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Bergson Henri Materia Y Memoria

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Capítulo I

De la selección de las
imágenes para la representación.
El papel del cuerpo.

Vamos a ñngir por un instante que no conocemos nada de las teo­


rías de la materia y del espíritu, nada de las discusiones sobre la realidad
o idealidad del mundo exterior. H em e aquí, pues, en presencia de
imágenes, en el sentido más vago en que pueda tomarse esta palabra,
imágenes percibidas cuando abro mis sentidos, inadvertidas cuando
los cierro. Todas esas imágenes obran y reaccionan unas sobre otras en
todas sus partes elementales según leyes constantes, que llamo las leyes
de la naturaleza, y corno la ciencia perfecta de esas leyes permitiría sin
dudas calcular y prever lo que pasará en cada una de esas imágenes, el
porvenir de las imágenes debe estar contenido en su presente y no
añadirle nada nuevo. Sin embargo existe una de ellas que contrasta con
todas fas otras por el hecho de que no la conozco exclusivamente desde
afuera por percepciones, sino también desde adentro por afecciones: es
mi cuerpo. Examino las condiciones en que esas afecciones se producen:
hallo que siempre vienen a intercalarse enere conmociones que recibo
desde afuera y movimientos que voy a ejecutar, como si debieran ejer­
cer una influencia mal determinada sobre la marcha final. Paso revista
a mis diversas afecciones: me parece que cada una de ellas contiene a su
manera una invitación a obrar y, al m ism o tiempo, la autorización de
esperar e incluso de no hacer nada. M iro más de cerca: descubro
movimientos comenzados pero no ejecutados, la indicación de una
decisión más o menos útil, pero no la obligación que excluye la elección.
Evoco, comparo mis recuerdos: recuerdo que por rodas partes he creído
ver aparecer en el mundo organizado esta misma sensibilidad en el
instante preciso en que la naturaleza, habiendo conferido al ser viviente
la facultad de moverse en ei espacio, señala a la especie, a través de ía
sensación, los peligros generales que la amenazan e indica a los individuos
precauciones para escapar de ellos. Interrogo por último a mi conciencia
sobre el papel que ella se atribuye en la afección: responde que en efecto
asiste, bajo la forma de sentimiento o de sensación, en todos los
procedimientos en los que creo tomar la iniciativa, que por el contrario
se e.cíipsa y desaparece desde que mi actividad, volviéndose automática,
declara de ese modo no tener ya necesidad de ella. Pues bien, o todas
las apariencias son tramposas, o el acto en el cual desemboca el estado
afectivo, no es de aquellos que podrían deducirse rigurosamente de los
fenómenos anteriores, como un movimiento de un movimiento, y
desde entonces añade verdaderamente algo nuevo al universo y a su
historia. Ateniéndonos a las apariencias, voy a form ular pura y
simplemente lo que siento y lo que veo: Todo pasa como si, en este
conjunto de imágenes que ¡Limo universo, nada realmente nuevo se
pudiera producir ¡mis que por la intermediación de ciertas imágenes
particulares, cuyo tipo me es suministrado por mi cuerpo.
Ahora estudio, sobre cuerpos semejantes al mío, la configuración de
esta imagen particular que llamo mi cuerpo. Diviso nervios aferentes
que transmiten conmociones a los centros nerviosos, luego nervios
eferentes que pai ten del centro, conducen conmociones a la periferia,
y ponen en movimiento las parces del cuerpo o el cuerpo entero.
Interrogo al fisiólogo y al psicólogo sobre el destino de unos y otros.
Ellos responden que si los movimientos centrífugos del sistema nervioso
pueden provocar el desplazamiento del cuerpo, los movimientos
centrípetos, o al menos ciertos enere ellos, hacen nacer la representa'
ción del mundo exterior. ¿Qué hay que pensar de esco?
Los nervios aferentes son imágenes, el cerebro es una imagen, las
conmociones transmitidas por los nervios sensitivos y propagadas en
el cerebro son también imágenes. Para que esta imagen que llamo
conmoción cerebral pudiera engendrar las imágenes exteriores, sería
necesario que las contuviera de un modo u otro, y que la representación
de todo el universo material estuviese implicada en la de ese movimiento
molecular. Ahora bien, bastaría enunciar una proposición semejante
para demostrar su absurdo. Es el cerebro el que forma parte del mundo
material, y no el mundo material el que forma parte del cerebro.
Supriman la imagen que lleva el nombre de mundo material, aniquilarán
en el mismo golpe el cerebro y la conm oción cerebral que son sus
partes. Supongan por el contrario que esas dos imágenes, el cerebro y
la conmoción cerebral, se desvanecieran: en hipótesis ustedes no borran
más que a ellas, es decir muy poca cosa, un detalle insignificante en un
inmenso cuadro. El cuadro en su conjunto, es decir el universo, subsiste
integralmente. Hacer del cerebro la condición de la imagen total, es
verdaderamente contradecirse uno mismo, puesto que el cerebro, en
hipótesis, es una parce de esta imagen. N i los nervios ni los centros
nerviosos pueden pues condicionarla imagen del universo.
Detengámonos sobre este último punto. H e aquí las imágenes
exteriores, después mi cuerpo, después en fin las m odificaciones
aportadas por mi cuerpo a las imágenes circundantes. Veo cómo las
imágenes exteriores influyen sobre la imagen que llamo mi cuerpo:
ellas le transmiten movimiento. Y veo también cómo ese cuerpo influye
sobre las imágenes exteriores: él les restituye movimiento. M i cuerpo
es pues, en el conjunto del mundo material, una imagen que actúa
como las demás imágenes, recibiendo y devolviendo movimiento, con
esta única diferencia, quizás, que mi cuerpo parece elegir, en cierta
medida, la manera de devolver lo que recibe. Pero, ¿cómo es que mi
cuerpo en general, mi sistema nervioso en particular, podrían engendrar
toda o parte de mi representación del universo? Dígan que mi cuerpo
es materia o digan que es imagen, poco importa la palabra. Si es materia,
orma parte del mundo material y el mundo material en consecuencia
.wisre alrededor de él y más allá de él. Si es imagen, esta imagen no
podrá dar más de lo que se haya puesto allí, y ya que ella es, en hipótesis,
idam ente la imagen de mi cuerpo, sería absurdo querer extraer de ella
la imagen de todo el universo. M i cuerpo, objeto destinado a. mover
objetos, es pues un centro de acción; no sabría hacer nacer una
representación.

Pero si mi cuerpo es un objeto capaz de ejercer una acción real y


nueva sobre los objetos que lo circundan, él debe ocupar una situación
privilegiada respecto a ellos. En general, una imagen cualquiera influye
en las otras imágenes de una manera determinada, incluso calculable,
conforme a lo que llamamos las leyes de la naturaleza. C om o no tendrá
que escoger, no tiene tampoco necesidad de explorar la región de
alrededor, ni de probarse de antemano con varias acciones simplemente
posibles. La acción necesaria se cumplirá por sí misma cuando su hora
haya sonado. Pero he supuesto que el roí de la imagen que llamo mi
cuerpo era el ele ejercer sobre las otras imágenes una influencia real, y
por consecuencia el de decidirse entre varios caminos materialmente
posibles. Y puesto que esos caminos sin dudas le son sugeridos por la
m ayor o m enor ventaja que ella puede extraer de las imágenes
circundantes, es preciso que esas imágenes dibujen de alguna manera,
sobre la cara que ellas voltean hacia mi cuerpo, el partido que mi cuerpo
podría extraer de ellas. De hecho, observo que la dimensión, la forma,
el color mismo de los objetos exteriores se modifican según que mi
cuerpo se aproxim e o se aleje de ellos; que la tuerza de los olores, la
intensidad de los sonidos aumentan o disminuyen con la distancia; en
fin que esta misma distancia representa sobre todo la medida en que
los cuerpos circundantes están asegurados, de algún modo, contra la
acción inmediata de ni i cuerpo. A medida que mi horizonte se ensancha,
las imágenes que me rodean parecen dibujarse sobre un fondo más
uniform e y volvérseme indiferentes. M ás estrecho ese horizonte, más
los objetos que circunscríbese escalonan distintamente según la mayor
o menor facilidad de mi cuerpo para tocarlos y moverlos. Ellos

.1(1
devuelven pues a mi cuerpo, como harta un espejo, su influencia even­
tual; se ordenan según las potencias crecientes o decrecientes de mi
cuerpo. Los objetos que rodean mi cuerpo reflejan la acción posible de mi
cuerpo sobre ellos.

Sin tocar las otras imágenes, ahora voy a m odificar ligeramente eso
que llamo mi cuerpo. En esta imagen, secciono a través del pensamiento
todos los nervios aferentes dei sistema cerebro-espinal. ¿Qué va a pasar?
Algunos golpes de escalpelo habrán corlado algunos manojos de fibras:
el resto del universo, e incluso el resto de mi cuerpo, quedarán como
eran. El cam bio operado es pues insignificante. De hecho, «mi
percepción» entera se desvanece. Exam inem os pues más de cerca lo
que acaba de producirse. H e aquí las imágenes que componen el
universo en general, luego aquellas que se avecinan a mi cuerpo, luego
por último mi cuerpo mismo. En esta última imagen, el papel habitual
de los nervios centrípetos es el de transmitir movimientos al cerebro y
a la médula; ios nervios centrífugos devuelven ese movimiento a la
periferia. Eí seccionamiento de los nervios centrípetos no puede pues
producir más que un único efecto realm ente inteligible, el de
interrumpir la corriente que va de la periferia a la periferia pasando por
el centro; se trata, en consecuencia, de poner mi cuerpo en la
imposibilidad de extraer, en el medio de las cosas que lo rodean, la
cualidad y la cantidad de movimiento necesarias para obrar sobre ellas.
He aquí lo que concierne a la acción, y solamente a la acción. Sin
embargo es mi percepción la que se desvanece. ¿Qué implica decir esto
sino que mi percepción dibuja fielmente en el conjunto de las imágenes,
a la manera de una sombra o un reflejo, las acciones virtuales o posibles
de mi cuerpo? Ahora bien, el sistema de imágenes donde el escalpelo
sólo ha operado un cambio insignificante es lo que generalmente
llamamos el mundo material; y, por otra parte, lo que acaba de
desvanecerse es «mi percepción» de ia materia. D e ahí, provisoriamente,
estas dos definiciones: Llamo materia al conjunto de las imágenes, y
percepción de la materia a esas mismas imágenes relacionadas a la acción
posible de una cierta imagen determinada, mi cuerpo.
Profundicemos esta última relación. Considero mi cuerpo con ios
reñiros nerviosos, con los centros centrípetos y centrífugos. Sé que los
objetos exteriores imprimen a los nervios aferentes conmociones que
se propagan a los centros, que los centros son el teatro de movimientos
moleculares muy variados, que esos movimientos dependen de la
naturaleza y de ia posición de los objetos. Cam bien los objetos,
modifiquen su relación con mi cuerpo, y todo habrá cambiado en los
movimientos interiores de mis centros perceptivos. Pero también todo
habrá cambiado en «mi percepción». M i percepción es pues íunción
de esos movimientos moleculares, ella depende de ellos. Pero ¿cómo
depende? Ustedes dirán quizás que los traduce, y que no me represento
ninguna otra cosa, en últim o análisis, más que los movimientos
moleculares de la sustancia cerebral. Pero, ¿cómo esta proposición
podría tener el menor sentido si la imagen del sistema nervioso y de
sus movimientos interiores 110 es, en hipótesis, más que ia de un cierto
objeto material, y yo me represento el universo material en su totalidad?
Es verdad que aquí intentamos dar vuelta la dificultad. Se nos muestra
un cerebro en su esencia análogo al resto del universo material; imagen,
pues, en tanto que el universo es imagen. Luego, como se pretende
que los movimientos interiores de ese cerebro crean o determinan la
representación de todo el mundo material, imagen que desborda
infinitamente a la de las vibraciones cerebrales, se finge no ver en esos
movimientos moleculares, ni en el m ovimiento en general, imágenes
como ias otras, sino algo que sería más o menos que una imagen, en
todo caso de otra naturaleza que la imagen y de donde la representación
surgiría por un verdadero milagro. La materia deviene de este modo
cosa radicalmente diferente de la representación, de la cual no tenemos
en consecuencia ninguna imagen; frente a ella se ubica una conciencia
vacía de imagen de ia que 110 podemos hacernos idea alguna; finalmente,
para llenar ia conciencia se inventa una acción incomprensible de esia
materia sin forma sobre este pensamiento sin materia. Pero lo cierto es
que los movimientos de la materia son muy claros en taino que
imágenes, y que no hay lugar para buscar en el movimiento otra cosa
que lo que allí se ve. 1.a única dificultad provendría de hacer nacer de
esas imágenes muy particulares la variedad infinita de las representa­
ciones; pero ¿por qué pensar esto cuando está a la vista de todos que las
vibraciones cerebralesy¿n;//w parte del mundo material, y cuando esas
imágenes no ocupan en consecuencia más que un pequeñísim o rin­
cón de la representación? ¿Q ué son pues, por fin, esos movim ientos,
y qué papel juegan esas imágenes particulares en la representación del
todo? N o podría dudar de esto: son movim ientos destinados a pre­
parar en el interior de mi cuerpo, iniciándola, la reacción de mi cuer­
po a la acción de los objetos exteriores. Imágenes ellas mismas, no
pueden crear imágenes; pero marcan en todo mom ento, com o haría
una brújula que se desplaza, la posición de cierta imagen determina­
da, mi cuerpo, en relación a las imágenes circundantes. En el conjun­
to de la representación, son m uy poca cosa; pero tienen una im por­
tancia capital para esa parte de la representación que llam o mi cuer­
po, pues esbozan en todo m om ento sus cam inos virtuales. N o hay
entonces más que una diferencia de grado, no puede haber una dife­
rencia de naturaleza entre la (acuitad llamada perceptiva del cerebro y
las funciones reflejas de la médula espinal. La médula transforma las
excitaciones sufridas en m ovim ientos ejecutados; el cerebro las pro­
longa en reacciones simplemente nacientes; pero en un caso como en
el otro, el papel de la materia nerviosa es el de conducir, com poner o
inhibir movim ientos. ¿De dónde proviene entonces el hecho de que
«mi percepción del universo» parezca depender de los m ovim ientos
internos de la sustancia cerebral, cam biar cuando ellos varían y des­
vanecerse cuando son abolidos?
La dificultad de este problema consiste sobre todo en que uno se
representa la sustancia gris y sus modificaciones como cos-'.s que se
bastarían a sí misma y que podrían aislarse del resto del universo.
Materialistas y dualistas acuerdan, en el fondo, sobre este punto. Ellos
consideran separadamente ciertos movimientos moleculares de la
materia cerebral : entonces, unos venen nuestra percepción conciente
una fosforescencia que sigue esos movimientos e ilumina su trazo; los
otros despliegan nuestras percepciones en una conciencia que expresa
sin cesar, a su manera, los sacudimientos moleculares de la sustancia
cortical: en un caso com o en el otro, se trata de estados de nuestro
sistema nervioso que la percepción supone diseñar o traducir. Pero,
¿puede concebirse vivo al sistema nervioso sin el organismo que lo
nutre, sin la atrnóslera en la que el organism o respira, sin la Tierra
que esta atmósfera baña, sin e! sol alrededor del cual la Tierra gravita?
Más generalmente, ¿no implica la ficción de un objeto material aislado
una especie de absurdo, puesto que este objeto toma sus relaciones
físicas de las relaciones que mantiene con todos los otros, y debe
cada una desús determinaciones, en consecuencia su existencia misma,
al lugar que ocupa en el conjunto del universo? N o decimos pues
que nuestras percepciones simplemente dependen de los movimientos
moleculares de la masa cerebral. D ecim os que ellas varían con ellos,
pero que dichos m ovim ientos quedan inseparablemente ligados al
resto del mundo material. Ya no se trata entonces solamente de saber
cómo nuestras percepciones se vinculan a las modificaciones de la
sustancia gris. El problema se amplia, y se plantea también en términos
mucho más claros. H e aquí un sistema de imágenes que llamo mi
percepción del universo y que se trastorna de arriba a abajo por suaves
variaciones de cierta imagen privilegiada, mi cuerpo. Esta imagen
ocupa el centro; sobre ella se regulan todas las otras; todo cambia
con cada uno de sus m ovim ientos, com o si se hubiera dado vuelta
un caleidoscopio, He aquí, por otra parte, las mismas imágenes pero
relacionadas cada una consigo misma; influyendo sin dudas unas
sobre otras, pero de m odo que el electo perm anece siem pre
proporcionado con la causa: es lo que llamo el universo. ¿Cóm o
explicar que estos dos sistemas coexistan, y que las mismas imágenes
sean relativamente invariables en el universo e infinitamente variables
en la percepción? El problem a pendiente entre el realismo y el
idealism o, quizás incluso entre el materialismo y el esplritualism o,
se plantea pues, para nosotros, en los siguientes términos: ¿De dónde
proviene el hecho de que las mismas imágenes puedan entrar a la t>cz
en dos sistemas diferentes, uno en el que cada imagen paría por si misma
y en la medida bien definida en que ella padece la acción real de las
imágenes circundantes, otro en el que todas varían por una sola, y en la
medida variable en que ellas reflejan la acción posible de esta imagen
privilegiada?
Toda imagen es interior a ciertas imágenes y exterior a otras; pero
del conjunto uno no puede decir que nos sea interior ni que nos sea
exterior, puesto que la interioridad y la exterioridad no son más que
relaciones entre imágenes. Preguntarse si el universo existe solamente
en nuestro pensamiento o más allá de él, es enunciar el problema en
términos insolubles, suponiendo que ellos sean inteligibles; es
condenarse a una discusión estéril, donde los términos pensamienco,
existencia, universo estarán necesariamente tomados en una y otra parte
en sentidos totalmente diferentes. Para zanjar el debate, es preciso ante
todo encontrar un terreno común en eí que se entable la lucha, y puesto
que nosotros sólo captamos las cosas bajo forma de imágenes, es en
función de imágenes, y solamente de imágenes, que unos y otros
debemos plantear el problema. Ahora bien, ninguna doctrina filosófica
discute que las mismas imágenes puedan entrara la vez en dos sistemas
distintos, uno que pertenece a la ciencia, y en el que cada imagen, no
estando relacionada más que a sí misma, conserva un valor absoluto,
otro que es el mundo de la conciencia, y en el que todas las imágenes se
regulan sobre una imagen centra!, nuestro cuerpo, cuyas variaciones
ellas siguen. La cuestión planteada entre el realismo y el idealismo se
vuelve entonces muy clara: ¿cuáles son las relaciones que estos dos
sistemas de imágenes sostienen entre sí? Y es fácil de ver que el idealismo
subjetivo consiste en hacer derivar el primer sistema del segundo, el
realismo materialista en extraer el segundo de! primero.
£1 realista parte en efecto del universo, es decir de un conjunto de
imágenes gobernadas en sus relaciones mutuas por leyes inmutables,
donde los electos permanecen proporcionados a sus causas, y cuyo
carácter es no tener centro, todas las imágenes se despliegan sobre un
mismo plano que se prolonga indefinidamente. Pero también es forzoso
conscatar que además de este sistema existen percepciones, es decir
sistemas en los que esas mismas imágenes están relacionadas a una única
imagen entre ellas, se escalonan alrededor suyo sobre planos diferentes,
y se transfiguran en su conjunto por modificaciones ligeras de esta
imagen central. El idealismo parce de esta percepción, y en el sistema
de imágenes que se da hay una imagen privilegiada, su cuerpo, sobre el
cual se regulan las otras imágenes. Pero desde que pretende religar el
presente al pasado y prever el porvenir, está obligado a abandonar esta
posición central, a resituar todas las imágenes sobre el mismo plano, a
suponer que ya no varían por él sino por ellas, y a tratarlas como si
formaran parte de un sistema en el que cada cambio da la medida
exacta de su causa. Solamente con esta condición la ciencia del universo
se vuelve posible; y puesto que esta ciencia existe, puesto que ella
consigue prever el porvenir, la hipótesis que la luncla no es una hipótesis
arbitraria. El primer sistema no es dado sino a la experiencia presente;
pero creemos en el segundo sólo por esto que afirmamos, la continuidad
del pasado, del presente y del porvenir. Así, tanto en el idealismo como
en el realismo, se plantea uno de los dos sistemas, y luego se busca
deducir el otro.
Pero ni el realismo ni el idealismo llegan a mucho con esta deducción,
puesto que ninguno de los dos sistemas está implicado en el otro, y
cada uno de ellos se basta a sí mismo. Si ustedes se dan el sistema de
imágenes que no posee centro, y en el que cada elemento posee su
tamaño y su valor absoluto, no veo por qué a ese sistema se le adjuntaría
un segundo, en el que cada imagen toma un valor indeterminado,
sometido a todas las vicisitudes de una imagen central. Para engendrar
la percepción será preciso pues evocar algún ricas exmiichhui ral como
la hipótesis materialista de la conciencia-epifenómeno. Entre todas las
imágenes de los cambios absolutos que se habrán puesto de enriada, se
escogerá aquella que llamamos nuestro cerebro, y se conferirá a los
estados interiores de esta imagen el singular privilegio de duplicarse,
no se sabe cómo, en la reproducción esta vez relativa y variable de
todas las otras. Es cieno que luego se fingirá no dar ninguna importancia
a esta representación, ver allí una fosforescencia que las vibraciones
cerebrales dejarían detrás de sí: ¡como si la sustancia cerebral y las
vibraciones cerebrales incrustadas en las imágenes que componen esta
representación, pudiesen ser de otra naturaleza que ellas mismas! Así
pues, todo realismo hará de la percepción un accidente, y en

■i 2
consecuencia un misterio. Pero inversamente, si ustedes se dan un sis­
tema de imágenes inestables dispuestas alrededor de un centro privile­
giado y que se modifican profundamente por desplazamientos insen­
sibles de ese centro, excluyen de entrada el orden de !a naturaleza, este
orden indiferente al punto donde se lo ubica y al término por el que se
lo comienza. N o podrán restituir este orden más que evocando a vues­
tro turno un deas ex machina, suponiendo, a través de una hipótesis
arbitraria, no se cuál armonía preestablecida entre las cosas y el espíri­
tu, o al menos, para hablar como Kanc, entre la sensibilidad y el enten­
dimiento. Es ¡a ciencia la que se volverá entonces un accidente, y su
éxito un misterio. Ustedes no podrían pues deducir ni el primer siste­
ma del segundo, ni el segundo del primero, y esas dos doctrinas opues­
tas, realismo e idealismo, cuando finalm ente se las sitúa sobre el
mismo terreno, acaban en sentidos contrarios chocando contra el
mismo obstáculo.
Profundizando ahora por debajo de las dos doctrinas ustedes
descubrirán en ellas un postulado común, que formularemos así: la
percepción tiene un interés completamente especulativo; ella es
conocimiento puro. Toda !a discusión consiste en el rango que hay que
atribuir a este conocimiento frente al conocimiento científico. Unos
se dan el orden exigido por la ciencia y no ven en la percepción más
que una ciencia confusa y provisoria. Los otros ponen la percepción en
primer lugar, la erigen en absoluto, y román a la ciencia como una
expresión simbólica de lo real. Pero para unos y otros percibir significa
ante todo conocer.
Ahora bien, este es el postulado que nosotros discutimos. El es
desmentido por el examen, aún el más superficial, de la estructura del
sistema nervioso en la serie animal. Y uno no podría aceptarlo sin
oscurecer profundamente el triple problema de la materia, de la
conciencia y de su relación.
¿Seguimos en efecto, paso a paso, el progreso de la percepción externa
desde la monera hasta los vertebrados superiores? Encontramos que en
el estado de simple masa protoplásmica la materia viviente es ya irritable
y contráctil, que sufre la influencia de los estímulos exteriores, a los
que responde a través de reacciones mecánicas, físicas y químicas. A
medida que nos elevamos en la serie de los organismos, vemos dividir­
se el trabajo fisiológico. Aparecen células nerviosas, se diversifican, tien­
den a agruparse en sistema. A l mismo tiempo, el animal reacciona a la
excitación exterior a través de movimientos más variados. Pero, aun
cuando la conm oción recibida no se prolongue de inmediato en
movimiento cumplido, parece simplemente esperar la ocasión para
ello, y la misma impresión que las modificaciones ambientes transmiten
ai organismo lo determinan o lo preparan para adaptarse a ellas. En los
vertebrados superiores, se vuelve sin dudas radical la distinción entre el
puro automatismo, que reside sobre todo en la médula, y la actividad
voluntaria, que exige la intervención del cerebro. Uno podría imaginar
que la impresión recibida, en lugar de florecer en movimientos, se
espiritualiza en conocimiento. Pero basta comparar la estructura del
cerebro con la de la médula para convencerse de que entre las funciones
de! cerebro y la actividad refleja del sistema medular sólo existe una
diferencia de complejidad, y no una diferencia de naturaleza. ¿Qué
sucede, en efecto, en la acción refleja? El movimiento centrípeto
comunicado por la excitación se refleja de inmediato por intermedio
de las células nerviosas de la médula en un movimiento centrífugo que
determina una contracción muscular. ¿En qué consiste, por otra parte,
la función del sistema cerebral? La conmoción periférica, en lugar de
propagarse directamente a la célula motriz de la médula e imprimir al
músculo una necesaria contracción, remonta en primer lugar al encéfalo,
luego vuelve a descender a las mismas células motrices de la médula
que intervenían en el movimiento reflejo. ¿Qué se ha ganado con este
rodeo, y qué ha ido a buscar en las células llamadas sensitivas de la
corteza cerebral? N o comprendo, no comprenderé jamás que extraiga
de esto la milagrosa potencia de transformarse en representación de las
cosas, y además tengo esta hipótesis por inútil, como se lo verá luego.
Pero lo que veo muy bien es que esas células de las diversas regiones
llamadas sensoriales de la corteza, células interpuestas entre las
arborizaciones terminales de las Fibras centrípetas y las células motrices
de la zona rolándica, permiten a la conmoción recibida ganar a voluntad
ral o cual mecanismo motor cle la médula espinal y escoger así su efec­
to. M ás se multiplicarán esas células interpuestas, más emitirán pro­
longaciones ameboideas capaces de unirse diversamente, más numero­
sas y variadas serán también las vías capaces de abrirse frente a una
conmoción venida de la periferia, y en consecuencia, habrá más siste­
mas de movimientos entre los cuales una misma excitación permitirá
escoger. El cerebro no debe pues ser otra cosa, en nuestra visión, que
una especie de oficina telefónica central: su papel es el de «dar la comu­
nicación», o el de hacerla esperar. No añade nada a lo que recibe; pero
como todos los órganos perceptivos envían allí sus últimas prolonga­
ciones, y como todos los mecanismos motores de la médula y del
bulbo tienen allí representantes acreditados, constituye realmente un
centro en el que la excitación periférica se pone en relación con tal o
cual mecanismo motor, elegido y no ya impuesto. Por otra parte, de­
bido a que una multitud de vías motrices pueden abrirse todas a la vez
en esta sustancia, por una misma conmoción venida de la periferia,
esta conmoción posee la facultad de dividirse allí al infinito, y en
consecuencia, perderse en reacciones m otrices innum erables,
simplemente nacientes. De este modo, el papeí del cerebro es tanto el
de conducir el movimiento recogido a un órgano de reacción elegido,
como el de abrir a ese movimiento la totalidad de las vías motrices
para que esboce allí todas las reacciones posibles de las que está preñado,
y para que se analice él mismo al dispersarse. En otros términos, el
cerebro nos parece un instrumento de análisis en relación al movimiento
recogido y un instrumento de selección en relación al movimiento
ejecutado. Pero en un caso como en el otro, su rol básico se limita a
transmitir y a dividir el movimiento. Y ni en los centros superiores de
la corteza ni en la médula los elementos nerviosos trabajan en vista del
conocimiento: no hacen más que esbozar de un sólo golpe una
pluralidad de acciones posibles, u organizar una de ellas.
Es decir que el sistema nervioso nada posee de un aparato que serviría
para fabricar o aún para preparar representaciones. Él tiene por función
recibir excitaciones, montar aparatos motores y presentar el mayor
número posible de esos aparatos a una excitación dada. Tanto más se
desarrolla, tamo más numerosos y más alejados devienen los puntos
.en el espacio que pone en relación con mecanismos motores siempre
más complejos: así se agranda la amplitud que él deja a nuestra acción,
y en esto consiste justamente su creciente perfección. Pero si el sistema
nervioso está construido, de un extremo al otro de la serie animal, en
vista de una acción cada vez menos necesaria, ¿no es preciso pensar que
la percepción, cuyo progreso se regula por el suyo, está por completo
orientada, ella también, hacia ía acción, no hacia el conocimiento puro?
Y desde entonces la riqueza creciente de esta misma percepción, ¿no
debe simbolizar sencillamente ía parte creciente de indeterminación
dejada a la elección del ser viviente en su conducta frente a las cosas?
Partimos pues de esta indeterminación como del verdadero principio.
Buscamos, una vez planteada esta indeterminación, si 110 se podría
deducir de ella la posibilidad y aún la necesidad de la percepción
concierne. En otros términos, nos damos este sistema de imágenes
solidarias y ligadas que llamamos el mundo material, e imaginamos
aquí y allá, en este sistema, centros de acción real representados por la
materia viviente: digo que es preciso que alrededor de cada uno de
estos cen tros se dispongan imágenes subordinadas a su posición y variables
con respecto a ellos; digo en consecuencia que la percepción conciente
1debe producirse, y que además es posible comprender cómo surge.
Notemos ante codo que una ley rigurosa liga la extensión de la
percepción conciente con la intensidad de acción de ia que el ser viviente
dispone. Si nuescra hipótesis es fundada, esta percepción aparece en el
momento preciso en que una conmoción recibida a través de la materia
no se prolonga en reacción necesaria. En el caso de un organismo
rudimentario, será necesario, es cierro, un contacto inmediato del objeto
interesado para que la conmoción se produzca, y entonces la reacción
no puede apenas hacerse esperar. Es así que, en las especies inferiores, el
tacto es pasivo y activo a la vez; sirve para reconocer una presa y para
tomarla, para sentir el peligro y hacer el esfuerzo para evitarlo. Las
prolongaciones variadas de los protozoarios, ios ambulacros de los
equinodermos, son tanto órganos de movimiento como de percepción
táctil; el aparato urticante de los celentéreos es un instrumento de

