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Mis cuentos

José Luis Pérez Quintero


Nota del autor

Quisiera aclarar que mis historias son, mayoritariamente, anécdotas reales de mi


vida que, por su importancia para mí, decidí narrar, compartir y adaptar al formato
de cuento corto. En ellas, tomé la decisión de mantener la historia lo más fiel posible
a la realidad, razón por la cual encontrarán que muchas tienen finales abiertos e
intempestivos, reales.

Espero que sean de su agrado.

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Contenido
Nota del autor ................................................................................................................... 2
La penumbra ..................................................................................................................... 5
El formato de la boleta .................................................................................................... 15
La partida del siglo .......................................................................................................... 25
El frasco de Dominga ....................................................................................................... 60
El maestro de los sueños ................................................................................................. 74
El llamado........................................................................................................................ 84
Las luces .......................................................................................................................... 93
Just a usual job interview .............................................................................................. 103
I’m going out with a mate, mom ................................................................................... 125
Para qué recordarlo ...................................................................................................... 133
Ser alguien en la vida .................................................................................................... 142
Maldiciones cotidianas .................................................................................................. 155

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Acerca del autor ............................................................................................................ 165

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La penumbra

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Sé que han pasado ya más de ocho años desde aquel incidente, Raquel, y
discúlpame, pero todavía no puedo acostarme en aquel cuarto, digan lo que digan
los doctores. Yo sigo sintiendo esa presencia, aunque no me creas. La siento en ese
aire frío del pasillo, en la oscuridad de las paredes… Sé que él ya no me ayudará.

¡No! No me voy a poner a discutir si fue verdad o no, yo sé que no estaba


soñando, no pude haber estado soñando. Un sueño no puede ser tan nefastamente
vívido, y si acaso fue un sueño, prefiero alejarme de él, sino que lo diga Claudio:
en los sueños uno se puede morir, ¿pero qué? Él ya no puede decirlo.

¡No! Tampoco llames de nuevo al enfermero. Yo estoy más cuerdo que


nunca y tú lo sabes. Eres tú quien no cree en ninguna de esas historias antiguas
¡Ingenua! ¿No entiendes que tantas personas no pudieron haber imaginado lo

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mismo?, ¿no entiendes que la noche esconde más que tu cuerpo bajo las sábanas?
¡Yo no me hice eso solo!

Sí, sé que me encontraste en la cocina y no en la cama, pero te aseguro que


no estuve sonámbulo, todo eso fue real. Yo estaba acostado antes, en esa cama, en
ese cuarto, en ese maldito cuarto de servicio. Desde que lo pintamos yo supe que
había algo malo con él: esas paredes porosas, esa cerámica manchada. No te
imaginas cómo es de noche: si cierras la puerta ni siquiera la soledad es tan oscura.

Esa tarde, justo antes de anochecer, yo había dejado la puerta abierta.


Entraba un poco de luz, de esa que se refleja en la pared de afuera cuando la luna
está plena. Si hubieses estado conmigo tal vez te diría que era una noche hermosa,
pero no fuiste tú quien me acompañó.

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No, no estaba solo, Raquel. Tú no entiendes. Yo no podía dormir, tenía esa
sensación de estar en un sitio incómodo y extraño, como cuando vamos a casa de
tus padres, ¿me entiendes? No importa que siempre vayamos, esa casa me
desagrada, ellos me desagradan. Ese cuarto también me desagrada.

Como te decía, no podía dormir y decidí momificarme con las sábanas, tú


sabes, cubriéndome entero como hago cuando hay mosquitos. Como mi almohada
era alta y había suficiente luz, podía ver perfectamente mis pies si inclinaba un poco
mi cabeza.

Entonces lo vi. Esa sombra horrible, negra, profunda, expectante. Se


ocultaba debajo de mí, exactamente en mi posición, como queriendo engañarme,
como confundiéndose con mi cuerpo para atraparme con más facilidad. Él no sabía
que yo lo veía, seguramente no pensaba que la luz de la luna me iba a ayudar,

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después de todo, seguramente sentiría que estaba en sus dominios, empapado en el
negro de ese cuarto.

Tuve la duda un momento, tal vez era mi propia sombra ¿pero desde cuando
las sombras no huyen de la luz? Luz nocturna, luz luciferina, eso lo explica todo,
Raquel. Esas criaturas son criaturas de la noche, de esas que tomaban cuerpos y
confundían a los viajeros y a los borrachos. Sé que no me crees, pero ya yo no lo
dudo.

Entonces decidí mover mis pies. Primero el derecho, luego el izquierdo,


luego nuevamente el derecho. La sombra los seguía como si fuese un reflejo, trataba
de confundirme, de hacerme perder la guardia.

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Me detuve y pensé una nueva secuencia, una que la hiciera equivocarse, una
como derecha, derecha, izquierda, nada, derecha. No funcionó. La sombra era capaz
de seguirme.

Entonces me hice el dormido, pero dejé los ojos entreabiertos ¡Sí, Raquel,
entreabiertos, no cerrados, no me dormí! Los dejé entreabiertos y cuando menos lo
esperaba la sombra, moví mi pie derecho. Y entonces sucedió: no tuvo tiempo de
moverse y así como en una pesadilla del mundo de nunca jamás, “mi sombra” se
separó de mi cuerpo.

Ya no quedaba ninguna duda, Raquel, tenía que huir, ese algo me quería
cazar y estaba exactamente bajo de mí, sujeto a mi piel, quizás esparcido por todo
el cuarto, por todos los dominios del negro, por todas las esquinas y la biblioteca y
el closet y debajo de la cama.

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Intenté levantarme y no pude: su fuerte brazo sujetó mi cuello y clavó sus
dedos en mis músculos. Apretaba fuerte, fuerte, como el abrazo mortal de los
videojuegos. Hundió sus dedos en mis músculos y paralizó el resto de mi cuerpo
con su otro brazo, agarrándome por la cintura.

Su fortaleza era fenomenal, inigualable. Ni siquiera Marrero hubiese podido


ganarle, de verdad, Raquel. Yo intenté liberarme, pero fue inútil. Tal era su poder
que en sus ansias de acabarme me haló hacia la cama, como intentando sumergirme
dentro del colchón, como intentando hacerme atravesarlo para llegar a ese espacio
que tanto temen los niños, que guarda historias inenarrables, recuerdos de ayer y
basura de hoy.

Lo peor es que lo lograba: yo sentía cómo la cama se doblaba poco a poco,


cómo respirar se hacía más complicado y cómo mi corazón se batía tratando de

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escapar y seguir latiendo. Los resortes se doblaban, la madera crujía, las sábanas se
recogían como si las halasen desde abajo. Seguramente no era uno solo,
seguramente eran varios, o quizás uno de esos monstruos de muchas extremidades
que aterrorizaban los navíos cuando sólo la brújula y las estrellas servían de guías
para los navegantes.

Ya me había resignado. Mi muerte era inminente, y sería, literalmente,


asfixiante y dolorosa. Quién sabe cuántas torturas habrían aprendido en el infierno,
cuánto odio acumulado tendrían esos seres condenados que se satisfarían con mi
cuerpo.

Entonces oré. Oré callado, con el pensamiento. Oré los fragmentos de


oraciones que todavía recordaba. Intenté darles sentido y belleza. Oré pidiendo paz
a mi alma, pidiendo el perdón, y no sé si fue la fuerza de mi oración, una orden

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divina, aburrimiento de esas criaturas o pura casualidad, pero dejaron de sujetarme
y apenas me repuse, encendí las luces y fui a la cocina, donde tú me encontraste.
Tomé un cuchillo y esperé el regreso de esas bestias nocturnas. No era posible que
me abandonasen así, seguro querían disfrutar más de su cacería.

Estaba aterrado, Raquel ¿Cómo iba a saber que nuestro Pablito no era uno
de ellos? Ya te lo dije, los demonios viven en la noche, y en ella pueden ser y dejar
de ser. Toman formas inesperadas, incluso las voces. Cantan, bailan…Te
confunden y te llevan al infierno con ellos.

Me equivoqué, Raquel, me equivoqué, no era mi intención atacarlo, sabes


que yo lo quiero. Ellos también lo sabían, vivían en esa casa igual que nosotros
¿Cuál vil forma hubiese sido mejor para confundirme que Pablito?

Igual no le hice mucho daño, ¿verdad?, ¿sigue vivo, no? ¿No?

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El formato de la boleta

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Aunque Matías se graduó como diseñador hace más de una década, siempre
recordaba con tristeza que de niño había querido ser alguien totalmente distinto al
cuarentón solitario y con entradas que es ahora. Matías creció con las aventuras de
Indiana Jones, la seducción de James Bond, la esperanza de John Hammond y la
sabiduría de Mr. Spock, pero el mundo real no tiene cabida para alguien así, o al
menos eso pensaba.

Ante sus ojos, él era un fracasado más, un ser doblegado por el sistema para trabajar
por una miseria hasta el fin de sus días creyendo que la felicidad estaba en el sueldo,
en la escapada de media noche o en algún trago de alcohol barato una vez a la
semana.

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Su corazón ardía de ganas de navegar en el Nautilus, de descubrir nuevas especies,
de aportar al mundo más que imágenes vectoriales, fotomontajes, y animaciones
para empresas mediocres.

Miró con rabia la pantalla de su computador y lo cerró de golpe. Ahí estaba,


diagramando absurdamente un formato de boleta, como si no hubiese miles
disponibles, solo porque el cliente quería que su identidad gráfica estuviera hasta
en ese pedazo de papel.

Abrió nuevamente su portátil y lo vio con desgano. Necesitaba el dinero y le faltaba


poco: colocar el emblema, corregir el ancho de algunas columnas y modificar
códigos de color. “Es una tontería”, pensó, y continuó cliqueando.

Al menos se trataba de algo más simple que una boleta electrónica, pues los recibos
de papel no requieren más que un código numérico continuo —escrito a mano―

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para su emisión legal, mientras que la boleta digital debe generar un código único
e irremplazable, conectado directamente con el sistema de impuestos nacionales.

Era un trabajo rápido y fácil, que podía hacer simplemente modificando una
plantilla. Así, en media hora, poco más, poco menos, Matías guardó el archivo en
la computadora, lo subió al sistema y adjuntó una copia en su pendrive, para
prevenir errores.

— Aquí está el diseño, un formato estándar de boleta física, pero con lo que
me pediste. De todos modos, igual lo puedes ver ya en tu sistema una vez
que emitas el primer documento.
— Perfecto, gracias —, dijo Daniel. Emitiré un pedido ficticio, para ver cómo
sale, porque recuerda que me interesa que coincidan los colores impresos
también, y ya hemos tenido problemas antes con lo del papel.

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— No te preocupes, lo tomé en cuenta y saldrá bien.

Daniel puso los datos de Matías y fingió que le vendía algunas unidades de vitamina
B12. Eran 12.000 pesos, pagados en efectivo y entregados el mismo día. Aceptar,
imprimir, y la hoja salió por la derecha.

— Está mal, Matías.


— ¿Cómo?
— Te dije que era una boleta de papel, no una digital. Ahora me hiciste emitir
una boleta electrónica voy a tener que explicar qué pasó a la oficina de
impuestos.
— Es que no puede ser, Daniel, yo nunca hice esa programación.

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La evidencia estaba ahí. La hoja, al final, tenía un código indudablemente idéntico
al de una boleta electrónica, pero Matías estaba seguro de que él no la había puesto
ahí, y no pudo colocarse sola.

— Debe ser un error del sistema, porque mi respaldo está bien.


— Tampoco está registrada en el servicio de impuestos. Supongo que es un
error. ¿Crees que fue la impresora?
— La verdad no lo sé, Daniel, pero no es algo que haya hecho yo. En todo caso,
si estás satisfecho, espero en la tarde el pago. Prueba otras veces más, por si
acaso, para que identifiques qué pasó.

Matías salió de la oficina y tomó la hoja defectuosa antes de irse. Era simplemente
imposible que eso pasara. Ni su diseño, ni el sistema de facturación, ni la impresora

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podían hacer algo así. ¿Habría sido un programador jugándole una broma?, ¿pero
para qué?

Parecía un código genuino, válido, ¿pero si no era una venta, ¿qué era?, ¿por qué
apareció específicamente en ese documento?

Él sabía que el “defecto” no volvería a repetirse, y si no había registro en el sistema


de impuestos, tenía que significar algo más, mucho más simple, pero oculto para
los demás, lo sentía dentro de sí.

“Debe ser un código”, se dijo, e intentó verlo a contraluz, pero no hubo diferencia.
Giró la hoja para verla desde otras perspectivas, la dobló, la superpuso al texto,
esperó minutos y volvió a comprobar si había algún cambio. Nada sucedía.

