Lo Que Crees Es Mentira - Vicente Raga
Lo Que Crees Es Mentira - Vicente Raga
Lo Que Crees Es Mentira - Vicente Raga
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Vicente Raga
ePub r1.0
Titivillus 11.11.2020
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Vicente Raga, 2019
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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A mi familia, amigos y compañeros del colegio.
De forma consciente o inconsciente, todos habéis contribuido a
crear el universo de Las doce puertas.
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Nota previa del autor
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RESÚMEN DE LOS LIBROS ANTERIORES DE LA SERIE «LAS
DOCE PUERTAS»
Los judíos de finales del siglo XIV en la península ibérica habían acumulado
una ingente cantidad de conocimientos en multitud de materias, pero los
tenían dispersos en diferentes lugares. Ante el cariz que estaba tomando su
relación con los cristianos en aquella época, y ante el temor de perder ese gran
tesoro, decidieron protegerlo, reuniéndolo y escondiéndolo en un único
emplazamiento. Eligieron la judería de Valencia. No era tan importante como
las de Sevilla, Córdoba o Toledo, por ejemplo, pero precisamente por ello la
escogieron. Tenía un tamaño medio, no era demasiado conflictiva y estaba
bien comunicada. En definitiva, era discreta en comparación con otras
mayores. Crearon una especie de confraternidad, formada por diez personas,
cuya misión era preservar ese tesoro a través de los siglos, y lo llamaron Gran
Consejo. El tesoro era conocido entre ellos por el nombre de «el árbol».
Sin duda fue una idea muy oportuna, ya que poco más de un año después
de completar la tarea, en 1391, se produjo el asalto y la destrucción de más de
sesenta juderías por todos los territorios del reino de Castilla y de la corona de
Aragón, que supusieron la muerte de decenas de miles de judíos. La mayoría
de las aljamas no se recuperaron jamás y desaparecieron para siempre.
Afortunadamente los miembros del Gran Consejo tenían un plan de escape
preparado, que habían llamado Las doce puertas, que hacía referencia a las
doce puertas que se abrían en la muralla medieval de Valencia a finales del
siglo XIV. Su objeto era ponerse a salvo y preservar su tesoro cultural. Una
vez ejecutado dicho plan, pasaron a designarse a ellos mismos puertas.
Por si todas aquellas desgracias no hubieran sido suficientes, cien años
después de aquel desastre, en concreto el 31 de marzo de 1492, Isabel I de
Castilla y Fernando II de Aragón, conocidos posteriormente como los Reyes
Católicos, ordenaron la expulsión de los judíos de todos los reinos que
dominaban, deportación que se completó en el mes de agosto de aquel
fatídico año.
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El Gran Consejo que protegía el tesoro judío estaba compuesto por diez
personas, pero en realidad había un undécimo miembro, que no participaba de
las reuniones, cuya identidad permanecía secreta y que tan solo era conocida
por el número uno. El Gran Consejo se organizaba a semejanza del árbol
sefirótico de los cabalistas. Aunque aparentemente dicho árbol contenía diez
esferas o sefirot, en realidad, existía una undécima sefiráh, que es el singular
de la palabra sefirot. Esa undécima sefiráh, llamada Daat, permanecía
invisible y representaba la conciencia. Era otra forma, en este caso no
material y oculta, del Keter, de la raíz del Gran Consejo, de su número uno,
que en estos momentos era Blanquina March. En consecuencia, tan solo
Blanquina conocía la verdadera identidad de la undécima puerta. Su función
era ser una especie de copia de seguridad. Entre el número uno y el número
once tenían dividido un mensaje propio, que una vez unido, conducía a la
localización del árbol. En caso de cualquier eventualidad, como la
desaparición de un miembro o del Gran Consejo en su totalidad, tenían la
responsabilidad de reconstruirlo, para la preservación de su gran tesoro
durante los siglos venideros.
En marzo de 1500 se produjo un hecho de extraordinaria gravedad. El
Santo Oficio de la Inquisición española descubrió una reunión del Gran
Consejo e irrumpió en mitad de su celebración, provocando la desbandada de
todos sus miembros e incluso la captura del número cuatro, Miguel Vives, y
su posterior relajación y muerte en la hoguera. Blanquina March, que era la
puerta número uno, decidió, por seguridad, trasladar el árbol a otro
emplazamiento diferente y encargó el trabajo a la undécima puerta, Johan
Corbera, ya que no era ni conocido ni perseguido por la Inquisición. Tomó
otra decisión de gran calado, disolver el Gran Consejo. No sabía qué
conocimientos podrían tener la Inquisición y no se quiso arriesgar a poner en
peligro la propia existencia del árbol, el gran tesoro judío.
Blanquina March falleció muy joven a consecuencia de la peste negra y
heredó su puesto en el Gran Consejo, como nuevo número uno, su hijo Luis
Vives, el gran humanista valenciano, español y europeo, que en aquel
momento histórico tenía tan solo dieciséis años. Entre él y Johan Corbera
escondieron ese tesoro cultural en una nueva ubicación. Poco después Luis
Vives abandonaría España, debido a la presión de la Inquisición sobre su
familia. Su padre quiso ponerlo a salvo de su saña, que ya había conducido
hasta la hoguera a buena parte de sus primos y tíos.
Luis Vives se convirtió en una figura de fama mundial y sus amigos en
España intentaban que retornara con seguridad, a salvo del Santo Oficio. A
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pesar de todos los esfuerzos, parecía que había una mano negra que le
impedía la vuelta a su país, cosa que deseaba, ya que su padre estaba enfermo
y preso por la Inquisición y sus hermanas necesitaban su ayuda. Todos los
intentos fracasaron. Luis Vives, después de las maquinaciones del cardenal
Thomas Wosley entre otros, acabó en Inglaterra, de catedrático en la
Universidad de Oxford, y casado con Margarita Valldaura, hija de españoles y
residente en Brujas. Para aquel entonces ya había abandonado de forma
definitiva su idea de volver a España.
En Valencia, en el primer cuarto del siglo XVI, el hijo de Johan Corbera,
llamado Batiste, hace amistad en la escuela con Amador, cuyo padre trabaja
para el Tribunal de la Inquisición y con Jerónimo, un extraño niño de siete
años que no sabe ni siquiera quién es su padre, pero que vive en el Palacio
Real de Valencia a todo lujo. Debe tratarse del hijo de alguien muy
importante, pero nadie parece saber de quién, ni siquiera el propio Jerónimo.
El palacio es la sede del Tribunal local de la Inquisición y los tres amigos
aprovechan que su amigo reside allí para entretenerse espiando alguna de sus
reuniones, hasta que Batiste, en la última de ellas, es sorprendido por alguien
que jamás esperaba ver allí. Se quedó estupefacto.
Mientras tanto, ya en la época actual, en pleno siglo XXI, Rebeca Mercader
es una joven de veintiún años, recién graduada en Historia y estudiante de un
máster. Para sufragarse sus estudios trabaja a tiempo parcial en el periódico
La Crónica, estando a cargo de la sección de relatos históricos. Para su
absoluta sorpresa, ha sido nominada a un Premio Ondas al mejor podcast del
año, por unas grabaciones que dejó cuando se fue de vacaciones, con el objeto
de que fueran trascritas para su columna semanal en el periódico. Las
escucharon sus compañeros de la emisora de radio y las difundieron, sin el
conocimiento de Rebeca. Para sorpresa de todos, tuvieron muchísimo éxito.
Los padres de Rebeca fallecieron en un accidente de tráfico cuando
apenas tenía ocho años de edad. En aquel momento se fue a vivir con su único
familiar vivo, su tía Margarita Rivera, a quién todo el mundo conoce por el
diminutivo de Tote. Es comisaria de policía y, hasta hace tres meses, su pareja
sentimental era Joana Ramos, profesora de Rebeca en la Facultad de
Geografía e Historia. Debido a todos los acontecimientos que ocurrieron
durante el mes de mayo, se vio obligada a trasladarse a Estados Unidos. Las
tres formaban una familia muy feliz que, ahora mismo, estaba rota. Ni Tote ni
Rebeca se habían acostumbrado a su ausencia.
Rebeca estudió en el colegio Albert Tatay. Desde que el grupo de amigos
terminaron sus estudios hacía cuatro años, y antes de que cada uno de ellos
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partiera hacia una Facultad diferente para continuar su formación o al
mercado laboral, Rebeca y sus compañeros se confabularon para no perder el
contacto. Se habían criado unidos durante muchísimos años y no querían
perder esa complicidad tan sana. Así, decidieron institucionalizar una reunión
semanal, todos los martes, en un lugar fijo, en este caso en el pub irlandés
Kilkenny’s en la plaza de la Reina. Cada uno acudía cuando podía, pero con
el paso del tiempo, incluso se habían ido incorporando al grupo personas
ajenas al colegio. Fue el camarero inglés del pub, llamado Dan, el que les
bautizó como el Speaker’s Club, porque, según él, «mucho hablar y poco
beber».
Charly, piloto de línea aérea, era el cachondo del grupo, junto a Fede, que
acababa de terminar el doble grado de Derecho y Ciencias Políticas.
Pertenecía a una familia muy rica y conocida. En ocasiones se les unía a los
dos el antisistema de Xavier, que era comercial de una empresa. Los tres
formaban el trío calavera. Tenían mucho peligro. Almu era la amiga del alma
de Rebeca, llevaban estudiando juntas desde los seis años hasta la
universidad. Bonet estudiaba robótica y todos pensaban que podría pasar por
uno de ellos. Carlota era la más impredecible de todo el grupo, una mente
privilegiada cuyas reacciones le daban miedo hasta la propia Rebeca, aunque
eran grandes amigas y almas gemelas. Su madre había fallecido hacía unos
días, después de una larga enfermedad. Se acababa de reincorporar, después
de un año de ausencia por estudios en el extranjero, Carolina Antón, cuyo
padre era un diplomático francés. Para completar el grupo, se habían unido,
ajenos al colegio, Carmen, una mujer divorciada de cuarenta y seis años que
trabajaba en el archivo del ayuntamiento de Valencia y su jefe Jaume, algo
mayor que ella y con un parecido asombroso a Harry Potter, aunque con
algunos años más, según Rebeca.
El día 1 de mayo se presentó en el periódico dónde trabaja Rebeca la
condesa de Dalmau, dos veces grande de España y lectora habitual de la
sección de Rebeca. Le hace entrega de dos extraños dibujos que ha
encontrado en una caja fuerte oculta, que pertenecía a su difunto marido, el
conde de Ruzafa. Le pide que resuelva su significado, ya que ella lo
desconoce. Al día siguiente la condesa es encontrada muerta en su palacio.
Después de muchas vicisitudes y gracias a la ayuda del historiador
Abraham Lunel, descubren que los dibujos son de procedencia judía y datan
de 1391, año en que se produjo el asalto y la destrucción de la judería de
Valencia. En realidad, los dibujos representaban un plan de escape del Gran
Consejo denominado Las doce puertas, que hacía referencia a las doce
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puertas de la muralla medieval de Valencia, Lo que todos los miembros del
Speaker’s Club desconocen es que Rebeca es la actual undécima puerta. Hace
todo lo posible para hacer creer a sus amigos que aquel árbol judío, oculto
desde hace seis siglos, ya no existe en la actualidad. Quiere que se le deje de
buscar y así se pueda preservar para los siglos venideros. Lo que Rebeca
descubre al final del libro anterior es que puede existir otro Gran Consejo que
ella desconoce, ya que hay demasiados flecos sueltos y acontecimientos
extraños que no comprende. Está muy preocupada, porque pensaba que tenía
la situación bajo control y parece que no es así. Por otra parte, en el plano
personal, la madre de Carlota le revela, en su lecho de muerte, que es
adoptada, que no es su verdadera madre biológica.
En resumen, en la actualidad no sabemos si, en realidad, existe o no el
Gran Consejo, ni siquiera si el árbol judío del saber milenario se ha perdido
para siempre o continua oculto. Rebeca y sus amigos se disponen a
averiguarlo. Desde luego están ocurriendo cosas muy extrañas e
incomprensibles a su alrededor.
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Keter, la raíz del Gran Consejo. Ambos estaban extrañados porque el nuevo
número uno no se hubiera puesto en contacto con nadie desde que fue
nombrado. En cuanto Luis le dijo a Johan el nombre del elegido, de inmediato
comprendió el motivo de esta falta de comunicación. Johan estaba espantado
y muy preocupado por el futuro del Gran Consejo.
Tal y como estaba previsto desde el siglo XIV, eran el número uno y el
número once los que debían de reconstruir el Gran Consejo, en caso de
producirse cualquier eventualidad como la actual. El problema era que el
elegido como nuevo número uno, el noble don Bertrán, llevaba muerto más
de un año, por eso era imposible que se comunicara con nadie. Johan le había
pedido que designara a otro sucesor, pero Luis le había dicho que no podía.
En consecuencia, el Gran Consejo, además de no existir como tal, estaba
descabezado por primera vez en su historia y sin posibilidad de
reconstrucción.
—¿No reconsideras tu decisión de nombrar a un nuevo número uno? Los
fundadores originales del Gran Consejo en el siglo XIV, con todas las medidas
de seguridad que adoptaron, no previeron esta situación. Estamos ante un caso
extraordinario, que quizá requiera de soluciones extraordinarias. Yo solo no
puedo reconstruirlo.
Luis lo miraba con cara complaciente.
—Deja que los acontecimientos fluyan —contestó enigmático.
Sin embargo, Johan miraba a su amigo con gesto de incomprensión.
—¿Has bebido vino de buena mañana? —le preguntó, extrañado por la
aparente calma de su amigo—. ¿Qué es lo que tiene que fluir?
—Johan, tú eres la undécima puerta, no conoces ciertas cuestiones
relativas al Gran Consejo porque no perteneces a él. No te preocupes tanto. La
situación no es tan terrible.
—¿Qué no me preocupe? ¿Qué no es tan terrible? —pregunto espantado
Johan—. ¡Pero si no existe! Resulta que mi principal misión consiste en
reconstruirlo junto con el número uno, que está muerto. Por mucho que fluyan
los acontecimientos, no veo cómo se van a solucionar los problemas por sí
mismos. Los muertos no resucitan, ¿o quizá tú creas que sí?
—Das por supuesto cosas que no conoces con seguridad —insistió Luis,
con ese tono pausado que tanto estaba irritando a Johan.
—¿Qué es lo que doy por supuesto? El noble don Bertrán murió en una
emboscada del ejército francés, incluso en la corte real española se organizó
un funeral en su honor hace más de un año. Su cabeza fue exhibida
públicamente en una plaza de Nantes, después de que su cadáver fuera
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quemado ante cientos de personas —dijo indignado Johan—. ¿Qué es lo que
te parece una suposición en todo este asunto?
Luis seguía sin compartir el nerviosismo de Johan, de hecho, parecía
completamente relajado. Hasta Johan diría que parecía feliz.
—Entre otras cosas, ¿sabemos si designó sucesor antes de su muerte, por
ejemplo? —preguntó Luis, con una sonrisa enigmática—. A diferencia de mí,
don Bertrán sí que tenía descendencia.
Johan se quedó en completo silencio por un momento. Ahora que lo
pensaba bien, no se le había ocurrido esa posibilidad. Se la quitó de la cabeza
de inmediato.
—Es muy poco probable, ya que fue emboscado por las huestes francesas
tan solo unas semanas después de que tú le nombraras —contestó Johan, tras
reflexionar—. Fue un ataque sorpresa, no debió tener tiempo de ello.
—Poco probable no significa imposible.
—No, supongo que no —reconoció Johan.
—Entonces, relájate.
—No significará imposible, pero sigue significando improbable —insistió
Johan.
—Johan, deja que fluyan los acontecimientos.
Johan estaba visiblemente irritado por la calma de Luis y por esa frase tan
molesta para sus oídos. Tan solo le encontraba una posible explicación.
—Vamos a ver Luis, tú sabes algo que no me estás diciendo, ¿verdad? De
lo contrario no me explico tu actitud.
Luis sonrió.
—Por supuesto.
—¿Y a qué esperas para contármelo?
—No me corresponde a mí esa función. Recuerda que ya no soy el
número uno.
—Ni yo el número once. Te recuerdo que mi hijo Batiste ya habrá leído la
carta que le deje antes de emprender este viaje a Brujas para asistir a tu boda,
por lo que sabrá cuál es su responsabilidad como nueva undécima puerta, pero
no por ello me dejo de preocupar por la existencia del Gran Consejo, aunque
nunca haya pertenecido a él.
Luis miraba con cara divertida a su amigo Johan, que seguía azorado por
la aparente grave situación.
—¿Te había comentado que dejaras que fluyeran los acontecimientos?
Johan cogió el pequeño almohadón de la silla y se lo tiró a la cabeza de su
amigo, que no lo pudo esquivar. Por un momento, ambos se rieron y se
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olvidaron de todos los problemas.
Fue algo fugaz y breve.
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Dado que el conde había sido el número uno del Gran Consejo, todos
supusieron que se trataba de la mitad del mensaje secreto que custodiaba. Esa
mitad, unida a la otra mitad que debía guardar la undécima puerta, formarían
el gran mensaje que, una vez descifrado, debía conducir al emplazamiento del
tesoro cultural judío, ocultado hacía muchos siglos y en paradero
desconocido.
Pero existía un grandísimo problema en todo este relato. Ayer sábado,
Álvaro Enguix visitó a Carlota para darle el pésame por el fallecimiento de su
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madre. Rebeca también estaba presente en aquel momento.
Durante la conversación surgió el tema de familiares fallecidos, y para
absoluta sorpresa de ambas amigas, Sergio les informó que él también lo pasó
muy mal cuando su padre falleció hacía dos años.
Se quedaron impávidas, aquello no podía ser. Si el padre de Álvaro
llevaba dos años muerto, difícilmente pudo atender al detective Richie Puig
hacía cuatro meses, y menos aún darle ninguna fotografía, si descartamos los
fenómenos paranormales, y ninguno de los tres creía en ellos.
Carlota y Rebeca escucharon la noticia de labios de Álvaro con absoluta
estupefacción. Cuando por fin reaccionaron, Rebeca llamó de inmediato a su
tía, la comisaria de Policía Margarita «Tote» Rivera, que, a su vez, llamó al
detective Richie Puig. Estaban alarmados por la revelación y no era para
menos. Aquello podía poner patas para arriba todo lo que, hasta ahora, creían
conocer.
Al día siguiente, aunque era domingo, se desplazaron hasta el taller de
joyería del difunto Sergio Enguix. Ahora mismo estaban los cuatro, Rebeca,
Carlota, Tote y Richie, frente a la puerta, mirándola, como ensimismados.
—¿Cómo sabes que ha entrado alguien? —preguntó el detective.
—Mirad al suelo —contestó Álvaro señalando unas marcas al lado de la
persiana—. Son recientes. Mi madre y yo hace más de medio año que no
venimos a esta planta baja.
—Efectivamente, parece que está puerta se ha abierto hace poco —dijo
Tote—. ¿Quién tiene llaves de este local?
—Siempre han existido tres juegos. Uno la tenía mi padre, que ahora está
guardado en casa, otro lo lleva mi madre en su bolso y la tercera llave es esta
que tengo ahora mismo en mi mano —dijo, señalándola—. Nunca hemos
hecho ninguna copia más.
—La cerradura no parece forzada, así que siento contradecirte, pero
alguien más debe tener otra llave —confirmó Tote.
—¿Qué hago? ¿Abro la puerta? —preguntó Álvaro.
—Sí claro, vamos a entrar. Lo haré yo primero —dijo Tote, echándose la
mano a la funda de su arma reglamentaria—. No creo que haya ningún
peligro, pero más vale prevenir. No toquéis nada del interior del local,
limitaros a seguirme, siempre detrás de mí.
Álvaro se agachó, metió la llave en la cerradura y subió la persiana. Dejó
a la vista una pequeña puerta, que también abrió con la misma llave.
—Adelante Tote —dijo Álvaro, cediendo el paso a la comisaria.
—¿Hay alarma de seguridad?
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—En su día, cuando funcionaba como taller y obrador de joyería, por
supuesto, porque había objetos de valor. Cuando mi padre dejó de utilizarlo
nos dimos de baja. Total, no hay nada que valga la pena en su interior más
que herramientas y muebles antiguos. Pura chatarra.
Tote se asomó, El local estaba completamente oscuro, no se veía nada.
—¿Hay luz eléctrica o tenemos que usar la linterna de los móviles?
—Sí, perdona, tienes el interruptor a tu derecha.
Presionó el botón y se encendieron tres grandes plafones en el techo. Ante
sus ojos tenían lo que parecía un almacén desordenado, pero no daba la
sensación de estar tan sucio como para estar abandonado.
—Decías que no habíais venido en medio año, ¿verdad? —preguntó Tote,
dirigiéndose a Álvaro.
—Al menos. Igual te he dicho seis meses y son nueve. No llevo la cuenta,
pero desde luego hace mucho tiempo que mi madre y yo no acudimos por
aquí.
—Pues parece claro que este local está en uso. Diría que el polvo
acumulado no tiene más de dos o tres semanas —dijo Tote, mientras
examinaba las mesas con detenimiento—. Mirad aquí —señaló—, este
taburete está completamente limpio, ha sido usado hace bien poco. Apenas
hace unos días.
—No me lo explico —dijo Álvaro, que parecía desconcertado. Aquello no
tenía sentido.
Tote sacó el móvil de su bolsillo y sacó fotos de todos los rincones de
aquel extraño local. Desde luego alguien lo estaba utilizando porque no estaba
tan sucio. En estos momentos no sabía si creer la versión de Álvaro, ya
dudaba hasta de él.
De repente, casi se le cae el teléfono al suelo del susto que se llevó.
Richie había dado un grito.
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algo que no le cuadraba. Cuando le dio a Luis la primera noticia del
fallecimiento de don Bertrán, se sorprendió, estaba claro que no la conocía y
se preocupó de verdad. Johan lo pudo ver claramente en su rostro, estaba
alarmado. Sin embargo, después de la boda, apenas tres días después, su
actitud había cambiado por completo, se mostraba tranquilo y sosegado, como
si nada hubiera ocurrido. No lo conseguía entender, por más que pensara en
ello. Don Bertrán estaba tan muerto antes de la boda como después. No
comprendía ese cambio.
«¿Qué habría sucedido en ese corto intervalo de tiempo?», se preguntaba
Johan. «¿Se habría enterado de que el noble fallecido había designado
sucesor?». «En ese caso, ¿tenía el Gran Consejo un nuevo número uno que él
desconocía?». Eso podría explicar la tranquilidad de su amigo Luis Vives,
pero tampoco terminaba de verlo claro. Era muy difícil que eso se hubiera
producido.
No podía olvidar las circunstancias en que se había producido la muerte
del noble. Estaba volviendo a España por tierra y falleció de forma
imprevista, emboscado por sorpresa a las pocas semanas de su nombramiento.
«¿Cómo habría podido nombrar sucesor en ese momento tan delicado?», se
preguntaba Johan. Le atormentaba esa cuestión y aún le enervaba más la
actitud de su amigo Luis, que más que preocupación demostraba una
tranquilidad fuera de su comprensión. Sin la existencia de un número uno no
se podía reconstruir el Gran Consejo y eso era catastrófico.
La brisa levantaba el agua del mar, que salpicaba la cubierta del barco y
de paso, el propio rostro de Johan. A pesar de lo bello del paisaje, su cabeza
no estaba pendiente del puerto de Brujas, que ahora mismo estaban
abandonando. Estaba muy lejos de aquellas aguas.
De repente, dio un pequeño respingo y casi se cae del pequeño barril
dónde estaba sentado.
«¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?», se dijo. «¡Qué idiota he
sido!».
Ahora lo veía cristalino. Era la única posibilidad que daba sentido a todo.
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—Lo siento, no es habitual en mí asustarme por estas cosas. Os pido
disculpas, pero me ha impresionado. No me acabo de creer que pudiera hablar
con un muerto.
—De todas maneras, no es posible que la persona de esa foto te atendiera
en este taller hace cuatro meses —insistió Álvaro—. Os aseguro que mi padre
está muerto de verdad. Yo mismo reconocí su cadáver en este mismo lugar.
Su cuerpo estaba en el suelo, justo dónde ahora estás tú mismo, hace dos años
—dijo Álvaro, dirigiéndose a Richie—. Mi madre también estaba conmigo.
—Pues yo tengo claro con quién hablé, y era él —dijo Richie, señalando
el retrato—. No me cabe ninguna duda. Por mi trabajo me fijo mucho en los
rostros de las personas. No soy fisonomista, pero casi. Además, no fue una
conversación corta, estuvimos unos vente minutos charlando, uno enfrente del
otro, mirándonos las caras.
—¿Dónde estaba sentada la persona con la que hablaste? —preguntó
incrédulo Álvaro.
—En ese taburete —señaló Richie—, el mismo que está limpio. Yo me
senté en una de las sillas.
Álvaro se estremeció de forma ostensible.
—Siempre se sentaba ahí, ese taburete era su lugar preferido —contestó.
«¿Los muertos vuelven a resucitar?», pensó Rebeca, recordando hechos
pasados.
—Estos últimos meses ya hemos sido testigos de la resurrección de ciertos
muertos, acordaros de Tania Rives o Abraham Lunel —dijo Carlota, que
parecía que le había leído el pensamiento a Rebeca.
—¿Tania Rives está viva? —preguntó asombrado Álvaro.
—Y tu padre, por lo visto, también —le contestó Carlota.
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claro, pero tú dices que eres el número once. ¿Cómo quedamos? Si son diez,
¿cómo puedes ser tú el número once? ¿No sabían contar en el siglo XIV?
—Yo ya no soy el número once —dijo Johan, guiñando el ojo—. Desde el
momento que leíste esa carta, ya lo eres tú.
—Pues todavía me lo pones peor —contestó Batiste, algo agobiado por la
situación.
—Como bien has dicho, el Gran Consejo son diez personas. Tú eres el
número once, en consecuencia, no formas parte de él. Tu existencia debe ser
secreta, como lo ha sido la mía y como fue la de tu bisabuelo, el gran Samuel
Perfet, nieto del último gran rabino de la judería de Valencia, Isaac Ben
Sheshet Perfet. Samuel fue la primera undécima puerta de la historia y
desempeñó un papel muy importante.
—¿Y qué sentido tiene que mi existencia sea secreta?
—En caso de que se produzca la desaparición de un miembro o de todo el
Gran Consejo, entre el número uno y tú debéis recomponerlo. Esa es tu única
función. Cada uno de vosotros tenéis una mitad del mensaje que, una vez
unido, conduce a la localización del tesoro.
—Entonces mi existencia no es secreta del todo. Debo conocer la
identidad del número uno del Gran Consejo.
—Así es. Es el único miembro con el que debes relacionarte, y tan solo en
caso de necesidad.
—Pues no lo conozco, ¿quién es?
—Ese es el problema, yo tampoco. De hecho, no estoy seguro de que
exista en la actualidad.
Le explicó a su hijo todo lo que había ocurrido con Luis Vives y con el
noble don Bertrán, que había sido designado nuevo número uno, pero había
fallecido. Johan no sabía si había tenido tiempo de designar sucesor. Tenía
todas las dudas del mundo.
—¿Don Bertrán ha muerto? —preguntó incrédulo Batiste—. ¿El mismo
que vino a nuestra casa hace unos dos años?
—El mismo. Ese día estaba muy contento, me comunicó que le habían
concedido a Luis Vives la cátedra que había dejado vacante Antonio de
Nebrija en la Universidad de Alcalá de Henares. Se tomó la molestia de
desplazarse personalmente hasta Flandes a entregarle en mano el
ofrecimiento.
—Lo recuerdo perfectamente, ese día no hubo escuela y pude escuchar
vuestra conversación, incluso vi a don Bertrán fugazmente.
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—Pues lo mataron en una emboscada del ejército francés, cerca de
Nantes, precisamente cuando regresaba de darle en mano esa carta a Luis —
dijo Johan.
—No tenía ni idea —contestó Batiste, con la mente confusa.
—Claro, no te lo había contado.
Batiste estaba absolutamente pasmado con lo que acababa de escuchar. Le
hubiera gustado alargar la charla con su padre, tenía muchas más preguntas y
cosas que decirle, pero aún recordaba la conversación en el salón de la
chimenea del Palacio Real. Había jurado olvidar todo lo visto allí y lo debía
cumplir. Ahora mismo aquella conversación, que no debía recordar, suponía
un muro entre su padre y él.
—Prepárate. En un par de días nos marchamos a Sevilla —dijo Johan.
—¿A Sevilla? ¿Para qué? —preguntó extrañado Batiste.
—Vamos a buscar al número uno.
—¿Pero no me acabas de decir que ha muerto? —preguntó Batiste, que no
comprendía nada—. ¿En qué quedamos? No te pones de acuerdo ni contigo
mismo.
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EN LA ACTUALIDAD, LUNES 17 DE SEPTIEMBRE
Tote apenas pudo dormir. Estaba muy preocupada por todos los
acontecimientos sucedidos. Recordaba perfectamente que la gargantilla del
conde de Ruzafa le causó desazón desde el primer momento que conoció su
existencia, hacía ya cuatro meses. De forma inconsciente siempre tuvo la
sensación que era un elemento extraño en toda la historia.
«Bueno, no tan inconsciente, ya que contraté por primera vez al detective
Richie Puig precisamente a causa de ella», pensaba. «Algo tuve que
presentir».
Tote era una mujer muy intuitiva. A lo largo de su carrera profesional en
el Cuerpo Nacional de Policía siempre había hecho caso a su instinto, y no le
había ido nada mal. Ahora tenía esa misma sensación con el tema del padre de
Álvaro Enguix. No se podía creer que estuviera vivo, a pesar de las
afirmaciones de Richie y las insinuaciones de Carlota y su mente prodigiosa.
«Otro resucitado no, por favor», pensó, casi rogando.
No se aguantó más. Eran las cinco y cuarto de la mañana y estaba
tumbada en la cama mirando el techo de su habitación. Se levantó, salió a la
cocina y se preparó el desayuno. Cuando terminó se fue al trabajo, era la jefa
de la Brigada Provincial de Extranjería y tenía su oficina en la comisaría de la
calle Zapadores.
—Buenos días señora comisaria —saludaron los policías en cuanto vieron
llegar a su superiora—. ¿Ocurre algo que viene tan pronto?
—Ocurre que no podía dormir —contestó con una sonrisa en la boca.
Se encaminó a su despacho y encendió el ordenador, antes incluso de
quitarse la chaqueta. Estaba impaciente. «Tengo que averiguar si hay indicios
de que Sergio Enguix pueda estar vivo, aunque lo dudo mucho», se dijo.
Efectivamente, constaba en los archivos la fecha de su defunción, hacía
dos años, tal y como había comentado su hijo. Comprobó la Seguridad Social,
también estaba de baja desde esa fecha y por supuesto no constaba el cobro de
ningún tipo de prestación social desde la fecha de su muerte. Tampoco tenía
tarjetas de crédito ni cuentas bancarias a su nombre. Hasta tenía el DNI y el
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pasaporte caducado. En definitiva, no había ningún rastro o registro que
pudiera hacer sospechar que estuviera vivo.
Se acordó de que Rebeca le había comentado que había sido confidente
policial. A pesar de que no existía ninguna base de datos oficial acerca de
ello, buscó por esa vía, pero tampoco encontró nada.
Aquello era un callejón sin salida. Parecía muerto y bien muerto, aunque
tenía que reconocer que también se había creído el fallecimiento de la actriz
Tania Rives hasta que la sorprendió aquella noche en la Lonja con Abraham
Lunel, otro que también se había hecho pasar por muerto. En cambio, esta
ocasión parecía diferente. Al fin y al cabo, en aquellos casos no había
aparecido el cuerpo de ninguno de los dos, por lo que no estaban oficialmente
fallecidos, sino desaparecidos. En el caso de Sergio Enguix sí que había
cadáver.
Se quedó mirando la pantalla del ordenador, con la vista perdida entre sus
pensamientos. De repente, algo llamó su atención. En la ficha de Sergio había
un icono iluminado en un rincón del monitor. No se había dado cuenta antes
porque ni siquiera había mirado, no debería estar ahí.
«¿Un expediente policial de hace dos años a nombre de Sergio Enguix?»,
se preguntó extrañada. «¿Esto qué significa?».
De inmediato abrió el archivo. Constaban diligencias policiales acerca de
su fallecimiento. Aquello era algo completamente inusual.
«¡Qué raro! Nosotros no intervenimos en los casos de muerte natural»,
pensó. «No tiene ningún sentido».
Vio el nombre del compañero que firmaba el expediente. Era lo que le
faltaba para terminar de intranquilizarse. Se levantó de un salto de la silla y
cogió el teléfono. Ni se dio cuenta de la hora intempestiva que era.
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Llegamos a pensar que esa persona te había descubierto y te estaba
reteniendo.
—No se llegó a despertar. El ruido provenía de sus ronquidos, ya que
estaba profundamente dormido. Me quedé paralizado, mirándolo, sin saber
cómo reaccionar —dijo Batiste.
—¿No se llegó a despertar? —preguntó, algo sorprendido Amador—.
¿Seguro?
—¡Claro que estoy seguro! Después de observarlo durante un momento,
salí del salón y ya me uní a vosotros en la huida —mintió Batiste—. Ya
sabéis que apenas estuve un instante. No dio tiempo a nada más.
—¡Pues menos mal! —respondió Jero aliviado—. Me hubieras puesto en
un verdadero compromiso si te llega a descubrir. A ver qué explicación
hubiera dado a los señores inquisidores de vuestra presencia. Ya sabéis que
tengo terminantemente prohibido llevar visitas al palacio.
—¿Y quién era? —continuó preguntando Amador.
—¿Cómo quieres que lo sepa? No lo conocí —volvió a mentir Batiste—.
Supongo que alguna persona venida de fuera. Si se hospedaba en el Palacio
Real es que no disponía de residencia en la ciudad.
—O sea, una persona forastera e importante, no olvidéis que no es nada
habitual que se quede gente a dormir en el palacio —dijo Jero.
—Igual fue uno de los que intervino en la reunión que espiamos. Quién
sabe, a lo mejor era al que llamaban por el título de su excelencia y que
parecía tener tanto poder —conjeturó Amador.
Batiste se puso algo nervioso con el comentario de su amigo. Intentó
desviar la atención hacia Jero.
—¿No lo viste cuándo regresaste a tu habitación? —preguntó—. Debiste
pasar otra vez por el salón de la chimenea.
—No volví de inmediato, me esperé un rato. Cuando lo hice, no había
nadie sentado en los sillones. Me aseguré antes de cruzar el salón.
Quienquiera que fuese ya se habría retirado a su habitación. Todo estaba
solitario y en completo silencio, como es lo habitual en esa ala del palacio.
Para alivio de Batiste, Amador se olvidó del extraño del sillón y retomó el
tema del principio de la conversación.
—¿Entonces nos veremos estos meses que no hay escuela? Yo no me voy
a ningún sitio, me quedo en la ciudad.
—Yo tampoco creo que me vaya —dijo Jero—. Vivo encerrado en el
Palacio Real.
Batiste estaba extrañamente callado.
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—¿Qué te pasa? ¿No quieres quedar con nosotros cuando no haya
escuela? —le preguntó Amador.
—Me gustaría hacerlo, pero me temo que no voy a poder —contestó.
—¿Qué ha ocurrido? Tu padre ya ha vuelto de Flandes, ¿no? —dijo
Amador.
—Precisamente ese es el motivo por el que no podré veros por un tiempo
—dijo Batiste.
—¿Tu padre te ha castigado? ¿Has hecho algo que no debiste hacer en su
ausencia?
Batiste sonrió irónicamente ante la pregunta de Amador.
—En realidad sí que lo hice, pero ese no es el motivo de que no pueda
quedar con vosotros este verano.
—¿Entonces cuál es? —preguntó Jero, que no comprendía nada.
—Mañana parto hacia Sevilla. Me temo que no nos volveremos a ver en
un tiempo, al menos durante un mes.
—¿A Sevilla? ¿A qué vas allí? —preguntó curioso Jero, al oír nombrar su
ciudad de origen.
—Me parece que voy a conocer a tu padre —lanzó la bomba Batiste,
dirigiéndose a su joven amigo.
—Estarás de broma —dijo Jero, con un gesto de sorpresa.
—Me temo que no —contestó Batiste, muy serio.
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EN LA ACTUALIDAD, LUNES 17 DE SEPTIEMBRE
Rebeca tampoco había podido dormir bien. Había sido un fin de semana
intenso y la cabeza le daba vueltas. Se levantó a las siete y salió a desayunar,
esperando encontrarse con su tía en la cocina. Sin embargo, estaba desierta, ni
rastro de ella. «¿Se le habrán pegado las sábanas?», pensó. Se asomó a su
habitación. Para su sorpresa tampoco estaba allí. Supuso que tendría trabajo
en la comisaría, así que se tomó su vaso de leche fría habitual y se marchó al
periódico en bicicleta, como también era lo usual.
Entró en la redacción de La Crónica y a la primera persona que vio fue a
Alba, que como también era lo habitual, ni se molestó en levantar la cabeza
para darle los buenos días. A veces se preguntaba cuál era su función exacta
en el periódico. Todo un enigma digno del mismísimo Iker Jiménez y su
conocido programa de misterio Cuarto Milenio. «Hoy vamos a tratar el
espeluznante caso de la secretaria que estaba ocho horas diarias en su puesto
de trabajo y nadie sabía qué hacía con exactitud», pensó que podría decir el
mismísimo Iker, mientras sonreía con la idea. Esperaba que nadie la estuviera
mirando en este momento porque pensaría que estaba medio loca riéndose
sola.
Llegó hasta su mesa, saludando a sus compañeros.
—Buenos días, ¿qué haces aquí? —le preguntó su amiga Tere, nada más
verla.
Rebeca se sorprendió con la pregunta.
—Trabajo aquí, ¿no te acuerdas de mí? Soy Rebeca —respondió, burlona.
—No seas tonta. ¿Hoy no es el día que tenías que estar en la emisora de
radio para grabar tu colaboración semanal?
—¡Por favor, es verdad! —dijo Rebeca, mientras miraba nerviosa su reloj.
—¿Se te había olvidado?
—Completamente, pero llego a tiempo. Son las nueve y he quedado en la
emisora a las diez y media. Menos mal, porque llegar tarde el primer día no
debe causar una imagen demasiado profesional.
—Supongo que, al menos, tendrás el programa preparado.
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—Si claro, lo dejé listo la semana pasada —dijo, mientras abría la
cajonera y sacaba una carpeta—. Lo que ocurre es que no me he acordado
tampoco de ensayar la locución. A ver cómo me sale.
—Casi mejor que no hayas practicado, cuánto más espontáneo, más
gustará —le animó Tere.
—No lo tengo tan claro. Mi tía siempre dice que cuando más te preparas
las cosas, mejor improvisas.
—Tu tía quizá sea una sabia, pero en tu caso no es así, te lo aseguro.
Improvisas de maravilla, que te he visto en acción. Espontánea eres mucho
más fresca y natural.
Rebeca se despidió de Tere dándole las gracias por los ánimos y salió de
la redacción en dirección a la emisora de radio, que estaba al lado de la plaza
de toros. Llegó enseguida con la bicicleta. A pesar del olvido, se presentó con
veinticinco minutos de margen sobre la hora que la habían citado. Subió con
el ascensor a los estudios. Eran mucho más modestos que los de Madrid, pero
aun así superaban con creces la redacción de La Crónica.
—Buenos días, soy Rebeca Mercader —dijo, nada más entrar.
—¡Hola Rebeca!, encantada de conocerte en persona por fin —dijo una
chica desde detrás de una mesa—. Soy Mara Garrigues. Quiero que sepas que
aquí todos esperamos que ganes el Premio Ondas. Irá una nutrida
representación a la ceremonia de Barcelona para animarte. Hemos contratado
hasta un microbús, para no conducir y poder celebrar que vas a ganar.
—¿Ganar? ¡Pero si ya lo he hecho! Simplemente la nominación, para una
persona como yo, ajena a este mundo, ya es una gran victoria —contestó.
Mientras contestaba a Mara, Rebeca no pudo evitar ruborizarse. Aún no se
había acostumbrado a que la gente la reconociera.
Mara le acompañó hasta un estudio y le presentó a los técnicos. Le
sorprendió la juventud de todo el equipo y el buen rollo que se respiraba.
Tenía la sensación de que aquello le iba a gustar, a pesar de los lógicos
nervios del primer día.
—Hoy tienes público y todo. Han venido dos personas a verte en tu
estreno. No es habitual.
—¿Público? —preguntó Rebeca desconcertada—. ¿Pero no se supone que
voy a grabar un corte de siete minutos para su emisión en el programa Buenos
días de mañana?
—Así es, pero han querido estar contigo en tu primera vez, eres
afortunada, no te quejes —dijo Mara, con una gran sonrisa—. Ya te he dicho
que no suele ocurrir.
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«¿Afortunada?», pensó. «¡Y un cuerno!, creo que me voy a poner más
nerviosa todavía».
—Recuerda apagar el móvil. Durante la grabación no debe sonar ninguna
llamada ni ningún mensaje —dijo Mara—. Tendríamos que parar y volver a
empezar. Te aseguro que a los técnicos no les hace ninguna gracia repetir el
trabajo —concluyó, mientras le sonreía.
Entró en el estudio y a través del cristal, en la parte técnica, vio dos
rostros que no conocía y que no le habían presentado a su llegada.
«¿Y estos tíos quiénes serán?», se dijo Rebeca.
Ni se lo imaginaba.
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—Sí, concretamente Juan Alonso Pérez de Guzmán. Ese es su nombre
completo, aunque todos lo conocen por don Alonso. ¿Por qué te llama tanto la
atención su nombre?
Batiste intentó disimular como pudo, no le podía contar la verdad.
—No me llama la atención el nombre, me llama la atención cuando hablas
de esas historias ocurridas hace más de cien años. Las relatas con mucho
sentimiento. Siempre he creído que éramos cristianos viejos, sin embargo, te
emocionas con la tragedia de aquellos judíos.
Johan Corbera sonrió con cierta ternura.
—De puertas hacia afuera decimos que somos cristianos viejos, pero
nuestro origen real es hebreo. Es un secreto familiar que ya conoces. Hubo un
tiempo en que cristianos y judíos convivimos en paz, hasta que el odio acabó
con todo aquello. Hoy casi no existen judíos en España, o se convirtieron al
cristianismo o abandonaron el país.
—¿Casi? —preguntó extrañado Batiste.
—Bueno, algunos quedan y siguen practicando los ritos de la religión
mosaica, guardando los preceptos de la Torah y del Talmud en la intimidad, a
escondidas, incluso existen pequeñas sinagogas que son simples habitaciones
en casas particulares. Si son descubiertos por la Inquisición son condenados,
en algunos casos a morir quemados en la hoguera.
—¡Eso es horrible! ¿Y si nos descubrieran a nosotros? Al fin y al cabo,
pertenecemos a una especie de organización de origen judía.
—Pertenecemos no, ahora perteneces tú solo.
—¡No me asustes, padre!
—Tranquilo, no te va a ocurrir nada. Nadie sospecha de nosotros.
Recuerda que, en realidad, nunca hemos formado parte del Gran Consejo.
Eres la undécima puerta, no participamos de las reuniones de esa especie de
organización de origen judío, que tú dices. Además, somos oficialmente
cristianos viejos, sin ninguna impureza de sangre hebrea en nuestras venas,
aunque no sea real. Pero eso tan solo lo sabemos nosotros.
—Pues no me tranquiliza demasiado.
Johan cambió de tema, no quería asustar a su hijo sin necesidad.
—Bueno, vayamos a cargar los caballos. En menos de una hora
amanecerá y debemos salir con los primeros rayos de sol. Nos espera un largo
viaje hasta Sevilla. Ya sabes que serán varias etapas.
Batiste no terminaba de comprender la marcha a tierras andaluzas.
—¿De verdad es necesario este desplazamiento? —preguntó, que no
comprendía el sentido de todo aquello.
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—Necesitamos respuestas de inmediato, y me temo que estén allí.
En realidad, no tenían ni idea de lo que les esperaba.
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fórmula musical es nominada a un Premio Ondas en una categoría no musical.
Como comprenderás, es muy importante para todo el grupo de empresas que
represento.
—Muchas gracias señor López. Estoy abrumada. Supongo que ya sabrá
que para mí fue toda una sorpresa.
—Lo sé, ayer me informaron cómo ocurrió todo. Fue verdaderamente
curioso. También me contaron lo de hoy, por eso he venido.
—Es para mí todo un honor que haya dedicado unos minutos de su
valioso tiempo para ver cómo grababa mi colaboración, no es sencillo hablar
seis minutos de historia e intentar que no se te duerma el público —dijo
Rebeca, con el tono más educado que pudo—. Espero que la emitan mañana y
que le guste a la gente.
Fernando López se rio.
«¿Qué he dicho de gracioso?», pensó Rebeca. «¿He metido la pata? ¿Me
he pasado de pelota?». No tenía ninguna experiencia en estos asuntos y estaba
desconcertada por la reacción del superjefe.
—Nadie te ha dicho nada, ¿verdad? —preguntó el señor Conejos, que
hasta ahora había permanecido callado.
—¿A qué se refiere? Me temo que no lo entiendo.
—Hoy no has grabado ninguna colaboración —dijo el señor López.
Rebeca estaba perpleja.
—Entonces, ¿era una prueba? ¿La he superado?
—Sí, la has superado con nota, aunque, en puridad, tampoco se le puede
llamar prueba. Esa ya la pasaste cuando estuviste en los estudios centrales de
Madrid —siguió el señor López.
Rebeca estaba hecha un lío, no entendía a aquellas dos personas.
—Me van a disculpar, pero no comprendo qué quieren decir.
Fernando López no se pudo aguantar más.
—No era una prueba y no has grabado nada porque, en realidad, has
salido en directo para toda España. Te acaban de escuchar un millón y medio
de personas, oyente arriba o abajo.
—¡No me jodan! —se le escapó a Rebeca, echándose de inmediato las
manos a la boca.
Todos se rieron de la espontaneidad de Rebeca, menos ella misma, que se
había quedado sin reaccionar.
—Me temo que tus compañeros te han gastado una pequeña broma en tu
primer día en directo, pero tenían mucha confianza en que lo harías bien,
como así ha sido. Te recomiendo que escuches la grabación completa del
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programa, ha habido algo de sano cachondeo contigo esta mañana. No te lo
tomes a mal ni se lo tengas en cuenta. Tenían razón, espontánea eres
fantástica, me lo dijeron los propios Javi y Mar en la cena de ayer por la
noche.
—¡Los mato! —dijo Rebeca, que empezaba a reaccionar.
—A partir de la semana que viene, todos los lunes tendrás tu pequeña
sección, esta vez ya a conciencia del directo. Entrarás en el programa Buenos
días en nuestra fórmula nacional, como has hecho hoy —dijo el señor
Conejos—. Lo único es que tendrás que estar presente en la emisora antes de
las ocho de la mañana. Tu sección comenzará a las nueve menos cuarto en
punto, y a pesar de que improvisas de maravilla, nunca está de más ensayar
un poco antes de entrar en antena y hacer algunos ejercicios de vocalización,
sobre todo cuando se trata de directos.
—Eso no es problema —contestó Rebeca, que no sabía si estaba contenta
o enfadada por todo lo que acababa de ocurrir.
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«¿Jero tiene un hermano pequeño?», pensó Batiste, que seguía intrigado
con toda aquella situación.
En una alfombra vieron a un niño jugando con una especie de espada de
madera, que era más grande que él. La verdad es que no se parecía demasiado
a Jero, era de complexión más gruesa. Su amigo estaba un poco
escuchimizado, incluso para lo joven que era.
«No creo que Ana de Aragón sea la madre de Jero, no se parecen en nada
y su hijo tampoco», pensó Batiste, que continuó con sus deducciones.
«Seguramente mi amigo sea un hijo bastardo, por eso no vive en el palacio
con su padre y el resto de la familia».
—Os acompañaré a vuestros aposentos.
Subieron una escalera de piedra espectacular y entraron en un pasillo con
multitud de puertas. Ana se detuvo en la primera.
—Esta es vuestra habitación, estoy segura de que será de vuestro agrado.
Los sirvientes ya han subido el equipaje. En un par de horas los criados
avisarán para la cena, mientras tanto descansar del viaje, que ha sido largo y
seguro que estáis cansados —dijo Ana.
Una vez se quedaron solos, Batiste no pudo evitar preguntar a su padre.
—¡Oye! Este palacio es espectacular. Don Alonso debe ser una persona
muy poderosa en Sevilla.
—¡Y tanto! El condado de Niebla no es su principal título. También es el
sexto duque de Medina Sidonia, el undécimo señor de Sanlúcar de Barrameda
y cuarto marqués de Cazaza en África. No solo es uno de los principales
nobles de Sevilla, sino de toda España.
—Su esposa Ana también tiene un estilo especial, parece de alta alcurnia
—señaló Batiste.
—Tienes buen ojo. Ana de Aragón y Gurrea es hija del arzobispo de
Zaragoza y nieta del mismísimo Fernando el Católico. Te habrás dado cuenta
de que don Alonso y Doña Ana forman una familia de rancio abolengo.
Batiste pensó que Jero siempre había tenido razón, desde luego su padre
era muy importante.
