La Tentacion Vive en El Tercero - Eneida Wolf

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LIBRERO VIRTUAL

SINOPSIS
PRÓLOGO
NEREA EN PARÍS
DE CUANDO FLORIAN LA CONOCIÓ
CON EL TANGA HEMOS TOPADO
FLORIAN ESCRIBE… COSAS SUCIAS
CUESTIÓN DE ÉPOCAS
HAY MUCHOS PECES EN EL MAR
BAJO EL CIELO DE PARÍS
LA BUHARDILLA DE FLORIAN
BONNIE AND CLYDE
MALDITA NEREA
COQUETEAR ES UN ARTE
CARRETERA Y MANTA
POR LA BOCA MUERE EL PEZ
MON AMOUR
EL PASADO ES COMO UN DÍA MALO
LOS HOMBRES NO ESCRIBEN ROMÁNTICA
PAS MAL
YO, YO MISMO Y MI PEZ
AUR REVOIR, CORDURA
NEREA LO SABE TODO
DICEN QUE DICEN
AMOUR
NEREA Y SUS NEURAS
NO JUEGUES CON FUEGO
SOY FAMOSA
DÍAS PERROS
SE LE LLAMA TOCAR FONDO
UN ASUNTO DELICADO
HERMANAS
DÉJÀ VU
RUTINAS
EL PRIMER DÍA DEL RESTO DE MI VIDA
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SINOPSIS

PRÓLOGO

NEREA EN PARÍS

DE CUANDO FLORIAN LA CONOCIÓ

CON EL TANGA HEMOS TOPADO

FLORIAN ESCRIBE… COSAS SUCIAS

CUESTIÓN DE ÉPOCAS

HAY MUCHOS PECES EN EL MAR

BAJO EL CIELO DE PARÍS

LA BUHARDILLA DE FLORIAN

BONNIE AND CLYDE

MALDITA NEREA

COQUETEAR ES UN ARTE

CARRETERA Y MANTA

POR LA BOCA MUERE EL PEZ


MON AMOUR

EL PASADO ES COMO UN DÍA MALO

LOS HOMBRES NO ESCRIBEN ROMÁNTICA

PAS MAL

YO, YO MISMO Y MI PEZ

AUR REVOIR, CORDURA

NEREA LO SABE TODO

DICEN QUE DICEN

AMOUR

NEREA Y SUS NEURAS

NO JUEGUES CON FUEGO

SOY FAMOSA

DÍAS PERROS

SE LE LLAMA TOCAR FONDO

UN ASUNTO DELICADO
HERMANAS

DÉJÀ VU

RUTINAS

EL PRIMER DÍA DEL RESTO DE MI VIDA

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS
GRACIAS POR COMPRAR ESTE LIBRO

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más.
SINOPSIS

París puede no ser siempre una buena idea


¿Qué harías si el destino se empeñara en hacerte tropezar con el

vecino equivocado?

Desde que Nerea llega a París para relanzar su carrera como

historiadora, todas las señales parecen indicarle que debería darle


una oportunidad al amor, y qué mejor que intentarlo con el atractivo
vecino del tercero. Pero siempre acaba tropezando con Florian, el

vecino gruñón y quejica del segundo. Nerea, sin embargo, no es de


las que se rinden con facilidad, y trazará un plan de séduction
infalible para poder tener su affair française.

A Florian parece que la inspiración lo ha abandonado, como su


novia. Necesita escribir su próximo libro, tarea complicada cuando la

nueva vecina del tercero no para de interrumpirle, primero atentando

contra su vida y luego metiéndole en problemas con la justicia.


Quizás un cambio de perspectiva es justo lo que necesitaba para

empezar a teclear algo nuevo...

Una comedia romántica con París de fondo que va a

enamorarte.
LA TENTACIÓN VIVE EN EL
TERCERO

E. WOLF
PRÓLOGO

Dicen que París es la ciudad de la luz, del amor y de la moda.


También es el destino turístico más popular del mundo, tiene miles
de años de historia y es uno de los centros económicos europeos
más importantes.

Todos estos datos constan en la Wikipedia. Lo sé porque los he


mirado ahí. Lo hice antes de coger un avión y plantarme en París.
También imprimir un mapa de París que terminó en la papelera,

porque era demasiado pequeño en un folio 4, y una lista de los

monumentos y museos imprescindibles.

Algunos los he visitado; otros sigo teniéndolos pendientes.

París tiene 2,148 millones de habitantes. No sé si son muchos o


pocos, a mí me parece una barbaridad. Y de todos estos habitantes,

me ha tocado tener al más idiota, tozudo, frustrante, guapo y tierno

de vecino.
No se está nada mal aquí, cerca de la plaza de la Bastilla, en un

típico barrio parisino de gente que ha vivido aquí toda la vida, que
los domingos compra en el mercadillo; donde al anochecer suena el

acordeón lejano de un músico callejero y la lluvia que a veces cae

suena con eco en el patio interior.


No hace mucho que me instalé. Bueno, ahora que lo pienso, hace

más tiempo del que yo pensaba. Estaba convencida de que echaría

de menos mi casa, a mis padres y a mis amigas, pero la verdad es


que no he tenido tiempo.

Dicen que el tiempo es oro, que los abrazos no se mendigan y

que todo pasa, lo bueno y lo malo. Dicen muchas cosas que se me


quedan grabadas en la mente y que a lo largo de este año han

cobrado sentido.
Dicen, dicen... Y yo no respondo. Si salgo al balcón, veo un par

de cubos con agua y algunas flores marchitas. Mi hermana las

compra en la floristería de esta misma calle porque parece que no

sabe comprar plantas de exterior.

París tiene veinte distritos —aquí los llaman arrondissements—, y

de todos ellos, he venido a parar en el que vive él.


Dicen que las casualidades no existen, que todo pasa por alguna

razón, pero yo no estoy tan segura. Creo que, al final, la vida es la


que es, y cuando todo ya ha pasado, nos encontramos buscando
sentido a lo que hemos vivido, intentando sacarle algo bueno, ya

sea mediante una moraleja o un aprendizaje de lo que no hay que

hacer o usando aquella frase: «De todo lo malo se aprende».

Intentamos engañarnos a nosotros mismos, pero lo cierto es que a

veces las cosas salen bien, y otras, mal.

Todavía no estoy segura de si venir a París ha sido una buena o


mala idea, si conocerlo a él va a ser bueno o malo, y si esto va a

salir bien o mal.

Lo único que puedo decir es que está siendo la no-casualidad

más emocionante de toda mi vida, y que no desearía haber ido a

otra ciudad, ni a ningún otro distrito ni a ningún otro piso, salga bien

o mal.
1

NEREA EN PARÍS
NEREA

Las despedidas nunca han sido mi punto fuerte.

Desde que era una niña he sufrido con ellas. El primer día de
curso, cuando mi madre me dejaba en la guardería, lloraba a mares.
Sin embargo, desde que ponía un pie en la clase o me subía al

autobús y perdía de vista lo que yo consideraba mi mundo, me


olvidaba de él centrándome en todas las posibilidades que me
ofrecía la nueva experiencia.

Un poco como ahora.


Acabo de colocar todos los jerséis y pantalones en el armario
algo apolillado. Antes lo he limpiado a conciencia, como la mesilla

de noche y el suelo de porcelana antigua de formas geométricas

cuadradas de un tono azulón que me recuerda a la ropa de los


bebés.

Es el cuarto que mi hermana usaba como trastero, lo he

adivinado al ver el rastro de polvo cuadrado.


—Nerea, ¿sigues viva? —pregunta mi hermana desde el salón.

La frase me zarandea, dejándome desconcertada. Termino de


doblar la última camiseta y cierro el armario. ¿Puede alguien morir

de agotamiento al deshacer la maleta? A veces mi hermana me

genera una irritación difícil de pasar por alto.


Camino hasta el salón y le digo que sí cuando la tengo enfrente.

Todavía no me acostumbro a estar en esta especie de decorado

de cine de las películas de los años sesenta al que mi hermana


llama salón-comedor. Me dejo caer sobre el sofá de terciopelo rojo.

Me recuerda a las calurosas tardes de verano en el cine, sobre las

butacas de ese mismo tejido mojado con el sudor de mis muslos.


Los cojines de grueso pelo blanco me dan un poco de repelús, así

que los aparto mientras Alicia me mira como si me hubiesen salido


dos cabezas más.

—¿Qué pasa?

Ella incide en esa mirada censuradora.

—¿Todavía llevas ese chándal? Vamos, cámbiate, que es sábado

y hay que quemar la ciudad.

Estoy segura de que mi hermana y yo, si no compartiéramos


lazos sanguíneos, no seríamos amigas. De hecho, dudo que lo
seamos. Las notables diferencias físicas son una avanzadilla de lo
distintas que somos también por dentro.

—Estoy agotada, no me hagas esto, Ali —suplico con un gemido

de animal herido.

—Cariño, sé que estás dolida por lo de Isidro...

—Isaac —la corrijo, como siempre que se equivoca con el

nombre de mi ex. Antes me molestaba porque pensaba que lo hacía


a propósito, ahora ya me da bastante igual.

—Como se llame —resuelve con un gesto de indiferencia—. Pero

tienes que tomártelo con filosofía, era un capullo arrogante que no te

llegaba ni a la suela del zapato. ¿Sabes la expresión de que un

clavo saca otro clavo? Eso es lo que tienes que hacer tú. Estás en

París, y dicen que es la ciudad del amor... —insinúa, traviesa, con

una sonrisa ladina.


Lanzo un bufido, porque las cosas no son tan sencillas.

—Eso del clavo es una chorrada, no deberías tomarte al pie de la

letra todo lo que dice Maluma. En general, nada de lo que dice —

añado, a sabiendas de que lo ha sacado de una de sus canciones.

—Mira, entendería tu depresión si hubieras estado enamorada de

él, pero no es el caso, seamos realistas.


—¿Por qué no lo estaba? —protesto mientras abrazo uno de los

cojines, dándome cuenta de que son más suaves de lo que


parecen.

—Es muy evidente. Te gustaba estar en una relación porque es lo


cómodo para ti. Nunca arriesgas ni sales con otra gente que no sea
de tu círculo. A Isaac lo conocías desde el parvulario.

—Eso no quiere decir que no estuviera enamorada. Además,


¿cómo sabes que lo estás después de tanto tiempo con alguien?

Entiende que la pasión no es la misma, ni... Vaya, que yo sentía


mucho cariño por él, y... Joder, Ali, no me mires así —le reprocho

cuando cruza los brazos y me lanza esa mirada de «me estás dando
la razón» con la ceja levantada.
—Cuando te enamoras, lo sabes y punto.

Me gustaría saber cuál es ese conocimiento absoluto e


inequívoco del que habla, pero lo cierto es que empiezo a pensar

que no, que nunca lo estuve, que lo que teníamos era el mero cariño
de haber sido amigos durante tanto tiempo, y que me gustaba esa

seguridad de la que gozaba al estar con él.


Hace una semana que Isaac y yo hemos roto. De hecho, se
supone que he venido a París de «vacaciones» para superarlo,

aprovechando que mi hermana vive aquí. La razón es


extraordinariamente simple: él quería irse dos años a vivir al

Amazonas para estudiar a las tribus de allí, incluyendo a los shuar,


que cortan las cabezas de sus enemigos y las reducen, y yo no.

Quiero conservar la mía, a ser posible.


—Cambiando de tema, ¿crees que esa falda me viene grande?

—pregunta Alicia, dándose la vuelta para que la mire.


Alzo una ceja y me pregunto por qué diantres me está
preguntando esta estupidez.

—¿Y bien? Me queda mal, ¿no?


Digo que no con la cabeza. La tela negra se le ajusta al trasero a

la perfección.
—¿Seguro?
—Te queda perfecta.

—No sé —dice, arrugando la nariz.


—Ali, sabes que estás fantástica.

Estoy perdiendo la paciencia, igual que si me hubiera metido a


las ocho de la mañana en un atasco monumental y llegara tarde al

trabajo. Si va a empezar a jugar al juego de «convencer a Alicia de


que está perfecta como siempre», yo paso.
Alicia nació con una flor en el culo. ¿Que no estudia para el

examen? Saca un cinco pelado porque alguien le chiva las


preguntas o el profesor se equivoca al ponerle la nota. ¿Que se le
rompe el vestido en una fiesta? La chica con la que ha estado
fumando fuera le presta uno que tiene de repuesto en el coche.

¿Que no le da la nota para estudiar diseño? Se presenta en un


programa especial de Versace y consigue una beca.

Lleva ya unos cuantos años viviendo en la ciudad y está


encantada. Será que toda la suerte le tocó a ella. O será que es
rubia, con los ojos azules casi transparentes y una sonrisa preciosa.

Yo no suelo sonreír, mis ojos marrones apenas se ven verdosos —


del color del moho— cuando les toca el sol y no podría calificarme

como rubia, sino castaña. Castaña tirando a morena.


—Entonces solo faltas tú. Vamos, si vas a quedarte una semana,

más vale que lo aproveches. Ve a cambiarte y te llevo al mejor bar


de la ciudad.
—Espero que no esté muy lejos.

Lanza un suspiro, resignada, mientras me levanto del sofá.


—Te prometo que no. Quién sabe, puede que el hombre de tu

vida aparezca esta noche...


—O podría llamar a la puerta, así me ahorro el viaje. Oye, ¿tú no
me dijiste en verano que tenías un medio novio?
—Era un rollete, pero lo dejé. Se estaba poniendo muy
empalagoso. Nerea, cariño, lo único que aparece por la puerta es el
casero (y créeme, no es tu tipo ni el mío) y, metafóricamente

hablando, la menstruación con abrigo rojo—al decirlo, chasquea los


dedos y se le iluminan los ojos—. ¡Tú tenías uno parecido! Anda,

póntelo, que bajamos al bar de abajo y así te presento a Toni. Se


llama Antoine en realidad, pero me adora y deja que lo llame así.
—Qué novedad.

Esto lo digo en un susurro ininteligible para el oído humano.

Todo el mundo adora a mi hermana. Todos. Sin excepción. Y si


no la adoran, la envidian.

—A ti también va a quererte. En realidad, le cae bien todo

español que aterriza por aquí. Su madre era una republicana que

huyó a Francia tras la guerra, ¿sabes? A ti, que te gusta la historia,


seguro que te parece interesante.

Seguro que lo es, pero estoy cansada después de coger un vuelo

y aterrizar en una nueva ciudad. Asiento, resignada, porque no hay


ser más incisivo que mi querida hermana mayor. Me levanto del sofá

para ir a por mi abrigo, y cuando estoy abriendo la puerta, la

escucho maldecir desde su habitación.


—¡Joder! ¿Has visto mi bolso? Por cierto, te voy a robar el tanga

negro, es una monada y tú nunca lo usas.


—¿Perdona? Ese tanga me encanta.

Lo digo completamente anonadada. No porque esté gritando todo

eso estando la puerta abierta; total, estamos en Francia y no creo


que nos entienda el chico que está haciendo lo mismo con la puerta

del piso de enfrente, sino porque ese vecino es lo más apetecible

que he visto en mucho tiempo. Cuando se da la vuelta, lo hace a

cámara lenta, moviendo ligeramente la corta melena rubia al viento,


y clava la mirada en mi persona.

Sonrío como una pánfila, alzando la mano y murmurando un

bonsoir en voz baja.


—Pero las dos sabemos que yo voy a usarlo y tú no —responde

Alicia a lo lejos.

Hay hermanas que saben cómo decir las cosas, y luego está
Alicia, que no tiene tacto.

—¿Y por qué no vas a usarlo? —pregunta él.

Se me corta la respiración cuando escucho lo que ha salido de la

boca de ese bombón.


No puede ser, que nos ha entendido.

Mierda. Debería dejar de hacer suposiciones con el idioma.


—Porque... ya casi no uso tanga. Además, ese tanga lo he

aborrecido, ¿sabes? De ponérmelo tanto, o qué sé yo. ¿Vienes a

ver a madame Hervé?


Ya no sé ni lo que me digo.

¿Desde cuándo se puede aborrecer un tanga? Es un «trágame y

escúpeme lejos, muy lejos de aquí».

—Era mi abuela y falleció hace dos semanas. Ahora vivo aquí,


acabo de mudarme.

Segunda metida de pata. ¿Qué demonios me está pasando?

Para un chico guapo que me encuentro, voy yo y la cago. Por favor,


¿se puede ser más patética? Hace eones que no ligo, y esto no es

como ir en bicicleta, que nunca se olvida.

—Lo siento mucho, no tenía ni idea. Yo acabo de llegar también.

En realidad es la casa de mi hermana y me dijo que su vecina se


llamaba así. Lo siento.

Esto último lo reitero para que le quede claro que no me alegro

de la muerte de su abuela ni de que por eso él vaya a vivir en mi


rellano.

Nada de eso.

Mi alegría fugaz viene por el hecho de tener un vecino de buen

ver, que es mejor que no tenerlo o tener a madame Hervé. Su


sonrisa genuina es de anuncio de dentífrico. ¿De dónde ha salido

semejante dios nórdico y por qué no me había topado antes con


él? No me respondo porque es bastante evidente. He venido de

visita y Alicia no es una fuente fiable de información. Conociéndola,

estoy segura de que dirá que el chico es guapo pero nada del otro
mundo, porque ella liga con hombres muchísimo más atractivos.

—Sois españolas, ¿no?

—¡Así es! —exclama mi hermana detrás de mí—. ¿Eres el nuevo

inquilino?
—Es el nieto de madame Hervé. No me dijiste que había muerto.

—Puede ser.

—Bienvenido a la comunidad. Si tienes cualquier problema,


puedes llamarnos.

Omito la coletilla de «a cualquier hora y por cualquier cosa», que

se me ve el plumero.

—Gracias, soy Clement.


—Yo Nerea, y ella es mi hermana Alicia —me presento, fingiendo

que mi sonrojo es habitual en mí.

—Un placer, chicas. Por cierto —añade antes de bajar por las
escaleras—, el tanga suele estar sobrevalorado.

Lo ha dicho guiñando el ojo.


Jesús, que estoy hiperventilando. ¿Esto es real? No, tengo que

haberlo soñado, es más propio de mis fantasías, estas cosas en la

vida real no suceden.

—Caramba con el vecino, está para comérselo —comenta mi


hermana con una sonrisa traviesa.

—Lo sé. Cuidado lo que dices, que entiende el castellano. ¡Qué

vergüenza he pasado cuando has gritado lo del tanga! —le echo en


cara—. En serio, Ali, córtate un poco, ¿eh?

Pone los ojos en blanco mientras me coge de la mano y me

arrastra escaleras abajo, diciendo que cuándo ha hecho eso ella,

que parece mentira que sea su hermana y la conozca tan poco.


Cosa que también es verdad, pero una nunca termina de perder la

esperanza.

El aire frío de la calle golpea mis mejillas todavía calientes y hace


que me estremezca. Un aleteo de mariposa revolotea por mi

estómago al ver a través de la calle las diminutas lucecitas de un

escaparate y escuchar el sonido de una motocicleta lejana seguido

de una música de fondo de acordeón.


Estoy en París.

Respiro hondo. Me empapo de ese frío húmedo que cala los

huesos hasta que la voz de Ali hace que despierte de esta breve
ensoñación.

—¿Una copa o un café? Mejor una copa de vino, que sé que no


eres de las que beben mucho.

—¿No sería mejor un café? Aunque luego no puedo dormir con

demasiada cafeína.

Alicia me sonríe cuando me coge de la mano, arrastrándome


hasta el interior del bar del edificio donde vivimos.

Como casi todos los bares o cafeterías de París, por fuera es

digno de una sesión fotográfica, con sus tres mesitas de madera, las
dos sillas enclenques y un letrero en la fachada roja muy cuqui. Por

dentro es bastante normal: más mesas, una barra de madera y

muchas acuarelas de la ciudad colgadas de adorno.


—Son de su hijo, es pintor —señala Alicia—. Ven, que te

presento a Toni, te caerá genial. ¡Toni! —grita mientras levanta la

mano derecha y saluda al hombre de la barra.

El tal Toni la saluda de vuelta con una sonrisa. Tiene un bulbo por
nariz, los ojos diminutos y las mejillas sonrosadas. A simple vista

parece simpático y campechano por la forma en la que sonríe a todo

el mundo y habla alegremente.


—¡Alicia! ¿Cómo estás? Esta debe de ser tu hermana, ¿no?

La susodicha soy yo, por supuesto.


—Ella es Nerea. Es su primera noche en París.
Lo dice en un tono solemne, como si fuera algo memorable o

emocionante.

En verdad lo es. Debería estar pletórica, qué demonios.


—¡Bienvenida! Os pongo una copa de vino para celebrarlo.

Alicia me mira de reojo, lo noto. Suele hacerlo cuando quiere

asegurarse de que estoy bien.


—No me pasa nada, de verdad. Es solo que estoy algo

abrumada. Ya me conoces, soy de las que necesita una rutina para

no sentir que floto, amarrarme a algo. Ahora no tengo nada a mano.

Ella sonríe mientras me entrega una de las copas que Toni le deja
en la barra.

—Me tienes a mí, ya lo sabes. Ahora brindemos por ti, porque

estás en París, y por mí, para que mañana mi entrevista de trabajo


salga divina.

—¡Por nosotras!
Al brindar, las copas suenan un poco, pero enseguida se difumina
con el ambiente de fondo. Estoy en París con mi hermana. Oh, là là,

esto puede acabar como el rosario de la aurora.


Mientras el vino recorre mi esófago y noto su sabor afrutado de
grosella, que sabe a libertad, vibra el móvil que llevo en el bolsillo
del pantalón.
Leo en la pantalla un mensaje y mi emoción sube como la
espuma desde el estómago hasta la cabeza..

El señor Dupont la solicita con urgencia el lunes a las 08.00h en su despacho de


la Sorbona.

Puede que mi visita a la ciudad no sea tan corta.


2

DE CUANDO FLORIAN LA
CONOCIÓ
FLORIAN

El tictac del reloj de pared está empezando a ponerme muy


nervioso. No sé en qué momento se me ocurrió colgarlo allí, ni

tampoco por qué lo hice. No necesito tener un reloj de grandes


dimensiones en el despacho si ya tengo la costumbre de dejar el de
muñeca encima de la mesa para ir mirándolo.

Además, es feo. La pintura ya se está descascarillando y no hay


números, solo rayas.

Se acabó, esto es insoportable, voy a quitarlo de aquí.


Sin pensarlo dos veces, me levanto del escritorio y, poniéndome

de puntillas, lo descuelgo. Busco quitarle las pilas, pero no tiene. Va


con un pequeño panel solar.

La madre que me parió, solo faltaba esto.

Es igual. Estoy hasta la coronilla. Voy a lanzarlo a la basura y me


voy a quedar muy ancho.
Hace dos años que me mudé a este piso y todavía no me he

acostumbrado a este lugar. Yo era feliz en Montmartre, en mi


ambiente natural. Me pasé toda la carrera viviendo en una pequeña

buhardilla que tenía una sola habitación con la función de salón-

comedor y habitación. El baño, por suerte, estaba en otra


habitación. Allí escribía en todas partes. Bueno, en las que podía, y

no me molestaba nada ni nadie. Miraba por la ventana y veía toda la

ciudad a mis pies.


Montmartre es la corona de París, el barrio bohemio sobre el

monte más elevado. Aquí miro por la ventana y veo el edificio de

delante, a la señora que parece que cocina para un regimiento


mientras farfulla insultos cuando ponen las noticias.

Soy lo que se dice «un parisino de pura cepa». Nací en el


Hospital de Saint-Louis y viví durante toda mi infancia en el barrio de

Sèvres, en la periferia, cerca del observatorio; ideal para familias de

clase media con hijos que no pueden permitirse un minúsculo

apartamento en el centro.

Papá trabaja para el Ministerio de Agricultura. Tiene un puesto

fijo, lo que llaman «ser un funcionario de carrera». Estudió


Ingeniería Agrónoma y creo que el único campo que ha pisado ha

sido el del pueblo de mis abuelos cuando íbamos en verano. Mamá


es de Lyon, hija de madre soltera que se fue a París a temprana
edad para trabajar de secretaria en el ministerio, y terminó

casándose con su jefe.

Todo un cliché, la verdad.

Sigue siendo su secretaria y dice que es porque le gusta trabajar,

pero es mentira. En el fondo tiene miedo de que una jovencita ocupe

supuesto y se líe con papá, cosa bastante surrealista porque el


pobre hombre es de esa clase de personas que disfrutan con la

rutina, las tradiciones y el status quo. Si le cambias una carpeta de

sitio ya se pone nervioso.

Si mamá no hubiera sido tan lanzada y hubiese tomado la

iniciativa, estoy seguro de que seguiría siendo soltero, y yo sin

existir.

En este edificio no hay ascensor. A mí no me importa demasiado


porque estoy en el segundo piso y sigo siendo joven y lozano, pero

hubo bastante follón con la del tercero segunda. Ahora ha estirado

la pata, así que las cosas volverán a calmarse; al menos en las

reuniones de la comunidad. Como hay un único propietario y es el

casero de todos, las reuniones que se hacen son puramente

funcionales; le comunicamos las cosas que no funcionan para que


se arreglen, propuestas, pagos y demás cosas análogas.
Con el reloj a cuestas, bajo los peldaños con cuidado de no

tropezar hasta llegar al rellano. Tengo la mano en el pomo de la


puerta principal, a punto de abrirla para salir a la calle, cuando esta

se abre de golpe y porrazo con fuerza, impactándome en toda la


cara. El reloj se me resbala y cae al suelo con gran estruendo, pero
yo solo me preocupo por mi dolor, y en concreto el de mi nariz, que

la siento igual que si me la hubieran aporreado.


—¡Joder! —exclamo al llevarme las manos al rostro para ver si

sigue entera.
—Dios, ¡madre mía! Lo siento mucho. ¿Estás bien?

Es una voz femenina con un acento horrible.


Extranjera, seguro. Al menos de París no es.
—¡Me has roto la nariz! ¿Está sangrando? —pregunto al

percatarme de que su sombra se acerca a mí.


—No sangra. Menudo susto me he llevado. ¿Estás mejor?

—No.
Gruño mientras alzo la vista hacia esa inconsciente que casi me

rompe la nariz. Puede que lo esté. No soy médico, así que evito
hacerme un diagnóstico.
Al mirarla, me doy cuenta de que es una inconsciente preciosa,

de ojos almendrados ligeramente oscuros con motas de color miel


que, según la perspectiva, se transforman en un verde fugaz. La

expresión de cejo fruncido y boca entreabierta denota preocupación.


Los pómulos altos le alargan la cara, haciendo que te centres en esa

boca de muñeca de porcelana pintada de rojo mate.


Es algo pecosa, no demasiado.

—¿Quieres que te traiga una bolsa de guisantes congelados?


Espera, que tengo una aquí mismo, vengo del supermercado —dice
mientras rebusca en la bolsa de plástico—. Toma, póntelo en la

nariz. No está hinchada, creo.


Sin esperar una afirmación por mi parte y ningún tipo de piedad,

coloca la bolsa congelada en toda mi cara.


—¡Espera! —protesto mientras se la arranco—. Con más
delicadeza, por favor. ¿Es que no sabes abrir la puerta poco a

poco?
—Iba cargada y la he empujado sin más. Lo siento, las

probabilidades de que hubiera alguien detrás eran muy pocas. Ni


siquiera lo he pensado.

—¿De qué piso eres?


No la tengo fichada de ninguno de los pisos. ¿Será una nueva
inquilina y yo no me he enterado? Estoy perdiendo facultades.
—Del tercero primera. Soy la hermana de Alicia, me llamo
Nerea.
Ah, la española que vive encima de mí, la que sale con tres tíos

de media al mes y todo el mundo adora. Todos menos yo, por


supuesto. Y madame Hervé, pero, como he dicho, ha estirado la

pata.
Bueno, no me cae del todo mal. No desde que supe...
Vaya, que le tengo hasta simpatía.

—Dile a tu hermana que a ver cuándo insonoriza la casa si quiere


tener un picadero sobre la mía... —le espeto, pues es algo que le

estoy diciendo desde hace milenios y no me ha hecho ni caso.


A ver si a su hermana se lo hace un poco más.

—Esto no es.... Estoy segura de que no es para tanto. Espero


que te mejores.
Se ha puesto un poco colorada, pero le está quitando

importancia. Con un movimiento ágil se pone de pie tras recoger la


bolsa del suelo en dirección a las escaleras.

Oye, que a mí todavía me duele la nariz.


Una oleada de indignación choca contra las rocas de mi
estómago al ver que se está marchando.

—¿Vas a dejarme aquí tras la agresión?


Al escucharme, ella gira la cabeza con el ceño fruncido.
—¿Agresión? Ha sido sin querer y no te has hecho nada. Me da
que eres un pelín exagerado.

¡Será posible! Pero si lo único que he pedido es algo de ayuda,


no le he reclamado atención médica o profesional.

—Tu falta de empatía es denigrante —le suelto, todavía con la


nariz dolorida—. Vete, vete y llévate los guisantes. No los necesito.
Se le escapa una sonrisilla.

No es gracioso haberle roto la nariz a tu vecino.

Vuelvo a sentir una marea de irritación dentro de mi estómago.


—Será mejor que te los vayas poniendo en la nariz. Ha sido un

placer, vecino.

—No puedo decir lo mismo —le respondo con la barbilla algo

elevada.
Esto en Montmartre no pasaba. Nunca tuve ningún problema con

los vecinos. Ni siquiera sabía quiénes eran.

Desvío la mirada hacia su trasero, redondo y respingón. Es un


buen trasero, de los que suelen gustarme. O solían, ya no sé nada.

Hace tanto que una mujer no sube a mi apartamento que ni

recuerdo a la última.
Mentira. Jeanette, que se fue, hará seis meses.
Nos hemos dado un tiempo. Dijo que necesitaba respirar durante

ese año que iba a pasar fuera, en Tanzania, estudiando las


migraciones de los ñus.

Sé que Jeanette va a volver. Lo ha dicho. Volverá porque es igual

de parisina que yo, solo que detesta las relaciones a distancia. Se le


dan mal. Ya cuando tenía que llamarme no se acordaba de hacerlo,

así que imagínate estando en África. Debería experimentar de

mientras, eso me han dicho mis amigos que haga, pero no me

apetece conocer a nadie. No porque sea un romántico empedernido


que quiera guardarle fidelidad, sino porque la conozco como la

palma de mi mano, con ella estoy cómodo, y sí, puede también que

tenga cierta dependencia emocional.


Empezar a conocer a alguien es igual que comenzar a leer un

libro; lo coges de la estantería por la portada, que te llama la

atención por una cosa u otra. Lees el argumento, y si te convence,


lo pagas y te lo llevas a casa. Allí empiezas a leerlo. Si los tres

primeros capítulos no te enganchan, lo dejas. Si te gustan, sigues

leyendo hasta la mitad, y entonces, si no lo abandonas, ya te

quedas hasta el final. Si el final no te convence, lo dejas en la


estantería de tu casa, arriba del todo, y no vuelves a tocarlo. Pero si
te ha gustado mucho, hasta lo ojeas de nuevo, encontrando nuevos

matices.

En esta analogía hay algo básico e imperativo, y es que no estoy


listo ni para ir a la librería. Pero ese trasero y esa cara con una

personalidad marcada y sensuales rasgos que ha aparecido sin

querer trastocan un poco mi plan.

Obviamente seguiré odiándola. Me ha dado un golpe en la nariz y


ni siquiera se ha asegurado de que no me la ha roto. Encima su

hermana es la vecina ruidosa, el ser que más me irrita a niveles

insospechados.
Puede que ella sea igual, o incluso peor.

Dios no lo quiera.

¿Y qué estaba haciendo yo? Ah, sí, tirar a la basura el maldito

reloj.
Lo recojo del suelo. Después del ataque ha quedado algo

magullado. Miro la pared vacía de al lado de los buzones y pienso

que puede quedar bien ahí: así me recordará que no compre ningún
reloj cuando piense en volver a hacerlo. Hay un gancho, no me

cuesta colocarlo con facilidad. Me ahorro un trayecto hasta la basura

y la duda de si debería meterlo en el contenedor gris, en el azul o en

el amarillo.
Ya puedo volver a lo mío.

Respiro hondo al volver a entrar en mi despacho, ya despejado


de todo ruido agobiante.

Sí, el silencio era lo que yo necesitaba para concentrarme.

Me siento delante del escritorio abarrotado de libros de historia,


ortografía y gramática, muchos papeles en blanco y libretas de

notas, algún bolígrafo, el ordenador y una máquina de escribir que

funciona mejor que el ordenador.

¿Por dónde iba? Me he perdido. Es culpa de la vecina. Ahora su


imagen no se me va de la cabeza. ¿Cómo puedo concentrarme con

la coronación de Napoleón en Notre Dame si la hermana de la

vecina irrumpe en mis pensamientos?


No puedo.

Abro una nueva página de Word y decido que, ya que no puedo

dejar de pensar en ese episodio, lo mejor es escribirlo. Quizás algún

día me sirva para algún artículo de humor que suelo publicar


en L’Écho, la revista que me paga el alquiler desde hace bastantes

meses.

Sí, ¿por qué no? Cambiando un par de cosillas podría quedar un


episodio muy divertido si yo escribiera comedia. Cosa que no hago.

Yo escribo histórica y a veces ficción general. Solo estoy tecleando


esto para sacármelo de la cabeza. Es un ejercicio práctico de la

mente, casi algo obligado para seguir con mi trabajo.

¿Qué nombre puedo ponerle a la vecina española? Su nombre

real no. Además, es raro. Nerea... ¿De dónde habrá salido? Podría
ponerle Concepción, es un nombre típicamente español. O

Bernarda, como esa gran obra teatral de García Lorca.

A lo mejor no son demasiado juveniles.


Ya sé, le pondré el nombre de aquella actriz porno tan

revolucionaria, Celia Blanco, y yo seré Luc. No hay nombre más

común en Francia que ese.

Tengo un amigo que es guionista de cine. Hace muchas


comedias de esas que le gustan a la gente. Van en masa a las salas

y se ríen por todo. Yo soy un poco más elitista, lo reconozco, y

quisquilloso. Para empezar, no hay nada mejor que un buen libro, no


hay película con efectos especiales que lo supere. De hecho, yo en

Montmartre no tenía televisión. Aquí sí, Jeanette insistió. Si no

hubiera sido porque ella quiso que viviéramos juntos, yo no me

habría mudado a este apartamento. Y todo para nada: total, nos


hemos dado un tiempo y ella se ha largado a África, y aquí estoy yo,

en un piso sin vistas, conociendo a los vecinos y con televisión.

Mon Dieu, me estoy aburguesando.


En un momento de debilidad, abro el Instagram y busco el perfil

de Jeanette. El corazón me da un vuelco al ver que ha subido una


nueva fotografía, y en ella no sale ningún ñu ni otro animal salvaje.

Es ella, muy sonriente con unas bermudas y una camiseta de

tirantes junto con seis o siete masáis ligeros de ropa, bastante más

fuertes que yo y algunas lanzas apoyadas en el suelo rojizo.


Este giro argumental que acaba de dar mi relación a distancia —o

no relación— con Jeanette no me lo esperaba para nada.


3

CON EL TANGA HEMOS TOPADO


NEREA

Oficialmente ya vivo en París. Y digo eso porque hasta que no vas a


la embajada o consulado correspondiente para indicarlo, no es
oficial.

Alicia lleva cinco años aquí y todavía no lo ha hecho. Le he dicho


que se viniera conmigo esta mañana, cuando le he comunicado que
iba a quedarme algo más de una semana, pero tenía entrevista

de trabajo.
Me ha hecho prometer que esta noche iba a contarle por qué me
quedo durante más tiempo en París. Todavía no ha vuelto, así que

espero que le haya ido bien.

Hasta mañana no tengo que ir a la universidad. Estoy


emocionada por conocer al doctor Dupont. Tiene pinta de ser un

anciano entrañable con espesa barba blanca y gafas redondas y

finas, pero no voy a suponer cosas, que luego suelo llevarme


muchos chascos.
Al final la reunión en la universidad no ha sido con el doctor, sino

con el decano de la facultad, que me ha contratado como la


ayudante del doctor Dupont para trabajar en el misterio que me

traigo entre manos.

Escucho desde la pequeña cocina de forma hexagonal —no es


broma, jamás había visto una cocina con tantos ángulos— cómo

suena la lavadora cuando termina su programa. Lo que me gusta

del piso es que hay un patio de luces interior, cosa que lo hace
mucho más luminoso de lo que uno espera. Allí hay un diminuto

lavadero donde apenas cabe la lavadora y un armario donde Alicia

tiene enclaustradas la fregona, la escoba, la mopa y demás


utensilios de limpieza.

Ya que mi hermana está tardando más de lo normal, aprovecharé


para tender la ropa. Más de la mitad de las cosas son suyas, parece

que ha aprendido cómo funcionan los distintos programas que hay

para no encoger la ropa.

Me pregunto si...

¡Mierda! ¡No! ¡El tanga!

Acaba de resbalarse de la pinza cuando iba a colgarlo y va hacia


abajo a gran velocidad. Mierda, no ha caído en el suelo, no. Está en

el lavadero del vecino de abajo. ¡Qué mala suerte! No pienso llamar


y pedir el tanga, a ver si se piensa que lo he hecho a propósito. Ya
tengo fichado al vecino quejica y mandón; al que el otro día, cuando

volvía del supermercado, «casi le rompo la nariz» sin querer, según

él.

Podría pasar, dejarlo allí y no reclamarlo. Lo malo es que no hay

más pisos más arriba, el tercero es el último y aquí es donde vivo, y

en el tercero segunda está el dios rubio —que podría llevar tanga,


pero no sería la regla general—, así que Don Gruñón subiría

echando pestes con mi tanga negro en la mano.

Ni hablar, tengo que recuperarlo como sea. Podría... ¡un

segundo! Podría coger el palo de la escoba y colocar una pinza en

el extremo. Si lo alargo, quizás llego hasta el tanga y consigo

agarrarlo.

Es un buen plan, podría funcionar. Voy a intentarlo, no pierdo


nada.

Con algo de maña, coloco la pinza en el palo de escoba más

largo que hay en el armario y lo deslizo hacia abajo, cogiéndolo con

fuerza para que no se me caiga.

Vale, de momento voy bien. Un poco más hacia abajo...

No, ahora a la derecha.


Demasiado a la derecha, hay que centrar.
—¡Merde! ¿Pero qué diantres haces?

Mayday, esto no puede estar pasándome. Justo cuando estaba a


punto de tocar el tanga, ha aparecido la cabeza del vecino y le he

dado en toda la coronilla.


—¡Lo siento! —grito a la par que subo mi experimento, con tan
mala suerte que el palo choca con la pared y la pinza sale disparada

hacia el mismo vecino, dándole en el hombro.


—¿Me estás atacando? —suelta al notar el impacto del objeto de

plástico.
Eso es tener mala suerte y lo demás son tonterías.

—¡No! Esto está siendo una serie de catastróficas desdichas sin


mano negra por detrás, lo juro —le aseguro, guardando el palo—.
Lo siento, lo siento, lo siento —repito.

—Mi vecina quiere matarme, ¡es genial!


Vale, este hombre es un exagerado. No quiero matarlo,

simplemente no tengo la culpa de que esté en medio de mis


quehaceres.

—No te creas tan especial —le suelto a bocajarro cuando no


debería porque, en fin, acabo de golpearle la cabeza. Y el hombro.
Ni siquiera me atrevo a mirar hacia abajo de la vergüenza que

siento. Las mejillas me arden de la misma forma que cuando abro el


horno y el aire caliente me golpea.

—¿Perdona?
Dios, esto está pasando de castaño oscuro. Es hora de retirarme,

lo tengo claro.
Entro dentro del piso y cierro la puerta del lavadero como si se

tratase de las puertas del mismísimo infierno. El corazón me late tan


fuerte que se me va a salir del pecho.
Con la espalda apoyada contra esa misma puerta me pregunto:

«¿Qué diantres estás haciendo, Nerea?».


No lo sé. Ni siquiera lo he pensado. He cerrado la puerta como si

el problema pudiera desaparecer, pero no es así: el tanga sigue


estando en una casa ajena. Mi tanga negro, que decidí poner a lavar
cuando ni siquiera me lo había puesto porque se me cayó al suelo

durante la mudanza.
Tengo que relajarme, y cuando lo haya hecho, bajaré, le pediré

perdón a Míster Gruñón con un pastel de chocolate que voy a hacer


ahora mismo y recuperaré el sentido común que parece que he

perdido desde que aterricé en París.


Mon Dieu, ¿quién soy y qué he hecho con Nerea?
Lo primero es buscar el libro de recetas que mamá me puso en la

maleta con la esperanza de que llegara a cocinar algo decente.


Supongo que la esperanza es lo último que se pierde, porque yo, si
piso la cocina, es solo para hacer postres. Es lo único que se me da
bien cocinar, siempre y cuando no sea muy elaborado.

Ahora que lo pienso, lo más rápido para hacer y más bueno son
los coulants. Si el vecino prueba uno, me va a perdonar ipso facto.

Como tengo la receta en el teléfono, me pongo a ello de


inmediato. Estoy segura de que si la gente supiera lo fáciles que son
de preparar no los pediría en los restaurantes como si fueran algo

supermegaespecial, una delicia rara y exótica.


O puede que lo hagan porque les da pereza cocinar.

Chocolate negro, azúcar, mantequilla, harina, huevos... Una vez


hecha la mezcla y metida en los moldes —junto con un trozo de

barrita de chocolate para que así al abrirse salga deshecho y


cremoso—, diez minutos en el horno.
Ya lo he dicho, es lo más fácil de preparar que hay. Cuando

quería impresionar a alguien —las pocas veces, todo sea dicho—,


preparaba coulants.

¿Eso que ha sonado es el timbre? No puede ser. El corazón me


da un vuelco. Por favor, que sea Alicia, que se ha dejado las
llaves.... Pero por la mirilla veo que no, que es el vecino.

Míster Gruñón está aquí.


Intento que mi corazón no vaya tan deprisa, pero parece que es
algo que no puedo controlar. Las rodillas me tiemblan como lo
hacían cuando tenía que salir en los recitales de piano del colegio.

Alzo la mano hacia el pomo de la puerta. Resignada, termino por


abrirla.

Lo primero que ven mis ojos es el tanga negro sujeto por la pinza,
que alarga hacia mí. Esa es una de esas situaciones de «tierra,
trágame». Puede que la peor que haya vivido. Y encima parece que

me esté fulminando con la mirada.

—Creo que esto te pertenece.


Su tono tiene el mismo efecto que los frenos mal engrasados en

mi oído.

—Sí, es mío. Se me ha caído mientras tendía la ropa —murmuro

al recogerlo de un manotazo—. Pasa, por favor.


—¿Por qué debería hacerlo?

—Estoy haciendo coulants para pedirte disculpas, pero les faltan

un par de minutos en el horno. ¿Quieres esperar en el pasillo?


Redimirse o morir. O vivir en comunidad siendo un infierno.

Con una mueca y poco convencido, asiente y termina entrando.

—Espero que no intentes envenenarme con ellos, ya sería la


monda.
No sé si ha intentado ser gracioso, pero ha tenido su qué. No

pienso reírme, sería como darle la razón, y por ahí no paso.


Una cosa es compensarle por los daños físicos; otra, compartir

unas risas.

—Ya te he dicho que no es nada personal. Puedes sentarte en el


sofá o...

No me da tiempo a decir la mítica frase de «siéntete en tu casa»,

porque ya lo hace él solito. Está radiografiando el salón,

acercándose, basculando el peso de su cuerpo a cada paso, hacia a


la única estantería que hay.

La mayoría de los libros los he traído yo.

—Tienes La esencia dormida. ¿Lo has leído?


—Sí. Me encanta esa mezcla de acontecimientos históricos y

ficticios sobre la vida de unos protagonistas inventados que hace el

autor. Y la ambientación del Congreso de Viena es tan lograda...


Me muerdo la lengua y no digo que me he leído todos los del

autor. Al fin y al cabo, él no sabe que solo me he traído mis

favoritos. No puedo evitarlo, soy una apasionada de la historia. No

por nada estudié eso y quiero dedicarme a la arqueología.


—Siempre me implico mucho en mis libros.

—¿Qué has dicho? —pregunto, acercándome un poco más a él.


—Que yo soy Florian Monet, el autor. Pensé que lo sabías, pero

veo que el elogio ha sido fortuito.

Parpadeo varias veces, asimilando lo que ha dicho.


No puedo haber escuchado eso. Su sonrisa de satisfacción me

crispa.

—No pienso hacerte la pelota en ninguna circunstancia. Y si... —

El timbre del horno me interrumpe—. Ahora vengo.


No me puedo creer que él, Míster Gruñón, sea mi autor favorito

de libros de ficción histórica. A lo mejor me está tomando el pelo.

Saco los coulants del horno y coloco uno sobre el plato.


Por cómo alza las cejas, parece sorprendido cuando me ve

aparecer con el plato.

—Iba en serio lo de los postres.

Con disimulo, saco el teléfono y busco en Google el nombre de


Florian Monet.

Mierda, sí que es él, sale su foto. Mayday, que casi le rompí la

nariz y le he dado un golpe en la cabeza con un palo de escoba a mi


escritor favorito, que, además, es mi vecino gruñón que viste con

pantalones de pana algo cortos con calcetines de dibujos —seguro

que son de Happy Socks— y camisas dos tallas más grandes de la

que le correspondería. Porque es alto, más que yo. Nada difícil,


teniendo en cuenta que mido metro cincuenta y cinco, y con buena

planta.
Ahora que me fijo, no es feo. Tiene la cara algo alargada, barba

castaña incipiente, el pelo medio rubio, liso.

Lástima que con esas gafas de culo de vaso parezca el


Rompetechos.

—¿Eres historiadora? —pregunta entonces. Mientras, se lleva un

trozo de coulant a la boca. Tras degustarlo, dicta el veredicto—. Está

bueno.
«Está buenísimo, idiota», pienso sin decirlo.

—Lo soy, y arqueóloga. De hecho, he venido aquí para hacer una

investigación.
He querido sonar importante y misteriosa.

Pero es que es Florian Monet, mi escritor favorito.

—¿De veras? ¿Qué clase de investigación?

—Voy a trabajar con el profesor Dupont en unas cartas que


encontré hace poco en el desván de mi casa.

—¿Cartas de quién?

—De mi bisabuela con... August Perrault.


Ahora sí que he llamado su atención.
Deja el plato encima de la mesilla de delante del sofá y carraspea

antes de hablar.

—¿August Perrault se carteaba con tu abuela? ¿Me estás

tomando el pelo?
—¡Claro que no! Perdona, pero yo no he dudado de que tú seas

Florian Monet.

—Claro que sí. Estoy seguro de que lo has buscado en tu


teléfono. Por otro lado, dices que vas a trabajar con el doctor

Dupont, y él es una eminencia.

—Mi bisabuela era la hija de un empresario textil catalán que se

expandió a Cuba. Vivían allí hasta que ocurrió lo del hundimiento del
Maine y el Tratado de París, y volvieron a Tarragona. Parece ser que

coincidió con el poeta Perrault en una fiesta en la embajada

francesa.
—Interesante. ¿Podría leer esas cartas?

—Las he depositado en la universidad para una mejor

conservación, pero si quieres hacerlo puedes venir un día que esté

yo. ¿Vas a escribir un libro sobre eso? —bromeo.


—Podría ser, pero antes tengo que terminar el proyecto con el

que estoy ahora.

—Hace mucho que no publicas nada. ¿En qué estás ahora?


—Algo sobre la catedral de Notre Dame. De hecho, tendría que

bajar a terminar ese capítulo que he dejado a medias.


Se levanta del sofá, como si al decirlo se hubiera acordado de

que tiene que escribir. Asiento y sonrío cuando termina de comerse

el coulant de pie, antes de ir hacia la puerta.

—Me alegra que te haya gustado el pastel. ¿Tregua? —le


propongo al alargarle la mano.

Arruga la nariz, pero me la encaja a regañadientes.

—Tregua, vecina.
»Ah, la próxima vez que se te caiga un tanga o unas bragas, me

las pides.

Digo que sí con un ligero rubor en mis mejillas.


Es patético. ¿Por qué diantres esto me da tanta vergüenza? La

gente usa ropa interior a diario, las modelos posan en ropa

interior. Todo el mundo tiene un tanga negro, o, al menos —según

en 10 razones para odiarte—, todo el mundo que tiene la esperanza


de tener sexo.

Respiro hondo mientras veo cómo baja las escaleras a paso

ligero y entra en su casa.


Todavía no puedo creer que mi vecino sea Florian Monet. Ahora

no puedo evitar tenerle una especie de amor-odio a ese hombre.


—Buenos días.
Doy un respingo cuando el vecino cañón abre la puerta de su

apartamento.

Clement, con su rubia melena, ideal de príncipe encantador, y sus


ojos azules me está saludando.

Dios, estoy hiperventilando.

¿Qué digo?
—Buenos días —respondo como una idiota.

¿Por qué no se me ocurre decir nada más? Algo interesante, que

me haga parecer lista, sexy, ideal.

—Huele de maravilla —suelta él.


Oh, ¡claro que sí! Voy a ofrecerle uno de mis magníficos coulants.

O todos.

O me ofrezco a comérmelo yo sobre su tableta de chocolate.


Mayday, Nerea.

—He cocinado coulants. ¿Quieres uno? Me sobran bastantes.


He intentado sonar despreocupada, pero no sé si lo he logrado.
—Gracias, pero no me gusta el chocolate. Pero siempre puedes

dárselos a la fundación que está a tres calles de aquí. Mi abuela me


decía que tu hermana siempre iba cuando cocinaba de más.
»Hasta luego, vecina.
—Hasta luego.
Entro en casa con el rabo entre las piernas y un poco trastornada
porque:

1. ¿A quién no le gusta el chocolate?


Supongo que esos abdominales no se mantienen solos, claro.
2. ¿Mi hermana cocina? ¿Alicia da comida a los pobres? No la

reconozco.
En cuanto llegue, voy a pedirle explicaciones.
4

FLORIAN ESCRIBE… COSAS


SUCIAS
FLORIAN

Estoy delante del ordenador intentando escribir una maldita frase,


pero soy incapaz. Todo por culpa de mi vecina, su tanga y el coulant

que me he comido.
Si es que a quién se le ocurre intentar recoger un tanga con una
pinza y un palo de escoba... Desde luego, es un episodio digno de

mención en un libro de comedia romántica. De hecho, voy a seguir


con el primer capítulo que escribí, así me lo saco de la cabeza. O

mejor: desaparece de mi mente la fantasía de la vecina vestida solo


con ese tanga comiéndose el coulant encima de mi pecho. O

comiéndomelo yo encima del suyo.


Mon Dieu, esto es duro.

Diez minutos más tarde estoy tecleando la escena añadiéndole

picante, mucho más picante, con chocolate sobre sus labios y


mucha tensión sexual.
Soy lo peor de lo peor, y encima estoy más cachondo que antes.

¿Qué diantres estoy escribiendo? Una comedia romántica de alto


voltaje, o lo que viene siendo lo mismo: algo que yo nunca

escribiría. Es culpa de Nerea, la vecina arqueóloga, que encima

tiene unas cartas del mejor poeta francés que ha existido: August
Perrault.

¡Por favor!

Cuando lo ha comentado, mi curiosidad se ha encendido.


¿Cómo es posible que las tenga ella? Tengo que averiguar más

cosas sobre esa mujer.

En el buzón estará su apellido, por supuesto.


¿Eso que ha sonado es el timbre? Observo pensativo el cursor al

final de la última frase mientras me pregunto qué hora es. Al desviar


la mirada hacia mi reloj de muñeca, me sorprendo. Se me ha

pasado el tiempo volando. Había quedado con Tim para ver el

partido y se me ha olvidado por completo.

Pongo las manos sobre el teclado para terminar el capítulo y no

me levanto hasta poner el punto.

—¿Florian? ¿Hola?
Oigo a Tim detrás de la puerta elevando la voz. Le estoy abriendo

mientras llama al timbre varias veces más.


—Ya voy, menuda impaciencia —me quejo, dejando ir un suspiro
—. ¿Qué te pasa? ¿

Tim alza las cejas y señala el reloj de muñeca.

—Que el partido ya ha empezado. ¿Tienes la televisión

encendida?

—No...

—Coño, Flo, hace diez minutos. ¿Qué estabas haciendo?


Pensar en la vecina del tercero, eso hacía.

Pero no se lo digo.

—Escribir, me ha venido la inspiración. Vamos al salón. ¿Una

copa de vino?

—Por supuesto. He traído unos snacks de queso que están para

chuparse los dedos. ¿En qué canal lo dan?

—Creo que en la trece.


Tim y yo siempre vemos los partidos del Paris Saint-Germain.

Somos seguidores acérrimos de este equipo de fútbol. Eso sí,

civilizados y con buenas costumbres, como tomar vino y un pequeño

aperitivo o una buena cena; nada que ver con otros que son unos

verdaderos hooligans.

Desde niños supimos que esas cosas no nos iban demasiado,


que jugar en el barro nos parecía asqueroso y preferíamos no ir al
parque cuando llovía. Tampoco éramos de los que bateábamos en

el otro bando, pero sí teníamos una sensibilidad creativa de la que


luego nos servimos para usar como nuestro modus vivendi: yo como

escritor y Tim como director de cine.


—Estás raro. ¿En qué piensas? —pregunta cuando llevamos un
cuarto de hora en silencio.

—En realidad, quería preguntarte algo. Como director de


comedias románticas, ¿cómo eliges los guiones?

Se sorprende alzando ambas cejas ante mi pregunta.


—Suele ser el estudio el que preselecciona unos cuantos

proyectos que considera viables, pero procuro que tengan tres


ingredientes básicos: unos buenos personajes, unas situaciones
divertidas y tiernas, y un arco argumental coherente. ¿Para qué me

preguntas eso?
—Es que he leído una novela con tintes de comedia romántica de

unos vecinos que tienen problemas con un tanga que se cae en su


balcón... Cosas así, y he pensado en ti.

—¿Tú, leyendo romance? Estoy alucinando en colores. Creo que


la marcha de Jeanette te ha afectado más de lo debido.
Farfullo varios noes rotundos mientras termino de masticar el

snack.
—¡Qué dices! Estoy mejor que nunca. De hecho, puede que sea

hora de experimentar nuevas sensaciones.


—¿A qué te refieres? ¿A leer romance?

—No, a salir con otras personas.


Su risa se oye desde Pekín, estoy seguro.

¿Pero de qué va?


—No todos somos unos dioses de ébano, pero tampoco estoy tan
mal.

De padre bretón y madre con orígenes senegaleses, Tim siempre


ha tenido mucho éxito entre las mujeres por su considerable

estatura, sus enormes y negros ojos brillantes y su sensual posado


de «soy director de cine» al presentarse.
—Es más bien por tu carácter. Y porque Jeanette va a volver

tarde o temprano..., o eso fue lo que me dijiste hace una semana.


—¿Y? Ella me dejó claro que íbamos a tomarnos un tiempo, así

que no estamos juntos.


—Entonces ¿vas a acostarte con alguien porque ha decidido que

os deis un tiempo? Mientras ella está estudiando las migraciones de


los ñus.
—No. Admito que, cuando me lo dijo, me enfadé; incluso

investigué si alguien de su equipo era un potencial ligue, pero los


descarté a todos.
—Que a ti no te parezcan atractivos no quiere decir nada. A ti
nadie te lo parece.

—Es que casi todas son mujeres menos Félix, que juega en la
otra liga.

—Puede que ella también quiera... experimentar —insinúa en un


tono burlón.
—No se me había ocurrido eso. Vaya, que si es de su agrado,

qué le vamos a hacer. Eso no quita que yo, ahora mismo, sea un
hombre libre.

—Muy libre, sí, pero los dos sabemos que te cuesta un mundo
salir por ahí. Eres un ermitaño, Flo, un druida que no sale de su

cueva. ¿Esperas conocer a alguien sin salir de tu casa?


Ja, ahora flipará, porque tengo un as bajo la manga en forma de
vecina.

—Eso es exactamente lo que me ha pasado. ¿Recuerdas el


episodio del tanga que te he mencionado por encima? Lo he sufrido

en mis propias carnes hace menos de una hora.


—¿Se le ha caído el tanga a tu vecina ninfómana?
—A la hermana. Y no es ninfómana, eso lo dijo Jeanette porque

tenía sexo con más regularidad que nosotros.


—Puede que eso te dé una idea de por qué prefiere a los ñus
antes que a ti.
—¿Zoofilia? ¡Qué dices, insensato!

—Da igual. —Me da la sensación de que me deja por inútil—. ¿Y


cómo es ella? ¿Solo la conoces de este episodio del tanga?

—No, abrió la puerta de la entrada y casi me rompió la nariz.


Discutimos, por supuesto. Y esta tarde, cuando he salido al
lavadero, he visto algo en el suelo, así que me he acercado y ella

me ha dado un golpe en la cabeza con un palo de escoba cuando

intentaba cogerlo. Se lo he subido.


—¿No te lo has quedado?

—Tim, que no soy un pervertido. Cuando se lo he subido, me ha

invitado a un coulant por las molestias y hemos estado hablando

durante un buen rato. Y resulta que yo soy uno de los escritores que
más le gustan. Tiene un libro mío en la estantería.

Al decirlo se me escapa una sonrisa triunfal. Me siento igual que

alguien que sube al escenario para recibir un premio.


Tim se come uno de los snacks con expresión neutra.

—Todo eso es muy bonito, pero no veo un interés sexual

recíproco, así que esto te convierte en un pervertido.


—Tiempo al tiempo, Roma no se hizo en un día.
—¿Ahora quieres conquistarla?

—Que no, solo estoy estudiando tener algo puramente físico con
la vecina. Experimentar, ya sabes.

—Ya. Buena suerte.

Por descontado, no le cuento que estoy usando mis vivencias


personales para hilar una novelita romántica. Tim es un exagerado y

me pondría el termómetro, o peor: llamaría a mi madre.

—¿Sigues saliendo con Gisela? —pregunto para cambiar de

tema.
Todo lo de sus ligues también es algo peliagudo: no porque no

tenga éxito con las mujeres, sino porque lo dejan con demasiada

facilidad.
—No, al final tenías tú razón. Era una actriz que quería salir en mi

próxima película. ¿No hay francesas que no sean actrices, o qué?

—Las hay. Quizás deberías probar a no conocerlas en premieres


o festivales de cine. Sería un comienzo.

—¿Entonces dónde? Que no todos tenemos una vecina guapa.

—Podrías probar con esas webs de citas, dicen que funcionan. El

match.com mítico, o, si quieres algo más informal, Tinder.


—Creía que Tinder era solo para polvos fáciles. ¿En serio hay

gente en Tinder que busca novia?


—Yo qué sé, habrá de todo. Tú pruébalo, y si no, te borras la

cuenta.

—O, ya que tienes tanto afán de experimentar, el viernes salimos


tú y yo a un bar. Hace décadas que no lo hacemos.

En realidad no lo hemos hecho nunca, solo algunas veces para

ver los partidos que no echan por la tele.

—Ya sabes que yo no soy muy de bares.


Solo de pensar en sentarme entre la multitud alborotada, la

música a todo volumen y las copas de la gente volando por los

aires, un escalofrío me recorre la nuca.


—El de abajo de tu casa tiene unas referencias brutales y seguro

que nunca has ido. Vamos, Flo, que está aquí abajo. Si te cansas, te

subes a casa —ruega con los ojos muy abiertos.

