Principios Del Derecho Administrativo Sancionador

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FERNANDO GARCÍA PULLÉS

Principios del
Derecho
Administrativo
Sancionador

2
García Pullés, Fernando Raúl, Derecho administrativo sancionador / Fernando
Raúl García Pullés. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Abeledo
Perrot, 2020.Libro digital, Book "app" for Android
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-950-20-2982-5
1. Derecho Administrativo. I. Título.
CDD 342

© García Pullés, Fernando, 2020


© de esta edición, AbeledoPerrot S.A., 2020
Tucumán 1471 (C1050AAC) Buenos Aires
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723

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ISBN 978-950-20-2982-5
SAP 42818922
Las opiniones personales vertidas en los capítulos de esta obra son privativas
de quienes las emiten.
Argentina

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Índice de Principios del Derecho Administrativo Sancionador

Prefacio Pag. 5

Prólogo Pag. 6

Introducción. Pasado, presente y futuro de la sociedad abierta. Rol de las sanciones


administrativas Pag. 8

Capítulo I - La obligación de cumplir la ley. Reacción legal ante el incumplimiento Pag. 12

Capítulo II - La potestad sancionadora del Estado. Contenidos y especies Pag. 18

Capítulo III - Titularidad de la potestad sancionadora estatal y la de sus especies: jurisdiccional


y administrativa Pag. 28

Capítulo IV- Los territorios de la potestad sancionadora de las administraciones públicas Pag. 38

Capítulo V - El territorio de la creación de la infracción administrativa Pag. 44

Capítulo VI - El territorio de la aplicación de la sanción administrativa Pag. 80

Capítulo VII - El territorio de la sanción administrativa Pag. 98

Capítulo VIII - Extinción de las acciones y de las sanciones en la potestad sancionadora de las
administraciones públicas Pag. 104

Capítulo IX - El territorio del procedimiento en la potestad sancionadora de las


administraciones públicas Pag. 113

Capítulo X - La facultad correctiva y la potestad sancionatoria . las administraciones públicas en


los contratos administrativos Pag. 143

Bibliografía Pag. 153

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Prefacio

"Hay algo peor que un derecho administrativo sancionador rudimentario e


imperfecto: un derecho administrativo sancionador envilecido al servicio, e
instrumento de coartada, de un Estado arbitrario, de unas autoridades corrompidas
y de unos empresarios sin escrúpulos". (Nieto García, Alejandro, Derecho
administrativo sancionador, 4a ed., Tecnos, Madrid, 2006, p. 32).

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PRÓLOGO

Siempre he creído que una de las emociones que más enaltece al ser humano es la
pasión, cuando tiene por destino un bien o virtud. Alguna vez leí que las pasiones son
mucho menos peligrosas que el aburrimiento, porque aquellas tienden —por lo general— a
decrecer, mientras el aburrimiento se inclina —por costumbre— a incrementar.
Hace muchos años entré al despacho del Dr. Guillermo Muñoz con una lista de temas
en mano. Tenía la intención de presentarme a un concurso para el cargo de adjunto
regular de Derecho Administrativo en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos
Aires y acababan de publicarse las materias sobre las que podría versar la exposición oral.
Guillermo era, no solo para mí sino también para muchos otros que transitábamos los
caminos del derecho administrativo, más que un maestro. Era una rara mezcla de
prudencia, orden, sabiduría y dominio de los tiempos, todo reunido en un ser humano que
se sabía falible y no tenía empacho en hacer de ello una de sus principales virtudes.
Muñoz me recibió junto al Dr. Carlos Grecco —cuya elocuencia sinceramente me
abrumaba y continúa haciéndolo— y ambos sugirieron que debía elegir el tema de las
sanciones administrativas, entre una docena de otros que me parecían tanto más
asequibles y conocidos. Pero no concluyeron allí, Grecco tomó de su biblioteca un
pequeño libro azul y me dijo: "Te vas a la librería de la esquina de Lavalle y Talcahuano y
compras este libro: Derecho administrativo sancionador de Alejandro Nieto. Es la segunda
edición, pero no te la voy a prestar. Queremos que sea tu libro, porque sabemos que lo
conservarás por mucho tiempo. Esa será tu guía para la prueba de oposición".
Desde aquel día en que cumplí sus instrucciones y compré mi libro, no he dejado de
releer sus páginas para asociarme a los pensamientos de su autor o contrariarlos, a la luz
de mi experiencia argentina, que muchas veces es parecida a la española y otras tantas
muy distinta. Más tarde, llegué a conocer personalmente al Dr. Alejandro Nieto García y
trabé con él una amistad que me enriqueció de un modo irrepetible. No se trataba solo de
su inteligencia o de sus estudios en Alemania, su docencia o sus trabajos doctrinarios.
Más bien asombraba su exhibición serena de una forma de enfrentar la vida, dando cara a
una realidad que se empaña muchas veces detrás de las posiciones doctrinarias, con el
desparpajo y la perseverancia del andariego, que bien lo era.
A lo largo de esos años he visto sucesivas administraciones o, mejor dicho, sucesivos
administradores de una misma Administración Pública y comprobado que la potestad
sancionadora de las administraciones públicas se ha venido convirtiendo en un
instrumento de las técnicas regulatorias y disciplinarias de la biopolítica. Todo ello de un
modo conveniente para quienes ejercen el poder —algunos, en el ámbito público,
ocasionalmente, otros con cronologías que superan las alternancias gubernamentales—.
Al recorrer ese camino, mi pasión no fue disminuyendo, sino que se incrementó, tal vez
porque sigo siendo un apasionado. En ese derrotero fui llegando al convencimiento de que
resultan más peligrosos los que sancionan que los infractores, salvo cuando estos últimos
se asocian con o corrompen a los primeros, para obtener sanciones leves para faltas
graves propias o hacer sancionar con estrictez a sus competidores comerciales o
enemigos.
Es que el ejercicio de las potestades administrativas no es un postulado idílico que ha
de suponerse siempre ejercido para protección de riesgos sociales. Desgraciadamente, se
concreta en la voluntad —muchas veces discrecional o arbitraria— de un funcionario que
toma a su favor la bandera del interés público en defensa de aquellos riesgos, para ocultar
desvíos de poder al crear o aplicar verdaderas penas a los ciudadanos (de a pie y de los
otros), o alimentando el prejuicio respecto de personas jurídicas (que también las hay de a
pie).
La prevención surgida de esa primera constatación se potenció al advertir que aquellas
potestades se aplican al amparo de un legislador que no repara en que, en esas sanciones
administrativas, va la vida, la actividad profesional o la conservación de puestos de trabajo

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de muchos, y permite una amplitud en el ejercicio de la remisión reglamentaria y de la
ponderación sancionatoria que facilita la corrupción.
Y si ello no fuera suficiente, dígase que esas primeras causas de un desvío de poder
demasiadas veces repetido son acrecentadas por un procedimiento opaco que se intenta
separar de las pautas del proceso penal para adscribirlo a una ley de procedimientos
administrativos no creada para tales materias —al punto que la propia Administración la
abandona para juzgar a sus empleados por razones disciplinarias, como también en
muchos otros campos—. En ese procedimiento, los funcionarios actúan por sí y ante sí, sin
control previo, dando oportunidad para la defensa cuando las pruebas son casi
irrecuperables por el tiempo transcurrido y con una revisión judicial condicionada por
doctrinas que los jueces han aceptado de forma realmente insospechada el principio
del solve et repete.
Reconozco que tal vez haya caído en la advertencia expuesta por Alejandro Nieto,
sobre las consecuencias de la absoluta imposibilidad de conocer todos los reglamentos
administrativos que establecen infracciones y sanciones, que coloca a todos del lado de
los infractores y en la vereda opuesta a los inspectores, pero estoy dispuesto —como
decía Miguel de Unamuno— a ejercer el derecho irrenunciable de equivocarme y
corregirme de mis errores. Es preciso, como se indica en aquel libro de derecho
administrativo sancionador, hacer cuanto fuera posible para lograr una política infraccional
y sancionatoria transparente y eficaz, en cada uno de sus territorios, que privilegie la
advertencia y las "luces verdes" de prevención y autorización de las que habla Javier
Barnés, al comentar las transformaciones del derecho administrativo.
Me parece importante que un autor advierta al lector el punto de vista desde el cual ha
escrito su obra. Entiendo que hace a la lealtad que debe existir entre quien escribe y lee.
El derecho no es una ilusión, ni debemos predicar postulados románticos que más
tarde serán pisoteados por la realidad, pero tampoco puede consentir la aceptación
pacífica y dócil de una situación que clama por su modificación para hacerla compatible
con su fin esencial, que no es otra cosa que preservar la dignidad humana.

El autor Buenos Aires, 8 de agosto de 2020

7
INTRODUCCIÓN. PASADO, PRESENTE Y FUTURO DE LA SOCIEDAD ABIERTA. ROL
DE LAS SANCIONES ADMINISTRATIVAS

La evolución del hombre en el mundo nos presenta, continuamente, situaciones


novedosas que ponen en crisis los valores establecidos y trazan horizontes nuevos, de
azarosa previsión, difícil comprensión, y mucho más compleja administración.
Durante los últimos setenta años hemos vivido, al menos en aquello que llamamos
sociedad occidental —o sociedad abierta, en términos de Popper(1)— en un camino de
avance hacia el reconocimiento de la libertad y la dignidad humanas frente al poder. En
modo alguno pretendo sostener que esa batalla haya sido ganada. La biopolítica(2), con
sus técnicas de regulación y disciplinarias, parecía seguir ondeando sus banderas en la
segunda década de este tercer milenio, mientras que según afirmara el propio Foucault:
"...contra este poder aún nuevo en el siglo XIX, las fuerzas que resisten han tomado apoyo
sobre aquello que aquel mismo apresaba —es decir sobre la vida y el hombre en tanto que
es viviente—. [...] Es la vida mucho más que el derecho lo que devino entonces el desafío
de las luchas políticas, incluso si éstas se formulan a través de afirmaciones de derecho.
El 'derecho' a la vida, al cuerpo, a la salud, al bienestar, a la satisfacción de las
necesidades, el 'derecho', más allá de todas las opresiones o 'alienaciones', a encontrar lo
que somos y todo lo que podemos ser..."(3).
He indicado que la biopolítica, con sus técnicas de regulación y disciplinarias lejos está
de haber perdido vigencia. Solo intento subrayar que, aun en ese campo de verdadera
batalla, se levantaban muchas voces para reclamar y defender la dignidad humana como
primer límite al ejercicio de todo poder, público y privado, estableciéndose principios que
trascendían a todo ordenamiento positivo nacional o regional y se asentaban en el respeto
a la persona como causa material, pero también final de las sociedades, como ocurre con
la cita del propio Foucault que se hace más arriba.
En esos setenta años hemos presenciado reclamos de todo tipo y expresados de
maneras imaginativas u horrendas, pero en todos los casos el fundamento de la protesta
no era otro que la reivindicación de la libertad, de la independencia personal y social, de la
dignidad. En algunos casos, el postulado era solo la excusa para imponer una nueva
versión de dominación, a través del terror o de la dependencia económica, pero otras
muchas era la sincera expresión de quienes entendían que la primera fuente de regulación
de las conductas en interferencia subjetiva sería siempre la dignidad humana.
El año 2020 será seguramente un hito en la historia de la humanidad. Es cierto que en
esa historia existieron centenares de pestes que asolaron poblaciones enteras. Pero no lo
es menos que la verdadera "aldea global" —que hemos forjado a partir del crecimiento
exponencial del turismo, el comercio y las tecnologías de la información y la comunicación
(TIC)— ha transformado aquellas pestes regionales en una "pandemia" de escala mundial,
que se esparce a un ritmo desenfrenado, ataca a una comunidad etaria con ferocidad
impar y, en resumen, se muestra mucho más grave que las crisis vividas con la llamada
"gripe aviar", la "fiebre española" o el "SARS". El "coronavirus" o "COVID-19" se ha
transformado en vehículo para personificar nuestros peores temores: castigo divino,
respuesta del planeta, reacción al individualismo, contestación al fin de la historia, entre
otros. Pero también han surgido voces que lo muestran como una oportunidad invaluable
para acercarnos a una nueva sociedad.
Aquello que es indudable es que los gobiernos del mundo han adoptado medidas a
partir de sus soberanías, siguiendo las sugerencias de una Organización Mundial de la
Salud que pareciera haber renunciado a una competencia implícita, esto es: a su deber de
prevenir a la humanidad, establecer el verdadero origen de la crisis sanitaria y proponer
conductas globales para enfrentar la pandemia. Porque parece claro que si los Estados
crearon las Naciones Unidas para hacer posible un mundo que condenara la guerra e
hiciera todos sus esfuerzos por prevenirla y castigar a quienes ponen en peligro la paz, no
lo es menos que esa organización también estuvo enfocada en la defensa de otros

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derechos de la humanidad, como la salud, y tal fue el fundamento explícito de creación de
la OMS.
El avance del terrorismo había sido la coartada de los gobiernos para limitar las
libertades en nombre de la "seguridad". Así, vimos nuestras vidas diarias seguidas por
miles de cámaras, intercepciones telefónicas, revisiones aeroportuarias, visados
discriminatorios y de centenares de otras medidas que transformaron nuestra privacidad
en un asunto público. Sin embargo, existieron muchas respuestas de tribunales de los
diversos países que superaron la angustia y establecieron pautas limitantes al ejercicio
ansioso del poder regulatorio de los gobiernos(4).
Pero la amenaza de una pandemia habría de superar todas las barreras que podían
esperarse y la razón de la caída de todas las reservas parece clara, la indiscriminación del
ataque. No se trata tan solo de una acción contra un gobierno, la civilización occidental, el
imperialismo o los representantes de supuestas dominaciones económicas o políticas. Es
más bien una lucha por la supervivencia de la especie. Y la gravedad de esta última frase
no se opaca con la afirmación de resultar el ataque menos grave para aquellos que no han
atravesado el umbral de los cincuenta años, porque también —aunque sea de modo
reducido— esa franja etaria ha tenido sus víctimas y no hay ninguna seguridad que
excluya que una mutación del virus le permita acceder a quienes hoy no puede envenenar.
Y este enfrentamiento con un valor tan absolutamente sustancial y omnicomprensivo: la
vida humana ha franqueado todas las barreras de los defensores de las libertades, aunque
no las de los defensores de las nacionalidades. Porque las respuestas de los gobiernos no
han sido acudir a un frente global común para enfrentar la pandemia, sino responsabilizar
"a los bárbaros", "los otros", "los extranjeros", en quienes otra vez hemos personificado la
causa de nuestros males. Y, por ello, se han cerrado indiscriminadamente las fronteras,
aun para los nacionales que quieren regresar a sus países, aun para los científicos que
luchan contra la enfermedad, aun para los que procuran cerrar la grieta alimentaria o
energética.
Como ha escrito, con magnífica claridad Yuval Noah Harari, se ha desatado un tipo de
vigilancia sobre las personas que ya no está destinada a sus conductas, sino a su
situación física. Se espera de cada uno que se deje invadir por la informática para hacer
saber a los gobiernos si tiene fiebre, tose, ríe o llora; dónde está, hacia dónde quiere ir y
con qué objeto; con quién se saluda. Y nadie podrá asegurarnos que la ventana que
hemos abierto para que este viento de verdadera "técnica disciplinaria", en términos de
biopolítica, ingrese a nuestras vidas, vaya a cerrarse más tarde. Pero lo más grave es que
se ha recurrido a esta técnica sin reparar en las ventajas de "empoderar a las personas y,
consecuentemente, a la población", para que adopte por su propia decisión las conductas
que salvaguarden la vida humana, como tampoco en oponer a la respuesta nacionalista la
cooperación y, por sobre todo, la coordinación internacional(5).
La esperanza, en un terreno así calificado, se ha vuelto una especie de apuesta.
Algunos apuestan por asegurar la vida de sus poblaciones, aunque lo hacen en muchos
casos con un grado de invasión sobre las libertades que habrá que ponderar para saber si
será una vida que merezca ser vivida. Otros ponen sus fichas en la conservación de las
actividades económicas, aunque ello suponga admitir cientos de miles de muertos, que se
considerarán como una mera estadística porcentual, sin recordar que cada persona, cada
uno de esos cientos de miles, podría ser quien predica el desprecio por la vida y que no
tendrá sentido la economía si la humanidad está en peligro. En este "huerto de los olivos"
no podemos saber hasta dónde llegarán los gobiernos en nombre del logro de sus
objetivos.
Pero todavía existe una nota que debe agregarse a la situación coyuntural. La
pandemia avanza a velocidad inconciliable con las respuestas democráticas y
representativas. El debate de mayorías y minorías es casi un eufemismo que el virus ha
dejado en el arcón de los recuerdos. En nombre de la defensa de la vida, las
administraciones han tomado el gobierno en sus manos y decidido aquello que, en la
mayoría de los casos, honesta, aunque tal vez equivocadamente, creen que defenderá los

9
fines que han decidido privilegiar. Y esa autonomía de decisiones ha adquirido una
gravedad inusitada, porque la diversidad de tratamiento en territorios linderos no ha hecho
más que recrudecer el peligro que se enfrenta y dificultar la lucha por la supervivencia.
No es casual que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su resolución
1/2020 del 20 de abril, haya instado especialmente a los Estados a evitar, en cuanto fuera
posible, que las situaciones de excepción afecten la preservación de los derechos
económicos, sociales y culturales y, particularmente, a abstenerse de suspender
procedimientos judiciales idóneos para garantizar la plenitud del ejercicio de los derechos y
libertades, entre ellos las acciones de hábeas corpus y amparo para controlar las
actuaciones de las autoridades, incluyendo las restricciones a la libertad personal en dicho
contexto, bajo el marco y principios del debido proceso legal, así como asegurar que la
proclamación de un estado de excepción sea realizada de conformidad con el marco
constitucional y demás disposiciones que rijan tal actuación, y que se identifiquen
expresamente los derechos cuyo pleno goce será limitado, así como el ámbito temporal y
geográfico que justifica tal excepción.
Si todo esto no fuera suficiente, agréguese que la pandemia ha atacado el sentido
mismo y distintivo de la humanidad: "la sociabilidad". Los gobiernos llaman a no reunirse,
no asociarse, distanciarse de los demás, no saludarse, no abrazarse, no besarse, no
estrechar las manos de otro. Es posible que, desde el punto de vista sanitario, esa sea una
respuesta adecuada. Pero ¿lo será desde la perspectiva del futuro del hombre? ¿Seremos
la misma especie luego de esta pandemia? ¿Estaremos organizados del mismo modo, si
no podemos siquiera reunirnos para debatir?
Siempre ha sido difícil hacer pronósticos, pero es probable que nos enfrentemos a una
nueva batalla entre la dignidad del hombre y el poder, que se librará en zonas que
parecíamos haber dejado atrás hace tiempo, en el ámbito de las libertades esenciales,
aquellas que se entretejen con las elecciones básicas de la supervivencia y, más aún, con
escoger entre la mera supervivencia o la dignidad de una muerte posible —no necesaria
sino solo posible—, pero en un contexto de libre albedrío.
Y el tema de las sanciones que puede imponer la Administración se incluye de un modo
esencial en esta nueva batalla, porque como también denunciara Foucault, sin siquiera
conocer una mínima parte de esta impar circunstancia que estamos viviendo: "Otra
consecuencia del desarrollo del bio-poder es la creciente importancia adquirida por el
juego de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley. La ley no puede no estar
armada, y su arma por excelencia es la muerte; a quienes la trasgreden responde, al
menos a título de último recurso, con esa amenaza absoluta. La ley se refiere siempre a la
espada. Pero un poder que tiene como tarea tomar la vida a su cargo necesita
mecanismos continuos, reguladores y correctivos. Ya no se trata de hacer jugar la muerte
en el campo de la soberanía, sino de distribuir lo viviente en un dominio de valor y de
utilidad. Un poder semejante debe calificar, medir, apreciar y jerarquizar, más que
manifestarse en su brillo asesino; no tiene que trazar la línea que separa a los súbditos
obedientes de los enemigos del soberano; realiza distribuciones en torno a la norma"(6).
En este contexto, parece evidente que la potestad sancionadora de las
administraciones públicas se viene configurando como el verdadero recurso del biopoder
para establecer sus técnicas de regulación e imponer sus prácticas disciplinarias, que no
jugarán con la vida y la muerte, ni con la libertad o prisión de los sujetos con que se
maneja el derecho penal —la muerte supone la pérdida de un súbdito que alimenta el
poder, la prisión un costo que hace ineficaz el sistema sancionatorio sin producir, como lo
demuestra la experiencia, la resocialización "útil" al sistema—.
La eficacia de la potestad sancionadora como herramienta del poder se refleja en la
capacidad de imponer perjuicios que se presenten como menos graves, pero, tal vez por la
apariencia de esa falta de gravedad, no requieran los reparos de aquellos otros que
generaron el nacimiento de la ciencia del derecho penal. Y este territorio, en la oscuridad
de los límites que otras batallas impusieron al poder, se muestra como sumamente eficaz
para ir diseñando un modelo de vida individual y social acorde a la utilidad del biopoder y

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alejado de la biodignidad que debería presidir, como nota distintiva, una organización
social moderna, a saber: la juridicidad. Por eso no es usual que quienes menos alientan
las libertades y exhiben con crudeza la importancia de resolver los riesgos sociales exijan
más atribuciones y reduzcan las limitaciones y parapetos a este tipo de potestades.

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CAPÍTULO I - LA OBLIGACIÓN DE CUMPLIR LA LEY . REACCIÓN LEGAL ANTE EL INCUMPLIMIENTO

I. LA OBLIGACIÓN DE CUMPLIR LA LEY


En estos tiempos y en especial en el futuro avizorado, el tema de la causa eficiente de
la obligación de cumplir la ley se vuelve una pregunta esencial para establecer el modo de
vida humana que queremos diseñar hacia el mañana (¿empoderar a las personas o
sujetarlas a las técnicas disciplinarias?). La cuestión es por demás antigua y concreta, uno
de los campos de encuentro o distancia entre moral y derecho, constituyéndose en un
punto central de debate bizantino, propio de la filosofía práctica.
En la doctrina escolástica clásica, Santo Tomás de Aquino trata la cuestión en el art. 4º
de la cuestión 96, del Tratado de la Ley en General de su Summa Teológica, referido a "Si
las leyes humanas obligan al hombre en el foro de su conciencia". Expresa allí que "las
leyes humanas pueden ser justas o injustas por razón del fin —según se ordenen o no al
bien común—; por razón de su autor —cuando no exceden la potestad del legislador o lo
hacen— y por razón de la forma —en los casos en que imponen cargas con igualdad y
proporcionalidad en orden al bien común y en los supuestos que no disponen de tal
modo—. Las leyes justas tienen el poder para obligar en el foro de la conciencia, poder
que les es dado de la ley eterna, de la cual derivan", mientras que las leyes injustas, por
oponerse al bien humano, no obligan en el foro de la conciencia, si no es para evitar el
escándalo y el desorden; por cuya causa el hombre debe ceder de su propio derecho(7).
A mi juicio, en la definición del Aquinate sobre los efectos de la ley justa y aún de la
injusta que no se opone al bien divino, no aparece patente la idea de fuerza, ni siquiera
como pena. Por el contrario, la idea que subyace en los textos es que el cumplimiento es
exigido como un deber de conciencia (aun en el caso de evitar el escándalo o el
desorden). La sanción penal, entonces, pareciera no resultar desde su perspectiva
esencial a la ley, sino un escudo o espada que le es accesoria; una necesidad a la que
recurre el legislador para suplir la falta de influencia de la norma en la conciencia moral de
algunos y para generar el seguimiento de tales destinatarios. En el fondo se atisba la idea
de que cuando el hombre obedece solo por temor a la pena procede como esclavo, esto
es: compara entre las ventajas de la desobediencia y los males del castigo y opta por la
obediencia; mientras que, si obedece por razones puramente morales, porque este es su
deber, porque hace bien, entonces, la obediencia le ennoblece.
El imperativo categórico de Emmanuel Kant —en una posición filosófica
diametralmente diversa a la de Santo Tomás de Aquino y por razones sustancialmente
diversas— también considera el cumplimiento como una obligación que surge desde el
interior de la conciencia, instando a elevar la regla implícita en la conducta a la indicada
"ley universal".
Es necesario advertir que, sin perjuicio de mi opinión sobre la cuestión, el razonamiento
expuesto no requiere asociar el bien con una posición religiosa o confesional. Podría
llegarse a idéntico resultado cuando se piensa en la supervivencia, la sociabilidad, la
libertad, la salud o el desarrollo sociocultural, como bienes que pueden ser motivo de una
decisión individual para dirigir la propia conducta.
En los Estados Unidos de América(8), de un modo que prueba en forma elocuente las
características pragmáticas que prevalecen en sus pensadores jurídicos, se ha sostenido
que si la obediencia a la ley es normalmente, aunque no siempre, requerida desde el punto
de vista moral, cada individuo que se enfrenta a una elección entre obedecer o no hacerlo,
debe hallar su respuesta en una regla que dé contestación a una pregunta de tipo ético y
de contenido múltiple, extremo que es el punto de partida para pensar sobre un deber
moral abstracto para obedecer la ley.
Esa pregunta contiene una respuesta doble que involucra, desde una perspectiva, a la
opción individual, pero también, en otro orden, a la relación entre el ciudadano y el

12
gobierno, esta última en el marco de una justicia legal aristotélica. En este último campo, el
deber reclama como presupuesto un examen de la fuerza moral propia de la ley, tan
claramente exigido recientemente por tribunales internacionales cuando se intentara
excluir la responsabilidad de hechos que lesionan gravemente los derechos humanos bajo
el paraguas de la obediencia debida. Algo de ello se ha visto en la jurisprudencia de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos desde el caso "Barrios Altos vs. Perú"(9), con
criterios que se reiteraran más tarde en "Almonacid Arellano vs. Chile"(10), entre otros. Tal
doctrina fue recogida por la Corte Suprema de Justicia Argentina a partir del fallo
"Simón"(11).
Pero volviendo a los pensadores norteamericanos, se ha indicado que aquella pregunta
obliga a establecer si, cuando el acto que la ley prohíbe es moralmente equivocado, la
prohibición legal agrega a las razones morales otras por las cuales uno no deba realizarlo
y, desde la perspectiva contraria, si cuando el acto prohibido por la ley es moralmente
preferible o indiferente, la prohibición legal transforma en moralmente mala a su
realización(12).
Los autores que participan de esta tradición invocan como fuentes del deber de
respetar el contenido imperativo de las normas jurídicas: a) la obligación natural de
afianzar las instituciones justas(13); b) la necesidad como base o fundamento del deber de
cumplir la ley(14); c) la obligación de cumplir la ley como resultado del respeto hacia los
oficiales que ejercen autoridad(15); d) una obligación originaria de cumplir la ley(16); e) una
obligación genuina de cumplir la ley concebida en forma independiente de las
consecuencias(17).
Si bien se mira, se trata de una visión actual de las ideas del pragmatismo inglés,
según el cual: "Las convenciones de los hombres (acerca de las promesas)... crean un
nuevo motivo... Después que estos signos son instituidos, quienquiera que los usa queda
inmediatamente obligado por su propio interés a ejecutar sus compromisos, jamás debe
esperar que confíen en él otra vez, si rehúsa cumplir lo que prometió... El interés
(entendido como interés propio) es lo primero que obliga a la ejecución de las
promesas"(18).
Es evidente que la obligación de cumplir la ley se inserta de una manera esencial en el
contexto de la vida social. Allí el hombre se une a la comunidad, en particular a la
comunidad política, a través de una concordia integrativa del Estado y de otra jerárquica
entre el gobierno y los gobernados. Con causa en la concordia integrativa "...los hombres
concuerdan respecto a los fines del Estado en la medida en que éstos estén integrados
por una serie ordenada de intereses concretos comunes, por lo tanto realmente posibles,
que son a la vez la condición de posibilidad de los intereses particulares en su mayor
amplitud posible... Todas las demás formas de concordia política hallan en ésta su
fundamento, en análoga medida como las formas de justicia particular lo encuentran en el
logro del bien común. Es que sin la unidad integral del Estado no hay ni orden político ni,
por lo tanto, autoridades y subordinados o simples ciudadanos...". La concordia jerárquica
es "...la disposición de parte del gobernante, de conseguir la utilidad general y, de parte del
gobernado, de asentir a los actos de gobierno del primero, precisamente para hacer
posible la utilidad general..."(19).

II. LA FORMULACIÓN DE LA NORMA COMO INSTRUMENTO PARA LOGRAR SU


CUMPLIMIENTO
Pero es indudable que, por encima de estas disquisiciones sobre la justificación de la
exigibilidad de la norma jurídica o su caracterización como instrumento para el logro de
aquella concordia de integración jerárquica, el más somero examen de la formulación de
las normas de derecho positivo obliga a advertir que la sanción se integra a la mayoría de
ellas como un elemento principal, destinado a obtener el respeto de sus imperativos(20).

13
Si se pretende examinar el sistema jurídico, desde la perspectiva de la organización de
la sociedad —entendiéndose que aquel ha de convertirse en un instrumento para atender
a la prevención de riesgos sociales— el deber de cumplir la ley adquiere una
fundamentación ontológica diversa y se inscribe en las bases mismas del concepto de
"justicia legal", en tanto contribución de los ciudadanos a la organización de la comunidad.
No es ocioso recordar, en tiempos en que la exclusiva invocación de derechos de las
personas pareciera ser el signo de los tiempos, que la Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre, la Declaración Universal de Derechos Humanos y la
Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica)
establecen también deberes para los seres humanos que refieren a la obligación de
contribuir a la convivencia social, a la obediencia a la ley, al servicio a la comunidad y la
Nación, al pago de impuestos, al trabajo y a participar en las tareas colectivas destinadas a
la asistencia y seguridad sociales(21). Sin embargo, la liberación de las potestades de la
administración al arbitrio de quienes ejercen vicarialmente el poder, abandonando las
garantías que los seres humanos lograron en luchas centenarias tampoco parece ser un
remedio adecuado. Será posiblemente esta la nueva batalla que tocará al derecho en el
encauzamiento del poder.
Parece conveniente advertir que existe una correlación inherente entre los derechos y
los deberes de las personas, por un lado, y las potestades de la Administración —que en
su ejercicio también constituyen un deber— por otro; pues el ejercicio de las funciones
administrativas encaminadas a obtener el cumplimiento de la ley y toda previsión
normativa destinada a prevenir los riesgos derivados del incumplimiento (sea con los
términos de la prevención general o especial), resultan en definitiva una conducta
adoptada por el Estado o la Administración en la defensa de derechos colectivos o en
procura del cumplimiento de los deberes de tal naturaleza(22), que no puede olvidar que el
fin del Estado y en especial de las administraciones es realizar el derecho en la sociedad y
ello supone el respeto irrestricto de las garantías establecidas como parapeto contra los
abusos de poder, que se requieren más gravemente cuando más extensa es la potestad
que el orden jurídico.

III. LAS SANCIONES JURÍDICAS. PREVENCIÓN, REPARACIÓN O RETRIBUCIÓN. LAS


SANCIONES ADMINISTRATIVAS
Los ordenamientos positivos prevén respuestas diversas ante la infracción de sus
contenidos normativos imperativos o prohibitivos. Estas respuestas se presentan como
reacciones de menor o mayor importancia según el valor que el legislador atribuye a los
bienes jurídicos directa o indirectamente protegidos por los preceptos vulnerados con el
comportamiento humano.
La calificación de una conducta como delito y la amenaza de una pena, generalmente
privativa de la libertad ambulatoria, se presenta como la máxima reacción del sistema
(ultima ratio), en procura de la defensa de los bienes que ha decidido proteger de modo
más estricto. Pero existen otras formas de reacción jurídica que no pueden dejar de
considerarse, como ocurre con la declaración de nulidad de los actos realizados de modo
contrario a las normas imperativas, la imposición del deber de resarcir los daños causados
por esa ilicitud, la privación de beneficios o caducidad de derechos y/o el establecimiento
de sanciones administrativas.
El examen de las especies de esas respuestas jurídicas permite advertir que algunas
veces la reacción está destinada únicamente a restablecer, en especie o en sucedáneo,
el statu quo ante (como ocurre con la nulidad o inoponibilidad de los actos jurídicos y con
la obligación de resarcir derivada de los actos ilícitos, del ejercicio irregular de los derechos
o la responsabilidad del Estado que cause un daño discriminado que no sea obligatorio
soportar) mientras que en otras va más allá de ese solo restablecer y se ubica en el ámbito
retributivo, pues consisten en infligir un daño al infractor independiente de aquel fin de

14
recomposición, extremo que no implica desconocer el propósito disuasorio al que se
hiciera referencia más arriba, pues el objeto y finalidad de la sanción nunca podrá ser su
aplicación —ya que el derecho no puede postular su incumplimiento— sino lograr la
sujeción voluntaria del ordenamiento y prevenir la reiteración de su violación.
Deberíamos, pues, distinguir dos tipos de respuestas del ordenamiento: las destinadas
al restablecimiento de la situación jurídica anterior al hecho que consuma la infracción al
deber y las que se desentienden de aquella circunstancia e infligen al autor un mal,
entendido como privación de derechos o expectativas(23). Con base en esta diferenciación
inicial se ha sostenido que toda consecuencia dañosa para el infractor de una norma, en
cuanto no esté enderezada al restablecimiento de la situación anterior o al resarcimiento
sustitutivo del daño causado, constituye genéricamente una sanción, cuya esencia es de
carácter retributivo(24), finalidad a la que deberá agregarse la prevención general y
especial.
La ley 40/2015, del Régimen Jurídico del Sector Público en España, en su capítulo III,
destinado a la regulación de la potestad sancionadora administrativa, contempla
claramente esta diferencia, al establecer en su art. 28, apart. 2, que "las responsabilidades
administrativas que se deriven de la comisión de una infracción serán compatibles con la
exigencia al infractor de la reposición de la situación alterada por el mismo a su estado
originario, así como con la indemnización por los daños y perjuicios causado, que será
determinada y exigida por el órgano al que corresponda el ejercicio de la potestad
sancionadora".
Es claro, reitero, que cualquiera fuera la reacción prevista por el ordenamiento, ella
siempre tiene la íntima finalidad de lograr el cumplimiento de los preceptos normativos: sea
por el poder disuasorio contenido en la privación de efectos a los actos que violan el
ordenamiento; por la creación de un deber de resarcir; por la amenaza de un mal para su
autor que actúa como reasegurador del sometimiento voluntario a las leyes (de cara a las
demás personas —prevención general—, para impedir su reiteración por el propio
sancionado —prevención especial—), o aun por la aplicación de respuestas directamente
destinadas a la "reinserción social" del contraventor, aspecto pedagógico de las penas
que, también en el ámbito de la potestad sancionadora de la Administración, la realidad ha
desvirtuado.
De otro lado, no es posible silenciar, ya que, a medida que evoluciona el concepto de la
persona humana y de la dignidad que le es propia, se hace forzoso modificar la respuesta
del derecho a la conducta antijurídica, de manera que no se limite a la mera retribución de
males ni se detenga en la condena, con tanta más razón si es que de ello pretende
obtenerse un ejemplo para la comunidad restante.
Los cambios en la "penalización" y "despenalización" de conductas que se han
registrado en el ámbito nacional e internacional en los últimos años, que se iniciaron por la
traslación al derecho administrativo de conductas que se situaran en el campo del delito y
el ricorsi odierno de la traslación al ámbito penal de conductas de peligro abstracto que
antes eran del campo administrativo, no solo resultan de una similar modificación de los
bienes protegidos o de las nuevas formas de la criminalidad, también reflejan la necesidad
de reservar las limitaciones a la libertad a su mínima expresión —aun en el territorio típico
de las sanciones penales—, de un modo acorde al principio de la mínima intervención
necesaria, o en términos de biopolítica, de manera adecuada a la construcción y
mantenimiento del poder(25).
Se ha visto, más arriba, que las técnicas disciplinarias del biopoder ya no exhiben a la
muerte o la privación de la libertad como espectros que fuercen a la adecuación de las
conductas al modelo pretendido, pues esas amenazas no resultan eficaces a los fines de
la conservación ni de la administración del poder. De allí que, en mi opinión, la sanción
administrativa se presenta a los líderes políticos con una utilidad no considerada hasta
hace pocos años.
Las sanciones administrativas, también llamadas de policía, aparecen especialmente
valoradas en este campo de aparente "retribucionismo" o, si se quiere, de medidas

15
independientes de los efectos de la conducta antijurídica, destinadas a prevenir las faltas o
su reiteración. En ese contexto, la capacidad de aplicar cualquier sanción se exhibe directa
o indirectamente como manifestación de una de las potestades del Estado sobre los
ciudadanos que se concreta en la facultad de prometer e imponer males como medio para
exigir el cumplimiento de las leyes según ellas mismas prevén o hasta de reglamentar los
derechos en beneficio de la concordia política integrativa y jerárquica.
No parece dudoso que, frente al deber moral de cumplir las leyes que corresponde a
los ciudadanos, existe una contracara que legitima al Estado para reclamar esa
adecuación de la conducta al orden jurídico, pero también una tercera perspectiva basada
en el presupuesto de "legitimidad de ejercicio" del poder, que no es otra cosa que el
cumplimiento de la obligación de someterlo al ordenamiento jurídico, en términos de
sujeción a la juridicidad, que es de la esencia del Estado de derecho, tema que ha sido
particularmente importante en nuestra historia, debiendo recordarse que el propio Justo
José de Urquiza situó su sable bajo la Constitución Nacional, el día de su jura, para hacer
ver que el poder de las armas —que simbolizaba el del mismo Estado— se hallaría desde
entonces sometido al derecho(26).
Muchas veces se ha denunciado, ya que el derecho administrativo supone casi una
petición de principio: la autovinculación del poder al derecho. No es dudoso que las
experiencias cotidianas de aquellos que transitamos esta rama de la ciencia jurídica
corroboran el idealismo de ese postulado, al punto de obligarnos a la reflexión permanente
sobre la utilidad de nuestros desvelos, pues como indicara León Duguit, al prologar la obra
El Estado de Woodrow Wilson, que fuera más tarde el 28º presidente de los Estados
Unidos de América, el derecho público y tal vez el derecho en general "...no tiene más
razón de ser o valor que el de formular una regla de conducta que imponga su respeto a
los gobernantes"(27).
Este acercamiento casi deprimente a la realidad de nuestro derecho administrativo ha
exhibido una alternativa sorpresiva en los últimos tiempos. Algunos Estados —los que
confían más en las libertades que en los autoritarismos— se encuentran confundidos en
una carrera por obtener ventajas económicas relativas frente a sus pares, con el propósito,
al menos declamado por sus gobiernos de turno, de mejorar la situación de las arcas
fiscales de modo que pueda repercutir en asegurar o promover una mejor condición de
vida de sus ciudadanos. En este derrotero, la promoción y retención de inversiones se
presenta como un elemento de indudable importancia para el desarrollo de las economías
nacionales.
Y esa promoción o retención no depende de las nacionalidades de los inversores, pues
el capital jamás ha tenido nacionalidad, extremo que siempre ha sido un dato de la
realidad al que no debe otorgarse contenido peyorativo, sino prospectivo. Tal vez en los
últimos años de globalización esta necesidad de convertir un problema en una probabilidad
se note de manera más clara, en especial en nuestros vecinos más cercanos. En estos
tiempos, la preservación de determinadas reglas de juego —aquello que normalmente
llamamos "seguridad jurídica"— se ha transformado en verdadero barómetro de las
decisiones de inversión(28). Así, aquel postulado romántico del derecho administrativo, de
someter el poder al derecho, ha pasado a ser una exigencia impuesta para el
mantenimiento de los gobiernos, para la supervivencia y trabajo de los gobernados y hasta
para la existencia del propio Estado, de un modo ciertamente no pensado a la hora de
formularse aquel viejo axioma de la no intromisión en las cuestiones internas de los
Estados, que jamás podría conciliarse con organismos y tribunales supranacionales,
sanciones comerciales internacionales, instancias de integración regional, etc.
Es en el contexto de esta nueva realidad estatal, el examen de la potestad atribuida a la
Administración para imponer sanciones adquiere una relevancia inusual en el contexto de
la vida jurídica y económica del Estado moderno, porque, por un lado, constituye un arma
eficaz para la preservación de riesgos sociales o la obtención de conductas enderezadas a
hacer posible la vida en comunidad y, por otro, podría transformarse en una herramienta
idónea para causar daños que no podrían inferirse en el reino del derecho penal.

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Sin perjuicio de todo lo expuesto, no es posible dejar de tener en cuenta que, según ha
expuesto Javier Barnes, las transformaciones del derecho administrativo conducen a una
modalidad diversa de la intervención de la Administración, menos centrada en la
prohibición y el establecimiento de luces rojas a la actividad de los ciudadanos como en la
promoción de conductas beneficiosas para la comunidad, recomendaciones y luces verdes
que puedan influir en un cumplimiento más fructífero del orden jurídico, de cara a la
consecución de los fines de una administración eficaz(29).

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CAPÍTULO II - LA POTESTAD SANCIONADORA DEL ESTADO . CONTENIDOS Y ESPECIES

I. LA TÉCNICA DE LAS POTESTADES COMO CONCILIACIÓN ENTRE EL PRINCIPIO DE


VINCULACIÓN POSITIVA A LA LEGALIDAD Y LAS NECESIDADES PRÁCTICAS DE LA
ADMINISTRACIÓN
Desde el terreno de la organización político republicana y en el marco de la regulación
institucional y política del ejercicio del poder, debe reivindicarse la plena vigencia del
principio de legalidad en su vinculación positiva —frente a algunos cultores de las
emergencias o de las localías que claman por la necesidad actual de reacción inmediata o
de dotar de más amplitud a la discrecionalidad de los gobiernos(30)— el estrictamente
necesario. Ese principio, desarrollado inicialmente por la doctrina alemana, según el cual el
Estado solo puede hacer aquello que la ley manda, criterio que en nuestro país viene
corroborado desde el propio texto del art. 19 de la Ley Suprema, que reconoce la libertad
de los "habitantes" de no ser obligados (ni por otros ni por el poder estatal) a hacer lo que
la ley no manda ni privados de lo que ella no prohíbe, siguiendo la idea de la soberanía
absoluta de la voluntad general —sin perjuicio de la necesidad de coordinar esa
supremacía decimonónica con la necesidad de su compatibilización con el respeto a la
dignidad humana, en términos internacionales y constitucionales— que desde hace más
de setenta años se ha transformado en un principio de derecho internacional que integra el
llamado ius cogens.
En este último sentido, es preciso advertir que la evolución de la civilización y su
impronta en el derecho —posiblemente más por reacción derivada de las atrocidades de la
segunda guerra mundial y otras guerras étnicas— ha terminado de afirmar el principio
básico del derecho según el cual la dignidad de la persona humana —con todas las
prerrogativas y garantías que tal dignidad implica— constituye una condición que es
inherente al hombre en cuanto tal y no requiere de su reconocimiento por el orden jurídico
positivo, como tampoco podría ser válidamente desoída por este. Esta circunstancia
convoca a una nueva interpretación del citado art. 19 de la CN, en consonancia con la
incorporación al texto de la Ley Fundamental de los Tratados de Derechos Humanos, que
se realiza en su art. 75, inc. 22, porque hoy es forzoso concluir que la ley no podría obligar
al hombre a realizar algo que no se corresponda con su dignidad, ni prohibirle hacer
aquello que fuera consustancial a ella, aunque es claro que ello no podría ser invocado
como herramienta para flexibilizar el principio de legalidad en su vinculación positiva, a
favor de la existencia de poderes implícitos, sino justamente para mantener su estrictez y
aún imponer límites a las decisiones legislativas.
Pero superando esta disquisición, dígase que para conciliar la regla inicial del principio
de legalidad positiva —básica del Estado de derecho— con la necesidad inherente de
dotar al Estado y a la Administración de las facultades necesarias para el cumplimiento de
sus fines de realizar el derecho, surgió la técnica de atribución legal de potestades.
La ley —como instrumento idóneo para reglamentar con razonabilidad el ejercicio de
las libertades y derechos— atribuye determinados poderes jurídicos a los órganos del
Estado para hacer posible la consecución de sus fines(31), definiendo cuidadosamente sus
límites. Así, toda acción administrativa resulta del ejercicio de un poder atribuido previa y
circunstanciadamente por el ordenamiento jurídico, más precisamente: la ley(32).
Esta última afirmación, en nuestro sistema institucional, no solo viene de la naturaleza
de las cosas, sino aun del propio texto del art. 75, inc. 32 de la Ley Suprema, que —a mi
juicio— no refiere únicamente a las facultades implícitas del Congreso Federal, sino
también a la declaración del único origen constitucional o legal de las potestades de las
instituciones republicanas, porque esa norma atribuye al Congreso dictar "las leyes"
necesarias para "poner en ejercicio" los poderes concedidos al gobierno de la Nación
argentina.

18
Bien se ha dicho, en este ámbito, que todas las actividades públicas "...arrancan
necesariamente de una potestad y de un ordenamiento..."(33), aunque tal afirmación
debería considerar que, luego de ejercitada la primera potestad —la constituyente— todas
las demás deben necesariamente surgir del ordenamiento, porque aun las facultades de
una comisión reformadora surgen de la ley declarativa de necesidad de la reforma.
Las "potestades" dadas a los órganos del Estado no pueden asimilarse a derechos
subjetivos. Tanto los ciudadanos como el Estado tienen derechos, que ejercen conforme a
las reglas que establece el ordenamiento. Y tanto los ciudadanos como los órganos del
Estado reciben de la ley —en contados casos los primeros y de modo general, los
segundos— poderes jurídicos para concretar cometidos que involucran la sujeción de otras
personas, por las que deben velar, para obtener fines benéficos para estas.
En el ámbito de las relaciones de familia, la patria potestad se traduce en un poder
jurídico atribuido a los padres sobre las personas y bienes de sus hijos menores, con el
objetivo de hacer posible su protección y formación integral —cometidos que también se
imponen como obligación a aquellos—. La llamada patria potestad (hoy responsabilidad
parental) no puede concebirse como un derecho(34), aunque se exhiba como una
prerrogativa y una correlativa sujeción, pues su ejercicio no es voluntario sino obligatorio,
aunándose los conceptos de poder y deber, además de no reconocerse por la ley en
interés de los padres, sino de los hijos y la familia(35).
La naturaleza misma del Estado aparece calificada por su finalidad de realizar el
derecho y procurar la protección de sus integrantes, asegurando su libertad, promoviendo
su desarrollo integral y, en definitiva, procurando el bien común. Para ello se hace
necesario dotar a esa organización de unos poderes jurídicos que le permitan el logro de
sus cometidos.
Como bien explicara Jesús González Pérez, el Estado y los entes públicos pueden
desempeñarse con sujeción a las mismas reglas jurídicas que los particulares, adquiriendo
y ejerciendo derechos, contratando, prestando servicios a través de empresas comerciales
sujetas al derecho privado, pero lo usual será que "...actúen en ejercicio de sus
prerrogativas, sujetos a su Derecho, el Derecho administrativo, que constituye su
Ordenamiento ordinario y común"(36).
En estos últimos casos, aparece una especial situación jurídica de los órganos
estatales, derivada de una atribución explícita y circunstanciada de prerrogativas que
realizan las constituciones y las leyes, que se transforma en habilitación y carga para ellos
y vínculo de sujeción general para los ciudadanos: la potestad.
Estas potestades de los órganos estatales se manifiestan como poderes de actuación
que suponen una facultad de ordenación y un correlativo deber de sujeción de los
ciudadanos, limitados por el ordenamiento jurídico que a) nace concretamente y en los
límites expresos o razonablemente implícitos que le otorga el ordenamiento; b) no tiene
contenidos específicos determinados sino que tiene un objeto genérico, la posibilidad
abstracta de producir efectos jurídicos, aunque de su ejercicio puedan devenir relaciones
jurídicas particulares; c) no genera deberes concretos, ni sujetos obligados, sino una
situación de sometimiento o sujeción a sufrir los efectos jurídicos que de ella emanan.
Las notas que caracterizan a la potestad, además de aquellas expuestas más arriba,
pueden sintetizarse en que: a) su otorgamiento lo es en interés de la ley, de las
instituciones jurídicas o de terceros distintos del titular; b) su marco de ejercicio está
claramente establecido por el orden jurídico; c) su ejercicio es obligatorio (se convierte en
un poder-deber); d) son intransferibles e inalienables salvo expresa autorización legislativa;
e) están limitadas en su extensión y modo de ejercicio por garantías dadas a los
destinatarios de la sujeción.
Ni los jueces ni las administraciones públicas ejercen sus potestades en interés propio
sino como poder-deber, ínsito en la gestión del bien común, del interés y el orden públicos,
extremo que es de especial utilidad para entender que al ejercer sus prerrogativas no

19
atiende a su interés sino al de aquellos que son sus ciudadanos y ya no más sus
"justiciables" o "administrados".
Las facultades que la Constitución y las leyes otorgan a los jueces y las que la ley
confiere a la Administración Pública para imponer sanciones a los ciudadanos son
verdaderas potestades, que no resultan inherentes a su condición de órganos de gobierno
del Estado, sino que surgen del ordenamiento y están claramente limitadas por este último,
tanto por sus normas y principios de competencia, como por los de conducta(37) y que se
integran en una única potestad sancionadora del Estado. Esta conclusión es
especialmente predicable en el orden jurídico argentino, habida cuenta de su necesaria
integración con la jurisprudencia de los Tribunales Internacionales que tienen a su cargo la
interpretación y aplicación de las Convenciones de Derechos Humanos elevadas a
jerarquía constitucional en el art. 75, inc. 22 de la Ley Suprema argentina(38).
El reconocimiento de una única potestad sancionadora del Estado en modo alguno
puede verse opacado por la circunstancia de haberse desarrollado más tempranamente en
el campo de la potestad sancionatoria penal el estudio de los límites de su ejercicio y las
garantías de sus destinatarios, porque es necesario advertir, desde ahora, que la gran
mayoría de aquellos parapetos al abuso del poder sancionatorio penal constituyen en
realidad la demarcación de los territorios habilitados por el ordenamiento para el género,
aunque develados en una de sus especies y, por tanto, transferibles a la otra, salvo que se
expresaran legalmente, y de modo razonable, la justificación de su matización. Sin esa
alteración legislativa o aun con ella, cuando no fuera razonable, los límites y garantías
deberán ser extendidos a todo el género y contagiarán a cada una de sus dos especies,
como lo ha entendido la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el fallo
"Maldonado Ordoñez", recién citado.
No dejo de considerar que alguna doctrina ha señalado que no existe una fuente
normativa de la que pudiera predicarse el origen de una única potestad sancionatoria del
Estado. Entiendo que esta enunciación contiene una contradictio in terminis, porque no
explica cómo habría de fundarse —constitucional o institucionalmente— el nacimiento de
dos potestades distintas, sometidas a principios tan disímiles, cuando las normas no lo
prevén. Además, creo que la referencia en común —contenida en el art. 25.1 de la
Constitución española de 1978— y una razonable interpretación armónica de los arts. 18 y
19 de la Constitución argentina obligan a reconocer en el espíritu de las constituciones la
existencia de esa única potestad sancionatoria estatal.

II. CONTENIDOS DE LA POTESTAD SANCIONADORA. LAS DIFERENCIAS ENTRE SUS


ESPECIES. RECAUDOS PARA SU EXAMEN ADECUADO
Es preciso reiterar que, en todo el orden jurídico, las sanciones aparecen
condicionadas por la existencia de una ley previa que las establezca como consecuencia
de la infracción al ordenamiento. Ello sucede en el derecho privado, en el que campea el
principio según el cual no hay nulidad (sanción) sin ley(39), como también en el derecho
constitucional (art. 18 de la Ley Suprema) y, por añadidura, en los territorios del derecho
penal y administrativo.
Sin embargo, atendiendo a la pertenencia a un género común ya expresado (la
potestad sancionadora del Estado) y a la similitud de la punición penal con la que resulta
de la potestad sancionadora administrativa —que en mi opinión y a pesar de las fundadas
opiniones en otro sentido, abrevan de esa única potestad sancionadora estatal—, es
necesario realizar algunas advertencias para la comprensión de ambos campos.
Dígase, en primer término, que ambas expresiones de la potestad sancionadora del
Estado están sujetas al principio de legalidad, previa, cierta y estricta. En ambas podría
existir en esa sujeción a la legalidad alguna posibilidad de remisión reglamentaria, criterio
menos aceptado para las leyes penales en blanco, pero cada vez más notorio, y mucho

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más amplio en la potestad sancionadora de las administraciones públicas. Pero desde ese
punto de partida común y en especial cuando se considera a la potestad sancionadora de
la jurisdicción frente a la de las administraciones públicas, las diferencias son notorias.
(i) El juez penal enfrenta el delito desde la estrictez de una ley formal que define la
conducta punible, un tipo penal que el magistrado no puede modificar, ni siquiera para
casos futuros. Es cierto que puede declarar la inconstitucionalidad de la ley, pero nunca
para generar una norma sancionatoria nueva que le permita condenar en una sentencia, ni
establecer para sancionar en casos posteriores. Es más, sus facultades de interpretación
de la ley aparecen limitadas por la prohibición de analogía y el principio de legalidad penal.
Tampoco le es posible sustituir al fiscal o al querellante y actuar sin requerimiento de
estos; imponer responsabilidades objetivas o solidarias como principio; ni pretender —él
mismo o los Tribunales Superiores— que la revisión de un fallo solo sea posible previo
cumplimiento de la sanción.
La sanción impuesta por un juez penal está sujeta a la revisión por otros tribunales
superiores (principio del doble conforme), y los recursos contra las decisiones que
imponen penas tienen carácter suspensivo. Sin embargo, esa revisión concluye en el
ámbito jurisdiccional, aunque excepcionalmente podría dar lugar a la intervención de
Tribunales Supranacionales cuando, por ejemplo, se hallare en juego la protección de los
derechos humanos.
Finalmente, la ejecución de la pena en sí, si bien es concretada a través de una
actividad administrativa, todavía se entiende inherente al terreno penal, extremo que
justifica que los jueces supervisen el cumplimiento de las penas, aunque también es
necesario advertir que la Administración desarrolla el sistema carcelario y sus disciplinas
con competencias propias, como puede verse en la ley 24.660 (en especial sus arts. 79 y
ss.).
(ii) Es preciso advertir que diversas leyes que regulan faltas y contravenciones a nivel
provincial o de la Ciudad de Buenos Aires, en la República Argentina, han atribuido la
competencia para aplicar las sanciones al poder judicial, creando la "justicia de faltas". En
muchos casos, estas legislaciones son autosuficientes y resultaría complejo considerarlas
como expresión de la potestad sancionatoria administrativa. En esos casos, se advierte, tal
vez con mayor claridad, la idea de una genérica potestad sancionatoria del Estado, cuyas
especies podrían establecerse según los modos en los que el legislador disciplina la
materia(40).
Pero, especialmente en el ámbito federal, se ha desarrollado de modo paralelo a estas
experiencias provinciales en que la ley determina claramente la infracción y la sanción y
atribuye a los jueces la facultad de aplicar las sanciones, la atribución de una potestad
sancionadora que la ley entregó a la Administración para reprimir infracciones a bienes
jurídicos teóricamente menos graves que aquellos que merecen su inclusión en el Cód.
Penal, y que se distingue radicalmente de la conferida a los jueces penales o aún de
Faltas en las Provincias, pues se atribuye a una infinidad de organismos y entes
administrativos, a veces con un limitado control jurisdiccional.
(iii) Sin embargo, un examen de la distinción, limitada a la autoridad de aplicación
resultaría claramente insuficiente, porque cuando se trata de examinar la potestad
sancionadora de las administraciones públicas es preciso entender que comprende un
territorio con cuatro expresiones, a saber:
a) Un aspecto de creación normativa. El tipo infraccional y la sanción reclama una ley
formal previa, pero la concreción del tipo y de la reacción pueden ser remitidos a la labor
reglamentaria de la Administración (no ya a la cobertura legal sancionada con la
inconstitucionalidad desde hace más de sesenta años en el fallo "Mouviel"(41)). Pero en los
confines de la remisión reglamentaria, la Administración, mediante actos de alcance
general —obviamente previos, escritos, públicos y de contenido previsible para los
ciudadanos— puede individualizar y actualizar las conductas sancionables(42).

21
b) Un segundo momento en el que la Administración desarrolla una actividad
investigativa, constata la existencia de la infracción y desarrolla una actividad probatoria,
generalmente por sí y ante sí. Esta actividad es típicamente procedimental, de carácter
netamente inquisitivo. Es cierto que, una vez colectada la prueba, puede el infractor
presentar su descargo, pero para entonces el recupero de pruebas es difícil, dado el
tiempo transcurrido. No hay aquí sistema acusatorio ninguno, ni fiscal ni querellante. Esta
ausencia, según he anticipado ya, puede significar problemas para los ciudadanos y aún
para el interés público, por el exceso o el defecto en la punición sin control eficaz(43).
c) En un tercer estadio, que es posiblemente el estadio que más caracteriza la potestad
sancionadora de las administraciones públicas, la ley atribuye a la Administración la
potestad de aplicar a los destinatarios de la norma la sanción, escogiendo entre
alternativas igualmente legítimas que la ley ofrece. También ella, como el juez penal,
puede hacer una interpretación limitada de la norma, aunque la hermenéutica no solo se
dirige a la ley que fija la conducta a sancionar, sino también a la norma reglamentaria a la
que aquella remite. Y si ello no fuera suficiente, algunos postulan que esa interpretación
administrativa no está limitada por el principio de la prohibición de la analogía ni por la
obligación de aplicar la ley más benigna, porque tales garantías no corresponden al campo
infraccional sino solo al delictual, criterio que no comparto en modo alguno. Es preciso
advertir que esta actividad administrativa está sujeta al control de un órgano estatal
externo, el control judicial.
(iv) Sin embargo, todavía queda un cuarto momento en que la Administración, en uso
de una de las prerrogativas típicas del régimen jurídico exorbitante, ejecuta por sí y ante sí
la sanción, en los términos que surgen de las prerrogativas que califican su régimen
exorbitante. Así, los actos administrativos que imponen sanciones no son afectados por los
recursos de los sancionados, que no suspenden esa ejecución. Esta "autotutela ejecutiva"
que la Administración trae de sus potestades ordinarias, aunque no parece aquí tener un
andamiaje mayor que el que podría darse a la sentencia de un juez penal que no tiene esa
condición, viene agravada por una inconstitucional extensión de principios tributarios, que
exigen supeditar el control judicial al previo cumplimiento de la sanción (solve et repete),
elemento disuasivo —si los hay— para borrar del horizonte toda idea de control judicial
suficientemente efectivo y eficaz sobre el accionar administrativo.
Examinar la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas es, pues, analizar,
cuando menos, cinco territorios: un origen legal formal; una facultad reglamentaria (pues
creo que debe entenderse como facultad reglamentaria propia, la atribuida por el
ordenamiento jurídico a la Administración, en la citada "remisión reglamentaria"); una
actividad investigativa procedimental; una decisión cuasijurisdiccional de contenido
sancionatorio explícito y una facultad ejecutiva y ejecutoria.
Posiblemente radique allí la dificultad de encuadrar a la potestad sancionadora en los
moldes ordinarios y sea la simplificación la causa de los errores en que se incurre en la
materia. Porque cada vez que consideremos esa potestad, habrá que establecer cuál de
estos momentos la define de un modo más explícito, si ello radica en la posibilidad de
concretar la tipificación, en el modo de reunir la prueba para demostrar la existencia del
hecho infraccional y tramitar el ejercicio del derecho de defensa, las reglas para en
determinar la sanción estableciendo —a veces de modo discrecional— su modalidad y
cuantía, o los principios a los que debe atenerse la ejecución de la pena impuesta.
Me apresuro a advertir que, que cuando la facultad de sancionar escapa del ámbito de
la Administración y se traslada al judicial —aunque se designe a esos magistrados que
integran el poder judicial provincial o municipal como jueces de faltas—, también se
trascenderá de la potestad sancionadora de las administraciones públicas, sin que la
eventual remisión que la ley formal hiciera a la reglamentación para la concreción del tipo
infraccional pudiera modificar esa circunstancia, porque tal traslado de la facultad de
aplicación de la sanción de la autoridad administrativa a la judicial excluye la esencia de la
potestad que ocupa este estudio.

22
Sin embargo, será preciso subrayar —desde ahora y tal vez con mayor razón a partir
de lo expuesto en el párrafo precedente— que la diferenciación entre las características de
aplicación de cada una de las especies de la potestad sancionadora del Estado en modo
alguno impide su adscripción al género común, ni afirmar que —como principio— las
garantías que limitan y encauzan jurídicamente el ejercicio del género deben trasladarse a
ambas especies como regla, salvo excepciones que hagan a su matización, como tales de
necesaria fuente legal, de interpretación estricta y de validez convencional y constitucional
limitada.
La potestad sancionadora administrativa consistiría, pues, en esa facultad de las
administraciones públicas, derivada directamente de la ley formal, de concretar o
perfeccionar la creación de infracciones y sanciones e imponerlas a las personas físicas o
jurídicas que vulneren reprochablemente los mandatos normativos, a partir de un
procedimiento administrativo, haciéndose también cargo de su ejecución respecto del
infractor.

III. CLASIFICACIONES DE LA POTESTAD SANCIONADORA DE LAS ADMINISTRACIONES


PÚBLICAS
La aptitud para aplicar una sanción —entendida por ahora como privación de un bien
de la vida, de un derecho a un sujeto o de una situación jurídica favorable, causada a partir
de la violación de un deber impuesto por el orden jurídico(44)— se exhibe directa o
indirectamente, en los preceptos destinados a regular las conductas, como manifestación
de una de las potestades del Estado sobre los ciudadanos, sin que obste a esta conclusión
que quiera hallarse justificativo para las sanciones en su condición de amenaza o
advertencia encaminada a lograr el cumplimiento voluntario de las prohibiciones explícitas
o implícitas, extremo sobre el que habré de volver más adelante, bajo las perspectivas de
la prevención general o especial, según se trate.
En general, la doctrina se ha volcado por una caracterización bipartita o tripartita de las
sanciones administrativas y, en su consecuencia, del modo de ejercicio de la potestad
sancionadora de las administraciones públicas. Para García de Enterría(45), debe
distinguirse entre las sanciones de autoprotección o de policía doméstica, que se refieren a
los casos en que el bien protegido es el orden administrativo interno y las llamadas de
protección del orden general, que tienden a asegurar el orden externo, mientras que
Parada(46) ha intentado una clasificación tripartita que, en nuestro medio, ha seguido
Gerónimo Rocha Pereyra(47) con algunas salvedades. Estos últimos diferencian: las
sanciones de policía general o de orden público, las sanciones sectoriales o derivadas de
la regulación especial de ciertas actividades y, finalmente, las sanciones derivadas de una
relación especial de sujeción, o de una relación contractual o convencional (diversidad esta
última que es la que distingue la posición de Rocha).
En mi opinión, existe una clasificación de infracciones y sanciones poco examinada,
que tiene en cuenta el bien jurídico protegido. Así, algunas infracciones administrativas
están enderezadas a la protección de bienes o derechos particulares o grupos muy
limitados de personas (como ocurre con la prohibición de estacionar en el espacio de
acceso al garaje de una casa particular o en un lugar reservado para un vehículo concreto;
la que impide poner sombrillas en zonas de playa concesionadas; la que veda la emisión
de ruidos u olores molestos en una zona residencial o la circulación en exceso de la
velocidad automotriz resultantes de normas de convivencia interna —menores a las
establecidas por ordenanzas municipales— en el interior de un club de campo); mientras
que otras se dirigen a la custodia de bienes o riesgos generales de la sociedad. Esta
distinción puede resultar trascendente para considerar el valor y efecto de la permisión o
consentimiento del destinatario o titular del bien protegido, ya que mientras en la segunda
especie ello no podría generar ninguna consecuencia, en la primera —en mi criterio—
debería hacer desaparecer la punición. Es cierto que podrá decirse que las normas

23
infraccionales están redactadas de modo general y suponen todos los estacionamientos
indebidos, todos los ruidos u olores molestos, todos los excesos de velocidad; pero no lo
es menos que en estos casos especiales, el precepto no tiene otra justificación que la
preservación de bienes o derechos particulares y que los titulares de esos bienes podrían
consentir su afectación, de modo que arribaríamos a la existencia de sanciones que se
aplicarían por el mero hecho del ejercicio de la potestad(48).
Pero, volviendo a las especies clásicas, se ha utilizado la distinción de la potestad
sancionadora doméstica a favor de reconocer una modalidad de ejercicio ampliado, que no
repara en los límites tradicionales de la potestad sancionadora ni condice con el respeto de
los valores fundamentales y los derechos humanos en juego. Esta potestad doméstica
suele justificarse con un supuesto "derecho natural" de la Administración al orden interno y
la procura del servicio funcionarial, o a la sujeción a un régimen jurídico por parte de
ciertas personas, que las invalida para cuestionar más tarde su legitimidad. Estimo que
cada una de esas argumentaciones es inválida. La Administración, como ya se ha dicho,
no tiene otras potestades que las que surgen del ordenamiento, carece de facultades
inherentes y no posee una especial naturaleza o esencia para considerar esas
atribuciones no otorgadas por las leyes. El orden interno y la procura del servicio funcional
no podrían justificar echar mano a la "racionalidad técnica" en lugar de la "racionalidad
moral" en la utilización de medios para la obtención de fines, pues justamente es esta
última la que da sentido al derecho y, en especial al derecho administrativo. En cuanto a la
invocación de la doctrina de los actos propios, que tanto ha enarbolado alguna
jurisprudencia para cohonestar situaciones inadmisibles, es preciso advertir que el
consentimiento no puede justificar la ilegitimidad del accionar de la Administración, porque
esta sirve a la ley y a los intereses generales, según expresa la Constitución española de
1978 y está implícito en el preámbulo de la Constitución argentina.
Acudiendo a aquellas razones vacías de verdadero fundamento actual, la Corte
Suprema de Justicia hubo de sostener que "...los principios vigentes en materia penal no
son de ineludible aplicación al procedimiento disciplinario administrativo en atención a las
diferencias de naturaleza, finalidad y esencia existentes entre las sanciones disciplinarias y
las penas del derecho penal..."(49); como también que "no es irrazonable la reglamentación
que establece, en normas generales, la facultad de disponer cesantías de empleados
públicos sin sumario, cuando por las circunstancias que configuran la causal resulta que la
falta es evidente y es innecesario trámite alguno para la identificación del funcionario
responsable"(50) y que "la regla de la ley penal más benigna (art. 2º del Código Penal) rige
en materia penal y no cuando se controla el ejercicio del poder disciplinario"(51).
Entiendo que esta afirmación ya no puede mantenerse en los sistemas jurídicos que
han reglamentado los principios de la potestad sancionadora de las administraciones
públicas, como tampoco —en el caso argentino— en un ordenamiento jurídico integrado al
Sistema Interamericano de Derechos Humanos, en especial a partir del citado fallo de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos "Maldonado Ordoñez vs. Guatemala".
En ese orden, no cabría dejar de considerar que la ley española 40/2015, del Régimen
Jurídico del Sector Público, en su capítulo III, destinado a fijar los principios que han de
regir el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración, previó que "las
disposiciones de este Capítulo serán extensivas al ejercicio por las Administraciones
Públicas de su potestad disciplinaria respecto del personal a su servicio, cualquiera sea la
naturaleza jurídica de la relación de empleo"(52), principio que debería ser recogido por
nuestra legislación y jurisprudencia que desconoce esa asimilación necesaria, porque
aquella ley española recogió específicas garantías penales para trasladarlas al ámbito de
ejercicio de la potestad sancionadora de las Administraciones Públicas, como la
retroactividad de la ley penal más benigna, el ne bis in idem y la garantía de la
proporcionalidad sancionatoria.
Por lo demás, entiendo que la clasificación entre sanciones de autoprotección y de
orden general, que parecería estar basada en aquella distinción entre "relaciones de
sujeción general" y "relaciones de sujeción especial" necesitaría ser objeto de un nuevo

24
examen, según habrá de verse, para considerar los casos de relaciones de vulnerabilidad
de modo diverso a aquellos en que no existe tal caracterización.