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—Pues claro —respondió Mara—, en eso consisten los contratos.
—¿Voy a cobrar lo que pone aquí? —Rebeca no se lo podía creer.
—Te lo vuelvo a repetir, pues claro.
No daba crédito. Eso suponía multiplicar por cuatro su sueldo de La
Crónica. No se había parado a pensar en estos detalles, ni siquiera había
considerado que iba a cobrar por hacer lo mismo que en el periódico, pero
hablado en lugar de escrito. Se supone que debería estar contenta, pero aún
estaba confundida y algo aturdida.
Rebeca se despidió de Mara hasta el lunes siguiente y salió de los estudios
radiofónicos. Tenía ganas de llegar a casa y escuchar la grabación del
programa, a ver qué había pasado y qué habían dicho de ella. Se moría de
vergüenza solo de pensarlo.
Encendió el móvil y vio que le habían entrado un montón de mensajes.
Antes de subirse en la bicicleta les echó un vistazo, por si hubiera alguno
importante. La habían añadido a un grupo llamado Buenos días. Empezó a
leer los mensajes y lo dejó enseguida. Todos los compañeros de la emisora de
Madrid le estaban dando la enhorabuena y cachondeándose de ella, de paso.
«¡Qué graciosos!», pensó con cierta desgana. Ya los leería con más calma
después.
Llegó en diez minutos a su casa, entró y se fue directamente a la cocina.
Los nervios le habían dado algo de sed. Después de la encerrona de la radio,
se merecía una cerveza. Observó que algo se estaba cocinando en el horno,
olía de maravilla.
—¿Rebeca? ¿Eres tú? —escuchó decir a su tía desde el salón.
—Sí, ahora voy, me estoy abriendo una cerveza —contestó.
Entró en el salón dando un trago. Su tía no se encontraba sola. Cuando vio
con quién estaba sentada en el sillón, se atragantó y empezó a toser de forma
ostensible.
—Yo también me alegro de volver a verte —dijo la acompañante,
mientras se levantaba.
Cuando consiguió dejar de toser, se dirigió hacia ella.
—Disculpa por mi reacción, no esperaba verte, no es que no me alegre —
dijo Rebeca, aún con cara de sorpresa, mientras le daba un fuerte abrazo a
aquella persona.
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22 DE JUNIO DE 1524
—¿Se puede saber qué te trae por Sevilla? —preguntó don Alonso, conde
de Niebla.
Los criados habían tocado una campanilla que avisaba de que la cena
estaba lista. Johan y Batiste se habían apresurado a acudir al comedor, que
era, como el resto del palacio, sencillamente espectacular. Aunque tan solo
eran cuatro personas comiendo, en aquella mesa de madera cabrían fácilmente
veinte.
—Una desgraciada noticia. Supongo que te enteraste del fallecimiento de
don Bertrán —dijo Johan.
—¡Cómo no! Fue un acontecimiento muy comentado en Sevilla. Causó
una profunda conmoción entre todos nosotros. Ya sabías que tenía fuertes
vínculos con la ciudad, aunque era originario de Toledo —dijo el conde—,
hasta mantenía una residencia.
—Lo sé. Todos los acompañantes de su séquito y de su guardia personal
eran de aquí —comentó Johan, a modo de introducción del tema que le
interesaba tratar.
—Así es. Fue una tragedia. En la emboscada murieron todos. Como
decías, eran todos sevillanos. ¡Maldigo al bárbaro del rey de Francia! ¡Ese
bastardo de Francisco I! Lo pagará muy caro. He apoyado económicamente a
nuestro rey en esta batalla contra los franceses, además de forma muy
generosa.
Johan aprovechó para introducir el verdadero tema que le había llevado
hasta Sevilla.
—Tengo entendido que hubo una persona que consiguió sobrevivir a
aquella matanza.
—Algo se comentó, aunque no sé siquiera si es cierto. No le presté
demasiada atención. La muerte de don Bertrán ya había sido suficientemente
dolorosa.
—Me interesaría hablar con esa persona que escapó con vida —dijo
Johan.
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Don Alonso se extrañó.
—¿Para qué quieres hacer semejante cosa?
—Ya sabes la relación que tenía don Bertrán conmigo y con nuestro
amigo común Luis Vives. Nos habíamos visto con frecuencia, incluso
habíamos coincidido fuera de España. Me gustaría oír el relato de lo sucedido
de los propios labios del único superviviente. Si quieres que te diga la verdad,
aún estoy conmocionado, no me lo termino de creer —dijo Johan con voz
compungida, incluso parecía que le iba a brotar alguna lágrima.
Batiste conocía a su padre y sabía que estaba exagerando, lo que no
alcanzaba a comprender era el motivo de todo aquel conmovedor teatro.
—¡Mira que eres morboso! No se me ocurriría jamás una cosa así, pero si
es tu voluntad, intentaré conseguirte los datos del escudero que se rumoreó
que escapó de la emboscada, pero tendré que preguntar. No lo conozco
personalmente —dijo el conde—. Se comentó que vivía en la ciudad, pero
nada más.
—Te lo agradecería de verdad, Alonso.
—Sé quién lo puede conocer —dijo, mientras agitaba una campanilla. Se
presentó un sirviente. Le pidió una pluma y papel, que le trajo de inmediato.
Escribió una pequeña nota, la guardó en su sobre con los escudos de sus casas
nobiliarias y le dijo al criado a quién se la tenía que entregar.
—Cuando entregues le misiva dile que me urge la respuesta —le recalcó
el conde, antes de que el criado se marchara con el sobre.
Johan y Batiste contemplaron toda la operación mientras daban cuenta de
las suculentas viandas que había en la mesa. Aquellos manjares no los habían
comido en las posadas de la ruta hasta Sevilla.
—No os preocupéis, en un momento tendremos la información que me
pides —dijo don Alonso.
Continuaron en animada conversación mientras seguían cenando,
estimulados por un vino extraordinario. Johan hacía tiempo que no probaba
algo de semejante calidad. Don Alonso llevaba una vida muy placentera, no
en vano poseía una elevada fortuna personal y la familia de su mujer también
era notablemente rica.
No había pasado ni media hora cuando el criado volvió con la respuesta.
El conde tomó el sobre que traía y lo abrió, extrayendo una pequeña nota.
Se quedó un momento leyéndola.
—Fray Bautista Tarrén, ese es el nombre que me habías pedido. Parece
que no fue un escudero, sino un fraile el que consiguió escabullirse de la
emboscada. No me extraña —dijo el conde, mientras se reía de forma
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estridente—. No sé por qué tienen una habilidad especial para escaquearse en
los momentos clave.
Johan, aunque era eclesiástico, también se rio a gusto.
—No te gustan demasiado los frailes, ¿verdad?
—¿En qué lo has notado? —contestó el conde—. No tengo nada contra
ellos, pero el invento ese del Santo Oficio de la inquisición me pone nervioso,
aunque esté detrás nuestro propio rey. A pesar de que soy un ferviente
católico, no me gusta nada que se queme a la gente por sus ideas religiosas, y
menos que se hagan espectáculos públicos de ello. No es sano, es morboso.
Johan Corbera se quedó callado, esperando que su amigo, el conde,
continuara con el relato.
—No sé si has visto algún auto de fe en Sevilla. Son espantosos y la gente
parece disfrutar con ellos. Contigo puedo hablar en confianza, ya sabes la
estrecha relación que siempre han tenido los condes de Niebla con los judíos,
desde el fundador de la casa nobiliaria, el primero en su estirpe. Él casi pagó
con su vida por intentar evitar el asalto y la destrucción de la judería de
Sevilla en 1391. No creas que no sufrimos los efectos de aquello en los
siguientes años, no fue nada sencillo. Murió gente de nuestra familia.
—Por supuesto Alonso, claro que conozco ese tema. Aunque pertenezca a
la iglesia católica, no dejo de reconocer las barbaridades que se han hecho y
se hacen, en ocasiones, en nombre de la fe.
—Yo también te conozco, por eso sé que puedo hablar con franqueza de
estos temas contigo, sin temer delaciones a la inquisición. Estos días que
corren son muy peligrosos.
Johan intentó encauzar de nuevo la conversación hacia el tema que le
interesaba.
—¿Cómo puedo encontrar a ese fraile que escapó de la emboscada a don
Bertrán? —preguntó.
—En la nota tienes las indicaciones —dijo el conde, mientras le extendía
el papel a Johan.
Después de una agradable velada que se demoró más de la cuenta gracias
a los efectos del vino, todos se retiraron a sus aposentos. Cuando Batiste se
quedó a solas con su padre, no se pudo aguantar.
—¿A qué ha venido la comedia que has organizado hace un rato? ¿En
serio quieres escuchar el relato de la muerte de don Bertrán de boca de un
fraile? Lo siento, no me lo creo.
—Haces bien en no creértelo.
—Pues ya me contarás —dijo Batiste, algo enfadado.
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—No entiendes nada, ¿verdad? —preguntó Johan, con un tono
condescendiente.
—¿Qué es lo que tengo que entender?
Johan se levantó de la silla y empezó a andar por la habitación.
—Piensa por un momento. Don Bertrán acaba de ser nombrado por Luis
Vives número uno del Gran Consejo. De repente, en su camino de vuelta a
España y a su paso por Francia, caen sobre ellos tropas enemigas en un
número muy superior a su propia guardia personal. Toda una emboscada. Don
Bertrán es perfectamente consciente de que le quedan pocos minutos de vida.
Apenas tiene tiempo de nada. ¿Qué es lo que harías tú en esa situación?
—¿Rezar?
—¡No seas idiota!
Súbitamente se le iluminó el cerebro y comprendió lo que su padre le
quería decir.
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—Conozco al presidente Fernando López Bajocanal. Es una persona muy
importante y también muy ocupada. Ha sido todo un detalle por su parte estar
presente en tu estreno en la radio. Enhorabuena de nuevo. Eso quiere decir
que te tienen en muy alta consideración. Te aseguro que no es nada normal.
—No lo sé, Sofía. Todavía estoy algo confundida.
—Bueno, continuemos hablando mientras comemos, que ya tengo hambre
—dijo Tote.
Las tres se sentaron en la mesa. Tote sirvió una ensalada y cordero al
horno, que estaba espectacular, tal y como le gustaba a Rebeca, tierno por
dentro y crujiente por fuera.
—¿Sabes por qué he invitado a comer hoy a Sofía? —dijo Tote, mirando
a su sobrina.
La verdad es que Rebeca se lo estaba preguntando desde que la había
visto sentada en el sillón, pero, por educación, no se había atrevido a decir
nada.
—Supongo que no necesitáis un motivo para quedar a comer, ¿no? —
contestó Rebeca, muy diplomática.
—Eso es cierto, pero en realidad, sí que hay un motivo —dijo Tote.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Y me lo pensáis decir? —preguntó Rebeca.
—Esta noche no he podido dormir demasiado bien, después de todo lo
que descubrimos este fin de semana —comenzó Tote—. Esta mañana me he
despertado cuando aún era de noche y me he ido a la comisaría.
—Ahora me explico por qué no estabas a la hora del desayuno. A mí
también me ha pasado algo parecido, pero, por lo visto, me he despertado más
tarde que tú, no soy tan madrugadora —dijo Rebeca.
—No me podía quitar de la cabeza las palabras de Richie y de tu amiga
Carlota, cuando dijeron que Sergio Enguix podría estar vivo. Nada más llegar
al trabajo, lo primero que he hecho es una pequeña investigación de sus
circunstancias personales.
—¿Y qué has averiguado?
—Según los datos, su hijo nos dijo la verdad. Falleció hace dos años. Está
de baja en todos los registros desde entonces.
—¿Pero…? —dejó caer Rebeca, de forma aparentemente inocente.
—¿Por qué dices esa palabra? —preguntó sorprendida Tote.
—Porque es evidente que ibas a continuar tu discurso con la palabra
«pero», te lo he visto en la cara —le contestó Rebeca, divertida—. Ya te
conozco unos cuantos años.
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—A veces me olvido que eres Rebeca Mercader, hija de Catalina Rivera,
con un cociente intelectual que se sale de las tablas.
—Anda, no exageres, que también tú eres su hermana.
—Pero está claro que esa parte de los genes no la heredé. Bueno, no nos
desviemos del tema. Tienes razón, hay un «pero» —reconoció Tote.
—Y ese es precisamente el motivo por el que estamos comiendo las tres
juntas hoy, ¿verdad? —que más que una pregunta era una afirmación.
—Sí, tu tía me ha llamado por teléfono y me ha despertado por la mañana
temprano —le dijo Sofía.
—Disculpa, no me di cuenta de la hora a la que te llamaba —dijo Tote.
—Pues no te lo tomes a mal, pero cada vez que intervienes tú, resucita
alguien. Aún me acuerdo de Tania Rives y de Abraham Lunel —dijo Rebeca,
que parecía más divertida que preocupada—. Los muertos que tú entierras
gozan de buena salud —dijo, modificando ligeramente la famosa frase que
aparece en la obra El Mentiroso del dramaturgo francés Pierre Corneille,
mientras no podía evitar sonreír.
Ya habían hablado en otra ocasión de esa cita.
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emboscada, nada más. Ni siquiera yo, que sí lo sabía, lo había advertido —
respondió Johan.
También se percataron de su grandiosidad y lujo. No se parecía a un
convento tradicional, más bien se asemejaba a una villa palaciega. Era el
segundo monasterio de la orden de predicadores, después de su homónimo de
Córdoba, aunque este parecía más imponente.
—El Tribunal del Santo Oficio de Sevilla fue el primero que se implantó
en España de orden de Isabel I de Castilla. Precisamente fue el prior de este
monasterio, que ahora mismo tenemos delante, el que convenció a los Reyes
Católicos de la necesidad de hacer frente con más energía a la herejía, que,
según él, se estaba apoderando de la sociedad. Se llamaba fray Alonso de
Ojeda y fue el primer inquisidor que hubo en España. Luego el modelo
sevillano se replicó y se implantó en el resto de los reinos y territorios.
—Alonso también, qué casualidad —comentó Batiste—, aunque tenía
entendido que el primer inquisidor fue fray Tomás de Torquemada.
—Los reyes crearon una especie de comité para estudiar la implantación
de la Inquisición, en cuyo seno estaba, entre otros, fray Tomás de
Torquemada, que también pertenecía a la orden de predicadores. Crearon
primero el tribunal de Sevilla bajo la dirección de fray Alonso de Ojeda, y
poco después nombraron inquisidor general, primero del reino de Castilla y
unos años después de la corona de Aragón, a fray Tomás de Torquemada.
Ambas respuestas son correctas. Fray Alonso fue el primer inquisidor y fray
Tomás el primer inquisidor general. ¿Lo entiendes?
—No soy idiota.
—El tribunal de Sevilla es el más grande de España, no tiene nada que ver
con el de Valencia, Para que te hagas una idea y entiendas su importancia, su
estructura está formada por tres inquisidores, un fiscal, un juez de bienes
confiscados, cuatro secretarios, un receptor, un alguacil, un abogado del fisco,
un alcaide de las cárceles secretas, un notario de secreto, un contador, un
escribano, un nuncio, un portero, un alcaide de la cárcel perpetua, dos
capellanes, seis consultores teólogos y seis consultores juristas, más un
médico. Creo que no me dejo a nadie —explicó Johan—, bueno sí, a los
familiares de la inquisición, que eran los colaboradores o delatores, pero no
tengo ni idea cuántos habrá, supongo que muchos.
—Ahí sobra gente. Por ejemplo, en Valencia tan solo hay dos
inquisidores, Juan de Churruca y Andrés Palacios —contestó Batiste— y ni la
mitad de toda esta estructura.
Johan se quedó mirando a su hijo con un gesto de sorpresa.
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—¿Y tú cómo sabes eso? No se enseña en la escuela, que yo sepa.
Batiste se dio cuenta de que había metido la pata, No quería dar
explicaciones y comprometer la identidad de su amigo Jerónimo, así que
intentó cambiar de tema.
—Todo esto es muy interesante, pero ¿qué tiene que ver con lo que hemos
venido a hacer aquí? —preguntó Batiste.
—Mucho, si tenemos en cuenta que el fraile que venimos a buscar puede
ser miembro de la Inquisición, si habita en este convento y pertenece a la
orden de predicadores.
—Salgamos de dudas, vayamos a entrevistarnos con él —dijo Batiste, que
quería borrar de la memoria de su padre sus conocimientos sobre el tribunal
del Santo Oficio de Valencia.
Se acercaron a la puerta. Johan se identificó y le explicó al alguacil el
motivo de la visita. El guardia les contestó lacónicamente que permanecieran
en este lugar, mientras desaparecía hacia el interior de una habitación. Al
momento salió otra persona.
—Soy fray Martín Mellado. Por favor, hagan el favor de acompañarme —
dijo, en un tono muy amable.
Salieron al patio del convento, que era enorme, lo cruzaron y se dirigieron
hacia unas escaleras. En el primer piso, al fondo del pasillo, había una gran
puerta de madera, muy ornamentada. El fraile dio unos golpes. Se escuchó
una voz desde un interior diciendo que podían pasar.
Abrió la puerta. Se encontraron frente a un despacho de grandes
proporciones y con gran cantidad de libros en estanterías que llegaban hasta al
techo, elegantemente decoradas. Podría pasar por una biblioteca conventual si
no fuera por la ausencia de mesas de lectura. Estaba adornado con gran
profusión de detalles en madera. Por su lujo, estaba claro que su ocupante
debía ser toda una personalidad en la ciudad.
—Gracias fray Martín, puede retirarse —dijo una persona, sentada al
fondo de aquella sala.
Johan y Batiste estaban abrumados por el lujo de la sala dónde se
encontraban. Permanecieron en silencio, sin atreverse a moverse de la puerta.
—Adelante, no se queden ahí parados. Pueden acercarse. Siéntense en
esos sillones —dijo, señalando dos lujosos butacones rojos.
Así lo hicieron. Seguían en silencio.
—Los estaba esperando —dijo el desconocido, sentado detrás de una
elegante mesa de estudio.
Johan se sorprendió.
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—¿Le aviso ayer don Alonso, el conde de Niebla, de nuestra visita? —
preguntó Johan, aún cohibido.
—¿El conde de Niebla? No, yo los llevo esperando varias semanas. De
hecho, han tardado demasiado en venir.
«¿Varias semanas?». Las caras de Johan y Batiste eran todo un poema,
con una expresión de absoluto desconcierto.
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Comenzó su relato.
—Sergio Enguix está muerto. Yo misma me encargué, junto con el juez
de guardia, de hacer el levantamiento del cadáver. Que quede claro, no hay
ninguna duda de que falleció aquel día —continuó Sofía, mirando a Rebeca
—. Su caso no tiene nada que ver con los de Tania y Abraham.
—Vaya, ya le has quitado toda la gracia al asunto —dijo Rebeca,
fingiendo desconsuelo.
—Ya te he dicho que iba a empezar por el final.
De repente, Rebeca cayó en la cuenta de lo extraño del asunto.
—Espera, espera. ¿Y qué hacía una inspectora del Grupo de Homicidios
levantando un cadáver de una persona que había fallecido de muerte natural?
Eso no ocurre, ¿verdad?
Sofía no pudo evitar sonreír.
—No, no ocurre.
—¿Entonces por qué lo hiciste?
—Ahora, que ya he contado el final, puedo continuar por el principio.
Hace dos años recibimos una llamada de la Policía Local. Al parecer, los
habían alertado de una posible pelea en un local de la avenida Burjassot.
Cuando se presentaron allí los agentes descubrieron el cadáver de una
persona, tirado en el suelo. Ante la posibilidad de que pudiera tratarse de un
homicidio, nos avisaron a nosotros. Ese día estaba yo de guardia, así que me
trasladé hasta allí.
—¿Una pelea? De eso no nos dijo nada de nada Álvaro Enguix —dijo
extrañada Rebeca.
—Déjame que continúe la historia. Al parecer, el difunto Sergio Enguix
acostumbraba a trabajar con la radio a mucho volumen. La Policía Local,
como es su obligación en estos casos, no tocó nada, ni siquiera bajó el
volumen de la radio, por eso pude escucharla cuando llegué. Desde el exterior
se podía confundir con gritos, porque la verdad que es que molestaba a los
oídos. Los facultativos médicos de emergencias, que ya estaban en el lugar,
confirmaron la muerte por infarto, que después confirmó la autopsia. El
cadáver no presentaba signos de violencia y su posición en el suelo era
compatible con el relato de los hechos. No había nada extraño.
—Si todo estaba tan claro, ¿por qué redactaste un informe y se levantó el
cadáver?
—Por una cuestión de procedimiento, no porque hubiera nada raro.
Siempre que intervenimos tenemos que redactar un informe. De hecho, Tote
ya lo ha leído y pone exactamente lo que os acabo de contar.
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—¿Entonces Sergio Enguix está muerto de verdad? —preguntó Rebeca.
—Me temo que sí, yo misma fui testigo directa. Además, recuerdo que
cuando el médico certificó la muerte de aquel hombre, llamamos a su hijo,
que se presentó junto con la viuda. Fue todo un drama, aún me acuerdo, se lo
tomaron bastante a pecho. Era lógico, estaban ante al cadáver de su padre y
marido, respectivamente.
—¿Y entonces con quién trató Richie Puig hace cuatro meses? Él
reconoció, sin lugar a dudas, el retrato de Sergio Enguix colgado en la pared
—insistió Rebeca—, y se trata de un detective. Es muy difícil que se
confunda con una cosa así.
—Tanto Sofía como yo misma conocemos a Richie. Es todo un
profesional.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Rebeca.
—Eso ya no me corresponde investigarlo a mí. Ese misterio os lo dejo a
vosotras —contestó Sofía—. Soy inspectora de homicidios, no de fenómenos
paranormales.
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—Así es, señor inquisidor —acertó a contestar Johan.
—No me llame así, apenas llevo un mes en el cargo y aún no me he
acostumbrado a ese tratamiento, con fray Pedro será suficiente, además somos
colegas.
—Como usted quiera, fray Pedro. Tengo entendido que fray Bautista fue
el único superviviente de la emboscada que sufrió en Francia el noble don
Bertrán. Nos profesábamos una gran amistad y me gustaría escuchar lo que
ocurrió de sus propios labios —se explicó Johan—. Aún no me he recuperado
de la pérdida de mi gran amigo. ¿Cuándo podría verle?
Batiste seguía divertido. «A ver si el inquisidor se traga la mentira de mi
padre», pensaba. «Porque parece muy listo».
—Me temo que la respuesta es nunca.
—¿Cómo? —respondió sorprendido Johan.
—Lamentablemente eso no será posible —contestó fray Pedro, con un
tono indefinido en su voz—. Y no por mi voluntad.
Johan se había levantado de la silla.
—¿Por qué? —preguntó más que extrañado Johan.
—Porque no se encuentra entre nosotros.
—¿No se encuentra en este convento? ¿Está en otro sitio? —continuó
preguntando Johan, que no había entendido al fraile—. No me importaría
desplazarme donde sea.
Batiste tomo la palabra por primera vez durante la conversación.
—Padre, lo que nos quiere decir el señor inquisidor de Sevilla es que está
muerto —dijo, mientras lo miraba con indulgencia.
Fray Pedro no pudo evitar reírse.
—Veo que la fama de su hijo le hace justicia. Disculpe mi actitud poco
respetuosa —dijo, recomponiéndose después de la risa—. Su hijo tiene razón.
Siento comunicarle que fray Bautista Tarrén se quitó la vida hace unas
semanas.
Johan estaba boquiabierto. Eso no se lo esperaba y no sabía ni qué decir.
Se volvió a sentar. Batiste tomó la palabra.
—Y supongo que, si fray Pedro nos estaba esperando desde hace unas
semanas, es porque fray Bautista dejó una nota para ti antes de quitarse la
vida —conjeturó, mientras seguía mirando a su padre.
—¡Fantástico! —exclamó fray Pedro—. ¿Sabe que su hijo tiene una
mente prodigiosa? Si fuera un inquisidor al uso, igual pensaba que estaba
usando algún tipo de magia oscura o brujería, pero se trata simplemente de
una inteligencia fuera de lo normal. Se limita a atar cabos a una velocidad
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superior a la nuestra —fray Pedro hizo una pequeña pausa, mirando a Batiste
con admiración.
Johan estaba confundido. Fray Pedro continuó hablando.
—Efectivamente, encontramos una nota de suicidio en el fondo de un
recoveco de uno de sus jubones, debajo de un montón de ropajes sucios.
Johan seguía atónito, sin reaccionar y sin hablar. Aquello lo había dejado
descolocado, así que fue su hijo quién prosiguió con la conversación.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Batiste.
—Era mi primer día como inquisidor, creo que no lo podré olvidar jamás.
Me avisaron de que en una celda del convento había aparecido una persona
ahorcada. De inmediato acudí a ella y me encontré con la desagradable
escena. Era la celda de fray Bautista Tarrén.
—Es extraño. No me enteré de la muerte de un hermano dominico —dijo
Johan, aún conmocionado.
—Entienda que se trataba de un suicidio en nuestro convento. Intentamos
llevar todo el asunto con la mayor discreción posible y, desde luego, no lo
hicimos público —contestó fray Pedro—. No son cosas como para difundirlas
abiertamente. Imagínese, para evitar que la noticia se extendiera, fui yo
personalmente el que descolgó a aquel desgraciado y dispuse su cadáver
encima de su propio lecho, para evitar incluso que otros compañeros frailes se
enteraran.
—¿Conocía usted a fray Bautista personalmente? —continuó preguntando
Batiste. Johan seguía impresionado por la noticia y permanecía en silencio.
—No, como acabo de comentar, era mi primer día como inquisidor. Hasta
mi nombramiento residía en nuestro convento hermano de Córdoba —
contestó fray Pedro—, pero, aunque no lo conociera personalmente, me causó
una profunda impresión. Estas cosas no deberían ocurrir. Nuestro Señor no
debería llamarnos a su seno en estas circunstancias tan lamentables.
Por un instante se hizo el silencio en la habitación. Fray Pedro continuó
hablando.
—Supongo que ustedes sí que lo conocerían, ya que dejó una nota dirigida
a Johan Corbera. Lamento que haya tenido que darles esta noticia tan
desagradable —dijo el inquisidor, que la verdad es que era todo amabilidad.
—En realidad, tampoco lo conocíamos personalmente —dijo Johan, que
parecía que, por fin, había reaccionado—. De quién éramos muy amigos era
del noble don Bertrán. Por lo visto, el fraile acostumbraba a acompañarle en
sus viajes. Supongo que sería su confesor.
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—Pues ahora han fallecido los dos, es una verdadera desgracia —dijo fray
Pedro, con el gesto compungido.
—¿Podríamos hablar con algún fraile que le conociera? Igual le pudo
contar a algún compañero detalles de la emboscada en Francia —dijo Johan,
que aún no había perdido la esperanza.
—Me temo que fray Bautista era muy reservado, por lo que he sabido.
Además, permanecía fuera de este convento durante prolongados periodos de
tiempo, supongo que acompañando al noble don Bertrán en sus viajes. En los
contados momentos en los que estaba con nosotros, no acostumbraba a salir
de su celda más que para los oficios religiosos y para las comidas. No tenía
amigos y no se relacionaba con nadie. Aunque no es lo habitual en este
convento, se podría decir que iba un poco por libre.
—¿No daba cuentas a nadie de sus entradas y salidas? —preguntó
asombrado Batiste.
—No tengo constancia de ello, piensen que no llegué a conocerlo hasta su
desgraciada muerte. También tengan en cuenta que era el confesor privado
del noble don Bertrán, y supongo que ello le daría ciertos privilegios de
movimiento dentro de la orden —contestó fray Pedro.
Johan estaba decepcionado y no lo disimulaba.
—¿Podemos ver la nota que me dejó?
—Por supuesto —contestó, mientras se levantaba de su asiento en
dirección hacia un mueble. Abrió un cajón y extrajo un pequeño sobre de
color amarillento. Estaba algo arrugado y en mal estado.
—Aquí la tiene —dijo, entregándole el sobre. Estaba cerrado.
—¿No lo ha abierto? —preguntó Johan.
—¡Cómo voy a hacer eso! —exclamó escandalizado fray Pedro—.
Aunque fuera su superior en la orden, no se me ocurriría profanar las últimas
voluntades de un hermano dominico fallecido, aunque fuera en las
circunstancias que todos conocemos. La nota es para usted, y es a usted a
quién le ha estado esperando todas estas semanas.
Johan y Batiste se quedaron mirando aquel misterioso sobre.
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—La verdad es que da miedo.
—Y tanto. Sean quiénes sean los que están detrás de todo esto, su
reacción fue muy rápida y brillante. Nos la colaron hasta el final. Si no llega a
ser porque Álvaro Enguix visitó a Carlota para darle el pésame y salió el tema
de la muerte de su padre, aún desconoceríamos la existencia de este grupo
misterioso —dijo Rebeca, que ahora parecía asustada—. Se podría decir que
los hemos descubierto por verdadera casualidad.
—Y nosotras que nos creíamos que habíamos engañado a todos con
nuestro teatrillo del falso cofre enterrado en la Lonja y la confesión de Joana
—reflexionó Tote.
—Y, en realidad, las engañadas éramos nosotras. El cazador cazado. Es
frustrante y también es muy preocupante. Hemos de reconocer que han
actuado con más inteligencia que nosotras.
—¿Tú no decías que conocías a un miembro del Gran Consejo que
participaba en las reuniones del Speaker’s Club? —recordó Tote.
—Si, creo que conozco la identidad del número siete, pero esta persona no
tenía relación alguna con Tania Rives. No concibo que fuera el topo que le
pasara la información. Además, ¿para qué? Se supone que un miembro del
Gran Consejo tenía que proteger el árbol, no facilitar su descubrimiento.
Sobre este tema estoy muy confusa.
—Ya te dije que ese club tuyo tenía más agujeros que un queso gruyère.
Las dos se quedaron en silencio por un momento. Las implicaciones de
todos los hechos que iban conociendo eran de gran trascendencia. Todo lo que
creían, todo lo que habían dado por supuesto, se había venido abajo de forma
estrepitosa. Había un nuevo actor en la escena y lo peor es que no tenían ni
idea de quién era, ni de cómo encontrarlo.
—No nos olvidemos tampoco de la persona que te espía en el periódico.
Seguimos sin saber quién es —recordó Tote.
—Ese es otro tema muy extraño. No concibo que nadie pueda entrar con
esa libertad en la redacción de La Crónica y revolverme los papeles. Casi
siempre hay gente en las mesas. Una persona que no trabaje en el periódico es
imposible que no llame la atención de algún compañero.
—Me preocupa y mucho —dijo Tote—, no te creas.
—Ahora que sacas este tema, ¿te acuerdas de la fiesta que organizaste en
nuestra casa con todos mis jefes y compañeros del periódico? ¿El día que
acudimos Carlota y yo después de correr por el cauce del río, vestidas con
mallas deportivas?
—Sí, claro que me acuerdo.
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—Pues ocurrió una cosa muy extraña.
Tote se puso en guardia inmediatamente. En realidad, la fiesta había sido
una farsa, una simple tapadera para atraer a su casa a todos los compañeros de
Rebeca en el periódico. La intención era que Richie Puig, que era el falso
camarero caracterizado como tal, pudiera conseguir las huellas dactilares y los
perfiles de ADN de todo el personal del periódico, con el fin de que Tote los
pudiera cotejar con las bases de datos de la Policía.
«No quiero contarle nada a Rebeca hasta no disponer de los resultados»,
se dijo Tote. Lo que tenía claro era que en aquel periódico estaba ocurriendo
algo raro, y tenía por costumbre hacer caso de su intuición. Pensó que tenía
que llamar a Richie para contarle la conversación con Sofía Cabrelles y para
preguntarle cómo iban los análisis de ADN. En teoría, el día previsto de
entrega era hoy mismo.
«¿Qué querrá decir Rebeca conque ocurrió una cosa muy extraña?», se
preguntaba Tote. «¿Habrá descubierto la farsa?».
Todo este asunto se había complicado, y mucho.
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condenados sino extirpar la herejía de la sociedad. También, cómo no, servían
para dar miedo, y mucho. Sin embargo, con el tiempo, se convirtieron en
celebraciones públicas. La gente acudía en tropel como si se tratara de un
espectáculo público más, sobre todo si los condenados eran prominentes
miembros de la sociedad. Cuanto más famosos, más expectación levantaban.
Contrariamente a lo que se cree, los tribunales de la Inquisición no podían
condenar a muerte a nadie, ya que tenían la categoría de tribunales
eclesiásticos. Lo que hacían eran «relajar» al condenado para que el brazo
secular, es decir, la justicia civil, pudiera pronunciar la sentencia de muerte.
Si habían confesado sus crímenes, antes de ser quemados, eran ejecutados por
medio del garrote vil, pero si eran impenitentes, es decir, si no habían
confesado sus crímenes, eran quemados vivos. La relajación tenía lugar
durante los autos de fe, que era lo que los inquisidores de Valencia, Juan de
Churruca y Andrés Palacios, se disponían a preparar ahora mismo.
Jero y Amador también identificaron a otras dos voces, además de los dos
inquisidores.
—Deben ser el notario del secreto y el notario escribano —dijo Jero. Es lo
habitual cuando se disponen a documentar un auto de fe.
El notario del secreto era el que anotaba las declaraciones de todos los
participantes en el proceso, en definitiva, era el custodio del secreto de las
deliberaciones. El notario escribano era una especie de secretario, el que se
encargaba de registrar las sentencias, los edictos, las actas y los autos de fe,
que era precisamente lo que se disponían a preparar en la reunión de hoy.
Oyeron la potente voz del inquisidor Juan de Churruca. Parecía que se
dirigía al notario escribano, dictándole lo que debía anotar.
—A seis días del mes de septiembre del año del nacimiento de nuestro
redentor Jesucristo de mil quinientos veinticuatro, fue hecho un solemne acto
de fe en la plaza de La Seu, nombrada de los apóstoles de la ciudad de
Valencia, siendo inquisidor el muy reverendo licenciado Juan de Churruca y
asesor y juez de bienes el muy magnífico doctor Andrés Palacios, en el cual
acto fueron relajados en carne al brazo y juez secular las personas siguientes.
—Ahora nombrarán a todos los participantes del auto de fe —dijo Jero.
Juan de Churruca empezó a enumerar a todos los desgraciados.
—Primo Gil Ruiz, ciudadano de Valencia. Luis Vives, mercader. Joan
Maçana, mercader, Luis de Conqua, corredor de lonja y relapso, judaizó en
las cárceles. Isabel Valeriola. Violante Monrós, judaizó en las cárceles.
Esperanza Vives, judaizó en las cárceles…
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Se quedaron escuchando al inquisidor relacionar a más de cincuenta
nombres, junto a los respectivos crímenes que se les imputaban. Les llevó
bastante más de una hora documentar todo aquello.
—No solo han nombrado a Luis Vives Valeriola, me temo que en esa
relación también figuran otros familiares suyos, como Esperanza Vives, Joan
Maçana, Violante Monrós o Blanca March —dijo Amador—. Ellos morirán,
incluso han nombrado a Jerónimo Vives, que no lo matarán, aunque lo han
condenado a prisión perpetua y confiscación de todos sus bienes.
Estaban sobrecogidos por todo lo que habían escuchado.
—Desde luego la han tomado con las familias Vives y March —se atrevió
a decir Batiste—. Parece que no quieran dejar a ninguno vivo.
Los cuatro miembros del tribunal del Santo Oficio abandonaron la sala y
apagaron los candiles.
—Parece que ya han terminado el trabajo por hoy —dijo Jero—. Han
concluido la documentación del auto de fe.
Se apartaron de la rejilla de calefacción por dónde habían escuchado toda
la reunión. Jero la fijó a su posición con los tornillos para que no se notara
que la habían manipulado.
Amador estaba pensativo.
—Esto me ha hecho recordar la última vez que estuvimos aquí mismo. En
aquella ocasión, ¿no hubo algo que te resultó extraño?
—¿Extraño? ¿A qué te refieres?
—Salimos los tres, Batiste, tú y yo de la habitación, en dirección al
pasillo. Luego entramos en el salón de la chimenea. Nos llevamos un buen
susto cuando vimos la silueta de una persona dormida en uno de los sillones.
Tú y yo abandonamos el salón a toda velocidad, pero Batiste, en lugar de
escapar con nosotros, se quedó allí plantado, mirando a aquel señor dormido.
—Lo recuerdo perfectamente —dijo Jero—. Me llevé un buen susto.
—Tardó en salir como un minuto, mientras nosotros lo esperábamos al
otro lado de la puerta.
—También recuerdo que estaba nervioso por si lo habían descubierto —
reconoció Jero.
—Cuando hablamos de este tema los tres, antes de que Batiste se
marchara a Sevilla con su padre, nos dijo una cosa que no me acaba de
cuadrar.
—¿A qué te refieres?
—Dijo que el desconocido del sillón no llegó a despertarse, sin embargo,
me pareció escuchar voces. Desde luego aquellos no parecían ronquidos,
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cómo Batiste pretendió hacer que creyéramos.
—A mí también me pareció escuchar voces —confirmó Jero—. Tampoco
me parecieron ronquidos de una persona dormida lo que escuché.
—Entonces no entiendo nada, ¿para qué nos mentiría?
—Creo que conozco la respuesta a esa pregunta —dijo Jero.
—¿Qué dices?
—Te advierto por anticipado que te vas a sorprender mucho con la
respuesta —contestó, dándole a su voz un tono misterioso.
—Ya tardas enano —dijo Amador.
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—¿Qué quieres decir con que ocurrió una cosa muy extraña en la fiesta
que organicé en tu honor con tus compañeros de trabajo? —preguntó con
cierto temor Tote.
—El lunes siguiente acudí a la redacción de La Crónica y me encontré
con todas las carpetas fuera de su lugar, además su contenido estaba alterado.
Quienquiera que hiciera aquello se tomó mucho tiempo. Debió hacerlo el
sábado por la tarde, aprovechando que estábamos todos en el tentempié que
organizaste. La redacción se quedó prácticamente vacía durante algunas
horas. Eso no suele ocurrir nunca.
—No me habías dicho nada —dijo Tote, aliviada porque no había
descubierto su secreto, pero más preocupada por su sobrina por lo que estaba
escuchando.
—Eso confirma lo que ya sabíamos por la huella dactilar que analizamos
hace cuatro meses. El espía no pertenece a la plantilla del periódico, pero sí
debe tener ayuda desde dentro, algún cómplice que conocía lo de la fiesta. Por
ello se tomó tanto tiempo, sabía que no iba a volver nadie en varias horas.
—Es preocupante Rebeca. Ya te dije que tomaras medidas de seguridad.
—Y lo hago. No dejo nada importante en los cajones. El fisgón no va a
encontrar ningún contenido de valor en su interior, a no ser que le interese
conocer en primicia mis artículos, que tampoco es que sean apasionantes para
el público en general.
—Quizá no deberías dejar nada de nada. Así, el fisgón, como tú lo llamas,
dejaría de interesarse por tus expedientes, si están vacíos.
A Rebeca le vino a la cabeza la conversación que tuvo con Carlota antes
de que abandonara la fiesta.
—Hay otra cosa más, aunque no la comprendo.
Tote se volvió a preocupar.
—¿Qué otra cosa más?
—Recordarás que todo el mundo se fue de la fiesta y la última que lo hizo
fue mi amiga Carlota.
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—Sí, me acuerdo, estuvisteis hablando en el rellano del ascensor durante
un buen rato.
—¿Sabes lo que me dijo?
—¿Cómo quieres que lo sepa? No os escuché.
—Me preguntó una cosa muy extraña, si me había dado cuenta de lo que
había desentonado de forma estridente en la fiesta. Me llamaron la atención
las palabras exactas que empleó. Dijo que era muy curioso y al mismo tiempo
extraño.
Ahora Tote se puso nerviosa.
—¿Y te lo contó? —preguntó, con cierto temor.
—No, pero me dijo que pensara en un huevo Kinder.
—¿Un huevo Kinder que desentona de forma estridente? ¿Y eso qué
quiere decir? Aun saliendo de la boca de la extravagante de Carlota, tienes
razón, me parecen unas palabras muy raras.
—Dijo que lo pensara durante el domingo y que, si no lo adivinaba, el
mismo lunes me lo diría. Insistió en que era algo curioso y extraño al mismo
tiempo.
—¿Y no te lo dijo al lunes siguiente?
—Recuerda que falleció su madre y no volvimos a hablar del tema. Ni yo
le pregunté nada, no me pareció apropiado, ni ella se volvió a acordar. Creo
que se ha olvidado del asunto por completo. Probablemente sería alguna
tontería sin importancia, aunque conociendo a Carlota, a saber.
Tote se quedó intranquila. Carlota era muy observadora e inteligente.
Estaba segura de que, si se lo propusiera, sería una magnífica policía. Si
alguien pudo advertir que el camarero era, en realidad, el detective Richie
disfrazado, era ella.
La máscara de látex que llevaba puesta le oscurecía la piel en un tono
parecido al chocolate. Podía ser la explicación al huevo Kinder. Se quitó esos
pensamientos de la cabeza, ya tenía bastantes preocupaciones. Además,
Carlota parecía que se había olvidado del tema.
—Bueno, me voy a trabajar, que ya llego tarde —dijo Tote.
Llegó a la comisaría y los policías de guardia le informaron que había una
persona esperándola. Entró en la pequeña sala dónde los visitantes esperaban.
—¡Richie! ¿Qué haces aquí? Precisamente estaba pensando en ti, ¿por qué
no me has llamado?
—Acabo de llegar ahora mismo.
—¿A qué se debe tu visita? ¿No era hoy el día previsto para recoger los
resultados de las pruebas de ADN?
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—Precisamente por eso estoy aquí. La doctora a cargo del laboratorio me
acaba de llamar por teléfono diciendo que nos podemos pasar a por ellos. Ya
están preparados.
—¿Y por qué no te has ido tú solo? ¿Me necesitas para algo?
—Cuando llevé las muestras, además de solicitarle la máxima urgencia en
los resultados, también le pedí que, si observaba algo fuera de lo normal, me
lo comunicara inmediatamente.
—¿Y? —preguntó extrañada Tote.
—Pues que, por lo visto, hay una anomalía poco corriente en los
resultados.
—¿Cuál? —Tote cambió la extrañeza por curiosidad.
—No me lo ha contado por teléfono, por eso he pensado que sería
interesante que te vinieras conmigo al laboratorio, así le puedes preguntar
directamente a la doctora las dudas que te puedan surgir, sea la que sea la
supuesta anomalía que haya surgido.
—Pues vámonos ya —resolvió Tote.
Estaba expectante, había depositado muchas esperanzas en que aquellas
pruebas le aportaran alguna luz en este asunto, aunque no sabía en qué
dirección.
En realidad, ni se lo imaginaba.
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Johan y Batiste salieron del convento de San Pablo el Real con el sobre de
fray Bautista Tarrén en la mano, y con una expresión de completo asombro en
sus rostros.
—Curiosa personalidad la del inquisidor de Sevilla, fray Pedro de
Mendoza —dijo Batiste, que se había divertido durante la entrevista.
—Tú parecías entretenido, pero a mí su actitud me ha inquietado bastante
—contestó Johan.
—Por cierto, ¿cómo nos conocía antes incluso de que llegáramos? Ha
dicho que eras uno de los suyos. ¿A qué se refería?
—Ya sabes que, además de maestro cantero, pertenezco a la Iglesia
católica, soy eclesiástico de su misma orden. Algún día también lo serás tú.
Supongo que, como inquisidor de Sevilla, tendrá acceso a información
interna.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Batiste—. Habíamos venido a
Sevilla a hablar con el único superviviente de la emboscada a don Bertrán, y
resulta que se ha suicidado antes de que llegáramos.
—La verdad es que ha sido algo imprevisto e insólito. Cuando me lo dijo
el inquisidor me quedé bloqueado. Tenía muchas esperanzas depositadas en
esa persona.
—Supongo que pensabas que era el número uno del Gran Consejo.
Johan se sobresaltó de forma muy manifiesta.
—A veces me olvido de tu inteligencia. Veo que comprendiste mi
razonamiento del otro día.
—Era evidente, tú mismo me lo explicaste de forma muy clara cuando me
dijiste que don Bertrán, cuando fue emboscado, debió ser consciente de que le
quedaban pocos minutos de vida y me preguntaste que haría yo en el caso de
estar en esa misma situación. Lo vi muy claro. Hubiera iniciado en los asuntos
del Gran Consejo a una persona de mi confianza y hubiera hecho todo lo
posible para que esa persona escapara con vida de aquella mortal emboscada,
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y así preservar el número uno y de paso al propio Gran Consejo. ¿No era eso
lo que querías que dedujera en aquella conversación?
Johan hizo el gesto de aplaudir con las manos.
—Impecable. Veo que estamos en la misma sintonía. Efectivamente, eso
es lo que creo que debió ocurrir. No me olvido tampoco de la actitud de Luis
Vives, antiguo número uno. A pesar de conocer la muerte de don Bertrán
estaba muy tranquilo. —Johan recordaba su último día de estancia en Brujas,
cuando acudió a la boda de su amigo—. Tuvo que conocer que había
designado sucesor a su fraile de confianza, por eso no paraba de repetir esa
frase, «deja que fluyan los acontecimientos» que tanto me irritaba porque no
la entendía. No lo comprendía y me llegué a enfadar con él cuando se negó a
nombrar a un nuevo número uno.
—No necesitaba nombrar a un número uno, él sabía que existía.
—Exacto. Yo pensaba que se estaba tomando a broma el problema, pero
Luis lo tenía claro. Por eso me decía que no me preocupara. Recuerdo que
insistía en que yo no pertenecía al Gran Consejo y había cosas que
desconocía. ¡Qué razón tenía!, aunque en aquel momento no lo comprendiera.
—Pues ahora volvemos al principio, no sabemos si existe el número uno
del Gran Consejo o el fraile Bautista Tarrén se lo ha llevado a la tumba —dijo
Batiste, como conclusión.
—Así es. Ahora no sé qué hacer —dijo Johan, con un gesto de
impotencia.
—Hay una cosa que no acabo de entender padre, ¿eras amigo o conocías a
fray Bautista?
Johan se quedó pensando durante un instante.
—No. Es posible que, en alguna ocasión lo viera en compañía del noble
don Bertrán, pero desde luego no recuerdo haber hablado con él jamás. Ni
siquiera le pongo cara ahora mismo.
Batiste estaba extrañado.
—Entonces, ¿cómo es posible que se suicide y deje una nota a tu nombre
si no os conocíais? Se supone que las notas de suicidio se dirigen a alguien
con el que tienes algún tipo de vínculo, ¿no?
—Estoy igual de perplejo que tú. No lo comprendo —contestó Johan.
—Todo este asunto es muy raro.
Ambos se quedaron un instante en silencio.
—De todas maneras, este viaje a Sevilla no ha sido totalmente
improductivo. Tenemos este sobre que aún no hemos abierto —respondió
Johan—. No sabemos qué tiene fray Bautista Tarrén que contarnos.
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—¿A qué esperamos para abrirlo? —preguntó Batiste, que no podría
disimular su impaciencia.
—Estamos andando en plena calle. No me parece ni el lugar ni el
momento adecuado.
—¿Y cuándo llegará ese momento? —insistió Batiste.
—Lo haremos este mediodía, después de comer.
—¿Por qué?
—Porque, como es habitual, nos retiraremos a nuestros aposentos del
palacio del conde de Niebla. Allí estaremos tranquilos y a salvo de miradas
indiscretas. No quiero más sorpresas por hoy —concluyó Johan.
A Batiste, desde hace buen rato, le rondaba algo por la cabeza. Sabía que
tenía la respuesta delante de sus narices, pero no estaba sabiéndola ver. Quizá
la apertura del sobre le ayudara. No tenía más remedio que esperar.
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EN LA ACTUALIDAD, LUNES 17 DE SEPTIEMBRE
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—¿A quién se corresponden estas muestras? —preguntó la doctora.
Richie sacó sus notas.
—La número tres es de Alba Pajares y la número siete se corresponde con
Teresa Fabregat.
La doctora tecleó algo en el ordenador y miró los resultados en el monitor.
—Coinciden. No tenemos ningún error en nuestros listados. Todo parece
correcto.
—Por seguridad, el laboratorio identifica los análisis con un número
codificado, no con una persona en concreto —explicó Richie—. También es
una cuestión de protección de datos. El personal que trata y maneja las
muestras no sabe a quién pertenecen.
—Lo comprendo, pero ¿qué ocurre con Alba y Teresa? —preguntó Tote,
que seguía extrañada por todo aquello.
—Son un caso curioso, nada más —contestó la doctora.
—¿Curioso? ¿Por qué dice eso? —preguntó Tote.
—Porque las muestras números tres y siete son idénticas —respondió la
doctora.
Tote se quedó pasmada. No acababa de entender la afirmación de la
doctora.
—¿Idénticas? ¡Pero eso es imposible! —dijo Tote, mientras se giraba
hacia Richie—. ¿Has cometido algún error en la toma de muestras y en su
identificación?