‘i(>
percepción ai mismo tiempo que un medio de defensa. En una pala­
bra, cuánto más inmediata debe ser la reacción, más necesario que ia
percepción se asemeje a un simple contacto, y el proceso completo de
percepción y de reacción apenas se distingue entonces del impulso
mecánico seguido de un movimiento necesario. Pero a medida que la
reacción se vuelve más incierta, que ella deja lugar a la hesitación,
también se incrementa la distancia respecto a la cual se hace sentir sobre
el animal la acción del objeto interesado. A través de la vista, del oído,
el animal se pone en relación con un número siempre mayor de cosas,
sufre influencias cada vez más lejanas; y sea que esos objetos le permitan
una ventaja, sea que lo amenacen de un peligro, promesas y amenazas
retrasan su concreción. La parte de independencia de la que dispone un
ser vivo, o como diremos nosotros, la zona de indeterminación que
rodea su actividad, permite pues evaluar// priori el número y la distancia
de las cosas con las cuales él está en relación. Cualquiera sea esa relación,
cualquiera sea pues la naturaleza íntima de la percepción, se puede
afirm ar que la am plitud de la percepción mide exactamente ia
indeterminación de la acción consecutiva, y en consecuencia enunciar
esta ley: la percepción dispone del espacio en la exactaproporción en que
la acción dispone del tiempo.
Pero, ¿por qué esta relación del organismo con objetos más o menos
lejanos tómala forma particular de una percepción conciente? Nosotros
hemos examinado lo que sucede en el cuerpo organizado; hemos visto
movimientos transmitidos o inhibidos, metamorfoseados en acciones
cumplidas o dispersados en acciones nacientes. Nos ha parecido que
esos movimientos interesaban a la acción, y solamente a ella; ellos
permanecen absolutamente ajenos al proceso de la representación.
Hemos considerado entonces la acción misma y la indeterminación
que la rodea, indeterminación que está implicada en la estructura del
sistema nervioso, y en vista de la cual este sistema más bien parece
haber sido construido para otra cosa que en vista de la representación.
De esta indeterminación, aceptada como un hecho, hemos podido
deducir la necesidad de una percepción, es decir de una relación variable
entre el ser viviente y las in fluencias más o menos lejanas de los objetos
que le interesan. ¿De dónde proviene el hecho de que esta percepción
sea conciente, y por qué rodo sucede como si esta conciencia naciera de
los movimientos interiores de la sustancia cerebral?
Para responder a esta pregunta, vamos en primer lugar a simplificar
mucho las condiciones en que se cumple la percepción conciente. De
hecho, no hay percepción que no esté impregnada de recuerdos. A ios
datos inmediatos y presentes de nuestros sentidos les mezclamos miles
de detalles de nuestra experiencia pasada. Lo más frecuente es que esos
recuerdos desplacen nuestras percepciones reales, de las que no retenemos
entonces más que algunas indicaciones, simples «signos» destinados a
recordarnos antiguas imágenes. La com odidad y la rapidez de la
percepción existen a ese precio; pero de allí nacen también las ilusiones
de todo género. Nada impide sustituir esta percepción, penetrada
completamente de nuestro pasado, con la percepción que tendría una
conciencia adulta y formada pero encerrada en el presente y absorbida,
con exclusión de cualquier otro trabajo, en la tarea de moldearse sobre
el objeto exterior. ¿Se dirá que hacemos una hipótesis arbitraria, y que
esta percepción ideal, obtenida por la eliminación de los accidentes
individuales, ya no responde en nada a la realidad? Mas nosotros
esperamos mostrar precisamente que los accidentes individuales están
injertados sobre esta percepción impersonal, que esta percepción está
en la base misma de nuestro conocimiento de las cosas, y que es por
haberla desconocido, por 110 haberla distinguido de lo que la memoria
le añade o le resta, que se ha hecho de la percepción una especie de
visión interior y subjetiva, que no diferiría del recuerdo más que por
su mayor intensidad. Tal será pues nuestra primera hipótesis. Pero por
naturaleza ella entraña otra. Por corra que se suponga una percepción,
ella ocupa en efecto una cierta duración, y exige en consecuencia un
esfuerzo de la memoria que prolongue unos en otros una pluralidad
de momentos. Incluso, como intentaremos mostrarlo, la «subjetividad»
de las cualidades sensibles consiste sobre todo en una especie de
'contracción de lo real, operada por nuestra memoria. Resumiendo, la
^memoria bajo esas dos formas, en tanto recubre con un manto de
recuerdos uñ fondo de percepción inmediata y en tanto contrae a su
vez una multiplicidad de momentos, constituye el principal aporte de
la conciencia individual a la percepción, el costado subjetivo de nues­
tro conocimiento de las cosas; y descuidando esta iportación para vol­
ver nuestra idea más clara, nosotros avanzamos mucho más lejos de lo
que conviene en el camino en que estamos comprometidos. Estare­
mos libres para volver enseguida sobre nuestros pasos, y para corregir,
sobre todo a través de la restitución de la memoria, lo que nuestras
conclusiones podrían tener de excesivas. N o es necesario pues ver en lo
que sigue más que una exposición esquemática, y pediremos que se
entienda provisoriamente por percepción no mi percepción concreta y
compleja, aquella que es hinchada por mis recuerdos y que ofrece
siempre un cierto espesor de duración, sino la percepción pura, una
percepción que existe de derecho más que de hecho, la que tendría un
ser situado donde soy, viviendo como vivo, pero absorbido en el
presente, y capaz de obtener de la materia, a través de ía eliminación de
la memoria bajo todas sus formas, una visión a la vez inmediata e
instantánea. Coloquémonos pues en esta hipótesis, y preguntémonos
cómo se explica la percepción conciente.
Deducir la conciencia sería una empresa muy audaz, pero no es
realmente necesario aquí, puesto que ubicando el mundo material uno
se ha dado un conjunto de imágenes, y es imposible darse otra cosa.
Ninguna teoría de la materia ha escapado a esta necesidad. Reduzcan la
materia a átomos en movimiento: esos átomos, todavía desprovistos
de cualidades físicas, no se determinan por tanto más que en relación a
una visión y a un contacto posibles, aquella sin iluminación, y este sin
materialidad. Condensen el átomo en centros de tuerza, disuélvanlo
en remolinos que progresan en un fluido continuo: ese fluido, esos
movimientos, esos centros no se determinan más que en relación a un
tacto impotente, a un impulso ineficaz, a una luz descolorida: son
todavía imágenes. Es cierto que una imagen puede « rsin serpercibida-,
puede estar presente sin estar representada; y la distancia entre estos
dos términos, presencia y representación, parece medir precisamente el
intervalo entre la materia misma y la percepción conciente que tenemos
de ella. Pero examinemos estas cosas más de cerca y veamos en qué

-í(>
consiste exactamente esta diferencia. Si hubiera más en el segundo
término que en el primero, si para pasar de la presencia a la representa­
ción hubiera que añadir algo, la distancia sería infranqueable, y el pasa­
je de la materia a la percepción quedaría envuelto de un misterio impe­
netrable. Esto no sería del mismo modo si uno pudiera pasar del pri­
mer al segundo término por vía de disminución, y si la representación
de una imagen fuera menos que su sola presencia; pues entonces bastaría
que las imágenes presentes fuesen forzadas a abandonar algo de sí
mismos para que su simple presencia las convirtiera en representaciones.
Ahora bien, he aquí la imagen que llamo un objeto material; poseo su
representación. ¿De dónde proviene el hecho de que ella no parece ser
en sí lo que es para mí? Resulca del hecho de que, solidaria de la totalidad
de las o eras imágenes, se continúa en las que le siguen tal como
prolongaba a las que la precedían. Para transformar su existencia pura y
simple en representación, bastaría suprimir de un golpe aquello que la
sigue,•aquello que la precede, y también aquello que la llena, no
conservando más que la costra excerior, la película superficial. Lo que
la distingue a ella, imagen presente, realidad objetiva, de una imagen
representada, es la necesidad que tiene de obrar a través de cada uno de
sus puntos sobre todos los puntos de las otras imágenes, de transmitir
la totalidad de lo que recibe, de oponer a cada acción una reacción
igual y contraria, de no ser finalmente más que un sendero sobre el
cual pasan en todos los sentidos las modificaciones que se propagan en
la inmensidad del universo. Yo la convertiría en representación si pudiera
aislarla, si sobre todo pudiera aislar lo que la envuelve. La representación
está allí, pero siempre virtual, neutralizada en eí instante en que pasaría
al acto por la obligación de continuarse y perderse en otra cosa. Lo que
hace falta para obtener esta conversión no es iluminar el objeto, sino
por el contrario oscurecerle ciertos costados, reducirle la mayor parte
de sí mismo, de manera que el sobrante, en lugar de quedar encajado
en el entorno como una cos/i, se despegue de él como un cuadro. Ahora
bien, si los seres vivientes constituyen en el universo «centros de
indeterminación», y si el grado de esta indeterminación se mide a través
del número y la elevación de sus funciones, se concibe que su sola
presencia pueda equivaler a la supresión de codas las parces de los obje­
tos en las que sus funciones no están comprometidas. Se dejaran atra­
vesar, en cierto modo, por aquellas de entre las acciones exteriores que
le son indiferentes; las otras, aisladas, devendrán «percepciones» por su
mismo aislamiento. Todo sucederá entonces para nosotros como si
reflejáramos sobre las superficies la luz que emana de ellas, luz que
propagándose siempre, nunca hubiera sido revelada. Las imágenes que
nos rodean parecerán volverse hacia nuestro cuerpo, pero esta vez ilu­
minada la cara que le interesa; ellas soltarán de su sustancia lo que
nosotros habremos fijado a su paso, aquello que somos capaces de
afectar. Indiferentes las unas de las otras en razón del mecanismo radi­
cal que las liga, se presentan recíprocamente todas sus caras, lo que
equivale a decir que actúan y reaccionan entre ellas a través de todas sus
partes elementales, y que ninguna en consecuencia es percibida ni per­
cibe concienremente. Que si, por el contrario, se enfrentan en alguna
parte a una cierta espontaneidad de reacción, su acción es rebajada otro
tanto, y esta disminución de su acción es justamente la representación
que tenemos de ellas. Nuestra representación de las cosas nacería pues,
en suma, de que ellas vienen a reflejarse contra nuestra libertad.
Cuando un rayo de luz pasa de un medio a otro, lo atraviesa
generalmente cam biando de dirección. Pero tales pueden ser las
densidades respectivas de los dos medios que, por un cierto ángulo de
incidencia, no haya ya refracción posible. Se produce entonces la
reflexión total. Del punto luminoso se forma una imagen virtual, que
simboliza, en cierto modo, la imposibilidad en que se encuentran los
rayos luminosos para proseguir su cam ino. La percepción es un
fenómeno del mismo género. Lo que está dado es la totalidad de las
imágenes del mundo material con la totalidad de sus elementos
interiores. Pero si ustedes suponen centros de actividad verdadera, es
decir espontánea, los rayos que allí llegan y que interesarían esta
actividad, en lugar de atravesarlos, parecerán volver a dibujar los
contornos del objeto que los envía. N o habrá ahí nada de positivo,
nada que se añada a la imagen, nuda nuevo. Los objetos no harán más
que abandonar algo de su acción real para figurar así su acción virtual,
es decir, en el fondo, la influencia posible del ser viviente sobre ellos.
La percepción se asemeja pues a esos fenómenos de reflexión que pro­
vienen de una refracción impedida; es como un efecto de espejismo.
Esto equivale a decir que para las imágenes existe una simple diferencia
de grado, y no de naturaleza, entre ser y ser percibidas candentemente.
La realidad de ía materia consiste en la realidad de sus elementos y de
sus acciones de codo género. Nuestra representación de la materia es la
medida de nuestra acción posible sobre los cuerpos; resulta de la
eliminación de aquello que no compromete nuestras necesidades y
más generalmente nuestras funciones. En un sentido, se podría decir
que la percepción de un punto material inconciente cualquiera, en sil
instantaneidad, es infinitamente más vasta y completa que la nuescra,
puesto que ese punto recoge y transmite las acciones de todos los puntos
del mundo material, mientras que nuestra conciencia no alcanza más
que ciertas partes a través de cierros coscados. La conciencia -e n el caso
de la percepción exterior- consiste precisamente en esa selección. Pero,
en esa pobreza necesaria de nuestra percepción conciente, existe algo
positivo y que anuncia ya el espíritu: se trata,'en el sentido etimológico
del término, del discernimiento.
Toda la dificultad del problema que nos ocupa proviene del hecho
de que uno se representa la percepción como una vista fotográfica de
las cosas, que se captaría desde un punto determinado con un aparato
especial, como el órgano de percepción, y que se desarrollaría enseguida
en la sustancia cerebral por no sé qué proceso de elaboración química y
psíquica. Pero, ¿cómo no ver que la fotografía, si ella existe, ya está
tomada, sacada en el interior mismo de las cosas y para todos los puntos
del espacio? Ninguna metafísica, ninguna física incluso, puede sustraerse
a esta conclusión. Com pongan el universo con átomos: en cada uno
de ellos se hacen sentir, en cualidad y en cantidad variables según la
distancia, las acciones ejercidas por todos los átomos de la materia.
¿Con centros de fuerza? Las líneas de fuerza emitidas en todos los
sentidos por todos los centros dirigen sobre cada centro las influencias
del mundo material por completo. ¿Con mónadas, en fin? Cada
mónada, como pretendía Leibniz, es el espejo del universo. Todo el
mundo está pues de acuerdo sobre este punto. Sólo que, si se conside­
ra un lugar cualquiera del universo, se puede decir que la acción entera
de la materia pasa allí sin resistencia y sin desperdicio, y que la fotogra­
fía es allí del todo traslúcida: falta, tras la placa, una pantalla negra
sobre la cual se recortaría la imagen. Nuestras «zonas de indetermina­
ción» jugarían en cierto modo el rol de pantalla. Ellas no añaden
nada a lo que es; hacen únicamente que la acción real pase y que la
acción virtual permanezca.
N o se trata aquí de una hipótesis. Nos limitamos a formular los
datos que ninguna teoría de la percepción puede dejar pasar. Ningún
psicólogo, en efecto, abordará el estudio de la percepción exterior sin
plantear al menos la posibilidad de un mundo material, es decir, en el
fondo, ia percepción virtual de todas las cosas. En esta masa material
simplemente posible se aislará el objeto particular que llamo mi cuerpo,
y en ese cuerpo los centros perceptivos: el estremecimiento se me
aparecerá llegando desde un punto cualquiera del espacio, propagándose
a lo largo de los nervios, ocupando los centros. Pero aquí se consuma
un golpe de efecto. Ese mundo material que rodeaba el cuerpo, ese
cuerpo que aloja el cerebro, ese cerebro en el qite se distinguían centros,
son bruscamente expulsados; y como bajo el influjo de una varita
mágica se hace surgir, a la manera de una cosa absolutamente nueva, la
representación de lo que se había puesto al principio. Esta representación
es impulsada fuera del espacio, para que ya no tenga nada en común
con la materia de donde había partido: en cuanto a la materia misma,
se querría prescindir de ella, sin embargo no se puede, pues sus
fenómenos presentan entre ellos un orden tan riguroso, tan indiferente
al punto que se tome por origen, que esta regularidad y esta indiferencia
constituyen verdaderamente una existencia independiente. Será preciso
resignarse entonces a conservar el fantasma de la materia. Cuanto menos,
se la despojará de todas las cualidades que dan la vida. Se recortarán
figuras que se mueven en un espacio amorfo; o incluso (lo que equivale
más o menos a lo mismo), se imaginarán relaciones de magnitud que
se compondrían entre ellas, funciones que evolucionarían desenrollando
su contenido: desde entonces la representación, cargada con los despojos
de la materia, se desplegará libremente en una conciencia inextensa.
Pero no basta cortar, es preciso coser. Hará falta ahora explicar cómo
esas cualidades que ustedes han liberado de su sostén material, van a
reencontrarlo. Cada atributo cuya materia reducen, ensancha el intervalo
entre la representación y su objeto. Si ustedes hacen inextensa esa materia,
¿cómo recibirá ella la extensión? Si la reducen al m ovim iento
homogéneo, ¿de dónde nacerá pues la cualidad? Sobre todo, ¿cómo
imaginar una relación entre la cosa y la imagen, entre la materia y el
pensamiento, si cada uno de esos dos términos sólo posee, por
definición, lo que le falta al otro? Así las dificultades van a nacer bajo
vuestro paso, y cada esfuerzo que hagan para disipar una de ellas no
podrá más que resolverse en muchas otras. ¿Qué les pedimos entonces?
Simplemente renunciar a vuestro golpe de varita mágica, y continuar
por el camino en el que habían enerado desde un principio. Ustedes
nos habían mostrado las imágenes exteriores afectando los órganos de
los sentidos, modificando los nervios, propagando su influencia en el
cerebro. Vayan hasta el final. El movimiento va a atravesar la sustancia
cerebral, no sin hacer un alto allí, y brotará entonces en acción voluntaria.
He aquí todo el mecanismo de la percepción. En cuanto a la percepción
misma en tanto imagen, no tienen que rehacer su génesis, puesto que
la han situado desde el principio y no podían, además, no situarla:
dándose el cerebro, dándose la menor parcela de materia, ¿no se dan
ustedes la totalidad de las imágenec? Le que ustedes tienen pues que ,
explicar, no es como nuce l<i percepción, sino cómo se limita, puesto que
ella sería, de derecho, Lt imagen del todo, j1puesto que se reduce, de
hecho, a aquello que a vosotros interesa. Pero si justamente ella se discingue
de la imagen pura y simple en que sus partes se ordenan en relación a
un centro variable, su limitación se'comprende sin esfuerzo: i ndeímida
de derecho, ella se lim ita, de hecho, a d ib u jar la parte de
indeterminación dejada por el paso de esta imagen especial que ustedes
llam an vuestro cuerpo. Y por consecuencia, inversam ente, la
indeterminación de los movimientos del cuerpo, ral como se deduce
de la estructura gris del cerebro, da la med ida exacta de la extensión de
vuestra percepción. N o es preciso pues asombrarse si iodo sucede como
si vuestra percepción resultara de los movimientos interiores del cere­
bro y surgiese, en cieno modo, de los centros corticales. Ella no podría
venir de allí, pues el cerebro es una imagen como las otras, envuelta en
la masa de las otras imágenes, y sería absurdo que el continente surgiera
del contenido. Pero como la estructura del cerebro ofrece el plan
minucioso de ios movimientos entre los cuales ustedes eligen; como,
por otro lado, la porción de las imágenes exteriores que parece volver
sobre sí misma para constituirla percepción dibuja precisamente todos
los puntos del universo que esos movimientos habrían ocupado,
percepción concierne y m odificación cerebral se corresponden
rigurosamente. La dependencia recíproca de estos dos términos proviene
pues simplemente del hecho de que ellos son, el uno y el otro, función
de un tercero, que es la indeterminación del querer.
Sea, por ejemplo, un punto luminoso P cuyos rayos actúan sobre
los diferentes puntos ¿i, b, c, de la retina. En ese punto P la ciencia
localiza vibraciones de una cierta amplitud y de una cierta duración.
En ese mismo punto P la conciencia percibe la luz. Nos proponemos
mostrar, en el curso de este estudio, que ambos tienen razón, y que no
hay diferencia esencial entre esa luz y esos movimientos, siempre que
se restituya la unidad al m ovim ien to, la in d ivisib ilid ad y la
heterogeneidad cualitativa que un mecanismo abstracto le niega, siempre
que también se vea en las cualidades sensibles otras tantas contracciones
operadas por nuestra memoria: ciencia y conciencia coincidirían en lo
instantáneo. Limitémonos provisoriamente a decir, sin prof undizar
demasiado aquí en el sentido de las palabras, que el punto P envía a la
retina conmociones luminosas. ¿Qué va a suceder? Si la imagen visual
del punto P no estuviese dada, tendría sentido investigar cómo se forma,
y uno se encontraría muy rápido en presencia de un problema insoluble.
Pero de cualquier manera que aquí se lo tome, uno no puede impedir
planteáiselo de entrada: la única cuestión es, pues, saber por qué y
cómo esta imagen es escogida para formar parte de mi percepción,
mientras que una infinidad de otras imágenes permanecen excluidas
de ella. Ahora bien, veo que las conmociones transmitidas desde el
punto P a los diversos corpúsculos retinianos son conducidas a los
simplemente del hecho de que ellos son, el uno y el otro, función
de un tercero, que es la indeterminación del querer.
Sea, por ejemplo, un punto luminoso P cuyos rayos actúan sobre
los diferentes puntos a, b, c, de la retina. En ese punto P la ciencia
localiza vibraciones de una cierta amplitud y de una cierta duración.
En ese mismo punto P la conciencia percibe la luz. N os propone­
mos mostrar, en el curso de este estudio, que ambos tienen razón,
y que no hay diferencia esencial entre esa luz y esos movimientos,
siempre que se restituya la unidad al movimiento, la indivisibilidad
y la heterogeneidad cualitativa que un mecanismo abstracto le niega,
siempre que también se vea en las cualidades sensibles otras tantas
contracciones operadas por nuestra memoria: ciencia y conciencia
coincidirían en lo instantáneo. Lim itém onos provisoriamente a
decir, sin profundizar demasiado aquí en el sentido de las palabras,
que el punto P envía a la retina conmociones luminosas. ¿Q ué va a
suceder? Si la imagen visual del punto P no estuviese dada, tendría
sentido investigar cómo se forma, y uno se encontraría muy rápido
en presencia de un problema insoluble. Pero de cualquier manera
que aquí se lo tome, uno no puede impedir planteárselo de entra­
da: la única cuestión es, pues, saber por qué y cómo esta imagen
es escogida para formar parte de mi percepción, mientras que una
infinidad de otras imágenes permanecen excluidas de ella. Ahora
bien, veo que las conmociones transmitidas desde el punto P a los
diversos corpúsculos retinianos son conducidas a los centros ópticos
sub-corticales y corticales, a menudo también a otros centros, y que
esos centros unas veces las transmiten hacia mecanismos motores,
otras las detienen provisoriamente. Los elementos nerviosos inte­
resados son pues los que dan a la conmoción recibida su eficacia;
ellos simbolizan la indeterminación del querer; de su integridad
depende esa indeterminación; y por consiguiente, toda lesión de
esos elementos, disminuyendo nuestra acción posible, disminuirá
a su vez la percepción. En otros términos, si existen en el mundo
material puntos en los que las conmociones recibidas no son mecá­
nicamente transmitidos, si existen como decimos nosotros zonas de
indeterminación, esas zonas deben encontrarse precisamente sobre el
trayecto de lo que se llama el proceso senso-motor: y desde entonces
todo debe ocurrir como si los rayos Va, Fb, Pe fueran percibidos a
lo largo de ese trayecto y proyectados a continuación en P. Aún más,
si esta indeterminación es algo que escapa a la experimentación y al
cálculo, no pasa lo mismo con los elementos nerviosos a través de
los cuales es recibida y transmitida la impresión. Es pues de estos
elementos que deberán ocuparse fisiólogos y psicólogos; sobre ellos
se regulará y a través de ellos se explicará todo el pormenor de la
percepción exterior. Se podrá decir, si se quiere, que la excitación,
luego de haber transitado a lo largo de esos elementos, luego de ha­
ber ganado el centro, se convierte allí en una imagen conciente que
es exteriorizada a continuación en el punto P. L a verdad es que el
punto P, los rayos que él emite, la retina y los elementos nerviosos
interesados forman un todo solidario, que el punto luminoso P forma
parte de ese todo, y que es en P, y no en otro lugar, que la imagen
de P es formada y percibida.
Representándonos así las cosas, no hacemos más que volver a
la convicción ingenua del sentido común. Todos nosotros hemos
comenzado por creer que entrábamos en el objeto mismo, que lo
percibíamos en él, y no en nosotros. Si el psicólogo desdeña una idea
tan simple, tan cercana a lo real, es porque el proceso intracerebral,
esa parte mínima de la percepción, parece ser para él equivalente a
la percepción entera. Supriman el objeto percibido conservando ese
proceso interno; a él le parece que la imagen del objeto permanece. Y
su creencia se explica sin esfuerzo: existen numerosos estados, como
la alucinación o el sueño, en los que surgen imágenes que imitan en
todo punto a la percepción exterior. Com o, en esos casos, el objeto ha
desaparecido mientras que el cerebro subsiste, se concluye allí que el
fenómeno cerebral es suficiente para la producción de la imagen. Pero
no es necesario olvidar que, en todos los estados psicológicos de ese
género, la memoria juega el rol principal. Ahora bien, intentaremos
mostrar más adelante que, una vez admitida la percepción tal como
la entendemos, la memoria debe surgir, y que esta memoria, al igual
que la percepción misma, no posee su condición real y completa en
un estado cerebral. Sin abordar aún el examen de estos dos puntos,
limitémonos a presentar una observación muy simple, que no es
nueva además. M uchos ciegos de nacimiento poseen sus centros
visuales intactos: sin embargo viven y mueren sin haber formado
jamás una imagen visual. Semejante imagen no puede aparecer más
que si el objeto exterior ha jugado algún papel al menos una pri­
mera vez; en consecuencia, al menos por primera vez, él debe haber
entrado efectivamente en la representación. Ahora bien, no nos
exigimos otra cosa por el momento, pues es de la percepción pura
que nosotros hablamos aquí, y no de la percepción complicada de
memoria. Rechacen pues la aportación de la memoria, consideren
la percepción en estado bruto, estarán obligados a reconocer que no
hay jam ás imagen sin objeto. Pero desde que ustedes adjuntan a los
procesos intracerebrales el objeto exterior que es su causa, veo muy
bien cómo la imagen de ese objeto está dada con él y en él, no veo
en absoluto cómo ella nacería del movimiento cerebral.
Cuando una lesión de los nervios o de los centros interrumpe el
trayecto de la conmoción nerviosa, la percepción es a su vez dismi­
nuida. ¿Es preciso asombrarse de esto? El rol del sistema nervioso es
el de utilizar esta conmoción, convertirla en pasos prácticos, real o
virtualmente cumplidos. Si por una razón o por otra, la excitación ya
no pasara, sería extraño que la percepción correspondiente tuviera lu­
gar aún, puesto que esta percepción pondría entonces nuestro cuerpo
en relación con puntos del espacio que ya no invitarían directamente
a hacer una selección. Seccionen el nervio óptico de un animal; la
conmoción que parte del punto luminoso ya no se transmite al cere­
bro y de ahí a los nervios motores; el hilo que unía el objeto exterior
a los mecanismos motores del animal, englobando el nervio óptico,
se ha roto: la percepción visual ha devenido pues impotente, y la
inconciencia consiste precisamente en esa impotencia. Que la ma­
teria pueda ser percibida sin el concurso de un sistema nervioso, sin
órganos de ios sentidos, no es algo teóricamente inconcebible; pero
es prácticamente imposible, porque una percepción de ese género no
serviría para nada. Ella sería adecuada para un fantasma, no para un
ser viviente, es decir, obrante. N o s representamos el cuerpo viviente
com o un imperio dentro de un imperio, el sistema nervioso como un
ser aparte, cuya función sería en primer lugar elaborar percepciones,
después crear movimientos. La verdad es que mi sistema nervioso,
interpuesto entre los objetos que sacuden mi cuerpo y aquellos que
yo podría influenciar, juega el papel de un simple conductor que
transmite, reparte o inhibe el movimiento. Ese conductor se compone
de una m ultitud enorme de hilos tendidos de la periferia al centro y
del centro a la periferia. Tanto existen hilos yendo de la periferia hacia
el centro com o puntos del espacio capaces de solicitar mi voluntad y
de plantear, por así decirlo, una pregunta elemental a mi actividad
motriz: cada pregunta planteada es precisamente lo que llamamos
una percepción. La percepción también resulta disminuida en uno
de sus elementos cada vez que uno de los hilos llamados sensitivos
es cortado, porque entonces alguna parte del objeto exterior deviene
impotente para solicitar la actividad, y también cada vez que un
hábito estable ha sido contraído, porque esta vez la réplica siempre
pronta vuelve la pregunta inútil. Lo que desaparece en un caso como
en el otro, es la reflexión aparente de la conmoción sobre sí misma,
el retorno de la luz a la imagen de la que parte, o mejor dicho esta
disociación, ese discernimiento que hace que la percepción se libere
de la imagen. Se puede decir por consiguiente que el detalle de la
percepción se moldea exactamente sobre el de los nervios llamados
sensitivos, pero que la percepción en su conjunto tiene su verdadera
razón de ser en la tendencia del cuerpo a moverse.
Lo que generalmente produce ilusión sobre este punto es la aparen­
te indiferencia de nuestros movimientos respecto a la excitación que
los ocasiona. Parece que el movimiento de mi cuerpo para alcanzar
y modificar un objeto es siempre el mismo, sea que yo haya sido
advertido de su existencia por el oído, sea que me haya sido revelado
por la vísta o el tacto. M i actividad motriz deviene entonces una en­
tidad aparte, una especie de reservorio del cual el movimiento surge
a voluntad, siempre el mismo para una m ism a acción, cualquiera
sea el género de la imagen que le ha solicitado producirse. Pero la
verdad es que el carácter de los movimientos exteriormente idénticos
es interiormente modificado, según que respondan a una impresión
visual, táctil o auditiva.
Yo percibo una multitud de objetos en el espacio; cada uno de
ellos, en tanto forma visual, solicita mi actividad. Pierdo bruscamente
la vista. Sin dudas dispongo aún de la m isma cantidad y la misma
calidad de movimientos en el espacio; pero esos movimientos ya no
pueden ser coordinados a través de impresiones visuales; a partir de
ahora deberán seguir impresiones táctiles, por ejemplo, y sin dudas
se esbozará en el cerebro una nueva disposición; las expansiones
protoplásmicas de los elementos nerviosos motores en la corteza,
estarán en relación con un número esta vez mucho mayor de esos
elementos nerviosos que llamamos sensoriales. M i actividad, por lo
tanto, se ve realmente disminuida, en el sentido de que si bien puedo
producir los mismos movimientos, los objetos me proporcionan
menos la ocasión para ello. Y en consecuencia, la interrupción brusca
de la conducción óptica ha tenido por efecto esencial, profundo,
el de suprimir toda una parte de las solicitaciones de m i actividad:
ahora bien, esta solicitación, como lo hemos visto, es la percepción
misma. Aquí dimos pruebas del error de aquellos que hacen nacer
la percepción de la conmoción sensorial propiamente dicha, y no
de una especie de pregunta planteada a nuestra actividad motriz.
Separan esta actividad motriz del proceso perceptivo, y com o ella
parece sobrevivir a la abolición de la percepción, concluyen que la
percepción está localizada en los elementos nerviosos llamados sen­
soriales. Pero la verdad es que no está más en los centros sensoriales
que en los centros motores; ella mide la complejidad de sus relaciones,
y existe ahí donde aparece.
Los psicólogos que han estudiado la infancia saben bien que nues­
tra representación comienza por ser impersonal. Es poco a poco, y a
fuerza de inducciones, que ella adopta nuestro cuerpo por centro y
deviene nuestra representación. El mecanismo de esta operación es
además fácil de comprender. A medida que mi cuerpo se desplaza
en el espacio, todas las otras imágenes varían; este, por el contra­
rio, permanece invariable. Debo producir pues un centro, al cual
ligaré todas las otras imágenes. M i creencia en un m undo exterior
no viene, no puede venir, de que proyecto fuera de mí sensaciones
inextensas: ¿cómo esas sensaciones conquistarían la extensión, y
de dónde podría yo extraer la noción de exterioridad? Pero si se
concede, com o la experiencia da fe de ello, que el conjunto de las
imágenes está dado desde el principio, veo muy bien cómo mi cuer­
po acaba por ocupar en este conjunto una situación privilegiada. Y
comprendo a su vez cóm o nace entonces la noción de lo interior y
lo exterior, que desde el comienzo no es más que la distinción entre
mi cuerpo y los otros cuerpos. Partan en efecto de mi cuerpo, como
lo hacemos habitualmente; ustedes nunca me harán comprender
cóm o impresiones recibidas en la superficie de mi cuerpo, y que
no comprometen más que a ese cuerpo, van a constituirse para mí
en objetos independientes y formar un mundo exterior. Denme, al
contrario, las imágenes en general; mi cuerpo necesariamente acabará
por dibujarse en medio de ellas como una cosa distinta, puesto que
ellas cambian sin cesar y él permanece invariable. D e este modo, la
distinción de lo interior y lo exterior se reconducirá a la de la parte
y el todo. Existe en primer lugar el conjunto de las imágenes; en
este conjunto hay «centros de acción» contra los cuales las imágenes
comprometidas parecen reflejarse; así es cómo nacen las percepciones
y se preparan las acciones. M i cuerpo es lo que se dibuja en el centro
de esas percepciones; mi persona es el ser al que es preciso relacionar
esas acciones. Las cosas se esclarecen si uno va de este modo de la
periferia de la representación al centro, como lo hace el niño, como
nos invitan a hacerlo la experiencia inmediata y el sentido común.
T odo se oscurece por el contrario, y los problemas se multiplican,
si uno pretende ir, con los teóricos, del centro a la periferia. ¿De
dónde viene entonces esta idea de un mundo exterior construido
artificialmente, pieza por pieza, con sensaciones inextensas de las que
no se comprende ni cóm o llegarían a formar una superficie extensa,
ni cómo se proyectarían después fuera de nuestro cuerpo? ¿Por qué
se quiere, contra toda apariencia, que vaya de mi yo conciente a mi
cuerpo, luego de mi cuerpo a los otros cuerpos, cuando de hecho
me sitúo de inmediato en el m undo material en general, para limitar
progresivamente ese centro de acción que se llamará mi cuerpo y
de este modo distinguirlo de todos los otros? Existen tantas ilusio­
nes reunidas en esta creencia en torno al carácter en primer lugar
inextenso de nuestra percepción exterior; se encontrarían tantos
malentendidos en esta idea de que proyectamos fuera de nosotros
estados puramente internos, tantas respuestas tullidas a preguntas
mal planteadas, que no podríam os pretender hacer la luz de golpe.
Esperamos que ella se haga poco a poco, a medida que mostremos
más claramente, más allá de aquellas ilusiones, la confusión metafí­
sica de la extensión indivisa y del espacio homogéneo, la confusión
psicológica de la «percepción pura» y de la memoria. Pero ellas se
relacionan además con hechos reales, que nosotros podem os señalar
desde ahora para rectificar su interpretación.
El primero de esos hechos es que nuestros sentidos tienen nece­
sidad de educarse. N i la vista ni el tacto llegan inmediatamente a
localizar sus impresiones. Es necesaria una serie de aproximaciones e
inducciones, a través de las cuales coordinamos nuestras impresiones
entre sí. D e ahí se salta a la idea de sensaciones inextensas por esen­
cia, y que constituirían lo extenso yuxtaponiéndose. Pero ¿cómo no
ver que en la hipótesis m ism a en la que estamos ubicados, nuestros
sentidos tendrán igualmente necesidad de educarse, no sin dudas para
concordar con las cosas, sino para ponerse de acuerdo entre ellos? H e
aquí, en medio de todas las imágenes, una cierta imagen que llamo
mi cuerpo y cuya acción virtual se traduce por una aparente reflexión
de las imágenes circundantes sobre sí mismas. Tantos tipos de acción
posible hay para mi cuerpo com o sistemas de reflexión diferentes
habrá para los otros cuerpos, y cada uno de esos sistemas correspon­
derá a uno de mis sentidos. M i cuerpo se conduce pues como una
imagen que se reflejaría en las demás analizándolas según el punto de
vista de las diversas acciones a ejercer sobre ellas. Y en consecuencia,
cada una de las cualidades percibidas por mis diferentes sentidos en
el mismo objeto sim boliza una cierta dirección de mi actividad, una
cierta necesidad. Ahora bien, todas esas percepciones de un cuerpo
a través de mis diversos sentidos ¿van a dar, al reunirse, la imagen
com pleta de ese cuerpo? N o , sin dudas, pues ellas han sido recogidas
conjuntamente. Percibir todas las influencias de todos los puntos
de todos los cuerpos sería descender al estado de objeto material.
Percibir concientemente significa escoger, y la conciencia consiste
ante todo en ese discernimiento práctico. Las diversas percepciones
del mismo objeto que dan mis diversos sentidos no reconstituirán
pues, al reunirse, la imagen completa del objeto; quedarán separa­
das unas de otras por intervalos que miden, de cierta manera, otros
tantos vacíos en mis necesidades: es necesaria una educación de
los sentidos para colmar esos intervalos. Esta educación tiene por
fin armonizar mis sentidos entre sí, restablecer entre sus datos una
continuidad que ha sido rota por la discontinuidad m ism a de las
necesidades de mi cuerpo, por último reconstruir aproximadamente
el todo del objeto material. Así se explicará, en nuestra hipótesis,
la necesidad de una educación de los sentidos. Com parem os esta
explicación a la precedente. En la primera, sensaciones inextensas de
la vista se com pondrán con sensaciones inextensas del tacto y de los
otros sentidos para dar, por su síntesis, la idea de un objeto material.
Pero en primer lugar no se ve cóm o esas sensaciones adquirirán la
extensión, ni sobre todo cómo, una vez adquirida la extensión de
derecho, se explicará, de hecho, la preferencia de una de ellas por
tal punto del espacio. Y a continuación uno puede preguntarse por
cuál feliz acuerdo, en virtud de qué armonía preestablecida, esas
sensaciones de diferentes tipos van a coordinarse en conjunto para
formar un objeto estable, solidificado de ahora en más, común a mi
experiencia y a la de todos los hombres, sometido frente a los otros
objetos a esas reglas inflexibles que llamamos las leyes de la naturaleza.
En la segunda explicación, por el contrario, los «datos de nuestros
diferentes sentidos» son cualidades de las cosas, percibidas primero
en ellas antes que en nosotros: ¿es sorprendente que ellas se reúnan,
mientras que la abstracción las ha separado? En la primera hipótesis,
el objeto material no es nada de todo lo que percibimos: se pondrá
de un lado el principio conciente con las cualidades sensibles, del
otro una materia de la que nada se puede decir, y que se define por
negaciones ya que se la ha despojado de entrada de todo lo que la
revela. En la segunda, es posible un conocimiento cada vez más
profundo de la materia. Lejos de suprimir alguna cosa percibida,
debemos por el contrario relacionar todas las cualidades sensibles,
encontrar el parentesco, restablecer entre ellas la continuidad que
nuestras necesidades han roto. Nuestra percepción de la materia
no es ya entonces ni relativa ni subjetiva, al menos en principio y
hecha abstracción de la afección y sobre todo de la memoria, como
lo veremos dentro de un momento; ella está simplemente escindida
por la multiplicidad de nuestras necesidades. En la primera hipó­
tesis, el espíritu es tan incognoscible com o la materia, pues se le
atribuye la indefinible capacidad de evocar sensaciones, no se sabe
de dónde, y de proyectarlas, no se sabe por qué, en un espacio en el
que ellas formarán cuerpos. En la segunda, el papel de la conciencia
está netamente definido: conciencia significa acción posible; y las
formas adquiridas por el espíritu, aquellas que nos velan su esencia,
deberán ser descartadas a la luz de este segundo principio. Se entrevé
así, en nuestra hipótesis, la posibilidad de distinguir más claramente
el espíritu de la materia, y de operar una aproximación entre ellos.
Pero dejemos de lado este primer punto, y lleguemos al segundo.
El segundo hecho alegado consistiría en lo que se ha llamado
durante largo tiempo «la energía específica de los nervios». Se sabe
que la excitación del nervio óptico por un choque exterior o por una
corriente eléctrica dará una sensación visual, que esa m isma corriente
eléctrica, aplicada al nervio acústico o al gloso-faringeo, hará percibir
un sabor o escuchar un sonido. D e esos hechos tan particulares se
pasa a estas dos leyes tan generales: que causas diferentes, actuando
sobre el mismo nervio, excitan la m isma sensación; y que la misma
causa, actuando sobre nervios diferentes, provoca sensaciones di­
ferentes. Y de esas mismas leyes se infiere que nuestras sensaciones
son simplemente signos, que el rol de cada sentido es el de traducir
en su propio lenguaje movimientos homogéneos y mecánicos que
se cumplen en el espacio. D e ahí en fin, la idea de escindir nuestra
percepción en dos partes distintas, de ahora en más incapaces de
reunirse: de un lado los movimientos homogéneos en el espacio, del
otro las sensaciones inextensas en la conciencia. N o nos corresponde
entrar en el examen de los problemas fisiológicos que ia interpretación
de las dos leyes plantea: de cualquier manera que se comprendan
esas leyes, sea que se atribuya la energía específica a los nervios,
sea que se la remita a los centros, uno se tropieza con dificultades
insalvables. Pero son las mismas leyes las que parecen cada vez más
problemáticas. Ya Lotze había sospechado de la falsedad de esto.
El esperaba, para creer en ello, «que ondas sonoras diesen al ojo la
sensación de luz, o que vibraciones luminosas hiciesen escuchar un
sonido al oído1». La verdad es que todos los hechos alegados parecen
reducirse a un sólo tipo: el único excitante capaz de producir sensa­
ciones diferentes, los excitantes múltiples capaces de engendrar una
m isma sensación, son o la corriente eléctrica o una causa mecánica
capaz de determinar en el órgano una modificación del equilibrio
eléctrico. Ahora bien, uno puede preguntarse si la excitación eléctrica
no comprendería componentes diversos, que responden objetivamente
a sensaciones de diferentes géneros, y si el rol de cada sentido no
sería sim plem ente el de extraer del todo la com ponente que le
interesa: serían entonces las mism as excitaciones las que darían las
m ism as sensaciones, y excitaciones diversas las que provocarían
sensaciones diferentes. Para hablar con m ayor precisión, es difícil
de adm itir que la electrización de la lengua, por ejemplo, no oca­
sione m odificaciones quím icas: ahora bien, esas modificaciones
son llam adas por nosotros, en todos los casos, sabores. Por otra
parte, si el físico ha podido identificar la luz con una perturbación
electro-magnética, se puede decir inversamente que lo que llama
aquí una perturbación electro-magnética es la luz, de suerte que
sería la luz lo que el nervio óptico percibiría objetivamente en la

