Ilustraciones De: Iban Barr Enetxea
Ilustraciones De: Iban Barr Enetxea
Ilustraciones De: Iban Barr Enetxea
ROMEO
Y
JULIETA
© del texto, Rosa Navarro Durán, 2016
© de las ilustraciones, Iban Barrenetxea, 2016
ISBN: 978-84-683-2344-2
Depósito Legal: B. 25085-2015
Impreso en España
Printed in Spain
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de
WILLIAM SHAKespeARe
ROMEO
Y
JULIETA
Ilustraciones de
I BAN B ARR enetxe A
SEñoRa MontEsco.
SEñoRa CapULEto.
AYa de Julieta.
Un BoticaRio de Mantua.
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Mirad cómo se están peleando los criados de las dos casas,
los Capuleto y los Montesco. ¡Han sacado sus espadas!
Pero ahora llega Benvolio, el sobrino del señor
Montesco, e intenta poner paz entre ellos:
–¡Alto, locos! ¡Dejad las espadas! ¡No sabéis qué estáis
ha- ciendo! ¡Haya paz!
Es inútil. No va a poder hacer nada, porque en ese
mo- mento aparece el arrogante Tebaldo, que es el sobrino
de la señora Capuleto, y lo desafía diciendo:
–Odio la palabra paz. ¡Odio a los Montesco y a ti mismo
como al infierno! ¡Cobarde, ponte en guardia!
El filo de las espadas reluce, y se oyen sus golpes de acero.
¡Menos mal que en ese momento llegan tres o cuatro
ciudadanos con palos! Furiosos, empiezan a darles golpes a
unos y a otros, gritando:
–¡Duro! ¡A tierra con ellos! ¡Abajo los Capuleto! ¡Abajo
los Montesco!
Al oír el ruido de la pelea, acuden el viejo señor
Capuleto y su esposa.
–¿Qué ruido es ese? ¡Dadme mi espada! –pide él.
Pero su mujer le replica:
–¿Para qué una espada? ¡Te iría mejor una muleta!
En ese momento llegan el viejo señor Montesco y su es-
posa. Y él quiere también lanzarse contra su enemigo:
–¡Tú, Capuleto, ruin! ¡Que nadie me sujete!
Y cuando parecía inevitable esa nueva lucha entre los dos
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ancianos señores, se oye un gran estrépito, y aparece el príncipe
Escalus con su séquito. Él es el señor de Verona y les habla así:
–¡Súbditos rebeldes! ¡Enemigos de la paz! ¡Mancháis el
acero de la espada con la sangre de vuestro hermano! ¿Nadie
quiere escucharme? ¡Vosotros, animales u hombres, que apa-
gáis el fuego de vuestro odio con ríos de sangre, soltad las ar-
mas! ¡Si no, os meteré en la cárcel! ¡Y escuchadme! Oíd la furio-
sa sentencia de vuestro príncipe:
»Son ya tres las guerras civiles que habéis provocado con
palabras vacías, viejo Capuleto, y tú, anciano Montesco. ¡Tres
veces habéis comenzado luchas que alteran la tranquilidad de
las calles! Si otra vez lo hacéis, vais a pagar con la vida tal ataque
a la paz. ¡Por esta vez os dejo marchar! ¡Y pena de muerte a
quien se quede!
»Ahora vos, Capuleto, venid conmigo. Y vos, Montesco,
acudid esta tarde al palacio de justicia. Allí sabréis mi sentencia.
No hace falta contar nada más sobre el odio entre los Ca-
puleto y los Montesco. Lo habéis visto moviendo las espadas. La
gente de Verona está harta de esa ciega lucha civil, y también lo
está su señor, el príncipe Escalus.
Ahora voy a dar la palabra a esos personajes y a otros
que irán apareciendo. Enseguida vais a conocer a Romeo.
Julieta tardará un poco más en salir a escena.
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ActO PRIMeRO
ESCENA I
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detrás de él. Él me huía de la misma forma que yo evitaba a la
gente.
SeñoR MonTeSco. Más de una mañana lo han visto allí, au-
mentando el fresco rocío de la mañana con sus lágrimas y
aña- diendo nubes a las nubes con sus hondos suspiros. Pero,
cuan- do amanece, huye de la luz, regresa a casa y se encierra
en su cuarto. Atranca las ventanas, cierra la puerta al día y vive
en una noche artificial. Ese sombrío humor va a tener muy
malas con- secuencias si no logramos con buenas palabras
acabar con la causa.
BenvoLIO. Mi noble tío, ¿sabéis vos qué le pasa?
SeñoR MonTeSco. Ni lo sé ni quiere decírmelo.
BenvoLIO. ¿Habéis intentado averiguarlo?
