Karl Jaspers - La Filosofia
Karl Jaspers - La Filosofia
Karl Jaspers - La Filosofia
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crítico del conocimiento quegeneroSobre
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límite Estoicismo
las situaciones
absolutamente nada para
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Situaciones en las cuales no podemos
absoluta carencia de
fiabilidad del mundo
Nos hacen tomar consciencia de la
Trabajo enfermedad Muerte Inevitabilidades de laexistencia
vejez y
Enlas situaciones límites o hace aparición la
Título original: Einführung in die Philosophie
La filosofía bien trabajada está vinculada sin duda a las ciencias. Tiene por
supuesto éstas en el estado más avanzado a que hayan llegado en la época
correspondiente. Pero el espíritu de la filosofía tiene otro origen. La
filosofía brota antes de toda ciencia allí donde despiertan los hombres.
Segundo. El pensar filosófico tiene que ser original en todo momento. Tiene
que llevarlo a cabo cada uno por sí mismo.
Otro niño oye la historia de la creación: «Al principio creó Dios el cielo y la
tierra…», y pregunta en el acto: «¿Y qué había antes del principio?». Este
niño ha hecho la experiencia de la infinitud de la serie de las preguntas
posibles, de la imposibilidad de que haga alto el intelecto, al que no es dado
obtener una respuesta concluyente.
Otra niña, que va de visita, sube una escalera. Le hacen ver cómo va
cambiando todo, cómo pasa y desaparece, como si no lo hubiese habido.
«Pero tiene que haber algo fijo… que ahora estoy aquí subiendo la escalera
de casa de la tía siempre será una cosa segura para mí». El pasmo y el
espanto ante el universal caducar y fenecer de las cosas se busca una
desmañada salida.
Quien se dedicase a recogerla, podría dar cuenta de una rica filosofía de los
niños. La objeción de que los niños lo habrían oído antes a sus padres o a
otras personas, no vale patentemente nada frente a pensamientos tan serios.
La objeción de que estos niños no han seguido filosofando y que por tanto
sus declaraciones sólo pueden haber sido casuales, pasa por alto un hecho:
que los niños poseen con frecuencia una genialidad que pierden cuando
crecen. Es como si con los años cayésemos en la prisión de las
convenciones y las opiniones corrientes, de las ocultaciones y de las cosas
que no son cuestión, perdiendo la ingenuidad del niño. Éste se halla aún
francamente en ese estado de la vida en que ésta brota, sintiendo, viendo y
preguntando cosas que pronto se le escapan para siempre. El niño olvida lo
que se le reveló por un momento y se queda sorprendido cuando los adultos
que apuntan lo que ha dicho y preguntado se lo refieren más tarde.
Pero podemos dar otras fórmulas del sentido de la filosofía. Ninguna agota
este sentido, ni prueba ninguna ser la única. Oímos en la antigüedad: la
filosofía es (según su objeto) el conocimiento de las cosas divinas y
humanas, el conocimiento de lo ente en cuanto ente, es (por su fin) aprender
a morir, es el esfuerzo reflexivo por alcanzar la felicidad; asimilación a lo
divino, es finalmente (por su sentido universal) el saber de todo saber, el
arte de todas las artes, la ciencia en general, que no se limita a ningún
dominio determinado.
Hoy es dable, hablar de la filosofía quizá en las siguientes fórmulas; su
sentido es:
—mantener despierta con paciencia y sin cesar la razón, incluso ante lo más
extraño y ante lo que se rehúsa.
Bien que la filosofía pueda mover a todo hombre, incluso al niño, bajo la
forma de ideas tan simples como eficaces, su elaboración consciente es una
faena jamás acabada, que se repite en todo tiempo y que se rehace
constantemente como un todo presente: se manifiesta en las obras de los
grandes filósofos y como un eco en los menores. La conciencia de esta tarea
permanecerá despierta, bajo la forma que sea, mientras los hombres sigan
siendo hombres.
A esto se añade por parte del sano y cotidiano sentido común el simple
patrón de medida de la utilidad, bajo el cual fracasa la filosofía. Ya a Tales,
que pasa por ser el primero de los filósofos griegos, lo ridiculizó la sirviente
que le vio caer en un pozo por andar observando el cielo estrellado. A qué
anda buscando lo que está más lejos, si es torpe en lo que está más cerca.
La duda se vuelve como duda metódica la fuente del examen crítico de todo
conocimiento. De aquí que sin una duda radical, ningún verdadero filosofar.
Pero lo decisivo es cómo y dónde se conquista a través de la duda misma el
terreno de la certeza.
Pero también aquí subsiste el límite. Sólo allí donde los Estados se hallaran
en situación de que cada ciudadano fuese para el otro tal como lo requiere
la solidaridad absoluta, sólo allí podrían estar seguras en conjunto la justicia
y la libertad. Pues sólo entonces si se le hace injusticia a alguien se oponen
los demás como un solo hombre. Mas nunca ha sido así. Siempre es un
círculo limitado de hombres, o bien son sólo individuos sueltos, los que se
asisten realmente unos a otros en los casos más extremados, incluso en
medio de la impotencia. No hay Estado, ni iglesia, ni sociedad que proteja
absolutamente. Semejante protección fue la bella ilusión de tiempos
tranquilos en los que permanecía velado el límite.
Pero en contra de esta total desconfianza que merece el mundo habla este
otro hecho. En el mundo hay lo digno de fe, lo que despierta la confianza,
hay el fondo en que todo se apoya: el hogar y la patria, los padres y los
antepasados, los hermanos y los amigos, la esposa. Hay el fondo histórico
de la tradición en la lengua materna, en la fe, en la obra de los pensadores,
de los poetas y artistas.
