Bald As Arre
Bald As Arre
Bald As Arre
2330
Representación y autorrepresentación
en el arte argentino:
retratos de artistas en la primera mitad del siglo XX
L
os autorretratos han constituido una parte fundamental en la
producción de los artistas de Occidente desde los tiempos modernos.
Fueron terrenos de experimentación, al permitir al artista la inmedia-
tez de constituirse en su propio modelo, y medios para demostrar la habilidad
lograda por su ejecutante. Pero además, al transformarse el pintor en el sujeto
de su representación, estas obras funcionan como metáforas de su poder crea-
tivo como artista y del modo en que cada uno, en las coyunturas históricas
específicas, entendió y volvió visible su estatus como creador.1
En Argentina, la actividad artística profesional se instituyó tardíamente
en comparación con otros países americanos. Sólo hacia finales del siglo xix
comenzaron a gestarse las primeras instituciones y las agrupaciones de artis-
tas, al no existir una academia —como en los casos mexicano o brasileño—
que perviviera los tiempos coloniales. En la producción de estos hombres que
desde finales del siglo comenzaron a dedicarse al cultivo de las bellas artes, los
autorretratos constituyeron un género casi nunca pasado por alto. Por otra par-
te, se produjeron en el momento en que el retrato fotográfico también cobró
1. Para una discusión global sobre este tema, desde el siglo xv a la contemporaneidad, cfr.
los ensayos incluidos en Anthony Bond y Joanna Woodall, Selfportrait. Renaissance to Con-
temporary, Londres, National Portrait Gallery, 2005. Para la construcción de la imagen del
artista en el siglo xix, véase Michael Wilson, “Rebels and Martyrs”, en Rebels and Martyrs.
The Image of the Artist in the Nineteenth Century, Londres, National Gallery, 2006.
ANALES DEL INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ESTÉTICAS, VOL. XXXIV, NÚM. 100, 2012
171
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
5. Para una lectura del texto de Nancy, cfr. la reseña de Noelia Billi en Instantes y azares:
escrituras nietzscheanas, núms. 4-5, 2007, pp. 244-249.
6. Nancy adscribe a la doble dimensión de la representación (reflexiva y transitiva) tal como
ésta fue postulada por Louis Marin, al sostener que en el retrato se produce la “presencia en
sí” y la “puesta fuera de sí” del sujeto.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
Diez hombres impecables posan frente a la cámara (fig. 1). Unos sentados,
otros de pie, todos lucen sus trajes más elegantes: zapatos lustrosos, cuellos
duros y pajaritas. Sostienen en las manos los sombreros que se acaban de qui-
tar: bombines e incluso galeras. Todos tienen bigote y varios ostentan un atri-
buto infaltable en un caballero de finales del siglo xix: el bastón. Sólo uno de
ellos parece levemente más desaliñado que los demás. Tiene el pelo blanco y
largo y una barba hirsuta que le tapa el moño. Es flaco y algo desgarbado,
pero está vestido con gran esmero. Es el pintor Eduardo Sívori, el más viejo de
todos ellos —aunque lo separen menos de 10 años de varios de los demás—;
su figura se parece a la de un patriarca. A su lado, sus pares, los otros prota-
gonistas de la escena artística de Buenos Aires, permanecen serios en su papel
de miembros del jurado del concurso de becas de estudio a Europa celebra-
do en 1899. Ellos son los pintores Eduardo Schiaffino (primer director del
Museo Nacional de Bellas Artes), Reinaldo Giudici, Augusto Ballerini y Fer-
nando Fusoni; los músicos y compositores Julián Aguirre y Amílcar Zane-
lla, y los escultores Lucio Correa Morales, Américo Bonetti y Víctor de Pol.
