Lucy Parsons Los Principios Del Anarquismo
Lucy Parsons Los Principios Del Anarquismo
Lucy Parsons Los Principios Del Anarquismo
Lucy Parsons
1905
Compañeros y Amigos:
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partido político el manejo de nuestros asuntos sociales e industriales. Todos
aquellos que estén de algún modo familiarizados con la historia saben que
los hombres abusarán del poder cuando lo posean. Por estas y otras razones,
yo, tras cuidadoso estudio, y no por sentimentalismo, pasé desde ser una
sincera, empeñosa, socialista política a la fase no-política del socialismo, el
anarquismo, puesto que en su filosofía creo que puedo hallar las condicio-
nes apropiadas para el máximo desarrollo de las unidades individuales en la
sociedad; lo que nunca podrá ser bajo restricciones gubernamentales.
La filosofía del anarquismo está incluida en la palabra “Libertad”; sin em-
bargo es lo suficientemente comprehensiva como para incluir todo lo demás
que sea conducente al progreso. Ninguna barrera al progreso humano, al
pensamiento, la investigación, es puesta por el anarquismo; nada es conside-
rado tan verdadero o tan cierto, como para que futuros descubrimientos no
puedan probarlo falso; por ello, tiene solo una consigna infalible e inaltera-
ble, “Libertad.” Libertad de descubrir toda verdad, libertad de desarrollarse,
de vivir naturalmente y plenamente. Otras escuelas de pensamiento se com-
ponen de ideas cristalizadas — principios que se atrapan y se ensartan entre
las planchas de largas plataformas, y se consideran demasiado sagradas para
ser perturbadas por una investigación cuidadosa. En todos los demás “asun-
tos” siempre hay un límite; alguna línea fronteriza imaginaria tras la cual la
mente que busca no se atreve a penetrar, por temor a que alguna preciada
idea se desvanezca como un mito. Pero el anarquismo es la ciencia guía —
el maestro de ceremonias de todas las formas de verdad; éste quitaría toda
barrera entre el ser humano y el desarrollo natural: de los recursos naturales
de la tierra, toda restricción artificial para que el cuerpo pueda nutrirse, y
de la verdad universal, toda barrera de prejuicio y superstición, para que la
mente pueda desarrollarse simétricamente.
Los anarquistas saben que un largo período de educación debe preceder a
todo gran cambio fundamental en la sociedad, por ello no creen en mendigar
votos, ni en campañas políticas, pero sí en el desarrollo de individuos con
pensamiento autónomo.
Buscamos alivio lejos de los gobiernos, porque sabemos que la fuerza (le-
galizada) invade a la libertad personal del hombre, se aprovecha de los ele-
mentos naturales e interviene entre el hombre y las leyes naturales. Desde
este ejercicio de fuerza de los gobiernos fluye casi toda la miseria, la pobreza,
el crimen, y la confusión existente en la sociedad.
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Entonces, percibimos, que hay barreras reales, materiales, que bloquean
el camino. Éstas deben ser removidas. Si se pudiese, quisiéramos que se des-
vanecieran, o que se hicieran nada mediante votos u oraciones, y estaríamos
contentos con esperar y votar y orar. Pero estas barreras son como grandes
rocas amenazantes erigidas entre nosotros y la tierra de la libertad, mientras
los oscuros abismos de un reñido pasado se abren tras nuestro. Derruidas
han de estar por su propio peso y el desgaste del tiempo, pero pararnos bajo
ellas tranquilamente hasta que caigan será enterrarse en el desplome. Hay
algo que hacer en un caso como este — las rocas deben ser removidas. La
pasividad, mientras la esclavitud nos hurta, es un crimen. Por el momento
debemos olvidar que somos anarquistas — cuando la obra se logre podremos
olvidar que somos revolucionarios. Por eso la mayoría de los anarquistas
cree que el cambio que viene puede solo resultar de una revolución, porque
la clase poseedora no cederá a que un cambio pacífico ocurra; aún así esta-
mos dispuestos a trabajar por la paz a todo precio, excepto por el precio de
la libertad.
