3 - Huertas (1997)
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Huertas Juan-Antonio
Universidad Autónoma de Madrid
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Quizá merezca la pena que, para empezar, nos paremos a pensar en qué hay detrás de
este lugar común que relaciona los procesos afectivos motivacionales con un universo
distinto de los procesos cognitivos. En principio, en el trasfondo de esta idea hay toda una
tradición tan vieja como viejo es occidente. Recodemos que para los griegos clásicos, esos
que ya dijeron todo lo que fundamentalmente se debía decir de las cosas y de las gentes, la
psyque estaba constituida por distintos órdenes de funciones. Así, el nous era el encargado
de conocer las cosas como son, la realidad y la verdad y la orexis tenía la función de entender
y de vérselas con todo lo que tuviese relación con los deseos, en donde el thymos regulaba la
dinámica de esos deseos. Curiosamente, los deseos se imponían a los hombres, todos los
héroes míticos se veían empujados a querer y a buscar metas que se les sobreponían, que les
tapaban la razón; formaban los deseos una especie de pasión arrebatadora y controladora.
Desde ese momento, en nuestro mundo se impuso la dicotomización del ser entre razón y
pasión. Cada teoría del hombre tomaba partido al respecto, una veces cargando las tintas en
una vertiente, otras equilibrándolas y, en algunos casos, olvidando o repudiando a una de
ellas. Si recapitulamos, tendremos que reconocer que, por lo general, han sido más las teorías
que en nuestro mundo occidental se han decantado por el predominio de la razón que por la
fuerza de lo oréctico. Esto es claro en psicología, aunque hay que reconocer que hubo
momentos en donde el papel de lo afectivo en la explicación del comportamiento humano
tuvo su lugar, y no nos estamos refiriendo sólo al psicoanálisis, acabamos de revisar en el
capítulo anterior algunas de esas otras líneas teóricas.
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En cualquier caso, si nos centramos en los momentos más recientes de nuestra
disciplina, es obvio que la psicología actual ha seguido prefiriendo supeditar lo afectivo a lo
cognitivo. Afortunadamente el absolutismo cognitivista es un periodo o una fiebre, como se
quiera, que parece que está pasando. En estos últimos años hay un claro aumento de obras y
de trabajos sobre la motivación y la emoción considerados ambos de forma autónoma; en los
congresos de psicología, en las librerías y en las clases vuelve a haber un hueco para estos
temas. Nuestro interés no es muy radical y rupturista, no queremos reivindicar una
independencia ontológica y funcional de los procesos orécticos, como por ejemplo defiende
tenazmente Zajonc con su teoría sobre el procesamiento afectivo, aspiramos, más bien, a una
consideración integrada de esos dos órdenes de procesos psicológicos. Esto significa, no
obstante, que es necesario dar carta de naturaleza a las funciones afectivas, considerar que no
siempre tienen que estar colonizadas por lo cognitivo-racional, significa, en suma, que la
actuación del individuo se explica por determinantes sociales, cognitivos y afectivo-
motivacionales, con sus reglas y sus peculiaridades cada uno. Este será el afán que lata detrás
del texto, quizá no lo consigamos, pero allá vamos.
Antes que nada es conveniente señalar que la idea extendida comúnmente intramuros
y extramuros de la Ciencia de que hablar de motivación es referirnos a aquel proceso que
explica el por qué de la acción humana es un idea inadecuada. Las razones que determinan
una acción no son sólo motivacionales, hay otras causas: lo que sabemos hacer, lo que nos
dejan hacer, lo que nos obligan a hacer son también causas y orígenes de nuestro
comportamiento.
Pongamos un ejemplo cercano a muchos lectores: ¿Cuáles son las razones que
explican las acciones que se llevan a cabo al preparar un examen?. Seguro que se nos agolpan
en la cabezas varios determinantes, a saber, nuestro interés en la materia, el tiempo
disponible, los medios bibliográficos con que contamos, nuestros conocimientos y destrezas
adquiridas, las normas del profesor, el tipo de evaluación impuesta por éste, etc. Pues bien,
prácticamente sólo la primera es propiamente motivacional.