—Te aseguro que no. Lo que más me costó fue aislar y asignar a cada
invitado su resto biológico y sus huellas dactilares. En algunos vasos de
plástico me encontré hasta tres trazas diferentes. Las personas dejaban el vaso
encima de la mesa y eran utilizados, por confusión, por otros invitados. No es
nada extraño, en realidad, es lo que suele ocurrir en estos casos. Precisamente
por eso instalé tres cámaras de vídeo ocultas en diferentes rincones del salón y
fotografié la habitación desde varios ángulos. Gracias a ellas, pude asignar
cada huella y cada muestra biológica a una persona en concreto, ayudado por
las fotografías que hice antes de tocar nada. Aunque me costó algo más de lo
previsto, todo está claro. Revisé las grabaciones y las fotografías decenas de
veces, estoy seguro de que las identificaciones son correctas. No hay error
posible en los resultados.
—Comisaria Rivera, el detective Puig tiene razón, no se equivocó —
contestó con seguridad la doctora Borrás.
—¿Cómo lo puede saber si las muestras son idénticas? ¿Me lo puede
aclarar? —preguntó Tote, que no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
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—Hay una explicación científica a la coincidencia de resultados. Dos
personas diferentes pueden tener el mismo código genético, son los llamados
gemelos monocigóticos. Proceden de un solo cigoto, que se divide en dos tras
la concepción, a diferencia de los gemelos fraternos, que son dos óvulos
diferentes fecundados por dos espermatozoides diferentes. En este último
caso tan solo comparten el 50 % del ADN. Son los llamados mellizos. En
consecuencia, una pareja de gemelos comparte idéntico código genético y
además son del mismo sexo, lógicamente.
Tote estaba asombrada. Acababa de entender el alcance de la explicación
de la doctora.
—¡Pero eso no puede ser!
—Eso ya lo había dicho antes, pero le aseguro que la genética no miente,
es una ciencia exacta. Alba Pajares y Teresa Fabregat son hermanas gemelas.
Por extraño que le pueda parecer, no hay ninguna duda, señora comisaria —
concluyó la doctora Borrás.
Tote se negaba a creerlo.
—¿No puede ser la misma muestra repetida? Eso explicaría la
coincidencia exacta —dijo, intentando buscar un razonamiento lógico a aquel
resultado incomprensible.
—En teoría, podría ser, pero no pasamos esa posibilidad por alto, de
hecho, es lo primero que se nos ocurrió.
—La doctora me llamó para informarme de la coincidencia exacta en las
muestras tres y siete —dijo Richie.
—Así fue, y nos indicó que hiciéramos pruebas adicionales para descartar
la posibilidad de un error con una muestra repetida. No son baratas ni
sencillas, pero el detective Puig nos dijo que no importaba el dinero. Desde
hace algún tiempo ya es posible identificar y distinguir muestras de gemelos
monocigóticos con idéntico ADN mediante otros marcadores. No le voy a
aburrir con los detalles técnicos, pero las muestras se corresponden con
diferentes personas —contestó la doctora con seguridad—. No hay ninguna
duda ni error posible.
—Pero Alba y Teresa no se parecen en nada —dijo Tote, que no se daba
por vencida.
—No todos los gemelos comparten rasgos físicos —respondió la doctora.
—¡Ni siquiera tienen los mismos apellidos! —insistió Tote, que seguía
asombrada y sin querer creerse los resultados.
—Esa es una cuestión que no corresponde con mi ámbito de
investigación, que es la genética —contestó la doctora—. Usted es comisaria
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de Policía, ese es su campo, no el mío.
Tote estaba completamente desconcertada, y eso que no conocía las
sorpresas que aún le aguardaban a la vuelta de la esquina.
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—Al día siguiente me crucé con el inquisidor Andrés Palacios a la salida
de mi habitación y se paró a hablar conmigo. Habitualmente los dos
inquisidores se limitan a ignorarme, pero ese día se ve que don Andrés tenía
ganas de conversación.
—¿Y qué te dijo? —preguntó impaciente Amador.
—No me dijo nada relevante…
—¿Entonces de qué me estás hablando, mocoso? —interrumpió Amador,
que no entendía nada y se empezaba a impacientar.
—No me dijo nada relevante, por sí mismo, que no me dejas terminar las
frases —protestó Jero.
—Venga, explícate de una vez, que estás haciendo demasiado larga la
explicación.
Ahora Jero fue al grano.
—Aproveché el encuentro para preguntarle quién era la persona que había
visto descansando en el salón de la chimenea.
—¿Y qué te contestó?
—Que no era de mi incumbencia.
—¿Entonces?
—Entonces le pregunté si era forastero, ya que se había quedado a dormir
en el palacio, y aquí viene lo verdaderamente curioso e interesante.
—Me estás haciendo sufrir a conciencia, ¿verdad?
—Me dijo algo muy extraño.
—¿Qué te dijo? —casi le gritó Amador.
—Me contó que la persona que se quedó a dormir en el Palacio Real tenía
casa en la ciudad —dijo Jero.
—¡Sí que es raro! Pero bueno, supongo que se le haría tarde para volver a
su domicilio —respondió Amador—, y decidió quedarse, por comodidad.
—No fue por eso —dijo Jero.
Con toda la tranquilidad que pudo, le contó sus sospechas y sus motivos.
Amador se quedó desconcertado. No sabía si dar crédito a lo que acababa de
escuchar.
—Pensándolo mejor, ahora entiendo que Batiste nos ocultara lo que
ocurrió en aquel salón —dijo Amador.
—Ya te lo había dicho desde el principio —dijo Jero—. Batiste tenía sus
motivos para mentirnos. Si algún día lo considera, ya nos lo contará él.
Nosotros no debemos sacar el tema.
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—Si te digo la verdad, esperaba que alguno de los trabajadores de La
Crónica estuviera fichado y tuviera antecedentes policiales. Esa era mi
corazonada. Está claro que estaba equivocada desde el principio. En realidad,
ese era el motivo principal por el que organicé aquel tentempié.
—¿Por qué pensabas eso?
—Por todo lo que ocurre y ha ocurrido en el periódico. El hecho de que
espiaran a mi sobrina y el hecho de que fuera alguien ajeno a la plantilla
parecía indicar que se trataba de un trabajo de profesionales, y esos suelen
estar fichados. Al menos eso era lo que yo creía, por eso tenía esperanzas en
que los análisis y perfiles genéticos de ADN nos arrojara alguna luz en este
asunto. Ya veo que no ha sido así. Lo único que nos han arrojado ha sido más
oscuridad. Estamos como al principio.
—Aún no sabes con seguridad si el espía o los espías pertenecen a la
plantilla del periódico —le interrumpió Richie.
—La huella que mi sobrina obtuvo no se correspondía con ningún
empleado de La Crónica, ¿por qué dudas acerca de eso? —preguntó
sorprendida Tote—. Mi sobrina lleva casi cuatro años trabajando allí y se
conoce el nombre de todos los trabajadores, presentes y pasados. No es
posible que con su mente olvide un nombre, te lo aseguro.
Richie Puig se explicó.
—En segunda memoria USB tienes todas las huellas dactilares de la gente
que asistió a la fiesta. Cotéjalas con tu base de datos también, a ver qué
resultados obtienes —le dijo el detective—. Igual entonces sí que nos
sorprendemos.
Tote estaba tan convencida que el cotejo de los perfiles de ADN iba a
arrojar un resultado positivo que se había olvidado de las huellas dactilares.
Extrajo el primer pen del ordenador e insertó el segundo. Accedió al fichero
de las huellas, y puso en marcha el programa de reconocimiento para cotejar
cada una de ellas. Empezaron a salir, una a una, todas las identificaciones.
Tote y Richie reconocían los nombres que iban apareciendo en la pantalla.
Todos eran trabajadores del periódico.
—Nada fuera de lo normal —dijo Tote, quitando la vista del monitor.
De repente, Richie se levantó de la silla.
—Espera, ¿quién es este? —dijo, señalando un nombre en la pantalla.
Tote se quedó también mirando el monitor.
—No lo tengo en mi lista de invitados a la fiesta —dijo Richie—. No sé
quién es.
—¡No puede ser! —dijo Tote, con cara de asombro.
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—¿Por qué dices eso?
—Es la misma huella y la misma identificación que mi sobrina Rebeca
consiguió con su trampa rudimentaria del celofán, hace cuatro meses —dijo
Tote, completamente pasmada.
—¿Pero no me habías dicho que esa persona no trabajaba en el periódico?
—preguntó extrañado Richie.
—Así es. Ese nombre no se corresponde con ningún trabajador de La
Crónica —se explicó Tote—. Ya te he dicho que Rebeca los conoce a todos.
—Pero esta huella fue obtenida en el tentempié de tu casa. Excepto
Carlota, tú y yo, todos los que estaban allí eran empleados del periódico —
replicó Richie.
—Eso es cierto. —Tote estaba confundida. Se quedó un momento en
silencio, no sabía qué decir.
—¿A quién se corresponde esa huella, según tus datos? —preguntó la
comisaria, cuando reaccionó de su desconcierto.
Richie sacó sus notas y le señaló un nombre a Tote.
Se quedó de piedra. Hoy iba de sorpresa en sorpresa. No sabía qué decir.
—Ese no es el nombre que utiliza en el periódico —dijo Tote,
boquiabierta—, por eso mi sobrina Rebeca no lo reconoció cuando se lo dije.
—Sin ninguna duda su nombre verdadero es el que te aparece en tu
monitor, la base de datos de la Policía no se equivoca. Está claro que usa un
nombre falso en La Crónica —concluyó Richie—. Cuando alguien no utiliza
su nombre verdadero es porque algo quiere ocultar.
—Puedo acceder a su fotografía en la base de datos.
—Hazlo, así saldremos de dudas de forma definitiva.
—Claro —dijo Tote, mientras tecleaba en su ordenador. Apareció frente a
ellos la foto que se correspondía con esa huella y con ese nombre.
—Mira, ¿lo tienes claro ahora? —dijo el detective, señalándola y sin
poder evitar sonreír.
Tote estaba espantada mirando la foto de la pantalla, como hipnotizada.
No podía creer nada de lo que estaba sucediendo. No le veía la gracia que le
encontraba al asunto el detective.
—Estoy alucinada, que diría mi sobrina —acertó a decir.
—Espera, que aún puede haber más.
—¿Más? ¿A qué te refieres?
—¿No me dijiste que Rebeca obtuvo dos huellas dactilares, que una de
ellas era parcial y que el sistema no fue capaz de identificarla? Podrías cotejar
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esa huella parcial con las de la fiesta, a ver si obtienes algún resultado
concluyente.
—Si, esa huella parcial tan solo apareció una vez, y en un extremo de la
primera carpeta, al contrario de la huella completa, que estaba por todas
partes, en todos los expedientes. Pero no se me había ocurrido, tienes razón,
podemos cotejarla también —contestó Tote, que aún estaba en estado de
shock, conmocionada después de todos los acontecimientos de la tarde y de lo
que estaban averiguando ahora mismo.
Así lo hizo la comisaria. Recuperó la huella parcial e hizo que el sistema
de reconocimiento la cotejara.
«¡Atiza!», pensó Tote, cuando el sistema le devolvió una identificación
positiva de la otra huella.
—Ahí tienes al segundo espía —dijo Richie.
—Pero esta persona sí que es conocida por su nombre auténtico —dijo
Tote, sin poder dejar de mirar la pantalla—. Al menos no utiliza una identidad
ficticia.
Dos personas espiaban a Rebeca en el periódico, una de ellas con
identidad falsa y ninguna de ellas ajenas al periódico, como había supuesto
erróneamente desde el principio. Espías en La Crónica y topos en el
Speaker’s Club. Tote no entendía nada, pero estaba asustada, muy asustada.
Todo aquello no era nada normal, sobre todo porque no veía ninguna
conexión.
Richie intentó tranquilizarla.
—Te veo agobiada Tote, pero piensa que hemos avanzado mucho. Es
cierto que dónde tú tenías depositadas esperanzas, que era en los análisis de
ADN, nos han arrojado más dudas que respuestas. Jamás nos pudimos
imaginar que Alba Pajares y Teresa Fabregat fueran hermanas gemelas. Sin
embargo, las huellas dactilares nos han dado mucha información. Gracias a
ellas ahora conocemos las dos personas que espían a tu sobrina, y son
compañeros suyos en el periódico. Además, uno de ellos utiliza un nombre
falso, por ese camino quizá podamos averiguar más cosas. En cuanto a la otra
huella, usa su nombre real. Te repito, hemos avanzado mucho.
Tote no se tranquilizó ni un ápice. Estaba asustada.
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sudor puede ser desagradable —dijo Johan.
—Caramba, ¡qué delicados! —dijo Batiste.
Ambos hicieron caso a las indicaciones de la condesa y se cambiaron de
ropa, se asearon y en apenas veinte minutos ya estaban en el salón, antes
incluso que los sirvientes tocaran la campanilla, que indicaba la hora de la
comida. Se encontraron con don Alonso, el conde de Niebla, sentado en uno
de los butacones.
—Ya me ha contado mi esposa la desgracia del fallecimiento del fraile
que veníais a buscar —dijo don Alonso—. ¿Qué impresión os ha causado el
nuevo inquisidor?
—Es una persona más inteligente de lo que parece —se anticipó Batiste
en la respuesta.
El conde se quedó mirando al hijo de Johan.
—Tienes razón. Lleva apenas un mes en Sevilla y da la impresión que
sepa todo lo que ocurre en la ciudad.
—Creo que no da la impresión, en realidad lo sabe —dijo Batiste.
Johan aprovechó para preguntarle al conde.
—¿Le contaste que habíamos llegado a Sevilla, que nos alojábamos en tu
palacio y que le íbamos a visitar esta misma mañana?
—¿No me digas que conocía todo eso? Tu hijo va a tener razón.
—Estaba perfectamente informado.
—Es curioso, pero también muy inquietante. Por supuesto que no le dije
nada, apenas lo conozco, no mantengo ninguna relación con él. Asistí a su
toma de posesión, como muestra de cortesía, y nada más. Dicen que tiene ojos
y oídos en toda la ciudad. Parece que con lo que me acabas de contar, se
confirma.
—Por lo visto hasta dentro de tu propio palacio —le advirtió Johan—.
Ten cuidado con lo que dices, puede acabar en conocimiento del Santo
Oficio.
Los sirvientes tocaron la campanilla, así que los tres se trasladaron al
comedor. La sobremesa fue agradable. Don Alonso y Johan estuvieron
contando historias divertidas y por un momento Batiste se olvidó del Gran
Consejo y los demás problemas.
Cuando terminaron subieron a su habitación. Batiste no podía ocultar su
nerviosismo. Estaba deseando leer la nota del fraile dominico.
—Ha llegado la hora de descubrir el gran secreto de fray Bautista Tarrén
—dijo, emocionado.
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—Igual es una simple despedida, no nos creemos falsas expectativas —
previno Johan, que veía los ojos de entusiasmo en su hijo.
—Te aseguro que vamos a descubrir algo relevante. Recuerda que ese
fraile no te conocía de nada. Es evidente que la nota no la dejó para Johan
Corbera.
—¿Cómo qué no? —preguntó Johan extrañado—. Mi nombre está
claramente escrito en el sobre. ¿Por qué dices eso?
—Piensa un poco. Si no te conocía de nada, no tiene ningún sentido que te
dejara sus últimas voluntades antes de morir a ti como persona, como Johan.
—¡Ah!, ¿no? —preguntó Johan—. ¿Entonces cómo lo explicas?
—Te dejó esa nota que estamos a punto de leer en tu calidad de undécima
puerta —aclaró Batiste—. Por eso espero que su contenido sea muy
interesante y revelador.
Johan asintió con la cabeza. Su hijo, una vez más, parecía ir por delante de
sí mismo en los razonamientos.
—No esperemos más, abramos el sobre y salgamos de dudas —dijo
Johan, mientras lo extraía de su jubón.
El tamaño de los ojos de Batiste se había multiplicado por dos, parecía un
búho.
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EN LA ACTUALIDAD, MARTES 18 DE SEPTIEMBRE
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pensó. Entró a saludar.
—¡Sofía! —exclamó Rebeca, sorprendida—. Se está convirtiendo en una
agradable costumbre verte los mediodías en casa.
—Hola Rebeca, estás empapada —dijo la inspectora Sofía Cabrelles,
dándole un par de besos—. Te has comido la lluvia.
—Anda, ve a cambiarte que te vas a constipar —le dijo su tía Tote—. Hoy
no era el día para bicicletas.
Rebeca se secó el pelo con una toalla y se cambió completamente de ropa.
Regresó al salón en apenas diez minutos.
—¿Quién ha resucitado hoy? —dijo Rebeca, dirigiéndose a Sofía—. No
me digas que ha aparecido Sergio Enguix, el padre de Álvaro, vivo en alguna
playa del Caribe, tomándose una piña colada.
Sofía sonrió.
—No, para su desgracia sigue igual de muerto y enterrado que ayer.
—Ya sé que no hace falta ningún motivo para que vengas a comer a casa,
pero ¿a qué se debe tu visita? —preguntó Rebeca, con cierta curiosidad.
—Pues hoy tengo la misma información que tú, ninguna —contestó Sofía
—. He llegado hace apenas diez minutos. Tu tía me ha citado por mensaje sin
darme más explicación.
—Pues igual que a mí, ¡qué misterio! ¡Me gusta! —contestó Rebeca,
sonriéndole a Sofía.
—Anda, sentaros en la mesa. Hoy no he tenido tiempo de cocinar, así que
he pedido comida al chino de la esquina. Espero que os guste —dijo Tote,
mientras abría unas cajas de cartón.
Empezaron a comer. Rebeca no se resistió y sacó el tema al primer
bocado.
—Tía, ¿para qué nos has citado a las dos? En el mensaje ponía que era
importante.
—Es que lo es —contestó, y se quedó callada.
—¿Voy a tener que sonsacártelo, o vas a hablar tú solita?
—Estoy muy preocupada —dijo Tote, al fin.
—Sí, bueno. El tema de Richie y su conversación con el difunto joyero
parece algo sobrenatural. No parece haber ninguna explicación racional, por
lo menos yo no se la he encontrado.
—No me refiero a eso. Hay algo más que debes saber —dijo Tote,
dirigiéndose a Rebeca—. He querido que esté presente en la conversación
Sofía, porque confío plenamente en ella y me gustaría escuchar su opinión. Te
aseguro que los hechos son desconcertantes.
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Tote explicó el verdadero motivo del tentempié que organizó con los
compañeros del periódico de Rebeca, que no era otro que el camarero, que era
Richie Puig disfrazado, recogiera muestras de ADN y las huellas dactilares de
todos los presentes.
Rebeca no pudo evitar levantarse de la silla.
—¡Ya sabía que había algo extraño en aquella celebración! —exclamó—.
Desde el principio me pareció muy rara y fuera de lugar.
—La única que parece que se dio cuenta fue Carlota. Supongo que su
alusión al huevo Kinder se refería al disfraz de Richie, cuya máscara de látex
le oscurecía la piel como el chocolate —dijo Tote.
—A la petarda no se le pasa una —dijo Rebeca, sentándose otra vez—,
aunque parece que se ha olvidado de ese tema. No me ha vuelto a decir nada
desde el fallecimiento de su madre. La pobre está bastante afectada y no creo
que su mente esté, ahora mismo, para pensar en huevos de chocolate.
Sofía también estaba pasmada.
—Tote, estás chalada de verdad ¡Menudo montaje más espectacular
ideaste! Parece un verdadero operativo policial de vigilancia —dijo, al mismo
tiempo que reflexionaba—. Ahora que lo pienso, no lo parece, en realidad lo
era. Espero que sacaras algo en claro de todo ello.
—Por eso estáis aquí hoy. Ayer recogí todos los resultados de las pruebas
de ADN y de las huellas dactilares que encargué a un laboratorio privado.
—Y si estamos aquí es porque supongo que averiguaste algo —dijo
Rebeca, mientras daba un trago de agua.
Tote tenía el gesto muy serio.
—Pues sí. Lo primero de lo que nos informó el laboratorio fue que tus
compañeras en el periódico, Alba Pajares y Teresa Fabregat son, en realidad,
hermanas gemelas —dijo así, de sopetón.
Rebeca escupió toda el agua que acababa de beber y se puso a toser de
forma manifiesta. Se había atragantado y se tuvo que levantar.
—¡Pero si tienen apellidos diferentes! —exclamó Sofía, también
sorprendida.
—No acaban ahí las sorpresas —dijo Tote, con un toque de misterio.
—¡Ah!, ¿no? —preguntó intrigada Sofía—. ¿Y qué más averiguaste?
Tote se giró hacia Rebeca.
—Alba Pajares es la persona que te espía en el periódico. Sus huellas
dactilares son las que estaban por todas partes en tus expedientes. Hace cuatro
meses no reconocimos su nombre porque, en realidad, no se llama así. Alba
Pajares no es su nombre verdadero, es más falso que Judas.
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Rebeca seguía tosiendo y medio atragantada. Tote continuó con la
explicación.
—La huella incompleta que no fuimos capaces de identificar en mayo,
también se corresponde con una persona que asistió al tentempié en nuestra
casa, es decir, a otro empleado del periódico. Se trata de tu amiga Teresa
Fabregat. Las dos hermanas gemelas, Alba y Teresa, son las espías. Debo
suponer que actúan de forma conjunta y coordinada —dijo Tote, dirigiéndose
a Rebeca, que no podía parar de toser. Seguía sin ser capaz de decir nada.
—Deja de hablar o tu sobrina se va a acabar ahogando —dijo Sofía
dirigiéndose a Tote, mientras daba unas palmadas en la espalda de Rebeca.
«Casi prefiero toser que tener que decir algo», pensaba Rebeca, que estaba
asombrada por lo que acababa de escuchar. Aquello no tenía ningún sentido,
«¿o quizá sí?», se preguntaba muy preocupada.
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—Lo vuelves a decir —repitió Batiste.
—¡Deja de jugar conmigo! —respondió enfadado Johan—. Haz el favor
de explicarte de una vez con claridad y déjate de frases enigmáticas.
—Mira la nota por ti mismo —contestó Batiste, mientras se la entregaba a
su padre. Johan tomó entre sus manos y la volvió a leer.
—A lo oscuro no se observa. Mi alma no respira. Intuyo que una
emboscada.
Johan se quedó mirando a su hijo.
—Sigo sin entender la nota y sin entenderte a ti. ¿Qué quieres que vea en
este absurdo papel?
—Lo primero, ¿no te has percatado de lo horrible de la caligrafía y de lo
arrugada que está la nota?
—Sí, está mal escrita, medio emborronada, y el papel parece viejo y
ajado, ¿y qué?
—Piensa un poco. Para empezar, ponte en el lugar del fraile. Te dispones
a suicidarte con una soga. Imagínate la escena. Estás sentado en tu camastro.
Tomas una hoja en blanco y escribes una nota intentando justificar tus actos.
Piensa que el suicidio es un grave pecado para un fraile y quieres que la gente
conozca tus motivos para actuar de semejante manera. Quizá no pudo
soportar la muerte de su amigo el noble. A continuación, dejas la nota en un
lugar bien visible, para que sea encontrada con facilidad, porque eso es
precisamente lo que pretendes con la nota, ¿no es así? —explicó Batiste—.
Lo que quieres es explicarte y que se conozcan tus causas.
—Supongo que sí, pero no veo adónde quieres llegar.
—Pues que los hechos no ocurrieron así —afirmó con rotundidad Batiste.
—¿Y tú cómo lo puedes saber si no estabas presente? —preguntó
asombrado Johan.
—No estaba físicamente, pero lo estoy ahora en espíritu.
—Anda, deja de decir tonterías y explícate de una vez —le apremió
Johan.
—El fraile se suicidó, eso parece lo único claro, pero el resto no
concuerda nada. Fray Bautista deja una nota en la que no justifica sus actos,
dirigida a una persona que no conoce y escondida en el fondo de un jubón,
tapada por un montón de ropa sucia, es decir, escondida, no a la vista. La nota
está mal escrita, es poco clara y está muy arrugada. Además, ¿no lo adviertes?
No da un solo motivo que justifique con nitidez el suicidio, que no olvides
que es un grave pecado, sobre todo para un fraile. Lo siento, no tiene ningún
sentido y no me lo creo.
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—¿Qué es lo que no te crees? —preguntó Johan, que no seguía el
razonamiento de su hijo.
—No me creo que sea una nota de suicidio y ni siquiera me creo que la
escribiera fray Bautista.
—¿Qué es lo que dices, insensato? ¿Dudas de la palabra del inquisidor
fray Pedro de Mendoza?
—No, no dudo que nos dijera la verdad cuando afirmó que encontró la
nota, lo único que afirmo es que la debió escribir el propio don Bertrán en el
momento en que fue emboscado. Eso justificaría la horrible caligrafía, los
borrones y el estado de conservación del papel, tan arrugado. El fraile la debió
trasportar en su huida hasta Sevilla en el fondo de algún recoveco de su jubón,
que fue donde la encontró el señor inquisidor, después de que el fraile se
quitase la vida en su celda.
Por fin, ahora Johan comprendía el razonamiento de su hijo.
—Si esa explicación fuese cierta, ¿qué me pretendía decir don Bertrán en
esa nota dirigida a mí? —preguntó Johan.
—Eso no lo sé, supongo que informarte que iba a morir y que estaba
siendo emboscado. También supongo que pensaría que, como undécima
puerta, debías conocer lo que le estaba sucediendo al número uno. Piensa que
la situación era muy grave e imprevista —razonaba Batiste—. Acababan de
nombrar número uno a don Bertrán, en consecuencia, debía contactar contigo,
el número once, sin embargo, se encontraba a minutos de morir emboscado
por sorpresa. Imagínate la escena. De alguna manera debía informarte.
Supongo que la nota fue lo mejor que se le ocurrió en aquellos minutos
desesperados. Tampoco es que tuviera muchas más opciones, dadas las
circunstancias.
Johan estaba sorprendido por la lógica de su hijo.
—Y si la escribió don Bertrán, ¿cómo te explicas que la firmara el fraile?
Recuerda que al final de la nota aparece su nombre, «B. Tarrén», es decir,
Bautista Tarrén.
—Para eso no tengo respuesta, como tampoco la tengo para el extraño
contenido de la carta, más allá de que sea una simple advertencia, pero desde
luego debe haber una explicación para todo. Piensa en las molestias que se
tomaron para que esa nota llegara a España y estuviera ahora mismo en tu
poder. Demasiadas para no significar nada. No olvides que ha muerto gente
para que tú tengas ese pedazo de papel en tus manos.
—Pues no tengo ni idea qué significa. Para empezar, tampoco tengo claro
quién la escribió. No sé si creer tu teoría, porque lo único que veo claro de la
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nota es que está firmada por el fraile, no por don Bertrán. Si era el noble el
que me quería decir algo, ¿por qué no la firmó directamente él con su propio
nombre?
—Igual por seguridad, por si era descubierta. Piensa que estaba siendo
emboscado por el ejército francés. El conde era una persona conocida.
—Lo siento, me cuesta creer toda esa historia que ha salido de tu mente
desquiciada —dijo Johan—. La firma es del fraile y punto. Eso es lo único
claro e intentas ponerlo en duda.
—No dejes que las meras palabras cieguen tu entendimiento, abre tu
mente —dijo Batiste.
—Lo que voy a abrirte es tu cabeza como no dejes de decir tonterías —le
contestó Johan, mientras le tiraba un almohadón a la cabeza.
Aún había oscuridad en sus mentes, pero la niebla se iba disipando poco a
poco, aunque no fueran conscientes.
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EN LA ACTUALIDAD, MARTES 18 DE SEPTIEMBRE
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Rebeca y Tote se quedaron solas.
—Tía, cada paso que damos la situación se vuelve más confusa y
complicada. No sé qué pensar de todo esto.
—Ya has oído a Sofia, deberíamos aprovecharnos de que no conocen lo
que nosotras sabemos ahora. Creo que tiene razón.
—Eso es muy fácil de decir, pero difícil de hacer. Por ejemplo, hoy es
martes y dentro de un rato hay reunión del Speaker’s Club. ¿Qué debo hacer?
—¿Por quién pondrías la mano en el fuego de todos tus amigos? —
preguntó Tote.
Rebeca se quedó pensativa durante un momento.
—Desde luego por Carlota. Como la conozco y temo sus reacciones,
siempre que ocurre algo fuera de lo normal me fijo especialmente en ella.
Jamás le he pillado ninguna reacción extraña, más allá de sus extravagancias
habituales. También necesitamos confiar en Álvaro Enguix, no puede contar
en el Speaker’s Club que su padre falleció hace dos años —Rebeca siguió
pensando—. Supongo que también me podría fiar de Carol Antón, al fin y al
cabo, ella no estaba en el mes de mayo, cuando se inició todo el asunto de Las
doce puertas, y no participó de los acontecimientos.
—¿No te fías de nadie más? —preguntó sorprendida Tote.
—Quizá de Xavier, por su manera de pensar no lo veo implicado en una
confabulación de estas características. También podría incluir a Bonet,
siempre va por libre, es un espíritu solitario. Tampoco lo veo formando parte
de ningún grupo secreto.
—¿Y Charly y Fede? ¿No dices nada de ellos?
—Me caen bien y son muy simpáticos, pero me has preguntado si pondría
la mano en el fuego por ellos. No lo haría.
—¿Qué opinas de Carmen y de su jefe Jaume?
—Parecen buena gente y en el pasado han colaborado activamente en la
resolución del enigma de Las doce puertas, pero siento que no los conozco lo
suficiente para poner la mano en el fuego por ellos.
—¿Y tu amiga de toda la vida Almu? Me sorprende que no la hayas
nombrado en el grupo de confianza.
Rebeca sonrió de forma enigmática antes de contestar.
—Es cierto que es mi amiga más antigua y nos llevamos muy bien, pero
tengo mis propias ideas con respecto a ella —contestó, en un tono algo
misterioso que sorprendió a Tote.
—Entonces, ¿el grupo de máxima confianza lo formarían Carlota, Álvaro,
Carol y quizá Xavier y Bonet? —preguntó Tote, sorprendida por la poca
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gente de la que su sobrina se fiaba.
—Se podría añadir a Richie, a Sofia, y por supuesto a ti —respondió
Rebeca, reflexiva—. Ocho personas, no más. Ni siquiera podríamos formar
un Gran Consejo paralelo, no llegamos a diez —bromeó.
—Lo más importante ahora es que no debes dar información innecesaria
en el Speaker’s Club sin conocer la identidad del topo. Quiénes sean los
miembros del grupo secreto llevan jugando con ventaja mucho tiempo, y eso
se tiene que acabar —dijo con firmeza Tote.
—Va a ser complicado. Voy a tener que informar a Carlota, aunque sea de
lo estrictamente necesario. Ella deberá hablar con Álvaro, para que este no
cuente la fecha de defunción de su padre y nuestra excursión dominical a su
obrador de joyería. Eso abriría la caja de los truenos.
—Desde luego, y en cuanto al periódico, ya sabes quiénes son, en
realidad, Alba y Tere —advirtió Tote—. Ten cuidado y mide tus palabras. No
dejes en los cajones nada que no quieras que sepan.
—Lo que no consigo entender qué conexiones tienen ellas dos con el resto
de la historia y con el Speaker’s Club —reflexionó Rebeca—, si es que existe
esa conexión.
Ni se la imaginaba.
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—Es curioso. No sé qué nos querrá dar. Tan solo hablamos con él una
media hora y no lo conocemos de nada más.
—Anda, debéis arreglaros para el ágape, apenas queda una hora para la
cita —dijo el conde—. No debéis hacer esperar al señor inquisidor, no sea que
os encierre en una de las mazmorras del convento de San Pablo el Real. Es un
conjunto de edificios precioso, con sus jardines muy cuidados, pero tiene su
lado oscuro y lóbrego. He visitado la sala de torturas y las mazmorras, y os
aseguro que no son nada agradables —continuó bromeando.
Johan y Batiste subieron a su habitación, se asearon y se cambiaron de
ropa. En treinta minutos salieron hacia el convento de San Pablo el Real.
—Padre, ¿no nos trata con una especial deferencia el señor inquisidor? Al
fin y al cabo, tan solo somos dos forasteros haciendo preguntas impertinentes
—reflexionó Batiste.
—Ten en cuenta quién soy yo, no tengo ningún título nobiliario, pero soy
eclesiástico y compañero de orden de fray Pedro de Mendoza —le contestó
Johan.
Cuando llegaron al convento el alguacil de la puerta los estaba esperando
y les franqueó el acceso. Fray Martín Mellado los acompaño al despacho del
señor inquisidor, tal cual lo hizo la última vez que estuvieron en el convento.
—Buenos días fray Pedro —dijo Johan, nada más entrar en su enorme y
lujoso despacho—. Recibimos su nota con curiosidad y aquí estamos.
—Adelante mis queridos invitados, ¿qué tal por Sevilla? Me han
comentado que han hecho algunas visitas interesantes —contestó el
inquisidor.
—Así es, ya que habíamos venido desde Valencia, hemos aprovechado
para recorrer la ciudad, que es preciosa.
—Sevilla es casi tan bonita como Córdoba, pero es verdad, aunque no
aguante una comparación, tampoco está nada mal.
Johan recordó que fray Pedro de Mendoza les había dicho que hacía algo
más de un mes que había tomado posesión como inquisidor de Sevilla y que,
hasta ese momento, había residido en el convento del mismo nombre situado
en Córdoba, también de la orden de predicadores, es decir, los dominicos.
—Nos servirán la comida aquí mismo —continuó hablando fray Pedro—.
Fray Manuel Camarena tiene una mano extraordinaria para la cocina. No creo
que tarde mucho, la había pedido para la una, y sabe que la puntualidad es una
de mis manías.
Efectivamente, no había terminado de pronunciar la frase cuando
llamaron a la puerta. Entró un fraile arrastrando un carrito, con varios platos.
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Los puso encima de la mesa redonda, que se encontraba en una esquina de
aquel gigantesco despacho. Tan grande era que ni habían deparado en ella.
—Sentémonos, disfrutemos de la comida y de una buena conversación —
dijo fray Pedro, dirigiéndose a la mesa.
Aquello era cualquier cosa menos frugal. «Al señor fraile inquisidor le
gustan los placeres terrenales», pensó Batiste, mientras miraba las viandas
servidas en la mesa. Se esperaba algo más austero.
Charlaron de temas intrascendentes, hasta que llegó el final de la comida.
—Se preguntarán por qué los he citado a comer, aparte de disfrutar del
placer de una buena compañía —dijo fray Pedro.
—La verdad es que sí, nos ha intrigado —contestó Johan.
—Habían venido adrede desde Valencia para hablar con fray Bautista
Tarrén, y cuando llegan se enteran que se había quitado la vida.
—Así es, la verdad es que lo lamentamos mucho.
—Lo curioso del tema es que ustedes han sido los únicos que se han
interesado por el fraile desde que falleció. Nadie de Sevilla lo ha hecho, y
tienen que venir unos forasteros a preocuparse por él.
Johan se extrañó un tanto, no era un fraile cualquiera, había sido el
confesor de don Bertrán.
—¿No tenía familiares?
—En el convento nadie conocía que los tuviera. Ya les dije la anterior vez
que nos vimos que era una persona muy solitaria y reservada, además viajaba
bastante. Me da la impresión que su único amigo era don Bertrán, y como
conocen también está muerto.
—Es triste —dijo Johan, recordando a su amigo.
—Por ello he pensado que quizá sean los más adecuados para hacerse
cargo de sus escasos bienes materiales.
—¡Pero si no lo conocíamos!
—¿Está seguro de ello? —preguntó fray Pedro, fijando una mirada
inquisitiva hacia Johan—. Creo recordar que le dejó una nota dirigida a su
persona antes de quitarse la vida. No es muy normal si no le conocía de nada,
como insiste en afirmar.
—No le quepa ninguna duda de ello, fray Pedro. Vinimos a Sevilla
buscando a la única persona que había logrado escapar a la emboscada que
sufrió mi gran amigo, el noble don Bertrán. Hasta que no llegamos a la ciudad
ni siquiera sabíamos que era un fraile, de hecho, pensábamos que era un
escudero.
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Fray Pedro de Mendoza no parecía demasiado convencido con las
explicaciones de Johan.
—De todas maneras, permítame que insista en que se hagan cargo de sus
bienes. No piensen que disponía de grandes propiedades, apenas unos libros
usados, una pequeña figura de una virgen y algo de ropa.
Johan estaba extrañado.
—No es que no quiera aceptarlos, pero supongo que alguien se haría
cargo del entierro del fraile, no sé, aunque no tuviera familiares conocidos,
quizá algún amigo o hermano en la orden.
—Ese fue otro de los misterios de este caso —dijo fray Pedro.
—¿Otro misterio? —repitió Johan—. ¿A qué se refiere?
—Cuando nos lo encontramos ahorcado, dejé el cuerpo en su celda, con el
objeto de darle cristiana sepultura al día siguiente, como es habitual en los
casos en los que fallece un fraile. Pues bien, cuando fueron a buscar su
cadáver para enterrarlo a la mañana siguiente, había desaparecido —explicó
fray Pedro—. Su camastro estaba vacío y en perfecto orden. Parecía que allí
no hubiera ocurrido nada.
Johan y Batiste se quedaron mirando a fray Pedro asombrados.
—Pero nos dijo que usted mismo vio su cuerpo ahorcado —dijo Johan,
que no entendía nada.
—No solo lo vi. Yo mismo lo descolgué, aún tengo esa imagen en mi
cabeza. No hay ninguna duda de que estaba muerto. Por su aspecto y
temperatura llevaría varias horas colgado. El cadáver estaba muy frío.
—¿Cómo puede desaparecer un cuerpo del interior de un convento? —
preguntó sorprendido Johan.
—Ya saben que este convento hace las funciones de sede del Tribunal del
Santo Oficio de Sevilla. Tenemos mazmorras, y en ocasiones fallecen presos.
Hay habilitada una pequeña estancia para guardar los cadáveres antes de ser
incinerados. Después de una discreta investigación entre nuestros miembros,
llegamos a la conclusión que, por error, trasladarían a fray Bautista a esa sala.
De hecho, esa misma mañana daba la casualidad de que se había quemado a
varios cadáveres. Suponemos que uno de los desgraciados sería nuestro fraile.
—¿Eso pudo ocurrir? —preguntó extrañado Johan. ¿No se documenta a
los fallecidos?
—Como poder ocurrir, supongo que sí, porque es la única explicación
posible, así que quiero creer que eso fue lo que sucedió —contestó fray Pedro
—. En cuanto a la documentación de los cadáveres, ya sabe, son pobres
desgraciados que en algunos casos ni conocemos quiénes son en realidad. Ya
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sabe que el procedimiento inquisitorial obliga a hacer un montón de
documentación e identificar a todos los reos, pero eso es la teoría. En la
práctica, a veces, nos es imposible.
—¿Pero no le parece muy extraño? —siguió preguntando Johan.
—Lo es. De hecho, estuvimos interrogando al personal que se encarga
habitualmente de esas tareas. Lógicamente todos lo negaron. No lo hubieran
reconocido, aunque lo hubieran hecho. Sabían que les esperaba un importante
castigo. Es lógica su actitud, pero es lo que debió pasar. Insisto, no hay otra
explicación racional. Nadie puede salir por la puerta del convento, que cómo
ya habrán comprobado, está fuertemente vigilada, con un cadáver a cuestas ni
nada que se le parezca.
Johan y Batiste no se quedaron demasiado convencidos por las
explicaciones. El inquisidor les entregó las propiedades de fray Bautista, que
guardaron sin prestarles demasiada atención. Se despidieron de fray Pedro de
Mendoza, agradeciéndole la invitación y regresaron al palacio del conde de
Niebla, con una expresión de auténtica sorpresa en su rostro.
«No me creo el cuento de que quemaran el cuerpo del fraile junto con los
presos fallecidos de las mazmorras de la inquisición», pensaba Batiste.
Lo que ocurría era que tampoco tenía otra respuesta al enigma de la
desaparición del cadáver.
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—Quiero que lo llames ya —le respondió rotunda Rebeca—. Luego te
contaré una historia sorprendente, de las que te gustan a ti, y comprenderás el
porqué.
Carlota obedeció a su amiga e hizo la llamada. Rebeca pudo escuchar
cómo Álvaro se extrañaba de lo que le pedía su amiga, pero aceptó no decir
nada de lo sucedido el fin de semana.
Carlota colgó el móvil y se giró hacia su amiga.
—Ya he cumplido con mi parte del trato, ahora te toca a ti cumplir con la
tuya. Cuéntame esa historia sorprendente que dices que me va a gustar —dijo,
superada por su curiosidad.
Rebeca le contó todo lo sucedido en el tentempié con sus compañeros de
La Crónica aquel sábado por la tarde. El plan real de su tía, lo que había
averiguado con las muestras de ADN y con las huellas dactilares. También le
contó sus sospechas. Carlota estaba alucinada con todas las revelaciones de su
amiga. Aquello le parecía emocionante y se le notaba en su rostro.
Cuando terminó el relato, Carlota no pudo evitar levantarse de la silla.
—¡Tenía razón! Aquella reunión en tu casa con tus compañeros del
periódico fue de lo más extraña —dijo, mientras se ponía a dar vueltas
alrededor de la mesa.
—¡Anda! ¡Estate quieta y siéntate! Me estás poniendo nerviosa.
—¿Recuerdas nuestra conversación en el rellano, delante del ascensor,
cuando nos despedimos aquel día? —preguntó Carlota.
—Claro que me acuerdo. Me preguntaste que si era capaz de averiguar
qué es lo que había desentonado de forma estridente en la fiesta. Yo te
contesté que, sin duda, nosotras dos enfundadas en mallas deportivas y
sudadas, delante de toda la gente del periódico, que iban vestidos de forma
muy elegante.
—Muy bien, ¿y qué más? —siguió preguntando Carlota.
—Me dijiste que pensara en un huevo Kinder, y que si no resolvía el
misterio me lo dirías el lunes siguiente. También creo que comentaste que era
curioso y extraño al mismo tiempo.
—Lo recuerdas bien, eso fue exactamente lo que dije. Tienes casi tan
buena memoria como yo —comentó Carlota, con un tono burlón.
—Desgraciadamente al día siguiente falleció tu madre y nos olvidamos
del asunto.
—Te olvidarías tú, yo no lo hice, lo que pasa es que no habíamos sacado
el tema hasta ahora. Tampoco habíamos encontrado la ocasión adecuada para
comentarlo.
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Rebeca también fue al grano, como le gustaba a Carlota.
—¿Cómo descubriste que el camarero era, en realidad, el detective Richie
Puig disfrazado? Porque supongo que te referías a eso con el huevo Kinder de
chocolate. Su máscara de látex le daba ese tono a su piel. Fue muy ingeniosa
la comparación por tu parte, tengo que reconocer que no caí en ello.
Para sorpresa de Rebeca, Carlota se echó a reír.
—¡Qué imaginación tienes! ¡Para que luego vayas contando que soy yo la
fantasiosa de las dos!
Ahora la que se echó a reír fue Rebeca.
—¿No me digas que no te habías dado cuenta del disfraz de Richie? —
preguntó.
Carlota terminó de reír y le dio un sorbo a su cerveza.
—Claro que advertí que el camarero iba disfrazado, pero no sabía quién
era ni por qué iba de incógnito. Ahora sé que era Richie Puig, porque me lo
acabas de contar tú.
—Entonces, ¿no te referías a él cuándo me dijiste lo del huevo Kinder?
—Por supuesto que no —dijo Carlota, que aún continuaba riéndose.
Ahora Rebeca se quedó seria, sin saber reaccionar. Carlota, para variar,
parecía divertida con la situación. Le encantaba jugar con su amiga y siempre
parecía llevar la iniciativa. Siguió hablando, con media sonrisa en su boca.
—Como veo que, a pesar de lo evidente del tema, aún no lo has
averiguado, te voy a dar una primera pista. Es muy simple. Dile a tu tía que
cuente el número de muestras de ADN que el detective obtuvo en la fiesta en
tu casa.
Rebeca estaba pasmada.
—¿Esa qué clase de pista es? No comprendo qué quieres decir.
—Tú simplemente limítate a hacerlo, a ver si con la respuesta que
obtengas por parte de tu tía se te ilumina ese cerebro que te empeñas en decir
que es igual al mío, pero que por lo que veo, se parece como un huevo a una
castaña, o sea, nada. Dicen que nos parecemos, pero cada vez lo veo más
difícil.
Rebeca no entendía a su amiga, para variar. Se suponía que la iba a
sorprender con sus revelaciones casi increíbles y resulta que, al final, la
desconcertada era ella, una vez más. No había manera de llevar la iniciativa
con Carlota, era imposible, siempre les daba la vuelta a las cosas para que la
perpleja fuera ella. Lo había hecho otra vez.
Estaba claro que Carlota era imprevisible, pero con los años ya había
aprendido que había que tomarla muy en serio. No bromeaba con sus
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deducciones. Además, era extremadamente observadora, muy rara vez se le
pasaba alguna cuestión por alto.
De repente escucharon una voz a sus espaldas.
—Hola pareja, ¿qué hacéis diez minutos antes de la hora? ¿Teníais ganas
de tomaros una cerveza extra sin nosotros?
Eran Charly y Fede.
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2 DE JULIO DE 1524
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—No me interesan. No las rechacé porque el inquisidor fray Pedro insistió
y no quise hacerle un feo, pero como comprenderás, no sé quién era ese fraile
y no tengo el menor interés en perder el tiempo con sus objetos personales —
contestó Johan.
—Tú no lo conocerías, pero él tenía en su jubón una carta para ti —
replicó Batiste—. Eso debe querer decir algo.
—Eso ya lo discutimos. ¿No habías deducido que esa nota, en realidad, la
había escrito don Bertrán, mientras era emboscado? —dijo Johan.
—Fue tan solo una suposición, por el contenido de la misma y su estado
de conservación. ¿Recuerdas el texto?
—La verdad es que no. Decía algo que estaba oscuro y que intuía una
emboscada —dijo Johan, intentando acordarse.
—Algo así. Exactamente decía «a lo oscuro no se observa. Mi alma no
respira. Intuyo que una emboscada», entre varios borrones.
—Pues estoy de acuerdo contigo, parece escrita por don Bertrán, no por el
fraile ese —dijo Johan—. Se vio venir la emboscada y apenas tuvo tiempo de
garabatear esas letras de advertencia de lo que iba a ocurrir de inmediato.
—Seguramente sea así, pero lo que me extraña es que no tengas interés en
echar un vistazo a los bienes del fraile ese, que ni siquiera nombras.
—¿Y por qué te extraña si no lo conocí jamás?
—Porque quizá fuera el último número uno del Gran Consejo, el Keter, su
raíz —contestó Batiste—. Ya lo habíamos hablado y tú pensabas lo mismo. Si
don Bertrán vio que iba a morir, igual lo inició e hizo que huyera de la
emboscada. Estamos hablando de las pertenencias del número uno, no de un
simple fraile dominico.
Johan se quedó pensativo durante un instante.
—No se me había ocurrido darle ese enfoque. De todas maneras, si lo
llegó a ser en algún momento, ahora está muerto. Siguen sin interesarme sus
bienes personales.
—¿Ni siquiera sientes un poquito de curiosidad?
—No —contestó tajante Johan.
Batiste decidió cambiar de enfoque en el tema, vio a su padre demasiado
cerrado con el asunto de fray Bautista.
—Por otra parte, ¿no te extrañó la excesiva amabilidad del señor fraile e
inquisidor? En todo momento se dirigió a nosotros hablándonos de usted, con
gran respeto. Éramos unos simples forasteros que habíamos acudido a su
convento, en realidad, a tocarle las narices.
—¿Por qué dices eso? ¿Insinúas que nuestra presencia no era deseada?
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—¡Por favor padre! Nos presentamos en su convento y le obligamos a
recordar y relatarnos un incidente muy desagradable para la orden de
predicadores, nada más y nada menos que el ahorcamiento de un miembro en
su propia celda. Está claro que intentaron ocultarlo y no dar ninguna
información de ello. Tú mismo dijiste que, a pesar de pertenecer a la misma
orden, no te habías enterado de esta muerte.
—Eso no es tan extraño, Sevilla está lejos de Valencia y tampoco llegan
todas las noticias —se defendió Johan.
—Luego está el hecho de que hicieran desaparecer el cadáver,
quemándolo de forma intencionada al día siguiente de su suicidio,
amontonado junto con otros desgraciados presos de la inquisición.
—¿Insinúas que su desaparición no fue tal? ¿Qué lo quemaron de forma
intencionada?
—Padre, ¿tú crees posible que desaparezca el cuerpo de un fraile del
interior de un convento que es la sede del Tribunal del Santo Oficio de
Sevilla, el más importante y vigilado de toda España? Eso no ocurre ni en la
Torre de la Sala de Valencia, y eso que no tiene nada que ver ni en tamaño ni
en relevancia. No seamos idiotas. ¡Pues claro que lo quemaron de forma
intencionada!
Johan se quedó pensativo. Estaba claro que Batiste podía tener razón.
—Todo ello ocurrió el mismo día que fray Pedro de Mendoza tomaba
posesión como inquisidor de Sevilla —continuó su explicación Batiste—. A
pesar de todo ello, nos trató con exquisita educación. En ocasiones daba la
impresión de que estaba encantado con nuestra presencia, incluso
invitándonos a comer, cuando supongo que debía ser exactamente lo
contrario, debía estar deseando que nos fuéramos y retornáramos a Valencia
—explicó Batiste.