Pero lo que quiere el estoico es auténtica filosofía. El origen de esta que hay
en las situaciones límites da el impulso fundamental que mueve a encontrar
en el fracaso el camino que lleva al ser.
Todo ello podría pasar si hubiese para mí en el aislamiento una verdad con
la que tener bastante. Ese dolor de la falta de comunicación y esa
satisfacción peculiar de la comunicación auténtica no nos afectarían
filosóficamente como lo hacen, si yo estuviera seguro de mí mismo en la
absoluta soledad de la verdad. Pero yo solamente existo en compañía del
prójimo; solo, no soy nada.
Y este filosofar tiene al par sus raíces en aquellos tres estados de turbación
filosóficos que pueden someterse todos a la condición de lo que signifiquen,
sea como auxiliares o sea como enemigos, para la comunicación de hombre
a hombre.
La filosofía empezó con esta pregunta: ¿qué existe? Hay ante todo muchas
clases de entes, las cosas del mundo, las formas de lo inanimado y de lo
viviente, muchas cosas, sin término, que todas van y vienen. Pero ¿qué es el
ser propiamente tal, es decir, el ser que lo contiene todo, que está en la base
de todo, del cual brota todo lo que existe?
¿En qué consiste esto? Todas estas maneras de ver tienen, una cosa en
común: interpretan el ser como algo que me hace frente como un objeto al
cual me dirijo mentándolo. Este protofenómeno de nuestra existencia
consciente es tan natural para nosotros, que apenas advertimos lo que tiene
de enigmático, porque no preguntamos en absoluto por él. Lo que
pensamos, aquello de que hablamos, es siempre algo distinto de nosotros, es
aquello a que nosotros, los sujetos, estamos dirigidos como algo que nos
hace frente, los objetos. Cuando hacemos de nosotros mismos el objeto de
nuestro pensamiento, nos convertimos, por decirlo así, en algo distinto de
nosotros, y a la vez seguimos existiendo como un yo pensante que lleva a
cabo esta actividad de pensarse a sí mismo, pero que sin embargo no puede
pensarse adecuadamente como objeto, porque es siempre de nuevo el
supuesto de todo volverse algo objeto. Llamamos a este descubrimiento
fundamental, de nuestra existencia pensante, la separación del sujeto y el
objeto. En esta separación existimos constantemente cuando estamos
despiertos y somos conscientes. Podemos movernos con nuestro
pensamiento y volvernos con él como y adonde queremos: lo cierto es que
en dicha separación siempre estamos dirigidos a algo objetivo, sea el objeto
la realidad de nuestra percepción sensible, sea el pensamiento de objetos
ideales, como los números y las figuras, sea una imagen de la fantasía o
incluso la figuración de algo imposible. Siempre se trata de objetos que nos
hacen frente exterior o interiormente como contenido de nuestra conciencia.
No hay —para decirlo con las palabras de Schopenhauer— objeto sin sujeto
ni sujeto sin objeto.
Ahora bien, en todo pensar hay una segunda separación. Todo objeto
determinado está, cuando se lo piensa claramente, en relación con otros
objetos. El ser determinado significa ser distinto lo uno de lo otro. Incluso
cuando pienso el ser en general, pienso como término opuesto la nada.
Así pues, está todo objeto, todo contenido del pensamiento, inserto en la
doble separación. Está primero en relación a mí, el sujeto pensante, y
segundo en relación a otros objetos. En cuanto contenido del pensamiento
no puede serlo nunca todo, nunca el conjunto del ser, nunca el ser mismo.
Todo ser pensado significa ser destacado sobre el fondo de lo
Circunvalante. Es algo en cada caso particular lo que hace frente tanto al yo
como a los demás objetos.
De esta separación del sujeto y del objeto nos cercioramos cuando seguimos
pensando en imágenes, partiendo de lo que nos está originalmente presente,
como de algo que tiene por su parte un múltiple sentido. La separación es
originalmente distinta cuando me dirijo como intelecto a objetos, como ser
viviente a mi mundo ambiente, como «existencia» a Dios.
Una vez que con nuestra operación filosófica fundamental hemos roto las
cadenas que nos atan a los objetos tomados por el ser mismo,
comprendemos el sentido de la mística. Hace milenios que los filósofos de
China, la India y Occidente dijeron algo que es igual en todas partes y a
través de todos los tiempos, aunque comunicado de muchas maneras. El
hombre puede sobremontar la separación del sujeto y el objeto en una plena
identificación de estos dos términos, con desaparición de toda objetividad y
extinción del yo. En ella se abre el verdadero ser y al despertar queda la
conciencia de algo de una significación hondísima e inagotable. Para quien
la experimentó es esa identificación el verdadero despertar y el despertar a
la conciencia en la separación del sujeto y el objeto más bien el sueño. Así,
escribe Plotino, el más grande de los filósofos místicos de Occidente:
«A menudo, cuando despierto del sopor del cuerpo para volver en mí, veo
una maravillosa belleza: entonces creo con la mayor firmeza en mi
pertenencia a un mundo más alto y mejor, obra enérgicamente en mí la más
gloriosa de las vidas y me hago uno con la Divinidad».
De las experiencias místicas no puede caber duda, ni tampoco de que a
ningún místico es dado decir lo esencial en el lenguaje con que quisiera
comunicarse. El místico se hunde en lo Circunvalante. Lo susceptible de
decirse cae en la separación del sujeto y el objeto, y la clarificación en la
conciencia, aunque avance hasta lo infinito, jamás alcanza la plenitud de
aquel origen. Mas hablar solamente podemos de lo que toma forma de
objeto. Lo demás es incomunicable. Ahora bien, estar ello en el fondo de
esas ideas filosóficas que llamamos especulativas, es lo que constituye el
meollo y significación de las mismas.