1 LOTZE, Métaphysique, p.526 y sig.


electrización. La doctrina de la energía específica no parecía más
sólidamente establecida para ningún sentido que para el oído: en
ninguna parte también la existencia real de la cosa percibida se ha
vuelto más probable. N o insistimos sobre estos hechos, pues se
encontrará la exposición de esto y la discusión profundizada en
una obra reciente2. Lim itém onos a hacer notar que las sensaciones
de las que se habla aquí no son imágenes percibidas por nosotros
fuera de nuestro cuerpo, sino más bien afecciones localizadas en
nuestro mismo cuerpo. Ahora bien, resulta de la naturaleza y del
destino de nuestro cuerpo, com o vamos a ver, que cada uno de
sus elementos llam ados sensitivos tenga su propia acción real, que
debe ser del mismo género que su acción virtual, sobre los objetos
exteriores que habitualmente percibe, de suerte que se com pren­
dería así por qué cada uno de los nervios sensitivos parece vibrar
según un m odo determ inado de sensación. Pero, para elucidar
este punto, conviene profundizar en la naturaleza de la afección.
Somos conducidos, por esto mismo, al tercer y último argumento
que quisiéramos examinar.
Este tercer argumento surge del hecho de que se pasa, por gra­
dos insensibles, del estado representativo, que ocupa el espacio,
al estado afectivo que parece inextenso. D e ahí se concluye la
inextensión natural y necesaria de toda sensación, añadiéndose lo
extenso a la sensación, y consistiendo el proceso de la percepción
en una exteriorización de estados internos. El psicólogo parte en
efecto de su cuerpo, y com o las impresiones recibidas en su peri­
feria le parecen bastar para la reconstitución del universo material
por com pleto, reduce en principio el universo a su cuerpo. Pero
esta primera posición no es sostenible; su cuerpo no ha tenido ni
puede tener más o menos realidad que todos los otros cuerpos. Es
preciso pues ir más lejos, seguir hasta el final la aplicación del prin­
cipio, y después de haber encogido el universo hasta la superficie
del cuerpo viviente, contraer ese m ism o cuerpo en un centro que

