientos con los
brazos. No quería que su padre o Montaña se enteraran de aquello,
pero ambos estaban demasiado concentrados en la carrera de Andy
como para escuchar la conversación de las chicas—. Hablas
demasiado alto.
—Lo siento —dijo Palo susurrando—. Solo dime dónde lo tiene.
Eva bufó.
—Gracias por preguntarme a mí dónde me lo he puesto, ya que
soy tu mejor amiga —le dijo Eva entre dientes.
Desde que Palo había descubierto que Andy le gustaba, sentía
que todo giraba en torno a él cuando quedaba con ella.
—Pero si sé que habéis ido juntos, tonta. Y ya sé que el tuyo
está en el ombligo. Qué suerte que la firma de tu padre sea tan fácil
de falsificar —le dijo Palo al oído.
Eva sonrió.
Aquel plan malévolo de los dos gemelos había salido redondo.
Eva quería un piercing en el ombligo, y Andy en la oreja.
Lo de Andy era imposible de ocultar, pero según le dijo su
hermano, una vez hecho, Antón tendría que aguantarse.
El caso es que Antón y Montaña no les dejaban y, además, les
pedían una autorización en la tienda, así que falsificaron la firma de
Antón y fueron juntos al local de tattoos y piercings que había en la
Calle del Arenal, a escasos metros de la Puerta del Sol.
—Ya verás cuando papá le vea la oreja —le dijo Eva a Palo.
—Y a ti la tripa, maja.
Eva apretó los labios, su amiga tenía razón. Esperaba que su
hermano ganara aquella carrera para que su padre estuviera, al
menos, de buen humor para contárselo.
Fijaron sus ojos en el circuito de nuevo.
Pablo y Andy iban completamente igualados, ambos intentando
superar un gran montículo de tierra del circuito.
El público vitoreaba sin cesar, el murmullo era ensordecedor.
Algunos incluso gritaron el nombre de Andy aquí y allá.
Otros, el de Pablo.
La cosa estaba muy reñida, pero entonces pasó algo inesperado.
Eva y Palo, como muchos de los espectadores que había
observando la carrera, vieron perfectamente cómo Pablo Casanova
pegaba un empujón con la rueda delantera a la moto de Andy.
El muchacho se desestabilizó y cayó de su vehículo tras salirse
de la pista de montículos.
Rodó por la arena, haciendo que el público ahogara un grito,
seguido de su propia moto, que cayó sobre su pierna derecha.
—¡Dios! ¡Andy! ¡Andy! —exclamó Eva hecha una furia, decidida
a traspasar la barrera del público y meterse dentro del circuito, a
riesgo de que pudiera provocar un accidente con los otros
competidores.
Poco le importó que tanto Palo como su padre y Montaña, le
agarraran de los brazos.
—No puede entrar, señorita —le frenó uno de los hombres
encargados de la seguridad durante la carrera.
—Es mi hermano, es mi hermano —repitió la chica como en un
bucle.
—Están llamando al médico para comprobar que está bien.
Espere en su sitio.
—¡Ha sido culpa de Casanova! ¡Lo he visto! ¡Le ha sacado de la
pista!
—Tranquilícese y vuelva a su sitio, por favor.
—Pero…
—Vuelva a su sitio, señorita.
Eva comenzó a llorar de impotencia. No era la única que había
presenciado aquello, ¿verdad?
Sabía lo que había visto.
Necesitaba saber cómo estaba Andy, necesitaba tener claro que
estaba sano y salvo.
Pronto los médicos estuvieron junto a él y eso la tranquilizó,
aunque no estaría del todo sosegada hasta que pudiera verlo y estar
con él, después de comprobar que todo había quedado en un susto.
Aquel día, lo que menos les importaría a Antón y Montaña serían
los piercing.
Después del accidente, Andy no podría volver a competir.
27
Otro lugar de Madrid, 2009

—Suerte que tenías la cosa esa —susurró Raissa a Gabriel, una


vez estuvieron de nuevo dentro del centro de menores.
Habían cruzado la verja de la misma forma que habían salido
horas atrás.
—No sé qué voy a hacer ahora con esto, no lo quiero para nada.
Raissa se encogió de hombros.
—Guárdalo en algún cajón, y ya está.
Los dos chicos anduvieron sigilosamente por el patio. Suerte que
las pocas farolas apostadas en las aceras de la calle en la que se
encontraba el centro no iluminaban demasiado, y que la puerta de
las cocinas siempre estaba abierta, por lo que entraron en el interior
del edificio sin problemas.
Recorrieron los pasillos dejándose guiar por las luces de
emergencia, cuya iluminación era de un tono anaranjado.
Cuando llegaron a la habitación de Raissa, ambos se quedaron
de pie frente a la puerta.
La chica estuvo a punto de coger el pomo y asirlo para abrir la
puerta, pero no lo hizo.
En vez de eso, miró a Gabriel.
—No sé por qué, pero no quiero dormir sola —le susurró.
El chico asintió, él sí sabía por qué, pues la situación que habían
vivido con Moi en aquel lugar no había sido cómoda para ninguno
de los dos, pero no dijo nada, simplemente cogió la mano de su
amiga y la guio hasta su habitación.
Estaban helados, habían caminado durante un buen rato hasta
llegar al centro, deshaciendo la ruta que habían hecho en el coche
de ese tonto de Miguel.
Las noches en Madrid eran frías y aquel helor se les había
metido hasta los huesos.
Se desprendieron de las chaquetas y los zapatos. Después
Gabriel le dejó una camiseta de manga larga a Raissa y se puso el
pijama.
Ambos metidos en la estrecha cama de Gabriel, miraron al techo
intentando entrar en calor.
—Espero que tu primer beso haya sido satisfactorio —susurró
Gabriel. Sonrió en la oscuridad y, aunque su amiga no podía verlo,
sabía que lo estaba haciendo.
Ella también curvó los labios en una sonrisa.
—Mucho —contestó ella.
Entonces se giró y se puso de lado. Gabriel hizo lo mismo, y sus
narices casi se tocaron.
—Para mí también —susurró.
Raissa acercó sus labios de nuevo y el chico la correspondió.
La atrajo hacia sí, cuerpo contra cuerpo. Tan solo se interponía
entre ellos la tela del pijama.
Gabriel posó la mano en el trasero de su amiga y apretó la carne
con las yemas de sus dedos mientras se besaban.
No obstante, reculó y se separó de sus labios.
Raissa suspiró.
—¿Qué estamos haciendo? —Fue ella quien rompió el silencio.
Sentía la excitación en el centro de su sexo, como también la
presión sobre su muslo de la erección de su amigo.
Se atraían.
¿Cómo no?
Pero…
Gabriel carraspeó.
—No lo sé —confesó el chico.
No se sentía tan perdido como había creído. Raissa le gustaba.
Era una chica preciosa con un corazón inmenso, pero su corazón ya
latía por ella de una forma distinta a la que ellos pensaban.
Habían sido unos estúpidos celos los que le habían hecho
comportarse de aquella manera.
—¿Quieres hacerlo?
Gabriel se separó un par de centímetros de su rostro.
—¿Y si lo hacemos y nos perdemos?
Raissa asintió.
—Eres mi mejor amigo, aunque me hayas puesto cachonda
como una mona.
Ambos rieron en la oscuridad.
Ahí estaba: la magia de la amistad flotando en el aire.
Una complicidad que no se podía comparar con nada.
—Por eso.
—¿Y si después ya no es como siempre?
—No tiene por qué pasar eso —recordó el chico—, pero pienso
igual que tú.
—No me perdonaría nunca perderte por echar un polvo —dijo la
chica. Después le dio un beso en la mejilla.
—¿Estás segura? —le preguntó Gabriel en un intento de
hacerse el gracioso—. No vas a encontrar a nadie como yo, morena.
Se acercó a ella y se abrazaron.
—Lo sé.
—Pues ya está.
El chico le besó el cuello de forma cariñosa.
—Serás cerdo… —dijo ella entre risas—. ¿Puedo dormir contigo,
aunque nos quedemos con el calentón?
—Claro. Contaremos pingüinos hasta que nos entre el sueño y
se nos pase la tontería.
—Eres el mejor, ¿lo sabías?
—Eso dicen —dijo el chico sonriendo.
—Bueno, tampoco te flipes. —Raissa se acomodó el edredón y
ahuecó su trozo de almohada—. ¿Cómo sería tu chica ideal?
—¿Mi chica ideal?
—Eso he dicho.
—Pues… dulce. Pero fuerte a la vez.
—¿Y físicamente?
—Rubia.
—¿Rubia? —preguntó Raissa sin entender, y Gabriel casi pudo
ver la mueca que había puesto en la oscuridad.
—Sí, me gustan las rubias. ¿Qué pasa?
—Ahora entiendo por qué no hemos follado. No puedo tener el
pelo más negro.
Gabriel soltó una carcajada y Raissa lo imitó.
—Eres tonta. ¿Y tu chico ideal?
Raissa se encogió de hombros.
—Cualquiera que no sea como Moi, supongo.
Gabriel asintió. Después la abrazó y se quedaron en silencio,
pues los párpados les empezaron a pesar. Aquel día había tenido
demasiadas emociones.
28
Gabriel
Aquella arrocería a pie de playa llamada Daksa, estaba a
rebosar.
Suerte que Moi había reservado con antelación, mi amigo sabía
lo que se hacía.
Parecía el rey de la ciudad, se había mimetizado con la gente
alicantina como el que no quería la cosa, era una persona
completamente distinta a la que conocí en el centro de menores.
Se le veía tan bien, que incluso a veces sentía cierta envidia solo
de pensarlo.
Era la segunda vez que nos encontrábamos, después de la
quedada en su casa para pedirle el favor de que me convirtiera en
un conquistador nato por un módico precio.
La esencia de sabandija la seguía teniendo, ¿qué le íbamos a
hacer?
Aquel día me había dado la primera lección para conquistar a
Eva como un canalla de verdad.
Moi fue muy simple, ni siquiera me pidió demasiados detalles,
solo me dijo que probase una cosa: pasar de ella.
—¿Cómo voy a pasar de ella si lo que quiero conseguir es lo
contrario? —le pregunté.
No entendía nada.
—Hazme caso.
—No, no lo entiendo.
—Es muy fácil. Todas las chicas son iguales.
Negué con la cabeza.
—Te digo que ella no.
—¿No? Ya verás que sí. A las tías les gusta que les regalen el
oído, ver que un chico está por ellas les hace crecerse. Cuando ella
vea que no le bailas el agua, se acercará a ti.
—Como la cague ahora…
—¿Qué vas a cagar? Se supone que me has pedido ayuda
porque solo no puedes, ¿no?
Lo miré parpadeando varias veces, aquellas palabras me herían
el ego de machito, he de reconocerlo.
—Tampoco es así. —Fruncí el ceño.
—Las cosas, como son. Eres muy guapo y estás muy bueno, ya
lo sabemos todos. Pero ligón, lo que se dice ligón, pues no.
Puse los ojos en blanco.
Odiaba que tuviera razón, pero lo cierto es que la tenía.
La verdad es que me gustaba estar en pareja, no era de esos
tíos que salía a ligar una noche y se follaba a más de una tía.
Llevaba unos tres años con Raquel, se me había olvidado eso de
ligar.
Y Eva me parecía tan difícil…
¿A qué le tenía tanto miedo? Porque, de lo que sí estaba seguro,
era de que se estaba cerrando en banda.
—Entonces, ¿paso de ella?
—Paso número uno, en efecto.
Suspiré.
—Espero que no te equivoques. Te estoy pagando a cambio de
tus consejos.
—Tú no, la empresa de tu viejo. —Me guiñó un ojo.
—Como sea.
—Qué suerte tuviste —comentó justo cuando el camarero trajo
un plato de pulpo a la plancha.
Olía de maravilla y tuve muchas ganas de probarlo, por lo que
pinché un trocito con mi tenedor al tiempo que Moi rociaba los trozos
restantes con limón.
—No sabes lo que dices —contesté con hastío. Después comí el
trocito que había pinchado—. Está de muerte, pruébalo.
—Sé lo que digo perfectamente. Te adoptó un tipo podrido de
dinero mientras yo malviví quebrándome la espalda en la obra, tío.
No me jodas.
Moi era muy claro, tanto, que a veces me ponía de mal humor.
¿Tenía yo la culpa de que Germán tuviese dinero?
Durante los siguientes minutos nos pusimos al día en cuanto a
ese tema, pues la vez anterior que nos vimos, no tardé en
marcharme de su casa una vez hubimos sellado el trato.
Mi amigo estuvo durante unos años de chica en chica y de curro
en curro hasta que empezó a trabajar con su tío en la obra.
Pero a este no le hacía gracia que fuera hasta las cejas de
marihuana al trabajo, por lo que acabó por despedirlo.
Fue entonces, cuando descubrió que vendiendo droga, se
sacaba más dinero que doblándose el lomo en la construcción de
cualquier edificio de Madrid como peón.
—No es que no tuviera nada que perder —dijo tras pasarse la
servilleta por los labios. El muy cabrón se había llevado ya un par de
miradas de las chicas que había sentadas en la mesa de al lado—.
Es que vi que tenía mucho que ganar vendiendo aquello.
—Bueno, no creo que tu tía te echase de casa por no tener
curro.
—No, pero no solo se hizo cargo de mí. Éramos mis dos
hermanos y yo. Mi tía siempre ha sido generosa con nosotros, pero
tenía dos hijos más a los que alimentar, y mi tío no era banquero y
ganaba un sueldazo. El tiempo que curré con él en la obra estuvo
bien, pero fui idiota y se cansó de mí. Así que volví a la Cañada
Real.
Tragué saliva.
Solamente estuve una vez en ese sitio y no fue agradable ni de
lejos, precisamente por culpa del chico que tenía delante.
—¿Empezaste a pasar droga?
Moi asintió.
—Durante algunos años, no demasiados.
El camarero trajo otra jarra de cerveza y Moi llenó su vaso.
—¿Quieres?
Negué con la cabeza.
—Me queda todavía y luego tengo que conducir.
—Si necesitas dormir la mona, sabes que tienes mi casa
disponible.
Sonreí.
Moi no era mala persona, pero sí fue un cabrón con cada tía que
se cruzó por su camino. Incluida Raissa.
La pena era que todavía no me hacía a la idea de cuánto. De
saberlo, creo que jamás le hubiera pedido ayuda.
—Lo sé, gracias.
—Bueno, el caso es que llegó un momento en el que toqué un
poco fondo. Empecé a deber dinero. Yo mismo consumía la droga
que tenía que vender.
Bufé.
¿Por qué no me sorprendía?
—Bueno, pero todo se solucionó. Mírate ahora, ayudando al que
fue adoptado por el pastoso.
Ambos reímos.
—Por ti —dijo levantando su jarra en alto.
Choqué mi jarra contra la suya y ambos dimos un trago de
cerveza.
—¿Cómo dejaste todo aquello? —le pregunté. Sentía una
curiosidad muy grande acerca de ello.
Moi se rio, aunque aquella sonrisa me pareció la más triste del
mundo.
—Lo dejé todo.
—Así, sin más.
Moi asintió con la cabeza y observó la paella para dos que
acababan de dejar en el centro de la mesa.
—Eso es —dijo cuando me miró de nuevo a los ojos.
—Moisés, no te hagas el misterioso, no te pega una mierda.
—¿Qué quieres que te diga?
—La verdad —contesté como si fuera lo más obvio del mundo.
Suspiró y se colocó bien la camisa blanca que llevaba puesta.
Iba vestido de forma parecida a la vez anterior. Siempre
impecable.
—La verdad… —susurró.
—Sí. Dilo ya, me están subiendo las putas pulsaciones —le dije
con media sonrisa.
—¿Tomas algo para los nervios? Lo llevas fatal. ¿CBD, quizá?
Te lo recomiendo, tío.
—¿CB qué?
—Luego te lo cuento.
—Sí, ahora a lo importante.
Moi cogió la espumadera para servir la paella y le tendí mi plato.
Después de llenarlo, hizo lo mismo con el suyo.
El arroz olía de maravilla, mezclándose con el aroma del salitre
del mar.
—Conejo y caracoles, el preferido de mi tía —dijo justo antes de
probarlo.
Después se metió el tenedor a la boca y cerró los ojos.
—¿Qué tal? —le pregunté, pues yo todavía no lo había probado.
—Delicioso, pruébalo o acabaré con la paella yo solo —dijo.
Luego cogió un trozo de pan que nos habían traído en una
pequeña cestita de mimbre, y se lo llevó a la boca.
—Pues… —dijo cuando hubo masticado y tragado—, lo cierto es
que lo dejé por amor.
Me quedé de piedra.
¿Moi? ¿Por amor? Esas dos palabras no podían utilizarse en la
misma frase.
—¿Qué? ¡Venga ya! —exclamé—. Eso no se lo cree nadie.
Moi asintió con la cabeza.
—No me creas si no quieres, pero te lo estoy diciendo en serio.
Dejé esa mierda porque conocí a una chica y me pillé tela.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Y qué pasó con ella? No creo que llevase bien que te
zumbes a otras por dinero.
—Pasó lo de siempre, Gaby.
Arquée una ceja y Moi me miró a la cara. Ahora su rostro estaba
serio.
—Lo de siempre —repetí.
Moi asintió con la cabeza.
—Fui un hijo de puta con ella y ya está. Después llegué aquí
para empezar de cero y esto es lo que hay.
Dejó los cubiertos sobre la mesa de forma sonora y me di cuenta
de que había tocado en hueso con mis preguntas.
—Moi.
Él me miró.
—Cambiamos de tema, si quieres.
—¿Por?
—No quiero que te pongas mal, tío.
—¿Yo? ¿Mal? Para nada.
Me estaba mintiendo, pero no quise decírselo.
—No te rayes —insistió—. Todo está de maravilla.
Aquello no era cierto.
Pero los secretos de Moi no los descubriría en aquel momento,
sino más adelante.
29
Eva
La semana pasó sin pena ni gloria en la casa de huéspedes, lo
único destacable fue notar a Gabriel un tanto ausente.
Juraría que me evitaba, pero tampoco le di demasiada
importancia porque estaba centrada en otras cosas.
Algunos huéspedes se iban y dejaban espacio a otros que
buscaban unos días de relax al lado de la playa.
En la finca todo estaba siempre en constante movimiento.
Los lunes yoga, los martes arte terapia, los miércoles jardinería,
los jueves cocina y los viernes, que normalmente quedaban libres
salvo por una fisioterapeuta que venía bajo demanda, los
huéspedes utilizaban el exterior de la casa para hacer actividades
tranquilas al aire libre.
Leían, escuchaban música con los cascos o simplemente se
sentaban con una infusión cuando caía el fresco a partir de las ocho
de la tarde.
La única novedad de aquella semana, es que me había decidido
a ir a terapia, ya he dicho que estuve mirando algunos psicólogos
por la zona.
Finalmente, me decanté por asistir a un grupo de duelo.
La consulta estaba en el centro de Alicante, a una hora en coche
más o menos, tiempo que no me importaba invertir en acudir hasta
allí. Sabía que era por mi bien y airearme un poco de casa y tener
ese rato para mí mientras conducía, me vendría genial.
Además, Vanesa era una psicóloga muy buena y especializada
en esos temas.
—No debes sentirte culpable por no haber superado la muerte
de Andy —me dijo tras haber tenido una sesión individual con ella.
En unos minutos comenzaría la terapia de grupo, a la que
asistiría todos los lunes.
Enjugué mis lágrimas con un pañuelo desechable que había
cogido de una mesita auxiliar al lado del diván en el que estaba
sentada.
—Lo sé, lo sé.
—Eres humana.
—Eso también lo sé —dije sorbiéndome los mocos.
—Y cada persona tiene sus tiempos. ¿Te acuerdas de las fases
que te he explicado?
Asentí con la cabeza.
«Negación, ira, negociación, depresión y aceptación».
De memoria. Toma ya.
—Sí.
—Ahí dentro hay personas que están pasando por lo mismo que
tú —dijo señalando hacia una puerta de color blanco con su dedo
índice. En el otro lado ya había algunos pacientes esperando a que
la sesión comenzase—, y estoy convencida de que después de
algunas sesiones, verás todo de otra manera.
—Muchas gracias, Vanesa. Supongo que esto me hacía falta,
pero no lo sabía hasta que he tomado la decisión.
Vanesa me dio un breve abrazo con afecto y me invitó a caminar
hacia la sala.
Olía a manzana y se le notaba que le gustaba su trabajo.
Nunca había asistido a ningún tipo de actividad parecida a esa.
Tampoco a ningún psicólogo, ni siquiera cuando mi padre murió o el
padre de Daniela decidió salir por patas cuando le dije que estaba
embarazada.
Ahí mi terapia fue Andy y, qué gracia, ahora necesitaba terapia
de verdad para superar su ausencia.
Cerré los ojos, cogí aire y entré al habitáculo. Vanesa me había
abierto la puerta.
Dentro había seis sillas, cuatro de ellas ocupadas.
—Buenos días a todos. Os presento a Eva, asistirá a terapia con
nosotros.
Observé los rostros de aquellas personas que murmuraron a
coro un saludo para mí.
Tres hombres y dos mujeres que tenían una historia que superar.
Como yo.
Me senté en una de las sillas libres, entre un señor calvo y una
mujer de mediana edad, y Vanesa lo hizo en la otra silla frente a
nosotros.
—Quiero que sepas, Eva, que aquí nadie va a juzgarte. Todos
hemos perdido a alguien y todos vamos a poder superarlo.
—Bien. Gracias —murmuré.
Vanesa nos sonrió mirándonos a uno y a otro.
—¿Hay alguien que quiera empezar? —preguntó.
La mujer de mediana edad, que llevaba una camiseta azul,
levantó la mano.
—Estupendo, Mareta. Cuando quieras.
Escuché atentamente todo lo que dijeron cada uno de mis
compañeros.
Y fue muy gratificante descubrir, que no era la única que se
había anclado en un estado emocional concreto tras la muerte de
Andy.
Mareta, la mujer de la camiseta azul, estaba allí porque había
perdido a su marido por un accidente doméstico.
—¿Cómo iba yo a saber que pasaría aquello? —preguntó.
Vanesa negó con la cabeza.
—De ninguna manera —contestó, escuchando a Mareta
atentamente.
La mujer estaba en la fase de negociación. No tenía duda.
—Pues yo no puedo quitarme de la cabeza que, si no me
hubiera marchado de casa, si hubiera estado allí cuando le dio el
infarto… —El hombre calvo que había dicho aquello se puso a llorar.
Acababa de enviudar hacía apenas un mes. Su mujer había
muerto de un infarto.
—No tienes la culpa, Alfredo —le dijo Vicente, quien estaba en la
última fase y aceptando la muerte de un amigo muy querido.
—¡Es que me cago en todo! —Alfredo rompió a llorar.
Lo cierto es que me impactó todo aquello, las diferentes
reacciones de las personas ante un mismo hecho.
Me sentía identificada con todas y cada una de ellas. Al menos,
con las que yo había pasado.
—Yo también me sentí así —me atreví a decir en un susurro.
Todos me miraron.
—Así, ¿cómo, Eva? —Vanesa me alentó.
Tragué saliva y pensé primero las palabras en mi cabeza.
—Como Alfredo. Yo también me enfadé cuando…bueno, cuando
mi hermano murió.
Alfredo levantó la vista hacia mí, pues había enterrado la cara
entre sus manos.
Asintió con la cabeza.
—Yo es que, directamente, no sé qué hago aquí. Mi madre no se
ha muerto, no puede ser. Y no sé por qué se empeñan en que
venga a este lugar —dijo entonces un chico alto, con traje y con un
perfume tan fuerte que impregnaba toda la estancia, apagando el
aroma a frutas silvestres del ambientador que había sobre una
pequeña estantería al fondo de la habitación.
—Ricardo, siéntate, por favor —le pidió Vanesa amablemente.
El chico se volvió a sentar, hastiado y soltando un bufido.
—¿Cómo se llamaba tu hermano? —preguntó entonces Inés,
una chica menuda y con el pelo cortado al estilo pixie, muy muy
corto.
Carraspeé antes de contestar.
—Andy.
Inés asintió.
—¿Y no te mueres por echarle tanto de menos? —dijo a punto
de llorar—. Porque yo echo tanto de menos a mi padre, que siento
que me voy a morir. Además, ¿con quién me tomo ahora el café?
Siempre nos los tomábamos juntos.
—No, no, aquí nadie se muere por nadie —intervino Vanesa—.
Todos somos seres individuales y cada uno tiene un propósito para
estar vivo. Siempre puedes tomar ese café, por el momento,
mirando sus fotos para sentirte acompañada. O, empezar a dedicar
ese rarito a tomar el café con otra persona que te haga sentir bien.
—Pues menos mal, porque con tus tarifas, mi madre se queda
pelada si tiene que venir ella y encima pagarme el entierro. Primero
mi padre, después yo…
Inés siguió con su verborrea, algo que nos hizo sonreír a todos.
Ricardo negaba la muerte de su madre, Mareta estaba en plena
negociación consigo misma y la falta de su marido y Alfredo lidiaba
con la ira.
Inés se encontraba en la misma fase que yo, la depresión, la
falta, el echar de menos mortífero al que nadie quiere enfrentarse, y
Vicente en nada abandonaría la terapia, pues ya había aceptado
que aquel amigo al que tanto había querido ya no estaba con él.
Aun así, nos servía mucho a todos su experiencia, ya que era
alentadora.

—¿Cómo te has sentido? —me preguntó Vanesa cuando


despidió a los demás.
Sonreí.
Estaba muy removida por dentro, nunca había hablado así con
nadie de la muerte de Andy, y mucho menos, escuchado otras
experiencias u observado a personas que estaban intentando
superar una pérdida en distintos estadios.
Pero, de algún modo…
—Arropada —contesté para mi sorpresa.
Vanesa sonrió.
—He pensado en lo que me has dicho antes en nuestra sesión
individual —me dijo al tiempo que abrazaba su libreta contra su
pecho en un gesto involuntario.
—¿Qué cosa de todas? ¿Te ha dado tiempo a pensar ahí
dentro?
Vanesa sonrió.
—Ahí dentro suelo moderar más que otra cosa. Te darás cuenta
que con simple acompañamiento y el hecho de sentirte arropada
entre más personas que están en tu misma situación, la terapia se
hace sola. Los niños aprenden por imitación, ¿cierto? Lo mismo
pasa en esta situación. Compartir experiencias siempre es
enriquecedor y que cada uno estéis en un estadio de superación del
duelo distinto, hará que os alentéis los unos a los otros. Yo soy
vuestra guía, pero realmente el trabajo interior es vuestro.
Vanesa era como un maldito libro abierto. Daba gusto escucharla
y su mirada siempre parecía clara y sincera.
—Qué bien hablas, hija —se me escapó, consiguiendo que
soltase una carcajada.
—En cuanto a lo que quería decirte…
—Sí, perdona, nos hemos desviado del tema.
—El mutismo de tu hija. Está claro que está asociado a la
pérdida de Andy. Voy a recomendarte a una colega, se llama Isabel.
Es trabajadora social y trabajó bastantes años en Madrid, pero
después estudió la carrera de psicología y montó su gabinete aquí
en Alicante para probar suerte. Está especializada en terapia
familiar.
Asentí con la cabeza.
—¿Crees entonces que sería buena idea ese refuerzo adicional
para Daniela?
Vanesa asintió.
—Por supuesto. La seguridad social está bien para muchas
cosas, pero no tiene suficientes recursos en cuanto a salud mental.
¿Sabes cuánto ha aumentado la ansiedad y la depresión a raíz de la
pandemia? Hay una lista de espera terrible y los pacientes sufren.
Están haciendo un buen trabajo con la niña, te han dado pautas y le
han hecho las pruebas pertinentes, pero Daniela necesita una
atención individualizada más concreta.
—De acuerdo.
—Llama a Isabel, es muy buena en su trabajo. Lleva trabajando
con niños y adolescentes toda su vida. Además, niños con vidas
difíciles.
Tragué saliva. Daniela no tenía una vida difícil, que yo supiera.
—Muchas gracias, Vanesa.
—Ven, acompáñame, buscaré su número en mi agenda.

Doblé el papelito que Vanesa me había dado y lo guardé en el


bolsillo delantero de mi pantalón.
Me despedí de ella y le agradecí su dedicación hacia mi caso.
Salí de allí con muchos sentimientos encontrados y las
emociones a flor de piel.
Pero había llegado a la conclusión que Marga tanto me había
recalcado: pedir ayuda no te hace débil ni cobarde.
Porque lo cierto es que me había dado fuerzas para mirar hacia
delante, para superar la ausencia de Andy y para ayudar a Daniela a
volver a la normalidad.
Se me ocurrió entonces en qué invertiríamos el tiempo los
viernes en la casa de huéspedes.
Además, mataría dos pájaros de un tiro.
Esa misma tarde, llamé a Isabel para concertar una cita.