Termino cediendo porque, a pesar de ser un pelmazo, es mi


mejor amigo.

En realidad, mi único amigo.

—Vale, pesado. Pero nos haremos una foto y la colgarás en


Instagram, así Jeanette verá que no estoy en casa encerrado,

esperándola.

—Como quieras. Aunque eso es lo que haces, lo sabes,

¿verdad? A mí me puedes venir con todo ese rollo de la vecina pero


a la hora de la verdad, dudo mucho que muevas ficha, por muy

buena que esté.


Suspiro, resignado a la verdad que sale de la boca de Tim. Por

muy enfadado que esté con Jeanette por habernos dado este

«tiempo», por mucho que me ponga Nerea y por muy delicioso que
esté su coulant, no voy a hacer nada al respecto porque soy así.

—Ya. Siempre he sabido que iba a casarme con Jeanette un

viernes por la tarde en el ayuntamiento, y luego cenaríamos con

nuestra familia más cercana y cuatro amigos más. Viviríamos aquí


hasta que nuestros ahorros nos permitieran comprar un piso todavía

más alejado del centro y tendríamos un perro llamado Milú. Esto me

ha roto los esquemas.


—Pues mira, me alegro. ¿Tú estás enamorado de Jeanette?

Porque a mí no me lo parece.

¿Enamorado? A veces la inocencia y el talante naïf de Tim me

conmueven, como ahora.


—Después de cinco años la quiero, pero no es como al principio.

Es normal, nos tenemos un gran cariño, pero esa fogosidad ya no

está. Es lo que tiene que ser.


—Te estás conformando. El amor debería ser como en las

películas, quizás por eso ella te ha pedido este tiempo.


—Lo dices porque haces comedias románticas. La magia del

amor solo existe dentro de la pantalla.

—La magia es el amor, Flo. Y la gente quiere enamorarse porque

quiere sentir todo eso. ¿Por qué crees que todo el mundo va a ver
esas películas y triunfan en taquilla? ¿Por qué crees que siguen

poniendo en televisión cada dos por tres Cuando Harry encontró a

Sally? Todas quieren ser Sally, y todos quieren ser Harry.


No tengo la respuesta a eso. ¿En serio la gente está dispuesta a

exponerse de esta manera a que le rompan el corazón?

Jeanette era todo lo que yo quería y esperaba de la mujer con la

que me imaginaba pasando el resto de mi vida. Delgada hasta los


huesos, morena, con flequillo para tapar una frente ancha, ojos

pequeños y vivaces del color de la tierra mojada y una boca en

forma de corazón parecida a la de las muñecas de porcelana


antiguas. Tenía la manía de interrumpirme cuando se le ocurría

cualquier cosa, pese a no tener nada que ver con lo que yo estaba

diciendo, y todos los domingos pedía poulet rôti[1]en la rôtisserie de

la calle Pétion pese a detestarlo porque era tradición en su casa.


No sé, quizás Tim tenga razón y no esté enamorado. De lo que

no estoy muy seguro es de querer ser Harry, que eso de que te

finjan un orgasmo en pleno restaurante tiene que ser jodido y


vergonzoso. ¿Y la vecina? No sé qué pinta en todo esto, pero voy a

seguirle la pista, no vaya a ser que tenga entre manos el


descubrimiento del siglo y pase delante de mis narices sin darme

cuenta.

Tras unos minutos, el teléfono suena: es un mensaje de Jeanette.

Me pregunta que cómo estoy y si estoy avanzando en la novela.


Doy un trago al vaso de vino. Me sabe áspero. Las mejillas me

arden y tengo la sensación de haber hecho algo imperdonable, de

estar sentado en el banquillo de los acusados. Pero no es cierto.


Jeanette y yo nos hemos dado un tiempo y ni siquiera he rozado a la
vecina. ¿Por qué tengo la sensación de haberla engañado?
5

CUESTIÓN DE ÉPOCAS
NEREA

«El elemento discriminado es más bien cuanta verdad consigue


captar la ficción».
Es una frase de Virginia Woolf y siempre me ha parecido muy

acertada, sobre todo cuando hablamos de un libro que está basado


en hechos reales. A mí esos libros me gustan mucho, aquellos que
tienen parte de realidad y parte de ficción. Por eso me encantan los

de Florian, porque tienen esa misma esencia cuando la ficción y la


realidad se entrelazan de tal manera que no puede saberse hasta
qué punto es lo uno o lo otro.

Desde pequeña, la historia me ha fascinado en todos sus

matices. Mis relatos favoritos antes de irme a la cama eran los que
se basaban en algún personaje histórico. Papá solía tirar mucho de

ellos porque tenía poca imaginación. Así, pronto descubrí que esa

princesa de Portugal que estaba enamorada de un príncipe y que


hizo de lo que pudo para casarse con él y, cuando lo hizo, vivieron
felices hasta el fin de sus días, se trataba de Isabel de Portugal, la

mujer de Carlos . O que el «hubo una vez un príncipe de Baviera


que estaba prometido con una jovencita, pero al conocer a su

hermana se enamoró profundamente de ella» era la historia real de

Sissi, emperatriz de Austria, y Francisco José.


Fue inevitable que acabara enamorándome de todas esas

historias y decidiera estudiar Historia y Arqueología. Lo que no

sospeché fue que, durante una visita a casa de mi abuela, mientras


buscaba unos viejos tocadiscos, terminaría encontrando unas cartas

que, según ella, «tendría que tirar, porque ya ves tú a quién

interesan los viejos amoríos de mi madre». Y resultó ser que la


bisabuela se carteaba con nada más y nada menos que August

Perrault, ¡uno de los poetas más famosos de Francia!


Por supuesto, me quedé las cartas, las leí, las transcribí y decidí

hacer una investigación exhaustiva sobre el tema. Uno de mis

profesores quedó tan impresionado con el hallazgo que le escribió a

un colega suyo de la Sorbona y en nada tuve una beca para trabajar

con el doctor Dupont en esa investigación.

¿Cómo demonios no pudo entender Isaac que era la oportunidad


de mi vida, que no podía irme con él al Amazonas? Si tengo que ser

sincera, admito que no le echo de menos ni un poquito. Y eso, en el


fondo, me preocupa, porque a lo mejor Alicia sí tenía razón cuando
dijo que yo nunca he estado enamorada de él.

Algunos pensarán que esa afirmación puede suponer todo un

alivio dada mi situación actual, pero no. Eso supone aceptar que

casi toda mi vida ha sido una mentira; que lo que yo creía que era

amor no era más que una mera ilusión, algo parecido pero sin serlo.

Puedo afirmar entonces que nunca he experimentado un


verdadero enamoramiento. Tengo casi treinta años y nunca me he

enamorado.

Esto me cae igual que un jarro de agua fría.

¿Y si todo el mundo tiene razón? Con «todo el mundo» me refiero

a mi querida hermana y, en general, a la opinión que la gente

siempre ha tenido de mí; que soy una empollona, una monja, una

sabelotodo, una repelente. Admito que sacar siempre dieces en el


colegio, levantar siempre la mano en clase y querer ser la mejor

influyó bastante. Y que en la universidad fuese una mojigata, no

fuera a las fiestas de fin de curso y nunca me hubiera puesto escote,

también.

En cuanto a mi vida sexual...

Vale, sí, era de las que lo hacía con la luz apagada y se limitaba a
la pose del misionero. ¡Pero es que ni mi ex ni yo teníamos una
pasión descontrolada! Siento que mi cara entra en combustión

espontánea solo de pensar en eso.


Dios, durante mis años de vida he pasado por la tierra sin pena ni

gloria, sin divertirme o soltarme un poco.


—Señorita Abril, ¿me está escuchando?
La voz del doctor Dupont hace que vuelva a la realidad. Estoy en

su despacho, que está a rebosar de papeles y libros por todas


partes: estanterías, escritorio, incluso pilas en el suelo.

—Sí, sí. ¿Cuándo van a tener los resultados del cotejo de letra?
Antes de empezar a investigar nada, hay que asegurarse de que

las cartas que poseo son auténticamente de August Perrault y no


cualquier otro que firmó con su nombre.
—En unos días. Pero yo creo que son auténticas, he visto antes

su firma y está plasmada en cada una de ellas. Dígame, ¿quién fue


su bisabuela?

Cojo aire para contestar, y me doy cuenta de que no tengo ni la


más remota idea. La abuela no hablaba mucho sobre su madre,

falleció cuando ella apenas tenía quince años.


—Sé muy poco. La familia tenía un negocio textil y lo expandieron
a Cuba. Después del hundimiento del Maine y del Convenio de
París volvieron a Tarragona y ella se casó con un abogado. El

negocio terminó cerrando; ella era hija única.


—De August Perrault sabemos que estuvo en Cuba visitando a

unos amigos antes del hundimiento del Maine. Podrían haberse


conocido entonces. Sus cartas son bastante pasionales, dan a

entender que habrían tenido un romance breve pero intenso. Esto


sería un gran descubrimiento, pues como sabe, a Perrault no se le
conoció ninguna amante y no se casó.

—Lo sé. De hecho, se especula mucho acerca de su sexualidad,


pero tampoco pudo demostrarse que tuviera ningún amante entre

sus amistades.
—Sin duda, ese descubrimiento sería todo un hallazgo. Incluso
podríamos afirmar que conocemos a la mujer que inspiró Poemas

en la orilla.
—Sería un sueño.

Yo, la descubridora de la señora que inspiró a Perrault... Me


imagino mi fotografía en los libros de literatura del colegio y el pecho

se me hincha de regocijo.
—Y tanto. En fin, primero nos tiene que llegar ese informe. Va a
ser un placer trabajar con usted, señorita Abril —dice al estrecharme

la mano.
—Llámeme Nerea.
Para un arqueólogo, esperar es el pan de cada día. Todas las
cosas llevan su tiempo, deben hacerse minuciosamente, pues, si no,

la investigación puede irse a la porra. ¿Y qué puedo hacer mientras


espero?

Vivir.
Estoy en París, lejos de mi casa, en una investigación que puede
catapultarme hacia el paseo de la fama de los descubridores. Es mi

momento, es ahora cuando puedo vivir todo lo que no he vivido


durante todo este tiempo. Como decía Matilda cuando se hartaba,

«se acabó la buena chica». Eso mismo: se acabó esa Nerea que
escondía su pudor bajo ropas anchas y recatadas, esa que se

escondía detrás de una relación por comodidad, esa que solo


buscaba la perfección académica. ¡Tengo que vivir una aventura
amorosa! Eso es, e incluso enamorarme de verdad y que vivamos

felices para siempre y comamos perdices.


Al salir del histórico edificio de la Sorbona, a esa plaza rodeada

de fuentes, me dirijo hacia la rue Valette caminando. Mientras, dejo


atrás librerías especializadas en todo tipo de materias; cafés donde
se respira la vida universitaria. Me desvío hasta Saint-Jacques y

sigo subiendo por esa misma calle hasta que esta cambia de
nombre a Petit-Pont. Luego a la derecha, desde donde por fin diviso
el Sena y, a cierta distancia, Notre Dame. Pero antes, en el número
37 de la rue de la Boucherie, entro en la mítica Shakespeare &

Company, la librería en inglés más emblemática de la ciudad.


Dicen que Hemingway la frecuentaba —¿dónde no ha estado

Hemingway? — y es uno de los lugares que tenía marcados para


visitar.
El toldo verde esmeralda oscuro de letras negras en un fondo

amarillo reza sobre el establecimiento. Un retrato del bardo franquea

por arriba la puerta para que no haya dudas de a quién está


dedicada. Con cierta emoción, empujo la puerta y entro.

El interior es acogedor, con estanterías de madera vieja de arriba

abajo cubriendo cada centímetro de pared. Huelen a polvo y a libro

viejo. La fachada es pequeña, pero el interior está formado por


profundas salas y salas de libros que decido explorar, sintiéndome

como aquel descubridor español en medio del Amazonas.

Me decido y subo las escaleras hacia un segundo piso,


encantada por una música que parece sonar en directo, y, diantres,

así es. Un hombre toca el piano con soltura a la vista de todos.

Mientras, un gato se sube en el regazo de una turista japonesa que


se había sentado en una de las sillas para leer algo y esta lo

acaricia.
—Espero que intentes tirarme alguna de esas inestables librerías

encima y cumplas la tradición de querer acabar con mi vida.

No necesito darme la vuelta para saber quién es el autor de esas


palabras tan desagradables. Mira que es grande la ciudad como

para encontrarme al vecino gruñón en esta librería, precisamente.

—¿Por qué hacerlo a la vista de todos cuando puedo matarte

mientras duermes?
Desvío la mirada hacia él. Florian tiene un libro en la mano y una

pose tensa, con el cuello algo agarrotado. No entiendo por qué le

produzco tanta tensión, la verdad, si soy inofensiva.


—Esta noche cerraré con pestillo. ¿Qué haces aquí?

Lo pregunta con altanería, arrugando la nariz y apretando entre

los dedos la solapa del libro.


—Visitar la librería. ¿Y tú?

—Buscar un libro de historia que todavía no han traducido al

francés. Por cierto, para ser española hablas bien el francés.

Me encojo de hombros. No creo que sea tan raro que la gente


hable un segundo idioma. O puede que esté siendo una ingenua.
—Desde pequeñas íbamos a la academia de francés dos tardes

a la semana. Mi madre insistió en que teníamos que aprender el

idioma más bonito del mundo, según su opinión, claro.


—No puedo estar más de acuerdo con ella. Creo que tu madre y

yo nos llevaríamos muy bien.

Lo suelta con naturalidad, como si fuera posible que eso

sucediera.
—Ya lo creo, lleva toda la vida obsesionada con este país.

Sospecho que en otra vida fue una francesa muy patriota. En serio,

tiene ese libro de recetas de Paul Bocuse como si fuera la Biblia,


todas las marcas francesas son «lo mejor de lo mejor», por no

hablar de las películas, de los libros o las obras de teatro.

—Adoro a tu madre. Estará encantada de que sus hijas vivan en

París.
—Cuando Alicia vino a estudiar aquí ni siquiera tuvo que

convencerla para que la dejase venir.

Un segundo, ¿qué diantres estoy haciendo, contándole cosas


sobre mi madre al egocéntrico de mi vecino?

—Supongo que vienes de la universidad. ¿Cómo ha ido con el

doctor? Es un genio despistado, su despacho es una pocilga.


Al escuchar eso suena una alarma en mi cabeza. Parece que

Florian conoce muy bien al profesor Dupont y me pregunto de qué.


—Bien. Están haciendo el cotejo de las firmas para autentificar

que las cartas son de Perrault.

—Básico, claro. Entonces solo tienes las cartas que él le mandó a


tu bisabuela.

Cierra el libro que tiene sobre sus manos y lo coloca en una de

las estanterías más cercanas. Parece pensativo mientras se frota el

mentón con los dedos de la mano derecha, rumiando.


—Claro, las otras las envió mi bisabuela a Perrault, ¿cómo voy a

tenerlas?

—En algún sitio tienen que estar, a no ser que las destruyeran.
Sigue frotándose el mentón con fuerza, y habla en un tono similar

al de las películas de detectives cuando están haciendo alguna

deducción brillante.

—Es lo más probable. De no ser así, ya las habrían encontrado,


¿no?

Parece no estar de acuerdo con mi respuesta por la manera en

que arruga la nariz.


—No si él no quería que fueran encontradas. Piénsalo: ocultó esa

relación a todo el mundo, nadie supo de ella hasta ahora. ¿No te


parece extraño?

—Sí. De hecho, tengo mis dudas sobre la autenticidad de las

cartas. Sin embargo, el doctor Dupont cree que son auténticas.

—El doctor nunca se equivoca. Por un lado, tenemos a una


jovencita en edad casadera, española, y por otro lado a un poeta

francés. ¿De qué hablan las cartas?

—Son un tanto empalagosas. De lo mucho que la echa de


menos, de lo que le gustaría estar con ella, de recomendaciones de

libros, del sentido de la vida... —intento resumir.

—Tiene sentido, Perrault era un intelectual. Pero ¿por qué

esconderlo?
—Hombre, en aquella época dudo mucho que la gente tuviera

idilios y los fuera aireando. Y creo que mi bisabuela estaba

prometida. La verdad es que sé poco sobre ella.


—Deberías investigarla. Y a Perrault también. En fin, tengo que

irme —anuncia al mirar su reloj de muñeca.

—¿A escribir sobre Notre Dame?

—Sí. Por cierto, si quieres ser mi lectora beta, puedo hacerte un


hueco. No todos los días uno conoce a su autor favorito —dice con

cierto retintín antes de bajar las escaleras.

—¡Uno de mis favoritos!


Jodido engreído... Maldito el día en el que se lo dije.

En fin, a lo hecho, pecho.


Ya que estoy en una librería, decido buscar libros sobre August

Perrault y me compro su libro de poesías y una biografía suya que

parece muy completa. Por mucho que me pese, Florian tiene razón:

debería empezar a investigar a fondo. Y a vivir. En lo primero sí que


tengo práctica, pero en lo segundo no tanto.

Será mejor que vuelva a casa, inicie un cuadro cronológico y

empiece a leer.
El viaje en metro de vuelta me lo paso pensando en Florian y en

quién demonios será. Me refiero como persona, ya sé que es

escritor, pero no tengo ni idea de cómo llegó a alquilar ese


apartamento, por qué decidió ser escritor, por qué tiene miedo a que

yo lo mate y esa manía suya a llevar pantalones de pana y gafas

demasiado grandes para su cara.

Para variar, Alicia no está. Supongo que todavía no ha llegado del


trabajo, así que decido darme una ducha antes de ponerme a hacer

la cena.

Después de abrir el grifo y antes de desnudarme, veo que la


pequeña ventana está abierta todavía —la dejé yo así cuando limpié
el baño—, pero antes de cerrarla, me percato de que hay alguien en
el piso de al lado moviéndose.

Oh, es Clement, el vecino guapo. La ventana del baño da

paralela a la de su habitación.
Un segundo... ¿se está cambiando?

Dios mío, que se está quitando la camiseta. ¡Se la ha quitado!

Menudos pectorales tiene ese hombre, es un anuncio de Calvin


Klein en vivo y en directo. Ahora se baja los pantalones,

quedándose en calzoncillos.

Ay, leches, menudo paquete. Eso es estar bien dotado, y lo

demás, tonterías.
¿Va a...?

No puedo mirar, no puedo.

Vaya, sí que puedo mirar, pero eso ya raya la indecencia.


«¿No querías vivir? Pues aquí tienes tu pasaporte a la vida...»,

me digo a mí misma.
Entonces siento algo que parece agua bajo mis pies...
¿Qué cojones?
6

HAY MUCHOS PECES EN EL MAR

FLORIAN

¿Esto que me ha caído sobre la cabeza es una gota de agua? Lo


es, por supuesto que sí.

Cierro el periódico y me levanto del váter de inmediato. ¿Es que


no puede uno sentarse tranquilamente en su casa a hacer sus
necesidades en paz? No, tiene que haber goteras. No lo entiendo,

¿de dónde viene el agua? Si no está lloviendo. Parece ser que se


está filtrando por un conducto de ventilación.
Al escuchar un chillido, deduzco que esto del agua tiene miga y

que viene de otro sitio. Y solo puede venir de un sitio: el piso de

arriba.
Después de poner un pequeño cubo para recoger el agua con

facilidad, subo con resignación... Y sí, también inquietud, porque

Nerea me la crea sin quererlo yo, y supongo que sin quererlo ella.
Llamo al timbre. Espero un minuto y vuelvo a llamar. Al fin abre la

puerta y deduzco que algo no va bien. Está empapada de arriba


abajo: el pelo, la camiseta blanca, los vaqueros... Todo le chorrea.

—Tienes que ayudarme. ¡La ducha está embozada y el agua no

se detiene! No logro cerrarlo, ¡tienes que hacer algo!


Pongo los ojos en blanco y asiento. Ni siquiera digo nada, voy

directo a la cocina y cierro el agua central.

—Bien, ahora cálmate y dime dónde tienes el teléfono para llamar


al fontanero. ¿Has puesto toallas en el suelo?

—Todas las que tenía. ¿Te ha pasado esto a ti?

Tiene la mirada perdida, igual que un perro tirado en la calle bajo


la lluvia, ansioso por que alguien se apiade de él.

—No. Supongo que el teléfono está en el salón. Voy a llamar a mi


fontanero.

Gente que se independiza y no sabe las reglas básicas para

sobrevivir. Estoy seguro de que no sabe ni cerrar el gas.

Ya la tengo yo calada, hará que volemos todos por los aires.

Paul el fontanero accede a venir dentro de una hora ante la

atenta y húmeda mirada de Nerea, que da vueltas por el salón como


si estuviera en shock. Cuando cuelgo, me encuentro con que no sé

muy bien qué decirle. Bromear sobre mi inminente muerte no parece


lo más adecuado, dado su estado. No soy de esas personas que
saben qué hacer en esos momentos, cuando la gente necesita

consuelo. Se me da fatal dar palmadas en la espalda. Además, se le

transparenta la camiseta y no lleva sujetador. Tiene unos ojos

absurdamente bonitos, me doy cuenta ahora de que se le han

dilatado un poco las pupilas, mostrando hasta tres tonalidades

distintas: marrón claro, miel y aceituna oscura. Cuando me mira,


parece que me teletransporte de golpe a uno de esos idílicos

paisajes otoñales de bosques encantados con hojas caídas por todo

el suelo.

—Solucionado. Paul va a venir en una hora. No te preocupes, no

creo que mi gotera tenga ninguna importancia. Por cierto, esto va a

sonar fuera de lugar, pero deberías cambiarte la camiseta, no soy de

piedra.
—¿Por? Oh, merde! —exclama al bajar la mirada hacia su escote

—. Ahora vengo.

Corre hasta abrir una puerta que deduzco que debe de ser su

habitación, y en un minuto sale con otra camiseta seca y otros

pantalones vaqueros.

—Gracias por la ayuda. Cuando he visto que no tragaba agua,


que no podía cerrar la ducha y que todo empezaba a inundarse, me
he sentido impotente y he entrado en pánico.

Lo dice de carrerilla mirando al suelo, como si se sintiera


avergonzada de la situación.

—Cerrar la llave general del agua y del gas es lo primero que


debe hacerse en caso de emergencia. ¿No vivías sola en España?
—No, con mis padres. ¿Qué? —dice cuando me ve arrugar la

nariz—. El mercado inmobiliario está por las nubes y no tenía


trabajo. ¿Y tú?

—Es evidente que vivo solo.


—Yo qué sé, podrías tener algún compañero de piso. Todavía no

conozco bien el vecindario.


—Son seis pisos. En el primero primera vive la señora que
trabaja en el Departamento de Belleza de las Galerías Lafayette y

que lleva ya tres divorcios. Enfrente, el que parece sacado de una


película de Tim Burton y su... ¿novia? pecosa, entrada en carnes.

—Tus eufemismos son fascinantes —bromea, aligerando la


tensión que se había instalado entre nosotros.

—Soy escritor. En el segundo primera estoy yo; en el segundo


segunda, esa pareja que no para de discutir con un crío de cinco
años. Y frente a tu puerta el nieto de madame Hervé, que se ha

instalado hace poco.


—Veo que sabes mucho. ¿No serás de esos que están todo el

rato en la mirilla de la puerta o asomados al balcón?


Un poco.

Vale, sí, claro que soy un poco cotilla, pero es que trabajo en
casa y a veces me aburro.

—¿Yo? Por favor, para nada. Como si no tuviera nada mejor que
hacer.
Sucio mentiroso que soy.

Nerea se relame los labios mirándome a los ojos por fin. Tiene un
aspecto travieso que a mí me encanta, una especie de belleza

etérea y a la vez terrenal con la que podría llevar a cabo todas mis
fantasías.
—Claro, claro —dice sin creerme—. Dime, Florian, ¿por qué

escritor? ¿Por qué escritor de histórica?


—Me gustaba la literatura y se me daba bien hurgar en el

pasado.
—Puedes hacerlo mejor.

Esto ha sido, cuanto menos, seductor. O es que tengo la mirada


sucia y a todo le encuentro el doble sentido.
—Fue al leer El médico de Noah Gordon. Me fascinó que crease

un mundo del pasado tan realista incluyendo historias inventadas


que siguieran el hilo de sucesos reales. Se abrió ante mí una puerta
inexplorada que me cautivó, y supe que era eso a lo que quería
dedicarme.

Recuerdo bien ese momento. Cuando sucedió yo estaba de


vacaciones con mis padres y tenía doce años. Como casi cada

verano, cogíamos la caravana y nos íbamos a algún rincón del país.


Ese verano tocó el valle del Loira, y como niño, ver paisajes y
castillos se me hacía aburrido, así que cuando entramos en una

pequeña librería en Nantes y me dejaron escoger, no dudé en elegir


uno bien gordo para que me durase, y resultó ser ese.

Podría haber sido un thriller y entonces mi vocación no sería la


misma, o quizás sí.

—A mí mi padre me contaba cuentos antes de dormirme que


resultaban ser historias reales de reyes y príncipes. Tengo un poco
la sensación de que, pese a que mis padres me apoyan, no es lo

que les hubiera gustado para mí.


—¿Qué habrían querido que hicieras?

—Algo más estable y con lo que ganase más dinero. Económicas


o algo parecido.
—Mi padre quería que fuera funcionario como él, pero soy yo

quien tiene que vivir mi vida, no él. ¿Te gusta lo que haces?
Nerea asiente con una sonrisa cálida, como deben de sonreír las
hadas.
—Me encanta. Escarbar en el pasado es, en cierta manera,

descubrir el legado de la humanidad. Eso hace que recordemos,


que podamos enseñarlo a generaciones futuras, y, al hacerlo,

otorgamos la inmortalidad. Pero es jodido porque no se paga


mucho.
Por primera vez escucho a mi vecina hablar con el corazón. Lo

hace de manera pasional, con fuerza y un entusiasmo contagioso.

—Lo que has dicho es muy bonito. ¿Me dejas que lo escriba en
mi próximo libro? Te pondré en las dedicatorias, lo prometo.

Parece que eso le hace gracia y dice que sí.

—Pero no pongas mi apellido, que me va a dar vergüenza. Solo

pon «Nerea». O «mi vecina del tercero».


—De acuerdo. En fin, vecina, me voy.

—¿Ya? Todavía me quedan coulants en la nevera, ¿no quieres

uno?
—No, gracias, no tengo hambre. Acuérdate de que el fontanero

está a punto de llegar. ¿Y tu hermana? —pregunto al percatarme de

que está sola.


—En el trabajo, supongo. Desde el otro día trabaja en Lanvin. Era

su sueño, así que le dará igual echarle horas.


—Ya. Sois muy distintas, ¿verdad?

—Como la noche y el día. ¿Sabes? Me extraña que tú no te

hayas rendido a sus encantos. ¿O sí que lo has hecho?


No sé muy bien a qué se refiere con eso, la verdad, pero decido

negarlo porque nunca he tenido contacto alguno con su hermana.

—Mm, no. Denoto un poco de envidia.

—¿Yo, envidia de Alicia? Para nada.


Lo dice con un tono irritado que da a entender más todavía la

verdad que pretende tapar.

—No es algo extraño entre hermanos. Por desgracia, está a la


orden del día.

—No le tengo envidia, solo constato un hecho evidente, y es que

mi hermana es mucho más guapa y agradable que yo. Esto es así,


no pasa nada.

Lo dice con la voz un poco ahogada.

—¿De veras?

Ella asiente con los ojos un poco borrosos, igual que si se hubiera
echado algún colirio y se le hubiesen quedado aguados.
—En el colegio los chicos se acercaban a mí para conseguir el

teléfono de mi hermana, y las pocas veces que he salido con ella

siempre me he sentido como la amiga fea.


—Pero no eres fea.

Esto quizás no debería haberlo dicho.

Qué diantres, si es preciosa, ¿cómo puede haberse sentido así?

—En la comparación, siempre salgo perdiendo —responde,


encogiéndose de hombros.

Se le nota en el semblante y en la voz algo temblorosa que este

tema le afecta mucho más de lo que nunca va a reconocer. Todos


tenemos nuestro talón de Aquiles, y yo acabo de descubrir el de

Nerea, la vecina sexy y peligrosa del tercero primera.

Me acerco con cierta prudencia y le coloco detrás de la oreja ese

mechón de pelo mojado que le tapa medio ojo, algo que quizás
tampoco debería hacer. Pensaba que ella me rehuiría, me apartaría

e incluso diría algo así como «qué haces» o «no me toques», pero

no. Lo acepta con naturalidad, como si entre nosotros ya hubiera


esa confianza cuando apenas nos conocemos. Hay cierta ternura en

su mirada, como si fuera un animal tembloroso que se deja acariciar

pero que se mantiene alerta.


—Las comparaciones son inevitables, y más entre hermanos. Yo

tengo una hermana pequeña que es abogada y tiene muy mala


leche. ¿Crees que estamos exentos de ello? Ni mucho menos. Ella

es mejor en unas cosas, y en otras, peor. Pero no en términos

absolutos.
Asiente sin dejar de mirarme. Es curioso cómo hemos llegado

hasta esto, pero no seré yo quien lo analice hasta la saciedad y se

pregunte por qué ni adónde vamos a llegar, porque no tendría la

respuesta.
Antes de abrir la puerta y salir de allí, me hace una pregunta.

—Florian, ¿fumamos la pipa de la paz?

—Está bien.
Me gustaría cruzar la distancia que nos separa y hacer algo que

nunca haría porque no soy capaz: cogerle de la nuca con la mano

derecha, la cintura con la izquierda y hundir mi boca en la suya.

Besarla hasta averiguar a qué saben esos labios rosa pálido, algo
descarnados.

Al bajar las escaleras siento que me quema en los labios el beso

que no le he dado, y los aprieto con fuerza para que se me pase


cuanto antes esa sensación de vacío.
Ya sé qué es lo que voy a hacer ahora. Mi cuerpo se dirige de

forma automática hasta el ordenador y se sienta. Mis manos abren

el documento y empiezo a narrar de manera más emocionante el

encuentro con la vecina en la librería, y otro capítulo más


ayudándola con la inundación, solo que en mi novela los dos

terminamos empapados, mirándonos a los ojos y besándonos en el

cuarto de baño con pasión desmedida. Pero la vida real no es una


comedia romántica, el protagonista no es como yo —sino más bien

gracioso, más alto, más guapo y sin miopía, y más valiente— y,

sobre todo, ella sí le corresponde.

Porque, aceptémoslo: si la hubiera besado, Nerea no me habría


devuelto el beso.

Pensándolo fríamente, en ninguno de nuestros encuentros

anteriores he dado a entender que ella me gustase o me atrajera de


alguna forma. Más bien le he dicho a la cara que era una psicópata

que intentaba matarme y que se mantuviera alejada de mí. Tampoco

ella ha dado señal inequívoca de que me encuentre atractivo, pero

las mujeres raras veces lo hacen. O sí, la verdad es que no tengo ni


idea.

¿En qué piensan las mujeres? Estoy seguro de que eso era una

de esas comedias románticas de Hollywood.


Tim, ¡por supuesto! Él seguro que lo sabe, así que le escribo un

mensaje.
«Oye, Tim, ¿cuándo sabes que a una mujer le gustas?».

«Mm..., supongo que es cuando quiere acostarse contigo»,

responde él.

No tengo pruebas, pero tampoco dudas de que lo que acaba de


decir es una soberana gilipollez.

«Timotheé, por favor, estoy hablando en serio. Necesito consejo,

creo que estoy haciendo progresos con mi vecina», le ruego.


«Flo, ¿has pensado en que a lo mejor está siendo amable? Que

la gente sea amable no quiere decir que quiera acostarse contigo».

Ya sé que hace mil años que no ligo con una mujer, lo sé. De
hecho, dudo que alguna vez lo hubiera logrado, porque fue Jeanette

quien ligó conmigo en su momento, yo no tuve que hacer nada de

nada.

«Hemos fumado la pipa de la paz y hemos compartido un


momento íntimo» le aclaro.

«Define “íntimo”».

«Me refiero a sus pensamientos más íntimos, a algo espiritual.


¿Cuándo crees que debería dar el siguiente paso?».
«¿La verdad? Creo que has cogido el sendero largo, así que
todavía estás muy verde».

«Define “sendero largo”».

«Para acostarse con una mujer hay dos vías: la fácil, cuando
ellas quieren algo de una sola noche y les importa poco tu nombre,

número de la Seguridad Social o a lo que te dediques mientras les

gustes en cuanto al aspecto físico. Y la difícil, cuando quieres


ganártela, metértela en el bolsillo teniendo una relación. Esto cuesta

más, pero también te asegura muchos más polvos», resume.

El arte de ligar no es una especialidad que domine, claramente.

Bien, entonces seguiré por ese camino. Tampoco me molesta, de


hecho. Nerea me interesa igual que la investigación que se trae

entre manos. Si pudiera obtener información antes que nadie, podría

sacar un libro que estoy seguro de que llegaría a ser un jodido best
seller. Incluso podría optar a algún premio internacional.

«Gracias por la información, ya te contaré», termino diciendo.


«No hagas ninguna tontería».
Como si las hiciera constantemente, mon Dieu.
7

BAJO EL CIELO DE PARÍS


NEREA

Tengo una buena y una mala noticia.


La buena es que me han dado un despacho en la universidad. La
mala es que el despacho en cuestión parece ser el antiguo cuarto

de guardar las cosas de la limpieza. Es enano, y con ello me refiero


a que es pequeño de verdad. No voy a decir los metros cuadrados
que me parece que tiene porque seguro que doy un dato penoso

que no se asemeja a la realidad —soy malísima con las distancias,


metros, centímetros etc.—. Solo diré que, si me siento en la silla
delante del escritorio, no se puede abrir la puerta, apenas tiene una

pequeña estantería a la derecha y una ventana de camarote de

barco a la izquierda.
He pensado en quejarme, pero no estoy en condiciones de

hacerlo; no cuando todavía falta la confirmación de la firma de las

cartas y soy una recién llegada al puesto, además de tener una


beca. Cuando mi nombre esté en boca de todos, entonces pediré un

despacho mayor, pero hasta entonces tendré que aguantarme.


Esta mañana me he fijado un objetivo amoroso. O sexual. La

verdad es que no estoy muy segura todavía. Me he dado cuenta de

que desde la ventana de la cocina se ve también la cocina de


Clement, el vecino que está de toma pan y moja.

Mientras yo desayunaba, ha entrado, ha sacado del congelador

algo que parecía un filete y lo ha dejado sobre un plato, todavía


medio dormido. Tiene cierto aire al actor ese que hace de Thor en

las películas de Marvel, el que está casado con Elsa Pataky, cuyo

nombre no recuerdo ahora.


Si ese dios vikingo se enamoró de una española, yo también

tengo posibilidades, ¿no?


Aunque Elsa también es una diosa y yo soy más tirando a mortal

hacia abajo, claro.

Creo que le gusto un poco, porque ayer me subió el correo y eso

solo lo hacen o bien los vecinos que tienen señoras mayores —y yo

obviamente no lo soy— o que quieren verte. Así que está decidido:

voy a ligarme a Clement, el vecino buenorro.


Primero voy a tener que conocerlo un poco mejor. Por mucho que

lo piense, ni yo creo que pueda tener algo fugaz. La verdad es que


no sé lo que quiero, así que voy a ir a lo que surja. Puede que yo no
esté en tan buen estado físico como otras, como mi hermana, pero

mi cerebro pocas lo tienen, ¿eh? En cuanto a inteligencia estoy en

lo más alto, y yo también soy muy exigente.

¿Y si resulta que Clement es más homo neanderthalensis que

homo sapiens?

Prefiero no pensar en eso. Voy a ser positiva: es un hombre


inteligente, sensible, divertido y que va a saber apreciar mis dotes

culinarias en cuanto a la repostería y mi buen gusto a la hora de

escoger un libro.

Plan de conquista:

1. Coincidir lo máximo posible en las escaleras.

2. Ser chispeante y divertida.


3. Coquetear sutilmente y esperar su reacción.

Alguien llama a la puerta y no espera a que le dé permiso para

entrar, sino que la abre sin darme tiempo a levantarme de la silla.

Esto hace que, dada la limitación espacial del lugar, la puerta

choque de golpe contra la silla.


—¿Nerea?
No me lo puedo creer. No es posible que sea él.

—¿Florian?
—Sí, soy yo. ¿Tienes la puerta bloqueada?

—No. Cierra y ahora te abro, ¿vale?


Por suerte, hace lo que le digo sin preguntar, cosa poco habitual
en él.

Estoy empezando a conocerle bastante bien, y ahora que me ha


mostrado su cara mucho más amable, debo decir que el chico me

cae bien... cosa que no admitiré delante de él, por supuesto.


Sigue siendo un egocéntrico de cuidado. No voy a ser yo quien le

suba más el ego.


Me levanto de la silla y abro la puerta. Florian lleva un par de
libros en la mano y hoy no se ha afeitado.

—¿Y esa barba?


—Me he quedado sin maquinillas, tengo que ir al supermercado

ahora. A no ser que me deje barba a propósito. Ahora está de moda


—menciona mientras se la toca con la otra mano.

La verdad es que no le queda del todo mal, le hace parecer más


interesante.
—Pruébalo. ¿Qué haces aquí?
—He venido a hablar con un colega, y cuando he visto al doctor

Dupont le he preguntado por ti y me ha dicho que estabas aquí.


¿Este es tu despacho? Eres bajita, pero no tienes enanismo.

—¿Bajita yo? ¡Qué dices! Corramos un tupido velo en ese


asunto, al menos tengo despacho.

—De acuerdo. Toma, creo que es un libro de Perrault que te


servirá para tu investigación.
Al cogerlo, leo la portada y sonrío.

—Es un recopilatorio de muchas de las cartas que escribió.


Puede que se mencione a mi bisabuela de forma indirecta y nadie

se haya dado cuenta —pienso en voz alta—. Gracias, Flo.


—No me llames Flo, lo detesto.
—¿Por?

—Suena a chica, solo me llama así mi mejor amigo y porque no


me queda más remedio que aceptarlo.

—¿Tienes amigos? Fascinante.


—Muy graciosa.

Por su tono ahogado y la manera en la que me fulmina con la


mirada, no le ha hecho gracia.
—Era broma, Flo.
—¡Que no me llames así! —exclama—. Dios, me sacas de quicio,
no sé por qué te ayudo.
—Porque en el fondo te caigo bien. Y porque somos muy

parecidos —digo al percatarme de ello.


—¿En serio?

—Ajá. Normalmente, lo que te molesta de una persona refleja


algunos de tus defectos, y los dos nos creemos más listos que
nadie.

—Es que lo soy.


—¿Ves? Lo que yo decía.

—A ver, sabionda, ¿ya has resuelto la falta de información de tu


bisabuela?

—Sí, le he pedido a mi madre que me envíe un par de cosas,


todo lo que recordaba de ella y mucha documentación.
—Tu madre me cae bien.

—Ya me lo dijiste en su momento, pero no sé si pensarías lo


mismo si la conocieras. Es igual. El caso es que me he enterado de

que mi bisabuela pasó el verano de 1898 en Mougins, ¿te suena?


—Sí, ¿no fue el sitio donde Picasso pasó sus últimos años?
—Y también Perrault antes que él. Hay infinidad de artistas que

se enamoraron de la Costa Azul, del buen clima, el ambiente


bucólico del campo y Perrault no fue una excepción. Visitaba el
lugar con frecuencia y estoy segurísima de que coincidieron allí a
propósito. Solo tengo que encontrar pruebas de que Perrault pasó

aquel verano allí.


—Y esperar al cotejo de la firma —añade.

—Y eso. Dicen que es probable que entre mañana y pasado


tengan los resultados.
—¿Nerviosa?

—Lo cierto es que no. ¿Quién en su sano juicio se haría pasar

por August Perrault y le escribiría a mi bisabuela? Lo más probable


es que sea cierto.

—Así lo afirmaba Ockham. Sabes que no solo están cotejando

las firmas, ¿no?

—Claro que lo sé. Le estarán haciendo también la del carbono-14


para determinar la época y año en la que se escribieron. Pero yo no

he falsificado nada, así que estoy muy tranquila —me reafirmo.

—Bien. Me voy, que llego tarde —dice entonces, mirando el reloj.


—¿Te vas a casa?

—No, tengo una exposición de arte en Montmartre de la que no

me puedo escaquear —responde con cierto desagrado y una mueca


que hace que se le bajen las gafas.
—Ah, qué chulo. Disfruta.

Montmartre... Tengo que ir. Si es que desde que he llegado que


no he visto casi nada de esta ciudad.

Ojalá yo tuviera eventos de estos. Alicia solo quiere sacarme para

irse de fiesta.
—¿Quieres venir? Detesto a Jacob, el pintor que la organiza,

pero somos amigos. Es algo un poco raro.

—Mm, vale, así conozco la zona.

Dios, casi doy un salto de felicidad cuando me ha invitado, tengo


que contener mis ganas.

—Un segundo..., ¿no conoces Montmartre? —susurra con la voz

gélida y una mirada de pánico un poco exagerada.


—Todavía no. Es que no...

—¡No me valen las excusas! —exclama al levantar la mano

derecha, interrumpiéndome—. Vas a venir conmigo y conocerás el


barrio más bonito de la ciudad, incluso algunos dicen que del

mundo.

—¿Del mundo?

—Del mundo, sí. Vite, vite, coge el bolso y la chaqueta, vecina.


No me da tiempo a protestar, porque cuando pronuncio la primera

sílaba ya está saliendo por la puerta.


Madre mía, esto me pasa por confiar en un entusiasta de París.

Sin otro remedio que el de seguirle, eso hago hasta llegar a la

parada de metro más cercana, Luxembourg, situada al lado del


teatro La Comédie de Saint-Michel. Me la apunto mentalmente para

venir algún día, si es que alguna obra me llama la atención.

—Tienes el passe Navigo, ¿no? —pregunta bajo el letrero verde

botella y en hierro forjado tan característico de casi todas las


paradas de metro de París. Sigue pareciéndome un sueño estar

aquí, y siento que en cualquier momento voy a despertarme en mi

habitación ahogada de peluches.


—Sí. Mi hermana me lo sacó nada más llegar.

—Punto para la ninfómana.

Me detengo a media escalera al oírlo.

Eso me ha molestado, la verdad. Es la segunda vez que lo dice y


es indignante. No porque sea Alicia, sino por lo que da a entender.

—Deja de decir eso. Es mi hermana, ¿sabes? Y no lo es. ¿O

eres de esos reprimidos que, cuando ven a una mujer libre,


disfrutando de su sexualidad, la tachan de fresca?

Se da la vuelta para mirarme y niega con la cabeza.

—Para nada. Lo siento, es la costumbre, no lo digo a malas, de

verdad. Es que la llamábamos así cuando no sabíamos su nombre.


Habla de forma pausada, con las gafas bajadas a media nariz

que no tarda en subirse, en un tono neutro que no le conocía.


—¿Quiénes?

—Luego te lo cuento. ¿Podemos darnos prisa, por favor? Llego

un poco tarde y Tim me matará. Prometo no volver a llamarla así, ni


en público ni en privado.

Asiento, satisfecha con lo conseguido.

Subimos hasta Gare du Nord y allí hacemos transbordo hasta

Abesses para coger el funicular.


—¡Es el tiovivo de las postales! —exclamo al verlo en el centro de

la pequeña plaza.

—Ajá. Bueno, de perdidos al río, voy a enseñarte el muro —dice


al cogerme de la mano y llevarme en el sentido opuesto al funicular.

—¿Qué muro?

—El que hay en ese parque. Está escrito «te quiero» en todos los

idiomas.
—Qué bonito.

Bajo un fondo azul, todos los «te quiero» del mundo aparecen

ante mí. Tiene su magia, lo reconozco, buscar aquellos que conoces


en tus idiomas. No pensaba que hubiese tantas lenguas. Eso hace
que me sienta literalmente un minúsculo grano de arena en el

desierto, y la grandiosidad del mundo hace que el vello se me erice.

El olor a gofre me llega de una parada ambulante cercana. Me

viene una sensación cálida y familiar, de tardes sentada frente a la


chimenea, leyendo.

—¿Has encontrado el castellano?

—Sí, y el catalán. T’estimo. Es bonito, ¿verdad?


—Vuélvelo a decir —me pide.

—T’estimo.

Le gusta, lo sé. Ese brillo en sus ojos es bastante revelador.

Un segundo..., sus ojos son realmente bonitos. No, son


preciosos. Parecen bordados en hilo dorado, difuminados en el

marrón de las dunas del desierto.

—Vamos o Tim no me lo perdonará. Iremos más rápido andando


que en el funicular.

No nos detenemos hasta llegar, cuesta arriba, hasta la rue

Gabrielle, a pesar de que me voy parando en cada esquina para

observar cada tienda, cada edificio y la vista que cada vez es más
bonita y más alta desde la colina.

—Es aquí. Cuando acabe esto, te prometo que te llevo a mis

sitios favoritos, ¿de acuerdo?


Yo asiento. Lo dice como si eso fuera a ser una tortura cuando,

en el fondo, estoy encantada.


Por fuera, la galería de arte es parecida a todas las galerías del

mundo: con una fachada de madera pintada en blanco, la puerta a

la derecha del mismo color y, a la izquierda, el gran aparador con un

ventanal transparente de arriba abajo con un cuadro abstracto para


que puedas ver que dentro hay espacios semivacíos con paredes y

más cuadros.

Nada más entrar, un chico que se parece a Idris Elba con veinte
años menos se nos acerca con una expresión de desconcierto.

—No me lo puedo creer. ¡Llegas muy tarde! He tenido que hablar

ya con tres personas que pretenden venderme una casa a las


afueras y otra que quiere endosarme su guion para que haga una

película. Odio a Jacob. ¿Y ella quién es?

Se refiere a mí, claro, me está señalando como si yo no estuviera

delante.
—Vaya, no soy invisible. ¡Menuda decepción! —exclamo.

Esto va a ser muy pero que muy divertido.

—Es Nerea, la vecina del piso de arriba. Nunca había estado en


Montmartre —se justifica Florian.
—Vale, Jacob está viniendo hacia aquí. Ya puedes inventarte una
buena historia sobre por qué ella ha venido, o vas a ser la comidilla

durante todo el mes.

—Sigo sin entender por qué lo odiáis y amáis al mismo tiempo —


pregunto.

—Ahora lo entenderás.

Es lo último que dice Florian en un susurro antes de que el


hombre más perfumado y gesticulativo que haya visto nunca nos

salude de manera efusiva con tres besos y nos diga lo guapos que

estamos en menos de un segundo.


8

LA BUHARDILLA DE FLORIAN
FLORIAN

Ha sido una mala idea traerla a la exposición. Ni siquiera sé por qué


lo he hecho, ha sido un impulso tonto y absurdo.
Nerea observa a Jacob en silencio con los ojos muy abiertos.

—Es una colección fantástica, felicidades —dice Tim para romper


el hielo.
—Gracias, gracias. Tengo ya media colección vendida, por

supuesto, pero a los compradores les gusta ver que sus


adquisiciones tienen éxito. En el fondo son unos egocéntricos, ¡y me
encanta!

»Ah, Tim, tengo que presentarte a un productor de cine

suuupermajo, tiene una Palma de Oro del Festival de Cannes,


¡como tú! ¿O no la tienes?

Ay, Dios, ya empezamos.

Por supuesto que Tim no ha ganado ninguna Palma de Oro del


Festival de Cannes. ¿Estamos locos? Es uno de sus grandes
sueños.

—Todavía no —murmura, cambiando el semblante a uno mucho


más malhumorado.

—Ya llegará. Por cierto, ¿tú quién eres? —le pregunta a Nerea.

—Es una amiga española. Está en París para una investigación


histórica —me adelanto yo, no sea que Jacob le dé alguna de sus

frases pasivo-agresivas.

—Soy Nerea —dice ella, sonriendo.


—¿Una investigación de qué? Vaya, qué decepción, pensaba que

era tu novia, Florian. Desde lo de Jeanette que no levantas cabeza.

Esto te pasa por no salir del armario.


—Saldría del armario si no me gustasen las mujeres, Jacob.

Ahora me ha tocado a mí recibir.


Suele pasar cuando Jacob abre la boca.

—Una investigación sobre Perrault. Espero que Flo saque el libro

en cuanto terminemos, y si Tim se anima a hacer la película, seguro

que la Palma cae.

Esa ha sido Nerea.

Un segundo, ¿Nerea ha dicho esto?


Trago saliva sin poder creerlo.
—¿August Perrault? ¿Qué clase de investigación? —se interesa
Jacob de golpe, cambiándole la forma de la boca de medio

entreabierta a ballenato comiendo.

—Todavía no puedo hablar de ello. La Sorbona nos ha hecho

firmar un acuerdo de confidencialidad, pero es algo gordo —dice

Nerea.

¿Perdona? ¿De qué demonios está hablando? Está mintiendo


como una bellaca. No me lo puedo creer, ¡se está haciendo la

interesante!

—Mon Dieu, quiero saberlo todo en cuanto puedas contarlo. Voy

a saludar a mi terapeuta, aur revoir, guapos —dice de golpe,

saludando a otra persona con la mano.

En cuanto lo pierdo de vista, miro a Nerea entre la fascinación y

el terror, igual que Tim. Es un jodido monstruo de la naturaleza, qué


callado se lo tenía.

—¿Por qué le has dicho eso?

Ella alza los hombros, disimulando una media sonrisa.

Está encantada, lo sé, no puede disimular.

—Porque es un genio malvado. ¿Es que no lo ves? Al fin hemos

podido devolvérsela a Jacob —dice Tim, entusiasmado—. Es que


siempre nos hace eso y quedamos fatal, fatal.
—¿Y por qué seguís yendo a sus exposiciones? —pregunta

Nerea.
Esa es una buena pregunta.

—Por la comida, ahora traen canapés de salmón y champán.


—Pero no es muy bueno.
Le entrego una de las copas que reparten para que el éxito

burbujeante en el que parece nadar se le baje un poco.


—Oh, y porque conociste a tu primer editor en una de ellas,

¿recuerdas?
—Tim, la verdad es que preferiría no acordarme. Creo que tú

también conociste a una de tus exnovias.


—Desirée. Al final solo quería ser actriz, no me quería a mí.
—Vaya, lo siento —le dice Nerea.

—Es mi sino. Por cierto, soy Timotheé, amigo del colegio de Flo.
—Yo soy Nerea, su vecina. Oye, ¿y por qué no te presentas

como fontanero? Estoy segura de que entonces nadie saldrá contigo


porque quiera ser actriz.

—Entonces no ligaría tanto. Es el pez que se muerde la cola. Voy


a morir solo —se lamenta él.
—Ay, por favor, no nos pongamos dramáticos. Tim, la rubia del

fondo te está poniendo ojitos. Ve y dile que trabajas en una


empresa, cosa que no es del todo mentira, así podrás empezar con

buen pie.
—No me los está poniendo a mí, se los está poniendo a Nerea.

—Oh, ¿de veras? —exclama, poniéndose algo colorada—. Es la


primera vez que una mujer me pone ojitos. Y es guapa, ¿verdad?

—Es un bombón —asiente Tim.


—Cada vez me está gustando más París —afirma —. Creo que
ya podríamos marcharnos. Me debes una visita por el barrio.

—Yo también me voy, que tengo una audición que celebrar. Ha


sido un placer, Nerea, nos vemos otro día.

—Igualmente, Tim.
Sé qué es lo que está pensando ahora mismo mi amigo. Que
cómo demonios lo he hecho para traerla aquí, que qué diantres

pretendo con ello, cuando sabe perfectamente que soy pésimo en


estas cosas que entrañan interacción humana con el otro sexo. Que

lo mío son las palabras escritas, las frases espontáneas en


cuadernos, en post-its, en cualquier soporte, siempre que no salgan

de mi boca. Y tiene razón. Tiene mucha razón. Pretendía ser alguien


que no soy con Nerea y he terminado siendo yo mismo porque no
sé hacerlo de otra manera.
Cuando salimos de la galería, la guío hasta la iglesia del Sacré-
Cœur y a las famosas escaleras con toda la vista de la ciudad.
Nunca me canso de estas vistas, y cada vez me inunda la misma

sensación sobrecogedora de estar flotando.


—París en miniatura es siempre una buena idea —comento al

verla hipnotizada ante tal visión.


Me gusta su cabello corto hasta los hombros de un tono claro,
pero sin ser rubio; esas dos pequeñas pecas que tiene rozando la

mandíbula del perfil derecho, la nariz respingona que le da un aire


vivo y chispeante.

—París es siempre una buena idea, Sabrina tenía razón —


responde, haciendo referencia a esa película que hizo Audrey

Hepburn y que luego versionó Julia Ormond—. ¿Bajamos por aquí?


—No, mejor por ese camino. Hay una plaza muy bonita con
muchas otras galerías de arte y pintores que hacen caricaturas,

retratos o venden láminas de la ciudad. Te gustará.


—Tim, tu amigo, me cae bien. Jacob no tanto.

—Ya me lo figuraba ¿Ves ese edificio de allí? —señalo mientras


bajamos—. Yo vivía en el último piso, o más bien en su buhardilla.
Tenía una cocina-comedor-salón, una habitación para dormir y un

baño, y las mejores vistas de la ciudad.


—Ahora mismo te estoy imaginando delante de la ventana con
una bufanda y una máquina de escribir. Flo, eres el prototipo de
escritor bohemio francés.

—Me encanta serlo.


—¿Y por qué ya no vives allí?

—Para una persona está genial, pero era demasiado pequeño


para dos, así que me mudé con Jeanette.
—Tu exnovia. ¿Por qué lo dejasteis?

Omito el hecho de que nos hemos dado un tiempo porque es

complicado y ni siquiera estoy seguro de que eso signifique algo


diferente a cortar.

—Se fue a África para estudiar la migración de los ñus.

—¿La echas de menos?

—A riesgo de parecer insensible, diré que no. Tim dice que no


estaba enamorado de ella, y puede que tenga razón.

—Yo también tenía novio, en Tarragona, y lo dejé cuando se fue

al Amazonas. Tampoco le echo de menos. Mi hermana dice que


estaba con él por comodidad, y definitivamente tenía razón.

—Tu hermana no me cae mal. En realidad, no la conozco. Era

Jeanette quien la llamaba ninfómana —aclaro—, pero desde ahora


será Alicia, lo prometo.
—Así me gusta.

La melodía de Sous le ciel de París que un hombre toca en el


acordeón nos llega, dándole un poco de magia a este ambiente que

se ha instalado entre nosotros.

—¿Te gustaría vivir aquí? Me refiero a para siempre.


Es una pregunta que la pilla desprevenida.

—No lo sé. Salvo a mis padres y a mis amigas, no tengo nada en

Tarragona. Si volviera, tendría que independizarme y buscar un

trabajo, porque no pienso vivir con mis padres otra vez. Así que no
es tanta la diferencia. Mis amigas tienen su vida, una incluso se

casó el verano pasado. Cada vez nos vemos menos... Supongo que

París sería un buen sitio para vivir.


—Es el mejor sitio del mundo.

—¿Cómo lo sabes? ¡Si no has vivido en ningún otro sitio!

—No me hace falta. Tenemos un clima mediterráneo envidiable,


los mejores museos, los parques más bonitos, las mejores

universidades, los mejores restaurantes, las mejores tiendas...

—Pero no tenéis mar.

Me encojo de hombros, resignado.


—Nadie es perfecto. ¿Vamos bajando? Se está haciendo tarde y

tengo que darle de comer a Blue.


—¿Tu gato? —se aventura a preguntar.

—No, mi pez.

La historia de cómo acabé cuidando a un pez es un poco


rocambolesca, lo admito. Fue hace dos años, durante una feria que

montaron en el mes de julio. Jeanette se emperró en ir y no tuve

más remedio que acompañarla. También quiso, en una de las

paradas, disparar, y lo hizo mejor de lo que yo habría pensado.


Total, que terminamos con un pez de regalo. ¿Y quién ha terminado

quedándoselo? Yo, porque ella decía que a África no podía

llevárselo.
—¿A los peces se les da de comer?

—Claro que sí, si están en una pecera sin algas que produzcan

plancton.

—Pobre pez. Podrías lanzarlo al Sena, para que tenga un poco


de compañía.

La miro con terror. No sé si sabe la tontería que acaba de decir.

—¿Estás loca? Lo que hay a veces en ese río es tan incierto


como la existencia de Dios. Hay demasiada contaminación, y si hay

peces, puede que sean mutantes.

—¿Y un estanque limpio en algún parque? —tantea de nuevo.


—No voy a deshacerme de Blue. Me hace compañía mientras

escribo. Últimamente nos llevamos mejor que antes.


—Es un pez.

—¿Qué pasa, que no pueden tener sentimientos?

—Creo que lo que no tienen es memoria.


—Podría ser. Es igual, me gusta la idea de cuidar a un ser vivo

que no sea una planta. Porque las plantas se me dan fatal y se me

mueren todas. Al menos el pez sigue vivo.

Dejamos atrás la place du Tertre y la llevo por l’avenue Junot, una


de mis calles favoritas por la calma que se respira y el empedrado

de medio arco de la calle sin asfaltar. Al llegar al cruce con Villa

Léandre, le señalo una pequeña casa justo al final de esa pequeña


callejuela.

—¿También viviste en esa buhardilla?

—No, fueron el poeta Tzara y su mujer Greta Knutson, la pintora.

—Tengo que reconocer que, ahora mismo, si alguien me dijera


que lo dejase todo y viniera a vivir a este barrio y me dedicase a

pintar, lo haría sin dudar.

—¿Sabes pintar?
—No, qué va, lo hago fatal. Es el ambiente bohemio que se

respira lo que hace que sea capaz de hacer cualquier locura.


Yo me la imagino, sin duda. También de otras maneras, y todas son

tan surrealistas e insensatas que solo puedo soñarlas.


9

BONNIE AND CLYDE

NEREA

Tengo la piel más seca que el desierto de Atacama.


Eso sería bastante irrelevante en la narración de los hechos —

eso y que hace tres minutos me he comido un croque-monsieur que


ha hecho mi hermana, y sí que es verdad que cocina bien la jodida.
¿Hace algo mal? Este es otro tema aparte— si no fuera porque mi

piel ha sido la culpable indirecta de que tenga que apoyarme en la


puerta del segundo primera, porque el culo me duele una
barbaridad.

Es en este momento exacto cuando la puerta se abre y yo caigo

de lado sobre un cuerpo humano. Uno fuerte que me sujeta,


impidiendo que me vaya al suelo por segunda vez consecutiva en

este día de mierda que llevo.

Y es que tengo el culo dolorido no, lo siguiente, porque media


hora antes he salido de la ducha embadurnada de aceite Johnson’s
Baby para pieles secas y en cuanto he puesto un pie en el suelo, he

resbalado. Mi culo ha terminado en el suelo y, en breves, con un


morado que me va a salir de enormes dimensiones.

—¿Qué hacías apoyada en mi puerta? —pregunta Florian

mientras sigue sujetándome.


—Es que me duele el trasero.

—¿De qué?

—Me he resbalado al salir de la ducha. Es igual, estoy bien, estoy


bien —repito, manteniéndome en pie.

Diantres, Florian no lleva camiseta.

Jesús, María y José, ¿quién me iba a decir a mí que debajo de


esas camisas de leñador se escondía el cuerpo del Capitán

América?
Vale, me he pasado tres pueblos, pero son los primeros

pectorales decentes que toco en mi vida.

«Nerea, ¿qué diantres estás haciendo? No te sonrojes, por favor.

