Carlos Miranda

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CÓMO APAGAR LAS BARRICADAS

Carlos Miranda Rozas


Sociólogo, Magister y doctor © en Historia.
Candidato a Alcalde, comuna de Llay-Llay

Aprovechando la franja horaria para hacer deporte, salimos con mi hijo a


recorrer en bicicleta las calles de Llay-Llay. Fue un recorrido de poco más de
media hora por las poblaciones Padre Hurtado, Eliecer Estay y Santa Teresa.
En ese breve trayecto contamos 6 barricadas, todavía humeantes y con restos
de los más diversos combustibles usados para alimentarla: colchones, troncos
de árboles, pizarreños y un sin fin de materiales que se sumaban a los ya
clásicos neumáticos. 

Las humaredas débiles, pero persistentes inundaban el entorno inmediato de


un desagradable olor y contribuían, sin duda, a empeorar la calidad del aire de
nuestro pueblo. Situación doblemente compleja, si se considera que hace un
par de años Llay-Llay fue declarado como saturado de material particulado
(PM10).

Pensar en ello me hizo recordar algunos comentarios que he visto en redes


sociales y algunas discusiones que he escuchado entre las y los vecinos, que
hacían mención a decenas de fogatas que comenzaron a iluminar las últimas
noches en nuestra ciudad.

Entre las críticas que he escuchado se encuentra no solo el tema ambiental,


sino también que se dificulta el acceso a las poblaciones afectadas, que se
daña el pavimento, etc. Todas críticas que pueden tener sentido y es preciso
considerarlas con detención, pero el problema es que dichas críticas solo se
concentran en los efectos de las barricadas y no se hacen cargo de las
problemáticas que causan dichas expresiones de descontento, y considero que
se debe poner la atención en ello pues la gente no sale a prender fogatas
porque esté aburrida y no encontró una entretención mejor.

Evidentemente la causa inmediata se relaciona con las dificultades


económicas por las que está pasando la población desde hace ya mucho
tiempo; se relacionan con que más de dos millones de personas pasaron a una
situación de vulnerabilidad social en el último año, mientras los súper ricos
(entre ellos el presidente) aumentaron en miles de millones de dólares su
patrimonio.

No obstante, a mi juicio, hay una razón más profunda para explicar las
barricadas. Dicha razón se relaciona con las limitadas posibilidades que tiene
la ciudadanía de influir en la toma de decisiones en una democracia que lo
único que nos ofrece es votar cada cierto tiempo, pero no nos permite ser
realmente escuchados.

Y cuando una parte significativa de la población se encuentra en una situación


desesperada y nadie le da una solución ¿qué opciones le quedan? ¿acaso es
una opción para las personas ir a votar en noviembre, para que los nuevos
parlamentarios que asumirán en marzo del 2022 cambien algunas leyes y
recién ahí lleguen las ayudas económicas?

Dada la urgencia de la situación y a la incapacidad del sistema político de


procesar dicha urgencia, algunos dirán que está la opción de la protesta
pacífica, pero olvidan que desde 1990 se hicieron marchas multitudinarias,
cacerolazos, recitales, maratones, rayados, intervenciones culturales, se
interpusieron recursos en los tribunales, se expuso en comisiones
parlamentarias y un larguísimo etcétera. Y muchas veces dichas acciones
terminaron sin alcanzar sus objetivos y chocaron con la indolencia de los
grupos dirigentes. Como hechos emblemáticos de esta situación se puede
mencionar cuando parlamentarios y ministros se tomaban las manos y se
felicitaban a sí mismos del acuerdo alcanzado el año 2006, mientras los
estudiantes secundarios todavía se movilizaban en calles y liceos a lo largo de
todo Chile. También se puede traer a colación cuando el parlamento aprobó el
2015 una ley de carrera docente, a pesar de que afuera del edificio del
congreso había miles de profesores protestando contra la aprobación de dicha
ley. A nivel más local la termoeléctrica de Las Vegas se instaló pese a la
enorme movilización social en su contra el año 2005.