—Me alegro mucho de este paso, Eva. Te noto hasta diferente —


me dijo Montaña.
Ambas estábamos sentadas en el porche y acababa de colgar el
teléfono después de hablar con Isabel.
La psicóloga vendría cada viernes a ver a Daniela y, además,
ofreceríamos el servicio también a los huéspedes.
Todo el mundo debería ir a terapia, y no necesariamente porque
tuviera ningún tipo de problema, simplemente por el gusto de
compartir inquietudes, para tener una mayor inteligencia emocional
o saber trabajar los sentimientos.
Muchas veces nos auto saboteamos nosotros mismos, nos auto
exigimos y llegamos a tener pensamientos que no son reales por
una falta de educación emocional durante toda nuestra vida.
Me apetecía dar ese servicio en la casa de huéspedes y a
Montaña le pareció bien.
Como ya sabes, Montaña tenía el usufructo de la vivienda, pero
los dueños legítimos éramos Andy y yo.
Bueno, ahora solo yo.
El dinero invertido en aquella casa era de mi padre, heredado de
su tío fallecido, por lo que Montaña no tenía ningún derecho legal a
beneficiarse de ello.
Mi padre quiso dejar constancia de que Andy y yo éramos los
únicos herederos de la casa de la huéspedes, pero sí dejar a
Montaña con el usufructo de la vivienda para que nada ni nadie
pudiera privarla de tener un trabajo y un techo en el que guarecerse.
Montaña lo entendió a la perfección, nosotros éramos sus hijos y,
si hubiera sido al revés, hubiera hecho lo mismo. La mujer había
trabajado como la que más en aquel lugar, y me nacía de dentro
consultar todo lo relacionado con el negocio con ella, porque al final,
quien estaba al mando día tras día, era ella y no yo.
—Solo llevo una sesión —le dije sonriendo.
—Dos. Una individual y otra en grupo. Estoy orgullosa de ti. —
Me dio un abrazo y sonreí.
—Superaremos esto —le dije.
—¿Superar el qué? —Marga apareció de la nada. Llevaba una
copa de vino y un cigarrillo electrónico en las manos.
—¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Montaña.
—No será el vino de cocinar, ¿verdad, Marga? —le pregunté
arrugando el ceño.
—Pues sí, el de brik, ¿qué pasa?
—¡Que no te lo bebas!
—Ay, chica, chica, que es viernes. De verdad, qué agonías.
¿Qué os contáis?
Bufé y Marga se sentó a mi lado.
Montaña negó con la cabeza, riendo.
—¿Qué es lo que no superáis? Yo el chándal ese del Gaby, el
gris. Madre mía, no me lo quito de la cabeza.
Montaña y yo giramos la cabeza hacia ella como dos autómatas.
—Te recuerdo que lo hemos visto desnudo.
Marga se abanicó con la mano.
—Ay, lo sé, lo sé, pero a mí es que parece mucho más sexi el
chándal del demonio. Se le nota ahí…. ¡Oh! Señor… qué hombre.
—Tampoco es para tanto. —Fruncí el ceño.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Montaña.
—Yo lo sé —canturreó Marga.
—Ah, ¿sí? —fui condescendiente.
—Por supuesto. Tú estás picada porque ya no habéis vuelto a
tener ningún encuentro —dijo súper segura.
—Eso es…
—¡Já! Nunca fallo.
—Estás equivocada.
Era cierto que me había molestado un poco ese cambio de
actitud hacia mí, pero tampoco era tan exagerado como Marga lo
estaba pintando.
—Me voy —dije al tiempo que me levantaba de uno de los
sillones de mimbre.
—Sí, sí, cuando te ves descubierta, desapareces.
—No es eso —le dije con un gritito más sonoro de lo que me
hubiera gustado —, he de imprimir lo de la psicóloga.
—¿Qué psicóloga? —preguntó entonces Marga.
—Evita se ha apuntado a un grupo de duelo y, además, ha
contratado a una psicóloga que vendrá los viernes para tratar a Dani
—le explicó Montaña.
—¿Eso es verdad? —preguntó Marga con una sonrisa,
mirándome.
Asentí con la cabeza, más tranquila.
—Sí. Además, después de la sesión con Daniela se quedará
toda la mañana. Voy a ofrecer el servicio de terapia psicológica los
viernes por la mañana para los huéspedes.
—¡Ole! —Marga dio una palmada al aire. — ¡Le voy a poner la
cabeza así, nena! —Marga colocó las manos a ambos lados de la
cabeza.
Montaña rio.
—Marga, compórtate, que te conozco. Es una profesional, no la
molestes.
—Molestar, ¿de qué? Yo voy a terapia. —Dio un sorbito a su vino
blanco.
—Ay, Dios… —suspiré, poniendo los ojos en blanco.
Marga no tenía remedio, pero era muy buena persona y nos
hacía mucha compañía a Montaña y a mí.
Era nuestro pilar cada verano.
Desde que había enviudado, se había planteado la vida de otra
manera y rebosaba ganas de vivir y de hacerlo con una sonrisa en
los labios, además.
Tenía una casita modesta en el centro de Alicante, pero invertía
el dinero que le había dejado su marido en pasar cada verano con
nosotras.
Vino el primer año, el que murió su marido, con la intención de
entretenerse y conocer gente. Le echaba mucho de menos.
Y desde entonces no ha vuelto a pasar los veranos en el centro
de la ciudad.
Algo hemos debido de hacer bien, estábamos muy contentas de
que Marga estuviera en nuestra vida.
Además, nos ayudaba en todo lo que necesitábamos. Incluso
pasaba los fines de semana con Montaña en la casa, fuera invierno,
primavera u otoño, para hacerle compañía.
Montaña había encontrado en ella esa mejor amiga que todos
queremos tener.
—Voy a imprimir la circular informativa y la voy a pegar en el
corcho. El viernes que viene empezamos.
30
Un lugar de Madrid, año 2009

Isabel seguía el caso de Gabriel de cerca. Al fin y al cabo, había


sido ella quien lo había llevado por primera vez al centro de
menores a la edad de tres años.
Recordaba cómo le había enternecido la despedida del niño, que
todavía era prácticamente un bebé, con su madre.
Incluso había derramado un par de lágrimas contemplando la
escena.
Acababa de empezar a trabajar y los casos en los que se veía
involucrada llegaban a afectarle de manera personal.
Con el tiempo aquello se suavizó, pero el caso de Gabriel
siempre había sido especial para ella.
Por eso se alegró tanto cuando Germán de Haro, un importante
arquitecto de Madrid, y su esposa Cecilia, se interesaron en Gabriel
para adoptarlo.
No habían podido tener hijos, Cecilia tuvo un cáncer de útero
que obligó a los médicos a vaciarla. Nunca podría ser madre. Al
menos, no madre biológica.
Isabel, de camino a la habitación del chico, acompañada por el
director del centro de menores, se preguntó si Gabriel podría ser
aquel hijo tan deseado para la pareja.
Todos los trámites previos a la adopción habían sido realizados y
aprobados.
Incluso Gabriel y sus nuevos padres adoptivos ya se habían visto
un par de veces dentro del centro, a pesar de que el chico no había
pensado nunca que acabaría siendo adoptado y en un primer
momento se mostró reacio.
Aquel día sería el que saldría de allí, e Isabel sabía de sobra que
la despedida con su amiga Raissa no sería fácil.
En efecto, estaban juntos en el cuarto del chico cuando llegaron
para avisarlo de que su nueva familia lo esperaba.
Había llegado el momento de la despedida.
Raissa lo miró y se llevó las manos a la cara, derrotada y
terriblemente afectada.
—Para, por favor —le pidió Gabriel agarrándola suavemente de
las muñecas.
—No puedo permitir que te vayas —murmuró entre hipidos—, no
quiero quedarme aquí sola.
—No vas a quedarte sola y lo sabes —le dijo Gabriel.
—Raissa, no lo pongas más difícil —le pidió el director del centro
a la muchacha.
Raissa se aferró a Gabriel y el muchacho la estrechó entre sus
brazos con un amor infinito.
Isabel estaba acostumbrada a ese tipo de escenas. Había
amistades reales y verdaderas en los centros, vínculos que ni el
tiempo ni la distancia conseguían romper nunca.
—Vendré a verte mientras estés aquí —le prometió Gabriel.
Raissa asintió con la cabeza y se limpió la cara de lágrimas.
—Pronto tendré los dieciocho y podré salir yo también.
—Eso es. Queda nada —la animó Gabriel.
—Es la hora —le recordó Isabel al chico.
Gabriel le dio un último abrazo a su amiga y después besó su
mejilla repetidas veces.
Una maleta con sus pertenencias esperaba encima de su cama.
La cogió y salió por la puerta dejando a Raissa en la habitación.
—Sé que te lo he preguntado muchas veces, pero ¿todavía no
puedo irme con mi madre?
Isabel negó tristemente con la cabeza.
—Me temo que no, Gabriel. Lo siento mucho.
El chico asintió con la cabeza.
—Está viva, ¿verdad?
—¡Claro que sí! Jamás te mentiría de lo contrario —le dijo Isabel.
—Pues espero que siga viviendo con el cargo de conciencia de
no haber cumplido la promesa que me hizo —dijo Gabriel con la voz
ronca—. ¿Dónde dices que están mis nuevos padres?
Isabel se llevó la mano al pecho, consternada, y acompañó al
chico a la salida.
La madre de Gabriel, todavía andaba metida en líos desde que
él se quedó en el centro.
Habían estado en contacto con ella para mantenerla al tanto del
estado del niño, incluso le habían mandado fotos.
Además, lo primero que al centro le hubiera gustado hacer con
los niños que entraban era devolverlos a sus padres una vez estos
se hubieran rehabilitado y reinsertado en la sociedad, pero,
desgraciadamente, no era el caso de Gabriel, pues pronto cumpliría
los dieciocho y su madre no había arreglado el desastre que tenía
por vida.
Germán de Haro y Cecilia se encargarían de Gabriel en régimen
de acogida durante su último año siendo menor de edad.
Le dieron casa, comida, estudios y una vida completamente
distinta a la que había tenido hasta ahora. Y cuando cumplió la
mayoría de edad, decidieron con su consentimiento, que Gabriel
renunciara a su apellido y pasara a formar parte legalmente de la
familia De Haro, y ser su hijo.
Se sintió tan de la familia, que el chico terminó rechazando
absolutamente todo lo que le ataba al pasado.
Incluidos Moi y Raissa.
El resto, querido lector, ya lo sabes.
31
Moraira, Alicante, año 2012

«A veces los sueños sí se cumplen», pensó Antón al abrir la


puerta de la casa de huéspedes.
Si no hubiera heredado aquella cantidad de dinero al fallecer su
tío Esteban, quizá nunca hubiera podido adquirir aquella propiedad,
pero no quiso aguar su felicidad pensando en lo que no podría
haber hecho de haberse dado otras circunstancias, pues acababa
de entrar a la que sería la mejor casa de huéspedes de Moraira.
Al menos, intentaría que así fuera.
Plantarían rosales en la entrada y colgarían hamacas de árbol a
árbol, dándole un toque jipi al lugar.
Lo tenía todo pensado y no quería perder ni un segundo.
El principio sería duro, como lo son todos los principios de las
cosas importantes, pero estaba seguro de que sabrían tirar hacia
delante y convertir aquel lugar en un negocio que les sirviera de
sustento durante muchos años.
Ya era hora de que les llegase una buena racha precedida de
una buena noticia, pues desde la última carrera de Andy, las cosas
no habían sido fáciles.
La moto aplastó una de sus piernas y se rompió el fémur.
Además, tuvo también complicaciones en la rodilla, por lo que no
podría volver a competir.
Había pasado un año de aquello, pero el muchacho estaba
bastante hastiado, ser piloto de cross era su sueño, y se había visto
truncado por culpa de Pablo Casanova, quien salió indemne de la
carrera.
Algo injusto.
Andy había comenzado a estudiar un grado de informática que
duraría dos años, pues había pensado trabajar como freelance. Era
bueno con las nuevas tecnologías y se le daba bien todo lo
relacionado con ellas.
No era lo que más le gustaba en la vida, pero algo tenía que
hacer.
—¿Piensas tener esa cara de limón durante el resto de tu vida?
—Eva se acercó a él, quien estaba sentado en un tronco de una
zona ajardinada de la casa, y se sentó a su lado.
Antón y Montaña se encontraban en el interior de la vivienda,
pues un par de trabajadores de la tienda en la que habían comprado
el mobiliario, estaba comenzando a meter todo dentro.
Andy suspiró.
Había sobrevivido a la caída y vuelto a caminar con la ayuda de
la rehabilitación y todo eso, pero se sentía muy frustrado por no
volver a competir.
—No creo, pero ahora mismo estoy en la mierda. —Enterró la
cara en sus propias manos y se frotó las mejillas con las yemas de
los dedos.
Eva le pasó una mano por la espalda para reconfortarlo.
Sabía cómo se sentía, y de algún modo se creía impotente de no
poder hacer nada para ayudarlo.
—Siempre puedes ayudar a otros a cumplir su sueño.
—¿Cómo?
—Puedes entrenar a niños que, como tú, empiezan a temprana
edad a ser pilotos de cross.
Andy se quedó en silencio unos minutos.
Podía ser muy buena idea.
—Eso suelen hacerlo los deportistas que se retiran. Los
jugadores de fútbol, por ejemplo.
Eva asintió con la cabeza.
—Así es. Solo que tú te prejubilas —contestó riendo.
El arito de la oreja de Andy brilló y Eva supo que no había en el
mundo nadie que se mereciera más que su hermano ser feliz.
Él siempre estaba ahí para ella.
Para lo bueno, lo malo y lo regular.
Reían y lloraban juntos, se apoyaban y era el mejor compañero
de vida que podría haberle tocado.
Era guapo, inteligente y tenía toda la vida por delante para hacer
lo que quisiera, porque estaba segura de que terminaría
consiguiéndolo.
—Anda, ya se te ha quitado un poco esa cara de apio que tenías
—comentó Montaña.
Antón y ella habían ido a buscar a los chicos mientras los
empleados de la tienda de muebles hacían su trabajo.
—Ella dice que limón, ahora tú dices que apio… ¿Qué será lo
siguiente? —Andy ya estaba más animado.
—Pues espero que lo siguiente sea algo más consistente. Pronto
será la hora de cenar y tengo un hambre de perros —dijo Antón.
—Debe haber alguna pizzería por aquí —dijo Eva levantándose
del tronco.
—¿Otra vez pizza? —preguntó Montaña con un mohín.
Era la comida favorita de Eva.
—Sabes que siempre, Montaña. Me ofende que pienses lo
contrario —dijo guiñándole un ojo.
—De acuerdo, pero solo por esta vez. Porque en cuanto todo
esté listo, vas a pasarte el verano a verduras y legumbres. Tanta
pizza, tanta pizza…
Eva rodó los ojos hacia arriba y Andy se puso de pie.
—Menuda casa, papá.
Antón sonrió orgulloso.
—Va a ser genial.
—¿No creéis que necesitaremos un poco de ayuda? —preguntó
Eva arrugando el ceño—. Somos cuatro pero la casa es muy grande
y hay que atender a la gente que venga.
Montaña hizo una mueca y Antón suspiró.
—Tienes razón, cielo, pero hemos invertido todo el dinero de la
herencia en comprarla y equiparla. Estamos como al principio —
contestó Montaña.
Los cuatro guardaron silencio, observaron la casa y pensaron en
esas últimas palabras de la mujer.
—Se me ocurre algo —dijo por fin Andy tras unos segundos.
—¿El qué? —preguntó su padre.
—A ver, no sé qué os parecerá, pero podemos inscribirnos en
algún plan de ayuda a la reinserción.
Eva lo miró.
—¿Eso en qué consiste?
—Contratamos a un trabajador o trabajadora que necesite
reinsertarse en la sociedad.
—Pero seguimos con el mismo problema que antes, no tenemos
dinero para pagarle un sueldo.
Andy negó con la cabeza.
—Si fuera un ex convicto, por ejemplo, es la propia cárcel quien
se hace cargo del salario.
—Entonces, ¿a nosotros no nos costaría ningún dinero tener a
ese empleado? —preguntó Eva.
—Exacto. Además, ayudaríamos a esa persona a empezar una
nueva vida —añadió Andy.
—Me gusta la idea —dijo Montaña.
—A mí también, salimos ganando las dos partes. Andy, ¿podrás
encargarte de eso?
—Claro. —El chico sonrió, contento de sentirse útil y poder
ayudar a la familia.

Un par de semanas más tarde llegó Ángela a la casa de


huéspedes.
Acababa de salir de la cárcel de Font Calent. En esta última
había estado menos de un año, saliendo antes de tiempo por buen
comportamiento.
—Espero que te sientas a gusto este verano con nosotros —le
dijo Montaña cuando llegó aquel primer día.
Parecía tímida, o quizá estaba avergonzada.
—Muchas gracias.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí, en Alicante? —le
preguntó.
Ángela negó con la cabeza.
—Vine aquí por… bueno, estuve con un hombre. De novios y
eso, ya sabes. Pero no conozco a ni uno bueno.
Montaña parpadeó varias veces y cerró la puerta de la habitación
en la que dormiría Ángela aquel verano. Ella se encontraba en el
interior, pues Montaña había ayudado a Ángela a llevar sus
pertenencias al cuarto.
—¿Es peligroso?
Ángela sonrió y Montaña descubrió que era mucho más guapa
cuando lo hacía.
Tenía los ojos del color de la miel y el cabello oscuro manchado
de algunas canas.
Tenía la edad de Montaña, más o menos, pero en sus ojos se
podía ver el reflejo de una vida muy distinta a la de ella.
Ángela no había tenido una vida feliz, huyendo de la policía,
entrando y saliendo de la cárcel y llevándose chascos amorosos
continuamente.
—No, no es peligroso. Pero, bueno, el amor es así. Es un tipo
extraño. Robamos unas cuantas cosas y a quien pillaron fue a mí.
Además, acababa de salir de otra prisión.
—Vaya…
Montaña hizo una mueca. Por un momento sintió miedo de que
aquella mujer pudiera robarles, aunque no quería caer en prejuicios
de buenas a primeras. Al fin y al cabo, creía en la reinserción de esa
mujer.
En sus manos estaba, incluso hacer un informe favorable de su
estancia como trabajadora en la casa de huéspedes para que
después pudiera optar a otro trabajo.
—Tranquila. No voy a robarte, no después de la oportunidad que
me estáis dando. Necesito un informe positivo para poder tener una
vida normal. Y de verdad que la quiero.
Aquello lo dijo apenada, como si realmente quisiera cambiar de
vida y le hubiera resultado tremendamente difícil durante todo este
tiempo.
—No te preocupes. Estamos aquí para ayudarnos. Nosotros
somos cuatro, pero ya has visto que la casa es grande, y estamos
seguros, de que no daríamos abasto sin ti.
—Los dos chicos, ¿son tus hijos?
Montaña sonrió.
—Se podría decir que sí. ¿Por qué?
—Son muy guapos y han sido muy amables al recibirme.
Era cierto, habían sido Eva y Andy quienes se habían puesto en
contacto con el plan de ayuda y quienes habían recibido a Ángela
nada más llegar a la casa.
—Fue idea de Andy entrar en el plan de ayuda.
Ángela sonrió.
—Tienes mucha suerte.
—Yo también lo creo.
Ángela asintió.
—Me hubiera gustado ser una buena madre como tú, pero he
llevado una vida muy mala y no ha podido ser.
Montaña ensombreció el rostro.
—Lo siento mucho.
Ángela sacó un sobre de su bolso marrón, el cual estaba
despellejado por un lateral y se lo llevó al pecho.
—¿Qué es eso?
Montaña se asustó pensando que podía ser un bolsito donde
llevara drogas.
—No es nada malo, solo son fotos de gente que he dejado atrás
en mi vida por mi mala cabeza.
—¿Puedo verlas?
Ángela se mostró recelosa.
—Tranquila, entiendo que es algo personal.
La chica asintió. Quizá en otro momento se atreviera a ver
aquellas fotos y enseñárselas a Montaña. Pero por el momento,
prefería guardarlas en esa bolsita como lo hacía con los recuerdos
en su corazón.
32
Gabriel
Leí la circular informativa que habían colgado en el corcho. No
sabía si había sido Eva o Montaña quien lo había hecho, pero el
caso es que a partir del viernes que viene ofrecerían un servicio de
psicología en la casa de huéspedes.
Me llamó bastante la atención.
Aquella finca estaba especializada en crear bienestar y paz
interior al huésped. Nunca había estado en ningún hotel parecido.
Me gustaba muchísimo, y realmente había comprobado que
funcionaba.
Quizá, si aplicásemos esas cosas en nuestro día a día,
viviríamos de forma diferente.
No dudé ni un segundo de que quería asistir a una sesión.
Nunca había tratado mi ansiedad con profesionales, tampoco mi
falsa autoestima ni la inseguridad que me causaba estar bajo el
mandato de Germán de Haro en el trabajo, además de acatar las
normas de su casa desde que me adoptó de forma legal.
Desde que consentí ser legalmente su hijo, comenzó la presión.
Como tampoco llegué a hablar con nadie lo mucho que echaba
de menos a mi madre biológica.
Estaba claro que me había mentido, jamás cumplió su promesa
ni la cumpliría.
Debía resignarme a que la había perdido.
Zarandeé un poco la cabeza, quería librarme de aquellos
pensamientos, ya se los trasladaría a esa psicóloga cuando llegase
el momento.
Ahora debía centrarme en mi misión, en lo que estaba haciendo
en Moraira.
Había seguido el consejo de Moi, había pasado de Eva durante
toda la semana, incluso en la clase del martes de arte terapia, en la
que estuvimos dibujando a carboncillo.
Aquello fue un desastre, por supuesto. Dibujar planos con las
herramientas necesarias cuando mi trabajo me obligaba a ello no
me parecía difícil, podía salir airoso perfectamente, pero, por el
amor de Dios, aquel maldito colibrí que tenía que hacer a carboncillo
trabajando las sombras, era de todo menos un pajarillo.
Eva, disimulando, ahogó una carcajada, pero supe que quería
partirse de risa cuando vio lo que yo había hecho en mi papel de
dibujo.
Acabé con las manos negras y una porquería de pájaro que
parecía no tener alas, plasmado sin éxito.
En otro momento me hubiera reído yo también, le hubiera
seguido el royo, algo para lo que no me faltaban las ganas, por
cierto, pero debía seguir las indicaciones de Moi e hice todo lo
contrario.
—Gracias por la clase —le dije.
Después le tendí el dibujo, me levanté de la silla y me marché.
Intenté no coincidir con ella el resto de días, evitándola, y esa
empresa me costó más.
Y así pasé la semana. En la playa, en el exterior, y en sitios
donde me pareciera más fácil no acercarme a ella.
No sabía qué me pasaba, pero me estaba costando más de lo
que creía.
Además, el tiempo corría.
¿Estaría Moi en lo cierto? ¿Sería ella quien se acercaría a mí?
Ojalá no estuviera equivocado, porque de ser así, yo iba detrás.
Y aquí, quien tenía más que perder, era yo.
Pero Moi, como el gurú de las conquistas que era, acertó de
pleno.
Lo descubrí aquel sábado, dieciséis de julio, justo después de
ver la circular de la psicóloga en el corcho.
Volvía de darme unos chapuzones en el mar cerca de las ocho
de la tarde.
Decidí llamar a Raquel una vez más, como los días anteriores,
pero no respondía a mis llamadas.
Me senté en una de las mesas en las que dábamos las clases de
arte terapia y me concentré en respirar hondo.
Quería hacer las cosas bien, pero no me lo estaba poniendo
nada fácil.
Aunque sabía que era muy cobarde por mi parte dejar la relación
por teléfono, me había dado cuenta de que estaba mejor sin ella.
La presión a la que me tenía sometido no era ni medio normal, y
sentirme atraído por Eva, a pesar de que fuera parte de mi trabajo,
mientras estaba con ella, no me resultaba cómodo.
Necesitaba terminar con esa relación de la misma forma que
necesitaba conseguir esa venta y olvidarme de Germán para
siempre.
Pero si no me cogía el maldito teléfono, era imposible.
—¡Joder! —exclamé frustrado.
Después bufé y me llevé las manos a la cara masajeando mis
ojos.
Me habían entrado ganas de lanzar el móvil contra el suelo, pero
me contuve.
—¿Te encuentras bien?
Su voz casi acarició mis oídos.
¿Qué mierda me pasaba con esa tía?
—Sí, lo siento, había olvidado dónde estaba —le contesté de
forma seca.
Eva se sentó frente a mí.
—Desde que llegaste me he preguntado qué hacías aquí —dijo.
Me miraba a los ojos, pero no supe descifrar qué me querían
decir los suyos.
Me puse en alerta de inmediato. ¿Sabía algo? Pero ¿cómo? Era
imposible.
—¿Por qué? Soy un huésped más.
Eva negó con la cabeza.
—No, no lo eres.
—¿Cómo?
—¿Ves aquí a algún chico guapo solitario? —me preguntó.
Entonces me relajé un poco. Así que ella se refería al prototipo
de huésped al que estaba acostumbrada a hospedar.
—¿Qué tiene que ver eso?
—¿Cuántos años tienes? ¿Veintiocho? ¿Poco más de treinta?
—Ni uno, ni lo otro.
—Vaya. —Puso morritos y sentí calor.
—Treinta.
—¿Qué hace aquí un chico de treinta años que debería estar
triunfando en las discotecas?
—¿Solo puedo triunfar en las discotecas?
—Bueno, la verdad es que podrías hacerlo en cualquier lugar. —
Sus mejillas se arrebolaron ligeramente.
Sonreí de lado.
«Eso es, bro, lo estás haciendo genial», susurró la voz de Moi en
mi cabeza.
—¿Incluso aquí? —pregunté.
Era mi oportunidad.
Lo que Moi había augurado, estaba pasando. Eva se había
acercado a mí.
—Incluso aquí. —Eva sonrió—. A Marga la traes loca.
Me reí. Marga estaba pirada como un cencerro, pero me caía
bien.
—¿Solo a Marga? Has dicho que podría triunfar incluso aquí.
—¿Te parece poco? Marga es mucha mujer, ¿eh?
Me pasé la lengua por los labios.
«Ahí, que te vea sexi».
—No lo dudo, pero no es Marga la que me gustaría que me
hiciera un poco de caso aquí dentro.
—Ah, ¿no? Ahora vas a decirme que soy yo. —Eva soltó una
carcajada.
Posé las yemas de mis dedos sobre la madera de la mesa e hice
circulitos con ellos.
—No me puedo creer que no hayas captado ni una señal.
—¿Señal? ¿Cuál? ¿La de ignorarme durante toda esta semana?
—Frunció el ceño.
Bingo, Moi. Qué grande.
—Te has dado cuenta —dije con chulería.
—Esto es el colmo. —Eva dio un golpe sonoro con las palmas de
sus manos sobre la mesa cuando se levantó.
Su coraza había vuelto a la carga, tenía que remediarlo como
fuese.
—Espera… —Me puse de pie y la cogí de una de sus manos,
pero ella se soltó de inmediato.
—¿Era una argucia?
Me reí un poquito.
—Los chicos tenemos nuestros trucos, ¿sabes?
—¿Y qué querías conseguir?
—Que me hicieras caso. —Me encogí de hombros y Eva rodó
los ojos hacia arriba—. Y lo he conseguido, por lo que veo.
—Mentira.
—¿Qué te pasa conmigo? Cuando creo que me he acercado un
poco a ti, me pegas un corte.
Ella suspiró.
—Lo siento, no pretendo ser… descortés ni nada parecido. Es
solo…
—Soy tu huésped, merezco buen trato. —Le guiñé un ojo.
—Precisamente por eso, eres mi huésped. Nada más —dijo
matizando las últimas palabras.
—Nada más… —repetí yo, acariciando su brazo con mis dedos
de forma suave. Me acerqué un poco más ella, lo suficiente para
que el acercamiento resultara excitante—. ¿Estás segura? Creo que
has dicho esas últimas palabras con poca fuerza.
—Por supuesto —dijo ella tras carraspear.
La melodía de su teléfono móvil comenzó a sonar y el momento
se rompió, pero me vino perfecto, se había quedado con la miel en
los labios.
Ella posó la vista sobre la mesa, donde estaba el aparato,
parecía algo turbada.
—Deberías cogerlo.
—Sí… claro.
—Iré a darme una ducha —le dije—. Nos vemos en otro
momento.
—No… espera…
La dejé con la palabra en la boca y cogió esa llamada mientras
me introducía en la casa.
Sonreí para mis adentros y escribí un mensaje de WhatsApp.
Yo: El plan está funcionando.

