Apuntes Adulterados 1 para Fines

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Apuntes Adulterados 1.

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Lengua y Literatura para
Primer Ciclo Fines

Profesora: Claudia Malta

Circuito de la comunicación
Podemos definir a la Lengua como un sistema abstracto de signos y sus reglas para combinarlos, el cual es propio
de la especie humana. Así, por ejemplo en México se habla el español, en China se habla chino, y en diferentes
comunidades se hablan lenguas diferentes.
Habla: es el uso del hablante de su lengua, la relación concreta.

El circuito del habla es el acto que producen los hablantes al emplear la lengua para intercambiar información,
para comunicarse.

Emisor.- (hablante): Sujeto que emite o codifica un mensaje.

Receptor.- (oyente): Sujeto que recibe o decodifica el mensaje.

Mensaje.-Es la información todo lo que exprese el emisor; Puede ser oral o verbal.

Contexto.- (referente): circunstancias en las que se producen mensaje. Es aquello que lo que habla el mensaje.

Código.- sistemas de signos que sirven para modificar mensajes. Tanto el emisor como receptor debe manejar el
mismo código.

Canal.- (contacto): es la conexión psicológica que se produce entre el emisor y receptor. Medio por el que
establece la comunicación.

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Las funciones del lenguaje

En cada acto de comunicación, algún elemento del circuito es más importante que los otros. Según cuál
predomine, el lenguaje se usa en diferentes funciones.
Por ejemplo, en un mensaje en el que predomina la expresión de ideas y sentimientos del emisor, el lenguaje se
usa en función expresiva: “¡Ay! Me siento mal y tengo un dolor agudo acá. No sé qué voy a hacer”
En cambio si la intención es apelar al receptor, provocar en él alguna reacción, la función que predomina es la
apelativa: “Ordená tu cuarto antes de salir.” Otro ejemplo de mensajes con una fuerte presencia de la función
apelativa son los mensajes publicitarios.
Si lo más importante es el referente, es decir, el tema del que se trata el mensaje, a información que transmite, la
función predominante es la informativa o referencial. Tal es el caso de los textos informativos, como las noticias
y las entradas de enciclopedia.
Cuando se destaca el mensaje mismo, es decir, la mantera en que está construido, predomina la función poética.
En la literatura predomina siempre esta función, por lo que el lector es impulsado a fijar su atención en las
palabras; en cómo se utilizan y se relacionan y puede interpretar el texto de diversas formas. Además, de esta
función, que le es propia, en los textos literarios pueden estar presentes otras funciones del lenguaje.

Actividad 1

¿Cómo es la función emotiva?


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¿Cómo es la función apelativa?
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¿Qué significa la función poética?
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Buscar ejemplos en los diarios y pegarlos en tu carpeta.

La Autoridad de Eduardo Galeano

En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres
quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban
las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían
las pieles de abrigo.
Así era la vida entre los indios Onas y los Yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a
todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les
repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus
hijas.

Vocabulario:
Proa: parte de adelante de un barco
Popa: parte de atras de un barco
Aldea: pueblo
Curtian: del verbo CURTIR. Trabajar el cuero.
Exterminio: matanza

Actividad 2
¿Por qué las mujeres se sentaban en la proa y los hombres en la popa?
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1) ¿Qué significa autoridad? Buscar en el diccionario.
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2) ¿Qué hacían los hombres y qué hacían las mujeres antes?
Hombres
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Mujeres
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4) ¿Por qué buscan darse miedo unos a otros?


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5) ¿Cómo educan los hombres a las niñas pequeñas después de matar a las mujeres grandes?

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La leyenda

Las leyendas son narraciones que se transmiten oralmente, de generación en generación, y que se
relacionan con la identidad de los pueblos que las crean. Al igual que los mitos, explican el nacimiento de
alguna ciudad o de una costumbre popular, el origen de los elementos naturales, las causas de los fenómenos
climáticos. Generalmente, esa explicación se basa en sucesos mágicos o sobrenaturales. Sin embargo, se
diferencian de los mitos en que los hechos que cuentan las leyendas pueden ubicarse en un lugar y un tiempo
determinados, porque se inspiran en personajes y hechos históricos.
Las personas que crean, recrean y transmiten oralmente las leyendas aceptan la veracidad de esas
explicaciones y las cuentan a otros de su comunidad apara que no se olviden, y así poder preservar las
tradiciones culturales.
Pero algo diferente sucede cuando las versiones de las leyendas se fijan por escrito. Al escribirlas, un
autor elige cómo contar la historia, qué características asignar a los personajes, qué elementos destacar y
cuáles desechar. Su intención es, ante todo, lograr un relato interesante, que transmita al lector ideas y
emociones del mismo modo como lo hacen otras manifestaciones artísticas.

La Leyenda de la flor de Ceibo. Versión de Ana María Shua

Por primera vez no vamos a contar la historia de la más hermosa, sino la de la más valiente. Así era la indiecita
Anahí, pero nadie lo sabía porque no era necesario saberlo.Los guaraníes vivían en paz. Lo que todos conocían de
Anahí era la belleza de su voz, con la que cantaba canciones de amor y alegría.
Entonces, llegó el hombre blanco. Trajo la destrucción y la guerra. Los españoles estaban decididos a apoderarse
de todo y comenzó la lucha. Cuando los vieron amontonados a caballo, los indios los tomaron por monstruos de
dos cabezas y muchas patas. Pero pronto descubrieron que eran hombres y que vivían y morían igual que todos.
Emboscados en las orillas salvajes del Paraná, los guerreros indios atacaban a los españoles por la espalda.
Anahí conducía su tribu a la lucha. Su voz maravillosa cambió las canciones de amor por cantos de guerra. Los
guaraníes se escondían en silencio y atacaban en un griterío aterrador. La voz de Anahí se destacaba incitándolos
al combate. Ella también luchaba como un valiente más. Atrapar a esa mujer india tan peligrosa, cuya voz
enloquecía de valor a sus guerreros, se volvió importantísimo para los españoles.
Y finalmente, en una batalla, lo consiguieron. ¡Anahí había caído prisionera!. Esa noche, después de horas de
luchar con sus ataduras Anahí logró deslizar sus manos entre los nudos. ¡Estaba libre!. Intentó correr hacia el
monte, hacia la libertad. El centinela que la custodiaba cayó sobre ella. Anahí consiguió arrancarle la espada de
las manos y se la clavó en el pecho. Sin embargo el ruido de la lucha había despertado a los demás y entre varios
consiguieron atraparla de nuevo. El centinela había muerto.
Los españoles no podían aceptar que una débil mujer hubiera sido capaz de matar a un soldado español.
¡Solamente una bruja podía haber logrado algo así!. Y a las brujas se las quemaba en la hoguera Anahí fue
condenada al fuego. El día señalado la ataron a un árbol y apilaron leña a su alrededor. Todos los soldados se
reunieron para ver el espectáculo. Se encendió la hoguera. Entonces, en lugar de gritar y aterrarse ante el fuego
que la cercaba, la valiente princesa empezó a cantar. Los españoles no entendían las palabras, pero no pudieron
dejar de sentirse conmovidos ante la dulzura de esa voz Anahí cantaba a su tierra, a sus guerreros, a sus dioses a
todo lo que amaba y conocía y las llamas, en lugar de atrapar su cuerpo, parecían bailar al compás de su melodía.
Mudos de asombro, los españoles se dieron cuenta que el fuego nunca quemaría a la princesa india. Rodeando el
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cuerpo de la mujer, pero sin tocarlo las llamas subían hacia las ramas de lárbol. Una extraña magia sucedía ante
sus ojos. De pronto, una nube de humo cubrió la escena.Cuando la nube se disipó, la princesa india no estaba allí.
Él árbol, transformado, se había cubierto de bellísimas flores rojas y aterciopeladas. Había nacido la flor del
ceibo. Ahora Anahí era eterna y ya no podrían vencerla jamás. En cada árbol de ceibo, nacía una y mil veces, para
siempre, el recuerdo de la princesa india, la más fuerte de su tribu.

-Actividad 3

1) ¡Este relato es...? (marque la opción correcta)


Realista
Fantástico
Leyenda
2) ¿Cómo es el tipo de cuento que elegiste?
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3) Marque el tipo correcto de narrador (el que cuenta la historia)
a) Primera Persona a) Está dentro de la historia
b) Tercera Persona b) Está fuera de la historia

4) ¿Cuál es la situación inicial, el conflicto y el desenlace?


Situación Inicial (comienzo)
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Conflicto
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Desenlace (final)
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5) ¿Cómo vivían los guaraníes antes de la llegada de los españoles?


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6) ¿Cómo era Anahí?
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7) ¿Cómo eran los españoles?
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8) ¿Cómo combatían los guaraníes?
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9) ¿Cómo matan a Anahí?
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10) ¿Cómo se transforma en un ceibo?
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Mamá se equivocó De Hernán Casciari

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La madre tiene 35 años, pero parece bastante más grande y entra a la morgue para reconocer el cuerpo de su hijo de 17. Les pide al
forense y a la mujer policía si por favor puede quedarse a solas con su hijo y cuando los otros se van, se inicia este monólogo.
Mirá, se te fue el enojo. ¿Cuánto hacía que no tenías las cejas así? Siempre para adentro la cara, siempre enojado. ¿Ves? Esta es tu
cara de antes, de cuando eras chico. La frente lisita, la boca sin rabia. Yo te cantaba despacio y te hacía dormir. Vos te dejaste de
acordar de eso, pero en una época me buscabas. Yo era chica, medio que no estaba preparada para ser madre, pero aprendí a
cambiarte, y te cantaba, y vos tenías la cara así como ahora. Y a veces la gente se pensaba que éramos hermanos porque yo siempre
fui así, muy poquita cosa. Por eso dejaste la teta rápido: llorabas de hambre. Y yo me iba caminando a la San Luis a buscar leche en
polvo, que en esa época había una fila de gente que iba temprano a buscar comida. Y entonces yo tardaba un rato, y te tenía que
dejar sólo. Y cuando volvía vos estirabas la manito y te reías de verme, te ponías contento.
Vos no te acordás, pero tuvimos una época linda antes de que te empezaras a portar mal. Yo sé que a veces te dejaba sólo mucho
tiempo y eras chico. Cuando estaba Doña Elisa te quedabas con ella, pero después de la inundación no quedó nadie, y yo tenía que ir
igual a la iglesia a buscar leche y cosas para comer y no podía ir cargando con vos, y vos no podías caminar tanto por el ripio. Esa vez
que volví a la casa y había entrado Ordoñez y se había metido Ordoñez con vos en la pieza, yo ahí no te dejé más sólo nunca, hijo,
para ir a buscar comida. Pero se ve que era tarde, porque ya te quedaron los ojos raros, las cejas duras, y empezaste a gritar
dormido. Y yo me di cuenta de que vos no me lo perdonaste a eso. ¿Ves? Ahí mamá se equivocó. Pero yo no sabía que había gente
tan mala, tan mala. Desde ahí te juro que siempre te llevé cuando me iba. Te dolían los piecitos de caminar, te salían ampollas y
llorabas pero te llevé para todos lados así no te pasaba de nuevo eso, ni con Ordoñez ni con nadie.
Pero no sé si fue mejor o si fue peor porque conociste la calle demasiado pronto y ahí ya te desapareciste sólo. Mirá la carita que
tenés ahora, si sos un nene. A los ocho, diez años tenías este gesto que tenés ahora. Las cejas no están duras y tenías un poco de
respeto por mí, todavía. Me acuerdo, volvías a la casa con miedo porque sabías que yo te la iba a dar si te ibas dos días enteros sin
avisar. No sé bien cuando fue que me dejaste de respetar. La primera vez que me pegaste fue para defenderte, eso me lo acuerdo
bien. Porque yo te la iba a dar, la viste venir. Ya habías intentado pegarme, pero eras chico y yo te podía agarrar con los dos brazos.
Pero un día ya no pude, habías echado músculos en la calle. Comías mejor que yo. Yo había empezado a trabajar para la señora Inés
y te veía poco. Porque además de las nueve horas en la casa de la señora Inés yo tenía un tren y un colectivo de ida y de vuelta. Casi
que llegaba a la casa para dormir nomás. Fue rara esa época porque de repente eras más alto que yo.
Y me empezaba a faltar la plata del bolso, y yo ya no podía decirte nada porque vivías enojado. Se equivocó mamá. Porque todas las
cosas que vos me pedías yo te las daba. No sé si por miedo a que me levantaras la mano o porque yo creía que así me ibas a volver a
querer. Vos no te acordás, pero jugábamos a encontrar animales en las nubes. Nos tirábamos los dos boca arriba al costado de la
trocha, y yo decía: “Esa de ahí es una gallina”. Y vos muy rápido veías la forma, el pico, el cuerpo. Porque siempre fuiste despierto. Si
hubieras ido a la escuela en vez de juntarte con el Tojo y con esa gente…Yo tendría que haberte insistido, pero ya era esa época en
que si yo te decía algo me levantabas la mano.
Fue este año que empezaron a faltar cosas de casa. No solamente la plata que yo ganaba con la señora Inés, que la empecé a
esconder en otro lado para que no te la llevaras. Empezaron a faltar cubiertos y la cama vieja del fondo y unos aretes sin ningún
valor que eran de mi mamá. Yo no te decía nada. Pero este mes, cuando te llevaste el televisor que compré en seis cuotas, yo me
dije a mí misma: “Eso no”. Estaba pagando la cuota número tres. ¿Sabés el dolor que es pagar la tercera cuota de algo que ya no vas
a tener? Mirá tu cara. ¿Sabés el dolor que es haber parido a alguien que ya no vas a tener?
El domingo fui a buscar la tele que llevaste, la fui a buscar al aguantadero donde vivís con el Tojo. Y los escuché a vos y a él hablar de
cómo iban a reventar la ferretería de la 39, la de Ludueña. Y entonces me dije: “No me voy a llevar la tele, voy a hacer algo mejor”. Y
pegué la vuelta y le toqué timbre a Ludueña para avisarle. Pero yo pensé que Ludueña iba a poner doble candado o cualquier otra
cosa que hacen los ferreteros para que no los roben, o que iba a llamar a la policía. No pensé que Ludueña te iba a estar esperando
armado. No se me hubiera ocurrido nunca hijo ¿Ves? En eso también mamá se equivocó.
Actividad 4 “Mamá se equivocó” de Hernán Casciari
1) ¿Cómo era la cara del hijo antes y cómo es ahora?
2) ¿Qué cosas hizo la madre para darle de comer al hijo?
3) ¿Cómo la atacó él?
4) ¿En qué cosas se equivocó la madre?
5) ¿Cómo termina la historia?

6
Primer amor de Gustavo Levene

Tenía catorce años y se llamaba Delia; aun puesto en puntas de pie yo no pasaba de los nueve. Fue mi primer
amor.
Mi impaciencia y precocidad sentimental la veían todos los días: éramos vecinos y es preciso acatar la
providencia. Yo, en ese entonces, no sabía expresar lo que sentía, y mi diploma de tercer grado resultaba de un
fastuoso valor decorativo. Fue inútil haberme distinguido en la lectura y composición: no llegué a hablarle ni a
escribirle nunca. Pero mi amor obraba y ¡con cuánta ansiedad guardaba el dinero logrado durante toda la semana
y corría, apretando bien el puño, la moneda adentro, hasta el almacén de la esquina! Allí compraba veinte
centavos de caramelos que yo entregaba con un gesto simple. Ella lo aceptaba con un muchas gracias insensible,
y luego miraba hacia un lado cualquiera, cualquiera menos en donde yo, en actitud contemplativa, quedaba
silencioso...
Era muy desgraciado, pero nunca lo somos bastante: un día, mi amigo más íntimo me confesó que la quería. Lo
escuché en silencio. Me sentí fracasar, mi amigo era un muchacho inmensamente grande. ¡Tenía ya once años!
Además, sus hermanas, cariñosas, agasajaban a Delia.
Como suele ocurrir cuando el presente no es sino una enorme pena, me refugiaba en la esperanza. Aquello no
podía durar siempre porque “me volvería grande” y ella repararía en mí y en mi cariño. Seríamos felices, nos
casaríamos y seguiríamos siendo felices.
En mi afán de servirla y para poder estar cerca de ella, me hice amigo de su hermanito, a quien llegué a prestar,
sin limitaciones, mis juguetes.

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Para que ella no me ignorara, era preciso un suceso extraordinario, una hazaña en la que yo hiciera de héroe. Sin
saber nada de Nerón, soñé con grandes llamaradas, de esas que todo lo purifican porque lo iluminan todo. Sí,
llegué a convencerme de lo ventajoso que sería un incendio en casa de Delia, estallando, claro está, en la debida
oportunidad para ser yo su descubridor. ¡Ah! ¡Poder llegar antes que nadie, penetrar en medio del humo, avanzar
hasta donde ella, desvanecida, sólo esperaba la muerte...! Cuando planeaba este sueño frente al espejo pensaba
en la conveniencia de que el humo fuese leve, el cuerpo de ella liviano y mis brazos, en cambio, largos y recios.
Y bien, la oportunidad hazañosa se produjo. Una noche el piso de Delia se hundió, provocando la consiguiente
alarma vecinal. Vi pasar a los bomberos, oí la lista de las víctimas alargada por esa aritmética de multiplicar que
utilizan los rumores. Y detrás de los bomberos, penetré yo también. ¿Cómo dudar de que Delia, desesperada y a
punto de desmayarse, esperaba que mi amor la rescatase?
Los sueños se realizan pero con variantes, como si ellos estuvieran escritos en otra lengua y la realidad fuera mala
traductora; porque entré tras los bomberos y ya no recuerdo nada más... Pero me lo contaron. Me desvanecí bajo
los gritos, los cascotes y las nubes de un polvo que asfixiaba. Y salí llevado en los brazos altos y fuertes de mi
amada. Volví en mí cuando Delia decía: “Es un chiquito de la cuadra, cuídelo usted”, y maternalmente, me
entregaba a un policía.

Vocabulario

Precocidad: Demostrar estar avanzado para su edad

Providencia: destino
Haberme distinguido: ser el mejor
Hazaña: hacer algo poco comun para lograr algo. (oportunidad hazañosa: momento que él quiere aprovechar
para quedar cómo héroe)
Recios: fuertes
Oportunidad: momento unico para lograr algo
Leve: suave
Contemplativa: del verbo contemplar: mirar en silencio
Nerón: emperador de Roma, que estaba loco y causó un incendio en la ciudad
Ansiedad: desear que ocurra algo pronto

Actividad 5
¿Qué drama vive el chico que escribe?
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¿Qué hace él para llamar la atención de Delia?
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¿Qué sentía Delia?
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¿Su sueño se convierte en realidad?
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Marque el tipo correcto de narrador (el que cuenta la historia)
Primera Persona a) Está dentro de la historia
Tercera Persona b) Está fuera de la historia
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El cautivo de Jorge Luis Borges

En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían
robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro
les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las
circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y
por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta
la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó
la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el
brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico.
Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto.
Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo
querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una
criatura o un perro, los padres y la casa.

