Libro Mujeres Que Hablan - Rosy Revelo

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Pichincha

Territorio
de la Cultura
Mujeres que hablan
Literatura ecuatoriana contemporánea
Ec. Gustavo Baroja Narváez
Prefecto de Pichincha

María Pilar Vela


Dirección de Gestión de Cultura

Antonio Correa Losada


Editor General

Mujeres que hablan. Literatura ecuatoriana contemporánea


Primera edición: 2015
ISBN-

© Aleyda Quevedo Selección de poesía


© Gabriela Vargas Selección de poesía
© Yuliana Marcillo Selección de poesía
© Marialuz Albuja Selección de poesía
© Mariagusta Correa Selección de poesía
© Sonia Manzano «Este té es para ti»
© Solange Rodríguez «Rassa o el sueño de Dios»
© María Auxiliadora Balladares «La entrevista»
© María Fernanda Ampuero «¿Quién dicen los hombres que soy yo?»
© Silvia Stornaiolo «Luchitoooooooooo»
© Gabriela Alemán Pozo Wells (Fragmento)
© Sandra Araya Orange (Fragmento)
© Mónica Ojeda Franco La desfiguración Silva (Fragmento)
© Tania Roura Manuela Saenz. Una historia maldicha (Fragmento)
© María Fernanda Pasaguay ondisplay 2.0 (Fragmento)

Portada: Mujer cantando, ilustración digital, EPV


Diseño editorial: Ernesto Proaño Vinueza
Obra gráfica (guardas e interiores): Rosy Revelo

Este libro es una publicación


sin fines de lucro y de distribución gratuita.

Gobierno Autónomo de la Provincia de Pichincha


Página WEB: www.pichincha.gob.ec
Manuel Larrea N13-45 y Antonio Ante
Quito-Ecuador
Mujeres que hablan
Prólogo: María Pilar Vela
Obra gráfica: Rosy Revelo

Gabriela Alemán
Mónica Ojeda
Sandra Araya
Aleyda Quevedo
Gabriela Vargas
Sonia Manzano
Solange Rodríguez
Yuliana Marcillo
María Fernanda Ampuero
María Auxiliadora Balladares
Silvia Stornaiolo
Mariagusta Correa
Tania Roura
María Fernanda Pasaguay
Rosy Revelo. Ibarra, 1965. Doctora en Investigación y Creación en Arte por
la Universidad del País Vasco. Mención cum laude. Diplomada en Estudios
Avanzados, en Cultura, Estética, Valores. Licenciada, en pintura y grabado
Facultad de Artes, Universidad Central del Ecuador.
Ha obtenido 13 Premios en Bienales y Trienales Internacionales y Nacionales. Ha
realizado 25 Exposiciones personales y 80 Exposiciones Colectivas. Fundadora
del Colegio de Artistas Profesionales de Pichincha. CAPPP. Y del Colectivo de
Arte CIENFUEGOS, Quito. Directora de Corporación Cultural MANOS a la OBRA.
Ecuador.
Actualmente es Docente en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador,
cátedra de Pensamiento Contemporáneo. Es Directora de Gestión Cultural de la
Presidencia de la República del Ecuador, Palacio de Carondelet. Condecorada con
la Medalla Pilanquí al Mérito Cultural, Ibarra 2015.
Índice

Prólogo • María Pilar Vela • 13

Poesía
Aleyda Quevedo • 19
Yo no soy mujer, soy poeta • 21
Selección de poesía • 23

Gabriela Vargas • 37
Hay muy pocas que se atrevan a asumir riesgos • 39
Selección de poesía • 41

Yuliana Marcillo • 53
Nunca más optar por el silencio • 55
Selección de poesía • 57

Marialuz Albuja • 69
Personajes que actúan de manera no previsible • 71
Selección de poesía • 75

Mariagusta Correa • 87
Escribir como una condición humana •89
Selección de poesía • 93
Cuento
Sonia Manzano • 105
Escribir literatura de calidad no es cuestión de género • 107
Este té es para ti • 111

Solange Rodríguez • 119


Escribo desde «ser mujer» • 121
Rassa o el sueño de Dios • 125

María Auxiliadora Balladares • 145


Ese espacio en el que se abren las puertas • 147
La entrevista • 149

María Fernanda Ampuero • 157


Ser una mujer más libre • 159
¿Quién dicen los hombres que soy yo? • 161

Silvia Stornaiolo • 169


Cuando uno escribe es tan hombre como mujer • 171
Luchitoooooooooo • 173

Novela
Gabriela Alemán • 181
Pozo Wells (Fragmento) • 183

Sandra Araya • 193


La capacidad de reflexión es la que
te permite modificar la naturaleza • 195
Orange (Fragmento) • 199
Mónica Ojeda Franco • 209
Faltan estudios acerca de las escritoras en nuestro país • 211
La desfiguración Silva (Fragmento) • 213

Tania Roura • 237


Una danza melodiosa a veces imprecisa y esporádica • 239
Manuela Saenz. Una historia maldicha (Fragmento) • 241

María Fernanda Pasaguay • 255


Acciones que defenestren los estereotipos • 257
ondisplay 2.0 (Fragmento) • 259
Prólogo

L
a función de la mujer en la historia social de nuestra cultura,
ha sido esencial en el devenir del siglo XX. Sus luchas fren-
te a un espacio hostil, sus logros y avances en busca de un
mundo mejor, no solo como gestora de la vida misma sino también
como soporte integral del desarrollo y progreso de nuestros pueblos.
Nuestra historia está marcada por telones de marginación y exclu-
sión de la mujer. Desde las luchas de la Independencia vistas desde
el poder patriarcal y religioso, que no solo han minimizado sino
ignorado el papel protagónico de las mujeres en el desarrollo de la
sociedad hasta nuestros días.
No podemos dejar de reconocer los logros alcanzados por la mujer
en nuestro país, desde la lucha pionera en América Latina por el
voto libre y universal, el derecho a la educación y a participar direc-
tamente en la vida política como sucede en estos últimos años en el
país. Es necesario ubicar, reconocer y valorar la sensibilidad creadora
de la mujer ecuatoriana, que en el cultivo de la poesía, el cuento y
la novela, ha alcanzado los más altos retos, al llevarnos a descubrir
inesperados matices de la sociedad y la condición humana, es lo que
pretende Mujeres que hablan. Literatura contemporánea del Ecuador,
selección realizada por el poeta y editor Antonio Correa. En el libro

13
Prólogo

se despliega un mapa vasto y enriquecedor de escritoras, provenien-


tes no solo de Pichincha sino de diversas partes del país.
15 mujeres. Cinco poetas: Aleyda Quevedo, Gabriela Vargas, Yuliana
Marcillo, Mariluz Albuja, Mariaugusta Correa. Cinco cuentistas:
Sonia Manzano, Solange Rodríguez, María Fernanda Ampuero,
María Auxiliadora Balladares, Silvia Stornaiolo. Cinco novelis-
tas: Gabriela Alemán, Sandra Araya, Mónica Ojeda, Tania Roura,
María Fernanda Pasaguay. Acompañados con la obra gráfica de Rosy
Revelo, conforman un mapa de ruta que llevará a los lectores a entrar
en los nuevos senderos que conforman el panorama de la literatura
que se escribe en Ecuador.
Escritoras de agudo y talentoso trabajo, muchas de ellas reconocidas
por su obra no solo dentro del país sino fuera de él.
Quizá, la poesía, sea el género literario que exige una entrega per-
sonal de su oficiante, como lo señala Aleyda Quevedo en su poética
cargada de deseo y erotismo, al responder: «Yo no soy mujer, soy
poeta». Precisiones inesperadas en la espléndida poesía de Gabriela
Vargas. El placer acicateado en Yuliana Marcillo. En Mariluz Albuja,
Mariaugusta Correa, la poesía se enfrenta a los apremios y sensibili-
dades del cuerpo y el deseo.
En cuento, Sonia Manzano, con una maestría llena de referencias
populares en «Este té es para ti», lleva a los lectores con ingenio y
humor, a un inesperado mecanismo de muerte. Solange Rodríguez,
en «Rassa o el sueño de Dios», refleja la sensualidad profunda y los
avatares que determinan la sexualidad femenina. María Fernanda
Ampuero, periodista residente en España, con su cuento «¿Qué di-
cen los hombres que soy yo?» nos habla de la violencia y el desarraigo
que como una vara de laurel marca y humilla la vida de la mujer.

14
María Pilar Vela

María Auxiliadora Balladares, va más allá del entrevistado en el rela-


to «La entrevista». Silvia Stornaiolo, con «Luchitooooooo», hace una
paródica y personal versión del llamado de la creación ante la hoja
en blanco.
En el capítulo de la novela Pozo Wells, (publicada en la Colección
Cochasquí de nuestro fondo editorial), Gabriela Alemán, muestra el
oscuro mundo del maltrato femenino desde el espacio de un barrio
marginal del puerto de Guayaquil. En una atmósfera enrarecida, dos
mujeres descubren la cicatriz profunda que deja la violencia no solo
en el rostro de una de ellas sino en el ámbito de la ciudad. Mónica
Ojeda, novela el proceso de uno de los movimientos culturales más
emblemáticos de la década del 70, los Tzántzicos en la ciudad de
Quito, donde la joven novelista sigue el rastro etéreo de una mujer,
Gianella Silva, que junto con Ulises Estrella, es el motor y la fuerza
que da vida al grupo, pero su presencia permanece inadvertida, en
una especie de atroz y ficcional anonimato de la época. Sandra Araya,
con Orange, novela tejida con una escritura personal y contemporá-
nea, mueve los hilos de la intimidad familiar y de su entorno. El
trabajo de escritoras como Tania Roura, que en un esfuerzo silencio-
so han editado sus libros centrados en personajes históricos, como
Manuela Sáenz o Mariana Carcelén. María Fernanda Pasaguay, pro-
fesora de literatura, con su novela ondisplay 2.0, se adentra en los
vericuetos de las relaciones ambiguas, alternativas o en conflicto,
atravesadas por el mundo vertiginoso y virtual que viven los jóvenes.
Así y dada la brevedad del libro, en la sección de poesía se incluye
una muestra aproximada de 10 poemas, seleccionados por las
propias autoras. Con este mismo criterio en cuento, un texto que no
exceda las 20 cuartillas y, en novela, un fragmento o capítulo. Para
contextualizar la visión de las escritoras con su obra, se entregaron dos

15
Prólogo

preguntas: ¿Cuál es su percepción de la mujer como personaje literario? y


¿Qué transformaciones destaca en la en la sociedad ecuatoriana actual?,
respuestas que se presentan junto a los datos bibliográficos.
La Dirección de Cultura del Gobierno Autónomo de la Provincia
de Pichincha, se honra al presentar Mujeres que hablan. Literatura
ecuatoriana contemporánea, en Línea de Volcán, una de las colec-
ciones que conforma nuestro fondo editorial, junto a la colección
Premio que recoge las obras ganadoras en poesía y cuento, que en
forma bienal la Prefectura de Pichincha reconoce el trabajo creador
de la escritura en el país. Colecciones que buscan hacer visible lo que
subyace en silencio o no recibe la debida atención y, que por medio
del libro y la lectura, estimule el talento creador en la provincia —en
especial en el sector educativo— donde son desconocidas las nuevas
expresiones literarias y, a su vez, los lectores participen del proceso
creador de la escritura, como una de las expresiones de la aventura
humana, que consolida los lazos de convivencia y solidaridad de una
comunidad.
No dudo que en este libro se dan cita las más ambiciosas propuestas
y expectativas de la literatura ecuatoriana actual. Trabajo, talento,
creatividad, que aunado a una sensibilidad abierta y desenfadada,
llevarán a los lectores a buscar con entusiasmo a estas autoras del país
y de Latinoamérica.

María Pilar Vela

16
Poesía

Aleyda Quevedo• Gabriela Vargas


Yuliana Marcillo• Marialuz Albuja
Mariagusta Correa
Quevedo
Aleyda
Quevedo

Quevedo
Quevedo
Yo no soy mujer, soy poeta

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


La poesía es un arte muy parecido a una operación matemática:
precisa, limpia, exacta y toda la operación debe estar atravesada
por la música. Prefiero un poema donde lo digo todo en 6 o 10
versos, donde concentro varias emociones que me conmueven en ese
momento y todos los fantasmas que me persiguen en ese instante,
a tener que escribir 350 páginas de una novela dilatada. Soledad,
libertad y precisión, tres cosas muy importantes a la hora de crear
poesía, y estos tres elementos, aplican lo mismo para una mujer
escritora que para un hombre escritor. Quiero decir que la literatura
de calidad, la buena literatura no necesariamente debe tener un
género; sin embargo, creo que se escribe desde una sensibilidad y
una inteligencia emocional femenina cuyo valor agregado principal
es la maternidad, esa es la única ventaja sobre los hombres escritores.
Luego de más de 25 años en el viaje de la poesía, yo creo que su
misterio está en cómo estructurar las emociones y me gusta pensar
que lo hago desde un ser andrógino, un ser que escribe con algo
de masculino y algo de femenino. Y que se escribe no solo desde
las emociones que perturban, también desde las emociones que nos
matan un poco más cada día. Porque un poema, o logra emocionar,

21
Mujeres que hablan

conmover, movilizar, arrancar un cuestionamiento; o logra el tedio


total. Pero un poema nunca te deja indiferente. Para mí la poesía es
una actitud de vida, una manera de estar en el mundo. Yo no soy
mujer, soy poeta.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
Un poeta es un ser sensible y profundamente inconforme. Pero
quiero pensar que la sociedad ecuatoriana moderna realmente es una
sociedad que lee más y tiene más acceso al conocimiento. Los seres
humanos nos conocemos más a nosotros mismos en esta modernidad;
las parejas viven el amor y la sexualidad con más libertades y derechos;
siento que, quizá, los jóvenes ecuatorianos hacen de la experiencia
artística y de la lectura una manera de entender mejor el mundo y
la globalización.

Aleyda Quevedo Rojas. Quito, 1972. Poeta, periodista, ensayista y gestora


cultural. Ha publicado los libros de poesía: Cambio en los climas del corazón (1989);
La actitud del fuego (1994); Algunas rosas verdes (1996); Espacio vacío (2001); Soy
mi cuerpo (2006); Dos encendidos (2008); La otra, la misma de Dios (2011); Jardín
de dagas (2014); y las antologías que reúnen parte de su poesía bajo los títulos:
Música oscura (2004) Amanecer de fiebre (2011) y El cielo de mi cuerpo (2014) que
aparecieron en Andalucía, Guayaquil y La Habana, respectivamente.
Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Jorge Carrera Andrade en 1996.

22
Limón perfumado

Soy mi cuerpo
atrapado por partículas
de otros cuerpos

Cuerpo
que enjabono en el mar
reconociendo suciedades
y miedos

Miedos míos
enjuagados con
el agua que todo lo cura
la sal de mi sudor
los celos bien guardados
los dulces jugos
y de nuevo el agua
que me concede
un cuerpo nuevo cada día

Cuerpo fresco
tendido en la cama
como limón al filo
de la ventana

Y el sol quemando
el vidrio
la madera
el limón

23
Mujeres que hablan

perfumado y desnudo
de la ventana que soy

¿Sé quién soy?


me miro
en el largo espejo del baño
tengo 33 años
nunca estuve tremendamente sola
abandono de perras
que te marca y deja sin curiosidades

Lloro y mis piernas blancas


se vuelven negrura profunda
que bloquea los sentidos

Quién es mi cuerpo
puede afrontar sus propias
desgracias
incluso las más asfixiantes horas
ansiedad
falta de ti
horas cuando me fundo con un monstruo
que conozco bien
Cuerpo mío
pólvoracielo
intenso estallido
de lámparas que filtran tu claridad
sobre mi pecho

Soy este cuerpo mío.

24
Aleyda Quevedo

La opacidad del desierto

Recorro las autopistas de la noche


nada me detiene
ni siquiera el canto del destino
que circunda mi piel
como extraño medallón astral

Las dunas del miedo


reducen mis manos a polvo

En la arena me mimetizo y pulverizo


repitiendo un acto fallido
No se deja huellas en el desierto

Un camello aparece en el rabo del ojo


sonámbula
sudando gotas agrias
lo sigo viendo en mi arenario

Los reptiles
toman las formas de la arena
se escurren
se deslizan cuando la pasión se niega

La naturaleza del sexo y el amor


son de origen volcánico
reptiles de sílice
que se desdoblan
para escapar con el viento
en la más absoluta promiscuidad

25
Mujeres que hablan

Corazón tan turbio


tan furiosamente dudoso
llevado por la velocidad
de las colinas que se deshacen
infalibles al amanecer

La arena es virulenta
sus dobleces resucitan y se volatilizan
una y otra vez
en el infinito
desgastante y necesario del amor

Observo el movimiento de las estrellas


amontonadas en el cielo
tengo vértigo
cuando parece que mis ojos
han logrado tocar la superficie del reino

En el arenario
piel llama a piel
y en la rugosidad
lamer sudor es el paraíso

Cuerpos metálicos
que se atraen y rechinan

El desierto es una palabra de arena


que se mueve y desaparece bella
y los amantes iguanas
que amargamente se arrastran en busca de un corazón

26
Aleyda Quevedo

Cielo arriba
cielo abajo
El cielo del desierto
en mitad de la luz solar
perforando mis pupilas

Soy la salamandra
que llegó a la inmovilidad
Contemplo el reino de dunas rojizas
Memorizo los besos fuertes
la novedad de la saliva
que bloquea mis sentidos
y deja mi cuerpo sin paisaje
como piedra abrumada

La arena traga los pies


en el pantano de los impulsos

Nada produce el sentimiento


de ser de ninguna parte
de pertenecer a dos sexos guerreros
solo la noche del desierto

Me hago carne
me enraízo en la grava
mis uñas se aferran
a las formas onduladas de este espacio

Soy yo misma la que se hace


carne de la desidia
para acelerar la evaporación

27
Mujeres que hablan

Aquí estoy repitiendo el acto fallido:


no se deja huellas en el desierto.

28
Aleyda Quevedo

Cuarteto a Safo de Lesbos

Safo se sienta en el diván vienés cubierto de bordados turcos;


se aprieta la cara entre las manos como si se esforzara por
borrar las huellas de los recuerdos.
Marguerite Yourcenar

El ansia de ser traspasada amorosamente


rompe los sentidos y turba mi noche
Es poco lo que alcanzo rozando la almohada
Hacer caballito en el sillón suave tampoco engaña
y deambulo por los pasillos de la casa
con los senos al aire y el cabello peinado
Divina Safo coronada de violetas,
dolencia de amor,
el «olisbo» del padre Aristófano
finalmente, entrará en mí.

Por fortuna la luna


me distingue
Más no puedo olvidar a aquel soldado
de miembro enorme y velludo
que lo llevaba descubierto
Celebro en mi habitación
las fiestas en Lesbos, a la luz de la luna,
acompañada de un hueso de porcelana roja

29
Mujeres que hablan

largo, suavísimo y limpio


que activa mis vías nerviosas,
sin lastimar mi virginidad.

Hay música y cirios encendidos


soy mía en el cielo de mi cama
Igual contigo que sin ti
clítoris y cerebro
confesarme, besarme
Guío mi dedo
en la selva
de frondosos árboles
y perfume de mangos calientes.

Hielo y fuego para llegar a mí


el deseo solo concede
tiempo para el combate interior
Aspirando hondamente
en este jardín de fuego
que se apaga
Grito todos los nombres
y el hielo en mi vientre
me devuelve a la sabiduría sobre mí misma
en la parte más caliente del asombro.

30
Aleyda Quevedo

El Quito que me toca

Ahora que siento ganas de cambiar de ciudad


y no volver a ver nunca mas las montañas
y el viento duro de la altura
Ahora que ni sus bellísimas iglesias
niel azul del cielo
o la luz limpia que rodea a las nubes
me gustan
Ni siquiera sus calles de piedra
o la virgen protectora
tampoco los valles cercanos
o el Machángara de menta
Nada me conmueve ni me atrapa en esta ciudad
Justo ahora entiendo que estoy condenada
a vivir en Quito
Experimentando la falta de oxígeno
Y las miradas inquisidoras que aún perviven
Esto me tocó
y vivo en la gracia de esta condena
que siempre busqué
que me cuesta trabajo dejar y aceptar
Quizá si el mar estuviese del lado
del Parque Metropolitano
todo sería más simple para mí
Montañas gigantescas
rodeando el corazón
Y las nubes que crecen como monstruos blancos
sobre mi cabeza pequeña

31
Mujeres que hablan

Ahora que siento ganas de cambiar de ciudad


descubro que nadie elige donde quiere vivir
es solo el Quito de mi destino
Lo sé.

32
Aleyda Quevedo

Ventana

Todo en tu mente
es el cuerpo me dice Robert Creeley

La piel campo de batalla


los ojos un bosque extenso
y a partir del sentimiento una punzada
al corazón de cuando niña

La serpiente de la enfermedad
rasgando tus tejidos

Las costillas desdoblándose para escribir


sobre plantas e hijas bienamadas

Felicidad alcanzada por instantes


Con forma de un hombre de manos tibias
que retiene tus senos como pájaros blancos

Un río místico
ancho imantado y turbio que llega a ser etéreo
intentando salvarte a ti misma
pero regresa a tu cuerpo que es tu mente
y a partir de allí construye tu vejez en ese río.

33
Mujeres que hablan

¿Quién soy?

¿Quién soy?
Tal vez la mujer senos de ámbar
y pies helados que escribe versos
para reconfortarse
Más la poesía
solo logra descarrilarme
Como el tren rojo que soy
Ese tren que se abre paso
entre las montañas puntiagudas
y difíciles de algún país
Ese tren que nunca llega
a ninguna estación de humo
Esta mujer que emana voces
Trenes y más trenes
que me esperan
Versos para sobrevivir
¿Quién soy?
Quizá este cuerpo encendido
que aún guarda tus huellas en los pliegues.

34
Aleyda Quevedo

Arranco todas las flores de mi cuerpo


para ofrecértelas, Señor.
Allá voy, más desnuda sin las diminutas flores
del torso, más desvestida que nunca
sin las dalias que crecían en la espalda.
Voy saltando las piedras ciegas de la desdicha
y el viento me ayuda a alcanzar la arena.
Señor de las Angustias, todopoderoso mío,
me despojo incluso de la flor pasionaria
y de la corona de heliconias que adorna mi pubis.
Desnudísima, para entregarme a ti,
sin los lirios de la nuca o los girasoles de las nalgas,
pulcra, tal vez insondable isla de misterios
Y no más rosas, ni margaritas, ni violetas
encandiladas en mis senos.
Limpia estoy, vuelta promesa.
Brillante y sola para entregarme a ti
sin las astromelias del sexo,
sin la flor azul del corazón.

35
VargasVar
Gabriela
Vargas

gasVargas
Vargas
Hay muy pocas que
se atrevan a asumir riesgos

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


La poesía femenina en el Ecuador está empezando a sufrir cambios
importantes. Si bien es cierto que generaciones anteriores a los 80
mantenían formas tradicionales de escritura de poesía, tanto su
fondo como en forma; el verso libre y la escritura en prosa se está
apoderando cada vez con más fuerza de los espacios de creación entre
las escritoras, principalmente aquellas nacidas a mediados de los 80
y 90 inmersas ya en recursos tecnológicos digitales, que las acercan
a tendencias y nuevas formas escriturales que surgen en países como
México o Chile, por citar algunos. Durante años, la temática de lo
erótico y de lo amatorio ha predominado, son pocas las excepciones,
incluso en la actualidad hay muy pocas que se atrevan a asumir
riesgos, a tocar otros temas y salir de la zona de confort de usar el
cuerpo como eje central del discurso y, son precisamente aquellas
pocas excepciones, las que destaco y aplaudo, y de las que de una
u otra forma, me siento parte. Hoy las escritoras ecuatorianas
tienen atención más que nunca, están ganando premios y se están
internacionalizando, hay un repunte importante que debemos
aprovechar y fortalecer.

39
Mujeres que hablan

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
El país atraviesa cierta estabilidad política comparada con los duros
momentos de los años anteriores al 2009. Hemos reestablecido el
respeto a la democracia, se ha fortalecido la institución pública y la
inversión en sectores como el turístico están en auge. Los cambios
en el sistema educativo aparentemente han logrado el contento de
las clases sociales más bajas, hay reformas en los planes de estudio,
los maestros se están capacitando. Se está apoyando a la industria
nacional como nunca antes, otorgando salvaguardas y llenando de
impuestos a los productos que vienen del exterior (ya no se puede
beber buen whisky sin quedarnos chiros), los trabajadores tienen
derechos que tiempo atrás no se respetaban como la afiliación
obligatoria al seguro social.

Gabriela Vargas Aguirre. Guayaquil, 1984. Poeta y diseñador gráfico. Mención


en el V Premio Nacional de Poesía Joven Ileana Espinel Cedeño 2012. Textos
suyos aparecen en Cartoneras de Bolivia, Perú, Ecuador y México. En revistas
digitales e impresas, nacionales e internacionales, como El Humo de México,
Casa Palabras (Revista Impresa de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín
Carrión), Maestra Vida (Perú). En las memorias del Festival Internacional
Desembarco Poético en los años 2012, 2013 y 2014, Bandada: Actualidad de la
poesía ecuatoriana (Campaña de Lectura Eugenio Espejo, 2014). Ha participado
como invitada en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil (2013), En la
Feria Internacional del libro de Quito (2012 y 2015), En VI Festival Internacional
de Lima (2015). Su primer libro se publicará en el 2016 (está buscando editor y
fondos).

40
Contemplación

A mi madre, mi primer ejemplo suicida

Siempre estabas mirando por esta ventana


el edificio naranja en la mañana
que se desarma en distintos tonos naranjas cuando el sol golpea
Siempre, de afuera se acercaba remando un ruido
que burlaba las espirales del incienso
(a veces jazmín, a veces mirra, a veces rosa)
que invadía tu cuerpo de nave
que se parqueaba siguiendo otros itinerarios
con otras familias
en una quinta luna
celeste luna
que otros dialectos la llaman CHANDRA
mientras con mis pies chuecos intentaba colarme en tu viaje.
Siempre estabas mirando por esa ventana,
Precisamente aquella ventana
con toda la cabeza envuelta en chales
para amarrarte de alas al nido,
«Es para no dejar que se salga el cosmos», me decías
encaramada en la persecución de una excusa para matarte(me)
para pensar, indagar, creer y aferrarte
a un mantra que está detrás del vapor de una nube
en el altar de dios con cabeza de elefante
lejos, donde las estrellas se vuelven azules
se enfrían
titilan y mueren.

41
Mujeres que hablan


Cualquiera que nos hubiera visto
habría creído: desde fuera éramos felices

Anochece y sigues pegada a la misma ventana
y a veces está cerrada
y a veces su reflejo te aclara y me deja verte mas adentro
y te miro por encima
y te ves más distante que otro planeta
y te miras en el espejo
y la cara te cambia
como si te hubieran apretado lo que te quedaba de alma
en otro pedacito de espacio en el que te deformas
y se te caen las manos
y la boca
en la contemplación de tu ser de agua
que busca fundirse con dioses vestidos de seda
(a veces índigo, a veces celestes, a veces azules)
de múltiples manos
y uñas pintadas
(a veces rosas, a veces rojas, a veces dedos en llamas)
que entonan flautas y danzan al ritmo de tambores
y entonces mi corazón se apaga
porque no contemplas tu sangre
derramada en piso,
y mis manos te buscan y solo siento

42
Gabriela Vargas

el sonido primordial que eres y somos:


la nada y el blanco.

He querido saltar por esa ventana
todas tus ausencias
todas las veces.

43
Mujeres que hablan

Erre

A Reinaldo Arenas

El Hombre se inicia en un poema cuando por primera vez escribe


/sobre un árbol, un
arbusto se nos arrima, de algún lado nos llega una hoja:
un papalote extraviado que espera atarse nuestros dedos,
una línea que siempre serán más líneas para hacerte un cuento que
/hablará de nosotros confabulando.

El hombre se inicia en un poema cuando está por encima de los


sueños de los niños de ojos colorados, de hambre de manos y de uñas
que ahora marcan una plegaria en los troncos que luego será el fuego
que aún no conocemos.

El hombre se inicia en un poema cuando se ensucia las manos, se


astilla y sangra. Ese pequeño punto, ese encuentro con la ruptura
que es conversa, que es confusa que es el inicio de los que no pueden
ver ni tocar una burbuja que es una canción que escapó de mi para
robarte:

Para soñar con ser esos niños que atrapan el mar y se lo guardan todo
/en el pecho.
Para dejar crecer más allá del cielo las flores.
Para permanecer de pie contra todas las fauces.
El hombre se inicia en un poema cuando se sienta sobre el mar y lo
/reescribe.

44
Gabriela Vargas

No he vuelto a escribir

No he vuelto a escribir.
De todas formas traigo esta gran bestia
Que son oraciones que aparecen a lo que camino y que se guardan
que parece que tuvieran que decirse con urgencia, pero no,
no son dichas, solo soy yo y el silencio
Solo estoy yo y el frío y el silencio
Solo estoy yo con mis recuerdos y el pasado que al crecer se
volvieron algo muy malo
Algo para no decirse, algo para ocultarle a mis mayores

Por eso traigo esta noche esta gran bestia


Que camina tranquila, arrastrándome a dormir durante el día
Doblándome la espalda, hincándome los talones
Y aunque salen de mí las palabras como con la luz la voz de los ríos
Me callo
Me callo porque esto no ha de decirse
Me callo porque de decirse heriría al infante que fui, a la
adolescente que fui, a la madre que no fui,
A la sangre que olvidé y que hoy me espera
A la sangre que dejé encerrada y que hoy me espera, que me llama
constantemente, que me busca como si fuera su último recuerdo.
Por eso solo soy yo y el frío el silencio y el teléfono apagado
La puerta cerrada. La boca cerrada.
Una larga excusa de cristal para los conocidos.

De todas formas traigo esta gran bestia


Que apenas puede sostenerse conmigo por los pasillos de la casa,

45
Mujeres que hablan

Que no se atreve a irse, que sostiene en sus manos unos gramos


/más de tiempo,
Que apenas puede ir al baño a mirarse al espejo y arrepentirse.

No he vuelto a escribir desde entonces


Porque traigo está gran bestia que me dice que esperemos hasta
/mañana:
Y mañana se desdobla.
Y bien podríamos dormir para siempre y bien podríamos morir
/esperando
La gran bestia y yo en el frío y en el silencio.

46
Gabriela Vargas

10 mg.

Alguna vez el movimiento circular del cielo marcó la medida del


/tiempo
y sobre cada minuto se alzaron cientos de alas como un gran cruce
/de cometas redentoras.

Quien mejor para circundar el aire que los pájaros de cartón que
/dejamos cultivar
debajo de nuestras lenguas esas noches de intenso calor de mayo
y ciertamente era mayo y era tarde
y ciertamente los pájaros en llamas se llevaban nuestras partes que
/aún quedaban
con vida y tejían una luna borrosa sobre el río, que era la única
/entrada al paraíso
que nos quedaba.

La dormidera avanza como un tropel de aves sin memoria


hacia ese nido estelar de glifos desenfocados que es el sueño
se desinflan los cuerpos como un balbuceo
Con toda la bandada que se deja morir bajo las sábanas
Dejamos los ruidos alejarse para apagar la luna con un leve
movimiento de muñeca.

47
Mujeres que hablan

Compromiso

Una vez nos prestamos el corazón. Apareciste con un paraguas con


el que ibas a frenar el viento, te llevé dentro de mis ojos esa noche y
todas las demás, llevabas luciérnagas en los bolsillos y unos lápices
para dibujarme unas alas:
Mi caballito de hierro
Mi sueñecito de paja
En mi pintura rupestre tienes puesta una capa con colores helados, y
en tu lengua hay un barco que es una palabra que alcanza a llamarme.
Esa noche el mar estaba escrito de otra forma. Era una acrobacia
el tiempo y la niñez es una tirita que enciende la luz, somos niños,
esposos de mentira con cosas reescritas en las frentes, con las frentes
esperando «una tal noche» para hacernos grandes.
Viniste a decirme que había hombres luchando en el centro del sol y
que quienes empujaban al mar habían muerto,
que solamente quedaba encendernos contra el cielo,
todas las noches que hiciera falta.

48
Gabriela Vargas

Anotación N° 7 sobre la poesía

Pensábamos, entonces, en el cincel, en la obra, en la mano,


en el pedrerío que será el patio luego de dejar un testamento sobre
/la casa,
versos que leerán los hombres que se llamarán como nosotros
pero más ligeros y verticales
etéreos, transparentes,
desplazándose sobre los sonidos universales:
CERCANOS A DIOS

Pensábamos en la consecuencia de renunciar al nombre,


en ser más que una caravana de letras queriendo imponerse
entrecomillas

[la creación NO PUEDE


contenerse en un paréntesis…

Cuando ya no pudimos llamarnos, nos respiramos, quebramos la


/palabra
que fue y será todas las formas
nos fuimos desnudando con la nostalgia de saber que desde hoy
seríamos la encomienda
llevaríamos la enfermedad como un juramento
de todas las sangres hirviendo

AHORA SOMOS AHORA REALMENTE


PODEMOS ESCRIBIR EL UNIVERSO

49
Mujeres que hablan

Viaje al centro

Debajo de, arriba sin, por encima con, girando hacia, desde el centro
hasta, el vacío se arremolina hasta parar la noche. Escondidos contra,
esnifando siempre, se piensa que en la roca pueden deshacerse las
carnes, disparos de color al alba que se escapa de tus ojos de serpiente,
magia blanca, diosa blanca, caras grises, ventanas que disfrazan las
fachadas de jornadas sin tiempo y sin permiso.
Caminemos, no nos miremos los tajos, podrido en, dañado por,
culpable de, tengo un remache en la frente en forma de cruz que es
una vértebra y luego mi columna torcida y agachada. Dejar correr
las piernas, descansar el fuste. Hay un lugar que no tiene sur, ni
tampoco norte pero se alarga como la espera del enfermo que dibuja
líneas, que decapita flores, que bravea con el reflejo de la vitrina pero
es dueño de todos los portales.
Pare aquí, reencarne lejos, cuerpos de alambre como disfuncionales
edificios por los que me pierdo. Entre aquí, suba para… cuerpos de
agua como el río chantado de un viejo baño de azulejos y moho,
busque la calle, salga a las calles que nos enseñaron a amar y armar
la noche cuando de la ropa se desprenden los colores y todos somos
pardos y todos escondemos lo mismo.
Retornando al centro, desvistiendo al centro y su decencia.

50
Gabriela Vargas

Plana

Los poetas caminan entre la gente y la gente los mira con cierta falla.

Los poetas caminan dejando un murmullo detrás nuestro que luego


es pájaro y luego un dragón de papel en llamas.

Los poetas caminan con una convicción rabiosa hacia un nido de


palabras detrás de todas las constelaciones.

Los poetas caminan de espaldas porque siempre están mirando el


pasado.

Los poetas son como dioses envidiosos aun cuando cada uno
NECESARIAMENTE ve la poesía de una forma distinta.

Los poetas caminan por encima de todos los cielos y muy por debajo,
donde viven.

Los poetas caminan por las paredes por una cuerda floja de caramelo.

Los poetas caminan soñando porque de chicos les cortaron las alas.

Los poetas caminan, se marchan, pero su voz queda prendida,


repitiéndose: una onda expansiva en el cosmos.

51
MarcilloM
Yuliana
Marcillo

arcilloMar
Marcillo
Nunca más optar por el silencio

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Octavio Paz alguna vez se refirió a sor Juana Inés de la Cruz de la
siguiente manera: ¿cómo no lamentarse por la suerte de una mujer
que estuvo por encima de su sociedad y de su cultura? Ella, Alfonsina
Storni, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, entre otras, abarcan
toda la historia del papel de la mujer en la poesía. Doctrinas e ideales
que desde Inés de la Cruz se vienen pronunciando con más fuerza,
prevaleciendo una voz en unísono, orgullosa ya de gozar de los
mismos derechos y deberes, y que en el pasado sirvió de inspiración,
de protesta, para muchas escritoras que no pertenecían al molde.
Pizarnik por ejemplo, ironizó sobre el comportamiento de las
mujeres huecas, dejando en su literatura historias de vidas aburridas
y superficiales de las «damas-caza-novios». Impulsó el derecho al
voto femenino —que las leyes argentinas aprobaron recién en el
año 1946— y cuestionó las rígidas tradiciones que les impedían
elegir un rumbo distinto al del matrimonio. Mistral —la primera
mujer ganadora del Premio Nobel de Literatura en Latinoamérica—
gestó su apología de la educación femenina en torno a tres
pilares: autonomía, libertad y emancipación. Por medio de varias
alternativas, que iban de la mano con la educación, impulsó que

55
Mujeres que hablan

las mujeres salieran de la pobreza. Estas mujeres representaron el


despertar, lo que vino después es una natural evolución de esas voces
que marcaron la historia.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
No como poeta, como una ciudadana que ejerce sus derechos y
cumple con sus obligaciones, podría anotar un par de cosas rescata-
bles que se están pintando de forma voluntaria y sin presión política
en nuestro país, y esto tiene que ver con el conocimiento individual.
No solo los ecuatorianos, sino toda Latinoamérica está dejando atrás
esa «brecha digital» que mantenía nuestras manos amarradas y, por
lo tanto, también limitaba nuestra forma de pensar. Quizá desde la
dolarización, se ha alborotado la chispa del querer saber más, esa ne-
cesidad de prepararse, conocer, descubrir, ir más allá, ir como niños
rumbo a nuevas plataformas de aprendizaje, en otras palabras, lo res-
catable de una globalización de la que podemos tomar, como si fué-
ramos pulpos, todo lo que pueda ser valioso para nuestro presente y
futuro. Son ciudadanos de diferentes sectores los que están creando,
de a poco, la «sociedad de la información», que exige, grita, pide res-
puestas, ejerce presión y que nunca más optará por el silencio; esto
traerá grandes transformaciones sociales, culturales y económicas en
nuestro país.

