11 - MEGÁPOLIS - Clark Carrados
11 - MEGÁPOLIS - Clark Carrados
11 - MEGÁPOLIS - Clark Carrados
CLARK CARRADOS
MEGÁPOLIS
Ediciones TORAY
Arnaldo de Oms, 51-53 Dr. Julián Álvarez, 151
BARCELONA BUENOS AIRES
Autor: CLARK CARRADOS
Portada: LONGARÓN
***
Una suave oscilación de la luz indicó a Akim Bersel que había llegado el fin de su
jornada de trabajo.
Asombrado, levantó la cabeza y consultó el reloj que había en una de las paredes de la
estancia. Las tres de la tarde.
—¡Cómo se me ha pasado el tiempo! —suspiró.
Levantóse del asiento y estiró los brazos voluptuosamente. No tenía sueño; era
simplemente un gesto físico, una especie de inconsciente protesta contra la vida sedentaria
que se veía obligado a llevar.
A Bersel le hubiera gustado ser astronauta y, dentro del Cuerpo de Astronáutica,
pertenecer a la División de Exploración Interestelar.
La decisión de la Máquina que analizaba las posibilidades individuales de los hombres
había sido negativa.
Su estado corporal era perfecto. Físicamente, estaba bien constituido; tenía una buena
estatura, una excelente coordinación muscular y una salud a prueba de bombas. Su edad, por
otra parte, era la mejor; cuarenta y un años. Teniendo en cuenta que la media de vida era de
siete u ocho veces más, habría podido llegar a centenario, explorando los distantes sistemas
estelares, antes de que le llegase la hora de una semijubilación, como profesor en la
Academia Mundial de Astronáutica.
Sin embargo, el informe de la máquina, perfecto y positivo en todos los puntos, había
resultado contundentemente negativo en uno.
Esto había sido suficiente: las aspiraciones de Akim Bersel habían quedado truncadas
La máquina, concluido su período secundario de estudios, le había ofrecido varias
posibilidades de empleo para el futuro. Una de ellas se refería a ejercer el profesorado en la
Academia de Astronáutica.
Bersel rechazó esta posibilidad. Si no podía ser piloto de astronave, prefería renunciar a la
Astronáutica.
Eligió un empleo mucho más tranquilo: Investigador de Futuribles, de situaciones que
podían presentarse en el mañana. Las pruebas resultaron satisfactorias.
Ahora, al cabo de diecisiete años de su graduación. Akim ocupaba un puesto preeminente
en su especialidad, aunque todavía le faltaban cien años al menos antes de que pudiese ocupar
la Dirección General de los Investigadores de Futuribles. Su reputación, no obstante, estaba
ya sólidamente cimentada.
Bersel cruzó el despacho y abrió un armario, del que descolgó una especie de chaleco,
que se colocó sobre los hombros. Lo abrochó mediante una simple presión, comprobando
luego que el ancho cinturón que había en la parte inferior del mismo estaba también
abrochado.
Era el aparato antiacelerador que le servía para regresar a su casa, situada a cientos de
kilómetros del lugar en que trabajaba.
Salió de la estancia y caminó a lo largo de un pasillo. Hombres y mujeres abandonaban
sus trabajos también y se dirigían a los ascensores, escaleras mecánicas y cintas deslizantes
que contribuían a la traslación de los habitantes de la superciudad, una vez terminado el
trabajo.
Los vehículos individuales no existían, al menos, bajo los techos de la ciudad. Sólo había
transportes colectivos que, paradójicamente, resultaban individuales.
Una cinta en suave pendiente, de diez kilómetros por hora, le llevó ante una puerta que en
aquellos momentos se hallaba desierta. Presionó el botón de apertura y pasó al otro lado.
Sus dedos se movieron hábilmente por el teclado de mandos del cinturón antiaceleratorio.
Unos segundos después, Akim fue proyectado hacia adelante con una velocidad de
setecientos cincuenta kilómetros por hora.
Partió con el impulso de una bala de cañón, aunque no notó el menor efecto de una
aceleración tan brutal. El aire que le envolvía se movía asimismo a una velocidad idéntica.
Minutos más tarde, Akim se detuvo. La grisácea penumbra que le había envuelto durante
el viaje se convirtió de nuevo en luz.
Se había detenido ante una puerta. Salió del camino de otros posibles viajeros y se acercó
a la puerta, para pasar al otro lado.
Un denso zumbido asaltó sus tímpanos al momento. Había llegado a un sector habitado.
La luz no deslumbraba en absoluto. Bajo las inmensas bóvedas de la ciudad, las gentes
vivían pacíficamente, sin apenas preocupaciones de orden material.
Akim consultó su reloj: las tres y veinte minutos.
Faltaban más de cuatro horas para la cena. El comedor de su subsector estaba a poca
distancia.
Su cargo de Investigador de Futuribles le había servido para conseguir un apartamiento en
uno de los niveles más altos de la ciudad. Tomó un ascensor abierto y fue subiendo a una
moderada marcha.
Pasó por una pequeña plaza, donde había unos árboles y un jardín de media hectárea de
extensión. Allí había jugando unos niños. Sus voces infantiles hirieron agradablemente los
oídos de Akim.
«Pronto se terminarán sus diversiones», pensó. No había demasiado sitio para los juegos
infantiles en la ciudad.
El ascensor se detuvo al fin en su nivel, situado solamente a dos de las cúpulas de la
ciudad. El día de descanso, podría salir al exterior y contemplar el paisaje externo y respirar
el aire libremente, sin filtros ni acondicionadores de temperatura.
Caminó a lo largo de un vasto corredor, flanqueado por centenares de puertas, todas ellas
idénticas. Por el centro, corría una cinta deslizante de quince kilómetros horarios. Muchas
personas la utilizaban para sus desplazamientos.
Akim podría haber subido a la cinta también, pero prefirió caminar. Lo hacía siempre que
podía. De lo contrario, se decía, podía llegar un día en que no necesitara las piernas para
nada.
Acabó el corredor y entró en otro, girando a su izquierda. Era el suyo; al final, a ciento
cincuenta metros, estaba su departamento.
En aquel momento, era el único ser humano en aquel sector de corredor. De pronto,
cuando ya llegaba a su puerta, oyó pasos acelerados a su espalda.
Volvió la cabeza. Una mujer corría hacia él.
Parecía tener mucha prisa y daba la sensación de estar huyendo de alguien o de algo.
Akim se detuvo, con la mano en el marcador de la clave de apertura. Ella le alcanzó y
dijo:
—¡Aprisa, abra la puerta! ¡Tengo que esconderme; me persiguen!
En lugar de abrir la puerta, Akim abrió la boca.
Nunca, en sus cuarenta y un años de existencia, había presenciado una cosa semejante.
Todo estaba regulado, todo tenía un orden, nada se podía hacer fuera de las normas.
Aquella mujer las estaba violando, a lo que parecía. Para Akim, era la primera vez que
tenía ante sí a una persona que había quebrantado la ley.
Era una mujer fugitiva de...
—¿De quién huye usted? —preguntó, aturdido.
—De la Mecanopolicía —respondió ella—. ¡Por favor, abra, pronto! ¿Quiere que nos
cojan a los dos juntos, aquí?
—Pero yo no he...
—¡Vamos, déjese de objeciones o lo pasaremos muy mal! ¡Abra, le digo!
Akim vio en el rostro de la mujer, que era poco más que una muchacha, algo que le hizo
obedecer instintivamente.
Marcó las cifras de apertura. La puerta se deslizó a un lado silenciosamente.
Ella pasó rápidamente al otro lado. Akim cruzó el umbral a continuación.
—¡Cierre! —ordenó la joven—. ¡Voy a esconderme!
Y echó a correr hacia las habitaciones interiores.
—Pero...
Ella ya no le oía. Aturdido y desconcertado, Akim cerró la puerta.
Dio unos cuantos pasos hacia el interior del departamento. En aquel instante, sonó un
zumbido.
Akim giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta, que abrió de nuevo. Entonces
divisó a tres hombres parados ante el umbral.
Los tres vestían ropas idénticas de color gris y de una sola pieza. Llevaban sendos
cinturones de color gris más oscuro, de cada uno de los cuales pendía lo que parecía ser una
gran bolsa triangular, cuyo lado mayor medía casi cuarenta centímetros de longitud.
En el lado izquierdo de su uniforme, llevaban un círculo amarillo, con un delgado borde
rojo, en el centro del cual se divisaban dos letras también en rojo: MP. Uno de ellos, además
del disco amarillo, ostentaba tres pequeños rombos plateados.