¿Y qué hay del fulgor del más allá, tan luminoso que quienes muelen los
rostros de los pobres dicen que es un sueño? No es ningún sueño, es lo real,
desnudo de distorsiones cerebrales materializadas en tronos y cadalsos, mi-
tras y armas. Es la naturaleza realizando leyes en su propio interior como
en todas sus otras asociaciones. Es un retorno a primeros principios; pues
¿no eran la tierra, el agua, la luz, todo libre antes que los gobiernos tomaran
molde y forma? En esta condición libre olvidaremos pensar nuevamente en
estas cosas como “propiedad.” Es real, pues nosotros, como especie, crecemos
hacia ello. La idea de menos restricción y más libertad, y de una fiada con-
fianza en que la naturaleza equivale a su obra, penetra a todo el pensamiento
moderno. Desde el año oscuro —no hace mucho— en que se creía en general
que el alma del hombre era totalmente depravada y todo impulso humano
era malo; en que todo acto, todo pensamiento y toda emoción era controlada
y restringida; en que a la constitución humana enferma, se le sangraba, se
le dosificaba, se le sofocaba y se le mantenía tan lejos de los remedios natu-
rales como fuera posible; en que la mente era tomada y distorsionada antes
de que tuviese el tiempo de evolucionar hacia un pensamiento natural — de
aquellos días hasta estos años de progreso de esta idea, todo ha sido rápido
y constante. Se está haciendo más y más aparente que en toda forma somos
“mejor gobernados cuando somos menos gobernados.”
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Aún insatisfecho quizás, el investigador busca detalles, vías y medios, y
por qué y de dónde. ¿Cuán mal estamos como seres humanos comiendo y
durmiendo, trabajando y amando, intercambiando y tratando, sin gobierno?
Tan habituados nos hemos vuelto a la “autoridad organizada” en todo depar-
tamento de la vida que de ordinario no podemos concebir ni que los más
comunes pasatiempos se lleven a cabo sin su interferencia y “protección”.
Pero el anarquismo no está obligado a delinear una completa organiza-
ción de la sociedad libre. Hacerlo bajo cualquier supuesto de autoridad sería
poner otra barrera en el camino de las generaciones venideras. El mejor pen-
samiento hoy podría volverse un inútil antojo mañana, y cristalizarlo en un
credo es volverlo inmodificable.
Juzgamos desde la experiencia que el hombre es un animal gregario, y que
se afilia instintivamente con sus amables co-operantes, se une en grupos, tra-
baja para mejor beneficio en combinación con sus semejantes que solo. Esto
apuntaría a la formación de comunidades co-operativas, de las que nuestros
sindicatos del presente son patrones embrionarios. Cada rama de la industria
tendrá sin duda su propia organización, regulación, líderes, etc.; instituirá
métodos de comunicación directa con cada miembro de aquella rama indus-
trial en el mundo, y establecerá relaciones equitativas con todas las demás
ramas.
Habría probablemente congresos industriales a los que atenderían delega-
dos, y donde gestionarían tal asunto según fuese necesario, y al momento
de levantar la sesión ya no serían delegados, sino simples miembros de un
grupo. Seguir siendo miembros permanentes de un congreso continuo sería
establecer un poder del que por cierto tarde o temprano se abusaría.
Ningún gran poder central, como un congreso consistente de personas
que nada saben de las gestiones, intereses, derechos o deberes de sus com-
ponentes, estaría por sobre las diversas organizaciones o grupos; y tampoco
se emplearían alguaciles, policías, cortes o gendarmes para forzar las conclu-
siones a las que se llegó en la sesión. Los miembros de los grupos podrían
beneficiarse del conocimiento obtenido mediante el intercambio mutuo de
pensamiento ofrecido por los congresos si así lo escogen, pero no estarán
obligados a hacerlo mediante ninguna fuerza externa.
Los derechos adquiridos, los privilegios, las actas constitutivas, los títulos
de propiedad, mantenidos por toda la parafernalia del gobierno —el símbo-
lo visible del poder— como la prisión, el cadalso y los ejércitos no tendrán
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existencia. No puede haber privilegios comprados o vendidos, ni mantener
sagrada la transacción a punta de bayoneta. Toda persona se parará sobre
igual base con su hermano en el correr de la vida, y ninguna cadena de sumi-
sión económica ni ningún freno metálico de superstición ha de incapacitar
a uno para ventaja del otro.
La propiedad perderá cierto atributo que la santifica ahora. La propiedad
absoluta de aquel —“el derecho de usar y abusar”— será abolida, y la posesión,
el uso, será el único título. Se verá cuán imposible sería que una persona fuese
“dueña” de un millón de acres de tierra, sin un título de propiedad respaldado
por un gobierno dispuesto a proteger el título contra todo peligro, incluso
ante la pérdida de miles de vidas. No podrá esa persona usar el millón de
acres, y tampoco podría arrebatar de sus profundidades los recursos posibles
que contiene.