Yuliana Marcillo Miraba. Chone, 1987. Poeta, narradora y periodista. Estuvo


radicada en Manta doce años, actualmente reside en Quito. Fue periodista
y coeditora del diario manabita La Marea. Exintegrante del taller literario
Soledumbre, de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí, dirigido por el poeta
Pedro Gil.
Coautora del libro Soledumbre (2009), autora de No debería haber mujeres
buenas (2010), coautora de la antología Palabra Nueva (2012) y coautora del
libro Bandada (2013). Actualmente se desempeña como editora en la Casa de la
Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión.

56
El día de la Liberación
(fragmento)

Porque la culpa no fue del primer beso sino de todas las ganas
/comprimidas
porque lo importante no es que tiemble, sino que sude y salve lo
/que aún queda
porque no importa cuánto haya besado si contigo vuelvo a ser niña
porque el cielo juega a las escondidas cuando no estás
y se llena de lágrimas y estrellas cuando te veo
como cuando cierras los ojos y aparecen lucecitas saltarinas
todos los colores del mundo fundidos en un negro aún claro.
 
Tú: todos los puntos, todo lo de adentro, lo que se queda en las
/esquinas,
en las orillas, en las hendijas, en los huecos, en los minuciosos
/escapes
que he practicado cuando anocheamanece
tú: el blues de Joplin que me vacilo cuando la vida es dura,
cuando es blanda, cuando es linda, cuando es una mierda
tú: la manía de regresar a la misma fecha donde celebré el Día de la
/Liberación,
el día del nunca jamás, el día del reconocimiento del delito, del
homicidio, del suicidio, del no rendirse jamás chucha, aguantar
/más bien aguantar,
porque si te rindes serás un perdedor
y los perdedores no van al cielo ni al infierno
van a un lugar peor.

57
Mujeres que hablan

Aguantar no es cuestión de hembras

¿Qué tengo?
Paseos cortos hablando de mujeres y sus necesidades,
volviéndose tormento en las noches.
Abanicos de reducidas horas para oler su esencia detrás del cuello,
cientos de tardes adormecidas esperando que ocurra algo,
ese algo que pido a gritos y que él no escucha.
La manía de enrollar mis dedos en las olas de mar que caen del
/cielo,
reventarme absoluta entre las líneas y curvas del sexo perfecto.

Es que no me lo imagino.
No entraría más aire que el que hiela los atardeceres
por su ausencia y por su presencia.
No sería la luz más luz sin los cuerpos que ya no adormecen.

Las golondrinas se balancean en la línea del estremecimiento y del


/dolor.
Esperan sigilosas que la carne brille y deje de ser roja.
Abajo se da el parir de la lengua espontánea.
Cada hoja parece partirse en cámara lenta mientras aguanto.
La masa tiembla y los ojos explotan mientras aguanto.
Un cafecito para olvidar, con la desesperación colgando mientras
/aguanto.
Compartirme y abrirme lo suficiente mientras aguanto.
Apretar como hembra y conservar las ganas mientras aguanto.
Luego una sonrisa, el premio, los huequitos en las orillas de mi
/boca
que se pudren mientras aguanto.

58
Yuliana Marcillo

Soy la más buena y la más cobarde en materia de silencio.


Y no decir nada lastima tanto o más que parir plantas.
Funcionó.
¿No funcionó?

Sus pasos recorren la casa, pobre casa, la casa/daga.


Abajo estoy, me como las uñas mientras él pasea.
La cuestión es lo que haremos después.
Seguramente nos dañaremos uno al otro
hasta que caigan los cuerpos,
y dulcemente bailemos la danza del horror.

59
Mujeres que hablan

Entiendan

Aléjate, lo que sale de mi está que quema.


Tengo que escribir ahora.
Matar ahora,
Gritar ahora,
porque si me vuelvo a enamorar,
me volveré torpe.

Si te ofende mi verdad,
toma en cuenta que estoy muerta.
Y los muertos no tienen corazón,
no tienen alma,
son sombras al andar.

Lamento si te raspan mis palabras.


En mí ha crecido la malicia.
Carcajadas nacen de mi lamento.

Mis pechos han crecido,


Mi vida bohemia también.
Los panas, los tragos escondidos.
Escondidos porque si me ven,
me ganaré un espacio oscuro y un camisón blanco.
Odio ese cuarto frío sin ojos que mirar.

Nadie entiende.
Todos dicen «calma, pasará».
Tonterías.
Vengan, párense en esta espina
para ver si no les llora el alma.

60
Yuliana Marcillo

Vengan, párense y lo sabrán.


La perra que llevan dentro les aullará.

Les regalo mis zapatos si quieren.


Me he levantado otros amaneceres,
tan descalza como la acera
y aún tengo ganas de caminar,
aunque lleve sangre en los talones.

Seguí tus pasos.


Buena chica, buena discípula.
Se puede ser puta
sin necesidad de abrir las piernas.

61
Mujeres que hablan

Déjenme ser la bala

Mi vientre que no besas reclama en las difuntas noches.


Voy contra lo patético
porque no tengo tiempo para consentir amores engreídos
porque besos con lujuria encadenan la casa
esconden el agua y envuelven la soledad en sonrisas frescas.

Si esta es una guerra, déjenme ser la bala.


¿Dónde se marca la diferencia si todos tenemos hambre?
Buscamos la presa más gorda, a la misma hora después de clases.

Tú le estás dando y yo también me estoy dando.


porque no duermo ¡maldita sea!
Privo la rutina con tal de escaparme.
Y es que ahí, en medio de tantas letras, me encuentro conmigo
/misma.
Demonia que chupa el agua bendita de una Pilsener,
que mastica a la agonía cual chicle viejo. 
La vida se convierte en una masa,
se aferra a un zapato viejo y se va secando hasta quedarse en nada.

¿Se da cuenta señor?, no se trata de una estrategia, para eso está el


/Gobierno.
Lo que salta de mi ventana es el insomnio,
las consecuentes imágenes del Kamasutra que pasan por la tele,
a las diez y cuarenta y cinco, hora en que los niños sueñan con
/piernas,
hora en que yo me cuestiono: la sombra o el credo.

62
Yuliana Marcillo

Libertad o sangre, me dices.


Poesía o muerte te digo yo.
Que sea la muerte entonces, deja que ella venga despacito.
Se disfrace de Dios y nos embriague de placer.
Deja que termine en mi ombligo y limpie los canales que vomitan
/pescados.
Y desde allá arriba gritaré que te odio y dañaré mi himen a
/puñetazos.
Porque nadie merece manjar sin antes probar el infierno.
Porque no es cuestión de meter y sacar, si de todas formas me dejas
/jodida.

63
Mujeres que hablan

La noche

Lo real es un espanto, lo imaginario también.


Pedro Gil

Desde mi baño veo hombrecitos rojos,


bajan de la ventana y se esconden en las cortinas
Miro aprieto lloro grito
Nadie me escucha
Al lado mi vecino un viejo con Párkinson mueve las ollas
la casa llora, se exprimen las tablas
es de madrugada, no hay nadie en la cocina.
Es parte del silencio, me digo.
Es la noche que está inquieta.
El sonido del silencio es ensordecedor,
a veces simplemente estalla en nuestros oídos.
Yo desde mi baño asesino cucarachas.
Sueño en grande, algún día desde mi espalda saldrán alas
algún día seré la princesa, reina de todos los intentos y de todos los
/fracasos.

Cuando lloro lo hago como mi perro.


Hablo de ese quejido doloroso sin voz.
Anoche me di cuenta, lo de perra lo llevo en el pecho.
Lloro como mi perro y alguien soba mi cabeza.
Tengo una espina en la garganta que corta palabras.
Sin lentes la noche es más noche,
confundo ángeles con moscas, arañas con pájaros
Mis ojos inservibles quitándome la vida,
quitándome el rojo, volviéndolo todo gris, volviéndolo todo
/heridas.

64
Yuliana Marcillo

Duermo con la felicidad y me da la espalda


Es difícil consentirla, consentirme,
callar lo que no se dice silbar desde la ventana.
Veo cuadros negros y cabellos rubios por todo el cuarto.
Sudo y elijo caminar de puntillas.
Pienso en el rey de la soga y en el teatro que se me viene.
¡Bingo! Estoy enferma.
Me lo digo, me lo repito, ja, ja, estoy lista para el banquete.
Tranquila Yulita, que la literatura no perdona,
tranquila que allá no hay finales felices ni copas rotas,
allá sólo están los gallos que cantan cuando anochece
y vasos que se arrastran de noche mientras otros duermen.

65
Mujeres que hablan

Yo mojándome

El dedo del medio, una corriente


Un amarillo profundo enredándose en mi garganta
Música, salivas, desgarre, transición al mal
Yo mojándome…
Deseos de darle duro a los cuadritos que tengo enfrente
Deseos de que me den duro para ver si así despierto
Poemas frustrados, cabeza vacía
No hay tiempo no hay inspiración
Hay sequía
Hay hambre y a la vez ganas de comer nada
Suspiros que se quedan entre los dientes
No salen porque afuera hace frío
Afuera las sirenas sueñan y yo no pestañeo
Yo me mojo
Estoy encendida de lo blanco de lo intermedio
De eso que no se conoce hasta que se prueba
Estoy calcinada y llena de ondas que no son mías
No tengo voz ni cuerpo, ahora mismo soy un hueco
Estoy vacía, sin piso que me aguante, sin luna que me hable
Estamos de espaldas, pero de frente al vacío
Y yo mojándome
Los cuerpos tiemblan mientras la noche brilla
Pero yo no soy, no soy la de esas sábanas
No estoy donde está mi ropa
No estoy donde están mis palabras
No he sido más que un sueño eterno
Una luz oscura en busca de nada
¡No soy mis palabras!

66
Yuliana Marcillo

Creadora de monstruos
Soy la que inventó el fantasma y la casa
Soy la autora y causante de los golpes y las huidas
Soy la que creó el rincón y el silencio
Soy la oruga que vuela y no se da cuenta
Soy la que pide humedad y recibe cordura
Si al final todos son máscaras y esconden caramelos
Ricos, grandes, pequeños, sedosos, ligeros
Soy todo eso mientras sigo mojándome
Enredándome, asfixiándome, apretándome
Deseando que las espinas sean grandes
Deseando que sea de  madrugada para que tu cuerpo tiemble
Para que los monstruos vengan para que la risa caiga
Así como aquella manzana podrida debajo de la cama
De la misma forma en la que la he ocultado vendrán los fantasmas
Vendrá la oscuridad si así el que moja quiere
¡Ay de mi si pudiera ser solo gotas cayendo en su boca!
La concha se estremece la lengua se alarga habla y explota
Éste es mi momento
me digo
sí:
Soy la señora que se moja.

67
AlbujaAlb
Marialuz
Albuja

ujaAlbuja
AlbujaAlb
Personajes que actúan
de manera no previsible

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Como personaje de la literatura ecuatoriana, es decir, no en calidad
de creadora sino como un ser creado dentro del imaginario literario,
pienso que la percepción de la mujer ha evolucionado. En las prime-
ras novelas ecuatorianas, así como en la poesía, tenemos personajes
femeninos idealizados o prostituidos, esto es, los dos extremos que
el universo masculino podía permitir dentro de sus dominios. Ahora
tenemos personajes femeninos que rompen con los cánones, que son
fieles a lo que la necesidad del personaje impone (sea cual fuese la si-
tuación narrada), que actúan de maneras no predecibles. Y este cam-
bio, precisamente, se ha dado desde que la mujer ha ganado espacio
para hablar por sí misma, desde su propia literatura, desde otros
modos de expresión artística y, también, desde los diversos escena-
rios que conforman la vida social y política. Su voz ha alimentado no
solamente a otras mujeres, sino que ha enriquecido las posibilidades
de escritura del resto de sus colegas de cualquier género.
Por otra parte, en lo que se refiere a las mujeres que escriben en el
Ecuador, encuentro que tienen fuerza y que se atreven a decir, esto es,
a crear un lenguaje propio que obedece a sus necesidades expresivas.

71
Mujeres que hablan

Sin embargo, este decir no llega necesariamente al público, debido


a los problemas de la industria editorial respecto de la distribución
de obras tanto de autores masculinos como femeninos. De cualquier
manera, más allá de las dificultades del oficio para todo creador, cada
vez circulan más obras escritas por mujeres. Sus voces interesan al
público, ávido de conocer la interpretación de la realidad de estas
creadoras que, más allá del tema de género, dialogan con el mundo
desde su propia ventana interior. Tanto en poesía como en narrativa,
la presencia de escritoras ha ido ganando terreno en antologías,
encuentros literarios, ediciones individuales, premios nacionales
e internacionales, entre otras cosas. Pienso que el panorama es
esperanzador.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
Siento que hay un proceso de apertura a distintas maneras de estar
en el mundo. La voz del poder, aunque hace énfasis en controlar
y uniformizar, no consigue necesariamente su cometido. Estamos
construyendo una identidad que no es la impuesta por una idea de lo
que deberíamos ser los ecuatorianos, cosa que nunca ha funcionado,
sino que nace del intercambio de lo propio con otras culturas, con
otras literaturas, con otras visiones del mundo. Hay más acceso a
la información y maneras mucho más eficaces para comunicarnos.
Los artistas ecuatorianos dialogan con sus pares de otros países, los
escritores han empezado a salir, nuestra música va cobrando fuerza.
Es un proceso que tomará tiempo, pero que ya se comienza a notar.
La identidad no puede forjarse si no hay referentes también externos
que nos permitan ubicarnos en el mundo. Existe una corriente

72
Marialuz Albuja

política que intenta definir lo ecuatoriano por exclusión de aquello


que no cuadra en el proyecto, pero la verdadera construcción de
nuestro imaginario está naciendo de los que se atreven a ser distintos.
Y cada vez somos más.

Marialuz Albuja Bayas. Quito, 1972. Ha publicado los poemarios  Las


naranjas y el mar, 1997; Llevo de la luna un rayo (1999); Paisaje de sal (2004); La
pendiente imposible (2008), obra premiada y publicada por el Ministerio de
Cultura del Ecuador; Detrás de la brisa (2012), mención de honor del premio
César Dávila Andrade; Cristales invisibles, antología personal (2013); y El último
peldaño, antología personal (2014). Su obra ha sido parcialmente traducida al
inglés, portugués, francés, italiano y euskera. Es cofundadora del sello editorial
Rascacielos y, en literatura infantil, ha publicado en coautoría Cuando cierro mis
ojos (2013); y Cuando duerme el sol (2014).

73
Ven a decir lo que se te antoje
insulta
grita
despierta a todos.
No temas desenmascararme
hace tiempo perdí la reputación.

Quisiera dormir para siempre


mas la curiosidad de escuchar lo que digas
me tiene en pie.
Tu voz me ayuda a cruzar murallas
cuando presiento la cercanía de lo perfecto.

Quisiera asumir la entereza de ser lo que soy


con el descaro de los que llegan a cualquier hora
sin importar hasta dónde
ni cuándo.

Quisiera…

Pero agonizo al saber que en mi mano


estuviste.

75
Mujeres que hablan

Por estas voces que anegan mi voluntad


arrastro el cuerpo y no me lamento de mis heridas.
Tampoco busco el remedio que pueda con su espesura.
Y es que detrás de la pérdida
el mundo.

76
Marialuz Albuja

I.

Igual que el viento me acaricias en la espalda


como quien busca recordarme lo que era respirar,
ese delirio de la luz en los pulmones
entre sus húmedas paredes imprevista.
Pero en mi pecho un alacrán no duerme;
ha de borrar la última seña de tu paso
aunque hayas ido hasta el rincón donde mi sangre brota.
Voy a morir empantanada en mi veneno.
Y tú no lo sabes.

II.

No sabes que te dejo desnudarme


para que veas lo que guardo bajo la ropa.
No las flores ni los arroyos.
Ni siquiera la arena que mis pies arrastran como cristales invisibles.
Permito que desmorones mis prendas
porque entonces olvidarás tu deseo.
Querrás huir
aún palpitante del océano que va en mis yacimientos.

En mí un puñal que no conoce de otra luz.


Y no lo sabes.

77
Mujeres que hablan

Soy la mujer de poca fe


que no consigue abrir las puertas del milagro.
Arrastrada por la ferocidad y el vicio
me dejo ir en el lodazal
donde ya sé que no esperas por mí.

78
Marialuz Albuja

Si alguna vez fui hermosa, no lo sé.


Viví la desesperación desde temprano.
La belleza me parecía más absurda que la felicidad
pero la noche en que el silencio entró en mi cuerpo
logré mirarla desde cerca, como mía;
siempre que el mar se levantaba, vi su pulso;
besó mis pies entre la hierba
cuando las palabras aún no habían despedazado el territorio de la
/hermosura.
Apareció detrás del grito,
del derrumbe
y la guardé en lo más oculto de mi voz.

79
Mujeres que hablan

A las arpías que abundan,


como almas en pena,
agostando la vida.

A ustedes nadie las soñó


sobre una hamaca traspasada por la sombra.
Nadie las hizo de palabras
en un tejado que, infinito, sobre el mar se dibujase
y sé que nadie se acercó hasta sus heridas
para besarlas en silencio al otro lado del dolor.

Por eso logro despegar casi invisible


esta mañana en que me quieren lanzar piedras a la espalda.
El aire es presa del perfume a santidad que me ha quedado.
Y ni siquiera puedo verlas señalando mi caída.
Voy, deslumbrada, hacia la luz
que el cielo ha abierto para mí de par en par.

80
Marialuz Albuja

A Belén

Lleva en su cuerpo una legión


no sé si de insectos…
Tal vez de esperanzas
como culebras bajo la alfombra.
Camina sin ver por si un rayo quisiera partirla
pero abre los ojos y entiende
que todo es más fácil de lo que el miedo vislumbra.
 
La miro desde adentro
como si a mí me ocurrieran sus infortunios
y sus deleites
porque se atreve a vivir lo que ocultan mis muros
y tiene en sus manos
al dios.

81
Mujeres que hablan

Nunca pensé que sería tan bello dejarme ir.


Tampoco imaginé que dolería tanto.
Pero la brisa continúa merodeando los molinos
y la belleza rinde aún las voluntades a su paso.
Lo demás. Todo. Una ficción que hila imposibles.
El mar, la sierra, la distancia,
este jardín.

82
Marialuz Albuja

Como pastillas de algún tóxico que nadie tomará


lanzo palabras que se riegan en mi falda.
Otras resbalan por la tierra.
Algunas van por el barranco y no hallan eco que las roce
ni sentido.
 
No les importa mi dolor.
Su asunto es otro.

83
Mujeres que hablan

No soy yo
ni soy esto que escribo.
Tampoco soy la sombra de lo que habría querido ser
o escribir.
Menos aún, mi rostro en el espejo
fiel a su imagen
desde hace cuánta soledad en los relojes.

No soy la madre de tres hijos


ni la mujer de un irlandés americano
misógino
anarquista

ni el fantasma de mí
ni la serpiente en que pensé me había convertido
(en los poemas para Ulises
tú lo sabes).

No soy el poema que sigo esperando en las noches despejadas


—como caído del cielo—
y nada tengo que ver con ésa que se sienta a leer versos en la
/mecedora.
Pero me he acostumbrado tanto a mí
que tengo miedo de perderme

aunque, en verdad, no pierda nada si me esfumo


si mis sentidos
mis ideas
mis terribles presunciones
hacen un pacto con la muerte
a mis espaldas.

84
Marialuz Albuja

Tal vez por eso


mi pequeño personaje
inútilmente se entretenga en fantasías y supuestos…

Intimidado frente a aquello que sí soy


no puede más que alucinar
por si le creo, nuevamente, sus mentiras.

85
CorreaCor
Mariagusta
Correa

r reaCorrea
CorreaCor
Escribir como una condición humana

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Lejos de militancias y fanatismos, que siempre, terminan por abrumar,
creo que el ejercicio de escribir, tiene que ver más con una condición
humana que con una condición de género. Soy de la idea de que no
es posible buscarle huellas dactilares, ni códigos, ni otros registros
a un poema que nos roza, y en ocasiones, hasta nos conmueve,
porque lo debió escribir un espíritu que estaba listo para hacerlo.
Para adueñarse de las palabras, y comenzar a bosquejar imágenes,

r
insinuaciones, roces, y transparencias, en ese momento, más allá de
su naturaleza genérica, de mujer, o de hombre. La información que
filtra el registro civil no cuenta, creo yo, en el oficio de escritor. Por
tanto, debe verificarse el lugar de los escritores, y no, el de mujeres,
o el de hombres que escriben. La poesía desafía con su economía
del espacio y del lenguaje, y avoca al hacedor de poemas a marcar
su coordenada, para versificar y pactar con el tiempo, alguna forma
de contraolvido, en el espacio memorable de la poesía. Sin duda, ese
espacio está ahí, dispuesto a ser ocupado por seres sensibles, atentos,
dispuestos a escribir, y si es preciso, a sublimar con la escritura. No

89
Mujeres que hablan

hay sillas ni lugares reservados para hombres o para mujeres, en


este asunto. Por lo demás, antes que encontrar, o definir, el lugar de
poetas o poetizas, mejor viene, encontrarse con los poemas. Luego,
seguro habrá tiempo para las biografías.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
El siglo XXI nos ha sorprendido con su vertiginosa capacidad de
comunicación, simulacro y movilidad virtual, provenientes de los
inéditos avances tecnológicos. Esto ha provisto la confortable sen-
sación de un cosmopolitismo virtual, en red. Súmese a esta sensa-
ción planetaria, una conciencia nacional de revolución, de igualdad
y respeto a las diversidades que ha producido la incorporación al
contexto de lo público, de varios grupos y estratos, antes invisibili-
zados. Sin embargo, esta avalancha del dominio del mundo frente a
un ordenador, la anulación aparente de las distancias, la posibilidad
de habitar en ciudades altamente controladas, a través de cámaras
y «ojos de águila», la súper conciencia de estar involucrado en un
momento político trascendental, son factores de un contexto actual,
que tal vez, por momentos, nos arrebatan la simple posibilidad «de
ser como antes», de pasear por la ciudad y verificar encuentros con el
espacio y con el pasado; y de sentirnos menos agobiados por la ace-
chanza de diversos y sutiles dispositivos de control. Creo que de este
espanto nos socorre y sosiega la literatura, con sus fronteras genéricas
difuminadas, que convocan predisposiciones a evidenciar el mundo,
a olvidar, a hacer memoria, a inquietarse, conmocionarse, meterse

90
Mariagusta Correa

en la tristeza, o salir de ella a carcajadas, como quien se pregunta


por lo inmediato de su mundo, acaso como un acto de transgresión.
Acaso, y a veces, desde la poesía.

Mariagusta Correa Astudillo. Cuenca, 1976. Magíster en Estudios


Latinoamericanos, con Mención en Literatura, por la Facultad de Filosofía, Letras y
Ciencias de la Educación, de la Universidad de Cuenca, facultad, en la que también
obtuvo la Licenciatura en Lingüística, Literatura y Lenguajes Audiovisuales, y la
presea de reconocimiento académico Benigno Malo. Cursa el primer año del
programa de doctorado en Literatura Latinoamericana, de la Universidad Andina
Simón Bolívar de Quito. Es miembro de la Sección Académica de Literatura de la
CCE, Núcleo de Pichincha.
Ha publicado La esfera de Penélope (poesía, 2011); Al ras de la memoria (cuento,
2012), que obtuvo la Mención de Honor del Premio Joaquín Gallegos Lara;
Ascensor, ficciones contra tiempo (microcuento, 2013); Mestiza (poesía, 2014); y
Trastienda (2014), estudio sobre el personaje homosexual en el cuento ecuatoriano
del siglo XX.

91
mujer a mano alzada

la verán caminar, de perfil


lento el paso, para dejar de ser anónima:
por si dudan de mi existencia de XX y de XXI
por si a alguien le queda la duda
de mi vuelo invertebrado
y de mi carne resucitada
después de la mitad de la década tercera,
asisto a la liturgia de esta escena
suspendida en la gravedad solemne de la nada
ocupo la cabecera de la mesa
con esa otra, con esa aquella
y con esas todas que ya no soy,
constato el quórum de los solitarios,
en el hemisferio pacífico, rumor de valeriana,
rectilínea, amanso a mis pares
a las que me precedieron
en el oficio de la desdicha que ya no es mía,
no veo al dios amado y sonriente
o más bien, él ha dejado de mirarme,
en mi patria espiral, habito
llevo siempre el ataúd dentro del cuerpo
mientras dura el tiempo de las sirenas tristes
y de los gatos desterrados
del espejismo de sus noches
hablo conmigo
rememoro
y luego, devoro el pan de cada día

93
Mujeres que hablan

mirona

en la frontera
que se hace en la ventana
hambrienta, luna, felina
equina
peregrina, pluma
fugaz, mordaz, hechicera
convicta, fugitiva, insurgente
insomne, soberbia, solemne
fragmentaria
placer escondido en el cuerpo que gira
colgado del mástil
que suspende la vida sin vida;
circularidad del silencio
entre las franjas estrechas del olvido
y la evidencia de ojos que duermen

94
Mariagusta Correa

quién es la luna

imagino el rostro de la luna


un rostro de hombre que se oculta:
la luna es un hombre vestido de negro
un viudo que acaricia el gato blanco
que dormita eterno entre sus piernas.
presiente que lo miro
y se inquieta,
corre las cortinas
finge que no importa
coloca en su rostro
una máscara de mujer desconocida
tensa una cadena, hecha de cuentas de plata
y venus se prende a su diestra
brillante.
la luna es un hombre enmascarado
la mujer de la máscara sonríe
el hombre oculto en ella, a veces llora
y se ausenta imperceptible
en la anatomía incierta de las nubes

95
Mujeres que hablan

irreconciliables

me zambullo
busco y me sonríen las algas,
la vida
se suspende en el agua marina.
enredan los brazos
las rémoras de la desmemoria
me sacudo
soy pez
soy mujer
soy espada
murmuro tu nombre
piel y carne de un enigma,
ondulo el cuerpo;
busca la superficie, el rostro,
te encuentro
terrestre
y te vuelves espejismo

96
Mariagusta Correa

segundo nacimiento de eva

nació en miércoles
una noche con garra de luna
—absurda vocación del tiempo—:
parir de pie
con aguacero
dejar la semilla en su surco
para regresar pañuelo blanco
por la humedad del cuerpo
un día.
hacerse en la noche
indescifrable
como viajero en la espesura de neblinas,
tenderse en la blancura de bayeta
que disfraza la hierba
lista para el festín de las manos.
el frío enfurece la yunta
hunde el pie contra la tierra
la chacra ahora es suya,
final del tiempo irreparable de la pesadilla

97
Mujeres que hablan

soñadora

la zoología fuga de paredes


en el tiempo de la magia y del insomnio,
sigue girando imparable
abanico oscuro del encierro,
acuesta el cuerpo
y ya es una con el sueño
entonces, es otra
capricho o cortesía del reflejo
criatura acertijo bajo el nombre
que arrastra las tres letras en invierno
libera su raza de mujeres tristes,
invertebrada
si se hace única en su boca
entera se llena de gracia

98
Mariagusta Correa

postal de una joven con historia

armo una guerrilla


acampo en la frontera
camuflo el cuerpo con malva y madreselva
lanzo miradas como bengalas
me sospechas
me descubres
congregación de desquiciados
en la mesa del secreto.
ingobernable
te espanto
tiemblas
me callas
te haces territorio
te visito
te camino
instalo un hito y beso tu norte:
florezco,
me hospedo mientras llueve,
después desaparezco
con el ritmo de mi viaje
y tu silencio inadmisible

99
Mujeres que hablan

eva se queda dormida

se sienta sobre la cama


teme al ángel que la mira sin ser visto
desnuda los senos
y se pone de espaldas
como virgen que se rehúsa a hacer milagros,
presiente a los otros
juego de espejos
población de máscaras tristes,
recuesta el cuerpo y sus cansancios
rebelión de criaturas zoomorfas.
ella y sus alucinaciones
se filtran
por el resquicio que queda
cuando los ojos se cierran.
insensato, el ángel pliega las alas
y escudriña en la concurrencia de carne sin vida;
una luz espanta
la impertinencia de búhos y lechuzas

100
Mariagusta Correa

naturaleza humana

los títeres yacían en el suelo


confusión de trapos de colores,
sobre el proscenio
giraba lenta una manzana roja
suspendida del encuentro de las vigas:
ellos
algo tenían de nosotros

101
Mujeres que hablan

perpendicular

bendita entre las mujeres


trapecista,
cuelga de una punta de venus
el pie derecho
y balancea el cuerpo, en la oscuridad inapelable,
roza el silencio, intermitente
con su manto de plata,
rotunda
la voz oblicua
reza parcelas
—hechicería—
y sonríe, réplica de criatura menguante
cuando el cuerpo
no es más que el mural de las derrotas

102
Cuento

Sonia Manzano • Solange Rodríguez


María Auxiliadora Balladares
María Fernanda Ampuero • Silvia Stornaiolo
Manzano
Sonia
Manzano

Manzano
Manzano
Escribir literatura de calidad
no es cuestión de género

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Como escritora de género percibo que la mujer como personaje lite-
rario constituye un venero suscitante de posibilidades para el logro
de una narrativa válida, el que todavía no ha sido lo suficientemente
explotado en el contexto de nuestras letras.
La obsesiva necesidad de desentrañar la congestionada e impredeci-
ble psiquis femenina, me motivó a escoger como personajes ejes de
mi relatística a mujeres de diversa catadura. Así, lesbianas y rameras;
viejas y jóvenes; monjas, viudas, solteras, casadas y divorciadas, de
diversos estratos socioculturales, conforman el carrusel de féminas
que rota en mi discurso de manera persistente, para prueba de lo
cual menciono a tres de mis obras: Flujo escarlata (1999), Eses fatales
(2006) y Trata de viejas (2015).
Ser mujer (y de paso, escritora) me ha concedido la valiosa prebenda
de poder ponerme «en los zapatos» de mis heroínas, debido a lo cual
he llegado a sentir como propios los conflictos que mi inventiva les

107
Mujeres que hablan

atribuyo a estos, lo que ha abonado en grado estimable a proveer de


carácter verosímil a mi escritura.
Lo dicho no quiere significar que la escritora esté más facultada que
el escritor para la creación de personajes femeninos. De hecho, la
narrativa ecuatoriana contemporánea registra un estimable número
de obras de la autoría de hombres cuyas protagonistas poseen rasgos
«inolvidables» (Baldomera, La Linares), lo que demuestra que escri-
bir literatura de calidad no es cuestión de género, sino de buen pulso
al momento de empuñar la pluma.
Desde Cumandá, de Juan León Mera (siglo XIX) hasta Jonatas y
Manuela, de Luz Argentina Chiriboga (fines del siglo XX), ha co-
rrido mucha agua bajo los puentes de la narrativa nacional: de los
personajes concebidos bajo condicionamientos éticos y estéticos de
una decimonónica convencionalidad literaria, se ha pasado a la con-
figuración libre y desinhibida de perfiles femeninos cuya principal
virtud es la de duplicar a la mujer terráquea bajo rasgos discursivos
convincentemente humanos.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
Me ha tocado ejercer el oficio de vivir, y por extensión, el de escribir,
en una era en la que el planeta ha experimentado sucesivos y violen-
tos cambios de todo orden, los que han provocado transformaciones
visibles en la sociedad ecuatoriana.
El desarrollo vertiginoso de las técnicas de información y comuni-
cación alcanzado por países de poder hegemónico, ha provocado

108
Sonia Manzano Vela

que naciones de rango subdesarrollado, como la nuestra, hayan sido


succionadas hacia un nuevo mapa que carece de límites geográficos
y que ha tomado el nombre de «aldea globalizada». Mientras esta
inclusión en línea no sea sinónimo de alienación, bienvenida sea la
vinculación con el mundo, caso contrario, el Ecuador está conde-
nado a perder su condición de república independiente y soberana.
Como escritora, no puedo negar que gracias a la comunicación
electrónica, me ha sido posible encontrar en la pantalla de mi
computadora una ventana abierta hacia el infinito virtual.
Las luchas que la mujer universal ha librado por sus derechos, han
incidido directamente en el ánimo de la ecuatoriana media, cuya
transformación de objeto doméstico a sujeto participativo del desa-
rrollo social, es visible y admirable, lo que puede ser sopesado en la
gran cantidad de barreras excluyentes que ha saltado con éxito para
ingresar a espacios políticos, artísticos, laborales, científicos, etc., tra-
dicionalmente ocupados por una abrumadora mayoría de hombres.
La inclusión de las minorías en la convivencia ciudadana, es una
transformación directamente proporcional a la disminución de los
niveles de discrimen con los que la sociedad en general y el Estado
miope, ha tratado, y mal tratado, al «diferente». Grupos ideológicos,
religiosos, étnicos, culturales, así como aquellos agrupados bajo las
siglas L.G.B.T. actualmente están amparados por derechos constitu-
cionales, los que ojalá algún día puedan ser ejercidos en términos
absolutos y concretos por sus potenciales beneficiarios.
Por último, una transformación importante que se está operando en
la conciencia de la sociedad, es el interés creciente por la superviven-
cia del planeta. Cada vez hay un mayor número de medioambien-

109
Mujeres que hablan

talistas que luchan por los derechos de la naturaleza, conscientes de


que si esta desaparece, con ella también desaparecerá la raza humana.

Sonia Manzano Vela. Guayaquil, 1947. Poeta, narradora y pianista guaya-


quileña. Ha publicado Flujo escarlata (cuento, 1999), Premio Nacional Joaquín
Gallegos Lara; No abras la ventana todavía (1993), primer premio en la IIII Bienal
de la Novela Ecuatoriana; Eses fatales (novela, 2006); Solo de vino a piano lento
(novela, 2013), Mención de Honor en el I Reconocimiento José Icaza al Libro del
año y Trata de viejas (cuento, 2015).
En poesía ha publicado: El nudo y el trino (1972); Casi siempre las tardes (1974);
La gota en el cráneo (1976); La semana que no tiene jueves (1978); El ave que todo
lo atropella (1980); Caja musical con bailarina incluida (1984); Carcoma con forma
de paloma (1986); Full de reinas (1991); Patente de corza (1997).

110
Este té es para ti

T
ómate este té que he preparado especialmente para ti. Lo vas
a encontrar ligeramente amargo y discretamente tibio, pero
con la suficiente teína como para que, después de que te lo
bebas, sientas que te inunda una oleada de placer parecida a la que
experimentas cuando besa tu espalda de paralítico insigne —porque
eres lo uno y lo otro— el primer sol de la mañana.
Te lo ofrezco, te ofrezco el té, como muestra elocuente de que deseo
pactar contigo una suerte de armisticio, un adiós a las armas que
para nada nos vendría mal. No después de treinta años de una te-
diosa vida matrimonial a la que yo compararía con una tácita guerra
fría, por la estimable cantidad de frígidos encuentros amatorios, al-
ternados con dilatados paréntesis de silencios, que hemos tenido que
sobrellevar a lo largo de un período de tiempo que a los dos nos ha
parecido interminable.
En esta tarde gris, insoportablemente calurosa, tanto que hasta los
vidrios de las ventanas chorrean un sudor mugriento, hubiera sido
más considerado de mi parte ofrecerte una bebida helada: una cer-
veza, por ejemplo; aunque he terminado por decidirme por lo del
té después de haber reflexionado largamente que entre personas de

111
Mujeres que hablan

nuestra edad, que desean cerrar, antes de que sea tarde, por lo menos
unas cuantas de sus hondas diferencias, resulta mejor entrechocar
tazas de infusiones inofensivas que copas de un vino tinto aguado y
dulzón, como lo es el único que por ahora tenemos en la socavada
cava de nuestra casa.
¿Qué tratas de expresarme a través de esos sonidos guturales que
salen de tu garganta? De seguro me estás pidiendo que te caliente un
poco más el té porque lo has encontrado menos que tibio. Lo siento,
y lo siento al ciento por ciento, pero vas a tener que bebértelo así, tal
como está, ya que no tengo el menor deseo de moverme de aquí para
ir a calentártelo. No justo ahora, cuando en el edificio de enfrente,
puntualmente en el departamento del segundo piso, que por estar a
la misma altura del que ocupamos, nos permite observar, a nuestro
antojo, todo lo que pasa o deja de pasar dentro de éste, acontecerá,
en breves minutos más, algo en verdad impactante; algo llamado a
superar en truculencia a todos los sucesos truculentos que a lo largo
de treinta años, nos ha tocado observar desde este palco alto, al que
siempre he considerado «de primera» por la vista espectacular que
ofrece.
El otro día me tocó presenciar el suicidio de un gato: suceso que tú
no presenciaste porque te habías quedado dormido, con la bocaza
abierta, en tu silla de ruedas. El gato, que antes de lanzarse desde la
cornisa de la terraza al vacío, realizó calentamientos previos que me
maravillaron por su elasticidad, se estampó en el asfalto como un
vómito de purulencias amarillas que no dejó de estremecerse sino
hasta después de que le pasaron por encima las llantas de, por lo me-
nos, cinco vehículos que iban a toda velocidad con rumbo incierto,
precisamente a la hora en la que muere el día. Muerte que dizque
suele acontecer a las seis y media en punto de la tarde, ni un minuto
más y ni un minuto menos.