2 SCH'WAUZ, Das Wahmehmungsproblem, Leipzig, 1892, p. 313 y sig


acabará por suponerse inextenso. Entonces, de ese centro se harán
partir sensaciones inextensas que se hincharán, por así decirlo, se
agrandarán en extensión, y acabarán por engendrar primero nuestro
cuerpo extenso, luego todos los otros objetos materiales. Pero esta
rara suposición sería imposible si allí no hubiese, precisamente
entre las imágenes y las ideas, estas inextensas y aquellas extensas,
una serie de estados intermediarios, más o menos confusamente
localizados, que son los estados afectivos. N uestro entendimiento,
cediendo a su ilusión habitual, plantea este dilema: que una cosa es
extensa o no lo es; y com o el estado afectivo participa vagamente
de lo extenso, es localizado imperfectamente, concluye por esto que
este estado es absolutam ente inextenso. Pero entonces los grados
sucesivos de la extensión, y la extensión m ism a, van a explicarse
por no sé qué propiedad adquirida de los estados inextensos: la
historia de la percepción va a devenir la de los estados internos e
inextensos extendiéndose y proyectándose al afuera. ¿Se quiere
poner esta argumentación bajo otra forma? N o hay percepción
que no pueda, por un acrecentamiento de la acción de su objeto
sobre nuestro cuerpo, devenir afección y m ás particularm ente
dolor. Así, se pasa insensiblemente del contacto del alfiler a la in­
yección. Inversamente, el dolor decreciente coincide poco a poco
con la percepción de su causa y se exterioriza, por así decirlo, en
representación. Parece pues que hubiera una diferencia de grado,
y no de naturaleza, entre la afección y la percepción. Ahora bien,
la prim era está íntimamente ligada a mi existencia personal: ¿qué
sería, en efecto, un dolor separado del sujeto que lo experimenta?
Es preciso pues, parece, que suceda la segunda, y que la percepción
exterior se constituya a través de la proyección en el espacio de la
afección devenida inofensiva. Realistas e idealistas concuerdan
en razonar de esta manera. Estos no ven ninguna otra cosa en el
universo material más que una síntesis de estados subjetivos e inex­
tensos; aquellos añaden que existe, tras esta síntesis, una realidad
independiente que le corresponde; pero unos y otros concluyen, del
paso gradual de la afección a la representación, que la representación
del universo material es relativa, subjetiva y por así decirlo, que
ella ha salido de nosotros, en lugar de que nosotros nos hayamos
desprendido de ella.
Antes de criticar esta interpretación discutible de un hecho
exacto, mostrem os que ella no llega a explicar, no logra siquiera
aclarar, ni la naturaleza del dolor ni ía de la percepción. Que estados
afectivos esencialmente ligados a mi persona, y que se desvanecerían
si yo desapareciera, lleguen por el sólo efecto de una disminución
de intensidad a adquirir la extensión, a ocupar un lugar determi­
nado en el espacio, a constituir una experiencia estable siempre de
acuerdo consigo m isma y con la experiencia de los otros hombres, es
algo que difícilmente se llegará a hacernos comprender. Cualquier
cosa que se haga, uno será llevado a conceder a las sensaciones, bajo
una forma u otra, primero la extensión, luego la independencia
de la que se quería prescindir. Pero, por otra parte, la afección
no será mucho más clara en esta hipótesis que la representación.
Pues si no se ve cóm o las afecciones, disminuyendo de intensidad,
devienen representaciones, no se com prende mucho más cóm o
el m ism o fenómeno que estaba dado prim ero com o percepción
deviene afección por un acrecentamiento de intensidad. H ay en
el dolor algo positivo y activo, que se explica m al diciendo, como
ciertos filósofos, que consiste en una representación confusa. Pero
aún no está ahí la principal dificultad. Q ue el incremento gradual
del excitante termine por transform ar la percepción en dolor es
indiscutible; no es menos cierto que la transform ación se delinea
a partir de un m om ento preciso: ¿por qué este instante antes que
este otro? y ¿cuál es la razón específica que hace que un fenómeno
del que no era más que el espectador indiferente adquiera de golpe
para m í un interés vital? N o capto pues, con esta hipótesis, ni por
qué en tal m om ento determ inado una dism inución de intensidad
en el fenómeno le confiere un derecho a la extensión y a una
aparente independencia, ni cóm o un aum ento de intensidad crea
en un momento m ás que en otro esta propiedad nueva, fuente de
acción positiva, que se denom ina dolor.
Volvamos ahora a nuestra hipótesis, y mostremos cómo la afección
debe, en un momento determinado, surgir de la imagen. Compren­
deremos también cómo se pasa de una percepción que ocupa lo
extenso, a una afección que se cree inextensa. Pero algunas notas
preliminares sobre la significación real del dolor son indispensables.
C uando un cuerpo extraño toca una de las prolongaciones de la
ameba, esa prolongación se retrae; cada parte de la m asa protoplás-
m ica es igualmente capaz de recibir la excitación y de reaccionar
contra ella; percepción y movimiento se confunden aquí en una
propiedad única que es la contractibilidad. Pero a m edida que
el organism o se com plica, el trabajo se divide, las funciones se
diferencian, y los elementos anatómicos así constituidos alienan
su independencia. En un organismo com o el nuestro, las fibras
llamadas sensitivas están exclusivamente encargadas de transmitir
excitaciones a una región central desde donde la conm oción se
propagará hacia elementos motores. Parece que ellas hubieran
renunciado a la acción individual para contribuir, en calidad de
centinelas de avanzada, a las evoluciones del cuerpo entero. Pero,
aisladas, no quedan por esto menos expuestas a las mismas causas
de destrucción que amenazan al organismo en su conjunto; y mien­
tras que este organismo tiene la facultad de moverse para escapar
al peligro o reparar sus pérdidas, el elemento sensitivo conserva la
inmovilidad relativa a la cual la división del trabajo lo condena. Así
nace el dolor, que no es para nosotros otra cosa que el esfuerzo del
elemento lesionado para volver a poner las cosas en su sitio, una
especie de tendencia motriz sobre un nervio sensible. T o d o dolor
debe pues consistir en un esfuerzo, y en un esfuerzo impotente.
T odo dolor es un esfuerzo local, y es este m ism o aislamiento del
esfuerzo el que es causa de su impotencia, pues el organismo, en
razón de la solidaridad de sus partes, ya no es apto más que a los
efectos de conjunto. Es tam bién debido a que el esfuerzo es local
que el dolor es absolutamente desproporcionado respecto al peligro
corrido por el ser viviente: el peligro puede ser m ortal y el dolor li­
gero; el dolor puede ser insoportable (como el de un mal dentario) y
el peligro insignificante. H ay pues, debe haber en esto un momento
preciso en que el dolor interviene: es cuando la porción interesada
del organism o, en lugar de acoger la excitación, la repele. Y no es
solamente una diferencia de grado la que separa la percepción de
la afección, sino una diferencia de naturaleza.
Planteado esto, hemos considerado el cuerpo viviente com o una
especie de centro desde donde se refleja, sobre los objetos circun­
dantes, la acción que esos objetos ejercen sobre él: la percepción
exterior consiste en esta reflexión. Pero este centro no es un punto
matemático: es un cuerpo, expuesto com o todos los cuerpos de la
naturaleza, a la acción de las causas exteriores que amenazan des­
componerlo. Acabamos de ver que él resiste a la influencia de ésas
causas. N o se limita a reflejar la acción del afuera, sino que lucha, y
absorbe de ese m odo algo de esa acción. Ahí estaría la fuente de la
afección. Podríamos decir pues, a través de una metáfora, que si la
percepción mide el poder reflector del cuerpo, la afección mide su
poder absorbente.
Pero esto no es aquí más que una metáfora. Es preciso ver las cosas
de más cerca y comprender que la necesidad de la afección deriva de
la existencia de la percepción misma. La percepción, entendida como
nosotros la entendemos, mide nuestra acción posible sobre las cosas
y por eso mismo, inversamente, la acción posible de las cosas sobre
nosotros. M ayor es la potencia de obrar del cuerpo (simbolizada
por una complicación superior del sistema nervioso), más vasto es
el campo que la percepción abarca. La distancia que separa nuestro
cuerpo de un objeto percibido m ide pues verdaderamente la mayor
o menor inminencia de un peligro, el plazo más o menos próximo de
una promesa. Y por consiguiente, nuestra percepción de un objeto
distinto a nuestro cuerpo, separado de él por un intervalo, no expresa
jam ás otra cosa que una acción virtual. Pero cuanto más decrece
la distancia entre ese objeto y nuestro cuerpo, en otros términos,
cuanto más el peligro se vuelve urgente o la promesa inmediata, más
la acción virtual tiende a transformarse en acción real. Ahora vayan
hasta el límite, supongan que la distancia deviene nula, es decir que
el objeto a percibir coincide con nuestro cuerpo, es decir en fin que
nuestro propio cuerpo sea el objeto a percibir. Lo que esta percepción
tan especial expresará ya no es entonces una acción virtual, sino una
acción real: la afección consiste en esto mismo. Nuestras sensaciones
son pues a nuestras percepciones lo que la acción real de nuestro
cuerpo es a su acción posible o virtual. Su acción virtual concierne
a los otros objetos y se dibuja en ellos; su acción real le concierne a
él mismo y se dibuja por lo tanto en él. T odo pasará pues como si
a través de un verdadero retorno de las acciones reales y virtuales a
sus puntos de aplicación o de origen, las imágenes exteriores fueran
reflejadas por nuestro cuerpo en el espacio que lo rodea, y las acciones
reales fueran fijadas por él en el interior de su sustancia. Y por eso
su superficie, límite común del exterior y del interior, es la única
porción de la extensión que es a la vez percibida y sentida.
Esto equivale a decir que mi percepción está siempre fuera de
mi cuerpo, y que mi afección por el contrario está en mi cuerpo.
Del mismo modo que los objetos exteriores son percibidos por mí
donde están, en ellos y no en mí, mis estado afectivos son sentidos
ahí donde se producen, es decir en un punto determinado de mi
cuerpo. Consideren este sistema de imágenes que se llama el mundo
material. M i cuerpo es una de ellas. Alrededor de esta imagen se
dispone la representación, es decir su influencia eventual sobre las
otras. En ella se produce la afección, es decir su esfuerzo actual sobre
sí misma. T al es en el fondo la diferencia que cada uno de nosotros
establece naturalmente, espontáneamente, entre una imagen y una
sensación. Cuando decimos que la imagen existe fuera de nosotros,
entendemos por eso que ella es exterior a nuestro cuerpo. Cuando
hablamos de la sensación como de un estado interior, queremos
decir que ella surge en nuestro cuerpo. Y por eso afirmamos que
la totalidad de las imágenes percibidas subsiste, incluso si nuestro
cuerpo se desvanece, mientras que no podem os suprimir nuestro
cuerpo sin hacer desvanecer nuestras sensaciones.
Por esto nosotros entrevemos la necesidad de una primera correc­
ción a nuestra teoría de la percepción pura. H em os razonado como
si nuestra percepción fuera una parte de las imágenes separada de
su sustancia, com o sí, expresando la acción virtual del objeto sobre
nuestro cuerpo o de nuestro cuerpo sobre el objeto, ella se limitara
a aislar del objeto total el aspecto que de él nos interesa. Pero es
preciso tener en cuenta que nuestro cuerpo no es un punto mate­
mático en el espacio, de ahí que sus acciones virtuales se complican
y se impregnan de acciones reales o, en otros términos, que no existe
aquí percepción sin afección. La afección es pues lo que de nuestro
cuerpo mezclamos con la imagen de los cuerpos exteriores; lo que
es necesario extraer en primer lugar de la percepción para encontrar
la pureza de la imagen. Pero el psicólogo que cierra los ojos sobre
la diferencia de naturaleza, sobre la diferencia de ¡función entre la
percepción y la sensación -envolviendo esta una acción real y aquella
una acción simplemente posible- ya no puede encontrar entre ellas
más que una diferencia de grado. Aprovechando que la sensación
(a causa del esfuerzo confuso que envuelve) sólo está vagamente
localizada, de inmediato la declara inextensa, y desde entonces hace
de la sensación en general el elemento simple con el cual obtenemos
por vía de composición las imágenes exteriores. La verdad es que la
afección no es la materia prima de la que está hecha la percepción;
ella es más bien la impureza que se le mezcla. Atrapamos aquí, en
su origen, el error que conduce al psicólogo a considerar cada cual
a su turno la sensación como inextensa y la percepción como un
agregado de sensaciones. Este error se hace más fuerte, com o vere­
mos, camino a los argumentos que él tom a prestados de una falsa
concepción del papel del espacio y de la naturaleza de lo extenso.
Pero además posee para ello hechos mal interpretados, que conviene
desde ahora examinar.
En primer lugar, parece que la localización de una sensación
afectiva en un lugar del cuerpo requiere una verdadera educación.
Transcurre un cierto tiempo hasta que el niño llega a tocar con el
dedo el punto preciso de la piel donde ha sido picado. El hecho es
indiscutible, pero todo lo que se puede concluir de esto es que se
necesita un tanteo para coordinar las impresiones dolorosas de la
pues a tomar la sensación en el punto en que el sentido com ún la
localiza, a extraerla de allí, a relacionarla al cerebro del que parece
depender más todavía que del nervio; y así se llegaría, lógicamente, a
introducirla en el cerebro. Pero rápidamente nos dam os cuenta que
si ella no está en el punto en que parece producirse, no podrá estar
tampoco en ningún otro lugar; que si no está en el nervio, tampoco
estará en el cerebro; pues para explicar su proyección del centro a
la periferia, es necesaria una cierta fuerza, que se deberá atribuir a
una conciencia más o menos activa. Será preciso pues ir más lejos,
y después de haber hecho converger las sensaciones hacia el centro
cerebral, impulsarlas simultáneamente fuera del cerebro y fuera del
espacio. Se representarán entonces sensaciones absolutamente inex­
tensas, y por otra parte un espacio vacío, indiferente a las sensaciones
que vendrán a proyectarse en él. Después se harán esfuerzos de todo
tipo para hacernos comprender cóm o las sensaciones inextensas
adquieren la extensión y escogen, para localizarse allí, tales puntos
del espacio preferentemente a todos los demás. Pero esta doctrina
no sólo es incapaz de mostrarnos claramente cómo lo inextenso se
extiende; ella vuelve igualmente inexplicable la afección, la exten­
sión y la representación. Deberá darse los estados afectivos com o
otros tantos absolutos, de los que no se ve por qué ellos aparecen o
desaparecen en la conciencia en tales o cuales momentos. El pasaje
de la afección a la representación quedará envuelto de un misterio
también impenetrable porque, lo repetimos, nunca encontraremos
en estados interiores, simples e inextensos una razón para que ellos
adopten preferentemente tal o cual orden determinado en el espacio.
Y por último la representación m isma deberá ser planteada como un
absoluto: no se ve ni su origen, ni su destino.
Las cosas se esclarecen, por el contrario, si se parte de la represen­
tación misma, es decir, de la totalidad de las imágenes percibidas. M i
percepción, en estado puro y aislada de mi memoria, no va de mi
cuerpo a los otros cuerpos; ella está en primer lugar en el conjunto
de los cuerpos, luego poco a poco se limita y adopta mi cuerpo por
centro. Y es conducida en esto justamente por la experiencia de la
doble facultad que ese cuerpo posee de cumplir acciones y de sentir
afecciones, en una palabra, por la experiencia del poder senso-motor
de una cierta imagen privilegiada entre todas las imágenes. De un
lado, en efecto, esta imagen ocupa siempre el centro de la represen­
tación, de manera que las otras imágenes se escalonan alrededor de
ella en el orden mismo en que podrían sufrir su acción; por otro
lado, percibo su interior, el adentro, a través de las sensaciones que
llamo afectivas, en lugar de conocer solamente de él, como de las
otras imágenes, la película superficial. Existe pues en el conjunto de
las imágenes, una imagen favorecida, percibida en sus profundidades
y ya no simplemente en su superficie, asiento de afección al mismo
tiempo que fuente de acción; se trata de esta imagen particular que yo
adopto por centro de mi universo y por base física de mi personalidad.
Pero antes de ir más lejos y de establecer una relación precisa entre
la persona y las imágenes en las que se instala, resumamos breve­
mente, oponiéndola a los análisis de la psicología usual, la teoría que
acabamos de esbozar de la «percepción pura».
Volvamos, para simplificar la exposición, al sentido de la vista
que habíamos escogido como ejemplo. Habitualm ente nos damos
sensaciones elementales, correspondientes a las impresiones recibidas
a través de los conos y bastoncitos de la retina. C on esas sensaciones
se va a reconstruir la percepción visual. Pero en primer lugar no hay
una retina, hay dos. H abrá pues que explicar cómo dos sensaciones
supuestamente distintas se funden en una percepción única, respon­
diendo a lo que llamamos un punto del espacio.
Supongam os resuelta esta cuestión. Las sensaciones de las que se
habla son inextensas. ¿Cóm o ellas reciben la extensión? Ya sea que
se vea en lo extenso un marco totalmente preparado para recibir las
sensaciones o un efecto de la sola simultaneidad de sensaciones que
coexisten en la conciencia sin fundirse conjuntamente, en un caso
com o en el otro se introducirá con lo extenso algo nuevo, de lo que
no se dará cuenta, y quedarán sin explicación el proceso por el cual
la sensación se reúne a lo extenso y la elección para cada sensación
elemental de un punto determinado del espacio.
Pasemos por alto esta dificultad. H e aquí constituida la extensión
visual. ¿Cóm o es que ella se encuentra a su vez con la extensión
táctil? T odo lo que mi vista constata en el espacio, mi tacto lo ve­
rifica. ¿Se dirá que los objetos se constituyen precisamente a través
de la cooperación de la vista y el tacto, y que el acuerdo de los dos
sentidos en la percepción se explica por el hecho de que el objeto
percibido es su obra común? Pero aquí no podría admitirse nada en
común, desde el punto de vista de la cualidad, entre una sensación
visual elemental y una sensación táctil, puesto que pertenecerían a
dos tipos completamente diferentes. La correspondencia entre la
extensión visual y la extensión táctil no puede explicarse pues más
que por el paralelismo entre el orden de las sensaciones visuales y el
orden de las sensaciones táctiles. Nosotros estamos aquí pues obli­
gados a suponer, además de las sensaciones visuales, además de las
sensaciones táctiles, un cierto orden que les es com ún y que, en con­
secuencia, debe ser independiente de unas y otras. Vam os más lejos:
este orden es independiente de nuestra percepción individual, puesto
que aparece del mismo modo en todos los hombres, y constituye un
mundo material donde efectos están encadenados a causas, donde
los fenómenos obedecen a leyes. En fin pues, nos vemos conducidos
a la hipótesis de un orden objetivo e independiente de nosotros, es
decir de un m undo material distinto de la sensación.
A m edida que avanzábam os, hem os m ultiplicado los datos
irreductibles y ampliado la hipótesis simple de la cual habíamos
partido. Pero, ¿hemos ganado algo con ello? Si la materia a la cual
desembocamos es indispensable para hacernos comprender el m a­
ravilloso acuerdo de las sensaciones entre sí, no conocemos nada
de ella puesto que debemos negarle todas las cualidades percibidas,
todas las sensaciones de las que ella simplemente tiene que explicar
la correspondencia. Ella no es pues, no puede ser nada de lo que
conocemos, nada de lo que imaginamos. Ella permanece en el estado
de entidad misteriosa.
Pero nuestra propia naturaleza, el rol y el destino de nuestra per­
sona, permanecen también envueltas de un gran misterio. Pues, ¿de
dónde surgen, cóm o nacen, y para qué deben servir esas sensaciones
elementales, inextensas, que van a desarrollarse en el espacio? Es
necesario ponerlas com o otros tantos absolutos, de los que no se ve
ni el origen ni el fin. Y suponiendo que falte distinguir en cada uno
de nosotros el espíritu y el cuerpo, no se puede conocer nada ni del
cuerpo, ni del espíritu, ni de la relación que ellos sostienen.
Ahora, ¿en qué consiste nuestra hipótesis y sobre qué punto
preciso se separa de la otra? En lugar de partir de la afección, de la
que nada se puede decir puesto que no existe razón alguna para
que ella sea lo que es en lugar de ser cualquier otra cosa, partim os
de la acción, es decir de la facultad que tenemos de operar cam ­
bios en las cosas, facultad atestiguada por la conciencia y hacia la
cual parecen converger todas las potencias del cuerpo organizado.
N o s situam os pues de inmediato en el conjunto de las imágenes
extensas, y en ese universo material percibimos específicamente
centros de indeterminación, característicos de la vida. Para que de
esos centros irradien acciones, es preciso que los movimientos o
influencias de las otras imágenes sean por un lado recogidos, por
otro utilizados. La materia viviente, bajo su form a más simple y en
el estado hom ogéneo, cumple ya esta función, al m ism o tiempo
que se nutre o se repara. El progreso de esta materia consiste en
repartir este doble trabajo entre dos categorías de órganos, de las
que los primeros, llam ados órganos de nutrición, están destinados
a mantener a los segundos: estos últimos están hechos para actuar,
tienen por tipo sim ple una cadena de elementos nerviosos tendida
entre dos extremidades, una de las cuales recibe impresiones exte­
riores y la otra lleva a cabo movimientos. Así, para volver al ejemplo
de la percepción visual, el rol de los conos y de los bastoncitos será
sencillamente el de recibir conmociones que se elaborarán enseguida
en m ovim ientos consum ados o nacientes. N inguna percepción
puede resultar de aquí, y en ninguna parte existen en el sistema
nervioso centros concientes; pero la percepción nace de la m ism a
causa que ha suscitado la cadena de elementos nerviosos con los
órganos que la sostienen y con la vida en general: ella expresa y
mide la potencia de obrar del ser viviente, la indeterminación del
movimiento o de la acción que seguirá a la conm oción recibida.
Esta indeterminación, com o lo hemos mostrado, se traducirá por
una reflexión sobre ellas m ismas, o m ejor por una división de las
imágenes que rodean nuestro cuerpo; y como la cadena de elementos
nerviosos que recibe, detiene y transmite movimientos es justamente
el asiento y da la m edida de esta indeterminación, nuestra percep­
ción seguirá todo el detalle y parecerá expresar todas las variaciones
de esos mismos elementos nerviosos. N uestra percepción pues, en
estado puro, formaría verdaderamente parte de las cosas. Y la sen­
sación propiamente dicha, lejos de brotar espontáneamente de las
profundidades de la conciencia para extenderse, debilitándose por
ello, en el espacio, coincide con las modificaciones necesarias que
sufre, en el medio de las imágenes que la influencian, esta imagen
particular que cada uno de nosotros llam a su cuerpo.
Esta es, simplificada, esquemática, la teoría de la percepción ex­
terior que habíamos anunciado. Sería la teoría de la percepción pura.
Si se la tuviera por definitiva, el rol de nuestra conciencia en la per­
cepción se limitaría a unir a través del hilo continuo de la memoria
una serie ininterrumpida de visiones instantáneas, que formarían
parte de las cosas más que de nosotros. Q ue nuestra conciencia
tenga sobre todo ese rol en la percepción exterior, es además algo
que se puede deducir apriori de la definición misma de los cuerpos
vivientes. Pues si esos cuerpos tienen por objeto recibir excitaciones
para elaborarlas en reacciones imprevistas, incluso la elección de la
reacción no debe ocurrir al azar. Esa elección se inspira, sin ninguna
duda, en las experiencias pasadas, y la reacción no se produce sin un
llamado al recuerdo que situaciones análogas hayan podido dejar tras
de sí. La indeterminación de los actos a consumar exige pues, para
no confundirse con el puro capricho, la conservación de las imágenes
percibidas. Se podría decir que no tenemos asidero sobre el porvenir
sin una perspectiva igual y correspondiente sobre el pasado, que el
ascenso de nuestra actividad hacia adelante produce tras ella un va­
cío en el que los recuerdos se precipitan, y que la memoria es así la
repercusión, en la esfera del conocimiento, de la indeterminación de
nuestra voluntad. Pero la acción de la memoria se extiende mucho
más lejos y más profundamente, aunque este examen superficial no
dejaría adivinar esto. H a llegado el momento de reintegrar la memo­
ria en la percepción, de corregir por ello lo que nuestras conclusiones
pueden tener de exageradas, y de determinar de este m odo con más
precisión el punto de contacto entre la conciencia y las cosas, entre
el cuerpo y el espíritu.
En prim er lugar decim os que si se tom a la m emoria, es de­
cir una supervivencia de las imágenes pasadas, esas imágenes se
mezclarán constantem ente con nuestra percepción del presente
y podrán incluso sustituirla. Pues ellas no se conservan más que
para volverse útiles: en todo instante com pletan la experiencia
presente enriqueciéndola con la experiencia adquirida, y como
esta va aum entando sin cesar, acabará por recubrir y sumergir a la
otra. Es indiscutible que el fondo de intuición real, y por así decir
instantáneo, sobre el cual se abre nuestra percepción del m undo
exterior es poca cosa en com paración con todo lo que nuestra
m em oria le añade. J ustam ente porque el recuerdo de intuiciones
anteriores análogas es m ás útil que la intuición mism a, estando
ligado en nuestra m em oria a toda la serie de los acontecimientos
subsecuentes y pudiendo por eso alumbrar mejor nuestra decisión,
desplaza a la intuición real, cuyo papel ya no es entonces otro más
que —lo probarem os más adelante— apelar al recuerdo, darle un
cuerpo, volverlo activo y por eso mism o actual. Teníam os razón
pues en decir que la coincidencia de la percepción con el objeto
percibido existe de derecho m ás que de hecho. Es necesario tener
en cuenta que percibir acaba p or no ser más que una ocasión para
recordar, que m edim os prácticam ente el grado de realidad por
el grado de utilidad, que tenemos en fin todo el interés de elevar
a simples signos de lo real esas intuiciones inmediatas que en el
fondo coinciden con la realidad misma. Pero aquí descubrim os el
error de los que ven en la percepción una proyección exterior de
sensaciones inextensas, extraídas de nuestro propio fondo, luego
desarrolladas en el espacio. Ellos no sienten pena en mostrar que
nuestra percepción com pleta está preñada de imágenes que nos
pertenecen personalmente, de imágenes exteriorizadas (es decir,
en sum a, rem em oradas); únicamente olvidan que queda un fondo
impersonal, donde la percepción coincide con el objeto percibido,
y que ese fondo es la exterioridad misma.
El error capital, que remontando de la psicología a la metafísica,
termina por ocultarnos el conocimiento del cuerpo tanto como el del
espíritu, es el que consiste en ver sólo una diferencia de intensidad,
en lugar de una diferencia de naturaleza, entre la percepción pura
y el recuerdo. Sin dudas nuestras percepciones están impregnadas
de recuerdos, e inversamente un recuerdo, como lo mostraremos
más adelante, no vuelve a ser presente más que tomando del cuerpo
alguna percepción en la que se inscribe. Estos dos actos, percepción
y recuerdo, se penetran pues siempre, intercam biando siempre
algo de sus sustancias por un fenómeno de endósmosis. El papel
del psicólogo sería el de disociarlos, devolver a cada uno de ellos
su pureza natural: así se esclarecerían buen número de dificultades
que promueve la psicología, y quizás también la metafísica. Pero
nada de eso. Se pretende que estos estados mixtos, compuestos to­
dos por dosis desiguales de percepción pura y recuerdo puro, sean
simples estados. Por eso se nos condena a ignorar tanto el recuerdo
puro como la percepción pura, al no conocer ya más que un único
tipo de fenómeno que se llamará unas veces recuerdo y otras veces
percepción, según que predominara en él uno u otro de estos dos
aspectos, y al no encontrar en consecuencia más que una diferencia
de grado, y ya no de naturaleza, entre la percepción y el recuerdo.
Este error tiene por efecto primero, como lo veremos en detalle, el
de viciar profundamente la teoría de la memoria; pues haciendo del
recuerdo una percepción más débil, o desconociendo la diferencia
esencial que separa el pasado del presente, se renuncia a comprender
los fenómenos del reconocimiento y más generalmente el mecanismo
del inconciente. Pero inversamente, y puesto que se ha hecho del
recuerdo una percepción más débil, ya no se podrá ver en la percep­
ción sino un recuerdo más intenso. Se razonará como si ella nos fuera
dada a la manera de un recuerdo, como un estado interior, como
una simple modificación de nuestra persona. Se desconocerá el acto
original y fundamental de la percepción, este acto constitutivo de la
percepción pura por el cual nos situamos de entrada en las cosas. Y
el mismo error, que se expresa en psicología a través de una radical
impotencia para explicar el mecanismo de la memoria, impregnará
profundamente, en metafísica, las concepciones idealista y realista
de la materia.
Para el realismo, en efecto, el orden invariable de los fenómenos
de la naturaleza reside en una causa distinta de nuestras percep­
ciones mismas, sea que esa causa deba permanecer incognoscible,
sea que podam os alcanzarla por un esfuerzo (siempre más o menos
arbitrario) de construcción metafísica. Para el idealista al contrario,
estas percepciones son toda la realidad, y el orden invariable de los
fenómenos de la naturaleza no es más que el símbolo a través del
cual expresamos, al lado de las percepciones reales, las percepciones
posibles. Pero tanto para el realismo com o para el idealismo las per­
cepciones son «alucinaciones ciertas», estados del sujeto proyectados
fuera de él; y las dos doctrinas difieren simplemente en que en una
esos estados constituyen la realidad, mientras que en la otra van a
llegar a constituirla.
Pero esta ilusión recubre todavía otra, que se extiende a la teoría
dei conocimiento en general. Lo que constituye el m undo material,
hemos dicho, son objetos o si se prefiere imágenes, cuyas partes
actúan y reaccionan unas sobre otras a través de movimientos. Y lo
que constituye nuestra percepción pura es nuestra acción naciente
que se dibuja en el seno mismo de esas imágenes. La actualidad de
nuestra percepción consiste pues en su actividad, en los movimientos
que la prolongan, y no en su mayor intensidad: el pasado no es más
que idea, el presente es ideo-motor. Pero esto es lo que nos obsti­
namos en no ver porque tenemos a la percepción por una especie
de contemplación, porque se le atribuye siempre un fin puramente
especulativo, porque se pretende que ella aspire a no sé qué conoci­
miento desinteresado: ¡como si aislándola de la acción, cortándole
de ese modo sus ataduras con lo real, no se la volviera a la vez inex­
plicable e inútil! D esde entonces es abolida toda diferencia entre la
percepción y el recuerdo, puesto que el pasado es por esencia lo que
ya no actúa y puesto que desconociendo este carácter del pasado uno
se vuelve incapaz de distinguirlo realmente del presente, es decir de
lo actuante. N o podrá pues subsistir más que una diferencia de grado
entre la percepción y la memoria, y tanto en una como en la otra el
sujeto no saldrá de sí mismo. Restablezcamos, por el contrario, el
verdadero carácter de la percepción; mostremos, en la percepción
pura, un sistema de acciones nacientes que se hunde en lo real a través
de sus profundas raíces: esta percepción se distinguirá radicalmente
del recuerdo; la realidad de las cosas ya no será construida o recons­
truida, sino tocada, penetrada, vivida; y el problema pendiente entre
el realismo y el idealismo, en lugar de perpetuarse en discusiones
metafísicas, deberá ser zanjado por la intuición.
Pero también por esto percibimos claramente la posición a tomar
entre el idealismo y el realismo, reducidos uno y otro a no ver en la
materia más que una construcción o una reconstrucción ejecutada
por el espíritu. Siguiendo efectivamente hasta el final el principio
que habíamos planteado, y según el cual la subjetividad de nuestra
percepción consistiría sobre todo en la aportación de nuestra m e­
moria, diremos que las propias cualidades sensibles de la materia
serían conocidas en sí, desde adentro y no ya desde afuera, si pode­
mos liberarlas de este ritmo particular de duración que caracteriza a
nuestra conciencia. N uestra percepción pura, en efecto, por rápida
que se la suponga, ocupa un cierto espesor de duración, de suerte
que nuestras percepciones sucesivas no son jam ás momentos reales
de las cosas, como lo hemos supuesto hasta aquí, sino momentos
de nuestra conciencia. El papel teórico de la conciencia en la per­
cepción exterior, decíamos, sería el de unir entre sí, a través del hilo
continuo de la memoria, visiones instantáneas de lo real. Pero de
hecho nunca existe para nosotros lo instantáneo. En aquello que
denominamos a través de este nom bre ya entra un trabajo de nuestra
m emoria, y en consecuencia de nuestra conciencia, que prolonga
los unos en los otros, de manera de captarlos en una intuición re­
lativamente simple, m om entos tan numerosos com o se quiera de
un tiempo indefinidamente divisible. Ahora bien, ¿en qué consiste
precisamente la diferencia entre la materia, tal como el realismo más
exigente podría concebirla, y la percepción que tenemos de ella?
N uestra percepción nos entrega una serie de cuadros pintorescos,
pero discontinuos, del universo: de nuestra percepción actual no
podríam os deducir las percepciones ulteriores, porque no hay nada
allí, en un conjunto de cualidades sensibles, que perm ita prever las
nuevas cualidades en las que se transformarán. Por el contrario la
materia, tal com o el realismo la ubica habitualmente, evoluciona
de form a que se puede pasar de un momento al siguiente por vía
de deducción matemática. Es cierto que entre esta materia y esta
percepción el realismo científico no podría encontrar un punto de
contacto, porque desarrolla esta materia en cambios homogéneos en
el espacio, mientras lim ita esta percepción a sensaciones inextensas
en una conciencia. Pero si nuestra hipótesis es fundada, se ve fácil­
mente cóm o percepción y materia se distinguen y cóm o coinciden.
La heterogeneidad cualitativa de nuestras percepciones sucesivas del
universo consiste en que cada una de estas percepciones se extiende
ella m ism a sobre un cierto espesor de duración; en que la memoria
condensa en ella una multiplicidad enorme de conmociones que
se nos aparecen todas juntas, aunque sucesivas. Bastaría dividir
idealmente este espesor indiviso de tiempo, distinguir en ello la
debida multiplicidad de m omentos, en una palabra, eliminar toda
memoria, para pasar de la percepción a la materia, del sujeto al
objeto. Entonces la materia, devenida cada vez más homogénea a
m edida que nuestras sensaciones extensivas se reparten en un mayor
número de momentos, tendería indefinidamente hacia ese sistema
de conmociones homogéneas del que habla el realismo sin no obs­
tante coincidir nunca enteramente con ellas. N o habría necesidad
de colocar de un lado el espacio con movimientos inadvertidos, del
otro la conciencia con sensaciones inextensas. Por el contrario, es
ante todo en una percepción extensiva que sujeto y objeto se unirían,
consistiendo el aspecto subjetivo de la percepción en la contracción
que la memoria opera, confundiéndose la realidad objetiva de la
materia con las múltiples y sucesivas conmociones en las cuales
esta percepción se descompone interiormente. Esta es al menos la
conclusión que se desprenderá, esperamos, de la última parte de este
trabajo: las cuestiones relativas a l sujeto y al objeto, a su distinción y a
su unión, deben plantearse en función del tiempo más que del espacio.

Pero nuestra distinción de la «percepción pura» y de la «me­


moria pura» apunta todavía a otro objeto. Si la percepción pura,
al proporcionarnos indicaciones sobre la naturaleza de la materia,
debe permitirnos tomar posición entre el realismo y el idealismo,
la memoria pura, al abrirnos una perspectiva sobre lo que se llama
espíritu, deberá por su lado terciar entre esas otras dos doctrinas,
materialismo y esplritualismo. Incluso es este aspecto de la cuestión
el que nos preocupará en primer lugar en los dos capítulos que van
a seguir, ya que es por ese lado que nuestra hipótesis conlleva, en
cierto modo, una verificación experimental.
Podríamos resumir, en efecto, nuestras conclusiones sobre la per­
cepción pura diciendo que hay en la materia algo más, pero no algo
diferente, de lo que actualmente está dado. Sin dudas la percepción
conciente no afecta el todo de la materia, puesto que ella consiste,
en tanto que conciente, en la separación o el «discernimiento» de
lo que en esta materia com prom ete nuestras diversas necesidades.
Pero entre esta percepción de la materia y la materia misma no hay
más que una diferencia de grado, y no de naturaleza, estando la
percepción pura y la materia en la m ism a relación de la parte y el
todo. Es decir que la materia no podría ejercer poderes de otro tipo
que aquellos que percibimos en ella. N o tiene, no puede contener
virtud misteriosa. Para tomar un ejemplo bien definido, además el
que más nos interesa, diremos que el sistema nervioso, masa mate­
rial que presenta ciertas cualidades de color, resistencia, cohesión,
etc., posee propiedades físicas quizás inadvertidas, pero únicamente
propiedades físicas. Y desde entonces no puede tener por rol más
que el de recibir, inhibir o transmitir el movimiento.
Ahora bien, la esencia de todo materialismo es sostener lo con­
trario, puesto que pretende hacer nacer la conciencia con todas
sus funciones del solo juego de los elementos materiales. Por eso
es llevado a considerar ya las cualidades percibidas mismas de la
materia, las cualidades sensibles y en consecuencia sentidas, como
otras tantas fosforescencias que seguirían el trazo de los fenómenos
cerebrales en el acto de percepción. La materia, capaz de crear esos
hechos de conciencia elementales, engendraría también los hechos
intelectuales más elevados. Es pues de la esencia del materialismo
afirmar la perfecta relatividad de las cualidades sensibles, y no por
azar esta tesis, a la que Demócrito ha dado su fórmula precisa, resulta
ser tan vieja como el materialismo.
Pero, por una extraña obcecación, el espiritualismo ha seguido
siempre al materialismo en este cam ino. Creyendo enriquecer el
espíritu con todo lo que le quitaba a la materia, nunca ha dudado
en despojar a esta materia de las cualidades que reviste en nuestra
percepción, y que serían otras tantas apariencias subjetivas. Así,
dem asiado a m enudo ha hecho de la m ateria una entidad miste­
riosa, la que precisamente debido a que sólo conocemos de ella
su apariencia vana, podría engendrar tanto los fenómenos del
pensam iento com o los otros.
L a verdad es que habría un medio, y sólo uno, de refutar al ma­
terialismo: sería establecer que la materia es absolutam ente como
parece ser. En ese caso se eliminaría de la materia toda virtualidad,
toda potencia escondida, y los fenómenos del espíritu tendrían una
realidad independiente. Pero por eso m ism o habría que dejar a la
materia esas cualidades que materialistas y espiritualistas acuerdan
en apartarle, estos para hacer de ellas representaciones del espíritu,
aquellos por no ver en ellas más que el revestimiento accidental
de la extensión.
Esta es precisamente la actitud del sentido común frente a la ma­
teria, y por eso el sentido com ún crea el espíritu. N os ha parecido
que la filosofía debía adoptar aquí la actitud del sentido común,
corrigiéndola sin embargo sobre un punto. La memoria, práctica­
mente inseparable de la percepción, intercala el pasado en el presente,
contrae a su vez en una intuición única múltiples momentos de la
duración, y de este modo, por su doble operación, es causa de que
percibamos de hecho la materia en nosotros, cuando de derecho la
percibimos en ella.
D e ahí la importancia capital del problema de la memoria. Si la
memoria es sobre todo la que com unica a la percepción su carácter
subjetivo, digamos que es a eliminar su aporte a lo que deberá apuntar
en primer lugar la filosofía de la materia. Ahora añadiremos: puesto
que la percepción pura nos da el todo o al menos lo esencial de la
materia, puesto que el resto viene de la memoria y se sobreañade a
la materia, es preciso que la memoria sea, en principio, una potencia
absolutamente independiente de la materia. Si el espíritu es una
realidad, es aquí pues en el fenómeno de la memoria que debemos
contactarlo experimentalmente. Y desde entonces toda tentativa
por derivar el recuerdo puro de una operación del cerebro deberá
revelarse con el análisis una ilusión fundamental.
Decimos lo mismo de una forma más clara. Nosotros sostenemos
que la materia no tiene ningún poder oculto o incognoscible, que ella
coincide, en lo que tiene de esencial, con la percepción pura. D e ahí
concluimos que el cuerpo viviente en general, el sistema nervioso en
particular, no son más que lugares de paso para los movimientos, los
que recibidos bajo forma de excitación, son transmitidos bajo forma
de acción refleja o voluntaría. Es decir que atribuiríamos vanamente
a la sustancia cerebral la propiedad de engendrar representaciones.
Ahora bien, los fenómenos de la memoria, en los que pretendemos
atrapar el espíritu bajo su form a más palpable, son precisamente
aquellos que una psicología superficial con mucho gusto haría surgir
por completo de la sola actividad cerebral, justam ente porque están
en el punto de contacto entre la conciencia y la materia, y es por
esto que los adversarios mismos del materialismo no ven ningún
inconveniente en tratar el cerebro com o un recipiente de recuerdos.
Pero si se pudiera establecer positivamente que el proceso cerebral
no opera más que en una parte muy pequeña de la memoria, que es
su efecto más aún que la causa, que la materia es aquí como allá el
vehículo de una acción y no el substrato de un conocimiento, entonces
la tesis que sostenemos se hallaría demostrada sobre el ejemplo que
juzgamos el más desfavorable, y se impondría la necesidad de erigir
el espíritu com o realidad independiente. Pero por esto mismo se
esclarecería quizás en parte la naturaleza de lo que se llama espíritu,
y la posibilidad para el espíritu y la materia de obrar el uno sobre el
otro. Pues una demostración de este tipo no puede ser puramente
negativa. Habiendo mostrado lo que la memoria no es, seremos
llevados a investigar lo que ella es. Habiendo atribuido al cuerpo la
única función de preparar acciones, nos será forzoso investigar por
qué la memoria parece solidaria de ese cuerpo, cómo influyen en
ella lesiones corporales, y en qué sentido se amolda al estado de la
sustancia cerebral. Es imposible por otra parte que esta investigación
no nos lleve a informarnos sobre el mecanismo psicológico de la
memoria, com o así también de las diversas operaciones del espíritu
que se relacionan con ella. E inversamente, si los problemas de
psicología pura parecen recoger alguna luz de nuestra hipótesis, la
hipótesis m ism a ganará con esto en certeza y en solidez.
Pero todavía debemos presentar esta m ism a idea bajo una tercera
forma, para establecer cómo el problema de la memoria es a nues­
tros ojos un problema privilegiado. Lo que se desprende de nuestro
análisis de la percepción pura son dos conclusiones en cierto modo
divergentes, una de las cuales va más allá de la psicología en dirección
de la psico-fisiología, la otra que va en dirección de la metafísica,
y que en consecuencia no comportaban ni la una ni la otra una
verificación inmediata. La primera concernía al papel del cerebro
en la percepción: el cerebro sería un instrumento de acción, y no de
representación. N o podíam os pedir a los hechos la confirmación de
esta tesis, pues la percepción pura se sostiene por definición sobre
objetos presentes, accionando nuestros órganos y centros nerviosos, y
en consecuencia todo sucederá siempre como si nuestras percepciones
emanaran de nuestro estado cerebral y se proyectaran enseguida sobre
un objeto que difiere absolutamente de ellas. En otros términos,
en el caso de la percepción exterior, la tesis que hemos combatido
y aquella con la que la reemplazamos conducen exactamente a las
mismas consecuencias, de suerte que se puede invocar tanto a favor
de una como de la otra su más alta inteligibilidad, pero no la auto­
ridad de la experiencia. Por el contrario, un estudio empírico de la
memoria puede y debe desempatarlos. El recuerdo puro es en efecto,
en hipótesis, la representación de un objeto ausente. Si la percepción
tuviera su causa necesaria y suficiente en una cierta actividad cerebral,
esta misma actividad cerebral, repitiéndose más o menos de principio
a fin en ausencia del objeto, bastará para reproducir la percepción:
la memoria podrá pues explicarse íntegramente por el cerebro. Si
por el contrario hallamos que el mecanismo cerebral condiciona de
cierta manera el recuerdo pero no basta en absoluto para asegurar
su supervivencia, la que concierne en la percepción rememorada a
nuestra acción más que a nuestra representación, se podrá inferir
que este jugaba un rol análogo en la percepción misma, y que su
función era sencillamente la de asegurar la eficacia de nuestra acción
sobre el objeto presente. Nuestra primera conclusión se hallaría de
este modo verificada. Restaría entonces esta segunda conclusión,
de orden más bien metafísico: que en la percepción pura estamos
realmente situados fuera de nosotros mismos, que entonces contac­
tamos la realidad del objeto en una intuición inmediata. A quí una
verificación experimental era imposible todavía, pues los resultados
prácticos serán absolutamente los mismos, sea que la realidad del
objeto haya sido percibida intuitivamente, sea que haya sido racional­
mente construida. Pero aquí también un estudio del recuerdo podrá
desempatar las dos hipótesis. En la segunda, en efecto, no deberá
haber entre la percepción y el recuerdo más que una diferencia de
intensidad, o más generalmente de grado, puesto que ambos serán
fenómenos de representación que se bastan a sí m ismos. Por el con­
trario, si hallamos que entre el recuerdo y la percepción no existe una
simple diferencia de grado, sino una diferencia radical de naturaleza,
las presunciones estarán a favor de la hipótesis que hace intervenir
en la percepción algo que no existe en grado alguno en el recuerdo,
una realidad captada intuitivamente. D e este modo el problema de
la memoria resulta verdaderamente un problema privilegiado, ya que
debe conducir a la verificación psicológica de dos tesis que parecen
inverificables, de las cuales la segunda, de orden más bien metafísico,
parecería ir infinitamente más allá de la psicología.
La marcha que hemos de seguir está pues completamente traza­
da. V am os a comenzar por pasar revista a documentos de diversos
géneros, tomados de la psicología normal o patológica, de los cuales
uno podría creerse autorizado a extraer una explicación física de la
memoria. Este examen será necesariamente minucioso, a riesgo de
ser inútil. Estrechando tan cerca como sea posible el contorno de
los hechos, debemos investigar dónde comienza y dónde termina
el papel del cuerpo en la operación de la memoria. Y en el caso que
encontráramos en este estudio la confirmación de nuestra hipótesis
no dudaríamos en ir más lejos, al considerar en sí mismo el trabajo
elemental del espíritu, y al completar así la teoría que habremos
esbozado de las relaciones entre el espíritu y la materia.
Capítulo II

Del reconocimiento
de las imágenes.
La memoria y el cerebro.