—A mí no me dio esa impresión. En cuanto a sus modales, ya te contesté
a esa pregunta. ¿Por qué no se iba a comportar con educación? Se nota a la
legua que fray Pedro de Mendoza es una persona refinada, no un simple fraile
más.
—Dirás lo que dirás, pero todo ha sido muy extraño. La existencia y la
muerte de fray Bautista Tarrén está envuelta en un halo de misterio —dijo
Batiste, con un tono enigmático—, y la actitud de fray Pedro ha confirmado
está sensación. Aquí tenemos un enigma, además curioso e interesante a la
vez.
—Tú ves misterios en cada esquina —dijo Johan—. Te sobra
imaginación, como con las posesiones de ese desgraciado fray Bautista
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Tarrén.
—¿Sabes padre? Hay veces que las pertenencias de un difunto nos hablan,
nos susurran al oído historias ocultas de su propietario y nos desvelan secretos
arcanos —dijo, en un tono deliberadamente misterioso.
—¿Dónde has escuchado semejante tontería? ¡Vaya estupidez!
Una vez más, Batiste no iba desencaminado. Desde luego su pensamiento
no era una tontería, como creía su padre.
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EN LA ACTUALIDAD, MARTES 18 DE SEPTIEMBRE
Poco a poco fueron llegando todos los miembros del Speaker’s Club. A
falta de Álvaro, que acudiría cuando cerrara la joyería, el último en
presentarse en la mesa fue Xavier, que acababa de llegar de viaje de trabajo.
Hacía dos semanas que no se reunían. El martes pasado suspendieron su
habitual reunión para acudir al tanatorio y acompañar a su amiga Carlota, para
arroparla por el desgraciado fallecimiento de su madre.
Todos se preocuparon por ella, preguntándole cómo llevaban ella y sus
hermanos la falta de su madre.
—Cuando pasan unos días es cuándo notas la ausencia de verdad —dijo
Carlota—. Al principio estás en una nube y no eres demasiado consciente de
lo que ha ocurrido, pero después viene lo peor, cuando de verdad lo asumes.
Rebeca observaba con detenimiento a su amiga. Sabía que su madre no
era su auténtica madre biológica, porque así se lo había confesado en su lecho
de muerte, pero hablaba de ella con total naturalidad.
De repente, para sorpresa de todos, Carlota se levantó de la silla y pidió
silencio al grupo.
—¡Atención todos los presentes! Tengo algo importante que comunicaros.
Me acabo de enterar hoy y desde luego es un hecho que va a tener
consecuencias inmediatas.
«¡Ay madre!», pensó Rebeca asustada. «¿Qué va a hacer la petarda? ¡Mira
que estaba avisada de que no dijera nada!».
—Rebeca, ¿no tienes nada que contarnos? —dijo en voz alta Carlota,
dirigiéndose a su amiga.
Rebeca no sabía cómo ponerse. Dudaba si salir corriendo hacia la puerta o
estrangular primero a su amiga y luego entregarse a la policía.
—No sé a qué te refieres Carlota —dijo, intentando salir del paso y ganar
algo de tiempo.
—Venga, no nos tengas en ascuas, que sabes que es muy importante —
insistía Carlota.
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—Rebeca, no sé de qué va esto, pero estamos contigo. Cuéntanos lo que
sea —dijo Charly—. Si Carlota dice que es importante, seguro que lo debe de
ser.
Rebeca seguía callada, con cara de susto.
—Como veo que no se atreve, lo tendré que contar yo misma —dijo
Carlota, con una voz muy teatral.
—¡Espera! ¿No te apetece una cerveza? Las nuestras ya están vacías —
dijo Rebeca a la desesperada, dirigiéndose a su amiga, con la intención de
apartarla del grupo y llevársela a la barra.
—Si de eso se trata precisamente… —le contestó Carlota.
—¿Se trata de qué? —preguntó Rebeca, que no se esperaba esa respuesta.
Ahora mismo estaba completamente descolocada.
—Ya sabemos que nuestra amiga no le gusta contar determinadas cosas,
prefiere que sean secretas, pero esto es un club abierto, siempre lo ha sido y
siempre lo debe ser —continuó Carlota.
—Muy bien dicho, me gusta eso de un club abierto —gritó Fede.
—Hasta el amanecer —añadió Charly, acordándose de Tarantino.
Rebeca seguía asustada. Carlota golpeó un vaso de cerveza para captar la
atención de todos.
—Señoras y señores, nuestra amiga común acaba de fichar por el
programa radiofónico nacional Buenos días con un contrato de futbolista, con
unos emolumentos acordes a su enorme talento —dijo Carlota, mientras les
enseñaba la portada del periódico La Crónica de hoy. En la esquina inferior
derecha iba la foto que se había sacado Rebeca con el presidente de la cadena,
Fernando López Bajocanal. Bajo ella figuraba el escueto titular «Rebeca
Mercader fichada».
Rebeca había mutado su cara desde el miedo hasta la sorpresa total.
Estaba estupefacta.
—Por tu expresión deduzco que no te lees ni tu periódico —dijo Xavier,
con su guasa característica—. En mi empresa si no me leo los comunicados
me despiden, en cambio, tú pasas ampliamente de tu periódico y te premian.
En este país siempre habrá clases. Sin duda en el pasado se ha ajusticiado
poco y mal. Una buena limpieza a tiempo hubiera venido de maravilla.
Rebeca tenía la cara más sorprendida de todos los presentes.
—De verdad que no tenía ni idea que habían publicado la noticia. La foto
me la tomaron ayer mismo, en la emisora de radio, y no me dijeron nada que
la sacarían en portada hoy —intentó explicarse Rebeca.
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—Porque en el titular del periódico pone tu nombre, si no parece que La
Crónica haya fichado a Taylor Swift —dijo Charly—. En esa foto parecéis
hermanas gemelas, sois clavadas.
—¡Dónde va a parar! La vieja de la Swift tiene un montón de años más
que nuestra Rebeca —replicó Fede—. Ya le gustaría a la americana…
—¡Esa bromita ya cansa! —les contestó riéndose, mientras le tiraba un
posavasos a la cabeza a cada uno.
—¡Silencio! Al principio de mi discurso había dicho que la noticia tendría
consecuencias inmediatas —continuó hablando Carlota—. ¡Todos a la barra!
La próxima ronda corre a cargo de nuestra celebrity.
Todos se pusieron a aplaudir, mientras se levantaban camino de la barra
del pub. Rebeca se quedó atrás con Carlota.
—¡Te mato petarda!
—¿De qué te quejas? Lo he hecho adrede, así tienes al personal
entretenido con temas banales. Ahora, con la segunda pinta de cerveza, ya no
tienes nada que temer, todos domesticados, y con la tercera empezamos con el
We are the Champions, y si pasamos a la cuarta cantamos con el camarero
inglés Dan el God Save The Queen —dijo Carlota, riéndose—. ¿No lo
entiendes? Se acabó cualquier atisbo de tratar ningún tema con la más mínima
trascendencia o seriedad.
—Casi se me sale el corazón por la boca —insistió Rebeca, que no
acertaba ni a sonreír—. Me podías haber avisado antes y me ahorro el sofoco,
que aún debo estar colorada.
—Tú no te olvides de hacerle la pregunta que te he dicho antes a tu tía, ¿te
acuerdas? Quizá entonces sí que se te salga el corazón por la boca, no por esta
tontería de las cervezas.
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—Para lo que le sirvió… —empezó a decir Batiste.
—¡No seas irreverente! —le interrumpió Johan—. Si el ejército francés
iba a por él, te aseguro que daba igual lo numeroso de la escolta que llevara,
lo hubieran capturado y dado muerte de cualquier manera.
—Disculpa padre, continúa.
—Como te estaba diciendo, cada desplazamiento le debía costar una
pequeña fortuna, ya que movía mucha gente con él, y te aseguro que viajaba
bastante —explicó Johan—. También se hizo cargo de los últimos meses de la
estancia de Luis Vives en Lovaina, antes de que embarcara en Amberes
rumbo a España, viaje que el noble también pago de su peculio particular.
—Viaje que terminó por sorpresa en Dover, Inglaterra, no en España —
apuntó Batiste.
—Sí, pero eso es otra cuestión. Los elementos se pusieron en contra de
Luis Vives y una galerna hizo que el barco tuviera que recalar en el puerto
seguro más cercano. Luego el cardenal Wosley echó el resto y lo convenció
para que aceptara una cátedra en Oxford, pero bueno, eso ya es otro tema.
Nos estamos desviando de la conversación original.
Batiste recondujo el tema.
—Volviendo a fray Bautista, supongo que era el confesor de don Bertrán.
Recibiría un buen salario por sus servicios, de ahí que se pudiera permitir
semejantes ropajes de calidad —dijo, intentando buscar una explicación
coherente.
—Supongo —contestó Johan.
Siguieron registrando por todos los recovecos posibles de aquellos
ropajes, pero no encontraron nada.
—No hay más notas secretas, está claro —dijo Batiste, con cierta
decepción en su voz.
—¿Qué esperabas encontrar? En el convento de Sevilla, los hombres de
fray Pedro de Mendoza ya lo habrían registrado a conciencia antes de
entregárnoslo a nosotros.
—Mira la figura de madera. No me suena, ¿qué virgen es esa? No la
conozco.
—Creo que es una imagen de Santa Catalina de Alejandría, una virgen y
mártir del siglo IV, aunque su culto tuvo gran difusión entre los siglos XI y XII.
La talla parece antigua y de gran calidad, igual hasta es valiosa. Supongo que
fray Bautista la conseguiría en alguno de sus viajes, porque no es una santa
española.
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—¡Caramba con nuestro humilde fraile! —exclamó Batiste—. Tenía
gustos refinados y caros.
—Lo que no parecen en absoluto refinados son esos tres libros, están muy
ajados y manoseados —dijo Johan, mientras los señalaba, sin querer ni
siquiera tocarlos.
Batiste los tomó en sus manos y se quedó hojeándolos por un momento.
—Te advierto que te vas a sorprender. Creo que esto es lo más curioso de
las posesiones del fraile —dijo, al final de un rato.
Johan levantó la vista.
—A ver, sorpréndeme —le retó.
—Son tres libros, un ejemplar de la Biblia, uno del Corán y otro de la
Torah —dijo desafiante Batiste—. ¿No me digas que no es curioso?
Johan levantó las cejas en cuánto escuchó a su hijo.
—¿En serio?
«Pues lo ha hecho, me ha sorprendido», pensó Johan. «Un fraile católico
con tres libros sagrados de tres religiones diferentes es algo completamente
inusual». No le dijo nada más a su hijo, se limitó a poner cara de indiferencia,
pero aquello lo había dejado intrigado de verdad.
«A ver si iba a ser cierto que sus posesiones nos susurrarían al oído
misterios y secretos arcanos».
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EN LA ACTUALIDAD, MARTES 18 DE SEPTIEMBRE
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A la vista del panorama general, Álvaro renunció a mantener ninguna
conversación coherente. Iba a ser muy complicado.
—Bueno, voy a pedirme una también —dijo—. Por cierto, ¿hay algún
motivo especial para esta celebración?
—Sí, que Rebeca ha fichado por el Real Madrid —dijo Fede—. Ha salido
en la portada del periódico de hoy.
—¡Por el Barcelona! —le contestó Charly.
—Anda, dejar de decir tonterías —intervino Xavier—. Cuando vayas a la
barra dile a Dan que venga para cantar con nosotros el tema God Save The
Queen —dijo, dirigiéndose a Álvaro. Era el síntoma que la cuarta ronda
estaba a punto de caer.
Carlota se acercó a Rebeca con una gran sonrisa.
—¿Te das cuenta? Ahora no seríamos capaces de tratar ningún tema serio.
Objetivo cumplido.
—El problema es que me temo que mañana tampoco, con la resaca que
nos espera —contestó Rebeca, mientras le daba otro sorbo a la pinta.
Álvaro volvió de la barra con su cerveza y se dirigió hacia Carlota y
Rebeca, dando un brindis con ellas.
—¿De verdad has fichado por el Barҫa? —le preguntó a Rebeca.
A las dos amigas, que les pilló la pregunta bebiendo cerveza, se les salió
hasta por la nariz, con la carcajada que no pudieron evitar. Hasta se pusieron a
llorar de la risa.
Álvaro parecía buena persona, quizá demasiado y todo. Rebeca no pudo
evitar reírse, al pensar qué sería capaz de hacer Carlota con él.
Lo que quisiera, no le cabía ninguna duda.
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—Vaya, es todavía más importante de lo que me imaginaba, y te aseguro
que tengo una gran imaginación —contestó Jero, que parecía impresionado de
verdad por lo que le estaba contando su amigo.
—Para vivir con el lujo con que lo haces en el Palacio Real, tu padre
debía ser alguien así —dijo Batiste—. No creo que muchas personas tengan
las influencias necesarias para conseguir que residas en el palacio.
—Supongo —contestó Jero, con un tono algo triste.
—Aún hay más.
—¿Qué más?
—Tienes un hermano pequeño.
—¡Ah!, ¿sí? —ahora Jero pareció animarse.
—Se llama Juan y tiene cinco años, tres menos que tú. Es muy guapo,
aunque de complexión más grande y bastante más grueso que tú.
De repente, Jero pareció cambiar de actitud. Su alegría había sido fugaz y
ahora se había trasformado en melancolía.
—¿Y por qué no estoy con ellos en su palacio? Mi hermano será feliz en
el calor de un hogar y yo vivo encerrado en cárceles. Aunque sean lujosas, no
dejan de ser eso, casas con barrotes de oro.
Johan no sabía cómo abordar el tema de una manera delicada.
—No te tomes a mal lo que te voy a decir.
—Adelante, no tengas miedo de contarme lo que sea. Ya sabes que estoy
curado de espanto —dijo Jero—. Se podría decir que mi corazón es de
esparto.
—Tu padre está casado con Ana de Aragón, que es la nieta del rey
Fernando el Católico. Creo que tú eres su hijo bastardo, es decir, eres hijo de
don Alonso, pero no de su esposa, Doña Ana.
Batiste temía la reacción de su amigo al enterarse de la noticia. Se quedó
observándolo con detenimiento, sin embargo, no pareció ni inmutarse con lo
que acababa de escuchar.
—Ya sé lo que significa la palabra bastardo. Por otra parte, no me
descubres nada nuevo, eso ya me lo imaginaba —contestó con serenidad Jero
—. Es lo único que explica mi situación.
Batiste estaba sorprendido.
«Una vez más no demuestra la edad que tiene, parece mucho más maduro.
Sin duda las circunstancias de su vida han acelerado su desarrollo», se dijo
Batiste, que sentía un especial afecto por aquel niño.
—Pensaba que te ibas a entristecer al conocer la noticia.
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—A estas alturas ya he llorado lo suficiente. Vivir encerrado en un
convento en Sevilla, para ahora vivir en un palacio en Valencia,
completamente solo, ya ha gastado todas mis lágrimas. Creo que no me
quedan más que derramar.
—Cada día me sorprendes más, Jero. Siendo todavía un niño, en
ocasiones te comportas como un adulto —no pudo evitar decirle.
Se quedaron un momento en silencio.
—¿Y cómo puedes estar seguro de que el conde de Niebla es mi padre?
—preguntó intrigado Jero, después de la pequeña pausa.
—Ya tardabas en hacerme esa pregunta. Es muy sencillo. En una ocasión
me dijiste que nuestros padres se conocían, porque habías escuchado el
nombre de mi padre en boca del tuyo, ¿no es así? —preguntó Batiste.
—Tal cual —contestó Jero.
—Pues el único noble sevillano que mi padre conoce que se llame Alonso
es don Juan Alonso Pérez de Guzmán. Se lo pregunté expresamente antes de
partir de viaje, a pesar de que me miró con cara de no comprender la
pregunta. No hay otro candidato posible. Está claro que es tu padre.
Jero se encogió de hombros.
—Por lo menos algo he avanzado. Aunque bastardo, ya sé quién soy —
dijo, en un tono un tanto melancólico.
Batiste intentó animar a su amigo al verlo tan decaído, incluso al conocer
quién era, en realidad, su padre.
—Aunque no tengas el calor de un hogar familiar, piensa en lo positivo.
Tu padre ni te ha repudiado ni se ha olvidado de ti. Te está dando una
educación magnífica, y eso quiere decir que guarda algún plan para tu futuro,
en caso contrario no se estaría tomando tantas molestias. Aunque ahora la
situación te parezca dura, estoy seguro de que mejorará, y no creo que tarde
mucho en llegar ese momento. Sin duda, te espera un porvenir brillante.
—Que mejorará también lo creo, es difícil que, ahora mismo, vaya a peor.
No sabes el vacío interior que siento.
Amador, que había permanecido en silencio durante toda la conversación,
intentó animar a su joven amigo.
—Anda, vayamos a celebrarlo pescando renacuajos al río.
Los tres se fueron a jugar, ajenos a todos los problemas que se
avecinaban. Aunque Jero no lo supiera, aún le esperaba alguna sorpresa en la
vida, e importante.
Las últimas palabras de Batiste eran premonitorias.
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nada diferente a cualquier otro día en la oficina. Ya sé que no será fácil, pero
tienes que hacer un esfuerzo.
Rebeca no pudo evitar acordarse de la película americana de terror The
belko experiment de James Gunn, dónde los trabajadores de una empresa se
sienten enjaulados y empiezan a matarse entre ellos. «Curiosa la asociación
mental matutina», pensó, «matar o morir».
—Con Alba será sencillo, al fin y al cabo, no hablamos casi nunca, pero
con Tere es otra historia. Se sienta justo enfrente de mí —dijo Rebeca—.
Resulta imposible evitarla a ella y a la conversación.
—Por cierto, tienes una cara horrible esta mañana. ¿Ocurrió algo malo en
la reunión del Speaker’s Club de ayer?
—Sí —contestó lacónica.
—¡No me asustes! Supongo que no hablasteis de nada inconveniente ni
comentasteis nuestros avances y descubrimientos.
Rebeca no le contestó. Se levantó, abrió su bolso y le entregó el ejemplar
de La Crónica de ayer, el mismo que Carlota había mostrado en el club, con
su foto en la portada.
Tote puso los brazos en jarras.
—¡Pero bueno! No me habías contado nada. ¿Siempre me voy a tener que
enterar por la prensa de estas cosas? ¿No te da vergüenza no contarle nada a
tu propia tía?
—No tenía ni idea que lo iban a publicar ayer, nadie me dijo nada. Carlota
enseñó esa misma portada del periódico en el club y me hicieron pagar unas
rondas de cerveza para celebrarlo. Por eso esta mañana no estoy en mi mejor
versión. Estoy algo espesita.
—Carlota no tiene ni una idea buena. Supongo que pudiste hablar con ella
antes de la reunión, para que no contara nada del joyero.
—Sí, quedé con ella media hora antes y le expliqué todo. Llamó a Álvaro
y le puso al día. Puedes estar tranquila, no se habló de nada inconveniente en
la reunión. Quienquiera que sea el topo, ayer tan solo sacó en limpio del
Speaker’s Club cuatro pintas de cerveza a mi costa, que tampoco está mal, y
unos cuantos We Are The Champions y God Save The Queen, poco más.
—Supongo que, aunque Carlota ya sabía que el camarero era Richie, se
sorprendería mucho con todos nuestros avances. También supongo que, por
una vez, sería una satisfacción para ti llevar la iniciativa frente a tu amiga.
Siempre te quejas de que suele ir varios pasos por delante de ti.
—Te equivocas de pleno. En realidad, Carlota es Carlota, parece que,
como siempre, sigue yendo varios pasos por delante de nosotras.
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—¡Qué dices! —exclamó extrañada Tote. ¿No me digas que conocía
nuestros descubrimientos?
—No, no los sabía, ni que el camarero era Richie, ni el sentido de la
fiesta, ni los análisis de ADN ni todo lo demás. En eso sí que se sorprendió.
—¡Pero si eso es todo! ¿Entonces a qué se refería cuando hablaba de un
huevo Kinder si no era por el disfraz de Richie? —preguntó extrañada Tote.
—Esa es la parte intrigante. No me lo quiso decir, pero me dio una pista
de lo más curiosa. Me dijo que comprobaras cuántas muestras de ADN se
tomaron en la fiesta.
Tote puso cara de no comprender nada.
—¿Qué clase de pregunta estúpida es esa? —dijo extrañada—. Tantas
como personas asistieron a la fiesta, vaya tontería.
—Ya conoces a Carlota, nunca da puntada sin hilo. Podrá ser muchas
cosas, pero nunca idiota. ¿Tienes los análisis a mano? —preguntó Rebeca,
que temía a su amiga y a su mente desconcertante.
—¿En serio me los pides? —preguntó Tote, que seguía manteniendo una
actitud incrédula con todo aquello.
—Completamente.
—Tengo en la comisaria la memoria USB con todas las muestras de los
resultados, pero creo que tengo aquí los sobres que me entregó el laboratorio.
Te repito, ¿en serio quieres que los cuente?
—Tía, se trata de Carlota, que es el ser más parecido a una bruja adivina
que conozco, incluso no me extrañaría que tuviera una bola de cristal en su
casa. Por supuesto que quiero que los contemos ahora mismo, las dos juntas.
—Voy a buscarlos —dijo Tote, mientras se levantaba, aún con ciertas
reticencias.
Al momento los trajo y los depositó encima de la mesa.
—No tienen nombre —observó Rebeca, en cuanto vio los sobres.
—No, por seguridad el laboratorio no sabía a quién pertenecía cada una de
las muestras. Para ellos eran tan solo números. La información de sus titulares
la tenía tan solo Richie.
Rebeca se quedó pensando en los participantes de la fiesta.
—En el tentempié, además de ti, Richie, Carlota y yo, estaba el director
Bernat Fornell y su secretaria Alba, el jefe de la sección de política local,
Ernest Ballester y su becario Fabio Astolfi. También estaba el jefe de
nacional, Jaime Talens, de internacional Javier Puchau, de sucesos Pere
Devesa y de deportes Tommy Egea, además de mi compañera Tere Fabregat.
Creo que no me dejo a nadie.
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—No, ese era el grupo. Eso hace un total de trece personas —dijo Tote.
—¿Y cuántos sobres hay?
Tote los contó. Terminó y se quedó mirando a Rebeca con incredulidad.
Los volvió a contar. Su cara era todo un poema, estaba atónita.
Tomó los sobres en su mano y se los pasó a Rebeca.
—Anda, cuéntalos tú también —le dijo, con cara de absoluto
desconcierto.
—No hace falta, los he contado a la misma vez que tú. Ya sé los que hay.
Se quedaron mirando sin comprender nada.
—¿Cómo es posible que Carlota conociera esto, si me acabas de decir que
no tenía ni idea del tema de los análisis de ADN hasta que se lo contaste ayer
mismo por la tarde? —dijo Tote, que no salía de su asombro. Aquello era
absolutamente increíble.
—¿Quizá por el huevo Kinder? —aventuró Rebeca.
—O por la bola de cristal que debe tener en su casa —dijo Tote, pasmada.
No lo podía creer.
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la nota del fraile en sus manos y la releyó.
Se hizo la luz.
«¡Claro, qué idiotas hemos sido!», pensó casi a gritos, mientras se
terminaba de levantar de su cama de un brinco.
Salió de su habitación en dirección al cuarto de su padre, que ya se había
dormido.
—¡Padre, despierta! —gritó Batiste, entrando a toda prisa.
Johan se incorporó de la cama como si la vivienda se estuviera en llamas.
—¿Qué ocurre? —preguntó alarmado, mirando a su hijo.
—¿Cuándo se supone que falleció don Bertrán?
—¿Qué? —le contestó su padre, que aún estaba medio dormido.
—¿En qué fecha falleció el noble don Bertrán? —insistió Batiste.
—¿En serio me despiertas para eso? —preguntó Johan, que no entendía
nada.
—Sí, padre, es importante de verdad.
—Pues me has dado un susto de muerte, te podrías haber esperado a
mañana —contestó soñoliento y sorprendido Johan—. La respuesta que te iba
a dar no iba a cambiar de un día para otro.
—Contesta la pregunta, padre, por favor —urgió Batiste, de verdad es
importante.
En otras circunstancias Johan hubiera reñido a su hijo por semejante
comportamiento, pero lo miró a los ojos. Estaba claro que algo muy grave lo
perturbaba. Ya había aprendido a no minusvalorar su mente.
—Déjame que piense, sucedió un par de meses antes de que Luis Vives
embarcara rumbo a Inglaterra.
—¿Y eso cuándo fue?
—Luis embarcó en Amberes en los primeros días del año 1523, por lo
tanto, la emboscada debió ocurrir a finales de 1522, creo recordar que a
finales del mes de noviembre o quizá principios de diciembre. Si quieres una
fecha más precisa lo debería consultar. Como comprenderás, me acabas de
despertar.
—Esa respuesta me sirve —contestó Batiste, que tenía los ojos como
platos.
—Ahora que ya he respondido a tu pregunta, ¿me puedes contar qué
sucede para haberme despertado por semejante cuestión, que no podía esperar
a mañana?
—Sucede que estoy seguro de que don Bertrán no falleció en aquella
emboscada —dijo Batiste, en un tono solemne pero a la vez muy seguro.
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Ahora sí que consiguió llamar la atención y despertar del todo a Johan.
Se quedó mirando a su hijo fijamente.
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—No te preocupes, era una conversación sin importancia. Fabio me
estaba contando que su hermana acaba de ser admitida en el MIT. Está muy
contento. Es todo un logro.
—¿El MIT? ¿Te refieres al Instituto Tecnológico de Massachusetts? —
preguntó sorprendida Rebeca.
—Al mismo.
—Tiene mucho prestigio, tu hermana debe ser una cerebrina, supongo
que le viene de familia —dijo Rebeca, intentando emular algo parecido a una
sonrisa.
—Vive en Estados Unidos desde hace dos años. Le ha costado mucho
esfuerzo conseguirlo. Es mucho más inteligente que yo.
Rebeca decidió aprovechar la oportunidad que le brindaba la conversación
familiar.
—¿Y tú, Tere? ¿Tienes hermanos? Nunca me has comentado nada de tu
familia —preguntó, con aparente inocencia.
Rebeca notó como le cambiaba la expresión al rostro de su amiga.
—Mi madre dio a luz gemelas. Yo era una de ellas.
—¿Por qué lo dices de esa manera tan triste? —preguntó Rebeca, entre
sorprendida por la revelación y extrañada por el semblante de su amiga.
—Porque mi hermana gemela falleció cuando aún era un bebé. Ni siquiera
me acuerdo de ella ni he visto ninguna fotografía suya jamás.
—¿Y eso por qué? —preguntó asombrada Rebeca.
—Me preguntabas el motivo por el que nunca había comentado nada de
mi familia. Pues aquí lo tienes. Fue una auténtica tragedia. Mis padres lo
llevaron fatal. Rompieron todas las fotografías donde aparecía mi hermana
fallecida, así que ni siquiera conservo ningún recuerdo de ella.
—Lo siento, no sabía nada —se disculpó Rebeca—. Lamento la pregunta
tan impertinente.
—No te preocupes, tú no sabías nada y pasó hace mucho tiempo. Yo ni
me enteré de todo aquello hasta bastantes años después. Como ya te he dicho,
cuando ocurrió tenía apenas un año de edad. Ahora ya lo hemos superado
todos, pero los primeros pasos de mi infancia fueron muy tristes.
—No creo que te sirva de consuelo, pero yo me quedé huérfana a los ocho
años, cuando mis padres fallecieron en un accidente de tráfico —dijo Rebeca.
—Lo sé, me lo contó tu tía el día del tentempié en tu casa —le respondió
Tere—. Supongo que también sería muy duro.
—Lo fue, pero como tú, ya lo tengo superado. También ha pasado mucho
tiempo. ¿No dicen que el tiempo lo cura todo?
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—Vaya conversación más triste he iniciado con la noticia de mi hermana
y el MIT. Si lo llego a saber me callo. Anda, vamos a cambiar de tema —dijo
Fabio, intentando animar a sus dos compañeras, que estaban contándose sus
penas familiares.
Rebeca estaba pensativa. Una gran duda le asaltaba. «¿Sería posible que
Alba fuera la hermana gemela que Tere creía muerta, y que su amiga no lo
supiera?». No sabía si creerlo, lo que estaba claro era que los análisis
genéticos eran prácticamente infalibles al 99,99 %. Si su ADN era idéntico es
que, sin duda, eran hermanas gemelas. Lo que desconocía era si lo conocían y
actuaban coordinadamente o no.
Lamentablemente la presencia de las huellas dactilares de las dos gemelas
en el interior de su cajonera, parecía inclinarla hacia la opción de que
trabajaban de forma conjunta, aunque le costaba ver a Tere en ese papel. No
tenía nada que ver con Alba, o al menos eso le parecía a Rebeca. «Aunque a
veces las apariencias engañan», se dijo.
En resumen, estaba hecha un auténtico lío.
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vía terrestre, cruzando Francia. Es decir, lo que no era seguro para Luis,
súbitamente se vuelve seguro para don Bertrán.
Johan intentó justificarlo.
—Algo muy importante tuvo que reclamarlo desde España para tomar esa
decisión tan arriesgada.
—Te compro el argumento. Don Bertrán tiene que regresar a su país con
urgencia, atravesando un territorio en guerra, dónde su cabeza tiene precio.
Ten en cuenta que es un noble de la corte del rey de España. Ahora viene la
reflexión importante. ¿Tú irías subido en tu caballo con tus mejores ropajes?
—le preguntó Batiste.
—¿Qué quieres decir? ¿Dónde quieres llegar?
—Que no tiene ningún sentido ir llamando la atención. Sabía que existían
muchas posibilidades de que fuera emboscado. Nosotros razonamos que, una
vez sorprendido por las tropas francesas, y viéndose acorralado y perdido,
inició a fray Bautista Tarrén, que era su confesor, como número uno del Gran
Consejo y facilitó su huida, mientras él y sus soldados hacían frente
valientemente a las tropas enemigas.
—Sí, eso es lo que supongo que ocurrió. Es lo más lógico.
—Pues no. Es lo más estúpido, no lo más lógico —respondió Batiste con
rotundidad.
Johan se quedó mirando a su hijo.
—¿Por qué? —preguntó intrigado.
—¿Para qué iba a hacer todo eso? Si lo piensas bien no tiene ningún
sentido desde el principio. Parece un cuento de caballeros, no parece algo
real.
—Anda, explícate —le pidió Johan, que estaba confundido entre las
explicaciones y el sueño.
—Lo más lógico es que tuviera un plan de contingencia por si sucedía lo
que acabó sucediendo.
—Exacto. ¿No es de eso de lo que estamos hablando?
—Sí, pero lo más lógico es que tuviera preparado un plan de huida en
caso de emboscada… pero para él, no para ningún fraile.
—No te entiendo —dijo Johan, que no seguía su razonamiento.
Batiste se levantó para darle más fuerza al final de su argumento.
—¡Pues mira que está claro! ¿Qué demonios le importaba a don Bertrán la
huida de un fraile desconocido?
—Sigo sin entenderte —dijo Johan, cada vez más aturdido.
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—Padre, lo que te estoy intentando explicar desde el principio es que don
Bertrán era en realidad fray Bautista Tarrén. Iba disfrazado de fraile. Por eso
consiguió huir de la emboscada. No murió, el que sobrevivió fue él.
—¡Qué dices! ¿Cómo puedes saber eso?
—Piénsalo bien, ¿para qué iba a dar su vida por salvar a un simple fraile?
—Pero el fraile… —intentó objetar Johan.
—Padre, fray Bautista Tarrén jamás ha existido —dijo con rotundidad
Batiste—. ¿No lo entiendes?
—¿Has perdido la razón? Si estuvimos en Sevilla en el convento dónde
residía y hablamos con su superior, fray Pedro de Mendoza —exclamó Johan,
incrédulo.
—El mismo que nos dijo que no conocía de nada a ese fraile, que jamás lo
había visto, que apenas residía en el convento porque siempre estaba
viajando. El mismo que nos dijo que, en las pocas ocasiones que estaba en el
convento, no se relacionaba con nadie. ¿Te refieres a ese fray Pedro de
Mendoza?
Johan no salía de su asombro.
—¡Pero si se ahorcó! Me quieres decir que don Bertrán se escapa de una
emboscada en Francia para acabar suicidándose en un convento de Sevilla,
¿eso te parece que tiene algún sentido? —preguntó Johan.
—Padre, abre tu mente, no te cierres. ¿No recuerdas lo que nos contó fray
Pedro de Mendoza? Le avisaron de que se había ahorcado una persona en la
celda de fray Bautista Tarrén. Acudió él mismo en persona. Era su primer día,
acababa de tomar posesión como inquisidor de Sevilla y no conocía de nada a
ese fraile. Él lo descolgó con sus brazos de la cuerda y dejó el cadáver encima
de la cama. Al día siguiente había desaparecido. ¿No lo entiendes?
—¿No estaba muerto? Recuerdo que fray Pedro aseguró que llevaba
varias horas fallecido y que el cuerpo estaba muy frío.
—El pobre desgraciado que ahorcaron sí estaría muerto, pero desde luego
don Bertrán no.
—¡Estás chalado! No haces más que decir tonterías sin sentido.
—De eso nada, y te lo puedo demostrar —dijo Batiste, muy serio.
—¿Qué es lo que puedes demostrar? Ya me contarás cómo piensas
hacerlo.
Batiste sacó de su bolsillo la carta que había encontrado fray Pedro entre
las posesiones del supuesto fraile fallecido, dirigida a Johan.
—Mira la nota.
Johan la volvió a leer.
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—¿Qué quieres que mire? Ya la he leído veinte veces, ¿y qué? No veo
nada diferente a las diecinueve anteriores.
—Ahora mira la firma, pero fíjate bien en ella. No te quedes en la
superficie.
—«B. Tarrén», Bautista Tarrén, ¿qué es lo que le ocurre a la firma? ¿De
qué superficie hablas?
—¿No te das cuenta?
—¿De qué me tengo que dar cuenta?
Batiste sonrió.
—Ocurre que «B. Tarrén» no quiere decir Bautista Tarrén —dijo muy
seguro.
Johan miró sorprendido a su hijo.
—¿Te has dado un golpe en la cabeza o algo así? ¿Te encuentras bien? ¿A
qué viene toda esta sarta de tonterías sin sentido?
Batiste insistió.
—Fíjate bien padre, si alteras el orden de las letras de «B. Tarrén», ¿qué
es lo que obtienes? Anda, es muy sencillo hasta para ti.
Johan se quedó mirando fijamente la firma, y cuando comprendió su
significado, casi se cae de la silla.
La mente de su hijo no dejaba de sorprenderle.
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—No, estaba esperando a que llegaras, prefiero que lo cuentes tú.
—Pues tomar asiento, que la historia es curiosa. En realidad, todo lo que
procede de Carlota lo es —dijo, dirigiéndose a Sofía y a Richie.
Rebeca les relató el acertijo que le había propuesto su amiga Carlota, el
día del tentempié con los compañeros del periódico. También les contó la
primera pista que le había dado para que intentara resolver el misterio del
huevo Kinder, que contaran el número de muestras de ADN recogidas en la
fiesta y su perplejidad por la pregunta.
Sofía estaba un tanto extrañada.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Pues habrá tantos perfiles genéticos
como personas había en la fiesta, ¿no?
—En eso precisamente consiste el misterio, en realidad no es así —
contestó Tote.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Sofía asombrada.
—En el tentempié éramos trece personas. Pues bien, cuando ayer
contamos los sobres que nos entregó el laboratorio, había catorce —explicó
Tote—. Es decir, hay una muestra más que personas había en la fiesta.
—Pero eso no es posible —exclamó Sofía, asombrada—. En algún sitio
os habéis equivocado.
A Rebeca le extrañó que el detective Richie no dijera nada, estaba
escuchando la conversación completamente en silencio. Se dirigió a él.
—Tú ya lo sabías, ¿verdad Richie? Es imposible que no te dieras cuenta
de un detalle tan llamativo. No se te pudo pasar por alto.
El detective tardo unos segundos en contestar.
—Sí, claro que lo sabía. Me di cuenta de inmediato, nada más identificar
las muestras, incluso antes de llevarlas al laboratorio.
—¿Y por qué no nos dijiste nada de esta anomalía tan curiosa?
—Porque no le di importancia. Pensar que se trataba de vasos de plástico
comprados en un supermercado. Podía haber restos genéticos de cualquier
persona que los hubiera manipulado, desde el reponedor hasta la cajera, por
ejemplo. No es la primera vez que me ocurre, por eso omití ese detalle. De
hecho, también me ocurrió en mi última investigación, por ejemplo. No es tan
extraño. Lo importante es identificar las muestras.
—Pero también podría indicar que se coló alguien en la fiesta que no
teníais controlado —dijo Sofía.
—Lo pensé, pero lo descarté de inmediato. Lo importante es que había tan
solo trece huellas dactilares, no catorce, y que gracias a las cámaras de video
instaladas pude identificar el usuario de cada uno de los vasos. Tan solo
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asistieron trece personas, eso está muy claro, lo tengo todo grabado en video
desde diferentes ángulos —continuó Richie—. No existen dudas por mi parte.
—¿Había trece huellas dactilares y sin embargo catorce muestras
diferentes de ADN? —preguntó sorprendida Sofía, que no conseguía salir de
su asombro, a pesar de la justificación de Richie.
—Sí, por eso no de di importancia. Éramos trece y había trece huellas. La
decimocuarta traza de ADN debía de ser una contaminación externa, ya que
no se correspondía con ninguna huella de los presentes. Ya os he dicho que no
es tan extraño que ocurran estas cosas cuando utilizas cubertería de plástico.
—¿Y qué hiciste? —preguntó Sofía.
—Por si acaso, la mandé analizar también. Por eso hay catorce sobres del
laboratorio. Tote también la pasó por la base de datos de la Policía.
Quienquiera que sea el propietario de ese decimocuarto resto genético,
tampoco está fichado, que era lo que le preocupaba principalmente a Tote.
Sofía estaba todavía aturdida.
—Supongo que esa es la explicación más lógica —contestó, después de
pensarlo por un momento.
Rebeca no parecía conforme con todo aquello.
—Siento contradeciros, pero esa explicación es completamente imposible.
Los tres se quedaron mirándola, sorprendidos por la rotundidad de la frase
de Rebeca.
—¿Por qué dices eso? Es el razonamiento más plausible —dijo Tote.
—Por una cuestión muy simple, porque no responde a la pregunta más
importante —contestó Rebeca, con un tono enigmático.
—¿Y cuál es esa pregunta tan importante, si se puede saber? —preguntó
intrigado Richie.
—¿Me podéis explicar alguno cómo lo podía saber Carlota? Ayer por la
tarde se enteró por mí de todo lo acontecido aquel día. Ella ni siquiera sabía
que era Richie el camarero disfrazado y que estaba tomando huellas y trazas
genéticas. Sin embargo, de inmediato supo que algo no iba a cuadrar con los
análisis de ADN. Repito la pregunta, ¿cómo podía saber que no iban a
coincidir las trazas y las huellas si ni siquiera sabía que se estaban tomando?
Todos se quedaron callados. Rebeca tenía razón. Aquello desmontaba la
explicación anterior.
Debía existir otro motivo, pero ¿cuál?
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—Puede ser que fuera un fraile un tanto atípico, pero eso tampoco
demuestra que no existiera.
—¿Pero conoces a alguien que tenga esa libertad absoluta de acción?
A Johan le costó, pero no tuvo más remedio que reconocerlo.
—No, no conozco ningún caso ni parecido al de fray Bautista, pero
insisto, eso no demuestra que no pueda existir. Al fin y al cabo, yo tan solo
conozco a una pequeña fracción del total de los frailes de la orden de
predicadores.
Batiste se quedó un momento callado. No sabía cómo plantear la siguiente
cuestión.
—Tengo la prueba definitiva —dijo Batiste, al fin.
—¡Ah!, ¿sí? Porque hasta ahora tan solo has aportado conjeturas y
sospechas, lo que son pruebas no me has presentado ninguna.
—¿Recuerdas con qué pregunta te he despertado?
—Pues claro, me has preguntado si conocía la fecha de la muerte en la
emboscada de don Bertrán. Por cierto, ahora que lo pienso, no me explico
para qué querías conocerla con tanta prisa.
—Ahora mismo lo sabrás, ya estamos llegando al final.
—Pues menos mal, porque estoy muerto de sueño.
—A esa pregunta tú me has contestado que don Bertrán fallecería, más o
menos, en noviembre o diciembre de 1522.
—Sí, eso es lo que te he dicho, ¿y qué?
Batiste le explicó el motivo de la pregunta. Cuando escucho lo que le
acababa de contar su hijo, Johan se quedó blanco, sin saber reaccionar. No fue
capaz de continuar la conversación.
Se le había quitado el sueño de golpe y el habla también. Estaba mudo de
la sorpresa.
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—Le voy a escribir un mensaje, a ver qué me contesta —dijo Rebeca,
mientras marcaba en su móvil, «¿quedamos esta tarde? Salgo a correr».
—Por cierto, ¿cómo te ha ido esta mañana en el periódico con tu
reencuentro con las gemelas? —preguntó Tote.
—A Alba no la vi, esta mañana no ha acudido a la redacción porque está
en Madrid, al igual que el director Bernat Fornell. Supongo que tendrían
algún compromiso de trabajo. Con Teresa sí que hablé.
—¿Todo normal?
—En realidad no, averigüé una cuestión muy enigmática que aún no sé
cómo interpretar.
—¿Otra más? —preguntó Sofía—. ¿En tu vida no suceden cosas
normales, como pasear con tu pareja por un parque o algo así?
—Ya le he dicho que necesita echarse novio, pero no quiere —contestó
Tote, mientras miraba a su sobrina con una sonrisa burlona.
—Anda, dejar de decir tonterías que no vienen al caso. ¿Qué tendrá que
ver una cosa con la otra? Ya me gustaría llevar una vida sin tantos
sobresaltos, pero son ellos los que me persiguen a mí y no al revés.
—Os estáis yendo por las ramas. ¿Cuál es esa cuestión tan enigmática de
la que hablas? —preguntó Richie a Rebeca.
—Tere nació junto con otra hermana gemela.
—¡Menuda primicia nos acabas de dar! —exclamó Tote con un gesto de
indiferencia—. Eso ya lo sabíamos por los análisis de ADN, y además se hace
llamar Alba.
—Murió con un año de edad —continuó Rebeca.
—¿Qué dices? —exclamaron los tres a coro.
—Lo que habéis oído. Falleció siendo un bebé y no tiene más hermanas ni
hermanos. Es hija única.
—¿Eso cómo lo sabes? —preguntó Tote.
—Es lo que ha contado esta mañana en el periódico. He aprovechado que
Fabio estaba hablando de su hermana para preguntarle a Tere por su familia,
ha venido todo rodado.
—¿Cómo sabes que no te ha mentido? —dijo Richie.
—Es obvio que no lo sé, pero también lo podemos comprobar —contestó
Rebeca mirando a Tote—. No te costará demasiado averiguarlo.
—Supongo que no —dijo su tía, pensativa.
—¿Podría estar su hermana gemela viva, y Tere desconocer que es Alba?
—elucubró Richie—. ¡Parecería el guion de un culebrón sudamericano! Se
deberían llamar Luisa Viviana o Angélica María, por ejemplo.
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—Yo no he podido evitar pensar lo mismo esta mañana —dijo Rebeca—,
pero no lo puedo creer. Es demasiado enrevesado, es cierto que parecería el
guion de una película.
—¡Por favor, más muertos y resucitados no! Ya he perdido la cuenta de
los que llevamos —exclamó Tote.
De repente, a Rebeca le sonó el móvil. Era un mensaje. Lo leyó, «en mi
casa en una hora». Era la respuesta de Carlota.
—Ale, ya tenéis deberes para esta tarde —dijo Sofía—. Tote, mira si
puedes averiguar si lo que ha contado Tere es verdad. Richie, tú sigue
investigando al difunto joyero y Rebeca, a ti te corresponde sonsacarle lo del
huevo Kinder a esa amiga tuya medio bruja.
—Ahora que cada uno tenemos nuestras tareas asignadas, me voy a la
comisaria —dijo Tote.
—En realidad nos vamos todos, a ver si avanzamos algo en esta maraña
—dijo Richie.
No sabían las sorpresas que les esperaban.
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—¡Recuerda no decirle nada a tu padre! —insistió Jero—. Como se le
ocurra acudir al Palacio Real a su encuentro, mi padre sabrá que he sido yo el
chivato, y ya no confiará más en mí. No quiero que eso pase.
—No te preocupes, no le diré nada a mi padre. Guardaré tu confidencia.
—¿Y para qué viene en secreto a la ciudad? —preguntó Amador, que
estaba escuchando toda la conversación en silencio.
—Supongo que porque mañana es 6 de septiembre —contestó Jero.
—¿Y qué? Y hoy es 5 —respondió Amador, sin comprender lo que quería
decir su amigo con esa fecha.
—¿No os acordáis qué ocurre mañana en Valencia? —preguntó Jero,
sorprendido—. Es una fecha muy señalada, ¿ya os habéis olvidado? ¡Vaya
memoria tenéis!
Sus dos amigos le miraban con cara de no comprender nada.
—Mañana será 6 de septiembre, la fecha prevista para el auto de fe dónde
quemarán a Luis Vives Valeriola, el padre de Luis Vives.
Ahora cayó en la cuenta.
—¡Es verdad! Estuvimos hace menos de dos meses espiando a los
inquisidores y a los notarios. Estaban redactando toda la documentación —
recordó Amador, en su última visita furtiva al Palacio Real.
—El auto de fe de mañana va a ser uno de los más importantes que se va a
celebrar en la historia de la inquisición en la ciudad de Valencia. Diría que es
un acontecimiento muy significado en toda España. Supongo que asistirán
muchas personalidades. Casi nada, más de cincuenta personas van a ser
relajadas o penitenciadas, entre ellas el padre, una abuela paterna y una tía
materna de Luis Vives, que, aunque quede mal decirlo, aporta su dosis de
espectáculo. La plaza estará abarrotada.
—Mi padre tiene razón —dijo Batiste—. La inquisición se ha cebado con
su familia, y porque el propio Luis Vives está en Inglaterra, de lo contrario
me temo que también intentarían quemarlo, a pesar de su fama europea.
—Entonces estarán preparando todo el montaje para el auto de fe enfrente
de La Seu, ¿no? —preguntó Amador.
—Llevan varios días con ello —contestó Jero.
—¿Y qué están haciendo?
—Montando todos los andamios y las gradas, tanto para los relajados y
penitenciados como para todas las autoridades que van a asistir. Están
instalando incluso un dosel.
—Debe ser digno de ver —dijo Amador, con una curiosidad evidente.
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—Es espectacular, desde luego en este auto de fe parece que han echado
toda la carne en el asador —contestó Jero—, aunque no sea una expresión
muy afortunada.
—¿Y a qué estamos esperando para ir a cotillearlo? —preguntó
emocionado Amador.
Los tres amigos partieron hacia La Seu, la catedral de Valencia, para ver
los preparativos del acontecimiento de mañana.
A Batiste le rondaba una idea por la cabeza, pero no terminaba de verla
con claridad. Algo en la explicación de Jero no cuadraba. Tenía la sensación
de que era importante.
«En este asunto hay alguna mentira, pero no sé ni cuál ni por qué», se
decía, sin poder dejar de darle vueltas a la cabeza.
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—¿Cómo lo voy a saber?
—Pues que no era muy partidario ni de los frailes ni de la inquisición.
—¿Eso os dijo? —preguntó extrañado Jero—. ¿En serio?
—Lo escuché perfectamente, estaba justo a su lado. Si eso es verdad,
¿entonces para qué viene a Valencia de incógnito para asistir a un auto de fe
de la inquisición? Lo siento Jero, pero no tiene ningún sentido. Debe existir
otro motivo y ha aprovechado el pretexto del auto de fe. Tu padre está en la
ciudad por otra cuestión diferente. Te ha mentido.
—Pues entonces no tengo ni idea qué hace en Valencia en una fecha tan
señalada. También es mucha casualidad, ¿no?
Batiste se quedó pensativo un momento. Se hizo el silencio entre los tres
durante un instante.
—Jero, necesito hablar con tu padre —dijo Batiste.
—¿Te has vuelto loco? Ya te he dicho que su presencia en la ciudad es
secreta, además me advirtió expresamente de que no os contara que estaba
aquí —contestó asustado—. ¿Cómo vas a hablar con él?
—Ya lo sé, pero es importante. Todo este tema es muy extraño. Me
parece que las cosas no son como parecen, ni siquiera tu padre. No me suelo
equivocar con estas cosas.
—Quizá, pero tú no puedes hablar con él. Le di mi palabra que respetaría
su estancia secreta en la ciudad —insistió muy firme Jero.
Batiste se dio cuenta de que no lo iba a convencer.
—Escucha Jero, no insistiría si no lo considerara muy importante.
Entiendo que no quieras faltar a tu palabra con tu padre, pero al menos te pido
un favor muy especial, que no te hará romper tu promesa.
Jero tenía curiosidad por la propuesta de su amigo.
—Dime.
—Te voy a dar una nota, sin ningún tipo de firma ni identificación. Esta
tarde, cuando vuelvas al palacio, se la dejas encima de su cama.