112
Sonia Manzano Vela

Creo saber por qué se mató el gato: se mató por viejo y por impoten-
te. Tú eres viejo e impotente y, para colmo, tienes paralizado el lado
derecho del cuerpo por el derrame cerebral que te sobrevino cuando
te enteraste de que todos los ahorros de tu vida, así como le pasó a
un montón de gente, se habían hecho «nada» a causa de la famosa
quiebra bancaria que sufrió el país hace ya algo más de una década.
No sueltas en la actualidad palabra alguna. Lo que sí aflojas de ma-
nera frecuente, son esos sonidos guturales de los que ya hice men-
ción, con los que logras poner en evidencia tus cambiantes estados
de ánimo: si son débiles, estás triste; si son intensos, estás enojado.
Sonidos que también, indistintamente, transmiten el gran monto
de depresión que sobrellevas… ¿Y cómo no ibas a estar deprimido
con esa incapacidad física que te manejas?, la que resulta por de-
más contradictoria al compararla con esa lucidez de animal ilustrado
con la que, años atrás, deslumbraste a tus alumnos en los claustros
universitarios; lucidez a la que el derrame no ha podido mermar;
pues, aunque hoy por hoy no puedas emitir ni siquiera unos cuantos
monosílabos y aunque poco, muy poco, y con letra temblona, logres
escribir uno que otro poema desmañado, no hay manera de que se
vea reducido todo ese monto admirable de enunciados filosóficos,
de citas de hombres célebres y de datos históricos que, de manera
permanente, circulan por tu cabeza, la que no sé cómo ha sido capaz
de cargar con tanta erudición sin reventarse.
Pero, volviendo a lo del té, no pretendas tomártelo de un solo tirón.
A más de que no te sería posible hacerlo, te estarías privando del
placer de paladearlo sorbo a sorbo, mientras tus ojos de voyerista re-
tirado observan el teledrama que dentro de unos instantes será trans-
mitido por la pantalla panorámica que, a tiro de piedra, tenemos a
nuestra completa disposición.

113
Mujeres que hablan

Te estarás preguntando que cómo puedo pronosticar que se desatará


una tempestad dentro de poco, así que mejor es que te diga que lo
he llegado a saber por esas nubes negras, preñadas de presagios que,
como colchones con secreciones variopintas, flotan por el cielo su-
cio y triste de esta tarde, una de las cuales se ha posado justo sobre
la terraza del edificio al que apuntan directamente nuestros ojos,
penosamente desprovistos de binoculares (los últimos que tuvimos
los dejamos olvidados en el palco bajo de un teatro, al que habíamos
asistido para ver una poco briosa Cavalleria rusticana).
Tú y yo sabemos que todos los miércoles, alrededor de las cinco de la
tarde, la mujer que habita en ese departamento, aquella que nunca
ha dejado de concitar nuestra enfermiza curiosidad —una trigueña
maciza, atractiva y cuarentona—, recibe con los brazos abiertos, y no
sólo con los brazos, a su amante: un hombre fornido, alto y oscuro,
diferente al coreano frágil y menudo que ella tiene como marido.
El coreano es dueño de la zapatería que queda a la vuelta de la esqui-
na, la que abre de lunes a lunes, desde las nueve de la mañana hasta
las seis de la tarde; hora en la que suele retornar a su departamento
para merendar en compañía de su esposa y con nadie más, ya que,
por lo visto, o sería mejor decir «por lo no visto», ningún otro bípe-
do mamífero vive con ellos.
Te cuento, maridillo mío, que hoy fui a la zapatería: más que a com-
prar calzado, a echarle el chisme al coreano de lo que hace su sucu-
lenta mujer, una vez por semana y con un cinismo impresionante, en
su propia casa y en su propia alcoba y, lo que es más indignante, con
las cortinas de las ventanas descorridas, como para que los vecinos,
nosotros en primerísimo lugar, no nos perdamos ni una sola de las
acrobacias de alto riesgo que ella, sin red de protección, hace con su
fornido y oscuro amante.

114
Sonia Manzano Vela

El coreano escuchó con una calma que no era de este mundo, al


menos no del mundo occidental, lo que yo había ido a revelarle,
mientras me pasaba cajas de cajas con sandalias de variados estilos,
ninguna de las cuales se avenía a mi exigente gusto. Así y todo, y
como para sacarle algo de provecho a mi incursión en la zapatería,
compré unas sandalias que consideré eran las menos feas de todas
las que me había probado (unas que pienso usar en la procesión
de Jesús del Gran Poder que se llevará a efecto, Dios mediante, el
viernes próximo —viernes de dolor, por más señas— en la avenida
Quito, que, curiosamente, es la más larga y congestionada avenida
que tiene Guayaquil).
¡Atención!, discapacitado consorte, el coreano acaba de ingresar a su
departamento. Ahora está colocando su gorra en el perchero que está
cerca de la puerta; ahora sale a recibirlo, con aspavientos hipócritas,
la trigueña maciza; ahora cruza con ésta unas cuantas palabras y aho-
ra el coreano se sienta en la silla situada en la cabecera de la mesa del
comedor, mientras que la cínica de su mujer se aleja rumbo a la coci-
na con el propósito, como es obvio deducir, de servirle la merienda.
¿Ves lo que yo estoy viendo?, ¿ves que el oriental está sacando desde
uno de los bolsillos de su pantalón, un objeto que coloca sobre la
mesa? Desde aquí no puedo identificar de qué misma cosa se trata,
pero juraría que se trata de una pistola. ¡Sí, es una pistola!, sólo así
se explica que la mujer, quien acaba de retornar de la cocina con
un plato entre sus manos, esté retrocediendo hacia un costado del
comedor con los brazos en alto y, como es obvio, ya sin plato algu-
no, pues el que traía acaba de depositarlo sobre la mesa, mientras el
coreano la apunta, ahora sí puedo decirlo con total certeza, con una
pistola de esas que escupen balas de verdad.

115
Mujeres que hablan

¿Quién creyera, baldado y erudito marido, que el hambre puede más


que la dignidad herida? En este caso sí resulta inevitable creerlo, ya
que el coreano, en vez de ajustar cuentas de inmediato con la adúlte-
ra, le está metiendo cuchara al plato que hace poco le fue servido, lo
que está haciendo con una sola mano, pues en la otra tiene la pistola
con la que no ha dejado de apuntar a la calzón flojo de su mujer.
¡Ay!, esto se está poniendo bueno: tras las espaldas del coreano acaba
de entrar en escena, desde algún ángulo oscuro del comedor donde
no duerme ningún arpa olvidada ni nada que se le parezca, el mismí-
simo amante de la maciza, blandiendo entre sus manos un martillo,
porque lo que blande no es otra cosa que un martillo, con el que
ahorita mismo se ha puesto a propinarle tremendos porrazos a la
cabeza del surcoreano.
¿No sientes piedad por ese hombre al que le están dando muerte
a martillazos? ¿No sientes asco por esa mujer que con una impasi-
bilidad escalofriante está viendo como su amante reduce a puré de
papas el cráneo de su esposo? Te confieso, hemipléjico y hierático
cónyuge, que no puedo evitar sentir asco de mí misma, porque, fiel
a mi inveterada costumbre de provocar conflictos realmente graves,
he provocado éste del que ahora estamos plenamente disfrutando.
Yo fui quien llamó por teléfono, en esta misma mañana, a la trigueña
para advertirle que su marido estaba en pleno conocimiento de lo
que ella tenía por costumbre hacer cada miércoles por la tarde. El
resto es pan comido, ya que resulta fácil deducir que la infiel, quien
ni siquiera el día de hoy dejó de realizar su gimnasia amatoria, pese
a saber que ya el coreano estaba en autos de su proceder de zorra, le
pidió al oscuro que se ponga a buen recaudo hasta que fuera llegado
el momento de confrontar juntos, como hermanos, las iras legítimas
del Otelo achinado.

116
Sonia Manzano Vela

No creas, mi otrora poderoso esposo, que el crimen que acabamos


de presenciar se va a quedar impune, porque aunque esos dos es-
tén tramando la mejor manera de deshacerse del cuerpo del delito y
aunque estén urdiendo qué es lo que tiene que decir la mujer para
explicar, a quienes le inquieran al respecto, la súbita desaparición
del coreano, te juro, enciclopédico marido, que así como así esos
promiscuos no se van a salir con la suya.
¿Quieres saber en qué mismo concluye este drama? Sólo espera un
poco, un poquito más ¡Escucha! No oyes que suena largo y tendido
un timbre? Sí, es justo lo que tú y yo estamos pensando: el timbre
que suena no es otro que el de la puerta del departamento en cues-
tión, el que repica de una manera tan insistente que el oscuro ha
optado por echarse al lomo el cadáver del coreano para llevárselo
en peso hasta la alcoba. Mira, pero mira con qué desconsideración,
como si fuera un hatillo de ramas secas, lo tira sobre la cama; y mira,
pero mira con qué precipitación procede a cubrirlo con una manta.
El timbre ahora suena con mayor insistencia, lo que parece deses-
perar a la tipa, la que, sin saber qué hacer, entra en pánico y a la vez
entra en la alcoba agitando los brazos, como pidiéndole instruccio-
nes al oscuro, el que en este momento, con un brazo extendido con
dirección a la puerta, parece que le está dando la orden de que vaya a
abrirla. La mujer procede en consecuencia y se encuentra de manos
a boca con tres policías, los que, de un solo empujón, la quitan del
paso para desplazarse, a su gusto y placer, como cucarachas con pa-
tines, por todo el departamento.
No se necesita ser adivino para saber qué es lo que irá a acontecer
después de la irrupción de los uniformados: sólo hay que inferirlo,
deducirlo, colegirlo o como tú, mi ilustrado marido, quieras
calificarlo.

117
Mujeres que hablan

¿Qué me están preguntando en estos momentos tus ojillos borgianos


de ratón de biblioteca? Ah, ya sé, quieres saber quién llamó a la po-
licía…Pues yo, nada menos que yo, la autora de que hayas podido
disfrutar de un cortometraje de impactante calidad; uno que, así
como así, en palco de primera y, de paso, sin tener que pagar medio
centavo, sólo es posible disfrutar una vez nada más en la vida.
A propósito: ¿No deseas que te sirva otra taza de té?

R
118
Solange
Rodríguez

Rodríguez
Rodríguez
Escribo desde «ser mujer»

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Hasta el siglo XIX poco o nada se conocía de la literatura escrita
por autoras y, obviamente, jamás se ha tratado de falta de talento
o de seso: los asuntos eran más profundos, más obvios, más sinies-
tros. Debido a la construcción de la sociedad y su distribución de
los roles de género, las tareas de producción intelectual habían sido
reservadas para los varones mientras que las mujeres se dedicaban a
la maternidad, lo doméstico y a cierta espiritualidad que poco tenía
que ver con hacer arte.
Hasta ese momento, las memorables heroínas de la literatura —y
voy a mencionar al azar a tres, justamente grandes herederas del siglo
XIX: Madame Bovary de Flaubert, María de Jorge Isaacs y Cumandá
de Juan León Mera—, fueron escritas por hombres. Más allá de lo
verosímil o inverosímil de sus personajes, las mujeres imaginadas
desde las ansias y los prejuicios masculinos poco han tenido de hem-
bras reales y más bien han resultado ser algo planas, o muy sublimes
o muy carnales.

121
Mujeres que hablan

Desde el momento en que las autoras hemos tenido la libertad ab-


soluta para sacar la luz nuestra producción sin el prejuicio de una
etiqueta, se ha enriquecido la gama de percepción universal de cómo
somos las mujeres, y resulta que no somos ni frágiles, emocionales o
veleidosas como se nos ha descrito por los siglos de los siglos, si no
que resultamos ser menos personajes y más personas.
Las mujeres no solo escribimos sobre mujeres o sobre cosas de muje-
res —ese es un pensamiento lleno de prejuicio—, las mujeres escri-
bimos desde la conciencia de la femineidad y me refiero no al sexo,
sino a todo lo que viene dentro del paquetito del género. Yo sé lo
que es escribir desde esa condición porque es con la que me levanto
todos los días. No sé lo que es vivir como un gato siamés o un árbol
de eucalipto. Escribo desde «ser mujer», porque es como sé vivir.
Lo que sí, me regodeo imaginando con mucha fuerza otros estados,
tal como hacían los hombres antes de que las mujeres pudiéramos
hablar sin filtro acerca de nosotras mismas. Todo ser humano tiene
que saber usar la imaginación.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
Creo que de tanto preguntarnos por la identidad: ¡¿quiénes somos?,
¿quiénes somos?!, nos hemos hecho cargo de la idea de que somos
mestizos, con toda la incomodidad que eso nos genera. Mestizos
como tantos otros pueblos fuertes, resistentes y dignos, que busca-
ron reconstruirse luego de que la aplanadora de la conquista de otro
imperio les pasó por encima.
Esa nueva conciencia que estamos interiorizando es nuestro mayor
logro como país porque es un punto de partida magnífico para crear.

122
Solange Rodríguez Pappe

Por ejemplo, géneros como la ciencia ficción, lo fantástico o la nove-


la negra eran vistos como «alienados», traidores a lo nacional, impro-
pios. Nuestra literatura, según los lineamientos de los conservadores
padres de la patria, debía hablar de lo nacional y nada más que de
lo nacional, ese pensamiento perverso nos desconectaba de lo que
pasaba en el resto del mundo.
Ahora no, ahora por las móviles redes de la modernidad, los mesti-
zos del mundo (¿qué nación acaso no lo es?) dialogamos, nos abra-
zamos, nos reproducimos haciendo más híbridos mestizos y de esta
manera, a partir de la contaminación con los otros, cada vez tenemos
menos miedo de perder la identidad nacional y hemos logrado un
nuevo e interesante resultado, cada vez más libre de prejuicios.

Solange Rodríguez Pappe. Guayaquil,1976. Ganadora del Premio Nacional


Joaquín Gallegos Lara al mejor libro de cuentos del año 2010 con Balas perdidas y
del certamen internacional Microrrelatos de Miedo de Las Microlocas con El peor
apocalipsis (2013).
Ha publicado siete libros de relatos y antologado un compendio de microficcio-
nes ecuatorianas: Tinta Sangre (2000); Dracofilia (2005); El lugar de las apari-
ciones (2007); Caja de magia, libro virtual lanzado por la editorial nicaragüense
Parafernalia (2013); el ebook Episodio aberrante (2014); La bondad de los extraños
(2014) y la antología de relato hiper breve Ciudad mínima (2012). Consta en las
antologías: Cielo de relámpagos (2009); Asamblea portátil (2010); La condición por-
nográfica (2011) y Cortazarsampleado: 32 lecturas iberoamericanas (2014).

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Rassa o el sueño de Dios

Y
o amé a Rassa y sé que ella me amó. Esa es la frase, esa es
la historia. La última vez que la vi me pareció que giraba su
cabeza de pelo espeso y me decía con los ojos cerrados: «Ve y
habla de mí. Libérame». Eso es lo que hago desde entonces, hablo a
quien puedo de esta historia porque después de ella no queda nada
en mí que pueda reconstruirse y mi existencia solo se justifica desde
la memoria. ¿Pueden pretender alguna vez quien fue leña y ahora
cenizas volver a arder? Rassa era la candelilla y yo la pavesa, nunca
fui ni seré nada más. Yo soy ahora Rassa. A muchos les he mentido y
les digo: «Mi nombre es Rassa y estos son mis anales», pero me des-
cubren enseguida a pesar de las ropas y aunque me esfuerce en hablar
con los labios húmedos y brotados, entonces tengo que aceptar mi
condición de enviada, de ser camino entre la deidad y la leyenda.
Cuando llegué a la casa del patriarca, lo primero que observé fue la
comunidad de mujeres. Cerca de siete estaban en el jardín delantero
haciendo tareas como picar enorme cantidad de fruta, conversar
o peinar a sus hijos. No sentí envidia, como alguna vez sospeché
profesar por las concubinas de mi futuro esposo. Las miré reírse con
todos los dientes y ayudarse las unas a las otras en medio de un

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Mujeres que hablan

escándalo general que le daba al ambiente la idea de un día de fiesta.


Mi padre, quien me llevó de la mano a entregar, se acercó y me dijo
impresionado por la alegría que veía: «No te acerques a ellas, están
locas».
En cuanto alcanzamos el centro del patio se hizo el silencio. Yo aún
esperaba una de esas escenas escandalosas donde las mujeres reciben
a la novicia entre escupitajos y maldiciones, pero a mí el silencio sí
me sonó a castigo y me mantuve con la cabeza baja.
Hubiera preferido un cuchicheo, alguna reacción más sanguínea
pero las mujeres se limitaron a mirarme con los ojos desorbitados
como miran los gatos a los extraños y a los pocos segundos llegó
el patriarca, saludó a mi padre con un abrazo e inmediatamente se
dirigió a mí con cortesía y con la voz sin flexibilidad de quien lleva
sin abrir la boca mucho tiempo:
—¿Tú eres Millares?
—Sí —contestó mi padre por mí—. En realidad se llama Emilia,
pero en casa la llamamos Millares. Así le decía también la madre.
—¿Y por qué Millares? —El hombre seguía dirigiéndose a mí sin
mirar a mi padre. Yo persistía con la cabeza inclinada por el peso del
silencio de las demás mujeres. El patriarca era alto y se doblaba para
poder estar a la altura de mi rostro. Su tono era sereno como quien
desea domesticar a un animal.
—Porque soy muchas —contesté.
—Pues, ya tengo bastantes —dijo entre risas—. O piensas que
contigo podré prescindir de las demás.

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Solange Rodríguez Pappe

Señaló al resto de mujeres que estaba a sus espaldas. Dos más habían
salido de la casa y una de ellas era negra. Ya no existía el ambiente
de fiesta.
—¿Por qué me la traes? —Le preguntó ahora sí a mi padre.
—Antes de que se la lleve alguno, prefiero que se venga contigo. Es
rápida para hacer cosas pero no ayuda mucho, se la pasa pensando
y hablando. Le gusta llevar registros de las cosas. Yo ya estoy viejo y
no puedo cuidarlas a todas desde que los hermanos están en la gue-
rra. Temo encontrarla un día perjudicada y muerta a la orilla del río
como le pasó a la madre.
Alcé la cabeza y me topé con sus ojos duros, quizá con poco de ter-
nura en las pestañas largas y abundantes. Tenía la edad de mi padre
o un poco más, lo encontré recio y hosco. Sentí vértigo. Volví a bajar
la cabeza
—¿Y por qué quieres vivir aquí? —me preguntó.
—Mi padre dice que me darás un cuarto para mí sola y comida,
entonces podré contar cosas; pero que a cambio debo darte hijos.
Las mujeres empezaron a reírse, primero con timidez y después
sonaron como cuervos.
—Yo cuidaré de ti, Millares, y solo me darás lo que quieras darme.
Es verdad que hay un cuarto y un espacio, pero te puedes ir cuando
desees. Yo no retengo a mis mujeres, ellas te lo pueden decir.
Recordé nuestra casa. Desde que nos tocó la desgracia solo había
miseria y culpa. Mi padre descubrió que había empezado a relatar

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Mujeres que hablan

la historia de mi madre en unas hojas. Eso lo enfureció. Me echaba,


esa era la verdad.
—Me quedo —dije secamente.
El patriarca asintió y caminó con mi padre hasta donde ya no pude
escucharlos. Las mujeres empezaron a acercarse y me preguntaron
por lo que había traído. Les enseñé los libros y un bulto con ropa.
Perdieron el temor y me tocaron. Pude mirarlas con la misma curio-
sidad y me parecieron muchas de ellas viejas y flacas. Las más jóvenes
tenían las caderas deformadas por los partos y a otras les faltaban
dientes. Una tomó el libro y contempló las letras como si jamás las
hubiera visto en su vida. Todas tenían ropa muy bonita y de colores
vivos. Los niños nos rodeaban, eran muchos, cerca de quince. Pensé
que en realidad no me importaba darle parte de mi vida al patriarca,
todos intercambiamos algo a algún precio, lo que en realidad desea-
ba conservar estaba dentro de mí, más anudado que mi saquillo de
lana.

No hubo boda, pero sí un pacto. Yo siempre supe que no habría


matrimonio, sin embargo mi familia, desde que empezó a considerar
seriamente enviarme al serrallo, hablaba de mí como si fuera una
novia consagrada en alma y cuerpo al día blanco, como si temieran
dañar mis expectativas y yo no entendiera que actuábamos por la
conveniencia de todos. Una boca menos.
La segunda noche de estancia él me visitó y yo lo dejé leer las anota-
ciones que había hecho en mi cuaderno sobre la vida de mi madre.
—Es lo que he escrito hasta ahora —le dije.

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Solange Rodríguez Pappe

Eran apenas tres hojas pero el patriarca les dio el tratamiento de


una historia trascendental, las releyó y me hizo sugerencias. Con
ese acto simple de confianza él se había transformado en la primera
persona que se asomaba a mi espíritu con curiosidad y le agradecí su
franqueza de la única forma en que los hombres entienden: Me paré
en el centro del cuarto y me desvestí. Fue agradable ver su expresión
sorprendida mientras lo apuntaba con mis senos.
Quizá me cuesta mucho imaginar la simplicidad en el resto de per-
sonas porque reconozco, pienso complejamente. Cuando evoco, por
ejemplo, imagino olores, gestos, texturas, supongo y coloco cosas
que jamás han estado ahí y me siento capaz de rearmar todos los
recuerdos hasta apropiarme del pasado completamente, por eso ima-
gino esa noche como una unión de dos curiosos, un aprendizaje feliz
que se sació pronto porque, a pesar de la voluntad, solo era de carne.
La carne de los hombres es la misma todo el tiempo con los mismos
movimientos.
El patriarca me pedía permiso para hacer cada cosa, para besarme
profundamente, por ejemplo. Su boca era fresca y su cuerpo, muy
duro, olía como huelen los hombres en el centro del pecho, ácido y
fuerte. Después de mi impulsividad inicial me porté como de trapo
mientras él iba palpando con autoridad mis miembros, deseando
más estar en las huellas que en el cuerpo mismo, mientras yo perma-
necía lejana casi astral, llevando cuenta científica de las caricias que
me hacía con la barba o con el dorso de la mano.
Después, él se desvistió también y se ofreció, velludo y adulto, pero
yo preferí fingir pudor y rechacé los juegos acostándome de espaldas
y con los muslos apretados. Él los separó de golpe, con una fuerza
fingida, haló y fui montada.

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Mujeres que hablan

Supongo que le era indiferente que no fuera virgen. No hizo pregun-


tas, no hizo ruido, solo cerró los ojos y empecé a ver cómo se alejaba,
cómo alzaba el vuelo hacia otra mujer y otro tiempo mientras yo
me llenaba de intriga y si alguna vez, por la agitación, entornaba los
párpados y los abría, yo lograba ver pasar por sus pupilas, imágenes
rápidas donde la otra se arqueaba exuberante y recibía las abundan-
tes semillas de sus testículos. Así por unos minutos, después el pa-
triarca se volvió como de sal, le aletearon los labios, le temblaron los
muslos y el vigor cesó. Me sentía agitada, tibia y de buen humor, sin
rastros de deseo, pero estaba húmeda y contagiada de sensualidad.
El patriarca me dio dos golpecitos en las mejillas y se incorporó algo
extraviado, algo triste.
—Te falta costumbre —comentó mientras se vestía—. Ya tendrás
tiempo de aprender a disfrutarlo.
—Lo disfruté, pero estaba registrándolo mientras pasaba.
Él me miró desconcertado, como si viera por primera vez a la mujer
a la que había accedido meter en su casa y se espantara.
—¿Siempre llevas cuentas de todo, Millares?
—Siempre.
—Prométeme que no escribirás nunca nada sobre mí.
Se me ocurrió que sabía que yo había descubierto a la otra mujer que
vivía en sus ojos y que seguramente ella era clandestina.
—Te lo prometo —le contesté con el tono más neutro que pude.
En ese momento supe que ya tenía algo para contar y que debía
procurarme rápidamente otros cuadernos donde escribiría los nudos

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Solange Rodríguez Pappe

que iba hallando en los demás. Nunca experimenté tanta alegría


como luego de entender que por fin encontraba oficio para mi tarea
de observación.
Después de esa noche no hubo un interés particular en mí, tampoco
puedo decir que me evitaba, creo que le era simpática y cuando po-
día me pedía consejo, cosa que jamás le vi hacer al resto de mujeres.
Puedo contar con los dedos de la mano las otras noches de visita y
de charla, siempre íntima, siempre terminando en el pacto sexual
donde yo estaba atenta a capturar los rasgos de la otra mujer que se
materializaba entre su cuerpo y mi cuerpo. Me comportaba animada
y abstraída, intentando pagar con las uñas, el cabello, el pubis, el
espacio y la tranquilidad que me había dado, pero sin experimentar
más allá que un incipiente calor y de interesarme por la transfigura-
ción del patriarca cuando hacía el amor conmigo y con la otra.
Yo conocía el placer, sabía en qué partes de mi piel descansaba y
cómo apurarlo, pero ahora era diferente; pasaba la mano por mi sexo
y si lo probaba usando los dedos, sentía otro sabor infinitamente más
complejo. A pesar del aturdimiento inicial por el repentino cambio
de costumbres y de casa, a los pocos días la vida se abría para mí
desaforada y excitante. Ahora que lo pienso no tenía mayor aventura
la rutina doméstica del hogar gigantesco con su aseo, abastecimiento
y organización, pero a esas alturas yo me sentía agradecida por la po-
sibilidad de vivirlo y hacía anotaciones minuciosas en los cuadernos.
Todos los días me recostaba y recorría mi cuerpo con las manos para
ir llevando cuenta de sus cambios. Sentía que con cada visita, el
patriarca lo estaba cambiando, que tenía ahora más redondeces que
antes, que estaba ganando peso y que por eso mi alma no podía
despegarse del suelo sino solo cuando escribía. En las circunstancias

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Mujeres que hablan

normales estaba comprimida por mi nuevo cuerpo de hembra pro-


diga, sometida a la barrera de la carne.

Rassa existía como una presencia mística impregnada en todas las


cosas, por eso no la noté durante las primeras semanas en que estaba
concentrada en integrarme al ritmo de las demás mujeres, pero todas
tenían algo de Rassa, incluso las menos hermosas y vulgares, hasta
yo. La aspiraba en el aire y se me escabulló hasta la sangre desde
donde me daba euforia y sensualidad en medio de la aridez de esos
tiempos y de la nostalgia por haber dejado mi casa. Tan importante
era que todos se concentraban en omitirla a pesar de que mantenerla
feliz era la principal tarea de esa comunidad desde la mañana hasta
la noche.
Nayara finalmente me contó de Rassa el día en que el patriarca he-
chó a golpes a un hombre de la habitación de Lavinia y la expulsó.
Éramos en total doce mujeres y varios niños. La repartición de
tareas era simple y tradicional, las mujeres mantenían el hogar
en orden, hacían la comida, lo alegraban con sus escándalos y el
patriarca administraba las cuadras de tierra que estaban más allá del
portón. Nunca pensé que las mujeres pudieramos hacer una bulla
semejante, era como la de una jaula enorme de pájaros. La más vieja
tenía cuarenta y seis años y la más joven diecisiete. Al patriarca no
le había nacido ningún hijo que amara en particular y muchos de
los niños que corrían por la casa no eran sus hijos, ya habían venido
en el vientre o de la mano de las mujeres cuando decidió aceptarlas.
Ninguna era demasiado inteligente o tenía alguna afición especial o
talento. Tampoco ninguna poseía una belleza que la diferenciara del
grupo, bastante lejos estaba la imagen romántica de las concubinas

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Solange Rodríguez Pappe

cubiertas de incienso y tules voluptuosos que alguna vez escuché


había en Oriente, pasando las montañas.
Esta era una comunidad concentrada en la supervivencia donde,
luego de las tareas, diarias las mujeres acumulaban polvo y edad.
Tampoco noté bandos enfrentados, salvo las elementales peleas por
comida y por los derechos de los niños.
Las que tenían hijos con el patriarca, Lavinia entre ellas, dormían en
habitaciones con ventana al jardín, se servían en platos más grandes,
estaban a su lado en la mesa y había días en la semana en que no
trabajaban; las otras respetábamos sin mucha envidia esa jerarquía
tácita y nos manteníamos rotando en los turnos de limpieza y co-
cina. Nayara, por ejemplo, la mujer negra que vi salir de la casa el
primer día, solo hablaba de embarazarse y desde el vistazo inicial me
tomó por bruja, no paraba de preguntarme si conocía algún tipo
de secreto para gestar porque había escuchado que yo venía de una
familia numerosa.
Tenía los ojos adormilados, los dientes blanquísimos, usaba una tú-
nica naranja (yo había leído en un libro sobre el país Etiopía y estaba
segura de que venía de allí). Fue mi amiga desde el primer día y supe
que envidiaba terriblemente a Lavinia y al resto de madres porque
llevaba un año intentando preñarse y no podía. Tampoco es que
tuviera posibilidades grandes con las escasas visitas que el patriarca le
hacía cada tres meses, pero la ponzoña la animaba.
«Todo se lo lleva Rassa, toda la sustancia la absorbe ella en su vacío
infinito y lo deja seco para nosotras.» Yo le escuché esto una vez y lo
anoté en el cuaderno de los secretos. Puse el nombre Rassa con un
pie de página empleando un signo de interrogación (era la primera
vez que oía nombrarla pero yo aún no conocía a la población de toda

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Mujeres que hablan

la casa) y estas líneas reposaron junto con el fantasma que vivía en la


cabeza del patriarca y el dato confidencial de que a la mujer mayor
ya no le venía la sangre y temía que la expulsaran de la casa por eso.
A Lavinia la echaron esa misma noche. Yo me había quedado levan-
tada hasta tarde apuntando cosas y escuché los gritos. Llegué al patio
cuando el patriarca arrastraba a Lavinia de los brazos hasta el arco de
la entrada, atrás de ellos sus tres niños berreaban. Otras mujeres lle-
vaban sus cosas en un saco y las dejaban sobre la tierra; entre el lodo
del jardín había quedado un caballito de madera descabezado. Al
igual que cuando llegué a la casa, el síntoma del ambiente anormal
era un silencio absoluto.
—¿Qué ha pasado?— pregunté en voz baja.
—Lavinia tenía un hombre en su habitación y no es la primera vez
que ocurre, otras también han entrado hombres. Él sospecha que las
niñas no sean sus hijas —dijo la mujer mayor.
—Seguro que no lo son suyos. Ella lo tiene embrujado, no lo deja
compartirse con nosotras —sentenció Nayara.
El patriarca la abandonó a la entrada del patio mientras le gritaba
algo que no alcanzábamos a oír. Lavinia se prendió, entonces, de sus
pantalones. Estaba cubierta de fango y lloraba con la boca abierta.
Él se sacudió, arrojó unas monedas a las niñas y les dio la espalda
con un gesto rotundo. No me parecía furioso, supongo que estaba
haciendo lo que debía hacer para demostrar autoridad delante de las
demás, lucía apenado más que molesto.
—¿Lavinia lo tenía embrujado? —inquirí atónita por lo que estaba
presenciando.

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Solange Rodríguez Pappe

—No, Millares, Rassa.


Las otras madres rompieron a llorar también. Decidí que antes de
que me echaran, yo iba a irme por mis propios pies y con mis cosas
íntegras, no toleraba la idea de mis cuadernos rotos con sus hojas
desamparadas y abiertas, hundiéndose en el lodo. Cuando terminara
de contar la historia que estaba relatando me iría, no sabía adónde,
supongo que en ese momento la guerra y la muerte eran palabras
más que realidades concretas.
Vi a Rassa y vi a Dios. Solo así podría explicarlo. Llenaba la cama
transversalmente: desnuda y abandonada al sueño, completamente
obscena. La vi y supe que cada una de las faenas que hacíamos las
mujeres de la casa, apuntaba a adorarla y a hacerle la vida menos vul-
gar. Después de contemplarla no provocaba ver, en la vida, ninguna
otra cosa más. Nayara me había platicado relatos de otras mujeres
que afirmaban haberla conocido antes y que conversaron largamen-
te con Rassa, historias de la época en que ella aún se movía por la
residencia como la única esposa y ambos eran un matrimonio que
empleaba mujeres abandonadas por la guerra a cambio de comida.
Cuando había a quien vender la fruta de los cultivos, la casa había
sido un pequeño imperio caprichoso y Rassa venía de ese tiempo.
Allí se había quedado, un poco loca y magnífica.
—Ve y mira por tus ojos —me dijo Nayara y yo me asomé a una
habitación anodina del tercer piso, una de entre tantas con las puer-
tas cerradas a cal y canto y allí estaba Rassa como supongo estuvo la
primera mujer en el paraíso, ignorante y preciosa.
No creo que el patriarca la mantuviera prisionera ni nada parecido.
Yo también hubiera preferido quedarme en una habitación llena de
libros y cuadernos antes que descender y ver el mundo, o al menos el

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Mujeres que hablan

mundo al que debíamos enfrentarnos nosotras, saqueado, enfermo,


peligroso, terriblemente austero… y opuesto a ese medio patético, el
sol de Rassa en su cuarto de tapices, lámparas perfumadas e historias
a media luz.
Después de esa primera mirada regresé tres veces, todas en la noche
y en cada una de esas visitas la miré dormir desde la cerradura, hasta
que se me acalambraron las piernas. Llené mi segundo cuaderno
con anotaciones contado acerca de su respiración, profunda y ron-
roneante. Le pregunté a las otras acerca de Rassa. Salvo a Nayara e
Ilse, una de las más jóvenes, a nadie más le importaba demasiado que
la verdadera esposa del patriarca viviera en una habitación del tercer
piso con los lujos de una princesa mitológica.
—¡Claro que él ama a Rassa! La tiene ahí desde que enloqueció y le
da regalos costosísimos. Yo la vi un día usando una esmeralda del
tamaño de mi mano —dijo Nayara.
—Con lo que le ha dado en todos estos años podría alimentarnos
mejor. Todo ese desperdicio de dinero es un crimen, ¿tienes idea de
cuantas personas se están muriendo de hambre afuera del portón?
La propia Lavinia seguramente hubiera corrido una mejor suerte si
él le hubiera dado al menos una de las joyas que esa mona se pone
encima. —Replicó Ilse.
—Rassa es como un dinosaurio, solo duerme y come. Ya ni siquiera
se acuesta con él. Nosotras debemos hacer el resto. Rassa ya no le im-
porta a nadie, salvo al patriarca, claro; es como una especie de fábula,
como el cuarto lleno de oro o la habitación llena de mujeres muertas.
En una casa tan grande como esta hay leyendas y uno aprende a vivir
con ellas. ¿Te digo un secreto?

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Solange Rodríguez Pappe

Yo asentí.
—Cuando llegué a la casa y me hablaron de ella pensé que era un
ídolo, una deidad —comentó Nayara—. Iba hasta su puerta, le po-
nía velas, le pedía cosas, le daba ofrendas. Me asomaba a la cerradura
y la veía soñar tan plácida que me daba envidia. ¿Crees que mientras
nosotras estamos aquí Dios está durmiendo? Nosotros le hablamos y
él está dormido con la idea de que todo marcha bien.
—¿Y cómo sabes que no tiene poderes? —le pregunté.
—Porque no me ha dado el hijo que le he pedido.
—Quizás Rassa está enterada de todo lo que hacemos y solo finge no
darse cuenta. ¿Quién crees que le dijo al patriarca sobre el hombre de
Lavinia? —comentó Ilse.
—¡Todo el mundo lo sabía!
—Quizá fue Rasa —dijo. En su voz había un buen espacio para la
duda.
—Quizá —completé—. Por ejemplo, yo sí creo que hay una
habitación llena de mujeres muertas.
Cuando volví esa noche para adorar a Rassa, alguien más se me había
adelantado. El Patriarca estaba a su lado y le cepillaba el cabello con
devoción mientras ella seguía con los ojos cerrados, pero me dio la
impresión de que estaba despierta. Él le hablaba de un montón de
cosas. Había escuchado que el fin de la guerra estaba cerca, que debía
contratar más hombres para asegurar las tierras donde se cosechaba,
que no confiaba en nadie y que tenía miedo de un día de estos ama-
necer con un puñal en el pecho, que extrañaba a Lavinia, que cada

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Mujeres que hablan

vez que venía a visitar a Rassa se le rompía el corazón y todo esto


dicho entre susurros y con una ternura delicada, casi femenina.
Después de haberla acicalado, perfumado y dado halagos, se des-
vistió y se tendió sobre ella como cumpliendo un ritual que más
de apasionado tenía bastante de amargo. La besó entera, desde los
párpados hasta los pies, deteniéndose en el sexo cobrizo de la mujer,
lamiéndolo como si quisiera enamorarla y arrullarla al mismo tiem-
po, aferrándose a su cintura para evitar que siguiera viviendo en el
otro lado de la realidad, impidiéndoselo con el peso de su cuerpo,
hasta que ella empezó a levantar las caderas.
Entonces, prodigiosamente, Rasa abrió los ojos como si se abriera
la entrada de un túnel antiquísimo y lo llamó con sus manos exten-
didas. Él la gozó con una vehemencia y una energía que hasta ese
entonces no creía posible existieran. Hacían ruido, se reían, jadeaban
y me pareció estar viendo la estampa de un tiempo extinguido, la
reproducción de un par de fantasmas dentro de una casa embrujada.
Sentí endivia, jamás hubiera aspirado a tal intensidad, ni a tal amor.
Miraba a Rassa llena de miel y humedecida, despierta y voraz, lo
más parecido a la pasión, hasta ese momento de mi vida, eran los
cuadernos, pero no llegaban a la altura del paroxismo que Rassa me
mostraba en ese instante, era una revelación. Entendí que por una
mujer así sería capaz de congelar el tiempo, de darle sangre y almas si
hubiera sido preciso, de mantenerla cautiva en una habitación mien-
tras el mundo se incendiaba a tiros, afuera.
La cópula fue larga y bárbara. Cuando terminaron yo estaba de ro-
dillas, con los ojos húmedos y el cuerpo erotizado; de alguna manera
fue doloroso, pero no pude dejar de verlos ni cuando él le habló para
despedirse y ella le dio la espalda, ni cuando él se empezó a vestir
silenciosamente, desgastado, como las cerillas quemadas.