Es Flo, el vecino escritor bohemio que tiene un pez de mascota»,

me recuerdo a mí misma.

—Me alegro. En fin, voy a vestirme, que acabo de salir de la


ducha —susurra a punto de abrir la puerta.

—Oye, Flo...
¿Se lo digo o no? Diantres, quiero hacerlo. Es la única persona
que me hace algún caso en mi investigación. Cuando hablo del

tema, Alicia asiente, me anima y cambia de tema. Está claro que

hablar de la vida de un poeta francés y especular sobre ella solo

interesa a los historiadores y a los admiradores de Perrault.

—Dime.

—Ya me han confirmado la autenticidad de las cartas, justo esta


mañana, así que iba a ir a la casa-museo de Perrault para investigar

un poco. ¿Tienes algo que hacer ahora? —tanteo yo.

—Aparte de vestirme y escribir, no. ¿Quieres que te acompañe?

—¿Quieres venir?

Parece que ninguno de los dos queramos decir de forma directa

que eso mismo es lo que queremos, como si fuese algo malo.

—Espera que me vista. Pasa, si quieres —me ofrece él, dejando


la puerta de su piso entreabierta.

No soy cotilla, pero me gusta ver el interior de los pisos de la

gente, creo que dice bastante de una persona y Florian no deja de

ser un tipo un poco misterioso.

A ver, tampoco es Míster Misterios, pero sí que me tiene intrigada

el cómo llegó a ser un famoso escritor. Tan famoso tampoco es, todo
hay que decirlo. Todavía le queda mucho para estar al nivel de Ken
Follet. No se lo diré, pero a mí personalmente me gusta mucho más

su estilo que el de Follet.


La entrada, así como el salón-comedor, tiene la misma

distribución que el nuestro, pero el de él es más sobrio, las paredes


pintadas de blanco inmaculado apenas están cubiertas por un
cuadro —cuyo autor reconozco: Jacob. Tiene un estilo bastante

particular—, los muebles de madera oscura son modernos y pulcros,


y el sofá en forma de ele en terciopelo azul cielo la verdad es que

parece tener una suavidad extrema que hace que tengas ganas de
acariciarlo.

—Ya estoy. ¿Lo has celebrado?


Arrugo la nariz porque se ha puesto una de esas camisas de
leñador verdes con rayas.

Estaba mucho mejor sin ella. Mucho mejor.


—¿El qué?

—Lo que me has dicho, que las cartas sean auténticas.


—Ah, no. Ya te dije que sospechaba que lo eran, no ha sido una

verdadera novedad. Lo que me gustaría saber de verdad es si fue


una relación meramente epistolar o si hubo algo más.
—¿Algo más? ¿Como qué?
—Si hubo tomate. Si hubo rollo carnal. Vaya, que si consumaron

—termino diciendo.
—¿Que si se acostaron? ¿Para qué quieres saber eso?

—Es lo más interesante de la historia, los enredos entre


bambalinas, los amores secretos, todas estas movidas. Yo entro en

Wikipedia para enterarme de todas estas cosas.


Puede que me haya ido de la lengua al explicar ese vicio
secreto.

—Menuda historiadora estás hecha. Vamos, que seguro que el


museo de Perrault cierra antes de las once.

—Como todo en este país. Qué manía con esto de comer a las
doce del mediodía. A mí es que me encanta dormir, y los sábados
no me levanto hasta esta hora.

—Nosotros también.
—¿Y no desayunáis? Pero si sois unos yonquis de los croissants,

los pain au chocolat y toda la bollería expuesta en los aparadores


hecha para aumentar de talla.

—Eres una exagerada. Hacemos un brunch.


—¿El brunch? Esto es demasiado inglés para ti, monsieur
patriotique. ¿Me lo estás diciendo en serio?
—Sí, en muchísimos restaurantes lo hacen los domingos.
¿Tienes algún problema con eso?
—¿Yo? Si a mí me da lo mismo lo que comáis. Pensaba que

nunca adoptarías una costumbre inglesa en vuestra vida, con lo


chauvinistas que sois todos.

—Es como si yo dijera que todos los españoles sois unos


dormilones porque hacéis la siesta. ¿Siempre generalizas de esta
manera?

—Todos lo hacemos, constantemente. Pero a ti te lo digo porque


sé que eres un enamorado de Francia. Ah, yo no hago la siesta, no

puedo dormir después de comer, soy incapaz.


—Que me guste ser francés no quiere decir que menosprecie a

los otros países o a las demás culturas. De hecho, hago yoga cada
día y medito.
—Vaya.

—Sí, va muy bien para relajarse y concentrarse. Deberías


probarlo.

—Mi hermana tiene una esterilla de yoga en casa, creo que va a


clases una vez a la semana. Iré con ella, a ver qué tal es.
Entre tanta cháchara terminamos llegando al museo, cerca de

Châtelet. Es una casa grande. Dejémoslo en casoplón.


Leches, si mi bisabuela se hubiera casado con él, podría haberla
heredado. Me vienen ganas de viajar en el tiempo y darle una charla
de mujer a mujer.

—¿Aquí vivió Perrault? —pregunto al ver los tres pisos que tiene
y el patio interior.

—Durante los últimos veinte años de su vida.


—Qué afortunado, y qué pena que mi bisabuela no le echara el
anzuelo.

—Creo que cuando conoció a tu bisabuela todavía no se había

independizado ni cobrado la herencia de su difunto padre. Pero no


era el típico escritor bohemio.

—No, ya veo que no se conformó con la buhardilla.

—Una vez has probado el palacio, dudo mucho que quieras

volver ahí. Yo también me acostumbraría a esto.


—A lo bueno uno se acostumbra rápido. Eso solía decirlo mi

madre.

—Tu madre es una joya.


Y dale con eso, qué obsesión.

—Repito que no dirías lo mismo si la conocieras. ¿Y la tuya?

—La mía solo nos llama a mi hermana y a mí para preguntarnos


que cuándo venimos a cenar y que si nos planteamos volver a casa.
Desde que yo me independicé y mi hermana se casó, tiene el

síndrome del nido vacío.


—Leí sobre eso. Estaba algo preocupada de que eso le

sucediera a mi madre cuando vine a París, pero parece que está

bien.
—No te preparan para eso. Muchos libros sobre cómo ser un

buen padre, pero poco se habla de cuando los hijos alza en el vuelo

y te quedas solo.

—Seguro que hay más libros de los que piensas y muchos


psicólogos tratándolo. ¿Es gratis el museo?

Florian se echa a reír como si hubiese hecho un chiste magnífico.

—Es París, chérie, aquí nada es gratis.


¿Qué me ha llamado? Chérie. Creo que es el primero en hacerlo,

y en cualquier idioma, todo sea dicho. Un cosquilleo extraño me

roza la piel de la nuca y me siento como si fuera una de esas chicas


guapas y estiladas que van por la calle y que todo el mundo se

queda mirando, de las que suelen llamar chérie siempre. Pero no lo

soy.

—Estoy empezando a darme cuenta.


Pagamos los tres euros y entramos con un panfleto que resume

la vida del poeta y escritor francés de la Belle Époque. Declinamos


las audioguías. Detesto esos trastos que pesan una tonelada y son

lentísimos al explicar algo que puedes leer en diez segundos.

—¿Quieres empezar por arriba? Concretamente por el dormitorio.


Sé que te gustan los temas morbosos —dice mientras se ríe.

De mí.

Será capullo. No tendría que haberle dicho nada. De hecho, no

tendría que haberle propuesto que viniera.


—Ja, qué gracioso. Pues mira, sí, porque me he traído la copia

de una de las cartas que quizás nos dé alguna pista sobre eso.

—¿Me dejas leerla? —pregunta con entusiasmo.


—¿Por qué no?

Resignada, saco el papel impreso del pequeño bolso negro

Bimba & Lola de nailon que llevo colgado y se lo entrego.

—Es muy interesante. Yo creo que hay pasión en las letras —


comenta mientras lee—. ¿Crees que podremos encontrar una

pista?

—Eso espero. Pero como todavía no vivía aquí, creo que va a ser
difícil.

—Un segundo... ¿Su primer beso bajo un olivo? Dice que cada

vez que ve uno, se acuerda de ella.


—En todas las cartas le dice que se acuerda de ella a casi todas

horas, no es ninguna novedad.


Luego dicen que si las mujeres somos unas cursis, pero los

hombres, cuando se enamoran, son peores que nosotras.

—¿Te has fijado en qué árbol hay delante de nuestras narices?


—señala el que está en el centro del patio interior.

—¿Un olivo? Yo que sé, no tiene aceitunas.

—Porque todavía no es temporada. Vamos a echarle una ojeada.

—¿Al olivo?
—Sí.

Lo sigo pensando que es una tontería. Es un árbol, nada más que

eso.
—¿Qué esperas encontrar? —pregunto cuando empieza a mirar

el tronco con una extraña fijación—. A lo mejor lo plantaron después

de que él muriera.

—A lo mejor no. Parece que esté medio hueco. ¿Sabías que


estos árboles pueden durar siglos?

—Soy historiadora, no bióloga. En serio, ¿podemos dejar de

mirar ese árbol como si fuera una obra de arte? La gente va a


pensar que se nos ha ido olla.
Pero Florian me ignora y sigue con el árbol, analizando las ramas

y el tronco con la mirada.

—Sujétame esto.

Doy un sobresalto cuando me encuentro el folleto empotrado en


mi pecho. En un acto reflejo, lo sujeto con la mano derecha.

—¿Por qué? ¿Qué haces? Florian, que nos van a llamar a la

atención. ¡Florian! —exclamo en voz baja cuando veo que se está


subiendo al árbol.

Santo Dios, estos franceses están locos. O ese francés, que

luego me cae la del pulpo por generalizar.

—Solo será un momento, tengo un... pálpito. —Gime cuando el


mocasín se le resbala del tronco y casi se cae, pero logra sujetarse

a la rama—. Uh, cuánta porquería hay aquí. Seguro que me sale

algún bicho. Ah, ¡lo tengo!


De un salto, baja de nuevo al raso suelo. Lleva un sobre en la

mano, cuadrado, de un beis desteñido.

—¿De dónde has sacado eso?

—De uno de los huecos que tiene el tronco. Estaba bien


escondido, no te creas.

—Déjame ver —insisto, casi arrebatándole el sobre de las manos

—. No es posible.
Ay, la leche. No me lo puedo creer, ¡no me lo puedo creer! Es una

carta dirigida a August Perrault de una tal Eugenia Bofill.


Es mi bisabuela.

—Te lo dije.

Ay, Dios mío, que estamos en un sitio público.

Antes de entrar en pánico, meto la carta dentro del bolso y miro a


mi alrededor. No hay nadie, y espero que tampoco haya cámaras.

Dios, si alguien se entera de que hemos encontrado esto, nos lo

van a quitar, y no pienso dejar que me arrebaten esa carta por el


bien de mi investigación.

—Vámonos. Ahora. O nos van a detener.

—¿Por qué? —pregunta Florian, subiéndose las gafas con el


dedo índice.

—La carta está dentro de este museo, así que en realidad

estamos robando propiedad privada.

—Una propiedad que no sabían que tenían.


—¿Y? La ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento.

—No sé si este sería el caso. Está bien, vámonos.

Igual que si me hubiesen quitado una pesada losa sobre los


hombros, doy un suspiro de alivio al ver que cede.
Madre mía, no había estado tan nerviosa ni con la adrenalina tan
a tope en toda mi vida.

Y luego dicen que la historia no es apasionante.

—Dios, tienes razón, podrían detenernos. Estamos cometiendo


un robo a pequeña escala. ¡Nerea! Tenemos que entregar esta

carta.

Niego con la cabeza y le cojo la mano mientras lo arrastro hacia


la salida.

—Ni hablar. Si se enteran de su existencia, nos la van a quitar.

No pienso permitirlo. Florian, tenemos que ir directos a la

universidad y analizarla.
Parece pensárselo durante unos instantes, pero luego asiente.

—De acuerdo, pero que sepas que si me ponen delante de una

mesa de interrogatorio voy a cantar como una almeja.


—Ya me lo imaginaba. Tranquilo, nadie sabe que allí había una

carta; si no, la habrían sacado hace años. Si alguien nos ha visto,


habrá pensado que has estado haciendo el tonto subiendo a ese
árbol y ya está.

—Es verdad, no hay razón para que nos preocupemos. No


somos como Bonnie y Clyde.
—No, no lo somos. Anda, guíanos hasta la Sorbona, que yo
todavía no domino el metro de París.
Sé que no somos Bonnie y Clyde, pero yo me siento un poco así,

en el fondo. Y es que es la primera verdadera aventura que estoy


teniendo en años. A eso me refería cuando decía que quería vivir
nuevas experiencias, sacarle jugo a las cosas.

En el fondo, me alegro de haberle dicho a Florian que viniese


conmigo.
Pero eso no se lo voy a decir.
10

MALDITA NEREA
FLORIAN

Voy a ir a la cárcel.
Madre mía, allí no voy a durar ni cinco minutos, que yo soy
escritor, no matón. Voy a ser el juguete sexual de alguien mucho

más fuerte. Será eso o morirme por un navajazo en la espalda. O en


el estómago. O en el cuello. Y todo por subirme a un árbol, maldito
pálpito. Y maldita Nerea, no sé cómo todavía le hago caso, y

tampoco sé por qué sigo haciéndoselo.


Tendría que dar la vuelta ahora mismo y entregar esta carta a las
autoridades pertinentes. Yo, que toda mi vida he seguido las reglas,

que no cruzo la calle si no está en verde, pago todos mis impuestos

religiosamente y voy a votar a cada una de las elecciones que hay


para cumplir como mi deber de ciudadano, ¡acabo de cometer el

robo del siglo!

—Nerea, esto se nos está yendo de las manos —le advierto en


cuanto llegamos a las puertas de la universidad—. Tendríamos que
llamar a algún abogado. De hecho, voy a hacerlo ahora mismo.

—¿Estás loco? Podría delatarnos.


—Es mi hermana, no va a delatarnos. Hay algo llamado

confidencialidad entre cliente y abogado.

—Pero estoy segura de que si su cliente le confiesa haber


cometido un crimen tiene la obligación de decirlo.

—Yo estoy seguro de que no. Está bien, le preguntaré eso

hipotéticamente a ver qué responde.


—Bien, pero espera que lleguemos a mi despacho.

—Apenas cabemos los dos ahí dentro.

—Florian, soy consciente, pero no podemos ir a otro sitio. La


biblioteca es demasiado pública para dos personas que acaban de

cometer un delito, ¿no crees?


—Tienes razón, a tu despacho.

Esa es una frase que me gustaría haber dicho en otro tipo de

contexto, uno mucho más relajado y que implicase un acto no del

tipo delictivo sino más bien sexual.

Y es que ese diminuto sitio es ideal para echar uno rapidito y

discreto entre clase y clase. Estoy convencido de que muchos


alumnos lo usan de picadero cuando Nerea no está, cosa que no le

voy a decir porque suficiente manía le tiene.


—Ponte al lado derecho de la mesa y yo me pondré a la izquierda
—indica antes de abrir la puerta.

Cumplo lo que me dice a rajatabla y espero a que cierre la puerta

para sacar el teléfono y marcar el número de mi hermana mayor.

—Margot, soy yo. ¿Puedes hablar?

—Estoy en el despacho, dime. ¿Estás bien? Suenas un poco

preocupado.
—Estoy bien. Llamaba para una consulta legal. Una consulta

hipotética —aclaro al ver cómo me taladra con la mirada.

—¿Hipotética? Joder, Florian, esto lo dicen los que han cometido

un delito. Suerte que eres tú y no me preocupo.

Yo no hago esas cosas, lo sé. Si es que no sé ni lo que acabo de

hacer.

—Imagínate que alguien está en un museo —empiezo a ponerla


en contexto.

—Sí.

—Y que dentro del recinto del museo, pero fuera de la

exposición, encuentra un tesoro oculto y se lo lleva.

—Ahora sí que me estás asustando. ¿Dónde estabas y qué te

has llevado?
Mi hermana es muy intuitiva. Ya de pequeños acaba siempre

pillándome cuando yo hacía cualquier travesura. A veces me


ayudaba a encubrirlo para que mis padres no se enterasen; otras

veces, cuando estaba enfadada, se chivaba.


—He ido al museo de Perrault con una amiga que está haciendo
una investigación con unas cartas del autor. He intuido que podía

haber alguna pista de una de ellas en un árbol que había en el patio


interior, y me he encontrado una carta. Hemos huido con ella.

¿Cuántos años me pueden caer?


—¡Florian! ¡Creía que ibas a preguntarle hipotéticamente a tu

hermana! —exclama Nerea, cruzando los brazos.


—¡Florian! ¿Os ha visto alguien?
—No había nadie alrededor.

—Mm, bueno, podéis volver cuando queráis al museo y entregar


la carta como si os la hubierais encontrado entonces. No sé, es una

idea. Pensad que esto puede considerarse patrimonio histórico


cultural de Francia. Como abogada, te recomiendo que hagas eso.

Como hermana, voy a meterte un sopapo en cuanto te vea. ¿Y qué


es eso de «una amiga»? ¿Tienes nueva novia? Creía que querías
volver con Jeanette.
—No voy a volver con Jeanette, y no, no es mi novia, es una

amiga.
—¿Por qué piensa que soy tu novia?

—Porque es una cotilla.


—Te estoy escuchando. Vuelve al museo. Ya —me recomienda

mi hermana antes de colgar.


En qué lío me he metido, madre mía.
Cuando cuelgo, tengo la mirada inquisitiva de Nerea

apuntándome directamente.
—¿Cuál es el veredicto? ¿Cuánto nos puede caer?

—Dice que volvamos al museo y finjamos encontrarla entonces.


Alza las cejas y sonríe. Parece que la idea le gusta.
Mejor, así no tendré que convencerla.

—Bien, haremos eso... después de analizarla —dice mientras


saca la carta del bolso y la deja encima de la mesa—. No la toques,

voy a ponerme guantes para manipularla. La grasa que tenemos en


la piel es perjudicial.

—Yo alucino con que no se haya desintegrado. Se supone que el


papel es biodegradable, o eso dicen en los anuncios de reciclaje.
—Estaría a cubierto y no le tocaría la lluvia, ¿no? Yo que sé,

nunca he sido demasiado ecologista.


—¿No? Muy mal. El planeta no se salva solo.
—Greta y compañía lo están haciendo muy bien. A ver, el sobre
está ya abierto, así que no será difícil sacar su contenido.

Lo va diciendo con unos guantes de color púrpura puestos, paso


a paso. Cuando por fin saca el papel y lo coloca sobre la mesa,

frunce el ceño.
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que dice?
—No lo sé, mi bisabuela tenía una letra horrenda que no

entiendo.
—Déjame a mí.

Alargo el cuello para ver mejor la carta y empiezo a leerla en voz


alta.

Querido Pierre:

Creo que no nos despedimos aquella noche porque en el fondo sabíamos que
no sería un auténtico adiós. Yo también pienso en ti, tus besos siguen
quemándome en los labios. En la soledad de mi cuarto los rememoro demasiadas
veces y los anhelo con angustia y pesar.
He convencido a mi padre de pasar el verano en Mougins con mi prima, no
preguntes cómo. Querido, si hay alguna oportunidad de volver a vernos, es esta.
Pero no me hagas promesas que luego no cumplirás, no, no me escribas más ni
me digas nada. Si te veo allí, si coincidimos de nuevo, sabré que todo lo que
hemos pasado ha sido tan especial para ti como lo ha sido para mí. Si no lo
haces, guardaré tus besos dentro de mi alma y seguiré queriéndote hasta
marchitarme.

Tuya siempre,
Eugenia

—Qué fuerte. ¡Qué fuerte! —escucho que Nerea exclama con

emoción—. ¿Crees que coincidieron en Mougins? Esto es más


emocionante que Pasión de gavilanes.

—¿El qué? Es igual, no me lo digas. Pues claro que coincidieron,

si Perrault pasaba allí todos los veranos.


—Aquí hay mucho tomate. ¡Qué fuerte! Voy a hacerle una foto a

la carta y vamos a devolverla.

—Tu bisabuela tiene toda la pinta de haber sido una soñadora.

¿Cómo era?
—Yo no la conocí, y mi madre tampoco, porque murió cuando ella

todavía no había nacido. Pero la opinión de la abuela no es

demasiado objetiva.
—¿Y eso?

—Dice que siempre fue distante, que estaba en su mundo. Me da

la sensación de que le echaba muchas cosas en cara. ¿Has leído


Jezabel de Némirovsky?

—Por supuesto. Aunque me gustó mucho más Suite francesa —


alardeo un poco, lo admito.

—Dicen que Irène lo escribió pensando en su propia madre, en

un intento de hacer ese ejercicio de comprensión que muchos


escritores emprenden. No sé si es tu caso. Cuando lo leí, pensé en

mi abuela y en su forma de ver a su madre.

—Tiene mucho sentido, sobre todo porque presenta los hechos

de la vida de una mujer de forma objetiva y hace que sean otros


personajes de la novela quienes la juzguen. Pero en el libro, Gladys

se muestra como un personaje narcisista, nada que ver con lo que

se desprende de la carta.
No me creo un experto en dibujar las siluetas de los personajes

de mis libros, hago lo que puedo e intento dotarles de una gran

personalidad. Por eso me gusta adivinar los rasgos, actitudes,


cualidades y defectos de la gente.

—A veces las personas no son lo que parecen. El egoísmo puede

manifestarse de muchas maneras.

—¿Es egoísmo realmente tenerse a uno mismo como prioridad?


¿Dónde está el límite?
—Supongo que está en cómo tratas a aquellos con los que tienes

responsabilidades. Némirovsky lo refleja bien cuando habla de la

hija, de cómo ella es fría y distante y se preocupa mucho más por


ella misma que por su hija.

—Ese ser de luz que describe es irreal. No sé si su intención era

plasmarse a sí misma, pero si lo fue, fracasó estrepitosamente. Tal

perfección en alguien no existe —afirmo.


—Discrepo, hay gente buena y desinteresada.

—Claro que la hay, pero con defectos. Todo el mundo tiene

defectos y virtudes, y por mucho que una persona sea un ser de luz,
la sociedad es un agujero negro y acaba exprimiéndolo de tal forma

que termina marchitándose porque solo da, no recibe. Pero nos

estamos desviando del tema, porque no creo que ni a Irène ni tu

abuela les importase mucho el carácter de sus madres, sino su


comportamiento hacia ellas, sus hijas.

—Querían amor, ¿no? —adivina Nerea, alzando una ceja.

—Querían ser queridas por sus progenitoras. Como todos los


hijos. Todos queremos ser amados, a todos nos gusta gustar.

—Pero no se puede exigir. O te sale o no te sale, ¿no?

Me está mirando, pero no me ve. Parece que su mente viaja por

los recovecos de su memoria, pensando en otras cosas que seguro


que tienen que ver con ese tema.

Ya sé que está pensando en ella misma, lo deduzco de la última


conversación que tuvimos en su casa sobre las comparaciones con

su hermana, en las que ella siempre salía perdiendo.

Me pregunto si se identifica con ellas, si anhela ser valorada y


querida.

Así me lo pareció. Así me lo parece ahora.

—Touché. Vamos, tenemos que ir al museo y devolver esa carta.

Asiente, todavía pensativa.


No dice nada en todo el trayecto, manteniendo las distancias,

estando ausente.

Me gustaría decirle que deje de pensar, que lo hace demasiado y


a menudo. Que no es algo de lo que deba preocuparse, porque

Nerea gusta y se deja querer. De hecho, a mí me gusta, y no solo

hablo de su físico, sino también de su personalidad. No tiene pelos

en la lengua, es decidida, de ideas claras. Es orgullosa pero no


altiva, sabe cuándo pedir perdón y cuándo dar las gracias.

—Bien, ¿qué hacemos ahora? —pregunta cuando ya estamos

dentro, otra vez delante del árbol.


—Vamos a preguntar en la entrada.
La cosa fluye más rápido de lo que nos pensábamos. Cuando le

explico a la chica de la recepción que nos hemos encontrado eso en

el tronco del olivo, llama enseguida al supervisor. Este nos da las

gracias y nos pide un número de teléfono para mantenernos al tanto


del hallazgo.

—Al final no ha sido tanto drama. Ha sido una buena idea lo de

fingir encontrarla más tarde, así me ha dado tiempo a analizarla y a


hacerle un par de fotos. Dale las gracias a tu hermana de mi parte

—dice Nerea al salir.

—Claro. ¿Vuelves a casa?

—No, vuelvo a la universidad. Quiero hacer un informe de todo


esto y enviárselo al profesor para ver cuál es el próximo paso que

dar. ¿Tú?

—Tengo que escribir.


Y recuperarme del susto.

—Flo, algún día vas a tener que contarme cómo terminaste

siendo escritor y cómo logras vivir de ello.

Me echo a reír por lo que acaba de decir. Porque no ha sido fácil


y porque es un poco ilusa si cree que vivo de eso.

—Chérie, no vivo de mis derechos de autor, sino de los artículos

que publico en varias revistas y periódicos.


—¿En serio? ¿Dónde escribes? ¿Por qué no lo sabía?

—Nunca has preguntado. Y tampoco hace tanto que nos


conocemos.

Ahora que lo pienso, así es. No hace tanto que nos conocemos y

me da la sensación de que he pasado más tiempo con ella que con

nadie más en este último mes. Y me gusta.


—Vaya, veo que quieres hacerte el misterioso. Bien, ya lo

averiguaré por mí misma. Me marcho, nos vemos luego.

En realidad no lo escondo. Seguro que si pone mi nombre en


Google salen todos mis libros y mis artículos.

Debería hacerlo yo algún día, a riesgo de encontrarme alguna

crítica feroz.
Cuando llego a casa me pongo inmediatamente a escribir esa

novela romántica que tengo entre manos. Y es que cada vez es más

fácil: la trama la tengo ya hecha con todo lo que me pasa con Nerea,

y la parte amorosa y sexual es fácil añadirla. Se trata de narrar lo


que me imagino, sin más. Así que, en el documento, los Florian y

Nerea ficticios terminan enrollándose en su diminuto despacho de la

Sorbona, ella abierta de piernas sobre la mesa y yo haciéndole el


amor con los pantalones bajados hasta los tobillos.

Pero las fantasías, fantasías son.


¿No?
11

COQUETEAR ES UN ARTE
NEREA

—Tienes chocolate entre los dientes.


Alicia me suelta eso después de que yo dé un monólogo impoluto
sobre el hecho de que en el siglo las pelucas eran lo más de lo

más. Me sienta como si alguien me hubiese pellizcado en el brazo y


después lo hubiera negado. Que yo sé que la película de Sofia
Coppola sobre María Antonieta ha hecho mucho daño a la historia,

pero si algo bueno tenía era el claro reflejo de la obsesión de


aquella gente por las pelucas y los dulces.
—Estoy segura de que María Antonieta era lesbiana, se lo

montaba en secreto con esa tal duquesa de Polignac y le importaba

tres pepinos todo lo demás —suelta Aimee, comiéndose el último


trozo de Milka sabor Oreo.

Aimee es una amiga de Alicia, francesa, demasiado impertinente

para que me caiga bien, pero demasiado sincera para que me caiga
mal.
Jodido chocolate, qué bueno que está. Yo iba a beber un poquito

de mojito que Alicia había preparado y he terminado sentada en el


sofá con ellas, viendo esa película por quinta vez y comiendo

chocolate.

—Es probable. Oye, ¿y qué tal va lo de las cartas? —pregunta mi


hermana, acordándose momentáneamente de mi profesión.

—Bien, muy bien. O muy mal, no lo sé. Esta semana voy a tener

que ir hasta Mougins y averiguar si nuestra bisabuela se lio con


Perrault y hasta qué punto, o se quedó todo en un plano más

platónico.

—¿Hasta qué punto? —se extraña Aimee—. No entiendo. ¿Estás


hablando de preliminares?

—Si solo fueron cuatro besitos o si consumaron. Y si tuvieron una


gran relación, si pudo influenciar en su obra. Que a lo mejor se

cansó de él por ser un empalagoso y adiós muy buenas.

—No creo —opina Alicia—. Las mujeres de nuestra familia van

de duras, pero luego se quedan con el que promete amor eterno.

Mira mamá, es un ogro en su empresa y luego parece una gatita

mansa cuando papá le hace cuatro arrumacos.


—Dios, acabo de visualizar eso y no me ha gustado nada. Pues

ni tú ni yo hemos salido así.


—Tú no, yo sí. Cuando me enamoro de alguien, pierdo el culo.
—¿Y cuándo ha sido eso? —pregunto, incrédula—. El único

novio que te he conocido fue el tal Pablo y lo dejaste para venir

aquí.

—Ya te contaré, fue una mala experiencia. La que no te has

enamorado nunca has sido tú —dice, cambiando de tema.

Alicia enamorada. Ja. Seguro que me está tomando el pelo, pero


por la forma de esquivar el bulto, no me lo parece.

—Yo tenía novio, guapa.

—Yo también tuve uno y mírame, no me acerco a un rabo desde

hace años —declara Aimee.

—Isidro no cuenta.

—Isaac —la corrijo por milésima vez—. Lo haces a propósito,

¿no?
—Por supuesto que sí, tiene una memoria de elefante, la jodida.

Se acuerda hasta de las veces en las que he dicho que nunca más

volveré a beber. ¿Y cómo lo conociste? —pregunta Aimee.

—Fue en el colegio. Íbamos a la misma clase. Primero fuimos

amigos hasta que un día me propuso salir.

Dicho así no suena romántico, pero en ese momento a mí sí que


me lo pareció. Estábamos en el paseo marítimo contemplando el
atardecer, comiendo pipas con cierta chulería, hablando del episodio

de... No recuerdo la serie. Al día siguiente yo cumplía diecisiete,


pero dijo que quería darme el regalo antes que nadie. Cerré los ojos,

como me dijo, y me besó. Fue el primer beso que me dieron y


recuerdo que fue un poco decepcionante; no sentí las mariposas en
el estómago ni los fuegos artificiales. De hecho, era una firme

defensora de que en Princesa por sorpresa nos engañaron, nos


hicieron creer el pie hacía pop cuando besabas a alguien que

realmente te gustaba. Con Isaac el pie no se movió. Y ahora ya no


sé qué pensar, porque parece que no estaba enamorada. En mi

primer beso solo sentí una humedad exagerada y un gusto de


repollo agridulce que no se me pasó hasta que me lavé los dientes.
—Suena muy clean romance. ¿Eres virgen?

Aimee no tiene censura.


—No, pero no me gusta hablar de sexo —susurro después de

terminarme el mojito.
—Tengo una teoría: las que dicen eso están muy insatisfechas

sexualmente y les da corte decirlo.


—Ella lo está —afirma mi hermana.
—¡Oye! —me quejo, aunque sea verdad—. Hablando de eso... Si

te traes a alguien a casa, avisa antes. No quiero entrar en la cocina


medio desnuda y que tu ligue de turno me vea. O verlo yo a él.

—Uy, Alicia está muy rara últimamente. Creo que ha conocido a


alguien que le hace tilín.

—Es un desequilibrado, cosa muy distinta —la corrige.


—¿Y eso?

—Es un conocido de hace tiempo. El otro día me invitó a


desayunar y, la verdad, no sé por qué acepté. Y resultó que él
pensaba que era una cita. Yo detesto las citas.

—Yo no le veo nada raro.


—Dijo que estaba enamorado de mí y ni siquiera me conoce. Ah,

y lo más importante: que hasta la tercera cita no piensa tener sexo


conmigo.
Alicia parece indignada. ¿Es idiota? A veces lo parece. También

creo que está muy acostumbrada a hacer lo que le da la gana y que


todo el mundo le baile el agua, y este se ha plantado.

—A ti lo que te pasa es que querías mambo con él y te ha dicho


que no —adivina Aimee.

Ya era hora de que alguien le bajase los humos.


Finjo beber del vaso ya vacío mientras miro al horizonte hasta
poner la vista en Kirsten Dunst sentada en medio del campo de

forma bucólica. Pienso que la pobre no sabe lo que le espera —una


guillotina mal afilada— y la sensación de satisfacción me baja hasta
los pies.
Parpadeo varias veces, volviendo a la realidad.

—Me molesta más lo del enamoramiento. ¿Y si es un psicópata?


—Alicia, no está enamorado de ti. Tendrá un enamoramiento

platónico, como el que se tenía con el chico guapo de la clase. Ha


sido muy sincero al decírtelo, otros se lo habrían callado.
Es imposible que alguien se enamore de verdad con tanta

rapidez, aunque se trate de la magnífica Alicia. Me niego a


aceptarlo.

—¿Es guapo? —pregunta Aimee.


—Guapísimo, si es que parece que no tenga ni un puñetero

defecto. No me fío de esos tipos.


—No te fías de nadie, cielo.
Mi hermana tiene una flor en el culo, si ya lo digo yo. Ahora

Míster Perfecto se ha enamorado de ella, ¡y ella le da calabazas


porque piensa que es un psicópata!

Santa paciencia, de verdad.


—Voy a tirar la basura, que luego se me olvida y la cocina huele
mal. Ahora vuelvo.
Me he cansado de escuchar tanta tontería. Si lo dice para que le
diga «ay, sí, está loco, aléjate de él», o, peor: «Podría ser el amor de
tu vida, ¡dale una oportunidad», es que no me conoce en absoluto.

Bah, si es que seguro que se lo tira y luego ni se acuerda.


En fin, no voy a hacerme mala sangre, que luego el karma es

muy jodido y me devuelve lo de tener malos pensamientos.


Las calles están húmedas. Debe de haber llovido y no me he
dado cuenta. Separo el plástico del vidrio y me vuelvo hacia la

portería cuando sale el vecino.

Diantres, tengo que hacer algo. Coquetear. Mierda, ¿cómo se


coquetea? Pose erguida, sonrisa puesta, seguridad. Eso decían en

una revista. ¿Y ahora?

Saluda, Nerea.

—¡Buenas, vecino! —exclamo con demasiado ímpetu.


Lo estoy haciendo como el culo.

Clement alza la vista y me sonríe.

—¿Cómo va todo?
—Muy bien. ¿Qué tal? ¿Te has adoptado bien? Adaptado,

adaptado al vecindario, me refiero.

Ahora no sé hablar bien. Dios bendito, ¿por qué me cuesta tanto


hacer estas cosas? Si al final va a resultar que me iría mejor siendo
una dama victoriana, donde te pedían bailar y hablar del tiempo

como mucho.
—Por supuesto, venía a menudo a ver a mi abuela. Supongo que

tu hermana te lo habrá dicho.

—No, no me lo ha dicho. No es que hablemos mucho de los


vecinos..., excepto de Florian, pero porque tuve un escape en el

baño.

—¿De veras? —Parece preocupado—. ¿Ya lo tenéis arreglado?

—Vino el fontanero, así que creo que está todo bien.


—Si tenéis cualquier problema, podéis venir a mi baño. Díselo

también a Alicia.

Alicia. Claro, claro que no se lo voy a decir. Un segundo..., ¿y si


me está mandando indirectas para que vaya a su cuarto de baño?

¿Tendría que responderle la indirecta? ¿Cómo se hace eso? ¿Le

digo que yo tengo jabón de sobra con voz seductora?


—Claro que yo... ¡Mierda!

No puedo terminar la frase, porque de golpe me cae sobre la

cabeza un montón de agua. Y no es de la lluvia. Miro hacia arriba y

no me puedo creer lo que veo: Florian regando las plantas a estas


horas.
—Vaya, deberías entrar y secarte, no cojas un resfriado. Nos

vemos, vecina —dice Clement, despidiéndose.

Aprieto los puños, conteniéndome mientras la rabia me sube por


el estómago.

¡Maldito Florian! Tengo ganas de patearle el trasero.

Se va a enterar. Nadie riega las plantas a las diez de la noche,

¡nadie!
Subo las escaleras apretando los dientes, con la mandíbula

tensa, y llamo a su puerta. Cuando me abre, está comiéndose lo

que parece un croissant con espinacas y queso, y lleva el pijama.


—¿Eres tonto? ¿A quién se le ocurre regar las plantas a estas

horas? ¿No miras que no haya nadie debajo?

Me mira con ojos de cordero degollado. No sonríe, tiene las

comisuras de los labios hacia abajo y tiene una especie de capa en


sus ojos... como si se tratase de un vidrio empañado.

Trago saliva y me relajo de golpe, viéndolo tan indefenso.

¿Tiene los ojos preciosos? Los tiene vistos así, sin las gafas.
Diría que hoy son de un color miel con motas doradas brillantes que

hacen que quieras seguir mirándolos una y otra vez.

Los hombros se me relajan de golpe, la respiración se calma y se

vuelve arrítmica, igual que un caballo trotando por el campo sin


destino fijo.

Hasta que se coloca las gafas de Rompetechos y el hechizo se


rompe.

—Perdona, tenía que regarlas desde hacía días y me he

acordado ahora. ¿Te he empapado?


Espero que sea una pregunta retórica. Pero yo sigo pensando en

sus ojos, en lo hechizantes que son.

—Sí.

—Perdona.
Entonces saca el pañuelo de su bolsillo y me seca la mejilla

derecha a toques. Es tierno. Mierda, ¿qué me pasa? Es Florian, el

vecino con pantalones de pana que tiene un pez de mascota. Ah, y


que da la casualidad de que es mi escritor favorito. Pero ahora

mismo toda esa rabia que tenía contenida en el estómago se

evapora. La sustituye una sensación cálida, parecida a la que tienes

cuando en una mañana fría de diciembre alzas la cabeza hacia el


sol.

—Ya. Oye, ¿qué haces mañana?

Se me ocurre algo descabellado. Es una locura, pero si dice que


sí, me va a ir de perlas.

—¿Mañana? Escribir.
—¿Y pasado?

—Lo mismo. Si lo que quieres saber es si tengo planes, la

respuesta es no —corta la conversación.

—Eso era lo que quería saber. Es que el doctor Dupont me envía


a Mougins para investigar e iba a preguntarte si querrías

acompañarme. No me gusta ir sola de viaje. Vaya, que ya sé que

puede ser una experiencia religiosa, que te cambie la vida, etc., pero
no es para mí. Y mi hermana trabaja.

Alicia sí, trabaja, pero tampoco se lo he pedido. Básicamente

porque a ella le importa tres pepinos la investigación y convivir con

ella ya es suficiente como para encima irme de viaje.


—¿Cuántos días?

—Dos. Son los que me paga la Sorbona. Lo he mirado y hay un

solo hotel cerca de la casa-museo de Perrault, que, cómo no, está a


las afueras. Hay parada de tren en...

—Iremos en mi coche. Hace tiempo que no conduzco.

—¿Tienes coche?

—Sí. ¿Mañana por la mañana salimos? A las diez. Vente


desayunada.

—Sí, señor.
Antes de cerrar la puerta, vuelve a secarme la otra mejilla con el

pañuelo y esta vez sí que esboza una sonrisa.


Ya tengo compañero de viaje.

No estoy hecha para la soledad, aunque a veces se empeñen en

dejarme sola. Alicia parece haber nacido para ello, y el mundo no

para de mandarle personas a su alrededor que ella desprecia. Qué


injusta es la vida. Recuerdo aquella vez, cuando éramos pequeñas,

que mi abuela solía agasajarla y decirle lo bonita que era, y Alicia la

rehuía, detestándolo. Yo mendigaba su atención, quería que me


llamase guapa y me quisiera peinar el cabello. Siempre era la

segunda opción, siempre supeditada al rechazo anterior de mi

hermana.
Aquello me dolía.

Dicen que los profes no te tienen manía ni los padres tienen un

hijo favorito, pero es mentira. Yo no quiero ser el segundo plato de

nadie, leches, yo soy el menú entero, o lo tomas o lo dejas.


—¿Está lloviendo?

La voz masculina que suena detrás de mí hace que vuelva a la

realidad. Me doy la vuelta y veo que es un hombre saliendo del piso


de enfrente. Es de una altura considerable, con los ojos rasgados de

un gris metálico brillante que me recuerdan a los robots de las


películas futuristas, la nariz prominente de general romano y el
cabello oscuro recogido en una coleta.

—No, es que alguien ha regado las plantas cuando no debía. Soy

Nerea, la nueva vecina.


Me presento alargando la mano, muy formal. Él cierra la puerta

detrás de sí y me la encaja con una media sonrisa.

—¿La hermana de Alicia? Las noticias corren como la pólvora.


Soy André, bienvenida a París.

Parece un tipo sencillo, con las Converses negras, los vaqueros y

la camiseta suelta de manga larga. Me da la sensación de que no es

tan joven como aparenta.


—Gracias, la verdad es que me he adaptado rápido.

—¿Cómo es que has venido a París?

Cojo aire y le cuento lo de las cartas, la investigación y todo lo


demás.

Al menos parece más interesado que Alicia.


—Es genial, genial. Tengo que irme, ha sido un placer, Nerea. Ya
me contarás lo de la investigación con más detalle. Me encanta la

historia, ¿sabes? De pequeño quería ser Indiana Jones.


Su confesión me hace gracia y suelto una carcajada.
—Yo quería ser Lara Croft, pero no pudo ser. Un placer, André.
Sin duda, he subestimado al vecindario. Lástima que el del
segundo segunda esté casado y tenga un crío, porque debo
reconocer que no está nada mal.

Y luego dicen que por qué los franceses tienen fama de ser
irresistibles.
12

CARRETERA Y MANTA

FLORIAN

La enigmática tendencia del ser humano a incluir a los personajes


importantes o influyentes en esas listas de «los más atractivos» o

«los mejores amantes» siempre me ha sobrepasado. Como ahora,


que veo a un príncipe belga con cara de queso de bola en el top
cinco de los hombres más guapos.

—Yo alucino, ¿qué diantres le ven? —me quejo en voz alta antes
de que nos traigan el desayuno.
Tim se ríe por lo bajo mientras niega con la cabeza. Ha venido a

desayunar conmigo en el bar de debajo de casa antes de que me

marche a Mougins con Nerea.


—Que es un príncipe, solo eso. ¿Quieres dejar de leer estas

chorradas? Sigo sin entender esta relación extraña que tienes con tu

vecina. ¿Ha surgido algo más?


Niego con la cabeza mientras le hinco el diente al croque-

monsieur.
—Claro que no. Somos amigos, creo. No lo sé.

—Ah, que ni siquiera sois amigos.

—Por mi parte hay un interés oculto, así que no sé si cabría


hablar de amistad. Me cae bien, eso seguro. ¿Puede atraerte

alguien que no te caiga bien? Tú eres el experto en comedias

románticas.
—Por supuesto que sí. En realidad, cuando no soportas a alguien

es cuando reflejas tus propios defectos en él. O también es posible

que no soportes que esa persona te atraiga tanto y entonces


empieces a sacarle todos los defectos que tiene.

—Esto es de psicólogo, entonces.


—Hay muchas cosas que lo son. Como, por ejemplo, por qué a

las mujeres les atrae un profesor o su jefe o un millonario, aunque

haya una diferencia de edad enorme.

—¿Por qué?

—La erótica del poder. Créeme, si el mismo tipo fuese su

fontanero, ni lo mirarían. Por eso tienen éxito esos libros y películas,


y también pasa en la vida real, claro. La diferencia es que lo
segundo es mucho más complicado y el atractivo desaparece
cuando ellos dejan de tener la sartén por el mango.

—Entiendo. ¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Cómo definirías a todas las que se te acercan para que les

des un papel en tu película?

—La erótica del enchufe —se inventa, riéndose un poco de sí


mismo—. Voy a tener que ligar con alguien que no sea actriz o que

no quiera serlo.

—Está claro. Por cierto, tengo el libro casi terminado. Me faltan

unos cinco capítulos.

—¿El libro nuevo que estabas escribiendo?

Asiento mientras bebo el café.

—Es el único libro que puedo escribir. La verdad, el de Notre


Dame se me está haciendo demasiado cuesta arriba. No me

inspiro.

—Es que la inspiración la tienes en el tercero primera —dice al

guiñarme el ojo—. ¿Sabes algo de Jeanette, por cierto?

Oh, sí. Jeanette me escribió ese mensaje que respondí con un

breve «bien, ¿y tú?» y ella me puso al día sobre su aventura


africana y me mandó un par de fotos muy artísticas de elefantes y

ñus.
—Que está bien en África, rodeada de animales. Literalmente

hablando, no pienses mal.


—Creo que lo he pillado. ¿Y qué vas a hacer con el nuevo libro
cuando lo termines? Ya sé que has dicho que era algo distinto a lo

habitual. Supongo que vas a querer publicarla, necesitas publicar


algo.

—Lo sé. Si no, voy a estar en números rojos dentro de tres


meses. Estaba pensando en enviarlo a alguna de esas editoriales

que suelen publicar comedia.


—Ni hablar, mándaselo al editor de siempre y que te diga qué
hacer. ¿Tengo que recordarte lo difíciles que fueron tus inicios?

¿Quieres volver a pasar por eso?


—Ni en broma. Tienes razón, voy a enviárselo y a ver qué me

dice. El final voy a inventármelo. ¿Cómo lo hacéis los directores de


cine de las comedias para que no quede surrealista?

—No lo sé. La vida no es una comedia romántica. A veces, con


suerte, un par de escenas robadas y poco más. El resto es material
demasiado aburrido para ponerlo en la cinta.

Dignas palabras de un director de cine.


Miro el reloj y veo que se me está haciendo un poco tarde.

—Creo que tienes mucha razón. Voy a ir tirando hacia el garaje,


que tengo que sacar el coche y hace bastante que no lo uso.

Veo que Tim frunce el ceño y lanza un suspiro de negatividad


absoluta.

—Si no se enciende, llámame y te dejo el mío.


Es una oferta tentadora. Su coche es mucho más moderno y
cómodo. Tiene los asientos esos con calefacción, para poder

conectar el teléfono y incorporado.


Pero mi Citroën es especial.

—Arrancará, ese coche nunca me ha dejado tirado.


Solo espero que esta no sea la primera vez.
El garaje no está lejos, y cuando llego al edificio habiéndolo

arrancado sin problemas, Nerea ya está en la calle con una


pequeña maleta con ruedas, un bolso azul marino cruzado y las

gafas de sol redondas a lo John Lennon. Con sus pantaloncitos


piratas blancos y el jersey de rayas marinero podría pasar por

francesa.
—Así que tienes coche de verdad. —Es lo primero que menciona
al verme—. Citroën tenía que ser. ¿Puedo poner el equipaje en el

maletero?
—Claro, yo ya lo he metido. Nos vamos cuando quieras.
—Ahora mismo, entonces.
Después de cerrar el maletero, se sube en el asiento del copiloto

y se pone el cinturón.
—Vámonos. En teoría hoy no puedo circular por la ciudad, así

que cuanto antes nos vayamos, mejor.


—¿Y eso?
—La alcaldesa de París deja circular las matrículas que acaban

en número par unos días y las impares otros días para bajar la
contaminación. De todas maneras, no creo que nadie me pare.

Me detengo cuando enciende la música y suena una de esas


canciones que dan un poco que vergüenza ajena.

Pour un flirt avec toi je ferais...


—¿No crees...?
—La radio... —musito, intentando cambiar las emisoras.

—No es la radio, es un . Déjame escucharlo. Mira, aquí tienes


las tapas —dice al verlas en el salpicadero.

Merde.
—Sí, es que...
—¡Madre mía! Michel Delpech. Pero si es el Nino Bravo francés.

—¿Ese quién es?


—Un cantante que mi abuela adora. Llevaban el mismo peinado y
las mismas patillas, pero Nino no salía con chicas tan
espectaculares en la portada, solo suspiraba por ellas. Cosas de la

censura de la época.
—Son de mi hermana, antes compartíamos coche.

—¿Y ahora no? Mi hermana y yo también lo hacíamos.


—No, después de su divorcio se compró un Audi rojo. Se gana
pasta en la abogacía. Es una tontería, en París no se necesita

coche. Si la mitad de los días no se puede circular, y aparcar es una

pesadilla.
—Zaz, esta me gusta, luego la ponemos. A Edith Piaf, de

momento, no. Es demasiado nostálgica. ¿Cuántas horas son hasta

llegar?

—En el del teléfono pone nueve horas. Llegaremos a la hora


de cenar.

—Me lo imaginaba. Podremos parar a comer en algún sitio, ¿no?

—He traído un picnic para no entretenernos demasiado.


Veo de reojo cómo abre los ojos, sorprendida. Estamos ya

saliendo de París y cojo la autopista dirección Lyon.

—Has pensado en todo.


—Claro que sí.
—Oye, vas un poco despacio, ¿no? Creo que aquí ya se puede ir

a ciento veinte.
—Una vez lo puse a esa velocidad y el coche se recalentó. No

quiero arriesgarme, iremos máximo a cien.

—Dios, habríamos sido más rápido en tren, visto lo visto.


—Oye, guapa, ¿tienes algún problema con mi coche?

—Con tu coche no, con la velocidad. ¿Pueden multarte por ir a

menos de cien?

—Claro que no. Encima que me preocupo por el medio


ambiente...

—No me digas... Oye, gracias por acompañarme. No me gusta

viajar sola, aunque sean solo dos días. Hay gente que sí, y de
verdad, sería genial que yo pudiera y me gustara, pero no soy un

alma solitaria.

Lo dice como si estuviera pensando en voz alta.


A veces Nerea tiene esos ramalazos de expresar sus

pensamientos como quien no quiere la cosa, aunque son poco

frecuentes. Es fácil imaginarme que nos estamos yendo de

vacaciones, como cuando era pequeño y salíamos de París con mis


padres a cualquier parte de Francia, poniendo esos mismos que

cantábamos sin ningún tipo de criterio musical; que me coge de la


mano mientras la tengo en el volante y me confiesa que está muy

contenta de irse conmigo.

—A mí tampoco me gusta —confieso mientras me imagino la


escena con cierta nostalgia.

¿Puedes echar de menos algo que no has vivido?

No, no sería nostalgia, sino más bien tristeza.

—Se lo habría pedido a mi hermana si no trabajara. O no, la


verdad es que no estoy segura. Intento empatizar con ella,

comprenderla, pero se me hace muy difícil, y en más de una ocasión

estoy tentada de decirle que la vida no es un camino de rosas. Al


menos para los demás.

—¿Piensas que esto ella no lo sabe?

—Creo que a veces lo ignora de forma deliberada. No es tonta,

¿sabes? De las dos, ella es la rubia, guapa y escultural, pero esto


no quiere decir que tenga poco cerebro.

—No he dicho lo contrario. ¿Por qué asumes que, de las dos, ella

es «la guapa»?
Me mira con el ceño fruncido, como si estuviera diciendo

tonterías.

—¿No la has visto?

—Sí. Las rubias no son mi tipo, tu hermana no me atrae.


Eso parece chocarle bastante. Finge distraerse al cambiar de

canción hasta encontrar una que conoce.


—Hm.

Creo que será mejor cambiar de tema. No pretendo ir más allá y

confesar que a mí me van más las castañas que van de sabiondas,


que refunfuñan como niños y tienen espíritu crítico, esas de ojos

entre oscuros y claros que no sabes muy bien cómo definir.

—¿Qué querías ser de mayor?

—¿Yo?
—No, se lo decía al del coche que me acaba de adelantar.

Ella me lanza una mirada de desaprobación, pero no dice nada.

—Pasé por varias fases. Quizás la que duró más fue la de


domadora de delfines.

—¿Y qué salió mal?

La imagen de Nerea con el bañador rojo y el silbato hace que me

incomode un poco.
No, estoy mezclando Los vigilantes de la playa con Salvar a

Wally.

—Mi hermana solía decir que le daría vergüenza que le


preguntasen a qué se dedica su hermana y está respondiera

«domadora de delfines», así que acabé desistiendo.


—Es una profesión como cualquier otra.

—El término exacto es «cuidadora» o «entrenadora»— sacudié la

cabeza con retintín, como si estuviera quedándose conmigo—. No,

en realidad, crecí. La vida, suele pasar. ¿Y tú?


—Ministro. No tenía ni idea de lo que hacían, pero salían por la

tele, daban discursos y mi padre solía decir que «tenían la vida

solucionada», y eso sonaba bien.


—¿Y qué salió mal?

—No tengo madera para político local, imagínate para nacional.

Después de parar en un área de servicio al aire libre y comernos

los bocadillos, Nerea se duerme en el coche mientras suena de


fondo Sous le ciel de París y yo sigo conduciendo hasta que se hace

de noche y por fin vislumbro el letrero de entrada a Mougins.

El hotel está a las afueras, anunciado en una tablilla de madera


rústica, muy cerca de la casa-museo de Perrault —la segunda que

tiene ese hombre—. Aparco el coche en la entrada, cansado del

viaje. Siento las manos agarrotadas de tenerlas sobre el volante y el

cuello dolorido.
Me masajeo las sienes para relajarme un poco.

—¿Ya hemos llegado? —murmura Nerea, abriendo los ojos

mientras bosteza.
—Sí. Tengo que ir al baño con urgencia.

—Yo también.
Carretera y manta, es lo que se dice. Los párpados me pesan y

tengo las piernas entumecidas del viaje. Todo eso, sin embargo, se

me pasa cuando la idea de pasar dos días a solas con Nerea cruza

por mi cabeza.
13

POR LA BOCA MUERE EL PEZ


NEREA

Cuando era pequeña, mi película favorita era Matilda. En ella, una


niña de ocho años —o diez— cuya familia no la entiende, ingresa en
una nueva escuela donde la directora es malvada y solo una

encantadora profesora la comprende.


Ah, y puede mover cosas con la mente porque es superdotada.
En el fondo, siempre me he sentido un poco como Matilda. No

porque sea inteligente —que lo soy, pero no a esos niveles—, sino


porque siempre he sentido que nadie en mi casa me entendía de
verdad.

A ver, que mis padres no pasaban de mí ni tampoco les daba

igual lo que hiciera. Me querían —bueno, me quieren— y cuidaban


como los que más, pero no me comprendían de verdad. Ni siquiera

mi madre compartió nunca gustos conmigo, ni entendía mis

aficiones. Yo le pedía el libro con desplegables de las pirámides de


Egipto y Barbie azteca y me regalaba un juego para hacer joyas y
Barbie Malibú. Tampoco comprendía mis aspiraciones: se negó a

llevarme a un campamento de arqueología y tuve que ir a unas


colonias de inglés.

Quizás por eso valoro tanto que alguien me ayude con mi trabajo,

que se interese realmente por él, porque nadie había hecho antes
algo parecido, nadie había creído en mí.

Como Florian.

Puede que por eso y porque estoy muy cansada tenga ganas de
darle un abrazo. Sí, es raro, ahora mismo le abrazaría muy fuerte y

le daría las gracias por haberme traído a pesar de haber ido a diez

por hora durante casi todo el trayecto.


Me siento algo estúpida teniendo estos pensamientos en la

recepción del hotel, esperando a que la tal Marguerite encuentre la


reserva de una vez por todas.

No me impaciento, se nota que es la típica chica nueva en esto.

¿Qué edad tendrá? ¿Dieciocho, diecinueve?

Me estoy pasando, apenas seré cuatro o cinco años mayor que

ella.

—¡Aquí está la reserva! —exclama al fin—. Una habitación doble


para una noche, a nombre de Nerea Abril.
—Aleluya —susurra Florian en voz tan baja que dudo que ella lo
haya escuchado.

—Y con dos camas individuales —añado yo.

—Eh, no. Es una cama doble.

—Pedí eso exactamente cuando hice la reserva.

—Puede ser... ¡Ay, es cierto! Disculpe.

—Cambie la habitación, entonces.


—No puedo, el hotel está completo y hasta dentro de dos días no

habrá una habitación libre. Pero les invitaremos a cenar por las

molestias.

Miro a Florian y él me mira a mí. Está muy cansado de conducir,

con la cara más agria que el vinagre, y sé que el hotel más cercano

está a unos quince o veinte minutos de aquí.

¡Maldita recepcionista incompetente!


—Nos quedamos con la cena gratis. —Me giro hacia Florian—. Si

te parece bien.

—Estoy zombi, todo me parece bien.

Somos adultos, no voy a hacer como que esto es un gran

problema. Al fin y al cabo, se trata de dormir, y Florian es Florian.

—Tras la primera puerta a la derecha está el comedor. ¡Feliz


estancia! —nos desea Marguerite, la recepcionista incompetente,
guiñándole un ojo a Florian.

Encima de incompetente se quiere ligar a Florian. ¡Podría ser mi


novio o mi marido! Bueno, es poco probable porque había pedido

una habitación con dos camas, pero ¿qué sabrá ella del punto en el
que estamos? Podríamos ser judíos ortodoxos radicales y no poder
dormir en la misma cama siendo un matrimonio.

Vale, tampoco tenemos pinta de ser eso. ¡Pero es muy poco


profesional!

Diantres, no sé por qué me ha molestado. Florian puede ligar con


quien quiera, y yo también. Pero me molesta.

Será que es la única persona que se preocupa por mi carrera.


—Vamos a comer algo, ya que nos invitan, y luego a dormir, ¿te
parece?

—Perfecto.
El hotel es una de esas enormes casas de campo que

pertenecían a gente que tuvo mucho dinero y no lo ha conservado.


Tiene unas diez habitaciones y muebles de principios del siglo

con toques de arte moderno. Yo aprecio estas cosas. En cambio,


nadie de mi familia se fijaría en que en el restaurante hay un cuadro
que resulta ser una fotografía de Pablo Picasso.
—Es de André Villers, un fotógrafo que tiene su propio museo en

el pueblo —dice Florian al percatarse de lo que estoy mirando.


—¿Estás bien? Aparte de cansado, claro.

Me preocupa que esté tan callado y que tenga los ojitos muy
cerrados..., o eso creo. Sus gafas de enormes dimensiones lo

disimulan bastante bien.


—Estoy bien. Quería hacerte una pregunta, no quiero que te lo
tomes a mal ni pienses que he venido contigo por eso. De hecho, se

me acaba de ocurrir hace una hora, cuando estábamos a punto de


llegar.

—Dime.
—Mi libro no va bien. Quería escribir acerca de la catedral de
Notre Dame a raíz del incendio, pero parece que Victor Hugo va a

seguir teniendo la exclusiva de historias épicas sobre ella. No estoy


motivado con la historia ni tampoco me conmueve. Pero la tuya... la

tuya es magnífica, putain.


—Oye, no digas palabrotas. Con «mi historia» te refieres a la de

Perrault y mi bisabuela, ¿no?


—Ajá. Es perfecta: tiene la dosis justa de romance, de historia...
De todo. Me encantaría escribirla, pero solo si tú me das permiso.

¿Me lo das?
No podría negarme ni aunque quisiera, y la verdad es que me
hace una ilusión especial que mi autor favorito escriba sobre una
investigación que estoy llevando.

Además, me está poniendo ojitos.


—Te la doy con una condición.

—Hecho.
—Si todavía no te la he dicho.
—Voy a dejar que lo leas y lo supervises, no te preocupes.

—No iba a pedirte eso.


—¿No?

—No. Quería que me lo dedicaras.


Se queda mudo. O al menos cierra la boca de golpe y no dice

palabra hasta que viene el camarero y nos pregunta que qué


queremos. Yo me pido unos moules-frites —mejillones con patatas
fritas— y Florian el ratatouille.

Desde que vi la película de Disney, cada vez que lo leo o lo


escucho me vienen a la mente esos dibujos animados.

—¿Quieres que te dedique un libro?