Enunciemos a continuación las consecuencias que se derivarían


de nuestros principios parala teoría de la memoria. Decíamos que el
cuerpo, interpuesto entre los objetos que actúan sobre él y aquellos
sobre los que él influye, no es más que un conductor encargado de
recoger los movimientos y de transmitirlos, cuando no los detiene,
por medio de ciertos mecanismos motores, determinados si la acción
es refleja, escogidos si la acción es voluntaria. T odo debe suceder pues
com o si una memoria independiente reuniera imágenes a lo largo del
tiempo y a m edida que se producen; y com o si nuestro cuerpo, con
lo que lo rodea, no fuera más que una de esas imágenes, la última,
aquella que obtenemos en cualquier momento practicando un corte
instantáneo en el devenir general. En este corte nuestro cuerpo ocupa
el centro. Las cosas que lo circundan actúan sobre él y él reacciona
sobre ellas. Sus reacciones son más o menos complejas, más o menos
variadas, según el número y la naturaleza de los aparatos que la expe­
riencia ha montado al interior de su sustancia. Es pues bajo forma de
dispositivos motores, y solamente de ellos, que él puede almacenar
la acción del pasado. D e donde resultaría que las imágenes pasadas
propiamente dichas se conservan de otro modo, y que debemos en
consecuencia formular esta primera hipótesis:
I. E l pasado sobrevive bajo dos formas distintas: I o en mecanismos
motores; 2 o en recuerdos independientes.
Pero entonces, la operación práctica y en consecuencia ordinaria
de la memoria, la utilización de la experiencia pasada para la acción
presente, el reconocimiento en fin, debe cumplirse de dos maneras.
A veces se producirá en la acción misma, y por la puesta en juego
totalmente automática del mecanismo apropiado a las circunstancias;
otras veces implicará un trabajo del espíritu, que irá a buscar en el
pasado, para dirigirlas sobre el presente, las representaciones más
capaces de insertarse en la situación actual. D e ahí nuestra segunda
proposición:
II. E l reconocimiento de un objetopresente seproducepor movimientos
cuando procede del objeto, por representaciones cuando emana del sujeto.
Es cierto que una última cuestión se plantea, la de saber cómo
se conservan esas representaciones y qué relaciones mantienen con
los mecanismos motores. Esta cuestión recién será profundizada en
nuestro próximo capítulo, cuando habremos tratado del inconciente
y mostrado en qué consiste, en el fondo, la distinción del pasado y
el presente. Pero desde ahora podem os hablar del cuerpo como de
un límite moviente entre el porvenir y el pasado, com o de un punto
móvil que nuestro pasado lanzaría incesantemente en nuestro porve­
nir. M ientras que mi cuerpo, considerado en un único instante, no
es más que un conductor interpuesto entre los objetos que influyen
en él y los objetos sobre los que él actúa, en cambio, colocado en el
tiempo que transcurre, está siempre situado en el punto preciso en
que mi pasado viene de expirar en una acción. Y, en consecuencia,
esas imágenes particulares que llamo mecanismos cerebrales concluyen
en todo momento la serie de mis representaciones pasadas, siendo
la última prolongación que esas representaciones envían al presente,
su punto de enlace con lo real, es decir con la acción. Corten este
enlace, la imagen pasada no es quizás destruida, pero ustedes le qui­
tan todo medio de obrar sobre lo real, y en consecuencia, como lo
mostraremos, de realizarse. Es en este sentido, y solamente en este,
que una lesión del cerebro podrá abolir algo de la memoria. D e ahí
nuestra tercera y última proposición:
III. Pasamos, a través de grados insensibles, de los recuerdos dispuestos
a lo largo del tiempo a los movimientos que delinean la acción naciente
oposible en el espacio. Las lesiones del cerebro pueden afectar estos mo­
vimientos, pero no esos recuerdos.
Resta saber si la experiencia verifica estas tres proposiciones.

I. Las dos formas de la memoria. Estudio una lección, y para


aprenderla de memoria la leo primero recalcando cada verso; a con­
tinuación la repito un cierto número de veces. A cada lectura nueva
se consuma un progreso; las palabras se ligan cada vez mejor; ellas
acaban por organizarse conjuntamente. En ese momento preciso sé
mi lección de memoria; se dice que ella ha devenido recuerdo, está
impresa en mi memoria.
Investigo ahora cómo ha sido aprendida la lección, y me represento
una tras otra las fases por las cuales he pasado. C ada una de las lec­
turas sucesivas me remite entonces al espíritu con su individualidad
propia; la repaso con las circunstancias que la acompañaron y que
aún la enmarcan; ella se distingue de aquellas que la preceden y de
las que le siguen por el lugar propio que ha ocupado en el tiempo;
en resumen, cada una de esas lecturas vuelve a pasar delante de mí
com o un acontecimiento determinado de mi historia. Tam bién
se dirá que esas imágenes son recuerdos, que están impresas en mi
memoria. En los dos casos se emplean los mismos términos ¿Se trata
efectivamente de lo mismo?
El recuerdo de la lección, en tanto aprendida de memoria, posee
todos los caracteres de un hábito. Com o el hábito, se adquiere por la
repetición de un mismo esfuerzo. C om o el hábito, ha exigido pri­
mero la descomposición, luego la recomposición de la acción total.
C om o todo ejercicio habitual del cuerpo, en fin, es almacenado en
un mecanismo que imprime un impulso inicial en un sistema cerrado
de movimientos automáticos que se suceden en el mismo orden y
ocupan el mismo tiempo.
Por el contrario, el recuerdo de esta lectura particular, la segunda o
la tercera por ejemplo, no posee ninguno de los caracteres del hábito.
Necesariamente su imagen está impresa por primera vez en la memo­
ria, puesto que las otras lecturas constituyen, por propia definición,
recuerdos diferentes. Es como un acontecimiento de mi vida; tiene
por esencia llevar una fecha, y no poder en consecuencia repetirse.
T odo lo que las lecturas ulteriores le añadieran no haría más que
alterar su naturaleza original; y si mi esfuerzo para evocar esta imagen
se vuelve cada vez más fácil a m edida que lo repito más a menudo, la
imagen misma, considerada en sí misma, es necesariamente desde un
principio lo que siempre será. ¿Se dirá que esos dos recuerdos, el de la
lectura y el de la lección, solamente difieren cuanto más cuanto menos
en que las imágenes sucesivamente desarrolladas por cada lectura se
recubren entre ellas, mientras que la lección una vez aprendida no
es más que la imagen compuesta resultante de la superposición de
todas las otras? Es indiscutible que cada una de las lecturas sucesivas
difiere sobre todo de la precedente en que la lección está allí mejor
sabida. Pero también es cierto que cada una de ellas, considerada
com o una lectura siempre renovada y no com o una lección cada vez
mejor aprendida, se basta absolutamente a sí misma, subsiste tal como
se produce, y constituye con todas las percepciones concomitantes
un momento irreductible de mi historia. Se puede incluso ir más
lejos, y decir que la conciencia nos revela entre estos dos tipos de
recuerdo una diferencia profunda, una diferencia de naturaleza. El
recuerdo de esta lectura determinada es una representación, y sólo
eso; se sostiene en una intuición del espíritu que puedo alargar o
acortar a mi antojo; le asigno una duración arbitraria: nada me im ­
pide abarcar todo de golpe, como en un cuadro. Por el contrario, el
recuerdo de la lección aprendida, aún cuando me limite a repetir esa
lección internamente, exige un tiempo bien determinado, el mismo
que hace falta para desarrollar uno a uno, aunque sólo fuese en la
imaginación, todos los movimientos de articulación necesarios: ya
no se trata pues de una representación, se trata de una acción. Y de
hecho, la lección una vez aprendida no lleva sobre sí ninguna marca
que traicione sus orígenes y la archive en el pasado; ella forma parte
de mi presente del mismo m odo que m i hábito de caminar o de
escribir; ella es vivida, es «actuada», en vez que representada; podría
creerla innata, si no me gustara evocar al mismo tiempo, como otras
tantas representaciones, las lecturas sucesivas que me han servido
para aprenderla. Esas representaciones son pues independientes de
ella, y com o han precedido a la lección sabida y recitada, la lección
una vez sabida también puede prescindir de ellas.
Llevando hasta el final esta distinción fundamental, uno podría
representarse dos memorias teóricamente independientes. La primera
registraría, bajo la form a de imágenes-recuerdos, todos los aconte­
cimientos de nuestra vida cotidiana a medida que se desarrollan;
ella no descuidaría ningún detalle; en cada hecho, en cada gesto,
dejaría su ubicación y su fecha. Sin segunda intención de utilidad
o aplicación práctica, almacenaría el pasado por el sólo efecto de
una necesidad natural. A través de ella se volvería posible el recono­
cimiento inteligente, o intelectual más bien, de una percepción ya
experimentada; en ella nos refugiamos todas las veces que remon­
tamos la pendiente de nuestra vida pasada para buscar una cierta
imagen. Pero toda percepción se prolonga en acción naciente; y a
medida que las imágenes, una vez percibidas, se fijan y se alinean
en esta memoria, los movimientos que las continúan modifican el
organismo, creando en el cuerpo disposiciones nuevas para actuar.
Así se form a una experiencia de un orden totalmente distinto y que
se deposita en el cuerpo, una serie de mecanismos completamente
montados, con reacciones cada vez más numerosas y variadas ante
las excitaciones exteriores, con réplicas completamente listas ante un
número sin cesar creciente de interpelaciones posibles. Tom am os
conciencia de estos mecanismos en el momento en que entran en
juego, y esta conciencia de todo un pasado de esfuerzos almacenada
en el presente es aún efectivamente una memoria, pero una m emo­
ria profundamente diferente de la primera, tendida siempre hacia
la acción, asentada en el presente y no mirando otra cosa que el
porvenir. Ella no ha retenido del pasado más que los movimientos
inteligentemente coordinados que representan su esfuerzo acumula­
do; recobra esos elementos pasados, no en imágenes-recuerdos que
los evocan, sino en el orden riguroso y el carácter sistemático con
que se cumplen los movimientos actuales. A decir verdad, ya no nos
representa nuestro pasado, lo actúa; y si aún merece el nombre de
memoria no es ya porque conserva imágenes antiguas, sino porque
prolonga su efecto útil hasta el momento presente.
D e estas dos memorias, una que imagina y la otra que repite, la
segunda puede suplir a la primera y a menudo incluso dar la ilusión
de ella. Cuando el perro recibe a su dueño a través de ladridos alegres
y de caricias, lo reconoce sin duda alguna; pero ¿implica este reco­
nocimiento la evocación de una imagen pasada y la aproximación
de esta imagen a la percepción presente? ¿N o consiste más bien en la
conciencia que el animal tom a de una cierta actitud especial .adoptada
por su cuerpo, actitud que sus relaciones familiares con su dueño le
han formado poco a poco, y que es provocada ahora mecánicamen­
te en él por la sola percepción del dueño? ¡N o vayamos tan lejos!
Quizás vagas imágenes del pasado desbordan la percepción presente
del propio animal, se concebiría incluso que su pasado completo
estuviese virtualmente dibujado en su conciencia; pero ese pasado
no lo compromete tanto como para liberarlo del presente que lo fas­
cina y cuyo reconocimiento debe ser vivido antes que pensado. Para
evocar el pasado bajo la form a de imagen, es preciso poder abstraerse
de la acción presente, es preciso saber apreciar lo inútil, es preciso
querer soñar. Quizás sólo el hombre es capaz de un esfuerzo de esta
clase. Incluso el pasado que remontamos de este m odo es él mismo
escurridizo, siempre a punto de escapársenos, como si esta memoria
regresiva fuera contrariada por la otra memoria, más natural, cuyo
movimiento hacia adelante nos lleva a obrar y a vivir.
Cuando los psicólogos hablan del recuerdo como de un pliegue
contraído, como de una impresión que se graba cada vez más pro­
fundamente al repetirse, olvidan que la inmensa mayoría de nuestros
recuerdos se apoyan sobre los acontecimientos y detalles de nuestra
vida, cuya esencia es estar fechados y en consecuencia no volver a
producirse jam ás. Los recuerdos que se adquieren voluntariamente
por repetición son raros, excepcionales. Por el contrario, el registro
a través de la memoria de hechos e imágenes únicas en su género
se prosigue en todos los momentos de la duración. Pero como los
recuerdos aprendidos son más útiles, se los nota más. Y como la
adquisición de esos recuerdos a través de la repetición del mismo
esfuerzo se asemeja al proceso ya conocido del hábito, se prefiere
llevar al primer plano este tipo de recuerdo, erigirlo en modelo, y
no ver ya en el recuerdo espontáneo más que el mismo fenómeno en
estado naciente, el principio de una lección aprendida de memoria.
Pero ¿cómo no reconocer que la diferencia es radical entre lo que
debe constituirse a través de la repetición y lo que, por esencia,
no puede repetirse? El recuerdo espontáneo es inmediatamente
perfecto; el tiempo no podrá añadir nada a su imagen sin desnatu­
ralizarla; conservará para la memoria su ubicación y su fecha. Por el
contrario, el recuerdo aprendido surgirá del tiempo a m edida que
la lección esté mejor sabida; se volverá cada vez más impersonal,
cada vez más extraño a nuestra vida pasada. La repetición no tiene
pues en absoluto el efecto de convertir el primero en el segundo; su
papel es el de utilizar cada vez más los movimientos por los cuales
se continúa el primero, para organizados entre ellos y, montando
un mecanismo, crear un hábito del cuerpo. Además este hábito
sólo es recuerdo porque me acuerdo de haberlo adquirido; y no me
acuerdo de haberlo adquirido más que porque apelo a la memoria
espontánea, la que fecha los acontecimientos y sólo los registra una
vez. D e las dos memorias que acabamos de distinguir, la primera
parece ser efectivamente la memoria por excelencia. La segunda, la
que los psicólogos estudian de ordinario, es el hábito alumbrado por
la memoria antes que la memoria misma.
Es verdad que el ejemplo de una lección aprendida de memoria
es bastante artificial. Sin embargo nuestra existencia transcurre
en medio de objetos restringidos en número, que vuelven a pasar
más o menos con frecuencia frente a nosotros: cada uno de ellos,
al mismos tiempo que es percibido, provoca de nuestra parte m o­
vimientos al menos nacientes por los cuales nos adaptamos a ellos.
Esos movimientos, al repetirse, se crean un mecanismo, pasan al
estado de hábito, y determinan en nosotros actitudes que suceden
automáticamente a nuestra percepción de las cosas. Nuestro sistema
nervioso, decíamos, apenas estaría destinado a otro uso. Los nervios
aferentes aportan al cerebro una excitación que, luego de haber esco­
gido inteligentemente su camino, se transmite a mecanismos motores
creados por la repetición. Así se produce la reacción apropiada, el
equilibrio con el medio, la adaptación, en una palabra, aquello que
es el fin general de la vida. Y un ser viviente que se contentara con
vivir no tendría necesidad de otra cosa. Pero al mismo tiempo que se
prosigue este proceso de percepción y de adaptación que conduce al
registro del pasado bajo la forma de hábitos motrices, la conciencia,
como veremos, retiene una tras otra la imagen de las situaciones por
las que ha pasado, y las alinea en el orden en que se han sucedido.
¿Para qué servirán estas imágenes-recuerdos? Al conservarse en la
memoria, al reproducirse en la conciencia, ¿no van a desnaturalizar
el carácter práctico de la vida, mezclando el sueño con la realidad?
Sería así, sin dudas, si nuestra conciencia actual, conciencia que
justamente refleja la exacta adaptación de nuestro sistema nervioso
a la situación presente, no apartara todas aquellas imágenes pasadas
que no pueden coordinarse con la percepción actual y formar con
ella un conjunto útil. C om o máximo ciertos recuerdos confusos, sin
relación con la situación presente, desbordan las imágenes útilmente
asociadas, dibujando alrededor de ellas una franja menos iluminada
que va a perderse en una inmensa zona oscura. Pero sobreviene un
accidente que descalabra el equilibrio mantenido por el cerebro entre
la excitación exterior y la reacción motriz; relajen por un instante la
tensión de los hilos que van de la periferia a la periferia pasando por
el centro, enseguida las imágenes oscurecidas van a avanzar a plena
luz: es esta última condición la que se realiza sin dudas cuando uno
duerme y sueña. D e las dos memorias que hemos distinguido, la
segunda que es activa o motriz, deberá pues inhibir constantemente
a la primera, o al menos no aceptar de ella sino lo que pueda aclarar
y completar útilmente la situación presente: así se deducen las leyes
de asociación de las ideas. Pero independientemente de los servicios
que puedan aportar por su asociación a una percepción presente, las
imágenes almacenadas por la memoria espontánea tienen todavía
otro uso. Sin dudas son imágenes de ensueño; sin dudas aparecen y
desaparecen de ordinario independientemente de nuestra voluntad;
y justamente por eso estamos obligados, para saber realmente una
cosa, para tenerla a nuestra disposición, a aprenderla de memoria,
es decir a sustituir la imagen espontánea por un mecanismo motor
capaz de suplirla. Pero existe cierto esfuerzo sui generis que nos
permite retener la imagen misma, por un tiempo limitado, bajo la
mirada de nuestra conciencia; y gracias a esta facultad, no tenemos
necesidad de esperar del azar la repetición accidental de las mismas
situaciones para organizar en hábito los movimientos concomitantes;
nos servimos de la imagen fugitiva para construir un mecanismo es­
table que la reemplace. Por último, o bien nuestra distinción de dos
memorias independientes no es fundada, o si responde a los hechos
deberemos constatar una exaltación de la memoria espontánea en
la mayoría de los casos en que el equilibrio senso-motor del sistema
nervioso fuera perturbado; por el contrario, en el estado normal,
una inhibición de todos los recuerdos espontáneos que no pueden
consolidar útilmente el equilibrio presente, en ñn, la intervención
latente del recuerdo-imagen en la operación por la que se contrae el
recuerdo-hábito. ¿Los hechos confirman la hipótesis?
N o insistiremos por el momento ni sobre el primer punto ni sobre
el segundo: esperamos liberarlos a plena luz cuando estudiemos las
perturbaciones de la memoria y las leyes de asociación de las ideas.
Limitémonos a mostrar, en lo que concierne a las cosas aprendidas,
cóm o las dos memorias van aquí codo a codo y se prestan un mutuo
apoyo. Q ue las lecciones inculcadas en la memoria motriz se repiten
automáticamente es algo que la experiencia cotidiana demuestra;
pero la observación de los casos patológicos comprueba que el au­
tomatismo se extiende aquí mucho más lejos de lo que pensamos.
H em os visto a dementes producir respuestas inteligentes a una
serie de preguntas que no comprendían: el lenguaje funcionaba en
ellos a la manera de un reflejo1. A afásicos incapaces de pronunciar
espontáneamente una palabra acordarse sin error las letras de una
melodía cuando la cantan2. O también recitarán corrientemente
una plegaria, la serie de los números, la de los días de la semana y
los meses del año3. D e este m odo mecanismos de una complicación
extrema, bastante sutiles para imitar la inteligencia, pueden funcio­
nar por sí mismos una vez construidos, y en consecuencia obedecer
por hábito al sólo impulso inicial de la voluntad. Pero ¿qué sucede
mientras los construimos? Cuando, por ejemplo, nos ejercitamos
en aprender una lección, ¿no está ya en nuestro espíritu, invisible y
presente, la imagen visual o auditiva que buscamos recomponer a
través de movimientos? D esde el primer recitado reconocemos con
un vago sentimiento de malestar tal error que venimos de cometer,
como si recibiéramos de las oscuras profundidades de la conciencia
una especie de advertencia4. Concéntrense entonces sobre lo que
experimentan, sentirán que la imagen completa está ahí, pero fugi­
tiva, verdadero fantasm a que se desvanece en el momento preciso
en que vuestra actividad motriz quisiera fijar su silueta. En el curso
de experiencias recientes, emprendidas además con un objetivo to­
talmente distinto5, los sujetos declaraban experimentar precisamente
una impresión de ese tipo. Se hacía aparecer ante sus ojos, durante
algunos segundos, una serie de letras que se les pedía retener. Pero,

1ROBERTSON, ReflexSpeech (Journal qfmentalScience, abril 1888) Cf. el artículo


de Ch. FERÉ, Le langage réflexe (Revue philosophique, enero 1896).
2 OPPENHEIM, Ueber das Verhalten der musikalischen Ausdrucksbewegungen
bel Aphatischen (CharitéAnnalen, XIII, 1888, p. 348 y sis;.).
3 Ibid., p. 365
4 Ver, a propósito de este sentimiento de error, el artículo de M U LLER y
SCH U M A N N , Experimenteile Beitrage zur Untersuchung des Gedáchtnisses
(Zeitschr. f Psych. u. Phys. der Sinnesorgane, diciembre, 1893, p. 305).
! W !G. SM ITH, The relation o f attention to memory (Mind, enero 1894).
para impedirles señalar las letras percibidas a través de movimientos
apropiados de articulación, se exigía que repitiesen constantemente
una cierta sílaba mientras miraban la imagen. D e donde resultaba
un estado psicológico especial, en el que los sujetos se sentían en
posesión completa de la imagen visual «sin poder sin embargo re­
producir de ella la menor parte en el momento debido: para su gran
sorpresa, la línea desaparecía». Al decir de uno de ellos, «había en
la base del fenómeno una representación de conjunto, una suerte de
idea compleja abrazando el todo, y en la que las partes tenían una
unidad inexpresablemente sentida»6.
Ese recuerdo espontáneo, que se esconde sin dudas tras el recuerdo
adquirido, puede revelarse a través de iluminaciones bruscas: pero se
hunde al menor movimiento de la memoria voluntaria. Si el sujeto
ve desaparecer la serie de las letras cuya imagen creía haber retenido,
es sobre todo cuando comienza a repetirlas: «este esfuerzo parece
impulsar el resto de la imagen fuera de la conciencia7». Analicen
ahora los procedimientos imaginativos de la memotecnia, hallarán
que esta ciencia tiene precisamente por objeto llevar al primer plano
el recuerdo espontáneo que se disimula, y ponerlo a nuestra libre dis­
posición como un recuerdo activo: para eso se reprime primero toda
veleidad de la memoria actuante o motriz. La facultad de fotografía

6 «According to one observer, the basis was a Gesammtvorstellung, a sort o f all


embracing complex idea in which the parts have an indefinitely felt unity» (SM ITH,
op. cit., p. 73).
7 ¿No sería esto algo del mismo género de lo que sucede en esa afección que los
autores alemanes han llamado dislexicü El enfermo lee correctamente las primeras
palabras de una frase, luego se detiene bruscamente incapaz de continuar, como si
los movimientos de articulación hubieran inhibido los recuerdos. Ver, a propósito de
la dislexia: BERLIN, Eine besondere Art Wortblindheit (Dyslexie), Wiesbaden, 1887,
y SOM M ER, Die Dyslexie ais functionelle Storung (Arcb. E Psychiatrie, 1893).
Relacionaríamos aún a estos fenómenos los casos tan singulares de sordera verbal en
que el enfermo comprende la palabra del prójimo, pero ya no comprende la suya.
Ver los ejemplos citados por BATEMAN, On Aphasia, p. 200; por BERNARD, De
l'aphasie, París, 1889, p. 143 y 144; y por BROADBENT, A case o f peculiar affection
o f speech, Brain, 1878-9. p. 484 y sig.).
mental, dice un autor8, pertenece antes a la subconciencia que a la
conciencia; ella difícilmente obedece al llamado de la voluntad. Para
ejercitarla, uno deberá habituarse a retener de golpe, por ejemplo,
varios agrupamientos de puntos, incluso sin pensar en contarlos9: en
cierto m odo, es necesario imitar la instantaneidad de esta memoria
para alcanzar la disciplina. Aún persiste caprichosa en sus manifes­
taciones, y como los recuerdos que aporta poseen algo del sueño, es
raro que su intrusión más regular en la vida del espíritu no perturbe
profundamente el equilibrio intelectual.
N uestro próxim o capítulo mostrará qué es esta memoria, de
dónde deriva y cóm o procede. Bastará provisoriamente una con­
cepción esquemática. D ecim os pues, para resumir lo que precede,
que el pasado efectivamente parece almacenarse, com o lo habíamos
previsto, bajo esas dos formas extremas, por un lado los mecanismos
motores que lo utilizan, por el otro las imágenes-recuerdos perso­
nales que dibujan en él todos los acontecimientos con su contorno,
su color, y su lugar en el tiempo. D e esas dos memorias, la primera
está verdaderamente orientada en el sentido de la naturaleza; la
segunda, abandonada a sí misma, iría más bien en sentido contra­
rio. La primera, conquistada a través del esfuerzo, permanece bajo
la dependencia de nuestra voluntad; la segunda, completamente
espontánea, pone tanto capricho en reproducir como fidelidad en
conservar. El único servicio regular y seguro que la segunda puede
dar a la primera es el de mostrarle las imágenes de aquello que ha
precedido o seguido en las situaciones análogas a la situación pre­
sente, a fin de alumbrar su elección: en esto consiste la asociación
de las ideas. N o hay ningún otro caso en que la memoria que vuelve
a ver obedezca regularmente a la memoria que repite. Además en
todas partes preferimos construir un mecanismo que nos permite,
de ser necesario, dibujar de nuevo la imagen, porque sentimos que

8 MORTTMER GRANVILLE, Ways o f remembering (Lancet, TI de septiembre


de 1879, p. 458).
9 KAY, Memory and how to improve it, New York, 1888.
no podem os contar con su reaparición. Tales son las dos formas
extremas de la memoria, consideradas ambas en estado puro.
Lo decimos de inmediato: es por haberse atenido a las formas
intermedias y en cierto modo impuras, que se ha desconocido la
verdadera naturaleza del recuerdo. En lugar de disociar primero
los dos elementos, imagen-recuerdo y movimiento, para investigar
a continuación a través de qué serie de operaciones acontecen, al
abandonar de ese m odo algo de su pureza original, al deslizarse uno
en el otro, no se considera más que el fenómeno mixto que resulta
de su coalescencia. Este fenómeno, siendo mixto, presenta por un
lado el aspecto de un hábito motriz, por otro, el de una imagen más
o menos concientemente localizada. Pero se pretende que sea un
fenómeno simple. Será preciso entonces suponer que el mecanismo
cerebral, medular o bulbario, que sirve de base al hábito motriz,
es al mismo tiempo el substrato de la imagen conciente. D e allí la
extraña hipótesis de recuerdos almacenados en el cerebro, que se
volverían concientes por un verdadero milagro, y nos conducirían
al pasado por un misterioso proceso. Algunos, es cierto, se apegan
más al aspecto conciente de la operación y quisieran ver allí algo
más que un epifenómeno. Pero como no han comenzado por aislar
la memoria que retiene y alinea las repeticiones sucesivas bajo la
form a de imágenes-recuerdos, com o la confunden con el hábito que
el ejercicio perfecciona, son conducidos a creer que el efecto de la
repetición se apoya sobre un mismo y único fenómeno indivisible
que se reforzaría simplemente repitiéndose: y com o este fenómeno
visiblemente acaba por no ser más que un hábito motriz y por co­
rresponder a un mecanismo, cerebral u otro, ellos son llevados, de
buen o mal grado, a suponer que un mecanismo de ese tipo estaba
desde el comienzo en el fondo de la imagen y que el cerebro es un
órgano de representación. Nosotros vamos a considerar esos estados
intermedios, y separar en cada uno de ellos la parte de la acción na­
ciente, es decir del cerebro, y la parte de la memoria independiente,
es decir de las imágenes-recuerdos. ¿Qué son estos estados? Siendo
por un lado motores deben, según nuestra hipótesis, prolongar una
percepción actual; pero por otra parte, en tanto imágenes, reprodu­
cen percepciones pasadas. Ahora bien, el acto concreto por el cual
retomamos el pasado en el presente es el reconocimiento. Es pues lo
que debemos estudiar.

