Libro Mujeres Que Hablan - Rosy Revelo
Libro Mujeres Que Hablan - Rosy Revelo
Libro Mujeres Que Hablan - Rosy Revelo
Territorio
de la Cultura
Mujeres que hablan
Literatura ecuatoriana contemporánea
Ec. Gustavo Baroja Narváez
Prefecto de Pichincha
Gabriela Alemán
Mónica Ojeda
Sandra Araya
Aleyda Quevedo
Gabriela Vargas
Sonia Manzano
Solange Rodríguez
Yuliana Marcillo
María Fernanda Ampuero
María Auxiliadora Balladares
Silvia Stornaiolo
Mariagusta Correa
Tania Roura
María Fernanda Pasaguay
Rosy Revelo. Ibarra, 1965. Doctora en Investigación y Creación en Arte por
la Universidad del País Vasco. Mención cum laude. Diplomada en Estudios
Avanzados, en Cultura, Estética, Valores. Licenciada, en pintura y grabado
Facultad de Artes, Universidad Central del Ecuador.
Ha obtenido 13 Premios en Bienales y Trienales Internacionales y Nacionales. Ha
realizado 25 Exposiciones personales y 80 Exposiciones Colectivas. Fundadora
del Colegio de Artistas Profesionales de Pichincha. CAPPP. Y del Colectivo de
Arte CIENFUEGOS, Quito. Directora de Corporación Cultural MANOS a la OBRA.
Ecuador.
Actualmente es Docente en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador,
cátedra de Pensamiento Contemporáneo. Es Directora de Gestión Cultural de la
Presidencia de la República del Ecuador, Palacio de Carondelet. Condecorada con
la Medalla Pilanquí al Mérito Cultural, Ibarra 2015.
Índice
Poesía
Aleyda Quevedo • 19
Yo no soy mujer, soy poeta • 21
Selección de poesía • 23
Gabriela Vargas • 37
Hay muy pocas que se atrevan a asumir riesgos • 39
Selección de poesía • 41
Yuliana Marcillo • 53
Nunca más optar por el silencio • 55
Selección de poesía • 57
Marialuz Albuja • 69
Personajes que actúan de manera no previsible • 71
Selección de poesía • 75
Mariagusta Correa • 87
Escribir como una condición humana •89
Selección de poesía • 93
Cuento
Sonia Manzano • 105
Escribir literatura de calidad no es cuestión de género • 107
Este té es para ti • 111
Novela
Gabriela Alemán • 181
Pozo Wells (Fragmento) • 183
L
a función de la mujer en la historia social de nuestra cultura,
ha sido esencial en el devenir del siglo XX. Sus luchas fren-
te a un espacio hostil, sus logros y avances en busca de un
mundo mejor, no solo como gestora de la vida misma sino también
como soporte integral del desarrollo y progreso de nuestros pueblos.
Nuestra historia está marcada por telones de marginación y exclu-
sión de la mujer. Desde las luchas de la Independencia vistas desde
el poder patriarcal y religioso, que no solo han minimizado sino
ignorado el papel protagónico de las mujeres en el desarrollo de la
sociedad hasta nuestros días.
No podemos dejar de reconocer los logros alcanzados por la mujer
en nuestro país, desde la lucha pionera en América Latina por el
voto libre y universal, el derecho a la educación y a participar direc-
tamente en la vida política como sucede en estos últimos años en el
país. Es necesario ubicar, reconocer y valorar la sensibilidad creadora
de la mujer ecuatoriana, que en el cultivo de la poesía, el cuento y
la novela, ha alcanzado los más altos retos, al llevarnos a descubrir
inesperados matices de la sociedad y la condición humana, es lo que
pretende Mujeres que hablan. Literatura contemporánea del Ecuador,
selección realizada por el poeta y editor Antonio Correa. En el libro
13
Prólogo
14
María Pilar Vela
15
Prólogo
16
Poesía
Quevedo
Quevedo
Yo no soy mujer, soy poeta
21
Mujeres que hablan
22
Limón perfumado
Soy mi cuerpo
atrapado por partículas
de otros cuerpos
Cuerpo
que enjabono en el mar
reconociendo suciedades
y miedos
Miedos míos
enjuagados con
el agua que todo lo cura
la sal de mi sudor
los celos bien guardados
los dulces jugos
y de nuevo el agua
que me concede
un cuerpo nuevo cada día
Cuerpo fresco
tendido en la cama
como limón al filo
de la ventana
Y el sol quemando
el vidrio
la madera
el limón
23
Mujeres que hablan
perfumado y desnudo
de la ventana que soy
Quién es mi cuerpo
puede afrontar sus propias
desgracias
incluso las más asfixiantes horas
ansiedad
falta de ti
horas cuando me fundo con un monstruo
que conozco bien
Cuerpo mío
pólvoracielo
intenso estallido
de lámparas que filtran tu claridad
sobre mi pecho
24
Aleyda Quevedo
Los reptiles
toman las formas de la arena
se escurren
se deslizan cuando la pasión se niega
25
Mujeres que hablan
La arena es virulenta
sus dobleces resucitan y se volatilizan
una y otra vez
en el infinito
desgastante y necesario del amor
En el arenario
piel llama a piel
y en la rugosidad
lamer sudor es el paraíso
Cuerpos metálicos
que se atraen y rechinan
26
Aleyda Quevedo
Cielo arriba
cielo abajo
El cielo del desierto
en mitad de la luz solar
perforando mis pupilas
Soy la salamandra
que llegó a la inmovilidad
Contemplo el reino de dunas rojizas
Memorizo los besos fuertes
la novedad de la saliva
que bloquea mis sentidos
y deja mi cuerpo sin paisaje
como piedra abrumada
Me hago carne
me enraízo en la grava
mis uñas se aferran
a las formas onduladas de este espacio
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Mujeres que hablan
28
Aleyda Quevedo
29
Mujeres que hablan
30
Aleyda Quevedo
31
Mujeres que hablan
32
Aleyda Quevedo
Ventana
Todo en tu mente
es el cuerpo me dice Robert Creeley
La serpiente de la enfermedad
rasgando tus tejidos
Un río místico
ancho imantado y turbio que llega a ser etéreo
intentando salvarte a ti misma
pero regresa a tu cuerpo que es tu mente
y a partir de allí construye tu vejez en ese río.
33
Mujeres que hablan
¿Quién soy?
¿Quién soy?
Tal vez la mujer senos de ámbar
y pies helados que escribe versos
para reconfortarse
Más la poesía
solo logra descarrilarme
Como el tren rojo que soy
Ese tren que se abre paso
entre las montañas puntiagudas
y difíciles de algún país
Ese tren que nunca llega
a ninguna estación de humo
Esta mujer que emana voces
Trenes y más trenes
que me esperan
Versos para sobrevivir
¿Quién soy?
Quizá este cuerpo encendido
que aún guarda tus huellas en los pliegues.
34
Aleyda Quevedo
35
VargasVar
Gabriela
Vargas
gasVargas
Vargas
Hay muy pocas que
se atrevan a asumir riesgos
39
Mujeres que hablan
40
Contemplación
41
Mujeres que hablan
•
Cualquiera que nos hubiera visto
habría creído: desde fuera éramos felices
•
Anochece y sigues pegada a la misma ventana
y a veces está cerrada
y a veces su reflejo te aclara y me deja verte mas adentro
y te miro por encima
y te ves más distante que otro planeta
y te miras en el espejo
y la cara te cambia
como si te hubieran apretado lo que te quedaba de alma
en otro pedacito de espacio en el que te deformas
y se te caen las manos
y la boca
en la contemplación de tu ser de agua
que busca fundirse con dioses vestidos de seda
(a veces índigo, a veces celestes, a veces azules)
de múltiples manos
y uñas pintadas
(a veces rosas, a veces rojas, a veces dedos en llamas)
que entonan flautas y danzan al ritmo de tambores
y entonces mi corazón se apaga
porque no contemplas tu sangre
derramada en piso,
y mis manos te buscan y solo siento
42
Gabriela Vargas
43
Mujeres que hablan
Erre
A Reinaldo Arenas
Para soñar con ser esos niños que atrapan el mar y se lo guardan todo
/en el pecho.
Para dejar crecer más allá del cielo las flores.
Para permanecer de pie contra todas las fauces.
El hombre se inicia en un poema cuando se sienta sobre el mar y lo
/reescribe.
44
Gabriela Vargas
No he vuelto a escribir
No he vuelto a escribir.
De todas formas traigo esta gran bestia
Que son oraciones que aparecen a lo que camino y que se guardan
que parece que tuvieran que decirse con urgencia, pero no,
no son dichas, solo soy yo y el silencio
Solo estoy yo y el frío y el silencio
Solo estoy yo con mis recuerdos y el pasado que al crecer se
volvieron algo muy malo
Algo para no decirse, algo para ocultarle a mis mayores
45
Mujeres que hablan
46
Gabriela Vargas
10 mg.
Quien mejor para circundar el aire que los pájaros de cartón que
/dejamos cultivar
debajo de nuestras lenguas esas noches de intenso calor de mayo
y ciertamente era mayo y era tarde
y ciertamente los pájaros en llamas se llevaban nuestras partes que
/aún quedaban
con vida y tejían una luna borrosa sobre el río, que era la única
/entrada al paraíso
que nos quedaba.
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Mujeres que hablan
Compromiso
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Gabriela Vargas
49
Mujeres que hablan
Viaje al centro
Debajo de, arriba sin, por encima con, girando hacia, desde el centro
hasta, el vacío se arremolina hasta parar la noche. Escondidos contra,
esnifando siempre, se piensa que en la roca pueden deshacerse las
carnes, disparos de color al alba que se escapa de tus ojos de serpiente,
magia blanca, diosa blanca, caras grises, ventanas que disfrazan las
fachadas de jornadas sin tiempo y sin permiso.
