1 - Brigid Kemmerer - El Elixir de Flor de Luna

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Traducción de Xavier Beltrán

Argentina – Chile – Colombia – España
Estados Unidos – México – Perú – Uruguay
Título original: Defy the Night
Editor original: Bloomsbury
Traducción: Xavier Beltrán
1.ª edición: agosto 2022
Todos los nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta novela
son producto de la imaginación de la autora o son empleados como entes de
cción. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas es mera
coincidencia.
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente
prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante
alquiler o préstamo públicos.
Copyright © 2021 by Brigid Kemmerer
Mapa © Virginia Allyn
Esta edición de Defy the Night se publica en virtud de un acuerdo entre
Ediciones Urano y Bloomsbury Publishing Plc.
All rights reserved
© de la traducción 2022 by Xavier Beltrán
© 2022 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.mundopuck.com
ISBN: 978-84-19251-24-4
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
Para la señorita Pat Bettridge
y para
la señorita Nancy Vaughan.
Dos profesoras maravillosas
que me enseñaron
lo poderosa que puede ser
la palabra escrita.
LOS LÍDERES POLÍTICOS DE KANDALA

NOMBRE PAPEL SECTOR

Rey Harristan Rey Real

Príncipe Corrick Justicia del rey Real

Barnard Montague
Cónsul Tierras del Tratante*
(muerto)

Allisander Sallister Cónsul Prados de Flor de Luna

Leander Craft Cónsul Ciudad Acero

Jonas Beeching Cónsul Artis

Lissa Marpetta Consulesa Crestascuas

Roydan Pelham Cónsul Región del Pesar

Arella Cherry Consulesa Solar

Jasper Gold Cónsul Musgobén

* A veces se les llama «Tierras del Traidor» después de que el cónsul


Montague asesinara a los antiguos reyes, tras lo cual Harristan y
Corrick, su hermano menor, se adueñaron del poder.
LOS FORAJIDOS

NOMBRE PAPEL

Tessa Cade Boticaria

Weston Lark Forjador

Lochlan Rebelde

Los benefactores Desconocido

LA CURA

La única cura conocida para la ebre es un elixir creado con pétalos


secos de or de luna, una planta que solamente crece en dos sectores: en
Prados de Flor de Luna y en Crestascuas. Los pétalos de or de luna se
racionan muy estrictamente entre los sectores, y las cantidades son
limitadas.
Quienes disponen de medios pueden comprar provisiones.
Quienes no disponen de medios, no.
CAPÍTULO UNO

Tessa
L a parte más difícil de este trabajo no es robar. Es
escapar. En el mejor de los casos, tardo dos minutos
en escalar la pared para salir del Sector Real, pero la
noche es fría y se me empiezan a entumecer los dedos.
Queda tan solo una hora para el alba y los focos de los
centinelas salpican las altas murallas de piedra a
intervalos irregulares. Me coloco debajo del brazo el
zurrón de boticario de mi padre y lo agarro con fuerza,
sumida en la oscuridad, a la espera de una oportunidad.

Varios de los sectores de las zonas ricas disponen de


electricidad, o eso he oído por ahí, pero aquí los focos
irradian más claridad de la que ha soltado jamás
ninguna vela; incluso son más potentes que las hogueras
que prenden los pueblos para quemar a los muertos. La
primera vez que los vi, me los quedé mirando como una
boba, hasta que me di cuenta de que esas luces
signi caban peligro. Me pasé días intentando averiguar
si eran una especie de patrón de vigilancia, y se lo
comenté a Weston. Me respondió con un resoplido y me
dijo que no había ningún patrón, sino tan solo hombres
aburridos que hacían girar un mástil en el que se
encendía un foco.

A lo largo de la última hora, han movido la luz sin


cesar.
Flexiono los dedos y mentalmente calculo que han
transcurrido tres minutos. En este momento, me muerdo
el labio y me pongo a pensar. La luz ha pasado por esta
sección de la pared cada dos minutos.

Seguramente Wes estará ya en el taller, esperando. Él


es capaz de trepar la muralla de piedra en medio
minuto. Gracias a su altura, puede saltar, engarzar su
gancho triple en las agujas que coronan el muro y
agarrarse a la pared para subir hasta la cima dando
saltos como si fuera un gato. Me pondría celosa, pero
observarlo resulta fascinante.

Aunque no se lo voy a decir. Nunca dejaría de


aprovecharlo para meterse conmigo.

¿Fascinante, Tessa? No es más que un muro. Nada que ver


con esto. Y entonces treparía por un árbol o haría una
pirueta desde el tejado del taller o caminaría sobre las
manos.

Y yo me vería obligada a asestarle un puñetazo,


porque eso sería mejor que permitirle reparar en el rubor
que me cubriría debajo de la máscara, porque sí, todo
eso me parece igual de fascinante.

Tengo que dejar de pensar en Wes. Este foco de


centinela debe parar de moverse. Necesito hacer mi
ronda de siempre, o de lo contrario perderemos días de
curación. Hay gente que no dispone de días. Algunos, ni
siquiera de horas.

Pero antes es preciso que salga de aquí. Si me pillan


con el zurrón lleno de pétalos de or de luna, el rey
Harristan y su hermano, el príncipe Corrick, me atarán
en los jardines del palacio y dejarán que los pájaros me
picoteen los órganos.

De repente, la luz se detiene muy cerca de la esquina


donde la muralla se adentra en las sombras a
consecuencia de la pendiente. Es por donde siempre
intentan huir los a cionados.

No pienso desaprovechar la oportunidad. Salgo de mi


escondrijo como un asustado conejo de la cañada y
empiezo a balancear mi gancho triple. No soy capaz de
lanzarlo hasta las agujas de la cima como Wes, pero llego
a los soportes que se alzan a media altura. El gancho
desaparece muro arriba y salto antes de que se tense del
todo. Mis botas rozan las piedras a medida que asciendo
y resbalan un poco sobre el granito. Alcanzo el soporte,
un saliente diminuto, pero basta para que me pueda
agarrar antes de soltar el gancho y lanzarlo hacia las
agujas. En cuanto se aferra a los pinchos de metal,
empiezo a subir.

La luz comienza a moverse.

Me quedo sin aliento y les pido a mis pies que me


impulsen más rápido, más alto. El zurrón me golpea las
costillas mientras resbalo por la pared. Me arden las
manos, que se deslizan por la cuerda. La luz se
aproxima, y de pronto es cegadora.

En ese momento, llego a lo alto de la muralla y medio


desciendo, medio me desplomo en el suelo del bosque
como un saco de avena. Le doy un tirón a la cuerda y el
gancho cae a mi lado, aunque antes tintinea ligeramente
en las piedras de la base de la muralla. La suciedad y los
detritos se pegan a la lana de mis faldas artesanales, pero
no me atrevo a sacudírmelo de encima enseguida. Casi
saboreo el latido de mi corazón mientras contengo la
respiración y espero a que los centinelas den la voz de
alarma.

Pero no. El resplandor se desliza por el extremo de la


muralla y la luz sigue su camino.

Me trago el corazón y guardo el gancho. En el cielo


cuelga una luna creciente, pero en el horizonte brilla una
débil lucecilla morada, el recordatorio de que he dudado
demasiado y se me acaba el tiempo. Me escabullo por el
bosque con la facilidad que da la práctica, mis pies
sigilosos sobre las hojas de pino caídas. A estas alturas,
normalmente huelo el fuego del horno de leña, porque
Wes siempre es más rápido que yo. Hemos establecido
un sistema: él enciende el caldero y muele los pétalos
para preparar el elixir, mientras que yo peso y divido el
polvo para separar la dosis apropiada. A continuación, él
embotella el líquido cuando está listo, yo lo guardo en
nuestros zurrones y juntos hacemos la ronda.

Pero hoy no huelo a madera quemada.

Al llegar al taller, no veo a Weston por ninguna parte.

Pienso en la luz que se ha detenido en la muralla. Me


vuelve a subir el corazón por la garganta.

Wes no es estúpido. Jamás intentaría salir por esa


esquina. Y, de todos modos, no he oído ninguna alarma.
Pero es que no está aquí, y eso que yo he llegado tarde.

Enciendo el fuego y procuro no preocuparme. Casi


oigo su voz diciéndome que mantenga la calma. No
pierdas los nervios, Tessa. Son las primeras palabras que
me dirigió la noche en que me salvó la vida, y desde
entonces me las ha repetido decenas de veces.

Wes está bien. Tiene que estar bien. A veces no


llegamos a vernos y uno de los dos se queda esperando
en el taller durante quince minutos antes de marcharse
solo. En ocasiones, la señora Solomon me entretiene
elaborando y midiendo y pesando los remedios de
hierbas que ella asegura a sus clientes que funcionan
(aunque no suele ser así). En ocasiones, el maestro de
Weston lo necesita pronto en la forja porque algún
caballero consentido requiere una nueva espada o
porque algún caballo ha perdido una herradura. Ya ha
ocurrido antes.

Pero Wes estaba aquí hace un rato. Y siempre es el


primero en regresar.

El taller es minúsculo y se calienta rápidamente gracias


al fuego. Aquí no hay electricidad, por lo que el taller
está en penumbra, pero no necesito demasiada luz.
Ocupo las manos para dejar de preocuparme y machaco
cada pétalo hasta transformarlo en polvo, y con mucho
cuidado lo vierto todo sobre la bandeja de mi báscula.
Aun secas, estas ores son muy olorosas. Las élites
pagan carísima una fracción de una onza, y la
desperdician bebiéndose el elixir tres veces al día,
incluso quienes no muestran síntomas de la enfermedad.
«Medidas preventivas», lo llama el rey. Una vez al día
casi siempre es su ciente, y tengo datos para
demostrarlo. Hasta Wes distribuía demasiada cantidad
al principio hasta que le enseñé que con menos
podríamos ayudar a mucha más gente. Mi padre lo
habría considerado un desperdicio. Un desperdicio de
un buen tratamiento cuando los que no se lo pueden
permitir están muriendo.

Aunque, claro, a mi padre lo ejecutaron por traición y


contrabando, así que yo no lo considero nada. Me limito
a hacer lo que puedo.

Miro por la ventana. El horizonte morado ha adquirido


un tenue color rosado.

Miro hacia la puerta, como si así pudiera hacer


aparecer a Wes.

No es así. El caldero empieza a hervir. Divido el agua


en pequeñas tazas con la medida exacta y añado media
onza de polvo de pétalo a cada una, además de dos
gotas de aceite de semillas de rosa para la tos, que
calculo con el mismo esmero que los pétalos de or de
luna. Intento no robar lo que puedo conseguir por mis
propios medios, pero las semillas de rosa me cuestan el
salario de una semana, de ahí que ni siquiera deje que se
encargue Wes.

Una vez que los pétalos y el aceite se han disuelto,


añado una pizca de cúrcuma, una especia capaz de bajar
la ebre lo su ciente como para que la medicina actúe
mejor, pero también debo incorporar una hojita de menta
y un poco de azúcar. Los adultos no necesitan que los
convenzamos para beberse la tintura, pero no podemos
arriesgarnos a desperdiciarla con los niños, que tal vez la
escupirían por su sabor.

Desde el Sector Real se oye el toque de cuernos y se


alzan gritos, y doy tal brinco que vuelco una taza. Han
atrapado a alguien.

A Wes.

Debería ir a ver. No, debería ir a esconderme.

Mis músculos se niegan a las dos opciones.

No pierdas los nervios, Tessa.


Necesito moverme. Necesito terminar. Cuando se
mezcla la or de luna con los otros ingredientes, el elixir
funciona mejor, pero una vez preparado solo sirve si se
lo administra al cabo de unas pocas horas. Debo
terminar la ronda, aunque me toque hacerlo sola.

Los cuernos siguen sonando. Los gritos retumban en la


distancia. Van a despertar a medio sector. Mi respiración
se ha convertido en un grave lamento. Me imagino que
llaman al príncipe Corrick para que se ocupe del traidor.
Los centinelas no son amables. La sonrisa fácil de
Weston se volverá una mueca de dolor. Oiré sus gritos
desde aquí. Lo despedazarán con los cuchillos más
minúsculos que quepa fantasear. Le llenarán la boca de
carbón ardiente. Lo entregarán a los leones reales para
que se lo coman vivo. Le quemarán las extremidades,
una a una, hasta que pierda la conciencia por la…

—Vaya, Tessa, ya casi no me necesitas.

Suelto un grito y vuelco otra taza. Está aquí, en el


umbral de la puerta, sus ojos azules brillan detrás de la
máscara, y sonríe.

Weston ve el desastre que he hecho y pone los ojos en


blanco.

—O quizá sí. —Se acerca y endereza la taza—. ¿Ya has


puesto el polvo en esa?

No sé si me apetece abrazarlo o pegarle. Puede que


ambas cosas.

—Llegas tarde. He oído los cuernos. Pensaba…


pensaba que te habían apresado.

—Hoy, no. —Extrae los pétalos del zurrón, seguidos de


tres manzanas y de una trenza de masa azucarada que
aún está caliente del horno—. Toma. El panadero se ha
ausentado para regañar a su hija y te he birlado algo de
comer.

Llega tarde porque me ha traído el desayuno. Y no un


desayuno cualquiera. La comida del Sector Real es la
más deliciosa. A las manzanas les inyectan miel y las
trenzas de masa están hechas con mantequilla de
verdad, y espolvoreadas con crema y azúcar.

Abro la boca. La cierro. Frunzo el ceño y me aparto de


él. Tengo un nudo en el estómago por un motivo
totalmente distinto y nuevo.
—Es muy amable por tu parte, Weston.

—¿«Es muy amable por tu parte»? —se burla—. Madre


mía, qué formales estamos hoy.

—Necesito terminar los elixires.

—Ya los termino yo. Tú come.

—Comeré dentro de un minuto. —Los cuernos suenan


al otro lado de la pared, pero ahora puedo ignorarlos.
Seguramente se tratará de otro ladrón. Mañana es
probable que veamos su piel colgando de las puertas,
después de que el rey y su hermano hayan acabado con
el cuerpo.

—Vale. —Weston agarra una manzana, se deja caer


sobre la única silla y coloca las botas sobre la mesa de
trabajo. Lleva un sombrero negro de ala ancha sobre la
máscara que le cubre los ojos, pero ahora que estamos en
el taller se lo inclina hacia atrás.

Solamente lo veo junto a este fuego, así que no sé decir


de qué color es su pelo, pero llegados a este punto casi
siempre necesita afeitarse, y la ligera barba parece de un
marrón rojizo cuando se sienta cerca de una vela, un
tono que combina con la constelación de pecas que le
cubre la piel allá donde termina la máscara. Se pinta el
contorno de los ojos con kohl o con hollín, y de ahí que
ese azul sea el más claro que he visto nunca. Yo tengo los
ojos color miel y el pelo castaño en una tirante trenza
que me cubro con un gorro. Wes siempre dice que con la
máscara y la chaqueta azul parezco un gato. Un día en
que me sentí valiente y arrogante, le solté que debería
verme sin el disfraz para saber qué aspecto tiene una
jovencita educada, pero se puso lívido.

—Nunca —respondió—. Es demasiado peligroso. Si


sabemos cómo es el otro, podrían obtener esa
información mediante tortura. A ti no te haría eso. —Se
detuvo—. Y seguro que tú no querrías hacérmelo a mí.

Fue la primera vez que me di cuenta de que Weston


Lark probablemente no fuera su verdadero nombre.
Seguro que piensa que Tessa Cade también es falso, pero
no lo es. Cuando nos conocimos, hace dos años, mis
padres acababan de morir asesinados delante de mí y
estaba tan atormentada por la pena que no se me ocurrió
decirle otro nombre.

—Estás muy callada —dice Wes. Muerde la manzana


con fuerza, y me entran ganas de arrancársela de la
mano—. ¿Qué pasa?

—Nada. —Embotello el elixir que ya he preparado (esa


suele ser tarea suya) y vierto agua en las tazas para
repetir el proceso.

Detrás de mí, lo oigo removerse en la silla y levantarse.


Se acerca lo su ciente como para que me llegue su
aroma, a leña y a canela de la panadería, pero también
con un toque más intenso, algo que es Wes al ciento por
ciento.

—Tessa.

Le clavo un codazo en el abdomen y experimento la


satisfacción de oírlo gruñir.
—¿A qué ha venido eso? —se indigna.

—Me has tenido preocupada.

—Pero te he traído el desayuno. —Su voz suena grave


y profunda detrás de mí.

Lo ignoro.

Se inclina hacia adelante hasta que su aliento roza el


fragmento de piel que va de mi pelo al cuello alto de la
chaqueta. La otra manzana aparece delante de mí,
rodeada por sus largos dedos.

—Es un desayuno maravillosísimo —se mofa.

Acepto la manzana. El azúcar salpica la fruta. Está


caliente, y me pregunto si la miel del interior también lo
estará.

Aun sin quererlo, le pego un mordisco. La miel está


caliente.

—Te odio —le digo con la boca llena.

—Es lo mejor que nos podría pasar. —Me levanta el


gorro unos centímetros y me sonríe—. Come rápido,
anda. Tenemos que hacer la ronda.
CAPÍTULO DOS

Corrick
L levo horas escuchando la respiración de mi
hermano. Oigo un nuevo ruido cada vez que inhala,
un débil traqueteo de sus pulmones. En la Selva, lo
llaman el traqueteo de la muerte, porque signi ca que el
nal está cerca.

Aquí, en sus aposentos, me niego por completo a


utilizar la palabra muerte. Me niego incluso a pensarla.

Mi hermano no tiene ebre. No hay razón para


preocuparse.

Soy incapaz de convencerme.

La luz del sol entra a raudales por la ventana abierta y


los pájaros trinan en los árboles. Harristan no debería
dormir hasta tan tarde, pero no quiero despertarlo. Para
la gente que espera frente a las puertas de sus aposentos,
hemos discutido sobre el papeleo a lo largo de toda la
mañana. He pedido comida un par de veces, la su ciente
para alimentar a una decena de personas, pero la
mayoría sigue intacta. Las moscas han empezado a
reunirse en la fruta cortada y una abeja revolotea sobre
los dulces.

Harristan tose débilmente y su respiración se


normaliza. Quizá no era más que eso, un cosquilleo en la
garganta. En mi pecho se suelta el nudo que se me había
formado, y al pasarme una mano por la nuca, noto que
está húmeda.

Una ligera brisa empuja mis papeles con tanta


insistencia que debo colocarlos debajo de la lámpara
antes de que se desparramen por el escritorio. Uno de los
dos debe trabajar. He tomado notas en los márgenes de
una petición de nanciación de una de las ciudades
orientales, en busca de omisiones e imprecisiones en la
declaración con la que a rman necesitar un nuevo
puente. Esperaba haber hojeado solo unas cuantas
páginas antes de que se despertara Harristan, pero ahora
ya he leído todo el informe y debe de ser casi mediodía.

Extraigo el reloj de bolsillo y echo un vistazo a los


brillantes diamantes engarzados en las esferas. Sí que es
mediodía. Si no se presenta en la reunión con los
cónsules de los sectores, provocará habladurías. Y yo
solo podré silenciar una parte.

Como si mis pensamientos lo hubieran despertado, mi


hermano se revuelve y parpadea bajo la luz del sol. Me
frunce el ceño y se incorpora, sin camisa, antes de
pasarse una mano por la cara.

—Es tarde. ¿Por qué no me has despertado?

Presto suma atención a su voz, pero no percibo


aspereza en su tono ni rastro alguno de que le cueste
respirar. Tal vez hayan sido imaginaciones mías.

—Estaba a punto de hacerlo. —Me dirijo al aparador y


agarro el hervidor—. El té se ha enfriado. —Sirvo una
taza de todos modos y se la llevo, acompañada de un
no tubo con tapón de corcho que contiene el elixir de
or de luna, que es más oscuro que de costumbre. La
semana pasada, cuando empezó la tos de nuevo, el
boticario del palacio duplicó la dosis, así que quizá la
medicina esté comenzando a funcionar.

Harristan quita el tapón, bebe el elixir y pone una


mueca.

—Ea, ea —digo sin ninguna pizca de empatía.

Me sonríe. Es algo que solo hace cuando estamos a


solas. Ninguno de los dos sonríe a menudo fuera de
estas habitaciones.

—¿Qué has hecho durante la mañana?

—He leído la petición de Artis. He redactado un


borrador de negativa para que lo rmes.

—¿Una negativa? —Su expresión se torna seria.

—Piden el doble de lo que costaría un nuevo puente.


Lo han ocultado bien, pero alguien se ha vuelto
avaricioso.

—Ya casi no me necesitas.

Ha pronunciado las palabras con ligereza, pero estas


me golpean como si de una echa se tratara. Kandala
necesita a su rey. Yo necesito a mi hermano.

Guardo mis preocupaciones bajo llave y me cruzo de


brazos.

—Debes vestirte… y afeitarte. Llamaré a Geoffrey. He


dicho que hemos estado demasiado ocupados como para
que le avisaras antes. Quint ha pedido dos veces una
audiencia contigo, pero va a tener que esperar hasta
después de la cena, a no ser que…

—Cory. —Habla con voz suave, y me pongo tenso.


Solo me llama así cuando estamos solos, uno de los
pocos recuerdos que nos quedan de la infancia. El apodo
de cuando yo era pequeño y ansioso, y lo seguía
dondequiera que fuese. Un nombre que en su día
pronunció nuestra madre con mucho cariño o que utilizó
nuestro padre para elogiarme, en la época en que
creíamos que nuestra familia era amada por todos.
Mucho antes de que nadie supiera lo de la ebre, lo de la
or de luna o que nuestro país iba a cambiar de una
forma que nadie esperaba.

Cuando todo el mundo creía que faltaban décadas


para que Harristan ocupara el trono, desde el cual
gobernaría con rme amabilidad y de manera
considerada con nuestra gente, como hacían nuestros
padres.

Pero hace cuatro años los asesinaron delante de


nosotros. Sendos disparos directos a la yugular en la sala
del trono. Las echas los mantuvieron erguidos con la
cabeza torcida y los ojos como platos y vidriosos
mientras se ahogaban en su propia sangre. Una imagen
que a veces todavía se me aparece en sueños.

Harristan tenía diecinueve años. Yo, quince. Recibió el


impacto de una echa en el hombro al agacharse para
cubrirme.

Debería haber sido al revés.


Me quedo mirando jamente sus ojos azules y busco
cualquier indicio de enfermedad. No hay ninguno.

—¿Qué pasa? —le digo.

—La medicina ha vuelto a funcionar. —Habla en voz


baja—. No hace falta que hagas de niñera.

—¿Cory el Cruel haciendo de niñera? —Mi sonrisa es


un tanto pícara—. Jamás.

—Nadie te llama Cory el Cruel. —Pone los ojos en


blanco.

—A la cara, no. —No, a la cara soy «su alteza» o el


príncipe Corrick, o a veces, cuando pretenden ser muy
formales, el justicia del rey.

A mis espaldas me llaman cosas peores. Mucho peores.


También a Harristan.

Nos trae sin cuidado. Nuestros padres fueron


amados… y ellos en contrapartida amaron a su pueblo.
Esa actitud tuvo como resultado una traición y su
muerte.

El miedo es más útil.

Me aproximo al armario y saco una camisa de encaje


para lanzársela a mi hermano.

—¿No quieres a una niñera? Pues deja de holgazanear.


Tenemos un país que gobernar.

El almuerzo ya está dispuesto en el aparador cuando


entramos. Faisán asado con miel y bayas sobre una
densa cama de verduras y tubérculos. En el borde
dorado de cada uno de los platos han colocado con arte
unas cuantas plumas, que se mantienen en su sitio
gracias a brillantes gotas de miel cristalizada. Mientras
los camareros aguardan en silencio junto a la pared, a la
espera de servir los platos, los otros ocho cónsules reales
mantienen una animada conversación junto a la ventana.
Yo soy el noveno cónsul, pero a mí no me interesan en
absoluto las conversaciones animadas.

Antes había diez cónsules, pero el cónsul Barnard


urdió la traición para matar a mis padres. También nos
habría matado a nosotros. Cuando Harristan me salvó la
vida, vi que Barnard se le acercaba con un puñal.

Mi hermano estaba encima de mí, su aliento se sentía


asustado y doliente sobre mi oído. Arranqué la echa del
hombro de Harristan y se la clavé a Barnard en el cuello.

Parpadeo para apartar ese recuerdo. Los cónsules


callan cuando entramos en la sala y, uno a uno, le
dedican una breve reverencia a mi hermano antes de
dirigirse a sus asientos, aunque nadie se sentará hasta
que no lo haga Harristan y nadie comerá hasta que los
dos hayamos probado bocado.

La mesa tiene forma rectangular en uno de los


extremos y se estrecha en el otro, como si fuera la parte
superior de una echa. Harristan se deja caer en su
asiento a la cabecera y yo me coloco en el mío, justo a su
derecha. Los cónsules se sientan, y una de las sillas
queda vacía. Es la que se alza a mi lado, el lugar del
cónsul Barnard. El sector de Tierras del Tratante no
cuenta con un nuevo cónsul, y Harristan no tiene
ninguna prisa en designar a uno. De puertas para
adentro, la gente a menudo las llama Tierras del Traidor,
después de lo que hizo Barnard, pero nadie lo verbaliza
delante de nosotros. Nadie quiere recordarle al rey ni al
hermano del rey lo que sucedió.

Respetan a mi hermano, como debe ser.

A mí me tienen miedo.

Me da igual. Así me ahorro conversaciones tediosas.

Conocemos desde siempre a las personas que llenan


esta sala, pero hace tiempo que no presenciamos gestos
de calidez propios de la familiaridad. Vimos lo que la
con anza y la complacencia les hicieron a nuestros
padres, y sabemos lo que podrían hacernos a nosotros.
Cuando Harristan tenía diecinueve años, con una herida
que aún manchaba la venda de su hombro, en esta sala
presidió la primera reunión. Los dos estábamos
aturdidos, apenados y conmocionados, pero lo seguí
para colocarme junto a él. Recuerdo haber pensado que
los cónsules mostrarían empatía y compasión después
de la muerte de nuestros padres. Recuerdo haber
pensado que todos los lloraríamos juntos.

Pero apenas llevábamos un minuto en la sala cuando


la consulesa Theadosia soltó el insidioso comentario de
que un niño no debía asistir a una reunión. Se refería a
mí, pero el tono que usó dejaba entrever que también lo
decía por Harristan.

—Este niño —terció Harristan— es mi hermano,


vuestro príncipe. —Su voz retumbó como un trueno. Yo
jamás había oído hablar así a mi hermano. Me dio la
fuerza para erguirme cuando lo que anhelaba
desesperadamente era esconderme debajo de la cama y
ngir que el mundo no se había vuelto del revés—.
Corrick me salvó la vida —prosiguió Harristan—. La
vida de vuestro nuevo rey. Se puso en peligro cuando
ninguno de vosotros estaba dispuesto a hacerlo, tú
incluida, Theadosia. Lo he nombrado el justicia del rey y
asistirá a las reuniones que le plazcan.

Me quedé paralizado al oír sus palabras. El justicia del


rey era el consejero del rey de mayor jerarquía. El cargo
más alto, después del propio Harristan. Nuestro padre
nos contó un día que había logrado caer en gracia al
pueblo porque el justicia del rey se ocupaba de todos los
asuntos… desagradables.

Otro cónsul de aquella época, un hombre llamado


Talec, se echó a toser para ocultar una carcajada.

—¿Corrick será el justicia del rey? —preguntó—. ¿Con


quince años?

—¿Acaso no he sido claro? —dijo Harristan.

—Exactamente ¿qué justicia va a impartir? ¿Dejar a


alguien sin cenar? ¿Prohibirles los juegos a los criminales
de Kandala?

—Debemos ser fuertes —intervino Theadosia con la


voz teñida de burla—. Sois una deshonra para vuestros
padres. No es el momento de que los gobernantes de
Kandala sean objeto de burlas.

«Sois una deshonra para vuestros padres». Esas


palabras me congelaron las entrañas. Nuestros padres
fueron asesinados porque el consejo fue incapaz de
descubrir a un traidor.

—Parece que en cualquier momento va a echarse a


llorar —insistió Talec—, y ¿pretendes mantener el trono
con él a tu lado?

Sí que estaba a punto de echarme a llorar. Pero


después de oírlos hablar me aterrorizaba mostrar la más
mínima debilidad. A mis padres los asesinó alguien en
quien con aban, y no podíamos permitir que a nosotros
nos ocurriera lo mismo.

—Nada de cena y nada de juegos —exclamé, y, como


la voz de Harristan había sonado tan in exible, obligué a
la mía a sonar igual. Me daba la impresión de estar
interpretando un papel para el que no había tenido
tiempo de ensayar—. Vais a pasaros treinta días en los
sembradíos. Deberéis ayunar desde el mediodía hasta la
mañana del día siguiente.

Se instaló un silencio absoluto durante unos instantes,


y entonces Theadosia y Talec estallaron desde sus
asientos.

—¡Es ridículo! —gritaron—. No puedes enviarnos a


trabajar en los campos con los agricultores.
—Habéis pedido una demostración de mi justicia —
contesté—. Procurad trabajar deprisa. He oído que los
capataces llevan látigos.

—Sois unos niños. —Los ojos de Talec resplandecían


como el fuego—. Nunca vais a poder mantener el trono.

—Guardias —dije con voz tranquila.

Recuerdo que me preocupó que los guardias no fueran


a obedecer, y que el consejo nos derrocara a los dos.
Temía que de verdad fuéramos la deshonra de nuestros
padres. Después de lo que había hecho Barnard,
cualquier rostro parecía esconder un móvil secreto que
nos conduciría a la muerte.

Pero en ese momento los guardias dieron un paso


adelante y se llevaron a Talec y a Theadosia. Las puertas
se cerraron tras ellos y en la sala se produjo un silencio
sepulcral. Todos los ojos que rodeaban la mesa se
abrieron de par en par y contemplaron a mi hermano.

Harristan señaló el asiento a su derecha, la silla que


acababa de dejar libre Talec.

—Príncipe Corrick. Siéntate.

Me senté. Nadie se atrevió a abrir la boca.

Harristan lleva cuatro años en el trono.

Hoy hemos llegado más tarde de lo habitual y es


probable que la comida se haya enfriado, pero no tiene
prisa por comer. Cuando mi padre presidía las
reuniones, alrededor de esta mesa había un ambiente de
tranquila jovialidad, algo que nunca ha habido durante
el reinado de Harristan.

—¿Llevas la respuesta a Artis? —Me mira.

Coloco una carpeta de piel sobre la mesa, ante él,


además de una pluma. Hace ver que repasa el
documento, aunque seguramente rmaría una carta que
autorizase su propia ejecución si yo se la pusiera delante.
Harristan no tiene paciencia con los documentos legales
extensos. Lo suyo son los planes majestuosos y la
perspectiva general. Soy yo el que se encarga de los
detalles.

Firma con una pequeña oritura, deja la pluma a un


lado y desliza la carpeta por la mesa en dirección a Jonas
Beeching, un anciano tan rechoncho como alto. Me
apuesto a que se muere por comer, pero se limita a abrir
la carpeta, nervioso. Espera una respuesta positiva, veo.
Ya prácticamente se le hace la boca agua con la idea de
volver a Artis esta tarde con arcones repletos de oro.

Pero de pronto se le cae el alma a los pies al leer la


negativa que he redactado.

—Majestad —se dirige con tiento a Harristan—. Este


puente reduciría tres días el trayecto entre Artis y el
Sector Real.

—Debería costar la mitad de lo estipulado —


intervengo yo.

—Pero… pero mis ingenieros han invertido meses en


esta propuesta. —Observa a toda la mesa antes de jar la
vista de nuevo en nosotros—. No me cabe duda de que
no podéis tomar una decisión en menos de un día…

—Tus ingenieros están equivocados —digo.

—Quizá podríamos llegar a alguna especie de acuerdo.


Debe… debe de haber un error en los cálculos…

—¿Quieres llegar a un acuerdo o sospechas que hay un


error? —le pregunta Harristan.

—Yo… —Jonas abre la boca. Duda, y su voz se vuelve


áspera—. Ambas cosas, majestad. —Hace una pausa—.
La ebre ha matado a muchos habitantes de Artis.

Al oír que menciona la ebre, quiero mirar hacia


Harristan. Quiero cerciorarme de que esté bien. De que
el traqueteo de su respiración de esta mañana ha sido
imaginación mía.

Con voluntad rme, mantengo la mirada clavada en


Jonas.

—Artis recibe una ración de los pétalos de or de luna,


igual que el resto de los sectores. Si tu gente necesita
más, deberá comprarla, como hacen todos.

—Lo sé. Lo sé. —Jonas se aclara la garganta—. Al


parecer, las altas temperaturas han hecho que la ebre se
extendiera más rápidamente entre los estibadores.
Tenemos problemas para cargar los barcos y dotarlos de
personal. El puente reduciría nuestra dependencia de la
navegación y nos permitiría recuperar una parte del
comercio que se ha perdido.

—En ese caso, deberías haber pedido una cantidad de


oro adecuada —puntualizo.
—Artis no puede construir un puente sin trabajadores
sanos —exclama Arella Cherry, que está sentada en el
extremo opuesto de la mesa. Ocupó el cargo de su padre
después de que este se jubilara el año pasado. Vive en
Solar, un sector alejado en el oeste que está rodeado en el
norte por el río Llameante y por el océano al sur y al
oeste. Los habitantes de su región han capeado mejor las
ebres, y se cree que el inmenso calor y la humedad de
Solar los vuelve menos vulnerables, aunque el calor
resulta tan inclemente que es de lejos la zona menos
poblada de todos los sectores de Kandala. Tiene la voz
suave, la piel de un rico marrón rojizo y el pelo largo y
negro, que le llega hasta la cintura y se recoge en un
moño circular junto a la nuca—. Las medicinas deberían
estar incluidas en su propuesta.

—Todas las ciudades necesitan trabajadores sanos para


cualquiera de sus proyectos —dice Harristan—. De ahí
que cada ciudad reciba una ración de medicinas para su
gente. Incluida la tuya, Arella.

—Sí, majestad —responde la mujer—. Y mi gente


sobrevive gracias a ellas. —Se detiene—. Pero mi gente
no pretende construir un puente que cruce el Río de la
Reina en plena canícula.

Habla con voz baja y respetuosa, pero debajo de ese


tono suave y de sus manos gráciles hay un corazón de
acero. Si dependiera de ella, Harristan ocuparía las
tierras de Allisander y las de todo el reino, y distribuiría
los pétalos de or de luna desenfrenadamente.
Provocaríamos asimismo una auténtica guerra civil
cuando los demás cónsules se negaran a ceder sus
territorios, pero nunca presta atención a esas cosas.
Dicho esto, es una de las pocas personas sentadas a la
mesa con la que me gusta mantener una breve
conversación.

Por desgracia, la última mujer que se adentró en mis


pensamientos también intentó envenenarnos a Harristan
y a mí durante una cena. No fue nuestro primer intento
de asesinato, pero sin duda sí el que más cerca estuvo de
lograr su objetivo desde la muerte de nuestros padres.

Así, pues, para mí el amor queda totalmente


descartado.

Allisander Sallister se aclara la garganta. Está sentado


casi justo delante de mí y su cara es pálida, con puntitos
rosados sobre las mejillas que parecen pintados. Tiene el
pelo y las cejas espesos y castaños, y lleva una perilla de
la que claramente está enamorado, pero que a mí me
parece un tanto ridícula. Es solo un año menor que
Harristan y los dos fueron amigos cuando eran niños. Mi
hermano no se relacionaba con demasiada gente cuando
era pequeño, pero Allisander fue uno de los pocos que
tuvo la paciencia de quedarse sentado en la biblioteca y
mover piezas de ajedrez sobre un tablero o de escuchar a
maestros recitar libros de poesía.

Sin embargo, cuando eran adolescentes, el padre de


Allisander, Nathaniel Sallister, reclamó tierras
adicionales de un sector vecino a rmando que sus
agricultores sacaban un mayor rédito a las cosechas, con
lo cual obtendrían mayores bene cios y unas tasas más
altas para la corona. Nuestro padre, el rey, se negó.
Echando mano de su amistad, Allisander se lo suplicó a
Harristan y le pidió que intercediera a favor de los
Sallister, pero nuestro padre, un hombre justo y noble,
siguió negándose.

—No podemos obligar a que un sector cultive las


tierras de otro —nos explicó durante la cena—. Nuestras
tierras fueron divididas por ley, y no podemos cometer
la injusticia de arrebatárselas a alguien para dárselas a
otro.

Hizo que Harristan rechazara él mismo la petición de


Allisander. En público. En una cena con todos los
cónsules presentes.

Visto en retrospectiva, creo que Padre pretendía enviar


un mensaje —que era injusto buscar favoritismos a
través de los hijos— y dejar claro que no iba a entrar en
esa clase de juegos.

Pero Allisander se lo tomó como una ofensa personal.


A partir de ese momento, no lo vimos demasiado por el
palacio.

No hasta el año pasado, cuando su padre, rodeado de


riquezas y de abundante plata, dio un paso atrás.
Harristan había abrigado la esperanza de que Allisander
sería una nueva voz para su sector, la llave para
distribuir más pétalos de or de luna entre la población.

Ha resultado ser peor que su padre. Con Nathaniel


Sallister los precios de las ores de luna eran altísimos,
pero no uctuaban. Allisander nunca pierde la
oportunidad de negociar para conseguir más dinero. A
Harristan no le gusta pensar que la discrepancia que
tuvieron de adolescentes esté detrás del modo en que
ahora regatea Allisander, pero yo lo veo clarísimo.

Me he pasado mucho tiempo en las reuniones


imaginando formas de sacarlo de sus casillas.

—Un nuevo puente y raciones extra de medicinas le


darían a Artis una ventaja injusta en el comercio —dice
Allisander.

—¡Una ventaja injusta! —escupe Jonas—. Lissa y tú


controláis las ores de luna, y ¿pretendes acusarme a mí
de aspirar a una ventaja injusta?

Allisander junta las puntas de los dedos de ambas


manos y no responde.

A Jonas no le falta razón. Allisander Sallister


representa a Prados de Flor de Luna y Lissa Marpetta es
la consulesa de Crestascuas, los dos sectores de Kandala
donde crecen las ores de luna, el único remedio
conocido contra las ebres que asolan nuestro reino.

Por lo tanto, son los sectores más ricos. Los más


poderosos.

Y también la razón por la cual todas mis imaginadas


estratagemas para irritar a Allisander se quedan en mi
cabeza. Puedo odiarlo y necesitarlo como aliado al
mismo tiempo.

—Independientemente de la ventaja —intervengo—, la


motivación de tu propuesta es fraudulenta, Jonas.

Allisander desplaza la mirada por la mesa y me dedica


un breve asentimiento.

Le respondo con otro asentimiento. Quiero arrojarle la


pluma.

Roydan Pelham carraspea desde el otro extremo de la


mesa. Está a punto de cumplir ochenta años y su piel
arrugada parece no decidirse entre ser beis o cetrina. Ha
participado en el consejo desde que mi abuelo era rey. La
mayoría de los demás simulan tolerarlo a regañadientes,
pero a mí el anciano me cae bien. Está anclado en el
pasado, pero también es el único cónsul que, al parecer,
se preocupó sinceramente por nosotros cuando mataron
a nuestros padres. Nadie mima a Harristan —ni a mí,
claro está—, pero si alguien fuera a mimarnos, ese sería
Roydan.

—Mi pueblo está sufriendo tanto como Artis —


murmura—. Si aceptáis su petición, yo querré lo mismo.

—¡Vosotros no debéis cruzar ningún río! —exclama


Jonas.

—Cierto —asiente Roydan—. Pero mi pueblo está tan


enfermo como el tuyo.

Mi cerebro quiere otar a la deriva. Es una discusión


habitual. Si la propuesta de Artis no la hubiera iniciado,
otra cosa lo habría hecho. La ebre no tiene cura.
Nuestra gente está sufriendo. Allisander y Lissa no van a
ceder el poder ni el control que les han otorgado sus
tierras y sus dominios; y por más que a Harristan le
encantaría arrebatarles las propiedades, el resto de los
cónsules jamás lo aceptarían.

Harristan les permite discutir durante unos cuantos


minutos. Es más paciente que yo. O quizás haya
descansado mejor. Le he dejado dormir hasta el
mediodía, mientras que yo llevo más tiempo en pie que
el sol.

En un momento dado, mi hermano se remueve en el


asiento y toma una bocanada de aire, y es lo único que
hace falta para que los demás se callen.

—Tu petición ha sido rechazada —le dice Harristan a


Jonas—. Eres libre de redactar otra antes de que nos
reunamos el mes que viene.

El cónsul inhala como si quisiera protestar, pero sus


ojos se desplazan hacia mí y cierra la boca. La paciencia
de mi hermano tiene un límite y ninguno de los
presentes quiere traspasarlo.

—Ya que tu pueblo está sufriendo —tercia Arella sin


miedo—, no sería inapropiado que la corona lo ayudara
a curarse.

—¿A qué precio? —Harristan le clava la mirada—.


Toda Kandala está sufriendo. Las provisiones de pétalos
de or de luna no son interminables. ¿Qué elegirías tú,
Arella? ¿Sacri carías tus dosis? ¿Las de tu familia?

La consulesa traga saliva. No las sacri caría. No lo


haría nadie.
Pienso en la tos de Harristan de esta mañana, en la
ebre que tuvo el mes pasado, y no puedo culparlos.

Yo tampoco las sacri caría.

—Y, ahora, cenemos —anuncia Harristan, y los


callados camareros se apartan de la pared para empezar
a servir la comida. Durante un rato, lo único que se oye
en la sala es el repiqueteo de plata contra porcelana. Pero
debajo del ruido oigo el grave siseo de la voz de Jonas,
que susurra algo entre dientes a Jasper Gold, el cónsul
de Musgobén.

—Son unos desalmados —murmura.

Me quedo petri cado. De reojo, veo que el tenedor que


Harristan también se queda paralizado. Puede que sea
una coincidencia. Espero a ver si pasa por alto esas
palabras.

No lo hará.

Y como no soy un desalmado, yo tampoco las pasaré


por alto.
CAPÍTULO TRES

Tessa
E n un día bueno, Weston y yo conseguimos repartir
cien frascos del elixir. Se me ocurrió que podríamos
hacer la ronda por separado, porque así llegaríamos al
doble de familias, pero Wes insiste en que uno de los dos
debe quedarse siempre vigilando; y, la verdad, tal
cantidad de frascos pesa tanto que dudo de que pudiera
llevarlos hasta cien hogares por mi cuenta.

Hay días en que parece una tarea imposible. Miles de


personas están sufriendo. Probablemente, decenas de
miles. A duras penas conseguimos nada, y a veces
llegamos demasiado tarde o no logramos robar
su ciente cantidad, o alguien se pone enfermo tan
rápido que la medicina se niega a hacer efecto.

Esos son los peores momentos, cuando entre una visita


y la siguiente alguien pasa de sufrir leves dolores a estar
muerto.

Hoy hemos podido empezar enseguida con la ronda,


puesto que ayer acumulamos una buena cantidad de
polvo de pétalos, así que no debemos perder tiempo
robando. No se lo confesaré a Wes, pero sigo un tanto
afectada por los instantes de más que tardó en regresar.
Si se lo digo, me dará la tabarra día sí y día también.
Ahora estamos caminando por el bosque mientras silba
entre dientes. Seguro que cree que no me suena esa
melodía, una obscena canción de taberna sobre un
marinero que seduce a una doncella, pero mi padre solía
cantarla cuando se afanaba en moler raíces y en calcular
medicinas solo porque así provocaba el sonrojo y las
risitas de mi madre.

Pensar en mis padres todavía tiene el poder de


formarme un nudo en la garganta, así que los aparto de
mi mente y pateo unas piedras del camino.

—No deberías silbar esa canción —digo—. Es muy


vulgar.

Mira hacia atrás y me cala el gorro unos cuantos


centímetros.

—El amor nunca es vulgar, Tessa.

—Ah, ¿crees que esa canción habla de amor?

—Bueno, estoy convencido de que la doncella siente


algo por el marinero. Si no, ¿por qué iba a quitarse la
ropa interior?

Ahora me arden las mejillas y me alegro de llevar


máscara y de que esté oscuro. No quiero darle la
satisfacción de que me oiga soltar una risilla.

—Eres incorregible.

—Al contrario. Soy sumamente corregible. —Extrae


una manzana del zurrón y me la ofrece—. ¿Quieres?

Me lo quedo mirando. Esta mañana no hemos tenido


tiempo de ir al Sector Real. No me gusta la idea de que
Wes se marche sin mis conocimientos. Hay días en que
me pregunto qué haría yo si él… desapareciera.

No debería importarme tanto. Sé que no debería. Pero,


desde que ejecutaron a mis padres, lo único constante de
mi vida ha sido Wes. Pensar en que el destino también
me lo arrebate… No puedo soportar esa idea.

Debe de ser capaz de interpretar mi expresión en las


sombras del bosque, porque dice:

—Ayer me guardé una.

—Ah. —Dudo. Mi estómago sigue vacío, pero los


hombres que trabajan en las forjas no disponen de
muchas oportunidades para comer, y seguro que a Wes
le ocurre lo mismo—. No… Quédatela tú.

No protesta y le pega un mordisco, cuyo ruido


retumba en el aire de buena mañana.

—¿Estás segura? —dice con la mano extendida—. La


miel se ha enfriado, pero sigue siendo dulce.

Al verme dudar de nuevo, me agarra la mano y me


coloca la manzana en la palma.

—Madre mía, Tessa. Compartamos la manzana y ya


está.

Sus dedos son cálidos sobre los míos, e intento no


pensar en el hecho de que sus labios acaban de posarse
en la piel de la fruta. La giro para morder por otro sitio.

Wes vuelve a silbar la maldita canción de borrachos.


Pongo los ojos en blanco y pego otro mordisco a la
manzana.
Muchos de los sectores de Kandala tienen las fronteras
abiertas, con la excepción de tres: el Sector Real —donde
viven el rey y su hermano y todas las élites—, además de
Prados de Flor de Luna y de Crestascuas, donde crecen
las ores de luna. Esos sectores están fuertemente
vigilados por guardias y amurallados, y también es
donde vive la gente más sana (y rica). El Sector Real se
ubica en el corazón de Kandala y está rodeado por otros
cinco. Musgobén está en el este, compuesto
mayoritariamente por ganado y fábricas. Artis está en el
sur, una zona famosa por su gran comercio de madera
gracias a su cercanía al Río de la Reina. La Región del
Pesar es un vasto sector que se encuentra en el norte,
formado casi en su totalidad por desierto.

Al oeste del Sector Real se localizan Ciudad Acero, el


hogar de los obreros metalúrgicos y de los maquinistas
dada su proximidad a las minas de hierro, y Tierras del
Tratante, cuyos ajetreados mercados uyen paralelos al
río Llameante durante kilómetros. A veces las llaman
Tierras del Traidor desde que su cónsul mató al rey y a la
reina.

Las zonas que circundan el Sector Real son muy


boscosas y es difícil viajar por ellas a consecuencia de la
maleza, las zarzas y las espinas; es el lugar ideal para
nuestro taller, sobre todo porque está lejos de las puertas
principales y el pequeño fuego que prendemos no suele
producir demasiado humo.

Más allá de los bosques se alzan las tierras donde se


reúnen casi todos los sectores para rodear el Sector Real
como si fueran los radios de una rueda. La zona está
densamente poblada porque está muy cerca del Sector
Real; y también está atestada de pobreza, enfermedad y
guardias armados que vigilan a los contrabandistas y a
los alborotadores. Mi padre decía que las élites reales se
burlaron y llamaron a esas tierras la Selva, un insulto
contra la gente que se veía obligada a vivir y a trabajar
allí. Pero el pueblo hizo suyo el apodo y ahora vivir en la
Selva casi despierta cierto orgullo, pues es donde las
fronteras de los sectores se difuminan y las personas
sienten la unidad que da la desesperación.

Siempre empezamos en la parte de la Selva que linda


con Ciudad Acero, ya que es la que está más cerca de
nuestro taller, y creo que a Wes le preocupa menos que lo
pille alguien a quien pudiera conocer. Vamos casa por
casa, pero no podemos limitarnos a dejar los frascos en
la puerta y adentrarnos en la noche. Despertamos a todo
el mundo, nos aseguramos de que beban hasta la última
gota, y entonces agarramos los frascos y nos marchamos.
Sin dejar pruebas, dice siempre Wes. Sin dejar rastro.

Las calles están vacías y silenciosas en la oscuridad de


primera hora de la mañana, pero Wes ha dejado de
silbar. Nos deslizamos de una casa a la otra entre las
sombras.

En la quinta casa, subo los escalones del porche y


entonces oigo un grave gemido en el interior. Dudo con
una mano a un centímetro de llamar a la puerta.

Weston aparece de inmediato a mi lado saliendo de la


oscuridad.

—Tessa, ¿qué pasa?

Se oye de nuevo el gemido, y Wes se queda paralizado.

Aquí vive la señora Kendall con Gillis, su hijo. El


marido de Kendall murió hace dos años, pero ni Gillis ni
ella han mostrado indicio alguno de ebre desde
entonces, y son dos personas a las que hemos ayudado
de buen grado. Gillis tiene trece años y hace de
mensajero para la forja más próxima. Es un trabajador
aplicado, y a menudo susurra que cuando sea lo bastante
mayor quiere unirse a Wes y a mí. Hace una semana que
no lo vemos porque su madre nos dijo que ha llevado
mensajes desde primera hora para adquirir provisiones,
pero eso signi ca que no ha bebido las dosis que
traemos.

Wes llama suavemente a la puerta y, durante unos


instantes, solo oímos el silencio. Al cabo de unos
segundos, un sollozo quebrado en el interior.

Los ojos de Wes se clavan en los míos. Trago saliva.

Rodea el pomo con los dedos y abre la puerta con


cuidado. Kendall está arrodillada en el suelo, a oscuras,
junto a un cuerpo envuelto en mantas. Levanta la cabeza
con un grito.

Gillis. Yo también me quedo sin aliento. Wes se lleva


un dedo a los labios y niega con la cabeza, y no sé si se
dirige a ella o a mí. Es probable que a las dos.

—Tessa —medio aúlla y medio solloza la señora


Kendall de todos modos—. Wes. Está muriéndose.

Muriéndose.
No está muerto. Todavía.

Me adelanto y me coloco de rodillas a su lado. Gillis


tiene los ojos cerrados y el pelo oscuro empapado en
sudor. Suele ser una buena señal, indica que le ha bajado
la ebre, pero creo que se debe más bien a las mantas
que le envuelven el cuerpo. Me sorprende que no
hayamos oído su respiración desde la puerta. El
traqueteo letal de su pecho es claro.

Se me tensan las entrañas.

—¿Puede sentarlo? —susurro—. Hemos traído


medicinas.

Pero es demasiado tarde. Sé que es demasiado tarde.


Ni siquiera está consciente. Es imposible que pueda
beber una dosis…, que poco efecto le haría ya a estas
alturas.

Kendall asiente deprisa y Wes me mira a los ojos. Su


expresión es de resignación, pero pasa un brazo debajo
de los hombros del muchacho para ayudar. El cuerpecito
de Gillis se desploma inerte y la cabeza le cuelga contra
el hombro de Wes. Agarro uno de los frascos del zurrón
y lo destapo. Me tiemblan los dedos.

—Gillis —dice Wes con voz muy muy baja—. Gillis,


abre los ojos.

Todos contenemos la respiración. Con esperanza.


Rezamos. Esperamos.
Al principio, cuando la ebre empezó a robar vidas,
mucha gente creía que la enfermedad se extendía con el
contacto directo, sobre todo porque afectó primero a los
habitantes de la Selva antes de abrirse paso entre las
élites del Sector Real. Las puertas del Sector Real se
mantuvieron cerradas durante semanas. Pero mi padre
había registrado los nombres de los enfermos, y, cuando
los casos empezaron a surgir al azar, incluso entre
quienes se habían con nado, enseguida se hizo patente
que las ebres no tenían nada que ver con el contacto.
He seguido escribiendo en los libros de mi padre y no
hay ningún patrón. La enfermedad quizá se lleve una
vida… o una docena.

Quizá deje ilesa a toda una familia… o quizá haga que


media docena de cuerpos esperen a que se encienda la
siguiente pira funeraria.

Otro sollozo escapa entre los labios de la señora


Kendall. Justo cuando empiezo a perder toda esperanza,
Gillis tose fuerte y luego parpadea.

—¿Mamá? —carraspea.

—¡Gillis! —Kendal da un grito—. ¡Ay, Gillis! —Le pone


las manos sobre las mejillas. Su hijo vuelve a parpadear
lentamente.

—Chist —la acalla Wes—. La patrulla nocturna nos


oirá. ¿Tessa?

Respiro hondo por primera vez desde que hemos


cruzado el umbral de la puerta.
—Toma. Gillis, tienes que bebértelo. —Le alargo el
frasco.

—Sí, señorita Tessa. —Tose ligeramente.

Mientras Wes lo ayuda a beber, hurgo en mi zurrón a


toda prisa. Dejo a un lado los frascos de elixir y busco mi
botella de aceite de corteza de la mañana. Unas cuantas
gotas sirven para despertar a un borracho o a alguien
que haya sufrido un golpe en la cabeza, pero también he
comprobado que ayudan a que el elixir de or de luna
surta efecto antes.

La señora Kendall le besa la frente, las mejillas, con la


respiración entrecortada y temblores en las manos.

—Ay, Gillis —le murmura al oído.

La mano del muchacho se alza débil para acariciarle la


mejilla, y en ese momento extraigo el tapón del aceite de
corteza.

—Esto también —susurro.

Sus labios secos se separan y dejo caer tres gotitas


sobre su lengua. Su garganta se esfuerza en tragar el
líquido.

—Venga —lo anima Wes. Busca la mano de Gillis y le


da un apretón—. Antes de que te des cuenta, estarás
escondiéndote entre las sombras con nosotros.

Gillis parpadea, pero después una lenta sonrisa le


curva los labios.

—Prométemelo.
—Te lo prometo.

La señora Kendall le deposita otro beso sobre la mejilla


mientras murmura algo sin sentido, aunque el amor que
desprende su tono es puro y cristalino. Le pongo una
mano en el hombro. Me mira con los ojos anegados en
lágrimas.

Gillis tose bruscamente e intenta sonreír, pero los


músculos de su cuello se oponen a que tome una
bocanada de aire. Aprieta los dedos contra el brazo de
Wes.

—Poco a poco —dice Wes, si bien detecto la


preocupación que tiñe su voz—. Poco a poco, Gillis.
Respira.

La mandíbula del chico se aprieta y arquea la espalda,


aferrándose a la nada con los dedos.

Acto seguido, se desploma sobre el hombro de Wes


totalmente ácido.

Kendall se queda paralizada. Yo me quedo paralizada.

Wes es el que se mueve, el que tumba al muchacho y le


quita las mantas. Pone dos dedos sobre el cuello de Gillis
y después se agacha para colocar una oreja sobre su
pecho.

Gillis está inerte.

Wes levanta la mirada. Sus ojos son dos azules pozos


de tristeza.

—¡No! —La voz de Kendall es, de pronto, un agudo


chillido, llena de la rabia y del dolor y del miedo que
retumba en mi propio pecho—. ¡No!

A la distancia, un perro empieza a ladrar.

—¡Es culpa suya! —sigue gritando la mujer—. Culpa


de ese infame rey o de su horrible hermano o de alguna
de esas personas terribles que viven al otro lado de la
muralla. ¡Los odio! ¡Los odio! Odio…

Weston le agarra el brazo y le tapa la boca con una


mano. Le habla con palabras graves y apresuradas.

—Kendall. Debe tranquilizarse.

—Wes —susurro yo.

—Es traición —me espeta—. Si la patrulla nocturna la


oye, a ella también la matarán.

—Me trae sin cuidado —gime Kendall. Se deja caer


sobre Weston—. Dejad que me maten. Dejad que vean lo
que le han hecho a mi niño.

Respiro honda y temblorosamente.

—Kendal… Lo siento mucho.

—No era más que un niño. —Inhala aire, parece


calmarse un poco y pasa una mano por la cara de su hijo
—. Es culpa suya, lo sabéis. —La cólera vuelve a
apoderarse de su voz—. Ellos están ahí sentados con
todas las riquezas y nos abandonan a nuestra suerte para
que vivamos o muramos.

Es algo que hemos oído cientos de veces. Que oiremos


cientos de veces más.
Por eso hacemos lo que hacemos. Porque Kendall lleva
razón.

Wes extrae un frasco de su zurrón y se lo ofrece.

—Debe tomarse su dosis, Kendall.

Ella agarra el frasco con una mano temblorosa, y creo


que va a quitarle el tapón y a beberse el contenido, pero
lo que hace es moverse para lanzarlo hacia la oscuridad.
Suelto un grito.

Veloz como siempre, Wes lo atrapa en el aire antes de


que se estrelle en el suelo.

—No permita que la pena le haga cometer una


estupidez.

No le ha dirigido un tono brusco, pero la mujer se


encoge y no hace más que desplomarse sobre el cuerpo
de su hijo.

—Dádselo a alguien que quiera vivir. Yo no quiero.

Dudo antes de poner una mano sobre la suya.

—Kendall —susurro—. Kendall, lo siento mucho.

Gira la mano para aferrar la mía.

—Tú sabes lo que se siente —me dice—. Tú también


perdiste a alguien.

—Sí —respondo—. A mi padre. A mi madre. Nunca


seré capaz de borrar de mi memoria la escena de su
muerte. Las lágrimas acuden a mis ojos sin pedirlo.

—Alguien debe detenerlos —a rma Kendall con la


respiración entrecortada—. Alguien debe detenerlos,
Tessa.

—Lo sé —concuerdo—. Por ahora, hacemos lo que


podemos.

La mujer asiente, alza mi mano y me besa los nudillos.

—Debería beberse su medicina —le dice Wes con


amabilidad—. Es lo que Gillis habría querido.

—A Gillis ya le da igual. —Temblando, suelta un


suspiro—. Idos. Idos los dos. No malgastéis vuestras
pociones conmigo.

Tomo aire para negarme, y su rostro se crispa por la


furia que siente.

—¡Marchaos! —grita—. ¡Marchaos! Me recordáis a él.


¡Marchaos!

Me echo hacia atrás.

—Tessa —dice Wes. Me agarra del codo.

No quiero irme. No deberíamos dejarla así, una mujer


destrozada que solloza sobre el cuerpo de su hijo.

Pero Wes está en lo cierto.

—Informaremos a Jared Sexton —le murmuro. Me


re ero al carpintero que vive unas casas más allá. Es un
hombre corpulento y fuerte, y suele ser el que transporta
los cuerpos hacia la pira para la incineración—. Mañana
pasaré a ver cómo se encuentra.

No me contesta. Se limita a llorar sobre las manos.


Nos escabullimos entre las sombras. Nos hemos
acostumbrado a avanzar por los caminos sin hacer ruido.
Weston debe de haber visto u oído algo, sin embargo,
porque enseguida tira de mí hacia la oscuridad junto a la
esquina de la siguiente casa. Mi espalda está contra la
pared, él está encima de mí con la cabeza gacha y
parcialmente me bloquea la vista.

—¿Qué…? —empiezo a decir, pero sus ojos se clavan


en los míos y niega con la cabeza casi de forma
imperceptible.

Miro detrás de él. Hay poca luz, pero ahora oigo los
pasos que dan las botas de la patrulla nocturna. Wes
tenía razón: es probable que hayan oído los gritos de
Kendall y que ahora se presenten para saber qué ocurre.
Está demasiado oscuro como para que la vea a ella.
Puede que ellos tampoco vean nada y pasen de largo.

Pero no. Kendall sale corriendo por la puerta.

—¡Vosotros lo habéis matado! —grita. Lleva una


piedra en cada mano. Una atraviesa el aire y un hombre
suelta un grito—. Decidles al cerdo de vuestro rey y a su
hermano malvado que arderán por sus…

Un arquero dispara. La echa da en el blanco con un


ruido espantoso. Kendall deja de hablar y su cuerpo se
desploma.

Gimoteo. Encima de mí, Wes se pone tenso.

Uno de los guardias le da una patada a la mujer.

—Dejadla ahí —exclama otro de los hombres—. Que la


encuentren.

Otro guardia escupe en el suelo. Quizá sobre Kendall.

—Nunca aprenderán.

—Tessa. —La voz de Weston es un débil susurro en mi


oído—. No pierdas los nervios, muchacha. O a ti también
te matarán.

Su peso me aprisiona contra la pared y su mano me


tapa la boca. No me he dado cuenta de que me estoy
revolviendo hasta que me detengo. Lo miro a los ojos y,
al parpadear, se vuelve borroso.

—Lo sé —susurra.

Mi respiración tiembla. Aprieto los ojos con fuerza. Me


aparta la mano de los labios.

Le pongo la cabeza sobre el hombro y los sollozos me


zarandean como si fuera una niña pequeña.

Al cabo de unos instantes, su mano me acaricia la


mejilla por debajo de la máscara y con el pulgar me
aparta las lágrimas que me recorren el rostro.

—Lo sé —dice de nuevo—. Ya lo sé.

En algún punto, mis lágrimas se ralentizan, y veo que


Wes casi me está abrazando, y quiero permanecer en este
círculo de su comodidad porque la idea de cualquier
otro lugar me resulta demasiado terrible. Ese
pensamiento es sumamente egoísta después de lo que
les ha ocurrido a Kendall y a Gillis, pero no lo puedo
evitar. Wes es calidez y seguridad y… amistad.
Se separa de mí justo en ese momento y baja la mano a
su costado. Sus ojos miran a lo lejos, en busca de
problemas.

—Deberíamos dirigirnos al oeste. La patrulla nocturna


ya está lo bastante nerviosa. No quiero arriesgarme. Si
nos queda tiempo, volvemos y retomamos la ronda.

Trago saliva y obligo a mis pensamientos a formar


alguna especie de idea coherente.

—Sí. Claro. —Contengo las últimas lágrimas y me seco


la cara. Ahora me embarga la tristeza, pero sé por
experiencia que más tarde se convertirá en rabia.

—¿Deberíamos… hacer algo con su cuerpo?

—No —me responde. Adelanta una mano para


colocarme bien el gorro—. Tienen razón. Alguien lo
encontrará.

—¡Weston!

—Chist. —Se lleva un dedo a los labios y menea la


cabeza—. No pretendo ser insensible. Ya no la podemos
ayudar, Tessa. —Se coloca bien el zurrón y los frascos
tintinean—. Tenemos rondas que hacer.

—Ya. —Trago saliva—. Rondas.

Nos adentramos de nuevo en la oscuridad y


sigilosamente avanzamos por la noche. La habitual
charla trivial de Weston ha desaparecido. Sus silbidos
también. El ambiente es pesado, como si acarreáramos el
peso de lo que ha sucedido.
—Odio al rey —susurro—. Odio al príncipe. Detesto lo
que han hecho. Detesto en qué se ha convertido Kandala.

Hablo en voz tan baja que me pregunto si me habrá


oído, pero al cabo de unos instantes Wes me agarra la
mano. Me la aprieta ligeramente unos segundos más de
lo necesario, el único indicio de que está tan afectado
como yo.

—Yo también —dice.

Acto seguido, me suelta y asiente hacia el horizonte,


despojado ya de cualquier rastro de vulnerabilidad.

—Dentro de poco se hará de día. Hay que darse prisa.


CAPÍTULO CUATRO

Corrick
C uando Harristan era muy pequeño, era un niño
débil y achacoso. Enfermaba a menudo. Fue antes
de que las ebres empezaran a aterrorizar a nuestro
pueblo, antes siquiera de que naciese yo. He oído
rumores de que mi madre y mi padre sintieron un gran
alivio cuando ella se quedó embarazada de mí, ya que
hubo un tiempo en que les preocupó que Harristan no
sobreviviera, y entonces no dispondrían de un heredero.
Nuestros padres se pasaron tantos años mimándolo que
nunca dejaron de hacerlo, tampoco cuando él superó
de nitivamente las enfermedades de la infancia. ¿Una
salida de un n de semana para ir a cazar? Harristan
permanecía en el palacio, mientras que yo era libre de
galopar con Padre y con los nobles. ¿Un viaje a sectores
alejados? Harristan iba en el carruaje, protegido de la luz
del sol y del aire frío, mientras que yo trotaba con los
guardias y los consejeros, sintiéndome mucho mayor de
lo que era al ver que me incluían en sus conversaciones.

Cualquiera diría que todo eso habría provocado


resentimiento entre nosotros: el de Harristan, a
consecuencia de la envidia a mi libertad; el mío, a
consecuencia de todas las atenciones que recibía él. Pero
no fue así. No, el resentimiento no llegó a aparecer
porque a Harristan se le daba bien escabullirse.
Escabullirse del palacio, escabullirse de los ojos que lo
vigilaban, escabullirse de su prisión dorada, como a
menudo la llamaba.

El resentimiento no llegó a aparecer porque siempre


me llevaba con él.

Esperábamos a que la luna pendiera alta en el cielo y


entonces nos poníamos las ropas más simples que
teníamos, nos llenábamos los bolsillos de monedas de
cobre y nos escapábamos del Sector Real. Me enseñó a
interpretar las rondas de los guardias, a atravesar las
puertas corriendo entre las sombras, a saber qué sonrisas
eran sinceras y qué muecas signi caban que alguien iba
a intentar engañarme.

Una parte de las élites desdeñaba los peligros de la


Selva, pero cuando éramos jóvenes la Selva estaba
repleta de magia y de aventura. La música sonaba hasta
altas horas de la madrugada, los bailarines danzaban
alrededor de las hogueras. Comíamos carne asada con
los dedos y bebíamos cerveza artesanal que estaba
muchísimo más rica que el vino insípido que servían en
el palacio. Trepábamos por los árboles y disparábamos
echas y esquivábamos a los guardias. ¡Y cuánta gente!
Había muchísima gente. Adivinos y juglares y
metalúrgicos y bailarines y granjeros y artistas.
Escuchábamos sus historias y cantábamos canciones
obscenas de borrachos, y, aunque nadie sabía quiénes
éramos —porque ¿quién iba a esperar que el heredero y
su hermano se desternillaran de risa junto a una hoguera
en plena noche?—, siempre éramos bienvenidos, porque
en la Selva nadie era un forastero.
A veces ahora, como justicia del rey, veo un rostro y
me pregunto si será alguien a quien conocí cuando era
pequeño. Me pregunto si la ladrona a la que condeno a
un mes de duro trabajo en las minas de caliza es alguien
que, tiempo atrás, me sirvió una jarra extra de cerveza. O
si el contrabandista de or de luna al que sentencio a
morir devorado por las llamas es el hombre que un día
me leyó las líneas de la mano y me aseguró que
disfrutaría de una vida larga y feliz, y que me guiñó un
ojo al prometerme que habría una mujer de pechos
generosos a mi lado.

No me gusta obcecarme con el pasado.

Sinceramente, tampoco me gusta obcecarme con el


presente.

«Son unos desalmados».

Las palabras que pronunció Jonas ayer en la reunión


del consejo me persiguen. No estoy seguro de que
Harristan lo oyera. No quiero preguntárselo. Por más
íntimos que seamos, algunos de sus pensamientos están
mejor bajo llave, igual que los míos.

Es tarde y mis ventanas se han oscurecido. Es probable


que mi hermano se haya retirado hace rato, pero a mí
siempre me cuesta quedarme dormido, aunque
madrugue mucho por la mañana. Hay otra petición que
debo leer, otra solicitud de nanciación, esta vez por
parte de Arella. La entregó después de que
rechazáramos la propuesta de Jonas, y, aunque es breve
y está escrita con cierto apresuramiento, una parte de mí
se pregunta si en cierto modo hace las veces de
represalia. O quizá la consulesa perciba que el dinero
aguarda, dispuesto a que lo inviertan, así que debería
apropiarse de él antes de que Jonas se reorganice.

Suspiro y me froto los ojos.

Cuando alguien llama a mi puerta, levanto la vista,


sorprendido.

—Adelante.

—Alteza. —Un guardia abre la puerta—. El cónsul


Sallister pide hablar con usted.

Extraigo el reloj del bolsillo y me quedo mirando la


esfera. Me gustaría preguntarle a Allisander si es
consciente de que casi es medianoche, pero seguro que
lo sabe y le trae sin cuidado. Es una de las pocas
personas que pueden solicitar una audiencia a esta hora
de la noche y lograr que se la concedan.

Suspiro, junto los papeles y los coloco boca abajo sobre


el escritorio.

—Dile que entre.

A pesar de la hora, Allisander sigue llevando las ropas


elegantes del día. Yo hace horas que me he quitado la
chaqueta y que me he arremangado la camisa. Al verme
de esa guisa, exclama:

—Disculpa. No sabía que ya te habías retirado.

—No me he retirado.

Espera a que le indique que puede sentarse, pero no lo


hago.

—Los contrabandistas se han vuelto más atrevidos —


dice—. Recibo avisos de envíos interrumpidos, de robos
en los caminos, de provisiones saqueadas. Y es justo a las
puertas del Sector Real. Ya sabes que hace tiempo que se
ha convertido en un problema dentro de vuestras
murallas.

—Cuando atrapamos a los contrabandistas —digo—,


los castigamos con dureza. —Bebo un sorbo de té de mi
taza.

—Este año, las lluvias han sido intensas. Nuestras


cosechas no son tan abundantes como las del año
pasado. Si lo sumamos a que saquean nuestros envíos,
puede que tengamos un problema de provisiones.

—¿Eso signi ca que tenéis un problema o que podríais


tenerlo?

—La promesa de un problema es casi tan mala noticia


como el problema en sí mismo, Corrick.

Su padre era un incordio, pero hay algo peor al oír que


pronuncia esas palabras una persona que no es mucho
mayor que yo. Su tono es condescendiente. Que
pronuncie mi nombre de pila es condescendiente. Su
ridícula perilla es condescendiente. No sé cómo es
posible que mi hermano fuera amigo de este hombre.

—Te puedo ofrecer guardias armados para tus


caravanas de provisiones que entren en el Sector Real. —
Dejo a un lado la taza de té.
—Los aceptaré con mucho gusto. También vamos a
incrementar nuestros precios un veinte por ciento.

—¡Un veinte por ciento! —Menudo descaro. Ha oído


que he rechazado nanciar a Artis porque ya les faltan
medicinas y ahora sube los precios. No sé si es simple
avaricia o si es también un intento de humillación,
puesto que aprovecha cualquier oportunidad para tomar
represalias contra Harristan.

Sea como fuere, me entran ganas de arrojarle el té. Me


conformo enarcando una ceja y recorriendo el borde de
la taza con un dedo.

—¿Crees que las cosechas han padecido hasta ese


punto?

Esboza lo que debe de considerar una sonrisa


conspiratoria.

—Debemos proteger nuestras provisiones. —Duda—.


Si crees que nuestros precios son abusivos, hablaré con
Lissa. Intentaremos adaptarnos a las restricciones
actuales.

Su voz es agradable, su tono no ha cambiado, pero


detecto la amenaza velada. Kandala necesita sus
cosechas de ores de luna. Todos las necesitamos.

Pienso en la tos de Harristan de anoche mientras


dormía, y en ese momento aparto esa imagen de mi
mente antes de que mis ojos muestren indicios de
preocupación.

—No hace falta —digo—. Vuestra posición es


comprensible. —Hago una pausa—. Supongo que la
consulesa Marpetta también incrementará los precios.

Lissa Marpetta casi nunca toma la palabra en las


reuniones del consejo, pero siempre se presupone que
actuará de acuerdo con Allisander. Su sector,
Crestascuas, proporciona la mitad de los pétalos de or
de luna que el de él, pero la cantidad basta para que sea
una mujer bastante in uyente.

—Supongo —responde—. Estaremos encantados de


pagar las tasas de los impuestos, por supuesto, como
siempre. Si nuestras caravanas de provisiones viajan sin
problemas, será un gran bene cio para el Sector Real, y
por tanto para toda Kandala.

Cree que nos está haciendo un favor. Como si la mayor


parte de esos pagos no saliera directamente de nuestras
arcas al comprar nuestras propias provisiones.

Ojalá supiera yo a veces cómo habría gestionado mi


padre esta clase de conversaciones. O, mejor dicho, cómo
las habría gestionado Micah Clarke, el antiguo justicia
del rey. Padre era un hombre tranquilo y querido,
famoso por su amabilidad y por su gobierno justo. Pero
quizá ese haya sido el regalo que recibió al permitir que
otra persona se encargara de las intrigas políticas más
espinosas.

En cualquier caso, no tengo ni idea. A Micah lo


asesinaron junto a nuestros padres. Y nuestro pueblo no
sufría como ahora cuando Padre y Madre ostentaban el
poder. Las ebres no habían hecho más que empezar a
extenderse. La gente no debía elegir entre alimentar a su
familia o comprar las medicinas.

Otra llamada en la puerta, y suspiro. ¿Acaso nadie


duerme?

—Adelante —exclamo.

—Alteza. —El guardia abre la puerta de par en par—.


El intendente Quint desea…

—Sí, sí, sí —dice Quint pasando por delante del


centinela sin esperar a saber si voy a recibirlo—. No es
necesario que me anuncies. —Su pelo rojizo es una
maraña revuelta, como de costumbre, y dudo de que hoy
haya llegado a abotonarse la chaqueta del todo. Se da
cuenta de que no estamos a solas y patina al detenerse.
Me dedica un breve asentimiento, y luego otro a
Allisander—. Alteza. Cónsul.

Después de mi hermano, probablemente Quint sea mi


persona favorita del palacio. Es joven para ocupar el
cargo de intendente del palacio, pero lo instruyó su
predecesor, y, cuando el anciano dijo que quería
jubilarse, le pedí a Harristan que le diera una
oportunidad a Quint. Es tan sincero como largo es el día
y guarda los secretos mejor que un muerto. También
goza de más energía que doce personas juntas, habla el
doble de lo necesario y tiene poca paciencia con el boato
y la arrogancia. Harristan lo considera un tipo muy
molesto. Casi todo el mundo lo considera un tipo muy
molesto.

Yo, en cambio, lo adoro.


Los labios de Allisander forman una línea.

—Intendente Quint. Estamos en medio de una


conversación privada.

Quint parpadea como si fuera evidente.

—Ya lo veo. —No hace amago alguno de marcharse.

Allisander toma aire con la clara intención de proferir


palabras que expulsen a Quint de aquí.

—Pero ya casi hemos terminado, cónsul, ¿verdad? —


Agarro la taza de té.

Él cierra la boca. No me frunce el ceño, pero está a


punto.

—Creo que hemos llegado a un entendimiento. —Le


ofrezco una indulgente sonrisa.

Es la mejor frase de que dispongo en mi arsenal de


galanterías porque no signi ca absolutamente nada,
pero de algún modo hace que la gente crea que he
comprendido su postura.

Ahora también funciona, ya que veo que la expresión


de Allisander se suaviza.

—Me alegro de oírlo.

—Redactaré una orden para proporcionaros guardias


que custodien vuestras caravanas de provisiones de
mañana.

—Muy temprano, Corrick —puntualiza—. Nos


gustaría regresar a Prados antes de mediodía.
Me quedo petri cado. Acepto que suba los precios y
que se queje de que sus provisiones corren peligro, pero
yo, igual que mi hermano, tengo un límite. Allisander
Sallister quizá sea rico y poderoso, pero no gobierna
Kandala… ni me manda a mí.

Debe de haber reparado en mi cambio de expresión,


porque dice:

—Cuando estimes oportuno, claro. Te lo agradezco. —


Hace una pausa y añade—: Alteza.

—Tendréis la vigilancia por la mañana. —Dejo la taza


sobre la mesa.

En cuanto la puerta se cierra tras Allisander, Quint se


desploma en una silla.

—¿Quiere servir de comida para los leones reales?

—Que no me tiente. —Aunque no es demasiado


tentador. Fue la sentencia que le dicté a un hombre que
había matado a una familia entera a n de robar sus
provisiones de pétalos de or de luna. Observar cómo
los leones lo despedazaban mientras él pedía clemencia
a gritos fue lo más horrible que he presenciado nunca.
Incluso Harristan, que nunca pierde la impavidez desde
que contempláramos la muerte de nuestros padres, me
pidió después:

—No vuelvas a dictar esa sentencia.

—¿Sallister quiere más guardias? —pregunta Quint.

—Entre otras cosas. —Me jo en su aspecto


descuidado y procuro averiguar si está más preocupado
de lo habitual. Es posible que ni siquiera sepa lo tarde
que es—. ¿Has comido? Puedo pedir que nos traigan
algo.

—Ah…, no. He cenado con la consulesa Marpetta a


las… —Saca su reloj de bolsillo y se queda mirando la
esfera con el ceño fruncido—. No puede ser.

—Duermes menos que yo. —Le sonrío.

—Nadie duerme menos que tú.

No le falta razón.

—Pediré comida. ¿Vino también? —Me levanto y me


encamino hacia la puerta—. ¿O debo estar sobrio para lo
que sea que has venido a contarme?

—Acaba de llegar un mensajero al palacio. La patrulla


nocturna de Ciudad Acero ha detenido a un grupo de
contrabandistas. En la refriega murieron dos. A los otros
ocho los han llevado al presidio.

Me detengo y lo miro jamente.

—Un grupo numeroso.

—Por lo que he sabido, era un negocio bien


organizado.

«Un negocio bien organizado». Es poco frecuente que


los forajidos y los contrabandistas se organicen en
grupos grandes. Uno de diez es algo inaudito. El riesgo a
que los pillen es demasiado grande. Los castigos, muy
duros.

Tal vez Allisander no exageraba acerca de la amenaza


que se cierne sobre sus provisiones. Pensaba hacerle
esperar, pero ahora me aseguraré de redactar una orden
antes de ir a dormir.

—¿Harristan lo sabe? —digo.

—No.

Mi hermano querrá emitir una declaración temprano.


Esperará que yo los use de ejemplo como aviso para
futuros delincuentes.

Por lo menos uno de nosotros duerme.

—Pediré la comida —digo—. Mandaré un mensaje al


presidio. Quiero hablar con los guardias que los
capturaron. Diles que quiero interrogar a los prisioneros
antes del alba. Separadlos si todavía no los han
separado. No quiero que urdan una historia
consensuada.

Quint ha agarrado una hoja de papel del escritorio y


lleva tomando notas desde que he empezado a hablar. Se
le da muy bien su trabajo.

—¿Hacemos un anuncio público?

—Todavía no. —Mi mente da vueltas sin parar. Ocho


contrabandistas de golpe. Tendremos suerte si no
iniciamos una revuelta—. Mañana. A mediodía.

—¿Debería despertar al rey? —Levanta la vista.

Pienso en la tos de Harristan. En la ebre. Necesita


dormir. Parpadeo para apartar de mí esos pensamientos.

—No.
Quint asiente y se levanta, llevándose el papel.

—Me pongo ahora mismo.

Lo sigo hacia la puerta. Se detiene con la mano sobre el


pomo y se gira para mirarme a los ojos.

—En cuanto al vino que decías…

—Pediré que traigan grandes cantidades.


CAPÍTULO CINCO

Tessa
N o debería soñar despierta con Weston. Es la forma
menos productiva de invertir mi tiempo. Debería
concentrarme en medir la cantidad de anémona para los
ungüentos de la señora Solomon o en pensar en cuántas
casas hemos dejado desatendidas esta mañana, ya que
Wes no ha considerado seguro adentrarnos en el Sector
Real. Debería pensar en cuántas monedas me quedan en
el bolso y en si sería reconfortante que comprara unas
cuantas pastas al con tero.

Debería estar llorando a la señora Kendall y a Gillis.


Pero pensar en su muerte me llena más de rabia que de
pena, y me empiezan a temblar las manos, hasta el punto
de que es lo único que me impide lanzarles yo también
piedras a los guardias.

Pensar en Wes es pensar en algo seguro, y casi tan


reconfortante como serían las pastas azucaradas. Ayer
por la mañana me estrechó fuerte, con una mano sobre
mi mejilla, con su voz suave en mi oído.

Cuando corríamos peligro, me susurra mi cerebro. No fue


un momento romántico.

Me da igual.

Karri, la otra ayudante, me sonríe desde su propia


balanza. Tenemos la misma edad, pero, a diferencia de
mi piel morena llena de pecas y de mi cabellera castaña,
la piel de Karri es de un exuberante marrón oscuro y su
cabello es negro y resplandeciente, y lo lleva atado en
una trenza que le llega hasta la cintura.

—¿Por qué te ruborizas? —me pregunta.

—Por nada. —Me muerdo el labio por dentro.

Se inclina sobre la mesa y baja la voz, porque a la


señora Solomon no le gusta que cotorreemos.

—Tessa. ¿Estás enamorada?

Procuro no sonrojarme. Sin embargo, mis traicioneras


mejillas arden con más intensidad.

—Claro que no.

Wes no me dejaría nunca en paz si se enterara de que


me ruborizo por la idea de que esté enamorada de él. Ni
en sueños.

—¿Cómo se llama? —dice.

—¿Cómo se llama quién? —Parpadeo, inocente.

—¡Tessa!

Añado un poco de anémona a mi cuenco y empiezo a


machacarla con el mortero, moliéndola contra la piedra.

—No es nada. No hay nadie.

Hace un mohín, pero le brillan los ojos marrones.

—Háblame de sus manos.

Sin querer, mis pensamientos invocan la imagen de la


manzana que sostenía con los dedos.
Suspiro. No lo puedo evitar.

—Sí que estás enamorada. —Karri se echa a reír.

—Chist. —Miro hacia la parte delantera de la tienda.

—Ya que no me dices cómo se llama, ¿por qué no me


cuentas qué pintas tiene?

Las palabras se presentan en mi mente con tanta


rapidez que es un milagro que no salgan despedidas por
mi boca. Tiene pintas de revolucionario. Tiene pintas de
compasivo. Ojos azules y manos amables y pies rápidos y un
corazón de resistente acero.
Muelo fuerte con el mortero y Karri se ríe de nuevo.
Me pregunto si mis mejillas habrán adquirido ya un tono
muy oscuro.

—Me muero de ganas de conocerlo —me dice.

Algo que jamás sucederá. Ahora suspiro por una razón


totalmente diferente.

—¿Es de Artis? —pregunta.

Debo responderle a algo, o de lo contrario no parará de


indagar.

—De Ciudad Acero —contesto.

—¡De Ciudad Acero! Es un obrero metalúrgico, pues.

—Ajá. —Incorporo a mi cuenco más cantidad de raíz


de cardo.

—¿Ciudad Acero? —tercia la señora Solomon. Ha oído


una parte de nuestra conversación y se acerca a la
trastienda para echarle un vistazo a lo que estamos
haciendo—. ¿Os referís a los contrabandistas?

—¿Qué contrabandistas? —pregunta Karri.

—A mediodía han anunciado un comunicado desde el


Sector Real. Han atrapado a una banda de
contrabandistas de Ciudad Acero. Eran diez, todos ellos
de la misma forja.

Mi sangre se congela al instante.

La señora Solomon chasquea la lengua.

—Tenemos suerte de que la patrulla nocturna nos


vigile, ¿sabéis? Esos criminales merecen lo que les
ocurra. Todos recibimos nuestra asignación de medicina.
No es necesario que nadie se vuelva avaricioso.

Me muerdo la lengua. No todo el mundo recibe su


asignación de pétalos de or de luna, y bien que lo sabe
ella. Solo los que se lo pueden permitir. De ahí que tenga
tanto éxito con sus ungüentos y pociones: comprarle a
ella sale más barato. Y es más barato porque son
remedios que no funcionan, pero eso es algo que no
puedo decir si quiero conservar mi puesto de trabajo.
Cuando se descubrieron los efectos sanadores de la or
de luna, aparecieron cientos de charlatanes que
intentaron colar otras hojas y pétalos como ores de
luna, pero el rey dictó sanciones muy graves tanto para
el fraude como para el contrabando, y entonces los
pétalos falsos desaparecieron de inmediato. Es más fácil
robarlos que sembrar y cuidar algo que sencillamente
tiene el mismo aspecto.
Hay muchos tenderos como la señora Solomon, eso sí.
Personas incapaces de curar las ebres y que aseguran,
no obstante, que «ayudan» con los síntomas. Yo jamás
trabajaría con un estafador de verdad, pero la señora
Solomon parece tener buenas intenciones. La mayoría de
las pociones que preparamos sirven para cuestiones tan
frívolas como lograr una piel limpia o un pelo brillante o
dormir mejor. A veces sus mezclas no funcionan, aunque
yo sé qué funciona y qué no, y entonces ajusto las
medidas en consonancia.

He anotado en las libretas de mi padre lo que cura las


ebres —la or de luna— y lo que no las cura —todo lo
demás—.

Me siguen zumbando los oídos por lo que acaba de


decir la señora Solomon: han capturado a diez
contrabandistas. Todos de la misma forja.

Weston. No trabaja con nadie más. Sé que no.

Pero Weston ni siquiera es su nombre real. Y si no es


real…, quizá no pueda poner la mano en el fuego por
nada. A lo mejor los diez contrabandistas son como Wes:
ngían trabajar solos con amigos de otros sectores que
no conocen la verdad.

No tengo manera alguna de encontrarlo. De preguntar


por él.

—¿Han leído los nombres de los detenidos? —Trago


saliva con di cultad.

—No. Seis hombres, cuatro mujeres. Dos murieron en


el enfrentamiento.

—¿Cuándo…? —Debo aclararme la garganta. Me noto


mareada—. ¿Cuándo los capturaron?

—No lo han dicho. Ayer, hoy, ¿qué más da? —Resopla


con arrogancia—. Estás machacando de más la raíz de
cardo, Tessa.

—Ay. Lo siento. —No lleva razón, pero no le gustará


que la contradiga. No le gusta la idea de que una
jovencita impertinente le diga cómo gestionar su
negocio; fue así como despidió a la anterior muchacha.
Necesito este trabajo. Nadie cree que una chica de
dieciocho años de la Selva pueda ser una auténtica
boticaria. Mi padre habría juzgado ridículos estos
remedios y tinturas, y se lo habría soltado a la señora
Solomon a la cara, pero mi padre no está aquí para
pagarme el alquiler, así que dejo el mortero sobre la
mesa, obediente, y retiro el polvo.

Cuando la dueña se aleja, Karri me mira a los ojos. Su


voz ahora no es más que un murmullo.

—¿Estás enamorada de un contrabandista?

—¿Qué? ¡No! —Seguro que mi cara está más roja que


el fuego.

Regresa con sus hierbas y lanza un puñado sobre su


cuenco.

—Madre dice que muchos de ellos solo intentan


alimentar a sus familias. Le han contado historias de
hombres que prometen la luna para conseguir que las
mujeres los ayuden, y que en realidad lo hacen para dar
algo de comer a la media docena de bocas que los
esperan en casa.

Observo mi cuenco con el ceño fruncido. El estómago


se me revuelve y comienza a formar nudos. No sé qué es
peor, que Wes haya muerto a manos del justicia del rey o
que Wes tenga una familia y un hogar.

Menudo disparate. La muerte es peor. Por supuesto.

Siempre he creído que debía de tener mi edad, pero


quizá sea mayor. Solo lo veo a oscuras, con los ojos
pintados con kohl detrás de una máscara. Fácilmente
podría doblarme la edad, supongo.

—Ten cuidado, Tessa —me dice Karri.

Levanto la vista.

—Siempre tengo cuidado —respondo. Y, para


demostrarlo, me pongo a medir las medicinas con
absoluta precisión.

Tan pronto las campanas de la cena empiezan a sonar


por las calles, Karri y yo somos libres de marcharnos.
Ella vive en casa con su familia, mientras que yo vivo
sola en una habitación alquilada de una pensión desde
que murieron mis padres. Se ha pasado la tarde
observándome y me ha invitado a cenar, seguramente
porque piensa que mi «amor» es uno de los hombres a
los que han arrestado. No puedo soportar sus miradas
de lástima ni un minuto más, así que declino la
invitación y me voy a casa.

Me detengo delante de la puerta del con tero de todos


modos. He decidido que no es una acción tan
desacertada si así puedo escuchar más rumores.

—Es increíble que hayan atrapado a tantos


contrabandistas, ¿verdad? —dejo caer al entregar las
monedas.

El vendedor asiente.

—Tengo entendido que mañana serán condenados a


muerte —dice.

El gélido nudo que se me ha formado en la espalda se


niega a soltarse, sobre todo al oírlo añadir:

—Creo que lo harán junto a las puertas. Ya sabes que


así atraerán a una multitud.

Ojalá hubiera una forma de saber si Wes es uno de


ellos. No puede serlo.

Pero… Ciudad Acero. Una forja. Demasiadas


coincidencias.

Procuro aguardar en mi habitación, pero el ambiente


es demasiado as xiante y mis nervios están demasiado
alterados. Así no me quedaré dormida. Me encamino
hacia nuestro taller unas horas antes de lo previsto y
enciendo el fuego. Creía que sería mejor sentarse en otro
sitio y esperar, pero es incluso peor. En este lugar, todo
se entremezcla con recuerdos de los dos años que he
trabajado junto a Wes. Aquí es donde se sienta cuando
calcula las cantidades. Ahí es donde se quemó el dedo en el
horno de leña. Esa es la ventana que se rompió durante las
tormentas de invierno, la que Wes cubrió con un tablón
mientras afuera la nieve caía en círculos.
Me quedo dormida sentada en la silla, con lágrimas en
el rostro. Y sueño. Sueño con mis padres, con la noche en
que la patrulla nocturna los sorprendió. Recuerdo que
estuve a punto de salir de mi escondite, a punto de
derribar yo misma a los guardias. Wes me alcanzó y esa
noche me mantuvo oculta, pero en mis sueños a él
también lo detienen y su cuerpo se convulsiona cuando
las echas le atraviesan la carne. Sueño con el cuerpo de
Wes colgado de lo alto de las puertas o con su cabeza
clavada en una pica. Lo veo destrozado y ardiendo en
una montaña de cadáveres, mientras el público vocifera,
algunos de alegría. Sueño que me busca a gritos, que
chilla para advertirme mientras lo golpean con garrotes
y le destrozan los huesos.

—Tessa. ¡Tessa!

Abro los ojos y ahí está él. Durante unos instantes, creo
que es otro sueño, que he estado tan preocupada que mi
imaginación lo ha conjurado a mi lado, y que cuando me
despierte el taller seguirá vacío.

Pero no. Es de carne y hueso, y sus ojos azules brillan


más que nunca al otro lado de la máscara. Mis ojos
irradian alivio y no me molesto en detener las lágrimas,
que ya me corren por las mejillas.

—¿Estás llorando? —dice, y parece tan sorprendido


por el hecho de que llore por él que me entran ganas de
pegarle un puñetazo en toda la cara.

Pero me limito a levantarme y a pasarle los brazos por


el cuello.

—Tessa —murmura—. Vas demasiado rápido.

—Cierra el pico, Wes. Te odio.

—Ah, sí. Ya lo veo.

Me echo a reír mientras lloro sobre su hombro. Debería


soltarlo.

Pero no lo suelto.

Él tampoco me suelta.

Quiero preguntarle si sabe algo de las personas a las


que han arrestado, pero es otra cosa la que sale de entre
mis labios.

—¿Tienes una esposa y una casa llena de hijos a los


que alimentar?

—No. ¿Y tú?

Resuello y me echo hacia atrás para mirarlo. Aunque


haga bromas, sus ojos buscan los míos con seriedad.

—Estabas en lo cierto —dice.

—¿Con lo de los hijos?

—No. —Me sonríe—. Con lo de los hijos, no. —Menea


la cabeza como si me viera confundida—. No, con lo de
que debía verte sin la máscara.

Me quedo de piedra y me llevo las manos a las


mejillas, al descubierto.
—Me arrepiento de no haber aceptado antes la
propuesta. —La sonrisa de Weston se vuelve lobuna.

Me desplomo en la silla y me cubro los ojos con las


manos, pero ahora ya es demasiado tarde, claro… Y la
verdad es que era él el que no quería verme así.

—Estaba… alterada. No pensaba. Estaba muy


preocupada. —Se me quiebra la voz con la última
palabra.

—Cuéntame todos tus temores. —Se sienta en la silla


opuesta.

—Creí que eras uno de los contrabandistas a los que


han capturado.

—No soy un contrabandista, Tessa. —Se pone rígido y


sus ojos se entrecierran.

—Ya. Ya sé que no lo eres. Que no lo somos. —Debo


enjugarme los ojos—. Es que… eran de Ciudad Acero, y
he pensado que a lo mejor…

—Has visto todos y cada uno de los pétalos que saco


del Sector Real. —Su mirada se ha vuelto fría—. Nunca
he vendido nada de lo que hemos robado. Lo que
hacemos…

—¡Wes! Ya lo sé.

—Lo que hacemos —repite con un tono tan a lado que


jamás se lo había oído— no es lo mismo que lo que
hacen los contrabandistas. No me he metido en esto para
llenarme los bolsillos.
—Ya lo sé —grito—. Wes, ya lo sé. —Sorbo—. Yo
tampoco. Pero para el rey y para su hermano es lo
mismo.