Mi interlocutor contestó un par de minutos más tarde.


Moi: Deja que sea ella quien dé el siguiente paso. Te aseguro
que lo hará. Piensa algún sitio al que ir, te hará falta cuando te toque
a ti mover ficha.

Yo: Ok. Vamos hablando.

Moi: Te dejo, acabo de recibir a una clienta.

Yo: Suerte, truhan.


33
Eva
Maldije a Palo cuando vi que era ella la responsable de la
llamada entrante.
Rodé los ojos y descolgué la llamada.
—Dime.
—Uy, qué seca, hija. ¿Qué tal?
—Es que me has interrumpido en algo… importante.
Silencio al otro lado de la línea.
—¿Importante? ¿Cómo de importante? ¿Estás en la cama?
—¿Qué?
—¿Ya has chuscado con el huésped buenorro?
—¡No!
—¿Entonces?
—Digamos que estaba manteniendo una conversación con él.
—Ah. Y, ¿qué se contaba?
—Nada, ya te diré cuando te vea. ¿Qué quieres, Palo?
—De verdad… ten amigas para esto —suspiró—. Precisamente
por eso te llamaba, voy a ir para allá con Neo a principios de agosto.
—En quince días.
—Lo mismo es.
—Vale, lo tengo en cuenta.
—Te dejo, voy a bañar al nene.
—Vale, ten cuidado que no trague agua.
—¿Por quién me tomas? —gritó Palo, y reprimí una carcajada.
—Por mi amiga Paloma, nada más.
—Idiota.
Después colgó y pasé al interior de la casa. ¿Cómo había podido
ser tan tonta?
Pero ¿por qué me cerraba así? Gabriel era agradable, divertido
y, Dios, estaba como un quesito.
«Puta coraza», pensé.
Solo me había enamorado una vez en mi vida y lo sentí todo
demasiado intenso.
De esa relación nació Daniela, pero fue lo único bueno que me
dejó.
Todavía a veces pensaba en él y en su cobardía, pero nada
podía hacer para cambiar mi pasado.

—Menuda carita llevas… —comentó Montaña cuando entré en la


cocina.
Estaba mano a mano preparando la masa de las croquetas
caseras para la cena junto a Margarita.
Los fines de semana el horario de la cena era de nueve a once,
mientras que los días entre semana era una hora antes.
—¿Todo bien? —preguntó Marga.
—Es Gabriel.
Ambas se pusieron alerta.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Montaña.
—¡Había estado pasando de mí adrede! Menudo sinvergüenza…
—dije.
Aunque no pude evitar sonreír levemente.
—¿Cómo que adrede? ¿Para qué?
—Para llamar mi atención.
—Eso no lo sabes.
—Que sí, que me lo ha dicho.
Marga negó con la cabeza y cogió un poco de masa para
moldear la forma de la croqueta con las manos.
—La conversación ha sido así. Ha dicho que no duda de que
Marga sea mucha mujer y todo eso, pero que quien quiere que le
haga caso en este lugar, soy yo.
Me mordí una uña y las miré a ambas.
Marga había estado escuchando con atención con la mano
suspendida en el aire y la masa de la croqueta cayó sobre la
encimera.
—Pero ¿qué pinto yo en esa conversación?
—Nada, solo quería desviar el tema… —le dije haciendo un
gesto con la mano, quitándole importancia.
—¿Y me metes a mí? —dijo poniendo los brazos en jarras.
Suspiré.
—¿Qué hago ahora? —les pregunté con un tono de
desesperación en la voz que no pasó desapercibido para ellas.
—Lo primero, tranquilizarte. ¿Quieres un lexatin? ¿Te perrea el
ojo? —Montaña dejó una perfecta croqueta embadurnada en harina
a su derecha.
Bufé.
—¿Y lo segundo?
—Lo segundo te lo diré yo. —Marga dejó la masa sin forma en
un plato y se limpió las manos con una servilleta.
—Madre mía… —suspiré, echando la cabeza hacia atrás. Me
esperaba de todo viniendo de ella.
—Lo segundo es que disfrutes.
—¿Cómo?
—Que tienes veintisiete años y tienes que vivir.
—Ya estoy viviendo —me quejé.
—Sabes de sobra que no. Te lamentas, te refugias en el trabajo,
en esta casa, en los cuidados de tu hija. ¡Hasta empezaste a hacer
punto de cruz! —exclamó.
Fruncí el ceño.
—¿Qué pasa? Me relaja.
—Deja de mentir, Pinocha. Eso no relaja una mierda.
Suspiré e hice una mueca con la boca.
—Sube arriba y hazle una mamada. Solo voy a decirte eso.
—¡Qué bruta que eres! ¡No pienso hacer eso! —exclamé
horrorizada.
O no.
Lo cierto es que no era algo que me desagradase, estaba
segura, pero no podía empezar por ahí.
Montaña se rio a mandíbula abierta.
—No, Eva. Creo que a lo que se refiere Marga es que te dejes
llevar. Ese chico parece estar interesado en ti, ¿no?
Asentí con la cabeza.
—Eso creo —contesté, aunque albergaba todavía ciertas dudas.
—Y él, a ti te gusta —me dijo.
—Bueno… es guapo y… todo eso.
—Que sí, leche, que le gusta —añadió Marga.
—Pues déjate llevar por una vez. Desde que nació Daniela no
has conocido a nadie de forma seria. Esos rolletes del trabajo no
cuentan.
—Pero es nuestro huésped —dije, aunque ya no sabía qué más
excusas ponerme.
—¿Y qué? ¡Mejor! ¡Más cerca te pilla! ¡Que no piensas, chica! —
Marga negó varias veces con la cabeza, como dándome por vencida
en ese tema.
—Entonces, ¿qué le digo?
—Virgen de Atocha… esta chiquita es tonta. —Marga dejó de
nuevo la masa y se limpió otra vez las manos.
Se acercó a mí.
—Hay que dártelo todo hecho, de verdad. Sube a su habitación y
proponle… yo qué sé. Tomar algo. Id a un sitio chulo de esos que
vais los jóvenes.
Sopesé la idea. Además, todavía quería que me respondiera a la
pregunta de qué hacía un chico como él en un lugar como mi casa
de huéspedes.
—Vale. Voy a hacerlo.
—Eso.
—Voy a hacerlo —repetí.
—Sí, nena. Ve, ve.
—Venga —me animé a mí misma.
—Ale, ya tienes entretenimiento. Para ti y para tu chirla. Que
desde que pasó lo del sinvergüenza ese…
—Ni lo menciones —le pedí.
—¿No te ibas? —preguntó entonces Montaña.
—Sí, ya me voy y os dejo a lo vuestro.
—Suerte, guapa. —Marga me guiñó un ojo y desaparecí de allí.

Sopesé de nuevo la idea una vez me vi ante la puerta de la


habitación de Gabriel, la cual estaba cerrada.
Me retorcí las manos un poquito, presa de los nervios.
No obstante, respiré hondo y me animé a mí misma
mentalmente.
Solo era un chico.
Muy guapo, eso sí.
Pero un chico, al fin y al cabo.
Además, ya me había dicho que quería que le hiciera caso, ¿no?
Pues eso.
Di un par de toques con los nudillos sobre la madera de la
puerta.
—¿Sí?
—Gabriel, soy Eva.
—Pasa —dijo nada más llegar hasta mí y entornar la puerta—,
no te quedes ahí.
—¿Qué haces?
—Recoger un poco todo esto. —Miró en derredor, como si
aquello fuera la cueva de Alí Babá, repleta de tesoros que
salvaguardar de los ladrones.
La estancia olía a él y a jabón para el cuerpo.
Exquisito.
—¿Querías algo?
—Sí.
—Dime.
Estaba frente a mí. Recién duchado, con el pelo mojado y
oliendo endemoniadamente bien.
«Socorro».
Esa boca debería estar prohibida.
¿Podría escuchar los latidos de mi corazón, que latía
desbocado?
Me esforcé por no parecer agitada, pero aquella imagen era
demasiado.
El chico vestía una camiseta de manga corta, pero creo que
aquella vez fue cuando verdaderamente me fijé en él y capté cada
detalle.
Su pelo oscuro, sus ojos marrones como la miel. Esa sonrisa que
quitaba el sueño.
El conjunto era exquisito.
—Siento lo de antes, no pretendo ser desagradable contigo.
—Tranquila, lo sé. Me hago cargo de que es una coraza.
Tragué saliva.
—¿Hablabas en serio cuando has dicho que quieres que te haga
caso? —le pregunté con timidez, como si fuera una niña pequeña.
Pero lo cierto es que Gabriel me intimidaba.
—¿Ya no te importa que sea tu huésped? —preguntó sonriendo.
—Hace mucho que no tengo una cita, simplemente.
«¿Mucho? Un pelo te falta para hacer el voto de castidad».
Me mordí el labio, insegura.
Gabriel sonrió y mis braguitas se derritieron.
—Una cita. Me gusta.
Obvié esas dos últimas palabras y desvié el tema. Me estaba
dando una vergüenza horrible, qué idiota era.
—Al final no me has contado qué haces aquí.
—Relajarme.
—¿Lo necesitabas?
—Todo el mundo lo necesita de vez en cuando.
Tenía razón.
—¿He saciado tu curiosidad sobre eso?
Sonreí.
—Sí.
—¿Quieres algo más?
—Me… preguntaba… ¿te apetece tomar algo por el pueblo?
—¿Nosotros?
—Sí.
—¿Juntos?
—Eh…sí. —«¿Tiene problemas de entendimiento? ¿Hablamos
idiomas distintos? ¿Qué le pasa?», pensé. —A no ser que quieras a
Marga como carabina —añadí.
Eso le hizo reír.
—No, por Dios. Y sí, cuenta con ello. Tengo un sitio fichado al
que me gustaría ir.
—Vale. —Sonreí como una idiota.
—Nos vemos en un rato, para cenar.
—Claro.
—Hasta luego, entonces.
Le dije que sí con la cabeza y salí de la habitación.
«Tienes una cita, monina».
Tenía una cita.
Madre mía.
34
Un lugar de Madrid, año 2015

El verano en el que ayudaron a Ángela gracias a la idea que tuvo


Andy, fue el pistoletazo de salida para la nueva vida que les
esperaba lejos de Moraira.
Eva comenzó la universidad ese mismo septiembre, en Madrid, y
Andy, como ya sabes, aquel ciclo de informática.
No obstante, Montaña y Antón se quedaron en la casa de
huéspedes, pues los mellizos tendrían que aprender a ser
independientes y cumplir con sus obligaciones, tales como estudiar
y formarse para ser esos adultos que desearan.
Lo cierto es que no les fue nada mal. Estaban juntos para todo y
se ayudaban en todo lo necesario el uno con al otro.
Eso dejaba a Antón y Montaña muy tranquilos en cuanto a su
seguridad.
Estudiaron, cuidaron la casa lo mejor que pudieron y volvieron en
vacaciones a Moraira para ver a sus padres y relajarse.
Pero, también conocieron gente nueva.
Amigos, amigas y sus primeras veces.
Andy no buscó ningún compromiso serio, pero tampoco hacía
daño a nadie.
Cuidaba de sus relaciones esporádicas tal y como le gustaría
que cuidaran de él.
Los dos primeros años estuvo muy centrado en sus estudios,
olvidándose de esta manera de su sueño frustrado.
Después de eso comenzó a formarse en lo pertinente para
buscar un empleo como entrenador de motocross para niños, tal y
como le propuso Eva años atrás.
Mientras, trabajaba para una empresa de recambios
automovilísticos bastante grande, diseñando páginas web y todo lo
relacionado con el marketing para vender los productos.
Y, cómo no, seguía teniendo aquella tarea de cuidar y proteger a
Eva, solo que ahora nadie se lo imponía, pues le salía solo.
Eva resultó ser más cabeza loca para las relaciones y el amor.
Tuvo un par de novios antes de que llegara él, el chico que le
hiciera tanto daño como para vendarse el corazón en hierro,
buscando no enamorarse nunca más.
Andy no lo soportaba.
Eva estaba muy ciega con él y ese muchacho no le pareció trigo
limpio desde el principio.
Se metía en líos, vendía drogas e incluso consumía algunas de
ellas.
No le convenía para nada, pero Andy no podía ponerle una
pistola en la cabeza para que le hiciera caso.
Si tenía que equivocarse para darse cuenta, la dejaría hacerlo.
No obstante, Andy cada vez tenía más claro que acabaría
dañándola, como aquel día en el que Eva tuvo que salir corriendo.
—¿Qué ocurre?
—Me acaba de llamar desde la comisaría —respondió cogiendo
la chaqueta del perchero de la entrada y colocándosela de forma
rápida. Tanto, que no se dio cuenta de que la llevaba al revés.
—¿Por qué? —preguntó Andy, levantándose del sofá en el que
estaba viendo una serie de un canal de pago para acercarse a ella.
—Llevas la chaqueta al revés —le dijo cuando estuvo junto a ella.
La ayudó a quitársela y Eva bufó, nerviosa.
—Maldita sea…
—¿Puedes tranquilizarte? Está bien.
—No, no puedo. A saber, en qué lío anda metido para que tenga
que pasar la noche allí.
—¿La noche allí?
—Eso he dicho.
—Entonces, ¿para qué vas tú?
Eva lo miró a los ojos, suspirando. Ni siquiera se había parado a
pensar en eso, pero Andy tenía razón. Si su novio iba a pasar la
noche allí dentro, ¿qué pintaba ella en un lugar como ese?
—Pues…
—Anda, quítate eso —le dijo Andy suspirando, mientras la
ayudaba a quitarse la chaqueta de nuevo.
La acompañó hasta el sofá, él en pijama, ella vestida con unos
vaqueros y un jersey.
Se sentaron juntos y Eva suspiró con la espalda apoyada en un
cojín.
Andy la miró y puso la mano en uno de sus muslos.
—¿Por qué no lo dejas? Llevas tres meses con él y no te da
nada bueno.
Eva lo miró.
—Sí me ofrece muchas cosas buenas —dijo Eva molesta—,
pero tú no lo entiendes.
—Vale, vale. Tú sabrás.
—Pues claro que yo sabré —espetó Eva de malas maneras.
¿Qué más le daba a Andy con quién estuviera ella? Él no
entendía nada, ni siquiera tenía pareja. ¿Qué iba a saber?
—No te enfades.
—Pues deja de meterte en mi vida —contestó. Después dio un
portazo para encerrarse en su habitación.

Meses después, Eva seguía con la venda en los ojos, sin saber
que aquel amor mordía y mataba.
Estaba convencida de que podría cambiar sus malos hábitos, en
los que, por cierto, no estaba de acuerdo, aunque Andy creyera lo
contrario.
Ella estaba tan enamorada de él, que solo quería ayudarlo.
—Necesito que me hagas un favor —le pidió a su hermano un
día cualquiera.
Al chico le andaban buscando para darle una turra por una
deuda económica.
Andy tecleaba en el ordenador cuando Eva entró en su
dormitorio.
Encontró a su hermano sentado al escritorio, muy concentrado.
—¿Qué pasa?
—Tú tienes ahorros, ¿verdad?
Andy giró la cabeza en su dirección, posando su mirada en la de
su hermana.
—Sí. ¿Necesitas para libros o algo?
Eva carraspeó, no estaba segura de que Andy fuera a ayudarla,
pero tenía que intentarlo.
—No, no —contestó mostrándole las palmas de las manos, las
cuales tenía sudadas por los nervios del momento —, no es para mí.
Fue entonces cuando Andy arrugó el ceño y se puso alerta.
—¿Entonces…? No, no me lo digas, tu amante bandido está
metido en un lío. ¿Me equivoco?
Eva se mordió el labio y puso cara de pena.
Andy suspiró, se llevó los dedos a la nariz y la pellizcó.
—¿Qué pretendes? ¿Que te deje pasta y lo saques del
problema?
Eva hizo una mueca.
—¡Joder, Eva!
—Andy, por favor…
—¿No te das cuenta de que es un bala perdida que te utiliza
como quiere? ¡No puedes salvarlo siempre!
—Son solo mil euros. Nos los devolverá.
—¿Mil euros? ¿Estás loca? Además, no sé por qué piensas que
tengo esa cantidad.
Eva rodó los ojos hacia arriba.
—Quizá porque eres un tacaño que no gasta el dinero en nada.
Ponemos para comprar comida y nada más. La hipoteca está
pagada y los papás se encargan del resto de facturas. Nunca te
compras nada y estoy segura de que no gastas más de doscientos
euros al mes en salidas de ocio.
Andy la miró durante algunos segundos seguidos.
—Pues sí, toda la razón. Y no me compro nada porque no
necesito nada —explicó.
—Bueno, ¿me prestas el dinero? Yo me hago responsable.
Andy sonrió tristemente.
—No, Eva, no puedes salvarlo siempre.
—¿Qué?
—Ya sabes mi respuesta.
—¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes hacernos esto! —
exclamó ella enfurecida.
Jamás le había hablado así a su hermano. Andy se levantó de la
silla y se puso frente a ella.
—¿Qué haces, Eva? —le habló de forma pausada—. ¿Te das
cuenta de cómo me estás hablando?
—¡Eres un egoísta! —gritó con lágrimas en los ojos—. ¿Qué va
a ser de él ahora?
—Tranquilízate. ¿Te das cuenta de cómo estás? Te tiene
absorbido el coco, Eva.
—¿Qué va a ser de él? Lo van a buscar.
—Que lo busquen. Cada uno tiene lo que se merece, no puedes
socorrerlo como si fueras su madre cada vez que tiene un problema.
Estoy seguro de que él no haría lo mismo por ti.
—¡Por supuesto que lo haría! Estamos enamorados, pero tú no
sabes lo que es eso.
Andy le sonrió.
—Lo sabré en su momento —se encogió de hombros—, pero no
soy yo quien tiene un problema.
—No, claro que no. Somos nosotros y nos das la espalda.
Andy negó con la cabeza.
—No doy la espalda a nadie.
—Sí, a él.
—Él no es mi familia —le recordó el chico.
—Pero yo sí.
—Bien, pues tú no tienes ningún problema económico ahora
mismo.
Eva bufó. No entendía cómo su hermano podía ser así, cómo
tenía la sangre fría de decirle que no.
—Te arrepentirás —dijo entonces ella.
Andy se rio.
—¡No te rías! —exclamó ella todavía más enfadada.
—Se te ha pegado hasta la forma de hablar. Te arrepentirás tú
de haberte enamorado de él. Ya verás.
—Eso nunca pasará.
Pero sí que sucedió, y más pronto de lo que ambos pensaban,
como también de la forma más dolorosa.
*

El tiempo pasó y Eva y Andy cumplieron los veintidós.


Andy siguió con su vida y Eva con la suya, como siempre,
arreglando problemas que no le pertenecían.
Era el último año de carrera de la chica, tan solo tenía entregar el
trabajo de fin de grado para obtener el título.
Estaba tranquila respecto a eso, pues tenía el trabajo bastante
avanzado y ya había comenzado a ilustrar de forma independiente.
Tras una cuenta de Instagram que había hecho con la ayuda de
Andy, donde colgaba fotos de todo lo que ilustraba y que estaba
vinculada a una página web creada con el mismo propósito,
conseguía vender sus bonitos dibujos.
Andy había cogido unos días de vacaciones, así que ambos
fueron a pasarlos a Moraira para pasar momentos agradables y ver
a sus padres.
Eva estuvo todo el camino callada, pero su cabeza no paraba de
dar vueltas a un asunto muy importante.
Quizá, el más importante de su vida.
Andy la notaba distinta, más seria de lo habitual, y no había
pasado desapercibido el hecho de que había estado llorando, pues
tenía los ojos rojos y la cara marcada por el llanto.
Desvió la vista unos instantes de la carretera, pues era él quien
conducía el coche de camino a la casa de huéspedes.
—¿Te ha pasado algo? ¿Has discutido con…?
—No quiero hablar —lo interrumpió.
Andy asintió con la cabeza y fijó de nuevo la mirada en la curva
que venía a continuación.
—Vale —contestó resignado.
Pero entonces, de pronto, Eva comenzó a llorar. Su hermano
hacía mucho tiempo que no la había visto llorar de ese modo.
—Eva, ¿qué pasa? ¿Paro?
Pero la chica no podía hablar, pues los sollozos incontrolados se
lo impedían.
Andy se puso serio. Como el idiota ese le hubiera hecho algo…
—Pararé en el próximo apartadero que encuentre.
Eva negó con la cabeza, un poco más calmada, pero todavía
llorando a mares.
—No será necesario, no es nada.
—¿Que no es nada? ¿Te has visto? Quiero que me cuentes
ahora mismo qué pasa.
Eva lloró entonces más fuerte y abrió su bolso, que descansaba
sobre sus propias rodillas, con manos temblorosas.
Andy miró de reojo qué era lo que hacía.
—¿Qué haces?
—Quiero enseñarte una cosa.
Andy se puso tenso, no tenía ni idea de lo que pasaría a
continuación.
Suerte que, si no recordaba mal, en pocos kilómetros había un
apartadero en el que poder parar y ayudar a su hermana a
tranquilizarse.
Entonces Eva sacó la caja de una prueba de embarazo.
—¿Qué es eso? ¿Estás…? Joder, Eva…
El chico tensó la mandíbula y, por inercia, pisó el pedal del
acelerador.
Eva sollozó de nuevo.
—Eso no es lo peor —dijo entre hipidos.
—¿Qué es? Claro que eso no es lo peor. Solo… es un bebé.
—Me ha abandonado.
—¿Cómo? —Andy se puso furioso—. Te lo dije, Eva, mira que te
lo dije. Te dije que no era trigo limpio, que acabaría haciéndote sentir
desgraciada… pero tú, erre que erre como ese impresentable.
—No me digas eso ahora —imploró la chica. Estaba destrozada
por dentro, jamás se podría haber imaginado que él se la jugaría de
semejante manera—. No entiendo cómo me ha podido hacer esto.
Había cambiado. Había cambiado por mí, pero le he contado que
estoy embarazada y me ha dicho que no quiere saber nada de mí y
que no le importa lo que haga.
Se sentía sola y no sabía qué hacer.
—Lo siento, enana. No quería… solo quiero… joder, qué hijo de
puta.
Una señal anunció que el apartadero se encontraba cerca.
—Voy a parar y hablamos.
Eva asintió con la cabeza.

—No podemos presentarnos así en Moraira, se asustarán. Así


que, cálmate y pensemos.
—Lo sé, tienes razón.
—¿Tú quieres tenerlo?
Eva negó con la cabeza, llorando.
—No lo sé. Antes de decírselo, sí. Yo estoy enamorada de él,
¿sabes?
Andy asintió.
—Claro que lo sé —dijo abrazándola.
—Pero —Eva se separó de él para mirarlo de frente. Ambos
habían bajado del coche a estirar las piernas y a que les diera el aire
—, cuando se lo he dicho le ha cambiado la cara y me ha dicho que
nuestra relación terminaba ahí. Ni siquiera me ha dado la opción de
consultar nada con él.
—Entiendo. ¿Qué quieres hacer?
Eva se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Vale. Mira, vamos a tomarnos estos días de descanso para
que te relajes, te tranquilices y pienses todas las posibilidades.
Después, cuando volvamos a Madrid, ya veremos.
—Me parece bien, pero, Andy.
—Dime.
—No cuentes nada, por favor.
Andy negó con la cabeza.
—Te prometo que no. Esto es cosa tuya, es algo que debes
contar tú y no yo llegado el momento.
—Vale, gracias.
Andy abrazó de nuevo a su hermana, y se juró mirando el
paisaje que los rodeaba, que cogería a ese malnacido y le explicaría
las cosas.

