Control Urbano

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En segundo lugar, la videovigilancia de las zonas
remodeladas del centro se ha extendido a los aparca­
mientos, a los paseos privados, a las plazas, etc. Este
control extensivo crea un scanscape virtual, un espa­
cio de visibilidad protectora que delimita cada vez
más cuál es el área en la que oficinistas y turistas de
clase media se sienten seguros. Inevitablemente, las
cámaras de vídeo de las empresas y de los centros
comerciales acabarán por conectarse a los sistemas
de seguridad de los domicilios, a los botones de páni­
co personales, a las alarmas de los automóviles, a los
teléfonos móviles y otros sistemas similares, en una
continuidad ininterrumpida de vigilancia a tiempo
completo. De hecho, el estilo de vida yuppie se defini­
rá muy pronto por la capacidad de proveerse de ánge­
les de la guarda electrónicos que velen por ti.
En tercer lugar, los grandes edificios se están vol­
viendo cada vez más sensibles y almacenan una «ca­
pacidad de ataque» cada vez mayor. El rascacielos
que cuenta con un ordenador por cerebro —como el
utilizado para escenificar la primera parte de La
jungla de cristal (actualmente Torre F. Scott John­
son’s Fox-Pereira)— anticipa un posible género de
antihéroes arquitectónicos: los edificios inteligentes
pueden tanto combatir el mal como convertirse en
sus servidores. El sistema sensible de una torre
de vigilancia de tamaño mediano tiene ya caracte­
rís­ticas panópticas por lo que se refiere a su capaci­
dad de ver, oler, detectar movimientos, cambios de

37
temperatura o humedad e, incluso en ciertos casos,
escuchar. Algunos arquitectos predicen que habrá
un día en que el ordenador de seguridad del edificio
podrá seleccionar e identificar automáticamente a
sus ­habitantes e incluso reaccionar a sus estados de
ánimo (miedo, pánico, etc.), sin necesidad de recurrir
al per­sonal de seguridad. El edificio resolverá por sí
mismo tanto las pequeñas situaciones de crisis (ha­
ciendo salir a la gente a la calle o prohibiendo el uso
de los aseos) como las de mayor magnitud (encerran­
do a los asaltantes en un ascensor).
En el momento en que todo lo demás haya fra­
ca­sado, el edificio inteligente se transformará en una
mezcla de búnker y de base militar. Recientemente,
cuan­do la administración federal embargó los bie­
nes de la Columbia Savings & Loan Association,15
­descubrió que su director, Thomas Spiegel, había con­
vertido su cuartel general de Beverly Hills en una
fortaleza secreta «a prueba de terroristas». Además
de sensores electrónicos perfeccionados, un sistema
informá­tico sofisticado que registraba los incidentes
te­rroristas en todo el mundo y un escondrijo de armas
en el ­aparcamiento, el edificio de la calle Wilshire 8900
con­tenía el más extraño cuarto de baño de lujo pa­ra
ejecutivos de Los Ángeles: aparte de contar con cris­
tales blindados, la oficina de Spiegel estaba equipada

15.
 La caja de ahorros de Columbia.

38
con una cabina de ducha a prueba de balas. En caso
de que una alarma se disparase, en las paredes de la
ducha se abrían unos paneles secretos tras los cua­
les había escondidos unos potentes fusiles de asalto.

Zona de tiro

La aureola de los barrios y de los guetos que rodean


el centro de Los Ángeles se extiende más allá de la
«zona vigilada» dentro del núcleo urbano fortifica­
do. En el esquema original de Burgess, inspirado
en Chicago, esta era la «zona de tránsito»: las ca­
lles de pensiones y viviendas, intercaladas con vie­
jas ­infraestructuras industriales y de transporte,
que aco­gieron a las nuevas familias migrantes y a
los hombres que venían a trabajar solos. El círculo
interior de Los Ángeles, formado por barrios latinos
atravesados por autovías, aún sigue cumpliendo es­
tas funciones tradicionales. Aquí, Boyle y Lincoln
Heights, Central-Vernon y MacArthur Park son los
puertos de acceso para los migrantes más pobres de
la región, así como las reservas de trabajos mal pa­
gados en hoteles y fábricas textiles en régimen de
superexplotación. La densidad residencial, al igual
que en el diagrama de Burgess, es la más elevada
de la ciudad. (¡Según el censo de 1990, un distrito de
MacArthur Park tiene en torno a un 30 % más de den­
sidad poblacional que Midtown Manhattan!)

