I

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 7

I

En un sentido muy general, el arte puede entenderse como cualquier producto de la


actividad humana. En esta acepción, la palabra ‘arte’ indica la diferencia entre lo natural y lo
artificial. Hay otro sentido, más específico, en el cual la palabra pretende referirse sólo a algunos
productos de la acción humana. Concretamente, me estoy refiriendo al uso de la palabra ‘arte’ que
la liga con aquellos objetos que fueron creados para ser contemplados estéticamente. Con este
objetivo, se creó la expresión ‘bellas artes’ para diferenciarlas de las ‘artes prácticas’. Bajo el
primer rótulo caerían objetos tales como una sinfonía o un cuadro, y bajo el segundo caerían objetos
tales como un auto o una escoba: obras de arte por un lado, y útiles por otro.
Sin embargo, no es todo tan simple. Una de las preguntas que se hacen los filósofos del arte
es, justamente, ¿qué es una obra arte? No entraré en detalles, pero el carácter filosófico de la
pregunta indica que tal vez no tenga una respuesta correcta. Y no me refiero a que no sepamos la
respuesta correcta, sino a que probablemente no exista tal cosa. Para entender la dificultad del
asunto, pensemos en la obra presentada en 1917 por Marcel Duchamp, Fuente. Aunque
seguramente sea conocida por todos, digamos en qué consiste: un mingitorio colocado al revés,
firmado “R. Mutt”. Estrictamente, el mingitorio no fue creado para echarle una mirada estética, sino
para orinarlo. ¿Qué lo convirtió en obra de arte? El haber sido puesto en exhibición. Para algunas
personas todo esto es una tontería; pero estas personas no entienden el tremendo impacto conceptual
que tuvo este acontecimiento: intuitivamente pensamos que algo se exhibe porque es una obra de
arte, y no a la inversa. Es decir, pensamos que algunos objetos son obras de arte de un modo similar
a como son pesados o ásperos. Pero, después de Duchamp, las instituciones pasaron a tener un rol
fundamental en la legitimación de un objeto como obra de arte. Una consecuencia de todo esto es el
descubrimiento de que cualquier cosa creada por el hombre presenta ambigüedad ontológica, que el
contexto desambigua a través de la elección (o eliminación, en el caso de las obras de arte) de su
función específica. Para el caso de Fuente, la explicación es sencilla: en el contexto de un baño, el
mingitorio tiene la función de ser orinado, y nadie se quedaría contemplándolo para intentar
desentrañar un mensaje; en el contexto de una muestra, en cambio, el objeto pierde su función
práctica y da lugar a la contemplación estética.
Este punto es importante, ya que la finalidad con la que fue creado el objeto no determina a
qué categoría pertenece. Por ejemplo, el arte cristiano tuvo un origen pedagógico, pero hoy puede
ser contemplado estéticamente y sin ninguna referencia a la religión. O puede ocurrir lo contrario,
que alguien desarrolle una obra con la finalidad de ser contemplada estéticamente y que luego sea
colocada como simple adorno en el consultorio de algún médico (o que quede guardada, fuera de la
mirada de cualquiera). En un caso tenemos objetos creados con una función práctica que luego
pasan a ser obras de arte; en otro caso tenemos un objeto creado con la intención de que se
convierta en una obra de arte y que luego pasó a tener una función práctica. El problema filosófico
formulado en la pregunta ¿qué es una obra de arte? no tiene, como todo problema filosófico, una
respuesta unánime; a pesar de todo, parece haber cierto acuerdo en que la obra de arte es cualquier
objeto que tenga como función primordial el ser experimentado estéticamente.

II

Lo anterior no tiene sentido si no definimos ‘experiencia estética’. Nuevamente, los