Era la primera vez que Akim se enfrentaba con unos agentes de la Policía de la Máquina,
la Mecanopolicía, en el lenguaje del pueblo. Prácticamente, podía decirse que era la primera
vez que los veía.
—¿Qué desean? —preguntó, procurando mantener la compostura.
—Soy el capitán Wences —se presentó el sujeto que parecía mandar el trío.
Innecesariamente, añadió—: De la Policía de la Máquina.
—¿Y bien?
—Estamos buscando a una mujer, fugitiva de la justicia, y tenemos noticias de que se ha
escondido en uno de los departamentos de este subsector. El suyo podría ser uno de ellos —
contestó Wences.
—Aquí no se ha escondido ningún fugitivo, hombre o mujer —respondió Akim.
—Permitirá que lo comprobemos, por supuesto —dijo Wences, sonriendo ladinamente.
—¿Qué sucedería si no lo permitiese?
—Dejaría a estos dos hombres de guardia delante de su puerta y me iría a solicitar un
mandamiento de registro. La Máquina lo expediría en el acto.
—Eso significa que no puedo resistirme a sus deseos.
Wences volvió a sonreír.
—Claro —dijo.
Akim se echó a un lado. Sentía que el corazón le latía aceleradamente.
—Pasen, por favor —accedió con forzada cortesía.
Los tres hombres cruzaron el umbral.
—Registren bien el departamento, pero procuren no causar el menor daño —ordenó
Wences.
Los dos agentes se precipitaron hacia las habitaciones interiores. El capitán Wences y
Akim quedaron en lo que podía considerarse el vestíbulo.
—¿Qué delito ha cometido esa mujer? —preguntó Akim, invadido por la curiosidad.
Wences le dirigió una penetrante mirada.
—Trata de derrocar el gobierno de la Máquina —contestó.
—Ah —contestó el joven—. Un delito gravísimo, ¿no?
—Demasiado conoce usted su gravedad, no sólo para los autores de semejante delito, sino
para sus cómplices.
—Yo no soy cómplice de nadie, capitán Wences —sonrió Akim.
Pero, en su interior, se sentía sumamente intranquilo.
Los dos policías regresaron a los pocos minutos.
—La mujer no está, capitán —informó uno de ellos.
—¿Lo ha visto usted? —dijo Akim.
Wences se llevó la mano derecha a la sien.
—Le quedamos muy reconocidos, ciudadano Bersel —manifestó.
—Ah, ¿me conoce usted? —Akim no pudo por menos de sentir cierta extrañeza.
—Es usted uno de los más reputados investigadores de Futuribles —contestó el oficial,
sonriendo—. Algunas de sus predicciones han resultado exactas.
—Le quedo muy reconocido, capitán Wences.
El policía se dirigió hacia la puerta, donde ya estaban sus hombres aguardándole. Desde
allí, se volvió y miró a Akim.
—Pero no estudie usted las posibilidades de un gobierno que no sea el de la Máquina,
ciudadano Bersel —aconsejó, en tono que más parecía un mandato—. Otra clase de gobierno
no es, en ningún modo, un futurible. Adiós,
—Adiós —contestó el joven maquinalmente.
La puerta se cerró. Akim presionó la clave del cierre de seguridad.
Y entonces se preguntó dónde podría haberse escondido aquella joven, ya que en el
departamento, materialmente, no había sitio para ello.
II
Primero fue una ciudad cualquiera, que se erigió en centro de la región circunvecina.
Lenta, pero incesantemente, fue atrayendo a los habitantes, lo cual significó un notorio
incremento en el número de las edificaciones.
Los barrios suburbiales fueron absorbidos y convertidos en simples sectores de la
ciudad. Ésta continuó lanzando tentáculos y las villas, pueblos y aldeas circundantes
entraron a formar parte también de la ciudad.
El número de edificios crecía, la mayor parte de las veces, no tan rápidamente como el
número de seres humanos. Los campos fueron también invadidos por las casas.
Era raro que a cierta distancia de la anterior, no existiese también otra ciudad de cierta
importancia, la cual experimentó el mismo e inevitable proceso de crecimiento. Al fin, llegó
un día en que las dos urbes se juntaron y dieron nacimiento a una macrociudad.
Naturalmente, fue preciso ajustar los servicios mutuos... Los complejos servicios de una
ciudad moderna: luz, agua, transportes, abastecimientos y mil cosas más que resultan
imprescindibles para la vida cotidiana de sus habitantes. Al cabo de un tiempo, esas dos
ciudades, que ya formaban una sola concentración urbana, habían resuelto tales problemas.
Pero seguían creciendo. Su crecimiento no se detenía nunca.
***
***
»Primero: Deben tener caracteres similares, aunque con las necesarias diferencias,
para no convertir en exasperante monotonía la existencia en común.
»Segundo: Han de agradarse mutuamente, como principio. Los físicos de ambos no
deben ser repulsivos mutuamente, ni tampoco la diferencia de edad debe ser tanta que
retraiga a alguno de los miembros de la pareja.
»Tercero: Es preciso dejar un cierto espacio a la iniciativa particular. Cada
miembro de la pareja debe poseer un conocimiento intensivo del otro miembro, en
todos los aspectos.
»Cuarto: El amor es esencial. No basta dictaminar, mecánicamente, que los dos se
convienen, sino que es preciso que exista entre ambos un sentimiento mutuo que les
procure felicidad.
»Quinto: Es posible que alguno de los futuros cónyuges no sienta deseos de
contraer matrimonio, al menos por el momento. En tal caso, se le deberá dejar plena
libertad e iniciativa para suspender las digamos negociaciones. Todavía, el libre
albedrío sigue presidiendo las acciones de los hombres y es esencial para su felicidad.
Pasaron los años, muchos años, y las ciudades seguían creciendo y ocupando cada vez
más vastas extensiones de terreno.
En vano era que se intentase detener su crecimiento, empleando el método de edificación
vertical. Siempre había falta de edificios y era preciso construir, construir sin descanso, día
y noche.
Los servicios —agua, luz, calor, comunicaciones, transportes, etc.—, también crecían.
Las necesidades energéticas aumentaban a medida que aumentaban las construcciones.
Había ciudades que ocupaban extensiones increíbles de terreno: cuando, en alguna
antigua nación, una ciudad ocupaba toda su faja costera y no podía seguir avanzando más
por el mar, entonces se extendía tierra adentro.
Naturalmente, se necesitaban muchas y poderosas centrales para suministrar la
incalculable cantidad de energía eléctrica que necesitaban esas macrociudades. Se
construyeron las centrales.
En un principio, se creyó que ni siquiera con la fuerza del átomo fisionado podría
obtenerse toda la energía que se necesitaba. Hubo momentos en que parecía que sólo se
disponía de un vaso de agua para una multitud de seres sedientos.
Entonces se descubrió la energía másica.
***
***
El problema alimentación con una población que crecía a un ritmo arrollador, presentó
muy pronto caracteres gravísimos.
Las ciudades, al avanzar, absorbían inexorablemente vastas extensiones dedicadas al
cultivo. A pesar de los progresos de la técnica, todo aumento en la cantidad de alimentos
quedaba rebasado de inmediato.
Entonces, hubo quien descubrió el modo de transformar los elementos del suelo en
comida.
El proceso sería largo y costoso de explicar en tan pocas líneas. Baste saber que, en unos
años y después de las pruebas correspondientes, se construyó la primera planta piloto de
fabricación de alimentos, extraídos y transformados directamente del suelo terrestre.
El resto, aunque fuese largo en la práctica y, por supuesto, costoso, es sencillo de
explicar.
Las ciudades, luego la Ciudad por antonomasia —Megápolis—tenían «raíces» en el
suelo. Gigantescos tubos se hundían a centenares de metros de profundidad, todos ellos con
sus correspondientes ramificaciones. Por dichos tubos y, no hay que decirlo, mecánicamente,
se extraían los elementos necesarios para la fabricación de los alimentos que, en cantidades
fabulosas, necesitaban los terrestres.
El inventor del procedimiento —extracción, transformación y preparación— fue el doctor
Peter Vroner.
***
Solucionados los dos problemas más acuciantes para la humanidad, alimentos y energía,
fue preciso resolver otros, aparentemente secundarios, pero también de suma importancia.
Mientras tanto, las ciudades seguían creciendo. Muchas ocupaban ya el espacio de
provincias enteras y aun de naciones de pequeño tamaño. Entonces, cosa lógica, empezó a
escasear un elemento vital para la edificación: el cemento.
Alguien resolvió el problema: transformación directa de la tierra en cemento.