Jero no entendía nada, pero tampoco le hacía ninguna gracia la petición de
su amigo.
—Puede que, cuando la vea, me pregunte si yo tengo algo que ver con esa
nota —respondió.
—Pues simplemente lo niegas. Supongo que, con motivo del auto de fe de
mañana, el Palacio Real estará bastante concurrido, sobre todo el ala que
ocupa la Inquisición, que es dónde se aloja tu padre.
—Supongo que sí. Suele venir gente de diferentes lugares y se quedan en
el palacio —respondió Jero.
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—Entonces cualquier otro invitado podría haber escrito esa nota. Te
recuerdo que no llevará ni firma ni ningún signo distintivo.
Jero estaba francamente sorprendido por la extraña petición de su amigo.
—¿Y qué esperas conseguir con ella?
—Estoy seguro de que tu padre escribirá una contestación y la dejará
encima de su cama, para que sea recogida.
Jero cada vez estaba más asombrado.
—¿Por qué crees que hará eso? ¿Por qué se va a molestar en contestar la
nota de un desconocido?
—Jero, ¿confías en mí? Hazme caso, hay cosas que están ocurriendo a
nuestro alrededor que desconoces. De momento no te puedo dar más
explicaciones. Ya llegará ese momento.
Jero no estaba convencido.
—No sé qué decirte —dijo dubitativo—. Me la voy a jugar por algo que
ni siquiera entiendo.
—No te supone ningún riesgo. Te aseguro que tu padre no te preguntará
nada, y si lo hiciera, con negarlo tienes suficiente. Para empezar, no es tu
caligrafía, ni tu tinta ni tu papel. Tienes muy sencillo desentenderte del
asunto. Simplemente ignoras la cuestión como si no supieras de qué habla.
Jero se quedó pensativo. Podría considerar a Batiste su mejor amigo,
siempre lo había tratado muy bien y con gran respecto, a pesar de su juventud.
—Está bien, escribe esa nota y la dejaré encima de la cama de mi padre —
resolvió al fin—, pero, como comprenderás, no te puedo garantizar nada.
—Con que la dejes y la recojas, en caso de contestación, será suficiente —
concluyó Batiste—. Te aseguro que tu padre no sospechará nada.
—¿Seguro?
—¿Qué motivo tiene?
—Eso espero, porque me la estoy jugando por ti —concluyó Jero—, y sin
entender nada.
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siquiera lo sabías, tu conjetura no tiene ninguna explicación.
Ahora fue Carlota la que se rio.
—Para empezar, no era una conjetura. Tenía la certeza. Además, si me
haces esa pregunta, es que aún no has resuelto el enigma del huevo Kinder.
—Pues no, es evidente. Por eso precisamente he venido a tu casa.
—A mí nunca me han gustado los huevos Kinder, ¿sabes?, pero se los
cogía a mis hermanos y los rompía, para ver qué sorpresas tenían dentro.
Cuando me descubrían, me perseguían para darme una colleja en la nuca. Aún
lo recuerdo, era divertido.
—¿Pero qué tontería me estás contando, Carlota?
—Te estoy dando la segunda pista.
—Pues explícate mejor, porque te juro que no me entero de nada.
—Me daban igual los huevos, porque eran exactamente iguales por fuera,
pero, en realidad, cada uno de ellos era diferente en el interior. Mi curiosidad
me superaba, por eso quería romperlos, para ver el juguete que llevaban
dentro. Casi era una obsesión.
—Muy interesante, pero sigo sin enterarme de lo que quieres decirme.
¿Cómo puede explicar todo lo que me estás contando con que hubiera una
traza de más de ADN en mi fiesta, y sin embargo, las huellas dactilares fueran
las justas? —preguntó Rebeca, que no comprendía nada.
—Por supuesto que lo explica.
—¿Y se puede saber por qué?
—Porque en tu fiesta había un huevo Kinder, igualito por fuera pero
diferente por dentro.
—De verdad Carlota, cuando te lo propones no hay quién te entienda.
Sigo sin comprender nada.
—Bueno, visto que ni así resuelves al acertijo, tendré que recurrir a la
última pista, que es la prueba definitiva. Te voy a hacer una pregunta y quiero
que reflexiones con detenimiento antes de contestarla. Es más importante de
lo que te puede parecer.
—Venga, dispara —se preparó Rebeca, que no podía disimular su
curiosidad.
—Recuerdo que me contaste que el lunes siguiente al tentempié, notaste
que te habían registrado a conciencia toda tu documentación en la redacción
del periódico. Tenías claro que ese registro se produjo el sábado,
aprovechando que toda la plantilla de La Crónica estaba en tu casa.
—Sí, así fue.
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—Entonces, si todo el personal estaba en la fiesta, ¿quién fue el autor del
registro? Desde luego parece poco probable que fueran Alba o Tere, porque
también estaban en tu casa, ¿no?
Rebeca miraba a su amiga con cara de no comprender adónde quería
llegar.
—¿No me dirás ahora que tú sabes quién fue? —preguntó Rebeca,
fijándose en la cara de Carlota.
—Por supuesto que lo sé, ¿acaso lo dudas?
—¿Y a qué esperas para decírmelo?
—Está claro, fue el huevo Kinder.
Rebeca se levantó de su silla, haciendo ademán de estrangular a su amiga.
—¡Carlota! ¡Te mato!
—No te enfades, que hay una manera infalible de que te convenzas por ti
misma del tema del huevo.
Rebeca se quedó callada esperando que Carlota continuara hablando. No
estaba comprendiendo nada de toda aquella supuesta explicación.
—¿No hay una cámara de seguridad instalada enfocando la puerta de La
Crónica? Pues no hay más que acudir al periódico y visualizar el vídeo de ese
día a esa hora para ver quién entró. Todos tus compañeros estaban en tu casa
de fiesta, por lo que no creo que la redacción estuviera muy concurrida ese
sábado por la tarde. No debería ser complicado dar con la persona en
cuestión.
Rebeca se volvió a sentar. Ahora empezaba a comprender a su amiga.
—¡Pues claro! ¡Qué idiota! No se me había ocurrido —exclamó Rebeca,
que parecía enfadada consigo misma porque no hubiera sido idea de ella.
—Debes ver esas imágenes grabadas en la próxima ocasión que surja —
dijo Carlota.
—Pues mira, ¡qué casualidad! ¿Sabes cuándo es la próxima ocasión que
ha surgido? Ahora mismo —se preguntó y se contestó Rebeca—. No están en
la redacción ni el director Fornell ni su secretaria Alba, porque se han ido a
una reunión a Madrid. No es normal que ambos estén ausentes del periódico
al mismo tiempo. Es el momento adecuado —dijo Rebeca.
Carlota parecía desconcertada.
—¿Ahora? —preguntó, un tanto sorprendida por la premura.
—¿Y por qué no? ¿O acaso prefieres que salgamos a correr por la playa
de la Malvarrosa?
—¡Ni loca! —exclamó Carlota.
—Además, ¿qué tiene de malo ir ahora?
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—También es verdad. Dame cinco minutos que me cambie de ropa y
salimos para allí.
—Concedidos —dijo Rebeca, con una sonrisa.
—Si supieras lo que vas a ver, quizá no estarías tan risueña —le dijo
Carlota, mientras se iba hacia su habitación.
Rebeca se quedó en el corral, mientras escuchaba continuar la
conversación a su amiga desde el piso superior.
—Por nada del mundo me quiero perder la expresión de tu cara cuando
descubras al huevo Kinder. Aventuro que será antológica. Igual hasta te hago
una foto con el móvil para la posteridad —dijo Carlota, que parecía divertida
con la idea.
—Anda, deja de decir tonterías y cámbiate de ropa, que no se nos haga
demasiado tarde.
Carlota no tardó nada. En apenas diez minutos estaban camino de La
Crónica. Ya había pasado la hora del cierre de la edición, por lo que la
redacción estaba bastante tranquila.
Nada más entrar se cruzaron con Herminia Camacho, la responsable de la
sección de última hora. La saludaron, pero ni le llamó la atención ver a
Rebeca a esa hora en el periódico. Se sentaron en la mesa de Alba, detrás del
mostrador. El ordenador estaba encendido, Alba tenía la mala costumbre de
no apagarlo.
—Nunca he usado el programa de control de la cámara de seguridad —
dijo Rebeca—. Tenemos un problema, no sé cómo funciona.
—Anda, déjame a mí, que estoy acostumbrada a manejar ordenadores —
dijo Carlota.
Pinchó en el icono que parecía una cámara. Se abrió un programa. Buscó
en el menú la función de búsqueda temporal de imágenes y seleccionó la
fecha del sábado 8 de septiembre.
—¿A partir de qué hora busco? —preguntó Carlota.
—No sé, el tentempié en mi casa comenzaría sobre las seis. Prueba a
partir de esa hora.
Carlota introdujo los datos en el ordenador según las indicaciones de
Rebeca. De repente, giró el monitor fuera de la vista de Rebeca y se dirigió a
ella muy seria.
—Te advierto de que lo que vas a ver te va a sorprender, y mucho. Por
favor, no montes ningún numerito. No quiero llamar la atención mientras
estamos haciendo de espías aficionadas. No quiero acabar en la comisaría
interrogada por tu tía o lo que es peor, por la inspectora Cabrelles.
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—No sé qué voy a ver, pero estoy curada de espanto. Después de todo lo
ocurrido estos meses, nada me puede sorprender —contestó Rebeca.
—Créeme, lo va a hacer —insistió Carlota, mientras volvía a girar el
monitor hacia su amiga. Con el ratón empezó a mover la barra de tiempo
hacia adelante, en cámara rápida. Vieron pasar una sombra.
—A ver, tira hacia atrás.
Era Carmen María Peris, la subdirectora. No había ido al tentempié de su
casa, ya que se había quedado de guardia en la redacción.
—Sigue hacia adelante —dijo Rebeca.
A las 18:58 advirtieron otra sombra entrando en la redacción.
—Para, para la imagen —dijo Rebeca—. Tira otra vez hacia atrás, a ver
quién entra ahora.
Así lo hizo Carlota. Congeló el fotograma en la pantalla. Se le podía ver
perfectamente el rostro. Rebeca dio un salto, tiró la silla hacia atrás y tropezó
con la taquilla de Alba, haciendo un notable ruido, para acabar con su cuerpo
en el suelo junto con la caja de bolígrafos y lápices, todos desparramados por
el parqué.
—Y eso que te lo había advertido —escuchó decir a Carlota.
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tribunal eclesiástico, lo que hace es «relajar» los presos a la justicia civil —
comentó Batiste—. A sus respectivos lados deben estar los inquisidores del
Tribunal de Valencia, Juan de Churruca y Andrés Palacios. Luego, en las
posiciones laterales de las gradas se sitúan el resto del personal, como los
notarios, los secretarios y demás personal.
—No te olvides de mi tío, Amador de Aliaga, el receptor del Santo Oficio,
que también estará allí sentado, al lado de los inquisidores. En el próximo
auto de fe ya será mi padre el que ocupará ese asiento —afirmó Amador, con
cierto orgullo familiar.
—Apenas se distinguen sus siluetas y desde tanta distancia es imposible
ver sus caras —dijo Jero.
—¡Mirad! Aquel debe ser Zomba —dijo Amador, que parecía divertido.
—¿Quién es ese? —preguntó Batiste—. No lo conozco.
—Es el verdugo de la ciudad, el encargado de dar muerte a los
desgraciados condenados —contestó Amador—. Su verdadero nombre es
Joan Diez, pero todo el mundo lo conoce por su mote, Zomba. Dicen que está
medio chalado.
—Vaya trabajo más desagradable —comentó Jero, haciendo un gesto de
repulsión.
—Será desagradable, pero está bien pagado, recibe 22 sueldos por persona
quemada, así que haz los números —dijo Amador—. Lo sé de buena fuente,
ya sabéis que mi familia es la encargada de los pagos.
—También está preparado el trompeta —dijo Batiste, mirando a una
persona encima de las estructuras de madera construidas para la ocasión.
—¿El trompeta? ¿Para qué se necesita amenizar con música un
espectáculo tan macabro? —preguntó Jero.
—Su misión no es amenizar nada. En unos momentos lo comprenderás.
—Se llama Pere Artús. También veo a Joan Navarro, el alguacil que suele
asistir a los autos de fe. Lo recordaréis porque fue la persona que nos tiró ayer
de la plaza —dijo Amador.
—Desde esta distancia no se distingue muy bien —dijo Batiste.
—Su barriga es inconfundible —replicó Amador.
—¡Callad!, que va a comenzar ya —dijo Jero.
El auto de fe se inició con un pequeño sermón, para dar paso a una
especie de juramento, dónde todos los presentes manifestaban su compromiso
de defender la fe católica y ayudar al Santo Oficio. Posteriormente se
publicaban las sentencias, que eran leídas una a una. Los reos eran obligados
a descender de su tablado hasta el espacio central del cadalso, atravesando
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una especie de corredor de madera llamado popularmente «calleja de la
amargura». El notario del tribunal era el encargado de leer las sentencias, y se
tomaba su tiempo.
—Esto se va a hacer eterno —dijo Jero.
—Es el procedimiento habitual de los actos de fe —le contestó Amador
—. Ten en cuenta que tienen que leer las penas una a una, y son más de
cincuenta.
—Ahora es cuando se entregan a los acusados a muerte al brazo secular,
para que ejecute la condena —dijo Batiste.
—¿Y los van a quemar aquí mismo? —preguntó espantado Jero.
—Antes preguntabas para que se necesitaba una trompeta —dijo Amador
—. Precisamente para esto, cuando son quemados vivos, la trompeta toca y
amortigua los desgarradores gritos de los condenados. A los relajados que han
confesado sus crímenes los matan antes de quemarlos, pero los impenitentes,
es decir, los que se han negado a confesar sus crímenes, son quemados vivos.
—¡Pero eso es horrible! —dijo Jero, mientras se bajaba de su posición
elevada. Aquello no lo quería ver.
—Aún queda la abjuración de los penitenciados y reconciliados. Esos no
van a morir Jero.
—¿Seguro? —preguntó su amigo, que estaba un tanto traumatizado por lo
que acababa de ver, aunque fuera de lejos. Observó como bajaban grupos de
personas y se arrodillaban ante el altar. Una persona del clero leía una especie
de liturgia que los condenados se limitaban a repetir y luego firmaban en un
libro. A todo aquello continuaron unas oraciones. Un coro se puso a cantar el
himno Veni Creator Spiritus.
—Ya he tenido suficiente por hoy —dijo Jero, bajándose definitivamente
—. No quiero ver más barbaridades.
—En realidad, casi ha terminado. El auto de fe no concluye hasta el final
de la misa, pero ya has visto lo más importante —dijo Amador—. El resto ya
no importa.
Poco a poco, como pudieron, se fueron alejando de aquel gentío.
—¡Qué morboso es el ser humano! —dijo con cierto asco Jero—. No
entiendo qué le ven de interesante a los autos de fe.
—Antes no eran así, pero se han empezado a popularizar desde que la
nobleza y figuras importantes de la Iglesia asisten. Hoy teníamos con nosotros
al mismísimo inquisidor general de España y se comenta que el propio rey
Carlos I vendrá a Valencia a presenciar uno —dijo Amador—. Imagínate la
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expectación que generará ese auto de fe. Aún habrá más gente que hoy. Ya no
sé dónde se colocarán, si hoy ya estaba abarrotada la plaza.
—Quizá sea una cuestión social y de curiosidad más que de morbo —
reflexionó Jero.
Batiste interrumpió la conversación.
—Hablando de curiosidad, ¿dejaste la nota que te di encima de la cama de
tu padre? —dijo, dirigiéndose a Jero.
—Sí, lo hice ayer. No lo he visto desde entonces ni he vuelto a entrar en
su habitación.
—No te preocupes, en cuanto tengas ocasión mira si hay una respuesta —
concluyó Batiste—. Créeme que es importante.
Jero estaba muy extrañado por la actitud de su amigo Batiste, pero no se
atrevía a preguntarle nada.
«Ya me lo contará si quiere», se dijo.
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parece que lo ha dejado de hacer.
—¿Crees que estamos ante un apagón informativo intencionado?
—No lo sé, aún es pronto para saberlo. Tendrás que estar más pendiente
de lo habitual —dijo la voz que llevaba el peso.
—¿Es posible que Rebeca desconfíe del Speaker’s Club?
—Aunque no quiero creerlo, entra dentro de lo posible.
—¿Qué ocurriría en ese caso? ¿Cómo actuaríamos? No nos podemos
permitir quedarnos a oscuras.
—En ese caso, deberíamos cambiar por completo nuestra estrategia.
Quizá salir a la luz. Es un tema que nos debemos plantear. Hasta ahora hemos
permanecido ocultos, pero nos hemos enterado de todo lo que ha ido
sucediendo. Si la situación cambia, es decir, si dejamos de recibir
información, como te decía, igual nuestra estrategia deberá ser modificada en
consecuencia.
—Supondrá un cambio de gran importancia. Ya sabes que no ha variado
en siglos.
—Lo sé mejor que nadie, pero eso dependerá de lo que tú seas capaz de
averiguar, que formas parte del grupo. En cuanto hayas novedades me
informas de inmediato. Recuerda, como siempre, te comunicas conmigo y tan
solo conmigo, con nadie más.
—Sí, lo tengo claro —dijo el miembro de club.
—Muchas cosas pueden cambiar en el horizonte cercano, me preocupa.
Y tanto que lo iban a hacer.
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—Hablando de Jero, hay algo que no te debería contar, pero creo que
debes saber.
Johan se puso en guardia.
—¿Por qué no me lo deberías contar? —preguntó extrañado.
—Porque tu amigo don Alonso, el conde de Niebla, no quería que
supieras que está ahora mismo en Valencia. Lleva dos días en la ciudad.
Johan casi se cae de la silla.
—¿Cómo puedes tener esa información? —dijo, mientras se levantaba
nervioso.
—Ya te he dicho que hay algo que te debo contar —dijo Batiste—. Anda,
vuélvete a sentar en la silla, la explicación va a ser larga. Hay muchas cosas
que no sabes y debes conocer.
Johan obedeció a su hijo.
—¿Te acuerdas de que te pregunté, antes de partir hacia Sevilla, que
cuántos nobles conocías en aquella ciudad que se llamaran Alonso?
—Sí, recuerdo que no comprendí la pregunta y me extrañó.
—Pues la cuestión tenía su importancia. Jero vive en el Palacio Real y
sabe que su padre es un noble sevillano llamado don Alonso, pero desconoce
su identidad verdadera.
Johan vio por donde iba el razonamiento de su hijo.
—Yo conozco tan solo a un noble que se llame Alonso, pero en Sevilla
hay más nobles con ese nombre. De hecho, es bastante común, podría
nombrarte a unos cuántos. Ahora mismo me vienen a la cabeza tres, por
ejemplo.
—Pero hay una cuestión que diferencia al conde de Niebla de los demás
Alonsos. Jero escuchó a su padre hablar de ti, os conocíais personalmente —
le interrumpió Batiste—, y tú me dijiste que el único noble con ese nombre
con el que tenías amistad era él.
Johan iba de sorpresa en sorpresa.
—Eso es cierto. Es con el único que mantengo una relación cercana.
—Pues a eso me refiero.
—¿Acaso me estás intentado decir que mi amigo, el conde de Niebla, es el
padre de tu amigo Jero?
—Todo apunta a que sí. Debe ser su hijo bastardo, por eso no reside con
la familia en su palacio. Ha vivido en un convento de Sevilla durante todos
estos años, y ahora se ha trasladado al Palacio Real de Valencia. Está
recibiendo una magnífica educación y lleva una vida de lujos, supongo que
sufragados por tu amigo y su padre don Alonso. Piensa que tan solo un noble
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muy poderoso podría permitir a Jero residir en el mismísimo Palacio Real de
Valencia.
Johan estaba completamente confundido.
—¿Estás seguro de todo eso? Me parece muy extraño, la verdad.
—Pues hasta aquí es la parte menos misteriosa, lo más raro viene ahora.
—¿Aún más extraño que lo que me acabas de contar?
—Cuando estuvimos en su palacio en Sevilla, me acuerdo que el conde de
Niebla nos dijo que no era demasiado amigo ni de los frailes ni de la
inquisición, ¿lo recuerdas?
—Sí, así es. Sé de sobra que el conde no es demasiado religioso, por
decirlo de una manera suave. Habla fatal de la Iglesia católica en privado,
piensa que todos son unos aprovechados.
—Entonces, ¿me puedes explicar por qué viaja de incógnito a Valencia
para asistir a un auto de fe de la inquisición? ¿Por qué se aloja en el Palacio
Real, dónde tan solo acceden altos cargos eclesiásticos relacionados con la
inquisición? ¿Por qué le dice a su hijo que nos oculte su presencia en la
ciudad? Y todo ello sin tener en cuenta la cuestión de cómo puede saber que
conocíamos que Jero era su hijo, porque ni yo se lo dije ni tú lo sabías.
Johan estaba absolutamente estupefacto. No sabía ni qué decir.
—Me parece que nos encontramos ante otra persona que no es quién dice
ser —concluyó Batiste—. Otro misterio que unir al de don Bertrán. Quién
sabe, igual están hasta relacionados.
—¡Por Dios Batiste! ¡Qué tonterías dices! ¿Ahora metes al difunto don
Bertrán por medio en este asunto también? ¿Qué será lo próximo?
—Don Bertrán no está muerto y lo sabes —dijo Batiste—, aunque no lo
quieras creer.
—No lo sé y tú también lo sabes —respondió Johan.
«Quizá en un momento tenga las cosas más claras, si Jero me entrega la
respuesta de su padre a la pregunta que le hice», pensó Batiste.
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EN LA ACTUALIDAD, MIÉRCOLES 19 DE SEPTIEMBRE
—Hola Carlota, ¿te quedas a cenar? —preguntó Tote, nada más ver entrar
a su sobrina y a su amiga por la puerta de la casa.
—Rebeca ha insistido —contestó Carlota—, y ya sabes que me convence
con facilidad.
—¿Y a ti que te pasa? —siguió preguntando Tote, viendo la cara de
Rebeca—. Parece que hayas visto a un fantasma.
—Lo he visto, créeme —respondió.
—Anda, sentaros en la mesa y preparo algo de cenar rápido —dijo Tote,
mientras se dirigía a la nevera—. Disculparme que sea una cena fría, a estas
horas no me apetece ponerme a cocinar.
—No te preocupes, apenas tengo hambre —dijo Carlota.
—Yo ni siquiera tengo —contestó Rebeca.
—Pero ¿qué os pasa? ¿Venís de correr?
—No, venimos de ver al huevo Kinder —contestó Carlota con una
sonrisa, intentando animar un poco aquella reunión, que parecía un funeral.
—¿Qué tonterías decís? —preguntó extrañada Tote.
—Por eso la he invitado a venir, para que sea ella quién te explique lo
imposible, porque yo no lo entiendo —dijo Rebeca, que seguía muy seria.
—No es imposible, es muy sencillo de comprender, tan solo hay que abrir
la mente —respondió Carlota.
—Vamos a ver, ¿qué ha ocurrido y dónde habéis estado? —preguntó algo
preocupada Tote.
—Venimos de La Crónica —contestó Rebeca.
—¿A estas horas? ¿Y qué habéis hecho allí?
—Creo que es mejor que empiece la explicación desde el principio —dijo
Carlota.
Se sentaron en la mesa y empezaron a cenar.
—Anda Carlota, cuéntame porque mi sobrina tiene esa expresión de haber
visto un fantasma y dice que ha observado lo imposible. Parece atontada. No
es habitual verla así y me tiene preocupada.
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Carlota se dispuso a iniciar la conversación.
—Para que comprendáis mi razonamiento completo, voy a empezar desde
el principio, desde el tentempié que organizaste hace dos fines de semana en
tu casa.
—Adelante —dijo Tote—, soy todo oídos.
—Como sabrás, aquel día tu sobrina y yo veníamos de correr por el cauce
del rio. Cuando terminó la tortura de eso que Rebeca llama sano deporte, me
invitó a tomar una cerveza en su casa, que eso sí que es sano de verdad.
Entramos y nos encontramos con todo el personal del periódico. La expresión
en el rostro de Rebeca era de absoluto desconcierto, estaba claro que no sabía
nada de aquello. El primer hecho evidente fue que tú, Tote, habías organizado
una fiesta en honor de tu sobrina sin invitar a tu sobrina. Reconócelo, aquello
era extremadamente extraño, pero la conclusión lógica era que el motivo real
debía ser otro, pero ¿cuál podía ser?
Carlota hizo una pequeña pausa para darle un bocado al sándwich.
Continuó con su explicación.
—Lo primero que hice fue fijarme en el camarero. Por sus movimientos y
manera de desenvolverse, estaba claro que su oficio no tenía nada que ver con
el catering. Me fijé con más detenimiento en su indumentaria y advertí que
llevaba una máscara de látex, aunque no sabía que era Richie. Iba
completamente disfrazado para ocultar su verdadero rostro. En ese momento
ya tenía claro cuál era el objeto de aquella fiesta.
—¿Y cómo lo pudiste deducir en ese momento? —preguntó Tote.
—Era evidente. Sabías que tu sobrina era espiada en el periódico, así que
supuse que querrías conocer en persona a toda la plantilla, en un ambiente
distendido que te permitiera, entre copa y copa, ciertas confidencias. También
comprendí la función del falso camarero. El paso siguiente fue buscar la
cámara oculta en el salón. No me costó demasiado, de hecho, encontré hasta
tres. Dile a Richie que la próxima vez se esmere más. Su ubicación era
evidente, abarcando todos los ángulos posibles.
—¿Y estabas haciendo todo eso sin comentármelo a mí? —preguntó
Rebeca, que estaba escuchando alucinada—. Recuerdo que te dije que aquella
fiesta era muy extraña.
—Es cierto, tú también te diste cuenta de que allí ocurría algo raro, pero
no dedujiste nada más. Tampoco quise contarte lo que estaba haciendo, al fin
y al cabo, era una fiesta organizada supuestamente en tu honor. No quería
fastidiártela —respondió Carlota.
—Anda, continúa —dijo Tote, interesada.
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—Me faltaba por revisar la terraza, así que cuando tuve la oportunidad
cogí del brazo a Rebeca y la saqué del salón.
—Lo recuerdo, me hablaste de lo imponente que estaba Fabio.
—Era un simple pretexto. Mientras te entretenía con la conversación,
estaba buscando cámaras. Me quedó claro que en la terraza no había ninguna.
—Todo lo que estás contando demuestra tu sagacidad, pero no explica lo
del huevo Kinder ni tus deducciones posteriores —dijo Tote.
—No seas impaciente, que ahora llegamos al momento clave —dijo
Carlota, dándole otro bocado al sándwich—. Voy a dar un pequeño salto y,
con vuestro permiso, me traslado hasta el final de la historia.
—Permiso concedido —contestó Rebeca.
—Tote, ¿sabes por qué venimos ahora mismo tu sobrina y yo de la
redacción de La Crónica?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Hace un rato has dicho que veníais de ver
el huevo Kinder, pero a saber qué quieres decir con eso.
—Recordarás que el lunes siguiente a la fiesta en tu casa, Rebeca advirtió
que le habían registrado a fondo su mesa, su cajonera y sus expedientes.
Supuso, de forma acertada, que el espía tuvo que aprovechar que, el sábado
por la tarde, la práctica totalidad del personal del periódico se encontraba en
el tentempié en tu casa. Debía saber que la redacción estaría casi vacía, cosa
muy poco habitual. Era el momento ideal para hacer una incursión clandestina
y aprovechar la ocasión para registrar la mesa de Rebeca.
—Sí, me acuerdo que me lo contó —dijo Tote.
—También recordarás, porque lo comentamos en el mes de mayo, cuando
la falsa condesa de Dalmau visitó a tu sobrina en el periódico, que existe una
cámara de seguridad enfocando la puerta de entrada de La Crónica.
—Sí, lo recuerdo.
—Estupendo Tote. Pues bien, ahora mismo tu sobrina y yo venimos de
observar las imágenes grabadas correspondientes a aquel sábado, del día y la
hora de la fiesta.
Tote parecía que ahora comenzaba a comprender toda aquella historia que
le estaban contando.
—¿No me digáis que habéis pillado al espía?
—Eso precisamente —dijo Carlota, con una expresión triunfal.
Rebeca no se pudo aguantar más y le dijo a su tía quién era. Tote casi se
cae de la silla, como le había ocurrido a su sobrina en la redacción, pero esta
vez sin la fanfarria de los bolígrafos y los lápices.
La expresión de Tote era antológica.
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—¡Pero eso es imposible! —exclamó, con la cara desencajada—. ¡No
puede ser!
—Y tanto que puede ser —respondió Carlota—. Y, además, le da sentido
a toda la historia.
«¿Le da sentido?», se preguntó Tote. «¡Y un cuerno!».
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7 DE SEPTIEMBRE DE 1524
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Los tres amigos se despidieron.
—Bueno, nos vemos mañana —dijo Batiste, que se fue hacia su casa.
Cuando llegó estaba vacía, su padre aún no había vuelto del trabajo. Subió
a su habitación y dejó los libros de estudio. De repente, algo llamó su
atención. Había una esquina de un sobre que sobresalía de uno de ellos.
Aquello no estaba allí cuando se fue al colegio. Dese luego no lo recordaba, y
tenía buena memoria.
Lo abrió y vio que era un pequeño sobre.
«¿Cómo había llegado eso allí?», se preguntó sorprendido.
Se acordó de la nota que le había dado a Jero para que se la dejara encima
de la cama de su padre, don Alonso. «¿Podría ser la respuesta?», se emocionó
Batiste pensándolo. No le había querido decir nada a su amigo, había
interpretado que su silencio significaba que su nota no había obtenido ninguna
contestación, pero podía estar equivocado y tener en sus manos la respuesta.
Tomó el sobre y lo abrió con mucho cuidado. Leyó su contenido.
«Don Bertrán ya no existe. Ákros y Stikhos», leyó en voz alta.
Se quedó un momento sin reaccionar, analizando lo que acababa de leer.
«O sea que don Bertrán está muerto de verdad, según don Alonso», se dijo
Batiste. Se llevó una pequeña decepción. Esperaba otra respuesta a su
pregunta.
«¿Y esa firma tan extraña?», pensó. «¿Quiénes serán esos señores con
nombre griego? Tendré que averiguarlo en la biblioteca de la escuela».
Oyó un ruido en el piso inferior. Supuso que su padre acababa de llegar a
casa. Se apresuró a esconder la nota dentro del sobre y la ocultó debajo de la
talla de esa extraña virgen que fue propiedad de fray Bautista, el primer sitio
que se le ocurrió. No quería enseñársela a su padre, de momento. Además, iba
en contra de sus argumentos, porque seguía pensando que don Bertrán estaba
vivo y que consiguió escapar de aquella emboscada en tierras francesas.
Después de todo el proceso, bajó las escaleras al encuentro de su padre.
Le recibió con una sonrisa.
—¿Qué tal el primer día en la escuela?
—Entretenido, como siempre. Reencuentro con todos los amigos después
de la pausa veraniega. Es agradable.
Batiste veía a su padre muy serio. No le pareció normal.
—Oye hijo, he estado pensando en lo que me dijiste ayer acerca de don
Alonso. Tienes razón, es muy extraño. Que yo sepa jamás ha asistido a un
auto de fe en Sevilla, y resulta que se desplaza hasta Valencia para atender a
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uno, además de incógnito. Esa no es la manera de comportarse del conde de
Niebla. Algo fundamental no encaja en esta historia.
—Eso ya te lo dije ayer —contestó Batiste.
—No me voy a desplazar a Sevilla para hablar con él tan solo por este
motivo, pero desde luego, la próxima vez que venga a visitar a su hijo Jero a
Valencia quiero verlo, sí o sí. Me da igual si la visita es de incógnito o no.
Quiero tu compromiso personal y que me des tu palabra de Corbera de que
me informarás en cuanto llegue al Palacio Real.
«Aquello era razonable», pensó Batiste.
—No te preocupes padre, lo haré. A mí también me extraña la actitud de
don Alonso, no parece propia de él, y eso que lo conozco mucho menos que
tú.
—Entonces estamos de acuerdo, no me falles.
—Aunque te advierto que Jero me ha dicho que tenía muchos asuntos que
resolver y que no volvería a Valencia hasta el año que viene.
—¿Muchos asuntos que resolver el conde de Niebla? ¡Si vive mejor que
quiere! —exclamó extrañado Johan—. Es un auténtico señorito sevillano de
alta alcurnia. Sus preocupaciones se limitan a supervisar a los administradores
de su patrimonio que cobran sus censales, que suponen el cobro de cantidades
periódicas a cambio de un capital, a asistir a actos sociales y poco más. No le
gusta viajar muy lejos de Sevilla, ni siquiera le interesa la caza, a pesar de ser
noble y de tener fincas dónde poder practicarla. Dudo que haya resuelto por sí
mismo más de cuatro o cinco asuntos en toda su vida. Eso sí, entiende de
vinos y de buenas viandas como nadie. En eso es un auténtico especialista.
—Pues es lo que me ha trasmitido Jero, supongo que es lo que su padre le
diría antes de irse.
«Este tema es cada vez más extraño», pensó Johan. «No sé si debería
preocuparme».
Si supiera la realidad, seguramente se preocuparía, y mucho.
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EN LA ACTUALIDAD, MIÉRCOLES 19 DE SEPTIEMBRE
—No puede ser —insistió Tote, que no se podía creer la identidad del
espía que le acababa de revelar su sobrina—. Debéis estar confundidas.
—Te aseguro que no estamos equivocadas. Vimos con nuestros propios
ojos a la persona que entraba en La Crónica, exactamente a las 18:58 del
sábado, a la hora en que casi todo el personal estaba disfrutando de la fiesta
en tu casa.
—Pues no entiendo nada.
—Ahora que ya he contado el final, permíteme que continúe y entendáis
cómo llegue a estas conclusiones. Para empezar, hay dos hechos muy
importantes que ocurrieron sin llamar demasiado la atención. El primero de
ellos, que Alba se bajó a comprar tabaco, y el segundo que salió a fumar a la
terraza de vuestra casa —dijo Carlota.
—¿Qué tiene eso de importante? Fue a por tabaco al estanco de enfrente,
volvió en apenas tres minutos y salió a fumar a la terraza porque no permito
que nadie fume en el interior de la vivienda —contestó Tote, con cara de no
comprender nada.
—Exacto. Mientras Rebeca y yo estábamos en la terraza, salió Alba
fumando, acompañada de Teresa. Recuerdo que las cuatro mantuvimos una
agradable conversación.
Carlota se giró hacia Rebeca.
—¿Recuerdas qué es lo que te llamó especialmente la atención en aquel
momento? Tú misma me lo dijiste.
Rebeca se quedó pensativa.
—No sé, me acuerdo que ese ratito en la terraza me sentó de maravilla,
hasta Alba estaba extrañamente simpática.
—Precisamente ahí tienes la respuesta —dijo Carlota, con una sonrisa
incierta.
—¿Qué respuesta? —preguntó Tote.
—Pues el huevo Kinder.
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De repente, a Rebeca le cambió la cara. Lo comprendió todo, hasta el
significado del dichoso huevo.
—¡Claro! —exclamó—. ¡Qué idiota! Tuve que darme cuenta en ese
mismo momento.
—¿Os importa iluminarme con vuestro conocimiento, que no me entero
de nada? —preguntó Tote.
—Los huevos Kinder son idénticos por el exterior, sin embargo, son
diferentes por el interior. Alba era un huevo Kinder.
—¿Tenía un regalo dentro de ella? —dijo Tote, que seguía sin pillarlo—.
¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso está embarazada?
Carlota se echó a reír.
—¡No mujer! Lo que quiero decir es que la Alba que bajó a comprar
tabaco no era la misma Alba que subió a vuestra casa de nuevo. Era un huevo
Kinder, idéntica por fuera, pero, en realidad, diferente.
Carlota continuó.
—Tu sobrina se dio cuenta, pero no cayó en las consecuencias. Alba tiene
una hermana gemela idéntica a ella, por eso mientras una, en este caso su
gemela, participaba en la fiesta y estaba extrañamente simpática, la Alba real
iba camino de La Crónica para registrar la mesa y los expedientes de Rebeca.
Era un plan casi perfecto, jamás sospecharías de ella porque a esa hora,
supuestamente, estaba en tu fiesta, además hablando contigo.
Tote no podía creer las explicaciones de Carlota.
—En tu historia hay muchas lagunas. Para empezar, ¿por qué había una
traza genética en exceso, pero sin embargo no había una huella dactilar de
más?
—Porque recordaréis que la Alba que subió de comprar tabaco llevaba un
gorro rosa a juego con unos guantes monísimos. Me acuerdo que lo
comentamos. Supongo que se pondría los guantes para no dejar su huella
dactilar, pero no se le ocurrió que podríais hacer análisis de ADN. Al fin y al
cabo, eso no entra dentro de lo normal.
—Pero Richie Puig determinó que Alba y Tere eran gemelas —insistía
Tote en su incredulidad.
—Como ya os he comentado, no había cámaras de video instaladas en la
terraza. Richie no pudo hacer el seguimiento de los vasos de Alba y Tere
cuando salieron del salón. Allí no disponía de grabaciones.
Tote y Rebeca se dieron cuenta de las consecuencias.
—Las gemelas no eran ellas, sino las dos Albas —concluyó Carlota.
Tote seguía reflexionando a toda velocidad.
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—Puedes tener razón. Esta tarde estuve investigando a Tere en el
ordenador de la comisaría y no le mintió a Rebeca en el periódico. Tuvo una
hermana gemela, pero falleció con tan solo un año de edad. Desde entonces es
hija única. No hay ningún rastro de que tenga una hermana gemela en la
actualidad.
—Blanco y en botella. Ahí tenéis el misterio resuelto —dijo Carlota.
—¿Resuelto? Yo diría que ahora comienza —dijo Rebeca.
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10 DE ENERO DE 1525
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—¿Eso es cierto? —preguntó incrédulo Jero.
—Mi padre así lo cree y piensa acabar con esas prácticas.
—Es difícil de imaginarlo —dijo Batiste, pensativo.
—No tanto. Ya os conté en otra ocasión que el personal de la inquisición,
salvo los cargos importantes, no está bien remunerado, además existe mucho
desapego hacia la ciudad. ¿Sabíais que de los diecinueve inquisidores que ha
tenido hasta este momento el tribunal del Santo Oficio local, ninguno ha sido
valenciano? Además, doce de ellos eran canónigos, que de cuestiones
administrativas andaban muy perdidos.
—No lo sabía —dijo Batiste—. Pensaba que Andrés Palacios era
valenciano.
—No, es aragonés, de un pueblo llamado Villarroya de la Sierra.
—¿Cuándo dices que el personal no está bien retribuido, a qué te refieres?
—preguntó Jero—. Porque igual lo que es poco para ti, es mucho para otros.
—Os hablo del tribunal de Valencia, que es el que conozco, en otros
lugares las cantidades pueden variar. Los mejor pagados son los dos
inquisidores y el receptor, que son los cargos más importantes. Cobran cada
uno 6000 sueldos anuales. Sin embargo, hay mucha diferencia con el
siguiente escalón, que también son cargos de relevancia. Los notarios y el
procurador fiscal cobran la mitad, es decir 3000 sueldos cada uno. Y estamos
hablando de los privilegiados, si descendemos aún más nos encontramos
desde el nuncio, que cobra 1300 sueldos hasta el carcelero o los alguaciles,
que cobran en torno a 1000. Y aún hay personal que percibe cantidades
inferiores.
—La verdad, pensaba que estaban mejor pagados —dijo Jero—. Tienes
razón, no son cantidades significativas.
—A pesar de eso, siempre lo he dicho, tenéis una maquinaria demasiado
grande, y cada año crece más. Es decir, más gastos y menos ingresos. Sois
demasiados, os sobra gente —dijo Batiste—. Deberíais adelgazar la estructura
administrativa cuanto antes. Podría llegar un momento en que no seáis
rentables y no alcancéis a pagar los salarios de vuestro propio personal.
—Quizá sea así, pero el tribunal de Valencia tan solo ha tenido déficit tres
años desde que se fundó, en 1482. El verdadero problema es que, en
ocasiones, el personal de la inquisición cobra con mucho retraso. Estos dos
últimos años, durante varios meses, muchos de sus miembros no han
percibido ningún tipo de ingreso. Lo sé porque el encargado de los pagos era
mi tío. Qué casualidad que durante 1523 y 1524, que se ha cobrado poco, mal
y tarde, hayan sido los peores ejercicios en ingresos de la inquisición
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valenciana en mucho tiempo. Una cosa lleva a la otra —explicó Amador—.
Es duro que en una familia no entre nada de dinero. Supongo que, en estos
casos, es más fácil que los miembros del Santo Oficio se corrompan y que
acepten sobornos, a cambio de esconder los bienes de los penitenciados.
—Pues pagarles de forma regular cada mes, sin ningún tipo de retraso y
tema resuelto —dijo Jero—. Ahí tienes la solución al problema.
—No te creas que eres el único que piensa eso. El propio rey le envió una
carta a mi tío Amador de Aliaga en términos muy duros, haciendo referencia
a las constantes quejas que estaba recibiendo por los retrasos en los pagos. El
propio personal de la inquisición se atrevía a protestar ante el rey.
Tened en cuenta que el receptor es la persona que más responsabilidad
atesora, en muchas ocasiones incluso por encima de los propios inquisidores.
Tanto poder llegó a acumular mi tío que el rey, hará unos seis años, nombró a
un notario específico para controlar las penas y penitencias. Mi padre ha
trabado una buena amistad con él, se llama Juan Argent.
—He oído hablar de él a mi padre —dijo Batiste—, y en buenos términos.
Dice que es muy inteligente.
—Lo es, y además también es una buena persona. Ha ayudado mucho a
mi padre durante estos últimos meses, sobre todo a comprender ciertas
cuestiones. Tened en cuenta que el cargo de receptor es muy complicado y de
gran responsabilidad. El notario de secuestros se limita a hacer inventarios y
valorar los bienes, pero luego esos mismos bienes hay que convertirlos en
almoneda, y suele haber grandes diferencias entre la valoración y lo que se
obtiene en la realidad.
—¿Por qué? —preguntó Jero—. Eso significa que alguien no hace bien su
trabajo, o el que valora o el que vende.
—No es tan sencillo. Os voy a poner un ejemplo reciente, lo conozco
porque mi padre lo ha tenido que estudiar. Sé que le ha causado grandes
problemas comprenderlo y no estoy seguro de que lo haya conseguido, por
eso ha tardado tanto tiempo en aceptar el cargo de receptor. Durante el año
1522, hace apenas dos ejercicios cerrados, el notario de secuestros del tribunal
de Valencia valoró bienes por importe de más de 400 000 sueldos, sin
embargo, en las arcas de la inquisición tan solo ingresaron unos 160 000 ese
mismo año. Esa responsabilidad es del receptor. Entenderéis que el rey no
estuviera demasiado contento últimamente con la labor de mi tío, por eso lo
ha sustituido por mi padre.
—Pero ahora esa gran responsabilidad recaerá sobre él. Está claro que
tenéis una gran vía de agua en el barco de la inquisición que tu padre tendrá
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que taponar —dijo Batiste, metafóricamente—. No le arriendo la ganancia, le
va a ser muy complicado.
—En descargo de mi tío, no todo es culpa del receptor. Pensar que, según
las instrucciones de fray Tomás de Torquemada, que fue el primer inquisidor
general de España, tan solo se pueden confiscar los bienes a partir del
momento que se ha cometido la herejía, no antes. Imaginaros las pillerías para
determinar esa fecha concreta, es muy complicado y en muchas ocasiones
acaba en los tribunales. También cuando un marido es condenado, la mujer
reclama la dote aportada al matrimonio, aunque haya sido secuestrada por el
Santo Oficio, pleitos que suelen ganar con mucha frecuencia. Por supuesto
también existe lo que os he contado antes, la corrupción. Miembros de la
inquisición aceptan sobornos para esconder bienes. Como comprenderéis, es
todo más complicado de lo que puede parecer a simple vista.
—Tu padre es un valiente —dijo Batiste—. Da la impresión de que se
mete en la boca del lobo.
—Supongo, pero es honrado, tenaz y le gusta su trabajo. Estoy seguro de
que conseguirá alcanzar sus objetivos, aunque no sean sencillos —respondió
Amador, con confianza fraterna.
—¿Cuándo toma posesión efectiva como receptor? —preguntó Jero.
—Dentro de dos días. Así lo ha decidido el rey y ya lo ha comunicado
tanto a mi tío como a los dos inquisidores.
A Jero se le ocurrió una idea.
—¿No te apetecería ver y escuchar ese acto? Debe ser emocionante para
un hijo ver a su padre tomar posesión de un cargo tan importante —dijo,
mientras le guiñaba un ojo a Amador.
—¿Desde la rejilla de calefacción de tu habitación en el palacio?
—¡Pues claro!
Amador parecía emocionado por la invitación de su amigo.
—¡Allí estaré! ¡No me lo pienso perder!
—Oye, no me dejéis de lado, que yo también quiero ir —dijo Batiste.
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—Claro Alba —respondió Rebeca, levantándose de la silla, con cierta
curiosidad.
La siguió hasta su mostrador.
«No vamos al despacho del director Fornell, ¡qué raro!», se dijo.
—Te han traído estos dos paquetes —dijo Alba, mientras le señalaba dos
bultos encima de su mesa.
—¿Quién?
—Tienes el recibo encima.
Rebeca cogió el sobre y lo abrió.
—¡Bartolomé Bennassar! —leyó en voz alta.
Se acordó del historiador francés con el que coincidió en una recepción en
la embajada francesa en Madrid, invitada por su amiga Carol Antón, cuyo
padre era el agregado cultural. Esos días Rebeca estaba en Madrid visitando
los estudios centrales de la emisora de radio. Coincidió en el tren con su
amiga Carol, que le invitó a la recepción.
Había tenido una pequeña entrevista privada con el historiador, y
descubrió que era amigo de sus padres, incluso le contó que había estado
alojado en su casa durante dos meses, cuando Rebeca tenía tan solo un año de
edad. La historia era cierta porque Rebeca había encontrado, dentro del álbum
de fotos de su familia, una foto que Bartolomé la tenía en brazos. Calcularía
que tendría, como mucho, un año de edad. Le había prometido que le enviaría
las notas y la documentación de todos los temas que trató con su madre. El
historiador estaba muy enfermo, los médicos apenas le daban semanas de vida
y había perdido casi toda la memoria, pero afortunadamente tenía la
costumbre de anotarlo todo.
Rebeca desconocía que su madre estuviera interesada por la Inquisición
española. No sabía por qué. Era un pequeño misterio. No le encontraba
sentido.
Abrió la primera de las cajas, y vio un montón de carpetas, en aparente
desorden.
«¡Madre mía! Aquí hay un montón de papeles», pensó. «Me llevaré las
cajas a casa y poco a poco las iré leyendo». La segunda caja ni siquiera se
atrevió a abrirla.
Volvió a su mesa y continuó preparando el programa de radio.
«¡Qué casualidad!», se dijo. El tema que había elegido para hablar el
lunes era la historia de un personaje de los más enigmáticos en la historia
valenciana y española, nada más y nada menos que El encobert, un individuo
muy peculiar y rodeado de un halo de misterio. Acabó como líder de la
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revuelta de las Germanías y convivió en la época más sanguinaria de la
inquisición. Murió en 1522, asesinado.
Miró las dos cajas con inmensa pereza. Suponía que habría dentro de ellas
un montón de documentación que revisar. Le parecía muy extraño que su
madre se hubiera interesado por un tema tan concreto. La inquisición en
Valencia era algo muy particular y especializado para alguien ajeno a la
Historia.
«Me parece que me voy a aburrir», pensó, pero al mismo tiempo le
apetecía conocer por qué su madre contactó con Bartolomé Bennassar. Al fin
y al cabo, ella no pertenecía a ese mundo.
¿Aburrirse? Estaba muy equivocada. Estando su familia de por medio era
imposible aburrirse. Eran demasiado intensos e interesantes como para pasar
inadvertidos.
No sabía la sorpresa que le esperaba nada más llegara a su casa, sorpresa
de color negro.
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12 DE ENERO DE 1525
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El acto apenas duró un par de minutos. Amador estaba emocionado y al
mismo tiempo nervioso.
—¿Os importa que me desahogue un poco? Esta habitación es muy
grande. ¿Puedo correr?
Jero y Batiste se rieron de la ocurrencia de su amigo.
—¿Correr? ¡Mira que eres raro! Haz lo que quieras, mientras no hagas
demasiado ruido —contestó Jero.
Mientras Amador hacía el loco por la habitación, dando evidentes
muestras de su alegría, Batiste se dirigió a Jero.
—No habíamos hablado de este tema desde hace tres meses, pero al
volver de la escuela, el primer día de clases, encontré entre mis libros la
respuesta de tu padre a la carta que le dejaste encima de su cama.
—Sí, para mi sorpresa, todo ocurrió como tú dijiste. A la mañana
siguiente del auto de fe, cuando mi padre se despidió de mí y abandonó el
Palacio Real, entré en la habitación que había ocupado. En el centro de la
cama, en el mismo sitio dónde le deje tu nota, había otra en su lugar.