*
—¿Estás segura? —le preguntó a Eva días después.
Habían aparcado, con mucha suerte, a escasos metros de la
puerta del hospital.
Eva había cogido cita algunos días antes tras haber pasado
aquel pequeño periodo de vacaciones en Moraira.
Había llegado a la conclusión de que no quería que su bebé
naciera sin un padre al que recurrir, sin esa figura.
Además, los niños venían al mundo por amor, y ese amor con el
que había concebido aquel niño, ya estaba roto.
Jamás volvería a tener relación con ese chico, nunca.
Le había hecho tanto daño…
Había roto su corazón en mil pedazos, y tardaría en reponerse
de aquello.
Aún estaba a tiempo de remediarlo, muchas mujeres lo hacían.
Bien por no sentirse preparadas para ser madres, bien porque en
ese momento de sus vidas o en sus carreras no era lo más óptimo.
Había mil de razones por las que tenía derecho a abortar.
Aun así… un pellizquito de culpa, melancolía y dolor se colaba
en sus entrañas.
Eva tragó saliva.
—La verdad es que no mucho.
Andy cogió su mano, dándole su apoyo.
—Decidas lo que decidas, yo estaré contigo.
—No tendrá padre.
—Hoy en día existen muchos tipos de familia.
—Ya, pero…
—Me tendrá a mí —le aseguró Andy con esa calidez reflejada en
sus pupilas, tan característica de él —, si lo que te preocupa es eso.
La chica cerró los ojos y se llevó las manos a las sienes,
masajeándolas, intentando que aquel dolor que le martilleaba la
cabeza, cesase.
—Tráeme mañana a la misma hora —le pidió.
Andy sonrió de forma triste.
—Enana, ya has tomado la decisión. ¿Lo sabes? No podemos
venir mañana a la misma hora. La cita es hoy.
—Pero, mañana… mañana lo tendré claro.
—Ya lo tienes claro, ¿no lo ves? —le dijo Andy.
Eva dijo que sí con la cabeza, llenándose sus ojos de lágrimas.
—Y ahora, ¿cómo le cuento yo esto a papá?
—De eso me encargo yo —le aseguró su hermano.
Eva suspiró.
—Si es niña, se llamará Daniela.
35
Gabriel
Encontré un lugar muy cuco al que llevar a Eva en ese pueblo de
ensueño.
No estaba demasiado alejado de una cala cercana que me
pareció preciosa al visitarla días atrás.
Desde luego, Moraira no tenía nada que envidiar a ninguna isla
paradisíaca.
Ojalá la hubiera visitado antes.
Estaba nervioso, no voy a mentir. Conseguir aquel trato era parte
de mi labor en esa casa de huéspedes, pero mi corazón iba por
otros derroteros.
Ansiaba besarla, tocarla y follármela con dureza.
Moi había tenido que ayudarme a ser ese canalla que podía
volver loca a Eva, pero no hacía falta que me diese ninguna clase
sobre sexo.
Además, ya había fantaseado varias veces en mi cabeza con el
verde de sus ojos y las curvas de su perfecto cuerpo.
Esa chica me volvía loco, me atraía de una forma inexplicable,
hasta el punto de sentirme perdido, sin saber qué hacer con lo que
me hacía sentir por dentro.
No obstante, no supe que me gustaba tanto hasta aquella noche,
cuando la llevé a ese local en el que tenían micro abierto e iban
artistas independientes a versionar canciones famosas o incluso a
tocar sus propios temas.
Con un toque vanguardista y vigas de madera decorando
paredes y techo, ofrecían cervezas artesanales y todo tipo de
aperitivos que tenían una pinta estupenda.
—Así que, ¿no vas a decirme de qué huyes? —me preguntó Eva
una vez estuvimos sentados frente a frente, en un rinconcito del
local, con un mosaico de motivos jipis decorando la pared.
Había ido a recogerla a la puerta de su habitación, y casi me dio
un escalofrío al verla con aquel vestidito de flores moldeando su
cuerpo y los labios pintados de rosa.
Era exquisita.
Después caminamos hacia el lugar y pedimos dos copas de vino
blanco, el cual tenía claro que pensaba dejar que se me subiera a la
cabeza.
Sonreí y acaricié el borde de mi copa de vino.
—¿Yo? ¿Por qué tendría que huir de algo? —le pregunté,
haciéndome el remolón e ignorando las dos palabras que resonaban
en mi mente desde que me había hecho la pregunta.
«De mí mismo».
Eva negó con la cabeza.
—A mí no me engañas.
«Eso ya lo veremos», pensé, y me odié un poquito por ello,
porque cuando la tenía delante me hacía dudar hasta de mi puto
nombre.
—¿Acaso cada persona que se hospeda en tu casa tiene algo de
lo que huir? —Eva sonrió y dio un trago de su copa—. ¿Es eso lo
que quieres decir?
—Sí, así es.
—No me lo creo.
Eva rodó los ojos hacia arriba y sonrió.
—A ver, no así, exactamente, pero hay otras formas de relajarse
que venir hasta aquí, ¿no crees?
Me mordí el labio, haciéndome el interesante, aunque una
sonrisa burlona se escapaba de mis labios sin que yo pudiera hacer
nada por evitarlo.
—¿Tú también?
—¿Si huyo?
Asentí con la cabeza.
Por mi derecha, el camarero se acercó a nuestra mesa para que
pidiéramos la comanda.
Humus con zanahoria, una tablita de quesos, patatas bravas y
cuatro croquetas.
—Gracias —dijo Eva antes de que el muchacho se retirara. —Me
flipa el queso —añadió después, tras dar otro sorbo a su copa.
Casi las habíamos vaciado.
—A mí también —reconocí—. Por lo que veo sí que huyes tú
también, como tus huéspedes.
—No huyo de nada —dijo poniendo morritos.
—Sí, de contestar a mi pregunta.
Negó con la cabeza.
—No, ya te he contestado. No huyo de nada, Gabriel.
—¿Por qué no te creo?
—Ese es tu problema —dijo con una sonrisa.
Estaba coqueteando, retándome.
—Supongo que todo el mundo guarda secretos —comenté.
Eva asintió con la cabeza, aunque esta vez se puso más seria.
—¿Me confiarías alguno tuyo? —cuestionó entonces,
rompiéndome los esquemas.
—¿Tú lo harías conmigo? —le pregunté yo.
Aquello se ponía intenso, igual que mi entrepierna al mirar de
soslayo el escote de su vestido.
—¿Confiarte un secreto?
Asentí.
—Tengo unos cuantos.
—Soy todo oídos. Me pareces muy…
Ella arqueó una ceja y el camarero dejó sobre la mesa la tabla
de quesos y el humus.
—¿Muy qué?
—Enigmática.
—¿En serio?
Solté una pequeña carcajada.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—Te has… cerrado en banda conmigo desde el principio. ¿Por
qué? O, mejor ¿por qué ahora no?
Ella suspiró, cogió un trozo de queso azul y se lo llevó a la boca,
seguramente para ganar tiempo. Le había hecho una pregunta
importante.
Vi que tardaba mucho en contestar, así que intervine:
—Si te encuentras incómoda o algo, yo…
—No, tranquilo. Estaba pensando qué responderte, pero lo cierto
es que no hay ningún tipo de excusa ni nada parecido. Solo…
bueno, Marga me hizo darme cuenta de que tengo que vivir, y de
que llevo unos cuantos años sin hacerlo.
—¿Años?
—Sí.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Tengo miedo a que me hagan daño.
—¿Te lo hicieron en el pasado? —pregunté interesado,
olvidándome por completo de mi cometido en Moraira.
—Mucho.
—¿Qué… pasó? ¿Fue Andy?
Ella parpadeó varias veces, impactada.
—Perdona, no… no conozco a Andy de nada, solo he oído su
nombre varias veces desde que estoy en la casa.
Era cierto, la sombra de Andy siempre estaba rondando a mi
alrededor, me moría por saber quién era. Puede sonar absurdo,
pero había llegado a sentir hasta celos.
Me estaba volviendo loco, esa era la realidad.
Ella bebió de su copa hasta terminarla, parecía turbada. Así que
aproveché la ocasión en la que el camarero trajo las patatas y las
croquetas para pedirle dos copas más.
—No, tranquilo. He de enfrentarme a esto.
—Lo siento, no pretendía…
Ella sonreía negando con la cabeza, pero sus ojos se habían
llenado de lágrimas.
Y yo me sentí culpable.
Si me sentía así en ese momento, ¿cómo podría llegar a
sentirme después de engañarla?
Carraspeé y apuré mi copa de vino hasta dejarla vacía, pues la
mía el camarero no se la había llevado.
—No fue Andy el que me rompió el corazón —dijo sonriendo al
tiempo que enjugaba un par de lágrimas traicioneras—. Perdona, es
que el maldito vino…
Sonreí.
—Tranquila —dije posando mi mano sobre la suya.
Fue un acto involuntario, no pensé en hacerlo, lo hice sin más.
Ahí estaba.
Su piel con la mía.
Aquel roce mágico que me hacía vibrar.
Eva se serenó y continuó hablando:
—Andy fue… bueno, mi salvación. Como siempre. Me sacó del
pozo, me apoyó en todo y jamás me lo recriminó.
Asentí con la cabeza.
—Así que hubo alguien más.
—Sí.
—¿Quién?
—La única persona de la que he estado enamorada.
—Pero, has dicho que Andy…
Eva rio.
—No, no. Andy es mi hermano. Bueno, era… joder —se frotó la
frente con los dedos—, todavía no me acostumbro.
—¿Está…?
—Sí.
—Dios, lo siento mucho.
Hizo un movimiento con la mano, como queriéndome decir que
no pasaba nada, que estaba todo bajo control, pero el puchero que
dominaba sus labios en ese momento me dijo todo lo contrario.
Carraspeó y controló el llanto.
—Estoy trabajando en ello, en superarlo. El otro día empecé una
terapia psicológica. Y no sé por qué te estoy contando esto… —dijo
entonces, avergonzada.
Me enterneció al tiempo que hizo que mi corazón latiera con
fuerza.
—Porque te doy confianza —le dije sonriendo.
El camarero volvió con dos copas de vino llenas y se llevó mi
antigua copa vacía.
—Bueno, el caso es que solo me he enamorado una vez y me
partieron en dos.
—¿El padre de Daniela?
—El mismo.
—¿Por qué?
Ahora sí parecía más entera.
—¿Por qué? El muy impresentable me dejó cuando le dije que
estaba embarazada. Sin preguntas, sin explicaciones, sin nada.
Apreté los labios consternado. Yo no quería ser padre, me
pregunté entonces si podría ser capaz de hacer eso.
La respuesta era un no.
No era un monstruo.
—Joder…
—Lo sé.
—¿No sabes nada de él?
Eva negó con la cabeza.
—No. Ni quiero.
—Entiendo.
Se me había olvidado hasta comer, por lo que cogí un palito de
zanahoria y lo pringué con el humus de garbanzos antes de
metérmelo a la boca.
—Ahora te toca a ti —me dijo.
—¿A mí?
—Ajá. Yo te he contado un secreto. Ha llegado tu turno.
«Mi turno».
—Pues… ni siquiera sabría por dónde empezar. Así que voy a
confesarte que sí, una de las razones por las que vine aquí fue por
huir.
—¿De qué?
—Más bien, de quién —corregí.
—Vaya —dijo Eva poniendo morritos—, esto se pone
interesante.
Sonreí.
—Desembucha —me pidió, guiñándome un ojo.
Qué guapa era.
—¿Nunca has tenido la sensación de que si no huyes de tu
propia vida te vas a asfixiar?
Eva movió la cabeza de un lado a otro.
—Más o menos. ¿Tienes ansiedad?
—Mucha.
—Entonces es tu cabeza quien te asfixia, no tu vida. ¿No crees?
Negué con la cabeza, súper convencido.
—No, mi vida no me gusta. Me agota, me… asfixia, es que no
puedo definirlo con otra palabra.
—¿Y no has pensado en cambiarla?
—Claro. Muchas veces.
—¿Por qué no lo haces?
—Porque no es tan fácil.
Eva negó con la cabeza y puso su mano sobre la mía.
—La vida es sencilla, somos nosotros quienes la complicamos.
Esa frase resonó en mi cabeza durante toda la noche y el resto
del tiempo que pasé en Moraira.
Se me clavó dentro como un tatuaje impregnado en la piel.
Quizá yo había hecho mi vida complicada sin darme cuenta,
pensando más en los demás que en mí mismo.
Germán de Haro por delante. Él y su empresa.
Raquel, mi novia, por delante. Ella y su instinto maternal.
¿Qué pasaba conmigo?
Con mis sentimientos.
Con mis pensamientos.
¿Qué pasaba con lo que yo buscaba de la vida?
No me había dado tiempo a crear sueños propios, Germán de
Haro se encargó de que luchara por los suyos.
Fue entonces cuando tuve claro que no quería seguir haciendo
las cosas como las estaba haciendo.
36
Eva
Aquella cena había sido especial.
Aunque no quería admitirlo por el miedo irracional a que
volvieran a partirme el corazón, pues esa vez, no estaría Andy para
colocar tiritas sobre él.
Pero lo cierto es que me había sentido demasiado cómoda con
Gabriel.
Me transmitía una calma infinita, y cada vez que lo miraba, el
color miel de sus ojos me cautivaba más.
Era el sueño de toda mujer.
Y no solo por el físico, pues me había demostrado que sabía
escuchar y que era capaz de empatizar.
Quizá era porque mi relación más larga había sido con un
cavernícola y ahora cualquier chico decente me parecía un príncipe.
No lo negaré.
No obstante, Gabriel me hizo sentir cosquillitas en la piel cuando
nuestras manos se juntaron.
La conversación había sido tan fluida que me sorprendí a mí
misma contándole cosas que nunca le había contado a nadie.
Es muy cierto eso de que te sientes más cómodo contando
secretos a desconocidos que a tu propio círculo cercano.
Pero Gabriel ya no era ningún desconocido para mí.
Y aunque sentía pavor de que me saliera rana, Marga tenía
razón: tenía que vivir.
Con todas sus consecuencias.
Así que decidí hacerle caso, por lo que Gabriel, de apellido
problemas, se metió en mi vida de lleno a partir de aquella noche.
—¿Te has bañado alguna vez de noche en el mar? —le
pregunté.
La cena había sido exquisita, como también las tres copas de
vino que nos habíamos bebido cada uno.
Iba un poquito beoda, pero me sentía feliz después de tanto
tiempo de amargura y llantos.
Sería el efecto del alcohol.
O quizá el de tener a Gabriel cerca.
No lo sé.
En cualquier caso, la mezcla era explosiva y de ahí, estaba
segura, podía salir cualquier cosa.
No importaba.
Caminábamos despacio, con los zapatos en la mano, por la orilla
del mar. Habíamos decidido visitar una calita pequeña y cuca que
había cerca del local.
—La verdad es que no. ¿Y si me sale un pez gigante y me
come?
Me reí.
—¿Qué dices? Estás chalado. No va a salir ningún pez gigante.
Estamos en Alicante, no en… ay, no se me ocurre ningún lugar
donde haya peces así.
—¿Y tú? ¿Te has bañado desnuda alguna vez en el mar?
—¿Desnuda? La pregunta era de noche.
—Dios, lo siento. —Se mordió el labio y mis bragas se
carbonizaron de excitación—. No sé en qué estaba pensando…
—Eres un depravado.
—Creí que era especial.
—¡Yo nunca he dicho eso! —exclamé contrariada, pero con una
sonrisa en la boca.
—Aunque lo has pensado —me dijo.
—Eres un creído.
—¿Acaso he mentido?
Me quedé callada.
Pillada con las manos en la masa.
—¿Lo ves? Quien calla otorga.
Suspiré, muerta de risa y de vergüenza. Qué feliz estaba siendo
en ese momento.
Le di un golpecito cariñoso en el brazo.
—Oh, calla, idiota.
Fue entonces cuando me atrajo hacia sí, haciendo que ambos
soltáramos los zapatos, cayendo estos en la arena.
—¿Vas a decirme que no tienes ganas de besarme? ¿En serio?
Porque yo me muero por hacerlo, Eva.
Lo dijo en un susurro, y consiguió que cada poro de mi piel se
erizara.
Su mano estaba en mi cintura, apretando con las yemas de sus
dedos mi carne.
Esa caricia picó mi sistema nervioso.
Tragué saliva.
—Desde el primer día que te vi —confesé pegada a su boca.
—No nos hagamos esperar, entonces.
El beso fue feroz.
Hambriento.
Juntamos nuestros labios siendo presa de aquel deseo
incontrolable que llevábamos conteniendo demasiado tiempo.
Sentía mi sexo palpitar.
Pronto estuvimos arrodillados sobre la arena, sin separar
nuestros labios ni un solo momento.
Éramos lengua, dientes y pasión.
Me puse a horcajadas sobre él y sentí las palmas de sus manos
sobre la piel de mis muslos.
Estaba ardiendo, y su erección pugnaba por salir de sus
bermudas.
Jadeábamos y nuestros alientos se perdían en el frescor de la
brisa del mar.
—¿Estás segura? —preguntó, separándose de mí apenas un par
de centímetros.
Asentí con la cabeza.
—Necesito que me hagas sentir otra vez —le rogué.
Necesitaba eso y mucho más, pero no se lo dije.
Como en aquella canción de Pereza en la que decía:
Todo, todo, todo, todo.
Yo quiero contigo todo.
Poco, muy poco a poco, poco.
Que venga la magia y estemos solos, solos, solos.
Yo quiero contigo solo.
Que venga la magia y estemos solos rozándonos todo, sudando
cachondos, volviéndonos locos, teniendo cachorros, clavarnos los
ojos, bebernos a morro.

Pronto sentí sus dedos en mi interior, provocándome tal alivio


que gemí sobre sus labios.
—Estás empapada…
—Tú estás muy duro.
Me aparté un momento, dejando algo de espacio para que
pudiera liberar su erección.
—¿Sabes cuántas veces he pensado en este momento? —dijo
al tiempo que me agarraba de la cintura y me empalaba
suavemente.
Eché la cabeza hacia atrás y bajé suavemente, envolviendo el
tronco duro de su polla con mi sexo.
Un gemido salió de su garganta, y eso me excitó todavía más.
Comencé a botar sobre él y Gabriel clavó sus dedos en mis
nalgas, liberadas del vestido.
Guio mi cadera y mis movimientos con sus manos, haciendo que
ambos nos llenáramos de placer.
Nuestras frentes juntas, nuestros jadeos rompiendo el silencio
del lugar y mezclándose con el rugido del mar.
Sentirlo así, piel con piel, me estaba encantando.
Su cuello olía a aquel perfume que ya se había impregnado en
las paredes de la casa, y su boca sabía tan bien, que pensé en no
querer dejar de besarla nunca.
Acarició mi clítoris hasta que exploté de placer, después me
siguió él, derramándose en mi interior con una exhalación de
derrota.
Nos quedamos abrazados durante algunos segundos. Él
apoyado en mi hombro, yo con la cara enterrada en su cuello.
—No quiero romper el momento, pero acabo de darme cuenta de
que no hemos usado protección —dijo en mi oído.
Me reí y él hizo lo mismo.
—Pues me temo que sí, lo has roto, pero tranquilo, tomo la
píldora desde que tuve a Daniela porque he tenido problemas
menstruales, y estoy sana. ¿Tú lo estás?
—De acuerdo. Sí, no tienes porqué preocuparte.
Pero lo cierto es que sí debía preocuparme de lo que mi corazón
comenzaría a sentir por aquel huésped, aunque aún era demasiado
pronto para eso.
37
Gabriel
El beso de buenas noches que le di a Eva al despedirnos en la
puerta de su habitación me supo dulce, y me quedé con esa
sensación en los labios hasta que me dormí.
No obstante, antes de hacerlo cavilé sobre la situación en la que
estaba envuelto en ese momento, tan caótica como placentera.
Eva me daba el aire fresco que tanto necesitaba. Besaba como
los ángeles y me hacía sentir en calma, aunque dentro de mí, la
sensación fuera la misma que un volcán en erupción.
Me gustaba, joder.
Me gustaba y yo la estaba envolviendo para poder convencerla
de algún modo para que me vendiera la casa.
Esa casa de ensueño que tanto trabajo le había costado a su
padre tener.
Había esfuerzo, tesón y unión familiar entre aquellas paredes.
Todo aquello me lo había contado Marga, por supuesto.
¿Quién era yo para romper todo eso?
Y, ¿quién era Germán de Haro para exigirme a mí que fuera el
ciclón que rompiera con toda una vida de lucha?
Nadie.
Ninguno de los dos.
Y Eva no se merecía eso.
Ni tampoco Montaña.
Ni siquiera Daniela, o Andy, que ya no estaba para poder ver
cómo se había hecho popular en Moraira.
Además, ¿de verdad me compensaba mentirle a Eva de esa
forma?
¿A quien me hacía sentir tan bien y provocaba una chispa de
ilusión en mí?
Mi plan hacía aguas, aunque eso ya lo había vaticinado antes de
empezar, al poco de verla.
Ya no me hacía falta la ayuda de Moi para absolutamente nada.
Es más, nunca me hizo falta, pues Eva sentía la misma atracción
por mí que yo por ella desde que nos habíamos visto. A la vista
estaba. Solo le había costado dar el paso por el miedo a que le
hicieran daño.
Y no iba a ser yo quien cumpliera su peor temor.
Mandé un mensaje a Moi que decía: Ya no me harán falta tus
clases, pero el lunes podemos vernos para cenar, si te parece.
Había hablado mi inseguridad por mí, mi anticipación, la presión
que sentía por Germán incluso en la distancia.
¿No era más fácil mandarlo a la mierda directamente e ir de
frente con Eva?
Tal y como no había hecho con Raquel.
Joder, Raquel…
Era la una de la madrugada cuando la llamé por teléfono de
nuevo. Sabía que se trataba de una hora intempestiva para llamar a
nadie a no ser que fuera urgente, pero lo necesitaba como respirar.
Conquistar a Eva lo había tomado como parte de mi trabajo, pero
ese trabajo me había gustado demasiado.
La decisión de dejar a Raquel la debería haber tomado mucho
antes, pero no quería dejarla por teléfono.
«Tampoco responde tus llamadas, idiota», pensé escuchando el
cuarto tono.
Nada.
—Mañana pondré fin a esto, aunque sea por mensaje —dije para
mí mismo, antes de colocarme de lado y cerrar los ojos,
entregándome al sueño.
No vi hasta el día siguiente la respuesta de Moi: ¡Menuda
máquina! Me alegro, aunque me da pena por la pasta. Que no, que
es broma. El lunes nos vemos y me cuentas.

*
El domingo fue muy tranquilo. Pasé la mañana leyendo a la
sombra en una de las hamacas, con el sonido de los pájaros a mi
alrededor.
Por la tarde acompañé a Eva y a Daniela a la playa.
La pequeña seguía sin pronunciar ni una palabra.
—¿Nada de nada? —pregunté a Eva.
Ella negó con la cabeza.
—Estaba muy unida a Andy, no ha dicho nada desde que pasó.
Suspiré y acaricié el hombro de Eva. Ella sonrió, y pasó su
mejilla por el dorso de mi mano restregándose como un gatito.
La niña jugaba a unos metros delante de nosotros, cerca de la
orilla, con palas y cubos. Hacía castillos de arena.
—Terminará hablando —le aseguré.
—Lo cierto es que no estoy muy segura. Es algo que me
desespera. Mi hija era la típica niña que no se callaba ni debajo del
agua.
Eso me hizo sonreír.
—Tienes que tener esperanza. Necesita procesar.
Eva me puso al día de todo el proceso médico y profesional al
que había estado sometida Daniela en la seguridad social.
—Por eso puse el cartel de sesiones de psicología en la finca.
—Me llamó mucho la atención.
Eva sonrió.
—Me parece una buena idea ofrecer también ese servicio a los
clientes. Al fin y al cabo, la casa de huéspedes es un lugar para el
autocuidado. La psicóloga tratará a Daniela y después se quedará
un rato para hacer terapia en grupo o sesiones individuales, según
la demanda.
—Genial.
—Tú me dijiste que tenías una amiga que tampoco hablaba.
Sonreí.
Aquel día me mostré muy reacio cuando salió a colación Raissa
y el centro de menores, pero en ese momento me sentía tan bien
junto a Eva que me creía capaz de compartir con ella cualquier
cosa. Incluso de decirle la verdad, mi verdadero propósito de ir allí.
Era algo que quería hacer, pero primero debía romper ciertos
vínculos y ordenar mi vida.
Mi plan se había ido al traste por elección propia.
Ya no había plan. Lo había decidido y no había marcha atrás.
No necesitaba el puto dinero de Germán de Haro, no necesitaba
la caridad de Raquel. Yo solo saldría adelante cuando dejase la
empresa.
Tenía bastante dinero ahorrado y dos manos para currar.
Eva me gustaba, y no sabía qué pasaría entre nosotros, pero
fuera lo que fuera, quería que no hubiera mentiras de por medio.
—Sí. Raissa.
—¿Qué pasó?
Tragué saliva antes de seguir hablando.
—Bueno… antes tengo que contarte que no tuve una infancia
normal.
—¿Cómo?
—¿Te acuerdas la pregunta de los secretos de ayer?
—Claro.
—Pues te confesaré otro secreto —le dije sonriendo. Quería que
viera que eso estaba superado, no quería que me mirase con
lástima.
—Vale, adelante. No paras de sorprenderme.
Me reí.
—Espero que para bien.
—Claro que sí —dijo ella.
Miró un momento a Daniela y, puesto que estaba de espaldas,
se acercó a mis labios y me besó.
Dulce, cálida, Eva era todas las cosas bonitas que podían existir
en el mundo.
Cada vez que me miraba fijamente a los ojos o que me besaba,
sentía que no podía utilizar a nadie así.
Tenía escrúpulos. No podía evitar ser humano.
Germán no lo vería así, Germán me diría que estaba siendo
débil.
Pero yo no estaba siendo débil, estaba siendo Gabriel Hidalgo,
porque de Haro solo había uno, y era Germán.
—¿Sabes que te sienta genial ese bikini? —le dije, sintiendo
calor por dentro después del beso.
—Céntrate, anda. Cuéntame ese secreto.
Le conté cómo había sido mi infancia. Mi paso por el centro de
menores, la adopción y mi relación con Raissa. Una historia dura
que no solía contarle a todo el mundo, pero con ella era muy fácil
hablar.
No hablé demasiado de Moi, ni siquiera pronuncié su nombre.
Porque acordarme de que me había dado clases para conquistarla y
conseguir mi objetivo, en ese momento no me sentaba bien.
Aproveché para contarle de qué manera Raissa volvió a hablar,
seguro que le daba un poco de esperanza.
—Así que ella volvió a hablar —comentó Eva, esperanzada.
—Sí. Ella volvió a hablar y cuando lo hizo no se calló —me reí.
—Se nota que fue una buena amiga. ¿Ya no tienes relación con
ella?
Hice una mueca y me puse serio.
—Lo cierto es que hace algunos años que no sé nada de ella.
Igual que no sé nada de mi madre biológica. He tenido una infancia
muy difícil como has podido comprobar.
—Lo de tu madre puede ser entendible si te dejó en un centro de
menores, a veces la gente toma decisiones como esa por el bien de
los hijos. ¿Por qué no sabes nada de Raissa?
—Bueno, ¿nunca has dejado a alguien de lado por otra persona?
Eva se mordió el labio.
—Lo cierto es que sí. Dejé de lado a Andy cuando empecé a
salir con… —miró a Daniela— bueno, con el impresentable ese.
Nunca me lo perdoné.
—Pues algo parecido me pasa a mí.
—Pues soluciónalo, ¿no? Nadie puede imponerte ser más
importante en tu vida que otra persona. Lo sabes, ¿verdad?
—¿Crees eso?
—Por supuesto. No creo que exista la rivalidad. Ni entre parejas
ni con las amistades. Ni tampoco una pareja puede prohibirte que
veas a un amigo o amiga. ¿No crees?
Desperté.
Algo me hizo clic por dentro.
—Creo que es muy acertado lo que dices y que es muy tóxico
también.
—Claro que lo es. Te lo digo yo, que estuve metida hasta las
cejas en una relación tóxica.
—¿Tú llamarías a Raissa si fuerais amigas?
Eva sonrió.
—Por supuesto. Y con quien dejaría de tener relación es con la
persona que te haya exigido cortar el contacto con alguien tan
importante para ti.
—Eva, yo…
—¿Qué?
—Quiero decirte algo más.
—¿Algo más?
De pronto quería sincerarme con ella. Contarle absolutamente
todo.
Algo así como una necesidad de abrirme en canal y enseñarle
todo lo que llevaba guardado en el pecho, en el alma y en el
corazón.
Pero Daniela comenzó a llorar y rompió el momento.
Había pisado la cáscara de una almeja pequeña y se había
hecho daño en el pie.
Todo ello lo supimos porque la niña llevó a Eva de la mano hasta
la cáscara que había pisado.
No tardamos en volver a la casa y asearnos.
Aquella noche la esperé para cenar, después de que concluyera
el turno para los huéspedes, y degustamos un delicioso gazpacho
andaluz con dorada de segundo en las mesas del exterior.
Tenía la sensación de conocerla desde siempre, algo que se iba
tatuando cada vez más rápido en mi interior.
Me lo pasaba estupendamente con ella y mi corazón latía
desbocado cuando estaba a su lado, pero el motivo no eran mis
nervios rotos, sino algo más bonito.
Era pronto para decirlo, pero sabía que no tardaría en
enamorarme de ella.