Como todos sabemos, con tan sólo querer no se desarrolla una acción. Hay razones no
personales que pueden justificar ciertas actividades, razones que están en la situación
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concreta en donde se realiza la acción: en las condiciones físicas y sociales del entorno
concreto. Detengámonos pues un poco más en la fuerza causal del entorno social. Las
órdenes, las restricciones, los hábitos de otras personas pueden estar en el origen de nuestro
comportamiento. Muchos nos quedamos maravillados ante el poder de control que adquiere
un hipnotizador ante otra persona, pero, ¿cuántas veces estamos sometidos a otras personas
de la misma manera, sin estar hipnotizados?, ¿cuántas veces hemos hecho lo que otro quería?,
¿cuantas veces hemos sido sujetos experimentales del trabajo de otro?.
Las otras razones que explican una acción, las que no son motivacionales, no siempre
están fuera del sujeto. También hay otros determinantes personales como las creencias, los
conocimientos y valores que resultan de la elaboración cognitiva de nuestra experiencia y que
sesgan el tipo de acción de cada uno. Para finalizar este recuento del por qué de la acción, tan
sólo señalar otra evidencia, no basta con conocer, con creer, hay que saber usar esos saberes.
Nuestras destrezas, nuestras habilidades, lo que sabemos hacer, explican, obviamente, lo que
al final hacemos.
Para empezar a pintar este cuadro, a delimitar las primeras líneas de su significado,
sigamos un camino conocido, recurramos a la autoridad más relevante en materia de habla
castellana, la Real Academia. En la tercera acepción del término motivación nos encontramos
con una definición elegante, sencilla y sorprendentemente apropiada a la luz de los
conocimientos de la psicología actual (una muestra más de la cercanía entre psicología
popular y científica). Dice la Academia que motivación es un ensayo mental preparatorio de
una acción para animarse a ejecutarla con interés y diligencia. Sólamente nos gustaría
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añadir dos aspectos más que, aún estando implícitos en la definición académica, creemos
conveniente resaltar algo más. El primero hace referencia a la necesidad de enfatizar que la
motivación se entiende como un proceso psicológico (no meramente cognitivo, la energía que
proporciona la motivación tiene un alto componente afectivo, emocional) que determina la
planificación y la actuación del sujeto. El segundo es que sólo se puede aplicar con propiedad
y gusto el concepto de motivación cuando nos referimos al comportamiento humano que
tiene algún grado de voluntariedad, el que se dirige hacia un propósito personal más o menos
internalizado.
Por otra parte, podemos considerar que ese dinamismo motivacional dentro del sujeto
está regulado y graduado por tres dimensiones o coordenadas:
Antes de seguir, un par de advertencias. Estas dimensiones son meros criterios para
ordenar el proceso motivacional dentro de cada persona. No son criterios ontológicos, su
función es simplemente clarificar y organizar el complejo batiburrillo de lo que se amalgama
comúnmente dentro del campo motivacional. Por otra parte, el lector tiene que tener presente
también que no hay proceso humano, desde nuestro punto de vista, que se pueda entender
fuera del marco social en el que se da, que es el que lo origina y conforma. Aunque sigamos
en este capítulo una estrategia individualista de ver como se conforma el proceso
motivacional dentro de lo psíquico, siempre estará presente que la actividad humana se da
siempre en sociedad.
2.- ¿Cómo se combinan los motivos cuando actuamos?, ¿lo hacemos por una sóla
razón o por varios intereses?.
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Cuando estudiamos motivación nos enfrentamos con un proceso tan dinámico que
resulta difícil dar con los estados implicados y con sus relaciones en cada momento
estudiado. Aquí hablaremos de distintas fases dentro del proceso motivacional, pero eso no
quiere decir que sean siempre necesarios ni fácilmente discernibles.
