Evangelium Vitae - Fa

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CAPITULO 1

Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página
emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir,
sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos.
Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su
extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.
«Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al
Señor una población de los frutos del suelo. También Abel hizo una población de
los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio
a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se
irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "¿Por qué
andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien
podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como
fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar". Pero nuestra atención quiere
concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida
naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y
suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder,
en la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a asumir paradójicamente el
de « derecho », hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio
reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la
intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. A esto se añaden las más
diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una
sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se
quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de
particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la
supervivencia, el dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas,
especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y
promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo. En
efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden
explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a
veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que
estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una
verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una
cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como
verdadera «cultura de muerte». Esta estructura está activamente promovida por
fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una
concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este
punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos
contra los débiles.
«Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gn 4, 10). No es
sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a Dios, fuente y
defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de
Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única,
clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura
profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los hebreos: «Vosotros, en
cambio, os habéis acercado al monte Sin, a la ciudad del Dios vivo... al mediador
de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla
mejor que la de Abel». Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es
la sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del mediador
de la Nueva Alianza «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,
28). Esta sangre, que brota del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34),
«habla mejor que la de Abel»; en efecto, expresa y exige una «justicia» más
profunda, pero sobre todo implora misericordia, 19 se hace ante el Padre
intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de redención perfecta y don
de vida nueva. a sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del
Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable
es el valor de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que habéis sido
rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo
caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin
mancilla, Cristo » (1 Pe 1, 18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa
de Cristo, signo de su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a
reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con
nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si
ha "merecido tener tan gran Redentor"

CAPITULO 2

En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para


conseguir vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús responde: «Si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). El Maestro habla de la vida eterna,
es decir, de la participación en la vida misma de Dios. A esta vida se llega por la
observancia de los mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento «
no matarás ». Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús
recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe observar: «Jesús dijo:
"No matarás, no cometerás adulterio, no robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre un don
para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto
esencial y un elemento irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como
«evangelio», esto es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es
un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre.
Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado, observado
y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al hombre que la
ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se hace mandamiento, y el
mandamiento mismo es un don.
En efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el precepto «no matarás» como
mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto —como ya he indicado—
se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de la Alianza que el Señor establece
con el pueblo elegido; pero estaba ya incluido en la alianza originaria de Dios con
la humanidad después del castigo purificador del diluvio, provocado por la
propagación del pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e
inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador. Precisamente
por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del mandamiento «no
matarás», que está en la base de la convivencia social. Dios es el defensor del
inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41, 14; Jr 50, 34; Sal 19 18, 15). También de este
modo, Dios demuestra que «no se recrea en la destrucción de los vivientes» (Sb
1, 13). Sólo Satanás puede gozar con ella: por su envidia la muerte entró en el
mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es «homicida desde el principio», y también
«mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a
los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida.

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