Caminemos, no nos miremos los tajos, podrido en, dañado por,
culpable de, tengo un remache en la frente en forma de cruz que es
una vértebra y luego mi columna torcida y agachada. Dejar correr
las piernas, descansar el fuste. Hay un lugar que no tiene sur, ni
tampoco norte pero se alarga como la espera del enfermo que dibuja
líneas, que decapita flores, que bravea con el reflejo de la vitrina pero
es dueño de todos los portales.
Pare aquí, reencarne lejos, cuerpos de alambre como disfuncionales
edificios por los que me pierdo. Entre aquí, suba para… cuerpos de
agua como el río chantado de un viejo baño de azulejos y moho,
busque la calle, salga a las calles que nos enseñaron a amar y armar
la noche cuando de la ropa se desprenden los colores y todos somos
pardos y todos escondemos lo mismo.
Retornando al centro, desvistiendo al centro y su decencia.
50
Gabriela Vargas
Plana
Los poetas caminan entre la gente y la gente los mira con cierta falla.
Los poetas son como dioses envidiosos aun cuando cada uno
NECESARIAMENTE ve la poesía de una forma distinta.
Los poetas caminan por encima de todos los cielos y muy por debajo,
donde viven.
Los poetas caminan por las paredes por una cuerda floja de caramelo.
Los poetas caminan soñando porque de chicos les cortaron las alas.
51
MarcilloM
Yuliana
Marcillo
arcilloMar
Marcillo
Nunca más optar por el silencio
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Mujeres que hablan
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El día de la Liberación
(fragmento)
Porque la culpa no fue del primer beso sino de todas las ganas
/comprimidas
porque lo importante no es que tiemble, sino que sude y salve lo
/que aún queda
porque no importa cuánto haya besado si contigo vuelvo a ser niña
porque el cielo juega a las escondidas cuando no estás
y se llena de lágrimas y estrellas cuando te veo
como cuando cierras los ojos y aparecen lucecitas saltarinas
todos los colores del mundo fundidos en un negro aún claro.
Tú: todos los puntos, todo lo de adentro, lo que se queda en las
/esquinas,
en las orillas, en las hendijas, en los huecos, en los minuciosos
/escapes
que he practicado cuando anocheamanece
tú: el blues de Joplin que me vacilo cuando la vida es dura,
cuando es blanda, cuando es linda, cuando es una mierda
tú: la manía de regresar a la misma fecha donde celebré el Día de la
/Liberación,
el día del nunca jamás, el día del reconocimiento del delito, del
homicidio, del suicidio, del no rendirse jamás chucha, aguantar
/más bien aguantar,
porque si te rindes serás un perdedor
y los perdedores no van al cielo ni al infierno
van a un lugar peor.
57
Mujeres que hablan
¿Qué tengo?
Paseos cortos hablando de mujeres y sus necesidades,
volviéndose tormento en las noches.
Abanicos de reducidas horas para oler su esencia detrás del cuello,
cientos de tardes adormecidas esperando que ocurra algo,
ese algo que pido a gritos y que él no escucha.
La manía de enrollar mis dedos en las olas de mar que caen del
/cielo,
reventarme absoluta entre las líneas y curvas del sexo perfecto.
Es que no me lo imagino.
No entraría más aire que el que hiela los atardeceres
por su ausencia y por su presencia.
No sería la luz más luz sin los cuerpos que ya no adormecen.
58
Yuliana Marcillo
59
Mujeres que hablan
Entiendan
Si te ofende mi verdad,
toma en cuenta que estoy muerta.
Y los muertos no tienen corazón,
no tienen alma,
son sombras al andar.
Nadie entiende.
Todos dicen «calma, pasará».
Tonterías.
Vengan, párense en esta espina
para ver si no les llora el alma.
60
Yuliana Marcillo
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Mujeres que hablan
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Yuliana Marcillo
63
Mujeres que hablan
La noche
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Yuliana Marcillo
65
Mujeres que hablan
Yo mojándome
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Yuliana Marcillo
Creadora de monstruos
Soy la que inventó el fantasma y la casa
Soy la autora y causante de los golpes y las huidas
Soy la que creó el rincón y el silencio
Soy la oruga que vuela y no se da cuenta
Soy la que pide humedad y recibe cordura
Si al final todos son máscaras y esconden caramelos
Ricos, grandes, pequeños, sedosos, ligeros
Soy todo eso mientras sigo mojándome
Enredándome, asfixiándome, apretándome
Deseando que las espinas sean grandes
Deseando que sea de madrugada para que tu cuerpo tiemble
Para que los monstruos vengan para que la risa caiga
Así como aquella manzana podrida debajo de la cama
De la misma forma en la que la he ocultado vendrán los fantasmas
Vendrá la oscuridad si así el que moja quiere
¡Ay de mi si pudiera ser solo gotas cayendo en su boca!
La concha se estremece la lengua se alarga habla y explota
Éste es mi momento
me digo
sí:
Soy la señora que se moja.
67
AlbujaAlb
Marialuz
Albuja
ujaAlbuja
AlbujaAlb
Personajes que actúan
de manera no previsible
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Mujeres que hablan
72
Marialuz Albuja
73
Ven a decir lo que se te antoje
insulta
grita
despierta a todos.
No temas desenmascararme
hace tiempo perdí la reputación.
Quisiera…
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Mujeres que hablan
76
Marialuz Albuja
I.
II.
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Mujeres que hablan
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Marialuz Albuja
79
Mujeres que hablan
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Marialuz Albuja
A Belén
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Mujeres que hablan
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Marialuz Albuja
83
Mujeres que hablan
No soy yo
ni soy esto que escribo.
Tampoco soy la sombra de lo que habría querido ser
o escribir.
Menos aún, mi rostro en el espejo
fiel a su imagen
desde hace cuánta soledad en los relojes.
ni el fantasma de mí
ni la serpiente en que pensé me había convertido
(en los poemas para Ulises
tú lo sabes).
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Marialuz Albuja
85
CorreaCor
Mariagusta
Correa
r reaCorrea
CorreaCor
Escribir como una condición humana
r
insinuaciones, roces, y transparencias, en ese momento, más allá de
su naturaleza genérica, de mujer, o de hombre. La información que
filtra el registro civil no cuenta, creo yo, en el oficio de escritor. Por
tanto, debe verificarse el lugar de los escritores, y no, el de mujeres,
o el de hombres que escriben. La poesía desafía con su economía
del espacio y del lenguaje, y avoca al hacedor de poemas a marcar
su coordenada, para versificar y pactar con el tiempo, alguna forma
de contraolvido, en el espacio memorable de la poesía. Sin duda, ese
espacio está ahí, dispuesto a ser ocupado por seres sensibles, atentos,
dispuestos a escribir, y si es preciso, a sublimar con la escritura. No
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Mujeres que hablan
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Mariagusta Correa
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mujer a mano alzada
93
Mujeres que hablan
mirona
en la frontera
que se hace en la ventana
hambrienta, luna, felina
equina
peregrina, pluma
fugaz, mordaz, hechicera
convicta, fugitiva, insurgente
insomne, soberbia, solemne
fragmentaria
placer escondido en el cuerpo que gira
colgado del mástil
que suspende la vida sin vida;
circularidad del silencio
entre las franjas estrechas del olvido
y la evidencia de ojos que duermen
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Mariagusta Correa
quién es la luna
95
Mujeres que hablan
irreconciliables
me zambullo
busco y me sonríen las algas,
la vida
se suspende en el agua marina.
enredan los brazos
las rémoras de la desmemoria
me sacudo
soy pez
soy mujer
soy espada
murmuro tu nombre
piel y carne de un enigma,
ondulo el cuerpo;
busca la superficie, el rostro,
te encuentro
terrestre
y te vuelves espejismo
96
Mariagusta Correa
nació en miércoles
una noche con garra de luna
—absurda vocación del tiempo—:
parir de pie
con aguacero
dejar la semilla en su surco
para regresar pañuelo blanco
por la humedad del cuerpo
un día.
hacerse en la noche
indescifrable
como viajero en la espesura de neblinas,
tenderse en la blancura de bayeta
que disfraza la hierba
lista para el festín de las manos.
el frío enfurece la yunta
hunde el pie contra la tierra
la chacra ahora es suya,
final del tiempo irreparable de la pesadilla
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Mujeres que hablan
soñadora
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Mariagusta Correa
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Mujeres que hablan
100
Mariagusta Correa
naturaleza humana
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Mujeres que hablan
perpendicular
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Cuento
Manzano
Manzano
Escribir literatura de calidad
no es cuestión de género
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Sonia Manzano Vela
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Mujeres que hablan
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Este té es para ti
T
ómate este té que he preparado especialmente para ti. Lo vas
a encontrar ligeramente amargo y discretamente tibio, pero
con la suficiente teína como para que, después de que te lo
bebas, sientas que te inunda una oleada de placer parecida a la que
experimentas cuando besa tu espalda de paralítico insigne —porque
eres lo uno y lo otro— el primer sol de la mañana.
Te lo ofrezco, te ofrezco el té, como muestra elocuente de que deseo
pactar contigo una suerte de armisticio, un adiós a las armas que
para nada nos vendría mal. No después de treinta años de una te-
diosa vida matrimonial a la que yo compararía con una tácita guerra
fría, por la estimable cantidad de frígidos encuentros amatorios, al-
ternados con dilatados paréntesis de silencios, que hemos tenido que
sobrellevar a lo largo de un período de tiempo que a los dos nos ha
parecido interminable.