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Debe ser algo más simple, algo que otros no harían, pensó. Matías se mordió las
uñas y se apretó con fuerza los dedos intentando forzar su mente. La fricción le
recordó una sensación muy conocida. ¡El celular, claro, el celular! Así como la
cámara de un celular puede leer y buscar un código de barras o un código QR…

La hoja estaba desgastada, pero aun así la cámara debía ser capaz de reconocer un
código inteligente, si lo hubiese. Sin esperar más, apuntó la lente al blanquinegro
del papel y el equipo reconoció al instante un enlace, algo estaba cargando y
haciendo operaciones en su celular.

Mientras las ventanas pasaban, Matías logró ver cómo el móvil cambiaba el registro
de la hora, de la temperatura, incluso de la ubicación que originalmente tenía. Se
abrió la aplicación de mensajería, inició y trancó una llamada, intentó una y otra
vez abrir una ventana de mensajes, pero el programa colapsó una y otra vez. El

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teléfono se reinició. Los cambios permanecían y, como lo esperaba, nuevamente se
abrió una ventana de diálogo, con su nombre.

“Ya, me descargué un virus, lo que faltaba”, pensó para sí.

— No soy un virus, Matías, antes de que lo pienses ―se escribió rápidamente


en la ventana de mensajes.

Una foto de sí, con cabello abundante y anteojos apareció en pantalla. Una
videollamada comenzó y Matías, ahora pálido, sudoroso, comprendió que su mundo
estaba cambiando.

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La partida del siglo

A Damelis, a Gombrich, a Mariela y a mi abuelo.

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1
En las remotas tierras del pueblo de Güiria, allá en el Nororiente de Venezuela,
comenzó una historia de esas que parecen escritas por los dioses de antaño, pues
ahí, en ese terruño de cocoteras y conucos, de pescadores y de corocoros, nació una
tarde de agosto Mercedes Josefina del Valle Caraballo, o Mechita, como le dirían
sus padres.

Desde el principio de su vida, Mercedes acometió las más grandes proezas, como
si la suerte siempre la acompañase o como si de alguna manera supiese más que los
demás de lo que nunca había experimentado. Así, aprendió a hablar y a leer más
rápido que cualquier otro niño, se sumergió en el mar como si hubiera sido cazadora
de madreperlas en un libro de Jack London, tocó el violín como si hubiera aprendido
del propio Paganini, y sobre todas las cosas, jugó ajedrez.

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Fue en eso último en lo que quizás destacó más, y sin duda con lo que comenzó su
leyenda, pues una mañana, a la tierna edad de los ocho añitos, vio con atención
cómo los abuelos de la plaza del pueblo miraban concentrados el tablero bicolor.
Observó sus rostros, sus movimientos y cada una de las pequeñas figuritas con las
que jugaban, mientras el sol caía. Entonces, como todos los niños, se acercó a uno
de ellos, que recientemente había terminado una partida, y luego de preguntarle
cómo se llamaba esa actividad tan divertida, le dijo:

— ¿Puedo jugar?
— Por supuesto, mi niña. ¿Sabes hacerlo?

Sin mediar palabra, Mechita tomó un peón, y sin siquiera saber su nombre, ante una
sonrisa complaciente del anciano, hizo su primera jugada. Don Jairo, pensando que
se trataba de un juego cualquiera con un niño, sin reglas y con un ganador

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indiscutible —Mercedes―, le siguió la corriente y movió una pieza con la intención
de darle la satisfacción de haber jugado, totalmente incrédulo de lo que para su
sorpresa sucedería después.

— F1 a B5.
— ¿Cómo dices?

Habiendo comprendido la disposición de las piezas en el tablero, Mechita


aprovechó la jugada piadosa de su desprevenido contrincante, desplazó el alfil y
amenazó a Don Jairo con un jaque claramente audible. Había menospreciado a la
niña, y ante la mirada atónita de todos sus compañeros de pasatiempo, estaba en
riesgo de perder.

Para la suerte de Don Jairo, la noche se acercaba y los padres de Mercedes llamaron
a su hija a la casa, impidiéndole, quién sabe, su primera victoria. Sin embargo, no
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lograron detener que desde ese momento creciera la reputación de su hija como una
niña muy inteligente, jugadora de ajedrez, aunque sus padres jamás hubieran tocado
un tablero.

Fue Don Jairo, quien, impresionado por la jugada de la niña, fue a ver a sus padres,
y luego de felicitarlos por sus aparentes habilidades como maestros de tan
importante deporte (Don Miguel y la Sra. María no tenían la más mínima idea de
qué hablaba), los convenció de inscribirla en los talleres de la tarde del colegio,
donde sin duda podría practicar más y mejorar.

Desde ese día, así pasaron las tardes de Mechita. Luego del último timbre y de la
carrera de sus compañeros a las afueras del colegio, ella cruzaba a la izquierda,
abría la puerta y se sentaba siempre en el mismo sitio, al lado del árbol de tapara y
del cuadro Marcel Duchamp. Ahí, con sus compañeros, pasaba su tiempo entre

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damas, reyes, alfiles y torres, y cuando no jugaba, disfrutaba leyendo sobre José
Raúl Capablanca en la misma plaza en la que descubrió su más grato pasatiempo.

Grandes y chicos, asiduos practicantes, maestros reconocidos y recién llegados al


deporte de la mente pasaban una y otra vez por la mesa de la ahora joven Mercedes,
quien, sin prisa, pero también sin mayor esfuerzo o aparente interés los derrotaba
en cuestión de minutos. Llegó el momento en el cual el colegio se hizo pequeño y
avanzó al equipo del pueblo, de la ciudad, y finalmente del país. Era siempre lo
mismo, llegaba sin práctica, sin siquiera haberse escrito voluntariamente, se sentaba
y luego de una corta mirada a su contrincante, entre las múltiples distracciones
banales de su mente revolucionada, pronunciaba “Jaque mate”, y la partida
terminaba.

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Inevitablemente, su historia corrió de boca en boca, y aunque algunos detalles de
su identidad se perdieron, desde Caracas hasta Santiago, pasando a través de los
océanos y de las cordilleras, se conoció que, en un país del Caribe, una niña prodigio
avanzaba sin pares en el arte del ajedrez, y que su habilidad era tal que parecía
provenir de lo innato.

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Aquella misma tarde de agosto en que comenzó la vida de Meche, pero a miles de
kilómetros atravesando el océano Atlántico —casi llegando a las frías aguas del
Ártico norte—, Audhild Jørgensen dio a luz en el puerto de Tønsberg a un joven no
menos impresionante, pero hábil en distinta forma. Hans Carlsen llegó al mundo
con el regalo de la persistencia, y aunque nunca gozó de una inteligencia prodigio

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desde el principio, se hizo camino en el mundo entre lecciones, ejercicios, prácticas
y mucho estudio.

Sus padres, entusiastas de todo juego de estrategia, no tardaron en enseñarle a su


joven hijo las maravillas del ajedrez. El pequeño Hans exploró encantado sus más
de cinco siglos de historia y aunque no contaba con facilidades para aprender, tuvo
siempre a su favor la fe de sus padres en que sería un hombre ejemplar en aquello
que dedicase su atención, por lo que siempre tuvo a su disposición los mejores
maestros posibles, los más espectaculares tableros, y siempre, pero siempre, un
puesto en cualquier torneo que se llevara a cabo cerca de su ciudad.

No quiero decir con esto que el talento de Hans dependiese de sus padres o de los
objetos que de ellos obtuvo —que eran nada más una picardía para el disfrute de
los designios de los dioses—, pues incluso sin esos regalos el joven Carlsen hubiera

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triunfado una vez conociera su vocación. Hans era un chico curioso, estructurado y
perseverante, que tardaba en lograr sus metas, pero las conseguía a través del trabajo
y del sudor: una vez que supo que su más amado juego provenía del antiguo
Chaturanga, se organizó para que cada día a las seis de la tarde, al salir de su liceo,
se pudiera internar en la biblioteca de la ciudad a leer, a aprender, a diferenciar, a
ver patrones de similitud entre ambos juegos hasta sentirse pleno de información.
Así era él, un alma indetenible de búsqueda de conocimiento.

Esa actitud, esa forma de ser, fue la que llevó a Hans, poco tiempo después, a
coronarse como Gran Maestro Internacional de ajedrez. Ocurrió cerca de su casa,
en las inmediaciones del monte Slottfjellet, donde para el asombro de quienes
asistieron al torneo que había sido organizado por la Federación Internacional de

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ajedrez, venció a su propio maestro con amplia ventaja, además de a muchos otros
contrincantes.

Desde ese día, Hans fue temido por muchos y admirado por todos, y aunque siguió
avanzando en su carrera, mejorando cada día; buscando más y mejores retos,
mejores técnicas y formas de ver lo que sucedía en el tablero, pocos minutos
después de haberse parado, mientras recibía los aplausos del público que había
asistido a ver tan trascendente evento internacional, escuchó lo que minaría su
recién alcanzada seguridad:

— Escuché del maestro Otto que hay una chica que podría vencerlo.
— ¡Qué tonterías dices!, ¿no ves que hasta el propio Kaspárov ha perdido ante
él?

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— Él es un contrincante excelente y estudioso, pero ella, según dicen, posee el
don desde el nacimiento.
— Patrañas, Ansgar, nunca la suerte le ganaría a la experiencia.

Quiso el destino que el maestro Carlsen fuese impedido por la turba de hinchas de
acercarse a los caballeros que hablaban del partido, pero su espíritu noruego,
acostumbrado a los mitos y leyendas que abundan en su cultura, no dudó en guardar
dentro de sí el respeto a la niña que, sin rostro ni nombre, podía apagar la luz de su
victoria.

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Años habían pasado, y con el tiempo mucho cambió para Mechita y para Hans. Ella
había abandonado su patria forzadamente, y con ello también la estabilidad que
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permitía tener tiempo para jugar. Su vida pasó a ser mera supervivencia, ya por su
condición de migrante solo podía dedicarse a tres cosas: trabajar, alimentarse y
descansar.

El orgullo que antes sentía por sus habilidades y el recuerdo de la admiración que
los demás por ella la fueron abandonando hasta que, dentro de sí, el que había sido
su juego favorito no fue más que un lejano recuerdo, doloroso, que quería sepultar
en lo más profundo de su mente.

Sin embargo, le fue imposible, pues sus cercanos recordaban siempre sus hazañas,
y muy a pesar de su sentir, le informaban siempre cualquier novedad relevante. Así
fue como supo, en una mañana de abril que el mundo tenía un nuevo campeón
mundial de ajedrez: Hans Carlsen Jørgensen, noruego, de 20 años, con un ELO
superior a los 2800, casi el doble de su más cercano adversario.

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Meche sintió admiración, mucha. También una tristeza indescriptible, una rabia
hacia sí misma tan grande que la hizo olvidar las razones de su exilio por varios
minutos. Ella pudo haber estado ahí, si hubiera seguido practicando, si las cosas
hubieran sido distintas…

—«No, ya no puedo, ya no soy la misma, ya no tengo siquiera un tablero o alguien


con quien jugar, y lo más probable es que no recuerde bien cómo jugar, cualquiera
me ganaría», se dijo a sí misma, y aunque no iba a ser capaz de borrar ese
pensamiento de su mente, se aseguró de colocarle un obstáculo grande, y se dijo a
sí misma que su prioridad era vivir, y no seguir sufriendo por “ilusiones de cuando
era niña”.

No sabía Meche que desde que Carlsen se había convertido en Maestro


Internacional y su carrera como ajedrecista había empezado a crecer

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vertiginosamente, era el recuerdo de una amenaza incierta, un “mito” de las aguas
del Caribe lo que más lo había motivado a mejorar. Aquella tarde en que celebraron
en su pueblo la victoria que tuvo contra su maestro, Hans entendió que ya no podía
concentrarse en la dificultad que le presentaban los hombres normales, que tenía
que aprender de las estadísticas mismas, de lo que no duda y solo piensa, calcula, y
nunca se equivoca para así poder enfrentar a esa joven de la que tantos hablaban.

Todos los días, desde el amanecer hasta el anochecer, Hans se enfrentó a más de 10
computadoras que aprendían, al igual que él, en cada jugada. Lo hacía al principio
de una en una, pero en la medida en que conquistaba victorias empezó a convertir
sus juegos individuales en juegos simultáneos: primero dos computadoras a la vez,
luego cinco, luego diez. Para los demás era un ser inalcanzable, y aunque a veces
él se sentía como tal, nunca dejó de pensar en ella, en la niña prodigio que

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desapareció sin dejar rastro, pero que cualquier día podía sentarse frente a él y
robarle su victoria con el último golpe al reloj del tablero.

Así pues, el destino colocó en su propio tablero a las dos piezas de una guerra eterna
que entretuvo a los dioses y complicó la vida de la humanidad desde el principio de
los tiempos. Eran Meche y Hans, el talento y la experiencia, la esperanza tenue y la
certeza incompleta. Inevitablemente, a pesar de la distancia y de nunca haberse
visto, llegaría el día de su encuentro, porque así había sido dispuesto desde antes de
que siquiera hubiesen llegado al mundo.