No espere el lector que vayamos a dar respuesta exacta a estos interrogantes, tan sólo
pretendemos proporcionarle información y modos de entender estos fenómenos, para que
cada uno, según entienda y quiera, se enfrente a estos problemas.
Hemos mencionado hasta la saciedad que cuando hablamos de acción motivada nos
estamos refiriendo a algo que surge de una cierta decisión interna. Recordemos que no hemos
descartado la influencia de otros determinantes no motivacionales a la hora de explicar la
acción humana, allí tienen su lugar las imposiciones y las habilidades. Vamos a intentar hacer
abstracción de éstos para centrarnos en lo básico de la acción dirigida y orientada por un
proceso motivacional. De alguna manera buscar un lugar para la motivación es decantarse
por los modelos teóricos del sujeto que se sustentan en dar a la persona algún grado de
intencionalidad.
Hace poco tiempo se podía leer en la prensa una noticia que mencionaba las razones
que daba para seguir viviendo un paralítico noruego, afectado por una enfermedad
degenerativa desde hacía ya 50 años (el mal de Bechterens), a un tetrapléjico español que
llevaba casi una década demandando su derecho a la eutanasia. Después de contar el
escandinavo sus amargos avatares durante su penosa enfermedad y de relatar qué cosas le
había ayudado a salir para adelante, concluía con una razón definitiva para encontrar sentido
a su existencia, decía: Díganle que, aunque no crea en nada, haga un último esfuerzo: que
intente crear algo por sí mismo.
Este caso nos parece que pone en evidencia que la experiencia más básica del ser
humano es la de ser agente causal de sus acciones, la de luchar por no verse arrastrado por
fuerzas externas a si mismo. Se podría decir que si hemos considerado a la motivación el
motor y la energía psíquica del individuo, la agencialidad humana es lo que da el octanaje a
esa energía. Cualquier acción voluntaria tendrá un determinado octanaje, cuanto mayor sea,
más moverá al individuo, más satisfecho estará.
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En la psicología moderna este concepto se ha definido de distintas formas, causalidad
personal, autodeterminación, creencias de control, etc.. El término empezó a cristalizar en la
obra de Heider (1958) en su concepto de lugar de causalidad, término que en poco tiempo se
fue extendiendo en distintas versiones. Autores como Bandura, Seligman, White o Rotter por
ejemplo, lo adjetivaron de maneras diversas pero siempre con un contenido común, la
tendencia humana a preferir ser agente de sus actos. Esta idea cristalizó en el campo concreto
de la motivación con el trabajo de DeCharms (1968). La principal variación que introduce
este último autor con su concepto de causalidad personal es el énfasis que marca en la
importancia de la experiencia personal real de sentirse uno mismo agente de la acción que,
según él, es algo más que simplemente creer que se tiene control sobre esa acción. No
obstante, podemos entender la causalidad personal como un principio general básico para
estudiar la motivación. No es un motivo específico, significa que cada uno prefiere escoger
su medios para obtener un objetivo, fin o meta. Es, por lo tanto, un adjetivo que sirve para
calificar cualquier experiencia humana.
Si nos estamos refiriendo a algo tan básico, estamos obligados, en último extremo, a
establecer y comprobar que el sentimiento de autodeterminación es fundamental para la vida
psíquica. Hay planteamientos que van en esta línea (véase Reeve, 1994), y, en algunos casos,
llegan incluso a considerarla una necesidad psicológica que cumple la misión fundamental de
impulsar al ser humano a dominar su entorno, de manera que cuando se alcanza esa sensación
de control, ésta viene acompañada por emociones positivas relacionadas con el interés y el
placer. Veamos sucintamente algunos trabajos aplicados que sustentan esta visión.
El concepto de motivo.
Tenemos que empezar por reconocer que delimitar el concepto de motivo es algo que
nos resulta especialmente difícil y poco satisfactorio. Es un término que continuamente se
confunde con los otros elementos que forman el proceso motivacional, especialmente con el
de meta. Además, hablar de motivos significa aislar algo que no tiene existencia, a nuestro
entender, por sí mismo, que no tiene sentido desgajado fuera del esquema de acción en que se
incluye. Dicho de otro modo, a nosotros no nos gustar reificar algo que, como mucho, es un
estado en mitad de un proceso, para convertirlo así en un elemento suelto e idealizado.