Las personas se han habituado tanto a ver los indicios de autoridad en todo
que la mayoría cree honestamente que se tornarían completamente hacia el
mal si no fuese por el garrote del policía o la bayoneta del soldado. Pero
el anarquista dice, “Quiten estos indicios de fuerza bruta, y dejen que las
personas sientan las influencias revivificantes de la responsabilidad por sí
mismo y el control de sí mismo, y vean cómo responderemos a estas mejores
influencias.”
La creencia en un lugar literal de tormento se ha casi desvanecido, y en
vez de los funestos resultados pronosticados, tenemos un estándar más ele-
vado y más verdadero de masculinidad y feminidad. A las personas no les
interesa ir hacia el mal cuando sienten que tanto pueden hacerlo como no.
Los individuos son inconscientes de sus propios motivos para hacer el bien.
Al actuar sus naturalezas de acuerdo a su entorno y a sus condiciones, aún
creen que son mantenidos en el camino correcto por algún poder externo,
por alguna restricción arrojada a ellos por la Iglesia o el Estado. De modo
que el objetor cree que con el derecho a rebelión y a escindirse, sagrados pa-
ra él, estaría por siempre rebelándose y escindiéndose, creando así constante
confusión y agitación. ¿Es probable que lo haga, por la mera razón de que
puede hacerlo? Los seres humanos son en gran medida criaturas de hábito, y
llegan a amar las asociaciones; bajo condiciones razonablemente buenas, se
quedarían donde comenzaron, si así lo desearan, y, si no, ¿quién tiene algún
derecho natural para forzarle hacia relaciones que le son desagradables? Ba-
jo el orden presente de los asuntos, las personas se unen a las sociedades y
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permanecen siendo miembros buenos y desinteresados de por vida, donde el
derecho a retirarse es siempre concedido.
Por lo que nosotros los anarquistas luchamos es por una mayor oportu-
nidad de desarrollar las unidades en la sociedad, que la humanidad pueda
poseer el derecho, como ser sensato, a desarrollar aquello que es más amplio,
más noble, más elevado y mejor; una oportunidad que no sea invalidada por
ninguna autoridad centralizada, en la que se debe esperar que se firmen, se
sellen, se aprueben y se le traspasen permisos antes de poder embarcarse en
los activos propósitos de la vida con sus semejantes. Sabemos que después
de todo, a medida que nos ilustremos más bajo esta mayor libertad, llegare-
mos a interesarnos menos y menos por la distribución exacta de la riqueza
material, que, a nuestros sentidos nutridos por la codicia, parece ahora algo
tan imposible de pensar sin cuidado. La mujer y el hombre de intelectos más
nobles, en el presente, no piensan tanto en las riquezas a obtener por sus
esfuerzos como en el bien que puedan realizar por sus criaturas semejantes.
Hay un brote innato de acción saludable en todo ser humano que no ha sido
aplastado y apretado por la pobreza y el arduo trabajo desde antes de nacer,
que le impulsa hacia adelante y hacia arriba. No puede éste estar inactivo,
aún si lo quisiese; es tan natural para él desarrollar, expandir, y usar los po-
deres en él cuando no son reprimidos, como para la rosa florecer a la luz del
sol y arrojar su fragancia a la brisa que pasa.
Las más grandes obras del pasado nunca fueron realizadas exclusivamente
por dinero. ¿Quién puede medir el valor de un Shakespeare, un Miguel Ángel
o un Beethoven en dólares y céntimos? Agassiz dijo, que “no tuvo tiempo de
hacer dinero,” hubo más elevados y mejores objetos en la vida que ese. Y así
será cuando la humanidad se alivie del apremiante temor a la inanición, la
carencia, y la esclavitud, se preocupará, menos y menos, de la apropiación de
vastas acumulaciones de riqueza. Tales posesiones serían nada más que una
molestia y un problema. Cuando dos o tres o cuatro horas al día de trabajo
fácil y sano producirá todas las comodidades y lujos que uno pueda usar, y
la oportunidad de trabajar nunca sea negada, las personas serán indiferentes
respecto a quién posee la riqueza que no necesitan. La riqueza estará por de-
bajo de lo aceptable, y se encontrará que hombres y mujeres no la aceptarán
por pago, ni serán sobornados con ella para hacer lo que no harían a volun-
tad y naturalmente. Algún incentivo mayor debe sustituir, y sustituirá, a la
codicia por oro. La aspiración involuntaria nacida en el hombre por hacer lo
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máximo de uno mismo, por ser amado y apreciado por los semejantes, por
“hacer mejor al mundo por haber vivido en él,” le urgirá a por actos más no-
bles de lo que nunca lo ha hecho el sórdido y egoísta incentivo del beneficio
material.