filósofos suelen discutir acerca de qué es tal experiencia – y hasta hay quienes niegan que exista tal
cosa. Sin embargo, una caracterización posible es la que nos dice que una experiencia estética es la
que surge de la visión desinteresada de un objeto: cuando contemplamos algo por el sólo placer que
nos produce contemplarlo, estamos teniendo una experiencia estética. Un ejemplo al alcance de la
mano es la luna: puede ser vista con fines de conocimiento (por ejemplo, como fue observada por
Galileo hace casi 400 años, lo que dio lugar a refutar algunas ideas de Aristóteles) o puede ser vista
como un pálido disco solitario que refleja su luz en el mar (sin importar demasiado si la luz que
refleja es, en realidad, la luz del sol). Por supuesto, no hay que dejar que la expresión ‘experiencia’
nos haga pensar que lo estético se limita a nuestro contacto con las cosas a través de la vista, el
tacto, el oído, el olfato, o el gusto. Suele hablarse de experiencia estética, también, cuando entramos
en contacto con los significados de ciertas cadenas de signos de un lenguaje natural o artificial. En
estos casos podemos hablar de la sensación placentera que nos produce la demostración de ciertos
teoremas o la simplicidad de algunas leyes de la naturaleza. Cuando hacemos esto, no prestamos
atención al significado cognoscitivo de tales expresiones, sino a relaciones abstractas que se
establecen entre ellas o al ingenio que fue necesario para llegar a formularlas. Podemos ver, así, que
aun en estos casos abstractos lo estético se separa de lo práctico. Esto puede dar lugar a pensar que
hay una relación entre las obras de arte y la ciencia, ya que podemos tener experiencia estética de
las expresiones que componen a la última. La expresión, seguramente conocida por todos, que
resume esta idea es ‘la ciencia es arte’. Pero tal identificación es ilusoria: cuando prestamos
atención a las relaciones abstractas que se dan en una demostración, no la estamos considerando
como un objeto científico con una función cognoscitiva. La prueba es que podemos experimentar
estéticamente demostraciones de afirmaciones que sabemos que son falsas, sin que esto nos interese
en lo más mínimo su falsedad. Algo similar ocurre con la literatura, en la que podemos estar
inmersos en la lectura sin estar pensando en la verdad o falsedad de lo que dice la obra. De hecho, al
considerar tales asuntos, nos estaremos perdiendo el carácter artístico de la obra literaria.

III

He hablado brevemente del arte y la experiencia estética, pero dije poco o nada acerca de la
ciencia. Los encargados de decirnos qué es la ciencia son los filósofos que suelen ser llamados
‘epistemólogos’. Por supuesto, hay también estudios históricos o sociológicos de la ciencia. Éstos se
concentran principalmente en cuestiones relacionadas con el modo en que el contexto influye en el
surgimiento o rechazo de una teoría científica. Todo esto es sumamente interesante, pero presupone
que sepamos de antemano qué es la ciencia. En esta exposición no puedo referirme a los detalles de
discusiones técnicas, así que optaré por decir algunas cosas de manera bastante dogmática. No
obstante, debemos tener presente que la pregunta ¿qué es la ciencia? al igual que la pregunta ¿qué
es el arte?, es de naturaleza filosófica. Esto no es malo, pero implica que no tiene una respuesta
definitiva (aunque sí hay numerosos intentos de solución).
Dicho de un modo muy general, la ciencia es una actividad que busca generar
conocimiento. Sin embargo, dicho así, no se distingue de lo que hace una persona que practica con
su moto para saber cómo tomar una curva, o de quien sale a caminar para conocer el vecindario. El
tipo de conocimiento que genera la ciencia se expresa en oraciones para las cuales tenemos algún
tipo de prueba. La prueba es una parte esencial, ya que sin ella no se puede hablar de conocimiento
científico. Si se trata de una ciencia formal (como la lógica o la matemática) la prueba es una
demostración; si se trata, en cambio, de una ciencia fáctica (como la física, la biología, o la historia)
la prueba consiste en comprobar a través de recolecciones de datos muy precisas, experimentos o de
documentos si lo que dice la teoría ocurre en la realidad. Si ocurre, tenemos buenas razones para
creer que las teorías son verdaderas. Por supuesto, sólo podemos creer que son verdaderas, pero
nunca estamos en condiciones de saberlo con certeza. Este punto es uno de los pocos que está fuera
de discusión dentro de la epistemología (está fuera de discusión para los filósofos que suponen que
la ciencia habla del mundo externo): pedir certezas que vayan más allá de las buenas razones es
ridículo, ya que los métodos de prueba de las hipótesis son inductivos, y sabemos que las
inducciones bien hechas pueden llevarnos a conclusiones falsas. Un ejemplo clásico puede aclarar
de qué estoy hablando. La ley ‘todos los metales se dilatan con el calor’ se acepta porque todos los
metales observados hasta hoy que se han calentado, también se han dilatado. Sin embargo, aunque
la cantidad de metales observados que presentan esta característica pueda ser muy grande (por
ejemplo, mil millones) la ley se refiere a todos, los observados y los no observados. Así, es
perfectamente posible que entre los no observados haya metales que no se dilaten al calentarse. Este
ejemplo, reconozco que demasiado simplista, ilustra, sin embargo, otra característica de la ciencia
llamada ‘falibilidad’. Con esta expresión se quiere dar a entender que el conocimiento científico es
siempre susceptible de ser o bien ajustado en vista de datos que lo contradigan, o bien modificado
en sus fundamentos, si los datos que lo contradicen no logran ser ajustados luego de varios intentos.
Todo esto sirve para destacar que los conocimientos científicos siempre mantienen una relación con
datos que son los que, en última instancia, nos permiten justificarlo o rechazarlo. Por tal motivo, el
lenguaje científico debe tener algunas características que será importante mencionar para ver las
diferencias que mantiene con los modos de expresión del arte.