39
Por último, lo mismo que en el Chicago de 1927,
esta zona de viviendas —donde un número des­
mesurado de niños se apiñan en un área diminuta—
continúa siendo la cuna tradicional de las bandas
callejeras de adolescentes —más de un centenar, se­
gún los servicios de inteligencia del distrito escolar

40
de Los Ángeles—. Pero, mientras que el ­gangland de
Chicago de los años veinte era con­siderado por la teo­
ría como un elemento esen­cialmente intersticial en el
seno de la organización social de la ciudad (cuando
los distritos residen­cia­les más acomodados retroce­
den ante el empuje de los negocios y la industria,
las bandas se desarrollan como una manifestación
más de la frontera económica, moral y cultural mar­
cada por la propia grieta), el actual mapa pandillero
de Los Án­geles se extiende por toda la geografía de
­clases ­sociales. La violencia juvenil tribalizada se ex­
pande ahora más allá del círculo interior, hacia las
­zonas suburbanas más antiguas. Los boyz («chicos»,
en lenguaje coloquial) ocupan ahora viviendas en el
suburbio donde solían vivir Ozzie y Harriet.16 Ese es
el motivo, en cualquier ca­so, de que el círculo inte­
rior de los guetos sea la zo­na más peligrosa de la
­ciudad. La Ramparts Division del Departamento de
Policía de Los Ángeles (lapd, por sus siglas en inglés),
que patrulla justo en la zona oeste del centro urba­
no, ­tiene normalmente más homicidios a su cargo
que cualquier otra jurisdicción policial del país. Los

16.
 Protagonistas de la comedia The Adventures of Ozzie and
Harriet, que comenzó en 1944 en formato novela y que pa­
saría a emitirse en televisión desde 1952 hasta 1966. La
serie proyectaba un arquetipo que se conver­tiría en clá­
sico: la familia blanca media y sus «problemas» en tor­no
al american way of life.

41
alrededores de MacArthur Park, que en otro tiempo
fue la niña bonita de los espacios verdes de la ciudad,
son actualmente una zona de tiro, donde los trafi­
cantes de crack y las bandas callejeras arreglan sus
cuentas a balazos de fusil y de Uzi. En 1990, murie­
ron allí treinta personas.
Según ellos mismos admiten, los efectivos de po­
licía destinados al centro no son capaces ni siquiera
de retirar de la calle todos los cadáveres; me­­nos toda­
vía de enfrentarse a los asaltos ordinarios, a los ro­
bos de vehículos o a las extorsiones de las bandas.
Desprovista de los recursos y de la influencia política
de los barrios más opulentos, la población desespe­ra­
da del círculo interior solo puede contar consigo mis­
ma. Como último recurso, la gente acude a los ­se­ñores
Smith y Wesson,17 cuyos nombres acompañan en nu­
merosas puertas la frase: «Protegido por...».
Entretanto, los amos de los barrios bajos instau­
ran su propio reino del terror contra los traficantes
de drogas y los pequeños delincuentes. Ame­naza­
dos por las nuevas leyes que autorizan el embargo
de los bienes inmuebles infestados por la droga,
contratan a comandos de gorilas y de mer­cenarios
­armados para «exterminar» el crimen en sus pro­pie­
dades. Un reportaje de Los Angeles Times des­cribía
las aventuras chulescas de uno de esos equipos en

17.
 Se trata de una famosa marca de armas.

42
las zonas de Pico Union, Venice y Panorama City
(San Fernando Valley).
Dirigido por un «soldado de fortuna» de 1,90 m y
140 kilos llamado David Roybal, este equipo de se­
guridad es famoso entre los propietarios por su efi­
caz brutalidad. Los sospechosos de ser vendedores
o compradores de drogas —así como los simples
mirones y otros personajes molestos para los pro­
pietarios— son expulsados físicamente de los edifi­
cios a punta de pistola. Los que se resisten o se
atreven a quejarse son golpeados sin piedad. En el
transcurso de una redada en Panorama City, hace
unos años, el Times se hacía eco de que

… Roybal y su equipo interrogaron a tan­


tos residentes y okupas por cuestiones rela­
cionadas con las drogas que con­­virtieron un
salón recreativo en centro de retención y allí
mantuvieron a la gente esposada contra un
muro manchado de sangre.