II. D el reconocimiento en general: imágenes-recuerdosy movimientos.


Existen dos maneras habituales de explicar el sentimiento de «déjá
vu». Para unos, reconocer una percepción presente consistiría en
insertarla a través del pensamiento en un viejo entorno. Encuentro
una persona por primera vez: sencillamente la percibo. Si la vuelvo
a encontrar, la reconozco, en el sentido de que las circunstancias
concomitantes de la percepción primitiva, volviéndome al espíritu,
dibujan alrededor de la imagen actual un cuadro que no es el cuadro
actualmente percibido. Reconocer sería pues asociar a una percepción
presente las imágenes dadas antaño en contigüidad con ella10. Pero,
como se ha hecho observar con razón11, una percepción renovada
no puede sugerir las circunstancias concomitantes de la percepción
primitiva más que si esta es evocada primero por el estado actual que
se le parece. Sea A la primera percepción; B, C, D las circunstancias
concomitantes que quedan allí asociadas por contigüidad. Si llamo
A’ a la misma percepción renovada, como no es con A ’ sino con A
que los términos B, C , D están ligados, es preciso que, para evocar
los términos B, C , D , una asociación por semejanza haga surgir
a A en primer lugar. En vano se sostendrá que A ’ es idéntica a A.
Los dos términos, aunque semejantes, permanecen numéricamente
distintos, y difieren al menos por el simple hecho de que A ’ es una
percepción mientras que A no es más que un recuerdo. D e las dos

Ver la exposición sistemática de esta tesis, con experiencias como apoyo, en los
artículos de LEHMANN, Ueber Wiedererkennen (Philos. Studien de WUNDT, tomo
V, p. 96 y sig., y tomo VII, p. 169 y sig.).
11 PILLON, La formation des idees abstraites et genérales (Crit. Philos., 1885,
tomo I, p. 208 y sig.). - Cf. WARD, Assimilation and Association (Mind, Julio 1893
y octubre 1894).
interpretaciones que habíamos anunciado, la primera acaba de este
m odo por fundirse en la segunda, que vamos a examinar.
Se supone esta vez que la percepción presente siempre va a buscar,
en el fondo de la memoria, el recuerdo de la percepción anterior que
se le parece: el sentimiento de «déjá vu» vendría de una yuxtaposi­
ción o de una fusión entre la percepción y el recuerdo. Sin dudas,
como se lo ha hecho observar con profundidad12, la semejanza es
una relación establecida por el espíritu entre dos términos que él
relaciona y que en consecuencia ya posee, de suerte que la percep­
ción de una semejanza es más bien un efecto de la asociación más
que su causa. Pero al lado de esta semejanza definida y percibida
que consiste en la com unidad de un elemento captado y liberado
por el espíritu, existe una semejanza vaga y en cierto modo objetiva,
esparcida sobre la propia superficie de las imágenes, y que podría
actuar como una causa física de atracción recíproca13. ¿Alegaremos
que se reconoce a menudo un objeto sin lograr identificarlo con
una antigua imagen? Alguno se refugiará en la hipótesis cóm oda de
huellas cerebrales que coincidirían, de movimientos cerebrales que
el ejercicio facilitaría14, o de células de percepción comunicando con
células en las que residen los recuerdos15. A decir verdad, es en este
tipo de hipótesis fisiológicas que, de buen o mal grado, todas estas
teorías del reconocimiento terminan por echarse a perder. Preten­
den hacer surgir todo reconocimiento de una aproximación entre
la percepción y el recuerdo; pero por otra parte la experiencia está
ahí, lo cual demuestra que con más frecuencia el recuerdo no surge
más que una vez reconocida la percepción. Forzoso es pues volver a
lanzar al cerebro, bajo la forma de combinación entre movimientos

12 BROCHARD, La loi de simiiarité, Revuephilosophique, 1880, t. IX, p. 258. E.


RABIER se suma a esta opinión en sus Legorts dephilosophie, 1. 1, Psychologie, p. 187-192.
13 PILLON, op. cit., p. 207. — Cf. SULLY, James, The human Mind, London,
1892, t.I , p. 331.
14 H Ó FFD IN G , Ueber Wiedererkennen, Assocciation und psychische Activitat
{Viertrljahrsschriftf. wissenschafilichePhilosophie, 1889, p. 433).
15 M UNK, Ueber dir Functionen der Grosshimrinde, Berlin, 1881, p. 108 y sig.
o de ligazón entre células, lo que se había anunciado en primer lugar
como una asociación entre representaciones, y explicar el hecho del
reconocimiento —muy claro según nosotros- a través de hipótesis
en nuestra visión m uy oscuras de un cerebro que almacenaría ideas.
Pero en realidad la asociación de una percepción a un recuerdo no
basta en absoluto para dar cuenta del proceso del reconocimiento.
Pues si el reconocimiento se produjera así, sería abolido cuando las
viejas imágenes han desaparecido, tendría lugar siempre cuando esas
imágenes son conservadas. La ceguera psíquica, o impotencia para
reconocer los objetos percibidos, no sucedería entonces sin una inhi­
bición de la memoria visual, y sobre todo la inhibición de la memoria
visual tendría invariablemente por efecto la ceguera psíquica. Ahora
bien, la experiencia no verifica ni una ni otra de esas dos consecuen­
cias. En un caso estudiado por W ilbrand16, el enfermo podía describir
con los ojos cerrados la ciudad en que habitaba y pasearse en ella a
través de la imaginación: una vez en la calle, todo le parecía nuevo;
no reconocía nada y no alcanzaba a orientarse. Hechos del mismo
género han sido observados por Fr. M üller 17y Lissauer18. Los enfer­
mos saben evocar la visión interior de un objeto que se les nombra;
lo describen muy bien; no pueden sin embargo reconocerlo cuando
uno se los presenta. La conservación, aún conciente, de un recuer­
do visual no basta pues para el reconocimiento de una percepción
semejante. Pero inversamente, en el caso devenido clásico estudiado
por Charcot 19 de un eclipse completo de las imágenes visuales, no
estaba abolido todo reconocimiento de las percepciones. U no se
convencía de esto sin esfuerzo leyendo de cerca la relación de ese
caso. El sujeto sin dudas no reconocía las calles de su ciudad natal, no
podía ni nombrarlas ni orientarse en ellas; sabía sin embargo que eran

16 Die Seelenblindheit ais Herderscheinting, Wiesbaden, 1887, p. 56.


17 Ein Beitrag zur Kenntniss der Seelenblindheit {Arch. F. Psychiatrie, t. XXTV,
1892).
18 Ein Fall von Seelenblindheit {Arch. F. Psychiatrie, 1889)
19 Relatado por BERNARD, Un cas de supresión brusque et isolée de la visión
mentale (Progrés médical, 21 de julio de 1883).
calles, y que veía casas. N o reconocía más a su mujer y a sus niños;
no obstante podía decir, al percibirlos, que era una mujer, que eran
niños. N ad a de todo esto hubiera sido posible si hubiese habido una
ceguera psíquica en el sentido absoluto del término. Lo que estaba
abolido era pues una cierta especie de reconocimiento, que tendremos
que analizar, pero no la facultad general de reconocer. Concluimos
que todo reconocimiento no implica siempre la intervención de una
imagen antigua, y que se puede también apelar a esas imágenes sin
conseguir identificar con ellas las percepciones. En fin, ¿qué es pues
el reconocimiento, y cóm o lo definiremos?
Ante todo existe, en el límite, un reconocimiento en lo instantáneo,
un reconocimiento del que el cuerpo es capaz completamente solo,
sin que ningún recuerdo explícito intervenga. Consiste en una acción,
y no en una representación. Por ejemplo, me paseo en una ciudad por
primera vez. A cada curva de la calle, dudo, no sabiendo donde voy.
Conozco en la incertidumbre, y comprendo por eso qué alternativas
se presentan a m i cuerpo, que mi movimiento es discontinuo en su
conjunto, que no hay nada en cada una de las actitudes que anun­
cie y prepare las actitudes por venir. M ás tarde, luego de una larga
estancia en la ciudad, circularé en ella maquinalmente, sin tener la
percepción distinta de los objetos frente a los que paso. Ahora bien,
entre estas dos condiciones extremas, una en que la percepción no
ha organizado aún los movimientos definidos que la acompañan,
la otra en que esos movimientos concomitantes están organizados
al punto de volver inútil mi percepción, existe una condición inter­
media, en la que el objeto es percibido, pero provoca movimientos
ligados entre sí, continuos, y que se comandan los unos a los otros.
H e comenzado por un estado en el que no distinguía más que mi
percepción; finalizo en uno en el que sólo tengo conciencia de mi
automatismo: en el intervalo ha tenido lugar un estado mixto, una
percepción marcada por un automatismo naciente. Ahora bien, si
las percepciones ulteriores difieren de la primera percepción en que
encaminan el cuerpo hacia una reacción maquinal apropiada, si
por otra parte esas percepciones renovadas aparecen en el espíritu
con ese aspecto sui generis que caracteriza las percepciones familia­
res o reconocidas, ;no debemos presumir que la conciencia de un
acompañamiento m otor efectivamente regulado, de una reacción
motriz organizada, constituye el trasfondo de ese sentimiento de
familiaridad? Habría pues un fenómeno de orden m otor en la base
del reconocimiento.
Reconocer un objeto usual consiste sobre todo en saber servirse
de él. Esto es tan cierto que los primeros observadores habían dado
el nombre de apraxia a esta enfermedad del reconocimiento que
nosotros llamamos ceguera psíquica20. Pero saber servirse del objeto
es esbozar ya los movimientos que se adaptan a él, es tomar una cierta
actitud o al menos tender a ella por el efecto de eso que los alemanes
han llamado «impulsos motrices» (Bewegungsantriebej. El hábito
de utilizar el objeto ha acabado pues por organizar conjuntamente
movimientos y percepciones, y la conciencia de esos movimientos
nacientes que continuarían la percepción a la manera de un reflejo
estaría, todavía aquí, en el fondo del reconocimiento.
N o existe percepción que no se prolongue en movimiento. Ribot 21
y Maudsley 22 han llamado la atención sobre este punto después de
un largo tiempo. La educación de los sentidos consiste precisamen­
te en el conjunto de las conexiones establecidas entre la impresión
sensorial y el movimiento que la utiliza. A medida que la impresión
se repite, la conexión,se consolida. El mecanismo de la operación no
tiene por otra parte nada de misterioso. Nuestro sistema nervioso
está evidentemente dispuesto en vista de la construcción de aparatos
motores, unidos por intermedio de los centros a excitaciones sensi­
bles, y la discontinuidad de los elementos nerviosos, la multiplicidad

20 KUSSMAUL, Les troubles de la parole, París, 1884, p. 233 ; - STARR, Alien,


Apraxia and Aphasia (MedicalRecord, 27 de octubre de 1888). - Cf. LAQUER, Zur
Localisation der sensorischen Aphasie (Neurolog: Centralblatt, 15 de junio de 1888),
y DO D D S, On some central affections o f visión (Brain, 1885).
21 Les mouvements et leur importance psychologique (Revuephilosophique, 1879, t.
VIII, p. 371 y sig.). - Cf. Psychologie de l ’attention, París, 1889, p. 75 (Ed. Félix Alean).
22 Physiologie de l ’esprit, París, 1879, p. 207 y sig.
de sus arborizaciones terminales capaces sin dudas de relacionarse
diversamente, vuelven ilimitado el número de las conexiones posibles
entre las impresiones y los movimientos correspondientes. Pero el
mecanismo en vías de construcción no podría aparecer a la conciencia
bajo la m isma forma que el mecanismo construido. Algo distingue
profundamente y manifiesta claramente los sistemas de movimientos
consolidados en el organismo. Es sobre todo, creemos nosotros, la
dificultad en modificar su orden. Se trata aún de esa preformación
de los movimientos que prosiguen en los movimientos que prece­
den, preformación que hace que la parte contenga virtualmente el
todo, como acontece cuando cada nota de una melodía aprendida,
por ejemplo, queda inclinada sobre la siguiente para supervisar su
ejecución23. Si toda percepción usual posee pues su acompañamiento
m otor organizado, el sentimiento de reconocimiento usual posee su
raíz en la conciencia de esta organización.
Es decir que habitualmente actuamos nuestro reconocimiento
antes de pensarlo. Nuestra vida diaria se desarrolla entre objetos cuya
sola presencia nos invita a jugar un rol: en esto consiste su aspecto de
familiaridad. Las tendencias motrices bastarían ya pues para darnos
el sentimiento del reconocimiento. Pero, adelantémonos a decirlo,
allí se sum a más a menudo otra cosa.
Mientras que en efecto se montan aparatos motores bajo la in­
fluencia de las percepciones cada vez mejor analizadas por el cuerpo,
nuestra vida psicológica anterior está ahí: sobrevive -intentaremos
probarlo- con todo el detalle de sus acontecimientos localizados en
el tiempo. Inhibida sin cesar por la conciencia práctica y útil del
momento presente, es decir, por el equilibrio senso-motor de un
sistema nervioso tendido entre la percepción y la acción, esta memo­
ria espera sencillamente que se declare una fisura entre la impresión
actual y el movimiento concomitante para hacer pasar por allí sus

23 En uno de los más ingeniosos capítulos de su Psychologie (Paris, 18 9 3 , 1.1, p.


242) A. FOUILLÉE ha dicho que el sentimiento de familiaridad estaba hecho, en
gran parte, de la reducción del choque interior que constituye la sorpresa.
imágenes. Habitualmente, para remontar el curso de nuestro pasado
y descubrir la imagen-recuerdo conocida, localizada, personal, que se
relacionaría al presente, es necesario un esfuerzo a través del cual nos
liberamos de la acción a que nuestra percepción nos inclina: esta nos
conduciría hacia el porvenir; es preciso que retrocedamos al pasado.
En este sentido, el movimiento más bien desecharía la imagen. Sin
embargo, por un cierto lado, contribuye a prepararla. Pues si el con­
junto de nuestras imágenes pasadas subsiste en nuestro presente, hace
falta todavía que sea elegida entre todas las representaciones posibles
la representación análoga a la percepción actual. Los movimientos
consumados o simplemente nacientes preparan esta selección, o al
menos delimitan el campo de las imágenes que iremos a apresar. Por
la constitución de nuestro sistema nervioso, somos seres en los que
impresiones presentes se prolongan en movimientos apropiados: si
viejas imágenes quieren prolongarse también en esos movimientos,
aprovechan la ocasión para deslizarse en la percepción actual y hacerse
adoptar por ella. Aparecen entonces, de hecho, a nuestra concien­
cia, mientras que deberían, de derecho, permanecer cubiertas por
el estado presente. Se podría pues decir que los movimientos que
provocan el reconocimiento maquinal impiden por un lado, y por el
otro favorecen el reconocimiento a través de imágenes. En principio,
el presente desplaza el pasado. Pero por otra parte, justamente porque
la supresión de las viejas imágenes se sostiene en su inhibición por
la actitud presente, aquellas cuya form a podría encuadrarse en esta
actitud encontrarán un obstáculo menor que las otras; y si desde
entonces alguna de entre ellas puede franquear el obstáculo, la que
lo hará será la imagen semejante a la percepción presente.
Si nuestro análisis es exacto, las enfermedades del reconocimiento
afectarán de dos formas profundamente diferentes, y se constatarán
dos especies de ceguera psíquica. Algunas veces, en efecto, se trata
de las viejas imágenes que ya no podrán ser evocadas, otras veces se
habrá roto solamente el lazo entre la percepción y los movimientos
concomitantes habituales, provocando la percepción movimientos
difusos como si ella fuera nueva. ¿Los hechos verifican esta hipótesis?
N o puede haber discusión sobre el primer punto. La aparente
abolición de los recuerdos visuales en la ceguera psíquica es un hecho
tan com ún que ha podido servir, durante un tiempo, para definir
esta afección. Tendrem os que preguntarnos hasta qué punto y en
qué sentido pueden realmente desvanecerse los recuerdos. Lo que
nos interesa por el momento es el hecho de que se presentan casos
en los que el reconocimiento ya no tiene lugar sin que la memoria
visual esté realmente abolida. ¿Se trata, com o nosotros pretendemos,
de una simple perturbación de los hábitos motrices o al menos de
una interrupción del lazo que ios une a las percepciones sensibles?
N o habiendo ningún observador que haya planteado una pregunta
de este tipo, nos sería muy trabajoso responderla si no hubiéramos
relevado aquí y allá, en sus descripciones, ciertos hechos que nos
parecen significativos.
El primero de estos hechos es la pérdida del sentido de la orien­
tación. T od os los autores que han tratado la ceguera psíquica se
han sorprendido de esta particularidad. El enfermo de Lissauer
había perdido completamente la facultad de orientarse en su casa24.
Fr. Müller insiste sobre el hecho de que, mientras que algunos cie­
gos aprenden muy rápidamente a encontrar su camino, un sujeto
afectado de ceguera psíquica no puede, incluso luego de un mes de
ejercicio, orientarse en su propia habitación25. Pero ¿es la facultad de
orientarse algo distinto de la facultad de coordinar los movimientos
del cuerpo con las impresiones visuales, y de prolongar maquinal­
mente las percepciones en reacciones útiles?
Existe un segundo hecho, más característico aún. N os referimos
a la manera en que dibujan esos enfermos. Uno puede concebir
dos maneras de dibujar. La primera consistiría en plasmar sobre el
papel un cierto número de puntos, por tanteo, y unirlos entre ellos
verificando en todo momento si la imagen se parece al objeto. Es lo

24 A lt. cit., Arch. F Psychiatrie, 1889-90, p. 224. Cf. W ILBRAND, op. cit., p.
140, y BERNHARDT, Eigenthumlicher Fall von Hirnerkrankung (Berliner klinische
Wochenschrifi, 1877, p. 581).
25 Are. cit., Arch. F. Psychiatrie, t. XXIV, p. 898.
que se llamaría dibujar «por puntos». Pero el medio del que habitual­
mente nos valemos es otro distinto. Dibujam os «por trazo continuo»,
luego de haber observado el modelo o de haberlo pensado. ¿Cóm o
explicar una facultad semejante, sino por el hábito de discernir de
inmediato la organización de los contornos más usuales, es decir, por
una tendencia motriz a figurarse el esquema de un trazo? Pero si son
precisamente los hábitos o las correspondencias de ese tipo los que
se disuelven en ciertas formas de la ceguera psíquica, el enfermo aún
podrá, quizás, trazar elementos en línea que, mal que bien, conectará
entre ellos; ya no podrá dibujar de un trazo continuo, porque ya
no tendrá en la mano el movimiento de los contornos. Ahora bien,
esto es precisamente lo que verifica la experiencia. La observación
de Lissauer ya es instructiva a este respecto26. Su enfermo hacía el
mayor esfuerzo en dibujar los objetos simples, y sí quería dibujarlos
mentalmente, trazaba porciones recortadas de ellos, tomadas de
aquí y de allá, y que no llegaba a unir entre ellas. Pero los casos de
ceguera psíquica completa son raros. M ucho más numerosos son
los de ceguera verbal, es decir de una pérdida del reconocimiento
visual limitado a los caracteres del alfabeto. Ahora bien, es un he­
cho de observación corriente la impotencia del enfermo, en caso
semejante, para captar lo que podríamos llamar el movimiento de
las letras cuando intenta copiarlas. Comienza el dibujo en un punto
cualquiera, verificando en todo momento si queda de acuerdo con
el modelo. Y es aún más notable que con frecuencia ha conservado
intacta la facultad de escribir bajo dictado o espontáneamente. Lo
que aquí está abolido es pues el hábito de discernir las articulaciones
del objeto percibido, es decir de completar su percepción visual a
través de una tendencia motriz a esbozar su esquema. D e donde
se puede concluir, como lo habíamos anunciado, que aquí está la
condición primordial del reconocimiento.
Pero debemos pasar ahora del reconocimiento automático, que
se produce sobre todo a través de movimientos, a aquel que exige

2SArt. cit., Arch. F. Psychiatrie, 1889-90, p. 233.


la intervención regular de los recuerdos-imágenes. El primero es un
reconocimiento por distracción; el segundo, como vamos a ver, es
el reconocimiento atento.
El comienza, también, por movimientos. Pero mientras que en
el reconocimiento automático, nuestros movimientos prolongan
nuestra percepción para extraer de ella efectos útiles y nos alejan de
ese m odo del objeto percibido, aquí al contrario ellos nos conducen
al objeto para subrayar sus contornos. D e ahí proviene el rol pre­
ponderante, y ya no accesorio, que los recuerdos-imágenes juegan
en esto. Supongam os en efecto que los movimientos renuncian a
su fin práctico, y que la actividad motriz, en lugar de continuar
la percepción a través de reacciones útiles, retrocede para dibujar
sus trazos salientes: entonces las imágenes análogas a la percepción
presente, imágenes cuya forma ya habrán dado esos movimientos,
vendrán regularmente y ya no accidentalmente a derramarse en ese
molde, a riesgo, es verdad, de abandonar muchos de sus detalles para
facilitarse la entrada.

III. Pasaje gradual de los recuerdos a los movimientos. E l reconoci­


miento y la atención. Aquí tocamos el punto esencial del debate. En el
caso en que el reconocimiento es atento, es decir en que los recuerdos-
imágenes se reúnen regularmente con la percepción presente, ¿es
la percepción la que determina mecánicamente la aparición de los
recuerdos, o son los recuerdos los que se presentan espontáneamente
al encuentro de la percepción?
D e la respuesta que se dará a esta pregunta depende la naturaleza
de las relaciones que se establecerán entre el cerebro y la memoria.
En toda percepción, en efecto, existe una conmoción transmitida
a través de los nervios a los centros perceptivos. Si la propagación
de ese movimiento a los demás centros corticales tuviera por efecto
real hacer surgir allí imágenes, se podría sostener, en rigor, que la
memoria no es más que una función del cerebro. Pero si establece­
m os que aquí com o allá el movimiento no puede producir más que
movimiento, que el rol de la conmoción perceptiva es sencillamente
el de imprimir al cuerpo una cierta actitud en la que los recuerdos
vienen a insertarse, entonces, siendo absorbido todo el efecto de las
conmociones materiales en ese trabajo de adaptación motriz, sería
preciso buscar el recuerdo en otro lugar. En la primera hipótesis, los
desórdenes de la memoria ocasionados por una lesión cerebral pro­
vendrían del hecho de que los recuerdos ocupaban la región lesionada
y habrían sido destruidos con ella. En la segunda, por el contrario,
esas lesiones interesarían nuestra acción naciente o posible, pero
solamente nuestra acción. En un caso impedirían al cuerpo tomar,
de cara a un objeto, la actitud apropiada al recuerdo de la imagen;
en el otro caso cortarían de ese recuerdo sus ataduras con la realidad
presente, es decir que, suprimiendo la última fase de la realización
del recuerdo, suprimiendo la fase de la acción, impedirían por eso
también al recuerdo actualizarse. Pero ni en un caso ni en el otro,
una lesión cerebral destruiría verdaderamente recuerdos.
Esta segunda hipótesis será la nuestra. Pero antes de buscar su
verificación, diremos brevemente cómo nos representamos las relacio­
nes generales de la percepción, de la atención y de la memoria. Para
mostrar cómo un recuerdo podría venir gradualmente a insertarse
en una actitud o un movimiento, vamos a tener que anticipar algo
de las conclusiones de nuestro próximo capítulo.
¿Qué es la atención? Por un lado, la atención tiene por efecto esen­
cial el de volver más intensa la percepción y desprender sus detalles:
considerada en su materia, ella se reduciría pues a un cierto engra­
samiento del estado intelectual27. Pero, por otra parte, la conciencia
constata una irreductible diferencia de form a entre este aumento de
intensidad y aquel que consiste en una más alta potencia de excitación
exterior: este parece en efecto venir de adentro, y manifestar una
cierta actitud adoptada por la inteligencia. Pero aquí precisamente
comienza la oscuridad, pues la idea de una actitud intelectual no es

27 MARILLIER, Remarques sur le mécanisme de I’attention (Revuephilosophique,


1889. t. XXVII). - Cf. WARD, art. Psychology de l’Encyclop. Britannica, y BRADLEY,
Is there a special activity of Attention ? (Mind, 1886, t. XI, p. 305).
una idea clara. Se hablará de una «concentración del espíritu28», o
incluso de un esfuerzo «aperceptivo29» para conducir la percepción
bajo la mirada de la inteligencia distinta. Algunos, materializando
esta idea, supondrán una tensión particular de la energía cerebral30, o
incluso un gasto central de energía viniendo a añadirse a la excitación
recibida31. Pero de este m odo, o bien se limitan a traducir el hecho
psicológicamente constatado en un lenguaje fisiológico que aún nos
parece menos claro, o bien se vuelve siempre a una metáfora.
Gradualmente, seremos llevados a definir la atención por una
adaptación general del cuerpo más que del espíritu, y a ver en esa ac­
titud de la conciencia, ante todo, la conciencia de una actitud. Esta es
la posición tom ada en el debate por Th. R ibot32, y aunque atacada33,
parece haber conservado toda su fuerza con tal de que, según creemos
nosotros, no se vea sin embargo en los movimientos descritos por Th.
Ribot más que la condición negativa del fenómeno. Suponiendo en
efecto que los movimientos concomitantes de la atención voluntaria
fuesen sobre todo movimientos de interrupción, quedaría por expli­
car el trabajo del espíritu que le corresponde, es decir la misteriosa
operación por la cual el m ism o órgano, percibiendo en el mismo
entorno el m ism o objeto, descubre en él un número creciente de
cosas. Pero se puede ir más lejos, y sostener que los fenómenos de
inhibición no son más que una preparación para los movimientos
efectivos de la atención voluntaria. Supongam os en efecto, como ya
hemos hecho presentir, que la atención implique una vuelta atrás
del espíritu que renuncia a proseguir el efecto útil de la percepción
presente: habrá en primer lugar una inhibición de movimiento,

28 HAMILTON, Lectures on Metaphysics, 1 . 1, p. 247.


29 W UNDT, Psychologiephysiologique, t.II, p. 231 y sig. (£d. Félix Alean).
30 MAUDSLEY, Physiologie de l'esprit, p. 300 y sig. —Cf. BASTIAN, Les processus
nerveux dans l’attention (Revue philosophique, t. XXXIII, p. 360 y sig.).
31 W JAMES, Principies ofPsychology, vol. I, p. 441.
32 Psychologie de l ’attention, París, 1889 (Ed. Félix Alean).
33 MARILLIER, art. cit. Cf. J. SULLY, The psycho-physical process in attention
(Brain, 1890, p. 154).
una acción de detención. Pero sobre esta actitud general vendrán
rápidamente a sumarse movimientos más sutiles, de los que algunos
han sido señalados y descritos34, y que tienen por rol volver a pasar
sobre los contornos del objeto percibido. C on esos movimientos
comienza el trabajo positivo, y no ya simplemente negativo, de la
atención. Este se continúa a través de recuerdos.
Si la percepción exterior, en efecto, provoca de nuestra parte m o­
vimientos que dibujan sus grandes líneas, nuestra memoria dirige
sobre la percepción recibida las viejas imágenes que se le asemejan
y de la que nuestros movimientos ya han trazado el esbozo. Ella
recrea de este m odo la percepción presente, o más bien duplica esta
percepción devolviéndole sea su propia imagen, sea alguna imagen-
recuerdo del mismo género. Si la imagen retenida o rememorada
no llega a cubrir todos los detalles de la imagen percibida, se lanza
un llamado a las regiones más profundas y alejadas de la memoria,
hasta que los demás detalles conocidos vengan a proyectarse sobre
aquellos que se ignoran. Y la operación puede proseguirse sin fin,
fortaleciendo la memoria y enriqueciendo la percepción que a su
turno, cada vez más desarrollada, atrae hacia sí un número creciente
de recuerdos complementarios. Ya no pensamos en un espíritu que
dispondría de no sé qué cantidad fija de luz, unas veces difundiéndola
a su alrededor, otras veces concentrándola sobre un único punto.
Imagen por imagen, preferimos comparar el trabajo elemental de
la atención al del telegrafista quien, recibiendo un comunicado im­
portante, lo vuelve a enviar palabra por palabra al lugar de origen
para controlar su exactitud.
Pero para reenviar un comunicado, es preciso saber manipular el
aparato. Y del mismo m odo, para reflejar sobre una percepción la
imagen que hemos recibido de ella, es preciso que podamos repro­
ducirla, es decir reconstruirla a través de un esfuerzo de síntesis. Se
ha dicho que la atención era una facultad de análisis, y se ha tenido

34 N. LANGE, Beitr. Zur Theorie der sinniichen Aufmerksamkeit (Philos. Studien


de W UNDT, t. VII, p. 390-422).
razón; pero no se ha explicado suficientemente cómo es posible un
análisis de ese tipo, ni a través de qué procesos llegamos a descubrir
en una percepción lo que no se manifestaba en ella desde un princi­
pio. La verdad es que este análisis se realiza a través de una serie de
ensayos de síntesis, o lo que es lo mismo, por otras tantas hipótesis:
nuestra memoria escoge, una tras otra, imágenes análogas diversas
que lanza en la dirección de la percepción nueva. Pero esta elección
no opera al azar. Aquello que sugiere las hipótesis, lo que preside
de lejos la selección, son movimientos de imitación a través de los
cuales la percepción se continúa, y que servirán de marco común a
la percepción y a las imágenes rememoradas.
Pero entonces, será necesario representarse de otro modo el hecho
de que habitualmente no producimos el mecanismo de la percep­
ción distinta. La percepción no consiste únicamente en impresiones
recibidas o aún elaboradas por el espíritu. Al menos esto es así en
esas percepciones tan pronto recibidas com o disipadas, aquellas
que dispersamos en acciones útiles. Pero toda percepción atenta
supone verdaderamente, en el sentido etimológico de la palabra, una
reflexión, es decir la proyección exterior de una imagen activamente
creada, idéntica o semejante al objeto, y que viene a moldearse sobre
sus contornos. Si luego de haber fijado un objeto, desviamos brus­
camente nuestra mirada, obtenemos una imagen consecutiva: ¿no
debemos suponer que esta imagen ya se producía cuando lo mirá­
bamos? El reciente descubrimiento de fibras perceptivas centrífugas
nos inclinaría a pensar que las cosas suceden regularmente así, y que
al lado del proceso aferente que lleva la impresión al centro, existe
otro, inverso, que reconduce la imagen a la periferia. Es verdad que
aquí se trata de imágenes fotografiadas sobre el objeto mismo, y d e '
recuerdos inmediatamente consecutivos a la percepción de la que
ellos no son más que el eco. Pero detrás de esas imágenes idénticas
al objeto, están las otras, almacenadas en la memoria, y que simple­
mente tienen con él la semejanza, aquellas que en fin no tienen más
que un parentesco más o menos lejano. Ellas se conducen todas al
encuentro de la percepción, y nutridas de su sustancia, adquieren
suficiente fuerza y vida para exteriorizarse con ella. Las experiencias de
Münsterberg35, de Külpe36, no dejan ninguna duda sobre este último
punto: toda imagen-recuerdo capaz de interpretar nuestra percepción
actual se cuela de modo tal que no podemos discernir ya lo que es
percepción y lo que es recuerdo. Pero nada más interesante, a este
respecto, que las ingeniosas experiencias de Goldscheider y Müller
sobre el mecanismo de la lectura37. Contra Grashey, que había sos­
tenido en un célebre trabajo 38que leemos las palabras letra por letra,
estos experimentadores han establecido que la lectura corriente es un
verdadero trabajo de adivinación, tomando nuestro espíritu de aquí
y de allá algunos trazos característicos y colmando todo intervalo con
recuerdos-imágenes que, proyectados sobre el papel, sustituyen a los
caracteres realmente impresos y nos dan la ilusión de ser ellos. De
este modo, creamos o reconstruimos sin cesar. Nuestra percepción
distinta es verdaderamente comparable a un círculo cerrado, en el que
la imagen-percepción dirigida sobre el espíritu y la imagen-recuerdo
lanzada en el espacio corren una detrás de la otra.
Insistimos sobre este último punto. D e buen grado se nos repre­
senta la percepción atenta com o una serie de procesos que camina­
rían a lo largo de un hilo único, el objeto excitando sensaciones, las
sensaciones haciendo surgir frente a ellas ideas, cada idea sacudiendo
progresivamente puntos más recónditos de la m asa intelectual.
Habría aquí pues una marcha en línea recta, a través de la cual el
espíritu se alejaría cada vez más del objeto para no volver más a él.
Por el contrario nosotros afirmamos que la percepción reflejada es
un circuito en el que todos los elementos, comprendido el objeto
percibido mismo, se encuentran en estado de tensión m utua como