Suelta un largo suspiro antes de pasarse una mano por


la cara. Cuando centra de nuevo la mirada en mí, sus
ojos ya no muestran tanta dureza.

—Tienes razón. Perdóname.

Me aprieto los ojos con los dedos.

—Y ya sé que siempre me dices que no debemos


encariñarnos, pero eres el único amigo de verdad que
tengo, sobre todo desde que…, desde que… —Se me
vuelve a quebrar la voz—. Desde que mi padres…

Wes me agarra las muñecas con suma delicadeza.

—Tessa.

Cuando tira de mí hacia él, no me resisto, y me abraza


durante un buen rato. El abrazo es mutuo. No tiene nada
que ver con lo del otro día, cuando nos escondimos en
las sombras junto a una casa para ocultarnos de la
patrulla nocturna. Ahora solo estamos Wes y yo en la
calidez del taller, de nuestro taller, abrazándonos como si
pudiéramos mantener alejados todos los males del
mundo.

—Los van a ejecutar. —Habla muy bajito—. A


mediodía.

—Eso he oído —asiento. Me aparto y levanto la vista


—. ¿Crees que se lo merecen?
Duda, y entorna los ojos otra vez. No es algo de lo que
solamos hablar. Nuestras conversaciones se limitan a
cómo evitar que nos atrapen. A lo efectivas que son las
medicinas, a si dorar un poco los pétalos sirve para algo.
A lo frívolas y derrochadoras que son las élites.
Hablamos de las personas que la ebre se ha llevado y
de las personas que siguen viviendo.

No debatimos lo que podría suceder, porque tengo


razón. Al rey le traería sin cuidado que robáramos para
ayudar a la gente. Si nos pillan, nos ejecutarán junto a los
contrabandistas.

—Creo… —empieza a decir, pero entonces niega con la


cabeza—. Creo que estamos perdiendo el tiempo.
¿Dónde has dejado la máscara? Las patrullas se han
duplicado por…

—Wes. —Trago saliva y lo agarro del brazo. Su voz ha


sonado muy áspera al a rmar: «No soy un
contrabandista, Tessa»—. ¿Crees que se lo merecen?

—Creo que muy poca gente merece lo que le termina


sucediendo, Tessa. —Hace una pausa y, durante un
brevísimo instante, la tristeza empaña sus ojos—. Para lo
bueno o para lo malo.

Pienso en mis padres, a quienes ejecutaron en la calle


por hacer exactamente lo mismo que hacemos Wes y yo.
Pienso en Gillis, que murió por la falta de medicinas, y
en Kendall, a la que mataron para dar el ejemplo. Pienso
en las ejecuciones que se avecinan y en lo que signi cará
eso para las personas que se quedan atrás.
Pienso en Weston, que hace mucho tiempo arriesgó la
vida para salvar la mía al evitar que siguiera el mismo
destino que mis padres. Pienso en cómo se arriesga
noche tras noche para llevar la medicina a los que la
necesitan.

—Tú solo mereces cosas buenas —susurro.

Suelta una corta risotada sin rastro alguno de humor y


aparta la mirada.

—¿Eso crees?

Le sujeto el rostro con una mano y lo giro para que me


mire a los ojos. Como de costumbre, su mandíbula es un
poco áspera y está algo caliente, y la tela de la máscara es
suave al contacto con mis dedos.

—Sí —le aseguro.

Espero a que se aparte, pero no lo hace. Quizá los dos


estemos alterados. Quizá lo que les ocurrió a Kendall y a
Gillis nos haya afectado mucho. El aire que nos separa
parece cambiar y sus ojos se clavan en mi boca. Toma
aire y separa ligeramente los labios.

—Dios, Tessa…

Meto un pulgar por debajo del extremo de su máscara


y la levanto un poco.

Weston suspira y mueve la mano para agarrarme la


muñeca. Suelto un gritito de sorpresa ante lo repentino
del gesto.

Él cierra los ojos con fuerza. Me suelta. Da un paso


atrás.

—Lo siento —susurro. Qué tonta soy. Siempre me ha


dejado muy claro qué somos. Qué no somos.

—Ponte la máscara —me indica con dureza—. Pronto


nos quedaremos sin oscuridad.

Trago saliva y me dispongo a hurgar entre los libros de


mi zurrón de boticaria hasta que la encuentro. Me la ato
sobre el pelo con dedos temblorosos. Cuando me dirijo a
por el gorro, que he colgado en un gancho cercano a la
ventana, Wes me atrapa el brazo y me giro.

Me quedo sin aliento. Me coloca las manos sobre las


mejillas para acercarse a mí y no hago más que
derretirme y formar un charco sobre el suelo del taller.
Mi espalda se clava contra la pared y la cabeza me da
vueltas.

En ese momento, los labios de Wes se ciernen sobre los


míos y todo pensamiento racional abandona mi mente.
Su pulgar recorre mi labio inferior.

—No te digo que no, Tessa —murmura, y su voz es tan


profunda y grave que es como si hablara directamente
con mi corazón—. Pero no así.

Lo miro con los ojos como platos, ingenuos y


suplicantes.

Y, como la tonta que soy, asiento.

Me aparta y me planta un beso sobre la frente.

Suspiro.
—De verdad que te odio —le digo.

—Es lo mejor que puedes hacer. —Da un paso atrás,


me coloca el gorro con rmeza y alza ligeramente el ala
de su sombrero—. Ocho personas morirán a mediodía. A
ver si esta mañana somos capaces de repartir su ciente
medicina para salvar al doble.
CAPÍTULO SEIS

Corrick
H arristan no visita nunca el presidio. Si desea ver a
un prisionero, lo arrastran encadenado hasta el
palacio y lo depositan en el suelo, delante de él. Que yo
sepa, no ha puesto un pie en la cárcel desde el día que
murieron nuestros padres. Es probable que ni siquiera
antes.

Yo, en cambio, estoy familiarizado con la prisión.


Conozco a todos los guardias, todas las celdas, todos los
candados, todos los ladrillos. Cuando tenía quince años
y ya me ahogaba en una congoja tan espesa que a duras
penas conseguía respirar, enseguida aprendí a bloquear
las emociones nada más cruzar el umbral de las pesadas
puertas de roble. No podíamos permitirnos ni un solo
instante de debilidad, y no pensaba ser el responsable de
la caída de mi hermano. He oído toda clase de gritos sin
inmutarme. He escuchado promesas y amenazas y
maldiciones y mentiras…, y de vez en cuando la verdad.

Nunca he dudado en hacer lo que se deba hacer.

Hoy, Allisander me ha acompañado al presidio.


Después de enterarse de la operación en que apresaron a
los contrabandistas, retrasó el viaje de regreso a casa.
Tanto Lissa como él nos han comunicado que
permanecerán en el palacio hasta que estén seguros de
que sus caravanas no corren ningún riesgo.
A menudo me he imaginado a Allisander caminando
por estos pasillos, pero en mi imaginación suele estar
encadenado y un guardia lo empuja con una espada, no
como está ahora mismo: exasperado y enfurruñado, con
un pañuelo sobre los labios y la nariz.

—¿No hay nada que podáis hacer para eliminar este


hedor? —pregunta.

—Es una cárcel —le digo—. Los residentes no están


motivados para hacer que sea un lugar agradable.

Suspira y pone un mohín, como si el gesto supusiera


aspirar más aire de la cantidad para la que está
preparado.

—Podríais haberlos conducido hasta el palacio.

—Lo último que necesito es ver a ocho mártires


atravesar el Sector Real. —Miro hacia él—. Ya te he dicho
que forman un grupo muy curioso.

Allisander mira hacia atrás y parece respirar


lentamente por la boca. Debo obligarme a no poner los
ojos en blanco.

—¿Han confesado los nombres de algún otro


contrabandista? —se interesa.

—No. —Llegamos al nal del pasillo, que conduce


hacia unas escaleras descendentes. Los guardias se
cuadran y me saludan. La peste no hará sino empeorar,
pero no advierto a Allisander al respecto.

—¿Nada? —insiste—. ¿Los has interrogado con


ahínco? ¿Has sido convincente?
—¿Me estás preguntando si los he torturado?

Titubea. A la mayoría de los cónsules —bueno, a la


mayoría de las élites, si no a toda Kandala— no les gusta
lo que hago, pero no dicen nada porque creen que así
están a salvo. Les trae sin cuidado siempre y cuando no
deban hablar de esas cuestiones. Lo adornan con
lenguaje elegante y esquivan los términos como tortura y
ejecución preguntando si he «exigido respuestas sinceras»
o si he «puesto n a un peligro para la población».

Allisander es más valiente que la mayoría, sin


embargo, y sus dudas tan solo duran un segundo.

—Sí. Es justamente lo que estoy preguntando.

—No.

—¿Por qué no?

Porque, a pesar de las apariencias, no soy una persona


cruel. No me deleito con el dolor ajeno. No me deleito
con nada de esto.

Y todos están condenados a morir. Las penas por robar


y contrabandear son bien conocidas, y todos los
prisioneros estaban al corriente antes de sustraer los
primeros pétalos. La mitad de ellos están aterrorizados.
Solo he tenido que preguntar a uno para descubrir que
trabajaban juntos en el sentido más vago de la palabra.
Una forajida se desmayó cuando los guardias me
abrieron la puerta de su celda.

Rebanarles los dedos o lo que sea que Allisander se


está imaginando me parece algo excesivo.
—Sé por experiencia —digo— que quienes se
enfrentan a una ejecución no están demasiado
dispuestos a contar nada que vaya a ayudar a sus
captores.

—Pero podría haber más contrabandistas. —Frunce el


ceño detrás del pañuelo—. Nuestras provisiones quizá
corran un mayor riesgo de lo que anticipábamos.

—Son simples trabajadores, cónsul, no estrategas


militares. Por lo que sé, no están muy bien organizados.
—Probablemente sea el motivo por el cual los apresaron
tan rápido.

Llegamos al nal de las escaleras. Mientras que el


palacio y la mayoría de los hogares del Sector Real
disponen de red eléctrica, el nivel inferior del presidio
no. Afuera es de día, pero aquí abajo está oscuro y hace
frío; es un espacio iluminado por lámparas de aceite que
cuelgan a intervalos irregulares, con paredes grises y
barrotes negros. Hay veinte celdas, pero ninguna está
ocupada durante mucho tiempo.

—Adelante —le indico—. Interroga al que te plazca.

Me mira como si esperara… algo más. Como si se


gurara que iba a recorrer la hilera de celdas y le iba a
presentar a los cautivos uno a uno.

Me apoyo en la pared opuesta, me cruzo de brazos y


arqueo las cejas.

—No podrás hacerlo cuando estén muertos.

Allisander empieza a suspirar, se lo piensa mejor y se


encamina hacia la primera celda.

En esa está encerrado un hombre llamado Lochlan. No


debe de contar más de veinticinco años, tiene el pelo
negro carbón, la piel pálida y muy salpicada de pecas, y
en los brazos luce un sinfín de heridas de quemaduras
de una forja. Cuando lo interrogué, se me quedó
mirando sin miedo y se negó a pronunciar palabra. Es el
tipo de hombre al que Allisander torturaría, pero sé que
no serviría de nada. Ya he conocido a especímenes como
él, hombres que se creen capaces de sobrevivir a una
ejecución con una gran fuerza de voluntad.

Pero no sobreviven.

Está sentado en el fondo de la celda, mirándonos


sombríamente, pero, cuando el cónsul se acerca a los
barrotes, Lochlan se levanta y se aproxima. Su expresión
se parece a la que mostraría yo si fuera libre de expresar
mis sentimientos hacia el cónsul Sallister.

Allisander carraspea como si estuviera a cargo de una


cena de celebración.

—Me gustaría saber los nombres de cualquier socio


con que…

Lochlan le escupe en la cara. Una parte aterriza sobre


el pañuelo, pero la gran mayoría golpea a Allisander
justo entre los ojos.

El cónsul balbucea y se limpia la cara antes de dar un


paso adelante con los rasgos transformados por la furia.

—Vas a pagar por esto, maldito…


—¡Cónsul! —Empiezo a aproximarme, pero estoy
demasiado lejos. Lochlan ya ha metido los brazos entre
los barrotes para agarrar las solapas de la chaqueta de
Allisander. Tira de él para estamparlo contra las barras
de acero. El rostro del cónsul se llena de sangre.

—Sé quién eres —le gruñe Lochlan. En el pasillo, los


demás prisioneros se han colocado junto a los barrotes
de sus respectivas celdas al oír el alboroto, y los que nos
ven empiezan a chillar.

—¡Mátalo! —gritan—. ¡Mátalo!

Lochlan vuelve a estampar a Allisander contra los


barrotes, y es obvio que no necesita que nadie lo aliente.

—Eres el asesino. Sé lo que le estás haciendo a tu


gente.

Los guardias ya casi están junto a nosotros, pero


Lochlan se apresura a golpear a Allisander contra los
barrotes de nuevo. Esta vez, el golpetazo podría ser
mortal. Echo la mano hacia atrás y asesto un puñetazo
justo en el punto en que la muñeca de Lochlan sobresale
de la celda. Los huesos emiten un espeluznante crujido.
El contrabandista suelta al cónsul y retrocede entre gritos
mientras se lleva el brazo al pecho.

Allisander se desploma de rodillas en el pasillo


as xiándose con la sangre y los mocos y la arrogancia.
La tierra de color teja le mancha la impecable ropa que
lleva. Le cuesta respirar y las bocanadas de aire que
toma están separadas por débiles gemidos. Me lo quedo
mirando unos instantes más de lo necesario.
Quizá sí me deleite según con qué dolor.

Me agacho a su lado.

—Mírame —le digo—. ¿Tienes la nariz rota?

—Quiero que muera. —Su voz suena muy nasal, pero


no levanta la vista.

—Y morirá —le aseguro—. Pero no puedo matarlo dos


veces. Mírame.

Escupe sangre al suelo, respira con suma di cultad y


levanta la cabeza. Debajo de la ceja izquierda ya se le ha
formado un chichón. Tendrá los ojos morados y se le ha
partido el labio, pero su nariz está tan recta como
siempre. Qué pena.

Los guardias inundan el pasillo para alejar a los otros


prisioneros de los barrotes. Lochlan está aovillado en el
suelo de su celda sufriendo arcadas por su brazo roto.
Uno de los guardias ha colocado una mano en la puerta
de la celda, pero me mira a la espera de que le ordene si
debe actuar o no.

Niego con la cabeza y el hombre me responde con un


breve asentimiento antes de retroceder unos pasos. Me
saco un pañuelo del bolsillo y se lo tiendo a Allisander.

—Toma.

Lo acepta con un dejo de vergüenza y se cubre la boca


con la tela. Dudo de que necesite que le diga que no
debería haberse acercado tanto a los barrotes, así que no
se lo digo.
—Bueno —murmuro mientras me pongo recto, y el
cónsul me mira con desaliento—. ¿A quién te gustaría
interrogar ahora?

Harristan está que echa chispas.

—¿Por qué lo has llevado hasta allí? —quiere saber—.


¿En qué estabas pensando?

—Estaba pensando en que nuestro cónsul más rico


hizo una petición, y he querido concedérsela.

—Pues ahora lo que pide es un espectáculo. —Mi


hermano recorre el suelo junto a la pared con ventanas
de sus aposentos. El cielo se ha nublado con la promesa
de lluvia y proyecta su cientes sombras para estar del
mismo humor que el rey—. Pide que mandemos un
mensaje claro a cualquiera que esté urdiendo una trama
parecida.

Mientras que mi hermano se mueve con ansiedad, yo


estoy inmóvil en una silla.

—Vamos a ejecutar a ocho prisioneros, Harristan. Será


un espectáculo.

Se detiene y me mira. Cierta emoción velada pasa


entre nosotros, una mezcla de arrepentimiento y fracaso
y furia, pero cuando parpadea ya ha desaparecido.

—¿Cómo vas a hacerlo? —habla en voz baja.

En momentos como este, a veces me pregunto si


Harristan se arrepiente de lo que sucedió tiempo atrás
con Allisander, como si el hecho de que nuestro padre se
hubiera plegado entonces a las exigencias de Nathaniel
Sallister pudiera reducir ahora, de algún modo, las
manipulaciones de Allisander.

Lo dudo. Creo que sería incluso peor.

Creo que nos obligaría a hacer cosas peores.

Tomo aire para responder, pero entonces se oye un


brusco golpe en la puerta. Harristan no aparta la mirada.

—Adelante —dice.

La puerta se abre de pronto y aparece un guardia.

—Majestad, el intendente Quint desea…

—No —lo interrumpe Harristan. Sus ojos siguen


clavados en los míos.

—Ay, déjalo entrar —le digo.

Mi hermano suspira y se queda mirando la puerta.

—Tienes diez minutos, Quint.

El intendente esperaba junto a la puerta como un


cachorro nervioso, con documentos y folios aferrados
contra el pecho, y ahora cruza el umbral. Lleva la
chaqueta desabotonada, el pelo revuelto. Como por la
mañana no se ha molestado en afeitarse, su pálida
mandíbula está moteada de vello rojizo.

—Solo necesito nueve.

Quint coloca las hojas sobre la mesa y se lanza a relatar


un sinfín de problemas del palacio, desde la escasez de
paja para el ganado real —con lo cual sugiere que se
tome una decisión sobre sustituirla por virutas de
madera— hasta una discusión entre el personal de la
cocina acerca de si Harristan pre ere manteles mar l con
adornos verdes o manteles bermellón con adornos
grises. Mi hermano me fulmina con la mirada cuando
Quint anuncia una petición del Sector Real para que las
campanas del alba repiquen dos horas después del alba,
y así la gente no se despertará tan temprano.

—Entonces habría que dejar de llamarlas «campanas


del alba», ¿no? —digo.

—Estoy bastante seguro de que ya han pasado los diez


minutos. —Harristan suspira.

—Solo han transcurrido ocho y medio —aseguro. En


realidad, no tengo ni idea.

—Todavía necesito que hablemos de las peticiones de


indulto que hemos recibido esta mañana. —Quint
escribe algo en sus papeles.

—Ya hemos acabado, Quint. —Harristan agita una


mano—. Redacta la respuesta habitual.

—Pero…

—Vete.

—Entonces, se lo dejo aquí. —Quint coloca casi todo el


papeleo que acarreaba en el centro de la mesa y se gira
para marcharse.

—¡Espera! —exclama Harristan—. ¿El qué me dejas?


Me inclino y agarro la primera hoja de la montaña.
Está escrita a mano y no lleva rma, pero cualquier
ciudadano puede entregar sus peticiones en el palacio.
Todos estamos muriendo. No hacéis más que matarnos más rápido.
Mostrad compasión.
Salto a la siguiente página.

Liberad a los rebeldes de Ciudad Acero.


Hojeo unas cuantas más. Algunas están escritas
apuradamente, algunas son más elocuentes, pero todas
piden lo mismo.

—Peticiones de indulto —digo sin emoción alguna.


Siempre recibimos unas cuantas, pero nunca hasta este
punto.

—¿Cuántas hay? —pregunta Harristan.

—Ciento ochenta y siete. —Quint se detiene junto a la


puerta.

Dejo las notas sobre la mesa y miro a mi hermano.

—Lo que yo decía. Un espectáculo.

—Una está rmada por la consulesa Cherry —comenta


Quint.

—¿Por Arella? —Esa información ha llamado la


atención de Harristan—. Creía que a los contrabandistas
los habían apresado en Ciudad Acero. —Se trata del
territorio de Leander Craft, mientras que Arella controla
Solar, mucho más al oeste.
—Así es. —Aparto los folios más nos y hurgo entre
las peticiones hasta que llego al nal. La de Arella está
escrita sobre piel negra y en la página brilla el sello
dorado de Solar: medio sol que se hunde detrás de un
ondulante mar.

A la atención de su majestad, nuestro querido rey


Harristan:
Te escribo con respecto a los hombres y las mujeres
encarcelados con cargos de contrabando y comercio
ilegal. Si bien reconozco que un delito merece un
castigo, esos hombres y mujeres no son criminales.
Actúan a la desesperada para ayudar a sus
familias en una época de necesidades. Pido
humildemente que puedas llegar a perdonarlos.
En Solar estamos dispuestos a darles la
bienvenida a nuestro territorio si muestras piedad.
Siempre a tu servicio,
Consulesa Arella Cherry
Lo leo en voz alta y Harristan mira hacia Quint.

—¿Me has aturullado con veinte minutos de bobadas


cuando había eso sobre la mesa?

La voz de mi hermano podría cortar el acero, pero


Quint no se inmuta. Como mucho, compone una
expresión de incredulidad.

—He traído los asuntos de todo un día y he procurado


encajarlos en nueve minutos. Como me ha pedido.
Harristan me arrebata el pergamino de las manos, pero
sigue sin apartar los ojos de Quint.

—Te he dado diez.

Quint abre la boca para protestar, pero a mí no me


apetece verlo como la novena víctima de hoy, así que
intervengo.

—¿Leander ha enviado una petición?

—No —responde Quint.

Harristan repasa la carta que acabo de leer, la dobla


por la mitad y se concentra en el intendente del palacio.

—¿Hay algún otro remitente importante? ¿O me lo vas


a contar mañana?

—Las habituales élites del Sector Real —dice Quint.


Hay unas cuantas familias que piden indultos para todos
los cautivos. Siempre se les deniegan, pero siempre los
solicitan—. Hay algunas peticiones que provienen de
familias in uyentes. —Quint contempla la pila—.
Muchas solicitudes de la Selva. Ninguna de otro cónsul.

Observo la página que agarra Harristan. Me sorprende


que Arella haya enviado una petición así, en lugar de
acercarse a hablar conmigo directamente.

—¿Sigue Arella ahí? —pregunto.

—Se ha ido al alba —contesta Quint. Y hace una pausa


—. Roydan y ella han compartido un carruaje.

Harristan se queda de piedra ante ese detalle.

—Ya es su ciente, Quint —dice al cabo de unos


instantes, antes de dejar el pergamino sobre la mesa.

—Majestad. —Quint le dedica una rápida reverencia y,


acto seguido, huye de la tensión de la estancia.

Nos quedamos un buen rato en silencio, hasta que


Harristan termina tomando asiento en la silla delante de
mí. Levanta otra de las peticiones de indulto, la lee y la
deja aparte con suavidad. Luego otra. Y otra.

Espero.

Las lee todas.

Lleva tanto tiempo siendo el rey feroz que a veces


olvido cómo era cuando era el amado príncipe, el
muchacho protegido y consentido y adorado. Recuerdo
que un día me dijo que le agradaba que Padre me llevara
con él a las cacerías, porque él se quedaría lívido al ver la
sangre y detestaba la idea de atravesar a un ser vivo con
una echa.

Cuando al n levanta la vista, en sus ojos veo un


destello de ese muchacho.

—Allisander ya tenía la intención de subir los precios


antes de que ocurriera esto. —Me inclino hacia delante
—. Sobre la mesa tienes cerca de doscientas peticiones de
indulto, pero supongo que habría más del triple que
censurarían los delitos cometidos.

—Arella ha solicitado un indulto para los


contrabandistas el mismo día que Allisander asegura
que atacan sus provisiones. —Me sostiene la mirada—.
No le hará ninguna gracia. Esta situación lo enfrenta a
ella.

—¿Quién no está enfrentado con Allisander? —


resoplo.

—Tú —responde.

—Solo en apariencia. —Pierdo todo rastro de humor y


frunzo el ceño—. Y lo sabes bien.

—Lo único que importa son las apariencias. —Se


detiene—. Es probable que también acabe enfrentándose
a Lissa Marpetta. Me resulta interesante que haya
compartido un carruaje con Roydan.

Roydan Pelham. En la corte, hay quien piensa que el


anciano está detrás de Arella porque es una mujer joven,
culta y bella, pero a Roydan lo conozco desde que yo era
pequeño, y nadie idolatra a su esposa como él.
Asimismo, ha coqueteado con la política de la corte
durante tanto tiempo que no subiría a un carruaje con
Arella si no signi cara algo.

—Sus sectores se llevan muy bien.

—Exacto. —Mi hermano hace una pausa—. Es


peligroso alzarse contra Allisander. Sobre todo ahora.

—El pueblo de Arella siempre ha sido el que ha


capeado mejor las ebres —digo—. Quizá por eso cree
que tiene menos que perder.

Harristan se pasa una mano por la cara. Quiere


indultar a los prisioneros. Lo veo en la forma en que
aprieta la mandíbula. No sé qué ha despertado su
compasión, si es el número de cautivos o la cantidad de
peticiones que hemos recibido, o si tan solo es que está
tan cansado de violencia y de traiciones como yo, y
desea ser amable con alguien. Con quien sea.

La amabilidad mató a nuestros padres.

Harristan se cubre la boca para toser y aguzo la


atención. Me quedo petri cado.

Su respiración parece normal. Tiene buen aspecto. Está


bien.

Lo repito para mis adentros con más énfasis, como si


así pudiera lograr que fuera verdad. Está bien.

—Si quedan en libertad —digo lentamente—,


Allisander lo interpretará como que la corona se
posiciona de nuevo contra él. —De nuevo, pienso—. No
solo hablamos de que eso vaya a afectar a las provisiones
del palacio, Harristan.

—Ya lo sé.

—Hablamos de todo el Sector Real. Hablamos de toda


Kandala.

—Que ya lo sé.

—No podemos ponernos de parte de los criminales —


observo—. Es la primera vez que hemos visto cómo un
grupo grande intenta organizarse. Si nos tiembla el
pulso, daremos pie a más asaltos, a más robos, a más…

—Cory. —Habla en voz baja—. Ya lo sé.

No añado nada. Estamos de acuerdo, pues.

Hemos llegado a un entendimiento.


Suspiro. Él también.

Mi hermano saca el reloj del bolsillo.

—Faltan dos horas para el mediodía. No has llegado a


decirme cómo los vas a ejecutar.

Mis pensamientos se oscurecen. Un manto negro se


cierne sobre mi mente para expulsar de mí toda
emoción. Hago lo que hay que hacer.

—Espera y verás.
CAPÍTULO SIETE

Tessa
N o tengo ganas de ver cómo a ocho personas las
cuelgan o las matan a garrotazos o las despedazan
o cualquier otro destino horrible que se les haya
ocurrido al rey y a su hermano, pero la señora Solomon
quiere presenciar las ejecuciones, y espera que Karri y yo
nos unamos a ella.

—Es justo que se castigue a la gente por sus delitos —


nos dice—. Está bien que nos recuerden que hay castigos
para aquellos que se quedan con lo que no se han
ganado. Tenemos el deber de dar las gracias por todo lo
que hacen quienes nos gobiernan para proveernos.

Recuerdo a mis padres, asesinados por haber intentado


llevar más medicinas a la gente. Pienso en la señora
Kendall, ejecutada en la calle por haberse dejado llevar
por la pena, o en el pobre Gillis, que claramente no
merecía morir por el simple hecho de que su madre
fuera demasiado pobre como para comprar medicinas
para los dos.

En realidad no estoy segura de lo que siento, pero está


claro que gratitud no es.

Hay carros repletos de personas que se dirigen a las


puertas del Sector Real, así que Karri y yo nos recogemos
las faldas y nos montamos en el primero en el que hay
espacio libre, mientras que la señora Solomon paga una
moneda extra para sentarse junto al conductor. En la
parte trasera estamos apretujadas y sentadas
compartiendo una paca de heno, pero me da igual. El día
está nublado y hace frío, con una ligera niebla en el
ambiente.

—¿Has visto a tu amado? —murmura Karri


inclinándose hacia mí—. No es uno de los detenidos,
¿verdad?

—No. —La miro a los ojos. Recuerdo los ojos de Wes,


casi dolidos cuando le dije que pensé que lo habían
apresado junto a los de Ciudad Acero—. No es un
contrabandista.

—¿Se encuentra bien, entonces?

Rememoro a Weston al lado del fuego, su pulgar


recorriendo mi labio como si fuera una piedra preciosa, y
me llevo las puntas de los dedos a la boca. «No te digo
que no, Tessa. Pero no así».

Karri sonríe y me da un golpecito con el hombro.

—Se encuentra bien.

Me pregunto si hoy estará entre la multitud. Me


comentó que seguramente muchos de los trabajadores
de las forjas asistirían, pero no sabría decir si se refería a
que iban para mostrar solidaridad o para juzgar a los
detenidos.

Es probable que estén como todos los que se


encaminan hacia las puertas: en parte horrorizados, en
parte curiosos.
En parte aliviados, porque la caída de una persona por
lo general signi ca que la tuya no es inminente.

No le devuelvo la sonrisa a Karri porque me resulta


extraño sonreír cuando nos llevan en carro a contemplar
la muerte de alguien. Wes no era uno de ellos, pero me
pregunto si los conoce, o si conoce a alguien que sabe
quiénes son. A nadie en Kandala le sorprende lo que les
ocurre a los contrabandistas, pero siempre habían sido
una o dos personas, como Wes y yo. Nunca habían
apresado a un grupo.

Cuando las ebres empezaron a arrebatar vidas, hacía


poco que el rey Harristan había ascendido al poder y
nombrado justicia del rey a su hermano, el príncipe
Corrick. Por aquel entonces, Padre ejercía de verdad
como boticario y vendía medicinas y elixires auténticos,
no como las pociones y las hierbas con que hace
negocios la señora Solomon. Él sabía cómo aliviar un
dolor o curar una quemadura o calmar los cólicos de un
bebé. A Madre y a Padre no les inquietó el nuevo rey,
por lo menos no al principio. El rey Harristan y su
hermano eran jóvenes, pero la familia real era amada. A
todos nos conmocionó que los asesinaran, y toda
Kandala lloró la pérdida junto a los hermanos.

Aunque… todos lloramos hasta que la gente comenzó


a enfermar y a morir. Padre probó tinturas y ungüentos y
cualquier mezcla de hierbas que se le ocurría, pero nada
funcionaba, hasta que un curandero de Crestascuas
descubrió que los pétalos de or de luna eran capaces de
bajar la ebre y permitir que el cuerpo se regenerara
solo. Al cabo de un par de semanas, había corrido la voz
entre todos los sectores. Hubo enfrentamientos para
apropiarse de provisiones de ores de luna. Los asaltos y
los robos fueron habituales. Los tratos se cerraban en los
callejones y en salas en penumbra, donde el oro o las
armas o cualquier cosa de valor se intercambiaban por
las dosis de unos cuantos días. Crestascuas y Prados de
Flor de Luna, los únicos sectores donde creía la planta,
enseguida contrataron a guardias para vigilar las
fronteras, y al nal construyeron una muralla.

Al principio, el rey Harristan intentó mantener el


orden, pero la gente desesperada comete acciones
desesperadas, y nunca había su cientes medicinas para
todos. Nos llamaban a la puerta a todas horas de la
noche y le imploraban a Padre que hiciera algo por ellos,
y yo mezclaba elixires y pociones y tés con la esperanza
de hallar otro remedio que funcionara.

Pero no fue así.

Por pura desesperación, Padre encontró a un


contrabandista que estaba dispuesto a compartir con
nuestra familia cuanto fuera capaz de robar, siempre y
cuando le diéramos la mitad de los bene cios que
obtuviéramos al vender las medicinas a los pacientes de
Padre.

Padre las cobraba a la mitad y luego le daba todo el


dinero al ladrón. Siempre decía que lo más importante
era salvar al mayor número de gente posible. Unas
cuantas monedas extras en el bolsillo no valían el precio
de unos cuantos cuerpos más en la pira funeraria. Fue
entonces cuando se enteró de que la medicina, repartida
entre más gente, seguiría salvando vidas. Intentó
compartir sus descubrimientos con el rey, pero había
demasiados boticarios, demasiadas teorías, demasiado
dolor y muerte y temor. A todo el mundo le daba miedo
tomar menos cantidad.

En ese momento, el rey Harristan llegó a un acuerdo


con los sectores de Crestascuas y Prados de Flor de
Luna, y utilizó fondos reales para proporcionar dosis al
pueblo de Kandala, distribuidas por sectores. No fue
su ciente, nunca era su ciente, pero era algo.

El rey Harristan también prometió condenar a muerte


a quienes robaran, se dedicaran al contrabando o
llevaran a cabo el comercio ilegal.

Su hermano, el príncipe Corrick, el justicia del rey, se


aseguraba de cumplir la promesa.

Brutalmente. Públicamente. Horriblemente.

Pero resultó efectivo. Al cabo de un mes, el orden se


había restablecido. Mucha gente tenía acceso a la
medicina.

Mucha, pero no toda.

Padre intentó seguir ayudando, con Madre a su lado.

Y fue cuando los apresaron. A veces me pregunto si


tuve suerte de que se defendieran, de que la patrulla
nocturna los ejecutara al alba. De que no tuvieran que
permanecer en el presidio a la espera de la ejecución,
conscientes de que su hija iba a tener que presenciarlo.

Suerte.
Karri me aprieta la mano. Su mirada se ha vuelto
compasiva.

—A mí también me parece terrible —susurra.

No como a mí. Sus padres no hicieron nada malo. Casi


les da miedo tomar la medicina que les toca, como si
fueran unos avariciosos. Pero ella tiene buena intención,
así que le devuelvo el apretón.

Las puertas del Sector Real están cerradas, pero justo


delante han instalado un gigantesco escenario de
madera. Estoy demasiado lejos para advertir los detalles,
pero la tarima es lo bastante alta para que todo el mundo
lo vea bien. Ocho guardias con armadura forman una
la con ballestas en las manos. A sus pies están
arrodillados los ocho prisioneros. Todos visten túnicas
de muselina y llevan sacos de arpillera en la cabeza, por
lo que no sé si se trata de un hombre o de una mujer.
Deben de haberlos atado de alguna forma, porque dos
están desplomados y la cabeza les cuelga en un ángulo
extraño.

Me pregunto si esos dos ya estarán muertos. Uno de


ellos tiene una mancha en la parte delantera del saco,
algo que empapa el material. Sangre, quizá, o vómito.

Tengo que apartar la mirada. Se me ha formado un


nudo en la garganta.

La calle está atestada de gente, y ya he perdido de


vista a la señora Solomon. La multitud está agitada y los
rumores corren como la pólvora. La emoción de la
muchedumbre es agobiante y se cierne sobre mí como si
fuera un ser vivo.

—Mirad —exclama un hombre—. Ese de ahí se ha


meado encima.

No quiero mirarlo, pero los ojos me traicionan y se


clavan en el escenario de todos modos antes de que los
consiga desviar. No le falta razón. Me pregunto cuánto
miedo hay que sentir antes de que ocurra.

Hoy no es un día cálido, pero estoy sudando y me


encuentro mal.

Los sacos de arpillera son espantosos. Los guardias son


espantosos.

El rey es espantoso. El príncipe es espantoso.

Quiero correr hacia el escenario. Quiero agarrar una


ballesta. Quiero esperar y dispararles a ellos dos.

Es un pensamiento absurdo. Me matarían antes de que


pudiera acercarme lo su ciente. Trago saliva con
di cultad y la rabia se abre paso entre la emoción que
me revuelve las entrañas, sustituyéndola por una cólera
resplandeciente. Me permito levantar la vista y dirigirla
a los prisioneros.

Si deben morir, lo voy a presenciar. Los voy a recordar.


Mi alma arde con la promesa de que la situación
mejorará. De que debe mejorar.

Ojalá Weston estuviera aquí. A mí se me da mejor


ocuparme de las medicinas, de las dosis, de los
tratamientos y de nuestros pacientes, pero a él se le da
mejor enfrentarse a la violencia y al peligro. Es frío y
reservado, mientras que yo soy ardiente y nerviosa.

Miro entre la multitud, hacia los cientos de personas


que se han congregado, y creo que debe de estar por
algún lado. Eso me da cierto consuelo. Observo los
rostros que me rodean en busca del azul helado de sus
ojos, de las débiles pecas que sé que le salpican las
mejillas justo por debajo del extremo de la máscara.

Hay hombres por todos lados. Los ojos azules son


comunes. Las pecas también.

Cierro los ojos y susurro una oración. Ay, Wes. Te


necesito.
No hace acto de presencia. Los cuernos retumban y las
conversaciones se interrumpen casi de inmediato. En el
lado opuesto del escenario, un par de siluetas ascienden
lo que debe de ser un tramo de escaleras: más guardias,
estos con armadura adornada con un emblema morado
y azul, que los identi ca como miembros de la guardia
del palacio. Uno de ellos porta una vara; el otro hace
ondear la bandera de Kandala, un diseño azul y morado
dividido por la mitad en diagonal por un león rodeado
de color blanco sentado justo en el centro. Los siguen
otros dos guardias fuertemente armados.

Y entonces aparece el rey Harristan, aunque como


siempre está demasiado lejos como para que pueda ver
algo más que su pelo oscuro, sus botas y la larga
chaqueta negra que casi le llega hasta las rodillas. Lleva
una corona de plata, que destella bajo la luz del sol.

—Su majestad, el amado rey Harristan —anuncia un


heraldo.

Durante unos instantes, lo veo mejor porque la gente


pone una rodilla en el suelo y Karri tira de mi mano.

Yo no quiero arrodillarme ante él. Quiero escupirle en


la cara.

Imagino lo que me diría Wes. No pierdas los nervios,


Tessa. Mi rodilla se estampa contra el adoquinado de la
calle. Karri me aprieta la mano de nuevo.

—Levantaos —declama el rey Harristan con voz alta y


clara. No dice nada más antes de dar un paso atrás y
colocarse entre sus guardias. Seguramente estará
aburrido. Irritado por que esta molesta y trivial ejecución
lo haya alejado de una partida de ajedrez o de un baño
lujoso o de cualquier diversión absurda de la que
disfrute mientras los demás vivimos en los sectores e
intentamos sobrevivir.

Nos alzamos. Noto el regusto de la bilis en la boca. Me


concentro en no partirle los dedos a Karri con la mano
derecha. Las uñas de la izquierda se me están clavando
en la palma.

Otro hombre sube al escenario. Su pelo es más claro


que el de su hermano, más rojizo que castaño, pero
desde aquí sus ojos son sombríos y oscuros, opacos.
También lleva botas y una chaqueta larga, pero ninguna
corona adorna su cabeza. No la necesita. Blande su
poder como un manto, como una especie de peso
invisible que se aferra a su cuerpo y que retumba con
cada una de sus zancadas. Es el príncipe Corrick, el
justicia del rey. No suele ser el que balancea la espada ni
el que prende el fuego ni el que dispara la echa, sino el
que da la orden de matar. El verdugo.

—Son muy guapos, ¿no crees? —me susurra Karri.

NO. NO LO CREO.
—Son horribles —murmuro.

Su cabeza se gira y veo que sus ojos vuelan de un


rostro a otro para saber si alguien me ha oído.

—Tessa —me regaña.

Trago saliva y me niego a retirarlo.

Después de que el heraldo lo anuncie, el príncipe


Corrick avanza para colocarse en paralelo con los
prisioneros. Su voz es fría y a lada.

—Se os acusa de contrabando y…

—¡No permitáis que lo hagan! —grita uno de los


prisioneros. Es la voz de un hombre, pero tardo unos
instantes en adivinar quién es el que ha chillado—. ¡Sois
cientos! ¡Miles! ¡Los benefactores os darán la medicina!
¡No permitáis que lo hagan!

A mi lado, Karri se ha tensado. El guardia detrás del


prisionero lo golpea en la nuca y el hombre cae de bruces
sobre el escenario, con las manos atadas a la espalda. No
deja de gritar.

—¡Alzaos! —exclama—. ¡Rebelaos! ¿No veis lo que


están haciendo? ¿No veis…?

El guardia dispara con la ballesta. Estoy demasiado


lejos como para oír el impacto, pero el cuerpo se
convulsiona y se queda inmóvil. La multitud contiene la
respiración.

Otro prisionero toma el relevo. Esta vez se trata de una


mujer.

—¡Podéis ponerle n a esto! ¡Escuchad a los


benefactores! ¡Podéis ponerle n a esto! Podéis…

El guardia le dispara a ella, y la mujer se desploma


sobre la madera de la tarima. El resto de los prisioneros
han empezado a chillar también, a pedir a gritos
rebeldía, resistencia.

Ninguno pide clemencia.

—¡Solo intentan sobrevivir! —exclama un hombre


entre la multitud.

—¡Necesitamos su medicina! —chilla una mujer.

Más gritos se unen a ellos hasta que la muchedumbre


empieza a moverse, y es imposible saber de dónde
proceden las voces. Cuando la gente comienza a avanzar,
a Karri y a mí nos separan.

—¡Enfrentaos a ellos! —rabia una mujer desde el


escenario—. ¡Defendeos!

Otro guardia dispara con la ballesta. El cuerpo se


desploma como el del hombre de antes, pero no debe de
haber muerto, porque empieza a agitar las piernas para
moverse hacia delante. Los demás prisioneros deben de
haber percibido una oportunidad, porque comienzan a
revolverse contra las ataduras, a gatear por los tablones
de madera, al mismo tiempo que los ciudadanos se
abalanzan sobre el escenario. Conforme la gente se
zarandea y se empuja, la multitud estalla en gritos de
rabia y de temor. Un codo me golpea en la sien y un
hombro se me clava en el pecho. He perdido de vista a
Karri por completo. Los guardias se han apoderado de la
tarima y evitan que veamos al rey y a su hermano; como
si siguieran allí. Las echas vuelan con ereza, aunque
los prisioneros tenían razón: puede que haya dos
docenas de guardias sobre el escenario, pero hay cientos
de ciudadanos.

Un hombre corre entre la multitud y alguien me lanza


al suelo. Me veo caer y procuro agarrarme a algo, pero
no hay nada. Una bota me asesta una patada en la
mandíbula y noto el sabor de la sangre en la boca.
Alguien me pisotea la pierna.

En ese momento, una mano se agarra a la mía con


sorprendente fuerza.

Wes, pienso.
Pero no, se trata de Karri. Me levanta y tira de mí para
alejarme del escenario. Le está sangrando el labio. Le
brillan los ojos por las lágrimas.

—Tenemos que salir de aquí.


No hace falta que me lo repita.
CAPÍTULO OCHO

Corrick
S eis meses antes de que mataran a nuestros padres,
hubo un intento de asesinato. Las ebres no habían
hecho más que aparecer, pero yo apenas era consciente
del problema. En esa época, mis padres seguían siendo
muy queridos, y yo hacía poco que había empezado a
asistir a sus reuniones con los cónsules. Mi hermano
llevaba años participando en ellas, y me contó todo tipo
de historias. El padre de Allisander, Nathaniel Sallister,
era un hombre dado a aparentar y a fanfarronear, y
cuestionaba a mi padre en cualquier asunto.

Recuerdo que me dieron mi propia hoja, mi propia


pluma. A mi lado, Harristan garabateaba caballos y
perros en los márgenes de su folio, pero yo sabía que
estaba prestando atención a todo lo que se decía. Me
puse a leer el texto dos veces con la esperanza de tener la
oportunidad de compartir mi «sabiduría» con algo. Lo
que fuera.

Cuando hacía más de dos horas del comienzo de la


reunión, sin embargo, me aburrí y busqué cualquier
excusa para marcharme. Había empezado a esbozar
caricaturas de los cónsules en los márgenes de mi
página, rematadas con una imagen de Nathaniel meando
sobre una montaña de papeles. Harristan le echó un
vistazo, reprimió una carcajada y tomó un sorbo de agua
para frenar el sonido.

«Para», me dijo con los labios sin hablar, y yo le sonreí.

Al otro lado de la mesa, mi madre nos miró a los dos,


pero le brillaban los ojos.

Y entonces se oyó un grito en el pasillo, y el brillo de


sus ojos desapareció. Todos los que estaban sentados a la
mesa se quedaron callados. Otro grito, seguido de
muchos más. Mi padre cubría a mi madre contra la
pared. Harristan me agarró el brazo y me colocó detrás
de él, pero me resistí para ponerme yo delante.

—El heredero eres tú —le siseé, como si debiera


recordárselo.

Algo golpeó la puerta con un ruido seco, y no importó


cuál de nosotros estuviera frente al otro, porque mi
padre dio una orden y dos guardias se dispusieron a
protegernos. Yo tenía el corazón en un puño, pero lo
peor de todo es que recuerdo que lo que más me
preocupaba en ese momento era que el cónsul Sallister
viera lo que había dibujado.

La madera se astilló y se resquebrajó, y los hombres


entraron en la estancia. Las echas volaron por los aires
casi de inmediato. Todos los intrusos cayeron, todos
menos uno.

Micah Clarke, el que fuera justicia del rey antes que yo,
agarró a uno por el brazo. Se lo retorció a la espalda y le
estampó la cara contra la mesa, justo en el sitio en que
me había sentado yo. Abrí los ojos como platos y oí la
respiración de Harristan.

Mi madre asomó la cabeza desde detrás de mi padre.

—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué han irrumpido


aquí?

Micah miró hacia mi padre. No sé si esperaba un


permiso, una orden o algo totalmente distinto.

Pero mi padre apartó la vista.

El hombre alzó el rostro de la mesa y tomó aire. Más


tarde, Micah dijo que estaba a punto de escupir a mis
padres, pero a mí me dio la impresión de que pretendía
hablar.

No tuvo tiempo de hacer ninguna de esas dos cosas.


Micah extrajo un puñal y le rebanó el cuello. La sangre
manchó mis dibujos.

No llegamos a enterarnos de quién los había enviado.


Siempre se ha rumoreado que fue el primer ataque
organizado desde Tierras del Tratante, pero nunca lo
hemos podido demostrar.

A veces recuerdo aquel día. El modo en que mi madre


estaba confundida. El modo en que mi padre apartó la
mirada. El modo en que mi hermano intentaba que me
pusiera detrás de él.

El modo en que todo el mundo estaba asustado, a


excepción del justicia del rey, que se vio obligado a
actuar.

Hoy, suponía que Harristan estaría furioso tras el


altercado ocurrido junto a las puertas, pero no lo está.

Yo sí.

«Escuchad a los benefactores».

No sé qué signi ca esa frase, pero llevo dándole


vueltas desde que los guardias nos han arrastrado lejos
del escenario.

Los cónsules han solicitado una reunión en el instante


mismo en que hemos regresado al palacio, pero mi
hermano los ha hecho esperar. Lleva horas callado.
Pensativo. Contemplativo.

Cuanto más rato pasa en silencio y re exionando, más


nervioso me pongo, hasta el punto de que soy el que
camina de acá para allá en sus aposentos.

Tres de los prisioneros han escapado durante el


tumulto. Cinco han sido abatidos, pero tres se han
escabullido entre la multitud cuando los ciudadanos han
empezado a inundar el escenario y los guardias se
disponían a protegernos a Harristan y a mí. Uno de los
que huyó fue Lochlan, el hombre que estampó la cara de
Allisander contra los barrotes de su celda.

Es probable que el cónsul esté echando chispas. Me


sorprende que desde el otro lado de la puerta no nos
llegue el humo.

Como si lo hubiera invocado, alguien llama a la


puerta.

—Adelante —exclama Harristan.


—Majestad. —Uno de los guardias abre la puerta—. El
intendente Quint quiere recordarle que los cónsules
están reunidos…

—Que esperen —lo interrumpe Harristan.

El guardia asiente. La puerta se cierra.

—No puedes esconderte aquí todo el día —le digo—.


Debemos afrontar lo que ha ocurrido.

—No me estoy escondiendo. —Harristan no se mueve


—. ¿Crees que estaba planeado?

—¿Qué parte?

—Todo. —Me mira. Hace una pausa—. En la multitud


se han alzado voces que pedían una revolución, Cory.

«¡Podéis ponerle n a esto!».

«¡Enfrentaos a ellos! ¡Defendeos!».

Me paso una mano por la nuca y suspiro.

—Las he oído.

—Todo el mundo las ha oído. —Duda como si quisiera


añadir algo, pero acaba callándose. El silencio es tan
sepulcral que oigo el tictac del reloj de su escritorio. Al
cabo de unos instantes, tose, y giro la cabeza hacia él
como un resorte.

Ese gesto hace que me fulmine con la mirada.

—Para ya. No necesito una niñera.

Lo observo atentamente en busca de los conocidos


síntomas de la ebre. No tiene las mejillas rojas ni los
ojos vidriosos. Presto atención a su respiración de todos
modos.

—Si quieres preocuparte por algo —entrecierra los ojos


—, preocúpate por lo que les vamos a decir a los
cónsules.

—Creía que era lo que llevabas tanto tiempo


pensando.

—Allisander estará furioso.

—Sin duda.

—Lissa también lo estará.

—Ya les he ofrecido vigilancia para sus caravanas de


provisiones.

—Van a querer más. Más seguridad. Más promesas.


Más… de todo.

Y en ese momento me doy cuenta de lo que estaba


esperando mi hermano. De lo que no dice. Me pidió que
lo de esta mañana fuera un espectáculo… y lo ha sido.
No el que él quería, claro, pero ha sido un espectáculo
igualmente. Ahora quiere otro. Algo que calme a los
cónsules y que impida que el pueblo crea que la
revolución es un camino sencillo.

Me estaba esperando a mí.

Al n dejo de recorrer la habitación y me lo quedo


mirando.

—Pues démosles algo más.


Allisander solo tiene un ojo morado, pero los cardenales
que le recorren la mandíbula y la frente parecen
compensarlo. Debe de haberle dolido mucho afeitarse
alrededor de esa perfecta perilla, porque da la impresión
de que empezó y terminó rindiéndose. Pobrecito.

El dolor no le impide reprocharme lo sucedido durante


la reunión de los cónsules.

—Había que encargarse de los prisioneros —espeta—.


Has dejado que tres salieran huyendo.

—Yo no he dejado que nadie saliera huyendo —


respondo sin alterarme—. No son los primeros que
escapan, y seguro que no serán los últimos.

—Se van a reorganizar —dice—. Irán a por nuestras


caravanas de provisiones. Ya lo verás. —Asesta un
puñetazo sobre la mesa—. Me lo prometiste, Corrick.

—He ofrecido guardias adicionales. —Miro hacia Lissa


Marpetta, que ha permanecido en silencio mientras
Allisander estallaba con su berrinche—. También para
vuestras caravanas de provisiones.

—¿Quiénes son los benefactores? —pregunta la


consulesa mirándome con frialdad.

—No tengo ni idea.

—Ni idea —brama Allisander—. Ni idea, y aun así


creías que no había necesidad de torturarlos al
interrogarlos…
—Es preocupante —tercia Lissa en voz baja; su tono es
totalmente opuesto al de Allisander— que vuestros
guardias hayan sido incapaces de llevar a cabo sus
obligaciones a tiempo.

—A esos guardias habría que procesarlos por traición


—asegura Allisander.

—Esos guardias han protegido a vuestro rey —dice


Harristan, con su ciente temple para recordarles quién
manda. Su comentario aquieta una parte de la tensión de
la estancia, aunque en el aire que nos rodea sigue
zumbando el disgusto.

En el extremo de la mesa, Roydan se aclara la


garganta.

—Cónsul Sallister. ¿Quieres castigar a una docena de


guardias por no haber logrado evitar que mil personas
avanzaran hacia el escenario?

—¿Debemos dar por sentado que castigaste a tus


propios guardias cuando vuestras caravanas de
provisiones fueron atacadas? —añade Arella Cherry.

Allisander se gira hacia ella.

—Mi sector no es asunto tuyo. —Rabioso, hace una


pausa para tomar aire—. Me consta que pediste que
perdonaran a los contrabandistas.

La consulesa no se inmuta y le devuelve una mirada


gélida como el hielo.

—En los sectores, la gente está muriendo, cónsul


Sallister. No son criminales. Es que están desesperados.
—No podemos mantenerlos con vida si los forajidos
no paran de asaltar nuestras provisiones —interviene
Jasper Gold, cónsul de Musgobén—. Me han llegado
informes de que han desaparecido dosis en el Sector
Real. Los prisioneros que escapan siempre envalentonan
a otros. Sobre todo si los nancia alguien con recursos.

Sus palabras caen como un jarro de agua fría. La


mayoría de las personas con recursos están sentadas a
esta mesa… o son íntimas de alguien que ocupa uno de
los asientos.

—¿Estás insinuando que alguien de aquí está al


corriente de los asaltos? —dice Roydan. Se le ve
verdaderamente preocupado, como si acabara de
ocurrírsele la posibilidad de una insurrección en el seno
de nuestro círculo.

—¿Creéis que esos rebeldes estaban nanciados? —


Exasperada, Arella suelta un bu do—. ¡Si hace poco
eran unos niños!

Jonas Beeching carraspea para tomar la palabra.

—Unos niños que ya son lo bastante mayores para


cometer un delito. —Mira a Allisander. A Jonas sigue
escociéndole que le negáramos la propuesta del puente,
y es más que evidente que desea conservar amigos en
esta mesa—. Deberíamos detenerlos a cualquier precio.

Allisander se gira hacia él.

—Hace nada pediste el doble del dinero que


necesitabas, ¿verdad? Quizás habría que investigar tus
nanzas, cónsul.

Quiero poner los ojos en blanco.

—Ya basta —tercia Harristan—. Hemos duplicado el


número de patrullas en la Selva. Hemos iniciado
investigaciones en las forjas de Ciudad Acero y hemos
ofrecido una signi cativa recompensa para cualquiera
que pueda proporcionarnos la identidad de los tres
contrabandistas… o de cualquier persona que esté
involucrada en el robo de pétalos de or de luna.

A Quint casi se le salieron los ojos de las cuencas al


apuntar las disposiciones. Es una recompensa lo bastante
alta para pagar las medicinas de una familia durante un
año entero.

—¿Seguís ofreciéndoles cobijo en Solar? —le suelta


Allisander a Arella—. Quizá deberíamos empezar por
allí.

—Adelante —responde sin acusar el golpe—. Yo no


acojo a delincuentes.

—Necesitamos acciones inmediatas —dice Lissa—.


¿No estás de acuerdo, majestad?

—Sí —asiente Harristan. Sus ojos vuelan hasta mí.

Mis pensamientos han dado vueltas por la conmoción


y la rabia desde el momento en que perdimos el control
de la multitud, pero ahora que sé qué se espera de mí,
una fría certeza se apodera de mi mente.

—¿Acciones inmediatas? —digo—. ¿O justicia


inmediata?
Allisander me mira, y sé que está recordando el
incidente del presidio, cuando Lochlan lo golpeó contra
los barrotes y yo le rompí la muñeca al rebelde con mis
propias manos.

Me pregunto cuánta de la furia de Allisander se debe


al hecho de que Lochlan sea uno de los prisioneros que
han huido.

—Las dos —responde con tono despiadado.

Nunca he retrocedido ante la brutalidad, y no pienso


hacerlo ahora. Le sostengo la mirada y asiento.

—Dalo por hecho.


CAPÍTULO NUEVE

Tessa
E sta vez, al dirigirme hacia el taller, estoy muy
atenta, la máscara bien sujeta en su sitio y los ojos
con la oscura sombra del kohl. Me duele la mandíbula,
pero no le presto atención. Me arde el pecho por la rabia
y la furia hacia el rey, el príncipe y la terrible manera en
que nos tratan por hacer lo que debemos hacer para
sobrevivir.

Me arde la mente por la necesidad de actuar.

La patrulla nocturna se ha duplicado, y, aunque no


llevo más que mis libros de boticaria, me deslizo por el
bosque con extremo cuidado. No me molestaré en
encender el fuego mientras espero a Wes porque no
quiero arriesgarme. Mi corazón no ha parado de dar
brincos en toda la noche.

Cuando llego al taller, sin embargo, no es necesario


que espere. Wes ya está allí, apoyado en la puerta, a
duras penas algo más que una sombra.

Me detengo, sorprendida, pero él se endereza y suelta


un suspiro.

—Tessa.

Todo el miedo que he sentido a lo largo del día parece


evaporarse al ver que está bien.

—¿Lo has visto? —digo en voz baja—. ¿Estabas allí?


No hace falta que sea más especí ca. Asiente y habla
con voz grave.

—Lo he visto. —Hace una pausa y contempla la


oscuridad de primera hora de la mañana—. La patrulla
está por todas partes. Están buscando en las forjas.

No es habitual que Wes suene inquieto, y eso me pone


inquieta a mí. Trago saliva con di cultad.

—Eso he oído.

—Es una noche arriesgada para robar y hacer las


entregas. —Sus ojos vuelven a clavarse en los míos.

—Siempre es arriesgado —susurro.

—Me han dicho que han huido tres prisioneros. Que


hay una buena recompensa para quien los capture. —Se
detiene—. Para quien capture a cualquier forajido.

—Eso también lo he oído. —Todo el mundo que ha


entrado esta tarde en la tienda lo ha comentado.

Wes no dice nada, se limita a mirarme.

Tardo unos instantes en dejar que la comprensión me


golpee en la cara, y me echo hacia atrás.

—Crees que alguien podría delatarnos.

Resopla y se pasa las manos por la mandíbula.

—Es muchísimo dinero, Tessa. —Un amago de su


sonrisa habitual se esboza en su rostro—. Me sorprende
que no hayas venido a delatarme.

—¿Cómo sabes que no? —lo provoco, aunque la


situación es tan seria que las palabras resultan un tanto
huecas.

Cualquier atisbo de sonrisa desaparece, pero en su voz


hay cálida amabilidad cuando dice:

—Porque sé que nunca lo harías.

Me ruborizo, y me alegro de llevar la máscara y de que


esté oscuro. No le falta razón. Saco el gancho triple del
zurrón y le doy vueltas en el aire.

—En breve nos quedaremos sin oscuridad.

Wes agarra veloz el gancho con los dedos y lo detiene.


Permanecemos donde estamos, en un silencio absoluto,
conectados por la na extensión de cuerda. Sus ojos son
profundos y oscuros e intensos, y ojalá pudiera leerle los
pensamientos. Suerte que él no puede leer los míos.

Trago saliva y procuro concentrarme en lo que nos


ocupa.

—¿Quiénes son los benefactores? ¿Lo sabes?

—No. —Hace una pausa—. Pensaba que a lo mejor tú


lo sabrías.

Niego con la cabeza.

—Ya lo preguntaremos cuando hagamos la ronda.

Wes no responde nada durante un buen rato, y cuando


toma la palabra habla con voz muy baja.

—Hay llamamientos a una revolución. El rey no


permitirá que cuajen. Dará ejemplo con cualquiera a
quien atrapen.
—Como siempre.

—No creo que hayamos visto lo peor de lo que son


capaces —bufa.

—Tienes miedo —jadeo.

Aparta la mirada y aprieta la mandíbula.

—No tengo miedo por mí.

¿Por mí? ¿O por compañeros suyos de la forja? Me


aterra preguntárselo.

—Wes.

—He visto las atrocidades que cometen, Tessa. Me han


contado cosas. —Sus ojos se clavan en los míos, pero
ahora se han apagado y se han vuelto oscuros—. He
visto lo que ha pasado frente a las puertas. No es nada
comparado con lo próximo que harán.

He visto las mismas atrocidades. Me han contado las


mismas cosas. El corazón me da un vuelco en el pecho.
Pienso en la señora Kendall y en todo lo que perdió.
Pienso en las decenas de familias a las que les llevamos
las medicinas, en todas las personas que morirán sin los
elixires que les proporcionamos.

—No podemos parar, Wes. La gente… La gente cuenta


con nosotros.

—No me re ero a dejarlo para siempre. —Cierra los


ojos—. Pero quizá…

—¡No!

—Tessa…
—¡No podemos! —exclamo con furia—. ¡Los
estaríamos condenando a muerte nosotros! Y…

Se sirve del gancho triple para tirar de mí hacia delante


y me tapa la boca con la mano.

—Eres consciente de que han duplicado la patrulla


nocturna, ¿verdad?

Le respondo asintiendo, con los ojos como platos.


Retira la mano.

—No podemos parar —susurro, aunque mi voz no


suena demasiado rme—. No podemos.

—Sí que podemos. —Sus ojos arden sobre los míos—.


No ayudaremos a nadie si estamos muertos. La rebelión
no va a detener las ebres.

Trago saliva y pienso en mis padres. Mi padre hizo


cuanto pudo para cerciorarse de que todo el mundo
tuviera acceso a la medicina. Eso les provocó la muerte,
así que tal vez debería tomármelo como una advertencia.

Pero no es una advertencia. Es un legado.

—Si no quieres ir, quédate aquí. —Le arrebato mi


gancho triple de la mano—. Yo tengo gente a la que
ayudar.

—¡Tessa! —me grita detrás de mí, pero no me detengo.

Se me ha formado un nudo en la garganta por tantas


emociones. Rabia. Temor. Preocupación.

Decepción.

No oigo nada, pero de pronto aparece a mi lado, tan


sigiloso y veloz como un gato.

—Harás que nos maten a los dos —murmura entre


dientes.

—Si estás tan asustado, vete a casa.

—No estoy asustado. —Me agarra el brazo y me obliga


a detenerme.

Lo miro a los ojos, brillantes con el resplandor de la luz


de las estrellas.

—Cuando hay llamamientos a una revolución —le


digo—, deberíamos estar en la primera línea, no
escondidos en las sombras.

—Lo único que hacemos es escondernos, Tessa. —Su


voz es muy áspera.

—A lo mejor ha llegado el momento de dejar de


hacerlo. No sabemos quiénes son esos benefactores…,
pero quizá pretendan hacer algo bueno. Algo justo.

Se queda callado e inmóvil, sus profundos ojos jos en


los míos.

—A lo mejor ha llegado el momento de cambiar la


situación de otra manera —susurro, porque todo es
demasiado peligroso como para decirlo en voz alta.

Como no me responde, alzo una mano para tocarle el


extremo de la máscara. Está paralizado, sobre todo
cuando la punta de mi dedo se desliza por debajo de la
tela.

Justo cuando creo que me dejará quitársela, abre los


ojos de pronto y aparta la cara.

—Vuelve al taller —me dice con voz grave y dura—.


Calienta el agua. Iré yo.

—Wes…

—Soy más rápido que tú. No me mires así. Sabes que


es verdad. —Se saca una bolsa del zurrón y me la coloca
en las manos—. Toma. Hay un poco que sobró ayer.
También he encontrado un poco de aceite de semillas de
rosa. Prepara el agua y mide las cantidades que puedas.
Si somos rápidos, podremos embotellar los elixires y
hacer la ronda antes de que salga el sol.

Sus ojos me taladran, así que me apresuro a asentir.

Cierro los dedos alrededor de la bolsa y doy un paso


atrás. No sé si está enfadado o decidido, o si nos estamos
engañando al creer que podemos cambiar las cosas.

—Vale, ve tú —digo, y casi se me quiebra la voz.

—Dios, Tessa. —Algo se rompe en su mirada—. ¿No lo


entiendes? No tengo miedo por mí. Tengo miedo por ti.

Se me acelera el corazón hasta tal punto que debo


ponerme una mano en el pecho.

Sin avisar, Wes se adelanta, me agarra la cintura con


ambas manos y coloca los labios sobre los míos.

Durante unos instantes, me quedo sin aliento y


desconcertada, pero mi cuerpo enseguida reacciona.
Cedo a sus caricias, me ablando en el círculo que forman
sus brazos. Una llama prende en mi interior y me recorre
las venas hasta que me calienta de la cabeza a los pies. Es
de ar y es fuerte y es Wes, y he imaginado este
momento muchas veces, pero mi imaginación nunca le
ha hecho justicia.

Minutos, horas, días antes de que esté preparada, se


aparta, sus ojos repletos de estrellas de nuevo. Me da un
golpecito en la nariz.

—No pierdas los nervios y agacha la cabeza. Volveré


dentro de una hora.

Me llevo una mano a los labios con los pensamientos


girando sin parar. Tanto hablar de colocarnos en primera
línea de la revolución y ahora quiero llamarlo para que
vuelva y encontremos unas sombras tranquilas para el
futuro próximo.

Sin embargo, su gancho triple ya se ha liberado de su


mano y da vueltas, silbando por el aire para aferrarse a
lo alto de la muralla. Sin mirar hacia atrás, Wes asciende
el muro y yo me quedo sola.

Enciendo el fuego y preparo las balanzas, pero mis


pensamientos siguen en el bosque, recordando la caricia
de sus labios sobre los míos una y otra y otra vez, el
sonido de su voz al decir: «Dios, Tessa» antes de tirar de
mí hacia él. O la forma en que ha dicho: «No tengo
miedo por mí» mientras me miraba a los ojos con tanta
intensidad.

Es verdad que se ha apartado cuando he intentado


quitarle la máscara, pero me ha besado. Me han
embargado los remordimientos y la furia y el miedo
desde que han ocurrido los disturbios junto a las puertas
del Sector Real, y quizá sigo igual, pero… Wes. Ay, Wes.
Sus manos estaban tan calientes y su voz era tan
encantadora y profunda, y su boca era tan… Suspiro.
Después de hablar de revolución y de la primera línea de
la batalla, ahora lo único que quiero es bailar mientras
mezclo las medicinas.

Aunque seguimos adelante. No nos van a amedrentar


el rey horrible ni su hermano cruel y espantoso. Vamos a
salvar a la gente que necesita que la salvemos.

«¡Defendeos!», gritaba uno de los prisioneros.

Es lo que hacemos. Yo no tengo la su ciente fuerza


para adueñarme de un escenario ni para atacar al rey ni
para derribar a un guardia que patrulle por el bosque,
pero sí sé cómo salvar vidas. Wes ha dicho que tan solo
nos escondemos, y lleva razón, pero lo que importa es lo
que hacemos mientras nos escondemos. Lo que importa
es lo que hacemos juntos.

Juntos. Me pongo una mano en el pecho para evitar


que mi corazón se desboque.

El caldero empieza a hervir y lo aparto del fuego justo


a tiempo, antes de verter el líquido en los frascos que ya
he dispuesto.

En la distancia suena la alarma del Sector Real y me


quedo petri cada. Dejo el caldero y me dirijo a la
ventana de nuestro taller. Desde aquí veo las luces
cuando recorren la muralla en busca de intrusos.

No pasa nada. No pasa nada. Es cierto que Wes es más


rápido que yo, por mucho que me niegue a admitirlo.
Buscan a contrabandistas por todos lados, así que
cualquiera podría haber activado la alarma. El otro día
Wes estaba bien, así que seguro que hoy también lo
estará.

Me seco las manos, de pronto húmedas, con la tela de


mis faldas y regreso a la mesa. Cuando alzo el caldero, la
tapa tintinea, y me doy cuenta de que estoy temblando.

Respiro hondo y me tranquilizo. En cualquier


momento estará de vuelta con su habitual sonrisa
engreída en los labios. Me dará un golpecito en el
costado y pondrá los ojos en blanco y me dirá que me dé
prisa para que podamos moler más polvo de los pétalos
que ha robado. Nos detendremos un segundo para
pensar en la pobre alma a la que han atrapado y
daremos las gracias a nuestras estrellas de la fortuna por
disponer de otra noche juntos para ayudar a la gente.

Juntos. Mi corazón da otro vuelco. Esta vez, sin


embargo, el temor se abre paso por mi pecho. ¿Cuánto
tiempo ha transcurrido? ¿Una hora? ¿O todavía no? Las
alarmas siguen resonando en el Sector Real y las luces
giran para encontrar al ladrón.

Wes. Ay, Wes.


Los elixires están mezclados. Con cuidado, vierto el
líquido en los frascos y los cierro con los tapones. Las
alarmas dejan de sonar.
Oigo cómo se me acelera el corazón. Me encamino
hacia la puerta, mis oídos muy atentos en el frío y
temprano silencio de la mañana. Wes nunca hace ni un
solo ruido, así que espero que salga de detrás de un
árbol o que salte del tejado o que haga cualquier otra
tontería que me sobresalte antes de echarme a reír y
pegarle un puñetazo en la barriga.

No aparece.

Mis entrañas son un pozo de terror. No consigo


respirar hondo. Me agarro con tanta fuerza al marco de
la puerta que me duelen los dedos.

Entre los árboles, el primer destello del sol rompe el


horizonte. Se me cierra la garganta. No puedo respirar.

Ha pasado más de una hora. Mucho más.

Tengo los dedos entumecidos, y no sé si es por cómo


me agarro a la puerta o por los jadeos con que intento
llenarme los pulmones de oxígeno. Vuelvo a entrar al
taller. Debo ir a buscarlo. Debo encontrarlo. Primero lo
llevarán a la cárcel. Al presidio. Podré sacarlo de allí.
Puedo… Necesito… Quiero… Necesito…

La luz me incide en los ojos a través de la ventana y un


grito sale despedido de mi pecho. Está saliendo el sol,
empieza un nuevo día que ignora el pánico que siento.
Mi mano ya está rodeando la cuerda de mi gancho triple,
mi zurrón ya está colocado sobre mi hombro.

No pierdas los nervios, Tessa.


Una lágrima escapa de mi ojo y llega hasta la máscara.
Me quedo paralizada en el umbral. No puedo salir así.
No a plena luz del día.

No puedo ir a buscarlo.

Me desplomo frente al taller. Una compuerta se abre en


mi pecho y, de repente, estoy llorando sobre las faldas,
convulsionándome contra la puerta.

Wes me encontrará así y lo usará para tomarme el pelo


de por vida.

Aceptaría sus pullas, y con alegría, si apareciera ante


mí.

Por favor, Wes. No me doy cuenta de que he susurrado


las palabras hasta que oigo mi temblorosa voz. Por favor,
Wes.
No aparece. Los rayos de sol se cuelan entre los
árboles.

No puedo permanecer sentada en el umbral de la


puerta. Estamos en una zona apartada del bosque, pero
los cazadores a veces pasan por aquí.

Me quito el gorro y lo guardo en mi zurrón. Utilizo la


máscara y un poco del agua hervida para limpiarme el
kohl de las mejillas y los ojos. Me peino y me aliso las
faldas antes de ocultar las medicinas, los cuencos y el
caldero debajo de los tablones de madera del suelo.

Por favor, Wes.


Al llegar a la puerta, dudo.

Nada.
A lo mejor ha tenido que volver a la forja. A lo mejor
no podía arriesgarse a venir por aquí. Mañana por la
mañana me esperará con una buena historia que
contarme.

—¿Cómo dices? —se burlará—. ¿Que yo llevaba


razón? ¿Que deberíamos haber esperado unos cuantos
días?

El nudo de mi garganta se niega a soltarse. Una tenaza


me aprieta el pecho.

No puedo quedarme aquí. La señora Solomon estará


esperándome. Karri sabrá que ha ocurrido algo. Tengo
los ojos rojos.

Echo a caminar y me obligo a mantener un paso


tranquilo. No soy más que una chica que ha salido a
pasear por la Selva y que se dirige a trabajar temprano.
Nadie importante. Presto atención por si oigo a la
patrulla nocturna, pero la ciudad está empezando a
cobrar vida a mi alrededor conforme me acerco a las
zonas más pobladas, y de golpe ya no corro peligro.

Una mujer y su hija tienden la colada entre dos árboles


y oigo una palabras de su conversación al pasar junto a
ellas. La muchacha sacude un par de pantalones y se los
entrega a su madre.

—Papá dice que el príncipe va a dejar colgando el


cuerpo hasta que los atrape a todos.

—Que cuelgue a cuantos quiera —dice la mujer—. Tú


concéntrate en tus tareas. Los forajidos no tienen nada
que ver con nosotros.

—Sí, mamá.

«El príncipe va a dejar colgando el cuerpo».

—¿Te has perdido, chica?

Levanto la cabeza. Me he detenido con la mano


apoyada en un árbol. La mujer está mirándome
jamente. Debo seguir caminando. Debo alejarme de
aquí.

—¿El príncipe ha atrapado a un forajido? —digo, y se


me quiebra la voz.

—Eso no es asunto nuestro —me responde, tajante,


pero en ese momento su hija da un paso hacia mí.

—¡Sí! Mi papá dice que lo han colgado de las puertas,


pero no me deja ir a verlo…

Echo a correr. Mis pies se hunden en el camino a


medida que me precipito hacia las puertas del Sector
Real, derrapando entre los árboles. No puedo respirar.
No puedo parar. La gente me mira sorprendida al verme
atravesar la Selva. Alguien me va a agarrar, me va a
detener, me va a comunicar que no estoy donde debería.

Pero no. Y, de repente, he llegado junto a las puertas.

La muchacha tenía razón. Hay un cuerpo colgando por


el cuello con la cabeza ladeada, inerte. El rostro está
hinchado y morado, la ropa es oscura.

En la cara lleva una máscara. Un sombrero que


conozco muy bien. Un zurrón que he visto cientos de
veces cruzado sobre su pecho.

Un gancho triple pende de la cuerda que lleva atada en


la muñeca y se balancea suavemente por la brisa.

El mango de un puñal sobresale de cada uno de sus


ojos. La sangre ha empapado la máscara, lo cual indica
que se lo hicieron mientras estaba vivo.

Entre las empuñaduras está atrapada una or de luna.

No puede ser. No puede ser.

No quiero seguir mirando, pero no lo puedo evitar.

No respiro. No puedo respirar. Mi corazón debe dejar


de latir. Debo dejar de sentir.

Wes no quería ir. Tenía razón. Era demasiado


arriesgado.

Ha ido por mí.

Los guardias de la puerta se han jado en mí.

—Creo que hoy no llegará a casa para cenar, ¿verdad


que no, muchacha? —me grita uno de ellos.

Todos se echan a reír.

Aprieto los puños. Quiero golpear a los guardias con


toda mi fuerza y mi rabia. Quiero quemarlos vivos.
Quiero prenderle fuego al palacio y que arda hasta los
cimientos. Quiero robar todos y cada uno de los pétalos
de or de luna de Kandala y ver cómo las élites se
marchitan y mueren por las ebres.

Quiero clavar puñales en los ojos del rey y de su


hermano.

No pierdas los nervios, Tessa.


Es como si su voz sonara en mi cabeza, y me ahogo
con un sollozo. Uno de los guardias debe de haberme
oído, porque se aleja de las puertas.

Necesito echar a correr. Wes querría que echara a


correr.

Esa idea me pone en movimiento. Hundo los pies en la


senda de nuevo y corro lo más rápido y lo más lejos que
puedo, dejando tras de mí un camino de lágrimas.
CAPÍTULO DIEZ

Corrick
P ara lo rápido que va siempre por la vida, a Quint se
le da bastante bien el ajedrez. Cualquiera diría que
era la clase de juego que lo frustraría, ya que uno
invierte muchísimo tiempo en silencio y esperando al
oponente, pero quizá así tiene una excusa para estar
quieto. Esta noche, soy yo el que necesita algo que lo
obligue a estar quieto. Estoy intranquilo, preocupado y
nervioso.

Mis ventanas están oscuras y el fuego apenas arde ya a


nuestro lado, señal de que probablemente debería estar
durmiendo. Quint también. Mi hermano se ha ido a la
cama hace horas.

Pocas veces siento resentimiento hacia Harristan, pero


de vez en cuando me gustaría que soportara el peso de
este cargo, que fuera él el que mirara a todos los
prisioneros a los ojos cuando exhalan el último suspiro o
dicen la última palabra o ruegan todo lo que jamás podré
concederles.

Muevo la torre y espero, mirando cómo Quint analiza


el tablero.

Ganará él. Suele ganarme, pero esta noche estoy


distraído e inquieto, así que cuenta con una ventaja.
Allisander y Lissa se han ido después de cenar, algo que
debería ser un alivio. Teniendo en cuenta que hay
contrabandistas por ahí y que en la calle se habla a
susurros de una revolución, no lo es. No recuerdo otra
época en que el Sector Real pareciera contener la
respiración de este modo, a la espera; la ansiedad ha
inundado el palacio y todo el mundo se ha vuelto
irascible y sensible.

Alguien llama a mi puerta, y saco el reloj del bolsillo.


Falta una hora para medianoche.

—Adelante —digo.

Un guardia la abre de par en par.

—Alteza. La consulesa Cherry solicita una audiencia.

Quint levanta la vista del tablero.

—¿Quiere que la despache?

Es una idea tentadora, pero Arella jamás se ha


acercado a mis aposentos, y tengo curiosidad.

—No. —Me paso una mano por la mandíbula y


suspiro—. Hazla entrar —indico a mi guardia.

Allisander siempre irrumpe en mi habitación como un


temporal vestido con elegantes ropas de seda para
proponerme exigencias disfrazadas de peticiones, así
que me sorprende que Arella acuda a mí con tanta
calma, avanzando sigilosamente con el pelo oscuro
suelto, el cuerpo enfundado en un sencillo vestido de
terciopelo que revela todas sus curvas y, al mismo
tiempo, deja espacio para la imaginación. Me hace una
reverencia y con los dedos se alza con elegancia el
pesado terciopelo de su falda.
—Alteza.

No me muevo.

—Arella.

—Consulesa Cherry. —Quint se levanta y la saluda con


un asentimiento.

Allisander lo habría ignorado, pero Arella le responde


asintiendo.

—Intendente Quint. —Sus ojos se desplazan hacia el


tablero—. Perdonadme por haber interrumpido la
partida.

—Eso ya lo veremos. —Recorro el borde de mi copa de


vino con un dedo.

Quint espera a ver si le pido que se retire. Está al


corriente de todo lo que ocurre en el palacio, y entre él y
yo no hay secretos, pero muchos de los cónsules se
comportan como si fuera un incordio y piden intimidad.

Arella no.

—He visto el espectáculo que habéis instalado en las


puertas.

—Tengo la esperanza de que todo el mundo lo vea. Por


eso lo he dejado allí. —Miro hacia Quint—. Te toca a ti.

Se acomoda en la silla. Me contempla antes de volver a


observar el tablero.

Es probable que sea la única persona del palacio que


sepa cuánto detesto esto. Todo esto.
A Arella no se la distrae ni se la desalienta con
facilidad.

—Alguien trepará para robar la or.

—Bien. En ese caso, habrá un segundo cuerpo. Mi


hermano está decepcionado por que todavía no haya tres
colgando de las puertas.

Si debo ser sincero, en realidad creo que Harristan está


decepcionado por que hayamos capturado a uno tan
deprisa. Por más que quiera tranquilizar a los cónsules y
hacer ostentación de fuerza, no le agrada la idea de una
rebelión. Cuando los contrabandistas se ocultaban en la
oscuridad, era fácil verlos como criminales, como
individuos que sin lugar a dudas actuaban mal.

Es difícil blandir la espada de la justicia delante de mil


ciudadanos que, a plena luz del día, piden una rebelión
y piedad a gritos.

Al parecer, Arella quiere escoger las palabras con


esmero, así que soy yo quien llena el silencio.

—Me consta que has pasado bastante tiempo con el


cónsul Pelham.

La observo para ver si reacciona, pero no es así. Enarca


una ceja delineada a la perfección.

—¿Celoso, Corrick?

—¿De un anciano de ochenta años? —Le sonrío—.


Puede.

—Creo que tenemos objetivos parecidos. —No me


devuelve la sonrisa.

—¿Roydan y tú? Cuéntame más.

—No.

—Jaque —dice Quint.

Contemplo el tablero. Ha movido el caballo para atacar


a mi rey, pero es una situación de fácil solución. Lo
muevo una casilla a la derecha y devuelvo mi atención a
Arella.

—Allisander y Lissa están convencidos de que os


estáis alineando en su contra.

—Es una suerte que no me preocupe por complacer al


cónsul Sallister y a la consulesa Marpetta.

Su comentario es demasiado incisivo, y dejo de sonreír.

—¿Qué querías, Arella?

—Vuestro pueblo está sufriendo —dice—. Los


susurros de rebelión no son un ataque dirigido a ti y a tu
hermano.

—No son susurros —protesto.

—La gente está desesperada. Se está muriendo.

—Jaque —dice Quint.

Suspiro y vuelvo a mover el rey.

—Ya sé que la gente está muriendo.

—Puede que tu hermano lleve la corona, pero todos


sabemos qué dos cónsules gobiernan Kandala.
—Ten cuidado con lo que dices. —Mi voz está teñida
por la crispación.

—¿O qué? ¿Me vas a encerrar en el presidio?

Suelto un suspiro de furia, pero entonces habla Quint:

—Jaque.

—¡Ya basta, Quint! —Desplazo el rey otra casilla más a


la izquierda y me levanto para enfrentarme a Arella—.
Ya sé que nuestro pueblo está muriendo. Harristan
también lo sabe. Hago todo lo que puedo para
mantenerlos con vida.

—Ajá. ¿El hombre colgado de las puertas estaría de


acuerdo?

Su con anza sería impresionante si no la empleara en


atacarme.

—Pediste un indulto para los ocho contrabandistas


que estaban encarcelados.

—Sí. Lo pedí. —Sus ojos no se apartan de los míos—.


¿Crees que vuestro espectáculo frente a las puertas del
Sector Real habría terminado con gritos de revolución si
tu hermano se lo hubiera concedido?

Me quedo paralizado.

Al otro lado de mis ventanas se encienden varias luces


y el sonido de las alarmas se adueña del silencio del cielo
nocturno.

—Otro prisionero —dice Arella. Más bien me ha


escupido esa palabra—. Otro cuerpo para tu muralla.
—Otra advertencia para los demás contrabandistas —
le espeto—. Una promesa a la gente de que sus
provisiones de medicina están bien vigiladas.

—¿La medicina que solo reciben unos pocos


privilegiados?

—Repartimos todas las provisiones que podemos, y tú


lo sabes bien. —Mi voz está tensa.

—La verdadera fuerza no reside en lo brutal que


podéis llegar a ser —tercia con tono tranquilo, pero
a lado como un cuchillo—. El verdadero liderazgo no
reside en matar a aquellos que se alzan en tu contra.

—El verdadero liderazgo tampoco reside en deslizarte


en los aposentos del príncipe en plena noche —
argumento—. Podrías haber acudido a Harristan en
cualquier momento, Arella. Veo que has esperado a que
los demás se hubieran marchado, y me vienes con
súplicas a mí en lugar de ir a hablar con mi hermano.

Para mi sorpresa, se echa a reír.

—Ya te he dicho que Lissa y Allisander no me


importan lo más mínimo. —Hace una pausa y vuelve a
bajar la voz—. A mí me importa mi pueblo. Me importa
vuestro pueblo. —Otra pausa, y da un paso adelante—.
Eres el justicia del rey, no su verdugo. He pensado que
alguien debería recordártelo.

Aprieto la mandíbula con fuerza, pues todo lo que me


gustaría decirle traicionaría a alguna persona
importante.
Así que no digo nada.

Arella frunce el ceño y me hace una reverencia.

—Gracias por haberme concedido la audiencia,


príncipe Corrick.

En cuanto se ha ido por la puerta, suelto un largo


suspiro y me paso las manos por el pelo. Miro a Quint,
que está sentado junto al tablero, impasible.

—¿Qué pasa? —le digo.

Toma aire como si quisiera responder, pero al nal


niega con la cabeza. Extiende una mano y derriba a mi
rey.

—Jaque mate.
CAPÍTULO ONCE

Tessa
P ierdo la noción de cuántos días han pasado. Quizá
cuatro, quizá cinco, quizá un mes entero. Voy a
trabajar, mezclo las pociones para la señora Solomon, y
después regreso como alma en pena a mi habitación
alquilada, donde me desplomo en la cama. Los frascos y
las balanzas y las botellas para los remedios auténticos
están en mi mesita de noche, intactos. Las hierbas y las
hojas y los pétalos se secan y se arrugan solos, sin valor.

No he vuelto al taller. Cada vez que lo intento, me


quedo sin respiración y mis piernas se niegan a avanzar.
Demasiado… Demasiado Wes.

Cuando termina la semana, leen los nombres de los


que han muerto por la ebre, pero no he querido
escucharlos. Aunque sé que son muchos. Sin Weston y
sin entregar yo las dosis diarias, seguro que el número
de fallecidos ha aumentado.

La culpa es casi tan intensa como la sensación de


pérdida. Casi no he comido. Casi no he dormido.

En cuanto me quedo dormida, sueño con Wes, con la


calidez de sus manos o con la luz de sus ojos o con la
promesa de sus palabras. Y entonces los sueños se
vuelven pesadillas, en las que un hombre de negro lanza
puñales hacia los ojos de Wes mientras él permanece
inmóvil rogando piedad.
Espero que no haya suplicado. Que no le haya dado
esa satisfacción al príncipe perverso.

Es el único pensamiento que expulsa una parte de mi


pena y que permite que la rabia ocupe su lugar.

La muerte de Weston es diferente a la de mis padres.

La muerte de Weston es diferente a la de cualquiera.

Ojalá le hubiera hecho caso. Ojalá nos hubiéramos


quedado en el taller.

Quiero desear que no me hubiera besado, pero no


puedo. De vez en cuando me toco los labios, como si la
caricia de él siguiera allí. Siempre se me cierra la
garganta y rompo a llorar, pero no puedo mover los
dedos, como si ese recuerdo minúsculo también fuera a
desaparecer pronto.

—Tessa. Tessa… —El susurro de Karri tarda unos


instantes en adentrarse en mi mente.

Me aclaro la garganta.

—Perdón.

Me observa con clara preocupación. Me ha preguntado


una docena de veces qué ha pasado, pero siempre me he
arriesgado demasiado. No puedo contarle nada. La
patrulla nocturna sigue siendo el doble que antes. He
oído rumores de otros cuerpos colgados de las puertas,
pero no tengo ninguna gana de ver a qué se han
reducido los restos de Wes, así que no me he acercado a
mirar.
Aunque Karri sabe que ha ocurrido algo.

Sus ojos se clavan en las raíces de cardo que estoy


moliendo. Se supone que será una tintura para ayudar a
alguien con su cutis. Como si la piel importara ahora que
la gente muere.

—Has puesto demasiada —dice Karri con un débil


susurro—. Al nal matarás a alguien.

Bien. Entonces quizás a esa persona le estoy ahorrando


que sufra la ebre. O al rey.

Es un pensamiento peligroso, uno que últimamente se


me ha ocurrido con demasiada frecuencia. Vacío el
cuenco para empezar de nuevo.

—¡Tessa! —grita la señora Solomon desde la otra punta


de la estancia—. ¡Es la mejor raíz de cardo que tengo!

No me importa lo más mínimo. Wes está muerto. Mis


padres están muertos. El mundo es gris y frío, y está
vacío. Corto un nuevo pedazo de raíz.

La tendera cruza el establecimiento corriendo para


colocarse delante de mí.

—Vamos a ver, muchacha. Hace tiempo que estás que


no estás. No te habrás quedado embarazada, ¿verdad?

Casi me echo a llorar y contengo las lágrimas para que


no se derramen. Embarazada. Por favor. ¡Por favor! Sin
avisar, suelto una carcajada y una lágrima se desliza por
mi mejilla.

La señora Solomon se me queda mirando con la boca


ligeramente abierta. Karri también.

—Lo siento. —Me enjugo la cara, despreocupada—.


No. ¿Qué?

—¡Ese pedido es para el Sector Real! —exclama—.


¡Más vale que prestes atención!

Saber que es para alguien del Sector Real hace que me


apetezca prenderle fuego. Muelo la raíz sin entusiasmo
alguno.

En ese momento, sin embargo, mi cerebro comprende


lo que acaba de decirme Karri. «Al nal matarás a
alguien». Echo un vistazo a la montaña de polvo
desechado. Lleva razón. Una combinación errónea
convierte sin demasiado esfuerzo una tintura en veneno.
Hay un motivo por el cual insistí en medir y pesar bien
los elixires que distribuíamos Wes y yo.

No sé del todo qué haré con el polvillo, pero lo coloco


en un jirón de muselina y lo envuelvo para guardármelo
en el zurrón.

No tengo un plan. En realidad, no tengo ni una idea.


Solo tengo una rabia y una pena que me queman las
entrañas.

—Ya no sirve para nada —tercia la señora Solomon—.


Me lo cobraré con tu salario de lo que queda del mes.

Levanto la cabeza. Puede que me embargue la pena,


pero soy consciente de que no puedo permitirme perder
el sueldo de medio mes.

—Deje que prepare yo el pedido —le ruego—. No me


quite la raíz de cardo de mi paga.

—No digas tonterías, Tessa. —Ya está alejándose de


mí.

—Por favor —insisto—. Seguro que un mensajero


hasta el Sector Real le sale más caro.

La tendera me mira. Haría lo que fuera para evitar


desembolsar más dinero del necesario.

Me pongo una mano en la barriga durante medio


segundo, hasta que sus ojos siguen mi gesto, y entonces
la aparto y me aclaro la garganta.

—Ay, Tessa —jadea Karri—. Ojalá me lo hubieras


contado.

Trago saliva. No pensé que fuera a mentirle a Karri. Es


tan buena y amable y cariñosa que engañarla me parece
un delito.

—Te ha abandonado, ¿verdad? —deduce con


complicidad, y me doy cuenta de que está recordando
nuestra conversación acerca de la cantidad de
contrabandistas que seducen a jóvenes estúpidas.

Abandonado. No. Wes no me ha abandonado. Si acaso,


lo abandoné yo a él. Se me vuelve a formar un nudo en
la garganta.

Karri extiende un brazo y me da un apretón en la


mano.

—Acércate mañana a mi casa, y Madre te preparará su


té para evitar las náuseas matutinas. Jura que funciona.
Quizá sea más seguro que crea eso, que piense que soy
una tonta que ha cometido un error, y que todo ha
terminado. Debo contener las lágrimas de nuevo.

—Es muy… amable por tu parte. Gracias.

La señora Solomon se nos aproxima. Probablemente


tenga una idea formada acerca de una muchacha soltera
que se ha metido en una situación de ese tipo, pero,
como Karri ha sido tan amable conmigo, no va a querer
rechazar mi petición.

—Muy bien, Tessa —accede—. Si crees que estás en


condiciones de ir, ve tú.

Estaba tan dispuesta a entregar el pedido al Sector Real


que no pensé que iba a tener que pasar por las puertas
de donde cuelga Wes, y no se me ha ocurrido hasta que
el olor me golpea.

Me detengo por completo. Se me seca la boca. No voy


a poder.

Ni siquiera sé lo que iba a hacer.

Entregar un pedido. Es por lo que he venido. Es lo que


debo hacer.

El polvo descartado envuelto en un pedazo de


muselina se encuentra en mi zurrón de boticaria junto a
mis libros de registros y a lo que voy a entregar. Lo
lanzaré al fuego. Y luego me lanzaré yo al fuego.

Un anciano conduce a un burro con una pequeña


carreta, y me observa al pasar por mi lado.

—Al cabo de un tiempo, te acostumbras —me dice.

No. No me acostumbraré. Y no deberíamos. No


deberíamos acostumbrarnos a esto.

Wes no dudaría. De hecho, no dudó. Trepó una


muralla porque era lo que yo necesitaba. Porque era lo
que yo quería.

Yergo los hombros y me pongo a caminar. En el aire


suena un espantoso zumbido que llega a mis oídos antes
de que me encuentre delante de las puertas, y tan solo
reparo en lo que es al doblar una esquina: moscas. Están
por todas partes: en el aire, en los árboles, alimentándose
de los cadáveres, porque ahora hay mucho más que uno
solo, claro.

Hay seis. Es imposible saber si eran hombres o


mujeres.

Aunque a Wes sí que lo diferencio. Su cuerpo ha


empezado a descomponerse, los puñales han comenzado
a soltarse del tejido blando de sus ojos. La or de luna ha
desaparecido. La cuerda del gancho triple se ha hundido
en la piel grisácea de su muñeca.

—No es Wes —me repito entre jadeos—. No es Wes.

Porque no lo es. Es un cadáver. Un cuerpo. No el


canalla que solía provocarme y ayudarme y protegerme.
No el joven que tiró de mí hacia él y que me prometió
que regresaría al cabo de una hora.

No llores. No lloro.
Las moscas se arremolinan a mi alrededor cuando me
obligo a avanzar. Las espanto con energía. Uno de los
guardias de las puertas da un paso adelante y él también
se sacude las moscas de encima. El sudor hace que le
brille una ceja, y parece aburrido y molesto. Yo sé que lo
estaría.

—Métete en tus asuntos —me suelta.

Extraigo el pedido que me ha dado la señora Solomon.

—Debo entregarlo en el Sector Real.

A duras penas le echa un vistazo antes de asentir hacia


las puertas y volver a su puesto de vigilancia.

Bueno, siempre he sabido que era más fácil entrar al


Sector Real que salir de él. Una mujer con un carruaje de
un morado resplandeciente espera al otro lado mientras
los guardias hurgan en sus pertenencias. Tiene la piel
muy pero muy pálida y la cabellera rojiza peinada en
trenzas imposibles. Aguarda de pie y observa su reloj de
bolsillo con altivez. Bajo la luz del sol brillan varios
diamantes.

El valor de ese reloj serviría para comprar su cientes


medicinas para una familia durante meses. Quiero
agarrar un puñado del polvo de mi zurrón y hacérselo
tragar.

Niego con la cabeza. No. No lo haré. No es su culpa.


Ella no colgó a Wes. No es culpa de ella haber nacido
siendo una privilegiada.

Uno de los guardias abre la puerta del carruaje y le


hace una reverencia.

—Disculpe la demora, consulesa Marpetta.

¡Es una consulesa! Nunca había visto a un cónsul tan


de cerca, y quiero mirarla embobada. Seguro que ya la
estoy mirando embobada. Me obligo a apartar la vista.