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Solange Rodríguez Pappe

Clareaba cuando el patriarca salió del cuarto de Rassa y yo me pro-


tegía en una de las escasas sombras hasta que lo vi llegar al final
del corredor. Lo que pasó a continuación solo es explicable desde
el fervor que ella me había despertado y por el cual me encontraré
agradecida hasta el día de mi muerte. Giré la perilla (jamás estuvo
con llave) y entré a la habitación en penumbras. Rassa estaba dormi-
tando de espaldas con un brazo sobre su cabeza. De cerca su cabello
era de un tono cobre verdoso, sus pezones color chocolate estaban
levemente enrojecidos y sus labios sonrosados. Me sentía a punto de
vivir una experiencia mística y me llené los pulmones con la mezcla
de salmuera y sándalo que había en el aire. Devotamente me incliné
sobre el rostro de Rassa y la besé en la boca como besan los pájaros.
Sin esperar devolución, mis ojos permanecieron abiertos para estar
atenta a cualquier cambio y entonces pasó el milagro: Rassa levantó
los párpados, sujetó mi cabeza con su mano y abrió para mí su boca
suave, atrapándome.
Entrada la tarde fui hasta mi cuaderno y escribí: Hoy hice el amor
con Dios.
Me decía Milia. Ni Millares ni Emilia, sino Milia, comiéndose la e,
sabrosamente. Para mí, tendida, ella era como un banquete, provo-
caba esa impresión sensorial totalitaria de la mesa servida para un
festín donde primero llenabas los ojos, el olfato y después las manos.
Usualmente era la mujer que yo mordía, inquiría, hurgaba con los
dedos para desentrañar, pero otras veces era agua mansa. No había
manera de animarla y yo debía volver al cuarto e inventar las frases
que no nos habíamos dicho y las cosas que no descubrimos juntas
ese día.
Cuando me preguntan por qué amé a Rassa, no encuentro un mo-
tivo claro, supongo que para eso había sido creada. Uno la veía y de

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Mujeres que hablan

inmediato caía de rodillas. No se pueden evitar los estremecimien-


tos, ni los bostezos. Ella, también, era natural, inevitable.
Pero no siempre la contemplaba o la miraba hacer, la mayoría de las
veces el aprendizaje era muy serio. Rassa extendía sus largos dedos
sobre las cuerdas de una guitarra que guardaba bajo la cama y tocaba,
concentradísima, una melodía infantil mientras yo investigaba entre
sus cosas. Tenía cariño por las cartas viejas de su época de novia, por
la historia clásica y los perfumes. Eran suyos los únicos libros de la
casa, pero estaban apolillados e inservibles, salvo uno, una edición
apócrifa del Cantar de los Cantares que me regaló, pero que yo no
saqué del cuarto, para tener un pretexto más para regresar a verla.
Otras veces me disfrazaba colocándome un gran tocado con plumas
y poniéndose mis pendientes: «Yo soy ahora Milia y tú Rassa», ima-
ginaba entre risas. Estaba loca, pero bellamente.
—¿Por qué nadie sube hasta aquí? —me preguntaba—. Si alguien
viniera, le mostraría el jardín.
Y se asomaba desde una ventana discreta al patio donde las mujeres
cultivaban verduras.
—¡Está tan lindo!
—Sí —yo le daba la razón en todo—. Las mujeres trabajan duro
para que no tengas que arreglarlo.
—¿Y por qué ellas no viene a visitarme?
—Porque creen que no existes.
Le gustaban mis narraciones. Para entretenerla le contaba de lo que
se me ocurría, por ejemplo le conté la historia de una mujer que
vivía en un hogar enorme donde había comida y bebida, pero que

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Solange Rodríguez Pappe

no tenía salida. La mujer se entretenía con un manojo de llaves que


abrían las setecientas puertas de la casa, se aventuró en todas, menos
en una, la que tenía un aspecto aterrador, donde ella pensaba, vivía
un demonio. Tras muchos intentos, un día se armó de valor, abrió
esa última puerta y se topó con un patio soleado en el que conversa-
ban alegremente otras mujeres jóvenes.
—¿Y qué pasó? —Me preguntó Rassa.
—Nada, la mujer empezó a vivir en la realidad.
—Yo hubiera preferido que la mujer siga viviendo en la casa y que
tras la puerta sí hubiera un demonio.
Y pensé en Rassa jugando a no acordarse de mejores tiempos, cuan-
do no había intrusas, ni escondites, ni visitas clandestinas, cuando
no tenía que dormir eternamente como una heroína que necesitaba
ser salvada.
Desde esa noche ella me robó todo el sueño, me pasaba pensando en
cómo hacer del mundo de Rassa, de ese pedazo de la vida a la que
ella misma se había confinado, un sitio prodigioso. No tenía nada
para ofrecerle más que mis palabras, se las guardé todas, no hablaba
con nadie.
A Nayara le extrañó al principio pero después, la propia dinámica de
la casa nos fue alejando. Yo vivía entre Rassa y mis cuadernos, que
eran la misma cosa, cuando no estaba recordándola minuciosamen-
te, la recorría. No pueden imaginar, entonces, destino más feliz que
el mío, no solo imaginaba la historia, sino también la vida.
El patriarca lo descubrió cuando me hizo la siguiente visita, supongo
que la vio en mis ojos. Ella se materializó entre los cuerpos volátil,

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Mujeres que hablan

incorpórea, pero igual de penetrante. Entre los dos le hacíamos el


amor y nos agotábamos en el intento de satisfacerla, de mantenerla
despierta y con nosotros. Fue una lucha briosa, pero al final ambos
perdimos y nos odiamos. Estábamos celosos y afligidos por nuestro
patetismo, esa noche no amamos a Rassa si no al espanto de perder-
la. Al final él me arrojó la túnica violeta para que me cubra y salió
del cuarto ensombrecido.
A las pocas horas lo descubrí de rodillas frente a la puerta de teca so-
llozando y espiándola dormir. Nayara había colocado como ofrenda
una veladora perfumada y leche. Gritos humanos se escucharon leja-
nos, la guerra continuaba. Yo me acomodé a su lado y lo rodee con
mis brazos, éramos como sobrevivientes de una desgracia, si abría-
mos la boca no podríamos conversar de otra cosa y mejor callamos.
Todo pasó muy rápido. Entraron armados a los cuartos y nos reu-
nieron en el patio. A él lo golpearon primero y lo obligaron a pedir
piedad después. Fue en la mañana y a la vista de muchos hombres.
Yo hubiera preferido la noche, la noche me parece que tiene más
compasión, pero no importa, sucedió. Lo desarmaron mientras ca-
minaba por los límites de las tierras y lo trajeron arrastrando, como
él había arrastrado a Lavinia. Fueron pocos, menos de diez pero ella
los había convencido de que en la casa había un cuarto lleno de oro
y de comida y estaban estimulados por la decisión.
Llegaron como una peste, hediendo y maltratando. Nosotras salimos
de la casa con los primeros gritos, juntos con los niños. Lavinia había
vuelto acompañada de sobrevivientes voraces y los animaba para que
saquearan la casa. Hasta ese entonces, el patriarca tenía esa consis-
tencia mitológica que le habían dado el poder y los años, pero con
los primeros golpes no fue más que un hombre que empezaba a ser
anciano y a debilitarse.

142
Solange Rodríguez Pappe

Sorprendía que a nadie se le hubiera ocurrido asaltar la casa antes,


supongo que nos protegía esa atmósfera mágica que Rassa le en-
tregaba a todas las cosas, pero con determinación, Lavinia la había
ignorado y ahora, nos obligaba a todas a confrontar la realidad: el
día soleado, los hombres hambrientos y la discordia. En el centro de
lo que Rassa había llamado jardín, los hombres sucios se turnaron
para asestarle golpes durante horas infinitas y después, Lavinia mis-
ma utilizó el cuchillo.
El silencio fue el luto por nuestra familia destrozada, pero hubié-
ramos querido fabricar algo mucho más profundo y significativo,
como la nada, un espacio hueco en el cual protegernos del horror,
pero no pudimos. Su última mirada serena me la dedicó, allí estaba
Rassa dormida; aunque la sangre le cubría la cara, sus pestañas me
seguían pareciendo tiernas.
Las mujeres se quedaron desplomadas en torno al cadáver. Algunas
lloraban su viudez, desconcertadas; Nayara se arrastró hasta la cabeza
pesada del patriarca gritando que no la dejara ahora en por fin estaba
embarazada y que sería un varón. Otras se abrazaron a sus niños y
algunos hombres se precipitaron sobre las más jóvenes para gozarlas
a la fuerza, a vista de las demás. Yo corrí escaleras arriba por Rassa y
por mis cuadernos, pero las llamas me lo impidieron. Los hombres
no habían encontrado nada, solo sacos de granos y ropa, ninguna
riqueza, ningún rezago del esplendor o de la mujer de la que la trai-
dora les había hablado. Furiosos encendieron el tercer piso y destro-
zaron lo demás. Aún tenían hambre y la saciaron con la mentirosa
Lavinia, luego se fueron.
Rassa jamás cruzó la puerta, la esperé hasta que se desplomó el en-
tablado, hasta que solo veíamos humo tras el humo, hasta que mi
corazón calcinó su esperanza entre las llamas. Nayara, me dijo, para

143
Mujeres que hablan

tranquilizarme, que quizá jamás se enteró de nada, que el humo la


debió asfixiar y que murió entre sueños tal y como había vivido. A
pesar de la incertidumbre estaba agradecida porque le había hecho el
milagro del bebé, irónicamente tarde, como lo hacía Dios.
Enterrar al patriarca fue el último gesto que tuvimos como comuni-
dad, cavamos con las manos y lo cubrimos con la misma tierra en-
sangrentada en la que murió, teníamos ahora que no asustarnos por
la incertidumbre y tomar el control de nuestros caminos, pero antes
sepultamos el pasado. A alguna se le ocurrió hurgar entre los escom-
bros para ver si hallábamos el cadáver de Rassa y los colocábamos
juntos, pero yo di tantos gritos que desistió. Luego, sencillamente,
nos fuimos con pasos distintos y tomamos raros caminos.
Hace mucho que la guerra terminó y que el aire que sopla es fresco
y trae alegría. Yo ya no soy Millares, ni Emilia, ni Milia, ni ninguna
parecida. Yo soy Rassa en otro cuerpo, soy la idea lejana de un sueño
de Dios. En noches como esta cuento la historia de mi vida por unas
pocas monedas, pero también agradecería recibir un par de cirios
encendidos. Nunca se sabe bien de donde pueden venir los milagros.

B
144
María Auxiliadora
Balladares

Balladares
Balladares
Ese espacio en el que se abren las puertas

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Me gustan los personajes que logran desprenderse o exponen los lu-
gares comunes o los prejuicios sociales a través de cualquier recurso
escriturario que puede ser el lenguaje, la constitución de su psiquis,
el lado visible de su personalidad, las acciones llevadas a cabo, entre
otros. Esto se aplica tanto a personajes femeninos y masculinos, pero
en el caso de la mujer, sobre todo por el hecho de que la sociedad
latinoamericana en general y la ecuatoriana en particular sigue sien-
do una sociedad patriarcal y machista, esa exposición y/o resistencia
a los valores tradicionales y conservadores resulta casi una postura
ética imprescindible. Me parece que teniendo esto claro, es posible
construir personajes mujeres que sean tejedoras de ideas, de pensa-
mientos, de resistencias con todo el cuidado que requiere la buena
escritura.  

147
Mujeres que hablan

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
La transformación que destaco es que hay ciertos temas de los que
ahora se empieza a hablar con mayor conocimiento de causa que en
el pasado. Todo lo que atañe al cuerpo de la mujer y sus derechos
es un tema actual, sobre el que queda mucho por hacer tanto en lo
que respecta a la legislación como a las prácticas sociales. Creo que
es un hecho que la literatura de escritoras interesadas en el tema,
tanto ecuatorianas como extranjeras, ha significado un aporte im-
prescindible a la reflexión en torno al tema señalado. En ese sentido,
la literatura puede ser ese espacio en el que se abren las puertas al
debate en torno a temas que el patriarcado pretende clausurar, no
solo en lo que respecta a la mujer en el contexto social, sino también
a las sexualidades diversas o desobedientes.

María Auxiliadora Balladares. Guayaquil, 1980. Es profesora de literatura.


Escribe cuento, poesía y ensayo. Ha publicado el libro de cuentos Las vergüenzas
(2013) y Todos creados en un abrir y cerrar de ojos. El claroscuro en la obra poética
de Blanca Varela (2015). Su interés académico gira en torno a las relaciones de la
poesía latinoamericana contemporánea con la materialidad y con el concepto de
lo común.

148
La entrevista

In memorian JC,
fantasma en este cuento

SR: En la entrevista que concedió a diario El Mundo de Lima el 29


de mayo de 1981, usted menciona que su madre había sido una
afamada pianista alemana. En otra entrevista concedida a Joaquín
Soler Serrano a inicios de ese mismo año para la Televisión Española,
usted comentó que su madre era una campesina alemana, que perdió
una pierna en un accidente con un tractor siendo muy joven. Dos
años después, en una entrevista concedida a la revista Objetos de
Caracas el 1 de junio de 1983, usted dice que su madre, una ingenie-
ra húngara muerta en el parto, había regenerado el concepto arqui-
tectónico de la entrada principal en las viviendas de una sola planta,
en un artículo publicado apenas dos meses antes de su muerte. En
posteriores entrevistas, no la vuelve a mencionar. ¿Podría explicarnos
por qué existen tantas versiones sobre la vida de su madre y por qué
posteriormente decidió guardar silencio al respecto?
RG: A mí me parece mejor que el asunto se quede como está, señor
reportero. Mi madre y yo a nadie interesamos, a excepción de a usted
aparentemente.
SR: Me parece que eso no es exacto, señor Gill. En todo caso no sa-
caré a colación un tema que le resulte molesto. Sólo quiero explicarle

149
Mujeres que hablan

que traté de abordarlo porque el conjunto de esas tres versiones es


apenas la primera de muchas tríadas posteriores a propósito de otros
momentos de su vida. Es muy difícil, sino imposible que alguien
pueda decir que sabe con certeza algo sobre usted. Cualquier relato
biográfico sobre Roberto Gill es ante todo un relato ficcional.
RG: Claro que hay gente que sabe sobre mí. Lo que pasa es que na-
die sabe la verdad completa. Por lo demás, eso no es de admirar, ni
novedoso.
SR: Volviendo a los relatos sobre su vida, en las biografías que sobre
usted se han escrito siempre hay algo de lúdico. Ninguna es muy
extensa, por supuesto, pero las pocas que existen tienen idéntica es-
tructura: son un juego para los lectores. En esos relatos, hay varios
momentos en los que el lector debe escoger entre tres versiones que
el biógrafo presenta, incapaz él mismo de escoger una, señor Gill.
Con usted, el género biográfico se ha renovado. Y no puede decir
que no, no cabe la falsa modestia.
RG: Está bien, no le voy a decir que no. Pero tampoco que sí porque
no me ha hecho una pregunta.
SR: Tienerazón… No le he hecho una pregunta… Para seguir en el
ámbito de lo biográfico, ¿le interesaría a usted escribir sus memorias?
RG: Creo que construir cualquier cosa requiere de una fuerza de la
que yo, hoy por hoy, carezco, señor reportero. Esta entrevista, por
ejemplo, implica para mí un gran esfuerzo. Reconstruir la vida me
parece un acto casi agresivo, devastador. La ficción puede ser igual
de dura, pero en mi caso, que no sé si es particular, la pendiente es
menos inclinada. Ya mencionó usted a mi madre y créame que las
tres versiones sobre ella me duelen, señor, aunque una de ellas suene

150
María Auxiliadora Balladares

bastante ridícula. Lo cierto es que al ser tres y no una, ese dolor se


amortigua y, al mismo tiempo, la imagen de mi madre se vuelve más
grande. Yo no sé inventar historias. Soy muy malo. Todo lo que he
hecho se lo debo al ingenio de otros o a la vida de los otros.

En ese momento, Roberto Gill toma su vaso y bebe todo su


contenido.

RG: Mi hermana tiene tres hijos, señor reportero, pero también tiene
dos y también tiene uno. Eso es lo que pasa. No tiene que publicar
esta entrevista, sabe. Creo que sería mejor que esto que le digo quede
entre usted y yo. Después de todo, estamos condenados a mirar el
centro del círculo desde la circunferencia. Me gusta el piano, sabe,
me gusta Béla Bartók en particular. Mi madre amaba a Béla. Pero
también amaba a los animales y a las ventanas. Disculpe la disper-
sión. Pregúnteme lo que quiera. Usted ha sido muy paciente con-
migo.
SR:Gracias, señor Gill. Al contrario, usted ha sido muy amable y
generoso al aceptar esta entrevista en su actual condición.
RG: Las condiciones no son impedimentos, señor reportero. Yo to-
davía siento mi pierna, sabe. Todavía la siento, a pesar de que ha
pasado tanto tiempo después de la amputación.
SR: Recuerdo que sobre su enfermedad también hubo tres versiones.

RG: Sí. El problema con las enfermedades es que no son buena base
para ninguna mentira, para ninguna ficción. No es posible inventarlas

151
Mujeres que hablan

ni ocultarlas, al menos durante demasiado tiempo, siempre termina


por descubrirse la verdad. Soy diabético, obviamente. Pero en algún
momento tuve sida y también arterioesclerosis.
SR: Coincidencialmente, en una de las versiones sobre su madre, ella
también ha perdido una pierna. Así, señor Gill, su vida deviene la
realidad que le roba imágenes a la ficción.
RG: O al revés. Ya no lo tengo claro, señor reportero.

Roberto Gill llena el vaso. Bebe con lentitud pero vuelve a vaciarlo.

RG: Lo cierto es que por la enfermedad perdí la pierna, pero por ella
he ganado otras cosas. Desde que me sé enfermo, he aprendido a
relacionarme con la comida de otro modo. A partir de la diabetes,
me he convertido en una suerte de melancólico de la buena cocina.
Soy comelón; ahora, un comelón al que le han clausurado la boca,
pero comelón al fin. Ha sido bueno extrañar la comida. Ha sido un
ejercicio interesante. Aunque no le puedo mentir, prefiero comerla
que extrañarla. No ha sido tan malo. En todo caso, era lo único por
lo que hasta ahora no había sentido verdadera melancolía.
SR: Y si nos remitimos a su obra, la comida constituye uno de los
motivos más trabajados y celebrados, sin duda. Se ha referido a ella
casi con abnegación. Recordemos que, hacia finales de los ochenta,
usted se dedicó a la actuación y formó parte, durante tres años, del
grupo de Jean-Pierre Cobain, para quien, además, escribió algunos
textos que fueron llevados a escena. Precisamente, uno de ellos se
trata de un grupo de chefs: un italiano, un francés y un peruano que,
encerrados en una cocina, planeaban el envenenamiento de un rey.

152
María Auxiliadora Balladares

RG: Está usted tan bien informado que esta entrevista la pudo haber
llevado a cabo, perfectamente, sin hacerme una sola pregunta.
SR: No, señor Gill. El público disfrutará oyéndolo a usted.
RG: No, no, no. Está muy bien venir preparado. No hay nada peor
que una entrevista en la que uno tiene que guiar al periodista como
haciendo una labor humanitaria. Bueno, mirándolo en perspectiva,
perfectamente el rey podría ser yo. Recuerdo muy bien esa época
porque yo vivía fascinado con Jean-Pierre, a quien considero el más
grande director teatral del mundo. Lo que me vuelve loco de él, más
que su técnica como director actoral, que es la faceta que más de
cerca conocí yo, es su manejo del espacio. Jean-Pierre es el escenó-
grafo de todas las obras que dirige. En Québec, el gobierno puso a
su disposición una casa vieja, en donde funcionó y funciona todavía
el centro de operaciones del grupo. Es una casa hermosa, pero los
espacios son bastante reducidos. En el desván, Jean-Pierre adecuó
una pequeña sala de teatro, donde se estrenaban todas sus obras.
Al tratarse de un grupo tan prestigioso, nos invitaban siempre a los
grandes teatros de Canadá y del mundo. Lo increíble es que Jean-
Pierre nunca modificó las escenografías pensadas en función del es-
pacio del desván de la vieja casona de Québec. Entonces, imagínese
el escenario del… Teatro Colón de Buenos Aires, que mide 35 por
35; bueno, en ese escenario gigantesco, Jean-Pierre instalaba una co-
cina de 8 por 8. El resto del espacio quedaba desocupado, sin luz,
pero tampoco resguardado por el telón. ¿Y sabe lo que lograba Jean-
Pierre con eso? No hacer teatro, sino teatro dentro del teatro. Y, por
supuesto, obligaba al espectador de las grandes cosmópolis a mirar el
vacío, la nada. Para Jean-Pierre Cobain, salir de Québec era volverse
un poco loco y nos arrastraba a todos en esa odisea.

153
Mujeres que hablan

SR: ¿Es quizás por esa misma razón que usted no ha salido de su
propia ciudad en los últimos años?
RG: Le puedo dar algunas razones válidas por las cuales no he salido
de esta ciudad en mucho tiempo. Desde los afectos, pasando por mi
enfermedad, hasta las montañas, señor reportero. Y aunque, en parte,
son motivos verdaderos, hay uno que es mucho más contundente.
SR: ¿Nos podría contar sobre eso?
RG: Está bien. Usted comenzó esta entrevista hablando de mi madre,
y por ahí va la respuesta justamente. Al nacer yo, sobre mi familia
paterna cayó un manto de tranquilidad. El apellido traído de Europa
aseguraba su continuidad en estas tierras. Pero costó un tanto que
yo naciera. Cuando mi madre quedó encinta la primera vez, viajaba
mucho, hasta que tuvo una recaída y el doctor le recomendó reposo
absoluto. Como se podrá imaginar, mi padre casi obligó a mi madre
a quedarse inmovilizada en la cama, pero ella se ingenió salidas para
liberarse. Perdió ese bebé, pero se quedó encinta de mí casi inmedia-
tamente. En esa ocasión, ella, por su propia cuenta, dejó de viajar
y se instaló en una vieja casa del centro, la casa que mi abuelo Gill
había comprado al llegar acá. En esos meses de espera, mi madre de-
sarrolló una condición. Ahora sabemos que era delirium. Así la llama
la psiquiatría moderna. Bien. Tengo la certeza de que la condición
vive en germen en mí. Estoy, en realidad poniéndome a prueba.
SR: Esto que me está relatando es increíble.
RG: No, señor reportero, no es increíble; es mentira. No se asuste
usted. ¿Cree que si tal cosa fuera verdad yo se la contaría? Jamás. Mi
verdadero problema radica en que quisiera ser un poco más como
Jean-Pierre o mi madre, pero estoy muy lejos de ellos. Disculpe, en

154
María Auxiliadora Balladares

realidad creo que sigo poniendo a prueba su paciencia. Voy a respon-


der a su pregunta. No salgo de esta ciudad porque no quiero, señor
reportero. Me parece que ésta es la ciudad más hermosa sobre la faz
de la tierra. Me gusta saber que cada mañana me despierto aquí y no
en otro lado. Créame que me gusta el mundo, me gustan muchas
ciudades del mundo, pero ésta es todo lo que quiero hoy por hoy.
SR: ¿Qué más le gusta a Roberto Gill?
RG: No sé, pregúntele a él.
SR: ¿Y a usted qué le gusta hacer?
RG: Bueno, la verdad es que me gusta oír música. Creo que ya le ha-
blé de mi amor por Béla. ¿Sabe qué me gusta de él? Su inconsciencia.
Béla Bartók es un inconsciente. Se cree niño Béla. Hace lo que le da
la gana. No respeta a nadie y eso termina por gustar tanto. Como
Buñuel, que al estreno parisino de Un perro andaluz asistió con pie-
dras en los bolsillos para defenderse de las agresiones de la gente, que
estaba seguro iba a recibir una vez se terminara de proyectar el film.
Pero la gente, «la gente culta» se paró y lo aplaudió largo. Salieron
encantados de la sala de cine. Y Buñuel con sus piedritas en los bolsi-
llos. Lo mismo le pasa a Béla. Creo que espera molestar y logra todo
lo contrario.
SR: Me parece que a usted le sucede lo mismo con su ficción.
RG: Eso lo dice usted, señor reportero. Yo creo que no logro nada
de eso, ni estoy seguro de que sea lo que busco. Yo creo que mis
ficciones son más bien otra cosa. A Bartók y a Buñuel los incentiva
su tiempo. Pero, sabe, me resulta un poco extraño hablar de lo que
hago.

155
Mujeres que hablan

SR: Por favor, para todos los demás sería enriquecedor.


RG: Ja. En fin, me parece que lo que busco es la repetición, como se
repiten las tablas para memorizarlas, ya que insiste en que le diga.
No es la repetición de los grandes temas de la literatura, señor repor-
tero, es la repetición, punto. Fíjese en la entrada de mi casa. Entre
paréntesis, podría decirle que la diseñó mi madre, pero no lo voy a
hacer. Lo cierto es que hasta que no se cruce el tercer umbral, no
se puede decir con certeza que uno esté adentro. Lo mismo pasa o
intento que pase en mis relatos. La repetición sólo para estar más
adentro.
SR: La repetición que calma, que apacigua…
RG: …que cansa, que fastidia. Todo eso, señor, todo eso.

Gill observa su vaso. Lo mira vacío. Hace como si fuera a tocar su


pierna, la que ya no existe, pero, a tiempo, se detiene.

RG: Me ha gustado mucho conversar con usted, señor reportero,


pero le voy a pedir disculpas porque me siento muy cansado y debo
dar por terminada la entrevista. El tiempo ha pasado volando y to-
davía tengo que encontrarme con dos reporteros más. La verdad es
que quisiera reposar un poco. Vienen del extranjero, sabe. Creo que
me estoy poniendo viejo, y lo triste es que eso le resulte evidente a
todo el mundo.

156
María Fernanda
Ampuero

Ampuero
Ampuero
Ser una mujer más libre

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Preferiría contestar esta pregunta analizando obras concretas, porque
en abstracto me parece un ejercicio inútil. No es lo mismo una mu-
jer de alguna de las obras de Marguerite Duras, Ariana Harwicz o
Gabriela Alemán (por mencionar autoras muy distintas, pero que me
gustan mucho) que, por ejemplo, la chica de Cincuenta Sombras de
Grey. En el caso del cuento que se incluye en esta antología, ¿Quién
dicen los hombres que soy yo?, está claro que mi personaje tiene
una fuerza y una presencia importantísima en la historia, pero yo
prefiero analizar a los personajes, como hago con las personas, caso
a caso, novela a novela, relato a relato. No por el hecho de ser mujer,
escritora, prefiero a los personajes femeninos, eso sería ridículo. Me
gustan las mujeres personajes cuando el escritor o la escritora los ha
creado con talento. En literatura, lo importante es que un personaje
esté bien construido, sea coherente, sea verosímil, sea redondo. Esto
es básico.

159
Mujeres que hablan

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
Tengo una sobrina de catorce años que se llama Elisa. Elisa es, para
mí, la esperanza de todos los cambios de la sociedad ecuatoriana en
lo que respecta a la mujer: es fuerte, valiente, cuestionadora. Es feliz,
inteligente, rápida y, además, lee, pregunta, duda, piensa. Cuando la
miras, sabes que está planteándose cosas que tú no te preguntabas
cuando tenías esa edad y sabes que va a ser una mujer más libre que
tú.

María Fernanda Ampuero. Ecuador, 1976. Escritora y periodista. Ha publicado


Lo que aprendí en la peluquería (2011) y Permiso de residencia (2013). En 2010
recibió la beca ETC para escribir La señora Lola, una obra de teatro e inmigración
que se llevó a las tablas en Madrid. En 2005 recibió el primer premio del concurso
Mujer, Imagen y Testimonio por «Veinte reflexiones de una emigrante». En 2012
fue nombrada una de los Cien Latinos más destacados de España y ese mismo
año recibió el premio de la Organización Internacional de las Migraciones para la
Mejor Crónica sobre Migración. También ganó el premio de Ciespal a la mejor
crónica. Su cuento «¿Quién dicen los hombres que soy yo?», el mismo año, el
premio Hijos de Mary Shelley.

160
¿Quién dicen los hombres que soy yo?

H
echa un ovillo en el suelo pareces un bulto que algún
mendigo dejó ahí sin miedo a que le roben porque no
hay nada de valor en esa sucia bolsa. Eres tú. El polvo que
levantan las sandalias de la multitud —la multitud que corre a ver
el espectáculo— te cubre por completo. Tienes la boca de arena y
una piedra puntiaguda se te clava en el esternón. Alguien te pisa.
Sigues inmóvil. Un perro hambriento, salvaje, te olfatea. Sigues
inmóvil. Piensas en venenos, en amargas raíces asesinas, en esos
afilados colmillos de las serpientes del desierto que tantas veces has
ordeñado, piensas en acabar con todo rápido.
Sabes, lo único que sabes, es que no vas a poder vivir sin él. Lo que
no sabes, y nunca sabrás, es si te quiso. Eso es algo que sólo saben
quienes han sido queridos alguna vez. Tú no eres una de esas perso-
nas. Tu madre se fue dejándote mocosa y flaca y desnuda. Un anima-
lito mojado en la puerta de la casa de tus abuelos.
Se fue a buscar hombres, decían ellos, decían las gentes del pueblo
tapándose la boca por un lado. Usaban para hablar de ella esa pala-
bra que luego, no mucho más tarde, fue tuya, te calzó como un traje
ceñido, te contagió como una enfermedad.

161
Mujeres que hablan

No sabes, tampoco, que tu madre quería salvarte de ella, de eso que


heredaste y que se parece tanto a una gracia como a una maldición.
La primera profecía que cumpliste fue la de «eres igual a tu madre».
Te golpeaban para que no seas igual a tu madre mientras te gritaban
eres igual a tu madre. Una noche, tendrías doce, trece, se te hizo tar-
de al volver de tu ocupación favorita: recoger raíces, hierbas y flores
para luego en casa hervirlas, aplastarlas, mezclarlas y ver qué pasaba.
Volviste corriendo con la alforja llena, levantabas el polvo con tus
sandalias, ensuciabas los bajos de la falda y la gente al verte pasar
sudada, jadeando, meneaba la cabeza como diciendo «pobrecilla»,
como diciendo «otra como la madre».
Ella, tu abuela, él, tu abuelo, te pegaron tanto que dejaste para siem-
pre de escuchar por el oído derecho y te quedó un rengueo al ca-
minar. Con una vara de laurel —esa vara de laurel— te rasgaron
la espalda, las nalgas, el pecho diminuto, hasta dejarte tiras de piel
colgando, como una naranja a medio pelar.
Gritaban, gritaban, y azotaban, azotaban. Sus sombras a la luz del
fuego parecían gigantes furiosos. Cerraste los ojos. Te hiciste un ovi-
llo en el suelo, apretaste la piedra gris que tu madre te había dejado
atada al cuello y dijiste para ti misma «que me maten o ya verán».
Pero no te mataron.
Despertaste de madrugada a punto de ahogarte con tu propia sangre.
Escupiste, vomitaste y con un dolor de agonía lograste incorporarte.
Despacio, muy despacio, cubriste con uno de tus emplastos cada
herida y las envolviste con paños. Fuiste a tu alforja, buscaste
un recipiente y ahí, en la oscuridad, mezclaste con el mortero
varias hierbas y raíces, añadiste unas gotas de líquido que brilló

162
María Fernanda Ampuero

—amarillo— a la luz de la luna. Tus ojos, también amarillos, se


iluminaron como los de un gato.
Eso nadie lo vio.
Pusiste el recipiente con la mezcla en el fuego, dijiste unas palabras
en susurros —sonaron a cántico, a rezo, a hechizo—, cubriste con tu
palma la piedra gris, recogiste tus cosas y te largaste de allí.
Cuando encontraron a tus abuelos estaban secos, deshidratados, tie-
sos como esas culebras huecas que a veces aparecen en los caminos.
Decían, los que los encontraron, que estaban marrones y que tenían
los ojos desorbitados y las mandíbulas inhumanamente abiertas.
Decían, los que los encontraron, que parecían haber muerto de
terror.
Se te perdió la pista muchos años. Una niña perdida más en un mun-
do de niñas perdidas. Unos decían que te habías unido a los nóma-
das y recorrías los pueblos bailando y enseñando los pechos por unas
monedas. Otros aseguraban que habías matado a unos hombres que
querían quitarte el colgante —la piedra— de tu madre. Unos más
estaban convencidos de que habías muerto leprosa, despedazada y
sola. Que alguien que conocía a alguien que conocía a alguien te ha-
bía visto agonizar en un leprosario, encerrada en una mazmorra con
otros asesinos, bailando sin ropa ante hombres excitados.
En realidad, tu vida no le importaba a nadie y lo único que querían
saber era qué diablos les habías hecho a tus abuelos para que amane-
cieran secos como ramas.
Te empezaron a llamar también otra cosa, como a tu madre, y te
usaban, usaban tu nombre, para asustar a los niños.