35 Beitr. zur experimentellen Psychologie, Heft 4, p. 15 y sig.


36 Grundriss der Psychologie, Leipzig, 1893, p. 185.
37 Zur Physiologie und Pathologie des Lesens {Zeitschr. F. KLinischeMedicin, 1893).
Cf. McKEEN CATTELL, Ueber die Zeit der Erkennung von Schrifzeichen (Philos.
Studien, 1885-86).
38 Ueber Aphasie und ihre Beziehungen zur Wahrnehmung (Arch. F. Psychiatrie,
1885, t. XVI).
en un circuito eléctrico, de suerte que ninguna conmoción partida
del objeto puede detener su marcha en las profundidades del espíritu:
debe siempre retornar al objeto mismo. N o se debe ver aquí una sim­
ple cuestión de palabras. Se trata de dos concepciones radicalmente
diferentes del trabajo intelectual. Según la primera, las cosas suceden
mecánicamente y por una serie totalmente accidental de adiciones
sucesivas. En una percepción atenta, por ejemplo, nuevos elementos
que emanan a cada momento de una región más profunda del espíritu
podrían juntarse a los antiguos elementos sin crear una perturbación
general, sin exigir una transformación del sistema. En la segunda,
por el contrario, un acto de atención implica tal solidaridad entre el
espíritu y su objeto, se trata de un circuito tan bien cerrado, que no
se podría pasar a estados de concentración superior sin crear otras
tantas piezas con circuitos nuevos que envuelven al primero, y que
no tienen en común entre ellos más que el objeto percibido. D e esos
diferentes círculos de la memoria, que estudiaremos en detalle más
tarde, el más limitado, llamado A, es el más próximo a la percep­
ción inmediata. N o contiene más que
el objeto percibido mismo, llamado O ,
con la imagen consecutiva que viene a
cubrirlo. Detrás de él los círculos B, C,
D , cada vez más amplios, responden a
esfuerzos crecientes de expansión inte­
lectual. Es la totalidad de la memoria,
com o veremos, la que entra en cada uno
de esos circuitos, puesto que la memoria
está siempre presente; pero esta memo­
ria, cuya elasticidad le permite dilatarse
indefinidamente, refleja sobre el objeto
un número creciente de cosas sugeridas,
a veces los detalles del objeto mismo, a
veces detalles concomitantes que pue­
den contribuir a iluminarlo. Así, luego
de haber reconstituido el objeto perci­
bido a la manera de un todo independiente, reconstituimos con él
las condiciones cada vez más lejanas con las cuales forma un sistema.
Llamamos B ’, C ’, D ’ a esas causas de profundidad creciente, situadas
detrás del objeto, y virtualmente dadas con el objeto mismo. Se ve
que el progreso de la atención tiene por efecto el de crear de nuevo
no solamente el objeto percibido, sino los sistemas cada vez más
vastos a los que puede relacionarse; de suerte que a medida que los
círculos B, C, D representen una más alta expansión de la memoria,
su reflexión alcanza en B ’, C ’, D ’ capas más profundas de la realidad.
La m ism a vida psicológica estaría pues repetida un número
indefinido de veces, según los pisos sucesivos de la memoria, y el
mismo acto del espíritu podría actuarse a alturas diferentes. En el
esfuerzo de atención, el espíritu se da siempre por completo, pero
se simplifica o se com plica según el nivel que escoja para cumplir
sus evoluciones. Es com únm ente la percepción presente la que
determina la orientación de nuestro espíritu; pero según el grado
de tensión que nuestro espíritu adopte, según la altura en la que se
ubique, esta percepción desarrolla en nosotros un mayor o menor
número de recuerdos-imágenes.
En otros términos, los recuerdos personales, exactamente locali­
zados, y cuya serie delinearía el curso de nuestra existencia pasada,
constituyen, reunidos, la última y más ancha envoltura de nuestra
memoria. Esencialmente fugitivos, no se materializan más que por
azar, sea que una determinación accidentalmente precisa de nuestra
actitud corporal los provoque, sea que la indeterminación m isma
de esta actitud deje el cam po libre al capricho de su manifestación.
Pero esta envoltura extrema se reduce y repite en círculos interiores
y concéntricos, los que m ás estrechos, sostienen los m ismos re­
cuerdos disminuidos, cada vez más alejados de su form a personal y
original, cada vez más capaces, en su generalidad, de aplicarse sobre
la percepción presente y determinarla a la manera de una especie
englobando al individuo. Llega un momento en que el recuerdo así
reducido se inserta tan bien en la percepción presente que no podría
decirse dónde termina la percepción, dónde comienza el recuerdo.
En ese preciso momento la memoria, en lugar de hacer aparecer y
desaparecer caprichosamente sus representaciones, se regula por el
detalle de los movimientos corporales.
Pero a m edida que esos recuerdos se aproximan más al movi­
miento y por eso mismo a la percepción exterior, la operación de la
memoria adquiere una mayor importancia práctica. Las imágenes
pasadas, reproducidas tal cual con todos sus detalles y hasta con su
coloración afectiva, son las imágenes de la fantasía o el ensueño; lo
que llamamos actuar es precisamente lograr que esta memoria se
contraiga o mejor se afile cada vez más, hasta no presentar más que
el filo de su hoja a la experiencia donde ella penetrará. En el fondo,
es por no haber distinguido aquí el elemento motor de la memoria
que unas veces se ha desconocido, otras exagerado, lo que hay de
automático en la evocación de los recuerdos. Conform e a nuestro
sentir, un llamado es lanzado a nuestra actividad en el momento
preciso en que nuestra percepción se descompone automáticamente
en movimientos de imitación: nos es proporcionado un esbozo cuyo
detalle y color recreamos proyectando en él recuerdos más o menos
lejanos. Pero no es así como se consideran ordinariamente las cosas.
En unos casos, se confiere al espíritu una autonomía absoluta; se le
atribuye el poder de obrar a su antojo sobre los objetos presentes o
ausentes; y ya no se comprenden entonces los desórdenes profundos
de la atención y de la memoria que pueden seguir a la menor per­
turbación del equilibrio senso-motor. En otros casos, al contrario,
se hace de los procesos imaginativos otros tantos efectos mecánicos
de la percepción presente; se quiere que por un progreso necesario
y uniforme el objeto haga surgir sensaciones, y las sensaciones ideas
que se enganchen en ellas: entonces, com o no hay razón para que el
fenómeno, mecánico al comienzo, cambie de naturaleza en el camino,
se desemboca en la hipótesis de un cerebro en el que estados intelec­
tuales podrían depositarse, dormitar y despertarse. En un caso como
en el otro, se desconoce la verdadera función del cuerpo, y com o no
se ha visto para qué es necesaria la intervención de un mecanismo, no
se sabe tampoco, una vez que se apela a él, dónde se lo debe detener.
Pero ha llegado el momento de salir de estas generalidades. D e­
bemos investigar si nuestra hipótesis está verificada o invalidada por
los hechos conocidos de localización cerebral. Los trastornos de la
memoria imaginativa que corresponden a lesiones localizadas de la
corteza son siempre enfermedades del reconocimiento, sea del reco­
nocimiento visual o auditivo en general (ceguera 7 sordera psíquicas),
sea del reconocimiento de las palabras (ceguera verbal, sordera verbal,
etc.). Estos son pues los desórdenes que debemos examinar.
Pero si nuestra hipótesis es fundada, esas lesiones del reconoci­
miento no provendrán en absoluto del hecho de que los recuerdos
ocupaban la región lesionada. Tendrán que ver con dos causas: en
un caso a que nuestro cuerpo ya no puede tomar automáticamente,
en presencia de la excitación venida de afuera, la actitud precisa
por intermedio de la cual se operaría una selección entre nuestros
recuerdos; en el otro a que los recuerdos ya no encuentran en el
cuerpo un punto de aplicación, un medio de prolongarse en acción.
En el primer caso, la lesión afectará los mecanismos que prolongan la
conmoción recibida en movimiento automáticamente ejecutado: la
atención ya no podrá ser fijada por el objeto. En el segundo, la lesión
comprometerá esos centros particulares de la corteza que preparan los
movimientos voluntarios proporcionándoles el antecedente sensorial
necesario y que se llaman, con o sin razón, centros imaginativos: la
atención ya no podrá ser fijada por el sujeto. Pero en un caso como
en el otro, se tratará de movimientos actuales que serán lesionados
o de movimientos por venir que dejarán de ser preparados: no habrá
habido destrucción de recuerdos.
Ahora bien, la patología confirma esta previsión. N os revela la
existencia de dos especies absolutamente distintas de ceguera y de
sordera: psíquicas por un lado, y verbales por el otro. En la primera,
los recuerdos visuales o auditivos son todavía evocados, pero no
pueden ya aplicarse sobre las percepciones correspondientes. En la
segunda, la evocación m ism a de los recuerdos está impedida. ¿La
lesión afecta, com o decíamos, los mecanismos senso-motores de la
atención automática en el primer caso, los mecanismos imaginativos
de la atención voluntaria en el otro? Para verificar nuestra hipótesis,
debemos limitarnos a un ejemplo preciso. Desde luego, podríamos
mostrar que el reconocimiento visual de las cosas en general, de las
palabras en particular, implica en primer lugar un proceso motor
semi-automático, luego una proyección activa de recuerdos que se
insertan en las actitudes correspondientes. Pero preferimos apegamos
a las impresiones del oído, y más específicamente a la audición del
lenguaje articulado, porque este ejemplo es el más comprensible de
todos. O ír la palabra, en efecto, es en primer lugar reconocer su so­
nido, es enseguida encontrar el sentido, es en fin llevar más o menos
lejos su interpretación: en resumen, es pasar por todos los grados de
la atención y ejercer varias potencias sucesivas de la memoria. Por
otra parte, no hay trastornos más frecuentes ni mejor estudiados
que los de la memoria auditiva de las palabras. En fin la abolición
de las imágenes verbales acústicas no ocurre sin la lesión grave de
ciertas circunvoluciones determinadas de la corteza: se nos va pues
a proporcionar un ejemplo indiscutible de localización, sobre el cual
podremos preguntarnos si el cerebro es realmente capaz de almacenar
recuerdos. D ebem os pues mostrar en el reconocimiento auditivo
de las palabras: I o un proceso automático senso-motor; 2 o una
proyección activa y por así decir excéntrica de recuerdos-imágenes.
I o Escucho conversar a dos personas en una lengua desconoci­
da. ¿Basta para que las oiga? Las vibraciones que me llegan son las
mismas que afectan sus oídos. Sin embargo no percibo más que un
ruido confuso en el que todos los sonidos se parecen. N o distingo
nada y no podría repetir nada. En esta misma masa sonora, por el
contrario, los dos interlocutores distinguen consonantes, vocales y
sílabas que apenas se parecen, en fin palabras distintas. ¿Dónde está
la diferencia entre ellos y yo?
La cuestión es saber cómo el conocimiento de una lengua, que
no es más que recuerdo, puede modificar la materialidad de una
percepción presente, y hacer oír actualmente a unos lo que otros en
las mismas condiciones físicas no oyen. Se supone, es cierto, que los
recuerdos auditivos de las palabras acumulados en la memoria, res­
ponden aquí al llamado de las impresiones sonoras y vienen a reforzar
su efecto. Pero si la conversación que oigo no es para mí más que un
ruido, se puede suponer el sonido reforzado cuanto uno quiera: por
ser más fuerte, el ruido no será más claro. Para que el recuerdo de la
palabra se deje evocar por la palabra oída, es preciso al menos que
el oído oiga la palabra. ¿Cóm o hablarán a la memoria los sonidos
percibidos, cómo escogerán en la tienda de las imágenes auditivas
aquellas en las que deben posarse si ellas aún no han sido separadas,
distinguidas, en fin percibidas como sílabas y como palabras?
Esta dificultad no parece haber afectado lo suficiente a los teóricos
de la afasia sensorial. En la sordera verbal, en efecto, el enfermo se en­
cuentra respecto de su propia lengua en la m ism a situación en la que
nosotros mismos nos encontramos cuando oímos hablar una lengua
desconocida. Por lo general, él ha conservado intacto el sentido del
oído, pero no comprende nada de las palabras que oye pronunciar,
y a menudo incluso no llega a distinguirlas. Se cree haber explicado
lo suficiente este estado diciendo que los recuerdos auditivos de las
palabras están destruidos en la corteza, o que una lesión unas veces
transcortical, otras veces sub-cortical, impide al recuerdo auditivo
evocar la idea, o a la percepción reunirse con el recuerdo. Pero, al
menos para el último caso, la pregunta psicológica permanece intac­
ta: ¿cuál es el proceso conciente que la lesión ha abolido, y por qué
intermedio se produce en general el discernimiento de las palabras y
de las sílabas, dadas ante todo al oído como una continuidad sonora?
La dificultad sería insalvable si realmente sólo tuviéramos que tra­
tar con impresiones auditivas por un lado, y con recuerdos auditivos
por el otro. N o sería igual si las impresiones auditivas organizaran
movimientos nacientes, capaces de recalcar la frase escuchada y de
marcar sus principales articulaciones. Estos movimientos automáticos
de acompañamiento interior, primero confusos y mal coordinados,
se desenvolverían cada vez mejor al repetirse; acabarían por delinear
una imagen simplificada donde la persona que escucha reconocería,
en sus grandes líneas y sus principales direcciones, los movimientos
mismos de la persona que habla. Se desplegaría así en nuestra con­
ciencia, bajo la form a de sensaciones musculares nacientes, lo que
llamaremos el esquema motor de la palabra oída. Instruir el oído en
los elementos de una lengua nueva no consistiría entonces ni en
modificar el sonido bruto ni en añadirle un recuerdo; sería coordinar
las tendencias motrices de los músculos de la voz con las impresiones
del oído, sería perfeccionar el acompañamiento motor.
Para aprender un ejercicio físico, comenzamos por imitar el movi­
miento en su conjunto, tal como nuestros ojos nos lo muestran desde
afuera, tal como hemos creído verlo ejecutarse. Nuestra percepción de
esto ha sido confusa: confuso será el movimiento con el que se intente
repetirla. Pero mientras que nuestra percepción visual era la de un
todo continuo, el movimiento a través del cual buscamos reconstituir
su imagen está compuesto de una multitud de contracciones y de
tensiones musculares; y la conciencia que tenemos de él comprende
por sí m ism a sensaciones múltiples, provenientes del juego variado
de las articulaciones. El movimiento confuso que imita la imagen es
ya pues su virtual descomposición; contiene su análisis en sí mismo,
por así decirlo. El progreso que nacerá de la repetición y del ejercicio
consistirá simplemente en liberar lo que estaba envuelto de entrada,
en dar a cada uno de los movimientos elementales esa autonomía
que asegura la precisión, conservando en cada uno la solidaridad
con los otros sin la cual se volvería inútil. Tenem os razón en decir
que el hábito se adquiere por la repetición del esfuerzo; pero ¿para
qué serviría el esfuerzo repetido si reprodujera siempre lo mismo?
La repetición tiene por verdadero efecto el de descomponer prime­
ro, recomponer después, y de este modo hablar a la inteligencia del
cuerpo. En cada nuevo intento, despliega movimientos envueltos;
llama cada vez la atención del cuerpo sobre un nuevo detalle que
había pasado inadvertido; hace que divida y clasifique; le señala lo
esencial; encuentra una a una, en el movimiento total, las líneas que
marcan su estructura interior. En este sentido, un movimiento es
aprendido desde que el cuerpo lo ha comprendido.
Es así como un acompañamiento m otor de la palabra oída rom­
perá la continuidad de esta masa sonora. Resta saber en qué consiste
este acompañamiento. ¿Se trata de la palabra misma, reproducida
internamente? Pero entonces el niño sabría repetir todas las pala­
bras que su oído distingue; y nosotros mismos sólo tendríamos que
comprender una lengua extranjera para pronunciarla con el acento
justo. Está claro que las cosas no suceden con tanta simpleza. Puedo
tomar una melodía, seguir su trazado, fijarla incluso en mi memo­
ria, y no poder cantarla. Distingo sin esfuerzo particularidades de
inflexión y de entonación de un inglés hablando alemán —lo corrijo
pues internamente—; no se sigue de esto que si yo hablara daría la
inflexión y la entonación justas a la frase alemana. Los hechos clínicos
concurren por otra parte a confirmar aquí la observación diaria. Se
puede incluso seguir y comprender la palabra mientras se ha devenido
incapaz de hablarla. La afasia motriz no implica la sordera verbal.
Sucede que el esquema en medio del cual recalcamos la pala­
bra oída marca solamente sus contornos salientes. Es a la palabra
misma lo que el croquis ai cuadro acabado. O tra cosa es en efecto
comprender un movimiento difícil, otra cosa aún poder ejecutarlo.
Para comprenderlo, basta realizar lo esencial de él, justo lo suficiente
para distinguirlo de los otros movimientos posibles. Pero para poder
ejecutarlo, es preciso además haberlo hecho comprender al cuerpo.
Ahora bien, la lógica del cuerpo no admite los sobrentendidos. Ella
exige que todas las partes constitutivas del movimiento demandado
estén exhibidas una por una, luego recompuestas conjuntamente.
Se vuelve aquí necesario un análisis completo que no desatienda
ningún detalle, y una síntesis actual en la que no se abrevie nada. El
esquema imaginativo, compuesto de algunas sensaciones musculares
nacientes, no era más que un esbozo. Las sensaciones musculares real
y completamente experimentadas le dan el color y la vida.
Resta saber cómo podría producirse un acompañamiento de este
género, y si en realidad se produce siempre. Se sabe que la pronun­
ciación efectiva de una palabra exige la intervención simultánea de
la lengua y de los labios para la articulación, de la laringe para la
fonación, finalmente de los músculos torácicos para la producción
de la corriente de aire expiratoria. A cada sílaba pronunciada co­
rresponde pues la entrada en juego de un conjunto de mecanismos
completamente montados en los centros medulares y bulbarios. Estos
mecanismos están unidos a los centros superiores de la corteza a través
de las prolongaciones cilindro-axiales de las células piramidales de la
zona psico-motriz; es a lo largo de estas vías que camina el impulso
de la voluntad. D e este modo, según que deseemos articular un
sonido u otro, transmitimos la orden de actuar a tales o cuales de
esos mecanismos motores. Pero si los mecanismos completamente
m ontados que responden a los diversos movimientos posibles de
articulación y de fonación están en relación con las causas, cualquie­
ra que ellas sean, que los accionan en el habla voluntaria, existen
hechos que dejan fuera de duda la comunicación de esos mismos
mecanismos con la percepción auditiva de las palabras. Entre las
numerosas variedades de afasia descritas por los clínicos, se conocen
de entrada dos de ellas (4a y 6a formas de Lichtheim) que parecen
implicar una relación de este tipo. Así, en un caso observado por
Lichtheim mismo, el sujeto había perdido como resultado de una
caída la memoria de la articulación de las palabras y en consecuen­
cia la facultad de hablar espontáneamente; sin embargo repetía lo
que se le decía con la mayor corrección39. Por otra parte, en casos
donde el habla espontánea está intacta, pero en que la sordera ver­
bal es absoluta, no comprendiendo el enfermo ya nada de lo que
se le dice, la facultad de repetir la palabra de otro puede aún estar
enteramente conservada40. ¿Diremos, con Bastian, que estos fenó­
menos dan testimonio simplemente de una pereza de la memoria
articulatoria o auditiva de las palabras, limitándose las impresiones
acústicas a despertar a esta memoria de su adormecimiento41? Esta
hipótesis, a la cual por otra parte daremos su lugar, no nos parece
dar cuenta de los fenómenos tan curiosos de ecolalia señalados desde

39 LICH TH EIM , On Aphasia CBrain, enero 1885, p. 447).


40 Ibid., p. 454.
41 BASTIAN, On difFerent kinds o f Aphasia (British Medical Journal, octubre y
noviembre, 1887, p. 935).
hace mucho tiempo por Romberg42, por Voisin43, por Winslow44,
y que Kussmaul ha calificado, con alguna exageración sin dudas,
cornos reflejos acústicos45. A quí el sujeto repite maquinalmente, y
quizás inconcientemente, las palabras oídas, como si las sensaciones
auditivas se convirtieran ellas mismas en movimientos articulatorios.
Partiendo de ahí, algunos han supuesto un mecanismo especial que
ligaría un centro acústico de las palabras a un centro articulatorio
del habla46. La verdad parece estar en el medio de estas dos hipótesis:
hay en esos diversos fenómenos más que acciones absolutamente
mecánicas, pero menos que un llamado a la memoria voluntaria;
ellos prueban una tendencia de las impresiones verbales auditivas a
prolongarse en movimientos de articulación, tendencia que no escapa
seguramente al control habitual de nuestra voluntad, lo que implica
quizás incluso un discernimiento rudimentario, y que se traduce, en
estado normal, por una repetición interior de los trazos salientes de
la palabra oída. Ahora bien, nuestro esquema motor no es otra cosa.
Profundizando esta hipótesis se encontraría quizás la explicación
psicológica de ciertas formas de sordera verbal que pedíamos hace
un momento. Se conocen algunos casos de sordera verbal con
supervivencia integral de los recuerdos acústicos. El enfermo ha
conservado intactos el recuerdo auditivo de las palabras y el sentido
del oído; sin embargo no reconoce ninguna de las palabras que oye
pronunciar47. Aquí se supone una lesión sub-cortical que impediría

42 ROMBERG, Lehrbuch der Nervenkrankheiten, 1853, t. II.


43 Citado por BATEMAN, On Aphasia, London, 1890, p. 79. - Cf. MARCÉ,
Mémoire sur quelques observations de physiologie pathologique (Mém. De la Soc.
De Biologie, 2 ° série, t. III, p. 102).
44 WINSLOW, On obscure diseases ofthe Brain, London, 1861, p. 505.
45 KUSSMAUL, Les troubles de la parole, Paris, 1884, p. 69 y sig.
46 ARNAUD, Contribution á l’étude clinique de la surdité verbale {Arch. De
Neuro 'logie, 1886, p. 192). —SPAMER, Ueber Asymbolie (Arch. F. Psychiatrie, t. VI,
p. 507 y 524).
47 Ver en particular: E SÉRIEUX, Sur un cas de surdité verbale puré (Revue de
médicine, 1893, p. 733 y sig.); LICH THEIM , art. cit., p. 461; yARNAUD, Contrib.
a l’etude de la surdité verbale (2o arríele), Arch. De Neurologie, 1886, p. 366.
a las impresiones acústicas ir a encontrar las imágenes verbales audi­
tivas a los centros de la corteza donde estarían depositadas. Pero la
cuestión es primero saber específicamente si el cerebro puede alma­
cenar imágenes; y luego si la constatación misma de una lesión en
las vías conductoras de la percepción no nos dispensaría de buscar la
interpretación psicológica del fenómeno. En hipótesis, los recuerdos
auditivos pueden en efecto ser llamados a la conciencia; en hipótesis
también las impresiones auditivas llegan a la conciencia: debe haber
pues en la conciencia m ism a una laguna, una interrupción, algo en
fin que se oponga a la confluencia de la percepción y el recuerdo.
Ahora bien, el hecho se aclarará si se señala que la percepción audi­
tiva bruta es verdaderamente la de una continuidad sonora, y que
las conexiones senso-motrices establecidas por el hábito, en estado
normal, deben tener por rol descomponerla: una lesión de esos
mecanismos concientes, al impedir producirse la descomposición,
detendría en seco el vuelo de los recuerdos que tienden a posarse
sobre las percepciones correspondientes. Es pues sobre el «esquema
motor» que podría asentarse la lesión. Pásese revista al caso, bastante
raro además, de sordera verbal con conservación de los recuerdos
acústicos: se notarán, creemos, ciertos detalles característicos respecto
a esto. Adler señala com o un hecho notable en la sordera verbal que
los enfermos no reaccionan más a los ruidos, aún intensos, mientras
que el oído ha conservado en sí mismo la mayor agudeza48. E n otros
términos, el sonido ya no encuentra su eco motor. U n enfermo
de Charcot, afectado de sordera verbal pasajera, relata que él oía
bien el timbre de su reloj, pero que no habría podido contar los
pulsos sonados49. N o llegaría pues, probablemente, a separarlos y
distinguirlos. O tro enfermo declarará que percibe las palabras de la
conversación, pero como un ruido confuso50. En fin el sujeto que
ha perdido la inteligencia de la palabra oída la recobra si se le repite

48ADLER, Beitrag zur Kenntniss der seltneren Formen von sensorischer Aphasie
(Neurol. Centralblatt, 1891, p. 296 y 297).
49 BERNARD, De laphasie, París, 1889, p. 143.
50 BALLET, Le langage intérieur, París, 1888, p. 85 (Ed. Félix Alean).
la palabra varias veces y sobre todo si se la pronuncia recalcándosela
sílaba por sílaba51. ¿N o es particularmente significativo este último
hecho, constatado en varios casos absolutamente puros de sordera
verbal con conservación de los recuerdos acústicos?
El error de Stricker52 ha sido el de creer en una repetición inte­
rior integral de la palabra oída. Su tesis ya estaría refutada por el
simple hecho de que no se conoce un sólo caso de afasia motriz que
haya entrañado sordera verbal. Pero todos los hechos concurren a
demostrar la existencia de una tendencia motriz a desarticular los
sonidos, a establecer su esquema. Además esta tendencia automática
no ocurre —lo decíamos más arriba—sin un cierto trabajo intelectual
rudimentario: ¿cómo podríam os sino identificar conjuntamente, y
en consecuencia atender con el mismo esquema, palabras semejan­
tes pronunciadas a alturas diferentes con timbres de voz diferentes?
Esos movimientos interiores de repetición y de reconocimiento son
como un preludio a la atención voluntaria. Señalan el límite entre la
voluntad y el automatismo. A través suyo se preparan y se deciden,
como lo dejábamos presentir, los fenómenos característicos del reco­
nocimiento intelectual. Pero, ¿qué es este reconocimiento completo
llegado a la plena conciencia de sí mismo?

2 o Abordamos la segunda parte de este estudio: de los movimien­


tos pasamos a los recuerdos. El reconocimiento atento, decíamos,
es un verdadero circuito en el que el objeto exterior nos entrega
partes cada vez más profundas de sí mismo a medida que nuestra
memoria, simétricamente ubicada, adopta una mayor tensión para
proyectar hacia él sus recuerdos. En el caso particular que nos
ocupa el objeto es un interlocutor cuyas ideas se desarrollan en su
conciencia a través de representaciones auditivas para materializarse

31 Ver los tres casos citados por ARNAUD en los Archives de Neitrologie, 1886, p.
366 y sig. (Contrib. Clinique á l ’étiide de la surdité verbale, 1 ° arricie). —Cf. El caso
de SCHM IDT, Gehors- und Sprachstorung in Folge von Apoplexie {Allg. Zeitschr.
F. Psychiatrie, 1871, t. XXVII, p. 304).
32 STRICKER, Du langage et de la musique, París, 1885.
luego en palabras pronunciadas. Será preciso pues, si estamos en lo
cierto, que el oyente se sitúe de golpe entre ideas correspondientes, y las
desarrolle a través de representaciones auditivas que recubrirán los
sonidos brutos percibidos encajándose ellas mismas en el esquema
motor. Seguir un cálculo es rehacerlo por propia cuenta. Del mismo
m odo comprender la palabra de otro consistiría en reconstituir inte­
ligentemente, es decir partiendo de las ideas, la continuidad de los
sonidos que el oído percibe. Y más generalmente prestar atención,
reconocer con inteligencia e interpretar se confundirían en una única
y m ism a operación por la cual el espíritu, habiendo fijado su nivel,
habiendo escogido él mismo en relación a las percepciones brutas
el punto simétrico de su causa más o menos próxima, dejaría correr
hacia ellas los recuerdos que van a recubrirlas.
Apresurémonos a decirlo, no es así com o habitualmente consi­
deramos las cosas. Aquí están nuestros hábitos asociacionistas, en
virtud de los cuales nos representamos sonidos que evocarían por
contigüidad recuerdos auditivos, y los recuerdos auditivos ideas.
Luego existen las lesiones cerebrales, que parecen entrañar la desa­
parición de los recuerdos: más específicamente, en el caso que nos
ocupa, se podrán invocar las lesiones características de la sordera
verbal cortical. D e este m odo la observación psicológica y los hechos
clínicos parecen concordar. H abría por ejemplo representaciones
auditivas adormecidas en la corteza bajo la form a de modificaciones
físico-químicas de las células: una conmoción venida de afuera las
despierta, y ellas evocan ideas por un proceso intra-cerebral, quizás
por movimientos transcorticales que van a buscar las representaciones
complementarias.
Reflexionemos sin embargo a las extrañas consecuencias de una
hipótesis de este tipo. La imagen auditiva de una palabra no es un
objeto de contornos definitivamente fijados, pues la misma palabra
pronunciada por voces diferentes o por la m ism a voz a diferentes
alturas da sonidos diferentes. H abrá pues tantos recuerdos auditi­
vos de una palabra como niveles de sonido y timbres de voz. ¿Se
amontonarán todas esas imágenes en el cerebro? o si el cerebro elige,
¿cuál preferirá? Supongam os sin embargo que tenga sus razones
para elegir una de ellas: ¿cómo esa m ism a palabra, pronunciada por
una nueva persona, irá a reunirse con un recuerdo del que difiere?
Notem os en efecto que este recuerdo es, en hipótesis, algo inerte
y pasivo, incapaz en consecuencia de captar una similitud interna
bajo diferencias exteriores. Se nos habla de la imagen auditiva de la
palabra com o si fuera una entidad o un género: ese género existe, sin
duda alguna, para una memoria activa que esquematiza la semejanza
de ios sonidos complejos; pero para un cerebro que no registra y no
puede registrar más que la materialidad de los sonidos percibidos,
habrá para la misma palabra miles y miles de imágenes distintas.
Pronunciada por una voz nueva constituirá una imagen nueva que
se añadirá pura y simplemente a las otras.
Pero he aquí algo no menos dificultoso. U na palabra sólo tiene
individualidad para nosotros desde el día en que nuestros maestros
nos han enseñado a abstraería. N o son palabras lo que aprendemos
primero a pronunciar, sino frases. U na palabra siempre se anastomosa
con aquella que la acompaña, y toma aspectos diferentes según el andar
y el movimiento de la frase de la que forma parte integrante: del mis­
mo modo, cada nota de un tema melódico refleja vagamente el tema
completo. Supongamos pues que haya recuerdos auditivos modelos,
representados por ciertos dispositivos intra-cerebrales, y esperando
el paso de las impresiones sonoras: estas impresiones pasarán sin ser
reconocidas. ¿Dónde está en efecto la medida común, dónde está el
punto de contacto entre la imagen seca, inerte, aislada, y la realidad
viviente de la palabra que se organiza con la frase? Comprendo muy
bien ese comienzo del reconocimiento automático que consistiría,
como lo hemos visto más arriba, en subrayar las principales articula­
ciones de esta frase, en adoptar de ese m odo su movimiento. Pero a
menos de suponer en todos los hombres voces idénticas pronunciando
en el mismo tono las mismas frases estereotipadas, no veo cómo las
palabras oídas irían a reunir sus imágenes en la corteza cerebral.
Ahora, si realmente existen recuerdos depositados en las células
de la corteza, se constatará por ejemplo en la afasia sensorial la pér­
dida irreparable de ciertas palabras determinadas, la conservación
integral de otras. D e hecho, no es así com o las cosas suceden. En
algunos casos es la totalidad de los recuerdos la que desaparece, es­
tando la facultad de audición mental pura y simplemente abolida,
en otros se asiste a un debilitamiento general de esta función; pero
es habitualmente la función la que está reducida y no el número de
los recuerdos. Parece que el enfermo no tuviera ya la fuerza para
volver a captar sus recuerdos acústicos, gira alrededor de la imagen
verbal sin llegar a posarse sobre ella. Para hacerle reconocer una
palabra basta a menudo que se lo encamine, que se le indique la
primera sílaba53, o simplemente que se lo aliente54. U na emoción
podrá producir el mismo efecto55. Sin embargo se presentan casos
en que parece que fueran grupos de representaciones determinadas
las que son borradas de la memoria. H em os pasado revista a un gran
número de esos hechos, y nos ha parecido que se los podía repartir
en dos categorías absolutamente separadas. En la primera, la pérdida
de los recuerdos es generalmente brusca; en la segunda es progresiva.
En la primera, los recuerdos recortados de la memoria son cualquier
recuerdo, escogidos arbitraria e incluso caprichosamente: pueden ser
ciertas palabras, ciertas cifras, o incluso, con frecuencia, todas las
palabras de una lengua aprendida. En la segunda, las palabras siguen
un orden metódico y gramatical para desaparecer, aquel mismo que
indica la ley de Ribot: los nombres propios se eclipsan primero, luego
los nombres comunes, por último los verbos56. H asta aquí las dife­
rencias exteriores. H e aquí ahora, nos parece, la diferencia interna.
En las amnesias del primer género, que son casi todas consecutivas