Supe entonces que los lunes Eva acudía a terapia de duelo


grupal.
Me había contado que la primera sesión le gustó mucho y que
eso le daba mucha fuerza para convivir con la pena por la ausencia
de Andy.
Además, ella tenía sus quehaceres en la casa, por lo que no
estábamos juntos todo el día, sino que íbamos buscando ratos para
escaparnos y estar a solas.
Me moría por hacerle el amor de nuevo. Era algo que estaría
haciendo durante horas.
Aquella primera toma de contacto de carácter íntimo que tuvimos
en la playa fue espectacular, pero las ganas contenidas nos la
jugaron.
Yo quería deleitarme con su piel en cada beso, no dejar ninguna
parte de su cuerpo sin tocar ni besar.
Quería disfrutar de ella sin prisas, a solas, en su cama o en la
mía.
Quería que, cuando llegase el momento, se hiciera eterno,
besándola hasta desgastar su boca.
Pasé todo el día en la playa y al caer la tarde me arreglé y fui al
centro de Alicante para quedar con Moi.
Esa vez cenamos en su apartamento. Había pedido la cena en
un libanés que estaba exquisito.
Después compartimos un par de copas de Moët en la mesa de la
terraza, desde donde se veía todo Alicante, incluido el castillo.
—Así que, ya no necesitas mis servicios —dijo sonriéndome.
—Por suerte, no. Aunque quiero que sepas que tampoco me has
ayudado demasiado.
—¿Qué dices? Soy tu mejor maestro.
Solté una carcajada.
—Ella sentía lo mismo que yo, solo… bueno, le hicieron daño.
—Típica excusa.
—No, tío. Le hicieron daño de verdad. Su ex es un cretino, le
jodió bastante la vida. Pero ahora está genial.
—¿Qué le hizo? Bueno, tío, da igual. No quiero penas. Lo
importante es que ya has conseguido lo que querías. Ahora podrás
convencerla para que venda esa casa.
Negué con la cabeza.
—No.
—¿Cómo que no?
—Lo que has oído. No pienso convencerla de nada porque ya no
voy a seguir ningún plan.
—¿Qué? Espera, espera, porque me estás liando. ¿Qué significa
eso? ¿Y tu padre?
—Mi padre es un cabrón que, aunque él piense que me ha
regalado el cielo, lo único que hizo fue hacerme sentir desgraciado.
No pienso conseguir nada para él.
—Pero va a darte la mitad de la venta.
—Me da igual el dinero.
—¿Cómo que te da igual el dinero?
—Y no pienso hacerle daño a esa chica. No la quiero engañar.
—Ya la has engañado, Gaby.
Negué con la cabeza.
—No he fingido nada.
—¿Qué dices? Tío, no te pilles… no te pilles porque no la
conoces.
—Me da igual.
—Te has pillado —aseguró. —Madre mía, hermano, te has
pillado —exageró dramatizando.
—Llámalo como quieras.
—Te has pillado, tío, y ahora vas a ser un muermo de persona.
¿Te van a salir corazones por los ojos y esas vainas?
Me reí.
—Me gusta y ya está. Yo no soy Germán de Haro, es lo único
que tengo claro.
—¿Qué pasa con Raquel?
—Que no me coge el puto teléfono y no quiero dejarla por
mensaje —contesté hastiado. Recordar que durante el día la había
vuelto a llamar y no me devolvía ninguna llamada me agrió el
carácter de pronto.
—¿Te digo una cosa?
—¿Qué?
—No te echará tanto de menos y no le importará tanto que te
hayas ido si ni siquiera te pregunta cómo estás.
Suspiré.
—Pues tienes razón.
—Pues entonces no tengas tantos reparos en mandar un maldito
mensaje —me dijo serio.
Moi tenía razón.
—Mañana lo intentaré una vez más. Si no me lo coge, mandaré
ese mensaje y me sentiré libre.
—Eso es. Oye, ¿seguiremos viéndonos, aunque ya no me
pagues?
—Pagaba por tus clases, no por tu compañía, zoquete.
Moi puso los ojos en blanco.
—Lo que sea.
—Claro que seguiremos viéndonos. Somos amigos, ¿no?
Moi sonrió y me tendió su mano, que choqué como solíamos
hacerlo de adolescentes.
—¿Sabes algo de Raissa? —pregunté entonces.
—No, tío, hace años que no. ¿Tú?
—Tampoco, pero eso quiero que cambie.
—¿Tienes su número?
Negué con la cabeza.
—No será difícil conseguirlo, déjame a mí.
38
Eva
Los lunes ahora eran distintos desde que sabía que tenía que
conducir hasta el centro de Alicante para ir a terapia.
Vanesa me recibió con una sonrisa y el aroma a desinfectante del
recibidor de la consulta invadió mis fosas nasales.
—Buenos días, Eva. ¿Qué tal?
—Buenos días, Vanesa. Con ganas de venir.
—Eso es genial. ¿Qué tal has pasado la semana?
Sonreí.
—Mejor, gracias.
—Bien, voy a por un botellín de agua y comenzamos. Pasa a la
sala, por favor.
Hice lo que me pedía y ocupé una de las sillas que estaban vacías.
Pronto llegaron los demás pacientes, pues cuando yo entré en la
sala, solamente estaba Mareta.
Vanesa, tal y como sucedió la otra vez, fue la última en entrar.
Se acomodó en su sillón y dio un traguito a su botellín de agua.
—Me gustaría, Eva, si tú estás de acuerdo, ya que es la segunda
sesión a la que vienes, que tus compañeros te conocieran un poco
más. El otro día hablaste de tu hermano Andy, la ausencia del cual
es el motivo por el que estás aquí. ¿Te gustaría contarnos qué
pasó?
Intenté tragar saliva, pero tenía la boca tan seca como la suela de
una zapatilla.
No me esperaba eso para nada. La primera vez que acudí estuve
muy cómoda, pero era cierto que me sentía refugiada bajo el hecho
de que era mi primera vez y que Vanesa no me obligaría a decir
nada.
No obstante, ahora, a pesar de que la psicóloga no me había puesto
una pistola en la cabeza para que contara mi historia, sentía que
debía hacerlo.
Vanesa pareció notar mi turbación, pues me dijo:
—Puedes coger un vasito de agua de la mesa del centro, si lo
necesitas.
—Sí.
Me acerqué y di un sorbo pequeño.
—¿Te sientes con fuerza? —me preguntó.
—Todos hemos pasado por ahí, que lo sepas. Para mí fue horrible,
pero tú eres más fuerte que yo, seguro, porque yo soy muy débil —
dijo Inés, la chica del corte de pelo pixie.
—Inés, ¿qué hemos hablado acerca de ponernos en el papel de
víctima? —le recordó Vanesa.
—Es cierto —reconoció la muchacha.
—Dime, Eva, ¿te sientes bien para contar tu historia con Andy? —
insistió Vanesa.
—Lo intentaré.
—Es el primer paso para superar nuestra tristeza, aceptar lo que ha
pasado y que es algo que no podemos cambiar. Nosotros elegimos
cómo seguir viviendo después de esto.
Tenía toda la razón, las cosas como son.
—Vale, allá voy…
Cogí aire, cerré los ojos unos instantes y eché la vista atrás…
—Andy y yo siempre estuvimos muy unidos. Era mi hermano mellizo
y todo lo hacíamos a la vez, pero nos distanciamos durante el
tiempo en el que tuve mi primera y única relación seria. Andy no
veía bien esa relación.
—¿Por qué? —preguntó Vanesa.
Los demás pacientes escuchaban expectantes, ninguno se había
atrevido por el momento a preguntar nada.
—Bueno, mi ex era un bala perdida, como se suele decir. Digamos
que andaba siempre metidos en líos. En ese momento no entendía
ese rechazo hacia él, pero ahora sí.
—¿Hubo algo que te hizo cambiar de opinión? —preguntó Mareta.
Asentí con la cabeza, apretando los labios.
—Él cambió por mí. Bueno, eso parecía, pero me quedé
embarazada y me dejó.
Me encogí de hombros, aguantando el chaparrón por dentro.
—¿Va en serio? —El hombre calvo del que no recordaba el nombre
se escandalizó.
Asentí con la cabeza.
—A partir de ahí, Andy y yo volvimos a ser los de siempre. Incluso
nos unimos todavía más.
—Entonces, ¿tuviste ese bebé? —preguntó Mareta.
—Sí. Mi hija Daniela. Andy y ella eran uña y carne.
—Continúa, Eva.
—Cuando Dani nació, Andy pasó a tener dos pasiones en la vida:
las motos y mi hija. Era… el típico tío al que se le cae la baba por su
sobrina continuamente. Protector y un referente excelente para ella.
—¿Le gustaban las motos? —Vanesa sonrió, mirándome.
Asentí con la cabeza. Yo también sonreí, aunque todavía me
quemaba que su sueño lo hubiera llevado a la tumba.
—Competía en motocross desde pequeño. Siempre lo tuvo claro. A
los dieciséis años se lesionó en una carrera. Bueno, fue una
jugarreta de otro concursante: Pablo Casanova. Le empujó y lo sacó
de la pista. Su propia moto le cayó en la pierna y no pudo volver a
competir.
—Vaya… es terrible.
—Lo pasó bastante mal, pero estudió nociones sobre informática y
también logró formarse para ser entrenador de chavales. Volcó su
pasión en que otros niños como él, consiguieran ser pilotos de
motocross.
—Eso es genial —apuntó Inés—. Lo describes tan bien, que me
hubiera gustado haberlo conocido.
Sonreí ante el comentario de la chica. La verdad es que era muy
mona. A Andy le hubiera gustado.
—Andy no supo nada de Pablo, quien siguió compitiendo hasta
años más tarde, cuando salió en el periódico local que consiguió
acceder a una liga más importante, pero dio positivo en dopaje.
Pablo hubo de retirarse de las competiciones y siguió el mismo
camino de Andy: entrenar a niños.
—Menudo, el Pablo… —comentó Mareta.
Vanesa la miró achinando los ojos, no le gustaban los juicios.
—Se encontraron varias veces en los circuitos, lo supe porque Andy
me lo contó. Él procuraba ignorarlo, pero Pablo no es buena
persona, y le provocó hasta que Andy no pudo más y se enzarzaron
en una discusión. Andy nunca olvidó que dejó de competir por su
culpa y así se lo hizo saber. Ambos se creían los reyes del motor,
los mejores conduciendo. Quizá lo fueran… pero retarse llevando
años sin conducir y estando llenos de rabia no fue la mejor idea del
mundo.
—¿Se retaron?
—Así es.
—Y… Andy…
—Tuvo un accidente y murió en el acto. Cuando nos llamaron no me
lo podía creer. Era como… —contuve las lágrimas, no quería llorar
delante de nadie, pero me estaba resultando muy complicado.
—Tranquila, Eva, no estás sola —me dijo Vanesa de forma cálida.
Mareta me tendió un pañuelo desechable y cogió una de mis
manos.
Me sentí muy arropada por aquellas personas. Estaba hundida en
ese momento, tras recordar cómo se me partió el corazón en dos.
Fui capaz de sentir un dolor físico, sabiendo que algo malo iba a
pasar.
Después me enteré de que Andy había hecho una carrera de forma
ilegal tras el entrenamiento de los chicos, y que había muerto en
una mala caída con la moto.
No tenía la pierna bien para conducir ese tipo de vehículos, pero
estaba segura de que le pudo la hombría y la rabia hacia Pablo
Casanova.
—Fue una pesadilla —continué cuando ya estuve más sosegada.
—Es totalmente comprensible —terció Vanesa—. Es un golpe muy
duro.
—Ya lo creo… —reconocí limpiándome una lágrima que corría por
mi mejilla.
—No hubo despedida —afirmó Mareta haciendo una mueca con los
labios.
Negué con la cabeza.
—No, no la hubo, aunque nunca querría despedirme de él.
—Vanesa dice que tenemos que soltar a nuestros seres queridos —
dijo Inés.
—Soltar no es despedirse —intervino entonces Vicente, quien ya
estaba en la última fase del duelo.
—¿Cómo es eso?
—Adelante, Vicente —le dio el turno Vanesa con una sonrisa.
Seguramente estaría orgulloso de él y de su avance.
—Si lo sueltas, sueltas también tu tristeza. Es la forma de aceptar lo
que ha sucedido, pero no implica que tengas que despedirte y
renunciar a sus recuerdos o a los momentos que pasasteis juntos.
Créeme, llegará un día en el que recordar todo eso no te hará daño,
aunque sí lo eches de menos.
Quise creer a Vicente con todas mis fuerzas, pero recordar y hablar
de la muerte de Andy en voz alta me había destrozado.
Dicen que para superar un miedo hay que enfrentarse a él, pues yo
acababa de hacerlo.
Me acababa de enfrentar a su ausencia, a su abandono.
Me acababa de enfrentar a estar sin él y a que lo último que me
quedase de mi hermano fuera el colgante que le dio a Daniela ese
mismo día antes de marcharse.
39

Madrid, el día
de la muerte de Andy
—Uno, siete, veinte y catorce. ¡Ya voy, tete!
Daniela destapó sus ojos y fue en busca de Andy, a quien en ese
turno le había tocado esconderse.
Su escondite no era demasiado complicado, pues se había
ocultado detrás de la puerta de la cocina.
Contenía la risa, imaginando el susto que le daría a Daniela
antes de que lo encontrase.
La escuchó caminar con sus pequeños piecitos por el pasillo.
Daba algún que otro saltito por el camino y sus dos coletas se
movían con el vaivén de su cuerpo al caminar.
—¿Dónde estás? —preguntó.
Andy la observaba desde el quicio de la puerta del comedor, en
silencio.
No le contestó, de lo contrario se descubriría a sí mismo.
Daniela siguió paseando un poco más por la casa.
Andy la seguía de cerca.
—Te has escondido muy bien.
—¿Tú crees? —le dijo al tiempo que la cogía en brazos y la
ensalzaba por los aires.
Daniela dio un respingo sobre sí misma en un principio, pero
después rio a carcajadas.
—Eso no vale, eso no vale, eso no vale.
—¿Cómo que no vale? ¿Eh? Las reglas del escondite pueden
cambiar en cualquier segundo —le dijo Andy.
Daniela movió las piernas y el chico la bajó al suelo.
—¿Cenaremos juntos? —le preguntó la niña.
—Hoy no, tengo que salir un rato.
—¿Dónde vas? —preguntó ella un poco triste. Le encantaba
cenar con su tío porque siempre veían juntos un capítulo de
Doraemon, el gato cósmico.
—Tengo que ir a hacer una cosa.
—¿Cuál?
—Una cosa de mayores.
Daniela frunció el ceño un segundo, pero después se encogió de
hombros.
—¿Me leerás el cuento antes de dormir?
—Eso seguro —contestó Andy revolviéndole las coletas.
—Ay, mis coletas, tío, jolín.
El chico rodó los ojos hacia arriba.
—Igual que tu madre.
Daniela le sacó la lengua.
—Ah, se me olvidaba. Tengo algo para ti.
—¿Para mí? —Daniela ahogó un grito de alegría—. ¿Un regalo?
—Sí.
—No es mi cumpleaños.
—No importa, contigo todos los días son especiales.
Daniela sonrió y esperó impaciente a que Andy terminara de
sacar del bolsillo de su pantalón lo que le había prometido.
Se lo tendió y observó lo que era.
Se trataba de un colgante con un corazón.
—¡Qué bonito!
—¿Te gusta?
—¡Me encanta, tete!
Andy rio feliz.
—Me alegro mucho.
—Gracias, te quiero mucho.
Daniela se tiró a sus brazos.
—Y a yo a ti, enana. Voy a vestirme para irme. Nos vemos más
tarde. Ve con mamá a la cocina.
Daniela asintió y le dio un beso en la mejilla.
—Te quiero, tete.
—Te quiero, pequeña.
Andy rompió esa promesa aquella noche, no sabía que no
volvería a ver a su pequeña Daniela.
Ni Daniela se imaginaba que sería la última vez que le diría te
quiero.
40
Eva
—Buenos días a todos —saludé cuando llegué a las mesas del
exterior de la casa.
Como cada martes, me tocaba impartir la clase de arte terapia.
El día anterior había llegado destrozada emocionalmente a casa,
pero sabía que era por algo bueno.
Las heridas, para sanarlas, primero tienen que ser purgadas de
infección.
Más tarde vendría el agua oxigenada y las tiritas que ayudarían a
cicatrizar.
En mi caso, la infección era que no aceptaba la ausencia de Andy.
La tirita sería resignarme y aceptar que aquel día en el que corrió
esa estúpida carrera, fue el último de su vida.
No obstante, había despertado mejor y mi paseo matutino hasta la
playa me había sentado bien.
No me sorprendió ver a Gabriel apuntado en la lista del corcho.
Tampoco a Marga.
Los dos abuelitos de siempre.
Una pareja de mediana edad y…
—¿Gaspar? —pregunté cuando alcé la vista para ver a los
asistentes de la clase. No daba crédito.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Qué pasa? —contestó él.
Parpadeé varias veces. No me lo creía.
—Nada, nada. Solo me sorprende que te apetezca pintar el cuerpo
de alguien o que te lo pinten a ti.
—¿Pintar cuerpos? —dijo atónito.
—Puedes ponerte conmigo —le propuso Marga coqueta. Después
hizo el movimiento de un arañazo con los dedos —. Miau.
—El body paint va de pintar el cuerpo con témpera especial.
—¿En serio? ¡Yo creía que era otra cosa!
—Vaya, pues lo siento. —Hice una mueca.
Si ya decía yo que no era normal que Gaspar estuviera apuntado en
la lista y sentado en las mesas.
—¿De verdad no quieres pintar mi cuerpito, cariño? —le dijo Marga
moviendo las cejitas.
—Marga, estás buena, pero a mí… es que eso no me va.
—Bah, pues tú te lo pierdes, viejo chocho.
Gaspar hizo un aspaviento con la mano y tras levantarse se marchó
de allí.
No pude evitar reírme.
Gabriel me miraba inquisitivo, casi devorándome con los ojos.
Yo procuraba no imitarlo, pero solamente el hecho de imaginar la
pintura resbalando por su perfecto abdomen, me ponía muy cach…
—Gaby, bonico, ¿te pones conmigo? —le preguntó Marga.
Gabriel me miró con los ojos desorbitados.
Carraspeé.
—Marga, guapa, tú te pondrás con Daniela.
—¿Con la niña? Si no está —dijo poniendo los brazos en jarras.
—Ah… ¿no? ¡Daniela! —exclamé—. Pues juraría que la había visto
aquí.
Marga chasqueó la lengua contra el paladar.
—Anda, ya me voy… —masculló al tiempo que se levantaba.
—No, Marga, pero…
—Cochina —me dijo al oído tras pasar por mi lado.
Aquello me hizo dar un respingo y sentir calor en las orejas.
Gabriel se mordió el labio y desvié la mirada hacia los demás.
Lo que me faltaba.
—Bueno, pues como veo que estáis emparejados, Gabriel, tú
conmigo.
Él sonrió.
—El body paint es una actividad libre en la que solamente
utilizaremos dos materiales —expliqué, serenándome—. Uno, la
pintura especializada. Dos, el cuerpo de nuestra pareja. Podemos
decorar la cara, las manos… improvisad. ¿Sí?
Las dos parejas sonrieron y asintieron, para después coger cada
una un bote de pintura.
Yo me acerqué a Gabriel, un poco avergonzada.
—Así que Marga con la niña… Ya veo. Se te ha visto el plumero,
señorita —dijo dándome un pequeño toque en la nariz con su dedo
índice.
—Cállate, se me ha escapado. Anda, coge un bote de pintura. Voy a
hacerte un make up de indio.
—¿Solo vas a pintarme la cara? Qué cobardica.
Gabriel se quitó la camiseta tras decir aquello, y yo contuve el
aliento.
—Por un ratito seré tu lienzo —dijo.
Expulsé el aire que había estado reteniendo sin querer en mis
pulmones, despacito.
Tenía aquel magnífico torso solamente para mí, y nada más poner
los dedos sobre su piel, la mía reaccionó.
Pringué de pintura azul mis dedos y dibujé cosas sin sentido por su
cuerpo.
Él hacía muecas, pero ninguna fue desagradable. Estaba segura de
que estaba excitado, porque yo sentía mi sexo palpitar.
Gabriel era electrizante, y sabía que yo no saldría indemne de su
aparición en mi vida.
Y mi corazón tampoco.

Después de aquella escena tórrida, pasé la tarde realizando tareas


en la finca.
Arreglé los rosales, limpié el porche, organicé el interior del
cobertizo, ordené el armario de la colada…
Fue entonces cuando pasó algo inesperado, algo que paró mi
corazón por un segundo y que jamás pensé que ocurriese de forma
abrupta.
Su voz.
Escuchar de nuevo su voz me dejó petrificada.
En ese momento estaba en la cocina, ayudando a Montaña a
preparar un sofrito para el día siguiente.
—¡Mamá, mamá!
41
Gabriel
El martes fue un día lleno de emociones, estaba viviendo más
desde que había pisado Moraira que en prácticamente toda mi vida.
Aquella sesión de body paint en la clase de arte terapia con Eva,
había encendido todas y cada una de las células de mi piel.
No veía el momento de volver a vernos a solas.
Cuando la clase terminó, tanto nosotros como los demás
huéspedes que habían participado en la clase, fuimos a asearnos
para quitarnos los restos de pintura en la piel.
Eva comenzó a ayudar a Montaña con el menú de la comida y yo
decidí salir al exterior de la finca a relajarme un rato en la sombra.
Fue entonces cuando encontré a Daniela jugando con bloques
de madera en el suelo, en una porción de sombra.
Estaba muy concentrada en el juego y una cantimplora de Pepa
Pig descansaba a su derecha.
—Hola —la saludé acuclillándome para ponerme a su altura.
Daniela me miró. Tenía los ojos tan grandes y tan verdes como
Eva, pero su cabello no era rubio como el de su madre, sino
bastante más oscuro.
Me recordaba vagamente a alguien, pero no supe en ese
momento a quién.
Sus labios se curvaron en una sonrisa, después volvió a fijar la
vista en los bloques de madera.
Estaba construyendo diferentes estructuras según el color.
—¿Puedo jugar contigo? —le pedí, sentándome con las piernas
cruzadas, tal y como estaba ella.
Tenía un cuadrado azul en sus manos, el cual miró durante
algunos segundos. Luego apretó los labios y finalmente volvió a
mirarme a mí.
Se encogió de hombros, me tendió el cuadrado y sonrió.
—Qué guay —dije cogiéndolo—. Si no me equivoco, este
debería ir aquí, ¿verdad?
Esperé el tiempo pertinente a que ella me hiciera una señal.
No pude evitar acordarme de Raissa, quien también creó su
propia forma de comunicarse con los demás.
No me importaba en absoluto que no hablase, solo quería ser su
amigo.
Lo mismo me pasaba con Daniela, quería darle, de alguna
manera esa confianza.
Entonces asintió con la cabeza.
—¿Sí? Muy bien. Pues aquí lo pongo —dije contento al tiempo
que colocaba el cuadrado en el sitio oportuno—. ¿Cuál va ahora?
Daniela me dio un palito de color azul y me señaló el lugar
correcto.
—Vaya, está quedando espectacular —murmuré—. Me alegro de
estar aquí jugando contigo.
La niña me miró y sonrió.
—¿Tú también? —insistí.
Entonces me tendió su pequeña mano algo sucia.
La cogí con cariño y ella enroscó sus deditos en los míos.
—Lo tomaré como un sí —dije.
Daniela volvió a asentir con la cabeza.
Descubrí entonces que los niños saben mucho más que
nosotros, y que me encontraba muy bien jugando con ella.
Era dulce, tímida y me daba una paz infinita.
¿Acaso sí sería un buen padre?

Después de comer decidí dormir un rato y por la tarde empecé


un libro nuevo en una de las hamacas del patio.
Al cabo de un rato mi teléfono móvil me avisó de que había
entrado una notificación.
Miré la pantalla y descubrí que era un mensaje instantáneo de
Germán.
Suspiré, pues había decidido aprovechar el momento para
contarle mis planes.
Mis propios planes, esos en los que ni a él ni a nadie dejaría
inmiscuirse.

Germán: Espero que tengas nuevas que contarme, estoy


perdiendo la paciencia.

Yo: Lo cierto es que sí. La nueva noticia es que paso de seguir


haciendo esto.

Germán se mantuvo en línea durante unos segundos que me


parecieron eternos.

Germán: Espero que estés de broma y esto solo sea una


pataleta de las tuyas.

Yo: Por suerte, no. Te hablo muy en serio. No pienso hacer nada
más para ti.

Germán: Te prometí la mitad de los beneficios de la venta. No


vas a trabajar en balde.

Ponía la mano en el fuego a que estaba furioso, pero me daba


absolutamente igual.

Yo: No quiero tu dinero, Germán. Me da igual tu empresa y me


das igual tú. No voy a hablar más sobre esto. Ya te dijeron que no
querían vender, pues lánzate a por otra cosa.

Germán: ¿Estás seguro de dejarme en la estacada? Eres un


puto canalla.
«No te imaginas cuánto», pensé.
Me levanté de la hamaca y me puse de pie, estaba poniéndome
nervioso y necesitaba caminar, aunque fueran dos pasos.
Respiré hondo y escribí: No te dejo en ninguna estacada, es tu
empresa.
Germán: ¿Eres tan inútil que no puedes ni siquiera conquistar a una
mujer?

Me reí de forma amarga, qué cabrón que era. Me estaba poniendo


de los nervios y tenía todo lo que había querido decirle durante años
hecho un gurruño en un nudo en la garganta.

Yo: Eso no importa en esto. Lo que importa es que no pienso


currarme nada más para ti. Y no te hagas el digno diciéndome que
me diste una buena vida, porque no es así. ¿Sabes que tengo
problemas de ansiedad desde hace años? ¿Sabes que últimamente
me dan taquicardias que no me dejan dormir? ¿Que tengo
pensamientos intrusivos que minan mi autoestima? Vivo por y para
tu puta empresa. No te importa cómo me sienta ni lo que piense.
Solo quieres que rinda, como si fuera una máquina.

Germán: Menuda sarta de tonterías, tómate un buen whisky, verás


como se te pasa todo… Ahora entiendo a Raquel.

Yo: Esa es otra, no me coge el maldito teléfono. Como no tenía


bastantes problemas con ella, ahora…
Germán: No me extraña que se haya ido con otro. No quería
desestabilizarte, tenías que conseguir esa venta. Pero hace días
que salieron las fotos. Sus padres son gente importante, ya sabes…

Mi corazón se saltó un latido y funcionó a trompicones por un


instante. La boca se me secó de pronto.

Yo: ¿Fotos? ¿Qué fotos?

Germán paró de escribir, pero no se desconectó. Esperé impaciente


a que esas dichosas fotos que no tenía ni idea de qué eran, salieran
en la pantalla.
Por suerte, no se hicieron de rogar demasiado y pude descargarlas
para verlas en seguida.
Raquel aparecía con otro hombre caminando por la Gran Vía de
Madrid. Iban cogidos de la mano, e incluso en un par de imágenes
se besaban en los labios.
Me sentí un pelele de un momento a otro.
Un juguete, alguien a quien utilizar para algo tan importante como
formar una familia.
¿Desde cuándo estaba sucediendo aquello y por qué había sido el
último en enterarme?
Las manos me temblaron al teclear en la pantalla táctil de mi
teléfono para buscar su número.
¿Cómo me había podido traicionar así? ¿Cómo?
El hormigueo de mis manos llegó tan pronto como Raquel descolgó
la llamada.
Aleluya, mi prófuga novia había dado señales de vida, pero yo no
sabía ni por dónde empezar, pues no daba crédito al giro que
acababa de dar mi vida.
—¿Cómo has sido capaz de hacerme esto? —le pregunté en un hilo
de voz. Tenía los dientes tan apretados que casi me costaba hablar.
La tensión de mi mandíbula por la rabia hacía que me doliese la
boca.
—¿El qué, exactamente? —contestó ella al otro lado de la línea. Su
tono de voz era chulesco, atrevido, nada quedaba de la tristeza que
vi en su rostro cuando me marché—. Eres tú quien se ha marchado.
—Y aprovechas mi ausencia para verte con otro a mis espaldas —
escupí con rabia.
—Tú no me hacías caso —respondió ella súper tranquila.
Aquello me hizo entrar en cólera, sin darme cuenta de que el ataque
de ansiedad en pocos minutos sería inminente.
—¿Que no te hacía caso? ¿Sabes que iba a ser padre sin querer
serlo? ¿Solo por ti? ¿Por demostrarte que te quería? —dije a punto
de explotar.
—Pero…
—¿Sabes qué? Menos mal —la interrumpí—. He tomado las
mejores decisiones. Ten los hijos que quieras, pero no conmigo. Te
llamaba tanto porque quería dejarte. No me sentía completo,
nuestra relación era un monólogo en el que solamente hablabas tú.
Yo era un puto cero a la izquierda que solo servía para fecundar.
—No, para eso no servías, a la vista está.
—No te quiero volver a ver en mi puta vida —estallé. Y, aunque no
grité al decir esas últimas palabras, por dentro mi cuerpo colapsó.
Ni siquiera vi a Daniela aparecer.
No podía respirar y el teléfono temblaba en mis manos.
Las piernas me temblaban y me senté en el suelo a trompicones.
Fue entonces cuando la pequeña se acercó y me tocó el hombro.
Había preocupación en sus ojos, y ahogó una exclamación cuando
vio que los míos se llenaban de lágrimas.
—Mi mamá… —dijo entonces.
Asentí con la cabeza y señalé con la mano hacia la casa.
La pequeña salió corriendo y pensé que ya había perdido la cuenta
de las veces que sentía que me iba a morir, aunque aquello no fuera
real y estuviera en mi cabeza.
Eva no tardó en aparecer y rodeó mi cara con sus manos.
—No sé qué has hecho, pero Daniela me ha llamado. ¡Me ha
llamado! Mírame, ¿qué te pasa? —me preguntó totalmente
nerviosa.
—No puedo respirar… —conseguí decirle. Sentía como si alguien
estuviera estrujando mis pulmones.
—Levántate, vamos dentro. Montaña, dame una bolsa de plástico —
le pidió a la mujer. Aunque ni siquiera me percaté de que Marga y
ella la habían acompañado hasta allí.
Respirar dentro de la bolsa de plástico, controlando cada inhalación
y cada exhalación me ayudó a que las pulsaciones bajaran.
Cuando eso ocurrió ingerí un par de pastillas naturales y una tila que
Montaña me había calentado en el microondas.
—Siento el espectáculo. Hacía mucho tiempo que no me pasaba
esto —dije llevándome las manos a la cara, tumbado en mi cama.
Cuando me encontré mejor, Eva me acompañó hasta mi habitación.
—No tienes que pedir perdón. Has perdido el control, ya está. A
todos nos ha pasado esto alguna vez.
—¿A ti también?
Eva suspiró y asintió con la cabeza. Se sentó entonces a mi lado,
sobre el colchón y posó sus manos sobre mi muslo.
—Desde que murió Andy he tenido los nervios rotos. Claro que me
han dado ataques de pánico, sobre todo cuando me quedaba sola
en casa. ¿Por qué te crees que hago tantas cosas al día? Para no
pensar.
Sonreí, aunque no me alegraba por ello, pero sí de sentirme
comprendido.
—Gracias por entenderme.
—No hay de qué. Tengo que irme, pero esta noche puedo traerte la
cena a la cama —dijo levantando las cejitas repetidas veces, como
si fuera el planazo del siglo. Aunque lo cierto es que para mí sí que
lo era.
—Me gusta la idea.
—No me des más sustos, ¿vale? Luego hablamos tranquilamente
—me pidió. A continuación, besó mis labios y se marchó dejándome
solo.
Maldito Germán.
Maldita Raquel.
Maldita mi suerte.