No obstante, hay que admitir que puede resultar útil definir este concepto a efectos de
facilitar el estudio de la motivación humana. Si así lo hacemos, creamos una categoría teórica
que engloba un conjunto de gustos particulares con varios aspectos comunes, que nos permite
agrupar la inmensa variabilidad de las querencias humanas.
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Guiados por este espíritu pragmático vamos a empezar por definir los motivos de la
manera que más nos gusta y es recurriendo a esa copla que habla de las cosas del querer. Es
así ciertamente, un motivo refiere a un conjunto de pautas para la acción, emocionalmente
cargadas, que implican la anticipación de una meta u objetivo preferido. En algún sentido el
término común de deseo, como movimiento enérgico de la voluntad hacia el conocimiento,
posesión o disfrute de una cosa (Diccionario de la R.A.E.), podría ser su mejor sinónimo. Las
agrupaciones de motivos relacionados generarían las grandes tendencias de acción o motivos
sociales (ver capítulo 6), como la tendencia a intentar ser eficaz en las acciones que
emprendemos, la tendencia a dirigir de alguna manera el comportamiento de los otros o la
tendencia a buscar en los demás algún grado de reconocimiento afectivo. Hablamos de
tendencia porque un motivo nos mueve (aquí sí vale la redundancia) a anticipar unas metas
determinadas (ser eficaz, gustar, influir). Esta tendencia se ha formado y construido en la
personalidad del individuo, no es algo estable ni permanente. Nuestros gustos varían, se
forman y hasta se deforman.
El concepto de meta.
Acabamos de decir que todo proceso motivacional tiene sentido porque siempre está
dirigido a una meta, a un propósito preferido. Parece pues importante, en esta fiebre
definitoria que nos ha entrado, que intentemos dibujar con algún detenimiento este concepto.
Esta vez definir qué es una meta no es nada difícil, este concepto dispone de muchos
sinónimos acertados y de conocimiento común por todos los hablantes, conceptos como los
de propósito, objetivo, finalidad, están en el mismo campo semántico del concepto de meta.
¿Qué es lo que conforma cada propósito concreto?. Pues bien, una meta específica no
se define tan sólo a partir de los componentes del proceso motivacional, no queda concretada
sólo con lo que pueda establecer un determinado motivo. Diríamos que un deseo no conforma
del todo un propósito, éste se tiene que enfrentar y pulir en relación a otros componentes del
escenario concreto en que se produce. Desde luego el establecimiento de una meta dependerá
entre otras cosas del significado social que se atribuya a esa situación, del valor que se le dé,
de la dificultad que se perciba, de la complejidad de las acciones que conlleva satisfacerla,
etc.
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Veamos esto mismo con el ejemplo que usamos al principio del capítulo.
Pongámonos en el caso de un estudiante de una determinada asignatura, ¿qué hará que se
proponga estudiarla con el afán de saber, de aprender más sobre la materia? o por el contrario
¿qué le llevará a limitarse a buscarse los medios para conseguir aprobar sin más?. Seguro que
al lector se le amontonan un conjunto de circunstancias intervinientes a la hora de conformar
uno u otro propósito. Unos harán referencia a características implícitas en el proceso
motivacional: que conecte la asignatura con motivos anteriores del individuo, que le permita
cierto grado de autonomía y de agencialidad a la hora de enfrentarse a la misma, o lo que es
lo mismo que no sea aburrida al estar tan dirigida por el profesor, que despierte su curiosidad,
etc. Otras razones se escaparán al control voluntario del estudiante como el grado de
dificultad que dé el profesor a la asignatura, el valor social que suponga su dominio, el tipo
de evaluación que se lleve a cabo, etc. Todas estas razones están interactuando en cada
momento en el entorno de la asignatura. Sujeta a esta interrelación y a sus fluctuaciones, así
se conformará y variarán las metas del estudiante. En definitiva, no se puede concebir la
existencia de metas puras o aisladas. Sería entonces más correcto hablar de las metas como si
fuesen estados entrelazados en perpetuo flujo (Ortony, Clore y Collins, 1988).