Cuando nos movemos en medio de los fenómenos del mundo, nos damos
cuenta de no poseer el ser mismo ni en el objeto, que se estrecha cada vez
más; ni en el horizonte de nuestro mundo o totalidad de los fenómenos,
cada vez más limitada; sino tan sólo en lo Circunvalante, que está por
encima de todos los objetos y horizontes, por encima de la separación del
sujeto y el objeto.
Pero debemos guardarnos muy mucho de tomar las cifras (el símbolo) de la
realidad por una realidad corpórea como las cosas que cogemos, con las que
manipulamos y que consumimos. Tomar el objeto en cuanto tal por el
verdadero ser es la esencia de todo dogmatismo, y tomar el símbolo en
cuanto cuerpo material por real es en particular la esencia de la superstición.
Pues ésta es un encadenamiento al objeto, mientras que la fe es un radicar
en lo Circunvalante.
Esta idea nos libera de todo ente. Nos fuerza a convertir todo callejón sin
salida en una fortaleza. Es una idea que, por decirlo así, nos hace girar sobre
nosotros mismos.
Nuestro pensamiento filosófico pasa por este nihilismo, que es más bien la
liberación que nos encamina hacia el verdadero ser. Mediante la
regeneración de nuestro ser en el filosofar brota ante nosotros el sentido y el
valor siempre limitados de todas las cosas finitas, se torna cierto lo
intransitable de los caminos que pasan por ellas, pero a la vez se conquista
el terreno sobre el cual es posible el libre trato con ellas.
El derrumbamiento de las fortalezas, que por lo demás eran engañosas, se
vuelve la posibilidad de cernirse en las alturas —lo que parecía abismo se
vuelve libre espacio de la libertad—, la nada aparente se convierte en
aquello desde lo que nos habla el verdadero ser.
IV
LA IDEA DE DIOS
En semejante situación tienen estas palabras este sentido: basta que Dios
exista. Si hay «inmortalidad» o no, es cosa que no se pregunta; si Dios
«perdona» o no, tal cuestión no tiene importancia. Ya no se trata del
hombre, cuya voluntad se ha extinguido, lo mismo que su preocuparse por
la propia ventura y eternidad. Pero también se tiene por imposible que el
mundo posea en conjunto un sentido perfectible de suyo, que tenga
consistencia en forma alguna; pues todo fue creado de la nada por Dios y
está en su mano. En medio de la pérdida de todo queda sólo esto: Dios
existe. Aun cuando quien vive en el mundo busque lo mejor, incluso
siguiendo al Dios de la fe como guía, para fracasar empero, subsiste esta
realidad sola y enorme: Dios existe. Cuando el hombre renuncia plena y
totalmente a sí mismo y a sus propias metas, puede mostrársele esta
realidad como la única realidad. Pero no se le muestra antes, no
abstractamente, sino sólo sumiéndose en la existencia del mundo, donde se
muestra por primera vez en el límite. Las palabras de Jeremías son ásperas
palabras. Ya no están vinculadas a una voluntad de acción histórica en el
mundo, la cual existió antes a lo largo de la vida, para hacer posible a la
postre, y a través de tan perfecto fracaso, únicamente semejante
experiencia. Esas palabras hablan simplemente, sin fantasías, y contienen
una insondable verdad, justo porque renuncian a todo contenido de la
enunciación, a toda consolidación en el mundo.
Los filósofos griegos han concebido estas ideas: sólo por convención hay
muchos dioses, por naturaleza hay sólo uno; no se ve a Dios con los ojos,
Dios no es igual a nadie, Dios no puede conocerse por medio de ninguna
imagen.
Contra la tesis teológica se alza una vieja tesis filosófica: de Dios sabemos
porque puede probarse su existencia. Las pruebas de la existencia de Dios
aducidas desde la antigüedad son en su totalidad un grandioso documento.
Una y otra vez se ve que Dios no es ningún objeto del saber, que su
existencia no es concluyentemente demostrable. Dios no es tampoco ningún
objeto de la experiencia sensible. Es invisible, no cabe percibirlo, sólo cabe
creer en él.
Pero ¿de dónde sale esta fe? No sale originalmente de los límites de la
experiencia del mundo, sino de la libertad del hombre. El hombre realmente
consciente de su libertad está a una cierto de la existencia de Dios. La
libertad y Dios son inseparables. ¿Por qué?
Y existe, por otra parte, un nexo entre la afirmación de una libertad sin Dios
y la divinización del hombre. Es la seudolibertad de la arbitrariedad que se
comprende a sí misma como presunta independencia absoluta del «yo
quiero». En ella me abandono a la fuerza propia del «así lo quiero» y al
obstinado saber morir. Pero esta ilusión acerca de mí mismo según la cual
yo soy yo mismo por mí solo, hace que la libertad se trueque en la
perplejidad de un ser vacío. La barbarie del querer imponerse se invierte en
la desesperación en la que se vuelve uno lo que dice Kierkegaard:
desesperado de querer ser uno mismo y desesperado de no querer ser uno
mismo.
Como toda intuición, en cuanto imagen que es, oculta al mismo tiempo que
señala, la forma decisiva de la cercanía a Dios está en la ausencia de
imágenes. Este justo requerimiento del Antiguo Testamento ni siquiera en
este mismo se cumplió por entero. Subsistió la personalidad de Dios como
imagen, su cólera y su amor, su justicia y su gracia. El requerimiento es
incumplible. Lo suprapersonal, lo puramente real de Dios ha intentado sin
duda apresarlo sin imagen en su incomprensibilidad el pensamiento
especulativo del ser de Parménides y Platón, el pensamiento indostánico de
Atman-Brahman, del Tao chino: pero tampoco ninguno de estos
pensamientos puede alcanzar en realidad lo que quiere. Siempre se ingiere
la imagen para las facultades mentales e intuitivas del hombre. Pero si en el
pensamiento filosófico casi desaparecen la intuición y el objeto, quizá
quede a la postre una levísima conciencia presente, que sin embargo puede
resultar fuente de vida por su acción.