Vocabulario
Circunstacias: detalles de los hechos
Refieren: cuentan
Malón . grupo de indigenas organizados que atacaban poblaciones de blanco
Bárbara: salvaje, de los indios
Dócil: manso, calmado, tranquilo
Zaguán: entrada de la casa
Campana: Parte de arriba de un horno que permite que salga el humo.
Asta: cuerno de animales
Extasis : momento de mucha emoción
Se detuvo: paró. Se detuvieron: pararon

Actividad 6
¿Quién secuestra al niño cuando es chico?
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¿Quién lo encontró después?
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¿Qué encontró cuando volvió a su casa?
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¿Qué hace él al final?
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¿Dónde pasa la historia?
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Marque el tipo correcto de narrador (el que cuenta la historia)
c) Primera Persona a) Está dentro de la historia
d) Tercera Persona b) Está fuera de la historia

1) ¿Cuál es la situación inicial, el conflicto y el desenlace?


Situación Inicial (comienzo)
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Conflicto
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Desenlace (final)
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Continuidad de los parques. de Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los
robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes
de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal
se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado:
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña.
Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla
correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la
bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron.
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la
sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de
un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Actividad 7
Marque el tipo correcto de narrador (el que cuenta la historia)
Primera Persona a) Está dentro de la historia
10
Tercera Persona b) Está fuera de la historia

1) ¿Cuál es la situación inicial, el conflicto y el desenlace?


Situación Inicial (comienzo)
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Conflicto
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Desenlace (final)
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¿Cómo es el hombre que se muestra al comienzo?
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¿Cómo es ella?
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¿Cómo es el amante?
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¿Qué pasa al final?
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¿Por qué se llama así el cuento?
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La Intrusa. De Pedro Orgambide

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo
decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más
limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias
manos el papel carbónico.

El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa
desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un
discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios.
Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No.
Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La
intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin
resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer.
“González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte
años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una
mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien
le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre
honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como
quien dice.

Actividad 8

Marque el tipo correcto de narrador (el que cuenta la historia)


a) Primera Persona a) Está dentro de la historia
b) Tercera Persona b) Está fuera de la historia

b) ¿Cuál es la situación inicial, el conflicto y el desenlace?


Situación Inicial (comienzo)

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Conflicto
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Desenlace (final)
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c) ¿Cómo trabajaba él antes de la computadora?
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d) ¿Cómo recibieron los otros compañeros a la computadora?


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e) ¿A quién le habla el que cuenta la historia, el narrador?
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f) ¿Qué empezó a pasarle al narrador?
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g) ¿Qué decide el jefe?
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h) ¿Qué hace él al final?
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El Almohadón de Plumas de Horacio Quiroga

Su luna de miel fué un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas
niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de
noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El,
por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses—se habían casado en abril—
vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía en seguida. La casa en que
vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso—frisos, columnas y estatuas de
mármol—producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese
extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluído por echar un velo sobre sus
antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No
es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro
lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor
tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin
moverse ni decir una palabra. 3 Fué ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma detención, ordenándole calma y descanso absolutos. —
No sé—le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja.—Tiene una gran debilidad que no me
explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida. Al otro día Alicia seguía
peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo
más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oir el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con
toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a
su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y
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flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de
repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —
¡Jordán! ¡Jordán!—clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo
aparecer Alicia dió un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra,
volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la
mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide,
apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había
allí delante de ellos una vida que 4 se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente
cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca
inerte. La observaron largo rato en silencio y pasaron al comedor. —Pst…—se encogió de hombros desalentado
su médico.—Es un caso serio… poco hay que hacer… —¡Sólo eso me faltaba!—resopló Jordán. Y tamborileó
bruscamente sobre la mesa. Alicia fué extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía
lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer
día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni
aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se
arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días
finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En
el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de
los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón. —Señor—llamó a Jordán en voz baja.—En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre. Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del
hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchas de sangre. —Parecen picaduras—murmuró la
sirvienta después de un rato de inmóvil observación. 5 —Levántelo a la luz—le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó,
pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que
los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho—articuló la sirvienta, sin
dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor
Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dió un grito de horror con
toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós:—sobre el fondo, entre las plumas, moviendo
lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que
apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca—su trompa, mejor dicho—a las sientes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era
casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la
joven no pudo moverse, la succión fué vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos
parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones
de pluma.

Actividad 9

Marque el tipo correcto de narrador (el que cuenta la historia)


Primera Persona a) Está dentro de la historia
Tercera Persona b) Está fuera de la historia

a) ¿Cuál es la situación inicial, el conflicto y el desenlace?


Situación Inicial (comienzo)
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Conflicto
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Desenlace (final)
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b) ¿Cómo era Alicia?
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c) ¿Cómo era la casa?
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d) ¿Cómo era Jordán?
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e) ¿Qué enfermedad tuvo Alicia?
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f) ¿Qué sentía Jordán?
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g) ¿Por qué murió Alicia al final?
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A la deriva de Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un
juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz
ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La
víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo,
dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor
agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo
con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres
fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla.
Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un
nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían
ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso
llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió
nada en la garganta.

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—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda
ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de
garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante
vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a
palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo
llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas
dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya
trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la
ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con
grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-
Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró
por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la
selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de
nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se
precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al
atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de
pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano,
contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el
vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en TacurúPucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al
recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también.
Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en
penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el
Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de
un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que
había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso.
¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de
maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes?
Sí, o jueves . . . El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves... Y cesó de respirar.

Actividad 10

1) ¿Qué mordió a Paulino?


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2) ¿Dónde lo mordió?
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3) ¿Qué le pide a su mujer en el rancho?
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4) ¿Qué usó para llegar hasta un pueblo donde lo ayuden?
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5) ¿Qué le provocaba la mordedura?
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6) ¿A quién le quiere pedir ayuda?
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7) ¿Por qué río iba él?
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8) ¿Cómo termina la historia?
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9) Marque el tipo correcto de narrador (el que cuenta la historia)


Primera Persona a) Está dentro de la historia
Tercera Persona b) Está fuera de la historia

10) ¿Cuál es la situación inicial, el conflicto y el desenlace?


Situación Inicial (comienzo)
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Conflicto
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Desenlace (final)
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Las medias de los flamencos de Horacio Quiroga

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los
pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y
aplaudían con la cola. Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros
paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada
vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla. Las ranas se habían perfumado todo el
cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba. Pero las
que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada
víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y
las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás. Y las más
espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como
serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como
locos. Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los
flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de
todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando 4 y haciendo
ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia. Un flamenco dijo entonces: —Yo sé lo que vamos a hacer.
Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros. Y levantando todos el
vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo. —¡Tantan! —pegaron con las patas. —¿Quién es? —respondió el
almacenero. —Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras? —No, no hay —contestó el almacenero—. ¿Están
locos? En ninguna parte van a encontrar medias así. Los flamencos fueron entonces a otro almacén. —¡Tantan! ¿Tiene medias
coloradas, blancas y negras? El almacenero contestó: —¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna
parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son? —Somos los flamencos —respondieron ellos. Y el hombre dijo: —Entonces son con
seguridad flamencos locos. Fueron entonces a otro almacén. —¡Tantan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras? El almacenero
gritó: 5 —¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así.
¡Váyanse enseguida! Y el hombre los echó con la escoba. Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los
echaban por locos. Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un
gran saludo: —¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén.
Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas,
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y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras. Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la
lechuza. Y le dijeron: —¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de
las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros. —¡Con mucho gusto! —respondió la
lechuza—. Esperen un segundo, y vuelvo enseguida. Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias.
Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado. —
Aquí están las medias —les dijo la lechuza—. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar
un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van
entonces a llorar. Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de
alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los 6 cueros que eran como tubos.
Y muy contentos se fueron volando al baile. Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia.
Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no
podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias. Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a
desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien. Las víboras de coral,
sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también, tratando de tocar con la lengua las
patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin
cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más. Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas
sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados. Efectivamente, un
minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida
las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y
lanzaron un silbido que se oyó desde la orilla del Paraná. —¡No son medias! —gritaron las víboras—. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han
engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de
víbora de coral! Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados
que no pudieron levantar una sola ala. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les
deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que
se murieran. Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las 7 víboras de coral se desenroscaran de sus
patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose
las gasas de su traje de baile. Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por
lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas. Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al
agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de
las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban
envenenadas. Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas
en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas. A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver
cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan
grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla. Esta es la historia de los flamencos, que
antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los
flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a
burlarse de ellos.

Actividad 11
Marcar la opción correcta
1) ¿A quienes no invitaron las víboras?
a los flamencos O
a los tigres O
a las ranas O

2) Los yacarés se adornaron con un collar de...


Perlas O
Nueces O
Bananas O

3) Antes las patas de los flamencos eran...


Blancas O
Violetas O
Negras O

4) Quién se quiso burlar de los flamencos?


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el elefante O
el tigre O
el tatú O

5) Quién había matado a las víboras de coral para sacarles los cueros?
el yacaré O
la lechuza O
el ñandú O

6) Cómo se dieron cuenta las víboras de qué estaban hechas las medias?
Porque la lechuza les dijo
Porque los leones les dijeron
Porque un flamenco cayó y pudieron ver sus medias
7)¿ Quiénes tenían una luciérnaga colgada para iluminar
las ranas O
los patos O
los corderos O

8) Por qué se pusieron coloradas las patas de los flamencos?


por vergüenza O
por el veneno de las víboras O
porque el río se las tiñó O

9) A quienes comen los flamencos cuando se burlan de ellos?


a los sapos O
a los renacuajos O
a los peces O

10) ¿Quién cuenta esta historia?


el león O
un narrador fuera del cuento O
el papagayo O

Vas y venis de Mario Benedetti

De carrasco a aeroparque y viceversa


vas y venís con libros y bufandas
y encargos y propósitos y besos
tenés gusto a paisito en las mejillas
y una fe contagiosa en el augurio
vas y venís como un péndulo cuerdo
como un comisionista de esperanzas
o como una azafata voluntaria
tan habituada estás a los arribos
y a las partidas un poquito menos

quién iba a imaginar cuando empezábamos


la buena historia hace veintiocho años
que en un apartamento camarote
donde no llega el sol pero vos sí
íbamos a canjear noticia por noticia
sin impaciencia ya como quien suma

y cuando te dormís y yo sigo leyendo

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entre cuatro paredes algo ocurre
estás aquí dormida y sin embargo
me siento acompañado como nunca.

Actividad 12
¿Qué cosas le trae su mujer cuando viene?
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¿ Con quienes compara a su mujer?
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¿Cómo es su departamento?
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¿Qué cosas comparten?
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Biografía de Mario Benedetti
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Avanti! (Adelante) De Almafuerte (Alfredo B. Palacios)

Si te postran diez veces, te levantas


otras diez, otras cien, otras quinientas...
No han de ser tus caídas tan violentas
ni tampoco por ley, han de ser tantas.

Con el hambre genial con que las plantas


asimilan el humus avarientas,
deglutiendo el rencor de las afrentas
se formaron los santos y las santas
Obsesión casi asnal para ser fuerte,
nada mas necesita la criatura.
y en cualquier infeliz se me figura
que se rompen las garras de la suerte...

¡ todos los incurables tienen cura


cinco segundos antes de la muerte!

Actividad 13
¿Qué debe hacer una persona cuando se cae su ánimo?

19
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¿Cómo se forman los santos y las santas?
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¿Qué deben hacer las personas para sobrevivir?
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¿Qué hacen las plantas?
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¿Cuántos versos tiene el poema?
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Piu Avanti!!! (Más para adelante) De Almafuerte (Alfredo B. Palacios)

No te des por vencido, ni aun vencido,


no te sientas esclavo, ni aún esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y arremete feroz, ya mal herido.
Ten el tesón del clavo enmohecido,
que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo;
no la cobarde intrepidez del pavo
que amaina su coraje al primer ruido.
Procede como Dios que nunca llora,
o como Lucifer que nunca reza,
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora...
 ¡que muerda y vocifere vengadora
ya rodando en el polvo tu cabeza!

Actividad 14
¿Qué tenemos que pensar frente a los problemas?
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20
¿Con quién compara a las personas fuertes?
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¿Con quién compara a las personas débiles?


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¿Aún frente a qué cosas se debe ser fuerte?


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Biografía de Alfredo B. Palacios


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Clases de palabras

El sustantivo: el nombre o sustantivo es la clase de palabra que se emplea para designar todos los seres y
entidades: personas, animales y cosas, ya sean concretos, abstractos o imaginarios. Los sustantivos concretos
designan seres o entidades reales o imaginarios que pueden verse o representarse: lobo, duende, banco, ángel,
polvo, fantasma, árbol, bruja, ceniza. Los sustantivos abstractos se refieren a entidades no concretas, procesos,
fenómenos, ideas o conceptos: desarrollo, pensamiento, maldad, optimismo, sabiduría, vitalidad, rigor,
blancura.

El adjetivo: es la palabra que acompaña al sustantivo o nombre para calificarlo o determinarlo, expresa
características o propiedades del sustantivo: libro verde, libro pequeño, libro viejo. El sustantivo puede ser
modificado por uno o varios adjetivos: tema interesante, claro y pequeño río, río pequeño. Cuando el adjetivo se
antepone al sustantivo y reitera una cualidad propia de éste, se llama epíteto: blanca nieve, mansas ovejas.

El artículo: es la clase de palabra que precede al sustantivo para determinarlo y concuerda con él en género y
número: el cielo, la boca, los cuadros, las pinturas. Los artículos son: el, los, la, las.

Preposición: es invariable y sirve para relacionar y subordinar palabras o estructuras. La lista de preposiciones del
idioma castellano es la siguiente: a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, durante, en, entre, hacia, hasta,
mediante, para, por, según, sin, sobre, tras, versus, vía. Ejemplo: “mes de junio de 2014”

Actividad 15
1)Extraer de “Leyenda de la flor de Ceibo” al menos diez sustantivos comunes.
2) Indicar género y numero.
3) Agregarles tres adjetivos que no se repitan a cada uno

Sustantivo Género y número adjetivos


1
2
3
4
5
6

21
7
8
9
10
Actividad 16
1) Extraer de “El Cautivo” al menos diez sustantivos comunes.
2) Indicar género y numero.
3) Agregarles tres adjetivos que no se repitan a cada uno

Sustantivo Género y número adjetivos


1
2
3
4
5
6
7
8
9
10

Actividad 17
1)Sacar de “Primer amor” diez sustantivos comunes.
2) Indicar género y numero.
3) Agregarles tres adjetivos que no se repitan a cada uno
Sustantivo Género y número adjetivos
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10

El verbo
Los verbos pueden tener variaciones que son denominadas accidentes del verbo. Esas variaciones pueden ser de
diferentes maneras. Pueden variar en número y persona; o sea, un verbo puede estar en primera segunda o en
tercera persona. Pero estos también pueden estar en singular o en plural.
También pueden variar en tiempo y en concordancia. Por el tiempo el verbo puede estar en presente, pasado y
futuro. Y atendiendo al modo puede variar en tres formas diferentes: modo indicativo, modo subjuntivo, modo
imperativo,  a las que se agrega el infinitivo (en algunos casos también llamado modo infinitivo, aunque no lo es
propiamente).
El modo indicativo enuncia un hecho cierto, positivo o negativo. El modo subjuntivo expresa duda, deseo o
condición. El modo imperativo expresa mandato; o sea, una orden que debe cumplir una segunda persona.
También los verbos pueden variar de una forma diferente que no está definida ni por el tiempo, ni por el número,
ni por el modo, ni por la persona. Son las formas infinitivas del verbo.
Estas formas pueden ser infinivo, gerundio y participio. En un verbo estará en infinitivo cuando termina en ar, er o
ir. Estará engerundio cuando termina en ando o iendo, y estará en participio cuando termina en ado, ido, so, to y
cho.

22
Conjugación de los verbos
En castellano, entonces, tenemos que todos los verbos en infinitivo (sin conjugar) terminan en “Ar”, “Er” o “Ir”.
De acuerdo a esto se clasifican en diferentes conjugaciones.
Existen tres conjugaciones para los verbos:
1ª Conjugación: verbos terminados en AR (saltar, caminar, amar, arrastrar, etc.)
2ª Conjugación: verbos terminados en ER (correr, comer, temer, suceder, querer, etc.)
3ª Conjugación: verbos terminados en IR (vivir, morir, sacudir ir, existir, etc.)
Existen 3 Modos: Modo Indicativo, Modo Subjuntivo, Modo Imperativo, Más las formas Infinitivas.

Actividad 18 Extraer de “Primer amor” 10 verbos e indicar en qué persona y número están

Verbo Persona y numero


1........................................................................................................................
2........................................................................................................................
3........................................................................................................................
4........................................................................................................................
5.........................................................................................................................
6.........................................................................................................................
7.........................................................................................................................
8........................................................................................................................
9........................................................................................................................
10.....................................................................................................................

Actividad 19 Hacer lo mismo con “La Autoridad”

Verbo Persona y numero


1........................................................................................................................
2........................................................................................................................
3........................................................................................................................
4........................................................................................................................
5.........................................................................................................................
6.........................................................................................................................
7.........................................................................................................................
8........................................................................................................................
9........................................................................................................................
10.....................................................................................................................

Actividad 20 Hacer lo mismo con “Leyenda de la flor de ceibo”


Verbo Persona y numero
1........................................................................................................................
2........................................................................................................................
3........................................................................................................................
4........................................................................................................................
5.........................................................................................................................
6.........................................................................................................................
7.........................................................................................................................
8........................................................................................................................
9........................................................................................................................
10.....................................................................................................................