Esta diferencia metodológica sirvió para que algunos autores principales en esto de la
motivación humana (por ejemplo McClelland, De Charms, Veroff, etc.) creyesen ver la
expresión de un nivel profundo, implícito, y otro más superficial en los distintos motivos
humanos. Pasemos a describir brevemente lo que distingue a los motivos profundos (que
McClelland, 1992, prefiere llamar implícitos) de los más superficiales (llamados por estos
autores auto-atribuídos).
Por ser tan básicos estos patrones motivacionales pueden tener un funcionamiento
poco consciente, en el sentido de poco premeditado o automático. Las metas de alto nivel que
contienen acaban formando parte de la identidad de cada persona, son maneras de entenderse
a sí misma, en su moral y en su consideración general (Quinn, 1992). Uno se verá así más o
menos eficaz e interesado por ciertas actividades, así considerará sus preferencias afectivas,
así le gustará influir en los demás en ciertas ocasiones, etc.
Muchas veces estos patrones se organizan y están dirigidos por los motivos definidos
desde el nivel más profundo. En las mayoría de las ocasiones los motivos superficiales se
activan por demandas explícitas de situaciones sociales. Están, por lo tanto, más
influenciados por las demandas externas que intervienen en la acción, por el rango de
condiciones de posibilidad que permite un entorno concreto. Es decir, cuando planificamos,
damos energía y orientamos una acción de manera consciente y premeditada, esto es, cuando
activamos un motivo más superficial, podemos hacerlo fijándonos una meta que esta
determinada por patrones básicos o que surge de la aceptación o elección del rango de
posibles metas que son propias de una situación social determinada. Nosotros podemos
organizar una tarea concreta en el trabajo, porque nos lo planteamos como un reto personal
(motivo profundo) o porque nos interesa hacer lo que creemos que es lo que la situación
demanda (que implica un análisis y determinación de metas más complejo y concreto). Al
ser los motivos más superficiales dependientes de una interpretación detallada del escenario
de la acción, en caso de conflicto entre motivo de diferente nivel de profundidad, es más
normal que sean los más superficiales los que prevalezcan.
La Ciencia para estudiar los fenómenos que le interesan crea términos que le sirvan
para acotar, dividir y seriar los aspectos del fenómeno en cuestión. En esta línea, en el campo
de la afectividad humana, se han generado términos como emoción, motivos, metas,
impulsos, necesidades, activación, etc. Hablamos de crear o de generar porque pensamos que
la mayoría de las realidades que analiza la Ciencia no las puede percibir el hombre con sus
sentidos. Las Ciencias lo que hacen es crear metáforas que pretenden describir cómo son y
cómo funcionan sus objetos de estudio, forma teorías y construyen instrumentos
metodológicos para dar forma e interpretar y manipular esos objetos.
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Ciñámonos al caso concreto que nos atañe, el estudio de la motivación. Lo primero
que debemos decir es que la motivación no existe, por lo menos como realidad perceptiva, es
un constructo creado por unos científicos. El lector, si le parece oportuno, puede hacer el
siguiente ejercicio, busque a la persona que tenga más cerca, mírela bien, escudriñe su
cabeza, hable con él, manipúlelo, si se deja, seguro que habrá observado que tiene boca,
cejas, que habla, pero no habrá visto o palpado sus motivos. Si alguien consigue localizar y
dar con la forma, tamaño y textura de un motivo de sus amiga/o, que se ponga en contacto
conmigo para correr a comunicárselo a la Academia sueca, que el premio es substancioso.