Si, en la presente lucha caótica y vergonzante por la existencia, en que la
sociedad organizada ofrece un recargo por la codicia, la crueldad, y el enga-
ño, se pueden encontrar personas que se desentienden y están casi solas en
su determinación por trabajar por el bien en vez de por oro, quienes sufren
carencias y persecución en vez de desertar a sus principios, quienes pueden
caminar valientemente al cadalso por el bien que pueden hacer a la humani-
dad, ¿qué podemos esperar de las personas al ser liberadas de la demoledora
necesidad de vender lo mejor de ellas por pan? Las terribles condiciones bajo
las que se realiza el trabajo, la espantosa alternativa si uno no prostituye el
talento y la moral al servicio de la avaricia, y el poder adquirido con la rique-
za obtenida por siempre tan injustos medios, se combinan para hacer de la
concepción del trabajo libre y voluntario casi imposible. Y sin embargo, hay
ejemplos de este principio aún hoy. En una familia bien criada cada persona
tiene ciertos deberes, que son realizados gozosamente, y que no son medidos
ni pagados de acuerdo a algún estándar pre-determinado; cuando los miem-
bros se sientan a la mesa bien servida, el más fuerte no se lanza a obtener lo
más posible mientras el más débil prescinde, ni reúne codiciosamente a su
alrededor más comida de la que pueda consumir. Cada cual espera pacien-
temente y respetuosamente su turno para servirse, y deja lo que no quiere;
tiene certeza de que cuando tenga hambre nuevamente habrá bastante comi-
da. Este principio puede ser extendido a toda la sociedad, cuando las personas
sean lo suficientemente civilizadas como para desearlo.
Nuevamente, la completa imposibilidad de otorgar a cada cual un retorno
exacto por la cantidad de trabajo realizado hará del comunismo absoluto una
necesidad tarde o temprano. La tierra y todo lo que contiene, sin la cual el
trabajo no puede realizarse, no pertenecen a persona alguna, sino a todos
por igual. Las invenciones y descubrimientos del pasado son la herencia co-
mún de las generaciones venideras; y cuando una persona tome el árbol que
la naturaleza provee gratis, y la torne en un artículo útil, o una máquina
perfeccionada y legada a ella por muchas generaciones pasadas, ¿quién va a
determinar qué proporción es suya y solo suya? El hombre primitivo habría
estado una semana haciendo un tosco parecido al artículo con sus burdas
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herramientas, donde el trabajador moderno ha ocupado una hora. El artícu-
lo terminado es de mucho mayor valor real que el tosco hecho hace mucho
tiempo, y sin embargo el hombre primitivo se esforzó por más largo y más
duro. ¿Quién puede determinar con justicia exacta cuánto se le debe a cada
cual? Debe llegar un momento en que dejemos de intentarlo. La tierra es tan
pródiga, tan generosa; el cerebro humano es tan activo, las manos tan inquie-
tas, que la riqueza brotará como magia, lista para el uso de los habitantes del
mundo. Nos avergonzaremos tanto de pelear por su posesión como ahora lo
hacemos al reñir por la comida puesta ante nosotros en una mesa. “Pero to-
do esto,” urge el objetor, “es muy bonito en el futuro lejano, cuando seamos
ángeles. No funcionaría hoy abolir los gobiernos y las restricciones legales;
las personas no están preparadas para ello.”