Era evidente que estos hombres se sentían parte de una elite. Pertenecían a
aquel grupo selecto que se dedicaba entonces a la práctica de las bellas artes y
que había asumido como propia la cruzada de crear un ambiente artístico en el
país. En la fotografía aparecen retratados como un grupo de gentlemen, estatus
frecuentemente asociado a la actividad literaria y que aquí se hace extensivo a
los pintores y los escultores. De modo explícito, han evitado aparecer sucios o
con ropas de trabajo, distanciándose de aquella faceta no intelectual de la prác-
tica artística. El cultivo de las bellas artes era una ocupación de pocos. La pin-
tura de caballete no resultaba una actividad lucrativa en el Buenos Aires del
siglo xix, y entonces se debía contar con algún capital previo, propio o hereda-
do, para poder dedicarse a esta práctica. Si bien estos hombres no pertenecían a
la oligarquía más tradicional, sí eran hijos de familias acomodadas, muchas de
ellas inmigrantes. Esto los habilitó para dedicar toda su vida al ejercicio del arte,
aunque en la mayoría de los casos desempeñaron también la docencia, como
Sívori, Giudici y Ballerini; la crítica artística como Fusoni, y la gestión cultural
en combinación con las otras actividades, como Schiaffino. A casi todos ellos
les costó insertar su producción en el mercado. Vendían eventualmente algún
paisaje o retrato, pero esto no significaba que contasen con una clientela esta-
ble capaz de absorber el flujo de obras al ritmo de su salida del taller.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
1. Miembros del jurado del concurso de becas de estudio a Europa, 1899. Buenos Aires,
Archivo General de la Nación, Departamento de Documentos Fotográficos.
Sívori
11. Véase el primer acercamiento a esta problemática a partir de las fotografías que circula-
ron en la prensa entre finales del siglo xix y principios del xx en nuestro artículo “La imagen
del artista. La construcción del artista profesional a través de la prensa ilustrada”, en Laura
Malosetti Costa y Marcela Gené (comps.), Impresiones porteñas. Palabra e imagen en la historia
cultural de Buenos Aires, Buenos Aires, Edhasa, 2009, pp. 47-80.
12. Malosetti, op. cit.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
13. Para el final del siglo xix en Europa, cfr. Amelia Jones, “Clothes Makes the Man: The
Male Artist as a Perfomative Function”, Oxford Art Journal, vol. 18, núm. 2, 1995, pp. 18-32.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
14. Cfr. Marta Penhos, “Eduardo Sívori y el problema de un ‘paisaje nacional’”, en Segun-
das jornadas. Estudios e investigaciones en artes visuales y música, Buenos Aires, Instituto de
Teoría e Historia del Arte Julio E. Payró, 1996, pp. 12-19.
15. Para la construcción de la figura del héroe en la Argentina del siglo xix, son centrales
los trabajos de María Lía Munilla Lacasa, “Siglo xix: 1810-1870”, en José Emilio Burucúa
(dir.), Nueva historia argentina. Arte, sociedad y política, Buenos Aires, Sudamericana, 1999,
y Roberto Amigo, “Imágenes de la historia y discurso político en el estado de Buenos Aires
(1852-1862)”, en Roberto Amigo y Patricia Dosio, Arte argentino de los siglos xviii y/o xix,
Buenos Aires, Fundación Espigas-Fondo para la Investigación del Arte Argentino, 1999.
16. El retrato fotográfico de estudio también aspiró a aprehender algo de la “comprensión
moral” del sujeto representado. En este sentido, a mediados del siglo xix Nadar se refería al
“entendimiento instantáneo que te pone en contacto con el modelo, te ayuda a resumirlo, te
guía así sus hábitos, sus ideas y su carácter” que permitía la captación de un “retrato íntimo”.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
Por su parte, Mario A. Canale (1890-1951) realizó hacia 1912 varias ver-
siones, en grabado sobre metal, del perfil de su maestro (fig. 4). Sívori no sólo
había sido responsable de introducir a Canale en esta técnica, sino que junto
a Emilio Agrelo fue uno de los precursores en investigar las posibilidades del
aguafuerte en el medio local. No era casual entonces que Canale eligiese este
medio para homenajearlo.
En los estudios sobre el retrato de principios de la época moderna, la vis-
ta de perfil generalmente se ha asociado con un mayor proceso de abstrac-
ción del rostro y una menor adecuación a volver evidente su estructura física.
El alejamiento que propone el perfil, estilísticamente cercano al relieve fune-
rario, expresa el deseo de trascender la imagen “natural” del ser para acercarse
a la idealidad de un icono.17 Si ya este proceso de abstracción se trasunta-
ba en el aguafuerte de Canale, mucho más patente es la operación puesta en
juego por el propio Sívori en un autorretrato realizado hacia 1915 (fig. 5), el
de mayor interés de los considerados hasta aquí, sobre todo si lo comparamos
Citado por John Tagg, El peso de la representación. Ensayos sobre fotografías e historias, Barce-
lona, Gustavo Gili, 2005, p. 72.