IV

El lenguaje artístico, a diferencia del científico, no tiene carácter referencial. Por ejemplo, oraciones
del tipo ‘el intervalo espacio-temporal entre dos sucesos es independiente del observador’ o ‘el
punto de fusión del metal X es de n°’ tienen un significado técnico preciso, y deben comparase
(hasta donde sea posible) con el mundo. Los componentes simbólicos de una pintura o los
movimientos de una danza, en cambio, carecen de significado unívoco, y hay quienes creen que es
el espectador (cada espectador) quien se lo confiere. Así, una obra de arte puede identificarse con lo
que una persona aporta a un objeto físico que ha sido manipulado por un artista. Pero, como el
número de personas que pueden relacionarse con ese objeto es virtualmente infinito, también lo es
el número de significados que pueden extraerse de este. Lo que menciono no tiene la virtud de la
novedad. Borges, en una charla sobre la poesía, sugiere que un libro en un estante es sólo una cosa
entre las cosas, que el hecho estético ocurre solamente cuando el lector se encuentra con el libro. La
idea que tiene en mente es que aunque el libro es uno, su lectura es múltiple. Esta idea no es
exclusiva de la teoría literaria, sino que es aplicable a todas las expresiones artísticas.
Una posible respuesta a lo anterior es que, en muchas ocasiones, hay componentes de una obra que
son identificables por los espectadores, y que en ellos no se da la polisemia antes mencionada. Sin
embargo, que algunos componentes de la obra sean reconocibles de manera precisa no hace que la
totalidad de la obra lo sea. Pensemos, por ejemplo, en la pintura. Un caso famoso es el de la obra
pintada en París en 1886 por Van Gogh, Las Botas del Campesino. Al mirar la pintura reconocemos
dos botas. ¿Qué significa la obra? Para el filósofo Martín Heidegger, las botas pertenecían a una
campesina, y Van Gogh pretendía retratar la situación de esfuerzo y opresión constante en el que
vivían todos los campesinos de aquellas épocas; para el historiador del arte Meyer Shapiro, en
cambio, las botas pertenecían a Van Gogh, quien quiso autorretratarse a través de ellas; Derrida, sin
embargo, pensó que las botas no pertenecían al mismo par, y que el desacuerdo entre Shapiro y
Heidegger se debía a que uno era judío y el otro un alemán afiliado al partido nazi. ¿Cuál es la
interpretación correcta? Al parecer, eran unas botas que Van Gogh había comprado en un mercado.
Después de dar un paseo en una tarde lluviosa, las botas se embarraron y, por algún motivo, Van
Gogh quiso retratarlas. De este modo, aunque cada intérprete reconoció unas botas en la pintura,
cada uno dio un sentido diferente a la totalidad de la obra.
No hay que suponer erróneamente que el problema se vincule a las limitaciones expresivas
de la pintura como vehículo proposicional. Lo mismo ocurre con las obras literarias. Por ejemplo, el
primer cuento de Julio Cortázar, Casa Tomada, en el que una presencia invisible expulsa a los
habitantes de una casa hacia el exterior, fue interpretado como una alegoría del peronismo.
Cortázar, sin embargo, parece haberlo escrito, según sus propias palabras, intentando mostrar el
temor en estado puro. Nuevamente, todas las interpretaciones que se adecuen al texto son
apropiadas: la interpretación que el autor da a su propia obra no tiene ninguna prioridad.
Contrariamente a lo que podría pensarse, la multiplicidad de significaciones es la virtud fascinante
del lenguaje artístico (en cualquiera de sus formas). Cuando tal característica no está presente,
sencillamente no hay arte.