—Sí. Oye, que si ya tienes las dedicatorias completas, no te
preocupes.
—No, qué va. En realidad, no suelo dedicarlos. Vaya, que el
primero a mis padres y ya está. No me gusta mucho hacerlo, no sé
por qué.

Es verdad, muchos de los libros que he leído no están dedicados,


y la nota de agradecimiento del autor es casi anecdótica.

Vuelvo la mirada hacia la fotografía del artista y frunzo el ceño.


—Picasso siempre me ha caído mal. Al principio era algo
irracional, una impresión al ver su fotografía; luego leí sobre su

relación con las mujeres y supe que era porque, en el fondo,

Picasso sería hoy en día un maltratador psicológico y un cabrón.


—¿En serio?

—Una de sus mujeres se suicidó, y también una amante. La otra

mujer enloqueció; tenía depresión crónica. La cuarta amante rompió

con él por violento y maltratador. No es un currículum muy


halagador.

—Desde luego que no. Dicen que hay que separar al artista de la

persona, pero yo no estoy muy seguro de que se pueda.


Lo miro fijamente y sé que a mí me sería imposible, al menos con

él. No ahora que lo conozco.

El resto de la cena lo pasamos en silencio, excepto para decir si


está bueno el plato o comentar el plan de mañana. Cuando
terminamos, nos levantamos y llega la temida hora de ir a la

habitación.
Es una chorrada, soy consciente de ello. Esto no es una comedia

romántica en la que los protagonistas tienen que dormir en la misma

cama y se sienten incómodos porque en el fondo se atraen y temen


que, con un solo roce, todo se desate.

Entre Florian y yo no hay atracción alguna, no la hay ni estamos

en ninguna de esas películas.

—¿Prefieres el lado derecho o el izquierdo? —pregunta al abrir la


puerta.

—Me da igual.

—Me quedo el derecho, entonces.


La decoración de la habitación es horrorosa, desde el papel de

flores naranjas, la moqueta gris —odio las moquetas, son un nido de

bacterias— hasta los tres cuadros de bucólicos. Esto, junto con la


idea de dormir en la misma cama que Florian, hace que una

sensación de claustrofobia se cierre alrededor de mi garganta y me

apriete el pecho.

—Voy al baño.
Lo digo a velocidad de metralleta y me dirijo hacia

allí escopeteada. Me encierro, intentando respirar hondo mientras


apoyo la nuca sobre la pared de azulejos blancos.

«A ver, Nerea, déjate de gilipolleces, ponte el pijama y vete a

dormir», me digo a mí misma.


Y justo eso hago. Lo saco de la bolsa y, después de lavarme la

cara, salgo del baño dispuesta a meterme en la cama y a dejar de

pensar en tantas tonterías. Pero algo me lo impide en cuanto doy un

paso. Mejor dicho, alguien. Para ser exactos, Florian.


Trago saliva, cuya espesura está a niveles altísimos porque se

me atraganta en el esófago y un calor intenso me sube de golpe a la

cabeza.
Él está tumbado en la cama mirando la pantalla del móvil. No

tendría especial relevancia si no fuera porque no lleva gafas y está

desnudo, o semidesnudo; solo lleva calzoncillos. Tampoco tendría

demasiada importancia si no fuera porque no parece el mismo


Florian: este se parece mucho más a un actor de comedias

románticas. Los músculos y los brazos se le marcan, y también los

de los pectorales. No de una forma exagerada; solo lo suficiente


para que esté hiperventilando. El vello de las piernas y de los brazos

se me antoja muy apetecible, así como sus labios rosados, y su...

Dejémoslo en bulto incipiente situado en la entrepierna.

—Me he olvidado el pijama.


—Cosas que pasan.

Él está casi desnudo y yo con un pijama de gatos que mamá me


compró en el mercadillo. Es más antierótico que el batín de abuela

con rulos en la cabeza.

«Nerea, es Florian. Sois amigos, no hay atracción», puntualizo en


mi cabeza.

No había, porque, diantres, no soy ciega.

De puntillas, llego al extremo de la cama y me meto dentro,

tapándome con la sábana hasta el cuello. No puedo parar de mirarlo


de reojo mientras un cosquilleo molesto se apodera de mi

estómago.

Yo antes pensaba que Lois Lane debía de ser muy miope o


estúpida para no darse cuenta de que Clark Kent era Superman...

hasta ahora. Hasta que Florian se ha sacado las gafas, los

pantalones de pana y las camisas de leñador. Vaya, hasta que se ha

convertido en Candyman. Estaría dispuesta a lamerlo de arriba a


abajo.

Cierro los ojos, intentando apartar estos pensamientos de mi

cabeza, pero no puedo.


¿Y si de golpe su mano tocara mi cintura, subiera hasta el

ombligo y acariciara el extremo de mis pechos? ¿Y si me girara y lo


besara apasionadamente, tocara sus pectorales calientes y él me

arrancara el pijama de gatos?

No me importaría demasiado que me lo rompiera.

Dios, estoy cachonda y en la misma cama con un tío que se


suponía que me era indiferente, y ahora me vienen imágenes

propias de novelas de romance de los años ochenta con portadas

de parejas casi en pelotas montándoselo en el campo con poses de


contorsionista.

Me quito la sábana de encima.

Siento que en cualquier momento voy a ponerme a sudar de lo

caliente que estoy.


—¿Quieres que abra la ventana? Hace calor. Oh, mierda, me

está llamando mi madre, perdona un segundo —dice, llevando el

teléfono a la oreja—. ¿Mamá? ¿Hola?


Entonces mira la pantalla del teléfono y su madre aparece en ella.

—¿Florian? ¿Quién es esa chica?

—¡Mierda! —exclama él, colgando enseguida.

Yo entro en pánico. Salto de la cama y me escondo en el suelo


hasta que me doy cuenta de que estoy pisando la moqueta

asquerosa y me entra un doble ataque de pánico, como si todas las


náuseas del mundo se me hubiesen acumulado en la garganta, y

vuelvo a saltar hacia la cama.


Me toco la frente y seco una gota de sudor que se estaba

formando mientras intento respirar con normalidad.

—¿Tu madre te ha llamado por FaceTime?

—A veces lo hace. Le escribo y ya la llamaré mañana. Ahora se


va a pensar que estamos liados. Qué marrón. ¿Te metes en la

cama? Voy a apagar la luz.

Eso ha sonado terriblemente sexy.


—Cierra —asiento mientras apoyo la cabeza sobre el cojín,

dándole la espalda.

—Buenas noches, Nerea.


—Buenas noches, Florian.

Se supone que tengo que dormir, pero no sé qué me atormenta

más, la imagen de dios galo que se me ha quedado de él y que me

pone a cien, o la de su madre en la pantalla viéndome con el pijama


de gatos.

Esto no puede estar pasando.

Pero así es. Respiro hondo, intentando que los latidos de mi


corazón se ralenticen poco a poco.
«Nerea, olvídate de todo esto. Mañana todo va a ser igual que
antes, cuando se vista y pierda todo el atractivo», me repito como si

se tratara de un mantra.

Hay un dicho que dice que por la noche todos los gatos son
pardos, y puede que tengan mucha razón. Por la noche, casi todos

los hombres están buenos. Siempre hay una excepción a la regla,

pero, sin duda, ese no es Florian.


Soy incapaz de dormirme, puedo sentir su respiración. ¿Ya se ha

dormido? Creo que sí. Mejor, porque si no voy a estar pendiente

durante toda la noche de si su mano me roza la pierna o el brazo, y

voy a seguir teniendo sueños eróticos.


¡Dios, me ha rozado!

Vale, no, es que se está moviendo.

Menuda noche me espera.


14

MON AMOUR
FLORIAN

Admito que muchas veces me he reído de Tim por sus guiones de


comedias románticas en las que los topicazos se suceden uno tras
otro. Pensaba en cómo era posible que los protagonistas sufrieran

tantas casualidades, tantas situaciones surrealistas que los hacían


coincidir o tropezar o se daban tantos sucesos que propiciasen un
acercamiento y terminasen el uno encima del otro.

Hasta ahora.
Lo he sufrido en mis propias carnes y ahora estoy más perdido
que un esquimal en el desierto. Lo estoy sufriendo, mejor dicho.

Tengo a Nerea abrazada a mi torso, su mejilla está encima de mi

pecho desnudo y juro que está ronroneando en sueños. También


tiene la pierna derecha sobre las mías y a pocos centímetros de mi

miembro, que obviamente se ha levantado juguetón y muy

animado.
Que no quedara ninguna otra habitación en un mes donde no hay

turistas ya es mala suerte. Que me dejara el pijama en casa,


también parece haber sido mala suerte. Que mi madre llamase ayer

y viera a Nerea en mi cama, se lleva el colmo.

¿Mala o buena suerte? Los dos primeros podrían colar como


buena, el tercero ya no tanto. Y es que creo que verme sin camiseta

no ha dejado indiferente a Nerea. Puede que no pueda competir con

el vecino del tercero segunda, que se gasta unos musculitos de


gimnasio que son exagerados, pero no estoy mal. No lo estoy en

absoluto, que alguna vez me he mirado desnudo en el espejo y he

pensado «caramba, Flo, el ejercicio que haces en casa está dando


sus frutos».

Muevo un poco el brazo para zarandearla, a ver si se despierta y


se da cuenta de que la posición en la que está es delicada. Muy

delicada, dado el estado en el que mi miembro se ha levantado. Si

mueve la pierna hacia arriba o el brazo hacia abajo, lo va a notar

enseguida. También podrá verlo si se incorpora, porque estoy boca

arriba: hay una tienda de campaña.

Nerea se está moviendo. Voy a hacerme el dormido, es lo mejor


que puedo hacer. O huir al baño, despertarla de golpe, levantarme y

encerrarme. Necesito una ducha bien fría para bajar el calentón. Y


es que Nerea, aunque lleve un pijama algo infantil que me provoca
ternura, sigue teniendo debajo un cuerpo que a mí me atrae más

que la luz a una polilla. Se le notan los pezones bajo la tela, cosa

muy sugerente.

Sin duda, la lencería está sobrevalorada.

Jesús, lo ha rozado con el brazo. Así uno no puede vivir tranquilo.

Ni dormir.
Cierro los ojos en cuanto se despierta y se aparta de mí despacio

y con delicadeza, supongo que para no despertarme, y se gira

dándome la espalda.

Bien, al menos ya no estoy en contacto directo con su cuerpo. En

serio, nunca lo había pasado tan mal y había estado tan bien. Puede

parecer una contradicción, pero no lo es. Los latidos de mi corazón

van bajando de pulsaciones y respiro con normalidad.


Noto que se mueve de nuevo y sale de la cama. Parece que se

mete en el baño, pero aunque intenta cerrar la puerta, cuando abro

los ojos veo que ha quedado entreabierta.

Respiro aliviado. Al menos no se ha dado cuenta de que yo me

he enterado de que ha estado toda la noche abrazada a mí. En caso

contrario, habría sido incómodo, porque somos amigos. O eso creo.


Somos amigos, aunque yo creo que podríamos ser mucho más. Lo
digo porque Nerea me gusta más allá de que tenga unas curvas

embelesadoras o unos ojos preciosos; me gusta su forma de


llamarme Flo, cómo se pone seria de un momento a otro y expulsa

de golpe todo lo que la atormenta, quedándose expuesta y


vulnerable, siendo tan valiente —aunque ella no se dé cuenta—;
cómo se apasiona al hablar de los temas que le gustan —de

historia, sobre todo— y cómo le brillan los ojos al mirarme de vez en


cuando por razones que sigo sin conocer y que voy a descubrir

tarde o temprano.
Nerea es esa canción que escuchas por primera vez y que no

sabes ni el autor ni cómo se llama, así que no dejas de buscarla en


cada emisora de radio y listas populares de Spotify y, cuando logras
encontrarla, no dejas de escucharla en bucle hasta saberte la letra

de pe a pa, y se convierte en tu canción favorita.


—¡Flo! —escucho que grita desde el baño.

Me levanto de la cama y asomo la cabeza con prudencia.


—Dime.

—¿Podrías pasarme el champú del pelo que está dentro de mi


bolsa, por favor?
—Claro, ahora voy.
Su bolsa está encima de un sillón con un estampado floreado

que, a mi gusto, podrían haberse ahorrado. Abro la cremallera y


busco entre las cosas.

Vaya, vaya, si tiene un tanga de color negro. Según Tim, las


mujeres que quieren tener sexo llevan ropa interior negra. Estoy

seguro de que lo ha sacado de alguna película de las suyas.


No es el tanga del otro día, pero estas braguitas de encaje son
muy sugerentes también.

«No seas pervertido y llévale el champú», me ordeno a mí


mismo.

Lo saco del neceser y se lo llevo. Finjo pudor al abrir un poco la


cortina de la ducha, pero en el fondo no lo tengo.
—Gracias, ahora salgo. ¿Tienes que ducharte?

—Sí.
Necesito agua fría con urgencia para bajar el hormigueo que se

me arremolina por debajo del estómago.


Una vez duchado, despejado, vestido y con la cabeza en su sitio,

bajo con Nerea, que insiste en tomarnos el desayuno por el camino


para no perder más tiempo.
—He leído que esta casa no es un museo, que es propiedad

privada y que los dueños viven en la parte de arriba, así que pocas
cosas de Perrault quedan en ella. Más bien una vitrina y poco más.
—¿Y me lo dices ahora? —pregunto cuando echamos a andar
hacia el pueblo más cercano, a tres minutos.

—Tengo la esperanza de que encontremos algo oculto, ¿sabes?


Parece que a Perrault le gustaba esconder cosas.

—No pienso volver a cometer un delito.


—No creo que haga falta. Mi madre me ha enviado un dietario de
la bisabuela —me cuenta sacando una libreta amarillenta y algo

raída del bolso—. Voy a buscar el año en el que estuvo en Mougins,


por si dice algo.

—Como ponga «amo a August Perrault» junto con un corazón,


voy a reírme de lo lindo.

—Creo que si pusiera eso alguien se hubiera percatado.


Calla de golpe mientras está leyendo y alza una ceja,
sorprendida.

—No me digas que pone eso. Déjame leer.


Le quito el cuaderno de las manos para ello.

La serenidad con la que me despojó de toda la ropa fue parecida a cuando el


viento levanta la tela del vestido y sientes un cosquilleo por tu piel. August y yo
teníamos demasiadas cosas que decirnos, y al final terminamos hablando a través
de besos y caricias. No fue que hasta el amanecer nos encontró que me di cuenta
de que no habíamos pegado ojo en toda la noche, en ese lecho de flores junto a
la zanca, teniendo como único testigo el roble centenario.

—Supongo que no hay nadie que se llamase August en tu


familia...

—No. —Niega con la cabeza—. ¡Dios! ¿Cómo diantres nadie leyó


esto antes? —se queja después de pedir un café au lait y dos

croissants.

—Podría ser una invasión de la intimidad.


—La privacidad desaparece cuando uno fallece. Voy a leer un

poco más, a ver si consigo descifrar lo que está diciendo.

—Es bastante evidente que echaron un polvo mágico, chérie.


—Me refiero a si dice alguna pista —susurra, desviando la

mirada.

Creo que, cuando la llamo así, se inquieta.


Voy a hacerlo más a menudo.

No voy a mentirme a mí mismo. Nada de eso era lo que yo había

imaginado cuando planeaba mi futuro minuciosamente, cuando era

joven e ingenuo y creía que los sueños se hacían realidad: que


firmabas un contrato de edición con una editorial y tenías la vida

solucionada, que serías como esos grandes escritores cuyos libros


se han leído miles de personas y otras miles fingen haberlo hecho;

que sería el autor de esos tomos que vas a cualquier casa y seguro
que tienen un ejemplar en alguna estantería.

Pero la cruda realidad es otra. Los royalties se pagan

anualmente, los adelantos duran un suspiro y no he pasado de


celebridad local.

Ah, y nadie me reconoce por la calle porque la gente no lee.

También pensaba que saldría con una chica que francesa con la

que compartiría mis aficiones, una artista bohemia o una ecologista,


que nunca tendríamos hijos y que viviríamos en alguna buhardilla en

Montmartre y envejeceríamos allí.

Cuando empecé a salir con Jeanette y nos mudamos, vi que esto


último se iba al garete, y ahora... Ahora me estoy enamorando de

una historiadora preciosa que ni siquiera es francesa, pero que me

vuelve loco.
Cada día un poco más, cada día mucho más.

—¿Por qué crees que Perrault lo ocultó?

—¿Su idilio con Eugenia? Porque ella era la niña bien de una

buena familia que estaba soltera e iba a casarse con otro. O porque
para él fue un pasatiempo y carecía de importancia. La verdad es

que no lo sé, pero no me atrevo a juzgarle.


—¿Juzgarle?

—Del típico caso de hombre que seduce a jovencita ingenua con

muchas promesas y a la que luego deja tirada. Puede que fuera al


revés, pese a no ser común. ¿Y si fue Eugenia la que no quiso

seguir con él? ¿Y si dejaron de amarse? ¿Y si...?

Se le trunca la voz mientras lee por encima el dietario hasta llegar

a la última página.
—Cada pareja es un mundo, mi madre solía decir eso. No creo

que debamos juzgarles.

—Pero lo hacemos igualmente. Y lo harán también otros. Lo


hacemos en la ficción, con los personajes que salen de la

imaginación de otra persona, como si se tratase del vecino. Es

inevitable hacerlo, sobre todo en nuestra mente.

»Pero tienes razón, cada pareja es una historia. Mira —dice al


señalarme esa página—, es del día en que supo de la muerte de

Perrault. Parece muy dolida.

—También era otra época, con otras normas sociales mucho más
estrictas. A lo mejor, si hubieran vivido en el siglo veintiuno, habrían

terminado juntos.

—A lo mejor no. Puede que hoy en día no tengamos esa clase de

impedimentos, pero hay otros, como el miedo al compromiso, un


trabajo absorbente o la autoestima.

—Suena más a autosabotaje en el amor.


—Lo has definido genial. Es lo que hay, autosabotaje

inconsciente. Entonces, ¿vamos al museo?

Ambos nos terminamos el café con prisas. Queremos llegar


cuanto antes, pero a la vez no quiero terminar esta conversación,

pues me da la sensación de que su opinión dista mucho de la que

yo mismo tengo.

Asiento, a sabiendas de que daría mucho de sí y que pienso


sacarla a colación en otro momento.

Tardamos menos de cinco minutos con el coche en llegar a la

casa, una construcción pequeña de dos pisos, rodeada de cipreses


y de campos verdes. En cuanto pongo el freno de mano, siento la

mano de Nerea apretar mi muñeca y un escalofrío placentero

recorre mi columna vertebral.

—¡Mira! —exclama, señalando el árbol, hacia la derecha de la


casa, junto a una valla de madera—. Allí está el roble que decía

Eugenia en su diario.

—Caramba, qué precisión al describir el lugar de la consumación.


Me doy cuenta de que no ha cambiado nada, siguen estando la

zanja y el roble centenario.


Hace calor. El canto de las cigarras y el olor a romero invaden

mis sentidos, haciendo que vuelva a esos recuerdos de infancia

fuera de la ciudad, los paseos por el campo y los juegos con mi

hermana cuando todavía quería saber algo de mí.


—¿Y si hay algo dentro del árbol? Como en París. No estamos

en un museo, técnicamente hablando; ni siquiera podría

considerarse como propiedad privada.


Arrugo la nariz cuando escucho eso.

—Es propiedad privada, no te engañes, chérie.

—No perdemos nada por echar un vistazo.

Me mira con los ojos muy abiertos, y sé que tengo las de perder.
Resignado, trepo por el árbol buscando algún hueco en el tronco,

pero no parece haber nada.

—No creo que vayamos a tener tanta suerte esta vez —anuncio
al descender de él—. A lo mejor no hay nada aquí.

Nerea no quiere no aceptar esa respuesta como buena y sigue

leyendo el dietario de su bisabuela.

—Tiene que haber algo. Eugenia... Dios, estuvo viéndose con él,
¿sabes? Una vez al año, viajaba hasta Mougins y se encontraba

con él... hasta que murió. Estoy alucinando.


Miro a mi alrededor, pensando en si realmente puede haber algo.

El instinto me dice que sí, porque si tuvo un idilio con ella, alguna
cosa tendría, como las cartas. O puede que las quemara todas,

cosa que no tendría demasiado sentido si siguieron viéndose.

La zanja. Ella habló de una zanja, y ahora hay una valla.

Quizás no está en el árbol, sino en la zanja.


—¿Puedes hacerme un favor? Ve al coche y coge de la parte

inferior del maletero una pequeña pala que hay junto a las

herramientas —le pido mientras me arremango el jersey.


—¿Para qué tienes una pala? ¿Vas a cavar? ¿Y por qué tienes

una pala en el coche? —pregunta, extrañada.

—Puede que me equivoque, pero hay que intentarlo ya que


estamos aquí, ¿no? —dicho esto, procedo a explicarme, no vayaya

ser que piense que soy un asesino—. Y tengo muchas más

herramientas, por si me pilla una tormenta de nieve o cualquier otra

inclemencia. Tranquila, no soy un asesino.


—Eso dicen todos los que lo son. Ahora traigo la pala.

Cuando me la da, empiezo a cavar bajo la valla, justo delante del

árbol mencionado. El sol que cae es de justicia y no tardo en


empezar a sudar, así que me quito la camiseta. De reojo, veo que

Nerea entreabre la boca y me mira con algo de sorpresa.


No es la primera vez que me ve sin ella.
Antes de que le dé más vueltas, el metal de la pala choca contra

algo.

—¿Hay algo? ¡Increíble! —exclama ella, poniéndose de rodillas y


quitando con las manos la tierra que queda hasta encontrar una caja

de madera.

—Deberían contratarme para ser el próximo Indiana Jones —


bromeo, empapado de sudor—. Espero que lo que haya en esta

caja valga la pena.

Me seco el sudor con la camiseta y me pongo en cuclillas para

ver qué diantres hay en esa caja.


—Yo también. Cartas. Es una buena señal, ¿no?

Por lo que leemos, son las cartas de Eugenia a Perrault. También

hay una caja de terciopelo que contiene unos pendientes alargados


que parecen de plata, con una perla colgando al final, y un par de

fotografías de una niña a distintas edades.


—¿Quién es?
—Es mi abuela.

A Nerea se le tensa la mandíbula de golpe. La pregunta que me


estoy haciendo ahora mismo es por qué demonios pone detrás de
una de las fotografías: «Se parece a ti, mi amor».
Creo que Nerea tampoco lo sabe.
—Joder, esto quiere decir que...
—Que puede que mi abuela sea la hija de Perrault.

»Nos quedamos con la caja. Al cuerno la propiedad privada.


No me atrevo a discutírselo esta vez. De hecho, cuando alguien
entra en prisión por haber encubierto a alguien, creo que, en el

fondo, siente que ha valido la pena. Al cabo de un tiempo puede que


no, pero yo estoy en esa primera fase. Creo que Nerea lo vale.
—Sabes que esto puede ser muy gordo, ¿verdad?

Ella asiente al llegar hasta el coche.


—Ponte algo, no quiero que te resfríes.
Se muerde el labio inferior y desvía la mirada hacia abajo.

Solo espero no terminar arrepentido.


Conduzco hasta el hotel y allí me doy una ducha. Mientras me
estoy secando con la toalla, escucho el sonido del motor del

ventilador funcionando. El olor a cebolla que entra desde la ventana


me disgusta, y arrugo la nariz. Mi abuelo traía sacos de cebolla

cuando venía a vernos, y luego el coche olía a ellas durante


semanas.
Nerea llama a la puerta del baño, y al hacerlo, se abre. Tengo la

toalla puesta alrededor de la cintura.


—Si no te importa, ¿podríamos volver hoy a París? Sé que
tenemos el hotel para esta noche, pero no creo que encontremos
nada más.

—Claro. Supongo que querrás respuestas. Me refiero a lo de la


caja.

—También. No quiero precipitarme. A lo mejor no es cierto, estas


cosas nunca se saben, ¿no? Si no, la gente no pediría lo de las
pruebas de , y en aquella época no existían.

—Sí, es mejor no precipitarse.


La familiaridad y la confianza de la que gozábamos ha
desaparecido. Sé que Nerea se está mintiendo a sí misma —y a mí

— cuando dice eso. En el fondo los dos sabemos que hay muchas
probabilidades de que todo lo que haya en la caja sea cierto. La
gente mira al pasado para conocerse un poco a sí misma, por eso

es importante saber de dónde venimos, y ahora mismo todo lo que


ella creía saber se ha desvanecido.
No estoy seguro de por qué me visto en silencio, de cara a la

pared, mientras ella cierra su maleta, ni por qué no le digo lo que


pienso. Ha vuelto a su formalidad austera, a su ropa planchada y

ordenada. Abro la boca con la intención de hacerlo, como si quisiera


tragarme el aire que lanza el ventilador, pero la cierro de nuevo.
Ya no hace tanto calor.
—Estoy listo, cuando quieras.

Ella asiente y coge la maleta.


15

EL PASADO ES COMO UN DÍA


MALO
NEREA

La noticia de que mi abuela puede ser la hija biológica de August


Perrault debería estar ocupando todo mi tiempo en mis

pensamientos. En vez de eso, me ha dado por pensar en que


Florian es un hombre.
Menuda chorrada, ¿verdad? Ya sé que es un hombre, mi

subconsciente lo sabía desde que lo conocí y ahora me lo está


recordando a cada momento; en concreto, desde que dormimos en

la misma cama en el hotel, seguido de aquel espectáculo que dio


cuando empezó a cavar y se quitó la camiseta, empapado de sudor,

y a mí, como en esas películas de domingo por la tarde, se me cayó


la baba.

En el fondo, debería tener otras prioridades. Las tengo, y encima

apuntadas en la agenda para que no se me olviden.


1. Esperar el resultado de . Si es positivo, preguntarle a la

hermana de Flo si tengo los derechos de autor de Perrault y su


casa-museo. Si es negativo, morir un poco de rabia.

2. Ligarme al vecino del tercero segunda de una vez.

3. Olvidarme del episodio del hotel.

Ante el primer punto, poco puedo hacer, la verdad, y con el

segundo, acabo de cruzármelo en la escalera y me ha parecido que


tenía prisa, así que he terminado saludando y poco más.

«Florian también es un hombre», me dice mi subconsciente.

¡Basta, por favor! Sí, puede que también sea atractivo, pero no
tendría una aventurilla con él jamás de los jamases.

«Nunca digas de esta agua no beberé...».


Flo es como ese amigo con el que, por muy bueno que esté,

nunca va pasar nada porque es gay. Aunque en este caso, Flo no es

gay —a pesar del nombre que tiene—, sino mi único amigo, y no

quiero perderle . Ni por un polvo espectacular... o varios.

Esas cosas no se pueden mezclar, luego siempre salen mal y no

me da la gana de perder a mi único aliado en esta ciudad.


—Parece que tengas un conflicto interno —dice Alicia al salir del

baño con el albornoz puesto y una toalla enrollada en la cabeza.


—¿Cómo lo has notado?
—Pones cara de concentrada, como si estuvieras a punto de

hacer caca.

—No es verdad.

—Sí que lo haces. ¿Y bien? ¿Cómo ha ido por Mougins? ¿Vas a

explicarme cómo es que has ido con el del segundo primera?

—Ha ido bien. Y he ido con él porque es escritor. De hecho, ¡es


ese escritor! —exclamo, señalando uno de sus libros en la

estantería—, y quiere escribir sobre esa historia.

»Será mejor que se sientes. Hay algo muy fuerte que puede que

cambie tu vida. O no. Bueno, la verdad es que todavía no lo sé con

seguridad.

—Me estás asustando. ¿Te has cargado a alguien? Es que os he

visto desde el balcón antes, saliendo del coche, y él llevaba una


pala con tierra incrustada.

Que me lo diga con toda normalidad me asusta, aunque me

tranquiliza a la par.

—Claro que no, ¿por quién me tomas? Se trata de un asunto

familiar.

—Dispara.
—La bisabuela fue la amante de Perrault.
Alicia se acicala el cabello mojado mientras me escucha,

impasible.
—Eso era de esperar, leyendo las cartas.

—Ya, pero ahí no termina la cosa. Puede que la abuela sea su


hija, y, por ende, nosotras descendamos de uno de los poetas más
importantes de la literatura francesa.

—Tendría sentido. Leí hace tiempo en un periódico que hay


muchos casos parecidos a lo largo de la historia, de sagas familiares

cuyo no coincide con otras de la misma rama, sobre todo en las


casas nobles.

—Te lo estás tomando mejor que yo.


Se encoge de hombros y sonríe.
—Se trata de los actos otras personas que llevan muertas

muchos años, no es algo que podamos controlar. Y tampoco creo


que vaya a cambiar nada.

Dios, no entiende nada de nada.


—Va a cambiarlo todo. ¡Es el descubrimiento del año!

—No digo que no lo sea, pero yo seguiré con mi vida. Creo que
con quien deberías hablar es con la abuela. ¿Crees que ya
sospechaba algo?
—¿La abuela? No es que hable demasiado bien de su madre.

Puede que sí, puede que por esa razón le guarde rencor.
—¿Por haberse enamorado más allá de las convenciones

sociales? Puede que no sea demasiado imparcial en eso, sabes que


la abuela y yo no conectamos mucho.

—Lo sé. Más bien creo que hay algo más. Quizás sabía que tenía
un amante y sentía que estaba traicionando a su «padre», sin saber
que no era su verdadero padre. ¿Odiarías a mamá si lo tuviera?

—Por supuesto que no. Su relación con papá es cosa suya y de


él, no voy a meterme.

—Yo sí que lo haría. No dejaría de ser una traición hacia papá y


hacia nosotras.
—¿Nosotras por qué? Es su vida, Nere, no podemos dejar que lo

que a nosotras nos guste dicte su existencia.


Niego con la cabeza, porque las cosas no son así.

—Si mamá se enamorase de otro hombre y engañara a papá, si


lo plantara, sería un golpe durísimo para él. Y yo quiero a papá,

¿sabes? Odiaría que le hicieran daño, aunque esa persona sea


mamá.
—Entiendo tu punto, pero no sería justo tampoco para mamá. Es

igual, estamos discutiendo algo hipotético y ni siquiera sabemos las


razones por las cuales la abuela estaba enfadada con su madre.
¿Cuándo lo sabrás seguro?
—Cuando tengan los resultados de .

—Ya me dirás. Voy a vestirme.


Tengo ganas de zarandearla y decirle que cómo es posible que

no empatice con alguien que ha sufrido una infidelidad, que como


puede ser tan egoísta al pasar por alto el dolor que se puede
provocar a terceras personas, que cómo puede ponerse en la piel

de alguien que deja una relación de años y de hijos en común por


un calentón. Porque estas cosas pasan. Cada día ves en esas

revistas de famosos las parejas con hijos que se separan, la gran


mayoría de veces por el calentón de él al largarse con una jovencita;

alguien que, por edad, podría ser su hija.


Y a mí, como hija de alguien que soy, me daría mucha vergüenza
que mi padre o madre hiciera eso. Pero parece ser que a Alicia le da

igual, que el hedonismo es prácticamente su religión y que dar la


comida que le sobra a los pobres la exime de toda culpa.

¡Me pone de los nervios!


Estar aquí, con ella, tan impasible ante todo, tan conformista con
las cosas que le dan igual... Eso sí: quería trabajar en Lanvin y ahí

está. Todo lo que ella quiere, lo consigue, y los demás nos jodemos.
Sé que acabo de llegar y que debería tranquilizarme un poco,
volver a habituarme a compartir casa con ella, pero me cuesta.
La vuelta a París con Florian fue, en gran medida, silenciosa y un

poco amarga. Sentía que era el final de un viaje, como si fuéramos a


despedirnos. Y él no dijo gran cosa, me preguntó sobre mis

sentimientos hacia la posibilidad de ser la descendiente de Perrault


y me dio mi espacio para cavilarlo. Fue perfecto cuando dijo que no
tenía por qué preocuparme, que todo saldría bien. No dijo cómo ni

cuándo, ni nada que secundara esa idea, pero no hizo falta para que

me lo creyera. De repente, tuve de nuevo nueve años, me acababa


de caer de la bicicleta y lloraba desconsolada, y mi madre me

abrazaba y me decía que no pasaba nada, que todo saldría bien.

Fue esa misma sensación la que sentí.

Y necesito volver a sentirla, así que no me lo pienso dos veces y


bajo a su piso.

A lo mejor no es lo que debería hacer, sino quizás no dar por

terminada la conversación con Alicia, tirarle de la lengua, buscar sus


razones —si es que las tiene, cosa que dudo— y decirle lo que

pienso. Pero no lo hago. Voy a lo fácil, lo sé. La naturaleza humana

se parece mucho a ese avestruz que, en vez de enfrentarse al


peligro, entierra la cabeza para no verlo.
—¿Qué tal todo? ¿Cómo va la investigación?

No es Florian con quien me encuentro en su rellano, sino el


vecino de enfrente, André. Está sacando la basura, parece algo

despistado y cabizbajo.

—Bien, creo. No lo sé, estoy algo contrariada. ¿Tú qué harías si


descubrieras que podrías ser el bisnieto de alguien muy famoso?

Parece chocarle lo que acabo de decir, pero responde.

—Supongo que disfrutarlo. ¿Hay algo importante que hayas

averiguado?
—De momento no hay nada seguro. Pero gracias por interesarte.

Él se encoge de hombros y sigue bajando las escaleras.

—Un día tenemos que ir a tomar un café y contarnos nuestra


vida.

No le digo ni que sí ni que no, porque ahora mismo al único que

quiero ver y contarle mis cosas es a Flo.


—¿Ya tienes los resultados?

Es lo primero que pregunta Florian cuando me ve, después de

aporrear su puerta.

—No. Se lo he dicho a mi hermana, y no le ha podido importar


menos. Y encima luego hemos medio discutido —confieso mientras
entro en su piso como Pedro por su casa y me siento en el sofá—.

¿Estás ocupado?

—No, iba a ver una película. ¿Cómo se «medio discute»?


—Empezando a discrepar y que la otra parte abandone el barco

sin previo aviso.

Se sienta a mi lado y yo me doy cuenta de que lleva pantalones

cortos de los años sesenta. Tiene unos muslos musculosos,


cubiertos de vello. Piernas fuertes y masculinas, porque Florian es

un hombre.

Dios, no tendría que haber bajado.


Enciende la televisión sin mirarme y busca algún canal. Ah, pone

. Es el prototipo de tío que tiene . De los que ven películas

de culto, series de culto, cine indie; de los que no miran Netflix. Sí,

es un pretencioso, pero me encanta que lo sea, porque yo también


lo soy. Sin querer, roza con la rodilla mi muslo derecho, desnudo, y

de golpe siento una sed insoportable. Me empieza a latir el corazón

a cien por hora, igual que un grupo de caballos en el salvaje Oeste.


—¿Y cuál era el objeto de la discusión?

Sí, la discusión con Alicia. Centrémonos, por favor.

—La infidelidad. Dice que los hijos no deberían meterse si uno de

los padres engaña al otro o lo planta, y yo digo que es inevitable.


—Inevitable, pero ¿moralmente correcto?

—Engañar es moralmente incorrecto, empecemos por ahí.


Reprochárselo al inmoral no creo que sea algo tan sonado.

—Cada pareja es un mundo, ¿recuerdas?

—Sí, pero si tienes hijos en común, hay una responsabilidad


ineludible. A mí me dolería que uno de mis padres engañase al otro

y se largara con alguien que podría tener mi edad. ¿A ti no?

Parece que se lo piense durante unos instantes.

—Supongo que sí, pero creo que me dolería mucho más a la


larga que estuvieran juntos por otras razones que no fueran el amor

que sienten el uno hacia el otro.

—Dice Alicia que a ella no le importaría. ¿Tú la crees?


Con sorpresa, asiente.

—Tú te pones en la piel del engañado; ella en la del que ha

traicionado. ¿Has pensado en que quizás ella estuviera ahí?

—No. Alicia solo ha tenido un novio formal en su vida, y lo dejó


cuando vino a París.

—Puede que pasaran cosas aquí mientras no estuviste.

Finge buscar alguna película, pero yo lo capto al vuelo.


Él sabe algo de mi hermana, lo intuyo.

—¿Tuvo novio? Vamos, dímelo, sé que lo sabes.


—No sé nada, y, en cualquier caso, es ella la que debe decírtelo.

Lo único que vi fue que un hombre algo mayor que ella frecuentó su

piso durante varios meses, rompiendo su tendencia de chicos

desconocidos desfilando los domingos por la mañana.


—¿Cómo de mayor?

—No llegaba a los cuarenta, pero los rozaba.

—¿Llevaba anillo? Sé que te fijaste.


Asiente con disimulo.

Joder, Alicia se lio con un hombre casado. De todas maneras,

esto no justifica su postura radical, no lo hace.

Lo cierto es que le pega ser la otra.


—¿Quieres ver French kiss?

El corazón me da un brinco y asiento como un autómata. Ya está,

¡Dios mío! ¿Cómo no me di cuenta antes? Ha estado delante de mis


narices todo el tiempo. Nadie que sea heterosexual quiere ver una

película como esa de motu proprio. Puede que Florian sea un

hombre, pero es un hombre homosexual.

Estoy a salvo. Puedo admirarlo tanto como quiera, porque sé que


no va a pasar nada de nada entre nosotros.

—Claro.
Tiene uno de esos perfiles de estatua romana que tanto admiro

en los hombres. Trago saliva y me dispongo a ver la película,


quitándome de la cabeza el hecho de que mi hermana quizás haya

roto una familia y de que Florian tenga un busto increíble.

Si ya lo dijo su amigo Jacob, que sí juega en la otra liga: que

cuándo iba a salir del armario. ¡Más pistas no he podido tener!


—Si me quedo dormido, despiértame.

—¿Estás cansado?

—No, es la película. Sé que estás de bajón, por eso he dicho de


verla. A mi hermana le encantaba esta película. Mi padre nos

llevaba al videoclub los sábados, y una semana cogía ella y otra yo.

Estuvo meses repitiéndola.


Vale, Florian no es gay. No es gay y estoy apoyada en su brazo

musculoso.

—Ya. Hablando de tu hermana, me gustaría preguntarle una duda

legal si lo del sale positivo.


—Quieres quedarte la casa-museo, ¿no?

—Por supuesto. Y cobrar los derechos de autor.

—Lo de la casa no lo sé. En cuanto a los derechos de autor, me


parece que son setenta años después de su muerte, y creo que ya

se han cumplido.
—Qué pena. En fin, me conformaré con vivir en su museo. Y a
Alicia, como dice que nada cambiará para ella, no le tocará nada de

nada. Sigo sin creerme que se haya acostado con un tipo casado.

—A veces la atracción puede jugarnos una mala pasada.


Se quita las gafas para limpiárselas con el extremo de la

camiseta y a mí se me bajan las bragas.

¿Cómo puede ser así de sexy? Porque lo es, lo admito, lo es. Voy
a ir directa al infierno por pensar estas cosas y tener sueños

húmedos por la noche.

—La atracción es simple; se trata de no caer en ella.

—La atracción no tiene nada de simple —responde con una voz


endiabladamente ronca que jamás le había oído, mirándome con

fijeza después de dejar las gafas encima de la mesilla—. A veces es

tan intensa que te empuja a hacer cosas que jamás harías. A veces
es el preludio de algo mucho mayor.

Florian se inclina hacia mí, y con el dedo pulgar y el índice recoge


algo de la parte superior de mi mejilla: una pestaña. Cierro los ojos y
dejo escapar entre los dientes un aire que ni sabía que tenía

retenido en los pulmones. No puedo casi respirar; me cuesta hacerlo


teniéndolo tan cerca. Siento como si el calor del sol de pleno mes de
agosto cayera sobre mí y me provocara una reacción de calentura
inmediata, y, a la vez, una sequedad en la garganta que solo
pudiera remediar con un trago de sus labios.
—¿Un preludio de qué?

Tengo las palmas de las manos aferradas a la tela del sofá. Me


están sudando a mares.
Es Florian, por favor. ¿Por qué parece que vaya a salírseme el

corazón del pecho? ¿Y por qué tengo unas ganas ridículas de


besarlo?
—Como el amor. Pide un deseo y sopla —me anima, colocando

el dedo en el que conserva mi pestaña a escasos centímetros de mi


boca.
No creo haber vivido algo tan sensual como este episodio, y si

hubiera sido cualquier otro, me habría lanzado sin pensarlo


demasiado, porque si lo pienso, me echo atrás.
Pero es Florian. No puedo acostarme con él porque no es... Pero

sí que lo es.
—¡Ya está! —exclamo después de soplar—. Se me ha hecho

tarde, es mejor que suba, cene algo y me vaya a dormir.


Tengo que salir de aquí antes de que esto se me vaya de las
manos y cometa alguna locura.

—D’accord. Me dices cuando sepas algo.


—Claro. No hace falta que me acompañes a la puerta —suelto
cuando, de reojo, veo que hace el ademán de levantarse.
Salgo escopeteada y no me detengo hasta llegar hasta mi

habitación. Me tumbo en la cama, y, respirando, intento calmar este


nerviosismo y esta excitación absurda.

Esto no es lo que yo había planeado. La idea era vivir, cometer


locuras, acostarme al menos una vez en mi vida con un tío que
objetivamente esté buenísimo, que sea la envidia de todas mis

amigas. Un tío como el vecino del tercero segunda, no alguien como


Florian, que lleva pantalones de pana y gafas de Rompetechos.
Florian está bien como amigo, está muy bien, pero no es lo que

yo busco para tener sexo desenfrenado y, si te he visto, no me


acuerdo.
¿Por qué me está pasando esto?

Todo es muy complicado. Demasiado.


16

LOS HOMBRES NO ESCRIBEN


ROMÁNTICA
FLORIAN

Hay ciertos comentarios que me ponen de los nervios. Suelen


decirse de manera espontánea, sin pensarlo demasiado. Algunas

veces por tradición: porque los hemos escuchado tantas veces que
forman parte de nuestra cultura y no los pensamos ni los
reflexionamos. Otras, porque pensamos que queda bien decirlo. La

sociedad hasta lo ve con buenos ojos y parece que se nos acepte


un poco más.

Yo en particular, detesto que me digan que me parezco a mi


padre porque leo en mis ratos libres, remuevo el café hacia la

derecha en vez de la izquierda o conduzco a una velocidad de


tortuga, como él. No es que me parezca, es que lo he aprendido de

él, al igual que la gran mayoría de cosas. Los seres humanos

aprendemos mediante la imitación.


Si soy un ávido lector es porque mi padre puede pasarse horas

leyendo por las tardes, sentado en su butaca favorita. Recuerdo que


yo, de pequeño, me sentaba en el sofá, cogía cualquier libro de la

estantería y lo imitaba. Es posible que ese comentario tan absurdo

de «eres igual que tu padre» de cualquier otra persona, no me


hubiera enfadado tanto. Pero no es el caso. Acaba de decirlo el ser

humano más gilipollas, insufrible y traicionero que he tenido la

desgracia de conocer.
También conocido como Paul, el exmarido de mi hermana.

—Tengo prisa. Adiós, Paul —pronuncio con rapidez, sin dejar que

la rabia guíe mis actos.


Porque soy un hombre muy racional que cree que la violencia no

lleva a ninguna parte, que si no, habría pegado a un hombre por


primera vez en mi edad adulta. No ahora —al fin y al cabo, ha sido

un encuentro casual en la calle que ha derivado en una

conversación de medio minuto—, y no porque me hiciera nada a mí,

que tampoco hemos coincidido tantas veces. En el fondo soy

consciente de que querer estamparle los nudillos en la cara viene

del resentimiento de que le hiciera daño a mi hermana, quien, como


hermano mayor, debo proteger.
Cabe decir que puede sonar machista a matar, pero crecí en una
sociedad patriarcal y eliminar estas cosas de mi mente no es fácil.

Dejémoslo en que no le pegué cuando mi hermana llamó a mi

puerta desconsolada porque lo había pillado con su secretaria y no

lo voy a hacer ahora. El daño físico no le habría dolido —bueno, un

poco, a lo sumo unos cuantos días—, y no habría servido para

nada. Mi hermana tampoco se habría sentido mejor y yo quizás me


habría llevado otro puñetazo de vuelta.

Estoy pensando en estas cosas mientras aprieto el botón del

ascensor del despacho de mi editor. He tardado más de cuarenta

minutos en llegar hasta los extremos de la ciudad. Estoy a un paso

de salir de ella, en Porte de Saint-Cloud, en el suroeste.

Ignoraba que el ex de mi hermana viviera por aquí.

El despacho de Pierre huele un poco a rancio y a café recién


hecho. Piso la moqueta de color gris oscuro fijándome en el zócalo

de madera oscura, que se parece al mío. Está lleno de estanterías

con libros apilados sin orden ni concierto.

Pierre y yo nos conocimos en la primera exposición de Jacob: él

dijo que estaba buscando jóvenes autores prometedores y yo le dije

que podría ser uno de ellos con un descaro bastante impropio en mí.
Milagrosamente, lo fui después de mandarle el manuscrito.
—Ya no sé cómo decirte que los pantalones de corte ancho no se

llevan.
Es lo primero que dice cuando me siento en la butaca de delante

de su escritorio. Él lleva unos blancos bastante estrechos, y con un


cinturón con los colores del arcoíris. Nunca me he atrevido a
adivinar su edad, es probable que no acierte, con sus canas eternas

y su barba incipiente del mismo color.


—Para renovar mi armario tendrías que subirme los honorarios.

En fin, ¿qué te ha parecido? Te ha gustado, de lo contrario no me


habrías citado en tu despacho.

Lo habría hecho en alguna cafetería y me habría invitado a


desayunar, como cuando me rechazó la historia de detectives.
Tengo que decir que no me salió demasiado bien la trama.

Por fin deja de mirar el ordenador y se centra en mí.


—Flo, los hombres no escriben comedias románticas.

—Y un cuerno. ¿Qué me dices de Federico Moccia?


—Lo suyo son dramas para adolescentes.

—¿Y Nicholas Sparks?


—Dramas a secas. No pasa nada, me ha gustado, y a Tina
también. Sabes quién es Tina, ¿no?

—¿Debería saberlo?
—Sí. Tina es la que decide si sí o si no. Es la Beyoncé de los

editores; huele los éxitos a kilómetros de distancia. La diva máxima


de la editorial, cielo.

Ahora no sé si esto es bueno o malo.


—No entiendo muy bien lo que quieres decir.

—Que Tina está interesada en publicar eso, y ella es la que corta


el bacalao en romántica.
—Perfecto. ¿Cuál es el problema, entonces?

—Que eres un hombre, y los hombres no escriben comedia


romántica. —Suspira—. Ay, Flo, es cuestión de marketing. No

venderemos una mierda si Florian Monet publica una comedia


cuando tu nombre se asocia a novela histórica.
—Pero si Sparks y Moccia...

—¡Son divos, Flo! —me interrumpe—. No tengo ni idea de cómo


lo hicieron para llegar a lo más alto. Si lo supiera, te llevaría allí

ahora mismo, pero no estás en ese podio... de momento.


—¿Quieres que me haga pasar por una mujer?

Creo que a eso se le llama «venderse», pero no voy a entrar a


discutirlo.
—Algo así. Puedes ponerte F. Monet o Monet a secas. La

ambigüedad también vende: mira J.K. Rowling.


—Creo que a ella le pasó a la inversa.
—La vida no es justa. ¿Qué me dices?
Hago ver como que me lo pienso, aunque voy a decir que sí, por

supuesto.
—Acepto si me subís un cinco por ciento el porcentaje.

—Hecho —acepta él, alargando la mano para sellar el pacto.


Esto sido demasiado fácil, leches.
—Debería haber pedido el diez, ¿no? ¿Me habrías dado el diez?

—No tientes a la suerte, Flo.


Al cabo de un rato ya estoy firmando el nuevo contrato editorial.

Dadas las circunstancias, me está saliendo todo bastante redondo,


no me lo esperaba.

Al salir, veo que tengo tres mensajes en el móvil.

TIM: Estoy llegando. No te olvides, 107 Avenue Ledru-Rollin.

MAMÁ: ¿Puedes hablar? No me ignores, sé que tú y esa chica tenéis algo.

MARGOT: Mamá dice que tienes novia. Le he dicho que los milagros solo
ocurren una vez en la vida.

Y yo preocupado por mi hermana... ¡Será hija de su madre!


Mierda, llego tarde a la cafetería.
A paso ligero, llego hasta el centro de la plaza y bajo hasta el
metro. Tras varios transbordos y media hora más tarde, llego hasta

la parada de Ledru-Rollin y subo la avenida hasta Passager: es la


cafetería favorita de Tim, y debo decir que tanto las baldosas

vintage de cerámica del suelo como los ladrillos que cubren la pared
le dan un toque estético, agradable a la vista. Esto y los pancakes
aux fruits rouges hacen de ella un sitio digno de frecuentar.

Tim, sin mirarme y con mala leche, me habla cuando me siento a

la mesa.
—Llegas tarde. Sabes que detesto estar esperando a alguien en

un sitio rodeado de desconocidos, como si me hubiesen dejado

plantado.

—Nadie te ha dejado plantado nunca, salvo yo.


—Por eso, me generaste un trauma. ¿Se puede saber qué

estabas haciendo?

—Perdona, tenía una reunión con mi editor, y sabes que tiene su


despacho en Mordor.

—Saint-Claude no es Mordor...

—Sí que lo es.


—Da igual. Pierre no se merece que muevas el culo hasta allí.
En eso le daría la razón, por eso me callo.

—No me gusta, pero es mi editor. Tengo que ir. Sé que no te cae


muy bien.

—Es un maleducado. Se aprovecha de su posición.

—A mí nunca se me ha insinuado.
—Porque yo soy más guapo que tú, admítelo.

—La belleza es subjetiva.

—Me tocó el culo e insinuó que podríamos hacer un delicioso

biscuit... ¡Fue muy incómodo!


Cada vez que me lo recuerda, me entra la risa.

—Es que él es casi albino, y tú eres muy negro...

—Esas cosas ofenden.


—¿Y si te lo hubiera dicho una sexy pelirroja?

—Corramos un tupido velo. ¿Para qué querías verme?

Después de pedir un chocolat chaud y de responderle el mensaje


a mi hermana con un emoticono bastante representativo de que

puede irse a la mierda, cojo aire para soltarle el bombazo a mi mejor

amigo.

—Para comunicarte que saco un nuevo libro.


Me mira extrañado, y no es para menos.
—Dijiste que la nueva no era de tu género habitual. La última vez

que dijiste eso, no te publicaron la novela de detectives.

—No es el libro de Notre Dame, y tampoco es de detectives.


—Eso ya lo sé. ¿Por qué tanto misterio?

—Porque es algo que nunca he hecho... hasta ahora.

—¿No me dijiste que era parecida a la histórica? ¿Le has puesto

erótica? Creí que la fiebre ya había pasado. Si has escrito algo de


, no estoy seguro de querer leerlo, que luego te imagino

diciendo guarradas y se me baja todo.

No creo que tenga pinta de escribir esas cosas. ¿Cómo se le


ocurre pensar eso?

—No, claro que no es eso. ¿Tengo pinta de ir escribiendo

escenas con pinzas en los pezones y látigos en el culo?

Lo acabo de decir en voz alta, y los de la mesa de al lado se me


quedan mirando mientras susurran entre ellos.

—No, tienes pinta de ser profesor de primaria. Entonces, ¿qué

has escrito? Que me tienes intrigado.


—Nada, una comedia romántica. Pero Pierre y Beyoncé dicen

que los hombres no escriben comedias románticas, así que se

publicará solo con mi apellido.

—Dudo que Beyoncé se meta en esos berenjenales.


—No Beyoncé la cantante, otra que Pierre llama... Da igual, la

jefa de los editores.


—¿Y Federico Moccia? ¿Nicholas Sparks? Discrepo con

Beyoncé.

—Eso mismo he dicho yo, y me han dicho que ellos se lo pueden


permitir y yo no porque no soy famoso.

Asiente, pensativo.

—¿Una comedia romántica? No me lo esperaba. ¿Cuándo?

¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué?


Son demasiadas preguntas ambiguas, pero por algo es mi mejor

amigo y le entiendo a la perfección.

—Cuando Conocí a Nerea, no podía quitarme de la cabeza


nuestros encuentros, así que los escribí. Está bien, puede que le

echase un poco de imaginación a la cosa, y al final seguí

escribiendo y escribiendo y me quedó una novela romántica genial.

Me he inventado el final, por supuesto, al más puro estilo de


Hollywood y con un par de escenas de alto voltaje que, por

desgracia, tampoco han ocurrido, así que la historia cabalga entre la

realidad y la ficción.
—¿Y ella lo sabe?
—No. Por supuesto que no. No lee ese tipo de libros, he estado

en su casa y lo sé.

—¿Y si lo hace?

—Le diré qué es lo que hay. El otro día debí besarla.


—¿Todavía no lo has hecho? Creí que era una aventura

pasajera, que estabas saboreando tu libertad.

Nerea no es algo pasajero. Se me ha metido entre ceja y ceja, no


dejo de pensar en ella ni de fantasear sobre todas las cosas que

podríamos hacer. Y no me refiero solo al plano sexual, que también.

—He cambiado de parecer. Puede que quiera algo más. Tengo

una edad, ¿sabes? A los treinta no estoy para ir de cama en cama.


Yo quiero dormir en la mía y punto.

—Dijiste que buscabas a una francesa bohemia que hiciera yoga

y se manifestara cada domingo en la Bastilla.


—Sí, pero he terminado encontrando otra cosa. ¿Sabes que

puede que Nerea sea descendiente de August Perrault? Eso la

convertiría en medio francesa y bisnieta de una celebridad literaria.

Me pega mucho más que una bohemia.


—Eso da igual, Flo. —Suspira Tim—. Te gusta, te gusta mucho.

Vi cómo la mirabas en la exposición, con esa mezcla de ternura y

deseo que quiero que pongan los actores en mis películas.


Tiene razón, me gusta mucho. Mucho más de lo que quisiera

admitir.
Creo que por eso me jode tanto verla, justo cuando vuelvo a

casa, cruzando cuatro palabras con Clement, el vecino del tercero

segunda. Riéndose. Pero conozco su risa verdadera, esa que ha

soltado alguna vez a carcajada limpia. No es eso que sale de su


boca, más falso que un billete de treinta euros.

Al verme, juraría que los ojos se le iluminan. Lleva un vestidito

rojo que le llega hasta las rodillas y una cinta de pelo a juego. El rojo
le sienta de maravilla, en contraste con su piel algo bronceada, tan

mediterránea, y el castaño de su pelo. La cintura se le marca,

estrecha, insinuando un cuerpo en forma de reloj de arena.


Claro que me gusta, mucho, tanto que cruzaría los dos metros

que nos separan y le plantaría un beso muy húmedo y lento, de los

que te dejan tiritando.

—¿Sabes qué dan hoy por la tele?


—No. Tengo más de cien canales.

Lo sé, es una respuesta poco apropiada para ligar, pero no es

fácil deshacerse de mi lado irónico.


—Johnny English —dice, ignorando mi comentario.

—¿Míster Bean haciendo de espía británico?


—Algo así. Me encanta Míster Bean. ¿Quieres subir a verla
conmigo? Mi hermana tiene una cena y no quiere decirme con

quién. Espero que el tipo no esté casado.

Me está invitando a su casa. A su sofá.


Infinitas posibilidades se abren ante mí.

—Claro. Me pongo cómodo y subo.

No hay ni que decir que, en cuanto cierra la puerta de casa, un


sudor frío recorre mi nuca. ¿Qué me pongo? He dicho que iba a ir

cómodo. Algo elegante está descartado. Mierda. ¿Es muy

antierótico ir en chándal? Sí, lo es, descartado.

Saco casi toda la ropa que tengo en el armario en busca de


alternativas, pero no hay nada. ¡No tengo nada que ponerme! Ahora

mismo entiendo a las mujeres cuando dicen esa frase.

Ante la evidencia, termino poniéndome el pijama: pantalones de


cuadros largos y camiseta azul, lisa. Coherente con lo que he dicho

y fácil de sacar si la ocasión lo requiere.


No las tengo todas cuando llamo a su timbre. Estoy nervioso,
igual que un adolescente en su primera cita.

—¿Te has puesto el pijama?


La jugada no me ha salido bien, ella sigue con el vestido rojo.
—Te lo he dicho.
—Vamos, que está a punto de empezar.
—Estoy muy cansado, si me quedo dormido en el sofá es mejor ir
con el pijama.

—Tranquilo, te voy a tapar con la manta de algodón.


Yo no quiero que me tape, yo quiero que me desnude.
Mierda, la estrategia no está funcionando.

Tengo que pensar en otra cosa.


—Ay, me he dejado la botella de vino en la nevera —se me
ocurre de repente.

No pensaba traerla, pero creo que un poco de vino ayudará.


—Deja, yo tengo uno blanco. ¿Copa?
—Por favor.

En un par de segundos trae dos copas en la mano y la botella de


blanco en la otra.
—Ábrela tú —pide, alargándome el abridor.

—Mi madre piensa que estamos liados —digo al descorchar la


botella, en un tono bastante serio.

No sé si es una buena idea, pero Nerea finge reírse un poco.


—¡Qué tontería! —termina diciendo—. Yo no soy tu tipo.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo imagino. Estoy segura de que Jeanette y yo tenemos
pocas cosas en común.
Se ha sonrojado. Esta es una buena señal, así que continúo con

la conversación. Tiene las piernas cruzadas y yo me muero por


abrírselas, subirle la falda hasta la cadera y hundir la lengua en su

hueco.
—Las dos tenéis vuestro carácter. La verdad es que no tengo un
tipo establecido, me han gustado muchas chicas diferentes. ¿Yo me

parezco a Isaac?
Parpadea varias veces y niega con la cabeza.
—En el blanco de los ojos.

Mejor, porque está bastante claro que no le gustaba.


Ya vamos por la segunda copa y no pienso darme por vencido.
No me estoy enterando de nada de la película, y estoy convencido

de que Nerea tampoco. Le rozo la rodilla con la mano a propósito y


veo de reojo que reacciona con un suspiro.
Creo que le gusto, o que le atraigo.

Dejémoslo en que no le soy indiferente.


—¿Perdiste la virginidad con él?

Aquí sí que gira la cabeza y abre la boca, mirándome con mucha


incredulidad.
—¿Por qué estamos hablando de sexo?
Me encojo de hombros con cierta naturalidad.

—Hablar de sexo siempre es interesante. Siento curiosidad, los


franceses somos muy abiertos en estos temas.
—Genial, yo no.

—¿Te da vergüenza? Es algo de lo más natural. Los franceses


tenemos una media de seis parejas sexuales en nuestra vida.

—Yo he tenido una. —Entonces el semblante le cambia, y alza la


ceja izquierda—. Hablas muy en general de los franceses, pero ¿y
tú, Florian?

Termino mi copa y sonrío para mis adentros.


—Estoy por encima de la media.
—¿De veras? —pregunta sin creerme.

—En la universidad me dio por experimentar.


No se lo esperaba. Hasta ahora, solo ha conocido mis facetas
más políticamente correctas, pero no soy de piedra y tengo mi vida

sexual, o tenía, antes de que Jeanette se marchara a África.


—No... no lo habría dicho nunca.
Está pensando en lo que acabo de decirle, digiriendo toda esa

información.
—¿Estás bien? Te noto algo tensa.
Pasamos a la acción, creo que ya la tengo en el bote.

—Todo esto de los resultados del me está poniendo un poco


nerviosa.
—Tienes que relajarte un poco —susurro con la voz un poco

ronca—. Voy a ayudarte con esto.