17. Véase Berger, Jr., op. cit., pp. 105-106.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
18. Eduardo Sívori, Autorretrato, 1900, óleo sobre tela, 58 × 46 cm, inv. 1663, Museo Na-
cional de Bellas Artes (mnba).
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
19. Edward Said, Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente, Buenos Aires,
Debate, 2009, pp. 29 y 33.
20. Antonio Pérez Valiente, “VII Salón Anual de Arte. Algunos expositores y sus obras”,
Plus Ultra, Buenos Aires, año 2, núm. 17, septiembre de 1917.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
extensa barba blanca, su boina y el gesto majestuoso con que posa una mano
sobre el cuadro, que habilita el despliegue de su capa, Sívori encarnaba clara-
mente los modos decimonónicos de ser artista. No vestía las ropas de moda ni
el equipo de trabajo que portaban los más jóvenes, sino que seguía represen-
tando a aquella aristocracia del espíritu a la que pertenecía como buen “deca-
no de los pintores argentinos”, tal como señalaba el epígrafe de la fotografía.
Quirós
Muy distinto era el mecanismo con que Césareo Bernaldo de Quirós, recién
retornado de Europa a causa de la guerra, aparecía retratado en ocasión de su
exposición celebrada en 1915 en los salones de la Comisión Nacional de Bellas
Artes. En vez de los habituales retratos en solitario, la lujosa revista Myriam
incluyó una fotografía “de actualidad” tomada el día del vernissage (fig. 7).
Las nuevas posibilidades técnicas del proceso fotográfico que facilitaban la
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
21. Formado en Roma a comienzos del siglo, Nexus estaba integrado —además de Qui-
rós— por los pintores Pío Collivadino, Alberto M. Rossi, Justo Lynch, Carlos Ripamonte
y Fernando Fader y los escultores Arturo Dresco y Rogelio Yrurtia. Este grupo realizó tres
exposiciones en Buenos Aires en 1907 y 1908, las cuales no obtuvieron las ventas esperadas.
Cfr. Laura Malosetti Costa, Collivadino, Buenos Aires, El Ateneo, 2006, pp. 69-85.
22. Víctor Andrés, “Nuestros pintores. Cesáreo Bernaldo de Quirós”, Plus Ultra, Buenos
Aires, año 3, núm. 27, julio de 1918.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
8. “Nuestros pintores. Cesáreo Bernaldo de Quirós”, Plus Ultra, año 3, núm. 27, julio de
1918, s.p.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
cesáreo le pusieron y su garra es de césar […] Hacía tiempo que deseaba estrechar
su mano. Aunque ya le suponía también lleno de vigor físico para poder soportar
tan púgil batalla, no le creía tanto, sin embargo. Y me hallé con un hombre alto, con
un pecho amplio, de puño macizo, de andar ágil y musculoso. Sus ojos pequeños y
acerados, ardían con un fulgor de fiebre. Sonreía con franqueza, mostrando sus dientes
de mujer. […] Quirós, que es un gran pintor de naturaleza viva, compone en la tibia
atmósfera de la alcoba algún desnudo sonrosado de mujer-gata, de carne mórbida y
palpitante. […] Una hembra con ojos de antílope y cutis de perla.24
23. Cfr. Rozsika Parker y Griselda Pollock, “God’s Little Artist”, en Old Mistresses. Woman,
Art and Ideology, Londres, Pandora Press, 1992 [primera ed., 1981].
24. Ernesto Mario Barreda, “Bernaldo de Quirós”, La Nación, Buenos Aires, 16 de octubre
de 1927, p. 11.
25. Cfr. su texto en Quirós. Discursos y conferencias pronunciados con motivo de la exposición-
homenaje de la obra del pintor, Buenos Aires, Peuser, 1948, p. 7.
26. “La decoración del Jockey Club de Rosario”, La Nación, Buenos Aires, 21 de diciembre
de 1916, p. 13.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
27. Era hijo de un letrado español, radicado en la provincia argentina de Entre Ríos a mediados
del siglo xix, y de una criolla de ascendencia portuguesa de origen humilde. Sus años de juven-
tud estuvieron signados por problemas sanitarios y domésticos, entre otros la pérdida del trabajo
de su padre y la temprana muerte de su madre en 1895. Cfr. Graciela Kartofel, Quirós, Buenos
Aires, Centro Editor de América Latina (Pintores Argentinos del Siglo xx, 5), 1980, pp. 1-2.