V
La ciencia y el arte son actividades completamente diferentes. Por un lado, el conocimiento teórico,
del cual la ciencia es un caso particular, busca especificar la significación de los términos que
utiliza; el arte, en cambio, explota la multiplicidad de significaciones, en algunos casos, o carece de
significado, en otro (por ejemplo, en el arte abstracto o en la poesía fonética). La ciencia produce
teorías que pretenden explicar, describir, y predecir hechos vinculados a su campo de aplicación; el
arte produce obras que generan diferentes experiencias estéticas en el público (comunidad
receptora). El discurso científico transmite, a partir de convenciones fijas, conocimientos revisables;
las obras de arte, que buscan transgredir constantemente las normas estéticas, no poseen
convenciones fijas de interpretación que permitan decir que transmiten conocimiento (es el
espectador quien, a partir de sus propios contenidos cognitivos, crea un mensaje a partir de la obra).
Teniendo esto en cuenta, intentar establecer conexiones entre el arte y la ciencia, ya sea
convirtiendo al arte en una herramienta para formar buenos ciudadanos o para enseñar contenidos a
la gente ignorante, es diseñar un monstruo con lo peor de cada disciplina: el arte pasa a tener una
utilidad, con lo cual la contemplación estética desaparece dando lugar al contenido cognitivo, y la
ciencia pasa a expresarse en un lenguaje que no es adecuado para la transmisión de conocimientos
precisos. Por supuesto, tal híbrido no tiene nada de malo en sí mismo. Pero debe tenerse en cuenta
que tal cosa no es arte ni es ciencia, ni tampoco una relación entre las dos cosas. Creer que de esta
manera se puede solucionar el difícil problema de la especialización es ingenuo, y hasta perjudicial:
se genera la vaga impresión de que se poseen conocimientos que no se tienen, dando lugar a
personas que hablan de las últimas teorías físicas acerca de la estructura de la materia sin saber
siquiera por qué motivo 2 + 3 es 5.
El problema de la especialización de los conocimientos es mucho más complejo, y parece
presentar inconvenientes para los que, al menos hasta ahora, no parece existir una solución posible.
De hecho, la filosofía, que es la disciplina teórica que tradicionalmente se ha mantenido alejada de
la especialización, parece sufrir el mismo destino: un filósofo de la lógica difícilmente pueda
comunicar el resultado de sus investigaciones a un filósofo de la política, y a la inversa. La cuestión
es sencilla: si un filósofo quiere hablar del conocimiento de su época, debe estar lo suficientemente
informado acerca de tales conocimientos; pero, dado que tales conocimientos están altamente
especializados, el filósofo que quiera abordarlos tendrá que dedicarse casi exclusivamente a
entender sus fundamentos (en caso contrario queda rezagado). De modo que un filósofo que
actualmente quiera dar una visión totalizadora, que permita tener una comprensión global del
conocimiento científico, el arte, la tecnología, la política, etc., es un estúpido anacrónico. Esto es
desalentador: si quienes se especializan en cuestiones generales no pueden evitar el problema de la
especialización, mucho menos lo harán quienes se especializan en un área específica del
conocimiento. El futuro sólo parece depararnos conocimientos increíblemente complejos, y
personas increíblemente ignorantes.
Resumiendo, el problema más grave de la especialización de los conocimientos es que,
aunque las distintas áreas del conocimiento aumenten enormemente las respuestas a los detalles, los
investigadores especializados son cada vez más ignorantes de lo que ocurre fuera de sus áreas de
especialización. Esta situación ya fue anticipada a mediados de siglo XIX por Nietzsche, cuando
hablaba en su Zaratustra de personas a las que les faltaba todo menos una cosa de la que tenían
demasiado. La historia es conocida: Zaratustra se encuentra en un puente con una oreja del tamaño
de una persona y exclama “¡Una oreja!”. Sin poder creer lo que ve, se acerca para realizar una
inspección más cercana y descubre que la oreja es sostenida por un palito diminuto, frágil,
miserable: un hombre pequeño al que todos en el pueblo llaman genio; Zaratustra prefería llamarlos
‘lisiados al revés’.
Tal vez hoy, al igual que la Atenas del siglo V a.C., el más sabio de los hombres sea aquel
que sabe que no sabe nada. El reconocimiento de la propia ignorancia, una ignorancia inevitable,
debería dar lugar a que aprendamos a callarnos la boca cuando no sabemos algo; a no creer que
nuestras opiniones deban ser respetadas o tenidas en cuenta basándonos en la ingenua ficción de la
igualdad.

También podría gustarte