La mujer le lanza una moneda, que centellea antes de


desaparecer en la palma del vigilante.

—Pre ero que registres a todo el mundo para no


permitir que un contrabandista salga huyendo —dice
con voz tan baja que casi no la oigo. Se sube al carruaje y
cierra de golpe la puerta tras de sí.

Cuando el carruaje se pone en marcha, el guardia se


ja en que lo estoy observando.

—¿No has venido a entregar algo, niña?

—¡Ah! Sí. —Me apresuro a marcharme.

El Sector Real no me resulta ajeno, pero lo conozco solo


de noche cerrada, cuando las calles están vacías y son
oscuras y silenciosas. Con el sol brillando en lo alto, todo
resplandece, hasta los canalones de los edi cios. Las
puertas cuentan con marcos de oro. Las fuentes salpican
alegres delante de las casas más grandes. Las ventanas
de las tiendas son todas cristalinas y se nota que acaban
de barrer los adoquines. En el interior de los
establecimientos más lujosos chisporrotea la luz
eléctrica, pero hay otros iluminados con lámparas de
aceite. Los pomos de las puertas son de plata; los
carruajes y las carretas están forrados de piel y de acero.
Los caballos cabriolan centelleantes, con sus arneses
ricamente adornados.

¡Por no hablar de la gente! Las mujeres llevan vestidos


con joyas engarzadas en las telas e hilos plateados que
resplandecen en las faldas. Los hombres visten largas
chaquetas de brocado, de seda o de suave ante, y botas
pulidas con tacones altos. Los tejidos irradian todo tipo
de colores, más potentes que los que se ven en la Selva,
donde los tintes son demasiado caros y frívolos. De
noche, los tonos rosados y morados y anaranjados son
sombras grises.

También hay gente más corriente, trabajadores con


tareas como yo, pero están escondidos, son invisibles
detrás de pantalones artesanales de lana que parecen
fundirse con los adoquines de las calles o con las paredes
de ladrillo de las fachadas de las tiendas. Aun así,
también advierto lo diferente que es la gente de aquí,
desde las botas con gruesas suelas y los elaborados
cinturones de cuero hasta los botones hechos con una
prensa de acero y no tallando un trozo de madera.

A pesar de toda la riqueza y la perfección de este


sector, me duele la gente que muere en la Selva, la gente
que intenta sobrevivir en Ciudad Acero o en Tierras del
Tratante o en Artis. Aquí hay demasiado. Demasiado
dinero, demasiado bienestar, y es como un bofetón.

Lo que Wes y yo les robábamos… podían permitirse


perderlo.

Y ahora está muerto, y por aquí se pavonean como si


Kandala no estuviera muriendo al otro lado de las
puertas.

Debo entrar en una tienda a preguntar para encontrar


la dirección que la señora Solomon me ha especi cado.
Cuanto más me aproximo al centro de la ciudad,
mayores son las casas. Más oro, más plata, más dinero
desperdiciado exhiben.

Jamás me he acercado a una de esas casas para llamar


al timbre, y me parece poco natural, como si colarse por
una ventana abierta o forzando una cerradura fueran las
maneras preferidas de entrar. Un mayordomo responde
y agarra el paquete mientras me mira con arrogancia.

—Tendríamos que haberlo recibido hace una hora —


dice.

Como si me importara. Le hago una rápida reverencia,


aunque seguramente no sea alguien que se la merezca.

—Perdóneme —me disculpo—. No se lo diga a mi jefa,


por favor.

El hombre resopla y me cierra la puerta en las narices.

Le lanzo un gesto grosero a la puerta y doy media


vuelta.

Y ahora, ¿qué?

Me tengo que ir. Si no me marcho, el mayordomo


quizá regrese y llame a un guardia. En esta zona hay
menos establecimientos y más casas. Intento volver a la
tienda donde he parado a preguntar.
Al nal, doblo una esquina y me encuentro frente al
palacio.

Si las casas irradian riqueza, el palacio es una ostentosa


abominación. Es gigantesco, ocupa cuatro manzanas de
la ciudad y está formado por ladrillos blancos con los
bordes de color lavanda que prácticamente ascienden
hasta el cielo. La fachada es amplia y plana, con dos
torres a cada extremo. Dos fuentes gigantescas lanzan al
aire agua, que burbujea y salpica al caer. Los carruajes se
detienen en la entrada y los lacayos se ponen en acción
abriendo puertas, cargando paquetes y desenrollando
alfombras.

El palacio no debería ser blanco. Debería ser rojo por la


sangre, o negro por la muerte, o, sinceramente, debería
ser una montaña de escombros chamuscados por los que
yo me pasearía tan feliz.

Meto la mano en mi zurrón. La muselina con el polvo


de la raíz de cardo está bien envuelta, pero sigue ahí.

«Has puesto demasiada. Al nal matarás a alguien».

Mis pies me llevan hacia delante en contra de mi


voluntad. No quiero estar aquí, pero es como si mi
cuerpo no me obedeciera en absoluto. Se rumorea que el
elixir de or de luna que mezclan en el palacio es diez
veces más potente que el del polvo de los pétalos que
robábamos Wes y yo. No estoy segura de qué voy a
hacer, no es que pueda entrar como si tal cosa y pedir
que me den un poco.

La culpa y la pena siguen aferradas a mi pecho, con la


misma tensión con la que está envuelto el fardo de
muselina. Tanta gente enferma. He dejado a mucha
gente sin acceso a la medicina. Una pequeña muestra del
palacio bastaría para curar a una cifra de personas diez
veces mayor.

Como me ha pasado en el distrito comercial, tardo un


rato en jarme en los plebeyos que rodean el palacio, los
agricultores, los hombres y las mujeres que trabajan con
trajes apagados, barriendo las calles y limpiando los
canalones y cepillando a los caballos. Al mezclarme
entre ellos, yo también empiezo a sentirme invisible. Me
pregunto si por eso a las élites reales les cuesta tan poco
ignorar a la gente de este sector que vive fuera de las
murallas. ¿Para ellos todos son invisibles?

Un grupo de muchachas con faldas artesanales y


pantalones de lana se dirigen hacia el palacio, y la
curiosidad que siento me lleva a unirme a ellas. Los
guardias de las puertas se han jado en mí por haber
observado boquiabierta a la consulesa, pero quizá no me
presten atención si parezco una chica aburrida y
distraída.

El corazón se me acelera en el pecho a medida que nos


acercamos al ala este del palacio, pero mantengo la vista
clavada al frente, en la espalda de las chicas que
parlotean sobre el escándalo que forman las secretas
reuniones de la consulesa Cherry y del cónsul Pelham
ante los ojos del rey. Otra muchacha gorjea que le han
dicho que uno de los cónsules entrega dinero a los
rebeldes. No conozco a los protagonistas de la intriga,
por lo que soy incapaz de seguir la conversación, pero de
todos modos no importa. Espero a que un guardia suelte
un grito o me detenga, o a que una de las chicas se dé
cuenta de que las estoy siguiendo, pero nadie dice nada.

Junto a ellas, entro en el palacio.

Debo hacer acopio de todas mis fuerzas para no


apoyarme en una pared con una mano sobre el pecho.

He entrado en el palacio.

No tengo ni idea de qué haré.

Una de las puertas conduce a una zona de criados,


porque, pese a que la decoración sigue siendo
espléndida, el suelo está desgastado y el papel de las
paredes se descascarilla en algunos puntos. Las chicas
han pasado a una sala en cuya pared hay uniformes
colgados, y enseguida empiezan a desvestirse.

Es absurdo. Alguien me va a descubrir. Me van a


arrastrar por las calles tirada por un caballo o me
colgarán de las puertas o algo.

Una de las jóvenes debe de haber reparado en mí,


porque empieza a darse la vuelta. Enseguida salgo por la
puerta y me dispongo a recorrer el pasillo.

Por aquí hay trabajadores por todos lados; algunos


ordenan materiales de limpieza, otros utilizan
herramientas para reparar máquinas, unos cuantos
abrillantan pieles o remiendan prendas o bordan ropajes.
Algunas miradas se clavan en mí, pero todo el mundo
está tan atareado en sus labores que no me hacen
demasiado caso.

Tengo que salir mientras pueda.

Pero no. No dejo de pensar en los elixires y en los


pétalos que debe de haber almacenados en el palacio, los
que podrían curar a tantísima gente.

No dejo de pensar en el veneno de mi zurrón, en el


hecho de que es probable que el rey y su hermano se
encuentren en algún lugar entre estas paredes,
planeando cómo van a ejecutar al próximo
contrabandista.

Ese pensamiento provoca un estallido de furia y temor


en mi pecho, y respiro hondo para no empezar a chillar.

No pierdas los nervios, Tessa.


Ay, Wes. Los ojos se me inundan de lágrimas. Me tapo
la boca con una mano para no sollozar abiertamente.

Necesito encontrar un lugar para esconderme. Para


pensar. Para dudar de mi salud mental.

Y, entonces, como si el destino quisiera concederme un


deseo, me jo en un pequeño armario lleno de ropa de
cama que parece amplio, oscuro y frío. Sin pensármelo
dos veces, y aprovechando que nadie me mira, me
encierro en el armario y me aprieto contra la madera del
fondo.
CAPÍTULO DOCE

Tessa
N ada más encerrarme, solo he oído los ruidos
amortiguados de las personas que trabajaban en
los pasillos. De tanto en tanto he tenido que contener la
respiración cuando alguien se acercaba a este armario de
almacenaje. Ahora, hace tanto que se ha instalado un
silencio absoluto que no sé si sería seguro que me
arriesgara a asomar la cabeza. No hay ventanas ni tengo
manera alguna de saber cuánto tiempo llevo aquí dentro.
Recuerdo el reloj de bolsillo de la consulesa y pienso en
que no son conscientes del lujo que supone saber qué
hora del día es.

Me da la impresión de que han transcurrido horas.

Me acerco a la puerta y apoyo la oreja en la madera.

Silencio. Silencio sepulcral.

Aun así, tardo un rato en reunir la valentía de abrir la


puerta. Ahora todo parece distinto. Antes ardía por la
rabia y el cansancio, y estaba llena de emoción por haber
sido capaz de entrar en el palacio con tanta facilidad.

Ahora estoy al corriente de las consecuencias de mis


actos, y solo me queda el terror de que me descubran y
el cuerpo de Wes tenga nueva compañía junto a las
puertas.

Me rugen las tripas y el cuerpo me avisa de que hay


necesidades a las que llevo horas sin prestar atención.

Debo salir del palacio.

Al nal, tiro del pestillo y la puerta se abre.

El pasillo está vacío y tenuemente iluminado; solo hay


unas cuantas lámparas titilantes encendidas a cada
extremo. Las pocas ventanas que veo muestran una
oscuridad rotunda. Debe de ser muy tarde.

Bien.

No, no está bien. En cuanto llego al nal del pasillo,


descubro que la puerta está cerrada con llave.

Bueno, claro. Es de noche y los trabajadores ya se han


ido a casa.

De pronto, unas voces retumban en el pasillo y me


escabullo a la habitación donde antes se estaban
cambiando las chicas. Mis latidos son un constante
tamborileo en mis oídos. En la puerta aparecen varias
sombras y corro hacia el fondo de la estancia. No hay ni
un lugar donde esconderse.

Allí. Una puerta en un rincón. Debe de ser otro


armario. Agarro el pomo, murmuro una oración para
que no esté cerrado con llave y lo abro de par en par.

No se trata de un armario. La puerta conduce a unas


lujosas escaleras con alfombra de terciopelo rojo y
paredes pintadas con una elegante escena de caza. Los
peldaños parecen dirigirse hacia un pasillo superior. Las
luces brillan con fuerza, pero el ambiente es pesado y
sigiloso.
Dicho lo cual, esta vez no sería invisible ni con mis
faldas artesanales.

Me he quedado paralizada, no sé qué hacer ni hacia


dónde ir, pero es evidente que no puedo permanecer en
estas escaleras. Una parte de mí quiere regresar hasta la
puerta y hasta el vestuario, pero a otra parte de mí le
preocupa que la gente esté allí, y en ese caso me estaría
adentrando en la boca del lobo.

Tengo que moverme. Decido subir las escaleras.

Ya en el último peldaño, echo un vistazo alrededor,


pero no encuentro nada. No hay guardias, no hay nadie
en absoluto, pero de todos modos camino de puntillas.
Mis pies están acostumbrados a avanzar a hurtadillas, y
ojalá tuviera conmigo la máscara y el gorro.

Al nal del pasillo, vuelvo a mirar hacia ambos lados,


y de nuevo no veo a nadie. No sé qué dirección es el
camino correcto para huir, pero si pienso en cómo he
llegado hasta aquí, seguir hacia delante debería
conducirme hacia la parte trasera del palacio. Aunque
las paredes y los suelos sean más opulentos, es obvio
que se trata de un pasadizo de criados. Quizá encuentre
otras escaleras y pueda bajar hacia otra zona que no esté
cerrada. Quizá, solo quizá, descubra dónde guardan los
pétalos de or de luna.

Quizá te topes con el rey y puedas poner n a su tiranía.


Esa idea me golpea tan fuerte y rápido que me obliga a
detenerme. Estoy sola. Este pasillo no está vigilado.
Podría buscar al rey y poner n a su vida.
Pero por más que quiera vengarme por lo que les
ocurrió a mis padres y a Wes, no consigo que mis pies se
muevan. Me he pasado los últimos años arriesgando la
vida para salvar la de los demás. No sé si sería capaz de
mirar a la cara a alguien, ni al rey ni a su hermano, y
matarlo.

Pienso en los puñales clavados en los ojos de Weston.


Nada los detuvo.

Ni siquiera yo.

Trago saliva con di cultad y con un nudo en la


garganta.

No sería necesario que hiciera nada violento. En el


zurrón llevo su ciente polvo para envenenar la jarra de
agua del rey si así lo deseara.

A pesar de todo, mis pies siguen inmóviles. Pienso en


Wes en el taller, a rmando que no era un contrabandista,
que no había emprendido esa empresa para llenarse los
bolsillos.

No soy una asesina.


En cuanto ese pensamiento atraviesa mi mente, puedo
volver a respirar. Mis padres se arriesgaron para salvar a
la gente… y yo también.

No soy una asesina. Yo curo, no in ijo dolor.

A poca distancia de mí, se abre una puerta y un


hombre la cruza. Debe de tener unos veintipocos años,
con el pelo de un rojo intenso, un amago de barba sobre
la mandíbula y una chaqueta de brocado verde
abotonada a medias. Lleva varios libros y papeles, y está
leyendo uno de ellos al traspasar el umbral.

Durante medio segundo, creo que se marchará en


dirección contraria sin verme, que en cierto modo la
extraña fortuna que me ha acompañado persistirá. Pero
el hombre alza la vista y se sobresalta hasta tal punto
que se le caen unos cuantos papeles de la pila.

—Yo… —Doy un paso atrás y levanto una mano—. Lo


siento, yo…

—¡Guardias! —Su expresión enseguida ha pasado de


la sorpresa a la alarma. Suelta los libros y abre la puerta
por la que acaba de aparecer, todo ello sin apartar los
ojos de mí—. ¡Guardias! ¡Proteged al rey! ¡Proteged al
príncipe…!

—¡No! —grito—. No hace… Ha sido… Es un error…

Corre, Tessa. La voz de Weston es un susurro en mis


oídos.

Planto los pies en la alfombra de terciopelo y echo a


correr. Las escaleras están justo detrás de mí, pero dan a
una puerta cerrada, así que corro directamente hacia el
pelirrojo. Intenta agarrarme, pero le lanzo un puñetazo
justo en las costillas y su agarre se debilita.

Soy libre y estoy corriendo, y pienso atravesar la


primera puerta que encuentre. Creía que mi corazón se
había acelerado antes, pero ahora ha adoptado una
velocidad vertiginosa y me impulsa hacia delante.

Otras dos puertas se abren y ante mí aparecen varios


guardias con las armas en alto.

Esa imagen me arranca un breve grito. Mis pies


patinan sobre el terciopelo. Son demasiados. Ni siquiera
tengo tiempo de caer a la alfombra antes de que dos de
ellos me sujeten por los brazos y me arrastren.

Me van a matar. Y me van a matar aquí mismo. Me


clavarán puñales en los oídos o me rebanarán el
pescuezo o me quemarán partes del cuerpo mientras me
obligan a verlo. Me han contado historias. Ya he visto lo
que les hacen a los traidores y a los contrabandistas. Mi
respiración es un jadeo aterrorizado que no me permite
hablar. Mi visión se vuelve borrosa durante unos
instantes, y creo que me voy a desmayar. En parte, es un
alivio. No quiero estar consciente. No quiero que suceda
nada de lo que va a suceder. Pero mi cuerpo sigue
teniendo necesidades, y lo único que no me deja
hacerme pis encima es la idea de que quiero morir con
un atisbo de dignidad. Los puntitos de mi visión se
despejan.

El hombre del pelo rojizo se coloca delante de mí, pero


está mirando a los guardias.

—Registrad el palacio. Es imposible que trabaje sola.


¿Está protegido el rey?

—Sí, intendente Quint —asiente el que me aferra el


brazo derecho.

—Estoy sola —boqueo, y mi voz no es más que un


débil gemido—. Estoy sola. Por favor. Por favor. Por
favor. Es un error.
—De nada te servirá que me pidas clemencia. —Ni
siquiera me está observando—. Registrad sus cosas.
Llevadla a la sala del trono. Yo hablaré con el príncipe
Corrick.

El príncipe Corrick. Mis músculos se vuelven blandos.


El miedo gana y no le deja espacio a la humillación.

El intendente Quint mira hacia abajo, ve que he


mojado la alfombra de terciopelo y suspira.

—Y mandad a alguien a limpiar esto también.

Mi ropa interior está mojada y huelo la orina, pero los


guardias me han encadenado con fuerza y me han
dejado boca abajo en el frío suelo de piedra de la que
debe de ser la sala del trono. Esperaba que a estas alturas
me hubieran atizado y destrozado, pero, sin llegar a ser
amables conmigo, los guardias han sido pragmáticos y
e cientes, me han atado las muñecas a la espalda en un
santiamén y me han tumbado en el suelo a esperar.

Mi aliento tiembla y se estremece contra el suelo de


piedra, pero los guardias no dicen ni hacen nada. La
espera incierta es la peor tortura.

No, seguro que la peor tortura está por llegar.

Qué tonta he sido. Wes me tomaría el pelo hasta la


saciedad. Quizá me lo encuentre en el más allá y ponga
los ojos en blanco al decirme:

—Dios, Tessa. Está claro que me necesitabas a tu lado,


¿eh?

Nuevas lágrimas saltan de mis ojos.

Oigo que se aproximan unos pasos ligeros y procuro


hacerme un ovillo. No quiero estar asustada. Quiero
estar enfadada y pelear, pero me han dejado inmóvil y
no tengo a dónde ir. Cierro los ojos.

—No —digo, y mi voz suena rota y descarnada—. Por


favor. No.

—De mí no debes tener miedo, muchacha. —Es una


mujer, cuyo tono está entre la frustración y la decepción.
Cuando se acerca del todo, levanto la vista y veo a una
despampanante mujer de tez morena con un vestido
verde esmeralda que llega hasta el suelo—. Pero no
puedo decir lo mismo de todo el palacio.

—Ha sido un error —le digo—. No sabía… No sé qué


hacía.

—Es difícil que te encuentres en el palacio en plena


noche por error —exclama una dura voz masculina, y
vuelvo a cerrar los ojos. Las palabras son tan frías y
a ladas que un estremecimiento me sacude la espalda.

Otro hombre toma la palabra con la deferente


autoridad de un guardia.

—Hemos registrado el palacio, alteza. No hay nada


fuera de lugar.

Alteza. Debe de ser el príncipe Corrick, pues.


He sido muy estúpida. Me rebelé y le dije a Wes que
no debíamos seguir escondiéndonos, pero ahora es lo
único que quiero hacer.

—No es más que una muchacha —dice la mujer


después de incorporarse—. Es evidente que no se trata
de una entrenada asesina.

—¿No crees que las muchachas puedan ser violentas y


traicioneras, consulesa? —Una bota se acerca, pero está
detrás de mí, así que no lo veo. Sus ojos eran pozos de
negrura en la distancia cuando iba a ejecutar a los ocho
prisioneros. No quiero saber cómo son de cerca. Haré
algo peor que mearme encima—. ¿Cómo ha entrado? —
pregunta.

—No lo sabemos. —El guardia ahora parece un tanto


dubitativo—. No hemos conseguido averiguar por
dónde se ha colado.

—¿Por qué has venido al palacio?

Tardo unos segundos en darme cuenta de que la voz


fría me está hablando a mí, y es evidente que ha sido
demasiado tiempo, porque el príncipe me agarra del
pelo y me levanta la cabeza.

—Respóndeme.

Suelto un chillido.

—No lo sé… No lo sé…

—Deja de decir que no lo sabes. —Su agarre se vuelve


doloroso.

No sé si es por el tono autoritario de su voz o por


cómo me aferra el pelo, o quizá por el odio cerval que
siento por este hombre, pero aprieto los dientes y
contengo las lágrimas. Mi voz suena como un susurro
quebrado.

—Usted mató… mató a mi…

—¿A quién maté? —Pronuncia esas palabras sin


ninguna emoción.

Antes me equivocaba. Debería haber intentado


envenenar a este hombre. Le habría hecho un favor al
mundo. Una lágrima me recorre la cara.

—A mi amigo.

—¿Cómo te llamas?

Me quedo sin aliento. Ojalá me matara y acabáramos


con esto de una vez. Tiemblo con tanta intensidad que
seguro que lo nota en la mano con la que me agarra el
pelo. Me siento una cobarde, pero es imposible que sea
valiente.

Tira de mí hasta el punto de que seguro que está


empezando a arrancarme cabellos.

—Que cómo te llamas.

No quiero decírselo. Por la cabeza me revolotean las


advertencias de Wes acerca de la necesidad de proteger
mi identidad. Pero voy a morir, así que supongo que da
igual.

—Tessa. —La palabra casi se ha abierto paso entre mis


labios por la fuerza.
—¿Cuán desesperada debe de estar una persona para
desa ar tus leyes? —interviene la mujer de nuevo—. Si
matas a todo el que no está de acuerdo con tus acciones,
príncipe Corrick, a tu hermano no le quedarán vasallos.

El príncipe me suelta y da un paso atrás. Por n puedo


girar la cabeza, pero no veo más que sus impecables
botas negras.

—Te estás excediendo, consulesa Cherry —dice, y en


cierto modo su voz es más fría. Más oscura.

—¿Ah, sí?

—¿Qué querrías que hiciera? ¿Debería despachar a


todos los asesinos dándoles una bolsita con dinero y
unos cuantos dulces azucarados por las molestias?

Para mi sorpresa, ella se echa a reír.

—Está claro que esta chica no ha supuesto una


amenaza para nadie del palacio —dice—. Tus guardias
no le han encontrado armas.

—Han encontrado polvos en su zurrón —responde—.


¿Crees que ha venido a aderezar el té de Harristan?

—Intentaste ejecutar a ocho personas, y en las calles se


han alzado voces pidiendo una revolución. —En la voz
de la consulesa ya no hay ni rastro de humor—. Si
cuelgas a una guapa jovencita de las puertas, creo que
vas a tener que enfrentarte a una desagradable sorpresa.

El príncipe guarda silencio durante mucho rato. Tanto


que deduzco lo que está pensando, y un nuevo escalofrío
consigue recorrerme las venas.
—De acuerdo —dice con voz resignada—. Le
perdonaré la vida.

Todo el aire sale de mis pulmones de una sentada. No


sé si eso es mejor o peor.

—¿La llevamos al presidio, alteza? —pregunta uno de


los guardias.

—No —contesta el príncipe Corrick. Olisquea el aire, y


me encojo, otra vez quiero hacerme un ovillo—. Que uno
de los mayordomos permita que se lave. No le quitéis las
cadenas. Tapadle la cabeza con un saco para que la
consulesa Cherry ya no vea que se trata de una «guapa
jovencita».

Mi sangre se transforma en hielo. No puedo pensar.


No puedo ver. No puedo respirar.

—Alteza… —empieza a decir la consulesa.

—Tú me has pedido que le perdonase la vida —le


espeta—. Y pienso hacerlo. Encadenadla a mis
aposentos. Viva o muerta, mandará el mensaje de que
con los traidores actuamos rápido.

—No. —No sé si pronuncio la palabra o si solo la


pienso. No creía que el príncipe pudiera hacer nada peor
que lo que le hizo a Wes, pero veo que sí. Casi
inconscientemente, mi cuerpo intenta apartarse de él—.
No.

—Alteza —insiste la consulesa Cherry—. ¿Qué vas a


hacer?

—Seguro que lo adivinas —dice. Sus botas empiezan a


alejarse—. Guardias. Cumplid las órdenes.

—¡No! —le grito cuando los guardias me sujetan los


brazos. Me revuelvo contra las cadenas, pero no sirve de
nada—. ¡No!

No veo más que el color negro de su chaqueta al


alejarse.

Escupo en su dirección. Espero que mi voz suene


fuerte, pero termina siendo débil y rota.

—Te odio.

—Como todo el mundo —responde.

Los guardias me levantan y, afortunadamente, pierdo


el conocimiento.
CAPÍTULO TRECE

Tessa
C uando me despierto, durante unos instantes de
feliz calma creo que todo ha sido un sueño,
parpadeo ante la luz del sol de la mañana y me
estremezco por la treta que me ha urdido mi propia
mente.

Aunque no puedo repeler la oscuridad, porque tengo


algo sobre la cabeza.

No puedo mover las manos, siguen encadenadas, y la


derecha parece haberse quedado un poco entumecida.

De inmediato, mi corazón pasa a la acción. Procuro


incorporarme, levantarme de algún modo, pero estoy
tumbada sobre lo que parece una montaña de cojines, y
no consigo hacer palanca ni tomar impulso. Los guardias
han hecho justo lo que pidió el príncipe y me han
colocado un saco en la cabeza, atado al cuello igual que
los prisioneros del escenario. No sé qué llevo puesto,
pero el cálido peso de mis faldas artesanales ha
desaparecido. No estoy desnuda, pero la idea de que
alguien me desnudara mientras estaba inconsciente, de
estar a merced del príncipe Corrick hasta ese punto, es…
aberrante. El estómago me da un vuelco y amenaza con
vaciarse.

Pero en el cuerpo no siento que me hayan maltratado,


más allá de los dolores que me causan las cadenas. Y
estoy vestida, solo que no con mi ropa. Que yo sepa,
estoy sola.

Me trago el terror poco a poco hasta que consigo


obligar a mis pensamientos a organizarse. Necesito un
plan.

Me han encadenado y cegado. No se me ocurre ningún


plan.

Piensa, Tessa. En algún lugar a mi izquierda hay un


fuego, oigo el crepitar de las llamas. Y no sé por qué,
pero me da la impresión de que esta habitación es…
grande. Quizá pueda rodar hasta algún sitio en que
encuentre…

¿Encuentre qué? ¿Una llave? No sé a quién pretendo


engañar, aunque sé que a Weston le haría muchísima
gracia esta situación.

¿Qué vas a hacer?


Seguro que se te ocurre algo.
Se me ocurrirá algo. Ya se me ha ocurrido. Cada vez
que lo pienso, la boca de mi estómago se ensancha y
estoy a punto de vomitar dentro de este saco de
arpillera. El recuerdo de la espantosa voz del príncipe
pronunciando aquellas palabras me provoca un temblor
que me sacude el cuerpo de nuevo.

No. Un plan. Necesito un plan.

Se abre una puerta, y me quedo paralizada.

No hay ningún ruido…, o quizá es que no oigo por


encima del tamborileo de mi corazón. Estoy rígida por la
tensión y mi cuerpo se apoya en las cadenas.

Algo me roza la muñeca herida y dolorida, y tiro de mi


brazo hacia atrás con tanto ímpetu que creo que me lo he
roto. Apoyo los pies en el suelo, pero no encuentro más
que cojines y nada a lo que apoyarme.

—¡No! —grito cuando una mano se cierra sobre mi


antebrazo. Me ahogo con las palabras, me impulso hacia
atrás y meneo la cabeza con violencia—. ¡No! ¡No! No…

—No pierdas los nervios, Tessa. —La voz es un suave


susurro que me resulta tan familiar que me obliga a
quedarme inmóvil—. No querrás atraer la atención de
los guardias.

Estoy petri cada. Estoy soñando. No es real. No puede


ser real.

—¿Wes? —murmuro muy bajito.

—Te quitaré las cadenas, pero debes estar quieta.

Es su voz. ¡Es su voz! Puede que esté alucinando, pero


empiezo a asentir aun sin querer. No sé cómo es que está
vivo ni de dónde ha sacado una llave ni cómo ha llegado
hasta aquí, pero me da igual. Sus manos, siempre cálidas
y seguras, me acarician las muñecas, y las cadenas
desaparecen.

—Tessa —me dice muy suavemente—. Tengo que


contarte algo…

Me abalanzo hacia delante a ciegas y le rodeo el cuello


con los brazos. Sigo teniendo el saco atado sobre la
cabeza y una mano se me ha quedado dormida, pero el
alivio que me recorre es muy veloz y auténtico.

—Dime que eres tú —susurro—. Dime que no estoy


soñando, por favor.

Sus manos se posan en mi espalda, y me abraza


ligeramente. Su aroma me inunda la nariz, reconfortante
y familiar. Antes estaba temblando por el terror, pero
ahora tiemblo por la adrenalina y por el alivio. Wes está
aquí. Quiero acurrucarme junto a él.

—Tranquila —murmura—. Tranquila.

Se me ocurren tantas preguntas que todas pelean entre


sí para salir de mi boca a la vez, y me aparto un poco.
Debo esforzarme para hablar en susurros.

—¿Cómo? ¿Cómo escapaste? ¿Quién es el que está


colgado de las puertas? —Empiezo a revolverme contra
el nudo que ata la base del saco, pero la mitad de mis
dedos están adormecidos y se niegan a colaborar.
Necesito verle. Ahora que Wes está aquí, ahora que
estamos juntos, ya nada importa—. ¿Cómo podemos
huir? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que te descubran?
¿Cómo…?

—Dios, Tessa. —Me retira las manos con la


impaciencia típica de Wes—. Estate quieta.

Oigo el desenfundar de una daga y un rápido


desgarrón de la tela, y el saco de arpillera se a oja.
Ahora estoy impaciente y levanto las manos para
quitármelo. Parpadeo ante la luz cuando todo vuelve a
enfocarse. Necesito ver el azul de sus ojos y la barbita de
sus mejillas y las pecas que deja ver la máscara y el…

Mi cerebro se detiene en seco.

El hombre que está delante de mí no es Wes.

No puede ser Wes.

Todo el alivio que sentía se ha encogido y secado. El


pánico me inunda para ocupar su lugar. Intento echarme
hacia atrás, pero mis pies siguen encadenados y mi
cuerpo no está preparado para moverse deprisa.

No se dispone a perseguirme, se limita a sentarse


delante de mí, y su larga chaqueta negra se desploma
sobre el suelo junto a sus botas. En la frente le cuelgan
cabellos de un castaño rojizo, y el dibujo que forman esas
pecas no me resulta desconocido. Con la mano agarra el
puñal sin apretarlo.

Recuerdo las palabras que dijo Karri el día del


tumulto. «Son muy guapos, ¿no crees?».

Es el príncipe Corrick.

Se me ha secado la boca, mi pulso es un latido


constante que zumba en mis oídos. No puedo entender
cómo ha sabido pronunciar las palabras adecuadas ni
cómo ha podido impostar la voz ni por qué se ha
molestado, pero es una trampa. Una manipulación.
Tiene que serlo. Sus ojos no son como los de Wes, en
absoluto. Son fríos, opacos y totalmente impenetrables.

Pero son de un azul muy intenso.


Al ver que no me muevo, enfunda la daga y se acerca a
mis tobillos.

Me echo hacia atrás de nuevo, y ahora es más fácil, mis


manos están más dispuestas a colaborar; sin embargo,
detrás de los cojines se alza una pared y no llego
demasiado lejos.

—No me toques —le espeto.

—Te he dicho que no levantases la voz. —Ahora su


voz tampoco parece la de Wes. En su tono hay un dejo
de autoridad del que Wes carecía. Y urgencia. E
impaciencia.

Intenta agarrarme los tobillos otra vez.

—¡No! —Le asesto una patada. Aferra las cadenas sin


problemas para sujetarme los pies, pero tengo las manos
libres, así que me abalanzo hacia delante y le pego un
puñetazo en la cara.

Creo que de verdad lo he pillado por sorpresa. Suelta


una maldición y se aparta, con lo cual me da varios
pasos de libertad, pero no llego lejos antes de que vuelva
a agarrarme, así que me giro con el puño preparado. Esta
vez le alcanzo el estómago, pero bloquea el golpe.

—¡Tessa! Basta. —Veo sangre en su labio.

Bien. Me da igual. Le lanzo un puñetazo en la


entrepierna.

Doy en el blanco. Se dobla, y yo me encamino hacia la


puerta.
Sigo teniendo los pies encadenados, tropiezo y me
caigo al suelo de bruces. Corrick se recupera más rápido
de lo que esperaba, y me sujeta por los hombros para
darme la vuelta. Me pongo a gritar y le pateo de nuevo.

Oigo el chasquido de la puerta, pero de repente el


príncipe está encima de mí, su cadera apretada contra mi
cadera, su daga —espero que sea su daga— clavada en
mi abdomen. Le empujo, pero me toma los brazos y me
los sostiene contra el suelo. Chillo e intento liberarme. Él
no cede, pero mi atuendo sí, y oigo cómo se desgarra la
tela.

—Te he dicho que te estuvieses quieta —gruñe, su


rostro demasiado cerca del mío. Me revuelvo y la tela se
desgarra todavía más para dejar a la vista mis pechos.

Algo en mis entrañas se contrae y aparecen puntitos en


mi visión al recordar la frialdad de su voz cuando le dijo
a la consulesa: «Seguro que lo adivinas». Ahora estoy
resollando y se me han llenado los ojos de lágrimas.

—No —grito mientras intento encontrar un punto de


apoyo para golpearle—. No.

—Alteza —exclama una voz masculina, y me quedo


paralizada. Lo único peor que ser la víctima de los
abusos de Corrick es que la violación tenga lugar con
público. Pero en ese momento el hombre añade—:
¿Necesita que lo ayude?

—¿A ti te parece que necesito que me ayudes? —le


larga Corrick—. Fuera.
La puerta se cierra con suavidad. Corrick me mira a
pocos dedos de distancia. La sangre le ha manchado la
mejilla. Su peso sigue clavándome al suelo. Entre
nosotros, mi respiración es una ráfaga embravecida.

—Te has colado en el palacio para matarnos a mi


hermano y a mí —me dice con la voz gélida—. Si sigues
resistiéndote, los guardias continuarán viniendo a ver
qué ocurre. El capitán quería apostar un guardia dentro
de mis aposentos. ¿Me has entendido?

Trago saliva y niego con la cabeza. No entiendo nada


de nada.

—En este palacio, todo el mundo espera lo peor de mí,


Tessa. —Cuando mueve una mano hacia la tela
desgarrada de mis hombros, me encojo y me echo a
temblar, pero se limita a volver a colocar bien el tejido
para que me tape la piel del todo—. El único sitio en el
que puedo proporcionarte seguridad es aquí, en esta
habitación.

O está loco él o lo estoy yo. No sé cómo interpretar lo


que está sucediendo.

Aquí me siento de todo menos segura.

Quizá se ha dado cuenta, porque sus ojos buscan los


míos. Y suspira.

—Si dejo que te levantes, ¿me prometes que no


volverás a pegarme?

Niego con la cabeza de inmediato, y él pone los ojos en


blanco. Y, de golpe y porrazo, durante unos instantes se
parece a Wes.

—Bueno, menos da una piedra, supongo.

Me suelta y enseguida se pone de pie. Lanza una anilla


con varias llaves al suelo junto a mí.

—Desátate.

Intento agarrar las llaves, que tintinean a consecuencia


de los temblores de mis manos.

Seguro que Corrick lo ha oído, pero se aleja y se dirige


a una mesita que se encuentra al lado de la puerta. Hay
unas cuantas botellas y vasos que brillan bajo la luz.
Toma uno y vierte un líquido ambarino.

Me he desatado los tobillos y he hecho un nudo en la


tela a la altura de mi hombro. Cuando se gira hacia mí,
aferro la cadena y lo miro desa ante.

El príncipe arquea las cejas, y entonces se bebe de un


trago lo que se ha servido.

—¿Preferirías que te metiera en el presidio?

No. Sí. Quizá. No lo sé.

Puede que haya visto el destello de indecisión que me


atraviesa el rostro, porque asiente.

—Muy bien. —Se sirve otro vaso—. Suelta la cadena.

La aprieto más fuerte con los dedos.

La comisura de su boca se curva, pero parece más


decepcionado que divertido, y de nuevo, durante un
brevísimo instante, me recuerda a Wes.
—Dios, Tessa. —Se traga la bebida con la misma
rapidez que antes.

—¿Siempre has sido tú? —susurro.

—La mitad del tiempo no, está claro. —Se prepara otra
copa—. Suelta la cadena. Ahora.

Su voz ha recuperado el frío matiz de autoridad y le


habla a un lugar de mi interior que quiere encogerse,
pero que también desea rebelarse. Me sudan las manos y
me resbalan sobre la cadena, pero no la suelto. A lo
mejor ahora se ha apartado de mí, pero en la sala del
trono no me trató con amabilidad, y debía de saber
quién era yo.

La traición me arde en el pecho, pero también está


acompañada de asombro y de incredulidad. Wes es
demasiado amable, demasiado cariñoso, demasiado…
diferente a este hombre.

—Demuéstramelo —digo con voz temblorosa, aunque


yergo los hombros y clavo los ojos en los suyos—.
Demuéstrame que eres Wes. Demuéstrame que no me
estás engañando.

Supongo que se negará porque no estoy en posición de


exigir nada, pero deja el vaso y cruza la habitación
rumbo a un arcón bajo. Hurga unos instantes en su
interior antes de sacar un pedazo de tela negra y un
sombrero.

Se coloca la máscara y se pone el sombrero, y entonces


le da un golpecito al ala del modo en que lo haría
Weston. Me quedo sin aliento. La cadena se me escurre
de los dedos y se estampa contra el suelo.

No sé qué signi ca. No sé qué hacer. Me llevo las


manos a los labios para no ponerme a chillar. En mi
pecho hay demasiadas emociones encontradas. Alivio.
Rabia. Desesperación. Durante días, he llorado la muerte
de Weston, y descubrir que ha sido una mentira…

Se trata de una clase de pena totalmente distinta. De


una sensación de pérdida completamente diferente.

Cuando Wes murió, perdí la esperanza de… de vivir


cualquier tipo de futuro con él.

Con este descubrimiento, es como si también hubiera


perdido toda nuestra historia.

Se quita el sombrero y la máscara para volver a


enterrarlos en el baúl. Tan pronto lo hace, regresa a la
mesita y agarra el vaso con el líquido ambarino.

Espero a que se lo beba de un trago tan rápido como


los anteriores, pero para mi sorpresa se acerca y me lo
ofrece.

—Creo que tú lo necesitas más que yo.

No quiero bebérmelo…, pero no le falta razón. Cuando


me lo deja en las manos, el líquido empieza a temblar.

Cierro los dedos alrededor del vaso y suspiro. Me


apetece lanzárselo a la cara.

—Si me lo lanzas, te cortaré las manos —dice, como si


me hubiera leído la mente.
Aferro el cristal de la bebida con más fuerza. Si se
tratara de Wes, sabría que lo ha dicho de broma. Pero no
se trata de Wes, se trata de uno de los hombres más
temidos de toda Kandala, y sé con total seguridad que
ha hecho cosas peores. No tengo más que mirar hacia los
hombres que cuelgan de las puertas del Sector Real.

Me lo quedo mirando y me pregunto a quién ha


matado para que su secreto permaneciera oculto.

Me pregunto por qué ha mantenido el secreto. Por qué


lo ha hecho. Por qué ha matado a una persona para
ngir la muerte de Weston Lark. Por más traicionada
que me sienta, la confusión que me despierta lo ocurrido
es casi peor. ¿Qué iba a ganar él con todo eso?

Corrick me observa sin ninguna clase de emoción en la


cara, sin ninguna señal que me indique lo que piensa.
Decido darle un sorbo al vaso, y el licor llameante se
abre paso para quemarme hasta llegar al estómago.

Y en ese momento, porque toda la furia y la pérdida y


la rabia y la decepción que siento deben ir a algún lado,
echo la mano hacia atrás y le arrojo la bebida.
CAPÍTULO CATORCE

Corrick
Alo largo de las dos últimas semanas, siempre que
apresaban a un contrabandista me embargaba un secreto
terror por la posibilidad de que fuera Tessa. Me avisaban
desde el presidio y, durante todo el trayecto, debía
expulsar de mí la idea de encontrarla destrozada e
implorando en una celda. O peor, enterarme de que hay
un cadáver abandonado por ahí, como le sucedió a la
señora Kendall.

Los últimos días han sido un auténtico in erno.

Y ahora está aquí. En mi habitación.

Tiene buena puntería. El brandi se derrama sobre el


centro de mi chaqueta, pero consigo agarrar el vaso por
los aires antes de que se estrelle contra el suelo.

Tessa me fulmina con la mirada. Espera a que cumpla


con la amenaza que le he prometido, supongo.

No tengo ni idea de cómo reaccionar.

Suspiro y me acerco a la mesita, donde dejo el vaso


junto a la botella, y acto seguido me desabotono la
chaqueta y la lanzo sobre el respaldo de una silla.

Ahora todo huele a brandi. Me paso las manos por la


cara.

No entiendo cómo todo se ha desmoronado con


tantísima rapidez. Harristan aparecerá en cualquier
momento y exigirá saber en qué estoy pensando, y lo
cierto es que no tengo una respuesta para darle.

El acero tintinea contra el suelo, y desplazo la mirada


hacia allí. Tessa ha vuelto a agarrar la cadena, apretando
mucho los dientes.

Ay. Cree de verdad que voy a cortarle las manos.

Estoy acostumbrado a provocar temor y resistencia,


pero se trata de Tessa, y en ella no me gusta ver esos
sentimientos. La vergüenza me embarga el pecho, veloz
y ardiente y repentina. Me dejo caer sobre la silla. Mis
sentimientos son una combinación enmarañada. Siento
rabia por que haya sido capaz de irrumpir en el palacio.
Siento emoción por volver a verla. Siento traición por
que no haya venido aquí en busca de Wes.

Siento miedo. Weston Lark intentaba protegerla. El


príncipe Corrick no puede ofrecerle compasión.

Apoyo los codos en las rodillas y me dispongo a


trabajar, como si no fuera más que otra prisionera.

—¿Cómo has entrado en el palacio? —le digo.

—¿Por qué me engañaste?

—¿No te preocupa en absoluto tu propio bienestar?


Respóndeme.

Cierra la boca y me asesina con la mirada.

—¿Cuál era tu plan? —insisto—. En tu bolsa han


encontrado polvos. —Pienso en lo que me dijo la última
noche que pasamos juntos en la Selva, lo de que
deberíamos estar en la primera línea de la batalla y no
escondiéndonos en las sombras. Tessa jamás blandiría un
arma, pero dispone de botellas y de frascos y de polvos y
de muchísimo conocimiento. Siempre me ha preocupado
que la detuvieran por contrabandear, pero en una espiral
repentina de pánico me pregunto si ha venido por una
razón totalmente distinta: para matar. Me resulta tan
decepcionante como admirable, y mis emociones no
saben dónde instalarse. Mi tono se oscurece—. ¿Por qué
has venido al palacio?

Sus ojos casi brillan, retadores. No dice nada.

Ojalá pudiera apagar las luces y ponerme la máscara


en la cara y volver hacia atrás en el tiempo. Ojalá
estuviéramos de nuevo en el taller, donde ella no me
tenía ningún miedo, y donde respondería a mis
preguntas sin dudar.

¿Por qué lo has hecho?, le preguntaría. Dios, Tessa. Te


hablé del peligro. Te enseñé cuánto estábamos arriesgándonos.
En el taller, había veces en que la distancia que nos
separaba apenas nos dejaba espacio para respirar, y
deseo recuperar aquella sencilla familiaridad. Aquella…
amistad. Aquella simplicidad.

Ahora la distancia que nos separa es del tamaño del


reino de Kandala. Jamás volveré a disfrutar de nada de
eso.

Alguien llama a la puerta.

—Su majestad, el rey Harristan —anuncia el guardia


que la custodia.

Me pongo en pie, pero mis ojos se dirigen a ella. Hay


millones de formas en que esto podría salir muy mal y
poquísimas formas en que podría salir bien.

—Como le lances un vaso de licor a mi hermano,


tendré que cortarte las manos de verdad. Mantén la boca
cerrada.

Sus ojos como platos y asustados y clavados en la


puerta sugieren que quizá no necesitaba oír mi
advertencia. No tengo tiempo de decirle nada más, pues
mi hermano irrumpe en la habitación como un tornado.

—Corrick. ¿Qué estás…? —Frena en seco en cuanto


atraviesa el umbral y huele el aire—. ¿Cuántas copas has
bebido?

—No las su cientes.

Su mirada barre la estancia y se detiene cuando sus


ojos se encuentran con Tessa, que ha vuelto a colocarse
en un rincón y ha tenido la sensata idea de ponerse de
rodillas. Está mirando al suelo y se ha llevado uno de los
cojines de seda al pecho, como si eso fuera a
proporcionarle alguna clase de defensa contra alguien.

Da la impresión de que cualquier ruido le pararía el


corazón. Durante medio segundo, la empatía se une a la
vergüenza que me inunda el cuerpo, pero entonces me
doy cuenta de que no veo la cadena por ninguna parte y
sospecho que la habrá escondido.

Por favor, Tessa. Si ataca a mi hermano, no podré hacer


nada en absoluto para salvarla.

Harristan apenas le presta atención. Sus sorprendidos


ojos vuelan hacia mí.

—¿Qué estás haciendo?

—Allisander exige un castigo. Arella exige


misericordia. Se me ha ocurrido que a lo mejor podía
hallar un punto medio. —Me acerco a la mesita y sirvo
un nuevo vaso, que al poco le ofrezco a mi hermano.

No lo acepta.

—Arella difícilmente pensará que estás siendo


misericordioso. —Su mirada se clava en la mía—.
Puestos a ser sinceros, yo tampoco.

Tardo unos instantes en comprender lo que acaba de


decir. Harristan me da libertad absoluta para hacer
cuanto deba hacerse, pero no le gusta torturar a la gente
en aras de in igir dolor y ser violentos. No le gusta
prolongar lo inevitable.

Trago el líquido de un solo golpe como los anteriores y


bajo la voz para que solo él oiga mis palabras.

—Como dijiste, hermano, lo único que importa son las


apariencias.

—Cory. —Frunce el ceño—. Esto no me gusta.

A mí tampoco. Aparto la mirada.

Está observándome con tiento, intentando adivinar


qué me traigo entre manos. No es propio de mí. Lo sé. Él
lo sabe. Me va a presionar para que le dé una
respuesta… O, lo que es peor, para que tome una
decisión. Deberé contárselo todo, y entonces Tessa
acabará en el presidio y, más tarde, colgada de una soga.
Y yo estaré a su lado.

Pero, en ese momento, se pone a toser. No es una tos


breve, como la de los otros días. Es una tos ronca que
demanda una bocanada de aire que suena como si lo
hicieran pasar por un húmedo colador.

—Harristan —digo, alarmado.

Suelta otra tos corta y me mira.

—Estoy bien. —Se aclara la garganta—. Si escapa de tu


habitación, irá al presidio.

Hablo con voz rme, tal y como espera de mí.

—Si escapa de mi habitación, no llegará a ir al presidio.

Aguardo a que añada algo más, pero Harristan asiente


y se da la vuelta. Camina con rigidez, la espalda tensa
como si intentara no volver a toser. Me quedo junto a la
puerta, espero a que se haya alejado lo su ciente para
que no me oiga y le digo a uno de los guardias:

—Di en cocina que manden té a la habitación del rey, y


también un frasco del elixir.

—Sí, alteza. —Me hace una reverencia, y cierro la


puerta de mis aposentos.

Tessa sigue en el rincón, mirándome con los ojos


abiertos de par en par por encima del cojín.

—¿Qué? —le digo, inexpresivo.


—El rey está enfermo —susurra.

—No está enfermo —le espeto. Cruzo la habitación y


sus ojos se entrecierran de tal manera que sé que va a
soltar el cojín y a blandir la cadena.

Estoy inquieto y cansado y muy muy tenso, pero por


encima de todo estoy harto de que me golpee. Cuando
balancea la cadena, agarro el extremo y tiro con fuerza
para sujetarle una de las muñecas y luego la otra en un
gesto tan rápido que suelta un grito. Antes de que tenga
tiempo de defenderse, la estampo contra la pared y le
agarro las manos por encima de la cabeza.

Su respiración se ha acelerado, su pecho se ensancha


rápido contra el mío.

—No eres la primera que me ataca —le aseguro.

Se le han ruborizado las mejillas, y espero a que se me


resista.

Pero no lo hace. Me mira a los ojos y compartimos el


mismo aire, hasta que la situación cambia. Se altera. Se
suaviza, aunque no del modo que yo esperaba.

—Ojalá no hubiera dejado que me besaras —murmura.

Casi acuso el golpe encogiéndome. Debería haberle


permitido que me atacara con la cadena. Que me pegara
con el metal me habría dolido menos.

—Ahora entiendo por qué nunca me quisiste enseñar


la cara —añade.

Hay un matiz en su voz que me hace parecer un


cobarde, y no me gusta. Debo esforzarme para no
apartar la mirada de sus ojos.

—No hacía falta que te molestaras —prosigue con voz


baja, llena de censura—. Solo te he visto desde lejos. —
Duda—. En esta forma, quiero decir.

—No podía arriesgarme.

—Porque es una traición —me escupe.

No digo nada. Sí que es una traición.

—Y ahora, ¿qué? —me pregunta—. ¿Te has aburrido


de mí? ¿De tu jueguecito?

Mi mente viaja a la última noche que compartimos en


el bosque, cuando estaba tan decidida a desempeñar un
papel en una revolución, cuando estaba tan decidida a
acabar muerta. Fue era e imprudente y apasionada, y
durante unos instantes de locura quise permanecer a su
lado y creer que teníamos una oportunidad para
cambiarlo todo.

Pero no podía, claro. No puedo.

Ella tampoco. Sobre todo, no ahora.

Su corazón es un vibrante tamborileo en su pecho. Lo


noto contra el mío.

—No me he aburrido de ti, Tessa. —Y frunzo el ceño


con los ojos entornados—. ¿Cómo te llamas de verdad?

Vacila.

—Tessa Cade. —Traga saliva con di cultad—. Es mi


nombre de verdad.
Me echo a reír, pero sin ningún rastro de alegría.

—Cómo no.

—A mí no se me da tan bien como a ti ngir ser otra


persona, lo siento. —Duda con los ojos dirigidos hacia la
puerta—. El rey ni siquiera lo sabe, ¿no?

No contesto, pero supongo que ya es su ciente


contestación. No me gusta la facilidad con que me tiene
calado. Se revuelve contra mis manos, que le sujetan las
muñecas, pero no cedo ni un ápice. Al nal se detiene,
sus ojos jos en los míos. Levanta la barbilla con
valentía.

—Vale. Venga, hazlo de una vez.

—¿Que haga el qué?

—Lo que sea que vayas a hacer. —Qué valiente es. De


veras que me asombra que no se haya buscado la muerte
hasta ahora—. Demuestra de qué pasta estás hecho.
Rómpeme los huesos. Córtame las manos. Préndeme
fuego. Saca el puñal y escribe tu nombre en mi…

—Todo eso que dices armará un buen barullo.

—Hazlo.

—No. —Levanto la vista hacia sus manos, una de las


cuales está adquiriendo un alarmante tono rosado—. Te
lo vuelvo a preguntar: si te suelto, ¿me prometes que no
me vas a pegar? —Al ver que duda, añado—: La
mayoría de la gente no tiene una segunda oportunidad.
Y que quede claro que no te voy a dar una tercera.
Tessa palidece un poco al oírme, y soy testigo de la
batalla que se libra ante sus ojos al enfrentar a la persona
que fui con la persona que soy.

—Vale —accede con voz entrecortada—. No te


golpearé.

Le libero las manos y doy un paso atrás. Me quedo con


la cadena y me la enrollo en una mano. Ella sigue junto a
la pared, pero está frotándose una muñeca.

A pesar de la resistencia de que hacía gala, sigue


teniéndome miedo. Lo percibo en sus ojos y en el modo
en que se pega contra la pared, a la espera de que yo
haga una de las cosas que ha comentado. Al ser el
príncipe Corrick, es algo que no puedo enmendar.

De nuevo, ojalá fuera diferente y hubiera máscaras,


oscuridad, hogueras y caminos iluminados por la luna y
todo lo que jamás volveremos a compartir.

Desearlo no arregla nada. Lo aprendí la noche en que


murieron mis padres.

—¿Tienes hambre? —le digo.

Me mira con sorpresa, luego con suspicacia y al nal


con resignación.

—No.

—Lo dudo. Da la impresión de que llevas una semana


sin comer.

—Me costaba probar bocado después de que el justicia


del rey hubiera ejecutado a mi mejor amigo. —Su
semblante se ensombrece.

Estoy acostumbrado a que me espeten groserías, pero


sus palabras me golpean como un rayo lanzado con una
ballesta, vertiginoso y doloroso, que se me clava justo en
el pecho. Debo apartar la mirada. Quiero protegerla. La
estoy protegiendo incluso ahora, y me mira como si la
hubiera arrastrado por el bosque de los pelos y la
hubiera colgado de las mismísimas puertas.

Debería habérselo contado. Esa noche, debería


habérselo contado.

Quizá sí sea un cobarde.

Como el temido príncipe que soy, tal vez sea más


difícil enmendar lo que he hecho, pero es más fácil
expulsar las dudas y la pena de mi cabeza. Tessa se ha
puesto las manos sobre la barriga, pero procuro despejar
la mente aun viendo su expresión sentenciosa. Que me
odie si quiere. Estoy acostumbrado.

Me acerco a la silla y a la chaqueta abandonada, y saco


el reloj del bolsillo. La esfera enjoyada me informa que
ha pasado una hora de la medianoche.

Cuando abro la puerta, es evidente que mis guardias


pensaban que estaba dormido o bien ocupado, porque
estaban hablando entre susurros. Se sobresaltan de
repente e intercambian una mirada por el pasillo.

He proporcionado al palacio entero su cientes


chismorreos para toda una semana, así que no los
reprendo.
—Que traigan comida —digo—. Para dos.

—Sí, alteza.

La puerta se cierra suavemente. Me giro y me froto los


ojos. Es probable que este día no termine nunca. No voy
a poder dormir si ella está aquí. Me despertaré con la
cadena rodeándome el cuello. O peor aún, no me
despertaré con la cadena rodeándome el cuello.

Bajo las manos y me la quedo mirando. Todavía no me


ha contado por qué ha entrado en el palacio, y una parte
de mí no está segura de querer conocer la respuesta.

Su rostro ha perdido toda expresión, ha cerrado los


ojos y se ha escabullido en el estrecho espacio que hay
entre la chimenea y el rincón, en la penumbra. Después
de haber pasado tantas noches tan cerca el uno del otro,
esta distancia se me antoja insoportablemente grande.

Alguien llama a la puerta, y doy un brinco. Es


demasiado pronto para que traigan la comida.

—El intendente Quint solicita una… —empieza a decir


mi guardia.

Abro la puerta antes de que Quint irrumpa en mi


habitación.

—Quint. Ahora no…

Pero ya ha pasado por delante de mí y ha cerrado la


puerta con mi mano en el pomo.

—El capitán de la guardia a rma que te has negado a


que un hombre se apostara en tu habitación.
Sinceramente, Corrick, debería haber dos aquí, como
mínimo…

—Quint.

—La consulesa Cherry ya nos ha hecho llegar una


queja formal. Por la mañana se habrá corrido la voz por
todo el Sector Real, si es que no lo ha hecho ya. —
Suspira—. Cómo gusta un buen escándalo…

—¡Quint!

—Pero debo estar al corriente de tus intenciones para


poder abordar las peticiones…

—Yo a duras penas estoy al corriente de mis


intenciones.

—Cuando encadenas a una muchacha en tu


habitación, no dejas demasiado espacio para la… —Su
voz se apaga al jarse en Tessa, que está en un rincón, y
sus ojos enseguida se desplazan hacia mí—. Se coló en el
palacio para matarte y ¿la has soltado? ¿Estás loco?

—Es muy probable.

Quint toma aire, y sé que está a punto de llamar a los


guardias, así que le coloco una mano sobre los labios.

—Cállate.

Se calla.

Nunca le he ocultado nada a Quint y no tengo


intención de empezar a hacerlo ahora.

—Quint. —Retiro la mano y suspiro—. Permíteme que


te presente a Tessa.
CAPÍTULO QUINCE

Tessa
E n la última hora, me he enterado de muchas cosas, y
mi cerebro apenas si puede retenerlo todo. Es como
si me hubiera pasado los últimos años bajo el agua y
Weston —no, no Wes, el príncipe Corrick— me hubiera
sacado la cabeza a la super cie. Si me quedo totalmente
quieta, casi consigo imaginar que se trata de un sueño
espantoso del que me despertaré en cualquier momento.

Pero, si me despierto, Wes sigue muerto. Yo sigo muy


triste. La gente sigue muriendo. Kandala está repleta de
sufrimiento. El príncipe y el rey siguen siendo dos
hombres horribles que no hacen nada para ayudar a sus
vasallos.

Bueno, todo eso sigue siendo verdad. De hecho, Wes


jamás llegó a existir.

Y eso es casi tan difícil de aceptar como su muerte.

El hombre que ha entrado en la habitación es el mismo


que me sorprendió en el pasillo. Quint. Da la sensación
de que tiene unos veintipocos años, el pelo rojizo y
su cientes pecas para parecer un muchacho más joven.
Necesita desesperadamente un afeitado, más aún que el
príncipe Corrick.

Me aprieto contra la pared como si de algún modo


pudiera atravesarla y salir del palacio en dirección a la
Selva, rumbo a la señora Solomon y a mi amistad con
Karri.

Qué tonta soy. Nunca escaparé de aquí.

Cuando el príncipe dice: «Permíteme que te presente a


Tessa», el otro se queda petri cado, y entonces suspira y
se pasa una mano por la mandíbula.

—Tessa —dice lentamente mientras me observa de


arriba abajo. Su mirada regresa a Corrick—. ¿Tu socia?

Corrick asiente.

Y así es como me doy cuenta de que Quint debe de


saber lo de Wes.

No sé si me llena de rabia o de alivio no haber sido la


única persona en conocer la existencia de Wes, la treta
del príncipe. Tomo aire para protestar, pero Quint
levanta un dedo. Su expresión ha pasado de mostrar
incredulidad a ser re exiva. Me dedica una mirada más
atenta y escudriñadora al encaminarse hacia mí. Percibo
el momento en que sus ojos se jan en el nudo de la tela
sobre mi hombro, y me abrazo a mí misma como para
protegerme. Pero no me mira con lascivia, sino que… tan
solo me observa.

—Arella está furibunda —dice girándose hacia Corrick


—. Cree que en estos precisos momentos estás violando
a la muchacha.

Sus palabras hacen que me dé un vuelco el estómago.


Corrick no me ha hecho daño (no directamente), pero
eso no signi ca que no pueda o no vaya a hacerlo.

Una de las frases que ha dicho parpadea sobre todas


mis preocupaciones: «El único sitio en el que puedo
proporcionarte seguridad es aquí, en esta habitación».

Tengo muchísimas preguntas.

Corrick no va a responderlas, claro. Se ha acercado a la


mesita para servirse otra copa, como si yo no fuera más
que un factor colateral.

—Últimamente, Arella está furibunda por todo lo que


hago.

Arella fue la mujer que me habló cuando estaba


encadenada. Antes de que me enterara de quién era
Corrick. No entiendo por qué quiso mostrarse tan
despiadado delante de ella —o, para el caso, delante de
sus guardias— si no ha hecho ningún amago de hacerme
daño desde que he entrado en esta estancia.

Abro la boca una segunda vez, pero Quint vuelve a


levantar un dedo.

—Espera —dice—. Estoy pensando.

Se ha detenido delante de mí con la cabeza ladeada,


como si yo fuera un desconcertante rompecabezas que le
han encargado resolver. Aunque él está un tanto
desaliñado, tengo la sensación de que debería ponerme
bien la ropa y sentarme más recta.

—Ten cuidado —le comenta Corrick—. Es violenta.

—Solo con los mentirosos y con los villanos. —Lo miro


con los ojos entornados.

—Salud. —Alza el vaso en mi dirección.


—¿Sabes cantar? —dice Quint.

—¿Que si sé… qué? —Parpadeo.

—Cantar. O bailar. ¿Quizá sepas algún truco de magia?

—Yo… —No entiendo nada—. No.

—Quint. —Corrick pone los ojos en blanco.

—El rey nunca te permitirá que la alojes aquí como


una especie de… atormentada concubina —dice Quint.

—Yo tampoco lo permitiré —le espeto.

—Se nos tiene que ocurrir otra cosa. —No me presta


atención alguna—. Algo que satisfaga a Allisander y
que, al mismo tiempo, apacigüe a Arella.

—Necesito saber por qué has entrado en el palacio —


insiste Corrick, y su voz se ha vuelto fría de nuevo, igual
que cuando me agarraba del pelo y tiraba de mí con
fuerza.

—Ya te lo he dicho. —Trago saliva—. Ha sido un error.

—Dime algo que pueda creer.

Es fácil comprender por qué aterroriza a la gente. No


es solo por su reputación. Cuando está concentrado en
algo, es difícil pensar en otra cosa. Quiero rebobinar el
tiempo al breve instante en que aún era Wes, ese
momento en el que me desató las manos y me dejó que
lo abrazara como tantas veces he abrazado a Wes.

Debo olvidarme. Wes no existe.

Y Corrick sigue esperando a que le responda.


Lo miro a él y luego miro a Quint. No sirve de nada
mentir, no cuando la respuesta es tan aburrida.

—He venido a entregar un pedido en el Sector Real.


He doblado la esquina que no era y me he encontrado
justo delante del palacio. Sabía… —Se me quiebra la voz
y tengo que aclararme la garganta—. Sabía que las
provisiones de pétalos de or de luna de aquí son más
potentes que las de los demás sectores, y quería…
quería…

—¿Querías robar en el mismísimo palacio? —dice


Corrick—. Ni siquiera yo robo en el palacio, Tessa.

—No… Ya lo sé. No he pensado. No lo había planeado.


He visto… a unas chicas. Criadas, supongo. Las he
seguido. Creía con seguridad que los guardias me
detendrían, pero… pero supongo que una chica con
faldas artesanales es idéntica a cualquier otra. Y he
entrado sin más.

Al oírme, Quint se sobresalta. El semblante de Corrick


se oscurece.

—Me enteraré de quién hacía guardia frente al palacio.


—Quint alza una mano antes de que yo añada nada más
—. Te daré nombres durante la hora del desayuno.

No aparto la mirada del príncipe.

—¿Vas a matar al guardia que me ha dejado entrar?

—Está claro que no le voy a mandar una carta de


agradecimiento.

No digo nada, pero quizá mi expresión horrorizada


re eje mis pensamientos de todos modos, porque él
suspira y aparta la mirada.

—Estoy al corriente de mi reputación, pero yo no


ejecuto a todo el mundo, Tessa. —Hace una pausa—.
Además, me sorprende que inviertas un solo segundo en
defenderle. Si hubiera hecho bien su trabajo, ahora
mismo estarías en el taller, rellenando frascos y cargando
tu zurrón.

Oírlo hablar sobre el taller con una voz tan apagada


hace que se me forme un nudo en la garganta. Como si
fuera algo de lo que burlarse y no un lugar en que hemos
compartido los momentos más importantes de mi vida
de los últimos años. Tengo que apretarme los ojos con las
manos para no derramar las lágrimas.

Cuando acompaso mi respiración y bajo los brazos,


mientras intento parpadear para no echarme a llorar, veo
que Quint me ofrece un pañuelo bordado, y su expresión
no es desagradable. Me deja tan sorprendida que me
quita una parte de las emociones que sentía. Lo acepto y
lo agarro entre los dedos. Huele a canela y a naranja, y el
tacto es sedoso. Es bastante probable que se trate de lo
más caro que he sujetado nunca, a excepción de los
pétalos de or de luna. Casi no quiero utilizarlo para
secarme las lágrimas.

—Gracias.

Alguien llama a la puerta, pero Corrick no se mueve.

—Debe de ser la cena —dice—. Adelante —exclama.


Una criada que parece cansada y despeinada trae una
bandeja. La coloca sobre la mesita antes de hacerle una
reverencia al príncipe.

—Alteza. Intendente Quint. —Sus ojos se posan en mí,


pero enseguida aparta la mirada—. ¿Van a necesitar algo
más?

—No —dice Corrick.

—Sí —lo corrige Quint—. Prepara una habitación para


nuestra nueva invitada. Asegúrate de que en el armario
y en el cuarto de baño no falte nada. Que también haya
ropa de cama limpia.

—Por supuesto. —La muchacha hace una nueva


reverencia y sale por la puerta.

—Os dejaré cenar —dice Quint—. Hablaré con el


capitán acerca de designar a otros guardias. Supongo
que bastaría con cuatro para evitar que haya más…,
digamos, personas deambulando por el palacio, ¿no? —
Me mira directamente.

—Un momento. ¿Una habitación para mí? —gorjeo.


Nada tiene ningún sentido.

—¿En qué estás pensando? —le dice Corrick a Quint,


ignorándome.

—En que no debería quedarse en tus aposentos más de


lo necesario. Es noche cerrada y los rumores todavía no
han podido propagarse. Dijiste que había ajustado las
dosis de vuestras rondas. ¿Quizá pueda aportar en el
palacio una parte de sus conocimientos medicinales?
Seguro que se nos ocurre algo mejor que el castigo de
estar encadenada a tu cama.

—Seguro —asiente Corrick sin emoción.

Quint extrae una libretita de la chaqueta y toma notas.

—A mediodía habré redactado un anuncio para que lo


repases.

Dicho esto, se marcha y, una vez más, me encuentro a


solas con el príncipe. Corrick se desplaza hacia la mesita,
donde una gigantesca bandeja con platos humeantes me
hace la boca agua. Huelo algo dulce y algo sabroso, y sin
duda habrá pan recién hecho, porque el aroma de la
levadura es divino. El estómago me recuerda que no he
comido nada. No me apetece acercarme a él, pero inhalo
hondo.

Corrick agarra una pieza de fruta y la coloca bajo la


luz. La piel es de un rojo brillante.

—¿Quieres una manzana con miel, Tessa?

Se me pasa el hambre de golpe.

—Te odio —mascullo entre dientes.

Me la lanza y la atrapo de inmediato, pues la


alternativa es dejar que me golpee en la cara.

—Como te he dicho siempre, es la mejor opción


posible —me recuerda.

En el lado opuesto de la habitación, hay una mesa


enorme y ornamentada. Al ver que no me movía, el
príncipe Corrick ha servido dos platos y los ha dejado
sobre la mesa, esmerándose en colocarlos frente a frente,
y no el uno al lado del otro. Señala una de las sillas con
la mano y me mira intencionadamente.

De verdad que me muero de hambre. Cada vez que


tomo aire recuerdo lo poco que he comido en los últimos
días. He tenido que echar mano de todo mi autocontrol
para dejar la manzana en el suelo.

Me apoyo en la pared.

—No.

—¿Rechazas una invitación para cenar con el hermano


del rey? —Finge sorpresa—. ¿Qué dirán los cocineros
cuando tu plato les llegue de vuelta intacto?

—No creo que ahora mismo te apetezca dejar un


cuchillo cerca de mis manos.

Mi comentario le provoca una sonrisa de lado y,


durante unos instantes, se parece tanto a Wes que el
corazón me da un vuelco antes de hacerse añicos en
millones de pedazos. A lo mejor se ha dado cuenta por
mi expresión, porque sus labios ahora forman una línea.

—Siéntate. Come. Sé que estás hambrienta. ¿Qué ganas


rechazando la comida?

Nada, en realidad. No tengo una buena respuesta que


ofrecerle, y su pregunta parece desa arme. Respiro
hondo y me encamino hacia la mesa. Seguro que en la
corte hay un protocolo que debería seguir, pero no sé
cuál es, y, si cree que le voy a hacer una reverencia, que
espere sentado. Mi corazón se acelera y debo recordarme
que no es Wes, es el justicia del rey. No es un simpático
forajido. Es un hombre cruel sin empatía alguna.

Me siento en la silla y él hace lo propio. Mi espalda es


una barra de acero. No me puedo relajar. Agarro el
panecillo de mi plato. Sigue caliente, y está espolvoreado
con sal. Rompo un pedazo y me lo meto en la boca.

No es sal. Es azúcar, y es una delicia. Me apetece


metérmelo entero en la boca y tragármelo de una
sentada.

Noto que Corrick me está mirando, así que jo la vista


en cualquier otra cosa. En las ligranas que adornan los
platos. En el mantel bordado. En el charquito de salsa
espesa que acompaña a cuatro trozos de carne de ave.

Se me ocurren muchísimas preguntas, pero todas ellas


dejarían al descubierto lo que siento por un hombre que
no existe, y no pienso darle ese gusto al príncipe Corrick.
Ya se ha llevado demasiadas cosas. Arranco otro pedazo
de pan y digo:

—Quint sabe la verdad. Sobre ti. Y sobre mí.

—Sí. —Hace una pausa—. Es el intendente del palacio.


Y es un amigo. Por aquí ocurren pocas cosas que escapen
a la atención de Quint.

—Pero… el rey no lo sabe.

—No. —Corrick aparta la mirada—. Nunca he querido


poner a Harristan en la tesitura de tener que verse
obligado a negarlo.

—Por si te atrapan.

—Sí.

—Yo podría contárselo a todo el mundo —digo


fulminándolo con la mirada, ahora sí—. Revelar tu
secreto. El justicia del rey es un contrabandista
disfrazado que roba a las élites reales.

—Adelante —dice suavemente—. No serías la primera


prisionera en inventarse una historia así de curiosa. —
Corta un trozo de carne—. Si decides que no quieres
permanecer aquí, es una buena manera de ganarte un
billete de ida al presidio.

—¿Si decido? ¿Es una broma?

—Yo no te he arrastrado hasta el palacio. —Su voz se


ha vuelto áspera—. De hecho, cuando me vi obligado
por ti, hice lo imposible para convencerte de que la
situación era muy tensa y peligrosa, y que era mejor que
te mantuvieras alejada una temporada del Sector Real.

«Cuando me vi obligado por ti». Cuando estábamos en


el bosque y no quería ir a robar provisiones. Intentó
persuadirme de lo contrario y yo me negué y exigí una
revolución.

Una revolución de la que él jamás habría podido


formar parte, ahora lo sé.

Por supuesto que tuvo que matar a Weston Lark. De


ser él, yo seguramente también lo habría hecho.
—Y aquí estamos —susurro. En contra de mi voluntad,
mis ojos se anegan de nuevo; reprimo las lágrimas y me
meto otro trozo de pan en la boca—. ¿A quién colgaste
en tu lugar?

—A un contrabandista de verdad —responde como si


tal cosa—. Se salió con la suya después de robar los
pétalos de or de luna, pero se le ocurrió pasar unos
minutos aprovechándose de una mujer, y el hijo oyó el
alboroto y dio la voz de alarma. Me han dicho que el
hombre le había dado una buena paliza a la mujer
cuando lo descubrieron.

Me lo quedo mirando. No sé qué decir.

Corrick le da un sorbo a su vaso.

—No creerías que éramos los únicos que entrábamos


en el Sector Real a robar medicinas. No me costó nada
ponerle una máscara al tío.

Recuerdo las alarmas y las luces de la noche en que


Wes no regresó. Yo creía que eran por él.

Me he quedado con la boca abierta. La cierro.

—Tú… me dijiste que trabajabas en las forjas. Me


dijiste que eras de Ciudad Acero.

Se encoge de hombros y se pasa una mano por la nuca,


avergonzado.

—Era un lugar tan bueno como otro cualquiera. La


metalurgia me interesa, así que sé algo del tema.

Me cuesta recordarme a mí misma que no se trata de


Wes. Su actitud ha vuelto a cambiar, y está más relajado
ahora que estamos a solas y no lo golpeo en la
entrepierna. Me preguntaba cómo era posible que
tuviera dos caras, pero, después de verlo con distintas
personas, creo que tiene una docena de caras, que
muestra en función de las necesidades de cada
momento. No sé cuál es la verdadera, pero sus maneras
tranquilas me complican estar tensa y asustada. Si cierro
los ojos, bien podríamos estar en el taller, sentados frente
al fuego, hablando de trivialidades.

No. No puedo. No puedo olvidar que es el príncipe


Corrick. Podría chasquear los dedos y conseguir que me
ejecutaran aquí mismo.

Suelto un tembloroso suspiro.

—¿Qué…? —Tengo que aclararme la garganta—.


Cuando estaba encadenada, cuando tú…, cuando la otra
mujer ha intercedido por mí…

—La consulesa Cherry. De Solar. —Da otro bocado al


plato, como si mis emociones no se estuvieran
desmoronando delante de él.

Se me seca la boca. Trago saliva con di cultad. Ha sido


muy duro con ella. Y por eso me cuesta tantísimo
aceptarlo. Wes era muy amable y alegre.

Deja el tenedor y me mira a los ojos. Eso es casi peor.


Sus ojos son muy penetrantes. Es lógico que los
prisioneros rueguen por que los maten.

—Formula la pregunta, Tessa —dice al nal con voz


queda y familiar, sin rastro de hielo ni de acero en el
tono.

—Sabías que era yo. —Suelto todo el aire—. Cuando


estaba encadenada. Yo no te veía a ti, pero tú a mí sí.
Tenías que saberlo.

—Lo sabía.

—Y… y has sido muy cruel. —Por más que intente


armarme de valor, mi voz no es sino un suspiro.
Necesito entenderlo. Necesito que me lo explique.

—Ya te lo he dicho. De mí se espera crueldad. De


hecho, delante de la consulesa Cherry es hasta
obligatorio. —Sus ojos vuelan hasta la puerta y luego
regresan a mí—. Y delante de mis guardias, que
chismorrean sobre todo lo que ven y todo lo que oyen.

Lo observo. Pienso en cómo me ha lanzado al suelo


cuando el guardia ha entrado por la puerta. Pienso en
cómo me ha puesto bien la tela sobre el hombro cuando
la puerta estaba cerrada.

Al hombre de las puertas lo colgaron por ser un


contrabandista, pero lo sorprendieron violando y
pegando a una mujer. ¿No es lo que ha dicho Corrick?
Esa parte no es de conocimiento público, solo el
contrabando.

Mientras tanto, Corrick permite que la gente crea que


está abusando de mí, cuando en realidad no me ha
hecho daño desde que me he despertado en la montaña
de cojines. Recuerdo la comida que tengo delante y que
Quint está preparándome una habitación.

—¿Por qué ibas a querer que la gente creyera que eres


una persona horrible? —digo.

Toma aire para hablar, pero entonces descarta lo que


pensaba responder, porque niega ligeramente con la
cabeza.

—Sé sincera, ¿por qué has entrado en el palacio? —


pregunta en voz baja.

—Ya te lo he dicho. Esperaba… esperaba robar


medicinas. Esperaba ayudar a las personas a las que
dejamos vulnerables cuando Wes…, cuando tú…,
cuando los dos lo dejamos.

—Has conseguido colarte en los pasillos de los criados


para disponer de un mejor acceso a nuestras
habitaciones. —Hace una pausa—. Ya sabes qué han
encontrado en tu zurrón. ¿Pretendías matar al rey?

No digo nada. Se me ha secado la boca. El mero hecho


de admitir que ese pensamiento me ha pasado por la
cabeza es alta traición. Solo fue durante unos instantes,
pero sí se me ocurrió.

Me pregunto qué pensaría mi padre de mí ahora


mismo. ¿Le he fallado? ¿O he tomado la decisión
correcta?

—¿Pretendías matarme? —añade Corrick.

Me humedezco los labios. No diré que sí…, pero


tampoco puedo negarlo.
—No podría —susurro.

—No eres una asesina.

Asiento. Él sabe que no lo soy.

Su mirada vuelve a endurecerse, como dos cubitos de


hielo bajo la luz de la luna.

—La amabilidad te vuelve vulnerable, Tessa. Hace


años aprendí esa lección. Me sorprende que tú no lo
hayas hecho.

Hace años. ¿Cuando murieron mis padres?

No, es absurdo. Eso a él no lo afectaría. Pero me doy


cuenta de que he olvidado, una vez más, que es
miembro de la familia real, y que ha debido soportar sus
propias pérdidas.

En ese caso, ¿cuando murieron sus padres? ¿Qué


signi ca eso? Ha cambiado de careta de nuevo, y no sé
qué es lo que no me dará problemas admitir.

Corrick se limpia las manos con la servilleta.

—Cómete la cena. Te acompañaré hasta tu habitación


para que puedas descansar un poco. Vas a necesitar
dormir. Quint llamará a tu puerta cuando salga el sol.
CAPÍTULO DIECISÉIS

Corrick
N o quiero llevar a Tessa a otra habitación. Quiero
que se quede aquí, justo aquí, donde sé que nadie
le hará daño. Donde no podrá hacer nada que me
obligue a actuar.

Quiero sacarla del palacio a hurtadillas y descender la


muralla con ella para regresar al taller, donde podemos
ser Wes y Tessa sentados junto al fuego.

Donde pueda ayudar a mis súbditos, en lugar de


hacerles daño.

Lo que yo quiera no importa nunca, así que la guío por


el silencioso pasillo. Nuestros pies apenas hacen ruido
sobre la alfombra de terciopelo. Ella está descalza, lleva
el pelo largo y suelto sobre la espalda, y con una mano se
aferra a la tela que le cubre el hombro. Mis guardias son
lo bastante sensatos para mantener la vista al frente.

Quint ha escogido la habitación Esmeralda, que,


contrariamente a lo que indica su nombre, está decorada
con tonos rojos y rosados, desde el cubrecama de satén
hasta las pesadas cortinas que anquean las paredes. El
único elemento verde de la estancia es la gigantesca joya
que adorna el cuello de la mujer del retrato que hay
encima de la chimenea. Mi bisabuela. Es una habitación
agradable, no demasiado ostentosa para alguien que
aparentemente es una prisionera, pero es un claro indicio
de que Tessa no es una muchacha que vaya a ir a parar al
presidio.

Junto a la puerta están apostados cuatro guardias, lo


cual me parece una exageración, pero recuerdo la
facilidad con que se ha colado en el palacio y no digo
nada.

Nos detenemos frente a la puerta de su habitación, y


Tessa contempla a los guardias con los ojos bastante
abiertos.

—No te van a hacer daño —le aseguro—. A no ser que


intentes huir.

—¿Y ya está? —susurra.

—Si te despiertas temprano, los guardias pueden


pedirte el desayuno.

—Me vas a dejar aquí. Sola.

—¿No debería?

Enseguida niega con la cabeza, y entonces atraviesa el


umbral y se gira para mirarme, como si creyera que voy
a agarrarle el brazo y tirar de ella hacia mí.

—Y puedo cerrar la puerta —dice.

—Te lo recomiendo.

Se me queda observando durante un buen rato antes


de aferrar el pomo de la puerta y cerrarla con suavidad.
Al cabo de unos instantes, oigo cómo la cierra con llave.

Contemplo al hombre que está más cerca de la puerta.


No sé el nombre de todos los guardias, pero sí que
conozco al teniente Molnar. Es mayor que los demás,
tiene unos sesenta y pico, así como un cabello espeso y
canoso. Sirvió a mis abuelos, y luego a mis padres, y
ahora a nosotros. Es un hombre callado, pero sabe hacer
su trabajo, y se le da bien. Acata las órdenes y no
chismorrea…, y es lo bastante maduro para impedir que
lo hagan los otros guardias.

—¿Tienes una llave? —le pregunto.

—Sí, alteza.

—Bien.

Debería regresar a mis propios aposentos, pero estoy


demasiado nervioso, demasiado inquieto. Me da la
impresión de que no volveré a quedarme dormido
jamás.

«Te odio».

Cuando se lo soltaba a Wes, Tessa no lo decía en serio.

Cuando se lo ha soltado al príncipe Corrick, he


percibido el convencimiento en cada una de las sílabas.
«Te-o-dio».

Dejo atrás mis aposentos, y los guardias me siguen por


el pasillo. Por lo general no son mi sombra dondequiera
que vaya, pero seguro que la repentina aparición de
Tessa ha asustado a su capitán.

Me detengo delante de la puerta de Harristan. Sus


guardias me informan que está dormido, pero soy la
única persona a quien dejarán pasar sin protestar. Cruzo
la puerta como un fantasma y la cierro con sumo
cuidado para que el pestillo no emita ningún chasquido.
La única luz que ilumina la estancia procede de la
chimenea, que ha ardido hasta reducirse a unas meras
ascuas. En la mesita hay una bandeja con tazas y
platillos de té, pero veo otra en la mesa junto a la cama
de Harristan. Bien.

Desde aquí oigo su respiración.

No pinta bien.

Me paso las manos por la cara y me siento en el sillón


cercano al escritorio. Encima de todos los documentos
hay un manuscrito, cuyo sello indica que viene desde
Artis.

Lo levanto y lo desdoblo. Han solicitado una nueva


petición de fondos, esta vez con las cantidades
corregidas. Jonas no pierde el tiempo. Me aprieto el
puente de la nariz.

—Cory.

Alzo la vista. Harristan me mira desde la cama.

—Deberías estar durmiendo —le digo.

—Tú también. —Hace una pausa—. ¿Qué le has hecho


a la chica?

—Está durmiendo en la habitación Esmeralda. Bajo


férrea vigilancia.

—No. —Me lanza una mirada—. ¿Qué has hecho?

—Nada. Le he dado de cenar y la he mandado a la


cama.
Me observa. Yo también a él.

Quiero contárselo. Llevo años queriendo contárselo.


Mi hermano comprendería mi necesidad de salir del
palacio, de salir del Sector Real. Fue él quien me enseñó
a escabullirme, a trepar por la muralla y a abandonarme
a los placeres de la Selva. Fue él el que siempre quiso la
libertad que este lugar no le ofrece.

He sido yo quien ha disfrutado de ello, aunque solo


fuera durante un breve período, y me parece injusto
provocarlo con esa información.

Aunque ya se haya terminado. Lo voy a dejar.

De todos modos, es un comportamiento tan traicionero


como cualquier otro que pudiera inventarme. He robado
a nuestros súbditos. He actuado de forma contraria a sus
órdenes, de forma contraria a las órdenes que se espera
que cumpla. Si alguien se enterara, sería un escándalo
sin precedentes.

La mirada de Harristan es intensa, como si fuera capaz


de desentrañar mis secretos nada más que con los ojos, y
al nal debo girar la cabeza.

Se aclara la garganta.

—Me cuesta creer que le hayas mostrado misericordia


a alguien que se ha colado en el palacio para matarme.

Lleva razón, pero hay una parte de la verdad que sí le


puedo contar.

—Se ha colado para robar medicinas. No pretendía


hacerle daño a nadie.
—¿Es una contrabandista?

—No del todo. —Pienso en los libros que llevaba en el


zurrón, en la propuesta de Quint de que tal vez habría
que darle una vuelta a la situación—. Tiene muchas
teorías sobre cómo ajustar las dosis del elixir de or de
luna para que sea más efectivo. —No es mentira, pero a
mí me lo parece. Hago una pausa—. Roba medicinas y
las distribuye entre el pueblo. Para quienes no se la
pueden permitir.

Mi comentario lo deja un buen rato en silencio, como


sospechaba que ocurriría. A pesar de lo que piense la
gente, Harristan no es un desalmado. El fuego
menguante crepita en la chimenea.

—¿Crees que hay muchos haciéndolo como ella?

—No tengo ni idea. —Niego con la cabeza.

—Cuando los guardias me han dicho que alguien


había entrado en el palacio, he pensado que al nal nos
había estallado la revolución.

Pienso en los auténticos contrabandistas que huyeron,


en cómo la multitud hacía un llamamiento a la rebelión.

—Todavía es posible.

Vuelve a quedarse callado, pero esta vez le tiemblan


los párpados.

—Duerme —le digo en voz baja. Me levanto—. Me


marcho.

—Cory. —Su voz me alcanza antes de que llegue a la


puerta.

—¿Qué? —Me detengo y me giro.

—Hay algo sobre la chica que no me estás contando.

Mi hermano casi nunca se obsesiona por los detalles, y


normalmente le va bien así. Sin embargo, hay momentos,
como ahora, en que algo llama su atención, y entonces es
difícil que suelte la presa.

He estado callado durante demasiado rato, y el


silencio se intensi ca entre nosotros.

—Sé que la gente me oculta secretos —dice—. Pero no


creía que fueras uno de ellos.

Si su tono fuera áspero o reprobatorio, se lo negaría.


Pero Harristan casi nunca me habla así, en especial
cuando estamos a solas. En el palacio hay muy pocas
personas en las que él confíe por completo. Quizá yo sea
el único. Durante un cortísimo instante, me pregunto si
esta situación socavaría esa con anza.

—No oculto secretos que te pongan en peligro —le


aseguro.

—Ya lo sé —responde, sereno.

Claro que lo sabe, aunque oírlo da cierta paz a mi


mente.

—Me gustaría hablar con ella.

Me pregunto cómo se podría desarrollar el encuentro.


Me imagino a Tessa pegándole un puñetazo a mi
hermano o lanzándole una bebida en la cara. Hay un
millón de cosas que podría soltarle y que la llevarían de
cabeza al presidio… o algo peor. Hay un millón de
preguntas que podría formularle Harristan… y un
millón de respuestas equivocadas que pondrían en
peligro a Tessa.

Pero es el rey y, por mucho poder que tenga yo, él tiene


más. Asiento.

—Me encargaré de organizarlo.


CAPÍTULO DIECISIETE

Tessa
D ebería estar en una celda de la cárcel.

Siendo sincera, probablemente debería estar


colgando de la muralla del Sector Real con puñales en
los ojos, una advertencia hacia cualquiera que quisiera
colarse en el palacio.

Pero resulta que estoy en una habitación que es seis


veces más grande que la que alquilaba. Cuento con un
cuarto de baño para mí, algo que no he tenido nunca, y
está atestado de ropa de cama y de toallas, además de
una docena de botes de jabón y de cremas y de trocitos
de pétalos que huelen a lavanda y a rosas. Hay dos
grifos en la bañera, y me quedo de piedra al descubrir
que de uno de ellos sale agua caliente. En la pensión, si
queremos darnos un baño, debemos hervir agua en una
olla sopera y luego utilizar la bañera que hay detrás de la
cocina.

La iluminación también es más potente de lo que estoy


acostumbrada. Sé que en el Sector Real hay electricidad,
pero verlo desde las sombras es distinto a estar sentada
debajo de una lámpara eléctrica y saber que no se
apagará ni requerirá más aceite. En la pared junto a la
cama hay seis pequeñas palancas, y, al accionarlas con
cuidado, reparo en que cada lámpara está conectada a su
propio interruptor.
El armario no está lleno hasta los topes, aunque sí
contiene ropa interior de lino, suaves prendas de seda y
media docena de vestidos confeccionados con seda,
encaje, brocado y satén. En el suelo hay una hilera de
botas con cordones y zapatillas de terciopelo de tres
tallas diferentes. Todo apesta a riqueza y a extravagancia
y, para mi sorpresa, a recato. Las mangas son elegantes y
largas. Los cuellos de todas las prendas dejan a la vista
tan solo un dedo de escote. Son preciosas, y las espaldas
encorsetadas les permiten tener una forma de nida,
aunque no son en absoluto lo que esperaba después de
que Corrick prácticamente me desagarrara el vestido
delante de su guardia. ¿Las ropas las habrá seleccionado
Quint? ¿Qué es lo que ha comentado?

«El rey nunca te permitirá que la alojes aquí como una


especie de atormentada concubina».

Nadie lo esperaría tampoco. No con esas ropas, claro.

Con cada paso que doy, espero a que irrumpa un


guardia en la habitación y me arranque los brazos. He
cerrado la puerta con llave, así que por lo menos
dispondré de unos instantes de aviso.

Como si esos segundos fueran a ayudarme a hacer


algo que no sea entrar en pánico.

Me quito el vestido roto y me enfundo en uno de los


camisones del armario, y a continuación me ato una bata
por encima. Me tumbo en la cama y apago todos los
interruptores. Me quedo mirando el techo, que titila con
la luz dorada de la chimenea.
Aquí nunca me quedaré dormida. Me pregunto si
alguna vez volveré a conciliar el sueño.

Debería estar pensando en todo de lo que me he


enterado sobre Corrick y sobre ese retorcido secreto suyo
que le permite torturar a su pueblo por el día mientras
por la noche intenta salvarlo. Debería estar pensando en
Karri y en la señora Solomon y en cómo van a reaccionar
cuando vean que no regreso. Debería estar pensando en
cuánto tiempo me van a encerrar en una habitación
como esta antes de mandarme, a la larga, al presidio.

Debería estar pensando en una manera de escapar.

Pero no, mi mente de boticaria está pensando en el rey


Harristan. En cómo ha empezado a toser y no ha podido
parar. En el dejo de miedo que teñía la voz de Corrick al
decir: «No está enfermo».

Aunque el cerebro me da vueltas por el terror, sé qué


signi ca esa tos.

No debería importarme. No debería.

Pero no lo puedo evitar. En el palacio disponen de la


mejor medicina que existe. Wes me dijo que se
administraban tres dosis al día, y supongo que será
verdad, ya que Wes es Corrick y era uno de los que
recibían esas dosis.

¿Acaso el elixir ha empezado a fallar? ¿El rey es más


vulnerable a la ebre por alguna razón? ¿O alguien está
alterando sus dosis de or de luna con veneno? ¿O tal
vez le estén vetando el acceso a algo que necesita? No
tengo manera de saberlo y estoy segura de que nadie me
dará las respuestas. Ya me he colado en el palacio. No es
preciso que empiece a pensar en formas de hacer
enfermar al rey.

Mi cerebro no deja de cavilar, sin embargo. Mi madre


comentaba a menudo que tener demasiadas medicinas a
veces era peor que tener pocas. ¿Y si el rey está tomando
demasiada cantidad? Aunque aquí cuentan con los
mejores boticarios y médicos. Seguro que sus dosis están
muy bien controladas.

Si la medicina ha perdido e cacia… no quiero pensar


en las consecuencias que tendría.

Y si el rey Harristan muere, entonces Corrick se


convertiría en el rey.

Tampoco quiero pensar en las consecuencias que


tendría. Tanto da lo que me dijera en sus aposentos o lo
que hiciera como Weston Lark: sigue siendo responsable
de muchísimo sufrimiento. Corrick no puede
enmendarlo. Ya es lo bastante aterrador siendo el justicia
del rey. Me he dado cuenta de que el rey Harristan tiene
un límite. No le ha hecho gracia el modo en que Corrick
había planeado… abusar de mí.

No tengo ni idea de cuáles son los límites del príncipe


Corrick.

No sé si quiero descubrir cuáles son. No sé si alguien


en Kandala quiere descubrirlo.

Tengo la barriga llena y esta habitación es muy


tranquila y acogedora, un gran contraste con los minutos
en que he estado clavada en el suelo, con el puño del
príncipe aferrado rmemente a mi pelo. Me estremezco
sin pretenderlo.

Pero luego se ha sentado a la mesa a cenar y hemos


estado los dos solos, y durante un breve momento es
como si hubiera vuelto a ser Wes, un poco divertido y un
poco feroz.

Me llevo una mano al pecho mientras mis ojos se


llenan de lágrimas. Me duele el corazón con cada latido.

Wes no está muerto. Mi cerebro quiere alegrarse.

Pero Wes no era real. Una lágrima se abre paso.

—Señorita. —Una mano se apoya sobre mi brazo—.


Señorita.

Me aparto y me incorporo. No esperaba dormirme,


pero debo de haberme quedado frita. Mis extremidades
se sienten pesadas y se toman su tiempo para activarse.
La habitación está inundada por la luz del sol de la
mañana; anoche no llegué a correr ninguna de esas
cortinas. Sigo vistiendo un camisón y una bata, pero en
ningún momento me tapé con una manta.

Frente a mí veo a una criada con un vestido azul y un


delantal gris claro. Tiene el pelo negro carbón recogido
en un apretado moño, piel aceitunada y ojos marrones.
En ella hay algo que me resulta familiar, pero no consigo
identi carlo. Quizá sea una de las chicas a las que ayer
seguí hacia el interior del palacio.
—Discúlpeme, señorita —dice—. El intendente Quint
me ha pedido que la vista y la prepare para las ocho y
media. Le he llenado la bañera.

—Cerré la puerta con llave —comento.