Eva me trajo una ensalada enorme acompañada de pan tostado con


tomate y atún sobre una bandeja. De beber, agua fría con una
rodaja de limón.
—Toc, toc ¿qué tal estás?
Daniela venía con ella.
—Vienes acompañada, qué bien —dije sonriendo. Daniela me
saludó con la manita. Parecía contenta.
La verdad es que me hacía falta compañía. Había pasado aquel rato
dormitando, me encontraba muy cansado, pero no me apetecía
estar solo.
—Daniela quiere quedarse contigo mientras cenas, si no te importa.
Yo voy a terminar de ayudar a Montaña.
—Para nada —contesté dando un par de palmadas sobre el colchón
para que se sentara—, así no me sentiré solo.
Eva me guiñó un ojo y se marchó de la habitación cerrando la
puerta.
—Gracias por quedarte —le dije a la pequeña tras coger los
cubiertos para empezar a cenar. Ella comía una chocolatina blanca
—. ¿Tú ya has cenado?
Asintió con la cabeza y temí que hubiera quedado muda de nuevo.
—Mi mami solo me da chocolatinas cuando ceno bien —me dijo, y
el corazón me dio un vuelco.
Tenía una voz muy dulce, cosa de la que no me había percatado
antes.
—¿Ya no te da miedo hablar? —le pregunté.
—No.
—¿Y eso? Hablas súper bien, como una mayor. —Le sonreí.
—Creí que te ibas a ir.
—¿Ir? ¿Dónde?
—Al cielo.
—¿Al…? No… Daniela, yo… no… ¿Has pensado eso de verdad?
Me pregunté entonces cómo habría sido de traumático para la niña
verme en ese estado.
—Por eso he avisado a mi mamá. Si no la avisaba, no podía ir a
ayudarte. Se me ha olvidado que no hablaba.
Algo parecido pasó con mi amiga Raissa, de algún modo me sentía
responsable de que todo volviera a la normalidad.
—Entonces me alegro de que lo hayas hecho —le dije.
—Eres bueno, y mi mamá te sonríe. No quiero que te pase nada.

—¿Crees que puedes explicarme por qué te ha pasado eso? —me


preguntó Eva un rato después de cenar.
El turno para los huéspedes había terminado, todo estaba recogido
y limpio y Daniela estaba acostada y durmiendo. También había sido
un día lleno de emociones para ella.
Suspiré. Claro que podía, pero no sabía cómo reaccionaría ella si le
contaba lo de Raquel, a pesar de que no me faltasen ganas.
Se sentó a mi lado y el aroma a gel de ducha de vainilla inundó mis
fosas nasales.
Eva llevaba puesto un fino pijama de algodón de color morado y un
moñito sobre la cabeza.
—Sí, pero me da miedo cómo te lo tomes.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Qué tengo que ver yo?
—Antes de nada, quiero que sepas que me gustas. Me gustas
mucho, y no sé si haber venido aquí me cambiará la vida o no, pero
solo conocerte ha sido un regalo porque me ha hecho plantearme
muchas cosas.
—Como me pidas matrimonio me cago encima.
Solté una carcajada.
—¿Qué dices? ¡No!
—Bueno, pues cuéntame. A este paso me ahorro la psicóloga y me
pongo yo a hacer terapia con los huéspedes. Total, Daniela me ha
roto todos los esquemas hoy.
—Bueno, me temo que yo soy el responsable de eso.
—¿De que hable?
Asentí con la cabeza.
—Si no me hubiera dado el ataque de pánico y ella no lo hubiera
visto, quizá hubiera tardado más.
—En ese caso, gracias, eres mi héroe.
Sonreí, avergonzado. Yo no era ningún héroe, pero pretendía
aprender a serlo si así me ganaba su confianza.
—Gracias, pero no lo soy.
—¿Entonces…?
—¿Puedo contártelo?
—Por favor.
Asentí con la cabeza, cogí aire y le hablé a Eva de mi relación con
Raquel.
Evidentemente, omití el motivo real de mi escapada a Moraira.
Ya no había plan, ¿para qué contarlo?
Eva me escuchó con atención durante todo el relato, pero hizo una
mueca cuando le tocó a ella contestar.
—Dime algo.
—Así que, tenías novia cuando nos enrollamos —dijo con pesar.
Tragué saliva.
—No. O sea, sí. Sí tenía, pero es que no me cogía el teléfono, ya te
lo he dicho. Llevo queriendo dejarla desde que pisé este lugar. Y ya
no por ti, que también, sino porque he tenido tiempo para parar y
pensar en mí y en lo que quiero en mi vida.
Eva resopló y se puso de pie. Yo hice lo mismo.
—Eva, por favor, ¿me crees?
Respiró hondo y me miró a los ojos.
—Sí, lo hago. No creo que tengas motivos para mentirme. Pero no
me sienta bien. Es como si… utilizaras a las personas. No sé.
—Lo que siento por ti es real. Lo digo en serio. Era ella la que lleva
viéndose con otro a mis espaldas no sé cuánto tiempo. He sido el
último imbécil que se ha enterado.
Eva bajó la vista hacia sus pies descalzos.
—Mira, Gabriel, lo que haya pasado entre ella y tú, la verdad, me da
igual. Pero sí que me importa lo que pase entre nosotros y, de algún
modo, me has mentido.
Chasqueé la lengua contra el paladar.
—No, Eva. Joder, lo siento.
—Para —me dijo colocando sus manos sobre mis brazos,
seguramente había notado la tensión que estaba sintiendo en esos
momentos—, no quiero que te pongas nervioso. Nos gustamos, eso
es una realidad, pero quiero estar sola un rato. ¿Vale? Esto no me
ha sentado bien. Lo entiendes, ¿verdad?
Asentí con la cabeza muy a mi pesar.
—Bien.
—Mañana podemos hablar, si quieres —le dije esperanzado.
—Buenas noches, Gabriel. Gracias por lo de Daniela.
42
Eva
—Palo, se corta —avisé a mi amiga al ver que la imagen en mi
teléfono móvil se pixelaba.
Estábamos haciendo una videollamada. Era viernes por la
mañana y Daniela estaba con Isabel, la psicóloga que había
contratado.
Cuando escuché a mi hija hablar de nuevo, casi se me paró el
corazón.
Fue un momento de sentimientos encontrados y no supe ni
siquiera reaccionar con claridad.
Sopesé la idea de que no asistiera a la terapia individual de
Isabel, pues había dado un paso muy grande.
No es que estuviera volviendo a cantar canciones de la Pantoja
como hacía antes de que Andy faltara, pero volver a escuchar su
voz era algo que ya había dado por perdido.
Lo de la Pantoja es real, no me lo estoy inventando.
Montaña le había puesto las canciones de esa señora desde
pequeña y Daniela se las sabía de pe a pa.
No obstante, decidí que Isabel la viera al menos una sesión.
Y en esas estaba mientras Montaña, Marga y yo hablábamos
con Palo mediante una videollamada de WhatsApp.
—¿Ahora? —preguntó mi amiga desde el otro lado.
La imagen se veía mejor, pero su voz sonaba entrecortada.
—Nada, nada, estos aparatos son un cagarro —dijo Marga
escupiendo una cascarita de pipa en la servilleta.
La miré y me percaté entonces de la copa de vino tinto que
llevaba en la mano.
Achiné los ojos.
—¿De dónde has sacado eso y por qué no me he dado cuenta?
—le pregunté.
Montaña ahogó una carcajada.
—¿El qué?
—El vino, Marga.
—¿Este? —señaló la copa con el puñito cerrado que guardaba
las pipas —De la cocina.
—¿Cuál? No tenemos botellas de vino. Solo los briks para hacer
los guisados. Además… ¡son las diez de la mañana!
—Yo llevo despierta desde el amanecer. Me levanto con los
gorriones. ¿Te crees que aguanto sin comer hasta medio día? Pues
no la llevas…
Puse los ojos en blanco.
—Helloooooooooo —Palo subió el tono de voz.
—Ya va —dijo Montaña.
—Menos mal. Venga, sigue. Entonces, ¿te contó lo de la novia?
—preguntó mi amiga.
—Es que es muy fuerte —añadió Marga.
—A ver, no es para tanto —dijo Palo.
—¿Que no es para tanto? ¡Que tenía novia! Y esta pobre
abriendo las piernecillas en la cala esa. La almeja congelá se le
quedó —dijo Marga—. ¿Cómo semejante dios griego iba a estar
soltero?
Miré a Marga con el ceño fruncido. Tanto, que pensé que se me
quedaría así para siempre.
—Ni caso, cielo —dijo Montaña—. Es normal que te moleste,
pero yo me creo que le haya estado llamando y que no haya podido
contactar con ella. Además, ya sabemos por qué no le cogía el
teléfono. Esa Raquel ya estaba con otro a sus espaldas.
Me sentía bloqueada.
Era como tener en un hombro al angelito de los consejos buenos
y en el otro al pequeño demonio de los consejos malos, pero versión
consejeros del amor.
—A ver, pero, una cosa importante —dijo Palo —. ¿A ti te gusta?
Parpadeé varias veces. ¿Tenía que cavilar realmente la
respuesta?
No, por supuesto.
—Claro que me gusta.
—Pues… dale un voto de confianza.
Miré a Palo, no estaba demasiado segura de hacerle caso y
seguir su consejo.
—¿De verdad lo crees?
—No tienes nada que perder, ¿no?
—No, solo mi dignidad.
—Eva, no sois nada. Solo han sido tres besos.
—Y pasión salvaje en la cala —apuntó Marga—, que no se te
olvide.
Bufé.
—No sé… —titubeé.
—Oye, se me ha ocurrido una idea. No tienes que darme
comisión ni nada de nada —dijo Palo de pronto.
—¿De qué hablas? —le pregunté interesada.
—La casa de huéspedes es un lugar para desconectar y todo
eso del royo zen, ¿no?
—Se intenta, sí.
—¿No has pensado en hacer, aunque sea una vez al mes o algo
así, un fin de semana temático? Y das una fiesta.
—¿Qué tiene que ver eso con Gabriel y conmigo? —pregunté
arqueando las cejas.
Palo rodó los ojos hacia arriba exasperada, como si yo tuviera la
capacidad de leer su mente o de haberla entendido de una manera
súper clara.
—Pues que las fiestas destensan, relajan a la gente, lo pasan
bien…
—Me gusta, estoy contigo —apuntó Marga señalando a Palo,
como si fuera ese sticker de Julio Iglesias que pone: «y lo sabes»,
debajo de cualquier frase.
—Sigo sin entender qué tiene eso que ver con nosotros.
—Pues que te relajes, nena, que te relajes. Y ya se verá todo —
dijo Marga.
—Pero estoy relajada.
—No, no lo estás. Entendemos que te moleste, pero te estás
tomando las cosas como si llevarais años juntos y él hubiera tenido
una doble vida o algo de eso —contestó Marga.
Me mordí el labio.
¿Y si tenían razón?
—Montaña, ¿qué dices? —le pregunté. Ya seguiría
martirizándome con mis pensamientos más tarde.
—Me parece muy buena idea. Yo sigo pensando que no sé de
qué me suena este muchacho —dijo levantándose.
El ratito de la llamada con Palo debía finalizar pronto, pues
teníamos cosas que hacer y Daniela estaba a punto de terminar su
sesión con Isabel.
—De algún anuncio de colonia, de esos donde los maromos van
en calzoncillos —dijo Marga. Después apuró su copa de vino—.
Menudo espectáculo.
—Lo digo de verdad, a ese chico lo conozco de algo y no sé de
qué —se quejó Montaña.
—Eres de lo que no hay, Margarita —comentó Palo riéndose—.
Me despido, bellas damas. Evita, cuando vaya para allá quiero una
fiesta de esas en mi honor, que la idea ha sido mía.
—Tenlo por seguro. —Le guiñé un ojo a Palo y corté la llamada
—. Voy a salir a hablar con Isabel, acaba de escribirme al
WhatsApp.

—¿Y bien? ¿Qué tal ha ido? —le pregunté una vez me encontré
con ella fuera.
Isabel era cálida, daba paz y se notaba que le gustaban los
niños. Olía a crema hidratante y llevaba el pelo canoso, que antaño
debió ser oscuro, recogido en un moño bajo con un lapicero.
Sus ojos marrones desprendían sinceridad.
—Me ha sorprendido mucho.
—¿Y eso?
—Vi un caso parecido hace años. Está claro que Daniela ha
encontrado otro referente masculino en el que apoyarse.
—¿Cómo?
—Antes era Andy, ¿no es así?
Asentí con la cabeza. Era cierto, Andy había ejercido de padre
de la niña desde que nació, pero dejándole claro que no lo era.
—Sí. Daniela y Andy siempre han estado muy unidos.
—Al faltar de forma repentina, tenemos claro que entró en
estado de shock. Ha sido ese estrés postraumático lo que le ha
producido el mutismo selectivo. Estoy de acuerdo con el diagnóstico
de los psicólogos que la han tratado. He echado un ojo a los
informes que me has dado esta mañana, antes de empezar la
sesión.
—¿Entonces? ¿Crees que debe seguir en terapia?
—A veces hay que trabajar mucho con la persona afectada para
que la situación remita, pero otras es el mismo paciente el que
decide hablar una vez comienza a relajarse. ¿Quién es ese
huésped? Tiene que tener algo especial para que la niña se haya
relajado con él y lo considere alguien de confianza. ¿Existe algún
vínculo entre ellos?
La pregunta me pilló desprevenida.
¿Sería positivo decirle a la psicóloga, que el único vínculo que
había entre el huésped y nosotras es que yo me lo había chuscado?
«No, cállate».
—Bueno, pues el huésped, es… —Levanté mis brazos por
inercia a mi alrededor, ganando tiempo mientras pensaba qué
decirle cuando vi a Gabriel tumbarse en una de las hamacas.
Llevaba una taza en una mano y un libro en la otra—… él.
Isabel miró hacia donde yo le señalé y su gesto se demudó.
—No es posible…
—¿Lo conoces? —pregunté sorprendida por su reacción.
—Me hubiera gustado conocerlo en otras circunstancias, pero sí,
sé quién es —contestó con una sonrisa.
¿Se conocieron en el centro de menores?
43
Gabriel
Debía estar tranquilo después de lo que me había pasado.
Aun así, era inevitable que mi cabeza no cayera en el bucle de
pensamientos de que la había cagado con Eva.
Era viernes y ella seguía algo distante conmigo. Ese maldito
martes lo fastidié todo.
La buena noticia es que ese mismo día comenzaría con la
psicóloga en la terapia de huéspedes.
Iba a ir a de cabeza. No obstante, cuando vi de quién se trataba,
el corazón me dio un vuelco.
La conocía perfectamente y, aunque era alguien de mi pasado,
ese que me había empeñado en emborronar como una mancha que
no salta, la sorpresa al verla fue grata.
Había decidido leer un poco en una de las hamacas, cuando
levanté la vista de las letras y la vi algunos metros lejos de mí.
Era ella, no tenía ninguna duda.
Me levanté como un resorte y sonreí. Se estaba acercando a mí
y lo menos que podía hacer para agradecerle todo su apoyo durante
mi infancia y adolescencia, era eso.
No había vuelto a verla desde que me fui con Germán, pero
Isabel seguía siendo la misma, aunque se notaba el paso del tiempo
en su rostro.
—Dichosos mis ojos, Gabriel —dijo cuando estuvo ante mí.
Eva la seguía por detrás, algo tímida. Parecía no entender nada.
—Isabel, ¿qué haces aquí? —Sonreí ampliamente y le di un
abrazo.
Olía como siempre. Qué curioso que asociemos olores concretos
a personas determinadas.
—Ya ves. Vine a vivir a Alicante hace unos años. Decidí estudiar
psicología y montar un gabinete en el centro para probar suerte —
me explicó.
—¿Has dejado el trabajo social?
Asintió con la cabeza, aunque podía notar cierta pena en su
mirada.
—Sí, veía cosas muy duras.
Sonreí.
—¿Y en terapia no?
Ella soltó una leve carcajada. Qué bien conocer a alguien en
aquel lugar.
—En terapia también, pero está mucho más en mi mano ayudar
a mis pacientes. No esperaba para nada encontrarte aquí. ¿Qué
haces?
Suspiré.
—Relajarme, creo.
—¿Crees? —Hice una mueca—. Oye, ¿qué tal si tomamos un
café por aquí cerca y charlamos?
—¿Ya has empezado las sesiones para los huéspedes?
Isabel abrió mucho los ojos.
—¿Estabas interesado?
—Si. La ansiedad me está matando. Bueno, eso y ciertas
heridas internas.
No pude evitar a Eva, quien esperaba un par de pasos detrás de
Isabel, cuando dije esas dos últimas palabras.
Ella se mordió el labio.
—Bueno, tomemos ese café y nos ponemos al día —dijo Isabel
girando sobre sus talones—. Eva, ¿hablamos en otro momento?
Voy a enterarme de lo especial de este huésped para que Daniela
haya vuelto a hablar, aunque dudo que tenga que indagar mucho.
Eva asintió con una sonrisa e Isabel y yo salimos caminando de
la finca.

—Muchas gracias —dijo Isabel al camarero cuando posó su taza


de café sobre la mesa.
Habíamos parado en una cafetería cercana que hacía esquina.
—¿Sabes de dónde viene tu ansiedad? —me preguntó
entonces.
—Creo que sí. Mi vida, en general, no me gusta. Antes de venir
aquí sentía presión por todos lados.
—¿Presión por qué?
—Presión por parte de Germán y… ¿puedo empezar desde el
principio?
—Por favor.
Suspiré y me lancé al vacío y sin cuerdas.
Isabel se mostró imperturbable durante todo mi relato, y yo me
sentí desahogado, muy desahogado, como si me hubiera quitado
una mochila muy pesada de la espalda.
—Está claro que has estado viviendo una vida muy impuesta por
Germán, que pasó a ser tu referente una vez te fuiste con él, como
por Raquel, tu pareja durante un tiempo hasta esta parte, otro pilar
fundamental.
—Sí.
—Ahora ya no hay nada de eso, por lo que me has dicho.
Negué con la cabeza.
—No, me di cuenta al venir aquí de que no era eso lo que quería
en mi vida. No estaba enamorado, tal y como yo creía, y no quiero
seguir teniendo una vida como la que Germán me ofrecía, soy más
sencillo que todo eso.
—Ajá. Entiendo. Entonces, mi consejo es que no hagas las
cosas difíciles.
—Y ¿qué hago?
Isabel sonrió.
—Algo tan sencillo como decir la verdad.
—¿A Eva? —Sentí vértigo solo de pensarlo.
—Claro, pazguato. ¿A quién, si no?
—Le conté lo de Raquel y mira cómo estamos.
—¿Y no entiendes que le haya molestado?
—Claro que lo entiendo, a mí también me hubiera molestado.
—Ella sabe que eres buena persona. Todos podemos cometer
errores. Tú no pensabas que ibas a enamorarte tratando de
conseguir esa venta.
—¿Yo? Yo no estoy…
—Tiempo al tiempo.
—¿Qué dices?
—Te conozco desde que eras así —dijo poniendo la mano a
menos de un metro del suelo—, a mí no me puedes engañar.
Suspiré.
—Por cierto… ¿tienes alguna idea de qué pasó con mi madre?
Aquel tema era peliagudo. No había vuelto a saber nada de ella
desde que Isabel me llevó al centro de menores.
Ella suspiró y bajó la cabeza.
—La verdad es que no, Gaby. Estuvimos en contacto con ella
mientras estuviste en el centro.
—¿De verdad? ¿Por qué nadie me dijo nada? Ella me dijo…
bueno, que volvería a por mí.
Isabel sonrió con tristeza.
—Y seguro que lo intentó, pero nunca logró rehabilitarse. Al
menos durante el tiempo que tú estuviste con nosotros en el centro.
Le mandábamos fotos y la mantuvimos informada de tu bienestar,
pero ella no paró de peregrinar de cárcel en cárcel.
—¿Toda mi vida?
—La verdad es que sí. Cuando te fuiste con Germán, pronto
cumpliste los dieciocho y ya no teníamos tu patria potestad, ni
tampoco la obligación de seguir informándole. Le perdimos la pista.
No sé nada de ella, cariño. Lo siento.
Asentí con la cabeza y bebí un sorbo de mi té con leche.
—No te preocupes. Gracias por todo, Isabel.
—Una última cosa: sigue con el deporte, es bueno para tus
nervios. Duerme bien y aliméntate de forma adecuada. Nada de
cafeína, teína o cualquier otro estimulante. Y ves al herbolario.
—¿Al herbolario?
—Tila, valeriana, pasiflora… esas hierbas te ayudarán.
Suplementos de magnesio, eso es magnífico. Y llámame si vuelve a
darte un ataque de pánico —dijo tendiéndome una tarjeta con su
nombre y su número de teléfono.
—Isabel, gracias, pero necesito una última cosa.
—Claro —contestó sonriendo.
—¿Sabes algo de Raissa?
La psicóloga me guiñó un ojo y tuve una premonición de que
tendría suerte.