El Departamento de Policía tenía conocimien­


to de la existencia de esta «cárcel privada», pero
­desestimaron las quejas de los vecinos «porque es­
taba al servicio de un bien mayor».
Roybal y su banda se parecen mucho a los de­
nominados «matadores»: asesinos contratados para
patrullar en las favelas brasileñas y que, a menudo,
cuando la policía mira deliberadamente hacia otra

43
parte, ejecutan por igual a probados criminales y a
niños de la calle. Su código común es que «a ellos les
hacen trabajar cuando todo lo demás ha fallado»,
como explica uno de los competidores más agresivos
de Roybal:

A alguien le toca imponerse y cuando


ese alguien somos nosotros, nos impone­mos.
Cuan­do alguno se hace el listillo, le pega­
mos una paliza en medio del pasillo, con to­
dos sus amigos mirando. Lo esposamos y
pateamos, y cuando llegan los sanitarios y se
lo llevan en la camilla, le decimos: «Ey, no
te olvides de denunciarme».

Aparte de la contratación de matones, el centro


desheredado da pie a una amplia industria de fabri­
cación de rejas y barrotes para la protección de las
viviendas. De hecho, la mayor parte de los bunga­
lows del círculo interior parecen jaulas del zoo. Como
en una película de George Romero,18 ahora las fami­
lias obreras tienen que atrincherarse todas las no­
ches frente a la ciudad de zombis que las rodea. Una
consecuencia inesperada ha sido la frecuencia ate­
rradora con la que el fuego inmola a familias enteras
atrapadas dentro de sus casas enrejadas. El paisaje

18.
 Director del clásico de serie B La noche de los muertos
vivientes.

44
del centro de la ciudad evoca reiteradamente las
­celdas de la cárcel. Con anterioridad a los levanta­
mientos de primavera, la mayoría de licorerías, ins­
pirándose en el precedente de las casas de em­peños,
se habían enjaulado tras el mostrador, con armas
discretamente escondidas en lugares estratégicos.
Incluso los grasientos quioscos de hamburguesas
empiezan a distribuir su mercancía a través de ven­
tanillas acrílicas a prueba de balas. Durante la últi­
ma década, los inmuebles de hormigón sin ventanas,
con muros sin remozamiento para desalentar a los
grafiteros, se han extendido como una plaga en el
paisaje urbano. En la actualidad, las compañías ase­
guradoras han convertido este tipo de búnkeres a
prueba de disturbios prácticamente en obligatorios
para la remodelación de numerosos barrios.
Mientras tanto, es cada vez más difícil distin­
guir entre las prisiones y los recintos escolares de pri­
­maria y secundaria. El gasto en educación por per­sona
se ha hundido en Los Ángeles, ya que los escasos
recursos han sido destinados a la forti­ficación de los
espacios escolares y a la contratación de vigilan­
tes armados. Los adolescentes se quejan con amar­
gura del hacinamiento del alumnado, mientras que
los profesores, desmoralizados, lamentan la de­
gradación de los campus, transformados en poco
menos que en centros de detención diurnos para una
generación abandonada. Los patios de los colegios,
entretanto, se han convertido en campos de muerte.

45
De la misma manera que sus padres aprendieron en
su día a esconderse bajo los pupitres en caso de un
ataque nuclear, actualmente los estudiantes apren­
den a tumbarse a una señal del profesor en caso de...
producirse un tiroteo, y a quedarse así hasta recibir
una señal de que el peligro ha pasado.
Por otra parte, los proyectos de viviendas públi­
cas subvencionadas con fondos federales empiezan
a parecerse al infame programa de «aldeas estraté­
gicas» utilizado para encarcelar a la población viet­
namita. Aun cuando ningún proyecto de viviendas
en Los Ángeles es tan tecnológicamente sofisticado
como el Cabrini Green de Chicago,19 donde se usan
escáneres de retina para controlar la identidad
de las personas,20 la policía ejerce un control cre­
ciente sobre la libertad de movimientos. Igual
que los campesinos de una zona rural rebelde, los