—He llamado —responde—. Pero estaba dormida. —


Hace una pausa—. Los guardias tienen una copia.

Todavía no estoy despierta del todo. Me la quedo


mirando. Es joven, quizá incluso más joven que yo.
Ahora veo que en la habitación hay dos guardias,
apostados impasibles junto a la puerta. Tal vez han
venido a comprobar que no pierda el control. Sin
embargo, no se les ve demasiado preocupados. En todo
caso, parecen aburridos. Supongo que no soy una
durmiente muy entretenida.

—¿Cómo…? —empiezo a decir—. ¿Qué…?

—Son las siete y media —me informa la muchacha—.


Me llamo Jossalyn. Tenemos poco tiempo.

—Pero… no voy a tardar una hora en bañarme.

—No, señorita. Pero se reunirá con el rey a media


mañana, así que…

—¿Que qué? —Me froto los ojos con las manos. La


ansiedad me forma un nudo en el estómago—. Un
momento. ¿Has dicho… con el rey?

—Sí. —Titubea antes de retorcerse ligeramente las


manos—. He pedido su desayuno. Si se mete ahora en la
bañera, lo traerán justo cuando se haya secado.
No comprendo cómo es capaz de decir algo como «se
reunirá con el rey» poco antes de ponerse a hablar de
pedir comida. Me aparto el pelo de la cara.

—No puedo… —Se me quiebra la voz y me aclaro la


garganta—. No puedo reunirme con el rey.

—Es una petición de su majestad —dice, como si eso lo


explicara todo.

Echo un ojo a los guardias de la puerta. Están


impertérritos, pero seguro que prestan atención a todo lo
que digamos. Uno es mayor, y debe de tener más de
sesenta años, pero el otro es más joven y me ha mirado
largamente cuando he dicho que no podía reunirme con
el rey.

No sé por qué, pero me parece obvio que me reuniré


con el rey aunque deban arrastrarme por los dedos de
los pies.

Mi corazón se detiene en mi pecho y tarda unos


segundos en volver a activarse.

Wes. Ayúdame.
Wes no existe. Solo existe Corrick.

No esperaba sobrevivir a la noche, pero he conseguido


llegar a la mañana. Me aprieto los ojos con los dedos y
respiro hondo. Haría lo que fuera por abrirlos de nuevo
y encontrarme en la tienda de la señora Solomon con la
sonrisa torcida de Karri.

—¿Señorita? —me llama Jossalyn. Se inclina hasta que


su voz es apenas más fuerte que su respiración—. A los
guardias les han ordenado que me ayudasen si se niega
a prepararse.

Doblo los dedos.

—Vale. De acuerdo. Voy a darme ese baño.

No me ayuda nadie a darme un baño desde que era


pequeña, pero Jossalyn parece reacia a dejarme sola, y
sospecho que debo elegir entre ella y los guardias, y sé
qué opción pre ero. Hundo la cabeza en el agua y,
cuando sobresalgo, empieza a frotarme el pelo.

—Puedo hacerlo yo —digo.

—Sí, señorita. —Pero no se detiene. Sus dedos recorren


mis mechones enmarañados con una espuma que huele
a vainilla y a leche. En cualquier otra situación, sería
relajante: el agua asombrosamente caliente, los aromas
calmantes, la suave presión de sus dedos. Pero es que
estoy desnuda con una desconocida, hay guardias
armados en la habitación de al lado y, dentro de unas
horas, voy a reunirme con el rey Harristan.

En la Selva, mucha gente lo llama Harristan el


Horrible. Me pregunto si lo sabrá.

En cuanto ese pensamiento cruza mi mente, me aterra


la posibilidad de decirlo en voz alta. Delante de él.

«Como le lances un vaso de licor a mi hermano, tendré


que cortarte las manos de verdad».

Noto cierta tensión en el pecho. Me quedo inmóvil


mientras Jossalyn me vierte agua en la cabeza para
aclararme el pelo, y supongo que me escuecen los ojos
por el jabón y por nada más.

¿Qué quiere el rey? ¿Por qué iba a desear verme?

Jossalyn me ofrece un vestido de una tela más suave


de lo que jamás he notado sobre la piel. El corpiño y la
ropa interior son de un intenso morado, pero el material
que los cubre es de un blanco puro. Flota con una docena
de capas para crear un resultado parecido a la lavanda.
El cuello se curva suavemente sobre mis clavículas.

Jossalyn me coloca una toalla sobre los hombros y me


desata el pelo húmedo.

—Venga conmigo —me dice—. El desayuno la espera.

La comida resulta igual de deliciosa que anoche. Quizá


más incluso. Aunque solo pruebo un poco de fruta
porque se me ha cerrado el estómago. En la habitación
reina un silencio absoluto, mientras Jossalyn me peina el
pelo mojado y los guardias permanecen junto a la
puerta.

Parece casi peor que una prisión.

No. Qué idea tan absurda. El presidio sería espantoso.


Probablemente.

—No olvide tomarse el elixir —dice Jossalyn, y mis


ojos descienden hacia la tacita de cristal que hay al lado
de mi plato. El color es de un ámbar oscuro, mucho más
intenso que el que mezclamos en el taller, que apenas si
llega a tintar el agua.
Le doy un sorbo. Nunca ha sabido bien, pero
concentrado es más asqueroso que de costumbre. No me
puedo creer que se lo beban tres veces al día. Espero que
a mí no me obliguen.

Menudo desperdicio.

Jossalyn me entrelaza el pelo para formar una


complicada trenza que me recoge formando una espiral
en la parte de atrás de la cabeza. Luego no se inmuta por
que esté comiendo y empieza a masajearme las mejillas
con una crema. Me pregunto si está acostumbrada a
preparar a mujeres del palacio que se dedican a
cuestiones diarias como comer. Me da la sensación de
que bien podría estar dando vueltas y manteniendo una
conversación animada, y que ella seguiría junto a mí,
aplicándome productos con paciencia.

Invisible, como lo eran las gentes que vi ayer por la


calle.

La miro y procuro no moverme mientras trabaja.


Técnicamente soy una prisionera, pero no me trata como
tal. Me ha ahorrado cualquier trato duro de los guardias,
que seguro que habrían provocado más problemas.

—Gracias —digo en voz baja—. Por tu amabilidad.

—Sí, señorita —responde, distraída, pero noto que su


mano vacila, como si la hubiera sorprendido.

—¿Sabes…? —Me aclaro la garganta—. ¿Sabes si voy


a… a reunirme con el rey a solas? —Sus ojos se clavan en
los míos, extrañados, y me explico mejor—: ¿Estará
Corrick?

Sus manos se quedan paralizadas, y entonces mira


hacia los guardias, y luego de vuelta hacia mí.

—No estoy al corriente de la agenda de su alteza, el


príncipe Corrick. —Pronuncia las últimas cinco palabras
con un ligero énfasis—. Aunque el intendente Quint
seguramente sí, podrá preguntárselo en cuanto se
presente. —Me roza los párpados con la punta de los
dedos.

Su alteza, el príncipe Corrick. Nunca he debido lidiar con


el protocolo real, y, aunque sé que Weston Lark no era
más que una farsa, me cuesta recordar que no puedo
llamarle simplemente Corrick. Trago saliva.

—Y… ¿cómo me dirijo al rey?

Jossalyn baja la voz y con un pequeño cepillo da


golpecitos a un bote con polvo rosado.

—Se dirige a él como «majestad», aunque debería


esperar a que él le hable primero. —Sus ojos se jan en
los míos durante unos instantes—. Nadie se dirige al rey
por su nombre, a no ser que le hayan invitado a hacerlo.

Me apresuro a asentir.

Enseguida se acerca y baja la voz aún más.

—Es interesante que sea una boticaria. Las chicas se


han pasado toda la mañana diciendo que ha traído
noticias de un nuevo elixir.

—¿Que yo… qué? —Recuerdo las re exiones de


anoche de Quint, su necesidad de buscar una solución a
nuestra situación.

—Obviamente, no es un secreto. Los guardias son los


que más cotillean. Mi hermana dice que ganan una
moneda extra por cualquier rumor que trasladan a su
capitán.

No sé qué responder a eso. Cuando ayer seguí a las


criadas, parloteaban sobre la consulesa Cherry y el
cónsul Pelham, sobre un escandaloso viaje en carruaje.

Sorprendida, me doy cuenta de que conozco a la


consulesa Cherry. Corrick la llamó Arella: es la mujer
que intercedió por mí cuando el príncipe me estaba
tratando con crueldad. Me pareció franca y resuelta, no
el tipo de persona que se enreda en escándalos.

Pero, claro, hablaba en mi defensa, en defensa de una


supuesta contrabandista. Quizá aquí sea lo único que
hace falta para generar un escándalo.

—Jossalyn —la llama el mayor de los guardias de la


puerta.

Ella no se inmuta, se limita a seguir maquillándome


los párpados de rosa.

—Sí, teniente.

—El intendente Quint se interesa por tus progresos.

—Ya casi estoy. —Deja el bote de polvos y agarra otro.

La puerta se abre de todos modos y Quint entra en la


habitación. Porta lo que parece un cuaderno doblado.
Esta mañana lleva la chaqueta abotonada casi hasta el
cuello, pero sigue necesitando afeitarse y tiene el pelo
rojizo un tanto despeinado.

—Tessa. Espero que hayas comido —dice.

—Yo… —Casi no he probado bocado—. ¿Sí?

Jossalyn se inclina hacia delante y me colorea los


labios.

—Levántese —me susurra.

Me incorporo tan deprisa que derribo el taburete en el


que estaba sentada.

—Lo siento. Su… —No. Un momento. Él no es de la


realeza—. Ah… ¿Intendente? Quint.

El hombre arquea las cejas. Jossalyn suelta una risita y


endereza el taburete.

—El trabajo que haces es espléndido, Jossalyn —la


felicita—. Casi no parece una boticaria de la Selva.

La chica se agarra las faldas con las manos y le dedica


una entrenada reverencia.

—Gracias, intendente Quint.

Creo que debería estar tomando nota. Quizá la chica


podría acompañarme a ver al rey. Me apetece sujetarle la
mano.

Sobre todo cuando Quint dice:

—Déjanos solos. Regresará a sus aposentos cuando se


ponga el sol a prepararse para la cena.
Jossalyn hace otra reverencia y sale por la puerta.

—¡Gracias! —le grito, pero ya se ha marchado.

Los guardas intercambian una mirada y terminan


siguiéndola, cerrando la puerta tras de sí.

Estoy observando a Quint. Jossalyn ha sido tan


agradable conmigo que había empezado a olvidar que
soy una prisionera. Este vestido es demasiado ceñido
como para que me deje respirar con tranquilidad. Quiero
echar a correr, abalanzarme sobre la puerta y salir
disparada por el pasillo mientras rezo una oración. Me
pongo una mano en el abdomen y suelto un tembloroso
suspiro.

—Estate tranquila —me dice Quint—. La Tessa de la


que he oído hablar era capaz de escalar las murallas del
sector sin miedo y de forzar los cerrojos de las ventanas
sin dejar rastro. Es imposible que yo sea tan
intimidatorio.

No. No lo es. No comprendo cómo un hombre como él


puede ser amigo de un hombre como el príncipe Corrick.
Su voz es tan amable que se me llenan los ojos de
lágrimas.

El intendente extrae un pañuelo y me lo tiende.

—No arruines el trabajo de Jossalyn.

Lo acepto, pero reprimo las lágrimas.

—Claro.

Y entonces reparo en lo que ha dicho. «La Tessa de la


que he oído hablar».

¿Corrick le ha hablado de mí? Cada vez que creo que


empiezo a entenderle, sucede algo que destroza la
ilusión.

Quint abre el cuaderno que lleva. Las páginas están


repletas de notas que parecen escritas con rapidez, y veo
que tiene las puntas de los dedos manchadas de tinta.

—Como supongo que te habrá comentado Jossalyn,


vas a reunirte con el rey a las nueve por petición suya…

—¿Por qué?

—Es el rey. No debe decir por qué. Pero


probablemente para hablar de tus conocimientos
medicinales. —Me mira a los ojos y casi me ahogo con
mi propia respiración, pero me veo obligada a asentir—.
A continuación —prosigue—, la consulesa Cherry ha
pedido comprobar tu estado y, si el rey lo permite, que es
probable, como esta mañana pareces estar bastante
bien…

—Un momento. Yo no…

—Tengo muchas cosas que hacer, querida. —Quint no


levanta la vista—. A las diez, empezarás tus clases con la
señora Kent…

—¿Clases? ¿Clases de qué?

Al oír mi interrupción, se detiene con un dedo sobre la


página y me mira.

—De etiqueta.
Abro la boca. La cierro.

Quizá el presidio sería un destino mejor.

—Después, comerás en el salón —sigue diciendo— y


luego la modista te recibirá en su habitación privada.
Acto seguido, clases con el maestro Verity…

—¿Más clases? —rezongo.

— … acerca del actual clima político de Kandala. Si vas


a quedarte en el palacio, es imprescindible que conozcas
a los protagonistas principales. Cuando hayas
terminado, regresarás aquí a vestirte para la cena, que
probablemente será a solas con el príncipe Corrick,
aunque ya le he advertido que debería ser en un lugar
público…

Continúa contándome cosas, pero ya he dejado de


escuchar.

«A solas con el príncipe Corrick. En un lugar público».

Se me ha secado la boca. Anoche ya fue horrible cenar


en sus aposentos. Cuando estábamos a solas, no era tan
espantoso, pero es como decir que un lobo famélico solo
resulta menos aterrador porque está en pleno banquete.

Ya imagino cómo debe de ser Corrick en público, el


justicia del rey en presencia de su pueblo.

Con un sobresalto, recuerdo que no hace falta que me


lo imagine. Presencié la ejecución que terminó con gritos
de rebelión.

No quiero cenar con ese príncipe Corrick.


—Tessa. —Quint me está observando. No sé cuánta
información me he perdido, pero deduzco que mucha.

Me da igual. Me obligo a mirarlo a los ojos.

—¿Cómo puedes ser su amigo? —susurro.

Quint cierra la libreta y me contempla.

—Tú también eras su amiga, ¿no?

—No. Yo era… era amiga de un hombre que no existe.


Un… un truco. Una ilusión.

—¿Tan segura estás?

Pues claro que estoy segura.

Pero entonces rememoro los instantes en que el


príncipe ha sonreído o en que su voz se ha vuelto
amable o en que no era violento, sino que me trataba de
forma considerada. «Formula la pregunta, Tessa».
Cuando la pose del príncipe Corrick parecía una
máscara que Weston Lark hubiera ocultado.

No estoy segura de nada en absoluto.

A lo mejor me lo ve en la cara. Quint saca el reloj del


bolsillo.

—¿Vamos?

Mi corazón quiere derrumbarse por el suelo.

—¿El presidio sigue siendo una opción?

—El presidio siempre es una opción. —Me ofrece el


brazo.

Dudo. Sigo queriendo entrar en pánico y echar a


correr. Si delante de mí estuviera Corrick, probablemente
lo haría.

Quint se inclina un poco hacia mí.

—No te lo recomiendo —me murmura.

Así, pues, enderezo la espalda y lo agarro del brazo.


CAPÍTULO DIECIOCHO

Corrick
E stoy acostumbrado a levantarme sin problemas
antes del alba. Durante años, he quedado con Tessa
de madrugada para hacer nuestra ronda. Últimamente,
me he despertado en la oscuridad al oír las sirenas,
preocupado por que la patrulla nocturna la hubiera
detenido.

Esta mañana, no me he despertado hasta que el sol ha


salido del todo y la chimenea se ha enfriado por
completo. Mi habitación está bañada de luz.

Tessa está aquí.

Me odia, pero está aquí. Está a salvo.

Es reconfortante, pero también espeluznante. Agarro


mi reloj de bolsillo de la mesita de noche. Son casi las
nueve.

¡Las nueve! Estará dirigiéndose a la reunión con


Harristan. Debo hablar con ella. Debo advertirle qué
decir. Cómo actuar. Cómo protegerse.

Cruzo la habitación y agarro el pomo de la puerta.

Allisander Sallister está ahí, discutiendo con mis


guardias. Su voz es un siseo grave y mortífero.

—Me he enterado de la chica a la que ha apresado. Os


aseguro que el príncipe no está durmiendo y vais a…
Calla de inmediato en cuanto abro la puerta de par en
par. Veo que se ja en mi torso desnudo, en mis holgados
pantalones de lino. Es evidente que necesito afeitarme, y
en este preciso instante mi pelo seguro que está tan
enmarañado como el de Quint.

—De hecho, estaba durmiendo —digo—. Y solo.

Se aclara la garganta y se yergue.

—Perdón. —Aunque me lo dedica a mí, no a los


guardias a los que estaba riñendo—. Los vándalos han
atacado nuestra caravana de provisiones. Los guardias
que nos proporcionaste han conseguido refrenar el
asalto. Han llevado a los delincuentes al presidio. Me
gustaría ir contigo para interrogarlos.

Ah, le gustaría, claro que sí. Me paso una mano por la


mandíbula. Cualquiera diría que es demasiado
temprano para cuestiones de este calibre, pero en
realidad no.

—Que me traigan el desayuno —ordeno a mis


guardias—. Decidle a Geoffrey que estoy despierto.
Haced que le manden un mensaje al rey y que le digan
que debo ocuparme de unos asuntos en el presidio. —
Miro a Allisander, que parece dispuesto a dar un paso
adelante y esperar en mis aposentos mientras me visto,
pero a los cinco minutos de levantarme no voy a poder
aguantarlo tanto rato—. Espérame en el pasillo —le
indico.

Toma aire para protestar. Le cierro la puerta en las


narices.
Deberían preocuparme los contrabandistas que ha
encerrado en el presidio o lo que vaya a decirme sobre
anoche, pero solo puedo pensar en la reunión que
mantendrá Tessa con mi hermano.

Es inteligente y espabilada y rápida. Espero que sea lo


bastante sensata como para mentir. Si le cuenta toda la
verdad, el rey no la creerá. Yo sé que no.

Espero que no.

Me cubro la boca con las manos y respiro entre los


dedos. Tessa.

Se me ocurre una idea y corro hacia el escritorio para


agarrar una hoja de papel. Tales son mis prisas para
escribir que estoy a punto de volcar el tintero sobre la
página. Doblo la nota y con ella me dirijo a la puerta. La
abro de par en par como antes y, justo en ese momento,
Geoffrey, mi mayordomo, se me acerca con un kit de
afeitado.

Los guardias y él me miran sorprendidos.

Carraspeo y entrego el papel doblado al guardia que


me queda más cerca.

—Dáselo a Quint. Dile que es para Tessa.

—Sí, alteza. —Acepta la hoja y me dedica un


asentimiento.

Geoffrey se aclara la garganta.

—Me daré prisa, alteza. —Hace una pausa—. El cónsul


Sallister me ha dicho que debe encargarse de unos
asuntos.

Me tienta la idea de decirle a Geoffrey que vaya a


afeitar la ridícula perilla de Allisander, pero me
contengo. Ya se ha enterado de la presencia de Tessa y es
obvio que no le hace ninguna gracia. Suspiro y
retrocedo.

—No debemos hacer esperar al cónsul.


CAPÍTULO DIECINUEVE

Tessa
Q uint debe de estar acostumbrado a llenar silencios
incómodos. Me agarro a su brazo como si fuera lo
único que me mantiene en pie, con la respiración
entrecortada, mientras él se entusiasma hablándome
acerca de la relevancia histórica de los pomos de las
puertas.

—Como verás —me dice cuando nos encaminamos a


la zona central del palacio—, a partir de aquí el material
utilizado pasa del latón al acero chapado en oro. Gran
parte de esta área fue devastada hace un siglo por un
incendio, pero el sector de Ciudad Acero había
empezado a orecer y el rey Rodbert ordenó que todos…

—Intendente Quint. —Un guardia ha aparecido en


nuestro camino. Aprieto el brazo de Quint con los dedos.

Quizá el príncipe Corrick haya cambiado de opinión.


Quizás este guardia me va a arrastrar por los pelos.
Quizá me van a matar y a despedazar. Lo harán delante
del rey. O en el escenario donde iban a ejecutar a ocho
personas. O…

El guardia extiende la mano en la que sujeta una hoja


de papel mal doblada.

—De parte de su alteza, el príncipe Corrick.

—Gracias, Lennard. —Quint la acepta.


El guardia no me mira, pero añade:

—Ha pedido que se la dé a Tessa.

Quint me entrega el papel. Lo agarro con los dedos.


No tengo ni idea de qué dice.

No es verdad. Sí que imagino qué dice. Seguro que


Corrick promete romperme los huesos uno a uno si lo
mando todo al garete. Quiero arrugar el papel sin leerlo.

Quint ha retomado la marcha y el guardia se hace a un


lado para dejarnos pasar.

Mi mano sudada ha empezado a humedecer la nota,


pero no quiero desdoblarla.

—¿No piensas leerla? —me pregunta Quint.

—Seguro que dice algo en plan: «Di algo inapropiado


sobre mí y utilizaré tus extremidades como leña para el
fuego». —Hago una mueca.

—Lo dudo. Seguro que esperaba que el guardia fuera a


leerlo.

Su comentario me frena por completo. Nunca he


pensado que tuviera que preocuparse por tal cosa.
Aprieto el papel con los dedos y trago saliva.

—¿No sabes leer? —Quint ha bajado la voz.

—¿Cómo? —Giro la cabeza de golpe.

—No debes avergonzarte. Podré prepararte clases de


forma secreta. —Sigue hablando en voz muy baja—. Un
delegado de Tierras del Tratante se casó con una mujer
que no sabía escribir ni sumar, y al cabo de unas
semanas…

—¡Sé leer! —Por el amor de Dios. Desdoblo el papel de


inmediato y observo las palabras escritas. Palabras que
me detienen el corazón y que le convencen para que
vuelva a latir—. No pierdas los nervios —susurro.
Durante unos segundos, quiero llevarme la hoja al
pecho.

Weston Lark no es real.

No lo es.

Pero, si no es real, entonces el príncipe Corrick me ha


mandado exactamente las palabras que necesitaba oír en
el momento preciso en que necesitaba oírlas. Unas
palabras que bien podrían ser una advertencia o una
amenaza o nada que tuviera consecuencia alguna.

Respiro hondo para tranquilizarme. Enderezo los


hombros y doblo el papel en forma de rectángulo.

—¿Preparada? —dice Quint. Sus ojos me recorren la


cara.

Por mucho que parlotee sin cesar, Quint es más


perspicaz de lo que parece. Tomo nota mental para no
olvidarlo en el futuro.

—Preparada —respondo, y, para mi sorpresa, me


siento así.

—¡Maravilloso! Ahora, permite que te ilustre acerca de


los tapices de las paredes…
El palacio es gigantesco, y aunque tardamos un rato en
acercarnos al lugar donde espera el rey, resulta evidente
en cuanto nos aproximamos. Hemos dejado atrás a
guardias y a criados en los pasillos, y esta puerta está
custodiada por ocho hombres armados: dos a cada lado
y cuatro justo enfrente. Los guardias portan un adorno
adicional en las mangas que no he visto en los demás
lacayos, una corona bordada en oro rodeada por círculos
morados y azules que se entrelazan. A su lado está
también un sirviente con una lujosa librea. Los guardias
no parecen moverse, pero noto que su atención está
puesta en mí en el instante mismo en que aparecemos
por el pasillo. Se me erizan todos los vellos de la nuca.

Mis dedos vuelven a apretar el brazo de Quint, pero


mis pasos no vacilan.

—¿Estarás en la reunión? —jadeo.

—Si requieren mi presencia.

El mayordomo nos anuncia. Creo que nos harán


esperar, pero desde el otro lado una voz exclama:

—Adelante.

La puerta se abre y me quedo sin aliento. Quint me


invita a avanzar. Es un miedo distinto al de anoche,
cuando estaba segura de que me iban a ejecutar. Este
temor está envuelto en seda y adornado con lazos y
marcas doradas.

La estancia es más pequeña de lo que esperaba, con


suelo de mármol y una alargada mesa de cristal
resplandeciente. Las ventanas van casi del suelo al techo,
y las cortinas están corridas por completo, permitiendo
así que la luz natural y la calidez inunden la habitación.
De este modo, las paredes azul cielo cobran vida con las
sombras. Junto a la pared hay macetas enormes con
ores que llenan el espacio con aromas cálidos y
seductores. En un rincón se alza un árbol de verdad,
plantado en una maceta de la mitad del tamaño de la
mesa, con vides trepando por el tronco y extendiéndose
sobre la pared, por cuya super cie han brotado
diminutas ores rosadas. Si pudiera disponerse un jardín
en el interior de una casa, estoy bastante segura de que
se parecería mucho a esta estancia.

En ese momento mis ojos se jan en el rey, que está de


pie junto al extremo de la mesa, y es mérito de la
habitación que no haya reparado en él en primer lugar.
Anoche lo vi, pero mi cerebro estaba nublado por el
miedo, y tan solo pensaba en escapar y en sobrevivir —
para no decir nada que fuera alta traición—. Ahora veo
lo alto que es (creo que un poco más que Corrick), lo
anchos que son sus hombros (quizá un poco menos) y el
color negro de su cabello y el azul de sus ojos. Tiene unas
cuantas pecas como su hermano, aunque su piel es más
pálida y no hay atisbo alguno de sonrisa en sus labios,
por lo que las pecas parecen pintadas por alguien en un
intento por hacer que un hombre serio resulte más
juvenil. Detrás de él se alzan cuatro guardias más, y en
un rincón, al lado de una mesa con bebidas y apetitosos
manjares, hay otro criado.
No sé si debería arrodillarme, hacer una reverencia o
tumbarme en el suelo y suplicar clemencia. Tengo la
boca seca. Ojalá Jossalyn estuviera aquí para que pudiera
seguirla. Los ojos del rey están clavados en mí, y no me
puedo mover.

—Majestad —dice Quint—. Le presento a…

—Ya sé quién es, Quint.

—Ah, claro. Y permita que le recuerde que no está al


corriente del protocolo de la corte y…

—No hace falta que me lo recuerdes. —Los ojos del rey


se desplazan hacia mi izquierda—. Fuera.

Respiro hondo, pero el brazo de Quint se separa de mi


mano antes de que pueda aferrarlo con los dedos.

—Sí, majestad.

Y se marcha, y me quedo a solas con el rey. La puerta


se cierra con suavidad detrás de nosotros.

Da igual con cuánta elegancia haya cubierto Jossalyn


mi cuerpo esta mañana: me siento como la desarrapada
forajida a la que anoche vio en los aposentos de Corrick
con ropa harapienta. Mis manos revolotean sobre mis
faldas, no saben dónde colocarse.

Por entre mis labios quiere escapar un montón de


palabras.

Perdóneme. No sé qué se supone que debo hacer.


No me mate, por favor.
No haga que Corrick me mate, por favor.
Pídale a Quint que vuelva, por favor.
Mándeme a casa, por favor.
En los oídos me zumba la advertencia de Jossalyn de
que debo esperar a que él se dirija a mí primero. Me
muerdo el labio por dentro hasta que noto el sabor de la
sangre.

El antiguo rey fue muy querido por el pueblo. Kandala


prosperó. Reunirme con el padre de Harristan y de
Corrick habría sido un honor. No me habría inspirado
terror. Me habría dejado boquiabierta. Sería la envidia de
todo el mundo.

Pero, claro, con el antiguo rey no me habría colado en


el ala de los criados. No habría robado medicinas del
Sector Real. No estaría aquí.

Estaría en mejores circunstancias que ahora mismo,


porque es evidente que el rey Harristan no es demasiado
querido.

—¿Qué pensamiento acaba de cruzarte la mente? —


dice.

—Eh… ¿Cómo? —Me sobresalto.

—Sé que me has oído. —Su expresión no se altera.

No puedo responderle que no le cae bien a nadie.

—Estaba… estaba… —Mi voz parece un susurro


sibilante. Debo aclararme la garganta, pero el gesto no
me ayuda. El rey intimida tanto como Corrick—. Estaba
pensando en que el rey Lucas fue muy querido por el
pueblo.

Los ojos de Harristan barren mi rostro y su expresión


cambia de un modo que me hace pensar que es capaz de
leer los pensamientos que no verbalizo.

—Sí, lo fue. —Con una mano me señala una silla—.


Siéntate.

Debo obligarme a dar pasos hacia allí. Me está


observando, y por cómo ha dicho: «Sé que me has oído»,
no quiero hacerle esperar de nuevo. El rey toma asiento
presidiendo la mesa y yo me siento tan deprisa en mi
silla que debo agarrarme al extremo de la mesa para no
volcarla.

Como si respondiera a alguna señal invisible, el criado


se aleja del rincón de la estancia. Guardaba un silencio
tan absoluto que casi me había olvidado de que se
encontraba aquí. Coloca dos copas de cristal delante de
nosotros, seguidas de dos tazas de porcelana sobre
sendos delicados platitos. Primero el rey, luego yo. Vierte
agua en las copas y luego té en las tazas. El té es de un
gris oscuro y huele delicioso. El lacayo añade leche al té
del rey y, acto seguido, una cucharadita de azúcar, antes
de girarse hacia mí.

—¿Con leche y azúcar, señorita?

No tengo ni idea, pero imitar al rey no me parece un


mal plan.

—Sí. Por favor. Señor.

En cuanto el hombre regresa al rincón, el rey Harristan


recorre el borde de la taza con el dedo, pero no bebe.

—¿Conociste a mi padre?

Es una pregunta absurda pero sincera, así que niego


con la cabeza.

—No. No, majestad.

—Es fácil amar a tu rey cuando todo el mundo está


sano y con la barriga llena —dice—. Es más difícil
cuando… no lo está.

No lo ha comentado con arrogancia. Más bien, como si


fuera una re exión. Es tan serio que la sensiblería me
pilla por sorpresa. No sé qué responder.

Al nal, le da un sorbo al té.

—Corrick me ha contado que robas medicinas y que


las distribuyes.

Me quedo paralizada con la taza en la mano.

—Te has colado en el palacio y te hemos perdonado la


vida —añade el rey Harristan—. No dudes en hablar sin
tapujos.

—¿Me han perdonado la vida para… siempre? —


jadeo.

—¿Para siempre? Creo que eso escapa a mi poder. Pero


no te habría convocado aquí si quisiera que me mintieras
por el miedo. —Hace una pausa—. ¿Mi hermano está en
lo cierto con lo que haces?

No pierdas los nervios. Mi cerebro me proporciona


imágenes antes de que esté lista para hablar. Wes en el
taller, ayudándome a pesar y a medir las cantidades. Los
niños a los que tuvimos que convencer para que se
bebieran las medicinas. Las mujeres que lloraban en mi
hombro cuando nos presentábamos en sus casas con los
frascos, porque estaban muy preocupadas por la
posibilidad de perder a toda su familia. Los hombres que
quieren saltarse las dosis para que otros puedan ingerir
más.

—Cuéntame —dice el rey.

No es una orden. Es una súplica.

Me lo quedo mirando, sorprendida. Mi cerebro me trae


un recuerdo de anoche. Harristan y Corrick hablando en
privado en voz baja e intensa. No les presté atención.
Quería escapar. Pero mis pensamientos registraron sus
palabras para reproducirlas después. Para reproducirlas
ahora.

«Cory. Esto no me gusta».

Antes no me faltaba razón. El rey Harristan tiene un


límite. No un límite cualquiera: tiene debilidad por su
pueblo.

Regreso al momento en que estábamos delante de las


puertas del sector, cuando iban a ejecutar a los ocho
contrabandistas. El rey parecía una persona fría y
distante. Yo creía que signi caba que le daba igual
nuestro sufrimiento, que estaba aburrido con nuestro
castigo. Yo creía que signi caba que era un hombre
detestable, como piensan tantos otros.
Pero a lo mejor era frío y distante porque no quería
estar allí en absoluto.

¿Qué fue lo que me dijo Corrick? «La amabilidad te


vuelve vulnerable, Tessa. Hace años aprendí esa
lección».

El rey Harristan seguro que también había aprendido


esa lección. También perdió a sus padres, y encima
heredó un reino que estaba a punto de venirse abajo.

No quiero sentir amabilidad ni empatía por este


hombre ni por su hermano. Son crueles y fríos, y han
causado mucho daño. Pero cuando veo los cuerpos que
cuelgan de las puertas es diferente que cuando el
príncipe Corrick me cuenta los delitos que cometieron
esas personas.

Suelto un largo suspiro.

—Corrick… Es decir, el príncipe Corr… O sea, su


alteza…

—Ya sé a quién te re eres.

—Claro. Por supuesto. —Me detengo—. Está en lo


cierto. Sí que robo medicinas. Pero no soy una
contrabandista. Se las doy a la gente que no se las puede
permitir.

—¿No crees que la gente que las ha adquirido


legalmente tiene derecho a recibir sus medicinas?

Titubeo.

—Di la verdad, Tessa. —Sus ojos se clavan en los míos


—. Como no me digas la verdad, te pasarás el resto de tu
vida en el presidio, y al cuerno con los deseos de mi
hermano.

Me lo quedo mirando. Delante de Wes, dije que había


llegado el momento de iniciar una revolución. Dije que
deberíamos salir de las sombras. Ahora he salido de las
sombras. Estoy justo delante del rey… y me pide que le
diga la verdad.

Así que se la digo.

—Sus dosis son demasiado altas —le aseguro—. Están


tomando más de lo que necesitan.

—Es imposible que lo sepas.

—Sí que lo sé. Mi padre era boticario, y aprendí a


medir las cantidades yo misma. La gente a la que
nosotros tratamos está igual de sana tomando seis veces
menos que ustedes. —Estoy hablando de más, pero,
ahora que he empezado, ya no puedo parar—. Mi padre
decía que tomar demasiada medicina puede ser tan
dañino como tomar poca. A veces me pregunto si podría
curar a su pueblo por completo en caso de que ajustaran
sus dosis más rigurosamente. Si añaden un poco de
aceite de semillas de rosa al elixir…

—¿Tu padre y tú robáis juntos?

—Yo… ¿Qué? No. Mi padre… Mis padres están


muertos. —Trago saliva—. Murieron hace dos años.

Para mi sorpresa, se ha sobresaltado. Se recuesta en el


respaldo de la silla.
—Te acompaño en el sentimiento.

—¿De verdad? —me atrevo a decir—. La patrulla


nocturna los mató. Su patrulla nocturna.

—Entonces, ¿tu padre era un contrabandista? ¿Un


comerciante ilegal?

—¡No! —Es como si el rey me hubiera dado una


bofetada en la cara. Me aferro al extremo de la mesa—.
Mi padre… era… era un buen hombre…

—¿Hacía lo que haces tú?

—Sí.

—Que, en resumidas cuentas, es robar, ¿no?

—No es lo mismo. —Lo fulmino con la mirada.

—Para la patrulla nocturna sí es lo mismo. —Bebe un


sorbo de té.

Quiero asestarle un puñetazo en la cara.

Puede que Corrick no me haya cortado las manos,


pero me da la sensación de que los guardias que vigilan
desde la pared lo harían.

—No tengo intención de importunarte —dice el rey


Harristan—. Pero si vas a pensar mal de mí por lo que
les ocurrió a tus padres, te sugiero que re exiones sobre
las decisiones que tomaron. Todos los contrabandistas
cuentan una historia para justi car sus acciones. Los
castigos son bien conocidos. ¿Cómo voy a hacer la vista
gorda con un tipo de robos y no con otros?

Mis dedos aprietan tanto el cristal de la mesa que me


duelen los nudillos. Está equivocado.

Pero… al mismo tiempo no lo está. Tuve la misma


discusión con Wes desde el otro lado. «Para el rey y para
su hermano es lo mismo».

—¿Qué alternativa nos queda? —le espeto—. La gente


está muriendo.

—Ya lo sé.

Me quedo paralizada. Vuelvo a percibir ese matiz en


su voz. Sí que lo sabe. Sí que le importa.

—Quizá para la patrulla nocturna todo sea lo mismo


—digo con aspereza—, pero es distinto cuando alguien
tan solo quiere sobrevivir.

—Creo que la gente que compra las medicinas por los


cauces legales también quiere sobrevivir.

—Si alguien se muere de hambre y roba una hogaza de


pan…

—Sigue siendo un ladrón. —Su tono no cambia.

—¿Alguna vez usted se ha muerto de hambre? —me


atrevo a pronunciar.

Entre nosotros se instala un silencio tenso y repentino.


No se ha muerto de hambre. Claro que no.

—Si tienes esa teoría acerca de los pétalos de or de


luna y de las dosis, ¿cómo es que no la has dado a
conocer? —Sus ojos no se apartan de los míos.

—¿A quién? —me intereso—. ¡Se la acabo de decir y


no me ha creído!
Me mira impasible mientras pasa un dedo por el borde
de la taza de té una vez más.

Avergonzada, me dejo caer sobre la silla.

—Su…, mmm, majestad.

—Has dicho «nosotros».

—¿Cómo? —Esta conversación me está dejando sin


aliento.

—¿Te re eres a los benefactores?

—¡No! No sé quiénes son.

—Has dicho: «La gente a la que nosotros tratamos está


igual de sana». ¿Quién es ese «nosotros»?

Frunzo el ceño. En los sectores hay gente que cree que


el rey es un bobo tosco, vago y frívolo, pero sentada
delante de él veo que no llevan razón. No me da la
impresión de que sea fácil mentirle.

Y sí me da la impresión de que en realidad desea este


tipo de diálogo sincero, que es más sorprendente que
todo lo que he oído y aprendido desde que llegué al
palacio.

—Cuando mis padres murieron, yo estaba allí. —


Respiro hondo—. Lo vi. La patrulla nocturna… no es…
Los guardias no son sutiles. La pena me cegó. Iba a
correr hacia ellos. Pero de las sombras salió un hombre
que me agarró y me escondió en la oscuridad. Creía que
era un forajido. Y lo era. Pero… no era un
contrabandista. Salvaba vidas con medicinas robadas.
Me salvó la vida. —Para mi sorpresa, se me forma un
nudo en la garganta. Es como si llorara la pérdida de
Wes de nuevo, pero de un modo totalmente distinto—.
Nos hicimos… amigos. Fuimos socios. Ayudamos a la
gente.

—Y ¿qué le ha ocurrido a ese amigo tuyo?

Ojalá tuviera el pañuelo de Quint. Me froto los ojos


con la punta de los dedos.

—La noche en que intentaron ejecutar a los ocho


contrabandistas, él quería parar. Me dijo que era
demasiado peligroso. Pero le rogué que siguiéramos. Él
no… no… —Se me parte la voz. No puedo respirar. Me
pongo una mano en el pecho y cierro los ojos.

No existía. Wes no existía. No murió en la muralla. No


era una persona real.

—Lo atraparon —deduce el rey Harristan.

Trago saliva. Asiento. Respiro.

—Mírame.

Debo obligarme a abrir los ojos. Me está observando


jamente, pero su voz ha dejado de ser imperturbable.

—¿Qué hay de la gente a la que ayudabas? ¿Qué le va


a pasar?

Me seco las mejillas.

—Enfermará y morirá —digo—. O quizá no. Lo mismo


que le ocurre a cualquiera que no tenga el elixir.

—Finn —exclama, y tardo unos instantes en darme


cuenta de que no se está dirigiendo a mí.

El criado se acerca desde la pared.

—Majestad.

—Ve a buscar a Quint.

El intendente no andaría muy lejos, porque hace acto


de presencia al cabo de menos de un minuto.

El rey Harristan ni siquiera le da tiempo para hablar,


pero Quint debe de estar acostumbrado, porque ya lleva
un bolígrafo en la mano.

—Quiero reunirme con los doctores y boticarios del


palacio para hablar de las dosis del Sector Real. Tessa
mañana les va a presentar sus descubrimientos, y…

—¿Qué? —exclamo.

Quint deja de escribir para llevarse un dedo hasta los


labios, y cierro el pico.

—Me gustaría ver un recuento de la medicina


distribuida en cada sector por población, además de los
registros de e cacia. Que Corrick lo repase. Redacta una
declaración que diga que el error de seguridad ha sido
un malentendido, que no se trataba sino de una
ciudadana preocupada, una boticaria, que tan solo
intentaba entregar un informe de sus investigaciones.

Estoy mirándolo sin pestañear.

El rey Harristan me mira gravemente.

—No puedo asegurarte que siempre estarás a salvo —


dice—, pero sí puedo asegurarte que dispondrás de unos
cuantos días para corroborar tu historia. Me interesa oír
tus teorías con más detalle.

No sé qué responder.

—Está sobrepasada por la gratitud, majestad —tercia


Quint.

El rey le lanza una mirada fulminante.

—Lárgate, Quint. Llévatela contigo.

—Enseguida. —Quint cierra el cuaderno y me ofrece el


brazo.

—¿Gracias? —susurro. No sé si lo digo en serio. No sé


si quiero decirlo en serio.

Quint me da una palmada en la mano que he colocado


sobre su brazo.

—Vamos, querida. La etiqueta nos espera.


CAPÍTULO VEINTE

Corrick
N o es frecuente que me llamen desde el presidio
cuando el sol está alto en el cielo, y ahora es la
segunda vez en la misma semana. Nunca ha sido un
lugar especialmente agradable, pero por la noche suele
ser un sitio frío, con lo cual el hedor resulta soportable, y
silencioso, porque hasta los mayores delincuentes del
reino deben dormirse en algún punto.

Durante el día, es un in erno.

—De verdad que tenéis que hacer algo con esta peste
—dice Allisander con un pañuelo sobre el rostro a modo
de máscara mientras atravesamos las puertas.

Quizá solo sea un in erno porque él está aquí.

O quizá sea un in erno porque estoy yo. Debería estar


en el palacio. Debería estar cuidando de Tessa. No paro
de pensar en la forma en que me lanzó el vaso de brandi,
y me la imagino haciéndole algo parecido a mi hermano.

Es demasiado fácil de imaginar. Y a pesar de las


pruebas que demuestran lo contrario, soy muchísimo
más tolerante que Harristan. Dios, Tessa.

—No me has dicho nada sobre la chica —comenta


Allisander.

La chica. Me enfurece su tono despectivo, y me cuesta


ocultarlo. La chica es valiente. Brillante. Fuerte.
Compasiva. La chica hace más por Kandala que el
cónsul consentido que tengo delante.

—¿La joven que asumes que ha pasado la noche en


mis aposentos?

Un guardia se adelanta para sujetarnos la puerta que


lleva a las escaleras.

—Pues… sí —contesta Allisander—. Según Arella,


estabas…

—Ya sé qué cree Arella que estaba haciendo, igual que


sé qué crees tú que estaba haciendo. —Lo taladro con la
mirada, y tiene la decencia de aparentar sorpresa—. Está
equivocada. Y tú también lo estás.

—Los rumores a rman que se coló en el palacio para


matar a Harristan. —Me observa por encima del
pañuelo.

En su tono percibo un trasfondo de preocupación que


hace que me pregunte, durante unos instantes, si sigue
viva la diminuta chispa de su amistad. Pero entonces
añade:

—Puede que haya colaborado con los contrabandistas


a los que he atrapado, y ahora le has permitido acceso al
rey.

Ah. Claro. Mantengo la vista al frente y bajo las


escaleras.

—Difícilmente seguiría viva ahora mismo si eso fuera


cierto.
Me responde hablando entre dientes detrás del
pañuelo.

—Bueno, obviamente no es corriente que metas en tu


habitación a alguien que ha cometido contrabando…

—Cónsul, espero que no me hayas arrastrado hasta el


presidio antes del desayuno para hablar de algo de lo
que podríamos haber hablado en el palacio. —Llegamos
al nal de las escaleras y me lo quedo mirando. Necesito
que deje de indagar para obtener información sobre
Tessa; por lo menos hasta que me entere de qué le ha
dicho a mi hermano—. Háblame de tus prisioneros.

Bufa durante unos segundos, como un bebé rabioso.

—Verás. Nos atacaron en la Selva. Entre el envío de


Lissa y el mío, había seis carruajes llenos en total. Eran
decenas de asaltantes, aparecieron todos al mismo
tiempo.

Me detengo en el último pasillo antes de doblar hacia


el nivel inferior. Una única lámpara cuelga de la pared y
produce sombras sobre las mejillas de Allisander. Pocas
cosas podría decir él que me hicieran dejar de pensar en
Tessa, pero eso lo ha logrado.

—¿Decenas? —digo—. ¿Vuestras provisiones fueron


atacadas por decenas?

—Sí. Muchísimas más personas que el grupito al que


detuvisteis en Ciudad Acero. —Se echa a toser, y
supongo que detrás del pañuelo ha puesto una mueca—.
No los pudimos capturar a todos, claro. Y Dios sabe con
cuántos paquetes consiguieron huir…

—¿No hacéis inventarios?

—Por supuesto que sí. Pero es que prendieron fuego a


uno de los carruajes…

—¿Le prendieron fuego?

—Sí. Disparaban echas llameantes. Antorchas.


Estaban organizados, y debían de saber que íbamos a
pasar por allí. Habíamos autorizado el envío dos días
antes, y por su envergadura poca gente sabía que
estábamos de camino. —Suelta un chasquido de
desagrado—. Sabía que la cosa no terminaría con
aquellos ocho. Debe de haber cientos que esperan
destrozar nuestras provisiones. Ponen en peligro a toda
Kandala, Corrick. Debemos detenerlos.

—Estoy de acuerdo. —Y es así. Si Allisander y Lissa se


asustan, dejarán de hacer envíos por completo. O
exigirán que los sectores inviertan un dinero y un
personal que no pueden desperdiciar para ir ellos
mismos a por las medicinas. Me pregunto si alguno de
los prisioneros estará entre los que escaparon durante el
tumulto—. Los interrogaré. Descubriremos qué está
sucediendo.

—Bien.

Giramos la esquina. El hedor es peor que de


costumbre. También el silencio es mayor. Al ser media
mañana, esperaba oír gritos y maldiciones procedentes
de las celdas, pero no habla nadie. Hay cuatro guardias
apostados aquí, y me saludan con un asentimiento, pero
parecen… aburridos. Me detengo junto a los primeros
barrotes y echo un vistazo al interior de la celda.

Frente a la pared, hay una mujer tumbada en el suelo.


Lo primero que veo es su pelo castaño, que forma una
montaña revuelta debajo de su cabeza. Estoy tan
acostumbrado a buscar a Tessa entre los contrabandistas
a los que encierran en el presidio que, durante unos
instantes, se me cierra el estómago. No es ella. Sé que no.
No puede ser.

La mujer no me mira enseguida. Es mayor que Tessa,


tiene la piel beis, unos tonos más oscura que la de ella.
Un gran moratón le cubre la mandíbula, le sangran los
labios agrietados. Una mosca revolotea sobre su boca y
ella ni se inmuta; supongo que estará inconsciente o
dormida. Uno de sus brazos está torcido en un ángulo
que no es natural.

No puedo sacudirme la tensión que me embarga las


entrañas.

No digo nada y avanzo hasta la siguiente celda. Esta


vez se trata de un hombre, que debe de tener unos
treinta años. Los ojos cerrados, la nariz rota y
ensangrentada. Lleva la ropa hecha jirones y manchada
de rojo oscuro en tantos sitios que no sé dónde se
originaron sus heridas. Es obvio que le han roto los dos
brazos.

Aprieto la mandíbula.

Siguiente celda. Otro hombre, esta vez veinteañero.


Destrozado, ensangrentado y herido. También
inconsciente. Con la pierna rota.

Siguiente celda. Un tercer hombre, unos años mayor.


Tiene la barba salpicada de gris. Un lado de su cara está
hinchado y lleno de cicatrices, y parece que una costra de
sangre le obliga a mantener el ojo cerrado.

En la siguiente celda hay una mujer, cuya respiración


es bronca e irregular. Tiene el rostro sucio pero intacto, y
le sangran los pies, que lleva descalzos. Además, está
embarazada. Mientras la observo, abre los ojos y tose
sobre el suelo cubierto de paja. Ve que la miro y espero
que a ore el miedo en sus ojos.

Pero no. A ora la resignación.

—Supuse que morir aquí sería más rápido que por la


ebre —murmura antes de parpadear lentamente.

Allisander me ha dicho que estaban organizados, que


fue un ataque planeado, pero estas personas no parecen
delincuentes expertos. Me pregunto si estarán todos
enfermos.

—Nos aseguraremos de que sea más doloroso —le


espeta el cónsul. Da una patada al suelo y provoca una
nube de polvo y arenilla que se adentra en la celda.

La mujer vuelve a toser y, entonces, escupe sangre


sobre el suelo de piedra.

—Ya me lo imagino. Nos lo demostraste cuando nos


rendimos.

Su comentario tarda unos instantes en calar. Me giro y


miro a Allisander.

—¿Se rindieron?

—Pues claro. Contábamos con un buen destacamento


de guardias. En cuanto nos dimos cuenta de que nos
atacaban, pudimos acorralar a la mitad de ellos. Aunque
la mayoría fue capaz de huir a la Selva.

—Gracias a los benefactores, volveréis a verlos. —La


mujer sonríe, hay sangre en sus labios.

Me quedo paralizado. Recuerdo los gritos que se


alzaron durante el alboroto que se formó frente a las
puertas.

—¿Quiénes son los benefactores?

La prisionera cierra los ojos.

Allisander golpea los barrotes con una mano.

—Ya hablarás.

Por ahora, no.

Allisander toma aire como si se preparara para soltar


más veneno por la boca, pero la mujer no piensa decir
nada y él no se quedará satisfecho hasta que yo empiece
a crearle pesadillas para obtener respuestas. Lo haré si es
necesario, pero no para que se regodee él. Me encamino
hacia la siguiente celda. Allisander cierra la boca y me
sigue. Esta vez es un hombre. Está sentado en el rincón
acariciándose la muñeca sobre el regazo, pero al parecer
le pesan los párpados. Está pálido y sudoroso, y su
respiración es demasiado acelerada.
Sorprendido, veo que es un hombre al que Tessa y yo
solíamos llevarle medicinas. Su nombre es Jarvis y tiene
una bonita esposa llamada Marlea. Me pregunto si la
encontraré en una de las celdas. Viven en Artis, a las
afueras de la Selva, y él trabaja de albañil, mientras que
ella remienda ropa. Es un tipo alto y musculoso, pero
también uno de los hombres más amables que he
conocido nunca. Si bien la mayoría de la gente que
depende de nosotros para acceder a las medicinas se
apresura a condenar al rey (y a mí), Jarvis era de los que
siempre decían: «Seguro que está haciendo lo que
puede».

No me lo imagino atacando una caravana de


provisiones.

Pero, claro, tampoco me imaginaba a Tessa colándose


en el palacio.

Tessa. La tensión que me constriñe por dentro se


intensi ca. Miro hacia el cónsul.

—Si se rindieron, ¿por qué todos están tan gravemente


heridos?

Allisander enarca una ceja, como si fuéramos


camaradas y el detalle me pareciera divertido.

—¿Acaso importa?

—Sí. —Me niego a seguirle el juego.

La parte de la cara que le veo se vuelve seria. Me


apetece arrancarle el pañuelo.

—¿Por qué? —pregunta.


—Porque no puedo interrogar a prisioneros que a
duras penas están conscientes. —Hago una pausa—. Mis
guardias lo saben. Si alguien se rinde, lo trasladan al
presidio. Ileso. ¿Les diste unas órdenes diferentes?

Allisander duda. Está intentando interpretar mi


expresión facial.

No le doy la oportunidad. Me giro para mirar hacia un


guardia apostado junto a la pared.

—Stanton. Que el doctor de la prisión les cure las


heridas. Dadles de comer a todos. Volveré esta noche.

—Sí, alteza —asiente.

Allisander por n se aparta el pañuelo de la cara.

—No lo dirás en serio.

—Sí —a rmo—. Si quieres información, deben estar en


condiciones de dártela. —Me giro hacia las escaleras. El
cónsul no me sigue.

—Primero metes a una asesina en tu habitación y


¿ahora te preocupas por los prisioneros? ¿Por qué esa
chica no está aquí en una celda también, Corrick?

Le ignoro y me dirijo a Stanton de nuevo.

—Que se presenten en el palacio los guardias


encargados de vigilar la caravana. Me gustaría hablar
con ellos. —En este momento, me acerco a Allisander y
expulso de mi cabeza cualquier pensamiento relacionado
con Tessa. Envío mis pensamientos al lugar sombrío que
me recuerda cómo me sentí cuando mataron a mis
padres delante de mí—. ¿Quieres que te demuestre que
no me he ablandado, cónsul?

Mi voz suena fría, pero él no se acobarda. Puede que


fuera amigo de Harristan, pero es su relación conmigo la
que siempre ha tenido más peso político. A veces creo
que evita a mi hermano, como si todavía le escociera el
ri rrafe que tuvieron hace tantos años, pero Allisander y
yo siempre nos hemos encontrado en el terreno de juego.
Pero ahora, por lo visto, quiere desa arme, y eso es
impropio de él. Me pregunto cuántos rumores se han
esparcido ya a consecuencia de Tessa. Me pregunto si el
hecho de que escaparan prisioneros durante el tumulto
será considerado una debilidad por mi parte. Me
pregunto si me veré obligado a hacer algo horrible solo
para acallar los rumores.

Sin previo aviso, mi mente invoca la imagen de Tessa


en el suelo de mi habitación, temblando aterrorizada.
Ella siempre piensa en los demás. Yo también, pero no
del mismo modo. Antes miraba a Weston, me miraba a
mí, con gran devoción. Yo no me la merecía entonces y
menos me la merezco ahora.

Esa conclusión es un golpe certero.

Algo debe de haberse alterado en mi rostro, algo que


revela un destello de vulnerabilidad o de debilidad,
porque Allisander da un paso adelante.

—Sí, Corrick. Es lo que quiero.

—Muy bien. Se te prohíbe la entrada al palacio hasta


que recuerdes que soy el justicia del rey y tú, el cónsul de
Prados de Flor de Luna. No vas a revocar las órdenes
que les dé a los guardias que te he ofrecido para
protegerte y no vas a…

—No puedes prohibirme la entrada al palacio. —Me


mira como si quisiera estamparme contra la pared.

—¿Deseas que te busque una celda entre tus amigos?


Creo que están todas llenas. Quizá podríais compartir
alguna.

Ha apretado los puños y me mira con frialdad.

—No —responde entre dientes.

Arqueo una ceja.

—No —repite—, alteza.

—No lo olvides —le espeto—. El tuyo no es el único


sector con ores de luna. —Me doy la vuelta y me
encamino hacia las escaleras sin esperar a ver si me sigue
o no.

Llevo veinte minutos esperando a Harristan, y estoy a


punto de arrancar el papel pintado de las paredes. En
cambio, lo que hago es contemplar la montaña de hojas
que se acumulan frente a mí: informes detallados de los
repartos medicinales de todos los sectores, además del
censo más reciente de las localidades, así como los
registros de defunciones y de salud y de delitos. Más
información de la que jamás llegaré a necesitar.

—¿Qué es todo esto? —le pregunto al paje que me trae


otra pila a mis aposentos.

—Por órdenes del rey, alteza —dice antes de


dedicarme una rápida reverencia y salir de mi
habitación… para volver al cabo de unos minutos con
más papeleo. Dubitativo, observa la mesa atestada.

Me apetece decirle que lo lance todo al fuego.

—Apílalos en el suelo —le indico.

Le he mandado un mensaje a Quint con la esperanza


de que cruzara mi puerta con información acerca de la
reunión entre Tessa y mi hermano, pero al parecer está
resolviendo un problema que ha habido con el personal
de la cocina.

No tengo ni idea de qué está haciendo Harristan… ni


de por qué me ha mandado todo esto. A él también le he
mandado un mensaje, y la respuesta de mi hermano ha
sido un conciso: «Luego hablamos».

Me acerco a la mesita y me sirvo una copa de vino.

El paje regresa con una nueva montaña de folios. Dios.


Devuelvo el vino a la botella y lo cambio por el brandi.

Me gustan los detalles y no me importa enterrarme en


pilas de documentos, pero esto… es demasiado. Ni
siquiera sé cuál es el propósito.

Quiero mandarle un mensaje a Tessa, pero no se me


ocurre nada que no vayan a leerlo ni a comentarlo los
demás… y necesito saber cómo ha ido la reunión con
Harristan para poder decidir cómo quiero que se
interpreten nuestras interacciones.
Tampoco puedo dejar de pensar en esos benefactores y
en lo que signi can. ¿Hay alguien detrás de los ataques,
de los asaltos? Que la gente se arriesgue tanto implica
que alguien les proporciona fondos. O medicinas. De lo
contrario, el riesgo es demasiado alto.

Si los ataques continúan ocurriendo, Allisander


ralentizará sus envíos de provisiones. El peligro que
correría Kandala es demasiado alto.

En mi última noche como Weston le pregunté a Tessa


si sabía quiénes eran, y me dijo que no. A Wes no le
habría mentido. Ojalá hubiéramos tenido una noche
más, una oportunidad más para hablar con la gente.

Pero ahora ya me he quedado sin esa oportunidad,


claro.

Me paso las manos por el pelo. Estoy agotado, y solo


es media tarde.

En ese momento, vuelve el paje con más papeles.

—Basta —le suelto.

Se encoge y casi los deja caer.

—Déjalos en el suelo. —Suspiro—. Te avisaré cuando


haya repasado lo que me has traído.

Dentro de un año, probablemente.

Al nal, una agonizante hora más tarde, los guardias


anuncian a mi hermano. Después de cómo me ha hecho
esperar, espero a que irrumpa en mi habitación como un
vendaval, pero Harristan cruza la puerta como si tal cosa
y deja que se cierre tras de sí.

—Corrick. —Echa un vistazo a las montañas de hojas y


frunce el ceño—. ¿Qué es todo esto?

—Dímelo tú. —Le doy un sorbo a la bebida—. Me lo


han traído por petición tuya.

—Ah. Sí. La chica a rma que nuestras dosis del Sector


Real son demasiado altas. ¿Puedes ver si hay algún dato
que lo corrobore? Los médicos del palacio ya están en
ello, pero a ti se te dan mejor estas cosas. —Señala las
pilas con una mano.

Es decir, él no tiene la paciencia (ni el tiempo). Yo


tampoco, en realidad. Me repiquetea el corazón por
saber lo que le ha contado Tessa.

—Y ¿para cuándo quieres las conclusiones?

Se sienta en una silla delante de mí y levanta la


cubierta de una carpeta antes de soltarla y dejar que se
cierre sola.

—Para mañana.

—¿Un solo día, Harristan? —Me ahogo con el licor—.


¿Por qué no dentro de una hora?

—No pienso alojarla en el palacio si los motivos de su


presencia no son legítimos.

Dejo el vaso y me lo quedo mirando. Él se me queda


mirando también.

Anoche, en la silenciosa oscuridad de sus aposentos,


dijo que yo le estaba escondiendo algo, pero no exigió
saber de qué se trataba. Ahora tampoco me lo va a exigir,
aunque su postura es clara.

Me sorprende y a la vez no me sorprende que Tessa


haya sido de algún modo capaz de convencer a mi
hermano de que los motivos que la han traído al palacio
son legítimos. No solo legítimos, sino… ventajosos.

—Me pongo con los informes —digo con voz queda.

—Bien. —Alarga una mano para agarrar mi vaso de


brandi y bebe un trago—. Eres consciente de que no vas
a poder prohibirle la entrada a Allisander
inde nidamente.

—No sabía que las noticias volaran tan rápido hasta ti.
—Hago una mueca.

—Ha redactado una queja casi de inmediato.

—Desde las escaleras del palacio, supongo.

Harristan no me sonríe.

—De hecho, sí. —Duda—. Aunque nuestras dosis


estén mal calculadas, no podemos enemistarnos con
nuestro principal proveedor.

—Allisander se ha vuelto demasiado atrevido.

—Por mucho que Arella pida misericordia, su sector


no es uno de los principales proveedores de Kandala. El
de Roydan tampoco.

Lo sé. Él sabe que lo sé. Deja el vaso sobre la mesa y lo


agarro.

—Colgar a gente de las puertas no ha detenido a los


contrabandistas —digo—. Si acaso, se han vuelto más
osados.

—Está claro. Una se ha colado en el palacio y ha


llegado hasta la habitación de mi hermano.

—Dios, Harristan. —Vacío el vaso y aparto la mirada.

Durante unos instantes, creo que me va a presionar


para sonsacarme más información. Mi hermano no es
tonto. Sabe que con Tessa hay más de lo que le he
contado. Él mismo lo admitió anoche.

Sin embargo, se limita a observar los papeles y se


levanta.

—Tienes mucho trabajo por hacer. —Me da una


palmada en el hombro antes de girarse hacia la puerta—.
Yo me ocupo de Allisander.

—Gracias.

No puedo decirlo en voz alta, pero le doy las gracias


no solo por tratar con un cónsul irritado. Le doy las
gracias por su con anza. Por permitirme guardar
secretos.

Por permitirme proteger a Tessa.

Él también lo sabe, porque me dedica una ligera


sonrisa.

—De nada, Cory.

La sonrisa desaparece y, en ese momento, se encamina


hacia la puerta.
CAPÍTULO VEINTIUNO

Corrick
Q uint está despatarrado en una silla de mis
aposentos, comiendo fresas mientras el sol se pone
en la ventana que se alza detrás de él. Lleva veinte
minutos hablando de nada en particular, y normalmente
me da igual, pero tengo los nervios tan a or de piel que
estoy a punto de pedirles a mis guardias que lo saquen
de aquí.

—Y entonces —dice— Jonas les contó a los guardias


que la chica era su sobrina, ¿te lo puedes creer? No sé a
quién pretende engañar.

Me peleo con los botones de oro de mi chaqueta y, acto


seguido, me la quito de los hombros para lanzarla sobre
la mesa junto a las demás que ya me he probado y he
descartado.

—Seguro que en algún lugar del palacio hay algún


asunto que precisa de tu atención.

—Es más que probable. —Agarra otra fresa y arranca


el tallo—. Vuelve a probarte la negra.

Frunzo el ceño. Es la primera chaqueta que Geoffrey


ha sacado de mi armario… y creo que es la que espera
que siga vistiendo. Me la he quitado cuando me he dado
cuenta de que me recuerda demasiado a todo lo que
hago por mi hermano, lo cual hace que me preocupe que
la prenda le recuerde a Tessa todo lo que hago por mi
hermano. Decido ponerme la roja.

—De ninguna de las maneras —opina Quint.

Suspiro y la descarto antes de pasarme una mano por


la mandíbula.

Quint deja la fresa y camina por delante de la montaña


de ropa de mi cama, rumbo a mi armario.

—En serio, Corrick. La chica te ha visto con ropa de


lana. —Examina mis prendas durante unos instantes y
selecciona una—. Toma.

La chaqueta es de un brocado azul marino con un


ligero estampado de hojas de un tono un pelín más
oscuro, cuello de seda negro y ribetes plateados. Los
botones son de plata bruñida. Es suave y sencilla, y
nunca me la he puesto; no es del estilo que suelo vestir.

—No —protesto.

—No quieres ser el príncipe. No puedes ser el forajido.


Habrá que buscarte una nueva identidad, ¿no?

—Quint.

—Sabes que a estas horas el salón estará atestado de


cortesanos. —Sujeta la chaqueta abierta como si fuera un
ayuda de cámara—. ¿Quieres dejar a tu chica entre tanta
víbora?

No. No quiero. Y tiene razón: tanto da lo que lleve. No


puedo ser quien ella desea que sea. Suspiro y enfundo
los brazos en las mangas.

—Todavía me detesta.
—Detesta que le hayas mentido. Es distinto. —Quint
me rodea para observar mi aspecto. Me aparta la mano
de los botones de un golpetazo y se afana en abrocharlos
él.

—No tenía ni idea de que supieras abotonar una


chaqueta —digo con ngido asombro.

—Chist. —Cuando termina con el último botón,


sacude un polvo invisible de mis hombros y da un paso
atrás.

Tiro de las mangas de la camisa y me jo en que me


está examinando. Es lo que mucha gente ignora de
Quint: parece un tipo disperso y frívolo, pero en el fondo
es un observador atento que lo ve todo y que no olvida
nada.

—¿Qué? —le digo.

—Me he enterado de lo que ha ocurrido hoy en el


presidio. Con el cónsul Sallister.

—¿Que le he prohibido la entrada al palacio? —Gruño


—. Harristan ya me ha dado su opinión al respecto.

—No. Que ordenaste que dieran de comer y trataran a


los prisioneros.

—Sallister hizo que a la mayoría los apalearan hasta


casi matarlos, Quint. —Arrugo el ceño—. Si quiere
descubrir quién está detrás de los asaltos a sus caravanas
de provisiones, debe dejarme a alguien a quien
interrogar.

No me responde.
Pongo los ojos en blanco y me giro hacia la puerta.

—¿Ahora no tienes nada que decir?

—A lo mejor Tessa está a salvo y a lo mejor no le gusta


la verdad —murmura—. Pero aquí solo puedes ser el
príncipe Corrick.

—Ya lo sé.

—Solo puedes ser el justicia del rey.

Quiero que sus palabras me irriten, pero no es así.


Quizá necesitaba que alguien me lo recordara.

—No lo he olvidado. —Mi voz es tan queda como la


suya.

—Por supuesto que no. —Quint se encamina hacia la


puerta—. La velada te espera, alteza.

Quint tenía razón. El salón está atestado de cortesanos,


sí. Diviso a Jonas Beeching en el rincón; el cónsul está
bebiendo con una joven de cabellera negro azabache
cuyos rizos le caen sobre la espalda. Debe de doblarla en
edad, y me pregunto si es la «sobrina» que ha
comentado Quint. Jonas habrá reparado en mi mirada
porque empieza a levantar la vista, así que giro la
cabeza. Va a querer insistir en la necesidad de construir
el puente de Artis y esta noche no me apetece jugar a la
política.

Pero entonces, durante unos instantes, vuelvo a


mirarlo al recordar que Allisander sugirió que la petición
exagerada de dinero de Jonas quizá tuviera algo que ver
con los benefactores que están nanciando a los
rebeldes. Le doy vueltas a esa idea en mi mente y no creo
que encaje. Jonas está demasiado satisfecho de sí mismo,
es demasiado feliz y querrá dejar que el mundo gire
como siempre, porque no hay nada malo que lo afecte
personalmente.

Barro la multitud en busca de Tessa y me pregunto si


alguna de las mujeres le ha clavado las zarpas ya. Los
chismorreos inundan el aire como si de una neblina se
tratara, y, aunque bajan la voz cuando me acerco, oigo
algunos comentarios diseminados al cruzar la estancia.

«Al parecer, es una boticaria».

«Me han dicho que ha pasado la noche con el


príncipe».

«Me da igual lo que digan ciertas muchachas: mi


médico recomienda cuatro dosis diarias».

«Más vale que tenga cuidado, no vayan a degollarla».

Pongo los ojos en blanco y agarro una copa de vino de


un criado que pasa con una bandeja.

«Quizá el rey intentó colarla en el palacio».

«A lo mejor está embarazada con su bastardo».

Me atraganto con el vino.

Vaya. Eso sí que sorprendería a Harristan.

No veo a Tessa y debo hacer acopio de fuerza de


voluntad para no sacar el reloj del bolsillo. Al otro lado
de la estancia, Jonas parece que está reuniendo el aplomo
para acercarse a mí. Si Tessa no aparece pronto, voy a
tener que buscar a alguien con quien hablar, o de lo
contrario me veré obligado a escuchar al cónsul.

—Alteza.

Detrás de mí me llama una voz suave, y al girarme me


encuentro con Lissa Marpetta. Allisander y ella
controlan las provisiones de or de luna de Kandala,
pero no me resulta tan insufrible como él. Si soy sincero,
no me resulta insufrible en absoluto. Casi me dobla la
edad y tiempo atrás fue amiga íntima de mi madre. A
veces me pregunto si por eso nunca nos presiona
demasiado a Harristan ni a mí. Muchos de los cónsules
creen que es una mujer pasiva que llegó a intimar con la
familia real y que luego tuvo la suerte de amasar
riquezas y poder. Harristan no está de acuerdo. Él cree
que es una mujer muy inteligente. Mientras que
Allisander no duda en tomar la palabra para decir lo que
quiere, Lissa siempre pre ere que él emprenda las
batallas en tanto su sector recoge los bene cios.

—Consulesa —la saludo—. Creía que habías regresado


a Crestascuas.

—Me informaron de que ha habido novedades en el


palacio, y Allisander me escribió para decirme que
debería volver.

Cómo no.

—Es un malentendido —digo con amabilidad—. La


chica nos trajo pruebas al palacio de que hay que repasar
mejor nuestras dosis.

—¿Crees más en la palabra de una chica de la Selva


que en la de tus médicos reales? —Me observa jamente.

—Creo que debemos escuchar a cualquiera que nos


sugiera que hay una manera de lograr que las medicinas
sean más e caces.

Lissa titubea.

—Con el debido respeto, alteza, te sugiero que


procedas con sumo cuidado.

—¿Consideras que seré imprudente? —Bebo un sorbo


de la copa.

—Considero que tus padres con aron demasiado en la


gente de fuera del palacio. —Guarda silencio durante
unos segundos—. Quería mucho a tu madre. No quiero
que tu hermano y tú sufráis el mismo destino que ella.

La miro a los ojos, y una parte de mis nervios se


evapora. No es frecuente que uno de los cónsules
muestre compasión por nosotros, sobre todo ahora.
Asiento.

—Por supuesto, consulesa.

Se aleja y me termino la bebida. No hacía falta que me


recordara lo que les sucedió a mis padres. No hacía falta
que me recordara que las teorías de Tessa son solo eso,
teorías.

Un repentino silencio se instala en la habitación


cuando alguien nuevo capta la atención de los presentes.
Veo un vestido elegante, una gura esbelta y un montón
de bucles, y mis ojos están a punto de interpretar a la
recién llegada como otra cortesana… hasta que me doy
cuenta de que se trata de Tessa.

Lleva un despampanante vestido de terciopelo


carmesí, aunque las faldas se separan en un costado para
dejar ver una franja de gasa de color crema cuando se
mueve. Es un vestido sin mangas, si bien alguien le ha
adornado los antebrazos con un complicado entramado
de satén rojizo que le han atado por encima del codo. Su
expresión es seria, sus labios no sonríen, sus ojos son de
piedra. Acompañada por los guardias, fácilmente podría
parecer una prisionera, pero, en cambio, parece una
reina.

Sus pasos se detienen al entrar en la estancia y su


mirada escruta las distintas caras.

Los susurros han vuelto. El semblante estoico de Tessa


empieza a ceder, y sé que está oyendo algunos de los
comentarios. Sus ojos comienzan a moverse de izquierda
a derecha, ahora con una expresión menos seria y más
asustada.

Doy un paso adelante.

—Tessa.

Se sobresalta un poco y me mira. Una criada le ha


maquillado los ojos con tonos oscuros y le ha salpicado
las mejillas de color rosa. Sus labios son de un rojo más
claro que el del vestido y se abren ligeramente al
sorprenderse.
Debe de haberse dado cuenta de que me está
taladrando con la mirada, porque sus ojos se vuelven
fríos y cierra la boca de golpe. Se sujeta bien las faldas y
se inclina para hacer una reverencia que, en cierto modo,
consigue ser tan elegante como beligerante. Es evidente
que las clases de etiqueta le están yendo bien.

—Alteza.

Solo ella es capaz de convertir una reverencia en un


gesto desa ante.

Le contesto inclinando la cabeza y le ofrezco el brazo.

—¿Vamos?

Tessa vacila, la incertidumbre parpadea detrás de la


valentía de sus ojos. Todos los asistentes están
observando su reacción, a la espera de ver cómo
actuará… y cómo responderé yo. La mitad solo siente
curiosidad, pero el resto obviamente espera presenciar
un feroz espectáculo, algo de lo que puedan chismorrear
en cuanto me haya marchado. Algunos seguro que
esperan que se derrame sangre.

Las advertencias de Quint suenan con fuerza en mi


mente. «Solo puedes ser el justicia del rey».

Quizá Tessa haya advertido el cambio de mi expresión,


puesto que su mano se posa liviana sobre mi brazo. Noto
cómo le tiemblan los dedos.

Sigue teniéndome miedo. Esa certeza perfora todos los


avisos de Quint.

Una parte de mí desea poder enmendarlo, pero no sé


cómo enmendar todo lo que soy. Al pensar en la forma
en que murieron mis padres, ni siquiera sé si quiero
enmendarlo.

Las puertas se abren de par en par cuando nos


aproximamos. El frío aire nocturno revolotea contra mi
piel. La calle adoquinada que hay delante del palacio
está muy ajetreada. Los caballos y los carruajes van y
vienen, los criados y los mayordomos se apresuran. En
algún lugar, un caballo relincha y un hombre llama a
gritos a un botones.

Un lacayo se detiene delante de nosotros y hace una


reverencia.

—Alteza. Su carruaje está listo.

—Un carruaje —susurra Tessa.

—¿Creías que iríamos andando? —digo mientras la


acompaño a bajar las escaleras.

Durante el día, mi carruaje desprende un intenso color


bermellón, pero bajo la luz de la luna parece negro. La
plata centellea ante el resplandor de las farolas. Cuatro
caballos aguardan con arneses brillantes y unas
campanitas tintinean cuando mueven la cabeza. El
mayordomo sujeta la puerta y le tiendo una mano a
Tessa.

Me mira con los ojos entornados, ignora mi mano y


sube al carruaje.

Estoy a punto de seguirla, pero en ese momento el


capitán Huxley se detiene junto al vehículo.
—Alteza.

El capitán de la guardia del palacio es un hombre alto


con pelo rubio, mejillas rubicundas y debilidad por los
bombones y la cerveza amarga. Que yo sepa, es un
hombre decente, pero es conocido por aceptar sobornos
a cambio de chismes acerca de la familia real. Ha sido
capitán desde que mi padre era rey, pero Harristan, al
elegir a su guardia personal, lo descartó, un desaire que
creo que Huxley no ha perdonado nunca.

Nosotros no le hemos perdonado nunca que fuera


incapaz de mantener a salvo a nuestros padres, así que
creo que estamos empatados.

Bloquea la puerta del carruaje casi por completo. Lo


miro de reojo.

—¿Qué?

Al oír mi tono, titubea.

—No conocemos a esta chica. Yo debería ir con usted.

—Lo tendré presente cuando nos sigas al galope. —Me


muevo para evitarlo.

—A pesar de las historias que cuenta, se coló en el


palacio…

—Sí. Se coló. Pasó por delante de uno de tus guardias.

—Sí, bueno… Eso es… Alteza… —empieza a decir,


arrogante.

—Tengo mucha hambre, capitán.

Duda antes de retroceder un paso.


—Como ordene.

Apenas subo al carruaje veo que Tessa ha ocupado el


asiento delantero, así que cierro la puerta y me acomodo
sobre los cojines de terciopelo del lado contrario. Sus
ojos me observan fríos y oscuros, pero se retuerce las
manos con los nudillos pálidos.

—El capitán Huxley se ha ofrecido a ir con nosotros —


le digo con una sonrisa burlona—. Lo he rechazado.

—¿Le preocupa el puñal que he escondido entre mis


faldas?

—Dilo un poco más alto y ya verás.

El conductor gorjea a los caballos y oímos el chasquido


de un látigo, y de pronto empezamos a avanzar y a
balancearnos sobre la calle adoquinada.

Una lamparita que cuelga sobre la ventana del carruaje


ensombrece las mejillas de Tessa y hace que los matices
rojos de su vestido resplandezcan.

—Dime. —Me recuesto en los cojines—. ¿De verdad


llevas un puñal?

Tessa se gira para mirar por la ventanilla.

—No intentes tocarme o ya verás.

—Por mucho que me odies, no puedes estar enfadada


por un viaje en carruaje y una cena en el establecimiento
más exclusivo de toda Kandala.

—¿Que no puedo? —Arquea las cejas.

Dios, qué descarada es.


—Vale. A lo mejor, sí.

No dice nada. No digo nada. El silencio se enfría entre


nosotros, interrumpido por el rítmico galope de los
cascos contra los adoquines.

—Perdona —me disculpo—. Debería haber empezado


diciéndote que te doy las gracias y que estoy en deuda
contigo.

Gira la cabeza. Al parecer, creía que me estaba


mofando de ella, pero, al ver que no es así, entorna los
ojos.

—¿Por qué?

—Porque no le has contado a Harristan… lo nuestro.

—De hecho, sí que se lo he contado. —Devuelve la


atención a la noche. Hace una pausa y exiona los dedos
—. Le he contado la verdad. Era la socia de un hombre al
que consideraba mi amigo, hasta que la patrulla
nocturna lo atrapó y lo colgaron de las puertas.

La verdad. Me pregunto si es la verdad que también se


dice a sí misma. Que da igual que yo fuera Weston Lark
porque está muerto. Ahora solo soy yo.

—Creía que, de todos modos, tanto daba. —Se aclara


la garganta—. Porque nadie me iba a creer.

—Harristan sospecha que hay… algo entre nosotros.

—¿Cómo? —Sus ojos se clavan en los míos.

—No es propio de mí ser benévolo. —Me encojo de


hombros—. No me está presionando para que le dé
respuestas.

Vuelve a retorcerse los dedos, como si estuviera


preocupada.

—¿Por qué no?

—Porque es mi hermano, Tessa.

—Da igual. —Mira por la ventanilla de nuevo—. No


hay nada entre nosotros.

—Eso dicen.

El silencio vuelve a adueñarse del carruaje. Aquí la


noche es muy oscura, pero más adelante hay un fuego
que crepita en forma de círculo gigantesco que parece
otar por encima de la tierra. A pesar de la rabia que
siente, Tessa se acerca levemente a la ventanilla para
verlo mejor. Yo llevo toda la vida viéndolo, pero, aun así,
de noche la ilusión es bastante espectacular. No es un
círculo, sino una arcada en la que cuelgan cien antorchas
que arrojan ceniza y chispas sobre un estanque brillante
que re eja la luz. Los labios de Tessa se separan cuando
nos aproximamos y la luz ilumina sus asombrados ojos.

Me desplazo al asiento delantero del carruaje para


colocarme a su lado y verlo con la misma claridad que
ella. Pro ere un grito y se aparta un poco.

De verdad. Le agarro la muñeca.

—No montes un alboroto en el carruaje —le digo—. Lo


del capitán iba en serio. —No le suelto el brazo y asiento
en dirección a la ventanilla—. Mira antes de que lo
dejemos atrás.
Tessa toma aire como si quisiera espetarme algo, pero
nos hemos acercado lo su ciente como para oír cómo las
chispas crepitan al caer sobre el agua, y el sonido llama
su atención hacia el exterior. Está demasiado oscuro para
ver las ramas que sostienen las antorchas, y las estrellas
resplandecen detrás de las llamas suspendidas. Cada
una de las chispas que caen centellea sobre la super cie
del estanque antes de apagarse.

—Es el Arco del Martillo de Piedra —le informo—. Se


ve desde el palacio. Lo construyó mi bisabuelo como una
declaración de amor hacia su novia. Decía que, siempre
que las antorchas siguieran ardiendo, su amor por ella
no se apagaría. Cuando éramos pequeños, Harristan y
yo nos retábamos a escalarlo.

Retira la mano para soltarse de mí.

—Espero que te hayas caído muchas veces.

—Ni una sola. —Me inclino hacia ella.

—Te voy a apuñalar.

—No creo que lleves un puñal.

Se yergue en el asiento y en sus ojos la resistencia brilla


más que las antorchas del monumento. Esta riña me
recuerda a la forma en que nos provocábamos en el
taller, y resulta desalentador y estimulante al mismo
tiempo.

De pronto, sin embargo, su expresión cambia como si


algo le doliera y se lleva las manos al pecho, como si le
costara respirar.
Me enderezo, alarmado.

—Tessa…

—¿Cómo pudiste hacerme eso? —Me pega justo en el


torso y noto en el golpe toda su pena. Se le rompe la voz
—. ¿Cómo pudiste?

Me quedo paralizado. Durante unos segundos de


oscuridad, me había olvidado.

Quizá sí que necesitaba que Quint me lo recordara.

A mi lado está tan tensa que me parece una crueldad


permanecer aquí. Regreso a mi asiento del carruaje y me
aliso la chaqueta. Las sombras que le caen sobre la cara
me recuerdan a la máscara que solía llevar.

—¿Tienes alguna idea de por lo que he pasado? —


susurra con voz débil y a autada—. ¿Eh?

—No —murmuro—. Cuéntamelo.

Se queda inmóvil y me mira a los ojos.

—Moriste —susurra, como si no fuera evidente. Cierra


los ojos y se estremece—. Eras mi mejor amigo.
Estabas… Yo estaba… Estaba en… —Respira hondo—.
Todo fue horrible. Solo quería ayudar a la gente. Tú
también…, o eso creía yo. Y entonces… —Le tiembla un
poco la voz—. Trepaste… trepaste por la muralla por mí,
y oí las alarmas… —Resopla y se roza los ojos
suavemente—. Y entonces, cuando se hizo de día, vi…

Su voz se va apagando.

Ya sé lo que vio.
Vuelve a tocarse los ojos y ja la mirada en la
ventanilla. El Arco del Martillo de Piedra se desvanece
en la distancia. Nos estamos acercando ya al nal de la
calle privada que transcurre por detrás del palacio y
pronto nos adentraremos entre las élites.

—Tessa.

Traga saliva con tanta di cultad que parece como si le


doliera.

—No.

—Necesito que entiendas algo.

—Me trae sin cuidado.

Me doblo y apoyo los brazos en las rodillas.

—¿Sabes —digo con serenidad— que, cada vez que me


llaman para ir al presidio, me preocupa que vaya a
encontrarte en una de las celdas?

—Supongo que habría sido un nal rápido a tu juego.

—No era un juego —le espeto.

—¿Qué era, entonces? —Por n me mira—. Eres el


justicia del rey. Eres el hermano del rey. Una sola muerte
te separa del trono. Tienes más poder que casi cualquier
persona de Kandala. —Alza las manos—. ¿Qué hacías?
¿Era una especie de penitencia? ¿Una manera de
apaciguar la culpa? —Se le quiebra la voz otra vez—.
¡Has visto lo que le ocurre a tu pueblo! ¡Lo has visto con
tus propios ojos! No puedo culpar a tu hermano. Está
rodeado de gente que seguramente solo le dice lo que
quiere oír. Pero tú has visto el sufrimiento, las muertes y
la desesperación, y aun así colocaste a los prisioneros en
el escenario y… y…

—Tessa. —Cada palabra es una piedra que me arroja.


Noto un nudo en el pecho.

—¿Por qué me estás haciendo esto? —susurra con la


punta de los dedos sobre los ojos—. Enciérrame en el
presidio con los demás y ya está.

—No puedo. —Mi voz áspera y quebrada llama su


atención.

Baja las manos para mirarme, pestañeando.

—No puedo —repito con los ojos clavados en los


suyos—. No puedo, Tessa. No sabes cuántas veces deseé
que el alba no llegara tan pronto. Cuántas veces quise
quedarme contigo en lugar de volver a este papel.
Cuántas veces deseé ser de verdad Weston Lark, y que el
personaje inventado fuera el príncipe Corrick.

Se aparta con rabia una solitaria lágrima que le recorre


la mejilla y señala el lujo que reviste el carruaje.

—¿No podías abandonar tanta elegancia?

—No podía abandonar a mi hermano.

Ese comentario la frena en seco.

—No podía llevármelo conmigo —prosigo—. ¿Cómo


iba a hacerlo? Y aunque pudiera… ¿qué pasaría
después? ¿Dejaríamos Kandala en manos de los
cónsules? En las circunstancias actuales ya me cuesta
negociar con Allisander Sallister para lograr un precio
razonable por los pétalos de or de luna. Es peor que su
padre. Es un delicado equilibrio entre tenerlo contento y
mantener a nuestro pueblo lo más sano posible. El
cónsul procuraría adueñarse del poder, y, habida cuenta
de lo mucho que tiene a su disposición, es probable que
lo consiga. —Me detengo y me paso una mano por la
mandíbula—. Sí. He visto el sufrimiento de la gente,
Tessa, igual que tú. Pero si Allisander estuviera en el
poder, las medicinas serían doblemente escasas, y las
ebres, mucho más mortíferas.

Ahora me está mirando jamente.

—Ódiame si quieres —digo—. Dios sabe que todo el


mundo me odia. Pero a esta parte de la historia no la
conoces.

Se ha quedado petri cada. Las lágrimas parecen


haberse congelado sobre sus mejillas.

No la culpo.

Pero no puedo tenerla prisionera. Siempre me odiará.


Nunca se ará de mí. Saber que en el palacio está a salvo
no es consuelo alguno si no es más que una paloma
encerrada en una jaula de oro.

Esa es mi vida, no la suya.

—No voy a matarte. No voy a encerrarte en el


presidio. —Suelto un suspiro entre dientes—. Si quieres
irte, pediré al conductor que pare el maldito carruaje.
Saldré para hablar con el capitán y podrás escabullirte.
Me pongo una mano en la cintura y me desabotono el
cinturón para liberar mi puñal. Se lo tiendo.

—No tengo un gancho triple a mano, pero puedes


llevarte mi daga si quieres.

Me mira como si se me hubiera ido la cabeza.

—Me estás engañando.

—Nunca te he engañado. —Al oírme, pongo los ojos


en blanco—. Bueno. En cualquier caso, ahora no te estoy
engañando.

Observa el puñal, luego mi cara y nalmente por la


ventanilla. Los dedos han vuelto a temblarle.

—Tessa —murmuro—. Dejé que creyeras que había


muerto porque quería que te mantuvieras alejada del
Sector Real. Quería que estuvieras a salvo.

Me arrodillo delante de ella y le coloco la daga en la


mano.

Se la queda mirando y luego levanta la vista hacia mí.

—¿Me puedo ir? ¿Como si tal cosa?

Otro nudo me constriñe el pecho y respiro de forma


super cial. Expulso a la fuerza las emociones de mi
cabeza y me recuerdo qué y quién soy. El justicia del rey
no se digna a sentir pena ni a lamentar una pérdida.

—Dirígete al sureste —respondo con brusquedad—.


Hay una puertecita en la muralla donde la tierra se
hunde. Parece vieja y polvorienta, y tiene un candado,
pero las bisagras son de mentira y podrás levantarla
para abrirla. ¿Me has entendido?

Perpleja, asiente.

—¡Capitán! —exclamo. El carruaje frena para


detenerse.

Extraigo un saquito del bolsillo y se lo lanzo a Tessa en


el regazo. La plata tintinea.

—Es su ciente cantidad como para empezar de cero.

—Espera…

No puedo esperar. Si espero, cambiaré de opinión.

—Dispondrás de cinco minutos —digo—. Estaremos


de espaldas al carruaje.

Sin mirar hacia atrás, acciono la manecilla de la puerta


y bajo de un salto.
CAPÍTULO VEINTIDÓS

Tessa
L a puerta del carruaje se cierra y me quedo sola. El
corazón me golpea el pecho. De nuevo, han
ocurrido demasiadas cosas y me da la impresión de que
hoy mi mundo se ha puesto del revés once veces ya. La
bolsita repiquetea con las monedas cuando la agarro y la
daga pesa bastante. Cuando la saco de la funda, la veo
a lada y dispuesta. Intento no preguntarme si la ha
utilizado con alguien.

No me fío en absoluto de Corrick, pero esto… no


parece una trampa. ¿Cuál sería el propósito? ¿Qué iba a
ganar él?

Soy rápida y segura de mí misma. El vestido que llevo


es oscuro. Si el capitán y sus hombres están distraídos,
podría escabullirme como un fantasma.

No podría regresar con la señora Solomon, pero sí


encontrar trabajo en otra ciudad. Sobre todo con un
saquito lleno de dinero.

Pero entonces recuerdo mi reunión con el rey


Harristan. «Es fácil amar a tu rey cuando todo el mundo
está sano y con la barriga llena. Es más difícil cuando no
lo está».

Le importa su pueblo. Le pesa lo que está sucediendo


en Kandala. No sé cómo lo sé, pero lo sé.
A pesar de todo, también sé que le pesa a Corrick.

«Nunca te he engañado». Lo he tratado como al


hombre al que todos temen, como si su vida entera
hubiera sido un gran engaño. Pero desde el momento en
que entré en el palacio no ha dejado de protegerme: me
proporcionó comida y una habitación donde dormir, y
asimismo me mandó una nota antes de que me
encontrara con su hermano. El príncipe Corrick ha hecho
muchas cosas horribles, pero sus palabras son ciertas.
Quizá yo no entienda la situación desde su punto de
vista, igual que ellos no parecen entenderla desde el mío.
Y quizá el rey haya estado dándole el gusto a su
hermano al permitir que me reuniera con los boticarios
reales, pero es una oportunidad para decirle a la gente
importante que podrían hacer algo mejor con las
provisiones que les entregan.

No puedo seguir robando para ayudar a los enfermos,


pero quizá pueda ayudarlos de otra forma.

Quizá.
Son muchos «quizá».

Cuando Wes estaba delante de mí la última noche que


pasamos juntos, le dije que debíamos parar de
escondernos y provocar una revolución. Huir ahora sería
como esconderme. Y no es el tipo de revolución que
tenía en mente…, pero tal vez pueda provocar un
cambio. Tal vez pueda mostrarle al rey hasta qué punto
está sufriendo su pueblo.

Tal vez sea una oportunidad que nadie vaya a tener


jamás.

Dejo en el asiento el puñal y el saco de monedas, y


agarro el pomo de la puerta con una mano. La abro sin
miramientos y bajo a la calle adoquinada sin procurar
ser sigilosa.

La cabeza del capitán se gira hacia mí. La de Corrick


también.

—Ay… Perdón. —Me falla la voz y debo carraspear—.


¿Alteza? —Hago una reverencia por si acaso—. Ha sido
un día muy largo, y tengo bastante hambre. Y usted me
ha comentado que también.

Corrick me mira desde los cuatro metros de oscuridad


que nos separan, con sus ojos azules muy oscuros e
inescrutables. Se ha quedado petri cado.

Mi corazón late tan fuerte que casi lo noto en la


garganta. Espero no estar cometiendo un error.

—Así es —asiente al n—. Hablaremos otro día del


patrón que forman los focos, capitán.

Regresa hasta el carruaje y me mira bajo la luz de la


luna. En la negrura es fácil recordarlo como Wes: la
forma de moverse, la manera en que las estrellas brillan
en sus ojos. El brocado y la plata han sustituido la lana
remendada y el cuero áspero, pero sigue siendo el
mismo hombre. Esta mañana, le he dicho a Quint que mi
amistad con Wes había sido una ilusión basada en un
engaño, y me ha preguntado: «¿Tan segura estás?».

Como siempre, no estoy segura de nada.


Los ojos de Corrick escrutan mi rostro mientras el frío
aire nocturno sopla entre nosotros.

—La cena nos espera —anuncia. Cualquier rastro de


vulnerabilidad ha desaparecido de su voz.

Un criado se apresura a acercarse para abrir la puerta.

Corrick me ofrece una mano para ayudarme a subir al


carruaje.

Esta vez, la acepto.

Volvemos a sentarnos el uno delante del otro. Un


silbido y un chasquido de látigo más tarde, y
traqueteamos sobre los adoquines. Corrick se acomoda
entre los cojines, contemplándome. En su expresión
ahora no detecto ninguna resistencia, solo me observa.
Es obvio que espera a que le hable, a que me explique,
pero la lengua se me ha enredado en la boca.

Al cabo de unos instantes, entrecierra ligeramente los


ojos.

—¿Te has quedado porque es lo que quieres de verdad


o porque no te fías de mí?

—¡Ah! —No se me había ocurrido. Sin embargo,


verbalizar esas dos opciones me deja demasiado
vulnerable—. He… he elegido quedarme. En el palacio
tengo obligaciones.

—¿En serio? —Enarca una ceja.

—El rey me ha pedido que hablase con los médicos y


los boticarios reales.
—Ah. —Lo dice cortésmente, pero sus ojos buscan los
míos y sé que sabe que hay algo que no le estoy
contando. Mis pensamientos son demasiado
complicados como para plasmarlos en palabras.

Quizá los suyos también, porque no añade nada más.

Agarro la bolsita de monedas y se la lanzo. Ágil, la


atrapa en el aire.

Mis dedos rodean la daga, sin embargo, y sin dejar de


mirar a Corrick me la coloco dentro de la bota. Acto
seguido, la tapo con las faldas.

—Esto no te lo voy a devolver.

Para mi sorpresa, me sonríe con los ojos brillantes al


oír mi desafío.

—Considéralo un regalo.

En el centro del Sector Real se encuentra el Círculo, que


en realidad no es ningún círculo, sino una tarima
construida con mármol y granito en forma de octágono
cuyos lados ocupan por lo menos quince metros de
largo. Hace cientos de años, era donde el rey quería oír a
su pueblo en persona. Cuando al trastatarabuelo de
Corrick le clavaron un puñal en el cuello, se decidió que
las peticiones de la gente debían entregarse escritas a
mano y en las puertas del sector.