163
Mujeres que hablan

Un día te dijeron que allí, en esa tierra maldita que juraste no volver
a pisar, había un hombre especial y que tenías que conocerlo. Nunca
podrás decir a las claras por qué, pero deshiciste lo andado durante
tantos años. Caminaste kilómetros y kilómetros, despedazaste tus
sandalias y llegaste un amanecer, descalza, el pelo una maraña, la
piel quemada.
Él parecía estar esperándote. Pidió una palangana de agua limpia y se
hincó a lavarte, con una delicadeza casi femenina, los pies llagados y
sucios. Nunca podrás decir a las claras por qué, tal vez porque ese fue
el único acto de ternura que te habían dedicado —a ti, criatura del
golpe, hija de la brutalidad, princesa de las noches que terminan con
las mujeres malheridas—, pero en ese instante tomaste la decisión
de darle tu vida, de hacer lo que quisiera, lo que sea, de ser barro en
sus manos, suya, su esclava.
Él te preguntó tu nombre y lo repitió con una dulzura que te hizo
llorar las primeras lágrimas, tus lágrimas, niña, que se volverían le-
yenda. Entonces extendió su mano y te las secó y te dijo —sí, no te
lo inventas, lo dijo— que te quería.
Dijo: te quiero.
Ya no había vuelta atrás. La huérfana, la humillada, la maltratada,
la tullida, la medio sorda, la puta, la asesina, la leprosa no existían
ya —nunca más existirían—.
Eras tú frente a él.
Y tú frente a él eras una mujer extraordinaria. La mejor de las mujeres.
Y si un perro, que es un ser de poco entendimiento, sigue fielmente
a quien le acaricia la cabeza y el lomo, ¿cómo no ibas tú a seguirlo

164
María Fernanda Ampuero

a él hasta el mismísimo infierno? ¿Cómo no ibas a hacer hasta lo


imposible por hacerlo feliz, por ayudarlo a cumplir sus promesas?
Así, como un perro agradecido, te sentabas a sus pies a mirarlo, a
escucharlo arrobada, loca de amor, como si de su boca salieran uvas,
miel, jazmines, pájaros.
A veces, mientras él contaba sus dulces historias de pescadores y
pastores, tú apretabas la piedra gris de tu pecho y aparecían veinte,
treinta, cuarenta personas más a escucharlo como tú: con devoción
infantil, como si fuera un mago, como si de su boca saliera miel,
pájaros.
Sabías que eso lo hacía feliz.
De pronto fueron muchos los que lo seguían. Él cambió. Los cuen-
tos se volvieron recetas, las anécdotas, mandatos. Empezó a hablar
de cosas que no entendías, que en realidad nadie entendía, cosas
mágicas, santas, tal vez sacrilegios. A ti nada de eso te importaba.
Los otros ya no te dejaban tocarlo —salvo la túnica, las sandalias—
ni él visitaba tu tienda con tanta frecuencia, con tanta urgencia. Te
quedaba la memoria de su olor de hombre del desierto que no se iba
de tu nariz, de tu cuerpo, de tu vestido. Un olor que no se fue nunca,
que hasta el último instante de tu vida te estremeció. Era tuyo, ahora
un enviado de los cielos, decía, pero tuyo. Y tú de él. Por eso apretas-
te la piedra de tu cuello cuando se quedaron sin vino en aquella boda
e hiciste aparecer pescado y pan donde no había más que piedras y
arena —porque en tu soledad aprendiste a que te obedecieran el
agua, las piedras, la arena—.
Por eso también aplicaste, sin que nadie te viera, sin que nadie qui-
siera verte, tu ungüento en los ojos blancos del mendigo que los

165
Mujeres que hablan

abrió y dijo «milagro» y te metiste a escondidas en el sepulcro de


aquel hombre para llenar sus pulmones muertos del sahumerio de
la vida —entonces invocaste fuerzas que no debías, la muerte es la
muerte, pero ya era demasiado tarde para replanteártelo— y lograste
que el cadáver se levantara, que anduviera y que él se llenara —más,
cada día, más— de gloria.
Pero eso no lo ibas a permitir. Que se muriera. No: que se dejara
matar. Eso no lo ibas a permitir. Trataste de impedírselo, le hablaste
del ungüento, de las piedras que fueron alimento, del vino que era
agua, de los ojos blancos, nulos, de aquel mendigo, del cadáver que
anduvo, de la piedra que llevas en el cuello, de las fuerzas que invo-
caste, infinitamente más poderosas que tú y que él. Pero no te creyó.
Te apartó de su lado con violencia —él, con violencia— y te caíste
y desde el suelo lo miraste y viste a dios. Ese hombre era tu dios. Y
te llamaste mentirosa, te llamaste embustera, te llamaste loca y él te
dijo:
—Apártate de mi vista, mujer.
Si un perro permanece en la puerta del que le da un mendrugo de
pan y muestra los colmillos, dispuesto a despedazar a cualquiera,
para protegerlo, ¿cómo no ibas tú a defenderlo hasta de sí mismo,
de su propia convicción? Por eso el día en que se lo llevaron y le
hicieron todos esos horrores, tú apretaste la piedra y el cielo se en-
capotó hasta convertirse en una masa de lava gris y tu llanto —ay,
tu llanto— hizo que gente a miles de kilómetros empezara a llorar
sobre la sopa, haciendo el amor, labrando la tierra, lavando la ropa
en un río, en sueños.
Cuando su cabeza colgó sobre su pecho, inerte, te hiciste un ovillo y
la gente te pisoteó y un perro salvaje te olfateó y pensaste en venenos

166
María Fernanda Ampuero

y quisiste morirte ahí mismo, pero entonces rompiste a llorar. Y tu


llanto, mujer de lágrima viva, hizo un pozo en el que mojaste tu
vestido como si fuese un sudario y, desnuda, sin que nadie te viera,
sin que nadie quisiera verte, te metiste en el sepulcro en el que horas
después lo depositarían a él: esquelético, ensangrentado, muertísimo.
Con tu espalda pegada a la fría piedra, tu cuerpo pálido, de mori-
bunda, lo viste levantarse y sonreíste. Llevaba al cuello la piedra gris,
es decir, se llevaba tu fuerza, tu sangre, tu savia. La luz que entró en
el sepulcro cuando él movió la piedra te permitió verlo por última
vez: hermoso, divino, sobrenaturalmente amado.
Él te miró, estás casi segura de que te miró y con tu último alien-
to —te morías— le dijiste algo, lo llamaste, estiraste la mano. La
palabra amor se colgó del techo como una estalactita. Pero él siguió
caminando al encuentro de sus fanáticos que gritaban, se tiraban a la
arena de rodillas, se cubrían los rostros con las manos.
Y no volvió la vista atrás.

167
StornaioloS
Silvia
Stornaiolo

oStornaiolo
Stornaiolo
Cuando uno escribe
es tan hombre como mujer

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Si hablamos de los personajes de los textos, yo he tratado de invo-
lucrarme de lleno en todas ellas, siendo principalmente mi yo más
profundo a un punto de explosión masiva, destrozándolo todo a
voluntad, ira y desesperación, como el momento máximo del desen-
volvimiento de la historia, dándole la importancia más contundente
al elaborar un cuento.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana

o
actual?
Se sienten nuevos aires en la literatura femenina, es un momento
maravilloso, huele a mujer, y es rico porque es natural, se puede per-
cibir. Nunca creí que el género importara tanto en las letras, ya que
cuando uno escribe es tan hombre como mujer, pero sí, hay grandes
escritoras en Ecuador, y se vive ese destape con gusto.

Silvia Stornaiolo Witt. Quito, 1980. Ha publicado Cuerva críos (cuento,


2010), Tanta Joroba (novela, 2011), Tenga (novela, 2012) y Funda Mental (cuento,
2014).

171
Luchitooooooooo

S
oñé que caminaba hacia el escritorio, y que andaba tranquila
porque la trama, los datos y esbozos de una novela estaban tan
planificados, que solo me bastaría sentarme a transcribirlos.
Desperté. Molesta porque hurgando lo más meditado y entrecerrando
ojos inclusive, no encontré el mínimo indicio de una historia. Y
bueno, ya ha pasado un tiempo desde que no escribo nada, pensé…
porqué amargarme ahora que había dejado de hacerlo, una jornada
poco común presidió ese desencuentro mañanero. Pasaba que el
trapeador estaba tan sucio que la simple idea de lavarlo a mano me
repugnaba, pero había que tomar en cuenta que alguna pendejada
había pasado en las cañerías, y que de todos los lavabos estaba
goteando un espeso grumo entre café y rojo, que durante toda la
noche a placer formó unos asquerosos laguitos que no se si queriendo
o sin querer pisé al despertar descorazonada por mi sueño, insisto:
no se si quise pisar o no, y eso es un dulce sentimiento que provoca
en mi la posibilidad de hacer o decir algo que sé que súbitamente me
perjudicará y no a la larga, el juego promueve el desastre al instante.
Ejemplo: mi novio, en las conversaciones tiene una intolerancia
exagerada a cualquier cometario inapropiado sobre su familia, no
me refiero a insultos ni a nada malo, sino a algo así como: —mi

173
Mujeres que hablan

amor, tu hermana se está poniendo gordita, o: —tu mamá tiene


muy mal genio ¿no? El pobre individuo se sulfura, comienza desde
el tic en la mano, sus dedos se mueven involuntariamente de arriba
hacia abajo, en un intento de (yo supongo) levantarme la mano,
después un furor rojo, no miento, rojo que se eleva desde su cintura
hasta su frente, (sé que viene desde la cintura por qué se puede ver
la coloración paulatina desde el triangulo de camisa que deja abierto
hasta la parte baja del esternón con la intención de mostrar los cinco
pelos a lo sumo que adornan su pecho pálido, que deja de ser pálido
por mis supuestas imprudencias) y eso no es nada, después viene el
levantamiento de su cuerpo rígido, se pone de pie, las manos en la
cintura, me mira directamente a los ojos, que están más blancos que
nunca, (seguramente por el contraste con la piel roja) y más o menos
entre quince y veintiún segundos, le cambia la voz y con ella dice
dos o tres cosas que me duelen y hieren tanto, que termino llorando,
lanzando algo, y por último, corriendo y tirando cualquier puerta,
ganando protagonismo, acudiendo a mi víctima, mi «victimes», mi
amiga infalible, la que a veces tengo que forzar de más la máquina.
Entonces sí, probablemente si quise pisar la porquería esta mañana
y fue porque: 1.- me dolió lo de la no-escritura, 2.- me fastidió
despertar, 3.- me cabreó a morir lo de las cañerías en una casa
recién arrendada o 4.- quería hacerme la víctima para no tener que
limpiar la inmundicia, 5.- todas las razones anteriores me dieron el
empujoncito para pisar ese ungüento que después de tres horas sigue
fastidiándome, y lo más probable es que me crezca un hongo, hongo
que tendré que eliminar con esos tratamientos de 7 días o más, y
que gracias a mi inconstancia, no voy a cumplir, así que no me va a
quedar más que hacerme a la idea de vivir con un hongo en el pie.
Pronta a llamar a algún plomero, descubro que me han cortado la
línea telefónica por falta de pago, mi vida cada vez apesta un poquito

174
Silvia Stornaiolo

más en tan poco tiempo, van siendo dos horas y las cosas parecen
estar determinadas a salirme mal, por lo que presiento que este día
debería ser tomado con la mayor calma posible, con pinzas como
dice mi mamita, con pinzas…
No me quería recostar por que entró en mí el pánico de los
gérmenes, no lo había vivido antes, es más, siempre me burle de
la gente obsesiva con eso, si, ¡me burle! Ahora estoy acá tratando
de burlarme de mi misma y no puedo porque estoy condicionada
en muchas situaciones, decido entonces marcar una media con una
equis, esa será mi media hongo, así podre realizar mis asuntos sin
contagiar nada, un marcador negro permanente, con el que ponía
los nombres a mis discos pirateados, lo buenos discos que ya no
escucho por que la obsesión es mi desolación, cuando algo me
gusta mucho deliberadamente me apasiono y me entrego con tanto
amor, que en poco tiempo termina (como los grandes amores) con
decepción y cansancio, un poco harta y sin el más mínimo interés.
Así que terminantemente decidido está que no me guste mucho
nada, para no tener que pasar por el mar rato del quiebre final.
Sí, me he vuelto medio parca, pero también he ganado miles de
posibilidades, descubrí que cuando algo no te gusta mucho le da
espacio por lo menos a unas cuatro cosas te gusten más o menos o un
poco. ¿Mediocre? No, ¿sabia? Tampoco, ¿cómoda? Quizás.
Con mi media marcada, pantuflas y un abrigo negro, rompevientos,
grande y bañado en la colonia de mi enamorado, sobre la pijama
rosada con blanco que me regaló mi madre diciéndome que si
realmente necesito reavivar la pasión la use. Salí a buscar un plomero,
no a buscarlo propiamente, si no a preguntarle a la amable viejita
de la tienda si es que sabe de alguno por el barrio y que me ayude
llamándolo porque la casa se me inunda con mierda y sangre, a lo
que la amable viejita me contestó que su marido era un excelente

175
Mujeres que hablan

plomero y que no me preocupe, que ella lo llama en ese instante que


espere.
—LUCHITOOOOOO, gritó la señora mientras caminaba tan
agachada que hacía que sus senos pasen una limpiadita por el
piso. —LUCHITOOOOO seguía gritando mientras se alejaba a
paso de caracol, tortuga o babosa. Una hora más o menos después
(sin exagerar) llegó el famoso Luchitooooo. Más doblado que ella,
pero sin senos, era un viejito flaquísimo, se le veían las costillas
amenazantes por debajo de la camisa transparente de esas que usan
en la costa, guayabera, sí, eso mismo, me saludó muy educado el
señor, entre tierno y seductor, entre niño y galán, difícil de explicar,
pero resumo mi sensación: asquerosa ternura. El camino hacia el
hogar fue impresionante, hay que tomar en cuenta que la tienda está
exactamente a una cuadra de mi casa, el edificio donde vivo está a un
extremo, y la tienda al otro, calculando a paso lento, uno puede hacer
desde tres minutos hasta seis, contando con ciertas distracciones,
el viento o algún mal en las piernas… con el Luchitoooo el paseo
duró 48 minutos, lo sé porque no dejaba de ver al reloj ante mi
preocupación por ver una novela que me tiene enganchada (no me
gusta mucho, solo un poco) hoy es la continuación del capítulo
de la semana pasada, y estaba por comenzar, y si, entendí que el
viejito necesitara que yo lleve la caja de herramientas, entendí que
se sujete de mi brazo para caminar, lo que no entendí fue que con
la mano que le quedaba libre y voluntariosa me agarrara el trasero
y rasguñándome ya que tenía las uñas bien largas, no me importó,
era necesario llegar ya, arreglar el problema de las cañerías y ver el
programa, la limpiada sería después, ya me las arreglaría, podría
pedirle a la esposa de Luchitooooo que venga a limpiar con sus senos
gigantes ya que de todas maneras los arrastra por todas partes, me reí
y me rasguñó más la nalga. No vamos a llegar nunca, pensé…

176
Silvia Stornaiolo

Finalmente en casa, le explico el problema al viejito, le ruego que


lo arregle y me marcho a mi habitación a ver si es que puedo ver
el final de la novela, en el camino, me encuentro con más laguitos
café-rojo que no estaban antes, ¿o si? Quizás no los ví antes, salto
uno, esquivo otro, y ya, estoy recostada con mi media X viendo los
adelantos del próximo capítulo, y no me sorprende, pinzas hijita, con
pinzas… no me molesto, me quedo dormida ya que no me queda
más. Cuando despierto, siento un calorcito que me abraza, pero con
él un olor espantoso que me aruña, es real, es Luchitooooo con sus
uñas largas abrazándome, está junto a mí, en mi cama, creo que
amaga estar dormido el viejo cabrón, y con un grito lo «despierto»
finge demencia, dice que no sabe dónde está, a empujones lo saco
de la casa, y por la ventana lanzo la caja de herramientas que al
golpearse contra el piso se abre dejando que todas las herramientas se
dispersen por todas partes, seguro alguien lo ayuda, cierro la ventana
y claro, tenía que pisar con el otro pie uno de los laguitos de mierda
sangrante, acudo al marcador y ya tengo dos medias X que ojala no
contagien de los hongos a ninguna otra parte de mi cuerpo, pienso en
los hongos genitales y casi que vomito sobre uno de los laguitos, cada
vez veo más, no, me equivoco, no son más, son más grandes, ocupan
más lugares de la casa, me imagino que debe ser como cuando se
formó la tierra pero al revés, la Pangea se está formando en mi casa,
y lo más interesante es que no puedo hacer nada al respecto. En los
delgadísimos espacios vacíos de pangea me transporto en puntillas
hacia la cocina para ver si cerrando la llave de paso consigo algo (no
lo creo) y de paso a ver si me puedo preparar un cafecito, ya que
por las situaciones del día no he podido ni desayunar y me suena la
barriga del hambre, ¿o serán los hongos? Vuelvo a reír, me rasguño la
nalga para recordar a Luchitoooo. En cuclillas cierro la llave de paso
que está debajo del lavaplatos no lavados, acumulados y un poco

177
Mujeres que hablan

manchados con la nueva masa huésped, ¿cómo subió eso ahí? Me


pregunto. Prendo la cocina, pongo el agua, pongo una cucharada
de café instantáneo y otra de azúcar en una taza a la espera de que
pite la tetera, y una picazón molestosa me descontrola y me lleva
a encontrar un sarpullido en mis pantorrillas que sé que sube del
hongo de la pangea de mierda pisada ¡ME CAGUÉ! Grito, y empiezo
a correr en círculos pisando los laguitos ya sin pudor, puedo sentir
como me vuelvo parte de esta magnífica bola de mierda sangrante,
soy tan parte de ella que para este punto suerte he perdido el olfato y
finalmente he conseguido esas ganitas cosquillosas de escribir.

178
Novela

Gabriela Alemán • Sandra Araya • Mónica Ojeda


Tania Roura • María Fernanda Pasaguay
AlemánAl e
Gabriela
Alemán

emánAlem
Gabriela Alemán. Río de Janeiro, 1968, de nacionalidad ecuatoriana. Es li-
cenciada en Traducción obtenida en el Reino Unido, posee una Maestría en
Letras otorgada por la Universidad Andina Simón Bolívar y un PhD en cine
Latinoamericano otorgado por la Universidad de Tulane en Nueva Orleans. Ha
publicado: En el país rosado (cuento infantil, 1994); Maldito corazón (cuento,
1996); Zoom (cuento, 1997); La acróbata del hambre (teatro, 1997); Fuga perma-
nente (cuento, 2002); Boddy Time (novela, 2003); Cine en Construcción: largome-
trajes ecuatorianos de ficción 1924-2004 (ensayo, 2004), premio de la Fundación
del Nuevo Cine Latinoamericano; Poso Wells (novela, 2007); Álbum de familia
(cuento, 2010); La muerte silba un blues (cuento, 2014), premio Joaquín Gallegos
Lara 2014 y finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García
Márquez 2015.
En el 2006 recibió la beca Guggenheim. Ha recibido el Premio de Crónicas de
Ciespal 2014 por el artículo «Los limones del huerto de Elisabeth». Fue seleccio-
nada en 2007 para el encuentro «Bogotá 39» como una de los 39 autores menores
de 39 años más importantes de Latinoamérica.

182
Poso Wells
(Fragmento)

La cicatriz

B
ella Altamirano entró a la despensa El Descanso de Rosa
Quintero, su mejor amiga, y la saludó con un beso. Rosa se
lo devolvió al descuido mientras envolvía un atado de yerbas
en papel periódico y contaba las monedas que una niña le entregaba
a cambio del paquete.
Antes de guardarlas en el cajón, levantó el rostro, y le brindó una
sonrisa a Bella. Dentro del almacén, pequeño y sin ventanas, el aire
siempre estaba cargado de olor a diesel y de un ruido persistente,
como el zumbido de un mosco, producido por la pequeña planta
de luz que hacía funcionar el refrigerador y un foco de bajo voltaje,
hundido en el techo. Cuando Bella entró, Rosa se encontraba atrás
del destartalado mostrador de su despensa —una tabla de triplex
vencida por el uso y colocada sobre dos tablones anchos de madera,
con varias divisiones en la parte inferior, protegidas por un vidrio
opaco manchado por decenas de dedos —que exhibía, ordenada y
limpia, toda su mercadería. Bella, sin embargo, no le devolvió la
sonrisa y se limitó a pedirle una bolsa de avena y una lata de leche
en polvo.
—¿Qué bicho te picó? —le preguntó su amiga.

183
Mujeres que hablan

—Ninguno, solo que se me acabó el quaker y lo necesito para hacer


una sopa —mientras hablaba abrió una canasta para que Rosa
colocara lo que le había pedido dentro.
—A ver, ñañita, ¿no te conozco desde que tenemos seis años?
—puso los productos dentro del bolso de paja y sacó un cuaderno
para anotarlo en la lista de Bella.
—No, no lo anotes, te lo pago.
—Ahora sí que me estás preocupando, hay algo que no me estás
contando y está rebuznando más fuerte que un burro atascado en
una quebrada.
—No es nada —respondió Bella con la mirada fija en el suelo.
—Está morada tu cicatriz —le dijo Rosa con dulzura.
Bella apenas sonrió, dejó la canasta en el suelo y acercó su cuerpo al
de Rosa.
—¿Puedes creer que todavía se me olvida que está ahí? —le dijo
mientras miraba con el rabillo del ojo la cicatriz; mientras lo hacía,
esta fue perdiendo la intensidad de su color.
Rosa apoyó su antebrazo sobre el mostrador y se inclinó hacia delante
hasta tener a Bella enfrente.
—¿Es por Salem? —Rosa bajó todavía más la voz —¿Piensas que
pueda hacerte algo? ¿Desaparecerte como a las otras mujeres?
—No, Rosa, Salem lleva años con sus amenazas, nadie lo sabe más
que tú, pero no se va a atrever a tocarme. Uno de sus frentes es prote-
ger a las mujeres. ¿Cómo va a atacarme o, peor, desaparecerme? No,
las desapariciones no tienen nada que ver con él.

184
Gabriela Alemán

—Y tú, ¿cómo estás tan segura? —le dijo Rosa.


—Porque las mujeres son uno de sus mejores negocios y si de algo
sabe Salem es de apostar a caballo ganador. ¿Que ayuda a las mujeres
maltratadas por su buen corazón cristiano? Anda a ver las cuentas de
su fundación. Si te cuida, te la cobra.
—Ñañita, ñañita, calma que una cosa es saltar una valla y otra bien
distinta llegar al fin de la carrera.
Las dos mujeres se callaron y, en ese intervalo de silencio acompaña-
do solo por el ronroneo de la planta de luz, Rosa abrió la refrigera-
dora y sacó dos refrescos de naranja. Los destapó y comenzó a beber
de uno mientras estiraba el otro hacia su amiga. La escarcha de hielo
que los cubría desapareció apenas entró en contacto con el ambiente
bochornoso de la tienda. En la penumbra del cuarto sin luz y con
su amiga al lado, Bella recobró algo de tranquilidad y la ilusión de
que todo volvía a ser como antes. Pero era solo un remiendo nada
perfecto del pasado; ahora solo existían momentos como ese en el
que lograba olvidarse de su cicatriz. Había entendido que no era
necesario disimularla con pomadas de concha nácar o rosa mosqueta
que no cumplían lo que ofrecían; ni desaparecerla bajo incontables
capas de maquillaje que no cubrían nada y sí manchaban su ropa; ya
tampoco se partía el pelo a un costado; ni lo alisaba para que cayera
como una cascada sobre su mejilla. A veces, más por costumbre que
por otra cosa, lo hacía, pero ya no era un deber tiránico que la im-
pulsaba a intentar ser alguien que ya no era, como lo fue al principio.
Esa herida, que al cicatrizar se había vuelto rosada y que decoraba de
una manera extravagante su armonioso rostro, fue la marca que dejó
la única relación que a Bella se le conoció.
La cicatriz parecía tener vida propia, en ocasiones era apenas el ras-
tro que deja una jaiba sobre la arena mojada pero se ensanchaba y

185
Mujeres que hablan

tomaba un giro hacia lo violeta cuando estaba molesta. Su rostro,


entonces, se volvía el de una muñeca rota y mal cosida y era impo-
sible verla sin detenerse en su herida. Había poca gente a la que se
le hubiera ocurrido preguntarle cómo llegó esa cicatriz a su pómulo
porque las historias que corrían sobre su origen habían sellado el te-
mor y respeto que Bella despertaba en el barrio. Pero alguna verdad
se podía arrancar de las coincidencias entre las distintas versiones
que circulaban por Wells. Y esas eran que cuando Bella conoció, a
los diecisiete años a Oswaldo Yerovi, pensó que la vida no solo era
posible en ese lugar violento sino que hasta podía valer la pena vi-
virla. Según contaban, después de algunos años de un concubinato
pacifico, no exento de alegrías y el nacimiento de su segundo hijo,
su conviviente comenzó a volverse irascible sin que existiera algo que
justificara su comportamiento.
Por entonces se decía que Yerovi conoció a Salem y este lo llevó a
trabajar con él a Bastión Popular, donde también se comentaba te-
nía un segundo hogar. Bella no confiaba en las palabras que daban
forma a los rumores: ver para creer; así que un día entregó el cuidado
de sus hijos a una prima y siguió a Yeroví durante veinticuatro horas.
Con eso le bastó. La mañana escogida fue tras de él hasta un descam-
pado, con sigilo se acercó hasta el grupo de hombres que saludaron a
su marido y, protegida por las latas de unos automóviles destripados,
vio a ese grupo, seguros en su impunidad, discutir a cielo abierto lo
que harían esa noche. En el suelo, sobre una tela roja y sucia, pudo
ver varias billeteras, tarjetas de crédito, celulares, relojes y joyas. Los
hombres no hablaban en voz baja, razón por la cual escuchó todo lo
que dijeron mientras bebían de una botella que se pasaban de una
mano a otra.
—Cuando esos hijue putas están crudos ni siquiera hay que esforzarse
—dijo uno.

186
Gabriela Alemán

—Es como quitarles caramelos a los niños —respondió otro.


—El viejo Salem nos abrió las puertas del paraíso.
—Donde vive la gallina de los huevos de oro —cuando el hombre
sonrió Bella pudo ver cuatro dientes dorados.
Siguió escuchando atrás de las latas por un buen tiempo pero no
concretaban nada y su marido no decía nada, solo tomaba una cer-
veza tras otra sentado en una silla, afuera del círculo central formado
por los otros hombres.
—Entonces nos encontramos aquí a las once y treinta. Yerovi, acuér-
date del fierro, ya tienes con qué comprártelo y si no traes uno, no
subes a la camioneta. Que donde te conseguimos a ti, conseguimos
a cien más. Pilas compadre, pilas. Que esto es solo para varones y
acuérdate que una vez que demuestres quién eres, Salem va a comen-
zar a pensar mejor de ti.
Yerovi asintió con la cabeza pero siguió sin decir nada, vació la bo-
tella que tenía en su mano y luego se paró y se fue. Bella no quiso
seguirlo por ese barrio desconocido y, más bien, decidió, sabiendo
lo que ya sabía, visitar a un pariente que usaba su carro como taxi
por las noches. Decidieron encontrarse cerca de las once en una in-
tersección que quedaba cerca del descampado. Lo que Bella vio esa
noche hizo que estallara su vida y que nunca se sintiera lo suficiente-
mente fuerte como para poder continuarla con normalidad. No iba
a olvidar las carcajadas de su marido ni las de los otros hombres, no
podía desechar de su vista a la bandada de buitres que planeaba sobre
la ciudad, ensanchando su círculo antes de caer en picada sobre sus
presas. Luego de verlos realizar varios atracos por distintos barrios,
cerca de las cinco de la mañana la camioneta donde viajaba su ma-
rido disminuyó de velocidad hasta parar por completo; cuando eso
ocurrió, pudo ver a tres personas tiradas sobre el pavimento. Eran

187
Mujeres que hablan

dos hombres y una mujer, sin cascos, que habían salido volando
de una moto y que habían aterrizado a varios metros de distancia
de ella. Parecían marionetas mal colocadas: sus piernas y brazos en
ángulos extraños, la cadera de la chica desplazada y salida de la línea
de su torso. Los tres sangraban y sus rostros transparentes estaban
deformados por el dolor. El accidente debió ocurrir minutos antes.
Cuando los siete hombres bajaron del balde de la camioneta, toma-
ron todo lo que encontraron: celulares, chaquetas, zapatos y relojes;
no dudaron en levantarlos con impaciencia, como si no fueran per-
sonas sino sacos de papas, para buscar sus billeteras. Bella se sorpren-
dió de la voracidad con que actuaban pero también de lo exhaustivo
de su búsqueda. La habilidad de su marido le provocó nauseas pero
se sostuvo; el grupo abandonó a los muchachos y concentró su aten-
ción en la chica y comenzaron a desvestirla. Jalaban su pantalón pero
sus huesos desbaratados complicaron la operación. Ya habían roto
su blusa y sus pechos cubiertos de ripio y sangre se mostraban en la
noche como carne recién faenada.
Bella comenzó a tocar la bocina con desesperación, interrumpiendo
las risotadas del grupo; hasta que el chofer del auto la tomó de los
hombros y la abofeteó.
—¿Quieres que nos maten? ¡Deja eso! ¡¿Estás loca?!
Trató de detenerla agarrando sus manos pero Bella no paró de pa-
talear y manotear e insistir con la bocina. Se prendieron varias luces
en la calle y mientras su primo se alejaba del lugar, pudo ver por el
retrovisor que la camioneta también lo hacía.
—Agáchate, que voy a tratar de despistar a esos hijueputas, que si
nos agarran estamos muertos.
Bella hizo lo que su pariente le pedía y luego de que diera varias
vueltas, durante lo que parecieron horas, se bajó en una avenida

188
Gabriela Alemán

transitada donde tomó un bus con dirección a su casa. Cuando


volvió a Wells, su marido aún no había llegado. Lo hizo borracho a
media mañana, los niños ya estaban en la escuela y Bella tenía todas
sus cosas guardadas en una caja que había atado con una soga. Yerovi
la empujó cuando se tropezó con ella al dirigirse a su cama.
—Anda, Bella, preciosa —le dijo señalando sus zapatos— quítamelos.
Arrastraba las palabras con dificultad, como si su lengua le estorbara,
aunque su tono era amable. Bella se sorprendió por la ternura con
que se lo pidió, esa afabilidad había desaparecido hacía meses de su
casa.
—Oswaldo, hay dos maneras de hacer esto —respiró y no dejó que
le temblara la voz—, o te vas por las buenas o las cosas se ponen
violentas, pero de cualquier manera te vas a ir.
—¿Qué? —dijo Yerovi mientras se daba vuelta en la cama y miraba
a una Bella desenfocada.
—Que te vayas —le respondió ella.
—¿A dónde? ¿De qué estás hablando? Estoy cansado, déjame dormir.
—¿Mucho trabajo?
—Sí, mucho. Pero —estiró su brazo hacia su esposa— hace tiem-
po que no estamos juntos, ven acá —y luego su brazo cayó—. Ven
Bella, quítate la ropa.
La mujer no alcanzó a llegar a la letrina, su cuerpo se dobló en dos en
el patio, donde devolvió todo lo que tenía su estómago. Se enjuagó
el rostro en una lavacara y volvió a entrar a la casa. Yerovi roncaba
sobre la cama; el sol le marcaba el rostro como un látigo. Bella fue a
la cocina y buscó un cuchillo largo de trocear carne y se lo guardó en
la cintura. El cuarto olía a aguardiente. Se acercó a la cama y rebuscó

189
Mujeres que hablan

en los bolsillos y en los dobleces de la ropa de Yerovi, no tenía la


pistola; trajo un vaso de agua y se lo tiró encima. Este se levantó
sobresaltado y molesto.
—¿Te volviste loca? ¿Qué chucha estás haciendo?
Sus ojos estaban rojos y no dejaba de gritar y pasar una mano sobre
su rostro y mover la cara de un lado al otro.
—Ya te dije que te vayas —Bella señaló la caja que estaba en el suelo,
—ahí están tus cosas.
Yerovi se paró y caminó en dirección de Bella, mientras lo hacía,
pasó frente a la ventana. Afuera se encontraba un grupo de mujeres
que miraba en su dirección.
—¡Gallinazos de mierda! ¡Lárguense! ¿Quieren chismes? ¿Eso es lo
que quieren? —sacó la mitad del cuerpo fuera de la ventana mientras
gritaba como un loco.
Se dio vuelta y volvió a caminar en dirección de Bella, que no se
había movido ni había vuelto a decir nada.
—¿Es eso? ¿Esos pájaros de mal agüero te vinieron con el cuento de
que tengo otra mujer? ¿A quién vas a creer, a ellas o a mí?
Bella seguía sin decir nada. Yerovi se olvidó de su esposa y se sentó
en una silla y apoyó los codos sobre el tablero de la mesa que utiliza-
ban para comer y agarró su cabeza entre las manos. Cuando alzó el
rostro, su voz era otra.
—Bella, nos vamos a ir de aquí. Ya no aguanto este sitio —la miró
con lágrimas en los ojos—, no podemos seguir así. Ni siquiera po-
demos tirar sin que todos se enteren; es como vivir con las tripas al
sol. No soy un animal.

190
Gabriela Alemán

—¿De verdad? —Bella sentía que se derrumbaba, quería abrazar a


su marido y decirle que todo había sido un mal sueño pero antes de
hacerlo recordó a la muchacha—. ¿Cuánto tiempo creíste que me
iba a demorar en dar cuenta?
—No es nada Bella, tú eres mi esposa. Me deshago de ella mañana
mismo pero hazme caso y vámonos de aquí.
—¿De qué hablas? —le preguntó su mujer.
Yerovi la miró de otra manera y se paró, se puso frente a ella y la
tomó de los hombros.
—¿De qué hablas tú? —le preguntó a su vez.
—No estoy hablando de ninguna mujer, Oswaldo, anoche te seguí
—lo miró a los ojos—. Te seguí toda la noche y quiero que te vayas
de esta casa y no vuelvas nunca más.
Es en ese momento que los hechos se vuelven confusos. Unos dicen
que Bella, antes de que su marido reaccionara, retiró el cuchillo de
su cintura y, al cerrar los ojos para tener el coraje de utilizarlo contra
Yerovi, le cortó una oreja y cegó su ojo izquierdo. Otros dicen que
fue Yerovi el que agarró una botella que estaba sobre la mesa, donde
había apoyado sus codos minutos antes, y la partió por la mitad para
matar a su mujer para que no pudiera contar lo que había visto y
que fue entonces, antes de que Bella comenzara a mover el cuchillo
frente a ella, cuando hundió en su pómulo el filo de la botella rota y
la dejó marcada. Los hechos. La verdad siempre queda arriba, abajo,
a un costado de los hechos. La verdad es que solo con una débil luz
o en la penumbra de un cuarto oscuro o al amanecer, cuando todo
es apenas silueta, Bella siguió siendo bella. La verdad.

191
ArayaAray
Sandra
Araya

yaArayaAra
ArayaAray
La capacidad de reflexión es la
que te permite modificar la naturaleza

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


La figura de la mujer, como en toda representación artística, en la
literatura ecuatoriana responde a la representación social que esta
tiene. Así, la mujer siempre ha estado dominada por la violencia,
por la desigualdad, ha sido presa de la cosificación de su cuerpo.
Basta recordar la figura de la mujer, deseada —violentada— en los
textos que se desprenden de la tradición montuvia (los relatos Los
que se van y la novela corta Los Sangurimas), así como la completa
cosificación de la mujer en la literatura indigenista; en las obras de
Jorge Icaza, sobre todo en Huasipungo y Huairapamushcas, la india

y
es tratada como un objeto al que el hombre puede tomar, abandonar
y ajusticiar si así lo considera él pertinente.
Ya en los años setenta, la mujer adquiere otra dimensión, ya no
solamente de objeto, sino de elemento importante a la hora de
conjurar la sensualidad y sexualidad, muchas veces reprimida y mal
entendida de hombres que no son libres, hombres que se mueven
confusos y perdidos por las nuevas ciudades del Ecuador. La mujer
se torna una antagonista y ayudante de importancia, capaz de ejercer
poder en la vida del hombre. El mejor ejemplo para citar es Entre

195
Mujeres que hablan

Marx y una mujer desnuda, de Jorge Enrique Adoum, novela que se


construye a sí misma y que se deja leer entre dos historias donde la
mujer, repito, hace las veces de antagonista y ayudante.
Las mujeres obsesionan a los escritores ecuatorianos, se tornan musas
esquivas, espíritus que logran trascender los muros de las ciudades,
un arranque que a los hombres les parece vedado. Uno de los gran-
des personajes de la literatura ecuatoriana, mujer, ya en los últimos
años, es una poeta loca que un día se encuentra el Dr. Kronz, per-
sonaje icónico del escritor quiteño Javier Vásconez, y que se distrae
recogiendo piedras de un páramo.
La figura de la mujer ha evolucionado en la literatura ecuatoriana, al
punto también de tomarse el hilo narrativo, de la mano de narradoras
como Solange Rodríguez Pappe y Gabriela Ponce. La figura de la
mujer, hoy en día, está en todos lados, abordada desde distintas
perspectivas, dolorosa, salvaje, virginal y absurda, tal como es la vida.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
Tenemos más información, todos, a través de los medios y de la red.
Y eso, para bien o mal, es algo que ha cambiado profundamente la
manera de ver el mundo a nuestro alrededor. Hay que lidiar hoy
en día con mucha información, discriminarla, clasificarla, y todo
eso en cuestión de minutos, y aunque esto podría tomarse como
un «avance» en el mundo moderno, la verdad es que se pierde el
disfrute, se pierde la capacidad de diálogo y debate cuando un
sobreflujo de información invade las conversaciones, los muros en
las redes sociales… ¿Es más importante saber o saber que se sabe?

196
Sandra Araya

No sé, creo que hay que darse tiempo para digerir y reflexionar sobre
lo que a uno le toca todos los días, sobre todo porque la capacidad
de reflexión es la que te permite frenar antes de cometer errores, de
decir barbaridades, de cambiar el mundo, de modificar la naturaleza.

Sandra Araya Morales. Quito, 1980. Escritora y editora en Doble Rostro. Ha


publicado la novela Orange (2014). En 2010 ganó la Bienal Pablo Palacio con
su cuento «Detrás de una Puerta», y su novela breve La familia del Dr. Lehman
recibió en 2015 el Premio La Linares.

197
Orange
(Fragmento)

Beatriz Donoso

S
iento que he muerto ya.
Siempre estuve muerta entre estas paredes, tratando de des-
cubrir secretos, de encontrar a mis hijos. A él lo perdí cuando
llegó ella. A ella no la hallé nunca, tenía siempre la manía de escon-
derse detrás de las cortinas. Tal vez los perdí a ambos en el incendio.
Luego fui yo la que se quedó aquí, cerrando las puertas, guardando
secretos.
Aún escucho a mi marido llorar, detrás de la puerta.
No debí casarme nunca con él. Era un Donoso. Y yo también lo soy,
o lo fui, alguna vez.
Los Donoso estamos malditos, muertos, todos.

Estiró sus manos pulcras, cuidadas, perfectas. Se alisó el cabello con


aquellas manos perfectas, repasó el borde de sus labios, para borrar
cualquier rastro de pintura fuera de sitio, y cruzó sobre su regazo, otra
vez, sus manos perfectas. Sus ojos, bajos, los tenía posados sobre las
manos, aunque su gesto no fuese de humildad sino de satisfacción,
asentimiento de lo que ella ya había dispuesto.