Aprovechando el primer día en la escuela te la escondí dentro de uno de tus
libros. No te comenté nada, supuse que te darías cuenta de ella.
—¿No la abriste?
—¡Ni se me ocurrió! ¡Cómo iba a hacer eso! —se indignó Jero—.
Tampoco leí la nota que le dejaste, así que menos todavía su contestación.
Batiste se quedó mirando a su joven amigo. Desde luego era una persona
fuera de lo común.
—No te extrañes por la pregunta que te voy a hacer.
—¿Extrañarme yo por algo? ¿No conoces lo singular de mi vida? —
respondió irónico Jero—. ¿Qué me puede parecer raro?
—¿Sabes de alguien llamado Ákros o Stikhos?
Jero se quedó en silencio durante un momento.
—Parecen nombres griegos. ¿No serán filósofos de la época antigua?
—No creo. He consultado todos los libros de la escuela y de la biblioteca
estos últimos tres meses y no he encontrado ninguna referencia acerca de
ellos.
Jero estaba intrigado.
—Si no es una indiscreción, ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?
—Porque tu padre firmaba la contestación a mi nota con esos dos
nombres, por eso te preguntaba si los conocías.
—¡Caramba! Otro misterio más para la colección —dijo Jero—, y ya he
perdido la cuenta…
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EN LA ACTUALIDAD, JUEVES 20 DE SEPTIEMBRE
Rebeca entró en casa cargada con las dos cajas que le habían enviado a La
Crónica. Casi no podía ni andar, la primera era la más pesada y voluminosa,
la segunda era más ligera y pequeña.
—¿Dónde vas con semejantes bultos? —preguntó Tote nada más ver a su
sobrina tan cargada.
—¿Te acuerdas que en Madrid estuve con Carol Antón en una recepción
en la embajada francesa y conocí al historiador Bartolomé Bennassar?
—Sí, recuerdo que me dijiste que había hecho amistad con mi hermana,
que también era tu madre, Catalina Rivera.
—El pobre está moribundo, pero me prometió que me enviaría la
documentación y las notas de los temas que trató con ella. Aquí están —dijo
Rebeca señalando las cajas que había dejado encima de la cocina.
—A juzgar por su tamaño y volumen, sí que parece que trataron bastantes
asuntos.
—Me anticipó que estaba interesada por determinados personajes y
lugares relacionados con la Inquisición en la ciudad. No sé para qué se
preocuparía mi madre por ese tema tan específico. Que yo sepa no tenía
ningún conocimiento previo en la materia, por lo menos a mí no me comentó
nada jamás, y mira que hablamos de temas curiosos y raros.
—La verdad es que sí que es extraño, a mí tampoco me dijo nada.
Rebeca cambió de tema. Estaba preocupada.
—Oye tía, estaba pensando en todo lo que está ocurriendo a nuestro
alrededor. ¿Es posible que exista en la actualidad otro Gran Consejo? No me
puedo quitar de la cabeza esa idea, podría explicar muchas cosas.
—Yo también he estado pensando en lo mismo. Creo que no solo es
posible, sino que es muy probable —contesto rotunda Tote.
—El tema de la falsa gargantilla es definitivo. ¿Quién estaría más
interesado en alejarnos del supuesto árbol judío del saber milenario que sus
protectores, es decir, el Gran Consejo?
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Tote recordó una cuestión que le había comentado Rebeca hacía algún
tiempo.
—¿No me dijiste que conocías la identidad del número siete y que
pertenecía al Speaker’s Club?
—Sí, por eso supongo que mantendría informado al supuesto Gran
Consejo de todos nuestros progresos. También supongo que se asustarían, y
por ello «plantaron la prueba» falsa de la gargantilla, para desviar nuestra
atención. Ellos no sabían que la otra parte del mensaje, la del sobre del conde,
también era falsa porque me la había inventado yo. Pensarían que nos
estábamos acercando demasiado al árbol y reaccionaron de inmediato,
intentando alejarnos de nuestro objetivo.
—Ahora tenemos una ventaja, que al mismo tiempo es una desventaja —
dijo Tote.
—¿A qué te refieres? —preguntó Rebeca, sin comprender la frase.
—Conocemos su existencia, pero ellos no saben que nosotros
sospechamos de ellos. Supongo que Alba debe pertenecer al Gran Consejo, y
tú conoces al número siete, que forma parte de tu club, esa es la ventaja, pero
precisamente por eso no podemos contar con la ayuda del Speaker’s Club.
Esa es la desventaja.
—Tienes razón —admitió Rebeca.
—En el pasado, los miembros de tu club nos han ayudado mucho a
resolver los problemas. Reconoce que, si no llega a ser por ellos, no
hubiéramos desentrañado muchos de los misterios del pasado.
—No creo que Alba forme parte del Gran Consejo. No tiene cerebro, es
tonta perdida, la veo más cómo un instrumento, como un simple peón. Pero
con respecto al resto, es cierto, tienes mucha razón, pero eso tiene fácil
solución —dijo Rebeca.
—¡Ah!, ¿sí? —preguntó extrañada Tote—. ¿Y se puede saber cuál es esa
solución tan sencilla?
—Creamos un club paralelo con la gente de absoluta confianza. Ya te
conté por quién pondría la mano en el fuego y por quién no. Podemos quedar
cuando sea preciso, de incógnito, por ejemplo, aquí en casa.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Otro grupo más? ¿Eso sería operativo? —
preguntó Tote, incrédula.
—Hablo completamente en serio —contestó Rebeca, seria—. Seguimos
necesitando ayuda para progresar, y para nuestra desgracia, el Speaker’s Club
no nos vale.
—¿Quién formaría parte de este segundo grupo?
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—Ya te dije de quién me fiaba. La primera Carlota y su pareja Álvaro
Enguix. Aunque no lo conozco mucho lo necesitamos por el tema de su
difunto padre. También me fio de Carol, no estaba en el mes de mayo cuando
ocurrió y se desarrolló el misterio de los dibujos de la condesa. Del club, para
terminar, quizá añadiría a Xavier y a Bonet. Nadie más. De fuera del club
sería interesante contar con Sofía, con Richie y por supuesto contigo. Ocho
personas, no más.
—¿Pero el resto de miembros excluidos no sospecharían nada raro?
—Las reuniones del Speaker’s Club continuarían como siempre. Una cosa
no sustituye a la otra.
—Bueno, tú sabrás lo que haces, conoces a tus amigos mucho mejor que
yo, pero no sé si otro grupo es la solución.
—Nos podríamos llamar Los espiritistas, en honor de los muertos
vivientes —dijo Rebeca, con una sonrisa irónica.
Tote se rio de la ocurrencia de su sobrina.
—¡Mira que tienes ideas extravagantes!
—Seamos realistas tía, vamos a necesitar ayuda, como en el pasado. Todo
vuelve a empezar otra vez, pero con actores nuevos que desconocemos. Hay
nuevos personajes en la película.
Tote estaba pensativa, pero también preocupada.
—Supongo que tienes razón.
—Además, tengo el presentimiento de que se acercan momentos difíciles
para todos.
Rebeca se levantó y se dispuso a coger las cajas para quitarlas del salón y
llevárselas a su habitación.
—Espera que te ayudo —dijo Tote, tomando entre sus manos el bulto más
pequeño. Al hacerlo, se le abrió por la parte superior y dejó al descubierto el
contenido de la caja.
Rebeca y Tote se quedaron completamente pasmadas cuando advirtieron
su interior. Allí no había documentación como en la de mayor tamaño. Había
otra cosa. Rebeca lo reconoció de inmediato. Se quedó sin saber reaccionar ni
qué decir.
«¡Aquello no podía ser!», pensó con espanto Rebeca.
—Me parece que acabamos de descubrir la respuesta a alguno de nuestros
interrogantes —dijo Tote.
Rebeca seguía sin reaccionar, mirando el contenido de la caja, con los
ojos abiertos como platos. Si albergaban alguna pequeña duda, ahora ya no
cabía ninguna, se acercaban tiempos difíciles.
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Vuelta a empezar.
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13 DE ENERO DE 1525
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—Gracias Juan. No sé si realmente merezco las felicitaciones. Creo que
estoy metido en un buen lío.
La persona que acababa de entrar en el despacho de Cristóbal era el
notario Juan Argent, que tanto le había ayudado estos meses a comprender el
gran problema que debían afrontar.
—Tengo una cosa muy clara. Si alguien es capaz de enderezar esta
situación eres tú, Cristóbal. En estos nueve meses que hemos trabajado juntos
he podido ver que eres una persona competente y honrada, dos cualidades que
no abundan en el tribunal del Santo Oficio de Valencia, aunque quede mal
que lo diga un miembro del mismo.
—No te falta razón, por lo poco que he llegado a ver, pero hay una
cuestión muy importante, y por eso te he mandado llamar.
—Soy todo oídos.
—Como tú has dicho antes, hemos trabajado nueve meses juntos, y yo
también he sacado mis conclusiones con respecto a ti. Tengo muy claro que,
si tengo alguna posibilidad de cumplir con las exigencias del rey y triplicar
los ingresos este mismo año, voy a necesitar toda tu ayuda e implicación. Hay
que reconocerlo, es una misión casi imposible.
—Ya sabes que estaré a tu lado en todo momento.
—Vamos a tener que trabajar muy duro, no solo con los temas futuros,
sino también con los expedientes del pasado. Intuyo que nos podemos
encontrar con sorpresas, por lo poco que hemos podido comprobar estos
meses de intensas revisiones.
—No vas desencaminado, pero necesitaremos tiempo y ayuda.
—No te preocupes por ninguna de las dos cosas. No soy un hombre muy
rico, pero no me falta el dinero. De mi propio peculio particular completaré tu
salario hasta los 6000 sueldos, que es lo mismo que cobraré yo, así estaremos
en plano de igualdad. Te necesito implicado al cien por cien, porque no
espero gran colaboración por parte de los señores inquisidores. Me da la
impresión que viven en su mundo y ni siquiera comprenden la magnitud del
problema real.
—Te lo agradezco mucho Cristóbal, aunque no era necesario. Ibas a
contar con mi total colaboración de igual manera.
—No es un regalo Juan, te aseguro que te los vas a ganar. No quiero fallar
al rey, así que tendremos que trabajar día y noche, si es necesario. Tenemos
que conseguir este año, al menos, 150 000 sueldos de ingresos, y el que viene
pasar de los 200 000.
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—Es todo un reto, teniendo en cuenta que partimos de unos ingresos el
año pasado de poco más de 50 000, y con clara tendencia a la baja. El
personal está desmoralizado, ya conoces los problemas.
—Ya sabes el absoluto desorden que nos hemos encontrado. Me fio de
muy pocas personas entre ese personal, me temo. Me parece que nadie fuera
de esta habitación, incluyendo al propio rey, cree que se pueda conseguir esos
objetivos —expuso Cristóbal, con una brutal sinceridad.
—En realidad, ni siquiera dentro de esta habitación, me temo. Es un reto
harto complicado. Supongo que eres consciente de la enorme magnitud del
problema, Cristóbal. Ser optimistas y estar dispuestos a dejarse la piel no
significa perder el sentido de la realidad.
—Claro que soy realista. Rebuscaremos debajo de las piedras, si es
preciso —concluyó el receptor.
Cristóbal de Medina y Aliaga, aunque no lo sabía, acababa de pronunciar
unas palabras proféticas. Debajo de las piedras.
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EN LA ACTUALIDAD, JUEVES 20 DE SEPTIEMBRE
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Rebeca se quedó mirando a Tote, sonriendo.
—Tía, ¿en serio crees que esta caja, viendo su contenido, me la ha traído
una empresa de mensajería y me dejarían un código para localizar al
remitente?
Tote tardó un par de segundos en contestar.
—No, supongo que no tiene ningún sentido.
—Entonces no creo que esa nota sea ninguna referencia de ninguna
empresa. Habrá que pensar en otra cosa.
—Lo único claro es que la caja iba dirigida a ti —contestó Tote—. ¿No te
dice nada?
—Está muda para mí, no me habla.
—Yo tampoco te puedo ayudar, lo siento, no se me ocurre nada.
No podían apartar su mirada del objeto que tenían frente a ellas. Estaban
observando, nada más y nada menos, que una capa negra con una gran
capucha. La misma prenda original que se utilizaba en las reuniones del Gran
Consejo desde su fundación en el siglo XIV y que todos sus miembros debían
llevar puesta, para evitar que se les reconociese.
—Por lo menos se han disipado las dudas que nos pudieran quedar, el
Gran Consejo existe en la actualidad y, si me envían esta capa, es porque
quieren que asista a una de sus reuniones —dedujo Rebeca—. El tema debe
ser grave si me convocan a mí, ya sabes que, como undécima puerta, no
participo de sus cónclaves. Que yo sepa, el número once tan solo asistió a una
reunión en toda la historia del Gran Consejo, en concreto en el lejano año de
1391, poco antes de poner en marcha el plan de Las doce puertas. ¡Imagínate
si es extraña esta convocatoria!
—¿Entonces qué pasa con la condesa de Dalmau, con Abraham Lunel o
con Tania Rives? ¿No eran ellos los números uno, dos y tres del Gran
Consejo?
—En estos momentos ya no sé nada con seguridad. Parece que este nuevo
Gran Consejo ha estado interfiriendo desde el principio en nuestros asuntos,
sin que nosotros supiéramos ni siquiera de su existencia hasta ahora mismo.
Lo único que parece seguro es que me convocan a una reunión —dijo Rebeca.
—Supones que te convocan a una reunión por la capa, pero ¿se puede
saber cuándo y dónde?
—Pues no lo sé, esos detalles no se han dignado a comunicármelos.
—Lo único que iba dentro de la caja, junto con la capa, era esa extraña
nota con letras y números. ¿No podrían ser esos los detalles que dices que no
te han enviado?
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—¿Ese extraño código? —preguntó Rebeca, mientras se quedaba mirando
fijamente el papel. De repente, se le iluminó la cara.
—¡Exacto tía! Casi sin pretenderlo, has dado con la respuesta —exclamó
Rebeca, dando un salto—. ¡Ahora está claro!
—¿He dado con la respuesta? Pues si eso ahora me lo explicas, que no
entiendo nada —respondió Tote con cara de sorpresa.
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16 DE ENERO DE 1525
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—Sí, el acróstico es una composición, generalmente poética pero no
necesariamente, en la que las letras iniciales, medias o finales de cada verso u
oración, leídas en sentido vertical, descubren una palabra o una frase oculta
—explicó Johan.
—No entiendo nada de lo que me estás contando.
—Te voy a poner un ejemplo muy conocido, contenido en el prólogo de la
reciente obra publicada por Fernando de Rojas, La Celestina. Me la he leído
hace muy poco, así que la tengo reciente y te la puedo escribir de memoria,
precisamente porque me llamó la atención ese tipo de composición. Es muy
curiosa.
Se levantó de la mesa, se acercó al mueble y tomó papel y una pluma.
Empezó a escribir unos versos.
EL BACHILLER
«El silencio escuda y suele encubrir
Las faltas de ingenio en las torpes lenguas;
Blasón que es contrario publica sus menguas
Al que mucho habla sin mucho sentir.
Como la hormiga que deja de ir
Holgando por tierra con la provisión,
Iactóse con alas de su perdición:
LLeváronla en alto, no sabe dónde ir.
El aire gozando, ajeno y extraño,
Rapiña es ya hecha de aves que vuelan;»
—Si no recuerdo mal, esos son los versos que te quería indicar —dijo
Johan.
—Muy interesantes, ¿y qué? —preguntó extrañado Batiste, que no
entendía nada.
—¿No te das cuenta de los versos acrósticos?
—Pues la verdad es que no.
—Recuerda las palabras por las que me has preguntado al principio,
Ákros que significa extremo y stikhos que quiere decir línea —explicó de una
forma didáctica Johan—. Extremo y línea, esa son las claves.
Batiste se quedó mirando los versos de La Celestina de Fernando de
Rojas. De repente, se le iluminó el cerebro.
—¡Extremo y línea! ¡Ya lo comprendo! —dijo Batiste, levantándose de
golpe de la silla—. Hay que tomar el extremo de cada línea, es decir, la
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primera letra.
—Exacto. Si leemos en vertical la primera letra de cada línea, de cada
verso, se puede leer el título de la composición —dijo Johan, mientras
subrayaba las letras en la composición poética.
EL BACHILLER
«El silencio escuda y suele encubrir
Las faltas de ingenio en las torpes lenguas;
Blasón que es contrario publica sus menguas
Al que mucho habla sin mucho sentir.
Como la hormiga que deja de ir
Holgando por tierra con la provisión,
Iactóse con alas de su perdición:
Lleváronla en alto, no sabe dónde ir.
El aire gozando, ajeno y extraño,
Rapiña es ya hecha de aves que vuelan;»
—¡Es sorprendente! —afirmó Batiste, que estaba asombrado con lo que
estaba viendo—. En vertical, con las primeras letras de cada línea, se puede
leer el título del poema, El Bachiller.
—A todo esto, ¿para qué necesitas saber todo esto?
Batiste se volvió a sentar en la silla.
—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé. No tengo ni la más remota
idea.
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EN LA ACTUALIDAD, JUEVES 20 DE SEPTIEMBRE
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—Anda, no me hagas pensar, dímelo tú.
—Es obvio tía, falta el lugar de la reunión. Sabemos que el Gran Consejo
se va a celebrar el próximo martes 25 a las once de la noche, pero ¿dónde?
—¿En «ISN»? ¿Existe algún lugar en la ciudad que se llame así?
—Que yo sepa no. Supongo que será la abreviatura de algo —reconoció
Rebeca—. Esa es la parte del mensaje que nos falta por resolver.
—Pues tienes hasta el martes a las once de la noche para averiguarlo, si
estás interesada en asistir a esa reunión —concluyó Tote.
«¡Cómo me la voy a perder!», pensó Rebeca.
«¡Ni pensarlo!».
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23 DE ENERO DE 1525
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—A las siete de la tarde. Le estaba diciendo a gritos a Juan Argent que le
daba igual lo que le dijeran o lo que tuvieran que hacer los inquisidores a esa
hora, que se pensaba presentar en el palacio.
—Sí que es extraño —dijo Jero—. Es cierto que los receptores tienen un
acceso preferente a los inquisidores, pero jamás vi al antecesor de tu padre,
Amador de Aliaga, atreverse a interrumpir actos programados del tribunal de
esa manera tan brusca.
—Jero, si te parece bien, nos vemos a las seis y media en la puerta del
Palacio Real —dijo Batiste.
—Allí estaré.
Cada uno se sentó en su pupitre. La mañana en la escuela se les pasó
volando. Los tres estaban pensando en qué es lo que habría ocurrido para que
una persona como el nuevo receptor Cristóbal de Medina y Aliaga, se
enfadara de esa manera.
Batiste llegó a su casa a la hora habitual. Hoy iba a comer solo, ya que su
padre le había advertido que tenía que permanecer en una obra todo el día, por
lo visto habían surgido problemas con una de las cubiertas de un edificio en
construcción. Terminó de comer y se subió a su habitación.
Desde que hacía una semana que su padre le revelara el significado de
aquellas dos extrañas palabras griegas, ákros y stikhos, con las que el padre de
Jero había firmado su nota, no había parado de darle vueltas a la cabeza.
Unidas componían la palabra castellana «acróstico». No le encontraba ningún
sentido. No conocía ningún poema, aparte del ejemplo que le había enseñado
su padre incluido en el prólogo de La Celestina, que contuviera versos
acrósticos, y eso que había consultado todos los libros que había podido, tanto
en la escuela como en su casa. Era muy extraño, pero estaba claro que, si don
Alonso las había incluido en la nota, era porque esperaba que él dedujera su
significado. Pero no tenía ni idea.
Se fue hacia el mueble, abrió un cajón, y sacó la nota de su interior. La
volvió a leer por enésima vez.
«Don Bertrán ya no existe. Ákros y Stikhos».
Era la respuesta a la nota que Batiste había entregado a Jero, para que la
depositara encima de la cama de su padre.
Aquella nota contenía una pregunta muy sencilla, «¿Puede estar vivo don
Bertrán?». Batiste pensaba que, al ser don Alonso sevillano, quizá podría
tener más información que su padre Johan, que se negaba de una manera casi
irracional a considerar esa posibilidad. Batiste estaba convencido que no
falleció en la emboscada en Francia y tenía pruebas directas, pero su padre se
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negaba a reconocerlas. Por ello, confiaba en que la respuesta del padre de Jero
aclarara las dudas de una manera definitiva, sin embargo, le había sumido en
más interrogantes todavía. «¿Qué significaba exactamente esa respuesta?»,
pensaba Batiste.
Le había dado muchas vueltas. Era una extraña manera de comunicarle
que don Bertrán estaba muerto. La expresión «ya no existe» no le parecía
normal. Hubiera sido más sencillo y directo decir «ha muerto». Eso para
empezar, pero cuando llegaba a la firma de la nota ya se mareaba del todo.
«¿Qué tenía que ver un acróstico con lo anterior?», pensaba sin parar, sin
terminar de encontrarle ningún sentido. No conocía ningún verso sobre el que
aplicar las técnicas acrósticas. «¿Qué le estaba queriendo decir el padre de
Jero?».
Tenía la sensación de que era algo importante, pero no conseguía dar con
la solución al enigma, y ello le quitaba el sueño.
Otra noche de poco dormir.
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EN LA ACTUALIDAD, VIERNES 21 DE SEPTIEMBRE
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Tere no pudo evitar reírse.
—Me he comprado hasta un cuchillo de esos especiales para cortar el
queso, para repelarlo bien y no dejar ni la cera. Este fin de semana no lo
pienso dejar escapar.
—Entonces, ¿has quedado con Fabio? —preguntó Rebeca, con curiosidad.
—El sábado para ver una obra de teatro.
—¿No pensarás darte el lote como una adolescente en celo en medio de la
sala?
—¡No seas idiota! —contestó Tere riéndose—, aunque no te creas que me
importaría demasiado.
—¡Oye, que tienes una edad!
—¡Pues parecida a la tuya!
—Sí, pero yo no ando con ataques de adolescencia casi con veintidós años
—dijo Rebeca, riéndose—. Aunque pensándolo bien, con lo imponente que
está Fabio, igual hasta hacía una excepción.
—¡Ni se te ocurra, Taylor Swift! Tú puedes tener al tío que quieras y
cuándo quieras, pero yo me lo tengo que currar como las simples mortales —
dijo Tere, mientras le tiraba un lápiz a la cabeza—, y te aseguro que cuesta su
trabajo.
Rebeca se alegraba de que Tere no tuviera nada que ver nada con Alba.
Para ella había sido un notable alivio descubrir que no eran hermanas gemelas
y que no la espiaba en el periódico. Es cierto que había encontrado una única
huella parcial de Tere en uno de sus cajones, pero era habitual que le cogiera
lápices y bolígrafos, por lo que suponía que estaba justificada. Por cierto, el
mismo lápiz que le acababa de tirar a la cabeza.
—Tranquila Tere, ya te dije que estoy a régimen, no me apetecen quesos
en este momento de mi vida. Tengo chocolate, que es un magnífico
sustitutivo, y menos cansino.
—No sabes lo que dices. Supongo que las rubias espectaculares con ojos
azules tenéis otras necesidades diferentes al resto de las mujeres.
—Las rubias espectaculares, como tú dices en tono de burla, tenemos las
mismas necesidades que las morenas resultonas, lo único que en este
momento de mi vida no me apetece complicármela todavía más.
Pasaron una mañana entretenida. Rebeca terminó de preparar el programa
de radio del próximo lunes, incluso ensayó su locución delante de Tere, y a
las dos de la tarde se fue hacia casa.
Su tía le había mandado un mensaje al móvil diciéndole que no la esperara
para comer, así que se hizo su habitual sándwich de pavo y chédar, ideal para
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estas ocasiones.
Cuando terminó de comer se fue a su habitación. Allí estaban las dos cajas
que había recibido ayer en la redacción de La Crónica. Abrió la más grande,
la que le había enviado Bartolomé Bennassar, y extrajo la primera de las
carpetas. Era muy voluminosa y tenía un nombre en su portada.
«Cristóbal de Medina y Aliaga», leyó Rebeca en voz alta, escrito de puño
y letra del profesor Bennassar.
«¿Y este pollo quién es?», se preguntó.
«¿No me contó Bartolomé Bennassar que mi madre se había interesado
por personajes de la inquisición? Pues a este tipo no lo conozco de nada,
supongo que sería algún personaje del tribunal local de Valencia, no una
figura conocida a nivel nacional, porque no lo he estudiado en la Facultad».
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23 DE ENERO DE 1525
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—No entienden nada, ¿verdad? —insistió don Cristóbal, en un tono
claramente enojado.
—No, el que no entiende nada parece que es usted. Acaba de llegar y ya
nos pide cosas imposibles —dijo Andrés Palacios.
—Lo que no entienden que ni ustedes ni yo somos nadie. No comprenden
que lo que les estoy pidiendo no lo hago en mi nombre, que, al fin y al cabo,
no dejo de ser un simple y humilde servidor del Santo Oficio, como ustedes.
No olviden que todos estamos bajo las órdenes de nuestro rey, Carlos I —
continuó don Cristóbal.
—Respeto como nadie a nuestro monarca, pero en mi juramento como
inquisidor prometí cumplir y hacer cumplir las leyes y las normas del Santo
Oficio, como también hizo usted hace bien poco, si no recuerdo mal, en esta
misma sala —continuó Andrés Palacios, que era una persona de carácter muy
pacífico, sin embargo, ahora se le escuchaba claramente soliviantado. No era
nada habitual escucharle tan enfadado.
Se hizo momentáneamente el silencio en la sala.
—¿Qué les habrá pedido tu padre a los inquisidores para que estén
discutiendo de esta manera tan acalorada? Nunca había visto una cosa igual
—dijo Jero—. Es inaudito.
Don Cristóbal continuó hablando.
—Me parece que no me comprenden. El año pasado este tribunal tan solo
recaudó 57 000 sueldos. ¿Saben cuánto había ingresado tan solo tres años
antes? Como supongo que no lo sabrán, ya se lo anticipo yo, 245 000 sueldos.
Es decir, en tan solo tres años se han dividido por cuatro los ingresos. ¿De
verdad no se imaginan por qué estoy aquí?
Los inquisidores se mantuvieron en silencio, esperando que el receptor
continuara.
—Pues estoy aquí para sacarlos de la absoluta ruina. Tengo instrucciones
y órdenes precisas del rey, que me autorizan a exigir lo que les estoy
pidiendo, e incluso mucho más —continuó don Cristóbal.
—¿A qué se referirá? —preguntó intrigado Jero.
—A ver si lo dice, porque hemos llegado tarde y nos hemos perdido el
inicio de la discusión —dijo Batiste.
—¡Anda, callaros! —les conminó su amigo Amador—, que nos lo vamos
a perder.
Continuaron escuchando la reunión. Ahora estaba hablando de nuevo
Andrés Palacios.
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—Está claro que las cuentas no salen y que debemos mejorar. También
está claro que ese es el motivo de su nombramiento como nuevo receptor,
pero insisto, no me saltaré las normas ni las leyes. Si el rey no está de acuerdo
con ellas, que las cambie. Si el señor inquisidor general de España no está de
acuerdo con las instrucciones del Santo Oficio, que dicte otras. Ambos tienen
las competencias y están en su perfecto derecho, pero mientras existan estas,
estas aplicaré —dijo con un tono más pausado, aunque igual de firme. No
había retrocedido ni un ápice.
—Miren, no quiero tener un conflicto con ustedes cuando apenas llevo
unos días en el cargo, pero si me obligan, no me quedará más remedio que
acudir a sus superiores —dijo don Cristóbal, también más calmado, pero con
la misma firmeza que Andrés Palacios.
—No creo que haga falta llegar a esos extremos, quizá podamos alcanzar
un punto de entendimiento —contestó Juan de Churruca, en un tono más
conciliador—. Quizá le podríamos facilitar los expedientes de casos ya
cerrados desde el año 1500 para su revisión, pero tendrá que comprender que
son temas ya clausurados y con sentencias ya ejecutadas en su totalidad. Es
prácticamente imposible revertir esas actuaciones.
—Es muy posible que no se revierta ninguna. Lo único que pido es tener
acceso a todos los expedientes, sin ninguna limitación, y así poder sacar mis
propias concusiones. El rey viene sospechando desde hace tiempo, y a la vista
de los números tendrán que reconocer que no le faltan razones para ello, que
hay personas de este tribunal que no se comportan de forma leal con el Santo
Oficio.
—¿Piensa eso el rey? —dijo Andrés Palacios, con un tono incrédulo.
—Es legítimo que lo haga a la vista de los resultados, ¿no les parece? ¿No
querrán que se abra una inspección general sobre todos nosotros, los presentes
y los pasados?
—No, por favor, eso no —exclamó Juan de Churruca asustado—. Sería
un desastre y pondría el foco de la sospecha sobre todos nosotros, que somos
fieles servidores de nuestro rey, de la Iglesia y del Santo Oficio de la
Inquisición.
—Parece que empezamos a entendernos —dijo don Cristóbal—. Quiero
que tengan una cosa muy clara, me he comprometido con el rey a triplicar los
ingresos del tribunal este mismo año, y lo pienso cumplir, aunque tenga que
remover cielo y tierra, y eso les concierne a ustedes dos también.
Tomo la palabra Andrés Palacios de nuevo.
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—Mire don Cristóbal, colaboraré con usted en todo lo que pueda, pero no
me saltaré las leyes ni las instrucciones del Santo Oficio, como ya le he
repetido de forma reiterada. Si una persona es condenada, su mujer o incluso
su familia tiene derecho a reclamar los bienes que le pertenecen y que haya
aportado al matrimonio, aunque hayan sido secuestrados por el Santo Oficio.
Lo dice la ley de forma muy clara. Así que, si los familiares de Luis Vives
Valeriola, en concreto sus hijas, reclaman la dote de su madre, Blanquina
March, que sepa que tendré que fallar a su favor —insistió Andrés Palacios
—. En realidad, esos bienes jamás debieron ser confiscados ni evaluados por
el notario de secuestros, porque Blanquina March, a pesar de tener varios
expedientes abiertos en este tribunal, nunca ha sido condenada por ningún
cargo ni ha sido declarada hereje, aunque su marido fuera relajado en
septiembre pasado, como usted conoce perfectamente.
Batiste se quedó blanco. Estaban hablando de Blanquina March, la que
había sido número uno del Gran Consejo, según le había explicado su padre.
—¡Pero son un mínimo de 10 000 sueldos que perdemos! —gritó don
Cristóbal—. ¡No nos lo podemos permitir! ¡Tenemos unos compromisos!
Juan de Churruca intentó poner paz en medio de aquel enfrentamiento.
—Escuche don Cristóbal, podemos facilitarle todos los expedientes que
conservamos de Blanquina March para que los repase. Declaró dos veces ante
este tribunal, y en ambas ocasiones fue absuelta por falta de pruebas. Murió
de peste en 1508, y en el último auto de fe, el celebrado el 6 de septiembre del
año pasado, relajamos y condenamos a la hoguera a su marido. Entienda que
es normal que sus hijas reclamen la dote que aportó al matrimonio, ya que ella
jamás fue condenada. No obstante, lo podrá comprobar por usted mismo.
Tendrá a su disposición toda la documentación con la mayor brevedad
posible. Yo mismo me encargaré personalmente del asunto.
Don Cristóbal parecía más calmado.
—Mañana mismo quiero que me preparen todos los expedientes
relacionados con esa mujer llamada Blanquina March. Y también quiero tener
libre acceso al resto.
—Así lo haremos, no se preocupe —dijo Juan de Churruca—. Lo único
que, por cuestiones del secreto del Santo Oficio, sabe que muchos de ellos no
se pueden sacar de la sede de este tribunal. Algunos otros sí, pero la mayoría
los tendrá que consultar en esta misma sala, que la ponemos a su disposición.
—Eso no me importa —contestó aún malhumorado Cristóbal de Medina
—, siempre que tenga acceso sin restricciones.
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—Ya le hemos dicho que colaboraremos en todo lo posible con usted —
continuó Juan de Churuca.
Cristóbal de Medina cambió de tema.
—Como despedida, deben de saber que en breve recibiremos la visita en
este tribunal del inquisidor general de España —comentó don Cristóbal, para
espanto de los inquisidores locales—. Espero que nuestra colaboración
funcione como debe.
Se levantaron los tres y salieron de la sala, en completo silencio.
Amador, Batiste y Jero se quedaron mirándose.
—¿De qué hemos sido testigos exactamente? —preguntó Amador.
—Está muy claro. Parece que las hijas de Blanquina March van a
reclamar la dote que su madre aportó al matrimonio con Luis Vives Valeriola,
recientemente declarado hereje y relajado. Como su madre no fue condenada
jamás, ahora exigen que el Santo Oficio les devuelva los 10 000 sueldos de la
dote que le fueron confiscados —explico Jero—, y supongo que el resto de
bienes que puedan acreditar como propios de Blanquina, como algunas
censales o arrendamientos.
Se giró hacia Amador.
—¿Te acuerdas que nos explicaste que ese era precisamente uno de los
motivos por los que disminuían los ingresos del Santo Oficio?
Amador asintió con la cabeza.
—Pues supongo que tu padre habrá entrado en cólera, porque el
inquisidor Andrés Palacios le habrá comunicado que le piensa dar la razón a
las hijas, con lo que tu padre va a perder ese dinero. Si se ha comprometido
con el rey a determinados objetivos económicos, eso puede suponer un golpe
muy duro para sus cuentas, que seguro que van muy ajustadas —continuó con
la explicación Jero.
Batiste no decía nada. Tenía que hablar con su padre sobre lo que había
presenciado. No sabía si podía tener consecuencias para el Gran Consejo.
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EN LA ACTUALIDAD, SÁBADO 22 DE SEPTIEMBRE
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Fue una persona polifacética donde las haya. Vivió a caballo de los siglos
XIX y XX. Consiguió destacar de forma muy notable en tres profesiones
bastante diferentes. Era un gran escritor de fama mundial. En España se le
conoce por Cañas y Barro o La Barraca, pero, por ejemplo, su novela Los
cuatro jinetes del Apocalipsis fue la obra más vendida en Estados Unidos en
1919 y se llevó al cine protagonizada por Rodolfo Valentino, al igual que
Sangre y Arena. También fue un famoso periodista, fundó el periódico El
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pueblo y relató de manera magistral la Primera Guerra Mundial. Además, fue
un político de gran éxito, fue diputado en las Cortes nacionales durante siete
legislaturas y su peculiar ideología dio lugar a un movimiento llamado
blasquismo, que fue hegemónico en Valencia durante más de treinta años.
Cuando falleció, sus restos fueron repatriados a la ciudad y el sarcófago
diseñado por Mariano Benlliure fue trasladado a hombros por los propios
pescadores del Grao.
Como buena graduada en Historia, Rebeca estaba emocionada.
—Mira Carlota, estamos pasando enfrente de la historia viva de España
—señalando la residencia de Blasco Ibáñez.
—Prefiero leerle sentada en mi sillón, no hace falta correr para eso. Así no
lo disfruto.
—¿Sabes que fundó en Argentina una ciudad llamada Nueva Valencia, en
la provincia de Corrientes, y que hoy en día toda aquella zona es el granero
arrocero del país? Buena parte de los colonos valencianos permanecieron allí,
y aún siguen sus descendientes. ¿Quién te diría que en una parte de Argentina
se habla valenciano?
—No lo sabía.
—Ni tú ni casi nadie. Se cumplieron los 150 años de su nacimiento y pasó
completamente desapercibido, ninguna institución pública le hizo el menor
caso. Los únicos que se toman verdadero interés son los miembros de la
Fundación Blasco Ibáñez, de carácter privado, que es propietaria de gran parte
de su legado, con su actual presidente Ignacio Soler al frente.
—¿Y por qué ignoran a un personaje de esa importancia? —preguntó
extrañada Carlota.
—Quizá porque fue un ferviente republicano, anticlerical, masón y no
precisamente de izquierdas. Supongo que algo tiene que ver ese cóctel de
ideas. No le resulta cómodo a mucha gente, a pesar de su indudable grandeza.
Dejaron la Historia a un lado y continuaron corriendo a un ritmo
moderado, entrando en La Patacona, que ya pertenecía al término municipal
de Alboraya. La playa y el paisaje eran aún más bonitos que el anterior, tenía
un sabor más tradicional. Hicieron una pequeña pausa para reponerse de la
carrera.
—¿Dices que esto es cultural? —dijo Carlota, resoplando—. Pues yo casi
prefiero culturizarme viendo una película en el cine bien cómoda, con mi
paquetón de palomitas a un lado.
Rebeca estaba en la orilla de la playa, extasiada mirando a su alrededor.
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—Observa a tu alrededor. Es muy posible que ahora estemos en el mismo
lugar, con la misma luz y con los mismos colores que el maestro pintor
Joaquín Sorolla. Trasformaba la mezcla de esos elementos en algo vibrante y
mágico. Esas mujeres de la época paseando por la orilla de la playa, esos
niños jugando con el agua, su simple evocación me resulta sobrecogedora.
¿No te parece emocionante?
—¿Sobrecogedora? Pues a mí me resulta agotadora —dijo Carlota, que
aún no se había recuperado de la carrera—. Además, la puñetera muñeca
izquierda está haciendo de las suyas. Ya sabes que después de hacer ejercicio
se resiente, y te aseguro que resulta doloroso.
—Anda, continuemos hacia el paraje de Els Peixets, camino de Port
Saplaya, pero vayamos andando, así te vas reponiendo un poco.
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—¿Y cuál es? —preguntó extrañada Carlota, que ya no se esperaba más
sobresaltos con este tema—. A mí me parece todo muy evidente, soportado
como tú dices, por pruebas genéticas y grabaciones de video.
—No lo sé, no lo termino de ver, por más que los espíritus de Joaquín
Sorolla y de Vicente Blasco Ibáñez me estén iluminando ahora mismo. Quizá
más que iluminarme, me estén deslumbrando.
—¡Idiota! —se rio Carlota.
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24 DE ENERO DE 1525
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este pleito. No nos olvidemos que él es la persona que tiene que pronunciarse
en este asunto —le contestó Leonor—. Me dio la impresión de ser una
persona íntegra, dejando de lado que es un inquisidor.
—No menosprecies el poder del receptor del Santo Oficio. Al fin y al
cabo, aunque no sea el que resuelva en derecho, es el encargado de devolver
las posesiones confiscadas —advirtió Beatriz, más prudente que su hermana
menor—, y no creo que le haga mucha gracia este asunto. Tiene que rendir
cuentas ante el rey.
—Anda, vamos hacia su casa que aún nos presentaremos tarde a la cita.
En apenas diez minutos llegaron a la residencia de los Medina y Aliaga.
Llamaron a la puerta. Les abrió un niño de unos doce años.
—¿Qué desean?
—Hola, hemos sido citadas por don Cristóbal de Medina y Aliaga, somos
Beatriz y Leonor Vives.
Amador, que era el que las había recibido, puso cara de asombro. Sabía
quiénes eran aquellas dos mujeres, nada más y nada menos que las hijas de
Luis Vives Valeriola, cuyo proceso había seguido con sus amigos Jero y
Batiste hasta su condena a la hoguera, hacía apenas unos meses.
—Adelante, pasen y siéntense en esos sillones —dijo Amador, señalando
unos butacones—. Ahora mismo aviso a mi padre de que ya están aquí.
En apenas dos minutos apareció.
—Buenos días, soy Cristóbal de Medina y Aliaga, desde hace unos días
nuevo receptor del tribunal del Santo Oficio de Valencia. Gracias por acudir a
mi invitación, por favor, acompáñenme.
Beatriz y Leonor le siguieron hasta un despacho. Estaba lleno de libros y
expedientes. Cristóbal apartó unos cuantos para hacer un hueco a sus
invitadas y que tuvieran cierto espacio para poder acomodarse.
—Disculpen con la premura que les he citado, pero he tenido
conocimiento, a través del señor inquisidor Andrés Palacios, de que se
disponen a solicitar la devolución de la dote de su madre, Blanquina March,
confiscada por nosotros durante el proceso a su padre, Luis Vives Valeriola.
—Así es, don Cristóbal. Mi madre jamás fue condenada por hereje ni por
ningún otro cargo por el Santo Oficio. Ustedes tenían derecho a confiscar los
bienes de mi padre, pero no los de mi madre, sin embargo, se quedaron con
todo. Tenemos fundadas razones jurídicas, como sus herederas, a recuperar
sus bienes. Ya sabe que lo establece la ley.
—¿Y por qué quieren hacer eso?
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—Creo que no necesitamos tener un motivo para demandar justicia. De
todas formas, estamos pasando por verdaderas penurias económicas y
necesitamos el importe de la dote que mi madre aportó al matrimonio —dijo
Beatriz—. Eso nos permitiría poder llevar una vida normal, no como ahora,
que casi vivimos de la caridad familiar.
—Estamos hablando de la cifra de 10 000 sueldos, ¿no es así? —preguntó
don Cristóbal.
—Sí señor —respondió Leonor—. Esa fue la dote que solicitaremos que
se nos sea devuelta.
—Pues quítenselo de la cabeza, porque eso no ocurrirá jamás —contestó
con mucha seguridad don Cristóbal.
—¡Qué dice! —exclamó sorprendida Leonor.
—¿Por qué no nos quiere devolver la dote? —preguntó enfadada Beatriz
—. Nos ampara la Ley.
—Y a mí me ampara el rey.
—No puede negarse a obedecer y a cumplir las leyes, por muy receptor
del Santo Oficio que sea. También tienen sus normas.
—Precisamente por eso les he hecho llamar, porque tenemos nuestras
normas.
—No entiendo qué quiere decir con esa frase —contestó Beatriz.
—Jamás les devolveré ese dinero, y si insisten, aplicaré esas mismas
normas que ustedes nombran.
—¿A qué se refiere?
—Su madre Blanquina March fue interrogada dos veces por el Santo
Oficio. La primera vez, en 1491, abjuró de su antigua fe judía y se convirtió al
cristianismo, pero me dispongo a revisar todos los expedientes que tenemos
de ella en los archivos de la inquisición. Sé que son varios en los que aparece
su nombre. Les informo que, ayer mismo, solicité a los señores inquisidores
que me prepararan toda la documentación relativa a su madre.
—¡Usted no tiene potestad para eso! —protestó Leonor—. El secreto de la
inquisición se lo prohíbe expresamente. No se los pueden dar.
—Me temo que se equivocan. Ya me los han facilitado. De hecho, los
tienen ahora mismo delante de ustedes, son los papeles que he apartado de la
mesa cuándo han entrado en mi despacho —dijo don Cristóbal, señalando un
montón de carpetas.
Beatriz y Leonor estaban asombradas.
—Ya le hemos dicho que nuestra madre jamás fue condenada, lo podrá
comprobar cuando lea toda esa documentación que le han facilitado de forma
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claramente indebida e improcedente —contestó desafiante Leonor.
—Si ustedes dos insisten en seguir adelante con este pleito, solicitando la
devolución de su dote, pienso mirar y estudiar cada palabra y cada coma de
esos papeles, y como encuentre la más mínima prueba contra su madre, no me
temblará el pulso en abrir un proceso contra ella y su memoria, aunque esté
muerta desde 1508. Es más, les anticipo que así ocurrirá.
Ambas hermanas estaban más que indignadas con lo que estaban
escuchando. Aquella persona se estaba claramente sobrepasando en sus
atribuciones, por muy receptor del Santo Oficio que fuera.
—¿Acaso nos está amenazando? —preguntó Leonor, que estaba fuera de
sus casillas.
—Completamente, veo que lo han comprendido con rapidez. Es una
amenaza clara y directa.
—¡Usted no tiene ningún poder para ello! —contestó Beatriz, que estaba
muy enojada también—. Es un simple receptor, no un inquisidor, ni siquiera
un promotor fiscal. No puede abrir procesos contra nadie.
Don Cristóbal de Medina y Aliaga sonrió abiertamente, con una
suficiencia impropia de una persona del rango que se le suponía.
—Una vez más se equivocan. Les ruego que recapaciten, piensen un poco
qué es lo que más les conviene, y desde luego no es tener a un enemigo como
yo, se lo aseguro.
Don Cristóbal hizo una pequeña pausa antes de continuar hablando.
—Ayer mismo les pedí a los dos señores inquisidores los expedientes de
su madre Blanquina March, y hoy mismo los tengo encima de la mesa de mi
despacho. ¿No se dan cuenta de que no soy un simple receptor? —preguntó,
con una prepotencia que asustaba de verdad.
Si su objetivo era impresionar a las dos hermanas, desde luego lo había
conseguido.
—Si no reflexionan y deponen su actitud, me temo que pronto podrán
comprobar hasta dónde alcanza mi poder, y no creo que les haga ninguna
gracia a las dos —continuó don Cristóbal—, ni a la memoria de su madre.
Beatriz estaba claramente asustada. Miró a su hermana menor, que estaba
roja como un tomate. Parecía dominada por la ira. Se levantó de la silla.
—Si cree que con este tipo de amenazas barriobajeras y más propias de
taberneros borrachos nos va a conseguir amedrentar, me parece que se ha
equivocado de personas. Pertenecemos con mucho orgullo a las familias
Vives y March, y a pesar de que somos dos fervientes y devotas católicas,
comprenderá que despreciemos todo lo que usted representa, que poco o nada
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tiene que ver con las virtudes cristianas, como ha demostrado sobradamente
su institución, quemando a casi toda nuestra familia —dijo Leonor, con gran
dignidad.
Beatriz no sabía dónde esconderse, no se esperaba ese arranque de orgullo
de su hermana menor, aunque, en el fondo, estaba muy contenta con ese
pundonor, que ella no tenía.
Curiosamente, don Cristóbal no pareció afectado por lo que acababa de
escuchar.
—Ya me esperaba algún tipo de respuesta en estos términos. No me
sorprende en absoluto, conociendo sus sucias raíces hebreas. Aun así, son dos
valientes, atreviéndose a desafiarme de esa manera.
Beatriz se hubiera desmarcado de su hermana Leonor de inmediato si
hubiera visto la ocasión, pero no debía dejarla sola en este asunto. En
realidad, si lo pensaba bien, Leonor tenía toda la razón, aunque había sido un
tanto brusca en la elección de sus palabras, pero también lo había sido el
receptor, atreviéndose a amenazarlas de aquella manera tan grosera.
—Escuche don Cristóbal, iniciaremos este pleito de inmediato y
recuperaremos los bienes de mi madre, quiera usted o no —dijo Leonor, que
seguía en pie, indignada—. Me parece que ya no tenemos nada más que
hablar con usted —concluyó la conversación, mientras se dirigía hacia la
salida del despacho.
«Y tanto que tendremos más que hablar», pensó don Cristóbal, mientras
las dos hermanas abandonaban su casa.
«No me conocen».
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EN LA ACTUALIDAD, DOMINGO 23 DE SEPTIEMBRE
«Me cago en Joaquín Sorolla y en Blasco Ibáñez», leyó Rebeca, nada más
despertarse.
Eran las diez de la mañana, y el mensaje se lo había enviado Carlota hacía
más de dos horas. «Menuda manera de hablar de la petarda», pensó Rebeca.
«No me quiero imaginar cómo tendrá las piernas para escribir estas palabras
tan malsonantes, una persona habitualmente educada como ella».
Se levantó y salió a la cocina. No había nadie, su tía no estaba en casa. Se
dirigió a la nevera para el ritual de cada mañana, su vaso de leche, y advirtió
una nota pegada en el frontal del frigorífico. «No me esperes a comer. He
quedado con Sofía», leyó.
Parecía que habían hecho planes sin ella. Casi mejor, era domingo y le
apetecía cierta tranquilidad, para variar. Pensó en contestar el mensaje de
Carlota, pero ya suponía que no estaría de buen humor, después de sacarla a
correr ayer por la playa.
«¿Habrá pasado algo?», pensó de repente Rebeca. Si su tía había quedado
con la inspectora Sofía Cabrelles quizá tuviera algo que ver todo lo que estaba
ocurriendo a su alrededor últimamente, como la aparición repentina del Gran
Consejo, citándola a una reunión. «No creo, no le puede contar nada de todo
eso a Sofía», pensó Rebeca, aunque quizá estuviera haciendo indagaciones
discretas acerca del posible lugar de reunión del Gran Consejo. No tenían ni
idea de lo que significaban las letras ISN, que formaban la parte final del
mensaje en que la citaban a la reunión.
GC25S23ISN
«Tengo que averiguarlo de aquí al martes por la noche», pensó, así que
decidió encender el ordenador y escribir esas siglas, a ver si encontraba algo.
Así lo hizo, y para su sorpresa, sí que le salieron resultados.
«Acrónimo de Information, Services And Networking, acrónimo de
Intelligent Sensor Network, acrónimo de Integración de servicios nuevos»,
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leyó en la pantalla.
«¡Vaya sarta de estupideces!, esto no me lleva a ningún sitio», pensó
enfadada. Siguió buscando en Google. «Integración de servicios navarros»,
continuó leyendo en el monitor. «Vaya, Navarra, ya nos vamos acercando a
Valencia», se dijo divertida.