Con el tiempo, el Círculo se convirtió en un lugar


conveniente para que los mercaderes vendieran sus
productos. Se dice que, hace veinte años, un tabernero
con iniciativa dispuso unas cuantas mesas y sillas
delante de su establecimiento, en la tarima, y vistió a sus
camareras con prendas elegantes. Al cabo de un año, se
había apoderado de todo el estrado. Ahora se ha
convertido en un lugar donde se reúnen las élites más
ricas para chismorrear y para que las vean gastar
monedas en cosas que no necesitan.

Solo he visto el Círculo a primera hora de la mañana, y


siempre cuando corría por las calles desiertas del Sector
Real con pétalos robados en mi zurrón. En la oscuridad,
la tarima es grisácea, las mesas y las sillas son anodinas,
y los tiestos están llenos de ores apagadas y sosas.

Cuando Corrick me ayuda a bajar del carruaje, me


quedo de piedra al ver el aspecto tan diferente que luce.

Ahora, sobre las mesas hay macetas gigantescas con


rosas amarillas y blancas que inundan el aire con un
aroma embriagador. Por encima del entramado hay
cables de los cuales cuelgan lámparas de cristal que
arrojan un brillo multicolor sobre el atestado lugar. No
hay paredes que separen los comedores de las calles
adoquinadas, pero veo decenas de carruajes en la, con
aburridos sirvientes que esperan junto a los caballos. En
la Selva, se rumorea que las élites gastan el dinero de
toda una semana solo para cenar aquí.

Miro a mi alrededor para observar las caras


pintarrajeadas, las ropas elegantes, y creo que quizá sea
cierto.
Todos los ojos nos siguen del carruaje a nuestra mesa.

Nuestra presencia debe de haberse organizado de


antemano, porque nuestra mesa se encuentra en uno de
los extremos de la tarima, apartada de las demás, con
su ciente espacio como para que los guardias se
coloquen entre nosotros y los demás comensales. Ya se
ha servido vino y frente a nosotros hay un platito con
pan humeante. Resulta privado y público al mismo
tiempo. Si los guardias fueran barrotes de acero, sería
una jaula. En plena noche, las conversaciones son
estridentes, pero en el espacio que hay entre nosotros de
nuevo reina un pesado silencio.

Corrick se sienta en la silla con la misma comodidad


con que se ha apoltronado en el asiento de terciopelo del
carruaje, y da un largo sorbo a la copa de vino.

Yo estoy sentada en el extremo de la silla y me apetece


vaciar la copa de golpe y pedir doce más.

El príncipe me observa jamente.

—¿Te lo estás pensando mejor? —me pregunta.

—Quint me comentó que sería una cena pública,


pero… no me imaginaba que fuera así.

—Podríamos haber cenado en el palacio. —Eleva un


hombro para encogerse con elegancia—. Pero habría
sido peor.

—¿Peor? —Mis cejas dan un brinco.

—Aquí, poca gente se atreverá a acercarse a nuestra


mesa. —Da otro trago al vino—. En el palacio, no
habríamos tenido ni un segundo de intimidad.

—Y crees que ahora sí la tendremos. —Alzo la copa y


me obligo a pegarle un solo sorbo.

—No tanto como me gustaría, pero Quint quiere que la


gente te vea como a una potencial aliada del trono. —Su
voz se vuelve bronca—. No como a la forajida que,
según los rumores, se coló en el palacio para asesinar al
rey.

Me atraganto con el vino. Mi temeraria decisión de


entrar en el palacio es una pesadilla de la que ojalá
pudiera despertar.

—Claro.

Corrick mira detrás de los guardias y su expresión se


vuelve pétrea.

—Dios. —Apura el resto de la copa.

—¿Qué pasa?

—Nuestra velada va a dejar de ser tan íntima.

Sigo su mirada y veo a un hombre que zigzaguea entre


las mesas.

Corrick me mira y sus ojos brillan malévolos. Ahora


me recuerda a Wes. Baja la voz, como si estuviéramos
conspirando.

—Si quieres lanzarle una copa a ese hombre, te doy


todo el permiso del mundo.

—Un momento. —Parpadeo—. ¿Qué?


Pero ya se ha levantado, se ha alisado la chaqueta y su
cara se ha transformado en el sombrío y seductor
príncipe Corrick.

Si él se levanta, probablemente yo también debería. Me


incorporo. Un hombre pasa entre los guardias sin vacilar,
así que debe de ser alguien importante. No es mucho
mayor que Corrick, quizá tenga la edad de Harristan, y
lleva una perilla tan espesa que parece como si la
hubiera pegado con pegamento. El vello no consigue
esconder la mueca amarga que forma con los labios. Es
un hombre que no es atractivo en absoluto pero que cree
que sí.

—¡Cónsul! —exclama Corrick alegre, como si saludara


a un amigo al que no ve desde hace tiempo—. ¿Has
cenado ya? Siéntate con nosotros.

El hombre se detiene en seco. Entorna los ojos.

—Corrick. —Me lanza una mirada despectiva—. No


quería interrumpir tu cena con tu… invitada.

Pronuncia «invitada» como si Corrick le hubiera


propuesto cenar a una cerda que ha cedido su puesto a
un charco de barro.

No quiero lanzarle una copa. Quiero lanzarle la daga


de Corrick.

—Tonterías —dice el príncipe—. Tessa, tienes el honor


de conocer al cónsul Allisander Sallister.

El cónsul Sallister. De Prados de Flor de Luna. El


hombre que se apoderaría del poder si pudiera.
Una criada se presenta con otra silla. Otra llena la copa
de vino de Corrick antes de desaparecer. Es invisible.

Ojalá yo también lo fuera. La tensión entre los dos es


palpable. El corazón me tamborilea contra las costillas,
pero me pinto una sonrisa en la cara y hago una
reverencia.

—Cónsul. Qué honor.

—Harristan me ha hecho saber que la discusión que


mantuvimos en el presidio fue un malentendido. —Ni
siquiera me mira.

—¿Qué discusión? —Corrick parpadea como si no


entendiera nada—. Allisander —dice con tono amable—,
¿de verdad pensabas que te iba a prohibir la entrada al
palacio?

—Cuestiono tus acciones —responde el cónsul en voz


baja y rabiosa, pero no lo bastante baja como para que
las mesas cercanas no lo oigan—. Cuestiono tus
propósitos. La semana pasada, tenías a ocho cautivos y
tres de ellos escaparon. Hoy, te he traído a una docena de
rebeldes y, en lugar de interrogarlos, los mimas. —Me
lanza una mirada intencionada—. Si te soy sincero, me
sorprende que no estén sentados a la mesa contigo.

Me encojo.

Corrick no.

—Me has traído a una docena de rebeldes


inconscientes —dice sin emoción alguna—. Los
interrogaré y los castigaré cuando llegue el momento. —
Hace una pausa—. No pienso hacerlo mientras ceno, sin
embargo.

Me estremezco ante la frialdad con la que habla.

El cónsul Sallister se le acerca.

—Me prometiste que mis caravanas de provisiones


estarían a salvo…

—Te prometí guardias, y los recibiste.

— … y me prometiste poner n a los asaltos…

—Algo que, como bien sabes, no te puedo garantizar.

— … y no has hecho ningún esfuerzo por detenerlos, si


debemos hacer caso a las nuevas pruebas de la existencia
de esos benefactores.

El silencio que se instala entre ellos podría cortarse con


un cuchillo. Los ojos de Corrick son de un azul gélido.
Las mejillas del cónsul están sonrojadas, sus hombros
tensos. Me retuerzo las manos. Ojalá Quint estuviera
aquí para hablarme sobre los manteles o sobre el diseño
de las lámparas.

—Quizá… —intervengo, y mi voz suena débil. Trago


saliva—. Quizá, si se corriera la voz de que sus boticarios
podrían lograr que las medicinas sean más e caces, los
asaltos a las provisiones se reducirían.

Los ojos del cónsul no se desplazan hacia mí.

—¿De qué está hablando?

—La llegada de Tessa al palacio no fue ortodoxa, lo


admito —dice Corrick—, pero le ha presentado pruebas
a Harristan de que tal vez podamos ajustar las dosis para
que sean más e caces.

—O para que muera más gente —exclama el cónsul.

Una nueva tensión se apodera de mi pecho. No le falta


razón. Mis teorías son solo eso, teorías basadas en la
pequeña población que vive en la Selva. Podría morir
más gente.

—O para que viva más gente —dice Corrick—. Y creo


que es un resultado que todos deberíamos esperar con
ilusión. —Su tono es frío y la ilusión está muy pero muy
lejos de aquí—. ¿No estás de acuerdo, Allisander?

—Vas a contradecir a los médicos reales por… ¿por


una chica? Te has pasado de la raya, Corrick. Como haya
otro ataque, voy a detener las caravanas de provisiones
hasta que hayas encontrado al culpable.

Me quedo sin aliento. Este hombre controla la mayor


provisión de pétalos de or de luna de toda Kandala. Si
deja de proporcionarlos, la gente morirá.

No soy la única que lo piensa. Un murmullo recorre la


multitud detrás de los guardias.

Corrick da un paso adelante. La noche está tan llena de


posibles peligros que me pregunto si va a pegarle al
cónsul o si va a pedir a los guardias que le claven una
echa en la espalda.

Sin embargo, Corrick baja la voz hasta un nivel en que


no lo oirá quien no esté junto a nuestra mesa. La
crispación ha abandonado su tono.
—Ha sido un día muy largo para los dos. Hace un rato
he dejado que me dominara la rabia. Me cabreaba que
los benefactores fueran los que nancian los asaltos, y no
voy a obtener respuestas de unos ladrones que están
inconscientes. No debería haber pagado mi frustración
contigo. —Se detiene—. No dejemos que unas cuantas
palabras airadas se interpongan entre nosotros. —Señala
la mesa—. Siéntate y acompáñanos. Por favor.

El cónsul vacila, pero ahora parece más inseguro que


furioso.

—Mis caravanas de provisiones…

—Allisander. —Corrick le da una palmada en el


hombro como si fueran viejos amigos. Ahora ya no habla
bajito y veo que la gente estira el cuello para captar sus
palabras—. Te voy a proporcionar cuanto necesites para
proteger a tu gente. Como siempre.

Allisander se aclara la garganta.

—Muy bien. —Echa un vistazo hacia la mesa—. No


voy a entrometerme en vuestra cena.

—¿Esta noche te vas a quedar a dormir en el palacio?


—le pregunta Corrick—. Quizá mañana por la mañana
podamos echar una partida de ajedrez. Podríamos
hablar de métodos alternativos para proteger tus envíos.

—Bien. —El cónsul Sallister se alisa la chaqueta y da


un paso atrás—. Nos vemos mañana, pues.

—Qué ganas tengo de que llegue el momento —dice


Corrick.
En cuanto el cónsul se marcha, espero que Corrick esté
agitado, pero no es así. Tiende una mano hacia mi silla.

—Disculpa la interrupción. Por favor, siéntate. ¿Has


probado el pan?

Me siento, pero me lo quedo mirando jamente. De


repente, es muy educado y formal. Es la faceta número
cuatro del príncipe Corrick. O quizá la número
diecinueve. Ya he perdido la cuenta.

Debe de haber reparado en mi desconcierto.

—No quiero que nadie piense que me preocupa lo que


acaba de ocurrir —dice en una voz muy baja que se
dirige solo a mí, pero con la misma serenidad con que
me ha hablado del pan—. El queso también está
buenísimo. Pruébalo. Insisto.

—Ah… Claro. —Arranco un pedazo de pan e intento


recordar de las clases con la señora Kent qué cuchillo era
el adecuado para el queso.

Corrick levanta uno de los suyos y le da un golpecito


con el dedo índice, así que agarro ese. Estos gestos
amables que salen de él de la nada son inesperadísimos.
Imito sus movimientos y unto el queso sobre el pan, y
después le doy un mordisco.

Es una delicia. El queso se derrite sobre mi lengua, y


casi olvido lo que acaba de suceder.

Ahora que hemos empezado a comer, los demás


comensales regresan a sus platos. La conversación
recupera el volumen casi de cacofonía previo a la
discusión entre Corrick y Allisander.

Observo al príncipe. Es un gran enigma. Cada vez que


piensos que lo entiendo aunque sea un poco, hace algo
nuevo que no tiene ningún sentido. Ni siquiera sé quién
ha ganado terreno… y quién lo ha perdido.

Corrick agarra otra rebanada de pan y la cubre con el


queso.

—Me da la sensación de que te estás formulando


varias preguntas.

—¿Quién ha cedido? ¿Has sido tú o él?

—Él —responde—. Pero parece que hubiera sido yo,


que es lo que importa. No puedo permitir que todo el
Sector Real crea que Allisander va a bloquear el acceso a
los pétalos de or de luna. Me sorprende que no haya
iniciado un motín aquí mismo.

—¿Tanto poder tiene?

—Sí. Pero tampoco quiere dejar de hacer los envíos,


porque en ese caso nos veríamos obligados a depender
solo de Lissa Marpetta, y eso signi caría que los precios
de ella se incrementarían, y Allisander no quiere dejar de
amasar ni una sola moneda de bene cios… ni quiere
perder la ilusión de tener el control. —Corrick suspira,
irritado—. Pero si los forajidos siguen atacando sus
caravanas de provisiones, no le merecerá la pena. Sobre
todo si alguien con dinero está nanciando los ataques.

Forajidos. Se me forma un nuevo nudo en el pecho.

—Has dicho que tenéis… prisioneros.


—Sí.

No dejo de pensar en las palabras del rey Harristan.


«Para la patrulla nocturna es lo mismo». Debo obligarme
a tragar la comida de la boca, porque se ha convertido en
una masa insípida.

—¿Qué… qué les vas a hacer?

—Voy a interrogarlos y a enterarme de lo que saben. —


Hace una pausa con los ojos clavados en los míos. No
altera el tono—. Y entonces actuaré en consecuencia.

No lo dice como si quisiera retarme, pero me da la


impresión de que me ha lanzado un guante igualmente.

El día de la ejecución frente a las puertas, recuerdo


haber pensado en lo horribles que eran el rey y el
príncipe. El príncipe Corrick estaba sobre el escenario,
frío e indiferente. Deseé que un arquero les disparara a
los dos para así poder liberar Kandala de su tiranía.

Pero en aquel momento no conocía al cónsul Sallister.


Supongo que no debería importar cuando hay gente que
muere…, pero, después de conocerlo, me doy cuenta de
que sí que importa.

Mentalmente, repaso todo lo que ocurrió la noche


antes de la ejecución que se transformó en un
llamamiento a la revolución… y la mañana siguiente.
Wes estaba inquieto. Preocupado.

«Creo que muy poca gente merece lo que le termina


sucediendo, Tessa. Para lo bueno o para lo malo».

Le dije que él solo merecía que le pasaran cosas


buenas, y apartó la mirada.

Me salvó la noche en que murieron mis padres. Me ha


salvado en incontables ocasiones desde entonces.

También es el responsable de incontables muertes.

La voz del rey retumba en mis recuerdos.

«Todos los contrabandistas cuentan una historia para


justi car sus acciones. Los castigos son bien conocidos.
¿Cómo voy a hacer la vista gorda con un tipo de robos y
no con otros?».

Hay demasiados matices. Creía que era tan sencillo


como decir que algo está bien o está mal, pero no es así.
Vuelvo a sentir una presión en el pecho y empiezan a
arderme los ojos.

Corrick alza la copa de vino.

—Si te pones a llorar, me veré obligado a consolarte.

Su tono deja claro que está de broma, pero que


también lo dice en serio. Me ayuda a contener las
lágrimas.

—¿Cómo vas a actuar?

—Bueno. Es obvio que tendré que hacer alguna


auténtica aberración para no perder la reputación de
desalmado.

Algo me dice que con ese comentario tampoco


pretende bromear del todo. Se me secan todas las
emociones. Una criada aparece con bandejas repletas de
pedazos de carne rodeados por tubérculos y un círculo
esponjoso de dulces bañados en miel.

Cuando la chica se aleja, miro hacia Corrick, que


señala el tenedor con un dedo antes de levantarlo.

Imito sus movimientos con elegancia, y comemos en


silencio durante unos instantes.

—¿De verdad piensas que los boticarios reales me van


a escuchar? —me arriesgo a preguntar en voz baja.

—Es una orden de Harristan. Tendrán que hacerlo. —


Pone los ojos en blanco—. Y me ha enviado una
habitación entera de registros para que les eche un
vistazo antes de mañana, a ver si encuentro algo que
demuestre lo que has descubierto tú. Si lo consigo, nos
será de ayuda.

—¿En serio? —Me enderezo.

—Sí. Entre eso y lidiar con los prisioneros de


Allisander, seguramente me pasaré la noche entera
ocupado. —Me dedica una mirada irónica—. No sabes
cuánto te lo agradezco.

—¿Por qué debes hacerlo tú?

—¿Por qué no? Aunque te guste imaginártelo, no me


paso todo el día viajando en carruajes de terciopelo y
ordenando ejecuciones.

Está retándome de nuevo. No directamente, pero lo


presiento.

En cierto modo, también así me recuerda a Weston


Lark.
—No sientas demasiada lástima por mí. —Corrick
corta otra tajada de comida.

—No siento lástima por ti. —Estoy sin aliento otra vez.
Cada segundo que paso con él cambia la forma en que lo
veo y la forma en que me veo a mí misma—. Si estás
intentando averiguar una manera de lograr que la
medicina sea más e caz para toda Kandala, te voy a
ayudar.
CAPÍTULO VEINTITRÉS

Corrick
L a Sala Blanca es uno de mis lugares favoritos del
palacio. Se encuentra en la última planta y las
ventanas son gigantescas y ofrecen las mejores vistas de
todo el Sector Real. La luz del sol inunda la estancia
durante el día, mientras que la luna y las estrellas
resplandecen en una amplia franja de oscuridad durante
la noche. Las paredes son blancas, pero decoradas con
pinturas abstractas de todos los colores: círculos y trazos
amarillos y rojos en una, destellos negros y sombras
rosas en otra. Por encima de la chimenea pende un
lienzo enorme con rayas grises, verdes y azules. La sala
siempre parece producir calma y silencio, un espacio
para re exionar en paz.

Cuando éramos pequeños y Harristan no gozaba de


buena salud, lo dejaban sentado junto a la chimenea y
nuestra madre pintaba con los colores que él le pidiera.
Yo me aburría y suplicaba irme, pero él se pasaba horas
ahí sentado.

Ahora Harristan casi nunca visita este lugar. Dice que


la habitación le recuerda qué se siente al ser débil. Creo
que lo que le hace sentirse débil es la verdad: que esta
sala le recuerda a nuestra madre y lo que perdimos.

Tessa pasa una página y debo obligarme a


concentrarme. He pedido a los criados que trajeran las
montañas de papeles hasta aquí porque la mesa es muy
grande y la luz, abundante; sin embargo, la
incertidumbre ensombrece mis pensamientos, y ahora
preferiría que nos hubiéramos quedado en mis
aposentos.

Debería prestar atención a los documentos. A la


diferencia entre las muertes de los sectores occidentales
como Solar y las de los sectores ubicados más cerca del
Sector Real, como Artis, Ciudad Acero y Tierras del
Tratante. A las notas de Tessa, y a si seremos capaces de
convencer a la gente para que ajuste las dosis. A las
amenazas de Allisander, verbalizadas en voz alta en el
Círculo. A los prisioneros, que esperan a que los
interrogue.

Debería prestar atención a Harristan, y a si sus


medicinas están funcionando de verdad.

En cambio, mi atención está puesta en Tessa, que se ha


inclinado sobre una pila de papeles en la sala de dibujo.
Varios mechones de cabello de color caramelo se han
soltado de las horquillas con que se recoge el pelo. Mi
atención está puesta en los diminutos pero precisos
movimientos de su pluma al anotar la información a
medida que va leyendo. Mi atención está puesta en el
suave tono rosado de sus labios y en la ligera curva de
sus mejillas y en la mirada resuelta de sus ojos.

Mi atención está puesta en el hecho de que, de entre


todas las diversiones disponibles del palacio, haya
pedido leer documentos aburridísimos.
Mi atención está puesta en el hecho de que, en lugar de
aprovechar para huir, decidiera quedarse en el carruaje.

Seguramente ninguna de esas decisiones ha tenido


nada que ver conmigo.

Pero, aun así, se ha quedado aquí.

—Iríamos mucho más rápido si tú también te pusieras


a leer —dice.

—Estoy leyendo. —Pero es mentira. No sé cuánto


tiempo ha transcurrido desde la última vez que he
pasado una página.

—Ajá. —Su pluma sigue moviéndose.

No sé si estoy divertido o molesto.

—¿Me estás acusando de algo más?

Me ignora y hojea los papeles que ha revisado hace un


rato.

—Solar recibe menos medicinas que los demás


sectores.

—El sector de la consulesa Cherry está menos poblado.

—Y allí ha muerto bastante menos gente. —Frunce el


ceño.

—Hay quien especula que las altas temperaturas en


cierto modo repelen las ebres.

—Pero allí ha muerto menos gente incluso durante los


meses de invierno. —Vuelve a leer sus notas—. Si el
calor tuviera algo que ver, habría menos muertes en
todos los sectores durante los meses de verano. Por lo
visto, Artis padece más en verano.

—No he dicho que fuera una especulación mía.

Se da un golpecito sobre los labios, pensativa. Casi


puedo ver cómo giran los engranajes de su cerebro, y lo
familiar del gesto me aprieta el corazón. Debo apartar de
mí ese sentimiento.

Al cabo de unos instantes, levanta la vista de nuevo.

—La consulesa Cherry. Arella.

—Sí.

—Las chicas hablaban de ella y chismorreaban que


estaba buscando fondos adicionales para su sector.

—¿Chismorreaban? ¿Qué chicas?

—El día que me colé en el palacio. Las criadas. Dijeron


que la consulesa Cherry y el cónsul Pelham debían de
estar urdiendo un plan para sisarle dinero al rey. —Hace
una pausa—. En ese momento yo no sabía quiénes eran.

Quiero poner los ojos en blanco al oír los chismes


mundanos, pero algo se instala en mi mente para que lo
examine más tarde.

—Todos los cónsules buscan fondos adicionales para


sus sectores. Esperaban que Harristan aceptara una
petición de nanciación para que Artis construyera un
nuevo puente, pero fue rechazada, así que imagino que
todos van a unirse para hacer una solicitud conjunta.

—¿No queréis que Artis construya un puente?


—No uno que cueste cuatro veces más de lo que
debería. —Se me seca la boca.

Tuerce los labios al comprender las implicaciones de


eso, pero luego devuelve la mirada a los papeles que
tiene delante.

—Veamos. En Solar muere menos gente, pero en


Crestascuas y en Prados de Flor de Luna parece haber
una población más sana…

—Porque controlan las medicinas. Allisander no puede


custodiar toda su muralla con soldados moribundos.

—Me he pasado dos horas leyendo para llegar a las


mismas conclusiones que ya conoce todo el mundo,
¿verdad? —Levanta la vista.

—No digas tonterías. —Saco el reloj del bolsillo—. Han


sido tres horas.

Tessa mira hacia la oscura ventana, y acto seguido al


candelabro de luz intensa que cuelga sobre nosotros.

—Me sorprende que en el palacio duerma alguien. Tú


ahuyentas a la noche. —Reprime un bostezo.

—Deberías retirarte.

—Has dicho que haría falta toda la noche para revisar


los papeles.

—He dicho que a mí me haría falta toda la noche. —


Dejo los documentos sobre la mesa—. Te acompaño a tu
habitación.

—¡No! —Se agarra a los reposabrazos como si fuera a


levantarla del asiento por la fuerza—. Esto es
importante.

—Ya lo sé.

—Tú sabías que aquí la gente tomaba más medicina de


la que necesitaba. —Me mira con los ojos entornados—.
¿Por qué no hiciste nada al respecto?

—En primer lugar, no lo sé —digo—. No con


seguridad. La boticaria eres tú, no yo.

—Sí que lo sabes. Lo has visto.

—Sí, lo he visto. —Me detengo—. Y también he visto


cómo la gente sigue muriendo, Tessa.

Me mira jamente y me da la impresión de que entre


nosotros se ha formado una pared de hielo.

—No estoy cuestionando tus conocimientos —le


aseguro—. Pero no bastaba. No tenía pruebas. Y ¿de
dónde diría que las había sacado? ¿Crees que el justicia
del rey puede, de repente, hacer sugerencias sobre dosis
y aditivos? A diario recibimos cientos de mensajes en las
puertas del palacio. Una buena parte de ellos a rma que
las ebres son una especie de plan ideado para someter
al pueblo. Muchos prometen curas milagrosas. Ninguna
funciona.

—La mía no es una cura milagrosa. —Entorna aún más


los ojos—. Es una medicina mejor.

—Lo sé. Pero el Sector Real está racionado igual que


los demás. Quien esté tomando más dosis de las que le
tocan es porque las está pagando de su propio bolsillo.
No puedo controlar en qué gasta la gente su dinero.

—Tu hermano sí.

—Ah, ¿eso crees? —Enarco una ceja—. No puedo


aceptar una hipótesis, chasquear los dedos y hacer que
mi hermano la convierta en un decreto real así como así.

Tessa frunce el ceño.

Me inclino sobre la mesa.

—¿Imaginas las protestas que habría si Harristan les


dijera a sus súbditos que no pueden comprar tanta
medicina como quieran? ¿Imaginas la reacción de
Allisander? O… ¿la de cualquier persona? ¿El
acaparamiento, el pánico? Todos los sectores tienen
baúles con riquezas. Todos los cónsules compran más de
las dosis asignadas. Ya hay demasiado miedo. Aunque
seas capaz de demostrar que podemos conseguir
distribuir más y mejor las medicinas, quizá no sea
su ciente.

—Pero ¡tu hermano es el rey! ¿Por qué no obliga a


Allisander a mandar más provisiones?

—La ley estipula que los cónsules establecen los


precios de las exportaciones de sus sectores.
Supongamos que Harristan anula esa ley y, de pronto,
los pétalos de or de luna son gratuitos. ¿Quién pagará a
los cientos de personas que cosechan los pétalos en el
sector de Allisander? ¿Qué motivará a Allisander para
tener sus campos en buenas condiciones? —Hago una
pausa—. Y, además, ¿qué impedirá que el resto de los
sectores acapare sus bienes ante el temor de que también
nos apoderaremos de ellos?

Veo su expresión y suspiro.

—Compramos lo que podemos con los impuestos que


recogemos y lo distribuimos entre la gente. Pero nunca
es su ciente: ni hay su ciente dinero ni hay su cientes
ores de luna. Gobernar un país implica mucho más que
repartir medicinas, Tessa. Debemos hacer concesiones.
Jonas pidió demasiado dinero para construir su puente,
pero seguro que lo sigue necesitando. Su gente está
demasiado enferma para construirlo de manera e ciente.

—O sea que crees que esto es inútil. —Frunce el ceño


todavía más.

—La enfermedad lleva años asolando Kandala. Si los


médicos y los consejeros reales han sido incapaces de
descubrir el patrón que explica a quién le afectan las
ebres, es poco probable que vayamos a averiguarlo en
esta habitación en plena noche.

Tessa agarra el papel que estaba leyendo y suspira


entre dientes.

—Bueno, ellos no han tenido que repasar todo esto.

He estado en esta sala y he revisado documentos


parecidos en muchas ocasiones. He visto cómo el mismo
destello de esperanza que le ilumina los ojos se apagaba
en otros tantos. Si pidiera que los médicos y los
consejeros acudieran ahora mismo, lo presenciaría de
nuevo.
Recuerdo que Harristan leyó todas y cada una de las
peticiones de indulto el día que íbamos a ejecutar a los
ocho prisioneros, recuerdo que me ha mandado todos
estos documentos y recuerdo que le ha concedido a
Tessa una audiencia con los boticarios reales. Pensaba
que estaba cediendo ante mí al alojarla en el palacio,
pero quizá haya algo más.

—Harristan no cree que sea inútil —digo.

—¿Cómo lo sabes? —Alza la vista.

—Porque tú estás aquí.

Se muerde el labio al re exionar, pero a continuación


deja los papeles y se frota los ojos.

—En n. Como has dicho, no creo que la respuesta esté


en estos documentos.

—Muy bien. —Después del modo en que se aferraba a


la silla, no esperaba que se rindiera tan fácilmente. Me
sorprende que yo no quiera que se rinda tan fácilmente
—. Te acompañaré a tus aposentos.

—Ah, es que no he terminado. —Da un rme golpecito


sobre la mesa—. Tengo que examinar un mapa.

Unos sirvientes adormilados nos traen media docena de


mapas, así como una bandeja con té negro y magdalenas
calientes, acompañadas de botes de miel, jarras de leche,
mermeladas y bayas cortadas por la mitad y dispuestas
alrededor de un pequeño jarrón con rosas y lavanda.
Colocan tazas y platillos delante de los dos, pero Tessa lo
ignora todo para concentrarse en el primer mapa. Lo
extiende sobre la mesita y lo recorre con los dedos de
punta a punta para analizarlo bien.

—Dime en qué piensas —la animo.

—Quizá no sea el clima de Solar lo que marque la


diferencia. Son los que están más expuestos al océano. —
Señala hacia el sector más al suroeste de Kandala y con
el dedo indica la extensión de la frontera—. Y eso me
hace pensar si habrá algo en el océano que tenga una
especie de… efecto preventivo.

—Crestascuas, Artis y Ciudad Acero también limitan


con el océano —comento.

—Bueno, sí. —Hace una mueca y señala la frontera


oriental, recorriéndola con el dedo—. Pero todo esto son
acantilados a lo largo de la costa de Crestascuas y de
Artis, ¿verdad? Por lo tanto, no tienen tanto acceso al
agua.

—Es cierto. —Hago una pausa y observo el mapa—.


Pero Ciudad Acero y Artis comparten un puerto donde
el Río de la Reina desemboca en el océano. —Lo señalo
—. Y el Río de la Reina transcurre por Crestascuas y por
Artis. —Indico la zona oriental de Kandala—. Aquí, el
río Llameante cruza Prados de Flor de Luna y la Región
del Pesar, y también desemboca en el océano. Casi todos
los sectores tienen acceso directo al agua.

—Menos el Sector Real. —Se me queda mirando.


—Para evitar un ataque marítimo. Pero el Sector Real
también está asolado por las ebres, a pesar de nuestras
fuentes de agua. —Sin querer, mis pensamientos
regresan a Harristan. Hoy casi no lo he visto, así que no
tengo idea de si ha vuelto a toser. Una pequeña punzada
de miedo entra en mi corazón y se instala allí.

Estaba bien cuando fue a mis aposentos. Ahora debe


de estar bien.

Un criado se ha quedado y seca con suma lentitud una


gota de té de la bandeja de plata. Con la esperanza de oír
algún cotilleo, sin duda.

—Déjanos solos —le espeto.

Se sobresalta, hace una rápida reverencia y se marcha.

Vuelvo a mirar hacia Tessa.

—Continúa.

—No es necesario que seas tan cruel. —Leo reproche


en sus ojos oscuros.

Me desplomo en una silla. La preocupación por mi


hermano me ha agriado los ánimos.

—A ti no te he matado y Allisander ha amenazado con


dejar de mandar envíos de ores de luna, así que
permite que no esté de acuerdo contigo.

Me fulmina con la mirada.

Yo la fulmino también.

—Continúa.
Tessa observa el mapa, y luego a mí. La censura no ha
abandonado sus ojos.

—Yo hago reales las peores pesadillas —le suelto—. Si


crees que una mirada sombría me va a afectar, enseguida
te enterarás de que no es así.

Duda antes de suspirar.

—Quizá haya algo diferente en la vida marina, pues.

Tardo unos instantes en darme cuenta de que está


hablando de Solar.

—La señora Solomon utiliza polvo de caracolas de mar


en uno de sus tónicos para la ebre —sigue diciendo
Tessa—. Cuesta un riñón porque las caracolas vienen de
muy lejos, pero es uno de los pocos remedios que
prepara que parece tener algún efecto. Siempre he creído
que se trataba de la corteza del sauce blanco, pero a lo
mejor…

—Un momento. —Me yergo en la silla—. ¿Hay otra


cosa, además de la or de luna, que cure las ebres?

—A ver…, no. Pero sí que parece que el tónico hace


que las ebres sean más manejables, y en ese caso el
elixir de or de luna es más e caz. —Pone una mueca—.
A lo mejor. En mi opinión, no hace más que vender una
versión de esperanza más barata a los desesperados.

Desesperados. Como estaba yo. Me recuesto en el


respaldo y me paso las manos por la cara. En la estancia
reina tal silencio que oigo perfectamente cómo se
desplazan las manecillas de mi reloj de bolsillo.
Debo moverme. Si sigo sentado aquí, la preocupación
se transformará en histeria. Me levanto de la silla y me
acerco a la ventana. El cielo está oscuro y repleto de
estrellas, pero el Sector Real rivaliza con el resplandor
gracias a las velas aleatorias y las luces eléctricas que
titilan por toda la ciudad. El presidio es un edi cio
rectangular gigante, que se divisa sin problemas porque
las antorchas están toda la noche prendidas junto a los
guardias que lo vigilan. A lo lejos, los focos serpentean
por la muralla.

Las telas crujen cuando Tessa se aparta de la silla y se


me aproxima.

—Estás preocupado por tu hermano. —Habla muy


muy bajito.

—El rey no necesita que nadie se preocupe por él, y


mucho menos yo.

—Alguien sospechará que está enfermo —comenta


tras dudar unos segundos.

—No está enfermo. —Quiero que mi voz suene dura,


quiero asustarla para que deje el tema, pero no lo
consigo. Sueno engreído. Peor: sueno blando. Débil y
temeroso.

Sin previo aviso, su mano se cierra sobre la mía y me


da un ligero apretón.

Me la quedo mirando, sorprendido, pero sus ojos están


dirigidos hacia las luces de la ciudad, y me suelta la
mano con tanta delicadeza que me da la impresión de
que he imaginado el roce.

Sobre todo cuando vuelve a concentrarse en lo que nos


ocupa.

—¿Qué pasa con Ostriario?

—¿Cómo? —Parpadeo.

Ostriario es el reino que se encuentra al otro lado del


río Llameante, que recorre la zona norte de Kandala. Se
trata de un río bravo, rápido y ancho (en algunos puntos
llega a abarcar más de veinte kilómetros), por cuya culpa
sería difícil comerciar incluso en las mejores condiciones.
Pero en la orilla opuesta el terreno de Ostriario está
atestado de pantanos en el sur y de montañas en el
norte, lo que lo convierte en un lugar de difícil acceso.
Nuestras relaciones con Ostriario no son hostiles, pero
por las di cultades del camino tampoco son demasiado
buenas. Nuestro padre empezó a mandar emisarios a la
región para ver si merecía la pena establecer rutas
comerciales, pero al poco lo asesinaron y Harristan tuvo
que lidiar con la muerte de la población.

—¿Las ebres los afectan a ellos? —me pregunta Tessa.

—No lo sé —le respondo.

—¿No crees que vale la pena enterarse?

Tomo aire para negarme, pero no es una mala


pregunta. La miro a los ojos.

—Puede.

—Si la or de luna aquí crece en el este, quizá allí


también crezca en el este. Y si allí no están enfermos,
quizá podrías conseguir que…

—Esos son muchos «quizá». —Hago una pausa y


mentalmente calculo cuánto dinero sería necesario para
etar barcos que pudieran soportar la corriente del río y
contratar a gente dispuesta a emprender la tarea de
viajar a terreno desconocido y explorarlo—. Y también
sería muy caro. No sé si Harristan podría justi car el
gasto.

Dicho lo cual, a Allisander no le gustaría nada la idea.


Y eso hace que me entren ganas de redactar una petición
de fondos en este preciso instante.

Tessa suspira.

Yo suspiro.

Ojalá no me hubiera soltado la mano tan rápido. El


gesto no ha signi cado nada, estoy convencido. Es la
misma compasión momentánea que le mostraba a una
madre preocupada cuando llevábamos máscaras e
intentábamos asistir a los pocos a los que podíamos
ayudar.

«No es necesario que seas tan cruel».

Tal vez sentía algo por Weston Lark, pero al príncipe


Corrick lo odia.

—Vale la pena hablarlo —accedo.

Levanta la vista para mirarme sorprendida con los ojos


iluminados.
—¿En serio?

Pone tanto el corazón en todo lo que hace que casi


sonrío al ver su reacción.

—Ahora estás en la corte, así que no deberías ser tan


transparente.

—¿Qué diablos signi ca eso?

—Deberías decir: «Si es lo mejor que puedes hacer,


alteza». —Se lo suelto con una entonación que se
asemeja mucho a cómo me burlo de Allisander para mis
adentros—. O: «Supongo que con eso bastará», con un
sonoro suspiro para dejar claro que no estás satisfecha.

Tessa cruza los brazos por encima del pecho y observa


la ciudad de nuevo.

—Menuda tontería.

Me echo a reír.

Se sobresalta y arruga el ceño.

Entre nosotros vuelve a caer un peso repentino y


caliente. No sé qué acaba de pasar.

—Me recuerdas mucho a Wes cuando te ríes. —Tessa


traga saliva con los ojos brillantes—. No sé quién es real
y quién es la ilusión.

Sus palabras contienen tanto dolor que casi me encojo


para acusar el golpe. Aguanto la respiración durante
unos instantes.

Alargo el brazo y le toco la mano como acaba de hacer


ella conmigo. Como la toqué cientos de veces en el
bosque, cuando las noches eran demasiado complicadas.

Espero a que se aparte, pero no lo hace. Le rodeo la


mano con la mía y nos quedamos contemplando las
luces de la ciudad.

—Tú ves más allá de todas mis ilusiones —digo con


voz ronca.

Se gira para mirarme y detesto ver que haya esperanza


en sus ojos. Me recuerda demasiado a nuestra última
noche en el bosque, cuando le prometí que volvería… y
no volví. Estoy destinado a decepcionarla. Hay una
prisión llena de contrabandistas que da su ciente fe de
ello.

Aun así, no la puedo soltar.

Levanto la otra mano para acariciarle la cara, indeciso


al principio pero más seguro después cuando no se
retira.

—Me recuerdas lo que sentía al ser Wes.

Su respiración se entrecorta, y cierra los ojos.

—Te odio.

—Ya lo sé. —Le recorro la boca con el pulgar y ella


separa los labios. Ahora estamos más cerca y
compartimos el mismo aire.

En ese momento, abre los ojos y suelta un jadeo.


Coloca la mano que tiene libre en el espacio que hay
entre nuestras cabezas, las puntas de los dedos sobre mis
labios. Sus ojos prenden fuego a los míos.
Quiero agarrarle la mano y apartarla. Quiero poner los
labios sobre los suyos. Quiero poner las manos sobre su
cintura, en su espalda, en cada centímetro de piel que
este vestido deja al descubierto… y en algunos
centímetros que no. Quiero su aroma en mi cabeza y su
sabor en mi lengua y sus brazos alrededor de mi cuello.

No me puedo mover. Quiero que ella quiera también


todas esas cosas.

—Tú no eres Wes —susurra.

Sus palabras me golpean como una echa, y me echo


hacia atrás. La distancia que nos separa es, de pronto,
inmensurable.

Al otro lado de la ventana estallan luces y ruidos, tan


intensos y estridentes que la aparto del cristal.
Retrocedemos un par de metros, pero nada se aproxima
al palacio. En el presidio, a varias manzanas de aquí, se
ha originado un incendio y las llamas ascienden en plena
noche. Ya oigo gritos en distintas áreas del palacio, y la
gente echa a correr por las calles.

—¿Qué… qué pasa? —empieza a decir Tessa.

—¡Guardias! —chillo. La puerta se abre de par en par y


los guardias irrumpen en la sala.

Otra explosión en la ciudad hace temblar los


ventanales. Cerca del presidio otra vez. Las llamaradas
son tan altas como un edi cio de tres plantas. Las
alarmas del sector empiezan a tronar.

Otra explosión. Esta vez no me inmuto.


Otra.

Un guardia me está hablando.

—Alteza. Debería alejarse de las ventanas.

Pero no puedo. No puedo apartar la mirada.

El Sector Real está ardiendo.


CAPÍTULO VEINTICUATRO

Tessa
L a sala estaba muy tranquila y silenciosa cuando me
encontraba a solas con Corrick, pero ahora es un
caos de guardias y consejeros que entran y salen,
llevando órdenes y mensajes. El rey Harristan se ha
presentado a los diez minutos de la primera explosión.
Es evidente que se ha vestido a toda prisa, porque solo
lleva una camisa, sencillos pantalones de cuero y botas
sin abrochar. Corrick y él están sentados a una de las
mesas alargadas con Quint al lado. El intendente del
palacio toma notas apresuradamente con las cuales se
marchan los mensajeros en cuanto las arranca. A la sala
también han acudido varios cónsules, entre ellos el
cónsul Sallister, la consulesa Cherry y la consulesa
Marpetta, la mujer a la que vi junto a las puertas la
mañana que entré en el sector a entregar el pedido de la
señora Solomon. A los demás no los conozco. Enseguida
han rodeado al rey para discutir si todo el sector estaba
siendo atacado, cuál era la mejor manera de combatir los
incendios, quién andaba detrás de las explosiones.
Harristan ha escuchado los parloteos durante un minuto
más de lo que habría aguantado yo y al nal ha
exclamado:

—Basta. Si tan inteligentes sois, id a buscar un balde


con agua y poneos a trabajar.
Todos han enmudecido. Ahora están sentados a la
mesa más próxima a la chimenea. Sus voces son un
grave murmullo, y sé que siguen discutiendo, pero son
lo bastante sensatos como para haberse alejado del rey.
Oigo susurros acerca de dinero y rebeldes y ataques
planeados.

Yo estoy en un rincón, con la esperanza de que todos


se hayan olvidado de mi presencia. La tensión de la
estancia es palpable y me marcharía si no supiera que así
llamaría más la atención.

Me cuesta imaginar que, hace un par de días, estaba


sentada junto a una mesa de trabajo con Karri, moliendo
raíces y hierbas sin esperanza, y que ahora llevo un
vestido carmesí y estoy en la planta superior del palacio
viendo por la ventana cómo el fuego avanza rabioso por
la ciudad.

He oído lo su ciente para ser consciente de que se


trata de un ataque coordinado al presidio, aunque las
llamas han pasado a los edi cios colindantes. Ha habido
explosiones frente a las puertas delanteras, pero también
junto a la parte posterior, con lo cual una pared se ha
venido abajo. Las llamas son tan enormes que por lo
visto a los trabajadores les está resultando complicado
apagarlas. En un primer momento, se ha extendido la
preocupación de que el palacio sería la siguiente víctima
de un ataque, y por eso todo el mundo está en esta sala,
ante cuyas puertas hay una docena de guardias
armados. Pero no ha habido más explosiones.
Un joven aparece junto a la puerta con las mejillas
encendidas y el pelo húmedo por el sudor. Tiene la ropa
chamuscada y los dedos tiznados de hollín. El papel que
aferra en una mano está arrugado y mojado.

—Majestad —dice sin aliento.

Harristan acepta la misiva y la lee. Al cabo de unos


instantes, la deja sobre la mesa y se la pasa a Corrick.
Cuando el rey toma la palabra, la resignación tiñe su
voz.

—No ha sido un simple ataque al presidio. Ha sido


una misión de rescate.

En la mesa cercana al hogar, el cónsul Sallister se


levanta.

—¿Cómo?

Corrick se pasa una mano por la mandíbula.

—La mayoría de los prisioneros han escapado. Los han


ayudado.

Si me encontrara en el taller con Karri y me enterara de


lo sucedido, mi corazón daría un vuelco por el alivio al
saber que la gente ha huido de la cruel tiranía del rey y
de su hermano. En cierto modo, mi corazón también da
un vuelco aquí. Pero ahora sé con certeza que no se trata
de algo tan sencillo en plan nosotros contra ellos, y sé
que nadie de la sala interpretará lo ocurrido como un
alivio.

Durante unos instantes reina el silencio en la sala,


hasta que el cónsul Sallister se acerca a la mesa principal.
—Han escapado —dice en voz baja y furiosa—. Han
escapado, otra vez. —Se pone rojo—. Corrick, dijiste que
no estaban organizados. Dijiste que eran «simples
trabajadores». Dijiste que…

—Cónsul —lo interrumpe el rey Harristan. No emplea


un tono duro ni áspero, pero el otro calla de todos
modos.

—Si lo han logrado es que estaban organizados —


tercia la consulesa Marpetta. Habla en voz baja, pero
rme—. Y alguien los ha nanciado.

—Sí —espeta el cónsul Sallister—. Los han nanciado


unos simpatizantes conocidos como «los benefactores».
¿Qué sabes sobre ellos, Arella?

—¿Estás acusándome de algo? —le pregunta ella sin


perder los estribos.

—¿Acaso necesitas confesar algo?

Los dos guardan silencio durante un buen rato, y


desde donde estoy percibo el odio que se profesan.

—Las puertas están cerradas, supongo —interviene un


anciano de la mesa que está sentado junto a la consulesa
Cherry—. ¿La patrulla nocturna está recorriendo el
sector?

—Sí —contesta Corrick. Echa un vistazo al papel


arrugado—. Ya han capturado a dos.

—Pues ejecútalos —exclama el cónsul Sallister—.


Ahora mismo.
Es tan frío. Tan despiadado. Como si no se re riera a
seres humanos. Como si estuviera hablando de reses.

El rey Harristan y el príncipe Corrick intercambian una


abrumada mirada. Al parecer, mi corazón ha dejado de
palpitar. Han cambiado muchas cosas desde que me colé
en el palacio. Estoy esperanzada. Estoy aterrorizada.
Estoy… No sé cómo estoy.

En ese momento, Corrick se levanta.

—Me encargaré personalmente —anuncia.

—¡No! —La palabra escapa de mi boca antes de que


pueda evitarlo, y con ella llamo la atención de todos los
asistentes.

Salvo la de Corrick. No me mira, no se gira, no busca


mis ojos.

—Cónsul —dice sin emoción alguna. Se encamina


hacia la puerta. El cónsul Sallister lo sigue. Al cabo de
unos instantes, la consulesa Marpetta también va tras
ellos.

Quiero ir tras Corrick. Quiero rogarle que se detenga.


¿Qué me ha dicho? «Me recuerdas lo que sentía al ser
Wes».

Era Wes. No quiere hacer esto. Yo sé que no quiere.

Pero ha salido por la puerta. «Me encargaré


personalmente».

Me aprieto los labios con los dedos. No puedo respirar.

Ahora ya no soy invisible. El rey Harristan me lanza


una mirada y luego se dirige al intendente del palacio.

—Quint.

Quint se levanta sin dudar y se me acerca.

—Querida, debes de estar agotada…

—Por favor —susurro entre dientes—. Por favor. No


puede hacerlo.

Sus ojos me dicen que puede y que va a hacerlo.

Qué tonta soy. Me he permitido pensar lo contrario


durante un breve lapso, pero sé quién es. Sé de qué es
capaz.

Debería haber echado a correr del carruaje cuando se


me presentó la oportunidad. Debería haberle clavado el
puñal. Debería haber hecho algo.

Y ahora estoy aquí de pie, mientras Quint me agarra


por el codo.

Va a matarlos. Corrick va a ejecutar a personas ahora


mismo.

Quiero correr. Quiero chillar. Quiero lanzarme a los


pies del rey y suplicar piedad.

Nada de eso serviría.

Quint debe de ser capaz de ver el pánico que atraviesa


mis ojos, porque me dice:

—Ven conmigo, Tessa.

La consulesa Cherry se levanta y me mira antes de


girarse hacia el rey.
—Seguro que el príncipe Corrick se enterará de
muchas cosas cuando estén muertos. —Se dirige al
anciano de la mesa—. Roydan. Me gustaría seguir
nuestra conversación en privado.

—¿Una conversación que no podéis compartir con


vuestro rey? —interviene Harristan.

Roydan parece dispuesto a decir algo conciliador, pero


la consulesa Cherry se enfrenta a Harristan con valentía.

—No, majestad —dice—. No podemos. —A


continuación, hace una reverencia y se encamina hacia la
puerta.

El rey toma aire, pero antes de responder empieza a


toser.

La consulesa Cherry y Roydan se giran para


observarlo, alarmados.

En un santiamén, Quint me ha soltado el brazo y ha


agarrado el de la consulesa Cherry.

—Arella. ¿Dónde os reuniréis Roydan y tú? —Su voz


es más alta que de costumbre al acompañarlos a la
puerta—. Ordenaré que os manden comida. ¿Quizá una
botella de vino?

Cruzan la puerta. Un guardia la cierra de golpe tras


ellos.

Harristan sigue tosiendo. Dos de sus guardias


intercambian una mirada.

Quizá porque he visto a muchísimos ciudadanos


preocupados mirarse del mismo modo delante de mí,
pero lo cierto es que sé qué signi ca.

¿Está enfermo? ¿Deberíamos hacer algo?


La bandeja con el té y los platillos sigue intacta en el
extremo de la mesa, así que me adelanto para servir una
taza y le añado una cucharada de miel. En un jarrón
estrecho hay lirios del valle y lavanda, y procuro no
pensar en cuánto debía trabajar para comprar unos
pocos pétalos para mi kit de boticaria, mientras que aquí
los utilizan como mera decoración. Rompo varias hojas
de cada clase, las trituro con las manos y las vierto en el
agua. La cucharilla repiquetea contra la porcelana al
remover rápido el líquido antes de llevárselo al rey.

Uno de los guardias me bloquea el paso con tal


velocidad que suelto un grito y casi le arrojo el té por
encima. Unas guantas gotas colman la taza por el lado.

—Son… son lirios del valle —tartamudeo, y de repente


me doy cuenta de que estoy sola con el rey y los
guardias—. Y miel. Para… la tos. Le hará bien.

—No —se opone el guardia.

—Sí —resopla Harristan.

El guardia parpadea. Se pone de lado para observar al


rey, quien ha tendido una mano hacia mí para señalar la
taza.

Se la dejo en la mesa justo delante de él y me pregunto


si el guardia me va a cortar la mano. La taza tintinea
sobre el platito. El rey le da un sorbo y vuelve a toser.
El guardia me fulmina con la mirada como si la tos se
la hubiera provocado yo.

Pero entonces el rey Harristan se bebe la taza y deja de


toser. El silencio que se instala en la sala es tan repentino
que oigo cómo me martillea el pulso en los oídos. El
guardia no se ha movido, sigue impidiéndome llegar
hasta el rey, pero su expresión no es tan dura como hace
unos instantes. Aunque es tan alto e intimidante como
antes, con la piel de un marrón suave y el pelo al rape, y
los brazos tan musculosos que seguramente podría
destrozarme el cráneo con una sola mano.

En cuanto lo pienso, reparo en que no se ha movido


porque espera a que el rey le diga cómo proceder.
Corrick se ha marchado para ejecutar a los prisioneros.
Por lo que me ha comentado, poca gente sospecha que el
rey esté enfermo y yo acabo de presenciar uno de sus
ataques de tos. Quizá este hombre sí que va a
destrozarme el cráneo con una sola mano.

Al igual que la noche en que me desperté en los


aposentos de Corrick, me embargan la rabia y el miedo
al mismo tiempo, pero es la rabia la que gana la batalla.

Miro primero al rey y luego al guardia.

—Solo intentaba ayudar —me apresuro a decir con la


voz envuelta en una furia que tiene más que ver con
Corrick que con el hombre que tengo delante—. Nada
más. No soy una cotilla y no sé nada. Puede matar a
quien quiera, así que supongo que a mí también puede
matarme, pero no soy más que una chica, y matarme no
va a…

—Basta.

El rey Harristan no lo dice con demasiado énfasis, pero


en su tono hay su ciente autoridad como para que mis
labios dejen de funcionar. La postura del guardia ha
pasado de erguida a amenazante.

Trago saliva con di cultad y me obligo a mantenerme


rme.

—Rocco —dice Harristan. Su voz es un tanto áspera,


un poco débil, como si la tos le hubiera arrebatado algo y
no quisiera demostrarlo—. Retírate.

El guardia se coloca junto a la pared y yo me encuentro


delante del rey de Kandala, que está en mangas de
camisa.

Me sentía un poco más valiente cuando había un


guardia entre nosotros. Tal vez a su hermano y a él les
hayan dado clases para intimidar sin siquiera moverse
del asiento, porque a los dos se les da de maravilla sin
esforzarse.

—No voy a matarte —me dice.

No sé cuál es la respuesta más adecuada a eso.

—¿Gracias? —dudo—. ¿Majestad?

Sus ojos brillan con algo que puede ser irritación o bien
diversión. Espero que sea lo segundo, pero sospecho que
es lo primero, sobre todo cuando me ordena:

—Siéntate.
Me dejo caer en la silla que tengo más cerca y el rey
levanta la taza de té, ya vacía.

—¿Es uno de tus remedios?

—Son… —Debo aclararme la garganta—. Son pétalos


de lirios del valle. Son muy caros…, pero van muy bien
para la tos. Mejor incluso que la cúrcuma.

Se limita a mirarme jamente, así que empiezo a


parlotear.

—En Artis, muchos de los constructores navales tienen


seca la garganta por trabajar tanto con la madera, por lo
que es un remedio rápido. A veces su trabajo provoca
una in amación que imita la enfermedad de las ebres,
y de ahí que siempre haya mucha preocupación en los
muelles, pero un poco de jengibre y de cúrcuma suele
eliminar los síntomas si no hay ebre alta.

El rey contempla mi mano y me avergüenza


comprobar que la había extendido hacia su frente.

—Ay… Lo siento. —Retiro la mano enseguida.

—¿Tengo ebre, Tessa?

Me quedo petri cada. Qué pregunta tan


malintencionada.

¿Está burlándose de mí? No me lo ha parecido.

¿Lo toco? ¿Le rozo la frente para verlo?

¿Y si resulta que tiene ebre? ¿Le digo que sí? ¿Le digo
que no?

Vuelvo a alzar la mano y detecto una chispa de desafío


en su mirada.

La punta de mis dedos rozan suavemente sus cejas,


pero no es su ciente para saber nada de nada.

No pierdas los nervios, Tessa.


Cállate, Wes. Corrick. Quienquiera que seas.

Aprieto los dientes y coloco la palma de la mano sobre


la frente del rey.

No tiene ebre.

Me llevo tal sorpresa que giro la muñeca para utilizar


el dorso de la mano. Sigue estando frío. Y me asombra lo
vulnerable que se le ve, sentado en la silla medio vestido
y con mi mano en la cara. He estado tan fascinada por el
hecho de que sea el rey que he olvidado que es un
hombre solo unos pocos años mayor que yo.

—No —a rmo con sinceridad mientras me recuesto en


la silla—. No tiene ebre.

Durante unos instantes me da la sensación de que


todos los que estamos en la habitación soltamos un
suspiro. La oleada de alivio es así de potente. Hasta el
mismísimo rey parece desprenderse de un poco de
tensión.

Yo tampoco soy inmune a la situación: mi corazón se


desacelera. Soy capaz de respirar hondo por primera vez
en horas, creo.

Y entonces el rey me pregunta:

—¿Cómo conociste en realidad a mi hermano?


Y mi corazón quiere dar un salto y salir de mi pecho.

Harristan sonríe, pero es una sonrisa astuta.

—Eres tan transparente que dejas ver todo lo que


sientes.

Me coloco las manos sobre las mejillas.

—Él también me lo ha dicho —susurro.

—¿Colaboras con la gente que ha atacado el presidio?

—¿Qué? —escupo—. ¡No!

—¿Quiénes son los benefactores? ¿Son los


responsables de lo ocurrido?

—¡No lo sé! Solo oí hablar de ellos en la revuelta.


Durante la ejecución.

—¿Qué me dices de los contrabandistas a los que


habíamos capturado? ¿Tu misión era distraer al
príncipe?

—¡No! Yo no… Nunca he…

—Te has llevado un disgusto cuando ha accedido a


castigarlos por sus delitos.

—Porque no quiero que mate a nadie. No quiero que…


—Se me quiebra la voz—. Su ciente gente está
muriendo ya en Kandala. No deberíamos matar a
nuestro propio pueblo. Sobre todo si la gente solo intenta
sobrevivir.

Y en ese momento, para mi terror, me echo a llorar. Me


echo a llorar delante del rey.
Una tela suave me acaricia la mano, y parpadeo. Me ha
ofrecido un pañuelo.

Lo agarro con la punta de los dedos.

—Gracias. —Mi voz suena grave y nasal. Ahora no


puedo mirarlo a la cara.

Cuando toma la palabra, habla en voz baja y casi


amable.

—El justicia del rey no puede mostrar indulgencia a


quienes atacan un edi cio en el centro del Sector Real. —
Hace una pausa—. Seguro que eres consciente.

Me llevo el pañuelo a los ojos. Sí. Sí que soy consciente.

Eso es lo peor de todo.

—Lo sé —susurro.

—Podrías haberme envenenado con el té —murmura


Harristan.

También podría haberlo apuñalado, pero no se lo digo.

—No soy una asesina.

—Es obvio que no. —Hace una pausa y toma aire, pero
lo que fuera a decir se queda en el limbo porque Quint
cruza la puerta a toda prisa.

—Disculpe, majestad —dice—. He acompañado a los


cónsules Pelham y Cherry a otra estancia… —Nos ve
sentados y se detiene por completo— ¿Interrumpo…
algo?

—Asegúrate de que los cónsules se enteren de que


Tessa me ha ayudado a quitarme la tos. —El rey
Harristan observa a Quint—. He tenido suerte de que
estuviera aquí. Ha elaborado una tintura de acción
rápida con un par de cosas…

—Solo era miel y… —empiezo a decir, pero Harristan


me silencia con una mirada.

— … y estoy agradecido por su intervención —


termina.

—Sí, majestad —dice Quint. Está alucinando.

Yo también.

—Acompáñala a su habitación —le ordena el rey.

Y, así, me despacha. Al cabo de unos instantes, mi


mano se ha posado sobre el brazo de Quint y avanzamos
por el pasillo en silencio. Para mi sorpresa, el guardia
Rocco nos sigue a poca distancia. Supongo que para
cerciorarse de que vaya donde debo ir.

Cada hora que paso en el palacio parece dar la vuelta a


mis pensamientos hasta el punto de que ya no sé qué
está bien y qué está mal. A lo mejor Quint lo ha
percibido, porque no habla durante el trayecto.

O puede que esté tan cansado como yo.

No sé si quiero preguntarle si sabe qué les hará Corrick


a los prisioneros, y antes de tomar una decisión ya
hemos llegado a mi puerta. Rocco mantiene una breve
conversación con los guardias apostados delante, y se
dispersan.
Quint se gira hacia mí.

—Jossalyn te informará al alba del orden del día —me


comunica.

La mera idea de seguir un horario es agotadora. Ya casi


no recuerdo por qué he creído que había avanzado con
Corrick al revisar los mapas, porque todo se ha
desmoronado cuando han empezado los incendios al
otro lado de la ventana y el príncipe se ha ido a matar a
los prisioneros. Igual que esta mañana, me entran ganas
de tirar de la manga de Quint y rogarle que se quede,
pero sé que ahora mismo hay asuntos mucho más
urgentes.

Me obligo a dejar de valorar esa posibilidad y reprimo


un suspiro.

—Gracias.

Asiente y se marcha.

Me detengo con la mano en el pomo de la puerta. Miro


a Rocco, que ha ocupado el lugar de los guardias a los
que ha despedido. Mis ojos se clavan en el emblema real
que decora su uniforme. Puede que los guardias
ordinarios del palacio estén muy ocupados buscando a
los prisioneros fugados.

—¿Ahora es su turno de asegurarse de que no me


escape? —le digo.

—¿De asegurarme de que no te escapes? —repite con


las cejas arqueadas.

—Ha sustituido a los guardias. ¿Es mi nuevo


carcelero?

—Ah. No. —Agarra el pomo y me abre la puerta—.


Has actuado para proteger al rey —comenta—. Y, por lo
tanto, te has ganado su favor.

Observo la puerta, su mano, el pasillo vacío.

—No… no lo entiendo.

—No eres una prisionera. No estás con nada en tus


aposentos.

—¿Ah, no?

—No, señorita Tessa.

—Y entonces… —Titubeo. Mi cansado cerebro está


demasiado liado—. Entonces, ¿qué hace usted aquí?

—Soy un guardia. —Me sonríe—. Estoy aquí para


asegurarme de que nadie entre.

—Ah. —Contemplo la puerta de nuevo—. Ah. —


Cruzo el umbral—. Gracias.

Asiente en mi dirección y cierra la puerta para dejarme


en un completo silencio.

Me dirijo a la ventana. No veo el sector con la misma


claridad que antes, pero me da la sensación de que el
fuego está bajo control. Las alarmas del sector han
dejado de sonar y los focos ya no se mueven histéricos.

En algún punto de la oscuridad, Corrick está


ejecutando a prisioneros. Me aparto de la ventana.

Debería odiarlo, pero no puedo. No sé qué dice eso de


mí y no sé si estoy preparada para analizarlo con detalle.

Me pregunto qué pensaría mi padre del príncipe


Corrick, del rey y de Allisander, y del enfrentamiento
entre las élites que parece provocar un gran sufrimiento
a los pobres, quienes no lo merecen.

Me pregunto qué pensaría mi padre de mí, protegida


en el palacio mientras afuera el sector arde.

Me acerco al armario, me desato los lazos de los brazos


y me quito el vestido por la cabeza, pero mis
pensamientos están muy lejos de esta habitación. El día
que la señora Solomon nos hizo presenciar la ejecución,
recuerdo haber estado entre la multitud y haber deseado
que Wes estuviera allí. En ese momento no lo sabía, pero
estaba allí. Creía que el príncipe Corrick era una persona
horrible, y en cierta manera lo es, pero quizá estaba tan
consternado sobre el escenario como lo estaba yo.

«Pues ejecútalos. Ahora mismo».

Ni siquiera me ha dedicado una mirada antes de


abandonar la estancia.

Jossalyn me ha dejado un camisón colgado de una


percha en la puerta del armario; lo ignoro y tanteo en el
interior hasta encontrar lo que debe de ser ropa de
montar, pero que sin lugar a dudas es más cómoda que
un vestido: suaves pantalones de cuero, un jersey de
punto y un par de botas.

Tan pronto me lo he puesto todo, abro la puerta.

Rocco está al otro lado y enarca una ceja al jarse en mi


atuendo.

—¿No debo quedarme en mi habitación? —le


pregunto.

—No. —Hace una pausa—. Puedo pedir comida si


pre eres…

—No. Gracias. —Debo aclararme la garganta—. No


tengo hambre. Quiero… —Mi voz se apaga en tanto lo
miro a los ojos. Tal vez no sea una prisionera, pero él
sigue siendo el guardia del rey—. ¿Puede llevarme a un
sitio? —murmuro—. Quiero decir…, fuera del palacio.

Frunce el ceño, un gesto que me hace pensar que se


negará, pero se interesa:

—¿A dónde?

Respiro hondo.

—Quiero que me lleve hasta el príncipe Corrick.


CAPÍTULO VEINTICINCO

Corrick
E l suelo está cubierto de ladrillos chamuscados y de
astillas de madera, y el remanente de humo forma
una neblina alrededor de la única antorcha que sigue
encendida en esta zona del presidio. Los guardias han
sacado los cuerpos hace un rato, pero no han regresado.
Esta área no está en buenas condiciones, y seguro que
creen que me iré enseguida.

Allisander sí que se ha ido. No ha durado ni cinco


minutos.

Me alegro. No quiero verlo aquí. No quiero ver a nadie


aquí.

Cuando hemos entrado, los prisioneros estaban


encadenados al suelo. Durante unos instantes, he
pensado que los dos estaban muertos porque tenían la
cara negra por el hollín y la ropa quemada. Este
reducido espacio estaba inundado por el olor a carne
chamuscada, nauseabundo y dulce al mismo tiempo. Era
evidente por qué los han atrapado tan rápido.
Probablemente no llegaran a salir del presidio.

Pero al cabo de poco he visto cómo subía y bajaba el


pecho de uno, y el otro ha proferido un patético gemido.

Allisander estaba justo detrás de mí.

Ojalá estuvieran muertos. Ojalá hubieran escapado.


Ojalá Harristan pusiera n a esto de una vez, en lugar de
dejarme demostrar lo malévolos que podemos ser. Ojalá
yo fuera Wes, una persona libre de ayudar, en lugar de
Corrick, una persona atrapada por las circunstancias.

Ojalá. Ojalá. Ojalá.


Y, entre tanto, Allisander esperaba.

No suelo ser yo el que empuña la espada, el hacha o la


echa. Doy la orden y otro ejecuta la acción. Pero esta
noche mis pensamientos se habían dispersado y vuelto
locos, y, si abría la boca para pronunciar una orden, me
preocupaba desarmar todo lo que mi hermano se ha
afanado por mantener unido.

Así que he agarrado la espada de un guardia y les he


rebanado el cuello.

He blandido el arma en dirección al guardia para que


la agarrara, pero con la mirada ja en el cónsul.

—¿Satisfecho? —le he preguntado. Mi voz sonaba


áspera, mis manos estaban pegajosas por la sangre.

Allisander respiraba de forma entrecortada, las


ventanas de su nariz aleteaban como si fuera un caballo
aterrorizado. Quizá no esperaba que yo fuera tan
veloz… ni tan brutal. Quizá esperaba que me acobardara
y me negara a emplear la violencia.

—Sí —ha respondido.

—Bien.

Acto seguido ha vomitado, se ha marchado y los


guardias han sacado los cuerpos.

Ahora estoy sentado en el suelo, apoyado contra la


pared. Mis manos se han oscurecido por la sangre seca,
espesa y negra que me rodea las uñas. El aire es espeso y
cuesta respirar, pero quizá sea cosa mía, porque el temor
me ha embargado el pecho desde el instante en que he
oído gritar a Tessa para que me detuviera.

«Aquí solo puedes ser el príncipe Corrick. Solo puedes


ser el justicia del rey».

Ya lo sé, Quint. Ya lo sé.

Me aprieto los ojos con los dedos. Como siempre,


envidio a Harristan. No por el trono, sino porque ignora
todo esto. Por su distancia. Por su privilegio.

Quizá todo ello sea una misma cosa.

No dejo de repetirme que por lo menos ocho de ellos


escaparon, así que solo han sido dos. No dejo de
repetirme que estos hombres no habrían vivido mucho
más. No dejo de repetirme que les he mostrado piedad y
no crueldad, pero no lo sé con seguridad.

Ojalá mi cabeza estuviera vacía de pensamientos, ojalá


pudiera encerrar mi mente en la oscuridad que me
permite ser quien debo ser. Cada vez que lo intento,
pienso en Tessa y en sus ojos oscuros por la censura.

Nunca me perdonará. Nunca dejará que vuelva a


tocarla.

Nunca me libraré de esto. De ser quien soy. Esta será


mi vida como el justicia del rey: Corrick el Cruel, el
hombre más temido del reino, y en cierto modo también
el más solitario.

Quiero reírme de mí mismo, pero para mi sorpresa me


pican y me arden los ojos. Pestañeo con fuerza y me
froto la cara. Es absurdo. No he llorado desde que
murieron nuestros padres. No quiero llorar ahora.

Una lágrima se vierte de todos modos. Me paso una


manga por el rostro. Está mojada, y me doy cuenta de
que me he esparcido sangre por la mejilla.

«Yo hago reales las peores pesadillas», le he dicho a


Tessa. Probablemente sea la personi cación misma de
una pesadilla.

En algún punto de la oscuridad, una bota golpea el


suelo de piedra, y levanto la cabeza. Uno de los guardias
debe de haber regresado.

Me pongo en pie entre tambaleos. Me froto la cara de


nuevo. Aprieto los dientes contra las emociones que
siento.

Un nuevo pensamiento entra en mi cerebro, casi peor


que la pena y el miedo. Varios prisioneros han huido.
Alguien ha atacado el presidio. Tal vez no se trate de los
guardias. En un acto re ejo, busco la daga con la mano.

No está en su sitio. Se la he dado a Tessa.

La alarma sustituye a la angustia. Agarro una roca de


los escombros y me oculto entre las sombras mientras
asomo la cabeza en la penumbra y me pregunto si
quedarme aquí ha sido una soberana estupidez.
Pero entonces la poca luz hace brillar un objeto de
plata y una bota negra, y reconozco el uniforme de la
guardia del palacio. Reconozco a Rocco, uno de los
guardias personales de mi hermano.

Me quedo sin aliento. ¿Harristan ha venido a


buscarme? ¿Ha venido al presidio?

El alivio me golpea de forma tan rápida y súbita que es


como una ráfaga de viento invernal contra el ardiente
pesar que me inunda por dentro. Casi emerjo de entre
las sombras. Por una vez, no estaré solo aquí. No estaré
solo… en esto.

Suelto la roca y echo a caminar. No sé qué voy a hacer,


pero tantos sentimientos se han apoderado de mi
garganta que me preocupa la posibilidad de ponerme de
rodillas, aferrar las manos de mi hermano y suplicarle
que me libere de todo esto.

Pero no es mi hermano quien sigue al guardia.

Me detengo por completo. Mi corazón parece querer


estallar en mi pecho. Todos mis músculos se tensan. La
fría ráfaga de alivio se convierte en una oleada de
vergüenza y de vulnerabilidad.

Tessa también se ha detenido por completo, y sé por


cómo se altera su expresión que no me faltaba razón: soy
una pesadilla viviente. Separa los labios, abre los ojos
como platos y suelta un jadeo.

—Ay —suspira—. Ay, no.

Quiero mostrarme indiferente. Quiero que no me


afecte. Quiero muchas cosas que no puedo tener.

Miro hacia el guardia.

—¿Por qué la has traído? No debería estar aquí —le


espeto.

—Se lo he pedido yo —responde Tessa. Y, por primera


vez, la censura no tiñe su voz, sino… la calma. Avanza
hacia mí.

Doy un paso atrás. No aparto los ojos de Rocco.

—Llévatela de vuelta al palacio. Ahora mismo.

—No. —Tessa da otro paso hacia mí—. Yo…

—Detente. —Me echo hacia atrás de nuevo. No puedo


mirarla a los ojos—. No deberías estar aquí.

—Por favor. Será…

—Vete —le grito—. O te encerraré aquí para siempre.

—No, no lo harás.

Tiende un brazo para agarrarme y retrocedo. Mi bota


tropieza con la roca que he soltado y doy un traspié con
una viga de madera astillada. Mis hombros se estampan
contra la pared y aprieto los puños. Respiro fuerte, como
un animal acorralado.

Tessa es lo bastante sensata como para dejar de


perseguirme. Nos quedamos donde estamos bajo la luz
de la antorcha titilante. Lleva el pelo suelto sobre los
hombros, la cara limpia y una ropa tan sencilla que me
sorprende que la haya encontrado en su armario.
Yo visto la misma chaqueta elegante de la cena, pero
cada centímetro de mí está sucio por el polvo y
manchado de sangre.

—Ahora ya no es una ilusión —digo.

—No —asiente con voz tranquila.

Fulmino con la mirada a Rocco, que espera a poca


distancia de ella.

—¿Cómo has logrado que te trajera hasta aquí?

—Le he pedido que te encontrara.

—¿Dónde está Harristan? —Miro hacia el guardia, y


una nueva preocupación se instala en mi corazón—. ¿Por
qué no estás con el rey? ¿Qué ha pasado?

—Su majestad ha ordenado que asistiera a la señorita


Tessa —responde, impasible.

—Tu hermano está bien —me informa Tessa con


cuidado en la voz. Una vez más, ve más allá de mi
persona—. Ha tosido un poco cuando te has ido, pero
no…

—¿Que ha qué? —Me aparto de la pared.

—Está bien. No tiene ebre. Le he dado un té con miel


y lirios del valle. —Su mano se cierra sobre mi antebrazo
y me da un ligero apretón—. Está bien.

En su caricia hay algo que me obliga a quedarme


inmóvil. Mi respiración se ralentiza levemente.

Sus ojos son penetrantes, sin embargo, y me preocupa


que vaya a preguntarme qué he hecho. Me lo preguntará
y le contestaré y destrozaré cualquier resto de… de lo
que sea que haya entre nosotros.

Estaba dispuesto a arrodillarme a los pies de mi


hermano y suplicarle que me librara de esto.

Estoy dispuesto a arrodillarme a los pies de Tessa y


suplicarle que me perdone.

Desliza la mano por mi brazo y entrelaza los dedos con


los míos. No se inmuta al ver la sangre. El nudo de mi
pecho se aprieta al pensar en que la está tocando.

Por favor, pienso. Por favor, no me lo preguntes.


Por favor, no me odies más.
Ya me odio yo bastante.

Empiezo a alejarme, a adentrarme en la oscuridad y las


sombras. Su mano sobre la mía me obliga a detenerme.

—¿Vienes conmigo? —me dice.

Tomo aire para negarme. Quiero sentarme en la


negrura y rezar por que la tierra me trague.

Al nal, no obstante, asiento. Tessa empieza a caminar


y yo la sigo, y salimos de la estancia derruida y
ensangrentada para volver bajo las luces intensas del
Sector Real.
CAPÍTULO VEINTISÉIS

Tessa
N o sé dónde llevarlo, pero no podía permitir que
nos quedáramos en aquel espacio tan diminuto. El
olor a muerte y a sangre espesaba el aire. Ojalá
pudiéramos salir de este sector y perdernos en la Selva,
pero ya sé que no piensa abandonar a su hermano.

Decido guiarlo de vuelta al palacio. Las luces de la


fachada son potentes y los adoquines resplandecen. A
pesar de la hora, la calle adoquinada está repleta de
caballos y de carruajes, pues envían mensajes acerca de
la explosión y las élites van y vienen. Cuando el guardia
de Harristan me condujo al exterior del palacio, los
pasillos hervían de actividad, y dudo de que la situación
haya cambiado demasiado.

No quiero pensar en lo que ha hecho Corrick. Está


cubierto de sangre, así que sé que ha sido violento. Sus
ojos están vacíos y turbados, así que sé que ha sido
horrible. Cuando lo hemos encontrado en la sombría
estancia del presidio, una parte de mí quería echar a
correr gritando… hasta que he visto la angustia de su
expresión.

—Rocco —lo llamo quedamente—. No podemos


cruzar las puertas principales. No podemos entrar en el
palacio así.

—Saben quién soy —dice Corrick. Sigue voluble, con


los ojos un tanto inquietos, pero hay un dejo de
resistencia en su voz. Me pregunto si así es como se
convence para hacer las cosas que hace.

—¿Entramos por una puerta trasera? —le digo al


guardia ignorando al príncipe.

—No —protesta Corrick.

—Podríamos entrar por el acceso de los criados —


propone Rocco—. El personal del día ya no está. Hay
cuartos de baño y ropa limpia.

—Que no. —Corrick parece haberse recompuesto, pero


taladra a Rocco con la mirada, y no a mí—. No pienso
entrar en el palacio a hurtadillas.

No sé qué parte hay de resistencia y qué parte hay de


supervivencia. Sea como fuere, debería dejarlo hacer lo
que quisiera. Es el príncipe y yo… no soy nadie. Pero
llevo poco aquí y ya sé cuánto importan los rumores y
las apariencias, y sé que ahora mismo no puede
permitirse presentarse débil. Entrar en el palacio
cubierto de sangre no es en absoluto una imagen de
fuerza. Recuerdo el matiz de su voz cuando se ha dado
cuenta de que era yo la que estaba con Rocco y no su
hermano.

—¿El rey querría que te vieran así? —le digo.

—¿Tan mala imagen doy, Tessa?

Sí. Pero no de la forma a la que se re ere.

—Se te ve… desesperado.


Por lo visto, mi comentario lo ha golpeado como una
echa. La resistencia desaparece de su mirada.

—De acuerdo.

La entrada de los criados es el mismo pasillo por el que


me interné cuando me colé en el palacio, y está tan
desierto como lo encontré cuando llegué a las escaleras
traseras. El cuarto de baño es gigantesco, con
uorescentes eléctricos, agua corriente y varias bañeras
enormes. Veo pilas y pilas de ropa de cama doblada y
una chimenea colosal, y me doy cuenta de que es una
lavandería.

Bueno, claro. No esperaba que nadie del palacio


frotara las ropas en el río ni colgara las túnicas para que
se secaran al sol. En un rincón veo un vestido con un
delantal de criada, además de varias mesas de costura y
rollos de tela desparramados. En la pared hay un espejo
rectangular y Corrick lo deja atrás para dirigirse a uno
de los lavamanos. Advierto que camina con paso
inseguro y que aparta la mirada, pero no se detiene.

—Alteza —dice Rocco—. ¿Quiere que avise a un


lacayo?

—No. Vigila la puerta. —Tira de los botones de la


chaqueta con rabia.

Me quedo entre la puerta y el lavamanos. No sé si


quiere que espere en el pasillo junto al guardia o si
debería regresar a mi habitación…, o si debería
quedarme justo aquí.

No sé qué quiero hacer yo.

—¿Por qué has ido a buscarme? —me pregunta. Su


voz suena bronca pero también un poco enfadada—.
¿Creías que me ibas a detener?

—Sabía que no te detendrías ni tú mismo.

Sus manos se quedan paralizadas sobre los botones, y


es entonces cuando me doy cuenta de que está
temblando.

Me acerco a él y coloco los dedos sobre los suyos para


desabrochar un botón.

—Para —me dice—. Sé desabotonarme la chaqueta.

Le doy una fuerte palmada en los dedos como si fuera


un niño al que le han dicho que no tocase un horno
caliente pero que lo hace igualmente. Creo que lo he
pillado por sorpresa, porque baja las manos.

Suspiro y desabrocho el siguiente botón. La tela es


pringosa y procuro ignorar el porqué concentrando los
ojos en lo que estoy haciendo.

—Si sabes que veo más allá de tus ilusiones —digo con
suavidad—, quizá deberías dejar de lanzarlas en mi
camino. Sé quién eres. Sé lo que has hecho. —Levanto la
vista y no sé si odiarlo o compadecerme de él… o algo
totalmente distinto—. Te conozco. Sé lo que esto te está
haciendo. Lo que te ha hecho ya.

Se queda inmóvil, pero su respiración es super cial.


Parpadea y, para mi absoluto asombro, se le llenan los
ojos de lágrimas.

Supongo que él también se ha dado cuenta, porque se


aparta, da media vuelta y se apoya la palma de las
manos en los ojos.

—Dios, Tessa.

Presenciar sus emociones invoca las mías, y noto un


nudo en el pecho. En el presidio lo he visto
descompuesto. Ahora lo veo descompuesto, como si una
escasa fuerza de voluntad fuera lo único que impidiese
que se desmoronara del todo.

Le toco el brazo y se sobresalta. Baja las manos a los


lados y aprieta los puños como ha hecho en la estancia
sombría de la prisión. Tiene los ojos rojos, aunque secos.

—Detente —murmura.

Una palabra que suena como una advertencia. Como


una súplica.

Me detengo.

Es él quien ostenta todo el poder, pero me mira como


si fuera al revés. No quiere admitir lo que ha hecho y yo
no quiero averiguarlo, pero la pregunta cuelga sobre
nuestras cabezas y alguien debe agarrarla con la mano.
Tengo que aclararme la garganta para hablar.

—¿Has matado a los prisioneros?

No aparta la mirada y no vacila.

—Sí.
El silencio que sigue a su respuesta se adueña de la
habitación hasta que no queda aire que respirar. Pienso
en el cónsul Sallister, que ha sido muy cruel durante la
cena, y en el control que ejerce sobre Corrick y Harristan.
El control que ejerce sobre todo el país.

Pienso en la voz del rey Harristan al asegurar que el


justicia del rey no puede ser indulgente cuando alguien
bombardea la cárcel.

Matar a gente está mal. Lo siento en mis adentros. Yo


no pude matar al rey cuando tuve la oportunidad… ni
siquiera estando convencida de que se lo merecía. Pero,
como decía el rey, los castigos para los contrabandistas
son bien conocidos. Algunos de los prisioneros del
presidio eran auténticos contrabandistas, pero otros no.
Bombardear la prisión también ha estado mal.

¿Hay algo de todo eso que excuse las acciones de


Corrick?

Sé que el príncipe cree que no. Porta la culpa como si


fuera una capa. Creía que todo su poder residía en su
papel, en el justicia del rey, pero no es así.

El único poder lo tuvo cuando era Wes en la Selva.

Y ahora se ha quedado sin él.

Trago saliva con di cultad.

—¿Qué ha ocurrido?

—Ya has oído a Allisander.

—Sí. Lo he oído. ¿Qué ha ocurrido?


Tarda tanto tiempo en responder que creo que no lo va
a hacer. Pero al nal dice:

—Han sido gravemente heridos en la explosión. —Su


voz es áspera, como si se hubiera tragado una llamarada
—. A duras penas estaban conscientes. No los habíamos
capturado. Es que no habían podido escapar. —Se pasa
una mano por el pelo, y debe de tenerlo pegajoso, puesto
que pone una mueca y la baja. Ahora no me mira—. No
habrían sobrevivido a la noche.

—¿Por qué…? —Me falla la voz y respiro hondo para


tranquilizarme—. ¿Por qué estás… estás…? —Señalo su
ropa y me estremezco—. Hay muchísima sangre.

—Porque quería que fuera rápido. —Sus ojos se clavan


al n en los míos, y estoy convencida de que percibe el
terror que re ejan—. Necesitaba que fuera rápido.

Hay un matiz en su voz que soy incapaz de identi car,


pero mi corazón estará un paso por delante de mi
cerebro, porque mi pulso empieza a relajarse y el pánico
comienza a abandonarme el pecho antes de que lo
entienda: Corrick no quería hacerlo, pero, si se veía
obligado a ello, pensaba hacerlo lo más rápido y lo
menos doloroso que pudiera.

De una forma que pareciera lo más brutal posible.

«No habrían sobrevivido a la noche».

Los ha ejecutado en un acto de compasión.

Me pregunto cuántas veces habrá tenido que hacerlo.


Cuántas veces ha debido elegir entre el peor de dos
males, porque la opción era ejecutar a un prisionero o
ver a otra persona morir por la falta de medicinas. Es
una decisión horrible. Una posición horrible.

Me retrotraigo al momento en que inspeccionábamos


los mapas, cuando en el aire se ha iluminado la chispa
más diminuta de esperanza. Me pregunto si las
explosiones la han apagado, si ya no queda nada.

—No sientas lástima por mí —dice Corrick—. Si


quieres sentir lástima, siéntela por ellos.

—Ya —respondo. Pero por él también siento lástima.


No puedo seguir odiándolo.

Corrick suspira y se apoya en la pared. Vuelve a


llevarse las manos a los ojos.

—Déjame solo, Tessa.

Suelto un suspiro entre dientes y doy un paso adelante


para sujetarle las solapas de la chaqueta con los dedos.

Se sobresalta y baja las manos.

—No pierdas los nervios —digo mientras me ocupo de


los botones.

Parpadea. Frunce el ceño.

—Te he dicho…

—Me has dicho muchas cosas. A lo mejor podrías


callarte un poco y dejarme pensar.

Corrick calla, pero yo no pienso. No demasiado. Tengo


la vista clavada en lo que hago hasta que libero el último
de los botones.
—Quítatela —digo mientras me alejo para accionar las
manivelas que abren los grifos. El correr del agua ruge
en el silencio—. Lávate las manos y la cara —le indico.
Pongo el tapón y meto la mano en el agua para
comprobar la temperatura. Se me había pegado un poco
de sangre y de suciedad en la punta de los dedos donde
lo he tocado, pero la mugre se esfuma como si nada.
Empiezo a dar media vuelta—. Veré si puedo encontrar
una to…

Me quedo petri cada. Todo el aire escapa de mis


pulmones.

No solo se ha quitado la chaqueta. Se ha quitado la


camisa también, y lo veo con el torso al desnudo y los
pantalones bajos sobre las caderas. Ya no parece un
villano empapado en sangre; parece un hombre cálido,
en cierto modo vulnerable y ero al mismo tiempo. Los
músculos marcados de los hombros y de los brazos
muestran varias cicatrices, desde lo que parece un
pinchazo en el abdomen hasta lo que debía de ser un
cuchillo o una daga que le sajó el bíceps. Mis ojos
reparan en el caminito de vello que empieza bajo su
ombligo y que desaparece debajo del cinturón.

Corrick carraspea y levanto la vista. Me arden las


mejillas.

—No pierdas los nervios —dice.

—Te odio.

—Ajá. Por lo visto, no demasiado. —Se acerca a mí y


casi tropiezo con mis propios pies para apartarme de él,
pero se ha limitado a moverse para frotarse las manos
bajo el chorro de agua.

Qué idiota soy. No debo desearlo. Ni ahora ni nunca.

A mi corazón le da lo mismo. A otras partes de mi ser


les da lo mismo. Todo mi cuerpo me traiciona.

—¿No decías que ibas a buscar una toalla? —me suelta


intencionadamente.

—¡Ay! Sí. Claro. —Esta vez sí que tropiezo con mis


pies. Pero encuentro una toalla y se la doy mientras hago
un esfuerzo para no mirar hacia la alargada curva de su
espalda ni hacia el lugar bajo las costillas donde se le
estrecha la cintura ni hacia la extensa cicatriz que en
parte está oculta por el cinturón—. Tienes muchas
cicatrices —observo.

—En general, los contrabandistas no son gente


demasiado agradable. —Se inclina sobre el lavamanos,
moja la toalla y se frota la cara—. A veces intento
hacerles preguntas y ellos tienen otras ideas.

Interesante.

Pero así mi cerebro dispone de algo a lo que agarrarse


que no sea a la duda de cómo debe de ser tocar su piel.
Mis mejillas siguen ardiendo, pero jo la vista a lo lejos,
en la pared del fondo.

—¿Tuviste ocasión de interrogar a los prisioneros que


han escapado?

—No. Estaba ocupado leyendo mapas contigo y


observando cómo el sector empezaba a arder.
—¿No habías interrogado a ninguno?

—No. ¿Por?

—El cónsul Sallister ha comentado algo sobre «simples


trabajadores». Todos los rumores cuentan que los
contrabandistas de Ciudad Acero eran jóvenes y estaban
desorganizados. —Re exiono acerca de las explosiones
que hemos presenciado—. Este ataque sí que parece
organizado.

—Sí —asiente—. De algún sitio sacan el dinero. Esos


benefactores deben de ser gente rica. Hay muchas teorías
acerca de que el dinero les llega desde el interior del
palacio. —Agacha la cabeza para echarse agua por la
cara.

Recuerdo las conversaciones que mantuvimos siendo


Wes y Tessa, cuando a rmó con vehemencia que no era
un contrabandista y que no hacía lo que hacía en
bene cio propio. En aquel momento lo vi turbado, y creí
que era por las mismas razones que yo. Ahora conozco
la verdad.

—¿Los interrogaste? ¿A los prisioneros de Ciudad


Acero?

—Sí. Ninguno me dio que pensar que formaran parte


de una trama mayor. —Con las manos se peina el pelo,
que ahora está goteando agua sobre su pecho—.
Reclamaban una revolución y… —Se encoge de hombros
—. Tú estabas allí.

La ejecución se convirtió en un tumulto. Algunos


prisioneros se fugaron.

Me pregunto cómo pensaba ejecutarlos Corrick. Me da


miedo preguntárselo.

Eso apacigua una parte de mi fuego interno.

Acciona las manivelas para detener el agua y, acto


seguido, se gira para volver a inclinarse sobre el
lavamanos.

—Si hay una red subterránea de contrabandistas


nanciados por esos benefactores, se ocultan muy pero
que muy bien. Nadie le confesará nada a la patrulla
nocturna. Y, obviamente, nadie me dirá nada.

Es curioso que sea así cuando matas a todo el mundo. Las


palabras aparecen en la punta de mi lengua, pero no las
pronuncio. No creo que Corrick necesite que las
pronuncie.

No quiero contemplarlo… Bueno, mis traicioneros ojos


sí, pero no voy a sacar nada bueno observándolo. Me
giro para agarrar una toalla mullida de un estante y me
doy la vuelta para llevársela.

Corrick está justo detrás de mí.

Me quedo sin aliento y se la pongo sobre el pecho.

—Toma.

—Gracias. —Pero no se mueve.

—¿Qué hará Allisander ahora? —pregunto.

Corrick sacude la toalla y se la pasa por encima de la


piel.
—Ha vomitado en el pasillo del presidio, así que
espero haberlo convencido de que actuaré con mano
férrea si hay más ataques.

—Es decir que crees que habrá más.

—Sí. —Por n me mira a los ojos—. Creo que habrá


más. —Hace una pausa—. Y creo que, después de los de
hoy, serán ataques más violentos e incluso mejor
organizados. Enseguida se correrá la voz de que la
misión de rescate ha sido un éxito. La gente se
envalentonará. No se trata de rebeldes nanciados. Si
sufrimos ataques organizados a las caravanas de
provisiones y por las calles hay llamamientos a una
rebelión, en n… —Su voz se va apagando.

—Crees que Allisander dejará de enviar ores de luna.

—No. Creo que estallará una revolución en toda regla.

¿Qué me dijo Harristan? «Es fácil amar a tu rey cuando


todo el mundo está sano y con la barriga llena. Es más
difícil cuando no lo está». No le falta razón. Pero ver las
cosas desde este punto de vista lo complica todo
muchísimo más. Una revolución implicaría más muertes;
y no solo a consecuencia de la violencia, sino también
por las ebres, ya que las medicinas se restringirían.

Miro a Corrick a los ojos y recuerdo el momento en


que nos rodeaba la oscuridad y supliqué que se iniciara
una revolución. Le supliqué que se colocara conmigo en
primera línea…, pero no disponía de ningún plan. No
dispongo de uno ahora.
Acabo de comprender lo que pretendía decirme esa
noche. La rebelión no detendrá las ebres, Tessa.

Una revolución podría apartar a Harristan y a Corrick


del poder, pero no pondrá n a las enfermedades. No
obligará a Allisander a proporcionar más medicinas. En
todo caso, serán aún más difíciles de conseguir.

Y si el rey está ocupado combatiendo una revolución,


no será capaz de invertir dinero en buscar formas
alternativas de curar las ebres. Kandala se
resquebrajará por completo.

—Roydan y Arella han empezado a reunirse en secreto


—me informa Corrick—. Es posible que los otros
cónsules también. Allisander y Lissa cuentan con un
ejército privado. Si llega a iniciarse una revolución, quizá
no sea solo el pueblo contra el trono.

—Quizá sea sector contra sector —susurro—. Que en


realidad no serviría para nada.

Corrick asiente.

—Pero si detenemos los ataques…

—Eso no va a detener una rebelión. De nuevo, es un


gran «y si». Ni ahora puedo detenerlos.

Tiene razón. Sé que tiene razón. Y, como ha dicho


antes, si los consejeros reales no han sido capaces de
solucionar el problema, es poco probable que lo
resolvamos en un cuarto de baño en plena noche.

La sangre ha desaparecido y el pelo de Corrick vuelve


a estar peinado hacia atrás, pero la mirada turbada no ha
abandonado su expresión. He visto cómo se le
iluminaban los ojos al ver a Rocco en el presidio.
¿Esperaba que fuera Harristan? ¿El rey no se involucra
en las tareas que debe llevar a cabo Corrick? ¿Se
mantiene a cierta distancia a propósito o es que Corrick
intenta protegerlo de eso? No sé cuál de las dos opciones
es peor, pero hace nada se le han llenado los ojos de
lágrimas, y creo que las dos opciones son espantosas.

—La patrulla nocturna será más despiadada ahora —


murmuro.

Se me queda mirando durante una eternidad con


rostro inescrutable. Al nal, se pasa las manos por la
cara y emite un sonido que es en parte exasperación y en
parte angustia.

—No puedo impedirlo, Tessa. No puedo. Allisander


dejaría de mandarnos provisiones. Harristan…

—Lo sé.

— … tal vez no estaría de acuerdo. Los rebeldes han


incendiado el sector…

—Lo sé.

Se interrumpe con la respiración agitada.

—No sé cómo detenerlo —dice—. Ni siquiera he


averiguado quién nancia a los rebeldes… ni por qué.
¿Es un ataque dirigido a Harristan? ¿O es un intento por
conseguir medicinas? ¿O las dos cosas?

Hay muchas preguntas y, como siempre, no hay


ninguna respuesta. Me pongo un dedo sobre los labios
para pensar. Hace una semana, podría haber luchado en
el bando de los benefactores. Después de ver la
destrucción que han causado, ya ni siquiera sé si es el
bando correcto.

Pero Corrick está en lo cierto: si no es capaz de poner


n a los ataques, no tiene ningún as en la manga… y es
imposible que detenga la violencia desde ambos ancos.
Debemos descubrir quiénes son los benefactores.

En cuanto llego a esa conclusión, se me ocurre la


manera de lograrlo.

—La gente habla —digo de pronto.

—Pues claro —asiente—. Todo el mundo habla.

—No. —Niego rápido con la cabeza—. Quiero decir


que has enfocado el asunto desde el lado equivocado.
Has interrogado a la gente siendo el justicia del rey.

—¿Dejo que lo haga Harristan? —Pone los ojos en


blanco y da media vuelta—. Seguro que él resulta mucho
menos intimidante.

—No. —Lo agarro del brazo y lo giro para que me


mire a los ojos—. Harristan, no.