199
Mujeres que hablan

El padre Romero hablaba suavemente, caminaba suavemente, por


momentos se quedaba parado, para luego esbozar un paso suave
hacia adelante, hacia el lado, para seguir con su razonamiento en
voz alta.
Sí, no había duda, aquella solución era la mejor para la familia
Donoso, una familia a punto de caer bajo el peso de la locura de
uno de sus miembros. Beatriz había tomado la decisión correcta,
solo faltaba ejecutar aquella idea, dar el paso decisivo para librarse de
la niña que él, al igual que su madre, veía con ojos de desconfianza.
—¿Y qué ha dicho tu marido al respecto, Beatriz?
—No se lo he planteado, la verdad, por completo. El otro día le
insinué que Catalina, definitivamente, no es una niña normal y en-
loqueció, me dejó hablando sola después de ordenarme —recalcó la
última palabra, mientras se alisaba una arruga ficticia en la chaque-
ta—, ordenarme que no volviese a decir una cosa semejante.
—¿Y entonces?
—Me niego a esperar que suceda algo grave para que él se dé cuen-
ta del estado de Catalina. ¡Esa niña va a matarnos un día! Hoy me
llamaron de nuevo del colegio: incendió un montón de hojas en el
patio…
—¿Le preguntaste a ella por qué lo hizo?
Beatriz miró al sacerdote como si este hubiera dicho la cosa más es-
túpida del mundo. Recompuso el gesto, un minuto después, y trató
de moderar el tono, antes de contestar:

200
Sandra Araya

—¿Cómo puedo hablar con ella? Nunca me responde, se esconde


detrás de su hermano, grita, me ignora. ¿Para qué voy a preguntarle
algo? Lo hace por pura maldad, eso, ¡todo lo que hace es por maldad!
El tono chillón con que Beatriz concluyó su perorata, a pesar de su
intento de controlarse, hizo que el sacerdote la mirase con atención.
Beatriz, aunque no lo admitiera, aunque le horrorizara la sola idea,
había dado a luz a una niña tremendamente parecida a ella, no solo
en lo físico sino en la personalidad, de pronto ausente, de repente, a
saltos, estridente, exaltada.
Y sin embargo, era cierto que Beatriz podía contenerse, a medias,
a veces, mientras que la niña no obedecía a ninguna regla u orden,
mantenía cierta compostura quizá por descuido, hasta por pereza,
pero llegaba un momento en que estallaba y cometía algún acto im-
pulsivo, o compulsivo, como aquella costumbre que le había surgido
últimamente de quemar cosas. Aunque quizá, pensó el sacerdote,
hubiese una solución intermedia que no implicase el alejamiento
definitivo de la niña. Pensaba decírselo a Beatriz, cuando esta habló
de nuevo.
—Si tan solo fuese lo de los pequeños incendios, su manía de escon-
derse, si fuera solo eso… —dijo ella, un poco para sí misma, pues
habló en murmullos, al punto que el sacerdote tuvo que acercársele
para entender lo que decía.
—¿Hay algo más? —preguntó él.
Beatriz quiso repetir su acicalamiento, como una manera de guardar
la compostura, pero los gestos le salieron nerviosos, desmañados.
Medio temblorosa, dijo:

201
Mujeres que hablan

—Ya no sé si es algo, realmente, o solo lo imagino porque tengo


miedo de que pase algo…
—¿Algo como qué?
—No me gusta la relación que hay entre mis hijos.
El padre Romero iba a preguntarle a qué relación se refería, eran
hermanos, ¿a esa relación se refería, precisamente? ¿Cómo evitar
aquello? Pero se contuvo, por algún motivo que él no comprendía.
Se detuvo en mitad de la pregunta, de la duda, y buscó los ojos de
la mujer para obviar las palabras. Ella, embebida en una actitud de
terquedad y vergüenza, lo supo él después, evitaba el contacto visual.
—Catalina le pide a su hermano que duerma con ella porque su-
puestamente le da miedo la oscuridad, andan juntos todo el día…
no me gusta la relación entre ellos —dijo con una voz adelgazada al
máximo por la insinuación que acababa de lanzar al aire.
—Beatriz, Catalina es muy niña para pensar en ciertas cosas, Juan
Pablo también… —dijo el sacerdote, uniéndose al tono bajo, al
murmullo de horror que reptaba por la alfombra.
Ella lo miró, firmemente, para apoyar sus palabras.
Él comprendió, y asintió.
Los Donoso estamos muertos, todos.

¿De qué valen los recuerdos de un muerto? Pero sí, lo recuerdo, como
el primer día, cuando él llegó a mi casa, y mis hermanas gritaban,

202
Sandra Araya

y todo el mundo sonreía, y todos estaban felices de que los primos


ricos vinieran a visitarnos, los Donoso de Santiago.
Yo no grité, ni sonreí, ni estaba feliz.
Solo los miré, a los tres, y decidí en ese entonces mis sentimien-
tos hacia ellos. Jamás soporté a Sara, su risa me producía escozor
en la piel. Felipe era guapo y presuntuoso, charlatán, encantador.
Francisco era casi igual a su hermano, solo que callaba, callaba y me
miraba. Y claro, los ojos, los ojos de ambos eran distintos. Felipe
tenía ojos oscuros, cafés, acordes a su color moreno de piel; los ojos
de Francisco siempre fueron azules, grandes, penetrantes. Los mis-
mos ojos de mi hijo, de su hijo, de nuestro hijo, y por eso lo veo a él
cuando lo miro.
Miro a un muerto, el recuerdo de un muerto sobre otro muerto.

—Vamos a ir unos días donde la tía Charlotte y donde Phillipe


mientras hacen los arreglos de la casa.
Ignoró, por supuesto, la mirada de sus hijos, la mirada de repro-
che y protesta que se empezaba a manifestar en sus ojos. Odiaban a
Phillipe, no comprendía por qué.
—Le voy a decir a Magda que les arregle una maleta a cada uno…
—¿Mi papá también va a ir? —preguntó Catalina.
Por una vez, Beatriz la miró sin tirria, pues el tono de la niña no
demostraba desafío, desobediencia o capricho, mera curiosidad, las
ganas de saber.

203
Mujeres que hablan

—No, papá no viene, él va a estar de viaje.


Y no diría el resto, claro, que ya no soportaba estar a solas con los
niños en esa enorme casa mientras su marido estaba fuera. Se quedaba
en las noches escuchando los ruidos de la casa, los ruidos de la calle,
en vela, tratando de atisbar si pasaba algo entre las sombras que
mediaban entre su cuarto y las otras habitaciones. En esas noches,
pensaba en aquella historia de la maldición…
Se fue, antes de que le preguntaran algo más, antes de que empezara
la oposición. Caminó despacio, sin embargo, para escuchar si se que-
daban murmurando. En silencio se alejó, casi decepcionada, pues
los niños, mudos, la dejaron marcharse por el corredor sombrío, sin
siquiera otorgarle ya una palabra de queja.
El silencio era solo el principio.

El recuerdo de un muerto sobre otro muerto.


El llanto de un muerto, en una habitación cerrada, hedionda a dolor
y alcohol. En eso se convirtió él, y aunque lo llamé alguna vez, lo
llamé varias veces, no oía, no quiso oír, se ahogó en su botella y en
una bala que lo esperaba detrás de la puerta.
No lloré su muerte, es cierto, porque lo lloré cuando lo conocí, llo-
ré su presencia, sus ausencias, durante mucho, su indiferencia y su
sonrisa prestada. ¿Qué me quedaba después del incendio? ¿Seguir
llorando? Mis ojos estaban secos desde antes, aun antes del fuego.
Ahora, antes de morir, me pregunto si lo veré en algún sitio, pero no
siento temor o alegría por ello. Solo me lo pregunto, por curiosidad.

204
Sandra Araya

Nada cambiará, de hecho, si nos encontramos en un infierno o un


paraíso.
Él seguirá muerto, más allá. Ambos estaremos muertos, si es que
alguna vez estuvimos vivos.
Los Donoso estamos malditos.

Antes de recibir la llamada, había visto el cielo, y supo, de alguna


forma, que había sucedido ya aquello que temía desde hacía mucho.
No sabía qué, exactamente, pero podía sentir en el aire la textura de
un suceso consumado, de una tragedia que ella había estado espe-
rando y aunque sobresaltada, asustada, sintió cierto gusto, muy en el
fondo, por la confirmación de que ella tenía razón, de que siempre
tuvo la razón.
Cuando llegó al sitio, los bomberos habían ya controlado el fuego,
pero el humo, aún el humo, por todos lados, cegaba a quienes se
acercaban a aquel terreno, los ahogaba, les tiznaba el rostro antes del
anochecer, bajo un cielo de color amarillento por las llamas empe-
queñecidas. A través del humo, pues, los buscó con los ojos enrojeci-
dos, y los vio. Un bombero llevaba en brazos a su hijo. Un bombero
llevaba en brazos a su hija. Ambos estaban inconscientes, pero vivos.
Los vio respirar.
Un bombero se le acercó, apurado, comprensivo, dispuesto a
escuchar gritos o lamentos.
—Señora, ¿usted es la madre de estos niños?

205
Mujeres que hablan

Ella asintió, sin apartar la vista de sus hijos, pero sin aproximarse a
ellos, aún.
—Necesitan oxígeno, pero estarán bien, no se preocupe. Fue difícil
sacarlos, pobrecitos, estaban abrazados en mitad del fuego cuando los
encontramos. Costó para que se soltaran y sacarlos así, por separado.
El hombre creyó que la inmovilidad de la mujer, el envaramiento de
su cuerpo, era producto del shock de ver a sus hijos, medio vivos,
medio muertos, emergiendo del fuego. El hombre creía y callaba
frente a la angustia de una madre.
La mujer supo, en cambio, que algo definitivo había sucedido.
Catalina había ocasionado un incendio, grande, esta vez, y había
puesto en peligro su vida y la de su hermano. Había repetido el acto
de producir fuego, tal como lo había hecho el lejano abuelo Donoso,
el fuego que desató la maldición sobre la familia.
¿Qué hacer con Catalina? ¿Necesitaba algo más para encerrarla, para
enviarla lejos? Y aun así, dudaba. La duda era, pues, la causa princi-
pal de su quietud, del silencio tenso que amenazaba con rasgarle las
comisuras de la boca.
Seguía dudando mientras se acercaba, despacio, a los niños. Seguía
dudando al verlos, al mirarlos bajo los cuidados de los paramédicos.
Dudó, incluso, cuando tocó la mano de su hija, ennegrecida.
Por un segundo, solamente, a Beatriz Donoso se le ocurrió que su hija
Catalina era realmente un ser humano que estaba indefectiblemente
unido a ella, por la carne, por algo más que la carne. Consideró, por
un segundo solamente, la idea de que la niña se quedara en casa,
con ella, para mejorar, para ser distinta bajo su cuidado. Pero fue un

206
Sandra Araya

segundo, solamente, que terminó por pasar, y ya para el siguiente


instante, Beatriz había tomado la decisión.
Por primera vez en mucho tiempo, levantó a su hija en brazos y la
apretó contra su cuerpo, ocultándola, quizá, abrazándola por última
vez en su vida.

Ambos estaremos muertos, pronto, aunque no sé si alguna vez


estuvimos vivos, realmente.
Recuerdo, aún hoy, el ruido de sus pasos, ese día. Recuerdo el sonido
de la puerta cuando la cerró suavemente, como si quisiera ocultarse,
para qué, pensé, si yo sabía muy bien que se encerraba en el cuarto
de ella a llorar, a beber, a llorar y beber, mientras miraba con ojos
sanguinolentos los muñecos de peluche sobre los estantes. Recuerdo,
aún hoy, el sonido, aquel, el sonido del arma disparada por su mano.
Juro que oí cuando su cuerpo cayó sobre la alfombra del cuarto.
Quizá debí decirle, desde un principio, que su hija no estaba muerta.
Pero no, eso no lo hubiera salvado.
Quizá deba decirle ahora a su hijo, a mi hijo, que su hermana no
está muerta.
Quizá pueda salvarlo, aún, aunque hayan pasado tantos años, y qui-
zá él, entre todos, no sea uno más de los Donoso.
Los Donoso estamos malditos.
Los Donoso ya estamos todos muertos.

207
OjedaOjed
Mónica
Ojeda

daOjedaOje
OjedaOjed
Faltan estudios acerca de
las escritoras en nuestro país

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Me resulta complicado hablar de «la mujer» como personaje pues
no conozco a una sola, sino a muchas mujeres que han hecho litera-
tura en nuestro país. Lamentablemente, seguimos pensando en un
macrosujeto «femenino» cuando hablamos de mujeres que escriben,
y creo que eso es lo que hace que muchos desconozcan la obra de
autoras ecuatorianas. Es cierto que ahora hay mucha más apertura a
la creación realizada por mujeres, pero pienso que todavía nos que-
dan años para empezar a tener una historia literaria nacional menos
sesgada.

d
¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana
actual?
Creo que hace falta que se realicen más estudios serios acerca de las
obras producidas por escritoras en nuestro país. Hace unos meses,
en el Congreso de Ecuatorianistas, se habló precisamente de este
problema. En principio vemos a muchas autoras publicando y

211
Mujeres que hablan

siendo parte de lecturas, festivales, ferias del libro, etc. Pero en la


academia todavía hace falta una historización, teorización y lectura
profunda de lo que ellas hacen.

Mónica Ojeda Franco. Guayaquil, 1988. Licenciada en Comunicación Social


con mención en Literatura, Máster en Creación Literaria y Máster en Teoría y
Crítica de la Cultura. Docente a tiempo completo en la Facultad de Filosofía,
Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad Católica de Santiago de
Guayaquil en el área de Literatura. Ha sido antologada en Emergencias. Doce
cuentos iberoamericanos  (2013), obtuvo el Premio Alba Narrativa 2014 con su
primera novela La desfiguración Silva y el Premio Nacional de Poesía Emergente
Desembarco Poético 2015 con su poemario El ciclo de las piedras.

212
La desfiguración Silva
(Fragmento)

Papeles encontrados
Breve Biografía de Gianella Silva (1940-1988)

Por: Irene, Emilio y María Cecilia Terán

Primera etapa: 1940-1952

S
on pocas las cosas que se conocen de la infancia de Gianella
Silva: se sabe que nació en Guayaquil, en el seno de una fa-
milia de clase media, y que su niñez estuvo marcada por las
constantes infidelidades de su padre, la esquizofrenia paranoide de
su madre y el precoz despertar de su sexualidad.
Nosotros, que conocemos con mayor detalle el resto de su vida,
especulamos:

1. Gianella y Medardo Silva


Para ella los primeros doce años estuvieron, seguramente, llenos de
pequeños vacíos; de agujeros que se asemejaban a los de una co-
ladera por donde se escaparon los buenos recuerdos. Esto fue, en
parte, gracias a Medardo Silva: neurocirujano, amante de piscinas,

213
Mujeres que hablan

excelente jugador de ajedrez, miembro activo de grupos de resca-


te animal, católico hasta el tuétano, pero de carácter irascible y de
costumbres violentas —su hobby oculto consistía en golpear a su
mujer, Alejandra, cada vez que ella tenía un ataque de locura; su ho-
bby público en escribir canciones cristianas de alabanza—. Desde el
principio Gianella sostuvo una relación distante con su progenitor.
Padre e hija se miraban como dos desconocidos: con disimulo y algo
de repugnancia. Para Medardo la paternidad era un misterio inso-
luble; en la iglesia observaba el comportamiento afectivo de otros
hombres con sus hijos e intentaba repetirlo: acariciaba a Gianella
en la cabeza, le sonreía con dulzura e incluso la tomaba de la mano
cuando la recogía de la escuela. Sin embargo, cada una de estas re-
producciones emergían en un estado distorsionado al original: las
caricias le salían como roces accidentales, las sonrisas como muecas
incómodas y, cuando tomaba la mano de su hija, no podía evitar
sentir asco por el sudor pegajoso de aquella extremidad pequeña y
flácida. Así terminó por rendirse y dejar a un lado todas las imita-
ciones de lo que creía que era una conducta paternal. Gianella, en el
fondo, se lo agradeció.
De no ser por su inagotable amor hacia el género femenino Medardo
habría llevado una vida, dentro de lo que él consideraba, intachable.
Más temprano que tarde la pequeña Silva empezó a entender las
discusiones que llenaban su casa de gritos y de objetos rotos. Las pe-
leas, según lo que escuchaba, se debían a eso que casi todos los días
gritaba su madre: «¡La culpa la tienes tú, que siempre andas metido
en líos de faldas!». Y Gianella, como si en esos pedazos de tela reco-
nociera el rostro de su padre, miraba con curiosidad todas las faldas
que podía: la de la vecina, la de la mucama, la de la cocinera, la de la
enfermera que enviaba a casa pasteles y chocolates, la de la amiga de
su mamá, la de la repartidora de diarios, y pronto —muy pronto—

214
Mónica Ojeda

llegó a la conclusión de que el mundo era un lugar peligroso en el


que era imposible sustraerse de líos indumentarios.
A veces, en el transcurso de alguna noche calurosa, soñaba que una
falda gigante se tragaba a su padre y lo deglutía como a un roedor
minúsculo. Esas noches —las más cálidas— eran también las más
felices.
2. Gianella y Alejandra Álvarez
La relación de Gianella con su madre era peor que la que mantenía
con su padre. Si bien esto es difícil de imaginar, vale decir que al
menos Medardo Silva no la golpeó nunca; Alejandra, en cambio,
llegó a romperle la cabeza con la punta de un tacón —tuvieron que
cortarle el cabello en toda la zona cercana a su oreja izquierda y co-
serle tres puntos—. Después de ese incidente Alejandra disminuyó
la fuerza y la frecuencia de los golpes que le propinaba a su hija hasta
que, poco a poco, éstos fueron desapareciendo. La agresión física
fue entonces sustituida por una total indiferencia hacia Gianella y
lo que la rodeaba. La pequeña veía con naturalidad que su madre,
diagnosticada con esquizofrenia paranoide pocos meses después de
haberla dado a luz, pasara días enteros metida en los armarios de la
casa cantando canciones inventadas o escuchando la radio. Con el
afán de resolver ese inconveniente doméstico Medardo Silva contra-
tó a una enfermera para que se hiciera cargo su esposa —y de paso
también de su hija— mientras él se iba a trabajar o de viaje o se me-
tía en líos de faldas dos o tres veces por semana. Lo más sensato, por
supuesto, habría sido internar a su esposa, pero la idea de ser visto
como el marido de una lunática hacía que rechazara la idea cada vez
que alguien se la proponía. «Tiene una condición, sí; pero nada que
Dios y el amor familiar no consigan menguar», decía ganándose de
inmediato la admiración y el apoyo de los miembros de la iglesia.

215
Mujeres que hablan

Mientras tanto Gianella jugaba lejos de los armarios, excepto los días
en los que su madre prefería caminar por la casa como un personaje
de Gustave Doré —Gianella tenía un tomo de ilustraciones que solía
mirar durante horas y que ayudó a cultivar su amor por las imáge-
nes—; esos días, a veces, madre e hija se cruzaban en el pasillo, en la
sala, en el comedor, pero era como si vivieran en tiempos disímiles.
Menos afortunados eran los instantes en los que, producto de un
accidente, sus miradas se encontraban con sorpresa e incluso miedo
y, entonces, después de algunos segundos de estupor, Alejandra reco-
nocía a Gianella y murmuraba sin mayor interés: «Ah, eres tú», para
luego no mirarla más.

3. Gianella y la masturbación
Gianella comenzó a masturbarse a la tierna edad de seis años. Al
principio, mientras lo hacía, no pensaba en nada: se limitaba a sentir
el ligero cosquilleo que poco a poco iba transformándose en placer
físico y minutos después lo olvidaba todo. Más tarde imaginó len-
guas masculinas sobre cuellos femeninos, por lo general, de persona-
jes que escuchaba en las radionovelas.
La primera vez que se sintió avergonzada de hacerlo fue cuando
Marta, la enfermera que cuidaba a su madre, la descubrió tocándose
bajo las sábanas. Al chocarse con los ojos reprobatorios de un adulto
le pareció evidente que, sin saberlo, había entrado en el pantanoso
terreno de lo prohibido. Fue entonces cuando empezó a masturbarse
con mayor frecuencia. Le gustaba, por encima de todo, restregar su
clítoris contra una pequeña maleta rosa de plástico en la que guarda-
ba los vestidos de sus muñecas, pero también solía recostarse sobre
la tapa del retrete y, con movimientos pélvicos, estimularse. Poco

216
Mónica Ojeda

entendía del sexo: mucho de las sensaciones corporales. Cada vez


que Marta la descubría ella sentía ganas de llorar. Todas las noches,
sin falta, le pedía perdón a Dios por cada una de las veces que se
había tocado a lo largo del día y le prometía, entre padre nuestros
repetidos, que no lo volvería a hacer.
Esas oraciones encadenadas la ayudaban a conciliar el sueño.

Segunda etapa: 1952-1958


La adolescencia de Gianella Silva fue menos perversa que su infancia.
Poco a poco entendió que estaba sola y se acostumbró a ese estado
de vida rugoso y quebradizo. A los doce años tuvo su primera mens-
truación mientras jugaba con un caracol que había encontrado en el
jardín (el olor y la textura de la sangre le recordaron la cicatriz arriba
de su oreja). Cuando los dolores de vientre empezaron a martirizarla
una vez al mes fue Marta, no su madre, quien se encargó de hacerle
una tacita de anís y de limpiar sus vómitos. Mientras tanto Alejandra
Álvarez continuó refugiándose en todos los armarios y resistiéndose
a asumir su rol materno. No muy distinta fue la actitud de Medardo
Silva, quien casi no dormía en casa pero que cada domingo cumplía
con el deber moral de recoger a su hija y llevarla a la iglesia. Gianella
odiaba ir a misa; también odiaba a su padre. Le reprochaba su cinis-
mo y su abandono, pero por encima de todo le reprochaba haberla
dejado sola con una mujer desquiciada. Afortunadamente padre e
hija sólo se veían los domingos. Hablaban poco y nunca de algo que
los ayudara a conocerse. Para limpiar su conciencia Medardo le daba
dinero.
Con ese dinero Gianella compraba mapas.

217
Mujeres que hablan

1. Gianella y los mapas


Si había algo que a Gianella Silva le gustara más que masturbarse
y las ilustraciones de Gustave Doré eso eran, sin duda, los mapas.
Su amor por ellos surgió cuando encontró en la biblioteca de su
madre un atlas mundial y por primera vez vio, a pequeña escala, la
forma del mundo. Después de eso se obsesionó con los dibujos de
cada continente, de cada país y de cada ciudad. Le pareció increíble
ver, por ejemplo, a Ecuador dibujado en un continente que quería
tragárselo y a Chile bordeando Latinoamérica con la forma de una
tubería. Sin embargo, su verdadera pasión por la cartografía desper-
tó la tarde en que, leyendo La caza del Snark de Lewis Carroll, vio
el mapa del océano. Fue el primer mapa vacío que tuvo el gusto de
hallar y también el que, a su criterio, mejor representaba la incon-
mensurabilidad de lo retratado.
Cuando cumplió quince años le pidió a su padre que le regalara
lápices, carboncillos, rotuladores, reglas, pliegos de papel y empe-
zó una obsesiva tarea de cartografía: primero calcó mapas de países
cuyas delimitaciones encontró interesantes, luego los dibujó a pulso
una y otra vez hasta que le salieron perfectos. Dibujó cada espacio
graficable en la tierra y, cuando terminó, empezó con los mares y
los océanos, siempre intentando no plagiar la carta náutica de La
caza del Snark, que era inmejorable e irrepetible. Más tarde, cuando
cumplió los diecisiete años, comenzó a dibujar mapas de su casa:
al principio éstos eran fidedignos a los espacios, pero conforme fue
perfeccionando la representación de su hogar inventó habitaciones,
plantas, pasillos, escaleras, sótanos y áticos hasta que terminó dibu-
jando algo que se parecía bastante a los grabados de M. C. Escher
—conocía hasta el hartazgo la obra del artista holandés porque fi-
guraba en su tomo de ilustraciones—, pero con un estilo oscuro y

218
Mónica Ojeda

tétrico. Siguiendo esa misma línea hizo los mapas de los interiores de
cada uno de los armarios de su casa. Todos eran representaciones y,
como tales, su correspondencia con la realidad era metafórica. En al-
gunos aparecía su madre; en otros dibujaba espacios y formas que le
remitían a la locura. También empezó a coleccionar mapas sueltos de
distintos tipos: a márgenes perdidos, batimétricos, corográficos, de
carreteras, de puntos, ilustrados y hasta facsímiles. Aprenderlo todo
sobre la cartografía —le interesaba a nivel estético y conceptual— se
convirtió en uno de sus pasatiempos predilectos.
Un domingo por la mañana a Medardo Silva se le ocurrió entrar, por
primera vez en años, a la habitación de su hija. La impresión lo dejó
pálido: se encontró con cuatro paredes cubiertas por dibujos de fi-
guras extrañas y tenebrosas que le parecieron la expresión misma del
demonio. Espantado, arrancó todos los mapas que pudo y los llevó
consigo a la iglesia para mostrárselos al cura de su parroquia. Este le
dijo que, dadas las circunstancias, tenía tres opciones: 1) llevar a su
hija a misa más veces por semana, 2) dejarla en manos de un psiquia-
tra, o 3) llevarla al templo para que él, atravesado por la gloria divina
del mismísimo Jehová, hablara con ella.
Medardo, por supuesto, optó por la última opción.

2. Gianella y la religión
No se sabe cuándo ni cómo fue que Gianella Silva descubrió la
inexistencia de Dios. Tal vez fueron los domingos de misa, los fer-
vientes discursos de su padre y la instrucción en un colegio cristiano
lo que la hizo entender que toda su infancia había rezado a la abso-
luta nada, algo igual de demencial que lo que hacía su madre cuando

219
Mujeres que hablan

se encerraba en los armarios. Tal vez le pareció absurdo, claro, que


los creyentes predicaran el amor y, a la vez, el odio hacia los que eran
diferentes. Tal vez empezó a leer La Biblia —cosa que jamás había
hecho antes— y se encontró con un Dios despótico e iracundo, muy
similar a los dioses mitológicos que había estudiado en el colegio
y que la profesora había calificado de «personajes ficticios que los
hombres del pasado inventaron para explicar el mundo». Quizás le
pareció que toda la organización eclesiástica era misógina, igual que
su padre, y lo corroboró estudiando y averiguando cuál era el papel
de las mujeres dentro de la Iglesia. Quién sabe. Lo importante es
que el día en el que Medardo la llevó a charlar con el sacerdote de
su iglesia sobre los dibujos «demoníacos» con los que empapelaba
su cuarto, en medio de un efusivo sermón, Gianella dijo: «Dios sólo
existe en los armarios. Amén.»

3. Gianella: su faceta social y estudiantil


Ni en su infancia ni en su adolescencia Gianella conoció lo que era
tener una amiga. No se llevaba mal con sus compañeras de clase,
pero tampoco se sentía cómoda a su lado. Era, quizás, demasiado
madura para su edad. Las demás habían tenido una infancia rela-
tivamente sana; ella, en cambio, había aprendido a convivir con la
locura y el abandono total de sus padres. Desde pequeña se refugió
en libros y en mapas; era la única chica que leía o dibujaba en los
recreos, la única que no iba a fiestas ni a reuniones sociales. No era el
blanco de las burlas ni de las perversidades de sus compañeras por-
que, aunque no se hubiera dado cuenta de ello, era bastante guapa.
Su carácter silencioso y escurridizo, sin embargo, causaba el rechazo
de la mayor parte de las chicas de su edad, quienes la consideraban

220
Mónica Ojeda

antipática y pedante. Una vez fue invitada a la fiesta de cumpleaños


de Rosa Aguirre. Como era de esperarse, no asistió; pero al día si-
guiente en clase de matemáticas le deslizó a Rosa un regalo que en
realidad era un sobre con un ridículo lazo verde. La chica lo abrió
enfrente de sus amigas y extrajo un mapa del aula que parecía un
habitáculo de ratones y de murciélagos. Ese día todas se burlaron de
Gianella y ella lloró durante horas. Afortunadamente el asunto fue
olvidado y nunca más nadie volvió a invitarla a ninguna fiesta.
En cuanto a los estudios: Gianella era una excelente alumna, pero no
se debía a que se esforzara demasiado —apenas estudiaba o cumplía
con las tareas—, sino a que no le costaba entender lo que los pro-
fesores explicaban durante las clases. Le bastaba con escuchar aten-
tamente para que todo lo que le dijeran se quedara grabado en su
memoria. Fue así como, en clase de Literatura, descubrió el nombre
de Jorge Luis Borges.

4. Gianella y la literatura
Cuando cumplió dieciocho años Gianella Silva se regaló, con el dine-
ro de su padre, Historia universal de la infamia, Ficciones y El Aleph,
de Jorge Luis Borges. La lectura de los tres cuentarios la marcó tan
profundamente que decidió, al finalizar su instrucción secundaria,
continuar estudiando. Su padre, a quien no podía importarle menos
el futuro de Gianella y a quien, además, le parecía una soberana
estupidez que una mujer estudiara, se opuso, pero luego lo pensó
mejor y no pudo resistirse a la idea de presumir frente a sus amigos
de que tenía a su hija en la Universidad Central de Quito (era allí,
y sólo allí, donde quería enviarla). Tras meditarlo profundamente se
sentó con Gianella en el salón y, mientras charlaban, la convenció de

221
Mujeres que hablan

mudarse a la capital: «¿Quieres estudiar Letras? ¡Pues a la capital!».


Gianella miró, sobrecogida, las cuatro paredes que la habían rodeado
desde que tenía uso de razón: la posibilidad de abandonar esa casa
que con el paso de los años se había transformado en un manicomio
la hizo llorar de alegría y de alivio. Medardo la consoló con torpeza:
«Ya, ya: ya sé que es difícil, mijita, pero en Quito está todo lo mejor».
Gianella no se atrevió a revelarle sus verdaderos sentimientos. Su
felicidad, sin embargo, se traslucía en cada lágrima.
Mientras su padre se hacía cargo de los preparativos, Gianella dedicó
todo su tiempo a releer los cuentarios de Borges. Hasta ese momento
su relación con la literatura había sido incipiente: María de Jorge
Isaacs, Huasipungo de Jorge Icaza, La Ilíada y La Odisea, de Homero
y La caza del Snark de Lewis Carroll. Ninguna de estas obras le ha-
bía despertado una verdadera inquietud literaria. Sin embargo, con
Borges sentía un calor intelectual y una intensidad estilística que
jamás había experimentado antes. Los juegos narrativos que se des-
plegaban en el interior de aquellos relatos le parecieron alucinantes;
la ironía, el tono enciclopédico que en realidad ficcionaba y la pre-
sencia de fantasmas filosóficos la hundieron en una marea literaria
interminable. Gracias a Borges llegó a Robert Louis Stevenson, a
C.K. Chesterton, a G. H. Wells y a Las mil y una noches; también
leyó Vidas imaginarias de Marcel Schwob, Los raros de Rubén Darío,
Retratos reales e imaginarios de Alfonso Reyes, entre otros que consi-
guió en Quito de la mano del que se convirtió en su primer y único
amigo: Ulises Estrella.

222
Mónica Ojeda

5. Gianella, los chicos y la masturbación


En esta época su acercamiento con el sexo masculino fue escaso. El
primer chico que se interesó en ella fue un vecino de su misma edad
que vivía al otro lado de la calle. Era el hijo de un político y de una
profesora de matemáticas. Solía mirar a Gianella desde su ventana
cuando ella salía, acompañada por la enfermera, a dar un paseo o a
comprar alguna medicina. En dos o tres ocasiones intercambiaron
saludos tímidos a la distancia, pero la mayor parte del tiempo hacían
como si no supieran que el otro estaba allí, en la ventana o cruzando
la calle. Gianella no tardó en darse cuenta de que el chico era bastan-
te atractivo. A veces, cuando se aburría y no hacía más que pensar,
pensaba en él; pero por las noches, bajo las sábanas, su mente imagi-
naba otro rostro y otro cuerpo, inventaba seres que no conocía, que
no conocería nunca, y les daba vida; ni siquiera pensaba en sí misma
sino en otros, siempre eran los demás los que vivían sus fantasías
eróticas. Ella sólo era una espectadora.
Como el chico de la ventana hubo otros: hermanos de compañeras
del colegio, hijos de los amigos de su padre que se encontraba los do-
mingos en la iglesia, incluso tuvo un admirador secreto que le deslizó
una que otra carta bajo la puerta de su casa para luego salir corriendo
quién sabe adónde. Pero a Gianella no le interesó establecer una
amistad con ninguno de ellos. Sí le interesó, en cambio, pasear por el
parque de su barrio y descubrir a parejas escondidas entre los árboles.
Los espiaba hasta que ellos la descubrían o Marta la descubría o un
paseante la descubría y entonces tenía que salir corriendo de vuelta
a su casa.

223
Mujeres que hablan

Tercera etapa (Tzantzismo): 1958-1969


Tres meses después de haber terminado la instrucción secundaria,
Gianella Silva viajó a Quito y se hospedó en la casa de la hermana
mayor de su padre: Helena Silva. Su tía, que nunca tuvo hijos y
que había enviudado dos años atrás, la adoptó como si fuera su hija
y la trató, desde el principio, con un afecto ilimitado y maternal.
Gianella se dejó querer y, lentamente, empezó a amar a su tía como
jamás había amado a su propia madre. Hacían todo juntas: leían,
tejían, limpiaban la casa, cocinaban y, cuando a Gianella le daban
los dolores de vientre de cada mes, Helena la cuidaba y la consentía
como a una niña. Además, compartían gustos musicales y literarios.
Fue, sin duda, la época más feliz de su vida.

1. Gianella y la universidad
Los primeros días asistió a las clases de la Universidad Central con
el entusiasmo que le habían despertado sus más recientes lecturas.
Pronto, sin embargo, esa energía inicial fue disminuyendo hasta
transformarse en algo parecido al tedio y al hastío. Le sorprendió
encontrarse con que las clases no eran ni la mitad de estimulantes
que la literatura misma; con que sus compañeros no habían leído a
Borges ni a ningún otro escritor que ella considerara importante;
con que, en realidad, no habían leído ningún libro en toda su vida,
sólo hojeado una que otra novela ecuatoriana de las que Gianella
encontraba poco interesantes; con que sus profesores no estaban in-
teresados en hablar de obras literarias, sino en narrar la biografía de
los autores y escribir una breve sinopsis del libro en el pizarrón; con
que en la carrera de Letras no se estudiaba literatura, sino historia de
la literatura; con que sus compañeros querían ser profesores y tener

224
Mónica Ojeda

una familia y estaban allí porque era un escalón más hacia la meta.
La meta que era igual para todos. La meta que era el único horizonte.
El panorama no pudo parecerle más desalentador.
Fue entonces cuando, con el apoyo de Helena y de Medardo Silva,
dejó la Carrera de Letras y se inscribió, ese mismo año, en la de
Filosofía.
Allí conoció a Ulises Estrella.

2. Gianella y Ulises
Se sabe que su amistad nació a través de un libro de Cortázar y
murió en medio de una película de Fellini. Se dice que él le pidió
salir formalmente, como novios, más de una vez y que ella se negó.
Se dice que iban juntos al cine, que veían las películas que llegaban
de Estados Unidos y alguna que otra mexicana; que vieron juntos
Vértigo, Psicosis, El apartamento, Dr. Insólito o: cómo aprendí a dejar
de preocuparme y amar la bomba, y otras que se habían estrenado
cuando Gianella era todavía una niña: Ciudadano Kane, Casablanca,
Las uvas de la ira, Todo sobre Eva, El halcón maltés, etc.; que hablaban
de cine y de literatura como si fuese lo único verdaderamente impor-
tante en el mundo; que se reunían con Fernando Tinajero, Bolívar
Echeverría y Luis Corral, otras inteligencias inquietas de su genera-
ción, a criticar el poco movimiento cultural dentro de la ciudad; que
todos, o casi todos ellos, escribían poesía menos Gianella; que ella
dibujaba mapas y escribía guiones.
Se sabe también que durante una de esas reuniones de crítica cultu-
ral, en casa de dos pintores amigos de Ulises, surgió el Movimiento

225
Mujeres que hablan

Tzántzico; que la idea fue de Gianella, quien propuso el nombre a


partir del ritual indígena de los Shuar. También se sabe que dijo algo
parecido a esto: «Hay que reducir las cabezas de los intelectualoi-
des quiteños y encogerlas hasta que adquieran el tamaño real de sus
ideas».
Se dice que todos la aplaudieron.

3. Gianella y los recitales tzántzicos


Los tzántzicos empezaron a darse a conocer por medio de recitales
poco convencionales que organizaron dentro y fuera de la univer-
sidad. En ellos incitaron al público a participar y a ser parte del
espectáculo, a reaccionar, a abandonar la pasividad que los tenía
alienados. Uno de sus recitales públicos más importantes, ideado y
organizado por Gianella Silva y Ulises Estrella, se llamó Cinco gritos
en la oscuridad. Con este tipo de performances pretendían mostrar-
se ante la comunidad como lo que realmente eran: transgresores y
parricidas. Para ese entonces nuevos miembros se habían integrado
al grupo, pero Gianella continuaba siendo la única mujer tzántzica.
Según lo que escribieron algunos escritores de la época el recital co-
menzó así: las luces del auditorio se apagaron y un alarido, muy dife-
rente al aullido de Gingsberg, despertó el caos. El público se puso de
pie e intentó abrirse paso entre la negrura abultada, huir, escapar de
lo que amenazaba con transformarlos en grito; pero tropezaron con
la tímida llama de una vela suspendida que iluminaba el rostro de
Leandro Katz. No les quedó otra alternativa que dejar de moverse.
El tzántzico recitó un poema y, cuando terminó, explotó otro grito.

