El Rey Negro

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EL REY NEGRO

J’ay aux eschés joué devant Amours.


Charles d'Orléans

Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sa-


crificó su última torre para llevar un peón femenino
hasta la séptima línea, frente al alfil y el caballo de las
blancas.
Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en
la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el
empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un
error de principiante, en un doble jaque elemental...
Desde el principio jugué mal esta partida: debilida-
des en la apertura, cambio apresurado de piezas con
clara desventaja... Después entregué la calidad para
obtener un peón pasado: el de la dama. Después...
Ahora estoy solo y vago inútil por el tablero de
blancas noches y de negros días, tratando de ocupar
casillas centrales, esquivando el mate de alfil y caballo.
Si mi adversario no lo efectúa en un cierto número de
movimientos, la partida es tablas. Por eso sigo jugando,
atenido en última instancia al Reglamento de la Fede-
ración Internacional de Ajedrez, que a la letra dice:
Artículo 12° La partida es Tablas:
Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que cincuenta juga-
das por lo menos han sido realizadas por ambas partes
sin que haya tenido lugar captura alguna de pieza ni mo-
vimiento de peón.
El caballo blanco salta de un lado a otro, sin ton ni
son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salva-
do? Pero de pronto me acomete la angustia y comien-
zo a retroceder inexplicablemente hacia uno de los
rincones fatales.
Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: El
mate de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe
darlo y lo consigue por instinto, por una implacable
voluntad de matar.
La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el
triángulo de Delétang y yo pierdo la cuenta de las mo-
vidas. Los triángulos se suceden uno tras otro, hasta
que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino
tres casillas para moverme: uno caballo rey, y uno y
dos torre.
Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido
más que una triangulación. Siempre elijo mal mis obje-
tos amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón
de siete dama. Ahora tres figuras me acometen: rey,
alfil y caballo. Ya no soy vértice alguno. Soy un punto
muerto en el triángulo final. ¿Para qué seguir jugando?
¿Por qué no me dejé dar el mate del pastor? ¿O de una
vez el del loco? ¿Por qué no caí en una variante de
Légal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre
de mi madre, dejándome encerrado allí como en la
tumba de Filidor?
Antes de que me hagan la última jugada decido in-
clinar mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo
del tablero. Gentilmente, mi joven adversario lo reco-
ge del suelo, lo pone en su lugar y me mata en uno
torre, con el alfil.
Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de
amor. Dedicaré los días que me quedan de ingenio al
análisis de las partidas ajenas, a estudiar finales de
reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres,
siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio
de la dama. (A Enrique Palos Báez)

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