En esta tarde gris, insoportablemente calurosa, tanto que hasta los
vidrios de las ventanas chorrean un sudor mugriento, hubiera sido
más considerado de mi parte ofrecerte una bebida helada: una cer-
veza, por ejemplo; aunque he terminado por decidirme por lo del
té después de haber reflexionado largamente que entre personas de
111
Mujeres que hablan
nuestra edad, que desean cerrar, antes de que sea tarde, por lo menos
unas cuantas de sus hondas diferencias, resulta mejor entrechocar
tazas de infusiones inofensivas que copas de un vino tinto aguado y
dulzón, como lo es el único que por ahora tenemos en la socavada
cava de nuestra casa.
¿Qué tratas de expresarme a través de esos sonidos guturales que
salen de tu garganta? De seguro me estás pidiendo que te caliente un
poco más el té porque lo has encontrado menos que tibio. Lo siento,
y lo siento al ciento por ciento, pero vas a tener que bebértelo así, tal
como está, ya que no tengo el menor deseo de moverme de aquí para
ir a calentártelo. No justo ahora, cuando en el edificio de enfrente,
puntualmente en el departamento del segundo piso, que por estar a
la misma altura del que ocupamos, nos permite observar, a nuestro
antojo, todo lo que pasa o deja de pasar dentro de éste, acontecerá,
en breves minutos más, algo en verdad impactante; algo llamado a
superar en truculencia a todos los sucesos truculentos que a lo largo
de treinta años, nos ha tocado observar desde este palco alto, al que
siempre he considerado «de primera» por la vista espectacular que
ofrece.
El otro día me tocó presenciar el suicidio de un gato: suceso que tú
no presenciaste porque te habías quedado dormido, con la bocaza
abierta, en tu silla de ruedas. El gato, que antes de lanzarse desde la
cornisa de la terraza al vacío, realizó calentamientos previos que me
maravillaron por su elasticidad, se estampó en el asfalto como un
vómito de purulencias amarillas que no dejó de estremecerse sino
hasta después de que le pasaron por encima las llantas de, por lo me-
nos, cinco vehículos que iban a toda velocidad con rumbo incierto,
precisamente a la hora en la que muere el día. Muerte que dizque
suele acontecer a las seis y media en punto de la tarde, ni un minuto
más y ni un minuto menos.
112
Sonia Manzano Vela
Creo saber por qué se mató el gato: se mató por viejo y por impoten-
te. Tú eres viejo e impotente y, para colmo, tienes paralizado el lado
derecho del cuerpo por el derrame cerebral que te sobrevino cuando
te enteraste de que todos los ahorros de tu vida, así como le pasó a
un montón de gente, se habían hecho «nada» a causa de la famosa
quiebra bancaria que sufrió el país hace ya algo más de una década.
No sueltas en la actualidad palabra alguna. Lo que sí aflojas de ma-
nera frecuente, son esos sonidos guturales de los que ya hice men-
ción, con los que logras poner en evidencia tus cambiantes estados
de ánimo: si son débiles, estás triste; si son intensos, estás enojado.
Sonidos que también, indistintamente, transmiten el gran monto
de depresión que sobrellevas… ¿Y cómo no ibas a estar deprimido
con esa incapacidad física que te manejas?, la que resulta por de-
más contradictoria al compararla con esa lucidez de animal ilustrado
con la que, años atrás, deslumbraste a tus alumnos en los claustros
universitarios; lucidez a la que el derrame no ha podido mermar;
pues, aunque hoy por hoy no puedas emitir ni siquiera unos cuantos
monosílabos y aunque poco, muy poco, y con letra temblona, logres
escribir uno que otro poema desmañado, no hay manera de que se
vea reducido todo ese monto admirable de enunciados filosóficos,
de citas de hombres célebres y de datos históricos que, de manera
permanente, circulan por tu cabeza, la que no sé cómo ha sido capaz
de cargar con tanta erudición sin reventarse.
Pero, volviendo a lo del té, no pretendas tomártelo de un solo tirón.
A más de que no te sería posible hacerlo, te estarías privando del
placer de paladearlo sorbo a sorbo, mientras tus ojos de voyerista re-
tirado observan el teledrama que dentro de unos instantes será trans-
mitido por la pantalla panorámica que, a tiro de piedra, tenemos a
nuestra completa disposición.
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Sonia Manzano Vela
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R
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Solange
Rodríguez
Rodríguez
Rodríguez
Escribo desde «ser mujer»
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Solange Rodríguez Pappe
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Rassa o el sueño de Dios
Y
o amé a Rassa y sé que ella me amó. Esa es la frase, esa es
la historia. La última vez que la vi me pareció que giraba su
cabeza de pelo espeso y me decía con los ojos cerrados: «Ve y
habla de mí. Libérame». Eso es lo que hago desde entonces, hablo a
quien puedo de esta historia porque después de ella no queda nada
en mí que pueda reconstruirse y mi existencia solo se justifica desde
la memoria. ¿Pueden pretender alguna vez quien fue leña y ahora
cenizas volver a arder? Rassa era la candelilla y yo la pavesa, nunca
fui ni seré nada más. Yo soy ahora Rassa. A muchos les he mentido y
les digo: «Mi nombre es Rassa y estos son mis anales», pero me des-
cubren enseguida a pesar de las ropas y aunque me esfuerce en hablar
con los labios húmedos y brotados, entonces tengo que aceptar mi
condición de enviada, de ser camino entre la deidad y la leyenda.
Cuando llegué a la casa del patriarca, lo primero que observé fue la
comunidad de mujeres. Cerca de siete estaban en el jardín delantero
haciendo tareas como picar enorme cantidad de fruta, conversar
o peinar a sus hijos. No sentí envidia, como alguna vez sospeché
profesar por las concubinas de mi futuro esposo. Las miré reírse con
todos los dientes y ayudarse las unas a las otras en medio de un
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Mujeres que hablan
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Solange Rodríguez Pappe
Señaló al resto de mujeres que estaba a sus espaldas. Dos más habían
salido de la casa y una de ellas era negra. Ya no existía el ambiente
de fiesta.
—¿Por qué me la traes? —Le preguntó ahora sí a mi padre.
—Antes de que se la lleve alguno, prefiero que se venga contigo. Es
rápida para hacer cosas pero no ayuda mucho, se la pasa pensando
y hablando. Le gusta llevar registros de las cosas. Yo ya estoy viejo y
no puedo cuidarlas a todas desde que los hermanos están en la gue-
rra. Temo encontrarla un día perjudicada y muerta a la orilla del río
como le pasó a la madre.
Alcé la cabeza y me topé con sus ojos duros, quizá con poco de ter-
nura en las pestañas largas y abundantes. Tenía la edad de mi padre
o un poco más, lo encontré recio y hosco. Sentí vértigo. Volví a bajar
la cabeza
—¿Y por qué quieres vivir aquí? —me preguntó.
—Mi padre dice que me darás un cuarto para mí sola y comida,
entonces podré contar cosas; pero que a cambio debo darte hijos.
Las mujeres empezaron a reírse, primero con timidez y después
sonaron como cuervos.
—Yo cuidaré de ti, Millares, y solo me darás lo que quieras darme.
Es verdad que hay un cuarto y un espacio, pero te puedes ir cuando
desees. Yo no retengo a mis mujeres, ellas te lo pueden decir.
Recordé nuestra casa. Desde que nos tocó la desgracia solo había
miseria y culpa. Mi padre descubrió que había empezado a relatar
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Solange Rodríguez Pappe
Yo asentí.
—Cuando llegué a la casa y me hablaron de ella pensé que era un
ídolo, una deidad —comentó Nayara—. Iba hasta su puerta, le po-
nía velas, le pedía cosas, le daba ofrendas. Me asomaba a la cerradura
y la veía soñar tan plácida que me daba envidia. ¿Crees que mientras
nosotras estamos aquí Dios está durmiendo? Nosotros le hablamos y
él está dormido con la idea de que todo marcha bien.
—¿Y cómo sabes que no tiene poderes? —le pregunté.
—Porque no me ha dado el hijo que le he pedido.
—Quizás Rassa está enterada de todo lo que hacemos y solo finge no
darse cuenta. ¿Quién crees que le dijo al patriarca sobre el hombre de
Lavinia? —comentó Ilse.
—¡Todo el mundo lo sabía!
—Quizá fue Rasa —dijo. En su voz había un buen espacio para la
duda.
—Quizá —completé—. Por ejemplo, yo sí creo que hay una
habitación llena de mujeres muertas.
Cuando volví esa noche para adorar a Rassa, alguien más se me había
adelantado. El Patriarca estaba a su lado y le cepillaba el cabello con
devoción mientras ella seguía con los ojos cerrados, pero me dio la
impresión de que estaba despierta. Él le hablaba de un montón de
cosas. Había escuchado que el fin de la guerra estaba cerca, que debía
contratar más hombres para asegurar las tierras donde se cosechaba,
que no confiaba en nadie y que tenía miedo de un día de estos ama-
necer con un puñal en el pecho, que extrañaba a Lavinia, que cada
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Solange Rodríguez Pappe
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Mujeres que hablan
B
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María Auxiliadora
Balladares
Balladares
Balladares
Ese espacio en el que se abren las puertas
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La entrevista
In memorian JC,
fantasma en este cuento
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Mujeres que hablan
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María Auxiliadora Balladares
RG: Mi hermana tiene tres hijos, señor reportero, pero también tiene
dos y también tiene uno. Eso es lo que pasa. No tiene que publicar
esta entrevista, sabe. Creo que sería mejor que esto que le digo quede
entre usted y yo. Después de todo, estamos condenados a mirar el
centro del círculo desde la circunferencia. Me gusta el piano, sabe,
me gusta Béla Bartók en particular. Mi madre amaba a Béla. Pero
también amaba a los animales y a las ventanas. Disculpe la disper-
sión. Pregúnteme lo que quiera. Usted ha sido muy paciente con-
migo.