IV. POTESTADES DE SUPREMACÍA GENERAL Y DE SUPREMACÍA ESPECIAL. UNA


NUEVA INTERPRETACIÓN
Estimo imprescindible iniciar este apartado, para que en adelante aludamos a
significados unívocos, aunque la aclaración parezca obvia, que puede hablarse de
potestades de supremacía general y potestades de supremacía especial, que se
corresponden con las relaciones de sujeción general y especial.
En las relaciones de sujeción general y en la consecuente potestad de supremacía
general el vínculo entre la Administración y las personas (humanas o jurídicas) no está
calificado más que por el sometimiento genérico a la autoridad jurídica que atribuye a
aquella el ordenamiento, en miras a custodiar el orden general, la seguridad, la salubridad,
la moralidad y el bienestar general —económico o de otro orden—.
Con la mención de relaciones especiales de sujeción y su correlato, la potestad de
supremacía especial, se quiere hacer referencia a vinculaciones que se anudan entre la
Administración y algunos sujetos, que se adjetivan por la configuración de un vínculo
especial —no siempre voluntario— con la actividad administrativa, derivada de un título
concreto, como podrían ser la realización de una actividad que requiere permiso,
autorización o licencia estatal; la comisión de un delito y su condena posterior; la
internación en un establecimiento sanitario; la intervención en la actividad financiera; entre
otras. Estas actividades se relación con funciones estatales, actividades privadas que el
Estado intenta regular especialmente, o con intereses generales de la sociedad que deben
ser custodiados y, por ello, dan origen a modo especiales de relacionamiento entre los
sujetos y la Administración.
Nuestra Administración ha venido haciendo uso y abuso de la invocación de la doctrina
de las relaciones de sujeción especial y la adhesión a regímenes jurídicos para justificar
atropellos de toda especie, que han sido cohonestados por alguna jurisprudencia,
copiando el modelo que se iniciara en Alemania y contagiara más tarde a España,
felizmente postergado hace varias décadas(53).
Pero, aun considerando una supuesta validez de estas especies y esta lectura de las
relaciones de sujeción especial y general, que parecerían corresponderse con potestades
administrativas más amplias y restringidas, respectivamente, su aplicación concreta ha
recibido un sustancial cambio interpretativo en la jurisprudencia de la Corte Suprema
Argentina.
El 1 de noviembre de 2011, la Corte Suprema resolvió el caso "Méndez", en el cual
abordó el examen del art. 121 de la ley 24.660, que regula el destino económico del
trabajo de los penados, cuyo inc. c) contempla que un 25% de ese resultado se utilizará
para costear los gastos que causare en el establecimiento carcelario. El fallo declaró la
inconstitucionalidad de ese inc. c), no solo desde la perspectiva del derecho nacional, sino
también por su incompatibilidad con los Tratados de Derechos Humanos ratificados.
El fallo es trascendente en nuestro tema porque en el voto de la mayoría se ingresa en
él. Se dijo allí que "...en suma, por la 'relación especial de sujeción' que se establece entre
el interno y el Estado, 'este último debe asumir una serie de responsabilidades particulares
y tomar diversas iniciativas especiales para garantizar a los reclusos las condiciones
necesarias para desarrollar una vida digna y contribuir al goce efectivo de aquellos
derechos que bajo ninguna circunstancia pueden restringirse o de aquéllos cuya restricción
no deriva necesariamente de la privación de libertad y que, por tanto, no es permisible'
(Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso Instituto de Reeducación del Menor
vs. Paraguay, excepciones preliminares, fondo, reparaciones y costas, sentencia del 2-9-
2004, Serie C nº 112, párr. 153)".

25
Se agrega en la sentencia que "...si se acepta, como surge claramente de normas de
rango constitucional, que se encuentra en cuestión un deber netamente estadual con el
propósito de sustentar el fin de readaptación social de las personas condenadas,
el artículo 121, inciso c de la ley 24.660 no sólo frustra y desvirtúa los propósitos de la ley
en que se encuentra inserto, sino que colisiona con enunciados de jerarquía constitucional,
y es deber de los jueces apartarse de tal precepto y dejar de aplicarlo a fin de asegurar la
supremacía de la Constitución Federal. No se trata de apreciar el mérito, conveniencia u
oportunidad de una norma dictada por el legislador, sino que la cuestión planteada en
el sub lite, está bajo la jurisdicción de esta Corte, ya que sin duda alguna al Poder Judicial
de la Nación le compete garantizar la eficacia de los derechos, y evitar que éstos sean
vulnerados, como objetivo fundamental y rector a la hora de administrar justicia y decidir
las controversias (Fallos: 328:1146)".
Debo advertir que este criterio antagónico a la interpretación y derivación que
ordinariamente se postula de las "relaciones de especial sujeción" ya había sido advertido
por la Corte Suprema en fallos anteriores, cada vez que comprobó que la concreción de
esta especie de relación iusadministrativa, exhibía la vulnerabilidad manifiesta del
"sujetado"(54).
El precedente es de inusitado valor, porque ¿cómo no relacionar estas declaraciones
del Estado en sede judicial, que establecen un nuevo paradigma en la interpretación de las
relaciones de sujeción especial cuando una de las partes es especialmente vulnerable, con
las medidas que adopta la Administración en la disciplina del empleado público, en el
ejercicio de algunas de sus potestades sancionatorias o en el sometimiento de
necesidades fundamentales a supuestas limitaciones presupuestarias que no se
consideran a la hora de medir los gastos reservados?
En el mismo sentido, ¿cómo no contraponer esta nueva visión de la sujeción especial
con los criterios estrictos marcados por algunos precedentes judiciales para ingresar en la
revisión de sanciones disciplinarias o a sujetos vulnerables con invocación de la
discrecionalidad administrativa, la sublimación de criterios meramente rituales, la
postergación del análisis de las razones por la falta de pago de la tasa de justicia, que
muchas veces pretenden fundamentarse en las relaciones de sujeción especial, sin
recordar que ellas imponen también un deber especial de cuidado del Estado, cuando se
apoyan en la vulnerabilidad del otro sujeto de la relación?
Entiendo que las reflexiones expuestas obligan a releer con atención las afirmaciones
formuladas por García Macho hace más de veinte años sobre las especies de sanciones
vinculadas a la organización doméstica(55).
En el prólogo de Las personas y las cosas(56), sostiene Roberto Espósito que "ningún
cambio real en nuestras formas políticas actuales es imaginable sin una modificación
igualmente profunda de nuestras categorías interpretativas". Entiendo que en este territorio
debe considerarse esta proposición en dos sentidos:
(i) Para el territorio del derecho, podríamos parafrasear a Espósito y decir que ninguna
modificación real de nuestras instituciones jurídicas actuales puede darse sino a
partir de valorar los cambios de la realidad a la que se destinan aquellas y de la
correlativa modificación de las categorías con las que dicha realidad debe ser
interpretada.
(ii) Para los dominios de la seguridad jurídica, tantas veces anhelada, también podría
proponerse que ningún cambio de la ciencia jurídica podrá perdurar, en su validez
intrínseca y aceptación social, si no se asienta sobre la premisa de una constante
búsqueda de su adaptación a la realidad sobre la que ha de aplicarse y de las
alteraciones en las categorías interpretativas que iluminan esa realidad.
Se ha puesto de relieve un claro cambio en la realidad jurídica que impide la
perduración de un criterio interpretativo que ya no se adapta a la realidad social sobre la
que debería aplicarse. Será hora de propiciar un cambio en nuestra aplicación del derecho.

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Dígase, para colmo, que recientemente la República Argentina ha establecido la
categoría de "hipervulnerables", a la que hace referencia la res. 139/2020 de la Secretaría
de Comercio Interior del Ministerio de Desarrollo Productivo(57), que, si bien ha sido emitida
para establecer determinadas prioridades en las relaciones de consumo, constituye un
reconocimiento administrativo que no podría soslayarse a la hora de ponderar la situación
de estos "sujetados", en las potestades de supremacía especial.
La apuntada resolución ha sido generosa en la clasificación, incluyendo en la categoría
a (i) niños, niñas y adolescentes; (ii) personas pertenecientes al colectivo LGBT+
(lesbianas, gays, bisexuales y transgénero); (iii) personas mayores de 70 años; (iv)
personas con discapacidad conforme certificado que así lo acredite; (v) migrantes o
turistas; (vi) personas pertenecientes a comunidades de pueblos originarios; (vii)
"ruralidad"; (viii) residentes en barrios populares conforme ley 27.453; (ix) jubilados/as o
Pensionados/as o Trabajadores/as en relación de dependencia que perciban una
remuneración bruta menor o igual a dos (2) Salarios Mínimos Vitales y Móviles; (x)
monotributistas inscriptos en una categoría cuyo ingreso anual mensualizado no supere en
dos (2) veces el Salario Mínimo Vital y Móvil; (xi) beneficiarios de una pensión no
contributiva que perciban ingresos mensuales brutos no superiores a dos (2) veces el
Salario Mínimo Vital y Móvil; (xii) beneficiarios de la Asignación por Embarazo para
Protección Social o la Asignación Universal por Hijo para Protección Social; (xiii) personas
inscriptas en el régimen de Monotributo Social; (xiv) personas incorporadas al Régimen
Especial de Seguridad Social para empleados del Servicio Doméstico (ley 26.844); (xv)
personas que perciban el seguro de desempleo; (xvi) titulares de una pensión vitalicia a
Veteranos de Guerra del Atlántico Sur (ley 23.848).
Respecto de estas personas las relaciones de sujeción especial comprometen una
mayor responsabilidad del Estado en términos del fallo "Méndez" antes citado, extremo
que en modo alguno supone excluir de la categoría de "vulnerabilidad" a otros sujetos, que
podrían no ser "hipervulnerables", pero alcanzados por los mismos criterios.
Entiendo que las potestades de supremacía especial deberán ser objeto de una nueva
interpretación, en especial en aquellos casos en que se concretan para disciplinar
relaciones de particular vulnerabilidad del "sujetado", ocasiones en que la Administración
lejos de incrementar sus potestades, agrava sus responsabilidades, circunstancia que
deberá ser considerada por la jurisprudencia aún más allá del caso de los penados, como
se ha visto más arriba.

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CAPÍTULO III - TITULARIDAD DE LA POTESTAD SANCIONADORA ESTATAL Y LA DE SUS ESPECIES:
JURISDICCIONAL Y ADMINISTRATIVA

I. EL ENCUADRAMIENTO INSTITUCIONAL DE LA POTESTAD SANCIONADORA DEL


ESTADO SEGÚN SUS ESPECIES E INTEGRACIÓN
Se ha indicado, más arriba, que la potestad sancionadora del Estado constituye un
género que contagia los límites que le ha fijado el ordenamiento, en garantía de los
derechos de los ciudadanos a sus dos especies, la potestad sancionadora judicial y la
potestad sancionadora administrativa, debiendo adelantarse —desde ahora— que los
matices de esa traslación de límites y garantías solo pueden ser establecidos por una ley
formal y no por la mera interpretación académica, en términos que —además y en el
ámbito específico del derecho argentino— deben ser ponderados desde la perspectiva de
su compatibilización con las Convenciones de Derechos Humanos y la Constitución
Nacional, escrutinio que debe hacerse oficiosamente por los jueces y aún por los oficiales
de las administraciones encargados de la aplicación de las leyes sancionadoras(58).
La idea de una potestad sancionadora del Estado ejercida por las administraciones
públicas, en épocas en que toda la jurisdicción estaba atribuida al monarca, no generaba
inconvenientes especiales, más allá de los atinentes a su encauzamiento jurídico, en
términos que Beccaria escribiera en Milán, casi veinticinco años antes de la Revolución
Francesa, haciendo expresa referencia a las teorías de Charles de Secondat, Señor de la
Brède y Baron de Montesquieu.
Sin embargo, la permanencia de una potestad sancionadora en el ámbito de
atribuciones de las administraciones públicas con posterioridad a la entronización en los
gobiernos de la doctrina de los frenos y contrapesos, que adjetivó a las repúblicas
constitucionales de los últimos doscientos cuarenta años, se presenta aún hoy como un
verdadero problema institucional, que pareciera destinado a minar las bases conceptuales
de esa forma de gobierno, pues excede de la dialéctica Administración-Justicia.
En efecto, es preciso considerar, con base en lo expuesto con relación a los contenidos
de esta potestad administrativa y por la impronta que ello transmite a toda la materia que
nos ocupa, que el problema del derecho administrativo sancionador, al menos en lo que
hoy se reconoce como tal en la República Argentina y en los antecedentes doctrinarios y
jurisprudenciales de otras naciones, no se limita a la mera cuestión del traslado de una
facultad judicial —la de sancionar— a la competencia de una autoridad administrativa,
usualmente sujeta a la revisión de los jueces(59), aunque pueda tener en esa característica
su pauta identificatoria más trascendente.
La temática es mucho más amplia, pues, como se ha señalado más arriba, reclama
también responder a las preguntas sobre la compatibilidad con el sistema constitucional
argentino de la potestad que se otorga por la ley a la Administración para: (i) determinar,
concretar o perfeccionar las conductas infraccionales y las sanciones que corresponderán
a tales "tipos", a través de normas de carácter general; (ii) establecer sistemas de
comprobación de las eventuales infracciones y otorgarles valor absoluto o relativo; (iii)
aplicar o dejar de aplicar la sanción prevista en el ordenamiento para una infracción, por
razones de oportunidad; y para (iv) imponer, en términos de un tan extendido como
inadmisible solve et repete, la obligación de pagar la sanción como presupuesto del control
judicial sobre las decisiones sancionatorias.
El debate, pues, no ha de agotarse en la legitimación o no de una técnica, cual es la
"atribución" de una "pre-competencia" judicial a un órgano administrativo. No ha de ser la
descripción de un simple combate por el monopolio o duopolio de la potestad de imponer
un "castigo". Se trata de un territorio mayor, que complica la cuestión relativa a
desentrañar la titularidad de la pretensión punitiva en el ámbito de la distribución de poder
republicano.

28
Si no se advierte esta verdadera dimensión, comprendida en aquellos cuatro momentos
típicos de la potestad sancionadora de las administraciones públicas, la pregunta quedará
reducida a un problema constitucional ya superado, al menos en la República Argentina, a
partir del famoso precedente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el caso
"Fernández Arias c. Poggio" dictado en 1960(60), o del más reciente "Ángel Estrada y
Cía."(61) y se soslayarán los problemas que reclaman más detenido examen jurídico por
estas tierras.

II. LOS PRESUPUESTOS


Cabe recordar que uno de los rasgos típicos de la organización estatal es la
monopolización del ejercicio legítimo de la violencia. En este sentido, afirmaba Bidart
Campos, con palabras de Francisco Ayala, que en este campo "...el puro acto técnico de la
dominación del hombre por el hombre queda cohonestado, ingresando en la esfera de los
valores espirituales: el derecho legitima al poder político en cuanto que lo organiza según
criterios de justicia"(62).
La prohibición a los ciudadanos de la autocomposición violenta de sus conflictos genera
la correlativa obligación del Estado de promover el cumplimiento voluntario de los
mandatos normativos, adoptando las medidas para prevenir su violación; como también la
de resolver las controversias originadas por la ruptura del orden jurídico, sea a través de la
fijación de las reparaciones pertinentes o, como última ratio de la política estatal, la
imposición de sanciones al infractor.
Desde la perspectiva política, la potestad de sancionar la violación del orden jurídico
creado para regular la vida social se constituye en una de las expresiones del poder, como
causa eficiente del Estado que procura la organización institucional y la realización del
derecho. Si alguna vez se pensara nuevamente la formulación de Otto Mayer sobre la
potestad sancionatoria como un derecho natural de la Administración, debería replantearse
desde su atribución al Estado más que a la Administración, ya que la idea de un poder
inherente aparece en claro conflicto con el principio republicano en un Estado de derecho,
en el que —según se ha dicho— todo poder deriva del ordenamiento jurídico.
Este matiz político es cabalmente recogido por el derecho público, que ha advertido
desde hace tiempo que las prerrogativas estatales no se asimilan a los derechos de los
ciudadanos, pues establecida la obligación de cumplir la ley —propia de la
Administración— su "poder" se transforma en un "deber" que solo el propio ordenamiento
puede autorizar a ejercer o no ejercer, a través de las normas de competencia y de
conducta pertinentes.
Es en este sentido que puede hablarse de ius puniendi, no como derecho subjetivo de
incriminar y castigar, sino como potestad del Estado, que trasciende el concepto de
derecho y, en el mejor de los casos, se ubica en la idea de "derecho-deber". En tal orden
de ideas, Zaffaroni(63) cuestiona la existencia de un derecho penal subjetivo a incriminar y
castigar ejercido por el sujeto Estado, afirmando que este no tiene derecho a incriminar ni
penar, sino que tiene el deber de hacerlo, deber que surge de su función misma: por su
parte, Enrique Bacigalupo(64) ha explicado que no debe entenderse a la potestad
sancionadora como un derecho subjetivo asimilable al de los ciudadanos, sino como
potestad, es decir, el poder-deber del Estado para reprimir en tanto ocurran los
presupuestos básicos exigidos por la ley.
Hasta mediados del siglo XVIII, la potestad sancionatoria del Estado sobre los
ciudadanos fue reconocida como atributo propio de la potestad de policía correspondiente
a los monarcas y no generó cuestionamientos que excedieran de los aspectos
procedimentales de la aplicación de las penas, de modo que el poder punitivo se asoció
directamente con el del soberano o con la defensa de la Ley Eterna que autorizaba la
represión canónica en nombre de la divinidad. Por entonces, el principio de nullum crimen

29
sine lege previa resultaba desconocido y los sancionadores contaban con un poder de
intensidad poco común(65).
Es de advertir que estas afirmaciones no solo deben entenderse aplicables al ámbito de
la represión de los delitos y crímenes, sino aún respecto de las infracciones menores, que
hoy llamaríamos faltas administrativas, aunque es indudable que la gravedad de las
sanciones penales, que por entonces suponían la misma subsistencia del imputado,
generaban el principal objeto de estudio(66).
La corrección fundamental de estos principios tiene origen en el importante desarrollo
científico que adquiere el derecho sancionador, en general, en la segunda mitad del siglo
XVIII, y a partir de las obras de Beccaría y de Lardizabal, que constituyeron las bases de
un nuevo pensamiento político en la materia(67).
El ideario de la Revolución francesa, asentado en las obras de Montesquieu y de
Rousseau, así como en la doctrina de los frenos y contrapesos que acompañara a la
división y equilibrio de las funciones del poder estatal, introdujo un planteo esencial en este
campo, a saber: el de la atribución de la potestad sancionatoria. Una de las expresiones
típicas de la revolución fue la de abolir el sometimiento del ciudadano a la policía
monárquica, afirmando su sujeción exclusiva a la ley y a las decisiones de los jueces.
Así, a la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 siguió el dictado del Cód.
Penal francés en 1791 y la recepción normativa plena de los principios nullum crimen, nulla
poena sine lege y nula poena sine legale iudicium, que recorrieron rápidamente la Europa
continental y llegaron a América, dejando establecido, con fuerza de verdad legal y como
regla del pensamiento político de la época, que el poder sancionatorio del Estado sobre el
ciudadano residía exclusivamente en los jueces.
Sin embargo, la regla no tuvo el ámbito de aplicación para el que fuera concebida(68),
pues en todos los lugares en el que se legalizaran los principios antes expuestos, se
mantuvo en manos de la Administración un poder sancionatorio directo y expeditivo,
quizás por aquella imposibilidad material de legisladores y jueces de abarcar todo el
campo infraccional y sancionatorio, o bien con sustento en el viejo principio de Domat del
siglo XVII: "L'Administration de la police renferme l'usage de l`autorité de la justice"(69).
Para el mero observador de la realidad, el carácter único de esta potestad estatal,
claramente visible en el ejercicio de la Policía durante el siglo XVIII, empezó a
desdibujarse a partir de la aparición de los principios del constitucionalismo moderno, que
—como se ha visto— recomendaron y decretaron el ejercicio monopólico de la potestad
sancionatoria por los Tribunales Judiciales, fundamentalmente ante el desprestigio
ideológico de la Policía Monárquica, pues —como ya señalara— ni la Administración cedió
tan sumisamente sus viejas potestades, ni los Jueces pudieron absorber la totalidad de los
contenidos sancionadores de la vieja Policía(70).
Es así que, paralelamente a la de los jueces, la Administración conservó parte de su
potestad sancionatoria, que se vio incrementada a partir de la Primera Guerra Mundial, al
punto de haberse afirmado que "a la actividad administrativa de policía, que es inherente a
cualquier Administración por liberal que ésta sea o se proclame, le son inherentes a su vez
las notas de coactividad y de generalidad... y mal podría hacerse efectiva esta coactividad
si se le privara a la Administración de su potestad sancionadora"(71).
A partir de este ejercicio, por doble vía del poder de sancionar, comenzó a hablarse de
la existencia de dos potestades diversas en el supuestamente único ius puniendi estatal, la
potestad penal de los jueces y la potestad sancionadora de la Administración, que
resultarían dos manifestaciones concretas, aunque esta evolución no permite dar
respuesta a la justificación del derecho administrativo sancionador desde la perspectiva de
la organización republicana del poder, ya que la mera autoatribución de facultades no
puede cohonestarse a partir de tal punto de análisis.
Para arribar a una aproximación coherente y contrariamente a lo afirmado por De la
Morena, cabe reiterar que la potestad sancionadora del Estado, como toda otra potestad

30
que se atribuye a sus órganos legislativos, judiciales y administrativos, deriva del
ordenamiento jurídico, porque es de toda evidencia que ella surge con posterioridad a la
organización institucional derivada de la Constitución y de las leyes dictadas en su
consecuencia. De modo que, en un sistema republicano acompañado por el Estado
democrático y social de derecho, no es posible concebir "poderes inherentes" como si
fueran un paralelo de los "derechos inherentes" a las personas humanas. Porque, así
como se plantea respecto de la competencia, los órganos estatales —cualesquiera
fueran— son por principio incompetentes y solo hábiles cuando el ordenamiento les
atribuye una facultad en forma expresa o implícita. Esta regla fundamental del derecho es
también aplicable en el ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones
públicas que, por tanto, no pueden reclamar para sí un derecho natural de sancionar.
Pareciera haberse inclinado por este criterio la Corte Suprema de Justicia de la Nación
al dictar sentencia en la causa "Torres", con fecha 27 de diciembre de 2012(72), en su
consid. 14, cuando sostuvo: "Sin duda, quien tiene poderes para realizar su cometido,
debe contar con las facultades implícitas necesarias para llevar a buen término la misión
diferida. Por esa trascendente razón es que esta Corte ha admitido la existencia de
poderes de la naturaleza indicada a partir del tradicional precedente 'Lino de la Torre' de
1877 (Fallos 19:231), cuando sostuvo que 'es ya doctrina fuera de discusión de los
poderes implícitos, necesarios para el ejercicio de los que han sido expresamente
conferidos y sin los cuales, sino imposible, sería sumamente difícil y embarazosa la
marcha del Gobierno Constitucional en sus diferentes ramas'. Sin embargo, la presencia
de poderes de dicha naturaleza es únicamente para reconocer ciertas atribuciones que
son imprescindibles para el ejercicio de las expresamente concedidas, pero que no son
sustantivas ni independientes de estas últimas, sino auxiliares y subordinadas (Fallos
300:1282; 301:205). Es también aludir a facultades que tampoco han sido dadas
expresamente a órgano alguno. Y es asimismo y muy especialmente, referirse a
atribuciones que puedan considerarse adecuadas y compatibles con el diseño general de
la Constitución, tanto en lo que hace a la distribución del poder, como al nexo entre este
principio y los derechos y garantías de los individuos (Fallos 318:1967, considerando 9º).
No se trata sino de evitar, pues, que la invocación de la denominada teoría de los poderes
implícitos constituya una vía elíptica para desconocer el principio que sostiene el diseño
institucional de la República, con arreglo al cual por haber establecido la Constitución
Nacional un sistema de poderes limitados, ninguno de ellos puede arrogarse mayores
facultades que las que le hayan sido expresamente conferidas".
Es por tales razones que la titularidad de la potestad de sancionar, en un sistema
republicano de gobierno y, en especial, en uno en el que la Constitución veda
expresamente al Poder Ejecutivo el ejercicio de funciones judiciales que la creación de
infracciones y sanciones administrativas y aun la atribución de complementar la
descripción legal, necesariamente previa, de esas infracciones y sanciones, como también
la de imponerlas reside originariamente en el legislador por disposición del constituyente y
solo por decisión de este, en términos que fueran compatibles con la Ley Suprema, puede
entenderse atribuida por las leyes a otro poder del Estado.
En tal sentido —aun a riesgo de dificultar la aplicación— es claro que el legislador bien
podría no acudir a la remisión reglamentaria y definir específicamente las conductas
infraccionales y sus sanciones, como ocurre, por ejemplo, en la regulación disciplinaria del
empleo público, sin que ello cambiara la naturaleza de la potestad sancionadora de la
Administración. Tampoco es inusual que, aun en este campo, el legislador remita la
aplicación de sanciones por faltas administrativas a funcionarios del poder judicial (los
jueces de faltas o de paz), como ocurre con la mayoría de las leyes de faltas de las
provincias argentinas.
No es menos evidente que la competencia para aplicar sanciones no llega a las
administraciones públicas, al menos en Argentina, desde la Constitución Nacional —muy
por el contrario, según se verá más adelante—. De modo que, para ser coherentes con el
origen de las potestades, ha de concluirse que también esta facultad de castigar deriva de
la atribución legal de ese poder. Lo propio ha de decirse de la facultad de investigar, pues

31
ha de entenderse inherente a la de castigar y, por ende, también tiene base legislativa. Por
último, la facultad de ejecutar la aplicación de sanciones, aun cuando se considere una
función administrativa, también debe estar deferida por la ley pues no es "inherente" al
ejercicio de la Administración.
En el derecho italiano se ha sostenido que "...el poder sancionador no tiene carácter
originario, ni puede considerarse implícito en la atribución de una determinada función
administrativa. La potestad sancionadora requiere una atribución legal expresa. Lo
confirma la jurisprudencia según la cual, en ausencia de una ley que así lo prevea, no son
sancionables las violaciones de normas reglamentarias..."(73).
Como se indicara más arriba, estas afirmaciones son tanto más aplicables en el ámbito
la organización institucional argentina. Aquí podría invocarse para fundamentar tal aserto
el art. 75, inc. 32 de la CN, en cuanto establece que corresponde al Congreso de la
Nación, en el ámbito de las facultades de esta, "...hacer todas las leyes y reglamentos que
sean convenientes para poner en ejercicio los poderes antecedentes, y todos los otros
concedidos por la presente Constitución al Gobierno de la Nación Argentina", como
también la necesaria referencia a su art. 109 que prohíbe al Poder Ejecutivo ejercer
funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las
fenecidas.
Entiendo que la conjunción de los dos preceptos transcriptos lleva a una conclusión
doble. Por una parte, obliga a aceptar que en el orden jurídico argentino si bien se
reconocen como necesarios para la conducción del Estado y de la sociedad ciertos
poderes implícitos, se los sitúa en el ámbito del poder legislativo, ratificando las bases del
principio de legalidad del accionar administrativo, en una declaración que debe
considerarse extensible a las provincias y municipios, no solo con arreglo a la
jurisprudencia de la Corte Suprema que habrá de citarse, sino también a los contenidos del
art. 5º de la misma Constitución argentina, en cuanto afirma que el gobierno federal
garante a cada provincia el goce y ejercicio de sus instituciones, bajo la condición del
dictado de una Constitución provincial que se adecue a los principios, declaraciones y
garantías de la Constitución Nacional, que asegure su administración de justicia, su
régimen municipal y la educación primaria. Por otra, que, si existe alguna materia en que
no podría considerarse que el Poder Ejecutivo tuviera una facultad implícita, ella sería en
la potestad de sancionar.
De todo lo expuesto ha de seguirse que la potestad sancionadora del Estado, en
cualquiera de sus dos expresiones, es un resultado de una atribución dada a los
organismos públicos —la judicatura y las administraciones— por el orden jurídico —las
Constituciones nacional y provinciales, y en subsidio por las leyes—.
Tengo en cuenta las objeciones que formulara Luciano Parejo Alfonso a la idea de un
género "potestad sancionadora del Estado", considerando que no tiene fuente
constitucional. Creo que esa fuente constitucional aparece, en España, en el tratamiento
conjunto que realiza el art. 25.1 de la Constitución de 1978 de los delitos y las infracciones
administrativas como justificantes de la aplicación de una sanción derivada de la ley,
extremo que obliga a considerar, a mi juicio, que es el legislador la fuente originaria de la
potestad genérica y, por lo que habrá de verse en el capítulo V, más adelante, quien
discrecionalmente decidirá la incorporación de una conducta a uno u otro campo. De modo
que, aquello que constitucionalmente no parece tener fundamento es justamente la
distinción entre dos teóricas potestades sancionatorias del Estado. Lo mismo podría
decirse respecto de la conjunción de los arts. 18 y 19 de la Constitución argentina, que
estimo conducen a idéntica conclusión.
Entiendo, por lo expuesto, que la potestad sancionatoria —en todas sus ramas— se
presenta como una consecuencia necesaria del principio de naturaleza política que
reclama la organización del Estado bajo el imperio de un derecho objetivo, sujeto a los
principios generales de la juridicidad (igualdad, no contradicción, razonabilidad, etc.), que,
cual señalara Weber y recordara Bacigalupo, en tanto atribución de una potestad supone

32
la correlativa atribución de los poderes necesarios para ordenar y fijar la clara delimitación
de los medios coactivos(74).

III. LA TITULARIDAD DE LA POTESTAD SANCIONADORA EN LOS DISTINTOS CENTROS


DE PODER
En el ámbito del derecho sancionador, el tiempo y las organizaciones políticas obligan a
advertir sobre la existencia de multiplicidad de potestades y ordenamientos, pues —a esta
altura de la evolución de los movimientos de integración y de autonomías locales— es
harto difícil soslayar la coexistencia de potestades nacionales con otras supranacionales e
infraestatales (provinciales y municipales) en la materia. Es cierto que, las más de las
veces, las organizaciones supra o infra estatales reclaman para sí potestades
sancionatorias en el ámbito contravencional, pero lo es igualmente que los gobiernos
federales centrales también reivindican para sí esa potestad contravencional, con mayor
ahínco ahora en que la sujeción de las personas jurídicas a las normas de modo directo, y
no a través de sus administradoras, se viene presentando como una exigencia de la
renovación del derecho.
Así, en la perspectiva supranacional, vale el ejemplo de las potestades que se
atribuyen los organismos de la Unión Europea y algunos pequeños avances del Mercosur
en el mismo sentido, pero también la formación de organismos internacionales —políticos,
sociales, culturales y financieros— que reclaman y ejercen potestades sancionadoras para
las naciones pero que llegan igualmente a sus ciudadanos (embargos comerciales,
privación de ayudas y hasta intervenciones militares).
Vivimos en una época de integración, que también se manifiesta en la necesidad de
integrar soberanías, autonomías y, por sobre todo, ordenamientos jurídicos y potestades,
para conservar la unidad del derecho. Esta exigencia empieza a transformarse en una
nueva obligación estatal frente a los ciudadanos, que empiezan a exigir una identidad,
armonía o jerarquía en el ejercicio de los poderes públicos, cualquiera fuere su signo
geográfico o nacionalidad, de cara a la seguridad jurídica.
En el horizonte interno de los Estados, se presentan cada vez de modo más notorio las
reivindicaciones de las instituciones locales (provinciales y aún comunales) para el
ejercicio de potestades sancionadoras que, algunas veces, ponen en jaque criterios,
límites y autorizaciones surgidos de actos federales, como ocurre en la temática ambiental,
de educación y de salud pública.
En el derecho argentino, la titularidad de la potestad sancionatoria se ha presentado
desde perspectivas especialmente diversas, que se han planteado con el obvio propósito
de obtener la aplicación de los principios del derecho penal al territorio de la potestad
sancionadora de las administraciones públicas, camino que ha traído —en mi opinión—
más dificultades que aciertos.
Dígase, por ejemplo, que Juan Carlos Cassagne ha indicado que, si las sanciones
poseen naturaleza represiva, contienen idéntica sustancia penal que los delitos, no
existiendo un derecho penal de la administración sino del Estado, postura que lo lleva a
afirmar la aplicación del art. 4º del Cód. Penal argentino a todo el marco del derecho
administrativo sancionatorio, en cuanto prevé que las disposiciones de dicho Código son
aplicables a los delitos reprimidos por leyes especiales.
El criterio combina dos afirmaciones válidas y una conclusión que no puede
compartirse. Es cierto que las sanciones administrativas poseen naturaleza represiva y
tienen sustancia penal, como también que el Estado no ha regulado de modo general su
potestad sancionadora y sí ha gastado ríos de tinta en establecer los límites en que
pueden imponerse castigos penales. Pero esos dos presupuestos no justifican la
conclusión que se pretende adoptar, que —me apresuro a advertir— debe obtenerse
desde otros caminos.

33
En efecto, cabe recordar en primer término que el art. 4º del Cód. Penal prevé la
aplicación de sus disposiciones a todos los "delitos" previstos por leyes especiales, sin que
pueda suponerse válidamente que el legislador penal, cuya estrictez en el uso del lenguaje
no hace falta destacar, hubiera desconocido la diferencia entre los delitos y las faltas y
contravenciones. En segundo lugar, por cuanto, en el derecho argentino, debería primero
resolverse la existencia de una facultad del gobierno federal para realizar tal regulación
respecto de las faltas y contravenciones.
En este sentido, es bien sabido que la Constitución argentina, por imperio de su art. 75
inc. 12, atribuyó al Congreso del gobierno federal el dictado del Cód. Penal, mientras que
expresó en sus arts. 121 y 122 que las Provincias conservan todo el poder no delegado
por esta Constitución al gobierno federal y se dictan sus propias Constituciones,
asegurando la autonomía municipal y reglando su alcance y contenido en el orden
institucional, político, administrativo, económico y financiero. Así, la mayoría de los autores
reconoce las facultades legislativas provinciales y aún municipales en materia de faltas y
contravenciones, sin que deje de llamar la atención la circunstancia que el legislador
nacional se abstuvo de incluir esta materia en el Cód. Penal de la Nación, a pesar de estar
contenida en varios de sus proyectos más importantes.
Esta diferente titularidad de la potestad, reconocida por el propio Cassagne, obliga a
admitir que si no existe autoridad del gobierno federal para dictar normas sobre faltas y
contravenciones, que no fuera en materia o ámbito geográfico federal, tampoco cabe
atribuirle potestad para someter a esas mismas faltas y contravenciones a los principios
aplicables a los delitos del Cód. Penal, que sí está constitucionalmente habilitado a dictar.
Me apresuro a destacar que ello no implica subestimar el valor de las normas del Cód.
Penal como aplicables al régimen de faltas y contravenciones, pues como se ha visto gran
parte de las legislaciones provinciales sobre faltas hacen expresa remisión a la parte
general de dicho Código para completar las lagunas de sus regulaciones. Solo intento
señalar que, en el marco constitucional argentino, ello no puede obtenerse por una
interpretación analógica de la ley, en detrimento de las autonomías provinciales y/o
municipales. De allí que la aplicación de los principios del Cód. Penal, a falta de una
remisión expresa del titular de la competencia para crear infracciones e imponer
sanciones, deba hacerse, necesariamente, a partir del examen de su inserción
constitucional, extremo que no ha sido convenientemente examinado hasta ahora, en
especial a la luz del Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
Rafael Bielsa hubo de afirmar que "...existe, por principio, un sistema penal local, es
decir, provincial, que es complemento necesario del poder de policía, poder éste no
delegado en el gobierno nacional y que, por consiguiente, tampoco debe ser reglado por el
Congreso. Sin duda, el Congreso puede dictar una legislación sobre faltas; pero ella ha de
tener carácter general sólo en la esfera de la jurisdicción nacional...", agregando que en
materia de faltas la competencia de las autoridades policiales (jefe de policía) de
municipales es mayor que en materia de delitos(75).
La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación registra un criterio
pacífico que se asienta en el reconocimiento de la facultad provincial y aún municipal en
materia de potestad sancionatoria por faltas y contravenciones, bien entendido que los
fallos no reconocen la facultad en cabeza de las administraciones, sino de las legislaturas
de cada una de tales especies de la organización política republicana argentina(76).
Preciso es recordar que el art. 121 de la Constitución argentina establece que "las
provincias conservan todo el poder no delegado por esta Constitución al Gobierno
Federal..." y que el Congreso de la Nación —en una conducta que no puede interpretarse
sino como claramente interpretativa de la Ley Suprema de la Nación— excluyó
sistemáticamente del Cód. Penal toda regulación sobre faltas y contravenciones, extremo
que implicó afirmar, implícitamente, que tal materia no se encuentra comprendida entre las
alcanzadas por las "leyes de fondo" que el art. 75, inc. 12, de aquella autoriza a dictar al
gobierno federal, reservando su posterior aplicación por los jueces de Provincia.

34
Lo expuesto llevaría a concluir que la organización constitucional argentina ha
reservado a las Provincias la potestad sancionatoria extrapenal(77). Sin embargo, la
conclusión no es tan sencilla.
Por cierto, es claro que esa misma Constitución ha reservado para el gobierno federal
una serie de competencias legislativas, "materia federal" cuya regulación se realiza a
través de las llamadas "leyes federales", que son aplicadas por los tribunales de igual
carácter en todo el territorio del país. Va de suyo que la atribución de potestad para emitir
tales leyes implica, como se ha visto más arriba, el reconocimiento de las correlativas
facultades para procurar su cumplimiento por los destinatarios.
Así, paralela a la potestad local, provincial y municipal de establecer infracciones y
sanciones en el ámbito contravencional y de faltas, debe reconocerse una competencia del
gobierno federal de igual carácter, ejercible en las materias sobre las que toca al gobierno
federal legislar.
Va de suyo que la admisión de las dos prerrogativas, como coexistentes, exige plantear
cuál es el criterio que habrá de presidir los casos de conflicto en el ejercicio. En tal sentido,
entiendo que corresponde aplicar —en materia de potestad sancionatoria— igual
respuesta jurídica que en materia de ejercicio de facultades concurrentes en general, esto
es, que, en caso de ejercicio inconciliable de las potestades, debe privilegiarse la facultad
federal.
En este sentido la Corte Suprema de Justicia de la Nación hubo de decidir que "en caso
de facultades concurrentes, una potestad legislativa nacional y una provincial pueden
ejercerse sobre un mismo objeto o una misma materia sin que de esta circunstancia derive
violación de principio o precepto jurídico alguno", oportunidad en que agregó que "...para
que una cabal coexistencia de esas facultades sea constitucionalmente admisible es
preciso que no medie una incompatibilidad manifiesta e insalvable", extremo que llevó a la
declaración de nulidad del ejercicio de prerrogativas locales que impedían el cumplimiento
de fines federales(78).
De todo lo expuesto ha de concluirse:
(i) Que existe una potestad sancionadora de carácter supranacional, que es ejercida
por organismos de idéntico carácter, a partir de la adscripción del Estado a determinados
regímenes convencionales. Generalmente esa potestad sancionadora se concreta en la
creación de normas de carácter internacional o regional, cuya violación provoca sanciones,
por lo general pecuniarias, que se aplican a los Estados parte, aunque ello no debe
entenderse necesariamente limitado a estos, pues vemos a diario extendidas las
facultades de esas organizaciones para aplicar sanciones a las personas físicas o jurídicas
de derecho privado, como lo demuestra la jurisprudencia del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos. Esta potestad encuentra titularidad en los organismos internacionales
establecidos para la aplicación de las convenciones que contienen las normas susceptibles
de infracción (el Parlamento Europeo o la Corte Interamericana de Derechos Humanos,
por ejemplo)(79).
(ii) En el orden interno, debe examinarse la titularidad de cada aspecto de la potestad
sancionadora del Estado:
ii.a) La creación de delitos, de contravenciones y de faltas está constitucionalmente
atribuida al Poder Legislativo. En el ámbito de los delitos, esa atribución corresponde al
legislador nacional, con sustento en lo dispuesto por el art. 75, inc. 12 de la Ley Suprema
argentina. En el ámbito de contravenciones o faltas, corresponderá al legislador nacional,
provincial o municipal, cuando la competencia sobre la materia de que se trate haya sido
delegada por la Constitución Nacional desde las provincias al gobierno federal. En los
restantes casos al legislador provincial, salvo en aquellos casos en que este la hubiera
transmitido a las comunas en su régimen municipal(80).
En todos estos casos, con mayor o menor resistencia de la doctrina en el ámbito de los
delitos a las leyes penales en blanco(81), ha de reconocerse la existencia de normas

35
legales que remiten a normas reglamentarias para su concreción, que la jurisprudencia
consideró válidas en la medida de la existencia, en la ley formal, de un núcleo central
básico de la prohibición y la sanción(82) y en tanto no contengan casos de verdadera
"cobertura legal" de autorización indiscriminada(83).
Parece claro que estos predicados pueden responder a la pregunta de la titularidad de
la potestad sancionadora en el territorio de la creación normativa, tanto en su especie
penal —delitos— como en la atribuida a las administraciones públicas —faltas—, aunque
es un poco más complejo considerar los términos de la remisión a la norma
complementaria.
Entiendo que esta remisión no puede calificarse en términos de delegación legislativa,
en particular porque tal delegación debe entenderse expresamente prohibida en nuestro
sistema constitucional, como consecuencia de una interpretación armónica de los arts. 76
y 99, inc. 3º de la Ley Suprema argentina. Por cierto, si el Poder Ejecutivo tiene
constitucionalmente prohibido arrogarse funciones legislativas en materia penal en las que
rige el principio de legalidad formal, pues así lo establece el último de los preceptos recién
citados, no parece admisible postular que el Poder Legislativo pudiera delegar en el
Ejecutivo aquello que este no puede tomar por sí(84).
En mi opinión, la atribución a las administraciones para completar las leyes que crean
delitos o faltas, una vez establecidos el núcleo del tipo y las bases y límites de la sanción,
debe entenderse conferida en términos de poder reglamentario, esto es, de la facultad
constitucional atribuida al Poder Ejecutivo de impartir las instrucciones necesarias para
hacer posible el cumplimiento de las leyes sin alterar su espíritu con excepciones
reglamentarias. En este sentido, no es posible soslayar que la facultad reglamentaria
también ha sido reconocida a otros órganos de la Administración Pública(85), cuando el
legislador ha establecido tal circunstancia, extremo que permite cohonestar decisiones de
otras autoridades que concretan el ámbito delictual o infraccional, como es el caso de la
determinación de las especies y períodos para la pesca prohibida, las sustancias
psicotrópicas, las poluciones ambientales u otras caracterizaciones similares.
ii.b) Las facultades para poder investigar la comisión de delitos o infracciones también
son atribuidas por el legislador a los magistrados judiciales o las administraciones públicas
y no son inherentes a estas. Así lo ha resuelto la Corte Suprema de Justicia de la Nación
Argentina al sostener la inexistencia de facultades disciplinarias del procurador general de
la Nación, en ausencia de norma expresa que la atribuya, que obviamente supone las de
investigación sobre las supuestas faltas(86).
ii.c) En lo que atañe a la atribución de competencia para imponer las sanciones, no
parece cuestionable concluir que tanto el juez como las administraciones públicas reciben
esa facultad de la ley, en términos de una potestad que se transforma en un poder deber,
al punto que solo la misma ley formal podría permitir la sustitución del criterio de la
oficialidad y la legitimidad por el de oportunidad en el marco de la aplicación de sanciones
penales o administrativas y el fallo últimamente citado corrobora tal criterio.
En este contexto, la facultad legislativa no se limita únicamente a atribuir la potestad.
También establece las condiciones en que ella puede ser ejercida, sea estableciendo los
llamados requisitos negativos del tipo, o bien las causales que impiden la sancionabilidad,
los recaudos subjetivos de la reprochabilidad y otras circunstancias que decididamente
condicionan la libre discrecionalidad del aplicador de las leyes.
Sin embargo, es evidente que en este campo media una diferencia sustancial entre la
facultad otorgada a los jueces y a las administraciones, porque mientras las de aquellos
han de agotarse en el ámbito del Poder Judicial (federal o local según se trate) la de las
administraciones siempre podrán ser cuestionadas ante otro poder del Estado, el
jurisdiccional, requisito que viene impuesto por el derecho a la tutela judicial efectiva y el
balance de poder que supone el control judicial sobre las administraciones públicas.
ii.d) En lo que atañe a la ejecución de las sanciones, ha de concluirse que la titularidad
de esa potestad reside también en el legislador (nacional, provincial o municipal) que

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puede atribuirla a los órganos administrativos, siempre bajo el control jurisdiccional, con
respeto de las garantías establecidas en la Constitución Nacional, garantías que hoy
resultan —en el ámbito argentino— complementadas por las previstas en los Tratados de
Derechos Humanos incorporados a la Constitución, interpretados conforme la
jurisprudencia de los Tribunales encargados de su aplicación, según hubiera resuelto
reiteradamente la Corte Suprema de Justicia de la Nación(87).

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CAPÍTULO IV - LOS TERRITORIOS DE LA POTESTAD SANCIONADORA DE LAS ADMINISTRACIONES
PÚBLICAS

I. RAMA DEL DERECHO PENAL, DEL DERECHO ADMINISTRATIVO O AUTÓNOMA


Señala Alejandro Nieto, al introducirse en el examen de los contenidos del derecho
administrativo sancionador, que, desde el punto de vista de su encuadramiento científico,
este saber se hallaba en una zona de nadie, entre el derecho penal y el derecho
administrativo, abandonada por los cultivadores de uno y otro "...con el pretexto de que era
más propia de los del otro bando"(88). Más tarde, el avance del minimalismo y la retracción
del territorio del derecho penal, seguido tiempo después de una corriente exactamente
contraria, denunciada por Luciano Parejo Alfonso(89), ha incrementado el debate sobre la
pertenencia de la potestad sancionadora de las administraciones públicas a uno u otro
campo de la ciencia jurídica.
Esta afirmación, válida en el marco de la evolución española, es tanto más aplicable en
nuestro derecho, en el que aún no se ha dictado una ley general para establecer los
principios fundamentales de la potestad sancionadora de la Administración, como ocurre
con el capítulo III de la ley 40/2015 del Régimen Jurídico del Sector Público, ni se ha
examinado en profundidad y de modo sistemático los "matices" que tiene el ejercicio de la
potestad sancionadora de la Administración, frente a los cauces y garantías de los
ciudadanos reivindicados en la ciencia del derecho penal —que como he intentado de
hacer notar en el capítulo III, punto 1 in fine son en realidad límites de la potestad
sancionadora estatal en general—, de modo que evite la aplicación por proximidad o la
inaplicación por aspiraciones metajurídicas o supuesta discrecionalidad administrativa en
el ejercicio de atribuciones que se invocan inherentes y que el ordenamiento jurídico no
atribuye.
La aparente apatía de penalistas y administrativistas se ha transformado en un vivo
interés, en nuestros lares por estos últimos años y, como sucede ordinariamente, por
cuestiones que tienen más que ver con disputas de poder que con reivindicaciones
académicas.
Han nacido así clasificaciones o postulaciones del más diverso tipo, como aquellas que,
a contramano de lo previsto en el art. 25.3 de la Constitución española de 1978, proponen
que toda sanción que no implique privación de la libertad ambulatoria del sujeto
destinatario deben ser trasladadas al ámbito de la potestad sancionadora de las
administraciones públicas, manteniendo en el ámbito penal exclusivamente a los delitos
con penas privativas de la libertad.
He indicado que ello surge "a contramano" del precepto invocado de la Constitución
española porque este prohíbe la aplicación por las administraciones de sanciones que
directa o subsidiariamente impliquen la privación de la libertad, extremo que es muy
distinto a sostener que los delitos solo pueden ser sancionados con estas especies de
penas.
Pero es importante destacar, desde ahora, que —aun cuando la mayoría de la doctrina
considera que su fijación podría resultar incompatible con una interpretación razonable de
la Constitución Nacional— no existe en el ordenamiento argentino una norma que
expresamente prohíba la imposición de penas privativas de la libertad como sanción por
infracciones administrativas, sea directa o subsidiariamente, y esta ausencia ha permitido
la existencia de sanciones de este tipo que, en algunos casos, aún persisten(90).
Por otro lado, la cuestión adquiere trascendencia institucional por cuanto la adscripción
del sistema contravencional, infraccional o de faltas al ámbito de la ciencia penal podría
impulsar a sostener que su regulación ha de corresponder al Congreso de la Nación al
tiempo de la sanción del Cód. Penal, conforme lo dispuesto por el art. 75, inc. 12 de la Ley
Suprema argentina, extremo que contrariaría ciento cincuenta años de historia

38
institucional, durante los cuales el Congreso de la Nación se abstuvo de incorporar a ese
Código la materia contravencional o de faltas, conducta que justifica interpretar que ha
considerado que la cuestión no ha sido delegada por las Provincias a la Nación y
corresponde a sus facultades originarias, extremo que también ha sostenido la Corte
Suprema de Justicia de la Nación(91).
Este conflicto competencial entre la Nación y las provincias se replica en la relación
entre estas últimas y sus municipalidades, pues resultaría válido sostener que la obligación
de las provincias de "asegurar el régimen municipal" que les impone el art. 5º de la CN,
implica el deber de atribuir a sus legislaturas la competencia para establecer infracciones y
sanciones para la custodia de intereses comunales específicos.
Por otro lado, la tesis de la "huida de los principios del derecho público" que viene
detrás de las ideas de algunos de los sostenedores del fenómeno de privatización y
desregulación registrado a escala mundial, aunque no es inherente a tal proceso, es
publicitada como sostenedora del surgimiento del derecho sancionador, que se exhibe
como herramienta sustitutiva de titularidades estatales para la regulación de actividades de
interés general, como ocurre en el campo de los servicios públicos(92).
Si a ello se agrega el fenómeno mundial de despenalización de conductas, seguido
más tarde por el de la penalización de hipótesis infraccionales y la pretensión de atribuir
responsabilidad a las personas jurídicas de modo directo, a través de sanciones, como
hemos de ver más adelante—, se comprenderá el renovado interés que se plantea por el
rubro.
Los administrativistas y los penalistas discuten hoy con inusitado vigor la pertenencia a
sus cuadros de esta rama del derecho, para no hablar de la reivindicación que plantean los
"contravencionalistas" o "contraventoristas" y los "faltistas" o "faltantes", nuevas categorías
de científicos del derecho, fortalecidas con el avance de las autonomías de las legislaturas
locales. Entre todos vienen haciéndole al derecho penal administrativo, al derecho
administrativo sancionador, al derecho contravencional y al derecho de faltas, algo
parecido a lo que los ejércitos realistas del Perú hicieran con Tupac Amaru.
Lo expuesto no implica aceptar que deba renunciarse a postular un ámbito de
asimilación posible entre ambas ramas jurídicas. Intenta simplemente poner de relieve que
cualquier interpretación simplista de las cuestiones de la potestad sancionatoria no penal
del Estado exige comprender que la comunidad de principios entre el derecho penal y el
derecho administrativo constituye reflejo de su participación en un ámbito común del
derecho público —la potestad sancionadora del Estado—, del cual reciben, también en
común aunque con los matices propios de sus características individualizantes, aquellas
reglas básicas por vía de sindéresis.
Creo que es necesario destacar, en este punto, que las posiciones doctrinarias que
esgrimen la doctrina del "riesgo social" y la condición de "garante" de la Administración
respecto de ese riesgo ante la sociedad, para justificar una separación ontológica de la
potestad sancionadora de las administraciones públicas de la potestad sancionatoria penal
no parecieran conciliables con un análisis profundo de la organización institucional
republicana.
En primer término, dígase que las Administraciones no son depositarias de la
protección del riesgo social, que en todo caso es un bien jurídico que debe proteger el
Estado —a través de su poder legislativo—. Es la voluntad general, con representación de
mayorías y minorías quien puede decidir cuáles son los riesgos permitidos y cuáles no,
eventualmente declarar situaciones de emergencia y decidir qué respuesta es la más
adecuada para cautelar las conductas peligrosas, ora vinculándolas al derecho penal ora
al infraccional.
En segundo lugar, téngase en cuenta que no es cierto que la Administración sea
responsable sustituta de los daños derivados de riesgos sociales, quedando por ella
legitimada para adoptar las medidas que tiendan a prevenirlos. Por el contrario, ni siquiera
el Estado asume la responsabilidad ante los ciudadanos por tales riesgos. No hay una

39
responsabilidad subsidiaria del Estado por la polución de un particular al medio ambiente,
ni por la violación de las velocidades máximas en el tránsito, ni por la identificación de las
mercaderías, ni por el contagio de coronavirus resultante de una persona que haya
infringido el deber de aislamiento social, preventivo y obligatorio. De allí que no puede
predicarse que la Administración custodia los riesgos sociales, como consecuencia de su
posición de garante, a través de la potestad sancionatoria, porque ello no surge de ningún
ordenamiento.
Agréguese a lo expuesto que, en países como la Argentina, las situaciones de riesgo
han sido invocadas hace algunas décadas para postular conductas de las
administraciones que vulneraron los derechos más elementales en nombre de la
seguridad. Sin embargo, los horrores de esas épocas, oportunamente denunciados y
juzgados por "los jueces desde dentro"(93), no tuvieron el efecto general paradigmático
esperado. Porque más tarde —durante un período que se ha extendido casi por cuarenta
años hasta nuestros días— se ha invocado continuamente la existencia de sucesivas y
continuadas crisis —jamás superadas—, para relegar la intervención del Congreso a la
mera declaración de emergencias, seguida de una delegación de facultades que también
atravesó los derechos de los ciudadanos, convalidada más tarde por la judicatura bajo el
manto del "poder de policía de emergencia"(94).
En un contexto con tales antecedentes, postular que la protección de los riesgos
sociales justifica que se flexibilicen los límites impuestos por el derecho penal en el ámbito
del derecho administrativo sancionador y que las administraciones, con invocación del
riesgo social, puedan alejarse livianamente de los principios esenciales del Estado
republicano, democrático y social de derecho, es —en mi opinión— una fuente que ha de
generar riesgos mucho mayores que los que se proclama resguardar.
Si estas razones o fueran suficientes, agréguese que la doctrina internacional viene
denunciando que "las sociedades actuales son particularmente complejas, por ello se llega
a hablar de sociedad de riesgos... Precisamente, la posible ocurrencia de tales riesgos ha
determinado le generación de tipos penales que suponen adelantar la barrera punitiva a
casos donde no puede apreciarse una víctima o esta se torna difusa 'delitos de peligro
abstracto'"(95) y que "el nada sospechoso profesor alemán Winfried Hassemer ha advertido
que tenemos un problema y que si las teorías críticas y liberales del Derecho penal no lo
han percibido es porque partían de la estrategia de eliminar el pensamiento asegurativo
del Derecho penal. Esta estrategia es ya anacrónica. Por tanto, y de nuevo con Hassemer,
es preciso concluir que, tras dos siglos de trabajo sobre el Derecho penal de la
culpabilidad, ahora es el turno del Derecho penal de la seguridad. Que sea también una
'ultima ratio' y que respete los derechos y libertades del afectado depende, en buena
medida, del trabajo académico"(96).
En el mismo orden de ideas, se ha afirmado que "no obstante existir cierto consenso en
cuanto a dicha aseveración, también surge la pregunta, ¿deben rechazarse per se estas
manifestaciones de expansión? Soy del parecer que no. Ahora bien, es indudable que
debe tenerse en consideración y valorarse cuan eficiente puede ser el Derecho penal en
nuevas áreas, es decir, precisar si responden a necesidades sociales. Por de pronto, hoy
parece difícil de sostener que atentados contra el medio ambiente o en general, delitos de
peligro común puedan quedar fuera del Derecho penal por no responder a los criterios
propios del llamado Derecho penal clásico, al que tanto se alude por la Escuela de
Frankfurt"(97).
También está siendo destacado, continuamente, que "la referencia a un concepto
escasamente elaborado de derecho penal del riesgo o de la sociedad del riesgo se ha
convertido en especial centro de interés de la denominada 'Escuela de Frankfurt' —en
expresión de Schünemann que ha hecho fortuna—, con el objetivo de denunciar la
funcionalización social del derecho penal. Según este movimiento político-criminal, las
características de la sociedad moderna como sociedad del riesgo viene provocando la
desnaturalización del derecho penal para adecuarlo a las características o necesidades de
dicho modelo de sociedad; por ello, junto al núcleo del derecho penal, existiría un nuevo
derecho penal que pretende resolver determinados problemas estructurales de las

40
sociedades contemporáneas caracterizadas como sociedades del riesgo" y que "el
derecho penal crea nuevos tipos penales con los que interviene en nuevos ámbitos de los
que tradicionalmente se venía ocupando el derecho administrativo o de los que solo se
había ocupado mediante los delitos de lesión tradicionales. Es paradigmática la creación
de tipos penales que van protegiendo funciones estatales y la creación de delitos de
peligro abstracto. La pena, ve modificadas sus funciones tradicionales, viéndose
transformada en un instrumento de gestión de la delincuencia como 'macrorriesgo' social.
Si las medidas de seguridad supusieron desde finales del siglo XIX una
administrativización de una parte del derecho penal —el debate sobre su naturaleza
jurídica es un indicio de él—. en la actualidad pasa a ocupar un lugar protagonista en el
debate la inocuización con penas. Una característica de esta dinámica es la diferencia de
trato en función del tipo de delincuentes, produciéndose una intensificación del tratamiento
punitivo con respecto a aquellos grupos de delincuentes que más preocupan.
"En este sentido, existe un tipo de delincuencia que tiene un tratamiento jurídico-penal
que no se corresponde con el estatus general de ciudadano —"derecho penal del
enemigo"—(98).
He abusado conscientemente de las citas doctrinarias para demostrar que el viejo
concepto de delito como asociado a la protección de un bien jurídico y lejano al concepto
del incremento del riesgo abstracto no tolerable, aunque no contara con el "azar" del
resultado disvalioso, ha quedado desvirtuado por las corrientes doctrinarias y las
legislaciones más actuales.
Bastará pensar en la situación de un ciudadano que, entre marzo y agosto de 2020
intenta evadir el aislamiento social, preventivo y obligatorio. Se trata de un ciudadano que
no tiene síntomas ni es portador del virus COVID-19 de modo asintomático. No existe un
peligro real en su violación a las medidas preventivas. Sin embargo, es procesado por el
delito reprimido por el art. 205 del Cód. Penal, porque su conducta genera un peligro
abstracto, como lo haría quien adoptara la conducta prevista en el art. 189, apart. 1, tercer
párrafo o el primer párrafo del apart. 2 de dicho Código.
Sin embargo, la razón principal que me lleva a acudir a la comprobación de esta
conducta legislativa universal hacia la incorporación de estos nuevos riesgos en el campo
del delito es advertir que esas conductas han de ser tratadas en el contexto del derecho
penal, con todas las garantías que resultan de su ciencia jurídica, desarrollada durante
casi un cuarto de milenio, y a nadie se le ha ocurrido que esa inclusión en ese territorio
jurídico de las conductas destinadas a prevenir o evitar los "macrorriesgos" sociales, haga
necesario escapar de los cauces fijados a la potestad sancionatoria penal o que la
permanencia de las garantías sustanciales y procesales pudiera enervar la eficacia de la
política sancionatoria estatal a su respecto. Es claro que la invocación del riesgo social y la
convocatoria a la Administración como su custodio de tal supuesto riesgo no podrán ser
invocados como argumento para pretender una diferencia de tratamiento que redunde en
perjuicio de las libertades de los ciudadanos.
Todas estas consideraciones obligan a concluir que no existe esa supuesta zona del
riesgo social propia del derecho administrativo sancionador y ajena al derecho penal, o por
lo menos no existe como un límite a la elección discrecional del legislador para calificar
una conducta como delito o falta.
Desde la perspectiva académica y por supuesto desde la impronta pedagógica y
vinculante que corresponde al legislador, no sería desatinado pensar en una rama del
derecho que considerara toda la potestad sancionadora del Estado y que fijara los
principios esenciales para sus dos especies: penal y administrativa, de modo que cada una
de ellas pudiera considerar los matices que su disciplina específica podría dar a los
principios generales que serían aplicables a ambas, como regla.

41
II. LAS MATERIAS QUE DEBEN ABORDARSE EN LA POTESTAD SANCIONATORIA DE LAS
ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
Este estudio fue destinado a examinar la potestad sancionadora de las
Administraciones Públicas, para evitar que la consideración de la totalidad de las materias
en el que el género al que pertenece —la potestad sancionadora del Estado— dificultara
de modo casi insuperable la tarea.
Con tal marco limitado de examen y siguiendo parcialmente las enseñanzas de
Alejandro Nieto, entiendo que la potestad sancionadora que nos ocupa —superado el tema
de la caracterización de la potestad sancionatoria genérica, sus diferenciaciones
específicas y el de su titularidad—, reclama examinar separadamente:
— el territorio de la creación de la infracción —entendiéndolo comprensivo de la
potestad para su creación y concreción— que exige como presupuesto establecer la
admisión o rechazo de diferencia ontológica entre delitos y faltas, los principios de
reserva y de legalidad, incorporando —respecto de este último— el análisis del
mandato de tipificación exigido a la norma legal, la cuestión de la colaboración
reglamentaria, la extensión de su interpretación posible a los fines de la previsibilidad
y la culpabilidad y los ámbitos de aplicación espacial y temporal de las normas
aplicables;
— el territorio de la aplicación sancionadora, que supone considerar las normas que
regulan la actuación de las administraciones públicas en la aplicación concreta de las
normas infraccionales. Allí se hace imprescindible analizar una serie de círculos
concéntricos para arribar a la posible sancionabilidad, a saber: la existencia o no de
acción y omisión debida, la tipicidad, la antijuridicidad, la atribuibilidad y la
culpabilidad.
— el territorio de la sanción, que abarca el de su creación y los alcances de la
colaboración reglamentaria, los condicionamientos derivados de su razonabilidad,
proporcionalidad y eventual progresividad, el principio que prohíbe la doble sanción
por la misma conducta. Por razones metodológicas, he de incluir aquí los casos de
extinción de la acción y la sanción.
— el territorio del procedimiento sancionador, que abarca aquella etapa investigativa a
la que hiciéramos referencia, lugar en el que corresponde analizar la pertinencia de
aplicar las normas generales que regulan el procedimiento administrativo o la
exigencia constitucional de acudir a disposiciones diversas y las garantías que
deberían asegurarse en la materia, tales como el principio de presunción de
inocencia y el ne bis in idem y la prohibición de reformatio in peius. He de considerar
aquí la cuestión del efecto suspensivo de los recursos que invalide el insólito principio
del solve et repete que se ha extendido a esta materia, con verdadera complicidad
jurisdiccional.
— el territorio de la potestad correctiva en el ámbito contractual de las administraciones
públicas, que supone examinar si participa de los mismos principios y presupuestos
que la potestad sancionadora.
Creo indispensable advertir que, en procura de obtener algún acercamiento que
permita comprender cómo se concreta la aplicación de los principios generales de la
potestad sancionatoria del Estado —que hasta ahora han sido explicados de mejor manera
por la ciencia penal que por los aplicadores de la potestad sancionatoria de las
administraciones públicas—, seguramente he de incurrir en algunos pecados capitales
para quien lea estas páginas desde la perspectiva de la dogmática penal.
Esos errores, seguramente causados por mis propias falencias jurídicas y la ilusoria
pretensión de acercar los principios logrados durante centurias al ámbito, menos sutil y con
un bagaje científico mucho más rudimentario, del derecho administrativo sancionador que
exige esa comunicación de principios y garantías, reclama la autorización de algunos
errores y digresiones, en beneficio de un mejor acceso de los administrativistas y de los

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funcionarios que ejercen normalmente aquella potestad sancionadora de las
administraciones públicas a la materia que es objeto de estudio.
Con tales antecedentes, dedicaré estas páginas a hacer un examen de los problemas
locales de aquellos cinco ámbitos y las principales normas legales, opiniones doctrinarias y
decisiones jurisprudenciales que los califican, para pasar revista a algunos horizontes de
aplicación que suscitan cuestiones interesantes.