Era un proceso complicadísimo, de numerosas fases, entre las cuales, las más
importantes eran la pulverización de las rocas y de la tierra; la separación, mediante
procedimientos magnéticos o electrolíticos, según los casos, de las partículas metálicas, para
su ulterior aprovechamiento; la calcinación parcial del mineral restante no metálico y,
finalmente, su transformación en un elemento susceptible de fraguar con el aditamento de la
cantidad de agua precisa.
Las innumerables fábricas de cemento fueron transformadas y reacondicionadas.
Naturalmente, en este proceso tuvo parte vital la energía másica.
Sin ella, no hubiera sido posible. ¿Es de extrañar que el inventor de este procedimiento
fuese el profesor Vroner?
***
Solucionados los diferentes problemas —los más vitales, por supuesto—, fue preciso
pensar en otros que, no por menos importantes, tenían menor urgencia.
Comunicaciones, información, transporte, trabajo... fueron cuestiones que el crecimiento
de las urbes planteó de continuo, a medida que las ciudades se fundían, al desaparecer sus
límites. Todo ello fue resolviéndose con tiempo, ingenio y no pocas dificultades.
Ciertamente, los descubrimientos de Vroner resultaron indispensables para el desarrollo
de la Humanidad, a la que la emigración interplanetaria no le resolvía el único problema
insoluble: el crecimiento demográfico. De no haber sido por Vroner, la extracción de
metales habría sufrido un colapso.
Porque al empezar el siglo XXV Megápolis iba tomando ya su forma. En algunos sitios,
el conjunto urbano, aparte de su longitud, ocupaba una anchura de centenares de kilómetros.
En otros, era apenas más que una doble hilera de casas, una especie de cordón umbilical que
unía una aglomeración con otra, pero, prácticamente y salvo los espacios marinos, se habría
podido viajar de un lado a otro del planeta sin salir al exterior.
***
***
***
La gran central que recibía y coordinaba todos los informes remitidos por las
subcentrales fue construida en un lugar donde el suelo era sólido y en donde, en cientos de
años, no se habían producido movimientos sísmicos.
Se hallaba enterrada a centenares de metros de profundidad, en una caverna gigantesca,
cuya construcción, pese a los métodos de la época, duró bastantes años.
Obviamente, proporcionó grandes beneficios.
Su funcionamiento evitaba muchos quebraderos de cabeza.
Lenta pero insensiblemente, sus secciones fueron agrandándose. Al mismo tiempo,
también se ampliaron sus funciones. Sus células de memoria mecánica albergaban
cuatrillones de datos, los cuales podían ser consultados desde cualquier parte del globo,
empleando, por supuesto, los medios adecuados para ello.
La respuesta era prácticamente instantánea, con lo que los beneficios que proporcionaba
la Máquina eran obvios.
Era una supermáquina para una superciudad.
Y como la superciudad había recibido ya un nombre, que cuadraba exactamente con su
monstruosidad, la Máquina también lo recibió.
Era una Megamáquina para una Megápolis.
***
El apartamiento de los Gómez estaba clausurado. Sobre su puerta, se veía un gran sello
amarillo con dos letras negras. M. P. El sello impedía que se abriese la puerta.
Akim permaneció unos momentos en aquel lugar, conteniendo difícilmente la rabia y la
frustración que invadían su ánimo. Había acudido allí con la vaga esperanza de encontrar
siquiera a sus amigos, pero incluso éstos habían sido arrestados.
Imaginaba fácilmente la suerte que habían podido correr. No obstante, ignoraba el lugar
en que se encontraban en aquellos instantes.
Regresó a su casa y se tumbó en el lecho. Era preciso reflexionar.
Wences había ganado una batalla. Para Akim, sin embargo, no era la victoria total.
Cerró los ojos. Era preciso planear una contraofensiva eficaz.
Por los conocimientos que poseía, sabía que Sharmione podía haber sido enviada a un
Centro de Reeducación o a un lugar de trabajo forzado. Pero el caso de Sharmione era
distinto.
No dudaba que sus amigos, los Gómez, habían ido a parar a algún lugar donde
desempeñarían los trabajos más penosos durante tal vez años enteros. En lo referente a
Sharmione, lo dudaba.
La Máquina había tomado una decisión sobre la muchacha y era preciso que se
cumpliera.
En lo físico, Sharmione estaba considerada como un animal perfecto. Su descendencia
poseería cualidades físicas y mentales aún superiores. Era preciso que tuviera descendencia.
Pero ella no había querido acatar la orden de la Máquina. Y la Máquina, ofendida como
un ser humano, había dispuesto que esa orden se cumpliese a rajatabla.
Wences era el encargado de hacer cumplir la orden, como ciego servidor de la Máquina
que era.
De repente, Akim concibió una idea que le dejó sin aliento.
Sharmione había escapado antes de conocer el nombre de su tercer «pretendiente». ¿Y si
ese pretendiente era el propio Wences?
Entonces se comprenderían fácilmente dos cosas: el interés que el capitán de la
Mecanopolicía ponía en la captura de Sharmione... y su silencio acerca de los reales motivos
que le impulsaban a actuar de semejante manera.
Paradójicamente, esta serie de reflexiones tranquilizaron su ánimo de tal manera que,
poco después, consiguió conciliar un sueño profundo y reparador.
Por la mañana, a la hora habitual, estaba ya en su lugar de trabajo.
Como Investigador de Futuribles disponía de ciertas prerrogativas. Una de ellas consistía
en poder efectuar determinadas consultas directas a la Megamáquina, sin pasar por escalones
inferiores que debían permitir tal consulta, después de haber analizado su pertinencia.
Tenía en su despacho una consultora automática. Se sentó ante el teclado y presionó el
mando de conexión con la Megamáquina.
Segundos después, una luz verde se encendía en el tablero. Ello indicaba que todo estaba
listo para la consulta.
Escribió rápidamente sobre el teclado. Las palabras aparecían sobre la pantalla a medida
que las letras iban componiéndolas.
Primero facilitó su nombre y número de identificación, añadiendo luego el cargo. A
continuación, escribió su primera demanda.
La pantalla emitió de pronto un brillo cegador. Akim se echó hacia atrás instintivamente,
temiendo un nuevo estallido.
Pero no ocurrió nada; el resplandor se apagó casi en seguida. La Máquina escribió:
Tengo que formularte mi última consulta por hoy: ¿Dónde está Sharmione?
La pantalla se apagó por sí sola, lo mismo que la luz verde. Akim blandió el puño.
—¡Pues aunque no quieras, la encontraré! —vociferó, fuera de sí.
Respiró profundamente varias veces, tratando de volver a la normalidad, después del
acceso de cólera que le había acometido. Se pasó una mano por la frente, encontrándola
húmeda de sudor.
Era evidente que la Máquina le ocultaba el paradero de Sharmione. Pero ¿por qué?
No parecía lógico ni congruente. Hasta aquel momento, la Máquina había respondido
siempre a sus preguntas, como a todas las que le habían formulado los demás I.D.F. ¿A qué
venían, de repente, tantas negativas?
—Cualquiera diría que el futuro del planeta está en Sharmione. Y en su marido, por
supuesto —soliloquió.
Y ¿no era así?, se contestó un segundo después.
Permaneció unos momentos inmóvil. Tras algunos minutos de reflexión, se levantó y
abandonó el despacho.
Una hora más tarde, se encontraba en la Central de la Policía de la Máquina.
Había un oficial a cargo de la recepción. Akim llevaba sobre el lado izquierdo de su ropa
el emblema del cargo. El oficial le atendió con gran respeto.
Los Investigadores de Futuribles eran ciudadanos muy considerados. De ellos dependía,
en gran parte, el conocimiento de los hechos que podían acaecer en el mañana.
—Estoy a sus órdenes —manifestó el oficial—. ¿En qué puedo servirle, Investigador?
—Deseo entrevistarme con el capitán Wences
—Un momento, por favor.
El oficial hizo una rápida consulta. Luego, sonriendo, indicó con la mano una puerta.
—Piso duodécimo, puerta séptima.
—Gracias.
Akim entró en el ascensor. Un minuto después, entraba en el despacho de Wences.
El policía le recibió con inusitada amabilidad.
—Siéntese, Investigador —dijo —. Ya me anunciaron su visita. ¿Puedo serle útil en algo?
—preguntó, con suma cortesía.
Akim le miró fijamente.
—¿No se imagina lo que vengo a pedirle, capitán? —repuso.
—Desde luego —convino Wences con amplia sonrisa—. Sin embargo, mucho me temo
que no va a ser posible complacerle.
—¿Por qué?
—Sharmione tiene asignado ya un futuro. Usted no figura en él.
—Ese futuro, por supuesto, ha sido decretado por la Máquina.
—Sí, ¿a qué negarlo?
—Honradamente, Wences, ¿cree usted que una Máquina puede señalar el futuro de un
humano?