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Probablemente el origen de nuestras reticencias a esta visión clásica radica, en última
instancia, en la posición filosófico-existencial sobre lo psíquico que subyace a esta postura.
Por si alguno no lo sabe, para construir un modelo científico, lo primero que debe hacer un
investigador responsable es tomar posición sobre una determinada filosofía de la ciencia: el
positivismo, el funcionalismo, el esencialismo, el historicismo, etc. son ejemplos de
filosofías distintas. Pues bien, la visión clásica de los esquemas presupone un modelo dualista
de ser humano, una visión que no resuelve, salvo apelando a posturas esencialistas, el
problema de la relación mente-cuerpo. Desde una postura más monista y más material, no
podemos crear un artefacto, como son los símbolos de la mente, que se alejen de la base
biológica que sustenta todas las operaciones del hombre y la mujer, del cerebro y sus
aledaños.
Uno de los caminos, que a nuestro modo de ver, puede significar un avance a la hora
de postular una estructura básica de las funciones psicológicas dentro del aparato psíquico y,
en concreto, de los procesos afectivos-motivacionales, se encuentra en los postulados básicos
que sustentan muchas psicologías actuales como las de tradición socio-histórica o las del
llamado grupo PDP (Procesamiento Distribuido en Paralelo, grupo capitaneado por
Rumelhart y McClelland). Conviene advertir, además, que este modelo no es nuevo, se basa
en viejos postulados del funcionalismo, de la psicología de la acción desarrollada por gentes
como Brentano, Dewey, Bartlett, Vygotski, etc.
Cuadro 1
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Otra de las características de estos guiones de acción es que cuanto más
acontecimientos incluyan más general, apropiado y versátil será el guión. Por ejemplo,
conforme sean más elaborados los criterios personales sobre qué requisitos tiene que reunir el
otro para ser más o menos atractivo, así seremos más o menos adaptables en la cosa del amor.
Los términos que estamos usando de guión, de escena, de papeles, tienen un claro
parecido de familia con todos los relacionados con la dramaturgia. Tan antigua como nuestra
cultura es la tradición de asemejar la vida con el teatro, incluso muchos términos psicológicos
provienen originariamente de la denominación de elementos o papeles escénicos, conceptos
como persona, personalidad, Edipo, guión, papel, etc. Conforme conocemos a más gente,
tenemos más experiencia social, estamos más convencidos de eso del teatro mundo,
percibimos mejor las buenas y las malas interpretaciones de algunos. Kennett Burke (1969),
ha recuperado esa vieja metáfora de la vida con un nuevo vigor. El símil dramatúrgico ya no
es sólo un modo de describir las acciones humanas, es una de las mejores herramientas para
entenderlas (ver Blanco, Rosa y Mateos, en prensa). Cada escena de la vida tiene sus objetos
y sus funciones, sus actores, sus tendencias dramáticas y papeles. Cada escenario propone
unos elementos y unos modos de entender sus relaciones y sus posibilidades, una forma de
regular las intersubjetividades que están en juego, en definitiva, una gramática de la acción.
Tratar el juego, el intercambio y la negociación de diferentes deseos y metas de las personas
implicadas en una situación como una gramática, con sus modos, acuerdos y desacuerdos,
abre una nueva perspectiva de entender los motivos en la vida cotidiana, que es siempre
social y no de laboratorio.