Un par de horas más tarde, recibí una llamada de Cecilia, mi


madre adoptiva.
No me apetecía demasiado hablar con ella, pero siempre me
había tratado bien y suavizado los desplantes de Germán.
Me quería, me quería mucho.
—Hola, cariño —me dijo cuando descolgué la llamada.
—Hola, mamá —contesté.
—¿Qué es eso que me ha dicho tu padre de que dejas la
empresa? ¿Qué ocurre?
Su tono de voz era dulce y no me alteraba para nada.
—No quiero seguir trabajando para él.
Ella guardó silencio unos segundos.
—Sé que Germán es difícil de llevar…
—¿Difícil? —pregunté atónito—. Es insufrible, tú lo sabes mejor
que nadie.
—Yo solo quiero que seas feliz, no te sacamos del centro para
que tu vida fuera desdichada.
—Entonces apóyame en esto —le pedí con esperanza.
Casi me pareció verla sonreír al otro lado del teléfono.
—Te apoyaré en todo lo que necesites, Gabriel. Pase lo que
pase.
Comprendí entonces el amor que aquella mujer me profesaba.
Madre no es la que pare, madre es que la que está contigo, a
pesar de que las cosas se pongan feas.
44
Eva
—Hawái, Bombay, son dos paraísos… que a veces yo… —
Marga meneaba las caderas imitando a malas penas el estilo
hawaiano.
Había accedido a llevar a cabo la idea de Palo, y el tema elegido
para la fiesta eran los motivos hawaianos.
Me reí cuando vi a Marga bailar. Daniela intentaba hacer lo
mismo que ella, pero la verdad es que no se le daba nada bien.
—Dani, tienes que bajar más la cadera. Eva, guapa, quítale la
Pantoja y ponle más de esto. Qué barbaridad…
—Qué caca, me voy a jugar…
Daniela salió corriendo y dejó a Marga bailando sola.
—Qué paciencia de niña… —Marga puso los ojos en blanco.
—He comprado estas faldas y estos collares en una tienda de
disfraces —le dije sacándolos todos de una bolsa—. Y los
complementos en un bazar.
Era sábado y se acercaba la hora de comer. Me había pasado
toda la mañana fuera, comprando cosas que nos pudieran resultar
útiles para el evento, así como la lista de la compra para las recetas
de los platos aquel día.
Quizá Palo tenía razón y podía ser buena idea.
También había impreso un cartelito para ponerlo en el corcho
donde anunciaba la hora y la celebración del evento.
Habría música, buen ambiente, cócteles e incluso la cena había
sido tematizada por Montaña.
Menudas máquinas estábamos hechas, lo habíamos preparado
todo en cuestión de horas.
—¡Nena, qué mono! —exclamó Marga cogiendo una de las
falditas de flecos de colores—. Va a quedar genial, aunque no veo
yo a Gaspar con esto puesto y la caña de pescar a cuestas.
Me reí ante el comentario de Marga.
Nos encontrábamos en la cocina, y la huésped estaba ayudando
a Montaña con los platos de la cena, los cuales algunos se servían
fríos y se podían dejar ya preparados.
Para la comida de ese día, Montaña haría dos grandes paellas a
la leña en el exterior, y el sofrito y la carne para ello ya estaba listo,
solo faltaba echar el arroz y que se hiciera todo, por lo que estaban
aprovechando para adelantar lo de la noche.
—¿Has hablado con Gabriel? —me preguntó entonces Montaña.
Negué con la cabeza.
—No. Además, salió pronto esta mañana.
—Pobre…
—¿Pobre? Yo soy la pobrecita aquí —dije poniendo los brazos
en jarras.
—Anda, anda, deja ya eso. Se te pasó al día siguiente. Deja de
darle tantas vueltas. Es un buen tío, quizá no supo cómo gestionar
que le pusieras las venas de la churra como cuerdas de pozo.
—¡Marga, por favor! ¿Cómo puedes ser tan soez? —Me sonrojé
de solo recordar lo que sentí con él en aquella cala.
—Pero ¿qué pasa? Yo también he sido joven, ¿sabes?
—No quiero detalles de eso, gracias —le contesté con una
sonrisa fingida.
Marga me sacó la lengua.
El teléfono de Montaña comenzó a sonar y descolgó la llamada
tras secarse las manos con un paño de cocina.
—¿Diga?
(…)
—¡Hola, cuánto tiempo ¡Claro que sigo acordándome de ti!
¿Cómo estás? ¿Qué tal va todo?
(…)
—¡Anda! ¿En un hotel? ¡No me digas!
(…)
—Todo bien, todo bien… Sí, ahí vamos con lo de Andy.
Tragué saliva al escuchar su nombre, pero hice un esfuerzo para
que no me hiciera tanto daño como antes. Andy ya no estaba, pero
sí que existió una vez, y no podía hacer como si eso no hubiera
pasado.
No podía negarle, ni a él ni tampoco a todos los momentos que
pasamos juntos.
«Sonríe, enana», pensé que me diría, recordando su voz.
—No tienes que darme las gracias, mujer. Lo hicimos con todo
nuestro cariño, ya lo sabes.
(…)
—Vale, guapa. Pásate cuando quieras y ves a Daniela, sí. Que
hace bastante tiempo que no la ves.
(…)
—Un beso. Un beso. Adiós. Adiós.
—¿Quién era? —preguntó Marga.
—Eva —Montaña parecía un fantasma de lo blanca que estaba
de repente. Sabía quién estaba detrás de esa llamada, hablaban a
menudo, pero esta vez sí me había sorprendido que colgara la
llamada más pronto de lo habitual.
—¿Qué? —pregunté.
—¿Gabriel te ha contado algo de su infancia?
—Eh… —dudé sobre hablar o no de eso, porque una cosa era
contarles lo que yo sentía por él o las cosas que hacíamos juntos, y
otra era desvelar su historia, sus intimidades o las cosas que me
había contado confiando en mí— Sí, ¿por qué lo preguntas?
—Porque he caído en la cuenta de la razón por la que me
sonaba. Isabel me contó el otro día que conocía a Gabriel porque
fue la asistenta social que lo atendió durante esos años. Me dijo
algunas cosas más y…. te vas a quedar de piedra.
—¿Cómo? ¿De qué?
—Ay, Mari, habla ya, ¿de qué? —apremió Marga.
Las tres nos arrebujamos cerca de los fogones, como si aquello
fuera un secreto de Estado.
—Estoy al noventa por ciento segura —dijo Montaña.
—Venga, suéltalo.
Montaña respiró hondo y comenzó a hablar.
45
Montaña
Verano del 2012, Moraira
El sueño de Antón iba viento en popa.
Quizá había sido arriesgado por nuestra parte, pero Antón había
decidido utilizar el dinero que había heredado de su tío fallecido
para cumplir su sueño.
No sabríamos si saldría bien o saldría mal, pero éramos una
familia y nos apoyaríamos en lo que hiciera falta.
Todos aportábamos algo valioso al negocio, pues era nuestro
sustento.
De algo me tenían que servir los años dedicados a estudiar las
artes culinarias, así que aporté mi granito de arena haciendo las
mejores comidas y cenas para los huéspedes, sabiendo que
muchos de ellos acudían a nuestra casa por el sabor casero y
mediterráneo de mis platos.
Antón se encargaba de cuidar el exterior de la casa, y cada una
de las plantas que pusimos por toda la finca.
Eva me ayudaba en todo lo que podía y hacía las veces de
recepcionista, como también aportó las ideas de los servicios que
ofrecíamos a los huéspedes.
Nuestro propósito era conseguir que nuestros clientes se
sintieran dentro de su zona de confort en nuestra casa.
No obstante, a pesar de ser ocho manos trabajando en el lugar,
nos dimos cuenta de que necesitábamos ayuda, así que ahí fue
cuando entró Andy.
La propuesta de entrar en el plan de ayuda para la reinserción
nos pareció a todos estupendo.
Ambas partes saldríamos beneficiadas.
Así fue como Ángela llegó a nuestras vidas.
Estaría trabajando todo aquel verano con nosotros en la casa de
huéspedes. De su sueldo se encargaba la cárcel de la que había
salido y nosotros solamente tendríamos que hacer un informe al
finalizar su contrato cuando el verano terminase.
Fue favorable, por supuesto, pues Ángela nos demostró que
realmente quería cambiar su vida cuando salió de Font Calent, el
último lugar en el que estuvo encerrada.
Su mirada era triste, y dudaba de que esa tristeza algún día se
marchase de su rostro.
Llevaba detrás muchas penurias y había cosas que ya no podía
arreglar, pero estaba dispuesta a cambiar de vida y a conseguir
hacerlo de una manera digna.
Poco a poco fuimos cogiendo confianza, Ángela era muy
reservada y me contó cosas de su vida a cuenta gotas.
Así que no fue hasta la última semana de agosto, apenas unos
días antes de marcharse de nuestra casa de huéspedes, cuando
tomando una taza de café, me enseñó aquellas fotos que atesoraba
debajo de su almohada, como si fueran su bien más preciado.
Cuando las vi entendí que sí, se trataba de lo más valioso que
poseía, así que me sentí agradecida porque lo hubiera compartido
conmigo.
Ángela me las tendió como señal de amistad, quería que las
viera, le apetecía contarme más de su vida.
—Es guapísimo —susurré cuando observé al niño de las
fotografías—. ¿Sabes algo de él?
Ángela negó con la cabeza.
—El centro de menores me enviaba fotos a la cárcel,
haciéndome saber que se encontraba bien, pero lo adoptaron a los
diecisiete años y no he vuelto a saber nada de él.
—Santo Dios… —murmuré, consternada—. ¿Volverás a
buscarlo ahora?
Ángela negó con la cabeza y limpió una lágrima traicionera de su
ojo derecho en un movimiento rápido.
—¿Ahora? ¿A sus veinte años? No. Le hice una promesa y no la
pude cumplir porque he tenido una vida desastrosa. No tengo
vergüenza para buscarlo y presentarme ante él. Él ya es mayor, un
hombre. Bastante daño le he hecho ya, ¿no crees?
Me encogí de hombros. Yo no había parido ningún hijo, pero sí
que había criado dos a los que quería con toda mi alma.
¿Podía haber algo realmente poderoso para renunciar a un hijo?
Entendí en ese momento que sí: los remordimientos.
—Una madre nunca deja de ser madre, Ángela. Y en lo que sí
creo es en las segundas oportunidades.
—Eres muy buena, Montaña. —Ángela sonrió agradecida, y
cogió de nuevo el sobre de las fotos.
—Nunca las pierdas.
—No, eso jamás. Es lo único que tengo de él.
—¿Cómo se llama?
—Gabriel, pero yo siempre lo llamaba Gaby.
46
Gabriel
—Llámame cuando termines —me pidió Moi al otro lado de la
línea.
—¿Estarás disponible? —le pregunté, pues no sabía qué planes
tendría para ese día.
—Tengo un par de horas de trabajo durante la mañana, pero no
terminaré más tarde de las doce.
—Qué horario más raro, ¿no?
—Tengo que acompañar a una clienta a un brunch.
—Entiendo —contesté ahogando una carcajada.
—Gilipollas…
Ahora sí me reí más fuerte.
—Venga, llámame luego —se quiso despedir.
—Espera, ¿qué haces despierto tan pronto entonces?
Eran las ocho de la mañana y acababa de meterme en el coche.
—Tío, ¿en serio? —Moi sonó como siempre tras el altavoz del
manos libres, el mismo tono de condescendencia—. Ir al gym, obvio.
Este cuerpo serrano hay que trabajarlo.
—Cretino.
—Me llaman.
—Luego hablamos.
—Adiós, cabezón.
Me esperaban cerca de dos horas al volante, así que encendí la
radio y cogí el camino para salir de Moraira en dirección a Murcia.
Allí me esperaba alguien muy especial y los nervios me comían
por dentro.
Habíamos quedado en un barecito del centro de Murcia. Mi cita
del sábado por la mañana no vivía exactamente ahí, sino en
Cehegín, un municipio de la región, pero para los dos era más
cómodo vernos en el centro de la ciudad.
Miré el rótulo del bar para cerciorarme de que estaba en el lugar
indicado.
En efecto, así era.
Me senté en una mesa de la terraza y pedí un refresco de cola
sin cafeína.
Miré la hora en la pantalla del móvil, todavía era pronto.
No obstante, no tardé en verla a lo lejos.
Su forma de caminar era inconfundible, y su cabello negro
ondeaba a la leve brisa de ese día.
Llevaba una falda vaquera, un top y unas sandalias planas.
Sonreí.
Se había convertido en una mujer preciosa.
Cuando estuvo delante de mí, me levanté de forma torpe.
El aroma a perfume llegó hasta mis fosas nasales. Olía igual que
siempre.
Le encantó la colonia que la monitora aquella le regaló.
—Cuánto tiempo —comentó.
No llevaba maquillaje, no le hacía falta.
—Demasiado —contesté en un susurro.
Entonces ella se acercó a mí y yo, automáticamente, abrí los
brazos.
Raissa me abrazó y volví a sentir que las piezas del puzle de mi
vida encajaban.
No miento cuando digo que sentí ganas de llorar, y que un nudo
se había colocado en mi garganta impidiéndome tragar saliva.
Raissa me miró a los ojos, nuestros rostros apenas guardaban
distancia el uno del otro.
Ella sí tenía sus ojos aguados.
—No llores, que me cago —le dije sonriendo.
Ella también sonrió y un par de lágrimas se deslizaron por sus
mejillas.
—Eres un capullo, pero te quiero mucho —me dijo.
Después me abrazó otra vez.
La estreché fuerte, no quería dejarla escapar de nuevo.
Raissa se deshizo de mis brazos algunos instantes más tarde.
—Si estamos aquí es porque ya no estás con la bruja esa.
—En efecto, chica lista.
Llevaba sin verla desde que empecé con Raquel.
Cuando salí del centro, nuestra relación fue como una montaña
rusa.
Primero me alejé de todo lo relacionado con mi vida anterior a la
adopción, pero después volví a buscar a Raissa.
Luego conocí a Raquel y volví a echarla de mi vida.
Era la segunda vez que mi amiga volvía a darme una
oportunidad.
Sabía que no habría una tercera, ya me encargaría yo de ello.
—No voy a volver a ceder, lo sabes, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Me hago cargo. Lo siento mucho.
—Lo digo en serio.
—Lo sé. Sé que hablas en serio.
Raissa asintió con la cabeza.
—Bien.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté—. Cambiaste de número.
—Sí. Conseguí una plaza en el Centro de día de San Francisco,
en Cehegín. ¡Por fin! Y cambié de número porque quería empezar
de cero, pero parece que siempre estás en mi vida.
Sonreí, sabía que no lo decía con pesar. Raissa había estudiado
trabajo social y su sueño era tener un trabajo fijo relacionado con
sus estudios. Por fin lo había conseguido.
—Me dio tu número Isabel.
—Lo sé, me lo dijo.
—Me alegro mucho.
—¿Qué ha pasado con la bruja? —preguntó entonces—. Bueno,
espera, voy dentro a pedir y ahora me lo cuentas.
Raissa fue al interior del bar, pidió una caña para ella y una
ensaladilla rusa para los dos.
No tardó en volver a estar sentada frente a mí.
—Bueno, es una historia un poco larga, pero estábamos
pasando un momento difícil. Yo no quería ser padre, pero
estábamos buscando un niño, en fin… después yo me fui a Moraira
a conseguir la venta de una casa, aunque ya no trabajo para mi
padre y ahí es donde he conocido a Eva… Total, que Raquel estaba
pegándomela con otro a mis espaldas, aunque yo también me lie
con Eva porque le pedí a Moi que…
Raissa hizo un movimiento con la mano para que parase de
hablar.
El camarero dejó la comanda sobre la mesa y Raissa dijo:
—Tráeme otra de estas, necesito alcohol para esta
conversación.
Resoplé, me había agobiado por un momento.
—Creo que deberías empezar por el principio, porque no te he
entendido una mierda.
—Ya, yo tampoco me he entendido ni a mí mismo.
—Venga, pues come ensaladilla. Tenemos para rato.

La cita con Raissa se alargó hasta bien entrada la tarde, así que
eran cerca de las ocho cuando llegué de nuevo a Moraira.
Fue entonces cuando me encontré la finca como si fuera un
chiringuito de una playa paradisíaca.
Incluso los huéspedes iban disfrazados.
—Marga, ¿qué ha pasado aquí? —le pregunté a la mujer cuando
llegué al porche.
—Como te has tirado todo el día fuera, no te has enterado,
pipiolo. Eva ha decidido añadir a las actividades de la casa los fines
de semana temáticos.
—¿En serio? Mola mucho.
—Sí. Así que venga, dúchate y ponte bien ready, que esto
empieza ya.
Me reí ante el comentario de Marga y entré dentro de la casa
para hacer lo que me pedía.
De pronto, Daniela se interpuso en mi camino.
—Dice mi mamá que te pongas esto —dijo tendiéndome una
bolsa con lo que supuse que serían los complementos para ir
acorde con la temática hawaiana.
Miré a Eva, quien estaba detrás del mostrador de la recepción de
la casa. Ella también me estaba mirando y sonrió levemente.
¿Ya se le había pasado el enfado?
Asentí con la cabeza.
—Dile a tu mamá que sus deseos son órdenes.
Subí entonces hasta mi habitación para asearme y vestirme con
ropa limpia. Había pasado todo el día fuera y me sentía sucio.
Ni siquiera había llamado a Moi para contarle cómo había ido mi
cita con Raissa, así que decidí mandarle un mensaje: Acabo de
llegar a casa y estoy agotado. El encuentro se ha alargado más de
lo que esperaba, pero estoy feliz. Mañana te cuento mejor, ahora
tengo una fiesta temática en la casa de huéspedes donde me estoy
quedando. Un abrazo.

Cuando estuve vestido en condiciones para aquella fiesta vi el


mensaje con la respuesta de Moi: ¿En serio? Qué morro tienes.
¿Crees que puedo ir a esa fiesta? Tengo una cena, pero después
puedo pasarme.
Aquello me sorprendió, pero no sería yo quien le dijera que no.
Tendría que preguntarle a Eva, aunque dudaba de que me
pusiera alguna pega.
Le contesté: Supongo que sí puedes, aun así, en un rato te
confirmo.
Eva y Montaña habían preparado aquella noche de una forma
extraordinaria.
Carteles de curiosidades hawaianas repartidos por toda la finca,
panfletos con información divertida y la cena…
Dios, la cena fue un verdadero espectáculo.
Aprendí que la cocina hawaiana es una mezcla de sabores
influenciados por ingredientes y técnicas japonesas, chinas,
polinesias, filipinas, estadounidenses y portuguesas.
Ala, apunta el dato.
Y Montaña había sido capaz, como buena cocinera que era, de
reflejar esa fusión en los platos que había preparado para la fiesta,
siendo el arroz, los mariscos, el cerdo y frutas como el coco, el
mango y la piña los ingredientes más usuales.
Las nueces también eran esenciales.
Y las especias como la soja, el curry, el jengibre, el ajo, la
cebolla, el ají y la salsa teriyaki.
Así, había dispuestos en las mesas del exterior de la casa, todo
tipo de platos para cenar.
Brochetas con diferentes combinaciones de carne, camarones y
piña y también con la opción de vegetales asados a la parrilla.
Lomi lomi de salmón, preparado con salmón asado, tomate y
cebolla sobre tostaditas de pan.
Shots de camarones acompañados con maíz dulce, pimiento rojo
y cebolla morada, sazonados con jugo de limón y cilantro.
Mini hamburguesas con lechuga, tomate y diferentes salsas,
aderezadas con trocitos de piña pasadas por el asador.
Todo tenía una pinta exquisita y la ambientación no podría haber
quedado mejor.
Había flores por doquier, arreglos frutales e incluso manteles con
temática hawaiana.
De fondo sonaba una melodía acorde con el tema y los
huéspedes parecían encantados.
Para después de la cena había ricos cócteles de frutas y la
música de ambientación fue sustituida por las canciones que los
huéspedes le pedían a Marga, quien se había ofrecido a hacer de
DJ.
Aproveché para socializar un poco con los demás huéspedes
mientras cenaba, y cuando cogí mi primer cóctel, me acerqué a Eva.
—Aloha —susurré cuando estuve delante de ella.
Ella sonrió.
Esa palabra en el lenguaje hawaiano significa hola y adiós, pero
también amor y afecto.
—Aloha —repitió ella.
—Veo que ya soy digno de tus palabras y de tu compañía.
Eva se encogió de hombros, llevaba un cóctel también entre sus
manos.
—Siempre lo has sido, pero entiende que estuviera molesta.
—Claro que lo entiendo.
Asintió con la cabeza.
—¿Has vuelto a hablar con ella?
—¿Con Raquel?
Me reí de forma amarga.
—No. Ni lo pienso hacer. Espero que haya tenido un poco de
sensatez y se haya marchado de casa. El piso donde vivíamos en
Madrid es mío —dije con amargura.
—Imagino que sí que habrá sido sensata.
—No quiero hablar de ella, si no te importa.
—Claro. ¿Qué has hecho hoy? Cuéntame.
Al instante, me olvidé de Raquel y sonreí de oreja a oreja.
—Hacerte caso.
—¿Y eso? ¿En qué?
—He estado con Raissa.
—¿De verdad? ¿Y cómo ha ido? —preguntó ella. Parecía
sincera cuando sonreía.
—Ha ido muy bien. No importa el tiempo que pase, creamos una
amistad tan fuerte de pequeños que cuando volvemos a vernos todo
está como siempre. Aunque tengo claro que no puedo fallarle más.
—Es una buena amiga —comentó Eva.
—Sí. La verdad es que sí que lo es.
—Oye, ¿te parece mal si más tarde se pasa un amigo a la
fiesta?
—¿Un amigo? No, claro que no. Está invitado a lo que quiera.
—Bien, voy a avisarlo.
Eva me sostuvo la mirada. Estaba preciosa aquella noche.
Como siempre.
Tecleé rápidamente en la conversación del chat de Moi dándole
luz verde y mandándole la ubicación de la casa.
—Listo, ya está.
Iba completamente vestida de hawaiana y su pelo rubio caía
suelto sobre su espalda.
—Oye, Gabriel, yo quería contarte…
—¿Sabes que te quedan muy bien las flores en el pelo? —le dije
entonces, cogiendo un mechón de su cabello y acariciándolo. La
interrumpí sin darme cuenta.
—¿Y tú sabes que no deberías llevar camiseta? —me dijo ella
cogiendo suavemente la tela de mi polo blanco, olvidándose de lo
que iba a decirme.
—¿No?
Eva negó con la cabeza mordiéndose el labio.
—Quítamela.
—¿Aquí?
Miré hacia dentro de la casa en un movimiento de ojos rápido.
Eva se rio.
—¡Eh! ¡Tortilitos! —exclamó Marga desde el equipo de música.
Lo estaba dando todo pinchando las melodías.—. Esta os la dedico.
Quiero veros mover esos cuerpos serranos que tenéis.
Eva y yo la miramos y soltamos una carcajada.
—¿Bailas? —le pregunté entonces.
—Si te digo que no, le da un pasmo.
Ateo, de C Tangana y Nathy Peluso comenzó a sonar.
47
Eva
Gabriel no se movía nada mal. Además, aquella canción me
encantaba. Quería decirle que había encontrado a su madre
biológica, por si quería ponerse en contacto con ella.
Todo cuadraba cuando Montaña nos lo contó a Marga y a mí.
Debatí con ellas si debía contárselo a Gabriel o no, pero finalmente
pensé que no podía ocultarle algo así.
Yo se lo decía y él que hiciera lo que más conveniente creyera
con esa información.
No obstante, aquello tendría que esperar, estábamos metidos de
lleno en plena bachata, y sentirlo tan cerca nublaba todos mis
sentidos.

Si llegué vivo aquí, no me va a matar una vieja herida.


Déjales que hablen mal, se mueran de envidia.

Su cintura y la mía se rozaban al ritmo de la música. Sus manos


apoyadas en mi espalda baja corrían el riesgo de asentarse en mis
glúteos.
No mentiré al decir que deseaba que lo hiciera.
Deseaba que me tocase y me acariciase de nuevo.
Deseaba volver a sentir sus manos sobre mi piel y su boca sobre
mi cuello.

Quiero hacerle religión a tu melena, a tu boca y a tu cara, y que


me perdone la Virgen de la Almudena, las cosas que hago en tu
cama.
Una vuelta.
Dos.
Hacia delante y hacia atrás.
Las manos entrelazadas, los corazones latiendo desbocados por
bailar un ritmo tan sensual. ¿Cómo podía hacerlo tan bien? ¿O era
yo que ya empezaba a estar ciega de amor?

Me sacaste de la oscuridad, somos un asunto de gravedad.


Tú despiertas ese diablo mío que me roba toda espiritualidad.
Ya no sé lo que me pasa, ahora nada te reemplaza,
tu boca es como mi casa.
Lo que ellos dicen parece veneno, si me preguntan yo les diré
que no lo sé.
Quiero gritar que te echo de menos, dame del agua bendita que
calma mi sed.

Yo también había sido atea del amor, pero ahora sí creía en él,
porque Gabriel había aparecido como ese milagro que decía la
canción.
Nos besamos y nuestro alrededor dejó de importar. Tanto, que
para nosotros desapareció y nada ni nadie existía en Moraira.
Solo nosotros.

—Necesitaba volver a estar contigo a solas como respirar —me


confesó pegado a mi boca cuando estuvimos en su habitación.
Nos habíamos marchado de allí, queríamos intimidad.
—Lo sé, yo también —contesté deshaciéndome de toda su ropa.
Nos tumbamos sobre su cama sin dejar de besarnos y pronto
sus dedos pellizcaron mis pezones, los cuales acababa de liberar de
la parte del bikini de color azul que llevaba puesto.
Pellizcó, lamió y mordió, haciéndome jadear.
¿Cómo podía excitarme tanto ese hombre?
Nos besamos de nuevo. Todo saliva y mordiscos suaves.
La excitación se notaba en todos nuestros movimientos.
Si Gabriel era guapo con ropa, sin ropa era todo un espectáculo.
Perfección pura.
Agarré su sexo suavemente y lo metí en mi boca.
Gabriel gimió y cerró los ojos.
—Mírame —me pidió levantando suavemente mi rostro para que
nuestros ojos se encontraran—. Así…
Algunos instantes después fue él quien me instó a besarlo de
nuevo.
Pronto sentí sus dedos sobre mi entrada, caliente y mojada para
él.
—Siempre estás lista… —murmuró.
Sonreí y me tumbé boca arriba sobre el colchón.
Gabriel se incorporó y abrió mis piernas suavemente antes de
dejar un reguero de besos en la parte interna de mis muslos.
Bajaba de una forma lenta y casi dolorosa. Sentía que pronto
estallaría de placer si me torturaba de aquella forma.
—No pares… —le pedí, no obstante.
Había llegado a mi sexo y su lengua acariciaba mi entrada con
maestría.
Introdujo dos dedos en mi interior sin parar de lamer mi clítoris.
Jadeé y gemí sin poder evitarlo, cerrando los ojos y abriendo la
boca.
Coloqué una mano sobre su cabello y tiré de él.
Mientras me practicaba sexo oral, él se masturbaba con la otra
mano.
—Te necesito dentro —supliqué—, ya.
Me besó y reconocí mi propio sabor en sus labios.
La punta de su polla se abrió paso entre mis labios y pronto lo
sentí en mi interior.
Me embestía suavemente, y colocó sus manos bajo mi trasero,
agarrándome los glúteos con fuerza, acercándome más a él y
colándose todavía más dentro de mí.
—Me pones muy cachondo… —susurró en mi oído.
—No quiero que pares nunca.
—Uff…
No me importó nada, ni siquiera haber abandonado la fiesta.
Solo me importaba lo que estaba sintiendo en ese momento.
Ni siquiera era consciente de que la vida son momentos, y que lo
que piensas que durará para siempre, puede esfumarse en un
segundo.
Aunque supongo que eso nunca nadie lo termina aprendiendo.
Ni siquiera viviendo experiencias como la que yo viví con Andy.