—Honradamente, no, salvo en casos excepcionales —respondió el policía sin pestañear.
—¿Es el de Sharmione un caso excepcional?
—Puede figurárselo, Bersel.
Akim se acarició la mandíbula con gesto pensativo.
—He consultado a la Máquina acerca de los nombres de los sujetos propuestos para que
uno de ellos se convirtiese en esposo de Sharmione —dijo al cabo—. Conozco el de dos de
ellos, pero me falta el tercero..., que la misma Sharmione ignora, ya que escapó, asqueada,
antes de terminar la consulta a que fue llamada con dicho fin.
—¿Y...? —murmuró Wences.
—Estoy sospechando que es usted ese tercer pretendiente.
Wences emitió una risita sarcástica, pero no dijo nada.
—¿No quiere contestarme? —preguntó Akim.
—Su cargo no le da derecho a hacer ciertas cosas, ni formular determinadas preguntas,
cuando la Megamáquina ha tomado ya una decisión al respecto —habló Wences por fin—.
Es todo cuanto puedo decirle.
—Lo cual me confirma en mis suposiciones.
—Piense como quiera. Ya ve —añadió el policía sonriendo— que esto no se lo impido.
—A juzgar por lo que estoy viendo, un día nos lo prohibirán también —dijo Akim
cáusticamente.
—No, no queremos humanos robotizados. Simplemente, aspiramos a cumplir las órdenes
de la Máquina, eso es todo.
—No soy un experto en mecanobiología, pero me da la sensación de que la Máquina no
funciona bien.
—O no quiere funcionar bien..., en este caso.
Los dos hombres se contemplaron. Sus miradas se cruzaron, como espadas centelleantes.
Akim se puso en pie.
—Encontraré a Sharmione —aseguró.
—No —respondió Wences lacónicamente.
—Encontraré a Sharmione. Encontraré a la Máquina. Y entonces me quedaré con la
primera y destruiré la segunda.
—Ha pronunciado usted unas palabras muy fuertes —dijo Wences—. Hoy me siento
particularmente inclinado a la benevolencia. Le dejaré marchar en paz si lo hace ahora
mismo, Investigador.
—Aguarde un momento; todavía no he terminado. ¿Qué ha sido de mis amigos, los
Gómez?
—Puesto que se reconocieron culpables de haber ayudado a esconderse a una fugitiva de
la justicia, fueron castigados como procedía.
—¿Qué les han hecho?
—Están en un Centro de Reeducación, siendo sometidos a unas sesiones de amnesia
particular. Olvidarán cuanto concierne a usted y a Sharmione.
Al joven le costaba trabajo dominar la cólera que sentía.
—Muy bien, capitán —se despidió—. Volveremos a vernos.
Se puso en pie y caminó hacia la puerta. Desde allí, se volvió y miró a su antagonista.
—¿Qué pena tiene el homicidio, capitán? —preguntó de repente.
Wences respingó.
—¿Eh? ¿Qué es lo que trata de decirme? —gruñó.
—Estaba pensando en retorcerle el pescuezo. Y eso es lo que le haré, si Sharmione sufre
el menor daño.
—¡Sharmione no recibirá daño alguno! —vociferó Wences.
—Casarla con quien no quiere es bastante daño para ella —aseguró el joven —. Y estoy
seguro de que a usted le detesta. Adiós.
Salió del despacho hirviendo de ira, pero, al mismo tiempo, dándose cuenta de que había
adelantado muy poco.
¿Dónde habían escondido a Sharmione?
¿Era que la iban a tener encerrada, como, en tiempos remotísimos, los sultanes orientales
hacían con sus esposas, guardándolas en el harén?
Mientras descendía, se preguntó quién podría ayudarle en su empeño. El caso de
Sharmione no debía de ser el único. Lo que sucedía era que hasta entonces, él no se había
preocupado de una cosa semejante, tal vez porque nunca había tenido relación con un asunto
parecido,
De pronto, recordó que tenía un amigo, Francis Farriol, que era un reputado
mecanobiólogo.
—Tal vez él pueda decirme algo al respecto —murmuró, con el ánimo un poco más
optimista.
Inmediatamente, emprendió el camino hacia el domicilio de su amigo. Éste no se
encontraba aún en su departamento, por lo que Akim se vio obligado a pasar el tiempo en una
cúpula cercana.
Cuando se disponía a salir, vio cerca de él a un sujeto cuyo aspecto le infundió sospechas.
«Ese Wences está dispuesto a no dejarme solo ni a sol ni a sombra. Lo cual demuestra, de
modo incontestable, una cosa: me teme».
Akim salió de la cúpula. El policía le siguió implacablemente.
Minutos después, Akim se detenía ante el departamento que ocupaba su amigo. Éste
acudió prestamente a su llamada.
—¡Akim! —exclamó el científico, con sorprendida alegría—. ¿Qué haces tú por aquí?
Pero, entra, por favor; no te quedes ahí afuera. Hace mucho tiempo que í no veía y...
En aquel instante, sin que Akim hubiese tenido tiempo de hablar, el policía se acercó y
dijo:
—¿Doctor Farriol?
—Sí —contestó el aludido, lleno de extrañeza.
El policía le entregó un documento.
—Éste es un mandamiento oficial, expedido por la autoridad competente —recitó de
modo mecánico—. Bajo la pena de reeducación, se le prohíbe terminantemente hablar ni
responder a cualquier consulta, como asimismo sostener la menor relación, epistolar o
visofónica, con el I.D.F., Akim Bersel. Eso es todo, doctor Farriol.
El mecanobiólogo tomó el documento con aire estupefacto.
Akim lanzó una maldición. El policía, imperturbable, concluyó:
—Me quedaré aquí para comprobar que se cumple lo dispuesto en ese mandamiento.
XII
***
Cuando Akim se vio frente a la mujer, creyó que se hallaba de nuevo ante Sharmione y el
corazón le golpeó con fuerza en el pecho. La madre de Sharmione era terriblemente parecida
a su hija y su belleza, a los cincuenta años, estaba en el ápice de una espléndida madurez.
Adriana Dott sonrió.
—Usted es el I.D.F. Bersel —dijo.
—Sí, señora... ¿Cómo lo sabe usted? —se sorprendió el joven.
Adriana continuaba sonriendo.
—Sharmione nos escribió sobre usted. Y le encomiaba de una forma que nos hizo ver en
seguida cuáles eran sus sentimientos, Pase, por favor, Akim. ¿Me permite que le llame así?
—No faltaría más, señora.
Akim había hecho un largo viaje desde el centro de la antigua Europa, hasta la costa
sudoriental del Pacífico. Aunque había dormido en el trayecto, se encontraba un tanto
fatigado.
Cruzó la puerta y entró en el apartamiento de los Dott. El padre de Sharmione se puso en
pie al verle.
—Me alegro de- conocerle, muchacho —dijo, tendiéndole la mano.
Louis Dott era un sujeto robusto, de mediana estatura y expresión agradable, que se
conservaba estupendamente a sus setenta años. Parecía tener la mitad.
—Le invitaremos a cenar con nosotros en el comedor colectivo —dijo Adriana—. En
casa no tenemos otra cosa que agua para ofrecerle.
—Sí, ventajas de nuestra civilización —suspiró Akim, sentándose en un cómodo diván.
Y, sin más dilación, añadió—: Supongo que estarán enterados de lo que le ocurre a
Sharmione.
—Hemos recibido una notificación oficial —contestó Dott, con el semblante
oscurecido—. Tenemos que resignarnos, muchacho.
—Yo, no —respondió Akim con voz tajante—. De repente, he descubierto que amo a
Sharmione y quiero librarla de su suerte. Si ha de tener un esposo, ése seré yo.
—Lo veo muy difícil —contestó Adriana, con los labios muy prietos—. En el caso de
nuestra hija, las decisiones de la Megamáquina son irrevocables.
—Se trata de un interés superior —añadió el padre de Sharmione.
—Se trata del interés de Sharmione y mío —exclamó
—Por favor, no se excite —rogó Dott—. Usted tiene cuarenta años; es joven, pero no un
chiquillo. ¿Qué podemos hacer nosotros en un caso semejante?
—Yo se lo diré —respondió Akim—. Encontrar la Máquina... ¡y destruiría si es preciso!
De repente, se dio cuenta que propugnaba lo mismo que había aconsejado a Sharmione
que no debía hacer. Avergonzado, agregó:
—Bueno, quise decir que se podrían modificar alguna de sus atribuciones. Es un valioso
elemento de consulta, pero no debe servir para decidir sobre la suerte de dos seres humanos.
—Así debiera ser —reconoció Adriana con un suspiro—. Sin embargo...