33 BERNARD, op. cit., p. 172 y 179. Cf. BABILÉE, Les troubles de la mémoire
dans L’alcoolisme, Paris, 1886 (thése de médecine), p. 44.
54 RIEGER, Beschreibung der Intelligenzstorungen in Folge einer Himverletzung,
Würzburg, 1889, p. 35.
55 W ERNICKE, Der aphasische Symptomencomplex, Breslau, 1874, p. 39. —Cf.
VALENTIN, Sur un cas d’aphasie d’origine traumatique (Rev. Medícale de l'Est,
1880, p.171).
56 RIBOT, Les maladies de la mémoire, Paris, 1881, p. 131 y sig. (Ed. Félix Alean).
a un choque violento, nos inclinaríamos a creer que los recuerdos
aparentemente abolidos están realmente presentes, y no solamente
presentes, sino actuantes. Para poner un ejemplo a menudo tomado
por W inslow57, aquel del sujeto que había olvidado la letra F, y sólo
la letra F, nos preguntamos si se puede hacer abstracción de una
letra determinada en todas partes donde se la encuentra, recortarla
en consecuencia de las palabras habladas o escritas con las que forma
cuerpo, si no se la ha reconocido implícitamente primero. En otro
caso citado por el mismo autor58, el sujeto había olvidado idiomas
que había aprendido y también poemas que había escrito. Volviendo
a componer, rehace aproximadamente los mismos versos. Se asiste
además a menudo, en caso semejante, a una restauración integral de
los recuerdos desaparecidos. Sin querer pronunciarnos demasiado
categóricamente sobre una cuestión de este tipo, no podem os evitar
encontrar una analogía entre estos fenómenos y las escisiones de la
personalidad que M . Pierre Janet ha descrito59: una de ellas se asemeja
sorprendentemente a esas «alucinaciones negativas» y «sugestiones
con punto de referencia» que inducen los hipnotistas60. Com ple­
tamente distintas son las afasias del segundo tipo, las verdaderas
afasias. Consisten, como intentamos mostrarlo hace un momento,
en una disminución progresiva de una función bien localizada, la
facultad de actualizar los recuerdos en palabras. ¿Cóm o explicar
que la amnesia siga aquí una marcha metódica, comenzando por
los nombres propios y finalizando por los verbos? Apenas se vería
el medio a través del cual esto sucedería si las imágenes verbales

57 WINSLOW, On obscure Diseases ofthe Brain, London, 1861.


58 Ibid, p. 372.
59 Pierre JANET, État mental des hystériques, París, 1894, II, p. 263 y sig. - C£,
del mismo autor, L’automatismepsychologique, París, 1889.
60 Ver el caso de Grashey, estudiado de nuevo por Sommer, y que aquel declara
inexplicable en el estado actual de las teorías de la afasia. En este ejemplo, los
movimientos ejecutados por el sujeto tienen todo el aire de ser señales dirigidas a una
memoria independiente. (SOMMER, Zitr Psychologie der Sprache Zeitschr. F. Psicol.
U. PhysioL Der Sinnesorgane, t. II, 1891, p. 143 y sig. - Cf. la comunicación de
SOM M ER al Congreso de los alienistas alemanes, Arch. de Neurologie, t.XXTV, 1892).
estuvieran realmente depositadas en las células de la corteza: ¿no
sería extraño, en efecto, que la enfermedad mermara siempre esas
células en el mismo orden61? Pero el hecho se aclarará si se admite
con nosotros que los recuerdos, para actualizarse, tienen necesidad
de un ayudante motor, y que exigen, para ser recordados, una es­
pecie de actitud mental inserta ella misma en una actitud corporal.
Entonces los verbos, cuya esencia es expresar acciones imitables, son
específicamente las palabras que un esfuerzo corporal nos permitirá
volver a captar cuando la función del lenguaje esté cerca de escapár­
senos: por el contrario los nombres propios, aquellos más alejados
de esas acciones impersonales que nuestro cuerpo puede esbozar,
son los que primero serían afectados por un debilitamiento de la
función. Notem os el hecho singular de que un afásico, devenido
regularmente incapaz de encontrar nunca el sustantivo que busca,
lo reemplazará por una perífrasis apropiada en la que entrarán otros
sustantivos62, y a veces el sustantivo rebelde mismo: no pudiendo
pensar la palabra justa, ha pensado la acción correspondiente, y esta
actitud ha determinado la dirección general de un movimiento de
donde la frase es extraída. Es así como, habiendo retenido la inicial
de un nombre olvidado, llegamos a encontrar el nombre a fuerza
de pronunciar la inicial63. D e este modo, en los hecho del segundo
tipo, es la función la que es afectada en su conjunto, y en aquellos
del primer tipo el olvido, más puro en apariencia, en realidad nunca
debe ser definitivo. En un caso como en el otro, no encontramos
recuerdos localizados en células determinadas de la sustancia cerebral
y que serían abolidos por una destrucción de dichas células.
Pero interroguemos nuestra conciencia. Preguntémosle qué pasa
cuando escuchamos la palabra de otro con la idea de comprenderla.
¿Esperamos, pasivamente, que las impresiones vayan a buscar sus

61 W UNDT, Psychologiephysiologique, 1 .1, p. 239.


62 BERNARD, De l'aphasie, Paris, 1889, p. 171 y 174.
63 Graves cita el caso de un enfermo que había olvidado todos los nombres, pero
se acordaba de su inicial, y llegaba a través de ella a reencontrarlos. (Citado por
BERNARD, De l ’aphasie, p. 179).
imágenes? ¿No sentimos más bien que nos colocamos en una cierta
disposición, variable según el interlocutor, variable según el idioma
que habla, según el tipo de ideas que expresa y sobre todo según el
movimiento general de su frase, com o si comenzáramos por regular
el tono de nuestro trabajo intelectual? El esquema motor, subrayando
sus entonaciones, siguiendo de rodeo en rodeo la curva de su pensa­
miento, muestra a nuestro pensamiento el camino. Es el recipiente
vacío determinando con su form a la form a a la que tiende la masa
fluida que en él se precipita.
Pero se dudará en comprender así el mecanismo de la interpre­
tación, a causa de la invencible tendencia que nos lleva a pensar en
toda ocasión cosas más que progresos. H em os dicho que partíamos de
la idea, y que la desarrollábamos en recuerdos-imágenes auditivos
capaces de insertarse en el esquema motor para recubrir los sonidos
oídos. Existe ahí un progreso continuo por el cual la nebulosidad de
la idea se condensa en imágenes auditivas distintas las que, aún flui­
das, van a solidificarse finalmente en su coalescencia con los sonidos
materialmente percibidos. En ningún momento se puede decir con
precisión que la idea o la imagen-recuerdo termina, que la imagen-
recuerdo o la sensación comienza. Y de hecho, ¿dónde está la línea de
demarcación entre la confusión de los sonidos percibidos en masa y la
claridad que las imágenes auditivas rememoradas le añaden, entre la
discontinuidad de esas imágenes rememoradas mismas y la continuidad
de la idea original que ellas disocian y refractan en palabras distintas?
Pero el pensamiento científico, analizando esta serie ininterrumpida
de cambios y cediendo a una irresistible necesidad de representación
simbólica, detiene y solidifica en cosas acabadas las principales fases de
esta evolución. Erige los sonidos brutos oídos en palabras separadas y
completas, luego las imágenes auditivas rememoradas en entidades in­
dependientes de la idea que despliegan: estos tres términos, percepción
bruta, imagen auditiva e idea van a formar así totalidades distintivas
cada una de las cuales se bastará a sí misma. Y mientras que para ate­
nerse a la experiencia pura hubiera sido preciso partir necesariamente
de la idea, dado que los recuerdos auditivos le deben su soldadura y
dado que los sonidos brutos a su vez no se completan más que por
los recuerdos, no se tiene inconveniente cuando se ha completado
arbitrariamente el sonido bruto y soldado arbitrariamente a su vez el
conjunto de los recuerdos en invertir el orden natural de las cosas al
afirmar que vamos de la percepción a los recuerdos y de los recuerdos a
la idea. Sin embargo será preciso restablecer, bajo una forma u otra, en
un momento u otro, la continuidad quebrada de los tres términos. Se
supondrá pues que estos tres términos, alojados en distintas porciones
del bulbo y de la corteza, mantienen comunicaciones entre sí, yendo
las percepciones a despertar a los recuerdos auditivos, y a su turno
los recuerdos a las ideas. Del mismo modo que se han solidificado en
términos independientes las fases principales del desarrollo, se mate­
rializa ahora este mismo desarrollo en líneas de comunicación o en
movimientos de impulso. Pero no impunemente se habrá invertido
así el orden verdadero, y por una consecuencia necesaria, introducido
en cada término de la serie elementos que sólo se realizan después de
él. Tam poco impunemente se habrá fijado en términos distintos e
independientes la continuidad de un progreso indiviso. Este modo
de representación bastará quizás en tanto se lo limite estrictamente a
los hechos que han servido para inventarlo: pero cada hecho nuevo
forzará a complicar la representación, a intercalar estaciones nuevas a
lo largo del movimiento, sin que jamás estas estaciones yuxtapuestas
lleguen a reconstituir el movimiento mismo.
N ada más instructivo a este respecto que la historia de los «esquemas»
de la afasia sensorial. En un primer período, marcado por los trabajos
de Charcot64, de Broadbent65, de Kussmaul66, de Lichtheim67, se tien­
de en efecto a la hipótesis de un «centro ideacional», unido por vías
transcorticales a los diversos centros del habla. Pero este centro de las

64 BERNARD, De l ’aphasie, p. 37.


155 BROADBENT, A case of peculiar affecdon of speech (Brain, 1879, p. 494).
6r> KUSSMAUL, Les troubles de la parole, París, 1884, p. 234.
67 LICHTHEIM , On Aphasia (Brain, 1885). Es preciso sin embargo remarcar que
Wernicke, el primero que había estudiado sistemáticamente la afasia sensorial, prescindía
de un centro de conceptos. (Der aphasische Symptomencomplex, Breslau, 1874).
ideas es rápidamente disuelto con el análisis. Mientras que en efecto la
fisiología cerebral hallaba cada vez mejor localizar sensaciones y movi­
mientos, nunca ideas, la diversidad de las afasias sensoriales obligaban
a los clínicos a disociar el centro intelectual en centros imaginativos de
multiplicidad creciente, centro de las representaciones visuales, centro
de las representaciones táctiles, centro de las representaciones auditivas,
etc., aún más, a escindir a veces en dos vías diferentes, la una ascendente
y la otra descendente, el camino que las haría comunicar de a dos68.
Este fue el trazo característico de los esquemas del período ulterior, el
de Wysman69, de Moeli70, de Freud71, etc. Así la teoría se complicaba
cada vez más, sin llegar no obstante a abrazar la complejidad de lo real.
M ás aún, a medida que los esquemas se volvían más complicados,
figuraban y dejaban suponer la posibilidad de lesiones que, por ser sin
dudas más diversas, debían ser además más específicas y más simples,
tendiendo la complicación del esquema precisamente a la disociación
de los centros que se habían confundido en un principio. Ahora bien,
la experiencia estaba lejos de dar la razón a la teoría, pues casi siempre
mostraba reunidas parcial y diversamente muchas de esas lesiones psi­
cológicas simples que la teoría aislaba. Destruyéndose de este modo la
complicación de las teorías de la afasia, ¿es necesario sorprenderse de
ver la patología actual, cada vez más escéptica respecto a los esquemas,
volver pura y simplemente a la descripción de los hechos72?
Pero ¿cómo podría ser de otro m odo? C on oír a ciertos teóricos
de la afasia sensorial, se creería que nunca han considerado de

68 BASTIAN, On different kinds o f Aphasia (British M edicalJournal, 1887). —Cf.


la explicación (indicada solamente como posible) de la afasia óptica por BERNHEIM:
De la cécicé psychique des choses {Revue de Médecine, 1885).
69 WYSMAN, Aphasie und verwandte Zustande (Deutsches Archiv fiir klinische
Medicin, 1890). Por otra parte, Magnan había entrado en este camino, como lo indica
el esquema de SKWORTZOFF, De la cécitédes mots (Th. De méd., 1881, pl. I).
70 MOELI, Ueber Aphasie bei Wahrnehmung der Gegenstánde durch das Gesich
(Berliner klinische Wochenschrifi, 28 de abril de 1890).
71 FREUD, Zur Auffassung der Aphasien, Leipzig, 1891.
71 SOMMER, Communication á un congrés d’aliénistes. (Arch. De Neurologie,
t.XXTV, 1892).
cerca la estructura de una frase. Ellos razonan com o si una frase se
com pusiera de nombres que van a evocar imágenes de cosas. ¿En
qué derivan esas diversas partes del discurso cuyo rol es justam ente
establecer relaciones y matices de todo tipo entre las imágenes? ¿Se
dirá que cada una de esas palabras expresa y evoca por sí m ism a una
im agen material, más confusa sin dudas, pero determinada? ¡Pién­
sese entonces en la m ultitud de relaciones diferentes que la misma
palabra puede expresar según el lugar que ocupa y los términos que
une! ¿Alegarán ustedes que aquí se trata de refinamientos de una
lengua ya dem asiado perfeccionada, y que es posible un lenguaje
con nombres concretos destinados a hacer surgir imágenes de cosas?
A cuerdo sin esfuerzo; pero cuanto más prim itiva y desprovista de
térm inos que expresan relaciones es la lengua en que me hablarán,
m ás deberán hacer lugar a la actividad de mi espíritu, puesto que lo
fuerzan a restablecer relaciones que ustedes no expresan: es decir que
abandonarán cada vez más la hipótesis según la cual cada imagen
iría a desenganchar una idea. A decir verdad, nunca hay aquí más
que una cuestión de grado: refinada o grosera, una lengua sobreen­
tiende m uchas más cosas de las que puede expresar. Esencialmente
discontinua, puesto que procede por palabras yuxtapuestas, el habla
no hace sino em pujar cada vez más lejos las principales etapas del
m ovim iento del pensam iento. Por eso m ism o, comprenderé su
palabra si parto de un pensam iento análogo al suyo para seguir sus
sinuosidades con la ayuda de imágenes verbales destinadas, cual si
fueran letreros, a m ostrarm e de vez en cuando el camino. Pero no
la com prenderé jam ás si parto de las imágenes verbales mismas,
porque entre dos imágenes verbales consecutivas hay un intervalo
que todas las representaciones concretas no llegarían a colmar. Las
imágenes jam ás serán en efecto más que cosas, y el pensamiento
es un m ovimiento.
Es pues en vano que se traten imágenes-recuerdos e ideas como
cosas completamente hechas, a las cuales luego se asigna por resi­
dencia centros problemáticos. Inútil disfrazar la hipótesis bajo un
lenguaje tom ado de la anatomía y de la fisiología cuando no es otra
cosa que la concepción asociacionista de la vida del espíritu; ella no
tiene de su parte más que la tendencia constante de la inteligencia
discursiva a recortar todo progreso en fases y a solidificar luego esas
fases en cosas; y como ha nacido apriori de una especie de prejuicio
metafísico, no posee ni la ventaja de seguir el movimiento de la
conciencia ni la de simplificar la explicación de los hechos.
Pero debemos perseguir esta ilusión hasta el punto preciso en que
desemboca en una contradicción manifiesta. Las ideas, decíamos,
los recuerdos puros llamados desde el fondo de la memoria, se de­
sarrollan en recuerdos-imágenes cada vez más capaces de insertarse
en el esquema motor. A m edida que esos recuerdos toman la forma
de una representación más completa, más concreta y más conciente,
tienden a confundirse más con la percepción que los atrae o cuyo
marco adoptan. Así pues no hay, no puede haber en el cerebro una
región donde los recuerdos se fijen y se acumulen. La pretendida
destrucción de los recuerdos a través de las lesiones cerebrales no
es más que una interrupción del progreso continuo por el cual el
recuerdo se actualiza. Y en consecuencia, si se quiere a toda fuerza
localizar los recuerdos auditivos de palabras, por ejemplo, en un
punto determinado del cerebro, seremos conducidos por razones de
igual valor a distinguir ese centro imaginativo del centro perceptivo,
o a confundir los dos centros conjuntamente. Ahora bien, esto es
precisamente lo que la experiencia verifica.
Notem os en efecto la singular contradicción a la que esta teoría es
conducida, a través del análisis psicológico por una parte, a través de los
hechos patológicos por otra. Por un lado, parece que si la percepción
una vez consumada subsiste en el cerebro en estado de recuerdo alma­
cenado, esto no puede ocurrir más que como una disposición adquirida
de los mismos elementos que la percepción ha impresionado: ¿cómo y
en qué momento preciso iría a buscar a los otros? Y es efectivamente
en esta solución natural que se detienen Bain 73 y Ribot74. Pero por

73BAIN, Lessensetl’inteUigence, p. 304.—C£ SPENCER, Principesdepsychologie, 1.1, p. 483.


74 RIBOT, Les maladies de la mémoire, Paris, 1881, p. 10.
otra parte ahí está la patología que nos advierte que la totalidad de ios
recuerdos de un cierto tipo puede escapársenos mientras que la facultad
correspondiente de percibir permanece intacta. La ceguera psíquica no
impide ver, igual que la sordera psíquica oír. M ás específicamente, en
lo que concierne a la pérdida de los recuerdos auditivos de palabras -la
única que nos ocupa- existen numerosos hechos que la muestran regu­
larmente asociada a una lesión destructiva de la primera y la segunda
circunvolución tempo-esfenoidai izquierda73, sin que se conozca un
sólo caso en que esta lesión haya provocado la sordera propiamente
dicha: incluso se la ha podido producir experimentalmente en el mono
sin determinar en él otra cosa que la sordera psíquica, es decir una
impotencia en interpretar los sonidos que continúa oyendo76. Será
preciso pues asignar a la percepción y al recuerdo elementos nerviosos
distintos. Pero esta hipótesis tendrá entonces en contra la observación
psicológica más elemental; pues vemos que un recuerdo, a medida
que se vuelve más claro y más intenso, tiende a hacerse percepción,
sin que haya un momento preciso en que una transformación radical
se opere y en que se pueda decir, en consecuencia, que se transportan
elementos imaginativos a los elementos sensoriales. Así estas dos hipó­
tesis contrarias, la primera que identifica los elementos de percepción
con los elementos de memoria, la segunda que los distingue, son de
tal naturaleza que cada una de ellas reenvía a la otra sin que podamos
atenernos a ninguna.
¿Cóm o podría ser esto de otro modo? A quí todavía se considera
percepción distinta y recuerdo-imagen en estado estático, como cosas
la primera de las cuales estaría ya completa sin la segunda, en lugar
de considerar el progreso dinámico por el cual una deviene la otra.
Por un lado, en efecto, la percepción completa no se define y no
se distingue más que por su coalescencia con una imagen-recuerdo

75Ver la enumeración de los casos más puros en ei artículo de SHAW, The sensory
side o f Aphasia (Brain, 1893, p. 501). Varios autores limitan por otra parte a la primera
circunvolución la lesión característica de la pérdida de las imágenes verbales auditivas.
Ver en particular BALLET, Lelangage intérieur, p. 153.
76LUCIANI, citado por j. SOURY, Lesfonctions du cerveau, París, 1892, p. 2 11.
que lanzamos a su encuentro. La atención ocurre a este precio, y sin
la atención no hay más que una yuxtaposición pasiva de sensaciones
acompañadas de una reacción maquinal. Pero por otro lado, como
lo mostraremos más adelante, la propia imagen-recuerdo reducida al
estado de recuerdo puro permanecería ineficaz. Virtual, ese recuerdo
no puede devenir actual más que por la percepción que lo atrae.
Impotente, tom a su vida y su fuerza de la sensación presente en que
se materializa. ¿Esto no equivale a decir que la percepción distinta es
provocada por dos corrientes de sentidos contrarios, una de las cuales,
centrípeta, viene del objeto exterior, y la otra, centrífuga, tiene por
punto de partida lo que llam amos el «recuerdo puro»? La primera
corriente, completamente sola, no daría más que una percepción
pasiva con las reacciones maquinales que la acompañan. La segunda,
dejada a sí misma, tiende a dar un recuerdo actualizado, cada vez
más actual a medida que la corriente se acentuara. Reunidas, esas dos
corrientes forman, en el punto donde se encuentran, la percepción
distinta y reconocida.
He aquí lo que dice la observación interior. Pero no tenemos
el derecho de detenernos aquí. D esde luego es grande el peligro en
aventurarse, sin suficiente luz, en el medio de las oscuras cuestiones
de localización cerebral. Pero hemos dicho que la separación de la
percepción com pleta y de la imagen-recuerdo ponía a la observación
clínica en pugna con el análisis psicológico y que de ahí resultaba
una grave antinomia para la doctrina de la localización de los re­
cuerdos. Estam os obligados a investigar en qué devienen los hechos
conocidos cuando uno deja de considerar el cerebro como depósito
de recuerdos77.

77 La teoría que esbozamos aquí se asemeja además, por un lado, a la de Wundt.


Señalamos de inmediato el punto común y la diferencia esencial. Con “Wundt
estimamos que la percepción distinta implica una acción centrífuga, y por eso somos
conducidos a suponer con él (aunque en un sentido un poco diferente) que los centros
llamados imaginativos son más bien centros de agolpamiento de las impresiones
sensoriales. Pero mientras que, según Wundt, la acción centrífuga consiste en una
«estimulación aperceptiva» cuya naturaleza no es definible más que de una manera
Supongam os un instante, para simplificar la exposición, que exci­
taciones venidas de afuera dan nacimiento, sea en la corteza cerebral
sea en los otros centros, a sensaciones elementales. N unca tenemos
aquí más que sensaciones elementales. Ahora bien, de hecho, cada
percepción envuelve un número considerable de esas sensaciones,
todas coexistentes y dispuestas en un orden determinado. ¿De dónde
viene ese orden, y qué es lo que asegura esta coexistencia? En el caso
de un objeto material presente no es dudosa la respuesta: orden y
coexistencia vienen de un órgano de los sentidos impresionado por un
objeto exterior. Este órgano está exactamente construido en vista de
permitir a una pluralidad de excitaciones simultáneas impresionarlo
de una cierta manera y en un cierto orden, distribuyéndose todas a
la vez sobre partes escogidas de su superficie. Es pues un inmenso
teclado sobre el cual el objeto exterior ejecuta de un golpe su acorde
de mil notas, provocando así, en un orden determinado y en un
único momento, una enorme multitud de sensaciones elementales
correspondientes a todos los puntos interesados del centro sensorial.
Ahora supriman el objeto exterior, o el órgano de los sentidos, o
ambos: las mismas sensaciones elementales pueden ser excitadas,
pues las mismas cuerdas están aquí prestas a resonar de la misma
manera; pero ¿dónde está el teclado que permitirá atacar miles y miles
de ellas a la vez y reunir tantas notas simples en el mismo acorde?
Conform e a nuestro sentir, la «región de las imágenes», si ella exis-

general y que parece corresponder a lo que se llama de ordinario la fijación de la


atención, nosotros pretendemos que esta acción centrífuga reviste en cada caso una
forma distinta, la del «objeto virtual» que tiende gradualmente a actualizarse. De ahí
surge una diferencia importante en la concepción del papel de los centros. Wundt es
conducido a plantean Io un órgano general de apercepción, ocupando el lóbulo frontal;
2o centros particulares que, incapaces sin dudas de almacenar imágenes, conservan
sin embargo tendencias o disposiciones para reproducirlas. Nosotros sostenemos al
contrario que no puede quedar nada de una imagen en la sustancia cerebral, y que
tampoco podría existir un centro de apercepción, sino que sencillamente hay, en esta
sustancia, órganos de percepción virtual, influidos por la intención del recuerdo, como
hay en la periferia órganos de percepción real, influidos por la acción del objeto. Ver
la Psychologiephysiologique, t. I, p. 242-252).
te, no puede ser más que un teclado de este tipo. Desde luego, no
habría nada de inconcebible en que una causa puramente psíquica
accionara directamente todas las cuerdas interesadas. Pero en el caso
de la audición mental -el único que nos ocupa- la localización de la
función parece cierta puesto que una lesión determinada del lóbulo
temporal la suprime, y por otra parte hemos expuesto las razones
que hacen que no podam os admitir ni incluso concebir residuos de
imágenes depositados en una región de la sustancia cerebral. U na
única hipótesis permanece pues plausible: es que esta región ocupa, en
relación al centro mismo de la audición, el lugar simétrico al órgano
de los sentidos que es aquí el oído: se trataría de un oído mental.
Pero entonces la contradicción señalada se disipa. Se comprende,
por una parte, que la imagen auditiva rememorada pone en juego
los mismos elementos nerviosos que la percepción primera, y que
el recuerdo se transforma así gradualmente en percepción. Y se
comprende también, por otra parte, que la facultad de rememorar
sonidos complejos, com o las palabras, pueda comprometer otras
partes de la sustancia nerviosa que la facultad de percibirlas: por eso
en la sordera psíquica la audición real sobrevive a la audición mental.
Las cuerdas están todavía aquí, y aún vibran bajo la influencia de los
sonidos exteriores; lo que falta es el teclado interior.
En otros términos en fin, los centros donde nacen las sensaciones
elementales pueden en cierto m odo ser accionados por dos lados di­
ferentes, por delante y por detrás. Por delante reciben las impresiones
de los órganos de los sentidos y en consecuencia de un objeto real; por
detrás sufren, de intermediario en intermediario, la influencia de un
objeto virtual. Los centros de imágenes, si ellos existen, no pueden
ser más que los órganos simétricos a los órganos de los sentidos en
relación a esos centros sensoriales. Ellos no son depositarios de los
recuerdos puros, es decir de los objetos virtuales, más de lo que los
órganos de los sentidos lo son de los objetos reales.
Añadamos que esto es una traducción, infinitamente abreviada,
de lo que puede suceder en realidad. Las diversas afasias sensoriales
prueban suficientemente que la evocación de una imagen auditiva
no es un acto simple. Lo más frecuente es que entre la intención,
que sería lo que llamamos el recuerdo puro, y la imagen-recuerdo
auditiva propiamente dicha, vengan a intercalarse recuerdos inter­
mediarios, que deben ante todo realizarse en imágenes-recuerdos
en centros más o menos alejados. Es entonces por grados sucesivos
que la idea llega a tomar cuerpo en esta imagen particular que es la
imagen verbal. Por eso la audición mental puede estar subordinada
a la integridad de los diversos centros y de las vías que conducen a
ellos. Pero estas complicaciones no cambian nada del fondo de las
cosas. Cualquiera que sean el número y la naturaleza de los términos
interpuestos, no vamos de la percepción a la idea, sino de la idea a
la percepción, y el proceso característico del reconocimiento no es
centrípeto, sino centrífugo.
Restaría saber, es verdad, cómo excitaciones que emanan del
interior pueden dar nacimiento a sensaciones, a través de su acción
sobre la corteza cerebral o sobre los otros centros. Y es evidente que
no hay aquí más que una manera cóm oda de expresarse. El recuerdo
puro, a m edida que se actualiza, tiende a provocar en el cuerpo todas
las sensaciones correspondientes. Pero esas sensaciones virtuales, para
devenir reales, deben tender a hacer actuar el cuerpo, a imprimirle los
movimientos y actitudes de las que ellas son el antecedente habitual.
Las conmociones de los centros llamados sensoriales, conmociones
que preceden habitualm ente a los m ovim ientos consum ados o
esbozados por el cuerpo, y que tienen incluso por rol normal el de
preparar el cuerpo al comenzarlos, son pues menos la causa real de la
sensación que la marca de su potencia y la condición de su eficacia.
El progreso por el cual la imagen virtual se realiza no es otra cosa que
la serie de etapas por las cuales esta imagen llega a obtener del cuerpo
trayectos útiles. La excitación de los centros llamados sensoriales es la
última de esas etapas; es el preludio a una reacción motriz, el inicio
de una acción en el espacio. En otros términos, la imagen virtual
evoluciona hacia la sensación virtual, y la sensación virtual hacia el
movimiento real: este movimiento, realizándose, realiza a la vez la
sensación de la que sería prolongación natural y la imagen que ha
debido formar cuerpo con la sensación. Vam os a profundizar en
estos estados virtuales y, al penetrar más adelante en el mecanismo
interior de las acciones psíquicas y psicofísicas, vamos a mostrar a
través de qué progreso continuo el pasado, al actualizarse, tiende a
reconquistar su influencia perdida.

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