—Entonces, ¿quién?

—Tú y yo.

Al ver que es escéptico al respecto, sigo contándole mi


idea.

—No como el príncipe y una… boticaria. —Respiro


hondo—. Como forajidos.
—Como forajidos.

—Sí. —Hago una pausa y miro jamente hacia sus ojos


azules para recordar cómo eran cuando se ocultaban
detrás de una máscara—. Hablaremos con la gente como
Weston Lark y Tessa Cade.
CAPÍTULO VEINTISIETE

Corrick
Y a casi ha salido el sol cuando me meto en la cama,
pero eso no evita que los guardias llamen a mi
puerta una hora después del alba para anunciar la
llegada del cónsul Sallister.

—Tengo entendido que íbamos a jugar al ajedrez,


¿cierto? —exclama.

Ojalá pudiera ordenar que lo ejecutaran.

Pero acabamos jugando en mis aposentos mientras el


fuego crepita en la chimenea, una criada nos trae pastas
azucaradas y huevos duros, y nos sirve una taza de té
negro tras otra. Esperaba que Allisander llegara con un
sinfín de exigencias, en busca de promesas, pero guarda
un extraño silencio. La tensión se adueña de la estancia,
y no sé si es entre él y yo o si está todo en mi cabeza.
Cada movimiento que hacemos sobre el tablero parece
precursor de una batalla.

Pienso en los ojos reprobatorios de Tessa de anoche y


debo sacármela de la mente. Por mucho que deteste a
Allisander, le necesito. Kandala le necesita.

Por ahora.

Esa idea me acelera el corazón. Harristan no puede


desautorizar a sus cónsules, pero si conseguimos detener
los ataques y descubrir quién los nancia, si logramos
rebajar las tensiones entre sectores, quizá seamos capaces
de construir un nuevo camino para avanzar.

Pero las tensiones son más intensas que nunca, y la


patrulla nocturna está muy alerta. Si Wes y Tessa
regresaran a la Selva, el riesgo sería inmenso.

Observo al hombre pagado de sí mismo que está


sentado delante de mí. El riesgo es inmenso de todos
modos. Los benefactores tienen que estar vinculados a
alguien del Sector Real; de lo contrario, no sé quién
dispondría de dinero para gastarlo en una revolución.
Pero los cónsules son todos muy próximos a Harristan.
No me imagino a ninguno de ellos pagando a
ciudadanos para que inicien una revuelta si todos tienen
ocasión de clavarle un cuchillo a mi hermano por sí
mismos. Sería más barato. Más sencillo. Más rápido.

Rememoro la montaña de cartas que Quint entregó a


Harristan el día que íbamos a ejecutar a los ocho
contrabandistas. Casi doscientas misivas, mucha gente
infeliz que pedía un cambio a gritos.

Arella entre ellos. Su opinión respecto de las


ejecuciones ha quedado bastante clara. La consulesa
nunca atacaría a Harristan.

Pero su punto débil es la gente, sobre todo la que sufre.

Y se ha reunido con Roydan en secreto.

Todos solicitan dinero cuando le denegamos fondos a


alguien. Allisander implicó a Jonas Beeching, aunque
Arella fue bastante veloz.
Me he adentrado tanto en mis pensamientos que me
sobresalto cuando Allisander rompe el silencio.

—Me sorprende que tengas tiempo de echar una


partida, Corrick.

—Te lo prometí —respondo alegremente.

—Prometes muchas cosas.

Mi mano se queda inmóvil sobre una pieza de ajedrez.


En su voz hay un dejo que no consigo descifrar, y que
hace que aparte la vista del tablero.

—Hago lo imposible por cumplir todo lo que prometo.

—¿De veras? ¿Lo que le prometes a quién?

Irradia… engreimiento. O algo muy parecido. La


verdad es que el ajedrez se le da fatal, pero la última
media hora lo he dejado ganar porque he pensado que
sería buena idea subirle la moral.

Ahora me parece un buen momento para dejar de


hacerlo.

—No sé a qué te re eres. —Muevo la torre para atacar


a su rey—. Jaque.

Desplaza el rey un escaque a la derecha.

—He investigado a tu chica.

Se me congela la sangre, pero me encojo de hombros y


contemplo el tablero.

—No es mi chica.

Allisander se inclina y me mira a los ojos con una


furiosa intensidad.

—No es boticaria. Trabaja para una estafadora que


vende remedios baratos para la piel.

Me quedo paralizado. No sé qué responder. Sabía que


su nombre auténtico era Tessa, pero la tienda en la que
trabaja está muy lejos de aquí. Nunca le preocupó que
alguien a quien ayudábamos intentara identi carla,
seguro.

O quizá nunca le preocupó porque no corría el mismo


riesgo que yo.

Muevo la torre de nuevo.

—Independientemente de su trabajo, le ha sugerido


teorías a Harristan. Teorías que tal vez…

—La dueña de la tienda comentó que Tessa se quedó


consternada después de la ejecución fallida. Y que la
chica le comentó a su amiga que estaba embarazada de
un contrabandista.

De todas las cosas que podría haber dicho, esa fue la


más inesperada. Casi me echo a reír.

—¿En serio, Allisander? ¿Crees que está embarazada


de un contrabandista y que se coló en el palacio para…
para qué, exactamente? Anoche en el salón la mitad de
los cortesanos creían que estaba embarazada de
Harristan, así que quizá deberíamos hacer una apuesta…

—No soy tonto, Corrick. —Habla con voz fría y rme.

Me incorporo y lo miro a los ojos. Se acerca demasiado


a la verdad. Si la cosa fuera solo conmigo, lo echaría de
mis aposentos a carcajadas. Pero no va conmigo. Va con
Tessa.

—Arella y Roydan han dejado bien claro que discrepan


con el tema de los contrabandistas —dice Allisander con
el mismo tono—. El cónsul Craft oyó que compartieron
un carruaje. Creen que la corona ha adoptado una
postura demasiado dura con respecto a los robos y a los
delitos ilegales.

—No son más que chismes malintencionados,


Allisander. La consulesa Cherry no ha ocultado en
ningún momento lo que opina.

Desplaza la pieza de ajedrez una casilla a la izquierda


antes de levantar la vista hacia la mía.

—Después de tu comportamiento en el presidio,


sospecho que tú has empezado a opinar lo mismo.

Está sacando conclusiones tan malas… Pero lo peor es


que no puedo hacerlo partícipe de las buenas. El corazón
me golpea las costillas al recordar que anoche degollé a
dos hombres. Comienzo a preguntarme si Allisander
solo se quedará satisfecho cuando ejecutemos a todo
aquel que lo mire con recelo.

—Anoche me viste en el presidio.

—Sí. Dabas la impresión de querer ponerte a llorar.

—Tú dabas la impresión de querer ponerte a vomitar.


Ay, no, perdona. De hecho, vomi…

Golpea el tablero con una mano y las piezas tiemblan y


se tumban. Mi rey cae al suelo. Allisander toma aire
ferozmente.

Pero después se detiene.

La rabia de su mirada es lo bastante elocuente, sin


embargo, y contengo la respiración, a la espera. No estoy
seguro de qué iba a decir, pero espero que fuera algo tan
sumamente traicionero que justi que llamar a un
guardia para que lo atraviese con la espada aquí mismo.

Pero no abre la boca. Y yo no llamo a nadie. Nos


quedamos sentados en medio de una cólera paralizada
durante una eternidad, hasta que los guardias golpean a
mi puerta para avisar de la llegada de Harristan.

Quiero desvanecerme por el alivio. Mi hermano podría


pedirme que leyera todos y cada uno de los documentos
del palacio haciendo el pino y lo haría encantado si ello
me obligara a dejar de mantener esta conversación con el
cónsul Sallister.

Harristan no espera a que responda; se limita a


irrumpir en mis aposentos antes incluso de que los
guardias hayan terminado de anunciarlo.

Allisander se pone en pie y se alisa la chaqueta. Todo


rastro de rabia se ha esfumado.

—Harristan.

No sé interpretar su tono. No sé si está contento por


que mi hermano esté aquí… o decepcionado. Pero
Harristan le devuelve la mirada y lo saluda con voz
tranquila.
—Cónsul.

Durante un breve segundo, se me ocurre que


Allisander va a provocarlo igual que me ha provocado a
mí. Pero todavía debe de tener cierto respeto por mi
hermano, porque asimila la lacónica respuesta y la
frialdad de Harristan, y me mira con ojos malvados.

—Gracias por la partida, Corrick. En otro momento la


retomaremos.

No sé qué contestar y él no espera a que le responda.


Sale por la puerta y me deja a solas con mi hermano.

Me sorprende constatar que el aire entre nosotros es


tan tenso como con Allisander. Debe de ser cosa mía:
descontento mezclado con la decepción de que no fuera
mi hermano quien acudiera al presidio. Es ridículo y
absurdo que hubiera esperado tal cosa…, pero es así y,
por lo visto, no puedo evitar sentirme de esta forma.

Y entonces mi hermano toma la palabra.

—Rocco me ha informado que anoche te encontró en


una zona derruida del presidio, sin ningún guardia.
¿Qué estabas haciendo?

Es inesperado, y en absoluto lo que pensaba que me


diría. Empiezo a recoger las piezas de mármol del
ajedrez para guardarlas en la caja dorada de terciopelo.

—Tus guardias chismorrean más incluso que los míos,


Harristan.

—No has respondido a mi pregunta.


No sé cómo responder a su pregunta. Ahora,
precisamente ahora, no nos podemos permitir aparentar
debilidad. Las piezas de ajedrez repican dentro de la caja
hasta que Harristan se acerca a la mesa y cierra la tapa
de golpe.

—Contéstame. —En su voz hay un tono autoritario,


uno que estoy acostumbrado a oír…, pero nunca
dirigido hacia mí.

Dos piezas de ajedrez siguen en mi mano y me coloco


una en cada palma. Lo miro de reojo.

—¿Estoy hablando con mi hermano o estoy hablando


con el rey?

—Con los dos.

Quizá antes me haya equivocado. Quizá la tensión no


se deba solo a mí.

Me incorporo y dejo las piezas de ajedrez sobre la


mesa antes de dedicarle una orida reverencia.

—Discúlpeme, majestad. No sabía que se trataba de


una reunión o cial.

—Corrick. —Me habla con rmeza.

No quería matar a los prisioneros.


No quiero seguir haciendo esto.
No quiero que me necesites para seguir haciendo esto. No es
así como Padre habría querido que gobernáramos.
No puedo decir nada de eso.
—Después de los ataques, quedaban pocos guardias en
el presidio —digo—. Y los pocos que quedaban tuvieron
que sacar los cuerpos. —Hago una pausa—. ¿Tus
guardias ahora son tus espías?

—¿Deben serlo?

—¡No! —No njo lo ofendido que estoy por su


pregunta.

—La chica no quería que mataras a los prisioneros…

—Arella y Roydan tampoco —le espeto—. Manda a


tus guardias a espiarlos a ellos.

—Y le pidió a Rocco que la acompañara hasta el


presidio para ir contigo. ¿Por qué?

Porque me comprende. Porque sabía que yo estaba a punto


de desmoronarme. Porque su esperanza no se había quedado
reducida a cenizas.
Tampoco puedo decir nada de eso.

Harristan da un paso hacia mí.

—Creía que era un simple coqueteo —me dice con voz


grave—. Un capricho que te había dado. Estaba
dispuesto a hacer la vista gorda.

Me dirijo a la mesita y descorcho el brandi. Quiero


beberlo directamente a morro, pero tengo la decencia de
utilizar un vaso.

—¿Y tu guardia te ha convencido de lo contrario?

—Pasas mucho tiempo en el presidio hablando con los


contrabandistas. Me parece una interesante coincidencia
que, después de que la patrulla nocturna desmantelara a
un pequeño grupo, la mitad de ellos fueran capaces de
rebelarse y huir. Y, después de que Allisander detuviera
a otro grupo, alguien prendió fuego al sector para
rescatarlos.

Mi mano se queda paralizada sobre el vaso al asimilar


lo que insinúan sus palabras. Aun así, no las puedo
creer. Me giro.

—¿Qué me quieres preguntar, Harristan?

—¿Estás de alguna forma relacionado con los


contrabandistas? ¿Sabes algo de los ladrones que han
asolado el sector?

El mundo parece inclinarse sobre su eje, solo durante


un brevísimo instante. Me dejo la piel por mi hermano y
él no hace sino acusarme de traición.

Lo peor es que no está equivocado. No del todo.

Se me aproxima. Baja la voz.

—Dímelo, Cory. Si estás con ellos…, si te han


prometido algo…

Toda la rabia que siento se incendia. Doy media vuelta,


le pongo las manos en el pecho y lo empujo lo más fuerte
que puedo.

—Márchate.

Con la sorpresa en la cara, trastabilla un paso hacia


atrás. Después tose. Tose mucho. Se lleva una mano al
pecho.
Durante un segundo, el pánico sustituye a la cólera. Mi
hermano jadea y suena como si respirara bajo el agua.

—Harristan —susurro.

Se aferra al respaldo de una silla y se esfuerza por


respirar.

He sido yo. He sido yo. Tessa me dijo que estaba bien,


pero es obvio que no. Paso corriendo por su lado para
llamar a un médico.

Harristan agarra mi manga y me frena por completo.

—Dímelo —resopla. Me mira con ojos oscuros e


intensos.

Y un poco desesperados.

—No colaboro con los contrabandistas —digo—.


Jamás te traicionaría. Jamás te he traicionado. Te lo juro.

Se queda en pie, intentando respirar, hasta que la


mano con que me sujeta la manga parece ser menos una
exigencia y más bien una súplica.

—Te lo juro —repito más suavemente—. Te lo juro.

Por primera vez en lo que se me ha antojado una hora,


respira hondo. Me suelta. Asiente y se yergue.

No se está muriendo. No lo he matado. El alivio es


potente, pero una parte de mi ira regresa a mi pecho y
vuelve áspera mi voz.

—¿Por qué lo pensabas?

—Porque me estás ocultando algo. —Vacila—. Y


Allisander me ha dicho que está preo…

—Será hijo de puta.

—No lo culpo. En estas últimas semanas has


cambiado.

Mi hermano sigue hablando con voz débil, un tanto


a autada. Lo miro a los ojos.

—Siempre he trabajado en tu bene cio, Harristan.


Siempre. —Hago una pausa al recordar los instantes que
pasé en la estancia desierta del presidio y en que deseé
que apareciera mi hermano. Cuánto deseé que viera que
esta situación me está destrozando con la misma e cacia
con que la ebre está destrozando toda Kandala.

Pero no se ha dado cuenta. No se da cuenta ni siquiera


ahora.

Cuadro los hombros y no debo molestarme en teñir mi


voz de remordimiento.

—Diles a tus guardias que me persigan si es necesario.


Controla cada uno de mis movimientos. Presencia todos
los interrogatorios. Ata tu caballo al mío si quieres. No
suelo cometer grandes traiciones en el lavabo, pero si
quieres quedar fuera de toda duda…

—Cory. —Toma aire, y luego titubea.

Me lo quedo mirando y me pregunto si es capaz de


interpretar los sentimientos que irradian mis ojos.
Recuerdo que, cuando éramos pequeños, huíamos a la
Selva, él abría camino y yo lo seguía, pero siempre
presentí que protegerlo era una obligación. Una parte de
ello se debía al hecho de crecer junto a un hermano cuya
salud vigilamos y protegimos y que nos preocupó
durante mucho tiempo. Una parte se debía al hecho de
que un día sería rey, y yo no. Es una obligación que
todavía siento, y que cala en todos mis actos. Creía que
él lo sabía.

Por primera vez, me da la impresión de que es él quien


me ha traicionado a mí.

Quizá sí se dé cuenta, porque suelta todo el aire muy


lentamente. Me pasa un brazo por los hombros y me da
un leve apretón en el brazo.

—Perdóname. Por favor.

Asiento.

Pero algo se ha roto entre nosotros.

Creo que él debe de haberlo presentido también,


porque se queda quieto demasiado rato antes de girarse
y encaminarse hacia la puerta.

Debería contarle lo de Tessa. Lo de Weston. Las


palabras me queman la garganta.

Pero, entonces, tal vez con rmaría sus preocupaciones.


Sí que estoy cometiendo traición, hermano. Llevo años
cometiéndola.
Me trago las palabras. Me trago la rabia. Me trago la
decepción. Cuando el rey se detiene junto a la puerta
para mirar hacia atrás, es el justicia del rey quien le
devuelve la mirada.
En cuanto se ha ido y voy hasta la puerta para
mandarle un mensaje a Quint, veo que Rocco está
vigilando la entrada de mis aposentos.

Pasan varias horas. Quint no se presenta.

No estoy lo bastante desesperado como para mandarle


un mensaje a Tessa, porque cada palabra que escriba será
analizada con lupa y redirigida a mi hermano, y no se
me ocurre nada que decirle que no rea rme las
sospechas del rey. Tampoco quiero salir de mi habitación
con el guardia de mi hermano pisándome los talones,
porque sé que daré pie a rumores: la gente pensará que
corremos un mayor peligro a consecuencia de las
explosiones del presidio o bien que Harristan está
haciendo exactamente lo que está haciendo.

No me gusta ninguna de las dos opciones.

Aunque soy lo bastante malvado como para que me


guste la idea de que Rocco deba vigilar mi puerta
durante horas interminables, puesto que es una tarea
aburridísima.

Una más aburrida incluso que la de quedarme aquí


sentado solo. Me he pasado la mitad del tiempo
repasando los documentos que dejó Tessa, y no he
descubierto nada nuevo. Ella tenía razón: nadie hablará
conmigo así, pero sí que hablarán con Wes y con Tessa.

Estoy nervioso e inquieto por que llegue la noche.

Quint hace acto de presencia por n justo cuando


estoy decidiendo si voy a cenar en mis aposentos solo,
como un prisionero.

Un guardia lo anuncia y abre la puerta de par en par.

—Quint —digo—. Ya era hora.

—Perdón, alteza —se disculpa—. El rey ha requerido


mis servicios casi todo el día.

Su tono y su formalidad me dejan de piedra. Miro


detrás de él hacia la puerta que se cierra lentamente.

—No hace falta que te disculpes —le aseguro—.


Quería pedirte unos informes adicionales acerca de las
ebres…

La puerta se cierra con un clic.

—¿Qué pasa? —susurro.

No se mueve de donde está.

—Alguien le ha sugerido a tu hermano que estás


involucrado con los contrabandistas. —Hace una pausa
—. Que colaboras con esos benefactores o que incluso
eres tú quien los nancia. Que permitiste adrede que los
prisioneros escaparan el día de la revuelta. Que no
impediste los ataques de anoche.

Estoy paralizado. Es muy distinto oírlo de Quint que


de mi hermano. Cuando Harristan hablaba de traición,
era entre nosotros. Ahora… ya no.

—Alguien —gruño—. Es Allisander.

—Puede que no solamente él. —Quint se detiene—.


Alguien ha sugerido que quizá me lo has con ado a mí.
Observo bien a mi amigo. Me doy cuenta de que, por
primera vez, no está desaliñado. Lleva la chaqueta
abotonada y el pelo peinado con esmero.

Sus ojos desprenden tensión e incertidumbre.

—¿Te encuentras mal? —le pregunto. Un destello de


temor se enciende en mi pecho—. ¿Tessa se encuentra
mal?

—Tessa está bien. —Guarda silencio, y al cabo de unos


instantes se dirige hacia la mesa, pero se detiene antes de
llegar a ella. Habla con voz muy baja—. Corrick… Te he
guardado muchos secretos.

—Por los cuales cuentas con mi gratitud.

—Por los cuales me podrían ejecutar si los rumores son


ciertos.

Lo fulmino con la mirada.

—Quint. —Si Harristan ha convencido a Quint… Se


acabó—. Quint, ¿qué has hecho?

—No, Corrick. Qué has hecho tú. —Sus ojos


penetrantes se clavan en los míos.

Nos quedamos mirándonos de punta a punta de la


habitación, mientras el fuego crepita en la chimenea. La
tensión me constriñe el corazón con mucha fuerza.
Pienso en todo lo que le he contado a Quint, en todas las
faltas que he cometido. Los nombres que le he dado de
familias a punto de morir. Las veces que permití que se
fugaran prisioneros. Los lugares en los que me colé para
robar pétalos de or de luna. El modo en que evitaba la
patrulla nocturna o en que trepaba por la muralla. Todo
cuanto sé sobre Tessa y todos y cada uno de nuestros
actos.

Me enfadaba la posibilidad de que Harristan creyera


un rumor semejante.

Es una sensación distinta pensar que lo cree Quint.

—¿Debería llamar a un guardia para que me rebane el


cuello? —digo con frivolidad, aunque por dentro no me
he repuesto del impacto—. Seguro que Rocco estaría
encantado.

Se queda inmóvil, evaluándome. No es un buen


presentimiento, porque sé cuánto ve. Sé cuánto sabe.

—Eras mi con dente, Quint. —Hago una pausa—.


Más que un con dente. Eras mi amigo.

—¿Era?

Tiro de las mangas de la camisa y evito mirarlo a la


cara.

—¿Me has delatado a Harristan?

Por vez primera, la rabia se adueña de sus ojos.

—¿Crees que lo haría?

Doy un paso hacia él y debo hacer un gran esfuerzo


para no alzar la voz.

—¿Crees que ayudaba a los rebeldes y a los


contrabandistas mientras ngía distribuir medicinas
entre quienes las necesitan?
Me contempla jamente. Yo también a él.

Al nal, suspira.

—No. No lo creo. —Hace una pausa—. Y no te he


delatado a tu hermano cuando me ha preguntado.

—¿Qué le has dicho? —No me muevo.

Quint me mira de frente y se cruza de brazos.

—Le he dicho que en mi presencia no has hablado


nunca de traición. Que has sido leal al reino en todos tus
actos.

Tomo aire como me parece que hace horas no lo


tomaba. Me coloco las manos sobre la cara y procuro no
desmoronarme.

Quint arriesga la vida al guardar mis secretos. Siempre


lo ha hecho, pero siempre he urdido coartadas para mis
actividades matutinas. Mi hermano nunca me ha
acusado directamente. Ninguno de los cónsules ha
sospechado jamás de mí.

Ahora… el peligro es muy real.

—Vete —le digo, pero no con un tono descortés—. Solo


hablaré contigo en público, y solo sobre cuestiones
o ciales. No voy a…

—Corrick. —Descruza los brazos y se acerca a la


mesita para servirse un vaso de brandi—. En serio.
Conozco los riesgos que asumo.

—Me llevaré tu colaboración a la tumba, Quint —le


aseguro.
—Bueno. —Quint apura el vaso, algo muy poco
habitual en él—. Esperemos que eso no ocurra mañana.

—¿Confías en mí, pues?

—Siempre he con ado en ti. —Duda antes de mirar


hacia la puerta, y entonces baja muchísimo la voz—. Si
estuvieras ayudando a los contrabandistas, sé que
tendrías una razón. —Hace una pausa—. Creía que a lo
mejor tú ya no con abas en mí.

—A ti te lo cuento todo. —Mi tono se ha vuelto áspero.


Hay días en que pienso que él es mi único amigo aquí, la
única persona que ha sabido mis dos facetas—. Todo.

Se sirve otro vaso, y cuando creo que se lo beberá tan


rápido como el primero, veo que me lo ofrece.

—Entonces, te pido disculpas por haber dudado de ti.

—Eres probablemente la única persona del palacio que


no debe pedir disculpas por nada.

Se echa a reír.

—Lo dudo mucho. —Guarda silencio y deja de sonreír


—. Deberemos ir con cuidado —dice—. Ahora mismo la
situación es muy tensa.

«Deberemos». Nosotros. Es más de lo que merezco.


Vacío de un trago el vaso que me ha dado.

—Tengo un plan —digo con voz ronca.

—Cómo no.

Percibo inquietud en sus palabras, y me hacen dudar.


—¿Pre eres que no te lo cuente, Quint? —Hago una
pausa—. No es necesario que arriesgues el pellejo por
mí.

—No es solo por ti, Corrick. —Sus ojos se jan en los


míos—. Cuéntame tu plan.

Le comento la sugerencia de Tessa de que vayamos a la


Selva como forajidos para ver si la gente está dispuesta a
hablar sobre lo que sucede y sobre quién anda detrás de
los ataques.

En cuanto termino de hablar Quint se rasca la barbilla,


pensativo.

—Deberéis convencer a la gente de que os habían


encerrado en el presidio y que huisteis durante las
explosiones. Eso explicaría vuestra ausencia. —Se
detiene—. Tú podrás deslizarte por la ventana como
siempre, pero las habitaciones de Tessa se encuentran
junto a la muralla, y la verán.

Tampoco puedo invitarla a venir aquí, porque


obviamente los guardias de mi hermano se lo dirán.

—Veré si consigo distraer a los guardias un rato —


re exiona Quint—. ¿Es tan rápida y sigilosa como
decías?

—Sí. —Se me acelera el corazón.

—Estad listos a medianoche. —Saca el reloj del bolsillo


—. Me cercioraré de que lleve una máscara.
CAPÍTULO VEINTIOCHO

Tessa
H a sido un día repleto de vestidos y de rizos y de
clases y de tantas reverencias que quiero presentar
una queja.

No he visto a Corrick.

No he visto al rey.

Casi no he visto a Quint, y los momentos en que ha


aparecido lo he visto tenso y distraído. Los ataques al
sector nos tienen a todos en vilo…, a mí incluida. Rocco
no ha vigilado mi puerta, pero los guardias que lo han
sustituido llevan en el uniforme el mismo emblema real
de color morado y azul.

A lo largo del día ha habido una sensación de


inquietud. De espera. De que va a ocurrir algo.

Pero ahora ya es de noche y no ha sucedido nada.

No he hablado con los boticarios reales, aunque estoy


segura de que ahora mismo el rey debe ocuparse de
cuestiones más importantes. No tengo ni idea de si
Corrick se arriesgará a volver a ser Wes. Anoche no me
dio una respuesta, y he empezado a preguntarme si eso
ya es una respuesta en sí misma, sobre todo conforme ha
ido avanzando el día.

No soy una prisionera, pero hoy lo parece. Rocco


accedió sin problemas a acompañarme fuera del palacio,
pero no sé qué sucedería si les pidiera a los guardias que
me llevaran fuera del sector. Me imagino apareciendo en
la tienda de la señora Solomon con uno de estos
absurdos vestidos, lo sorprendida que se quedaría. Me
imagino estrechando a Karri con los brazos. Ha sido
muy buena amiga… y desaparecí de un día para otro.
No sé qué pensarán de mí. ¿Se rumoreará en el sector
que me colé en el palacio? De ser así, seguro que los
acontecimientos de ayer por la noche habrán eclipsado el
runrún. ¿Habrá otro ataque? ¿El cónsul Sallister dejará
de enviar ores de luna a los sectores? ¿Podrá enviarlas
si sus caravanas de provisiones siguen siendo asaltadas?

Tengo tantas preguntas que forman una maraña en mi


mente y alejan de mí el sueño.

Hace horas que Jossalyn me ha desenredado el pelo y


me ha dejado con una taza de té caliente y una bandeja
con pastitas horneadas y espolvoreadas con azúcar. A su
lado hay un frasco con el elixir, mucho más oscuro que
los que mezclaba yo. Agito el líquido y me pregunto
cuánta cantidad de este concentrado de or de luna
salvaría a familias enteras en la Selva.

Pero entonces recuerdo la tos de Harristan de anoche.


No tenía ebre, pero tampoco se encuentra bien del todo.
Es el rey de Kandala, así que sin duda alguna recibe más
dosis de las necesarias. No lo entiendo.

Cuando me acuesto en la cama, creo que no me


quedaré dormida, pero supongo que sí, porque un ruido
me despierta. La oscuridad se ha adueñado de mi
habitación y el fuego ha quedado reducido a unas
brasas.

Una mano se coloca sobre mis labios.

Tomo aire para ponerme a chillar, pero en ese


momento oigo la voz de Quint.

—Tenemos menos de un minuto para que vayas a los


aposentos de Corrick. No hay tiempo para preguntas.
¿Te ves capaz de correr?

Mis pensamientos dan mil vueltas, pero asiento contra


su mano.

Me suelta. La puerta está abierta y no hay ningún


guardia. Echo a correr.

Curiosamente, el pasillo está vacío, y lo atravieso a


toda prisa como si fuera un fantasma. Este maldito
palacio es demasiado grande, porque la habitación de
Corrick parece estar a un kilómetro de aquí, y mis pies
descalzos resbalan sobre la alfombra de terciopelo.

En ese momento, oigo una voz de hombre.

—Intendente Quint, no creo que me falte nada.

La puerta de Corrick se abre de pronto y me choco con


él.

Me agarra por los hombros y me sujeta con rmeza.

—Silencio.

Estoy sin aliento.

—Pero…
—Silencio, te digo. —Me empuja hacia su cuarto y
asoma la cabeza por el pasillo—. ¡Guardias! ¿Qué
ocurre?

Mi corazón no deja de martillear. Espero que los


guardias sepan qué pasa, porque yo no tengo ni idea.

—El intendente Quint creía haber visto una actividad


sospechosa en la calle —responde una voz masculina.

—Anoche atacaron el sector. Ninguna puerta debería


permanecer sin vigilancia —le espeta Corrick—.
Regresad a vuestros puestos de inmediato.

—Sí, alteza.

Deja que la puerta se cierre sola y se gira hacia mí.

Todavía me falta el aire. Está vestido con ropas


elegantes, de terciopelo y de cuero y de brocado, lo cual
es una lástima después de haberlo visto sin camisa. Sus
ojos son tan fríos y duros como la noche en que me colé
en el palacio, y me entran ganas de retroceder.

Es obvio que no está preparado para hacer el papel de


Wes.

Trago saliva y procuro calmar los latidos de mi


corazón.

—¿Qué pasa?

—Quint te ha sacado de tu habitación. Será


complicadísimo que vuelvas a entrar, porque los
guardias no caerán en la trampa dos veces, pero ya nos
preocuparemos luego de eso.
—¿Qué vamos a hacer?

Agarra dos zurrones de piel que aguardaban junto a la


chimenea. Me lanza uno y lo atrapo cuando me golpea el
pecho. Acto seguido, sin pronunciar palabra, se dirige a
la ventana, pasa una pierna por encima del alféizar y
desaparece en la oscuridad.

Todo el aire abandona mis pulmones de una sentada.


Me cuelgo el zurrón en un hombro y saco la cabeza por
la ventana. Hay una cuerda gruesa y pesada atada a la
tubería que pasa por debajo de la cornisa, una cuerda
que cruje bajo el peso de Corrick.

Una vez más, me ha subido el corazón a la garganta.

Ha sido idea mía, pero me da muchísimo miedo.

—¿Recuerdas cómo bajar por una cuerda? —medio


grita medio susurra.

—¿Crees que lo olvidaría en dos días?

Me sonríe y, en ese momento, Corrick el Cruel ha


desaparecido y es Wes quien ocupa su lugar.

—Pues baja rápido. Tenemos una ronda que hacer.

El aire nocturno es frío, con un poco de viento que


zarandea mis mechones de pelo y me los coloca sobre los
ojos. El cielo oscuro está cubierto de espesas nubes, solo
de un gris más claro a lo lejos para revelar la ubicación
de la luna. La lluvia es una promesa lejana que quizá no
se cumpla. A cierta distancia del palacio, las llamas
restallan contra el cielo y se me para el corazón al pensar
en los ataques, pero entonces recuerdo el arco de
antorchas que divisamos durante el trayecto en carruaje.
El Arco del Martillo de Piedra, la declaración de amor
que hizo su tataraalgo.

«Espero que te cayeras muchas veces».

«Ni una sola».

Estoy descalza y con los pies cubiertos de rocío cuando


me adentro en la negrura para seguirlo. No sé quién es
esta noche ni qué personalidad va a mostrar cuando
decida informarme de lo que piensa hacer. Se mueve con
tanto sigilo que yo tampoco me atrevo a hacer un solo
ruido. No tengo ni idea de qué guardias patrullan por
aquí ni a quién encontraremos.

Solo espero que no pretenda que represente el papel de


forajida en camisón. Aunque él tampoco va vestido
como Wes. En los zurrones debe de haber ropa.

Cuanto más nos alejamos, más oscura se vuelve la


noche. La hierba y la tierra chapotean entre los dedos de
mis pies y convierten a Corrick en una sombra, mientras
que yo soy un fantasma con mi camisón verde claro.
Hace rato que mi pulso acelerado ha recuperado un
ritmo normal. Poco a poco, las luces del palacio son más
pequeñas y las antorchas del arco arden más cerca,
arrojando chispas al estanque.

—Ya está —dice deteniéndose al n. Hemos guardado


silencio durante tanto rato que su voz resuena fuerte en
mis oídos. Se gira para mirarme y percibo tensión en sus
ojos.

—¿Ya está el qué? —susurro.

—No es necesario que susurres. No hay guardias en la


pared trasera del palacio porque vigilan la muralla que
lo rodea. Pero quería que nos aproximáramos al arco en
caso de que alguien estuviera mirando por la ventana.

—¿Quieres… que nos vean?

—Lo contrario, de hecho. —Se desabotona la chaqueta


y se saca las mangas—. ¿No te has dado cuenta todavía
de que, cuando miras a una luz, la oscuridad que la
envuelve parece más intensa?

—No, nunca he… —El aire escapa de mis pulmones de


golpe. Acaba de quitarse la camisa por encima de la
cabeza.

—Quizá deberías concentrarte en cambiarte de ropa.


—Los ojos de Corrick se dirigen hacia el cielo.

Me concentro en las sombras y en las líneas de su


pecho en la penumbra.

—Cla-claro.

Me lanza la camisa a la cara y suelto una risita


mientras me agacho para abrir mi zurrón. Hay una
sencilla falda de un color oscuro, además de calcetines
gruesos, botas toscas y una camisola gris. Me llevo una
buena sorpresa al ver que es la ropa con la que me
detuvieron. Recién lavada, obviamente, porque huele a
rosas y a rayos de sol.
Levanto la vista y veo que Corrick me está mirando. Se
ha puesto una camisa negra, pero eso es todo. Soy
incapaz de descifrar su expresión en la oscuridad.

—¿Qué pasa? —Me yergo.

—Te has reído. No sabía si volverías a reír algún día.

Me ruborizo y aparto la mirada, contenta por que no


pueda verme la cara.

—Bueno.

No sé qué otra cosa decir.

Bueno, es que ahora mismo no parezco una prisionera.


Bueno, es que había olvidado que Weston Lark era una
ilusión.
Bueno.
Me he quedado callada y él también y el aire está
cargado con… con algo. Me estremezco y sacudo la
falda.

—Gírate —le digo.

—¿Por qué? —me pregunta a la ligera.

Será canalla. Le lanzo la camisa.

—Ya sabes por qué.

Me dedica una sonrisa lobuna, pero da media vuelta.


Me visto con muchísimo cuidado de todos modos y me
pongo la falda debajo del camisón antes de quitármelo
por el cuello de la camisola. La ropa del palacio es lo más
bonito que he vestido nunca, pero me reconforta volver a
ser la vieja Tessa. Utilizo el camisón para secarme los
pies y le doy la espalda a Corrick a la pata coja para
ponerme los calcetines y atarme las botas. La tela cruje
cuando él termina de cambiarse detrás de mí. Mantengo
la vista al frente, hacia las titilantes antorchas del arco,
contemplando cómo las ascuas se precipitan formando
diminutas chispas que desafían a la noche antes de
apagarse en el agua que hay debajo.

—¿Preparada? —dice.

Me giro. Vuelvo a quedarme sin aliento.

No está desnudo. No es el justicia del rey. Es… Wes.

Hace días que lo sé y en un momento dado me lo


demostró, pero… es como ver a un fantasma. Su
máscara, su sombrero, su ropa. Es Wes. Es Wes.

Es demasiado. No lo puedo evitar. Me abalanzo sobre


él y lo rodeo con los brazos. Con la respiración
entrecortada, intento evitar que se derramen las
lágrimas. No lo consigo.

Me agarra y, al principio, creo que me va a enderezar o


a soltar un absurdo comentario acerca de que debería
dejar de llorar sobre su hombro, pero no.

No dice nada. Se limita a estrecharme, mis brazos


apretándole la espalda.

Al cabo de unos instantes mi respiración se acompasa,


pero no levanto la cabeza. Es un hombre cálido y seguro
de sí mismo y de carne y hueso, y su aliento susurra
contra mi pelo.
—Perdóname —murmura con voz áspera. Vuelvo a
cerrar los ojos. Su pulgar me recorre la mejilla—. Por
favor, Tessa. Perdóname.

Respiro hondo, pero son demasiadas sensaciones.


¿Demasiadas? No lo sé.

Rememoro el instante en que incendiaron el presidio,


en que estuvo a punto de besarme y lo detuve.

No es Wes, no del todo.

Aunque tampoco estoy preparada para dejarlo ir.

Al nal, recuerdo que tenemos cosas que hacer y vidas


que salvar. Me echo hacia atrás y miro hacia los ojos que
conozco tan bien.

—No podemos quedarnos aquí.

Asiente, pero su mirada no se separa de la mía.

Parpadeo para expulsar las últimas lágrimas.

—¿Tienes…? —Debo carraspear para hablar—. ¿Tienes


una máscara para mí?

—Sí. —Saca una del zurrón, además de un gorro.

Me lo coloco todo y trago el nudo que se me ha


formado en la garganta.

Ahora me está observando como lo he observado yo


antes, y me veo obligada a apartar la mirada y a atar
bien mi zurrón.

—¿Dónde…, mmm, dónde los dejaremos?

—Hay un baúl al otro lado de la puerta. ¿Te acuerdas


de que en el carruaje te dije cómo escapar? Es por donde
salgo.

Asiento y resoplo y me pongo el zurrón en el hombro


antes de emprender la marcha a su lado. Sigilosos,
avanzamos sobre la hierba.

La oscuridad y el silencio empiezan a resultar


demasiado pesados, así que le digo:

—¿Y si alguien va a tu habitación?

—Quint se quedará en mis aposentos y de tanto en


tanto pedirá comida y vino hasta que regresemos, para
que dé la impresión de que estoy concentrado en los
informes. Mi hermano se retira pronto, así que
seguramente ya estará dormido.

—¿Y si alguien insiste en hablar contigo?

—La única persona que de verdad puede exigir mi


presencia es Harristan, y no suele ocurrir. —En su voz
hay un matiz que deja clara la despreocupación con la
que contesta—. De todas formas, Quint cuenta con un
arsenal de respuestas. Me han llamado del presidio, me
han pedido repasar una petición de fondos antes de
entregársela al rey, me han pedido que medie en algo
para lo que no es necesario mediar… —Se encoge de
hombros.

—¿Cómo es que Quint te cubre las espaldas? —Lo


miro a los ojos.

—Al principio, creo que fue porque convencí a


Harristan de que le diera el puesto. Es joven para ser el
intendente del palacio, y ya habrás advertido que mi
hermano no soporta a la gente tonta. Pero Quint es más
listo de lo que aparenta, y me sorprendió pillándome al
volver al palacio a hurtadillas. No sé qué creía él que
había hecho, y en primera instancia los dos recelamos,
pero poco a poco empecé a tomarlo como mi con dente.
—Hace una pausa—. Es un buen amigo.

La intensidad ha vuelto a su voz.

—Ha pasado algo —murmuro.

—No. —Me contempla antes de soltar una carcajada


para burlarse de sí mismo—. Bueno, ya sabes lo que ha
pasado.

—Cuéntamelo.

Calla durante tanto rato que empiezo a pensar que no


va a contestar, pero cuando al n toma la palabra es para
decir:

—Mira. La puerta.

Es justo como me la describió, y más pequeña de lo


que me esperaba: mide un metro de alto y conduce a lo
que parece un túnel oscuro. Hay un tablón de madera
medio podrido y descompuesto, pero cuando Wes
(Corrick, debo recordarme, avergonzada) lo aparta, el
interior está seco y limpio.

El túnel está oscuro y nuestra respiración retumba en


las paredes, y me alegro de que esté conmigo, porque
este espacio tan estrecho me resultaría aterrador a solas.
Algo se escabulle junto a mi bota y suelto un grito, pero
Corrick me agarra la mano para tranquilizarme, y sigo
avanzando.

—Antes era un túnel de espías —susurra, aunque su


voz suena fuerte igualmente—. Hace cien años, había
muchos por todo el Sector Real. Algunos se han
derrumbado, pero quedan unos cuantos, como este, que
han sido útiles para los príncipes que se transforman en
forajidos. —Hace una pausa—. Harristan y yo los
atravesábamos a menudo.

—¿Él también ha sido un forajido? —pregunto,


anonadada.

—No. Cuando éramos pequeños. —Otra pausa—.


Harristan enfermaba a menudo y nuestros padres lo
sobreprotegían. Nunca le permitían hacer nada. Lo
volvían loco. Me convenció de que huyéramos juntos a
la Selva. Tardaba el doble que yo en escalar las murallas
del sector, pero fue él quien me enseñó a hacerlo.

Visualizo al rey y al príncipe de niños, gateando por


este túnel, susurrando nerviosos, retándose
mutuamente, desa ando las órdenes y las reglas como
hace Corrick ahora. Me cuesta imaginar a Harristan
como un joven enfermizo, pero recuerdo sus ataques de
tos y mi cerebro de boticaria se pregunta si tendrá
alguna enfermedad persistente que se asemeje a las
ebres.

En la voz de Corrick detecto el mismo matiz de antes,


pero por primera vez soy capaz de identi carlo. Anhelo.
Pérdida. Tristeza. Arrepentimiento.
—Ha pasado algo con el rey Harristan —susurro.

—Cree que estoy colaborando con los contrabandistas


—responde como si tal cosa.

—Un momento. —Ojalá pudiera verle los ojos, pero la


oscuridad del túnel es absoluta y su expresión es un
misterio—. ¿Qué?

—Ya me has oído. —Corrick suelta un largo suspiro—.


Se acusa a gente desde que nos enteramos de la
existencia de los benefactores, pero nunca esperé que
alguien sospechara de mí. Allisander cree que tú
también formas parte de la trama. Por eso no he podido
ir a verte hoy. Harristan me ha acusado esta mañana. Sus
guardias le informan de todos mis movimientos. Intentó
que Quint se fuera de la lengua.

—Pero… —De repente, noto una presión en el pecho


—. Pero ¡no es verdad! Tú no… no…

Me interrumpo. Tal vez no sea la clase de


contrabandista que Harristan imagina, pero Corrick
tampoco es completamente inocente.

—Tessa. Ya lo sé.

Avanzamos un rato en silencio. Nuestros pies se


arrastran por las paredes del túnel hasta que al nal
salimos al bosque. Ha empezado a lloviznar y no
reconozco dónde estamos, pero seguro que no es cerca
del taller. Corrick no habría sido tan imprudente. No
habría podido guardar el secreto tanto tiempo.

Sigo con un nudo en el pecho. Su hermano lo ha


acusado. El rey lo ha acusado.

Y, aun así, aquí está él.

—No he conseguido demasiados pétalos —dice—


porque no podía arriesgarme a que alguien informara a
Harristan de mi petición. Pero Quint ha logrado los
su cientes para hacer una ronda de dosis.

—Estás… —Me muerdo el labio—. Estás cometiendo


alta traición.

—Siempre ha sido así, Tessa.

Pienso en todas las veces en que despotricamos del rey,


del príncipe cruel, del modo en que ejecutaban a la gente
por hacer lo que hacemos nosotros. Trago saliva.

—Estás arriesgando la vida —susurro.

—Sí. Tú también. —Me sostiene la mirada—. Hagamos


que merezca la pena.
CAPÍTULO VEINTINUEVE

Corrick
C uando éramos pequeños, Harristan y yo nos
escapábamos por el túnel y dejábamos atrás
nuestra vida real como si mudáramos de piel. Él quizá
fuera más lento que yo corriendo y trepando, pero
siempre tuvo un don para la gente. Los comerciantes a
veces veían a un muchacho con demasiadas monedas en
su haber e intentaban tomarle el pelo, pero mi hermano
nunca se dejaba engañar. A menudo decía que crecer
siendo un niño mimado, protegido y envuelto en mantas
le había dado mucho tiempo para estudiar a la gente. Es
un auténtico milagro que yo haya sido capaz de
esconderle a Weston Lark durante tanto tiempo.

No. No fue un milagro. Fue con anza. Harristan confía


en mí.

Bueno, con aba.

No sé si algún día podré borrar de mi memoria la


expresión de su cara al preguntarme si estaba
colaborando con los contrabandistas. Es un momento
grabado a fuego en mi mente, igual que cuando oí los
pasos de una bota en el presidio y albergué la esperanza
de que apareciera él entre el humo neblinoso.

Tessa me mira y siento la intensidad de sus ojos. Antes


siempre me resultaba fácil olvidar todo lo que me
esperaba en el palacio y perderme en el personaje de
Weston Lark.

Hoy, no. Tessa sabe demasiadas cosas, y todo está en


juego.

Supongo que para ella siempre lo ha estado.

—Si descubrimos quién está detrás de los ataques —


dice lentamente—, ¿qué le harás?

—Depende.

Me lanza una mirada y yo me encojo de hombros.

—Es que depende. —Bajo la vista para jarla en sus


ojos—. No puedo dejar que sigan sucediendo. Lo sabes.

—Sí. Lo sé. —Pero traga saliva, y sé que es una


cuestión que le preocupa.

—Aunque detengamos los ataques, eso no va a curar


las ebres —digo—. Pero ahora mismo Allisander tiene
el derecho, y la excusa, de restringir el acceso a las ores
de luna. No puedo hacer nada si se encierra en su sector.
Si le demuestro que sus caravanas de provisiones están a
salvo y que yo no soy un rebelde, podré meditar con
Harristan para encontrar una manera más equitativa de
distribuir el elixir, sobre todo si tú consigues demostrar
que podemos hacer más con menos.

—Otra vez son demasiados «y si». —Suelta un largo


suspiro que la estremece un poco—. Y quizá no frenemos
la revolución.

—Tessa. —La miro jamente y pienso en las


preocupaciones que me ha trasladado Quint en mis
aposentos. Si ella se marcha, me será casi imposible dar
justi caciones, pero no pienso obligarla a hacerlo en
contra de su voluntad—. Tengo una bolsa con monedas.
Si quieres irte…

—No. —Niega ligeramente con la cabeza—. Quiero


hacer lo correcto.

—Ya. —Observo hacia delante—. El problema es que


todos tenemos ideas diferentes acerca de qué es lo
correcto. —Suspiro—. Mi hermano incluido. Por no
hablar de Allisander.

—Hay veces en que algo es lo correcto y punto —


enfatiza—. No es justo que la gente muera si podemos
ayudarla. No es justo que Allisander tenga tanto control
por el mero hecho de contar con tierras y con dinero. No
es justo que de ti se espere que…

—A Allisander lo mueve el dinero, así que


seguramente lo ve muy justo.

—No me re ero a lo que espera de ti el cónsul Sallister.


Me re ero a lo que espera de ti el rey.

Sus palabras son un jarro de agua fría, y no sé cómo


contestar.

—No es una cuestión de expectativas, Tessa. —Sin


quererlo, mi voz se vuelve áspera—. Es una cuestión de
necesidades.

—Cuando estábamos en el carruaje, me dijiste que no


podías abandonar a tu hermano. —Hace una pausa—.
¿Crees que es una persona débil?
Pienso en cómo Harristan lee todas las súplicas, en
cómo parecen pesarle las muertes de nuestro pueblo. En
cómo casi nunca desea oír los detalles de cuanto hago
para mantener la ilusión del control.

Pienso en cómo se agachó para protegerme cuando


asesinaron a nuestros padres.

O en cómo, al cabo de poco, aceptó su papel de rey.

—Jamás diría que es una persona débil —a rmo.

Tessa guarda silencio durante unos instantes, hasta


que toma la palabra.

—¿Crees que, si ya no fueras el justicia del rey, tu


hermano sería capaz de retener el poder? —pregunta con
mucho tacto.

Tampoco sé qué responder a eso.

Supongo que es su ciente respuesta.

—Cuando murieron mis padres, no sabía cómo iba a


sobrevivir —dice Tessa mirando hacia delante—. A
duras penas me acordaba de comer. A veces creo que
quedar contigo para… para esto… era lo único que me
obligaba a salir de la cama. —Hace una pausa—. No
quiero imaginarme tener que gobernar un país.

—A los cónsules les preocupaba que Harristan fuera


demasiado joven. Intentaron rmar un documento para
mandar en su lugar, pero no los amparaba ninguna ley, y
tenía diecinueve años. Y después de que se descubriera
que el cónsul Barnard estaba detrás de la trama que
mató a nuestros padres, no nos ábamos de ninguno de
ellos. En todas las reuniones, en todas las interacciones,
buscaban debilidad. Esperaban a que fracasáramos.
Estábamos solos. —Se me forma un nudo en la garganta;
ojalá esta conversación no invocara recuerdos que
procuro mantener enterrados—. Nos teníamos
solamente el uno al otro.

—¿Barnard no trabajaba con ninguno de los demás?

—No llegamos a recabar pruebas. —Me encojo de


hombros—. Y entonces las ebres empezaron a
extenderse con mayor rapidez y… En n, ya sabes cómo
han afectado a Kandala.

—La mañana en que me reuní con Harristan, me dijo


que es fácil amar a tu rey cuando todo el mundo está
sano y con la barriga llena, pero que es un poco más
difícil cuando no lo está. —Suspira—. Y sé qué haría el
cónsul Sallister si estuviera al mando. Hablaba de los
prisioneros como… como si no fueran ni seres humanos.

—Su padre no era mejor que él. Lissa Marpetta es


avariciosa, pero nunca ha sido como Allisander. Sin
embargo, está encantada de seguirlo para así mantener
el control. Es una especie de socia silenciosa.

—Es todo tan… frío.

—Ya lo sé.

—Me has dicho que Harristan y tú solíais escabulliros


cuando erais pequeños, pero en esa época nadie estaba
enfermo. —Levanta la vista hacia mí—. ¿Por qué
empezaste a repartir medicinas entre la gente de la
Selva?

—No empecé con las medicinas. —La contemplo en la


oscuridad y me jo en las sombras que recorren sus
rasgos—. Eso fue después.

—¿Cómo empezaste, pues?

Me encojo levemente de hombros, pero es un gesto


más bien dedicado a ocultar mi propia incomodidad.
Ninguno de esos recuerdos es agradable. Los más
antiguos son los más dolorosos, como el día en que
mataron a mis padres.

—Cuando Harristan me nombró justicia del rey, yo


tenía quince años —digo en voz baja—. Sabía en qué
consistía el papel, claro, pero al principio la gente no
enfermaba demasiado. Nadie robaba pétalos de or de
luna. Nunca me vi obligado a hacer nada que fuera
horrible. Creía que podría esquivar las crueldades si me
ponía creativo, por ejemplo sentenciando a alguien a
tallar mil ladrillos de la ladera de una montaña. Nunca
tuve que ordenar una ejecución. Nunca quise ordenar
una ejecución. —Me río de mi ingenuidad—. Recuerdo
haber pensado que, si teníamos suerte, nadie haría nada
que estuviera verdaderamente mal.

Caminamos unos instantes en silencio. Tessa es


paciente y espera a que le cuente el resto de mi historia.

Pero sabe dónde acabé. Quizá por eso me cuesta


todavía más relatárselo.

—Más y más gente empezó a enfermar —prosigo— y


se descubrió que la or de luna curaba la enfermedad.
De repente, se convirtió en un lujo. —Suelto un largo
suspiro al recordar las peleas que se desataban en las
calles al oír rumores de la ubicación de unos cuantos
pétalos—. El país entero se estaba desmoronando. Se
asaltaban casas, se distribuían falsos remedios, se
robaban ores de luna. Los cónsules nos informaban a
diario de la violencia que campaba por sus sectores, ya
que la gente se enfrentaba para acceder a un remedio. —
Sacudo la cabeza al recordar que en una de las cartas que
recibimos había una mancha de sangre cuando consiguió
llegar hasta el palacio—. Fue… horrible.

—Me acuerdo —susurra.

Por supuesto que se acuerda. Estaba en el ajo.

—Harristan tuvo que actuar.

—Es decir, tú tuviste que actuar.

Asiento. Quiero dejarlo aquí, pero todavía no he


respondido a su pregunta.

—El primero… —Vacilo—. El primero… fue un


hombre que había matado a una niña. Se llamaba Jarrod
Kannoly. —No recuerdo los nombres de todos, pero ese
estará para siempre esculpido en mi memoria—. Dijo
que no había sido su intención, que fue un accidente,
pero… —Me encojo de hombros y me paso una mano
por la nuca—. Todo el mundo dice que no era su
intención. Pero una mujer había comprado su cientes
ores de luna para su familia, y el hombre se enteró.
Agarró a la pequeña y dijo que le rebanaría el cuello
como la mujer no le diera la mitad.

—¿Y lo hizo? —Tessa me mira jamente.

Asiento.

—Ocurrió en el Sector Real, así que lo llevaron al


presidio de inmediato. Estaba cubierto de sangre.

Aún recuerdo el tono de Harristan cuando se enteró de


lo sucedido. «Cory. Tenemos que hacer algo. Los
cónsules exigen que tomemos cartas en el asunto.
Debemos ponerle n».

«Tenemos que hacer algo».

O sea, yo tenía que hacer algo.

—Fue espantoso —susurro. Desde entonces ha habido


muchos casos, pero el recuerdo del primero siempre es el
más duro. Quizá porque fue el primero. Quizá por lo que
había hecho. Quizá por saber con seguridad que,
independientemente de lo que le hiciera yo a él, aquella
mujer jamás recuperaría a su hija.

Expulso las emociones de mi cuerpo.

—Esa noche me escapé del palacio —digo—. Una


parte de mí quería echar a correr, perderme en la Selva.
Pero no podía abandonar a Harristan. Ya lo sabes.

—Sí.

—Me llené los bolsillos de monedas y comencé a


dejarlas donde me pareció que serían de gran ayuda. En
las ventanas de las casas, en las puertas, en los bolsillos
de las ropas puestas a secar al sol. Todas las monedas
que me cabían. —Hago una pausa—. Nunca eran
su cientes. Y vi cómo las élites compraban demasiadas
medicinas, muchas más de las que necesitaban.

Me mira a los ojos. Yo también a ella.

Tomo una buena bocanada de aire.

—Y entonces hubo una noche en que vi a un hombre y


a su mujer robando medicinas, y al principio me cabreé
mucho. —Aprieto la mandíbula—. Creía que eran otros
contrabandistas. No sabía qué iba a hacer, pero los seguí
fuera del sector. Y entonces… se reunieron con una chica,
una chica de mi edad…

Tessa se queda sin aliento.

—Estás hablando de mí. De mis padres.

—Sí —asiento—. Vi lo que hacíais. Até cabos. —Me


detengo—. Yo quería ayudar. No sabía cómo ayudar.

Sigue mirándome a los ojos; ojalá pudiera ver aquella


noche a través de los suyos. Me mantuve a cierta
distancia, siempre muy atento para no toparme con la
patrulla nocturna, porque era consciente de que mis
acciones hundirían a Harristan. Recuerdo cómo
arrastraron al padre de Tessa, cómo se resistió él. Cómo
se resistió su madre. Las echas se dispararon antes
siquiera de que pudiera llegar hasta ellos. Recuerdo que
retuve a Tessa, le puse una mano sobre la boca, y nos
escondimos detrás de una arboleda. Se revolvía contra
mí y sus lágrimas me mojaban la mano.

—Hice lo que pude —le digo ahora, y casi se me


quiebra la voz. Debo tomar aire, tembloroso—. Hago lo
que puedo. Y día tras día lamento que no sea su ciente.

La luz de la luna brilla en sus ojos, pero no consigo


descifrar su expresión. Nos quedamos en silencio,
respirando el mismo aire.

Una ramita cruje y unas voces se alzan entre los


árboles.

Suelto una maldición, le agarro la mano y la aparto del


camino.

—Escucha.

Varias botas pisotean el sendero. Son hombres que


hablan con voz grave. No sé si se trata de la patrulla
nocturna, pero estamos en las boscosas profundidades
de la Selva, así que es poco probable, aunque no
imposible, puesto que hemos duplicado el número de
guardias. Contengo la respiración al oír que se acercan.

Y en ese momento los reconozco. Dorry Contrel y


Timm Ballenger. Dos hombres de mediana edad que
trabajan en las forjas de Ciudad Acero. Están casados y
entre los dos suman media docena de hijos. Son
trabajadores que gruñen y se quejan del rey y de su
hermano, pero que lo que más les preocupa es alimentar
a sus familias y mantener a sus esposas e hijos sanos.
Tessa y yo les hemos facilitado las medicinas en alguna
ocasión en que no pudieron comprar comida y hojas de
té con sus salarios mensuales.

Es extraño que estén aquí a estas horas de la noche.


Me acuerdo de Jarvis, el hombre que vi en una celda
cuando visité la cárcel con Allisander. También me
sorprendió que lo atraparan junto con los
contrabandistas.

Procuro escuchar, pero no consigo captar casi nada de


lo que están diciendo, y las palabras que me llegan no
resultan incriminatorias. Pasan por delante de nosotros,
sin embargo, rumbo a sus casas.

En cuanto empiezan a alejarse, Tessa me mira en la


oscuridad. El relato que le he confesado pesa entre
nosotros.

—¿Por qué no están en sus casas a estas horas? —se


limita a susurrar.

Niego con la cabeza.

—A ver si podemos averiguarlo.

No seguimos a los hombres hasta sus hogares. Si han


salido para hacer algo inapropiado, no quiero asustarlos.
Decidimos empezar por el norte del pueblo. La primera
casa es minúscula, apenas más grande que nuestro taller.
El tejado tiene goteras cuando llueve, pero Alfred y Tris,
el hombre y la mujer que viven allí, casi han cumplido
los ochenta años y son incapaces de trepar para
repararlo. Hace meses, les llevé un pedazo de lona junto
a la medicina y, al día siguiente, algunos aldeanos la
habían clavado en los puntos más maltrechos del tejado.
Tris me pagó con huevos frescos, que Tessa aceptó e
hirvió para que la mañana siguiente los desayunáramos
en el taller.

Hace semanas que no piso el pueblo, pero me da la


impresión de que han transcurrido años. Noto un nudo
en el pecho.

—Yo me quedo vigilando —murmura Tessa conforme


nos aproximamos a la casa. Sus ojos están
ensombrecidos detrás de la máscara, sus labios forman
una pálida curva en la negrura. Debe de haberse jado
en mi expresión, porque la veo fruncir el ceño—. ¿Qué
pasa?

Demasiadas cosas.

—Nada. —Niego ligeramente con la cabeza.

Me aprieta la mano y se adentra en las sombras. Llamo


a la puerta con suavidad, tres golpes breves seguidos de
dos más fuertes. Pasan unos instantes, pero al nal la
puerta se abre.

Es Tris. Parece haber envejecido diez años. Tiene


menos pelo y las mejillas más hundidas.

Su rostro se transforma en una radiante sonrisa cuando


me reconoce. La alegría y el alivio de sus ojos revolotean
a su alrededor y a mí me destrozan por dentro.

—Weston —susurra—. Hemos estado muy


preocupados. —Da un paso adelante con los brazos
abiertos. Nadie reacciona así a mi presencia en el Sector
Real. Al poco, me rodea con los brazos, y es como si me
abrazara un fantasma.
—Tris —murmuro—. ¿Has comido?

—De vez en cuando. —No me suelta—. Sin Alfred


para recordármelo, a veces me olvido.

Me quedo petri cado. Sabía que nuestra desaparición


tendría graves consecuencias, pero no esperaba que una
de ellas me golpeara en la primera casa que visitáramos.

—Alfred se ha ido.

La anciana se aparta al n y asiente. Se le anegan los


ojos.

—Vamos —digo señalando hacia la habitación. Barro


la estancia con la mirada y me pregunto si habrá algo
que pueda darle de comer—. Siéntate.

Entra en la casa cojeando y frotándose los ojos. Se deja


caer sobre una mecedora que hay junto a la cama.

Veo un cuscurro de pan sobre la mesa y se lo llevo, y


acto seguido pongo el caldero en el fuego.

—Lo siento —murmuro. No me parece su ciente


disculpa.

Nunca es su ciente disculpa, pero esta noche es aún


peor.

—Ha pasado una semana —dice, y una lágrima le


recorre la mejilla—. No quería que se fuera.

Me arrodillo delante de ella y saco una manzana del


zurrón. Le pongo la fruta en las manos. En la Selva, la
gente tiende a ayudarse mutuamente, así que seguro que
no se ha muerto de hambre, si bien la despensa de la
cocina está vacía.

—Intentaré traerte más comida la próxima vez que


venga.

Me he metido de nuevo en mi papel de Weston Lark,


como si no hubiera pasado el tiempo, así que pronuncio
esas palabras de forma automática.

Qué idiota soy. Puede que no haya una próxima vez.

—Siempre has sido muy amable. —Me aprieta la


mano. Se seca una lágrima con el dorso de la mano—. A
Alfred le dará pena no haberte visto. Yo pensaba que te
habrían capturado, pero él siempre dice que tienes la
cabeza bien amueblada. ¿La joven Tessa está contigo?

Un momento.

—¿Cómo?

—¿Tessa? Siempre he pensado que sería una buena


compañía para ti. No la habrá detenido la patrulla
nocturna, ¿verdad? —Se retuerce las manos.

—No, yo… Tessa está bien. Pero ¿has dicho que a


Alfred…? —Me interrumpo. Debo de haberla oído mal.

—Le dará pena no haberte visto —asiente Tris—. Me


preocupé mucho cuando me enteré de las detenciones de
ayer durante las incursiones, pero Lochlan ha dicho que
en el pueblo no falta nadie, y que Alfred no correría gran
peligro.

—¿Alfred no ha muerto? —La miro jamente.

—¿Qué? —Parpadea—. Ay, ¡espero que no! —Vuelve a


retorcerse las manos—. ¿No te has enterado?

No sé si está confundida o si estamos hablando de


temas diferentes.

—Tris —digo con la mayor suavidad posible—.


¿Alfred ha muerto por la ebre?

—No, por Dios, no. Cuando accedimos a ayudar con


las incursiones, Lochlan dijo que los benefactores nos
darían su cientes medicinas para sobrevivir, y estaba en
lo cierto. Es verdad que siempre nos falta un poco de
comida, pero por ahora vamos tirando. Fue una
bendición después de que Tessa y tú dejarais de venir.
Mira. —Me entrega una bolsita.

Lochlan. Ese nombre se enciende en mi memoria, pero


no consigo ubicarlo. Acepto el saquito y desato el nudo
que lo cierra. En el fondo de la bolsa veo pétalos secos de
color gris y blanco.

—Llévatelos —dice Tris—. Yo tengo un montón,


gracias a Alfred.

—Wes. —Tessa silba desde la puerta—. La patrulla


nocturna.

—Vuelve a la cama —le indico a Tris. Me guardo la


bolsa de pétalos en el bolsillo—. Regresaré en cuanto
pueda.

Salgo por la puerta y me adentro en las sombras con


Tessa antes de respirar hondo. Mis pensamientos dan
vueltas por lo que me ha dicho Tris, pero no logro
encajar las piezas.
La patrulla nocturna avanza entre los árboles a poca
distancia de nosotros, y nos agachamos en la oscuridad,
recostados en la pared trasera de la casa junto a la
chimenea. Siempre nos apiñamos al ocultarnos, pero esta
noche soy muy consciente de la respiración de Tessa, del
aroma de su piel, del modo en que su hombro roza el
mío.

Debería apartarme. Debería endurecer la mirada y


apagar las revueltas emociones que me inundan el
pecho. Debería haberla dejado en el palacio y hacer esto
solo.

No me lo creo ni yo. No me imagino haciéndolo sin


ella a mi lado.

No me atrevo a hablar. Ojalá pudiera confesarle lo que


pienso.

Perdóname.
Por favor, Tessa.
Lo daría todo por tu perdón.
—¡Ahí! —exclama un hombre, y doy un brinco y
protejo a Tessa con la espalda apoyada en la pared de la
casa.

Pero no nos han descubierto. Tres guardias apuntan


con las ballestas hacia un muchacho con un zurrón a
poca distancia de aquí. No debe de tener más de trece o
catorce años, y de pronto veo que lo conozco. Se llama
Forrest y vive con sus padres en las afueras del pueblo.
Tiene los ojos como platos y las mejillas pálidas bajo la
luz de la luna. Está donde termina una hilera de árboles,
y supongo que se habrá topado con los guardias de
frente.

Recuerdo a la señora Kendall llorando por Gillis, y me


pregunto si en breve otra madre llorará la pérdida de su
hijo y terminará muerta en la oscuridad al gritarle a la
patrulla nocturna.

Uno de los guardias agarra la bolsa de Forrest y la abre


sin miramientos.

—Eres un pelín joven para ser un contrabandista, ¿no


te parece, niño?

Detrás de mí, a Tessa se le entrecorta la respiración y


sus dedos aprietan los míos con mucha fuerza.

Nunca me he entrometido con la patrulla nocturna


siendo Wes. El peligro siempre ha sido demasiado alto.
Tessa y yo nos escondemos y hacemos lo que podemos.

Esta noche, los riesgos me parecen distintos.

Forrest traga saliva y tartamudea.

—Yo no soy… Yo no soy… Yo no soy…

—Sabemos lo que eres. —Un guardia levanta la


ballesta. Otro agarra al chico por el brazo.

Tessa jadea. Forrest chilla.

—¡No! ¡Papá! ¡Ayúdame!

Salgo de nuestro escondrijo.

—¡Quietos! —grito—. ¡Quietos!


Uno de los guardias mira en mi dirección, pero el otro
no vacila. Aprieta el gatillo de la ballesta. Doy un salto
hacia el muchacho.

Forrest cae al suelo cuando lo derribo, y durante unos


instantes me preocupa haber llegado demasiado tarde y
haber placado un cadáver. Pero me arde el brazo y
Forrest grita al aterrizar sobre unos matojos.

Ignoro el dolor del brazo y me pongo en pie, pero veo


que hay una ballesta apuntándome al pecho.

—Estupendo —gruñe el guardia—. Me ganaré un


extra por haberos atrapado a los dos.

Y, en ese momento, aprieta el gatillo.


CAPÍTULO TREINTA

Tessa
T odo ocurre demasiado rápido. He agarrado una
piedra con la mano y he echado a correr hacia la
patrulla, pero mis pensamientos son una desordenada
maraña de pánico y terror. Después doy un buen brinco
y lanzo la piedra lo más fuerte posible. Oigo el
chasquido de la ballesta y luego el golpe seco de mi
piedra contra la cabeza del guardia. Cae al suelo.

Una sombra pasa por delante de mí y, de pronto,


Corrick se ha apoderado de la ballesta del hombre caído
y se dispone a cargar una echa.

No será lo bastante rápido. Hay tres guardias más, y


uno de ellos ya está apuntando, preparado para disparar.

—¡No! —chilla Forrest mientras se levanta y se


impulsa del suelo para abalanzarse sobre el guardia.

El hombre retrocede unos cuantos pasos, pero el chico


no es lo bastante grande para derribarlo. El guardia saca
un puñal.

—Mocoso mugriento…

Corrick le dispara en la cara.

El hombre se convulsiona y se desploma. Suelto un


grito y me quedo sin aliento.

Pero todavía hay otro, y ha logrado cargar el arma.


Corrick procura colocar otra echa, pero sus
movimientos son lentos y torpes. No le va a dar tiempo.

Extraigo la daga de la bota, el regalo que me dio el


príncipe durante el trayecto en carruaje. Sé cuáles son los
peores lugares donde asestar una puñalada y no me
preocupo por apuntar con precisión. Clavo el puñal en el
cuello del guardia. Se desploma.

El silencio es repentino y tenso.

Forrest jadea con rápidas y aterrorizadas respiraciones.

Puede que yo esté igual que él. Tengo los dedos


pegajosos por la sangre.

Corrick termina de cargar la ballesta y se introduce


otras dos echas en el cinturón.

—Forrest —lo llama, y para mi sorpresa su voz suena


muy baja después de lo que acaba de pasar.

Los jadeos del chico se han convertido en huecos


resoplidos, y se aprieta fuerte la barriga con las manos.

—Forrest —repite Corrick con tono frío y autoritario.


No debería sorprenderme, pero así es. Ahora sé por qué
Wes siempre experimentó tanta tranquilidad al
presenciar violencia. Le pone una mano en el hombro al
muchacho—. Debemos incinerar los cuerpos. ¿Está tu
padre en casa? Arráncales los uniformes y escóndelos. Si
alguien ve el humo, di que han muerto por la ebre…

—Yo lo ayudaré.

Una voz masculina se ha alzado detrás de nosotros, y


Corrick se gira con la ballesta levantada.
Un joven ha emergido de entre los árboles, pero al ver
la ballesta alza las manos. Lleva un abrigo con capucha,
así que en la oscuridad no veo demasiado bien sus
rasgos, pero tiene el brazo vendado y los dedos rígidos e
hinchados. No se le ve asustado. En todo caso,
resignado, como si estuviera acostumbrado a que lo
apuntaran con armas.

—Vamos —le dice a Forrest asintiendo hacia el pueblo


—. Ve a buscar a tu padre para que nos ayude a
arrastrarlos hasta la pira.

El chico se apresura a asentir y sale corriendo.

Corrick no se ha movido. Levantada, la ballesta le


ofrece una trayectoria mortífera.

—Soy Lochlan —se presenta el joven. Se encoge


ligeramente de hombros—. Puedes bajar la ballesta.
Aquí estamos todos en el mismo bando. —Entrecierra
los ojos—. ¿O acaso queríais robarle la bolsa al chico?

—No. —Corrick todavía no ha apartado la mirada, y


su voz suena muy grave y queda—. Tessa. ¿Estás bien?

No he dedicado ni unos instantes a pensar en mí


misma, y estoy paralizada por la tensión inesperada que
parece haberse instalado en este pequeño claro del
bosque.

—Yo… Sí.

—¿Tessa? —dice Lochlan, ahora ya relajado y


pensativo—. Entonces, ¿tú eres Wes?

—Ayuda a Forrest a librarse de los cuerpos —responde


Corrick—. Tenemos que hacer nuestra ronda.

Lochlan sigue con las manos en alto, pero se acerca y


observa jamente a Wes.

—He oído un montón de historias, pero se rumoreaba


que os habían matado.

—Vivitos y coleando —dice Corrick. No baja la


ballesta.

—Hay algo en ti… que me resulta familiar —comenta


Lochlan—. ¿Nos conocemos?

—No. —Corrick ladea la cabeza para señalar hacia el


bosque—. Tessa. Dirígete a nuestro escondite.

No entiendo qué ocurre, pero detecto la urgencia que


tiñe su voz. Sin embargo, no quiero irme desarmada. No
tengo ni idea de cómo se dispara una ballesta, así que
voy a por el puñal y lo saco. La daga sale del cuello del
guardia con un espantoso chapoteo.

—Qué puñal tan elegante. —Los ojos de Lochlan han


seguido mi gesto.

En sus palabras hay algo que me parece peligroso.

—Es robado —contesto con rapidez.

Con demasiada rapidez. Sus ojos se entornan aún más.

Recuerdo la advertencia que me trasladó el príncipe en


la estancia del palacio. «Eres demasiado transparente».

Lochlan da otro paso hacia nosotros. Su mirada se ha


desplazado hasta Corrick y lo contempla con suma
atención.
—Tessa —dice Corrick—. Vete. Ahora. Te seguiré.

No estoy segura de qué está sucediendo, pero no


quiero dejarlo solo. Mi corazón late con fuerza en mi
pecho.

Pero Lochlan se aproxima más y se aparta unos


mechones rubios de los ojos. La tensión del ambiente
desaparece.

—Idos —exclama—. Si no vais a robar la bolsa del


chico, no tengo ningún problema con vosotros. —
Observa los cuerpos y escupe a los guardias antes de
volver a mirar hacia Corrick—. Yo me ocupo de vuestro
desastre.

Corrick no se mueve.

Tiendo una mano hacia él y solo entonces me doy


cuenta de que una amplia parte de su camisa es más
oscura que el resto, y tiene la manga desgarrada. ¿Le han
alcanzado? No diviso ninguna echa. Pero ahora veo
que le tiemblan las manos y que su cara está más pálida
de lo que debería.

—Wes —le digo—. Wes, vámonos.

Durante unos segundos, no creo que vaya a seguirme.


Al nal, esquiva a Lochlan y dejamos que la oscuridad y
los árboles nos engullan.

Corrick se muestra muy tenso y quisquilloso, y no deja


de mirar hacia atrás, así que me mantengo en silencio y
cerca de él. Sujeta la ballesta con seguridad, como si
estuviera dispuesto a disparar una echa en cualquier
momento. Nunca lo había visto blandir un arma.

Nunca lo había visto matar a nadie, en realidad. No


así.

Vi las consecuencias de lo que tuvo que hacer en el


presidio, pero eso fue diferente. Esto es diferente. La
patrulla nocturna habría matado a aquel muchacho. Nos
habrían matado a Corrick y a mí también.

Trago saliva y noto el sabor de la sangre sobre la


lengua. No sé si me he mordido el labio o si es el aroma
que inunda el aire. Mis manos siguen pegajosas con la
sangre del guardia.

Intento no pensar en el hecho de que yo también he


matado a alguien.

Intento expulsar la imagen de mi cerebro, pero no


quiere abandonar mi cabeza. Se ha enredado demasiado
con la voz del chico al llamar a su padre a gritos.
¿Hemos hecho mal? ¿Hemos hecho bien? No tengo ni
idea.

Llegamos a un reducido claro del bosque y Corrick


levanta una mano para que me detenga. Ya no estamos
lejos del taller, pero soy lo bastante perspicaz para saber
que cree que alguien nos ha seguido, por lo que guardo
silencio y me quedo quieta mientras esperamos.

Pasan los minutos. Examino el desgarrón de su manga.


Tiene el brazo cubierto de sangre, pero no ha soltado la
ballesta, así que debe de ser una herida super cial. Aun
así, es preciso que se la vende, y quizá que se ponga un
cabestrillo. Recuerdo cómo le han temblado los dedos al
levantar el arma.

En ese momento, me doy cuenta de que es una


estupidez. No puede ponerse el brazo en cabestrillo.
¿Cómo lo explicaría el príncipe Corrick?

Todo ha ocurrido muy rápido. Demasiado rápido.

Al nal, al cabo de una eternidad, Corrick asiente


hacia mí, y cruzamos el claro. Lleva la ballesta en el
costado ahora, con la mano del brazo bueno. Sus
hombros ya no irradian tanta tensión. La luz de la luna
recorre su cuerpo de punta a punta, sin embargo, y veo
la presión de su mandíbula y que la inquietud no se ha
esfumado de sus ojos por completo.

—¿Quién era? —le pregunto en voz baja, porque es


obvio que Corrick y Lochlan se conocían.

—Un recluso del presidio —responde con poco más


que un murmullo en la noche—. Le rompí la muñeca.

Trago saliva. Siempre que quiero olvidar quién es, el


destino se encarga de recordármelo.

—¿Por qué?

—Intentó matar al cónsul Sallister. —Hace una pausa


—. Es uno de los tres que escaparon. Durante la revuelta.

—Ah. —El ruido sale de entre mis labios con calma


mientras asimilo lo que me cuenta—. Y está
contrabandeando de nuevo.
—He hablado con Tris. Alfred está haciendo algo por
él. Y antes hemos visto a esos dos por el bosque. —
Corrick suspira, turbado—. Quiero hablar con más
gente, a ver si consigo enterarme de más cosas.

Rememoro cómo se me ha quedado mirando Lochlan


al arrancar el puñal del cuello del guardia.

—¿Crees que te ha reconocido?

—Creo que ha estado a punto de reconocerme.

—¿Acaso importa? Me dijiste que nadie me creería si te


acusara…

—No me preocupa que me acuse. —Se queda en


silencio y se da un golpecito al ala del sombrero antes de
poner una mueca—. Ya sabes quién soy, Tessa. Si los
contrabandistas me atrapan…

—Te matarán.

—No. —Resopla—. Ojalá me mataran, pero no. Me


torturarán y me utilizarán para doblegar a Harristan.

Lo dice como si tal cosa, pero un escalofrío me recorre


la columna vertebral al imaginármelo. Ni siquiera se me
había ocurrido esa posibilidad. Recuerdo la noche en que
«murió», recuerdo que me comentó que le sorprendía
que no lo esperara para denunciarlo a la patrulla
nocturna. Una parte de él se preocupaba de verdad.
Ahora entiendo por qué estaba tan tenso al creer que
Lochlan nos había seguido.

—Me preocupa más lo que te harían a ti. —Corrick me


mira a los ojos.
Un estremecimiento me recorre el cuerpo.

—No me gusta estar al aire libre —dice—. Vayamos al


taller.

El taller está frío por culpa del aire nocturno, y hay una
na capa de polvo por todos lados. Es evidente que
nadie lo ha tocado desde que nos fuimos por última vez.
Corrick agarra leña de la pila y la lanza a la chimenea
con una sola mano, lo cual me hace pensar que el brazo
le está molestando más de lo que da a entender. Prende
una cerilla y enciende el fuego mientras yo paso la
escoba para quitar las telarañas grandes y el polvo.

Wes se apoya en la mesa con los ojos oscurecidos bajo


el ala de su sombrero. La ballesta está a su lado.

Wes no. Corrick.

Me aclaro la garganta y aparto la mirada.

—¿Quieres que le eche un vistazo a tu brazo?

—La echa me ha rozado. Estoy bien. —Lanza un


saquito sobre la mesa—. Tris me ha dicho que los
benefactores están distribuyendo medicinas.

Lo agarro y lo vacío. En la madera caen pétalos grises


y blancos, todos largos y curvados, aunque algunos son
más cortos, con una terminación un poco más a lada en
la parte superior. Frunzo el ceño mientras a mi lado Wes
exiona el brazo como si le doliera.

Pongo los ojos en blanco y me acerco a él, ignorando


los pétalos.
—No seas tonto. Llevo veinte minutos viéndote evitar
la herida con cuidado. —Ensancho el desgarrón de su
camisa. La echa le ha rozado entre el hombro y el codo,
y es probable que necesite puntos, pero aquí no tengo las
herramientas necesarias—. Quítate la camisa —le digo
—. Te vendaré la herida con un pedazo de muselina.

Se quita el sombrero y luego la camisa por encima de


la cabeza, y de nuevo está con el torso desnudo delante
de mí. Es un espectáculo que ya he visto, pero ahora
lleva la máscara y ahora es Wes el que se desnuda;
durante unos instantes largos y extraños, mi voz se niega
a funcionar.

Me concentro en la herida y voy a buscar agua del


balde de la lluvia para limpiarle la sangre con suavidad.
Lo oigo respirar y aspiro su aroma en la cálida cercanía
del taller.

Es demasiado íntimo. Hay que llenar esta situación


con palabras.

—¿Dónde aprendiste a disparar así? —pregunto.

—Soy el hermano del rey, Tessa. —Lo dice como si


fuera divertido.

—Nunca antes te habías entrometido con la patrulla


nocturna.

Mi observación lo detiene en seco, y aparta la mirada.

—Es… distinto ahora. —Hace una pausa—. Y en teoría


no deben asesinar a gente en la calle. Eso explica en
parte por qué estaba tan enfadado con Allisander por
haber ordenado a sus guardias que apalizaran a los
últimos cautivos. Que yo ordene un castigo es una cosa,
pero no torturo a gente por el mero placer de hacerlo.
Mis guardias del presidio no son crueles. La patrulla
nocturna tampoco debería serlo. Forrest es un niño.
Podrían haberlo detenido.

—Bueno. Ya viste lo que le hicieron a la señora


Kendall.

—Ella los atacó.

Intento recordarlo. Lo único que me viene a la cabeza


es su dolor. ¿Eso importa? No lo sé.

Mis padres atacaron a los guardias. De eso sí que me


acuerdo.

«Para la patrulla nocturna es lo mismo».

Le seco el brazo con cuidado y desgarro largos jirones


de muselina para hacer una venda.

—Da igual lo que digas. Si tus acciones son crueles, los


que actúan a tus órdenes también lo serán.

Espero que lo niegue o que me lo rebata de alguna


forma, pero no lo hace.

—Ya lo he visto —se limita a decir.

Lo miro a los ojos. Un azul gélido me devuelve la


mirada, en cuyas profundidades no hay malicia ni
mentiras.

—Haces que quiera ser mejor —me suelta de pronto, y


la emoción que envuelve su voz me deja de piedra—.
Haces que desee que Weston Lark sea real, porque a mí
nunca me mirarás del modo en que lo miras a él. No sé
cómo enmendar todos mis errores, Tessa. No sé si puedo
siquiera. Pero lo quiero intentar.

Yo tampoco lo sé. Y da igual lo que haga siendo el


justicia del rey, porque no va a curar las ebres. No va a
garantizar acceso a las ores de luna. No va a detener los
gritos que piden una revolución. Harristan y él han
puesto en marcha algo que tal vez no pare nunca. O
quizá se deba a la ejecución de sus padres. Sea como
fuere, el pueblo de Kandala jamás volverá a ser lo que
era antes de que ocurriera todo esto.

Sin embargo, en este momento me doy cuenta de que


no pretende enmendar sus errores por los habitantes de
Kandala.

Pretende enmendar sus errores por mí.

Aprieto la venda, pero mis dedos se resisten a


abandonar el músculo de su bíceps.

—¿Te duele? —susurro, y no solamente me re ero a la


herida de su brazo.

—Muchísimo.

Él tampoco.

Levanto una mano y se la pongo en la mejilla. Su


respiración se acelera, solo un poco. Su piel es cálida bajo
mi palma, un pelín áspera. Mi pulgar recorre la curva de
sus labios, y juraría que ha dejado de respirar. Mis dedos
juguetean con el extremo de la máscara como han hecho
en anteriores ocasiones.

Presiento que se apartará, que se esconderá, pero no se


mueve. Mis dedos se cuelan debajo de la tela. La
levantan un poco, luego un poco más hasta dejar ver un
ojo azul maquillado con kohl.

Su mirada no abandona la mía. Sus labios se separan y


sueltan un suspiro.

Y entonces alza una mano para quitarse la máscara por


completo, y me encuentro delante del príncipe Corrick
en la tirante calidez de nuestro taller.

La máscara cae sobre la mesa, al lado de la ballesta. Su


pecho sube y baja deprisa, y sus manos parecen querer
avanzar hacia mí, pero está esperando. Está
esperándome.

Me he pasado muchísimo tiempo preguntándome


cómo era posible que un hombre cruel como el príncipe
Corrick invirtiera horas para ayudar en secreto al pueblo
de Kandala, cuando debería haberlo interpretado al
revés. Debería haberme preguntado cómo era posible
que un hombre que quiere ser bueno y amable, que
quiere hacer lo correcto, sea capaz de esconder las partes
más auténticas de su ser para apoyar a su hermano y
proteger a su gente.

—Hola —murmuro—, Corrick.

—Creo que nunca te había oído pronunciar mi


nombre. —Una chispa le ilumina los ojos.

—Corrick —repito, y sus ojos se cierran unos instantes,


mientras toma aire.

Vuelvo a ponerle una mano sobre la mejilla, y ahora no


hay ninguna máscara entre nosotros. Abre los ojos y, de
pronto, está más cerca de mí. No sé si ha sido él o he sido
yo.

—Corrick —susurro.

Una de sus manos se posa sobre mis caderas muy


suavemente, muy cortésmente. La otra traza una línea
sobre mi mejilla, y recuerdo que sigo llevando mi
máscara.

Le da un pequeño tirón.

—¿Puedo?

Contengo la respiración y asiento.

Es lento y delicado, y es una tortura. Estamos lo


bastante juntos y noto el calor de su cuerpo. Desata el
nudo y mi máscara se desliza.

Se inclina para tirar de la horquilla que me sujeta la


trenza, y el pelo me cae sobre los hombros. Su aliento me
acaricia la oreja.

—Dilo otra vez —susurra.

—Corrick —exhalo. Su pulgar me recorre el labio


inferior y mi respiración se entrecorta.

Está tan cerca que mis dedos dan con la piel desnuda
de su pecho, que prende fuego en mi interior.

—¿Cory? —me atrevo.


Un gruñido escapa de su garganta.

—Dios, Tessa. —Su mano me aferra la cintura y sus


labios buscan los míos.

Su caricia ha sido tan suave y medida que esperaba


que su beso también lo fuera, pero su boca es rme y
decidida. Cuando separo los labios, su lengua juguetea
con la mía, y suelto un jadeo que él aspira. Sabe a canela
y a azúcar, y mi mano repasa la vastedad de su pecho
para rozar sus anchos hombros, su cuello alargado, sus
brazos musculosos. Pensaba que me sentiría insegura,
como en el palacio cuando estuvo a punto de besarme,
pero no.

Porque esto es distinto. Es nuestro lugar. No es Wes,


porque en realidad Wes no existe. Es Corrick. Siempre ha
sido Corrick. Todo lo que hemos hecho juntos es una
parte de su ser.

Sin avisar, sus manos se cierran sobre mi cintura con


mayor rmeza y me levantan para colocarme sobre la
mesa. Mis piernas se separan y se inclina hacia mí. Mis
faldas lo envuelven y sus labios encuentran los míos de
nuevo. Ahora está más cerca y sus manos son más libres.
Exploro la cálida extensión de su cintura, los cincelados
músculos de su espalda. Sus labios bajan por mi
mandíbula, sus dientes frotan la sensible piel debajo de
mi oreja y me mordisquean el cuello. Todas las
terminaciones nerviosas de mi cuerpo están ardiendo, y
quiero que se aproxime más. Mis manos se deslizan por
debajo de la cintura de sus pantalones, donde la piel es
más suave que la seda.

Una de sus manos se coloca sobre mi rodilla y sus


dedos avanzan por la cara externa de mi muslo. Suelto
un jadeo y tiro de él hacia mí, y entonces entierra el
rostro en mi cuello para proferir un ruido que se parece
mucho a un grave rugido. Nuestras cinturas se juntan y
me aferro a él, mis dedos apretándole la piel. Su mano se
eleva por mi muslo hasta que veo las estrellas y me
estremezco. Esta vez, cuando me besa, es lento y seguro,
mientras con un brazo me agarra con tanta fuerza que
noto cómo late su corazón contra el mío.

—Tessa —susurra, y mi nombre suena a una súplica—.


Ay, Tessa.

—Dilo otra vez —lo provoco, y siento su sonrisa sobre


mis labios.

Las alarmas del Sector Real perforan la noche, y me


quedo paralizada. Corrick también.

Su respiración empieza a temblar. Debo cerrar los ojos.

—Han atrapado a alguien —susurro.

Alguien con quien él tendrá que lidiar. Alguien a quien


quizá tendrá que ejecutar. Le pongo las manos sobre el
pecho.

Al cabo de unos segundos, los amables dedos de


Corrick se posan sobre mis muñecas. Sus labios me
rozan las sienes.

Suspira. Suspiro.
—Debemos terminar la ronda —dice. Busca la camisa
y pasa los brazos por las mangas—. Nos dirigiremos
hacia Artis, a ver qué podemos descubrir antes de que se
haga de día.

Cuando salga el sol, habrá que regresar. Volverá a ser


el justicia del rey.

No hace falta que lo diga. Él también lo sabe. La


mirada desarmada ha desaparecido de sus ojos, y es el
frío príncipe Corrick el que me observa.

Me baja de la mesa y me deja en el suelo. Se lleva mi


mano hasta los labios y me la besa. Acto seguido, agarra
la máscara y se la pone.

—Tú también —me dice.

Me peino el pelo de nuevo y procuro ignorar el nudo


que tengo en la garganta. Mis dedos tiemblan y se
niegan a colaborar.

Quizá Corrick se ha dado cuenta, porque sujeta mi


máscara y me la ata con suavidad.

—Tenías razón —dice—. Debería haberte hecho caso


desde el principio. Si se desata una revolución,
deberemos cabalgar en primera línea.

Abro los ojos como platos mientras la cabeza me da


vueltas.

—¿Como forajidos?

—No. Como el príncipe Corrick y su brillante


boticaria. Weston Lark no puede salir de entre las
sombras. —Hace una pausa—. Pero el justicia del rey sí
que puede.

Me da un vuelco el corazón.

—No te preocupes —murmura—. Seré mejor persona.


—Dicho esto, deposita un último beso sobre mis labios
—. Luego lo retomaremos —me asegura con ese tono
entre rugido y gruñido, y me provoca escalofríos por
todas partes. Me estremezco cuando se dirige hacia la
puerta para abrirla de par en par.

Al otro lado, rodeado por ocho hombres, está Lochlan,


quien apunta directamente hacia Corrick con su ballesta.
CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Corrick
S abía que debería haber matado a ese hombre cuando
tuve ocasión.

Si hubiera estado solo, habría peleado. Habría echado


a correr. Tengo un puñal y el gancho triple. Podría
enterrar el arma en la barriga de Lochlan y huir por el
bosque, y treparía por la muralla en un abrir y cerrar de
ojos.

Pero no estoy solo. A mi lado, la respiración de Tessa


es acelerada y super cial, y se ha movido para acercarse
a mí.

Parece injusto que el destino me la haya puesto por n


en los brazos y, acto seguido, haya llevado a ese estúpido
hasta nuestra puerta.

Contemplo la ballesta y luego miro hacia la cara de


Lochlan.

—Has dicho que no tenías ningún problema conmigo.

—No tengo ningún problema con un samaritano


llamado Wes. Sí que tengo unas rencillas con el justicia
del rey, el príncipe Corrick.

—Ya somos dos —respondo tranquilo.

Lochlan resopla y sus ojos se desplazan de mí a Tessa.

—Sabía que me sonaba tu voz. He tardado un poco,


pero ese puñal era demasiado elegante. Era imposible
que no hubiera salido del palacio. —Su expresión se
oscurece—. ¿Engañas a tus gentes para que piensen que
alguien les está ayudando? Eres todavía más repugnante
de lo que creía.

Lo ignoro y miro a los demás hombres.

—Me conocéis bien. Nos conocéis bien. Bajad las


armas y marchaos.

Los hombres intercambian miradas. Lochlan sabe


quién soy, pero en el aire percibo la incertidumbre de los
demás. Hace años que conocen a Wes y a Tessa. Un
trueno retumba en el cielo y la lluvia empieza a
derramarse sobre los árboles.

Lochlan mantiene la ballesta apuntada hacia mi pecho,


pero mira hacia Tessa.

—¿Quién es?

—Es Wes. —Qué mal miente. Habla con voz


susurrante y atemorizada—. Weston Lark.

—Dime la verdad o le disparo.

—¡Es Wes! ¡Te lo prometo, es Wes!

—Eres una mentirosa, y no eres importante. —Dirige


la ballesta hacia ella.

—¡No! —grito. Sin pensármelo dos veces, lo derribo.


Aunque tiene uno de los brazos heridos, es más fuerte
de lo que me pensaba. Rodamos por la mojada hierba,
forcejeando para tener el control, hasta que oigo chillar a
Tessa.

Es la distracción que necesitaba Lochlan. Agarra la


ballesta y se coloca sobre mí.

—La van a matar —me asegura—. Di la verdad de una


vez.

La rabia me nubla la vista. Intento sacudirme a


Lochlan de encima, pero me tiene clavado en el suelo. En
algún punto detrás de mí, Tessa gimotea, y oigo el ruido
de un puñetazo.

—¡Vale! —grito—. Soy el príncipe Corrick —mascullo


entre dientes—. Soy el justicia del rey.

—No —jadea Tessa, y me pregunto si la estarán


estrangulando. Pero luego añade—: Corrick, no.

Después de haber pronunciado mi nombre en distintas


ocasiones, es ahora cuando me parte el corazón.

—Ríndete —dice Lochlan, y en sus ojos veo claramente


la promesa de todo lo que le harán a ella si no me rindo.

Levanto las manos, un gesto que me cuesta horrores


hacer.

—Me rindo.

Nos obligan a caminar por el bosque, rumbo al este


ahora, con lo cual no estamos regresando al pueblo
donde hemos visto a Lochlan. Me han atado las manos y
han apretado tanto la cuerda que me empiezan a
hormiguear los dedos por más que los exione contra las
ataduras. La punta de una ballesta sigue pinchándome la
espalda, y sé que es intencionado. Aprieto los dientes
para no decir nada, porque en algún lugar tras de mí es
Tessa la que camina obligada, y Lochlan ya me ha dejado
muy claro que, si no hago lo que me ordene, la tomarán
con ella.

Es él el que me clava la ballesta en la espalda.

Ahora la lluvia cae incesante entre los árboles haciendo


que el camino sea resbaladizo y complicado, sobre todo
en la oscuridad. Sobre todo con las manos atadas. Me
late el pulso a un ritmo endiablado, y me manda ligeras
punzadas de cólera y temor que me recorren la sangre.
Rezo por que la patrulla nocturna nos encuentre.