Sin esperar una invitación previa, empiezo a masajearle los
hombros. Percibo cómo la piel se le pone de gallina cuando la toco,

pero no se aparta, solo suspira y me deja hacer.


Tiene un cuello delicioso, grácil y alargado en su justa medida

que me gustaría besar, pero me contengo. Estoy pensando en esos


pezones duros y abultados que se le marcaban bajo la camiseta
mojada, su expresión de incredulidad, el descaro que tiene cuando

me responde con la frente bien alta. Y me gustaría darle la vuelta y


comerle la boca mientras ella me discute, sí, porque con ella todo
me excita, desde cometer un jodido delito hasta ver Johnny English.

—¿Interrumpo algo?
La voz de su hermana Alicia me devuelve a la tierra. Ambos nos
giramos hacia ella a la vez.

Enseguida aparto mis manos de Nerea, un poco como si


quemara.
—No, estamos viendo una película.
—Me he dejado el teléfono. ¡Pasadlo bien!
Menudo corte de rollo. Pero lo peor es que tengo una erección y
esto tiene pinta de que no bajará con facilidad.

—Yo también me voy, me estoy quedando frito.


—Vale.
Salgo casi corriendo y no me detengo hasta llegar a casa. Me

tumbo en la cama e intento pensar en cualquier otra cosa, pero la


imagen de las piernas de Nerea no se me va de la cabeza.
Mierda, voy a tener que hacerme una paja, porque si no, no voy a

poder dormir esta noche. Me bajo los pantalones. Está tiesa a rabiar.
Subo y bajo la piel mientras me muerdo el labio inferior, pensando
en sus pechos, en tocarlos. Me la imagino aquí, en mi cama, de

rodillas, vestida solo con el tanga negro. Gime cuando la toco. ¿A


qué sabrá? Debe saber a gloria bendita, seguro. Quiero metérsela a

cuatro patas, luego ella encima y luego yo encima.


Acelero el movimiento imaginando que es ella quien está aquí y
la recorre con la lengua.

Dios, ¿solo con uno, Nerea?


Voy a hacerla disfrutar cuando llegue el momento. Haré que me
clave las uñas y me suplique un orgasmo tras otro.

Me corro sintiendo el cuerpo en llamas.


17

PAS MAL
NEREA

Odio hacer la compra, odio cocinar y, en definitiva, odio hacer las


cosas que suele hacer la gente adulta. Será que hasta ahora no me
había tocado hacer esas cosas, siempre he vivido con mamá, que,

por tradición —porque en la generación de nuestros padres así está


establecido— o porque mi padre es una patata con las tareas de la
casa, cocina, hace la compra y tiene la casa como los chorros del

oro.
A mi regreso del mercado que tanto empeño Alicia ha puesto en
que vaya, estoy metiendo la llave en la cerradura cuando escucho el

timbre del teléfono. Es el fijo, así que solo puede ser mamá.

Para mí es un misterio cómo es que solo llama a ella. Papá no se


ha dignado a tener la iniciativa de llamarme desde que estoy en

París.

En mi apresuramiento por cogerlo, dejo la puerta sin cerrar y el


camino del pasillo lleno de paquetes que se me van cayendo por la
recién reventada bolsa de plástico, demasiado fina para albergar

tanto queso. Justo al entrar en la cocina, la botella de vino se me


hace añicos, y dos pasos antes de alcanzarla, espachurro con el pie

uno de los foie gras que tenía ganas de probar.

Así es que descuelgo el auricular con comprensible rabia e


indignación:

—¿Mamá?

—Soy yo. ¿Cómo lo sabías?


—Solo llamáis tú y los de Jazztel para que nos cambiemos de

compañía. Oye, tengo un poco de lío, se me acaba de romper una

botella de vino.
—Ten cuidado, no vayas descalza.

Esa frase se me clava muy adentro. Es la misma que decía,


cuando éramos pequeñas, al romperse algún vaso o algún plato en

la cocina.

—Tranquila, mamá. Por cierto, hay algo que debo contarte. Luego

te llamo, ¿vale?

—Sí, tú recoge, y cuidado con los cristales —me advierte antes

de colgar.
Con la sensación agridulce que me ha dejado en la boca,

empiezo a recoger los quesos y los meto en la nevera. Por suerte, la


señora de la parada ha tenido la lucidez de envolverlos en un fino
papel de plástico transparente, así que no se han echado a perder,

al contrario que el vino y el foie gras.

El otro día, Florian y yo nos pimplamos una botella entera en tan

solo quince minutos de película. Creo que por eso casi pierdo la

cabeza, sobre todo cuando empezó a hablarme de sexo y a

hacerme un masaje, como si quisiera...


Pero es imposible.

Y yo también quería, porque la carne es débil y llevo mucho

tiempo a dos velas. Tanto que hasta puede que no me acuerde.

Mentira, eso es como ir en bicicleta, que nunca se olvida. Pero ¿y

si nunca has aprendido a pedalear bien?

Después de pasar la fregona por el suelo y tirar los retos de

botella en forma de cristales traicioneros, me acuerdo de que no he


cerrado la puerta. Suspiro y vuelvo sobre mis pasos, maldiciendo la

tarde que llevo. Pero eso no es nada con lo que estoy viendo a

través del resquicio de la puerta de entrada.

Me quedo helada. Como si me hubieran cortado la cabeza con un

hacha, fulminante: rápido pero doloroso.

Alicia está dándose el lote con un tipo demasiado guapo para la


vista, también conocido como el vecino del tercero segunda.
Clement.

Termino de abrir la puerta y aprieto los labios, esperando que me


vea, pero parece absorta, concentrada en sus sensaciones y en su

piel, indistinguible ya de la piel del otro. Se confunden en ese beso


intenso, tanto que Clement apoya en la pared a mi hermana como si
quisiera invadirla por completo.

Un maremoto de furia me invade, y no hago otra cosa que


agarrar el pomo de la puerta y cerrarla de un golpe seco y sonoro.

No me lo puedo creer. Clement y Alicia liados. Mi hermana liada


con el vecino del tercero segunda, ese que yo había escogido para

sacudirme las telarañas. Había estado mencionando a un tipo con el


que tenía citas, pero no me imaginé que sería él. ¿Por qué diantres
no lo dijo? Los ojos empiezan a empañárseme y la nariz a

ponérseme tumefacta.
No, no quiero llorar, pero joder. Siento como si toda la furia del

mar estuviera concentrada en mi cabeza y estuviera a punto de salir


hacia la playa.

—¿Nere? ¿Hola? ¿Por qué huele tanto a vino? Creo que acabo
de pisar un trozo de foie gras...
Trago saliva y me siento en el sofá con la mirada desviada hacia

cualquier parte que no sea ella. Siento la necesidad imperativa de


huir de aquí, de ella, del estúpido tono de voz que usa cuando algo

se sale de sus planes.


—Nerea, escucha, lo de Clement y yo...

—¿Hay un «Clement y yo»? Menuda novedad.


—No te dije nada porque no era nada serio, y yo no estoy segura

de nada.
—Te acuestas con muchos tíos, ¿no?
—No.

—¿Y desde cuándo estáis liados?


—Pues... un par de meses, no sé.

Me escuece mucho.
¿Un par de meses?
—Vaya, si yo llevo tres meses en París. ¡Podrías haberme

insinuado algo! ¿Te das cuenta del ridículo que he hecho? Dios, no.
No puedo parar, soy un martillo de demolición que se rebela

contra el obrero.
—¿Ridículo? No te entiendo.

Alicia nunca entendía nada, como cuando me eché a llorar


después de mi primera fiesta de cumpleaños porque nadie había
querido jugar conmigo al pilla pilla pero todos habían saltado a la

cuerda con ella, o cuando me acompañó al concierto de un grupo de


música amateur de unos chicos de la universidad muy guapos, e
invitaron a Alicia a subir al escenario.
Le respondo a su pregunta de carrerilla, muy rápido y con la voz

algo alzada.
—Nunca lo has hecho. ¿Alguna vez te has puesto en mi lugar?

Yo creo que no, tienes una flor en el culo y todo te ha ido


maravillosamente bien.
—Eso no es cierto.

—A mí también me hubiera ido de puta madre yendo a mi bola, a


lo mío, sin pensar en los demás. ¿Sabes que a mamá el año pasado

le quitaron un quiste de la matriz? No, no lo sabes porque no te lo


dijo. Prefirió callarse y ahorrarse la decepción que habría sido

decírtelo y que no vinieras a verla. Y esto es solo una pequeña parte


de lo que te has perdido.
—Habría vuelto por lo de mamá.

Lo dice en un vano e inútil intento de justificarse.


Sonrío amargamente y niego con la cabeza mientras me levanto

del sofá.
—Lo que más me jode es que sigas siendo «Alicia La Perfecta»
cuando pasas de los demás. ¡Te importamos un pepino! Al menos tu

familia, porque, por lo visto, pierdes el culo por los hombres.


—No, no...
—Y encima con hombres casados. Cuando tuvimos aquella
discusión el otro día, podrías haberme mencionado tus razones y te

callaste.
—Estábamos hablando de un caso hipotético, no real...

—¿Sabes lo que me jode? Mis tristes intentos de coqueteo, lo


penosa que debo de haber sido mientras que el vecino te metía
mano. ¡Quizás hasta se reía de mí!

—No creo que se haya dado cuenta, él no es así. Nunca me

dijiste que te gustaba.


—A lo mejor os reíais los dos. «Aquí viene la pringada de Nerea

intentando tener una conversación original».

—¡Claro que no! Vamos, Nerea, a ti no te gusta Clement.

—¡Ese no es el tema! —exclamo, ya enfadada.


No soporto que me mire con cara de pena, como si en toda esta

historia ella hubiera sido la víctima. Puede que yo sea la que alza la

voz, pero porque ya estoy harta, ya he llegado al límite.


Sé que estoy sacando toda la mierda de golpe, pero no puedo

parar.

—¿Vas a decir algo? No sé, estaría bien que al menos me dieras


una explicación razonable a por qué demonios no me dijiste que te
estabas tirando al vecino.

Deja ir un suspiro al aire que todavía me enfada más.


¿Está frustrada?

Yo mucho más.

—Es complicado, Nerea.


—¿Es esa tu explicación?

—Hay cosas que me cuestan, y la visión que tú tienes de mí no

ayuda.

Ahora se pone digna. ¡Lo que faltaba! Siento que el pecho va a


reventarme de todas las cosas que tengo dentro y no he dicho. El

calor de mis mejillas me sube hasta la cabeza y me duele igual que

si tuviera un tambor al lado sonando sin parar.


—¿Qué visión crees que tengo de ti?

—La de una cabra loca que sale de fiesta y no se preocupa por

nada, que se acuesta con quien quiere sin pensarlo, que no mide
sus consecuencias.

—Bueno, Alicia, está claro que, con tu familia, las consecuencias

no las has medido bien. ¿Sabes qué? Esta discusión es inútil,

porque no va a cambiar nada. Tú seguirás yendo a tu bola sin


contarme nada y yo seguiré siendo la pringada que paga el pato.
No lo pienso mucho antes de caminar hacia la puerta, coger las

llaves y salir dando un portazo. Me apoyo en la pared de la escalera

amarillenta y respiro hondo. El corazón me late con rapidez mientras


que en mi mente repaso la conversación, intentando buscar

cualquier gesto o palabra de Alicia que me digan que no ha caído en

saco roto, pero no lo encuentro.

¿Tan difícil es de entender? ¿Tanto le cuesta comportarse un


poco como mi hermana, tener algo de empatía, comunicar las

cosas? Yo creo que no.

Me dirijo al piso de abajo, un poco más calmada, y llamo a la


puerta de Florian.

No sé si debería hacerlo. La otra noche estuve a punto de

cometer una locura y me había propuesto mantener las distancias,

al menos hasta que la cordura volviera a mí, pero estoy en una


situación límite, furiosa y sin nadie con quien hablar.

Podría llamar a alguna de mis amigas, pero sé que la mayoría

tiene sus cosas y detestaría que me dieran largas, porque iría para
largo, y porque por teléfono no es lo mismo.

—¿Qué bicho os ha picado? Se os oía discutir desde mi salón —

comenta nada más abrir la puerta.


Lleva bermudas y una camiseta de manga corta de algodón

blanca. No me lo creo, Florian vestido normal. Está... leches, está


hasta guapo. Es que Florian es guapo. Hay obviedades que no

pueden negarse. Tiene el cabello castaño algo ondulado, corto,

peinado de forma desordenada, con la raya a un lado y una onda


que me recuerda inevitablemente a Montgomery Clift —nadie sabe

qué aspecto tiene, lo sé, solo yo, que soy una apasionada de los

clásicos del cine—; la nariz un poco alargada y recta, la mandíbula

prominente y los ojos entre un color miel y uno ambarino con motas
doradas que jamás había visto y que, cada vez que los miro, me

hacen descubrir matices nuevos.

El roce involuntario de nuestras manos al moverlas hace que me


desconcentre momentáneamente de mi discusión, del enfado y de

todo.

—¿Cambio de look?

—Estamos casi a principios de junio, empieza a hacer calor.


¿Qué ha pasado?

Suspiro y cruzo los brazos, enfurruñada de nuevo al pensar en la

discusión.
—Alicia se tira al vecino de enfrente. Los he pillado dándose el

lote.
—¿Y?

—Que le había dicho que me gustaba, pero claro, ni se acordaba.

¡Me lo quita todo! Y encima nadie le dice nunca nada. Mis padres,

pese a haberse largado de casa y pasar de ellos, jamás se lo han


reprochado. Todo el mundo la tiene en un pedestal. Estoy harta.

Florian no parece estar prestándome demasiada atención.

—Ya. A lo mejor tiene sus razones. Deja que lo asimile.


Increíble. No me lo puedo creer. Pensaba que, de todas las

personas del mundo, Florian era una de las que no habían caído

bajo el embrujo de «Alicia La Perfecta».

A lo mejor estaba equivocada.


—No ha dicho nada. La conozco, hará como si no hubiese

pasado nada, y lo dejará pasar hasta que yo me olvide. Pero esta

vez no va a ser así.


—A lo mejor estás exagerando.

—¿Tú de qué parte estás?

—De la de nadie. Solo digo que deberías arreglar tus problemas

con tu hermana, que no son pocos.


—Mi problema es ella, que me lo quita todo.

—Te refieres al vecino, Clement. ¿En serio piensas que se habría

fijado en ti si Alicia no estuviera? Tus intentos de coqueteo forzado


no surtieron el menor efecto.

¿A qué viene eso?


—A lo mejor sí. Que ya sé que no soy tan guapa con ella, pero

tampoco estoy tan mal. Que yo solo lo quería para un polvo.

—¿Y no podría ser que no fueras su tipo? Las personas somos

más que carne, puede que lo que no le guste sea tu cerebro.


—Estás siendo un capullo.

No entiendo nada. Y tampoco entiendo por qué le está dando

tanta importancia a lo de Clement.


Si solo ha sido la excusa, por favor.

—¿Que yo...? Mira, vete a la mierda.

Me quedo alucinada.
¿Acaba de mandarme a la mierda?

Abro la boca por inercia, sin saber qué responder.

—¿Perdona? ¿Tú de qué vas?

—Que estoy cansado de escucharte decir gilipolleces. No quieres


lo que Alicia tiene, y te la trae al pairo Clement. ¿Sabes lo que de

verdad te ocurre? Que estás celosa, pero no de Alicia, no, sino de

todos los demás, porque Alicia les presta más atención que a ti. Has
creado esta ficción de que ella es mejor que tú para ampararte en el

hecho de que tú la quieres más de lo que ella te quiere ti, porque es


ella quien no te valora, y estás deseando que lo haga, que te preste
más atención. Y otra cosa te voy a decir: ¿cómo crees que me

sienta a mí que me vengas lloriqueando porque tu hermana se

acuesta con un tío que pasa de ti? A mí y a todos los que te


valoramos. Porque yo te valoro, Nerea, y a ti parece que te dé igual.

¿Tiene que venir Alicia a hacerme caso para que tú lo hagas?

Nunca había visto a Florian tan serio y molesto. Me impone la


dureza con la que escupe las palabras, seca y cortante, y la mirada

que me hecha es como si un aguijón me punzara la piel.

—No tiene nada que ver. Estás mezclando peras con limones.

—Mira, no pienso escuchar más tonterías.


Y cierra la puerta de su casa. En mis narices.

¿Voy a pelearme hoy con todo el mundo? Eso parece.

No, no se trata del vecino, sé que eso solo ha sido el detonante,


la excusa para explotar y dejar todo el veneno ponzoñoso que tenía

dentro.
No me siento mejor. La verdad es que me siento fatal, pero no
voy a dar marcha atrás. De hecho, no creo que pueda aguantar

mucho más viviendo en el mismo sitio que ella. ¿Para qué, si


después de todo lo que le he dicho, le sigue dando igual?
Cuando subo, no está en casa. Habrá ido a llorarle a su ligue de
turno, el vecino.
«Tú también le has ido a llorar a Florian y te ha salido el tiro por la

culata», me digo.
Ya, pero Florian no tiene razón, lo ha sacado todo de contexto, y
me refiero a lo de estar celosa de... ¿Clement? ¿Cómo voy a estar

celosa del vecino? No tiene sentido nada de lo que ha dicho. Y


mucho menos lo último, que no le valoro.
Es mentira, sí que lo hago, y mucho. De hecho, valoro tanto su

amistad que he reprimido varias veces algunos calentones en aras


de no estropearlo todo.
¿Quién puede decir lo mismo? Se ha pasado tres pueblos

echándome eso en cara y cerrándome la puerta en las narices.


Todo va mal. Todo.
Y todavía no he podido decirle a nadie que el resultado del

examen de es positivo.
18

YO, YO MISMO Y MI PEZ


FLORIAN

El sonido monótono del ventilador me está adormilando. Tendría que


tomarme un café, pero llevo un día desconcertante, extraño. Me he
levantado con un mal sabor de boca y cansancio acumulado de no

haber dormido bien.


No es extraño. No he dejado de pensar en lo que le dije a Nerea
ayer.

Una llamada me distrae; es mamá.


Debería hablar con ella, hablar en serio, no esas conversaciones
cortas por mensaje. Lo he evitado desde que pasó aquello en

Mougins, porque soy un pésimo mentiroso y no va a creerme

cuando le diga que Nerea es solo una amiga.


Que lo es, en el fondo y para mi desgracia. Eso es solo lo que

es.

—¿Mamá?
—Ya era hora de que hablaras conmigo. ¿Qué te pasa? Llevas

demasiado tiempo evitándome. ¿Es por lo de tu novia?


Por eso la evitaba, por sus preguntas que ella misma responde.

—No, es porque he estado liado.

—¿Tan liado que no has podido hacer una llamada de cinco


minutos? ¿A tu madre, la persona que te engendró, te llevó nueve

meses y te dio la vida?

Drama modo on. ¿Qué he hecho yo para merecer eso?


—He sacado un nuevo libro, mamá.

—Muy bien. Pero cuéntame lo de tu novia.

—No tengo novia, mamá.


Quiero a mi madre, pero a veces se comporta como ese prototipo

de madre que quiere saberlo todo y que me pone de los nervios.


—Sigues queriendo a Jeanette, ¿verdad?

—Por supuesto que no, Jeanette es historia. ¿De dónde sacas

eso?

—No lo sé, son cosas que se me ocurren, porque como no me

cuentas nada...

Ahora que lo pienso, no estoy muy seguro de haber cortado


definitivamente con Jeanette. Quiero creer que sí, que eso de

«darnos un tiempo» era un mero eufemismo de dejarlo.


—No, mamá. Yo... No es eso —resumo, sintiéndome de golpe
algo confuso.

—Ay, cariño, no te preocupes —empieza a decir, poniendo su voz

más maternal—, estas cosas pasan. La gente cambia, es normal

que a veces el amor se acabe. Y también es normal querer cosas

distintas. La chica es muy guapa, vaya, eso me pareció, solo la vi de

refilón.
—Apenas la viste, mamá. Y no es mi novia, somos amigos.

—Amigos... Sí, por supuesto, lo entiendo. Mira, te voy a decir

algo, Florian: yo, cuando era joven, estaba enamorada del chico

más guapo de mi calle. Era alto, con el pelo rubio ondulado que

solía peinarse hacia atrás y que nos traía a todas locas, e iba con

una motocicleta pavoneándose por ahí que... Vaya, yo estaba loca

por él a los quince. Y cuando cumplí dieciocho, cuando yo ya


trabajaba y había madurado, me hizo caso. Sí, me pidió una cita y

por fin pude subirme a la parte de atrás de aquella motocicleta. ¿Y

sabes qué?

—Que no te gustó.

Era fácil adivinarlo, porque entonces yo no sería hijo de mi padre,

sino de un exdelincuente juvenil.


—Pues no. Prefería la comodidad del coche de tu padre, sobre

todo a la hora de...


—¡Censura, mamá! —exclamo cuando veo que la cosa deriva a

aspectos de su relación que prefiero seguir ignorando.


—Lo que quiero decirte es que todos cambiamos. Todos nos
reinventamos constantemente. Desde que somos pequeños y

nacemos, pasamos de ser seres completamente dependientes a


poder hablar, poder razonar, poder pensar. Luego nos convertimos

en adolescentes, queremos cosas diferentes, y luego crecemos y


nos convertimos en adultos. Ahí muchas veces nos damos cuenta

de que valorábamos cosas que luego no tenían ninguna


importancia, o al revés: relativizábamos otras que, son algo
imprescindible. El tiempo pasa tan rápido que, de golpe, nos

miramos en el espejo y este nos devuelve el reflejo de unos


desconocidos con patas de gallo y el pelo gris, y nos preguntamos

qué demonios hemos hecho para transformarnos en nuestros


padres de la noche de la mañana.

Mi madre me sorprende con su filosofía de estar por casa, tierna


y dura al mismo tiempo, tan certera que da hasta escalofríos.
—¿Qué quieres decirme con eso?
—Que no le des demasiadas vueltas y te lances hacia lo que

quieres, porque luego va a ser tarde. Que es normal que no quieras


las mismas cosas que hace cinco años.

—Pero tú sigues queriendo a papá.


—Sí. Antes era un despistado que me hacía reír, y sigue siendo

un despistado que me hace reír y que, por milagros de la vida, ha


aprendido que mis flores favoritas son los girasoles, que detesto la
cebolla y que mi vino favorito es el tinto joven.

Sonrío y asiento para mí mismo.


—Yo también detesto la cebolla. No sé si ella te va a gustar. De

hecho, creo que no —admito. Ambas son demasiado dominantes,


van a sacar las garras, estoy seguro—. Y no es mi amiga con
derechos. De hecho, ayer nos peleamos.

—Si dices eso, seguro que me gusta. Otra cosa te voy a decir,
Florian: pelearse es bueno. No todos los días ni con frecuencia, por

supuesto. De vez en cuando y para mantener la chispa. Porque lo


que llamáis vosotros el polvo de reconciliación...

—¡Censura, mamá!
Después de preguntarme sobre Margot, yo haberle dicho que vi a
su ex y ella haberlo insultado de forma elegante y no tan elegante,

nos despedimos.
Sé qué es lo que debo hacer. Ir a buscar a Nerea y resolverlo.
Quizás hasta debería decirle que mi enfado radica principalmente en
que no me valora, que me siento mal porque no me tiene en cuenta,

y que me cabrea el hecho de que estoy segurísimo de que ni


siquiera se le haya cruzado por la cabeza que estuviera hiriendo mis

sentimientos, porque sí, los tengo, hacia ella.


No sé, a lo mejor debería decirle «me gustas» y terminar con toda
esta tontería.

Qué marrón.
Voy a subir porque total, si no es ahora, será más tarde. Cuanto

más lo posponga, peor. Y si lo hago eternamente, luego es de ese


tipo de cosas que se enquistan y hacen daño emocional, que se

transforma en corporal a modo de cáncer, aneurisma y otras cosas


muy duras.
Llamo a su puerta con el corazón en un puño y dispuesto a

dejarme llevar, pero abre su hermana con el rímel algo corrido y un


moño deshecho.

—¿Está Nerea?
—No. Se ha marchado esta mañana.
—Pero...
—Ha cogido la maleta con todas sus cosas y mi padre acaba de
decirme que se ha mudado a otro piso. No sé más, ayer nos
peleamos —dice mientras intenta quitarse la negrura de los

párpados.
Me quedo muy quieto, asimilando lo que acaba de decir. Quizás

la discusión fue más profunda de lo que me pareció y no le di la


importancia que habría debido.
—Vaya. También discutimos ayer. Es igual, debe estar en su

despacho, en la universidad.

Veo cómo Alicia esboza una sonrisa un tanto amarga.


—Ni siquiera me dijo que le habían dado un despacho. Oye, si la

ves, dile que tenemos una conversación pendiente. Tengo cosas

que contarle. Muchas cosas.

—Ya se lo diré, si es que me habla.


—Va a hacerlo. Le gustas, aunque aún no lo sepa.

Se me escapa una carcajada cargada de ironía.

¿Que le gusto y no lo sabe? No sé si eso lo mejora todo o lo


empeora.

—Espero que lo averigüe rápido. Hasta otra, Alicia.

—Hasta otra, Florian —responde con la mente en otra parte.


No, no se parecen, excepto en una cosa: en los prejuicios que

tienen la una contra la otra. Bien, ¿y ahora qué se supone que debo
hacer? ¿Ir a la Sorbona y buscarla? No sé por qué me como la

cabeza, si sé que voy a terminar haciéndolo.

Sé que voy a hacerlo ahora, porque no tengo nada más que


hacer. Al menos, algo más importante que no sea poner una

lavadora o esperar a que mi editor me envíe la portada definitiva del

libro.

Me gusta pasear por París. Aunque haya pasado por las mismas
calles más de una vez, siempre acabo descubriendo cosas nuevas:

una tienda antigua que no había visto, una boulangerie nueva, un

rincón con encanto.


Paseo hasta la universidad pensando en cómo decirle a Nerea

que me gusta.

¿Estas cosas se dicen? Yo creía que se demostraban y ya.


No lo sé. ¿Y si me pregunta que por qué me gusta?

Recuerdo esa película que vi de pequeño, se llamaba La princesa

cisne. Tuve que verla, aquel día le tocaba a mi hermana escoger

película de sábado por la noche. Mi padre es un tipo serio, solitario y


callado, pero nos quiere a su manera, aunque nunca nos lo diga, y

lo demostraba haciendo cosas como llevarnos por la tarde al


videoclub que antes había a tres calles de nuestra casa, cuando la

decadencia de los vídeos todavía no había empezado, sonaba eso

del , y si querías ver un estreno antes de que pasasen años,


tenías que pasar por el cine sí o sí. Un sábado escogía yo la

película, otro mi hermana. Mis elecciones solían ser del estilo

Jurassic Park o Solo en casa; las de mi hermana eran cuentos con

romance y con final feliz. Por eso creo que fue inevitable que ella
misma buscara ese «fueron felices y comieron perdices» al crecer,

aunque no le saliera del todo bien.

En La princesa cisne, cuando el príncipe le declara su amor a la


princesa, esta pregunta que, además de ser guapa, qué le gusta de

ella. «Y qué más». Y el príncipe no sabe qué más decir, pese a que

han crecido juntos y se supone que se conocen. Cosa que me

pareció muy lógica cuando lo vi, pero ahora temo que me quede
callado y que no sepa expresarlo como a él le pasó.

Al llegar a la Sorbona, me dirijo directamente hacia su despacho,

si es que sigue siéndolo, y llamo a la puerta. Escucho cómo mueve


la silla de sitio para poder abrir, y aparece ella.

—Hay un horario de...

Se detiene al ver que soy yo. Traga saliva y parpadea un par de

veces antes de volver a hablar.


—Hola. ¿Qué haces aquí?

La elegante insinuación del sexo siempre me ha atraído mucho


más que cualquier estampa explícita, en cualquier formato. Hay

personas que para excitarse necesitan ver pornografía, para tocarse

y llegar al éxtasis necesitan ver un cuerpo desnudo o una imagen de


personas desinhibidas retozando. Yo no. A mí me basta leer algo

intenso y con la piel encendida, la imaginación hace el resto. Quizás

por eso no he necesitado demasiado para fantasear con Nerea;

escribir sobre ello en el libro me salía de manera natural. Quizás por


eso solo con verla con una blusa blanca y que los dos botones de

arriba estén desabrochados ya me imagino su escote, y su falda

plisada hasta las rodillas no es impedimento para que me empalme


imaginando que se la subo allí mismo, en su diminuto despacho.

—Tu hermana me ha dicho que te has mudado.

—El profesor Dupont me ha arrendado un piso que su mujer no

quiere alquilar.
—¿Por qué?

—Dice que quiere que viva allí una hija que está en Londres, una

historia familiar extraña, yo qué sé.


—Ya, claro.
—Ahora que la universidad me ha contratado como profesora

suplente, voy a tener un sueldo fijo y puedo permitírmelo. ¿Qué

haces aquí?

Está distante y yo también mantengo las distancias.


¿Qué tengo que hacer?

—Comprobar que no has hecho ninguna locura. Tu hermana está

triste.
Resopla y niega con la cabeza.

—¿Ahora te ha ido a ti con el cuento? Increíble.

—No me ha dicho nada, he sido yo quien le ha preguntado.

Enhorabuena por el trabajo.


No sé si preguntarle sobre la prueba de , porque,

sinceramente, eso me da bastante igual. Doy un paso hacia delante

y me pego un poco a ella, quien se echa hacia atrás hasta que se


golpea la espalda con la puerta.

—Gracias. Florian, ¿qué estás haciendo aquí? Puedes decir que

has venido a disculparte, lo entiendo.

Frunzo el ceño.
Ah, claro, la discusión que tuvimos.

—No he venido a eso. Todo lo que te dije lo pienso de verdad y

no creo que te haya insultado de ninguna manera.


—Me tildaste de egoísta y egocéntrica —susurra con las manos

apoyadas en la puerta, como si no supiera dónde dejarlas.


—Dije que estabas actuando de esa forma, no que lo seas. Hay

una gran diferencia, créeme.

Me acerco un poco más, lo suficiente para aspirar su perfume.

Cierro los ojos momentáneamente y dejo escapar el aire entre los


dientes. Nerea está a tan solo unos centímetros de mi rostro, puedo

ver una pequeña cicatriz que tiene en el extremo del ojo derecho.

Sin pensarlo demasiado, se la acaricio.


—Da igual, porque no es así —dice con la respiración

desacompasada.

Sus ojos están muy abiertos y me observan igual que ese ciervo
asustado que te cruzas en la carretera, expectante a los

movimientos que vas a hacer.

—¿Cómo te hiciste eso?

—Me caí del columpio. Esto... No...


Su olor me está volviendo loco y me estoy perdiendo en su

mirada. Creo que hasta me cuesta respirar y, a la vez, hasta podría

subir al Everest.
Dios, tengo que besarla, este es el momento. No sabe lo que

dice, está confundida y estoy seguro de que mi cercanía le gusta. Yo


le gusto.
Voy acercándome a sus labios, brillantes por habérselos relamido

un par de veces.

—Disculpe, profesora, ¿podría repetir el libro de literatura que ha


recomendado esta mañana?

Como si quemara, me aparto para mirar mal a la alumna que me

ha jodido el momento.
—Sí, un segundo, que lo tengo aquí —dice Nerea algo

sonrojada.

Me alejo poco a poco con el rabo entre las piernas, un pelín

perjudicado.
Diantres, no ha salido como me esperaba. A lo mejor no era el

momento, o ya pasó y no me di cuenta.

Merde, todo es más complicado de lo que parece en las películas


románticas.
19

AUR REVOIR, CORDURA


NEREA

Los atisbos de incerteza llegan siempre de una forma caótica.


Hacen que veas las cosas de golpe y porrazo difusas, sin
coherencia. Un poco como cuando se te cae un informe con páginas

sin numerar e intentas ponerlo de nuevo en orden. A veces llegan


como un rayo y dejan cicatrices calcinadas en el paisaje. Así está mi
vida ahora mismo: con un montón de folios desparramados por el

suelo sin orden ni concierto. Voy de puntillas recogiéndolos,


intentando no pisar ninguno, pero es un tanto inevitable.
Tengo una sensación amarga desde que me fui de casa de Alicia,

lo admito. Algo que impide que disfrute de mis recientes logros,

porque no dejo de pensar en si he sido demasiado dura con ella o si


la cosa va a quedarse así para siempre y seré una de esas

personas que dice «sí, tengo una hermana, pero no nos

hablamos».
Antes, esas cosas me parecían lejanas, de gente que era

demasiado susceptible o que no se esforzaba lo suficiente, pero me


he dado cuenta de que se necesitan dos para que una relación

funcione, y yo ya me he hartado de ser la que siempre tire de ella.

Quizás Florian tuviera razón: quiero a mi hermana más de lo que


admito, incluso ante mí misma, y ella a mí parece que no tanto. Me

ha llamado, pero no se lo he cogido. Creo que necesito tiempo para

asimilar esta última obviedad y acostumbrarme a ella.


Lo más sensato en mis circunstancias sería volver a casa. La

investigación de Perrault ha concluido. No tengo nada que me ate a

esta ciudad, pero me resisto a ello. Ahora tengo un trabajo, y en


casa no. En cambio, en casa tengo una familia y amigos, y aquí no.

Excepto Florian, y con él no estoy segura de nada.


Juro que el otro día pensé que iba a besarme. Por supuesto,

fueron imaginaciones mías, pero no se me quita de la cabeza esa

absurda idea. Pienso en él más de lo que debería. Es por culpa de

la ubicación de mi nuevo piso, en Montmartre, su barrio favorito de

París, a dos calles de la place Dalida.

No, no es una buhardilla cutre, pero tiene unas vistas


maravillosas de las que no creo que me canse nunca. De hecho, es

sábado por la tarde y aquí estoy, con una taza de café en la mano,
sentada en la butaca más cómoda que hay en el mundo —y más fea
—, deleitándome con ellas.

El timbre suena. Debe ser algún vecino que viene a darme la

bienvenida, porque nadie tiene mi dirección, ni siquiera se la he

dado a mamá. Eso hace que piense en la primera vez que me topé

con Florian y le di esa leche con la puerta sin querer.

¿Por qué estoy sonriendo? A veces me parece que soy idiota.


La mujer que está en el rellano es el sueño parisino hecho

realidad. Cuando abro la puerta tardo literalmente un minuto de reloj

en decir algo de lo embobada que estoy.

—Bonjour.

Es la única palabra que se me ocurre decirle. Tiene una cara

perfecta, los labios pintados de rojo, el pelo negro cortado por

debajo de las orejas decorados con unos aretes dorados y lleva una
boina que le da un toque chic desenfadado.

—¿Eres Nerea? —pregunta con su voz grave que le viene de

serie, del tipo que suelen tener las femmes fatales en las películas.

—Sí.

Ella alarga la mano hacia mí. Es muy poco parisino, pero no me

quejo y se la encajo.
—Margot Monet. La hermana de Florian —añade—. ¿Puedo

pasar?
Dios, parezco un poco idiota. ¡Que es su hermana! Dios, claro

que lo es, si tienen los mismos ojos, ¿cómo he podido no darme


cuenta? Claro que los de Florian suelen estar escondidos detrás de
sus enormes gafas.

—Claro, adelante. ¿Cómo me has encontrado? Todavía no he ido


a la embajada a cambiar mi domicilio.

—En la Sorbona me han dado la dirección.


Muy hábil. Encima es lista. ¿Por qué todas las mujeres de mi

alrededor son atractivas y listas? No me gustan las de mi sexo, pero


eso no quita que no pueda admirar su belleza magnética.
—Ah. Es un placer conocerte, y gracias por los consejos legales

del otro día...


—Nada —responde mientras le echa una hojeada al piso con

cero disimulo—. Florian me dijo que quizás necesitabas consejo


legal acerca de un asunto de tu bisabuela, por eso estoy aquí.

El asunto, por supuesto.


Mierda, he ido posponiéndolo porque no estaba en condiciones
de lidiar con ello y la carta sigue sin abrir.

—¿Florian te lo ha pedido?
—Sí. ¿Por qué te extraña? Eres su novia. Lo que me extraña a

mí es que no esté viviendo aquí contigo, teniendo estas vistas.


¿Cómo lo has encontrado? Me refiero al apartamento; a Florian ya

lo sé.
—El profesor con el que he llevado la tesis me lo ha alquilado. —

Rio nerviosa, maldiciendo a Florian y a toda su estirpe. Excepto a


ella, que es una diosa bajada del Olimpo—. No... no soy su novia.
Hubo un malentendido en Mougins con tu madre, solo somos

amigos, de veras.
Margot suelta una carcajada que me inquieta.

¿De qué se ríe?


—Chica, o eres muy ingenua o mi hermano se lo está montando
muy mal.

—¿A qué te refieres con eso?


—Pásate por cualquier librería y cómprate La chica del tercero,

de F. Monet —dice, guiñándome un ojo.


Trago saliva, recuperándome de la impresión de estar en una

película y que la actriz principal me haya hecho un guiño.


—¿Florian ha publicado un libro?
—Así es. Te dejo mi tarjeta, voy con algo de prisa —dice,

sacándola del bolsillo de la especie de chaqueta estilo Chanel de


tweed beis.
—Todavía no sé si voy a necesitarlo, pero gracias. No te pareces
a Florian demasiado.

Ella arruga la nariz y dice que no con la cabeza.


—Sí que nos parecemos, excepto en el color de pelo y el

carácter. Es igual que papá, aunque lo niegue. Nos vemos, Nerea —


se despide abriendo la puerta.
—Un placer, ya nos veremos.

¿Se parecen? Qué va. Florian es más alto, tiene la nariz más
grande y... los mismos ojos, sí. Y el mismo atractivo desconcertante.

¿Para qué negarlo? Florian es atractivo, sí, más de lo que me gusta


admitir. Mucho más.

Y sí: creo que, si el otro día me hubiera besado, me habría


gustado.
Dios, ahora mismo no necesito un café, sino una copa.

Voy hasta la cocina y abro la nevera, donde milagrosamente hay


una botella de vino que cogí de forma aleatoria el otro día en el

supermercado. Me costó tres euros, así que no va a ser una delicia,


pero bastará para ahogar mis penas en alcohol.
Mm, un segundo. Puede que antes de empezar a ahogarlas vaya

a la librería. La tengo justo al lado, tiene un nombre bastante


gracioso, L’humeur vagabonde —el humor vagabundo—, y todavía
no la he visitado.
Sí, compraré el libro y lo leeré con una copa de vino, es un buen

plan de sábado.
Mientras camino bajando las escaleras, me pregunto qué clase

de título es ese para una novela que se ambienta en la construcción


de Notre Dame, porque de eso me dijo que iba el libro en el que
estaba trabajando, y parecía muy enfrascado con él.

¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿La mujer del tercero? ¿Se

referirá a alguna analogía rara? Puede que sea una especie de


Esmeralda, como en la película de El jorobado de Notre Dame.

Bajo unos toldos verdes y un gran escaparate, se encuentra la

librería desordenada. Huele a papel antiguo. No hace falta que

pregunte por él, lo encuentro enseguida en la mesa de novedades.


Vaya, la portada no parece ser de una novela histórica, es

demasiado... actual.

La chica del tercero, de F. Monet.


En fin, habrá que leerla. A lo mejor mezcla tiempos presentes y

pasados.

No me detengo demasiado. Pago el libro y vuelvo al apartamento,


ansiosa por empezarlo. Florian será muchas cosas, pero es un
escritor divino. Es mi escritor favorito, así que con eso lo digo todo.

Ahora sí que abro el vino y me sirvo una copa, me siento en la


butaca y abro el libro.

Un segundo, está hablando de él, de Florian. A mí no me engaña,

es autobiográfico.
Diez páginas después, me he terminado la copa y llevo encima

un cabreo monumental.

Cierro el libro y leo la sinopsis.

¿Por qué demonios no la he leído antes?

Luc es un escritor en crisis. Ninguna historia lo motiva lo suficiente. Tampoco


está pasando por un buen momento personal: su novia lo ha dejado para irse a
Islandia, el veterinario dice que su pez está deprimido y a todos sus amigos les
parece ir mejor que a él.
Hasta que se topa con su nueva vecina, la chica del tercero. Pero no es un
encuentro agradable... y a partir de ahí empieza una guerra vecinal que solo
puede terminar con un ganador.
O puede que haya una tercera opción...

La chica del tercero soy yo. Diantres, que la ha llamado Celia


Blanco, es española e historiadora. ¡Por supuesto que soy yo! Pero

esto no es lo peor. ¡Ha usado cosas que nos pasaron de verdad!


Como el incidente de cómo nos conocimos, el del tanga negro y el

de la inundación.

Sigo leyendo, porque no sé a dónde quiere llegar con esto.


Y paro, empalideciendo.

¿Acaban de besarse? Luc y Celia se han besado.

No es posible.

Sí, sí lo es.
Ah, que esto no es lo peor, que siguen besándose y van más

allá.

Jesús, ¡que ya se han metido mano en medio de la escalera, que


es un elemento común del edificio! ¡Que Luc la está tocando

impúdicamente! ¡Que incluso describe sus tetas!

¡M !

Me bebo hasta media botella y decido que esto no puede quedar


así. Voy a tirarle el libro a la cabeza y a exigirle una explicación.

Tiene que dármela; es lo de menos después de usarme para escribir

un libro de estas características.


Meto el ejemplar en el bolso y camino hasta la parada de metro

más cercana.

Se va a enterar. Eso no se hace.


Durante el trayecto no puedo evitar echarle una ojeada más a esa

escena tan... caliente. Para asegurarme de que lo he leído bien. Sí,


lo he hecho. Ay, que pone que estoy mojada por abajo. Que me toca

y yo gimo.

Cierro el libro de golpe y respiro hondo.


No, no puedo ponerme cachonda.

¡Dios! Demasiado tarde, porque estoy empezando a estar mojada

de verdad. Es demasiado fácil imaginarme a Florian haciendo eso,

tan desnudo como lo estaba en aquel hotel de Mougins, con esa


mirada penetrante de ojos del color del ámbar—sí, porque el ocre, el

marrón y el naranja oscuro son insuficientes para definirlos— que

parece llegar a lugares de mi alma en los que nadie ha estado


nunca.

El sonido de la mujer pronunciando mi parada, seguido de tres

notas musicales, hace que deje de darle vueltas a eso.

Mejor, porque ese hilo de pensamientos no podía terminar bien.


No se me hace raro caminar hasta el antiguo apartamento en el

que viví —solo fueron unos meses—, o más bien conviví con Alicia.

De hecho, siento que vuelvo a casa.


No debería sentirlo así. Fue poco tiempo, y tampoco... Bah, no

negaré que sí, que no estaba incómoda y que el piso era chulo, y
tener a Florian abajo lo hacía todo un poco más especial.

Subo las escaleras poco a poco, porque parece que me haya

olvidado de lo que estoy haciendo aquí y me haya puesto un poco

melancólica.
Ya está, la puerta del piso de Florian. Vengo a cantarle las

cuarenta y a pedirle explicaciones. Llamo al timbre y luego a la

puerta, pero nadie responde.


¿No está en casa? Pero si siempre está.

Diantres, ¿dónde puede estar?

¡Ya sé! Voy a llamar a su hermana. Por suerte, he cogido su

tarjeta y la he metido en el monedero.


Marco el número en el móvil, y al tercer pitido, responde.

—¿Alo?

—Hola, soy Nerea, la amiga de Florian.


No sé cómo definirme, la verdad.

—Ah, hola. Vaya, no esperaba que me llamaras tan rápido.

—Bueno, es que he ido a buscar a Florian y no está en su casa.

¿Por casualidad no sabrás dónde ha ido?


—Te has leído el libro, ¿no? —adivina, cogiéndolo al vuelo.

—Ajá.
—Mencionó algo sobre una exposición de arte en Montmartre.

Oye, ¿de verdad no te dijo nada?


—No.

—Mi hermano es tonto.

—Tontísimo —confirmo.

Y para colmo no está en su casa.


—Quedamos un día para hablar de él, ¿de acuerdo? Dale caña.

Au revoir.

—Adiós, y gracias.
Siento que he hecho todo este trayecto para nada. ¡Si está al

lado de donde vivo ahora!

Diantres, tendré que volver a coger el mismo metro.


Antes de bajar el primer peldaño, escucho el sonido de la puerta

de arriba y el corazón se me dispara.

Es Alicia.

Me pongo de puntillas y asomo la cabeza por la escalera.


Sí, es mi hermana. Se está dando el lote con Clement. Así de

preocupada está por mí, que me llama una sola vez y ni siquiera

sabe dónde vivo.


Si tenía dudas acerca del interés que tenía mi hermana por mí,

acaban de disiparse.
—¿Nerea? —susurra, percatándose de que estoy aquí—. Nerea,
espera.

Pero yo no espero. Salgo corriendo escaleras abajo, y sigo

corriendo por la calle hasta llegar al metro con una punzada en el


pecho. Me falta el aire, así que me detengo y respiro con rapidez.

Me duele respirar, y la espesura de la saliva al tragarla hace que se

me forme un nudo en la garganta.


Mi hermana es como la carcoma en la madera: cuanto más te

acercas a ella, más te devora por dentro, y cuando está a la vista,

apenas queda nada.

No espero, no quiero esperar más.


Yo quiero que no me duela.
20

NEREA LO SABE TODO


FLORIAN

Miro el reloj, más por costumbre que por interés en saber los
minutos que han pasado desde que hemos entrado en la
exposición.

Son las cinco de la tarde y me muero por que empiecen a sacar


los canapés.
—¿No has comido? —pregunta Tim al escuchar cómo me ruge el

estómago.
—No, he pensado que para qué, si luego iba a atiborrarme aquí.
Oh, ya salen —anuncio al percatarme de que un par de camareros

cruzan la sala con una bandeja.

Siempre decimos que a la próxima exposición no vendremos,


pero aquí estamos otra vez.

—Por cierto, ¿tú sabías que Jacob tenía novio?

—Por supuesto que no, y ni mucho menos que también era


pintor. Me gusta más su estilo que el de Jacob, a él a lo mejor le
compraría un cuadro si no valieran dos mil euros.

Los motivos marinos me generan mucha paz interior y me relajan,


y la exposición va de eso. Hay uno con unos corales naranjas que

es una verdadera maravilla.

—¿Cuánto te ha pagado la editorial? He visto el libro en un par


de librerías.

—De momento, nada.

—¿Y Nerea ya lo sabe?


Me balanceo un poco antes de negarlo.

Qué voy a contarle, ¿que no quiero que se entere? ¿Que, si me

cuesta decirle que me gusta, lo del libro todavía más?


—Nerea no sabe nada.

No transcurren ni cinco segundos desde que pronuncio esa frase


cuando percibo que algo me golpea la nuca con demasiada fuerza.

Una mueca de dolor se asoma en mi cara mientras me llevo la mano

a la zona del impacto.

¿Qué ha sido eso?

No hace falta darme la vuelta para saberlo. Es Nerea, que

aparece en mi campo de visión con el arma del crimen: el libro.


Mi libro.
—Creo que lo sabe todo —me corrijo a mí mismo, dirigiéndome a
Tim.

Nerea lo sabe todo.

Al menos me he ahorrado el bochorno que seguramente sentiría

al contárselo. Alzo los ojos para encontrarme con el rostro serio y

algo entristecido de mi musa, la mujer que me ha estado volviendo

loco casi desde que me topé con ella.


—¿Cuándo pensabas decírmelo? —pregunta en un tono en

apariencia neutro que encierra rencor y enfado por igual.

Los latidos del corazón se me disparan. Ni siquiera sé si puedo

pensar con claridad.

—Lo intenté el otro día, pero no estabas muy por la labor de

hablar conmigo.

—¿El otro día? Estuviste bastante ocupado defendiendo a mi


hermana.

No puedo creer que siga a la defensiva con este tema. En serio

que no puedo creerlo.

—No empieces otra vez. ¿Estás enfadada por el libro de verdad,

o es por lo del otro día?

—No lo sé, a lo mejor me hace cero gracia que hayas contado


nuestras vivencias en un libro, y que encima te hayas inventado
cosas.

—No he puesto tu nombre ni el mío.


—El personaje se llama Celia Blanco, es de Tarragona y

arqueóloga, y tiene todas mis características físicas y mi carácter.


¡La gente que me conozca y lo lea va a darse cuenta!
Al menos está enfadada por eso, no porque haya descrito un par

de escenas tórridas...
—Tendrías que habérselo contado, en eso tiene razón —dice

Tim, metiéndose donde no le llaman.


—Gracias, pero sé librar mis batallas —suelta ella sin mirarlo.

Parece que sí está enfadada de verdad.


—Oye, se supone que estás de mi parte —le reprocho a mi
«amigo».

—Creo que voy a mantenerme al margen —decide en voz alta


mientras se lleva un canapé a la boca.

Diantres, ya me he quedado sin comer.


—Encima me has puesto el nombre de una actriz porno. ¿En qué

estabas pensando?
No creo que quiera responder a eso.
—No sale tu nombre, nadie va a saberlo jamás. Celia me sonaba

bien.
—¡Da igual! A esto se le llama invasión de la intimidad. Eres un

ser despreciable, un idiota y un chupóptero.


Creo que está hablando en un tono demasiado alto, porque no

tardo en darme cuenta de que la gente nos mira.


—No estoy familiarizado con el último término. ¿Podemos

discutirlo en otro sitio?


—Confié en ti. Te conté mi vida y la has aireado como si nada.
¡Eres un capullo!

La cosa se está yendo de madre. No lo pienso demasiado y le


cojo la mano. La conduzco hasta una de las puertas donde pone

«prohibido el paso». Por suerte, es un pequeño almacén donde hay


cuadros y otros cachivaches, y muy poca luz.
Miro a Nerea, que sigue igual de enfadada.

Debería reconocer mis errores y disculparme.


—Está bien. Debí decírtelo, pero me daba reparo.

—Tienes unos cojones así de grandes. ¿Qué haces? —pregunta


cuando le agarro la muñeca derecha al ver que la alza y la acerca a

mi cara.
—Evitar que me pegues.
—Suéltame, esto es una invasión de la intimidad. Otra. ¡Te odio,

Florian! —vocifera en un berrinche de niña pequeña.


—No lo haces, y lo sabes. ¿A qué has venido? Dime la verdad.
—A tirarte el libro por la cabeza. Has escrito sobre mí, idiota, y sin
decírmelo, y encima te has inventado un montón de cosas.

—Es ficción, Nerea. Creo que lo que te jode es otra cosa.


—Lo único que me jode eres tú, escritor de pacotilla.

Alza la voz mientras se acerca a mí y me empuja con la mano


que tiene libre. No tardo en cogérsela también y empujarla hacia
atrás hasta que tiene la espalda apoyada contra la pared.

—Te jodo en el libro porque en la vida real nadie lo hace.


Se acabó el Florian bueno y paciente. Voy a mostrarle mi faceta

más sensual y traviesa. Trago saliva, buscando el valor dentro de


mí. En algún lado debo de habérmelo dejado.

Veo que, al abrir la boca, el labio le tiembla ligeramente.


—¿Y a ti qué te importa?
—Bien que viniste lloriqueando el otro día porque nadie te hacía

caso.
—¡Eres imbécil! Podría costarme con quien me diera la gana,

¿sabes?
—Con Clement no.
—¡Me da igual Clement!
—¡Por fin lo admites! Vamos, Nerea, los dos sabemos que en
realidad eres una frígida y que nunca te has puesto a cuatro patas.
Eso último lo susurro muy cerca de su oído. Tan cerca que siento

cómo su respiración entrecortada.


—¡Imbécil!

—Estirada.
—¡Capullo!
—Envidiosa.

No puedo continuar con esta discusión, porque en lo único que

pienso es en lo bonita que es y en lo sexy que está con ese vestido


azul marino. Antes de pensarlo demasiado, estampo los labios

contra los suyos, sujetándola por las caderas.

Estoy besando a Nerea. Saboreo su lengua, jugueteo con ella y

me excito con su humedad. Ella no tarda en reaccionar, y lo hace


devolviéndome el beso con los ojos cerrados, con una mezcla de

vergüenza y nerviosismo que me encandila. Alzo la mano y le

acaricio el rostro, siguiendo el perfil de su mejilla. Es suave, mejor


que como lo había imaginado. Todo con ella es mejor en la vida

real. Sus suspiros, la manera en la que tiembla cuando le muerdo el

labio inferior, sus gemidos cuando extendiendo las manos por su


cintura hasta las caderas y desciendo para llegar a su trasero. Todo.
El corazón me late a cien por hora y siento que va a explotar en

cualquier momento de felicidad.


Quiero que ese beso sea el primero de muchos. Quiero decirle

que por eso escribí ese libro: porque no dejaba de pensar en ella, de

imaginarme todas esas escenas. Lo escribí porque quería vivirlo con


ella. Su boca dulce y decidida tiembla y se rinde a mis caricias,

ansiosa por dar otro beso, y otro. No puedo parar; no cuando cuelo

las manos por debajo del vestido y la alzo, haciéndola encajar con

mi cadera.
No sé si es real o si estoy en un mundo paralelo, cumpliendo

todas mis fantasías.

—Nerea... —susurro, dejando un reguero de besos bajo la


mandíbula.

Percibo su mano derecha aferrándose a mi cuello y la izquierda

despeinándome.
Si tenía dudas acerca de ser correspondido, acaban de disiparse

por completo. Es ardiente y apasionada, tal y como me imaginaba.

Diantres, me pone mucho, muchísimo la manera en la que aprieta

mi cuello y suspira, la forma en la que entrelaza las piernas en mi


cuerpo y lo roza. Como si estuviera igual de excitada que yo.

Corrección: lo está.
Claro que sí, y mucho.

—Joder, joder...

No puedo evitar decirlo al sentir el roce que ejerce sobre mi


erección. ¿Estaría mal? El bien y el mal son relativos cuando

hablamos de placer. Son medidas inexactas y circunstanciales,

relativas, dependientes del valor que se le da el acto en sí mismo.

No estaría bien o mal, sino que se quedaría en algo fruto del


momento, y no estoy muy seguro de que ella estuviera satisfecha,

porque la conozco y sé que le da demasiada importancia.

Así que soy yo el que se detiene. Le mezo la cara entre las


manos y la miro a los ojos, intentando decirle sin palabras todo lo

que estoy sintiendo en ese momento. Ella me devuelve la mirada

como si estuviera realizando un aterrizaje de emergencia y

necesitara aferrarse a un salvavidas para poder seguir mirándome.


No dice nada. Solo vuelve a poner los pies en el suelo, bajando la

mirada, y cuando menos me lo espero, corre hasta la puerta y sale

de aquí todavía turbada.


—¡Nerea!

No se gira. Sigue corriendo calle abajo. Y yo me quedo con cara

de idiota, rodeado de gente que me mira y chismea, de cuadros de

marinas que me hacen sentir un buceador. Sigo en una burbuja,


todavía con la sensación de rozarle los labios y con su sabor en la

boca.
—Te he cogido una copa, creo que la necesitas.

Tim alarga el champán, que no dudo en llevarme a la boca y

terminar de un trago.
—La necesitaba, sí —admito—. Más bien la necesito ya. Dios,

Tim, no sabes...

—Sí sé.

—No, no, te lo digo en serio, ha sido...


—Creo que, como amigo, debería decirte que se escuchaba todo.

La pared debe ser de cartón piedra, porque se ha oído la discusión,

los gemidos y hasta tus palabras malsonantes.


Genial, he sido el espectáculo de la exposición.

Con razón la gente me mira demasiado.

—Y yo que pensaba que me miraban por mi atractivo...

¿Deberíamos marcharnos ya? Voy a hacerlo de todos modos.


—Sí, creo que será lo mejor.

—¿Deberíamos despedirnos de Jacob? Estaría feo.

—Flo, vámonos ya —me interrumpe él, caminando en dirección a


la puerta.
No me creo que haya pasado lo que acaba de suceder. ¿En serio

ha venido Nerea? ¿La he llevado a un almacén y la he besado?

Me toco los labios con las yemas de los dedos para volver a

sentir esa sensación extraordinaria.


—¿Te encuentras bien? Pareces algo ido —pregunta Tim cuando

ya estamos fuera y puedo respirar aire fresco.

He besado a Nerea como no sabía que podía besar a una mujer.


Me refiero al hecho de hacerlo con necesidad, dulzura y pasión.

Normalmente solo lo hacemos de una manera, al menos yo. Estoy

acostumbrado a besar según el momento. Antes de saber que voy a

terminar en su cama, después de salir del cine, al despedirnos...


Todo tiene su momento, todo tiene su ritmo y su tono. Pero Nerea es

arrítmica, con ella pierdo el compás, los pasos de baile y se me

olvida hasta la coreografía. Con ella siento que estoy bailando por
primera vez. Tengo esa emoción de cuando vas a hacer algo por

primera vez, ese miedo implícito que no puedes evitar. Y ahora que

he dado los primeros pasos, siento que puedo seguir bailando

durante todo el día y toda la noche.


Creo que podría bailar solo con ella el resto de mi vida.

—No lo sé. Esa mujer me descoloca. La he besado, me ha

besado de vuelta y luego ha huido. Tenía que hablar con ella,


explicarle muchas cosas.

—A lo mejor se ha marchado porque ella no estaba preparada


para escucharlas —supone Tim.

—Crees que debería darle tiempo para asimilarlo —asumo.

—Eso creo. Ponte en su lugar. Que tú sientas cosas por ella no

quiere decir que ella también lo haga.


—¿Te he dicho que me ha devuelto el beso? Eso quiere decir que

algo siente.

—Sí, supongo que sí, pero tú llevas pensándolo mucho más


tiempo; ella a lo mejor acaba de darse cuenta. Cada persona es un

mundo, y cada uno afronta lo que siente de una manera distinta.

Miro a Tim después de lanzar un suspiro al aire, resignado con lo


que dice.

—Supongo que tienes razón.

—Cuando se trata de relaciones, suelo dar en el clavo. He leído

infinidad de guiones y libros de romance.


—Lo sé, pero hay gente que habría leído lo mismo y no sabría

tanto. Tú tienes una sensibilidad especial.

—¿Eso es un cumplido?
Asiento cuando sonríe.
—Que no se te suba a la cabeza. Me voy a casa, estoy muy
hambriento. Te llamo más tarde.

Él dice que vale, y que no la llame a ella, que le haga caso. Es

difícil resistirse, quiero volver a verla, decirle todo lo que llevo


guardándome desde hace tiempo.

Quiero decirle que seamos más que amigos.


21

DICEN QUE DICEN


NEREA

De pequeña, recuerdo que los mayores decían muchas cosas que


luego no eran ciertas. Creo que mi desengaño empezó con aquello
de «si te esfuerzas, vas a conseguir todo lo que te propongas».

Es mentira. ¡Mentira! Si te esfuerzas y tienes suerte, claro. La


parte aleatoria se omite con gran facilidad cuando eres pequeño.
Supongo que explicar la suerte a una niña de cinco años es

demasiado complicado, qué sé yo.


La segunda mentira es esa de que «cuando seas mayor, te
enamorarás de alguien y seréis felices para siempre». También es

mentira, porque muchas veces te enamoras de alguien y ese

alguien o es gay o está casado o es poliamoroso. Y para alguien


monógamo que vive el amor como una relación de dos, estable y

con esperanzas de que vaya a durar —lo de toda la vida no me

atrevo a pensarlo, pero sí, esa es la idea—, es muy desalentador


encontrarte con el panorama actual.
Decían también que nunca te olvidaras de dónde venías porque

así sabrías siempre quién eres. Y esa es la mentira más grande


jamás contada. Nunca sabes de verdad de dónde vienes o quién es

tu familia. Siempre hay secretos que las personas esconden de

forma deliberada, y precisamente son esos secretos los que la


determinan con precisión. Y uno de esos secretos se desveló el otro

día cuando abrí el sobre del laboratorio.