Actividad 22
Amar

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
23
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(aba) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Dibujar

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(aba) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural
Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)
Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Comprar

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(aba) Pretérito Perfecto del Indicativo

24
Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural
Temer

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(ía) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Vender

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(ía) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)

25
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Comer

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(ía) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Partir

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(ía) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pedir

26
Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo
Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(ía) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Sufrir

Presente Presente del Indicativo Presente del Subjuntivo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Pasado Pretérito Imperfecto Indicativo(ía) Pretérito Perfecto del Indicativo


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

Futuro Simple del Indicativo Condicional Simple (ria)


Yo (primera persona singular)
Él/Ella (tercera persona singular)
Nosotros (primera persona plural)
Ellos/Ellas (tercera persona plural

La barca sin pescador Alejandro Casona (1903 – 1965)

27
Personajes ESTELA FRIDA LA ABUELA ENRIQUETA RICARDO JORDÁN EL CABALLERO DE NEGRO Tío MARKO JUAN BANQUERO
CONSEJERO 1º CONSEJERO 2°
ACTO PRIMERO
Despacho del financiero Ricardo Jordán. Lujo frío. Sobre la mesa, ticker y teléfonos. En las paredes, mapas económicos con franjas
de colores, banderitas agrupadas en los grandes mercados y cintas indicadoras de comunicaciones Una gran esfera terrestre, de
trípode. Reloj de péndulo. Invierno. Enriqueta, sentada. Ricardo acude de mal humor al teléfono que llama desde que se levanta el
telón. Mientras él habla, ella retoca su maquillaje.
RICARDO. - ¡Hola! ¿Larga distancia...? Sí, sí, diga... Aquí también: otros cuatro enteros en media hora. Pero le repito que no hay
ningún motivo de alarma. No, eso nunca; mis órdenes son terminantes y para todos los mercados. ¡Pase lo que pase, comprenden!
¡Nada más! ¡Gracias! (Cuelga. Mira el ticker que señala la cotización del momento.)
ENRIQUETA. - ¿Siguen las malas noticias?
RICARDO. - Así parece.
ENRIQUETA. - ¿Graves?
RICARDO. - Peores las he conocido y he sabido capear el temporal. Cuando se ve de dónde viene el golpe es mas fácil evitarlo.
ENRIQUETA. - SI te limitaras a evitarlo... Pero te conozco; no eres hombre que se conforme con encajar un golpe sin devolver otro.
RICARDO.—(Ofreciéndole un cigarrillo.) - Es lo que he hecho siempre. ¿Voy a acobardarme ahora?
ENRIQUETA. - No se trata de valor, sino de cifras. ¿Cuánto han subido hoy las acciones de la Canadiense?
RICARDO. - Catorce enteros más. Los mismos que hemos bajado nosotros.
ENRIQUETA. -¿Y hasta dónde puedes resistir la baja?
RICARDO. - No me importa el límite, puesto que se trata de una baja provocada artificialmente. El juego está bien claro: o la
Canadiense o yo. Veremos quién ríe el último.
ENRIQUETA. - Ellos pueden permitirse el lujo de perder indefinidamente con tal de hundirte. No se trata de una empresa que
defienda sus intereses. Es un hombre que te odia. Josué Méndel.
RICARDO. - Josué Méndel... Un aprendiz. Los primeros negocios sucios que hizo en su vida los aprendió conmigo. Yo le enseñaré a
respetar a su maestro.
ENRIQUETA. - Pero hoy es el gran conductor de la industria y de la banca. Sabe sonreír en los salones; y las mujeres le admiran.
RICARDO. - Ya veo, ya.
ENRIQUETA. - Sin ironías, Ricardo. Es un juego peligroso. Puedes arrastrar a la ruina a mucha gente contigo.
RICARDO. - No puedo perder mi tiempo pensando en los demás. ¿Tienes miedo?
ENRIQUETA. - Por ti. Tú eres un apasionado, capaz de poner la vida entera a una carta. El tiene los ojos fríos, camina despacio... y
llega siempre adonde quiere ir.
RICARDO. - Nunca te imaginé tan pesimista. ¿Qué es lo que me aconsejas? ¿Rendirme?
ENRIQUETA. - Pactar.
RICARDO. - ¿Con Méndel? Nunca. Él ha querido la guerra, pues tendremos guerra. Y por favor, dejemos esto: no me parece elegante
para ti. ¿Por qué no me llamaste anoche?
ENRIQUETA. - Después de un día tan agitado supuse que necesitarías descanso. Estuve cenando en el Claridge... con unas amigas.
RICARDO. -¿No hay teléfono en el Claridge?
ENRIQUETA. - No quise despertarte.
RICARDO. - Qué extraño... Nunca me ha gustado el Claridge. Es donde suele reunirse la gente de Méndel.
ENRIQUETA. - ¿Qué quieres insinuar...?
RICARDO. - Seamos claros, Enriqueta. Hasta ayer nunca habías visto a ese hombre. ¿Dónde aprendiste que Méndel tiene los ojos
fríos?
ENRIQUETA. - ¡Ricardo...! ¿Una escena de celos ahora?
RICARDO. - Perdona.
(Entra Juan con una bandeja, dos vasos, coctelera y soda.) DICHOS y JUAN
JUAN. - Con permiso, señor.
RICARDO. - ¿Quién ha pedido eso?
JUAN. - Como el señor lleva tres noches sin dormir, me he permitido... ¡Pruébelo y me lo agradecerá!; pero con cuidado. ¡Es una
fórmula para soñar de pie!
RICARDO. - Gracias Juan.
JUAN.—(Dejando la bandeja.) - El Director del Banco y los Consejeros esperan
RICARDO. - ¿Tranquilos?
JUAN. - Pálidos. El señor Director ha encendido tres cigarrillos seguidos y no ha fumado ninguno.
RICARDO. - Que pasen. (Sale Juan.) Será mejor que te retires si no quieres presenciar una sesión borrascosa. ENRIQUETA. -
Escúchalos con calma. En estos momentos todo consejo puede ser útil. ¿Por qué me miras así?
RICARDO. - No sé. Te encuentro muy extraña. Demasiado razonable, quizá. En fin, querida; será que vamos envejeciendo. (La besa
fríamente.)
28
ENRIQUETA. - Piénsalo, Ricardo. Piénsalo. (Sale. Ricardo la mira ir pensativo. Se sirve un vaso. Juan abre la puerta corredera del
fondo, dejando pasar al Director del banco y dos Consejeros.)
RICARDO, BANQUERO, CONSEJEROS 1º y 2º
RICARDO. - Adelante, señores. ¿Algo nuevo?
CONSEJERO 1º. - Demasiadas cosas en poco tiempo. ¿Ha visto el curso de las cotizaciones? Ayer cerramos a ciento ochenta y hoy
hemos abierto a ciento sesenta y cinco. Desde entonces acá...
RICARDO. - Ya sé. Hemos bajado catorce enteros más.
CONSEJERO 2º. - Perdón; diez y ocho en este momento. Antes del cierre serán veinte, quizá treinta.
BANQUERO. - He salido de la Bolsa cuando se lanzaban al mercado cuatro mil acciones más. He visto el desconcierto de los agentes,
los corrillos nerviosos de cien pequeños accionistas, las cifras derritiéndose como manteca en las pizarras.
RICARDO. Sin embargo puedo garantizarles que es una falsa alarma.
BANQUERO. - No es una alarma. ¡Es el pánico! Una jauría aullando de terror y apretujándose por desprenderse de unos valores que
se desploman.
CONSEJERO 1º. - Una alarma puede cortarse con un golpe de audacia. Contra el pánico no hay fuerza humana que resista.
RICARDO. - Ahí está la única palabra; resistir. ¡Resistir! ¿A quién favorece este pánico? A Méndel. Por eso lo paga. Cuando nuestras
acciones estuvieran en el suelo, él vendría tranquilamente a recogerlas y apoderarse de la empresa. Hace falta ser muy estúpido
para no ver el juego.
CONSEJERO 2º. - ¿Es decir, que usted se empeña en no ver en todo esto más que una simple especulación?
RICARDO. - Lo he hecho yo muchas veces y conozco el sistema: la prensa comprada, los saboteadores a sueldo, los rumores
alarmistas...
BANQUERO. - Desgraciadamente no son todo rumores: también hay realidades. La huelga se extiende en las refinerías amenazando
con el paro total.
RICARDO. - Se compra a los líderes. Bastará doblar el precio que les haya ofrecido Méndel.
BANQUERO. - ¿Y nuestros yacimientos de petróleo al otro lado de la frontera? El golpe de estado nacionalista no reconoce los
intereses extranjeros. CONSEJERO 1º. - ¡Nuestros pozos serán expropiados al precio que ellos fijen!
RICARDO. - Propaganda política que nadie se atreverá a confirmar. ¡El petróleo no tiene patria!
CONSEJERO 2º. - No es una amenaza. Es noticia confirmada por nuestra agencia. Vea este cable.
BANQUERO.—(Mientras Ricardo lee el cable.) - Cuando esto se sepa en la Bolsa, la baja se convertirá en una caída vertical. 9
Alejandro Casona (1903 – 1965) CONSEJERO 1º. - Hay que salvar lo que se pueda, antes que sea tarde.
RICARDO. - En resumen: ¿qué es lo que me proponen? ¿Entregarnos a Méndel?
CONSEJERO 1º. - Hoy todavía estamos a tiempo de pactar. Mañana nos tendrá atados de pies y manos.
RICARDO. - Rotundamente, ¡no! Mientras yo tenga la dirección de la empresa, mi única orden es resistir. ¡Y luego, pegar!
BANQUERO. - ¿Con qué capital? En estas condiciones mi Banco no puede arriesgar nuevos créditos.
RICARDO. - ¿También usted ha perdido la fe en mí?
BANQUERO. - ¿Y quién puede tenerla cuando el grito de alarma ha salido de este mismo despacho? Esas cuatro mil acciones
lanzadas al mercado esta misma mañana son de la señorita Enriqueta. ¡Su propia amiga!
RICARDO. - ¡No es posible!
BANQUERO. - Anoche la vieron cenando con Méndel. En el Claridge.
RICARDO. - ¡Mienten! ¿Quién la ha visto?
CONSEJERO 1º. - Yo, señor Director.
CONSEJERO 2º. - Y yo.
RICARDO. - ¿Luego también ustedes estaban? Ahora veo clara la maniobra. El barco se hunde y las ratas se apresuran a abandonarlo.
¿No es eso? Pues no, señores. Yo sabré ponerlo a flote una vez más. Y si el capital de la empresa no basta, yo lucharé con el mío,
hasta el último céntimo. (Vuelve a oírse el ticker.)
BANQUERO. - Piénselo fríamente. Puede ser la ruina
CONSEJERO 1º.—(Que ha corrido a observar el ticker.) - Mire estas cifras. ¡Es el desplome total! CONSEJERO 2º. - Los accionistas
exigen su dimisión. ¡Es lo único que puede salvarnos a todos!
RICARDO. - ¡Basta! ¿Qué esperan? Vayan a arrodillar su miedo a los pies de Méndel. Por mi parte sólo conozco una fórmula de lucha;
o todo o nada. Es mi última palabra. BANQUERO. - Está bien. También nosotros diremos la nuestra. ¡Vamos! (Salen.)
RICARDO.—(Solo, murmura, entre dientes.) - Cobardes... cobardes... ¡Y ella...!
(Se deja caer abismado en un sillón. Bebe de nuevo en silencio. Rumor de lluvia. Las luces bajan visiblemente mientras se oye un
extraño fondo de música, obsesiva y monótona. La puerta corrediza del foro se abre. Sola, lentamente, sin ruido alguno, dando paso
al Caballero de Negro. Vuelve a cerrarse a su espalda con un discreto misterio. El Caballero de Negro viste chaqué y trae al brazo su
carpeta de negocios. Solamente su sonrisa fría, su nariz rapaz y su barbilla en punta denuncian, bajo la apariencia vulgar, su
perdurable personalidad. Avanza en silencio y habla sobre el hombro de Ricardo con cierta solemnidad confidencial.) RICARDO y el
CABALLERO DE NEGRO