De este modo fue el propio sistema político el que legitimó acciones que
rayan en el vandalismo, porque la ciudadanía aprendió que su único camino
para mejorar su situación es molestar y actuar de forma disruptiva, ya que
durante muchos años la protesta pacífica que no molesta a nadie, no tuvo
buenos resultados. 

Lo ocurrido desde octubre de 2019 es una ilustración demasiado clara de esto:


En unos pocos meses se logró iniciar un proceso constituyente, inédito en
nuestra historia, se congeló la tramitación del TPP – 11, se bajó la dieta
parlamentaria, se hicieron 2 retiros de los fondos retenidos en las AFP y otras
medidas menores. 

No pretendo con este escrito hacer una apología de las barricadas, pero
obviamente es muy difícil condenarlas cuando lo que las motiva es la
situación económica desesperada de las familias en un sistema político que no
tiene mecanismos para resolver esa desesperación de otra manera.

Por eso quienes critican estas formas de actuar, lo hacen desde su posición de
comodidad o desde su ignorancia o -incluso- desde un sentimiento de derrota
tan profundo que ya ni siquiera se atreven a luchar y ven en toda forma de
lucha un acto sin sentido. 

Quienes critican las barricadas olvidan que cuando las urgencias son ahora y
nuestro sistema político no posee mecanismos rápidos de resolución de
conflictos, ni tampoco es sensible a la protesta pacífica, entonces la barricada
aparece como una opción legítima para muchas personas. 

Por todo lo anterior es imperioso que la nueva constitución permita formas de


participación efectiva de la ciudadanía en la toma de decisiones: plebiscitos
vinculantes, revocación de los cargos electos, iniciativa ciudadana de ley y
otras reformas políticas son imperiosas para que el sistema político pueda
operar con mayores niveles de participación y así se pueda comenzar, por fin,
a apagar las barricadas.

¿VOTAR O NO VOTAR? ¿RENDIRSE O


CONTINUAR CON TODAS LAS FORMAS
DE LUCHA?
 
Carlos Miranda Rozas
 
 
Las últimas semanas he leído en diversas plataformas la idea de que no se
debería participar del plebiscito del 25 de octubre próximo porque el proceso
constituyente actual estaría viciado y posee una ilegitimidad de origen. Esto
pues se gestó en el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, firmado la
madrugada del 15 de noviembre de 2019. Dicho acuerdo, materializado luego
en la ley 21.200, habría amarrado y predefinido el proceso constituyente, de
tal modo que ningún cambio importante se puede esperar de lo que allí se
resuelva.
 
Las razones para tal escepticismo se derivan de que el acuerdo y posterior ley
tendría los siguientes defectos:
 
1. Fueron redactados y consensuados por la misma elite política
deslegitimada, sin considerar mayormente a la ciudadanía movilizada.
2. Pone enormes trabas para la participación efectiva de independientes en el
proceso.
3. Mantiene el mismo sistema de elección de los diputados, de tal modo, que
es casi imposible para un/a dirigente local ser elegido a la Convención
Constitucional.
4. Le da un poder de veto a la derecha al exigir que la Convención deba
aprobar cada artículo por los 2/3 de sus miembros.
5. No permite que se revisen los tratados internacionales ya suscritos por
Chile
6. No incluye la opción Asamblea Constituyente, que era lo exigido en las
calles.
 
A mi juicio, todos esos cuestionamientos son válidos y, de hecho, los punto 1,
2 y 3 considero que representan importantes amenazas para la esperanza que
una nueva Constitución permita avanzar en mayor dignidad y derechos para la
ciudadanía. Sin embargo, resulta oportuno hacer algunas consideraciones que
justifican, a mi parecer, participar de igual forma en el actual proceso.
 