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CAPÍTULO V - EL TERRITORIO DE LA CREACIÓN DE LA INFRACCIÓN ADMINISTRATIVA

I. LA DISTINCIÓN ENTRE DELITOS, CONTRAVENCIONES ADMINISTRATIVAS Y FALTAS


La investigación que aquí se propone no viene impuesta por una mera aspiración
académica, sino por una exigencia de la realidad jurídica actual. Desde los países más
desarrollados del planeta se alienta o desalienta, según se ha visto, la tesis de la reducción
de las sanciones penales a su mínima expresión, criterio que viene acompañado por una
transferencia de conductas del ámbito del derecho penal al contravencional o al del
derecho administrativo sancionador, o la criminalización de figuras que anteriormente
fueran simples faltas administrativas.
Estos movimientos, que pareciera fundado en criterios de benevolencia o extrema
prevención hacia quienes infringen el ordenamiento, puede traducirse en la práctica, como
de hecho sucede e intentará demostrarse aquí, en el agravamiento de la situación jurídica
de aquellos a quienes se postula proteger, extremo que exige una respuesta jurídica
acorde.
Un corolario típico de esta evolución es la existencia de una triple o doble
categorización de las infracciones al orden jurídico, según se considere dividida en
crímenes, delitos y faltas (como ocurre en los países anglosajones), o bien en delitos y
faltas(99).
Desde aquella primera clasificación doctrinaria, como almas en pena, andamos los
abogados tratando de establecer un criterio que nos permita distinguir ontológicamente
entre el concepto de delito y el de "falta" o "contravención", que se agrava, aun cuando
estas dos últimas categorías, que durante mucho tiempo se consideraron de contenido
equivalente, intentan escindirse, como ha auspiciado alguna doctrina alemana(100) y viene
ocurriendo en el ámbito de las autonomías provinciales o municipales.
A ello se agrega la fundada opinión de algunos doctrinarios del derecho penal, que
siguen considerando que la inclusión en el elemento objetivo "sujeto" de los tipos penales
de las personas jurídicas no es más que una "administrativización" del derecho penal,
aunque hubiera sido concretada en la República mediante la incorporación de normas en
el Cód. Penal de la Nación, como lo hiciera la ley 24.701. Sostienen, en tal sentido que ello
obliga a considerar que dicho cuerpo normativo contiene disposiciones de carácter
procesal y otras de carácter administrativo, porque no es posible considerar la
sancionabilidad de los entes ideales, desde la perspectiva del derecho penal, dada la
dificultad de atribuirles "conducta" o un reproche de "culpabilidad" directa(101).
La doctrina del derecho penal, nacional e internacional ha dedicado buena parte de su
tiempo al debate sobre la caracterización de los delitos y las faltas. Entre quienes han
abogado por la diferenciación ontológica entre los delitos y las faltas pueden recordarse a
quienes fundan la distinción en criterios naturales (como es el caso de Becaria,
Carmignani, Carrara y Feuerbach y Goldshmidt); o los que la cifran en cuestiones de
antijuridicidad (como ocurre Binding, Alimena, Goldschmidt, Rocco y Manzini); aquellos
que atienden a la diversidad de riesgo (Zanardelli, Lucchini, Petrocelli); los que reparan en
el elemento subjetivo (Chaveau y Hélie, Garuad, Berenini, Lanza, Negri, Massari).
Entre los que niegan el carácter ontológico de la distinción se ubican los que solo
reparan en la diversa gravedad de las penas y quienes borran toda distinción material
(Stübel, Ferri, Luca, Bise, Viazzi, Florian, Battagini, Antolisei, Beling y Mezger. Más
recientemente se han situado en esta posición Bacigalupo, Bacigalupo Saggese y Cerezo
Mir, entre otros)(102).
Para marcar solo algunas de las opiniones, recuérdese que Feuerbach sostuvo que la
distinción estriba en que los delitos atentan contra el derecho natural, mientras que las

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contravenciones son infracciones contra bienes caracterizados por la ley positiva o a
derechos subjetivos del Estado a la obediencia.
Carmignani y Carrara, en lo que más tarde dio en llamarse la teoría toscana, que fue
seguida por James Goldschmidt esencialmente, afirmaron que los delitos constituyen
violaciones a la seguridad pública, mientras que las contravenciones atentan contra la
prosperidad pública y son infracciones a los reglamentos del Estado que tienden al bien
común(103).
En nuestra doctrina penal clásica, entre los sostenedores de la diversidad ontológica
pueden citarse a Tejedor, Malagarriga y Núñez.
Tejedor indica que los delitos perturban directamente el orden exterior del Estado pues
atacan los derechos del Estado o de los particulares y, por ello, son ilícitos por motivos de
justicia absoluta; mientras que las faltas o contravenciones, sin encerrar directamente la
violación de un derecho, tienen consecuencias desagradables para el orden público por su
influencia directa sobre la seguridad, moralidad y bienestar del Estado, de modo que son
ilícitos por motivos de utilidad relativa y dependen de los tiempos(104).
Malagarriga, a su turno, centraba en el riesgo y en la culpabilidad el elemento
diferenciador, indicando que los delitos producen una lesión jurídica, mientras que las
faltas ofrecen solo un peligro para el derecho ajeno o la tranquilidad pública(105).
En una conferencia pronunciada en la Suprema Corte de Justicia de Mendoza el 11 de
octubre de 1956(106), Ricardo Núñez se pronunció a favor de la tesis de Carmignani,
Carrara y Goldschmidt. Sostuvo allí que el delito tiene por objeto nuestra seguridad
jurídica, mientras que la contravención la seguridad de la actividad administrativa
reguladora de la realización práctica de los derechos comprendidos en esa seguridad,
agregando: "El campo de nuestros derechos es perfectamente circunscribible, por lo
menos dentro de una concepción jurídico-liberal. Tenemos derecho a vivir; a la
incolumnidad de nuestro cuerpo, honor, libertad, honestidad, estado, etc., en cuanto atañe
a nuestra situación de individuos. Y en lo que respecta a nuestra condición de sujetos
asociados, tenemos derecho a la incolumnidad de la salud pública, de la fe pública, de la
seguridad pública, de la administración pública, de la piedad pública... El mundo de las
contravenciones es diferente; comprende una actividad represivo-preventiva
resguardadora de la realización práctica de nuestros derechos...".
En el derecho comparado, diversos autores se han pronunciado a favor de una
identidad ontológica afirmando que la distinción solo reposa en la valoración discrecional
del legislador.
Así, Frister ha explicado que las "contravenciones administrativas", que no están
reguladas en el Cód. Penal ni son impuestas por sentencia judicial sino por un organismo o
entidad administrativa —sin perjuicio del control judicial que puede ejercerse sobre sus
actos sancionatorios— "...desde el punto de vista material, están consideradas solo una
forma menos incisiva del ejercicio del poder punitivo del Estado. Por ello, las condiciones
básicas de la legitimación de la pena estatal (principio de culpabilidad, principio de
legalidad) rigen también para la sanción de contravenciones". El autor agrega que en el
ámbito del derecho alemán se han hecho esfuerzos para lograr una distinción ontológica
entre delitos y contravenciones administrativas, pretendiendo sustentarla en la diferencia
del tipo de sanción o por cuanto el ilícito de las contravenciones se agota en la mera
desobediencia y no estaría ligada a un reproche ético-social., observando que tal
pretensión fracasa en razón de que "...también las normas jurídicas cuya infracción sólo es
sancionada con una multa administrativa sirven a fines ético-sociales..." y que por ello "la
ciencia del Derecho Penal parte de la base, en forma totalmente predominante, de que la
diferencia entre delitos y contravenciones es de naturaleza solo cuantitativa" y dependerá
de la decisión valorativa del legislador(107).
Parejo Alfonso, entre los autores españoles, tuvo oportunidad de señalar que:
"Abandonada hace tiempo, por infructuosa, la búsqueda de la clave ontológica para
distinguir la sanción de la pena, de la primera se dice desde que es una suerte de injerto

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penal en la planta administrativa hasta que desempeña una función complementaria en la
represión del ilícito. Lo que, lejos de haber inhibido, ha potenciado su vis expansiva en el
campo propiamente administrativo, contaminando indebidamente con su lógica toda acción
de la Administración con consecuencias negativas, adversas, para su destinatario"(108).
Por su parte, se volcaron a favor de aceptar una identidad ontológica o excluir la
diferenciación esencial, entre otros, Soler, Jiménez de Azua, Aftalion, Zaffaroni y Maier.
Soler indicó, en su hora, que "...entre delito y contravención no existe una diferencia
cualitativa, sino una meramente cuantitativa... La crítica importa el olvido de que todo
criterio ontológico de distinción no ata necesariamente al legislador, el cual hace la
valoración de la acción al prohibirla, y esa valoración está determinada por condiciones
más históricas que teóricas. Lo que en un tiempo aparece como condición primaria de vida
social se desmonetiza luego, y viceversa, los que parecían antes meros principios de
prosperidad se tornan luego una necesidad... No puede, pues, afirmarse una distinción
cualitativa prejurídica entre delito y contravención"(109).
A diferencia de lo que habría de expresar Zaffaroni más adelante, Soler advirtió sobre
la existencia de un poder originario de las provincias para crear figuras sancionadoras de
contravenciones, sobre la base del principio: "...cuando una acción vulnere un interés cuya
regulación corresponda exclusivamente a la nación, sólo la nación puede tutelarlo
mediante incriminaciones (moneda, aduanas, etc.; art. 108, CN); viceversa, con relación a
las facultades explícitamente reservadas por las provincias (prensa, régimen electoral,
impuestos) ... no es del todo exacto afirmar que la legislación de falta compete
exclusivamente a la provincias, como tampoco lo es el decir que compete a la nación"(110).
Por su importancia en el ámbito local, cabe recordar al profesor español Jiménez de
Asúa, quien a partir de un examen de la legislación penal y contravencional expresaba la
inadmisibilidad de la distinción que nos ocupa sobre la base de una diferencia en la clase
de injusto, entre el daño y el peligro o en el elemento subjetivo, para concluir en que "...los
delitos y las faltas no se diferencian cualitativa sino a lo sumo cuantitativamente"(111).
Aftalion arribó a idéntica conclusión en diversos artículos y, a través de Luis M. Rizzi,
en su Tratado de Derecho Penal Especial, en el que concluye: "La valoración de tan
orientadoras construcciones, cuya índole y mérito diverso es innecesario puntualizar, nos
ha demostrado el acierto de quienes propugnan la tesis de que entre ambas clases de
infracciones... no es posible el hallazgo de notas distintivas auténticas, que eviten
confundirlas o abarcarlas en un mismo concepto"(112).
Al examinar el tema, Zaffaroni recuerda —convocando la opinión de Heinz Mattes—
que no es posible distinguir entre orden jurídico material y orden administrativo material,
como tampoco entre fines del derecho y fines de la administración (de bienestar) que
corresponderían, los unos al orden jurídico y los otros al orden administrativo, pues "...el
choque contra un orden jurídico no obtiene su desvalor de la afectación de un valor de
orden, sino de su incompatibilidad con el fin pleno del valor perseguido por el derecho"(113).
Este autor afirma que entre delitos y faltas hay una diferencia eminentemente
cuantitativa. Agrega, además, que la facultad de legislar en materia de contravenciones de
policía también es del Congreso Nacional —por contenida en la delegación dispuesta por
el art. 75, inc. 12— y que, ante la falta de utilización de esa facultad por aquel, las
legislaturas provinciales o municipales pueden reglar la materia. Por ello, afirma que "...los
códigos de faltas provinciales no pueden desconocer el principio de legalidad, la garantía
del debido proceso legal, el principio de culpabilidad, etc. Igualmente rige a su respecto la
limitación del art. 19 constitucional, pues sería absurdo que el Estado Nacional no pudiese
desconocer la autonomía ética del hombre en su legislación penal, pero las provincias
pudiesen hacerlo en la contravencional"(114).
El debate también ocupó los trabajos de los administrativistas. Rafael Bielsa postulaba
la diversidad ontológica entre delitos y faltas, indicando que la diferencia estriba en que el
delito es un ataque al orden jurídico que la ley quiere restablecer, en tanto la contravención

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supone no cumplir el deber impuesto por la ley a todo administrado o vinculado con la
Administración Pública por una obligación de colaborar en el interés colectivo(115).
Villegas Basavilbaso entendió que la diferencia debe hallarse en la gravedad de la
infracción y que, por ello, la reacción del ordenamiento se traduce en una penalidad mayor
para el delito, circunstancia que se vuelve un índice importante para saber si un hecho es
juzgado en una u otra condición(116).
Linares expresó que la distinción solo es posible en líneas muy generales y a partir de
los siguientes presupuestos: a) las contravenciones se refieren a infracciones de menor
gravedad social que los delitos; b) la materia de la infracción contravencional se refiere a la
falta de cooperación del ciudadano con la Administración; c) la legislación sobre penas no
contravencionales es de competencia del Congreso de la Nación, mientras que la de las
contravenciones corresponde a las legislaturas provinciales, agregando que también hay
diferencia en el ámbito subjetivo pues en materia contravencional la culpa o dolo puede
presumirse, aunque debe permitirse al imputado probar la ausencia de esos elementos
subjetivos en la infracción(117).
Marienhoff indicó, en su momento, que "estructuralmente, no cabe fundar distinciones
entre 'delito' y 'falta': ambos ofrecen, en principio, los mismos elementos constitutivos, todo
ello sin perjuicio de que un hecho pueda aparejar sanción... sin que medie culpa de quien
resulte sancionado", indicando no obstante que si bien las provincias pueden considerar
como contravención o falta a cualquier situación, hecho o conducta que no hubiera sido
considerada delito por el legislador nacional e implicase una alteración efectiva del orden o
las reglas jurídicas en su ámbito, sería irrazonable y nulo establecer una penalidad
excesiva por una mera infracción de tipo policial(118).
En parecidos términos, Cassagne afirma que "...las contravenciones contienen, en
estos casos, idéntica sustancia penal que los delitos, no existiendo un derecho penal
subjetivo de la Administración sino del Estado"(119).
La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación también tuvo una
marcada evolución en la materia. Inicialmente pareció adherir a la tesis de la diferencia
ontológica, postulando una desigualdad de naturaleza entre los bienes protegidos y
atribuyendo a los delitos su enfrentamiento con disposiciones de orden moral, permanente
y general(120). Tal criterio atravesó diversas motivaciones, hasta abandonarse hacia 1946,
cuando se sostuvo: "La distinción entre delitos y contravenciones o faltas no tiene una
base cierta que pueda fundarse en la distinta naturaleza jurídica de cada orden de
infracciones para establecer un criterio seguro que permita distinguirlos"(121).
Desde entonces, nuestro más Alto Tribunal ha sostenido, reiteradamente, que no existe
una diferencia esencial entre el delito y la falta o la contravención. No es posible silenciar,
sin embargo, que aun recientemente algunos fallos parecieran volver sobre viejos criterios.
Así, se ha expresado que: "La prohibición de vender bebidas alcohólicas a menores de
edad (arts. 1º de la ley 24.789 y 51 de la ley 10 de la Ciudad de Buenos Aires) solo
representa una transgresión a la actividad administrativa, cuyo objeto es el bienestar
público; o implica un menor disvalor moral comparado con el delito, una vulneración leve a
las reglas de orden social"(122).
He de advertir que no cambia esta conclusión la pretensión de cifrar la distinción entre
una protección de bienes jurídicos (los delitos) y de riesgos sociales (faltas) o entre
conductas de resultado (delitos) y conductas de peligro (faltas). Los hechos más recientes
de la Argentina, en que la violación del "aislamiento social, preventivo y obligatorio" es
tratado como un delito del derecho penal, cuando es evidente que constituye una conducta
de mero peligro, cuya sanción está destinada a cubrir "riesgos sociales", pues en modo
alguno exige que el infractor de la norma deba tener la enfermedad o ser portador sano
para que le sea aplicable la pena, da cuenta de la fragilidad de estos criterios de distinción.
Se suma a todo lo expuesto la denuncia, tantas veces invocada, de Luciano Parejo
Alfonso sobre la transferencia de conductas del campo infraccional administrativo al ámbito
de los delitos del derecho penal, o viceversa, comprobación socio-jurídica que da clara

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cuenta de la "discrecionalidad" legislativa para elegir entre varias alternativas jurídicamente
posibles para una conducta, esto es: su tipificación como delito o como falta administrativa.
De todo ello se sigue que, al menos en lo que atañe al orden jurídico argentino, no es
posible marcar una diferencia ontológica entre delitos y faltas o infracciones
administrativas.

II. CONSECUENCIAS DE LA INEXISTENCIA DE UNA DIFERENCIACIÓN ONTOLÓGICA. EL


PAPEL DEL LEGISLADOR
Por las razones expuestas hasta aquí, en mi opinión, el examen de la realidad y de la
evolución del derecho positivo nacional —como también del de otras naciones— obligan a
suscribir la tesis que rechaza la existencia de motivos esenciales que justifiquen la
distinción entre delitos y faltas y obliguen a los legisladores a caracterizar una determinada
conducta como uno u otra.
Sin embargo, por encima de aquel parecer, pretendo advertir que el carácter bizantino
del debate sobre la diferenciación o equivalencia ontológicas entre ambas especies y la
propia investigación empírica en el ámbito del derecho comparado y nacional tiene, por sí,
consecuencias decisivas en la materia.
Por cierto, si es posible sustentar con base en la opinión de los más autorizados
autores del derecho penal y administrativo y aún con arreglo a reiterada jurisprudencia de
la Corte Suprema de Justicia de la Nación que no existen diferencias de esencia entre los
conceptos de delito y falta, ha de seguirse que será el legislador nacional, provincial o
municipal, quien podrá determinar la condición de delito, contravención o falta de una
determinada conducta, sin que puedan imponerse a aquel categorizaciones
metanormativas de las que no pueda apartarse válidamente.
Advierto que este reenvío no supone predicar la equivalencia de esos órdenes de
facultades legislativas. Es indudable que la competencia para dictar el Cód. Penal que la
Constitución Nacional atribuyó al Congreso de la Nación, impone a las Provincias el deber
respetar la tipificación de una conducta como "delito" que se realice en ese Código,
decisión que importará la correlativa exclusión de toda reglamentación provincial y
municipal a su respecto.
Tampoco podrá seguirse a pie juntillas la máxima según la cual la competencia
legislativa depende del interés protegido, pues aun cuando el interés pudiera entenderse
provincial o municipal, la sola decisión del Congreso Nacional de calificar una determinada
conducta entre los delitos supondrá impedir la injerencia local en la construcción del
"mandato de tipificación", limitando la competencia local a la aplicación jurisdiccional
prevista por el art. 75, inc. 12 de la Ley Suprema.
Es en este limitado marco en que corresponde coincidir con Zaffaroni y afirmar que solo
la ausencia de esa legislación nacional permitirá revertir la conducta al ámbito de las faltas
o contravenciones, pero no ya porque el legislador nacional pudiera disciplinar el campo de
estas últimas, sino porque su decisión discrecional permitirá trasladar una conducta de un
ámbito a otro, porque mientras ello no ocurra su regulación dependerá de la distribución
constitucional de competencias respecto del interés protegido, esto es: a la Nación,
cuando se trate de bienes a los que se refieran las facultades exclusivas de esta; o a las
Provincias, cuando corresponda a sus facultades no delegadas.
Todavía podría agregarse que, ante la existencia de facultades concurrentes, la
legislación local deberá someterse a la federal, pues entiendo que la descripción de tipos
infraccionales supone también la admisión de ámbitos de libertad, que hacen igualmente al
"progreso" y no podrían ser restringidos por una legislación local, sin mengua de los
criterios que hubieran impulsado la regulación federal, salvo autorización constitucional o
legal en contrario, de modo que la ley "contravencional" federal se transformaría en "piso"

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y "techo" de la protección del interés de que se trate y de la libertad del ciudadano, que
resultará normalmente su contrapartida.
Pero retomando el tema original de este apartado, parece evidente que las amplias
facultades legislativas para atribuir carácter de delito o falta a una determinada conducta
resultan, cuando menos, de la ausencia de un criterio pacífico de distinción ontológica que
obligue a caracterizar conceptualmente a las infracciones administrativas. De allí que será
forzoso concluir que si no podemos distinguir qué conducta debe ser tratada como delito y
cuál como infracción, tampoco podremos postular un error del legislador en la elección de
una u otra categorización o la anulación de la elección de un tipo de sanciones para una u
otra acción antijurídica.
Esta conclusión se ve corroborada en el derecho positivo. La experiencia
especialmente ilustrativa de los procesos de despenalización y penalización de conductas
en el ámbito internacional, que se ha registrado en los últimos treinta años obliga a concluir
que la categorización de una conducta como constitutiva de delito o de una contravención
administrativa es cuestión derivada al exclusivo análisis político del legislador.
Nuestro derecho brinda muchos ejemplos de esta especie. Valga como ejemplo
concreto la ley 25.246 y sus modificatorias, destinadas a la represión del lavado de dinero.
Este instrumento legal, en su art. 3º, sustituyó el texto del art. 278 del Cód. Penal y crea
figuras delictuales para personas físicas; mientras que en su art. 23 estableció sanciones
administrativas de multas, para reprimir conductas exactamente iguales a las descriptas en
el art. 3º, aunque para sancionar a personas jurídicas y que se imponen por un organismo
administrativo.

III. LA REACCIÓN JURÍDICA DEBIDA FRENTE A LA AMPLITUD Y DISCRECIONALIDAD DE


LA COMPETENCIA LEGISLATIVA. LA CUESTIÓN DEL "RÉGIMEN JURÍDICO
CIRCUNDANTE". LOS PRINCIPIOS Y GARANTÍAS DE LA POTESTAD SANCIONADORA
DEL ESTADO RECOGIDOS POR EL DERECHO PENAL
El motivo justificante del denodado esfuerzo en establecer posiciones que den
sustancia ontológica a la diferencia entre los delitos y las faltas y contravenciones(123) no
estriba en el mero interés académico, ni en la pretensión de hallar un "ámbito del delito de
derecho natural" que actúe como límite de la actividad del legislador en este campo, esto
es, una suerte de traslación a este campo del mala quia mala et mala quia prohibita.
Se trata, en realidad, de una razón práctica que permita encauzar jurídicamente las
consecuencias de la distinción, porque la categorización de una conducta como delito,
supone inscribirla en un régimen jurídico que exige la aplicación de especiales garantías,
ganadas a partir de largos años pasados desde Beccaria hasta nuestros días y destinadas
a asegurar la libertad.
Me apresuro a reiterar que, a mi juicio, esos límites al poder y garantías para los
ciudadanos no son exclusivos de la potestad sancionatoria penal, sino más bien de la
potestad sancionadora estatal, aunque se develaron primero en esta especie por la
gravedad de sus sanciones respecto de la vida y la libertad de las personas.
Pero es claro que, a la luz del desconocimiento de esa pertenencia de los límites y
garantías al género común —potestad sancionatoria estatal— y la encendida postura de
limitarlos exclusivamente al territorio penal, la calificación de una conducta como
contravención o falta, al menos durante mucho tiempo y aún ahora en el ordenamiento
argentino y en algunos aspectos, implica sumirla en un terreno resbaladizo, de
enfrentamiento entre principios protectores de la libertad y del principio republicano de
gobierno, en el que la situación jurídica del infractor puede transformarse en más gravosa
que la del delincuente.

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Veamos un ejemplo actual. La Ley Nacional de Tránsito 24.449 establece, en su art.
83, que "las sanciones por infracciones a esta ley son de cumplimiento efectivo, no se
aplicarán con carácter condicional ni en suspenso y consisten en: 1. Arresto...". Ya se ha
señalado que estas sanciones, en el ámbito de la Provincia de Buenos Aires son aplicadas
por un "juez administrativo" según dispone la ley 15.002.
Concretamente, la ley nacional a la que remite la provincial prevé la sanción de arresto
de hasta 30 o 60 días para los casos de conducir en estado de intoxicación alcohólica o
por estupefacientes (art. 86, inc. 1º). Desde alguna perspectiva, podría pensarse que la
situación de un eventual infractor resulta más gravosa que la de quien, conduciendo en
tales condiciones, provoca lesiones leves por negligencia, constituyendo el delito previsto
en el art. 94 del Cód. Penal, aunque no por la gravedad de la pena, sino porque esta podrá
ser objeto de condenación condicional, o del instituto de la llamada probation prevista en el
art. 76 bis del Cód. Penal vigente, mientras que la sanción infraccional —como se ha visto
más arriba— no recibe tales beneficios.
Póngase el ejemplo de la aplicación del principio de la ley penal más benigna. Negada
por parte de la doctrina y la jurisprudencia la traslación de esa garantía al ámbito de las
sanciones administrativas(124), mientras que es reconocida por otros autores y fallos(125), el
legislador podría trasladar una conducta del sistema delictual al infraccional con el objeto
de privar de garantías (como es el caso de la probation o la condena condicional excluidas
en las infracciones de tránsito de la ley 24.499) al destinatario de la norma.
En otros términos, si la traslación de una conducta del ámbito de los delitos al de las
contravenciones permitiera suprimir la sujeción de la sancionabilidad a los principios de
legalidad y sus corolarios: prohibición de la interpretación analógica, irretroactividad de la
incriminación, aplicación de la ley más benigna, y las garantías procesales de presunción
de inocencia, non bis in idem y a otras garantías sustanciales y procesales, no es dudoso
que —en tiempos en que el ejercicio de la potestad sancionadora estatal viene siendo
denunciada como "derecho penal del enemigo"(126) y en que el ejercicio de las
competencias legislativas parece tan sujeto a los poderes ejecutivos— habremos
retrocedido más de doscientos años en materia de garantías de la libertad.
Entiendo que es desde esa perspectiva que deben analizarse los avances que el orden
jurídico ha realizado en el ámbito del derecho administrativo sancionador intentando
someter su ejercicio a principios y garantías en defensa de la libertad, para evitar que la
sola consideración de los intereses públicos que se ponen en juego en la aplicación de
tales sanciones pueda hacer perder el verdadero propósito de esta reacción del derecho
ante las circunstancias ya expuestas.
Hace algún tiempo tuve oportunidad de señalar que, anonadada la distinción entre
delito y falta o contravención, y derivada al legislador la facultad de trasladar una conducta
de una categoría a otra, debe privilegiarse un análisis diverso de esta temática, que se
detenga no tanto en las causas, sino más bien en establecer lineamientos sobre las
consecuencias de la elección de una u otra categoría para la custodia de un bien jurídico o
la sanción de una conducta por parte del legislador, esto es: centrar el análisis en un
núcleo de aspectos que deberían reunirse bajo el concepto de "régimen jurídico
circundante" a una u otra expresión de la potestad sancionadora estatal(127).
El delineamiento estricto de ese "régimen jurídico circundante" a las sanciones
administrativas permitiría impedir que el legislador utilice el traspaso de una conducta de la
categoría de delito a la de contravención, para poner al infractor en una situación jurídica
más gravosa o a la que no podría llevarlo si se tratara de un delito, aprovechándose de la
ausencia de las garantías que brinda el derecho penal, en tanto custodio de la libertad del
individuo, en el ámbito de la potestad sancionatoria administrativa.
Y es en este campo donde el reclamo de una escisión entre la potestad sancionadora
administrativa y la potestad sancionadora penal, que supone el desconocimiento de la
verdadera pertenencia de los límites y garantías que exhibe la primera al territorio de la
potestad sancionadora estatal como género, se vuelve una excusa para impulsar un

50
ejercicio amplio de facultades sancionatorias a contrapelo del avance en el respeto de los
derechos.
El derrotero de la potestad sancionadora de las administraciones públicas en España
marca un camino precisamente inverso. El derecho español empezó por proscribir las
penas restrictivas de libertad para las faltas y contravenciones(128) y postular que las penas
de los delitos deben ser impuestas por los jueces, mientras que las de las faltas y
contravenciones pueden serlo por la Administración(129). La jurisprudencia del Tribunal
Constitucional agregó luego que debían ser aplicables al ámbito del derecho administrativo
sancionador, aunque con matices, "...los principios inspiradores del orden penal... dado
que ambos son manifestaciones del ordenamiento punitivo del Estado..."(130).
Tengo en cuenta que alguna doctrina española ha subrayado la pertinencia de la
aplicación de los principios de derecho penal(131), mientras que otra ha advertido sobre la
importancia de los "matices" diferenciadores(132), pero es indudable que en cualquiera de
las interpretaciones se postula la regulación de ese régimen jurídico circundante y que la
actuación del legislador español ha terminado por cerrar esa laguna de modo que
pareciera reconocer la unidad de la potestad sancionadora estatal como verdadero género
del que abrevan las dos especies.
Sin embargo, el legislador español no se detuvo allí. En el capítulo III de la ley 40/2015,
del 1 de octubre, del Régimen Jurídico del Sector Público, en sus arts. 26 a 30, estableció
para toda la potestad sancionadora de las administraciones públicas —con expresa
extensión a los poderes disciplinarios respecto del personal a su servicio— los principios
de legalidad, tipicidad, prohibición de la extensión analógica, irretroactividad de la ley más
gravosa y retroactividad de la ley más benigna, responsabilidad a título de dolo o culpa,
obligatoriedad de determinación del grado de responsabilidad individual en las sanciones
solidarias, proporcionalidad de las sanciones, non bis in idem y de prescriptibilidad de las
acciones y sanciones, entre otros.
En nuestro ámbito no hemos podido siquiera avanzar en el primer aspecto. Existen
numerosos y tristes ejemplos de los "desaguisados" resultantes de su ejercicio, la potestad
sancionatoria administrativa no tiene vedada la aplicación de sanciones restrictivas de la
libertad(133), aunque la doctrina ha recomendado esta limitación(134), que viene
especialmente exigida por los más esenciales principios del derecho. Porque parece
evidente que, cualquiera fuera el interés público que pudiera ponerse en juego en una
contravención, no podría ser más relevante que aquel que el orden jurídico intenta
defender con las sanciones penales previstas para los delitos. En consecuencia, ninguna
potestad sancionatoria administrativa podría ser dotada de competencia para restringir la
libertad personal de un ciudadano, si el ejercicio de esa potestad no viene acompañado —
al menos en el campo específico destinado a esa especie de sanción— por la integralidad
de las garantías del derecho penal, sin que puedan aquí quedar relegadas por los
"matices" a que se refiriera la jurisprudencia española(135).
Dígase, pues, que mientras no se proscriba normativamente la aplicación directa o
indirecta de penas restrictivas de la libertad en el ámbito de las sanciones administrativas
(faltas o contravenciones), deberá exigirse que su aplicación efectiva quede
específicamente otorgada o, cuando menos supeditada en su aplicación, a la revisión
judicial —aún oficiosa— del acto administrativo sancionatorio, a la vigencia plena de todas
y cada una de las garantías del derecho penal y, en especial, a la prohibición de la
"ejecutoriedad" de los actos sancionatorios.
La primera de estas exigencias viene impuesta por la pacífica jurisprudencia de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, según la cual la renuncia a las garantías
constitucionales solo es admisible cuando están en juego derechos de contenido
patrimonial y no los vinculados directamente con el estatuto personal de la libertad(136).
La segunda, por cuanto no parece posible invocar una preeminencia del interés público
que respalda la función de la "autoridad" en el ámbito del derecho público, cuando se
enfrenta de modo tan esencial y concreto con la garantía de la libertad física del
ciudadano, que dio origen a los principios ordenadores del ámbito penal, pues —en

51
palabras del Tribunal Constitucional español— "...ambos son manifestaciones del
ordenamiento punitivo del Estado... hasta el punto de que un mismo bien jurídico puede
ser protegido por técnicas administrativas o penales..." y no existe aquí el límite que
establece el art. 25.1 de la Constitución Española ya citado(137).
La tercera aparece justificada por los valores en juego, ya que la ejecución del arresto
en modo alguno responde a un interés "acuciante" de la comunidad agredida por la
infracción y sí impone la más grave sanción posible a la libertad del individuo, de modo
que bien puede y debe sujetarse su ejecución al resultado de los recursos y de la revisión
judicial, excluyéndose a su respecto el mero carácter devolutivo de las impugnaciones
previsto en el que el art. 12 de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos.
Sin embargo, fuera del ámbito de las medidas de restricción de la libertad ambulatoria,
existen otras sanciones de una gravedad inusitada, como las que inhabilitan en forma
permanente para el ejercicio profesional, extinguen la personería jurídica, inhabilitan para
el ejercicio de la función pública o de cargos electivos. Aquí también la traslación de
aquellas garantías, que lo son de la potestad sancionadora estatal debe hacerse para
construir un adecuado régimen circundante.
Y no menos puede decirse de la aplicación de multas exorbitantes, de pago casi
imposible por sus destinatarios, cuyo depósito se exige en nuestro país como presupuesto
para hacer posible el control judicial, siempre que no pueda demostrarse la absoluta
imposibilidad de su cumplimiento.
El examen de los principales principios y garantías de que se trata permitirá advertir la
importancia que asume la determinación clara del régimen jurídico circundante a las faltas
y contravenciones. Es por ello que debe postularse, como principio, la traslación directa de
las garantías del derecho penal al derecho administrativo sancionador, hasta tanto la
"matización" de esas garantías para la especie administrativa de la potestad sancionadora
no sea decidida expresamente por el legislador en todos y cada uno de sus campos.
No dejo de tener en cuenta la opinión de la doctrina española que ha indicado que el
desplazamiento de la cuestión al plano de las garantías en modo alguno resuelve la
cuestión de que se trata: el carácter idéntico o distinto de los instrumentos de control social
de que se trata, aunque también se ha reconocido que el resultado de la comparación es
positivo para el mecanismo administrativo solo a condición, precisamente, de una
modulación suficiente de las garantías que se extiendan a la imposición de la sanción
administrativa, vía interpretación constitucional(138). Sin embargo, entiendo que esta
modulación no puede ser establecida sino por el legislador, que no podría para ello hacer
aquí "remisión reglamentaria", por cuanto se trata, en definitiva, de la reglamentación de
derechos reconocidos por la Constitución Nacional, que corresponde a las leyes, conforme
el art. 14 de esa Ley Suprema argentina.
Entiendo que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha dejado establecido un
principio que permite aclarar el alcance de la "matización" a la que se alude desde la
doctrina y jurisprudencia españolas, al decidir que "los principios y reglas del derecho
penal resultan aplicables en el ámbito de las sanciones administrativas, en el caso se
declaró prescripta la acción de la Comisión Nacional de Valores para sancionar a la
demandada, por infracciones detectadas en el organismo al cierre de un ejercicio contable,
siempre que la solución no este prevista en el ordenamiento jurídico específico y en tanto
aquellos principios y reglas resulten compatibles con el régimen jurídico estructurado por
las normas especiales, por lo que en materia de prescripción de la acción sancionatoria,
cuando el criterio que se debe observar no resulte de la letra y del espíritu del
ordenamiento jurídico que le es propio, corresponde la aplicación de las normas generales
del Código Penal"(139).
Me apresuro a advertir que la circunstancia de discutirse en el caso recién citado la
aplicación del principio de "prescriptibilidad" de las acciones persecutorias de las
infracciones y de las sanciones en modo alguno modifica la conclusión general que debe
aceptarse, esto es: que como regla deben aplicarse los principios y reglas del derecho
penal, tal vez sería mejor indicar: de la potestad sancionatoria del Estado como género, y

52
solo ante la incompatibilidad de esas normas con la decisión legislativa expresa en una
materia determinada y luego del examen oficioso de su compatibilidad con las
Convenciones de Derechos Humanos y el principio republicano de gobierno y las garantías
otorgadas por la Constitución a los ciudadanos, podría hacerse excepción a aquella regla.
Creo que, en este campo, como ocurre con el caso de las cláusulas discriminatorias,
debería establecerse una "sospecha de inconstitucionalidad o inconvencionalidad" sobre
las normas que excluyan las garantías del derecho penal —que, repito, deben atribuirse al
género potestad sancionatoria del Estado—, hasta tanto no se demuestre la razonabilidad
de su excepción para la especie.
Entiendo que el postulado de la aplicación, como regla, de los principios y garantías del
derecho penal a la potestad sancionadora de las administraciones públicas, al menos en
Argentina, encuentra también sustento en la necesidad de integrar un vacío normativo que
pone en absoluto riesgo a los ciudadanos, cuando ello no ha sido cubierto por las leyes
especiales. Como se ha visto, los regímenes de faltas de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires (ley 415), Santa Fe (ley 13.451), Mendoza (ley 3365), Córdoba (ley 6392), contienen
disposiciones sobre la "parte general" de las infracciones o bien remiten supletoriamente a
las normas del Cód. Penal, cuyo análisis deberá hacerse en cada caso.
Contrariamente, no existe una ley general de faltas en el ámbito federal y no es posible
soslayar que es en este territorio en que la potestad sancionadora de la Administración
Pública estrictamente interpretada tiene su exposición más trascendente. Decenas de
organismos administrativos aplican sanciones del más diverso orden (Banco Central de la
República, Inspección General de Justicia, Unidad de Información Financiera, Dirección
General Impositiva, Administración Nacional de Aduanas, Dirección Nacional de
Migraciones, Dirección Nacional de Defensa del Consumidor, Tribunal de Defensa de la
Competencia, Entes Reguladores de Servicios Públicos de carácter federal; Dirección de
Lealtad Comercial, Tribunal del Notariado, Ministerio de Trabajo a través de los regímenes
de Policía Laboral, los Colegios Profesionales a través de sus Tribunales de Disciplina, sin
dejar de considerar las potestades sancionatorias de todas las reparticiones en el ámbito
del empleo público, para citar solo algunos). A ellos habrá que sumar los casos en que las
autoridades nacionales delegan en funcionarios provinciales o municipales el ejercicio de
sus competencias sancionatorias, como ocurre en materia de defensa del consumidor.
A pesar de esa superabundancia de normas atributivas de la verdadera potestad
sancionadora de las administraciones públicas —extendida por los cuatro estadios que
hemos indicado, es decir: remisión reglamentaria, investigación, sanción y ejecución de la
sanción—. Sin embargo ello no ocurre, extremo que se complica aún más cuando se
advierte que algunas normas, como la Ley de Defensa del Consumidor o la Ley de
Farmacias, en que autoridades locales actúan a raíz de la autorización contenida en la ley
federal. En tales casos y otros tantos en que las autoridades administrativas federales
hacen ejercicio de la facultad de concretar el tipo infraccional, sancionar y ejecutar la
sanción, la falta de una ley federal general de infracciones y sanciones administrativas y,
en especial, de un régimen general para ambas, que considerara temas tales como las
causales de exclusión de la conducta, de justificación, el tratamiento de la tentativa, las
condiciones de la autoría y la participación, las causas de extinción de las sanciones más
allá de la prescripción, entre muchos otros, hacen indispensable acudir al equipaje del
derecho penal para integrar la laguna normativa y garantística, al menos hasta que el
legislador considere —y deberá ponderarse en esa ocasión la razonabilidad de los
preceptos que se establezcan— el modo en que cada uno de estos aspectos generales ha
de volcarse en el ámbito de la potestas sancionadora de las administraciones.

IV. LOS PRINCIPIOS LIMITANTES DE LAS COMPETENCIAS LEGISLATIVAS EN MATERIA


INFRACCIONAL

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Se ha postulado que la potestad sancionatoria del Estado es un género común, que se
encuentra calificado por garantías constitucionales que se comunican a la potestad
sancionadora penal y a la de las administraciones públicas y que es absolutamente
imprescindible que las instituciones generales del derecho penal sean aplicables a las dos
especies, mientras no exista una definición legislativa que las adapte.
Esta conclusión no deja de considerar que la reacción penal actúa como ultima ratio en
la política estatal. Simplemente intenta advertir que esa condición permitió que se
examinaran de un modo más profundo los principios y garantías que debían ser
respetados en el ámbito de la aplicación de la potestad sancionadora del Estado.
En el maro de tales garantías, al menos en el orden jurídico argentino y respecto de los
límites de la facultad legislativa de crear infracciones y sanciones, así como de la
competencia correlativa que reciben las administraciones con sustento en la llamada
"remisión reglamentaria", es necesario partir del art. 19 de la CN, en cuanto prescribe: "Las
acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral
pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la
autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que
no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe".
Desde la perspectiva que establece el citado precepto constitucional, que resulta
corroborado y ampliado por el art. 9º de la Convención Americana de Derechos Humanos,
la materia que ahora nos ocupa exige examinar el principio de reserva —que contiene las
exigencias de exteriorización y de lesividad—; y el principio de legalidad, que contiene el
mandato de tipificación (ley formal, escrita, cierta y previa) y de culpabilidad (previsibilidad
de la norma en el sujeto).

4.1. El principio de la dignidad humana y el pro homine


La primera fuente creadora de derecho en la actualidad es la dignidad del hombre(140) y
es indudable que la función del principio de la dignidad humana y su evolución constante
hacia la superación, concretada en el correlativo principio pro homine, se constituye
también en una limitación clara para quien tenga a su cargo la redacción de una norma
que tenga por finalidad establecer delitos o infracciones y penas o sanciones de cualquier
naturaleza.
Es significativo que, ensombrecido el paisaje por la sobreabundancia de tratados y
documentos internacionales en los que se enumeran cientos de concreciones sobre los
derechos que deben respetarse, para hacer posible la conservación de esa dignidad
olvidemos que es de la dignidad de la persona y no de esos instrumentos internacionales
de donde derivan los derechos que nos ufanamos en repetir e imponer a los poderes
estatales nacionales.
Todos y cada uno de los pactos internacionales(141) han reconocido que los derechos
que allí se indican no son creados por tales acuerdos, ni por documentos o pactos que les
precedieran, sino que surgen de la misma dignidad del hombre y, por ello, no es posible
que los ordenamientos internacionales o nacionales pudieran desconocerlos. Tan es así
que la mayoría de esos tratados proclaman solemnemente que los derechos que se
explicitan no implican negación de otros que pudieran resultar de aquella fuente originaria.
Tengo en claro que podría argumentarse que estos derechos surgidos de la dignidad
no tienen fuerza vinculante. Sin embargo, el solo recuerdo de los juicios de Núremberg y la
irrupción de tribunales supranacionales que superan las jurisdicciones locales y defienden
principios subordinantes de los ordenamientos internos hace necesario replantear aquella
pretensión. En especial, cuando todos estos ordenamientos supranacionales vienen
gobernados por un principio especialmente vital, el principio pro homine, según el cual toda
creación jurídica, sea a través de la emisión de normas, de su aplicación o de su
interpretación, debe realizarse siempre de modo que favorezca y modifique

54
favorablemente el estado anterior de los derechos humanos reconocidos en beneficio de la
dignidad humana.
De tal modo, entiendo que en el primer lugar de la escala de fuentes del derecho y, por
tanto, del encauzamiento de la tarea del legislador en materia sancionatoria, ha de situarse
a la dignidad humana, en cuanto tal. Y ello resultará trascendental a la hora de considerar
los derechos fundamentales, porque una gran parte de tales derechos, como los relativos
a la vida, la libertad, la honestidad, la integridad física, la libertad de expresión,
pensamiento y culto, entre muchos otros, han de ser incluidos en la categoría de derechos
irrenunciables, condición de la que no podrán ser privados por los ordenamientos
nacionales y que obligará a reconstruir algunas interpretaciones sobre normas que se
asientan en la presunción de renuncias, cuando las normas constitucionales y
supranacionales las prohíben expresamente.
Esta indicación sobre la dignidad de la persona humana como una fuente de derecho
de carácter expansivo es trascendente cuando se la compara con aquellas que surgen de
ordenamientos estáticos, que no permiten una interpretación que vaya adecuándose a la
evolución social, cultural, económica y política de la concepción de la persona y su
dignidad.
En esta línea de pensamiento, ha sostenido la Corte Suprema de Justicia de la Nación,
aun antes de la reforma constitucional de 1994, que "son incompatibles con la Constitución
las penas crueles o que consistan en mortificaciones mayores que aquellas que su
naturaleza impone (art. 18 de la Constitución Nacional) y las que expresan una falta de
correspondencia tan inconciliable entre el bien jurídico lesionado por el delito y la
intensidad o extensión de la privación de bienes jurídicos del delincuente como
consecuencia de la comisión de aquél, que resulta repugnante a la protección de la
dignidad de la persona humana, centro sobre el que gira la organización de los derechos
fundamentales de nuestro orden constitucional"(142).

4.2. El principio de reserva y sus expresiones


Según se ha citado más arriba, las acciones privadas de los hombres están solo
reservadas a Dios, en tanto no ofendan al orden y a la moral pública. A raíz de ello se ha
establecido como principio que hay un ámbito reservado a la autonomía y libertad
personales sobre las que el legislador no puede establecer cortapisa alguna, de modo que
la creación de delitos, contravenciones o faltas en ese campo resulta incompatible con el
principio de libertad previsto en la Ley Suprema.
Una jurisprudencia centenaria de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha
reiteradamente corroborado este principio. En tal contexto, se ha resuelto: "Las acciones
privadas de los hombres (art. 19 de la Constitución Nacional) son las que arraigan y
permanecen en la interioridad de la conciencia de las personas y sólo a ellas conciernen,
escapando a la regulación de la ley positiva y a la autoridad de los magistrados, pues no
se concretan en actos exteriores que puedan incidir en los derechos de otros o que afecten
directamente a la convivencia humana social, al orden y a la moral pública y a las
instituciones básicas en que ellas se asientan; estos actos exteriores, en cambio,
constituyen conductas jurídicas sean conformes o disconformes a la norma legal en tanto
forman parte del complejo de relaciones humanas que cae bajo la específica competencia
del orden jurídico"(143).
En un voto aleccionador, el Dr. Enrique S. Petracchi expresó al respecto que "las
acciones privadas de los hombres no se transforman en públicas por el hecho de que el
Estado decida prohibirlas, es decir, por su inclusión en una norma jurídica", que "(e)l art.
19 de la Constitución Nacional establece en su segunda parte el principio del imperio de la
ley, según el cual el Estado solo puede limitar los derechos individuales en virtud de
normas de carácter legal. En su primera parte determina, ampliando el principio formal

55
antedicho, que la ley ni puede mandar ni puede prohibir nada en relación a las acciones
privadas de los hombres integrantes de la esfera de las conductas libradas a las
decisiones individuales de conciencia" y que "(s)i se sostuviere que las acciones privadas
de los hombres se transforman en públicas por el hecho de que el Estado decida
prohibirlas, es decir por su inclusión en una norma jurídica, o que las acciones de alguien
dejan de ser privadas cuando hay otras personas realizando la misma conducta, se estaría
afirmando que la primera parte del art. 19 de la Constitución Nacional no tiene otro alcance
que el de su parte segunda es decir, que nadie está obligado a hacer lo que no manda la
ley ni privado de lo que ella no prohíbe"(144).
La frontera externa de ese límite, vedado al legislador y —por ende— a la colaboración
reglamentaria en materia infraccional, está dada por la lesividad, que ocurre cuando esos
actos privados ofenden a terceros, el orden o la moral públicas.
A estar a las ideas principales del esquema expuesto por Jakobs en un artículo de
1985, que presentara ante el Congreso de Profesores de Derecho Penal celebrado en
Frankfurt am Main, siempre que el derecho penal sea convocado para sancionar
conductas que han tenido lugar dentro de la esfera privada del autor se estará
desconociendo la condición de ciudadano a esa persona, pues la existencia de un fuero
interno ajeno al control del Estado es parte esencial de la noción de ciudadano, ya que la
intervención del derecho penal en ese ámbito privado supone tratar al autor como un
enemigo de los bienes jurídicos y no como un ciudadano. Allí concluyó que la
consecuencia que de esta política criminal pretende afirmar que "el derecho penal de
enemigos optimiza la protección de bienes jurídicos", al paso que "el Derecho penal de
ciudadanos optimiza las esferas de libertad"(145).
Así, también la Corte Suprema tuvo oportunidad de decidir que "las acciones privadas
de los hombres que ofendan la moral pública están sujetas a la autoridad de los
magistrados, cuya función es castigarlas, anularlas o de algún modo morigerarlas, dentro
del marco normativo, a fin de asegurar la primacía de los valores éticos e institucionales
que esas acciones vulneran"(146).
A raíz de lo expuesto es necesario que la acción se exteriorice e interfiera en el ámbito
del orden o la moral públicas o los derechos de terceros, exigencia que normalmente se
conoce como principio de lesividad.

4.3. El principio de legalidad en la creación de infracciones y sanciones

4.3.1. La función del principio de legalidad en la organización de los sistemas constitucionales


En el ámbito de la legitimidad de ejercicio del poder, Kriele señala que la comprensión
del derecho público exige cierto conocimiento del Estado constitucional democrático, de
sus ideas fundamentales, sus problemas y su historia, pues solo a partir de ese conocer
puede penetrarse en las bases y los fines de las instituciones jurídicas estatales(147).
El sometimiento del ejercicio del poder del Estado al derecho, o al menos a ciertos
derechos, es anterior a la Revolución Francesa, con expresiones claras como las
contenidas en los Decreta y el Fuero de León o el Fuero de Sepúlveda, entre muchos otros
y más tarde por la Carta Magna Inglesa. En todos estos documentos hubo limitaciones al
poder en nombre del derecho de los ciudadanos(148).
Pero la sujeción del gobierno a la ley como expresión de la voluntad general —el
principio de legalidad— suele considerarse originada en las bases filosóficas de la
Revolución Francesa(149) y nacida al derecho positivo en la Declaración de Derechos del
Hombre y del ciudadano, cuyo art. 5º estableciera: "La Ley sólo tiene derecho a prohibir los

56
actos perjudiciales para la Sociedad. Nada que no esté prohibido por la Ley puede ser
impedido, y nadie puede ser obligado a hacer algo que ésta no ordene".
Este modo de relacionamiento del ciudadano con la ley quiso ser extendido al Estado,
pretendiendo reivindicar este y sus funcionarios un paralelo del principio de libertad propio
de las personas físicas, que surgiera de aquel artículo de la Declaración y fuera recogido
por las principales constituciones americanas. Esta caracterización del principio, conocida
en la doctrina también como "vinculación negativa" a la legalidad, consistió en una
interpretación que postulaba identificar al Estado como una persona física más y así, dotar
a sus funcionarios de la libertad de los ciudadanos, sosteniendo su aptitud para actuar en
representación del Estado como regla y la prohibición legal como límite y excepción. Así, la
legalidad solo vinculaba negativamente a los funcionarios, que solo no podían hacer
aquello que las leyes prohibían.
A poco que se reflexionara sobre esta formulación debía concluirse que dicha
asimilación no resistía el análisis. Por cierto, en la organización constitucional el principio
de la libertad fue concebido en favor de las personas físicas y los ciudadanos(150) y parece
claro que la declaración contenida en la segunda parte del art. 19 de la Constitución
argentina tiene como destinatario directo a las personas humanas (por ello, el uso del giro
"ningún habitante") y como sujeto pasivo al propio Estado. Ello es así por cuanto, si ha de
considerarse que es este quien en ejercicio del poder podría limitar los derechos de los
ciudadanos, debía concluirse que la regla que fue establecida para fijar los límites de la
autoridad de quienes ejercen el poder frente al principio de libertad de los habitantes.
Por ello, la reacción contra aquella asociación entre el principio de libertad de los
ciudadanos y la actuación de los representantes del Estado no podía hacerse esperar y
surgió del positivismo, que tuvo en Merkl uno de sus expositores más conspicuos en el
ámbito del derecho administrativo, contagiando rápidamente al derecho continental
europeo(151). La nueva formulación, conocida como tesis de la "vinculación positiva",
sostiene que el poder del Estado debe considerarse de manera sustancialmente opuesta a
las libertades de los individuos y puede resumirse así: "El Estado y los funcionarios que
actúan expresando su voluntad, sólo pueden hacer aquello que la ley les manda".
En este sentido, se ha señalado que actualmente, "...no se acepta que el Derecho sea
para la Administración un límite externo que señale hacia fuera una zona de prohibición y
abra hacia dentro una zona librada a su solo arbitrio. La doctrina de la 'vinculación positiva'
postula la inexistencia de espacios libres de ley o la imposibilidad de que la Administración
pueda actuar con un poder ajurídico, y considera que el derecho condiciona y determina
de manera positiva la acción administrativa, la que no es válida si no responde a una
previsión normativa"(152).
En el contexto de estas consideraciones parece oportuno formular dos aclaraciones
adicionales:
— La primera consiste en destacar que cuando se alude al concepto de "ley" para
describir estas ideas, se concibe como tal a la manifestación de la voluntad general (según
se describe en el art. 6º de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1789), o si se quiere, la expresión de la representación popular con integración de
mayorías y minorías. Se invoca, pues, en este concepto a la norma constitucional del
Estado y las leyes formales que emanan de las legislaturas, pues debe advertirse que el
Poder Ejecutivo, las Administraciones y el Poder Judicial no fueron creados
constitucionalmente para hacer la ley formal, sino para cumplirla y hacerla cumplir, sin que
las excepciones ocasionales de las emergencias o las delegaciones pudieran alterar esa
regla.
— La segunda es que, si bien suelen formularse estas manifestaciones del principio de
legalidad respecto del accionar de la Administración Pública, no es dudoso que nada obsta
a su extensión a todas las actividades implicadas en el ejercicio del poder del Estado, que
pudieran tener otros órganos estatales (judiciales) en cuanto se refiera a sus relaciones
con los ciudadanos. De allí que el principio es claramente atribuible al género potestad
sancionadora del Estado.

57
Parece evidente que este principio de legalidad en su vinculación positiva, no solo
autoriza a reiterar la conclusión según la cual ninguna potestad es recibida por los órganos
del Estado sino desde el ordenamiento jurídico, sino también para advertir que, en el
ejercicio de tales potestades, los órganos del Estado no pueden alterar en modo alguno los
términos atributivos de las normas de competencia, extremo que constituiría uno de los
pilares de sus normas de conducta.
El principio de legalidad aparece claramente establecido en la ley española de Régimen
Jurídico del Sector Público 40/2015, más precisamente en sus arts. 25 y ss.
En Francia, el criterio no es seguido estrictamente, habiendo señalado el Consejo de
Estado que "el principio de separación de poderes no se opone a que una autoridad
administrativa, que actúa en el marco de prerrogativas de poder público, pueda ejercer un
poder sancionador desde el momento en que, por una parte, la sanción susceptible de ser
impuesta excluye toda privación de libertad y, por otra, el ejercicio del poder de sancionar
está revestido por la Ley de medidas destinadas a salvaguardar los derechos y libertades
constitucionalmente garantizados"(153). A este respecto, la doctrina ha señalado que, si
bien "la aplicación de los principios jurídico-penales en el Derecho sancionatorio
administrativo es incuestionable, no lo es menos que suscita una polémica doctrinal de
envergadura, que enfrenta a partidarios y detractores de la penalización de las sanciones
administrativas, que sin embargo, al decir del consejo de Estado francés, es aún
parcial"(154).
En el derecho italiano el principio de legalidad aparece expresamente contenido en el
art. 1º de la ley 689/1981, que recoge también la necesidad de que la ley sea previa a la
conducta. Si bien alguna doctrina entiende que tal principio no es más que la concreción
de la cláusula establecida en el art. 25.2 de la Constitución italiana, los precedentes han
admitido con mayor amplitud la remisión reglamentaria, aunque sin dejar de exigir el
núcleo infraccional y sancionatorio en la norma legal precedente, marcando que su
fundamento en el ámbito sancionador es de origen legal y no constitucional.
No obstante ello, se ha indicado que "...sin perjuicio de esta diferencia, el poder
sancionador no tiene carácter originario, ni puede considerarse implícito en la atribución de
una determinada función administrativa. La potestad sancionadora requiere una atribución
legal expresa. Lo confirma la jurisprudencia según la cual, en ausencia de una ley que así
lo prevea, no son sancionables las violaciones de normas reglamentarias y con el mismo
fundamento se afirma que las administraciones no pueden ampliar de forma analógica, en
base a circulares propias, los ámbitos de aplicación de las previsiones sancionadoras
contenidas en una ley"(155).
Cabe recordar que la Corte Suprema de Justicia de la Nación hubo de establecer como
criterio que "aun cuando las sanciones aplicables por la Secretaría de Energía —en virtud
de la Resolución 79/99 y el decreto 1212/89— no participan de la naturaleza de las normas
del Cód. Penal —pues no se trata de penas por delitos sino de sanciones por infracción de
normas de policía— no parece constitucionalmente válido que el Poder Ejecutivo, sin una
delegación expresa de la ley, atribuya facultades de esa índole a dicho organismo del
Estado, toda vez que la imposición de tales medidas requiere la configuración de
supuestos previstos, aunque fuere de modo genérico por el legislador"(156).
En este sentido, debe denunciarse la inconstitucionalidad del decreto de necesidad y
urgencia 274/2019, llamado de "Lealtad Comercial", en cuanto pretende establecer
conductas infraccionales y sus sanciones, en clara violación —a mi juicio— de los límites
establecidos por el art. 99, inc. 3º, del Cód. Penal y de la Convención Americana de
Derechos Humanos (su art. 9º), en términos que se han declarado aplicables al ámbito de
las potestades sancionadoras de las administraciones públicas, según se ha visto.

4.3.2. Los contenidos del principio de legalidad en el ámbito de la potestad sancionatoria del
Estado en el ordenamiento jurídico argentino

58
El constitucionalismo formalizó y hasta otorgó un carácter supremo cuando menos a
cinco campos en los que la voluntad general, expresada a través de la ley formal, era
requisito indispensable para la disciplina de ciertos territorios fundamentales, a saber: la
libertad, la propiedad, la reglamentación de derechos constitucionales, la tributación y la
organización política.
No es casual que la defensa de cada uno de estos territorios se tradujera en normas
constitucionales específicas que establecieron la reserva de ley formal: en los ámbitos de
libertad de tránsito e industria, sancionatorio, tributario, expropiatorio y de organización
política y electoral, entre otras, como es el caso de los arts. 14, 16, 17, 18, 19, 28, 33, 34,
35 y 42 de la Constitución de 1853, el texto del art. 32, luego de la reforma de 1860, y la
claridad de las previsiones de los actuales arts. 14, 16, 17, 18, 19, 28, 37, 38, 45, 54, 76 y
99, inc. 3º, luego de la reforma de 1994.
La historia constitucional está repleta de antecedentes jurisprudenciales que han
marcado férreamente este territorio como reservado a las leyes formales. Para citar
apenas algunos ejemplos de los precedentes argentinos, cabe recordar que hubo de
resolverse que:
— "Los derechos individuales pueden ser limitados o restringidos por ley formal del
Congreso de la Nación, de conformidad con lo dispuesto por el art. 14 de la
Constitución Nacional"(157).
— "Durante el gobierno legal de la Nación no pueden cobrarse válidamente otros
tributos que los establecidos por ley"(158) y que "no cabe aceptar la analogía en la
interpretación de las normas tributarias materiales, para entender el derecho más allá
de lo previsto por el legislador ni para imponer una obligación ya que, atendiendo a la
naturaleza de las obligaciones fiscales, rige el principio de reserva o legalidad (arts. 4
y 67, inc. 2º de la Constitución Nacional)"(159).
— "La exigencia constitucional de que la conducta y la sanción se encuentren previstas
con anterioridad al hecho por una ley en sentido estricto, pone en cabeza exclusiva
del poder legislativo la determinación de cuáles son los intereses que deben ser
protegidos mediante la amenaza penal del ataque que representan determinadas
acciones, y en qué medida debe expresarse esa amenaza para garantizar una
protección suficiente"(160).
El principio de legalidad, genéricamente contemplado en el segundo párrafo del art. 19
de la CN, en cuanto establece que ningún habitante está obligado a hacer lo que la ley no
manda, ni privado de lo que ella no prohíbe, recibe —en materia sancionatoria— una
expresa reformulación en el contenido del art. 18 de esa Ley Suprema, que dispone que
ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al
hecho del proceso. La garantía recoge, pues, el criterio de la ley escrita, cierta y previa,
como condición de validez jurídica de la tipificación de la infracción y la determinación de la
sanción que le es consecuente.
Según ha apuntado Domínguez Vila, en la dogmática penal la estructura clásica del
principio de legalidad se completa con tres principios: nullum crimen sine lege, nulla poena
sine lege y nemo damnetur nisi per legale iudicium o nulla poena sin legale iudicio, que se
traducen en la legitimación exclusiva de la ley formal para la determinación de la conducta
punible y la sanción; las prohibiciones de delegación, integración y analogía; la interdicción
de la retroactividad y del ne bis in idem(161).
El sustento y la funcionalidad del principio de legalidad en el ámbito del derecho penal,
que en mi opinión pueden extenderse sin hesitación al campo de la potestad sancionatoria
general del Estado, han sido explicados magníficamente por el profesor Enrique
Bacigalupo(162).
Sostiene Bacigalupo que existe un básico acuerdo sobre las consecuencias que
derivan del principio en materia sancionatoria, que se vinculan con cuatro prohibiciones, a
saber: la prohibición de aplicación retroactiva de la ley (lex praevia); de aplicación de otras

59
leyes que no fueran las escritas (lex scripta); de extensión del derecho escrito a
situaciones no consideraras expresamente (lex stricta); y de adopción de cláusulas legales
indeterminadas (lex certa), agregando que la primera se dirige al legislador y al juez; la
segunda y la tercera a los aplicadores de la norma y la cuarta tanto al legislador como a
los aplicadores.
Advierte, no obstante, que existe un pronunciado debate sobre los presupuestos
hermenéuticos de las normas constitucionales que establecen el principio, tanto respecto
del sujeto protegido como de su fundamento último. En el primer caso, advierte que el
sujeto protegido no es el "delincuente" (en nuestro caso el "infractor") sino los ciudadanos
en general, que deben ser beneficiados por el principio de presunción de inocencia. En
cuanto al segundo problema, afirma que la reducción del principio de legalidad a un solo
fundamento es prácticamente imposible, porque, por un lado, determina las condiciones de
legitimidad constitucional (y hace entonces al principio republicano de gobierno y a la
técnica de las potestades), a la objetividad sancionatoria y a la protección de la confianza
del ciudadano; pero también responde a la exigencia de culpabilidad, en tanto condiciona
la responsabilidad penal al posible conocimiento de los mandatos y prohibiciones legales.
En este campo, la jurisprudencia argentina decidió que "la exigencia constitucional de
que la conducta y la sanción se encuentren previstas con anterioridad al hecho por una ley
en sentido estricto, pone en cabeza exclusiva del poder legislativo la determinación de
cuáles son los intereses que deben ser protegidos mediante la amenaza penal del ataque
que representan determinadas acciones, y en qué medida debe expresarse esa amenaza
para garantizar una protección suficiente"(163) y que "la garantía de 'ley anterior',
consagrada por el art. 18 de la Constitución Nacional y del principio 'nullum crimen, nulla
poena sine lege', exige indisolublemente la doble precisión por la ley de los hechos
punibles y de las penas a aplicar, sin perjuicio de que el legislador deje a los órganos
ejecutivos la reglamentación de las circunstancias o condiciones concretas de las acciones
reprimidas y de los montos de las penas dentro de un mínimo y un máximo"(164).
En los límites de la materia aquí en estudio es preciso destacar que la exigencia del
principio de legalidad formal debe considerarse un presupuesto para el ejercicio de toda la
potestad sancionadora del Estado —es decir, del género del que abrevan sus dos
especies tantas veces mencionadas—, porque encuentra sustento en las dos vertientes
diversas de la organización constitucional: por una parte, en el principio de libertad de los
ciudadanos y, por otra, en el del origen constitucional o de ley formal de los poderes
atribuidos al gobierno, en cualquiera de sus expresiones (legislativa, judicial o
administrativa).
De modo que el principio de legalidad no constituye un presupuesto de ejercicio de la
potestad sancionadora penal, sino de toda la potestad sancionadora del Estado,
comprendiendo también a la atribuida a las administraciones públicas por el ordenamiento
jurídico.
La doctrina ha destacado que el principio contiene una "...exigencia básica de la
seguridad jurídica en el Estado de derecho, que tiene tres consecuencias visibles: la
necesidad de una ley escrita que esa ley sea previa y que se defina en forma precisa el
mandato de prohibición"(165).
El examen del principio de legalidad, en el territorio de la potestad sancionadora de las
administraciones públicas exige considerar tres ámbitos diversos: el material —que
considera el aspecto del mandato de tipificación, la integración de la norma y su
interpretación—; el espacial —relativo al alcance territorial de las normas que establece la
infracción y la sanción—; y el temporal —que reclama el examen de las leyes aclaratorias
y el principio de la ley más benigna—.