SR:Gracias, señor Gill. Al contrario, usted ha sido muy amable y
generoso al aceptar esta entrevista en su actual condición.
RG: Las condiciones no son impedimentos, señor reportero. Yo to-
davía siento mi pierna, sabe. Todavía la siento, a pesar de que ha
pasado tanto tiempo después de la amputación.
SR: Recuerdo que sobre su enfermedad también hubo tres versiones.
RG: Sí. El problema con las enfermedades es que no son buena base
para ninguna mentira, para ninguna ficción. No es posible inventarlas
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Mujeres que hablan
Roberto Gill llena el vaso. Bebe con lentitud pero vuelve a vaciarlo.
RG: Lo cierto es que por la enfermedad perdí la pierna, pero por ella
he ganado otras cosas. Desde que me sé enfermo, he aprendido a
relacionarme con la comida de otro modo. A partir de la diabetes,
me he convertido en una suerte de melancólico de la buena cocina.
Soy comelón; ahora, un comelón al que le han clausurado la boca,
pero comelón al fin. Ha sido bueno extrañar la comida. Ha sido un
ejercicio interesante. Aunque no le puedo mentir, prefiero comerla
que extrañarla. No ha sido tan malo. En todo caso, era lo único por
lo que hasta ahora no había sentido verdadera melancolía.
SR: Y si nos remitimos a su obra, la comida constituye uno de los
motivos más trabajados y celebrados, sin duda. Se ha referido a ella
casi con abnegación. Recordemos que, hacia finales de los ochenta,
usted se dedicó a la actuación y formó parte, durante tres años, del
grupo de Jean-Pierre Cobain, para quien, además, escribió algunos
textos que fueron llevados a escena. Precisamente, uno de ellos se
trata de un grupo de chefs: un italiano, un francés y un peruano que,
encerrados en una cocina, planeaban el envenenamiento de un rey.
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María Auxiliadora Balladares
RG: Está usted tan bien informado que esta entrevista la pudo haber
llevado a cabo, perfectamente, sin hacerme una sola pregunta.
SR: No, señor Gill. El público disfrutará oyéndolo a usted.
RG: No, no, no. Está muy bien venir preparado. No hay nada peor
que una entrevista en la que uno tiene que guiar al periodista como
haciendo una labor humanitaria. Bueno, mirándolo en perspectiva,
perfectamente el rey podría ser yo. Recuerdo muy bien esa época
porque yo vivía fascinado con Jean-Pierre, a quien considero el más
grande director teatral del mundo. Lo que me vuelve loco de él, más
que su técnica como director actoral, que es la faceta que más de
cerca conocí yo, es su manejo del espacio. Jean-Pierre es el escenó-
grafo de todas las obras que dirige. En Québec, el gobierno puso a
su disposición una casa vieja, en donde funcionó y funciona todavía
el centro de operaciones del grupo. Es una casa hermosa, pero los
espacios son bastante reducidos. En el desván, Jean-Pierre adecuó
una pequeña sala de teatro, donde se estrenaban todas sus obras.
Al tratarse de un grupo tan prestigioso, nos invitaban siempre a los
grandes teatros de Canadá y del mundo. Lo increíble es que Jean-
Pierre nunca modificó las escenografías pensadas en función del es-
pacio del desván de la vieja casona de Québec. Entonces, imagínese
el escenario del… Teatro Colón de Buenos Aires, que mide 35 por
35; bueno, en ese escenario gigantesco, Jean-Pierre instalaba una co-
cina de 8 por 8. El resto del espacio quedaba desocupado, sin luz,
pero tampoco resguardado por el telón. ¿Y sabe lo que lograba Jean-
Pierre con eso? No hacer teatro, sino teatro dentro del teatro. Y, por
supuesto, obligaba al espectador de las grandes cosmópolis a mirar el
vacío, la nada. Para Jean-Pierre Cobain, salir de Québec era volverse
un poco loco y nos arrastraba a todos en esa odisea.
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Mujeres que hablan
SR: ¿Es quizás por esa misma razón que usted no ha salido de su
propia ciudad en los últimos años?
RG: Le puedo dar algunas razones válidas por las cuales no he salido
de esta ciudad en mucho tiempo. Desde los afectos, pasando por mi
enfermedad, hasta las montañas, señor reportero. Y aunque, en parte,
son motivos verdaderos, hay uno que es mucho más contundente.
SR: ¿Nos podría contar sobre eso?
RG: Está bien. Usted comenzó esta entrevista hablando de mi madre,
y por ahí va la respuesta justamente. Al nacer yo, sobre mi familia
paterna cayó un manto de tranquilidad. El apellido traído de Europa
aseguraba su continuidad en estas tierras. Pero costó un tanto que
yo naciera. Cuando mi madre quedó encinta la primera vez, viajaba
mucho, hasta que tuvo una recaída y el doctor le recomendó reposo
absoluto. Como se podrá imaginar, mi padre casi obligó a mi madre
a quedarse inmovilizada en la cama, pero ella se ingenió salidas para
liberarse. Perdió ese bebé, pero se quedó encinta de mí casi inmedia-
tamente. En esa ocasión, ella, por su propia cuenta, dejó de viajar
y se instaló en una vieja casa del centro, la casa que mi abuelo Gill
había comprado al llegar acá. En esos meses de espera, mi madre de-
sarrolló una condición. Ahora sabemos que era delirium. Así la llama
la psiquiatría moderna. Bien. Tengo la certeza de que la condición
vive en germen en mí. Estoy, en realidad poniéndome a prueba.
SR: Esto que me está relatando es increíble.
RG: No, señor reportero, no es increíble; es mentira. No se asuste
usted. ¿Cree que si tal cosa fuera verdad yo se la contaría? Jamás. Mi
verdadero problema radica en que quisiera ser un poco más como
Jean-Pierre o mi madre, pero estoy muy lejos de ellos. Disculpe, en
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María Fernanda
Ampuero
Ampuero
Ampuero
Ser una mujer más libre
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¿Quién dicen los hombres que soy yo?
H
echa un ovillo en el suelo pareces un bulto que algún
mendigo dejó ahí sin miedo a que le roben porque no
hay nada de valor en esa sucia bolsa. Eres tú. El polvo que
levantan las sandalias de la multitud —la multitud que corre a ver
el espectáculo— te cubre por completo. Tienes la boca de arena y
una piedra puntiaguda se te clava en el esternón. Alguien te pisa.
Sigues inmóvil. Un perro hambriento, salvaje, te olfatea. Sigues
inmóvil. Piensas en venenos, en amargas raíces asesinas, en esos
afilados colmillos de las serpientes del desierto que tantas veces has
ordeñado, piensas en acabar con todo rápido.
Sabes, lo único que sabes, es que no vas a poder vivir sin él. Lo que
no sabes, y nunca sabrás, es si te quiso. Eso es algo que sólo saben
quienes han sido queridos alguna vez. Tú no eres una de esas perso-
nas. Tu madre se fue dejándote mocosa y flaca y desnuda. Un anima-
lito mojado en la puerta de la casa de tus abuelos.
Se fue a buscar hombres, decían ellos, decían las gentes del pueblo
tapándose la boca por un lado. Usaban para hablar de ella esa pala-
bra que luego, no mucho más tarde, fue tuya, te calzó como un traje
ceñido, te contagió como una enfermedad.
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María Fernanda Ampuero
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Un día te dijeron que allí, en esa tierra maldita que juraste no volver
a pisar, había un hombre especial y que tenías que conocerlo. Nunca
podrás decir a las claras por qué, pero deshiciste lo andado durante
tantos años. Caminaste kilómetros y kilómetros, despedazaste tus
sandalias y llegaste un amanecer, descalza, el pelo una maraña, la
piel quemada.
Él parecía estar esperándote. Pidió una palangana de agua limpia y se
hincó a lavarte, con una delicadeza casi femenina, los pies llagados y
sucios. Nunca podrás decir a las claras por qué, tal vez porque ese fue
el único acto de ternura que te habían dedicado —a ti, criatura del
golpe, hija de la brutalidad, princesa de las noches que terminan con
las mujeres malheridas—, pero en ese instante tomaste la decisión
de darle tu vida, de hacer lo que quisiera, lo que sea, de ser barro en
sus manos, suya, su esclava.
Él te preguntó tu nombre y lo repitió con una dulzura que te hizo
llorar las primeras lágrimas, tus lágrimas, niña, que se volverían le-
yenda. Entonces extendió su mano y te las secó y te dijo —sí, no te
lo inventas, lo dijo— que te quería.
Dijo: te quiero.
Ya no había vuelta atrás. La huérfana, la humillada, la maltratada,
la tullida, la medio sorda, la puta, la asesina, la leprosa no existían
ya —nunca más existirían—.
Eras tú frente a él.
Y tú frente a él eras una mujer extraordinaria. La mejor de las mujeres.
Y si un perro, que es un ser de poco entendimiento, sigue fielmente
a quien le acaricia la cabeza y el lomo, ¿cómo no ibas tú a seguirlo
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María Fernanda Ampuero
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María Fernanda Ampuero
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StornaioloS
Silvia
Stornaiolo
oStornaiolo
Stornaiolo
Cuando uno escribe
es tan hombre como mujer
o
actual?