Ahí está el refugio y sin embargo no es ningún lugar. Ahí está el reposo que
puede sustentarnos en medio de la inabolible inquietud de nuestro caminar
por el mundo.
Otra frase bíblica dice: «No tendrás otro Dios». Este mandamiento significó
en un principio el rechazar a los dioses extraños. Se profundizó en la simple
e insondable idea de que sólo hay un Dios. La vida del hombre que cree en
un solo Dios está puesta sobre una base radicalmente nueva, comparada con
la vida en que hay muchos dioses. La concentración en lo Uno es lo único
que da a la resolución de la «existencia» su fundamento real. La infinita
riqueza es al fin y al cabo disipación; lo magnífico carece del carácter de
incondicional cuando falta el fundamento de lo Uno. Es un perenne
problema del hombre, lo mismo ahora que hace milenios, el de conquistar
lo Uno para hacer de ello el fundamento de su vida.
Creer en Dios quiere decir vivir de algo que no existe de ningún modo en el
mundo, fuera del ambiguo lenguaje de los fenómenos que llamamos cifras o
símbolos de la trascendencia.
Por eso tengo no sólo que reconocer que no sé de Dios, sino incluso que es
menester que no sepa si es que creo en él. La fe es una posesión. No hay en
ella la seguridad del saber, sino tan sólo la certeza en la práctica de la vida.
Por eso es todo lo que se dice filosóficamente tan mísero. Pues requiere que
lo complete el propio ser del oyente.
Los hombres han expuesto, por ejemplo, su vida en la lucha solidaria por
una existencia común en el mundo. La solidaridad se alzaba incondicional
ante la vida condicionada para ella.
Raras son las figuras filosóficas que sin pertenecer esencialmente a una
comunidad de fe de este mundo, y levantándose solamente sobre sí mismas
ante Dios, realizaron el apotegma de que filosofar es aprender a morir.
Séneca, que había esperado durante años la sentencia de muerte, superó sus
prudentes esfuerzos por salvarse, de suerte que finalmente ni se negó
entregándose a acciones indignas, ni perdió el dominio de sí, cuando Nerón
pidió su muerte. Boecio murió inocente, de una muerte a que le condenó un
bárbaro, filosofando con la conciencia serena, vuelto hacia el verdadero ser.
Bruno superó sus dudas y su entregarse a medias a la alta resolución de una
resistencia tan inconmovible como desinteresada, hasta montar a la
hoguera.
Séneca, Boecio y Bruno son hombres con sus debilidades, sus deficiencias,
tales como lo somos nosotros, pero que se ganaron a sí mismos. Por eso son
reales modelos para nosotros. Pues los santos son figuras que sólo pueden
hacernos frente en el crepúsculo o en la luz irreal de la intuición mítica,
pero que no resisten frente a la mirada realista. Lo incondicional de que
fueron capaces los hombres como hombres, esto es lo que realmente nos
anima, mientras que lo imaginario sólo hace posible una irreal edificación.
Pero la razón de por qué sean válidos estos fines es el interés no puesto en
duda de la existencia, el provecho. Mas la existencia en cuanto tal no es un
último fin, porque queda en pie esta otra pregunta: ¿qué clase de existencia?
Y todavía la pregunta: ¿para qué?
Lo incondicional como razón de ser del obrar no es, por ende, cosa del
conocimiento, sino contenido de una fe. Hasta donde conozco las razones
de ser y las metas de mi obrar, permanezco sumido en lo finito y
condicional. Únicamente allí donde vivo de algo ya no susceptible de
fundarse objetivamente, vivo de lo incondicional.
Así como los árboles echan profundas raíces cuando se alzan eminentes, así
se funda hondamente en lo incondicional quien es un hombre cabal; lo
demás es como maleza que se deja arrancar y trasplantar, pisotear y
convertir en una masa indestructible. Pero esta comparación es inadecuada,
dado que no es mediante un incremento sino mediante un salto a otra
dimensión como se hace el fundamento en lo incondicional.
Tercero: por mala pasa únicamente la voluntad del mal, es decir, la voluntad
de la destrucción en cuanto tal, e] impulso que lleva a atormentar, a la
crueldad, a la aniquilación, la voluntad nihilista de corromper todo cuanto
existe y tiene valor.
El vivir del amor parece incluir todo lo demás. Un verdadero amor hace a la
vez cierta la verdad moral de su propia actividad. Por eso decía Agustín:
ama y haz lo que quieras. Pero a nosotros los hombres nos es imposible
vivir sólo del amor, esta fuerza del tercer plano; pues caemos
constantemente en deslices y confusiones. Por eso no debemos
abandonarnos a nuestros amores ciegamente ni en todo momento, sino que
necesitamos iluminarlos. Y por eso es para nosotros, seres finitos,
sumamente indispensable la disciplina de la coacción con que sometemos a
nuestro dominio nuestras pasiones, indispensable la desconfianza hacia
nosotros mismos a causa de la impureza de nuestros motivos. Justo cuando
nos sentimos seguros incurrimos en el error.
Los hombres jamás somos bastante para nosotros mismos. Pujamos por ir
más allá, y nos hacemos crecientemente nosotros mismos con la hondura de
nuestra conciencia de Dios, mediante la cual nos volvemos a la vez
transparentes para nosotros mismos en nuestro ser nada.
En el saber de los límites del saber nos confiamos tanto más claramente a la
dirección que para nuestra libertad encontramos en la libertad misma
cuando está referida a Dios.