29
CABALLERO. - No lo pienses más, Ricardo Jordán. Tu amante te ha traicionado. Tus amigos, también. Estás al borde de la ruina. Tal
vez de la cárcel. En estas condiciones, el único que puede salvarte soy yo. (Ricardo mira sorprendido a su alrededor y luego al
desconocido, como si tardara en darse cuenta.)
RICARDO.—(Se levanta.) - ¿Quién es usted?
CABALLERO. - Un viejo amigo. Cuando eras niño y tenías fe, soñabas conmigo muchas noches. ¿No te acuerdas de mí?
RICARDO. - Creo que he visto esa cara alguna vez... no sé dónde.
CABALLERO. - En un libro de estampas que tenía tu madre, donde se hablaba ingenuamente del cielo y del infierno. ¿Recuerdas?
Pagina octava... a la izquierda.
RICARDO.—(Mirándole fijamente.) - ¿Entre una nube de humo? ¿Con una capa roja y una pluma de gallo?
CABALLERO. - Era el traje de la época. Ha habido que cambiar un poco la tramoya y la guardarropía, para ponerse a tono.
RICARDO.—(No queriendo creer.) - ¡No...!
CABALLERO. - Sí.
RICARDO.—(Se restriega los ojos.) - Hablemos en serio, por favor... ¿no pretenderá hacerme creer que estoy tratando con... con...?
CABALLERO. - Dilo sin miedo. Con el Diablo en persona.
RICARDO. - ¡Demonio!
CABALLERO. - También. Todos mis nombres se usan como exclamación.
RICARDO.—(Tratando de reaccionar.) - Desconocido señor: yo no sé de qué manicomio se ha escapado usted ni qué es lo que se
propone. Pero le advierto que ha elegido muy mal momento.
CABALLERO. - ¿Malo, por qué? ¿No estabas desesperado cuando llegué?
RICARDO. - Eso sí; puede jurarlo.
CABALLERO. - ¿Entonces...? Yo siempre elijo para los hombres ese mal cuarto de hora que vosotros elegís para las mujeres.
RICARDO. - ¿Pero se da cuenta de lo absurdo de esta situación? Usted no puede estar ahí, aunque lo crea. El diablo no es un
personaje de carne y hueso. Es una idea abstracta.
CABALLERO. - Y sin embargo aquí me tienes. De vez en cuando, hasta las ideas abstractas necesitamos salir a estirar las piernas.
RICARDO. - No puede ser. Una aparición en estos tiempos... ¡y con esa facha!
CABALLERO.—(Ofendido, mirándose.) - ¿Facha?
RICARDO. - Perdón; quiero decir, con ese aspecto provinciano, de pequeño burgués.
CABALLERO. - Te diré; en realidad hay tres diablos distintos según la jerarquía de las almas. Hay uno aristocrático y sutil, para tentar
a los reyes y a los santos. Hay otro, apasionado y popular, para uso de los poetas, y los campesinos. Yo soy el diablo de la clase
media.
RICARDO. - Ahora me explico el chaqué; y hasta la carpeta de negocios. ¿No le parece demasiada naturalidad?
CABALLERO. - La naturalidad siempre está bien. Incluso para lo sobrenatural. Con permiso. (Se sienta tranquilamente y se sirve un
vaso.)
RICARDO. - Ea, basta de bromas estúpidas. O usted se retira ahora mismo o haré que lo pongan en la calle.
CABALLERO. - Creo que vas a perder el tiempo: pero inténtalo. (Se sirve soda. Bebe. Ricardo aprieta en vano el timbre y luego trata
de llamar al teléfono. El Caballero de Negro comenta sin mirar.) Es inútil. El timbre no sonará. El teléfono tampoco.
RICARDO.—(Llamando en voz alta.) - ¡Juan...! ¡Juan...!
CABALLERO. - No te canses; mientras yo esté aquí, nadie se moverá ni escuchará tu voz. El tiempo mismo se quedará dormido en los
relojes. (Ricardo mira el reloj. El péndulo se detiene.)
RICARDO. - Pero entonces... es verdad. ¿No estoy soñando?
CABALLERO. - Pronto te convencerás del todo. Siéntate tranquilo y hablemos como dos buenos amigos.
RICARDO. - Eso de amigos...
CABALLERO. - No seas modesto, siéntate.
RICARDO. - SI no hay otro remedio... (Se sienta. Saca su pitillera.) ¿Un cigarrillo?
CABALLERO. - Gracias; me hace daño el humo.
RICARDO.—(Enciende el suyo.) - ¿Y bien? ¿Puede saberse a qué has venido?
CABALLERO. - Pasaba por la bolsa, ¡donde tengo tantos clientes! He visto tu caso y vengo a proponerte un negocio. Naturalmente,
un negocio espiritual.
RICARDO. - ¡Tú siempre romántico!
CABALLERO. - Siempre; es mi destino. Mientras vosotros os preocupáis sólo de la mecánica y la economía, yo sigo ocupándome
exclusivamente del alma.
RICARDO. - ¿Crees que la mía merece la pena?
CABALLERO. - En este caso, sí. Se trata de un experimento.
RICARDO. - No creo que perder mi alma te cueste mucho trabajo; la pobre debe estar bastante perdida ya.
CABALLERO.—(Sacando una ficha de su cartera.) - En efecto; según la ficha que llevo de ella está ya casi madura para la condenación.
Pero todavía le falta un empujoncito: el último.
RICARDO. - Menos mal.
30
CABALLERO. - Tu lista está bien nutrida de traiciones, bajezas, escándalos y daños. Ni el dolor humano te ha conmovido nunca, ni has
guardado jamás la fe jurada, ni has respetado la mujer de tu prójimo. En cuanto a aquello de no codiciar los bienes ajenos creo que
será mejor no hablar, ¿verdad?
RICARDO. - Si; realmente, sería muy largo.
CABALLERO. - En una palabra; todo lo que la Ley te manda respetar, lo has atropellado; todo lo que te prohíbe, lo has hecho. Hasta
ahora, sólo un mandamiento te ha detenido: "No matarás".
RICARDO.—(Inquieto, levantándose.) - ¿Es un crimen lo que vienes a proponerme?
CABALLERO. - Exactamente; lo único que falta en tu lista. Atrévete a completarla, y yo volveré a tus manos las riendas del poder y del
dinero, que acabas de perder.
RICARDO. - No, gracias. Habré llegado muy bajo, no lo niego. Pero un crimen es demasiado.
CABALLERO. - ¿Tan seguro estás de no haber cometido ninguno? Hay crímenes sin sangre, que no están en el Código.
RICARDO. - ¿Por ejemplo...?
CABALLERO. - Por ejemplo... (Consulta nuevamente la ficha.) Cuando eras niño pobre rondabas los muelles buscando plátanos
podridos para saciar tu hambre. Treinta años después hacías arrojar al mar centenares de vagones, para hacer subir los precios.
¿Cómo llamarían a eso los niños hambrientos que siguen rondando los muelles?
RICARDO. - No puedo detenerme en sentimentalismos. El corazón es un mal negocio.
CABALLERO. - De acuerdo. Entonces dejemos los sentimientos y vamos a los números, que es tu fuerte. (Vuelve a consultar la ficha.)
En tu empresa trabajan tres mil hombres respirando los gases de las minas y el humo de las fábricas. Según las estadísticas todos
ellos mueren cinco años antes de lo normal. Tres mil hombres a cinco años, son ciento cuarenta siglos de vida truncada. ¡Linda cifra,
eh! La historia del mundo no tiene tanto.
RICARDO. - Tampoco de eso es mía la culpa. Yo no inventé el sistema.
CABALLERO. - Pero vives de él cómodamente. Y todo esto sin contar a los que tosen en plena juventud gracias a ti; y a los que
engendran hijos raquíticos, gracias a ti; y a los viejos prematuros, y a los mutilados...
RICARDO. - ¡Tenemos los mejores hospitales del país!
CABALLERO. - Lo de siempre: primero fabricáis los enfermos y después los hospitales.
RICARDO. - Entendámonos. ¿Has venido a perder mi alma o a darme una lección de moral?
CABALLERO. - Nunca he sabido hacer lo uno sin lo otro.
RICARDO. - Vergüenza debiera darte. Si en vez de un predicador trasnochado fueras un diablo serio, estarías orgulloso de mí.
CABALLERO. - ¿Y quién dice que no? Desde mi punto de vista todo lo que has hecho hasta ahora es perfecto.
RICARDO. - ¡Ah! Pero de esos males de que me acusas, no soy el responsable yo sólo. Somos muchos. ¡Todos!
CABALLERO. - En eso no te falta razón. Para emplear tu lenguaje yo diría que son... "crímenes anónimos, de responsabilidad
limitada".
RICARDO. - Exacto.
CABALLERO. - Por eso vengo a proponerte uno que sea exclusivamente tuyo; con plena responsabilidad.
RICARDO. - Es inútil. ¡No mataré...! ¡No mataré!
CABALLERO. - Calma. Un hombre de presa como tú no rechaza un negocio sin escuchar las condiciones.
RICARDO. - Por buenas que sean. Una cosa es encogerse de hombros ante la vida de los demás, y otra muy distinta matar con las
propias manos.
CABALLERO. - ¿Y si no hicieran falta las manos?
RICARDO. - ¿Qué quieres decir?
CABALLERO. - Que el hecho material no me importa. Basta con la intención moral. Pon tú la voluntad de matar, y yo me encargo de
lo demás.
RICARDO. - No me fío. Un negocio con tantas facilidades siempre es sospechoso.
CABALLERO. - Ah, ¿ya empieza a parecerte fácil?
RICARDO. - ¿Y a quién no? Si la víctima cae lejos, sin que yo tenga que verla, ¿qué puede importarme?
CABALLERO. - Lo que esperaba. Para sufrir con el dolor ajeno, lo primero que hace falta es imaginación: y tú no la tienes. Por ese
lado, puedes estar tranquilo. Es un negocio limpio.
RICARDO. - ¿Sin sangre?
CABALLERO. - Sin sangre. ¿Aceptado? R
ICARDO. - La proposición es tentadora. Pero, ¿quién me responde de ti?
CABALLERO. - Nunca he faltado a mis pactos. Yo te prometo que nadie lo sabrá, ni habrá ley humana que pueda castigarte. ¿Dudas
aún?
RICARDO. - Dicen que los criminales sueñan con sus víctimas.
CABALLERO. - Tú no. Ni siquiera necesitarás conocerla. Puedes elegir un nombre cualquiera en cualquier lugar de la tierra. Cuanto
más lejos, mejor. Por ejemplo... (Se levanta; se descalza un guante que deja sobre la mesa, y hace girar la esfera. Después la detiene
con el dedo, al azar.) Aquí. Al otro lado del mar. Una pequeña aldea de pescadores en el Norte. ¿Has estado en el Norte alguna vez?
RICARDO. - Nunca.
31
CABALLERO. Mejor; conocer un paisaje es casi conocer al hombre. Ahora haz un esfuerzo mental, y sígueme. (La luz baja más
dejando sólo iluminadas las dos figuras junto a la esfera.) Mira, ya es de noche en la aldea. Ahí tienes a Péter Anderson —un
pescador como otro cualquiera— subiendo la cuesta de su casa, frente al mar. Sopla un viento fuerte. ¿Lo oyes...? (Se oye, primero
vagamente y después cada vez más próximo, el silbido del viento.)
RICARDO. - No sé... Es algo así como si me zumbaran los oídos...
CABALLERO. - Concéntrate más. Péter Anderson acaba de comprarse una barca, y sube alegremente la cuesta, cantando una vieja
canción... ¿La oyes? (Se oye la canción lejana, acercándose. Fondo de acordeón.)
RICARDO. - La siento acercarse. ¿No es una ilusión mía?
CABALLERO. - No, es que tu alma está ahora allí. Péter Anderson ha bebido un poco de whisky... el despeñadero sobre la playa es
peligroso... y corre un viento capaz de derribar a un hombre. Mañana, cuando lo encuentren en el fondo del acantilado, todo el
mundo creerá que fue el viento. (Pausa. Se oye más clara la canción y el silbar del viento.) ¿Qué esperas? Un simple esfuerzo de
voluntad, y toda la fortuna y el poder volverán de golpe a tus manos. Si no te basta, puedo ofrecerte también la ruina de Méndel...
¿Qué esperas...?
RICARDO. - No sé... no puedo...
CABALLERO. ¡Tiene que ser ahora mismo, al doblar la cuesta! ¡Cierra los ojos, Ricardo Jordán! Es sólo un momento.
RICARDO.—(Baja instintivamente la voz.) - ¿Qué tengo que hacer?
CABALLERO.—(Poniendo el contrato sobre la mesa.) - Con una firma es bastante. Aquí (Ricardo moja la pluma y vacila. Crece el
rumor del viento y la canción. El Caballero de Negro escucha, artísticamente conmovido.) Al final de la cuesta hay una ventana
iluminada... Péter levanta la mano para saludar... ¡Firma ahora! ¡Es el momento!
(Ricardo firma. Entonces, como saliendo de la esfera misma, se oye un grito desgarrado de mujer.)
GRITO. - ¡Péter! (La canción se corta y el viento cesa repentinamente. Silencio absoluto.)
CABALLERO. - Pobre Péter Anderson...
RICARDO.—(Sobrecogido, sin voz.) - ¿Ya...?
CABALLERO. - Ya. ¿Ves qué sencillo? Una ráfaga de viento negro sobre el despeñadero, y un pescador menos en la aldea. Es cosa de
todos los días. (Guarda el documento.) En cuanto a tus negocios, pronto recibirás buenas noticias. Enhorabuena. (Se dispone a salir.)
RICARDO. - Espera... ¿quién dio ese grito?
CABALLERO. - ¿Qué importa eso ya?
RICARDO. - Péter no estaba solo. Lo he oído perfectamente... ¡fue un grito de mujer!
CABALLERO. - No preguntes. ¡Cuanto menos sepas, tanto mejor para ti!
RICARDO. - Pero ese grito... ¡Si por lo menos no hubiera oído ese grito...!
CABALLERO.—(Irónico.) - ¿Ya empezamos...? No vuelvas a pensar en ello. Y sobre todo, no olvides tus propias palabras: el corazón es
un mal negocio.
(Se vuelve junto a la puerta con una sonrisa ambigua.) De todos modos, pobre Péter Anderson ¿verdad? Cantaba como un
enamorado... Y parecía tan feliz. (Se inclina cortésmente.) Muchas gracias. (La puerta se abre silenciosamente y sola como cuando
entró y se cierra de nuevo tras él. Vuelve la luz normal. Ricardo, obsesionado, contempla en la esfera "el lugar del hecho". Por fin
reacciona restregándose los ojos como si despertara. Mira el reloj. El péndulo vuelve a marchar.)
RICARDO. - No puede ser. Aunque lo haya visto con mis propios ojos ¡no puede ser! (Golpea impaciente el timbre, llamando al
mismo tiempo.) ¡Juan...! ¡Juan...! (Juan abre la puerta del fondo.) ¡Detén a ese hombre! ¡Tráelo acá otra vez!
JUAN y RICARDO
JUAN. - ¿A quién, señor?
RICARDO. - Tienes que haberte cruzado con él. ¡Acaba de salir por esa misma puerta!
JUAN. - Imposible. Yo estaba sentado, como siempre, ahí en el vestíbulo.
RICARDO. - ¿Y no lo has visto? Un caballero vestido de negro... con una carpeta...
JUAN. - Puedo jurarle que aquí no ha entrado ni salido nadie.
RICARDO. - ¿Vas a hacerme creer que estoy loco? ¿Y el viento? ¿Tampoco lo has oído?
JUAN. - ¿Viento? En el jardín no se mueve ni una hoja.
RICARDO. - ¿Y una canción? ¡Y ese grito... ese grito de mujer, ahí mismo!
JUAN.—(Mirando sospechosamente la coctelera.) - Si el señor me permite un consejo, creo que le conviene acostarse. Ya le advertí
que la fórmula del cóctel, es para soñar de pie.
RICARDO. - Ojalá no hubiera sido más que un sueño. Pero lo he visto tan claro... (Pausa.) Dime, Juan ¿tú crees en el Diablo?
JUAN.—(Digno.) - No creo que el señor tenga derecho a hacerme esa pregunta. La libertad de conciencia está garantizada en la
Constitución.
RICARDO. - Perdona: no he querido ofender tus convicciones. (Pensativo.) De todos modos, es extraño... muy extraño...
JUAN. - ¿Por qué ha de ser extraño? El señor lleva tres noches sin dormir, tiene trastornados los nervios... y ha bebido dos vasos.
RICARDO. - ¿Dos...? ¿Quién te asegura que fui yo el que bebió los dos?
JUAN.—(Con los vasos en la mano.) - La señorita habría dejado en el borde una marca de carmín. Aunque modesta, también yo
tengo mi experiencia.
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RICARDO. - Lo malo es que yo no recuerdo haber bebido más que el primero. JUAN. - Tranquilícese; después del primero, no hay
quien recuerde los otros.
RICARDO. - Tienes razón. Todo puede explicarse por las leyes naturales. Además, lo otro sería tan absurdo... tan anacrónico. (Respira
profundamente, aliviado.) Gracias, Juan. No sabes el peso que me acabas de quitar de encima.
JUAN. - No vale la pena; conozco mi oficio, simplemente. (Recoge todo en la bandeja. Ricardo va a encender un cigarro.) ¿Este
guante negro es del señor?
RICARDO.—(Nuevo sobresalto. Tira el cigarrillo.) - ¿Un guante negro? (Lo toma y lo mira fijamente.) ¡Exacto! Por fin un rastro de
realidad. ¿Qué me dices ahora? Cuando tú sueñas con un árbol de manzanas, no te encuentras una manzana al despertar, ¿verdad?
JUAN. - No es lo corriente.
RICARDO. - Pues aquí está la manzana. Si este guante que vemos los dos es verdad, quiere decir que también fue verdad la mano... y
el hombre de la mano.
JUAN.—(Inquieto.) - ¿Le ocurre algo al señor?
RICARDO. - Nada que tú puedas comprender. Lo que ha ocurrido aquí es un misterio; y el misterio no esta previsto en la
Constitución. (Suena el teléfono.) Puedes retirarte. (Sale Juan, meneando la cabeza compasivamente. Ricardo acude al teléfono.)
¿Hola? Sí, yo mismo; diga... ¿Ya? sí, sí, lo esperaba; pero no tan pronto. Suspendan todas las compras hasta nueva orden. Gracias.
(Mira la cinta del ticker que vuelve a funcionar. Se sienta pesadamente. Entra Enriqueta, radiante.)
RICARDO y ENRIQUETA
ENRIQUETA. - ¡Ricardo! ¡Qué alegría encontrarte solo! He venido corriendo; quería ser la primera en darte la noticia...
RICARDO.—(Fríamente.) - ¿Que he triunfado? Si no lo supiera ya, me bastaría verte aquí otra vez para comprenderlo.
ENRIQUETA. - ¿Te lo han dicho?
RICARDO. - Sí. Ha habido un vuelco total en la Bolsa, y nuestros valores están subiendo más rápido que bajaron.
ENRIQUETA. - ¡Si lo hubieras visto! Ha sido un espectáculo emocionante. Y de repente... como una descarga eléctrica. ¡Es para creer
en milagros!
RICARDO. - Me extraña esa alegría. Si tu jugaste a vender y yo a comprar, es mala noticia para ti.
ENRIQUETA - No iras a reprocharme que haya tenido miedo. Me hicieron creer que todo estaba perdido, y trate de salvar algo...
pensando en los dos
RICARDO. - Muy generoso. ¿Pero quiénes eran los dos?
ENRIQUETA. - Te juro que lo hice por ti. ¡Sólo por ti!
RICARDO. - Gracias, querida; no esperaba menos. Pero con el otro no seas tan impaciente. Conviene que el oso este bien muerto
antes de repartirse la piel. Abajo tienes el coche, es mi último regalo.
ENRIQUETA. - ¿Debo entender que me pones en la calle?
RICARDO. - Te dejo donde te encontré. Mis saludos a Méndel.
DICHOS y CONSEJEROS 1º y 2º Que aparecen al mismo tiempo por distintas puertas. Después el DIRECTOR del Banco.
CONSEJERO 1º. - ¡Señor Jordán...!
CONSEJERO 2º. - ¡Señor Jordán...!
RICARDO. - Sin prisa, señores. ¿Grandes noticias, verdad?
CONSEJERO 1º. - ¡Espléndidas! ¡Nuestros pozos del sur están a salvo!
CONSEJERO 2º. - El conflicto de las refinerías se ha solucionado. El comité de huelga retira todas sus demandas.
CONSEJERO 1º. - Y el alza sigue vertiginosamente. ¡Las cifras suben como fiebre!
RICARDO - ¿Nada más? Eso es solo la primera parte. Algo más espectacular tiene que ocurrir aún. (Viendo llegar al Director del
Banco que agita triunfalmente un cablegrama.)
BANQUERO. - ¡Sensacional! RICARDO. - Quizá esté ahí ya.
BANQUERO. - Cable urgente. ¡Los pozos de petróleo de Méndel están ardiendo!
CONSEJERO 1º. - ¡Soberbio! Hay que hacer publicar esa noticia inmediatamente ¡Extra! iExtra!
BANQUERO. - Permítame felicitarle. Sólo un cerebro como el suyo podía organizar una jugada así.
RICARDO. - Gracias, señores, gracias. No esperaba menos. (Sin aceptar la mano que el Director le tiende.) ¿Y bien? ¿Que vienen a
buscar ahora? ¿Todos, heroicamente, a ayudar al vencedor?
BANQUERO - Yo siempre tuve fe en usted.
CONSEJERO 1º. - Solo tratábamos de aconsejarle.
RICARDO. - No tengan miedo por sus migajas. La rueda de la fortuna está en marcha y nadie puede detenerla ya. Pero ¿habrá
bastante dinero en el mundo para borrar esa gota de sangre?
ENRIQUETA. - ¿Sangre?
BANQUERO. - ¿Dónde?
RICARDO. - ¡Allá! En un playa cualquiera de cualquier pueblo. Mañana un revuelo de gaviotas descubrirá el sitio... y algún niño será
el primero en encontrarlo... (Se miran todos confusos.) A ustedes les pregunto, hombres que todo lo compran y todo lo venden.
¿Cuánto cuesta arrancarse de los oídos un grito de mujer? ¿Qué río de oro puede devolver la luz a esos ojos azules donde se están
enfriando las estrellas?
33
ENRIQUETA. - ¡Ricardo!
BANQUERO.—(Deteniéndola, en vos baja.) - Calma. Son los nervios.
RICARDO. - ¿Qué esperan aún? ¿No comprenden que lo que necesito ahora es estar solo...? ¡Solo!... ¡¡Solo!!
(El Director se lleva del brazo a Enriqueta. Van saliendo todos. Vuelve a oírse el viento. Ricardo hace girar la esfera rápidamente.)
RICARDO. - ¡Ese viento...! ¡Ese viento...! ¡Si pudiera dejar de oírlo alguna vez...! (Se deja caer en un asiento. A su alrededor se oyen
voces obsesivas que repiten como hablándole al oído.) VOCES. - Péter Anderson... ¡Péter...! ¡Péter...! ¡Péter Anderson! (Se oye
nuevamente el grito. La esfera sigue girando.)
TELÓN