28. Emilio Pettoruti, Un pintor ante el espejo, Buenos Aires, Hachette, 1968, p. 37.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
oficio, y la mirada clavada en el espectador, hay algo en la obra que recuerda a una
instantánea como si el artista hubiera interrumpido su labor por un segundo
para volverse ante el objetivo de una cámara. Es un retrato más tradicional y
explícito que el realizado tardíamente por Sívori, en primer lugar porque aquí
se establece un vínculo con el espectador, pero también porque el artista apa-
rece ligado sensorialmente con los elementos y la tela que está pintando. En
su factura priman los recursos plásticos que entonces eran usuales en el resto
de su producción: pincelada evidente, empastada y paleta clara; sin embargo,
el único sitio que aparece con detalle es su rostro. El resto de la pintura está
resuelto con manchas más abocetadas, culminando en una fusión de artis-
ta y fondo que transforman en un ser único al cuadro y a aquel que lo realiza.
La mirada del artista también es el elemento predominante en un autorre-
trato posterior, de gran tamaño, hoy en poder del Museo Provincial de Bellas
Artes Rosa Galisteo de Rodríguez de Santa Fe (fig. 10). Éste fue realizado
durante la estadía del pintor en los Estados Unidos en 1934, cuando vivía en
la casa de su amiga Ruth Leonard en la ciudad de Westport. La carrera del
pintor se encontraba altamente cimentada para estos años. Su serie de Los gau-
chos, enormes cuadros costumbristas que evocaban a los protagonistas de la
guerra civil ocurrida en su provincia natal durante el siglo xix,29 había obteni-
do sonado éxito en Europa para luego descollar en los centros de las costas este
y oeste de los Estados Unidos.30 Con el impulso del embajador argentino en
Washington, Felipe Espil, Quirós se movió con soltura entre la high class y la
clase política de aquel país, recibiendo incluso la visita de la esposa del presidente
Hoover a la inauguración de su muestra en la National Gallery de Washington.
Algunas de sus obras fueron integradas a la colección Huntington de Nue-
va York y el artista aprovechó su estancia allí y en territorio canadiense para
pintar paisajes y retratos. En el primer autorretrato que realizó en el transcur-
so de esta “gira triunfal”,31 la paleta es aún más clara que en la versión juvenil,
del mismo modo que se distingue por sus ropas menos formales: chambergo,
camisa de franela gruesa a cuadros, tiradores, echarpe al cuello y guantes y la
29. Esta serie fue tempranamente leída en clave nativista por su capacidad de sacar a la luz
“el substratum permanente del alma de una raza”; cfr. Antonio Dellepiane, “La pintura gau-
chesca y la obra de Quirós”, Plus Ultra, Buenos Aires, año 11, núm. 117, 31 de enero de 1926.
30. Para el detalle de las actividades de Quirós en los Estados Unidos, cfr. Ignacio Gutié-
rrez Zaldívar, Quirós, Buenos Aires, Zurbarán, 1991, pp. 254-263.
31. Cfr. Carlos A. Foglia, Cesáreo B. de Quirós, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argen-
tinas, 1961, pp. 34-35.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
32. “Palabras de Cesáreo Bernaldo de Quirós”, Plástica, Buenos Aires, núm. 10, octubre
de 1936; cfr. también el discurso del artista en Discursos del ministro de Instrucción Pública
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
es el otro retrato que pintó en el contexto de este viaje (fig. 11), en el que se
observa al artista vistiendo sobretodo, chalina y guantes, delante de una ven-
tana en la que se delinean rascacielos y un edificio en construcción. El pin-
tor, levemente más alto que la arquitectura pujante y moderna que le sirve de
fondo, se dispone a sacarse el guante para comenzar a pintar. Por delante, en
sombras, un criado negro sostiene los pinceles y la paleta con los colores dis-
puestos en los extremos, preparados con antelación para Quirós. El sirviente,
plasmado con rasgos sintéticos y algo grotescos y fríos tonos azules, gira su
rostro volviéndolo evidente al espectador y eludiendo así la mirada del pintor.
Su presencia funciona como un alter ego: refuerza la posición social del artista
—señorial en sus ropas y en su porte— al perpetuar un tópico dominante en
la literatura y la pintura decimonónicas que desde una mirada exotista otor-
gaba al “otro” ese papel subalterno, funcional a la afirmación del sí.