Se sienten nuevos aires en la literatura femenina, es un momento
maravilloso, huele a mujer, y es rico porque es natural, se puede per-
cibir. Nunca creí que el género importara tanto en las letras, ya que
cuando uno escribe es tan hombre como mujer, pero sí, hay grandes
escritoras en Ecuador, y se vive ese destape con gusto.
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Luchitooooooooo
S
oñé que caminaba hacia el escritorio, y que andaba tranquila
porque la trama, los datos y esbozos de una novela estaban tan
planificados, que solo me bastaría sentarme a transcribirlos.
Desperté. Molesta porque hurgando lo más meditado y entrecerrando
ojos inclusive, no encontré el mínimo indicio de una historia. Y
bueno, ya ha pasado un tiempo desde que no escribo nada, pensé…
porqué amargarme ahora que había dejado de hacerlo, una jornada
poco común presidió ese desencuentro mañanero. Pasaba que el
trapeador estaba tan sucio que la simple idea de lavarlo a mano me
repugnaba, pero había que tomar en cuenta que alguna pendejada
había pasado en las cañerías, y que de todos los lavabos estaba
goteando un espeso grumo entre café y rojo, que durante toda la
noche a placer formó unos asquerosos laguitos que no se si queriendo
o sin querer pisé al despertar descorazonada por mi sueño, insisto:
no se si quise pisar o no, y eso es un dulce sentimiento que provoca
en mi la posibilidad de hacer o decir algo que sé que súbitamente me
perjudicará y no a la larga, el juego promueve el desastre al instante.
Ejemplo: mi novio, en las conversaciones tiene una intolerancia
exagerada a cualquier cometario inapropiado sobre su familia, no
me refiero a insultos ni a nada malo, sino a algo así como: —mi
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Mujeres que hablan
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Silvia Stornaiolo
más en tan poco tiempo, van siendo dos horas y las cosas parecen
estar determinadas a salirme mal, por lo que presiento que este día
debería ser tomado con la mayor calma posible, con pinzas como
dice mi mamita, con pinzas…
No me quería recostar por que entró en mí el pánico de los
gérmenes, no lo había vivido antes, es más, siempre me burle de
la gente obsesiva con eso, si, ¡me burle! Ahora estoy acá tratando
de burlarme de mi misma y no puedo porque estoy condicionada
en muchas situaciones, decido entonces marcar una media con una
equis, esa será mi media hongo, así podre realizar mis asuntos sin
contagiar nada, un marcador negro permanente, con el que ponía
los nombres a mis discos pirateados, lo buenos discos que ya no
escucho por que la obsesión es mi desolación, cuando algo me
gusta mucho deliberadamente me apasiono y me entrego con tanto
amor, que en poco tiempo termina (como los grandes amores) con
decepción y cansancio, un poco harta y sin el más mínimo interés.
Así que terminantemente decidido está que no me guste mucho
nada, para no tener que pasar por el mar rato del quiebre final.
Sí, me he vuelto medio parca, pero también he ganado miles de
posibilidades, descubrí que cuando algo no te gusta mucho le da
espacio por lo menos a unas cuatro cosas te gusten más o menos o un
poco. ¿Mediocre? No, ¿sabia? Tampoco, ¿cómoda? Quizás.
Con mi media marcada, pantuflas y un abrigo negro, rompevientos,
grande y bañado en la colonia de mi enamorado, sobre la pijama
rosada con blanco que me regaló mi madre diciéndome que si
realmente necesito reavivar la pasión la use. Salí a buscar un plomero,
no a buscarlo propiamente, si no a preguntarle a la amable viejita
de la tienda si es que sabe de alguno por el barrio y que me ayude
llamándolo porque la casa se me inunda con mierda y sangre, a lo
que la amable viejita me contestó que su marido era un excelente
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Silvia Stornaiolo
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Novela
emánAlem
Gabriela Alemán. Río de Janeiro, 1968, de nacionalidad ecuatoriana. Es li-
cenciada en Traducción obtenida en el Reino Unido, posee una Maestría en
Letras otorgada por la Universidad Andina Simón Bolívar y un PhD en cine
Latinoamericano otorgado por la Universidad de Tulane en Nueva Orleans. Ha
publicado: En el país rosado (cuento infantil, 1994); Maldito corazón (cuento,
1996); Zoom (cuento, 1997); La acróbata del hambre (teatro, 1997); Fuga perma-
nente (cuento, 2002); Boddy Time (novela, 2003); Cine en Construcción: largome-
trajes ecuatorianos de ficción 1924-2004 (ensayo, 2004), premio de la Fundación
del Nuevo Cine Latinoamericano; Poso Wells (novela, 2007); Álbum de familia
(cuento, 2010); La muerte silba un blues (cuento, 2014), premio Joaquín Gallegos
Lara 2014 y finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García
Márquez 2015.
En el 2006 recibió la beca Guggenheim. Ha recibido el Premio de Crónicas de
Ciespal 2014 por el artículo «Los limones del huerto de Elisabeth». Fue seleccio-
nada en 2007 para el encuentro «Bogotá 39» como una de los 39 autores menores
de 39 años más importantes de Latinoamérica.
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Poso Wells
(Fragmento)
La cicatriz
B
ella Altamirano entró a la despensa El Descanso de Rosa
Quintero, su mejor amiga, y la saludó con un beso. Rosa se
lo devolvió al descuido mientras envolvía un atado de yerbas
en papel periódico y contaba las monedas que una niña le entregaba
a cambio del paquete.
Antes de guardarlas en el cajón, levantó el rostro, y le brindó una
sonrisa a Bella. Dentro del almacén, pequeño y sin ventanas, el aire
siempre estaba cargado de olor a diesel y de un ruido persistente,
como el zumbido de un mosco, producido por la pequeña planta
de luz que hacía funcionar el refrigerador y un foco de bajo voltaje,
hundido en el techo. Cuando Bella entró, Rosa se encontraba atrás
del destartalado mostrador de su despensa —una tabla de triplex
vencida por el uso y colocada sobre dos tablones anchos de madera,
con varias divisiones en la parte inferior, protegidas por un vidrio
opaco manchado por decenas de dedos —que exhibía, ordenada y
limpia, toda su mercadería. Bella, sin embargo, no le devolvió la
sonrisa y se limitó a pedirle una bolsa de avena y una lata de leche
en polvo.
—¿Qué bicho te picó? —le preguntó su amiga.
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dos hombres y una mujer, sin cascos, que habían salido volando
de una moto y que habían aterrizado a varios metros de distancia
de ella. Parecían marionetas mal colocadas: sus piernas y brazos en
ángulos extraños, la cadera de la chica desplazada y salida de la línea
de su torso. Los tres sangraban y sus rostros transparentes estaban
deformados por el dolor. El accidente debió ocurrir minutos antes.
Cuando los siete hombres bajaron del balde de la camioneta, toma-
ron todo lo que encontraron: celulares, chaquetas, zapatos y relojes;
no dudaron en levantarlos con impaciencia, como si no fueran per-
sonas sino sacos de papas, para buscar sus billeteras. Bella se sorpren-
dió de la voracidad con que actuaban pero también de lo exhaustivo
de su búsqueda. La habilidad de su marido le provocó nauseas pero
se sostuvo; el grupo abandonó a los muchachos y concentró su aten-
ción en la chica y comenzaron a desvestirla. Jalaban su pantalón pero
sus huesos desbaratados complicaron la operación. Ya habían roto
su blusa y sus pechos cubiertos de ripio y sangre se mostraban en la
noche como carne recién faenada.
Bella comenzó a tocar la bocina con desesperación, interrumpiendo
las risotadas del grupo; hasta que el chofer del auto la tomó de los
hombros y la abofeteó.
—¿Quieres que nos maten? ¡Deja eso! ¡¿Estás loca?!
Trató de detenerla agarrando sus manos pero Bella no paró de pa-
talear y manotear e insistir con la bocina. Se prendieron varias luces
en la calle y mientras su primo se alejaba del lugar, pudo ver por el
retrovisor que la camioneta también lo hacía.
—Agáchate, que voy a tratar de despistar a esos hijueputas, que si
nos agarran estamos muertos.
Bella hizo lo que su pariente le pedía y luego de que diera varias
vueltas, durante lo que parecieron horas, se bajó en una avenida
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ArayaAray
Sandra
Araya
yaArayaAra
ArayaAray
La capacidad de reflexión es la
que te permite modificar la naturaleza
y
es tratada como un objeto al que el hombre puede tomar, abandonar
y ajusticiar si así lo considera él pertinente.
Ya en los años setenta, la mujer adquiere otra dimensión, ya no
solamente de objeto, sino de elemento importante a la hora de
conjurar la sensualidad y sexualidad, muchas veces reprimida y mal
entendida de hombres que no son libres, hombres que se mueven
confusos y perdidos por las nuevas ciudades del Ecuador. La mujer
se torna una antagonista y ayudante de importancia, capaz de ejercer
poder en la vida del hombre. El mejor ejemplo para citar es Entre
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Sandra Araya
No sé, creo que hay que darse tiempo para digerir y reflexionar sobre
lo que a uno le toca todos los días, sobre todo porque la capacidad
de reflexión es la que te permite frenar antes de cometer errores, de
decir barbaridades, de cambiar el mundo, de modificar la naturaleza.
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Orange
(Fragmento)
Beatriz Donoso
S
iento que he muerto ya.
Siempre estuve muerta entre estas paredes, tratando de des-
cubrir secretos, de encontrar a mis hijos. A él lo perdí cuando
llegó ella. A ella no la hallé nunca, tenía siempre la manía de escon-
derse detrás de las cortinas. Tal vez los perdí a ambos en el incendio.
Luego fui yo la que se quedó aquí, cerrando las puertas, guardando
secretos.