226
Mónica Ojeda

Redobles de bongo decrecieron y una llama acarició el mentón de


Ulises al otro extremo del auditorio.
Recitó un poema; y estalló otro grito.
Poco a poco los poemas, pequeñas y débiles luces, fueron invadiendo
el auditorio. Los alaridos no cesaron. Marco Muñoz y Simón Corral
fueron los últimos en recitar. Al final, apareció Gianella:
«[…]»
Ningún documento recoge su intervención.

4. Gianella y Pucuna
1962 fue un año lleno de actividades para Gianella Silva dentro
del Movimiento Tzántzico. Si bien no participó en el programa ra-
dial Ojo del Pozo (los demás tzántzicos aprovecharon para leer sus
poemas y hacer los primeros experimentos de arte radial del país),
trabajó con Ulises en la creación de la que sería la primera revista
tzántzica: Pucuna. El nombre, tomado otra vez de la tribu Shuar,
fue elegido por Gianella. En el primer número, al pie del sumario,
escribió: «Pucuna: cerbatana con la que los jíbaros lanzan dardos
envenenados para reducir cabezas.»
La revista se regalaba en los recitales de poesía tzántzica y se vendía
en el Café 77, lugar de reunión de los miembros del movimiento.
Aunque la idea y el despegue de la revista fue de Gianella Silva y
de Ulises Estrella, las siguientes ediciones nacieron con ayuda de
todo el equipo de redacción. Los textos que se publicaban en Pucuna
eran de distinta índole: ensayos literarios y cinematográficos, textos

227
Mujeres que hablan

teatrales, cuentos, poemas y artículos. No tardaron en llegar, por


supuesto, las críticas. La mayor parte de ellas se circunscribían a que
quienes promovían la revolución cultural tzántzica eran de ideología
izquierdista. La política, sin embargo, no podía importarle menos a
Gianella. Del grupo, ella fue la menos involucrada y la menos preo-
cupada por el panorama social latinoamericano. Con toda seguridad
eso fue lo que la diferenció de los demás tzántzicos y lo que acabó
por distanciarla de ellos.
Se dice que, una vez, en una reunión en donde todos bebieron de
más, Gianella y Ulises Estrella se besaron. Se dice que a ella le pare-
ció repulsivo el intercambio de saliva, la sensación húmeda y blanda,
que jamás había incluido en sus fantasías los fluidos corporales. Se
dice que imaginó el acto sexual con todas sus viscosidades y que
vomitó sobre una alfombra de formas arabescas; que, cuando se dis-
culpó con Ulises, le explicó que no le gustaba que la tocaran. «A
mí lo que me gusta es que otros se toquen, ¿entiendes?» Y, desde
ese momento, Ulises la invitó a ser espectadora de cada uno de sus
encuentros sexuales.

5. Gianella y el cine
Tuvo que ser en 1964, fecha en la que Gianella y Ulises abando-
naron la Carrera de Filosofía y en la que el Cine Club Cultural
(fundado por los tzántzicos) comenzó a estrenar largometrajes y
cortometrajes de Antonioni, Fellini, Visconti, Pasolini, Kurosawa,
Bergman, Resnais, Buñuel, Marker, Rocha, Álvarez, Gutierrez Alea,
Jodorowsky, entre otros, cuando Gianella se propuso seriamente es-
cribir y dirigir películas. Sus mayores influencias fueron los corto-
metrajes de Alain Resnais, Glauber Rocha, Chris Marker, Alejandro

228
Mónica Ojeda

Jodorowsky y Santiago Álvarez; también las discusiones cinemato-


gráficas con Ulises Estrella que, debido a la ardua labor tzántzica,
eran cada vez más escasas. Hasta entonces Gianella no había pu-
blicado ningún texto en Pucuna, sólo alguno que otro mapa de los
cuentos de Borges y de Pablo Palacio que había dibujado a petición
de su tía Helena Silva, fiel admiradora de su obra cartográfica.
Ese mismo año, en el cuarto número de Pucuna, se publicó su primer
ensayo: Cuaderno de cine: apuntes en película de 35 mm. También,
con ayuda de varios amigos y conocidos de Ulises, filmó su primer
cortometraje: Amazona jadeando en la gran garganta oscura.
Gracias a Pucuna conocemos los títulos de sus posteriores películas.

Filmografía y opiniones publicadas:


1964: Amazona jadeando en la gran garganta oscura.
Euler Granda, en el quinto número de Pucuna, escribió: «El corto-
metraje es al cine lo que el cuento a la literatura, dice Gianella Silva,
la única directora ecuatoriana que por el momento me interesa. Lo
que ha conseguido hacer en Amazona jadeando en la gran garganta
oscura es admirable: inventar un futuro que refleja la misoginia del
presente. En su cortometraje las mujeres son cadáveres expuestos
en una galería de arte. ¿Cómo permanecer quietos ante imágenes
futuristas que nos acercan con tanta precisión a las problemáticas
actuales?»

229
Mujeres que hablan

1965: Un espejo de cenizas para la pequeña muerta.


Fernando Tinajero, en el sexto número de Pucuna, escribió: «El uni-
verso cinematográfico de Gianella Silva está marcado por la influen-
cia directa de las ilustraciones de Escher y Doré. Ella los trastoca, en
su último cortometraje, hasta crear un ambiente de locura, terror y
oscuridad. Detrás de sus imágenes está una parte monstruosa de la
psicología humana.»

1966: Las dulces metamorfosis de una chica de seda.


Alfonso Murriagui, en el número siete de Pucuna, escribió: «Decían
que me reía porque lo encontraba ridículo. ¿Reírme?, les dije, ¿quién
puede reírse de los cortometrajes de Gianella Silva? Las dulces me-
tamorfosis de una chica de seda es poesía visual y quien lo niegue no
sabe nada de poesía. Sólo Silva puede hacer una analogía entre un
gusano y una mujer dentro del contexto de la producción de tejidos
en un futuro regido por la máquina y salir airosa, como una reina.»

1967: Donde la dormida come


lentamente su corazón de medianoche.
Rafael Larrea, en el octavo número de Pucuna, escribió: «Siguiendo
el mismo camino que sus anteriores trabajos, Donde la dormida come
lentamente su corazón de medianoche es un falso documental, falso
ensayo y falso biopic. El cine de Silva juega con las expectativas del
público y gana siempre.»

230
Mónica Ojeda

1968: Viajera de corazón de pájaro negro.


José Ron, en el noveno número de Pucuna, escribió: «En este último
(Viajera de corazón de pájaro negro) la técnica es poesía y representa la
mirada que se mira, la belleza en donde el razonamiento y el recuer-
do se contraponen. La viajera es la mirada y su corazón, la pupila, es
el pájaro negro.»
Durante los años en los que filmó sus cortometrajes, Gianella Silva
dedicó parte de su tiempo a escribir y publicar ensayos cinemato-
gráficos en Pucuna. Lo hizo hasta que la revista, después de nueve
ediciones, dejó de imprimirse. Entonces su vida inició un imparable
camino cuesta abajo.

Cuarta etapa (el eclipse): 1969-1988


Gianella cumplió veintinueve años bajo la sombra de la muerte de
su tía Helena Silva, quien falleció víctima de un aneurisma cerebral
mientras recitaba un poema de Jorge Carrera Andrade. Hasta ese
momento Gianella no había conocido lo que era perder a un ser
querido. Se dejó hundir en la tristeza y, de no haber sido por el apoyo
de su amigo Ulises, habría cometido una locura.
No creemos exagerado afirmar que la muerte de Helena Silva marcó
el comienzo de una serie de pérdidas que fueron transformando a
Gianella en un fantasma. Lentamente, lo saben todos los que no la
conocen, acabó por desaparecer.

231
Mujeres que hablan

1. Gianella y Medardo Silva


Tras la inesperada muerte de su hermana, Medardo Silva viajó a
Quito para hacerse cargo del funeral y de algunos trámites legales.
Cuando vio a su hija frente a él con el rostro hinchado por el dolor
y la vestimenta de un hombre (llevaba puesto un pantalón que le
daba la apariencia de una obrera), recordó la humillación de ser el
padre de una solterona y fue incapaz de consolarla o de dirigirle la
más mínima expresión de afecto. Para él estaba claro que su hija se
había convertido en una cualquiera que siempre andaba rodeada de
hombres, especialmente de uno flacucho y ojeroso que no le gustaba
en lo absoluto. De las películas de Gianella no quiso saber nada;
tampoco de sus ensayos publicados en Pucuna. Sin consultárselo ini-
ció los preparativos para que regresara con él a Guayaquil, pero ella
no tardó en sacarlo de su error: «No iré», le dijo, «primero muerta
antes que regresar a ese manicomio». Entonces, Medardo la golpeó y
Ulises golpeó a Medardo.
Ese fue el fin de toda relación paterno-filial.

2. Gianella y Ulises
Antes de regresar a Guayaquil, Medardo Silva se encargó de dejar
sin techo y sin dinero a su única hija. Hasta ese momento Gianella
jamás se había visto en la necesidad de trabajar: con la mensualidad
de su padre le había bastado e incluso sobrado para costear los pe-
queños gastos de la producción de sus cortometrajes. Frente a tales
circunstancias no le quedó otra salida que mudarse provisionalmen-
te a la casa de Ulises Estrella. La convivencia fue problemática: para
ese entonces él vivía con su novia, Mónica Glantz, prima de Alfonso

232
Mónica Ojeda

Murriagui, miembro activo del Movimiento Tzántzico. La presencia


de Gianella representó una molestia para Mónica desde el primer
momento; no le gustó su carácter silencioso, dormido, su andar im-
perceptible, casi gatuno, ni sus ojos que contrastaban con tanto si-
lencio, que escondían imágenes peligrosas, que silbaban.
Pero la gota que derramó el vaso fue la noche en que Mónica, mien-
tras hacía el amor con Ulises, vio dos pupilas dilatadas, rojizas, como
las de un gato en la oscuridad, asomándose por la puerta que ella
misma había cerrado y que en ese momento permanecía entreabier-
ta. Mónica gritó y Ulises saltó de la cama, trémulo, mientras la figura
animalesca huía y se encerraba en el baño.
Gianella lloró hasta el amanecer.
A la mañana siguiente se disculpó con Ulises y Mónica, pero la de-
cisión ya había sido tomada. Ulises le entregó una pequeña suma de
dinero para que pudiera pagar, por lo menos, tres meses del alquiler
de un piso. También le regaló la tarjeta de un amigo suyo que estaba
en condiciones de ayudarla a conseguir un trabajo de profesora en
algún colegio.
Esa misma tarde la invitó al cine y vieron El satiricón de Fellini. En
la mitad de la película Ulises lloró. «Lo siento», dicen que le dijo.
Nunca más se volvieron a ver.

4. Gianella y el alcohol
No es necesario decir que Gianella Silva jamás se contactó con el
amigo de Ulises; que arrugó la tarjeta y que la tiró en algún sitio

233
Mujeres que hablan

mientras caminaba sola, perdida, por las calles indolentes de Quito.


Si hubiera conservado la tarjeta, probablemente, su amistad con
Ulises no habría tenido fin. Sin embargo, lo hizo: tiró la tarjeta y no
se volvieron a ver nunca más.
La humillación que Gianella experimentó en ese periodo de su vida
es para nosotros inimaginable. Tan pronto abandonó la casa de su
único amigo entró en un café mugriento y consiguió un puesto de
camarera. Trabajó allí durante el resto de sus días.
Lo del alcoholismo, en cambio, es fácil de imaginar: no tenía familia,
no tenía amigos, estaba tan sola como el día en el que nació; tenía un
trabajo muy por debajo de sus capacidades en donde le pagaban una
miseria y, además, vivía en un piso de veintidós metros cuadrados.
Eso es lo que se sabe con certeza de su vida durante la década de los
setenta: que tuvo una vida mísera y que se hizo alcohólica. Durante
ese periodo no se contactó con ningún tzántzico, no se relacionó con
nadie ni volvió a filmar más cortometrajes. Se sabe, sin embargo, que
continuó dibujando mapas con delineadores de cejas en las paredes
de su minúsculo piso. Esta fue, sin duda, una época de réquiems
anticipados.
Las razones por las que decidió olvidarse de sus cortometrajes, del
Tzantzismo y de sí misma no quedaron documentadas, pero no-
sotros, que conocemos mejor que nadie la ausencia de su obra, es-
peculamos que quiso convertirse en un ser irrepresentable, en un
fantasma, en una figura acuosa y transparente de silueta ficticia; qui-
so que si alguien, alguna vez, sentía el impulso de dibujar el mapa
de Gianella Silva tuviera que, inevitablemente, reproducir la carta
náutica de La caza del Snark; bostezar, dejar el papel limpio y trazar,
si así lo quería, si eso hacía que sintiera su labor menos inútil, un
marco que encuadrara la nada.

234
Mónica Ojeda

5. Gianella y el mar
No sabemos si Gianella murió en un accidente de tránsito o en un
accidente marítimo. Nos queda claro que el auto en el que viajaba
cayó por un despeñadero de la provincia de Santa Elena y que se
hundió en el mar, que su cuerpo fue encontrado en alguna playa y
que la señora que le cobraba el alquiler fue la última en enterarse;
que Ulises Estrella, pocos días después del entierro, buscó en los
archivos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana los cortometrajes de
Gianella sólo para descubrir que se habían perdido, que para ese en-
tonces ya nadie se acordaba de Pucuna, que cuando la gente hablaba
de los tzántzicos, si es que hablaban de ellos, sólo mencionaban a los
otros, nunca a Gianella.
Que la historia, al haberla omitido, se había transformado en
literatura.

235
RouraRou
Tania
Roura

raRouraRo
RouraRou
Una danza melodiosa
a veces imprecisa y esporádica

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Sin duda la literatura refleja el momento que vive la sociedad en su
conjunto, por eso la mujer aparece en buena parte de la literatura, de
forma marginal, camuflada o mal interpretada. Aún en el caso de ser
la protagonista, casi siempre se supedita a una figura masculina que
la conduce, domina, destruye o salva. Esto ha sucedido durante toda
la historia de la Literatura, podemos ver los cambios en derechos con
solo echar una mirada a los diálogos.
Claro está que una literatura sin un personaje femenino fuerte, aun-
que solo aparezca esbozado o idealizado como Dulcinea del Toboso
o rescatado como Madame Bovary, terminará por ser plana e insí-
pida. En la literatura ecuatoriana, salvo algunos personajes fuertes
y totalmente protagónicos como La Tigra, de José de la Cuadra, el
personaje femenino ha hecho más el rol romántico que constructor.

239
Mujeres que hablan

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
La calidad y el trabajo arduo de varias escritoras, han logrado des-
tacar en un medio donde el hombre continúa dominando, no solo
por el número sino por las oportunidades, la toma de decisiones
culturales, la directiva en organismos que apoyan, etc.
Hay también un mayor número de mujeres que leen, que valoran las
letras y que se ven representadas por ellas. No veo transformaciones
destacables, porque el peso patriarcal sigue siendo notorio.
Cayendo, sin duda, en feminismo; creo que cada día la literatura
ecuatoriana de mujeres, da pasos al frente como en una danza melo-
diosa, a veces imprecisa y esporádica pero consciente.
Rescataré, con alegría, que cada vez son más las mujeres escritoras y
que no pocas lo hacen muy pero muy bien.

Tania Roura Machuca. Quito, 1952. Ha sido parte del taller literario Tientos y
Diferencias (1980-1982). Pintora, editora, diseñadora gráfica, guionista de cine y
televisión, cuentista y poeta. Como novelista ha publicado Manuela Sáenz . Una
historia maldicha, Mariana Carcelén, una historia en el Estrado. Prepara una obra
sobre Marietta de Veintemilla.

240
Manuela Saenz
Una historia maldicha
(Fragmentos)

—¡A
leluya aleluya. El Libertador llegó!
— ¿Cuál Libertador?
— ¡Bolívar!!
— Escondan a los hijos y a las hijas.
— No, a los más guapos y fuertes ofrézcanles de oficiales. Y a las más
bonitas y hacendosas de anfitrionas, musas o amantes.
— Bah. Aquí en este pueblo somos pardos, cholos, longos, zambos,
indios. Nuestras mujeres no son bonitas: Mucha bemba… muy
prietas… muy zambas… unas pati cortas… otras muy finas. Huelen
a sudor, a tierra y la piel se les ha vuelto suela con el sol. La mayoría
solo sirven para guarichas.
—Son sacrificadas, valientes, amables y sobretodo buenas cocineras.
Nuestros hombres son altivos, aman la tierra y la libertad, son fuertes
y aguerridos…
—Los hombres irán de carne de cañón, de cargadores, de sirvientes,
morirán sin entierros. Se los comerán los gallinazos. Y solo se
acordarán de ellos sus mujeres y sus hijos.

241
Mujeres que hablan

— Serán héroes. Los capitanes, coroneles y generales nos mandarán


medallas y unos reales…
—Escondan a los hijos o no volverán a verlos.
—En Pativilca, a medio camino entre Trujillo y Lima, Simón
enfermó. ¿Tabardillo? ¿Su tisis se declaraba? ¿Le faltaban mis amores
o le sobraban los amores de las otras? Corrí a su encuentro, abandoné
Lima llevando mi cofre y el archivo personal que él me había confiado.
Sus apasionadas y desesperadas cartas me decidieron. El Callao fue
entregado por Torre Tagle a los realistas y tuvimos que evacuar Lima.
En Huamachuco me enteré que ya no estaba en Pativilca sino en
Huaraz, restableciéndose de sus males en los brazos de otra Manuela.
La Madroño. La respuesta a mis cartas cundidas de celos y reproches,
fue un reto: «Estos nevados sirven para templar el ánimo de los
patriotas que engrosan nuestras filas. ¿A qué no te apuntas? Nos
espera una llanura que la Providencia nos dispone para el triunfo.
¡Junín! ¿Qué tal?» Y como a mí no me reta nadie y tengo fama de
valentona, ahí estuve, en Junín y en otras batallas. ¿Sabe? Pese al
cansancio y al frío… el ruido de los cañones, la incomodidad de las
tiendas de campaña, mi nuevo atuendo: el uniforme de Capitán de
Húsares le daban a nuestros encuentros amorosos aires de novela.
Habíamos estado separados por más de 6 meses y la pasión trataba
de ponerse al día. El encuentro tampoco esa vez duró mucho. ¿Huía
de mí? No era por la guerra, me sabía capaz de seguirle a cualquier
lugar y servirle. ¿Miedo a comprometerse más? ¡Pero si ya todos me
reconocían como su mujer y nadie dudaba de mi compromiso por la
causa! Las separaciones siempre se planteaban por unos días, máximo
unas semanas y terminaban siendo de largos e interminables meses.
Quedé con el ejército al mando de Sucre cumpliendo los deseos de
Simón: convertirme en sus ojos y oídos dentro de las tropas. Me

242
Tania Roura

integré al ejército como una prueba más de lo que era capaz de hacer
por él. Largas jornadas de caminos, interminables noches esperando
el ataque enemigo en las soledades del catre de mi tienda. Entre
los abismos de los desfiladeros de los Andes, el páramo, los valles
desiertos donde el viento muerde, me preguntaba ¿Hay algo más
distinto y alejado de mi vida de lujo de salones y sábanas de seda?
Y… ni siquiera lo tenía cerca. A esas horas él, nuevamente en Lima,
me era infiel.
—Usted creía en la causa americana, sabía la importancia de esas
batallas…
—Sí, y pese a las traiciones y derrotas sigo creyendo, tal vez más que
usted, más que ninguno en esta tierra, pero yo no era necesaria en
esas batallas, sino un estorbo al que Sucre y otros oficiales debían
cuidar. Un bulto en resguardo.
—Manuela…
—No me interrumpa, quiero contar por una vez mis penas. Una
noche, mirando al Condorcuna —el cerro donde acampaba el
enemigo—, escrutando las estrellas; aterida de frío pues la proximidad
del enemigo no nos permitía encender hogueras; con hambre; con
miedo por la espera de una batalla muy desigual —3000 y algo de
nosotros frente a 10 000 realistas—; pensé en regresar a mi casa.
Pero… ¿dónde estaba mi casa? ¿En Quito? ¿En Lima? Esa pregunta
me la he repetido siempre. Esta vieja y desvencijada casa en Paita
es la única verdadera que he tenido. ¿Volver a dónde?… Esa noche
se repite en mi recuerdo trayendo el viento helado y húmedo del
páramo y el dolor del hambre. Llevábamos días sin comer a causa
del cerco de los realistas. ¡Cuánto frío y dolor de tripas produce el
hambre! Opté por arroparme bien y tratar de dormir, de olvidar mi

243
Mujeres que hablan

estómago y de recobrar en mi memoria un lugar cálido y amable.


Somnolienta, sentí una mano amiga en el hombro. Era Antonio José,
el General en Jefe tenía la encomienda de velar por mí. Me sonrió
con la misma confianza de cuando nos conocimos en Quito, había
adelgazado mucho y ya no mostraba el porte juvenil de entonces; dos
arrugas en su frente le daban sombras de pensador, pese a sus mejillas
peladas por los aires del páramo y el polvo de las largas cabalgatas,
se veía muy hermoso. Yo que me sentía sola, abandonada y burlada,
tomé el trago de Pisco que me ofrecía y al devolverle la bota, retuve
su mano y lo atraje. Temblando de frío y de llanto represado, me
acurruqué en su pecho y dejé que el miedo se convierta en lágrimas y
sacudidos sollozos. Él, entre caricias y entrecortadas palabras pasó de
la ternura a la pasión contenida que me llenó de calor y me sació el
hambre. Despertamos en su tienda de campaña, avergonzados. No
nos atrevimos a mirarnos.
Cinco días después fue la Batalla de Ayacucho. El mismo día que
cumplí 27 años. La euforia nos invadía a todos por lo inevitable
de una batalla que sabíamos decisiva: la suerte del Perú y la de
Bolívar estaba echada. Despojado por el Congreso de Bogotá de sus
facultades extraordinarias como presidente, negado de apoyo y sin
más argumentos para justificar sus razones, sabíamos que si perdía
esa batalla todas las demás las perdería; incluso las que debía librar
contra Santander y el resto de sus enemigos. Les daría la razón: «la
guerra en el Perú es una desgraciada aventura donde Colombia paga
caro, en especies y vidas las locuras del Libertador». Yo tenía la orden
de permanecer, como en Junín, en la retaguardia como responsable
de los abastecimientos y del hospital de campaña. La falta de Simón
me enardecía, me sofocaba. Mi falta me abochornaba, me hería.
Había jurado que esta sería mi última jornada en el ejército. No
podía soportar los ojos culpables de Sucre ni los maliciosos de

244
Tania Roura

Córdova. El antioqueño petulante me irritaba, aunque no dejaba de


admirar lo valiente e imaginativo que era en una batalla. Fue idea
suya una escaramuza de despiste que desconcertó y engaño a los
realistas, obligándolos a atacar por el sitio en el que al día siguiente
nosotros los rodeamos. Y digo nosotros, porque invadida de culpa
y desesperación, vestida de Coronel, llevando bigotes de utilería;
monté a caballo y tomé una de esas lanzas de chonta que fabrican
mis paisanos y, tratando de alcanzar a Córdova, me lancé al ataque.
Muchas veces en mis soledades, imaginé el suicidio. Ese día lo
intenté.
Manuela peleó en Ayacucho con tanto furor que no la reconocieron
sino hasta después de haber pasado la batalla. Parecía uno más de los
lanceros, un valiente jinete. Su actuación le valió reprimendas por
parte de Sucre y miradas burlonas del héroe de la jornada: José María
Córdova. Le valió también, el respeto y admiración de los soldados y
su ascenso a Coronel del Ejército. Solamente Sucre supo que aquella
valentía era un intento por huir del torbellino en el que se hallaba
envuelta y se sintió más despreciable. Cortésmente y sin mirarle a los
ojos le pidió que regresara a Lima. «La ciudad está ya en poder de los
patriotas, la esperan para festejar el triunfo» le dijo secamente y, sin
esperar respuesta, ordenó preparar la partida para el viaje de Doña
Manuela. A mediados de enero ella se reúne con Bolívar a quien la
euforia del triunfo de Ayacucho y el haber recuperado Lima le han
alegrado el carácter y le han inyectado nuevos bríos. Se siente capaz
de enfrentar todo, hasta las críticas a su relación con Manuela.
Él le ha preparado un recibimiento especial y tierno que rescata sus
ilusiones, vuelve a ser feliz y a sentirse amada, va olvidando el frío
y la soledad del Condorcuna. Guarda el secreto de su melancolía y
se conforma con decirse que aquella noche no fue más que un mal

245
Mujeres que hablan

sueño, un espejismo. Sucre, nombrado Gran Mariscal de Ayacucho,


continuó hacia el sur en campañas para liberar al Alto Perú y en
menos de un mes estuvo en La Paz.

—L
as guarichas, las cuarteleras, las soldadescas, las
vivanderas, van tras el ejército cuidando de los
heridos, cargando con las ollas y los alimentos a
un lado y con los hijos nacidos en los campos de batalla, al otro. Son
las últimas que comen y las primeras en levantarse para hacer el agua
de canela. Curan a los heridos con emplastos inventados, consuelan,
besan, esperan. Buscan en los campos de batalla pestilentes, a sus
muertos para llorarlos y enterrarlos al tiempo que encuentran otro
soldado a quien seguir. Yo, como ellas seguí a mi soldado. Curé
heridos y preparé las viandas. Como ellas, busqué en los montes
hierbas que mitiguen el hambre y engañen la tristeza. Yo fui la
guaricha del Libertador. Y cuando él faltó, pasé semanas, meses en
mi peregrinar detrás de ese ejército de posesos, buscando el olor a
pólvora y los gritos desgarrados de los olvidados en el campo.
Volví a Lima. Por unas pocas semanas vestí los trajes de baile y las
diademas de perlas. Suavicé mis manos con aceites y perfumes y las
extendí para ser besadas en los salones. Frívolos y cerrados salones
donde se hablaba de poder, de propiedades. De prebendas, títulos y
nombramientos. Yo, antes parte fundamental de esas reuniones, me
sentía extraña, desconocida. Llegaba a tal punto mi aburrimiento
que me dediqué a beber como tonel sin fondo en tanto que Simón,
el guerrero sencillo, capaz de comer hasta arañas en el monte, se
volvió exigente en las mesas de la sociedad limeña. No admitía sino
champagne para beber y faisán para comer. Bebía y comía muy poco

246
Tania Roura

pero con el refinamiento que cualquier corte le envidiaría. Se medía


trajes y ensayaba perfumes e incorporó a su lenguaje cotidiano, frases
en francés. Las damas que buscaban agradarlo, se sucedían día tras
día. Las disputas y las escenas de celos mías, también. Para equiparar,
él me celaba. Buscaba en la mirada de sus oficiales, mi culpa.
Insultaba a Thorne cuando me demoraba en las salidas. Revisaba mi
cuerpo oteando señales. Olía mi ropa, descifrando olores. ¡Pero si no
tenía más ojos, ni oídos, ni cuerpo que para él! Tal vez era su forma
de evitar mis ataques de celos. Yo era la amante oficial y muchos me
trataban como a la esposa; lo que no impedía a Simón cambiar de
amantes como de camisa. La señora Hart, la esposa de un Coronel,
la hija de un embajador, en apenas tres meses. Lo veía transformarse
en un ser petulante, engreído y superficial y así se lo hice saber. «No
ve que este papel de Emperador es el que necesito para mantener por
un tiempo tranquilos a los contrincantes, o es que acaso cree que me
volví pendejo».
—Vuelvo a verte Manuela, aclamada por Lima, vestida de coronel
y escoltada por Jonatás y Nathan tus «oficiales». Se divertían
escandalizando a la ciudad, pero la ciudad se divertía con ustedes
y el barullo que armaban por todas partes. En la noche los salones
resplandecían para iluminar tus rizos y los oídos de los invitados se
afinaban para escuchar tu risa. Te adueñabas de los espacios, de las
miradas y los suspiros, mientras yo enloquecía en la cama ancha y
perfumada que te pertenecía. El triunfo nos hacía dioses, éramos la
gloria y el poder. Te amaba, me veía en el fondo de tus ojos, adorado
y dorado. Engrandecido, fuerte e idolatrado, casi sofocado de tu
pasión sin límites, ni descansos. Me complacía tu amor, me excitaba,
me poseía, pero también me ahogaba. Para entonces Sucre había
vencido en el Alto Perú y era el Presidente de la nueva República
de Bolivia. Se agrandaban las fronteras de mi sueño americano y

247
Mujeres que hablan

para poner distancia entre tus ojos adoradores y los míos fatigados,
para terminar con esa farsa del poder y la gloria, me marché rumbo
al sur y al altiplano. Simón Rodríguez, recuperado después de años
vagabundos, me acompañaba en el camino. Él tenía la facilidad para
revivirme los sueños, las utopías y las locuras. Cruzando desiertos,
punas y mesetas interminables, íbamos planeando un mundo a la
medida de nuestras ideas que brotaban incansables: Utopía, con
nuevas formas de gobernar, nueva educación para impartir. Nuevos
hombres. El entusiasmo nos embriagaba. Sacábamos de nuestros
recuerdos las ideas resucitadas que nos llevaron por la ruta de la
emancipación, las que nos hicieron creer en la Unión Panamericana.
Sabíamos que eran muchos los errores, que hasta entonces habíamos
construido naciones rengas, pegadas con saliva. Era el momento
para una nueva constitución, la boliviana, decantando los errores de
las otras y afianzando lo que somos: diversos y únicos. Era tiempo
de victorias.
Durante el camino hasta La Paz fui aclamado en todos los pueblos
y ciudades. Me regalan tesoros, flores y esperanzas. La confianza
destellaba en los ojos de hombres y mujeres para embriagarme en
visiones, para poner a mi alcance todas las realidades. Por primera
vez me sentía capaz de construir y conducir una verdadera nación.
En el Cuzco me obsequiaron una corona de oro y piedras preciosas.
Dicen que la ciñó el primer Inca y como él me sentía Constructor
invencible, amado, escogido. Descubría que mi destino ya no era la
guerra, sino conducir a ese pueblo a un mundo perfecto y armonioso.
Tenía conmigo a los mejores hombres: Sucre: claro, transparente,
honesto, metódico y recto. Simón Rodríguez: creativo, brillante,
revolucionario y visionario. ¿Para qué más? Solo me faltabas tú,
Manuela. Íntegra y aguerrida, apasionada. No quiero abandonarte
más. Como has dejado de escribirme, mando mensajeros que eviten

248
Tania Roura

lo que me has anunciado en tu última carta, viajar con tu marido a


Inglaterra. ¡Si estará loca, ella me pertenece! —digo y protesto—.
Me pertenece como yo le pertenezco, pese a mis continuas huidas
—admito—. Quiero que juntos hagamos esta nueva República
donde florecerá lo mejor de nosotros —sueño—. Te escribo
una apasionada carta a la que sé no podrás resistirte. La termino
apremiante: «Aquí estamos. Sucre, Rodríguez, yo mismo. Ven.» Y tú
me contestas todavía resentida: «…voy porque usted me llama, pero,
después no me dirá que vuelva a Quito, pues más bien quiero morir
que pasar por sinvergüenza…»
— ¡Y me tocó el papel de sinvergüenza! Esa vez ni Jonatás ni Nathan
quisieron acompañarme. Ellas sí disfrutaban de Lima, de su música,
sus bailes, su sensualidad. Se sentían en su casa y participaban en
todas las cofradías de negros de la ciudad y sus alrededores. «Nosotras
aquí les guardamos las espaldas, le cuidamos la casa. Le regamos
las matas del jardín…» me convencían. «Además vusted ya va con
una buena comitiva. Con sirvientes más obedientes y menos vagas
que nosotras ¡Déjenos aquí, se lo rogamos!» y cedí. Durante los dos
largos meses que duró el viaje hasta el Alto Perú, fui preguntándome
si nuevamente iba de guaricha.
Llegué a la tierra donde al fin iban a darse los frutos de tantos
años de lucha. Simón, entusiasmado con su nueva República, me
recibió alegre, amante, rejuvenecido como un adolescente, listo a
compartir la pasión reencontrada, los amigos, las ideas que bullían,
saltaban y exaltaban. Sucre, Rodríguez, Bolívar y yo, hicimos planes,
redactamos leyes y códigos. Nos empeñamos en comunicar al resto del
mundo que habíamos encontrado la fórmula para construir la Patria
Grande. La Unión Panamericana sería la instancia mayor. Luego
la federación de naciones donde cada una conduciría sus propias

249
Mujeres que hablan

realidades, para beneficio propio y del resto de la Patria Grande.


Solamente Sucre parecía no creer en que una nueva constitución
fuese la fórmula: «Recuerde, general, que usted es el Presidente de
la Gran Colombia; que se debe a la Constitución de Cúcuta la que
apenas podrá ser modificada dentro de seis años» —advertía. ¡Me
limpio con esa constitución! Lo que hemos hecho, en estos más
de veinte años de guerras, es una ¡Revolución! Y las revoluciones
no pueden ser encasilladas entre leyes absurdas y viejos anatemas.
Estamos creando, ¿Me oye? Creando un nuevo orden, una nueva
patria. ¿Qué carrizos vamos a crear con viejas leyes? ¿O con nuevas,
disparatadas y hechas a conveniencia del leguleyo que la imponga?
La constitución de Cúcuta está hecha de remiendos, de mentiras, y
sobre todo de injusticias. Es un remedo de constituciones europeas,
viejas, aplicadas en un continente de mestizos, negros e indios.
—El general Santander y el Congreso…
—¡Pueden irse p´al carajo! No hemos hecho la guerra para que
Santander y los consabidos se repartan el pastel, ni para que unos
cuantos diputados vaya al congreso a…
—…roncar
—Sí, como dice Manuela, a roncar. Porque la mayoría no hace sino
aceptar lo que sale del Palacio de San Carlos. ¡Ahora sí, voy a ejercer
la presidencia, voy a conducir a estas naciones!

Durante algo más de cinco semanas se redactaron declaraciones,


cartas, proclamas que servirían para la lucha diplomática y legal.
Bolivia no peligraba. Perú no reclamaría poder sobre ella y Buenos
Aires con sus problemas internos y sin líderes, se obligaba al ayuno.

250
Tania Roura

Las guerras civiles en el Río de la Plata estaban a la orden del día,


igual que en Chile. Además teníamos el apoyo de los que durante
décadas habían hecho la revolución en el Alto Perú y que habían
recibido la saña de los virreyes y ejércitos realistas de Lima y Buenos
Aires y no estaban dispuestos a ceder a nuevas ambiciones. Una
nueva nación, sin los vicios y cadenas del pasado, era posible. Simón
Bolívar, como Dictador Supremo del Perú, debía renunciar y pedir
la adhesión de ese país a la nueva constitución con lo que aseguraría
a Bolivia su autonomía. Para eso debía regresar a Lima, donde la
política y el poder se habían convertido en una larga borrachera en
la que nadie sabía quién es quién.
—Él volvió a partir, y yo me quedé en la retaguardia —esa vez
fue mi decisión—, en una ciudad y un país que me recordaban
al mío. Chuquisaca era como mi Quito, impredecible. Con sus
gentes, amables pero desconfiadas. Igualito que en mi tierra. Sin
responsabilidad fija, pero a cargo de los archivos, las cartas y las
comunicaciones, más los oídos atentos, me incorporé al nuevo sueño
de Simón. Él nos dejó a cargo. Los que estábamos éramos sus más
fieles ¿amigos? Con Simón Rodríguez, encargado de la Educación
Pública de la nueva República, congeniamos enseguida. Las ideas
iban tan rápidas en su cabeza que se desesperaba por expresarlas.
Aprendí a oír su primera frase y completar el resto. Entusiasmado
en una nueva teoría educativa, hacía planes para los próximos
cincuenta años y rejuvenecía de tal manera que borraba cualquier
duda de que estuviera, medio siglo después, dirigiéndolos. Tenía
un genio difícil, variable, pero era tan franco, abierto y bueno, que
las rencillas y diferencias se saldaban frente a una taza de café y un
tabaco. Dos vicios que le agradezco, hoy, en mis soledades. Gracias
al tiempo, curador de culpas, Sucre ya no me rehuía. Volvimos a ser
los amigos de antes de Ayacucho. Contrario a Rodríguez y a mí, no

251
Mujeres que hablan

le invadía el entusiasmo. Recto, responsable y sin dobleces, estaba


allí por decisión de Bolívar, aunque sus deseos fuesen volver a Quito
y casarse con Mariana.
—¡Por Dios! Cásese aquí, miré cuan bonitas son las santacruzanas. Y
las hay con títulos y apellido, si es eso lo que busca.
—Busco tranquilidad. Un sitio donde criar mis hijos y cuidar mis
tierras. Yo vengo de una familia numerosa y unida. No aguanto más
este ajetreo de la guerra.
—Usted habla como San Martín, con dolor. ¡Alégrese! ¡Ya la guerra
acabó y es el Presidente de una nueva República, lista para ser
conducida por los mejores derroteros.
—Esta no es una República, es una ficción. Un invento de Simón
Rodríguez. Una necesidad del Libertador. Créame, Manuela. Esto
no durará. Las teorías educativas de Rodríguez escandalizan a todos.
Padres de familia, curas y maestros vienen a darme quejas. ¡Dicen
que para enseñar anatomía se pasea desnudo frente a sus alumnos,
quienes no reciben clase en un aula sino a campo abierto, como los
venados!
—Usted sabe que son exageraciones. ¡Pronto dirán que tiene cuernos
y que huele a azufre!
—¡Y huele! Lo principal no es si exageran o no. Sino que nos
hemos abierto varios frentes para que nos ataquen. En Bogotá, la
furia por lo que llaman la egolatría del Libertador teje redes, arma
conspiraciones. ¡Ya lo verá, seremos presas fáciles!
—Tejamos las nuestras, ahorquemos con ellas a Santander y a sus
acólitos.