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La posibilidades que abre el estudio de las gramáticas de una actuación social, de las
gramáticas de sus metas y deseos nos conduce hacia un camino sincrónico, actual que tiene
forzosamente, a nuestro entender que ser compatible con el otro posible, el diacrónico, el que
se conjuga en pasado, presente y futuro, el desarrollo del individuo. En este sentido estos
modos de interpretación de la experiencia y de formas de moverse en escena resultan ser
consecuencia de la actualización de patrones socio-culturales internalizados durante la vida
del sujeto, de todos los actores. Es decir, a lo largo de la vida, cada persona hace suyo un
conjunto de valores, metas, motivos; en definitiva, un conjunto de patrones básicos de
interpretación y valoración de la realidad. El proceso ontogenético de adquisición de patrones
motivacionales sería esquemáticamente de la siguiente manera. En la actividad cotidiana el
niño recibe una serie de narraciones en las que los agentes socializadores (por ejemplo los
padres) actúan como facilitadores de modelos. Así, los agentes socializadores dan sentido a
las metas, acciones, creencias, obstáculos, ayudas, afectos y resultados del niño de forma que
éste aprehende ese guión motivacional culturalmente aceptado, pero con alguna
modificación, el proceso de internalización no sigue un camino recto, reflejamos y
refractamos los mundos sociales y físicos en los que vivimos. De esta manera, las
perspectivas culturales asumidas determinarán de algún modo el contenido y el uso de las
emociones y motivaciones de los sujetos (Paez, Vergara, Achucarro e Igartua, 1992), pero en
cada sujeto se reciben esos modelos de una forma más o menos genuina.
La verdad es que nos acabamos de adelantar, en el orden que habíamos pensado para
organizar las ideas que queremos vender en este libro. Acabamos de comentar
atropelladamente la esencia de nuestra postura sobre el desarrollo de los motivos. Si a alguien
se le ha indigestado por lo compacto que ha sido, y le parece que le sigue interesando, verá
este argumento más desarrollado en el capítulo siguiente.
El que estén en la cotidianidad de los sujetos no les quita importancia, más bien al
contrario, en la mayoría de los casos incluso se les suele atribuir propiedades normativas, ya
que establecen formas de entender la vida social, lo que se debe comer, quién es guapo o feo,
qué hay que ser de mayor, etc. Es más, establecen mecanismos de premio y sanción,
premiando su uso y castigando el abuso y su desuso. Los contenidos y la gramática de estos
discursos culturales dan significados y ejemplos para comprender y enseñar la experiencia
pasada. En último extremo, estos discursos al explicarnos nuestra realidad se convierten en la
realidad misma.
Entendemos entonces que el discurso público o privado (todos sabemos que tenemos
un lenguaje para hablar con nosotros mismos) es el medio, el lugar en que se construyen y se
verifican los guiones motivacionales y sus acciones de cada uno. No queremos caer en el
simplismo de considerar que la explicación de la conducta está de forma natural y directa en
el discurso, que el lenguaje y sus intenciones es lo que explica todas nuestras funciones
psicológicas y sus actos, hay sin duda otros medios, otros instrumentos de mediación, los
sentidos humanos, los demás, las imágenes, etc. son ejemplos de sistemas mediacionales. Sí
queremos defender que es la misma competencia la que produce conductas que la que
permite discursos (Potter y Wheterell, 1987). Los discursos son la vía regia de construcción
de lo psíquico, pero debe entenderse el discurso en su concepción más extensa, como la
construcción de una acción comunicativa, con sus intenciones, sentidos y significados. Por lo
tanto no se debe confundir discurso material y racionalizado con lo que fenoménicamente
ocurre cuando se forman guiones narrativos o pautas de acción en la conciencia del sujeto.
Debe quedar medianamente claro que una cosa es la producción verbal y otra el
funcionamiento del habla interior y la activación de los guiones que eso conlleva.
Uno de los inconvenientes más típicos que se pusieron a la validez de estas pruebas
era que no tenía por qué haber una relación entre lo que la gente escribía y lo que realmente
pensaba. Bruner señala que esta postura conlleva una curiosa implicación. Esta es que lo que
la gente hace es más importante, más real que lo que dice o que esto último sólo es
importante por lo que pueda revelarnos del primero. (Bruner, 1990 pág. 32 de la traducción
castellana). Paradójicamente a lo que se afirma en la acusación anterior, sigue manteniendo
Bruner, lo que dice la gente es tan importante en su vida diaria que para dar significado a una
acción cotidiana (al enojo del vecino, por ejemplo) siempre preferimos comprobar que esa
expresión o actuación coincide con lo que dice (entonces, y sólo entonces, pesamos que su
cabreo va en serio). Es decir, lo que dice una persona que le pasa tiene que explicar algo de lo
que le pasa.