Tal es la gran cuestión del ser hombre: en dónde encontrar éste una
dirección para él. Pues lo cierto es que su vida no transcurre como la de los
animales en la sucesión de las generaciones, tan sólo en idénticas
repeticiones sometidas a leyes naturales, sino que la libertad del hombre le
franquea con la inseguridad de su ser a la vez las oportunidades de llegar a
ser aún lo que más propiamente puede ser. Al hombre le es dado manejar
con libertad su existencia como si fuese un material. Por eso es el único que
tiene historia, es decir, que vive de la tradición en lugar de vivir
simplemente de su herencia biológica. La existencia del hombre no
transcurre como los procesos naturales. Pero su libertad clama por una
dirección.
Cuando la verdad del juicio directivo se muestra sólo por el camino del
autoconvencimiento, lo hace en dos formas: como requerimiento
universalmente válido y como pretensión histórica.
En el mundo quieren dominarnos los poderes que nos derriban por el suelo:
el temor del futuro, la angustiosa vinculación a lo que poseemos al presente,
la inquietud en vista de las terribles posibilidades. Contra ellas puede el
hombre alcanzar quizá en vista de la muerte una confianza que aun en
medio de lo más extremo, indescifrable y sin sentido permite sin embargo
morir en paz.
La ayuda de Dios en el ser propiamente uno mismo que siendo esto se sabe
radicalmente dependiente, es, en cambio, la ayuda del Uno. Si existe Dios,
no hay demonios.
Para el hombre para quien se hizo transparente la vida son todas las
posibilidades, incluso las situaciones sin salida y aniquiladoras, enviadas
por Dios. Así es toda situación un problema y una tarea para la libertad del
hombre que en ella se encuentra, se desarrolla y fracasa. Pero el problema y
tarea no es suficientemente determinable como meta de dicha inmanente,
sino que únicamente resulta claro por obra de la trascendencia, esta realidad
única, y del carácter de incondicional, que en ella se hace patente, del amor
que desde su razón ve infinitamente abierto lo que existe y sabe leer en las
realidades del mundo las cifras de la trascendencia.
Hay cierta perplejidad en el echar mano del apoyo que dan las leyes y las
órdenes dignas de confianza de una autoridad. Hay, en cambio, la vibrante
energía de la responsabilidad del individuo que oye lo que dice el todo de la
realidad.
El rango jerárquico del hombre reside en la hondura desde la cual logra una
dirección en semejante oír. Ser hombre es llegar a ser hombre.
VII
EL MUNDO
Las imágenes del mundo son siempre mundos particulares del conocimiento
que se han erigido falsamente en el ser absoluto del mundo. De distintas
ideas fundamentales de la investigación brotan otras tantas perspectivas
especiales. Cada imagen del mundo es un corte del mundo; el mundo no se
convierte en imagen. La «imagen científica del mundo», a diferencia de la
mítica, ha sido ella misma en todo tiempo una nueva imagen mítica del
mundo articulada con medios científicos y dotada de un pobre pero mítico
contenido.
Lo que sea la realidad del mundo nos lo aclaramos por otro camino. El
conocimiento logrado con métodos científicos puede definirse con la
siguiente proposición general: todo conocimiento es interpretación. La
manera de proceder cuando se comprenden textos es un símbolo de toda
aprehensión del ser. Este símbolo no es casual.
Pues ningún ser lo tenemos sino en el significar. Cuando lo enunciamos, lo
tenemos en la significación dé lo dicho; y únicamente lo apresado así en el
lenguaje resulta elevado al plano del saber. Pero ya antes de que hablemos
está el ser para nosotros en el significar dentro del lenguaje del trato
práctico con las cosas; el ser solamente está determinado en cada caso en la
medida en que apunta a otro. El ser existe para nosotros en la complexión
de su significar. El ser y el saber del ser, los entes y nuestro hablar de ellos
son, por ende, una red de múltiple significar. Todo ser es para nosotros un
ser interpretado.
No sólo se han ido las imágenes absolutas del mundo. El mundo no está
cerrado, antes está desgarrado para el conocimiento en perspectiva, porque
no es reducible a un principio único. El ser del mundo en su totalidad no es
un objeto del conocimiento.
La vida diaria parece enseñar lo contrario: para nosotros, los hombres, pasa
por ser el mundo, o algo del mundo, algo absoluto. Y puede decirse del
hombre, que ha hecho de tantas cosas el último núcleo de su esencia, lo de
Lutero: aquello en que te apoyas, en que te sostienes, eso es propiamente tu
Dios. El hombre no puede hacer otra cosa que tomar algo como absoluto,
quiéralo y sépalo o no, hágalo casual y versátilmente o resuelta y
continuamente. Para el hombre hay, por decirlo así, el lugar de lo Absoluto.
Este lugar es para él inesquivable. Tiene que llenarlo.
La historia de los milenios exhibe sorprendentes fenómenos de hombres
que superaron el mundo: los ascetas de la India y algunos monjes de China
y de Occidente abandonaron el mundo para interiorizarse de lo Absoluto en
una meditación ajena al mundo. Éste había como desaparecido, el ser —
visto desde el mundo, la nada— lo era todo.
Los místicos chinos se libraban de los apetitos mundanos que nos hacen
presa suya en la pura contemplación, en la que todo ser se volvía para ellos
lenguaje, transparente, evanescente apariencia de lo eterno e infinita
omnipresencia de su ley. Para ellos se extinguía el tiempo en la eternidad
como presencia del lenguaje del mundo.
Divisar en el mundo una armonía del ser es cosa a la que tienta en las
situaciones felices el encanto de la riqueza del mundo. Contra esto se
subleva la experiencia de los espantosos males y la desesperación que mira
cara a cara a esta realidad. La obstinación lanza al rostro de la armonía del
mundo el nihilismo de la frase «todo es absurdo».