Aún escucho a mi marido llorar, detrás de la puerta.
No debí casarme nunca con él. Era un Donoso. Y yo también lo soy,
o lo fui, alguna vez.
Los Donoso estamos malditos, muertos, todos.
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¿De qué valen los recuerdos de un muerto? Pero sí, lo recuerdo, como
el primer día, cuando él llegó a mi casa, y mis hermanas gritaban,
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Ella asintió, sin apartar la vista de sus hijos, pero sin aproximarse a
ellos, aún.
—Necesitan oxígeno, pero estarán bien, no se preocupe. Fue difícil
sacarlos, pobrecitos, estaban abrazados en mitad del fuego cuando los
encontramos. Costó para que se soltaran y sacarlos así, por separado.
El hombre creyó que la inmovilidad de la mujer, el envaramiento de
su cuerpo, era producto del shock de ver a sus hijos, medio vivos,
medio muertos, emergiendo del fuego. El hombre creía y callaba
frente a la angustia de una madre.
La mujer supo, en cambio, que algo definitivo había sucedido.
Catalina había ocasionado un incendio, grande, esta vez, y había
puesto en peligro su vida y la de su hermano. Había repetido el acto
de producir fuego, tal como lo había hecho el lejano abuelo Donoso,
el fuego que desató la maldición sobre la familia.
¿Qué hacer con Catalina? ¿Necesitaba algo más para encerrarla, para
enviarla lejos? Y aun así, dudaba. La duda era, pues, la causa princi-
pal de su quietud, del silencio tenso que amenazaba con rasgarle las
comisuras de la boca.
Seguía dudando mientras se acercaba, despacio, a los niños. Seguía
dudando al verlos, al mirarlos bajo los cuidados de los paramédicos.
Dudó, incluso, cuando tocó la mano de su hija, ennegrecida.
Por un segundo, solamente, a Beatriz Donoso se le ocurrió que su hija
Catalina era realmente un ser humano que estaba indefectiblemente
unido a ella, por la carne, por algo más que la carne. Consideró, por
un segundo solamente, la idea de que la niña se quedara en casa,
con ella, para mejorar, para ser distinta bajo su cuidado. Pero fue un
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Sandra Araya
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OjedaOjed
Mónica
Ojeda
daOjedaOje
OjedaOjed
Faltan estudios acerca de
las escritoras en nuestro país
d
¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana
actual?
Creo que hace falta que se realicen más estudios serios acerca de las
obras producidas por escritoras en nuestro país. Hace unos meses,
en el Congreso de Ecuatorianistas, se habló precisamente de este
problema. En principio vemos a muchas autoras publicando y
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La desfiguración Silva
(Fragmento)
Papeles encontrados
Breve Biografía de Gianella Silva (1940-1988)
S
on pocas las cosas que se conocen de la infancia de Gianella
Silva: se sabe que nació en Guayaquil, en el seno de una fa-
milia de clase media, y que su niñez estuvo marcada por las
constantes infidelidades de su padre, la esquizofrenia paranoide de
su madre y el precoz despertar de su sexualidad.
Nosotros, que conocemos con mayor detalle el resto de su vida,
especulamos:
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Mónica Ojeda
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Mientras tanto Gianella jugaba lejos de los armarios, excepto los días
en los que su madre prefería caminar por la casa como un personaje
de Gustave Doré —Gianella tenía un tomo de ilustraciones que solía
mirar durante horas y que ayudó a cultivar su amor por las imáge-
nes—; esos días, a veces, madre e hija se cruzaban en el pasillo, en la
sala, en el comedor, pero era como si vivieran en tiempos disímiles.
Menos afortunados eran los instantes en los que, producto de un
accidente, sus miradas se encontraban con sorpresa e incluso miedo
y, entonces, después de algunos segundos de estupor, Alejandra reco-
nocía a Gianella y murmuraba sin mayor interés: «Ah, eres tú», para
luego no mirarla más.
3. Gianella y la masturbación
Gianella comenzó a masturbarse a la tierna edad de seis años. Al
principio, mientras lo hacía, no pensaba en nada: se limitaba a sentir
el ligero cosquilleo que poco a poco iba transformándose en placer
físico y minutos después lo olvidaba todo. Más tarde imaginó len-
guas masculinas sobre cuellos femeninos, por lo general, de persona-
jes que escuchaba en las radionovelas.
La primera vez que se sintió avergonzada de hacerlo fue cuando
Marta, la enfermera que cuidaba a su madre, la descubrió tocándose
bajo las sábanas. Al chocarse con los ojos reprobatorios de un adulto
le pareció evidente que, sin saberlo, había entrado en el pantanoso
terreno de lo prohibido. Fue entonces cuando empezó a masturbarse
con mayor frecuencia. Le gustaba, por encima de todo, restregar su
clítoris contra una pequeña maleta rosa de plástico en la que guarda-
ba los vestidos de sus muñecas, pero también solía recostarse sobre
la tapa del retrete y, con movimientos pélvicos, estimularse. Poco
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tétrico. Siguiendo esa misma línea hizo los mapas de los interiores de
cada uno de los armarios de su casa. Todos eran representaciones y,
como tales, su correspondencia con la realidad era metafórica. En al-
gunos aparecía su madre; en otros dibujaba espacios y formas que le
remitían a la locura. También empezó a coleccionar mapas sueltos de
distintos tipos: a márgenes perdidos, batimétricos, corográficos, de
carreteras, de puntos, ilustrados y hasta facsímiles. Aprenderlo todo
sobre la cartografía —le interesaba a nivel estético y conceptual— se
convirtió en uno de sus pasatiempos predilectos.
Un domingo por la mañana a Medardo Silva se le ocurrió entrar, por
primera vez en años, a la habitación de su hija. La impresión lo dejó
pálido: se encontró con cuatro paredes cubiertas por dibujos de fi-
guras extrañas y tenebrosas que le parecieron la expresión misma del
demonio. Espantado, arrancó todos los mapas que pudo y los llevó
consigo a la iglesia para mostrárselos al cura de su parroquia. Este le
dijo que, dadas las circunstancias, tenía tres opciones: 1) llevar a su
hija a misa más veces por semana, 2) dejarla en manos de un psiquia-
tra, o 3) llevarla al templo para que él, atravesado por la gloria divina
del mismísimo Jehová, hablara con ella.
Medardo, por supuesto, optó por la última opción.
2. Gianella y la religión
No se sabe cuándo ni cómo fue que Gianella Silva descubrió la
inexistencia de Dios. Tal vez fueron los domingos de misa, los fer-
vientes discursos de su padre y la instrucción en un colegio cristiano
lo que la hizo entender que toda su infancia había rezado a la abso-
luta nada, algo igual de demencial que lo que hacía su madre cuando
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4. Gianella y la literatura
Cuando cumplió dieciocho años Gianella Silva se regaló, con el dine-
ro de su padre, Historia universal de la infamia, Ficciones y El Aleph,
de Jorge Luis Borges. La lectura de los tres cuentarios la marcó tan
profundamente que decidió, al finalizar su instrucción secundaria,
continuar estudiando. Su padre, a quien no podía importarle menos
el futuro de Gianella y a quien, además, le parecía una soberana
estupidez que una mujer estudiara, se opuso, pero luego lo pensó
mejor y no pudo resistirse a la idea de presumir frente a sus amigos
de que tenía a su hija en la Universidad Central de Quito (era allí,
y sólo allí, donde quería enviarla). Tras meditarlo profundamente se
sentó con Gianella en el salón y, mientras charlaban, la convenció de
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1. Gianella y la universidad
Los primeros días asistió a las clases de la Universidad Central con
el entusiasmo que le habían despertado sus más recientes lecturas.
Pronto, sin embargo, esa energía inicial fue disminuyendo hasta
transformarse en algo parecido al tedio y al hastío. Le sorprendió
encontrarse con que las clases no eran ni la mitad de estimulantes
que la literatura misma; con que sus compañeros no habían leído a
Borges ni a ningún otro escritor que ella considerara importante;
con que, en realidad, no habían leído ningún libro en toda su vida,
sólo hojeado una que otra novela ecuatoriana de las que Gianella
encontraba poco interesantes; con que sus profesores no estaban in-
teresados en hablar de obras literarias, sino en narrar la biografía de
los autores y escribir una breve sinopsis del libro en el pizarrón; con
que en la carrera de Letras no se estudiaba literatura, sino historia de
la literatura; con que sus compañeros querían ser profesores y tener
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Mónica Ojeda
una familia y estaban allí porque era un escalón más hacia la meta.
La meta que era igual para todos. La meta que era el único horizonte.
El panorama no pudo parecerle más desalentador.
Fue entonces cuando, con el apoyo de Helena y de Medardo Silva,
dejó la Carrera de Letras y se inscribió, ese mismo año, en la de
Filosofía.
Allí conoció a Ulises Estrella.
2. Gianella y Ulises
Se sabe que su amistad nació a través de un libro de Cortázar y
murió en medio de una película de Fellini. Se dice que él le pidió
salir formalmente, como novios, más de una vez y que ella se negó.
Se dice que iban juntos al cine, que veían las películas que llegaban
de Estados Unidos y alguna que otra mexicana; que vieron juntos
Vértigo, Psicosis, El apartamento, Dr. Insólito o: cómo aprendí a dejar
de preocuparme y amar la bomba, y otras que se habían estrenado
cuando Gianella era todavía una niña: Ciudadano Kane, Casablanca,
Las uvas de la ira, Todo sobre Eva, El halcón maltés, etc.; que hablaban
de cine y de literatura como si fuese lo único verdaderamente impor-
tante en el mundo; que se reunían con Fernando Tinajero, Bolívar
Echeverría y Luis Corral, otras inteligencias inquietas de su genera-
ción, a criticar el poco movimiento cultural dentro de la ciudad; que
todos, o casi todos ellos, escribían poesía menos Gianella; que ella
dibujaba mapas y escribía guiones.