252
Tania Roura

—Santander es una máquina implacable. Yo, que fui su amigo,


puedo decirle lo peligroso que es ser su enemigo.
—¡Elé! ¿Y le vamos a tener miedo a ese farsante?

253
Pasaguay
María Fernanda
Pasaguay

Pasaguay
Pasaguay
Acciones que defenestren los estereotipos

¿Cuál es su percepción sobre la mujer como personaje en la literatura?


Creo que en el Ecuador hay tantas mujeres como hombres que escri-
ben extraordinariamente. No existen, pues, en otras palabras, pro-
blemas de calidad ni de cantidad cuando se habla de la representa-
ción de las letras femeninas en nuestro país. Quizás, en todo caso,
existe un problema de desconocimiento, de escasez de promoción.
Quizás hay incluso un problema —que no solamente es nuestro—
de tradición, de una imagen atávica que restringe la literatura así
llamada femenina a unos rasgos preconcebidos que no suelen ser
enriquecedores o halagüeños. El papel de toda mujer que se dedica
a la literatura en el Ecuador, ya sea desde la lectura, la escritura,
la crítica, la promoción, la edición, la gestión cultural, la docencia
es, precisamente, ejercer, cada una desde su nicho, acciones aser-
tivas que defenestren tales estereotipos. Y creo que estas acciones
están ocurriendo. Las mujeres ecuatorianas dedicadas a la literatura
no son entes pasivos o quejumbrosos. Por el contrario: escritoras
como Sonia Manzano, Solange Rodríguez, Mónica Ojeda, Gabriela
Alemán, María Auxiliadora Balladares, sólo por mencionar a unas
cuantas, desde su letra, desde la calidad de su producción literaria,
sin necesidad de montarse en un aparato marketero, determinan el

257
Mujeres que hablan

único papel que a las mujeres —y a cualquier escritor— puede exi-


gírsele dentro de la literatura a la que en alguna medida representa.

¿Como escritora qué transformaciones destaca en la sociedad ecuatoriana


actual?
Voy a referirme específicamente al ámbito del quehacer literario.
Definitivamente, debo señalar que la escritoras gozan de mayor vi-
sibilidad, y las expectativas que el lector construye alrededor de una
pluma femenina, son más exigentes, prescindiendo de consideracio-
nes de género que no deben pesar en el juicio objetivo de la calidad
de una obra. Del mismo modo, han ido relegándose las preconcep-
ciones sobre los temas y estilos que solía creerse procedían, casi de
manera exclusiva, de la pluma femenina. Esto deviene como conse-
cuencia de un replanteamiento de la identidad de la mujer y de su
función dentro de la sociedad. Se trata, desde luego, de un cambio
paulatino, que ciertamente aún resulta entorpecido por esquemas
ideológicos conservadores y tradicionalistas.

María Fernanda Pasaguay Laborde. Guayaquil, 1976. Ha trabajado durante


más de quince años en el ámbito de la docencia literaria. Desde muy joven se in-
teresó por la literatura y comenzó a realizar exploraciones en el quehacer literario.
En el año 2009 publicó su novela ondisplay 2.0, que fue bien acogida por la crítica
y los lectores. Actualmente trabaja en la producción de su segunda novela.

258
ondisplay 2.0
(Fragmento)

The Kill (30 Seconds To Mars) September 8, 2017


@ 13:06

M
e voy a morir de pena, me voy a morir de amor y todos
los demás clichés líricos. Pero también me voy a morir de
aburrimiento. Mi vida ha sido siempre muy sosa cada vez
que a Luciano se le ocurre salir de ella. Encuentro el sexo monótono
y la comida insípida. Mis hijos no me inspiran nada. «¿Nacieron
sanos?» «Y bellos.» Los encontré feos, casi monstruosos. «¿Es normal
que tengan todos estos pelos?» Pesaban cinco libras, medían treinta
centímetros. Andrea los sacaba orgullosísima en el coche doble, iba a
visitarme a la oficina para que todo el mundo los viera. Todo eso es-
taba muy bien; me ayudaba a pasar el tiempo hasta que él entrara en
razón y regresara —como eventualmente sucedió— a cuatro patas,
con el rabo entre las piernas. Durante nuestra separación más larga
—¿ves que resultó exactamente como yo le había dicho a él y que
superamos con creces la prueba de la distancia?—, yo me consagré,
como si de verdad me importara, a mi imagen de hombre feliz y
exitoso. ¿Leíste el artículo en la revista? Hay un link en mi Facebook:
«Padres jóvenes y triunfadores», y la foto para portada. Estoy seguro
de que Luciano estaba al tanto de mis andanzas; apenas empezó a
correr la noticia sobre el asunto de mi madre, él concertó la reunión
con Andrea.

259
Mujeres que hablan

«Mira cómo han crecido los mellizos.» ¿En un mes? Detesto que se
rebaje al rol de mujercita dulce, complaciente. Nuestra breve vida
de casados debió haberle hecho comprender que usarlo conmigo era
una imprudencia. En lugar de seducirme para que me metiera en
su cama y cumpliera mis obligaciones maritales, me espantaba al
estudio, y eventualmente, en alguno de mis viajes a Guayaquil, a los
brazos de Gregorio o cualquier otro mariconcito de ocasión. Sí. Han
crecido un poco. «Tengo mucha ilusión con este viaje.» Yo no. Ya me
libré de ilusiones y afines. «Vas a ver a tus hijos crecer, tal vez hasta
casarse y darte nietos.» No. No voy a verlos.
Sin Luciano, la vida me resultaba un fastidio intolerable. Adelgacé.
Seguía con displicencia, accediendo en todo, los planes concernien-
tes a mi futuro. Pasaba mucho tiempo en el gimnasio y jugando con
el Wii que me había regalado mi papá, ni recuerdo con qué pretexto.
Le hacía de chofer a Andrea. A Tofi y a Nathalie los veía menos;
eran unos traidores por no haberse peleado con Ricardo, y de todos
modos Óscar prefería no acompañar a su enamorado si se trataba
de reunirse conmigo. A él le agradaba Luciano, y aunque Ricardo
era un paradigma ambulante de «Cumbayá generation», admiraba
en cualquiera la cualidad de jugárselo todo con tal de conseguir lo
que deseaba. Acerca de mí, en cambio, coincidía contigo en que era
un mariquita llorón que mucho prometía y después se echaba para
atrás: «Daniel says: I won’t offer you my pity. No. I don’t blame you. But
I still don’t know exactly what happened and I might never find out. In
our common past you caused him a lot of unnecessary suffering. I can´t
help but thinking maybe this too could have been prevented. Gustavo
says: Lol. You might have as well fed me the pills or put the gun to my
temple. Daniel says: Forgive my rudeness, Tavito. I won’t be disrespectful
and compare my pain to yours. Please try to understand I’m mourning
as well.»

260
María Fernanda Pasaguay

Mis papás estaban en una de sus temporadas insoportables. Me


arrastraban con ellos a restaurantes, me pasearon por un par de hos-
terías de trescientos dólares por noche, «dos adultos y un niño de
dieciséis años», e incluso me condonaron la deuda de Galápagos
porque bastante había pagado con la «desagradable experiencia». No
tenía motivos para insistirle a Luciano con aquello de la devolución
del dinero. Habré hecho un par de menciones, las que viste publi-
cadas, obviamente por puro despecho, sin que significaran nada en
realidad. Él lo sabía. Por todo lo que yo lo había adorado, debió
ahorrarme la crueldad de enviarme, a través de Karina, el anillo de
compromiso y un cheque por ochocientos cuarenta dólares con la
firma de Alfonso Cortés. Tan abatido como estaba, sólo pude llorar.
Fue Andrea, que nunca estuvo por encima de las maquinaciones,
quien lo escaneó y tagueó en la foto a Ricardo. No sé qué cuento le
habrán hecho tragarse a él.
Mi madre decidió que yo necesitaba unas auténticas vacaciones, sin
obligaciones de adultos ni dramas pasionales, como correspondía a
un chiquillo de dieciséis años. Para el primero de agosto ya me tenía
secuestrado en Florida, con Andrea, a quien invitó con la convicción
expresa de qué así yo lo habría deseado. Me hizo repetir parques te-
máticos que no me habían interesado ni a los seis años; me compró
montones de ropa y hasta me inscribió en lecciones de surf.
Como consecuencia lógica, eventualmente comencé a compartir
con mi mejor amiga mis fantasías acerca de cuáles habrían sido las
atracciones favoritas de Luciano, cómo se habría embelesado vién-
dome con una u otra prenda, cuánto habría admirado mi facilidad
para conservar el equilibrio sobre la estúpida tabla. Ella me rega-
ñaba: «tienes que olvidarte de él; mira el daño que ya te hizo. Yo
siempre estoy de tu lado, pero tienes que olvidarte de él.» Después,

261
Mujeres que hablan

logré que me ayudara con una mentirijilla blanca —«voy al cine


con Andrea»—, para que mis papás no se enterasen de que a pesar
de todos sus esfuerzos, acudiría a la presentación de Luciano en las
jornadas.
«Qué bueno que estés aquí, Gustavo. ¿Es idea mía o estás más alto?»
Andrés era un tipo excelente; aunque no se hacía ilusiones, merecía
a alguien que cuando menos quisiera enamorarse de él. Nos había
conseguido excelentes butacas, y apenas yo le había enviado un men-
saje para confirmarle mi presencia en el teatro, aun con lo ajetreado
que estaba con su cargo de organizador, acudió a recibirnos. Ofreció
llevarnos tras bastidores. «Lead the way». Yo lo añoraba tanto que
hasta me había persuadido a mí mismo de que no era descabellado
perdonarle su deslealtad, y si él no deseaba otra cosa de mí, gustoso
me convertiría en uno más de los de su gang. No podía ser tan malo.
Tenía el ejemplo de Toño. Y en todo caso, si cesábamos la insultade-
ra1 y yo prorrogaba el viaje a Argentina, seguramente él entraría en
razón y podríamos retomar nuestro amorío.
Procuré ser fiel a mi propósito. Al verlo, hice esfuerzos conscientes
por controlar mi nerviosismo. Me acerqué con paso seguro, le tendí la
1
ricky666. My chano and me dancing, kissing and other stuff. Comments: (6 hours ago) sand-
eroftheuniverse: Tú y cuantos más pendejo? Yo si sé quien eres. Agradece que por el chano no te
voy a romper la concha. (12 h ago) tadziobosie: I’m going to fuck the lights out of this whore,
make him suck me, cut his dick and kick his skull open. ondisplay85359: Lol. Hay cada freak.
tadziobosie: Te conozco maricon de mierda, Luciano Bastidas. Voy a hacerte una visita con mis
amigos a tu casa, ya que quieres tanta verga. (1 day ago) yaoiemofangirl: sorry dont wanna be
mean but I liek him better with Tavo! ondisplay85359: w.e. Choke on your own vomit. Fuck
you. jasonxgraham: I’ll vomit. The traitor and the cheater. the lights out of this whore, make him
suck me, cut his dick and kick his skull open. ondisplay85359: Lol. Hay cada freak. tadziobosie:
Te conozco maricon de mierda, Luciano Bastidas. Voy a hacerte una visita con mis amigos a
tu casa, ya que quieres tanta verga. (1 day ago) yaoiemofangirl: sorry dont wanna be mean
but I liek him better with Tavo! ondisplay85359: w.e. Choke on your own vomit. Fuck you.
jasonxgraham: I’ll vomit. The traitor and the cheater.

262
María Fernanda Pasaguay

mano. «Andrés estaba triste porque pensaba que no ibas a venir.» «Yo
también soy gay. Por supuesto que tenía que venir.» Da Gang y Mabe
Garrido iban a intervenir también con un número; Paula Alexandra
Donoso, Doménica y Sebastián habían preparado la coreografía con
Luciano, y Daniella y René no estaban dispuestos a perdérselo por
nada. También deambulaban por ahí Manena Cordero y los izquier-
dosos, y Karina con la gente del gansta. La aparición de Agustina y
Ricardo destruyó el espejismo. Ella se puso rígida al verme. No me
saludó. Él avanzó directamente a agarrar a Luciano.
Todo lo demás fue parte de un proceso perfectamente natural. El
teatro era de segunda, aunque importaba poco con un público tan
entusiasta. Por obra y gracia de Andrés, acabamos sentados en pri-
mera fila, cerca de Nathalie y Tofi. Por supuesto, estaríamos sepa-
rados de Ricardo y Agustina apenas por unas butacas, pero está-
bamos entre gente civilizada y más aun en un evento por la paz y
la tolerancia, ¿no? «¡Andy! ¡Tavito!» «¿Cómo así por aquí?» Emulé
el entusiasmo de mi prima levantándola del suelo con un abrazo,
y palié la aprensión de Rafael con una mezcla de la mentira blanca
que les había embuchado a mis padres, «iba al cine con Andrea»,
y la excusa de que mi obligación como individuo gay era acudir a
apoyar a los míos. Hubo diez números en total, todos con ovación
de pie, flores y hasta prendas íntimas lanzadas al escenario. El grupo
de Luciano había preparado una coreografía bastante interesante de
«Move Along»: sin mucha parafernalia, sólo movimientos enérgicos y
algunas acrobacias sencillas que respondían al espíritu de la canción.
¿Alguna vez lo viste bailar en vivo? A mí el kickboxing me ha ayudado
a ser relativamente ágil y flexible —nunca he logrado, por ejemplo,
bajar en un split hasta el suelo—, pero él era impresionante. Estoy
seguro de que si tan poca suerte tuvo en su carrera dancística fue

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Mujeres que hablan

porque su vida concluyó demasiado pronto y por la depresión que el


inepto de Eduardo nunca procuró que le trataran. Me apena si tu-
viste que conformarte sólo con los videos. Excepto por este final del
que algún día, a pesar de mi pesimismo, tal vez sí me despierte, he
sido un hombre afortunado. Luciano bailó exclusivamente para mí
más de una vez. Numeritos eróticos en privado, cómo no, y también
me dedicaría algunas de sus apariciones en público, aunque, como
esa noche, no estuviera seguro de la hilera de butacas en que me
habían acomodado. Da Gang se lució con un cover de «The River»
y, no podía faltar en un espacio abarrotado de homosexuales, Mabe
Garrido cerró triunfalmente con «A quién le importa» (de Alaska y
no de Thalía, según aclaraban los Cordero), y «Todos me miran», de
la Trevi. Yuck.
Andrés volvió a encontrarnos a la salida. Estaba exultante. Contaba
que la prensa había estado presente y que tenía una entrevista en
un canal de televisión para el siguiente día. En su entusiasmo, me
abrazó. No lo rechacé. Era un cuerpo bonito, cálido y delgado, muy
similar al que yo codiciaba. Lo vi a él desde lejos. Como siempre,
se había rodeado de gente bullanguera. Encendió un cigarrillo con
la lumbre del que fumaba Ricardo. Me enfermaba verlos besarse.
Manena apremiaba a su gente porque quería ir a celebrar con el
grupo de Luciano. Andrés no se opuso. «Vayan avanzando ustedes.
Tavito me acompaña a cerrar.»¿Por qué no? Agustina se había encara-
mado en la espalda de Ricardo y se comunicaba a gritos con Joaquín.
«¿Adónde van?» «¡Lejos de ti, pervdero!» Él se dirigió a Andrés. «Les
mando un mensaje.» Andrea se puso difícil: «Tavito, yo quiero irme
a mi casa.» Óscar y Tofi ofrecieron llevarla. «Ándate a tu casa, por
favor. No vayas a andar persiguiendo a Luciano.» Por supuesto que
no. Iba a acompañar a Andrés y luego me iba a mi casa. Si que-
ría, la llamaba apenas llegara. Me dejó con Andrés y con Roberto.

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María Fernanda Pasaguay

Echamos algunos candados, nos llevamos una cajita de hierro donde


habían guardado los talones y el dinero. Roberto se despidió. «Los
veo más tarde.» Me dio una palmadita en el hombro. «Trátame bien
a mi panita.»
No strings attached. Andrés simplemente estaba soltero desde hacía
unos meses y quería celebrar una noche triunfal con una dosis de
buen sexo. Yo parecía limpio, vigoroso, y suponía que me había dado
cuenta de que le resultaba tremendamente atractivo. Ya tenía diecio-
cho, ¿no? Mentí: sí, pero a él le tocaba poner los condones. Andrés
era dócil y tierno; menos vergonzoso, se permitía exhalar gemidos y
otros ruidos que Luciano siempre había procurado contener, como
si con tales restricciones fuera a parecer menos maricón. Hasta con-
versamos un poco: sus padres no le habían perdonado jamás su
orientación sexual, así que él vivía desde los catorce con unas tías
solteras, que afortunadamente lo adoraban. Por si no me acordaba,
en el ring le había referido yo la historia sobre mi salida del clóset.
Eso había picado su interés. «Además de lo obvio». Me tocó la entre-
pierna, nos hicimos cosquillas. Recusé su invitación para quedarme
a dormir: con mis padres, todo era un escándalo. «¿Y con tu amiga
Andrea?» Yo no era bisexual. Andrea era sólo mi mejor amiga. «Eso
lo tienes claro tú.» Le ofrecí transportarlo donde hubiesen decidido
celebrar los demás. «¿No vienes? ¿Seguro?» Le tomé una mano, me
la llevé a los labios. «Si quieres que acabe matando a Ricardo…» Le
causó gracia: «Todavía estás enamorado de Chanito, ¿no?» Siempre.
Y tarde o temprano Luciano iba a volver conmigo. Andrés no quiso
contrariarme. Se despidió con un beso. «Llámame.»
—¿Qué estás pensando hacer?
Por mucho que me conociera, no había forma de que Andrea alber-
gara sospechas justificadas. Desde las jornadas, había representado

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Mujeres que hablan

espléndidamente el papel del buen perdedor. Para comenzar, man-


tuve el semblante impasible frente a las cándidas indiscreciones de
mi prima: «No te me vas a resentir, Tavito, pero de verdad que ellos
también hacen una linda pareja.» Ricardo había llevado a Luciano
a almorzar a su casa, el domingo después de las jornadas. «Está ena-
moradísimo el Ricky. Lo mira al Chano y se le hacen estrellitas en los
ojos.» Después, él mismo había manejado para llevarlo a Guayaquil
y permanecer allá una semana. Ni siquiera inquirí si alguien le había
informado a Eduardo que el nuevo macho de su angelical hermanito
había sido el mejor amigo del serrano cojudo al que había exprimido
antes. Por si restaba alguna duda acerca de mi estoica resignación2, a
la doble provocación de Ricardo —publicó ese video sobre ellos dos
y luego posteó el link en mi canal—, respondí enviándole una solici-
tud de amistad: «Supongo que ya todo está dicho. Les deseo suerte.
Mejor que me lo hayas quitado tú y no otro pendejo. Friends?» «No
hard feelings, buddie?» «None at all.» «Cool. I missed you, Tavito.» Una
2
Luciano Bastidas is missing all the things I will never have back. Relationship Status: In a rela-
tionship with Ricardo Alvarado. Mon, aug 19, 2007. Posts: Ricardo Alvarado: Buena pendexa-
da que pones xusto el dia en que cumplimos un mes. A veces no te entiendo Luciano. Activities:
Luciano and Gustavo Rodríguez became friends. Photos: Andrés Segovia tagged Luciano in a
note. «Primeras Jornadas culturales gay en Ecuador: éxito sin estridencia» <<Comments: (aug
19, 2007) Roberto Cordero: Estamos haciendo historia por las minorías. Rossi Alvear: Emperi-
odicados y todo. Qué bacán.>> Roberto Cordero tagged Luciano in a photo. Album: «Jornadas
culturales gay 2007» << (aug 19, 2007) Comments: Paula Alexandra Donoso: Pose 10 hijo de
putap! Joaquín Cordero: La verdad es que fue el número que más me gustó, a pesar de la música.
Luciano Bastidas: ¿Cuál es tu problema con la música? Yo la elegí. Joaquín Cordero: ¿Y si antes
de pelear conmigo me agradeces el halago de admitir que fue mi número favorito? Agustina
Pérez: Zafa pervdero tu deberías agradecer ke viste al chano en axión! Joaquín Cordero: Más
agradezco que te hayas sentado al lado mío. Aurelio Cabrera: Joaco, mi amor, ya no se esfuerce
que todos sabemos que ud. tiene bien mojadita su canoa.>> Sun, aug 18, 2007. Photos: Tofi
López tagged Luciano in 2 photos. Album: Momentos con Óscar. In this photo: Nuria Aguirre,
Julián Huerta, Óscar Achi, Roberto Cordero, Tofi López, Nati Dávila, Rafael Vela, Manena
Cordero, Agustina Pérez, Joaquín Cordero, Luciano Bastidas, Ricardo Alvarado. <<Comments:
(aug 18, 2007) Nati Dávila: <3 esta foto tofi con sus viejos y sus nuevos friends. Solo faltan 2
personitas para hacerme completamente :D. Nuria Aguirre: Yo más bien diría que sobran unas
personitas. Nati Dávila: L Nuria Aguirre: Tú no. Tú eres una niña linda.>>

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María Fernanda Pasaguay

vez que él me aceptó, expedí la de Luciano. Accedió sin trámites


y hasta escribió un mensaje en mi pared: «Run». Oí que Ricardo
había entendido más o menos rápido que se trataba de la canción.
Habrán tenido una pelea y Luciano habrá alegado que se trataba de
una despedida. Me rehúso a imaginar lo que seguiría después porque
todavía me carcome la envidia.
—¿Yo?
Me asistía, incluso frente a mi incisiva mejor amiga, la seguridad de
un hombre con un plan infalible. Nada iba a salir mal. Le había esca-
timado a Luciano las muestras heroicas de amor que él siempre había
confiado encontrar conmigo. Eso lo había constreñido a cometer la
tontería de meterse en la cama de Ricardo para hacerme comprender
su despecho. Todo se revertiría. Ni siquiera iba a arruinarle su fiesta
de cumpleaños a mi pobre prima. Llegaría temprano para ensayar
la coreografía. Después, sólo sería cuestión de esperar a que llegaran
Ricardo y Luciano. Nadie saldría herido; a la vista del Buck, el ma-
riquita ese iba a mearse y a mí me bastaría con extenderle una mano
a mi amor para que se escapara conmigo. Acallaría el escándalo de
mis padres con lo de siempre: «un hombre tiene que hacer lo que un
hombre tiene que hacer».
—¿Me vas a decir que te vas a quedar frescazo y no vas a ir a sacarle
la madre a Ricardo?
«Si tú crees que debo hacerlo…» Se enfadó: que me dejara de payasa-
das; andaba haciéndome el buenito, pero algo me traía entre manos.
Ella sabía. «Tavito, en serio. Estoy preocupada por ti.» Ya podía dejar
toda la gente bienintencionada de importunarme con su aprensión.
Lo único que necesitaba era que el cabezadura de Luciano entendie-
ra de una vez por todas quién era el único tipo que tenía derecho a

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Mujeres que hablan

tirárselo, y que me marchara o no a Buenos Aires, lo nuestro tenía


que prolongarse para siempre.
Los inoportunos no han cambiado en nada: ¿creerás que la última
ingeniosidad ha sido esconderme las Consilium? «Es para que no
vayan a cogerlas los niños por error.» A diferencia de Andrea, a mi
madre nunca le ha importado mucho restregarme en la cara verdades
brutales. Cree en la terapia de shock: prefiere guardármelas ella; he
estado un poco nervioso últimamente. Sus acertadas sospechas me
enfurecen. Después de todo, es sólo la pastilla que generalmente me
recetan para dormir. Encantada, ella misma me da la de la noche.
«En la boquita, con su milk-shake.» Andrea ha compartido su hila-
ridad. Yo, no. «¿Vas a esconder los cuchillos de la cocina también?»
Definitivamente, es Susana la que está nerviosa. La ha emprendido
a gritos y a golpes ciegos con el puño cerrado. Que le avise de una
vez si vamos a llegar a eso para no perder tiempo y encerrarme en
un manicomio. No iba a responder a los golpes de mi madre; me-
nos ahora, que podría partirla en dos. Me oculté detrás de Andrea.
«Susi, cálmese, usted tampoco puede alterarse así.» Ellos eran los
culpables de todo. Nos habían hecho la vida imposible, me separa-
ron de Luciano, nos robaron casi ocho años. Tengo derecho a estar
triste todo el tiempo que quiera. Mi papá ha acudido a auxiliarme:
«Sí, mijo sí, todo el tiempo que usted quiera, todo el tiempo que us-
ted necesite. Sí, mijo, sí.» Qué contrariedad. Ahora me corresponde
agenciarme una receta médica o ir a sobornar a algún vendedor de
farmacia para comprarme una nueva caja.
Para tranquilizar a Andrea, el jueves hasta concerté una cita con
Andrés. «Hola, extraño.» Me invitó a una reunión en su casa, «con
los compañeros». No debía preocuparme: ese par no estarían allí;
andaban por Guayaquil. Me daba lo mismo. Ese asunto no tenía

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María Fernanda Pasaguay

remedio. «Pero lo que yo quiero es estar a solas contigo.» Insistió un


poco: después de la reunión podíamos quedarnos los dos; a mí podía
interesarme una propuesta que habían recibido tras las jornadas,
sobre trabajar en una «casa abierta» para jóvenes que habían perdido
su hogar debido a su orientación sexual. Desistió tras mi segunda
negativa. Nos reunimos exclusivamente para irnos a la cama. Como
sabes, pese a todas mis precauciones, el plan se descalabró. No me
arrepiento, sin embargo. Fue una instancia adicional para probarle a
Luciano que por él yo sí «estaba dispuesto a todo, chucha». Lo que
deploro es no haber cedido con más frecuencia a esos arrebatos.
No culpo a Luciano de mi fracaso de esa noche. Si él se puso ner-
vioso y lo arruinó todo fue precisamente porque me quería y pensó
que con aquel cuchillo acabaría por hacerme daño, o a alguien más,
y eso definitivamente me arruinaría la vida. Mi amor me conocía
mejor que cualquiera: después de todo, yo sí había elucubrado un
par de fantasías sobre destazar a Ricardo y conformarme con recibir
en la penitenciaría o en alguna institución para enfermos mentales
—probablemente mi papá se las ingeniería para sacarme del lío—,
las visitas conyugales de Luciano. Era mejor que convertirme en su
amigo o que él anduviera revolcándose con otros. Me puse un pan-
talón ligeramente holgado y un bóxer de elástico bien ceñido. Bajo
la camiseta deslicé uno de los tres Bucks que mi hermano había com-
prado años atrás, más bien por extravagancia, puesto que como yo,
nada sabía de cacería.
—¿Qué haces en mi cuarto, mariconcito?
Estaba tan seguro de que esa noche iba a recuperar a Luciano, que ni
la irrupción de Carlos David me sobresaltó. «Buscando condones.»
Fue hasta un cajón de su velador y me tiró tres a la cara. «Chucha. Y
me los vas a usar para picar ñoña.» Incluso fui simpático con él. «No

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Mujeres que hablan

me sirven. Son short.» Se rió, me mostró el dedo del medio. Yo salí de


esa habitación completamente victorioso: con el cuchillo bien oculto
y el brazo de mi hermano alrededor de los hombros. Voy a poner en
un portarretrato la foto que mi madre, con sus ojitos enrojecidos de
emoción, nos tomó ese día. A ver quién acaba encerrando a quién.
It’s on, betch. No te preocupes; estoy resentido no más: ella todavía
pega fuerte y bien sabe que no voy a devolverle el golpe. Aunque sí
vale la pena exhibir la foto, sobre todo ahora que Carlos David y
su mujer están de visita. Es muy bonita de ver, si uno ignora lo que
ocurrió después: dos hermanos guapos y sonrientes que comparten
un abrazo viril.
Antes de salir de la casa, me permití una única indiscreción —«out
ta’ kill ya’»3— que igualmente no tuvo repercusiones; nadie hizo caso
del comentario sino hasta después de la escena en el cumpleaños de
Nathalie. Compartimos todos el cuatro por cuatro de mi papá. Sabía
de antemano que los adultos no me importunarían; nos dejaban la
casa a nosotros; ellos iban a recluirse a la sala de estar, con su propia
música y su licor. Se turnaban periódicamente para echarnos una
ojeada, y seguramente mi mamá, Christian y los papás de Rafaella
querrían filmar la coreografía. La falta del Tucson tampoco represen-
taría una dificultad insalvable; llevaba suficiente dinero conmigo y
en mi celular había grabado más de un teléfono de compañías de ta-
xis a domicilio. En el carro, me pareció provechoso reñir con Carlos
David y con mi mamá por la música, como solíamos hacer antes de
mi salida del clóset y la paliza que jamás le perdonaré a mi hermano
homofóbico. «Piedra, papel o tijeras». Me correspondió el segundo

3
tavitodawinner.«Out ta kill ya.» Name: Gustavo Rodríguez. Age: 16. Location: Quito, Ecua-
dor. Last session: aug 24, 2007. Profile song: «All The Same», by Sick Puppies. Mood: Killer.
Befriend this person to see his/her full profile!

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María Fernanda Pasaguay

turno, así que después de algún Nino Bravo o Skid Row, conecté mi
ipod y le subí muchísimo el volumen a «All The Same». Mi mamá
opinó que la canción habría sido bonita, «si no fuera tan sufridora»;
Carlos David, a quien ni siquiera le gustaba mi música, discutió con
ella: «¿y tu Nino Bravo no es sufridor?» Mi papá estaba contento;
me miraba a ratos por el retrovisor y me hacía algún comentario
cualquiera, «¿listo para el baile, Tavito?» Recogimos a Andrea. Mi
hermano le hizo alguno de esos piropos que en realidad ella sólo le
soportaba por mí.
En la puerta de la casa de Nathalie nos encontramos con Tofi y
Christian. Intercambiamos saludos, besos, estrechones de mano.
Mi mejor amigo presentó a «su compañero». Nathalie, encantada
de presumir a sus amigos «mayores», había invitado a todo el gru-
po. Únicamente Andrés y Roberto no habían asistido. Los mayores
estaban acompañando a Óscar, que con sus veinte años se sentía
un poco fuera de lugar en una fiesta de adolescentes, y Manena no
desaprovechaba oportunidades de salir con Luciano. Me había ente-
rado por el Facebook de que incluso había viajado a Guayaquil con
la parejita, y a pesar de que sus abuelos vivían allá, había preferido
hospedarse en la casa de Agustina. Le noté el septum; creo recordar
que murmuré «ouch», «¿Te gustan? ¡Me lo hice con el Chano!» Me
guiñó un ojo. «Andrés dijo que venía si tú le mandabas un mensa-
je.» Qué descuido. Con tantos maricones en nuestro medio debía
haberse corrido bastante rápido la voz acerca de mi affaire casual con
el amigo de los Cordero. Si llevaba a cabo mi plan delante de él, ya
no sería indispensable explicarle a Luciano que jamás había tenido
intenciones de reemplazarlo u olvidarlo y que aquel devaneo nada
significaba. Viendo que seguía su sugerencia sin dilaciones, Manena
me pellizcó pícaramente: «Se va a poner feliz. Tú le gustas mucho.»
Me causó gracia. Andrés me contestó que pasaría más tarde, un

271
Mujeres que hablan

rato, aunque no estaba muy seguro de quedarse: «Es una fiesta de


Cumbayá Generation. No estoy en mi elemento.»
Recibí en mis brazos a Rafaella, que teniendo el papel de Sharpay, ló-
gicamente había asistido muy puntualmente. «¡Qué nervios, Tavito!»
«¿En serio te prestaste para esa vaina, hermano?» El enamorado de
Rafaella, un senior de mi colegio, me dio una palmadita solidaria
en el hombro. Los adultos se marcharon, nos indicaron al barman,
«Christopher, no esté tomando demasiado.» «¿Tu papá también es
gay?» Nos desternillamos de risa. La espera resultó hasta agradable.
Comenzaba a desear no tener que recurrir al cuchillo. Seguramente
un par de ruegos harían entrar en razón a Luciano. Él mismo iría
donde Ricardo, se disculparía y le explicaría la fantochada que era
la relación entre ambos. Mi pobre amigo se recluiría en un rincón
para pegarse una borrachera, observando desde su impotencia cómo
saltábamos al centro de la pista y nos distinguíamos, según la cos-
tumbre, por ser la pareja gay o straight más enamorada y más feliz
de la fiesta.
No me explico por qué se asomaron tan temprano. Todavía no es-
taba listo para encontrarme con ellos. Había calculado esperarlos
al menos una hora más; para entonces mis nervios habrían estado
convenientemente templados. Ni siquiera Andrés aparecía todavía.
Su presencia, a pesar de mi desidia original, era indispensable para
ahorrarle sufrimientos innecesarios a todo el mundo, especialmente
a mi Luciano. Me encontraba sentado de espaldas a la puerta, así
que no los vi apenas ingresaron. Creo que oí la voz de los papás de
Ricardo, o tal vez alguien, Manena, habrá gritado «Chano». Atisbé
a Agustina, que me descubrió antes que él —estaba demasiado ocu-
pado comparando sus piercings con los de Manena— y me desechó
con el mismo frío desprecio que me había deparado en el camerino.

272
María Fernanda Pasaguay

Al pasar a mi lado, rumbo al refugio de los adultos, los papás de


Ricardo me saludaron cobardemente. «Son cosas de muchachos», le
había oído decir a Marco Luis en un intento infructuoso de justificar
la perrada que me había hecho su hijo.
No sé exactamente por qué de pronto todas las alternativas se reduje-
ron al plan B. Ricardo ni siquiera estaba tocando a Luciano. Él hasta
me sonreía y agitaba una mano en ademán de saludo. No podría
determinar el momento exacto en que me incorporé y me dirigí ha-
cia ellos. Me encontré junto a Luciano, que de cerca se notaba muy
frágil —después supe que durante nuestra separación había perdido
siete libras— y muy triste, «no te vayas a Argentina», «¿adónde más
voy a ir?» Algo me dijo y yo saqué el cuchillo. Ni siquiera alcancé a
echarme sobre Ricardo; alguien me agarró por la cintura, probable-
mente Joaquín o Rafael, y sus brazos evitaron que me mandara al
suelo el torpe gancho a la mandíbula lanzado por Luciano. Óscar,
Tofi y el novio de Rafaella contenían a Ricardo. Llegaron los adul-
tos. Por el puñetazo o por la coacción que Andrea y Joaquín ejercían
en mi mano, había aflojado la presión sobre el cuchillo. Luciano
aprovechó la oportunidad para apoderarse de él. Eso fue todo: con
dos brincos traspuso la puerta, seguido por Agustina y Manena.
En cuanto mi hermano los reemplazó en su tarea de contenerme,
Joaquín y Julián se fueron en pos de ellos. Nos redujeron al suelo,
recibimos sendas bofetadas de nuestros padres. A mi tía se le ocurrió
rociarnos a todos, ignorando las onerosas alfombras, con un man-
guerazo de agua helada.
«Papi, tengo que ir a buscar al Chano, tengo que ir a buscar al Chano.»
No sé con qué promesas lograron llevarse a Ricardo, envuelto en
unas toallas, mientras mi hermano me ayudaba a quitarme la camisa
y me ponía su propia chaqueta sobre los hombros. «Tiene el pantalón

273
Mujeres que hablan

empapado. Le va a dar una pulmonía.» Recordé, con alivio, que


Luciano no se había quitado el hoodie al entrar a la casa. Después me
asaltaron imágenes de lo que solía encontrar debajo de sus mangas
y me aferré a mi padre: «Papi, tengo que encontrar a Luciano.» «Ya,
mijo, ya vamos.» Mi tío me prestó ropa seca, me hizo tomar una
pastilla. «Acuéstalo y me llamas cualquier cosa.» Me temblaban las
piernas. Carlos David tuvo que sostenerme para llegar al carro, «ya,
ñaño, tranquilo». Dimos un par de vueltas, doblamos unas cuantas
esquinas. Probé a llamar a Luciano y a Agustina. Ninguno de los dos
me contestó. Mi mamá me cogió el teléfono, me puso la cabeza en
su regazo. «Descansa un poquito, mi amor.» Después, no estoy muy
seguro. Supongo que me habré quedado dormido.

274
Mujeres que hablan. Literatura ecuatoriana contemporánea,
ha sido editado dentro de la Colección Línea de Volcán
por el Gobierno Autónomo de la Provincia de Pichincha,
siendo Prefecto el Ec. Gustavo Baroja Narváez.

Impreso en Quito, Ecuador


noviembre de 2015

Para este libro se usado caracteres garamond


creados por Claude Garamond (1490-1561) y bodoni,
creados por el impresor italiano Giambattista Bodoni (1740-1813).

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