Una imparcial veracidad tiene que ver y reconocer la falta de verdad así de
la armonía del ser como del desgarramiento nihilista. En ambos hay un
juicio total, y todo juicio total sobre el mundo y las cosas descansa sobre un
saber insuficiente. Pero frente a la fijación de los juicios totales opuestos se
nos propone a los hombres estar prestos a escuchar incesantemente a los
hechos, al destino y a nuestras propias obras en el curso temporal de la vida.
Tal estar prestos encierra en sí dos experiencias fundamentales.
Primeramente, la experiencia de la transcendencia absoluta de Dios al
mundo: el Dios escondido retrocede a una lejanía cada vez mayor cuando
intento apresarlo y concebirlo en general y para siempre; Dios está
incalculablemente cerca en la forma absolutamente histórica de su lenguaje
dentro de la situación única de cada momento.
Pero del ser eterno no tenemos experiencia fuera de aquello que se vuelve
fenómeno real y temporal para nosotros. Lo que existe para nosotros tiene
que manifestarse en la temporalidad del ser del mundo; por eso no hay
ningún saber directo de Dios ni de la «existencia». Aquí sólo hay la fe.
Cuanto más universales son los principios de la fe, son tanto menos
históricos. Tienen sus altas pretensiones puramente en la abstracción. Pero
con semejantes abstracciones solas no puede vivir ningún hombre; esas
abstracciones se reducen, al rehusarse el contenido concreto, a ser un
mínimo en el que encuentran un hilo conductor el recuerdo y la esperanza.
Tienen a la vez una fuerza depuradora: libran de las cadenas de la mera
corporeidad y de las estrecheces supersticiosas en la apropiación de las
grandes tradiciones, para promover su realización actual.
Primero: no hay Dios, pues sólo hay el mundo y las reglas de su curso; el
mundo es Dios.
Tercero: hay el hombre perfecto, pues el hombre puede ser un ente tan
logrado como el animal; se le puede criar. No hay ninguna imperfección
radical, ninguna deleznabilidad del hombre en el fondo. El hombre no es un
ser intermedio, sino completo e íntegro. Sin duda es perecedero, como todo
lo del mundo, pero pisa sobre sus propios pies, es independiente, se basta en
su mundo.
Así vista, no tiene la historia más sentido, más unidad, ni más estructura
que los que hay simplemente en las concatenaciones causales
inabarcablemente numerosas y en las configuraciones morfológicas, lo
mismo que se dan también en los procesos de la naturaleza, sólo que en la
historia son mucho menos determinables exactamente.
Tercero. Por el 500 antes de Jesucristo —en el tiempo que va del 800 al 200
— tuvo lugar la cimentación espiritual de la humanidad, de la cual se nutre
esta hasta hoy, y es notable que lo tuvo simultánea e independientemente en
China, India, Persia, Palestina y Grecia.
El hombre ya no está cerrado en sí. Está inseguro de sí mismo, pero con ello
abierto para nuevas posibilidades sin límite.
Por primera vez hubo filósofos. Los hombres osaron pisar como individuos
sobre sus propios pies. Pensadores solitarios y peregrinantes de China,
ascetas de la India, filósofos de Grecia, profetas de Israel, son una sola cosa,
por muy distintos que sean unos de otros en sus creencias, contenidos y
actitud íntima. El hombre logró hacer frente íntimamente al mundo entero.
Descubrió en sí el origen desde el cual elevarse sobre sí mismo y sobre el
mundo.
Pero ahora vivimos en una edad de las más terribles catástrofes. Es como si
todo lo transmitido debiera fundirse, a la vez que aún no es
convincentemente visible la base de un nuevo edificio.
¿Qué pretende Dios con los hombres? Quizá es posible hacerse una idea de
un sentido amplio e indeterminado: la historia es el lugar de la revelación,
de lo que el hombre es, puede ser, y de lo que sale de él, y aquello de que es
capaz. Hasta la mayor de las amenazas es un problema planteado al
hombre. En la realidad del más alto ser del hombre no rige sólo la norma de
la seguridad.
Ante tan indeterminada idea cabe decir esto. Nada hay que esperar, si me
figuro por adelantado la dicha tangible como una perfección sobre la tierra,
como un paraíso de relaciones humanas; hay que esperarlo todo, si se trata
de las profundidades del hombre que se abren con la fe en la Divinidad. No
hay que esperar nada, si solamente lo espero de fuera; hay que esperarlo
todo, si me confío al origen de la trascendencia.
No la meta final de la historia, pero sí una meta que sería la condición para
alcanzar las más altas posibilidades del hombre, puede definirse
formalmente: la unidad de la humanidad.
La unidad no es asequible simplemente por medio del contenido racional y
universal de la ciencia, pues esta aporta sólo la unidad del intelecto, no la
del hombre entero. La unidad tampoco reside en una religión universal que
pudiera fundarse con una votación unánime en un congreso religioso.
Tampoco tiene realidad en las convenciones de un lenguaje ilustrado del
sano entendimiento humano. La unidad sólo puede sacarse de las honduras
de la historicidad, no como un contenido susceptible de ser sabido en
común, sino solamente en la ilimitada comunicación de lo históricamente
diverso en la inacabable conversación que se produce a la altura de una pura
lucha amorosa.
Vemos, además y prescindiendo por completo de los rasgos del carácter del
hombre, la injusticia inextirpable en todas las instituciones, vemos surgir
situaciones insolubles con justicia, digamos a consecuencia del aumento de
población y de su distribución, o a consecuencia de la posesión exclusiva de
algo que todos apetecen y que no es divisible.
Pero filosofar quiere decir luchar por la propia independencia en todas las
circunstancias. ¿Qué es la independencia interior?