«Índice de satisfacción neta», leyó. «¿Y esto qué significa?». Continuó
navegando por la página web para acabar averiguando que se trataba de un
estándar en la indicación de gestión en la calidad de servicios basado en una
escala del 1 al 7, dónde el 7 y el 6 significaban clientes satisfechos, el 5 era
neutral, y del 4 al 1, clientes insatisfechos. «Me sigue pareciendo una
auténtica tontería, ¿qué tiene que ver todo esto con el Gran Consejo?»,
pensaba, cada vez más enojada por el tiempo que estaba perdiendo sin obtener
ningún resultado.
«International Society of Nephrology, la Sociedad Internacional de
Nefrología», leyó. Siguió investigando por esta vía. «Vaya, existe una
Sociedad Valenciana de Nefrología, con sede en Valencia, en la avenida de la
Plata», se dijo. Parecía que tenía ciertos lazos con la organización
internacional, cuya sede estaba en Bruselas.
«Todo esto me parece muy rebuscado, creo que le estoy dando
demasiadas vueltas a este asunto», pensó. «Me voy a abrir una cervecita
fresquita, a ver si el lúpulo me despeja la mente».
Pensó que ojalá pudiera consultarlo con Carlota. Con su mente analítica
seguro que lo adivinaba en minutos, pero claro, no le podía contar nada
relacionado con el Gran Consejo. Era una verdadera lástima.
Se sentó en la terraza, en uno de los sillones, con la cerveza a su lado,
disfrutando del sol de septiembre, todo un placer en una ciudad mediterránea
como Valencia.
De repente, se le ocurrió una idea. Quizá sí que pudiera preguntárselo a
Carlota, pero de otra manera, camuflando el objeto de la cuestión en sí
misma. En breve iba a comenzar su máster universitario, podría decirle que le
habían citado en el ISN, que no sabía dónde era y que le daba vergüenza
preguntarlo en su primer día de máster. «No sé si me mandará a tomar viento
después de lo de ayer, pero por intentarlo tampoco pierdo nada», se dijo.
Tomó su móvil de encima de la mesa para mandarle un mensaje a su
amiga. Después de un primer texto de cortesía, preguntando cómo se
encontraba, le dijo lo que se le había ocurrido, que la habían citado de la
Facultad de Geografía e Historia en el ISN, para el inicio del máster, y que no
sabía dónde era.
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Se quedó esperando su respuesta, relajada en el sillón. A los pocos
minutos sonó su móvil con el tono de mensaje entrante. Era de Carlota. Lo
leyó.
«No sé cómo tienes la vergüenza de ponerte en contacto conmigo hoy.
Casi no puedo ni escribir estos mensajes. Tengo agujetas hasta en las yemas
de los dedos», le decía su amiga. Rebeca no pudo evitar reírse,
imaginándosela, pero no le decía nada de su pregunta principal, de qué
narices era el ISN.
«Supongo que tampoco lo sabrá, le estoy pidiendo demasiado, tiene una
mente privilegiada, no una bola de cristal de bruja adivina encima de la
mesa», pensó.
De repente, volvió a sonar su móvil. Otro mensaje entrante de Carlota.
Empezó a leerlo con avidez.
«¿Tú te llamas historiadora? ¿De verdad terminaste el grado? Mucho
Sorolla y mucho Blasco Ibáñez, para resultar que no sabes nada de la historia
de tu ciudad», leyó Rebeca.
Inmediatamente Rebeca le contestó, «¿no me digas que sabes dónde está
el ISN?».
Al momento recibió otro mensaje de Carlota, «por supuesto, y tú tendrías
que saberlo mejor que yo, inculta».
Rebeca estaba alucinada.
«¿Qué es el ISN y dónde está?», le escribió de inmediato. Estaba
sorprendida a pesar de conocer a su amiga muchísimos años.
Carlota le contestó.
«Hoy no te mereces que te lo diga, por lo que me hiciste ayer. Hablamos
mañana, mientras tanto piensa un poco, que parece que no tienes una cabeza
sino un melón. Estoy segura de que Joana se estaría revolviendo en su sillón
si se enterara que me estás preguntando esto».
Rebeca no salía de su asombro. «¿Qué tiene qué ver Joana con el ISN?».
Se preguntó pasmada. Por más que pensaba no conseguía entender nada.
Lo que le había quedado claro es que Carlota sí que tenía una bola de
cristal de adivina encima de su mesa, y muy a su pesar también debía de
reconocer que tenía una mente superior a la suya. Pero por poco.
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25 DE ENERO DE 1525
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—¿Qué pregunta más extraña me haces? Ya conoces la respuesta, es el
receptor real del Santo Oficio en la ciudad.
Batiste se arrepintió de haber hecho esa pregunta. Era un pensamiento que
le había salido en voz alta. Estaba preocupado por el cariz que estaba
tomando este tema. Blanquina March fue el número uno del Gran Consejo
antes de que lo fuese su hijo, Luis Vives. En esa época se trasladó el árbol
judío del saber milenario. No sabía si las amenazas del padre de Amador
contra las hijas de Blanquina podrían suponer algún peligro para el árbol.
Se despidió de sus amigos y se fue a su casa, dándole vueltas a la cabeza.
En cuanto entró, se dirigió a la cocina, dónde estaba su padre preparando la
comida.
—¿Qué tal en el colegio? —le preguntó Johan, nada más ver a Batiste.
—Cómo siempre, ya conoces al profesor Urraca, es un poco pesado.
—Será pesado, pero es un gran docente, te lo puedo asegurar.
—Oye padre, hoy mi amigo Amador, que ya sabes que es el hijo del
nuevo receptor del tribunal de la inquisición de la ciudad, nos ha contado una
historia muy curiosa —le dijo, cambiando de tema.
Batiste le relató la cita entre don Cristóbal de Medina y Aliaga y las hijas
de Blanquina March, Beatriz y Leonor Vives. Le contó lo que pretendían,
recuperar la dote de su madre, y las amenazas que habían recibido por parte
del receptor. De toda la explicación que le dio a su padre, omitió
convenientemente lo que habían escuchado a través de la rejilla de la
habitación de Jero. Eso no lo podía contar para no poner en evidencia a su
joven amigo.
Johan Corbera se alarmó.
—Podría ser muy peligroso —dijo después de escuchar el relato de su
hijo.
—Pero tengo entendido que el Santo Oficio jamás encontró ninguna
prueba contra Blanquina, y eso que lo intentó, ya que le abrió varias
investigaciones y la citó a declarar en más de una ocasión, pero siempre salió
absuelta.
Johan seguía preocupado.
—Hay una cosa que no sabes, hijo. Don Juan de Monasterio, uno de los
inquisidores del tribunal local de principios de siglo, se encargó que, tanto
Blanquina como su marido, Luis Vives Valeriola, salieran sin cargos de
aquellos asuntos. En realidad, don Juan era uno de los nuestros.
—¿No me digas? ¿Todo un inquisidor trabajaba en nuestro favor?
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—El Gran Consejo estaba muy infiltrado en las altas esferas y, aunque te
cueste creerlo, también en las propias entrañas de la inquisición.
Batiste estaba asombrado por la revelación.
—Entonces no hay peligro —dijo—. Me quedo tranquilo.
—En realidad, sí que lo hay. Ya sabes que la inquisición irrumpió por
sorpresa en una reunión del Gran Consejo, en marzo de 1500.
Afortunadamente consiguieron escapar todos sus miembros, menos el número
cuatro, el rabino de la sinagoga, Miguel Vives. Decidió quedarse de forma
voluntaria, con el objeto de hacer desaparecer todos los documentos relativos
al Gran Consejo que había en la casa. Se sacrificó por los diez, ya que fue
relajado y murió quemado por el Santo Oficio en 1501, después de soportar
un sinfín de torturas, yo creo que el manual completo de ellas.
—Sigo sin ver el peligro.
—Miguel Vives no consiguió su objetivo. Intentó entrar en la sinagoga
clandestina, que era dónde se estaba celebrando el Gran Consejo, para retirar
los papeles, pero no pudo. Los miembros de la inquisición lo retuvieron en la
puerta de la vivienda y no le permitieron moverse de allí.
—¿Y los documentos?
—Ese es el gran misterio de todo este asunto. Parece que, en su informe
final dirigido al inquisidor general de España en aquel momento, que era fray
Diego de Deza, el promotor fiscal y el notario de secuestros, que fueron los
que lideraron aquella redada, no hicieron mención alguna de ello, pero, en
realidad, desconocemos qué ocurrió con aquellos papeles y qué documentos
tiene en su poder el Santo Oficio.
—¿No decías un inquisidor trabajaba para nosotros?
—Así es, pero el asunto lo llevó su compañero y ni siquiera él pudo
verlos. Tuvo acceso a la sentencia completa y a las declaraciones, pero no a
los documentos confiscados, si es que se produjeron. Tampoco sabemos qué
declaró bajo tortura Miguel Vives. Conocemos por otras fuentes que delató a
muchas personas.
—Entonces, ¿no sabemos si el Santo Oficio tiene en realidad documentos
confidenciales del Gran Consejo?
—Don Juan de Monasterio se encargó, en aquella época, de sepultar y
ocultar en los rincones más oscuros de los archivos de la inquisición, todos
los expedientes que hacían referencia a Blanquina. Ni el promotor fiscal ni el
notario de secuestros hicieron ninguna mención a ellos en todos sus informes.
Nadie en todos estos años, hasta ahora que me estás contando lo de don
Cristóbal de Medina, se había interesado por ellos. Supongo que los actuales
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inquisidores no tendrán ningunas ganas ni de buscarlos, si es que los
encuentran, ni de entregárselos al receptor.
Batiste se puso muy serio.
—Don Cristóbal ya los tiene en su poder.
—¡Qué dices! ¿Cómo sabes eso? —preguntó alarmado Johan,
levantándose de golpe de la silla.
—Los exhibió como muestra de su poder ante las hijas de Blanquina ayer
mismo. Dijo que los iba a revisar palabra por palabra —explicó Batiste—. Su
hijo Amador escuchó toda la conversación y nos la ha contado a Jero y a mí
hace un momento.
Johan Corbera parecía preocupado de verdad. Se volvió a sentar en la
silla, con un gesto más tranquilo.
—Bueno, no nos alarmemos más de lo necesario. Con toda probabilidad
no tengan nada. Don Juan de Monasterio, en persona, se desplazó hasta Elche
y le facilitó a Blanquina, una vez que Miguel Vives fue relajado y quemado
en la hoguera, la sentencia y las declaraciones de los implicados en el asunto
al completo. No constaba nada del Gran Consejo ni había ninguna referencia
a la reunión de diez personas en la sinagoga que descubrieron.
—¿Pero podría ser que esos papeles referentes al Gran Consejo estuvieran
en el expediente y que, de forma deliberada, no se les hubieran prestado
atención porque no los comprendieran? Al fin y al cabo, acababan de
descubrir una sinagoga clandestina, apresaron en los siguientes días hasta
treinta herejes y fue un gran éxito de la inquisición. Quizá no les interesaran
los detalles menores que no entendían.
—Como posibilidad, supongo que sí, pero es algo que no sabemos. Esa es
la parte alarmante. Ahora el nuevo receptor dispone de los expedientes y
además ha amenazado con revisarlos letra a letra. Esa es la gravedad del
asunto, que no sabemos si tiene en sus manos algún tipo de documentación o
no. Tenemos que suponer que no, pero es preocupante.
En realidad, no era tan solo preocupante, esa expresión se quedaba corta.
Era muy alarmante, pero eso no lo sabían ni Johan ni Batiste en este
momento.
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EN LA ACTUALIDAD, LUNES 24 DE SEPTIEMBRE
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—¿Has adivinado lo que significa la parte final del mensaje de la reunión
del Gran Consejo de mañana por la noche?
—No, sigo sin tener ni idea qué significan las letras «ISN», pero ayer se
lo pregunté a Carlota.
Su tía se escandalizó.
—¡Pero si ella no sabe ni debe saber nada del Gran Consejo! —exclamó
—. ¡Cómo se te ocurre!
—No te preocupes, ya lo sé. No le conté nada que no debiera. Le dije que
iba a empezar mi máster en la Facultad de Historia y que nos habían citado en
el ISN, que no sabía dónde era y que me daba vergüenza preguntar en mi
primer día de clase.
Tote se tranquilizó, aunque mostró interés por la posible respuesta de
Carlota.
—¿Y qué te dijo la brujilla? —preguntó.
—En realidad, me echó la bronca. Me dijo que parecía mentira que una
graduada en Historia no conociera el ISN. Hubo otra cosa que me extraño.
—¿Cuál?
—Que me nombrara a Joana, en concreto dijo que se estaría revolviendo
en su sillón si supiera que le estaba preguntando eso.
—¿En serio? —Tote se quedó pensativa durante un instante.
—Totalmente, no tengo ni idea a qué se refiere.
De repente, Tote se levantó de la silla, con una cara de sorpresa.
—¡Claro! —exclamó.
—¡No me digas que tú también lo sabes! Aquí la única idiota debo ser yo.
Tote se volvió a sentar, pero lucía una evidente cara de satisfacción.
—Ha sido Carlota, Con la pista de Joana me ha dado la respuesta. Ahora
está todo claro. Por cierto, no es el ISN lo que buscas, sino la ISN, en
femenino. Tu amiga tiene razón, es vergonzoso que no lo sepas. Es verdad
que Joana se enfadaría si se enterara. Te echaría una buena bronca.
—Pues sigo sin tener ni idea. Anda tía, dime que es la ISN. Entre unas y
otras me tenéis en ascuas.
—Que te lo cuente Carlota, el mérito es de ella, además ahora tengo prisa.
Me tengo que ir al trabajo. A las ocho y media pondré la radio para no
perderme tu programa.
—Pues tendré que rogarle a la petarda que me lo cuente —dijo Rebeca,
resignada.
Tote se fue de casa y Rebeca salió cinco minutos después. Llegó a los
estudios antes de la hora prevista. La trataron de maravilla, como era habitual
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y la acompañaron a un estudio para ella sola, como la vez anterior. Estuvo
repasando sus notas sobre El encobert, ese personaje enigmático de la
historia, a caballo entre los siglos XV y XVI.
Llegó el momento de la emisión del programa. Escuchó, por los cascos
que llevaba puestos, como le daban paso desde los estudios de Madrid. Entró
en directo, contó su historia y contestó un par de preguntas de Javi y Mar. En
unos siete u ocho minutos, teniendo en cuenta una pequeña pausa publicitaria,
terminó todo. Era cierto, le había resultado sencillo y no se había puesto
nerviosa.
«No, si al final tendrá razón el queso de Tere, el tal Fabio, que la radio es
lo mío», pensó divertida.
Mara Garrigues, su compañera en la emisora de Valencia le dio la
enhorabuena con un par de besos.
—Haces el programa como si llevaras toda la vida en la radio. Si te pones
nerviosa, desde luego no se nota nada de nada. Hablas con total naturalidad,
más que yo, y ya llevo seis años.
—Te aseguro que lo estoy, lo que pasa es que me encanta la Historia. Es
ponerme a hablar de ella y se me pasan todos los nervios, incluso dejo de ver
delante de mí la alcachofa del micrófono.
Encendió el móvil y vio un mensaje de Carlota. «¿Comemos juntas,
palomina?», leyó Rebeca.
«¿Palomina me llama?», pensó. «¿Y eso a qué viene?, porque Carlota no
da puntada sin hilo. Seguro que hay un motivo para que me llame de esa
manera tan extraña».
Y tanto que lo había. Rebeca no la comprendió, pero, en realidad, su
amiga le estaba diciendo exactamente donde tendría lugar la reunión del Gran
Consejo de mañana por la noche.
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26 DE ENERO DE 1525
—¿Qué te pasa esta mañana Jero? Llegas a la escuela con una sonrisa de
oreja a oreja.
—Hoy estoy contento.
No era nada habitual ver a Jero con ese buen humor, casi siempre estaba
taciturno y cabizbajo.
—¿Y se puede saber a qué se debe esa alegría? —preguntó Amador.
—Mi padre llegará a la ciudad pasado mañana. Esta vez se va a quedar un
par de días conmigo en el palacio.
En cuanto escuchó la respuesta de su amigo, Batiste pegó un brinco.
—¿Se va a alojar contigo en el Palacio Real?
—Sí, claro, como siempre lo hace.
—Y esta vez, ¿se trata de otra visita de incógnito como en la última
ocasión? —siguió preguntando Batiste.
Jero no pudo evitar extrañarse.
—¿Y esa qué clase de pregunta es? ¿Para qué te interesa saber si viene de
incógnito o no? Lo importante es que viene a visitarme, lo demás me da igual,
aunque no entiendo tu interés por esa cuestión —contestó Jero.
«Creo que me he pasado con la pregunta», pensó apurado Batiste. «A ver
cómo salgo de esta». Se quedó un momento reflexionando y al final decidió
contarle la verdad a su amigo.
—Tengo que confesarte una cosa, Jero. No te enfades conmigo, pero le
dije a mi padre que el tuyo había estado en la ciudad en septiembre.
Jero se levantó muy enfadado.
—¡Os dije que no contarais nada! —exclamó enojado.
—Piensa que mi padre y el tuyo son muy amigos, no pude evitar
decírselo. A mi padre le hubiera encantado pasar una velada con él,
entiéndelo. Se ven en muy pocas ocasiones porque uno vive en Sevilla y el
otro en Valencia.
—Te entiendo Batiste, pero mi padre me lo pidió expresamente y supongo
que tendría sus motivos —insistió Jero.
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—Aún hay otra cuestión —dijo Batiste.
—A ver, cuéntamela.
—En aquella vez, en septiembre del año pasado, prometí a mi padre que,
si el tuyo volvía a Valencia, le avisaría.
Jero se volvió a enfadar.
—¡No os voy a volver a contar nada! No me puedo fiar de vosotros. A
veces no parecéis mis amigos.
—A mí no me metas en el saco —dijo Amador—, que yo mantuve el
secreto.
—Escucha Jero, no te enfades, entiende a mi padre que tenga ganas de
hablar con el tuyo.
—Sí, pero quizá el mío no las tenga.
—Por eso vamos a intentar llegar a un acuerdo, para no enfadarnos.
—¿Qué acuerdo? —dijo Jero, aún enojado.
—Cuando tu padre llegue a Valencia, le preguntas si quiere entrevistarse
con mi padre. Te prometo que, si dice que no, no le diré nada a mi padre, pero
si está dispuesto a hablar con él, entonces se lo contaré.
Jero se quedó pensativo durante un momento.
—Igual me gano una buena bronca, pero me parece justo. Lo que quiero
que quede claro es que si mi padre viene de incógnito otra vez, no debéis
decir nada a nadie, y menos tú a tu padre, Batiste.
—Pues entonces hemos llegado a un trato, no se hable más. Tan solo le
informaré a mi padre si el tuyo está de acuerdo en verle —concluyó Batiste.
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EN LA ACTUALIDAD, LUNES 24 DE SEPTIEMBRE
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—Aquí lo tienes —le contestó el director, dándole una especie de
cuadrante de colores.
Rebeca lo estuvo mirando durante un momento. Respiró tranquila, no iba
a interferir demasiado en su trabajo, pero tendría que hablar con el director
del periódico, Bernat Fornell, para tratar de adaptar ciertas horas que le
coincidían. Los lunes, que era el día más delicado por su colaboración
radiofónica, los tenía libres.
Se despidió del director del máster, salió de su despacho y se fue hacia su
casa. Llegó sobre las doce y media. Su tía no estaba, aún no había vuelto de la
comisaría.
«¿Palomina?», se preguntó. Esa era la expresión que había usado Carlota
en el mensaje que le había enviado. «Voy a buscar por internet, aunque no la
conozca igual sí que existe esa palabra», pensó. Tomó su móvil y lo miró en
Google. Para su completa sorpresa sí que existía esa expresión en el
diccionario de la Real Academia Española. «Excremento de las palomas»,
leyó.
Se quedó en blanco.
«¿Y qué quiere decir Carlota con eso?», pensó. «¿Qué busque un lugar
dónde hay abundantes excrementos de paloma?».
De repente se le ocurrió un lugar. En la ciudad de Valencia, si piensas en
palomas, el primer sitio que te viene a la mente es una plaza muy céntrica y
concurrida, pero no le encontraba el sentido. «¿Cómo se va a reunir el Gran
Consejo allí?».
Decidió mandarle un mensaje a Carlota. «Necesito saber dónde está la
ISN». Escueto y directo.
A los pocos minutos recibió la contestación de su amiga. «Mañana te
invito a comer en la calle Caballeros, quedamos en la puerta del teatro Talía a
las dos».
«La petarda me va a tener en vilo hasta el final», se dijo, algo fastidiada
por no ser capaz de resolver por ella misma qué era la ISN.
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—Leonor, no te atrevas a decir eso ni en nuestra casa —dijo una asustada
Beatriz—, que las paredes pueden tener ojos y oídos.
No las tenían, pero casi.
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—Me temo que en breve dejaremos de verte por aquí, nos abandonarás.
—¿Por qué dices eso Tere? —contestó Rebeca, intrigada por la extraña
afirmación—. Estoy muy a gusto en La Crónica desde hace años y creo que
somos buenas amigas.
—Eres una estrella de la radio. Ayer, cuando bajé a desayunar, tenían
puesta la emisora y te pude escuchar. Cuando terminó tu sección, mis vecinos
de mesa de al lado se pusieron a comentarla. Decían que jamás habían
escuchado a nadie explicar la historia de un modo tan ameno desde Isaac
Asimov, que, por cierto, no sé en qué emisora trabaja.
Rebeca no pudo evitar sonreír.
—Isaac Asimov no es un periodista, fue un famoso divulgador científico
que falleció en 1992, aunque se hizo famoso por su faceta de autor de ciencia
ficción. Escribió la trilogía de La Fundación, que luego amplió hasta siete
libros. Fue galardonada en 1966 con el premio Hugo a la mejor serie de
ciencia ficción de todos los tiempos.
—¿De todos los tiempos? Pues mira que hay buenas, tiene que ser
fantástica, nunca mejor dicho.
—¿Sabes a quién se impuso en ese mismo premio? Supongo que te
sonará.
—Ni idea.
—Pues nada más y nada menos que se impuso a la saga de El señor de los
anillos de Tolkien, para que te hagas una idea de lo importante que fue y
todavía es Isaac Asimov, aunque no sea lo famoso y tenga el reconocimiento
que debiera. Me he leído todos sus libros, te aseguro que son muchísimos y
todos muy interesantes —explicó Rebeca—. Por supuesto yo no le llego ni a
la suela de su zapato. Que me comparen con él es un honor completamente
inmerecido.
—Pues lo siento, pero no tengo el placer de conocer al tal Asimov.
—¿Y si te digo Will Smith y Yo robot?
—¡Esa película sí que la vi! —exclamó emocionada Tere.
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—Pues está basada en un libro de Asimov.
—No lo sabía, pero bueno, no me distraigas, que estábamos hablando de
ti, no de ese ruso.
—No era ruso, era estadounidense nacionalizado, aunque es verdad que
de origen ruso.
—¡No me marees! —exclamó Tere—, que me desvías de lo que te quería
comentar.
—Perdona por la interrupción, adelante.
—Te quería decir que, sin darte cuenta, te estás convirtiendo en una
estrella nacional de la comunicación. En breve nuestro periódico se te quedará
enano y volarás hacia nuevas metas, cual mariposa salida de su capullo.
—¡Qué poética! Ten una cosa clara Tere, pase lo que pase con mi vida,
siempre escribiré mi pequeña sección en La Crónica. Por otra parte, esto de la
radio es efímero, hoy te hacen mucho caso y al minuto siguiente nadie se
acuerda de ti. Piensa que estoy nominada a un premio Ondas. Pasará la gala,
no me lo concederán y ya no estaré en la cresta de la ola —se explicó Rebeca
—. Me estoy tomando toda mi situación actual como una diversión, y la
verdad es que me lo estoy pasando bien, con eso ya me doy por satisfecha.
Ahora mismo, todo lo demás me da igual.
Después de la conversación con Teresa, Rebeca se puso a trabajar en su
columna semanal, que debía entregar hoy mismo y aún no la había rematado.
La terminó lo más rápido que pudo y la entregó para su publicación en la
edición del periódico del miércoles.
Sin darse cuenta se le había pasado la mañana. Había escuchado sonar su
móvil, con el tono de mensajes entrantes, pero no había querido distraerse. No
le gustaba atender asuntos particulares en horas de trabajo, aunque a veces,
sobre todo estos últimos meses, se había visto obligada a hacerlo por las
especiales circunstancias.
A la una y media apagó el ordenador y miró el móvil. Había quedado a
comer con Carlota, así que partió con su bicicleta hacia el teatro Talía, que
estaba en pleno centro histórico de la ciudad, en la calle Caballeros, donde
tenían su palacio los difuntos conde de Ruzafa y su esposa la condesa de
Dalmau, que habían sido números uno del Gran Consejo, Supuso que ahora
su posición dentro de la organización nacida en el siglo XIV la habría heredado
alguno de sus tres hijos.
De repente, a Rebeca se le iluminó el cerebro. «Claro, ¡qué idiota he
sido!», pensó. «¿Qué lugar más apropiado existe en la ciudad para celebrar
una reunión discreta del Gran Consejo que en el domicilio y palacio del
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número uno? Por eso Carlota me ha citado a comer en la calle Caballeros,
justo al lado de la plaza de la Virgen, lugar dónde más palomas hay de toda la
ciudad, ¡soy una palomina!», se dijo. «No tengo ni idea cuál es el nombre de
ese palacio, pero seguro que tiene algo que ver con las iniciales ISN».
«Ahora todo cobra sentido», pensó, con una sonrisa de satisfacción en su
rostro.
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—Señor Palacios, hay una persona que pregunta por usted. Dice que le ha
citado ahora mismo —dijo un criado, dirigiéndose al señor inquisidor.
—Hazle pasar —le contestó.
Era nada más y nada menos que don Cristóbal de Medina y Aliaga,
receptor del Santo Oficio, con el que don Andrés Palacios había mantenido
una acalorada discusión hacía apenas cuatro días. El invitado hizo una entrada
triunfal en el despacho y, sin esperar a que don Andrés se lo indicara, se sentó
en uno de los butacones.
«Este receptor tiene los humos muy subidos», pensó el inquisidor. Fue
directamente al grano, no le apetecía mantener una extensa charla más allá de
lo estrictamente necesario con semejante personaje.
—Se preguntará por qué le he citado con esta premura —empezó la
conversación don Andrés, omitiendo a conciencia cualquier tipo de saludo.
—Pues la verdad es que sí. Después de nuestro intercambio de criterios de
hace unos días, no le voy a mentir, me tiene intrigado esta entrevista.
«¿Intercambio de criterios?», pensó el inquisidor. «¿Con esos términos se
refiere a su petición de que me salte las normas y las leyes?».
—Esta misma mañana ha acudido al palacio Leonor Vives y ha
formalizado la petición de devolución de los bienes confiscados a su madre,
Blanquina March, en el proceso seguido contra su padre, Luis Vives Valeriola
—dijo don Andrés, con el tono de voz más neutro que pudo.
Antes de que citara en su despacho al receptor, don Andrés había estado
revisando toda la documentación que le acababa de presentar Leonor, la hija
de Blanquina March. Había estudiado el expediente con detenimiento y le
había llevado gran parte de la mañana. Fue entonces cuando decidió enviarle
una nota al receptor, don Cristóbal de Medina, para comentarle el asunto.
Suponía que, después de la agria discusión que tuvieron hace unos días, no
acudiría a la cita con demasiado interés, pero tenía que comentarle un tema
que debía conocer, como directamente afectado, aunque la decisión final del
expediente le correspondiera a Andrés Palacios.
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—¿Y para eso me ha convocado? —preguntó con cierto desdén.
—Quería que supiera en persona, por mí mismo, que el pleito se acaba de
iniciar de manera formal, con la presentación de la demanda familiar.
—Entonces, ¿me ha citado por una mera cuestión de cortesía? —
preguntó, ahora en tono chulesco.
—En realidad, no —contestó don Andrés.
La respuesta le pilló por sorpresa a don Cristóbal.
—¡Ah!, ¿no? Perdone, pero no le entiendo.
—Le he citado para informarle que voy a rechazar la petición que han
formulado las dos hermanas, Beatriz y Leonor.
Si la anterior respuesta le había pillado por sorpresa a don Cristóbal, esta
hizo que se levantara de su butacón de golpe.
—¡No me diga! Me alegro de que la conversación que mantuvimos hace
unos días haya dado sus frutos —dijo don Cristóbal, que no podía ocultar su
satisfacción.
—Se equivoca —contestó muy serio don Andrés.
—¿En qué me equivoco? Me acaba de decir que no va a aceptar la
petición de las hermanas Vives.
—Y eso es cierto, pero no tiene nada que ver con la desagradable
conversación que, para oprobio propio, mantuvimos recientemente.
—Discúlpeme, pero vuelvo a no entenderlo —dijo don Cristóbal.
—Ya le dije que no pensaba saltarme ni las leyes ni las normas del Santo
Oficio, y me mantengo en mi firme decisión, por más que usted insistiera en
aquel desafortunado encuentro. El rechazo a la petición de las hermanas
Vives se debe exclusivamente a la aplicación de esas mismas leyes que usted
se atreve a denostar, con una ligereza impropia de una persona de su rango y
posición.
—¿Se podría explicar mejor? —preguntó el receptor, que ahora estaba
muy perdido.
—Las normas establecen que, para poder reclamar bienes secuestrados o
confiscados por el Santo Oficio pertenecientes al otro cónyuge no declarado
hereje, si este ha fallecido, como es el caso de Blanquina March, deben ser
todos sus herederos los que suscriban y apoyen la petición.
—Sigo sin entenderlo.
—Blanquina tuvo cinco hijos en su matrimonio, aunque en la actualidad
tan solo viven tres de ellos, ya lo he comprobado. La solicitud de devolución
de bienes confiscados tan solo aparece firmada por dos de ellos, las hermanas
Beatriz y Leonor Vives. Falta un tercer hermano y heredero.
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Don Cristóbal se quedó pensativo por un momento.
—Pero el tercer hermano vivo, ¿no es el seguidor de Erasmo, Luis Vives?
—Así es.
—¿Y me está diciendo que su firma es necesaria para tramitar el
expediente?
—No lo digo yo, eso es precisamente lo que estipula la ley, y ya conoce
que yo soy muy escrupuloso en su aplicación.
Don Cristóbal no pudo ocultar su alegría.
—Pues eso no pasará. Luis Vives reside en la actualidad en Oxford,
Inglaterra, y no se atreverá a pisar suelo español. Eso no ocurrirá jamás.
—Pues entonces, sin la autorización del tercer hermano, no puedo dar
curso legal al expediente —dijo muy firme don Andrés Palacios—, ni, en
consecuencia, autorizar la devolución de la dote solicitada por las hermanas.
Don Cristóbal estaba visiblemente contento.
—Mire, ahora mismo celebro que sea tan condenadamente legalista —
dijo don Cristóbal, que le acababan de dar la alegría del día. Se acababa de
ahorrar 10 000 sueldos, y bien que los necesitaba para cumplir con la promesa
que le había hecho al rey. Aquella cantidad era fundamental para sus intereses
y poder alcanzar los objetivos comprometidos.
Don Andrés miraba con cara divertida la evidente alegría indisimulada de
aquel energúmeno.
«En realidad, hay otra posibilidad legal para tramitar el expediente, pero
este imbécil del receptor no se merece ni que se la diga. Ya hablaré con las
hermanas», pensó don Andrés, que cada día soportaba menos a don Cristóbal
de Medina, y eso que se conocían desde hacía bien poco.
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—¡Caramba, que cara más risueña luces este mediodía! —dijo Carlota, en
cuánto vio a su amiga Rebeca esperándola en la puerta del teatro.
—Hoy hace un tiempo magnífico —contestó, lo primero que se le ocurrió.
—Sí, igual de bueno que ayer y que anteayer. Sin duda es una gran
sorpresa que en Valencia haga un tiempo magnífico —contestó con sarcasmo
Carlota.
—Anda, no me fastidies el día, que estoy contenta. ¿Ya te has recuperado
del agradable paseo por la playa del sábado pasado?
—¡No me lo recuerdes! ¿Te crees que aún me quedan agujetas de aquella
tortura? Lo del deporte no puede ser sano si produce esos efectos secundarios,
es como los medicamentos, por no hablar de la muñeca izquierda.
Rebeca no pudo evitar reírse de las ocurrencias de su amiga.
—Eso pasa porque no lo practicas con regularidad.
—¡Sí, claro! Estaría ya muerta —exclamó Carlota, riéndose también.
—¿Dónde me invitas a comer?
—No he pensado en ningún sitio en particular. Te he dicho de quedar en
la calle Caballeros por estar en el centro histórico de la ciudad, además es un
sitio muy agradable para pasear.
«Sí, seguro», pensó Rebeca. «Tú no haces nada por casualidad, lo que
ocurre es que en esta misma calle está el palacio del conde de Ruzafa y de la
condesa de Dalmau, que será el lugar de celebración del Gran Consejo de esta
noche, y me lo quieres restregar por los morros».
Anduvieron por la calle Caballeros, pasaron por la puerta del palacio de
los condes y giraron por una callejuela. Rebeca iba pendiente de la expresión
del rostro de Carlota. Ni se inmutó, al menos no noto ningún gesto que la
delatara. Decidieron entrar en un pequeño restaurante que no tendría más de
ocho mesas.
—¿Te parece bien este local? —preguntó Carlota—. Te advierto que no lo
conozco.
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—Me parece perfecto, además con el día que hace, nos podemos sentar en
una mesa en la terraza, y así disfrutar del tiempo.
Así lo hicieron. Pidieron la comida y un par de cervezas.
—Bueno, querías saber qué lugar de la ciudad era ISN, ¿no? —preguntó
Carlota—. Es un edificio histórico, sin duda un buen lugar para iniciar tu
máster, casi diría que de los mejores de la ciudad.
—Y lo tenemos prácticamente enfrente, ¿verdad? —dijo Rebeca, que ya
no se podía aguantar más.
Ahora era Carlota la que escrutaba el rostro de su amiga.
—Vaya, veo que ya lo has averiguado por ti misma —respondió algo
fastidiada. Quería hacer su exposición habitual y sorprenderla.
—Me ha costado deducirlo más de la cuenta. Desde luego ha sido
imperdonable por mi parte tardar tanto en desentrañar este pequeño misterio.
El camarero vino con los platos. Fue una comida agradable, tanto Rebeca
como Carlota tenían un carácter muy parecido y se llevaban muy bien.
Terminaron de comer y se pidieron una grappa, ese licor italiano tan
exquisito. Se sentían de maravilla. El fantástico día en la ciudad ayudaba
mucho.
—Ya que estamos en esta zona tan bonita, podíamos pasear un poco para
bajar la comida —propuso Carlota.
—Claro que sí, guapi —le contestó Rebeca, sonriendo.
Siguieron por el callejón donde habían comido, hasta llegar a puerta de la
parroquia de San Nicolás de Bari y San Pedro Mártir.
—¿La conoces? —preguntó Carlota.
—¡Cómo no! Es la llamada «Capilla Sixtina valenciana». Después de la
restauración de todos los frescos y las bóvedas, a cargo de la Fundación
Hortensia Herrero, que ya sabes que es la mujer de Juan Roig de Mercadona,
el resultado ha sido verdaderamente espectacular. Su belleza es indescriptible.
Ya tiene fama europea.
—¿Quién es el autor de los frescos? —preguntó Carlota.
—Un pintor italiano de la corte del rey Carlos II, no creo que lo conozcas
—respondió Rebeca—. Los estudié el año pasado en la uni.
—¿Cómo se llamaba? —insistió Carlota.
—Antonio Palomino.
—¿Y cómo se llama este monumento popularmente? —siguió
preguntando Carlota.
—¿Por qué me preguntas lo que ya sabes? Es la Iglesia de San Nicolás.
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No había terminado su respuesta, cuando de repente, Rebeca cayó en la
cuenta. Miró a su amiga Carlota, que estaba partida de risa, casi llorando. Una
inmensa vergüenza invadió a Rebeca, no lo pudo evitar. De repente, todo
había cobrado sentido.
—Iglesia de San Nicolás, o sus siglas ISN —dijo Carlota, sin poder evitar
las carcajadas—. Aquí tienes el lugar del comienzo de tu máster, sin duda un
lugar y un entorno difícilmente superable, además con los frescos de
Palomino, ¡qué eres una palomina! —exclamó Carlota, que seguía de
cachondeo a costa de su avergonzada amiga.
Rebeca no sabía qué decir ni cómo ponerse. En estos momentos se sentía
ridícula.
—Me parece que alguien pensaba que se trataba de otro edificio, y no
señalo a nadie…
Carlota seguía con su particular burla.
—¡Me muero! —exclamó Rebeca, ruborizada—. No sé por qué he
pensado que era el palacio de los condes.
«¿De verdad no sabes por qué?», pensó Carlota, sin poder evitar un gesto
de incredulidad.
Rebeca se dio cuenta de la expresión en el rostro de su amiga. Había sido
un momento fugaz, pero la había observado con claridad. Le preocupó, pero
ya tendría tiempo de analizarla, ahora estaba sorprendida y abrumada.
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La reunión del Gran Consejo de esta noche iba a tener lugar en un edificio
verdaderamente singular, nada más y nada menos que en la monumental
Iglesia de San Nicolás, con los espectaculares frescos de Antonio Palomino
observándolos, en todo su esplendor. Aquello superaba todas sus
expectativas.
Su congoja acababa de subir un grado.
Mandó un mensaje con el móvil al grupo del Speaker’s Club. Suspendía la
reunión de hoy. Lo lamentaba, pero no estaba para distracciones.
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—Lo sé, pero si mi padre declina la reunión, tienes que mantener tu
promesa de no contarle nada a tu padre. No me falles como la última vez.
—Te lo juro —contestó muy serio Batiste—, pero también exijo el
compromiso por tu parte de intentar que la reunión se celebre.
—Cuentas con él, ya lo sabes.
Amador había sido testigo mudo de la conversación. Al fin y al cabo, él
no formaba parte de este supuesto encuentro.
Los tres se separaron y se fueron a sus respectivas casas a comer. Batiste
llegó a la suya y, una vez más, no estaba su padre. Había estado demasiado
tiempo de viaje en el pasado y suponía que tendría bastante trabajo
acumulado. Se calentó la olla que estaba preparada, se la comió y subió a su
cuarto, a estudiar.
Antes de tomar los libros no pudo evitar pensar en don Alonso, el padre
de Jero. Aquella respuesta que le había dado a la sencilla pregunta que, si don
Bertrán seguía con vida, le había dejado perplejo. No era habitual en él tardar
tanto tiempo en resolver un acertijo, se le daban bastante bien, pero este era la
excepción. Volvió a tomar entre sus manos la nota de respuesta de don
Alonso, por ver si se le ocurría alguna idea nueva.
«Don Bertrán ya no existe. Ákros y Stikhos».
Sabía, por su padre, qué significaban las palabras griegas ákros, extremo,
y stikhos, línea, pero no le encontraba ningún sentido. Su padre le había
explicado que ambas unidas eran la raíz de la palabra castellana «acróstico»,
pero aquello no le conducía a ningún lugar. Los versos acrósticos de La
Celestina, en el poema El Bachiller, no tenían ningún sentido para él.
Tampoco conocía otros versos dónde poder aplicar la técnica acróstica. Lo
mirara por dónde lo mirara, aquel misterio era un callejón sin salida.
Sin saber por qué, le vino a la mente una frase muy típica del profesor
Urraca. «Cuando algo no tiene sentido, es que no lo estás mirando desde la
perspectiva adecuada». Esa frase la repetía a toda su clase cuándo se rendían
y no daban con la solución a algún problema matemático. «No hay que
rendirse ante ningún problema, tan solo enfocarlo de otra manera», les
insistía.
«¿Y si no estoy mirando este problema desde la perspectiva adecuada?»,
se dijo Batiste, «¿Y si lo debo enfocar de otra manera?», mientras su mente se
esforzaba en buscar otro punto de vista.
Su cerebro estaba en ebullición.
«Quizá no tenga que buscar versos acrósticos», pensó. «Ákros significa
extremo, y stikhos, línea. No tengo ningún verso que buscar, ¿pero tengo
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alguna línea?».
De repente se levantó de un brinco de la silla.
«¡Claro que tengo una línea!», pensó casi a gritos.
Se puso como un loco a rebuscar en el jubón de ficticio fray Bautista
Tarrén hasta que encontró lo que buscaba. Extendió su supuesta nota de
suicidio, que era una simple línea, encima de la cama. A pesar de que la había
leído infinidad de veces, lo hizo una vez más.
«A lo oscuro no se observa. Mi alma no respira. Intuyo que una
emboscada».
Se quedó completamente pasmado cuando se le reveló su contenido real.
Sin darse cuenta se puso a temblar. Lo había tenido siempre delante de sus
narices, pero como decía el profesor Urraca, no lo había estado mirando desde
la perspectiva adecuada, el enfoque no era el correcto.
Estaba claramente eufórico. Había conseguido desentrañar el mensaje
oculto en el texto de don Bertrán.
«Ahora tengo el mensaje claro, pero ¿qué quiere decir en realidad?», se
preguntaba. Aún tenía menos sentido que el mensaje aparente, pero no podía
tratarse de una casualidad, era imposible. Si el descubrimiento que acababa de
hacer se confirmaba, nada de lo que creían saber era cierto.
Nada.
Le vino a la mente una cita del filósofo griego Sófocles, como las palabras
ákros y stikhos, que decía, «una mentira nunca vive hasta hacerse vieja».
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—Desde aquí andarás tú sola —dijo Tote—. Yo permaneceré en algún
lugar muy cercano a la puerta de la iglesia. Métete tu móvil en uno de los
amplios bolsillos de la capa. Ten mi teléfono preparado en la pantalla, y el
dedo sobre la tecla de llamada, así en caso de peligro, en menos de un
segundo lo podrás apretar, y de inmediato aparecerá la caballería ligera de tu
tía, pistola en mano.
—Me asustas con todas esas medidas de seguridad. Si quisieran hacerme
daño lo podrían haber hecho sin tanta ceremonia, en cualquier otro lugar o
día.
—Posiblemente no ocurra nada, tienes razón, pero ya sabes, más vale
prevenir que curar.
Rebeca se dirigió en solitario por la calle Caballeros, llegó a la esquina de
la iglesia y giró por la callejuela. En ese momento abrió la bolsa que llevaba y
se enfundó la capa negra y se puso la gran capucha.
«Menos mal que esta zona en concreto no está muy concurrida», pensó
Rebeca, que aun así se cruzó con dos personas. Tampoco le prestaron especial
atención, pensarían que pertenecería a alguna tribu urbana gótica. Por ese
barrio de la ciudad no era tan extraño cruzarse con personajes del tipo que
ahora mismo encarnaba Rebeca.
Llegó a la entrada de la iglesia. Estaba cerrada. Era lo lógico, eran casi las
once de la noche. Había una aldaba en la puerta. La utilizó para llamar. No
respondió nadie. Estaba pensando que todo aquello era una estúpida broma y
estaba planteando marcharse, cuando, de repente, le abrieron la puerta de la
iglesia. Era una persona enfundada en otra capa negra, como ella. No se le
veía el rostro, pero le franqueó el acceso al interior del templo.
El espectáculo ante sus ojos era sobrecogedor. Ver aquella maravilla de
cúpulas pintadas por Antonio Palomino, iluminadas en la oscuridad de la
noche, con la iglesia completamente vacía, era una visión que impresionaba a
cualquiera, y Rebeca no era una excepción.
Se acercó hacia el altar. Vio que ya había tres personas con idénticas
capas a las suyas. Se saludaron con un movimiento de cabeza, sin pronunciar
palabra alguna. Rebeca se sentó en la primera fila de bancos, junto con los
demás, y se quedó esperando en silencio, observando a su alrededor.
Vio cómo iban llegando más personas con idéntica indumentaria negra.
Cumplía su función a la perfección, era imposible identificar a su portador. Ni
siquiera era capaz de distinguir si eran mujeres u hombres, ya que la capa era
muy ancha, al igual que la capucha, que cubría la totalidad del rostro. Desde
el siglo XIV, desde las primeras reuniones del Gran Consejo, siempre habían
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portado ese extraño ropaje, para preservar el anonimato de sus identidades. En
aquellos tiempos tenía mucho sentido, ya que los judíos eran perseguidos y
debían protegerse, pero en la actualidad ya no cumplía esa misión protectora.
Rebeca pensó que ya formaba parte del ritual desde hacía más de seis siglos, y
que así había continuado a lo largo de los años.
Rebeca giró la vista. Contándola a ella, había seis personas. Teniendo en
cuenta que el Gran Consejo debía estar conformado por diez miembros, más
ella como número once, aún quedaban por llegar cinco más. Suponía que por
ello estaban todos en silencio, esperando que llegara el resto.
Rebeca hizo caso a su tía. Tenía su móvil oculto en uno de los bolsillos de
la capa con el dedo preparado para hacer una llamada, en caso de necesidad,
aunque no se esperaba ningún peligro. Se habían tomado demasiadas
molestias para convocar esta reunión si su objeto era simplemente hacerle
daño.
Vio entrar a otra persona, que se sentó en el asiento más alejado a ella. Ya
eran siete, aún faltaban cuatro miembros más.
De repente, uno de los encapuchados se levantó y se dirigió hacia el altar.
Rebeca estaba sorprendida, parecía que iba a empezar el Gran Consejo, pero
aún faltaban miembros.
—Buenas noches a todas y a todos, y en especial a la invitada que
tenemos en nuestra reunión de hoy. Tengo el placer de presentaros al número
once, descendiente directa del mismísimo Samuel Perfet, que como todos
sabéis, fue la primera undécima puerta, a finales del siglo XIV. Ya sabéis que
fue una de las figuras más destacadas dentro de Las doce puertas —dijo la
persona que se había puesto en pie, con gran solemnidad—. Yo soy el número
siete.
Rebeca no se sorprendió en absoluto al escuchar esa voz. Ya se la
esperaba y la conocía perfectamente.
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—Sí. El padre de Jero, o sea, don Alonso, está en la ciudad. Parece que
nos ha citado, en apenas un momento, en el Palacio Real.
—¡Fantástico! —exclamó Johan—. Tengo muchas ganas de verlo.
—Mira la hora que es, son las cinco y diez, y en la nota pone que la
reunión es a las seis. Como no nos demos prisa no vamos a llegar puntuales a
las seis.
—Vamos a cambiarnos de ropa y salimos en quince minutos. ¡Venga!
Cada uno a su habitación —ordenó Johan.
Cumplieron el horario previsto, y a las cinco y media partieron en
dirección al Palacio Real. Johan estaba de muy buen humor, le apetecía ver a
su gran amigo don Alonso, el conde de Niebla. Siempre se habían llevado
muy bien y se veían en pocas ocasiones.
Llegaron a la puerta del palacio. El alguacil de guardia estaba avisado y
les franqueó el acceso de inmediato. Entraron en el salón que enfrentaba a la
espectacular escalera.
—¡Qué maravilla! —exclamó Johan—. Ya sabes, tan solo había entrado
una vez y ya no me acordaba de lo bonito que era.
Batiste permaneció en silencio. Él había entrado en bastantes más
ocasiones que su padre, pero no podía ni siquiera mencionarlo.
Apareció un miembro del servicio, que les indicó que subieran por la
escalera. Así lo hicieron. Anduvieron por un pasillo y los acompañó hasta una
puerta. Batiste y su padre sabían que detrás de ella estaba el salón de la
chimenea.
—Pueden entrar y acomodarse en los sillones. Don Alonso los atenderá en
un momento —dijo el criado.
Entraron en el salón. Batiste no pudo evitar estremecerse. Recordaba el
incidente que había ocurrido allí mismo, del que no podía hablar. De hecho,
había prometido olvidarlo, aunque, evidentemente, no lo había hecho.
La chimenea estaba encendida y daba calidez al salón, cosa que se
agradecía porque en la calle hacía mucho frío.
—También me acuerdo de este salón —dijo su padre, mientras se sentaba
en uno de sus sillones.
«Y yo», pensó Batiste.
Desde su posición, sentado en los sillones, vieron cómo se abría la puerta
que daba al pasillo, donde se encontraba la habitación de Jero. Apareció su
amigo, con una amplia sonrisa. Se notaba que estaba de buen humor, su padre
había venido a visitarlo.
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—Hola a los dos, bienvenidos a mi humilde casa —dijo con evidente
sorna Jero, entrando en el salón.
Se saludaron efusivamente. Johan hacía tiempo que no veía al amigo de su
hijo. Aquel niño siempre le había caído francamente bien.
—En un momento estará con nosotros mi padre. Está terminando de
arreglarse.
No había concluido la frase cuando se volvió a abrir la puerta. Batiste y
Johan se levantaron del sillón.
—Aunque ya sé que os conocéis, os presento a mi padre —dijo Jero, con
cierta solemnidad.
Si no llega a ser porque estaba apoyado en uno de los sillones del salón,
Johan se hubiera caído de espaldas al suelo.
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—Perdona, antes de que continúes hablando. Observo que no está el Gran
Consejo al completo. Somos siete personas, Si me descontamos a mí, que no
pertenezco a vuestro grupo, nos faltan cuatro miembros. ¿No los vamos a
esperar para comenzar la reunión? —preguntó extrañada Rebeca.