SeñoR MonTeSco. Sí, yo mismo he hablado con él, y otros
amigos lo han hecho; pero no hemos logrado nada. Romeo es
él mismo su único consejero y se muestra impenetrable, ocul-
tando su secreto. Me recuerda a una flor mordida por un
gusa- no, envidioso de su belleza, antes de abrir sus dulces
pétalos al aire o de ofrecer al sol toda su hermosura. ¡Si
pudiéramos saber de dónde nace su tristeza, tal vez le
curaríamos!
Entra RoMEo.
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BenvoLIO. Feliz mañana, primo.
RoMeo. ¿Tan joven es el día?
BenvoLIO. Apenas tiene nueve horas.
RoMeo. ¡Ay de mí! ¡Largas son las horas tristes! ¿Era mi
padre el que se ha marchado tan deprisa?
BenvoLIO. Sí, era él. ¿Qué tristeza alarga las horas de Romeo?
RoMeo. No tener lo que puede acortarlas.
BenvoLIO. ¿Estás enamorado?
RoMeo. Estoy sin…
BenvoLIO. ¿Sin amor?
RoMeo. Sin… el amor de la que amo.
BenvoLIO. ¿Por qué el amor será tan dulce en teoría, pero, si
se prueba, es tan tirano y tan cruel?
RoMeo. ¡Ay! ¡Que el amor, siendo ciego, pueda encontrar a
os- curas el camino de su capricho! ¿Y qué era ese jaleo? Pero
no me cuentes nada, porque lo oí todo. Tuvo mucho que ver en
ello el odio, pero aún más el amor.
»¡Oh, tú, amor al odio!, ¡odio enamorado! ¡Oh, caos sin forma
que tienes hermosa apariencia! ¡Oh, pluma de plomo, humo
que brilla, fuego helado, sueño que tengo despierto y no sé qué
es!
»Este es el amor que siento y que no tiene en él amor alguno…
¿No te ríes al oírme?
BenvoLIO. No, primo mío, ¡lloro!
RoMeo. ¿Y por qué, amigo?
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BenvoLIO. Al ver el dolor que ahoga tu corazón.
RoMeo. Siempre pasa con el amor excesivo. A las penas que
abruman mi pecho, ahora se sumarán las tuyas para oprimirlo
más. Tu amor no hace más que añadir dolor al que ya tengo. El
amor es un humo que sale del vaho de los suspiros. Cuando
se lo aviva, se convierte en chispas en los ojos del
enamorado; cuando se lo sofoca, lo hace en un mar de llanto
amoroso. ¿Qué más? ¡Una sensata locura, hiel que ahoga y
dulzura que prote- ge! Adiós, amigo mío.
BenvoLIO. Espera, que te acompaño. Me ofendes si me dejas
aquí.
RoMeo. ¡Yo mismo me he perdido!, ¡no estoy aquí! ¡Yo no soy
Romeo! Es otro el que está aquí.
BenvoLIO. En serio, ¿de quién te has enamorado?
RoMeo. ¿He de llorar al decírtelo?
BenvoLIO. ¿Llorar? ¿Por qué? ¡No! Lo que tienes que hacer es
decirme ya en serio a quién amas.
RoMeo. Pídele a un enfermo que haga testamento en serio,
¡sería una palabra inoportuna para uno que se está muriendo!
Ahora en serio, primo mío, ¡amo a una mujer!
BenvoLIO. Acertaba yo al suponer que estabas enamorado.
RoMeo. ¡Diste en el clavo! Y la que amo es hermosa.
BenvoLIO. Si es hermosa, será más fácil dar en el blanco de su
corazón.
RoMeo. Fallé en el tiro porque nadie podrá herirla con las fle-
chas del Amor. Ha decidido servir a la diosa Diana, la cazadora
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casta que no conoció el Amor, y así vive ella a salvo de este dios.
No escuchará palabras seductoras, evitará ojos que la tienten
y tampoco la seducirá el oro porque es rica en hermosura. Lo
que tiene se lo llevará a la tumba.
BenvoLIO. ¿Ha jurado no casarse nunca?
RoMeo. Así es. Es demasiado hermosa, demasiado sensata,
sensatamente hermosa. Va a lograr su triunfo, su gloria, a costa
del infierno en que yo vivo. Ha jurado no amar, y por ello, vivo
mi muerte; vivo solo para contar mi historia.
BenvoLIO. Olvídala. Hazme caso. No pienses más en ella.
RoMeo. ¡Enséñame a olvidar, a no pensar!
BenvoLIO. Dales libertad a tus ojos y mira otras bellezas.
RoMeo. Ese sería un camino perfecto para recordarla aún
más. El antifaz negro que besa apenas la frente de una dama, por
ser negro, nos hace desear más su belleza escondida. Quien
queda de pronto ciego no puede olvidar el precioso tesoro de
su vista perdida. Muéstrame a una dama bellísima, ¿qué sería
para mí sino un apunte para poder leer a aquella que la
supera en her- mosura? Adiós. ¡No puedes enseñarme a
olvidar!
BenvoLIO. ¡Tengo que enseñarte a hacerlo o moriré en deuda
contigo!
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