4.3.3. El mandato de tipificación

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4.3.3.1. El principio de legalidad y su concreción en la tipificación de la infracción
La primera aplicación del principio de legalidad, en el terreno que nos ocupa exige la
existencia de ley previa, cierta, escrita y formal. Pero los contenidos del principio de
legalidad, como presupuesto de la potestad sancionadora del Estado, no se agotan en la
exigencia de la ley previa, reclaman también un contenido material concreto a esa ley
formal anterior que no pueda ser objeto de una interpretación extensiva(166).
La historia argentina es especialmente rica en lo que atañe a la exigencia del sustento
en una ley formal del mandato de tipificación como concreción del principio de legalidad.
Recuérdese que, con base en el art. 7º, inc. a) del dec. 33.265 de 1944, se autorizó a la
Policía Federal a "Emitir y aplicar edictos dentro de la competencia asignada por el Código
de Procedimientos en lo Criminal (ley 2372) para reprimir actos no previstos por las leyes,
en materia de seguridad y dictar las reglas de procedimiento para su aplicación".
Con sustento en esa autorización y siguiendo la costumbre que diera inicio en un
Reglamento interno de 1868, la Policía Federal emitió un verdadero código
contravencional que contaba con 85 artículos en su parte general, que parodiaba la
estructura dogmática de un código penal (imputabilidad, autoría, participación, tentativa,
encubrimiento, clases de penas, ejercicio y extinción de las acciones) y una parte especial
destinada a las más variadas actividades para disciplinar infracciones y establecer sus
sanciones.
Dígase que la llamada habilitación del Código de Procedimientos en lo Criminal fue
interpretada de un modo absolutamente incompatible con su texto y aún con los límites
que podrían asignársele, trascendiendo el horizonte de las disposiciones procesales, pues
solo autorizaba a la administración a juzgar las faltas —con revisión judicial— pero en
modo alguno a describir las conductas infraccionales y establecerles sanciones.
No obstante, diversos fallos de la Corte Suprema declararon la constitucionalidad de la
aplicación del llamado "Edicto de Policía"(167), a pesar de la airada reacción de la doctrina
que denunció oportunamente su incompatibilidad con el principio republicano de gobierno
y las garantías de los ciudadanos establecidos en la Ley Fundamental(168).
Lo cierto es que el 12 de noviembre de 1955 Raúl Oscar Mouviel y otras personas
fueron condenados a treinta días de arresto no redimibles, por "desórdenes" y "escándalo",
en los términos previstos por los incs. c) y a) del art. 1º del Reglamento de la Policía
Federal, resolución que fuera más tarde confirmada por el juez en lo Penal Correccional,
decisión que provocó un recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia de la
Nación.
El expediente fue remitido en vista a la Procuración General de la Nación,
produciéndose un memorable dictamen del Dr. Sebastián Soler, con fecha 25 de abril de
1956, cuyas consideraciones tienen tanta vigencia como cuando fueran expuestas, aunque
ahora resultan un verdadero faro para el examen de las potestades sancionadoras de las
administraciones públicas(169).
Se afirmó en aquel dictamen que es necesario extremar la cautela en la ponderación
del ejercicio de las facultades reglamentarias y que su ejercicio presupone el contenido de
una ley necesariamente preexistente con substancia y contornos definidos, extremo que
demanda una "vigilancia activa" del poder legislativo y de la jurisdicción.
Agregó que aquello que no puede hacer el Poder Ejecutivo en ejercicio de sus
facultades reglamentarias tampoco puede hacerlo, aunque cuente para ello con una
autorización legislativa, marcando claramente la diferencia entre una indebida delegación
de atribuciones legislativas y una simple remisión al poder reglamentario del presidente
para reglar cuestiones de detalle.
Tras citar dos precedentes de la Corte Suprema estadounidense(170), cuestiona las
decisiones legitimantes anteriores de la Corte Suprema argentina e indica que la facultad
de reglamentar las leyes "...exige algo más que una simple autorización legislativa para
que su ejercicio resulte válido; que es necesaria la existencia de leyes dictadas por el

61
Congreso lo suficientemente definidas y precisas, para que ese ejercicio no se traduzca —
empleando la expresión del justice Cardozo— en un 'vagar a voluntad entre todas las
materias posibles' de lo que constituye el objeto de la autorización".
Sin embargo, el dictamen del Dr. Soler ahora en estudio no se detiene en el
cuestionamiento del edicto policial desde la perspectiva de la división de poderes. También
lo impugna desde la óptica de los derechos y garantías que la Constitución Nacional
asegura a los ciudadanos, recordando que con motivo del examen de una contravención
con una multa menor, había establecido la Corte Suprema Argentina que la configuración
de un delito, por leve que sea, así como su represión, es materia que hace a la esencia del
Poder Legislativo y escapa a las facultades ejecutivas, agregando por su parte que "...de
ahí nace la necesidad que haya una ley que mande o prohíba alguna cosa, para que una
persona pueda incurrir en falta por haber obrado u omitido obrar en determinado sentido, Y
es necesario que haya, al mismo tiempo, una sanción legal que reprima la contravención
para que esa personas deba ser condenada por tal hecho...", invocando a tal efecto el art.
18 de la Ley Fundamental argentina.
Todavía recordó el Procurador General que la Corte Suprema de Justicia de la Nación
en fallos anteriores(171) había indicado expresamente que "toda nuestra organización
política y civil reposa en la ley. Los derechos y obligaciones de los habitantes así como las
penas de cualquier clase que sean, sólo existen en virtud de sanciones legislativas y el
Poder Ejecutivo no puede crearlas ni el Poder Judicial aplicarlas si falta la ley que las
establezca".
Y si todo lo expuesto no fuera suficiente, se agrega en uno de los últimos párrafos del
documento que "no se argumente, por último, que la materia legislada en los edictos
policiales es de menor cuantía porque el monto de las sanciones resulta pequeño. Aparte
de que ello no bastaría para despojarles de su auténtico carácter de disposiciones
penales, es un hecho comprobado, del cual conservamos desgraciadamente muy
recientes recuerdos, que cuando se quiere subvertir el régimen republicano y democrático,
cuando se pretende coartar el más elemental ejercicio de los derechos individuales, las
simples contravenciones resultan ser uno de los principales instrumentos de que se valen
los gobiernos dictatoriales para sofocar la libertad".
La Corte Suprema recogió estos argumentos en su fallo del 17 de mayo de 1957 y
recordó, en el ámbito expreso de las faltas, que la "ley anterior" a que alude la garantía del
art. 18 de la CN y del principio nullum crimen nulla poena sine lege exige indisolublemente
la doble precisión por ley de los hechos punibles y las penas a aplicar.
Me he extendido largamente en los fundamentos dados por el procurador general de la
Nación y la Corte Suprema de Justicia argentina en el caso "Mouviel" por cuanto entiendo
que permite extraer conclusiones muy importantes para el examen actual de las
potestades sancionadoras de las administraciones públicas.
Dígase, en primer lugar, que los textos constitucionales a los que se hace mención en
el dictamen y en el fallo —más allá de la corrección del articulado— están completamente
vigentes y no ha cambiado su interpretación ni su aplicación, sin que la aparición del art.
76 de la CN —en la reforma de 1994— pueda modificar tal aserto, toda vez que se ha
señalado, ya que no podía delegarse en el Ejecutivo aquello que este no puede asumir por
sí, en los términos del art. 99, inc. 3º de la Constitución y, aún si superáramos ese escollo
insalvable, por cuanto la exigencia de las bases de la delegación no podrían interpretarse,
en esta especie, sino como fijación de la conducta infraccional y de los límites de la
sanción por parte de la ley delegatoria, en el más extremo de los casos.
En segundo término, todo el lenguaje del dictamen y del fallo obligan a concluir en la
existencia de una única potestad sancionadora del Estado, a la que se incorporan la
potestad sancionadora penal y la de las administraciones públicas, que se encuentra
gobernada por los principios que, generalmente, se plantean como propios del derecho
penal y ajenos al ámbito del derecho administrativo sancionador, sino otro fundamento que
la pretensión de "liberarse" de las ataduras, que no son más que la organización
republicana y las garantías de los ciudadanos.

62
En tercer lugar, porque el análisis específico de las faltas y contravenciones y la
exigencia del presupuesto de ley formal, que describa la infracción y los límites de la
sanción, aunque pueda remitir a las administraciones la concreción de algunos aspectos
cambiantes en la primera, aunque respetando el género descripto, contiene una lucidez
impar. En este sentido, la denuncia de Bacigalupo sobre la "fuga del legislador en las
cláusulas generales" o la "resignación tanto del legislador como de la ciencia y de la
práctica frente a las dificultades que erosionan la realización de este aspecto del principio
de legalidad" debe tenerse especialmente presente(172).
Es preciso advertir que la doctrina del fallo "Mouviel", no fue contrariada por la
sentencia registrada en la causa "Magne, Oscar Héctor s/apelación", con fecha 17 de
septiembre de 1965(173), puesto que en tal supuesto el régimen de faltas había sido objeto
de fijación por un "decreto-ley" de un gobierno de facto, que —independientemente de la
valoración que debía hacerse sobre su compatibilidad constitucional— invocaba el
ejercicio de facultades legislativas derivadas de un acto revolucionario.
La jurisprudencia de la Corte Suprema argentina sí fue oscilante en el ámbito de las
sanciones disciplinarias, postulándose algunas veces que en dicho campo —
particularmente en el del empleo público y la disciplina de las profesiones— no era exigido
el principio de legalidad, con invocación de la escasa importancia de las sanciones o de
relaciones de jerarquía(174); mientras que otras tantas se reclamaba la existencia de la ley
formal previa como condicionante de la validez de una sanción(175).
A partir de estos textos, debería decirse que —al menos en el ámbito de las medidas
de protección general— el derecho argentino hubo de establecer, desde 1957, la
incompatibilidad de la "cobertura legal" con el principio republicano de gobierno y las
garantías que la Ley Suprema otorga a las personas, físicas y jurídicas. Adviértase que se
enuncia por cobertura legal esta idea de una autorización llana del legislador a la
administración para que decida qué conducta será infracción y cuál será la sanción para
esa conducta.
Contrariamente, tanto para el ámbito del derecho penal como para el derecho
administrativo sancionador, esto es: para la potestad sancionadora del Estado, el sistema
jurídico argentino ha terminado de admitir la posibilidad de hacer remisión reglamentaria,
significando con ello que la ley formal decida la conducta infraccional en su rango
genérico, que podría ser más tarde precisado en el reglamento, y la especie y límites de la
sanción, que también podrían recibir modulación reglamentaria.
Pero adviértase que no bastará con que exista una norma reglamentaria previa, porque
ello es un recaudo insuficiente para cumplir con las mandas constitucionales. Lo necesario
es que exista una ley formal que remita a la reglamentación y la concreción a través de
una determinación razonable del tipo y la sanción por parte de esta, ambas con carácter
previo a cualquier hecho que se repute infraccional, porque —de otro modo— o bien
eliminaríamos el principio de legalidad del ámbito de la potestad sancionadora
administrativa, o volveríamos a autorizar la cobertura legal sancionada desde el fallo
"Mouviel" hace más de sesenta años.
Por lo demás, la doctrina argentina más autorizada había reconocido expresamente
este criterio con claridad meridiana, indicando que es necesario que la ley describa,
cuando menos, el núcleo principal de la conducta infractora, sin que pueda cuestionarse
por la eventual remisión a la labor reglamentaria para su perfeccionamiento(176), advirtiendo
que ello no solo exige una mera habilitación legal, es decir, la autorización expresa de la
ley al reglamento para acudir a completar la descripción de la infracción, sino también la
remisión legislativa, o dicho en otros términos, la existencia del núcleo descriptivo en la
propia norma legal(177).
En sentido similar, se ha expresado la doctrina extranjera, al indicar que no es
suficiente la mera "cobertura legal" que autoriza la definición de infracciones y sanciones
por la Administración, pues es necesaria una actuación concreta y precisa del legislador
que, tan solo luego de la definición de marcos limitantes, autorice la "remisión
reglamentaria"(178).

63
En términos claramente asimilables, el Tribunal Constitucional español hubo de
sostener que la formulación del principio de legalidad en el ejercicio de la potestad
sancionadora de las administraciones públicas "...no excluye, ciertamente, la posibilidad de
que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones
hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley, lo que
supondría una degradación de la reserva formulada por la Constitución en favor del
legislador"(179).
Téngase presente que estas sentencias constituyeron el precedente que justificara los
contenidos del capítulo III de la ley española del Régimen Jurídico del Sector Público
40/2015, que luego de establecer el principio de legalidad en su art. 25, aclara su
contenido en el art. 27, bajo el título de "principio de tipicidad", en los siguientes términos:
"1. Sólo constituyen infracciones administrativas las vulneraciones del ordenamiento
jurídico previstas como tales infracciones por una Ley, sin perjuicio de lo dispuesto para la
Administración Local en el Título XI de la Ley 7/1985, de 2 de abril. Las infracciones
administrativas se clasificarán por la Ley en leves, graves y muy graves".
"2. Únicamente por la comisión de infracciones administrativas podrán imponerse
sanciones que, en todo caso, estarán delimitadas por la Ley"(180).
4.3.3.2. El contexto de los Tratados de Derechos Humanos incorporados a la Constitución argentina
Sin embargo, la lectura de todas estas consideraciones debe ser reexaminada para el
orden jurídico argentino, a partir de la reforma constitucional de 1994. Es que el art. 75,
inc. 22 de la Ley Suprema implicó la elevación a jerarquía constitucional de una serie de
Tratados de Derechos Humanos, que se consagraron en las condiciones de su vigencia,
con la expresa indicación del constituyente de que no derogan artículo alguno de la
primera parte de la Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y
garantías por ella reconocidos. Estos aspectos de la Ley Suprema argentina reclaman
algunas precisiones, para comprender adecuadamente sus alcances.
Ha de recordarse que la mención constitucional relativa a la aplicación de los tratados
"en las condiciones de su vigencia" no solo hace referencia a los textos aprobados y las
eventuales reservas que pudieran haber hecho los Estados al adherir a tales Pactos
Internacionales, sino a un criterio más trascendente. La jurisprudencia de la Corte
Suprema argentina ha indicado, respecto de este giro de la Ley Suprema, que "la
jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pronunciada en las
causas en que son parte otros Estados miembros del Pacto de San José de Costa Rica,
constituye una insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos
argentinos en el ámbito de su competencia y en consecuencia, también para la Corte, a los
efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema
interamericano de protección a los derechos humanos"(181) y que "para comprender el
sistema de fuentes del ordenamiento jurídico argentino no cabe reeditar discusiones
doctrinarias acerca del dualismo o monismo. La Corte ha definido la cuestión en
precedentes que establecieron la operatividad de los tratados sobre derechos humanos, y
el carácter de fuente de interpretación que tienen las opiniones dadas por los órganos del
sistema interamericano de protección de derechos humanos en casos análogos"(182).
A ello ha de sumarse el precedente "Carranza Latrubesse", en el que la mayoría de la
Corte Suprema argentina sostuvo que "las recomendaciones formuladas por la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos en el marco del procedimiento de peticiones
individuales no tienen un valor obligatorio equivalente al de las sentencias de la Corte
Interamericana, ya que tal como surge del art. 68 del Pacto solo las sentencias de este
último tribunal son ejecutables en el respectivo país por el procedimiento interno vigente
para la ejecución de sentencias contra el Estado, pero el principio de la buena fe obliga a
tener en cuenta su contenido pues la eventual responsabilidad del Estado por los actos de
sus órganos internos no es ajena a la jurisdicción de la Corte en cuanto pueda
constitucionalmente evitarla"(183).

64
Es preciso advertir que esta jurisprudencia nacional no fue sino la congruente
aplicación del criterio ya previsto en la misma Convención y adoptado finalmente por la
Corte Interamericana de Derechos Humanos, en un conjunto de precedentes, entre los
que puede citarse "Almonacid Arellano vs. Chile"(184).
Sin embargo, otro de los criterios rectores de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos se exhibe como trascendente en este territorio. Porque ese tribunal ha señalado
que "...todos los órganos que ejerzan funciones de naturaleza materialmente jurisdiccional,
sean penales o no, tienen el deber de adoptar decisiones justas basadas en el respeto
pleno a las garantías del debido proceso", control de convencionalidad que —por lo que
habrá de exponerse en los párrafos que siguen—, debe ser extendido al examen de
compatibilidad de las normas sancionatorias y su aplicación con los contenidos del art. 9º
de la Convención y no parece dudoso que, con todos los reparos que pueden tenerse para
el ejercicio por las administraciones jurisdiccionales, la imposición de sanciones es un acto
materialmente jurisdiccional, en los términos de la jurisprudencia de la Corte
Interamericana.
Desde el hontanar que imponen estos criterios, ha de tenerse en cuenta en el párr. 106
del fallo "Baena, Ricardo vs. Panamá", hace veinte años, sostuvo la Corte Interamericana
de Derechos Humanos que "en relación con lo anterior, conviene analizar si el artículo 9 de
la Convención es aplicable a la materia sancionatoria administrativa, además de serlo,
evidentemente, a la penal. Los términos utilizados en dicho precepto parecen referirse
exclusivamente a esta última. Sin embargo, es preciso tomar en cuenta que las sanciones
administrativas son, como las penales, una expresión del poder punitivo del Estado y que
tienen, en ocasiones, naturaleza similar a la de éstas. Unas y otras implican menoscabo,
privación o alteración de los derechos de las personas, como consecuencia de una
conducta ilícita. Por lo tanto, en un sistema democrático es preciso extremar las
precauciones para que dichas medidas se adopten con estricto respeto a los derechos
básicos de las personas y previa una cuidadosa verificación de la efectiva existencia de la
conducta ilícita. Asimismo, en aras de la seguridad jurídica es indispensable que la norma
punitiva, sea penal o administrativa, exista y resulte conocida, o pueda serlo, antes de que
ocurran la acción o la omisión que la contravienen y que se pretende sancionar. La
calificación de un hecho como ilícito y la fijación de sus efectos jurídicos deben ser
preexistentes a la conducta del sujeto al que se considera infractor. De lo contrario, los
particulares no podrían orientar su comportamiento conforme a un orden jurídico vigente y
cierto, en el que se expresan el reproche social y las consecuencias de éste"(185).
Recuérdese, al efecto, que el art. 9º de la Convención Americana de Derechos
Humanos establece, entre otros recaudos a los que ya se hará referencia, el principio de
legalidad que fue declarado expresamente aplicable a la potestad sancionadora de las
administraciones públicas, desde hace ya casi veinte años.
La afirmación del tribunal interamericano al decidir el caso "Baena", pues, no se realizó,
entonces, exclusivamente respecto de las garantías judiciales del art. 8º, como pretendió
alguna doctrina para limitar los alcances del fallo. Es cierto que esas garantías también
fueron extendidas al procedimiento administrativo sancionador a partir de dicho fallo, pero
también lo es que la Corte estableció allí que el art. 9º, que contiene las garantías
sustantivas de la legalidad, debía respetarse en el ámbito del ejercicio de la potestad
sancionadora de las administraciones públicas y, por ende, sujetaba a quienes realizaran
actos "materialmente" jurisdiccionales a la exigencia del control de convencionalidad previo
y de oficio.
Si lo expuesto no fuera suficiente, agréguese que el criterio del más Alto Tribunal
argentino ha recordado el necesario criterio expansivo en la interpretación, al decidir que
"el decidido impulso hacia la progresividad en la plena efectividad de los derechos
humanos, propia de los tratados internacionales de la materia, sumado al principio pro
homine, connatural con estos documentos, determinan que el intérprete deba escoger
dentro de lo que la norma posibilita, el resultado que proteja en mayor medida a la persona
humana. Y esta pauta se impone aun con mayor intensidad, cuando su aplicación no

65
entrañe colisión alguna del derecho humano así interpretado, con otros valores, principios,
atribuciones o derechos constitucionales"(186).
No dejo de tener en cuenta que la Convención Americana de Derechos Humanos
expresamente indica que a sus efectos debe considerarse persona a la persona humana y
que una jurisprudencia constante estableció que sus precedentes no serían extensibles a
las personas jurídicas (desde la opinión de la Comisión Interamericana en el caso Banco
de Lima vs Perú(187)), aunque recientemente se ha ampliado su aplicación a las
asociaciones gremiales, los representantes de comunidades aborígenes y asociaciones de
defensa de derechos previsionales.
Pero no puede soslayarse que el derecho internacional de los derechos humanos, al
menos en la visión europea, ha extendido las garantías a las personas jurídicas; que la
Corte Interamericana ha acudido a la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo reiteradas
veces para establecer criterios comunes de interpretación y que la Convención indica
expresamente, en su art. 29 que "ninguna disposición de la presente Convención puede
ser interpretada en el sentido de: a) permitir a alguno de los Estados Partes, grupo o
persona, suprimir el goce y ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en la
Convención o limitarlos en mayor medida que la prevista en ella; b) limitar el goce y
ejercicio de cualquier derecho o libertad que pueda estar reconocido de acuerdo con las
leyes de cualquiera de los Estados Partes o de acuerdo con otra convención en que sea
parte uno de dichos Estados; c) excluir otros derechos y garantías que son inherentes al
ser humano o que se derivan de la forma democrática representativa de gobierno, y d)
excluir o limitar el efecto que puedan producir la Declaración Americana de Derechos y
Deberes del Hombre y otros actos internacionales de la misma naturaleza".
He acudido a este precepto para advertir que, teniendo en cuenta que el art. 16 de la
CN autoriza la igualdad a las personas físicas y jurídicas, como también que en muchos
casos la potestad sancionadora de la administración y, ahora, aún la potestad
sancionadora penal puede alcanzar a las personas morales en expedientes en los que se
ventila solidariamente la responsabilidad de personas humanas, aquella discriminación
puede tener sustento en el ámbito de la Convención, pero —a mi juicio— no resiste el
escrutinio de constitucionalidad, toda vez que resulta un derecho que surge del principio
republicano de gobierno, según se ha visto más arriba, al menos en lo atinente al principio
de legalidad y el mandato de tipificación.

4.3.4. Integración de la ley formal por la norma reglamentaria y su interpretación


Ha de concluirse, para toda la potestad sancionatoria estatal, aunque con más amplitud
para la potestad sancionatoria de las administraciones públicas para excluir la idea de una
"matización" de los principios del derecho penal que pudiera aplicarse en este aspecto,
que la conducta infraccional y la sanción deben ser descriptas por la ley formal, sin
perjuicio de resultar posible que esta última remita a un reglamento para concretar
elementos de detalle, esencialmente variables.
a) En este campo, cabe examinar cuál es la naturaleza de esta función que se autoriza
a realizar al reglamento. Se ha visto que no es compatible con el principio republicano de
gobierno ni con las garantías que la Ley Suprema y los Tratados de Derechos Humanos
otorgan a los ciudadanos, la mera "cobertura legal", esto es: una autorización genérica a la
Administración para crear infracciones o sanciones.
Es claro que, a partir de la identificación de las sanciones administrativas con las penas
del derecho penal, en tanto ambas son "expresiones de la potestad punitiva del Estado" en
los términos del fallo "Baena vs. Panamá" de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos ya citado, en mi opinión no podría invocarse un reglamento de necesidad y
urgencia para la creación de una conducta infraccional o una sanción, pues ello vendría
vedado por el art. 99, inc. 3º, de la Constitución argentina, habida cuenta de aquella

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asimilación realizada por la jurisprudencia que, según se ha indicado, constituye la primera
fuente de interpretación de la Convención Americana de Derechos Humanos que se ha
integrado al texto constitucional argentino.
Estimo que aquello que no puede el Poder Ejecutivo tomar para sí, según el art. 99 inc.
3º, le ha sido vedado por la importancia que la Constitución Nacional ha dado a las
materias excluidas, cuyo tratamiento exige la opinión de mayorías y minorías y, por ello, no
podría el Congreso desatender a esa clara instrucción constitucional delegando tales
materias en el Ejecutivo(188).
Entiendo que mi opinión resulta corroborada, mutatis mutandi, por reiterada
jurisprudencia de la Corte Suprema que ha establecido que "la prohibición que establece el
principio de legalidad tributaria rige también para en el caso que se actúe mediante el
mecanismo de la delegación legislativa previsto en el art. 76 de la Constitución Nacional,
pues ni un decreto del Poder Ejecutivo ni una decisión del Jefe de Gabinete de Ministros
pueden crear válidamente una carga tributaria ni definir o modificar, sin sustento legal, los
elementos esenciales de un tributo, ya que no caben dudas en cuanto a que los aspectos
sustanciales del derecho tributario no tienen cabida en las materias respecto de las cuales
la Constitución Nacional (art. 76), autoriza, como excepción y bajo determinadas
condiciones, la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo"(189) y que "...cualquier
extensión analógica, aún por vía reglamentaria, de los supuestos taxativamente previstos
en la ley se exhibe en pugna con el principio constitucional de legalidad del tributo, y que
ninguna carga tributaria puede ser exigible sin la preexistencia de una disposición legal
encuadrada dentro de los preceptos y recaudos constitucionales, esto es válidamente
creada por el único poder del Estado investido de tales atribuciones, de conformidad con...
la Constitución Nacional"(190).
Tengo en claro que el art. 76 no estableció tales limitaciones, pero ello en modo alguno
podría servir para extender esa delegación a materias tales como la creación de delitos y
penas, o el establecimiento ex novo de impuestos, ni la modificación del régimen electoral
o de los partidos políticos. La sola consideración del abandono de estas competencias
esenciales del Congreso hacia el Poder Ejecutivo hace pensar en el traspaso de los límites
establecidos por el principio republicano de gobierno, además de una vulneración clara de
las garantías de los ciudadanos.
Pero si superáramos este escollo constitucional, a mi juicio insalvable, todavía será
necesario acudir al texto expreso del art. 76 de la CN para establecer que la delegación
debe concretarse "...dentro de las bases de la delegación que el Congreso establezca" y
parece evidente que, en materia de delitos, faltas, penas y sanciones estas bases no
pueden ser otras que el establecimiento del tipo delictual o infraccional y los límites de la
sanción que pudieran corresponderles.
Súmese a lo expuesto que la delegación debería hacerse por plazo fijado para su
ejercicio, calificación que no parece compatible con un reglamento que establezca tipos
infraccionales y sanciones por tiempo indeterminado y parece poco sólido pretender que la
delegación solo podría ocurrir para las infracciones llamadas temporarias o de
emergencias súbitas.
De modo que, en mi opinión, la "remisión" que puede hacer la ley formal a las
administraciones no es otra que la contenida en la facultad constitucional del Poder
Ejecutivo de expedir "...las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la
ejecución de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su espíritu con excepciones
reglamentarias".
El derecho español ha regulado expresamente la especie en el art. 27, punto 3 de la ley
40/15 del Régimen Jurídico del Sector Público, que establece: "3. Las disposiciones
reglamentarias de desarrollo podrán introducir especificaciones o graduaciones al cuadro
de las infracciones o sanciones establecidas legalmente que, sin constituir nuevas
infracciones o sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la Ley contempla,
contribuyan a la más correcta identificación de las conductas o a la más precisa
determinación de las sanciones correspondientes".

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Tengo en claro que esa remisión importa, a veces, una facultad amplia, pero su
ejercicio está condicionado por la obligación de mantener inalterables los fines y el sentido
con que la ley haya sido sancionada(191), porque la reglamentación resultaría incompatible
con la manda constitucional en caso de haberse interpretado de modo extensivo la
prohibición o se hubiese violado el principio de legalidad(192).
b) La segunda cuestión esencial, en este aspecto, es el alcance de las facultades de
interpretación que corresponde reconocer al órgano que recibe competencia para producir
la remisión reglamentaria en la potestad sancionadora de las administraciones públicas.
En el derecho alemán, el Tribunal Constitucional Federal ha establecido como
inherente al principio de legalidad la exigencia de la ley formal escrita, previa y cierta
respecto de la conducta y de la sanción, agregando que la certeza presupuesta en el
principio citado "...se basa sobre todo en la idea de que la punición de una conducta esté
justificada solo si el autor pudo prever que podría ser penado por esa conducta y en qué
medida podría serlo", vinculando la cuestión al principio de culpabilidad(193).
En este orden de ideas, desde hace casi diez años la Corte Suprema de Justicia de la
Nación ha establecido como principio, aun dentro del ámbito de las potestades
sancionadoras de las administraciones públicas y en el contexto de relaciones de sujeción
especial, como lo es el ejercicio de la policía financiera por parte del Banco Central de la
República Argentina, que "...un aspecto es el de la competencia por delegación que tiene
la nombrada entidad para aplicar sanciones merced a la función de policía social que tiene
asignada —poder de policía bancario—, como así también para dictar normas
reglamentarias, y otra cuestión muy distinta es que el ejercicio de esa competencia
comprenda la posibilidad de sancionar en supuestos no previstos como infracción. Ya en
'Banco de Río Negro y Neuquén SA' (Fallos: 303:1776) esta Corte delineó claramente las
dos perspectivas involucradas: la facultad del BCRA para instruir sumarios y aplicar
sanciones, por un lado, y la posibilidad —en aquel caso— de que dicha facultad se ejerza
con base en una previsión legal federal calificada por el recurrente como sumamente vaga
e imprecisa. En dicho precedente se concluyó que la norma no tenía esas características,
pero nunca se admitió que una infracción no prevista como tal pudiera dar lugar a la
potestad mencionada"(194).
Agregó, entonces: "...circunscripta de ese modo, es claro que la recta interpretación
del art. 41 de la ley 21.526 conduce a sostener que sólo aquello previsto como infracción
puede ser pasible de una respuesta sancionatoria y no aquello 'presupuesto' como falta
establecida por la norma. Por tal razón, el alcance que el a quo le dio a la potestad referida
—al convalidar el que fue adoptado por la Superintendencia—, entraña una abierta
extralimitación a las facultades de que goza la entidad oficial. Ello es así, toda vez que la
condena que prescinde de la adecuada subsunción de la conducta en la infracción prevista
en la norma complementaria —comunicación del Banco Central de la República
Argentina— ha sido vedada por el legislador, quien requiere la configuración de
'infracciones' expresamente previstas en la ley de entidades financieras, sus normas
reglamentarias y resoluciones que dicte el Banco Central. En efecto, cuando la disposición
legal establece tal expresión, lo hace en el claro sentido de aventar toda posibilidad de
condenar a una persona por algo que no constituye una falta. La potestad que tiene el
Banco Central de la República Argentina sólo puede tener como antecedente una
transgresión al régimen legal. La expresa alusión del legislador a una infracción a la ley de
entidades financieras, sus normas reglamentarias y resoluciones que dicte el Banco
Central, sustenta por sí misma, de manera concluyente, la necesidad de que la conducta
esté prevista como falta. Ese es el sentido que corresponde asignar a la norma, por cuanto
la ley debe interpretarse computando que los términos empleados no son superfluos, sino
que han sido utilizados con algún propósito (Fallos: 200:165 y 299:167); corresponde
concluir —entonces— que el empleo del término 'infracción' no hace más que ratificar,
precisamente, la exigencia ínsita de que la conducta se encuentre descripta como tal".
Para cerrar el criterio, indicó el más Alto Tribunal que "...la interpretación que realiza la
Superintendencia del art. 41 —y que el a quo mantiene por no considerar arbitraria— no
puede ser admitida, toda vez que de ese modo —y tal como se explicará ut infra— aun

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una conducta no tipificada como infracción podría dar lugar a la imposición de una sanción
por el Banco Central de la República Argentina" y que "...sin perjuicio de los amplios y
discrecionales poderes de la autoridad monetaria en orden a sus facultades
sancionatorias, es claro que a la luz de la Constitución Nacional y los tratados
internacionales incorporados a ella, aquéllos siempre están condicionados al respeto del
principio de legalidad. Por tal razón, si bien el 'derecho administrativo penal' puede
manejarse por sus características definitorias con cierta relatividad en relación a
determinados aspectos como por ejemplo en lo que hace a la estructura misma de los
tipos de infracción —que admite la remisión a normas de menor jerarquía—, así como un
modo distinto de graduar las sanciones y ciertas particularidades procesales que serían
inadmisibles en un enjuiciamiento penal, jamás puede apartarse del respeto a la garantía
constitucional de la ley previa. Dicho de otro modo: una cosa es considerar que la
previsión no estrictamente penal puede ser más laxa en cuanto a la configuración del
aspecto subjetivo de la conducta (dolo o culpa) o en lo relativo a la intensidad de
afectación del bien jurídico (daño potencial o real en palabras del a quo) y otra muy distinta
es considerar que la sanción de multa por una infracción no debe condicionarse a que ésta
se encuentre prevista como tal en una norma anterior al hecho. Ello es así por cuanto, más
allá de esas características propias, no es dudoso el carácter represivo de la norma. Por
consiguiente, el carácter de infracción —y no de delito— no obsta a la aplicación de las
garantías constitucionales básicas que se fundan en la necesidad de que exista una ley
para que una persona pueda incurrir en la comisión de una falta pasible de sanción (conf.
arg. Fallos: 304:849; énfasis agregado)".
Sin embargo, aquí también corresponde acudir a la integración del ordenamiento
argentino con los Tratados de Derechos Humanos y la jurisprudencia de los tribunales
encargados de su aplicación. Ello es importante en la especie porque, al sentenciar el caso
"López Mendoza vs. Venezuela", la Corte Interamericana sostuvo:
"La Corte considera que en el marco de las debidas garantías establecidas en el
artículo 8.1 de la Convención Americana se debe salvaguardar la seguridad jurídica sobre
el momento en el que se puede imponer una sanción. Al respecto, la Corte Europea ha
establecido que la norma respectiva debe ser: i) adecuadamente accesible, ii)
suficientemente precisa y iii) previsible. Respecto a este último aspecto, la Corte Europea
utiliza el denominado 'test de previsibilidad', el cual tiene en cuenta tres criterios para
determinar si una norma es lo suficientemente previsible, a saber: i) el contexto de la
norma bajo análisis; ii) el ámbito de aplicación para el que fue creado la norma, y iii) el
estatus de las personas a quien está dirigida la norma... (E)n consecuencia, al no cumplir
con el requisito de previsibilidad..., la Corte concluye en el presente caso se vulneraron los
artículos 8.1, 23.1.b y 23.2, en relación con los artículos 1.1 y 2 de la Convención
Americana"(195).
El tema de la previsibilidad hace, obviamente, a la interpretación de la norma
infraccional y no refiere tan solo a un tema de aplicación temporal, sino a un aspecto más
amplio. Por cierto, es necesario que la descripción de la conducta por la ley formal y su
concreción por la "remisión reglamentaria" sea claramente inteligible por su destinatario,
para que este pueda adaptar o no su conducta a la exigencia normativa. Es preciso
desterrar la idea de las "celadas administrativas", porque la potestad sancionadora no
tiene por finalidad el castigo, sino el cumplimiento de la norma(196).
Como ha explicado Zaffaroni: "Esta formulación del principio de reserva requiere,
además, que el sujeto pueda haber conocido lo prohibido, puesto que el único sentido de
la ley previa es la posibilidad de conocimiento de la prohibición, que de otro modo no
existiría"(197).
Tanto la ley previa como la norma reglamentaria deben establecer claramente la
conducta descripta, a fin de desalentar la "discrecionalidad administrativa", en los términos
exigidos por el Documento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el
Acceso a la Justicia como garantía para la protección de los Derechos Económicos,
Sociales y Culturales, emitido en Septiembre de 2007, que recoge todos los principios
establecidos por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos,

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relacionados con la "tutela administrativa efectiva" y la "tutela judicial efectiva" y parece
especialmente aplicable en la especie.
Al respecto, el párr. 97 del documento recién citado indica expresamente: "...el SIDH ha
fijado posición sobre la aplicación de las garantías del debido proceso legal en ámbitos
administrativos. Así, ha establecido la obligación de los Estados de contar con reglas
claras para el comportamiento de sus agentes, a fin de evitar márgenes inadecuados de
discrecionalidad en la esfera administrativa, que puedan fomentar prácticas arbitrarias o
discriminatorias...".
En tal orden de ideas, parece indispensable recordar que el art. 2º del Cód. Civ. y Com.
de la Nación argentina establece que "la ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus
palabras, sus finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los tratados
sobre derechos humanos, los principios y los valores jurídicos, de modo coherente con
todo el ordenamiento".
En este marco se inscribe, pues, la prohibición del recurso a la analogía para que el
destinatario de la remisión reglamentaria pudiera hacer una interpretación extensiva de la
conducta infraccional al tiempo de ejercer la colaboración que le solicita la ley formal,
aspecto que habrá de verse más adelante, en la aplicación de las normas de competencia
y de conducta que debe regir la actuación de las administraciones públicas en la aplicación
de la norma sancionadora. Toda vez que en este capítulo se trata de la creación de la
norma infraccional, dígase que esta debe estar redactada de modo de desalentar esa
interpretación extensiva inconciliable con el recaudo de previsibilidad hoy contenido en la
jurisprudencia que aclara los alcances del Sistema Interamericano de Derechos Humanos
y, en su consecuencia, en la Constitución argentina.
Es preciso advertir que aquella analogía inconciliable con la Constitución Nacional y los
principios de la Convención Americana de Derechos Humanos es la llamada in malam
parte, esto es, el procedimiento que extiende el contenido de la norma por vía
hermenéutica, para hacer posible la sanción por una conducta que el legislador no previó
expresamente.
En este sentido, resulta aleccionador el voto del Dr. Enrique S. Petracchi, emitido sobre
materia penal, pero claramente aplicable al ámbito de la potestad sancionatoria de las
administraciones públicas en especial a la luz de la jurisprudencia de la Corte
Interamericana ya citada, cuando sostuvo: "Ahora bien, en materia penal se debe ser más
exigente y fijar criterios más rígidos, por imperio de plausibles reglas propias de ese
derecho (e.g. mandato de determinación, prohibición de analogía in malam parte, mandato
de certeza, etc.), que se traducen en el requerimiento de que sean expresados en la
decisión los fundamentos del procedimiento de subsunción, método tradicionalmente
considerado como reaseguro del principio de legalidad. Dicho procedimiento, que consiste
en comprobar si un hecho posee todas las características que la ley fija para que exista un
delito, opera básicamente como un silogismo en el cual la premisa mayor está constituida
por la norma, la premisa menor por el hecho, y la conclusión, por la decisión. Su objetivo
es, justamente, que toda sentencia penal de condena sea un ejercicio de coherencia y
claridad del pensamiento. Para que esto sea posible se deben evitar la congestión de
argumentos y el espesamiento del lenguaje usado en forma negligente... Se requiere, en
suma, un lenguaje riguroso que evite lo indefinible porque lo indefinible no se puede
juzgar(198).
También aquí la ley española 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público recoge
el criterio correcto, a mi juicio, cuando establece, en su art. 27, punto 4 que "4. Las normas
definidoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de aplicación analógica",
criterio que también han consagrado los regímenes de faltas de las Provincias de Santa Fe
(ley 13.451, en su art. 2º) y Mendoza (ley 3365,art. 2º).
Uno de los aspectos trascendentes, en materia de interpretación, es el peso que
corresponde otorgar a los precedentes administrativos en la materia(199). Por cierto, cuando
la Administración ha mantenido una conducta permanente y continuada sobre una
determinada manera de interpretación de la norma infraccional vincula a aquella(200), no

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puede —so pretexto de un error en esa interpretación a la luz de un criterio posterior—
abandonar aquel criterio interpretativo reemplazándolo por otro y pretender, a la vez, que
el nuevo criterio se aplicara retroactivamente, sosteniendo que era la única manera válida
de establecer los alcances de la norma interpretada. Es claro que la Administración podría
sustituir el criterio, pero esa sustitución solo podría tener efectos hacia el futuro, esto es:
para la regulación de conductas que se realizaran con posterioridad a la nueva
hermenéutica.

4.3.5. Principios de aplicación espacial de la potestad sancionatoria de las administraciones


públicas
La potestad sancionadora del Estado se corresponde, ordinariamente, con el territorio
sobre el que ejerce su poder y ello resulta aplicable tanto a su especie penal como a las
correspondientes a las administraciones públicas.
Sin embargo, la afirmación no es —en especial en estos tiempos de aldea global— tan
lineal y bajo la expresión aplicación de la potestad sancionatoria en el espacio, deberían
examinarse los principios y normas que delimitan espacialmente la aplicación de esa
potestad, que derivan de los antecedentes y la práctica que siguen, ordinariamente, los
Estados.
Por lo general, en el ámbito de la potestad sancionadora del Estado, se consideran los
principios de territorialidad, real o de defensa, de nacionalidad activa o pasiva, de justicia
universal y de justicia supletoria(201).
4.3.5.1. El principio de territorialidad
La primera aproximación al tema de la aplicación espacial de las leyes que establecen
infracciones y sanciones conduce necesariamente a considerar el principio enunciado en
el epígrafe, que podría describirse como aquel criterio según el cual corresponde la
aplicación exclusiva de la ley que establece la infracción y la sanción, así como las
disposiciones que la completan derivadas de la remisión reglamentaria, a todos los hechos
que configuren el tipo previsto en el territorio sobre el que la ley tiene su vigencia, con
prescindencia de la nacionalidad de los sujetos activos y/o pasivos del delito como así
también de la nacionalidad o ubicación de los bienes jurídicos lesionados o puestos en
peligro.
La doctrina del derecho penal identifica a este principio como el punto de conexión
básico del derecho penal internacional(202) criterio que también reconociera la Corte
Permanente de Justicia Internacional en el caso Lotus de 1927(203).
El principio supone una consecuencia doble, pues mientras postula la aplicación
exclusiva y excluyente de la ley vigente en el territorio en el que se concreta la conducta
infraccional, también predica la inaplicabilidad de toda ley que carezca de este ámbito de
espacial de vigencia y, por aplicación de la doctrina de los actos propios —debidamente
interpretada— el reconocimiento de la inaplicación de las leyes y reglamentos
infraccionales propios a las conductas realizadas fuera del país, con las excepciones que
habrán de verse.
Es que el principio de territorialidad, tanto en el ámbito penal como el infraccional, no
parece suficiente para explicar los verdaderos límites del ámbito de vigencia de la potestad
sancionadora del Estado y aún de la potestad sancionadora de las administraciones
públicas, aunque es necesario partir de este principio fundamental.
En el contexto de la potestad sancionadora de las administraciones públicas en una
república federal, como es el caso de Argentina, la cuestión recibirá una complicación
adicional, porque el ámbito de regulación de las normas infraccionales se extenderá a
todos el territorio sobre el que la Nación ejerce jurisdicción, si se tratara de la custodia de
intereses federales, que habilitan su caracterización y sanción por normas federales. En

71
cambio, cuando se tratare de intereses sobre cuya regulación no hubiera mediado
delegación de facultades en el gobierno federal, pareciera que la disciplina solo alcanzaría
al territorio de la Provincia reguladora, extremo que —según se verá más adelante— es
menos preciso en el campo interno de la Nación que en el campo internacional.
Desde este punto de partida, puede decirse que es un criterio pacífico que la ley
infraccional y los reglamentos a los que remite se aplican, por regla general, dentro del
territorio del Estado nacional o provincial sometidos a su jurisdicción, a todos los
habitantes, sean nacionales o extranjeros, domiciliados o transeúntes(204).
En el ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones públicas, se hace
más notoria la conveniencia que explicitara Mir Puig respecto de las leyes penales(205), al
señalar que tienen base en la necesidad del Estado de mantener el orden público dentro
del espacio geográfico en el que ejerce su soberanía y de apaciguar mediante la pena la
alarma que causa el delito en el propio territorio en que se comete.
Parece evidente que la sola enunciación del principio obliga a considerar el término
territorio, desde su punto de vista jurídico, que no solo comprende a su espacio físico y
geográfico, sino también a los lugares sometidos a su jurisdicción(206). En este concepto
jurídico ingresará la superficie geográfica existente dentro de los límites fijados de acuerdo
con los tratados internacionales, las aguas jurisdiccionales (mar territorial), el subsuelo y el
espacio aéreo correspondiente a los límites anteriormente señalados, así como también el
llamado "territorio flotante"(207), aunque se sigue del criterio que, en caso de guerra, la
jurisdicción se extiende al límite del espacio ocupado por el ejército en operaciones y, a
diferencia de lo que podría postularse respecto de la potestad sancionatoria penal, también
se extenderá a los locales en donde funcionan nuestras embajadas y legaciones
diplomáticas situadas en el extranjero, aunque se justifique esa aplicación por principios
básicos de las relaciones diplomáticas entre los Estados.
Pero también será necesario establecer, a la luz del tipo enunciado por la ley formal y
completado por la norma reglamentaria, el lugar en que se concreta la conducta
infraccional(208). La problemática exhibe sus mayores dificultades en todas aquellas
infracciones en las que la acción y el resultado se produzcan en lugares diferentes, en
tanto sujetos a distintas soberanías.
Ello ocurre en muchos ámbitos de la potestad sancionadora de las administraciones
públicas, cuando la acción se integra por varias figuras complejas, como ocurre con el
caso de infracciones de la ley que reprime el lavado de activos, los casos
medioambientales, las cuestiones de salud pública, entre otras.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina ha sostenido que, si bien el
comienzo de ejecución del delito de tentativa de contrabando de importación se produjo en
Uruguay, es competente el juez argentino, pues en su territorio es donde debía producirse
su consumación y donde el delito debía producir sus efectos, en los términos del art. 1º del
Cód. Penal. Ello así, pues cuando el delito importa una lesión al orden jurídico nacional es
indiscutible la competencia nacional para juzgar o castigar a quien lo cometió. Tal es el
sentido que debe asignarse al concepto de "lugar de comisión de delito de contrabando",
previsto en el art. 1º del Cód. Aduanero(209). Parece claro que tal criterio podría extenderse
cuando no se tratara del delito de contrabando sino de una infracción administrativa
establecida en el mismo Código.
Afirma Antonini que para establecer el lugar de comisión podría recurrirse a la teoría de
la voluntad que interpreta como lugar de comisión el lugar en el que el sujeto ha llevado a
cabo su acción u omisión delictiva, en el caso infraccional; o bien a la teoría del resultado,
según la cual se entiende que la comisión ocurre en el territorio en el que se produce el
resultado o consecuencia de la conducta activa u omisiva del sujeto que tipifica la
infracción o aún a la teoría de la ubicuidad que considera que la infracción se estima
cometida tanto en el lugar donde el sujeto ha realizado la manifestación de la voluntad o
donde debiera haberse realizado la acción u omisión, como en el lugar donde se ha
producido el resultado o efectos de aquella(210).

72
4.3.5.2. El principio real, de defensa o de protección de intereses
Sin embargo, la estrecha vinculación de las potestades sancionadoras de las
administraciones públicas con la protección de riesgos sociales e intereses de la
Administración —extremo que no justifica por sí la identificación ontológica de las faltas en
una categoría diversa de los delitos— obliga a considerar el principio considerado en este
subtítulo.
Este criterio postula la sujeción de toda conducta que ponga en riesgo o vulnera ciertos
bienes o intereses estatales o administrativos a la ley que crea la infracción y fija la
sanción y a los reglamentos a los que remite, aun cuando aquella conducta se hubiera
desarrollado fuera del territorio del país emisor de la norma jurídico infraccional(211).
Es necesario poner de relieve que la afectación de los bienes o intereses estatales
custodiados por el principio real también es perseguida cuando ocurre por infracciones
cometidas dentro del territorio del Estado, aunque en tal caso su operatividad es
desplazada con base en el principio de territorialidad. Sin embargo, esta distinción deberá
hacerse cuando esté en juego el carácter federal o local del interés protegido por la
conducta infraccional o la existencia de un caso de "facultades concurrentes", como
ocurre, por ejemplo, en las infracciones medioambientales.
Podría pensarse que, tanto en materia penal como en el ámbito infraccional, el principio
central es el real, de protección o de defensa(212), afirmando que el fin último de la
tipificación de la infracción y la aplicación de la sanción estriba en la necesidad de proteger
los bienes o intereses jurídicos existentes bajo la jurisdicción del Estado que la promulga,
tutela que determina la vigencia en el ámbito espacial de dicha ley penal, sin embargo, la
doctrina más autorizada postula que su aplicación debe considerarse subsidiaria(213).
Para Jescheck(214), en el ámbito del derecho penal, pero con obvia aplicación al de las
infracciones administrativas, el fundamento del principio está dado por la propia actuación
del infractor que es quien crea, por la dirección de su ataque, la relación con el poder
punitivo del Estado. Este autor añade que prácticamente la mayoría de las veces los
Estados y sus intereses no son protegidos por el derecho de otros países, así que la
intervención del propio poder punitivo es el único medio de asegurar esta protección frente
a los ataques provenientes del exterior cometidos en el extranjero por extranjeros.
Para evitar que se suponga una especulación meramente académica en la materia,
veamos un ejemplo concreto: La Ley de Lealtad Comercial, 22.802 —con las
modificaciones que sufriera a partir del dec.-ley 2284/1991 y de las leyes posteriores
24.240, 25.380, 25.966, 26.179, 26.371, 26.422 y 26.993, describe la obligación de insertar
en el etiquetado de los productos que se comercialicen en el país su denominación; el
nombre del país donde fueron producidos; su calidad, pureza o mezcla; y las medidas
netas de su contenido, que deberán estar escritas en idioma nacional, prohibiendo
cualquier mención o descripción que pudiera inducir a error, engaño o confusión respecto
de la naturaleza, origen, calidad, pureza y cantidad de los frutos y productos. Esa misma
ley establece, en su art. 18 que "el que infringiere las disposiciones de la presente ley, las
normas reglamentarias y resoluciones que en su consecuencia se dicten, será pasible de
las siguientes sanciones: a) Multa de pesos quinientos ($ 500) a pesos cinco millones ($
5.000.000); b) Suspensión de hasta cinco (5) años en los registros de proveedores que
posibilitan contratar con el Estado; c) Pérdida de concesiones, privilegios, regímenes
impositivos o crediticios especiales de que gozare; d) Clausura del establecimiento por un
plazo de hasta treinta (30) días".
No es dudoso que la norma tiene a la protección del consumidor como conjunto, fijando
así un interés estatal en la preservación de la parte vulnerable de la relación de consumo.
En el contexto actual, tampoco podría siquiera dudarse que innumerables ventas y
comercializaciones de productos y frutos se realizan de modo virtual desde el exterior del
país y constituyen la "comercialización en el país" a la que alude la ley citada, toda vez que
el vendedor se hace cargo de la entrega del producto en el domicilio del consumidor. En
este caso, en mi opinión, la empresa vendedora —extranjera— se encuentra claramente
sujeta a las sanciones previstas en la ley 22.802, en caso de infracción de las obligaciones

73
que establece y es evidente que no podría invocarse el principio de territorialidad, porque
la conducta se realiza en el exterior del país, pero sí el principio real o de defensa.
4.3.5.3. Los restantes principios de la aplicación espacial
En mi opinión, los restantes principios que regulan la aplicación de la ley penal no
resultan aplicables a la potestad sancionatoria de las administraciones públicas y pueden
dar lugar a algunos de los matices a los que se ha referido la jurisprudencia española
cuando se detuvo a examinar la traslación de los principios del derecho penal a nuestro
objeto de estudio.
Por cierto, no parece posible pretender la aplicación del principio de nacionalidad activa
o de nacionalidad pasiva, como tampoco el principio de subsidiariedad ni el de justicia
universal para el tratamiento de las infracciones administrativas. No se me oculta que
algunas normas infraccionales pueden dar lugar a agresiones contra derechos protegidos
por las Convenciones Internacionales de Derechos Humanos, como ha ocurrido con las
normas que autorizan el despido de empleados públicos. Sin embargo, la exigencia del
control de convencionalidad y constitucionalidad oficioso que, según ya se ha visto, se
exige de todo aquel que pueda dictar actos materialmente jurisdiccionales, o la
intervención de un Tribunal supranacional en custodia de tales derechos, en modo alguno
supone una modificación de la ley aplicable. Porque es el propio orden jurídico nacional,
que recogiera la validez de esas Convenciones o Tratados en su sistema, el que reclama
el control de convencionalidad, como forma de aplicación de su propio derecho o el que da
sustento a la intervención de los tribunales internacionales(215).
Advierto, no obstante, que algunos países han pretendido extender la vigencia de sus
normas infraccionales a conductas ocurridas fuera de sus territorios por sus nacionales o
aún para invalidar la aplicación de sanciones a sus nacionales, reivindicando el criterio de
juzgar la validez de las resoluciones que las aplican. La ley RICO de los Estados
Unidos(216) se ha constituido en un ejemplo de este tipo de legislaciones.

4.3.6. La vigencia temporal de las leyes y reglamentos infraccionales. Las leyes interpretativas y
el principio de la ley más benigna
Es acertado señalar que uno de los problemas que genera más debates en el ámbito
de la potestad sancionadora de las administraciones públicas es el relativo a la aplicación
de la ley y los reglamentos a los que remite, con relación al tiempo.
Debe iniciarse el análisis por la mención del art. 7º del Cód. Civ. y Com. de la Nación,
que establece: "A partir de su entrada en vigencia, las leyes se aplican a las
consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes.
"Las leyes no tienen efecto retroactivo, sean o no de orden público, excepto disposición
en contrario. La retroactividad establecida por la ley no puede afectar derechos amparados
por garantías constitucionales. Las nuevas leyes supletorias no son aplicables a los
contratos en curso de ejecución, con excepción de las normas más favorables al
consumidor en las relaciones de consumo".
Si se considera que el método de interpretación debe tener en cuenta las disposiciones
que surgen de los tratados de derechos humanos (art. 2 del mismo Código ya citado), que
el art. 9º de la Convención Americana establece que "nadie puede ser condenado por
acciones u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el
derecho aplicable" y que la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos (casos:
"Baena vs. Panamá"; "López Mendoza vs. Venezuela" y "Maldonado Ordoñez vs.
Nicaragua", entre otros) ha extendido este recaudo al ámbito de la potestad sancionadora
de las administraciones públicas, será forzoso concluir que la retroactividad infraccional y
sancionatoria no es conciliable con el sistema jurídico argentino porque viola derechos
amparados por garantías constitucionales.

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Ha de partirse, pues, por el axioma según el cual la ley formal y el reglamento al que
remite, así como cualquier interpretación general que se realice de ellos, debe ser previa a
la conducta que se pretende sancionar.
Sin embargo, este axioma —aparentemente transparente— aparece opacado por dos
circunstancias que no pueden dejar de considerarse: a) el dictado de leyes o reglamentos
de carácter interpretativo y b) el principio de la ley más benigna.
4.3.6.1. Las leyes interpretativas. Un concepto riesgoso para las garantías en juego
La cuestión de las leyes interpretativas, en especial en materia penal, ha dado lugar a
una frondosa jurisprudencia que examinó dos cuestiones diversas, a saber: cuándo puede
juzgarse que una ley es meramente interpretativa y si aún se considerara así, si
correspondía aplicar la nueva ley retroactivamente en el campo sancionatorio.
Es importante advertir, desde este mismo inicio, que cuando en este punto se habla de
leyes interpretativas se hacer referencia a las leyes formales que interpretan otras leyes
formales, porque la remisión reglamentaria no puede resolver la oscuridad de una norma
legal, en tanto ello importaría acudir a la práctica declarada incompatible con la
Constitución Nacional a partir del fallo "Mouviel" ya comentado en el apart. 4.3.3.1 de este
capítulo.
Para establecer si una ley es realmente interpretativa de una anterior debe
establecerse, que ha mediado oscuridad en la norma anterior que necesita ser superada y
que la norma posterior no crea ninguna condición o circunstancia ex novo respecto de la
ley anterior.
La cuestión tuvo extenso desarrollo en la Corte Suprema de Justicia Argentina con
motivo del debate respecto de la aplicación del art. 7º de la ley 24.390, posteriormente
derogado por la ley 25.430, que establecía una valoración especial a los días de prisión
preventiva respecto del cómputo de la pena, habiendo el Congreso de la Nación dictado
más tarde la ley 27.362 que interpretara aquel art. 7º, a raíz de la existencia de algún fallo
de la Cámara de Casación, estableciendo que no podría ser aplicado a delitos de lesa
humanidad, genocidio, o crímenes de guerra, según el derecho interno o
internacional(217) y agregando que tal interpretación se realizaría aún respecto de las
causas en trámite.
Más allá de la opinión ética, social y política que pudiera merecer el otorgamiento de un
beneficio como el contenido en el art. 7º de la ley 24.390 a los autores de delitos como los
señalados en la ley 27.362, una lectura absolutamente objetiva y desapasionada de la
cuestión de derecho planteada obliga a concluir que esta última ley no tuvo carácter
interpretativo, pues estableció excepciones no contenidas en el art. 7º de la ley
24.390, que, además, tampoco podía considerarse necesitada de interpretación alguna,
toda vez que los tribunales nacionales ya la había interpretado de manera completamente
opuesta a la pretendida por el legislador en la ley 27.362, como también que, aun cuando
se le otorgara ese carácter interpretativo, su aplicación a hechos anteriores a su vigencia
contrariaría el principio de reserva de ley previa(218).
Realizo esta advertencia porque ante el estrépito generado por la aplicación del
beneficio establecido en la ley 24.390 a los autores de crímenes de lesa humanidad y la
necesidad de dar respuesta a un justificado clamor social, la mayoría de la Corte Suprema
resolvió la pertinencia de aplicar a la especie la ley 27.362 invocando su condición de ley
interpretativa y, con base en ello, la posibilidad de aplicarse retroactivamente.
A pesar de coincidir con las razones de orden moral, social y político que pudieran
fundar esa posición, disiento básicamente con ella desde la perspectiva jurídica, no solo
porque la ley 27.362 no puede considerarse interpretativa por la mera opinión de los
legisladores —dado que la atribución de esa calidad debe reservarse a los jueces, según
también recuerda el voto de la mayoría— sino porque su aplicación retroactiva resulta
vedada por el sistema jurídico argentino.

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En tal sentido, parece poco útil la cita que el voto de la mayoría hace de los
precedentes de Fallos 108:389 —en el que se trataba un cobro de pesos—, 268:446 —que
específicamente condena la aplicación retroactiva de leyes interpretativas—, 274:207 —
que se refiere a regímenes jubilatorios— y 285:447 —que atañe a una interpretación de
leyes tributarias respecto de beneficios futuros—. Tampoco creo que la convocatoria del
precedente de Fallos 254:315 de mayor andamiaje a la conclusión, pues se trataba allí de
la aplicación de una ley de amnistía y su extensión a supuestos no considerados por el
legislador, criterio que a mi juicio difiere del caso de la creación de delitos o faltas o la
fijación de sanciones para ellos.
Es que se hace evidente que, si el propio legislador considera necesario interpretar la
ley anterior por su oscuridad, mal podría pretender que el destinatario de la norma
conociera acabadamente la conducta prohibida por la norma de modo que pudiera ajustar
su conducta a ella, extremo que justamente es la base que justifica el principio de la ley
previa y la exigencia de "previsibilidad" en su interpretación.
En este sentido, coincido con la opinión de Fierro, quien con cita de Jéze expresa: "...si
la ley interpretativa no modificaba nada, carecía entonces de toda utilidad y si, por el
contrario, cambiaba algo, era entonces una ley nueva que no podía escapar a la regla
general elaborada en torno a la irretroactividad"(219).
Pero aquello que creo más grave del razonamiento seguido es que abre el camino a
interpretaciones extensivas de normas incriminatorias, realizadas ex post por el propio
legislador, vía interpretativa que podría dar lugar a su extensión para justificar la extensión
—vía ley aclaratoria— analógica de normas penales, vulnerando así el principio de
legalidad previa constitucional(220).
Entiendo, por todo lo hasta aquí expuesto y en particular a partir de los contenidos
explícitos del art. 9º de la Convención Americana de Derechos Humanos y su aplicación al
ámbito penal y al de las sanciones administrativas, así como al de la disciplina de los
empleados públicos, que no es posible postular la aplicación retroactiva de las leyes más
gravosas, aun cuando pudieran invocar una pretendida condición interpretativa, en el
ámbito de la potestad sancionadora del Estado ni en sus especies penal o de las
administraciones públicas.
4.3.6.2. El principio de la ultraactividad o la retroactividad de la ley penal más benigna
Uno de los principios más valorados del derecho penal es aquel que postula la
aplicación ultraactiva o retroactiva de la ley penal más benigna. El principio no tenía
andamiaje constitucional y había sido establecido en el art. 2º del Cód. Penal.
Es preciso advertir que, a tenor de lo previsto en la norma recién citada, el principio
resulta aplicable cuando la norma más favorable tiene vigencia en algún tiempo en el lapso
que transcurre entre el hecho delictual, su sanción definitiva y el cumplimiento total de la
sanción, debiendo agregarse que su aplicación debe ser resuelta de oficio.
En el derecho alemán ha explicado Frister que el juez debe aplicar la ley vigente al
momento del hecho, aunque si dicha ley ha sido modificada antes de su enjuiciamiento,
conforme al par. 2, I del Cód. Penal alemán, le corresponderá aplicar la más benigna de
todas las leyes vigentes entre la realización de la conducta del autor —
independientemente del momento en que ocurre su resultado— y su enjuiciamiento,
agregando que si bien el principio no deriva de la Ley Fundamental alemana, "...está
asegurada tanto en el Derecho internacional como también en el alemán, al menos en
principio...", agregando que el principio "...no es una concesión a los autores de hechos
punibles, sino solo una consecuencia del fin de la pena..."(221).
El autor recién citado advierte, a renglón seguido, que el principio no es aplicable en el
caso de modificación de leyes penales que sirvieran para la superación de una situación
social pasajera, a las que llama leyes transitorias. En ese campo, la jurisprudencia
argentina no ha sido uniforme en su aplicación. Se sostiene, en algunos casos que no
corresponde hacer aplicación de la ley más benigna por cuanto de otro modo las medidas
de emergencia carecerían de efecto real, o tampoco si la conducta seguía siendo

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incriminada, aunque se modificaban aspectos meramente cuantitativos(222).
Contrariamente, se alega que si al tiempo de la sanción el orden jurídico ya no considera la
conducta como afectación del interés que había justificado su sanción, resultaría
inadecuado a los principios constitucionales, al menos en nuestro derecho positivo,
mantener la condena al imputado(223).
Otro punto complejo es el de las leyes penales en blanco, que remiten a otra ley o bien
a una norma reglamentaria —extremo que acerca la cuestión decididamente al campo de
la potestad sancionadora de las administraciones públicas—. A este respecto, Zaffaroni
hubo de señalar, desde hace tiempo, que la norma extrapenal integra la ley penal de modo
que la alteración de esta última que beneficia al sujeto debe interpretarse retroactivamente,
pues se trata de un caso de aplicación retroactiva de ley penal más benigna, que se rige
por los principios generales de esa retroactividad(224), criterio que ha seguido la
jurisprudencia mayoritaria(225).
El derecho español recogió el principio en el art. 26 de la ley 40/2015 de Régimen
Jurídico del Sector Público, que establece "1. Serán de aplicación las disposiciones
sancionadoras vigentes en el momento de producirse los hechos que constituyan
infracción administrativa. 2. Las disposiciones sancionadoras producirán efecto retroactivo
en cuanto favorezcan al presunto infractor o al infractor, tanto en lo referido a la tipificación
de la infracción como a la sanción y a sus plazos de prescripción, incluso respecto de las
sanciones pendientes de cumplimiento al entrar en vigor la nueva disposición".
Es importante advertir que la fórmula de la ley recién citada es comprensiva de todas
las hipótesis del principio, esto es: de la ultraactividad y de la retroactividad de la ley más
benigna, toda vez que la extensión cronológica de efectos, aunque hubiera perdido
vigencia la ley está prevista en el punto 1 mientras la retroacción en el apart. 2 y la
referencia a la sanción incluye también el caso de la disminución de ella durante la etapa
de su cumplimiento.
Sin embargo, como se ha expuesto ya, la incorporación al texto constitucional
argentino, entre otros tratados, de la Convención Americana de Derechos Humanos, ha
elevado la jerarquía del principio contenido en el art. 9º de esta última, que ya no tiene solo
la jerarquía legal del art. 2º del Cód. Penal.
La modificación de la jerarquía normativa del principio no es un tema baladí. Así, la ley
19.359, reguladora del sistema de cambios en la República Argentina, establecía, en su
art. 20, inc. a), que el principio de la ley penal más benigna no resultaría aplicable en
materia de las multas establecidas en su art. 2º.
En ese particular campo de las infracciones administrativas, el tema mereció un
tratamiento especial en la jurisprudencia. Así, la mayoría de la Corte Suprema de Justicia
de la Nación decidió, al resolver el caso "Ayerza", que "las variaciones de la ley extrapenal
que complementa la ley penal en blanco no dan lugar a la aplicación de la regla de la ley
más benigna, cuando ese complemento de la norma penal es un acto administrativo
concebido ya por ella misma como de naturaleza eminentemente variable" y que "si se
aplicara indiscriminadamente el principio de la retroactividad benigna del art. 2º del Cód.
Penal, respecto de las leyes penales en blanco que se complementan con actos
administrativos, de naturaleza eminentemente variable, importaría despojarlas a priori de
toda eficacia, pues el ritmo vertiginoso con que se desenvuelve el proceso económico
desactualizaría rápidamente las disposiciones anteriores que intentaban protegerlos"(226).
El criterio de la mayoría del Tribunal en el precedente recién citado tuvo cuatro
disidencias. Las disidencias fundadas de los ministros Fayt, Boggiano y Bossert,
expresaron que "el inc. a) del art. 20 de la ley 19.359, que establece que no será aplicable
el principio de la ley penal más benigna previsto en el Código Penal a los supuestos
tipificados en el artículo 2º que imponen pena de multa, es incompatible con el derecho de
jerarquía constitucional que tiene el imputado a que se le aplique la ley penal más benigna,
por no configurarse en la especie las excepciones previstas a dicho principio por la
Convención Americana y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos"(227).

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A su vez, en la disidencia del ministro Enrique Petracchi, se expresó que "no es posible
pretender que una rama del derecho represivo o un determinado objeto de protección
estén genéricamente excluidos de la esfera de aplicación del principio de la retroactividad
de la ley penal más benigna, ya que de otro modo, el camino de una interpretación amplia
de este último, supuesto en el propósito de '...que el delincuente se beneficie lo más
posible de cualesquier modificaciones ulteriores de la legislación...' se vería inicialmente
sembrado de obstáculos que un examen particular podría revelar arbitrarios"(228).
Poco tiempo más tarde, la Corte hubo de sostener que la pretensión de la autoridad
administrativa de juzgar con un nuevo criterio hechos ocurridos con anterioridad a que
aquel se manifestase, importa calificar de ilícitas conductas realizadas con sujeción al
régimen que en esa época aquella consideraba aplicable, lo cual configura un claro
menoscabo de la garantía consagrada por el art. 18 de la Constitución en una materia que
—como lo es la referente a las multas aduaneras— tiene naturaleza penal(229).
He mencionado especialmente aquella disidencia propia de la sabiduría del Dr. Enrique
S. Petracchi en el fallo "Ayerza", porque ocho años después, en abril de 2006, la Corte se
remitió a esa disidencia, que transformó en holding del Tribunal para declarar nula la
aplicación de una sanción a Cristalux Sociedad Anónima(230) respecto de una infracción
administrativa al régimen de cambios y la condena a una persona jurídica.
Y la cuestión es trascendente porque la invocación del principio estuvo fundada, en el
caso "Ayerza", en la existencia de un derecho de jerarquía constitucional a la retroactividad
o ultraactividad de la ley penal más benigna, corroborado por la Convención Americana de
Derechos Humanos y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos.
De allí que la convocatoria de la disidencia del Dr. Petracchi para fijar el nuevo criterio
de la Corte no solo supone un caso de extensión de las garantías del derecho penal al
campo de la potestad sancionatoria administrativa, sino que contesta también el
cuestionamiento que se hace a la extensión a las personas jurídicas de los derechos y
garantías reconocidas a las personas humanas por los tratados de derechos humanos, en
el campo de las sanciones administrativas y en nuestro país. En este orden de ideas, no
podría dejar de señalarse que la Corte Suprema de Justicia de la Nación siguió aplicando
el principio de la ley penal más benigna en el ámbito infraccional en fallos posteriores y
respecto de personas jurídicas, en casos de responsabilidad solidaria con personas
físicas(231).
La cuestión ya no puede examinarse desde un punto de vista meramente legislativo,
porque el principio de ultraactividad o retroactividad de la ley más benigna está integrado a
la Convención Americana de Derechos Humanos y, por todo lo expuesto en las páginas
anteriores, extendido al ámbito de la potestad sancionatoria de las administraciones
públicas, con base en los fallos "Baena", "López Mendoza" y "Maldonado Ordoñez" de la
Corte Interamericana de Derechos Humanos ya citados.
Es que el art. 9º de la Convención expresamente dispone: "Tampoco se puede imponer
pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito. Si con
posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el
delincuente se beneficiará de ello".
En consecuencia, en mi opinión y al menos en el derecho argentino, ya no podrá
pretenderse la distinción entre leyes temporarias o permanentes o situaciones de
excepción, porque la jerarquía constitucional adquirida por el principio de la ley penal más
benigna(232), impide su subordinación a categorías académicas y a la pretensión de
sustraerlo en la aplicación de las potestades sancionatorias de las administraciones
públicas. Entiendo que este es el criterio que ha guiado a los legisladores del régimen de
Faltas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (ley 415,art. 3º), de la Provincia de
Mendoza (Código de Contravenciones, art. 3º), de Santa Fe (ley 13.451,art. 4º) y de
Corrientes (dec.-ley 124,art. 7º) al recoger el principio de la aplicación de la ley penal más
benigna para nuestro territorio de estudio.

