Los Tres Consejos

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“Los tres consejos”

Violeta Lizana

A la memoria de mi abuelito…
Quien me contaba este cuento cuando pequeña
y me enseñó a aplicar los tres consejos en mi vida.

Hace mucho tiempo, en una pequeña aldea, vivía felizmente un matrimonio que
tenía tres hijos. Eran tiempos difíciles: el trabajo escaseaba y, por ende, el
dinero; era así como los hombres se iban a las minas en busca de fortuna,
demorando muchos años en volver.

El matrimonio formado por María y Pedro también vivía esta situación; por eso,
después de mucho pensarlo, Pedro ensilló su burro y se fue a trabajar a las
minas, dejando a su esposa con sus tres niños pequeños.

Pedro encontró trabajo en las minas, pero la distancia y el tiempo hicieron que
olvidara a su familia. Luego de diez años de duro trabajo, la mina fue cerrada y
el hombre tuvo que volver a su hogar.

En el camino de regreso, se encontró con un puesto que tenía un letrero, el


cual decía: “Se venden consejos”. A Pedro le pareció interesante y preguntó al
dependiente: “¿Cuánto valen los consejos?”. Éste le respondió: “Cien pesos
cada uno”.

Pedro se quedó pensando; nunca había visto una oferta semejante y la


curiosidad por escuchar un consejo lo embargaba profundamente, sin
embargo, solamente portaba con trescientos pesos, los cuales debía hacer
durar durante su viaje de regreso. Pero, la curiosidad fue más fuerte; pagó los
cien pesos y pidió un consejo. El hombre le dijo: “No deseches lo viejo por lo
mozo”. Pedro repitió en su mente: “No deseches lo viejo por lo mozo”.
- ¿Sabe? Está bien bueno el consejo. ¿Por qué no me vende otro? – exclamó
Pedro, mientras sacaba otros cien pesos de su bolsillo. El hombre, sin dudarlo,
le dio un segundo consejo: “No preguntes nunca lo que no te conviene”.

Pedro no dejaba de repetir en su mente los dos consejos que había recibido.
Ya había gastado más de la mitad de su dinero, sin embargo, no estaba
arrepentido. Así, fue como decidió invertir los últimos cien pesos en un tercer
consejo, el cual fue: “No te creas nunca de la primera nueva”.

Pedro, con los tres consejos en su mente y sin ni uno en los bolsillos,
reemprendió su viaje de regreso a casa. Durante algunos días, Pedro caminó
mucho y, de pronto, se encontró con dos caminos que no tenían señalización
alguna.

Uno de los caminos se veía muy hermoso, con árboles frondosos y verdes
prados; en cambio el otro era un camino desierto, polvoriento y árido. En ese
momento recordó el primer consejo que había comprado: “No deseches lo viejo
por lo mozo”. Fue así como decidió seguir por el camino viejo y polvoriento.

Luego de mucho andar, llegó a una casita muy humilde y como se había hecho
de noche, tocó a la puerta. De la morada salió un anciano de cara muy
agradable; Pedro le dijo: “Buenas noches, ¿me podría dar alojamiento? Soy un
trabajador que va de regreso a su hogar después de muchos años”. El anciano
lo hizo pasar y, además, lo invitó a cenar junto con él.

Cuando estaban comiendo, el anciano comenzó a tirar trozos de pan y comida


a un rincón de la pieza; allí se encontraban dos perros junto a una mujer
encadenada y vestida con andrajos, quien peleaba con los animales por la
comida. Pedro quedó intrigado y estuvo a punto de preguntar acerca de cuál
era la razón por la que esa mujer estuviera en esas condiciones. Sin embargo,
se acordó del segundo consejo que decía: “No preguntes nunca lo que no te
conviene” y se quedó callado. Durante toda la comida, Pedro siguió tentado de
preguntar qué había hecho esa mujer para estar viviendo esa situación, pero
no lo hizo.
Una vez terminada la comida, el anciano y Pedro fueron a dormir. La cama de
Pedro consistía en un simple colchón puesto en el suelo con una cobija
cualquiera; sin embargo, esto no le importó a Pedro, ya que estaba muy
cansado y se durmió rápidamente.

Al otro día, cuando Pedro despertó, observó que estaba en una habitación muy
lujosa y con muchas comodidades. Lo primero que pensó fue que se trataba de
un sueño, hasta que de pronto apareció un hombre vestido de rey. Poco a
poco, al ir observándolo, Pedro se dio cuenta de que el rey era el mismo
anciano que le había dado alojamiento y que, además de estar vestido con
finos ropajes, lucía un semblante rejuvenecido y saludable. El soberano
comenzó a contarle que hacía muchos años atrás, un malvado hechicero había
embrujado a todo su reino, condenándolo a él y a la reina a vivir en la miseria.
El brujo le había señalado que el hechizo solamente se rompería si lograba que
una persona se hospedara en la humilde morada y no hiciera ninguna pregunta
acerca de la extraña situación de su esposa. Sin embargo, durante años, todos
los huéspedes que ponían un pie en la casita, lo primero que hacían era
preguntar sobre el deplorable trato que le daba a su mujer. Como él había sido
tan cauto al no preguntar por esto, había logrado romper el hechizo, por tanto,
en agradecimiento a su discreción, le hacía entrega de una bolsa llena con
monedas de oro.

Pedro, muy contento con lo que le había ocurrido, llegó a su pueblo, pero como
los malos pensamientos siempre nos atacan, quiso antes de llegar a casa
preguntar por su señora. Se acercó al almacén de la esquina y consultó. La
dependienta inmediatamente le informó: “Usted pregunta por la señora María…
Esa que abandono el marido hace mucho tiempo y a quien visitan tres
caballeros”.

Pedro se sintió indignado y quiso ir inmediatamente a pedirle cuentas a su


mujer, pero se acordó del tercer consejo que decía: “No te creas nunca de la
primera nueva”. Decidió ir a su casa, pero no a encarar a su esposa. Al llamar a
la puerta, salió su mujer, quien, por supuesto, no era la misma que el había
dejado al irse a las minas; los años no habían pasado en vano, ya era casi una
anciana debido al trabajo y al tener que enfrentar la vida sola junto a sus niños.
Pedro tampoco era el mismo, su trabajo en las minas y el correr del tiempo lo
habían cambiado: vestía de manera humilde, su barba era blanca y tenía el
aspecto de un anciano.
Pedro preguntó a María si recibía huéspedes para alojar y comer; él no sabía
que dando alojamiento, su mujer había logrado ganarse la vida mientras había
estado sola. María le contestó que tenía una habitación desocupada y que no
había problema en que se quedara por unos pocos pesos. Fue así como
cerraron el trato.

Al anochecer, cuando estaban sentados a la mesa, fueron llegando, uno a uno,


los caballeros que, según los vecinos, visitaban a María. Uno era abogado, el
otro médico y el tercero era un sacerdote. Todos saludaban a María con un
beso en la cara y le decían “Buenas noches, mamá”.

Cuando terminaron de cenar, Pedro se paró y dijo: “María, ¿no me reconoces?


Yo soy tu esposo, Pedro, quien se fue a las minas en busca de fortuna. Hoy he
regresado para quedarme contigo para siempre”. La felicidad de todos aquellos
seres fue tan grande, que se abrazaron, se contaron muchas cosas y fueron
felices para siempre.

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