En primer lugar, debemos recordar que el llamado a plebiscitar el cambio de
la Constitución dictatorial no surgió espontáneamente de la élite política, sino
que ésta se vio forzada a proponer este camino como una manera de terminar
con las movilizaciones iniciadas el 18 de octubre. Quienes se oponen a votar
en octubre 2020, plantean que el acto mismo de haber llegado a un acuerdo ya
constituye una usurpación ilegitima por parte de la elite política, toda vez que
el pueblo ya había decidido reasumir directamente el poder. Esta idea que
podría tener algún sentido en una disertación abstracta sobre teoría del Estado,
pero no considera la política real; ya que el hecho de que el poder constituido
no deba condicionar al poder constituyente, no significa que no intente
hacerlo. De alguna forma se confunde legitimidad con poder y se espera de
manera bastante inocente que quienes detentan el poder no lo utilicen según
sus convicciones o conveniencia, porque no tienen la legitimidad para
hacerlo. 
 
En este contexto es casi natural que los partidos políticos que han exigido
siempre una Nueva Constitución para Chile, hayan creído oportuno sentarse a
negociar con los partidos que tienen la llave para cerrar cualquier cambio
constitucional, es decir, con la derecha. Sin el apoyo de la derecha el cambio
de la Constitución por una vía institucional era absolutamente imposible, por
lo que era imperioso negociar. La otra opción era apostar por una
movilización creciente y sostenida.
 
Ante la disyuntiva ¿negociar o no negociar con la derecha?, los que se oponen
a la participación en el plebiscito plantean que no se tendría que haber
negociado y que la movilización popular habría terminado por imponer la
asamblea constituyente verdaderamente originaria y sin ningún tipo de
intromisión del poder constituido.
 
Quienes defienden esta postura olvidan que la movilización social, por sí sola,
puede intimidar o doblarle la mano a un gobierno que le interesen las
demandas ciudadanas, pero no a uno que no dudó en sacar a los militares a la
calle cuando la movilización estaba en su fase embrionaria y se circunscribía a
algunos sectores de Santiago. Si el gobierno no escuchó el 18 o el 25 de
octubre, ni siquiera el 12 de noviembre ¿por qué tendría que hacerlo el 15 de
noviembre?, ¿cuántos muertos más tendríamos que contar entre las y los
manifestantes para que el gobierno reaccionara? Los que defienden esta
postura semi-insurreccional olvidan que, así como ellos prefieren optar por
medidas de fuerza, nuestros enemigos también pueden hacerlo, con la
diferencia que éstos nos superan infinitamente en poder de fuego. Y ese día
hubo múltiples rumores de que estaban dispuestos a usarlo.
 
En atención a lo anterior creo que era indispensable buscar algún grado de
acuerdo, pero se dirá que el acuerdo alcanzado le concedió mucho a la
derecha, siendo que ésta pasaba por su peor momento. También concuerdo
con este punto, sobre todo considerando que cuando se realizó la firma
todavía sonaban los ecos del exitoso paro del 12 de noviembre. 
 
Sin embargo, cuando se negocia, en algo se debe ceder; si no se va a ceder
nada, entonces no se trata de una negociación, sino de un ultimátum. Pero,
para exigir una rendición incondicional el enemigo, éste debe estar derrotado
en todos los planos y ese no era el caso. El bloque dominante estaba,
obviamente, desconcertado, pero seguía contando con enormes cuotas de
poder y, al parecer, con el respaldo de los militares. ¿Cuántos oficiales se
negaron a obedecer las órdenes de reprimir al pueblo? Este hecho a menudo se
ignora por completo.
 
Por otra parte, a posteriori, se puede dar otra razón para participar del
plebiscito constitucional. Si el pueblo estaba tan decidido en contra del
acuerdo ¿por qué la movilización fue disminuyendo en fuerza y convocatoria,
hasta casi transformarse en una rutina fiestera en torno a la Plaza de la
Dignidad? Algunos culparán al verano, o a que la gente nuevamente fue
engañada por la clase política. La primera opción no merece mayores
comentarios. Una revolución que se detiene para ir a la playa, no tiene bases
muy sólidas. Algunos replicarán que lo que frenó la movilización fue la
situación sanitaria con su correlato de Estado de Catástrofe y miedo al
contagio. Eso puede ser válido, tal vez para marzo, pero es evidente que en
enero y febrero la revolución chilena estaba de vacaciones.
 