Fader
Mientras estuve en Buenos Aires, he pasado con mi familia días de tristísima miseria
[…] Si después he podido abrirme camino nuevamente, fue con ayuda del señor
Federico Müller, quien durante más de un año me sostuvo, adelantándome una
mensualidad (hasta de quinientos pesos por mes) a fin de poder atender mi salud, y
luego después, tomando él a su cargo la venta —previa valoración— de mis telas.34
en Museo Nacional de Bellas Artes. Colección, Buenos Aires, Asociación Amigos del mnba,
2010, vol. 2, pp. 128-129.
34. Apud Antonio Lascano González, Fernando Fader, Buenos Aires, Ediciones Culturales
Argentinas, 1982, p. 27.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
El último año en que Fader expuso en el Salón Nacional fue 1915 para luego
hacerlo en la galería de su amigo. Ese año integró allí la exposición colectiva
“12 pintores argentinos” y entre 1916 y 1933 realizó exposiciones individua-
les casi todos los años. En 1916, por consejo médico, se instaló hasta el final
de sus días en la provincia serrana de Córdoba, donde produjo sin descanso
paisajes puros y poblados por caballos y tipos campesinos. Esta pintura cua-
dró estupendamente dentro de los cánones del gusto de los burgueses adqui-
ridores tanto por su temática como por su carácter sintético, “abocetado” y
sus fuertes empastes matéricos, que llevaron a asimilarlo —forzadamente—
con el impresionismo.35
Según describen los testigos contemporáneos, Fader era un hombre menu-
do que lucía la cara roja por pasar tanto tiempo a la intemperie y el cabello
“partido al medio en nutridas crenchas hasta más debajo de las orejas”. Se
distinguía por el gesto hosco acentuado por la boca apretada que, sumado a
la lentitud de sus movimientos, le daba una apariencia campesina.36 Palabras
como “rebelde”, “atormentado”, “huraño” e “irascible” se repiten al tratar de
describir su temperamento, así como también se destacaban sus dotes de tra-
bajador febril.
Con estas cualidades se mostraba en sus fotos de juventud, que lo retratan
recién llegado de Europa, y también en las tomadas hacia la segunda década
del siglo, como aquellas con las que la revista Plus Ultra ilustraba un reportaje
realizado por el también artista y amigo de Fader, Enrique Prins (fig. 12). En
la composición principal, su figura ha sido recortada y abstraída del fondo al
montarla sobre el blanco de la página. El pintor, parado con la paleta y espá-
tula en mano,37 delante de su atril portátil sobre el que se observan los prime-
ros esbozos de un paisaje serrano, aparece asociado a su imagen de “artista de
campaña”. Viste uno de los típicos atuendos entonces de moda para la práctica
del deporte o el motociclismo: una chaqueta de grandes bolsillos a juego con
el pantalón abultado y a la rodilla con polainas de cuero y el infaltable cham-
35. Por ejemplo, Miguel Ángel Cárcano lo caracteriza como “el pintor de la luz en movi-
miento”, asimilando su obra a la de Manet: cfr. “Los paisajes de Fader”, La Nación, Buenos
Aires, 8 de noviembre de 1918, p. 6.
36. Ibidem, pp. 8 y 21.
37. El hecho de llevar la espátula no es un detalle menor, ya que Fader se distinguía preci-
samente por no usar pinceles y trabajar principalmente con espátula, lo que resultaba en obras
de gran carga matérica.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
bergo de ala estrecha con que se le retrataba hacia estos años.38 En las otras
fotos, más pequeñas, se le ve cargando dos inmensos bastidores entre las sie-
rras y haciendo un alto en la realización de una pintura junto a los paisanos y
la vaca que le servían de modelos. Las imágenes presentaban este doble perfil
que el artista practicaba por aquel entonces y que resultaría en el gran éxito mer-
cantil de su pintura: por un lado, el pintor “nacional” que logra plasmar en las
telas una relación empática con el paisaje y la geografía serrana y, en paralelo,
el artista europeo y moderno, formado en Alemania, que se profesionaliza y
trabaja sin descanso para satisfacer la demanda del público por su pintura.39
Esta silueta termina de ratificarse en la serie de autorretratos que Fader pinta
hacia la segunda y la tercera décadas del siglo, en los que aparece con el infalta-
ble chambergo y el rostro de frente con la mirada fija en el espectador. En el
primero y más grande de ellos (fig. 13), si bien se distingue su gesto caracte-
rístico de los labios hacia abajo, todavía se trata de un vital y joven pintor en
38. Enrique Prins, “Con Fernando Fader”, Plus Ultra, Buenos Aires, año 2, núm. 12, abril
de 1917.