19.
 Complejo de viviendas públicas iniciado entre los años 1940
y 1950, que fue creciendo con la construcción de ­mas­to­dó­n­
ticos bloques de cemento, a menudo levantados con ma­te­
riales de baja calidad. A finales de los noventa, el Ayun­ta­
miento de Chicago decidió la demolición del complejo, que
comenzó en el 2000; en 2011, desapareció el último de los
edificios. Durante este período, el barrio vivió sucesivos
­­con­flictos vecinales, en los que sus habitantes exigían la
­pa­­­ra­lización de las demoliciones o la garantía de que no se
­lle­varían a cabo mientras el realojamiento de las personas
ex­­­pulsadas no estuviera listo.
20.
 Véase la secuencia inicial de Blade Runner. (N. del A.)

46
residentes de cualquier edad de las barriadas de vi­
viendas de protección oficial pueden ser detenidos y
cacheados en cualquier momento, y la privacidad de
sus casas puede ser violada sin orden judicial. En
un incidente especialmente hiriente, justo unas
­semanas antes de las revueltas de la primavera de
1992, la policía arrestó a más de cincuenta perso­
nas durante una redada sorpresa en el complejo de
viviendas de Watt’s Imperial Courts.
En una ciudad que cuenta con la mayor escasez
de oferta habitacional de toda la nación, el temor a
ser ­desahuciados de los habitantes de estos aparta­
mentos públicos los inhibe de reclamar el respeto a
sus ­de­rechos constitucionales cuando sufren registros
y detenciones ilegales. Mientras tanto, las directrices
aprobadas por el secretario de Vivienda Jack Kemp, y
respaldadas por la administración Clin­ton, autori­
zan asimismo a la autoridad reguladora de las vi­
viendas a expulsar a las familias de los supuestos
traficantes o delincuentes, lo que abre las puertas a
una política de castigo colectivo comparable a la
practicada, por ejemplo, por los israelíes contra las
comunidades palestinas de Cisjordania.

Las medialunas de la represión

En el diagrama original de Burgess, las medialu­


nas de los enclaves étnicos (Deutschland, Pequeña

47
Sicilia, Chinatown, etc.) y las ecologías arquitec­
tónicas especializadas («Hoteles residenciales», «Vi­
viendas unifamiliares», etc.) atravesaban la diana
de la estructura socioeconómica fundamental de
la ciudad. En la contemporánea metrópolis de Los
Án­geles está emergiendo un nuevo tipo de enclave
­­especial, ­sincronizado por simpatía con la mili­­ta­
rización del ­paisaje. Mientras a alguien no se le
ocu­rra una de­nomi­nación mejor, los lla­ma­remos
«ba­rrios de control social» (bcs). En estos, a las san­
ciones del código penal o civil se une la planifi­
cación de los usos del espacio con el fin de crear
lo que Michel Foucault habría calificado, sin lu­gar
a dudas, como nuevas instancias de la evo­lu­ción
del «orden disciplinario» de las zonas urbanas del
­si­glo xx.
A esto se refiere Christian Boyer al parafrasear
a Foucault:

El control disciplinario procede distri­


buyendo los cuerpos en el espacio, colocan­
do a cada individuo en una división ce­lular,
creando un espacio funcional f­ uera de este
acuerdo espacial analítico. Al final, esta ma­
triz espacial deviene a la vez real e ideal:
una organización jerárquica de espacio ce­
lular y un orden puramente ideal impues­
to más allá de sus formas.

48
Por lo general, los bcs existentes (que son al mis­
mo tiempo la realidad y la idealización de un mo­
delo) pueden distinguirse en función de la forma
jurídica de su disciplina espacial. Los barrios res­
tringidos —caracterizados por la lucha contra los
grafitis y la prostitución en zonas especial­mente
señaladas de Los Ángeles y West Hollywood— am­
plían el poder tradicional de la policía —la fuente
legal de toda zonificación—, albergando desde las
industrias nocivas hasta las conductas perniciosas.
Dado que se autofinancian a través de los ingre­
sos por multas y la recaudación de impuestos so­
bre la venta de determinados productos (como los
espráis de pintura, por ejemplo), los barrios res­
trin­gidos permiten a los propietarios de casas o aso­
­ciaciones de comerciantes aplicar intensivamente
la ley contra los problemas sociales locales espe­
cíficos.
Los barrios de rehabilitación, representados por
las «zonas libres de drogas» que rodean a las es­
cuelas públicas a lo largo del sur de California, se
caracterizan por agregar sanciones adicionales a
las penas federales ya existentes o incrementar las
condenas en los delitos cuando estos se cometen
dentro de un radio específico, concretamente en el
perímetro de determinadas instituciones públicas.
Los barrios de contención están concebidos pa­­­ra
mantener en cuarentena problemas sociales que com­
portan un riesgo de epidemia: desde ese «migrante