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CAPÍTULO VI - EL TERRITORIO DE LA APLICACIÓN DE LA SANCIÓN ADMINISTRATIVA

I. EL RECORRIDO RACIONAL DEL APLICADOR DE LA POTESTAD SANCIONADORA


ADMINISTRATIVA
Es en el momento de la aplicación concreta de la sanción cuando la Administración
reclama con mayor vigor la matización de los principios generales del derecho penal —
que, a mi juicio, son en realidad y en general propios de la potestad sancionadora general
del Estado—, para evitar las cortapisas al ejercicio de ese poder que supone la aceptación
de aquellos principios y las garantías que le son inherentes, convocando para ello la
recordada doctrina del Tribunal Constitucional español, forjada desde hace más de
cuarenta años(233).
Ese reclamo, sin embargo, exige un examen previo que establezca cuáles son aquellos
principios y garantías que deben necesariamente ser respetados en el ámbito del derecho
penal para arribar a la "punibilidad" de una conducta, porque solo a partir de su
comprensión podrá concluirse sobre la procedencia o no de su traslación a la especie que
ahora nos ocupa.
En este sentido, así como es posible considerar una teoría del delito, en el ámbito de la
potestad sancionadora penal, también puede examinarse una teoría de la infracción
administrativa en nuestro ámbito de estudio(234), con el propósito de "...evitar el acaso, la
arbitrariedad, la desigualdad; se busca el logro de la seguridad jurídica", que debería estar
organizada también en un "conjunto de filtros por los cuales el hecho debe avanzar en la
comprobación de aquellas características esenciales"(235).
A estos fines, también en nuestro ámbito será necesario distinguir entre tres clases de
normas —comprensivo del conjunto entre la ley formal y la colaboración reglamentaria—,
las prohibitivas, las imperativas y las permisivas. Las dos primeras permitirían también una
clasificación de las infracciones. Pues, si se viola una prohibición de no hacer, nos
hallaríamos ante una infracción de comisión; mientras que si se infringe un precepto que
establece la obligación de hacer, nos hallaríamos ante una infracción por omisión.
La sancionabilidad de una conducta, en el ámbito de los principios y garantías del
derecho penal que, a mi juicio, son aplicables a toda la potestad sancionatoria del Estado,
reclama la comprobación sucesiva de una serie de presupuestos o estratos, que
normalmente se examinan separadamente para los casos de "comisión" y para los de
"omisión".
En el ámbito penal, se ha indicado que la teoría del delito aseguraría una aplicación
racional e igualitaria de las normas del derecho penal, mediante un procedimiento de
subsunción ante todos los casos que se presenten que reduzca la discrecionalidad judicial
en todo lo que signifique arbitrariedad.
Parafraseando estas ideas, podría decirse para nuestro objeto de estudio que la teoría
de la aplicación de la potestad sancionadora de las administraciones públicas describiría
un recorrido racional que debe hacer quien ha de ejercitar dicha potestad para reducir la
discrecionalidad administrativa(236), de modo que la falta de comprobación de los primeros
presupuestos impediría al aplicador continuar el análisis hacia los segundos y así hasta
llegar al elemento final de la sancionabilidad.
En tal sentido, al igual que en el campo penal, el derrotero racional del aplicador de una
norma infraccional a los fines de aplicar una sanción debería examinar, en primer término,
la existencia de una conducta. Únicamente ante su comprobación, podría considerar su
tipicidad objetiva y subjetiva y solo a renglón seguido su antijuridicidad y luego la
culpabilidad, para finalmente detenerse en la punibilidad o sancionabilidad del sujeto
destinatario. Resulta, a mi juicio, útil detenerse en el examen de cada paso de este
derrotero.

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II. UNA POTESTAD SANCIONADORA DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS DESTINADA
A CONDUCTAS DISVALIOSAS (ACTIVAS U OMISIVAS)
El primer paso de aquel iter discursivo ha de recalar en la existencia de un
comportamiento del sujeto destinatario de la norma, pues —como en el campo penal—
tampoco aquí puede validarse una potestad sancionadora del sujeto por su condición de
tal, sino solo una que considere una conducta externa activa u omisiva.
Por razones meramente pedagógicas, he de anticipar este examen, aun conociendo las
críticas formuladas a la posición por Roxin, que señala que tal procedimiento es
"innecesariamente complicado y carece de fundamento también desde el punto de vista
lógico-conceptual por cuanto la acción es una parte de la situación de hecho descripta en
el tipo..."(237), correspondiendo su análisis en ese contexto y no separado de él. Entiendo
que pueden considerarse la conducta, como actividad externa necesaria y su relevancia a
los fines sancionatorios, en el marco del análisis de los elementos objetivos del tipo. En tal
sentido, he tenido en consideración la opinión de Bacigalupo en su reivindicación del valor
subjetivo en la teoría de la acción(238).
Más allá de las fortalezas del cuestionamiento de la teoría del disvalor del resultado que
ha planteado Sancinetti(239), es necesario ponderar que el ámbito infraccional es un campo
en el que predomina la valoración de la acción desde la perspectiva del riesgo social, lugar
en el que el disvalor de acción adquiere una especial importancia.
El requerimiento de una conducta como presupuesto conduce necesariamente a la
exclusión de la acción cuando se constata la existencia de un acto reflejo, la consecuencia
de una fuerza física irresistible(240) o un estado de absoluta inconsciencia, casos que —en
mi opinión— son absolutamente trasladables al ámbito infraccional, aun en aquellos
supuestos en que se pretendan responsabilidades objetivas, sin perjuicio de la exigencia
—que solo podría ser establecida por una ley formal— de hacer más estricta la carga de la
prueba de descargo en determinadas infracciones(241).
La jurisprudencia ha establecido, en este sentido, que "la Constitución Nacional,
principalmente en razón del principio de reserva y de la garantía de autonomía moral de la
persona consagrados en el art. 19, no permite que se imponga una pena a ningún
habitante en razón de lo que la persona es, sino únicamente como consecuencia de
aquello que dicha persona haya cometido, de modo tal que el fundamento de la pena en
ningún caso será su personalidad sino la conducta lesiva llevada a cabo"(242).

III. LA TIPICIDAD

3.1. Sus elementos objetivos


Luego de un largo recorrido doctrinal desde Beling en 1906, la ciencia del derecho
penal ha terminado por reconocer que la tipicidad tiene aspectos objetivos y subjetivos.
Respecto de los aspectos objetivos, se ha advertido sobre la vinculación que ellos
deben guardar con la descripción conductual que en cada caso realiza la norma(243),
aunque también y, desde la óptica de la aplicación sancionatoria, se ha expresado que "el
tipo penal es una construcción que realiza el juez sobre la base de lo descripto en la ley.
Para facilitar esa reconstrucción y posterior compulsa con la acción realizada, la ciencia
penal ha identificado tres elementos de los tipos penales, que se refieren a los delitos de

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comisión dolosos y que se han convertido en el modelo base de todos los ilícitos: acción,
resultado e imputación objetiva"(244).
Entiendo que el predicado es claramente trasladable al campo infraccional y, para ello,
considero adecuado ingresar al examen de cada uno de estos elementos, a los fines de
verificar su concurrencia en el ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones
públicas, sin que la referencia a los casos de infracciones de comisión dolosa pueda
impedir la obtención de reglas generales, pues puede ser utilizado como modelo para la
comprensión de todo el sistema, sin perjuicio de las adaptaciones que deban hacerse en
los casos de infracciones culposas u de conductas omisivas.
a) El presupuesto de la acción ha sido considerado en el apartado precedente, al que
corresponde remitir. Tengo en claro que la conducta relevante ha de ser examinada desde
la perspectiva de la descripción normativa, en este caso infraccional. Pero no lo es menos
que sin una conducta (activa u omisiva) que exteriorice el sujeto, todo análisis sobre su
vinculación con una norma sancionatoria es estéril, en los términos del art. 19 de la CN.
En lo que refiere al resultado, Sancinetti ha indicado que la valoración de la conducta
por el logro de un resultado, que siempre es "azaroso", es un error, debiendo ponderarse
el disvalor de acción. No obstante, la falta de una norma general en materia de faltas que
contenga los principios generales aplicables a la tentativa hace pensar en que el resultado,
entendiendo por tal el material o el peligro creado por la conducta, se reclama como
presupuesto de la sancionabilidad.
La Ley General del Ambiente exige el "daño ambiental" como recaudo de la aplicación
de sanciones, sin perjuicio de presumir —salvo prueba en contrario— la responsabilidad
del autor por la sola constatación de la infracción a la normativa ambiental(245).
Distintamente, la Ley de Defensa del Usuario y Consumidor condena incumplimientos
normativos por el mero peligro y sin exigir la existencia de un daño concreto, aunque su
constatación es considerada a los efectos de la graduación de la sanción. Sin embargo,
pareciera evidente que se considera al riesgo implícito en las infracciones a las conductas
exigidas como el resultado que justifica la sanción(246). En parecidos términos, la Ley de
Lealtad Comercial castiga su incumplimiento con base en la idea del peligro creado(247). Me
apresuro a reiterar aquí que también existen figuras delictivas de mero peligro, de modo
que tampoco esta distinción podría justificar una división ontológica entre delitos y faltas.
No obstante, estas especificaciones de las leyes que establecen infracciones son
importantes a los fines de concretar el juicio sobre otros aspectos, porque en estos casos
la infracción se concreta por el solo conocimiento del tipo o del peligro que crea la
conducta descripta por la norma; aunque no haya mediado voluntad en la obtención
concreta del resultado, sino culpa por la negligencia en conocer o actuar del modo previsto
por el ordenamiento, o aún por existir responsabilidad objetiva derivada de una presunción
de esa falta de cuidado, que la ley establece, extremos que provocarían la imputación de
la conducta que autoriza la sanción.
b) Superado el presupuesto de la conducta relevante, parece claro que el primer
elemento de este espacio es la consideración del sujeto activo. Como en el ámbito del
derecho penal, tampoco en el ámbito de la potestad sancionadora administrativa, como
regla general, la descripción normativa repara en las condiciones especiales del sujeto,
aunque en algunos casos la calidad del sujeto —generalmente en el marco de relaciones
de sujeción especial que no se expresan en vulnerabilidad del sujetado— suponen el
agravamiento de las sanciones o recaudos especiales de comportamiento o prueba(248).
Lo expuesto no impide advertir que algunas normas consideran la extensión de la
responsabilidad en lugar de imponer la obligación conjunta o alternativa del pago de la
sanción, de modo que resulta difícilmente aceptable desde la perspectiva constitucional.
Veamos el caso del art. 8º del Código de Faltas de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires. Se indica allí que "cuando el/la autor/a de una infracción de tránsito no es
identificado/a, responde por la falta el/la titular registral del vehículo, excepto que acredite
haberlo enajenado mediante la presentación de la denuncia de venta efectuada ante el

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Registro Nacional de la Propiedad Automotor, o haber cedido su tenencia o custodia, en
cuyo caso está obligado a identificar fehacientemente al responsable y a presentarse junto
al presunto infractor". La redacción de la norma es poco feliz, porque presume la
responsabilidad "por la falta" del titular, en lugar de indicar que se presume la conducción
del vehículo por el titular registral, salvo prueba en contrario. Es claro que esta formulación
excluiría del caso a las personas jurídicas titulares de vehículos, pero también que en tal
caso la obligación de pago de la multa vendría dada por la previsión del art. 5º del mismo
Código.
En este orden de ideas, es importante advertir que la idea de extender la obligación de
pago de una multa no supone extender también la responsabilidad. De allí que la carga de
pagar la multa de tránsito, por ejemplo, no podría extenderse al "descuento de puntos" que
normalmente es consecuencia de la infracción. Así, parece mucho más cuidada la
redacción del art. 7º de ese Código, cuando dispone: "Las personas físicas o
jurídicas responden solidariamente por el pago de las multas establecidas como sanción
para las infracciones cometidas por sus representantes o dependientes o por quien o
quienes actúen en su nombre, bajo su amparo o con su autorización".
b.1. No obstante, en el ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones
públicas es preciso considerar un aspecto que no encuentra paralelo en el ámbito penal, a
saber: ¿es la extraneidad del sujeto a la Administración un requisito de la sancionabilidad?
Formulo este interrogante porque, durante un largo tiempo, la Procuración del Tesoro
de la Nación hubo de sostener que entre organismos de la Administración Pública
resultaban inconcebibles las sanciones contravencionales o de faltas, puesto que los
efectos patrimoniales de las multas que pudieran imponerse se revierten, en definitiva, al
propio Estado, como también que aunque las provincias y el Estado Nacional sean
personas jurídicas distintas, a los efectos patrimoniales de las multas no debe perderse de
vista que los poderes que uno y otras invisten no se compadecen con la recíproca
imposición de multas(249).
Más tarde, con fundamento en algunas normas legislativas expresas —arts. 1º 15 y 80
de la ley 14.391,art. 175 de la Ley de Aduanas (1962)— y de diversos pronunciamientos
de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la Procuración del Tesoro modificó aquella
doctrina originaria, pronunciándose a favor de la sancionabilidad de las empresas y
sociedades del Estado(250).
Para arribar al nuevo criterio se invocó sustento en la inexistencia de distinción en las
normas sancionatorias; en la diversidad entre el patrimonio de esos entes y el del Estado;
en la distinción entre la "no justiciabilidad" de la imposición de multas a otros organismos
estatales (con base en la ley 19.983) y su admisibilidad jurídica; en la necesidad de
transparentar los informes de resultados de las empresas excluyendo beneficios indebidos
por la falta de pago de sanciones.
Pero, además, y de modo principal, se indicó que "...cuando los entes estatales son
organizados bajo formas que los autorizan a actuar en el plano del derecho privado...
aquel principio no es suficiente para dejar de lado elementales razones que aconsejan, en
tales supuestos, no excluir a dichas entidades del régimen penal administrativo que en
cada caso resulta aplicable, del mismo modo en que se lo haga con los particulares..." y
que "...cuando dichos entes actúan como particulares se encuentran subordinados igual
que éstos a las mismas normas administrativas, por lo que son susceptibles de ser sujetos
pasivos de multas... ya que... (P)proceder en contrario implicaría no sólo transgredir las
normas pertinentes, sino también violar el principio que se ha intentado poner en práctica
al crear las categorías de las empresas del Estado... a saber el colocarlas en un pie de
igualdad con las empresas similares privadas, pero no sólo por medio de la eliminación a
su respecto de todas las trabas propias de la esfera administrativa... sino también
privándoles del uso de todo poder exorbitante y de todo privilegio que pudieran invocar
apelando a su carácter de entes administrativos..."(251). Este criterio fue ampliándose más
tarde para aplicarse a toda la organización administrativa(252).

83
La doctrina afirmada durante más de veinticinco años fue modificada el 5 de junio de
2001(253), al emitir la Procuración del Tesoro el dictamen previo a la decisión del Poder
Ejecutivo para la resolución de un conflicto —con base en la ley 19.983 y su decreto
reglamentario—, ley destinada a regular el procedimiento para la resolución de conflictos
interadministrativos de carácter pecuniario entre entidades u organismos integrados a la
estructura de la Administración Pública Nacional(254).
Allí se sostuvo que "dada la inexistencia de prerrogativas entre entidades estatales, no
resulta procedente la aplicación de multas entre ellas, sean éstas de naturaleza penal o
administrativa, por ello, corresponde desestimar la pretensión de la Administración Federal
de Ingresos Públicos, relativa a la aplicación de una multa que determinara de oficio por la
falta de retención y depósito de contribuciones destinadas al régimen de la seguridad
social, correspondientes a asignaciones complementarias no permanentes del personal de
la Universidad Nacional de Misiones" y que "...resulta contrario a la lógica y el buen sentido
admitir que el Estado y sus entidades puedan aplicarse recíprocamente sanciones ante la
unidad estatal; la actividad de la Administración se encuentra siempre enderezada a la
satisfacción del bien común, de manera que no resulta admisible presumir en los
organismos o entidades que lo integran conductas destinadas a incumplir el ordenamiento
y que la facultad de establecer multas entre entes estatales se encontraría en pugna con
las atribuciones del Poder Ejecutivo de resolver las controversias que se susciten entre
tales entes y establecer la responsabilidad de los funcionarios que corresponda".
Sin dejar de reconocer la importancia de los argumentos vertidos en el cambio de la
doctrina de la Procuración del Tesoro, entiendo que la nueva opinión halla óbice en
diversos fundamentos que no han sido considerados.
Dígase, en primer lugar, que el fundamento de la sanción administrativa a entes
públicos no surge de las relaciones de sujeción o de las potestades exorbitantes de otros
entes u organismos, sino de las previsiones legales expresas, como se indicara en los
dictámenes que extendieran las sanciones administrativas a los entes estatales ya citados.
Agréguese que, existiendo tal fundamento legal de la sanción, la pretensión de
reivindicar facultades del Poder Ejecutivo para no aplicarlas en el ámbito de la
Administración Pública a partir de la invocación de supuestas facultades constitucionales
no parece tal, pues también el presidente de la República se encuentra sometido en su
actuación a la ley, obligación de la que no puede desligarse ni siquiera en el ámbito de la
organización interna de su Administración.
Sosténgase, por último, que muchas veces el legislador ha establecido las multas en
custodia de bienes que podrían contar aún con respaldo constitucional, como ocurriría —
por ejemplo— con la libre competencia, la igualdad, la regulación de monopolios naturales
o legales, los derechos del usuario y del consumidor, etc., de modo que mal podrían
invocarse en su contra razones de organización administrativa.
Repárese, finalmente, en que, si bien las organizaciones administrativas están
enderezadas al logro del bien común, no es infrecuente que sus funcionarios —en una
interpretación fiscalista pero desatenta al orden jerárquico que corresponde imponer a los
fines de la organización— suelen utilizar las prerrogativas de sus organizaciones para
generarles situaciones de privilegio que, justamente, vulneran las pautas regulatorias del
legislador para la actividad de que se trata.
Por ello, entiendo que el principio de la sancionabilidad entre entes estatales debe
entenderse admisible, cuando las leyes que establecen las infracciones y las sanciones no
hacen distingos entre los sujetos sancionables.
b.2. Otra cuestión trascendente es el examen de la extensión de la responsabilidad a
las personas jurídicas, materia especialmente cara para la potestad sancionadora de las
administraciones públicas y que, en algún tiempo, pareció marcar un límite de separación
entre el derecho penal y el derecho administrativo sancionador, que algunos autores
todavía sostienen como válido(255).

84
Silvina Bacigalupo hubo de explicar, en su momento, que la discusión sobre la
responsabilidad de las personas jurídicas resurgió en Alemania luego de la segunda
guerra mundial, y encontró su base fáctica en la creciente importancia de las
corporaciones en la vida económica y el tráfico mercantil, pero también por la necesidad
de atender a una cuestión práctica, cual fue la existencia de la responsabilidad penal de
las personas jurídicas en el ámbito del derecho de ocupación de las Fuerzas Aliadas(256).
No es dudoso que muchas conductas infraccionales están directamente relacionadas con
la obtención de beneficios o la eximición de gastos y medidas de prevención que
corresponden directamente a la persona jurídica, pero ello no supone la extensión
generalizada de la responsabilidad. En tal sentido, el Código de Faltas de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires adopta, en mi opinión, la posición correcta al indicar en su art.
7º ya transcripto que la obligación solidaria del pago de la multa ocurre para las
infracciones cometidas por quien o quienes actúen en beneficio de las personas jurídicas,
si hubieren tomado conocimiento de su accionar, aun cuando no hubiesen actuado en su
nombre, bajo su amparo o con su autorización(257), tomando en este último caso el
supuesto de defecto de organización.
Cancio Meliá ha sostenido, respecto del sistema español(258), que la responsabilidad de
las personas jurídicas, en el ámbito penal, está supeditada a diversos recaudos, entre los
que pueden considerarse: a) la actuación de una persona física que se advierta realizada a
cuenta o en beneficio económico, relacional, jurídico o de otro tipo, de la persona jurídica;
b) la relación de esa personas física con la persona ideal, sea por su condición de
representante legal, gerente, mandatario o agente, o bien un gestor promiscuo en casos
de defecto de organización; c) la limitación de la extensión de la responsabilidad a
un numerus clausus de delitos; d) la generación de normas permisivas que autoricen a
excluir la punibilidad en caso de adopción de sistemas efectivos de prevención y
autorresponsabilidad; y e) la alternativa de considerar otras sanciones, además de las
multas, en orden a lograr el cumplimiento de las normas imperativas o prohibitivas, entre
las cuales mencionara el daño reputacional, la privación de habilitaciones contractuales,
negociales o de otra naturaleza.
Este último autor también destacó que es preciso advertir que existen dos situaciones
que deben ser especialmente atendidas en este campo, porque en algunas ocasiones la
persona jurídica es utilizada como pantalla para esconder las actividad delictual o
infraccional de sus propietarios o administradores, mientras que en otra la conducta se
desarrolla por los representantes en beneficio de la persona ideal, poniendo de relieve que
la separación de estas dos especies no siempre es de fácil comprobación.
No parece dudoso que estas ideas deben ser objeto de traslación a todo el ámbito de la
potestad sancionadora del Estado, y en particular al caso de la potestad sancionadora de
las administraciones públicas, toda vez que la pretensión de establecer una diferencia
ontológica entre los delitos y las faltas con base en el tipo de sanción (la pena privativa de
libertad y las multas o inhabilitaciones) resulta claramente insostenible.
De tal modo, el problema de la responsabilidad penal de las personas jurídicas puede
replantearse en el ámbito de nuestro estudio, circunstancia que nos obligaría a hallar una
justificación, que no podría encontrarse desde la reprochabilidad de la conducta desde la
perspectiva de la pena y sus fines, sino en todo caso desde una concepción distinta del
sujeto, persona —física y jurídica—, como un portador de derechos y obligaciones que, por
tanto, tiene capacidad para desatender los imperativos normativos(259).
No obstante, es preciso advertir que muchas normas infraccionales distinguen entre la
idea de "reprochabilidad" por la conducta de un representante a la persona jurídica, y la
función de garante del ente idea para el cumplimiento de la sanción impuesta, criterios que
suponen consecuencias muy diversas en materias tales como la reincidencia o las
sanciones accesorias de inhabilitación.
c) El tercer peldaño en los elementos objetivos del tipo consiste en la vinculación entre
la acción realizada y la conducta descripta en la norma, que se designa como "imputación
objetiva".

85
En el ámbito de la responsabilidad del Estado en el derecho administrativo, la
imputación del acto al Estado se considera directa —en obvia referencia a la atribución
que se le hace de la conducta de sus empleados o representantes— y objetiva —pues se
deduce de tal modo de la "falta de servicio"(260). Pero, a renglón seguido, tanto en los
casos de responsabilidad del Estado por acto ilegítimo, como en los supuestos en que se
pretender derivarla de actos legítimos —por los que también debe responder con base en
el principio de igualdad de cargas contenido en el art. 16 de la CN— la ley 26.944 reclama
la existencia de una relación de causalidad "adecuada"; o bien "directa, inmediata y
exclusiva", respectivamente, entre la conducta activa u omisiva y el daño producido.
Pero nuestro objeto de estudio no se destina a la vinculación de la conducta del Estado
con el resultado dañoso, cuando menos como regla general(261). Se enfoca en esos
extremos en cuanto vinculados con la actividad u omisión de las personas físicas o
jurídicas.
En el territorio de la responsabilidad civil de las personas físicas o jurídicas, la relación
de causalidad entre el hecho y el daño sigue juzgándose centralmente por la teoría de la
causalidad adecuada, que es reemplazada en el caso de aplicación de la teoría del riesgo
creado, en cuanto genera un caso de distribución diversa de la carga probatoria(262). Aquí
se ha adoptado, finalmente, la teoría de la causalidad adecuada, aunque una parte
importante de la doctrina ha advertido sobre sus fallas(263).
La superación de las teorías causalistas ha llevado a la dogmática penal a la
consideración de la teoría de la "imputación objetiva", que no trata de encontrar una
vinculación causal o física entre la acción y un resultado, sino de la fijación de principios
específicos, que se consideran desde la conducta del sujeto activo y aún desde la víctima
y que autorizan a imputar el resultado a la conducta del sujeto activo.
Estos principios pueden dividirse en estructurales —que atienden a determinar si la
acción posee por sí características que permiten considerarla relevante para provocar el
resultado—, eventuales —que intentan establecer si aquella acción relevante justifica que
le sea atribuida un peligro concreto— y correctivos —que atiende a la relevancia político
criminal de la conducta—. Los principios llamados estructurales son: la elevación del
riesgo y la concreción del riesgo en el resultado. Los principios llamados eventuales
consideran: el comportamiento alternativo conforme a derecho; el ámbito de protección de
la norma; el principio de confianza; la competencia de la víctima y la prohibición de
regreso. Finalmente, los principios correctivos son el principio de insignificancia y la
adecuación social de la conducta. También aquí, los principios se presentan como una
serie de filtros por los que debe atravesarse para establecer la imputación del resultado a
la conducta.
He de analizar, inicial y sintéticamente, los principios estructurales:
c.1. En el primero —elevación del riesgo o creación de un riesgo relevante— es preciso
preguntarse si la acción ha generado un riesgo relevante, desde el punto de vista
infraccional. A pesar del cuestionamiento de los delitos de peligro abstracto, tengo para mí
que en ellos se cuestiona la elevación del riesgo socialmente tolerable, derivada de la
acción o inacción del sujeto, no contrapesada por la disminución de un riesgo mayor.
Se alude a la elevación del riesgo o la creación de un riesgo relevante, dándose por
supuesto la existencia de un umbral de riesgo permitido o tolerado por el orden social y
normativo. La vida moderna supone la existencia de un conjunto de riesgos que la
sociedad y el derecho toleran, para hacer posible una vida más confortable o adecuada.
En este sentido, no es dudoso que la electricidad, el gas, el transporte automotor o aéreo,
las nuevas formas de producción agrícola, el desmonte y algunos productos industriales
(detergentes, aerosoles, etc.) suponen un riego para la vida de las personas que se
concreta en numerosas pérdidas de vidas o bienes. Sin embargo, la sociedad y el derecho
consienten tales riesgos como inherentes a un desarrollo necesario para la evolución de la
condición humana. Es cierto que se discute si la cuestión debe ser examinada entre los
elementos objetivos del tipo o en el contexto de la antijuridicidad, pero también que no

86
parece posible considerar la elevación del riesgo sin entender esa base de riesgo
permitido desde el cual se produce.
c.2. En cuanto a la concreción del riesgo en el resultado, el principio remite a la
incidencia de aquella elevación del riesgo en la afectación del bien jurídico protegido por la
norma, que podría ser excluido por los principios eventuales. En la teoría de la imputación
objetiva "...una acción es objetivamente típica, primero, si ha causado el resultado típico y,
segundo, si es jurídicamente reprobada debido a la causación de ese resultado típico"(264).
En cuanto a los principios eventuales, debe indicarse que ellos permiten impedir la
atribución del resultado lesivo como consecuencia de la conducta de la víctima, la
prohibición de regreso, el comportamiento alternativo conforme a derecho, el ámbito de
protección de la norma o el principio de confianza.
c.3. No es dudoso que la competencia de la víctima puede constituirse en el verdadero
nexo entre la conducta y el resultado, aunque la cuestión genera debates que exceden
nuestro marco de estudio(265). Ello ocurre total o parcialmente cuando media su
consentimiento, en tanto el bien protegido fuera disponible; pero también cuando la víctima
ha asumido el riesgo, como ocurre cuando opta por la práctica del paracaidismo. Del
mismo modo, el resultado puede deberse a la imprudencia de la víctima, cuando es esta la
que viola el deber objetivo de cuidado de modo que se haga determinante para ocasionar
el resultado; o bien al dominio del hecho por su parte, que ocurre cuando su situación
relativa le permite gobernar las acciones de modo tal que la gestión de otro, por su
indicación provoque el resultado no querido o previsto por ese otro.
c.4. En la prohibición de regreso el resultado no puede ser atribuido a la conducta,
cuando entre esta y aquel media otro evento causal que desliga a aquella de la relación
causal, toda vez que ello obliga a concluir que el sujeto activo no ha dominado el
segmento del proceso lesivo que es base del reproche.
c.5. El comportamiento alternativo conforme a derecho ocurre cuando el hipotético
reemplazo de la conducta reprochable por otra legítima no hubiera impedido el resultado,
sino que este habría ocurrido de cualquier manera. La doctrina ha señalado que este
principio debe completarse, para los casos de incertidumbre —sobre la producción o no
del daño si se siguiera el comportamiento alternativo— con la teoría del incremento del
riesgo (que propone la responsabilidad por el solo incumplimiento del deber contenido en
la norma) o la teoría estricta del comportamiento alternativo conforme a derecho (que
excluye la responsabilidad ante la duda).
c.6. Cuando se plantea el ámbito de protección de la norma se pretende advertir que la
conducta infractora ha de considerar el bien que se intenta proteger, de modo que, si el
resultado se refiere a un bien absolutamente desconectado de aquella protección y
producido por un evento ajeno a la infracción en sí, no puede atribuirse el resultado ajeno
al ámbito de protección a la conducta que infringiera la norma.
c.7. Señala Frister que el principio de confianza tuvo su origen en la jurisprudencia
vinculada a accidentes de tránsito, ámbito en el que se indicó que todo aquel que participa
en el tránsito puede confiar en que otros participantes respetarán la regulación sobre
prioridad de paso, porque, de otro modo, no se podría alcanzar la fluidez perseguida con
esa prioridad(266). En este sentido, en el ámbito de la responsabilidad civil, se ha sostenido
que "corresponde limitar la responsabilidad del cirujano cuando se haya acreditado la
intervención y culpa de profesionales con autonomía científica y técnica, como el
anestesista"(267), sin que deje de tenerse en cuenta que otros fallos han responsabilizado al
cirujano como jefe del equipo, cuando debió advertir la negligencia de sus asistentes(268).
Por último, los principios correctivos han sido establecidos de modo paralelo a la teoría
de la imputación objetiva, aunque se ha señalado la importancia de su aporte desde el
punto de vista político criminal, como válvulas de corrección para los casos no resueltos
adecuadamente por la teoría, tratándose aquí los casos de insignificancia y adecuación
social(269). Es preciso advertir que estos dos principios encuentran en la entronización del
principio de oportunidad y el desplazamiento del principio de oficialidad en la persecución

87
sancionatoria un excepcional aliado, pues permite la canalización de los esfuerzos sobre
aquellas conductas que reclaman una intervención más activa del Estado en su
prevención.
c.8. En la insignificancia, la irrelevancia de la agresión que la conducta ocasiona al bien
jurídico protegido es tan intrascendente que no debería ser considerada como una
infracción justificante de punibilidad. En mi opinión, el criterio encuentra apoyo fundamental
en el principio de la mínima intervención sancionatoria, que solo justifica su adopción como
última alternativa para la restitución del orden jurídico subvertido. Entiendo que el principio
también es aplicable en los casos de "peligro abstracto" porque también estos son
susceptibles de medición en orden a la gravedad de su afectación(270).
c.9. Cuando se alude, como principio correctivo, a la adecuación social de una
conducta, se postula que no debería ser sancionable aquel comportamiento que se adapta
perfectamente a los tolerados y consentidos por una sociedad en un tiempo determinado,
pues la consagración de una infracción y su sanción siempre debería estar destinada a
acciones incompatibles con el orden establecido para la vida social en un momento preciso
de su evolución cultural.
Parece necesario tener en cuenta que, en principio, los elementos objetivos de la
tipicidad no deberían variar sustancialmente en los delitos o infracciones "culposas",
aunque en estos casos la creación del riesgo o su agravación se presenta por quebrantar
el deber de cuidado que se concreta, en algunos casos, en el resultado o, constituye por si
sola la agresión al bien jurídico protegido (en las infracciones de mero riesgo).
El examen del incumplimiento del deber de cuidado debe realizarse a partir de las
condiciones y capacidades del sujeto que desarrolla la acción, tomando como vara de
medida la actuación de un hombre prudente, en las circunstancias de cada caso. Algunas
veces la ponderación de la prudencia surge del cumplimiento de reglamentaciones
administrativas, pero en otras escapa a ellas.
En el ámbito del deber objetivo de cuidado adquieren singular importancia algunas
normas del derecho privado. Así, el art. 1710 del Cód. Civ. y Com. de la Nación establece
que "toda persona tiene el deber, en cuanto de ella dependa de: a) evitar causar un daño
no justificado; b) adoptar de buena fe y conforme a las circunstancias, las medidas
razonables para evitar que se produzca un daño o disminuir su magnitud... c) no agravar el
daño, si ya se produjo". En este cuerpo legal, sin embargo, se postula el apartamiento de
la ponderación de la culpa con base en las condiciones especiales del autor, al
establecerse, en su art. 1725: "Para valorar la conducta no se toma en cuenta la condición
especial, o la facultad intelectual de una persona determinada, a no ser en los contratos
que suponen una confianza especial entre las partes. En estos casos, se estima el grado
de responsabilidad, por la condición especial del agente". También es importante advertir,
que la sujeción a disposiciones reglamentarias no siempre resulta excluyente de la culpa,
en especial cuando se trata del uso de cosas riesgosas en sí. En tal sentido, el art. 1757,
segundo párrafo del Cód. Civ. y Com. de la Nación, dispone que "no son eximentes la
autorización administrativa para el uso de la cosa o la realización de la actividad, ni el
cumplimiento de las técnicas de prevención".
Creo necesario advertir que la ocurrencia a normas del derecho privado en el ámbito de
la culpa no deja de ponderar que el territorio de las sanciones (penales o administrativas)
se nutre en general de criterios diversos, que generalmente son más sutiles para el campo
del derecho civil que en el derecho penal. No obstante, en la evaluación de la imprudencia,
la negligencia o la impericia, entiendo que las normas civiles brindan una perspectiva
válida para la concreción del concepto de "hombre prudente".

3.2. Elementos subjetivos de la tipicidad

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3.2.1. La caracterización de los elementos subjetivos en la potestad sancionadora de las
administraciones públicas
Agotado el desarrollo de los elementos objetivos del tipo infraccional, corresponde
detenerse en sus aspectos subjetivos, es decir, en el ámbito cognitivo y volitivo
imprescindible para que se complete la relación entre la conducta y la infracción en el
ámbito de la tipicidad, pues ambos elementos son indispensables para superar el filtro del
aplicador que se ha calificado como "tipicidad", en su conjunto.
Es preciso advertir, desde este inicio, que, en el sistema de la potestad sancionadora
de las administraciones públicas, por lo general y al menos en Argentina, la consideración
de varios de estos elementos subjetivos pierde, de alguna manera, la importancia que
adquiere en el ámbito de la potestad sancionadora penal. Ello encuentra fundamento en
que, a diferencia de las leyes penales —en que el principio es que los delitos requieren la
conducta "dolosa", salvo la mención expresa de su sanción por negligencia o imprudencia
del autor en la ley— las leyes que describen las conductas infraccionales en el ámbito de
las faltas(271), usualmente indican expresamente que la sanción podrá aplicarse de modo
indistinto a título de dolo o de culpa(272), y aun en muchos casos con criterios objetivos o
indirectos de responsabilidad, a mi juicio severamente cuestionables, toda vez que parten
de la identificación entre las causas que justifican la atribución de responsabilidad civil a
las que deben ser exigidas para imponer una sanción como consecuencia de una
conducta infraccional, postergando la consideración de un elemento esencial, pues en este
campo no se trata de la reparación de un perjuicio, sino de la imposición de una sanción
con carácter meramente retributivo, sin perjuicio de los idílicos fines de prevención general
y especial que pudieran predicarse(273).
Este último aspecto requiere especial atención, aún desde la perspectiva de la
responsabilidad civil, porque el art. 1721 de Cód. Civ. y Com. de la Nación establece que
"la atribución de un daño al responsable puede basarse en factores objetivos o subjetivos.
En ausencia de normativa, el factor de atribución es la culpa". Más adelante, el propio
Código indica que "son factores subjetivos de atribución la culpa y el dolo. La culpa
consiste en la omisión de la diligencia debida según la naturaleza de la obligación y las
circunstancias de las personas, el tiempo y el lugar. Comprende la imprudencia, la
negligencia y la impericia en el arte o profesión. El dolo se configura por la producción de
un daño de manera intencional o con manifiesta indiferencia por los intereses ajenos"(274).
No dejo de advertir que en el ámbito del derecho privado existen casos de
"responsabilidad objetiva", que pueden surgir de la ley, o de la voluntad de las partes en
una convención. En tales casos, el autor solo se libera de su responsabilidad cuando
acredita la de un tercero por el que no debe responder.
Sin embargo, es imprescindible advertir que el territorio de la potestad sancionatoria del
Estado, en cualquiera de sus especies (penal o de las administraciones públicas) no tiene
su mirada en el resarcimiento del daño ocasionado y la restitución del statu quo ante, sino
un propósito absolutamente diverso, que impide asimilar esa conexión entre un sujeto y la
infracción a la norma, de modo que justifique la sanción. No desdeño la ponderación de la
protección de los riesgos sociales, que generalmente se invoca como fundamento de las
faltas en el ámbito de la potestad sancionatoria de las administraciones públicas. Pero aún
su consideración no permite extender la sancionabilidad en forma indiscriminada, y mucho
menos con invocación de fundamentos "éticos" o "de equidad" que se extraigan de un
campo en el que los principios y los fines son sustancialmente diversos.
Señalo estas circunstancias para advertir, desde ahora, que, si bien la reunión de los
elementos subjetivos de la tipicidad con base en el dolo o la culpa del autor será justificado
como regla, la imposición de responsabilidades objetivas, interpuestas y/o solidarias,
deberá ser explícitamente justificado por el legislador, bajo el riesgo de infringir la garantía
contenida en el art. 18 de la Constitución argentina y los art. 7º, en especial su punto 2º, 8º
y 9º de la Convención Americana de Derechos Humanos, debiendo advertirse que no

89
basta que la ley autorice la responsabilidad objetiva por una decisión arbitraria del
legislador, porque ello supondría la violación del art. 28 de la Ley Suprema argentina, en el
contexto de la obligación de reglamentar las libertades constitucionales (art. 19) sobre la
base del principio de razonabilidad.
En este sentido, no es ocioso recordar que la Corte Suprema de Justicia de la Nación
ha sostenido, reiteradamente, que "el sobreseimiento definitivo dictado en causa penal
sólo descarta la imputación de que el acusado procedió con culpa capaz de fundar su
condenación criminal pero no excluye que llevada, la cuestión a los estrados de la justicia
civil, pueda indagarse en la medida en que la culpa civil es distinta en grado y naturaleza
de la penal si no medió de su parte una falta que lo responsabilice pecuniariamente"(275).
Con tales advertencias previas, corresponderá analizar someramente los elementos
subjetivos de la tipicidad, poniendo de relieve que se utilizará como base la infracción de
comisión, pues he de diferir el tratamiento de los tipos omisivos para un apartado especial.

3.2.2. Los presupuestos y las especies del dolo


A partir de las enseñanzas de Welzel, hace casi cien años, empezó a considerarse que
los seres humanos, con sustento en razonamiento sobre el desarrollo causal, pueden
prever las posibles consecuencias de su conducta, dentro de ciertos límites, y en ese
contexto proponerse objetivos y dirigir voluntariamente su accionar hacia ellos a partir de
un plan desarrollado a esos efectos.
Con este presupuesto racional, la ciencia penal empezó a considerar al "dolo" como
una conjunción de "conocimiento" y "voluntad" vinculada al "tipo objetivo descripto" por la
norma, aunque alguna doctrina cuestiona la necesidad de mantener el recaudo de
voluntad, por entender que ella resulta implícita cuando, conocidos los elementos que
componen el tipo objetivo, la acción supone la voluntad de realizarlos(276). Sin embargo, la
inclusión del elemento voluntad en este análisis, a mi juicio, facilita su comprensión.
En el terreno del conocimiento, es preciso considerar al menos dos interrogantes que
tienen diversas respuestas teóricas, en la realidad, a saber: ¿qué debe conocer el autor? y
¿cuándo debe conocer?
Durante mucho tiempo fue discutido si el dolo exigía la consciencia de hallarse
concretando la descripción típica o también de estar desobedeciendo la norma jurídica
(teoría del dolo), o si solo era necesaria la consciencia de lesionar o poner en peligro el
bien protegido por el tipo sancionatorio (teoría de la culpabilidad). En el derecho alemán, el
legislador ha optado por esta última, de modo que la convicción del autor de estar
actuando conforme a derecho no suprime la existencia de dolo, cuando conscientemente
concreta la conducta definida en el tipo objetivo.
Sin embargo, la cuestión dista de ser sencilla, porque el autor puede conocer que la
acción llevará el resultado y adoptar una planificación para llegar a él (dolo directo); pero
también podría ocurrir que el autor conociera que la acción traerá un resultado querido e,
inevitablemente, otro no buscado o querido que, sin embargo, consciente (dolo de
consecuencias necesarias). Todavía podría pensarse que el autor concibe la ocurrencia
posible de un resultado distinto al querido, pero, aun así, continúa con la planificación
reaccionando de modo indiferente a ese daño colateral (dolo eventual). Cercano a esta
hipótesis es el caso en el que el autor concibe un resultado accesorio u ocasional a su
planificación, pero confía en que no ocurrirá (culpa con representación), aunque la frontera
entre estas últimas dos especies es de difícil delimitación.
El error inevitable del autor sobre los elementos objetivos del tipo descarta el dolo, pero
si fuera evitable deja subsistente la culpa, de modo que la conducta será sancionable si la
norma contempla la imprevisión, imprudencia o negligencia como factor de imputación de
la conducta. En la potestad sancionadora de las administraciones públicas, la

90
superproducción normativo-reglamentaria conduce inevitablemente a esta clase de error,
pudiendo citarse la feliz narración de Alejandro Nieto, que desarrolla bajo un pequeño título
"Sarcasmos y paradojas", al examinar el derecho administrativo sancionador, cuando
indica que el llamado a la puerta de un inspector municipal supone siempre en quien
contesta la seguridad de que está incurso en una infracción (que desconoce pero
seguramente está allí), circunstancia gravemente negativa para la pedagogía general del
sistema(277).
En lo que se refiere al momento del conocer, se sostiene que este debe ser actual, es
decir, al momento de realizarse la acción, excluyéndose el conocimiento de disvalor al que
se llegara con posterioridad a ella (dolo subsiguiente) o el que pudiera tenerse con
anterioridad pero que hubiera cesado al momento de la realización de la conducta (dolo
antecedente). Un poco más complejo es el caso de los tipos que exigen varios actos
parciales para la concreción de la conducta descripta en la norma, sosteniéndose que en
tal supuesto la decisión consciente debe adoptarse respecto de cada uno de los actos que
componen la planificación(278).
En determinadas conductas, delictuales o infraccionales, el conocimiento y la voluntad
aparecen calificados por la descripción normativa(279), exigiendo al autor un saber y una
decisión especialmente calificada, cuya ausencia excluye el elemento subjetivo.
En el examen del aspecto cognoscitivo del dolo suelen analizarse distintas clases de
errores (error de tipo): el autor yerra en su conocimiento o representación de algún
elemento del tipo objetivo, extremo que podría resultar vencible o invencible, en este último
caso excluye por completo la tipicidad, mientras que si es vencible la conducta puede
imputarse subjetivamente a título de culpa si existe la correspondiente figura culposa.
Dentro de tales errores pueden señalarse el error en el objeto o en la persona, el error
sobre el nexo causal y la aberratio ictus o error en el golpe. El error en la persona puede
tener efectos cuando excluya un elemento agravante o atenuante en la determinación de
la sanción. El error en el nexo causal ocurre cuando el resultado querido ocurre a través de
un devenir diverso al de la planificación del autor, aunque coincide con el fin querido en
esa planificación, que eventualmente puede tener efectos sobre el elemento subjetivo del
tipo, cuando el riesgo que ha provocado el resultado es distinto del dominado y generado
por la conducta del autor. El error en el golpe puede ocurrir cuando al momento de realizar
la acción un error en la ejecución provoca un resultado distinto del querido por el autor, en
cuyo caso podría imputarse tentativa respecto del resultado querido y actuar culposo
respecto del ocurrido.

3.2.3. La culpa
Alguna doctrina afirma que en el delito culposo no es necesario el conocimiento y la
voluntad que exigen los "tipos dolosos", de modo que no deben recabarse los elementos
subjetivos de la tipicidad. _Comparto la opinión contraria de Sancinetti y Rusconi. Este
último ha expresado que "no hay verdaderas razones dogmáticas, ni siquiera político-
criminales, para entender que en la imputación de imprudencia no es preciso verificar el
tipo subjetivo de la tipicidad"(280), mientras que el primero indica: "También en la
imprudencia existe un tipo subjetivo que exige la representación de las circunstancias
seleccionadas por la norma como prohibidas, por ende, un (cierto) dolo de delito
imprudente, es decir, del síndrome de riesgo a partir del cual el autor habría debido derivar
la conclusión de que ese comportamiento que estaba por realizar estaba prohibido
(comisión) o que la situación ante la cual se hallaba le exigía realizar una acción que
neutralizara un riesgo (omisión)"(281).
Como se ha visto, la cuestión es esencial en el ámbito de la potestad sancionatoria de
las administraciones públicas, porque las normas infraccionales generalmente no
distinguen entre las conductas dolosas o imprudentes para la aplicación de las sanciones,
salvo en casos muy especiales. Como se ha dicho, el campo infraccional es típicamente

91
un campo de prevención de riesgos o del aumento de riesgos —ámbito en el que también
incursionan los delitos penales—(282).
La base constitucional de la exigencia de culpabilidad, como recaudo para la imposición
de una sanción, era harto más dudosa hasta 1994. Aun cuando el principio de presunción
de inocencia había sido reconocido por la unanimidad de la doctrina y jurisprudencia como
implícito en el texto del art. 18 de la CN, su admisión no implicaba la exclusión estricta de
la responsabilidad sin culpa.
Tal aspecto, sin embargo, recibe una lectura distinta a partir del Pacto de San José de
Costa Rica, que, en su art. 8º, dispone que toda persona inculpada de delito tiene derecho
a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad".
No se me escapa que el planteo podría remitir al criterio con que el legislador habrá de
definir el concepto "culpabilidad", sin embargo, entiendo que media respecto de este una
noción objetiva de validez universal, del que no podrá prescindirse sin agravio a la
"constitucionalidad".
En este orden debe inscribirse la posterior decisión de la Corte Suprema de Justicia de
la Nación, que ha sostenido que "en el campo del derecho represivo tributario, rige el
criterio de la personalidad de la pena que, en su esencia, responde al principio
fundamental de que sólo puede ser reprimido quien sea culpable, es decir aquél a quien la
acción punible pueda ser atribuida tanto objetiva como subjetivamente" y que "al ser
inadmisible la existencia de responsabilidad sin culpa, si una persona ha cometido un
hecho que encuadra en una descripción de conducta que merezca sanción, su impunidad
sólo puede apoyarse en la concreta y razonada aplicación al caso de alguna excusa
admitida por la legislación vigente"(283).
La doctrina nacional, en particular Cassagne(284), se encargó de señalar que el
desplazamiento de la responsabilidad sin culpa requería: 1) la existencia del hecho del
dependiente imputable a este a título de dolo o culpa; 2) la tipificación legal; 3) el carácter
exclusivamente patrimonial de la sanción; 4) la posibilidad de la demostración de su falta
de responsabilidad por parte del solidario y 5) la limitación de la responsabilidad solidaria.
No obstante, cabe tener en cuenta que la doctrina nacional y extranjera, con
posterioridad al primero de los precedentes de la Corte antes transcripto, ya había
destacado la procedencia de la revisión del viejo criterio de la responsabilidad por el solo
hecho voluntario, exigiendo la acreditación de la culpabilidad, bien que, con necesarias
aclaraciones en materia de responsabilidad de las personas jurídicas, y de sanciones
solidarias, alternadas o acumuladas.
En este marco, adquiere especial vigencia la teoría del error de tipo y del error de
prohibición, especialmente aplicable en el caso de infracciones administrativas, cuando se
acredite su carácter invencible y la diligencia puesta para salvarlo.
Tampoco puede omitirse considerar que, en este ámbito, la garantía de la presunción
de inocencia se impone a la presunción de legitimidad de los actos administrativos, con
base en su mayor jerarquía normativa.
A pesar de todo lo antes expuesto, no puede dejar de ponerse de relieve que el campo
del derecho administrativo sancionador es típicamente el de la creación del riesgo y el de
la imprudencia. En este orden, es a todas luces previsible el acercamiento —aunque no es
aceptable la lisa y llana traslación— a criterios propios del derecho civil. Así, en materias
tales como la contaminación ambiental, la cuestión de la culpabilidad y, más precisamente,
de la presunción de inocencia se ven especialmente modificadas, en cuanto las normas
trasladen la carga de la prueba al presunto infractor, una vez acreditadas las
consecuencias nocivas.

92
IV. LA ANTIJURIDICIDAD

4.1. Caracterización y distinciones necesarias


En el elemento del epígrafe se examina si media una autorización normativa aplicable a
la conducta que borre su subsunción al tipo penal como contrario a derecho, por la
existencia de una "causa de justificación". Alguna doctrina ha indicado que, frente al
disvalor de acción y disvalor de resultado, nos encontramos aquí con el valor de acción y
el valor de resultado. Sin embargo, admitir esta última conclusión exigiría que el sujeto
obtuviera el resultado querido por la norma permisiva como condición para justificar su
conducta, extremo azaroso que en modo alguno podría justificar una alteración del juicio
de antijuridicidad. Por ello, es aquí donde adquiere relevancia particular el disvalor de
acción.
Las causas de justificación tienen, a su vez, un aspecto objetivo y otro subjetivo. En el
primero es necesario constatar que todos los presupuestos establecidos por el legislador
para excluir la conducta de su calificación como "antijurídica", ocurren en la especie. El
aspecto subjetivo debe comprobarse luego del objetivo y consiste en determinar si el
sujeto conoció la presencia del presupuesto que "legitima" su conducta y ha querido y
decidido actuar dentro del marco de ese "permiso". Alguna doctrina considera que no
resulta lineal exigir el cumplimiento del elemento subjetivo de las causas de justificación
sino solo los objetivos, argumentando que "en la realización del tipo permisivo objetivo, lo
realmente acontecido no está reprobado por el ordenamiento jurídico"(285), de modo que
"...penar a alguien que hizo algo objetivamente correcto sólo porque no tuvo buenas
intenciones quebranta la regla..." del art. 19, primera parte, de la Ley Suprema.
Sin embargo, el elemento subjetivo podría conducir a un examen distinto, cuando el
autor incurre en un error y cree que existe una norma permisiva en su caso —cuando no
hay tal— o entiende que se configuran los elementos objetivos de la norma permisiva —
cuando no se dan en la realidad (causa de justificación putativa)—, actuando en
consecuencia en la creencia de realizar una acción que no debería ser calificada como
antijurídica. La ciencia jurídico-penal sostiene que estos casos son punibles, aunque
disminuyen el grado de responsabilidad y, por ende, de sancionabilidad.
No podría dejar de tenerse presente que Roxin ha establecido un criterio de
delimitación entre las causas de justificación y las causas de exculpación, sosteniendo que
en las primeras el orden jurídico presupone la existencia de dos intereses en conflicto, de
modo que solo uno debe prevalecer y elige la regulación social adecuada a tal
controversia, haciendo prevalecer uno de los intereses sobre el otro o, en caso de
identidad en la jerarquía axiológica, permite la libre elección del sujeto, así ocurre en la
legítima defensa, el estado de necesidad justificante, el consentimiento presunto y la
salvaguardia de justos intereses en las lesiones contra el honor, en el derecho alemán.
Distintamente, en las causas de exculpación no existe ese conflicto de intereses invocable
por el autor, sino una necesidad político-criminal de excluir la punición, que no implica
borrar la condición de errónea de la acción. Entre las causas de exculpación, cita la
inimputabilidad, el error de prohibición invencible, el estado de necesidad exculpante y el
exceso en la legítima defensa(286).
Entre las causales de justificación que ha considerado el ordenamiento jurídico
argentino han de enunciarse el estado de necesidad justificante, la colisión de deberes, el
ejercicio legítimo de un derecho y la legítima defensa. Debe advertirse que algunos
autores consideran que en las infracciones culposas las únicas causas de justificación
deben limitarse al estado de necesidad y la legítima defensa. Sin embargo, la existencia de
infracciones dolosas y la circunstancia de considerar que en este campo también es
posible considerar otras causas de justificación, aún respecto de la conducta culposa, me
conducen a la conveniencia de exponer cada una de las especies.

93
4.2. El sustento normativo de las causales de justificación
La primera cuestión que debe plantearse en esta materia es cuál es el fundamento que
debe atribuirse a estas normas "permisivas", para establecer la eventual juridicidad de una
decisión legislativa que las excluya de algún ámbito sancionatorio, como sería el de la
potestad sancionadora de las Administraciones Públicas.
Es evidente que las causas de justificación encuentran descripción legal, en Argentina,
en el Cód. Penal de la Nación, más precisamente en algunos de los incisos de su art. 34,
que también contiene otras materias que serán objeto de examen posterior. Este criterio
también es válido en el ámbito del derecho privado, a la luz de lo dispuesto por el art. 1718
del Cód. Civ. y Com., en cuanto dispone que "está justificado el hecho que causa un daño:
a) en ejercicio regular de un derecho; b) en legítima defensa propia o de terceros, por un
medio racionalmente proporcionado, frente a una agresión actual o inminente, ilícita y no
provocada; el tercero que no fue agresor ilegítimo y sufre daños como consecuencia de un
hecho realizado en legítima defensa tiene derecho a obtener una reparación plena; c) para
evitar un mal, actual o inminente, de otro modo inevitable, que amenaza al agente o a un
tercero, si el peligro no se origina en un hecho suyo; el hecho se halla justificado
únicamente si el mal que se evita es mayor que el que se causa".
De modo que resulta claro el sustento legal general de las causales de justificación en
el derecho argentino. Sin embargo, no es posible soslayar que, según se ha señalado
reiteradamente ya, una jurisprudencia constante y uniforme de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos ha establecido que los principios y garantías del derecho penal,
procesales y sustantivos, son aplicables en el ejercicio de la potestad sancionadora de las
administraciones públicas y aun en los procedimientos disciplinarios respecto de los
empleados públicos(287).
Este criterio jurisprudencial, que determina el alcance de "las condiciones de vigencia"
de la Convención Americana de Derechos Humanos, debe entenderse inserto en la
Constitución Nacional, en los términos de su art. 75, inc. 22 y la jurisprudencia de aquella
Corte Interamericana y de la Corte Suprema Argentina a su respecto. De modo que, desde
esta perspectiva, deberíamos concluir que las causales de justificación encuentran base
constitucional y no podrían ser excluidas por las leyes que establecen delitos,
contravenciones y faltas.
Sin perjuicio de este fundamento determinante, entiendo que existe otro que justifica el
"anclaje" constitucional de las causas de justificación. Por cierto, no es dudoso que las
leyes penales y civiles han establecido que, cuando ocurren los elementos de estas
normas permisivas, la conducta pierde su "antijuridicidad". Esta sola circunstancia haría
cuestionable una ley provincial o municipal que estableciera un criterio contrario, habida
cuenta de la delegación realizada en el Congreso de la Nación para el dictado del Cód.
Civ. y Com. —cuando menos—, que no podría ser subvertido por la legislación local.
Excluyo conscientemente la mención del Cód. Penal porque ya se ha visto que el
Congreso ha interpretado desde sus comienzos que no le corresponde legislar sobre faltas
a partir de la delegación contenida en el art. 75, inc. 12, limitación que no podría predicarse
respecto de los criterios de responsabilidad civil para el Cód. Civ. y Com. de la Nación.
Aceptado este criterio que excluye la antijuridicidad de la conducta calificada por una
norma permisiva, ha de concluirse que existen al menos dos objeciones a la eventual
exclusión de estas causales por parte del legislador, que están contenidas en los arts. 18 y
19 de la Ley Suprema, por cuanto la sanción supondría vulnerar el principio de libertad de
esta última norma y, por consiguiente, el de defensa contenido en la primera.
Por las razones expuestas, entiendo que las causales de justificación integran un
"bloque de constitucionalidad" o de "legalidad sancionatoria", que no puede ser excluido
por el legislador, ni mucho menos por los reglamentos a los que pudiera remitir.

94
4.3. El estado de necesidad justificante
En el estado de necesidad justificante aparece una situación ajena al ámbito
sancionatorio, pero que el legislador no puede soslayar que es el principio de solidaridad,
que obliga a tolerar ciertas lesiones a los bienes jurídicos —individuales o sociales—
cuando ello es imprescindible para salvar un bien jurídico más importante.
Dos extremos son especialmente importantes para juzgar la norma permisiva. El
primero exige que la necesidad sea real, resultando insuficiente una imaginaria o solo
configurada en la mente del autor; aunque en este campo, dada la importancia del
principio de solidaridad que se halla en juego, la duda juega en favor de la permisión de la
conducta. El segundo es que el bien protegido por la necesidad debe ser más importante
que aquel que se agrede con la conducta. Aquí, el juicio de valor —realizado por el autor
de la conducta— debe ser ponderado ex ante, es decir, antes del inicio de su acción(288).
Esta causa de justificación aparece continuamente en las infracciones
administrativas(289) y se nos presenta muy comúnmente ante la interrupción del tránsito
público por manifestaciones o actos de reivindicación de reclamos sociales.

4.4. La colisión de deberes


Otro de los casos que suele ocurrir en el ámbito de las potestades sancionadoras de
las administraciones públicas es el enfrentamiento de deberes, al que se refiere el inc. 4º
del art. 34 del Cód. Penal.
En determinadas situaciones los sujetos están obligados a realizar un comportamiento,
como consecuencia de una norma imperativa, que supone la concreción de una infracción
a otro precepto. Supóngase el caso del mandato de un agente de tránsito que obliga a un
conductor a realizar una vuelta de ciento ochenta grados (vuelta en U) en una avenida, a
raíz de un corte por una manifestación que se realiza unos metros más adelante. Otro
agente de tránsito advierte la maniobra y levanta un acta infraccional contra el conductor
por la violación de la norma de tránsito.
Parece evidente que cualquiera de las conductas que adopte el sujeto supondrá una
infracción (si desatiende al agente cercano, infringe la norma general y, viceversa).
Debería considerarse si es exigible al sujeto, generalmente en un instante, hacer una
evaluación acerca de la jerarquía de las diversas normas, para solo cumplir aquella que es
jerárquicamente superior, como cuando se le requiere la ponderación axiológica en el
estado de necesidad. Entiendo que esta ponderación no puede serle exigida. En primer
término, porque la determinación de la jerarquía normativa no es una valoración exigible a
un sujeto común, salvo en aquellos casos en que la diferencia es abrumadora (entre
obedecer al agente y cometer homicidio). En segundo lugar, porque la exigibilidad de una
y otra obligación pueden ser diversas en el momento concreto en que se suceden.

4.5. El ejercicio legítimo de un derecho, autoridad o cargo


La doctrina ha considerado que la causal del epígrafe, también contenida en el inc. 4º
del art. 34 del Cód. Penal, constituye la formulación de un principio general justificante que
permite superar contradicciones interpretativas.
Es preciso tener en cuenta que la legitimidad a que alude la norma, no solo está
referida al ejercicio del derecho —que supone la exclusión del abuso del derecho— sino
también al ejercicio de la autoridad y cargo. En estos últimos casos será necesario

95
considerar, además de la existencia de competencia en quien ejerce la autoridad o cargo,
sino también si el ejercicio de esa competencia cumple con las normas de conducta
establecidas para ello, en términos de la caracterización normativa que hiciera José Villar
Palasí(290).
También resulta necesario advertir que esta causa de justificación legitima a quien
ejerce el derecho, autoridad o cargo, sin hacer juicio sobre el que debe sufrir ese ejercicio,
que podría quedar alcanzado por la situación descripta en el apartado anterior.

4.6. La legítima defensa


En este supuesto, previsto en el art. 34, inc. 6º del Cód. Penal, la situación que
presupone la norma permisiva es la agresión ilegítima de un tercero al autor de la
conducta de respuesta. El agresor es responsable de la situación que provoca y, por lo
tanto, bajo ciertas circunstancias legitima la conducta de respuesta(291).
Se debate sobre la condición objetiva de este presupuesto o si él debe ser
subjetivamente entendido así por el sujeto que responde. La opinión mayoritaria, al igual
que en el caso del estado de necesidad, exige que la agresión ilegítima sea un dato
objetivo que debe ser acreditado por el agredido, sin perjuicio de la mención ya realizada
acerca de los eventuales errores sobre este presupuesto y sus consecuencias.
Acreditada la realidad de la agresión ilegítima, todavía es necesario que medie
racionalidad en el medio empleado para la defensa. No obstante, ocurren aquí una serie
de consideraciones que obligan a invertir el juicio de disvalor, de modo que la respuesta a
la agresión debe ser juzgada, en su racionalidad, según el estado de conocimiento ex
ante del agredido, sin que le sea reprochable su respuesta desmedida cuando, por
ejemplo, el revólver que esgrimía el agresor estaba descargado.
Sin embargo, no terminan allí las exigencias de la norma permisiva, porque ella
reclama que la agresión no haya surgido como consecuencia de la conducta de quien más
tarde la responde pretendiendo ampararse en la causal de justificación.

V. LA REPROCHABILIDAD DEL INJUSTO AL SUJETO


Finalmente, el análisis del aplicador de la potestad sancionatoria del Estado, sea en su
faz penal o administrativa, debe considerar si la conducta del sujeto puede serle atribuida
en su contenido jurídico, para establecer si la "política-infraccional" hace posible o
necesaria su punibilidad.
En este sentido, el juicio de reprochabilidad solo podría ser eficiente si el sujeto
estuviera en condiciones de elegir entre cumplir la norma o violarla, extremo que no puede
darse en los casos en que no le es posible comprender su valoración ni su antijuridicidad,
sea por un estado de alteración mental permanente, por la embriaguez, alteración
psicótica o psicotrópica. Pero también es posible que, aun comprendiendo parcialmente la
disociación entra la norma y su conducta, razones de "política-infraccional" excluyan su
represión, como ocurre en Alemania respecto en algunos estados emotivos (temor, pánico,
confusión) o en el exceso en la legítima defensa.
Parece indudable que este principio de exculpación que excluye la punibilidad, en
nuestro medio, está recogido por el art. 34, inc. 1º del Cód. Penal, que entiendo debe ser
plenamente aplicable en el ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones
públicas, porque a quien no puede comprender la criminalidad o el contenido infraccional
de su conducta u omisión, mal podría reprochársele su comisión en forma dolosa o una
violación del deber de diligencia o de cuidado, para sancionar su conducta con base en la

96
culpa, o aún establecer a su respecto una responsabilidad objetiva o solidaria, sin que ello
en modo alguno suponga calificar como lícita su conducta, sino de ponderar las razones
de política-infraccional que excluyen la sancionabilidad.
No es casual que la mayoría de los regímenes de faltas provinciales consideren el caso
como un supuesto en exclusión de la punibilidad(292).
También aquí debería considerarse si es constitucionalmente admisible que el
legislador de faltas excluya la inimputabilidad de la sancionabilidad de las infracciones que
establece. Entiendo, como en el caso de las causas de justificación, que el principio de
reprochabilidad que resulta base sustancial de toda la potestad sancionatoria del Estado
impide su exclusión sin agravio a las garantías previstas en el art. 19 de la Constitución
argentina, pero también que su inclusión en el Cód. Penal solo sería trasladable a las
legislaciones provinciales con competencia para establecer infracciones y sanciones, ante
la ausencia de una norma expresa que la regulara y que, habiendo regulado el legislador
local tal circunstancia, debería acudirse al modo y condiciones de su regulación,
sustituyendo la aplicación supletoria —en el caso improcedente— de las normas del
derecho penal.

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CAPÍTULO VII - EL TERRITORIO DE LA SANCIÓN ADMINISTRATIVA

I. EL CONCEPTO Y LOS LÍMITES DE LA SANCIÓN EN LA POTESTAD SANCIONADORA DE


LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
La doctrina ha considerado a la sanción administrativa desde diversas perspectivas,
que muchas veces tienen sentido desde la impronta que le brindan los ordenamientos
nacionales. En un sentido amplio, se ha señalado que sanción es "...toda aquella
retribución negativa dispuesta por el ordenamiento jurídico como consecuencia de la
realización de una conducta", criterio que supone desvincularla del presupuesto de
reacción jurídica ante la infracción a una norma previa, escrita y cierta, y permite incluir en
el concepto a casos como el de la caducidad de los actos de beneficio o fomento, la
revocación por interés público de derechos(293).
Entiendo que esta delimitación de la sanción nos aleja de la potestad sancionadora de
la Administración para situarnos en un ámbito mucho más general, cual es su condición de
aplicador del derecho, que supone a veces la pérdida de beneficios o atribuciones que no
resultan verdaderas sanciones sino lisa y llanamente las consecuencias que las normas
jurídicas prevén para determinados antecedentes fácticos, aún no ilegítimos.
En un sentido más restringido se ha dicho que la sanción es "...un mal jurídico que la
Administración inflige a un administrado responsable de una conducta antecedente..."(294) o
que es "...cualquier mal infligido por la Administración a un administrado como
consecuencia de una conducta ilegal a resultas de un procedimiento administrativo y con
una finalidad puramente represora"(295).
En las definiciones de Carretero Pérez y Carretero Sánchez y en la de Suay Rincón
recién transcriptas, en mi opinión, se soslayan elementos esenciales de la sanción.
Dígase, respecto de los primeros, que la conducta antecedente debe concretarse en un
tipo infraccional, porque de otro modo el mal infligido por la Administración no puede
considerarse sanción. Del segundo que prescinde de la noción de "reprochabilidad" por la
conducta ilegal y, de modo más importante, de los fines de prevención general y especial
de toda sanción.
Con tales advertencias, entiendo que debería calificarse a la sanción, en el contexto de
la potestad sancionadora que nos ocupa, como todo mal infligido por la Administración,
con base en la potestad que le atribuye el ordenamiento y con fines retributivos, de
prevención general y especial, a raíz de la comprobación de una conducta reprochable y
tipifica que vulnera una norma jurídica cierta y previa, establecida en un procedimiento
administrativo desarrollado con las debidas garantías.
Esta caracterización del repertorio de sanciones permitidas a la potestad sancionadora
de las administraciones públicas tiene, en el derecho español, un claro límite
constitucional. El art. 25 de la Constitución española de 1978, luego de autorizar la
sancionabilidad derivada de una infracción administrativa, establece en su punto 3º que "la
Administración civil no podrá imponer sanciones que, directa o subsidiariamente, impliquen
privación de libertad". Algo similar podría decirse del art. 13 de la Constitución italiana.
La Constitución argentina no contiene una norma similar y las argumentaciones para
obtener, por vía de interpretación, una prohibición semejante del art. 18 de la CN se
enfrentan con una realidad que demuestra su desapego por tal hermenéutica(296).
No obstante, la pretensión de subestimar la sanción administrativa mencionando que
no alcanza a la privación de la libertad ambulatoria es, ciertamente, ineficaz. Existen
sanciones aplicables por la autoridad administrativa cuya gravedad podría emparejarse o
resultar más grave que la privación temporal de la libertad, como, por ejemplo, la
inhabilitación absoluta para el ejercicio de la profesión (que pueden imponer los colegios
profesionales) o la inhabilitación permanente para el uso de la cuenta corriente bancaria o

98
para desempeñarse como director, administrador, miembro del consejo de vigilancia,
liquidador, gerente, auditor socio o accionista de entidades financieras (que puede imponer
el Banco Central de la República Argentina en aplicación de la Ley de Entidades
Financieras).
La referencia a este tipo de sanciones da cuenta de la gravedad que ellas pueden
adquirir en la vida y los derechos económicos, sociales y culturales de las personas,
extremo que justifica un examen pormenorizado de los principios que gobiernan su
determinación y aplicación.
La doctrina nacional ha realizado una caracterización de las sanciones administrativas
clasificándolas en principales y accesorias y en paralelas, alternativas o conjuntas y, desde
el punto de vista de su contenido, en privativas de libertad, de imposición económica o de
pérdida de ventajas(297).