Aunque quizá eso sería incluso peor. Ahora mismo no


me parezco al príncipe Corrick, y no conozco a todos los
guardias de Kandala. Iban a disparar a ese muchacho del
pueblo. No me cabe duda de que me dispararían por
haberme atrevido a hacerme pasar por el hermano del
rey.

Y, si me creyeran, me costaría explicar que me han


encontrado entre contrabandistas.

No sé por qué me molesto en pensar todo esto. Ya sé


qué me harán los hombres como Lochlan.

—Es imposible que pienses en pedir un rescate por mí


—le digo—. Harristan no se plegará jamás a tus
exigencias.

—Los rescates me traen sin cuidado. —Me golpea con


tanta fuerza que doy un traspié y estoy a punto de caer
de bruces.

La lluvia se intensi ca y comienza a diluviar, con lo


cual me echo a temblar en contra de mi voluntad. Intento
escuchar si Tessa está detrás de mí, pero el silbido de la
lluvia entre los árboles impide que oiga nada que no esté
justo a mi lado. Levanto la vista hacia el cielo y veo un
rmamento oscuro de nubes y lluvia. Todavía faltan
horas para que salga el sol, pero dudo mucho de que
vaya a trepar por la cuerda para regresar a mis
aposentos.

Espero que Quint haya vuelto a su cuarto. Espero que


alegue ignorancia.

Espero que Harristan no acepte ni una sola condición


de este hombre.

Espero que dejen marchar a Tessa.

Espero. Espero.
Mi padre me comentó un día que la esperanza es
poderosa, pero inútil sin acciones que la acompañen. Si
Lochlan no quiere dinero, ¿qué va a querer? ¿Un
indulto? Seguro que sabe que así jamás lo conseguiría.

—Dime lo que quieres —mascullo.

—Quiero que cierres la boca.

—Nunca vais a conseguir nada del rey sin mi


intervención.

Me asesta un puñetazo entre las escápulas y esta vez sí


que me derriba. Me estampo de bruces contra el barro,
tan fuerte que me hace vibrar la mandíbula. Ruedo de
lado, pero ya me está apuntando de nuevo con la
ballesta.

—Lo único que quiero es que el justicia del rey deje de


condenar a la gente a morir. —Me fulmina con la mirada
—. Creo que conseguiré lo que quería.

—¡Corrick! —grita Tessa, preocupada, desde algún


lugar de la oscuridad que se alza tras él—. Corrick,
¿estás bien?

Escupo sangre en el suelo.

—Estoy perfectamente, gracias.

Lochlan me pega una patada en el estómago. No lo he


visto venir, aunque eso no me habría ayudado en nada.
Su bota se estampa en mi barriga y, de pronto, me quedo
sin aire. Mi visión se llena de estrellas. Ni siquiera he
notado que Lochlan me ha agarrado la camisa hasta que
me golpea de nuevo contra el suelo. Resoplo bajo la
lluvia con sangre en la lengua.

Me sujeta con rmeza y sus ojos arden cuando me


mira.

—Debería matarte ahora mismo —dice en voz baja y


cruel.

—Yo debería haberte matado cuando atacaste al


cónsul. —Lleno mi mirada de todos los fragmentos de
promesas brutales que soy capaz de reunir—. Debería
haberte matado en el estrado delante de la gente.
Debería haberte matado en el pueblo hace una hora.

Espero a que dé un paso atrás y apriete el gatillo de la


ballesta, o quizá a que me pegue otra patada, pero no lo
hace. Entorna los ojos.

—¿Por qué no lo hiciste?

Porque no quiero ser un asesino.


No lo verbalizo. No creo que haga falta.

—Ey —exclama un hombre tras él—. Lochlan. ¿Qué


haces?

Lochlan deja de apuntarme con la ballesta y se la


coloca junto al costado antes de agarrarme con el brazo
en el que no está herido.

—Levántate —dice—. Camina.

Me levanto. Camino.

He perdido el sombrero durante la pelea y tengo


media cara empapada de barro. Algo debe de haberme
desgarrado la piel, porque las gotas de lluvia me
escuecen cuando se deslizan por mi mejilla. La máscara
se ha retorcido un poco y me estrecha medio dedo el
campo de visión. Es su ciente para añadir una nueva
dosis de desgracia a la pésima situación actual.

—Dejad que Tessa se vaya —digo.

—Te he dicho que cerraras la boca.

—Algo debéis de querer de Harristan —insisto—. Si


dejáis que se vaya, podré interceder por vosotros…
—Eso es lo que no entendéis los de vuestro sector —
me espeta—. Pensáis que todo gira en torno al dinero.
Pensáis que todo gira en torno a lo que podéis conseguir.

—A ver —digo—, que tú eres un contrabandista.

—Porque no tuve otra opción. Ninguno de nosotros


tiene opción si quiere sobrevivir.

—Ah, entonces habéis atacado los envíos porque


vuestro corazón está lleno de bondad. ¿El dinero no ha
tenido nada que ver?

Me golpea en la espalda con la ballesta.

—Cállate —me gruñe.

—Tanto da lo que me hagáis —le digo—, habéis


asaltado demasiadas provisiones. Habéis asustado a los
cónsules. Habéis atacado al sector. Van a dejar de enviar
ores de luna. No vais a conseguir nada.

—Conseguiremos mucho. Todos conseguiremos


mucho.

Hay un dejo de seguridad en su voz que me deja


pensativo. ¿Quién nancia esta trama? ¿Quién distribuye
medicinas y dinero hasta el punto de que la gente está
tan dispuesta a arriesgar la vida?

¿O quizá la gente se ha vuelto tan desesperada que no


tiene alternativa?

Me quedo pensando en los hombres que caminan


detrás de mí. Ni una sola de estas personas son expertos
estrategas, ni siquiera Lochlan. Si lo fuera, habría
planeado utilizarme para obligar a Harristan a hacer
algo. Utilizarían a Tessa para obligarme a mí. Hace
semanas, cuando lo capturaron, interrogué a Lochlan, y
ni entonces me dio la impresión de que estuvieran bien
organizados.

Sinceramente, no lo entiendo.

Debe de ser que me está llevando a ver a alguien.


Alguien que sí lo ha planeado. Que lo ha nanciado.

Alguien que tendrá un plan para utilizarme. Y, aunque


sea uno de los cónsules, sabrá qué hacer con la ventaja
que le da esta situación.

Esa idea debería helarme la sangre, pero en cierto


modo me resulta reconfortante.

—¿Quiénes son los benefactores? —le pregunto—.


¿Qué os han prometido?

—No necesito que nadie me pague para hacer esto.

No me lo creo ni medio segundo. Procuro pensar quién


puede estar detrás de todo. Pagar con dinero y con
medicinas no debe de salir barato. Pocos cónsules serían
capaces de lograrlo. Jonas estaba desesperado por recibir
fondos para construir su precioso puente, así que no me
lo imagino invirtiendo dinero para nanciar a los
rebeldes. Leander Craft es el cónsul de Ciudad Acero,
pero políticamente siempre ha sido bastante conservador
y nunca se ha enfrentado a Harristan. No le agrada que
cunda la inquietud, sobre todo porque sus trabajadores y
forjadores proporcionan materiales a todo el país. Tiene
el dinero para hacerlo, pero… no me parece ese tipo de
persona. La verdad es que los únicos con el dinero y con
los recursos para nanciar las revueltas son Allisander
Sallister y Lissa Marpetta, y me han insistido para que
detuviera los asaltos a las caravanas.

Harristan y yo llevamos semanas viendo cómo dos


cónsules muy distintos estrechan lazos, sin embargo.

Cónsules que pidieron más dinero.

Roydan y Arella.

Pero… ¿por qué? Hacerle daño a Allisander nos hace


daño a todos. Es imposible que lo odien tantísimo. Es
imposible que lo odien más que yo, y yo me las arreglo
para evitar que las provisiones medicinales del reino
sufran las consecuencias de mis sentimientos.

Un silbido rompe la noche. Entre los árboles


parpadean lámparas. No sé dónde estamos, pero
seguimos en la Selva.

—Soy Lochlan —grita mi captor—. Os hemos traído


un regalo.

Me golpea en la espalda y trastabillo hacia delante,


hacia un claro repleto de tiendas de campaña y de
cobertizos en precario estado. Debe de haber decenas, si
no cientos. Bajo la lluvia empieza a aparecer gente,
algunos con lámparas, otros con nada más que palos o
hachas, palas y escobas. Están sucios y cansados, por lo
que veo, pero nadie tose. Nadie está enfermo.

Muchos me resultan familiares. Muchos.


—¡Es Wes! —exclama una niña llamada Abigale—.
¡Wes y Tessa! ¡No están muertos!

Su madre la levanta del suelo y le chista.

Más personas comienzan a emerger de las tiendas y de


los cobertizos, hasta que nos rodean por completo.

Ni rastro de Roydan ni de Arella.

«Os hemos traído un regalo».

Empujan a Tessa para que se coloque a mi lado, y oigo


cómo le tiembla la respiración.

—¿Estás herida? —le digo—. Tessa, ¿estás herida?

Sus ojos me miran desde detrás de la máscara, que está


tan empapada como su pelo y sus ropas, pero no veo
ninguna herida.

—No. No, no estoy herida.

Lochlan se acerca a mí y me arranca la máscara de la


cabeza. Con ella se lleva sangre y un mechón de pelo.
Otro de los hombres le quita la máscara a Tessa, pero no
con la misma rudeza.

—Lo siento, señorita Tessa —dice con voz grave y


arrepentida.

—No pasa nada —susurra ella, pero se equivoca,


porque sí que pasa.

El corazón me martillea en el pecho. Lochlan me mira


jamente, y nada en su postura muestra
arrepentimiento.
—Dime qué queréis —le digo.

Me escupe en la cara.

Tengo un límite. Me abalanzo hacia delante y le golpeo


la frente con la mía.

Lochlan se tambalea. Alguien me agarra el brazo.

—¡Corrick, no! —exclama Tessa.

Un grito se alza entre la multitud.

Lochlan recupera el equilibrio y no pierde tiempo. Se


precipita y me asesta un puñetazo en el estómago.

Mis manos siguen atadas, y encajo el golpe de pleno.


Hace que me caiga de rodillas, pero alguien me aferra el
brazo, así que no me desplomo del todo. No puedo
respirar. Los árboles dan vueltas.

—Por favor —suplica Tessa—. Por favor, parad. Por


favor.

—Ya la habéis oído —grita Lochlan hacia la


muchedumbre—. Habéis oído su nombre. Sabéis quién
es.

El grito de antes se transforma en un nervioso


murmullo.

—Os ha estado tomando el pelo —chilla Lochlan—. Ha


ngido ayudaros, y al mismo tiempo se aprovechaba de
vuestra con anza para ejecutar a más de los vuestros.

—No —gruño—. No.

—¡No! —grita Tessa.


Lochlan me pega otro puñetazo. Juraría que he oído el
chasquido de una costilla. No me doy cuenta de que me
caigo hasta que mi cara se estampa contra las hojas
mojadas del suelo. Toso y noto el sabor de la sangre.

—¿Quién ha perdido a alguien a manos de la patrulla


nocturna? —grita Lochlan—. ¿Quién ha perdido a
alguien en el presidio?

Entre la multitud suenan varios chillidos. Lochlan me


patea en el hombro.

Qué idiota he sido. Estaba convencido de que todo


esto formaba parte de algún plan superior.

Estaba convencido de que querían algo de Harristan.


De mí.

Y es así, pero no es algo que yo vaya a disfrutar


dándoles.

—Déjala ir —escupo—. Por favor, Lochlan. Ella no


tenía ni idea.

—¡Ella no tenía ni idea! —grita—. ¿Alguno de vosotros


se lo cree? ¿Alguien piensa que es inocente? Llevan años
trabajando juntos.

—¡Para ayudar! —exclama Tessa—. ¡Para ayudar!

—Es el justicia del rey —vocifera Lochlan—. Todos


habéis oído las cosas que ha hecho, ¿verdad que sí? Las
cosas que les ha hecho a las personas a las que queréis. A
las personas que os preocupan.

—¡Sí! —responden a gritos. El claro parece ahora más


iluminado.

Se ha ganado a la muchedumbre.

Cierro los ojos. Quizá sea justo. Quizá sea lo que


merezco.

—Ya sabéis lo que ha hecho —chilla Lochlan—. Así


que le vamos a devolver un poco de la justicia que
imparte.

La multitud ruge, y empieza el dolor.


CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Tessa
C uando la multitud se abalanza hacia delante, estoy
segura de que nos van a atacar a los dos, pero su
objetivo es Corrick, solo Corrick. Tengo las manos
atadas, los dedos entumecidos, y alguien me sujeta los
brazos para mantenerme erguida. Me duele la garganta
y no sé cuánto rato llevo chillando. Me duelen los oídos
por los gritos. No le veo. Demasiados cuerpos se
interponen entre nosotros. Los ruidos de los puñetazos y
de las patadas, sin embargo, sí que los oigo. Los ruidos
de la gente al clamar una rabiosa violencia.

Es peor que el tumulto que se desató delante de las


puertas del Sector Real. Es peor que la ejecución.

¿Es porque se trata de Corrick? ¿Es porque le conozco?


¿Eso me vuelve débil?

Hace una semana, si el príncipe Corrick hubiera estado


a mis pies, probablemente yo habría formado parte de la
paliza.

Ahora no tengo ninguna forma de ayudarlo. Suplicar


no ha servido de nada. Gritar no ha servido de nada.
Saben lo que hacen.

Diviso a una mujer entre la multitud. Se llama Bree.


Tiene cinco hijos, todos menores de diez años. Le daba
miedo tomar la medicina que le llevábamos hasta que su
marido murió por la ebre y, al día siguiente, uno de sus
niños empezó a toser.

Está detrás de algunos de los hombres con los puños


apretados y los ojos nublados por el temor y la rabia.

—¡Bree! —la llamo, desesperada, y me mira


sorprendida antes de apartar los ojos.

Le grito de todos modos.

—¡Bree! Detenlos. Wes te ayudó. El príncipe Corrick te


ayudó. Dejaba que tus hijos lo lanzaran al suelo en el
patio. Nos suplicaste medicinas cuando David murió, y
no dudamos en llevártelas.

Ha vuelto a mirar hacia mí. Ha dejado de avanzar.

—Hizo lo que pudo —chillo. Busco a otra persona a la


que reconozca—. Niall. Niall, para. Escúchame. Cuando
el invierno pasado te rompiste el brazo, Wes se pasó dos
horas cortando leña en la oscuridad porque se avecinaba
una tormenta. El príncipe Corrick hizo eso por ti.

El hombre duda y sus ojos se clavan en los míos.

Busco a otro.

—¡Percy Rose! ¡Percy! ¿Recuerdas cuando tu mujer se


pasaba la noche tosiendo, y Wes y yo nos quedábamos
sentados contigo hasta que se sentía mejor? Era el
príncipe Corrick. —Repaso la multitud—. ¡Yavette! ¡Te
preocupaba no llegar con vida a tu boda! Wes y yo
hicimos que tomaras la medicina a diario. El príncipe
Corrick lo hizo. ¡Y ahora estás embarazada!

No sé si los gritos empiezan a menguar. No sé si estoy


consiguiendo algo. Sigo buscando. Sigo implorando. Mis
lágrimas siguen uyendo.

—¡Zafra! El príncipe Corrick te llevaba pedazos de tela


para tus edredones de invierno. ¡Norman! El príncipe
Corrick te daba una dosis extra para tu pareja de Artis.
¡Warley! El príncipe Corrick te ayudó a arreglar la puerta
cuando se oxidaron las bisagras.

—¡Papá! —exclama una vocecilla—. Papá, él detuvo a


la patrulla nocturna.

Forrest. El chico al que rescatamos. Un sollozo se


adueña de mi garganta.

Su padre es un corpulento forjador llamado Earle, y lo


localizo entre la muchedumbre. Agarra el brazo de un
hombre que estaba dispuesto a lanzar un puñetazo. Es lo
bastante grande para abrirse paso entre la gente, para
apartarla. Su voz es más potente que la mía. Es más alta
que la mía.

—Él salvó a mi hijo —exclama con voz grave—. Y


también ha salvado a muchos de los vuestros. Ellos dos.

Los gritos se han atenuado. Sigue lloviznando. Todo el


mundo está cubierto de barro y respirando con
di cultad.

Y mirándome jamente.

No puedo buscar a Corrick. Me aterra lo que vaya a


encontrar. Hay demasiadas personas, y él no es más que
un hombre.

Me armo de valor.
—Sé… —Se me rompe la voz y tomo aire para volver a
intentarlo—. Sé que el príncipe Corrick ha cometido
muchas atrocidades, pero también ha sido bondadoso.
Se arriesgó muchísimo para ayudaros. Para ayudaros a
todos. No es un hombre terrible. Las ebres son terribles.
La situación es terrible. Esto… —Debo respirar hondo—.
Esto…, lo que estáis haciendo…, es terrible. Él os ayudó.
Yo os ayudé. Parad, por favor. Por favor.

—Desatadla —pronuncia alguien, y para mi sorpresa


veo que es Lochlan.

Un cuchillo me roza la piel y las cuerdas se sueltan.


Nadie me aferra los brazos.

No quiero mirar. Tengo que mirar.

Como si siguiera la dirección de mis ojos, la gente se


aparta, y ahí está, un bulto en el suelo. Un bulto oscuro,
sus ropas están desgarradas, la sangre contrasta con la
palidez de su piel. La mitad de su cara está
ensombrecida por el barro y la sangre y las heridas.
Tiene un tajo en el puente de la nariz que por poco le
llega al ojo y que le ha partido una ceja. La sangre se ha
acumulado sobre sus pestañas. Yo pensaba que no sería
posible verlo peor que cuando lo encontré en las ruinas
derrumbadas del presidio, pero me equivocaba.

Corro hacia él y me pongo de rodillas en el lodo.

—Corrick. Corrick…

No se mueve. Tiene los ojos cerrados, pero respira.


Gracias a Dios. Es un silbido bronco y áspero. Está
medio aovillado, con el cuerpo retorcido de tal manera
que me preocupa que se haya partido la columna, las
manos aún atadas y las muñecas en carne viva y
sangrando. Tiene los dedos de un azul pálido y creo que
está temblando.

—Desatadlo —grito—. Que alguien… Por favor…

—Voy. —Earle se arrodilla a mi lado con un cuchillo en


la mano. Cuando libera las muñecas de Corrick, los
brazos del príncipe se desploman inertes y golpean el
suelo con un ruido espeluznante.

Le pongo una mano en la mejilla. Me tiemblan los


dedos.

—Corrick. ¿Me oyes? Abre los ojos.

Sus pestañas aletean, y pro ere un grave gemido, pero


no abre los ojos y no se mueve.

No sé qué hacer. Me cuesta respirar. Levanto la vista


hacia las caras que me rodean (algunas conocidas, otras
no). Hay quien todavía blande un arma. La mayoría está
perpleja, aunque veo a algunos arrepentidos. Algunos
avergonzados. Algunos indecisos.

Algunos descon ados, Lochlan incluido, y eso me


paraliza la lengua y me impide pedir ayuda. No quiero
darle a nadie una excusa para empezar a golpearle de
nuevo.

No voy a poder llevarlo a cuestas hasta el palacio. No


voy a poder llevarlo hasta el palacio de ninguna de las
maneras. Así no.
Earle busca entre la multitud.

—Percy. Ayúdame a llevarlo. —Me mira a los ojos—.


Aquí hay una muchacha que ha curado a mucha gente.

Hablan como si Corrick tuviera un pequeño rasguño y


no estuviese a un paso de terminar en un ataúd, pero
asiento.

Lo levantan con cuidado, y voy con ellos. Mi corazón


sigue acelerado, esperando a verlos cambiar de opinión.

A nuestra izquierda alguien empuja a la multitud, y


veo a una joven que se abre camino. Levanto las manos
como si fuera a atacarme, pero en ese momento
reconozco a mi amiga.

—¿Karri? —digo, y la sorpresa es lo bastante grande


como para borrar una parte del miedo que siento.

—¡Tessa! ¡Ay, Tessa! —Me rodea con los brazos y, acto


seguido, se aparta de mí. Sus ojos marrón oscuro
escrutan mis rasgos, y no tengo ni idea de lo que ve.

Los hombres se alejan con el cuerpo de Corrick.


Lochlan los sigue.

—Karri —digo, aunque mi voz es un auténtico


desastre—. Karri, tengo que…, que…, que…

—Vamos. —Coloca una de mis manos en la curva de


su codo y tira de mí para que la siga—. He traído
provisiones. A ver qué podemos hacer.

—Un momento. —Mi cerebro se niega a procesarlo—.


¿Estás…?
—¿Colaborando con los rebeldes? Sí. —Mira hacia
atrás de nuevo, y sus ojos están tan entusiasmados e
iluminados como cuando trabajábamos frente a frente en
la tienda de la señora Solomon. Su mirada se clava en los
hombres que transportan a Corrick, y luego de nuevo en
mí—. Igual que tú.

La espalda de Corrick no está rota, pero se le ha


dislocado un hombro. Karri y Earle se lo colocan en su
sitio, y es tan doloroso que Corrick recobra la conciencia
lo su ciente para chillar e intentar librarse de ellos. Sus
heridas deben de haberlo dejado agotado, sin embargo,
porque enseguida pierde las fuerzas. Nos encontramos
en un pequeño cobertizo en las afueras del pueblo,
apenas más grande que el taller, pero hay un fuego y es
un lugar seco y cálido. Contra la pared hay una cama
pequeña, donde Earle deposita a Corrick con cuidado.

El príncipe no se mueve.

Me quedo junto a él y mi mano revolotea cerca de su


cara, insegura de si debería tocarlo. Sus ojos ya están
oscurecidos por los golpes y su respiración está
demasiado acelerada, es demasiado rasposa. No quiero
hacerle más daño.

Debo mantener la mirada ja en Corrick porque


Lochlan está en la puerta, y si lo miro a él voy a
despedazarlo con las manos.

Hace unas pocas horas Corrick me prometió que


intentaría ser mejor, y ahora soy yo la que quiere ser
violenta.

—Toma —dice Karri. Me trae un cazo con agua y un


platito con unos cuantos recortes de muselina.

Hundo uno en el agua y toco la ceja de Corrick, donde


el barro se ha endurecido mezclado con la sangre que
mana del corte que tiene junto al ojo. Él se encoge, toma
aire y pestañea en mi dirección antes de que vuelvan a
cerrársele los párpados.

—Tranquilo —murmuro—. Soy yo. Soy yo.

Asiente, y es un gesto diminuto, un gesto de con anza


diminuto. Esta vez, cuando atiendo el corte, se queda
inmóvil.

—Hay que darle puntos —dice Karri desde detrás de


mí.

Lo sé. Ya lo veo.

—Si quieres lo hago yo —se ofrece—, ahora que


apenas está despierto.

Los ojos de Corrick se abren ligeramente y se clavan en


los míos antes de cerrarse.

—Yo me ocupo —digo—. ¿Tienes una aguja?

He cosido heridas una docena de veces, pero esta es


diferente. No me fío del todo de las personas que hay en
esta habitación, y, aunque soy muy consciente de que
Earle y Karri están ayudándonos, Lochlan no se ha ido, y
no tengo ni idea de quién estará esperando al otro lado
de la puerta. Me concentro en enhebrar la aguja mientras
escucho la respiración de Corrick.

Karri se queda a mi lado y se afana en limpiarle las


heridas menos graves con los retales de muselina.

—Entonces, ¿él es el padre? —susurra.

—¿Cómo? —Casi se me cae la aguja.

Observa primero mi barriga y luego mi cara.

—¡Ah! —Había olvidado por completo la historia que


le conté a la señora Solomon—. No. Eso… No. No estoy
embarazada. Nunca lo he estado. —Hago un nudo con el
hilo—. Fingió que lo habían capturado y matado. Yo no
sabía que era el príncipe. Para mí siempre fue Wes.

—Para nosotros también siempre fue Wes —comenta


Earle.

—Bueno, pues siempre ha sido Corrick el Cruel para


mucha gente —tercia Lochlan.

Lo miro a los ojos.

—Cierra la boca o te la cierro yo con la aguja.

—Venga, inténtalo, valiente. —No parece


impresionado.

—Basta —dice Karri. Lanza una mirada hacia el


umbral de la puerta, donde se encuentra Lochlan, y a
continuación presiona el paño húmedo en la mejilla de
Corrick para retirarle la suciedad de los pequeños cortes
que tiene.

—¿Cuánto hace que colaboras con ellos? —le pregunto


en voz baja.

—Unas cuantas semanas. —No me mira.

—¡Karri!

Se encoge de hombros.

—Después de los primeros tumultos, mis padres se


enteraron de una oportunidad para conseguir su cientes
medicinas para toda la familia. —Se gira para jarse en
mis ojos—. Siempre hemos tenido dinero para
comprarlas, pero… nuestra vecina se rompió la pierna y
no podía ir a trabajar. Ayudó a mi madre muchísimo
cuando éramos pequeños. De hecho, para mí siempre ha
sido como una abuela. —Devuelve la atención a los
cuidados; limpia la tela y se dedica a las quemaduras de
la cuerda en las muñecas de Corrick—. Mis padres
nunca han sido rebeldes, nunca han ido más allá de
criticar al rey, y estaban demasiado asustados para hacer
nada. Pero yo… Era evidente que tú te habías
enamorado de un rebelde, y eres una de las personas
más amables que conozco, así que se me ocurrió intentar
echar una mano. Y aquí estoy. —Sus ojos se clavan en los
míos—. No paraba de oír hablar acerca de Wes y Tessa,
de que habían desaparecido, y todo el mundo creía que
la patrulla nocturna os había detenido. Te vi tan
preocupada en la tienda de la señora Solomon que
empecé a preguntarme si Wes era el hombre del que no
querías hablarme.

—Ay, Karri. Lo siento. Yo… —Trago saliva con


di cultad. Se lo habría contado. Debería habérselo
contado.

—Yo no soy mis padres —dice. Limpia otra herida con


sumo cuidado—. Creo que tardé un poco en darme
cuenta. —Asiente hacia la aguja que sostengo en la mano
—. Hazlo antes de que se despierte.

Vuelvo a mirar hacia Corrick. Sus ojos están cerrados y


su respiración se ha tranquilizado.

No quiero hacerle daño.

Karri me observa con atención.

—Si quieres lo hago yo —me murmura.

—No… No pasa nada. —Coloco los dedos sobre la


herida y junto los dos extremos. Corrick no se mueve, ni
siquiera cuando le clavo la punta de la aguja en la piel.
Me muerdo el labio y la meto más, haciendo así que
uya más sangre. Cierro un punto en un santiamén y
hago un nudo con el hilo, que Karri corta con un cuchillo
—. O sea, ¿hacéis lo que hacíamos nosotros? —le
pregunto mientras me dispongo a poner el segundo
punto—. ¿Robáis para dar a los que no tienen nada? —
Quiero mirar hacia Lochlan. Corrick me dijo que era uno
de los hombres que atacaba los envíos de provisiones.
¿Él también se ha estado dedicando a eso?

—Sí —asiente—. Un hombre y una mujer ricos han


repartido dinero y pétalos de or de luna entre
cualquiera que estuviera dispuesto a asaltar las
caravanas, pero no desean las medicinas. Solo quieren
los ataques.
—¿Por qué?

—Están muy resentidos con el trono. —Corta el


siguiente trozo de hilo de forma automática—. No sé
quiénes son, pero mucha gente los llama los
benefactores.

—Karri —interviene Lochlan con advertencia en su


tono grave—. Es el justicia del rey.

—Está medio inconsciente —responde mi amiga.

—Me da igual.

Cierro otro punto, pero me jo en que sobre la frente


de Corrick se ha formado un poco de sudor, y sus dedos
están aferrándose a la sábana. No se ha movido, pero no
está inconsciente.

Está… escuchando.

No sé si es valiente o idiota. Seguramente las dos


cosas. Apoyo la aguja en su piel de nuevo, pero titubeo.
Noto la palma mojada. No puedo hacerlo si está
despierto. No puedo.

Intento no pensar en el hecho de que ya le he dado


varios puntos así.

—Lleva años ayudándonos —comenta Earle—. Me


han contado las cosas que ha hecho en el palacio, pero
también sé lo que ha hecho por nosotros aquí. —Hace
una pausa—. Y la gente a veces se pasa de la raya.

—En los dos bandos —protesta Lochlan.

—¿Terminas o qué? —me pregunta Karri, y casi doy


un brinco. Introduzco la aguja y uno de los músculos de
la mandíbula de Corrick se tensa. No tengo ni idea de
cómo es capaz de estar callado durante el proceso, pero
procuro hacerle el favor de ser rápida. Cierro el punto y
ato el hilo, que ella corta.

Agarro la muselina que sujetaba Karri y limpio la


sangre. Corrick no se mueve. Ha dejado de aferrarse a la
sábana. No sé si se ha desmayado de nuevo o si siente
alivio por que no le vuelva a clavar una aguja en la ceja.

—Bombardeasteis el presidio —digo.

—Un grupo de Tierras del Tratante trajo materiales de


las minas —me informa Karri.

—Karri —la abronca Lochlan.

—¿Cómo entrasteis? —digo mientras aclaro la


muselina y la estrujo para quitarle el exceso de agua—.
Los guardias de las puertas registran…

Una mano se cierra sobre mi brazo y los dedos me


aprietan los músculos.

—¿Qué crees que estás haciendo?

Lochlan. Está a mi lado. Me sobresalto e intento


apartarme.

—No estoy… No estoy…

—Suéltala —le espeta Karri.

—Lochlan —dice Earle—. Déjala en paz.

Lochlan se me aproxima más hasta que parece que se


cierne sobre mí. No es tonto.
—Que qué estás haciendo.

Ojalá tuviera en la mano la aguja y no este inservible


pedazo de muselina. Estoy a punto de pegarle un
puñetazo en la entrepierna, pero de pronto suelta un
grito y me libera. Da un paso atrás y choca con la mesita.
Un cuenco se vuelca y se hace añicos en el suelo.
Numerosos pétalos blancos aletean incontrolados, y
algunos de ellos terminan en la cama junto a Corrick.

Corrick ha agarrado la muñeca rota de Lochlan, que


estaba cerca de la cama, y la está retorciendo. Sus ojos
están doloridos y agotados, pero son tan maliciosos y
apasionados como siempre.

—No le vas a volver a poner una mano encima —le


espeta, y su voz suena como si estuviera hablando a
través de un vidrio esmerilado.

Lochlan se dobla sobre sí mismo. Está jadeando y


emite ruidos cortantes con cada respiración.

Karri y Earle se han acercado y sus ojos van de un lado


a otro mientras intentan decidir a quién ayudar.

—Corrick. —Tengo que aclararme la garganta—.


Corrick. Suéltalo.

Lo suelta, y Lochlan cae de rodillas apoyándose el


brazo en la barriga. Cuando levanta la vista hacia
Corrick, sus ojos están en llamas.

La mirada de Corrick es peor; sus ojos azules parecen


de hielo y re ejan la promesa de todos los pensamientos
crueles que consiguen abrirse paso en su cabeza. Me
había olvidado de que podía poner esa expresión.

Karri se agacha para colocar los pétalos de or de luna


en un nuevo cuenco. Me recuerdan a los que
utilizábamos en el taller, a los que Wes aceptó de Tris.
Algunos son más nos de lo que estoy acostumbrada, y,
aun en medio de lo que está sucediendo, mi mente de
boticaria no puede evitar preguntarse por qué. ¿Los han
cortado? ¿De dónde han salido? ¿Los benefactores tienen
acceso a nuevas provisiones, a una nueva cura? La
posibilidad me llena de esperanza y de temor al mismo
tiempo.

Corrick apoya una mano en la cama y se incorpora. En


cuanto está sentado, se pone las manos sobre las rodillas
y aprieta la mandíbula. Sus ojos se han oscurecido de tal
forma que es evidente que mañana tendrán sendos
moratones, y se le ha hinchado la mandíbula en la zona
izquierda. Está inclinado hacia delante, y me pregunto si
se ha roto alguna costilla.

Earle agarra a Lochlan del brazo y lo ayuda a


levantarse. Por primera vez desde que nos ha ayudado,
se le ve inseguro. Karri regresa a mi lado con una taza de
té, y el aire se vuelve espeso por el aroma de las hierbas
que ha añadido. Jengibre y cúrcuma, además de un poco
de limón y de romero.

—Para el dolor. —Duda unos instantes, y luego se


muerde el labio—. Alteza.

Corrick acepta el té. Ya no se parece a Wes en nada; se


parece al justicia del rey con los ojos sombríos y
cerrados, a pesar de las heridas.

—Gracias —responde no obstante.

No le da un sorbo. No se fía de ella. No se fía de


ninguno de ellos.

Yo probablemente tampoco debería, pero hace muchos


años que conozco a Karri y no creo que intente
envenenarlo; aunque tampoco esperaba que fuera a
colaborar con los rebeldes. He vivido toda la vida en la
Selva y he trabajado en Artis codo con codo con esta
gente. Pero aunque en este preciso instante nos están
ofreciendo su ayuda, Lochlan nos secuestró a Corrick y a
mí. La multitud ha intentado matar a Corrick sabiendo
quién era.

De pronto, es como si tuviera un pie en cada uno de


los dos mundos, y no sé cómo seguir adelante.

Por la expresión que veo en los rostros de Earle y de


Karri, no creo que sea la única.

Pensaba que la situación ahora nos favorecía, que


había cambiado la opinión de la gente, pero olvidaba,
otra vez, que Wes nunca fue tan solo Wes y que Corrick
es…, en n, el hermano del rey. Pueden curarlo, pero no
van a borrar lo que ha hecho.

La voz del rey Harristan fue muy agradable cuando


habló conmigo después de la explosiones del Sector Real
y me dijo: «El justicia del rey no puede mostrar
indulgencia a quienes atacan un edi cio en el centro del
Sector Real. Seguro que eres consciente».
Sí que soy consciente. También soy consciente de que
el justicia del rey no puede mostrar indulgencia con
quienes lo han secuestrado y casi lo matan a golpes.
Quizá esté de acuerdo con la rebelión, y quizá esté
dispuesto a cambiar las cosas desde dentro, pero eso no
signi ca que vaya a pasar por alto todo lo que ha
sucedido aquí.

Y, aunque quisiera, dudo de que estos rebeldes lo


creyeran.

Yo he detenido el ataque, pero no he detenido lo


demás. Siguen siendo rebeldes. Para la gente, él sigue
siendo el príncipe cuyo deber es castigarlos. El pulso se
me acelera y me ruega que haga algo, pero no puedo
hacer nada. Pongo una mano sobre la suya.

Lochlan y Earle intercambian una mirada.

Karri no me mira a los ojos.

Corrick fulmina a Lochlan.

—Ve a buscar una ballesta. Hazlo ahora. —Su vista se


desplaza hacia Earle—. Sacad a Tessa de aquí.

Mi cerebro es incapaz de soportar la repentina oleada


de emociones.

—Un momento. Corrick. Corrick, no…

—Vamos, Tessa. —Earle me agarra del brazo. Me habla


en voz baja y triste.

Lochlan ya ha salido por la puerta. Me revuelvo contra


las manos de Earle. Mis ojos están clavados en Corrick,
destrozado y ensangrentado, pero sentado por su gran
fuerza de voluntad.

—Para —le digo, y, para mi sorpresa, estoy llorando—.


Corrick, no. ¿Qué vas a hacer? —De repente, me libero
del agarre de Earle y rodeo al príncipe con los brazos.

Corrick gime, y sé que le he hecho daño, pero no me


importa.

—Lo siento —digo—. Por favor… Por favor, no…

—Tessa. —Me habla al oído, su voz es solo para mí, y


me obliga a quedarme quieta. Tiene un plan. Debe de
tener un plan. Pero al nal añade—: Ya te he dicho lo
que me harán.

«Me torturarán y me utilizarán para doblar a


Harristan».

Sí que me lo ha dicho. Lo sacri ca todo por su


hermano. Esta situación no es distinta.

Me quedo sin aliento. No puedo soltarlo. No puedo.


Entierro la cara en su hombro.

Al cabo de unos instantes, sus brazos me estrechan, y


noto que está temblando.

Sus labios me rozan la mejilla.

—No pierdas los nervios, Tessa.

Se me entrecorta la respiración y me echo hacia atrás


para mirarlo a los ojos.

—No puedo perderte una segunda vez.


—Perdóname. —Se encoge.

La puerta se cierra de golpe, y me sobresalto. Lochlan


ha regresado. Earle vuelve a agarrarme del brazo.

Me aferro más fuerte a Corrick y él hace una mueca de


dolor.

—Tessa. Por favor.

—Puedo dispararos a los dos —dice Lochlan.

—¡No! —salta Karri.

—Por favor, mi amor —me susurra Corrick al oído—.


Por favor.

Me aparto. En sus ojos ahora ya no hay frialdad


alguna.

Si él va a ser tan valiente, yo también. Permito que


Earle me aleje de la cama.

—No pasa nada —le digo, y me tiembla la voz—.


Puedo caminar.

Me suelta, pero me equivocaba. No soy valiente. No


puedo respirar. No puedo caminar.

De pronto, se alza un grito fuera del cobertizo. Y luego


otro. Y luego un estridente silbido.

—¡La patrulla nocturna! —chilla alguien.

Lochlan suelta una maldición. Levanta la ballesta.

—¡Espera! —exclama Corrick.

Me abalanzo sobre Lochlan. No es como he hecho


antes en el claro, cuando hemos salvado al pequeño
Forrest. No tengo una piedra en la mano. Pero el arma
dispara feroz y la echa se clava en el techo.

Lochlan se revuelve para recuperar el control del arma,


pero solo puede utilizar un brazo, y yo los dos. Le
arrebato la ballesta. Fuera de la casita, más y más gente
empieza a gritar. Oigo pisadas de cascos y a un o cial
pro riendo órdenes.

Lochlan me empuja y sale disparado por la puerta.


Karri y Earle ya se han marchado. Noto los latidos de mi
corazón en la garganta.

Corrick ha salido de la cama y está en pie, pero muy


pálido. Sostiene todo su peso en una sola pierna.

—Tessa.

—Estoy aquí. —Me acerco a él—. Apóyate en mí.

Me pasa un brazo por los hombros. Debe de estar más


herido de lo que deja entrever, porque lo noto temblar.

Por la puerta entran varios hombres armados


apuntando con ballestas, y doy un brinco. No es la
patrulla nocturna: es el ejército real.

Reconocen a Corrick, pues bajan las armas casi de


inmediato.

—Alteza —dice uno, y suena sorprendido.

—Teniente —lo saluda Corrick. Su voz es más débil de


lo que debería—. No podrías haber llegado en un mejor
momento.

—¡Comandante Riley! —exclama otro—. Hemos


encontrado al príncipe.

Otro hombre cruza la puerta. En los hombros lleva


galones de color azul y morado. Sus ojos vuelan de
Corrick a mí y de mí a Corrick.

—Alteza. —También suena como si estuviera


boquiabierto.

—El príncipe está herido —le informo—. Necesita a un


médico.

—Sí, señorita. —Sus ojos se entornan ligeramente—.


¿Eres… Tessa?

—Sí.

—¿Por qué? —pregunta Corrick.

—Discúlpeme, alteza. —El comandante Riley vacila—.


No esperábamos encontrarlo aquí. Pero ya que es así…
Tengo órdenes de detenerlos a los dos.
CAPÍTULO TREINTA Y TRES

Corrick
C reía conocer el presidio desde todos los ángulos.

Esta es la primera vez que lo veo como un


prisionero.

Me han encerrado en una celda del nivel inferior,


donde normalmente están los contrabandistas y los
mercaderes ilegales. Es una ironía o bien justicia poética,
no me decanto por ninguna opción. Quizá sea mera
necesidad, después de que la mitad delantera de la
cárcel quedara dañada por los bombardeos. Los pasillos
están iluminados con antorchas, pero las celdas están en
penumbra y, como de costumbre, el olor deja mucho que
desear. El suelo de piedra está cubierto de una na capa
de paja, pero las paredes están manchadas con todos los
uidos corporales que cabe imaginar.

Creía con seguridad que nos llevarían al palacio,


donde debería enfrentarme a las acusaciones de mi
hermano. En cambio, nos han traído aquí, donde uno de
mis guardias tartamudeó al leerme los cargos de los que
se me acusa. No paraba de levantar la vista para
mirarme y para mirar al comandante Riley, como si
esperara que el o cial me quitara los grilletes y le dijera
que era una broma.

«Contrabando. Sedición. Traición». Son palabras que


he oído a diario, pero nunca habían acarreado tanto
peso.

A mi lado, Tessa temblaba, encadenada, con la


respiración agitada y super cial.

—No te van a hacer daño —le murmuré—. Son buena


gente. Haz lo que te digan.

—Nada de hablar —me espetó el guardia, pero acto


seguido palideció un poco y añadió—: Alteza.

Ahora Tessa se encuentra en una celda en el otro


extremo del pasillo y en el lado opuesto. Los guardias no
han sido desagradables con ninguno de los dos y no
quiero darles ningún motivo, así que no he intentado
gritarle nada. Casi puedo sentir sus preocupaciones
desde aquí.

O quizá lo que sienta sean mis propias


preocupaciones.

No sé qué va a hacer Harristan.

Sé qué esperaría que hiciera yo, y eso no me consuela


demasiado.

Nunca me había dado cuenta, pero la paja del suelo de


las celdas es una auténtica tortura. No consigue en
absoluto evitarme la fría dureza de la piedra y se me
clava a través de la ropa cuando me muevo. Noto
fuertemente todas y cada una de mis heridas. El hombro
no ha dejado de dolerme y la herida sobre el ojo que
Tessa me ha cosido me late, solo igualada por el dolor
palpitante de mi hinchado tobillo. Mi estómago lleva un
rato reclamando que le dé el desayuno. Sin la luz del sol,
no hay modo alguno de precisar el paso del tiempo, así
que los minutos se vuelven horas. Sé que el cambio de
guardia sucede a mediodía, pero cuando al n ocurre me
sorprende de todas formas, porque en cierta manera me
parece una hora más temprana y, a la vez, más tardía de
lo que esperaba.

No creo que me vaya a dormir, pero mi cuerpo opina


distinto. Cabeceo a ratos y me despierto con un
sobresalto cada vez que oigo una bota pisar la piedra,
pero nadie se acerca a mis barrotes. Ni comida, ni agua,
nada.

Cuando llega el momento del cambio de guardia de la


noche, estoy preparado para suplicar.

Apoyo la frente en el suelo y me muerdo el labio


mientras cierro los ojos con fuerza. He sobrevivido a la
paliza del pueblo; puedo sobrevivir a un día sin comida
ni agua.

Pero me equivocaba con lo de la paja. La sed es peor.


Me palpita la cabeza ahora, y la voz titubeante del
guardia resuena en mi recuerdo.

«Contrabando. Sedición. Traición».

En mis aposentos, le juré a Harristan que no estaba


involucrado. Y no lo estoy. No del modo que él cree.

¿Qué fue lo que me dijo acerca de mi ngida amistad


con Allisander?

«Lo único que importa son las apariencias».

Se me forma un nudo en la garganta. Estoy


acostumbrado a que la gente me odie, pero esto es
completamente diferente.

No estoy acostumbrado a que mi hermano me odie.

He dejado de albergar la esperanza de que me llamara


y he empezado a sentir temor ante esa posibilidad. La
idea de que esté decepcionado me pesa más que todas
las heridas que me han in igido los rebeldes. Después
de cuanto he hecho para protegerlo, me lo he cargado
todo por puro egoísmo. No era necesario que
abandonara el palacio. No era necesario que pasara
horas en la Selva mañana tras mañana. ¿Qué es lo que
hice? ¿Ayudar a que unas cuantas personas retrasaran lo
inevitable?

Y ahora Tessa está en el presidio. La única cosa que


siempre esperé evitar.

Me pregunto a quién escogerá Harristan para impartir


el castigo. ¿Quién me sustituirá como el justicia del rey?
El círculo de con anza de mi hermano no es amplio.

Un nombre perfora mis pensamientos como si de una


aguja se tratara.

Allisander.
Harristan no se fía de él más que yo, pero me imagino
al cónsul utilizando su estatus para doblegar la mano de
mi hermano. Así Allisander se convertiría en la segunda
persona más poderosa de Kandala. Podría hacerles lo
que quisiera a los contrabandistas, algo que lleva meses
deseando. Mi corazón tamborilea a un ritmo veloz.
Allisander querría dar ejemplo conmigo. No me cabe
ninguna duda.

Quizá ya esté en ello. Quizá por eso no me han traído


comida ni agua. Yo nunca he dejado morir de sed ni de
hambre a mis prisioneros, y es una cuestión sobre la cual
él ha expresado muy claramente su opinión.

La idea de que Allisander ocupe mi lugar me constriñe


el pecho, y me cuesta tragar saliva. Me he pasado la vida
intentando proteger a mi hermano, pero Allisander se
pasaría la vida intentando minar a Harristan a cada
momento. En contra de mi voluntad, me escuecen los
ojos.

En el pasillo resuenan pasos, y procuro tranquilizar mi


acelerada respiración. Otro cambio de guardia. Debe de
ser medianoche. La vergüenza anida en mis entrañas, y
me entran ganas de adentrarme en las oscuras sombras.
Con cada nuevo guardia llega un nuevo momento de
contemplar boquiabierto el espectáculo: el temido
príncipe, reducido a un impotente cautivo.

Me aprieto los ojos con los dedos. Justicia poética, sin


duda.

—Corrick.

Aparto las manos. Harristan se encuentra al otro lado


de los barrotes, anqueado por sus guardias. Me mira
frío e inmóvil. Impenetrable.

No estoy delante de mi hermano. Estoy delante del rey.

Espero a que diga algo más. Pero no.


Eso no me tranquiliza. Un temblor me recorre de los
pies a la cabeza, un nudo tirante se instala en mi pecho.
Intento obligarme a levantarme. Llevo horas tumbado
sobre el suelo helado y ninguna de mis articulaciones
quiere colaborar. Cuando por n consigo ponerme de
rodillas, estoy mareado y respiro con suma di cultad.
Harristan me contempla impasible.

No sé si quiero llorar o si quiero suplicar por mi vida.


Cuántas veces deseé que mi hermano acudiera al
presidio para presenciar lo que yo me veía obligado a
hacer.

Ahora está aquí, y ojalá estuviera en cualquier otro


lugar.

—Majestad —digo, y se me quiebra la voz. Mi


respiración no se tranquiliza. No puedo mirarlo a la cara.

Mi hermano dirige la vista hacia el guardia del rincón.

—Abre la puerta.

El hombre se da prisa. Cuando Harristan entra en la


celda, dos de sus guardias entran con él, como si yo
fuera una amenaza. Uno de ellos es Rocco.

Quizá mi hermano hará que me ejecuten aquí mismo.


Se me acelera el corazón en el pecho, pero mantengo la
mirada clavada en la paja, en las botas de los guardias.

Cuando los dedos de Harristan me tocan la barbilla, el


gesto me resulta tan inesperado que doy un brinco, pero
se limita a alzarme la cabeza.

—Estás herido —dice, y el tono en que lo dice es


interesante, como si no lo hubiera sabido hasta este
preciso instante. Lo cual es posible.

Barre la celda vacía con la mirada.

—Has equipado tu prisión con bastante austeridad.


¿No hay sillas?

—¿Cómo? —Frunzo el ceño.

—Que traigan comida. —Mira hacia Rocco.

—Sí, majestad.

Para mi sorpresa, Harristan se agacha para mirarme


jamente a los ojos. Está tan fuera de lugar aquí,
resplandeciente con un brocado verde y brillantes
botones de plata, mientras que yo estoy cubierto de
suciedad que se queda pegada a la sangre seca y al
sudor. Seguro que mi cara es una máscara de heridas y
de cortes, mientras que la suya luce una inmaculada
perfección.

Sigo sin ser capaz de interpretar su expresión, y


durante un buen rato nos observamos en silencio.

—Me lo juraste —exclama al n.

Aparto la mirada.

—Y te lo juré de corazón. —Pero mis palabras suenan


vacías. Sé dónde me encontraron. Sé lo que parece.

—Desde que ha salido el sol que tengo a Allisander


encima de mí, insistiendo en que tú estás detrás de los
ataques a sus caravanas de provisiones. En que tú has
nanciado a los rebeldes.
—¡No! —Giro la cabeza—. Harristan, yo…

Levanta una mano y me callo de inmediato.

—No estabas en tus aposentos —dice—. No estabas


por ninguna parte. Por eso mandé a los soldados a la
Selva.

Donde me hallaron.

Trago saliva y me da la impresión de que tengo la


garganta llena de papel arrugado. Tal vez habría sido
mejor que Lochlan me hubiera matado.

—No he colaborado con los rebeldes —murmuro con


voz áspera y temblorosa—. Por favor, Harristan. —
Hablo igual que todos los prisioneros que han implorado
a mis pies—. No tengo nada que ver con los ataques a las
caravanas de provisiones de Allisander.

No responde, tan solo me contempla en silencio.

En ese momento, reaparece Rocco.

—Majestad. —Lleva una bolsa de piel y un odre lleno


de agua. Tengo tantísima sed que casi la huelo—. Es del
almacén del presidio. ¿Pido más comida desde el
palacio?

—Todavía no.

Harristan agarra el odre de agua y me lo ofrece.

Bebo a toda prisa, desparramando el agua como si en


la vida hubiera probado una gota, pero estoy demasiado
sediento como para que me importe. Cuando nalmente
lo aparto de mis labios, se lo devuelvo a mi hermano. No
tengo ni idea de cuándo me darán más, así que debo
hacer acopio de toda mi voluntad para decir:

—¿Podrías darle un poco a Tessa, por favor?

Me observa durante unos instantes antes de asentir y


entregarle el odre a Rocco, y el hombre se va de la celda.

Harristan mira hacia el otro guardia por encima del


hombro.

—Retírate hasta el pasillo. Que los guardias de la


cárcel mantengan la distancia.

Lo obedecen. Yo contengo la respiración casi sin


querer.

En cuanto se han marchado, Harristan se sienta sobre


la paja, delante de mí, y me indica con un gesto que lo
imite. Me quedo mirando a mi hermano, que jamás ha
puesto un pie en el presidio; ahora está sentado en el
suelo de una celda. Creo que ni siquiera yo me he
sentado nunca en el suelo de una celda.

Hasta hoy, claro.

Extrae de la bolsa un pedazo de pan, seguido de unas


peras demasiado maduras y una loncha de queso que
parece un tanto mohoso.

Parte el pan por la mitad y lo observa dudoso, pero


luego me entrega un trozo.

—Toma. Come, Cory.

Arranco un fragmento con los dientes.

—Podrías haber ordenado que me llevaran al palacio.


—Estaba demasiado enfadado contigo.

—¿Lo sigues estando?

—Quizá. —También parte el queso—. ¿Te acuerdas del


día en que esos chicos de Musgobén nos retaron a una
carrera hasta el río?

—Sí. —Hace años de eso. Yo tenía doce o trece, así que


Harristan debía de tener dieciséis o diecisiete. En las
afueras de la Selva había un establo enorme donde
alquilaban ponis, y los chicos los sacaban de allí y
galopaban por el bosque al alba. Nosotros solo habíamos
montado los caballos esbeltos e impecables de los
establos reales, animales bien entrenados y de pura raza
que jamás daban un paso en falso. Los ponis estaban
gordos y eran muy peludos e irascibles, pero Harristan
es muy competitivo, y los dos montamos sobre uno con
nada más que un ronzal y una cuerda. Salimos
disparados del establo antes siquiera de que los otros
chicos hubieran saltado la valla.

Recuerdo haberme aferrado a la espalda de mi


hermano, haber recibido los latigazos de las ramas y las
hojas, y haberme reído a carcajadas cada vez que el poni
intentaba agachar la cabeza para corcovear, porque
Harristan se la levantaba y maldecía con expresiones
poco dignas de un príncipe.

También recuerdo que Harristan se dirigió a una zanja


estrecha que cualquier caballo del establo real habría
superado sin dudar, pero ese condenado poni se detuvo
en seco, aunque Harristan y yo no. Salimos volando y
caímos de bruces sobre el barro. Tuvimos que contarles a
nuestros padres que habíamos trepado por los árboles
del huerto y habíamos caído al suelo.

—Fue la última vez que te vi herido —me comenta


Harristan.

—Soy un afortunado.

—Maldito poni —añade.

—Malditos príncipes, más bien —digo yo. Me meto el


queso en la boca y está asqueroso, pero me da igual.

—¿Los guardias te han hecho esto? —murmura.

Arranco otro pedazo de pan.

—No. Esos rebeldes a los que crees que estaba


ayudando.

Respira hondo y se yergue. Lo miro a los ojos.

—Me alegro mucho de que mandaras a los soldados —


digo. A pesar de todo, lo digo de corazón.

Me sostiene la mirada durante un buen rato, y percibo


todas las preguntas que no está verbalizando.

—Quint tampoco me ha dejado tranquilo en todo el


día —dice con tono re exivo.

Me he preocupado por Quint desde el instante en que


me encerraron en esta celda, pero me ha dado
demasiado miedo susurrar su nombre incluso.

—Habrás disfrutado enormemente de su compañía,


seguro.
—Insiste en que jamás ha pasado por tu cabeza ni un
solo pensamiento de traición.

Solo a Quint se le ocurriría la forma perfecta de


soltárselo a Harristan así, porque todas las palabras son
totalmente ciertas.

—Tiene razón.

—Dice que todos los secretos que ocultas son para


protegerme.

Debería doblarle el sueldo a Quint… si algún día salgo


de la cárcel. Vuelvo a sentir un nudo en la garganta y,
para mi absoluto terror, noto una lágrima que avanza
por entre la suciedad de mi mejilla.

—En eso también tiene razón.

Harristan espera, pero no añado nada más. Me limpio


la lágrima y ninguna otra se atreve a seguir su camino.

Mi hermano suspira, y entonces tiende una mano para


revolverme el pelo como si yo fuera un niño pequeño.

—Ay —murmuro.

Se detiene con la mano sobre mi cabeza y me mira


jamente a los ojos.

—Cuéntame la verdad.

Dudo durante unos segundos.

—Creo que Arella y Roydan están nanciando a los


rebeldes. Eso explicaría sus reuniones secretas…

—Corrick —me interrumpe—. Me re ero a la verdad


sobre ti.

—Ya sé a qué te re eres. —Pero la verdad no le servirá


de nada, y sin duda a mí tampoco me servirá de nada
contársela.

—No seas estúpido. No podré mandarte de regreso al


palacio si no sé qué estás haciendo.

—Me han detenido en una zona rebelde —digo. Me


entran ganas de zarandearlo. Y se pregunta que por qué
le oculto cosas—. Harristan, no vas a poder mandarme
de regreso al palacio de ninguna de las maneras. ¿Cómo
ibas a aplacar a Allisander? ¿Cómo?

Un músculo de su mandíbula le tiembla mientras me


observa, sentado, pero supongo que debe de haberse
dado cuenta de la verdad de mi a rmación, porque baja
los hombros y se pasa una mano por la cara.

—Muy bien. Pero me cercioraré de que te den de


comer. —Se ja en el corte que tengo sobre el ojo—. Y de
que te curen. —Vuelve a contemplar la celda—. Y de que
a lo mejor te pongan una silla, como mínimo.

—Los prisioneros blanden los muebles como si fueran


armas.

Se queda sorprendido, y me encojo de hombros.

Cuando se levanta, yo hago lo propio, y lo acompaño


cojeando hasta la puerta. Harristan titubea, pero yo
cierro de golpe la reja entre nosotros.

Se queda mirando el cerrojo y luego levanta la vista


hacia mí.
—Te dejaré con Rocco para asegurarme de que nadie te
haga daño.

—¡Ah! Mi mejor amigo.

Me lanza una mirada.

—Madre y Padre también intentaban protegerme —


dice.

—Me acuerdo. Igual que el poni.

—A lo mejor piensas que eres el listo y el valiente,


hermanito, pero no lo olvides. —Me sonríe—. Siempre
he encontrado la manera de salirme con la mía.
CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

Tessa
C uando Rocco hace acto de presencia junto a los
barrotes de mi celda con un odre de agua, creo que
los ojos me están jugando una mala pasada. El suelo de
piedra está helado, y, aunque he intentado formar una
montaña con la paja, llevo horas temblando. Miro al
guardia y parpadeo una, dos, tres veces, como si mis ojos
se negaran a creérselo.

—Señorita Tessa —dice mientras pasa el odre entre los


barrotes.

—Rocco. —Tengo la boca seca. Me pongo en pie, y me


cuesta más de lo que debería. Mis articulaciones están
doloridas y entumecidas, y la cabeza me da vueltas.
Debo sujetarme a los barrotes para aceptar el odre de
agua que me entrega.

No sé por qué ha venido, y ahora mismo me trae sin


cuidado. Vacío el odre en cuestión de un minuto y, acto
seguido, apoyo la frente en los barrotes, jadeando.

Tardo unos instantes en darme cuenta de que en el


pasillo hay otros guardias reales. Parece que la puerta de
la celda de Corrick está abierta, pero a él no lo veo. No sé
qué le está pasando.

Mi corazón se detiene, y luego se reinicia a un ritmo el


doble de rápido.
—¿Qué ocurre? —le pregunto a Rocco.

—El rey está hablando con el príncipe.

—Hablando, hablando o… o… —Mis palabras se


apagan porque no quiero dar voz a todo lo que me
sugiere la imaginación.

—El rey está hablando con el príncipe —repite Rocco,


y me doy cuenta de que es la única respuesta que voy a
obtener.

Trago saliva con di cultad. Corrick me ha dicho que su


hermano lo acusó de traición antes de que nos
marcháramos del palacio. Llevamos en la prisión casi un
día entero, y no me cabe duda de que el rey Harristan lo
ha sabido desde el primer momento. Nada de eso puede
ser bueno. El olor que inunda esta celda me ha dado una
pista sobre lo que han hecho entre estas paredes, y no
quiero pensar en ello. No quiero pensar en que Harristan
pueda ordenar que le hagan cosas parecidas a su
hermano.

El agotamiento y el miedo me embargan por completo.


Se me agarrota la garganta aun sin quererlo, y cierro los
ojos y tomo aire recostada en los barrotes.

«Por favor, mi amor».

Una lágrima se desliza por mi mejilla y no hago amago


de limpiármela. ¿He retrasado lo inevitable? ¿Lo he
salvado en el pueblo para verlo afrontar aquí un destino
peor?

Oigo unas botas que pisan el suelo de piedra y abro los


ojos. Rocco ha dado un paso atrás, en posición de rmes,
y para mi sorpresa absoluta me encuentro delante del
rey.

Debo de haberme quedado sin habla durante un rato


demasiado largo, porque el rey Harristan me mira de
arriba abajo antes de dirigirse hacia Rocco.

—Quédate con Corrick. Enviaré provisiones y nuevas


órdenes. —Se gira hacia mí—. ¿Puedes caminar?

No tengo ni idea. «Quédate con Corrick. Enviaré


provisiones y nuevas órdenes». ¿A qué se re ere? ¿Qué
ha hecho? Se me ha vuelto a secar la boca y me aparto de
los barrotes.

—Yo… Yo…

El rey mira a otro de sus guardias.

—Thorin. Llévala en volandas.

Abren la puerta, y yo levanto las manos antes de que el


otro guardia me toque. No sé qué está pasando, pero no
quiero que me lleven en volandas hacia allí.

—Un momento. No hace falta. Puedo… puedo


caminar.

—Bien —dice el rey Harristan—. Ven conmigo.

No sé a dónde esperaba ir, pero ese guardia, Thorin, me


sube a un carruaje que está justo delante del presidio. He
perdido completamente la noción del tiempo, porque
pensaba que saldríamos a plena luz del día, ya que nos
encerraron al alba, pero el cielo nocturno es negro carbón
y brilla con las estrellas. El rey debe de haber tomado un
carruaje separado, porque en este solo estamos Thorin y
yo. No es tan agradable como Rocco y está sentado
delante de mí con expresión pétrea.

Con los dedos aprieto las faldas, que están


polvorientas y manchadas con la sangre de Corrick.

No sé si Thorin me hablará, pero este silencio está tan


lleno de tensión que creo que me va a desgarrar por
dentro.

—¿A dónde vamos? —le pregunto.

—Al palacio.

Quiero saber por qué, pero recuerdo cuando Quint me


reprendió: «Es el rey. No debe decir por qué».

En cuanto llegamos, imagino que me tirarán al suelo


como la noche en que me detuvieron en el pasillo de los
criados, pero para mi sorpresa me llevan a mi habitación,
donde espera una Jossalyn de ojos adormilados para
prepararme un baño. Thorin se queda junto a mi puerta;
para comprobar que obedezco, supongo.

Jossalyn me ignora y me analiza la cara, y luego la


ropa, y frunce el ceño.

—¿Dónde está herida?

—No estoy herida. —Trago saliva—. No es mi sangre.

La muchacha mira hacia el guardia antes de asentir en


mi dirección.
—Entonces…, quitémosle esas ropas, señorita.

Me da la sensación de que llevo días sin dormir, así


que, cuando Jossalyn me frota la piel, se lo permito.
Ojalá hubiera comida aquí, porque el odre de agua ha
despertado mi apetito con furia, pero no hay. Jossalyn
me seca el pelo bruscamente con una toalla y me lo
peina, aún mojado, para formar una trenza complicada
que no he sido capaz de imitar. No sé qué hacer. No sé
qué decir.

¿Qué ha pasado entre el rey y Corrick? ¿El rey lo ha


torturado? ¿Me va a torturar a mí? No sé a quién
preguntárselo. No sé cómo preguntarlo. Ojalá pudiera
hablar con Quint, pero no lo he visto desde la noche en
que me ayudó a llegar hasta los aposentos de Corrick.
Estoy cansada y hambrienta, pero al cabo de menos de
treinta minutos llevo un vestido real azul y me escoltan
hacia la sala donde Corrick y yo vimos arder el presidio
mientras los cónsules discutían y los mensajeros y los
guardias iban y venían.

Esta noche, no hay nadie más que el rey Harristan.


Está de pie junto a los ventanales, recortado contra el
cielo estrellado. En la mesa del centro de la estancia hay
comida, y deben de haberla preparado hace poco,
porque todo echa humo. Aves asadas y hortalizas, pastas
espolvoreadas con azúcar, rebanadas de pan
acompañadas de tarros de mermelada y de miel. Hay
incluso un pequeño cuenco con pétalos de ores de luna,
una cantidad más que su ciente para media docena de
personas, además de un mortero y una tetera humeante.
Ya han servido un plato y la cubertería aguarda lista al
lado de copas llenas de agua y de vino.

Se me hace la boca agua casi de inmediato, y debo


tragar saliva y apoyarme las manos sobre la barriga. No
sé si es la falta de comida o la presencia de los manjares
en la sala, pero lo cierto es que me noto mareada.

Detrás de mí la puerta se cierra de golpe, y me


sobresalto. Para mi sorpresa, estoy a solas con el rey
Harristan.

Me observa desde la otra punta de la estancia, pero no


vacila.

—Siéntate —me indica. Aunque no hay calidez en su


tono, no resulta descortés—. Come.

Barro la habitación con la mirada, como si hubiera


alguna trampa escondida, pero solo estamos él y yo. Ni
siquiera hay un guardia ni un lacayo. El rey no se aleja
de la ventana.

Me siento ante la mesa y agarro el tenedor.

A lo mejor otras personas tengan una mayor fuerza de


voluntad, pero yo no. Me muero de hambre. Me meto en
la boca una cantidad de carne poco decorosa. A
continuación, medio rollito de hojaldre, seguido
enseguida del otro medio. Pincho hortalizas con el
tenedor hasta que ya no caben más.

Cuando se acerca a la mesa, me apresuro a soltar el


tenedor y me limpio los labios antes de obligarme a
levantarme.
Harristan alza una mano.

—Siéntate —dice. Se dirige hacia la silla que hay


delante de mí y me señala el plato con una mano—.
Continúa.

No puedo. Ahora no.

Debe de querer algo de mí.

—¿Qué le ha hecho a Corrick? —pregunto, y mi voz


suena tan endeble y asustada que quiero empezar de
nuevo.

Sin embargo, el rey parpadea, sorprendido.

—¿A Corrick?

Para mi desgracia, se me llenan los ojos de lágrimas,


que me emborronan la visión con un temor que
rápidamente se transforma en rabia.

—Me dijo que usted lo acusó de traición y sé…

—Tessa.

— … dónde nos encontró, pero no es un traidor. No es


un contrabandista. —Debería detenerme, debería cerrar
el pico, pero ahora que he empezado a hablar y a llorar,
las palabras surgen de mi boca por iniciativa propia—.
Corrick no es malvado. Está…

—Tessa.

— … intentando protegerlo, pero usted tiene que saber


que lo está destrozando. Y ahora… ¿qué? ¿Qué le ha
hecho? ¿Lo está torturando? ¿Le va a…?
—Basta. —Su voz a lada es como una bofetada—. No
voy a permitir que me acuses.

Me quedo inmóvil. Sus ojos son fríos y duros. Mis


manos aferran los cubiertos con fuerza. Le tengo miedo a
él y estoy enfadada con él y esperanzada y preocupada y
con un montón de sentimientos quebrados que me dejan
un tenso nudo en el estómago.

—No está aquí —susurro—. Yo sí. ¿Qué le ha hecho?


—Mi voz tiembla con las últimas palabras—. ¿Qué le ha
hecho?

Se me queda mirando durante unos instantes, y


entonces suspira y se recuesta en el respaldo. Se pasa
una mano por la cara.

—Dios, Tessa. Es mi hermano.

Al hablar, en estos instantes el rey se parece tanto a


Corrick que me quedo de piedra y olvido mis lágrimas.
Lo dice como si eso lo resumiera todo, y en cierto modo
así es. Recuerdo la noche en que viajé en carruaje con
Corrick, cuando exigí saber por qué no abandonaba esta
vida si tanto la detestaba.

«No podía abandonar a mi hermano».

—No le he hecho daño —prosigue Harristan—. No se


lo haría aunque se lo mereciera, y es probable que se lo
merezca. —Hace una pausa—. Me he ofrecido a sacarlo
del presidio, pero se ha negado. Cuando Thorin te ha
traído hasta aquí, le he mandado comida y cosas a
Corrick.
—¿Se ha… negado? —Frunzo el ceño.

—Dice que el cónsul Sallister no aceptaría su


liberación. —Se detiene—. Y no anda desencaminado.

Vuelvo a contemplar mi plato. Lo peor de todo es que


me imagino perfectamente a Corrick diciendo eso. Se
quedó tumbado en la cama y me dejó coserle la herida
de la ceja para escuchar más información. Por supuesto
que preferiría una celda fría antes que hacer rabiar a un
cónsul que podría poner en peligro a todo el país.

—No me ha dicho gran cosa —comenta Harristan,


precavido—. Pero te he traído aquí con la esperanza de
que tú sí.

Levanto la vista y lo miro a los ojos.

—¿De que yo sí qué?

—De que me cuentes lo que ha estado haciendo.

Se me paraliza todo el cuerpo. Esta es la trampa.

Harristan me observa con atención.

—No te pido que lo traiciones.

Aparto la mirada.

—Hay muy poca gente de la que me fíe —asegura—.


Pero Corrick es uno. Él se fía de ti. Para mí eso es
importantísimo.

No sé qué decir. Sigue pareciéndome una traición.

Harristan se inclina sobre la mesa. Su tono es


suplicante.
—Tú misma acabas de decir que tengo que saber que
esto lo está destrozando. No lo sé. Debería saberlo. —
Hace una pausa—. Ayúdame a saberlo.

Lo dice en serio. Lo percibo en cada una de sus


palabras. Corrick no quiere ser cruel. Este hombre
tampoco.

Una lágrima se precipita de mi ojo, pero esta vez no


hay rabia tras ella. Solo pesar. Ay, Corrick. No sé cuál es
la decisión correcta.

—Si se esfuerza tanto en protegerme —añade


Harristan—, quizá yo debería tener la oportunidad de
hacer lo mismo por él.

Su comentario me golpea como si fuera una echa.


Clavo los ojos en los suyos.

—Yo solo puedo contarle la mitad —digo con voz


bronca e insegura.

—¿La mitad?

—Mi mitad —asiento—. Si quiere conocer toda la


historia… —Respiro hondo y espero no estar tomando la
decisión equivocada—. Pues entonces debe pedirle a
Quint que venga.
CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

Corrick
E n cuestión de una hora, en mi celda hay un colchón,
sábanas gruesas y no una, sino dos sillas. También
me han traído una muda limpia, así que ya no es
necesario que siga llevando esta lana raída manchada
con mi propia sangre. En un rincón me han dejado una
cesta con botellas de agua y de vino, además de cuñas de
queso, manzanas con miel y peras en el punto de
maduración justo, hogazas de pan que todavía están
calientes del horno y carne en salazón; más comida de la
que podría zamparme en una semana. Seguro que las
ratas se pegarán un buen banquete con la mayoría de los
alimentos antes que yo, pero agradezco el detalle de mi
hermano. Probablemente sea más de lo que merezco.

También estoy relativamente acompañado por Rocco,


que permanece en las sombras del pasillo, apoyado en la
pared que se alza justo enfrente de mis barrotes.

No sé si debería estar aliviado por que Harristan haya


sacado a Tessa de aquí… o preocupado. Es obvio que
espera interrogarla para enterarse de lo que he estado
haciendo.

Debería interrogar a Arella y a Roydan. Debería


encerrarlos en sus aposentos y leer todos los mensajes
que mandaran. Debería organizar una reunión con los
cónsules para que se exigieran cosas unos a otros.
Sigo pensando en la petición de Jonas para un puente
en Artis, la que Harristan denegó. Jonas odia a
Allisander, así que me lo imagino atacando a las
caravanas de provisiones por principios, pero no cuenta
con dinero a espuertas. Artis lo pasa mal si la ebre
campa a sus anchas entre los estibadores. La mayoría de
ese sector depende de quienes trabajan junto al agua.

Arella hizo una solicitud unas horas más tarde, no


obstante. También redactó una petición formal de
indulto para los prisioneros antes de la ejecución que no
llegó a tener lugar. No sé por qué Roydan y ella iban a
querer detener las caravanas de provisiones de
Allisander, pero su necesidad de conseguir más dinero
se explicaría si resulta que está pagando a gente
corriente. Solar y la Región del Pesar lindan con Tierras
del Tratante, y el cónsul de ese sector fue el responsable
del asesinato de mis padres. Roydan y Arella han
suavizado sus fronteras para compensar la falta de
cónsul en Tierras del Tratante. ¿También se han puesto
en nuestra contra? ¿Hay algo en ese sector que despierte
insatisfacción hacia la corona? No lo sé.

Asimismo, la chica que colabora con los rebeldes


comentó que los explosivos procedían de Tierras del
Tratante.

Ojalá me encontrara en el palacio. Ojalá tuviera mis


informes y un mapa. Ojalá tuviera a Quint aquí; no
dejaría de soltarme chismorreos, pero lo sabe todo de
todo el mundo.
A quien tengo, en cambio, es a Rocco.

Cojeo hasta los barrotes y le ofrezco una manzana.

—¿Un tratado de paz?

—¿Estamos en guerra, alteza? —No se mueve de su


sitio junto a la pared.

—Eres un espía de mi hermano. Dímelo tú.

—Yo no soy un espía de nadie. —Me mira de forma


impasible—. El rey hace preguntas y yo se las respondo.

No debería irritarme. Conozco a todos los guardias de


mi hermano y sé a quién le deben lealtad. Es que es la
primera vez que me encuentro enfrente de ellos. Le
lanzo la manzana.

—¿Responderías a las mías?

—Sin duda. —Atrapa la manzana sin problemas.

—¿Qué órdenes te han dado?

—Que debo asegurarme de que no le hagan daño.

—Los guardias del presidio no me harán daño.

—Será una noche tranquila para mí, pues.

—¿Arella y Roydan siguen en el palacio? —digo—.


¿Hoy han vuelto a reunirse en secreto?

—No lo sé. —Arruga el ceño—. No he empezado mi


turno hasta que ha anochecido, y he estado desde
entonces con el rey. Solo se ha reunido con el cónsul
Sallister.

—¿De qué han hablado?


—No estoy al tanto de su conversación.

Le lanzo una mirada. Me la devuelve, y después da un


mordisco a la manzana.

Suspiro y apoyo la frente en los barrotes. No sé qué


estoy haciendo. Como cuando Tessa me cosía la herida
de la ceja, anhelo obtener información, y no sé qué
puedo hacer con la que consiga. Antes, me esperaba la
muerte, y ahora me espera… ¿qué? ¿Una eternidad en el
presidio? Harristan no me va a sacar de aquí hasta que
no descubramos quién está verdaderamente detrás de
los ataques. Aun entonces, ya se habrá corrido mucho la
voz. Me encontraron con los rebeldes. No importa lo que
me estuvieran haciendo: solo importa que Harristan
envió al ejército a buscarme, y que dio conmigo en la
Selva.

Veo luces en las escaleras y oigo voces de hombres. Me


pregunto si acaso ha regresado mi hermano, o puede que
sea Tessa, pero en ese momento veo a Allisander doblar
la esquina.

Me aparto de los barrotes de inmediato, pero no hay a


dónde ir. Ese es el problema de una celda.

Allisander se detiene delante de mí, a pocos dedos de


los barrotes. Se cubre la cara con un pañuelo, como de
costumbre.

—Tenía que verlo con mis propios ojos —dice.

Por primera vez en mi vida, no hago amago de


esconder mi animadversión hacia él.
—Allisander, creía que habías aprendido la lección de
no ponerte tan cerca de los barrotes.

—Creía que tú habías aprendido la lección de no


contrabandear. —No se mueve.

—No soy un contrabandista.

—Tus nuevos aposentos sugieren lo contrario. —Sus


ojos recorren las paredes.

—¿Qué quieres?

—Le has robado a tu pueblo, Corrick, mientras lo


castigabas por hacer lo mismo que tú. Quiero que tu
hermano dé ejemplo contigo.

—No estoy detrás de los asaltos a tus caravanas de


provisiones.

—Da igual si lo estás o si no. Los habitantes de


Kandala deben presenciar una demostración de fuerza.
Deben ver que el rey no va a soportar una insurrección,
y todos sabemos que Harristan no va a hacerte nada a ti.
Hay que hacer algo, y es evidente que tu hermano y tú
ya no sois quienes deberíais hacerlo. —Se detiene
durante un largo y rabioso segundo—. Muchos de los
cónsules están de acuerdo. —Chasquea la lengua, burlón
—. Quizá deberíais haberle concedido a Jonas los fondos
para el puente.

Una helada punzada de temor me recorre la columna.


Tengo que hablar con mi hermano. Me he pasado mucho
tiempo preocupado por una rebelión de los sectores,
cuando debería haber prestado atención a lo que ocurría
con los cónsules. Pienso en Arella y en Roydan, y no me
puedo creer que mis opciones sean unirme a ellos o
unirme a este hombre.

—No todos los cónsules.

—Los su cientes. Y tenemos su ciente fuerza para


hacer lo que consideremos necesario.

—No muchas personas serían lo bastante valientes


como para admitir una traición delante de mis guardias,
Allisander. —Lo fulmino con la mirada.

—¿Traición? Kandala está al borde de una revolución.


Las élites se despertaron hace dos noches con
explosiones en las calles. Los rebeldes han formado
bandas en la Selva. Se ha descubierto que el justicia del
rey es un hipócrita traidor, y el mismísimo rey esconde
una tos que día tras día empeora. Nadie está a salvo.
Proteger a nuestro pueblo no es ninguna traición. —Se
coloca justo delante de los barrotes—. Sobre todo cuando
es obvio que tu hermano y tú ya no lo podéis proteger.

Le asesto un puñetazo en la cara.

Se tambalea hacia atrás y la sangre empieza a manar


libre de su nariz.

—¡Guardias! —grita—. ¡Guardias, castigadlo!

Los guardias no se mueven. Ni siquiera miran hacia


nosotros.

Junto a los barrotes, exiono los dedos.

—No parece que ahora mismo estén demasiado


dispuestos a ayudarte.

Allisander se limpia la sangre de la cara y se abalanza


hacia delante con las manos apretadas en sendos puños.

Rocco lo agarra desde detrás.

—Cónsul. Manténgase a cierta distancia.

Allisander me fulmina con la mirada. En la mejilla


tiene un rastro de sangre.

—Está bien. Suéltame.

Rocco me mira.

Niego con la cabeza.

—Enciérralo en una celda —digo fríamente—. Está


conspirando en contra del trono.

Allisander se revuelve contra el guardia. La nariz


empieza a sangrarle de nuevo.

—No te servirá de nada. Te veremos colgar de una


soga, Corrick —espeta—. Lo haré yo mismo…

Rocco lo empuja hacia una celda y otro de los guardias


del presidio cierra la puerta.

—¿Sabéis quién soy? —chilla—. Acabaréis colgados de


una soga. Este hombre ya no tiene ningún poder. Es un
delincuente…

Lo ignoro.

—Rocco —me apresuro a llamarlo—. Es necesario que


vuelvas al palacio. Es necesario que le digas a Harristan
lo que has oído. No debemos arnos de los cónsules. No
sé qué es lo que pretenden, pero debes regresar de
inmediato.

Rocco permanece delante de mi celda.

—Me han ordenado que lo mantuviera sano y salvo.

Suelto una maldición y golpeo los barrotes, que


repiquetean con un sonido metálico ensordecedor.

—¡A la mierda lo que te han ordenado! ¡Tienes que


proteger al rey!

—Sí, alteza. Lo haré. —Mira hacia uno de los guardias


del presidio—. Abre la puerta.

—¿Cómo? —susurro.

—¿Qué? —exclama Allisander, que no está


precisamente en silencio—. ¿Qué hacéis?

El guardia mete una llave en el cerrojo, y observo a


Rocco.

—¿Qué haces?

—Volver al palacio, como me ha pedido, pero usted


debe venir conmigo. —El cerrojo cede, y la puerta se
abre de par en par.

—Vais a morir por esto —dice Allisander—. Es un


traidor.

Contemplo a Rocco como si se tratara de una trampa.

—Su majestad me dijo que me asegurara de que nadie


le hacía daño a usted —me informa—. Alteza, en ningún
momento me dijo dónde.
CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

Tessa
E l rey es un público intimidante, aunque tenga a
Quint a mi lado. No me ayuda que el intendente del
palacio muestre los mismos nervios que siento yo. Al
principio hablo con voz vacilante y el crepitar del fuego
enfatiza mis palabras, pero el rey Harristan no dice nada
cuando le cuento de nuevo la historia de mis padres,
cómo fueron asesinados por la patrulla nocturna… y que
Corrick evitó que a mí me ocurriera lo mismo que a
ellos. Le cuento lo del taller, y la gente a la que
ayudamos, y que yo no sabía quién era el príncipe
Corrick de verdad hasta la noche en que me detuvieron
en el palacio.

El rey lo escucha todo con paciencia. Cuando


nalmente guardo silencio, toma la palabra.

—¿Cómo acabasteis en la zona de los rebeldes?

—El cónsul Sallister amenazaba con retener las


medicinas si Corrick no ponía n a los ataques que
sufrían sus caravanas de provisiones. —Trago saliva—.
Oímos rumores sobre los benefactores, y se me ocurrió…
—Se me seca la boca—. Se me ocurrió que la gente a lo
mejor hablaría con nosotros si volvíamos a disfrazarnos
de forajidos.

Asimila mi respuesta durante unos segundos.

—Y ¿cómo lograsteis salir del palacio sin que os


vieran?

Mis ojos se desplazan hacia Quint sin que pueda


evitarlo.

El rey sigue mi mirada.

Quint toma aire como si fuera a darle la vuelta a la


situación, pero el rey Harristan lo observa obstinado, y
acaba suspirando.

—Yo los ayudé.

—Y no es la primera vez, supongo —dice Harristan—.


Si no, Tessa no habría pedido que vinieras.

Quint me mira.

—No, majestad —con esa.

—Lo siento —susurro.

—No es momento de disculpas —tercia Harristan. Sus


ojos se clavan en Quint—. ¿Durante cuánto tiempo has
estado al corriente?

—Durante… años.

—Durante años —repite Harristan. Frunce el ceño—.


¿Por qué, Quint?

—Al principio…, bueno, pues porque el príncipe


Corrick es el justicia del rey. —Lo dice como si eso lo
explicara todo, y en cierto modo sí—. No servía de gran
ayuda si hacía la vista gorda durante sus misteriosas
ausencias por la mañana. Pero llegó un día en que no se
presentó a un desayuno con uno de los cónsules. Fui a
preguntar y sus guardias me aseguraron que no había
salido de sus aposentos. Cuando llamé a la puerta, me
hizo pasar, y lo vi… desencajado. Estaba sucio, con las
manos llenas de ampollas. Había visto morir a una niña.
Un bebé que tosía tan fuerte que no podía respirar.

—Me acuerdo —murmuro. Como si fuera hoy. La


madre había padecido las ebres durante todo el
embarazo, pero siguió tomándose los tés que le
llevábamos, y el bebé nació con una salud de hierro. Sin
embargo, al cabo de una semana contrajo las ebres, y la
pequeña sucumbió a las toses justo delante de nosotros.
Trago saliva con di cultad—. Estaba sucio porque ayudó
al padre a cavar una tumba.

—Sí —asiente Quint—. Me lo contó. Me lo contó todo.


—Mira hacia Harristan—. Estaba ayudando a su pueblo,
majestad. ¿Cómo va a ser eso traición?

La tensión de la estancia es potente.

Harristan se pasa una mano por la nuca.

—Me da mucha rabia que no me lo haya contado.

—No podía…

Harristan me silencia con una mirada.

—Lo sé —comenta—. Sé cuánto se arriesgó. —Observa


a Quint—. Deberías habérmelo dicho.

Quint no responde. No se le ve asustado. Se le ve


resignado.

—No resulta fácil decirte nada —le suelto al rey


mirándolo jamente.
—Tessa —jadea Quint.

—Y no me re ero solo a Quint —continúo—. Me


re ero a Corrick también. Dices que sabes cuánto se
arriesgó, pero lo dudo. Dejó que los rebeldes casi lo
mataran a golpes porque no quería que lo utilizaran para
chantajearte. Estaba dispuesto a sacri car la vida para
protegerte. No quiere ser cruel. No quiere matar a nadie.
Hace todo eso para evitar que debas hacerlo tú. Quiere
ser una persona honesta y quiere ser una persona justa y
quiere ser una mejor persona. No solo por ti. Por toda
Kandala. Y tú… Tú eres…

—Tessa.

No es Quint el que pronuncia mi nombre. Es Corrick.


Se encuentra junto a la puerta, con Rocco a la espalda.
Está un poco pálido, las heridas de su cara resaltan bajo
la luz arti cial del palacio. Se agarra al marco de la
puerta con una mano y sus nudillos están blancos allá
donde aferra la madera.

—Corrick —suspiro.

Cojea hasta la mesa y me levanto para ayudarlo, pero


se detiene a mi lado. Me roza la mano con la que no tiene
ninguna herida y entrelaza los dedos con los míos,
provocando que me dé un vuelco el corazón. Aunque
sus ojos están jos en el rey.

—Deberías interrogar a Arella y a Roydan, en lugar de


indagar en mis a ciones.

—¿Qué ha pasado? —Harristan mira a Corrick y luego


a Rocco—. ¿Por qué has venido?

—Allisander se ha presentado en mi celda. Dice que


tiene intención de obligarte a dar ejemplo conmigo, y
que él y los demás cónsules se alzarán contra ti. Asegura
que cuenta con la su ciente fuerza para lograrlo.

—Se ha vuelto demasiado atrevido. —La expresión del


rey se oscurece.

—Estoy de acuerdo. Por eso está encerrado en una


celda.

—¡Corrick! No deberías…

—Esto va más allá de ser atrevido, Harristan. Es una


revolución, y procede de todos los ancos. No sé con
quién colabora, pero ha mencionado un intento para
arrebatarte el poder. Los rebeldes de la Selva tienen
explosivos de Tierras del Tratante. No sabemos cómo
fueron capaces de conseguir entrar la su ciente cantidad
en el sector para atacar el presidio, y eso quiere decir que
podrían atentar contra cualquier otra zona del sector,
incluido el palacio. No sabemos qué cónsules se aliarán
con Sallister ni si nos apoyarán contra una revolución.

Mi mirada va del príncipe al rey.

—Me dijiste que el cónsul Sallister dispone de su


propio ejército.

—Exacto —asiente Harristan—. La consulesa Marpetta


también cuenta con una buena milicia para proteger
Crestascuas, pero Lissa siempre ha estado conforme con
el statu quo. —Observa a Quint—. ¿Qué cónsules están
en el palacio?

—Casi todos —contesta Quint—. Lissa Marpetta es la


única que ha regresado a su sector.

—La gente de Artis está sufriendo —intervengo—. No


me consta que haya una fuerza militar, y cuando trabajé
para la señora Solomon nos habríamos enterado.

—El cónsul quería dinero para un puente —dice


Corrick—. Allisander me ha dicho que deberíamos
habérselo dado. ¿Recuerdas cuando me dijiste que lo
único que importa son las apariencias? Te referías a
Allisander y a mí, pero ahora creo que los dos ngían
odiarse. Creo que Jonas colabora con él.

El rey lo mira a los ojos.

—Pero en ese caso… —Se interrumpe para echarse a


toser. Sus dedos aferran el extremo de la mesa.

Todos los hombres intercambian una mirada, y a


Harristan no se le escapa el detalle.

—Basta —le espeta a Corrick—. Ya te he dicho que no


necesito… —Vuelve a toser.

—Espera —digo. Voy a por la tetera y sirvo agua


caliente en una taza de porcelana, y luego le añado miel.
No tengo una balanza, pero pongo unos cuantos pétalos
en el mortero y los muelo. En cuanto veo los pétalos
contra la piedra, sin embargo, vacilo.

Harristan tose de nuevo.

—Tessa —me apremia Corrick.


—Un momento. Necesito pensar. —Levanto la vista y
examino la bandeja de comida. Esta vez no veo lirios del
valle, pero sí unas ramitas de tomillo en el borde de uno
de los platos.

Sacudo las hojas sobre el oscuro mantel de la mesa,


muelo el tomillo y lo meto en la taza junto a la miel.

—Toma —le digo a Harristan—. Bébetelo. —Acto


seguido, me concentro en los pétalos blancos.

—¿Qué haces? —se extraña Corrick.

—Los pétalos son diferentes. —Me apresuro a


repartirlos entre los presentes—. Fijaos —indico—. Esas
son claramente ores de luna. Esas otras…, no estoy
segura.

—Se parecen mucho —opina Quint. Hasta Rocco se


acerca a echar un vistazo.

—En la zona de los rebeldes había pétalos como estos


también —digo. Me da la sensación de que estoy a punto
de descubrir algo, pero todavía no he llegado a la
conclusión—. Son los que recibieron de los benefactores.

La expresión de Corrick es muy seria.

—O los que obtuvieron de los robos de los envíos. —


Hace una pausa—. Son casi idénticos, Tessa. Podría ser
un desarrollo anómalo o…

—¡No! Tú nunca fuiste el que molía y calculaba las


cantidades. Pero no ha habido ningún… ningún
desarrollo anómalo. —Me detengo—. Corrick, un día me
dijiste que nunca robabas al palacio. Tal vez… Tal vez…
—Mis pensamientos tropiezan y trastabillan mientras
intento encajar las piezas—. Necesito mis libros. Mi
padre solía registrar las nuevas hierbas que encontraba.

Harristan vuelve a toser, pero ya no tan fuerte.

—¿A qué te re eres?

—Aquí bebéis el elixir tres veces al día. Y si… —Mis


pensamientos se zarandean unos a otros—. ¿Y si alguien
se hubiera dado cuenta de que no era necesario tanto? Si
cuando eras pequeño enfermabas a menudo, quizá tú sí
que necesitas más cantidad para mantener a raya las
ebres, pero si alguien está alterando vuestras
provisiones… —Dejo que mi voz se vaya apagando.

—Despertad a los cónsules —exclama Harristan


duramente—. Debemos averiguar de qué envío
proceden estos pétalos. Debemos averiguar si el envío
fue contaminado o si alguien…

Un grito suena en el pasillo, y el rey se queda


paralizado. Otro grito, seguido de un crujido, y luego el
ruido de la madera al astillarse. Acto seguido, una mujer
chilla.

Harristan y Corrick intercambian una mirada. Rocco se


dirige hacia la puerta.

Una explosión sacude el palacio provocando que el


suelo tiemble y que la porcelana tintinee. Las luces
adoptan un brillo cegador antes de apagarse por
completo para sumir la estancia en una repentina
penumbra, con los únicos destellos del fuego de la
chimenea. En el pasillo se suceden los gritos y los
aullidos antes de que haya otra explosión, esta más
cerca, que estremece las ventanas.

—¡Guardias! —chilla un hombre, pero mis latidos


suenan tan fuertes en mis oídos que todo me llega
amortiguado. Apenas soy consciente de que una mano
se cierra sobre mi muñeca y me empuja entre las
sombras. En algún punto algo empieza a arder; hay un
aroma distinto al de la madera quemada y noto un
regusto amargo en la boca.

Otra explosión, y las ventanas se hacen añicos. Doy un


salto y me pongo a gritar.

Unas manos me agarran y tiran de mí.

—Tessa. —Es Corrick, que me habla con voz grave y


apremiante—. Tessa, tenemos que huir.

Y entonces oigo las voces, los gritos del pasillo.


Muchos son de miedo, de gente aterrorizada por las
explosiones.

Otros no.

—Buscad al rey —chilla un hombre. No sé por qué


estoy segura, pero sé que no es un guardia.

—Disparad a todo el que veáis —grita otro.

El humo inunda ya el pasillo y oigo cristales


rompiéndose. El grito de una mujer se interrumpe
abruptamente. Corrick me aprieta la mano, y lo sigo
hacia la oscuridad.
CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

Corrick
S abía que nos estallaría una revolución.

No esperaba que fuera tan pronto.

No esperaba que fuera desde todos los ancos.

En el sector resuenan las alarmas, pero no tengo idea


de si han atacado algo más que el palacio. Después de
los comentarios de Allisander, ni siquiera sé si este
ataque está causado por los rebeldes o por los cónsules.

Los pasillos están llenos de humo y a oscuras, pero


detecto movimiento y oigo los gritos y los
enfrentamientos. Contamos con la ventaja de la
invisibilidad, aunque ellos también. Con la espalda
apoyada en la pared, me dirijo hacia la derecha, lejos del
ruido. He perdido de vista a Rocco y a los guardias del
pasillo, pero Harristan y Quint están en algún punto más
adelante. Tessa me agarra fuerte la mano.

—Este guardia lleva el emblema del rey —exclama un


hombre—. Debe de estar cerca.

Me quedo paralizado. Los dedos de Tessa se hunden


en mi palma. No me atrevo a pronunciar el nombre de
Harristan.

Las voces callan, y sé que no es buena señal. Pretenden


utilizar la oscuridad en nuestra contra. El humo me hace
cosquillas en la garganta e intento respirar de forma
super cial.

Harristan se pone a toser.

—¡Por allí! —grita un hombre, y oigo el silbido de una


ballesta. La echa se clava en algo, pero no sé de qué se
trata. Un hombre suelta un aullido delante de mí.

Unos pasos en la oscuridad me informan de que un


enemigo se ha acercado, y me inclino hacia delante para
derribarlo. Un codo se clava en mis costillas, y mis
heridas previas me chillan sin parar. Nos caemos al
suelo, y soy consciente de que no voy a ser lo bastante
rápido para hacer nada que no sea morir.

Pero, en ese momento, el cuerpo se aleja de mí, y oigo


el inconfundible ruido de un lo adentrándose en la
carne, seguido por el golpe seco de un cuerpo al
desplomarse. Un hombre gime. Hay una refriega, y
ruedo por el suelo antes de que una bota se clave en mi
hombro. Algo, o alguien, se estampa contra la pared con
un chasquido espantoso.

Apoyo las manos en la pared mientras espero alguna


pista para saber qué acaba de pasar.

—¿Corrick? —La voz de Tessa surge de la oscuridad—.


Corrick.

Una palma me roza el hombro, y me aparto enseguida.


Ha sido un gesto demasiado rápido, y debo poner una
mano en el suelo. Inhalo una bocanada de humo y toso.

—¿Alteza? —Es Rocco. Su voz suena muy cerca, y veo


que es su espada la que me ha rescatado, su mano la que
me ha encontrado en la negrura.

—Estoy bien. ¿Y Harristan?

No responde, pero lo oigo toser fuerte.

—Tenemos que salir del pasillo —grita Quint, y su voz


suena más lejana.

Me apoyo en las rodillas y luego en la pared de nuevo.

—Id a mis aposentos —chillo. Mi habitación se


encuentra junto a la pared trasera del palacio, que espero
que no haya recibido tantos impactos como la parte
delantera. En un baúl tengo cuerdas para descender por
la ventana, pero no quiero gritarlo en plena oscuridad.