49
clandestino» que es la mosca mediterránea de la fru­
ta hasta las masas crecientes de angelinos sin te­
cho. Aunque no tiene la precisión surrealista de la
«zona de cuarentena de la mosca mediterránea» de­
limitada por las señales del Ministerio de Agricultu­
ra, la «zona de contención de los sin techo» del centro
de Los Ángeles es, sin embargo, uno de los ejemplos
más dramáticos de bcs. Por decreto municipal se
impide la proliferación de campamentos de perso­
nas sin hogar en las «zonas vigiladas» del centro de
la ciudad o sus alrededores, mediante su «conten­
ción» (término oficial) dentro del suburbio superpo­
blado de Central City East (o «el agujero», tal y como
lo conocen sus habitantes). Por más que el incre­
mento de personas sin techo debido a la recesión les
impulsa inexorablemente a colarse en los pasajes y
en las parcelas vacías de los barrios vecinos del círcu­
lo interior, la policía prosigue su política implacable y
los devuelve al sórdido agujero.
El anverso de esta estrategia, por supuesto, es
la exclusión formal de las personas sin techo y
otros grupos de parias del espacio público. Un mon­
tón de ciudades del sur, desde Orange County has­
ta ­Santa Bárbara, incluyendo también la «República
Po­pular» de Santa Mónica, han aprobado recien­te­
mente ordenanzas «anticampamento» para mante­
nerlos alejados. Entretanto, Los Ángeles y Pomona
están emulando a la pequeña ciudad de San Fernan­
do (la patria chica de Ritchie Valens), impidiendo la

50
presencia de los miembros de bandas en los parques.
La creación de estos «parques libres de bandas» re­
fuerza las sanciones que no están relacionadas con
el uso del espacio (en especial, el reciente Decreto de
Lucha y Prevención contra el Terrorismo Callejero),
convirtiéndose en un ejemplo de la «criminalización
de una condición social», al proscribir la pertenencia
a un grupo determinado sin necesidad de que se
haya producido un acto delictivo específico.
Esa relación entre delito y condición social ­contiene,
por su propia naturaleza, el imaginario ­con­­servador
de las clases medias acerca de las ­in­clinaciones de las
clases peligrosas. De la misma manera, ya en el si­
glo xix la burguesía emprendió una cruzada con­
tra la «amenaza de los vaga­bundos» y, en el siglo
xx, contra una alucinante ­«amenaza roja» de carác­
ter local. A mediados de la década de 1980, el fan­
tasma de Cotton Mather21 reapareció de repente

21.
 Cotton Mather (1663-1728). Sacerdote protestante, fue
inspirador de la caza de brujas conocida como «los juicios
de Salem» —que además de en esta ciudad se ex­ten­dió a
Ipswich, Boston y Charlestown—. Su libro Me­morable Pro­
vidences, Relating to Witchcrafts and Po­s­sessions (1689)
in­terpretaba los «comportamientos ex­tra­ños» de los hi­jos
de una mujer de su localidad como «posesiones de­mo­nía­
cas», lo que llevó a Samuel Parris, ministro des­tinado a
Salem y lector de Mather, a consi­derar que cier­tas con­
duc­tas de mujeres de la ciudad —entre ellas, su hija y su
sobrina— tenían el mismo ori­gen. Después de acusar a