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— Creo que deberías seguir jugando, aunque sea para practicar, para
desestresarte. Eso de vivir solo para el trabajo no es sano, Meche, uno debe
conseguir momentos para sí mismo.
— ¿Pero dónde, Ignacio? Acá ni siquiera creen que las mujeres pueden jugar,
y no tengo tiempo para esperar a que me dejen. Además, en los lugares que
he visto hay que pagar para jugar si no perteneces al club, y tampoco puedo
darme ese lujo.
— ¿Y si juegas por Internet?
— ¿Y si juego por Internet?

La misma pregunta se hacía Hans miles de kilómetros más allá, harto ya de la rutina
de siempre, de compartir solo con computadoras, de no encontrar en sus partidas la

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alegría de la victoria. Desde hace años no había hallado un contrincante digno —ni
real—, y su vida parecía más guiada por los intereses comerciales de sus
representantes que por sus propias motivaciones.

— ¿Qué es lo peor que puede pasar? Soy el campeón mundial, sí, pero nadie
se enterará y aunque será una victoria fácil, al menos podré sentirla más
real. Es solo una distracción, un momento de diversión.
— ¿Qué sucede, Sr. Carlsen?
— Nada, Sigfried, no te preocupes. Solo estoy descansando.

Sigfried abandonó la sala, y mientras bajaba las escaleras, Hans Carlsen, campeón
mundial de ajedrez, tomó su celular y recostado en su sillón, de espaldas a la puerta
de su despacho, vio el atardecer que tenía frente a su ventana y sonrió como cuando
era un niño.

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— “Voy a hacerlo”, dijeron, uno aquí y otro allá, y así sellaron su destino. En
todas las esquinas del mundo material e inmaterial prestaron atención todos
los seres que habían planificado ese encuentro. Ahí, en ese pequeño e
insignificante planeta una vez más se medirían las voluntades de poderes
innombrables.

Luego de tantos años, Mercedes dudaba. Pensaba si tenía que enfrentarse primero
a computadoras o si debía practicar más bien con algún desconocido en una partida
en línea. Recordaba una y otra vez sus victorias, lo fácil que le era triunfar, y temía
descubrir que había perdido el toque, que carecía de talento.

Se sentó sobre su cama y cruzó sus piernas, tomó un profundo respiro y haciéndose
con toda su valentía inició una partida en línea. Su corazón palpitaba rápidamente,
trasladándola a aquel primer juego con Don Jairo, cuando descubrió sus

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habilidades. Con suerte, se encontraría con un contrincante lo suficientemente fácil
como para vencerlo y reafirmar su confianza, pero también lo suficientemente
complejo como para sentir que tuvo una victoria verosímil.

El primer movimiento fue para Hans, quien como Meche, inconsciente de la


magnitud del encuentro, decidió que jugaría con una apertura semiabierta. De esa
forma, luego de ver las próximas jugadas, podría saber con más facilidad si se
trataba de un principiante, o por el contrario de alguien con algo de nivel.

— E4. Vamos a ver qué tal te defiendes.

Aunque para ella solo era una práctica, Mercedes medía todas las posibilidades, era
su autoestima lo que estaba en juego, así que respondió con una jugada defensiva
segura, la defensa francesa, bloquear el peón de su contrincante.

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— E6. Guardaré algo de distancia.
— D4. ¿Y ahora qué vas a hacer?
— D5. Simple, si te comes mi peón, yo también me comeré el tuyo.

Hans comprendió que no se trataba de ningún simple aficionado. Jugaba con


alguien que tenía experiencia y que podía brindarle algo de diversión. Aun así, se
sentía confiado en su habilidad, en que en cierto modo él le estaba haciendo un
favor a alguien, permitiendo que algo que nunca le pasaría en la vida, ese día fuese
realidad.

Aunque no estaban uno frente al otro, como ocurre entre los músicos cuando tocan
juntos, Hans y Meche se conectaron tanto que empezaron a comunicarse a través
de sus jugadas. Era como si estuvieran ahí, silentes, pero viéndose mutuamente los
rostros, las manos, sus movimientos en el tablero.

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— CC3. Avanza, pues, que luego de eso seré yo quien tome el control del
tablero.
— CF6. Entonces tienes que estar dispuesto a perder tu caballo.
— AG5. Que así sea, nos tendremos que quedar los dos sin caballos.
— AB4. Ok, no hay ningún problema, sigamos así. Si me como tu caballo con
mi alfil, estarás en jaque. En cambio, tú solo serás carne para mi dama.

Los movimientos fueron rápidos, certeros, quien lo atacaba había aplicado la


variante McCutcheon de la defensa francesa en su contra. Ante la amenaza, Hans
se dio cuenta de que tampoco estaba jugando con alguien simplemente
“experimentado”. Lo que pensó que iba a ser un “juego de niños” de cinco minutos,
se había convertido, sin querer, en un torneo, que, si no manejaba con el cuidado
que merecía, seguiría siendo de cinco minutos, pero no a su favor.

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La decisión de qué mover era importante. Si no lo hacía en el orden correcto, su
contrincante tendría piezas poderosas a su beneficio, que él perdería. Era obvio que
no podía mover a su caballo, pues era el único obstáculo entre el alfil de Meche y
su rey. Si ella atacaba por ahí, mientras el caballo estuviera, perdería el alfil por
medio de uno de sus peones.

Del otro lado del tablero la situación no era distinta. Si bien Hans podía deshacerse
de uno de los caballos de meche, en el siguiente movimiento, podría perderlo tanto
por su dama como por un peón, y retroceder en ese momento sería entregar el
control del tablero. La única solución de Hans era atacar por centro, sabiendo que
significaría una masacre controlada y mutua.

— exd5. Un peón fuera.


— exd5. Ojo por ojo.

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— Axf6. Ahora te quitaré tu caballo.
— Axc3. Yo también a ti. Por cierto: jaque.
— Exc3. Perdí mi caballo, pero no importa, ya no hay amenaza.
— Exf6. También perdiste tu alfil.

Al mismo tiempo que Mercedes recuperaba su seguridad en sí misma, Hans se


percataba de que tenía que tener más cuidado. Cuando comenzó a jugar él esperaba
salir indemne, no perder más que unos cuantos peones, pero esta persona a la que
se enfrentaba, como él, había estudiado y conocía las jugadas lo suficientemente
bien como para protegerse y reaccionar con tanta celeridad como para haber jugado
una partida cronometrada a nivel profesional. Era alguien con práctica, con la
inteligencia de una computadora y el talento…

47
¡No puede ser! —gritó al aire con rabia― y frunció su ceño. Era simplemente
imposible que en una aplicación tan burda pudiera hallar a un contrincante que le
hiciera frente. Había vencido a sus maestros, a generaciones de quienes ostentaron
la primera posición en el mundo y a decenas de computadores programados para
aprender de sus propias jugadas, máquinas hechas para vencerlo, que siempre
fracasaban, ¿e iba a perder en un juego para celulares?

― Eres tú, ¿verdad? Eres la joven de la que hablaban en Slottfjellet.

5
Para Mercedes, desde el comienzo el juego había superado sus expectativas. Muy
en fondo, simplemente quería ganar, como estaba acostumbrada, y se diría a sí
misma que cualquier pieza perdida o cualquier jugada en la que hubiese tenido que

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pensar eran suficientes argumentos para sentir que hubo dificultad y que por lo tanto
no era tan mala. Necesitaba protegerse y creer nuevamente en sí misma, pero este
juego iba mucho más allá de eso. Por primera vez en su vida sentía el riesgo de cada
movimiento, la duda de cuál era la estrategia de su contrincante y la certeza de que
el proceder de la siguiente jugada sería tan perfecto como si ella misma lo hubiera
pensado. Tenía que jugar por adelantado para poder seguir, predecir más de un
movimiento de su contrincante.

En menos de cinco minutos había perdido dos piezas claves, un caballo y un alfil,
y aunque había hecho un jaque, sabía perfectamente que el juego no estaba de su
lado, ni siquiera cerca de finalizar. Meche sentía que jugaba con una computadora,
contra las personas que de niña llegó a admirar: José Raúl Capablanca, Bobby

49
Fisher, Garri Kaspárov, o alguien como el ídolo más cercano a su tiempo, Hans
Carlsen.

De todos sus modelos, quizás era Carlsen quien tenía el estilo de juego más parecido
al de su contrincante, pues Kaspárov solía hacer movimientos más estratégicos, y
Meche, en cierto modo, sentía que quien estaba en el otro lado del tablero mezclaba
sus emociones en las jugadas, y lo comprendía, porque ella hacía lo mismo: lo que
comenzó solo como una llamada al recuerdo de su pasado ahora era una prueba de
su valía, simplemente no podía perder.

— Creo que necesitaba sentir nuevamente el peligro del juego.


— Para poder encontrarle sentido a todo esto.

Las piezas iban cayendo una a una, de lado y lado, luego de dolorosos esfuerzos
para avanzar sin pérdidas de poder de ataque, de defensa, ni del control del tablero.
50
Para ambos era una tarea imposible, al punto de sentirse como dos colosos luchando
por algo más grande que el juego que tenían frente a sí.

Cayeron la mitad de las torres y ambas damas, todo un frente de peones, y ambos
jugadores se encontraban encuartelados en los bordes del tablero, enrocados en lo
último que quedaba de sus defensas. Un escalofrío recorría sus espaldas, pues nunca
jamás habían sido derrotados.

Los grandes y antiguos espíritus vitoreaban frenéticos cada jugada del encuentro
eterno y hacían loas a las decisiones de los jugadores. Desde sus inalcanzables
moradas sonreían con pueril malicia al ver una vez más la que había sido su
diversión desde el comienzo de los tiempos, la tragedia del hombre contra sí mismo,
la humillación del talento y de la experiencia, que tantas veces osaron declararse
superiores a la divinidad y creyeron haber vencido sin saber que no eran ellos

51
quienes jugaban, sino que por el contrario eran meras fichas para el entretenimiento
de los verdaderos maestros de la existencia.

Justo en ese momento de duda mutua, los más calmos solo observaban con interés,
pero la jauría hacía de las suyas susurrando a las mentes de Hans y de Mercedes
falacias y engaños que los hicieran tropezar.

— Eres una decepción para tu familia.


— No eres nadie.
— Esa persona es mejor que tú.
— Debes abandonar el juego.
— Creíste ser especial, pero eres uno más del montón.
— Jugarás mal y perderás.

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El tablero estaba quieto. Hans y Mercedes analizaban las posibilidades y
concentraban aún más sus mentes en lo que estaba pasando, en vez de en los
pensamientos que los acosaban. Ahí, en el espacio blanquinegro hallaban paz y
regocijo, pues, aunque estaban en una batalla, habían hallado la dicha de una lucha
formidable.

— Si seguimos de esta manera, podemos quedarnos sin piezas para jugar.


— Podríamos intentar coronar, si lo lograra alguno, tendría ventaja.
— Siento que intentar coronar sería deshonesto, y además arriesgaría la
defensa.
— Eres el mejor contrincante contra el cual he jugado en mi vida.
— Nunca tuve un juego así en toda mi carrera.

53
6
El turno para jugar era de Hans. Tocó su caballo. La ciudad calló. No se escuchó ni
un trino, un auto, ni siquiera el soplido del viento en el follaje de los árboles de su
jardín.

— Jaque.

Su victoria solo era posible si ella se equivocaba, pero lo sabía irracional, a menos
de que quisiera dejarlo ganar, lo cual sería un gesto de piedad inaceptable.

— Atácame, por favor. Hazlo bien.

Meche retiró su rey, dejando al caballo de Hans al acecho de su alfil.

— Tienes que retroceder, o ambos terminaremos en un juego incierto.

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Hans se percató de que, de seguir adelante, podría escapar al alfil y salvar su caballo
en ese momento, pero tendría que cambiar su estrategia para mantener el juego, lo
cual sería arriesgado, ya que quedaban pocas posibilidades de maniobra por las
pérdidas que ya había tenido. Necesitaba al menos a un alfil, un caballo y un peón,
al igual que su contrincante.

De igual manera, se trataba de algo muy difícil para Carlsen. Desde joven había
sudado todas y cada una de sus victorias y retroceder jamás había sido una
estrategia. Sonrió de medio lado, mordió su labio y poniendo una de sus manos en
su quijada se rió para sus adentros, pues sabía que no ganaría, pero también que no
había perdido.

El caballo volvió a su posición original, y para su sorpresa, así también lo hizo el


rey. Meche también lo notaba. Si bien podía continuar atacando y probablemente

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reducir la defensa de Hans, el historial del juego le indicaba que no sería tan fácil y
que podía perder el control. Al igual que para él, su victoria dependía
exclusivamente de que su contrincante errara un movimiento.

Aunque no ganaría, Mercedes sabía que había recuperado algo muy valioso en la
partida: su confianza. No era ya la misma niña de antaño, imbatible, pero tampoco
presa fácil para cualquier jugador. Estaba segura de que estaba en una partida
exigente, y aunque desconocía contra quién se enfrentaba, sentía dentro de sí que la
suerte la había llevado a jugar contra alguien realmente imponente.

A pesar de la presión que sentían, Hans y Mercedes habían encontrado una burbuja
en su pensamiento que les permitía claridad, y pese a sus deseos, las huestes no
podían alcanzarlos. El juego, así como estaba, era perfecto, era tan artístico que
sublimaba al deporte, a la mera noción de la victoria o de la derrota. Así, a pesar de

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los gritos y la rabia de quienes deseaban carroñar sobre los sueños y esperanzas de
los vencidos y colocar falsas cuñas en el ascenso de los victoriosos, ambos colosos,
sin haberse visto siquiera, derrumbaron las esperanzas de los titiriteros celestiales y
jugaron nuevamente las mismas posiciones.

El viento ahora soplaba con fuerza, la lluvia y los relámpagos hacían crujir las
paredes y la luz escapaba en halos a través de surcos que surgían de la nada en las
nubes tempestuosas. Una vez más se repitió el movimiento y la partida llegó a su
fin.

Hans y Meche respiraron profundo al unísono, sabiendo que habían tomado la


mejor decisión, y que nada más haber llegado a ese acuerdo, hacer tablas, era una
victoria para ambos. De haber ganado a la fuerza, hubieran destruido un esfuerzo
mutuo con la belleza de un baile o de una sinfonía, hubiera sido solo arrogancia útil

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solo para su más vil egoísmo, pues ni siquiera semejante batalla iba a ser útil para
otros, por la forma tan “secreta” en que se había dado.

Hans se sintió vulnerable y vivo de nuevo. Mercedes recuperó su confianza otra


vez.

Un mensaje sonó.

— Who are you?

El corazón de Meche latió con fuerza al ver las iniciales del remitente: H.C.

— Mercedes Caraballo.

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El frasco de Dominga

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El escritorio de Dominga estaba adornado por un frasco muy peculiar. No contaba
con una belleza resaltante, ni tampoco con la promesa de una vida muy prolongada,
pero cumplía con la condición básica e importante de ser útil: abría, cerraba, y por
supuesto, servía para guardar cosas, aunque no pudiesen ser muy grandes.

Dominga nunca lo ocultaba, por lo que todos en la clínica Salud y Vida sabían
dónde estaba. El pequeño frasco era por demás evidente, pues se trataba de un
adorno poco común en una mesa corporativa: un envase de café instantáneo con el
nombre de Dominga escrito en su tapa.

Como buena hija de Aureliana Mijares, Dominga era una mujer que contemplaba
al mundo sin miedo y enfrentaba todo lo que se le ponía por delante con entereza y
valentía: “Hija, nunca puedes dejarte hundir por nada ni por nadie —le había dicho

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su madre—, porque lo que más satisfacción le da a quien te quiere hacer daño, es
que tú reconozcas que lo logró”.

Las palabras de “mamaíta”, como le decía Dominga, siempre fueron muy


importantes para ella. Aureliana, más allá de haber ejercido como madre soltera y
de haberla mantenido sana y bien alimentada, supo avanzar en la vida y llevar a su
familia a mucho más de lo que hubiese podido una persona con sus orígenes en los
tiempos en que había vivido. De ahí que cuando Dominga decidió partir al
extranjero, Aureliana no se opuso y por el contrario bendijo el viaje de su hija
augurándole buena suerte y prosperidad.

Eran las ocho de la mañana de un miércoles cuando Dominga entró a la entrevista


con Don Carlos, un empresario próspero y orgulloso, de unos cincuenta años, quien

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la había contactado apenas un día antes, por la oferta de trabajo de asistente
administrativa.

— Verá, señorita Fernández, para serle sincero, tengo dudas con respecto a
usted, pero creo que podemos ayudarnos mutuamente. Yo necesito a alguien
que me asista inmediatamente y no todo el mundo quiere trabajar por esta
zona; y usted necesita, sin dudas, un trabajo.
— ¿Cuáles son sus dudas, Don Carlos? Tal vez pueda aclarárselas.
— El papel que usted me muestra carece para mí de significado. Nunca he oído
de su alma mater y tengo la completa seguridad de que su calidad no se
compara con ninguna de nuestras universidades. Al final las instituciones
son un reflejo de la situación general de los países, y sus ciudadanos son el
producto de esas instituciones. Sin embargo, imagino que las competencias

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que requiero de usted pudieron ser alcanzadas pese a que como manifestó,
se fue de su país porque las condiciones eran terribles. Usted puede aceptar
la oferta o continuar buscando, pero hasta para los nacionales es complicado
en estos días, así que la invito a aceptar el favor que le estoy ofreciendo.

No había que pensar demasiado. Dominga sabía que Don Carlos quería una
empleada maleable y agradecida, y que muy probablemente era un hombre
controlador al que le gustaba vanagloriarse minimizando a los demás. Nunca una
persona la había enojado tanto en tan corto tiempo, pero a pesar de los miles de
insultos que pasaban por su cabeza, no dijo ninguno y mantuvo su sonrisa, como su
madre le había enseñado. Él tenía un punto cierto: ella necesitaba el trabajo, podía
hacerlo y quizás esa oportunidad sería la única que tendría en un tiempo
estratégicamente manejable. Por lo demás, tenía suficiente fuerza emocional para

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no complicar una relación comercial simple: era recibir dinero por hacer menos de
lo que podía hacer.

—Perfecto. En ese caso, señorita Fernández, mucho le agradeceré que me


acompañe al registro para formalizar nuestra relación. Como le comenté, sus tareas
serán muy simples, porque no puedo colocar bajo su responsabilidad el equilibrio
de nuestras finanzas, pero requiero ayuda para algunas tareas pequeñas que
demandan mucho tiempo. ¿Podría tomar estos dos mil pesos y por favor traer
mientras tanto un café de la tienda de la esquina? Puede quedarse con el cambio.

Dominga entendió perfectamente el subtexto. Asintió y regresó con el café con toda
la amabilidad que fue capaz de reunir dentro de sí. Ella podía jugar ese papel en la
historia, pero sería más que una simple espectadora.

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Así, cada día, Dominga recibía, contaba y ponía en orden las facturas y las boletas
del trabajo, y además de eso, guardaba en su bolsillo cada una de las monedas que
quedaban del dinero que Don Carlos le daba para comprar café.

Desde ese primer café que tuvo que buscar, la hija de Aureliana Mijares se puso
como meta demostrarle a Don Carlos que estaba equivocado sobre ella, que había
cometido un grave error al menospreciarla de esa manera. Cada peso que sobraba
del dinero de Don Carlos y que él “invertía” en ridiculizarla, ella lo invirtió en ganar
dinero.

Cada noche, luego de bañarse y comer, Dominga revisaba los mercados de


criptomonedas —un mundo indiscutiblemente ajeno al conocimiento de Don
Carlos―, y luego de evaluar detenidamente el movimiento histórico de cada una,
invertía el monto exacto del dinero que sobraba del café, para siempre ganar.

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Si la moneda subía, convertía unidades en centenas; y en su punto más alto, justo
antes de bajar, vendía los activos para comprarlos nuevamente cuando su valor
fuese menor al de su primera inversión, para así esperar el repunte y recoger el doble
de ganancia.

Dominga era una mujer dedicada y constante, muy bien preparada en


administración, tecnología y economía, por lo que no le fue difícil cultivar un
campo fértil de Bitcoin, Tezos y otros activos, manejándolos estratégicamente hasta
convertir su ínfima inversión inicial en cientos de dólares, y haciéndola crecer hasta
que pudiera pagarse su propio sueldo y más.

Ni un peso tocó de sus ganancias, pues esperaba un momento que sabía que llegaría
tarde y temprano: un hombre como Don Carlos no dudaría en prescindir de ella

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cuando el más ligero problema financiero llegase a su vida, y llegaría, no más de
un par de meses después.

— La crisis económica está fuerte, señorita Fernández. He hecho un esfuerzo


extraordinario para poder mantener las cosas, pero la prioridad siempre es
el negocio, el cliente y la mercancía, espero que me comprenda. Eso del
bienestar de los trabajadores es puro cuento, populismo empresarial.
— Claro que lo comprendo, Don Carlos.
— Entonces entenderá también, que en una situación así deba prescindir de sus
servicios y retomar yo las pequeñas tareas que le había delegado. Es una
pérdida por el tiempo que tendré que volver a invertir, pero necesario para
el negocio.
— Sí, supongo que no tiene ninguna otra opción.

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— Esto es lo que le corresponde por su tiempo de trabajo. Espero que haya
sabido ahorrar mientras estuvo trabajando aquí y que sepa agradecer su
experiencia laboral, porque la necesitará en adelante.
— Por supuesto, Don Carlos, haber trabajado con usted resultó ser muy
motivador y fructífero. Tuve una oportunidad única para demostrar mi
talento y mis destrezas.

Dominga colocó el frasco sobre la mesa y lo acercó a don Carlos con una sonrisa
de oreja a oreja. El hombre lo miró con desprecio, como algo fuera de lugar en su
mesa de trabajo. No tenía profesionalismo, no tenía elegancia, era un simple objeto
de cocina.

— ¿Qué es eso, señorita Fernández?


— Eso es un regalo para usted, Don Carlos.

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— ¿Me está regalando café instantáneo? No es necesario, yo puedo
comprármelo, y de grano molido, no esa estafa.
— Para nada, Don Carlos, estoy al tanto de que incluso dispone de un
presupuesto para sus cafés diarios.
— Es sólo sencillo y papeles, ¿me está tomando el pelo?
— Eso que ve ahí, Don Carlos, es todo cuanto me ha regalado del presupuesto
de su café, que lo devuelvo para que su compañía pueda prosperar.
— No sea ingenua, señorita Fernández, lo que está acá no alcanza ni siquiera
para el café de la semana. Se lo daba por piedad con usted, igual que el
trabajo.
— Tengo que disentir, Don Carlos. Verá, parafraseándolo y agregando algunos
detalles, la capacidad de una persona para ver las oportunidades comerciales
está ligada con la calidad de su formación… Ha olvidado actualizarse, y lo

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que aprendió en su vida, principalmente centrado en evitar balances
negativos, le ha impedido ver oportunidades.
— ¿Está insultándome, Rodríguez? No somos para nada parecidos, por eso yo
estoy aquí y usted está ahora en la calle.
— Mi regalo para usted son los papeles, Don Carlos. Son el historial de
movimientos y saldos de la inversión eficiente de los recursos de ese frasco.
Quizás con el recorrido escrito pueda enseñarle algo más que una lección
ética.
— ¡Lárguese de aquí!
— Con mucho gusto, Don Carlos. Adiós.

Don Carlos revisó el contenido: “Son unos pocos miles de pesos, menos que un
almuerzo, debe estar loca”, pensó. Sostuvo en las manos los documentos y comenzó

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a leer detenidamente. Su cara palideció cuando vio el balance final: miles de
dólares. Dominga, desde hace meses, no necesitó el trabajo.

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El maestro de los sueños

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Es casi imposible ver, pero aun así Pascual atisba la forma del lugar en el que está:
es algún tipo de pasadizo con el techo arqueado, como el de una bóveda. No sabe
cómo ni cuándo llegó ahí, pero tiene la sensación angustiante de que debe irse, de
que debe volver a su casa de la forma que sea.

Con sus manos tantea sus alrededores y avanza gateando hacia la tenue luz que está
adelante. El lugar es alto como para ir de pie, pero piensa que esa es la mejor forma
de avanzar con seguridad. Por lo que sienten sus dedos, sabe que el piso es de
piedra, toscamente cortada, húmeda y cubierta de musgos y viscosidades. El camino
es interminable, recto y sin inclinaciones.

Pascual no sabe cuánto tiempo ha pasado en el pasadizo, pero a pesar de que solo
escucha sus pasos y el sonido de algunas gotas cayendo, tiene la certeza de que no
está solo. Nunca hubiese ido a un lugar así por su voluntad.

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Poco a poco aumenta el frío, es tal que una ligera niebla pasea al ras del suelo, casi
sin movimiento. Luego de gatear tanto tiempo, inevitablemente sus ropas se mojan.
Sus manos y sus rodillas le duelen. La esperanza de Pascual es que cada vez está
más cerca de la luz: ahora sabe que las piedras son claras, con forma de ladrillo, y
de algún tipo de granito.

Temblando de frío y de dolor, avanza hacia lo que parece ser un salón redondo con
muchísima luz. Siente entonces corrientes de aire entrando erráticamente, y a lo
lejos, el sonido de árboles meciéndose.

Pascual se pone de pie y mira desde el umbral del pasillo. Definitivamente no


conoce ese lugar. No tiene idea de dónde está. Es un domo en apariencia
antiquísimo, con al menos cuatro o cinco veces su tamaño y una apertura en su
cima, como un gran ojo que mira a la luna, una luna llena, gigante.

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La sala está muy bien iluminada, pues el óculo es lo suficientemente grande para
dejar pasar gran parte de la luz nocturna. En el centro, a pocos pasos, se encuentra
un hueco enorme, alguna especie de pozo, sin ningún resguardo.

Pascual mira nuevamente a su alrededor. No hay otras salidas, ni ventanas, ni más


caminos. Solo tiene tres opciones: retroceder por el pasadizo oscuro, escalar las
paredes para salir por el techo o aventurarse por el pozo. Algo le dice que no debe
devolverse, y por su tamaño y su fuerza, muy probablemente no va a ser capaz de
escalar la cúpula: ni siquiera un adulto hubiese podido.

Vacilante, Pascual avanza hacia el pozo, para tratar de ver qué hay más abajo. Si
bien el borde está bien iluminado, mientras más se aleja la vista, más oscuro se
vuelve. Tiene la impresión de que el acercarse acentúa más el silencio a su
alrededor, como si la apertura devorase incluso el sonido de sus propias pisadas.

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Está muerto de miedo. No sabe a dónde ir. Saltar a ese hueco es algo
indiscutiblemente temerario, una locura total. Ni siquiera puede ver el fondo. Arriba
está la salida perfecta, si no fuese por la altura. No puede quedarse ahí tampoco, ni
volver.

Pascual mira a la luna deseando que lo ayude a escapar, pero la luna no lo mira de
vuelta. Sin embargo, algo más sí desvía la atención del pequeño niño: una voz
estridente surge del pasadizo. Se acerca velozmente, riéndose de una forma que él
jamás había escuchado, como con violencia, como con placer por hacer daño.

Incapaz de moverse, Pascual se mantiene de pie frente al pasadizo, a un par de pasos


del abismo. Siente que debe correr, pero su cuerpo no responde a sus pensamientos.
En el fondo, espera que, de alguna forma, sea lo que sea lo que salga de ese umbral,
no lo vea.

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No tiene tiempo de reaccionar. En un instante siente un fuerte golpe en su pecho y
cae de espaldas hacia el abismo. Ahí, como si todo se detuviese, alcanza a ver en el
aire la silueta de una mujer de espaldas a la luna, aun riéndose, en las alturas,
observándolo caer.

Pascual despierta sudado en su cama, con miedo de volver a dormir. Ahora sabe
que todo ha sido una pesadilla, que no debe seguir temiendo, pues lo que entendió
como el ataque de una bruja, ha finalizado.

Aunque piensa en ir con su mamá, tiene miedo de ir por otro pasillo a oscuras,
conocido o no, y prefiere entonces cubrirse completamente bajo la sábana e intentar
dormir nuevamente, concentrarse nada más en el sueño perdido.

Para su desdicha, su mente insiste en el espectáculo masoquista, y nuevamente está


ahí, casi a ciegas, en un pasillo oscuro, de piedra, húmedo y frío.

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Esta vez conoce el camino, pero no por ello avanza más rápido, pues sabe qué es lo
que hay al final. Pascual decide ir de pie, lentamente, haciendo un esfuerzo superior
para sentir las paredes laterales, en búsqueda de alguna salida que no hubiese
percibido antes.

Nada. No hay nada más. De nuevo se encuentra solo en la cúpula, acompañado


únicamente por la luz de la luna y el sonido de los árboles; sin escaleras, sin cuerdas,
sin nada de utilidad para escapar.

Las carcajadas crueles vienen a prisa en su búsqueda, y una vez más la mujer lo
empuja al vacío y posa triunfante a la luz de la luna.

Pero esta vez no es igual. Pascual sabe que se trata de una pesadilla, y si bien no
puede regresar por el camino, ni escapar por el techo, ni volver a la sala de piedra,
sí puede intentar retomar el control de sus sueños.

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Parece estar en lo correcto, pues, aunque ya no ve nada y solo escucha a lo lejos la
risa de la mujer, tiene la impresión de caer de forma interminable, como si ya algo
hubiese fallado en el mecanismo de su pesadilla.

El problema ahora es cómo salir de ahí, cómo transformar la pesadilla en un sueño.


Cambiar, ¡esa es la solución!, piensa. Pascual imagina que quizás podría cambiar
de sueño como lo hace con los canales de la televisión. Puede ver un poco de lo que
sucede para saber si es una pesadilla o un sueño y quedarse, o volver a viajar por su
mente si tiene alguna duda, por lo menos hasta despertar.

Así, al no tener un control remoto, decide abrir y cerrar sus ojos con rapidez y fuerza
como si apretara un botón, y, para su felicidad, funciona. Ya no está en el pozo sin
fondo, sino que viaja entre sueños. Así vence a su mente hasta el amanecer,
escapando de los cambios que podían transformar a sus sueños en pesadillas. Les

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dice adiós a los pueblos vacíos, a los ambientes oscuros, a los monstruos y los
zombis, a cualquier situación estresante.

Al amanecer, Pascual sabe que ha dominado a sus sueños y que más nunca tendrán
el control sobre él: la magia de la bruja se ha esfumado.

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El llamado

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El viento sopla con fuerza y la sabana sisea y se retuerce como las serpientes. El sol
escuece la piel y algunos pájaros cantan en los escasos árboles de los alrededores.
Mientras, los dos amigos cabalgan a paso lento por las llanuras del fundo.

Néstor y José se dirigen a un árbol solitario que se observa a lo lejos, hacia el


horizonte. Es grande y frondoso, como un samán, y a su alrededor la maleza crece
especialmente alto, por lo que con toda seguridad está cerca de una fuente de agua.

Los jóvenes hablan de sus vicisitudes adolescentes, de sus metas amorosas, de sus
logros personales. Ya han pasado varios minutos desde que salieron del potrero,
que se ve pequeño, al volver la mirada.

Pese a que avanzan, el árbol del fondo sigue viéndose igual de lejano. Además, da
la impresión de que destaca con respecto a sus congéneres cercanos, no solo porque

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los demás árboles lucen todos famélicos, vencidos por el calor del llano, sino porque
ahí, justo ahí, una nube oscura se para y parece ir creciendo cada vez más.

Una voz interrumpe a los muchachos: “¡José!”, llama. Suena lejos, pero no lo
suficientemente lejos como para provenir del potrero. Está relativamente cerca,
probablemente detrás de alguno de los árboles de los alrededores.

Podría ser con cualquiera de los dos: por supuesto, con José, pero también con
Néstor, cuyo nombre completo es Néstor José.

⎯Creo que te están llamando, Néstor, ¿nos regresamos?

⎯Aquí nadie me llama por ese nombre, no creo que sea conmigo.

⎯Bueno, a mí acaban de conocerme, tampoco creo que sea conmigo, ¿o estás


tratando de jugarme una broma?

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⎯No, te lo juro, yo no tengo nada que ver. Eso debe ser con alguien más.

Néstor y José deciden avanzar a galope, después de todo, no puede ser con ellos.
Pocos metros más allá, la voz insiste.

Sin detenerse, acuerdan encontrar al bromista. Está cerca, quizás detrás de un árbol,
o acostado en el suelo. Su voz suena clara, a no más de 20 metros, pero no saben
exactamente hacia cuál sentido.

El plan es separarse, uno hacia la derecha, el otro hacia la izquierda: cabalgar


siguiendo la voz.

Néstor y José se separan y siguen el llamado intermitente, que no cesa. Cada vez se
adentran más hacia los laterales del samán gigante, solo que en direcciones
opuestas. A pesar de intentar dejarlo atrás, de dejarse atrás ellos mismos, parece

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como si alrededor del árbol creciese una arboleda que los siguiera, como intentando
atraparlos.

José se detiene. Ya casi no se ve el potrero, y Néstor es apenas una mancha


corriendo en la sabana hacia su derecha. El cielo alrededor de ambos está
completamente negro, y una llovizna súbita comienza a caer.

La voz continúa su llamado y por ningún lado se ve al culpable. Parece estar cerca
de él, pero si así, ¿por qué Néstor continúa avanzando?

Un escalofrío recorre la espalda de José mientras recuerda al libro negro del tramo
de abajo de la biblioteca de su infancia. En su mente, abre las páginas y recorre las
imágenes y las historias: los espíritus del llano acostumbran a llamar a los vivos
hacia riesgos mortales, y se dice que cuando suenan lejos están muy cerca.

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José gira las riendas y pica rápidamente con las espuelas para alcanzar a su amigo.
La llovizna se torna en lluvia, y como si presintiese algo, Néstor parece amainar su
paso en la lejanía.

⎯¡Néstor! ¡Para!

Sobre los gritos de José se alza la voz desconocida, sin modificar de ningún modo
la frecuencia de su llamado. Sin embargo, José casi no la escucha, pues está
pendiente del sonido de los pasos apresurados de su yegua.

Néstor se detiene completamente, mira a su alrededor y reconoce las señales de su


amigo para que se acerque a él. Se ve tenso y preocupado, por lo que avanza
rápidamente para interceptarlo.

⎯¿Lo conseguiste?

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⎯No. ¿Tú seguías persiguiendo la voz allá?

⎯Sí, ¿tú también?

⎯Paré hace poco. Esto no es normal, Néstor. La única forma es que sean dos
personas distintas que también van tan rápido como nosotros, pero aquí no hay
nadie más a galope.

⎯Y esa lluvia, además.

⎯Sí, eso es lo más raro. Yo digo que regresemos.

Luego de una rápida mirada a los ojos, vuelven las fauces de los caballos hacia el
potrero y avanzan a galope. Ambos, sin saberlo, rezan en silencio las oraciones que
conocen, pues, sin duda, aquello que los llama no proviene de este mundo.

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Mientras más se acercan al potrero, la lluvia se desvanece y la voz sombría calla
hasta que todo parece solamente un juego de su imaginación.

Una vez allá, luego de contar lo sucedido, uno de los obreros, un anciano que
escuchaba desde una esquina, se levanta, escupe chimó al piso y replica, mientras
se persigna con vehemencia:

⎯Al llano hay que tenerle cuidao’, mucho respeto, patroncito.

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92
Las luces

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Son las diez de la noche y Victoria no logra dormir: no se trata de preocupaciones,
ni de calor, ni de ruidos, sino de las luces que entran por la ventana, cada vez más
intensas, más rápidas y más exasperantes.
Victoria intenta cerrar sus ojos y proteger su rostro durmiendo contra el muro, pero
aun así los halos llenan la habitación, atraviesan las barreras de su litera y alcanzan
sus párpados viajando por los escondrijos de las sábanas.
Es como si fuese una emergencia y toda la planta baja del edificio estuviese llena
de ambulancias, patrullas y camiones de bomberos, o como si los vecinos hubiesen
decidido tener una fiesta de luces, así, sin música, silente ⎯piensa Victoria tratando
de darle sentido a lo que ocurre⎯.

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Abajo duermen apaciblemente su abuela y su hermanito pequeño, apenas un bebé,
como si nada ocurriese. Solo ella permanece despierta.
El tiempo pasa y las luces no cesan, pero a medida que cambian su ritmo parecen
afectarla más allá del sueño: ya no escucha absolutamente nada más a su alrededor,
ni siquiera el sonido del aire acondicionado del cuarto. Es como si todo estuviera
detenido.
Las luces siguen cambiando y la sensación de angustia de Victoria aumenta. Ya ni
siquiera las paredes se ven como antes, es como si hubiesen dejado de ser
completamente sólidas, pero no lo suficiente para transparentarse.
Las luces están ahora, sin lugar a dudas, exactamente afuera del cuarto de Victoria,
son mucho más intensas, pero más estáticas. Las ventanas cerradas ya
prácticamente no se ven, pues una luz blanca encandila la habitación.

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De repente, la luz cesa. Solo queda un vago halo rojizo en el ambiente. Victoria
cree que por fin podrá dormir y se cubre nuevamente con la sábana, pero mientras
lo hace detiene su vista en su ventana y se queda aterrorizada con lo que ve: algo
atraviesa los vidrios cerrados.
Está paralizada. Desea gritar, pero no puede. Desea cubrirse y esconderse, pero no
puede.
La figura avanza por la base de su cama, observa hacia abajo y vuelve a mirarla. Al
igual que las paredes, el ser carece de solidez, pero aun así tiene una forma
discernible.
Todo parece más lento, o el ser se mueve extremadamente lento. Victoria, por su
parte, siente tanto terror que no sabe si está afectada por el tiempo o por su propio
miedo.

96
La figura extiende sus pálidos brazos a través de las barreras de la litera, intentando
alcanzar a Victoria, pero ella retrae sus piernas tratando de evitarlo. El ser entonces
observa nuevamente e intenta estirarse un poco más, pero tampoco logra alcanzarla.
Victoria se esfuerza. Desea gritar, desea golpear la pared o avisar de alguna forma
a su abuela, que duerme bajo su cama, o a su madre, que duerme en la habitación
contigua. No puede.
El ente entonces avanza hacia el lateral de la cama, reduciendo así la distancia entre
sus brazos y Victoria, quien se recuesta todo lo que puede hacia la pared y acerca
todas sus extremidades a su pecho.

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Los largos brazos se extienden nuevamente. Esta vez sí podrán alcanzarla. Victoria
trata de reducirse hasta la esquina superior de la cama, para que no pueda alcanzarla,
pero el ser simplemente atraviesa las barreras de la litera.
Con todo su esfuerzo, Victoria murmura un débil grito. No es suficiente. La criatura
está a punto de alcanzarla. Es ahora o nunca.
Victoria grita. Las luces se apagan. El tiempo se ralentiza aún más. El ser se
desvanece camino a la ventana, por donde sale tal y como entró. Las luces se
encienden y su madre entra a preguntar qué sucedió. “Debe haber sido una
pesadilla, Vicky”, le dice. “No te preocupes, puedes dormir conmigo esta noche”,
y todo pasa.

Han pasado muchos años y Victoria ya no recuerda lo sucedido, ni tampoco los


pensamientos que tuvo luego de haber tenido esa experiencia: ¿Fue un sueño o

98
estuvo despierta? ¿El ente logró hacerle algo? Con el tiempo simplemente decidió
olvidarlo y no decirle más nada de eso a más nadie, después de todo, lo más
probable es que solo haya sido un sueño.
Son las tres de la tarde y, como siempre, en el llano el calor cuece si el viento no
sopla o si la sombra de un árbol no te protege. Afuera, en el patio de los González,
María Isabel y Victoria aprovechan la brisa y se acuestan en el piso para descansar.
El cielo está despejado y el sol está cubierto por una de las esquinas del tejado.
⎯¿Y si vamos para el club?⎯Pregunta María Isabel.
Victoria no puede dejar de ver hacia el cielo. Un súbito recuerdo de su niñez llega
a su mente.
⎯ ¿Ves eso que está allá?
⎯ ¿Qué?
⎯Lo que está arriba, que brilla.

99
⎯Sí, debe ser un avión, recuerda que estamos cerca del aeropuerto.
⎯Es muy grande para ser un avión, notaríamos su forma.
⎯Entonces debe ser un helicóptero.
⎯Pero no lo escuchamos, y brilla.
⎯ ¿Y qué tiene que brille?
⎯Que es de día, María Isabel, no debería ser fácil ver una luz tan grande y tan fuerte
cerca del sol.
⎯Ay, ¿vamos al club o no vamos a ir?
María Isabel entra a cambiarse. El objeto sigue ahí.
⎯Se está moviendo, Mary. Eso no puede ser un helicóptero, es ovalado, va muy
rápido y cambia de sentido de forma demasiado aleatoria. Tampoco puede ser un
globo.
⎯Eso es un avión, te digo.

100
Victoria recuerda lo que sucedió cuando era niña. Quizás no fue simplemente un
sueño, quizás no es casualidad que eso esté sobrevolándola. Quizás sí la alcanzaron.
Quizás sí lograron hacerle algo.
⎯Creo que no iremos al club, amiga.
Victoria decide entrar a la casa inmediatamente y llamar a su mamá para que la
busque. Después de todo, podría no ser una coincidencia, y ante la duda, es mejor
no tener esa certeza.

101
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Just a usual job interview

103
Peter Bochner took the 9:00’s train that morning. It was only two hours after his
usual job schedule, but it felt the same. It was a rainy day and all looked gray, as
usual.

He was mentally reciting, almost spouting, what he imagined he would have to say
that day, but even knowing that he wasn’t there yet, he sounded a little bit scared:
“Hi, I’m Mr. Bochner, and I’m here for the Marketing Leader job”.

While the train passed through the east tunnel, Peter thought that after taking his
position on the applicant’s chair, Miss whatever, an ancient unempathetic woman
with a long and snuggy dress, suggested by catholic trends, would ask him about
why he was applying to that job while looking at his neck tattoo as a despicable
detail. “I love Marketing”, he thought he would answer,” it’s my strongest
expertise”.

104
He told himself, and believed, that exact phrase was his punch line. Combined with
his sweet and professional look, his recently bought wrist watch and his outstanding
perfume, it would be impossible to turn down his job application form. Why would
they reject someone like him if he was the ideal candidate for the job?

When he was in Canada, his father told him that image was always first.

- Son, you have to take care of how you look ―Frank said―, and I am not
telling you this to annoy you. It’s the truth, looks come first for everybody.
You can be a cunt, but if you look like a millionaire, you will be treated as
such. That works with women, jobs, everything.
Peter´s father was a good example of it, always shining outside, but inside his house
he wasn’t often that “lovely”. Since the day he left them alone after pushing his

105
mom to the ground, Peter promised himself to be a better man than his father and
to use wisdom to guide his life.

The train stopped and Peter walked until he faced the building he was looking for.
He was applying to Snachps and Sons, a world known Marketing Agency, currently
managing the communications of hundreds of the most important companies across
the globe.

For him, it was like a dream come true just to be there. He studied so hard, and
worked in every job thinking about it as another step to be there, collecting
experience, attitude, to be and to look as who they were looking for. He couldn’t
fail.

When he heard his name shouted at the waiting hall, something happened inside
him. He remembered those obscure moments of his past: his dad, the whiskey

106
bottle, the crying of his mom, the red stain of his own hand. Peter felt some kind of
dizziness and a smooth anger, but he put it away and took the black briefcase and
his umbrella to come inside.

Bochner knocked the door twice, waited three seconds and then pulled down the
handle, opened it just a little bit and put his right black, pointy and shiny shoe
slightly inside.

“¿Can’t he wait a little bit?”, thought Dana, who was tired long ago. She was at
Snachps and Sons for over a year thanks to her uncle, who was a friend of the
Snachps patriarch and recommended her to be in his human resources department.
She was glad, of course, but in the moment she signed the contract she had a glimpse
of sadness: she didn’t care about being loaded with money, or what people will

107
think about her since that day. She wanted to help people, to live the art, to feel
herself whole filled with joy.

Dana hated to be there. Her office was a monument to boringness, and no one knew,
but from time to time she hid little details all over the office to remember youth:
small colored papers, little girl stickers, a rag doll, a silver crayon. She looked at
her hidden friends to remind herself that she was more than a psychologist, more
than her formal black dress and that horrifying metal folder that she was encouraged
to use everyday for the sake of the “enterprise reputation”.

What about playing with a dog or splashing yourself in mud? Do people here still
remember who they were before growing up? Is this the best life that can be given
to us?

108
Dana remembered she wasn’t alone, and surely she wasn’t idle. She looked at the
file and hoped for something different, but she knew everything will be the same
again: the candidate comes in, suited for the occasion and loaded with empresarial
slang, vomiting partial truths about their last jobs and capacities, faking themselves
into a perfect worker.

- Can I come in?


- Yes, of course. Take a seat please. I have to take a call first.
She wasn’t even looking at him. He was only able to see the back of her enormous
and sountuous brown seat and her typically expectable blonde hair.

At the end, Dana knew she had no real part in his selection, because she was only a
consultant, and that day she decided to behave a little more childish.

109
“Just a minute, Sir, I’m just finishing” ―she said― enjoying her telephone
performance and her viewer response. In fact she thought that her experiment was
more successful in showing the person behind the suit.

- Don’t worry, I have plenty of time.


It was a lie, an elegant one, but it wasn’t difficult to be pronounced by Peter. He
wasn’t proud of it, but he considered himself a true master of that kind of
knowledge: euphemisms, ambiguous responses, white lies. He was able to use
them, to identify them, and always told himself that it was necessary to practice that
potential because the world wasn’t clear either, everything was covered by an
invisible veil of desirable behavior, normal practices and positive language,
especially in the empresarial world.

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- That’s all. Excuse me for my delay, Sir. To begin with the interview, could
you please identify yourself?
When you’re a girl, you learn to know when the people are lying, and she knew Mr.
Bochner wasn’t that happy about her little delay. It’s a life full of opportunities to
improve that power, especially when men are around and talking to you with not
exactly friendly intentions. There’s something in their eyes that blows the whistle
and from that on, it’s a game that they don’t know you’re playing too.

It’s not that girls are clear as crystal between themselves, you can learn a lot with
them too ―she thought―, but it’s a different interaction.

- What? Excuse me for what I’m going to ask ―Peter said―, but don’t you
know who you are interviewing?

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- It’s a company policy, sir. You are primarily selected for your hard
professional qualifications and skills, but after that, we proceed to a blind
selection. What I want to know now is who you are, the essentials of the
man behind your resume.
Dana was laughing in her head just like a little girl, she just crushed his arrogance
and was ready to see him unarmed, just shouting the usual phrases, reciting their
resume as their only alternative.

- May I presume then that as a company policy you also value honesty.
Miss...? How can I call you?
- Indeed, sir. You can call me Dana.
Peter was tired too, he was suddenly doubting about why he was there, if he wanted
to be at that company, if he only wanted to perform those tasks or if something else

112
was what he wanted, something deeper, even hidden from himself. He loosed his
tie and decided to play Dana’s game, to cut the performance and be himself, with a
little bit of spice.

- I’m Peter. I’m a creative writer, but you must know that already. Tell me
something, Dana, can I be really honest with you?
- That’s what’s expected, Peter.
Dana was not amused. No one can be truly honest, because one can’t be honest even
with yourself, ―she thought― and in fact, average people use phrases like “for
real” when they are about to reassure a lie.

- Let me ask you a question, then ―Peter said―. Are you happy here?
- How is that related to our interview?

113
That question gave her goosebumps, it made her feel as another piece in a larger
game that she wasn’t controlling, and somehow gave her a rush she hadn’t felt long
ago. Now he had her attention and a little bit of admiration too.

- Well, people often don't expect true honesty ―Peter said―. That’s why you
can’t even bear that question, because the answer requires to be really honest
and, the question itself relies on a kind of relationship that enterprises can’t
even understand.
- How so?
She looked firmly at his eyes and felt that he wasn’t lying, he was truly saying his
thinking and showing himself to her. And it was that too, the little smirk, the warm
feeling inside her.

114
- If I were totally honest, ―he continued― and I’m not saying that I am not,
I could say to you that from the moment someone yelled my name in that
hall, I realized I didn’t fully want to be here, to work here. That doesn’t
mean that I don’t need to be here, or that I can be here and be a really good
acquisition, but just that treatment is enough to know that I wouldn’t be a
human being here, but a tool, and being a human being is what makes me
an excellent professional.
- So, why are you still here?
- Well, right now you must be thinking how I am not suitable for the position,
how I am too conflictive, too deep, and why you aren’t interviewing
someone else, I don’t blame you for that, but I do want to show you what’s
behind the normality that this enterprise desires, and why you need someone
like me.

115
- Ok, go on, Mr. Bochner.
Dana was delighted. He was saying exactly what she wanted to scream from a year
ago, at the end of her first day working on that soul cemetery. He was risking his
position in order to prove himself as a valuable person. She thought of dancing, on
the stars, on her unfinished canvas waiting for her in her room, and the music, the
always colorful Vivaldi.

- Call me “Peter”, please. After making you go through all this philosophizing
and honesty, the least I can do is to treat you like a soon to be friend and
maybe invite you for a coffee.
- Well, Peter, if you prefer that ―she said―, I just have to inform you that
this company doesn’t allow relationships among their collaborators.

116
She really wanted that coffee, but she also wanted to play a little longer, to see
Peter’s limits and make him feel rage, excitement and desire. What other marvel
could that man hide?

- Oh, don’t worry, as I just said, I’m not fully sure about being here in the
future ―Peter replied―. What I want is to show how I am the most
adequate candidate for this position. And by the way, right now you just
gave me another idea.
- Yeah? Tell me about it, please, Peter.
- I don’t know how I let it pass before, but you are all alone here. You have
your equipment, a luxurious couch and all that stuff like the door’s silver
name holder, but that doesn’t mean anything to you, it’s an enterprise

117
investment to make you feel proud of what you have, but not to help you,
not to improve your real life. Do you know what you need?
- No, what do I need?
- I’m not sure, but you might need help sometimes, and you can’t have it, not
easy enough, because you can share with other people and remember that
you are not just a worker, that you can feel, and if you are empathetic, that
they are mistreating you. In fact, if you see close enough, this job position,
you are looking for, can’t be the first shackle of the chain, so this
company isn’t even interested in allowing their own workers to improve
their knowledge, to promote them, to train them on what is needed a little
bit higher.
- And how does it help us?

118
- Do you know why you need a Marketing Leader? I’ll tell you: it’s not a new
position. Most likely you had someone there, and you don’t know why, but
sales were going down, so now you need someone else, and you will not
have a better performance, because you are looking the same, the image of
your own failure. This can sound a little harsh, sorry, but you need someone
risky and intelligent enough to ask himself beyond normality and what it’s
expected or socially valued, someone happy to say that your whole creative
department idea is a shit. You need some criticism, but for real.
- Ok, I see your point. Continue ―she said―.
- People might want machines, but they don’t think as machines, Dana. And
to sell people you need to be people, to be able to have coffee, to look at
your left and receive a smile, to be understood on what makes you sad or
angry, to be greeted, surprised, even loved. Do I make myself clear?

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- Yes, you do, I suppose.
- Are you happy here? Can you be yourself enough here to let your
psychologist character and be what you asked me to be, the essential Dana?
Dana stood in silence. Without being aware of it, she had crossed her arms,
protecting herself. She couldn’t say that he was lying, it was true, and also, as he
predicted, she was chained to her position and she knew it far before.

Dana turned down her head and thought. She had to maintain her role,he shouldn’t
have known that she was also playing, but she felt that she didn’t want to hide it
anymore.

- You know that I can’t select someone like you, don’t you?
- I knew you weren’t happy. Don’t worry about me, either I take this job or I
am kept outside, I’ll be winning.

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- I really don’t understand you. Do you or don’t you want this job?
- Is it you who is going to tell me the news? ―Peter asked―
- Do you always answer with a question? Yes, it will probably be me.
- Well, then it’s settled. If you choose me, I will have what I need, but I truly
enjoyed to talk with you and as it’s a company policy to ensure workers
don’t share with each other I will not have that coffee with you; on the other
hand, if you discard me, I might be outside at 18:00 casually consuming a
chocolate donut at the coffee shop at right, and as you know right now, I
will not be looking for a job much longer, either way, you will call me.
- And what happens if someone else calls you?
- I'll be busy looking for a job, so I’ll also be deeply focused on the important
things. As you must know, not any call is important, that’s why, if you want
to give me the news, which I would appreciate either if I stay or if I leave

121
the selection process, you will write your number here so I can identify you
and answer such an important call.
- Definitely you are a seller, Mr. Bochner.
- It was better than to say that I love Marketing and that it’s my strongest
expertise, don’t you think?
- You might be a good candidate for this position, indeed ―she said―.
- Oh, no, I might be too honest and law breaker to be here. You know? I might
be suitable for other positions, but that’s your decision, Dana.
- Have a nice day, Mr. Bochner.
- You too, Dana. Though I am totally sure this will be your best interviewing
story for years, and of course also your best time of the day.
- Yes, I suppose, too much excitement for one day. I might drink something
this afternoon.

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- I hope so, Dana. Look for happiness and joy.
Peter left and the day didn’t look gray as before. He walked to the coffee store, sat
outside and smiled while looking at the building. He felt proud of himself: he
surpassed euphemisms and lies, showed the brighter Peter Bochner ever, escaped
an awful working environment and his cellphone, which was in silence all along,
kept vibrating. He took it and read the message that was on his screen: “If I am
strictly precise, you are not part of this company yet, so a coffee will be a good idea.
Dana”.

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I’m going out with a mate, mom

125
After an extremely tiresome day at school, Juan sleeps profoundly in his bed. He
hasn’t moved an inch and he barely breaths: Mr. Rodriguez training is often too
much for him, and as Juan thinks, it is specially for him. Rodriguez likes,
undoubtedly, to torture and embarrass Juan.

In Juan’s mind, right now, there’s only vacuum, an endless black canvas of
absolutely nothing. He didn’t even remove his uniform, thought about his pending
homework or cover himself with a bed sheet. He just fell off in his pillow and started
to drool, and also to sweat, as while in any other summer Wednesday.

Juan is enjoying his dream, or his absence of dreams, but something starts to
discomfort him. Deep in his all-black world a noise travels, first from far away, but
as it repeats, also increases its closeness. It is like a stubborn knock hitting his peace.

126
Juan wakes up. There are no noises around. In fact, there can’t be noises around,
because just before he went to sleep, Juan heard his mom, Betty, closing the outside
fence and turning on her car. Surely, she was taking Susana to her dancing classes
and both would be back at night, as always.

Juan’s eyes close again. This time, he took advantage of the unwanted situation of
being awake, turned on the air conditioner and covered himself with the bed sheet.
“Way much better”, he thinks, while he loses his consciousness.

Once again, Juan’s mind becomes a black canvas of profound and peaceful
dreaming, and immediately after, the knocking comes back, stronger and quicker,
as if it were another torture designed for him. Just before the knocking stops, Juan
wakes up, in time to hear the last unpleasant beat.

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“So, it is real”, he reflects. Obviously, he was wrong when he thought his mom took
Susana to the dancing school. She must be there, bored, having fun bothering his
dreaming instead of doing something useful.

⎯Fuck off, Susana! Let me sleep.

No one answers, but knowing she heard him, this time, Juan covers his feet with
the blanket before falling asleep, to feel more comfortable. One second after, the
knocking starts again and Juan wakes up raging, looking for little and naughty
Susana. Juan gets out of his room, turns left and violently opens Susana’s bedroom
door. He looks for her under the bed, inside the wardrobe, and then he runs through
the house to find her, knowing that she couldn’t outrun him. Were she to try to
escape, her footsteps would give her away and he would catch her.

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Nothing. Not a single noise. Susana became a hiding master or maybe she was never
there to begin with, and as Juan thought before, he was alone, because his mother,
Betty, left the house earlier with Susana.

Though Juan heard that last knock, he decides to convince himself that those
knockings were his imagination, or the wind, probably. He goes back to his room,
closes the door and lies on the bed, awake, this time.

For a moment, nothing disturbs his peace, but as soon as he thinks of sleeping again,
the knocking starts.

Juan sits on his bed and waits for the knocks to cease, but they continue. “It’s not
my imagination, but it can be, still, somehow, the wind”, he thinks doubtfully. The
knocking does not stop, but becomes stronger, as if someone is trying to break
through the door.

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Goosebumps invade Juan all over his body and fear makes him rush towards the
door. He feels himself compelled to close the lock and hide, but there’s nowhere to
go.

Suddenly, to his right, a folder full of sheets falls off his shelf. Shaking with fear,
Juan picks the files off the floor and puts them again where they were, secured under
a big and heavy old dictionary, just in case.

As Juan moves quickly backwards to his bed to find shelter, the knocking stops, the
book falls and the door opens. No time to think: Juan grabs his cellphone and his
keys, and while running away from his house, writes his mom a message: “I’m
going out with a mate, mom”.

130
Later, in Jorge’s house, while making up an excuse for that unexpected visit, Jorge’s
bedroom door knocks three times and Juan almost faint. “I hope ghosts don’t follow
people”, he thinks.

Jorge´s mother opens the door and brings them a snack, and then, leaves.

⎯So, to what do I owe the pleasure of your visit, Juan? —Said Jorge, afterwards.

⎯Let’s just say, Jorge, that I really wanted to play Nintendo with you today, and
I’ll be here until tomorrow if you let me, pal.

131
132
Para qué recordarlo

133
Luego de hacer sus tareas, Tomás sale en su bici, como siempre lo hace, dentro de
su pequeña urbanización: apenas una manzana de residencias con una plaza-jardín
en el centro, en la cual, durante las tardes, se reúnen todos los niños a jugar,
principalmente a patinar. A pesar de que Tomás no habla mucho con ninguno de
ellos, ha logrado hacer pequeñas conexiones con sus vecinos, tratos amables que
pueden terminar, en el futuro, en vínculos más fuertes, como amistades.

Luego de varias vueltas en su bicicleta, Tomás se detiene a descansar un poco. Hace


un calor muy fuerte y pocas nubes cubren el cielo.

—Hola, ¿quieres un vaso de agua?

Es Isabela, viendo a Tomás desde el umbral de su casa. Tiene en su mano una


escoba y viste un pijama de verano. Ella, a diferencia de Tomás y de los demás
niños, es mucho más grande, solo va al parque a cuidar de sus hermanos pequeños.

134
—También tengo refresco, si te gusta más.

Tomás asiente gustoso, se baja de su bicicleta, la recuesta en el muro de la casa y


entra a la sala.

—Toma, debes tener mucha sed. Yo estaba limpiando hasta hace poco, también
estoy muy cansada. ¿Vamos a descansar un poco? Ven, acompáñame.

Isabela sonríe y Tomás la sigue mientras sorbe poco a poco su refresco. Doblan a
la izquierda frente a la cocina, hacia un cuarto pequeño, femenino y mal iluminado.

—Disculpa que no tengo mucho espacio aquí, si quieres te puedes acostar en mi


cama, ven.

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Tomás se sienta en la cama sin decir una palabra y se dedica a ver todos los adornos
de Isabela. Hay fotos de su familia, pulseras, zarcillos y unos pocos libros alrededor,
junto a su antiguo uniforme escolar, con las tradicionales firmas de los graduados.

Cuando Tomás termina de beberse el refresco, se levanta, da las gracias y se dispone


a salir. Espera, como le enseñaron, que Isabela lo guíe a la salida. Ella, en cambio,
se levanta, bloquea el camino y toma su mano.

—Eres muy callado ¿Por qué no te quedas un poco más?

Isabela introduce la mano de Tomás dentro del short de su pijama lo


suficientemente profundo para que sienta el calor y la desordenada espesura de su
sexo.

136
Tomás no sabe qué hacer. No se siente cómodo. Piensa en retirar su mano
cuidadosamente y rechazarla sin ser irrespetuoso, pero simplemente no es capaz de
hacerlo, está asustado.

—¿Te gusta? Déjala ahí, siéntelo todo, acaríciame.

Isabela se descubre los primeros botones de su ropa y se sienta sobre Tomás. Agarra
su pequeña mano y la lleva hacia sus pechos. Después, desata el cinturón de su
pantalón y mete sus manos, curiosas, entre sus piernas.

Tomás tiembla. Intenta esconderlo, aparentar que tiene algo de control de sí mismo.

—Está como dormido, ¿no te excita estar conmigo? Ven, dame un beso.

Isabela acerca su cara a la de Tomás, quien evita sus labios. Necesita planificar una
forma de salir de ahí.

137
—Disculpa, estoy un poco nervioso. Creo que necesito un poco más de agua, ¿sí?

—Por supuesto, bello, ya te la traigo.

Isabela aprovecha la situación para despojarse totalmente de la parte superior de su


pijama, y luego robarle, a la fuerza, un beso a Tomás sujetando suavemente entre
sus piernas.

—Eres demasiado bello. Ok, voy a buscarte un poco de agua.

Tomás se levanta con ella, y mientras se adelante, se abotona su pantalón y se pone


nuevamente el cinturón.

—No te vas a ir todavía, quiero más.

Rápidamente, mira a su alrededor en búsqueda de alguna alternativa. Sobre la mesa


del comedor hay un cuchillo de sierra. Tomás lo toma y lo empuña contra Isabela.
138
—Abre la puerta. No quiero seguir con esto.

—Eres un idiota, los otros matarían por estar así conmigo. Tú como que eres raro.

—Abre, me quiero ir. Ya te lo dije antes. Simplemente no me gusta esto así, perdón.

Tomás sale de la casa de Isabela enojado y triste, se sube a la bicicleta y pedalea


hasta llegar hasta su hogar, donde guarda sus cosas y se refugia en su cama, como
si nada hubiese pasado. Nada sucedió —piensa—, pero aun así siente que sí lo
afectó, que algo le pasó, que quizás se equivocó y mañana todos en el vecindario se
burlarán de él, de lo que no hizo, de cómo huyó de lo que otros seguramente
hubiesen estado gustosos de recibir.

Aún no sabe cómo reaccionar, pero decide no ir más al parque. Aunque disfruta
mucho patinar con los demás niños, no puede imaginar la vergüenza que sentirá si

139
se burlan de él. Ya es un extraño entre ellos —el niño introvertido y recién
llegado—, y, después de una vida tan corta y con tantos rechazos simplemente por
ser como es, no quiere sumar una tristeza más.

140
141
Ser alguien en la vida

142
Desde hace unos cinco años, Ricardo siempre ha doblado a la izquierda en la
intersección de la avenida principal, pero esta tarde el tráfico lo ha obligado a
cambiar de opinión y doblar a la derecha.

Es casi lo mismo, fuera de cambiar la ruta, su rutina sigue intacta: el café en el


coche, la estación de radio adulto adolescente sonando en el fondo y el desorden de
carpetas y exámenes en el asiento de atrás. No hay apuro. Es solamente un camino
más largo, pero al final también es llegar a su casa, corregir un rato, ver televisión
y acostarse a dormir para continuar al día siguiente.

Desde niño, Ricardo no había pasado por esa avenida, de hecho, con una sola
excepción, tampoco se había detenido nunca en los alrededores: nunca fue al parque
de la bajada, nunca compró en los abastos de la esquina. Nunca salió de ahí fuera
del carro de su madre o del transporte del colegio.

143
En realidad, a Ricardo no le gusta la vía. No es simplemente que le conviene cruzar
a la izquierda, sino que no quiere pasar por la derecha y recordarlo. Ahí está, justo
en la esquina del semáforo: el colegio donde estudió cuando era niño, con sus
ladrillos anaranjados, las grandes rejas negras y sus campos de fútbol en el fondo.

Desde el preescolar hasta comienzos del bachillerato Ricardo estuvo ahí, fueron
muchísimos años, y a pesar de eso, salvo contadas experiencias, contadas personas,
siempre sintió amarga su estadía y dedicó poco de su memoria a recordar esos
pasillos.

Adelante, el Centro Comercial El Virrey se muestra con sus tiendas antiguas. En


una época fue un lugar de reunión obligatorio para los residentes de la zona, un
espacio de lujo y categoría que siempre estaba lleno. Ahora, de no ser porque en él
reside una estación del metro y una vía para retornar a la avenida, estaría desierto.

144
—Quizás debería virar aquí y devolverme —piensa Ricardo.

—No, no tiene sentido, porque seguramente el tráfico debe seguir ahí.

—¡Bah! Igual no tengo nada más que hacer.

Ricardo toma la vereda a la izquierda y retorna a través del centro comercial. Piensa
en detenerse por un café, pero ya tiene uno, que se enfría. Algo lo llama por dentro.
Hay algo más, un recuerdo de antaño, un enojo polvoriento del ayer, que a pesar
del tiempo lo hace arder de rencor.

En el semáforo, Ricardo cruza a la izquierda y entra por su cuenta, por primera vez,
a su antiguo colegio.

—¿A dónde se dirige, caballero? —Pregunta el guardia de la entrada—.

—Soy un ex estudiante, quisiera darle una visita corta al director.


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—Entendido, pase adelante.

—Muchas gracias.

—¡Me haces el favor, te levantas de la silla con tus útiles y me acompañas!

—No, profesora, discúlpeme, por favor.

—¿Qué? No, Ricardo, me acompañas ya mismo a la dirección. No quiero verte más


la cara dentro de mi salón.

La profesora toma del brazo a Ricardo y lo lleva a la fuerza por el largo pasillo
blanco, clavando sus uñas en él mientras bajan las escaleras. Ricardo llora y trata
de resistirse, pero no puede, ni siquiera se atreve a decirle que le duele lo que está

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haciendo. Ambos entran a la oficina oscura y el director Sanz los mira. A él, con
desprecio.

—Cuénteme, profesora, ¿qué hizo este joven para que lo trajera hasta aquí
nuevamente?

—Vea lo que está aquí en su cuaderno, ¿qué le parece?

—Ah, ya veo. No se preocupe, por favor, vuelva a su clase y prosiga con su


programación, yo me ocuparé de ahora en delante de este estudiante.

Sanz observa de arriba a abajo a Ricardo, lentamente. Luego, desvía su vista de él


y apoya su mentón sobre sus manos, ahora juntas. Lo mira directamente a los ojos
sin pronunciar una palabra.

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—Profesor, discúlpeme, olvidé entregarle eso a mi mamá para que lo firmara y me
dio vergüenza devolverlo en blanco. Pensaba decirle hoy cuando volviera a la casa
y traerlo mañana, pero la profesora lo exigió hoy y ya había entrado al salón.

—No quiero escuchar tus excusas. Nada. Silencio.

—Profesor…

—¡Te dije que no quiero escucharte!

El director se da la vuelta y se dirige al archivo detrás de su escritorio. Luego de


revisar las gavetas toma una de las carpetas.

—La verdad, Pinto, es que no necesito ver tu expediente para saber que tú no
deberías estar aquí, y esto que pasó lo deja muchísimo más claro. Un muchacho del
interior, obviamente mal formado, con una familia que apenas puede pagar las

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mensualidades de esta institución. No perteneces a aquí, y te voy a aclarar algo: tú
no vas a llegar a ser nadie en la vida, ¿me entiendes?

Ricardo rompe en llanto y enjuga sus lágrimas en su suéter. Se recoge sobre la silla,
aprieta su mochila contra él y trata de callar lo que siente, pero nunca se ha sentido
peor. Él tampoco quiere estar ahí, y ahora mucho menos.

—¡Silencio! Hoy no irás a ninguna otra clase y mañana espero ver aquí a tu mamá
para hablar con ella. Eso sí, espero que esta vez sí le digas lo que debes decirle. Eres
una desgracia para tu familia y una vergüenza para este colegio. No debimos
admitirte jamás.

El director Sanz se levanta, sale de su oficina y cierra con llave. Ricardo espera
unos minutos y entonces toma aire, por fin puede llorar. Piensa en su mamá, en lo
complicado que será para ella llevarlo a otro colegio, en lo enojada que podrá estar.

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Piensa en sus pocos amigos, si se acordarán de él, si en este momento les importará
su ausencia o no. Piensa en que se siente solo, y que ahora estará mucho más solo.

Ricardo sube las escaleras, pasa la reja del viejo edificio de secundaria y toca la
puerta de la primera oficina de la derecha, que está cerrada. Él sabe que hay alguien
adentro, porque la luz está encendida y porque siente el hedor a cigarro saliendo de
las rendijas.

—Pase adelante.

—Muchas gracias, padre Sanz. Ha hecho un gran trabajo cuidando el colegio, se ve


todo muy limpio y en muy buen estado, parece que nada ha cambiado.

—Sí, muchas gracias. ¿En qué puedo ayudarlo?

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—Verá, esta es una visita un poco inesperada inclusive para mí. Venía de regreso
al trabajo, me desvié de mi ruta común y al pasar por el colegio quise verlo
nuevamente, y por supuesto, a usted.

—Entiendo, es usted un exalumno, ¿de cuál promoción? Pensé que quizás venía
para las inscripciones de nuevos estudiantes.

—No, no, para nada, créame.

—Entonces, ¿en qué puedo ser de ayuda?

—Pues, creo que simplemente charlando conmigo, o escuchándome.

—Adelante, entonces.

—Pues supongo que desde hace mucho tiempo quería visitarlo, a usted y al colegio,
pero no lo supe sino hasta hoy. Es probable que ya no me recuerde, porque han
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pasado muchos años, y sin duda, muchos niños por su vida, pero quería comentarle
que hoy en día soy un profesor, y trato de ser el mejor profesor posible para mis
estudiantes y para mí mismo. He tenido unas experiencias laborales estupendas y
siempre intento crecer más académicamente, ¿sabe?

—Me parece muy bien, ¿pero por qué me lo comenta?

—Ah, es solamente porque quería dejar claro que definitivamente no ha sido por
usted, ni por este colegio. Antes me preguntó de cuál promoción soy, pero no le
respondí ya que no me gradué aquí. Hace años, cuando ni siquiera había llegado a
secundaria un pésimo profesor me dijo que nunca sería nadie en la vida por un error
que cometí por miedo, me dijo que no pertenecía ni pertenecería al colegio, y le doy
la razón. No pertenezco a este colegio ni me representa ese estilo de educar. Ese
profesor fue usted, director, y hoy vengo aquí a demostrarle que sí logre ser alguien

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en la vida. Ojalá logre usted ser un mejor educador para los pobres niños que siguen
pasando por sus aulas. Le queda poco tiempo, así que intente usarlo con eficiencia.
Que tenga un excelente día, adiós.

Ricardo se da la vuelta, y ante el anonadado director Sanz, sale del recinto


caminando lentamente, ahora en paz consigo mismo, libre de rencores.

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Maldiciones cotidianas

Fernanda toma la copa de vino y sorbe un poco mientras escucha. Sonríe


ligerísimamente, pues piensa que el hombre que la acompaña esa noche en el
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restaurante sigue siendo, sin lugar a dudas, un tipo perfecto, y no quiere ser tan
evidente.

Se trata de un caballero. Además, preparado, atento, interesante y atractivo. Él está


explicándole apasionadamente todo lo que hace en su trabajo —enseñar música a
niños—, y ella, si bien le presta atención, está más bien enfocada en lo bonitos que
se ven sus ojos cuando habla de lo que le gusta hacer.

Luego de terminar su disertación, el hombre toma un trago de su cerveza y le


pregunta:

— ¿Por qué tardamos tanto tiempo en vernos de nuevo y tomarnos algo?

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Es de mañana en la capital y Mauricio está emocionado porque dentro de poco
podrá mostrarle a su mamá lo genial que se ve bailando la pieza que le enseñaron
en el preescolar, ¡y además estará disfrazado como si fuese un llanero de verdad!

Luego de semanas de práctica ya puede hacer los zapateos con soltura y conoce al
pie de la letra las entradas de la canción. Ahora, lo que falta es aprender cómo bailar
con una pareja, para terminar la última parte de la coreografía.

La maestra toma la lista y llama una a una a las parejas del baile:

— Mauricio, ve para allá, te toca bailar con Claudina.

Fernanda trata de protegerse de los golpes de su padre con el bolso del liceo, pero
él se lo arranca de las manos y lo tira lejos. Su mamá no la defiende, la hace sentir
que su castigo es justo, aunque para ella es simplemente incomprensible, pues

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solamente se acercó a ellos, feliz, a contarles que le había dicho a su compañero,
del que siempre les habló y que le gustaba, Daniel, si quería ser su novio, y él dijo
que sí.

—Eres una puta. ¿Cómo es eso de que le pediste a uno de esos pendejos que sea tu
novio? Primero que todo tú no estás para tener novios ahora, yo no lo voy a permitir,
y segundo, muchachita, y que te quede claro, la mujer jamás busca al hombre,
porque sino es una puta, y en esta casa yo no voy a tener a ninguna puta, ¿me
entiendes, carajita?

Fernanda toma nuevamente un trago, suspira profundamente y luego de un largo


silencio responde, mirando a Mauricio con un poco de decepción:

— No lo sé, creo que porque no me habías invitado antes.

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— Disculpa. No pensé que fueses a aceptar. Yo siento que, aunque estoy aquí,
es como si estuviera en un sueño, algo que realmente no está sucediendo.
Jamás me imaginé compartiendo así contigo, así que de verdad agradezco
que el azar nos haya permitido encontrarnos aquí, reconocernos después de
tantos años y estar pasándola tan bien juntos.
— No entiendo, ¿por qué dices que no pensabas que fuese a aceptar?

Claudina empuja a Mauricio y patalea resistiéndose con todas sus fuerzas a la


decisión de la maestra.

— No quiero bailar con él, no quiero, no quiero.


— ¿Por qué, Claudina?, ¿qué te hizo Mauricio?
— Porque él es negro, y no quiero bailar con él.

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Mauricio baja la mirada y trata de esconder su vergüenza, pero al final responde:

— No pensé que fuese a interesarte salir conmigo. Yo siempre quise hacerlo,


¿sabes?, ¿pero qué sentido iba a tener intentarlo siquiera si ibas a
rechazarme?
— Debiste habérmelo dicho. Si lo hubieras hecho, yo hubiera ido.
— Quizás, pero como amigos. Yo sentía más que eso por ti.
— Y tú siempre me gustaste, pero no podía decírtelo.
— ¿Yo siempre te gusté?
— Sí, desde la universidad.
— ¿Y por qué no me lo dijiste? ¿Te estás burlando de mí?

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— No, para nada, yo te encuentro el hombre más interesante que he conocido.
No te lo había dicho porque uno como mujer no puede hacer eso, el hombre
es quien propone, no la mujer, eso se ve muy mal.
— ¿Y sigues sintiendo eso?

Mauricio espera que Fernanda diga que sí mientras batalla consigo mismo, porque,
aunque está en la conversación y escuchó todo, recuerda a Claudina diciendo que
es negro, y esa profunda sensación de ser menos que los demás, de ser poca cosa.
Fernanda, por parte, aunque ansía sentir mucho más cerca de sus labios la fragancia
que impregna el cuello de Mauricio, duda responder que sí, porque teme parecer
una puta o una desesperada. Ella quiere que Mauricio tome las riendas, no espere
su respuesta y la bese apasionadamente.

— Ya han pasado años, Mauricio.

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— Sí, es verdad, ya hace mucho tiempo.
— Igual, podríamos ver qué depara el futuro.
— Claro, podemos vernos de nuevo otro día, ¿verdad?
— Sí, me encantaría.
— Perfecto, a mí también.

Luego de una conversación más general, para evitar ahondar en la incomodidad de


sus luchas internas, la velada se termina y ambos se van. Mauricio se devuelve a su
casa decepcionado de sí mismo, y ahora seguro de que además de poco agraciado,
también ha sido un idiota. Fernanda llora por reprimirse tanto y se pregunta si de
verdad hizo las cosas bien. Como Mauricio, se siente, también, idiota.

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Esa noche ambos sueñan que están atrapados, perseguidos por brujas y hechiceros,
malditos por los conjuros terribles de un pasado olvidado. A ella le dicen puta, y a
él, negro.

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Acerca del autor

Nace en Caracas, Venezuela, en 1987. En el año 2011 se titula de la carrera Comunicación


Social por la Universidad Católica Andrés Bello, donde forja gran parte de su carrera
profesional en las áreas de investigación y docencia. En el año 2017 emigra a Santiago de
Chile, donde reside actualmente.

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