Se hizo un silencio en el Gran Consejo tan monumental como la Iglesia de
San Nicolás, que era mudo testigo de su reunión.
—No hay más miembros —contestó el número siete—. Ya estamos todos.
Rebeca se quedó pasmada.
—¡Entonces esto no es un Gran Consejo! —exclamó.
—En realidad, somos lo que queda del Gran Consejo —dijo con pesar el
número siete.
—Disculparme, pero no entiendo nada.
—Poco hay que entender. Solo somos seis miembros —le repitió el
número siete.
Rebeca seguía pasmada y sin comprender nada.
—Se supone que el Gran Consejo debíais de ser diez personas para poder
proteger el árbol, ¿no es así?
—Sí, en su origen estaba constituido por diez miembros, como bien has
dicho, pero en su origen, no ahora.
—¿Y por qué no se reconstruyó el Gran Consejo, y de paso el gran
mensaje, con la ayuda del número uno y del número once, tal y como estaba
previsto desde el siglo XIV?
—Esa es una buena pregunta —respondió el número siete.
—Entonces, ¿para qué narices sirve esta reunión? —preguntó Rebeca—.
El grupo está incompleto. No puede cumplir su función.
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no tuve otro remedio que organizar mi regreso por vía terrestre.
—¡Pero estamos en guerra con Francia! ¡Fuiste un inconsciente al
atravesar su territorio!
—No tanto. Tomé mis medidas de seguridad, no te creas que soy idiota.
Me inventé el personaje de fray Bautista Tarrén y me puse ropajes típicos de
fraile. Hasta iba montado en una mula, no en un caballo como el resto del
séquito. No llamaba nada la atención.
—Una vez más tenías razón —dijo Johan, mirando a su hijo. Tenía que
reconocer que su mente brillante, con tan solo trece años de edad,
sobrepasaba la suya propia.
—Dos a cero, y espérate a las sorpresas que aún te quedan por conocer…
—le advirtió Batiste, con una sonrisa incierta en su rostro, que Johan no
terminó de comprender.
«¿Más sorpresas que don Bertrán este vivo después de dos años?», pensó.
«¿De qué más me voy a enterar?».
El noble continuó la narración de los hechos.
—Toda mi escolta conocía mi disfraz y estábamos preparados para la
eventualidad de una emboscada. Cuando ocurrió, ya sabíamos cómo actuar.
El jefe de mi guardia personal iba disfrazado con mis ropajes y dos soldados
estaban listos para escoltarme fuera del centro de la lucha. Como puedes
comprobar, logré escapar en mi papel de fray Bautista Tarrén, sano y salvo.
No obstante, tuvo un elevado coste, ya que todo mi séquito perdió la vida.
—¿Y por qué no descubriste que estabas vivo en cuánto regresaste a
España?
—En un primer momento pensé en hacerlo, pero comprendí la utilidad de
seguir utilizando la tapadera del falso fraile. Me alojé en el convento de San
Pablo el Real de Sevilla, Me di cuenta de las ventajas de poder actuar con
total discreción cuando me convenía, ya que nadie conocía mi verdadera
identidad. Era un simple fraile dominico anónimo.
Johan se dirigió hacia su hijo Batiste y hacia Jero.
—¿Os importa dejarnos solos un momento? Tenemos que hablar de
cuestiones de adultos.
—No, por supuesto —dijo Jero, levantándose del sillón y tomando del
brazo a su amigo.
En cuanto salieron de la habitación, Batiste se dirigió a su amigo, con un
tono en su voz algo condescendiente.
—Tranquilo, lo sé todo. Es el pobre de mi padre el que no se entera de
nada —dijo—. Ahora va a hacer el ridículo un rato delante de tu padre. Ya
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intervendremos nosotros después, que somos los verdaderos protagonistas de
la historia presente y futura.
Jero se quedó mirando a Batiste con cara de absoluta sorpresa. Estaba
perplejo, no sabía qué decir.
—¿En serio lo sabes todo? —preguntó asombrado—. Lo siento, no me lo
puedo creer, es imposible.
—Te voy a adelantar un dato que se supone que debo desconocer. Tu
lugar de residencia en Sevilla fue en el convento de San Pablo el Real,
¿verdad? —preguntó Batiste, mirando a los ojos a su amigo.
Jero se sorprendió visiblemente.
—¿Cómo sabes eso? No se lo he contado a nadie, además mi padre me
prohibió expresamente que lo hiciera. En la ciudad tan solo lo sabemos mi
padre y yo… y bueno, parece que tú también.
—No te sorprendas. Como te estaba diciendo, lo sé todo de ti y de tu
padre. Por fin cada pieza está en su sitio —dijo Batiste, con total seguridad.
Ahora Jero también se quedó mirando a los ojos a su amigo. Lo creyó.
—¿Desde cuándo lo conoces?
—Desde hace poco tiempo, pero tenía todas las piezas del rompecabezas
delante de mis propias narices. Fui un imbécil por tardar tanto en darme
cuenta, pero el profesor Urraca me ayudó. Tenía que haber resuelto el enigma
mucho antes. No tengo perdón.
Jero se sobresaltó.
—¿El señor Urraca también lo sabe?
Batiste se rio.
—No, por supuesto que no —contestó—, pero una de sus frases más
típicas sirvió para despertar a mi cerebro, que andaba muy despistado con
todas las piezas descolocadas. No sabía cómo encajarlas hasta que su espíritu
me iluminó de repente.
—¿Sabes que dices cosas muy raras? —dijo Jero, que no entendía nada de
lo que estaba diciendo su amigo—. Sé que eres muy inteligente y por eso te
estoy tomando en serio. Si fueras Amador, ahora mismo estaría riéndome.
—Puedes reírte igual, creo que la situación va a ser muy divertida. No sé
cómo se lo tomará tu padre, pero el mío igual hasta se enfada. Dejemos que se
distraigan un rato. Ya llegará nuestro turno.
Jero miraba a su amigo con cara de incredulidad.
—Anda, vayamos a tu habitación a esperar —dijo Batiste—. Te aseguro
que nos acabarán llamando y no creo que tarden demasiado.
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—¿Cómo puedes saber todo eso? —preguntó Jero, completamente
alucinado.
—Luego te enterarás —contestó Batiste, mientras entraban en la
habitación de su amigo—. No quieras correr demasiado y ser impaciente,
cada paso a su debido tiempo.
«Aquello prometía», pensó Batiste. «Me parece que, al final, me voy a
acabar divirtiendo con este asunto».
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—Supongo que si existe se pondrá en contacto con vosotros en algún
momento —interrumpió Rebeca—. Si no lo hace, dar por perdido al número
uno.
—Bueno, continúo con la explicación. La segunda puerta es el profesor
Abraham Lunel, que ahora vive en Sudamérica, alejado del Gran Consejo. La
tercera puerta, Tania Rives, sabemos que está viva, pero desconocemos su
paradero. El número cuatro fue Miguel Vives, quemado por la inquisición en
1501 y, que sepamos, no designó ningún sucesor. Desde entonces está rota la
cadena del Gran Consejo por ese número, el cuatro. El resto de miembros, del
cinco al diez, estamos aquí presentes, por eso, en la actualidad, el Gran
Consejo se limita a tan solo seis personas, las que ves en esta monumental
iglesia de San Nicolás, en este momento.
Rebeca cayó en la cuenta de un detalle importante.
—Pero si faltan cuatro miembros, no tendréis el mensaje completo que
conduce al paradero del árbol. Había que unir las diez partes que estaba cada
una en poder de un miembro —dijo preocupada Rebeca.
—La realidad es aún peor. Blanquina March ordenó en el año 1500 el
cambio en la ubicación del árbol. Encargó su traslado al número once. Sabrás
que su primera ubicación fue la cripta de origen visigótico que estaba oculta
debajo de la Sinagoga Mayor de la aljama de Valencia, tristemente
desaparecida para siempre. Blanquina, después de ordenar trasladar el árbol a
otra ubicación, tomó una decisión de gran calado. Nada más y nada menos
que disolver el Gran Consejo.
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Algo muy grave. Que ninguno de nosotros tiene ninguna parte del
mensaje que conduce al paradero del árbol —dijo con seriedad el número
siete—, porque cuando en número once concluyó con su encargo, ya no pudo
localizar a ningún miembro del Gran Consejo, por el simple motivo que, en
aquel entonces, ya no existía. Blanquina lo había disuelto unos años antes.
Rebeca estaba sofocada.
—¡Pero eso es una catástrofe! ¿Cómo podéis proteger algo que no sabéis
dónde está? ¡Ni siquiera conocéis si existe en la actualidad! Puede haber
desaparecido para siempre y vuestra labor ser completamente inútil.
—Es cierto, pero esa es la pura realidad. Aun desconociendo todo lo que
acabas de decir, hemos protegido el árbol lo mejor que hemos podido durante
muchísimos años, con los medios a nuestro alcance. Por ejemplo, desde el
siglo XVI, nuestros antepasados han estado vigilando a todos los números uno
del Gran Consejo, empezando por el humanista Luis Vives. Nuestros
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antepasados desplazaron a un miembro de nuestra familia a Flandes, con el
objeto de espiarle. Incluso leíamos toda su correspondencia, pero,
desafortunadamente, no encontramos nada relevante para nuestros propósitos.
Casi todo eran temas personales. Por supuesto también espiamos a los últimos
números uno conocidos, el conde de Ruzafa y a su esposa, la condesa de
Dalmau.
—Estoy impresionada —dijo Rebeca—. Menudo despliegue de medios a
lo largo de cinco siglos.
—No te lo puedes ni imaginar, por eso te decía que no hemos dejado de
trabajar durante estos siglos, aún sin saber dónde está, si es que existe todavía,
el árbol judío del saber milenario.
—Siento decirlo, pero, en realidad, habéis trabajado para no obtener
ningún resultado, nada de nada.
—Eso no lo sabemos. Es verdad que desconocemos si aún existe el árbol,
pero ello no implica que sigamos intentando protegerlo.
—Pues ya me contaréis cómo… —exclamó incrédula Rebeca.
—Ya en la época actual, por ejemplo, nos costó gran esfuerzo falsificar la
foto de la gargantilla del conde de Ruzafa y conseguir que creyerais que era
una prueba auténtica. Nos asustamos con los avances en la investigación que
estábamos haciendo en el Speaker’s Club, porque yo me incluyo en ellas. El
resto de miembros y yo misma creíamos que nos acercábamos a su
localización. Intentemos despistaros —continuó su explicación el número
siete.
—¡Y bien que lo conseguisteis! —exclamó Rebeca, recordando las
peripecias en la Lonja de Valencia—. Y yo quedando como una idiota,
pensando que os había engañado a todos, y en realidad, la engañada era yo.
¡Qué imbécil fui aquellos días!
—Entiende que no te pudiera decir nada, como tampoco tú podías
contarnos que eras la undécima puerta. Trabajamos con diferentes estrategias,
pero nuestro objetivo, si lo piensas, era el mismo. Cuidar, proteger y evitar el
descubrimiento del árbol. En realidad, estábamos y seguimos estando en el
mismo equipo. No somos rivales ni nos tienes que ver así. No somos tus
enemigos, somos tus compañeros, aunque no conocieras nuestra existencia.
No perteneces al Gran Consejo como undécima puerta, pero eres uno de los
nuestros.
—Alucinarías con la reunión en mi casa, cuando Joana se autoproclamó
undécima puerta —dijo Rebeca, rememorando la reunión del Speaker’s Club
en su casa.
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—La verdad es que lo pasé fatal, no sabía dónde mirar —dijo el número
siete—. Llegué a pensar que me habías descubierto. Además, estábamos
convencidos que la duodécima puerta era tu tía Tote. Fue un momento muy
complicado. Nos pilló completamente por sorpresa. No sospechábamos
absolutamente nada de Joana.
—No sabía que conocieras mi identidad como undécima puerta, pero
sabiendo que pertenecías al Gran Consejo, estuve pendiente de ti. Hiciste un
buen papel, no te noté nada extraño —dijo Rebeca.
—Mis esfuerzos me costó, no te creas. No sabía ni cómo poner las manos.
Estaba muy nerviosa.
Rebeca cambió de tema. De toda la conversación que acababan de tener,
le quedaba una gran duda en el aire.
—Entonces, si vosotros no tenéis ninguna parte del mensaje que conduce
al árbol, ¿quién las tiene?
Se hizo el silencio en la Iglesia de San Nicolás. Los frescos de Antonio
Palomino, en todo su esplendor, los observaban con curiosidad. Estaban
siendo testigos de un momento histórico.
—Creemos que las dos mitades del mensaje se han continuado
trasmitiendo —dijo al fin el número siete.
—¿Las partes que debían tener el número uno y el número once? —
preguntó Rebeca.
—Así es.
—Pero no encontramos ningún mensaje en poder del conde de Ruzafa ni
de la condesa de Dalmau, que fueron los últimos números uno —dijo Rebeca
—. La prueba del sobre con la inscripción cifrada con la clave César «lujuria
de seda», que apareció en su caja fuerte, y que presuntamente pertenecía al
número once, o sea, a mí, me la inventé, era fraudulenta, con el mismo
objetivo que vosotros con la falsa gargantilla, distraer la atención de todo el
mundo y proteger el árbol judío milenario.
—Desde hace varios siglos creemos que los condes no tenían la mitad de
su mensaje. Nuestros antepasados llevan mucho tiempo espiando a los suyos,
y jamás encontraron nada, y te aseguro que registraron todas sus residencias a
conciencia. Estamos hablando de un trabajo a lo largo de quinientos años.
—¿Entonces qué es lo que ocurre?
—Si desde principios del siglo XVI ningún número uno ha querido
reconstruir el Gran Consejo, pensamos que sería por algún motivo. Entonces
es lógico que las dos partes del mensaje no estén en poder de ninguno de sus
miembros —explicó el número siete.
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—No te entiendo adónde quieres llegar.
De repente, se levantó otra persona enfundada en la misma capa y
capucha negra que los demás, y empezó a hablar.
—Soy el número cinco. El número once debía custodiar, y así lo hizo
desde el siglo XIV, una mitad de ese mensaje. Creemos que, en realidad,
existen dos números once, y cada uno de ellos custodia una mitad de ese gran
mensaje, que una vez unidos, deberían conducirnos a nuestro árbol judío del
saber milenario. Es la única explicación que guarda cierta lógica con todo lo
que sabemos y hemos conocido y aprendido a través de más de cinco siglos
de investigaciones, que no son pocos.
Rebeca se quedó sin respiración. Aquello no se lo esperaba. Ella no
custodiaba ninguna parte de ningún mensaje. Su madre jamás le trasmitió
nada, suponía que por su repentina muerte en accidente. Pero Rebeca no
estaba espantada por esa revelación. En realidad, conocía perfectamente la
voz de la persona que había hablado. No le salían las palabras. Jamás se
hubiera imaginado que pudiera pertenecer al Gran Consejo, era uno de los
últimos individuos de los que hubiera sospechado. Estaba completamente
confundida. El número siete lo tenía claro desde el principio, pero el número
cinco la había dejado completamente descolocada.
Si lo pensaba bien, ahora se explicaba muchas cosas que no comprendía,
entre ellas la conexión con Tania Rives y quién le pasó toda la información en
el pasado, al margen de otras cuestiones menores.
«¡Qué idiota que he sido todo este tiempo!», pensó, con una punzada de
dolor en su interior. «No se puede confiar en nadie, ni siquiera en tu círculo
íntimo».
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—¿Qué dices? Es verdad que había muchos invitados, pero en ningún
momento te reconocí, así de despistado iría. Ahora me explico la actitud de
nuestro amigo común después de su boda, su extraña e incomprensible
seguridad en el Gran Consejo y su frase «deja que fluyan los
acontecimientos». Te juro que no lo comprendía. Claro, yo pensaba que tú
estabas muerto, pero él sabía que no era así, porque habías asistido a su boda.
—Claro. Luis Vives y yo habíamos estado hablando largo y tendido.
—Lo que no entiendo es por qué Luis no me lo dijo directamente, en lugar
de mantener esa actitud tan infantil.
—Porque no debía hacerlo —contestó don Bertrán.
—¿No debía? —preguntó Johan, extrañado.
—Desde que me designó como nuevo número uno, Luis ya no pertenecía
al Gran Consejo, ya no te podía contar nada.
Johan Corbera volvió varios pasos atrás en la conversación, que se había
desviado.
—De todas maneras, aún no has contestado a mi pregunta, ¿en qué decías
que me equivocaba? ¿En qué te sí habías puesto en contacto conmigo y no te
había reconocido?
—No —contestó muy serio don Bertrán.
—No te entiendo. ¿Entonces en qué me equivocaba?
—Te equivocas en que nuestra responsabilidad era reconstruir el Gran
Consejo.
Ahora, definitivamente, Johan estaba hecho un auténtico lío y ya no
entendía nada. Se levantó de su asiento.
—¿Qué es lo que dices? Desde el siglo XIV, la misión del número once es,
junto con el número uno, reconstruir el Gran Consejo, en caso de ocurrir
cualquier catástrofe.
—Esa es la cuestión clave. En realidad, no ocurrió ninguna catástrofe —
dijo don Bertrán, con un tono muy tranquilo.
—¿Cómo qué no? —preguntó incrédulo Johan—. ¡Si el Gran Consejo no
existe! ¿No te parece eso una catástrofe?
—Aunque te cueste creerlo, no, no lo es.
Johan estaba completamente confundido, seguía sin comprender nada.
—Cada vez te entiendo menos, ¿me lo puedes explicar?
—Quizá te cuente cosas que tú conozcas mejor que yo, pero no me
interrumpas. Los judíos del siglo XIV hicieron una labor colosal. Reunieron su
gran tesoro cultural, su árbol, en la aljama de Valencia. En aquella época
necesitaron la colaboración de mucha gente, tenía todo el sentido del mundo
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la existencia del Gran Consejo, las diez personas que protegían el árbol. Pero
al comienzo del siglo XVI, Blanquina March fue una auténtica visionaria.
Ordenó el traslado del árbol y disolvió el Gran Consejo. Fueron dos grandes
decisiones —explicó don Bertrán.
—Pero aquello ocurrió porque la inquisición irrumpió en plena reunión y
tuvieron que huir todos los miembros en desbandada, incluso apresaron a
Miguel Vives, el número cuatro. Fue una decisión fruto de aquellos
acontecimientos imprevistos y catastróficos.
—Te equivocas de nuevo. Blanquina tenía muy claro que, en aquella
reunión, iba a disolver el Gran Consejo para siempre. La eventualidad de la
irrupción del Santo Oficio fue un accidente. Es cierto que aprovechó las
circunstancias sobrevenidas como explicación frente a los demás miembros,
pero en ningún caso hubiera variado su decisión, que ya estaba tomada de
antemano.
—Entonces, ¿lo disolvió definitivamente y ya lo tenía previsto, al margen
de la inquisición? —preguntó Johan, que tenía los ojos que parecían los de un
búho de noche.
—Así es. Lo deshizo para siempre jamás, para no ser reconstruido nunca.
Como ya te he dicho, lo hubiera hecho igual, aunque no hubiera irrumpido el
Santo Oficio. Tú lo desconocías porque, como undécima puerta, no formabas
parte del Gran Consejo, pero todos los números uno lo hemos conocido y se
han ido trasmitiendo las instrucciones de Blanquina. Ya no teníamos la
misión de reconstruir el Gran Consejo junto con la undécima puerta. Esa
obligación había desaparecido desde el año 1500.
—¿Y por qué no había que hacerlo? —pregunto un asombrado Johan, que
no acababa de entender los motivos de aquello—. El árbol continuaba
necesitando protección.
—Como te decía antes, Blanquina fue una visionaria y, como mujer
inteligente que era, lo advirtió de inmediato. En los primeros años tenía
sentido la existencia del Gran Consejo de los diez, como protectores del árbol,
pero una vez escondido en un nuevo emplazamiento, que tú conoces porque
fuiste el autor junto con Luis Vives, el Gran Consejo ya molestaba. No había
ninguna necesidad de que diez personas tuvieran esa información vital. Con la
creación del Santo Oficio de la inquisición, sobre todo vigilando y
persiguiendo a los judíos con absoluta saña, cuantas menos personas
conocieran el secreto, mejor.
—No lo entiendo —le interrumpió Johan.
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—Comprende que reuniones de diez judíos, aunque fueran conversos
cristianos, llamaban mucho la atención del Santo Oficio. El Gran Consejo no
estaba protegiendo el árbol, en realidad lo estaba poniendo en peligro. De
hecho, eso es precisamente lo que ocurrió en la reunión de marzo de 1500. La
inquisición llevaba unos meses detrás de ellos por el elevado número de
personas que se reunían. ¿Para qué era necesaria tanta gente? Era muy
sospechoso. En la práctica, era suficiente con dos personas, no diez.
—¿Qué quieres decir con toda esta explicación? —preguntó Johan, que
seguía confundido.
—Qué los restos que pudieran quedar del Gran Consejo desconocerían
para siempre el emplazamiento del árbol. Tan solo lo sabrían el número uno y
el número once, nadie más. Dos personas. Cada uno con su mitad del
mensaje. El Gran Consejo quedaba fuera del conocimiento, por los motivos
de seguridad que te acabo de explicar. Dejó de ser algo práctico, como lo fue
en sus orígenes, para convertirse en algo peligroso.
Johan estaba absolutamente sorprendido por lo que estaba escuchando de
boca de don Bertrán.
—O sea, tú y yo —dijo Johan—, con el fin de protegerlo del Santo Oficio
de la inquisición, como resumen de todo lo que me has contado.
Don Bertrán permaneció callado, con una sonrisa enigmática en su rostro
que Johan no fue capaz de interpretar, mientras permanecía atónito con todo
lo que estaba escuchando.
Luis Vives jamás le había contado nada de todo aquello. Ahora se
explicaba sus extrañas frases y su incomprensible seguridad, que Johan nunca
alcanzó a comprender, sobre todo cuando asistió a su boda.
«Estaba claro que me faltaba información», pensó. «Luis tenía razón
cuando me decía que no pertenecía al Gran Consejo y que estuviera
tranquilo». En estos momentos lo comprendía todo.
Don Bertrán interrumpió sus reflexiones.
—Ahora vamos a llamar a nuestros hijos, que se reincorporen a la reunión
familiar —dijo, mientras hacía sonar una campanilla para avisar al servicio.
—Pero si aún no hemos terminado de hablar del Gran Consejo —protestó
Johan.
—¿Para qué te crees que estoy llamando a nuestros hijos? —le contestó
don Bertrán, con una amplia sonrisa en su rostro.
Johan se quedó de piedra ante aquella frase y ante aquella sonrisa.
No entendía a don Bertrán, aunque le quedaba muy poco tiempo para
conocer la sorpresa final, que no se la esperaba bajo ningún concepto.
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—¡Menuda encerrona! ¡Y además vestidas en mallas, por favor! Debemos
estar de lo más ridículas delante de toda esta gente emperifollada.
—Te prometo que no sabía nada.
—¿Cómo qué no? Si acabas de reconocer que se te había hecho tarde y te
has disculpado.
—Lo he dicho para no dejar en mal lugar a mi tía delante de todos los
invitados. No me había contado nada. Si lo hubiera hecho, me lo habría dicho
cuando ha visto que salía de casa vestida con ropa deportiva para correr,
como todos los sábados. He intentado buscar una excusa delante de toda la
gente, para que no se notara demasiado mi total sorpresa. Es imposible que ni
mi tía ni yo nos olvidemos. Estoy preocupada.
—¿Principio de Alzheimer? Eres demasiado joven, no creo que sea eso,
tranquila.
—No, idiota, no me refiero a mí. Mi tía es extremadamente organizada.
Jamás se le olvidaría decirme una cosa así. Tan solo le encuentro una
explicación lógica.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Cuál?
—Que mi tía no tuviera ningún interés en que yo acudiera a esta reunión.
—¿Eso te parece lógico? ¿Cómo no va a querer que acudas a una fiesta
organizada precisamente en tu honor? Es de lo más absurdo.
—Desconozco el motivo, pero todo esto es muy extraño. Llevo trabajando
en el periódico más de tres años y mi tía jamás se ha tomado el más mínimo
interés por mis compañeros. Ahora, de repente, invita a todos los jefes a casa
y no me cuenta nada. Algo está pasando delante de nuestras narices y yo no lo
estamos sabiendo ver.
—No te olvides que estás nominada a un Premio Ondas, no es algo que
ocurra todos los días. Creo que ese detalle justifica esta pequeña fiesta.
—Hazme caso, desde el principio tuve la sensación de que había gato
encerrado y ahora aún la tengo más.
—Oye, el Fabio ese está imponente, ¿crees que le pondrán las chicas
disfrazadas con unas ridículas mallas y medio sudadas?
—No lo sé, pero no te acerques a él. Es territorio de mi compañera Tere.
—¡Qué lástima! Le iba a proponer si le apetecía correr veinte kilómetros
conmigo, ahora que ya le he pillado el punto a esto del deporte.
—No te vengas arriba, campeona. Ahora estás eufórica por lo bien que lo
has hecho, pero igual mañana tienes unas cuantas agujetas y te arrepientes,
aunque sea solo un poquito.
—Mañana será otro día, yo disfruto del presente.
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—Pues disfruta tan solo con la vista, que si no me buscas un problema en
el trabajo.
De repente, en su sueño, vio cómo salían Alba y Tere a la terraza, tal cual
había sucedido en la realidad.
—Veo que apenas has tardado unos minutos, eso es que has encontrado el
estanco —le dijo a Alba.
—Era sencillo, tan solo tenía que cruzar la calle. Soy torpe pero no tanto.
—No sabía que fumaras —le dijo Tere—, nunca me lo habías dicho.
—Claro, y además nunca me habéis visto. En la redacción no lo puedo
hacer.
—Por cierto, Rebeca, felicita a tu tía. Este ponche que ha preparado está
estupendo.
—Por si acaso, desde que he subido de comprar tabaco ya no pienso beber
más. No estoy acostumbrada y ya voy algo achispada con el alcohol.
—Haces muy bien. Y tú, Tere, ten cuidado, que el ponche de mi tía es
legendario por tumbar a elefantes —contestó Rebeca.
—¿Me estás llamando gorda con sutileza? —pregunto Tere.
—Sin sutileza —contestó Alba.
—¡Oye!
—¡Pero si las cuatro estamos bebiendo lo mismo! —protestó Rebeca.
De repente se despertó del sueño, completamente sudada en la cama.
No comprendía nada. Estaba claro que la mente humana conectaba hechos
y situaciones aparentemente inconexas, sin ningún motivo manifiesto, pero
estaba confundida de verdad.
Inesperadamente le vino una idea a la mente, pero no una cualquiera, una
desconcertante.
«¿Situaciones inconexas?», pensó con espanto. El corazón se le salía por
la boca. Había soñado con exactitud lo ocurrido en la terraza de su casa el día
del tentempié, palabra por palabra.
«De situación inconexa nada de nada», se dijo, completamente aterrada,
cuando comprendió por qué su cerebro había relacionado ambas cuestiones,
que, por supuesto, guardaban un estrecho vínculo.
No se lo podía creer. Estaba lívida.
«¡Aquello era imposible!», pensó horrorizada.
De inmediato le vino a la mente la cita del personaje de ficción Sherlock
Holmes, creado por sir Arthur Conan Doyle a finales del siglo XIX. Era muy
aficionada a sus novelas y esta frase le encantaba: «Cuando todo aquello que
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es imposible ha sido eliminado, lo que quede, por muy improbable que
parezca, es la verdad».
La palabra improbable se quedaba corta y la verdad era desconcertante
como poco, pero ninguna de las dos cuestiones invalidaba la frase de Holmes.
Las consecuencias de todo ello podían cambiar su vida. Ya no pudo
dormir más esa noche. Su cerebro tenía vida propia.
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—No has entendido todavía nada, ¿verdad padre? —preguntó Batiste, casi
en un tono paternal. La vida al revés, el hijo paternal con su padre.
—¿Qué es lo que tengo que entender? Hay cosas que tan solo deben
conocer los miembros, ya lo sabes.
Don Bertrán permanecía en silencio, pero su rostro reflejaba una profunda
diversión. Johan se dio cuenta de que su amigo parecía muy entretenido, pero
no alcanzaba a comprender el motivo.
«¿Qué es lo que está sucediendo aquí?», se preguntó. «Algo fundamental
se me está escapando».
—Bueno, hay tantas cosas que no entiendes que no sé por dónde empezar
—dijo Batiste, dirigiéndose a su padre.
—Quizá pidiéndole a Jero que abandone el salón, ¿no te parece que no
debe escuchar ciertas cuestiones? —dijo enfadado Johan.
Batiste se giró hacia su pequeño amigo con un gesto muy ceremonioso.
Luego se dirigió a Johan.
—Padre, tengo el honor de presentarte a Jerónimo, el Keter, el número
uno, la raíz del Gran Consejo, de hecho, es el más joven de la historia —dijo
con mucha solemnidad Batiste, haciendo una pequeña reverencia en su
dirección.
Johan puso cara de asombro y se giró hacia don Bertrán, que seguía con
esa pequeña sonrisa de diversión en el rostro.
Se quedó esperando una respuesta a aquello por parte del noble o incluso
del propio Jero.
Al fin, don Bertrán se decidió a intervenir.
—Se confirma que tu hijo es un prodigio, no me ha defraudado en
absoluto —dijo—. Siento decírtelo Johan, pero su inteligencia es claramente
superior a la tuya, aun siendo muy joven. Es portentoso y también divertido,
por qué no decirlo, ver su mente en acción. Es igual que Samuel Perfet,
parece una copia de él. Hasta se parecen físicamente.
—De eso ya me había dado cuenta por mí mismo —contestó Johan, que
estaba desconcertado—, pero ¿por qué no me habías dicho que ya no eras el
número uno y que habías iniciado a tu hijo?
—Hay más cosas que no sabes —le interrumpió Batiste—, por eso no
comprendes nada de lo que está pasando delante de tus propias narices. No
has recompuesto las piezas del rompecabezas, y las tenías todas, igual que yo.
—¿Qué rompecabezas? ¿Qué es lo que no entiendo? —preguntó Johan,
que estaba empezando a enfadarse.
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—Para empezar, voy a comenzar por darte la razón en un asunto. Tenías
razón desde el principio.
—¡Hombre! Por lo menos he acertado en algo —dijo Johan, en un tono
claramente irónico.
—Don Bertrán está muerto —contestó Batiste muy serio.
Ahora Johan puso cara de asombro.
—¿Me tomas el pelo? —preguntó mirando a don Bertrán—. ¿Te has
vuelto completamente loco? ¡Si lo tenemos delante de nosotros!
—No, tu hijo está perfectamente cuerdo. Tiene toda la razón —dijo el
noble, también muy serio.
—¿Esto es una broma o me queréis volver loco entre todos? —dijo Johan,
que no comprendía nada.
—Ni una cosa ni la otra —contestó Batiste.
—¡Por favor! ¡Hacer el favor de explicaros ya o mi cerebro va a estallar!
—dijo Johan, cada vez más enojado por la actitud de todos. Le daba la
impresión de que era el único que no entendía nada de lo que estaba pasando
allí. Y no era una simple impresión, era la realidad.
—No te enfades padre. Voy a empezar por una pregunta muy sencilla. Si
el padre de Jero se llama don Alonso, ¿por qué le estamos llamando don
Bertrán? —preguntó Batiste.
Johan no había caído en la cuenta de ese pequeño detalle.
—Pues no lo sé, aunque supongo que tú sí conoces el motivo —contestó
Johan, que no estaba de buen humor, de hecho, su voz denotaba cierto enfado.
—En realidad, entre tú mismo y el profesor Urraca me distéis la respuesta
a todo este enigma. Don Bertrán está muerto… porque jamás ha existido.
Johan se quedó mirando a don Bertrán, que no había perdido esta extraña
sonrisa en su rostro de diversión. Estaba claro que se lo estaba pasando en
grande viendo a Batiste en acción.
—Pues a mí me parece muy real sentado en ese butacón, delante de
nosotros —contestó Johan—. Me parece vivo y bien vivo.
—Hay una cosa que desconoces, padre. ¿Te acuerdas que te pregunté por
las palabras griegas ákros y stikhos?
—Sí, lo recuerdo, son la raíz de la palabra castellana acróstico. Recuerdo
que te puse un ejemplo de un poema de La Celestina, de Fernando de Rojas.
—En realidad te conté una pequeña mentirijilla, no escuché esas palabras
en el colegio, sino me las escribió en una nota el propio don Bertrán, aquí
presente.
Johan no comprendía nada.
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—¿Y para qué hiciste eso? —le preguntó al noble.
—Estoy disfrutando viendo en acción la mente analítica de tu hijo. Es
todo un prodigio. Deja que siga con la explicación hasta el final —contestó
don Bertrán—. Créeme que hacía tiempo que no me divertía tanto.
—¡Claro! ¡Os lo pasáis en grande todos a mi costa! —protestó Johan.
Batiste continuó con la narración de los hechos.
—Padre, recuerdo haberte escuchado decir, en más de una ocasión, que
don Bertrán parecía tener mucho poder, incluso para ser un noble de la corte
del rey Carlos I.
—Es cierto, siempre me ha dado esa impresión y hasta se lo he dicho a él
mismo en más de una ocasión —reconoció Johan.
—Pues tenías toda la razón desde el principio —dijo Batiste, mientras
desplegaba en una pequeña mesa la supuesta nota de suicidio del inexistente
fray Bautista Tarrén, que, en realidad, era una identidad ficticia de don
Bertrán—. Después de todo lo que hemos conocido, ¿no te dice nada nuevo
esta nota?
«A lo oscuro no se observa. Mi alma no respira. Intuyo que una
emboscada», leyó Johan.
No entendía nada.
—¿Qué me tiene que decir? —preguntó extrañado.
—Recuerda a ákros y stikhos, piensa en acróstico.
Su padre se quedó mirando de nuevo la nota. De repente, pegó un salto y
se levantó del sillón, casi tropezando con la mesa.
—¡Eso no puede ser!
Don Bertrán ya no hacía ningún esfuerzo por ocultar su diversión, estaba
riéndose.
Batiste tomó una pluma y marcó las primeras letras de cada palabra, a
modo de acróstico, pero en lugar de utilizar un verso, lo hizo sobre el stikhos,
sobre la línea.
«A Lo Oscuro No Se Observa. Mi Alma No Respira. Intuyo Que Una
Emboscada».
Johan tenía los ojos abiertos como platos.
—Padre, tengo el honor de presentarte a su excelencia don Alonso
Manrique, arzobispo de Sevilla, una de las cabezas visibles de la iglesia
católica en nuestro país, con toda probabilidad próximo cardenal, y lo que es
más importante, inquisidor general del Santo Oficio en España.
Johan parecía que se iba a desmayar. Como pudo, se volvió a sentar en su
sillón.
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—Pero si eres un sacerdote de altísimo rango. ¿Cómo puedes tener un
hijo? ¿Y el celibato? —preguntó Johan, que estaba subido en una nube.
—En ocasiones, hasta los obispos sucumbimos al pecado de la carne —le
contestó, sin poder quitarse esa sonrisa que llevaba en su rostro desde que
comenzara la conversación.
Batiste continuó hablando.
—Don Bertrán nunca ha existido. Es una identidad que se inventó el señor
inquisidor general de España, supongo que para poder viajar de incógnito por
Europa sin tener que dar explicaciones de su presencia en ciertos lugares.
Johan miraba, ahora con temor, al que creía que era don Bertrán hasta
hacía unos segundos.
Batiste continuó.
—¿Nunca te preguntaste lo fácil que le resultó vivir en el convento de San
Pablo el Real de Sevilla, sede del Santo Oficio, bajo la identidad de un falso
fraile? ¿Nunca te preguntaste cómo su hijo Jero podía vivir en el Palacio Real
de Valencia, también sede del Santo Oficio, dónde tan solo residen los
inquisidores? ¿Nunca te preguntaste por qué se aloja en este palacio cuando
viene a Valencia, si está reservado a personalidades muy importantes
relacionadas con la inquisición? ¿Y por qué vino al auto de fe de septiembre
en Valencia, además ocupando el lugar más importante de las gradas, debajo
del mismo dosel? ¿No te llamaban la atención estas cuestiones? Y luego está
la ironía final de firmar la nota del fraile con dos palabras griegas, ákros y
stikhos. Don Alonso Manrique fue profesor de griego en la Universidad de
Alcalá durante la década de 1490.
Johan estaba aterrorizado, y así lo exteriorizaba. Su expresión era
difícilmente descriptible.
—Supongo que, en breve, estaremos todos quemados en la hoguera como
herejes. Iluso de mí, pensaba que el Santo Oficio no conocía nada del Gran
Consejo y resulta que su número uno, su raíz, ha sido el mismísimo inquisidor
general, cargo que ahora ha heredado su hijo Jerónimo. ¡Qué idiota he sido!
Siempre he pensado que el Gran Consejo estaba infiltrado en la inquisición
desde tiempos del inquisidor local don Juan de Monasterio a principios de
siglo, pero, en realidad, era al revés. Ellos estaban infiltrados en nosotros.
—Sigues sin comprender nada, padre —dijo Batiste—. Hay detalles que
se te siguen escapando.
—¿Qué es lo que no comprendo? ¿Qué detalles?
—Para empezar, ¿de verdad crees posible que Luis Vives, que era un
grandísimo amigo del supuesto noble, no conociera su identidad real? ¿Me
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equivoco don Bertrán, o mejor dicho su excelencia don Alonso Manrique de
Lara y Solís? —preguntó Batiste.
Alonso Manrique, hasta hace un momento conocido como don Bertrán,
contestó a Batiste.
—No me llaméis su excelencia, con Alonso es suficiente. Efectivamente,
una vez más tienes razón. Luis conocía mi verdadera identidad, sabía que era
el propio Alonso Manrique, de hecho, siempre me ha tratado bajo mi
auténtica personalidad. No olvidéis que somos muy amigos desde los tiempos
de la corte real de Flandes, cuando Carlos I todavía no era ni rey de España y
residía como príncipe en Brujas. Allí ni siquiera había creado la figura ficticia
de don Bertrán ni yo era el inquisidor general de España todavía, me
acababan de nombrar obispo de Córdoba. Teníamos una relación muy
cercana. Ambos éramos, y aún somos, grandes admiradores de la obra de
Erasmo de Róterdam.
—Entonces, ¿cómo demonios se le ocurre a Luis poner en conocimiento
del Santo Oficio la existencia misma del Gran Consejo? ¿Acaso ha perdido la
razón estos últimos años?
—Porque no lo hizo. Tan solo me informó a mí. El Consejo de la Santa y
Suprema Inquisición, que yo mismo presido, no tiene ni idea de la existencia
del Gran Consejo ni del árbol, ni la tendrá jamás, al menos por mi parte y la
de mi hijo Jerónimo.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó extrañado Johan.
—Nosotros no vamos a informar de nada y haremos todo lo posible por
ayudaros, de hecho, ya lo venimos haciendo durante algún tiempo, pero os
debo hacer una advertencia muy seria. Tenéis otros motivos graves de
preocupación.
—¿Cuáles? —preguntó Johan, que aún estaba en una nube.
—Os acecha un peligro muy importante —advirtió muy serio el
inquisidor general—, y no viene ni por mi parte ni por la de mi hijo Jerónimo
Manrique. Se acercan tiempos difíciles.
El árbol podría estar en serio peligro. Sin duda una grave crisis se
aproximaba.
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EN LA ACTUALIDAD, JUEVES 27 DE SEPTIEMBRE
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del cinco al diez. Según me contaron, se han estado reuniendo durante siglos
sin los tres primeros miembros, aunque conocían sus identidades.
—¡Qué emocionante!
—Este nuevo Gran Consejo fueron los autores de la falsa pista de la
gargantilla del señor conde.
—¡Qué curioso! Oye, ¿y para qué te invitaron a ti, si no tienes nada que
ver con el Gran Consejo?
Era cierto que Rebeca no pertenecía al Gran Consejo, aunque fuera la
undécima puerta, pero Carlota ni siquiera sabía que lo era. Esa parte no se la
podía contar, así que tuvo que improvisar.
—No lo sé, supongo que a raíz de todos los acontecimientos pasados en
los que me vi envuelta, con los dibujos de la condesa y todo lo que sucedió
después —mintió lo mejor que pudo Rebeca.
—¿Así que has hecho amiguitos nuevos, aunque sean del Gran Consejo?
—preguntó con sorna Carlota.
—No todos.
—No todos, ¿qué?
—Que no todos eran nuevos porque conocía a dos de ellos. Mejor dicho,
hablando con más precisión, conocemos a dos de ellos, porque tú también
sabes quiénes son.
—¡No me digas! Anda, desembucha por esa boquita, ¡pero ya! —dijo
Carlota, sin poder aguantarse su curiosidad.
Rebeca le dijo los dos nombres. Carlota se quedó atónita, sin poder
creerlo.
—¿Me lo estás contando en serio? No me estarás tomando el pelo,
¿verdad? —preguntó, mientras se levantaba de la silla.
—Te lo estoy diciendo completamente en serio. ¿Acaso tengo cara de
estar bromeando a las nueve de la mañana, después de una noche sin dormir?
Carlota miró a su amiga. No, no tenía ninguna cara de chiste. De hecho,
estaba extremadamente seria.
Carlota estaba pasmada.
—Pues jamás habría sospechado de ninguno de los dos.
—A mí no me sorprendió el número siete, en realidad ya lo sabía desde
hace algún tiempo.
—¿Y no dijiste nada?
—¿Para qué?
—Por ejemplo, para que yo lo supiera —dijo Carlota, que ahora estaba
excitada.
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—No lo consideré necesario, además tampoco estaba segura al cien por
cien, no era cuestión de hacer el ridículo —se excusó como pudo Rebeca—, y
de acusar falsamente a nadie.
—¡Qué emocionante! Por fin han salido a la luz pública. Sospechábamos
de su existencia, pero ahora ya está confirmado.
Rebeca se quedó en silencio.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó preocupada Carlota—. No te veo buena
cara, y eso no es nada habitual en ti. Hasta cuando no duermes estás guapa,
pero hoy no.
Rebeca se echó hacia adelante en la silla, en un gesto que denotaba
preocupación.
—Aunque lo que te acabo de contar es una gran noticia, en realidad no he
venido a tu casa por eso.
—¡Ah!, ¿no? —dijo Carlota, que aún permanecía en pie, por los nervios
de la revelación de la existencia del Gran Consejo—. Pues ya tardas en
continuar el relato, sea el que sea.
—Sé que tienes una memoria prodigiosa, que eres capaz de recordar
conversaciones, casi palabra por palabra, incluso meses después. Es una
condena de tu cociente intelectual.
—Bueno, sí, para mi desgracia o fortuna, me ocurre con frecuencia. Cosas
de mi puñetero cerebro.
—Pues trasládate mentalmente al sábado que mi tía organizó el tentempié
en mi casa con los compañeros de mi periódico, en concreto al momento en
que me sacaste a la terraza para comprobar si había cámaras de video
instaladas allí. Tú misma me lo contaste.
—Lo recuerdo perfectamente. Te agarré del brazo y salimos. Estuve
buscándolas y no encontré ninguna, a diferencia del interior del salón, que
había al menos tres instaladas de forma bastante evidente.
—No me interesan las cámaras, quiero centrarme en lo que pasó —dijo
muy seria Rebeca.
—Pues salimos y mantuvimos una conversación intrascendente. Te
reproché que no me hubieras dicho nada de la fiesta y hablamos de lo
imponente que estaba tu compañero Fabio, hasta que apareció tu amiga Tere y
la hermana gemela de Alba, que ya se habían dado el cambiazo —recordó
Carlota.
—Muy bien. En ese exacto momento quiero que nos fijemos. ¿Recuerdas
la conversación a partir de ese preciso instante?
Carlota se quedó pensativa.
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—Sí, claro. Recuerdo que la gemela de Alba nos dijo que había
encontrado con facilidad el estanco. Tu amiga Tere comentó que el ponche
estaba muy bueno y que felicitaras a tu tía. Entonces tú dijiste que tuviera
cuidado, porque era conocido por tumbar elefantes. Teresa preguntó si la
estabas llamando gorda con sutileza, y la gemela de Alba estuvo graciosa,
comentando que en realidad la habías llamado gorda sin ninguna sutileza —
rememoró Carlota.
—¿Y qué más? —preguntó Rebeca, que parecía excitada.
Carlota se quedó pensativa.
—Creo que la gemela de Alba dijo que iba algo achispada por el alcohol y
que ya no pensaba beber más.
—Muy bien, lo recuerdas igual que yo. Esta parte es precisamente la más
importante, la que no me cuadraba de toda la explicación de Richie Puig y no
acababa de verlo claro —dijo Rebeca, que seguía con un rostro muy serio y
preocupado.
Carlota también estaba pensativa. De repente, cayó en la cuenta de lo que
Rebeca estaba señalando.
—¡Claro! —exclamó, casi gritando, cuando comprendió lo que quería
decir su amiga—. No bebió nada más.
—Veo que tú también te has dado cuenta. La gemela de Alba no dejó
ninguna huella dactilar porque llevaba puestos esos guantes rosa tan monos,
pero tampoco dejó ninguna traza genética porque no bebió nada desde que
subió del estanco. Ella misma nos lo confirmó en la terraza, como recordamos
las dos.
—Pero los análisis de ADN que hizo Richie Puig desvelaron que eran
gemelas, y nosotros pudimos ver las imágenes de la cámara de seguridad de
La Crónica, dónde aparecía Alba, a pesar de estar, supuestamente, en ese
mismo momento en la fiesta de tu casa. Vimos con claridad las dos Albas, al
mismo tiempo, en dos sitios diferentes. Eso es un hecho irrefutable.
Rebeca seguía seria, como si no hubiera prestado atención a la explicación
de su amiga, estaba como ida.
—Está claro que las gemelas Alba existen, no me cabe ninguna duda,
nosotros somos testigos de su realidad, pero ahora me dan absolutamente
igual —dijo Rebeca, por fin.
Carlota estaba expectante. Rebeca parecía conmocionada, pero continuó
hablando.
—Escucha Carlota, debo hacerte unas preguntas muy importantes, quizá
las más relevantes que te hayan hecho en tu vida.
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Carlota estaba sorprendida con todas las reacciones de su amiga. La había
estado observando desde que llegara a su casa hacía quince minutos. Estaba
claro que algo le preocupaba muchísimo, pero no terminaba de comprenderla.
Estaba como ida. Nunca la había visto en ese estado de agitación interna, algo
muy grave debía de estar ocurriendo.
—¿Cuáles son esas preguntas tan importantes? —inquirió Carlota, que
estaba desconcertada.
—No te las tomes a broma, aunque te puedan parecer intrascendentes e
idiotas. Por favor, contéstamelas.
Carlota cada vez estaba más confundida con las reacciones de su amiga.
Estaba muy extraña.
—Te prometo que te contestaré esas preguntas en serio, sean las que sean,
no te preocupes.
Rebeca permaneció un momento en silencio. Carlota seguía observándola,
toda la situación era muy rara. Su amiga se estaba comportando de una
manera incomprensible, incluso para ella. La intentaba analizar, pero no
llegaba a ninguna conclusión.
Rebeca retomó la conversación.
—Cuando salimos a correr, siempre te quejas que te duele la muñeca
izquierda.
—Bueno, no me molesta cuando corro, en realidad me duele después de
hacer deporte. Ese es uno de los motivos por lo que no me gusta demasiado
salir a correr. Es una lesión antigua muy incómoda.
—¿Cómo te la produjiste?
«¿Qué clase de pregunta es esa?», pensó de inmediato Carlota, pero se
había comprometido en contestarlas, por estúpidas que le parecieran, así que
lo hizo a pesar de que no le encontraba ningún sentido.
—Tuve un accidente de pequeña, con mis tíos.
—¿Qué ocurrió?
—Nos dimos un pequeño golpe con el coche, nada importante. Yo iba
sentada en el asiento trasero, en la sillita de seguridad para niños. Me rompí la
muñeca y estuve un día hospitalizada, Mis tíos se fracturaron algunas costillas
y les dieron el alta poco tiempo después.
Rebeca estaba cada vez más pálida.
—¿Qué edad tenías cuando ocurrió ese accidente?
—Ocho años.
Carlota notaba que Rebeca se iba alterando por momentos, su rostro se
trasmutaba.
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—En la actualidad, ¿mantienes relaciones con tus tíos?
—Curiosamente no. Después del accidente se fueron a Argentina a
trabajar y jamás los volví a ver.
—¿Aunque no los hayas vuelto a ver, has mantenido algún tipo de
contacto con ellos durante estos años? No sé, a través del móvil, por correo
electrónico o cualquier otro medio.
—Absolutamente ninguno. Ahora que lo pienso, es algo extraño.
Rebeca casi se cae de la silla. Estaba lívida.
—¡Ay Dios! ¡Es cierto! —dijo Rebeca, que parecía que se fuera a
desmayar de un momento a otro.
Carlota no entendía nada y empezaba a alterarse ella también.
—¿Me quieres explicar qué es lo que ocurre? Me estás preocupando en
serio.
Rebeca no podía ni hablar. Carlota pensó incluso en llamar a un médico.
Después de un momento, Rebeca consiguió articular unas palabras.
—Lo que crees es mentira.
Fin de la parte IV
Lo que crees es mentira
Continúa en la parte V
La sonrisa incierta
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