Esta es una pregunta. Hemos visto, al leer la historia, que donde fuera que
una antigua restricción haya sido removida las personas no han abusado de
su nueva libertad. Una vez fue considerado necesario obligar a las personas
a salvar sus almas con la ayuda de cadalsos gubernamentales, repisas de igle-
sias y hogueras. Hasta la fundación de la república americana era considera-
do absolutamente esencial que los gobiernos deban secundar los esfuerzos
de la iglesia por forzar a las personas a atender a los medios de gracia; y sin
embargo se encuentra que el estándar moral entre las masas se ha elevado
desde que se les dejó libres de orar cuando quisieran, o de no hacerlo, si así
lo prefieren. Se creía que los esclavos no trabajarían si el capataz y el láti-
go se quitasen; son tan más una fuente de ganancias ahora que los antiguos
dueños de esclavos no volverían al antiguo sistema aunque pudiesen.
Tantos hábiles escritores han mostrado que las instituciones injustas que
obran tanta miseria y sufrimiento sobre las masas tienen su raíz en los go-
biernos, y deben toda su existencia al poder derivado del gobierno, que no
podemos sino creer que si toda ley, todo título de propiedad, toda corte, y
todo oficial de policía o soldado fuese abolido mañana de un barrido, esta-
ríamos mejor que ahora. Las cosas reales, materiales, que el hombre necesita
existirían aún; su fuerza y habilidad permanecería y sus inclinaciones socia-
les instintivas retendrían su fuerza; y con los recursos vitales vueltos libres
para todos, no se necesitaría fuerza alguna más que la de la sociedad y la de
la opinión de los semejantes para mantenerles morales y honestos.
Libres de los sistemas que les hicieron antes miserables, es poco probable
que se tornen más miserables por falta de éstos. Mucho más está contiene el
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pensamiento de que las condiciones hacen al ser humano como es, y no las
leyes y las penas hechas para guiarles, más de lo que supone el pensamien-
to bajo la observación descuidada. Tenemos leyes, cárceles, cortes, ejércitos,
armas y armerías suficientes como para hacer de todos unos santos, si es
que fueran verdaderos preventivos contra el crimen; pero sabemos que no
previenen el crimen; que la maldad y la depravación existen a pesar de ellos,
es más, que aumentan a medida que la lucha entre clases se torna más fie-
ra, la riqueza se torna mayor y más poderosa y la pobreza más sombría y
desesperada.
A la clase gobernante los anarquistas dicen; “Caballeros, no pedimos pri-
vilegios, no proponemos restricción alguna; tampoco, por otra parte, lo per-
mitiremos. No tenemos nuevas cadenas que proponer, buscamos la emanci-
pación de las cadenas. No pedimos sanción legislativa, pues la cooperación
solicita solo un campo libre y ningún favor; tampoco permitiremos su inter-
ferencia”. Se afirma que en la libertad de la unidad social yace la libertad de
la condición social. Se afirma que en la libertad de poseer y utilizar el suelo
yace la felicidad y progreso social y la muerte de la renta. Se afirma que el
orden solo puede existir donde la libertad prevalezca, y que el progreso guía
y nunca sigue al orden. Se afirma finalmente, que esta emancipación inaugu-
rará la libertad, la igualdad, la fraternidad. Que el sistema industrial existente
ya ha sobrepasado su utilidad, si es que alguna vez tuvo alguna como creo
lo han admitido todos quienes le han dado un serio pensar a esta fase de las
condiciones sociales.
Las manifestaciones de descontento avecinándose ahora desde todos lados
muestran que la sociedad se conduce sobre principios errados y que algo
debe hacerse pronto o la clase asalariada se hundirá en una esclavitud peor
de la que fue la servidumbre feudal. Digo a la clase asalariada: Piensen con
claridad y actúen con rapidez, o están perdidos. Paren no por unos cuántos
céntimos más por hora, porque el precio de la vida subirá aún más rápido,
paren por todo lo que trabajan, no se contenten con nada menos.
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A continuación, definiciones que aparecerán en todos los nuevos diccio-
narios estándar:
Anarquismo — La filosofía de un nuevo orden social basado en la libertad
irrestricta por las leyes hechas por el ser humano, la teoría de que todas las
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formas de gobierno se basan en la violencia, y por ende son inadecuados y
dañinos, así como también innecesarios.
Anarquía — Ausencia de gobierno; incredulidad e indiferencia por la in-
vasión y la autoridad basadas en la coerción y la fuerza; una condición de
sociedad regulada por el acuerdo voluntario en vez de por el gobierno.
Anarquista — 1. Convencido en el Anarquismo; aquel que se opone a toda
forma de gobierno coercitivo y autoridad invasiva. 2. Aquel que defiende la
Anarquía, o la ausencia de gobierno, como ideal de la libertad política y la
armonía social.
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