II. ALGUNOS DE LOS PRINCIPIOS QUE DEBEN ENCAUZAR LA SANCIÓN


ADMINISTRATIVA
El territorio de la sanción convoca nuevamente alguno de los principios ya examinados,
aunque desde una perspectiva que merece su consideración específica.
a) Se ha indicado, ya que el principio de legalidad exige que la sanción aplicable a una
infracción administrativa esté prevista en la ley formal, cuando menos en su especie y en
sus límites mínimos y máximos, sin perjuicio de la facultad del legislador de hacer remisión
reglamentaria para la vinculación directa de conductas con contenidos sancionatorios.
Así, para tomar solo un ejemplo, el art. 41 de la Ley de Entidades Financieras, 21.526,
establece: "Quedarán sujetas a sanción por el Banco Central de la República Argentina las
infracciones a la presente ley, sus normas reglamentarias y resoluciones que dicte el
Banco Central de la República Argentina en ejercicio de sus facultades. Las sanciones...
podrán consistir, en forma aislada o acumulativa, en: 1. Llamado de atención. 2.
Apercibimiento. 3. Multas. 4. Inhabilitación temporaria o permanente para el uso de la
cuenta corriente bancaria. 5. Inhabilitación temporaria o permanente para desempeñarse
como promotores, fundadores, directores, administradores, miembros de los consejos de
vigilancia, síndicos, liquidadores, gerentes, auditores, socios o accionistas de las entidades
comprendidas en la presente ley. 6. Revocación de la autorización para funcionar. El
Banco Central de la República Argentina reglamentará la aplicación de las multas,
teniendo en cuenta para su fijación los siguientes factores: magnitud de la infracción,
perjuicio ocasionado a terceros, beneficio generado para el infractor, volumen operativo del
infractor, responsabilidad patrimonial de la entidad".
En ejercicio de la facultad reglamentaria reconocida al Banco Central, en el punto 2 de
la Comunicación "A" 6202, del 21.02.2017, en sus aparts. 2.3, 2.4 y 2.5. estableció la
magnitud de las multas, según las infracciones, sus límites máximos y su agravamiento por
reincidencia.
No obstante, es preciso advertir que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha sido
rigurosa con el principio de legalidad formal en este ámbito, al señalar: "Una ley que
determine qué bienes jurídicos son merecedores de protección contra ciertas conductas
que los afectan, pero que correlativamente no establezca cuál es el alcance de la
protección que se expresa en la naturaleza y quantum de la pena, no cumple con la
exigencia constitucional de que la conducta y la sanción se encuentren previstas con
anterioridad al hecho por una ley en sentido estricto" y que "sólo quienes están investidos
de la facultad de declarar que ciertos intereses constituyen bienes jurídicos y merecen
protección penal, son los legitimados para establecer el alcance de esa protección
mediante la determinación abstracta de la pena que se ha considerado adecuada"(298).

99
b) También en materia de sanciones debe considerarse la prohibición de la analogía y
de la interpretación extensiva. En tal sentido, ni la reglamentación ni el aplicador podrán
extender la sanción a situación no descriptas, como tampoco ampliar las sanciones sin
sustento legal específico.
Al respecto, ha decidido nuestro más Alto Tribunal que "la correlación entre sanción y
bien jurídico es la que, con fundamento en la proscripción de la analogía, permite fundar la
prohibición de que, so pretexto de interpretación, se amplíen los tipos legales a la
protección de bienes jurídicos distintos de los que el legislador ha querido proteger"(299).
c) Uno de los principios que ha venido abriendo camino en el ámbito del ejercicio de la
potestad sancionatoria de las administraciones públicas es el de progresividad. En su
mérito, el aplicador facultado para elegir entre varias alternativas sancionatorias
igualmente legítimas deberá acudir —salvo que razones de gravedad del hecho
conduzcan a una interpretación contraria— a aquella sanción menor, que permita la
obtención del fin de prevención especial supuesto en la norma infraccional, estableciendo
una "progresividad" sancionatoria. En tal sentido, la utilización de este principio podría ser
útil en el caso de reiterancia no alcanzada por la calificación sancionatoria.
d) Parece necesario advertir que las leyes de faltas e infracciones administrativas
suelen acudir como pauta para agravar las sanciones al criterio de reincidencia, sin reparar
en su significado conceptual(300). En este sentido, la remisión a los principios generales del
derecho penal, para calificar el ejercicio de la potestad sancionadora de las
administraciones públicas obliga a recordar que la calidad de reincidente se adquiere
cuando "...quien hubiera cumplido, total o parcialmente, pena privativa de libertad impuesta
por un tribunal del país, cometiere un nuevo delito punible también con esa clase de
pena"(301).
La traslación del concepto al ámbito sancionatorio permitiría, en la más amplia de las
interpretaciones, juzgar que hay reincidencia cuando el sujeto ha recibido una sanción
firme y, luego de cumplida total o parcialmente, incurre en una nueva infracción
sancionable. Sin embargo, la mayoría de las legislaciones no consideran el cumplimiento
de la sanción anterior como un requisito de la reincidencia(302).
e) Otro de los principios que adquiere una perspectiva especial en el ámbito de las
sanciones es el principio de la ley más benigna. Aquí se trata de la evaluación, que
siempre realizará el aplicador, sobre cuál es la pena más benigna para una determinada
conducta. La cuestión es compleja porque esta decisión no podría ser tomada en abstracto
y con base en los cánones generales de apreciación. Aunque pareciera insólito, alguna
persona podría preferir la conversión en arresto de una multa que su pago, cuando ese
pago pudiera significar la privación de alimento para sus hijos.
De modo que, al considerar el principio de la ley más benigna —cuya aplicación al
territorio de la potestad sancionadora de las administraciones públicas se ha demostrado
evidente, en especial en la Argentina, por imperio constitucional—, deberá considerarse
esa mayor benignidad no solamente desde la perspectiva de la descripción de la infracción
y su tipicidad, sino también desde la óptica de la sanción y sus consecuencias para el
sujeto que será su destinatario.

III. LA RAZONABILIDAD DE LA SANCIÓN COMO RECAUDO DE JURIDICIDAD. EL EXCESO


DE PUNICIÓN COMO VICIO DE NULIDAD DEL ACTO ADMINISTRATIVO SANCIONATORIO
He juzgado conveniente tratar, separadamente, el principio de proporcionalidad que
condiciona la legitimidad de la concreta sanción aplicada. Alguna doctrina nacional ha
pretendido extraer dicho principio de la cláusula general de la razonabilidad, prevista en el
art. 28 de la CN, criterio que me parece reclama algunas precisiones más específicas(303).

100
La cuestión se vincula con los alcances del control jurisdiccional sobre la determinación
concreta de la sanción por la autoridad administrativa, los principios que la rigen y, en
especial, la carga de la prueba que corresponde a los sancionados. En este orden de
ideas debe tenerse presente el sistema de carga de la prueba que había impuesto alguna
jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, pues hubo de sostener que,
si no se ha demostrado la existencia de una inequidad manifiesta, o de un apartamiento
írrito del principio de igualdad, el juicio referente a la proporcionalidad de la pena es de
competencia exclusiva del legislador sin que corresponda a los tribunales juzgar a su
respecto(304).
Creo que, a diferencia de lo que ocurre con el actuar administrativo en general, el
principio de proporcionalidad de las sanciones adquieren en el ámbito sancionador un
valor más exigente e impide que la Administración pueda elegir arbitrariamente sanciones,
con la sola invocación de su inclusión en el marco legal, pues ellas deben ser impuestas
en cada caso atendiendo la gravedad y trascendencia del hecho, antecedentes del
infractor y peligro potencial creado, según los criterios de ponderación establecidos por el
legislador y, en ausencia de tales pautas, con precisos y concretos fundamentos que
justifiquen la elección.
En este sentido, aquel criterio jurisprudencial ha sido modificado, habiéndose afirmado
que debe anularse la decisión cuando: "...tampoco guarda la necesaria relación de
proporcionalidad de medio a fin exigida por el art. 7, inc. f, de la ley 19.549 como requisito
esencial del acto administrativo sancionador"(305).
En el ámbito de las jurisdicciones locales también se ha afirmado el principio al
decidirse que "es causal de irrazonabilidad del acto administrativo la falta de
proporcionalidad entre los medios que el acto adopta y los fines que persigue la ley que le
dio al Administrador las facultades que éste ejerce en el caso, o entre los hechos
acreditados y la decisión que en base a ellos se adopta con la consecuencia de que dichas
circunstancias en caso de acaecer, tornen nulo el acto. La razonabilidad exige que la
actividad estatal se cumpla dentro de un cierto orden, de una cierta justicia. Es un patrón o
un standard que permite determinar, dentro del arbitrio más o menos amplio, ordinario o
extraordinario de que gozan los órganos del Estado, aquello que es axiológicamente
válido. La razonabilidad es un verdadero ideal de justicia, es parte de un derecho natural
constitucional..." (ST Neuquén, mayo 1984, "Martínez C. c. Inst. de Seg. Social de
Neuquén", ED 116-566).
En su proyección actual, la razonabilidad, proporcionalidad o congruencia es una
técnica de control que indaga la relación entre los medios utilizados y los resultados
conseguidos, con el siguiente criterio: mitad racional y mitad justo. Es decir, aglutina en su
seno valoraciones sobre proporcionalidad y justicia, pudiendo relacionarse con las más
diversas modalidades del ejercicio de la función administrativa: actividad vinculada,
discrecional, técnica(306).
Sin embargo, es preciso advertir —como indicara la doctrina(307)— que la
proporcionalidad no es un mero criterio para el control de mérito u oportunidad,
desconectado del control de legalidad que corresponde a la jurisdicción, al menos en el
derecho argentino. Ello es así porque el art. 7º, inc. f) de la Ley Nacional de
Procedimientos Administrativos, al regular el elemento "finalidad" —requisito esencial para
la validez del acto administrativo— indica expresamente: "Habrá de cumplir con la finalidad
que resulte de las normas que otorgan las facultades pertinentes del órgano emisor, sin
poder perseguir otros fines, públicos o privados. Las medidas que el acto involucre deben
ser proporcionalmente adecuadas a aquella finalidad" (el destacado es propio).
Esta inclusión expresa en la ley citada es trascendente para despejar la idea de excluir
el control de proporcionalidad del ámbito de competencia del poder jurisdiccional respecto
de los actos sancionatorios que se atienen a los límites establecidos en la ley, que la vieja
jurisprudencia había establecido como un principio indiscutido(308). Así lo advirtió la propia
Corte Suprema más tarde al sostener que "el control judicial de los actos denominados
tradicionalmente discrecionales o de pura administración encuentra su ámbito de actuación

101
en los elementos reglados de la decisión, entre los que cabe encuadrar, esencialmente, a
la competencia, la forma, la causa y la finalidad del acto, se traduce así en un típico control
de legitimidad ajeno a los motivos de oportunidad, mérito o conveniencia"(309), criterio que,
sin embargo, todavía dejaba subsistente un análisis específico de la elección.
La evolución del criterio se advierte en la jurisprudencia de la Cámara Nacional
Contencioso Administrativa Federal, que tuvo ocasión de sostener que "cuando la sanción
aplicada no guarda proporción con la falta cometida, se configura lo que la doctrina ha
dado en llamar el vicio de 'exceso de punición'... El exceso de punición es producto, antes
que de una falta de proporcionalidad entre la causa y objeto del acto (entre la conducta y la
sanción a ella imputada), de una ausencia de proporcionalidad entre el objeto y la finalidad
de este, por lo que aquélla importaría 'una violación del principio recogido en el art. 7 inc. f,
primer párrafo, in fine, de la Ley de Procedimientos Administrativos', que expresamente
establece que las medidas que el acto involucre deber ser proporcionalmente adecuadas a
las finalidades que resulten de las normas que asignan las facultades pertinentes al órgano
emisor del acto"(310).
También tuvo ocasión de afirmar este último Tribunal que la invocación de manera
genérica de parámetros legales y reglamentarios, cuando no contienen una referencia
concreta a la relevancia de las infracciones verificadas y la correlativa vinculación de esa
ponderación con las pautas fijadas por las leyes no puede ser cohonestada por el poder
judicial, "...a lo que cabe agregar que la invocación en abstracto de la facultad discrecional
de imponer las multas no es suficiente para fijarlas en cualquier importe; ya que el original
propósito represivo y preventivo no puede traducirse en una fuente de enriquecimiento
injustificado..." y que argumentar que un ente administrativo goza de facultades
discrecionales para graduar las multas, es insuficiente para excluir el control jurisdiccional,
pues prescinde del principio según el cual la discrecionalidad no implica una libertad de
apreciación extralegal, que obste a la revisión judicial de la proporción de la alternativa
punitiva elegida por la autoridad cuando se evidencia un exceso de punición(311).
Por su parte, la doctrina más reconocida ha sido clara al establecer que el exceso de
punición vicia los elementos, objeto, causa y finalidad del acto administrativo y, por ende,
también su motivación, generando un caso de acto administrativo irregular que debe ser
revocado aún en sede administrativa(312).
La consagración de la evolución jurisprudencial aparece claramente, a mi juicio, en el
consid. 10 del voto de la Dra. Argibay, como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, en el fallo "Spinosa Melo", cuando sostuvo:
"10) No obstante, tampoco resulta constitucionalmente ajustada la interpretación de
la ley 20.957 según la cual —34— dicho cuerpo normativo otorga discrecionalidad a la
administración para imponer la sanción de exoneración, incluso en casos como el presente
que involucran la privación de un derecho adquirido. Semejante discrecionalidad implica
que los jueces deberían revisar el acto administrativo con una marcada deferencia hacia
los motivos o fines de la autoridad que lo dictó, pues la competencia es en principio de la
administración y no podría ser asumida o sustituida por la de los jueces que llevan a cabo
la revisión judicial...".
"Sin embargo, ello es difícilmente conciliable con el texto del artículo 17 de la
Constitución Nacional que, entre los procedimientos válidos para privar de la propiedad,
incluye el proceso judicial, al referirse a la 'sentencia fundada en ley', pero no el
procedimiento administrativo. Esta restricción constitucional no se corresponde a mi
entender con un control deferente de la actividad administrativa, sino con otro mucho más
estricto en el cual los jueces deben asumir como propia la decisión que resuelve privar de
sus derechos a una persona".
Se agregó, entonces, que "si... la ley 20.957 hubiera otorgado facultades discrecionales
a la autoridad administrativa y, por otra parte, los jueces practicasen un control deferente
de esas atribuciones, entonces la privación del derecho quedaría librada a una decisión
tomada por el único de los tres poderes que no está autorizado a hacerlo según el artículo
17 de la Constitución Nacional. Un examen riguroso de razonabilidad hubiera revelado que

102
las circunstancias tomadas en cuenta por la administración no muestran una necesidad
pública que hiciese impostergable dictado de la Resolución .... con su efecto cancelatorio
del derecho de Spinosa a percibir su haber de retiro. La sanción impuesta por esta
resolución el 11 de junio de 1993, según el tercer párrafo de su motivación, estuvo
vinculada a la necesidad de expulsarlo del servicio permanente activo y no se ha
demostrado que tal necesidad subsistiese en ese momento, es decir, cuando hacía ya
cuatro meses que el actor había sido puesto en retiro en virtud de la Resolución 289/93.
Por lo tanto, tampoco se ha demostrado la concurrencia de ningún interés del Estado en
suprimir el derecho de Spinosa Melo a continuar percibiendo el haber que le
correspondía"(313).
A mi juicio, el vicio de exceso de punición también afecta al elemento esencial
"competencia", porque la violación del deber de proporcionar la sanción supone, por parte
del órgano, la autoatribución de una aptitud que la norma legal no le otorga y desatender
los límites en que fue otorgada la potestad, tanto cuantitativos como cualitativos. En este
orden de ideas, se ha resuelto que "la sanción no podría encontrar sustento en la teoría de
la especialidad como forma atributiva de competencia (v. art. 7º, inc. 11, del dec.
618/1997), reconocido por la doctrina e incluso por la jurisprudencia (conf. 'Ángel Estrada',
Fallos 328:651), porque, en términos que resultan aplicables al sub lite, 'este principio de la
especialidad, que supera la necesidad de que la competencia esté expresa o
razonablemente implícita en una norma', no se verifica con relación a los actos de
gravamen ni respecto de la materia sancionatoria, habida cuenta de la prevalencia, en su
caso, de los principios del Derecho Penal (nullum crimen nulla poena sine lege, la tipicidad
y las garantías sustantivas y adjetivas), no rigiendo, en esos casos, la analogía ni la
interpretación extensiva'"(314).
Al respecto, he indicado ya que la finalidad de la competencia no puede ser examinada
desde una perspectiva abstracta y su consideración desentendida del contexto en el que
debe aplicarse. Este obligatorio hontanar para examinar el recaudo de la actuación de los
órganos estatales no permite cohonestar el acto administrativo concreto que ha de
dictarse, pues para salvar este hiato la ley acude a una referencia necesaria, cual es la
vinculación entre la competencia y las causas y objeto de la decisión específica,
reclamando la proporcionalidad de las medidas que se adopten. Entiendo, por ello, que
inexistente esa proporcionalidad desaparece la competencia, además de vulnerarse la
norma de conducta(315).

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CAPÍTULO VIII - EXTINCIÓN DE LAS ACCIONES Y DE LAS SANCIONES EN LA POTESTAD
SANCIONADORA DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

I. FUNDAMENTO DE LA EXTINCIÓN DE LAS ACCIONES Y LAS SANCIONES


Todos los ordenamientos jurídicos prevén casos de extinción de las acciones
destinadas a la imposición de sanciones, como también —y separadamente— de las
sanciones que pudieran haber sido aplicadas por los órganos competentes.
Estas previsiones normativas tienen fundamentos de la más diversa índole, tales como
la limitación de la persecución y de la sanción a la persona del autor; el perdón del
ofendido o la conciliación entre el autor y la víctima; el paso del tiempo; el cambio de
criterio del Estado sobre la negatividad de la conducta; la decisión definitiva sobre la
materia; etc. En todos estos casos debe entenderse subyacente la idea de poner término
al conflicto provocado por la infracción al orden jurídico y restablecer, de algún modo, la
paz social. Es cierto que en algunos casos ello no parece conciliarse con las expectativas
de las víctimas, pero no lo es menos que en la construcción de una república siempre será
necesario tolerar ciertas dosis de injusticia como aporte a la tranquilidad comunitaria.
Desde el punto de vista del derecho positivo, es imprescindible establecer cuál es el
sostén de estos institutos de extinción de las acciones y las sanciones. En este sentido,
entiendo que una interpretación razonable y sistemática del orden jurídico argentino obliga
a considerar que los modos de extinción de la acción penal pueden tener sustento en la
CN o solo en la ley, según se trate.
Así, entiendo que la extinción de la acción y de la sanción por muerte del autor de la
conducta delictual o infraccional tiene base en el art. 18 de la CN, que reciben concreción
el art. 5º, inc. 3º de la Convención Americana de Derechos Humanos, pues este precepto
establece "La pena no puede trascender de la persona del delincuente", principio que debe
entenderse claramente aplicable a todo el ámbito sancionatorio y disciplinario, habida
cuenta de la jurisprudencia pacífica de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
sobre la materia(316).
A idéntica conclusión debería arribarse, respecto de la extinción de la acción
sancionatoria, en los casos en que mediara una sentencia definitiva que resolviera la
absolución o la aplicación de una sanción, que pasara en autoridad de cosa juzgada, con
sustento en las garantías contenidas en los arts. 17 y 18 de la CN y el art. 8º, inc. 4º de la
Convención Americana de Derechos Humanos.
A mi juicio, la extinción de la acción y/o de la sanción como consecuencia de una ley
posterior que excluya el carácter infraccional de la conducta o exima de sanción por ella
también encuentra, a través de la aplicación del principio de la ley más benigna en su
máxima expresión, fuente constitucional, a partir de lo dispuesto en el art. 9º de la
Convención Americana de Derechos Humanos.
Entiendo que la amnistía debe recibir idéntica conclusión respecto de la extinción de la
acción y eventualmente de la pena, porque genera un derecho en el sujeto destinatario de
la persecución sancionatoria del que no puede ser privado más tarde, por aplicación del
principio de ultraactividad de la ley penal más benigna. Sin embargo, me apresuro a
advertir que ello solo será predicable en la medida en que la ley no sea insanablemente
nula, extremo que ocurriría —por ejemplo— si con ella se vulneraran los compromisos
internacionales asumidos por la República en Tratados Internacionales de jerarquía
superior a las leyes, o se tratara de delitos o infracciones de lesa humanidad o que
infrinjan los principios internacionalmente aceptados. Al mismo resultado habría de
accederse, respecto de la extinción de la pena, como consecuencia del indulto
pronunciado por el Poder Ejecutivo, con las mismas limitaciones recién indicadas.

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Las demás causas de extinción de la acción y de la pena, en mi opinión, tienen base
únicamente legal, de modo que no podrían enfrentarse a instrumentos de jerarquía
superior, conclusión que también encuentra consecuencias en otros aspectos de la
regulación.
Tal el caso, por ejemplo, de la prescripción de la acción y de la pena. Nuestro país ha
ratificado la "Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los
crímenes de lesa humanidad" cuyo art. 4º establece: "Los Estados Partes en la presente
Convención se comprometen a adoptar, con arreglo a sus respectivos procedimientos
constitucionales, las medidas legislativas o de otra índole que fueran necesarias para que
la prescripción de la acción penal o de la pena, establecida por ley o de otro modo, no se
aplique a los crímenes mencionados en los artículos I y II de la presente Convención y, en
caso de que exista, sea abolida". Debe concluirse de la ratificación de dicho Tratado
internacional, de jerarquía superior a las leyes, que el sistema de prescripción tiene fuente
exclusivamente legal, porque de otro modo no podría haber el Congreso de la Nación
haber ratificado la Convención.

II. TITULARIDAD DE LA POTESTAD PARA ESTABLECER CAUSAS DE EXTINCIÓN DE LAS


ACCIONES Y DE LAS SANCIONES
Las conclusiones a las que se arribara en el apartado precedente resultan
trascendentes, en el ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones públicas,
para establecer la titularidad de la potestad mencionada en el epígrafe.
Es que, tal como hubo de advertirse al tiempo de considerar la titularidad de la potestad
sancionatoria y toda vez que la regulación de las faltas quedó excluida de la delegación
que las provincias hicieron al Congreso de la Nación para el dictado del Cód. Penal, en
virtud de lo dispuesto por el art. 75, inc. 12 de la Ley Suprema argentina, la competencia
para fijar las causas de extinción de las acciones y de las sanciones debe reconocerse en
el Poder Legislativo federal, provincial o municipal, según que las materias o intereses
protegidos correspondan a sus respectivos ámbitos de atribuciones constitucionales.
En ejercicio de tales competencias, las provincias han regulado expresamente las
causales de extinción de las acciones y las sanciones en la mayoría de sus regímenes de
faltas o contravencionales(317). En la mayoría de los casos, la extinción se produce por la
muerte del infractor o por la prescripción, previendo algunos de ellos el perdón del
ofendido o del juez interviniente.
Se ha planteado, en alguna oportunidad, si la fijación de un plazo de prescripción para
las infracciones o las sanciones en el orden provincial o municipal, distinto al establecido
por el Cód. Penal debería considerarse inconstitucional, por aplicación del precedente de
la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso "Filcrosa"(318).
Es oportuno recordar que, en dicho precedente el Tribunal, sostuvo que "...las
legislaciones provinciales que reglamentaban la prescripción en forma contraria a lo
dispuesto en el Código Civil eran inválidas, pues las provincias carecen de facultades para
establecer normas que importen apartarse de la aludida legislación de fondo, incluso
cuando se trata de regulaciones concernientes a materias de derecho público local"(319),
agregándose que "...la prescripción no es un instituto propio del derecho público local, sino
un instituto general del derecho, lo que ha justificado que, en ejercicio de la habilitación
conferida al legislador nacional por el citado art. 75, inc. 12, éste no sólo fijará los plazos
correspondientes a las diversas hipótesis en particular, sino que, dentro de ese marco,
estableciera también un régimen destinado a comprender la generalidad de las acciones
susceptibles de extinguirse por esta vía".
Entiendo, no obstante, que el precedente citado no puede ser invocado para arribar a la
inhabilitación de las normas locales de prescripción, en especial cuando ellas
establecieran un régimen más favorable al destinatario de la persecución sancionatoria. En

105
primer término, porque el fallo "Filcrosa" fue dictado para enervar disposiciones
provinciales que extendía indebidamente la prescripción respecto de las acciones para el
cobro de tributos, cuestión que quedó definitivamente superada por el Cód. Civ. y Com. de
la Nación al establecer, en su art. 2532, segunda parte, que las legislaciones locales
podrán regular la prescripción en cuanto al plazo de tributos, echando por tierra todo el
fundamento que hubiera utilizado la Corte Suprema en el precedente citado más arriba.
Existen, sin embargo, otras razones para justificar la exclusión del criterio de "Filcrosa"
en el ámbito de la potestad sancionatoria de las administraciones públicas provinciales o
municipales.
En primer lugar, debe señalarse que —según se apuntara reiteradamente ya— el
Congreso de la Nación, en una conducta permanente que no da lugar a otra interpretación,
ha eludido toda regulación de las faltas y contravenciones, extremo que supone su tácito
reconocimiento de las competencias locales para disciplinar la materia.
En segundo término, porque cuando las leyes locales establecen plazos más exiguos
que los fijados en el Cód. Penal, ha de colegirse que el legislador provincial o municipal
estableció una verdadera "autolimitación" de sus derechos de persecución de la infracción
o de cobro de la sanción, y parecería claro que pretender más tarde apartarse de esa
conducta anterior jurídicamente relevante, con invocación de la doctrina del fallo "Filcrosa"
resultaría alzarse contra la doctrina de los propios actos.
De todo lo expuesto ha de concluirse que la competencia para establecer causas de
extinción de la acción y la sanción, en la potestad sancionadora de las administraciones
públicas, debe reconocerse a los poderes legislativos, nacional, provincial o municipal,
según que el interés comprometido esté atribuido, constitucional o legalmente a esos
centros en que se distribuye el poder en nuestra república federal, regulaciones normativas
que, en su caso, deberán resultar compatibles con las normas constitucionales y de los
Tratados de Derechos Humanos aplicables a la especie.

III. LAS CAUSALES DE EXTINCIÓN DE LA ACCIÓN Y LA SANCIÓN EN CASO DE


AUSENCIA DE NORMAS LEGALES QUE LAS ESTABLEZCAN
Más allá de las consideraciones expuestas, podría ocurrir que las normas federales,
provinciales o locales no establecieran causas de extinción de las acciones y las sanciones
en esta materia. ¿Significará esa falta de tratamiento que, en tales supuestos, no existen
modos de extinción para estas especies?
Creo que la respuesta negativa se impone. En el caso de aquellas causas de extinción
que encuentran fundamento en la Constitución Nacional o los tratados incorporados a ella,
porque no es dudoso que el legislador competente, por su mera dejación no podría alzarse
contra esas disposiciones constitucionales explícitas o implícitas.
En el caso que las causas de fuente legal, porque así lo ha establecido la
jurisprudencia, en materia de prescripción, que entiendo debe ser extendida a las demás
causas de extinción de las acciones y las sanciones. Por cierto, la Corte Suprema de
Justicia de la Nación ha sostenido que "...las disposiciones generales del ordenamiento
penal son aplicables a la legislación económica que establece infracciones administrativas
(doctrina de Fallos 289:336), pero también ha dicho que esa regla general cede cuando
aquellos principios resultan incompatibles con el régimen jurídico estructurado por las
normas específicas (doctrina de Fallos: 311:2453). La excepción a los principios del
derecho penal se justifica por las particularidades del bien jurídico protegido por la
legislación específica... en el sub examine la norma que define la infracción e impone la
pena —art. 58 de la ley 20.091— ha mantenido su vigor y sólo han variado los
reglamentos administrativos a los que remite el tipo legal (dictamen del Procurador
General, que es compartido por la Corte en Fallos: 311:2453)"(320) (Fallos 317:1541,
consid. 10).

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A partir de ese presupuesto general, también decidió el más Alto Tribunal que "cabe
confirmar la sentencia que declaró prescripta la acción de la Comisión Nacional de Valores
para sancionar a la demandada, por infracciones detectadas en el organismo al cierre de
un ejercicio contable y revocó la decisión que dispuso que la sanción fuera soportada en
forma solidaria por los directores y síndicos al momento de los hechos, pues no ha
quedado demostrado que los principios y reglas del derecho penal aplicados por la
Cámara resulten incompatibles con el texto de la ley 17.811, dado que la recurrente se
limita a afirmar que el principio de la ley penal más benigna no rige cuando se controla el
ejercicio del poder disciplinario del Estado, omitiendo señalar las particularidades del bien
jurídico protegido que —a su juicio— justificarían hacer una excepción a la regla general
en materia de sanciones administrativas"(321).
En el mismo sentido se ha expresado la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso
Administrativo Federal, al decidir que "la naturaleza jurídica de las faltas y de las
infracciones aduaneras es de carácter represivo, ya que tienden a prevenir la violación de
las pertinentes disposiciones legales. Por ello el carácter de infracción o de falta, no de
delito, no obsta a la aplicación de las disposiciones generales del Código Penal (conf.
Fallos: 287:76; 288:356; 290:202, entre otros). Corresponde que, en autos, se dicte
pronunciamiento acerca de la prescripción planteada, debido al carácter de orden público
que, en materia penal, ésta reviste, pues se produce de pleno derecho y por el mero
transcurso del plazo pertinente"(322).
Los fallos antes transcriptos permiten advertir que los magistrados no trepidan en
recurrir al Cód. Penal, de manera supletoria, cuando se enfrentan con faltas y sanciones
supuestamente imprescriptibles, por defecto del ordenamiento que las regula, conducta
que se resisten a adoptar cuando se trata de adoptar los principios generales del derecho
penal en materia sancionatoria.
Más difícil de admitir es la idea de importar al régimen sancionatorio de preceptos que
agraven la situación del infractor, como es el caso de las normas que regulan los
supuestos de interrupción o suspensión del curso de la prescripción, en especial cuando
las bases del Cód. Penal para establecer esas consecuencias no pueden replicarse con
una interpretación analógica a supuestos del procedimiento administrativo.
En este orden de ideas, me parece incompatible con las reglas que deben presidir la
interpretación del instituto de la interrupción de la prescripción el fallo de la sala IV del
Tribunal recién citado, que estableció: "...que el art. 230 del Código Aeronáutico —
aplicable al caso— establece que la prescripción de las acciones y sanciones legisladas en
el capítulo I del título XIII de este Código, se cumple a los cuatro años de ocurrido el hecho
de la fecha de notificación de la sanción'. No obstante, es menester aclarar que resulta
procedente, a efectos de esclarecer la cuestión, la aplicación supletoria de las normas del
Código Penal en todos aquellos aspectos que no estén contemplados en el régimen
precitado. En este sentido, la Corte Federal ha sostenido desde antaño que los principios y
reglas del derecho penal resultan aplicables en el ámbito de las sanciones administrativas
(doctrina de Fallos: 290:202;303:1548; 312:447; 327:2258; 329:3666, entre otros), siempre
que la solución no esté prevista en el ordenamiento jurídico específico (doctrina de Fallos:
274:425; 296:531; 323:1620; 325:1702, entre otros), y en tanto aquellos principios y reglas
resulten compatibles con el régimen estructurado por las normas especiales (doctrina de
Fallos: 317:1541, entre otros). Concretamente, en materia de prescripción de la acción
sancionatoria, ha entendido el máximo Tribunal que cuando el criterio que se debe
observar no resulta de la letra y del espíritu del ordenamiento jurídico que le es propio,
corresponde la aplicación de las normas generales del Código referido ut supra (doctrina
de Fallos: 323:1620 cit.). Máxime, teniendo en cuenta que el art. 2º del Cód. Aeronáutico
prevé expresamente que 'las normas del libro 1 del Código Penal se aplicarán a las faltas y
los delitos previstos en este código, en cuanto sean compatibles'. Asimismo, resulta útil
agregar que esta Sala tiene dicho que cuando un régimen normativo específico no
contempla expresamente causales de interrupción de la prescripción, ello no implica que
no existan actos interruptivos en tanto resulta de aplicación el art. 67 del Código
Penal"(323) (el destacado no está en el original).

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Afirmo tal incompatibilidad de lo expuesto con un necesario y oficioso control de
constitucionalidad y convencionalidad porque el criterio supone la aplicación de la
analogía in malam partem y porque la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha decidido
que "la finalidad perseguida por la sanción de la ley 25.990, modificatoria del artículo 67
del Código Penal —a la que la Corte consideró de manera explícita como más benigna—,
fue la de darle al instituto de la interrupción de la prescripción de la acción penal, la
expresión de máxima taxatividad y legalidad al enunciar cada uno de aquellos actos del
procedimiento que poseen aptitud para hacer cesar su libre curso, ello conforme surge de
los fundamentos del proyecto de reforma que culminó con la sanción de la referida ley"(324).
Me parece claro, a partir de esta doctrina de la Corte, que refiere al espíritu de la ley
25.990, del 11 de enero de 2005, que aquella hermenéutica extensiva, en ausencia de
norma expresa que permita la extensión del instituto interruptivo, agravia las garantías
constitucionales de los ciudadanos.
De lo expuesto ha de concluirse que la falta de regulación legal de los institutos de
extinción de la acción y la sanción en modo alguno pueden significar la creación de
acciones o sanciones inextinguibles, pues dicha laguna normativa podrá ser integrada con
las previsiones del Cód. Penal. Inversamente, la regulación específica de modos de
extinción por el legislador competente supone, en mi opinión, una clara voluntad legislativa
de extender o limitar aquellas causas y, en la medida en que su fundamento no encontrara
base en la Constitución Nacional —como es el caso de la muerte del autor, la amnistía o el
indulto—, las causas de extinción deberán limitarse a las establecidas por la ley,
juzgándose incompatibles con el ordenamiento, en los términos de la doctrina citada, las
otras causas "postergables" de extinción.

IV. LAS CAUSAS DE EXTINCIÓN DE LA ACCIÓN ESTABLECIDAS EN EL CÓDIGO PENAL Y


EN OTRAS LEGISLACIONES DE FALTAS O CONTRAVENCIONES VIGENTES
Lo expuesto en el apartado anterior exige considerar, en primer término, las causas
establecidas en el Cód. Penal para la extinción de la acción y el modo en que se han
interpretado por la doctrina y jurisprudencia, pues la sola importación de los preceptos
resultaría inútil si no viniera acompañada de la hermenéutica realizada a su respecto.
El Código recién citado, en su art. 65 —según la redacción que le otorgara la ley
27.147—, establece que la acción se extinguirá: 1) por la muerte del imputado; 2) por la
amnistía; 3) por la prescripción; 4) por la renuncia del agraviado, respecto de los delitos de
acción privada; 5) por aplicación del criterio de oportunidad; 6) por conciliación o
reparación integral del perjuicio; 7) por el cumplimiento de las condiciones establecidas
para la suspensión del proceso a prueba; en los tres últimos casos las causales se
aplicarán de conformidad con las leyes procesales correspondientes.
1) Hemos indicado más arriba que la extinción de la acción por muerte del imputado
tiene fundamento en el art. 5º, apart. 3 de la Convención Americana de Derechos
Humanos y, por lo tanto, en la Constitución Nacional, por imperio de su art. 75, inc. 22, de
modo que no podría ser excluida por el legislador sin agravio de las garantías
supralegales.
No dejo de considerar que el precepto de la Convención recién citada alude a "la pena".
Sin embargo, la jurisprudencia interpretativa de la Corte Interamericana, tantas veces
señalada ya, obliga a concluir que su ámbito de aplicación alcanza también a las
sanciones administrativas(325).
La jurisprudencia ha señalado, al respecto que "corresponde confirmar la sentencia que
declaró extinguida, por causa del fallecimiento del imputado, la acción penal aduanera, ya
que el carácter de infracción que en principio revisten los ilícitos penal aduaneros no
empece la aplicación a su respecto de lo dispuesto en el art. 59, inc. 1º, del Código Penal,

108
a falta de disposición expresa o tácitamente contraria de la ley especial"(326). "Linch,
Mauricio", Fallos 290:202.
2) El art. 75, inc. 20 de la Constitución argentina faculta al Congreso de la Nación a
"...conceder amnistías generales...". A este respecto, se ha señalado que la amnistía "...es
un acto de gobierno y de soberanía que forma parte del sistema constitucional... en razón
de constituir el ejercicio de una potestad por la cual el Estado renuncia circunstancialmente
a la represión de determinados delitos, disponiendo la extinción de la acción penal y
haciendo cesar la condena y sus efectos. Se borra así el hecho delictuoso, se extinguen
las penas aplicadas y sus beneficiarios se reputan legalmente inocentes, con la finalidad
afianzar la unidad y la pacificación nacional".
Las facultades conferidas por la Ley Fundamental al Congreso, en este campo, siempre
se han considerado limitadas, habiéndose aclarado —desde el mismo inicio de la vida
republicana— que no era posible conceder amnistías respecto de delitos establecidos por
la Constitución Nacional, como la traición a la patria(327). Esa limitación se extendió más
tarde a los delitos de lesa humanidad, a mi juicio, por el efecto pedagógico que generó en
el mundo entero la sentencia dictada por el Tribunal de Nüremberg, con motivo de los
crímenes cometidos durante la segunda guerra mundial, aunque más tarde ello encontró
respaldo normativo explícito en la Convención Americana de Derechos Humanos y el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos(328).
Conceptualmente se concibe a la amnistía como una decisión política y de soberanía
que el Poder Legislativo(329) adopta con la finalidad de lograr la unificación y pacificación
nacional y se la examina respecto de los delitos. Sin embargo, no existe razón por la cual
no pudiera extenderse a las infracciones administrativas, pues la Constitución Nacional no
excluye tal posibilidad y, de hecho, ha ocurrido respecto de infracciones a las leyes de
enrolamiento y servicio militar(330), como también aun respecto de actos administrativos de
cesantía(331), extremo que se compadece con el criterio según el cual la interpretación de
las leyes de amnistía debe hacerse con amplitud y no restrictivamente(332).
Sin embargo, parece evidente que la facultad de amnistiar infracciones corresponde a
quien es titular de la competencia para establecerlas. Así, el Congreso Nacional solo
podría legislar respecto de las infracciones establecidas por leyes federales, pues
carecería de atribuciones para hacer cesar la reprochabilidad de infracciones establecidas
por las legislaturas provinciales o municipales, pues ello vulneraría el principio de
distribución constitucional de competencias(333). En este sentido, se ha indicado que "el
carácter federal, local o común de las disposiciones legales emanadas del Congreso
depende de cuál haya sido la potestad que ese órgano ejerció al sancionarlas. En
consecuencia, son federales las normas dictadas en uso de la faculta prevista por el art.
67, inc. 17, in fine (hoy art. 75, inc. 20 in fine) de la Constitución Nacional"(334). Las
legislaciones locales contemplan expresamente esta causal de extinción de la acción(335).
3) El Cód. Penal establece, en cuanto resultaría atinente a nuestro tema, los siguientes
plazos para la prescripción de la acción: (i) el máximo de duración de la pena señalada
para los casos de prisión; (ii) a los cinco años cuando se tratare de un hecho reprimido con
inhabilitación perpetua; (iii) al año, cuando se tratare de un hecho reprimido con
inhabilitación temporal; (iv) a los dos años, cuando se tratare de un hecho reprimido con
multa.
La inclusión del instituto de la prescripción en el ámbito del derecho procesal o
sustantivo ha sido materia de dilatada discusión doctrinaria. La cuestión tiene importancia
en el ámbito de las potestades, pues las leyes procesales son de competencia de las
legislaturas provinciales, mientras que el Congreso de la Nación tiene a su cargo el dictado
del Cód. Penal. Se ha dicho, no obstante que "...debe considerarse superada esta
discusión, que actualmente se ha tornado irrelevante si se tiene en cuenta que existe una
marcada tendencia doctrinaria a incluir bajo el manto del principio de legalidad a ciertas
normas de carácter procesal y, particularmente, las relativas a la prescripción de la acción;
estas últimas independientemente de s contenido material o procesal, ya que —en

109
definitiva— lo relevante es que contienen regulaciones que tienen por efecto inhibir la
punibilidad de un hecho"(336).
Con la claridad que le es inherente, Bacigalupo ha señalado al respecto que "la
pertenencia de estos plazos a la ley pena o a la ley procesal penal ha estado condicionada
por la ambigüedad de su naturaleza jurídica... Sin embargo, la validez el principio de
legalidad, y por lo tanto, de la prohibición de aplicación retroactiva de la ley penal, no debe
depender de estas clasificaciones, sin de su relación con los fundamentos y fines del
principio de legalidad. Desde esta perspectiva es indudable que una ampliación de los
plazos de prescripción vigentes en el momento del hecho por una ley posterior a éste no
debe ser aplicada retroactivamente, pues ello afectaría de una manera decisiva la garantía
de objetividad en la medida en la que implica, en la práctica, una ley destinada a juzgar
hechos ya ocurridos, ampliando para ello el poder penal del Estado. El punto de vista
contrario apoya en otro entendimiento del principio de legalidad, que pone en primera línea
la protección de la confianza del autor potencial y excluye su significación como limitación
objetiva del poder del Estado. A partir de tales premisas se justifica una aplicación
retroactiva de la ley penal precisamente porque la confianza en los límites de la
perseguibilidad de un hecho punible no sería merecedora de protección constitucional"(337).
No sería posible dejar de tener en cuenta que, en reiterados pronunciamientos, la Corte
Suprema de Justicia de la Nación ha establecido como doctrina que "el instituto de la
prescripción de la acción penal tiene una estrecha vinculación con el derecho del imputado
a obtener un pronunciamiento que, definiendo su posición frente a la ley y a la sociedad,
ponga término del modo más breve, a la situación de incertidumbre y de restricción de la
libertad que comporta el enjuiciamiento penal, y esto obedece además al imperativo de
satisfacer una exigencia consustancial que es el respeto debido a la dignidad del hombre,
el cual es el reconocimiento del derecho que tiene toda persona de liberarse del estado de
sospecha que importa la acusación de haber cometido un delito"(338), criterio que debe
trasladarse al ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones públicas.
Se ha visto en el apart. 8.3. que la jurisprudencia ha considerado que no es posible
suponer la existencia de una acción imprescriptible, por el solo hecho de no existir un
plazo fijado para ello en la norma que la establece, debiendo en tales casos acudirse al
Cód. Penal para llenar la laguna normativa(339). Adviértase que esta remisión se realiza en
su condición de "ley nacional", de modo que ha de considerarse integradora de las normas
provinciales y municipales, en los pertinente, criterio que no es posible trasladar a la
amnistía, según se ha vito, porque las Provincias, a través de la Constitución, delegaron en
el Congreso Nacional la competencia de dictar aquel Código y su utilización en la especie
es llamada como consecuencia de la necesaria aplicación de los principios penales al
ámbito de la potestad sancionadora de las administraciones públicas, en la medida en que
no exista una incompatibilidad evidente con la norma infraccional especial.
Es necesario advertir que la mayoría de los regímenes de faltas provinciales han
establecido plazos de prescripción de uno o dos años(340), mientras que las leyes federales
que establecen infracciones lo hacen también frecuentemente(341). El uso de estas
facultades por las leyes federales y locales, con anterioridad a la sanción del Cód. Civ. y
Com. de la Nación (ley 26.994) da clara cuenta del incumplimiento que el mismo legislador
nacional hiciera de la doctrina sentada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el
fallo "Filcrosa".
Otra de las cuestiones que genera la prescripción, como causa de extinción de la
acción penal o infraccional, es la relacionada con las causas de interrupción y suspensión
de su curso, derivados de los hechos a los que las leyes atribuyen tal carácter, en su
vinculación con el derecho constitucional de los ciudadanos, consagrado en los arts. 7.5 y
8.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos.
Por cierto, el derecho a obtener una resolución que determine sus derechos (sea en el
ámbito penal, sancionatorio, disciplinario, fiscal o cualquier otro(342)) en un plazo razonable,
a cuyo fin debe computarse desde el inicio del procedimiento administrativo hasta la
ejecución de la sentencia(343). Este derecho, que alcanza jerarquía constitucional a partir

110
del art. 75, inc. 22, encuentra particular incidencia en el oficioso examen de
convencionalidad y constitucionalidad que corresponde hacer a los funcionarios
administrativos, y en especial a los judiciales, al tiempo de ponderar la invocación de
causales de interrupción o suspensión válidas del curso de la prescripción.
La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha aplicado
precisamente el control sobre el plazo razonable en el caso "Losicer"(344). En esa
oportunidad, a pesar de la extensísima tramitación que registró el sumario administrativo
ante el Banco Central de la República, el plazo de prescripción de la acción no había
llegado a producirse debido a las interrupciones que se produjeron por diversas diligencias
del sumario que tuvieron lugar, en cada caso, justamente antes de que ocurriera el plazo
de prescripción, al amparo de una amplísima causal prevista en la ley 21.526 de Entidades
Financieras, cuyo art. 42 otorga eficacia interruptiva, sin discriminación, "...a los actos y
diligencias de procedimientos inherentes a la sustanciación del sumario, una vez abierto
por resolución del Presidente del Banco Central de la República Argentina".
Con motivo de la decisión del caso, sostuvo la Corte Suprema que "el derecho a
obtener un pronunciamiento judicial sin dilaciones previas resulta un corolario del derecho
de defensa en juicio consagrado en el artículo 18 de la Constitución Nacional —derivado
del 'speedy trial' de la enmienda VI de la Constitución de los Estados Unidos de
Norteamérica. En este sentido, se ha expedido esta Corte al afirmar que 'la garantía
constitucional de la defensa en juicio incluye el derecho de todo imputado a obtener un
pronunciamiento que, definiendo su posición frente a la ley y a la sociedad, ponga término
del modo más rápido posible, a la situación de incertidumbre de innegable restricción que
comporta el enjuiciamiento penal (Fallos 272:188; 300:1102; 332:1492)"(345).
Agregó inmediatamente, que "...cabe descartar que el carácter administrativo del
procedimiento sumarial pueda erigirse en un óbice para la aplicación de los principios
reseñados, pues en el Estado de derecho la vigencia de las garantías enunciadas por el
art. 8 de la citada Convención no se encuentra limitada al Poder Judicial —en el ejercicio
eminente de tal función— sin que debe ser respetada por todo órgano o autoridad pública
al que le hubieran sido asignadas funciones materialmente jurisdiccionales"(346).
Con motivo de la comprobación de un trámite anodino y extensísimo, sostuvo
finalmente el Alto Tribunal: "Que, por lo tanto, cabe concluir que la irrazonable dilación del
procedimiento administrativo resulta incompatible con el derecho al debido proceso
amparado por el art. 18 de la Constitución Nacional y por el art. 8 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos"(347).
Me he extendido en la cita de los considerandos del fallo porque, si bien la sentencia no
declaró la nulidad de todo el procedimiento sumarial, esa conclusión debía entenderse
derivada de la argumentación seguida y de la anulación de la decisión sancionatoria, toda
vez que resultaría inadmisible sostener que pudiera pensarse en una nulidad parcial del
sumario que remitiera al sumariado a continuar en él por un plazo aún mayor al que ya se
declaraba incompatible con el art. 18 de la CN y la Convención.
Resulta forzoso colegir que la violación del plazo razonable condujo en este caso, y en
las decisiones que siguieron más tarde su doctrina(348), a considerar la nulidad de toda la
actuación sumarial, privándola de los efectos interruptivos de la prescripción que le
asignara la ley 21.526, en los términos transcriptos más arriba.
La advertencia sobre la vinculación de las eventuales causales de interrupción o
suspensión de la prescripción a los trámites de procedimientos administrativos o judiciales
es trascendente, porque su aplicabilidad deberá superar, en primer término, el test de
razonabilidad del plazo, exigido por las garantías contenidas en el art. 18 de la CN y 7º y 8º
de la Convención Americana de Derechos Humanos, invocación del primero de los
preceptos que permite superar, con claridad, cualquier pretensión de limitar su vigencia a
las personas humanas, excluyendo a las personas jurídicas.
4) En cuanto a la renuncia del agraviado respecto de los delitos de acción privada; la
aplicación del criterio de oportunidad; la conciliación o reparación integral del perjuicio; y el

111
cumplimiento de las condiciones establecidas para la suspensión del proceso a prueba,
estas causales son consideradas por alguna legislación provincial, aunque no se
encuentran en la mayoría de las leyes federales que establecen infracciones
administrativas, que generalmente acuden o dan por supuesto el principio de oficialidad en
la persecución y no consideran infracciones de instancia privada, como tampoco las
demás causas de extinción enumeradas en este apartado(349).
5) El art. 64 del Cód. Penal y los regímenes de faltas locales consideran también al
pago del mínimo de la multa (en algunos casos con más la indemnización a la víctima)
como un supuesto de extinción de la acción, Creo que la causal parece más bien un caso
de extinción de la pena que de la acción, porque el pago voluntario no quita el carácter de
punición que ese pago tiene respecto de la falta, aunque se concrete en el mínimo de la
escala prevista por el legislador.

V. LAS CAUSAS DE EXTINCIÓN DE LA SANCIÓN


En lo que atañe a los motivos que el ordenamiento establece como justificantes de la
extinción de las sanciones ya aplicadas, se indican regularmente: (i) la muerte del
sancionado; (ii) la prescripción de la pena; (iii) el indulto.
Tengo claramente en cuenta que el Cód. Penal no reconoce a la muerte del sancionado
o condenado como causa de extinción de la sanción o de la pena, pero ello parece una
consecuencia necesaria del carácter personal de la sanción y la circunstancia de que esta
no puede pasar de las personas del delincuente (art. 5º, inc. 3º de la Convención
Americana de Derechos Humanos). Por otra parte, entiendo que ello también se
compadece con los fines de la pena, que en modo alguno pueden convertirse en una
sanción para los herederos, pues ello no consultaría ninguna idea de prevención general,
especial o de retribución. Los Códigos de Faltas locales establecen, por lo general, este
modo de extinción de las sanciones(350).
En lo que atañe a la prescripción, el Cód. Penal establece el tiempo de la condena para
los casos de prisión y de dos años para las multas. Las leyes provinciales establecen por
lo general plazos iguales o menores de prescripción. Algunas leyes federales establecen
plazos sustancialmente más extensos, circunstancia que —en su momento— podría haber
generado un cuestionamiento sobre su constitucionalidad, a partir de la aplicación de la
doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso "Filcrosa", que, sin
embargo, nunca fue invocado a tal fin, argumento que hoy debería considerarse superado
a partir de la reforma que introdujera en la materia el Cód. Civ. y Com. de la Nación.
Es importante poner de relieve que las leyes locales establecen, por lo general, que el
plazo de prescripción de la sanción se interrumpe por la interposición de la demanda para
el cobro del certificado de deuda emitido por la autoridad competente(351).
Es más complejo examinar cláusulas como la del régimen de la Provincia de Córdoba,
en cuanto establece "La prescripción de la acción y de la pena se interrumpe por la
comisión de una nueva contravención o delito doloso, así como por aquellos actos que
impidan la ejecución de la pena impuesta o impulsan la prosecución del trámite de la
causa o exterioricen la voluntad estatal de reprimir. La prescripción corre o se interrumpe
separadamente para cada uno de los partícipes o responsables de la infracción". Estimo
que los "actos que impidan la ejecución de la pena", así como los que genéricamente
"exterioricen la voluntad estatal de reprimir" no pueden ser válidamente establecidos como
causales de interrupción: el primero por cuanto supone castigar el ejercicio del derecho de
defesa; el segundo porque su descripción vaga impide establecer una precisión
imprescindible en la materia.

112
CAPÍTULO IX - EL TERRITORIO DEL PROCEDIMIENTO EN LA POTESTAD SANCIONADORA DE LAS
ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

I. EL RÉGIMEN EXORBITANTE DEL DERECHO ADMINISTRATIVO. SU IMPACTO EN LA


REGULACIÓN DEL PROCEDIMIENTO COMO GARANTÍA CONTRA LA ARBITRARIEDAD Y
EL ABUSO DE PODER
Examinar el tema del procedimiento administrativo, en el marco del ejercicio de las
potestades sancionadoras de las administraciones públicas, exige comprender cómo se
estructura el sistema republicano, en orden al papel que corresponde en él,
particularmente, al Poder Ejecutivo y, en su consecuencia a la Administración.
Recordaré, para empezar, que en el escrito 51 de El Federalista, Hamilton indicó: "¿A
qué expediente recurriremos entonces para mantener en la práctica la división necesaria
del poder entre los diferentes departamentos, tal como la estatuye la Constitución? La
única respuesta que puede darse es que como todas las precauciones de carácter externo
han resultado inadecuadas, el defecto debe suplirse ideando la estructura interior del
gobierno de tal modo que sean sus distintas partes constituyentes, por sus relaciones
mutuas, los medios de conservarse unas a otras en su sitio"(352).
También Story, en sus Comentarios a la Constitución estadounidense, señaló que el
deber impuesto al presidente para que cuide que las leyes sean plenamente ejecutadas o
cumplidas sigue a la gravedad e importancia de su juramento y que el gran objetivo del
departamento ejecutivo es cumplir este propósito, pues sin él, cualquiera fuera la forma de
gobierno sería completamente inútil para impedir la vulneración de los derechos o hacer
posible la protección de la felicidad, el buen orden y la seguridad del pueblo(353).
En parecidos términos, para no limitar las fuentes constitucionales a la tradición
anglosajona y recuperar su vinculación con el sistema español, recordaré que los arts. 4º y
13 de la casi bicentenaria Constitución de Cádiz de 1812, establecieron que la Nación está
obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los
demás derechos legítimos de todos los individuos, como también que el objeto del
gobierno es el bienestar de los individuos que componen la sociedad política.
Estos criterios, que permiten tener presente el sentido que tienen el gobierno y, en
particular la Administración, en la organización de una República, tienen expresión
argentina en las conocidas palabras del apart. XXIII de las Bases de Alberdi sobre el Poder
Ejecutivo: "Llamado ese poder a defender y conservar el orden y la paz, es decir la
observancia de la Constitución y las leyes... ¿teméis que el poder ejecutivo sea su
principal infractor?... En vez de dar el despotismo a un hombre es mejor darlo a la ley...
Dad al poder ejecutivo todo el poder posible pero dádselo por medio de una
constitución"(354).
Años después, en España, Manuel Colmerio sostenía que la acción administrativa debe
procurar la utilidad común, guardando y haciendo guardar las leyes(355) y Santamaría de
Paredes que "siendo el Estado un orden de actividad moral, sólo puede realizar
jurídicamente sus fines mediante hechos morales" y "siendo el Estado un órgano del
Derecho, claro es que mediante él habrá de relacionarse con la sociedad..."(356).
He abusado de las estas citas para advertir que estos postulados, que plasmaron en la
Constitución argentina y fueron recogidos desde su origen institucional por la Corte
Suprema, obligan a considerar que, en el sistema republicano, el Estado, el gobierno y en
especial la Administración, no solo están sometidos al derecho, sino también encargados
de su realización social, extremo que guarda especial importancia cuando se trata del
ejercicio de la potestad sancionatoria.

113
Este cometido de realizar el derecho no es una mera indicación declamatoria o un
anhelo paradigmático. Tiene un contenido importantísimo a la hora de hallar el sentido del
ordenamiento jurídico, pues a partir de su admisión debe entenderse que "la finalidad de
realizar el derecho por parte del Estado, el Gobierno y la Administración" es presupuesto
de toda norma de competencia.
Al respecto, caber reiterar que Villar Palasí(357) supo distinguir las normas de
competencia de las normas de conducta. Las primeras se refieren a la atribución que el
orden jurídico hace a un órgano público o a una persona, del poder para producir
determinados efectos jurídicos. Estas normas de competencia pueden expresarse de tres
maneras diversas, a saber: a) las que prescriben qué persona está calificada para emitir el
acto; b) las que prescriben el procedimiento a seguir para esa creación; y c) las que
prescriben el alcance posible de la norma con respecto a su sujeto, situación y materia.
Las normas de conducta, en cambio, reglan la manera en que el órgano o la persona
competente ha de ejercer el poder que le fuera conferido.
Detengámonos con estos antecedentes en el régimen exorbitante, y más precisamente
en lo relativo a sus prerrogativas más evidentes: la autotutela declarativa (que no es tan
solo la presunción de legalidad del acto administrativo, sino la facultad de la Administración
de resolver sus propios conflictos con los ciudadanos mediante una declaración de
derecho que se presume legítima), la autotutela ejecutiva (como aptitud se sustitución
provisional de la voluntad del ciudadano por la de la Administración —en términos de
Chiovenda—, con eventual ejercicio de la violencia legítima y de privar de efectos
suspensivos a sus recursos) y la autotutela reduplicativa (como la facultad de impedir el
control judicial si no se ha permitido previamente el autocontrol administrativo del acto)(358).
García de Enterría y Fernández(359) han explicado que estas prerrogativas de la
Administración encuentran base en el "Antiguo Régimen" que precediera a la República,
porque cuando el Monarca actuaba en los asuntos administrativos no necesitaba del
respaldo de los Tribunales, como sí lo requerían los ciudadanos. Cassagne(360) ha
indicado, entre nosotros, que las prerrogativas que otorga a la Administración encuentran
justificación con su contrapartida en las garantías que a la par se establecen a favor de los
ciudadanos, en particular en el procedimiento administrativo.
Sin embargo, creo que es hora de avanzar un poco más en la consideración de estas
prerrogativas y preguntarse en qué contexto son reconocidas por el derecho positivo o,
desde otra perspectiva, de qué modo puede considerárselas compatibles con un sistema
jurídico inserto en un contexto constitucional que adopta el sistema representativo y
republicano de gobierno, que juntamente con su carácter federal, determinan la base a
partir de la cual fue propuesto el surgimiento de la República Argentina, al menos desde la
perspectiva de su ordenamiento jurídico.
Para ello será preciso volver a Villar Palasí, y tener en cuenta que "leyes incompletas
no quiere ni por asomo decir Ordenamiento Jurídico incompleto, pues la completitud del
Ordenamiento es su posibilidad... de dar siempre y en todo caso respuesta a un problema
jurídico"(361), en referencia a la validez de aquellos principios que subyacen a los preceptos
y que los estructuran en un sistema ordenado y teleológico que le da sentido y lo completa.
Desde esta perspectiva, quiero advertir que el derecho no regala a la Administración las
prerrogativas por razones de mera eficiencia. Por el contrario, en un contexto republicano
de división de poderes prevista para asegurar los beneficios de la libertad, tales
prerrogativas han sido otorgadas con fundamentos concretos y de raíz moral.
Como se ha dicho, el Estado y el gobierno no solo están sometidos al derecho, sino
que tienen el deber de realizar el derecho, de actuarlo en sus relaciones con los
ciudadanos y en las de estos entre sí, y que tal postulado es el presupuesto de las normas
atributivas de competencia. Como consecuencia necesaria debe admitirse que —desde el
punto de vista del sistema, el ideario y la moral republicanos—, el otorgamiento de la
prerrogativa de autotutela declarativa solo se justifica si se presume y mantiene la vigencia
de aquella función realizadora del derecho inherente a la Administración. Únicamente si se
concibe una Administración preocupada por "actuar" el derecho, puede otorgársele la

114
prerrogativa de decidir los conflictos en que es parte, a través de un acto que se presume
legítimo.
También se ha recordado que la finalidad del gobierno es la consecución del interés
público y que este se jerarquiza por sobre los intereses particulares. Es aquí donde debe
hallarse el justificativo republicano de la prerrogativa de la autotutela ejecutiva, pues
únicamente si se tiene por dada esta procura esencial del interés público puede diferirse el
tratamiento de los reclamos de los particulares en aras del bien común.
Todavía cabe señalar que la combinación de aquellos dos presupuestos con la
organización jerárquica de la Administración, la existencia de un control preventivo de
legalidad reglamentado, sencillo y eficaz y el carácter de autoridad representativa que
exhibe el Poder Ejecutivo —máximo responsable político de la Administración en nuestro
país—, autorizan la admisión de una especie de principio republicano de deferencia, que
descubrimos en el derecho anglosajón, pero que también tenemos implícito en esta tierra y
que aparece detrás del principio del agotamiento de la vía administrativa, solo validado por
todas esas bases que lo sostienen.
A esta altura, se pensará que estoy describiendo una quimera, el sueño que Alejandro
Nieto denuncia continuamente como "la ilusión de los administrativistas". No es así. He
dicho simplemente que la formación de las repúblicas no ha prescindido de aquellas
prerrogativas del "Antiguo Régimen" para diseñar la Administración, pero también que una
interpretación sistemática e histórica de ellas exige entenderlas sustentadas de manera
diametralmente diversa en el ordenamiento jurídico.
Y formulo esta advertencia porque los gobiernos —no este gobierno, ni el anterior, ni el
anterior del anterior; ni tampoco exclusivamente el de la Nación argentina— se han
apropiado de las prerrogativas y asolado los paradigmas republicanos que las sostienen.
Concretamente:
i. En nombre de la eficiencia, de una supuesta representatividad popular —otorgada
para administrar y no para legislar—, o de la urgencia como signo de los tiempos, las
Administraciones han soslayado el principio de legalidad, sea bajo el manto de la
denigración de la "ley plana", la utilización de "conceptos genéricos a determinar" y la
correlativa superproducción de fuentes de creación normativa no representativas de la
voluntad general (concretada en la voz de mayorías y minorías típica del Parlamento), o
por la invocación de superiores intereses o urgencias nunca esclarecidos ni agotadas.
Las legislaturas, cediendo a las exigencias de los administradores, se han vuelto
instrumentos de bendición de proyectos oficiales sin verdadero debate, cuando no
vehículos para la dejación de competencias de dirección y control esenciales a la vida
republicana.
ii. Las administraciones también se han adueñado del interés público, haciéndole decir
aquello que a veces es interés fiscal y, otras tantas, interés del funcionario, quien ha
olvidado y postergado el deber de convencernos de la razonabilidad de su decisión, en el
oscuro jurídico de la discrecionalidad.
iii. Pero no se acaban allí las paradojas, porque los gobiernos también se han
apropiado de los beneficios de la deferencia, sin considerar su condición necesaria, es
decir: el control preventivo de legalidad. Es de toda evidencia, como denunciara
Gordillo(362) entre nosotros y aún aquí, que el procedimiento administrativo se ha
subvertido, para convertirse en una herramienta de dilación en el acceso al control
jurisdiccional del ciudadano, en un trámite para mejorar la defensa de actos viciados, y
hasta para mellar la voluntad del súbdito de defender su derecho.
Esta es la realidad más visible de nuestros días. Pero hay otra que los gobiernos y las
administraciones parecen no ver, y que se vincula con la reacción que los ciudadanos han
generado desde hace años frente a esta verdadera huida del derecho como rector del
accionar administrativo. Seguramente se hallarán muchas concausas para estas
respuestas de los "administrados", pero será difícil negar su relación de causa a efecto con

115
aquellos vicios. Y es necesario ponerlas a la luz, porque sin esa advertencia resultará inútil
que sigamos expresando nuestro encono contra algunas instituciones, postulando su
abandono a favor de otras que aún no hemos probado mejores.
i. Porque ante la denigración del principio de legalidad y su sustitución por el exceso
reglamentario y la exacerbación de la producción legislativa de la Administración, que
denunciara en nuestra república Alberto Bianchi(363), los ciudadanos han respondido con la
creación de una legalidad supranacional, la de los Pactos de Derechos Humanos,
controlada por una jurisdicción supranacional, que vuelve a poner "la legalidad" fuera del
alcance aún de la "eterna emergencia" omniatributiva de competencias paralegales al
Poder Ejecutivo, agravada por el establecimiento de la obligación de realizar un control
oficioso de convencionalidad y constitucionalidad que no solo alcanza a las autoridades
jurisdiccionales específicas, sino a toda otra autoridad pública que tenga competencia para
resolver un conflicto con un acto de apariencia jurisdiccional(364).
ii. Porque ante la invocación espuria del interés público para justificar la ejecución
forzada de actos viciados, han surgido los remedios sumarísimos de la acción de amparo y
las medidas cautelares que en Argentina llamamos autónomas, para impedir legitimar
aquel recurso, con prescindencia del agotamiento de la vía administrativa o para hacer
ineficaz la autotutela ejecutiva durante esa etapa, cuando se hiciera necesaria(365).
iii. Porque ante la transformación del procedimiento administrativo en un mero
ritualismo inútil —conclusión que resulta incontestable cuando se advierte la escasísima
proporción de actos revocados en sede administrativa, que es incompatible con la natural
convicción que todos tenemos sobre la falibilidad humana—, el amparo se ha
transformado y reclamó para sí la exclusión del requisito del agotamiento de la vía,
mientras que los jueces han postergado todo principio de deferencia, al punto de ser
señalados por los administradores como ensañados con ellos.
He indicado ya, alguna vez, que esta descripción no es del mundo de mañana. Es lo
que nos pasa mientras estamos haciendo planes para el futuro. Por eso, parece hora de
preguntarse: ¿qué planes?
Una respuesta viene abriéndose paso en las publicaciones, jornadas y seminarios, al
menos en Argentina: dejemos todo a las respuestas supranacionales. Abandonemos todo
el sistema y sustituyámoslo por esos principios. No nos detengamos ni siquiera en el
análisis. La propuesta pareciera especialmente cara a una generación televisiva, cada vez
más ajena a los tiempos que requiere la reflexión.
Quiero advertir que abandonarse a esta corriente no solo es laxitud, es también adherir
a un modelo que no hemos forjado, por la renuncia a plantearnos severamente la
posibilidad de recuperar el que sí construimos y a defender los valores que en su momento
le dieron sentido y justicia.
Y si ello no fuera suficiente, todavía debo agregar un aspecto de la cuestión que
usualmente queda en las sombras. Me decía hace algún tiempo la profesora Irgmard
Lepennies, con verdadero acierto, que examinar profundamente el sistema de control
judicial de la administración es solo una pequeña parte del camino, porque una porción
mayoritaria de la sociedad, quien más lo necesita posiblemente, no acude ni tiene los
medios para acceder a ese control judicial de juridicidad. No he de predicar esta
consecuencia fuera de mi país, aunque propongo que se reflexione sobre ella, porque la
categoría de "vulnerables" no es solo una categoría argentina.
De modo que un examen verdaderamente democrático y republicano debería
considerar la legalidad, la ejecutoriedad y el control preventivo propio del procedimiento
administrativo de cara a su ejecución oficiosa por la Administración. Ello es requerido por
el "ordenamiento jurídico integrado", completado por aquella base o presupuesto de la
norma competencial antes señalada, esto es: el deber de realizar el derecho, que integra
como un conector al ordenamiento jurídico de leyes incompletas.