Akim miró a Dott.
—Sharmione me dijo que, cuando era una niña, oyó mencionar a alguien que conocía el
emplazamiento de la Máquina. Puesto que eso sucedió cuando era muy pequeña, es obvio que
tuvo que oírlo en su casa, es decir, de labios de uno de ustedes dos. ¿Qué sabe usted al res-
pecto, señor Dott?
El padre de Sharmione reflexionó unos instantes.
—Estuve allí una vez, en efecto. Tenía yo entonces veinticinco años.
—¿Y...?
—Lo siento, muchacho; me sería imposible guiarle hasta la Máquina.
—¿Por qué?
—A mí también me guiaron. Entonces yo había concluido mi carrera de ingeniero
electrónico y fue algo así como un premio de conclusión de estudios. Éramos un grupo de
veinte, aproximadamente, pero todo el viaje lo hicimos bajo tierra, de modo que no pudimos
ver el menor detalle del exterior.
—¿Fue un viaje directo?
—No hicimos varios cambios de tubo de transporte.
—¿Los recuerda usted?
Dott hizo un esfuerzo.
—Eso pasó hace cuarenta y cinco años —murmuró.
—Quizá pueda trazar un diagrama... Pero de nada le servirá si no alcanza el punto de
partida.
—Usted sabrá decírmelo, ¿no?
—Por supuesto. Espere unos momentos.
Dott se puso en pie y pasó a una habitación contigua, de la cual regresó a poco con una
carpeta. La abrió, tomó luego papel y lápiz, empezó a dibujar rápidamente, con trazos firmes
y seguros.
Junto a cada trazo, que representaba un sector de tubo de transporte, ponía unas cifras.
—Esto representa el tiempo aproximado que empleábamos en circular por cada tramo —
explicó Dott.
—¿Y de dónde partieron? —preguntó Akim.
—Nos reunieron en el edificio de la Universidad de Electrónica. Allí empezamos el viaje.
Dott terminó el diagrama en pocos minutos. Akim tomó el papel, lo estudió unos
momentos y, después de doblarlo, lo guardó en un bolsillo.
—Señor Dott, no sabe cuánto le agradezco esta información —manifestó—. Tenga en
cuenta que haré todos lo posible por rescatar a Sharmione.
Adriana meneó la cabeza.
—Mucho me temo que, a estas horas, la hayan casado ya —dijo tristemente.
El corazón de Akim hirvió en ira al pensar en semejante posibilidad.
—Entonces, estrangularé a Wences con mis propias manos —dijo rabiosamente.
—La muerte de un ser humano, por malvado que sea, no resuelve ciertos problemas —
dijo Dott en tono sentencioso.
—En todo caso, evitaría que siguiera cometiendo más desafueros, aprovechándose de su
cargo.
—Así no haría más que imitarle y aun superarle —expresó Adriana—. No puede actuar
así, Akim; todo lo más que puede decirse de él es que se trata de un fanático servidor de la
Megamáquina.
—Un mecanólatra.
—Exacto —convino Dott.
Sobrevino una pausa de silencio. Después, Akim volvió a hablar:
—La Máquina estuvo a punto de contestarnos, cuando le preguntamos dónde estaba. Dijo
«en el K...», pero entonces, la pantalla explotó. Señor Dott, esa inicial, ¿no le sugiere a usted
nada?
El ingeniero meneó la cabeza.
—No, en absoluto.
Akim suspiró.
—Bien, ¿qué se le va a hacer? —exclamó, en tono resignado. Se puso en pie—. Señor
Dott, ¿cómo es que usted, siendo ingeniero electrónico, acabó dirigiendo una planta
desalinizadora de agua de mar?
Dott sonrió.
—Venga conmigo, muchacho.
Akim obedeció. Dott le guio hasta una ventana situada en una habitación contigua y le
enseñó el panorama que se divisaba desde allí.
Anochecía ya. El cielo conservaba todavía un esplendente color rojo. El mar, en algunos
puntos, parecía violeta.
—Ésta es la razón —explicó Dott—. Podemos contemplar este panorama y respirar la
brisa marina sin tener necesidad de asomarnos a una pequeña cúpula.
—Es cierto —convino el joven, con una sonrisa—. ¿Tomó usted el empleo por decisión
propia?
—Casi se puede decir que fue así. Mi petición fue aprobada automáticamente.
—¿Sin que se le formulase otra alternativa?
—No. Lo pedí y me lo dieron, eso es todo.
Akim frunció el ceño.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Unos diez años.
—Yo quise cambiar de empleo y me plantearon una disyuntiva: seguir en el mismo o
limpiar tuberías. ¿Por qué esa distinción? Ahora —añadió—, el cambio de empleo es mucho
más difícil. ¿Qué sucede, señor Dott?
—Lo ignoro —respondió el padre de Sharmione.
—Yo lo averiguaré —prometió Akim con voz firme.
Poco más tarde, emprendió el regreso.
Para las grandes distancias, había cápsulas especiales, que permitían descansar con toda
comodidad. Akim tomó una que le condujo directamente de vuelta a su departamento.
La cápsula, asimismo, estaba provista de alimentos. El viaje duró dos días, al cabo de los
cuales, el vehículo se detuvo automáticamente.
Akim se dispuso a salir. De forma mecánica, consultó su reloj.
Eran las cinco y media de la mañana. Tenía tiempo sobrado para asearse, cambiar de ropa
y regresar al trabajo.
Había justificado el viaje, con el pretexto de hacer acopio de datos para el futurible que le
había encomendado Grasse. Ciertamente, pensaba en un futurible mucho más particular.
Se encaminó a su casa y abrió la puerta. Cuando cruzaba el umbral, creyó que el techo se
le venía encima.
Despertó mucho más tarde, sintiendo un espantoso dolor de cabeza. Quiso moverse, pero
el gesto provocó un aumento de dolor. Emitió un gemido, que brotó de sus labios
involuntariamente.
Alguien puso un paño húmedo y fresco sobre su frente. Una mano le ayudó a levantarse
parcialmente, sosteniéndole por los hombros.
—Ánimo, muchacho —dijo una voz masculina—. Ha sido solamente un golpe muy
fuerte, pero sin posteriores efectos, salvo los del dolor de cabeza, claro está. Pero se te pasará
pronto con esta píldora.
Akim notó que le ponían una bolita entre los labios. Hizo un esfuerzo e ingirió el
analgésico.
Abrió los ojos. El doctor Farriol le acercó un vaso con agua.
—Francis —dijo Akim desmayadamente.
—Te dieron fuerte, ¿eh? —dijo el mecanobiólogo, sonriendo. Era un hombre de la misma
edad que Akim, algo más bajo y de expresión agradable.
—Sí, pero ignoro quién pudo ser —respondió el joven, sentándose sobre el lecho—. ¿Me
trajiste tú aquí, Francis?
—¿Quién, si no? Cuando llegué a tu casa, te encontré tirado en el suelo. Me asusté mucho
al principio, créeme, aunque luego comprobé que sólo se trataba de un desmayo. ¿Viste a tu
agresor?
—No, pero me figuro quién fue —contestó Akim irritado.
—¿Wences?
—O uno de sus esbirros.
—Pero, ¿por qué te agredieron?
Akim se quedó bastante perplejo.
—Pues... Regresaba de un viaje que hice y... ¡Francis! —exclamó de súbito—. ¡Te
prohibieron entrevistarte conmigo!
—Decidí enviar al cuerno la prohibición. Soy un ser humano, no un esclavo.
—Al parecer, hay quien nos considera como esclavos
—Sí, pero yo no estoy dispuesto a desempeñar ese papel, Akim —contestó el
mecanobiólogo—. Y me sentía muy intrigado por tu visita, así que vine a verte. Cuéntame,
Akim, ¿qué te ocurre?
El joven notó que su dolor de cabeza iba desapareciendo con rapidez. Sintiéndose
notablemente mejorado, empezó a hablar y explicó a su amigo cuanto le pasaba, sin omitir el
menor detalle.
Al terminar, dijo:
—Pensé que tú tal vez podrías conocer el lugar donde se encuentra ella.
Farriol calló unos momentos.
—Tengo una vaga idea, aunque no consigo concretar todavía. De todas formas, creo que
estoy en situación de averiguarlo.
—¿Cuándo lo sabrás?
—Debo volver a mi laboratorio. Allí haré las investigaciones pertinentes.
—¡Pero ya habrán casado a Sharmione! —exclamó él, decepcionado.
—No. Al parecer, se trata de un caso excepcional. Seguramente, estarán haciéndole
muchas pruebas, con objeto de confirmar lo que podríamos llamar el primer diagnóstico.
Aparte de eso, ¿sabes quién es el tercer pretendiente?