ACTO SEGUNDO
Tiempo después en casa de Péter Anderson. Hogar humilde de pescadores en una costa nórdica, con el remo clavado en la puerta y
redes colgadas en las barandas. Sobre una repisa pequeños modelos de barcos, unos a medio hacer y otros ya terminados, en
botellas o fanales de cristal. Mesa rústica de comedor, alacena con platos y cubiertos, una vieja estufa de hierro o chimenea de leña.
A un lado entrada a la cocina; al otro, arranque de escalera y salida al huerto. Por la ventana y puerta del fondo se ve el acantilado, y
más lejos la silueta del promontorio sobre el mar. Luz de tarde. La Abuela, sola, tiende la mesa mientras piensa y rezonga en voz alta.
La ABUELA sola. Después, FRIDA.
ABUELA. - Mantel para el almuerzo, mantel para la cena. Cuando el mantel se dobla, se abre la sábana; y cuando la sábana se tiende
ya hay que volver al mantel. Y silencio. Ahora los dos platos. Y los dos cubiertos. Ayer también fueron dos; y antes de ayer... y así
para siempre. Cuando éramos tres, la casa se llenaba de voces, y se hablaba de mañana... ¡Mañana! A veces se derramaba el vino y
nos reíamos echándole sal. Desde que hay un plato menos, la mesa es demasiado grande. Falta el plato del hombre, y donde falta el
plato del hombre ya no hay risas, ni vino... ni mañana. Dos mujeres solas, ahí está todo: el mantel frío, la sábana fría, y el silencio.
¡Maldita, maldita la casa de mujeres solas! (Frida, que ha aparecido en la puerta hace un momento escuchando extrañada, la llama.)
FRIDA. - Abuela.
ABUELA. - ¿Tú? Dichosos los ojos. Ya creí que se te había olvidado el camino de esta casa.
FRIDA. - Oí la voz desde fuera y no me atrevía a pasar. Creí que estabas con alguien.
ABUELA. - Conmigo misma, y gracias. Por lo visto soy la única que todavía me aguanta.
FRIDA. - Como te oí hablar alto...
ABUELA. - ¿Y qué quieres que haga con todas las palabras que me están escociendo aquí? ¿Tragármelas? ¡A volar, aunque nadie las
oiga! Lo que no se dice se pudre dentro, y es peor. (Sigue arreglando la mesa. Frida la ayuda.) ¿Tu marido?
FRIDA. - En casa; trabajando.
ABUELA. - Cuanto menos lo dejes solo, mejor. De un tiempo a esta parte Cristián bebe demasiado; ojo con él. ¿Y el niño?
FRIDA. - Está bien.
ABUELA. - Está bien, está bien... ¡Eso es todo lo que se te ocurre decir de un hijo! ¿No ata cacharros a la cola del gato? ¿No hace
ruido con los zuecos en las baldosas? ¿No vuelca la marmita del agua caliente? ¿No tira piedras a las gaviotas? ¡Nunca! ¡Hasta ahí
podíamos llegar! Los hijos de mis nietos se limitan a estar bien, y se acabó.
FRIDA. - Pero, abuela, si lo has visto ayer mismo.
ABUELA. - Mi trabajo me costó, que ya no tengo las piernas para cuestas, y si yo no subo a nadie se le ocurre bajar. Podías haberlo
traído contigo.
FRIDA. - Pasaba nada más. No sabía si iba a entrar.
ABUELA. - No sería la primera vez que te veo rondar y pasar de largo con la cabeza gacha.
FRIDA. - No es por ti.
ABUELA. - ¿Por quién entonces? ¿Por tu hermana?
FRIDA. - ¿Está en casa?
ABUELA. - Podando el huerto. ¿La llamo?
FRIDA. - No, deja. Prefiero decírtelo a ti sola.
ABUELA. - Cualquiera diría que le tienes miedo. ¿Es tu hermana la que te hace bajar la cabeza y pasar de largo por mi puerta?
34
FRIDA. - Estela no es la misma de antes. Desde la muerte de Péter, a todos nos mira como enemigos. Como si alguien tuviera la
culpa de su desgracia.
ABUELA. - Siempre hay que perdonar a los que sufren. Ella se quedó sin nada, tú tienes todo lo que hace falta para ser feliz. Y en tu
mesa siempre sobra el pan.
FRIDA. - ¿Crees que eso me basta? Todo lo mío me parecería poco para dárselo. Pero no acepta nada de mí.
ABUELA. - Ni de ti ni de nadie. El dolor de los pobres es muy orgulloso.
FRIDA. - ¿Comprendes ahora por qué paso de largo muchas veces sin levantar los ojos? Me duele ver a mi hermana cosiendo redes
ajenas, o trabajando la tierra como un hombre, o tallando esos barcos en las noches de invierno.
ABUELA. - Ella lo dice: la mejor manera de recordar a los que se fueron es ocupar su puesto.
FRIDA. - ¿Por qué condenarse a esta soledad? Mi casa es grande; allí podríamos vivir todos juntos.
ABUELA. - ¿Abandonar estas paredes ella? Con los pies hacia adelante tendría que ser. Un día le propuse alquilar esa habitación que
da al mar; siempre hay algún forastero que pagaría bien. Pero tampoco. Ni saldrá de aquí, ni consentiría que ningún extraño se
asome a la ventana donde se asomaba Péter.
FRIDA. - ¿Y hasta cuándo puede resistir así? Para sostener una casa con las redes colgadas y una barca que no sale al mar, no basta el
trabajo de una mujer.
ABUELA. - Ya van casi dos años, y hasta ahora, mal que bien, vamos saliendo adelante.
FRIDA. - No, Abuela. Tú lo sabes igual que yo: la renta de la huerta está sin pagar, y lo único que tenéis para responder es la barca.
¿Vais a dejarla perder?
ABUELA. - Esa nadie nos la quitará. La defenderemos con uñas y dientes.
FRIDA. - No hay más defensa que una: pagar.
ABUELA. - Cincuenta coronas es demasiado para una casa sin hombre.
FRIDA. - En la mía hay uno, sano y fuerte. Eso es lo que venía a decirte. La barca de Péter está salvada.
ABUELA. - ¿Cristián pagó? ¿Y te escondes de tu hermana para decirlo?
FRIDA. - Si ella supiera que ese dinero es nuestro, quizá no lo aceptaría.
ABUELA. - Pero entonces... ¿qué me estáis ocultando las dos? ¿Ha ocurrido algo entre vosotras?
FRIDA. - Por mi parte, no. Por ella... ojalá fueran solamente imaginaciones mías. (Se acerca, confidencial.) Dime, abuela, ¿Estela no
te ha dicho nunca nada?
ABUELA. - ¿De quién?
FRIDA. - No sé... De mí... De Cristián...
ABUELA. - ¿De tu marido? ¿Qué tiene ella que ver con tu marido?
FRIDA. - Era el compañero de Péter; siempre estaban juntos.
ABUELA. - Compañeros, sí; amigos, no lo fueron nunca, bien lo sabes. ¿Por qué recuerdas eso ahora?
FRIDA. - Por nada.
ABUELA. - Por nada, no. Algo ibas a decir.
FRIDA.—(Se aparta.) - Cosas que se le meten a una en la cabeza. Ya pasó.
ABUELA. - ¡Así, hija, así! Si algo te está mordiendo el alma, calla y repúdrete por dentro. Como ella. Como todos. Silencio, silencio
siempre. ¡Y yo aquí en medio, llena hasta la garganta de palabras, sin tener con quién repartirlas!
FRIDA. - Todo lo que tenía que decirte te lo he dicho ya. Lo que te pido es que no lo sepa Estela.
ABUELA. - ¿Que no? En cuanto entre por esa puerta. ¡Pues buena soy yo para andar con secretos al escondite! Así nací y así me
quedo. ¿Ves que a otros niños los asustan con la oscuridad? Pues a mí me asustaban con el silencio. Y vete tú a saber si, en el fondo,
no son la misma cosa.
(Aparece en la puerta tío Marko. Tipo de pescador torpón y lento. Trae un barquito de vela y tallas marineras en una canasta de
mimbre.) ABUELA, FRIDA y Tío MARKO
MARKO. - Buenas.
ABUELA. - Otro que tal. ¿Le has oído alguna vez un saludo completo? "Buenas". Las tardes ya tienes que ponerlas tú. Apostaría a que
no has vendido nada.
MARKO. - Y apuesta bien. Ni una talla.
ABUELA. - ¿Con tanta gente como llegó en el barco de hoy? ¡Y qué gente! De esos que viajan porque sí y traen dinero de lejos, que
siempre vale más.

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MARKO. - Miran. Pasan. Vuelven a mirar. Los forasteros sólo vienen a ver.
ABUELA. - Y tú ahí, quieto como un poste, mirándoles pasar. Cuando la mercancía no les entra por los ojos, hay que metérsela por
los oídos.
MARKO. - Será que no sirvo. Cada uno es cada uno.
ABUELA. - Ni uno ni medio ni nada. Al demonio se le ocurre mandarte a vender a ti, con ese aire de lagarto triste, y zurdo de las dos
manos.
MARKO. - Sin faltar, eh. Que uno aguanta y aguanta, y aguanta... y un día no aguanta, y a ver qué pasa.
ABUELA. - ¡Ojalá! Más te quisiera reventando espuma que cruzado de brazos; pero ¡quiá! Si ya cuando te bautizaron, en lugar de
ponerte sal, te pusieron azúcar.
FRIDA.—(Recogiendo el barquito para llevarlo a la repisa.) - No es suya la culpa. Ya nadie compra estas cosas como antes. Hoy las
fábricas lo hacen todo más barato y te lo ponen en casa.
ABUELA. - ¿Cuánto pediste?
MARKO. - Lo que me mandaron; diez coronas.
ABUELA. - ¿Sin rebajar? Naturalmente, así todo parece caro. ¡Si me dejaran a mí! (Tomando el barquito de manos de Frida.)
"¿Cuánto vale este barquito? — Quince coronas, señor. Madera de abeto. ¡Todavía huele a bosque! —Es muy caro. —Por ser usted
se lo dejo en doce, y pierdo. —Es mucho. —¿Mucho? Son veinte noches de trabajo, señor. ¡Veinte noches de mujer con las manos
frías! —No doy más que diez. —¿Diez? —Diez. —¡Tómelo!" Y ya está. (Se sacude las manos y devuelve el barco a Frida que va a
ordenarlo junto a los otros.)
MARKO.—(Después de un esfuerzo de meditación.) - Pues no veo la diferencia. Con más palabras o con menos el precio es el
mismo.
ABUELA. - ¿Y es que las palabras no valen nada? Si el domingo en lugar de emborracharte hubieras ido a la iglesia, habrías oído lo
que dijo el pastor. Y qué bien habla el condenado... Decía: "Cuando Jesús de Galilea envió por toda la tierra a sus discípulos, que eran
unos pobres pescadores como vosotros, ¿creéis que les dio para luchar la espada o el caballo? ¡No! Les dio la palabra. Y con la
palabra sola conquistaron el mundo".
MARKO. - No es lo mismo. Los apóstoles eran hombres, y ya sabía Él que no iban a abusar.
ABUELA. - ¿Punzaditas, eh? Pues mira qué bien te va a ti con tanto ahorrar la lengua.
MARKO. - Vender no vendí. Pero hablar, si hablé.
ABUELA. - ¿Con quién?
MARKO. - No lo conozco. Un pasajero del barco. Estaba abajo en la playa, mirando hacia el despeñadero con los ojos fijos. Me
preguntó: —¿Hace usted esos barcos? —Yo no; la mujer de Péter Anderson. Al oír ese nombre se le mudó el color, y hasta me
pareció que le temblaran los labios así como si hiciera frío. Repitió dos veces en voz baja: "Péter Anderson... Péter Anderson..."
FRIDA. - Qué extraño... ¿y después?
MARKO. - Después señaló hacia acá, como si conociera el pueblo, y me dijo: "La casa es aquella, al final de la cuesta, ¿verdad?" Sí,
señor; aquella. Entonces volvió a quedarse callado, mirando... Y eso fue todo.
ABUELA. - ¿Y eso fue todo? Pero maldito de Dios; ¿de modo que llega un hombre que viene de otras tierras, que ha conocido a
Péter, que pregunta por su casa... y ahí lo dejas sin más, como si fuera el pan de cada día? (Llama a gritos.) ¡Estela...! ¡Estela!
FRIDA.—(Disponiéndose a salir para evitar el encuentro.) - Adiós, abuela...
ABUELA. -¡Quieta! ¿Qué prisa te ha entrado de repente?
FRIDA. - Es tarde ya. El niño estará solo...
ABUELA. - ¡Que esperes te digo! (Estela aparece en la puerta y detiene imperativa a la hermana.)
ESTELA. - ¿Te ibas porque llego yo?
FRIDA. - Se me ha hecho tarde.
ABUELA. - Nunca es tarde para poner las cosas claras. Con que si algo tenéis que hablar lo habláis, y aquí paz y después gloria.
(Frida vuelve a escena. Estela deja rastrillo y podadera, y dispone sobre la mesa un brazado de ramas verdes.)
ESTELA. - ¿Para eso me llamabas a gritos?
ABUELA. - Tío Marko tiene la culpa. Imagínate que ha llegado al puerto un amigo de Péter preguntando por la casa, y aquí nos tienes
sin saber quién es, ni qué quiere, ni por qué ha venido, ni adónde va.
ESTELA. - ¿Un amigo...?
MARKO. - Yo no he dicho que sea un amigo. Sólo dije que parecía conocer el nombre y la casa.

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ESTELA. - ¿De dónde viene?
ABUELA. ¿De dónde va a venir? Del sur. Llegó en el barco.
ESTELA. - El Sur no es ningún sitio, abuela.
ABUELA.—(A Marko.) - ¿Es alto y enjuto? ¿Tiene el pelo de estopa y los ojos azules? ¿A que no?
MARKO. - No.
ABUELA. - ¿Lo ves? Del sur. ¡Vas a decirme a mí lo que es el sur!
ESTELA.—(Pensativa.) - Puede ser. Péter había navegado por los cuatro rumbos del mar; y todos los que le conocieron le querían.
ABUELA. - ¿La estás oyendo? ¿Qué esperas que no corres a buscar a ese hombre?
MARKO. - Nadie me lo mandó. ¿Voy?
ESTELA. - Ve. La casa de Péter Anderson siempre estuvo abierta para sus amigos. (Sale Marko.)
ABUELA.—(Pajarea impaciente.) - ¡Un amigo! ¡Un amigo que viene sabe Dios de dónde, y nosotras sin nada que ofrecerle! ¡Hay que
arreglar bien todo! ¡Hay que encender el fuego! ¡Hay que sacar brillo a los cobres! (Deteniéndose ante Frida.) Espera... ¿Qué me
encargaste que no le dijera a tu hermana? Ah, si; lo de la renta. ¡Ella pagó las cincuenta coronas!
FRIDA. - ¿No podías callarte una vez siquiera?
ABUELA. - ¿Callarme yo? ¿Estarme quieta yo? No, hija; ya habrá tiempo cuando tenga encima dos varas de tierra. (Saliendo hacia la
cocina.) ¡Ay, si pudiera una cantar y volar al mismo tiempo, como los pájaros y las campanas! ESTELA y FRIDA
ESTELA. - ¿Por qué lo has hecho? Cien veces te he dicho que quiero sostener mi casa yo sola.
FRIDA. - ¿No lo harías tú por mí? ¿No lo has hecho siempre? Cuando éramos solteras las dos no había entre nosotras ni tuyo ni mío.
ESTELA. - Ahora es distinto. Lo que hay en la casa de la mujer casada es del marido.
FRIDA. - Cristián no lo sabe. Son ahorros míos.
ESTELA. - ¿Has dispuesto de ese dinero sin decírselo?
FRIDA. - Temía que viniendo de él pudiera parecerte una humillación.
ESTELA. - Nunca he pedido nada a nadie. No lo necesito.
FRIDA. - Es dinero mío, y para salvar la barca de Péter. ¿Vas a hacerme la ofensa de tirármelo a la cara?
ESTELA. - No, Frida. Te lo devolveré con el mismo amor con que me lo has traído. Eso es todo. Gracias. (Descuelga una red que
tiende sobre sus rodillas y se sienta a coserla.)
FRIDA. - ¿Te estorbo?
ESTELA. - Al contrario; te lo agradezco. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
FRIDA.—(Se sienta a su lado procurando ayudarle.) - No es mía la culpa; pero cuando vengo te encuentro tan distinta, tan lejos...
Trato de hablarte y ni siquiera me oyes; como si estuvieras en otra cosa.
ESTELA. - Para mí no hay otra cosa. Siempre estoy en la misma.
FRIDA. - ¿Por qué ese afán de atormentarte? Muchas en el pueblo pasaron antes lo que pasas tú, y supieron resistir. Hay que
respetar la voluntad de Dios.
ESTELA. - Ellas podían hacerlo si lo creían así. Pero la muerte de Péter no la quiso Dios.
FRIDA. - ¿Quién maneja el viento?
ESTELA. - No fue un golpe de viento lo que lo empujó al despeñadero. Fue una mano de hombre.
FRIDA. - ¿Sigues pensando que hubo un culpable?
ESTELA. - Yo lo vi desde esa ventana. Pero de nada me sirvió gritar. Fue de repente, como un relámpago de sombra. Lo vi lanzarse
contra él a traición, y desaparecer luego en la noche.
FRIDA. - ¿Por qué no dijiste eso cuando el juez te preguntó?
STELA. - No podía jurar quién fue. Y aunque pudiera, no me dejaría el miedo. Tú sabes cómo querían todos a Péter; si yo señalara un
culpable, el pueblo entero lo arrastraría por esa misma cuesta.
FRIDA. - Pudo ser un engaño de tus ojos. El viento hace bailar las sombras de los árboles y forma remolinos de bruma. ESTELA. - Era
un hombre; eso es lo único que sé. Un hombre de carne y hueso. (Suspende su labor y queda con los ojos fijos.) ¿Pero, quién...?
Cuando duermo todos desfilan por mis sueños, uno a uno, como una procesión de niebla. Unos se esfuman al pasar; otros quedan
quietos, con los ojos bajos y escondiendo las manos. A todos les pido la verdad de rodillas. ¡Pero nadie me responde! ¡Nadie
compadece este dolor de mujer sola, con el sueño lleno de preguntas! (Pausa. Sigue cosiendo.)
FRIDA. - Comprendo que te apartes de todos. ¿Pero de mí, por qué? Desde tu puerta a la mía hay apenas cien pasos para venir yo;
para ir tú es como si hubiera cien leguas.