Se sabe también que durante una de esas reuniones de crítica cultu-
ral, en casa de dos pintores amigos de Ulises, surgió el Movimiento
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Mónica Ojeda
4. Gianella y Pucuna
1962 fue un año lleno de actividades para Gianella Silva dentro
del Movimiento Tzántzico. Si bien no participó en el programa ra-
dial Ojo del Pozo (los demás tzántzicos aprovecharon para leer sus
poemas y hacer los primeros experimentos de arte radial del país),
trabajó con Ulises en la creación de la que sería la primera revista
tzántzica: Pucuna. El nombre, tomado otra vez de la tribu Shuar,
fue elegido por Gianella. En el primer número, al pie del sumario,
escribió: «Pucuna: cerbatana con la que los jíbaros lanzan dardos
envenenados para reducir cabezas.»
La revista se regalaba en los recitales de poesía tzántzica y se vendía
en el Café 77, lugar de reunión de los miembros del movimiento.
Aunque la idea y el despegue de la revista fue de Gianella Silva y
de Ulises Estrella, las siguientes ediciones nacieron con ayuda de
todo el equipo de redacción. Los textos que se publicaban en Pucuna
eran de distinta índole: ensayos literarios y cinematográficos, textos
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5. Gianella y el cine
Tuvo que ser en 1964, fecha en la que Gianella y Ulises abando-
naron la Carrera de Filosofía y en la que el Cine Club Cultural
(fundado por los tzántzicos) comenzó a estrenar largometrajes y
cortometrajes de Antonioni, Fellini, Visconti, Pasolini, Kurosawa,
Bergman, Resnais, Buñuel, Marker, Rocha, Álvarez, Gutierrez Alea,
Jodorowsky, entre otros, cuando Gianella se propuso seriamente es-
cribir y dirigir películas. Sus mayores influencias fueron los corto-
metrajes de Alain Resnais, Glauber Rocha, Chris Marker, Alejandro
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2. Gianella y Ulises
Antes de regresar a Guayaquil, Medardo Silva se encargó de dejar
sin techo y sin dinero a su única hija. Hasta ese momento Gianella
jamás se había visto en la necesidad de trabajar: con la mensualidad
de su padre le había bastado e incluso sobrado para costear los pe-
queños gastos de la producción de sus cortometrajes. Frente a tales
circunstancias no le quedó otra salida que mudarse provisionalmen-
te a la casa de Ulises Estrella. La convivencia fue problemática: para
ese entonces él vivía con su novia, Mónica Glantz, prima de Alfonso
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4. Gianella y el alcohol
No es necesario decir que Gianella Silva jamás se contactó con el
amigo de Ulises; que arrugó la tarjeta y que la tiró en algún sitio
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5. Gianella y el mar
No sabemos si Gianella murió en un accidente de tránsito o en un
accidente marítimo. Nos queda claro que el auto en el que viajaba
cayó por un despeñadero de la provincia de Santa Elena y que se
hundió en el mar, que su cuerpo fue encontrado en alguna playa y
que la señora que le cobraba el alquiler fue la última en enterarse;
que Ulises Estrella, pocos días después del entierro, buscó en los
archivos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana los cortometrajes de
Gianella sólo para descubrir que se habían perdido, que para ese en-
tonces ya nadie se acordaba de Pucuna, que cuando la gente hablaba
de los tzántzicos, si es que hablaban de ellos, sólo mencionaban a los
otros, nunca a Gianella.
Que la historia, al haberla omitido, se había transformado en
literatura.
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RouraRou
Tania
Roura
raRouraRo
RouraRou
Una danza melodiosa
a veces imprecisa y esporádica
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Tania Roura Machuca. Quito, 1952. Ha sido parte del taller literario Tientos y
Diferencias (1980-1982). Pintora, editora, diseñadora gráfica, guionista de cine y
televisión, cuentista y poeta. Como novelista ha publicado Manuela Sáenz . Una
historia maldicha, Mariana Carcelén, una historia en el Estrado. Prepara una obra
sobre Marietta de Veintemilla.
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Manuela Saenz
Una historia maldicha
(Fragmentos)
—¡A
leluya aleluya. El Libertador llegó!
— ¿Cuál Libertador?
— ¡Bolívar!!
— Escondan a los hijos y a las hijas.
— No, a los más guapos y fuertes ofrézcanles de oficiales. Y a las más
bonitas y hacendosas de anfitrionas, musas o amantes.
— Bah. Aquí en este pueblo somos pardos, cholos, longos, zambos,
indios. Nuestras mujeres no son bonitas: Mucha bemba… muy
prietas… muy zambas… unas pati cortas… otras muy finas. Huelen
a sudor, a tierra y la piel se les ha vuelto suela con el sol. La mayoría
solo sirven para guarichas.
—Son sacrificadas, valientes, amables y sobretodo buenas cocineras.
Nuestros hombres son altivos, aman la tierra y la libertad, son fuertes
y aguerridos…
—Los hombres irán de carne de cañón, de cargadores, de sirvientes,
morirán sin entierros. Se los comerán los gallinazos. Y solo se
acordarán de ellos sus mujeres y sus hijos.
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integré al ejército como una prueba más de lo que era capaz de hacer
por él. Largas jornadas de caminos, interminables noches esperando
el ataque enemigo en las soledades del catre de mi tienda. Entre
los abismos de los desfiladeros de los Andes, el páramo, los valles
desiertos donde el viento muerde, me preguntaba ¿Hay algo más
distinto y alejado de mi vida de lujo de salones y sábanas de seda?
Y… ni siquiera lo tenía cerca. A esas horas él, nuevamente en Lima,
me era infiel.
—Usted creía en la causa americana, sabía la importancia de esas
batallas…
—Sí, y pese a las traiciones y derrotas sigo creyendo, tal vez más que
usted, más que ninguno en esta tierra, pero yo no era necesaria en
esas batallas, sino un estorbo al que Sucre y otros oficiales debían
cuidar. Un bulto en resguardo.
—Manuela…
—No me interrumpa, quiero contar por una vez mis penas. Una
noche, mirando al Condorcuna —el cerro donde acampaba el
enemigo—, escrutando las estrellas; aterida de frío pues la proximidad
del enemigo no nos permitía encender hogueras; con hambre; con
miedo por la espera de una batalla muy desigual —3000 y algo de
nosotros frente a 10 000 realistas—; pensé en regresar a mi casa.
Pero… ¿dónde estaba mi casa? ¿En Quito? ¿En Lima? Esa pregunta
me la he repetido siempre. Esta vieja y desvencijada casa en Paita
es la única verdadera que he tenido. ¿Volver a dónde?… Esa noche
se repite en mi recuerdo trayendo el viento helado y húmedo del
páramo y el dolor del hambre. Llevábamos días sin comer a causa
del cerco de los realistas. ¡Cuánto frío y dolor de tripas produce el
hambre! Opté por arroparme bien y tratar de dormir, de olvidar mi
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—L
as guarichas, las cuarteleras, las soldadescas, las
vivanderas, van tras el ejército cuidando de los
heridos, cargando con las ollas y los alimentos a
un lado y con los hijos nacidos en los campos de batalla, al otro. Son
las últimas que comen y las primeras en levantarse para hacer el agua
de canela. Curan a los heridos con emplastos inventados, consuelan,
besan, esperan. Buscan en los campos de batalla pestilentes, a sus
muertos para llorarlos y enterrarlos al tiempo que encuentran otro
soldado a quien seguir. Yo, como ellas seguí a mi soldado. Curé
heridos y preparé las viandas. Como ellas, busqué en los montes
hierbas que mitiguen el hambre y engañen la tristeza. Yo fui la
guaricha del Libertador. Y cuando él faltó, pasé semanas, meses en
mi peregrinar detrás de ese ejército de posesos, buscando el olor a
pólvora y los gritos desgarrados de los olvidados en el campo.
Volví a Lima. Por unas pocas semanas vestí los trajes de baile y las
diademas de perlas. Suavicé mis manos con aceites y perfumes y las
extendí para ser besadas en los salones. Frívolos y cerrados salones
donde se hablaba de poder, de propiedades. De prebendas, títulos y
nombramientos. Yo, antes parte fundamental de esas reuniones, me
sentía extraña, desconocida. Llegaba a tal punto mi aburrimiento
que me dediqué a beber como tonel sin fondo en tanto que Simón,
el guerrero sencillo, capaz de comer hasta arañas en el monte, se
volvió exigente en las mesas de la sociedad limeña. No admitía sino
champagne para beber y faisán para comer. Bebía y comía muy poco
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para poner distancia entre tus ojos adoradores y los míos fatigados,
para terminar con esa farsa del poder y la gloria, me marché rumbo
al sur y al altiplano. Simón Rodríguez, recuperado después de años
vagabundos, me acompañaba en el camino. Él tenía la facilidad para
revivirme los sueños, las utopías y las locuras. Cruzando desiertos,
punas y mesetas interminables, íbamos planeando un mundo a la
medida de nuestras ideas que brotaban incansables: Utopía, con
nuevas formas de gobernar, nueva educación para impartir. Nuevos
hombres. El entusiasmo nos embriagaba. Sacábamos de nuestros
recuerdos las ideas resucitadas que nos llevaron por la ruta de la
emancipación, las que nos hicieron creer en la Unión Panamericana.