Esta independencia no obligada por nada aparta con gusto los ojos de sí
misma. La satisfacción de ver se convierte en arrebato por el ser. El ser
parece desembozarse en este pensar mítico que es una especie de poesía
especulativa. Pero el ser no se desemboza para la entrega al mero ver. No
basta la visión solitaria por seria que sea, la comunicación exenta de
verdadera compenetración en elocuentes giros y patéticas imágenes —en el
lenguaje dictatorial del saber y del enseñar.
Así pueden hacerse, en la ilusión de poseer el ser mismo, esfuerzos por
lograr que el hombre se olvide de sí mismo. En las ficciones del ser se
apaga el hombre, pero en estas ficciones hay además siempre el conato de
lo contrario, pudiendo el secreto descontento tener consecuencias para la
recuperación de la verdadera seriedad, que sólo es real en el presente de la
«existencia» y se emancipa de la ruinosa actitud que se expresa en la frase:
ver qué es y hacer lo que se pueda.
No hay horizonte, ni lejanía, ni pasado, ni futuro que acojan esta vida que
ya no espera nada, que solamente vive aquí y ahora.
Las muchas formas de independencia engañosa en que podemos caer las
hace la independencia misma sospechosas. Lo cierto es que para lograr una
verdadera independencia es menester no sólo aclarar estas ambigüedades,
sino también la conciencia de los límites de toda independencia.
Pensar es comenzar a ser hombre. Conociendo con justeza los objetos, hago
la experiencia del poder de lo racional, como en las operaciones del cálculo,
en el saber empírico de la naturaleza, en la planificación técnica. La fuerza
imperiosa de la lógica en los raciocinios, la comprensión de las secuencias
causales, la tangibilidad de la experiencia, son tanto mayores cuanto más
puro se vuelve el método.
Pero el filosofar empieza en los límites de este saber del intelecto. La
impotencia de lo racional en aquello que verdaderamente nos importa, en la
fijación de metas y de últimos fines, en el conocimiento del Sumo Bien, en
el conocimiento de Dios y de la libertad humana, despierta un pensar que
con los medios del intelecto es más que intelecto. Por eso impulsa el
filosofar hasta los límites del conocimiento intelectual para encenderse.
En estos límites cesa sin duda el conocer, pero no el pensar. Con mi saber
puedo obrar externamente en aplicaciones técnicas, pero en el no saber es
posible un obrar interno con el que me transformo. Aquí se muestra un
nuevo y más profundo poder del pensamiento, que ya no se dirige
desenfrenado a un objeto, sino que es en la intimidad de mi esencia el acto
en que el pensar y el ser se vuelven la misma cosa. Este pensar del obrar
interno es, medido con el poder externo de lo técnico, como si no fuese
nada, ni cabe lograrlo por la aplicación de un saber, ni llevarlo a cabo según
designio y plan, pero es la verdadera iluminación y esencialización a una.
El intelecto (la ratio) es el gran amplificador que fija los objetos, despliega
el contenido de los entes y que hace incluso de cuanto no es apresable por el
intelecto algo poderoso y claro como él mismo. La claridad del intelecto
hace posible la claridad de los límites, se convierte en el despertador de los
verdaderos impulsos, que son pensar y hacer a la vez, obrar interno y
externo a una.
Se requiere del filósofo que viva de acuerdo con su doctrina. Esta frase
expresa mal lo que se quiere decir con ella. Pues el filósofo no tiene una
doctrina en el sentido de preceptos bajo los cuales pudieran subsumirse los
distintos casos de la existencia real, como las cosas bajo los géneros
empíricamente conocidos, los hechos bajo las normas jurídicas. Las ideas
filosóficas no son susceptibles de aplicación, antes son las realidades de las
que cabe decir que en el pensar de estas ideas vive el hombre mismo, o bien
que la vida está penetrada por la idea. De aquí la imposibilidad de separar el
ser hombre y el filosofar (a diferencia de la posibilidad de separar al
hombre de su conocimiento científico) y la necesidad no sólo de repensar
por propia cuenta una idea filosófica, sino de interiorizarse a la vez que de
esta idea del ser mismo del filósofo que la pensó.
La filosofía es tan antigua como la religión y más antigua que todas las
iglesias. Gracias a la altura y la pureza dé sus aislados representantes
humanos, y gracias a la veracidad de su espíritu, ha estado a la altura del
mundo de las iglesias, que afirma como lo distinto de ellas, si no siempre,
las más de las veces. Pero frente a ese mundo está en la impotencia por falta
de una forma sociológica propia. La filosofía vive bajo la protección
accidental de las potencias del mundo, incluso las eclesiásticas. Ha
menester de situaciones sociológicas felices para presentarse objetivamente
en funciones. Su verdadera realidad está abierta a todo hombre en todo
tiempo, en alguna forma está presente en todos los lugares donde viven
hombres.
Las iglesias son para todos, la filosofía para algunos. Las iglesias son
organizaciones visibles del poder de las masas humanas en el mundo. La
filosofía es la expresión de un reino de los espíritus que están unidos unos
con otros a través de todos los pueblos y épocas, sin instancia en el mundo
que excluya o acoja.
Este estudio es triple: práctico, todos los días, en el obrar interior; objetivo,
en la experiencia de los contenidos, mediante el estudio de las ciencias, de
las categorías, de los métodos y de los sistemas; histórico, apropiándose la
tradición filosófica. Lo que en la iglesia es la autoridad, eso es para el
filosofante la realidad que le habla desde la historia de la filosofía.
Pero partiendo de ahí buscamos aspectos que nos pongan delante de los
ojos la totalidad histórica del filosofar, en una articulación problemática sin
duda, pero que sirve de hilo conductor para orientarse en tan amplios
espacios.
Ya desde la mitad del siglo XIX emerge la conciencia del final y la cuestión
de cómo seguirá siendo posible la filosofía. La continuidad de la filosofía
moderna en los países occidentales, la filosofía profesoral de Alemania, que
cultivaba históricamente la gran herencia, no bastaban para hacerse
ilusiones acerca del final de una forma milenaria de manifestación de la
filosofía.