37
ESTELA. - Quiero vivir clavada aquí, como ese remo. Lo poco que me queda, todo está aquí dentro.
FRIDA. - ¿No soy yo nada tuyo?
ESTELA. - Tú no me necesitas. Tienes a tu marido, y a tu hijo.
RIDA. - Parece que lo dices con rencor, como si el ver felices a otros aumentara tu desgracia.
ESTELA. - ¿Puedes creer eso de mí? No, Frida; nunca he sabido lo que es envidia del bien ajeno. Y en cuanto a ti, óyelo bien por si
alguna vez lo dudaste: si estuviera en mi mano aliviar este dolor a costa de uno tuyo, antes me cortaría la mano que hacerte daño.
FRIDA. - Entonces, si no tienes nada contra mí, ¿por qué te niegas a poner los pies en mi casa? (Se acerca más.) ¿Es por Cristián? (Hay
una pausa tensa.) Contesta.
ESTELA.—(Con la voz velada.) - ¿Quieres desenredarme la lanzadera? Tengo torpes los dedos.
FRIDA. - No trates de desviar las palabras. ¡Contesta! ¿Es por Cristián?
ESTELA.—(Con esfuerzo, sin mirarla.) - Cristián es otra cosa. Los que no fueron amigos de Péter no pueden serlo míos.
FRIDA. - ¡Todavía...! Creí que había llegado la hora de olvidar resentimientos.
ESTELA. - Dejemos eso en paz. Son cosas pasadas.
FRIDA. - No, Estela; aunque nos cueste trabajo a las dos es mejor hablar claro de una vez. Tú siempre has creído que mi marido
odiaba al tuyo.
ESTELA. - Odio, no sé; rivalidad, sí. Sin que ellos lo buscasen, la vida los puso frente a frente muchas veces.
FRIDA. - La primera, por ti. Antes de tu noviazgo con Péter, Cristián sólo tenía ojos para tu ventana.
ESTELA. - ¿A qué recordar viejas historias?
FRIDA. - Si entonces hubo celos entre ellos es cosa que ya no cuenta. El mismo día nos casamos las dos, y después de la boda
volvieron a ser amigos como antes.
ESTELA. - Pero la rivalidad seguía en pie con cualquier motivo. Cuando salían juntos al mar, Péter era el mejor pescador. Cuando
cantaban en la capilla o en la taberna, la voz de Péter era la más hermosa.
FRIDA.—(Se levanta.) - Bah, rencillas de aldea. Hoy reñían y mañana volvían a abrazarse.
ESTELA. - Después fue la lucha por la barca. Los dos soñaban con la misma; los dos trabajaban día y noche para conseguirla. La tuvo
el que trabajó más y el que más la necesitaba. Ese día riñeron por última vez... pero ya no volvieron a abrazarse. (Hondamente.) Fue
la noche en que murió Péter.
FRIDA. - ¿Y es bastante una pelea de amigos para justificar una separación así? Tú lo has dicho: primero celos de muchachos por una
misma mujer, y después celos de pescadores por una misma barca. Eso fue todo. ¿Puedes acusar a Cristián de algo más?
ESTELA. - ¿Lo he acusado alguna vez?
FRIDA. - No te pregunto lo que dices en voz alta; lo que quiero saber es lo que te está royendo por dentro.
ESTELA. - Estate tranquila. No tengo nada contra Cristián, nada... (Con voz contenida.) Si algo tuviera, me bastaría pensar en ti y en
tu hijo para callar.
FRIDA.—(Sobrecogida de pronto, la mira intensamente.) - ¡Estela! ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?
ESTELA.—(Angustiada.) - ¡Yo no he dicho nada!
FRIDA. - ¡Has dicho demasiado, y ahora ya es tarde para volverse atrás! (Levantándole el rostro.) ¡Levanta esa cara! ¡Mírame! ¡Por
qué recordaste antes que riñeron la misma noche que murió Péter!
ESTELA.—(Desesperada.) - ¡Por lo que más quieras! ¡Calla!
FRIDA. - ¿Quién es ese hombre que aparece en tus sueños? ¿Ese que aparta los ojos... ese que esconde las manos? ¿Es Cristián?
ESTELA. - ¡Yo no lo he dicho! ¡No quise decirlo! (Esconde la cabeza entre los brazos.)
FRIDA.—(Queda rígida, repitiendo sin voz, como ante una revelación imposible.) - ¡Es él... él...! ¿Y es mi propia hermana la que ha
podido pensarlo? (Frida se sienta pesadamente, sin lágrimas, con los ojos perdidos. Estela se arrodilla junto a ella refugiándose en su
regazo.)
ESTELA. - Perdóname, Frida. Te juro que tampoco yo quisiera creerlo; que daría toda mi vida por no creerlo. ¡Pero es más fuerte que
yo! Una puede crispar los puños y apretar los dientes echando cadena a las palabras. Pero al pensamiento no lo encierra nadie. Tú
no sabes cómo he luchado contra esa idea de brasa, los gritos que he sofocado contra la almohada repitiéndome: "No puede ser.
Cristián es bueno. La mala eres tú, mujer de sangre amarga". ¡Pero volvía a dormirme, y allí estaba Cristián, de pie en el sueño, como
un relámpago negro sobre la sangre del despeñadero!
FRIDA.—(Inmóvil, sin mirarla.) - Pretenderás aún que te agradezca el silencio. Más te hubiera valido acusarlo lealmente. Él habría
sabido defenderse.

38
ESTELA. - Esperaba poder convencerme a mí misma de su inocencia. Nadie más feliz que yo si un día pudiera perdonar. Pero no;
cada paso que da no hace más que levantar nuevas sospechas. ¿Por qué, cuando Péter estaba ahí tendido, fue el único que no vino a
verlo? ¿Por qué bebe ahora, él que nunca bebía? ¿Por qué no ha vuelto a sentarse a mi puerta y fumar una pipa sin temblarle la
mano?
FRIDA) - ¡Basta! No puedo oírte más. (Se levanta.) Quizá seas tú más digna de lástima que yo; pero algo muy hondo se ha roto hoy
entre las dos.
ESTELA. - No te vayas así. Espera.
FRIDA. - ¿Qué más puedo esperar? Cuando salí de casa dejé allí a un hombre que era toda mi fe y al que podía besar con la risa en la
boca. Ahora vuelvo con un silencio triste para enfriar la mesa. ¿Y eres tú la que se cortaría la mano antes de hacerme daño? Me has
hecho el peor que podías hacerme, el más inútil; porque no has conseguido nada para recobrar tu paz, pero en cambio has
envenenado la mía. Esa es tu obra. ¡Córtate la mano, Estela! ¡Córtate la mano!
(Sale ahogada en sollozos. Ha caído la tarde. Estela llora de rodillas. Hay una pausa larga. Suenan lejanas las campanas de la oración.
Estela enciende la lámpara. Vuelve la Abuela, secándose las manos.) ESTELA y la ABUELA
ABUELA. - Ya están la loza y los cobres como un ascua. Pobres podrá encontrarnos, eso sí, pero limpias como la plata. ¿Por qué no te
arreglas un poco? En el fondo del cofre hay un pañuelo grande de seda y un frasco de agua de olor. ESTELA. - ¿Para quién voy a
arreglarme? ¿No te parezco bien así?
ABUELA. - No digo eso. Como mujer, mujer, no tienes nada que envidiar a nadie. Ni yo misma cuando tenía tus años era mejor moza.
Pero los hombres en todo se fijan; y más los forasteros, que traen los ojos nuevos. (Limpia y arregla todo lo que encuentra a mano.)
¡La de cosas que habrá visto ese! Viajes, países, gente que va y viene.
ESTELA. - Muy nerviosa te ha puesto esa visita.
ABUELA. - Nerviosa es poco. ¿Querrás creer que estoy tiritando de pies a cabeza?
ESTELA. - Ya veo, ya. Pero, ¿por qué?
ABUELA. - ¡Casi nada! Después de tanta soledad, pensar que va a entrar por esa puerta un hombre que viene de lejos. ¡Sentir otra
vez en la casa pasos de hombre! ¡Oír una voz de hombre!
ESTELA. - ¿No te basta mi voz?
ABUELA. - ¿Qué vale una conversación de dos mujeres? Es como cuando llueve en el mar. Nosotras podemos ser todo lo soberbias
que tú quieras y hasta desviar los ojos, porque está bien, y porque así nos lo enseñaron. Pero un hombre es un hombre. Cuando lo
tienes cerca hasta las paredes parece que están más seguras. ¡Si ellos no te miran, ni siquiera te das cuenta de que eres mujer! ¡Y las
casas con hombre huelen fuerte: a tabaco tranquilo y a buen sueño!
ESTELA. - Abuela... ABUELA.—(Escuchando nerviosa.} - Silencio... ¡Ahí está... ahí está!... (Con un rezago de instinto se arranca el
delantal y se arregla los cabellos grises. Entra Tío Marko, conduciendo a Ricardo.) DICHOS, TÍO MARKO y RICARDO
MARKO. - Estela Anderson... La abuela... (Se saludan sin palabras). Él no sé cómo se llama.
RICARDO.—(Avanza cohibido.) - Jordán. Ricardo Jordán. (Se miran en silencio. Pausa. Ricardo contempla con emoción la casa.)
MARKO. - Como ven, tampoco el señor es de mucho hablar, con que, por mi parte, creo que está todo. ¿No?
ESTELA. - Gracias, Tío Marko. MARKO. - Buenas. (Volviéndose a la abuela, más fuerte.) ¡Noches! (Sale.)
ESTELA, la ABUELA y RICARDO
ESTELA. - Ricardo Jordán... No recuerdo haber oído ese nombre.
ABUELA. - No es extraño. Cuando Péter volvía de sus viajes hablaba de los barcos y los árboles y las chimeneas grandes. Pero de la
gente, poco. Le gustaba más hablar de cosas que de personas.
ESTELA. - ¿Fue usted amigo suyo? RICARDO. - Amigos no es la palabra. Le conocí sólo un momento, hace tiempo, cantando una
canción. Pero fue algo tan importante en mi vida que no podré olvidarlo nunca. Ese recuerdo es el que me trajo aquí.
ESTELA. - ¿Hizo el viaje por él? ¿No sabía... ?
RICARDO. - Sí, lo sabía. Pero me atraía el afán de conocer su aldea, las cosas que fueron suyas, las gentes que él quería.
ESTELA. - Las cosas pocas son: estas cuatro paredes y una barca inútil amarrada al puerto. La gente que le quería, el pueblo entero, y
nosotras.
ABUELA. - ¿Cómo puede recordarle tanto si le conoció sólo un momento? RICARDO. - Hay momentos que valen una vida; aquel fue
uno. Mi fortuna o mi desgracia dependían de una firma, y el nombre de Péter Anderson lo decidió todo. Lo que yo no imaginaba
entonces es que la fortuna y la desgracia pudieran ser una misma cosa.
ESTELA. - ¿Lo supo él?

39
RICARDO. - Él no podía saberlo. Pero lo cierto es que todo lo que tengo se lo debo. Y si aún fuera posible, todo me parecería poco
para pagar aquella deuda.
ESTELA. - Gracias por el buen recuerdo. Pero lo que falta en esta casa, no hay dinero que pueda pagarlo.
RICARDO. - Lo temía. Cien veces estuve a punto de hacer este viaje y otras tantas volví a dejarlo por miedo a que fuera inútil.
ABUELA. Eso no. ¿Qué venía usted a buscar? ¿Un amigo? Pues aquí tiene dos. ¿Creía que nos debía algo? Pues con haber venido ya
nos ha pagado de sobra. Habla tú, Estela; tú eres la que manda. ¿Qué habría dicho Péter si estuviera aquí?
ESTELA. - Sólo tenía una frase para los que llegaban a él: esta es mi mesa, este es mi tabaco, esta es mi casa. Suyos son.
RICARDO. - No se apresure a ofrecer. ¿Ha pensado antes si lo merezco?
ESTELA. - Al que viene de lejos no se le pregunta para dar. Para recibir, sí. Es lo que nos enseñaron los viejos.
RICARDO.—(La mira emocionado, con respeto.) - Gracias... señora. ABUELA. - ¡Has oído: Señora...! Qué bien sabe decir "señora" esta
gente del sur. (Acercándole una silla.) Siéntese, por favor; así, de pie, parece que se nos va a ir en seguida. ¿No está cansado del
viaje?
RICARDO. - Tengo costumbre.
ABUELA. - ¿Cuándo vuelve a salir el barco?
RICARDO. - Mañana, al amanecer.
ABUELA. - ¿Tan pronto? ¿Pero esta noche cenará con nosotras, verdad? No, no, no, no me diga que no. ¿Quiere beber algo? Puedo
traer un jarro de cerveza.
RICARDO. - Gracias. No tengo sed. ABUELA. - ¿Y frío? ¿Quiere que encienda el fuego?
RICARDO. - Tampoco; no se moleste.
ABUELA.—(Casi enfadada.) - No está cansado, no tiene sed, no tiene frío... ¡Algo tiene que tener! La gente siempre tiene algo.
ESTELA.—(Sonríe.) - No se lo tome a mal. La abuela quisiera que todo el mundo tuviera sed para darle de beber, y frío para
encenderle el fuego. Es su manera de ser feliz.
ABUELA. - En menos de un credo está lista la cena. Eso sí, no hay más que arenques, y que no falten. Pero no al humo como por allá;
frescos, frescos, del mar a la sartén. ¿Le gusta el arenque? RICARDO. - No se preocupe por mí. A su lado, ya estoy viendo que
acabaría por gustarme todo. Muchas gracias.
ABUELA. - ¿A mí? ¿Gracias a mí? A usted habría que dárselas, hombre de Dios, aunque sólo sea una noche. Pon el otro plato, Estela.
(Con un leve temblor en la voz.) Usted no sabe lo triste que es una mesa cuando sólo hay dos platos... y uno es el de la abuela.
(Saliendo feliz.) ¡Tres platos otra vez!... ¡Tres platos...! (Ricardo la mira ir embelesado. Estela en silencio pone el otro plato.) ESTELA y
RICARDO
RICARDO. - Deliciosa mujer... ¡Qué garbo a su edad!
ESTELA. - Va a cumplir setenta años de juventud.
RICARDO. - ¿Y es siempre así?
ESTELA. - Siempre; en el buen tiempo y en el malo. Hay árboles que nunca pierden las hojas.
RICARDO. - Son ustedes un pueblo tranquilo y fuerte. En las granjas he visto muchachas haciendo trabajos de hombre y cantando al
mismo tiempo. Todas tenían una sonrisa clara y los pañuelos dispuestos al saludo. Todas tenían los ojos azules.
ESTELA. - Es de tanto mirar al mar. ¿Le gusta el país?
RICARDO. - Acabo de conocerlo y ya quisiera que fuera el mío. ESTELA. - Gracias.
RICARDO. - Tío Marko me dijo que usted también trabaja. ESTELA. - No es ninguna maldición. ¿Qué haría si no?
RICARDO. - Pero más de lo que pueden resistir esas manos. Incluso cultivar la tierra.
ESTELA. - Bah, un pequeño huerto, ahí mismo.
RICARDO. - ¿Hacía ese trabajo antes? ESTELA. - Antes no era necesario. Cuando vivía Péter plantábamos rosales. Después hubo que
sembrar. Lo más triste de las casas donde falta el hombre es que hay que convertir en huertos los jardines.
RICARDO. - ¿Por qué se niega a aceptar mi ayuda? Con lo que yo he gastado en una noche puedo comprar lo que no produciría ese
huerto en cien años.
ESTELA. - Su noche es suya. Mi trabajo es mío. Y me ayuda a recordar. RICARDO. - Espero que no habrá interpretado mal mis
palabras.
ESTELA. - No; sé que son sinceras, y limpias, se lo agradezco. (Pausa.) Parece que no es usted muy feliz con su fortuna.
RICARDO. - ¿Para qué me sirve? Ya lo ve: ni puedo ahorrar con ella una fatiga de mujer, ni comprar una hora de sueño tranquilo.
ESTELA. - ¿Tiene algo que olvidar? RICARDO. - Ojalá pudiera... ESTELA. - El tiempo le ayudará. Y los viajes. ¿Va muy lejos?

40
RICARDO. - No me espera nadie en ninguna parte. Me gustaría perder ese barco mañana y aguardar aquí el regreso. 43 ESTELA. - Es
una pobre aldea. No se acostumbraría usted.
RICARDO. - Es tan poco lo que necesito... y tan difícil de encontrar.
ESTELA. - ¿Descanso? RICARDO. - Descanso. Quién sabe si no está aquí la paz que ando buscando.
ESTELA.—(Lo mira pensativa). - ¿Cuánto tarda en regresar su barco?
RICARDO. - Un par de semanas.
ESTELA.—(Desvía los ojos). - Si le basta una mesa de pino y una ventana al mar... arriba hay una habitación vacía.
RICARDO. - ¿En esta casa? ¿Y es usted, Estela Anderson, la que me ofrece su techo?
ESTELA. - Siempre procuro hacer lo que hubiera hecho él. ¿Por qué baja los ojos?
RICARDO. - No sé... la falta de costumbre. Vengo de un mundo donde todo se hace por dinero; hasta el más cobarde de los crímenes.
Allí a todo desconocido se le mira como a un enemigo posible. En cambio usted no me pregunta quién soy ni de dónde vengo para
abrirme su puerta. ¿Comprende por qué bajé los ojos? ¡Son treinta años de vergüenza que se me han subido a la cara!
ESTELA. - No piense ahora en eso. Lo que siento es lo poco que puedo ofrecerle. ¿Ha sido usted rico siempre?
RICARDO. - Siempre no; de niño supe lo que es el hambre... y ahora estoy empezando a recobrar la memoria.
ESTELA. - Entonces todo será más fácil.
RICARDO. - Pero mi pobreza no era voluntaria como la suya. Sé que su barca es la más hermosa del pueblo y que muchos serían
felices de poder comprarla.)
ESTELA. - Antes pediría mi pan por los caminos que vender esa barca. Sería como venderlo a él.
RICARDO. - Conozco la historia. Péter la compró el mismo día que murió.
ESTELA. - Qué fácil es decir: "la compró". Una sola palabra y ya está. ¡Pero cuántos días de fatiga y cuántas noches sin sueño hasta
llegar ahí! Cuando era imposible salir al mar, Péter trabajaba con el hacha en el bosque. Por la noche, tallábamos juntos esos barcos,
ahorrando el fuego. Pero todo era poco. Un día hubo que suprimir el vino en la mesa. Otro día, el tabaco. Cada nuevo escalón era
una semana de siete angustias. Hasta las trece monedas de la boda hubo que poner. ¡Y el montón no crecía! ¡Ese pequeño montón
de plata capaz de quebrar a un hombre, y que cabe después en un pañuelo! (Pausa de aliento.) Por fin llegó el gran día. Yo no sé lo
que será el temblor de la mujer que espera un hijo, pero no puede ser más. Péter bajó al puerto, feliz, con su camisa limpia. Yo había
puesto otra vez junto a su plato la pipa bien cargada, y le esperaba detrás de esos cristales, con un alegrón de avispas en las venas.
Desde lejos le sentí venir, cantando, con aquella voz llena y madura de hombre entero. Al doblar la cuesta levantó la mano para
saludarme... y de repente, ahí mismo, delante de mis ojos... (Se le rompe la voz.) ¡No! No pudo ser la voluntad de Dios. ¡Dios no
hubiera elegido esa noche! (Se domina con esfuerzo.) Disculpe. No he debido recordar estas cosas. (Vuelve la abuela con la hogaza y
la fuente de pescado.) ESTELA, RICARDO y la ABUELA
ABUELA. - ¡A la mesa, que se enfría! ¿Tardé mucho, verdad? No sé qué me pasa hoy que todo se me salta de las manos. Me hubiera
gustado ponerle una rodaja de limón, pero, sí, sí, limones aquí... Claro que con dos gotas de vinagre y una hoja de menta es casi lo
mismo. La hogaza es de trigo, y tierna, tierna, recién traída; el pan de casa está bien para los otros días. (Señalando a Ricardo la
cabecera.) Aquí. El sitio del hombre es este. Así. (Se sientan los tres.)
ESTELA.—(Tendiéndole el cuchillo.) - ¿Quiere partir? Aquí siempre es el hombre el que parte el pan y bendice la mesa.
RICARDO. - Gracias. Partiré el pan. En cuanto a la oración, por mucho que quisiera no sabría encontrar las palabras.
(Corta el pan, que ofrece primero a la Abuela y después a Estela. Se oye un Coro lejano de voces viriles que se acerca cantando la
canción de Péter con acompañamiento de acordeón. Ricardo deja caer el cuchillo. Estela crispa la mano sobre el mantel para
dominarse
ESTELA. - Esa ventana, abuela... esa ventana... (La Abuela cierra las maderas. Sigue oyéndose la canción más apagada.)
ABUELA. - Son los muchachos que van de ronda. Qué saben ellos lo que cantan... (Se sienta de nuevo.)
ESTELA. - Señor: bendice en el bosque el hacha del leñador. Bendice en el mar las redes del pescador. Haz que no falten en nuestra
mesa el pan y los peces, como lo hizo tu hijo en la montaña del milagro. Danos la paz en el trabajo y en el sueño. Y si a alguien hemos
hecho mal, perdónanos Señor, así como nosotros perdonamos... (Respira hondo.) Así como nosotros perdonamos... (Solloza
angustiada sobre el mantel.) ¡No! ¡Es mentira! ¡Yo no he perdonado! ¡No puedo perdonar!... (Se oye más fuerte el coro de
pescadores.)