Gatear entre el humo parece llevarme una hora,


aunque no vuelvo a oír más gritos que perforen la
negrura. Cuando mi mano encuentra la familiar silueta
de un pomo, nos abalanzamos para atravesar la puerta.

Al principio no estoy del todo seguro de que sean mis


aposentos. Las luces de aquí están apagadas como las
del resto del palacio, y, aunque el humo no sea tan denso
como en el pasillo, en la estancia hay una especie de
neblina, y veo que en la chimenea arde un fuego. Los
ojos me escuecen, pero empiezan a adaptarse y diviso mi
mesita, mi cama, el alargado arcón junto a la pared.

Veo a Harristan, que ya no está tosiendo, aunque oigo


sus resuellos desde aquí. A Quint, que ha apoyado una
mano en la pared. A los guardias Rocco y Thorin, que ya
están colocando una cómoda delante de la puerta.

A Tessa, cuyos ojos están repletos de preguntas que no


puedo responder.

—¿Quién? —dice Harristan entre resoplidos.

—No lo sé —respondo con sinceridad. Miro hacia los


guardias—. ¿Vosotros?

—Eran hombres —contesta Thorin.

—Con ballestas —añade Quint, y en su voz percibo


una tensión que me obliga a mirar hacia él. La mano que
ha colocado sobre la pared está dejando una mancha
oscura, y lleva desabotonada la chaqueta, que deja al
descubierto una mancha que se extiende cerca de su
cintura.

—¡Quint! —exclamo, alarmado. Recuerdo el ruido de


la primera echa al clavarse en algo cuando tosía
Harristan.

—No es nada. —Me hace un gesto con la mano.

El pomo de la puerta se zarandea y Thorin y Rocco


intercambian una mirada justo antes de que algo muy
pesado se estampe contra la madera. La cómoda cede
medio dedo antes de que los dos guardias se apoyen en
ella.

—¿Podemos volver a salir por la ventana? —Tessa me


mira a los ojos.

Cojeo hasta la pared trasera y echo un vistazo hacia la


oscuridad. A lo lejos, el Arco del Martillo de Piedra
resplandece contra la noche, pero las tierras del palacio
están envueltas en la negrura más absoluta. Las alarmas
del sector son estruendosas e incesantes, y el humo llena
el aire dondequiera que mire.

La cuerda que Tessa y yo utilizamos para escapar sigue


enrollada en el suelo junto a la ventana, atada con un
nudo triple a la tubería que corre debajo del alféizar.

Un objeto pesado vuelve a estamparse contra la


puerta. La madera cruje y la cómoda se desliza por el
suelo. Rocco suelta una maldición.

—¿Podrás bajar? —Tessa está a mi lado.

—Sí —asiento, con ado. Pero… es probable que no.


Aunque fuera capaz de soportar la presión de la cuerda
alrededor de mi bota, mi hombro no va a poder sostener
mi peso. Eso sí, pre ero precipitarme por la ventana que
recibir una echa en la cara, una opción bastante
probable si no salimos de aquí.

Mi hermano también ha cruzado la habitación y tose


de nuevo mientras observa la oscuridad conmigo. A
continuación, inhala una honda bocanada de aire
nocturno.

—Harristan, ¿recuerdas cómo trepar…?

—Fui yo quien te enseñó a ti, Cory —jadea. Agarra la


cuerda con ambas manos.

—Uno de nosotros debería ir primero, majestad —


exclama Rocco. La madera se astilla cuando los rebeldes
vuelven a golpear la puerta.

—Pues deprisa —digo. Me dirijo hacia la cómoda y


apoyo el hombro. No sé cuántos hombres hay al otro
lado, pero debe de haber media docena—. Ve, Thorin.
—¡No! —grita Harristan.

—Tú eres el rey —protesto—. Vete. Sal de aquí.

Thorin desaparece por la ventana, seguido enseguida


por mi hermano. Tessa y Quint están frente a la ventana.

—Idos —les digo. Otro golpe en la puerta. Esta vez por


la rendija han metido paños incendiados, que aterrizan
sobre la cómoda y la prenden casi de inmediato.

—No —chilla Quint—. Corrick, eres el…

—¡Vete! —le grito. El tobillo herido sigue amenazando


con ceder, y debo recolocar el hombro contra la cómoda.
Presiento que las llamas están cerca, y me da miedo ver
cuán cerca. Aprieto los dientes para no sentir el dolor ni
el calor—. Vete ya, Quint. Vete, Tessa.

Los rebeldes atacan la puerta de nuevo. Más madera se


astilla. La pared ha empezado a arder detrás de mí. Oigo
gritos.

Quint y Tessa saltan por la ventana.

Miro hacia Rocco, recostado contra la cómoda igual


que yo. El sudor le empapa el pelo y le gotea por las
mejillas.

—Corra, alteza —dice—. Le conseguiré algo de


tiempo.

—Ve tú —resoplo mientras intento sujetar con fuerza


el mueble, que empieza a desplazarse por el suelo—.
Síguelos. Harristan va a necesitar otro guardia.

Me fulmina con la mirada, pero antes de que diga nada


añado:

—Es una orden, Rocco.

—No puedo dejarlo aquí.

—Bueno, no puedo correr. —Suelto una hueca


risotada. La cómoda cede otro dedo y me quedo sin
aliento—. Y no puedo trepar. —Un dedo más, y apoyo la
frente en el cajón superior. La estancia se está llenando
de humo, y sé que no voy a poder defender la puerta
mucho más—. Por favor, Rocco.

—Muy bien, alteza.

Suelta la cómoda, que se desliza casi un palmo, y


empiezo a chillar. No tenía ni idea de que el guardia de
mi hermano estuviera haciendo tanta fuerza. Al otro
lado de la puerta, los hombres gritan victoriosos. No voy
a poder aguantar mucho más así, pero dará lo mismo,
porque van a entrar por la abertura.

Debería haberle dicho a Rocco que me dejara un arma.

Aunque, bueno, quizá cuanto más rápido mejor.

Un brazo pasa por debajo del mío y me aleja de la


cómoda. Me levanta y me arrastra hacia atrás. Doy un
traspié antes de darme cuenta de que es Rocco quien
lleva mi peso, casi en volandas por la habitación.

—Te he dicho que te fueras —le digo.

—Ya me ejecutará luego. —Se aferra a la cuerda—.


¿Puede sujetarse a mí?

La puerta estalla hacia dentro. Rocco no espera a que le


responda y nos balanceamos sobre la cuerda; durante
unos aterradores segundos, el mundo da vueltas
ferozmente y el arco llameante gira sin parar ante mí. La
cuerda me rasguña los dedos y me agarro con la mano
buena para intentar sostener una parte de mi propio
peso, pero estamos descendiendo demasiado rápido. Las
piernas de Rocco golpean la pared del palacio al bajar
haciendo rápel.

Oigo el silbido antes de identi car el ruido, y en la


oscuridad inferior Tessa suelta un grito. Un hombre está
asomado a la ventana con una ballesta.

—¡Corre! —grito—. ¡Tessa, corre! —Debería haberse


ido con Harristan. No debería estar aquí.

La cuerda se mece, y Rocco maldice por lo bajo. Nos


chocamos contra la pared de nuevo.

Y entonces la cuerda cede por completo.

Nos estrellamos en el suelo. El dolor es espectacular.


Intento rodar, como si así en cierto modo fuera a dolerme
menos, pero no lo consigo.

—Corrick. —La voz de Tessa, baja y desesperada, me


habla al oído—. Corrick, tienes que levantarte.

Otro silbido. Noto el vuelo de una echa cerca de mi


cabeza, pero no me puedo mover. Oigo una ballesta muy
cerca y me encojo de dolor, pero parpadeo y veo que se
trata de Thorin y de Rocco, que se de enden a su vez.
Los hombres de la ventana están discutiendo y
gritándose para saber quién ha cortado la cuerda.
En ese momento, alguien vuelve a alzarme. Alguien
me ha pasado un brazo por debajo de la axila. Mi visión
se llena de puntitos y de luces resplandecientes. En una
docena de ventanas de la pared trasera del palacio han
estallado llamaradas. Las alarmas siguen tronando, y
quiero tumbarme. No sé quién me transporta, pero si es
Rocco voy a tener que dejar de odiarlo.

Y entonces oigo la voz de Harristan en mi oído, bronca


y sibilante.

—A ver quién llega primero a la puerta.

Es una broma de cuando éramos niños. Su voz baja


está tan cerca que tiene que ser él el que me está
arrastrando. Parpadeo. Su rostro está tiznado de hollín,
pero sus ojos están oscuros por la preocupación.

—Esta vez vas a ganar tú —le digo.

—Venga, Cory —insiste, y da un paso adelante


mientras sostiene mi peso y jadea por el esfuerzo—. Será
un empate.
CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

Tessa
E l taller siempre fue diminuto para Wes y para mí.
Siendo cuatro, está hasta los topes. Es arriesgado
después de que los rebeldes nos encontraran aquí la
última vez, pero estamos fuera del sector, y no sé dónde
ir si no. Los guardias vigilan el exterior, Rocco junto a la
puerta y Thorin dando vueltas al perímetro. El rey no
quiere que nos arriesguemos a prender un fuego, pero
tenemos unas cuantas velas que Quint enciende sobre la
mesa, así que no estamos atrapados en una completa
oscuridad. Corrick está sentado erguido en una silla,
pero respira de forma super cial y se ha puesto un brazo
sobre la barriga como si le doliera todo. Me da la
impresión de que hace semanas que nos besamos en esta
casita, sus manos y su boca calentándome de la cabeza a
los pies, y solo ha pasado poco más de un día.

Las alarmas del sector no han dejado de sonar, pero


desde aquí no se oyen tan altas, y no me producen
temor, ya que la única persona por la que me
preocupaba está entre estas cuatro paredes.

Coloco un taburete bajo junto a la silla de Corrick y


tomo asiento a su lado.

—Todavía tengo unas cuantas hierbas aquí —digo


suavemente mientras le acaricio una mano—. Pero no
puedo preparar un té sin fuego.
Corrick niega con la cabeza, pero sus dedos se
entrelazan con los míos. Sus ojos siguen cerrados.

Harristan mira hacia la puerta, y luego por la ventana.


Se pasa una mano por la cara y contempla a su hermano
durante un buen rato.

—Debería habértelo contado —dice Corrick, como si


sintiera la mirada del rey. Habla con palabras lentas e
intensas—. Lo siento.

—Yo también —concede Quint. Está apoyado en la


pared del rincón.

Sé que no están pidiendo disculpas por sus acciones,


solo por haber guardado el secreto, pero yo no lamento
nada de lo que ha ocurrido. Volvería a hacerlo todo
igual, sin dudar. No podíamos ayudar a toda Kandala,
pero ayudamos a los que pudimos; y lo hicimos sin
hacerle daño a nadie.

—Bueno. —Harristan suspira—. Más allá lo que


hicierais, vosotros no habéis provocado esta revolución.

Corrick no responde, y me pregunto si se habrá


quedado dormido. Las sombras debajo de sus ojos
parecen más oscuras. Me ha dicho que no creía que se
hubiera roto el tobillo, pero no ha podido apoyarlo en el
suelo en la caminata hasta el taller, y ya había empapado
de sudor casi toda la ropa cuando los guardias lo han
ayudado a cruzar la puerta, así que sé que está más
herido de lo que da a entender.

Harristan también lo observa. Con otro suspiro, libera


los botones de la chaqueta y se la quita. Cubre a su
hermano con la prenda antes de retirarse para sentarse
junto a la chimenea. Guardamos silencio durante una
eternidad, un silencio que cae a plomo, espeso por la
preocupación. No sé cuánta gente había en el palacio ni
cuánta ha sido asesinada; tampoco cuánta ha logrado
escapar. Corrick ha dicho que la rebelión ha surgido
desde los dos bandos.

Me pregunto si Karri ha formado parte del ataque. O


Lochlan. O Earle. Todas las personas a las que llegamos a
ayudar.

Pienso en lo que le hicieron a Corrick, y el ataque al


palacio no parece muy distinto.

La mano de Corrick deja de apretar la mía, y miro su


rostro, alarmada, pero su respiración se ha vuelto más
profunda. Se ha dormido.

—Quint —murmura Harristan, interrumpiendo así


mis pensamientos.

—¿Majestad?

—Todavía estás sangrando.

—Ah. No es nada. —Pero la voz de Quint es más débil


de lo que recuerdo—. Es por el esfuerzo.

Harristan ya se ha levantado de la chimenea y se


detiene delante de Quint. El intendente del palacio
estaba con los brazos cruzados, pero ahora me doy
cuenta de que estaba apretándose una herida con la
mano.
—Quint —susurro. Debería haberme jado. Debería
haberlo visto. He estado muy concentrada en Corrick, y
ahora me embarga una oleada de culpabilidad—.
Tendrías que haber dicho algo.

—El príncipe Corrick estaba muchísimo más…

—Enséñamelo —dice Harristan, y como de costumbre


su tono no deja margen para la discusión.

Quint titubea antes de bajar los brazos y retirarse la


chaqueta. Todo el lado izquierdo de su camisa está
oscurecido por la sangre. El rey lo analiza durante unos
instantes, y luego se gira hacia mí.

—¿Tenéis útiles aquí?

—Nada para coser heridas —contesto—. Tengo


muselina para vendar. —Voy a buscar el rollo de tela que
utilicé para envolver el brazo de Corrick, además de las
tijeritas que nos servían para cortar bolsas de pétalos
secos de ores de luna.

—De verdad —insiste Quint—. No es más que un


rasguño…

—Siéntate —dice Harristan—. Quítate la chaqueta.

Quint se sienta. Obedece.

Espero que Harristan se aparte para que yo pueda


ocuparme de la herida, pero el rey se limita a tender una
mano para que le dé las cosas.

Tomo aire para decir que puedo hacerlo yo, pero luego
me lo pienso mejor y le entrego lo que me ha pedido.
Harristan desenrolla un largo pedazo de tela y lo corta a
la perfección.

Quint observa la escena. Acto seguido, me mira y


luego se vuelve hacia Harristan.

—Usted es el rey —empieza a decir—. Si me permite…

—Sé quién soy, Quint. —La voz de Harristan no es


impaciente como le he oído antes. Suena… pensativo.
Levanta el extremo de la camisa de Quint, y pongo una
mueca al verlo mejor. Una echa le ha hecho un tajo en
el abdomen, una herida de por lo menos medio palmo
de largo. No sé lo profunda que es, pero ha sangrado lo
su ciente para saber que no se va a curar si no la
cosemos. Es probable que tenga razón y que el esfuerzo
la haya empeorado.

Harristan enrolla la muselina para presionar la herida


con fuerza, y Quint suelta una exhalación. Pero el rey es
más rápido de lo que me esperaba, y rodea la cintura de
Quint en un santiamén jando la venda en su sitio. Sus
dedos se mueven veloces y seguros al dar una segunda
vuelta con la tela, antes de atarla con un nudo
impecable.

—Se te da muy bien —digo de corazón.

—De niño enfermaba muy a menudo. —Harristan me


mira a los ojos—. Me pasé muchísimo tiempo con los
médicos del palacio. —Se dirige ahora a Quint—.
Debería aguantar hasta que podamos tratar la herida
adecuadamente.
—Gracias, majestad. —La expresión de Quint pasa a
ser un fruncido.

—Gracias a ti. Esa echa iba dirigida a mí. —Harristan


lo dice como si tal cosa, y después se enrolla la muselina
restante en una mano y me mira—. ¿Quién más conoce
este lugar?

—El rebelde Lochlan —respondo—. Y los hombres que


vinieron con él.

—Y ¿qué es lo que quieren?

—No sé a qué te re eres. —Lo observo.

—Han atacado el palacio, Tessa. —Hace una pausa—.


¿Qué quieren de mí? ¿Quieren dinero? ¿Medicinas? ¿Un
indulto total?

Recuerdo a todas las personas que atacaron a Corrick.


Él estaba seguro de que lo utilizarían para chantajear a
Harristan, pero no fue así. Solo querían vengarse.

—No sé quiénes son los benefactores, pero la gente


solo… —Trago saliva—. La gente solo quiere dejar de
morir.

El rey aparta la mirada y, cuando al n habla, es en voz


baja.

—Yo también lo quiero.

Percibo la verdad que hay detrás de cada una de sus


palabras. La percibí desde el primer momento en que me
encontré delante de este hombre en el palacio. La he
visto en el modo en que ha vendado la herida de Quint.
Su hermano y él han pasado años haciendo lo que creían
necesario para sobrevivir, y en el proceso se han
destrozado a sí mismos.

—Corrick ha acusado a Arella y a Roydan —tercia


Quint.

—Sí. —El rey se pasa una mano por la mandíbula—.


Los ha acusado. Y, aunque me imagino a Arella tomando
una posición radical, no veo a Roydan aceptándola.
Pero, bueno, tampoco veía a los cónsules alzándose
claramente contra mí, y es obvio que lo han hecho. —
Niega con la cabeza—. No puedo quedarme aquí. No
pienso esconderme en las sombras mientras se incendia
el Sector Real.

—No puede regresar, majestad —dice Quint—. Es


demasiado peligroso.

—Creo que me he pasado demasiado tiempo dejando


que los demás hicieran lo que consideraran mejor. —
Harristan me mira a los ojos—. ¿Qué opinas tú? ¿En qué
lado estás?

—Yo también quiero que la gente deje de morir. —Le


sostengo la mirada.

—No puedo curar las ebres, Tessa. Lo haría si


pudiera. —Se detiene—. ¿Dónde te encontrarías en esta
revolución si mi hermano no te hubiera engañado?

Engañado. Tomo aire y pienso en la última


conversación que mantuve con Weston Lark. Mi voz
suena baja pero rme al hablar.
—Estaría prendiendo la mecha de los explosivos.

El rey sonríe, pero es una sonrisa mínima.

—Es mucho más fácil iniciar una guerra que ponerle


n. —Hace una pausa y sus ojos me repasan el cuerpo
para escrutarme con frialdad—. Los rebeldes torturaron
a Corrick, pero a ti no.

—¿Crees que he tenido algo que ver? —Lo fulmino con


la mirada.

—No. —Da un paso hacia mí, y sus ojos se vuelven tan


gélidos como pueden volverse los de Corrick—. Algún
día seguramente podremos mantener una conversación
que no termine en acusaciones —dice—. Me re ero a
que no te han hecho daño. —Hace una pausa—. No
con aban en el justicia del rey. Pero confían en la forajida
Tessa.

Me quedo sin aliento. Sí. Confían en mí. Recuerdo la


mano amable de Earle en mi brazo cuando Corrick le
suplicaba a Lochlan que acabara rápido con su vida.
Hasta el propio Lochlan fue más amable conmigo al
pedirle a uno de los hombres que me soltara las manos
después de que los convenciera para que dejaran de
pegarle a Corrick.

—¿Qué quieres decir? —susurro.

—Digo que una guerra civil va a matar a más gente


que las ebres. Estoy convencido de que mis soldados ya
han empezado a defenderse. Es probable que la gente
esté muriendo por las calles ahora mismo. De ambos
bandos. Si no restablezco el orden, la situación
trascenderá el Sector Real. —Se detiene—. Me he
plegado a las exigencias del cónsul Sallister durante
demasiado tiempo. Me he plegado a las exigencias de las
élites durante demasiado tiempo. Ahora voy a escuchar
a mi pueblo.

Lo miro a los ojos.

—No sé qué le puedo prometer a la gente —advierte


—. Los cambios nunca son inmediatos ni fáciles. Pero me
gustaría intentarlo. ¿Me ayudarás?

Se me ha secado la boca. Observo a Corrick, que está


dormido como un tronco. No sé qué responder. Puede
que los rebeldes no me odien, pero quizá a mí tampoco
me hagan caso. Tampoco estoy segura de arme del todo
de Harristan. A lo mejor quiere que su pueblo deje de
morir, pero tenemos ideas muy distintas de cómo
lograrlo. Sé que no va a poder chasquear los dedos y
cambiarlo todo, pero no soy tan ingenua como para
pensar que lo haría si pudiese.

Pienso en mi padre, que actuó desa ando al trono. ¿Él


lo haría? ¿O le decepcionaría que yo ahora no esté
corriendo por las calles con los rebeldes?

El rey Harristan me contempla, y sé con certeza que


interpreta todas las emociones que me atraviesan la cara.
Su expresión es más astuta y calculadora que nunca.

—Tal vez debería empezar preguntándote qué es lo


que quieres tú.
Me seco las palmas sudadas en las faldas.

—Quiero… —Mi voz vuelve a ser débil, y me aclaro la


garganta. Quiero que la gente deje de morir. Pero eso lo
queremos todos. Me tomo unos instantes y lo miro—.
Quiero indultos para los rebeldes. O… —Busco la
palabra adecuada—. O amnistía. Las dos cosas. —
Observo a Corrick de nuevo, dormido bajo la chaqueta
de su hermano. Debo armarme de valor para añadir—:
También para los que le hicieron daño a él.

El rostro de Harristan se endurece, y me apresuro a


seguir:

—No te van a escuchar si creen que los vas a ejecutar


por haberle hecho daño al justicia del rey.

—Muy bien —concede—. ¿Qué más?

No me puedo creer que esté negociando con el rey. No


sé qué más pedir. ¿Medicinas para todo el mundo? Sé
que eso escapa a su control. Y entonces se me ocurre
algo.

—Quiero que dejes que Corrick renuncie a ser el


justicia del rey —murmuro.

Al oírme, Harristan frunce el ceño.

—No le obligué a aceptar el papel. No está obligado a


ejercer como tal.

—Ya lo sé. Ya lo sé. —Respiro hondo—. Pero… —Mi


voz va perdiendo fuelle.

—Si me permiten —tercia Quint—, aun a riesgo de


interrumpir las negociaciones…

—Por favor —digo, justo cuando Harristan salta:

—No.

Me cruzo de brazos.

Harristan sonríe y, por primera vez, la sonrisa llega


hasta sus ojos. Me pregunto si sabe ocultar lo que siente
tan bien como Corrick.

—Adelante, Quint.

—El príncipe Corrick quizá no necesite su permiso —


dice Quint—, pero creo que sería muy importante para él
saber que lo tiene.

—De acuerdo —dice Harristan. Sus ojos no se separan


de los míos—. ¿Algo más?

Re exiono.

—No.

—¿Nada para ti? Lo que te he pedido no es una


nadería, Tessa.

Durante medio segundo, mis pensamientos dan


vueltas. Es el rey. Pero nunca he hecho nada de esto para
ganar dinero, y no quiero exigir una contrapartida
económica para acceder a ayudarlo a negociar la paz. En
ese momento, recuerdo a la señora Solomon y que me he
quedado sin empleo.

—Necesitaré un trabajo —digo—. Y un alojamiento.


No hace falta que sea…, que sea lujoso, claro. Pero
pensabas darme la oportunidad de ayudar a mejorar las
dosis. —Dudo y me pregunto si estaré pidiendo
demasiado—. Me gustaría tener esa oportunidad.
Cuando todo haya terminado.

—Hecho —responde. Acto seguido, se endereza—.


Quint, quédate con Corrick. Dejaré a Rocco a vuestra
disposición.

Quint se levanta con cara confundida.

—Pero, majestad…

—Estás herido, y él también. Si este lugar es tan


remoto como parece, aquí estaréis más seguros. —Me
mira a los ojos—. ¿Estás preparada para hacer de
intermediaria?

Noto cómo la sangre me abandona la cara. Habría sido


lo bastante valiente como para prender la mecha que
encendiera la llamarada. Por alguna razón, apagarla me
resulta mucho más aterrador.

Pero el rey me tiende la mano y, como Corrick, puedo


decidir qué voy a hacer.

Extiendo el brazo y se la estrecho.


CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

Tessa
M e había imaginado que treparía por las murallas o
que regresaría por el túnel con el rey, pero
Harristan escoge adentrarse en las profundidades de la
Selva en lugar de encaminarse hacia el Sector Real. Dice
que quiere ingresar en el sector por las puertas, para así
contar con más guardias a su espalda antes de entrar en
la contienda. Ha dejado la chaqueta con su hermano y se
ha quitado los anillos, y también ha cambiado la daga
engarzada en joyas que llevaba en el cinturón por el
puñal más sencillo de Quint. Thorin blande sus armas,
pero va en mangas de camisa porque Harristan no
quería que nadie viera el emblema real. En la oscuridad,
nadie lo conocerá. Con un poco de suerte, nadie nos
mirará un par de veces.

He recorrido estos caminos un millón de veces con


Corrick, pero andar junto a Harristan es totalmente
distinto. Los cuernos del sector han parado de sonar,
pero veo los focos que avanzan por la muralla a
intervalos regulares. No dejo de mirar hacia atrás al rey
como si fuera a desvanecerse, como si hasta este
momento todo hubiera sido un sueño. Una sombra de
barba ha empezado a cubrirle la mandíbula, y en cierto
modo lo hace parecer más joven y menos intimidatorio.
Al pensar en Lochlan y en algunos de los demás, no sé si
es buena señal. Cuanto más caminamos, más consciente
me vuelvo de su respiración, un resoplido que no es del
todo una tos, pero que suena como si necesitara toser.

—¿Necesitas descansar? —le pregunto con tiento, y


enseguida añado—: ¿Majestad?

—No. —Me mira a los ojos—. ¿Y tú?

Arrugo el ceño, pero sigo avanzando.

—Y no me llames así —dice—. Aquí, no.

—Claro. Lo siento.

—¿Qué nombre adoptaba mi hermano?

Me entran ganas de no decírselo, porque durante un


breve instante me preocupa que quiera llamarse igual, y
la personalidad secreta de Corrick es algo valioso que
solo me pertenece a mí. Pero es una estupidez y estoy
demasiado cansada para pensar en una buena mentira.

—Wes. Weston Lark.

—¿De verdad? —El rey se sobresalta y suelta una


suave carcajada—. Supongo que no debería
sorprenderme.

—¿Por qué?

—Porque así se llamaba cuando huíamos a la Selva de


pequeños. —Guarda silencio unos segundos,
probablemente recordando su infancia—. ¿Sabes que…?
Bueno, imagino que no. Weston y Lark eran los nombres
de los sabuesos de Padre.

—¿Se puso el nombre de dos perros? —Me echo a reír


aunque no quiera.
—Exacto.

—¿Cómo te llamabas tú?

—Sullivan, por el caballo más rápido del establo.


Corrick solía acortarlo y llamarme Sully.

El caballo más rápido del establo. Suerte que consigo


contenerme, porque me iba a burlar. Vaya par.

Esa idea, cuando me golpea, por algún motivo me


sorprende. Lo he visto una docena de veces desde que
me colé en el palacio, pero la cercanía que comparten
sigue siendo asombrosa. Es el rasgo más humano de los
dos. Es el rasgo más… amable de los dos.

—Dime en qué piensas —tercia Harristan, y le


respondo porque no lo ha verbalizado como si fuera una
orden.

—Estaba pensando en que el pueblo podría quererte


—murmuro—. Aunque enferme.

Me mira jamente y no responde.

Con las mejillas coloradas, mantengo la vista al frente.

—Estaba pensando en que no sois dos personas


horribles, en realidad no. Y él no es cruel. No sé qué
supuso para vosotros perder a vuestros padres, pero sé
qué supuso para mí perder a los míos. No me imagino
tener que… que gobernar un país después de eso.
Cuando mis padres murieron, odié a la patrulla
nocturna. ¿A quién odiabais vosotros? ¿A todos los del
palacio?
—Sí —contesta. Sus ojos ahora están en la sombra,
pero el recuerdo de la pérdida es casi palpable en el aire
nocturno—. Bueno. A casi todos.

A Corrick, no.

Alargo el brazo y le toco la mano para darle un


empático apretón. Es un acto re ejo, lo que le haría a
Corrick… o a cualquiera, de hecho.

Pero el rey me mira sorprendido, y lo suelto.

—Perdona, maj…, digo, Sully. Sullivan.

Trago saliva con di cultad.

El rey no dice nada. Thorin, que camina detrás de


nosotros, no dice nada.

Cuando mis padres murieron, yo tenía a Corrick. En


cierto modo, él tenía a Quint y luego me tuvo a mí.

Corrick le ocultó muchísimas cosas a su hermano. Para


protegerlo, sin duda, pero los secretos alzaron una
barrera entre ellos. Cuando sus padres murieron, me
pregunto a quién tenía Harristan. Me pregunto si tenía a
alguien.

En cuanto lo miro de nuevo, veo que sigue


contemplándome.

—Soy el rey —exclama—. No merezco darle lástima a


nadie.

—No me das lástima.

—Qué mal mientes, Tessa. —Niega con la cabeza y


mira hacia delante, pero se detiene tan en seco y tan de
repente que Thorin desenfunda una espada detrás de
nosotros.

Pero el rey se limita a observar. Hemos llegado al claro


que hay delante de las puertas. Está desierto…, lo cual
no es sorprendente siendo noche cerrada. Del interior
del sector, más lejos, oímos gritos y aullidos. Pero aquí
las puertas no se encuentran sobre sus goznes: están en
el suelo, tumbadas como dos moles de acero. El puesto
del vigía está vacío.

Los cuerpos que antes colgaban de las puertas han


desaparecido, y han sido sustituidos por unas sábanas
blancas gigantescas con una palabra pintada.

«Sublevación».

—Esperaba que hubiera guardias —dice el rey


Harristan. Se gira hacia Thorin—. Consejo.

El guardia no invierte ni un segundo de más en


re exionar.

—Podemos ir por calles laterales, aunque no sabemos


cuánto daño habrán hecho al sector. Quizá haya
saqueadores. —Hace una pausa—. No me gusta la idea
de ir a pie. Podríamos ir a buscar caballos a la caballeriza
Fosters, pero no queda lejos del palacio y sería
arriesgado si los rebeldes han llegado antes que
nosotros.

—No creo que los rebeldes vayan a por los caballos —


digo, y los dos se me quedan mirando—. En la Selva
poca gente sabe montar. Y en ninguna de las zonas
rebeldes en que he estado he visto indicios de caballos.
—Me detengo—. A mí no se me ocurriría conseguir un
caballo. Los de la Selva estamos acostumbrados a
hacerlo todo por nuestra cuenta. También caminar.

El rey asiente.

—Hacia la caballeriza Fosters, pues.


CAPÍTULO CUARENTA

Corrick
C uando me despierto, me late la cabeza tan fuerte
que me entran ganas de arrancármela. La boca me
sabe como si algo hubiera muerto dentro. Estoy
desorientado, mi visión está un poco borrosa, pero
reconozco las paredes del taller. Sobre la mesa hay tres
velitas encendidas, y cuando me incorporo veo que
Quint está medio dormido junto a la sombría chimenea.

Pero no hay nadie más.

—Quint —digo.

Se sobresalta y se yergue de inmediato, pero pone una


mueca como si le doliera algo y se lleva una mano al
costado.

—Corrick. Rocco nos ha traído agua del barril. Deja


que…

—¿Dónde está Tessa? ¿Y Harristan? —Parpadeo en su


dirección y procuro que mi cerebro se active—. ¿Qué ha
pasado? ¿Estás herido?

—Se han ido —me informa—. Tu hermano se ha ido a


negociar con los rebeldes.

Me lo quedo mirando. Me obligo a pestañear dos


veces.

—¿Sigo dormido o acabas de decir que mi hermano se


ha ido a negociar con los rebeldes?
—Tessa se ha marchado con él para ayudarlo.

Me llevo una mano a la cara.

—¿Que qué? —Mis pensamientos se niegan a


concentrarse—. ¿Nos ha dejado aquí solos?

—No, nos ha dejado con su guardia Rocco, que…

—¡Rocco! —lo llamo.

La puerta se abre casi de inmediato.

—¿Alteza?

—¿Sabes a dónde ha ido mi hermano?

—A intentar detener los ataques de los rebeldes.

—Lo que yo decía —rezonga Quint.

Debo frotarme los ojos. Al poco, por n veo bien al


guardia.

—Rocco, tenemos que volver al sector. Tenemos que


ayudarlo.

Durante un breve instante, creo que se va a negar. Es


miembro de la guardia personal de mi hermano, y jamás
hará nada que pueda molestar a Harristan. Pero quizá
esté tan preocupado por el rey como yo, porque
responde:

—Sí, alteza.

Me obligo a levantarme y la cabeza me da vueltas.


Debo agarrarme a la mesa.

Rocco se acerca para sujetarme.


—Siento mucho que no vayas a disfrutar de la noche
tranquila que esperabas. —Lo miro.

—No lo esperaba.

—Ah, mejor —digo—. Quint, ¿vienes con nosotros?


Vamos a tener que encontrar caballos.
CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

Tessa
N o estaba equivocada. La caballeriza está intacta.
Aquí las calles están desiertas, pero el olor a humo
espesa el aire. Veo un resplandor rojizo detrás de los
edi cios más cercanos. Los focos han dejado de moverse
por completo. Esperaba que la patrulla nocturna barriera
las calles, o que hubiera soldados, pero quizá se han
dirigido todos hacia el palacio. No hay nadie, ni siquiera
en los establos.

—La gente tiene miedo —dice Harristan cuando se lo


comento.

Es la gente más rica de Kandala, pero se esconde de los


más pobres. Todo este tiempo he creído que los que
vivían en este sector eran los más poderosos, pero a lo
mejor no es así. Todos tenemos poder.

No sé montar, pero Harristan pasa una pierna por


encima del lomo de un pequeño palafrén negro y me
levanta para que me siente detrás de él. No quiero hacer
nada que sea inapropiado, pero el rey espolea al caballo
y nos lanzamos hacia delante, así que le agarro la cintura
en un gesto automático.

—No dejaré que te caigas —me asegura, pero no es


ningún consuelo al ver que nos precipitamos por las
calles adoquinadas a una velocidad de vértigo. Levanto
la vista.
Thorin galopa delante y es casi invisible sobre su
caballo. Tal es la oscuridad. Solo llevo unos pocos días en
el palacio, pero ya casi me había olvidado de qué aspecto
ofrece el Sector Real en plena noche. Todo es de un
silencioso gris, sin colores. No estamos demasiado lejos
de las murallas, y tardo unos segundos en darme cuenta
de que no nos estamos dirigiendo hacia el palacio.

—¿A dónde vamos? —digo.

—Vamos a acercarnos al palacio desde el norte —


responde el rey—. Rodearemos el Círculo rumbo al
puesto militar. Es nuestra mejor opción para encontrar
guardias y soldados.

—¿Crees que te van a escuchar si te presentas


acompañado de un ejército?

—¿Crees que me van a escuchar si estoy muerto?

Quiero mostrarme en desacuerdo, pero no puedo.


Estaba en el palacio cuando atacaron. El rey y su
hermano quizá hayan cometido atrocidades, pero el
asalto al palacio no es mejor.

Pienso en todas las personas inocentes del palacio. La


gente invisible. La amable sonrisa de Jossalyn se ilumina
en mi cabeza, y se me entrecorta la respiración.

Sé que los rebeldes pelean para lograr un cambio, pero


ya tienen la atención de Harristan. Ahora es el momento
de construir un mejor camino. No… esto.

—No llores todavía —dice Harristan, pero su voz es


más prudente que amable—. Hemos llegado hasta aquí.
Me recuerda al tono jocoso de Corrick la noche en que
cenamos en el Círculo. «Si te pones a llorar, me veré
obligado a consolarte».

Los gritos se han intensi cado, y Harristan detiene al


caballo. Alarmada, levanto la vista, pero esta calle está
tan desierta como las demás.

Y entonces veo los cuerpos, y me quedo sin aire. Un


hombre y una mujer, desplomados en el umbral de una
casa. Por el aspecto de sus ropas, son ricos. La sangre ya
ha formado un charco sobre los adoquines. La mujer
abraza al hombre de tal manera que me hace pensar que
estaba intentando protegerlo… o salvarlo. Les han
rebanado el cuello.

Thorin mira hacia el rey y Harristan alza una mano y


hace un gesto circular. El guardia asiente y se dirige
hacia las sombras. La oscuridad enseguida lo engulle.

El rey no ha proferido ni un ruido, así que yo tampoco.


Seguro que oye mi temblorosa respiración, así como yo
oigo los regulares latidos de su corazón o cómo a sus
pulmones les cuesta tragar cada bocanada de aire.
Estamos tan quietos y callados que, cuando el caballo de
Thorin regresa trotando por una de las calles laterales,
doy un salto y suelto un gemidito, con lo cual nuestro
palafrén da un respingo y cabriola. Fiel a su palabra,
Harristan no pierde el control del animal, pero yo
redoblo el agarre con que me sujeto a su cintura.

—Los rebeldes han tomado el Círculo. —La voz de


Thorin es un susurro—. Han capturado a rehenes. Varios
de los cónsules y media docena de cortesanos y
consejeros. El ejército no puede acercarse.

—¿Cómo de enden el espacio? —se interesa


Harristan.

—El fuego los rodea. Tienen pequeñas armas que


parecen explotar con trozos de metal y cristales cuando
las lanzan. Las bajas son numerosas.

Cierro los ojos y procuro tragar saliva.

Sé lo que he dicho acerca de prender la mecha de los


explosivos, pero ojalá pudiera retirarlo.

Quiero volver a la Selva. Quiero volver con Corrick.

Quiero que volvamos a ser Wes y Tessa.

Pero todo el mundo estaba enfermo. La gente moría.


Todo parecía estar mal.

Esta situación no es mejor.

Respiro hondo y enderezo la espalda.

—Paremos esto —le murmuro al rey.

—Vamos. —Se aferra al caballo y echamos a galopar.

Oír hablar a Thorin sobre la carnicería era radicalmente


distinto a verlo con mis propios ojos. Los cuerpos se
acumulan en el suelo a medida que nos acercamos al
Círculo. Las llamas son gigantescas y llenan el aire de luz
y de humo. Los rebeldes no dejan de avivarlas, con lo
cual el fuego escupe chispas al aire nocturno. Las
lámparas que tan bonitas me parecieron cuando Corrick
y yo cenamos allí están encendidas, y proyectan colores
estridentes sobre los rostros de los rebeldes subidos a la
plataforma. Hay cientos de ellos.

En el extremo de la tarima, hay dos docenas de


personas de rodillas. Muchas están heridas o sangrando.

Todas ellas están atadas y tienen una espada o la punta


de una ballesta apoyada en el cuello.

Es una macabra recreación de la ejecución que Corrick


esperaba llevar a cabo.

Cientos de soldados aguardan fuera del alcance de los


explosivos.

—Nos vais a traer al rey —grita uno de los rebeldes.


Lanza algo que resplandece bajo el fuego pero que
explota cuando se estrella en el suelo, y que provoca una
lluvia de cristales y de acero llameante. Los soldados que
están más cerca a ellos retroceden.

—¡Al rey y a su hermano! —chilla una mujer.

Harristan guía al caballo bien lejos de las llamaradas.


En cuanto los soldados reparan en nuestra presencia,
una docena de ballestas se dirigen hacia nosotros.

—Quietos —les dice Thorin, y no habla en voz alta,


pero lo su ciente para evitar que alguien apriete el
gatillo—. Estáis en presencia del rey.

Las armas bajan de inmediato. Los soldados nos miran


y luego contemplan las llamas.
—Empezaremos matando a los cónsules —grita el
rebelde, y me doy cuenta de que parece Lochlan—. Nos
vais a traer al rey.

—Si empezáis a matar a los cónsules —brama un


soldado—, nos quedaremos sin motivos para no atacar.

—¡Traednos al rey! —chilla otro rebelde—. ¡Traednos


al rey!

Enseguida todos entonan el cántico. Más explosivos


vuelan por los aires.

Un soldado da un paso hacia nosotros.

—Majestad —dice—. Permítanos que lo llevemos a un


lugar seguro. Pretenden matarlo.

—No lo han ocultado en ningún momento. —


Harristan pasa una pierna por encima del cuello del
caballo y baja al suelo—. Traedme una armadura. —Me
tiende una mano—. Y otra para Tessa también.

—¿Una armadura? —pregunto. Sin embargo, los


soldados están acostumbrados a acatar órdenes, y ya me
están colocando una plancha de acero sobre el pecho
para ponérmela en su sitio. El calor del fuego es intenso
y las gotas de sudor me caen sobre los ojos. La armadura
no ayuda. Me tiembla la respiración.

Los rebeldes no han dejado de cantar. «¡Traednos al


rey! ¡Traednos al rey!».

—¡Os he avisado! —grita Lochlan.

Una ballesta dispara una echa. Uno de los prisioneros


se convulsiona antes de desplomarse. Me quedo sin aire.

—Es Craft —dice uno de los soldados—. El cónsul


Craft.

Los demás rehenes empiezan a chillar. Muchos, a


suplicar.

El ejército parece tomar aire al unísono, los hombres


están preparados para repartir violencia.

—¡Esperad! —grita Harristan.

Esperan, pero se remueven descontentos.

La expresión del rey es tan dura como el granito, y sus


ojos, de hielo. Me mira.

—¿Amnistía, Tessa? ¿En serio?

—¿Quieres que te perdonen o no? —Trago saliva con


di cultad.

Me observa jamente, y entonces recuerdo cuando me


dijo: «Para la patrulla nocturna es lo mismo».

—No todos los rebeldes merecen el perdón —digo—.


Pero no todos los cautivos merecían el castigo.

—¡Traednos al rey! —gritan los rebeldes—. ¡Traednos


al rey!

Harristan aprieta la mandíbula, pero nalmente


asiente.

—He aceptado tus términos. Ven. Hagamos que nos


crean.

Cuando echa a andar, yo camino a su lado. Los


hombres de su ejército se separan para dejarnos un
camino libre. El rugido de los rebeldes es potente y me
retumba en los oídos paso tras paso.

Tan pronto como llegamos a la primera la de los


soldados, Harristan se detiene. No me imaginaba que el
calor pudiera llegar a ser más intenso, pero me
equivocaba. El fuego rabia alrededor de los rebeldes, y
veo gotas de sudor en las caras de los rehenes.
Reconozco a la consulesa Cherry y al cónsul Pelham, de
quienes Corrick sospechaba, pero están aterrorizados.
No reconozco al resto de los rehenes…, pero sí a muchos
de los rebeldes. Se me atasca el corazón en la garganta.

—¡Traednos al rey! —chillan los rebeldes.

—¡Aquí estoy! —responde Harristan a gritos.

La conmoción es palpable, incluso entre el ejército. Es


evidente que no todos los soldados se habían dado
cuenta de que estábamos aquí. Los rebeldes guardan
silencio durante un buen rato, y luego exclaman vítores.

Y el cántico que entonan cambia.

—¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo!

—Si me matáis, no os podré ayudar —grita él.

Arrojan una de las bombas relucientes, y el rey me


aparta varios pasos antes de que estalle en el suelo. Los
cristales y las esquirlas de acero se desparraman sobre
los adoquines.

—Te toca. —Harristan me mira.


Se me detiene el corazón en el pecho. No sé cómo
hacerlo. No soy nadie. Esto es distinto a cuando atacaban
a Corrick. Entonces éramos él y yo. Esto es… una
revolución. No sé cómo parar una revolución.

Pienso en lo que me ha dicho el rey: «Es mucho más


fácil iniciar una guerra que ponerle n».

Respiro hondo para tranquilizarme y doy un paso


adelante.

—¡Por favor! —grito—. ¡Por favor, escuchadle! Me


conocéis. ¡Sabéis lo que he hecho por todos vosotros!

«¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Matadlo!».

—¡Por favor! —chillo—. Está dispuesto a ofrecer


amnistía. Está dispuesto a indultaros a todos. Está
dispuesto a ofreceros un cambio.

—¡Matadlo! —siguen bramando.

—¡Ha venido aquí para dialogar! —Jadeo y me atoro


con los latidos de mi corazón, consciente de que ahora
hablo entre lágrimas. Hay rebeldes con ballestas
apuntadas hacia nosotros, pero doy otro paso adelante
—. Por favor. Por favor, parad esto.

Un hombre baja de la plataforma y se detiene justo al


otro lado de las llamas. A través de la neblina de humo y
fuego, distingo sus rasgos. Es Lochlan. Lleva una
ballesta y me apunta directamente.

Levanto las manos y respiro hondo entre temblores.

—Por favor —le digo—. Por favor, Lochlan. Ha venido


aquí de buena fe. Por favor.

—Ha venido aquí porque estamos matando a sus


cónsules.

—Como matéis a alguno más, mi propuesta de


amnistía quedará revocada —dice Harristan detrás de
mí.

—Menuda sorpresa. —Los ojos de Lochlan no se


apartan de los míos—. Ya está cambiando las
condiciones.

—Está intentando evitar que matéis a más gente. —Me


aproximo a las llamas—. Que es lo que tú dijiste que
querías conseguir.

—¿Entonces? ¿Volvemos a la Selva y él vuelve al


palacio y todos seguimos muriendo? Va a ser que no. —
Su mirada se desplaza hacia Harristan—. No me fío de
él.

—Pero sí que te fías de mí —digo, desesperada—. Sé


que te fías de mí. —Miro hacia la multitud que se agolpa
detrás de él—. Porque ellos se fían de mí. Y se aban de
Corrick.

Se queda observándome a través del fuego. Por todos


los delitos que ha cometido y por todo lo que le hizo a
Corrick, debería odiarlo. Pero no puedo. Somos caras
opuestas de la misma moneda.

—Demuéstralo —le dice a Harristan mientras se


yergue.

—¿Cómo?
—Retira a tu ejército.

—Libera a vuestros rehenes.

—No.

—Pues no. —La voz de Harristan es como el acero.

Me giro para mirar hacia el rey.

—¿No puedes concederles nada? —le siseo—. ¿Por qué


no le pides al ejército que se aleje un poco?

—He venido de buena fe, Tessa. Debemos llegar a un


acuerdo.

—No te está disparando.

—No es idiota. Si me mata, el ejército los masacrará a


todos. Depende de mi deseo por salvar a los cónsules.
De hecho, es la única ventaja con la que cuenta. —
Harristan mira hacia Lochlan y alza la voz—. Haré que
mi ejército se retire cincuenta metros si liberas a un
rehén.

—Tienes arqueros —argumenta Lochlan—. Cincuenta


metros no son nada.

—¿Estamos en un callejón sin salida? —Harristan


extiende las manos—. Estoy dispuesto a escuchar
vuestras exigencias.

—Queremos medicinas —dice Lochlan—. Medicinas


para todo el mundo. Queremos sobrevivir.

Harristan titubea.

Siempre ha sido el quid de la cuestión. Lochlan no lo


entiende. Yo no lo entendía.

—¿Eso es un «no»? —pregunta Lochlan.

—No puedo prometeros medicinas —dice Harristan—,


pero…

—No vas a mover a tu ejército. No vas a prometernos


medicinas. —Lochlan da un paso atrás y mira hacia los
rebeldes que custodian a los rehenes—. Disparad a otro.

—¡No! —chillo, pero es demasiado tarde. La echa ya


ha rasgado el aire.
CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

Corrick
C onseguimos encontrar caballos en las afueras del
Sector Real, pero el ejército nos detiene antes de
que nos acerquemos a Tessa y a Harristan.

Oímos sus gritos a los rebeldes.

Oímos el silbido de la ballesta cuando Lochlan dice:

—Disparad a otro.

El ejército se adelanta, pero Harristan les dice que se


estén quietos. La tensión de su voz es intensa. Antes he
visto caer a Leander Craft, el cónsul de Ciudad Acero.
Esta vez es una joven con camisón, y tardo unos
instantes en reconocerla. Es la «sobrina» que Quint vio
con Jonas Beeching, dato que se con rma cuando Jonas
chilla de rabia.

Es un golpe calculado. Otro rehén muerto, pero no un


cónsul.

Tiro de las riendas de mi caballo y miro hacia Quint y


Rocco. Quint está un poco pálido y se agarra el costado.
Me dirijo hacia uno de los soldados.

—Ayuda a bajar del caballo al intendente Quint.


Necesita a un médico.

—Sí, alteza.

Quint no protesta, algo que me dice que está más


herido de lo que aparenta.

—Vamos —le indico a Rocco.

—¿A dónde?

—Harristan no va a conseguir ningún avance así.


Necesita algo tangible que ofrecerles.

—¿Qué les puede ofrecer? Los cónsules ya han sido


tomados como rehenes.

Espoleo a mi caballo.

—No todos.

Muchos de los guardias del presidio han abandonado


sus puestos, ya sea por miedo o por necesidad, pero
unos cuantos permanecen ahí. La cárcel está oscura y
silenciosa cuando bajo las escaleras cojeando hacia el
nivel inferior, donde Allisander está encerrado en una
celda.

En cuanto me ve, enseguida se levanta.

—Corrick —me espeta—. Qué ganas tengo de verte


colgando de una soga.

—Lo mismo digo —respondo—. Rocco. Entra en la


celda y pártele los brazos.

Allisander se tambalea para alejarse de los barrotes tan


deprisa que tropieza con sus propios pies y cae al suelo.
Debo de haber sonado muy convincente —o quizá sea la
evidente predisposición de Rocco—, porque el cónsul no
deja de arrastrarse hacia atrás por la paja.

—Basta —digo, y Rocco se detiene con una mano en la


puerta de la celda.

Allisander se queda petri cado y luego se pone en pie.


Si sus ojos mataran, ahora mismo yo estaría muerto.

Pero recuerdo que Tessa y Harristan están


enfrentándose a los rebeldes y quiero romperle los
brazos yo mismo. Me aferro a los barrotes de la celda y le
sostengo la mirada.

—Has dicho que te habías aliado con otros cónsules


para derrocar a Harristan. ¿Con quién?

—No pienso decirte nada.

—¿Te acuerdas de que me preguntaste si torturo a los


prisioneros durante los interrogatorios? —le pregunto, y
siento la familiar brisa fría que me revuelve los
pensamientos, el viento que me permite hacer cuanto
debe hacerse. Con Allisander, casi no la necesito—. ¿Te
gustaría comprobarlo?

Da un paso hacia delante como si fuera a golpear los


barrotes, pero Rocco ya ha cruzado la puerta y lo detiene
antes de que me dé tiempo a parpadear siquiera.

Le retuerce a Allisander el brazo izquierdo en la


espalda, probablemente empleando un poco más de
fuerza de lo necesario, pues el cónsul jadea y suelta una
exhalación entre dientes.

Al ver la cara de Rocco, no creo que yo sea el único que


no soporta a este hombre.
—Dímelo —insisto.

—No.

Mis ojos se clavan en Rocco.

—Pártele un dedo.

El guardia se mueve y Allisander suelta un grito antes


de poder tomar aire. Una capa de sudor le perla la frente.

—Voy a colgarte de mi propia puerta, Corrick.

—Pártele otro. —No aparto los ojos de él.

Esta vez, el crujido es audible. Veo sangre en los


dientes de Allisander. Debe de haberse mordido la
lengua.

—Que me lo digas.

Me fulmina con la mirada, mientras respira de forma


acelerada e irregular.

—Otro —le indico a Rocco.

—¡Ya vale! —grita Allisander. Casi se ha puesto de


rodillas—. ¡Con Leander Craft! ¡Con Lissa Marpetta!

Lo de Lissa no me sorprende en lo más mínimo.


Leander está muerto sobre la tarima del Círculo, así que
tampoco me preocupo demasiado por él.

—¿Qué sabes sobre Arella y Roydan? —prosigo—.


¿Qué están haciendo?

El cónsul resopla, y me pregunto si Rocco le está


aplicando presión en otra extremidad.

—No lo sé —se apresura a responder—. No lo sé.


—Rómpele otro dedo…

—¡No! —jadea—. Corrick, lo juro. Te lo juro. Arella ha


repasado algunos documentos de Tierras del Tratante
con Roydan.

—¿Qué clase de documentos?

—Registros de envíos. Es lo único que sé.

Registros de envíos. No me parece tan importante


como para proceder a reunirse en secreto.

—¿Son ellos los que nancian los ataques?

—¡No! —Gime antes de tragar saliva—. O sea… No lo


sé.

—La consulesa Cherry no frecuenta demasiado al


cónsul Sallister —puntualiza Rocco.

Es cierto. Arella y Allisander obviamente no son


amigos.

—¿Sabes qué ha ocurrido mientras tú estás aquí


encerrado? —le digo.

—No. —Nuevas gotas de sudor aparecen sobre su


frente.

—Los rebeldes han atacado el palacio. Han tomado


como rehenes a los demás cónsules. Harristan está
intentando negociar con ellos para que los liberen.

Su reacción… no es lo que esperaba. Me mira


consternado.

—¿Han atacado el palacio?


—Sí. Leander Craft está muerto. La sobrina de Jonas
Beeching también. Seguro que han muerto más mientras
seguimos aquí de cháchara. —Hago una pausa—.
Deberías darme las gracias por haberte encerrado.

—Se suponía que no iban a atacar el palacio.

El impacto de esas palabras tarda unos instantes en


golpearme.

«Se suponía que no iban a atacar el palacio».

—Allisander —le espeto—. ¿Qué has hecho?

No me responde. Rocco hace un gesto y el cónsul


suelta un grito.

—Por favor —gimotea—. Se suponía que iban a atacar


las caravanas de provisiones. Leander era un buen
hombre. Se suponía que no iban a llegar hasta el Sector
Real.

—Tú… —Me lo quedo mirando jamente—. ¿Has


estado colaborando con los rebeldes? ¿Para atacar tus
propias caravanas de provisiones?

—Unas cuantas medicinas por aquí y otras por allá —


dice—. Harían lo que fuera para conseguirlas, Corrick.
En realidad, fue fácil, y luego…

—Pero… —Quizá estoy demasiado cansado o


demasiado herido o demasiado sobrepasado por la
situación, pero mi cerebro no le encuentra ningún
sentido—. Pero ¿por qué?

—Porque Harristan no aceptaría un incremento de los


precios si mis envíos no corrieran peligro.

Debo dar un paso atrás para alejarme de los barrotes.

Me entran ganas de matarlo con mis propias manos.

—¿Lo has hecho por dinero?

—No. Lo he hecho porque esta vez sí que podría


obligarlo a que me diera lo que le pedía.

Me quedo petri cado.

—He visto cómo manipuláis a los cónsules —me dice


—, nos obligáis a pediros fondos. Lo vi cuando era un
muchacho y pedimos una parte de las tierras de Lissa.

—¡Era tu amigo, Allisander!

—No. No era mi amigo. Un amigo no me habría


humillado delante de media corte. Un amigo habría
encontrado una manera de salvarme el culo delante de
mi padre. Harristan no es amigo de nadie, Corrick. Ni
siquiera tuyo. De lo contrario, no te habría dejado pasar
un día entero en la prisión.

Mis dedos aferran los barrotes con fuerza.

—¿Sabes cuánto tuve que convencerlo para que te


acusara? —me suelta. Se inclina y su voz se vuelve
malvada—. No tardé nada.

Tengo que sacarme de encima las dudas que me está


metiendo en la cabeza. Sé cuál es mi papel. Sé lo que he
hecho.

Y empiezo a ver con claridad lo que ha hecho


Allisander.
Pienso en los prisioneros que íbamos a ejecutar, los que
lideraba Lochlan. No paré de decir que no estaban
organizados, porque no lo estaban. Eran personas
inocentes metidas a contrabandistas por culpa de
Allisander, un hombre que desde el otro lado exigía que
se les castigara.

Le ha dado dinero y medicinas a gente desesperada.


Los ha apremiado a rebelarse cuando menos necesario
era que los apremiara. Y les ha proporcionado los
medios para ello.

Pienso en los pétalos que repartió Tessa antes de las


explosiones del palacio. Me pongo las manos sobre la
boca y obligo a mi cerebro a atar cabos.

—Ni siquiera les has dado a los rebeldes medicinas de


verdad —murmuro.

—¿Por qué iba a desperdiciar medicinas de verdad? —


argumenta—. Lissa lleva muchos años enviándoos esas
otras al palacio.

Sobresaltado, doy un paso atrás. Lissa, la que nunca


exige nada. Lissa, la que siempre está contenta de
mantener el statu quo.

Lissa, la que en el salón intentó convencerme para que


no me ara de Tessa. No tenía nada que ver con que
fuera una chica de la Selva.

Tenía que ver con sus conocimientos, y con la


información, y con el acceso a todo lo que Lissa ha hecho
mal.
Es justo lo que comentaba Tessa antes de que los
rebeldes atacaran el palacio. Las dosis que recibimos no
son completas. Normal que en el palacio debamos
tomárnoslas tres veces al día.

Normal que Harristan siempre haya estado a punto de


caer enfermo.

—Tú iniciaste esta revolución —le digo a Allisander—.


Por mezquindad y por venganza.

—Todos hemos ayudado a iniciar esta revolución —me


espeta—. Tú también, alteza. Tú, el justicia del rey. Yo les
he dado los medios. Tú les has dado los motivos.

Me encojo. No puedo evitarlo.

Pero entonces respiro hondo y lo miro a los ojos. No


puedo enmendar lo que ya se ha hecho, pero quizá sí
que puedo ayudar a poner n a lo que está ocurriendo.

—Los rebeldes no van a ceder ante Harristan. El rey no


puede prometer acceso a las ores de luna, no cuando tú
te niegas a hacer envíos que corren peligro.

—Me trae sin cuidado si Harristan cae por los rebeldes


o por los cónsules —dice Allisander—. De una forma o
de otra, tu hermano no ostentará el poder mucho más
tiempo.

Golpeo los barrotes y el sonido metálico reverbera por


toda la cárcel.

—¿No me has escuchado? —le digo—. ¿No me has


entendido? Van a matar a los demás cónsules. Han
prendido fuego al palacio. Si no encontramos una
manera de resolver el desastre que has ayudado a crear,
no habrá Sector Real que gaste dinero en tus preciosos
envíos.

Allisander palidece al oírlo.

—No pienso negociar con los contrabandistas —


a rma.

—Ya lo has hecho. Y no quiero negociar. Quiero


medicinas, y muchas. Harristan debe poder ganar algo
de tiempo.

—Rotundamente no. No vais a recibir ni un solo


pétalo…

—Cierra el pico. —Miro hacia Rocco—. Tráelo.

Rocco saca a Allisander de la celda a rastras. El cónsul


grita y se retuerce durante todo el camino, pero el
guardia es impasible y permanece impertérrito, incluso
cuando nos disponemos a subir las escaleras.

Pienso en Tessa y en Harristan, que están


enfrentándose a los rebeldes. Pienso en Arella Cherry,
que a menudo rogaba misericordia, aunque eso cada vez
le hiciera ganarse la enemistad de los demás cónsules.
Pienso en Jonas Beeching, que suplicaba más dinero, y
en cómo Allisander lo acusó de engañar al sistema para
comprar más medicinas.

Y en todo ese tiempo Allisander intentaba in ar los


precios.

Debería decirle a Rocco que lo lance por las escaleras.


Cuando salimos de la cárcel, Allisander se calla. No sé
si es por el humo del aire o por el hecho de que ha visto
que el ala este del palacio sigue en llamas, pero me
alegro de que algo le haya cerrado la boca.

—¿Lo han hecho ellos? —pregunta con voz


entrecortada.

—Con los medios que les has dado tú —le espeto.

Rocco le ata las manos mientras yo monto en mi


caballo, y en ese momento agarro la cuerda y le doy un
tirón, con el que estoy a punto de derribar a Allisander.

—Camina —le digo.

—De ninguna de las maneras…

—Tú mismo. —Hago un nudo con la cuerda en el


borrén de la silla de montar y espoleo al caballo. La
cuerda se tensa de inmediato.

Allisander suelta una maldición, trastabilla y casi cae


al suelo, pero debe de pensar que es mejor caminar que
ser arrastrado.

—¡Es una extorsión! —me grita, enfadado.

—Medicinas —me limito a repetir—. ¿Cuántas puedes


proporcionar?

—Ni una.

Miro hacia Rocco.

—¿Te apetece echar a galopar? —Levanto las riendas y


el caballo empieza a cabriolar, impaciente.
—Vale —chilla Allisander—. Una semana de
medicinas.

—Ocho semanas.

—No puedo proporcionar ocho semanas de medicinas


para toda Kandala… —Pero calla al pasar junto a un par
de cuerpos tendidos en la calle. Dos miembros de la
patrulla nocturna. Uno ha recibido una echa en el
pecho, mientras que el otro parece que haya sido objeto
de un golpe de hacha en la cabeza. Los tejidos y los
huesos resplandecen bajo la luz de la luna. Allisander se
da cuenta de que está pisando sangre y seguramente
otras cosas, y se aparta enseguida.

Su respiración se ha vuelto di cultosa y super cial. Es


probable que eche de menos su adorado pañuelo.

—Hay más —le informo. Una decena de metros más


adelante, nos encontramos con tres más. Una mujer, dos
hombres. Una amplia mancha de sangre recorre una
pared, negra en la calle sombría.

—Dos semanas —dice Allisander, y da la sensación de


que las palabras se han visto obligadas a salir
despedidas de entre sus labios.

—Seis —contraataco.

—Cuatro.

—Seis.

—¡Cuatro, Corrick! No puedo conseguir más que eso,


y lo sabes.
—Sí. —Lo miro a los ojos—. Sí que puedes.

—Aceptaré seis si la consulesa Marpetta se


compromete a lo mismo.

—Lissa suele hacer lo que tú… —Me callo. ¿Qué


dijeron Lochlan y Karri en la cabaña cuando Tessa me
estaba cosiendo la herida? «Un hombre y una mujer.
Mucha gente los llama los benefactores». Creía que eran
Arella y Roydan. Y Lissa fue una de los pocos cónsules
que se marcharon del palacio antes del asalto al palacio
—. Allisander, ¿Lissa está contigo en esto también? —
exijo saber.

No responde. No hace falta.

—Seis semanas —le digo—. Y tendrás suerte si


Harristan te perdona la vida cuando pase ese tiempo. —
Doy un fuerte tirón a la cuerda—. Date prisa. Tenemos
que detener una guerra.
CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

Tessa
H emos retrocedido para colocarnos entre el ejército.
Los rebeldes no han matado a más cónsules, pero
parecen contar con un arsenal interminable de
explosivos de cristal, porque se los lanzan a cualquiera
que se les acerque. Han avivado las llamas para que se
alcen aún más y sus cánticos pasan de «Matad al rey» a
«Queremos medicinas» y viceversa.

Me he apartado un poco, mientras que el rey está


rodeado de consejeros.

—Los arqueros podrían abatir a algunos —le está


diciendo un capitán del ejército—, pero matarían a los
cónsules antes de que pudiéramos salvarlos a todos.

Harristan se pasa una mano por la mandíbula. Su


mirada luce dura y cansada.

No es necesario que lo diga, pero de todos modos soy


consciente de la verdad. Si el ejército se abalanza sobre la
plataforma, los rebeldes matarán a todos los rehenes.

Me quedo mirando el Círculo. Veo las sombras de la


gente que pasea por la tarima. Deben de estar igual de
cansados… y de asustados.

Me pregunto si Karri estará allí.

Me alejo del ejército, y nadie me detiene. Avanzo en


silencio sobre los adoquines para detenerme delante de
las llamas donde sé que espera Lochlan.

Una bomba de cristal sale volando entre el humo, y


salto para esquivarla. Aun así, varias chispas me golpean
las faldas.

—¡Eh! —chilla un soldado, pero levanto las manos y


me enfrento a las llamas.

—¡Lochlan! —grito—. Lochlan, por favor. Por favor,


habla conmigo.

Las sombras se mueven y cambian de lugar, y entonces


lo veo, aunque a duras penas.

—No tengo nada que ofrecerte —exclama.

—El rey quiere encontrar una solución —digo,


desesperada—. Por favor. No quiere que se desate una
guerra. Quiere ayudar.

—Ya ha tenido tiempo de ayudar.

—Os va a matar —grito—. ¿No lo entiendes? Os ha


ofrecido todo lo que puede.

—Ya nos está matando —dice Lochlan, y oigo la


correspondiente emoción bajo sus palabras—. Ya lo
sabes, Tessa.

—Lo sé. Lo sé. —Y sí que lo sé. Ese ha sido siempre el


problema. Nunca hay su cientes medicinas para todo el
mundo—. Pero… a lo mejor…

—¿A lo mejor qué? —grita Lochlan—. ¿A lo mejor los


ricos se saldrán con la suya y volveremos a lo mismo de
antes? No, Tessa. No.
—No —grita una voz masculina detrás de mí, y debo
mirarlo un par de veces para asegurarme de que se trata
de Corrick. Está a caballo y lleva a un hombre atado a
una cuerda.

Y entonces debo mirarlo tres veces, porque ese hombre


es el cónsul Sallister.

—Tendréis medicinas —dice Corrick—. Ocho semanas.


Proporcionadas por el mismísimo Allisander Sallister.
Ha prometido ayudarnos a encontrar la forma de lograr
que los pétalos de or de luna estén al alcance de todos.

—He dicho seis —masculla Allisander, y Corrick le da


una patada en el hombro.

—Díselo —lo urge Corrick—. Diles que garantizas


ocho semanas de medicinas para todos los ciudadanos si
aceptan el alto al fuego.

—Sí —grita Allisander—. Garantizaré ocho semanas


de medicinas para todos los ciudadanos.

Unas cuantas personas se han aproximado para


sumarse a Lochlan en el extremo de la plataforma. Una
se parece a Karri, y se acerca. Veo que entrelaza los
dedos con los de él.

Vaya. En eso sí que no me había jado.

—Ya estamos recibiendo medicinas —dice Lochlan—.


De parte de los benefactores.

—¡Están contaminadas! —grito—. Están mezcladas


con otra cosa. Os han engañado.
Un murmullo se alza entre la multitud, tanto entre el
ejército que aguarda detrás de mí como entre la gente de
la plataforma.

—Mientes —dice Lochlan, pero por vez primera le


falla la voz.

—Seguro que os habéis dado cuenta —añado—. La


misma Tris lo dijo, que la gente se ha vuelto más
desesperada. —Se me quiebra la voz—. Las ebres se
han extendido aún más, ¿verdad? —le digo—. ¿Verdad?

Otro murmullo recorre la muchedumbre.

Un par de botas pisan los adoquines, y el rey en


persona aparece a mi lado.

—Ocho semanas de medicinas. De medicinas de


verdad. El tiempo su ciente para urdir un nuevo plan.
Un plan mejor. —Hace una pausa—. Y no solamente me
reuniré con mis cónsules. No sois los únicos a los que
han engañado. Me reuniré con vosotros también. Con un
consejo del pueblo.

Lochlan no se ha movido. No está mirando al rey. Me


está mirando a mí.

Observo al rey.

—Amnistía —susurro.

Harristan respira hondo.

—Si liberáis a los rehenes y accedéis a marcharos del


Sector Real en son de paz, retiraré a mi ejército. Os
ofrezco amnistía hasta este mismo momento, pero ni un
segundo más.

Lochlan mira a Karri y luego de vuelta a mí.

Pero sigue sin ceder.

Las sombras de la tarima se mueven al otro lado del


fuego. Alguien se ha acercado a Lochlan. Al cabo de
unos instantes, veo que se trata de Earle, acompañado
por el pequeño Forrest. Me da un vuelco el corazón.
Aquí hay demasiada violencia, demasiado peligro.

—Tessa —me llama Earle. Su voz retumba por encima


de la multitud—. Cuando defendiste a Wes…, al
príncipe Corrick…, comentaste todas las cosas que ha
hecho por nosotros.

—Sí —asiento—. Sí, lo hizo por vosotros.

—En todo ese tiempo, seguía siendo el justicia del rey.

—Sí. —Debo tragarme el nudo que se me ha formado


en la garganta. Se me rompe la voz. Percibo la súbita
tensión que se ha apoderado del ejército. La situación
volverá a salirse de madre. No tienen motivos para arse
del rey Harristan ni del príncipe Corrick—. Sí. Lo sé.

—Pero tú no —dice Earle.

—¿Cómo? —Contengo la respiración.

—Tú eras… solo Tessa.

Una mujer se aproxima a ellos, y estoy a punto de no


reconocerla por el hollín que le mancha las sudorosas
mejillas. Es Bree, la joven viuda.

—Tessa. —Su voz no suena tan alta como la de Earle,


así que me inclino para oírla—. Comentaste las cosas que
ha hecho Wes. Pero… pero no te referiste a las cosas que
has hecho tú. —Le falla la voz—. Le curaste el brazo a mi
hijo cuando se lo rompió al caerse de un árbol. Me
enseñaste a preparar una cataplasma.

—Salvaste a Forrest —añade Earle—. De la patrulla


nocturna.

—Me cosiste la mano cuando me la corté con el hacha.


—Otro hombre da un paso adelante.

—Me trajiste mantas cuando los ratones royeron las


mías. —Una anciana.

Uno a uno, más rebeldes se acercan al borde de la


tarima, cada cual anunciando algo que he hecho para
ayudarlo.

—Nos diste medicinas.

—Me ayudaste a que naciera el ternero. Pensaba que


iba a perder a la vaca.

—Me enseñaste a aliviar una quemadura.

Me quedo sin habla y una lágrima me recorre la cara,


pero los rebeldes prosiguen.

—Nos enseñaste a preparar las medicinas.

—Nos ayudaste a salvarnos.

—Aquí somos muchos. Y estamos aquí gracias a ti.

Alguien avanza por la calle adoquinada y se coloca


junto a mí, y al desplazar la vista veo que es Corrick
quien está a mi lado. Sus ásperos dedos agarran los
míos.

—No os ais de mí —exclama—. No espero que os


eis de mí. —Me mira con esos ojos azules embargados
por la emoción—. Pero os ais de Tessa.

—Yo me fío de Tessa —dice Earle.

—Yo me fío de Tessa —dice Bree.

Poco a poco, se convierte en un salmo que me


constriñe el pecho y por cuya culpa me cuesta respirar.
Tienen muchísima fe en mí… y están a punto de ser
masacrados por el ejército si no bajan las armas.

Lochlan sigue observándome jamente.

—Te fías del rey —me grita.

—Antes no me aba. —Hago una pausa—. Pero ahora


sí. —Trago saliva—. Lochlan. Por favor. Aquí hay
muchísima gente. No los pongas en peligro a todos, por
favor.

—¿Amnistía? —dice Lochlan mientras mira al rey—.


¿Y ocho semanas de medicinas?

—Os doy mi palabra —asiente el rey Harristan—. Los


cónsules son testigo.

—De acuerdo. —Suspira—. Espero que no hayamos


sido dos idiotas. —Baja la ballesta. Los demás rebeldes
hacen lo propio.

Durante un aterrador instante, Harristan no dice nada,


y me pregunto si ha sido una trampa, si el ejército va a
empezar a disparar a los rebeldes uno a uno.
Pero en ese momento el rey se gira hacia su ejército.

—Retiraos. Dejad que se marchen.

De repente, estoy mareada por el alivio. Me giro para


mirar hacia Corrick. Sus ojos están llenos de dolor, y me
doy cuenta de que no se apoya en la pierna herida y de
que el corte de encima del ojo le está sangrando.

—No deberías estar aquí —le digo—. Estás herido.

Sus manos se colocan sobre mi cintura y tiemblan


ligeramente, contradiciendo así la con anza de que hace
gala.

—Alguien me dijo un día que deberíamos estar en la


primera línea, no escondidos en las sombras. No podía
dejar que solo Harristan y tú os lo pasarais en grande.

Se inclina para posar los labios sobre los míos, pero tan
solo durante un breve instante antes de tirar de mí hacia
él. Sus brazos me rodean la espalda con calidez y
seguridad, pero noto que está agotado. Detrás de
nosotros, el ejército se retira mientras las llamas se
apagan y los rebeldes liberan a los rehenes.

La tensión inunda el aire que nos rodea, pero, por


primera vez, una incierta esperanza la debilita.
CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

Corrick
E l ala este del palacio ha sufrido daños por el fuego y
por el humo, y es inhabitable, pero la zona oeste ha
aguantado mucho mejor. Ha habido numerosas víctimas,
pero, por la hora tardía del ataque, gran parte de los
trabajadores del palacio ya se habían marchado a casa.
Cuando regresamos al palacio con Tessa y los cónsules,
me sorprende ver que Quint ya ha dado órdenes y ha
preparado habitaciones antes de desplomarse en una
chaise longue del salón, tenuemente iluminado.
Los cónsules van hacia sus cuartos, pero Harristan
vacila en el pasillo. Está observando a Quint, dormido
como un lirón hasta el punto en que casi babea y todo.

—Lo despierto —digo.

—No. Déjalo dormir. —Harristan me está mirando


ahora.

No sé interpretar su expresión, si bien sus ojos son


penetrantes. Puede que hayamos detenido a los rebeldes
(de momento), pero hay muchas cosas que no nos hemos
dicho. Quiero tumbarme junto a Quint en el sofá, pero
me armo de valor.

Harristan toma aire, pero Tessa levanta una mano.

—Mañana —susurra.

Mi hermano cierra la boca y su mirada se clava en ella.


Tessa está a punto de titubear, pero al nal se pone
recta.

—Mañana, majestad. Por favor. Si…, mmm, si puedo


añadirlo a mi lista de condiciones.

—Puedes, puedes —accede él.

Me la quedo mirando. Aun desgastada por la batalla y


cansada por el viaje, está más guapa que nunca.

—¿Tu lista de condiciones?

Se ruboriza, y luego se muerde el labio.

Antes de que me responda, Harristan me da una


palmada en el hombro.

—Ya la has oído, Cory. Mañana.

El mañana llega, pero Harristan no se presenta en mis


aposentos. Tampoco al día siguiente. Me manda un
mensaje para que descanse, me recupere, espere. Los
guardias me han comentado que está reuniéndose con
cada uno de los cónsules en privado a n de hablar de
los planes para pasar página. Lissa Marpetta se ha
con nado en su sector y Harristan ha enviado un
regimiento del ejército para que la traigan al palacio y
para que responda por los pétalos de or de luna
fraudulentos.

El cónsul Sallister intentó marcharse, pero lo


detuvieron en las puertas. Todos los mensajes que
manda se examinan con lupa. Todos los envíos de
pétalos de or de luna se inspeccionan bien antes de
distribuirlos.

En los sectores, las tensiones no se han relajado. La


gente tiene miedo de los rebeldes y teme que dejen de
llegarle las provisiones de medicinas. En la ciudad hay
un zumbido nervioso que no se parece al de antes.

Pero no oigo hablar de ataques. No oigo alarmas.

Tampoco oigo que hayan encerrado a nadie en el


presidio. Nadie emplaza al justicia del rey.

Quint no me visita mucho, pero es porque está tan


ocupado como mi hermano gestionando a los obreros y a
los carpinteros y a los forjadores para reconstruir el ala
este.

Tessa me visita a menudo. En cada pausa que hace en


el tiempo que pasa con los médicos del palacio, en cada
cena, en cada minuto libre. Le he enseñado a jugar al
ajedrez y ha tardado poquísimo en ganarme una partida.
Me ha contado que el boticario del palacio murió en el
ataque, pero que se rumorea que colaboraba con Lissa
Marpetta.

Me empapo de todos los chismorreos y me preocupo


por mi hermano. Me preocupo por Kandala. Me
preocupa que no encontremos la manera de pasar
página, que lleguemos al nal de las ocho semanas sin
habernos acercado a una solución.

A Tessa le preocupa lo mismo.

Le mando a mi hermano mensajes, peticiones,


preguntas.

Exigencias.

Su respuesta es siempre la misma: «Mañana».

Al principio, me ha agradado descansar.

En el séptimo día, ya no me duele el tobillo y la


mayoría de mis heridas se han curado. Estoy dispuesto a
ponerme la máscara y el sombrero para salir a los
bosques como Wes, solo para hacer algo y dejar de
aburrirme.

Cuando recibo otra negativa en mis aposentos


—«Mañana, Cory, si hay tiempo»—, arrugo la nota y la
lanzo a la chimenea.

Acto seguido, salgo al pasillo y me dirijo a su


habitación.

Rocco está trabajando. Aunque los guardias de mi


hermano nunca me han impedido entrar en los
aposentos de Harristan, no sé si ahora las cosas serán
diferentes.

Pero Rocco me saluda con un asentimiento.

—Alteza. El rey está cenando con el intendente Quint.

—Estupendo. Me uniré a ellos. —Agarro el pomo de la


puerta y la abro.

Harristan está hablando y Quint está escribiendo


cuando irrumpo en la estancia. Los dos alzan la vista,
sorprendidos.

—Alteza. —Quint se levanta de inmediato.


—Corrick —dice Harristan—. Te he mandado un
mensaje para que nos reuniéramos mañana.

—Ajá. —Me acerco a la mesita y me sirvo un vaso de


brandi—. Eso ya me lo has dicho varias veces.

—¿Debería irme para que pudieran hablar a solas? —


pregunta Quint. Empieza a recoger los papeles.

—Sí —contesto.

—No —salta Harristan—. Corrick, nos veremos


mañana…

—Soy el justicia del rey —le espeto— y la mitad de los


cónsules han participado en una trama para cometer alta
traición contra ti, Harristan. Debería estar presente en
tus reuniones. —Me acerco y golpeo la mesa con el vaso
—. Debería estar interrogándolos. Debería estar
repasando sus registros y sus dosis y sus…

—Basta. —Harristan levanta una mano—. Tienes


razón. El justicia del rey debería hacer todas esas cosas.
—Hace una pausa, y no hay censura en su voz—. Pero,
por lo que sé, ese papel te hacía infeliz.

Mi hermano habla en tono quedo, pero lleno de


signi cado. La habitación parece inclinarse durante un
segundo.

No sé qué decir.

No sé qué quiero decir.

Para mi desagrado, se me tensa el pecho y debo


apartar la mirada.
Quint termina de recoger todos sus papeles.

—Pediré que traigan otro plato. —Al encaminarse


hacia la mesa, sin embargo, se detiene a mi lado—. Antes
de que fueras al Círculo con Tessa, te dije que solo
podías ser el justicia del rey. —Hace una pausa—. Me
equivoqué. Deberías ser Corrick. —Mira hacia Harristan
y luego de nuevo hacia mí—. Sobre todo aquí. Sobre
todo ahora. Has hecho demasiado ya.

—Gracias, Quint. —Tengo que tragar saliva.

—De nada.

Y se marcha, y me encuentro a solas con mi hermano.

Respiro hondo y luego vacío el vaso de brandi de un


trago. Me dirijo a la mesita para ponerme otro.

Harristan aparece a mi lado y me arrebata la botella de


las manos.

—Cory.

—¿A quién vas a escoger en mi lugar? —digo, y mi


voz suena más áspera de lo que pretendía—. ¿Sabes?
Rocco es mucho más astuto de lo que pensaba, y no se
inmutaría ante la violencia…

—No voy a sustituirte.

—Ah, entonces ¿vas a dejar que me pudra en mis


aposentos?

—No. —Suspira—. Intentaba ver si era capaz de


entender en qué consiste lo que haces.

—¿A qué te re eres? —Me quedo paralizado.


—Me re ero a que he interrogado a los cónsules. He
ido al presidio. He estado…

—¿Has ido al presidio?

—Sí. Tenías razón: los prisioneros blanden las sillas


como si fueran armas.

Aunque no quiera, su comentario me hace reír.

—Te lo dije.

No me sonríe. Sus ojos buscan los míos.

—No te voy a sustituir. Pero no quiero volver al statu


quo. No quiero esconderme detrás del justicia del rey.
—Nunca te has escondido, Harristan.

—Padre sí lo hacía. —Se detiene—. Y me pregunto si


en parte por eso los mataron. —Hace otra pausa—. Hay
muy pocas personas en el palacio en quienes confíe.
Nunca te sustituiría.

Esa frase no parece completa, así que enarco una ceja.

—¿Pero…?

—Pero… no quiero pensar que debas ocultarme lo que


quieres hacer de verdad. —Su tono se vuelve más a lado
—. No quiero pensar que vas a mentirme.

Trago saliva y aparto los ojos. Recuerdo el momento en


el presidio cuando Allisander a rmó que mi hermano no
era mi amigo, que me había dejado pasar un día entero
en la cárcel. No le faltaba razón en eso, pero las
decisiones que me llevaron a la prisión no las tomó
Harristan. La culpa era solo mía.
—Perdóname.

Mi hermano duda y luego alarga un brazo para


revolverme el pelo, como lo hizo en el presidio.

—Estás perdonado.

Pongo los ojos en blanco y me aparto.

—Entonces…, ¿ya no quieres que vuelva a ser Corrick


el Cruel?

—Hay demasiados rumores y demasiada inquietud. —


Pone una mueca—. Si una mínima parte de lo que se
dice es cierto, creo que tendrás un montón de
oportunidades para ser Corrick el Cruel. Pero… nos
hemos concentrado en los delitos de quienes tienen
poco, de quienes cometen esos crímenes movidos por la
desesperación. La verdadera insurrección se estaba
gestando aquí, en el Sector Real. Entre nosotros.

—¿Se te ha ocurrido alguna idea?

—Se lo estaba contando a Quint antes de que entraras


como un vendaval. —Suspira y se sirve un vaso de
brandi, y luego me da una palmada en la mano cuando
intento agarrar la botella—. Sigo sin saber por qué
Roydan y Arella se han reunido en secreto para repasar
registros de envíos. Y habrá que hacer algo con el sector
de Leander Craft. No puede haber dos sectores sin
cónsul. Los explosivos salieron de Tierras del Tratante,
así que deberemos averiguar cómo los sacaron de allí.
Sospecho que hay más traidores entre nosotros, no solo
Allisander. —Se pasa una mano por el pelo—. Habrá que
designar a alguien para que supervise…

Llaman a la puerta.

—Majestad. La comida que han pedido —anuncia un


guardia.

Sonrío a mi hermano.

—Pongámonos a trabajar.
CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

Tessa
Una semana después de la rebelión, el rey Harristan me
acompaña hacia una nueva habitación del palacio.

—No es demasiado lujosa —dice cuando un guardia


abre la puerta—. Como me pediste.

Casi se me salen los ojos de las órbitas. Es más lujosa


que cualquier sitio en que haya vivido, incluida la
pequeña estancia donde me he quedado desde que los
rebeldes bombardearan el palacio. Está muy cerca de la
habitación de Corrick, y ya solo el pasillo es tan
ostentoso que me da la impresión de que por aquí
siempre tengo que susurrar. El cuarto es tan gigantesco
que no soy capaz de verlo entero de una sentada.
Mármol resplandeciente y madera brillante y cuadros
lujosos y una cama del tamaño de un océano. Es tres
veces más grande que la habitación Esmeralda, donde
pasé la primera noche después de colarme en el palacio.
Es demasiado suntuosa. Demasiado grande. Demasiado
todo.

Obviamente demasiado grande, y bien que lo sabe el


rey.

O… quizá no. Tal vez esa sea una parte del problema.
No solo suyo. También de los miembros de las élites.

—Es preciosa —digo con voz vacilante—. Es decir,


es…
—Corrick y yo hemos hablado sobre los cónsules, la
rebelión y cómo proceder a partir de ahora.
Sospechamos que Allisander y Lissa no son los únicos
que estaban urdiendo un plan contra la corona, así que
no pienso invitar a ningún otro cónsul a quedarse en el
palacio. Todavía no hemos detenido la revolución, Tessa.
Tan solo… la hemos retrasado un poco.

—Sí, majestad. —Lo miro a los ojos.

—Como no nos podemos ar de los cónsules —


continúa—, cuando no estés trabajando con los médicos
reales, con aré en ti para que seas mi consejera personal
en lo que tenga que ver con Lochlan y los demás
rebeldes. —Palidezco, y añade—: Querías que te diera
trabajo también, ¿no es así?

Y sí, supongo que sí.

Dicho lo cual, me deja en el pasillo, boquiabierta, y se


marcha.

—¿Gracias? —susurro, pero ya se ha ido.

Como ocurre con la habitación, es un papel demasiado


grande. Pero quería formar parte del cambio y quería
estar en primera línea.

He desayunado con Corrick y con Quint todos los días.


El intendente del palacio es un libro de chismes acerca
de los cónsules y de su lealtad, acerca de Allisander y
sus insultos apenas disimulados hacia Harristan y
Corrick, acerca de quién es de ar y quién no. Aunque
en el aire hay esperanza, también hay miedo, y es obvio
que la guardia del palacio ha sido reforzada.

Mis días están llenos de reuniones, pero mi momento


favorito del día es cuando se pone el sol y paseo junto a
Corrick bajo las estrellas, y la luz de la luna arroja
sombras sobre sus rasgos.

Esta noche ha refrescado, el cielo se ha oscurecido en


un azul tan intenso que es casi negro. Nos acercamos al
arco llameante y vemos el crepitar de las chispas antes
de que se precipiten al estanque que hay debajo.

Me estremezco, y sin pronunciar palabra Corrick se


quita la chaqueta y me la pasa por encima de los
hombros.

—Gracias —le digo.

—De todos modos, a ti te queda mejor —responde, y le


sonrío.

Él, a mí, no.

Sé que se ha reunido con Harristan, y dice que se


comprometen a mejorar la situación de Kandala. Pero
eso no signi ca que hayan arreglado la situación entre
ellos. Recuerdo haber caminado con Harristan por la
Selva, cuando me dijo que el rey no merece la lástima de
nadie.

Me pregunto si Corrick también lo piensa.

—Te veo preocupado. —Entrelazo los dedos con los


suyos.

—Harristan dice que no quiere esconderse detrás del


justicia del rey.

Espero a que diga algo más, pero guarda silencio, y


frunzo el ceño.

—Creo que es una sabia decisión.

—Yo no creo que se escondiera, Tessa. Nunca


escondimos quiénes éramos. —Duda—. Hay mucho en
riesgo. Allisander y los demás iban a intentar derrocarlo.
Me preocupa que, si ya no hay justicia del rey, lo vuelvan
a intentar.

Me detengo y me lo quedo mirando.

Debe de haberse jado en mi expresión.

—¿Qué pasa? —pregunta, casi con un tono engreído—.


Es lo que les ocurrió a nuestros padres.

—¿Eres consciente de lo que acabas de decir?

—Que si no hay justicia del rey…

—¡No! Has dicho: «Nunca escondimos quiénes


éramos». —Me entran ganas de zarandearlo—. ¡Corrick!
Escondiste todo lo que eres. Creo que Harristan también.

Se sobresalta, y luego suspira. Parece que va a


reanudar el paso, pero lo sujeto para que se quede
quieto. Me mira con ojos profundos e intensos.

—El pueblo quería a Wes y a Sullivan —susurro—.


Dale tiempo para que quiera a Harristan y a Corrick.

—Recuerda que también querían a Tessa Cade. —Me


recorre el contorno de la boca con el pulgar.
—Podéis lograrlo —murmuro.

Niega ligeramente con la cabeza antes de rozarme los


labios con los suyos.

—Podemos lograrlo.

A continuación, sus manos se colocan sobre mi cintura,


y me zambullo en sus ojos e inhalo su aliento. La
oscuridad se cierra a nuestro alrededor hasta que ya no
queda nada salvo la calidez de sus manos y el sonido de
su voz, baja y provocadora, en mi oído. Hay muchísimo
que hacer, muchas cosas que esperar.

Pero durante unos instantes cierro los ojos, me inclino


para sentir sus caricias y recuerdo cómo era cuando solo
estábamos él y yo contra la noche.
AGRADECIMIENTOS

D esde que vi por primera vez la película Robin Hood


de Disney (de la que me enamoré), siempre me
han encantado las historias sobre supuestos «forajidos»
que actúan en favor del pueblo en secreto. Crecí viendo
y leyendo todas las historias parecidas que encontraba,
desde Robin Hood de Kevin Costner hasta los viejos
episodios en blanco y negro de Zorro, pasando por las
novelas de joven adulto como Jackaroo, de Cynthia Voigt,
o La suerte de los ladrones, de Lynn Flewelling. Cuando
me imaginé a los personajes de Tessa Cade y Weston
Lark robando medicinas para ayudar al pueblo de
Kandala, supe desde el principio que sus caminos irían
por los derroteros correctos, y terminé el primer
borrador de El elixir de or de luna en otoño de 2019.
Después tuve que concentrarme en Una promesa audaz y
mortal, así que, cuando en enero de 2020 me llegaron las
primeras impresiones de mi increíble editora, se
quedaron en la bandeja de entrada de mi correo hasta
que terminé Una promesa audaz y mortal.

Y entonces, en marzo de 2020, se desató la pandemia


de la COVID-19.

Como El elixir de or de luna cuenta la historia de un


reino que sufre una misteriosa enfermedad, sé que
probablemente surgirán comparaciones, y ya preveo que
me preguntarán si se trata de un «libro pandémico». Si
has llegado hasta aquí sabes que no lo es, pero la forma
en que la COVID-19 afectó al mundo cambió por
completo mi modo de ver el reino de Kandala y las
responsabilidades que tienen los gobernantes hacia los
ciudadanos, sobre todo en momentos complicados y
desa antes. Mi editora y yo hicimos varias rondas de
revisiones para crear lo que es ahora el libro terminado
que tienes en las manos, y, como de costumbre, Mary
Kate no me dejó parar hasta que fue una versión
perfecta.

Y por ahí es por donde voy a empezar. Mary Kate


Castellani, mi extraordinaria editora de Bloomsbury,
siempre lleva mis obras al siguiente nivel, y luego de
alguna forma percibe más potencial y todavía las eleva
más. Siempre te voy a dar las gracias por tus consejos y
por tu apoyo, y me alegra que en el futuro vayamos a
trabajar con ilusión en más libros.

Quiero darle las gracias a mi marido Michael, que es


probablemente el más comprensivo del mundo. Nunca
olvidaré el día en que empecé a buscar agentes literarios
y me preguntó: «¿Piensas de verdad que tu estilo es lo
bastante bueno como para que la gente vaya a pagar
dinero para leerlo?». Fue una pregunta vital en un
momento vital, y re exioné durante un segundo antes
de responder: «Sí. Sí que lo pienso». Se limitó a asentir y
dijo: «Vamos a por ello, pues». Desde ese día, me ha
apoyado al ciento por ciento, y doy las gracias por cada
segundo que pasamos juntos.

Todo el equipo de Bloomsbury sigue dejándome sin


habla por su increíble dedicación a los libros que
publican, y quiero daros las gracias por todo. Gracias a
Adrienne Vaughan, Erica Barmash, Faye Bi, Phoebe
Dyer, Claire Stetzer, Beth Eller, Ksenia Winnicki, Rebecca
McNally, Ellen Holgate, Pari Thompson, al equipo
editorial, al equipo de arte, y a todas y cada una de las
personas de Bloomsbury que han colaborado para lograr
que mis libros sean un éxito. Quiero darles las gracias en
especial a Lily Yengle, Tobias Madden, Mattea Barnes y a
Meenakshi Singh, por la maravillosa promoción que
hacéis con mis libros.

Hablando de promoción, si has formado parte de ella,


GRACIAS. Signi ca muchísimo para mí saber que hay
cientos de personas interesadas en mis libros, y nunca
voy a olvidar todo lo que habéis hecho para correr la voz
y promocionar mis historias.

Mi agente literaria, Suzie Townsend, de New Leaf


Literary Agency, ha sido un absoluto pilar para mí desde
que empezamos a trabajar juntas. Suzie, muchas gracias
por tu tiempo y por tus consejos para lanzar más libros
al mercado. Gracias también a Dani Segelbaum, por
gestionar tantas cosas entre bambalinas.

Estoy en deuda con mis buenos amigos escritores


Gillian McDunn, Jodi Picoult, Jennifer Armentrout, Phil
Stamper, Ava Tusek y Amalie Howard, porque
sinceramente no sé cómo me las arreglaría sin vuestro
apoyo. Desde leer mis manuscritos hasta darme la mano
cibernéticamente, pasando por escucharme y hablar
conmigo y apoyarme, estoy muy agradecida por teneros
en mi vida.
Varias personas leyeron algunas partes de la novela y
me prestaron sus conocimientos mientras las escribía, así
que quiero aprovechar para dar las gracias en especial a
Christina Labib, Shyla Stokes, Reba Gordon, Ava Tusek e
Isabel Ibañez.

Muchas gracias a mis dos mamás de la cuarentena por


ayudarme a superar 2020 (y ahora ya 2021), Christina
Labib y Siobhan Reed. No sois escritoras, pero me habéis
ayudado a sobrellevar un año muy difícil, así que os doy
las gracias a las dos de corazón.

Gracias también a todas las personas que colaboran


para dar a conocer mis libros, ya sea poniendo
literalmente un ejemplar en las manos de alguien o
hablando de ellos en blogs, Twitter, Tumblr, Instagram,
Facebook y ahora TikTok. Eso incluye a lectores,
reseñadores, blogueros, bibliotecarios, libreros,
profesores, artistas y cosplayers. Muchas gracias por
ayudarme a hacer realidad mis sueños. Sé que leer y
reseñar y vender y crear puede parecer una tarea ingrata.
Contáis con mi gratitud y mi agradecimiento más
absolutos.

Y ¡muchas gracias A TI! Sí, a ti. Si tienes este libro en


las manos, gracias. Gracias por formar parte de mi
sueño. Es un honor que hayas invertido tiempo en darles
la bienvenida a mis personajes en tu corazón.

Por último, todo mi amor y mi agradecimiento para los


chicos Kemmerer, por seguir los pasos de papá y
apoyarme tantísimo como él. Me sorprendéis a diario y
soy muy afortunada de ser vuestra madre.

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