—Ha sido increíble —susurró Gabriel con la respiración agitada


cuando ambos llegamos al clímax un rato más tarde.
—Tú lo haces increíble.
—¿Qué quieres que haga? Me miras con esos ojos y no respondo.
Me reí.
—Vístete, debemos volver abajo.
—¿Una ducha rápida? —preguntó.
—Eso siempre —contesté corriendo hacia el baño para ser la
primera en hacerlo.
Diez minutos.
Solo nos hicieron falta diez minutos para volver a estar listos y bajar
junto a los demás.
—Mi amigo está a punto de llegar —me informó cuando nos vimos
de nuevo en la cocina.
—Perfecto. Voy a ver cómo está Montaña con la niña. Ahora nos
vemos —me despedí guiñándole un ojo.
Busqué a Montaña y a Daniela y las encontré junto a Marga, al lado
del equipo de música. Le estaban pidiendo una canción.
—Hombre, la princesa salió del castillo —dijo Marga.
Carraspeé.
—Estaba…
—Después, después —dijo mirando a Daniela—, a ver si tú sabes
encontrar la canción esa de las almendras con el chocolate.
—¿Chocolate con almendras? —pregunté riéndome. Era la canción
preferida de Daniela.
—¡Esa! Ninguna sabíamos cómo se llamaba.
—Madre mía…
—Eva, mi amigo acaba de llegar —Gabriel apareció por detrás.
—Hombre, el empotrador —dijo Marga.
—Shhh —la amonesté.
Gabriel se rio, pero no me pasó inadvertido que se sonrojó un poco.
—De acuerdo, vayamos.
¿Cómo iba yo a saber lo que iba a pasar a continuación?
Jamás me lo hubiera imaginado.
48
Gabriel
Pensé que la noche no podía estar siendo más perfecta, hasta
que vi cómo Eva se quedaba plantada en el suelo al ver a Moi.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
No había reparado en la reacción de mi amigo, pero sus ojos
estaban desorbitados y tenía la boca entreabierta.
¿Había palidecido?
—¿Él es tu amigo? —preguntó Eva en un hilo de voz.
—Sí, ¿qué pasa? ¿Moi? ¿Os conocéis?
—¿Qué es esto, Gabriel? ¿Una broma de mal gusto? —dijo Eva
seria. Muy seria. No sabía si estaba enfadada, dolida, si iba a darle
un ataque de un momento a otro o qué pasaría.
Pero me sentí muy perdido de pronto.
—Eva… —Se acercó Moi a ella.
—No te acerques —le advirtió.
Pero Moi se acercó más e intentó cogerla de la mano.
¿Qué hacía? ¿Qué estaba haciendo?
—Moi, ¿qué haces?
—¡No! No me toques, ni se te ocurra tocarme. Sin vergüenza —
le gritó Eva.
Moi tragó saliva. Su nuez subió y bajó en su garganta.
Entonces mi amigo se giró para mirarme.
—Dime que no es ella.
—¿Qué?
—Dime que no es ella la tía que tenías que conquistar, Gabriel.
—¿Qué más da eso? ¿Alguien puede explicarme qué está
pasando? —pregunté, me estaba empezando a poner nervioso.
—¿La tía que tenías que conquistar? —preguntó Eva.
—Dime que no me pediste ayuda para ligártela. A ella, no.
Moi estaba más serio que nunca. No apartaba sus pupilas de las
mías y estaba empezando a acojonarme.
—¿Pedirle ayuda? ¿Le pediste ayuda a este impresentable para
qué, exactamente?
Eva tenía los brazos en jarras y me miraba, enfadada.
—Gabriel, mírame —me pidió.
—Te juro que lo que he sentido es real.
—Pero me pediste ayuda para llevártela a la cama y convencerla
de que vendiera la casa. ¿Esta es la casa? Espero que te merezca
la pena si aceptas su oferta.
—Eres un cabrón. Te dije que no pensaba proponerle ninguna
oferta. Que me gustaba.
—¿Mamá? ¿Quién es este? —Daniela apareció de la nada y Moi
la miró con la cara desencajada.
Después miró a Eva y, por último, me miró a mí.
Deseé estar equivocado, pero las piezas encajaron en mi cabeza
a la perfección.
—Nadie, cariño. Ve con la abuela. —Eva cogió de la mano a
Daniela y Montaña se metió dentro de la casa con la niña.
—¿Nadie? Eva, soy… yo.
—¿Tú? —pregunté, cogiéndolo del brazo.
—¡Sí, él, el hijo de puta que me dejó tirada!
—No, Eva, yo…
—No me lo puedo creer… —dije llevándome las manos a la
cabeza y dándoles la espalda.
Entonces Moi reaccionó.
—Me pediste ayuda para follarte a la única mujer a la que he
querido. Soy un mierda, y tú también, Gabriel. Somos unos mierdas,
¡joder!
No lo vi venir, pero sí escuché a Eva ahogar un grito cuando el
puño de Moi impactó contra el muro de la entrada, corriendo el
riesgo de partirse la mano.
—Pero ¿os dais cuenta del espectáculo que estáis montando?
¿Qué os creéis?
—¡Se acabó! ¡Todo el mundo a dormir! ¡No hay nada que ver! —
gritó Marga a los huéspedes, que fueron entrando a trompicones
dentro de la casa.
—No me lo puedo creer… —sollozó Eva.
—Eva…
—No te acerques a mí. Vete de aquí —le pidió a Moi.
—Yo no… no sé ni qué decirte. ¿Era ella? El bebé que…
—¡Vete! Ni siquiera te atrevas a preguntar por ella después de lo
que me hiciste, Moisés.
—He cambiado —le dijo con desesperación.
—Pero yo ya no te quiero. Y no te imaginas lo que me costó
arrancarte de mi vida de una vez por todas.
Moi tragó saliva.
—Mataos a golpes si queréis en la calle, pero no en esta casa —
nos advirtió entonces Marga.
—No se preocupe —dijo Moi avergonzado—, yo ya me voy. —Ya
te vale —me señaló con el dedo—, ya te vale.
Suspiré, derrotado.
Marga hizo el intento de acompañar a Moi a la salida, pero él
prefirió hacerlo solo.
—Sé dónde queda la puerta, gracias —le dijo amablemente a
Marga, pero supe que en sus palabras también había tristeza y
decepción. Quizá por mí, quizá por él mismo. O quizá ambos
teníamos que ver.
Eva se sentó en una de las mesas, llorando.
—Lo siento mucho. No sabía que era tu ex. En mi vida podría
habérmelo imaginado.
—Me has engañado, otra vez.
—No —negué con la cabeza con vehemencia.
—Sí, lo has hecho.
—No, Eva. Vine aquí para conseguir la venta de esta casa.
—Pero ¿qué dices?
Suspiré.
—Si me dejas, te lo cuento.
—Por supuesto, pero una vez hayas terminado, vas a marcharte.
Esto se acaba aquí, Gabriel.
—Eva, por favor…
—Habla. Estoy deseando saber la clase de mentiroso que eres.
Bufé, frotándome los ojos con los dedos. Me sentía agotado
emocionalmente de repente. Aquello había sido un golpe que no me
esperaba para nada.
¿Es que no podía tener una vida tranquila?
—Mi padre vino aquí y habló con Montaña. Está interesado en
esta casa, tu casa. Montaña se negó a vender y me mandó a mí —
resoplé, aquello era una locura y me estaba dando cuenta en ese
preciso instante. —Su plan era utilizar mis artes de seducción para
intentar convencerte de que vendieras.
Eva arqueó las cejas.
—O sea, a ver si lo entiendo —dijo de malos modos—, vuestro
plan era conquistarme, que te acostaras conmigo y luego, ¿qué?
¿Cómo ibas a conseguir que vendiera? ¿Qué tiene que ver una
cosa con la otra? ¿Te das cuenta de lo absurdo que es? Acabo de
darme cuenta de que entiendo el idioma Neanderthal, porque lo que
acabas de soltar por tu boca es de la prehistoria. ¿Qué crees que
soy? ¿Un juguete?
—Ahora sí me doy cuenta de que es absurdo. Pero en mi
defensa diré que he dimitido en la empresa, he rechazado el dinero
de mi padre porque ni lo quiero ni lo necesito y lo he hecho porque
no me sentía capaz de hacerte eso. Y, si no te lo he contado, es
porque ese plan dejó de existir en el momento en el que se lo dije a
mi padre. Bueno, a Germán.
—Me has mentido de todas formas. Y lo peor de todo es que le
pides ayuda a mi ex. Pero ¿esto qué es? ¿Una comedia romántica?
¿Dónde está la cámara? Me parece alucinante. Vas y le pides ayuda
al peina moscas ese.
Eva estaba totalmente desquiciada, y la entendía.
—Yo no sabía que es el padre de tu hija, Eva. ¿Cómo iba a
saberlo? Fuimos amigos, pero cuando Germán me adoptó me alejé
de esa vida y, por ende, de los amigos del centro.
Eva suspiró, derrotada, frotándose la frente.
—Sabías que me hicieron daño, Gabriel. Sabías el motivo por el
que no quería volver a enamorarme ni tener relaciones serias. Yo no
tengo tiempo para esto. Debo centrarme en mí, en mi hija y en sacar
adelante este lugar. He tomado la decisión de no volver a Madrid,
así que coge tus cosas y márchate, por favor.
—Eva, perdóname. Sé que he hecho las cosas mal, pero…
—Y yo que tenía que decirte que… en fin, da igual.
—No, no da igual.
Eva negó con la cabeza.
—¿Qué ibas a decirme?
—Que sé quién es tu madre tu madre biológica y sé dónde está.
Esto es una puta locura. Todo está conectado y siento que el destino
me ha hecho una jugarreta.
—¿Cómo has dicho? ¿Mi madre?
—Ángela, sí. Le dimos trabajo hace años gracias al plan de
ayuda a la reinserción, cuando compramos la casa de huéspedes.
Ella nos ayudó durante el primer verano que pasamos aquí y
nosotros hicimos un informe favorable para que pudiera empezar de
cero una nueva vida. Una vida normal.
—¿Estás hablando en serio?
Eva asintió con la cabeza. Aquello era demasiado impactante.
Tenía que procesar demasiadas cosas en la cabeza y no sabía ni
por dónde empezar.
De lo único que tenía ganas era de llamar a Isabel para que me
iluminase el camino.
—Te daré su teléfono, por si quieres ponerte en contacto con
ella.
—Ella nunca lo hizo conmigo.
—Las cosas no son tan fáciles, ya lo has visto. Tú me mientes y
yo te mando a la mierda. Y no importa que seas buena persona, ya
lo ves.
—Eva…
—Recoge tus cosas. Mañana no quiero verte aquí. No puedo
complicarme más la vida, y tú me la complicas, Gabriel. Lo siento,
de veras —dijo con lágrimas en los ojos.
—Para, por favor… te juro que es sincero lo que siento.
—Yo también, por eso te echo de mi vida antes de que me
rompas el corazón tú también.
49
Eva
Aquella noche lloré a mares.
No había suficientes pañuelos desechables ni consuelo que me
ayudara.
Estaba decepcionada y dolida, aunque no me sentí morir como
me pasó con Moi.
Aquello me había pillado mucho más madura, pero dolía mucho.
Gabriel era especial, estaba segura de ello, como también sabía
que se había equivocado y que todos cometíamos errores.
Pero yo necesitaba centrarme en mí y dejar a un lado ese tipo de
cosas porque no me convenían.
Daniela seguiría su terapia hasta que Isabel me asegurara de
que todo iría bien, al igual que yo continuaría la mía en el grupo de
duelo con Vanesa hasta encontrarme en esa última fase que te
confirma que has soltado a tu ser querido fallecido, aunque no te
despidas porque lo guardas en el centro de tu pecho y le das las
buenas noches al final del día mirando las estrellas.
Necesitaba volver a ser yo y no podía perder el tiempo
lamentándome por algo que ni siquiera había empezado.
Así se lo expliqué a Montaña, a Marga y a Palo, que ya estaba
con nosotras en Moraira.
Había pasado una semana y no había dejado de extrañarle. Algo
faltaba en aquel lugar.
¿Cómo podíamos acostumbrarnos tan rápido los humanos a la
presencia de otras personas?
Gabriel se marchó a la mañana siguiente, tal y como le pedí.
No hubo despedida, fue Montaña quien le acompañó a la puerta
y le dio el teléfono de Ángela.
No pensé que se mereciera que lo acompañase yo.
Pagó el importe pertinente por los días que había estado
hospedado y le dijo a Montaña que me transmitiera sus disculpas de
nuevo.
—Es un canalla, Montaña, no quiero sus disculpas. Siento que
no ha parado de mentir desde que lo conozco —le dije, porque
desde que había pasado aquello era el mono tema de la casa de
huéspedes.
—Pero es un canalla encantador. —Suspiró Marga.
—Eso no es verdad —contestó Montaña—. No creo que haya
mentido en todo. Solo… se han complicado las cosas.
—¿Cómo se le ocurre pedirle ayuda al cenutrio de Moi? —
pregunté todavía sin poder creerme aquello.
—La verdad es que da un poquito de asquete, sí —comentó
Palo.
Las cuatro estábamos sentadas en el porche mientras el
atardecer oscurecía la finca.
Algunas velas de citronela iluminaban de manera tenue el
porche, reflejándose la luz de las pequeñas llamas en el cristal de
nuestros botellines de cerveza.
—¿La caca de tu niño? Pues ya te digo. Me está viniendo un
olorcillo, que no veas… —comentó Marga.
Neo jugaba en el suelo, sobre una alfombra interactiva que Palo
le había traído porque se había convertido en su pasatiempo
favorito.
Mi amiga puso los ojos en blanco.
—Iré a cambiarlo. Este nene, a ver cuándo crece y deja los
dichosos pañales, porque yo no puedo más.
—Ponte una pinza en la nariz —dijo Montaña carcajeándose.
Palo se marchó dentro a una de las habitaciones que estaba
ocupando, donde tenía todas las cositas de Neo.
—No le des tantas vueltas, ha pasado una semana —me dijo
Montaña volviendo al tema.
—No se las doy.
—Vaya que no, me tienes la cabeza como un bombo, guapita.
Que si el Gaby esto, que si el Gaby aquello… Gaby, Gaby, Gaby.
Apreté los labios.
—Eso es mentira.
—Para mentirosa tu boca, reina. Admite que le echas de menos.
Admite que te importa más de lo que quieres reconocer. No pasa
nada. Te digo yo, que él está como tú. Y estáis los dos haciendo el
tonto.
—No es una tontería lo que ha hecho.
—¿Tú nunca has hecho daño a alguien sin querer? —me
preguntó Marga—. No ha sabido hacer las cosas. Pero, coño, Eva,
reacciona. Que ha dejado la empresa del padre, que ha dejado a la
novia.
—No lo ha hecho por mí.
—No, lo ha hecho por él, pero tú has contribuido. Habéis pasado
momentos bonitos, os habéis dado cariño y Daniela habló gracias a
él.
Negué con la cabeza.
—Por ahí sí que no. No pongas a mi hija de excusa para
perdonarlo, porque yo no lo voy a hacer nunca.
—No la pongo de excusa, solo estoy poniendo las cartas sobre
la mesa.
—Y yo he puesto las mías. Me ocultó que tenía novia.
—Y te explicó los motivos, no le cogía el teléfono, la muy tonta.
Ya no la tiene.
—Y me ocultó ese plan secreto y absurdo de la casa.
—Y le plantó cara a su padre y dejó la empresa.
Hice un puchero.
—Le pidió ayuda a Moi para conquistarme cuando sabía que me
partió el corazón.
—Ahí sí que no, Eva —intercedió entonces Montaña—, era
imposible que Gabriel lo supiera. Además, a Moi no le hizo gracia
tampoco.
Apreté los puños. No me quedaban balas para acusarlo.
—Estás hablando desde la rabia —dijo Marga.
—Pues sí. Porque estaba a punto de quererlo y me ha jodido.
—¡Ahí está! ¡Ya lo has dicho!
—Pero no llegó ese punto y todavía me puedo curar.
—De cualquier punto se puede curar uno, porque el amor no
mata y nadie muere por nadie. Deberías tenerlo ya bien aprendido.
Marga, en otra vida, debería haber sido una especie de
sacerdotisa de la sabiduría o algo así, porque tenía respuesta para
todo, la muy bruja.
—Bueno, pues ya se me pasará —dije, porque no sabía qué más
añadir a la conversación.
El nombre de Gabriel y su número de teléfono quemaban en el
papel del libro de registro, pero todavía me resistía la tentación de
mirarlo y escribirle.
¿Acaso era algo imperdonable lo que había hecho?
Mi corazón latía un NO como una catedral, pero todavía no me
sentía preparada para hacerle caso.

Los siguientes días me centré en hacer deporte, ponerme al día


con las ilustraciones que tenía pendientes, y ayudar en la casa y
tomarme en serio tanto mi terapia como la de Daniela.
Palo me hacía mucha compañía, y tenerla allí me daba el
impulso de no pensar tanto en Gabriel y en su mentira.
No obstante, cada vez sentía menos rencor y más añoranza.
¿Por qué no se me iba de la cabeza?
¿Por qué no me lo podía arrancar de dentro?
¿Qué era lo que tenía ese canalla que me hacía recordarlo a
cada instante?
Quizá Montaña tenía razón y el motivo por el que no salía de mi
mente era por ser terriblemente encantador.
No volví a saber de él hasta mediados de agosto.
50
Gabriel
Salí de Moraira hecho una mierda. Eva no había sido la única
que se había quedado con el corazón roto.
Había intentado hacer las cosas lo mejor que podía, pero no
había sido suficiente.
Ahora estaba solo, y no sabía demasiado bien qué rumbo coger.
No obstante, Raissa hizo de faro en la oscuridad, como tantas
otras veces.
Me quedé en su casa durante unos días, los suficientes hasta
que tuve fuerzas, valor y coraje, para volver a enfrentarme a los
cabos sueltos que me quedaban por cortar en mi vida.
Viajé a Madrid y puse en venta el piso en el que estuve viviendo
con Raquel.
Firmé todos los documentos pertinentes relacionados con mi
marcha del trabajo, a lo que Germán no dijo ni una sola palabra.
Me despedí de él, de la empresa y de esa vida que no quería.
Tenía todos los recursos necesarios para volver a empezar,
incluido un colchón económico y lo que se sumaría cuando vendiera
el piso.
Tenía fuerzas para empezar de cero, aunque había llorado
mucho aquellos días extrañando a Eva.
Me dolía, me dolía no verla, su ausencia y no poder tenerla
cerca.
Me dolía la distancia que había vuelto entre Moi y yo.
Me dolían muchas cosas, pero con dolor también se puede vivir.
Intenté solucionar las cosas poco a poco, hasta que por fin pude
alquilar un piso en el centro de Alicante, me había enamorado de la
ciudad y sentía que algo me anclaba a ella.
Moi vivía cerca de mi nuevo apartamento, y eso no sabía cómo
me hacía sentir.
No habíamos vuelto a hablar desde que pasó aquello en la casa
de huéspedes.
Ese fleco de mi vida todavía seguía ahí, aunque Raissa, quien
estuvo a mi lado desde que me marché de Moraira dándome su
apoyo incondicional, hizo que esa situación cambiara.
—Ahora hablareis como dos personas civilizadas —dijo la chica
sentándose en la silla que había en medio de nosotros.
Moi miraba hacia otro lado, me sorprendía que hubiera accedido.
Raissa tenía un poder de convicción sorprenderte. No obstante,
también era consciente de que habían pasado dos semanas de
aquello y todos los sentimientos encontrados del momento se
habían enfriado un poco.
—No sé qué hago aquí —dijo Moi.
—¿Qué haces aquí? Enfrentar los problemas.
Raissa y Moi se habían reencontrado gracias a que la chica
quería que nos reconciliáramos.
Según ella, había sido un malentendido.
Dolía, por supuesto, pero ninguno habíamos puesto maldad a lo
que habíamos hecho sin querer.
—El único problema es que se ha liado con mi ex y eso no es de
amigos. Fin —dijo Moi.
Suspiré.
—¿Y? Te recuerdo que el capullo que la abandonó cuando se
quedó embarazada fuiste tú. Renunciaste a ella y a todo lo que
hubierais podido vivir juntos. Y, además, no sabía que Eva era tu ex
porque jamás me has hablado de ella y de… tu hija.
Raissa era clara y solía dar en hueso, temía el momento de que
me llegara mi turno.
Moi se llevó las manos a la cara.
—Ya lo sé.
—¿Acaso tú no has estado con otras mujeres? —preguntó
Raissa. Después bufó, riéndose—. Bueno, no sé para qué te
pregunto esto. Sé perfectamente la respuesta.
—Pues sí, ya la sabes.
—Pues entonces Eva tiene todo el derecho a rehacer su vida.
—¿Y tiene que ser con él?
—Bueno, eso… no está nada claro. Te recuerdo que me echó de
su casa —añadí.
—Normal, es que tú… también. Madre mía. Bueno, detrás de
una cosa otra —dijo Raissa frotándose las manos.
—Es que tu plan era una mierda —me dijo Moi.
—No fue eso lo que me dijiste cuando te lo conté —le recriminé.
—Porque me ibas a pagar.
—Entonces no te hagas el digno diciendo que me he liado con tu
ex, porque es obvio que no la quieres ni la has querido. A ti te
mueven otras cosas, tío.
Raissa nos miraba a uno y a otro como si estuviera presenciando
un partido de tenis.
—¡Vale los dos!
Moi apretó los labios y yo apreté los dientes, pero ambos nos
callamos.
—Estaba claro que me necesitabais, como en los viejos tiempos.
Raissa sonrió y tanto mi amigo como yo no pudimos evitar
imitarla.
—Moi, tienes que perdonarte. Tienes que afrontar que, si
tomaste esa decisión en el pasado, es porque lo sentiste así. Que
eso no quita que no fueras un mandril apestoso, pero…
—Pues bien que querías liarte con este mandril apestoso cuando
éramos adolescentes.
—¿Yo? —Raissa puso morritos —. Más quisieras, chaval.
Moi sonrió de lado.
—¿Me estás retando?
Parpadeé varias veces, otra vez aquello, no.
—Idos a un hotel, si veis que tal.
Raissa carraspeó y volvió a la realidad.
—¿Te das cuenta, Moi? Eres un moja bragas, un picha floja,
pero no seas el perro del hortelano. Acepta lo que hiciste, perdónate
y será más fácil.
—¿Qué pasa con la niña?
—¿Qué? —pregunté.
—Es mi… bueno…
—Sí, tu hija, dilo —le alentó Raissa—. Eso debes hablarlo con
Eva. Pero primero, por favor, hablad entre vosotros y solucionad
esto.
Suspiré.
—Siento que te enteraras así de que Eva era la chica de la que
me he pillado. Todo esto parece una puta película. Hasta ella ha
encontrado a mi madre —dije.
—¿Cómo? —preguntó Moi atónito.
Asentí con la cabeza.
Raissa ya lo sabía, pero a Moi, como ya podrás imaginar, no
había tenido oportunidad de decírselo.
—¿Has pensado ya si vas a ponerte en contacto con ella? —
Miré a Raissa tras preguntarme aquello.
—De momento, no. Quiero ordenar un poco mi vida y, si es
posible, recuperar a Eva.
Moi hizo una mueca, pero se relajó instantes después.
Podía entenderle, pero yo no mandaba en mis sentimientos.
—Acepto tus disculpas, no sabías que yo… Fue ella por la que
dejé todo lo malo. Solo que luego no me supe comportar bien.
—Ahora lo sé —le dije.
—Me costará hacerme a la idea, solo… dame un poco de
tiempo. No es que la siga queriendo ni nada de eso, pero sí es de
quien me enamoré por primera y única vez en mi vida.
Asentí con la cabeza.
—Me hago cargo —le dije, tendiéndole la mano.
—Perfecto —aplaudió Raissa.
Moi estrechó mi mano entre la suya y de esa forma sellamos la
paz.
Aun así, hasta que nuestra amistad volvió a estar como antes, o,
al menos lo más parecido a eso, tuvieron que pasar algunos meses
más.
Aquel día lo pasamos los tres juntos, como antes, y por la noche,
cuando Moi se marchó, le dije a Raissa:
—Reconoce que los ojos te hacen chiribitas cuando lo ves.
Ella me miró con cara de asesina.
—Eso no es verdad.
Me encogí de hombros.
—Vale, si tú lo dices.
—Deberías estar pensando en lo que sucederá mañana y no en
esas tonterías.
—No son tonterías, es lo que veo.
—Ya, bueno…
—Mañana no sé qué puede pasar, cualquier cosa, supongo.
—Mañana triunfará el amor. —Raissa me guiñó un ojo.

Quizá era arriesgado, atrevido, la decisión de un kamikaze


después de todo, pero tenía que intentarlo.
Raissa puso su mano sobre la mía, que estaba apoyada en la
palanca de cambios del coche.
Estábamos ante la gran valla que protegía la finca de la casa de
huéspedes.
—Saldrá bien.
—No estoy muy seguro.
—Tú nunca estás seguro de nada —me recordó.
Tragué saliva.
Raissa bajó del coche, llevaba un sobre en las manos.
Yo contuve el aliento cuando tocó el timbre.
Eva abrió la puerta y a mí se me paró el corazón.
51
Eva
—Hola —saludé a la chica de cabello negro que esperaba al otro
lado de la puerta.
—Hola, ¿eres Eva?
Arrugué un poco el ceño, nunca había visto a aquella mujer.
Tendría más o menos mi edad y era guapísima.
Tenía rasgos exóticos y el pelo muy oscuro, peinado en una
trenza.
Sus manos estaban decoradas con tatuajes de henna.
—Sí, soy yo. ¿Quién eres tú?
—Me llamo Raissa, traigo esto para ti.
Cuando escuché ese nombre el corazón se me paró.
—¿Raissa? ¿Eres tú?
La chica sonrió.
—Sí.
—Gabriel me ha hablado mucho de ti —le dije con anhelo. Luego
fruncí el ceño—. ¿Te ha mandado él?
—Toma, lee esto y luego ya… tú verás.
Raissa se encogió de hombros y, tras girar sobre sus talones,
desapareció.
Cerré la puerta y no alcancé a ver el coche de Gabriel, que
estaba fuera estacionado.
No le presté atención, estaba contemplando el sobre que la chica
me había dado.
Lo abrí con manos temblorosas y encontré una carta.
Se notaba que esa letra era de chico por la caligrafía, las
mujeres solemos hacer las letras más redondeadas.
Contuve el aliento cuando leí las primeras palabras.
Querida Eva:
Quizá no tenga derecho ni siquiera a escribirte esta carta, pero
para mí era necesario.
Jamás me hubiera imaginado cruzarme con alguien que me
hiciera sentir así.
Jamás me hubiera imaginado sentir mi corazón latir tu nombre.
El tuyo, Eva.
El de nadie más.
¿Sabes cuánto me destroza sentirte lejos?
La distancia entre nosotros para mí es como un veneno.
Sé que no hice las cosas bien, pero las hice lo mejor que pude. A
veces las cosas se complican y no actuamos de la mejor manera.
Tenía tanto miedo de perderte…
Qué tontería… ¿no? Porque siento que nunca te he tenido, a
pesar de los besos y las caricias.
Y aun así no te quería perder.
Cuando actuamos desde el miedo, corremos un riesgo mayor a
equivocarnos.
Supongo que eso es lo que me ha pasado a mí.
Llegaste cuando menos lo esperaba, y lo que para mí se trataba
de trabajo, se convirtió en algo tangible.
Yo no lo elijo sentir cosas por ti, yo no elijo que se me corte la
respiración cada vez que te veo sin ropa y me haces sentir el
hombre más afortunado del mundo.
Yo no elijo elegirte a ti.
Que sea eterno mientras dure, eso me gustaría prometerte.
No puedo decirte nada más.
Estoy vacío desde que salí de esa casa.
Solo que me perdones por ser un canalla.

Te quiero.
Gabriel.

Me di cuenta de que estaba llorando cuando dejé de leer.


La mano con la que sujetaba aquel papel me tembló.
Busqué dentro del sobre, no sé ni por qué.
Había dos notitas.
Leí la primera.

Llevo en bucle con esta canción desde que me marché:


Salir con vida, de Morat y Feid.

Sonreí. Esos detalles me gustaban, eran la invitación a compartir


algo que a la otra persona le había hecho sentir cosas bonitas.

Cogí la segunda:

Si todavía sientes algo por mí, estoy esperando fuera de la finca,


en mi coche.
Con un nudo en la garganta y el ojo perreandome por el estrés
de saber qué harás.
Dame una oportunidad, no voy a fallarte.

Un vuelco.
Dos.
Tres.
Los latidos en mis sienes.
Alguien chistó a mis espaldas.
Me giré.
Montaña, Marga, Daniela y Gaspar me observaban. Palo ya
había vuelto a Madrid.
Montaña me sonrió, Gaspar hizo el movimiento de tirar la caña,
Marga me lanzó un beso y Daniela formó un corazón con sus
manitas.
Ahí estaban, las señales que necesitaba.
El empujón.
Corrí hacia ellos, le di aquel sobre y las notitas a Montaña y un
beso a Daniela.
Montaña accionó el control a distancia para que la puerta grande
abriera.
Con el primer movimiento, una melodía comenzó a sonar.
Se trataba de la canción que Gabriel me había escrito en la
primera notita.
Entonces lo vi, justo bajaba del coche. A su lado, Raissa lo
apoyaba.
Puso los brazos a la espalda y observé sus ojos aguados
mientras me acercaba a él.

Y quien lo iba a pensar, que tú me escogieras.


Una noche cualquiera, entre la multitud.
Solo verte bailar, me vuelve pedazos.
Hoy que te tengo en mis brazos, solo te pido que tú…

—Perdóname —me susurró cuando estuve frente a él. Posó sus


manos en mi cintura y me atrajo hacia sí.
Volver a inhalar el aroma de su ropa y de su cuerpo me hizo sentir
viva.
Con él estaba en casa, en sus brazos nada malo podía pasarme.
Era humano, todos cometemos errores.
¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Por qué mi corazón me decía que
sí, aunque tuviera miedo?

Nunca te vayas que yo, quiero salir con vida.


Y aunque intentara olvidarte, mi boca no lo haría.

—Bésame, Gabriel —le pedí de puntillas.

No me hagas daño que yo, quiero salir con vida.


Porque tener que extrañarte sería un acto suicida.
Y mi boca no lo haría.
Mi boca te amaría.

Aquel beso me recordó por qué accedí a besarlo la primera vez,


aunque no estuviera abierta al amor, aunque me diese ese pavor
que me hicieran daño.
Aquel beso fue el inicio de la historia con el amor de mi vida: un
canalla encantador.
Y, mientras durase, sería eterno.
Epílogo
1 año después
—Las flores, las flores blancas van un poco más allá —dijo
Raissa a la chica que se encargaba de aquello.
Suspiró cuando la muchacha hizo lo que le pedía.
«¿Dónde se ha metido este tío? ¡Es el padrino!», pensó mirando
por todos lados.
Como no apareciera en pocos minutos, se las pagaría.
Ese cretino siempre tenía que liarla fuese donde fuese.
Era el día más importante para Eva y Gabriel, y todos tenían los
nervios a flor de piel.
La ceremonia estaba a punto de comenzar, en apenas media
hora, y la finca había quedado preciosa para el gran evento.
Raissa con su traje de pantalón y chaqueta de color violeta
pastel, daba vueltas como un pollo sin cabeza, porque de lo
contrario se la comerían los nervios.
Daniela salió a su encuentro.
—Mi mamá dice que si todo va bien —le dijo a la chica.
Raissa le sonrió y se agachó. Sentía una ternura infinita por
aquella niña.
Saber que Gabriel había contribuido a que volviese a hablar,
igual que hizo con ella, la llenaba de amor.
—Dile que sí, cielo, dile que todo va perfecto —le contestó.
Daniela corrió hacia el interior de la casa y se cruzó con Gabriel.
—¿Dónde está? —preguntó.
—No ha venido todavía —le contestó Raissa apretando los
labios.
—Lo mato. Cuando lo tenga delante, lo mato —dijo Gabriel
poniendo los brazos en jarras.
El traje de novio le iba que ni pintado. Estaba realmente guapo.
Eva iba a alucinar.
—Tenía que acompañar a una clienta a no sé qué y…
—¿Precisamente hoy? No le defiendas, eh, Raissa, no le
defiendas.
—No, yo…
—¡Ya estoy aquí! ¡Ya estoy aquí!
Moi apareció corriendo desde la puerta de la entrada. La suerte
es que siempre iba impecable, y el traje de color gris que llevaba
puesto, le hacía muy atractivo.
—Menos mal… —rezongó Raissa—. Ponte esto bien.
La chica le colocó la corbata y Moi le sonrió.
—Puedes quitármela, si quieres. —Levantó las cejitas,
haciéndose el interesante.
—¡Deja de estresarme de una maldita vez!
Moi se carcajeó y todos ocuparon sus respectivas posiciones.
Aquello estaba a punto de comenzar.
Cuando llegó el momento, Eva salió al exterior, nerviosa y feliz a
partes iguales.
Llevaba un vestido blanco sencillo y precioso y el cabello
peinado en un recogido con flores blancas.
Su vida había sido una montaña rusa esos últimos meses, pero
no se imaginaba que acabaría así, casándose con el mejor hombre
del mundo en su casa de huéspedes.
Estaba a punto de atardecer cuando caminó hasta donde Gabriel
la estaba esperando.
Iba agarrada del brazo de Moi. Las cosas no habían sido fáciles
entre ellos desde que se reencontraron, pero gracias a mucha
terapia y a saber perdonarse a uno mismo y saber perdonar también
los errores de los demás para poder vivir en paz, habían conseguido
tener una relación cordial al principio y algo más estrecha en ese
momento.
Moi estaba en proceso de acercarse a Daniela, pero iban muy
poco a poco, la niña había sufrido mucho estrés en los últimos
tiempos y Moi se hacía cargo de ello.
Quería lo mejor para ella ahora que sabía que existía, ahora que
le pillaba en un momento de su vida que sabía lo que quería.
Ahora que había cambiado para ser una mejor versión de sí
mismo.
Eva miró al cielo, el sol se escondía entre las nubes. Sus ojos se
aguaron, pero sonrió.
—Está orgulloso de ti. A quien maldice desde ahí arriba es a mí,
tranquila. —Moi le guiñó un ojo.
«Sigue cuidando de nosotras desde ahí, Andy. Nosotras
seguiremos pensando en ti», pensó.
Cuando Eva estuvo junto a Gabriel y Raissa, quien estaba a su
lado, los invitados, que observaban la escena sentados en las sillas
dispuestas ante el altar, contuvieron la respiración.
Cecilia, la madre adoptiva de Gabriel, contenía las lágrimas en
uno de los lados de la derecha, junto a Germán, que había acudido
allí porque, al fin y al cabo, a su manera, sí había querido a Gabriel.
En el otro lado, Ángela, quien estaba intentando retomar la
relación con su hijo, estaba sentada junto a Montaña, Marga,
Daniela y Palo.
—Qué bien lo hiciste, hija —le susurró Marga al oído.
—Es mejor por dentro —confesó Ángela, quien estaba
tremendamente agradecida a ese hombre que un día fue un niño
con una mochilita del ratón Mickey a la espalda. Le había dado una
oportunidad, y se estaban conociendo, porque había pasado toda
una vida desde que lo dejó en aquel centro de menores.
—En eso tienes razón —susurró Montaña.
Gabriel y Eva, con los ojos brillantes de felicidad, se dieron el sí
quiero y los invitados aplaudieron entre vítores.
Qué caprichosa la vida.
Qué audaz el destino, pues al final, pasar por todo lo que habían
pasado, había sido necesario para llevarlos hasta allí.
Gabriel tuvo que acceder a conseguir esa última venta, aunque
ya no se dedicara a eso, sino a construir por su cuenta, en su propia
empresa.
Su próximo proyecto sería un centro para niños en riesgo de
exclusión.
Si no hubiera viajado a Moraira no hubiera conocido al amor de
su vida, no hubiera encontrado a su madre ni tampoco se hubiera
reconciliado con sus amigos.
Quizá hubiera vivido una vida infeliz.
Y eso nadie lo quiere.
El destino siempre nos tiene preparados todo lo que necesitamos
experimentar.
Es sabio, y nosotros solo unos títeres a su merced.
No obstante, seguirá jugando sus cartas hasta que seamos
felices.
Todo está planeado.
¡Confía!
Fin

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