39. Cfr. Diana B. Wechsler, “Paisaje, crítica e ideología”, en Ciudad-campo en las artes en
Argentina y Latinoamérica, Buenos Aires, Centro Argentino de Investigadores de Arte, 1991,
pp. 342-350.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
40. Tanto el Museo Provincial de Bellas Artes Emilio Caraffa como la monografía editada
con motivo de la exposición de Fader en el mnba —en 1988— datan este retrato en 1914.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
Pettoruti
42. Emilio Pettoruti, Autorretrato, 1918, óleo sobre hardboard, 54 × 40 cm, mnba.
43. “Individuality can no longer be contained within the terms of manifest personality
traits” (“La individualidad no puede ser ya contenida dentro de rasgos de personalidad mani-
fiestos”), postula John Berger respecto del retrato cubista; cfr. “The Changing View of Man
in the Portrait”, en Selected Essays and Articles. The Look of Things, Harmondsworth, Penguin
Books, 1972, p. 41.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
44. Patricia M. Artundo, “El viaje dentro del viaje, o sobre la transitoriedad de los lugares-
destino”, en Artistas modernos rioplatenses en Europa 1911-1924 . La experiencia de la vanguar-
dia, Buenos Aires, Fundación Eduardo F. Constantini, 2002, p. 19.
45. Diana B. Wechsler, “Crítica y arte de vanguardia”, en Papeles en conflicto. Arte y crí-
tica entre la vanguardia y la tradición. Buenos Aires (1920-30), Universidad de Buenos Aires-
Instituto de Teoría e Historia del Arte Julio E. Payró/Facultad de Filosofía y Letras (Serie
Monográfica, 8), 2003.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
medio fue en general adverso a esta primera táctica de inserción del artista
y halló en el humor y la burla un modo de enfrentar la incomprensión ante
estos lenguajes novedosos.46
Como bien sintetizó el diario La Nación: “la obra última de Pettoruti no es
accesible a nuestro medio” y —lo que era más significativo— la crítica reco-
nocía que el pintor era consciente del terreno yermo en que venía a instalar
su exposición:
Entre nosotros, para quienes no han vivido largos años en Europa y asistieron allá a
los cambios más o menos bruscos del “punto de vista”, la obra de Pettoruti no será
fácilmente comprensible. Él no lo ignora. Sabe, que sus cuadros no se han hecho
para agradar hoy, por lo menos.47
abrochado al cuello con las solapas levantadas. Estaba lejos de una pose for-
mal, pero era evidente que la toma había sido muy cuidada y planeada por
el artista.48
Ya en Buenos Aires, en 1925, produjo un autorretrato que parecía en las
antípodas tanto del realizado siete años antes como del espíritu romántico y
seductor con que coqueteaban las fotografías recién señaladas (fig. 19). En
este cuadro, el artista no olvidó completamente la lección de las vanguardias,
pero se alejó de las composiciones más “abstractizantes” de planos de color que
había presentado un año antes en Witcomb. De hecho, esta convivencia de
cuadros abstractos o de un lenguaje más sintético con otros de una figuración
renovada había sido también un aspecto recurrente en su producción europea.
Frente a un fondo neutro, la cara de Pettoruti se distingue por los planos
facetados de luz y sombra que van construyendo su rostro y su cuello cilín-
drico que se inserta en un suéter abotonado. El tiempo parece haberse dete-
nido en esta pintura. El protagonista no está realizando acción alguna y su
cara tampoco transmite emoción discernible; el pintor no hace otra cosa que
estar allí, posar y diluirse como sujeto para constituirse en objeto específi-
co del retrato. Subyace en la obra una fuerte composición geométrica y un
manejo sintético de la luz. Es decir, la pintura sigue testimoniando la impron-
ta de las búsquedas formales de las vanguardias, pero el resultado obtenido
es un retrato mucho más legible, reconocible y claro que el realizado en 1918.