Positivo.
Esto quiere decir que August Perrault fue mi bisabuelo, que tuvo

un lío con mi bisabuela y que el resultado de aquello fue mi abuela.

No sé si va a hacerle mucha gracia. De hecho, no sé muy bien


cómo contárselo. Pero por raro que pueda parecer, ese no es ni

mucho menos el mayor de mis problemas.


Debería serlo, pero no.

«Creo que la tesis ya está lista para presentarla», me escribe el

profesor Dupont.

«Adelante, entonces», respondo.

El mundo va a saber pronto que Perrault tiene descendientes

vivos. Quizás el mundo es demasiado, dejémoslo en Francia.


Debería ser algo emocionante, yo debería estar entusiasmada

porque es el descubrimiento de mi vida, pero no lo estoy.


Alicia ha vuelto a llamarme y me ha dejado un mensaje que no he
respondido. La estoy ignorando deliberadamente y no me escondo.

«Llámame, por favor. Tenemos que hablar».

Y mi segundo problema importante es que Florian me ha besado.

Eso no es lo peor, sino que le he besado de vuelta y me ha

gustado. Corrección: me ha encantado. Ha sido el mejor beso de mi

vida. ¿Cómo diantres he tardado tanto en besar a un francés? Si


está en todos los sitios. París es la ciudad del amor, de los besos a

la francesa. Los franceses han hecho de la séduction una marca

registrada. Será por algo, ¿no? Pues claro que sí, por supuesto que

sí.

Respiro hondo y me digo a mí misma que es una soberana

gilipollez, que es un cliché y que no todos los franceses besan bien.

Florian sí, no es esa excepción que podría confirmar la regla.


Yo no sabía que un beso podía llegar a ser tan excitante, que

podía sentir tantas cosas a la vez. Antes solía reírme de las

películas que decían que, cuando ves a alguien que realmente te

gusta, cientos de mariposas revolotean en tu estómago, escuchas

fuegos artificiales y el pie te hace pop. Antes de besar a Florian.

Las jodidas mariposas son nervios que se te meten el estómago y


fluyen hacia abajo, poniéndote más cachonda que una leona en
celo. Los fuegos artificiales son una metáfora perfecta del hecho de

que tus sentidos exploten y solo existe él.


En cuanto al pie... A mí todo el cuerpo me hizo pop. Literalmente

salté encima de él.


La botella de vino de tres euros está de nuevo fuera de la nevera
y ya voy por la tercera copa. Es jueves por la noche, mañana no

tengo clase hasta las doce. Si me acuesto un poco tarde, no pasa


nada. Estoy bebiendo vino a mansalva y viendo una película en mi

nuevo apartamento. Todavía no sé de qué va, porque mi cabeza no


para de pensar en ese beso y en que Florian estaba muy atractivo.

Se suponía que en París iba a divertirme, a experimentar la


soltería, a ligar con multitud de hombres y a acostarme con el vecino
del tercero segunda sin que hubiera ninguna expectativa de

relación; que iba a vivir todo lo que no he vivido. Y en vez de eso,


me he peleado con mi hermana y me he besado con el vecino del

segundo primera —el vecino equivocado—: con Florian, el que se


suponía que era mi amigo, que me ayudaba con mi investigación y

me apoyaba.
Dios mío, ¿en qué estoy pensando? He metido la pata. Creo que
me gusta Florian, a pesar de que en invierno lleve pantalones de

pana —por suerte, ahora hace calor y se los ha quitado—, camisas


dos tallas más grandes y sea Clark Kent con gafas y Superman sin

ellas.
¿Eso me convierte a mí en Lois Lane?

No quiero pensarlo.
¡Pero es mi amigo! Él me escucha, me ve, me canta las cuarenta.

Él tiene la mejor de las conversaciones, da los mejores abrazos y


comete delitos conmigo. Y por todas esas razones, creo... creo que
me gusta, y no solo como amigo.

Doy otro trago de vino, sintiéndome muy frustrada y confundida.


Para colmo, su libro está en la mesilla de delante y no puedo parar

de echarle un vistazo. Cosas como «porque ella es como esa


canción que suena en la radio durante un viaje en el que no
esperabas nada y que tanto te gusta. Con ella me siento igual de

nostálgico y emocionado, y aunque la haya escuchado antes cientos


de veces, sigue pareciéndome la mejor canción del mundo» me

llevan a pensar cosas que a lo mejor no son.


En realidad, hay dos opciones:

1. Que a Florian le guste yo. A priori podría estar bien, pero no sé


si quiero arruinar nuestra amistad por un calentón. Y tampoco sé si
él quiere algo serio. Y yo tampoco sé si quiero eso, porque se

suponía que iba a vivir la vida loca.


2. Que no le guste y haya escrito el libro inspirándose en lo que
nos ocurría porque estaba en una crisis escritoril.
La duda cada vez me obsesiona más. Hace casi una semana que

me besó, y no ha dado señales de vida, cosa que me hace pensar


que a lo mejor se arrepiente de haberlo hecho.

No quiero ser yo quien dé el primer paso, así que, en un acto


también bastante irracional, le escribo un mensaje a su hermana.
La he guardado como «Diosa Gala», porque no se merece

menos.
«¿Podrías decirle a tu hermano que es un maleducado?».

«Creo que puedes decírselo tú misma. ¿Todavía no se ha


disculpado por lo del libro?».

Leches, sí que se disculpó por ello.


«Sí. Pero luego me besó y no he sabido nada de él en una
semana. Esto no se hace», termino confesándole.

«Típico de los hombres, hacen lo primero que se les pasa por la


cabeza sin medir las consecuencias».

«Totalmente. ¿Por qué escribió ese libro? Es raro».


Y todavía más raro que, para demostrarme que soy, según sus
palabras, una frígida, me haya besado.

O algo así, no recuerdo con exactitud qué me llamó.


«Creo que le gustas. Deberías preguntárselo tú en vez de
preguntármelo a mí. No soy buena en esto».
«¿En qué?».

«En calar los sentimientos de las personas. En el amor».


«Estoy segura de que los hombres hacen cola para salir contigo,

no necesitas tener ese superpoder».


«Mi exmarido se tiró a su secretaria, así que no me vendría mal
tenerlo».

Estoy empezando a sentirme más desinhibida de lo normal.

Maldito vino.
«Qué capullo».

«Habla con mi hermano, en serio».

«Tu hermano me dijo que había tenido más de nueve parejas

sexuales. ¿Crees que es cierto?».


Mentiría si dijera que esto no me preocupa.

«Puede ser, pero la mayoría seguro que fueron líos de una noche

de su época, llamémosla... oscura».


Escuchar eso hace que mi imaginación se dispare.

¿A qué se refiere? ¿Al sado? ¿A las drogas? ¿A los hombres?

«¿A qué te refieres con “oscura”?».


«Se compró una moto, llevaba gafas de sol graduadas hasta

cuando llovía y una chupa de cuero que no se quitaba ni para


dormir. Quería ser guay en la universidad. Luego se le pasó y volvió

a ser el Florian de siempre».

No me lo imagino de esa guisa, pero es mucho mejor de lo que


me había imaginado al principio.

Nada de sado. Bien.

«Voy a hablar con él».

Está decidido. Voy a hacerlo. Ahora. Puede que mañana no


piense igual, que me acobarde y que decida que es mejor no decir

nada, pero hoy no. Así que ni corta ni perezosa, me levanto del sofá,

apago el televisor y cojo el bolso.


A estas horas en las que no hay tráfico, lo más rápido es ir en

taxi, así que, al bajar hasta la calle, lo busco.

En el fondo, sería más fácil no hacerlo. Esconderse en su


aparente indiferencia, fingir que nada había pasado. Pero yo no soy

de las que hacen eso, le planto cara a las cosas, digo las verdades

cuando es necesario hacerlo. Mi madre dice que soy poco

diplomática, pero me da igual. Yo no soy como Alicia, que todo lo


deja para luego y, al final, escurre el bulto haciendo que los demás

se olviden de que existe.


No tardo ni quince minutos en llegar. Bajo del taxi mientras

intento respirar hondo. Al entrar, me cruzo con la vecina de abajo.

No recuerdo su nombre. Mi hermana la llama «la tía Agatha» por su


parecido al dibujo de esa señora que daba nombre al juego.

Tengo que confesar que es una mujer elegante. Me fijo en que

lleva hecha la manicura de un rojo vivo. Los dedos largos y algo

huesudos se me antojan parecidos a unas garras. Va siempre


ataviada con algún abrigo muy chic, a veces de colorines, con

blusas de seda y pantalones pitillo anchos, negros, y manoletinas.

Hoy no es la excepción, pero sí me doy cuenta en que, pese a


ser una mujer que rondará los sesenta, viste la mar de moderna.

Más que yo.

¿En qué tonterías estoy pensando? En que llevo unos vaqueros y

una camiseta ancha, en que no llevo ni un poco de colorete y he


venido hasta la puerta de Florian para...

Focus, Nere, no has venido a nada más que para preguntarle

sobre el libro.
Me falta el aire, siento que me ahogo un poco, pero subo las

escaleras hasta el segundo piso. El cosquilleo en mi estómago hace

que tarde un poco en llamar al timbre.


Puede que no esté en casa, como el otro día. Si no está, no voy a

volver. Pero sí que está: abre la puerta, sorprendido. Tiene el pijama


puesto y va sin gafas.

La realidad me golpea sin previo aviso, dándome cuenta de que

Florian me gusta.
Mentira. Ya me había avisado mucho antes, con señales

inequívocas a lo largo de todo este tiempo en el que hemos sido

amigos, aunque yo no quisiera verlo.

Dios, me gusta muchísimo. Y es guapísimo. No sé si es mi tipo, la


verdad es que no creo tenerlo, me han gustado muchos chicos

diferentes, aunque solo haya salido con uno.

Abro la boca, ciñéndome al plan.


—¿Por qué has escrito el libro?

La pregunta puede parecer absurda, y sé que también puede

tener múltiples respuestas.

«Porque me apetecía».
«Porque tenía que publicar algo».

«Porque me pareció una buena idea».

Esas son las frases que dirá si quiere escurrir el bulto. Pero no
voy a dejar que haga eso. Lo miro a los ojos un segundo, aunque a
mí me parezca una eternidad, y después, sin ningún disimulo, le

recorro el cuerpo con la mirada.

Lo he mirado antes cientos de veces, buscando todos sus

defectos, diciéndome a mí misma que no, que no podía gustarme.


Qué buena mentirosa que soy. Deslizo los ojos por el torso, luego

hasta la cintura. Sigo con las piernas. Cuando termino, vuelvo a

mirarlo directamente a los ojos. Creo que estoy teniendo dificultades


para respirar, el aire de golpe se ha vuelto espeso, y parece que

lleve horas esperando su respuesta.

Pero él no dice nada. Me coge de la mano y tira de mí, haciendo

que entre en su casa, y cierra la puerta.


Yo doy un paso hacia atrás. Mi espalda toca la puerta y cruzo los

brazos, todavía nerviosa.

—Te he hecho una pregunta.


—Ya sabes por qué, chérie.

Él no deja de mirarme con una expresión extraña, como si

estuviera viendo una de esas escenas tiernas de familias de patos

en el lago, con los ojos brillantes. De pronto, me sujeta las muñecas


y se acerca a mí. Se acerca mucho, tanto que puedo sentir su

respiración, ver las motas doradas de sus ojos iluminar cada jodido
pensamiento que se me ocurre. Llega a rozarme la nariz con la

suya, con sutileza.


Se me hace la boca agua. Solo puedo pensar en que quiero que

me bese. Quiero que lo haga ya.

Entreabro los labios y me pongo un poco de puntillas para

acercarme más, incitándolo a que me bese.


Y lo hace.

El corazón se detiene durante unos segundos, y luego vuelve a

palpitar de una manera diferente, más lento pero más intenso. Es un


beso distinto al que me dio en la exposición. Florian mantiene la

calma, hunde los labios y me arrebata besos suaves, caricias en los

antebrazos y cosquillas que llego a sentir hasta en la punta de los


pies.

El primer beso fue arrebatador. Este es intenso, posesivo y dulce.

Yo no sabía que un beso podía tener tantos adjetivos hasta ahora. Y

me maldigo por no haberlo sabido hasta este momento, por


haberme conformado con besos mediocres, caricias inexpresivas

que no me hacían sentir nada.

Con Florian lo siento todo. Todo. Miedo incluido.


Miedo a salir de su casa y no volver a sentir esto en toda mi vida.
22

AMOUR
FLORIAN

Nerea está aquí.


La beso con emoción contenida. Quiero mostrarle cuánto me
gusta, lo que me hace sentir. Que se dé cuenta de que, si he escrito

ese libro, ha sido porque necesitaba una vía para mostrar todo lo
que no decía, lo que me guardaba para mí y callaba.
Sus labios suaves, el aliento cálido y su sabor agridulce mezclado

con vino seco hacen que me sienta de nuevo en casa. El ritmo


esquivo con el que la beso me enloquece. Trato de formar con mi
boca una frase magistral, pero parezco un mudo intentando decir

algo, y solo saco aire. Ella no deja que termine y vuelve a juntar

nuestros labios, convirtiendo lo que iba a decir en algo que ya he


olvidado.

La miro durante un segundo antes de responderle el beso, miro

sus labios hinchados y sus ojos entonados y sé que sus ganas son
iguales a las mías. Le agarro la cara, jadea en mi boca, la invado

con mi lengua.
Sé que los besos son mucho más de lo que me había imaginado,

y espero que todo lo demás también. Me atrae con sus piernas, yo

hago fricción.
Necesito tocarla, olerla y saborearla.

Meto la mano bajo su falda y rozo su entrepierna a través de la

tela de sus bragas. Me habría gustado que fuese el mítico tanga,


pero ya habrá tiempo para repetir y cumplir esa fantasía. Se las

quito, tirando hacia abajo, y toco sus labios húmedos mientras sigo

invadiendo su boca. Quiero que esté caliente, muy caliente. Quiero


tenerla gimiendo por esa boca, darle todo el placer que pueda

imaginar.
Quiero muchas cosas, pero la realidad es que estoy a cien. Ella

me pone a cien cuando percibo sus manos en la cintura mientras

me quitan el pantalón del pijama junto con los calzoncillos y su

mano derecha llega a mi polla, que está en carne viva.

Cuando la toca, una sacudida hace que me estremezca y soy yo

el que jadea.
—No aguanto más. Voy a hacértelo aquí mismo, chérie.
Le quito la camiseta de un plumazo, pero me tomo mi tiempo
para quitarle el sujetador; primero una tira, luego la otra. Finalmente

el cierre. Lo tiro al suelo y me cierno sobre sus pechos, acariciando

la areola con la lengua primero, después los chupo, lamo, pellizco y

muerdo. Al notar cómo se endurecen sus pezones, al escuchar sus

gemidos, mi miembro salta.

Me pone mucho. Me encanta cómo arquea la espalda, cómo


jadea, cómo me toca con una mezcla de pudor y de ganas de que

todo continúe. Me siento un poco idiota por no haber sabido desde

el primer momento que ella me gustaba, por haberle dado

demasiadas vueltas.

Dios, necesito entrar en ella. Quiero llevarla a mi cama, pero no

sé si voy a aguantar. Es ella quien vuelve a tocarme, a cerrar los

ojos ante la estimulación en su clítoris. Yo la beso, arrancándole


pequeños gemidos. Suena sublime. Está chorreando y yo tengo la

polla a punto de explotar.

La acerco a su entrada y, antes de empujar, la miro a los ojos,

preguntándole si es esto lo que quiere. Ella asiente después de

sujetarse a mis hombros y morderse el labio inferior. La alzo

cogiéndola por el trasero y empujo, clavando su espalda en la


puerta, ensartando hasta el fondo mi erección.
Todos sus músculos se contraen, sus muslos se tensan y me

clava las uñas. Siento un alivio inmenso y un cosquilleo de placer


me invade.

—Lento.
¿Cuánto tiempo hará desde su última vez? Desde su ex.
¿Tuvieron sexo post ruptura, o fue algo limpio? Ella dijo que no

estaba enamorada, así que no creo. Yo estaba impaciente. Desde


que lo dejé con Jeanette no he estado con ninguna mujer, pero es

que es Nerea no es cualquier otra. Esto hace que todavía sea más
especial.

La beso con delicadeza, acariciando sus labios, dientes. Luego


muevo las caderas hacia delante y hacia atrás, hasta que ella medio
sonríe cuando, en uno de esos movimientos, se arquea encontrando

el placer. Y es en este preciso instante en el que pienso que tiene la


sonrisa más bonita del mundo, y en el que mi cuerpo tiembla y se

me pone la piel de gallina.


Quiero estar dentro de ella siempre, a todas horas, y escuchar el

sonido de su risa.
La quiero, es así. La quiero así, y cuando se enfada, y cuando me
tira el libro.

La quiero jadeando, empujando, besando.


La lleno de besos: algunos cortos, otros muy húmedos y

profundos, hasta que el roce me enloquece y acelero los


movimientos, pero enseguida me detengo. Quiero dilatarlo más,

quiero que disfrute y enloquezca.


Bajo la cabeza de nuevo a sus pezones y vuelvo a torturarlos un

poco más. Luego llego hasta sus manos y las alzo, entrelazando los
dedos con los suyos mientras permanezco dentro de ella, en lo más
profundo, y dejo que sean sus caderas las que lleven el ritmo.

—Nerea, vas a matarme.


Lo susurro cuando siento que en cualquier momento voy a

correrme. Quiero que ella también lo haga, mirándome a los ojos o,


al menos, con mi polla dentro de ella. Así que meto el dedo corazón
en su clítoris y hago movimientos circulares.

Ella empieza a gemir.


—Florian...

Está a punto. Oh, sí. Florian. Mi nombre entre gemidos me sabe


mejor que cualquier otra cosa. Siempre he odiado mi nombre,

porque es demasiado pretencioso, porque viene de «flor», algo


delicado, bonito, y no soy ni una cosa ni otra.
Pero mi nombre en sus labios suena sucio, húmedo. Suena

celestial.
—Córrete, Nerea.
Un hilo de sudor cruza mi frente, pero no me detengo, porque
todos los músculos de la vagina se contraen en torno a mi polla. Su

orgasmo da inicio al mío, que explota como ningún otro. Se me


nubla la vista y el placer se expande hasta las yemas de los dedos.

Me palpita todo el cuerpo y repito su nombre una y otra vez. Dejo


escapar una mezcla de gruñido y jadeo hasta quedarme
quieto. Intento sosegar la respiración. Acaricio con torpeza su pelo

alborotado, esparcido por mi hombro. Disfruto de su aroma


mezclado con el olor del sexo, de su tacto suave, hasta que se

mueve, queriendo bajar, tocar con los pies el suelo. Salgo de ella,
sintiéndome dolorosamente abandonado y me subo los calzoncillos

y los pantalones.
Ella busca su ropa interior y se viste en silencio.
No me gusta que lo haga. No hemos terminado. Le acaricio la

espalda, pero ella se aparta con mi roce. ¿Qué está


pasando? Cuando voy a preguntárselo, ella me mira y sé que no es

la misma Nerea con la que acabo de estar.


Se me hace un nudo en la garganta, quiero zarandearla y que
vuelva.
—Nerea, no me mires así —le ruego con la esperanza de que
todo vuelva a ser igual.
Sus ojos están llenos de confusión y de remordimientos.

—No puedo... Ahora mismo no puedo hacerlo —susurra,


buscando con la mano derecha el picaporte.

Antes de que pueda reaccionar, sale de mi casa y baja las


escaleras corriendo. Y yo me quedo aquí plantado, debatiéndome
entre seguirla o dejar que se vaya.

¿Qué se supone que debo hacer? Acabo de tener el mejor sexo

de mi vida y ella ha salido corriendo. Cualquier otro, en mi lugar,


estaría convencido de que a lo mejor no ha sido tan magnífico. Al

menos, no para ella.

Me niego a pensar eso, no es lo que yo he visto ni sentido. Pero

¿y si ha fingido? Soy consciente de que las mujeres lo hacen por


diversas razones.

Respiro hondo y me centro en lo que ha dicho: «Ahora mismo no

puedo hacerlo».
¿A qué se refería? ¿A estar conmigo? ¿A hablar? ¿A seguir?

Tengo un presentimiento: que se refería a aceptar lo que acababa

de decirle y de mostrarle. Putain, era evidente, ¿no? Nerea no tiene


un pelo de tonta, estoy convencido de que, cuando ha venido aquí
esta noche, se imaginaba que una de las posibles respuestas a su

pregunta de por qué había escrito ese libro era porque me gustaba.
Aunque sea más que eso.

Me estoy enamorando de ella, si no lo estoy ya.

Qué demonios, si ya lo estoy. Absurda e irremediablemente


enamorado.

Doy un sorbo a la cerveza que había Sacado de la nevera antes

de que ella llamara a la puerta. Está caliente y me sabe más amarga

de lo normal.
Sería absurdo generalizar y decir que las mujeres y yo casi nunca

hemos tenido problemas, porque al final cada persona es un mundo,

una mezcla de , carácter y vivencias. No hay cosas que hace un


hombre y otras que hace una mujer, no piensan ni actúan diferente.

Yo creía que sí en mi reducto de mundo infantil. Pensaba que las

mujeres eran todas como mi hermana, así que en el colegio las


ignoré, y ellas tampoco me prestaban demasiada atención. Pero en

la universidad me di de bruces con la realidad. Coincidió con mi

pequeña crisis de identidad, en la que experimenté un poco con mis

gustos —llevaba camisetas de Iron Maiden sin gustarme el grupo y


una chupa de cuero—, y me dejé llevar un poco por el recién

descubrimiento de gustar a las mujeres.


No a todas, por supuesto, pero sí a bastantes.

Descubrí que la inteligencia también puede ser atractiva, que

discutir en una fiesta si Amélie Nothomb es un genio o no puede


hacer que llegues a acostarte con la chica más guapa.

Ah, y que ese no va a ser tu mejor polvo.

Admito que fue una buena época, pero no volvería a ella. Hay

gente, y en especial la gente mayor, que anida en la obsesión por


revivir el pasado. Entiendo que, si te encuentras al final de tu vida,

sientes que tus mejores años ya han pasado y cualquier recuerdo es

mucho mejor, que no puede haber época más feliz que aquella.
No es mi caso. Pienso que no me haría feliz volver a aquello,

porque no soy el de entonces. Lo sé. Se trata de buscar lo que

necesito ahora, lo que necesita Florian presente, no el pretérito.

Y tengo muy claro que estoy viviendo la vida que quiero, y que es
Nerea lo que me hace feliz.

La puerta del balcón se encasquilla al abrirla. Hace una noche

bonita, clara. Llega a mis oídos la música de otro balcón,


amenizando mi ánimo decadente, hasta que reconozco la canción:

Ne me quitte pas.

No me dejes.

Qué perra es la vida.


23

NEREA Y SUS NEURAS


NEREA

Es un segundo.
Es cuestión de un momento insignificante en el tiempo
comparado con todos los demás que ya he vivido. De todos los

años, meses, horas; de todas las situaciones importantes, esa tan


minúscula y humilde es la que me ha roto en cientos de pedazos, la
que me ha hecho sentir tan frágil como un jarrón de cristal

liberándose de unas manos, yendo directo hacia el suelo e


impactando en él, deshaciéndose en incontables fragmentos.
Y no sé muy bien por qué, ya que, si lo analizo con cierta

perspectiva, es una estupidez: una que me está haciendo llorar, me

oprime el pecho y me desgarra el estómago en la parte de atrás del


taxi a altas horas de la noche.

Qué demonios, si solo son las doce.

Busco algo con lo que distraerme, cualquier cosa. El teléfono es


siempre una buena opción, hay tantas aplicaciones con las que
encantarse, tantas fotos que mirar en Instagram, tantos perfiles de

gente a veces conocida, a veces no tanto... Pero no consigo una


verdadera distracción, porque aquello sigue en mi subconsciente y

seguirá allí mañana cuando despierte, pese a que no quiera pensar

en ello.
Me he acostado con Florian, Florian Monet. El vecino de abajo.

Mi escritor favorito. Flo.

¿En qué diantres pensaba cuando he ido a su casa? ¿Que me


daría una palmada en la espalda y me diría que todo estaba en mi

cabeza? ¿Que había escrito ese libro sin pensar en mí de una

manera sexual o con inclinaciones románticas?


Esto me pasa por beberme una botella de vino barata.

«No estabas tan borracha y lo sabes», me digo a mí misma.


Lo que no me quito de la cabeza es la forma en la que... ¡Dios!

Besar de esa forma tendría que estar prohibido. Yo nunca he

perdido la cabeza solo por un beso, y han sido más de uno, de dos y

de tres. Y de cuatro. Las piernas todavía me tiemblan, recuerdo

cómo han rodeado su cintura y cómo me ha tocado... Lo ha hecho

como si me conociera y supiera exactamente los sitios en los que


enloquecería.
Vaya, que estoy segura de que no me mintió cuando dijo que se
había acostado con muchas mujeres. Eso de que la práctica hace al

maestro es muy cierto. Y yo soy una completa cateta. Una novatilla

que se ha dejado llevar por el calentón y que ha disfrutado como

una posesa.

Isaac no hacía eso. Nunca lo habíamos hecho en un sitio que no

fuera la cama y jamás de los jamases me había corrido de esa


forma tan... Dejémoslo en intensa.

Apoyo la cabeza en el asiento del taxi sintiéndome idiota, porque

Alicia tenía mucha razón: no estaba enamorada de mi ex. Nunca

sentí eso, nunca perdí el control ni tuve la imperiosa necesidad de

tocar a un hombre ni de que me arrancase la ropa interior. Y hoy lo

he sentido con Florian.

¡Qué tiempo tan precioso he perdido! ¡Y qué tonta he sido! Podría


haber vivido tantas experiencias interesantes, podía haber

aprendido tantas cosas en vez de haberme quedado enclaustrada

en una relación que no me llenaba ni me satisfacía... y ha tenido que

ser precisamente Florian el que me ha tenido que abrir los ojos,

abriéndome las piernas.

Menudo juego de palabras tan tonto.


¿Así besa Florian? ¿Así aborda a las mujeres? ¿Tendrá rollos de

una noche muy a menudo? Hace poco tenía novia, Jeanette. De


golpe me siento un tanto celosa de ella y de todas las mujeres que

han estado con él. No tengo derecho a estarlo, es su pasado, todos


tenemos uno. Y tampoco tengo derecho a estarlo de su presente,
porque no somos nada de nada.

O somos algo demasiado complicado. Somos amigos..., ¿o


no? Es la primera vez que me mareo después de correrme, que

enloquezco de esta forma. Puede que para Florian eso sea siempre
así, que sea...

Clavo las uñas en mis rodillas y me digo a mí misma que me


centre en los hechos; que, como historiadora, no puedo
inventármelos. Necesito pruebas, testimonios, y la única verdad es

que ha escrito un libro sobre él y yo, el primero. Que no me he


imaginado cómo me miraba, que yo ya intuía otras veces que

deseaba besarme.
—Son seis con cincuenta.

La voz del taxista me devuelve a la realidad.


Pago y bajo del coche, diciéndome que deje de comerme la
cabeza.
***

Ha sido la peor clase que he dado con diferencia. Los alumnos, por

suerte, parecían estar todavía más ausentes que yo —he oído por
ahí que alguien montó una fiesta en su casa noche—, así que voy a

poder redimirme.
El periodo grecorromano no va a entrar en el examen.
—Eres Nerea, ¿verdad?

Nada más salir del aula, un hombre que no conozco de nada me


aborda a la salida. Tiene una espesa barba marrón que le tapa

media cara, y unos ojos azules casi transparentes que me impactan.


Por lo demás, parece un hombre de lo más normal, con camisa de
leñador y pantalones negros.

Tengo cierta fijación por analizar la ropa de los hombres —y mira


que yo no soy quisquillosa a la hora de vestirme—, como con

Florian y sus pantalones de pana.


Otra vez Florian, ¡diantres! Esta mañana me había propuesto no

pensar en él, y parece que es en lo único en lo que pienso.


Estoy un poco a la defensiva, lo admito, pero no he pasado una
buena noche.
—Soy Igor, Igor Peskov, profesor de Literatura Rusa. Quería darte
la enhorabuena por el magnífico trabajo de investigación que hiciste
con las cartas de Perrault.

Me relajo un poco y asiento.


Es un compañero, y alguien que reconoce mi trabajo.

Al fin.
—Muchas gracias, Igor. ¿Eres ruso?
—No, soy francés. Mi padre lo era. ¿Puedo invitarte a comer?

Mira la hora en el reloj de muñeca. La una y media. Los franceses


—aunque tengan nombre ruso y sean profes de Literatura Rusa—

comen a esa hora. Todavía no me he acostumbrado a ello y llevo


más de medio año en París.

Puede que a este paso nunca lo haga.


—¿Por qué no?
No es que tenga nada más importante que hacer. Pensar en

Florian y en el mejor sexo que he tenido no es una prioridad, pese a


que mi subconsciente parece que sí lo crea.

Igor me lleva a un pequeño bistró de toldos rosas y blancos cerca


de la universidad. Resulta ser australiano, pese a llamarse Loulou y
tener una carta con bacon cheeseburgers, huevos benedictinos y el

club sándwich.
Estoy empezando a sospechar que en el centro de París no hay
restaurantes feos.
—Y dime, ¿cómo has acabado enseñando en la Sorbona?

Me encojo de hombros.
—El profesor Dupont me ofreció el trabajo y acepté. No es que

tuviera un gran empleo y una vida maravillosa esperándome en mi


ciudad.
—Claro, las cosas siguen estando complicadas.

Se para en esa frase y mira a mi derecha. Yo giro el cuello

instintivamente y la respiración se me detiene. Creía que París era


lo suficientemente grande como para no coincidir con personas con

las que no querías coincidir, ¿no? ¿O es que soy una novata en la

ciudad?

Florian está a mi derecha, en silencio, con las manos en los


bolsillos de los vaqueros que tan bien le quedan.

—¿Quiere algo? —le pregunta Igor.

—La conozco —responde él con rapidez, y desvía la mirada


hacia mí.

Al menos no ha dicho «íntimamente». Podría haberlo hecho, y yo

habría tenido la excusa perfecta para enfadarme, que es lo que


quiero hacer ahora mismo por haberme encontrado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto yo tras recuperarme

del shock inicial de verle.


—Voy a la universidad. ¿Vas a presentarnos? —Señala a Igor

con una sonrisa falsa que no me gusta nada.

¿Por qué me siento de golpe superincómoda?


—Claro. Igor, él es Florian, mi vecino. Exvecino, acabo de

mudarme —corrijo—. Florian, él es Igor, un compañero profesor de

la universidad.

Ambos se dan la mano con cordialidad y Florian se sienta en la


silla que hay libre.

Esto no me gusta nada.

—Yo no conozco a mis vecinos. Debe ser bonito.


—A veces lo es. ¿Eres profesor de Historia?

—De Literatura Rusa. ¿Tú a qué te dedicas?

—Soy escritor.
—¡No me digas! —exclama Igor, entusiasmado—. ¿Algo que

conozca?

—No creo —digo, llevando la copa de vino a mi boca.

—La chica de al lado es mi último libro. Sale ella.


Cuando lo dice me atraganto con el vino.

—No lo conozco.
—El anterior fue La esencia dormida.

—¡Eres ese Florian Monet! Me encantan tus libros. Creo que

tienes una forma magnífica de contar la historia.


Igor le sonríe a Florian de una manera coqueta. ¿O son

imaginaciones mías?

—Gracias.

—¿No tienes que irte? —le insinúo a Florian.


—Yo no huyo como tú.

Toda la sangre se me sube a la cabeza, creo que hasta me pongo

roja.
¿Me está llamando cobarde? Lo está haciendo.

Es un idiota presuntuoso. Un idiota presuntuoso que hace que se

me acelere el corazón cuando le veo, pero eso no quiero que lo

sepa.
—No hui. Me marché.

—Sin decir adiós. No había terminado ni de vestirme, Nerea —

suelta con una ceja levantada.


—No esperaba que pasase eso.

La mano derecha me tiembla ligeramente al dejar la copa en la

mesa.

—¡Pero si viniste a mi casa!


—¡A preguntarte por qué habías escrito el libro!

—Si yo ya te había besado antes, creo que podías imaginarte por


qué. Viniste para eso.

—Me había bebido una botella de vino.

—No ibas borracha.


—Me abordaste en la puerta de tu casa, no esperaba que

pasáramos a mayores.

—No habíamos terminado.

Esto último lo dice con la voz algo más grave que durante la
discusión, mirándome fijamente. Noto cómo la piel se me eriza en

ese mismo instante.

¡Dios, no!
Hago un esfuerzo para respirar hondo y que mis sentidos se

recuperen, y en un arrebato de supervivencia pura, me levanto de la

silla.

—¡Vete a la mierda! —le digo—. ¡Y tú también! —añado cuando


veo que Igor abre la boca.

Corro calle abajo, haciendo el esfuerzo de calmarme mientras

intento no tropezar con las baldosas algo resbaladizas.


Estoy huyendo otra vez, lo sé, soy consciente y, aun así, sigo

corriendo.
—¡Nerea!

El grito cercano de Florian me pilla desprevenida, y entonces sí

que paro.

¿Me está siguiendo? Por el rabillo del ojo veo que sí.
—¿Qué? —respondo sin aliento, cruzándome de brazos.

No sé qué estoy haciendo. Debería marcharme a casa, decirle

que esto está siendo una locura, que no sé cómo reaccionar porque
nunca me había pasado algo tan... ¡intenso!

—¿Se puede saber qué diantres haces?

No lo sé.

Trago saliva antes de coger aire. Siento que me ahogo. Se


acerca a mí, mantiene la mandíbula apretada y le tiembla el pulso

en la sien.

—¿Y tú? ¿Qué crees que estás haciendo, siguiéndome de esta


manera?

Estoy evadiendo la pregunta, ya lo sé.

Él no responde. Agacha la cabeza y me besa en los labios. Los

separa levemente y yo me siento de nuevo en el cielo. Al respirar, su


aliento se mete en mis pulmones y me hace temblar.

Mi boca no pide permiso, le devuelve el beso porque es lo que

quiere.
—¿Por qué huyes de mí? —pregunta cuando se aparta para

respirar.
El nudo que se me forma en el estómago impide que al abrir la

boca suelte algo más que aire.

No sé cómo decirle que todo esto me asusta, que es la primera

vez que este torbellino de emociones me envuelve y me siento en


una espiral, atrapada, pero que a la vez es la mejor sensación del

mundo.

—Porque me siento como cuando era pequeña y me comía un


paquete entero de galletas; al principio están deliciosas y no sabes

cuándo parar, pero luego sabes que va a dolerte el estómago. Así

que estoy cerrando el pote, huyendo —le explico metafóricamente.


Levanta la mano para apartarme un mechón de pelo de la cara y

me mira con sorpresa.

—¿Por qué piensas que va a hacerte daño? Las galletas no, yo.

Me encojo de hombros y noto cierto calor en las mejillas.


Me estoy sonrojando.

—Eres demasiado bueno, como las galletas. No pensé que me

sucedería esto, ni se me había pasado por la cabeza que tú... que


yo te gustara. Quizás en estas cosas soy muy cuadriculada y te
había encasillado en el apartado de amigo, y encima yo no buscaba
esto, ¿sabes?

—Estabas bastante obcecada en pasar una noche loca con el del

tercero segunda, y has tenido un polvo mágico con el del segundo


primera.

Salva la pequeña distancia que nos separa y me abraza.

No voy a mentir, era algo que necesitaba, y mucho. Ese nudo que
hace semanas me atenaza las entrañas empieza a desaparecer

poco a poco, y una calma deseada me invade la mente.

Él es mi refugio en esta isla francesa, mi bote salvavidas en toda

la locura que me rodea últimamente.


Como cuando te topas con un libro que parece tenerlo todo, que

empiezas a leer y cada capítulo te atrapa. De esos que no son muy

largos, pero así es mejor, porque ahí radica su magia de enamorarte


en tan solo un par de capítulos; de los que te dejan temblando y

temes que algo falle, que esa simbiosis haga aguas en la página
siguiente. Sí, eso mismo espero de él, que decaiga la lectura y todo
se venga abajo. Pero de momento no ocurre, y yo ya quiero cerrar el

libro por temor a lo que pueda venir, porque Florian se está


convirtiendo en mi libro preferido.
—¿Quieres tomar un café en mi nuevo apartamento? Creo que te
va a encantar.
Florian me devuelve la sonrisa y asiente.

Tengo que dejar de ser una cobarde y afrontar las consecuencias


de haberme zampado medio pote de galletas.
24

NO JUEGUES CON FUEGO


FLORIAN

Cuando Jeanette se marchó a África, recuerdo que estuve


devanándome los sesos durante muchas semanas sobre si todavía
éramos algo o si, en verdad, ese «dejémoslo» que parecía temporal,

era en efecto temporal o la premonición de algo definitivo.


Recuerdo que no era fácil desentenderse de esa cuestión. Para
mí era de crucial importancia, más por la seguridad que me

produciría saber la verdad que porque fuera a afectarme que


Jeanette no me quisiera. Lo lograba cuando me sumía en la rutina,
en esa cotidianidad impremeditada de la que todos gozamos en

mayor o menor medida.

Hay gente que detesta la rutina, la mira como si fuera el diablo en


persona, con un asco furibundo y una superioridad moral que apesta

a soberbia. Se creen que por decir que la rutina les ahoga son más

libres o están más vivos que los demás. No entienden que la rutina
es lo único que puede dar certeza a esta vida ya de por sí caótica.
¿Que no quieres trabajar cada día en el mismo sitio, en el mismo

trabajo? ¿Que te agobia tu pareja porque la ves todos los días?


Date una palmada en la espalda e intenta sobrevivir sin un sueldo

fijo, sé autónomo y monta tu propio negocio, que a lo mejor lo que te

agobia son los números rojos o el desahucio que se te viene


encima. Que no me parece mal que haya emprendedores, porque

tiene que haber de todo en esta vida, pero sí me molesta que a los

que nos guste la rutina se nos mire mal. Y yo tengo el peor trabajo
del mundo para un hombre costumbrista, soy consciente de ello.

Quizás porque en ese piso hay retazos de lo que fue mi rutina —

o lo que yo hubiera deseado que fuera— hace que una punzada de


nostalgia ensombrezca la emoción que siento ahora que al fin

parece que Nerea está abriéndose.


Tim tenía mucha razón. Necesitaba tiempo.

Todavía lo necesita.

—Quieres tomar algo?

Le digo que no y nos sentamos en el pequeño sofá del salón.

—Tu hermana vino a verme por si necesitaba ayuda legal por lo

de Perrault. Es muy guapa.


Lo dice como si le hubiera impresionado, como si no se lo hubiera

esperado.
Yo me encojo de hombros ante tal afirmación.
—Es mi hermana. Tiene un gusto pésimo para casi todo, pero la

quiero así. ¿Qué vas a hacer?

—¿Con qué?

—Con lo de Perrault. Leí el artículo de la universidad,

descendiente del poeta.

Ella pone los ojos en blanco y deja ir un suspiro desganado.


—No lo sé. Voy a tener que hablar con mi abuela, de eso no

puedo escaquearme. A mi madre ya se lo he dicho y le ha hecho

gracia, pero no le ha dado mucha más importancia.

—¿Y tu hermana?

Baja la mirada cuando le pregunto por ella.

—No he hablado con ella todavía. ¿Puedo preguntarte algo?

La miro con escepticismo, porque nunca me lo ha preguntado y


eso hace que piense que va a ser algo extraño. Su pregunta me

intimida, aunque responda un «claro» con soltura, disimulándolo.

—En Mougins, ¿te dejaste el pijama a propósito? —sigue ella, y

no satisfecha, continúa con otra pregunta antes de que yo pueda

responderla—. Y cuando estábamos en mi casa viendo Johnny

English, ¿intentabas seducirme? ¿Quisiste besarme aquel día en la


universidad?
—Respecto al pijama, no, no me lo dejé a propósito. Sí, intentaba

dar un primer paso, pero tu hermana me interrumpió, y sí, iba a

besarte. Que la novela que haya sacado sea un roman à clef [2] creo

que denota mucho cuáles son mis intenciones respecto a ti.


Ella mitiga una sonrisa apretando los ojos al cerrarlos y haciendo

gestos raros con las manos.


—¿Qué estamos haciendo, Florian?
Me acerco a ella, y antes de bajar la cabeza hacia sus labios y

besarla, le susurro lo único que tiene sentido, la única certeza que


hay en todo esto.

—Nos estamos enamorando, chérie.


Cuando mis labios tocan los suyos y se hunden en la calidez y

suavidad de estos, ella deja ir un suspiro y me besa de vuelta. Mis


manos se hunden en su pelo, lo acarician mientras que, por primera
vez, nos besamos sin excusas ni sobresaltos. La siento temblar

contra mí, con su respiración irregular.


Es ella, es la que quiero que se convierta en mi rutina, porque

ningún día será el mismo; no si estoy con ella. Sé que podré


pasarme toda una vida a su lado y no me cansaré, y en el fondo me

reiré de todos esos que dicen que cómo puedes pasarte toda una
vida con la misma mujer.
No saben nada. No, no saben que no es la misma, o sí, pero no.

Porque todos mudamos de piel de vez en cuando, las experiencias


nos hacen cambiar, nos transforman en un nuevo yo, y sé que cada

vez que lo hagamos volveré a enamorarme de Nerea.


—¿Tú sabías que pasaría esto?

Ladeo el rostro. Su titubeo me enternece.


—Lo sospechaba. Creo que en el fondo sí que lo sabía.
—Yo creo que también. El otro día, en tu casa...

Se detiene en medio de la frase, sin saber cómo continuar.


—¿Qué?

—Fue intenso. No me lo esperaba, pero me encantó.


—A mí también. Tengo muchas otras cosas en mente.
—¿Como las que escribiste en el libro?

—Y más. ¿Alguna preferencia?


Me encanta verla sonrojarse, se nota que tiene reparos en hablar

de esto, pero que vaya venciéndolos es algo bueno.


—Mm, sí, creo. Cuando estamos en la escalera del edificio y

cuelas la mano bajo la falda...


Recuerdo muy bien esa escena. La escribí justo antes de que nos
marchásemos a Mougins.
—Estoy deseando probarte —musito cerca de su oído—, pero
antes quiero saber por qué has decidido quedarte en París.
Ella pone los ojos en blanco antes de abrir la boca, rosada,

mullida y perfecta.
—El profesor me ofreció trabajo en la universidad. ¿Sabes lo

difícil que es que en España te contraten en una universidad?


Puede que enseñar no sea el sueño de mi vida, pero me permite
hacer otras cosas, como investigar en mi tiempo libre, leer... Y París

me gusta.
—Creí que querrías volver a tu ciudad.

—No especialmente. Allí tengo a mis padres y a mis amigas, pero


todos tienen sus vidas. Yo no tengo una vida como tal

esperándome.
—¿Eso quiere decir que no tengo que preocuparme de que te
marches?

Nerea dice que no y me aprieta el brazo con suavidad,


abrazándolo. Admito que eso me deja mucho más tranquilo. La

posibilidad de perderla de esa forma era algo que me preocupaba.


—Tienes que hacerme de guía turístico, todavía no he subido a la
torre Eiffel ni he visitado la mitad de cosas imprescindibles que ver

en París según casi todas las guías turísticas.


—¿Te cuento un secreto? La mitad de los parisinos nunca hemos
subido a la torre Eiffel.
—¿En serio? No es posible. ¿Nunca has subido a la torre Eiffel?

Es verdad, y aunque no sé con certeza el índice de parisinos que


lo han hecho, estoy bastante seguro de ello.

—No. Creo que había una excursión en el colegio donde nos


llevaban, pero ese día estaba enfermo. Donde sí te voy a llevar es
al Louvre, y a cenar en un restaurante mítico, un clásico de la

ciudad.

—¿Me estás pidiendo una cita, Florian Monet?


—Es lo mínimo que puedo hacer después de que me hayas

perseguido de forma tan insistente.

—¿Yo? ¿Perseguirte?

—Primero me atacas, luego me lanzas tu tanga, inundas mi baño,


te insinúas con un pijama de gatitos... ¿Cómo voy a resistirme a

eso?

Suelta una carcajada y finge ofenderse mientras intenta hacerme


cosquillas.

—¡Ese pijama de gatitos es lo más antierótico que tengo!

La tumbo en el sofá, debajo de mi cuerpo. Puedo sentir los latidos


de su corazón; puedo ver en sus ojos brillantes, risueños,
encenderse esa llama de forma fugaz, igual que un cometa

cruzando el cielo. Nerea es mi Big Bang, mi propia evolución. Ella


despierta mis sentidos y hace que tome conciencia de otras muchas

cosas que me estaba perdiendo, como el sonido de su risa o la

satisfacción de verla bromear conmigo.


—He tenido fantasías contigo y con ese pijama. Aunque más con

tu tanga, lo admito. Algún día tienes que ponértelo para mí —le

ruego.

—Ese tanga casi nunca me lo pongo, pero puedo hacer una


excepción. ¿Qué vas a hacerme si me lo pongo?

—Primero torturarte un poco, hasta que me supliques que te lo

quite. Luego, arrancártelo con los dientes.


—¿Y luego?

Dejo un riego de besos en el cuello, haciendo que su piel se

erice.
—Luego te daré la sorpresa de tu vida, chérie. No quiero

adelantar acontecimientos.

Esta vez la beso sin prisas, sin miedo a que se escurra de entre

mis manos y acabe huyendo, como la última vez. Me guía hasta su


cuarto y allí la desnudo prenda a prenda, con la solemnidad que

exige el momento. Beso cada centímetro de su piel, descubro cada


peca y sus pocas cicatrices, hago un mapa mental de sus puntos

débiles, que memorizo para la posteridad; ese punto bajo la oreja

derecha, la zona alrededor del ombligo en su estómago.


Hago que llegue al orgasmo antes de desnudarme. Su cara en

pleno éxtasis me pone a cien. Cuando me hundo en ella, la tierra

deja de girar, todo desaparece a nuestro alrededor. Solo estamos

ella y yo en constante gravedad, y el centro de ella es la cama. El


oxígeno que necesitamos son los besos que nos prodigamos. Nerea

me encanta, porque todas sus reacciones son genuinas, no duda en

fruncir el ceño cuando algo no le convence y en gemir y suspirar


cuando algo le encanta.

«Más rápido», pide en un momento dado.

Se lo doy, más rápido y profundo. Ella me araña la espalda y se

corre otra vez. Yo también me dejo llevar por las contracciones de


su sexo. Empapados de sudor, con los ojos entrecerrados por la luz

de mediodía que entra por su ventana, desnudos y abrazados,

recuperamos el aliento.
—¿Esta tarde tienes algo que hacer?

Restriega la punta de la nariz en mi mejilla un poco rugosa por la

barba incipiente antes de responder que sí.


—La universidad me ha invitado una exposición de Perrault,

supongo que para promocionar el descubrimiento y esas cosas. Por


cierto, ¿todavía quieres escribir el libro?

—Sí tú quieres que lo escriba...

—Claro, pero no me menciones, ya tengo suficiente con salir en


uno. Ven conmigo a la exposición y así coges más información,

¿no?

—Está bien. Pero antes pasaré por casa para ducharme y

cambiarme de ropa.
—Genial, te mando la dirección por mensaje.

Antes de salir por la puerta, nos despedimos con un beso largo

de los que enganchan; esos que muestran las ganas que tenemos
de volver a la cama, pero me abstengo de hacerlo. Todavía con el

olor de Nerea impregnado en mi piel, camino hasta la boca de metro

más cercana para volver a casa.

He viajado cientos de veces en metro, cruzado las estaciones


bajo la ciudad, escuchado el tintineo de la llegada a cada una de

ellas, pero nunca había pensado en el amor allí, bajo la estéril luz

amarillenta de un vagón artificial.


Antes pensaba que era un sentimiento como cualquier otro; que,

cuando te tocaba por vez primera, como todas las primeras veces —
que suelen ser durante la infancia— se sentía magnífica, rompedora

y única. Que todas las demás eran una sucesión de eventos

desperdigados en nuestra vida y que ninguno tendría tanta

relevancia como el primero.


Me equivocaba. No creo ya que su importancia se deba al tiempo

en el que ha sucedido, sino a las circunstancias en que se da. Y

todavía no sé por qué Nerea se siente tan hondo ni por qué. Su


amor es una luz deslumbrante que llega a cegarme, y es tanta su

luminosidad que logra hacer irrisorias a las demás. Todas ellas son

débiles llamas en comparación con ese foco cálido y cegador.

Al salir de la estación, llueve. El agua repiquetea blandamente


sobre el arcén y sobre mí, pero no me importa.

Hoy es un buen día.


25

SOY FAMOSA
NEREA

No sé cuándo empezó esta locura.


Ahora mismo me siento capaz de comerme el mundo, de
conquistar cualquier continente —un poco como se debía sentir

Alejandro Magno— y de hacer cualquier cosa.


Mentira, sí sé cuándo comenzó.
Al día siguiente de que Florian se quedase a dormir en mi casa y

yo descubriera que no cocina tan mal como creía y que el sexo


matutino es real, tuve que ir a la universidad para dar una clase.
Después de la flamante exposición de Perrault, pensaba que había

encontrado mi sitio entre los intelectuales de la capital francesa, que

mi destino estaba entre esas paredes que congregaban los mayores


saberes. Admito que llevar a Florian me dio incluso más prestigio,

porque todos conocían al autor Florian Monet.

Fui la Kim Kardashian del mundo intelectual la primera vez que


fue a la gala con Kanye West. ¿Suena demasiado exagerado?
Puede, pero nunca me había conocido nadie antes. A veces hasta

mi abuela se olvida de mi nombre.


De camino a la universidad esa misma mañana, me detuve en

uno de los semáforos y la vista se me desvió al quiosco de la

esquina. Parpadeé un par de veces y me acerqué más, porque no


podía ser. No, no podía ser yo la que salía en una de las fotografías

de una revista del corazón. Y salía fatal, con pintas de colegiala

entrando en la universidad. Ni siquiera me había dado cuenta de


que me habían hecho una foto. No decía mucho el titular, solo que la

recién descubierta bisnieta de August Perrault se llamaba Nerea y

que era profesora de Historia en la Sorbona.


Mi primera reacción fue hacerle una fotografía a la revista y

mandársela a Florian con un emoticono de pánico. Luego escuché


que el señor del quiosco me reñía.

—Oiga, tendría que comprar la revista.

—Es que soy yo, ¿sabe? Mire, ¡soy yo de verdad! ¿Cree que

pueden hacerme fotos como si nada y ponerlas en una revista?

El hombre me miró como si le hablase en mandarín y se encogió

de hombros.
—Y yo qué sé, estudié lenguas muertas, no Derecho. ¿Quiere la

revista, o no?
Al final me la quedé porque sentía una mezcla de miedo y
emoción al respecto, y una no sale todos los días en las revistas, a

no ser que seas Rihanna, y si lo eres te da bastante igual. Es lo

típico que le enseñas a tus nietos cada dos por tres para

demostrarles que has hecho algo más en tu vida que pasar de

puntillas por ella.

—Me llevo dos —dije, por si acaso una de ellas se rompía o


desaparecía.

Así empezó esa vorágine, y continuó cuando me invitaron por e-

mail a un evento extraño que todavía no sé de qué va. No sabía si ir

o no, era a media tarde, pero Flo me dijo que me lo pasaría bien,

que fuera y que él estaba enfrascado buscando información sobre

los primeros años de Perrault.

Así que fui.


Estaba cerca de los Campos Elíseos. En la invitación ponía Le

loft du 8ème y la dirección.

Recuerdo la primera vez que leí el primer volumen de En busca

del tiempo perdido. Me fascinó la forma en la que Proust hacía

hincapié en lo extraordinario que eran esos campos, en que de

pequeño eran lo que más le gustaba del mundo. Los describía de


modo en que me los imaginaba extensos, grandiosos, tan elegantes,
incluso más, que el paseo de Gracia en Barcelona con sus anchas

avenidas, sus farolas modernistas y sus edificios estilosos. Ahora


que estaba en ellos, vi cuánto han cambiado. Ahora me recordaban

a unos grandes almacenes al aire libre.


El sitio era un piso donde me dio la sensación de que se hacían
fiestas de manera habitual: muy preparado, con barra de copas

incluida y camareros que sacaban unos cuantos canapés.


Al principio me sentí como pez fuera del agua. Iba con unos

vaqueros desenfadados y una blusa blanca muy normal mientras


que la gente se había arreglado más.

—No te preocupes, ponte el pañuelo en el cuello —dijo una chica


muy rubia, muy guapa y delgada—. ¿Es tu primera vez?
Parecía estar sermoneándome por la cara que ponía, pero estaba

siendo amable.
—Sí. Ni siquiera sé por qué me han invitado.

Ella puso los ojos en blanco y me alargó una copa de champán.


—Eres la nieta de Perrault.

—Bisnieta.
—Ya, da igual. Yo lo soy de Olga Métlenvna, la pintora casada
con otro artista. Francia no tiene nobles, así que somos lo más
parecido a ellos. ¡Oh, un fotógrafo! —exclamó al ver un hombre que

sostenía una cámara—. Vamos a posar. Deberíamos ser amigas.


Me dejé llevar. El fotógrafo pareció muy interesado cuando supo

quiénes éramos y nos hizo una sesión que ni mis padres se


molestaron en hacerme para el álbum de la comunión . Al terminar,

bebimos más champán y Céline —así era como se llamaba la rubia


— me explicó que llevaba mucho tiempo en el mundillo, que era el
pan de cada día. Trabajaba en una galería de arte y tenía un horario

muy flexible.
Me preguntó bastante sobre mi vida. Omití el hecho de tener una

hermana. Alicia me dejó meridiano que no quería saber nada sobre


este asunto, y le conté que hacía poco que vivía en París, que
Florian me estaba enseñando la ciudad a cuentagotas.

—¿Quién es Florian?
Esa era una muy buena pregunta.

—Mi exvecino, amigo, mm... Vaya, estamos liados, pero no creo


que seamos novios. No todavía —le confesé.

—Ton petit ami. Yo tengo un par de esos.


Lo dijo con un punto de frivolidad que confieso que me gustó: un
poco como quien dice que no sabe si cenar rodaballo al horno o

bistec a la parrilla y, en el fondo, le importa un comino porque no


tiene hambre. Céline estaba desprovista de necesidades, de hábitos
y de prejuicios. Era un soplo de aire fresco.
—Había olvidado que los franceses tenéis un nombre para todo.

—Deja de ser tan politiquement correct y di que es una gilipollez


llamarlo así. ¿Otra copa?

Asentí.
Hablamos con gente que no conocía, que me presentaron y de
cuyos nombres ya no me acuerdo. Me sentía achispada y contenta,

todos querían hablar conmigo, hacerse una foto para colgarla en


Instagram. Todos eran amables y se interesaban por mí.

Jamás me había sentido tan arropada. No sabía hasta qué punto


la gente me podía considerar interesante, y todo porque quien

durante años había acaparado toda la atención no estaba allí.


Pensar en Alicia me dio un poco de mal sabor de boca, porque sí,
puede que la echase de menos, pero en ese momento yo era el

centro de atención porque ella no estaba.


Con toda probabilidad, si hubiera ido a esa fiesta, Céline se

habría acercado a ella primero y habría alabado su estilo —porque


claro, Alicia es diseñadora de moda y de eso sabe mucho—, y
habría aplaudido el número de amantes que tenía. Y quizás a mí ni

me hubiera mirado. Quería pensar que no, que la cosa no habría ido
así, que Céline y todos los demás habrían mostrado el mismo
interés, pero sospecho que no.
Horas más tarde, ya tenía mi cuenta de Instagram casi vacía de

fotografías antiguas y me seguían un montón de personas


interesantes.

Mi perspectiva había cambiado.


—¿Me estás escuchando?
Vuelvo a la realidad al escucharle.

No, no lo estaba haciendo. He comprado otra revista en el mismo

quiosco esta mañana porque he vuelto a salir en ella, esta vez un


poco más decente.

Hace una semana que estoy en la cumbre, nunca me habría

imaginado estar así.

—Perdona, estaba leyendo. ¿Qué decías?


—He reservado a las nueve en Maxim’s. Creo que te gustará —

dice Florian con una sonrisa genuina.

—Genial, iré directamente desde la fiesta. ¿Seguro que no


quieres venir? Es el cumpleaños de Céline.

—No, no, tengo mucho trabajo y ya sabes que las fiestas no me

van mucho. Disfruta tú. ¿Quién habías dicho que era Céline?
Florian no quiere saber nada de esto, lo sé. No me lo ha dicho

directamente, pero se escaquea de todo evento que le propongo.


—La nieta de Olga no sé qué, una artista. Trabaja en una galería

de arte.

Flo ha venido a desayunar conmigo al lado de la universidad. A


veces viene por aquí para buscar información, está muy enfrascado

con el libro. Quería preguntarle en qué punto estamos, porque nos

vemos todos los días y, la verdad, hacemos vida de pareja, pero no

quiero ser ese tipo de chica.


—Ya. Por cierto, ayer vi a tu hermana, no parecía estar muy bien.

Alzo una ceja en señal de descontento y bebo un sorbo de café.

—Mm.
—Estaba muy pálida.

—Ya. ¿Sabías que la revista Marie Claire va a hacerme un

reportaje?
Iba a decírselo cuando estuviera todo confirmado, pero es una

distracción perfecta.

—¿De veras? Es genial, parece que August Perrault se está

poniendo de moda.
¿Perrault? No. Yo me estoy poniendo de moda. Yo he hecho el

descubrimiento del siglo. No tengo ganas de discutir, así que solo


digo que sí, que eso parece.

—No he hablado con tu hermana, pero parece que no voy a

poder reclamar nada de su fortuna. C’est la vie.


—Por cierto, me gusta el jersey, ¿es nuevo?

Lo comenta cambiando de tema con brusquedad. Asiento,

contenta porque se haya percatado. Hace tan solo una semana que

soy famosa, pero he decidido que voy a ir mirándome un poco más


mi estilo. Las revistas han ayudado, y Céline también.

No sé qué haría sin ella.

—Sí. ¿Te gusta?


—Me gusta mucho. Creo que todo lo que tú lleves me gusta.

—Pelota.

No me acostumbro a esto. Florian y yo nos comportamos como

una pareja, aunque no lo somos. ¿No? Da igual, es mon petit ami, y


suena ideal. En realidad, estoy viviendo un sueño hecho realidad, es

todo lo que yo quería y más cuando llegué a París.

Dos horas más tarde llamo a la puerta del apartamento de Céline,


cerca de la ópera. Es un piso muy moderno, glamuroso, de paredes

blancas inmaculadas, dos sofás azules que tienen pinta de haber

sido sacados de algún museo y detalles minimalistas. La música


está un poco alta, llevo un vestido de lentejuelas plateadas y unas

botas negras militares, sin medias.


Estoy segura de que Alicia aprobaría este look.

«Alicia no está aquí, deja de pensar en ella. Al menos durante

una hora», me reprocho.