116
Sin embargo, el desarrollo nos lleva a la encrucijada de Duguit, en el prólogo de la
obra El Estado de Woodrow Wilson: ¿cómo lograr una regla de conducta que se imponga
a los gobernantes? Y es aquí donde la respuesta parece un perro que se muerde la cola.
Porque, si bien el control judicial no resulta alcanzable por una parte de la población, no es
dudoso que, en otro contexto, el valor pedagógico de las sentencias impondrá a la
Administración y a sus funcionarios la obligación de volver por sus fueros(366).
Para ello, necesitamos una legislatura que retome sus competencias y utilice los
mismos tiempos que insume para tratar proyectos oficiales complicadísimos por sus
efectos y repercusiones en nuestras vidas, en examinar la sanción de otras normas, como
las destinadas al control del ejercicio de facultades de carácter legislativo que se delegan
en el Poder Ejecutivo o el modo de integración de los organismos externos de control y, en
especial, las que hacen uso de la remisión reglamentaria y de la aplicación concreta de las
potestades sancionadoras de las administraciones públicas.
Necesitamos un Cuerpo de Abogados del Estado que haga de la independencia
funcional un estandarte y de la preservación de la utilidad del procedimiento administrativo,
como verdadero control preventivo de legalidad y realizador de la justicia y la equidad, un
presupuesto insoslayable en cada dictamen de servicios jurídicos permanentes cuya
ausencia injustificada no dé lugar a la teoría de la subsanación(367).
Necesitamos un control judicial que no eluda tampoco su obligación de "realizar el
derecho", vinculando toda declaración de invalidez de un acto administrativo o
responsabilidad estatal a un pronunciamiento sobre la responsabilidad del funcionario en el
dictado de los actos o la ocurrencia de los daños, que deberá ser citados como parte
necesaria en esos procesos.
En el marco de un sistema de protección de los derechos y las libertades, deberá
tenerse en cuenta que el procedimiento administrativo fue previsto como herramienta de
fácil acceso para los ciudadanos, de trámite gratuito, oficioso, informalismo favorable,
sujeción al principio de verdad real y adaptación a condiciones de celeridad mayores que
las del proceso judicial.
Los autores de su regulación normativa, en Argentina y en otros lares, previeron esas
normas pensando justamente en ciudadanos dificultados para acceder a los jueces y en
una Administración que debía por sí realizar el derecho. Por eso deberá exigirse que, en
beneficio de la custodia de esos mismos derechos que decimos defender, lejos de abolir el
procedimiento administrativo, lo transformemos en una etapa útil, que haga públicos sus
resultados comparativos, de modo que brinde a los ciudadanos la seguridad de que sus
reclamos serán considerados y devuelva a los jueces un principio de deferencia que no
brindan las normas, sino los hechos.
En ese contexto, aquellas prerrogativas volverán a ser instrumento para realizar el
presupuesto de las normas competenciales: no solo la sujeción, sino también la realización
del derecho por parte del Estado, del gobierno y de la Administración y podremos
aplicarles las pautas que el propio sistema interamericano de derechos tiene para sí.
Ahora deberá recordarse a cada paso, a los administradores y a los jueces, que será
necesario proteger debidamente la practicidad y vigencia de tales herramientas, porque
solo un procedimiento eficaz en la procura y salvaguarda de los derechos de los
ciudadanos, hará compatible el instituto del agotamiento de la vía administrativa —de base
meramente legal— con el derecho a la tutela judicial efectiva y el remedio expedito
previsto en los tratados de derechos humanos, en especial cuando se tiene en cuenta que
el mismo requisito es exigido en los tribunales internacionales del Sistema Interamericano
de Derechos Humanos, no solo para el agotamiento de las instancias nacionales, sino aun
para el del procedimiento ante la Comisión, como quedara especialmente aclarado.
Por ello, no es casual que el Documento de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos sobre el Acceso a la Justicia como garantía de los derechos económicos,
sociales y culturales, de septiembre de 2007, haya incursionado tan específicamente en la
importancia de los procedimientos administrativos.

117
II. REGULACIÓN DE LA POTESTAD SANCIONADORA POR LAS NORMAS GENERALES DE
PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO O CREACIÓN DE NORMAS ESPECIALES
(i) Suele indicarse que el procedimiento administrativo tiene por finalidad concretar el
control preventivo de legalidad de la Administración, hacer posible el control jerárquico,
garantizar el derecho de petición de los ciudadanos, respetar su derecho al debido proceso
adjetivo y la tutela administrativa efectiva y hacer posible una conciliación de los intereses
públicos y privados.
Si se reflexiona sobre lo expuesto, habrá de concluirse, necesariamente, que las
enunciadas constituyen solo algunas de las finalidades "mediatas" y secundarias del
procedimiento administrativo, porque este tiene por objetivo inmediata el dictado de un
acto administrativo (originario o de control sobre uno anterior recurrido), que suponga el
encauzamiento jurídico y formal de la actividad administrativa en ejercicio de las
potestades que le otorga la ley.
Pero, aun después de esa advertencia sobre el fin inmediato típico, también deberá
aceptarse que el primero de los fines mediatos no está entre los enumerados en el párrafo
inicial de este apartado, pues la finalidad mediata principal del procedimiento es hacer
posible, del modo más eficaz, eficiente y razonable posible, la realización del derecho en la
procura del bien común por parte de la Administración Pública(368).
Solo a partir de valorarse de manera jerárquica y subordinante la finalidad mediata de
realizar el derecho en la procura del bien común puede hablarse de los demás propósitos,
que han de considerarse calificantes de la razonabilidad y el mérito del acto administrativo.
Pero adviértase, inmediatamente, que ello no quiere decir que resulte jurídicamente
posible y lícito a la Administración la consecución de sus fines principales a través de
cualquier herramienta, porque el derecho es justamente regulador de la "razonabilidad" y
la "juridicidad" de los medios que se emplean para el logro de los fines que se proponen
los sujetos de derecho, cualesquiera fueren las potestades que les hubieran otorgado las
leyes.
El propósito de la mención de esta finalidad mediata principal es poner de relieve que el
procedimiento es, principalmente, encauzamiento de la gestión administrativa hacia la
realización del derecho y el bien común, cauce que en los casos en que puede afectar a
derechos subjetivos o intereses de los particulares, generando agravios para estos, debe
ser especialmente cuidadoso en el respeto de sus garantías a la tutela administrativa
efectiva.
De todo ello se sigue que el procedimiento administrativo tiene por finalidad inmediata
el dictado de un acto administrativo (originario o de revisión) y, por finalidad mediata
primaria, el encauzamiento de las potestades administrativas hacia la realización del
derecho y la procura del bien común, cauce que debe considerar el control preventivo de
legalidad que reclama la naturaleza sublegal de la actividad administrativa; la necesidad de
hacer posible el control jerárquico o de tutela y la exigencia constitucional de garantizar el
derecho de petición de los ciudadanos, respetar su derecho al debido proceso adjetivo y la
tutela administrativa efectiva(369), haciendo eventualmente posible una conciliación de los
intereses públicos y privados.
(ii) Uno de los debates bizantinos, en el ámbito del derecho administrativo sancionador,
es el de establecer si su ejercicio debe hallarse gobernado por las normas generales que
disciplinan el procedimiento administrativo, o es necesario acudir a una regulación
especial, dadas sus características.
Antes de la sanción de la ley 40/2015 en España, Suay Rincón había abordado la
cuestión, al sostener: "De nuevo hay que volver la vista, fundamentalmente, sobre las
garantías de los particulares para explicar la razón de ser de estas reglas especiales para
el procedimiento administrativo sancionador. Si éste va a desembocar normalmente en

118
una resolución aflictiva como es la sanción administrativa, una condena que entraña la
reprobación a una persona por lo que ha hecho, lo lógico y natural será que se fortalezcan
las garantías, a fin de que sólo se imponga la sanción administrativa a quien
verdaderamente se haya hecho acreedor de ella. En el procedimiento administrativo
sancionador (seguramente el más gravoso de todos, junto con el expropiatorio y el
tributario), más que en ningún otro, las garantías pasan a situarse en primer plano"(370).
La ley española recién mencionada vino a resolver el problema interpretativo, porque el
capítulo III de su Título Preliminar fue dedicado a los principios de la potestad
sancionadora y allí se estableció la aplicación y alcance de los principios de legalidad,
irretroactividad, tipicidad, responsabilidad, proporcionalidad, prescriptibilidad y ne bis in
idem, aplicables al ejercicio de tal potestad, en términos que relativizan claramente aquella
idea de matización de los principios penales, como no fuera por la que ocurriera a estos
últimos en su propio terruño por su evolución doctrinaria y en la jurisprudencia. Pero la sola
existencia de este capítulo da cuenta de la necesidad de establecer un criterio
diferenciador entre el procedimiento administrativo común y aquel destinado al ejercicio de
las potestades sancionadoras.
En un contexto calificado por estos conceptos esclarecedores, entiendo que no es
posible continuar postulando la aplicación de la Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos y su reglamento al procedimiento administrativo en el que se ejercita la
potestad sancionadora de las administraciones públicas, salvo —en su caso— para
adoptar el régimen recursivo y con algunas modificaciones sustanciales.
Este criterio aparece ratificado por la mayoría de las legislaciones federales,
provinciales y municipales, que adoptan procedimientos especiales distintos a la Ley de
Procedimientos Administrativos y, diversamente en algunos casos, proponen la
supletoriedad de las normas del Cód. Proc. Penal(371).

III. LA SITUACIÓN ACTUAL DEL PROCEDIMIENTO EN EL EJERCICIO DE LAS


POTESTADES SANCIONADORAS DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS
Una pequeña revisión del orden jurídico y la realidad argentina demuestran que la
situación del procedimiento administrativo sancionador resulta, en la situación actual de
nuestro derecho positivo, un enjambre de previsiones desordenadas que hace
prácticamente imposible su sistematización. Ello no solo se debe a la oscuridad legislativa
y la inexistencia de un texto omnicomprensivo y especial del procedimiento, sino también a
otras decisiones de política legislativa que han contribuido a ese verdadero "aquelarre".
Cierto es que, en algunos territorios, como ocurre con el ámbito disciplinario del empleo
público, la materia procedimental encuentra regulación específica en el dec. 467/1999. Sin
embargo, su aplicación ha merecido variadísimas interpretaciones por sus organismos de
aplicación, entre ellos la Procuración del Tesoro de la Nación, tal como habrá de verse
más abajo.
Tampoco ayuda a despejar el campo la circunstancia de los diversos ámbitos
jurisdiccionales comprometidos en el control de la actividad administrativa sancionatoria.
Así, mientras el régimen aduanero y de cambios encuentra control en la Justicia en lo
Penal Económico, la policía de las sociedades comerciales y de las fundaciones y
asociaciones es revisable por la Justicia Comercial o Civil, respectivamente, mientras que
los jueces laborales ejercen supervisión sobre la policía laboral. La Cámara de
Apelaciones en lo Civil y Comercial Federal es destinataria de los recursos directos en
materia de sanciones a obras sociales y de defensa de la competencia; mientras la
Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo recibe recursos directos en
materia de sanciones de los Colegios Profesionales, de la Dirección del Consumidor, en la
disciplina del Empleo Público y de las entidades financieras del Banco Central de la
República. Todavía debería sumarse la Cámara Nacional de Apelaciones de Previsión

119
Social, en las sanciones con fundamento en el incumplimiento de leyes previsionales. Si
ello no fuera suficiente, súmese que los Jueces de Primera Instancia en lo Contencioso
Administrativo Federal reciben los recursos directos de las sanciones aplicadas por la
Dirección Nacional de Migraciones.
Entiendo que los padecimientos que resultan de esta orfandad legislativa y enjambre de
competencias jurisdiccionales constituyen un agravio al derecho a la tutela judicial efectiva.
Ello así, por cuanto los funcionarios administrativos desconocen las garantías que se
encuentran en juego y por qué deben ser celosos en el respeto a los derechos que deben
salvaguardar. Pero también, porque la multiplicidad de ámbitos jurisdiccionales sobre una
misma materia procedimental genera complicaciones gravísimas para el ejercicio del
derecho de defensa por parte de los ciudadanos y se transforma en interpretaciones
diversas sobre las mismas garantías, normalmente en desmedro de los derechos del
destinatario de la persecución infraccional y aun de la seguridad jurídica en general.
Es importante destacar que los precedentes jurisprudenciales no reconocen carácter
jurisdiccional a la actividad de la Administración Pública en la imposición de las sanciones
derivadas de la potestad sancionatoria. Así, se ha resuelto que "la función jurisdiccional
que ejerce la Administración Pública activa sólo tiene de tal la circunstancia de resolver
cuestiones controvertidas, pero de ningún modo se puede sostener que, al imponerlas, el
funcionario esté ejerciendo esa función jurisdiccional que, por imperio constitucional, le
está atribuida al Poder Judicial, pues carece de las notas esenciales de independencia e
imparcialidad que deben reunir los jueces: de modo que, en definitiva, los actos en
cuestión constituyen actos administrativos que, por comodidad clasificatoria, son
asimilados analógicamente a los jurisdiccionales propios de los jueces"(372).
Sin embargo, este extremo parece ser olvidado por algunos magistrados que las leyes
establecen como destinatarios de "recursos directos", que por lo general tratan esos
remedios como si fueran la apelación contra sentencias de Primera Instancia, impidiendo o
restringiendo el pleno conocimiento y la producción de pruebas.
Para aclarar esta referencia, es preciso advertir que la gran mayoría de los actos
administrativos que concretan el ejercicio de potestades sancionatorias administrativas son
revisables, en sede jurisdiccional, a través de un "recurso directo", que excusa el trámite
del agotamiento de la vía administrativa y permite al justiciable acudir directamente al
tribunal judicial —normalmente un tribunal de segunda instancia— para la consideración
de su impugnación contra el acto que aplica la sanción(373).
En este sentido, se ha fijado como criterio casi uniforme que "...la producción de prueba
en el marco de este recurso judicial de instancia única —en el que este Tribunal tiene
competencia para revisar la licitud de lo actuado durante el curso del procedimiento llevado
a cabo en sede administrativa y para controlar la legitimidad y razonabilidad del acto
administrativo sancionador con el que aquél culminó— resulta improcedente si —como
ocurre en la especie (...)— el recurrente no ofreció la producción de esa prueba en sede
administrativa, al momento de formular el descargo. En este sentido, se ha dicho que si el
procedimiento administrativo prevé el derecho del sumariado de ofrecer prueba de
descargo en sede administrativa (en el caso, el art. 17 de la ley 22.802), y aquél no utilizó
tal oportunidad de defensa, la denegatoria de los medios propuestos en sede judicial no
puede considerarse arbitraria ni generarle afectación alguna en su derecho de defensa;
todo lo cual bastaría para desestimar la apertura a prueba en esta instancia"(374).
El postulado pareciera desconocer que el llamado "recurso directo", en estos casos, es
el único modo de control judicial del ciudadano sobre el acto administrativo que ejercer la
potestad sancionadora y que su aplicación implica volver al sistema del "juicio al acto", que
Eduardo García de Enterría hubiera denunciado como uno de los avances que había
marcado el derecho administrativo a comienzos del milenio(375), en la traslación del
contencioso hacia un juicio de pretensiones, que en mi opinión todavía debe cumplir con el
deber de transformarse en un juicio de "pretensores" y privilegiar a la persona humana
sobre el examen meramente económico de las pretensiones.

120
Porque la pretensión de hacer caducar el derecho a ofrecer prueba por no haberla
ofrecido o producido oportunamente en sede administrativa supone soslayar uno de los
principios esenciales del procedimiento administrativo, la oficialidad, según el cual la
Administración no está limitada por los hechos, las pruebas, ni el derecho postulado por el
ciudadano, sino que tiene la potestad (entendida como derecho y también deber) de
impulsar e instruir el trámite para llegar a la verdad real. De modo que este criterio
jurisdiccional supone cargar al ciudadano con la consecuencia de su supuesta falta de
diligencia en el trámite administrativo en la defensa de sus derechos, mientras se soslaya
gravemente el incumplimiento de los deberes que la ley impone a la Administración en el
art. 1º, inc. a) de la Ley de Procedimientos Administrativos vigente, que explícitamente
impone a la Administración la impulsión y la "instrucción" de oficio, en procura de la verdad
real y no la verdad meramente jurídica, a la que están acostumbrados los tribunales de
justicia por aplicación de las reglas de la carga de la prueba(376).
De allí que deba concluirse que la sanción de una ley especial para regular el
procedimiento sancionador, en sede administrativa y judicial, o la unificación de las
competencias jurisdiccionales para el control sobre las decisiones administrativas en la
materia —que operaría como unificador de criterios para la conducción del
procedimiento— constituyen exigencias derivadas, cuando menos, del preámbulo y el art.
40, de la Convención Americana de Derechos Humanos y, por lo tanto, cuya postergación
puede generar la responsabilidad del Estado.

IV. LA INJERENCIA DEL SISTEMA INTERAMERICANO DE DERECHOS HUMANOS


De todos modos, es imprescindible poner de relieve que la discusión sobre las
características y garantías que debe considerar el procedimiento administrativo de
formación del acto y las formas y alcances del control judicial posterior —en los términos
de la vieja doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el precedente
"Fernández Arias c. Poggio"(377)—, cuando se trata del ejercicio de la potestad
sancionadora de las administraciones públicas, ha de ser emprendido desde una
perspectiva diversa, que ya asomara en las reflexiones precedentes.
Es que las referencias apuntadas hasta aquí son tan solo la visión que se tiene del
tema desde un primer hontanar. Porque, desde otro lado, el sistema supranacional de
derechos y garantías avanza a contrapelo de los dogmas clásicos hacia todo el orden
jurídico e impone en la especie una segunda mirada, realmente alentadora.
En este sentido, según ha expresado Pablo Gutiérrez Colantuono(378), con cita de
reiterados precedentes de la Corte Suprema, la plena vigencia de las garantías
informantes del debido proceso adquiere carácter de imperativo genérico que no se
detiene ante la diferencia de nombre del espacio en que se despliega la potestad estatal
de imponer cargas o infligir castigos(379).
Es oportuno recordar una vez más que en el ya famoso precedente "Baena vs.
Panamá", que la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina ha invocado repetidas
veces en sus fallos como derecho directamente aplicable en nuestro orden jurídico, la
Corte Interamericana, con referencia al art. 8º de la Convención Americana, sostuvo "es
preciso tomar en cuenta que las sanciones administrativas son, como las penales, una
expresión del poder punitivo del Estado y que tienen, en ocasiones, naturaleza similar a la
de éstas. Unas y otras implican menoscabo, privación o alteración de los derechos de las
personas, como consecuencia de una conducta ilícita. Por lo tanto, en un sistema
democrático es preciso extremar las precauciones para que dichas medidas se adopten
con estricto respeto a los derechos básicos de las personas y previa una cuidadosa
verificación de la efectiva existencia de la conducta ilícita"(380).
Agregó allí mismo que "la justicia, realizada a través del debido proceso legal, como
verdadero valor jurídicamente protegido, se debe garantizar en todo proceso disciplinario,

121
y los Estados no pueden sustraerse de esta obligación argumentando que no se aplican
las debidas garantías del artículo 8 de la Convención Americana en el caso de sanciones
disciplinarias y no penales. Permitirle a los Estados dicha interpretación equivaldría a dejar
a su libre voluntad la aplicación o no del derecho de toda persona a un debido proceso".
Ese criterio se reforzó más tarde en la Opinión Consultiva de la Comisión
Interamericana nro. 11/90, con motivo de las "Excepciones al agotamiento de los recursos
internos", del 10 de agosto de 1990, en que aclaró que las garantías del art. 8º del Pacto
de San José de Costa Rica son exigibles en materia vinculadas con la determinación de
derechos y obligaciones civiles, laborales, fiscales o de cualquier otro carácter, criterio que
se reiterara después en los fallos "López Mendoza vs. Venezuela" y "Maldonado Ordoñez
vs. Guatemala" tantas veces citados.
Esta expresión de la Comisión y de los fallos de la Corte Interamericanos,
interpretación auténtica del Pacto de San José que, como tal, se integra al orden
constitucional argentino, con jerarquía supralegal, supone algo más que su contenido
textual, porque implica afirmar que todas las garantías constitucionales del derecho penal
del orden jurídico positivo argentino deben ser también consideradas propias del derecho
administrativo sancionador y, especialmente, del procedimiento utilizado para el ejercicio
de tales potestades.
Por virtud de esta incorporación jurídica, ya no podremos seguir la opinión de Nieto,
aquella vinculada con elevar los principios del derecho penal al derecho público para
bajarlos al derecho administrativo sancionador, porque el orden jurídico positivo argentino,
repito que no es una cuestión de meras opiniones doctrinarias, ha impuesto como régimen
supralegal directamente aplicable al derecho administrativo sancionador aquel conjunto de
garantías penales sustanciales y procesales.
Solo para recordar los principios sentados por los precedentes de nuestro más Alto
Tribunal en la especie, recuérdese que se ha decidido que "la jurisprudencia de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, pronunciada en las causas en que son parte otros
Estados miembros del Pacto de San José de Costa Rica, constituye una insoslayable
pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el ámbito de su
competencia y en consecuencia, también para la Corte, a los efectos de resguardar las
obligaciones asumidas por el Estado argentino en el sistema interamericano de protección
a los derechos humanos"(381).
Se agregó tiempo después que "para comprender el sistema de fuentes del
ordenamiento jurídico argentino no cabe reeditar discusiones doctrinarias acerca del
dualismo o monismo. La Corte ha definido la cuestión en precedentes que establecieron la
operatividad de los tratados sobre derechos humanos, y el carácter de fuente de
interpretación que tienen las opiniones dadas por los órganos del sistema interamericano
de protección de derechos humanos en casos análogos"(382).
Pero, además, el criterio del Tribunal ha recordado el necesario criterio expansivo en la
interpretación, al decidir: "El decidido impulso hacia la progresividad en la plena efectividad
de los derechos humanos, propia de los tratados internacionales de la materia, sumado al
principio pro homine, connatural con estos documentos, determinan que el intérprete deba
escoger dentro de lo que la norma posibilita, el resultado que proteja en mayor medida a la
persona humana. Y esta pauta se impone aun con mayor intensidad, cuando su aplicación
no entrañe colisión alguna del derecho humano así interpretado, con otros valores,
principios, atribuciones o derechos constitucionales"(383).

V. PRINCIPIOS Y GARANTÍAS QUE CALIFICAN EL PROCEDIMIENTO PARA LA


CONCRECIÓN DEL EJERCICIO DE LAS POTESTADES SANCIONADORAS DE LAS
ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

122
Los argumentos expuestos reclaman un fortísimo replanteo de los principios que han
de aplicarse al ejercicio de la potestad administrativa sancionatoria, tanto en el orden
sustancial como en el procedimental. Esta conclusión debe predicarse tanto a nivel federal
como local, toda vez que no podría olvidarse que el art. 28 de la Convención Americana de
Derechos Humanos, establece que cuando se trate de un Estado parte constituido como
Estado Federal, el gobierno nacional de dicho Estado parte cumplirá todas las
disposiciones de la presente Convención relacionadas con las materias sobre las que
ejerce jurisdicción legislativa y judicial y, con respecto a las disposiciones relativas a las
materias que corresponden a la jurisdicción de las entidades componentes de la
federación, el gobierno nacional debe tomar de inmediato las medidas pertinentes,
conforma a su constitución y sus leyes, a fin de que las autoridades competentes de
dichas entidades puedan adoptar las disposiciones del caso para el cumplimiento de la
Convención.
Tengo especialmente en cuenta que muchos aplicadores del derecho administrativo,
entre los que se hallan queridos amigos, postulan que la traspolación de los principios y
garantías del derecho penal al ámbito de la potestad administrativa sancionadora reclama
una matización importante, que permita al Estado concretar el ejercicio de su poder
punitivo. Argumentan, con fundamentos respetables, que el ámbito de las infracciones
administrativas es el de la responsabilidad objetiva, de la responsabilidad por el riesgo
creado, de la relajación del principio de legalidad y la mutación de la carga de la prueba
hacia el infractor modificando el estado de inocencia.
Para ello, invocan —con el auxilio de la opinión de Alejandro Nieto García— el criterio
del Tribunal Supremo Español, sobre la "matización" de las garantías del derecho penal en
el ámbito del derecho administrativo sancionador. A este respecto, se ha dicho que tal
afirmación "...que por primera vez efectuara el Tribunal Constitucional en su Sentencia de
8 de junio de 1981 y que, con posterioridad, recalcaría la Sentencia de 7 de octubre de
1983..." causaría un profundo impacto, agregando que ella no había sido "...una 'feliz
ocurrencia' del Tribunal, ni una frase dicha en un determinado momento con excesiva
ligereza, susceptible luego de ser manipulada sin escrúpulos por los abogados en la
defensa de los intereses de sus clientes. Por el contrario, tiene tras de sí un 'background'
doctrinal de primera importancia, es la dirección decididamente asumida por el Derecho
positivo de los países de nuestro entorno en que la experiencia de las sanciones
administrativas está más desarrollada (Alemania, Italia y Portugal) y es la tónica general
del Derecho europeo, a raíz del arrét Otztürk dictado por el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos. Trasladada al plano puramente procedimental, esta declaración significa que los
principios del proceso penal son de aplicación al procedimiento administrativo sancionador.
Ahora bien, el problema surge al tratar de determinar qué principios en concreto"(384).
En este sentido la Ley Española del Régimen Jurídico del Sector Público ha venido a
superar la discrecionalidad interpretativa, estableciendo con claridad meridiana los
principios sustanciales y procesales que no pueden ser postergados en este ámbito.
En el concreto territorio argentino, tres son las razones que me llevan a contradecir
aquellas ideas de sobrevalorar la matización. En primer lugar, la existencia de infracciones
administrativas que contienen penas privativas de libertad como respuesta a las
infracciones y otras que establecen la prohibición del ejercicio de las profesiones o el
comercio de modo permanente, estableciendo verdaderas capitis diminutio a los
ciudadanos. En segundo término, la pretensión de obtener este relajamiento de los
principios y garantías del derecho penal de una interpretación dogmática, pero no de una
ley expresa que —aún a despecho de un eventual cuestionamiento de constitucionalidad—
hubiera expresado concretamente la postergación de aquellas salvaguardas. En tercer
orden, el necesario respeto al orden constitucional establecido a partir de la incorporación
de los Tratados de Derechos Humanos a la máxima jerarquía del ordenamiento.
Creo que, como ha ocurrido con la resistencia a incorporar las garantías del ciudadano
en el ámbito del derecho penal, debe también aquí evolucionarse en el criterio justificador
del ius puniendi para fijar como criterio que el Estado no debe sancionar a cualquier precio,

123
sino otorgando todas las posibilidades de defensa que permitan que la inocencia quede
especialmente privilegiada, aún a riesgo de la "frustración del supuesto derecho punitivo".

5.1. Las garantías constitucionales concretas que corresponde aplicar


En este cuadro, cuáles son los principios y garantías procedimentales que ya no
pueden soslayarse en el procedimiento administrativo sancionador y cómo conciliarlas con
las instituciones vigentes, si ello fuera posible. Hagamos un repaso, lo más breve posible,
desde el examen que los propios penalistas hacen de las garantías constitucionales en el
proceso penal. Ellos aluden a la siguiente clasificación, que debe "adecuarse" a nuestros
problemas:

5.1.1. Garantía de juez natural


La exigencia constitucional del epígrafe debe examinarse con sus expresiones:
institución previa, competencia e imparcialidad. Estos requisitos surgen del art. 18 de la
CN, de los arts. 8º y 25 del Pacto de San José de Costa Rica y de los conocidos fallos
"Zenzerovich"(385) y su modificación en "Llerena"(386), ambos de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación Argentina.
Cada una de las manifestaciones del llamado "juez natural" son de importancia capital
en nuestro procedimiento administrativo sancionador.
5.1.1.1. El ente u organismo administrativo encargado de concretar el ejercicio de la
potestad de aplicar la potestad sancionadora de las administraciones públicas en un caso
concreto debe haber sido establecido con anterioridad a los hechos que debe juzgar. El
precedente de la Corte Suprema más convocado en esta especie es el fallo dictado en el
caso "Bonorino Peró". Allí el más Alto Tribunal sostuvo que "las garantías del juez natural,
del debido proceso y de la defensa en juicio exigen tanto que el Tribunal como 'órgano
institución' se halle establecido por la ley anterior al hecho de la causa, cuanto que haya
jueces que, como 'órganos individuo', hagan viable la actuación de aquél en las causas en
que legalmente se le requiera y le corresponda"(387).
En el ámbito de nuestro estudio esta garantía puede aparecer claramente vulnerada
con motivo del ejercicio de las facultades de "intervención" que el Poder Ejecutivo, desde
hace muchos años, se ha atribuido en el ámbito de los entes reguladores de servicios
públicos. No es dudoso que la naturaleza del control de los concesionarios de servicios
públicos está directamente relacionada con las políticas del gobierno de turno, como
tampoco que —dependiendo de ellas— la laxitud o estrictez con que los entes reguladores
ejercen sus funciones sancionadoras es de un variopinto inconciliable con las reglas
básicas de la seguridad jurídica. Tal vez sería necesario que la potestad sancionadora de
estos entes se atribuya a organismos independientes, con exclusiva competencia en esa
materia, para evitar que pretenda mezclarse su ejercicio con el de las demás funciones de
los entes reguladores.
A mi juicio, es imprescindible establecer, como garantía, que el órgano administrativo
que decida la aplicación de sanciones sea un órgano de carácter permanente y no político.
Es más, debería exigirse que se trate de un órgano cuyos funcionarios gocen de
estabilidad, aunque más no sea, de la estabilidad del empleado público permanente. En tal
sentido, para adecuarse a las exigencias de la materia, correspondería la formación de
órganos especiales con independencia funcional, como ocurriera con los abogados del
Estado en la ley 12.954 hace sesenta años.
5.1.1.2. También es necesario que la atribución de competencia al ente u organismo
que ha de concretar la aplicación de sanciones resulte de una norma anterior al hecho

124
infraccional. De otro modo se vulneraría expresamente la manda del art. 18 de la CN. Es
importante destacar que ello debe predicarse respecto del órgano y no de la persona que
eventualmente pudiera ser designada en el cargo ya existente.
5.1.1.3. Es exigencia constitucional que el órgano que juzgue la conducta sea imparcial.
En este orden de ideas, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha establecido como
postulado general que "la exigencia constitucional de imparcialidad se dirige, en realidad, a
todos aquellos órganos que ejerzan funciones materialmente jurisdiccionales, es decir, que
decidan controversias entre partes y determinen el alcance de sus derechos y
obligaciones"(388).
Aludo con ello a muchísimas expresiones, pero particularmente a tres: i. El órgano que
decida la aplicación de la sanción no puede ser el mismo que genera la norma de alcance
general que concreta el tipo infraccional o la sanción por remisión reglamentaria; ii. El
órgano aplicador no puede sufragar sus necesidades ni los sueldos o adicionales de sus
funcionarios o empleados con el resultado de las multas que impone(389); y iii. La persona
convocada para el ejercicio de la competencia que nos ocupa debe exhibir una conducta
anterior de profesionalidad e imparcialidad que justifique su designación, privilegiando el
interés público por sobre el interés fiscal(390), criterio que debe ponderarse pues se ha
sostenido que "lo decisivo en materia de garantía de imparcialidad es establecer si, desde
el punto de vista de las circunstancias externas (objetivas), existen elementos que
autoricen a abrigar dudas con relación a la imparcialidad con que debe desempeñarse el
juez, con prescindencia de qué es lo que pensaba en su fuero interno"(391).
Solo para marcar un ejemplo, adviértase que el segundo párrafo del inc. b) del art.
27 de la ley 25.246, en su texto actual, establece: "En todos los casos, el producido de la
venta o administración de los bienes o instrumentos provenientes de los delitos previstos
en esta ley y de los decomisos ordenados en su consecuencia, así como también las
ganancias obtenidas ilícitamente y el producido de las multas que en su consecuencia se
impongan, serán destinados —con excepción de lo establecido en el último párrafo de este
artículo— a una cuenta especial del Tesoro nacional. Dichos fondos serán afectados a
financiar el funcionamiento de la Unidad de Información Financiera (UIF), los programas
previstos en el art. 39 de la ley 23.737 y sus modificatorias, los de salud y capacitación
laboral, conforme lo establezca la reglamentación pertinente".
5.1.1.4. También es necesario que el ente u organismo encargado de la aplicación de
sanciones en ejercicio de esta potestad de las administraciones públicas tenga claramente
limitada su discrecionalidad por las normas de competencia y de conducta. En tal sentido,
deberá recordarse una vez más que el párr. 11 del Documento de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos sobre el Acceso a la Justicia para la Protección de
los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que sintetiza la jurisprudencia de la Corte
Interamericana en esa materia. Se expresa allí que "en este orden de ideas, el SIDH ha
fijado posición sobre la vigencia de las reglas del debido proceso legal en los
procedimientos administrativos vinculados a derechos sociales. Al mismo tiempo, ha
establecido la obligación de los Estados de establecer reglas claras para el
comportamiento de sus agentes, a fin de evitar márgenes inadecuados de discrecionalidad
en la esfera administrativa, que pudieran fomentar o propiciar el desarrollo de prácticas
arbitrarias y discriminatorias", criterio que se repite en el párr. 13 del mismo documento.

5.1.2. El debido proceso


El desarrollo del procedimiento ha sido uno de los aspectos en que la conjunción entre
las garantías establecidas en la Ley de Procedimientos Administrativos y aquellas
adicionales que deben considerarse en el ejercicio de la potestad sancionadora de las
administraciones públicas adquiere sus ribetes más importantes.

125
Creo indispensable examinar las condiciones mínimas, que establece en nuestro país
el orden jurídico constitucional y los que concretara más tarde la Ley de Procedimientos
Administrativos como aplicación de la Ley Suprema, para luego considerar aquellas otras
garantías adicionales que deben considerarse propias del territorio de nuestro estudio.
5.1.2.1. El principio de la dignidad humana. Los derechos humanos y el pro homine
Como se viera al analizar los principios que limitan las facultades legislativas en la
materia, las fuentes actuales de nuestro derecho administrativo obligan a situar a la
dignidad humana en la cúspide de la pirámide. Ello en modo alguno supone subvertir el
orden establecido por el art. 31 de la CN, sino considerar que justamente la Ley
Fundamental la ha situado en esa posición de privilegio, en particular al reconocer como
propios de su jerarquía los tratados de derechos humanos, todos los cuales reconocen que
la dignidad y los derechos inherentes a ella los preceden, pues surgen de la propia
personalidad humana.
Así como la dignidad y el pro homine deben encauzar la actividad legislativa y la
remisión reglamentaria, no es dudoso que el procedimiento administrativo —y
especialmente aquel en el que se pretende ejercer una potestas sancionadora— debe
estar, ante todo, regido por este principio fundante del derecho, a partir del cual han de
desarrollarse las demás consideraciones.
En tal orden de ideas, se ha sostenido que "en el marco específico del principio de
igualdad consagrado en el artículo constitucional 16 y completado por el constituyente
reformador de 1994 mediante la nueva disposición del art. 75 inc. 23, el art. 19 de la ley
24.463 ha creado un procedimiento que en los hechos carga a un sector ostensiblemente
discriminado de la sociedad con el deber de aguardar una sentencia ordinaria de la Corte
Suprema para cobrar créditos que legítimamente le pertenecen y que han sido
reconocidos por dos instancias judiciales, colocándolo en situación de notoria desventaja y
disparidad con cualquier otro acreedor de sumas iguales o mucho mayores que no se
encuentran obligados a aguardar una sentencia ordinaria de la Corte Suprema de Justicia
para hacer efectivo su crédito y que, dadas las especiales características del crédito, no
sólo afecta su derecho constitucional de propiedad sino su propio derecho a la vida, a la
salud y a la dignidad propia de ésta como atributo de la persona"(392).
Adviértase que el principio de la dignidad humana no tiene una enunciación concreta,
sino que constituye la base de una nueva lectura del orden jurídico, un sistema de
hermenéutica que repare permanentemente en los efectos de la interpretación sobre las
personas humanas y, en particular, las vulnerables (vulnerabilidad que no es siempre
económica, pues puede tener anclaje social, sanitario, etario, psicológico, de género,
religioso, racial, entre otros), concepto que debe ponderarse especialmente en las
llamadas relaciones de sujeción especial.
Pero, además, el concepto de dignidad es evidentemente un "concepto jurídico
indeterminado" que ha de modificar su ámbito de aplicación conforme la evolución de la
cultura. Es por ello que hablamos del principio pro homine como elemento central de su
concreción, queriendo significar que, en el respeto a la dignidad, aquello que ha sido
obtenido constituye el piso desde donde debe partirse para considerar la validez de las
nuevas disposiciones o interpretaciones, que solo serán válidas si superan aquel umbral.
La aceptación de la obligación oficiosa de los funcionarios y magistrados de hacer un
control de convencionalidad y constitucionalidad de modo previo a la aplicación de las
normas, recogido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos(393), y ratificado por la
Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el caso "Rodríguez Pereyra c. Ejército
Argentino", sobre la base de la jurisprudencia de aquella Corte Interamericana, es una
herramienta de especial trascendencia a la hora de juzgar la pertinencia de la tramitación
de determinados procedimientos administrativos, en los que la dignidad de las personas
pareciera ensombrecida por intereses fiscales de segundo grado, en términos de las
enseñanzas del profesor Celso Antonio Bandeira de Melo.
5.1.2.2. Los principios implícitos y explícitos en la Ley de Procedimientos Administrativos

126
Se ha dicho, más arriba, que la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos resulta
insuficiente para disciplinar el ejercicio de las potestades sancionadoras de las
administraciones públicas en el ámbito federal. Sin embargo, ello no implica desdeñar los
principios y garantías básicos que dicha ley establece para todo procedimiento, a los que
cabrá añadir más tarde los especiales de nuestro ámbito de estudio.
5.1.2.2.1. El principio de oficialidad y sus derivados. El principio de verdad material
La Ley Nacional de Procedimientos Administrativos establece en su art. 1º, inc. a) que
el procedimiento se regirá por el principio de "impulsión e instrucción de oficio, sin perjuicio
de la participación de los interesados", excluyéndose de este ámbito las actuaciones en las
que solo se persiga un interés privado, terreno en el que no podrían insertarse la
persecución de infracciones administrativas.
Con esta disposición legal queda instituido el principio de tramitación de oficio, que se
constituye en una de las modalidades distintivas del procedimiento administrativo, en
especial en épocas en que en el sistema judicial campea el principio dispositivo, que exige
el impulso de partes en el proceso civil y el sistema acusatorio que pareciera su paralelo
en materia penal. Esta modalidad, según se ha dicho, debería ser expresamente
considerada al tiempo del control judicial —a través de los recursos directos— de los actos
sancionatorios, rechazándose la idea de no hacer lugar al ofrecimiento de prueba en sede
recursiva.
La exacta comprensión de este principio permite adelantar, desde ahora, que el
ciudadano se ubica en el procedimiento como un colaborador de la Administración y no un
contradictor o una contraparte de ella(394), criterio que debe persistir aún en el campo del
ejercicio de la potestad sancionatoria de las administraciones públicas. Ello es así, pues si
la Administración debe también aquí procurar la finalización del trámite mediante el dictado
del acto administrativo y averiguar la verdad que justifica su emisión, es evidente que el rol
del "administrado" no puede ser el de un sujeto pasivo de la persecución, sino más bien el
de un sujeto coadyuvante a la realización de esa potestad, que constituye un poder-deber
de quien dirige el procedimiento. Pero téngase bien en claro que el destinatario de la
persecución infraccional no es ni podrá ser concebido como "un objeto" del procedimiento
administrativo sancionador, porque se trata de un sujeto de derechos, protegido por la
presunción de inocencia y con todas las garantías que corresponden a su dignidad y a las
demás que le otorgan las leyes(395).
Es evidente que esta concepción del ciudadano en el procedimiento sancionatorio es
de difícil comprensión por la mayoría de los funcionarios administrativos. Una larga historia
de recelos mutuos hace pensar a estos que aquellos solo quieren aprovecharse de la
Administración, y a los ciudadanos que los funcionarios no son más que la encarnación de
un personaje caricaturesco. Pero es preciso revertir estos criterios y ello solo se logrará
con una conducta consciente de "ambos lados del mostrador" y una educación adecuada.
El principio de oficialidad se compone de los dos subprincipios recién enunciados, a
saber: a) la impulsión de oficio y b) la instrucción de oficio. El primero exige a la
Administración promover y desarrollar el trámite de modo independiente a la gestión que
en tal sentido pudieran hacer u omitir los administrados. Esta obligación es especialmente
importante cuando se juzga la importancia del "plazo razonable" como presupuesto de
validez del procedimiento administrativo sancionatorio(396) y aparece ratificado en los arts.
4º y 5º del Reglamento de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos, en cuanto
establecen el deber del impulso oficioso y otorgan deberes al órgano competente para
dirigir el procedimiento.
La actividad probatoria oficiosa. El principio de verdad material o la verdad jurídica
objetiva. Además de impulsar el expediente, la Administración tiene el deber de investigar
los hechos que constituirán la causa del acto administrativo a dictar o a controlar en vía
recursiva. Este deber surge directamente de la sujeción a la legalidad o a la juridicidad,
explicada antes, pues ella no podría hacerse depender de la mera alegación de hechos
expuestos por los ciudadanos durante el trámite.

127
La instrucción oficiosa constituye una nueva diferencia entre el proceso judicial y el
procedimiento administrativo. En aquel, el juez está sujeto a la alegación de hechos que
exponen las partes y a las pruebas que produzcan, que han de constituir el límite de su
conocimiento. En el procedimiento administrativo, la Administración no está sujeta a esos
hechos y puede realizar cuantas medidas probatorias considere adecuadas para
establecer todos y cada uno de los antecedentes que crea necesarios para dar causa
fáctica al acto que ha de dictar. Ello conduce a un diverso criterio de verdad en ambas
sedes. En efecto, la jurisdicción aplica el criterio de verdad jurídica formal, según la cual
los hechos se establecen por la aplicación de los principios de la carga de la prueba. En el
procedimiento administrativo, en cambio, rige el principio de la verdad material, o de la
verdad jurídica objetiva, porque el derecho pone a cargo de la Administración la prueba de
los antecedentes fácticos del caso, aun en ausencia de la actividad de la parte a tal fin.
En este orden, se ha señalado que "es reiterada la doctrina de la Procuración del
Tesoro en el sentido que en el procedimiento administrativo debe imperar como principio
fundamental el de la legalidad objetiva y el de la verdad material sobre la verdad formal. El
principio de la legalidad objetiva indica básicamente que los recursos —y también
análogamente y en lo que interesa al caso, las denuncias de ilegitimidad— no solo tienden
a la protección del recurrente o de sus derechos, sino a la defensa de la norma jurídica
objetiva con el fin de mantener el imperio de la legalidad y justicia en el funcionamiento
administrativo"(397).
5.1.2.2.2. La documentalidad como principio implícito del actuar administrativo
Una de las exigencias del principio republicano es la publicidad de los actos de
gobierno y que ello exige, correlativamente, que esos actos se documenten de modo que
puedan ser compulsados más tarde(398).
A este respecto se ha expresado que "la obligación de dejar constancia de lo actuado
durante el procedimiento administrativo está comprendida en el principio de oficialidad de
la instrucción... por lo tanto, le corresponde al órgano administrativo encargado de llevar
adelante las actuaciones. En consecuencia, la omisión de dar cumplimiento a dicho
recaudo no podría ser opuesta al administrado, en razón de que no es posible aceptar que
recaigan sobre los administrados las desprolijidades y patologías del trámite
administrativo..."(399).
5.1.2.2.3. El principio de la gratuidad
La exigencia de la gratuidad no solo reconoce sustento en el derecho de los habitantes
a peticionar a las autoridades, consagrado en el art. 14 de la CN, sino también en el art. 8º
de la Convención Americana de Derechos Humanos. La estricta aplicación de este
principio resulta reforzada en el ámbito del ejercicio de las potestades sancionadoras de
las administraciones públicas porque pone en riesgo el derecho de defensa en juicio.
En tal orden de ideas, la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos ha afirmado la obligación de los Estados de remover todos los obstáculos que
dificulten el acceso al procedimiento administrativo y judicial, para hacer posible la
efectividad de los derechos reconocidos por los arts. 8º y 25 de la Convención Americana
de Derechos Humanos.
5.1.2.2.4. El principio de celeridad, economía, sencillez y eficacia en los trámites
Tiene su contracara en el derecho de los ciudadanos a obtener una resolución definitiva
en un plazo razonable. Sin embargo, su mención es importante para advertir sobre el
nacimiento de este derecho en un correlativo incumplimiento de los deberes públicos, que
reciben especial gravedad en el ámbito sancionatorio.
5.1.2.2.5. El principio de informalismo a favor del administrado
Este principio, que no resulta incompatible con el principio preclusivo, debe ser
correctamente interpretado, en especial a la hora del control judicial de la actividad
sancionadora de la administración, porque si la ley encomienda a la Administración el
deber de evitar el ritualismo y atender a la verdadera voluntad indicada por el ciudadano,

128
será necesario desterrar las interpretaciones de "secuestro de derechos" o favorecimiento
de caducidades u otros impedimentos del acceso a un verdadero control sustantivo de la
actividad administrativa.
Aplicando estos criterios, la PTN ha señalado que "en virtud del principio del
informalismo a favor del administrado que rige el procedimiento administrativo y la teoría
de la calificación jurídica, los actos tienen la denominación que corresponde a su
naturaleza y no la que le atribuyen las partes"(400).
Un claro ejemplo del informalismo se ha concretado en la jurisprudencia que
estableciera: "De las constancias agregadas a la causa resulta que la Dirección Nacional
de Migraciones le notificó al demandado la Disposición nro. 37078/04 que había dispuesto
la medida de expulsión, recién el 21 de agosto de 2009; y en ese mismo momento, el
interesado manifestó su disconformidad al indicar en las observaciones de dicha acta 'no
quiero'... Por ello, de conformidad con lo dictaminado por el Fiscal General, cuyos
fundamentos este Tribunal comparte y hace suyos, la objeción formulada por el
demandado al notificarse de la Disposición nro. 37078/04, más allá de los reparos formales
que pudiera merecer, debe ser considerada como una manifestación de la voluntad de
interponer los recursos de ley (cfr. art. 1 de la ley nro. 19.549, art. 81 de su
reglamentación; y doctrina de Fallos 327:5095; 330:3526 y 4925; entre otros). En
consecuencia, teniendo en cuenta que la administración mal pudo considerar aquel
recurso, y su fundamentación presentada el 17 de septiembre de 2009, como una
denuncia de ilegitimidad, y que esta demanda se inició dentro del plazo previsto en el
artículo 84 de la Ley nro. 25.871; corresponde admitir los agravios deducidos por la
apelante y revocar la resolución que tuvo por no habilitada la instancia"(401).
5.1.2.2.6. El principio de debido proceso adjetivo
No es dudoso, sin embargo, que es el debido proceso adjetivo el principio central del
procedimiento, que encuentra en el ámbito sancionador expresiones mucho más extensas
que las predicables para los trámites ordinarios de la administración.
El debido proceso adjetivo encuentra claro sustento en la garantía constitucional de
defensa en juicio, contemplada en el art. 18 de la CN, pero también en los tratados de
derechos humanos y, en particular, en los arts. 8.1, 8.2 y 25 del Pacto de San José de
Costa Rica, así como en el art. 8º de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
En este sentido, los párrs. 10 a 13 del documento de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos sobre acceso a la justicia como garantía de los derechos económicos,
sociales y culturales, tantas veces mencionado ya, resultan de una claridad meridiana a los
que corresponde reenviar.
Sin perjuicio de lo que habrá de decirse más adelante sobre este principio, en el ámbito
exclusivo de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos se lo concibe integrado
por los derechos: (i) a ser oído, (ii) a ofrecer y producir pruebas, y (iii) a una resolución
fundada, aunque la jurisprudencia ha considerado ínsitos en su formulación a los derechos
a recurrir la resolución y acceder a un control judicial razonable.
El derecho a ser oído está reglamentado en la ley citada como orientado a permitir que
el ciudadano exponga las razones de sus pretensiones y defensas antes de la emisión de
los actos que se refieran a sus derechos subjetivos o intereses legítimos, interponer
recursos y hacerse representar profesionalmente. Sin embargo, esta mención esquiva el
problema principal de la costumbre administrativa, cual es la de impedir el acceso del
interesado a las actuaciones, en nombre del "secreto de la investigación" (como ocurre
como regla indebida en los sumarios disciplinarios) o de la reserva total o parcial de los
procedimientos.
Es preciso destacar que estas verdaderas costumbres viciadas constituyen una
flagrante violación al principio aquí comentado, porque no es posible sostener la
posibilidad de exponer las razones de sus pretensiones y defensas si no se permite
conocer cuáles son las actuaciones reunidas, su objeto y finalidad y los hechos
comprometidos en cada caso. En este sentido, parece necesario establecer la absoluta

129
vigencia del art. 38 del Reglamento de procedimientos administrativos (t.o. 2017 por dec.
894), que exige como condición para disponer la reserva de trámites o expedientes, el
previo dictamen jurídico y la decisión de autoridad no inferior a un subsecretario.
Resultaría útil que ello se extendiera a todos los trámites ante la Administración Pública,
porque sin dejar de ponderar la necesidad de la reserva en algunos contados casos,
impondría la necesidad de fundamentar debidamente una decisión de tal naturaleza.
Por ello, el derecho a ser oído debe ser entendido como el derecho a compulsar las
actuaciones y a impugnar cualquier decisión relativa a su reserva que no encuentre
efectivo sustento en las razones que autorizan a decretarla y en el cumplimiento de los
procedimientos previos que legitiman a una decisión en tal sentido.
Otra de las facetas de este derecho es la supuesta facultad del ciudadano de concurrir
al procedimiento sin asistencia letrada, salvo en los casos en que otorgue poder y se
debatan cuestiones jurídicas (ambos presupuestos), en cuyo caso la representación
deberá ser otorgada a un letrado.
La enunciación oculta una verdadera trampa para el ciudadano. Bastará con repasar
las características del diseño del trámite para advertir que está diseñado de modo que solo
puede ser comprendido por los abogados o procuradores. Así, de qué sirve comunicar a
un ciudadano que desconoce las leyes que el acto que se le notifica agota la vía
administrativa, cuando no se le hace saber aquello que es esencial, esto es, que, si dentro
de los noventa días posteriores a esa notificación no presenta una demanda judicial,
perderá su derecho a hacerlo en el futuro. Hemos de ver, más adelante, que en el caso de
la potestad sancionadora de la administración esta última debe proveer una asistencia
letrada gratuita como condición necesaria para el ejercicio de la defensa de sus derechos.
El derecho a ofrecer y producir pruebas tiene un alcance soslayado en el procedimiento
administrativo y aún más en el ejercicio de las potestades sancionadoras de las
administraciones públicas, porque resulta una corruptela inveterada de la Administración el
rechazo dogmático de las pruebas ofrecidas por considerarlas "superfluas", "meramente
dilatorias", "sobreabundantes" o "innecesarias", sin dar más fundamentación que la
mención de los adjetivos citados, vicio que viola gravemente el principio enunciado en la
ley y desnaturaliza el procedimiento administrativo, transformándolo en un rito sacramental
que no cumple la finalidad para la que ha sido previsto.
El derecho a una resolución fundada es el corolario necesario de los anteriores, pues
solo si aquellas expresiones deben ser consideradas al decidir el caso, tienen sentido. La
decisión, en consecuencia, debe poseer las características exigidas a un fallo judicial para
no convertirse en una sentencia arbitraria, esto es —según la jurisprudencia de la CS—
debe ser "...derivación razonada del derecho vigente, con arreglo a las circunstancias
comprobadas en la causa..."(402).
En el documento de la Comisión Interamericana sobre el acceso a la justicia como
garantía de los derechos económicos, sociales y culturales, se indica al respecto que "la
CIDH y la Corte también han puntualizado, como elementos que integran el debido
proceso legal, el derecho a contar con una decisión fundada sobre el fondo del asunto y la
necesidad de garantizar la publicidad de la actuación administrativa..."(403). La
consideración es trascendente porque ubica a la exigencia de una resolución fundada en
un plano jerárquico normativo mucho mayor al de su anclaje exclusivo en la ley,
poniéndolo en un nivel superior y, por ende, insusceptible de ser postergado por otras
normas de esa jerarquía. Pero también porque agrega a la resolución fundada la
necesidad de la publicidad de la actuación administrativa.
El derecho a recurrir de la decisión administrativa en la misma sede administrativa debe
hallarse sustentado también en el art. 8.2 de la Convención Americana, en cuanto
establece que "durante el proceso, toda persona tiene derecho, en pie de igualdad, a las
siguientes garantías mínimas: ...f) derecho a recurrir el fallo ante juez o tribunal superior".
Tengo en claro que algunos autores han considerado que esta cláusula es solo
aplicable a los procesos penales; sin embargo, ello resulta expresamente contrario a lo

130
sostenido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el ya citado caso
"Baena", en su párr. 125, cuando expresó que "...el elenco de garantías mínimas
establecido en el numeral 2 del artículo 8º de la Convención se aplica a los órdenes
mencionados en el numeral 1 del mismo artículo, o sea, la determinación de derechos y
obligaciones de orden 'civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter'. Esto revela el
amplio alcance del debido proceso; el individuo tiene el derecho al debido proceso
entendido en los términos del artículo 8.1 y 8.2, tanto en materia penal como en todos
estos otros órdenes". Este alcance ha sido claramente ratificado en el fallo "Maldonado
Ordoñez c. Guatemala" del 3/5/2016.
El derecho a acceder a un control judicial sobre los hechos y el derecho con base en la
legalidad y la razonabilidad encuentra sustento en el art. 18 de la CN, que tuvo su inicio en
el fallo "Fernández Arias c. Poggio"(404), se reiterara en "Ángel Estrada y Cía."(405) y tuviera
especial consideración en "Astorga Bracht"(406). En tal contexto, es necesario colegir que el
procedimiento administrativo debe ser reglado de modo tal que se encuentre siempre
abierto al control de convencionalidad y constitucionalidad concomitante y al control judicial
posterior, del modo compatible con reglas razonables y ajustadas a las condiciones del
ciudadano cuyos derechos o intereses se encuentran comprometidos.
5.1.2.3. Los demás principios del derecho penal que deben entenderse aplicables
Pero, además de todas estas garantías, el campo del ejercicio de las potestades
sancionadoras de las administraciones públicas viene adjetivado por la aplicación de los
principios del derecho penal, según lo ha establecido la jurisprudencia de los Tribunales
Internacionales que determinan las "condiciones de vigencia" de los Tratados de Derechos
Humanos incorporados a la Ley Suprema argentina.
Entre estos principios deberíamos considerar:
5.1.2.3.1. La publicidad del proceso
Debe establecerse como uno de los requisitos básicos del procedimiento sancionador.
Los tratados incorporados a la Constitución contemplan al respecto dos principios
fundamentales, a saber: que la información o comunicación del hecho debe efectuarse
antes de la realización de cualquier acto procesal en el que intervenga el imputado y que el
contenido de esta información debe comprender tanto el relato histórico del hecho
atribuido como las pruebas existentes contra el imputado, preceptos que deben extenderse
sin reparos al ámbito de las sanciones administrativas.
Parece inadmisible que postulemos la publicidad como transparencia para los
ciudadanos ajenos al trámite, en el contexto del dec. 1172/2003 y pretendamos negarla al
eventual destinatario de una sanción administrativa.
Por otra parte, no podría olvidarse que la exigencia de publicidad del proceso está
expresamente contenida en el art. 8º, inc. 5º de la Convención Americana de Derechos
Humanos, exigencia que tiene que ver con la transparencia de la gestión pública y el
control ciudadano sobre los actos de gobierno.
Sé que podrá decirse que en algunos casos la reserva es necesaria para el éxito de la
investigación, pero para tales casos, que son los menos, se encuentra la salida de la
declaración fundada de la reserva de actuaciones, en los términos de los arts. 38 y ss. del
Reglamento de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos.
5.1.2.3.2. La prohibición de forzar o presumir la declaración autoincriminatoria
La garantía, reconocida por sucesivos fallos de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, entre los que cabe mencionar "Montenegro"(407), y "Daray"(408), no solo debe
predicarse respecto de las citaciones a declarar, sino también con relación a aquellos
casos en que se pretende presumir reconocimientos de culpa o participación por el solo
hecho de la incomparecencia o el incumplimiento de cargas procedimentales. Aun
admitiendo los efectos —que deben ser atenuados— de la presunción de legalidad de las
actas infraccionales, la prueba de cargo jamás podrá resultar legítima si se intenta
sostener únicamente en la inactividad del enjuiciado.

131
5.1.2.3.3. El respeto a la defensa en juicio
Este aspecto propone una enorme variedad de contenidos, entre los que elegiré solo
algunos para el procedimiento administrativo sancionador:
i. Deberá establecerse un sistema acusatorio(409), en el que alguien ejerza la llamada
"acción administrativa" y el órgano aplicador se limite a sancionar o absolver. Ello
supondrá un límite de sancionabilidad que no podrá ser alterado por el órgano decisor y
también la adhesión al principio de la prohibición de la reformatio in pejus.
¿Por qué deberíamos admitir que el sistema acusatorio, que hace también a la
imparcialidad del aplicador del derecho es solo predicable en el ámbito del proceso penal,
a la luz de esta interpretación de contenidos del Sistema Interamericano de Derechos
Humanos, a que hiciéramos referencia más arriba?
El sistema acusatorio constituye una garantía para el destinatario de la persecución
infraccional, porque la limitación de la pretensión punitiva constituye un aporte a la
seguridad jurídica y condiciona la discrecionalidad del aplicador, que tantas veces se ha
dicho que debe tender a limitarse.
Pero su concreción también ha de fundarse en la satisfacción de los intereses públicos.
En tal sentido, entiendo indispensable que se cree en el ámbito de la Administración, o aún
mejor fuera de ella, un organismo que tenga a su cargo velar por los intereses de la
legalidad. No es dudoso que sin la realización de este principio acusatorio el interés
público comprometido queda limitado a la voluntad del aplicador de la norma y no existe la
posibilidad de reclamar una sanción mayor cuando ella pareciera procedente, aún ante la
justicia. Tal vez sería una buena oportunidad para dotar de competencias complementarias
a la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas. Es importante destacar que
muchas infracciones administrativas han sido establecidas para la protección directa o
indirecta de derechos individuales o aún de incidencia colectiva (la tranquilidad púbica, el
ambiente, el libre tránsito, la salud pública, entre muchos otros). Desde hace más de veinte
años el derecho penal, y más especialmente, el derecho procesal penal, ha empezado a
poner foco en considerar a la víctima como sujeto del proceso y permitirle ejercer derechos
adjetivos. Tal vez sea el momento de legitimar a los titulares de los bienes protegidos por
las normas infraccionales en el procedimiento a través de asociaciones u organizaciones
no gubernamentales.
En nuestro ordenamiento, más allá de algunos casos de defensa de la competencia, no
existen normas que permitan la participación activa de las víctimas en los procedimientos
infraccionales, privando así a estas de la tutela administrativa efectiva que sí proclamamos
para el infractor, extremo que no podría convalidarse.
En este orden, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha sostenido que "la decisión
del tribunal que rechazó la constitución como querellante a quien invocaba ser víctima de
violación de secreto profesional y violencia contra la mujer y archivó la causa, constituye
un injustificado rigor formal que no tuvo en cuenta los derechos de acceso a la justicia y a
la tutela judicial efectiva; recaudos especialmente exigibles en tanto la petición se
vinculada con la alegación de haber sido víctima de violencia de género"(410).
ii. Será necesario organizar un sistema de defensa letrada gratuita y obligatoria,
sustituyéndose especialmente el criterio contenido en el art. 1º, inc. f) apart. 1) de la Ley
Nacional de Procedimientos Administrativos.
Por cierto, se ha explicado más arriba que el patrocinio letrado no es exigido en el
procedimiento administrativo, salvo que se actúe por apoderado y se ventilen cuestiones
jurídicas y que este aparente beneficio, se vuelve un riesgo inadmisible en el ámbito de la
aplicación de potestades sancionatorias, en que la defensa no debe entenderse solo como
un derecho del ciudadano sino como un deber prestacional del propio Estado, que se
desprende de una jurisprudencia pacífica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación(411).
iii. La requisitoria o acusación debe constar en un acto procedimental independiente y
debe cumplir el requisito de la concreción.

132
En este sentido, sostiene Julio Maier, al tratar los Fundamentos Constitucionales del
Derecho Procesal Penal Argentino(412), que la base del derecho a defenderse reposa en la
posibilidad de contestar a cada uno de los extremos de la imputación. Agrega allí: "...Para
que la posibilidad de ser oído sea un medio eficiente de ejercicio del derecho de defensa,
la imputación, no puede reposar en una atribución más o menos vaga o confusa de malicia
o enemistad con el orden jurídico, esto es en un relato impreciso y desordenado de la
acción u omisión que se pone a cargo del imputado, y mucho menos en una abstracción...,
acudiendo al nombre de la infracción, sino que por el contrario debe tener como
presupuesto la afirmación clara precisa y circunstanciada de un hecho concreto, singular,
de la vida de una persona...". "...Ello significa describir un acontecimiento —que se supone
real— con todas las circunstancias de modo, tiempo y lugar que lo ubiquen en el mundo de
los hechos (temporal y espacialmente) y le proporcionen su materialidad concreta... De
otro modo, quien es oído no podrá ensayar una defensa eficiente, pues no podrá negar o
afirmar elementos concretos...".
iv. El requisito del doble conforme encuentra en el ámbito del ejercicio de las
potestades sancionatorias de las administraciones públicas ribetes particulares.
Por cierto, es necesario recordar que la Corte Suprema de Justicia de la Nación hubo
de sostener, respecto de este principio que "para la adecuada satisfacción de la garantía
de la doble instancia que aseguran los artículos 8.2.h de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos y 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la
regulación del recurso de casación debe entenderse en el sentido de que habilita a una
revisión amplia de la sentencia, todo lo extensa que sea posible al máximo esfuerzo de
revisión de los jueces de casación, conforme a las posibilidades y constancias de cada
caso particular y sin magnificar las cuestiones reservadas a la inmediación, sólo inevitables
por imperio de la oralidad conforme a la naturaleza de las cosas"(413). Parece evidente, por
lo expuesto, que el principio del doble conforme alude a la posibilidad de una doble
revisión judicial de las sanciones.
La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, tantas veces
señalada a partir del fallo "Baena vs. Panamá", que estableciera como criterio
interpretativo de la Convención que tales garantías debían extenderse al procedimiento
administrativo, en especial en el ámbito sancionador y disciplinario debe ser examinada
con cierto cuidado en orden al modo de regulación del control judicial de la actividad
administrativa.
En este sentido, el establecimiento de "recursos directos" ante Tribunales de Segunda
Instancia para el ejercicio del control judicial sobre actos sancionatorios, supone la
privación del derecho al "doble conforme", porque los fallos de esas Cámaras de Apelación
solo podrían ser susceptibles del recurso extraordinario previsto en el art. 14 de la ley
48, inhábil a tales fines, por el mismo fundamento que diera la Corte en el fallo transcripto
dos párrafos más arriba.
Esta idea no es ajena al pensamiento de los vocales de esos Tribunales. Tan es así,
que la solicitud de adopción de medidas cautelares en el ámbito de los recursos directos
ha provocado decisiones que remitieron al solicitante a los jueces de primera instancia,
con invocación de este principio. Así, se ha resuelto que "la Ley Nº 24.521, en su artículo
32, contempla la intervención de esta Cámara en los recursos interpuestos contra las
resoluciones definitivas de las instituciones universitarias nacionales impugnadas con
fundamento en la interpretación de las leyes de la Nación, los estatutos y demás normas
internas. Ello así, este Tribunal no es competente para entender en la suspensión cautelar
del trámite del concurso docente solicitada por el actor, porque la jurisdicción de la Cámara
está limitada para conocer respecto a los recursos de apelación establecidos en la
mencionada norma. De este modo, es la primera instancia de este fuero quien deberá
pronunciarse sobre ese pedido y, frente a la decisión que se arribe, ella será susceptible
de revisión por la vía de apelación garantizándose de ese modo la doble instancia judicial
prevista en el artículo 242 del CPCCN"(414).