De esta forma en el mundo del discurso de las gentes, a partir de las narraciones de
episodios emocionales o motivacionales que enuncian los sujetos legos, se puede llegar a
inferir los conceptos populares o de sentido común que manejan estas personas para
interpretar y dirigir lo que les pasa. Como decía el propio Fritz Heider los seres humanos
reaccionan en función de su propia psicología no de la psicología del psicólogo. De nuevo, lo
que dice una persona que le pasa tiene que explicar algo de lo que le pasa realmente.
Sabemos, por otra parte que en muchas ocasiones se ha comprobado que las creencias de
sentido común de una muestra lega reproducen con fidelidad los resultados experimentales
(Páez y Echeverría, 1989). Afortunadamente se da esta correspondencia entre la psicología
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popular y la científica, porque si no la que corre el riesgo de estar más equivocada es la
científica, ya decía Epicteto que al hombre no lo hacen sufrir las cosas, sino la idea que tiene
de las cosas.
Por otra parte mucho empeño y énfasis ha puesto la psicología científica por dar con
una definición universal y adecuada de qué se entiende por emoción, afecto y motivación, por
establecer qué elementos la explican y la regulan. Este afán ha fracasado en su objetivo
último, pues no existe hoy día acuerdo alguno en la delimitación del concepto. Lo que puede
ocurrir más bien es que ese esfuerzo sea por naturaleza inviable o inútil. Si defendemos el
papel primordial de la interpretación personal de la situaciones a las que debe dar respuesta el
sujeto, la función de las definiciones estándar o canónicas es más relativo, simplemente
quedan en algo referencial. En cualquier caso, pensamos junto con otros autores (Bruner,
Russell, Vygotski por citar algunos) que un posible camino para delimitar estos fenómenos
psicológicos se encuentra en la llamada psicología popular.
Los críticos más benevolentes al uso de datos de la psicología popular mantienen que
por este camino se llega a obtener sólo las representaciones culturales más comunes en una
sociedad, que se trata únicamente de una vía de acceso indirecto a estos fenómenos psíquicos,
que no llegan a explicarlos plenamente (Fernández Dols, 1990; Parrot, 1992). Es cierto que
las descripciones cotidianas, por sí mismas, no llegan a definir y a comprender el fenómeno,
pero sí nos pueden dar pistas que nos permitan comprobar posteriormente en las acciones
cotidianas si lo que dicen que les pasa a esas personas, activa y controla lo que les ocurre.
En definitiva, nos empeñamos en mantener que los discursos es una de las pocas
cosas que nos muestran los sujetos, la otra es su acción cotidiana, casi siempre, por cierto,
enmarañada con discursos. Para comprender los conceptos de emoción, de motivación, de
meta, etc. de nuestros coetáneos es necesario primero que describamos lo que ellos entienden
ordinariamente por estos conceptos. Como decía Russell (1992), luego será tarea de los
científicos, si todavía es necesario, el prescribir cuáles de esos atributos son relevantes para
explicar, analizar, transformar y aplicar científicamente esos conceptos. En palabras de
nuestro compañero José Miguel Fernández Dols (1992) los conceptos de sentido común son
el contexto de descubrimiento de los psicólogos, él aconseja entonces precaución para no
confundirlo con el contexto de verificación, nosotros somos más atrevidos y pensamos que el
papel de los psicólogos es el de, a partir de estos conceptos cotidianos, ver cómo se
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conforman y se verifican en su uso también cotidiano. Es decir, se trata de contrastar el guión
narrado con los escenarios reales en donde se dice que se generan y con las acciones que allí
se posibilitan (Páez, Vergara, Achucarro e Igartua, 1992). Probablemente los guiones así
obtenidos no serán una demostración suficiente, pero son nada más y nada menos que el
punto de partida y de llegada. La psicología popular necesita ser explicada, no descalificada
(Bruner, 1990, pág. 45).
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