—No. Ni ella tampoco. ¿No tienes tú medio de averiguarlo?
—Lo intentaré, pero no puedo asegurártelo, Akim.
—De todas formas —dijo Akim rabiosamente—, mi primer interés se centra en encontrar
a Sharmione... ¡y ya creo que he encontrado el medio!
—¿Cuál es? —preguntó Farriol.
Akim sonrió divertidamente.
—El más seguro de todos —respondió—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes?
Y se lo explicó a su amigo. Farriol movió la cabeza con gesto pesimista.
—Lo encuentro un poco arriesgado, Akim —dijo.
—Estoy corriendo riesgos desde el principio —afirmó él —. Uno más, no importa.
—Muy bien. Supongamos que lo consigues; supongamos que consigues libertar a la
chica. ¿Qué harás entonces?
—Ir al sitio donde está la Máquina, naturalmente. El padre de Sharmione me hizo un
croquis del camino que él siguió hace cuarenta y cinco años. Lo tengo aquí, en el bolsillo...
Akim se interrumpió de pronto, a la vez que lanzaba una sonora maldición.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó el mecanobiólogo.
—Nada, excepto que ya sé por qué me atacaron —contestó Akim ceñudamente—. El
hombre que me golpeó, se llevó el diagrama del itinerario que es preciso seguir para llegar
hasta la Máquina.
XIII
La Megamáquina, pues, tomó en sus riendas el gobierno del mundo, esto es, de
Megápolis.
Todo estaba centralizado, todo pasaba por sus circuitos, todo estaba archivado en sus
células de memoria.
Los circuitos analíticos estudiaban las situaciones, tanto generales como particulares y
resolvían en consecuencia. No obstante, ella misma, la Máquina, se dio cuenta bien pronto
de que se estaba quedando pequeña.
En consecuencia, ordenó que se ampliasen sus secciones. Ejércitos de trabajadores
especializados dieron comienzo a la tarea.
Años más tarde, la ampliación había terminado. La Megamáquina podía continuar
funcionando durante un milenio, antes de que su capacidad de recepción, almacenamiento de
datos, análisis y decisiones se hubiese agotado.
Los técnicos que realizaron la ampliación fueron muriendo con el transcurso de los años,
pese a los increíbles avances de la gerontología. Finalmente, no quedó ningún superviviente
de aquella operación.
Mucho antes, cuando apenas había terminado la ampliación, murió el doctor Peter
Vroner.
***
Lo siento.
No creo que ella sea una pareja conveniente para mí.
La Máquina contestó:
***
Por segunda vez en poco tiempo, Akim Bersel cruzó el umbral de la puerta de la Central
de la Mecanopolicía.
El oficial que había de guardia le atendió de inmediato.
—Deseo una entrevista con el Director General —expresó Akim.
El oficial no pareció sorprenderse en absoluto.
—Muy bien, Investigador —contestó—. Permítame que tome sus datos personales. Pura
rutina, ¿comprende?
—Por supuesto —contestó Akim cortésmente.
Unos momentos más tarde, el oficial indicaba:
—Piso duodécimo, puerta quinta, Investigador.
—Eso está muy cerca del despacho del capitán Wences —observó el joven, con cierta
extrañeza.
—El capitán Wences es uno de los más eficaces colaboradores del general —respondió el
oficial, con una sonrisa que a Akim le pareció llena de malicia.
«Aquí estáis todos muy unidos», pensó el joven. «Me va a ser muy difícil abrir brecha...
pero lo conseguiré, aunque sea utilizando la cabeza como ariete.»
Un minuto después, se hallaba en la puerta indicada. Ésta se abrió antes de haber tenido
tiempo de llamar, lo cual le dijo que el general de la Mecanopolicía le observaba por medio
de un objetivo de televisión.
Cruzó el umbral. La puerta se cerró a sus espaldas.
El general estaba sentado en un sillón de alto respaldo, vuelto de espaldas a él y frente a
un amplio ventanal, desde el cual se divisaba una gran montaña aislada, de forma casi
perfectamente cónica y con la cumbre nevada. Akim comprendió que se trataba de una vista
fotográfica, pero con tanto realismo y tan bien reproducidos los colores, que resultaba difícil
no creer que el ventanal estaba situado frente al exterior.
El ocupante del sillón no parecía haber reparado en su presencia. Akim tosió
discretamente.
—General —dijo.
El general de la Mecanopolicía tocó un botón y la vista desapareció. Luego hizo girar su
sillón y quedó frente al visitante.
Akim se estremeció de sorpresa.
—¡Capitán Wences! —exclamó.
—General Wences —sonrió el aludido, al corregir el tratamiento—. Yo soy el Director
General de la Policía de la Máquina.
Akim comprendió entonces la maliciosa sonrisa del oficial de recepción.
—Todo ese tiempo me ha estado engañando —dijo agriamente.
—Mi querido amigo —Wences se puso en pie—, a veces, hay ciertos asuntos, cuya
solución no se puede encomendar a un simple oficial. Es por dicha razón que yo adopté el
aspecto con el cual usted llegó a conocerme. Pero le aseguro formalmente que no estoy
usurpando este puesto.
—Eso no me importa ahora... —empezó a decir Akim, pero, de pronto se interrumpió. Sí
le importaba, aunque el motivo de su presencia en aquel despacho ya no existía.
—¿Decía usted? —murmuró Wences.
—Iba a decir, que no es lo mismo —contestó el joven hoscamente.
Wences sonrió.
—Estoy seguro de que iba a presentar al general una queja contra cierto oficial que había
rebasado sus atribuciones, ¿no es así?
—Admitámoslo —dijo Akim—. Pero también deberemos admitir, entonces, que el
mecanobiólogo Farriol no murió en accidente, sino asesinado.
—Mi querido amigo... ¿O debo decir mejor enemigo? Es igual —siguió Wences,
meneando la cabeza—, cuando en la perfecta maquinaria de un reloj se interpone un granito
de arena que amenaza paralizarla, es preciso quitar ese granito y arrojarlo a un lado. Eso es lo
que hice yo con Farriol. Lo siento, no puedo decirle otra cosa.
Akim apretó los puños.
—Menos mal que confiesa que es un asesino. ¿Qué pena impone la Máquina a los que
quitan la vida a un semejante?
—Yo no estoy en ese caso. La Máquina ni se ha enterado siquiera.
—¡Pero Farriol no se oponía a sus designios, cualesquiera que sean! —exclamó Akim—.
En todo caso, debo haberme suprimido a mí. ¿Por qué no lo hizo?
Wences le dirigió una mirada penetrante.
—Es posible que, si persiste en semejante actitud, acabe por hacerlo —dijo con voz fría.
—Está bien, pero, antes, dígame por qué no me ha matado todavía.
—Ésa es una razón que sólo a mí me compite. No quiero contestarle, investigador.
Akim dio un paso y apoyó ambas manos en la mesa.
—Fui citado esta mañana por la Máquina para elegir esposa. Me presentaron tres
pretendientes. Rechacé a las dos primeras, pero no así a la tercera. ¿Se imagina usted quién
es?
El rostro de Wences se puso gris.
—¡No es posible! —aulló—. ¡La máquina no ha podido cometer semejante error!
Akim sacó del bolsillo una tarjeta y la tiró sobre la mesa.
—Léala —dijo—. Vea el resultado de la consulta. Atrévase a decir que es falsificada.
Wences tomó la tarjeta con mano temblorosa. Por un instante, sintió debilidad y tuvo
precisión de sentarse en el sillón.
—Pero ¿cómo ha podido ocurrir una cosa semejante? —murmuró, con voz sorda—. ¿Por
qué, por qué?
—No lo sé, ni me importa —contestó Akim —. Lo que sí me interesa es que he elegido a
Sharmione Dott como esposa, de acuerdo con la propuesta de la Máquina y que vengo a
reclamarla oficialmente. Usted no puede negarme esa petición o tendré que pensar que utiliza
su cargo para su propio beneficio. En realidad, ¿no lo está haciendo ya?
Wences pareció recuperarse.
—No accederé a tal petición. No puedo entregarle a Sharmione.
—¿Por qué? —exclamó Akim, dominando difícilmente la ira que sentía.
—No quiero contestarle a esa pregunta, Investigador.
—Usted es un hombre muy habituado a dejar las preguntas sin respuesta —dijo Akim
sarcásticamente.
De repente, se le ocurrió una idea —: ¿Acaso era usted el tercer pretendiente de
Sharmione?
Wences le miró fijamente.
—Márchese, Bersel —ordenó—. Váyase de este despacho y no vuelva más por él.