51
en los suburbios del sur de California. Las acusa­
ciones a algunos dispensarios médicos de ser ma­
drigueras de perversión satánica nos devolverían
al siglo xvii y al proceso contra las brujas de Salem.
Durante el procedimiento por abusos contra la
guardería McMartin —que acabó convirtiéndose
en el más largo y más caro de la historia america­
na en su género—, hubo niños que declararon ha­
ber visto a algunos de los maestros acusados vo­lando
montados en una escoba y otras manifestaciones
del Espíritu Maligno.
Una de las herencias de la histeria colectiva de­
satada por estos casos, que, sin duda, se vio am­
pliamente alimentada por el sentimiento de culpa
oculto de los padres, fue la creación en la pequeña
ciudad de San Dimas de la primera «zona libre de
abusos infantiles». Este suburbio del San Gabriel
Valley, dig­no de la teleserie Twin Peaks, fue cubier­
to de carteles con la siguiente advertencia: «¡Cui­
dado con lo que haces! Por su propia protección,
nuestros hijos son fotografiados y sus huellas
­digitales registradas». No sé si los ejércitos de

una esclava afroamericana de ser el origen de la ­po­se­


sión, se desató un proceso que fue más allá de la l­o­ca­lidad,
por el cual fueron acusadas alre­dedor de d­ os­cien­tas per­
sonas, y en el que fueron ahor­cadas catorce m ­ u­jeres y
cinco hombres, además de dos perros, al pa­re­cer también
poseídos.

52
pedófilos ocultos en las montañas próximas a San
Dimas se habrán visto realmente disuadidos por es­
tas advertencias, pero cualquier trazado de un ma­
pa del espacio urbano contemporáneo debe re­conocer
la existencia de estas oscuras zonas lynchianas,
en las que el imaginario social descarga sus fan­
tasías.
Entretanto, tras las pasadas revueltas, el sur de
California está en vías de crear más bcs. Por un lado,
el programa federal de «eliminación de la mala hier­
ba y siembra» ha servido para desviar los fondos des­
tinados al desarrollo comunitario hacia la represión
antibandas y un nuevo conjunto de iniciativas enfo­
cadas a adoptar estrategias de exclusión y/o endu­­
re­cimiento en el interior de los barrios. Como han
ad­vertido numerosos activistas, este programa fede­
ral parece una caricatura del Estado policial impues­
to durante la década de 1960 en nombre de la lucha
contra la pobreza, con el Departamento de Justicia
transformado en agen­te de la remodelación urbana.
Los pobres serán obligados a cooperar en su propia
criminalización como condición previa para recibir
ayudas.
Por otro lado, las nuevas tecnologías podrían dar
a los conservadores —y probablemente también a
los neoliberales— una auténtica ocasión para ex­
perimentar propuestas de reclusión comunitaria
menos costosas que los grandes programas de cons­
trucción carcelaria. Bajo el impulso del ideó­logo del

53
Heritage Institute22 Charles Murray23 (cu­ya ­po­lémica
obra contra la inversión social, Losing Ground, fue
el principal manifiesto de la era Reagan), los teóri­
cos conservadores están explorando las posi­bi­li­da­
des prácticas de la «ciudad carce­laria» descrita en
narraciones de ciencia ficción como Escape from
New York (la cual, no obstante, no guarda ­demasiada
afinidad con los valores nacionales).
En 1990, Murray esbozaba por primera vez
(en la revista The New Republic) la idea de que, en
aque­llas «zonas libres de drogas» donde reside la
mayoría de la población, es necesaria la instaura­
ción de vertederos sociales donde abocar a una mi­
noría criminalizada.

22.
 En el original, Davis escribe «Heritage Institute», pero
pensa­mos que puede referirse realmente al American
En­ter­prise Institute, think tank para el que trabaja
Char­les Mu­rray como profesor emérito.
23.
 Charles Murray (1943). Representante de la corriente li­
ber­tarian —que en algunos círculos se ha denominado
«anar­cocapitalista» por su rechazo del Estado y su defensa
de la libertad de mercado—, es profesor emérito de la
cátedra F. A. Hayek de Estudios Culturales. Como indica
Davis, su obra más importante es Losing Ground. Ameri­
can Social Policy, 1950-1980 (Manhattan Insti­tute, Nueva
York, 1984), en la que critica las políticas del Estado del
bie­nestar, afirmando que estas cronifican la pobreza por
generar un supuesto efecto de acomo­da­miento a las ayu­
das estatales.

54

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