—¡Nerea! —exclama la cumpleañera al verme—. No te creerás

quién se muere por conocerte. ¡Jean Pierre!

Está guapísima con una blusa de seda atada por la espalda con

un gran lazo de color rosa bebé y unos pantalones negros con


pinzas, pitillos, que le sientan como un guante.

—No sé quién es. ¡Felicidades! —exclamo, entregándole el

regalo.
Es un libro, uno de esos muy monos de la historia de la moda que

seguro que pondrá en alguna mesa para decorar.

—Es un modelo espectacular, está muy de moda. ¡Te lo presento!

¡Jean Pierre! —chilla, cogiéndome de la mano y arrastrándome


hasta el otro extremo de la sala—. Aquí estás. Ella es Nerea.

Trago saliva cuando un par de ojos azules me miran con

curiosidad.
Sí, lo reconozco, es un hombre de anuncio. Alto, musculado en

su punto, con una camiseta descolorida a propósito, vaqueros y


chaqueta de traje. Es guapo no, lo siguiente, y me inquieta su

mirada inquisitiva.

—La chica del momento. ¿Una copa?

Asiento, porque nunca un hombre así había querido conocerme.


¿Es real? Yo creo que no.

—Por favor. ¿Eres modelo?

Él se ríe y dice que no.


¿Cómo que no?

Maldita Céline. Eso no se hace.

—Soy empresario, pero he hecho algún anuncio.

Claro, porque modelar lo puede hacer todo el mundo. Estoy


convencida de que este tío sabe de su atractivo y cómo usarlo, pero

de todas maneras rio, nerviosa, y se me escapa esa verborrea tan

mía de cuando estoy nerviosa.


—Tiene sentido. Yo soy historiadora, trabajo en la Sorbona.

—Lo sé. La nieta de Perrault, muy interesante. ¿De dónde viene

«Nerea»?

—Bisnieta, en realidad. Soy española, es un nombre de origen


griego, de las Nereidas. Y... ¿a qué te dedicas?

Jean Pierre parece coger carrerilla para contarme todo acerca de

su empresa innovadora sobre nuevas tecnologías. No me entero de


mucho, pero finjo que sí mientras bebo una copa tras otra. Luego

me pregunta que cómo demonios descubrí que era la bisnieta de


Perrault, y yo me enrollo al contarle mis peripecias con las cartas del

desván, las aventuras y desventuras en el museo y en Mougins.

Puede que lo explique con más emoción y salsa de lo que en

realidad pasó, pero ahí está la gracia, ¿no?


—¿Salimos al balcón a tomar un poco el aire? —propone

entonces.

Yo digo que sí, porque el champán se me ha subido a la cabeza y


todo me da vueltas.

Dios, creo que es la primera vez que me mareo por culpa del

alcohol. O la segunda, porque la primera vez que probé los mojitos...


Esa bebida es peligrosa, sabe demasiado bien y es muy dulce, por

lo que bebes una tras otra y en cuanto no te das cuenta, te quedas...

¡Dios! Echo la cabeza hacia atrás cuando Jean Pierre se me

abalanza para besarme.


¿Qué demonios está pasando?

Miro el reloj y me quiero morir: las diez de la noche.

—¡Lo siento, tengo que irme!


No paro, ni siquiera me despido de Céline. No creo que note mi

ausencia, su casa está llena de gente, muy llena. ¿De dónde ha


salido tanta gente?
Me tropiezo con uno de los peldaños al bajar las escaleras a toda

prisa. Por suerte no me caigo, logro alcanzar la barandilla.

¡Mierda! ¿Cómo ha pasado tan rápido el tiempo? Si hace nada


eran las siete.

Llamo a un taxi y le suplico que vayamos lo más rápido posible al

restaurante, le cuento que llego tarde a una cita con mon petit ami y
que es especial por ser la primera.

No me hace demasiado caso, así que a las diez y veinte llego a

Maxim’s.

Florian no está. El señor de la entrada me dice que se ha


marchado hace diez minutos.

Una vez, cuando tenía diez años, tropecé y me caí mientras

llevaba un helado de chocolate en la mano. Me di un golpe muy


fuerte en el pecho contra el suelo mientras sostenía el helado,

intentando evitar que cayera. El trastazo fue el doble de fuerte e


inesperado, tanto que no podía respirar ni moverme.
Así es como me siento en este momento. Me falta el aire.

«Estará en casa, me ha llamado unas diez veces», me digo a mí


misma. Subo al mismo taxi y le doy la dirección. La cabeza me da
vueltas, el corazón me late muy rápido junto con un dolor agudo en
el pecho.
¿Cómo se me ha podido pasar? ¿Cómo diantres no he mirado la

hora o he ido calculando?


«Porque te has puesto a fardar delante de Jean Pierre. Querías
impresionarle, admítelo», dice mi voz interior.

Al cruzar la portería parece que el suelo tiemble, y tengo que


sujetarme otra vez a la barandilla de la escalera antes de subir por
ella.

Maldito champán. Es igual o más traicionero que los mojitos.


Mierda, mierda y más mierda.
26

DÍAS PERROS
FLORIAN

Nerea me ha dejado plantado en el restaurante.


He estado esperando más de una hora, llamándola, y no ha
aparecido ni ha dado señales de vida. Durante todo el rato, la gente

me miraba con pena cuando bajaba la cabeza, fingiendo leer la


carta.
Ha sido la hora más larga de mi vida.

Se supone que estas cosas no les pasan a los protagonistas de


las comedias románticas, pero supongo que en la vida real sí. Yo ya
sabía que esto de la fama fugaz se le había subido un poco a la

cabeza a Nerea, pero no le he dicho nada.

A mí también me ocurrió cuando publiqué mi primer libro. En la


primera firma había tanta cola que daba la vuelta a la esquina de la

calle. Me creí Ken Follet cuando no llegaba ni a celebridad local.

Luego todo se desinfla, dejas de creerte el centro del universo, de


ser un ególatra y te das cuenta de que tampoco han cambiado tanto
las cosas, que no haces ni una cuarta parte de lo que creías y que la

gente que de verdad importa sigue siendo la misma de siempre.


Que a todos los demás solo les interesa tu fama, no tú.

Parece que Nerea ha perdido esa perspectiva de vista, y detesto

que se esté convirtiendo en alguien a quien apenas conozco.


El timbre de la puerta me sobresalta. Espero que sea ella, porque

si no lo es... Dios, estoy enfadado, o más bien decepcionado. Es

raro, porque no suelo dejar que las personas me decepcionen.


Siempre he elegido cuidadosamente quién puede hacerlo y quién

no, y normalmente tengo bastante ojo. La última vez que me

decepcioné fue a mí mismo, cayendo en la tentación de entrar en un


Starbucks y pedir un espresso con espuma de leche desnatada

caliente y sirope de vainilla sin azúcar.


Es por culpa de Tim. Un día quedamos en uno de esos lugares

prefabricados y me habló de los siropes de sabores, así que probé

uno al azar y ya no hubo marcha atrás. A veces me gustaría que

alguien me dijera: «Florian, por favor, eres más francés que una

baguette, ¿qué haces tomándote un café en un Starbucks, y,

encima, de vainilla? Sé un hombre y pide solo una taza de café en


alguna de las cientos de cafeterías que hay», pero nadie lo hace.
Hace una semana todo iba bien. Y luego se transformó en esa
Nerea estirada que apenas conozco. Sí, esa es la palabra. Esta

mañana, durante el desayuno, me ha hablado de una forma altanera

tan despectiva que me han entrado ganas de sermonearla.

Es ella, la veo apoyada en el marco de la puerta cuando abro. Si

no estuviera tan irritado y de mal humor le diría que ese vestido le

sienta de maravilla y que disfrutaría quitándoselo.


Pero no, esta noche no tengo ganas.

—Lo siento mucho, se me hizo tarde. He llegado al restaurante y

ya te habías marchado.

Dice eso arrastrando las palabras.

No me lo puedo creer, si está borracha.

¿Quién es esta mujer y qué ha hecho con Nerea?

—Estás borracha.
—No, no.

—No me mientas. Podrías haber llamado, decirme que llegabas

tarde. Un mensaje, ¡cualquier cosa! ¿Sabes lo ridículo que ha sido

estar allí una hora entera esperándote?

Respiro antes de volver abrir la boca. Sé que le está molestando

que le diga todo esto, pero a mí me ha molestado mucho más lo que


ha hecho.
—No me he dado cuenta de la hora, ni siquiera estaba mirando el

teléfono, lo siento. Y oye, no creo que emborracharse de vez en


cuando sea malo.

Se está poniendo a la defensiva. Eso es más típico de Nerea, no


es la primera vez que lo hace. Parece un erizo: cuando se siente en
peligro, saca sus púas.

—No he dicho eso, pero precisamente hoy, que teníamos la cita,


me indigna un poco. ¿A cuántas fiestas has ido esta semana y

cuántas veces se te ha subido a la cabeza el champán?


Cruza los brazos y chasquea la lengua mientras pone los ojos en

blanco.
—No las he contado, papá. ¿Puedo pasar? Ya me he disculpado.
¿Es que estás celoso?

Mi indignación sube a niveles insospechados. Esto es como estar


no en una comedia romántica, sino en una serie para adolescentes,

y me niego.
—¿Celoso de qué? Estoy enfadado porque has pasado de

nuestra cita y ni siquiera has tenido la decencia de llamarme.


—Me he liado hablando, y cuando he mirado la hora me he
marchado corriendo. Ni siquiera me he despedido de Céline.

—Creí que era su fiesta de cumpleaños.


—Sí, me presentó a sus amigos y estuve hablando con ellos.

Lo menciona como si no fuera importante y baja la mirada,


avergonzada. La conozco lo suficiente como para saber que hay

algo que no me está diciendo, así que le subo el mentón con


delicadeza, un tanto preocupado.

—¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?


Ella asiente y suspira.
—Sí, sí. Nada, que Céline tiene una idea equivocada de lo que

quiero y me ha presentado a un tío... Yo no tenía ni idea de quién


era, muy majo y tal, creí que estaba interesando en mi

descubrimiento, pero vaya, que he tenido que hacerle la cobra.


—¿La cobra?
—Ya sabes, el movimiento de apartarte cuando alguien va a

besarte, como lo hacen las serpientes. Es que Céline tiene muchos


petit amis y cree que yo también debería.

—¿Me estás diciendo que me has dado plantón en el restaurante


porque esa tal Céline quería emparejarte con un tío con el que te

has liado hablando?


—Más o menos, pero no ha sido así.
Algo dentro de mí se rompe. No sé qué es, puede que la ilusión y

la esperanza o el corazón, o un poco de todo.


No puedo seguir con esta conversación ni con esto.
—Creo que será mejor que lo dejemos aquí.
Lo digo con un granizo ronco, como si me hubiera pasado la voz

por la trituradora.
—¿El qué?

—Lo nuestro.
No ha sido fácil decirlo, y con toda probabilidad mañana me
arrepentiré, pero eso es lo que hago siempre, tomo las decisiones

de forma impulsiva, tal y como las siento.


—Ya me he disculpado.

Suspiro, negando con la cabeza.


Si solo fuera la cita, podría aceptarlo, pero no es solo eso.

—No es por la cita, es por todo. No te reconozco, Nerea.


—¿Lo dices por el vestido?
—No, lo digo por tu actitud prepotente. Porque te dejas manipular

por esa tal Céline. A la Nerea que me gusta quizás sí que se le


habría pasado la hora; no porque estuviera lamiéndole el culo a un

tío, sino por estar leyendo y perder el mundo de vista.


—Es injusto lo que estás haciendo. Sigo siendo la misma, pero
estoy viviendo algo nuevo y quiero seguir haciéndolo, eso es todo.
—No, no lo eres. Claro que puedes hacerlo, nunca te he dicho lo
contrario, es más: yo mismo te dije que fueras a esas fiestas y
disfrutaras, pero no así.

—¿Así? —se encara, indignada—. Puede que no te guste que yo


tenga éxito en lo que hago.

—No le des más vueltas, Nerea.


—Tengo derecho a disfrutar de mi descubrimiento, de que se me
reconozca...

—Chérie, a todos les importa una mierda que lo hayas

descubierto tú. Lo que les da morbo es que seas la bisnieta de


Perrault y que eso implique salir en las revistas.

—¿Eso es lo que te da rabia?

—Pensar eso de mí es muy mezquino.

—¿Y qué quieres que piense cuando me estás dejando porque


soy famosa? —titubea un poco, con la voz aguda y temblorosa.

—Te dejo porque te has vuelto una frívola, porque te importa más

quedar bien con desconocidos que conmigo. Estás mirando


constantemente los likes de tu Instagram y pasas de la vida real.

Esta mañana te he dicho que creo que a tu hermana le pasa algo y

no me has hecho ni puñetero caso.


Da un paso hacia delante con la mirada emborronada y un toque

de pánico en ella.
—Estás sacando las cosas de contexto.

—Puedes decir lo que quieras para justificarte, pero las cosas

son así.
—Yo no soy así, Flo.

Intenta acercarse a mí, pero yo retrocedo hacia el interior del

piso.

No quiero que me toque. Ahora mismo me asquearía un poco


que lo hiciera, porque no es ella, no es Nerea, la vecina de arriba

que tan loco me trae. Es su peor versión en su imagen más

atractiva. Y yo no la quiero, o sí, pero soy demasiado consciente de


que, si continúo a su lado, acabaré detestándola.

No hay nada peor que terminar odiando a la persona que uno

ama, lo he visto demasiadas veces en esos matrimonios que siguen


juntos por las razones equivocadas, en relaciones que se convierten

en tóxicas por no dejarlo a tiempo o no haberlo arreglado cuando

deberían haberlo hecho.

—¿De verdad quieres hacer esto? ¿Quieres dejarlo?


Aguanto la respiración y musito un débil «sí», aguantándole la

mirada.
—No sabes cómo me duele.

Lo suelto, aunque me esté costando lo indecible. Aprieto los

puños y hago un esfuerzo titánico por mantener la cabeza fría y


reprimir todas las emociones que me embargan.

Odio el tono que estoy utilizando, pero no puedo evitarlo.

—¿A ti? Flo, sigo siendo yo.

Sé que luego me voy a odiar a mí mismo por hacer esto, pero no


puedo parar ni echarme atrás.

—No puedo quedarme de brazos cruzados viendo en qué te

conviertes. Lo siento, Nerea.


No quiero ver la decepción o la tristeza en sus ojos. Sería algo

demasiado doloroso, y quizás mi decisión se tambalearía, así que

cierro la puerta antes de que diga nada más.

Merde, esto no era lo que yo quería. Me he precipitado, lo sé.


Quizás ella reflexiona y deja de hacer gilipolleces.

Me tumbo en la cama con la sensación de haber corrido una

maratón, y, pese al cansancio, no logro dormirme.


Le doy vueltas al hecho de que acabo de dejar a la mujer que

quiero por su propio bien. ¿Qué clase de chalado hace eso? Yo,

Florian Monet. Me he precipitado, ya lo sé. Pero es que lo que más

me ha enfadado ha sido eso de petit ami.


¿Yo? ¿Después de todo lo que hemos vivido?

No, somos mucho más.


Mañana hablaré con ella. Sí, mañana lo solucionaremos.

Me hundo en el colchón y me digo que ya está hecho. Ahogo mis

ganas de levantarme, correr y abrazarla por detrás; decirle que claro


que sé que dentro de ella está esa Nerea que quiero con locura,

pero que tengo miedo de que un día llegue a diluirse hasta el punto

de no encontrarla. Y sí, por supuesto que estoy dolido y celoso de

todos los demás hombres a los que presta atención, de que se haya
olvidado de mí.

Esa cena era especial, era nuestra primera cita. Me duele

horrores que no lo sea para ella, que no le haya dado importancia.


Ese dolor me atraviesa la garganta hasta el estómago y se me clava

en el costado, y consigue que me retuerza como una culebra por el

suelo. Así de insignificante me siento. Me da que pensar que yo no

le importe tanto como ella a mí, y eso me da todavía más miedo;


que yo sea el único que está poniendo toda la carne en el asador y

arriesga su salud mental.

Arriesga su corazón.
Porque puede que no lo diga en voz alta, que me esconda en la

indiferencia o una falsa seguridad en mí mismo, o en la ventaja de la


experiencia sexual, igual que cuando era niño y decía en el colegio

que las niñas no me importaban, que no me gustaban. La realidad

era que no me hacían ni puñetero caso, así que yo respondía con

total indiferencia, pero si alguna de ellas se me hubiera acercado y


hubiese jugado conmigo, le habría dado mi amistad eterna.

Sí, me ha entrado el pánico cuando Nerea se ha mantenido en

sus trece, y más cuando ha mencionado el nombre de otro hombre.


Lo ha dicho como si no hubiese significado nada, un relato de paso,

algo con lo que justificarse. Y me ha dado asco que me tocara

cuando quizás sus labios habían tocado los de otro.

No soy celoso por naturaleza, y no son celos enfermizos de los


que te consumen. Es repulsión hacia el hecho de que alguien pueda

tocar a otra persona, de que sea capaz de hacerlo sin

remordimientos ni dudas. ¡Yo sería incapaz! Porque nadie me hace


sentir como ella, porque tocarla y acariciarla es una experiencia

sensorial única.

La he dejado porque me ha dado la impresión de serle

indiferente, esa es la realidad.


Estoy jodido. Muy jodido.
27

SE LE LLAMA TOCAR FONDO

NEREA

No dejo de observar la puerta que Florian acaba de cerrar. Pienso


que la abrirá otra vez, me dejará pasar y me abrazará.

Tiene que hacerlo.


La puerta es de color blanco roto, mate; cubre la madera. La
pintura está desconchada por los bordes exteriores, y el metal del

pomo, un poco picado.


No tendría que haber abierto la boca, tendría que haberme
disculpado y ya está; no haber mencionado a Céline ni a Jean Luc.

O Jean Pierre, ya no recuerdo cómo se llamaba.

Siento la necesidad de huir de este lugar, de Florian y del


desasosiego que se ha reflejado en su rostro.

Lo he estropeado todo. He sido una ingenua al pensar que,

cuando él me viera en la puerta de su casa, me abrazaría y se le


pasaría el enfado. Esas cosas solo ocurren en las películas, no a

mí.
Una nueva oleada de lágrimas nacidas del dolor y la cólera

amenaza con anegar mis ojos. Antes he podido contenerlas; ahora

no estoy tan segura de eso.


Yo antes no era así, me he hecho más frágil y triste. Tengo la

sensación de que alguien ha incrustado su puño en mi estómago,

porque me duele horrores y siento ganas de abrazarme a mí misma


para consolarme.

—¿Nerea?

La voz de mi hermana bajando las escaleras hace que gire la


cabeza.

Me había olvidado de que seguía viviendo en el piso de arriba.


—¿Qué? —respondo con voz seca, cabreada.

Lo estoy. Con ella, con Florian, con el mundo y conmigo misma.

No entiendo qué ocurre, todo parecía ir a las mil maravillas.

—¿Estás bien?

Antes de mirarla a los ojos dejo ir todo el aire de mis pulmones.

—¡¿Te parece que lo estoy?! —exclamo con arrogancia


contenida.
Cuando la miro, enseguida me arrepiento. Está aguardando con
el pijama puesto, un moño que, a pesar de estar despeinado, le

sienta de maravilla, y unas grandes ojeras púrpuras y el rostro algo

chupado.

Nunca la había visto tan delgada como ahora.

—No.

Quiero decirle que, a pesar de que todo me dé vueltas y del


mareo, de que seguramente lleve el rímel corrido y el maquillaje

hecho un desastre, tengo mejor aspecto que ella, pero una arcada

me lo impide. Me coge de la mano y hace que suba hasta el

apartamento.

No hace falta que me guíe hasta el baño; hasta hace poco

también había sido el mío. Lo que sí hace es sujetarme el pelo

mientras saco el champán y todos los canapés que me he comido


esta noche.

—Es mejor esto que seguir mareada durante toda la noche. Voy a

traerte un jarabe para el estómago y un Ibuprofeno.

Me enjuago la boca y me lavo la cara antes de sentarme en el

sofá.

Alicia hace de mamá y me da las medicinas. Es la primera vez


que hace algo parecido.
Qué irónico, la primera vez que hace de hermana mayor.

—Es un vestido chulísimo, no deberías dormir con él. Toma,


ponte el pijama —comenta, dejándomelo a mi lado en el sofá.

Si fuera más como Alicia, quizás Florian no me habría dejado.


Ella siempre mete la pata y sale airosa de todo.
Sin duda, si hubiera metido la pata, habría sabido salir hacia

delante.
—Florian me ha dejado.

Lo he dicho en voz alta.


El tacto de la franela del pijama hace que me sienta un poco más

cómoda.
—Lo siento. Os he escuchado.
Espero a que diga algo más, a que le dé la razón o algo parecido,

pero no hace nada de eso. Solo se sienta a mi lado y me mira con


curiosidad.

—Me he convertido en... Bah, da igual. Estoy algo borracha


todavía y tú no quieres hablar. Nunca quieres hablar conmigo —me

quejo, dejándome caer sobre el cojín del sofá.


—No es que no quiera. Suelo reprimir mis emociones. No confío
en la gente.

—No confías en mí.


—Puede que no lo haga, es verdad. He hecho cosas de las que

no estarías orgullosa y supongo que tengo miedo de que lo sepas,


por si... —Tras una breve pausa, deja ir un suspiro— dejas de

quererme.
Escuchar eso no hace que desaparezca mi dolor, pero sí que

sirve para apaciguar un poco mi ira. Por primera vez, Alicia se está
comportando como un ser humano normal. Con eso me refiero a
tener sentimientos y sacarlos de dentro.

—Eres mi hermana. ¿Crees que es fácil que deje de quererte?


No lo hice ni cuando te comportabas como una idiota conmigo.

Ella se encoge de hombros y me mira con ojos de cervatillo


asustado.
Dios, creo que lo está diciendo de verdad. ¿Es eso posible?

—Bien. Bien —repite, apretando los labios—. ¿Te quedas a


dormir conmigo? Mi cama es doble.

—Vale.
Cuando éramos muy pequeñas, recuerdo que Alicia tenía

pesadillas. A veces venía a mi cama, se tumbaba a mi lado y me


pedía que le vigilara la espalda. A la mañana siguiente amanecía
muy calentita, acurrucada como una cría de gato.
Después de tumbarme en su cama, me hago un ovillo y abrazo la
almohada contra el estómago con la esperanza de que absorba
parte de mi dolor.

—¿Sigues despierta? —pregunta tras un rato con las luces


apagadas.

—Sí.
No puedo dormir. Sigo pensando en que Florian me ha dejado y
ni siquiera estábamos saliendo. No tiene sentido, yo no me he

convertido en alguien frívolo. Puede que me haya comportado de


forma poco habitual en mí, pero está exagerando.

—Siento lo de Florian, me caía bien. Creo que te quiere de


verdad.

—Hm... No quiero hablar de eso, ya me siento en la mierda.


—Claro, lo entiendo.
—¿Sigues acostándote con el vecino de enfrente?

No sé por qué he dicho eso. Ha sonado muy mal, pero aun así no
he podido evitar preguntarlo. Podría haber dicho su nombre, pero he

dicho «vecino», resaltando la visión de hombre-objeto con la


intención de hacerle ver a mi hermana lo mal que lo estaba
haciendo.

—Clement también me ha dejado.


—¿Lo dices en serio?
—Sí, ha sido lo mejor.
—Alicia, no me vaciles.

—No lo hago. Tendría que haberlo hecho yo, pero soy incapaz,
así que le he hecho daño para que lo hiciera él. Soy un poco

cobarde, ya lo sé.
No soy la única que se siente en la mierda. Eso, lejos de
aliviarme, me entristece un poco. Puede que yo tenga muchos

defectos, pero cuando tengo que ser honesta conmigo misma, suelo

serlo.
Sí, puede que me cueste un poco, como lo de no estar

enamorada de Isaac, pero acabo aceptándolo. Ella se da cuenta y

no hace nada al respecto.

La gente se hace daño continuamente, de forma consciente e


inconsciente. Unos toman la decisión de atrincherarse tras los

muros de su propio mundo para permanecer a salvo, y otros

deciden seguir adelante a pesar del dolor y la angustia. No sé qué


clase de persona es Alicia, y me doy cuenta ahora de que apenas la

conozco. Se ha convertido en una extraña, y es que creía conocerla

muy bien, pero no. Todo lo que me ha dejado ver es una careta que
parece llevar delante de todos y que se ha quitado esta noche.
Crecimos juntas durante años, sabía que su helado favorito era el

de limón, que prefería el azul, que le chiflaban las croquetas y que


odiaba el brócoli.

¿Y ahora? No lo sé.

—No conozco a Clement, pero deberías ser sincera con el motivo


por el cual has querido cortar con él. Al fin y al cabo, es tu decisión y

tiene que respetarla. Yo he aceptado la de Florian, aunque no me ha

gustado y no esté de acuerdo, pero es lo que él ha querido.

—Le quiero demasiado para hacerle pasar por eso —musita—.


¿Crees que el daño puede repararse? ¿Que alguien puede

perdonar que lo engañen, aunque sea por su propio bien?

—No lo sé, depende de la persona. Pero si quieres a alguien,


supongo que quieres intentarlo. Soy terrible con estas cosas, la

verdad.

—Gracias, Nere.
A lo mejor puedo tener una segunda oportunidad con mi

hermana. Quizás no vaya a tener mi cuento de hadas con Florian,

pero esto ha servido para tener un acercamiento con Alicia. Quizás

vuelve a cerrarse en banda mañana por la mañana, pero esta noche


siento que podríamos darnos una nueva oportunidad.
Cuando me quedo dormida por fin, noto que Alicia me coge de la

mano.

Ese es mi último pensamiento.

***

Lo admito: soy una ingenua. Me había imaginado que esta mañana


Alicia y yo desayunaríamos juntas, quizás no tortitas, como cuando

éramos pequeñas, pero cualquier otra cosa, y seguiríamos

hablando.
Pero no.

Cuando me he levantado, ella ya no estaba. Me ha dejado un

post-it en la nevera.

Espero que estés mejor.


Hablamos luego,
Alicia

Creo que ha huido. ¡Me está haciendo sentir como si fuese un

ogro! Yo soy la mar de comprensiva, o intento serlo. Vale, quizás


hago demasiados juicios de valor y soy un poco-demasiado tajante

sobre lo que debería o no debería hacer la gente. Pero ayer no lo


fui. Me mordí la lengua y no le dije nada acerca de por qué

demonios, después de robarme el ligue, había decidido hacerle


daño y plantarlo.

Que ya lo sé, no me lo robó a propósito, pero yo lo siento así.

Es igual, porque se ha largado. Todo el mundo abandona el barco


cuando zarpa.

Qué irónico.

Le robo un chándal que sé que ya no usa y, después de hacerme

un café y darme una ducha, vuelvo a mi casa.


Estoy tentada de llamar a la puerta de Florian al pasar por

delante de ella, pero no lo hago. Él ha dejado clara su postura, y yo

no soy de las que suplica una segunda oportunidad. ¿Que la cagué?


Ya lo sé. Y me disculpé varias veces.

No, no llamo a su puerta. Si no me dejó por no haber acudido a la

cita, eso solo fue el detonante. Estoy segura de que no soporta que

lleve un ritmo de vida diferente, de que haya en otros hombres que


se fijen en mí.

¡Como si yo fuera a irme con el primero que pasa!

Parece que no me conozca. O no confíe en mí, cosa mucho peor.


A lo mejor piensa que voy a volver arrastrándome, suplicando su
perdón. Sí, lo he meditado, y al fin y al cabo fui yo la que le dio

plantón, pero no voy a disculparme por estar disfrutando de mi éxito.

Ya en casa, vuelvo a hacerme otro café bien cargado. El teléfono

suena: es Céline.
Leches, se me había olvidado su existencia.

—¡Menuda noche! —exclama nada más descuelgo—. Acabo de

levantarme. Oye, ¿te pasas luego?


No suena enfadada. Puede que no lo esté, o puede que ayer no

se diera cuenta de que me había largado.

Mejor.

—¿Por dónde?
—¡Por el Café de Flore! Ayer te hiciste la difícil con Jean Pierre.

Mierda, espero que no se enterase todo el mundo.

—No era mi tipo. Ayer Florian y yo lo dejamos.


—¿Ton petit ami? Hay tantos peces en París... ¡Tengo que colgar!

Nos vemos allí en una hora y me cuentas.

La verdad es que un poco de terapia no me iría mal, ya que Alicia

me ha dejado sola esta mañana. Sí, y además hoy es viernes y me


han anulado la clase de Introducción a la Historia Medieval por

huelga en la universidad.
Una hora después llego al Café de Flore, en el boulevard Saint-

Germain. Veo que está lleno y que hay una especie de evento.
Trago saliva y me doy cuenta de que Céline no me estaba diciendo

de ir a tomar un café en una cafetería, sino que me estaba invitando

a uno de esos múltiples eventos.

Ahora mismo no es que me apetezca mucho socializar, pero es


mejor eso que estar sentada en mi casa comiéndome la cabeza.

Se me acerca un hombre de unos treinta años, alto, con camisa

de rayas amarillas y pantalones blancos.


—Eres Nerea, ¿verdad? Céline me ha hablado maravillas de ti.

Soy Luc, es un placer.

Le doy dos besos y sonrío.


Luc, ¿eh? Es un verdadero bombón, uno de esos chicos de

revista de pelo castaño y rizado un poco largo, tez morena y

grandes ojos azules.

Luc es un nueve. Florian, con sus gafas de Rompetechos y sus


pantalones de pana, apenas roza el cinco.

Una idea maquiavélica se me cruza por la cabeza. ¿Y si sigo mi

plan? Ese que tracé nada más aterrizar, el de viva la vida, el de


déjate llevar. Puedo dejarme llevar con Luc, ¿no? Florian me ha

plantado, y podría arrepentirse, porque estoy rodeada de nueves.


—¿De qué conoces a Céline?
—De la galería de arte. Antes era modelo, pero ahora soy artista,

¿sabes?

—Qué interesante. Voy un segundo al baño, ahora vuelvo.


Esa idea maquiavélica empieza a cobrar forma.

Mi aventura parisina podría convertirse en un auténtico delirio

francés, una verdadera experiencia nativa séduisant en plural.


No necesito a Florian, no lo hago.

Me miro en el espejo y me doy de bruces con la realidad. Yo no

soy así. Me cuesta un mundo dejarme llevar. Luc puede ser un cielo

y puedo hablar con él y reírme, pero de aquí a acostarme con él hay


un trecho.

Si es que no me apetece. Podrá ser un nueve, pero yo me

conformo con un cinco que se transforma en un ocho. Quiero a mi


dos por cuatro. Con él puedo hablar de todo, y es lo que necesitaría

ahora mismo.
¡Maldito Florian! No me hago a la idea de que se haya terminado,
a lo mejor porque ni siquiera había empezado. Quiero decirle lo que

ocurrió ayer con mi hermana, que me dé sus consejos de anciano


de la tribu y que me anime a arreglar las cosas con ella, como
siempre hace.
Saco el pintalabios del bolso, pero no me pinto, sino que vuelvo a
guardarlo. Tampoco me apetece.
Cuando salgo, Luc está hablando de espaldas a mí con otro

hombre. No lo interrumpo y dejo que termine. Sin querer escucho un


trozo de la conversación en el que dice mi nombre, así que pego la
oreja.

—Saldrá ahora, no nos quites la vista de encima. Y cuando la


bese, nos haces una foto. Vas a tener la exclusiva. Es la nieta de
Perrault.

Un súbito mareo hace que dé un paso hacia atrás y busque la


salida con la mirada. Cuando la encuentro, echo a correr hacia allí
sin mirar atrás.

¿Qué demonios? Esto no era lo que yo tenía en mente.


Me siento en un banco cercano y respiro hondo.
Odio reconocerlo, pero quizás Florian tenía razón: no me quieren

a mí por ser historiadora ni por haber hecho un gran descubrimiento.


Les da morbo que sea la bisnieta de un poeta famoso.

Ya está.
Me siento idiota. Tengo ganas de gritarles que pueden irse todos
a tomar viento fresco, pero no lo hago. En vez de eso, salgo del café

y me alejo. No paro de andar hasta llegar a orillas del Sena.


Me he acostumbrado al contraste del verde de los árboles con el
de los tejados azulados, tan nuevo que me parecía hace meses,
cuando llegué.

Me siento en el banco más cercano y, en un arrebato, borro la


cuenta de Instagram y llamo a mi madre.

—¿Nerea?
—Hola, mamá. Oye, ¿podrías venir a recogerme al
aeropuerto? Se me ocurre que puedo volver a casa por unos días.

Este fin de semana. Creo que lo necesito de verdad.


—¡Claro! Me hace mucha ilusión que vengas. ¿Cuándo llegas?
—No lo sé, lo miro cuando llegue a casa. Ahora te lo envío.

—Está bien. Dile a Alicia que venga también, anda.


—No creo que se deje convencer. Te llamo luego.
Casa. Sí, necesito volver, coger perspectiva otra vez, porque

ahora mismo me siento ante un abismo muy hondo y negro. Uno en


el que la realidad se me cae de golpe encima, como deben caerse
los cocos de las palmeras, causando muertes instantáneas

alrededor del globo terráqueo.


Me siento igual de rara que esos datos que se le ocurren a mi

cabeza de vez en cuando para esquivar el dolor que me pesa en el


cuerpo.
«Qué tonta has sido, Nerea».
28

UN ASUNTO DELICADO
FLORIAN

Como escritor, conozco a otros escritores que piensan en la


posteridad. Escriben obras para ella, conscientes de que en el futuro
alguien los leerá y pasarán a la historia por ello. Son tipos normales,

inteligentes, incluso majos; no los definiría como narcisistas, pero


tienen esa pequeña vanidad de que su obra perdurará por los siglos
de los siglos. Algunos, incluso, en vista de ello, archivan todas sus

notas pensando que quizás estarán en algún museo.


Yo no soy de esos.
Es una visión completamente irreal, porque la gran mayoría de

sus libros son borrados del mapa, desaparecen de las librerías igual

que aparecieron en vida, porque todas las novedades arrasan


cuando salen, los viejos libros son sustituidos en las estanterías por

los nuevos. Esa idea absurda, esa quimera de que cuando uno

muere se ensalza, puede que llegue a ser verdad en cuanto a la


personalidad o incluso en el trato de terceras personas: eso que
suele decir de «qué bueno era» cuando uno ya ha muerto. Está

bien, puede que un cinco por ciento de autores llegue a la cumbre


después de fallecido, pero es una posibilidad tan ínfima como que te

toque la lotería.

Los autores de generaciones anteriores lo tuvieron más fácil. Hoy


en día, entre la facilidad de autopublicarse, eso de que todo el

mundo se crea que puede escribir un buen libro —y lo escribe, otra

cosa es que sea bueno— y la proliferación de las editoriales


digitales, el número de compañeros de profesión ha aumentado, por

lo que la posibilidad de alcanzar el éxito ha disminuido.

Yo no escribo para la posteridad. Ni siquiera escribo para otros,


para que me lean. En realidad, mi secreto es que escribo para mí

mismo, para nadie más. Es un placer inconmensurable el no tener


que pensar en si ese pasaje es demasiado frívolo o si la relación no

es «realista» para ojos ajenos. Empecé para gustar, lo admito, pero

cuanto más escribía, más pensaba en que la opinión de los demás,

sí, es importante, pero tan subjetiva y ambigua que casi nunca

encontraba la misma en más de dos lectores. Así que ¿para qué

esforzarse?
Y esa máxima decidí que la extrapolaría todos los ámbitos de mi

vida, porque al igual que cuanto más libre era escribiendo, más me
gustaba del resultado, cuanto más libre era de decidir sobre todos
los aspectos de mi vida, más feliz me sentía. Aunque eso implique

que mis decisiones no gusten —como a mi madre cuando le he

dicho que había dejado a Nerea, o a Tim, que ahora mismo me mira

negando con la cabeza— o el hecho de no escuchar a nadie.

—Recapitulemos un segundo: después de estar meses erre que

erre con la vecina e incluso llegar a escribir un libro sobre ella,


cuando por fin estás empezando algo, la dejas porque se le ha

subido un poco la fama a la cabeza —dice mi amigo, poniendo voz

de hombre que da las noticias en la radio.

—Y porque me dejó plantado en medio de Maxim’s.

—Pero ahora te arrepientes.

Me encojo de hombros y bebo un trago de vino tinto.

—Un poco. No me arrepiento de haberle dado un toque de


atención, porque se lo merecía, pero sí de haber sido demasiado

radical.

Sí, lo admito, quizás me pasé un poco, pero es que Nerea es muy

tozuda y sé que no se le iban a bajar los humos así como así.

—Ahora quieres hablar con ella, pero no puedes.

—He ido dos veces a su casa y no estaba. Se ha borrado el perfil


de Instagram, cosa que de la que en parte me alegro, pero no sé si
es realmente una buena señal.

—Podrías llamarla por teléfono, no sé, llámame hombre del


futuro, pero es lo que la gente suele hacer.

—No quiero hablar por teléfono. De todas maneras, no tardará en


volver a aparecer por el edificio.
—¿Lo has visto en tu bola de cristal?

—No, lo sé porque su hermana tendrá que llamarla y decirle lo


que le pasa.

No soy un cotilla, pero a veces las paredes son de papel. En


serio, no están insonorizadas y vivo justo debajo, así que pude

escuchar la conversación que tuvo con Clement, el vecino del


tercero segunda que resulta ser su novio —o exnovio, no me ha
quedado claro— y que también es médico.

—¿Y qué le pasa?


—Que tienen que operarla la semana que viene de un tumor en

la cabeza. Es muy jodido, muy jodido.


—¿En serio? Joder, ¿y no deberías llamarla y decírselo? Es su

hermana.
—Precisamente porque es su hermana tiene que contárselo ella.
No tienen la mejor relación del mundo, así que no pienso

entrometerme. Tim, ¿te has comido todas las patatas fritas?


—Encima que vengo a darte apoyo moral a tu casa, lo mínimo es

que me alimentes. Por cierto, tengo que pedirte un favor.


—Dime.

—Dentro de tres semanas voy a tener que quedarme un tiempo


aquí. Se me acaba el alquiler de mi piso y no encuentro nada

decente.
—¿Y no puedes pedir que te lo renueven?
—Mi casera no quiere. Acaba de casarse su único hijo y quieren

mudarse a mi piso. ¿Puedes creértelo? A lo mejor llamo a tu


hermana y le pregunto si eso es legal.

—Está bien, está bien. ¿Sabes quién me ha llamado esta


mañana? —menciono al acordarme. Ha sido muy inesperado y tenía
que contárselo a Tim—. Jeanette.

Él deja de masticar y se levanta del sofá.


—Si me dices que vuelve, me enfadaré mucho. Jeanette no

dejará que me quede, no le caigo bien.


Es cierto, se tenían una tirria especial y silenciosa que nunca he

terminado de entender.
—Me ha dicho que se queda en África, que le han ofrecido un
trabajo en uno de los parques naturales y que ha aceptado.

¿Puedes creértelo?
—Me lo creo y me alegro. Oye, pero tú y ella ya habíais cortado,
¿no?
—De facto, sí. Nos habíamos dado un tiempo, pero vaya, era una

excusa, porque al principio ninguno de los dos quería dar el paso


definitivo. ¿Me esperas aquí? Voy al Carrefour un segundo y compro

más patatas y algo para picar mientras vemos el partido.


—¿No tenías nada preparado? Estás perdiendo facultades.
Es probable, no se lo niego. Tengo demasiadas cosas en la

cabeza. O una con constancia indefinida: Nerea.


Sigo pensando en ella al llegar a la planta baja después de bajar

las escaleras. Estoy a punto de abrir la puerta del edificio cuando


esta se abre y me da en toda la cara.

¡Joder! No puede ser, acaba de pasarme lo mismo que hace...


—¡Lo siento! Oh, Dios, ¡Florian!
Es ella, ¿no?

Abro un ojo para comprobar que el timbre de voz es el suyo, que


no me lo estoy imaginando fruto del golpe, pero no.

Es Nerea, que se acerca a mí con expresión de horror.


Soy un enfermo mental, no hay ninguna otra explicación al hecho
de que me vaya a salir un chichón enorme en la ceja derecha y yo

esté pensando en lo guapa que está.


—No me lo puedo creer.
—Yo tampoco. ¿Estás bien? ¿Te duele mucho?
Respiro hondo y asiento.

Nerea ya está aquí. Es lo que quería, tenerla en el edificio y


hablar con ella. No esperaba toparme con ella literalmente

hablando, tan pronto. No tengo nada preparado.


¿Qué le digo? ¿Que me precipité? ¿Que fui un exagerado?
—Si quieres te traigo una bolsa de guisantes congelados —medio

bromea, acordándose de que la primera vez sí me los dio.

—No hace falta, esta vez el golpe no ha sido mortal. ¿Has venido
a ver a tu hermana?

Se lo pregunto después de un silencio algo incómodo en el que

ella me ha mirado sin decir nada, como si se hubiese quedado

muda.
Hay cosas que todavía duelen, ya lo sé, pero se me ha hecho

imposible dejar de quererla. No lo hice ni cuando se lo merecía.

—Me he mudado con ella otra vez. Volvemos a ser vecinos —


susurra esto último con una sonrisa nerviosa, como lo haría la Nerea

que yo conozco, la que me gusta.

—Lo siento mucho.


—¿Cómo lo sabes?
Me encojo de hombros. Dos mechones de su pelo lacio, claro, se

le enredan junto a la oreja. La falda lisa y blanca y la camiseta de


manga corta de color negro y las bambas informales, alejadas de

toda sofisticación, me dicen que no viene de ninguna fiesta.

—En este edificio las pareces son de cartón, ya lo sabes.


Asiente e intenta respirar hondo, pero la emoción contenida le

puede y los ojos se le inundan. Intenta parpadear muy rápido para

que se le pase, pero no lo consigue.

Jodida Nerea, está más guapa que nunca y a punto de llorar. No


puedo evitar acercarme a ella y darle un abrazo cálido que ella

acoge con entusiasmo. La escucho sollozar y le acaricio el pelo de

arriba abajo varias veces para tranquilizarla.


—No pasa nada.

Aspiro el aroma de su pelo y todos los recuerdos, desde los más

recientes hasta los más antiguos, llegan a mí.


No quiero verla derrotada pese a que me haya roto un poco el

corazón. Echaba tanto de menos rodearla con mis brazos, olerla,

escuchar su voz rota de cuando se le entumecen las cuerdas

vocales y se le forma un nudo en la garganta, como ahora.


—Florian, lo siento mucho.

—Ha sido un accidente.


—No estoy hablando del golpe con la puerta. No sabes... Fui una

idiota integral —balbucea, pero continúa hablando al levantar la

cabeza y mirarme con esos ojos de motas verdosas en los que me


veo reflejado—. Tenías razón en todo. Se me había subido a la

cabeza, me estaba convirtiendo en una persona horrible. Tendría

que haberme dado cuenta, lo siento.

Le seco una lágrima que le cae por la mejilla con el dedo índice y
doy gracias por que este milagro se esté produciendo.

—Al menos te has dado cuenta.

—Al día siguiente cogí un vuelo y me fui a casa. He estado allí


durante toda la semana. Aproveché para hablar con mi abuela y

contarle en persona que es la hija de August Perrault. Era un asunto

que tenía pendiente desde hacía tiempo.

—¿Qué te dijo?
Sopla con desgana y pone los ojos en blanco.

—No fue una conversación fácil. Ella no quiere saber nada,

prefiere que las cosas se queden como están. Me pidió las cartas
para quemarlas, imagínate. Y que no se lo contase a nadie.

—Si ya lo sabe todo el mundo.

—Lo sé. No quiero ser como ella. Negar la realidad de los demás

es como intentar tapar el sol con un dedo, y algo muy egoísta.


Es ella, ha vuelto. Vuelve a ser ella misma.

Contengo la emoción y me quedo clavado donde estoy, saltando


por dentro.

—¿Y qué tal con tu hermana?

Titubea un poco antes de abrir la boca.


—No lo sé. Antes de marcharme tuvimos un pequeño

acercamiento. Acabo de subir las maletas, iba a hablar con ella

ahora mismo. Hay muchas cosas de las que nos hace falta hablar.

No será fácil, pero lo intentaré.


—Me alegra oír eso.

—Tengo mucho miedo por ella. —Lo dice en voz alta de golpe y

sin mirarme, con la voz todavía más ronca—. No dejo de darle


vueltas al hecho de que van a tener que abrirle la cabeza.

Le acuno el rostro con las manos y dejo un beso suave en su

frente.

—Todo saldrá bien, ya lo verás.


Tras dejar ir un suspiro y un par de minutos de silencio, se

muerde el labio algo pensativo.

No, no es el momento de decir nada sobre nosotros.


Por favor, a su hermana van a tener que abrirle la cabeza, ¿soy

idiota?
—Gracias, Florian. Necesitaba que alguien me lo dijera. ¿Tú

cómo estás?

—¿Yo? Como siempre. Creo que mi pez se ha vuelto un anciano,

esa es la gran novedad.


—¿Cómo va el libro? No me has enseñado todavía ningún

capítulo.

—No sabía si querrías que lo escribiera después de lo que pasó.


«Después de haber roto contigo, cuando me precipité», pienso.

—¡Claro que sí! Eres el único que puede plasmarlo a la

perfección.

—Continuaré, entonces. Cuando tenga algo decente, te lo


mando.

—Como quieras. Siempre es un placer leer a mi escritor favorito.

Da un paso hacia atrás, dirigiéndose a la salida. Sospecho que el


encuentro va a terminar aquí, aunque no quiera, aunque me muera

por comerle la boca. Nerea ha vuelto y sigo loco por ella. Sigo

teniendo en mi estómago esa punzada de emoción al verla, de

quererla abrazar otra vez y repetirle que todo está bien hasta que se
lo crea, quitar ese halo de tristeza de su rostro; que vuelva a reír con

esas carcajadas de hermanastra de cuento que tanto me gustan.


—¿Florian? —dice, girando sobre sus talones y mirándome de

nuevo—. Solo quiero decirte que, aunque no sea justo porque me


porté fatal (y de verdad que lo entendería si tú no quisieras saber

nada de mí), yo... —Hace una pausa y baja los ojos, avergonzada,

antes de continuar con la frase peor hecha de la historia—: Sigo

enamorada de ti, ¿sabes? Que tú a lo mejor ya no, porque estuve


horrible, ya lo sé...

No dejo que siga su farfullo interminable y me abalanzo hacia su

boca.
No creo haber besado nunca con tanta desesperación y ansias,

con tanta intensidad. Lo arrollo todo a mi paso, pego su espalda a la

pared y hundo los dedos en el moño desordenado.


Es ella, siempre será ella. No sabré la respuesta si alguien me

pregunta cómo la encontré. Nos encontramos de forma mutua

cuando ninguno de los dos se buscaba. Y cuando más nos

necesitábamos, nos alejamos.


—Florian...

Susurra mi nombre con la voz ahogada mientras que con la mano

derecha se apoya en mi hombro y con la izquierda frota mi


entrepierna con descaro.
Mentiría si dijera que en este momento pienso en otra cosa que
en calmar la furia y la excitación que tengo. Ha sido culpa suya que

ahora mismo seamos cordiales el uno con el otro, sin más; que

hayamos perdido la oportunidad de querernos y que esa vocecita


interior mía me diga «sí, claro, ella te quiere, pero ¿hasta cuándo le

va a durar?».

Cuelo las manos frías por debajo de la camiseta y del sujetador,


atrapo sus pezones entre los dedos y juego con ellos hasta que

gime en mi boca. Todo lo demás desaparece, estamos ella y yo.

Nada más, nadie más. Ella y yo besándonos y tocándonos sin

pudor.
No sé cuándo pienso que es una buena idea acariciarla por

debajo de las bragas, y no sé cuándo se le ocurre a ella

desabrocharme el botón y la cremallera del pantalón.


Lo siguiente que hago es levantarla por las caderas y penetrarla

de golpe.
Lo hago una y otra vez, sintiendo alivio y ansiedad al mismo
tiempo. Lo hago apretando su labio inferior con los dientes mientras

ella gime y me araña la espalda. Buscamos el placer a golpes


secos, a zarpazos, en el aliento del otro, en nuestra desesperación.
Siento que estoy a punto de explotar y la ayudo con la mano para
que ella también termine.
Las estrellas de todo el jodido firmamento se encuentran en la

portería del edificio. Apenas nos da tiempo a separarnos al escuchar


unos pasos huecos que descienden de alguno de los pisos,
recomponer nuestro aspecto y respirar hondo.

Un vecino cruza en silencio y, sin decir nada, se detiene en los


buzones.
La miro de reojo, despeinada y sonrojada.

Todavía sigue en el limbo.


—Tengo que subir. Luego ya...
—Luego hablamos.

Porque hay mucho de qué hablar.


Me consuela pensar que no es nada que no se haya visto antes;
el dicho de que no debes empezar la casa por el tejado no es en

balde. Sí, quizás nos precipitamos, o yo me precipité, construí un


relato de nuestras vidas y lo confundí con la realidad. Porque aquel

día, cuando estaba mojada, no la besé, ni tampoco tuvimos una


noche de pasión inolvidable en el hotel de Mougins. He querido
alcanzar la perfección al rozar la felicidad haciendo trampas, y he

acabado volviendo a la casilla de salida.


Lo bueno de volver a recorrer el mismo sendero por el que ya has
pasado es que sabes dónde están todas las piedras.
29

HERMANAS
NEREA

Cuando el avión aterrizó y vi que mi madre me esperaba en la


puerta de embarque, me derrumbé.
Estaba igual que siempre, con uno de esos vestidos floreados

que tanto le gustan, las manoletinas azul marino que no se quita ni


en pleno diciembre, el maquillaje un tono más oscuro del que le
tocaría, porque parecer morena los 365 días del año es razón para

hacerlo, y una mirada de preocupación que no sabía que echaba de


menos hasta que la vi.
No hice una escena en mitad del aeropuerto, no es mi estilo, pero

por dentro me estaba muriendo. Había olvidado que mis padres

siempre estaban cuando los necesitaba. Me dio mucha vergüenza


cuando, ya en el coche, mamá me preguntó qué había de nuevo en

mi vida y la respuesta a eso fuera que salía en las revistas e iba a

fiestas donde la gente quería aprovecharse de mi fama. Obviamente


no se lo dije.
A mi madre, que tuvo que luchar con uñas y dientes para que su

empresa fuese un éxito; a ella, que me contó las peripecias de ser


una empresaria joven y mujer en una época más machista que

Torrente, ¿cómo iba a decirle que no había tenido más aspiraciones

que esas?
Volver a mi antiguo cuarto hizo que recordase lo mucho que me

gustaban chorradas como las bolas de agua con cosas dentro, esas

que agitas y parece que esté nevando.


¡Todavía no me he comprado una de París! Hay demasiadas

cosas que todavía no he hecho en la ciudad y otras que desearía no

haber hecho.
El nudo en la garganta que tenía desde hacía días se intensificó,

igual que cuando quieres deshacerlo y empiezas a tirar de los hilos


y a intentar quitarlo, pero lo único que consigues es enredarlo

más. Ponerme el viejo de El Canto del Loco y abrazar a Chipi, el

peluche de ardilla gigante tamaño niño de cinco años que Alicia me

regaló por mi décimo cumpleaños con su paga del mes, hizo que

toda la fama y todo lo demás se volviera irrelevante.

Ahora, , de nuevo en París y justo habiéndome tropezado con


Floria, me doy cuenta que no sabía cuánto le quería hasta que lo

perdí, lo admito. A lo mejor era porque él siempre estaba allí, era


una constante que no imaginaba que pudiera perder. Quiero pensar
que sigue queriéndome, pero hay cosas que no me ha dicho, cosas

que intuyo que le impiden ser él mismo conmigo.

Y las hablaremos, por supuesto, pero no ahora.

Alicia me espera en el salón. Quizás se esté preocupando de que

esté tardando una eternidad en subir el correo que se me ha

olvidado coger.
Es lo que tiene reencontrarte con tu ex y que se os vaya de las

manos la situación.

Tengo la mano en la manilla de la puerta, pero me detengo al

escucharla hablar con alguien. No puedo evitarlo, quizás es

importante y con Alicia nunca se sabe si te lo está diciendo todo u

omite algo.

—Tienes a las doce la visita, ¿no?


Es Clement, el vecino del tercero.

—Sí —responde Alicia.

—Estaré allí.

—No hace falta.

—Estaré allí —repite él, tajante—. ¿Podrías dejar de echarme?

«Bienvenido a bordo», pienso yo. Al menos me doy cuenta de


que lo hace con todo el mundo, que no es nada personal.
—No hago eso, pero no quiero que pierdas tu tiempo.

—No sufras, que no tengo nada mejor que hacer a esa hora.
Parece que está enfadado.

Alicia me dijo que le había hecho daño a propósito. Parece que


no lo han arreglado.
—Clem, tienes que dejar de hacer esto —dice mi hermana a

modo de súplica—. Sé que estás cabreado, pero decídete si me


perdonas o no, porque no puedo vivir angustiada por el miedo a

morirme o a quedarme ciega y por el que tengo de que me trates


con tanto desdén, como si yo fuese una actividad de caridad

impuesta.
Hay un silencio que hasta a mí se me hace eterno. Se dicen
cosas que no escucho, supongo que más cerca, entre susurros,

hasta que vuelven al tono audible para el oído humano.


—No, Ali. Si fuera al revés, si yo fuera el del tumor, ¿me dejarías

por eso? —pregunta Clement un tanto desesperado.


—Si tuvieras tú el tumor, ¿no harías lo mismo que yo?

Mi hermana es muy lista y evita responder haciendo esa


pregunta, no quiere darle la razón.
—Yo sería un jodido egoísta, y si tuviera que morir preferiría

hacerlo siendo tu cara la última cosa que viera.


Ser un espectador en una escena íntima de dos personas ajenas

genera sensaciones de vergüenza al principio por estar escuchando


algo que no me corresponde; de vacío porque genera empatía hacia

ellos para luego darte cuenta de que no es recíproco. Me recuerda a


esa película que vi una noche cualquiera, La vida de los otros, y me

siento identificada con ese espía que escucha cada momento de la


vida de un escritor y su novia, y con el espectáculo que tiene, se
hace preguntas sobre su propia vida, se lo cuestiona todo.

Clement quiere a mi hermana de verdad, esa es la conclusión a


la que llego. Qué ingenua fui creyendo que podría seducirle,

pensando que si Alicia no se hubiese metido en medio yo habría


tenido una oportunidad. En el amor uno no elige ni escoge de quién
se enamora, ocurre sin más. Y sí, estoy de acuerdo en que, si te

alejas lo suficiente antes de que culmine, quizás puedas llegar a


tiempo para detenerlo o para que no llegue a más. Son esos amores

interrumpidos, o más bien concebidos pero no nacidos que se


quedan en el limbo, con los que te descubres un día pensando en

qué habría ocurrido si hubiera llegado a nacer.


Hago el mayor ruido posible al entrar en casa para que me oigan.
Todo está en silencio, exceptuando una música de fondo de los

años setenta, como de gramola. Es el tipo de música que escucha


mi hermana desde que, siendo una adolescente, decidió que las
modas musicales no iban con ella y se labró su estilo, como con la
ropa.

—¡Ya estoy aquí!


Los encuentro a ambos en el salón en una postura más relajada.

Sé que se han besado, estas cosas se intuyen por cómo les


brillan los ojos.
—Me alegro de verte, Nerea. Tu hermana me ha dicho que has

dejado el piso.
Intenta darme conversación, pero yo no la quiero.

A ver, sé que en otro momento querré hacerlo, hablar con el


hombre que mi hermana quiere para darle el visto bueno u odiarle

por los siglos de los siglos, pero ahora no.


—Así es. Me estaba dejando más de la mitad de mi sueldo en el
alquiler, y paso.

—Tengo que irme, ¿nos vemos en otro momento?


Asiento y espero a que salga para mirar a Alicia y enfrentarme a

la sordidez de la situación en la que estamos.


Mi hermana tiene un tumor en el cerebro y no me enteré hasta
ayer por la tarde. Seguía en casa, hacía un par de días que había

hablado con la abuela y no estaba de humor. La conversación con


ella me había dejado un poco triste y enfadada, jamás pensé que
fuera de mentalidad tan estrecha y retrógrada. Puede que lo
sospechara, pero no le presté la debida atención y tampoco me

afectaba directamente hasta ahora. Y de golpe mi padre me llamó


para que viniera al salón. Estaba hablando con Alicia con el manos

libres, tenía que contarnos algo y nos lo soltó: un tumor en el


cerebro. Dijo varias cosas técnicas que podían resumirse en que
tienen que operarla ya, abrirle el cerebro y sacarle esa masa que le

estaba oprimiendo el nervio óptico. Por eso se había dado cuenta,

porque le subía la graduación a una velocidad alarmante y porque


había veces en las que se le nublaba la vista y se quedaba ciega.

La última vez que le había pasado había tenido un pequeño

accidente cruzando un paso de peatones y, al hacerle una

resonancia magnética, se lo detectaron. «Adenoma», se llama.


Suena bien, ¿no? También lo llaman tumor epitelial benigno que,

con el tiempo, pueden volverse malignos.

Por eso tienen que quitárselo cuanto antes.


Así que cogí el primer avión a París, por supuesto.

Mis padres vendrán para la operación. Nunca les había visto tan

perdidos y sin saber qué decir.


He traído todas las cosas del piso. Parecen muchas más de las

que antes había, muchísimas más de las que había traído de


España. No sé dónde voy a colocar todo esto. Espero que, a

diferencia de la primera vez, Alicia me ceda algún espacio en el

salón más que una estantería para poner los libros, una repisa
entera del baño y otras cosas.

Sé que convivir es ceder, negociarlo todo con el otro a cambio de

algo: la compañía, o la no soledad; incluso a veces el no pagar un

alquiler excesivo.
Esta vez es distinto.

Vine a París y me mudé con ella porque no conocía a nadie más

en la ciudad ni tenía contactos o tiempo para buscar un buen


alquiler. Hoy lo hago porque quiero. En el piso de antes estaba bien,

nunca había vivido sola y aprendí algunas cosas. Por ejemplo, que

nunca debes fiarte de creer que has apagado la luz del salón y que
no debes olvidarte de hacer la compra.

Reconozco que, pese a todas esas ventajas, echaba de menos

saludar al llegar o comer con alguien.

—Parece que Clement te quiere de verdad. ¿Qué le hiciste?


—Besé a mi ex para que lo viera y cortara conmigo.

Me da la risa cuando lo escucho.


¿En serio?

—Es grotesco, casi peor que pegar a un abuelo con un calcetín

sucio. ¿Cómo se te ocurrió? Parece de telenovela de mediodía.


Por primera vez, Alicia se deja caer en el sofá y, un tanto

derrotada, aplasta su cara contra el cojín ahogando un grito seco.

—Lo sé, fue penoso. Unos días antes le había dicho que no

quería ni verle. Estaba segura de que lo que sentía por Clement era
real. Los humanos somos extraños a veces, porque André acudió a

la cita aun después de haberle dado mi discurso de «déjame en paz,

ya no siento nada por ti» con la convicción de que había cambiado


de opinión, mientras que Clement estaba convencido de que yo no

le quería.

—Y los dos estaban equivocados; uno al ser demasiado seguro

de sí mismo y el otro demasiado desconfiado. Yo habría sido como


tu ex, lo admito. Tengo demasiada confianza en mí misma y siempre

pienso que valgo más, que soy más.