—Farriol habló conmigo antes de morir. No pudo decirme dónde está Sharmione, pero sí
me contó su cualidad de mutante en potencia. Me explicó lo que podía ocurrir con su
descendencia... y no me gustó, pese a todo. Pero quiero que sea mi esposa, porque la Máquina
así lo ha dictado y, aunque yo esté en contra de ella, de momento es la ley. ¡Obedézcala,
Wences!
—En este caso, la ley soy yo —contestó el policía orgullosamente—. Sharmione se
queda.
Los dos hombres se desafiaron con la mirada. Akim inspiró profundamente.
—Muy bien —dijo —. Imagino que si yo intentase algo contra usted ahora, usted se
envolvería en un escudo de energía o llamaría a su guardia personal. Pero debe haber alguien
que pueda anular sus decisiones... ¡y le juro que encontraré a esa persona!
—Es inútil, Bersel. Váyase y olvide todo. Ahora, totalmente en serio, se lo digo de una
vez: Es la última ocasión en que nos encontramos y le dejo marchar con vida. Aprovéchese
de mi benevolencia, se lo recomiendo.
—Me gustaría saber por qué actúa de ese modo. Por un lado, me quita a Sharmione, pero,
pudiendo deshacerse de mí, respeta mi vida. ¿Por qué no se siente franco y habla de una vez?
—Lo siento. No hablaré.
—Yo le obligaré a ello —afirmó Akim—. Posee usted grandes poderes, pero le derrotaré,
se lo aseguro.
Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta.
Esperaba que Wences le dijera algo, pero el policía guardó silencio.
Akim abandonó el edificio. Sin embargo, no había perdido todavía las esperanzas de
encontrar a Sharmione.
Ignoraba a quién podía recurrir contra Wences. No obstante, se daba cuenta de las
enormes dificultades que entrañaba la idea. Wences, como Director General de la
Mecanopolicía era un ser con unos poderes fabulosos.
El gobierno de Megápolis estaba en manos de la Máquina. Naturalmente, había algunas
funciones que ésta no podía desempeñar.
Por eso existía la Mecanopolicía. Akim se asombró de no haber pensado en aquel
momento en quién podía estar sobre Wences.
Se dirigió a la Biblioteca Central y pidió información sobre sistemas de gobierno. En el
último párrafo de la obra consultada encontró la solución a su consulta.
Pero no a sus preocupaciones.
Por encima de Wences, sólo estaba la Máquina.
Permaneció unos momentos sentado, con los ojos entrecerrados, mientras reflexionaba
intensamente.
De pronto, recordó un detalle de la conversación sostenida con Louis Dott.
El grupo que había visitado la Máquina había iniciado su viaje desde la Universidad de
Electrónica. Parecía lógico que allí se iniciase el camino que conducía a la sede de la
Máquina.
Tecleó apresuradamente una pregunta.
Deseo información del emplazamiento de la Universidad de Electrónica.
Hace diez años, fue necesario ampliar el edificio; pero, como el antiguo no reunía
las debidas condiciones, se construyó uno nuevo.
***
En todas las épocas y lugares, los distintos gobiernos que se han ido sucediendo en el
planeta, han promulgado leyes, cuya conculcación ha sido sancionada con distintas penas.
Para que las leyes fueran observadas, existieron hombres que velaban por su
cumplimiento. Naturalmente, cuando la Megamáquina pasó a gobernar Megápolis, hubo de
crearse un cuerpo de policías que se encargaron de hacer cumplir las leyes dictadas por
aquel gobernante mecánico.
El pueblo, con certero instinto, había dado el nombre adecuado a la ciudad y se dio
también a la Máquina. Era lógico que, al constituirse el cuerpo de hombres encargados de
vigilar y hacer cumplir las órdenes de la Máquina, se le llamase Mecanopolicía.
En un principio, fue una simple agrupación de hombres, cuyas funciones eran más bien
preventivas que represivas, sin autoridad para imponer sanciones.
Con el tiempo, la Mecanopolicía fue adquiriendo importancia y tomándose prerrogativas
que a sí misma se había concedido graciosamente. A pesar de todo, sus poderes estuvieron
limitados por el del consejo de ciudadanos que aún gobernaba la Tierra.
Fue al cabo de cierto tiempo, cuando ya no hubo gobierno humano, que la
Mecanopolicía empezó a usurpar funciones que no le competían. Su grado de poder más alto
llegó a mediados del siglo XXXI.
***
Wences se estremeció un poco. Luego, con cierta torpeza, abrió los ojos y miró en torno
suyo.
Haciendo un esfuerzo, consiguió incorporarse y se sentó en el sillón. Torció el gesto.
—Ya ha conseguido lo que quería, Investigador —dijo.
—Todo, no —contestó el joven—. Aún no he llegado al término de mi tarea.
Los ojos de Wences recuperaron su brillo.
—¿Persiste en su idea de destruir la Máquina? —preguntó.
—No cometeré semejante imprudencia. Para ello, sería preciso hundir el Kilimanjaro
encima y aplastarla. Pero la destrucción de la Máquina, acarrearía un caos fabuloso, que
podría producir, quizá, el exterminio de buena parte de la población humana. Sólo pretendo
recortar sus poderes, digámoslo con una frase gráfica.
—Pero certera.
Akim se encogió de hombros.
—Lo mismo da. —Miró a Wences de soslayo—. Sin embargo, me parece que más que
recortar los poderes de la Máquina, debo hacerlo con los suyos, Wences.
—Yo soy un simple ejecutor de sus órdenes, Bersel —contestó el policía—. Es ella
misma la que me confiere un determinado grado de atribuciones, de las cuales, como puede
comprender, no me separo en absoluto.
Akim se inclinó hacia adelante.
—¿También le confirió el poder de secuestrar a Sharmione y retenerla contra su
voluntad? —preguntó agudamente.
—Éste es un asunto puramente humano. La Máquina no tiene nada que ver con ello.
—Sharmione recibió orden de contraer matrimonio. Se le presentaron tres posibles
esposos. Rechazó a los dos primeros y escapó sin conocer siquiera el nombre del tercero.
—Y yo, por incumplimiento de esa orden, la hice seguir y...
Akim sonrió, cortando las frases de Wences.
—Si tanto interés tenía en que se cumpliesen las órdenes de la Máquina, ¿por qué no me
buscó a mí, que era el tercer pretendiente designado? ¿Por qué no nos lo dijo? ¿Por qué la
forzaba a casarse con usted?
El policía desvió la vista a un lado.
—Quería ser su esposo —dijo sordamente.
—Sí, pero no lo hacía por amor.
—¡No diga eso! —protestó Wences airadamente.
—Es posible que la ame, en efecto —convino el joven—. Pero sus motivos tienen un
fondo egoísta, en medio de todo. ¿Quiere que se lo diga, Wences?
El policía apuntó a Sharmione con la mano.
—Es joven y hermosa. ¿Qué otros motivos puedo tener? —exclamó.
—Sharmione no es la única mujer joven y hermosa —alegó él —. Hay muchísimas, la
mayoría de las cuales le habrían aceptado de buen grado. Usted no ha cumplido aún los
sesenta años, Wences; tiene todas las posibilidades de vivir cuatro veces más. O tal vez cinco;
los avances en la conservación de la existencia humana son continuos. Pero Sharmione es
descendiente de Vroner.
Wences guardó silencio.
—¿Qué tiene que ver eso con lo que hacía él? —intervino Sharmione de pronto.
Akim giró ligeramente la cabeza.
—Mucho. Más de lo que tú misma le figuras —respondió—. El mecanobiólogo descubrió
en ti caracteres latentes de mutación, que se desenvolverían con mayor fuerza aún en tus
descendientes.
—¿Qué caracteres son ésos, Akim?
—Una modificación prodigiosa de la mente, hasta el punto de que un día logrará
imponerse totalmente al cuerpo, sin que éste se deforme ni pierda ninguna de sus cualidades
morfológicas actuales. Tus descendientes, y tú misma tal vez, dentro de algunos años,
empezarán a desarrollar cualidades telepáticas, en primer lugar; más adelante, lograrán un
dominio completo del cuerpo, llegando incluso a la levitación y a la teleportación... y luego,
ese dominio «del» cuerpo será «sobre» el cuerpo, de tal modo, que retrasarán el desgaste
natural y triunfarán sobre todas las enfermedades, hasta el punto de poder vivir durante
cientos de años, quizá un milenio.
Sharmione se estremeció.
—¿Es cierto eso que dices, Akim?
—Debo creer a Francis Farriol. Él tenía motivos para saberlo.
—No me gustaría vivir tanto —dijo ella—. ¡Sería horrible!
Akim volvió los ojos hacia el policía.
—A Wences no le parecería tan horrible —comentó.