133
Tampoco la cuestión pasó inadvertida a la Corte Suprema de Justicia de la Nación,
cuando consideró la denegatoria de un recurso de apelación presentado contra una
sentencia de Primera Instancia en materia de migraciones, en que el "recurso directo"
tiene como destinatarios a esos jueces y el magistrado interviniente había rechazado el
remedio por entender que su control era el único previsto por la norma. Para desechar esa
interpretación, sostuvo el más Alto Tribunal que "corresponde revocar la sentencia de
cámara que desestimó la queja por la denegación del recurso de apelación intentado
contra la sentencia de primera instancia que confirmó la resolución del Ministerio del
Interior que ordenó la expulsión del recurrente del país, por considerar que el remedio
judicial previsto en el título VI de la ley 25.871 permitía la revisión de lo actuado en sede
administrativa en una única instancia jurisdiccional si el ordenamiento no contiene una
norma expresamente restrictiva que impida a la cámara conocer, como natural tribunal de
la alzada, respecto de las sentencias definitivas dictadas por los jueces de primera
instancia que llevan a cabo originariamente el control judicial sobre los actos
jurisdiccionales cumplidos por la administración en el marco del citado ordenamiento (art.
84)"(415).
La conjunción de todos los principios expuestos obligaría a admitir que los recursos
directos ante los Tribunales de Segunda Instancia, al menos en el ejercicio de la facultad
de control de las potestades sancionadoras de las administraciones públicas, deberían
también admitir una posibilidad de revisión, para satisfacer el derecho al doble conforme,
que regula la Convención Americana de Derechos Humanos.
Otra costumbre muy acendrada en la Administración y la justicia sigue postulando que
la existencia de recursos directos excluye la facultad del ciudadano de acudir a los
recursos administrativos ordinarios. Esta conclusión encuentra fundamento legislativo en
muy pocas ocasiones y es el resultado de una interpretación inadecuada.
En efecto, si el legislador ha procurado al ciudadano un recurso directo, ello debe
considerarse —salvo rarísimas excepciones en que pudiera estar en juego el interés
público en la resolución inmediata de los remedios— como un agregado a los derechos
que el destinatario del acto sancionatorio tiene para su impugnación administrativa y
judicial.
Si a ello se agrega las corruptelas ya denunciadas sobre el tratamiento que suele darse
a los "recursos directos", se advertirá que muchos destinatarios de actos sancionatorios
preferirán la vía ordinaria y el juicio de conocimiento pleno antes que la versión
"edulcorada" de un control judicial insuficiente.
Por ello, estimo necesario establecer el derecho concreto a recurrir de la sanción en
sede administrativa, aclarando que no puede ser restringido por la existencia de recursos
judiciales directos, que solo pueden interpretarse como otorgantes de una opción adicional
a favor del ciudadano, esto es: de seguir en sede administrativa o acudir a la vía judicial,
pues el control judicial no puede suplir la obligación de la Administración de hacer control
preventivo de legalidad y control jerárquico sobre sus actos. Así se asegurará también el
principio del doble conforme contenido en el art. 8º de la Convención Americana de
Derechos Humanos. Además, deberá establecerse y admitirse que la apertura a prueba en
el ámbito del recurso directo no puede desestimarse sin especialísimas razones, pues de
otro modo el aparente beneficio del recurso directo se convierte en una trampa.
v. Deberá preverse la extensión oficiosa de los efectos de un fallo absolutorio posterior
a los infractores sancionados en el mismo acto administrativo, que no lo recurrieran,
cuando el recurso de otros prosperara por razones comunicables a los demás. En este
orden de ideas, cabe recordar que el art. 441 del Cód. Proc. Penal establece que los fallos
dictados a raíz de los recursos planteados por un coimputado favorecerán a los demás,
siempre que los motivos en que se basen no sean exclusivamente personales y que la
Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo oportunidad de explicitar que "...la norma
extensiva de los efectos favorables de la apelación que de la condena hubiere articulado
alguno de los coprocesados...consagra un principio de equidad respecto de quienes no
hubieren logrado, por diversos motivos, impugnar oportunamente la condena..."(416).

134
5.1.2.4. La interdicción de la doble sanción por la misma falta o la proscripción del double jeopardy,
o doble persecución sancionatoria por la misma falta. Las consecuencias de la absolución en sede
penal
El principio del ne bis in idem, que tuviera recepción en la jurisprudencia de la Corte
Suprema en Fallos 272:180, con anterioridad a la reforma Constitucional, también ha
recibido indirecta recepción en nuestra Ley Suprema, a través del art. 8º, párr. 4º, del
Pacto de San José de Costa Rica, en el que se señala que el "inculpado absuelto por una
sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos".
Se ha unificado el tratamiento del principio con la prohibición de la doble persecución
sancionatoria porque parece evidente que ambas garantías confluyen en un mismo
resultado, sin perjuicio de advertir que "la prohibición de persecución penal múltiple es
susceptible de tutela inmediata porque la garantía no veda únicamente la aplicación de
una sanción por el mismo hecho anteriormente perseguido, sino también la exposición al
riesgo de que ello ocurra mediante un nuevo sometimiento a juicio de quien ya lo ha
sufrido por el mismo hecho. De este modo, el solo desarrollo del proceso desvirtuaría el
derecho invocado, dado que el gravamen que es materia de agravio no se disiparía ni aún
con el dictado de una posterior sentencia absolutoria".
La aplicación al campo sancionador de estos dos principios debe aceptarse. Así lo ha
reconocido expresamente la jurisprudencia, aplicándolo —por ejemplo— a la doble
incriminación tributaria y aduanera de la misma conducta, en extremo cuya extensión al
ámbito del derecho administrativo sancionador parece necesario exigir(417).
En el derecho español, la pretensión de tipificar una misma conducta como delito y
como infracción administrativa ha sido condenada por el art. 31 de la Ley de Régimen
Jurídico del Sector Público 40/2015, en cuanto establece que "no podrán sancionarse los
hechos que lo hayan sido penal o administrativamente, en los casos en que se aprecie
identidad del sujeto, hecho y fundamento".
La Convención Americana de Derechos Humanos es más amplia en el derecho que
contempla en su art. 8.4 que "el inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser
sometido a nuevo juicio por los mismos hechos".
Esta afirmación, no obstante su raíz constitucional actual, queda sometida a los
criterios de la jurisprudencia anterior, que aplicara idéntico precepto con base legal, y que
afirmara que el recaudo exige la triple identidad del sujeto, de los hechos y de la causa de
la sanción, extremo que guarda especial importancia para nuestro ámbito de estudio.
En efecto, bastaría con señalar dogmáticamente que la ley que incrimina una conducta
como falta atiende a la protección de un riesgo social, mientras que el delito a la protección
de un bien jurídico diverso, para justificar que una exacta conducta pudiera ser objeto de
diversas sanciones jurídicas.
La cuestión podría admitirse, con algún reparo, cuando se trata del régimen
disciplinario de los empleados públicos, porque se invoca allí que el objeto de la sanción
disciplinaria es la protección del régimen administrativo y la buena prestación del servicio
por parte del agente. Sin embargo, cuando se advierte que la condición de funcionario o
agente también es utilizada, en algunas normas, para agravar la sanción y que,
generalmente, en tales casos la pena viene acompañada de la inhabilitación para ejercer
cargos públicos, aquella distinción pierde gran parte de su valoración jurídica.
En el ámbito general de las faltas y contravenciones, la idea de postular la existencia de
distintos bienes jurídicos como destinatarios de la protección no parece conciliable con los
principios expuestos más arriba. No es casual que gran parte de las legislaciones sobre
faltas provinciales regulen los casos de concurso ideal, estableciendo una sanción única
para la conducta(418), sin reparar si en esos casos el bien protegido es el mismo o diverso.
Una cuestión que merece especial atención es el caso de la doble persecución. Sin
perjuicio de resultar aplicables a esa especie las consideraciones vertidas más arriba, es
necesario advertir que, en muchos casos, las legislaciones de faltas desprecian —lisa y

135
llanamente— el resultado absolutorio de la acción penal que se hubiera promovido con
ocasión de los hechos. Ello puede verse, por ejemplo, en el art. 29 del Código de Faltas de
la Provincia de Córdoba, en cuanto establece que "cuando un hecho cayere bajo la
sanción de este Código Contravencional y del Cód. Penal, será juzgado únicamente por el
juez que entiende en el delito. En tal caso ese tribunal sólo podrá condenar por la
contravención si no condenare por el delito", criterio que se reitera con una injusticia
inusitada en el régimen disciplinario del empleo público a nivel nacional, porque el art. 34
de la Ley Marco dispone: "La sustanciación de los sumarios por hechos que puedan
configurar delitos y la imposición de las sanciones pertinentes en el orden administrativo,
son independientes de la causa criminal, excepto en aquellos casos en que de la sentencia
definitiva surja la configuración de una causal más grave que la sancionada; en tal
supuesto se podrá sustituir la medida aplicada por otra de mayor gravedad".
Más allá de advertir la completa injusticia intrínseca en el apartado destacado del último
precepto transcripto —que no admite la comunicabilidad de una sentencia absolutoria que,
por ejemplo, hubiera determinado la inexistencia de dolo ni de culpa en el agente—,
entiendo que aquello que no podría siquiera discutirse válidamente, es la extensión de los
efectos de la sentencia absolutoria penal a cualquier otra sede —civil o administrativa—
cuando el fundamento del fallo hubiera radicado en comprobar la inexistencia de los
hechos imputados al sujeto, sin valorar su antijuridicidad desde el punto de vista penal. En
tal supuesto, entiendo que la sentencia absolutoria debe extender sus efectos a todo
sumario administrativo, con base en lo dispuesto en el art. 1577 del Cód. Civ. y Com. de la
Nación, que establece: "Si la sentencia penal decide que el hecho no existió o que el
sindicado como responsable no participó, estas circunstancias no pueden ser discutidas en
el proceso civil".
5.1.2.5. Estado de inocencia
Algunos penalistas no aluden a la presunción de inocencia, sino al estado de inocencia,
indicándolo como una condición que no se agota en una mera consideración aislada, pues
acompaña al destinatario de una acción penal, desde la primera incriminación hasta que
se encuentre firme el fallo de condena. En su contexto, aunque en el ámbito del ejercicio
de potestades sancionatorias, será necesario considerar:
En este territorio, deberá conciliarse la presunción de legalidad del acto con la regla de
la prueba a cargo del acusador. ¿Es posible esta conciliación? Sí lo es. Bastará con
recordar que las actas de constatación de infracciones deben ser tenidas como principio
de prueba, que puede ser refutado. Se trata de una de las pruebas de cargo y no la única
prueba hábil y ello también resulta de ser la presunción de legalidad, que contiene la de
veracidad sobre los hechos, una presunción iuris tantum.
La segunda cuestión importante, en esta materia es la pretensión de obtener la
autoincriminación del sujeto en los supuestos en que omite contestar citaciones o
emplazamientos. En tal orden de ideas, es preciso desterrar del procedimiento
administrativo sancionador la idea de trasladar las instituciones del proceso civil, en el que
los incumplimientos de una carga generan una expectativa-derecho de la contraparte. En
el procedimiento sancionador no existe, al menos mientras no se establezca el sistema
acusatorio, la idea de "contraparte" que pudiera beneficiarse del incumplimiento de una
carga. La Administración tiene la carga de probar la infracción y ella no puede ser suplida
por las omisiones del destinatario de la persecución.
Otra de las materias trascendentes, sobre la que ya se ha hecho referencia al
considerar los "recursos directos" es que la falta de presentación u ofrecimiento de
pruebas en sede administrativa no puede ser invocada como argumento para excluir el
derecho a su realización en sede judicial. Ello debería ponderar, especialmente, que los
ciudadanos pueden acudir al procedimiento administrativo sin asesoramiento letrado —
según lo ya expuesto— y no es posible hacerles cargar con las consecuencias de ese
supuesto derecho en todo el proceso judicial de impugnación posterior, como revelan los
fallos que se han citado más arriba.

136
En este contexto, deberá admitirse expresamente la regla in dubio pro reo como base
de la valoración probatoria para el dictado del acto sancionador, regla que no solo atiende
a los elementos subjetivos de la imputación, que se han examinado, sino también y
especialmente a la ocurrencia de la conducta, que debe tenerse por no ocurrida en caso
de duda, sin que la responsabilidad objetiva que pudiera haber sido establecida por la
norma legal —en todos los casos con sustento válido en los riesgos comprometidos—
pueda justificar prescindir de la prueba cabal de aquel extremo.
5.1.2.6. Supresión de la ejecutoriedad prevista en el art. 12 de la Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos. La desnaturalización del principio solve et repete y el agravio de derechos
constitucionales
He considerado necesario examinar separadamente la tópica del epígrafe, por cuanto
su incidencia en los derechos del ciudadano tiene tal importancia, que no es posible
soslayarla en el contexto de una enumeración de causales que pudieran opacar aquella
trascendencia.
Una de las prerrogativas más características del régimen exorbitante del derecho
administrativo es la llamada "autotutela ejecutiva". En el régimen de la Ley Nacional de
Procedimientos Administrativos esta autotutela se compone de dos facetas diversas, a
saber: por un lado, habilita a la Administración a ejecutar el acto por sus propios medios,
acudiendo para ello a la fuerza legítima, "...a menos que la ley o la naturaleza del acto
exigieren la intervención judicial..."; por otro, impiden que los recursos que pudieran
deducir los ciudadanos contra los actos obsten a su ejecución, salvo que la propia
Administración decida su suspensión(419).
Esta prerrogativa de la Administración —posiblemente una de las más gravosas para el
ciudadano, que es obligado a agotar la vía mientras ve asolados sus derechos por la
ejecución de las medidas impugnadas— ha dado origen a dos respuestas importantes del
ordenamiento, nacidas de la labor pretoriana de los jueces, el proceso de amparo —que
no requiere el agotamiento de vía— y las medidas cautelares autónomas —que permiten
la suspensión de los efectos del acto administrativo hasta que se agote la vía(420).
La traslación de esta prerrogativa al ámbito del ejercicio de las potestades
sancionadoras de las administraciones públicas no puede cohonestarse, por razones
institucionales, constitucionales, legales y aún de política administrativa eficaz.
Desde el punto de vista institucional, es evidente que la aplicación de la sanción,
hallándose pendiente el control judicial sobre la actividad administrativa, supone echar por
tierra el principio republicano de gobierno, concretado en la prohibición impuesta al Poder
Ejecutivo de ejercer funciones judiciales, como también de todos los postulados
establecidos por la jurisprudencia en materia de actos administrativos de contenido
cuasijurisdiccional, desde "Fernández Arias c. Poggio"(421), "Astorga Bracht"(422) y "Ángel
Estrada y Cía." ya mencionados(423).
Desde la perspectiva constitucional, porque la instalación del principio según el cual
solo puede accederse al control judicial de la decisión administrativa previo pago de la
multa impuesta por un acto administrativo no solo infringe la manda del art. 18 de la Ley
Suprema, sino también los contenidos explícitos de los arts. 8º y 25 de la Convención
Americana de Derechos Humanos, aplicables a la especie sancionatoria según se ha visto
reiteradamente, porque se traducen en la ineficacia de los remedios contra los actos de la
administración que agreden derechos subjetivos.
Desde el punto de vista legal, porque la propia Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos establece que la ejecutoriedad no es admisible cuando "la naturaleza del
acto" exigiere la intervención judicial. Y es evidente que, en el caso del ejercicio de la
potestad sancionatoria, la aplicación de la sanción exige la intervención judicial, porque así
lo impone el principio republicano y las normas constitucionales antes citadas.
Desde el punto de vista de política administrativa eficaz, porque la atribución de este
verdadero poder "extorsivo" a la Administración Pública supone situar a los ciudadanos
ante la necesidad de hacer "causa común" con el infractor frente a la tiranía de una

137
administración que se desentiende de los límites a su poder para infringir daños sin ningún
control oportuno.
En el caso de las infracciones que prevén sanciones privativas de la libertad, no es
dudoso que debe excluirse el principio de "ejecutoriedad de los actos administrativos
sancionatorios" y supeditarse su aplicación al resultado judicial de la revisión judicial
oficiosa, porque aquí se advierte con mayor gravedad la destrucción del estado de
inocencia al que se hiciera referencia anteriormente, considerado implícito en el art. 18 de
la CN, hoy expresamente contenido en los tratados y, en particular, en el Pacto de San
José de Costa Rica. Este principio debe ser expresado sin excepción de ninguna especie.
En tal orden de ideas, creo necesario tener en cuenta que una pacífica jurisprudencia
de la Corte Suprema establece que la libertad es un bien no renunciable por imperativo
constitucional y que, por tanto, ninguna ficción legal podría justificar tener por renunciado
ese derecho(424), como tampoco podría postularse que una ley privara a una persona de su
libertad —ya no por razones cautelares, sino como cumplimiento de la sanción— antes de
obtener una sentencia judicial firme que ratifique el acto sancionatorio.
Sin embargo, es necesario denunciar enfáticamente la gravísima corruptela en la que
han incurrido las regulaciones legales de infracciones en el ámbito de las potestades
sancionadoras de las administraciones públicas, de extender al ámbito infraccional el
principio solve et repete como condición para el acceso al control judicial de las sanciones
aplicadas por las autoridades administrativas.
A estos efectos, es importante recordar que el principio solve et repete tiene su origen
en el derecho tributario(425) y su fundamento en la preservación de la recaudación, que
sustenta el desarrollo del presupuesto de la República, afirmándose que ella no podría ser
puesta en vilo por el cuestionamiento judicial de las medidas tributarias.
Por razones inciertas, más tarde se ha extendido este concepto pretendiéndose
sostener que alcanza a toda impugnación de cualquier acto administrativo que implique la
obstrucción del cobro de un crédito a favor del Estado y en particular respecto de los actos
que concretan el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración Pública.
Así, el art. 17 de la ley 20.680 establece que "en todos los casos, para interponer el
recurso directo contra una resolución administrativa que imponga sanción de multa, deberá
depositarse el monto de la multa impuesta a la orden de la autoridad que lo dispuso, y
presentar el comprobante del depósito con el escrito del recurso, sin cuyo requisito será
desestimado, salvo que el cumplimiento del mismo pudiese ocasionar un perjuicio
irreparable al recurrente"; el art. 22 de la ley 22.802, disponía (antes de su modificación por
un inconstitucional decreto de necesidad y urgencia) que "toda resolución condenatoria
podrá ser impugnada solamente por vía de recurso directo ante la Cámara Nacional de
Apelaciones en las Relaciones de Consumo o ante las Cámaras de Apelaciones
competentes, según el asiento de la autoridad que dictó la resolución impugnada. El
recurso deberá interponerse y fundarse ante la misma autoridad que impuso la sanción,
dentro de los diez (10) días hábiles de notificada la resolución; la autoridad de aplicación
deberá elevar el recurso con su contestación a la Cámara en un plazo de diez (10) días,
acompañado del expediente en el que se hubiera dictado el acto administrativo
recurrido. En todos los casos, para interponer el recurso directo contra una resolución
administrativa que imponga sanción de multa, deberá depositarse el monto de la multa
impuesta a la orden de la autoridad que la dispuso, y presentar el comprobante del
depósito con el escrito del recurso, sin cuyo requisito será desestimado, salvo que el
cumplimiento del mismo pudiese ocasionar un perjuicio irreparable al recurrente". Lo
mismo puede decirse del art. 45 de la ley 24.240 de defensa del consumidor; la
reglamentación de la ley 24.076; las normas dictadas como reglamentarias de la ley
24.065; el art. 92 de la ley 25.871; el art. 702.0026 del Reginave; entre muchos otros.
No dejo de tener en cuenta que la jurisprudencia uniforme del fuero en lo Contencioso
Administrativo y la Corte Suprema han admitido la validez de la extensión de este principio
por fuera del ámbito natural tributario al que originaria y legítimamente pertenece. Para ello
han acudido a un subterfugio que "edulcora" la evidencia de la inconstitucionalidad. Así, se

138
resuelve constantemente que "la CSJN ha admitido desde antiguo la validez constitucional
de la exigencia del pago previo de las multas aplicadas con motivo de infracciones a
reglamentos de policía, y como requisito de la intervención judicial, sin perjuicio de lo cual
ha sostenido nuestro más Alto Tribunal, que configuran excepciones a ese principio
aquellos casos en los que tal exigencia legal, por su desproporcionada magnitud en
relación a la concreta capacidad económica del apelante, tornara ilusorio el derecho que le
acuerda el legislador en razón del importante desapoderamiento de bienes que podría
significar el cumplimiento de aquél"(426).
La invocación de la doctrina de la Corte Suprema es certera. Si bien la aceptación del
requisito del pago previo se inició para los reclamos de restitución de tributos o planteos de
su inconstitucionalidad, rápidamente se advirtió que ello podría generar un conflicto
constitucional por impedir el acceso a la tutela judicial. Para eludir ese reproche se generó
como doctrina que "corresponde morigerar la exigencia del requisito de previo pago de las
obligaciones fiscales como requisito de la intervención judicial en aquellos casos en los
que existe una desproporcionada magnitud entre la suma que el contribuyente debe
ingresar y su concreta capacidad económica o su estado patrimonial, a fin de evitar que el
pago previo se traduzca en un real menoscabo de garantías que cuentan con protección
constitucional pues dicho requisito no importa por sí mismo, violación del art. 18 de la
Constitución Nacional"(427).
Sin embargo, como se dijo más arriba, la cuestión fue extendida al campo
sancionatorio, con la sola traspolación de ese criterio limitativo, cuando no está en juego el
presupuesto nacional ni su producido, porque las sanciones administrativas no son objeto
de consideración por el legislador al sancionarlo. Así, se decidió que "cabe revocar la
sentencia de Cámara que al hacer lugar a los recursos de apelación y de nulidad
interpuestos por la actora declaró la inconstitucionalidad del art. 11 de la ley 18.695 —
Procedimiento de Comprobación y Juzgamientos de las Infracciones Laborales— y de la
resolución del Ministerio de Trabajo de la Nación 100/01, en tanto exigían el pago previo
de la multa para la procedencia formal del recurso de apelación pertinente, por cuanto al
habilitar su jurisdicción para revisar un pronunciamiento dictado por el superior tribunal de
la causa a los fines del recurso extraordinario, desconoció la regla según la cual la
atribución de competencia a los tribunales inferiores de la Nación no es tarea de los
jueces, sino que concierne en forma exclusiva y excluyente al Congreso de la Nación (art.
108 de la Constitución Nacional) con el objeto de asegurar la garantía del juez
natural)"(428).
De tal modo, escondida tras una supuesta falta de atribución de competencia se
soslayó el necesario control de convencionalidad y constitucionalidad que los jueces deben
realizar oficiosamente, con base en la misma doctrina de la Corte Suprema de Justicia de
la Nación, restablecida con claridad a partir del fallo "Rodríguez Pereyra c. Ejército
Argentino"(429).
Es que la pretensión de legitimar la regla del "pago previo" o solve et repete en materia
sancionatoria administrativa no resulta compatible con la Constitución Nacional y es
incongruente con el resto del ordenamiento jurídico argentino.
Es incompatible con las Constitución Nacional porque supone la necesidad de cumplir
la pena para acceder al control judicial de la actuación de la Administración Pública,
permitiendo a esta la asunción de funciones jurisdiccionales en términos prohibidos por la
Ley Suprema (su art. 109) y de la jurisprudencia centenaria de la Corte Suprema en la
materia.
Pero también lo es porque contraviene expresamente los preceptos de la Convención
Americana de Derechos Humanos contenidos en sus arts. 8º y 25. En particular, este
último artículo establece que toda persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a
cualquier otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare
contra actos violen sus derechos fundamentales reconocidos por la Constitución, la ley o la
presente Convención, aun cuando tal violación sea cometida por personas que actúen en
ejercicio de sus funciones oficiales" y agrega que "los Estados Partes se comprometen: a)

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a garantizar que la autoridad competente prevista por el sistema legal del Estado decidirá
sobre los derechos de toda persona que interponga el recurso; b) a desarrollar las
posibilidades de recurso judicial, y c) a garantizar el cumplimiento, por las autoridades
competentes, de toda decisión en que se haya estimado procedente el recurso".
La sola lectura del artículo recién transcripto obliga a preguntarse, ¿cuál es el alcance
del derecho a un recurso "efectivo" si para arribar a él deben cumplir primero con la
sanción administrativa que se impugna como ilegítima? como también, desde la
perspectiva del Estado ¿cómo se concreta la obligación de los Estados de "desarrollar las
posibilidades" de ese recurso judicial efectivo, si se exige al recurrente primero cumplir con
la pena?
Y se ha señalado que el pago previo es incongruente con el resto del ordenamiento
argentino porque no existe norma penal que justifique la exigencia de cumplir la pena
como recaudo para que sea posible la apelación de una sentencia judicial (en nuestro caso
apenas hay un acto administrativo) de condena, porque ello importaría una clarísima
violación del art. 18 de la CN, cuya última parte hacer responsable al juez que autorice una
medida que mortifique al condenado más allá de aquello que la precaución exija los hará
responsables de la medida.
Creo que es hora de pensar en la responsabilidad de los jueces que se atienen a esta
patente inconstitucionalidad, que constituye una clara medida de mortificación innecesaria,
utilizada para subordinar el acceso a la justicia al cumplimiento de una pena que ni
siquiera es exigido cuando resulta de una sentencia judicial(430).
Pareciera que este es el criterio que empieza a aparecer en algunas sentencias de los
Tribunales. Así, la sala V de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso
Administrativo Federal ha decidido que "si entendemos que el principio aplicable aquí es el
de solve et repete nos encontraríamos dentro del campo del derecho tributario.
"Tal principio tiene como fundamento el hecho de que el Estado no se quede sin
recursos mientras se discutan, tanto en sede administrativa como judicial, los impuestos,
tasas y derechos que los ciudadanos deban pagar. Resulta obvio que los impuestos, tasas
y derechos entran dentro de la ley de presupuesto que no es otra cosa —en síntesis— que
un análisis de los recursos y gastos que el Estado deberá afrontar para la prosecución del
bien común. Es evidente y no requiere ningún análisis profundo que en el supuesto de las
sanciones aplicadas dentro del campo del derecho sancionatorio administrativo no se
persigue la percepción de impuesto alguno y tampoco puede considerarse una fuente de
recursos del Estado Nacional porque habría allí sin duda un desvío de poder. En efecto, lo
que se persigue mediante estas sanciones dinerarias es castigar al responsable de un
ilícito que no se encuentra dentro del Código Penal y que por tal razón no requiere ser
juzgado por un juez penal sino que puede ser aplicada por un funcionario administrativo a
través de un acto de la misma especie y no de una sentencia judicial. Por ende, si el fin es
distinto, las multas no pueden ser consideradas como recursos fiscales para el
presupuesto de gastos y recursos del Estado Nacional. De allí es que no cabe asimilar
esta situación —en manera alguna— al principio de solve et repete"(431).
Es preciso advertir, además, que la postulación que se presenta en modo alguno
implica perjudicar al interés público. En primer lugar, deberá demostrarse o invocarse
fundadamente que el cumplimiento de la sanción impuesta, aunque no esté firme, viene
exigido por el interés público en cada caso, recordando que interés público e interés fiscal
no siempre coinciden. En segundo término, deberá aclararse por qué ese interés no se
salva con una medida cautelar patrimonial y exige de modo impostergable el cumplimiento
de la sanción, extremo a mi juicio poco probable.
Recientemente, un fallo de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial Federal
pone una luz de esperanza en la materia(432). En dicha oportunidad, los Dres. Alfredo
Silverio Gusman y Eduardo Daniel Gottardi, en voto, que en esta materia también
compartió el Dr. Fernando Uriarte, señalaron:

140
"El artículo 22 de la Ley Nº 22.802, con la modificación incorporada por el artículo 63 de
la Ley Nº 26.993, exige al sujeto sancionado que quiera impugnar una decisión
administrativa el pago previo de la multa como requisito de admisibilidad del remedio
intentado, salvo que el cumplimiento del mismo pudiese ocasionar un perjuicio irreparable
al recurrente".
"El principio de solve et repete reconoce su origen en la necesidad del fisco de no ver
afectada la recaudación normal y habitual frente a eventuales contribuyentes que puedan
iniciar acciones infundadas y así, puedan impedir el regular ingreso de los tributos en las
arcas estatales para cumplir con sus fines públicos (confr. Bielsa, Rafael, Estudios de
Derecho Público II. Derecho Fiscal, Depalma, Buenos Aires, 1995 citado por Barry, Luis
D., La gravedad e inconstitucionalidad del solve et repete en materia de defensa de la
competencia, cita online: AR/DOC/4937/2016)".
"Antes de entrar de lleno con el análisis constitucional del asunto, es necesario
destacar que la multa prevista en la legislación de lealtad comercial por una supuesta
infracción resulta asimilable al concepto de sanción y no tiene la naturaleza tributaria que
habilitaba la aplicación del principio en estudio incorporado. En consecuencia, no pueden
esgrimirse, en este campo, móviles recaudatorios de la renta pública debidamente
programada en la ley de presupuesto, pues se trata de ingresos contingentes ocasionados
por transgresiones a la normativa aplicable (confr. Sala IV de la C.Cont.ADm.Fed.,
22.11.2011, 'Uhalde, Pedro Antonio' (causa nº 34.882/2011), pub. en JA del 18.7.2012)".
"Como ha sostenido la propia Corte Suprema, la salvaguarda del patrimonio nacional
no puede apuntar a las multas como fuente de recursos fiscales por más que
accesoriamente lo sean (confr. Fallos: 287:76, 'Miras, Guillermo SACIF c/ Administración
Nacional de Aduanas'). En definitiva, no se advierte que la falta de ingreso del monto de la
multa afecte específicamente el funcionamiento de la administración, pues es claro que la
autoridad que impuso la sanción no pudo presupuestar que contaba con tales recursos
para el desarrollo de su actividad normal".
"En ese orden de ideas, aun diferenciando el derecho penal del derecho administrativo
sancionador, la sanción administrativa tiene su raíz en la función punitiva del Estado y por
tal motivo, no parece conciliarse con el derecho a una tutela judicial eficiente frente a la
decisión de la administración (confr. arg. arts. 18 y 75, inc. 22 de la Constitución Nacional),
padecer la sanción como requisito para poder defenderse ante ella. En la doctrina se han
dado valiosos argumentos para descartar la constitucionalidad de la regla del pago previo
en materia sancionadora (confr. Lavié Pico, Enrique, 'Consideraciones generales acerca
de la exigencia del pago previo de una multa para habilitar la instancia judicial', La Ley
2001-A, pág. 345; Barry, Luis D., ob. citada, cuyos fundamentos compartimos)".
"No desconocemos que la Corte Suprema tuvo un criterio diferente sobre la validez de
la regla del solve et repete en el caso en el caso 'Agropecuaria Ayui SA' (confr. Fallos:
322:1248), tampoco que, con su integración renovada a partir de 2003, en el caso 'Giaboo
SRL' del 10.11.2015 (G. 360. XLIX) se ha expedido por la constitucionalidad de la
aplicación del pago previo en materia sancionadora, el cumplimiento del castigo en forma
previa como condición para poder defenderse".
"Sin embargo, a pesar de que existe un deber moral de los tribunales inferiores de
seguir la doctrina que establece en sus pronunciamientos la Corte Suprema en el ejercicio
de la jurisdicción que la Constitución Nacional y las leyes le han conferido, ello no obsta a
que los jueces puedan apartarse de aquellos cuando existan razones fundadas no tenidas
en cuenta por el Alto Tribunal en sus precedentes que obliguen a los magistrados a
inclinarse por soluciones opuestas (confr. esta Sala, doctrina causas nº 507/10 del 26.2.13
y 3843/11 del 10.12.15). Tal circunstancia es la que se presenta en autos toda vez que el
Máximo Tribunal de la Nación en el pronunciamiento dictado el 10 de noviembre de 2015
en el caso 'Giaboo SRL s/ recurso de queja (G. 360. XLIX)', pues no realizó el análisis
desarrollado en el presente decisorio. Si bien con su actual composición el más alto
tribunal domestico no varió su criterio (conf. 2.7.2019 'Guimar'; 11.2.2020 'Cooperativa de
Trabajo Pro. Ven. Coop. Ltda.'), la diferencia a favor de la postura por la validez del pago

141
previo en materia sancionadora que se desprende de ambos pronunciamientos es de sólo
un voto".
"Sobre estas bases, entendemos que la exigencia del pago previo de la sanción de
multa vulnera la garantía constitucional de la tutela judicial efectiva y el acceso a la
jurisdicción (arts. 18 y 75, inc. 22 de la Constitución Nacional; art. 8, inc. 1, de la
Convención Americana de Derechos Humanos)".
Me he extendido inusualmente en la cita, porque entiendo que confirma los criterios que
se vienen exponiendo y abre la senda adecuada en el respeto de las garantías
constitucionales.
Por las razones expuestas, entiendo que el principio del pago previo es claramente
inconstitucional e incompatible con las previsiones de la Convención Americana de
Derechos Humanos, vicio que no se subsana limitando su aplicación a los casos en que la
entidad de la multa absolutamente impide el acceso a la justicia, porque la determinación
del carácter absoluto o relativo del impedimento es un agregado a la discrecionalidad que
no debe ser aceptado en el resguardo de garantías constitucionales esenciales y hago mis
votos para que la nueva doctrina sea recogida por la Corte Suprema de Justicia de la
Nación.

142
CAPÍTULO X - LA FACULTAD CORRECTIVA Y LA POTESTAD SANCIONATORIA . LAS
ADMINISTRACIONES PÚBLICAS EN LOS CONTRATOS ADMINISTRATIVOS
Las administraciones públicas tienen también, como las personas, derechos y
obligaciones, aunque por lo general se desempeñan en su relación con los demás sujetos
con los atributos de su condición de persona púbica y cometidos, que reciben de la ley, y
que denominamos potestades. En el campo de las contrataciones públicas, las
administraciones conjugan el ejercicio de derechos y de esas potestades —que
obviamente no pierden por la sola circunstancia de suscribir un convenio de voluntades—.
En la ejecución de los contratos administrativos, la Administración —por lo general— no
utilizará su potestad sancionatoria con fuente directa en el ordenamiento, sino las
atribuciones que le brinda la convención para apercibir, multar o resolver el contrato,
sanción esta última que entiendo también correctiva, a pesar de la opinión de Botassi,
porque estimo que tiene un contenido retributivo que excede a la reparación del daño. En
este marco, reitero, podrá hablarse de las mentadas facultades correctivas, pero no de
potestad sancionatoria de la Administración.
La consecuencia de excluir la pertenencia a la potestad sancionatoria administrativa de
las sanciones que encuentren causa directa en la voluntad negocial implicará
inmediatamente un relajamiento de los requisitos exigibles en el ámbito general del
derecho administrativo sancionador como recaudo para el legítimo ejercicio de aquella
potestad general del ordenamiento. Me refiero a la necesidad de demostrar la existencia
de ley formal que haga remisión al reglamento, la validez de la imputación normativa del
resultado, la razonabilidad de la valoración subjetiva u objetiva de la responsabilidad y de
la proporcionalidad de la sanción, entre otras. Ello así, pues todas estas exigencias
aparecerán suplidas por la propia voluntad de las partes.
Es cierto que la Administración ejercerá las facultades a través de actos administrativos
que se calificarán con las características propias de las autotutelas declarativa y ejecutiva.
No obstante, ello no podría conducir al reconocimiento de una potestad sancionatoria en
los términos acordados para definirla más arriba, ya que reitero ella no proviene del
ordenamiento sino de la convención.
Pero con motivo de la ejecución o inejecución del acuerdo la Administración también
podrá adoptar otras medidas, que exceden al ámbito del contrato y sí constituyen ejercicio
de la potestad administrativa sancionatoria. En este sentido, valga la mención al art. 12 del
dec. 1023/2001, al que nos referiremos más adelante.
Por esas razones creí conveniente dedicar este capítulo a las razones que justifican su
distinción y a las consecuencias que ella trae aparejadas, en particular para la defensa de
los derechos.

I. FACULTADES Y POTESTADES DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA EN LA


CONTRATACIÓN ADMINISTRATIVA
Para aclarar lo expuesto, debe advertirse que en el marco de la ejecución de contratos
administrativos pueden hablarse de dos especies fundantes de la aptitud de sancionar de
las administraciones públicas: la facultad correctiva, tal como ha sido identificada por la
Cámara Contencioso Administrativo, esto es: surgida del contrato y calificada por ese
origen convencional justificante y la potestad sancionatoria, surgida del ordenamiento.
Los problemas que plantea la temática residen en determinar cuándo nos hallamos
ante una u otra especie y cuando advertimos la existencia de potestades implícitas fuera
de las estipulaciones contractuales, que constituyen una de las características que
identifican a estos contratos como administrativos. La doctrina española reconoce la
conservación de una potestad implícita de la Administración en materia contractual. En

143
nuestro medio Botassi, hace algunos años y en unas jornadas de la Universidad Austral,
negó firmemente esta alternativa.
Han dicho al respecto García de Enterría y Fernández que "la justificación de estos
poderes radica en el hecho evidente de que la Administración no puede legalmente
desentenderse de la marcha de las actividades que son de su competencia. La
competencia es irrenunciable... y tiene que ser forzosamente ejercida por los órganos que
la tienen atribuida como propia; el contrato no implica una renuncia a esa competencia,
sino sólo una colaboración privada en su cumplimiento. Esto es especialmente claro en el
contrato de gestión de servicios públicos, en el que la Administración cede la gestión o
explotación pero retiene siempre la titularidad del servicio"(433).
A partir de este criterio, sería necesario considerar desde una perspectiva novedosa
aquella división de los contratos administrativos que explicitara Marienhoff, entre los
contratos de colaboración y los de atribución. Pues en los primeros podría hablarse de
potestades implícitas, mientras que no cabría aludir a ellas en el ámbito de los segundos.
Es un tema común decir que la aptitud de la Administración para imponer sanciones en
el ámbito de los contratos administrativos obliga a determinar la naturaleza jurídica de la
facultad en juego. Si la facultad de sancionar, reclamada por la Administración, resulta de
la convención, y el acuerdo califica y define tanto la infracción como la sanción, es difícil
proponer que nos hallemos ante el ejercicio de una verdadera potestad sancionatoria,
derivada directamente del orden jurídico y con las notas de legalidad, tipicidad y régimen
circundante que ha de caracterizar al ejercicio de aquella potestad. Sin embargo, la
separación de ambos ámbitos no es tan evidente.
La distinción entre potestad y facultad sí es notoria. La primera surge del ordenamiento
y se constituye en un poder-deber, que se ejerce en beneficio de sujetos diversos al titular
y no puede ser renunciada. La facultad es una atribución que tiene fuente en el derecho o
la convención, que puede o no ejercerse por su titular y que, generalmente, se establece
en beneficio de este o de los intereses que representa.
Hace ya muchos años que dos fallos de la Cámara Contencioso Administrativo Federal,
en expresiones de sus salas III y V(434), se han referido a las facultades de aplicar
sanciones surgidas de los contratos administrativos como "correctivas", separándolas
puntualmente de la potestad sancionatoria, para afirmar que "...en la facultad correctiva el
principio de legalidad no muestra la rigidez específica de la potestad sancionatoria en
general, pues no se contempla aquí una infracción administrativa sino el incumplimiento de
una obligación contractual voluntariamente aceptada dentro del marco que impone la
debida prestación del servicio; incumplimiento que es objetivamente imputable al
concesionario mientras no se pruebe la culpa de la concedente o la configuración de
alguna causal estatuida en el contrato o en las normas que de manera general disciplinan
la prestación de aquél".
Este criterio ha sido reiterado desde entonces por otros fallos, que invocaron la
autorizada opinión de Marienhoff(435).
Me apresuro a advertir que el ejercicio de estas facultades correctivas por parte de la
Administración trae consigo notas de autotutela declarativa, ejecutiva y reduplicativa, pero
estas notas no tienen causa en la facultad correctiva, ni mucho menos en el régimen
convencional del que surgen, sino en el régimen exorbitante de la Administración y las
prerrogativas o exigencias especiales que el orden jurídico le impone, que la acompañan
también en la celebración y ejecución de los contratos administrativos.
Por ello, si hemos de caracterizar a la actividad correctiva de la Administración como el
ejercicio de facultades derivadas de cláusulas contractuales, será necesario precisar
claramente el campo en que ocurre y si es admisible postular que la distinción es resuelta
por las normas de derecho positivo —por discrecionalidad del legislador—, o este último
solo puede apoyarse en una clasificación sostenida por la esencia de las cosas y no a la
voluntad del autor de la norma.

144
II. JUSTIFICACIÓN DE LA DIVERSIDAD. LA REGULACIÓN NORMATIVA
El examen de la cuestión se impone porque el ordenamiento se ha detenido en la
consideración de estas sanciones, en especial a partir del dec. 1023/2001 y su reglamento
actual por dec. 1030/2016, pero de su lectura resulta difícil advertir cuándo estamos en
presencia de una facultad correctiva y cuando nos hallamos ante el ejercicio de verdadera
potestad sancionatoria, Y el criterio de separación no es tan simple como deferir la
cuestión a su inclusión al rubro "penalidades" o "sanciones", que traen las normas.
Recuerdo una vez más que la diferenciación es esencial para saber a qué régimen
circundante acudir para examinar la juridicidad del ejercicio de la facultad, pues la
vinculación a la legalidad, la tipicidad, la prohibición de analogía y otras cuestiones no
tiene igual trato, en cada uno de esos territorios.
Para hacer posible esta diferenciación, es posible acudir a cinco tipos de elementos
determinantes:
1) El primero consistiría en acudir directamente a la norma de derecho positivo y
asimilar penalidades a la facultad correctiva y sanciones al ejercicio de la potestad
sancionadora.
2) Si esta primera aproximación no fuera suficiente, debería establecerse cuál es la
naturaleza de la relación trabada entre la Administración y el sancionado al tiempo de
la ocurrencia del incumplimiento o infracción sancionable, para determinar campos
de existencia posibles de uno u otro fundamento de la posibilidad de sancionar.
3) También podría hallarse la distinción al considerar cuál es la naturaleza del
incumplimiento, esto es: si la infracción lo es a un contenido contractual o a un
precepto del ordenamiento, aun cuando vinculado al contrato;
4) Desde otra perspectiva, podría considerarse para ello cuál es la naturaleza de la
sanción, es decir: si ella tiene efectos sobre los derechos y obligaciones surgidos del
contrato o va más allá de este.
5) Finalmente, podría centrarse la distinción en la diferente titularidad de la competencia
atribuida por el ordenamiento para ejercer las aptitudes para sancionar.
He de analizar cada una de estas causas que podrían fundamentar la distinción.
1) La lectura del art. 29 del decreto delegado 1023/2001 —que con jerarquía legislativa
vino a reemplazar las disposiciones del capítulo III de la Ley de Contabilidad que hasta
entonces fuera la base regulatoria de la mayoría de los contratos(436)—, lleva a distinguir
entre la aplicación de sanciones y penalidades.
Allí se establece que "los oferentes o cocontratantes podrán ser pasibles de las
siguientes penalidades y sanciones: a) Penalidades. 1. Pérdida de la garantía de
mantenimiento de la oferta o de cumplimiento del contrato. 2. Multa por mora en el
cumplimiento de sus obligaciones. 3. Rescisión por su culpa. b) Sanciones. Sin perjuicio de
las correspondientes penalidades los oferentes o cocontratantes podrán ser pasibles de
las siguientes sanciones, en los supuestos de incumplimiento de sus obligaciones: 1.
Apercibimiento 2. Suspensión. 3. Inhabilitación. A los efectos de la aplicación de las
sanciones antes mencionadas, los organismos deberán remitir al Órgano Rector copia fiel
de los actos administrativos firmes mediante los cuales hubieren aplicado penalidades a
los oferentes o cocontratantes".
Un primer examen de la cuestión podría llevar al intérprete a considerar que la norma
pretendió distinguir entre casos de facultad correctiva y potestad sancionatoria. Sin
embargo, a poco que se profundice en el estudio será forzoso descartar esta alternativa.

145
2) En efecto, las consideraciones ya vertidas obligan a concluir que la primera fuente de
escisión entre facultades correctivas y potestades sancionatorias debe establecer el
ámbito en el que pueden ejercerse, territorio que debe estar calificado por el vínculo entre
los sujetos y las administraciones, porque pareciera que mientras no se anuda una
relación contractual entre ellos, las administraciones no podrían invocar facultades
surgidas del acuerdo para imponer sanciones.
Tengo bien en claro que, a partir de la doctrina sentada por la Corte Suprema de
Justicia de la Nación, en la causa "Vicente Robles"(437), es exigible al oferente una
particular prudencia al formular su oferta, que viene seguida de una paralela exigencia en
la órbita de su responsabilidad, conforme establece el art. 902 del Cód. Civil.
Si bien ello podría autorizar a predicar la existencia de una relación especial de
sujeción entre la Administración y el oferente (con todos los bemoles de esta doctrina), no
permitiría, a mi juicio, trasladar la naturaleza de la sanción desde potestad sancionatoria al
de la facultad correctiva.
Me apresuro a destacar que el propio dec. 1023/2001 recién citado, así como el
alcance general —sea que se les atribuya o no carácter normativo— que generalmente se
atribuye a los Pliegos de Bases y Condiciones, permite afirmar que esos actos pueden
perfeccionar la "remisión reglamentaria" exigida para la validez de la tipificación de
infracciones y sanciones, ya establecidas en la norma legal, en el ejercicio de la potestad
sancionatoria administrativa, que por ello no necesitaría una fuente convencional para
justificar su existencia. Es cierto que el dec. 1023/2001 no resulta exactamente una ley
formal, pero también lo es que la delegación ha ocurrido en materia estrictamente
administrativa, campo en el que ingresan los oferentes al pretender contratar con la
Administración.
Desde esta perspectiva, entiendo que las penalidades y sanciones que se enuncian en
el dec. 1023/2001 y su correlato más concreto en el dec. 1030/2016 contendrían, en
ambos casos, especies de facultad correctiva y de potestad sancionatoria,
entremezcladas, según exista o no vínculo contractual.
Así, será del ámbito de la potestad sancionatoria la "penalidad" de pérdida de la
garantía de mantenimiento de oferta, sea que ocurra por su retiro o por errores en la
cotización, según lo previsto en el art. 102, inc. a), apart. 1 del Reglamento aprobado por
dec. 1030/2016, pues para entonces no existiría contrato que justificara el nacimiento de
una facultad correctiva.
Con igual fundamento, las llamadas "sanciones" del art. 106 del Reglamento aprobado
por el dec. 1030/2016 deberían integrarse del siguiente modo: A la potestad sancionatoria
las causales previstas en sus aparts. a.1, a.2, b.1.2 y b.2.1 —en los casos de
suspensiones al oferente—; b.2.2, b.2.3. y b.2.4. Por el contrario, deberían atribuirse al
ámbito de la facultad correctiva y a la facultad correctiva a las sanciones de pérdida de la
garantía de cumplimiento del art. 102, inc. b), a las multas de su apart. c) y a la rescisión
por culpa, prevista en su apart. d) así como a las penalidades previstas en su art. 106, inc.
b) en todos sus incisos.
3) Sin embargo, el criterio de establecer el territorio contractual y el extracontractual no
agota los fundamentos de la distinción, porque bien podría ocurrir que en el curso de la
ejecución del contrato las administraciones aplicaran su potestad sancionatoria. Por ello, el
tercer justificativo de la diferenciación, esto es: si la infracción lo es a un contenido
contractual o a una exigencia del ordenamiento. Esta causal es de más difícil
determinación. En especial porque el ordenamiento remite, a veces, a las cláusulas
contractuales y otras tantas son las cláusulas contractuales las que remiten a obligaciones
surgidas de leyes infraccionales, pareciendo unificar las dos causas diversas justificantes
de la sanción.
Ello es así porque, mientras ante un oferente la causa siempre debería ser el
ordenamiento, un contratante puede faltar a sus obligaciones contractuales o a las legales,

146
como lo demuestran los ejemplos de las sanciones previstas en el art. 131, aparts. a).6;
b).2.2; b), 3.2, 3.3 y 3.7 o apart. c).
De manera que deberá profundizarse cada caso en particular para determinar si la
infracción es a las obligaciones contractuales o legales.
Advierto que tampoco la recepción de obligaciones convencionales por las normas que
reglamentan el ejercicio de facultades correctivas y sancionatorias puede tener virtualidad
para cambiar la esencia de la infracción (que lo es a una obligación de naturaleza
convencional) ni la naturaleza de la sanción, aunque sí puede generar confusión en el
intérprete. Volveré a ello más adelante.
4) En cuanto a la distinción sobre los efectos de la sanción, pareciera que el
Reglamento delegado 1023/2001 ha considerado este aspecto para escindir entre facultad
correctiva y sancionatoria, a mi juicio de manera inadecuada.
En efecto, las penalidades parecieran dirigidas a tener efectos sobre el ámbito de las
pretensiones de contratar o de las prestaciones contractuales. Así, la caída de las
garantías debería entenderse del ámbito de la convención, y aún la cláusula penal por
daño moratorio que prevén los arts. 102, inc. b), las multas de su inc. c) y la rescisión por
culpa de su incido d), todas del Reglamento aprobado por dec. 1030/2016.
En cambio, las sanciones parecieran pretender esparcir sus efectos más allá del
contrato y afectar la idoneidad del destinatario para contratar con la administración más
allá del acuerdo en cuyo marco pudiera registrarse el incumplimiento.
5) Finalmente, podría pretenderse que las facultades correctivas son competencia de la
autoridad competente para decidir el contrato mientras que el ejercicio de la potestad
sancionatoria se atribuye a la Oficina Nacional de Contrataciones.
Esta nueva causa de distinción no solo resultaría ineficaz, porque no es la competencia
la que define la naturaleza de las cosas, sino la naturaleza de las cosas las que deberían
definir la atribución competencial; sino también tardía y equívoca, pues adolece de igual
defecto al preanunciado al considerar el aspecto anterior.

III. LAS CAUSAS JUSTIFICADAS DE DISTINCIÓN


Anticipé, más arriba, que la primera y las últimas dos de las causas invocadas para
marcar los límites entre la facultad correctiva y la potestad sancionatoria de la
Administración, en el ámbito de la contratación administrativa, me parecían inadecuadas y
que el orden jurídico no podía válidamente transferir de uno a otro ámbito las infracciones
ni las sanciones.
Para arribar a tales conclusiones, he tenido presente la misma justificación de la
distinción marcada por la jurisprudencia. Para recordarlo más precisamente, permítaseme
repetir el criterio: "...en la facultad correctiva el principio de legalidad no muestra la rigidez
específica de la potestad sancionatoria en general, pues no se contempla aquí una
infracción administrativa sino el incumplimiento de una obligación contractual
voluntariamente aceptada dentro del marco que impone la debida prestación del servicio;
incumplimiento que es objetivamente imputable al concesionario mientras no se pruebe la
culpa de la concedente o la configuración de alguna causal estatuida en el contrato o en
las normas que de manera general disciplinan la prestación de aquél...".
De lo expuesto se desprende que la distinción no debería estar en la sanción, sino en la
infracción, pues es la circunstancia de hallarse la infracción definida en una cláusula
contractual lo que permite la relajación de los principios de legalidad y tipicidad,
autorizando el ingreso de la analogía y de otros conceptos mucho más vinculados a las
cláusulas penales contractuales que al derecho contravencional o al administrativo
sancionador.

147
Por ello, entiendo que no es posible justificar la diferencia en el destino de la sanción,
esto es: si aquella se vincula al ámbito estricto de las prestaciones contractuales, como
tampoco en la competencia del sancionador, porque aquello que aquí interesa es si la
infracción lo es a un deber normativo o a un deber convencional.
Como señalé hace casi ya veinte años, en los casos de ejercicio de facultades
correctivas, la Administración no utiliza una potestad que tiene fuente directa en el
ordenamiento, sino las atribuciones que le brinda la convención para apercibir, multar o
resolver el contrato, sanción esta que entiendo correctiva, porque estimo que tiene un
contenido retributivo que excede a la reparación del daño.
Así, como se ha visto más arriba, hay "sanciones" —en la terminología específica del
Reglamento delegado 1023/2001— propias de la facultad correctiva y "sanciones" típicas
de la potestad sancionatoria; y habrá "penalidades" —del territorio correctivo— y
"penalidades" que son expresión de la potestad sancionatoria administrativa.

IV. LAS CONSECUENCIAS DE LA PERTENENCIA A UNO U OTRO ÁMBITO


(i) Excluir a las facultades correctivas de la potestad sancionatoria administrativa,
cuando se fundan en conductas que implican el incumplimiento de cláusulas expresas o
implícitas del contrato, supondrá inmediatamente el abandono de los requisitos que
exigimos como recaudo para el legítimo ejercicio de la potestad sancionatoria de las
administraciones públicas, esto es: de la necesidad de demostrar la existencia de ley
formal que haga remisión al reglamento, la validez de la imputación normativa del
resultado, la razonabilidad de la imputación subjetiva u objetiva de la conducta.
Un distinto criterio hubo de sostener Farrando sobre el particular, quien reclama la
plena vigencia de los principios del derecho administrativo sancionador, aunque la
jurisprudencia parece citada parece seguir el criterio de la amplitud, pero exclusivamente
en el ámbito de la facultad correctiva.
Sin embargo, deberá quedar en claro que ese relajamiento no supone la extinción de
todo recaudo de legalidad o normatividad previa, imputación o razonabilidad, pues paralela
a esta "facultad correctiva" está la limitación de los funcionarios, que solo pueden hacer
aquello que las normas competenciales les atribuyen, criterio que a mi juicio aquí tampoco
podría salvarse acudiendo al principio de la especialidad de la competencia, como lo ha
indicado de manera general Ivanega(438).
En cuanto a la justificación de la proporcionalidad de la sanción, la lectura del texto del
Reglamento aprobado por dec. 1030/2016 no me permite extender a su respecto el criterio
de justificación basada en su voluntaria aceptación por el cocontratante.
Recuerdo que art. 102, inc. c), apart. 3 del del Reglamento aprobado por el dec.
1030/2016, establece que las multas no podrán superar el 100% del monto del contrato,
límite que constituye una típica autorización de exceso de punición que vulnera el deber de
buena fe, al aceptar que una multa por mora pudiera permitir hacer gratuita a la prestación
del cocontratante.
Sostengo que esta norma es ilegítima, no porque no tenga anclaje en la ley, pues
podría contestarse que como es propia de las facultades correctivas no lo necesita
especialmente. Lo hago porque viola claramente el principio de buena fe que debe presidir
la interpretación de los contratos administrativos y aún las normas destinadas a actuar
como supletorias de la voluntad de las partes y permite que la Administración abuse de su
facultad correctiva beneficiándose con un resultado económico que no solo estriba en el
incumplimiento del cocontratante, sino también en la incuria de los funcionarios de no
rescindir por culpa un contrato en tales circunstancias.

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Adviértase que, en materia de multas moratorias, si el art. 102, inc. c) apart. 1 establece
que se aplicará una multa del 0,05% por cada día hábil de atraso, para arribar al máximo
de la multa, deberíamos llegar a dos mil días hábiles de demora, lapso que no es
compatible con la conservación del contrato ni con el deber de los funcionarios públicos de
privilegiar su eficacia, eficiencia y razonabilidad para cumplir su finalidad, en términos del
art. 3º del dec. 1023/2001.
Es en este sentido que Farrando ha dicho, entre nosotros, que "...la finalidad de las
sanciones contractuales no es el castigo sino, por el contrario, el aseguramiento de que el
contratista efectúe las prestaciones a que se ha comprometido en el contrato"(439).
Como he venido sosteniendo desde hace algún tiempo, la Administración —cuya
misión es realizar el derecho y no meramente someterse a la legalidad— se encuentra
expresamente vinculada por la buena fe, y la violación de esta sujeción —como lo vienen
demostrando los últimos fallos de la Corte Suprema en materia de contratos de empleo
público, que también son contratos administrativos, aunque no estén sometidos a las
normas que ahora estudiamos— torna ilícitos los actos administrativos e impone el deber
de indemnizar.
Y me parece claro que el deber de actuar de buena fe no puede ser soslayado por la
cobertura de una norma reglamentaria con una atribución competencial.

V. FACULTAD CORRECTIVA Y SANCIONATORIA NO PREVISTA EN EL CONTRATO


Uno de los temas que suscita el reconocimiento de esta facultad correctiva es el debate
sobre la admisión de infracciones y sanciones por fuera de las normas contractuales.
La doctrina española reconoce la conservación de una potestad implícita de la
Administración en materia contractual. Botassi, hace algunos años en unas Jornadas de la
Universidad Austral, negó firmemente esta alternativa, que pareciera ser también la
posición de Farrando en la obra recién citada.
Me parece que la cuestión se vincula con la tutela del interés público comprometido en
la contratación. Bandeira de Melo hubo de señalar, entre nosotros, que "...sólo se puede
hablar de Derecho Administrativo sobre la base del presupuesto de que existan principios
que le son peculiares y que guardan entre sí una relación lógica de coherencia y unidad
que forman un régimen jurídico-administrativo, delineado en función de la consagración de
dos principios: a) la supremacía del interés público sobre el privado y b) la indisponibilidad
por la Administración de los intereses públicos"(440).
En igual sentido, García de Enterría y Fernández señalaron que "la justificación de
estos poderes radica en el hecho evidente de que la Administración no puede legalmente
desentenderse de la marcha de las actividades que son de su competencia. La
competencia es irrenunciable... y tiene que ser forzosamente ejercida por los órganos que
la tienen atribuida como propia; el contrato no implica una renuncia a esa competencia,
sino sólo una colaboración privada en su cumplimiento. Esto es especialmente claro en el
contrato de gestión de servicios públicos, en el que la Administración cede la gestión o
explotación pero retiene siempre la titularidad del servicio"(441).
Parece oportuno considerar este aspecto desde los contenidos del dec. 1023/2001, que
fuera dictado como reglamento delegado a partir de lo dispuesto en la ley 25.414.
El art. 11 del Reglamento en trato establece que deberán cumplir con los recaudos
establecidos en el art. 7º de la ley 19.549, los actos que decidan "...la aplicación
de penalidades y sanciones a los oferentes o cocontratantes...".
De modo diverso, su art. 12, entre las facultades que reconoce a la autoridad
administrativa "sin perjuicio de las que estuviesen previstas en la legislación específica,
sus reglamentos, en los pliegos de bases y condiciones o en la restante documentación

149
contractual", menciona la de "...imponer penalidades de las previstas en el presente
Reglamento a los oferentes y a los cocontratantes, cuando éstos incumplieran sus
obligaciones".
Adviértase que la significativa diferencia entre la referencia a penalidades y sanciones
que se formula en el art. 11 y solo a penalidades que se realiza en el art. 12, obliga a
pensar que las primeras podrían ser aplicadas como implícitas, ante un incumplimiento de
las obligaciones, aunque no estuvieren pactadas tales penalidades para esas infracciones
en el mismo contrato, las leyes específicas o los demás documentos de la contratación.
Esta misma conclusión no podría predicarse respecto de las sanciones, puesto que no
están contempladas en el citado art. 12 inc. c), de modo que pareciera que estas últimas
deberían surgir explícitamente como sanción a infracciones previstas en los documentos
contractuales.
Pero ahora se ha llegado a la conclusión de que la división entre sanciones y
penalidades no es equivalente a la distinción entre faculta correctiva y potestad
sancionatoria. Siendo ello así, la admisión de este concepto del dec. 1023/2001, en el que
apoya el nuevo Reglamento aprobado por el dec. 893/2012 no puede hacerse lisa y
llanamente y corresponderá distinguir según se trate de una u otra naturaleza.
Ello es así, porque el ejercicio de la potestad sancionatoria y no de las facultades
correctivas, aun en el ámbito del contrato, debe ser expresa y celosamente calificado por
el principio de legalidad, sin que pueda hablarse de facultades implícitas para ejercerse
contra los cocontratantes.

VI. EL PROCEDIMIENTO EN LA APLICACIÓN DE FACULTADES CORRECTIVAS Y


POTESTADES SANCIONADORAS
El último de los temas al que querría referirme es el del procedimiento para aplicar las
correcciones o las sanciones, pues el texto del Reglamento aprobado por dec. 1030/2016
no contempla ningún procedimiento para la imposición de unas u otras.
La ausencia de regulación normativa, que ordinariamente es seguida por lagunas
contractuales sobre el punto, hace difícil establecer un procedimiento uniforme. No
obstante, no es dudoso que los principios de debido proceso adjetivo que se explicitaron
más arriba deben seguirse, en sus líneas fundamentales también en la aplicación de
sanciones derivadas de la facultad correctiva.
Es materia común que los contratos de concesión de servicios públicos, por ejemplo,
tengan deberes de información a los entes reguladores, que solo contemplan sanciones
genéricas. Allí podría hablarse de la creación de una infracción indirecta o refleja. Aun así,
me parece que esas infracciones nacen del orden general.
Desde otra perspectiva, no es posible callar que la celebración de un contrato
administrativo puede llevar implícita la adhesión a un régimen especial que implique el
sometimiento a una potestad sancionatoria administrativa diversa de la de mera custodia
del orden general y es en este sentido que puede hablarse de la existencia no ya de
sanciones implícitas sino de potestades implícitas.
Pareciera haberse encaminado en este sentido lo sucedido con las facultades
disciplinarias en materia de empleo público, que pareciera ser el patito feo de los contratos
administrativos, porque todo el mundo le ve el pico, pero nadie le quiere terminar de
reconocer su condición de contrato.
A su respecto, la Corte desde antiguo viene indicando que "lo atinente a la razonable
práctica de las facultades disciplinarias, indispensables para la ordenada prestación de los
servicios públicos y de la administración en general, no importa ejercicio de la jurisdicción
penal propiamente dicha ni del poder ordinario de imponer penas y admite la subsistencia

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de un mínimo de facultades independientes, necesarias para la vigencia del principio de
separación de poderes" (Fallos 250:419; 254:43; 256:97 y 319:1034, este sobre la
potestad del Poder Judicial).
Quiero a esta altura formular una advertencia en esta materia.
Reconocer la existencia de una potestad sancionatoria implícita en el ámbito de los
contratos administrativos, a partir de la idea del voluntario sometimiento a un régimen
especial vinculado con la concreción de cometidos públicos que la Administración regula
especialmente, no significa prescindir de lo expuesto respecto de la potestad sancionatoria
administrativa.
De allí que esta aceptación no significa, como podría predicarse inadvertidamente, que
la aparición de esta potestad daría pábulo a la acción de administradores voraces, que los
hay, o perseguidores, que también los hay, o aún recolectores, que parecieran existir
igualmente, que situarían a nuestros derechos a merced de sus espurias intenciones o
actuaciones.
Porque, aun cuando se reconociera la existencia de una potestad sancionatoria
administrativa implícita, esta seguirá siendo una potestad; esto es, una facultad derivada
directamente del ordenamiento y limitada al modo en que fue atribuida a la Administración,
solo válida con respeto al principio de legalidad, con el presupuesto necesario de una
remisión reglamentaria adecuada y con ejercicio calificado por la razonabilidad, que
ilumine las teorías de la imputación, la culpabilidad y la fijación de la sanción.
Es más, me parece que en el ámbito de la regulación de los servicios públicos y a partir
del art. 42 de la CN, resultará mayor la exigencia del principio de legalidad y del mandato
de tipificación en la potestad sancionatoria administrativa que no surgiera directamente del
contrato como facultad correctiva.

VII. DISCRECIONALIDAD EN LA APLICACIÓN DE SANCIONES


En otro orden de ideas, entiendo que el tema exige aludir a otra circunstancia,
relacionada con la discrecionalidad en la aplicación de las sanciones administrativas en el
ámbito de los contratos.
Alejandro Nieto presenta un capítulo excelente de su Derecho administrativo
sancionador, bajo el título de "Sarcasmos y paradojas", en el que hace referencia a la
deslegitimación de la potestad sancionatoria como consecuencia de la discrecionalidad en
su aplicación y de la imposibilidad del ciudadano de cuestionar esta falta de igualdad en la
aplicación de sanciones o de exigir su imposición a terceros en la misma situación.
En el ámbito nacional, la idea de esta discrecionalidad —que a mi juicio tergiversa
gravemente el concepto de potestad que debe presidir la materia— se advierte en el
tratamiento de algunas especies. Así sucede en el ámbito de las medidas de
autoprotección en el empleo público o de policía financiera.
En este orden de ideas, la jurisprudencia de la Cámara Contencioso Administrativo ha
establecido que "tratándose del ejercicio de una potestad disciplinaria, tanto la apreciación
de los hechos configurativos de las faltas que dan motivo a la aplicación de multas, como
la graduación de éstas, corresponden por regla al ámbito de la ponderación discrecional de
la autoridad bancaria, y sólo son revisables judicialmente para verificar la existencia de
posibles vicios de legitimidad o arbitrariedad" (cito a sala II, "García Belsunce" del
18/11/1976 y "Groisman" del 13/7/1982; sala III, "Devoreal SA" del 2/10/1988; "Banco
Delta", del 5/3/1992; "Cambio Avenida", del 1/6/2000; entre otros).
Será necesario pensar si esto mismo podría predicarse en el marco de contratos
administrativos surgidos de procedimientos públicos de selección, en los que el principio
de igualdad —como sabemos— no solo es aplicable durante el concurso o la licitación,

151
sino también a lo largo de la ejecución del contrato, criterio que ha reiterado el dec. 1023,
de modo expreso, en su art. 3º, apart. f) y en su párrafo final.
La omisión de imponer las penalidades a que se refiere el citado Reglamento, o las
sanciones previstas en los pliegos o pactadas en los contratos, podría afectar aquel
principio de igualdad.
¿Legitimaría esta circunstancia a los otros oferentes o a terceros para reclamar la
imposición de sanciones al adjudicatario por parte de la Administración? ¿No resultaría
esta legitimación la misma que se les acuerda para impugnar una modificación indebida de
los términos de los Pliegos o del contrato que dieron origen y marco a las ofertas de los
contratantes?
¿Podría alguno de los oferentes o aun un tercero que acreditara haberse hallado en
condiciones de ofertar, solicitar en vía administrativa, o aun en sede judicial, la imposición
de sanciones, en resguardo del principio de igualdad de la licitación? Y, en tal caso, ¿cuál
sería el límite de la facultad judicial? ¿Cabría obligar a la Administración a imponer las
sanciones, o debería limitarse a anular cada acto absolutorio?
Creo que este tema exige hacer algunas aclaraciones.
El tema de la discrecionalidad en la formación de sumarios e imposición de sanciones,
que muchas veces se pregona para que la Administración privilegie la persecución de
infracciones graves y postergue las leves, es realmente utilizado para silenciar las
infracciones de los amigos del poder y potenciar la de los enemigos. La opacidad del
procedimiento, unida a la discrecionalidad en la aplicación, lleva a aplicar sanciones leves
a "los nuestros" y gravísimas "a los contrarios". Estas muestras de corrupción no pueden
permitirse y solo serán erradicadas si el principio acusatorio —esto es la existencia de una
figura independiente que persiga el interés en sancionar— tiene plena aplicación aún en el
campo correctivo.
Entiendo que cuando las infracciones consisten en el incumplimiento de prestaciones
que modifican la ecuación económico-financiera del contrato, como ocurriría con el atraso
o el incumplimiento de los planes de inversión, correspondería reconocer legitimación a los
demás oferentes para requerir la aplicación de sanciones en vía administrativa y aún en
sede judicial. Ello no sería más que el complemento necesario de la facultad que se
reconoce en el art. 19 del dec. 1023 a cualquier persona que acredite algún interés, para
tomar vista de las actuaciones hasta la extinción del contrato.
Tengo precisamente en cuenta que se hablará de las razones de interés público que
podría calibrar la Administración para no imponer tales sanciones, pero me parece que
ellas deben ceder ante el respeto al principio de igualdad, de concurrencia y de
transparencia en la contratación, porque de otro modo también se cohonestaría la
modificación del contrato, luego de la adjudicación, por razones de interés público. En este
marco habría que ponderar si el orden de los principios expuestos en el art. 3º del dec.
1023 constituyen una enumeración jerárquica o no.
En cuanto a las facultades judiciales, entiendo que cabe atribuir a los jueces
competencia para suplir la omisión ilegítima del administrador, una vez conferida a este
razonable oportunidad para ejercer la potestad en su sede.
Es claro que la admisión de estos principios impediría, en este contexto, hablar de un
contenido discrecional en el ejercicio de la potestad sancionatoria que solo faculta la
revisión en caso de arbitrariedad, como suelen hacer nuestros jueces.

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