El impacto del cojín en mi cara me pilla por sorpresa.


¿Alicia acaba de lanzármelo? Por la manera en la que se ríe, así

es.

—¿Eres tonta? Ya nos gustaría a todas tener tu confianza.


—Deberías tenerla, Alicia. ¿Por qué no me dijiste la noche que

dormí aquí lo que te ocurría?


Me siento a su lado, esta vez a sabiendas de que se ha deshecho

de su máscara, que se ha rebelado para ser ella misma en su forma

original.
Sí, Alicia, más delgada y asustada, traga saliva y abre la boca.

—No lo sabía con certeza. Tenía hora en el médico por la

mañana, por eso me fui. Fue entonces que el doctor me explicó los

resultados y que tenía un tumor del tamaño de una bola de ping-


pong.

Lo dice con entereza.

—¿Y lo de ese ex? Que yo sepa, solo tuviste un novio.


Suspira, y por la forma en la que me mira, sé que es un tema

delicado, que le va a costar hablar de eso.

—He tenido muy mala suerte en el amor. Por eso no me creía

que Clement fuera tan bueno, o dejémoslo en decente. Sí, decente,


esa es la palabra. Y yo casi lo arruino porque tengo miedo de

morirme o de quedarme ciega y él se quede a mi lado por pena.

—No creo que se quede por pena. Y no te vas a morir, Ali.


¿Sabes qué he pensado siempre? Que tienes una flor en el culo.

Todo te sale bien, y eso es lo que te va a pasar con esto.


—No la tengo, eso es lo que os he hecho creer, pero no es así —

dice con la voz queda—. ¿Sabes por qué vine a París a estudiar

Diseño? Me habría marchado a cualquier otro sitio, a decir verdad.

—Porque te aceptaron en ese programa de...


—Fue por Pablo. Pablo «el perfecto», como lo llamabas tú.

—¿Qué pasa con Pablo?

—Que también salía con otra. Todos sus amigos lo sabían. En


realidad, sospecho que todo el curso. Cuando me enteré, sentí

mucha vergüenza. Pensé incluso en perdonarle, ¿sabes? Pero no lo

hice porque lo sabían hasta las piedras. Me dolía más que la gente

pensara que había sido algo que yo había hecho, cuando yo no


tenía la culpa de que me hubiera sido infiel. Pero no le sentó bien,

así que les mandó a todos sus amigos una foto mía desnuda. Eso sí

que me dolió mucho, y me dio tanta vergüenza que me marché y no


miré atrás. No se lo dije a nadie porque sentía que me dirían que

había sido mi culpa mandarle esa foto, y contárselo a papá y a

mamá... Cuando vuelvo a casa, siempre lo hago con el corazón en

un puño, pensando en quién habrá visto esa foto. A lo mejor nadie


me habría creído si lo hubiese denunciado.

Me quedo helada al escucharla. Se me forma un nudo en la

garganta, no sé ni qué decir.


Por primera vez siento la necesidad de abrazarla, y eso hago.

—No fue culpa tuya, Ali —le aseguro—. Yo te habría creído.


No tengo con qué probar mi afirmación, pero lo sé. Porque la

quiero, la quiero mucho, a pesar de nuestro distanciamiento y de

todo lo que ha pasado, de nuestras diferencias, de que a veces se

me olvide y de que el rencor me venza. Porque el antónimo del


amor no es el odio, es la indiferencia, y Alicia nunca me ha inspirado

eso.

—No me dolió porque, en realidad, no me enamoré de él, sino de


la visión que tenía de él, de esa quimera de la pareja perfecta que

teníamos que ser, pero que no éramos. Mierda, creo que necesito

una copa.
Estoy abrumada por tanta sinceridad, con los dedos rígidos de

tanto apretarlos.

—Yo también. Por eso no pasabas apenas por casa.

—Siempre tengo esa sensación de inquietud cuando estoy allí.


—Qué capullo. Hace años que no lo veo. A lo mejor ya ni vive en

Tarragona.

—Ojalá. Bueno, eso pertenece al pasado. Quería contártelo para


que entendieras por qué me marché como lo hice. Que sí, que a lo
mejor no lo hice bien, pero fue la manera que me pareció más
acertada en ese momento.

Me muerdo la lengua y no le digo que debería habérnoslo

contado. ¿Qué voy a ganar con eso? Nada. El pasado no puede


cambiarse, pero lo que sí puedo hacer es cambiar el futuro con mis

acciones del presente. No decirle lo que debería haber hecho, sino

que no era culpa suya.


—Lo importante es que te diste cuenta de que Pablo era un

capullo, y sus amigos también. Y que tú no tienes la culpa de que tu

novio, por venganza, enseñe algo privado. ¿Y el otro hombre del

que te enamoraste? Espero que ese no fuera vengativo.


No sé si es el momento de soltar esa broma, me ha parecido muy

bueno para rebajar algo de tensión.

—No, no. André es... o era, porque se ha mudado, el vecino del


segundo segunda.

—¿Ese vecino? Dios, ¿es ese André? —pregunto, estupefacta—.


Creo que tenemos un problema con el género masculino del edificio.
El del primero primera no te parecerá guapo, ¿verdad?

—¿El octogenario que es clavado a Dustin Hoffman? Ni hablar.


—A mí tampoco. Aun así, creo que deberíamos dejar de fijarnos
en los vecinos.
—Creo que ya es un poco tarde para eso. No lo busqué, ocurrió
sin más. No es un ex, y eso sí que no te lo comenté porque sé a la
perfección lo que opinas sobre ese tipo de relaciones.

—¿Sobre acostarte con un hombre casado?


—Lo dejaste muy claro la vez que discutimos.
—¡Porque estábamos hablando de papá y mamá! No es lo

mismo.
Yo sé que soy muy directa en mis opiniones, y a veces no pienso
en que el otro podría discrepar, pero tampoco soy un ogro.

—No quería perder tu admiración. Estaba casado y yo lo sabía.


Pero me enamoré de él, no pude evitarlo.
También me muerdo la lengua y me guardo la opinión de que sí,

puedes enamorarte y también decidir no hacer nada al respecto.


Porque Alicia está soltera y puede hacer lo que le dé la gana. Él no.
Y sí, soy de la opinión de que también ella es un poco responsable,

pero no tanto.
Ay, yo qué sé, ahora mismo ni sé qué pensar.

—¿Cómo fue?
Tras lanzar otro suspiro, me lo cuenta.
—Acababa de perder su trabajo, discutía mucho con su mujer.

Muchas noches salía al rellano a fumar en la ventana que hay en las


escaleras. Nos encontrábamos cuando yo venía de alguna fiesta y
hablábamos. Un día lo invité a entrar; otro, a tomar algo. Así fue
como nos conocimos y como me enamoré de él.

—¿Y qué salió mal?


—Encontró trabajo, dejó de discutir con su mujer. Me dijo que se

había confundido, que no estaba enamorado de mí.


—Entiendo. He hablado un par de veces con él, puedo
comprender que te gustase, tiene un rollo muy cercano y es

atractivo.
—Lo peor fue que seguía encontrándomelo, era inevitable. Eso lo
hizo todo más difícil. Tiene gracia, porque meses más tarde, cuando

yo ya lo había superado, se divorció y dijo que seguía queriéndome.


Vaya, de eso hace solo una semana.
—Es oficial, los terroristas emocionales existen. Creo que eso se

merece un brindis.
Me levanto del sofá y saco una botella de champán. No lo miro
igual después de haberme cogido alguna que otra cogorza. Ahora

sé cuál es mi límite.
—¿Un brindis por qué?

—Por ese descubrimiento. Y el hecho de que me lo hayas


contado todo.
Abro la botella y deslizo el líquido chispeante dentro de un par de
copas.

—Yo también me alegro de habértelo contado.


No espero que las cosas se solucionen mágicamente, pero creo
que a partir de ahora sabré qué es lo que mi hermana está

pensando, por qué actúa como lo hace. Comprenderla hará que no


me enfaden tanto algunas cosas, pese a que otras sí, quién sabe.

Que confíe en mí es importante, mucho.


Brindamos por nosotras y damos un buen trago. Luego me mira
con los ojos vidriosos y me confiesa algo que no me esperaba.

—¿Sabes? No creo que tenga miedo de morirme. Me daría


mucha pena porque estoy empezando a ser feliz, porque estoy
arreglando las cosas contigo. En realidad, tengo miedo a que me

duela mucho, y a perderme cosas.


—Los millennials estamos muy jodidos. Piensa que sobreviviste a
una pandemia mundial en 2020, que te han roto el corazón, que has

vivido en París, que trabajas en Lanvin, tu sueño...


—Trabajaba. Lo dejé. Es una historia muy larga, pero fue para
bien.

—Lo que quiero decirte es que no vas a morirte, Ali. No lo harás


porque hay una promesa que tienes que cumplir.
—¿Qué promesa?

—Cuando tenías doce años y decidiste que serías diseñadora de


moda, me prometiste que diseñarías mi vestido de boda. No, no voy
a casarme en un futuro próximo, ni siquiera sé si voy a hacerlo algún

día, pero si llega a ser el caso, tendrás que hacerlo.


Alicia asiente con los ojos iluminados. Una lágrima silenciosa
resbala por su mejilla.

—Es verdad, es verdad —recuerda.


Es mi hermana, leches, y la quiero.

Siempre voy a hacerlo.


30

DÉJÀ VU
FLORIAN

Nos hemos dado tiempo. Se lo he dado, sé que lo necesitaba.


Tiempo para reflexionar, para cuidar, para hablar. Tiempo para
pensar y para sacar conclusiones de lo pensado.

La frase «el tiempo lo cura todo» me ha parecido siempre una


falacia. No creo que cure nada, en realidad da perspectiva, cambia
los sentimientos, a las personas, las circunstancias.

El tiempo cambia las cosas.


Con eso no quiere decir que mis sentimientos hacia Nerea hayan
cambiado, porque no lo han hecho. Sí que he analizado mis

actitudes y he sacado conclusiones que no me han gustado. La

primera es que no debo guardarme las cosas hasta que es


demasiado tarde. La segunda, que necesito confiar más en mí.

No hay tercera.

Recuerdo que una profesora de inglés nos dijo una vez en clase
que tanto los españoles como los franceses y los italianos
tendíamos siempre a decir las cosas tres veces de manera distinta,

a contar hasta tres, a poner tres ejemplos o a enumerar siempre tres


cosas. Decía que era una obsesión que los ingleses no tenían.

Desde entonces, intento evitar esta «regla de tres» en la medida de

lo posible, porque sí, porque me gusta ser rebelde en esas


chorradas.

Miro el reloj: han pasado cinco minutos desde las ocho. Es la

hora a la que Nerea me ha citado hoy, en la azotea, después del


tiempo que nos hemos dado. Han sido dos semanas de palabras

cruzadas en los pasillos y de preguntas importantes. La más

recurrente ha sido «¿cómo está tu hermana?» después de su


operación.

Con imágenes aleatorias de Nerea en mi cabeza, me doy cuenta


de que el tiempo se me está pasando demasiado lento. Es la hora,

diez minutos de penitencia bastarán. Cierro la puerta del piso y

guardo las llaves dentro del bolsillo de los vaqueros, no llevo nada

más.

¿Qué voy a decirle? Intento ensayarlo, o anticipar la respuesta de

algunas de sus preguntas, pero no soy capaz. Subo las escaleras


como un autómata hasta llegar al tercero, y allí un piso más, hasta la

azotea.
No es un lugar concurrido. De hecho, creo que es la primera vez
que lo piso, y es... fantástico. Se ven todos los tejados de París,

pequeños balcones con vida propia, rincones y espacios íntimos con

alguna mesa, silla o huerto. Una hamaca de pared a pared, unos

geranios rojos...

Nerea, bañada por la luz plateada, se halla de pie frente a una

mesa plegable y dos sillas del mismo estilo. Su cara me ofrece una
expresión abierta, casi dolorosa. vestida con un vaporoso y ancho

vestido de manga corta con flores azul marino y escote en pico que

nunca le había visto antes, muy bohemio. Lleva los labios pintados

de rojo.

Jesús, está muy guapa.

Por un momento que me parece interminable nos quedamos

quietos, en silencio, contemplándonos sin parpadear, como si


tuviéramos miedo de cerrarlos y que la visión del otro no fuera real.

Rompo el silencio con una pregunta, porque no tengo ni idea de

lo que está pensando en ese momento:

—¿Pensabas que no iba a venir?

Ella se encoge de hombros y lleva las manos a los bolsillos del

vestido.
—Era una posibilidad. Dicen que la venganza se sirve en plato

frío.
—Admito que he llegado diez minutos tarde para hacerte sufrir un

poquito, pero no te haría eso.


Me da la sensación de que Nerea respira aliviada y relaja los
hombros.

—Estos días he tenido mucho tiempo para pensar —confiesa en


un susurro, desviando la mirada hacia el infinito.

El cielo se oscurece a cada parpadeo. Parece que va a ser una


noche estrellada.

—¿En qué has pensado?


—En muchas cosas. En ti y en mí. En que no sé si empezamos
con buen pie.

Me pongo a su lado con los brazos cruzados.


Hace un poco de frío, pero parece que Nerea no lo nota.

—Yo creo que sí empezamos bien. Luego nos torcimos.


—Me torcí.

Hago que no con la cabeza.


—Yo también lo hice mal. Podría haber hecho muchas cosas
antes de dejarlo, decir lo que pensaba mucho antes.

—No sé si te habría escuchado.


—Al menos debí intentarlo. Soy un poco inseguro, ¿sabes?

Ella gira la cabeza y sonríe, algo perpleja. Se estará preguntando


a qué viene eso ahora.

—A mí me pasa justo lo contario.


—¿Ya no quieres ser famosa?

—Nunca quise serlo. En el fondo, quería que se me reconocieran


mis logros, y eso condujo a una forma equivocada de obtenerlo.
Quiero que se me alabe por mi trabajo, no por ser la nieta de

Perrault.
—Entonces, todos esos modelos... ¿qué?

—Me dan un poco de pena en el fondo, ¿sabes? Sentí pena de


mí misma cuando me di cuenta de que mi valor se había reducido a
eso, igual que lo sentí por mi hermana cuando me confesó que el

ochenta por ciento de los hombres se le acercaban exclusivamente


por su físico, porque querían acostarse con ella.

—Entonces, ¿no me quieres por mi físico?


—Mm... No, la verdad es que no.

—No sé si tomármelo bien o mal.


—Créeme, es un cumplido. Yo te quiero por haber sido mi amigo,
por tu paciencia, por haber sido tú mismo en todo momento.
Parece haberse quedado petrificada mirándome fijamente, como
la vez aquella en la que me confesó cómo se sentía con su
hermana, vulnerable y cándida.

Como burbujas de champán, un cosquilleo de emoción me sube


por el cuerpo.

—Yo no sé por qué te quiero, Nerea, pero lo hago. ¿Me has


preparado la cena?
Quiero restarle tensión a este momento, es demasiado

abrumador.
Ella me coge la mano derecha y lleva la palma a sus labios,

dejando un beso lento.


—Algo así. Son espaguetis con salsa de tomate y queso. Soy una

mala cocinera. ¿Quieres probarlos?


Asiento y nos sentamos a dar comienzo a esta cita improvisada
que no me esperaba tener. Y entonces hablamos de ella: me cuenta

que sus padres la quieren mucho, pero que siempre se ha sentido


de menos, como si su carrera o su trabajo no fueran «de verdad», y

desplazada por el éxito de su hermana, aunque la quisiera mucho,


aunque la admirara. Aunque siempre hubiera querido ser como ella,
llegó un momento en el que fue ella misma y quiso brillar con luz

propia, y no la dejaron. Que le da igual ya, que se ha dado cuenta


de que esa admiración profesional le va a llegar cuando se la
merezca de verdad, porque descubrir esas cartas, confiesa, fue más
suerte que otra cosa; que mirar a la muerte a los ojos por lo de su

hermana le ha hecho recordar lo que de verdad valora, y que una de


las cosas en las que más había pensado era yo.

Y yo me sinceré también, aunque doliera. Le dije que me dio


tantísima rabia que me dejase plantado por cualquier otro que no
pude soportarlo. Que me dolía ver que yo le era indiferente, y que

no soportaba pensar que, tarde o temprano, me dejaría. Intuía que

lo haría a la larga, y que por eso lo hice yo antes.


—¿Recuerdas cuando te propuse que fuéramos a Mougins? No

quería ir sola, odio viajar sola. Me dije a mí misma que te lo había

dicho por esa razón, pero en realidad, en el fondo, me di cuenta de

que quería que me acompañases tú. También quería vivir esa fama
contigo, no te creas, pero no lo hiciste, me apartaste. No intentaba

dejarte, quería demostrarme que podía hacerlo sin ti, yo sola.

Siempre he intentado ser autosuficiente en casi todo porque cuando


necesitaba a mi hermana, ella nunca estaba.

—Entiendo.

Nos abrimos en canal, y una vez desnudos en alma, nos


observamos.
Ya terminada la cena, nos arropamos con una manta, y allí

tumbados, miramos al cielo cogidos de la mano.


—¿Flo?

—Dime, chérie.

No me dice nada, o lo dice todo cuando alarga el cuello y apoya


sus labios en los míos y me besa con ternura. Es un beso sincero,

con los que sientes que se te encoge el corazón y sabes que vas a

recordar el resto de tus días.

Yo también la beso con la emoción de haberla encontrado otra


vez.

—¿Qué pasará ahora?

—¿A qué te refieres?


—A nosotros. Contigo y conmigo. Quiero poder volver a ser cómo

éramos, ¿sabes? Y ahora mismo no puedo, porque me siento

culpable por lo que pasó y creo que no podría negarte nada.


—¿Nada de nada? Puede que me aproveche un poco de lo que

acabas de decir. Volveremos a ser Florian y Nerea, tarde o

temprano. Y volveremos a discutir, que no te quepa duda. Y a

reconciliarnos.
—Espero no volver a hacer de Bonnie and Clyde.

Lo dice escondiendo la frente en el hueco de mi hombro.


—Yo también lo espero. Y que me presentes a tu madre. ¿Le has

hablado de mí?

—Sí. Le he dicho que hay un chico que me gusta.


—¿Y qué ha dicho?

—Te ha invitado a casa a cenar. Así es mi madre. Ya le he dicho

que eso es muy improbable.

—Por supuesto que iré. ¿Sabes lo difícil que va a ser caerle bien
a tu madre después de que conozca al yerno perfecto?

—No sé de quién estás hablando.

—Estoy hablando de Clement, el Doctor Amor, el novio de tu


hermana. Va a ser muy difícil competir con un tipo que es médico,

que está coladísimo por tu hermana y que se ha quedado con ella a

pesar del tumor cerebral.

Nerea se echa a reír y yo me muero un poco de amor.


—Que sepas que ya conocieron a Clement cuando vinieron por lo

de la operación de mi hermana, y mi padre le ha echado la cruz. Es

un poco... ¿cómo lo diría? Protector con mi hermana. A su primer


novio le prohibió pisar nuestra casa, pese a que Pablo era un

encanto. Bueno, lo parecía. Es una historia muy larga. La cuestión

es que Alicia es la niña de papá y él siempre va a odiar a todos sus


novios, sean quienes sean, mientras que con los míos es otra

historia.
—¿Va a ser más tolerante? ¿Me estás diciendo que voy a tener la

simpatía de tu padre?

—Ajá.
—Eso es bueno.

—¿Y qué me dices de tus padres? Porque tu madre me ha visto

con mi peor pijama.

—Por ellos no te preocupes. Mamá está deseando conocerte y a


mi padre le da bastante igual.

Por encima de nuestras cabezas, las estrellas brillan como nunca

antes las había visto resplandecer. De repente, ella alza la vista y


me mira con dulzura, con esos ojos almendrados ligeramente

oscuros con motas de color miel que preceden las más dulces y

fieras fantasías.

—Gracias por haber venido, por darnos otra oportunidad.


—No podía dejar escapar a la bisnieta de mi escritor favorito —

susurro en su oído.

—¿Así que solo me quieres por eso? —gime en señal de


protesta.
—Ojalá, pero ya te quería antes de saberlo, así que no cuela.

¿Sabes? En alguna comedia romántica decían que en realidad

quieres «a pesar de», así que yo te quiero a pesar de haber

atentado contra mi vida dos veces.


—Eres un exagerado —me interrumpe, pero yo le tapo la boca

con la mano.

—No me interrumpas. Decía que te quiero a pesar de que hayas


intentado inundar mi piso, de que no te guste mi coche y de que me

dejaras plantado en nuestra primera cita.

—Es una anécdota que vas a contarles a todos en un futuro,

¿verdad?
—Por supuesto, es de lo más original. ¿Qué clase de relación

sobrevive a eso?

—Te encanta porque yo quedo como la chica mala y tú como el


chico bueno.

—Soy el chico bueno. Tú siempre has sido la mala, y me encanta

—le digo, y le doy un beso en la mejilla—. Te quiero, lo sabes, ¿no?

—Lo sé, a pesar de tu lista.


—¿Tú me quieres?

—Ya te lo he dicho, con porqué incluido.


—Vuélvelo a decir —le ruego—. Con el tono adecuado, como si

estuvieras en ese libro que escribí y lo sintieras de todo corazón.


La reto con una mueca simpática, aunque ella me mire mal a

propósito. Sin embargo, lleva la boca al lado de mi oído y siento su

aliento cálido.

—Te quiero.
31

RUTINAS
NEREA

Cuando fui al cine a ver Revolutionary road, película que


protagonizan DiCaprio y Winslet, recuerdo que me impactó. Produjo
una gran inquietud en mí, y nada más averiguar que estaba basada

en un libro, me lo leí.
No fue porque me pareciese curiosa la historia de cómo dos
personas podían llegar a destruirse aun queriéndose como se

supone que lo hacían, porque el feeling que tienen los actores no es


para echar cohetes, más bien lo contrario, cosa que no me pareció
mal. Más que sobre un matrimonio que se quiere —parecen dos

viejos mejores amigos, cosa que no dista mucho de lo que debería

ser un matrimonio a la larga, faltándole, por supuesto, el deseo—, el


argumento va del fiel retrato de la mujer en los años cincuenta.

Acaba volviéndose, seguramente sin querer, en un libro y película

feminista. Leí otros libros del autor, y en todos ellos refleja a una o
varias mujeres que no son perfectas, que tienen grandes defectos.

No describe heroínas, sino mujeres reales de carne y hueso.


Yo, a diferencia del autor Richard Yates, no creo que la vida de

esas mujeres sea una decepción o la crónica de un fracaso

anunciado, quizás porque ya no estamos en los años cincuenta o


porque todavía soy joven y la vida no me ha decepcionado tantísimo

como debió pasarle a él, pero comparto la visión de esa

imperfección no solo en las mujeres, sino en todos los seres


humanos. Creo que esa imperfección se les perdona a los hombres,

no solo en la literatura y en el cine, sino también en la vida real. Y

eso sigue pasando ahora y pasaba también en los años cincuenta.


Creo que si en el libro de Florian, el de La chica del tercero se

hubiese descrito cómo ella se olvidaba de su cita y lo dejaba un


poco de lado como hice en su momento, le habrían llovido las

críticas de cuán crueles podemos ser las mujeres, ensalzándolo

como san Florian, mártir por perdonarme.

¿Hubieran dicho lo mismo si la situación hubiese sido a la

inversa? ¿Si hubiera sido él quien me hubiera dejado plantada y yo

lo hubiera perdonado, habría molestado tanto a la gente?


Yo creo que no. De hecho, en la mayoría de los libros de

romance, quien mete la pata es él. Quien la caga y vuelve con el


rabo entre las piernas es él. En la vida real, las cosas son un poco
más complejas, y es que aunque haya cosas que sí, que pasan de

forma parecida a las comedias románticas, otras cosas solo se dan

en la vida real porque el público no está preparado para lidiar con

ellas. No dejamos que lo esté con nuestra crítica feroz e invasiva.

—¿Qué estás escribiendo?

La voz de mi hermana hace que levante la barbilla para mirar en


su dirección.

Tiene los ojos brillantes pero intranquilos, con una inseguridad

que me agujerea de arriba abajo porque jamás la había visto de esta

forma, descosida cual muñeca de trapo. Su aparente tranquilidad

ante su destino contrasta con un interior tormentoso que, si se

transformara en algo real, se convertiría en la tormenta perfecta.

Así he aprendido que es Alicia: fachada perfecta y en calma que


acaba transformándose en borrasca.

—Una reflexión. ¿Cómo te encuentras?

Lleva la cabeza cubierta con un pañuelo de flores naranjas. Le

sienta muy bien, como también el nuevo rapado que lleva.

Antes de la operación tuvieron que pasarle la maquinilla por toda

la cabeza. No le dejaron ni un pelo. Me dolió hasta a mí ver cómo su


cascada rubia caía al suelo mientras ella no emitía ningún sonido. Al
cabo de varios minutos, vi una lágrima silenciosa resbalarle por la

mejilla derecha que enseguida se enjuagó.


A las mujeres que son muy guapas, como Natalie Portman o Kate

Hudson, les queda todo bien, hasta no tener pelo, y Alicia es una de
las que pertenecen a ese pequeño círculo privilegiado.
—Bien. No me acostumbro a esto.

Con «esto» se refiere a la cicatriz de medio palmo que tiene en el


cráneo, y supongo que también a la hinchazón sutil de su cara,

propia de los postoperatorios.


Me levanto del sofá, dejando el trozo de papel sobre la mesilla, y

me acerco a ella.
—Normal, han pasado siete días. Solo siete días. El médico dijo
que esperases dos semanas.

—Ya, pero... Jolines.


—Ni peros ni peras, que te han quitado una pelota de ping-pong

del cerebro, no esperes volver a la normalidad en un abrir y cerrar


de ojos. Todas las parturientas quieren estar geniales horas después

de parir, pero solo el cero coma uno por ciento lo está, entre ellas
Pilar Rubio o Kate Middleton.
—Al menos no ha salido un ser de tres kilos de mi vagina. Eso

suena incluso peor que te saquen una pelota de ping-pong de la


cabeza, ¿verdad?

—Eh..., no estoy muy segura. Creo que el cuerpo se prepara para


expulsar al bebé, lo tuyo fue una intrusión con corte cerebral

incluido.
—¿Y los que nacen con cesárea?

—Ahí puede que tengas razón. ¿Ves? Si las pobres madres no


se quejan y dejan que el padre del bebé entre después del parto, tú
podrías hacer lo mismo.

Sí, porque mi queridísima hermana, en cuanto se vio en el


espejo, entró en pánico interior, y desde entonces está evitando al

pobre Clement.
Ella pone los ojos en blanco y dice que no, enfurruñándose.
—No es lo mismo. Las parturientas conservan el pelo y tienen

ese subidón de tener a su hijo en brazos, no les importa estar


sudadas, meadas y sin maquillar. A mi pelota la llevaron al

laboratorio y la analizaron para ver si era cancerígena y no siento


ningún tipo de apego por ella.

No tendría que haber usado la analogía de las embarazadas, lo


sé, pero ha sido lo primero que me ha venido a la cabeza.
—No lo sabes, pero eso no es lo importante. ¿No querías que los

hombres te quisieran por tu interior y no solo por tu físico? Pues


aquí lo tienes, la oportunidad de tu vida.
No parece convencida. Es más: se dirige al sofá y abraza el cojín
como cada vez que tenemos una conversación difícil, que han sido

varias desde que volví a París.


—A lo mejor no quiero comprobarlo.

Yo apoyo mi culo sobre el reposacabezas mientras me rebano los


sesos sobre cómo convencerla de que no está tan mal, de que
Clement está hasta las trancas y ve en ella más que una cara

bonita, porque yo estuve allí, en esa sala de hospital, y vi cómo


daba vueltas durante las dos horas que duró la operación. Vi su

profunda preocupación, vi el alivio en sus ojos cuando el médico


entró y nos dijo que todo había ido bien. También vi la resignación

ante todos los desplantes de mi padre.


—Dentro de poco vas a estar como siempre, Ali, y entonces vas a
arrepentirte. Siempre te quedarás con la duda de si él no te habría

mirado igual o si te habría rechazado, cuando es probable que no lo


haga. Yo lo entiendo, tienes miedo y es normal, porque le quieres y

sería un golpe muy duro emocionalmente, pero deberías darle una


oportunidad, ¿no crees?
Alicia musita un débil «sí». Es suficiente para que yo saque el

móvil del bolsillo y le escriba a Clement para que llame a la puerta.


Para mi asombro, tarda menos de un minuto.
—No estoy lista —confiesa con cara de pánico—. Nerea, ni
siquiera me he maquillado.

—Estás perfecta. Vamos, abriré la puerta y saldré. No va a entrar


hasta que le des permiso.

Me dirijo hasta la puerta, la abro y salgo del apartamento. Allí


está Clement, algo agazapado y dubitativo. Intento reconfortarle con
la mirada, sonriéndole.

—Creo que esta vez va a dejarte entrar —le aseguro.

Cruzo los dedos mentalmente para que Alicia, de una vez por
todas, confíe en alguien, porque de eso se trata, de confiar. Ese es

su gran problema.

—Gracias, Nerea.

Bajo un par de peldaños y me detengo para ver si esta vez lo


logra. Aguanto la respiración un par de segundos, hasta que veo

que Clement empuja la puerta y se adentra, y yo respiro tranquila.

Ni mi hermana ni yo seríamos personajes para las comedias


románticas, porque ambas somos demasiado humanas. Nos

parecemos más a esas hermanas Grimes de las que escribió Yates

que a cualquier otra protagonista de cualquier otro cuento, salvo en


algo fundamental.
«Ninguna de las hermanas Grimes estaba destinada a ser feliz».

Es la primera frase de la novela. Es esa crónica de una infelicidad


ya anunciada que detalla los trazos de sus vidas desde la infancia

hasta la vejez. Y sí, son personajes creados de forma magistral,

pero yo creo que en las vidas mundanas de cualquiera, la gente


puede ser feliz. Porque la felicidad no es un estado permanente,

sino pequeños momentos de alegría, minutos o segundos en los

que sonríes de manera genuina y piensas: «Qué bien lo estoy

pasando», o «he disfrutado muchísimo con esto».


Y al final uno cierra los ojos en la vejez y determina que esos

momentos han sido más cualitativos que los malos. Puede decir que

ha tenido una vida feliz. Aunque no sea verdad, puede pensarlo


igualmente si esos momentos han valido la pena.

—¿Tienes algo que hacer ahora?

Me doy cuenta de que estoy embobada en medio de la escalera,


pensando en cosas trascendentales. Miro hacia Florian, que está en

su rellano, observándome con los brazos cruzados. Me sorprendo

pensando en lo guapo que está y en cómo demonios no me di

cuenta antes de que tenía un pelo castaño oscuro, ondulado y


precioso, y de sus ojazos.

Es algo con lo que voy a martirizarme durante mucho tiempo.


—Es sábado, sabes que no. Mi hermana acaba de dejar entrar a

Clement.

Bajo las escaleras que quedan y voy a su encuentro.


Todavía me tiemblan un poco las rodillas ante su presencia, lo

admito. Fue aterrizar de nuevo en París y que todo me recordase a

él. Cuando me tropecé con él en la entrada igual que cuando nos

conocimos fue como si de verdad las casualidades fueran cosa del


destino. No, no sería nunca la protagonista de una película, quizás

por eso mi favorita de todas es Notting Hill. Ambos son dispares, sí,

ella es una actriz mundialmente conocida, cosa que da poco margen


para que eso pase en la realidad, y sí, ella mete la pata —¿quién no

conoce el mítico discurso de «solo soy una chica delante de un

chico pidiendo que la quiera»?—, pero como en toda película de

romance que se precie, él termina yendo en su búsqueda en una


carrera digna de mención.

En mi caso fui yo quien, hace menos de doce horas, tuvo el

primer gesto romántico de su vida. Me lie la manta la cabeza y


preparé un intento de cena romántica en el tejado del edificio. Creo

que salió bien, Florian no es rencoroso y parece que hemos vuelto a

lo que éramos antes de que la fama se me subiera a la cabeza. No

es que me preocupe lo que seamos, porque, al fin y al cabo, él y yo


siempre hemos sido mucho más de lo que confesábamos, incluso a

nosotros mismos.
Me acerco a él y me pongo de puntillas para alcanzar sus labios.

Es un beso corto, casto, pero las mariposas en el estómago aletean

enseguida. Supongo que son las desventajas de estar enamorado,


sentir terror cuando sabes que estás perdiendo a la otra persona, o

que te tiemblen las piernas cuando te sonríe, o que el estómago se

revuelva cuando le besas. Parecen síntomas dignos de una

enfermedad, y no por nada así lo han definido infinidad de filósofos,


autores y sabios a lo largo de los siglos.

Él me quita la goma de pelo que sujetaba una trenza mal hecha y

me la coloca alrededor de la muñeca.


—Me alegro por ellos. Vamos, quiero enseñarte un sitio de la

ciudad que me encanta, pero vas a tener que desmelenarte un

poco.

—¿Adónde me llevas?
Me coge de la mano y entrelaza sus dedos con los míos mientras

bajamos las escaleras.

Qué sensación más tonta de felicidad. Este sería uno de esos


momentos a recordar cuando fuese vieja y estuviera a punto de

morirme.
—A mi segundo lugar favorito de la ciudad.

—¿Después de Montmartre?

—Exacto.

Hay muchas cosas de París que todavía no conozco, pero sé que


poco a poco iré haciéndolo. Recuerdo que la primera cosa que

busqué al aterrizar en el aeropuerto fue Charles de Gaulle, quien le

da nombre. Me quedé impresionada por la cantidad de cosas que


había hecho ese hombre, desde sus peripecias en la Primera

Guerra Mundial hasta un destacado general en la Segunda,

llegando a convertirse en el presidente del gobierno provisional de la

República en la Francia liberada y, posteriormente, llegando a serlo


de nuevo, dejando una estela política en el país que todavía sigue.

De hecho, fue contemporáneo de Perrault.

Si hay algo que todavía me pregunto es por qué demonios


Eugenia no dejó a su marido. No habría sido la primera en hacerlo:

multitud de artistas vivían con mujeres casadas y viceversa. Podría

haber vivido en Francia con él y su hija, la moral en este país

siempre ha sido mucho más relajada que en otros lugares. Sí, soy
consciente de que era otra época y que las cosas no eran tan

fáciles, pero también lo soy de que a Eugenia, por lo que he leído de


ella, de sus cartas y de su diario, las convenciones sociales se la

traían al pairo.
—¿En qué estás pensando? Espero una respuesta a la altura tipo

«en ti».

Me río con su ocurrencia cuando entramos en el metro.

—En realidad, me preguntaba por qué mi bisabuela no se fugó


con Perrault.

Las puertas se cierran y el metro se mueve a gran velocidad. Hay

bastantes personas, así que permanecemos de pie, muy cerca,


cogidos de una de las barras.

—Tengo una teoría. He estado investigando mucho, ya sabes,

para el libro.
—Cuéntamela —incido, ávida por saberla.

—Tu bisabuela era hija única, y su padre, en vez de dejarle la

propiedad de la empresa a ella, se la dejó a su marido. Esto quiere

decir que él podía dejarla sin nada, tanto a ella como a tu abuela,
incluso negar su paternidad, y si eso sucedía, tu abuela habría

estado bastante jodida.

—Ser un hijo ilegítimo no estaba bien visto, y menos siendo una


mujer.
—Así que mi teoría es que lo hizo por su hija, aunque puedo
equivocarme.

—¿Crees que si se lo digo a mi abuela, va a cambiar su opinión

sobre ella? Dejaría de ser esa Jezabel egoísta.


—A esas alturas... quién sabe. Posiblemente lo insinúe en el

libro, a menos que encuentre pruebas que lo refuten, claro. Es

ficción, al fin y al cabo.


Si algo he aprendido es que a veces la realidad supera la ficción.

Un hombre en el metro con una guitarra canta una canción que

me es conocida.

Avec ma gueule de métèque,

de juif errant, de pâtre grec

et mes cheveux aux cuatre vents...[3]

Era de un que mi madre nos ponía en los viajes en coche.


—Georges Moustaki. ¿Sabes lo que es un métèque?
—La verdad es que no. A mi madre le encantan sus canciones,

nos las ponía en el coche de pequeñas, aunque no las


entendiéramos.
—Viene de una palabra griega, eran los extranjeros que se
establecían en Atenas. Se define él mismo como uno de ellos al
haber sido un extranjero en París. ¿Sabes que nació en la ciudad de

Alejandría, de una familia greco-judía?


Digo que no y sigo escuchando la canción mezclada con el
murmullo de la gente y el olor del gofre que un niño se está

zampando.

...avec mon âne qui n’a plus

la moindre chance de salut

pour éviter le purgatoire[4]


32

EL PRIMER DÍA DEL RESTO DE MI


VIDA
FLORIAN

Le paso el brazo alrededor de la cintura y la aprieto contra mí. Su


pelo huele a cítricos y a café. Alza la vista y me mira, clavándoseme

muy hondo sus pupilas.


—Florian... —susurra cerca de mi oído.
Estamos en medio de un vagón abarrotado, y parece que

estemos solo ella y yo, en una isla. Nuestro espacio particular,


íntimo.

—Dime.
Nerea es real como la vida misma. Es una métèque en París,

pero yo no lo siento de esta forma. Me parece que siempre ha


estado aquí, porque ya no puedo imaginarme París sin ella.

—¿Me das un beso?

Lo pide como lo haría una niña con un caramelo. Yo se lo doy en


la mejilla, no a modo de castigo, sino porque quiero reservármelo
para más adelante, en esa escena que tengo en mi cabeza. Será de

formación profesional, pero como autor tengo algo en mente que


quiero realizar.

—Los besos no se piden, chérie.

Llegamos a nuestra parada, Hôtel de Ville. La guio hacia la salida


mientras farfulla cosas sobre besos robados y no deseados.

En cuanto tenemos el ayuntamiento delante y el Sena a la

derecha, le planto un beso.


Si nunca has besado a alguien con los ojos cerrados no sabes lo

que es sentir la magia del momento. Deshilacho un mechón de su

cabello suave y hago que mire a nuestro alrededor.


—Mi abuela me traía los domingos aquí y me compraba un libro

de viejo, de las paradas que hay al lado del río. Siempre había
juegos para niños en esa plaza.

—Parece que tu abuela era adorable.

—Sí, lo era. Cada martes iba a la peluquería del barrio, los jueves

tenía partida de mus con las amigas y los domingos íbamos a su

casa a comer.

Bajamos por la rue de Rivoli hasta Vieille du Temple.


Admito que esta zona también me gusta muchísimo.

—Hay algo que quería preguntarte desde hace tiempo.


—¿El qué?
—En tu libro, dices que el protagonista, ergo, tú, lucha contra su

atracción hacia... Vaya, hacia mí, porque no es lo que él quiere. ¿A

qué te referías con eso?

Me rio al recordar aquellos tiempos en los que me decía que no

era posible que me gustase Nerea porque no era lo que yo

esperaba.
—Igual que tú tenías pensado tener un affaire con un francés

cualquiera y escogiste a Clement, yo tenía mi propia idea.

—No me lo recuerdes, ahora me parece surrealista. Ni siquiera

me parece tan atractivo.

—¿Tan atractivo?

—Sí. ¿Qué? Tú mismo dijiste que era perfecto, hay que admitir

que es guapo. Tu hermana también me parece una diosa y no me


acostaría con ella.

—Por eso le caes tan bien, ahora todo cobra sentido.

—Le caigo bien porque soy estupenda —me regaña—. Anda,

termina lo que estabas diciendo antes de que te interrumpiera.

—Decía que yo también tenía un ideal de la mujer que quería, y

tú no encajabas en él —resumo.
—¿Y qué ideal era ese? Deja que lo adivine; una chica parisina.
—Touché.

—Morena, dijiste que las rubias no te iban.


—No dije tal cosa, o puede que sí —admito—. En el fondo eso

me da igual. Ah, lo dije porque tu hermana no era mi tipo.


—Así que me mentiste.
—No, no es mi tipo. Pero tiene más que ver con su personalidad.

Siempre me han atraído más los papeles de Meg Ryan que los de
Kate Hudson, y ambas son rubias.

Suelta una carcajada al escucharme.


—Me encanta French Kiss, estuve durante un tiempo intentando

hacer eso de poner morritos a la francesa, pero no funcionó.


Tenemos que volver a ponerla.
—¿Ves? Eres como Meg, o, al menos, como los personajes que

interpreta Meg, o la gran mayoría de ellos. Vamos, tenemos mesa


en aquel restaurante. —Señalo el edificio cuya fachada principal

tiene por un lado hasta cuatro pisos, pero cuando doblas la esquina,
la parte trasera solo tiene dos. Está cubierto de enredaderas verdes

con toldos rojos.


Chez Marianne.
—Me encanta el sitio.
—El barrio de Le Marais se ha puesto bastante de moda en estos

últimos años, han abierto muchos restaurantes y tiendas nuevos. Es


el antiguo barrio judío de la ciudad. Luego podemos volver a casa y

ver French Kiss.


—Sí, o también puedes deleitarte con la ropa interior que llevo

hoy.
Trago saliva con dificultad al imaginarme a Nerea desnuda con el
tanga negro puesto.

Porque se refiere a él, ¿verdad?


—¿En serio lo llevas?

Con cierto disimulo, rodea su cintura con el brazo y no puedo


evitar colar un par de dedos por debajo del tejano para palpar la tira
elástica.

—No me estoy marcando ningún farol.


Lo menciona con la misma expresión que dice un simple «buenos

días».
—Qué mala eres.

Mientras nos sentamos en una mesa del segundo piso, cerca de


la ventana, y degustamos un assiete norvégienne y una bière
blonde, debatimos si la mejor serie de todos los tiempos ha sido
Friends o Los Soprano, y propone la loca idea de emparejar a mi
hermana con el profesor de Literatura Rusa.
—¿El que dejamos plantado aquel día?

—El mismo. Le pedí disculpas y dijo que lo entendía


perfectamente, que era una pelea de enamorados. Ha resultado ser

un compañero agradable.
—No es una buena idea. Mi hermana está en esa fase de «odio a
todo el mundo». Comprensible, por otro lado.

—Me contó lo de su exmarido. ¿Por qué los tíos a veces sois tan
gilipollas?

Trago un poco de cerveza para que se me haga más ameno.


—Ni idea, pero es falso que los hombres seamos más infieles

que las mujeres. Otra cosa es que vosotras seáis más discretas.
—Vaya, que lo hacemos mejor —resuelve de forma triunfal—. Si
alguna vez tienes la tentación de engañarme, dímelo, pero no lo

hagas. Creo que, si lo hicieras, jamás te perdonaría.


—¿Y me perdonarías haberlo deseado?

—No lo sé, puede que no, o a lo mejor sí. Depende de cuál sea el
problema. Si algo he aprendido de Alicia es no juzgar demasiado
rápido las acciones de los demás. Lo que no soportaría nunca es

que traicionaras mi confianza.


—Tú tampoco lo hagas.
—Y también me gustaría que pudieras decirme si alguna vez se
me va la pinza.

—¿Y se te vuelve a subir la fama a la cabeza? Descuida, lo haré.


Tú tampoco traiciones mi confianza, ¿pacto? —propongo,

levantando el dedo meñique.


—Pacto —responde, entrelazándolo con el suyo.
Tardamos todavía dos horas en llegar hasta mi piso. Se

entretiene en cada tienda, en cada rincón bonito, hasta que desisto

y dejo que me lleve por las callejuelas del barrio.


Terminamos volviendo a pie.

Recorro con la mirada cada rincón de su rostro antes de abrir la

puerta con la llave. Tiene los hombros relajados, pero su respiración

se ha vuelto pesada, y la mía también, expectante al saber qué es lo


que sucederá. Saca las manos de los bolsillos de los pantalones y

las coloca detrás de la nuca.

Yo tampoco sé qué hacer con ellas. Quiero tocarla, sí, sentirla.


Saber que ella está aquí, a mi lado, que va a estarlo.

Respiro hondo y me acerco más después de cerrar la puerta.

—No sabes cuánto te he...


No me da tiempo a terminar la frase, porque Nerea se pone de

puntillas y me besa. Suave, lenta, exquisita; su boca recorre la mía,


su lengua raspa y se entrelaza hasta que enloquezco solo puedo

escuchar los latidos de mi corazón que va al galope.

—Los besos no se piden —susurra ella.


Da un lametazo a mi cuello que hace que el vello se me erice. Va

a matarme, esta mujer quiere matarme. Antes el sexo era solo sexo,

ahora es algo más. No puedo definirlo más allá del indescriptible

placer que siento cuando la toco, cuando me envuelve en su


interior.

Nos desnudamos con urgencia. A cada beso que dejo en su piel,

aspiro su aroma embriagador. Me quedo sin aliento al verla, esta


vez sí, solo con el tanga.

—Deberíamos hacerle un monumento.

Pero esta vez no dejo que la impaciencia me gane y la llevo hasta


mi dormitorio.

—Te parecerá ridículo, pero creo que nunca me había sentido tan

desnuda o tan expuesta delante de alguien —dice en voz muy baja.

Le acaricio el mentón y asiento; sé a lo que se refiere. Ella y yo


no solo nos desnudamos en cuerpo, sino también en alma. Ayer
bajo las estrellas quizás no hicimos el amor, pero nos amamos como

nunca.

—Yo me siento igual.


Al tumbarnos sobre la cama, terminamos de quitarnos la poca

ropa que nos queda y nos besamos frenéticos. Pierdo la cabeza, la

razón, y el pulso no porque estoy demasiado vivo. Sí, así me siento,

despertando de un letargo ausente y desabrido cuando ella está


conmigo.

Le hago el amor lenta y profundamente, llegando hasta el fondo.

Nunca había estado tan desesperado por poseer a alguien. Nadie


nunca me había poseído de esta forma. Nos miramos a los ojos

mientras la siento muy dentro y nos convertimos en uno. Tiemblo

cuando el orgasmo me sacude y escucho sus gemidos con mi

nombre.
Florian. Mi nombre antes era vulgar. En sus labios se convierte en

divino.

Tumbados, exhaustos, abrazados y sudorosos, sin hablar,


seguimos con las manos entrelazadas.

Hoy es un bonito día para que empiece el resto de mi vida.


EPÍLOGO

NEREA

Hay cosas que nunca cambian. Es lo que pienso cuando escucho


a Tim y a Florian despotricar sobre la poca atención que tiene el
cáterin y las escandalosas cifras por las que se venden los cuadros.

Es una soleada tarde de marzo en Montmartre: llevo todavía el


abrigo puesto, pero me he quitado la bufanda.
El traje pantalón blanco y los tacones negros están quizás algo

fuera de lugar en la galería, nadie va tan elegante. Aun así, nadie


nos mira raro. Es algo que me gusta de París, que nadie nunca dirá

nada si vas demasiado elegante.

No se lo voy a decir a Florian, que luego me sermonea.


—¿Puedes creerte que no vino a la presentación del libro? No sé

qué estamos haciendo aquí —dice Florian mientras su amigo bebe


un sorbo de la copa de champán y asiente.

—Si es que no tendríamos que haber venido —secunda él.


Yo me limito a observar a mi alrededor la fauna parisina que no

sabía que echaba de menos: a los que fingen saber mucho de arte,
a los que están por el postureo, a los que entienden mucho pero

todos ignoran, a los medio famosos...

—Si quieres, nos vamos, Nerea —escucho que me pregunta


directamente.

Parpadeo un par de veces y digo que no hace falta.

—Todavía tenemos tiempo —señalo, mirando el reloj.


Podría haberme perdido todo esto. Haberme rendido, no haber

preparado los espaguetis aquella tarde de domingo con salsa de

tomate del Carrefour ni haberme sincerado sobre mis pensamientos


más íntimos. Quizás estaría viviendo todavía cerca de la place

Dalida, en ese piso magnífico pero solitario, y mi vida sería una


sucesión de fiestas interminables, de hombres que no me llenan, de

champán a deshoras. Vuelvo a parpadear, volviendo de nuevo a la

realidad, dejando volar esa vida que estaba imaginando paralela,

para vivir la mía, la real.

—No sé si te he dicho lo preciosa que estás.

Siento la tibieza de su aliento sobre mi piel y me estremezco.


—No, no me lo habías dicho. Tú tampoco estás mal.
Está elegante con el traje azul marino muy oscuro, casi negro, y
la pajarita burdeos.

Hace meses que le convencí de que usase otro tipo de gafas, de

pasta y con lentes más modernas. Lo de los pantalones de pana

sigo sin poder remediarlo, pero como ya lleva camisas de su talla, el

resultado no es tan terrible. Está inmerso en un proyecto nuevo,

unas nouvelles. Quiere escribir algo que lo saque de su zona de


confort, que perfeccione su técnica, y qué mejor que esos libros en

miniatura que cuentan historias cortas para hacerlo. He leído el

primero y confieso que me gustan porque mimetizan el caos de la

vida, cogen una obsesión o una alegría o una pena y la explotan. Se

centran en un personaje que llegas a conocer al detalle, lo pulen y lo

llevan a la palestra para sacarle todo su jugo.

Creo que podría convertirme en crítica literaria, pero me limito a


ayudar a Florian con sus relatos.

—¡Habéis venido! —exclama Jacob, acercándose a nosotros—.

Qué maravilla. ¿Una foto para conmemorar este momento?

Nos pide permiso, pero ignora la protesta de Florian y termina

haciéndonos un selfie.

En cuanto desaparecí del mapa, todo el mundo pareció olvidarse


de mí. Céline me llamó una vez, y como no le contesté, no lo hizo
más.

Yo me alegré.
—Una colección muy ecléctica —menciona Tim.

—¿Os gusta? Se llama Faloalcoholic.


Miro los cuadros otra vez, con detenimiento, y me doy cuenta de
que, efectivamente, son falos.

—Mucho, mucho, pero no hemos venido por eso —adelanta


Florian.

—Lo sé, habéis venido por la comida —responde Jacob sin


perder la sonrisa.

—Esta vez no. Queríamos invitarte a nuestra boda.


—¿Qué boda?
—La nuestra —repito yo, señalándonos a Florian y a mí.

—¿Sí? No me estáis tomando el pelo, ¿no?


—No. Esta tarde, a las seis, en el ayuntamiento. ¿No ves cómo

vamos vestidos? —indica Flo.


—Pero... ¿así, de repente?

—Lo decidimos hace una semana.


Así fue. De una forma poco convencional, tal y como somos
nosotros, Florian me preguntó en una librería si quería casarme con

él. El anillo fue una pieza que se encontraba en el museo de


Perrault y que había pertenecido a su familia durante muchas

generaciones. Florian le pidió ayuda a su hermana, que negoció con


el museo para que fuese a parar a manos de los descendientes. A

cambio, tuve que firmar la renuncia anticipada a pedir cualquier otra


cosa, pero creo que valió la pena.

Le dije que sí, ¿que otra cosa iba a hacer?


—¡Mi enhorabuena! Os voy a dar uno de mis exclusivos cuadros
de falos como regalo de bodas —dice Jacob con entusiasmo.

—¡No hace falta! —exclamo, presa del pánico.


¿Dónde demonios voy a meter uno de estos?

—Insisto, insisto. Y pensar que hace casi tres años que tú, Nerea,
entraste en esta misma galería... ¡y ahora vais a casaros!
El tiempo pasa volando, tiene razón. Y no pasa en balde. En unas

semanas, Florian y yo volvimos a tener esa confianza entre


nosotros, y tras unos meses más, se le añadió otra de pareja que

nos permitió continuar siendo nosotros mismos y, a la vez, abrirnos


más. Tuvimos muchas citas a las que ambos acudimos, luego se

mudó conmigo, terminó el libro, que le tomó más de un año, y fue un


éxito total. El otro, el que hablaba de nosotros, también tuvo mucho
éxito, pero la editorial prefirió no revelar quién era F. Monet, así que

se ha convertido en uno de los misterios de la literatura romántica.


Su editor lo llama regularmente pidiéndole un segundo libro, pero
Florian le da largas.
Prefiero que nuestra historia continúe siendo solo nuestra y que

se mantenga en el anonimato, la verdad.


—Pero habrá banquete de boda, ¿no? —pregunta Tim con el

ceño fruncido.
—En el parque Montsouris, en el Pavillon.
De pequeña tenía ese sueño de casarme por todo lo alto con una

ceremonia en la iglesia, que al salir nos tirasen confetis y arroz y


luego una gran fiesta que durase hasta el amanecer. Suponía que

ese era el día en el que tienes permitido sentirte como una


verdadera princesa, y yo, como muchas niñas, tenía ese

sueño. Ahora nada de eso me importa, me he dado cuenta de que lo


fundamental es que la persona que tengas al lado sea la que
quieres tener durante el resto de tu vida. Todo lo demás es

secundario.
Lo miro a él. Tiene los ojos más bonitos del mundo, un aire

bohemio que ni aun con el traje se le quita, el rostro escarpado, una


nariz con personalidad, una sonrisa ladina encantadora, una
arrebatadora voz melódica. Es mi refugio en los días malos, mi

mejor amigo, mi amante, y pronto será mi marido.


Qué raro suena eso. Yo prefiero llamarlo mi persona. Somos Flo y
Nere, o Nere y Flo. Somos él y yo en un mundo raro y lleno de
incertezas cuya única « » despejada es el amor que nos tenemos,

porque hemos aprendido a decirnos las cosas, a discutirlas y a


cambiarlas cuando nos hacen daño. Hemos descubierto que vivir en

pareja es mucho más que compartir baño y nevera: es apoyarnos en


el hombro del otro y sujetarnos cuando hace falta; ceder en ciertos
caprichos y tolerar manías, como no tener ningún reloj en ninguna

parte de la casa o ver la televisión debajo de una manta gustosa

cuando llega septiembre.


No elegimos de quién nos enamoramos, es cierto, pero sí con

quién queremos compartir nuestra vida. Porque se necesita algo

más que el amor, como paciencia, confianza, comprensión,

respeto..., y eso sí que decides o darlo o no.


Florian es un francés enamorado de París que renunció a vivir allí

por mí, y que se enamoró del mar. Ahora dice que no podría vivir

donde no pudiera verlo por las mañanas. Lo de enseñar no era para


mí, así que cuando un colega de la universidad me propuso que

colaborase con él en un proyecto para excavar unas ruinas romanas

cerca de la costa de Barcelona, acepté. Y Florian vino conmigo,


porque dijo que podía escribir en cualquier sitio en el que yo
estuviera. Alquilamos una casita a pie de playa, lejos de la

civilización, o no tanto, a unos diez minutos en coche. Venimos a


París al menos dos veces al año; una para su cumpleaños y otra en

Navidades.

Sigo sin haber subido a la torre Eiffel y sin haber visitado la mitad
de los monumentos importantes, pero para eso tengo el resto de mi

vida.

Decido salir para tomar el aire. La luz de la ciudad a esta hora

siempre me ha parecido especial. Las nubes grisáceas con matices


de naranjas y rosas claros fluorescentes sobre el fondo azul cian se

arremolinan sobre París. El frío hace que tiemble súbitamente, un

escalofrío que recorre mi espalda.


Una mano se coloca sobre mi cintura, sujetándome.

—¿Todavía quieres tener esa buhardilla en Montmartre? —

pregunto, lanzando una sonrisa al rememorarlo.


Él niega con la cabeza.

—Las buhardillas están sobrevaloradas. Sobre todo cuando te

conviertes en un señor que cocina y entras en pánico si el olor de la

comida traspasa el resto de habitaciones.


—Tienes razón. Así que te ha gustado mi outfit de boda.
No es el vestido de boda de princesa, pero Alicia sospechaba que

me sentaría muy bien otra cosa más práctica y acorde a la

ceremonia privada y civil. Sí, el traje pantalón blanco de raso con


blusa de seda y detalles de encaje en el escote y en las mangas es

obra suya.

—Me ha encantado. Y me muero por quitártelo en cuanto termine

la cena.
—Ni hablar. ¡Si nos quedamos en casa de mi hermana!

—¿Quién te ha dicho eso? —interrumpe—. No vamos a pasar

nuestra noche de bodas en casa de tu hermana.


—Ah, ¿no?

—Ni hablar. Tengo una sorpresa preparada.

—Flo, tengo la maleta en casa de Ali. Sabes que lo mío no son

las sorpresas.
—Tu hermana está metida en el ajo. Solo diré suite nupcial. Y no

me tires más de la lengua.

Suena bien. Suena más que bien.


—¿Estás preparado para unirte a mí hasta que la muerte nos

separe?

—O hasta que tu abuela me asesine. No me perdona que

escribiera el libro sobre su madre y Perrault. En serio, esa señora da


miedo.

—Dejémoslo en todos los días de nuestra vida.


—Yo ya estaba preparado desde la primera vez que te besé,

dentro de esa misma galería.

Me sonrojo al recordarlo.
¡Dios! ¿Cómo olvidarlo?

—Yo también.

Se han dicho muchas cosas sobre el amor. Que es ciego, que es

mudo, que no tiene cura pero es la cura para todos los males, que
es locura, que te cambia para siempre, que no se mira, sino que se

siente. El amor no es algo que encuentras, sino que construyes; que

no tiene límites, que es mejor maestro que el deber. Que las


verdaderas historias de amor no tienen final, que no conoce

barreras, que salta obstáculos, que es una adicción. El amor llega

sin ser visto, es la poesía de los sentidos, es el único juego en el

que dos terminan ganando.


¿Y para mí? El amor es dar a conocer la mejor y la peor versión

de ti mismo y que otra persona las quiera por igual, y así

recíprocamente.
También se han dicho muchas cosas de París, pero nada importa

salvo lo que uno sabe con certeza de ella. Podría decir que París es
para mí el olor a página de libro viejo, el sonido de un acordeón en

el metro y la voz anunciando la prochaine station o la visión de sus

tejados eternos. París va a ser lo que tú descubras de ella.

Un poco como la vida misma, ¿no?

FIN
AGRADECIMIENTOS

Muchas gracias a ti, lector@, por tener este libro en tus manos y

leerlo.
Una historia como la aquí narrada requiere tiempo, paciencia,
mucha imaginación y la inestimable ayuda de mi correctora Elena,
que como siempre ha hecho un trabajo impecable.

Agradezco también a mi madre, que como la madre de Nerea y


de Alicia, siempre tuvo un amor desmesurado por París. Gracias,
mamá, por inculcarme ese amor y por llevarme a clases de francés.

También agradezco a mi hermana, por no ser ni como Nerea ni


como Alicia.

Este libro es un homenaje a la ciudad del amor. Espero, de

corazón, que lo hayas disfrutado.


© 2022, Eneida Wolf

Título: La tentación vive en el tercero


Primera edición: abril de 2022

Sello: Independently published


Diseño de portada: Eneida Wolf
Maquetación: Eneida Wolf

Corrección: Elena Salvador


ISBN: 9798424472275

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas

en el ordenamiento jurídico (art. 270 y ss CP), queda rigurosamente

prohibida, sin autorización escrita de su titular, la reproducción total


o parcial de esta obra por cualquier medio, así como la distribución

de ejemplares mediante cualquier préstamo.


[1] Pollo asado.
[2] Novela en clave, cuando el autor bajo la máscara de la ficción
escribe una situación real.
[3] «Con mi cara de extranjero, de judío errante, de padre griego y

mis cabellos a los cuatro vientos…»


[4] «…con mi alma que no tiene posibilidad alguna de salvarse

para evitar el purgatorio».

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