—¿No es cierto?
Wences prefirió callar.
El joven sonrió.
—Seguiré yo hablando, en vista de su silencio —dijo—. Usted pretendía ser el esposo de
Sharmione, no dudo que por amor, pero también por egoísmo, ya lo he dicho. Los hijos que
tenga Sharmione poseerán las cualidades citadas, cualidades que se centuplicarán en sus
descendientes. Será una familia excepcional, única, que irá ampliándose con el paso de los
años... ¡y de la cual usted pretendía erigirse en su jefe! ¿Me equivoco, Wences?
—Es lo mismo que quiere hacer usted —contestó el policía agudamente—. ¿Por qué me
lo reprocha, entonces?
—No, yo no quiero que ocurra una cosa semejante. Ni soy tampoco el jefe de la
Mecanopolicía, con lo que la preeminencia que tal vez por ese medio hubiese tardado muchos
años en alcanzar, está conseguida ya. Usted jefe y guía de una familia de superhombres, ¿qué
no habría logrado entonces, dentro de ciento cincuenta años, por ejemplo?
—¿Viviría entonces? —preguntó Wences.
—Pues sí, porque puede conseguirlo con los conocimientos de la ciencia actual, pero es
que dentro de siglo y medio, por ejemplo, usted y Sharmione tendrían ya una numerosa
descendencia... Todos ellos serían seres excepcionales y podrían lograr para usted, mediante
su fabulosa inteligencia, una prolongación de su existencia muy superior a la normal. ¡El
dominio de la familia Wences-Dott sobre Megápolis no se habría extinguido jamás!
Sharmione se estremeció. Apoyó la mano en el brazo del joven y dijo:
—Akim, no me gustaría que ocurriese una cosa semejante.
—Sabía que pensarías así —sonrió él—. Se lo dije a Farriol y acerté.
—Pero, si nos casamos, no tendremos medio de evitar que nuestros hijos posean
semejantes cualidades —alegó ella—. Y la Máquina te eligió precisamente por eso.
Akim meneó la cabeza.
—No lo sé, aunque creo que tú y yo carecemos de ciertas ambiciones.
—Se desarrollarán con el tiempo —profetizó Wences—. Aunque no quieran, con los años
llegará la ambición de poder.
—Habla por experiencia propia, ¿no es cierto?
—Akim —dijo Sharmione de pronto—, si va a ocurrir como dices, prefiero no casarme.
El joven volvió la cabeza.
—Tengo una idea, pero no quiero expresarla en tanto no pueda confirmarla.
—¿Cuándo lo harás? —quiso saber ella.
—Espera un momento. —Akim se enfrentó de nuevo con el policía—. En un principio,
llegué a creer que era usted el tercer pretendiente de Sharmione, pero luego me di cuenta de
que no podía ser otro que yo.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión? —inquirió Wences.
—La Máquina me negó una vez esa información, es decir, no quiso facilitarme el nombre
del tercer pretendiente de Sharmione.
—Resulta lógico, puesto que no era usted. Es un asunto que no le competía —declaró
Wences.
—Pero luego me citó para presentarme a tres posibles esposas. Una de ellas resultó ser
Sharmione. Esto ya no parece tan lógico, ¿verdad?
El policía apretó los labios.
—Prefiero no hablar. Al menos, no diré estupideces —contestó insultantemente.
—Usted dijo en una ocasión que los insultos le dejaban frío —contestó Akim—. Pero
cada vez veo las cosas más claras. ¿Por qué la Máquina me negó la primera vez la
información requerida y luego designó a Sharmione como probable esposa? Esto, repito, no
parece lógico, pero si se estudia la cuestión un poco, se ve claro rápidamente.
»Usted domina a la Máquina, Wences. No quería que yo encontrase a Sharmione y por
ello prohibía toda información relativa a la misma. Pero la Máquina, en medio de todo, es
más grande que un hombre y debió rebelarse contra su prohibición. Por eso empleó un
circuito colateral para citarme y designar a Sharmione como la esposa que me conviene. ¿Le
parece suficiente esta explicación?
—Usted se lo dice lodo —respondió Wences desdeñosamente—, de modo que así será.
—En efecto —convino el joven—. Y voy a tratar de comprobarlo.
—¿Cómo? —quiso saber Wences.
—Yendo directamente a las entrañas del Kilimanjaro.
Sobrevino una pausa de silencio. Al fin, Wences dijo:
—Sólo yo conozco la entrada y el camino. No podrá ir.
Akim sonrió.
—Fue muy listo al ordenar que me quitasen el diagrama que dibujó para mí el padre de
Sharmione, pero olvidó, en primer lugar, que tengo buena memoria. Y, en segundo, olvidó
también que poseo medios de obligarle a que me diga lo que tanto me interesa.
—¿Me va a torturar? —le desafió Wences burlonamente.
—Pues ya que me sugiere usted la idea, ¿por qué no? —sonrió el joven. Y, de repente,
conectó el campo de fuerza de su escudo de energía.
Wences fue aplastado irresistiblemente contra el respaldo de su silla. Al no hallarse éste
anclado en el suelo, hubiesen volado los dos por los aires.
Vario la intensidad de la energía y proyectó una rápida descarga eléctrica contra el cuerpo
de Wences.
El policía lanzó un aullido y se retorció de dolor.
—¡Basta! —gimió.
—¿Hablará? —preguntó el joven, sin rebajar la energía.
—Sí —jadeó Wences—. Pero corte la descarga..., por favor...
Akim accedió a ello. Su rostro se hallaba tenso y contraído.
—Debiera matarle —dijo—. Estoy acordándome de un excelente amigo mío, al cual
asesinó usted; me acuerdo también de un matrimonio, cuyo paradero ignoro...
—Se lo diré —prometió Wences, completamente derrotado—. Haré que queden libres...
¡Pero no me negará que respeté su vida, pudiendo haberle dado muerte en más de una
ocasión!
—Eso es cierto —concordó el joven—. Sin embargo, estimo que, si obró así, fue por
mero interés propio... ¿o tal vez, en el fondo, es un convencido mecanólatra y no se atrevía a
conculcar determinados deseos de la Megamáquina?
Wences no contestó. Sharmione, entonces, volvió a hablar:
—Terminemos de una vez, Akim. Esta escena me resulta odiosa.
—Estoy de acuerdo contigo, querida —sonrió él—. Pero antes quiero que Wences me
diga dónde está la entrada al tubo que conduce a la Máquina.
Los ojos del policía brillaron con furia impotente. Sacando fuerzas de flaqueza, se puso
en pie.
—Síganme.
Akim mantenía la mano sobre el cinturón.
—Si intenta algo contra cualquiera de los dos, le mataré como a un perro —dijo.
El policía echó a andar. Cruzó la estancia y pasó al cuarto donde había estado encerrada
la muchacha.
Se acercó a la pared opuesta. Presionó un botón invisible y un lienzo del muro se
descorrió a un lado, dejando ver la entrada a un ascensor.
—Conduce directamente a la compuerta del túnel de traslación rápida que hay a
quinientos metros más abajo—anunció Wences.
—Muy bien —dijo Akim. Y, de pronto, sin previo aviso, golpeó con el filo de la mano la
nuca de su oponente.
Las rodillas de Wences se doblaron. Instantes después, yacía en el suelo sin
conocimiento.
Akim actuó rápidamente. En pocos minutos, tuvo atado y amordazado al policía, a quien
depositó sobre el lecho. Wences continuaba aún sumido en la inconsciencia.
A continuación regresó al despacho y conectó el interfono.
—El general estará ocupado durante algunas horas. A menos que él mismo lo ordene, no
debe molestársele para nada.
Volvió junto a Sharmione y la miró intensamente.
—Vamos ahora a enfrentarnos con la Máquina —dijo.
Ella le tomó una mano.
—Akim, quiero decirte una cosa. Te... te ruego que no te enfades, pero... no puedo evitar
pensar de ese modo —expresó.
—Muy bien, habla.
—Te amo más que a nada en este mundo, pero... pero si mis descendientes han de poseer
esas cualidades que has anunciado, prefiero no casarme. Ni contigo ni con ningún otro.
¿Comprendes por qué lo digo?
Akim la abrazó con ternura.
—Te aseguro que serás mi esposa —afirmó—. ¿No me oíste antes que había concebido
una idea, pero que no quería expresarla en tanto no la hubiese confirmado?
—Sí, desde luego. ¿De qué se trata, Akim?
—Ten un poco de paciencia. Primero quiero hablar con la Máquina... con el cerebro que
hay allí adentro desde hace más de trescientos años. ¡Vamos!
Segundos después, emprendían la marcha.
XVII
***
FIN