Sabíamos que eran muchos los errores, que hasta entonces habíamos
construido naciones rengas, pegadas con saliva. Era el momento
para una nueva constitución, la boliviana, decantando los errores de
las otras y afianzando lo que somos: diversos y únicos. Era tiempo
de victorias.
Durante el camino hasta La Paz fui aclamado en todos los pueblos
y ciudades. Me regalan tesoros, flores y esperanzas. La confianza
destellaba en los ojos de hombres y mujeres para embriagarme en
visiones, para poner a mi alcance todas las realidades. Por primera
vez me sentía capaz de construir y conducir una verdadera nación.
En el Cuzco me obsequiaron una corona de oro y piedras preciosas.
Dicen que la ciñó el primer Inca y como él me sentía Constructor
invencible, amado, escogido. Descubría que mi destino ya no era la
guerra, sino conducir a ese pueblo a un mundo perfecto y armonioso.
Tenía conmigo a los mejores hombres: Sucre: claro, transparente,
honesto, metódico y recto. Simón Rodríguez: creativo, brillante,
revolucionario y visionario. ¿Para qué más? Solo me faltabas tú,
Manuela. Íntegra y aguerrida, apasionada. No quiero abandonarte
más. Como has dejado de escribirme, mando mensajeros que eviten
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Pasaguay
María Fernanda
Pasaguay
Pasaguay
Pasaguay
Acciones que defenestren los estereotipos
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ondisplay 2.0
(Fragmento)
M
e voy a morir de pena, me voy a morir de amor y todos
los demás clichés líricos. Pero también me voy a morir de
aburrimiento. Mi vida ha sido siempre muy sosa cada vez
que a Luciano se le ocurre salir de ella. Encuentro el sexo monótono
y la comida insípida. Mis hijos no me inspiran nada. «¿Nacieron
sanos?» «Y bellos.» Los encontré feos, casi monstruosos. «¿Es normal
que tengan todos estos pelos?» Pesaban cinco libras, medían treinta
centímetros. Andrea los sacaba orgullosísima en el coche doble, iba a
visitarme a la oficina para que todo el mundo los viera. Todo eso es-
taba muy bien; me ayudaba a pasar el tiempo hasta que él entrara en
razón y regresara —como eventualmente sucedió— a cuatro patas,
con el rabo entre las piernas. Durante nuestra separación más larga
—¿ves que resultó exactamente como yo le había dicho a él y que
superamos con creces la prueba de la distancia?—, yo me consagré,
como si de verdad me importara, a mi imagen de hombre feliz y
exitoso. ¿Leíste el artículo en la revista? Hay un link en mi Facebook:
«Padres jóvenes y triunfadores», y la foto para portada. Estoy seguro
de que Luciano estaba al tanto de mis andanzas; apenas empezó a
correr la noticia sobre el asunto de mi madre, él concertó la reunión
con Andrea.
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«Mira cómo han crecido los mellizos.» ¿En un mes? Detesto que se
rebaje al rol de mujercita dulce, complaciente. Nuestra breve vida
de casados debió haberle hecho comprender que usarlo conmigo era
una imprudencia. En lugar de seducirme para que me metiera en
su cama y cumpliera mis obligaciones maritales, me espantaba al
estudio, y eventualmente, en alguno de mis viajes a Guayaquil, a los
brazos de Gregorio o cualquier otro mariconcito de ocasión. Sí. Han
crecido un poco. «Tengo mucha ilusión con este viaje.» Yo no. Ya me
libré de ilusiones y afines. «Vas a ver a tus hijos crecer, tal vez hasta
casarse y darte nietos.» No. No voy a verlos.
Sin Luciano, la vida me resultaba un fastidio intolerable. Adelgacé.
Seguía con displicencia, accediendo en todo, los planes concernien-
tes a mi futuro. Pasaba mucho tiempo en el gimnasio y jugando con
el Wii que me había regalado mi papá, ni recuerdo con qué pretexto.
Le hacía de chofer a Andrea. A Tofi y a Nathalie los veía menos;
eran unos traidores por no haberse peleado con Ricardo, y de todos
modos Óscar prefería no acompañar a su enamorado si se trataba
de reunirse conmigo. A él le agradaba Luciano, y aunque Ricardo
era un paradigma ambulante de «Cumbayá generation», admiraba
en cualquiera la cualidad de jugárselo todo con tal de conseguir lo
que deseaba. Acerca de mí, en cambio, coincidía contigo en que era
un mariquita llorón que mucho prometía y después se echaba para
atrás: «Daniel says: I won’t offer you my pity. No. I don’t blame you. But
I still don’t know exactly what happened and I might never find out. In
our common past you caused him a lot of unnecessary suffering. I can´t
help but thinking maybe this too could have been prevented. Gustavo
says: Lol. You might have as well fed me the pills or put the gun to my
temple. Daniel says: Forgive my rudeness, Tavito. I won’t be disrespectful
and compare my pain to yours. Please try to understand I’m mourning
as well.»
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mano. «Andrés estaba triste porque pensaba que no ibas a venir.» «Yo
también soy gay. Por supuesto que tenía que venir.» Da Gang y Mabe
Garrido iban a intervenir también con un número; Paula Alexandra
Donoso, Doménica y Sebastián habían preparado la coreografía con
Luciano, y Daniella y René no estaban dispuestos a perdérselo por
nada. También deambulaban por ahí Manena Cordero y los izquier-
dosos, y Karina con la gente del gansta. La aparición de Agustina y
Ricardo destruyó el espejismo. Ella se puso rígida al verme. No me
saludó. Él avanzó directamente a agarrar a Luciano.
Todo lo demás fue parte de un proceso perfectamente natural. El
teatro era de segunda, aunque importaba poco con un público tan
entusiasta. Por obra y gracia de Andrés, acabamos sentados en pri-
mera fila, cerca de Nathalie y Tofi. Por supuesto, estaríamos sepa-
rados de Ricardo y Agustina apenas por unas butacas, pero está-
bamos entre gente civilizada y más aun en un evento por la paz y
la tolerancia, ¿no? «¡Andy! ¡Tavito!» «¿Cómo así por aquí?» Emulé
el entusiasmo de mi prima levantándola del suelo con un abrazo,
y palié la aprensión de Rafael con una mezcla de la mentira blanca
que les había embuchado a mis padres, «iba al cine con Andrea»,
y la excusa de que mi obligación como individuo gay era acudir a
apoyar a los míos. Hubo diez números en total, todos con ovación
de pie, flores y hasta prendas íntimas lanzadas al escenario. El grupo
de Luciano había preparado una coreografía bastante interesante de
«Move Along»: sin mucha parafernalia, sólo movimientos enérgicos y
algunas acrobacias sencillas que respondían al espíritu de la canción.
¿Alguna vez lo viste bailar en vivo? A mí el kickboxing me ha ayudado
a ser relativamente ágil y flexible —nunca he logrado, por ejemplo,
bajar en un split hasta el suelo—, pero él era impresionante. Estoy
seguro de que si tan poca suerte tuvo en su carrera dancística fue
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tavitodawinner.«Out ta kill ya.» Name: Gustavo Rodríguez. Age: 16. Location: Quito, Ecua-
dor. Last session: aug 24, 2007. Profile song: «All The Same», by Sick Puppies. Mood: Killer.
Befriend this person to see his/her full profile!
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turno, así que después de algún Nino Bravo o Skid Row, conecté mi
ipod y le subí muchísimo el volumen a «All The Same». Mi mamá
opinó que la canción habría sido bonita, «si no fuera tan sufridora»;
Carlos David, a quien ni siquiera le gustaba mi música, discutió con
ella: «¿y tu Nino Bravo no es sufridor?» Mi papá estaba contento;
me miraba a ratos por el retrovisor y me hacía algún comentario
cualquiera, «¿listo para el baile, Tavito?» Recogimos a Andrea. Mi
hermano le hizo alguno de esos piropos que en realidad ella sólo le
soportaba por mí.
En la puerta de la casa de Nathalie nos encontramos con Tofi y
Christian. Intercambiamos saludos, besos, estrechones de mano.
Mi mejor amigo presentó a «su compañero». Nathalie, encantada
de presumir a sus amigos «mayores», había invitado a todo el gru-
po. Únicamente Andrés y Roberto no habían asistido. Los mayores
estaban acompañando a Óscar, que con sus veinte años se sentía
un poco fuera de lugar en una fiesta de adolescentes, y Manena no
desaprovechaba oportunidades de salir con Luciano. Me había ente-
rado por el Facebook de que incluso había viajado a Guayaquil con
la parejita, y a pesar de que sus abuelos vivían allá, había preferido
hospedarse en la casa de Agustina. Le noté el septum; creo recordar
que murmuré «ouch», «¿Te gustan? ¡Me lo hice con el Chano!» Me
guiñó un ojo. «Andrés dijo que venía si tú le mandabas un mensa-
je.» Qué descuido. Con tantos maricones en nuestro medio debía
haberse corrido bastante rápido la voz acerca de mi affaire casual con
el amigo de los Cordero. Si llevaba a cabo mi plan delante de él, ya
no sería indispensable explicarle a Luciano que jamás había tenido
intenciones de reemplazarlo u olvidarlo y que aquel devaneo nada
significaba. Viendo que seguía su sugerencia sin dilaciones, Manena
me pellizcó pícaramente: «Se va a poner feliz. Tú le gustas mucho.»
Me causó gracia. Andrés me contestó que pasaría más tarde, un
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Mujeres que hablan. Literatura ecuatoriana contemporánea,
ha sido editado dentro de la Colección Línea de Volcán
por el Gobierno Autónomo de la Provincia de Pichincha,
siendo Prefecto el Ec. Gustavo Baroja Narváez.