Quizá la elección de estos recursos plásticos se justificaba en el entorno para
el que había sido pensada la obra. De acuerdo con lo que el pintor cuenta
en su autobiografía, el Autorretrato constituía un estudio para una gran tela
que reuniría los rostros de toda su familia.49 Si bien podemos pensar que su
círculo más inmediato era receptivo a la vertiente más abstracta de su pintu-
ra —y esta hipótesis se refuerza a la luz del retrato eminentemente sintético
de su hermana Carolita, realizado ese mismo año de 1925—,50 a la hora de
presentarse ante los suyos al regreso de Europa resultó más viable la “actitud
48. Del mismo modo, la monografía de Alberto M. Candiotti, publicada ese mismo año,
empezaba con un retrato suyo que, vistiendo traje y moño, miraba directamente el objetivo
en un gesto indudablemente seductor; cfr. Alberto M. Candiotti, Pettoruti, Berlín/Buenos
Aires, Internacional, 1923.
49. Pettoruti, Un pintor ante el espejo, op. cit., p. 201.
50. Pettoruti ejecutó hacia esa fecha dos retratos de Carolita, nos referimos aquí al más sin-
tético, realizado sobre madera, reproducido en su autobiografía, ibidem, p. 208.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
51. Julio E. Payró, Emilio Pettoruti, Buenos Aires, Poseidón, 1945, p. 51.
52. El texto de Diana B. Wechsler es un trabajo señero para esta lectura de los proyec-
tos llevados a cabo por Pettoruti; véase “Buenos Aires, 1924: trayectoria pública de la doble
presentación de Emilio Pettoruti”, en VI Jornadas de Teoría e Historia de las Artes: El arte
entre lo público y lo privado, Buenos Aires, Centro Argentino de Investigadores de Arte, 1995,
pp. 231-240.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330
Coda
Los casos que ha recorrido este artículo muestran cómo los carriles visuales
de la autorrepresentación —fotografías y pinturas— desempeñaron un papel
a la hora de constituir y consolidar las carreras de los artistas. Y además ayu-
dan a pensar cómo artistas cuyas elecciones estéticas han sido ubicadas por
la historiografía en lugares antitéticos —los figurativos y evocativos Fader y
Quirós frente al vanguardista Pettoruti— transitaron contemporáneamente
por el proceso de profesionalización de las artes y tuvieron el objetivo común
de vivir de su producción plástica, proyecto en que para todos la imagen de sí
mismos desempeñó un papel fundamental. Ella no sólo acompañó este proce-
so al volverlo visible, sino que la imagen propia también proporcionó la arena
en que el artista ensayó sus posibilidades de presentarse como pintor o escul-
tor, en un momento en que la práctica del arte pasaba de ser una ocupación
de pocos a una profesión redituable.
Los creadores adhirieron a tipologías de cómo ser artista y construyeron
nuevas maneras que a su vez serían seguidas por otros, no sólo en los retratos,
sino también en las fotos. De los gentlemen decimonónicos, pasando por al-
gunos casos que trataban de escapar de estas representaciones distinguidas y
acercándose al artista bohemio u obrero, las imágenes de principios del siglo xx
los muestran en general como personajes más mundanos, incluso asimilables
a los hombres y mujeres modernos que consumían el tipo de publicaciones
en las que aparecían sus fotografías; aunque el garbo, el desparpajo o cierto
aire evasivo seguirían funcionando como atributos necesarios y esperables en
todo cultor de las bellas artes.
Al estar bajo la entera decisión de los artistas, los autorretratos conlle-
van aún más tomas de posición de sus realizadores. Ellos no sólo deben ele-
gir la pose, el escenario y los atributos que mejor los representan sino —lo
que es quizá más importante— discriminar dentro de su lenguaje distintivo
aquellos recursos plásticos más funcionales para transmitir la subjetividad
perseguida en cada retrato. Ésta es una búsqueda que no se da completa-
mente de forma consciente, pero en la que hay selecciones voluntarias que
se juegan en el proceso creativo del artista y que terminan de configurarse a
partir de los usos sociales que se abren en la circulación pública de las obras.
Así, podemos pensar estas imágenes como parte de un proceso de construcción
del estatus del artista que se inicia en el taller o en el estudio del fotógrafo
teniendo en mente cuál será el público receptor de esa obra, pero que ter-
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2012.100.2330