ACTO TERCERO

41
En el mismo lugar. Dos semanas después. Tarde clara de sol. Tío Marko, silbando entre dientes mezcla el polvo y la cola en un bote
de pintura, probándolo después en una tabla. Entra del huerto la Abuela con una fuente de legumbres verdes. La ABUELA y Tío
MARKO
MARKO. -¿Ya empezó la cosecha?
ABUELA. - Los primeros guisantes de la temporada, menudos y tiernos como gotas de miel. Es una gloria verlos trepar enroscándose
a las varas y estirando el zarcillo para buscar el sol. El sol... También yo treparía si pudiera alcanzarlo. (Se sienta a desgranar. Tío
Marko llena su pipa despaciosamente.) Pensar que hay países que tienen sol todo el año y todavía se quejan.
MARKO. - Tampoco la niebla está mal. Es más tranquila.
ABUELA. - Tranquilidad, tranquilidad... ¿Quieres más todavía? Sentado naciste y sentado has de morir. ¡Si yo tuviera tus años,
cualquiera iba a quitarme este día de sol, con el bosque estallando resina, con los árboles temblando de pájaros, y con todos esos
caminos adornados de novios! Pero tú, siempre en el séptimo.
MARKO. -¿En qué séptimo?
ABUELA. - ¡En "el séptimo descanso"!
MARKO. - No soy hombre de fiesta. Así me criaron y ya es tarde para volverse atrás. Si uno pudiera vivir dos veces...
ABUELA. Volverías a hacer lo mismo. Siete vidas tiene un gato y nunca pasa de cazar ratones.
MARKO. - ¡Y dale! No me busque la lengua, no me busque la lengua...
ABUELA. - Por mí ya la puedes colgar de un clavo. ¡Para lo que te sirve! (Pausa. Ella desgrana, él contempla un barquito de madera
blanca, sin terminar.) ¿Vas a pintar?
MARKO. - No: éste lo empezó el señor Jordán y quiere terminarlo él mismo antes de despedirse.
ABUELA. - No hables de despedidas. Ya llegará la hora sin que la llames. ¿Cuándo sale el barco?
MARKO. - Anochecido.
ABUELA. - ¿Tan pronto? ¡Y con lo cortas que son aquí las tardes! ¡Por qué tendría que llegar hoy ese dichoso barco!
MARKO. - Para hoy estaba anunciado.
ABUELA. - Podía haberse perdido. O pasar de largo.
MARKO. - Le ha tomado cariño a su huésped. ¿Eh?
ABUELA. - ¿Y quién no? Todos en el pueblo son amigos suyos; para todos tiene buena palabra. Y cuando se sienta en el pretil a
hablar con los viejos, parece uno de los nuestros.
MARKO. - Como querer, sabe hacerse querer. Y mal dispuesto no es: en dos semanas ha aprendido a tirar las redes como el mejor.
ABUELA. - Y luego, siempre de humor; y tan llano con todos. ¡Con el mundo que ha visto y las cosas que sabe!
MARKO.¡Alto ahí! Por ese lado ya no vamos bien. Como cabal y amigo, lo que se pida. Pero saber, lo que se dice saber de verdad, no
sabe nada de nada.
ABUELA. - ¿Vas a darle lecciones tú?
MARKO. - No sería la primera vez. Esta mañana, sin ir más lejos, cuando vio brotar las amapolas en el musgo del techo, me preguntó
muy serio quién se dedicaba a sembrar flores en los tejados. ¿Pero quién va a ser, señor? ¡El viento!
ABUELA. - ¡Valiente cosa! Como si él no tuviera nada más importante que guardar en la cabeza.
MARKO. - Sí, sí, mucho de escuelas y de libros. Pero la verdad es que ni sabe distinguir un fresno de un abedul, ni si va a haber
tormenta, por el vuelo de las gaviotas, ni cuánto falta para la noche, por la inclinación de la hierba. Para averiguar la hora tiene que
echar mano al reloj. ¡Y eso es saber! El que lo sabe es el reloj.
ABUELA. - Esas son cosas de acá. Cada uno sabe las de su tierra.
MARKO. - Sí. ¡Pues déjelo de noche en el bosque y a ver si es capaz de guiarse por las estrellas! ¿O es que tampoco hay estrellas en
su tierra?
ABUELA. - A lo mejor son otras...
MARKO.—(Sorprendido.) - ¿Otras? ¿Pero es que hay otras... ?
ABUELA. - Digo yo...
MARKO.—(Se tranquiliza.) - ¡Ah! Eso bueno. Podrá haber otras plantas y otras maneras de hablar, que eso es cosa de aquí abajo;
pero las estrellas no hay quien las mueva. El que clavó ahí la Polar, sabía lo que necesitaban los pescadores. (Llega Estela, fresca de
campo. Trae al brazo un cestillo cubierto de hojas.)
ABUELA, MARKO y ESTELA
ESTELA. Qué fuerza trae el sol después de tanto tiempo. Aturde como si bajara dando trallazos por el pinar.

42
ABUELA. - ¿Sola...?
ESTELA. - Ricardo viene en seguida. Tenía que bajar al puerto.
ABUELA. - ¿Qué traes ahí?
ESTELA. - Arándanos. Está lleno el brezal, pero hay que buscarlos de rodillas. Saben agazaparse entre la hoja como las fresas
asustadas.
ABUELA. - ¿Le gustaron a Ricardo?
ESTELA. - ¿Y cuándo has visto algo que no le guste aquí? Si hasta al aire quisiera darle las gracias por la resina y la sal. Es como un
ciego que empieza a descubrir el mundo. La primera vez que vio un arco-iris de noche creía que era un milagro. Y ahora, comiendo
los arándanos, se reía con toda la cara morada chorreando el jugo, como los chicos. (Deja el cestillo. Se vuelve a Tío Marko.) Baje al
puerto con él; puede necesitarle.
MARKO. - Voy... (Desde la puerta.) Una pregunta, Estela. ¿Sabía el señor Jordán lo que son arándanos?
ESTELA. - No. ¿Por qué?
MARKO.—(Mirando satisfecho a la abuela.) - Nada. Curiosidad. (Sale.) ESTELA y ABUELA
ABUELA. - ¿A qué bajó tan pronto?
ESTELA. - A arreglar el pasaje y a decirle adiós a los amigos. Ya empieza la despedida.
ABUELA. - ¡La despedida! Maldito quien inventó esa palabra. La gente debía llegar siempre. No debía irse nunca.
ESTELA. - Tenía que ser así. Ya lo sabías desde el primer día.
ABUELA. - También sabe una desde el primer día que tiene que morirse, y eso no es un consuelo cuando llega la hora.
ESTELA. - Ya te acostumbrarás otra vez. Dos semanas no es tiempo para cambiar una vida.
ABUELA. - Por lo que trae dentro se mide el tiempo; y estas dos semanas estuvieron tan llenas. ¿Qué quieres ahora? ¿que le vea
marchar sin más que levantar el pañuelo y buen viaje, como si tal cosa?
ESTELA. - Lo que te pido es que, si sientes algo más, aprendas a callar. Los hombres vienen y van; las mujeres quedamos. Es nuestro
destino.
ABUELA. - Vas a decirme que tú estás muy contenta, ¿no?
ESTELA. - Siempre dejan tristeza los barcos que se van.
ABUELA. - Centenares he visto pasar y nunca he sentido lo que hoy. La culpa la tiene una. No se debía tomar cariño más que a los
árboles: esos no se mueven de ahí... y siempre puedes estar segura de marcharte antes que ellos.
ESTELA.—(Nerviosa.) - ¡Basta, abuela! La vida de Ricardo está allá; la nuestra aquí. Es lo mejor para todos.
ABUELA. - Yo no digo que se quede. Ya sé que lo que no puede ser no puede ser. Pero de eso a no sentirlo... Cuando él llegó fue
como si le salieran ventanas a la casa por todas partes. Tú misma empezabas a verlo todo con otros ojos. Y ahora... (Se le acerca
mirándola de frente.) De mujer a mujer, Estela. Si estuviera en tu mano detener ese barco...
ESTELA.—(Firme.) - No la levantaría. Ricardo debe marcharse; eso es lo único que sé. Ojalá hubiera seguido viaje aquella misma
noche.
ABUELA. - ¿Tienes algo contra él?
ESTELA. - Lo tengo contra mí, que es peor. ¿No lo estás viendo? Antes, por lo menos, sabía lo que quería; y sabía que mañana iba a
querer lo mismo que hoy. Ahora en cambio ya no puedo pensar tranquila en nada ni tener el pulso quieto, como cuando alguien te
está mirando lo que haces por detrás de los hombros. ¡No quiero seguir así! Necesito volver a estar en paz conmigo misma. Un remo
clavado en la puerta, y sentarse a esperar. Eso es todo.
ABUELA. - Figuraciones. Te estás echando culpas por cosas que sólo pasan por tu cabeza.
ESTELA. - No soy yo sola la que lo siente así. Cuando estamos juntos hay una falsa alegría, pero tampoco él tiene sosiego, como si
algo le remordiera por dentro.
ABUELA. - No irás a pensar que está ocultando alguna mala intención. Ricardo es un hombre cabal; un verdadero amigo para ti
ESTELA. - No, abuela; los amigos verdaderos se hablan tranquilos, mirándose a la cara. Nosotros, no. Siempre hay algo oscuro entre
los dos.
ABUELA. - Nunca me lo habías dicho.
ESTELA. - Hoy mismo cuando nos reíamos buscando arándanos en el matorral, nos tropezamos las manos sin querer, y de repente
los dos quedamos callados, sin mirarnos... Fue como una pedrada en un árbol de pájaros. Yo si sé por qué no me atrevía a levantar
los ojos. ¿Pero él...? ¿por qué se callaba él?
ABUELA. - Siendo así, quizá tengas razón tú. Lo que no puede seguir, más vale terminarlo a tiempo.

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ESTELA. - Gracias. Es lo que esperaba oír de ti. (Respira aliviada. Pausa.) ¿La ropa está preparada?
ABUELA. - Arriba. Planchada con agua de salvia para que lleve olor de aquí.
ESTELA. - ¿Cerraste el equipaje?
ABUELA. - Eso no es cuenta mía. Para abrir equipajes, todo lo que quieras. Para cerrarlos, ya estoy muy vieja
ESTELA.—(Dirigiéndose a la escalera.) - Siempre fuiste la más joven de la casa; y la más fuerte. No se te vaya a olvidar a última hora.
(Sube.)
ABUELA. - Pierde cuidado, que si algo tengo, nadie lo va a notar. (Queda sola. Rezonga mientras recoge el cestillo y los guisantes.) Y
claro que lo tengo. Pues bueno sería que no lo tuviera. ¿Pero no hay más remedio que despedirse? Pues "feliz viaje, amigo... y siga
todo derecho, a ver si es verdad que el mundo es redondo". Después un nudo a la garganta, y vuelta a empezar, por los días de los
días, ¡amén! (Llega Ricardo. Detrás Tío Marko.) ABUELA, RICARDO, MARKO
RICARDO. - Salud, abuela. ¿Estaba hablando sola?
ABUELA. - Hay que ir acostumbrándose otra vez. No todos tienen tanta paciencia como usted.
RICARDO. - No es paciencia. Me encanta oírla; de verdad.
ABUELA. - Por lo menos lo disimula bastante bien. Y en último caso. ¿Qué trabajo cuesta? Si yo no le pido a nadie que me conteste.
Ni que me escuche siquiera. Con que me miren y muevan la cabeza de vez en cuando ya estoy contenta. ¿Es mucho pedir?
RICARDO. - Le tiene usted un verdadero miedo al silencio.
ABUELA. - Esa es la palabra: miedo. Y con razón. ¿Cuándo se calla el mar? Cuando va a haber tormenta. ¿Cuándo se calla el bosque?
Cuando pasan los hombres con escopetas. Siempre que hay un gran silencio, es que está el peligro en el aire. (Evocadora, íntima.)
Me acuerdo una vez, siendo muy niña. Éramos nueve hermanos, ocho varones grandes y yo. Una noche no sé lo que había pasado
en casa; a mi madre se le caían las lágrimas; mi padre apretaba los puños contra el mantel, y los ocho hermanos hombres estaban
pálidos, con los ojos clavados en el plato. Nadie se atrevía a moverse ni a respirar siquiera. Había un silencio tan frío que se metía en
la sangre. Sólo se oía una gota de agua que escurría del cántaro. ¡Glú-glú... glú-glú... glú-glú...! Gracias a ella no me eché a llorar. Y
mire lo que son las cosas; después de sesenta años, de aquello tan terrible que ocurrió en mi casa ya no me acuerdo. Pero lo que no
podré olvidar nunca, para darle las gracias, es aquél glú-glú de agua, que era el único que se atrevía a hablar para que yo no tuviera
miedo. (Ricardo le aprieta cariñosamente los hombros. Pausa.)
RICARDO. - ¡Abuela!
MARKO. - Buena gota de agua... Un chaparrón diario es lo que usted necesita.
ABUELA.—(En brusca transición.) - Qué raro que no pegaras tu el coletazo. Siempre lo dije, eh: ya de pequeño eras medio bruto, ¡y
hay que ver lo que has crecido! (Ricardo contempla su barquito, alisándolo con la escofina.) ¿Va a trabajar ahora?
RICARDO. - Me hubiera gustado dejarlo terminado; pero ya no hay tiempo.
ABUELA. - Con qué ganas ha tomado el trabajo. Como si no lo hubiera hecho nunca.
RICARDO. - Quizá sea eso.
MARKO. - ¿De qué se ocupaba allá en su tierra?
RICARDO. - Jugaba a la Bolsa.
MARKO. - Ajá. (Pequeña pausa.) ¿Y después de jugar en qué trabajaba?
RICARDO. - La Bolsa no es un juego. Es un mercado.
MARKO. - ¿Un mercado?
RICARDO. - Pero no como los de acá. Ustedes compran y venden las cosas. Nosotros, los nombres de las cosas.
MARKO. - No lo entiendo. ¿Cómo se puede comprar y vender trigo, sin trigo?
RICARDO. - Muy sencillo. Por ejemplo... (Toma cuatro vasos de la alacena y va disponiéndolos en fila sobre la mesa.) Usted acaba de
sembrar un trigo que no recogerá hasta la cosecha del año que viene. Pero como hasta entonces necesita ir viviendo, yo le abro un
crédito de cien coronas a cuenta de ese trigo. (Pone el primer vaso.) Aquí está la carta de crédito. ¿Entendido?
MARKO. - Entendido.
RICARDO. - Ahora bien, si al llegar el verano la cosecha se ha perdido, no importa; usted puede pagarme lo mismo con cien monedas
de plata. ¿No es así?
MARKO. - Así es. RICARDO.—(Coloca el segundo vaso.) - Aquí están las cien monedas por el valor del trigo. Pero como la plata anda
escasa, el Banco la retira y pone en su lugar un papelito que dice: "Vale cien coronas". (Pone el tercer vaso.) Aquí está el billete. Si a
la hora de pagar usted no tiene a mano el papel, tampoco importa: me firma un pagaré por el valor del billete. (Coloca el cuarto
vaso.) Aquí está el pagaré. Y ahí empieza el milagro. (Señalando.) Cien coronas del crédito, cien de la plata, cien del billete y cien del

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pagaré; total, cuatrocientas coronas en el mercado y ni un solo grano de trigo verdadero. (Se sacude las manos.) ¿Ha comprendido
ahora?
MARKO.—(Convencido.) - Ahora sí. Hace dos años pasó por aquí otro señor que hacía lo mismo; pero aquel lo hacía con un
sombrero de copa y salían palomas. Lo que me gustaría es que nos explicara usted la trampa.
RICARDO. - Aquí no hay trampa, tío Marko. Es decir... no sé...
ABUELA.—(Recogiendo los vasos.) - ¿Y esto es la Bolsa? Señor, señor, lo que inventa la gente cuando no tiene nada que hacer.
RICARDO. - Parece que no lo han tomado muy en serio.
ABUELA. - La falta de costumbre. Yo no sé cómo serán las cosas allá por el sur. Pero aquí, el poco trigo que hay, siempre es de
verdad. Y el hambre también. (Se oye la voz de Estela, que grita bajando la escalera.)
ESTELA. - ¡Abuela...! ¡Abuela...! ¿No oyen?
ABUELA. - ¿Qué? (Prestan atención. Estela abre la puerta. Se oye una campana aguda, insistente, tocando a rebato.)
ESTELA. - Es la campana del faro. ¡Alguien está en peligro!
ABUELA. - ¿En el mar? Imposible. Las barcas no salen hasta mañana.
ESTELA. - Puede ser una avalancha. O un incendio. Corra a ver, tío Marko.
ABUELA. - ¿Este? Pues si que nos íbamos a enterar de nada.
RICARDO. - Yo iré.
ABUELA. - Usted atienda a lo suyo, que ya va a caer el sol. ¡Vamos! (Sale rápida con tío Marko. Estela escucha desde la puerta.)
ESTELA y RICARDO
RICARDO. - Déjeme ir con ellos. Puedo hacer falta.
ESTELA.—(Le detiene con el gesto. Imponiéndole silencio.) - Ya se oye más espaciada... Ya se va perdiendo... Si era un aviso de
peligro, pasó. Si fue una desgracia, no tiene remedio. (Cierra la puerta.) Era un día demasiado hermoso para terminar bien.
RICARDO. - Desde que estoy aquí no había visto otro más feliz. Parecía una fiesta, con todo el puerto blanco de velas y las redes
brillantes de sal. Nunca vi a la gente más alegre.
ESTELA. - Es el primer día de sol y están aparejando para salir. El vuelo de los petreles anuncia que ya suben los peces de los mares
calientes. Mañana todas las barcas saldrán lejos. (Baja la voz.) Todas, menos una. (Empieza a caer el sol.)
RICARDO. - ¿Qué puede haber ocurrido para que suene esa campana?
ESTELA. - ¡La hemos oído tantas veces! La vida aquí es un peligro de todos los días.
RICARDO. - No quisiera marchar sin saber qué fue.
ESTELA. - ¿Tanto le interesa? Hace dos semanas esos hombres no eran nada para usted.
RICARDO. - Porque entonces no los conocía. El que me lo dijo lo sabía bien: "Para sufrir con el dolor ajeno, lo primero que hace falta
es imaginación". Un día sabemos que va a morir un pescador en una aldea del Norte, y nos encogemos de hombros. Otro, leemos
que en un frente de guerra han caído treinta mil hombres, y seguimos tomando el café tranquilamente, porque aquellas treinta mil
vidas no son para nosotros, más que una cifra. Y no es que tengamos duro el corazón, no. Es la imaginación la que tenemos muerta.
ESTELA. - ¿No sabía eso antes?
RICARDO. - No. He necesitado llegar hasta aquí para aprender esta lección tan simple: que en la vida de un hombre está la vida de
todos los hombres.
ESTELA.—(Le mira con gratitud.) - Me gusta oírle hablar así. ¿Sabe lo que me parece a veces? Que usted ha nacido aquí, entre
nosotros; que luego ha vivido lejos muchos años con la memoria perdida. Y que ahora está empezando otra vez a reconocer a los
suyos.
RICARDO. - Ojalá fuera así. Poder sentir esta tierra como propia y vivir siempre en ella.
ESTELA. - No se deje engañar por la impresión de unos días. Usted ha vivido feliz dos semanas de vacaciones, cuando ya braman los
ciervos en el alisal y las noches son blancas. Pero no sabe lo que es un invierno de ocho meses con el hielo pegado a los cristales, y
esas noches interminables, de dieciocho horas, desde la primera nieve hasta el canto del cuclillo.
RICARDO. - ¿Por qué no habría de soportar yo lo que puede soportar una mujer?
ESTELA. - Yo, es distinto. Me acostumbré desde niña, y tengo una fe que me ayuda.
RICARDO. - ¿Cuáles son las cosas en que usted cree? Me gustaría poder creer en las mismas.
ESTELA. - En realidad son muy pocas; pero esas pocas las siento muy hondo. Creo que la vida, aunque a veces amargue, es un deber.
Creo que en la tierra y en el mar está todo lo que necesitamos. Y creo que Dios es bueno. Con eso me basta.)
RICARDO. - Estela... (Le aprieta la mano sobre la mesa. Ha caído la tarde.)

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ESTELA. - Es la hora de encender la lámpara... Como el día que usted llegó.
RICARDO. - ¿Me permite que hoy la encienda yo?
ESTELA. - Gracias. (Ricardo enciende. Se oye la sirena del barco llamando. Ella se estremece, pero se domina ) La sirena del barco.
Creí que era más temprano.
RICARDO. - Es el primer toque. Todavía hay tiempo.
ESTELA. - ¡Tiempo de que! (Angustiada.) Váyase ya, Ricardo. Yo no sé despedirme. ¿Qué se puede decir cuando están contados los
minutos?
RICARDO. - No es usted la que tiene que hablar, Estela. El que tiene que hablar ahora soy yo. (Se acerca.) Vine desde lejos para
decirle una cosa; sólo una... y cada vez que iba a decirla, un nudo de miedo y de vergüenza me apretaba la garganta.
ESTELA. - Si ha de ser triste, no la diga. Es mejor despedirse así, como amigos leales.
RICARDO. - No puedo callar más. Necesito decirlo y que usted me oiga. Por mucho que nos duela a los dos, tiene que oírme.
ESTELA.—(Con miedo instintivo.) - Hable.
RICARDO. - Se trata de la muerte de Péter. (Estela desvía los ojos.) Usted me lo dijo el primer día; aquella muerte no la quiso Dios.
Pues bien, tenía razón, Estela. Fue un hombre el que lo hizo. ¡Y ese hombre esta aquí!
ESTELA.—(Reacciona angustiada.) - ¿Cómo lo ha descubierto' ¡Yo no he acusado a nadie! ¡No puedo acusarlo! ¡Y si lo hiciera otro, yo
diría cien veces que es mentira! Aunque haya destrozado mi vida tiene que ser así... ¡Porque mi hermana y su hijo están entre los
dos!
RICARDO. - ¿Pero de quién esta hablando?
ESTELA. - ¡De Cristián!
RICARDO. - ¿Sospecha de él?
ESTELA - Ojalá no fuera más que una sospecha. ¡Pero no! Yo reconocí desde esa ventana su zamarra de cuero. Yo misma borré a la
madrugada la huella de sus botas. Me he mordido las manos callando, noche a noche, mientras el alma se me rompía a gritos. ¿Y
ahora quiere usted deshacer mi obra? Por ese niño, Ricardo, ¡cállese!
RICARDO. - ¡Ahora menos que nunca! Sabiendo lo que piensa, sería yo el último de los cobardes si me callara un momento más. (La
toma de las manos.) ¡Estela...!
FRIDA. - ¡Estela...! ¡Estela...!
ESTELA.—(Sobrecogida.) - ¡Es Frida! Silencio... por favor... (Entra Frida. Trae un manto sobre los hombros y un farol que deja al paso.
Se echa sollozando en brazos de la hermana.) ESTELA, RICARDO, FRIDA
FRIDA. - ¡Estela! ESTELA. - ¿Ha ocurrido algo en tu casa?
FRIDA. - ¿No oíste la campana del faro? Cristián había salido a probar el timón nuevo; al doblar el cantil, una racha lo arrastró y un
golpe de mar le abrió el pecho contra la escollera como un zarpazo rabioso.
ESTELA. - ¿Grave?
FRIDA. - Eso he preguntado a todos. Pero nadie me contesta y todos bajan los ojos... ¡Yo sé lo que quiere decir cuando los hombres
se callan así alrededor de la sangre!
ESTELA. - ¿Y él... él...?)
FRIDA. - Él sólo pronuncia un nombre: el tuyo. No puedes dejarle morir así. Cristián te está llamando. ¡Con nadie quiere hablar más
que contigo! (Se deja caer en un asiento abrumada.)
ESTELA. - ¿Conmigo...? (A Ricardo.) ¿Quiere dejarnos solas un momento?
RICARDO. - Perdón... (Sube.)
ESTELA.—(Espera a que haya salido.) - ¿Te das cuenta de lo que significa eso, Frida? Si Cristián se siente morir y me llama, sólo puede
ser para decirme una cosa. (Inclinada sobre su hombro, con la voz ahogada.) ¿Es?
FRIDA.—(Vacila. Por fin afirma sin mirar.) - ¡Es!
ESTELA. - ¿Te lo ha confesado a ti?
FRIDA. - No necesitaba decírmelo. La tarde que salí de aquí maldiciéndote, iba con la frente orgullosa, pero ya llevaba la espina
dentro. Desde aquel día no dejé de pensar y unas cosas fueron tirando de otras. Entonces comprendí por qué cuando le hablaba de
repente, sacudía la cabeza y los párpados como si despertase; y por qué se le apagaba tantas veces la pipa entre los dientes; y
aquellos insomnios de cien noches con los ojos clavados en el techo. ¡Toda mi sangre se negaba a creerlo! Ahora ya no puedo dudar.
ESTELA. - Vuelve a su lado. Dile que yo ya lo sabía, y que seguiré callando. ¡Pero no me obligues a oírlo!

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FRIDA. - Tienes que ser tú misma. ¿No comprendes que lo que siente Cristián no es el miedo a la muerte? Cien veces la ha desafiado
en la tierra y en el mar sin temblar como ahora. Es otro miedo más hondo, que sólo una palabra es capaz de curar. Y esa palabra no
puede decírsela nadie más que tú. ¡Por todos nuestros recuerdos, no se la niegues!
ESTELA. - Pobre Frida. No imaginaba que le querías tanto.
FRIDA. - Tampoco yo. Creí que esta verdad me separaría de él. Y precisamente ahora que le veo deshecho y culpable y temblando
como un niño, ahora es cuando siento que le quiero más. ¡Que le querría siempre y por encima de todo!)
ESTELA - Le llevaré la única fuerza que puedo darle. ¡Vamos! (Le echa el manto sobre los hombros, toma el farol y sale con ella.)
FRIDA. - Gracias, Estela, gracias... (Un momento la escena sola. Ricardo baja la escalera, mirando pensativo hacia la puerta.)
RICARDO.—(Repite confuso, como para sí mismo.) - Cristián... Cristián... ¿Será posible? (Se dirige a la puerta en actitud de seguirlas.
La luz pierde realidad visiblemente. Y vuelve a oírse la extraña música del primer acto. En el umbral del huerto aparece el Caballero
de Negro.) RICARDO y el CABALLERO DE NEGRO
CABALLERO. - Buenas noches, Ricardo Jordán.
RICARDO. - ¿Tú aquí? ¡Demasiado tarde para engañarme otra vez! Ahora ya sé la verdad. (Avanza resuelto hacia él.) No fui yo quien
mató a Péter Anderson. Tú sabías que aquello iba a ocurrir, y la hora y el sitio en que iba a ocurrir. ¿Por qué me hiciste creer que fui
yo?
CABALLERO. - ¡Calma! ¡No vas a tener más razón por levantar la voz!
RICARDO. - ¿Qué es lo que te proponías? ¡Contesta!
CABALLERO. - Ya te dije que se trataba de un experimento. Y hasta ahora no me ha salido del todo mal.
RICARDO. - No me importan tus experimentos. Lo único que está claro es que yo no maté. Todo fue obra tuya.
CABALLERO. - ¿Mía? El que puede disponer de la vida y de la muerte, no soy yo. Es... el Otro. (Señala vagamente.) Esto lo saben
hasta los chicos de las aldeas. Solamente los que habéis leído muchos libros llegáis a olvidar las cosas más sencillas.
RICARDO. - ¿Quién lo mató, entonces?)
CABALLERO. - ¿No lo sabes ya? Cristián. Sólo Cristián.
RICARDO. - ¿Y si tú mismo lo confiesas, qué vienes a buscar ahora? Yo estoy libre de culpa.
CABALLERO. - Ahí es donde te equivocas. No has matado, de acuerdo. Pero has querido matar. Y para mí esa es la verdad que vale.
También te dije aquel día que el hecho material no me importaba. Mi único mundo es el de la voluntad.
RICARDO. - Pero el mío es el de los hechos. Y por un mal pensamiento no hay ninguna ley ni tribunal de la tierra que pueda
castigarme.
CABALLERO.—(Digno.) - ¡Un momento!; yo no soy un leguleyo, soy un moralista. Todavía hay clases.
RICARDO. - ¡Palabras! ¿Cómo puedo ser responsable si todo fue mentira?
CABALLERO. - Eso es lo que vamos a ver. Tus manos no mataron porque Cristián se te adelantó un segundo. Pero es verdad que
quisiste matar, ¿sí o no?
RICARDO. - Verdad.
CABALLERO. - Y el dinero que recibiste en cambio, fue de verdad. ¿Sí o no?
RICARDO. - Verdad.
CABALLERO. - ¿Y el remordimiento que te asaltó después, y que ahora mismo te hizo llegar al borde de la confesión? ¿Y aquella
secreta esperanza de que Péter Anderson fuera un canalla, para justificarte ante ti mismo? ¿Y aquel afán que te impulsó hasta aquí,
como arrastra a todos los criminales hacia el lugar del crimen? ¿No fue todo verdad? Es asombrosa la cantidad de verdades que
puede engendrar una mentira.
RICARDO. - Ahora comprendo. ¿Era ese tu experimento?
CABALLERO. - Sólo la primera parte: medir hasta dónde llega el poder creador de una idea. Pero queda una segunda parte más
grave: el pago de la culpa.
RICARDO. - Estoy dispuesto a pagar.
CABALLERO. - ¿Con qué? ¿Con unos golpecitos de pecho y unas lágrimas de arrepentimiento? No, hijo mío; es un truco viejo y
demasiado fácil.
RICARDO. - Renuncio a todo lo que me diste. Llévate tu dinero sucio, hasta el último céntimo.
CABALLERO. - Tampoco basta. Ese ya hace tiempo que no te servía de nada.
RICARDO. - ¿Qué pretendes entonces? ¿A qué vienes?

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CABALLERO. - Simplemente a avisarte que tu contrato sigue en pie. (Lo saca de su cartera.) Aquí está firmada tu voluntad de crimen.
Cuando llegue "la hora" yo presentaré esta cuenta.
RICARDO.—(Piensa un momento.) - ¿Qué dice ese contrato?
CABALLERO. - Pocas palabras, pero claras. "Ricardo Jordán se compromete a matar a un hombre."
RICARDO. - Sin sangre. CABALLERO. - Sin sangre. RICARDO. - Está bien. La mejor manera de liquidar un contrato es cumplirlo. He
prometido matar y mataré.
CABALLERO.—(Le mira sorprendido.) - ¿A quién?
RICARDO. - Al mismo que firmó ese papel. ¿Recuerdas el día que llegaste a mi despacho? Allí encontraste a un cobarde dispuesto a
cualquier crimen con tal de no presenciarlo. Un cómodo traficante del sudor ajeno. Un hombre capaz de arrojar al mar cosechas
enteras sin pensar en el hambre de los que las producen. Contra ese estoy luchando desde que llegué aquí; contra ese lucharé ya
toda mi vida. Y el día que no quede en mi alma ni un solo rastro de lo que fui, ese día Ricardo Jordán habrá matado a Ricardo Jordán.
¡Sin sangre!
(El diablo baja la cabeza confuso.) ¡Ya estamos los dos en el mundo de la voluntad! No lo esperabas, ¿verdad... ?
CABALLERO. - No, sinceramente. El que firmó este contrato era tan distinto... ¿Quién te ha dado esa fuerza nueva? ¿Ella?
RICARDO. - Ella. Hasta que no llegué a esta casa no supe de verdad lo que es una casa. Hasta que no conocí a Estela no supe de
verdad lo que es una mujer.
CABALLERO. - Me lo temía. El amor... Siempre se me olvida ese pequeño detalle, y siempre es el que me hace perder.
RICARDO. - ¿Qué esperas ahora?
CABALLERO. - Nada... Ahora, todo lo que intentara contra ti ya sería inútil. Toma tu contrato. Lástima... Era un lindo negocio.
RICARDO. - Pobre diablo. Te has quedado mustio, ¿eh?
CABALLERO.—(Con una melancolía elegante.) - Oh, no tiene importancia. En una profesión tan difícil como la mía, imagínate si
estaré acostumbrado al fracaso. Pero ninguno como éste. Vine a perder tu alma, y yo mismo te he puesto sin querer en el camino de
la salvación. ¡Es para jubilarse de una vez! (Va lentamente hacia la puerta del huerto. Se detiene.) ¿Puedo pedirte un favor... de
amigo a amigo?
RICARDO. - Di.
CABALLERO. - No le cuentes a nadie lo que ha pasado entre nosotros. A la gente le divierte verme siempre en ridículo; y los más
hipócritas hasta serían capaces de sacar una moraleja. ¿Prometido?
RICARDO. - Prometido.
CABALLERO. - Gracias. Buenas noches, Ricardo... Anderson... (Sale. Luz normal. Ricardo echa un vistazo al contrato, y lo tira arrugado
sobre la mesa al sentir abrir la puerta. Vuelve Estela con la fatiga de quien ha cumplido un gran esfuerzo.) RICARDO y ESTELA
RICARDO. - ¿Hay alguna esperanza?
ESTELA. - ¡Quién puede saberlo! El filo de la escollera le rasgó el pecho como un cuchillo. Pero Cristián es más fuerte que la misma
roca. Ahora ya está tranquilo para esperarlo todo; la vida o la muerte. (Se sienta pesadamente.) ¡Nunca imaginé que una palabra
sola tuviera tanta fuerza! RICARDO. - ¿Perdón?
ESTELA. - Perdón. Parece que no es nada, y ¡qué almendra de milagro lleva dentro! Creí que no iba a ser capaz de pronunciarla, y
cuando se me cayó de los labios, como una fruta madura, no fue sólo a Cristián a quien devolvió la paz. Yo misma me sentí más
limpia, más fuerte, con todos los nudos sueltos. (Se oye nuevamente el clamor de la sirena. Estela se levanta sobresaltada.) La sirena
otra vez. ¿Qué espera? ¡Su barco está ya soltando amarras!
RICARDO. - ¿Adónde voy a ir? Acabo de saber que he perdido toda mi fortuna. No tengo un país que me llame, ni un solo amigo que
me espere.
ESTELA. - ¡Pero su vida está allá!
RICARDO. - Escúcheme, Estela. Ya no soy un extraño que viene a comprar el sueño por dinero. Ahora soy un hombre sin más riqueza
que las manos, como se viene al mundo. Uno de los suyos. Déjeme trabajar a su lado.
ESTELA. - ¿Aquí? (Sin atreverse a creer.) No se engañe a sí mismo. ¿Cree que podría acostumbrarse a esta pobreza?
RICARDO. - No hay nada que un hombre no sea capaz de hacer cuando una mujer le mira. ¿No lo sabe?
ESTELA. - Lo sé. Esa es su gran fuerza.
RICARDO. - La única fuerza que puede hacer salir al mar todas las barcas y plantar otra vez rosales en los huertos. (Le tiende las
manos.) Estela... Tiene heladas las manos; está temblando.

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ESTELA. - No es nada. El primer día de sol siempre hace mas frío por la noche. Encenderemos juntos el fuego. (Viendo el contrato
sobre la mesa.) ¿Le sirve ese papel?
RICARDO. - No. Ya no.
ESTELA. Gracias. (Lo prende en el farol y se arrodilla a encender el fuego. Ricardo se inclina junto a ella. Se oyen tres toques largos de
sirena. Es el barco que se va. Telón final.)
Actividad 23 La barca sin pescador
Acto primero
1) ¿Que problemas económicos tenía Ricardo Jordán?
2) ¿Quién era su enemigo y como actuaba?
3) ¿Qué le aconsejan sus asesores y que decide el?
4) ¿Qué le ofrece el Caballero de Negro
5) ¿Qué sucede al final de este acto?
Acto segundo
1) ¿Dónde se ubican estos dos últimos actos?
2) ¿Cómo era la abuela?
3) ¿Cuál era el conflicto entre Estela y Frida?
4) ¿Cómo se comportaba Estela luego de la muerte de Peter?
5) ¿Cómo era el tío Marko?
6) ¿Quién llega al pueblo y como es recibido?
7) ¿Cómo termina este acto?
Acto tercero
1) ¿Como se desarrolló la relación entre Estela y Ricardo?
2) ¿Cuál es el nuevo trato entre Ricardo y el Caballero de Negro?
3) ¿Qué ocurrió finalmente con Cristian?
4) ¿Cómo termina este acto?

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