La segunda alternativa puede tener algo de cierto, pero es paradójica para
quienes afirman que Chile había despertado y que el pueblo ya había trazado
el rumbo a la asamblea constituyente y la revolución. Si lo del 15 de
noviembre fue un engaño exitoso, entonces no estábamos muy preparados
para asumir el poder originario y cambiar sin injerencias externas la
constitución. Chile solo habría despertado un ratito, para luego dormirse de
nuevo con el primer gesto de la elite política. 
 
Otros dirán que lo que frenó la movilización fue la situación sanitaria con su
correlato de Estado de Catástrofe y miedo al contagio. Eso puede ser válido,
tal vez para marzo, pero es evidente que en enero y febrero la revolución
chilena estaba de vacaciones.
 
Otra opción es que las movilizaciones disminuyeron en intensidad y
masividad por la sencilla razón de que una parte importante de la población,
no está dispuesta a movilizarse permanentemente por lograr cambios. Muchos
se movilizan de forma estridente, pero con la esperanza de ser escuchados/as
rápidamente, para no tener que seguir movilizándose. Otros (la mayoría) ni
siquiera se moviliza y, a lo más, simpatiza con la movilización de otros.
Incluso entre los propios actores movilizados, muchos no estaban dispuestos a
asumir en sus manos el debate constitucional y les parece bien que eso lo haga
“gente más preparada”. No les complica delegar su poder. La diferencia
numérica abismante e irrefutable entre los millones de “marchantes” y los
pocos miles de “cabildantes” muestra de manera clara esta situación.
 
Para este enorme grupo de la población, que no se moviliza ni organiza o que
está dispuesta a marchar sólo a veces, pero delega en otros la resolución del
problema, el camino propuesto para cambiar la Constitución puede haber
resultado válido. No por ignorancia, sino porque se adecúa a sus actitudes y
expectativas. 
 
Con estas reflexiones no pretendo defender el acuerdo alcanzado, ya que ese
día nada obligaba a firmarlo tal como estaba escrito. Bien se podrían haber
extendido las negociaciones y, fundamentalmente, se podría haber
incorporado a otros actores movilizados, que -a esas alturas- ya tenían
mínimos grados de organización como las coordinadoras de asambleas
territoriales o la Mesa de Unidad Social que reúne a más de 100
organizaciones sindicales, estudiantiles, etc. Es decir, se podría haber
alcanzado un mejor acuerdo, toda vez, que ese día no se podía adivinar que la
movilización iría decreciendo. Pero, en estricto rigor, esa es una de las
posibilidades. Otra posibilidad era un aumento sostenido de la represión que
nos dejara literalmente “sin pan ni pedazo”.
 
En este sentido, estimo que el proceso constituyente, cuyo primer hito será el
25 de octubre, no es lo óptimo ni lo que imaginamos al fragor de los primeros
días de lucha, pero es lo que pudimos alcanzar. ¿Se podría haber logrado más
si apostábamos solo por la movilización? Nunca lo sabremos, pero tres cosas
son seguras: lo primero es que ese camino podría haber significado
muchísimos más muertos, torturados y mutilados de los que efectivamente
hubo y nadie puede pasar por alto ese hecho. Lo segundo es que éste es un
proceso abierto, donde lo más relevante es la composición de la futura
Convención Constitucional y si nos mantenemos unidos, atentos y
movilizados podemos superar los amarres del Acuerdo por la Paz. Quienes
optan por no participar, asumen la derrota y se rinden completamente, ya que
renuncian a seguir intentando torcerle la mano a los intentos de la elite por
controlar todo el proceso desde arriba. Y por último, lo alcanzado es
muchísimo más de lo que muchos nunca imaginamos que se podría lograr. Ni
siquiera en nuestros sueños más optimistas vislumbramos que nuestra
movilización obligaría a la derecha a aceptar iniciar el camino para terminar,
por fin, con la Constitución de la dictadura.

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