Los comienzos aún asequibles para nosotros son sin duda de un gran
encanto. Pero un comienzo absoluto es realmente indescubrible. Lo que es
comienzo para nuestra tradición es un comienzo relativo, habiendo sido
siempre ya un resultado de antecedentes.
Hacer de una filosofía pasada la nuestra es tan imposible como producir por
segunda vez una antigua obra de arte. Sólo se puede engañosamente
copiarla. No tenemos, como los lectores piadosos de la Biblia, un texto en
que poseamos la verdad absoluta. Por eso amamos los viejos textos como
amamos las viejas obras de arte, hundiéndonos en la verdad de los unos
como en la verdad de las otras, acudiendo a ellos; pero siempre queda una
lejanía, algo inasequible y algo inagotable, con lo que sin embargo
constantemente vivimos, y por último algo en que nos encontramos con el
manantial del filosofar actual.
—¿Cuál de los grandes filósofos voy no sólo a leer, sino a estudiar a fondo?
Por eso el consejo es éste: decidirse con resolución, pero no inmutable, sino
examinando y corrigiendo, pero tampoco esto al azar y capricho, sino con la
gravedad propia de la continuidad en lo intentado que hace del trabajo
sucesivo una construcción.
2. SOBRE LECTURAS FILOSÓFICAS
Cuando leo, lo primero que quiero es entender lo que ha querido decir el
autor. Mas para entender lo que se quiere decir, es necesario entender no
sólo el lenguaje, sino también el asunto. La inteligencia depende del
conocimiento del asunto.
GRANDES DICCIONARIOS
PEQUEÑOS DICCIONARIOS
I. FILOSOFÍA OCCIDENTAL
INDIA
CHINA
Forke: obra voluminosa. Informativa. Da noticias de muchos dominios
desconocidos hasta aquí en Occidente.
LISTAS DE NOMBRES I
FILOSOFÍA OCCIDENTAL
FILOSOFÍA ANTIGUA
FILOSOFÍA MODERNA
Los presocráticos tienen el encanto único que reside en los comienzos. Son
extraordinariamente difíciles de comprender tales cuales fueron realmente.
Hay que intentar prescindir de toda «formación filosófica», que nos vela,
con los modos de pensar y hablar corrientes, ésa su pristinidad. En los
presocráticos se abre paso el pensamiento partiendo de la intuición de una
experiencia original del ser. En ellos presenciamos cómo se produjo por
primera vez la iluminación intelectual. Una unidad de estilo nunca vuelta a
ver domina la obra de cada uno de estos grandes pensadores como
exclusiva de él. Como sólo se nos han transmitido fragmentos, sucumbe
casi, cada intérprete rápidamente a la tentación de interpretarlos a su
manera. Todo está aquí aún lleno de enigmas.
Escoto Erígena concibe un edificio del ser integrado por Dios, la naturaleza
y el hombre, en categorías neoplatónicas, pero con libertad dialéctica en el
desarrollo. Da un nuevo tono de franquía, consciente de sí, para el mundo.
Docto, conocedor de la lengua griega, traductor de Dionisio Areopagita,
esboza con un material de conceptos tradicionales su grandioso sistema que
por la actitud hace efecto de original. Erígena avizora la naturaleza divina y
resulta el neofundador de una mística especulativa cuya repercusión llega
hasta el presente. Se alza solitario en una época alejada de la filosofía. Su
obra es el producto cultural de la apropiación rememorativa de una alta
tradición partiendo de una forma de vida religiosa y filosófica.
Bacon pasa por ser fundador del empirismo moderno y de las ciencias.
Ambas cosas sin razón. Pues la verdadera ciencia moderna —la ciencia
matemática de la naturaleza—, no la comprendió Bacon, que vive en los
comienzos de su edad, ni ella hubiera llegado a producirse nunca por los
caminos que él traza. Pero Bacon se entregó, en un entusiasmo por lo nuevo
muy peculiar del Renacimiento, a las ideas del saber como poder, de las
inmensas posibilidades técnicas, del abandono de las ilusiones en favor de
la comprensión intelectual de la realidad.
Leibniz, universal como Aristóteles, más rico que todos los filósofos de su
siglo en contenidos e invenciones, siempre creando, siempre ingenioso,
carece sin embargo en su metafísica del gran rasgo de una concepción
fundamental profundamente humana.
El siglo XVIII presenta por primera vez una ancha corriente de literatura
filosófica para el gran público. Es el siglo de la Ilustración.
Nietzsche: reflexión sin fin, golpearlo y discutirlo todo, cavar sin encontrar
fondo, de no ser en nuevos absurdos. Anticristianismo violento.
LISTA DE NOMBRES II
CHINA E INDIA
FILOSOFÍA CHINA
FILOSOFÍA ÍNDICA
Tal como resulta accesible con los medios disponibles hasta aquí de
traducciones e interpretaciones, es la filosofía china e índica entera,
comparada con la occidental, de un volumen incomparablemente menor y
de un desarrollo igualmente menor en cuanto a ramificaciones y formas
plenarias. La occidental sigue siendo para nosotros el objeto principal.
Cierto que se ha insistido demasiado en que de la filosofía asiática sólo
comprenderíamos aquello que ya sabríamos sin ella por la filosofía propia.
Pero es exacto que la mayoría de las interpretaciones se sirven tanto de las
categorías occidentales, que el error resulta sensible incluso para quien no
entiende las lenguas asiáticas.
Die geistige Situation der Zeit, Walter de Gruyter & Co., Berlín, 7.ª ed.
1949.
Cómo puede tener lugar el filosofar bajo la forma de una ciencia concreta lo
muestran mis obras: